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¡Arrástrame a tu infierno!
Oculta por la oscuridad de la noche, una sigilosa sombra se deslizaba por los desiertos
pasillos del viejo monasterio. Con pasos cautos, pero firmes, se dirigía hacia una de las
habitaciones que daban hacia el lado norte del sacrosanto recinto. Se detuvo ante una de las
puertas y tocó quedamente. No obtuvo respuesta. Volvió a tocar tres veces seguidas y esperó.
Mientras esperaba, escuchaba con atención el mínimo ruido. Los árboles danzaban al compás
del viento frío; la noche, además de oscura, estaba helada; a lo lejos, ululaba un búho.
Adentro de la habitación se escucharon unos pasos que se arrastraban hasta la puerta, la luz se
encendió y la puerta se abrió lentamente.
Ella, sin decir una palabra, se acercó lentamente y sentándose a horcajadas sobre él, le
susurró muy quedo al oído:
_ ¡Esta noche no importa quiénes somos! Esta noche solo somos tú y yo. Y diciendo esto selló
su boca con un ardiente beso, cargado de pasión y de deseo.
Las manos del hombre se deslizaron inquietas por el candente cuerpo femenino y, de un
tirón, le arrancó la minúscula prenda. La contempló en silencio por un instante, tratando de
decirle muchas cosas, de hacer unas cuantas preguntas, pero no pudo resistirse a ese cuerpo
desnudo que se le ofrecía en aquel instante.
La noche aún era joven para los extraños amantes. Había empezado a llover. Las gotas de
lluvia golpeaban suavemente sobre el tejado de la habitación. Un viento frío se dejaba sentir
por entre los resquicios de la puerta de madera. Excepto por el ruido de la lluvia, todo era
quietud.
Sobre la cama, ella yacía boca abajo. Él le acarició la espalda, palmo a palmo,
deteniéndose en su exquisito derrier y lo masajeó a placer. Lentamente, la mujer se volteó
hacia el rostro varonil y lo besó dulcemente. Con ternura lo tumbó sobre la cama y se montó
sobre él, con movimientos atrevidos de cadera. Él volvió a penetrarla y ella cabalgó sobre su
falo como una potra salvaje, sin bridas y sin dueño.
Con las primeras luces de la aurora, la sombra volvió a recorrer los desiertos pasillos, de
regreso a su habitación con el mismo sigilo. Iba feliz. A la distancia, unos misteriosos ojos la
contemplaron escabullirse ...
¡Alguien más sabía lo que había ocurrido aquella noche, en aquella habitación!