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La sonámbula

Por Luis Gusmán

Faltaba todavía el último viaje a la casa de mi madre en Burzaco.


Había que ir a buscar sus pertenencias. Se había ido a vivir allí con
su hija adoptiva y los hijos de esta hija. Esta hermanastra nos ahorró
los sufrimientos de los últimos meses de la vida de mi madre.
Esta hermanastra se llevaba muy mal con mi hermano Hueso que
había jurado matarla por una propiedad menor que era la única
herencia de mi madre. En realidad, la chica tenía derecho, la casa
la había pagado su padre, el segundo marido de mi madre. Era un
pedazo de tierra con una prefabricada. “Lo que vale es el terreno”
decía mi hermano quizás para justificar su reivindicación y que su
madre le había dejado algo.

La chica no había ido al velorio no sólo porque le tenía miedo a lo


que su hermanastro le pudiera hacer, sino también porque decía que
ya se había despedido de su madre.
De chica, había tenido el don de la videncia. Al menos, eso era lo
que decía mi madre. Que la había mandado a la escuelita espiritista
que había en Burzaco. La nena era un prodigio porque la videncia
en los niños otorga una mayor creencia por la pureza e inocencia
que se le atribuye a la infancia.
Ella había residido un tiempo en Estados Unidos en el Estado de
Virginia porque se había casado con un boliviano que tenía
parientes en ese lugar. Inmigración ilegal, siempre perseguida hasta
el punto en que un día ella se volvió con sus hijos y él al poco
tiempo fue deportado. Su hermanastro siempre le agregaba un
motivo delictivo: había sido por traficante, cuando en realidad
había sido una cuestión de papeles. No tenía residencia ni
permiso de trabajo. Pero ella siempre había estado perseguida
desde que nació porque se le sospechaba por la fecha de nacimiento
una apropiación ilegal, cuestión totalmente infundada ya que con
los años en un padrón de elecciones encontró a su madre a quien
fue a visitar. Mi madre quien siempre quiso tener una hija mujer,
sin embargo había insistido en esa búsqueda, a la vez que sufría
porque entonces ella la iba a abandonar. Como si hubiera confiado
que esa hija la cuidara en la vejez y no se equivocó.
El tiempo que vivió en Estados Unidos cambió la cabeza de la
chica, no solo porque pudo aprender inglés, sino que las facciones
de su cara perdieron aquellos rasgos, rayanos en la debilidad
mental, efecto quizás del estado de sonambulismo y del don de la
videncia que padecía desde la infancia. Una especie de puerilidad
tan excesiva que parecía estar más cerca de lo pecaminoso que de
la virtud.

No era una de las visitas que hacíamos con mi hermano a buscar la


ropa de los vecinos difuntos. Esta vez no era un vecino, eran las
cosas de alguien muy cercano.
Por supuesto, elegimos algunas fotos. Son dos fotos y parecen
haber sido tomadas en un parque de diversiones. Una mi padre
tirando al blanco. En la otra es ella quien con un gesto tan delicado
y femenino toma el arma al borde del miedo y del histerismo. Hay
otra foto que por el paisaje parece estar en las sierras de Córdoba.
En las fotos, la belleza de mi madre a veces confunde. En principio,
por su expresión, la catalogaría como una persona distante pero su
mirada y su sonrisa muestran todo lo contrario.
Después estaban las chucherías, las cosas japonesas de mi madre;
cosas de los años cincuenta, no cosas modernas. Yo me llevé un
cuadrito con un paisaje chino cubierto de nieve.

Revisamos los cajones y encontramos una carpeta con dibujos. Se


notaba en ellos una cosa naif e infantil, pero eran realmente buenos
y quedamos asombrados. Le preguntamos a Lucrecia: ¿Quién los
pintó?
Dudó un instante en responder. No era por desconfianza sino por
perplejidad, como quien hace un esfuerzo por recordar algo que le
trae alguna dificultad o un mal recuerdo.
Finalmente nos contesta: “Los pinté yo”.

Con mi hermano nos miramos. Creo que esos dibujos fueron lo más
próximo que alguna vez tuvimos con Lucrecia. Hasta es posible
que hayamos cambiado el tono áspero con que habitualmente la
tratábamos por lo insoportable que nos resultaba su puerilidad.
Comenzamos a mirarlos uno por uno. Había pintado cada una de
las chucherías de mi madre. El cuadrito con el Fujiyama, tres
negros que como sombras alargadas bailaban algún ritmo
americano, una postal del Torreón de Mar del Plata que estaba
encuadrado, un dibujo con las cataratas del Iguazú donde en una
foto mi madre estaba con el padre de Lucrecia. En ese momento,
entendimos por qué no necesitaba despedirse. No quisimos seguir
mirando, quizás por miedo de encontrarnos con un dibujo de mi
madre, vaya a saber de qué época.
Mi hermano le preguntó: ¿Cuándo los pintaste?
-De chica. No recuerdo la edad. Mi papá dormía y mamá a veces
escribía dormida. Yo también me levantaba dormida, iba hasta el
comedor, me sentaba a la mesa y dibujaba. Mamá me los guardaba
en esta carpeta. Yo tampoco sabía que los conservaba. Si les
gustan, les regalo uno.
Yo elegí el paisaje japonés, mi hermano se llevó los tres negros
bailando.

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