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Yo - el psicoanálisis

Jacques Derrida

Acerca de Jacques Derrida (1930)

Filósofo francés, cuyo trabajo originó la escuela de deconstrucción, una estrategia de


análisis que ha sido aplicada a literatura, lingüística, filosofía, jurisprudencia y arquitectura.
En 1967, publicó tres libros: Speech and Phenomena (1), Of Grammatology (2), y Writing
and Difference (3), que han introducido el punto de vista deconstructivista en la lectura de
textos. Derrida ha resistido ser clasificado, y sus últimos trabajos continúan redefiniendo su
pensamiento.

Nació en El-Biar, Argelia. En 1952 comenzó su estudio de filosofía en la Escuela


Normal Superior de París, donde más tarde enseño desde 1965 a 1984. Desde 1960 a
1964, Derrida enseñó en la Sorbona, en París. Desde los comienzos de 1970 ha dividido
mucho de su tiempo entre París y Estados Unidos, donde ha enseñado en universidades
tales como Johns Hopkins, Yale, y la Universidad de California, en Irvine. Otros trabajos
suyos incluyen Glas (1974) (4) y The Post Card (1980) (5).

La obra de Derrida se centra en el lenguaje. Sostiene que el modo metafísico o


tradicional de lectura produce un sinnúmero de falsas suposiciones sobre la naturaleza de
los textos. Un lector tradicional cree que el lenguaje es capaz de expresar ideas sin
cambiarlas, que en la jerarquía del lenguaje escribir es secundario a hablar, y que el autor
de un texto es la fuente de su sentido. El estilo deconstructivista de lectura de Derrida subvierte estas presunciones y desafía la
idea de que un texto tiene un significado incambiable y unificado. La cultura occidental ha tendido a asumir que el habla es una vía
clara y directa para comunicar. Derrida cuestiona esta presunción en psicoanálisis y lingüística. Como resultado, las intenciones de
los autores en el discurso no pueden ser incondicionalmente aceptadas. Esto multiplica el número de interpretaciones legítimas de
un texto.

La deconstrucción muestra los múltiples estratos de sentido en que trabaja el lenguaje. Deconstruyendo las obras de
anteriores pensadores, Derrida intenta mostrar que el lenguaje está mudando constantemente. Aunque el pensamiento de Derrida
es considerado a veces por los críticos como destructivo de la filosofía, la deconstrucción puede ser mejor entendida como la
muestra de ineludibles tensiones entre los ideales de claridad y coherencia que gobiernan la filosofía, y los inevitables defectos que
acompañan su producción.

(1) La voz y el fenómeno. Traducción de P.Peñalver. Valencia, Pre-Textos, 1985.

(2) De la gramatología. Traducción de O. del Barco y C.Ceretti, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.

(3) La escritura y la diferencia. Traducción de P.Peñalver, Barcelona, Anthropos, 1989.

(4) Glas (extractos). Traducción de C. De Peretti y L. Ferrero, Anthropos – Revista de Documentación Científica de la Cultura,
Barcelona, Suplementos 32, Mayo 1992.

(5) La tarjeta postal. De Freud a Lacan y más allá. Traducción de T.Segovia, México, Siglo XXI, 1986 (no incluye la primera parte:
Envois).

JACQUES DERRIDA

Nota: lo siguiente ha sido extraído de Fifty Key Contemporary Thinkers, John Lechte, Routledge, 1994.

Recientemente, Jacques Derrida ha agregado otro margen a su trabajo con un libro sobre Marx. Su filosofía deconstructivista,
ha dicho, nunca ha sido antimarxista en ningún sentido puro. De este modo, ahora muchos están esperando, quizás
equivocadamente, una anticipación de si hay realmente un elemento político en la gramatología de Derrida.

Hijo de una familia argelina judía, Jaques Derrida nació en 1930 en Argelia y llegó a Francia en 1959. Educado en al Escuela
Normal Superior (calle d’Ulm) en París, Derrida llamó la primero la atención de un amplio público a fines de 1965 cuando publicó
dos largos artículos de reseñas de libros en historia y naturaleza de la escritura, en el diario parisino Critique. Estos dos trabajos
formaron las bases del más importante y posiblemente mejor conocido libro: Of Grammatology (1).

Un número importante de tendencias subyacen en el punto de vista de Derrida en filosofía y, más específicamente, en la
tradición occidental de pensamiento. Ellas son, primero, una preocupación por reflejar arriba y abajo la dependencia de esta
tradición de la lógica de identidad. Esta lógica de identidad deriva particularmente de Aristóteles y, en palabras de Bertrand Russell,
comprende las siguientes características claves:

1. La Ley de Identidad: ‘Lo que es, es’.

2. La Ley de Contradicción: ‘Nada puede a la vez ser y no ser’.

3. La Ley del Tercero Excluido: ‘Todo debe ser o no ser’.


Estas ‘leyes’ de pensamiento presuponen no sólo coherencia lógica, sino que también aluden a algo igualmente profundo y
característico de la tradición en cuestión, a saber: que hay una realidad esencial –un origen- al que estas leyes se refieren. Para
sostener la coherencia lógica, este origen debe ser ‘simple’ (por ejemplo, libre de contradicción), homogéneo (de la misma
substancia u orden), presente a, o de lo mismo como sí mismo (por ejemplo, separado y distinto de cualquier mediación, consciente
de sí mismo sin ningún espacio entre el origen y la consciencia). Claramente, estas ‘leyes’ implican la exclusión de determinadas
características, a saber: complejidad, mediación, y diferencia –brevemente, características que evocan ‘impurezas’ o complejidad.
Este proceso de exclusión toma lugar en un nivel metafísico y general en el que, además, un sistema completo de conceptos
(sensible-inteligible; ideal-real; interno-externo; ficción-verdad; naturaleza-cultura; habla-escritura; actividad-pasividad; etc.) que
gobiernan la operación del pensamiento en Occidente, llega a estar instituido.

A través del punto de vista llamado ‘deconstrucción’ Derrida ha comenzado una investigación fundamental en la naturaleza de
la tradición metafísica occidental y sus bases en la ley de identidad. Superficialmente, los resultados de esta investigación parecen
revelar una tradición perforada por paradojas y aporías lógicas, tal como la que sigue, en la filosofía de Rousseau.

Rousseau argumenta en un momento que la sola voz de la naturaleza debería ser escuchada. Esta naturaleza es idéntica a sí
misma, una plenitud a la cual nada puede ser añadido o substraído. Pero él también llama nuestra atención sobre el hecho de que la
naturaleza en verdad está alguna veces carenciada –como cuando una madre no puede producir suficiente leche en sus pechos para
la criatura. La carencia no llega a ser vista como común en la naturaleza, si ésa no es una de sus más significativas características.
De este modo, Derrida muestra, de acuerdo a Rosseau, que la naturaleza autosuficiente también está desprovista. La falta, en
realidad, pone en peligro la autosuficiencia de la naturaleza, esto es su identidad o, como Derrida prefiere, su autopresencia. La
autosuficiencia de la naturaleza puede ser mantenida solamente si la carencia es suplida. Sin embargo, en resguardo de la lógica de
identidad, si la naturaleza requiere un elemento supletorio tampoco puede ser autosuficiente (idéntica consigo misma), porque
autosuficiencia y necesidad son opuestos: una u otra pueden ser las bases de una identidad pero no ambas, para que la
contradicción sea evitada. Este ejemplo no es ninguna excepción. La impureza de esta identidad, o el debilitamiento de su
autopresencia, es un hecho ineludible. Pero, más ampliamente, cada origen aparentemente ‘simple’ tiene, como su íntima condición
de posibilidad, un no-origen. Los seres humanos requieren la mediación de la consciencia, o el espejo del lenguaje, para conocerse
a sí mismos y al mundo; pero esta mediación o espejo (estas impurezas) tiene que estar excluida del proceso de conocimiento;
hace posible el conocimiento, aunque no está incluida en el proceso de conocimiento. O, si lo están, como en la filosofía de los
fenomenólogos, ellas mismas (consciencia, subjetividad, lenguaje) devienen equivalentes a una suerte de presencia autoidéntica.

El proceso de ‘deconstrucción’ que investiga los fundamentos del pensamiento occidental, no lo hace en la esperanza de que
será capaz de remover estas paradojas o estas contradicciones; ni lo hace en la pretensión de ser capaz de escapar a las exigencias
de su tradición ni establecer un sistema de su propia narrativa. Más bien, reconoce que está forzado a usar los mismos conceptos
que ve como insostenibles, en los términos de la demanda que realizan. Brevemente, también debe (al menos, provisionalmente)
sostener estas demandas.

El ímpetu de la deconstrucción no es simplemente que muestra, filosóficamente, que las ‘leyes’ de pensamiento se hallan
defectuosas. Más bien, la tendencia evidente en la oeuvre de Derrida es un interés de penetrar efectos, abrir el terreno filosófico
para que pueda continuar siendo el sitio de creatividad e invención. La noción de diferencia o différance, lleva tal vez a la segunda
tendencia más claramente discernible en la obra de Derrida –una íntimamente alineada con el deseo de mantener la creatividad de
la filosofía.

Différance es el término acuñado por Derrida en 1968, a la luz de sus investigaciones en la teoría saussureana y
estructuralista del lenguaje. Mientras Saussure había sufrido grandes dolores al mostrar que el lenguaje en su forma más general
podía ser entendido como un sistema de diferencias, ‘sin términos positivos’, Derrida notó que las totales implicaciones de esa
concepción no fueron apreciadas ni por los estructuralistas de días posteriores ni por el mismo Saussure. Diferencia en términos
positivos implica que esta dimensión en lenguaje debe permanecer siempre imperceptible, estrictamente hablando es
inconceptualizable. Con Derrida, la diferencia deviene en lo que queda fuera del alcance del pensamiento metafísico occidental,
porque es la última condición de posibilidad. Por supuesto, en la vida cotidiana la gente habla más fácilmente sobre diferencia y
diferencias. Decimos, por ejemplo, que ‘x’ (que tiene una cualidad específica) es diferente de ‘y’ (que tiene otra cualidad específica),
y usualmente significamos que es posible enumerar las cualidades que producen esta diferencia. Esto, sin embargo, es dar a la
diferencia términos positivos –implicando que puede haber una forma fenoménica-, de modo que ello no puede ser la diferencia
anunciada por Saussure, la que es efectivamente inconceptualizable. La primera razón para el neologismo de Derrida deviene en
consecuencia aparente: él quiere distinguir la diferencia conceptualizable del sentido común, de una diferencia que no es traída de
regreso en el sentido de lo mismo y que, a través de un concepto, da una identidad. La diferencia no es una identidad, ni es la
diferencia entre dos identidades. Diferencia es diferencia diferida (en francés, el mismo verbo –différer- significa tanto ‘diferenciarse’
como ‘diferir’). Différance nos alerta sobre una serie de términos que son prominentes en la obra de Derrida, cuya estructura es
inexorablemente doble: fármaco (tanto veneno como antídoto); suplemento (tanto lo sobrante como adición necesaria); hymen
(tanto interior como exterior).

Otra justificación para el neologismo de Derrida también deriva de la teoría del lenguaje de Saussure. La escritura, había dicho
Saussure, es secundaria con respecto al habla hablada por los miembros de una comunidad lingüística. La escritura para Saussure
es incluso una deformación del lenguaje en el sentido que él (a través de la gramática) llega a ser una verdadera representación;
mientras que, en realidad, reclamó Saussure, la esencia del lenguaje está contenida únicamente en el discurso viviente, el que está
cambiando siempre. Derrida interroga esta distinción. Y como distinto, él observa que tanto Saussure como los estructuralistas (cf.
Lévi-Strauss) operan con una noción coloquial de escritura, una que intenta evacuar todas las complejidades. Por lo tanto, la
escritura presupone ser puramente gráfica, quizás una ayuda para la memoria, pero secundaria para el habla; está considerada por
ser fundamentalmente fonética, y representa así los sonidos del lenguaje. El habla, por su parte, supone estar más cercana al
pensamiento, y en consecuencia a las emociones, ideas e intenciones del hablante. El habla, como lo primario y más original,
contrasta entonces con lo secundario, el estatuto representado por la escritura. Derrida, el gramatólogo (teórico de la escritura),
intenta mostrar que esta distinción es insostenible. El propio término différance, por ejemplo, tienen un elemento irreductiblemente
gráfico que no puede ser detectado en el nivel de la voz. Además, la pretensión de que la escritura fonética es enteramente
fonética, o que el habla es completamente audible, se torna sospechosa tan pronto como la naturaleza exclusivamente gráfica de la
puntuación deviene aparente, junto con los silencios (espacios) impresentables del habla.

De un modo u otro, la ouevre de Derrida es una exploración de la naturaleza de la escritura en el más amplio sentido como
différance. La dimensión de la escritura, que siempre incluye elementos pictográficos, ideográficos y fonéticos, no es idéntica
consigo misma. La escritura, entonces, siempre es impura, y como tal desafía la noción de identidad, y, finalmente, la noción del
origen como ‘simple’. No es ni totalmente presente ni ausente, sino que es la huella resultante de su propia borradura en el viaje
hacia la transparencia. Más que esto, la escritura es, en un sentido, más ‘original’ que las formas fenoménicas que supuestamente
evoca. La escritura como huella, marca, grafema, deviene en la precondición de todas las formas fenoménicas. Este es el sentido
implícito en el capítulo de Of Grammatology titulado “El fin del libro y el comienzo de la escritura’. La escritura en el sentido más
estricto, muestra ese capítulo, es virtual, no fenoménica; no es lo que está producido sino lo que hace posible la producción. Evoca
todo el campo de la cibernética, la matemáticas teórica y la teoría de la información.

Estas reflexiones sobre temas de literatura, arte y psicoanálisis, al igual que de la historia de la filosofía, parten de la
estrategia de Derrida de hacer visible la ‘impureza’ de la escritura (y de cualquier identidad). Es decir, Derrida demuestra
frecuentemente que él está intentando confirmar filosóficamente, empleando estrategias retóricas, gráficas y poéticas (como por
ejemplo en Glas (2), o The post card: from Socrates to Freud and beyond), de modo que el lector pueda estar alertado sobre el
desdibujarse de las fronteras entre disciplinas (tales como filosofía y literatura), y tema-materia (tales como escritura/filosofía y
autobiografía). En la primera presentación de différance, ofrecida en la Sorbona en 1968, un astuto oyente remarcó, aunque con
algún pesar, que ‘En su obra, la expresión es tan importante que la atención del oyente está constantemente dividida y dirigida, por
una parte, a su modo de hablar, y por la otra a lo que usted quiere decir’.

Derrida respondió diciendo: ‘Trato de colocarme a mí mismo en un cierto punto en el que ... la cosa significada ya no es
fácilmente separable de quien significa’.

La demostración de que es imposible separar rigurosamente la dimensión poética y retórica del texto (en el nivel de quien
significa) del ‘contenido’, mensaje o significado (el nivel de lo significado) es la maniobra más necesaria y aún controversial en todo
el emprendimiento derrideano. Mientras un significativo número de críticos literarios norteamericanos parecen haber sido
profundamente enamorados por esta estrategia, uno puede realmente dudar sobre la dimensión en la cual esa estrategia pueda
estar bajo el control (consciente) del filósofo. Si los límites de disciplinas y géneros son convenciones con historias bien específicas –
esto es, por implicación, si ellos están ubicados solamente en las bases de una clase de confianza- deviene posible subvertirlas. Lo
que entonces está siendo subvertido es en realidad un principio de trabajo sumamente frágil, y no una verdad de alguna clase,
profundamente atrincherada y esencial. Con la obra de Laclau (quien ha sido inspirado por Derrida) en teoría política, es
exactamente esta fragilidad de identidad la que es vista como hacedora de un nuevo estímulo a los políticos. Porque las identidades
son construidas y no esenciales, son inevitablemente frágiles, pero sin embargo no menos importantes. Desde otro ángulo, la obra
de Derrida abre una nueva creatividad, un sentido en el cual el interés por la escritura como gramatología tiene efectos prácticos.
Aquí, observamos que Derrida muestra que los principios eternos, metafísicos, tienen una base extremadamente frágil y finalmente
ambigua. Lo que es correcto y ‘propio’ (como el nombre propio) porque tiene una identidad determinada, origina finalmente una
deconstrucción de ‘propio’ (por ejemplo, un nombre no tiene simplemente a un objeto o persona simple, ‘real’ o fenoménica; porque
eso también tiene una dimensión retórica, que el juego de retruécanos hace posible). Cuando a un nombre propio se lo muestra in-
a-propiado, emerge la escritura en el sentido de Derrida. El nombre del poeta francés, F. Ponge (el cual, en un bien conocido
ensayo, Derrida transforma en éponge –esponja-), da una fuente admirable de escritura creativa, filosófica y crítica. En inglés, uno
necesita tan sólo pensar en Wordsworth y en el ‘regocijo’ en Joyce, para comenzar toda una serie de asociaciones ‘impropias’. A
través del retruécano, anagrama, etimología, o un sinnúmero de características diacríticas (recordemos el ‘regocijo’ en Joyce), un
nombre propio puede estar enlazado a uno o más sistemas diferentes de conceptos, ideas o palabras (incluyendo aquéllas de otros
idiomas). Derrida en verdad también ha unido el nombre propio a variadas series de imágenes y sonidos, de modo que, desde cierto
punto de vista, el texto de referencia parece tener una relación muy tangencial al texto crítico (ver el tratamiento de la obra de Jean
Genet en Glas, o el ensayo Signéponge ‘sobre’ la obra de Francis Ponge). Realmente, mientras el crítico literario tradicional podía
tender a buscar la verdad (fuera semántica, poética, o ideológica) del texto literario escrito por otro, y luego adoptar una actitud
respetuosa, secundaria, ante la ‘primacía’ de ese texto, Derrida lleva el texto ‘primario’ a una fuente de nueva inspiración y
creatividad. Ahora, el crítico/lector ya no interpretará únicamente (lo cual nunca fue completamente el caso, de todos modos), sino
que deviene en un/a escritor/a en su propio derecho.

Nuevamente, mientras el sentido común tiende a asumir que la iterabilidad es, más o menos, una cualidad accidental del
idioma, de modo que palabras, frases, oraciones, etc., pueden ser repetidas en contextos diferentes, verdaderamente la íntima
cualidad que Derrida considera irrevocable destaca el nivel del significador de lo significado. Así, si el significado es referido al
contexto, no hay, con respecto a la estructura profunda del lenguaje, contexto conveniente para proporcionar pruebas de un
significado final. El contexto es ilimitado, ha dicho Jonathan Culler. El debate de Derrida con el filósofo norteamericano John R.
Searl, sobre la teoría de las ‘performativas’ de J.L. Austin, gira precisamente sobre este punto. Mientras Austin trata de producir una
feliz ‘performativa’ (realizando por lo dicho –como cuando hacemos una promesa), depende de que sea realizada en un contexto
apropiado por la persona apropiada, en tanto que una ‘performativa’ poco feliz –como cuando alguien dice ‘sí’ fuera de la ceremonia
nupcial, o cuando la persona equivocada abre una reunión- no puede ser eliminada del lenguaje. Derrida observa que esto es así
porque lo inoportuno está enraizado profundamente en la estructura de las performativas; la cualidad de iterabilidad significa que el
lenguaje, incluyendo las signaturas, puede ser tomado por cualquiera en cualquier momento. Iterabilidad, así, impone la posibilidad
de signaturas falsas.

En suma, la tarea filosófica de Derrida demanda deconstruir penetrantes eslóganes, como éstos suceden tanto en el trabajo
académico como en lenguaje de la vida diaria. El lenguaje cotidiano no es neutral; carga en su interior presupuestos e hipótesis
culturales de toda una tradición. Al mismo tiempo, la reelaboración crítica de las bases filosóficas de la tradición en cuestión resulta,
tal vez inesperadamente, en un nuevo énfasis en la autonomía individual y la creatividad del investigador/filósofo/lector. Puede ser
que este elemento antipopulista, aunque antiplatónico, en la gramatología, sea la contribución más importante de Derrida al
pensamiento de la era de postguerra.

(1) De la gramatología. Traducción de O. Del Barco y C. Ceretti, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.

(2) Glas (Extractos). Traducción de C. De Peretti y L. Ferrero, Anthropos. Revista de Documentación Científica de la Cultura
(Barcelona), Suplementos 32 (Mayo 1992)

Traducción: Daniel López Salort

Yo - el psicoanálisis (1)

Jacques Derrida
Traducción de Cristian de Peretti, en DERRIDA, J., Cómo no hablar y otros textos, Proyecto A, Barcelona, 1997, pp. 70-80.

Introduzco aquí -yo- a una traducción.

Esto dice ya bastante acerca de a qué me llevarán ambas vías: a eclipsarme en el umbral a fin de facilitar la lectura que
ustedes van a hacer. Escribo en «mi» lengua pero, en el idioma de ustedes, yo debería introducir. Dicho de otro modo, y otra vez
en «mi» lengua, presentar a alguien. Alguien que, en muchos sentidos, todos ellos singulares, no está aquí, aun cuando
permanece lo suficientemente próximo y presente como para prescindir de toda introducción.

Se presenta alguien a alguien o a varios y, por deferencia para con los anfitriones e invitado -aquellos que reciben en su
lengua y aquel que es introducido-, la cortesía más elemental exige que no nos pongamos en primer plano. Ahora bien, uno se pone
en primer plano hasta hacerse indispensable desde el momento en que se multiplican las dificultades de traducción (una a cada
paso, desde mi primera palabra) y se pone en un aprieto al intérprete del intérprete, al que debe introducir a su vez, en su propia
lengua, al introductor. Parece como si se quisiera prolongar indefinidamente las maniobras dilatorias, distraer la atención, centrarla
en uno mismo, acapararla al tiempo que se insiste: esto es lo que me corresponde a mí, al introductor, y a mi estilo, a mi forma de
hacer, de decir, de escribir, de interpretar. ¡El desvío vale la pena, créanme, me tomo la libertad de decírselo, se lo aseguro, etc.!

A menos que, la indiscreción una vez asumida, a fin de subrayar la maniobra, yo no me retire más eficazmente tras la
lengua llamada y presunta materna, puesto que todo parece volver a ella finalmente -pese a lo que se diga- y proceder de ella.

Ahora bien, ¿no es de esto de lo que aquí se trata? ¿Dónde aquí? Entre La corteza y el núcleo.

Pues ya he nombrado, induciéndoles de antemano a pensar en ello, aquello de lo que le oirán hablar seguidamente a
Nicolás Abraham: la presencia, el ser-ahí (fort-da) (2) o no, la pretendida presencia a sí en la auto-presentación, todos los modos
de la introducción o de la hospitalidad conferida en mí, por mí, al extranjero, la introyección o la incorporación, todas las
operaciones «dilatorias» (los «medios, por así decir convencionales, implícitamente ofrecidos por todo el contexto cultural, a fin de
permitir -salvo en caso de fijación- desvincularse mejor de la madre maternante, al tiempo que se le muestra un apego dilatorio»);
de todo esto le oirán hablar seguidamente a Nicolás Abraham, así como de la traducción. Pues es acerca de la traducción de lo que
habla simultáneamente, y no sólo cuando utiliza la palabra, de la traducción de una lengua a otra (con palabras extranjeras), e
incluso de una lengua a sí misma (con las «mismas» palabras que cambian de pronto de sentido, que desbordan de sentido y
desbordan incluso el sentido y que, no obstante, permanecen impasibles, idénticas a sí mismas, imperturbables, haciendo que
leamos, en el nuevo código de esta traducción anasémica, lo que hubiera habido que leer en la otra palabra, la misma, antes del
psicoanálisis, esa otra lengua que utiliza las mismas palabras imponiéndoles un «cambio semántico radical»). Al hablar
simultáneamente de la traducción en todos los sentidos y más allá y más acá del sentido, al traducir simultáneamente el viejo
concepto de traducción a la lengua del psicoanálisis, Nicolás Abraham hablará también de la lengua materna y de todo lo que se
dice asimismo de la madre, del niño, del falo, de toda esa «pseudología» que somete a tal discurso sobre el Edipo, la castración, el
deseo y la ley, etc., a una «teoría infantil».

Pero si Abraham parece hablar de estas cosas archi-antiguas, no es sólo a fin de proponer una nueva «exégesis» de las
mismas, sino también a fin de descifrar o de desconstruir su sentido y de conducirlas, después, a través de las nuevas vías de la
anasemia y de la ansemántica, a un proceso de antes del sentido y de antes de la presencia. Y también a fin de introducirnos al
código que nos permitirá traducir la lengua del psicoanálisis, su nueva lengua que altera radicalmente las palabras, las mismas
palabras, las de la lengua corriente, que aún utiliza y que traduce a aquella, a una lengua totalmente otra: luego, entre el texto
traductor y el texto traducido nada parecería haber cambiado y, sin embargo, entre ambos ya no habría más que relaciones de
homonimia. Pero, como se verá, de una homonimia incomparable a ninguna otra. Se trata, pues, de los conceptos de sentido y de
traducción. Y, al hablarnos de la lengua psicoanalítica, de su necesidad de traducirse de otro modo, Abraham proporciona la regla
para leer La corteza y el núcleo: no se entenderá nada si no se lee este texto como él mismo enseña a leer, teniendo en cuenta la
«escandalosa antisemántica», la de «los conceptos des-significados en virtud del contexto psicoanalítico». Este texto debe
descifrarse, pues, con ayuda del código que propone y que pertenece a su propia escritura.

Ahora bien, se supone que introduzco -yo- a una traducción, la primera sin duda, al inglés, de un ensayo mayor de Nicolás
Abraham. Yo debería, pues, eclipsarme en el umbral y, para facilitar la lectura, limitar los obstáculos de traducción correspondientes
a mi escritura o al idioma de mi forma lingüística. De acuerdo. Pero ¿cómo hacer en lo que concierne a la lengua misma?

Moi («yo-me-mí»), por ejemplo.

Se trata, como siempre ocurre con las lenguas, de la alianza de un límite con una posibilidad.

En francés, a diferencia del Ich alemán y del I inglés, moi le va como un guante al sujeto que dice je («yo») «moi, je
dis, traduis, introduis, conduis... etc.», «yo, digo, traduzco, introduzco, conduzco... etc.») y al que se toma, se deja o se hace
tomar como si fuera un objeto (prends-moi, par exemple comme je suis, «tómame, por ejemplo como soy», o traduis-mois,
conduis-moi, introduis-moi... etc., «tradúceme, condúceme, introdúceme... etc.»). Un guante a través del cual, incluso, yo me
toco, o los dedos, como si yo estuviera a mí mismo presente en el contacto. Pero, en francés, je-me («yo-me») puede declinarse
de otro modo: por ejemplo je me souviens («yo me acuerdo»), je me moque (« yo me burlo»), je me fais plaisir («yo me doy
gusto»), etc.

La apariencia de este «como si» no es un fenómeno entre otros. «Entre el “yo” y el “me”», el capítulo así titulado
establece un «hiato», aquel que, al separar «yo» y «me», escapa a la reflexividad fenomenológica, a la autoridad de la presencia a
sí y a todo lo que ella rige. Este hiato de la no-presencia a sí condiciona el sentido que la fenomenología convierte en su tema, pero
él mismo no es ni un sentido ni una presencia. «El ámbito del psicoanálisis, por su parte, se sitúa precisamente sobre ese terreno de
impensado de la fenomenología.» Si cito esta frase no es sólo con vistas a subrayar una etapa esencial en el trayecto del texto, el
momento en el que no queda más remedio que preguntarse: «¿cómo incluir en un discurso, cualquiera que éste sea, aquello mismo
que, por ser su condición, le escaparía por esencia?». Y justo después: «Si la no-presencia, núcleo y razón última de todo discurso,
se hace habla ¿acaso puede -o debe- hacerse entender/oír en y por la presencia a sí? De tal modo aparece la paradójica situación
inherente a la problemática psicoanalítica». La cuestión atañe, en efecto, a la traducción, a la transposición en un discurso de su
propia condición. Esto resulta ya muy difícil de pensar dado que este discurso, que traduce así su propia condición, aún estará
condicionado y fallará en esta medida tanto a su fin como a su comienzo. Pero dicha traducción será aún más extraña: habrá de
traducir a discurso aquello que «le escaparía por esencia», a saber, un no-discurso, dicho de otro modo, algo intraducible. E
impresentable. Eso impresentable que, por medio del discurso, hay que traducir a presencia sin traicionar nada de esta estructura,
Abraham lo denomina «núcleo». ¿Por qué? Demos a la pregunta tiempo para asentarse.

Si he citado esta frase, es también para recordar que el hiato reproduce asimismo necesariamente un intervalo, el
momento de un salto en el trayecto de Nicolás Abraham mismo. De él mismo, es decir, en la relación consigo mismo, el yo-me de
su propia investigación: en primer lugar, tan lejos como era posible, una aproximación original que compagina las cuestiones de tipo
psicoanalítico y de tipo fenomenológico en un campo en el que no se han aventurado ni los fenomenólogos ni los psicoanalistas.
Todos los ensayos anteriores a 1968, fecha de La corteza y el núcleo, conservan una huella aún muy productiva. Pienso, sobre
todo, en las Reflexiones fenomenológicas sobre las implicaciones estructurales y genéticas del psicoanálisis (1959) y en
El símbolo o el más-allá del fenómeno (1961). Todos estos textos están ahora recogidos en el volumen que lleva por título La
corteza y el núcleo (1978). En dicho volumen, aquellos rodean o envuelven el ensayo de 1968 (al que podríamos llamar
homónimo) y permitirían ver, si se adoptase una perspectiva teleológica, cómo se anuncian, desde los primeros ensayos, todas las
transformaciones por venir. Y no resultaría injustificado. Pero, hacia 1968, la necesidad de una quiebra, espacio a la vez de juego y
de articulación, marca una nueva relación del psicoanálisis con la fenomenología, una nueva «lógica» y una nueva «estructura» de
dicha relación. Éstas afectarán tanto a la idea de sistema estructural como a los cánones de lo «lógico» en general. Tenemos un
indicio explícito de ello al final del ensayo de 1968, cuando se acaba de demostrar que los «conceptos claves del psicoanálisis» «no
se pliegan a las normas de la lógica formal: no se refieren a ningún objeto ni colección de objetos, no poseen, en sentido estricto, ni
extensión ni comprehensión».

En 1968, pues, nuevo punto de partida, nuevo programa de investigación. Pero el recorrido anterior habrá sido
indispensable. Ninguna lectura podrá prescindir, en adelante, de estas premisas.

A pesar de toda la fecundidad, a pesar del rigor del cuestionamiento fenomenológico, se impone una ruptura y ésta es
rotunda o, más bien, un extraño cambio generalizado, la conversión de una «conversión que lo trastoca todo». Una nota del capítulo
«Entre el “yo” y el “me”» sitúa el «contrasentido» de Husserl «respecto al Inconsciente». El tipo de contrasentido es esencial y hace
legible el hiato que nos interesa: Husserl entendió el Inconsciente a partir de la experiencia, del sentido, de la presencia como
«el olvido de experiencias en otro tiempo conscientes». Será preciso pensar el Inconsciente sustrayéndolo a aquello mismo que él
hace posible, a toda esa axiomática fenomenológica del sentido y de la presencia.

La frontera, harto singular, en efecto, puesto que va a dividir dos territorios absolutamente heterogéneos, pasa, a partir de
ese momento, entre dos tipos de «conversión semántica». Aquella, que opera en el interior del sentido para hacer que éste
aparezca y conservarlo, se marca en la traducción discursiva por medio de las comillas fenomenológicas: la misma palabra, la de la
lengua corriente, una vez entrecomillada, designa el sentido intencional puesto en evidencia por la reducción fenomenológica y por
todos los procedimientos que la acompañan. La otra conversión, aquella que el psicoanálisis opera, es absolutamente distinta de la
anterior. La supone en un cierto sentido, ya que no se la puede entender de hecho sin haber ido, de la forma más consecuente
posible, hasta el final del proyecto fenomenológico (y, desde este punto de vista también, la gestión de Nicolás Abraham me parece
de una necesidad ejemplar). Pero, inversamente, permite acceder a aquello que condiciona la fenomenalidad del sentido desde una
instancia a-semántica. El origen del sentido no es aquí un sentido originario sino pre-originario, si cabe decir. Si cabe decir, y para
decirlo, el discurso psicoanalítico, que aún utiliza las mismas palabras -las de la lengua corriente y las de la fenomenología
entrecomilladas-,las cita una vez más para decir algo totalmente otro, y algo otro que el sentido. Es esta segunda conversión la que
señalan las mayúsculas con las que los traductores franceses han dotado a las nociones metapsicológicas; y es de nuevo un
fenómeno de traducción el que sirve aquí de indicio revelador a Abraham. Podemos reconocer la singularidad de lo que aquí se
llama traducción: ella puede operar ya en el interior de la misma lengua, en el sentido lingüístico de la identidad. En el interior del
mismo sistema lingüístico, en francés, por ejemplo, la misma palabra, por ejemplo, «placer» (plaisir), puede traducirse como a sí
misma y, sin «cambiar» verdaderamente de sentido, pasar a otra lengua, la misma en la que, no obstante, la alteración habrá sido
total, ya sea que, en la lengua fenomenológica y entre comillas, la «misma» palabra funciona de otra manera que en la lengua
«natural» aunque revele su sentido noético-noemático, ya sea que, en la lengua psicoanalítica, dicha suspensión misma queda
suspendida y que la misma palabra se encuentra traducida a un código en donde ya no tiene sentido, en donde, haciendo, por
ejemplo, posible lo que se siente como o lo que se entiende por placer, placer no signifique ya «lo que se experimenta» (en Más
allá del principio del placer, Freud habla de un placer vivido como sufrimiento, y habrá sido preciso sacar la consecuencia
rigurosa de una afirmación que resulta tan escandalosamente insostenible para la lógica clásica, para la filosofía, para el sentido
común y también para la fenomenología). Pasar de la palabra placer en la lengua corriente al «placer» del discurso fenomenológico
y, seguidamente, al «Placer» de la teoría psicoanalítica es proceder a unas traducciones insólitas. Por supuesto, se trata de
traducciones dado que se pasa de una lengua a otra y es una cierta identidad (o no-alteración semántica) la que efectúa dicho
trayecto, la que se deja transponer o transportar. Pero ésta es la única «analogía» con lo que se denomina corriente o
fenomenológicamente «traducción». Y toda la dificultad reside en esta «analogía», palabra que también habrá que someter a la
transformación anasémica. En efecto, la «traducción» en cuestión no pasa verdaderamente de una lengua natural a la otra: la
misma palabra (placer) es la que uno reconoce en los tres casos. No sería falso decir que se trata de un homónimo, pero el efecto
de este «homónimo» no consiste en designar, con su misma forma, sentidos diferentes. No son sentidos diferentes como tampoco
son sentidos idénticos, ni siquiera análogos, y si las tres palabras escritas de forma diferente (placer, «placer», Placer) no son
homónimos, menos aún son sinónimos. La última de dichas palabras excede el orden del sentido, de la presencia y de la
significación y «esta des-significación psicoanalítica precede a la posibilidad misma de la colisión de los sentidos». Precesión que
debe entenderse también, diré que debe incluso traducirse, según la relación de anasemia. Ésta se retrotrae a la fuente y aún más
allá, a la fuente pre-originaria y pre-semántica del sentido. La traducción anasémica no concierne a intercambios entre
significaciones, entre significantes y significados, sino a intercambios entre el orden de la significación y aquello que, haciéndola
posible, debe traducirse asimismo en la lengua de lo que ésta hace posible, debe ser retomada en ella, reinvertida, re-interpretada.
Esta necesidad es la que señalan las mayúsculas de la metapsicología traducida al francés.

¿Qué es, pues, la anasemia? Y la «figura» que habrá parecido más «apropiada» para traducir su necesidad, ¿es una
«figura»? y ¿qué es lo que legítima su «propiedad»?

Debería detenerme aquí, y dejar que, ahora, trabaje el traductor y que ustedes lean.

No obstante, quisiera añadir algo.

Introduzco aquí -yo- a una traducción y, por consiguiente, con esta sola dificultad, ya -decir moi en todas las lenguas-
introduzco al psicoanálisis en persona.
¿Cómo presentar el psicoanálisis en persona? Para ello sería preciso que el psicoanálisis pudiera, de algún modo,
presentarse a sí mismo. ¿Lo ha hecho alguna vez? ¿Ha dicho alguna vez «yo»? ¿«Yo, el psicoanálisis»? Decir «yo» y decir «el yo»,
sabemos que no es lo mismo. Y se puede decir «yo» sin decirlo, sin decirlo en todas las lenguas y según todos los códigos. Y yo ¿no
es siempre una especie de homónimo? Sin duda, algo que identificamos como el psicoanálisis ha dicho «el yo». Lo habrá
identificado, definido, situado..., y descentrado Pero el movimiento que asigna un lugar dentro de una tópica no escapa
forzosamente, al menos no sin más, a la jurisdicción de esa tópica. No por presentarse como el sujeto reflexivo, crítico, autorizado,
nombrado de un «movimiento», de una «causa», de un discurso «teórico», de una «práctica», de una «institución» multinacional
que comercia mejor o peor con él, quedaría el psicoanálisis sustraído, a priori, a las leyes de estructura y, sobre todo, a la tópica
cuya hipótesis habrá conformado. ¿Por qué no hablar, por ejemplo, de un «yo» del psicoanálisis? Y ¿por qué no reconocer que, en
él, están actuando las leyes de la metapsicología? Hay que reconocer el repliegue de esta estructura, aun cuando, a primera vista,
parezca formarse según una simple analogía: al igual que el psicoanálisis se propone enseñarnos que, además del Ello y del
Superyo, hay un Yo, también el psicoanálisis, en cuanto estructura psíquica de una identidad colectiva, comporta instancias que
pueden denominarse Ello, Superyo y Yo. Lejos de hacer que derivemos hacia un analogismo vago, la figura de esta relación nos
dirá quizá mucho más acerca de los términos de la relación analógica de lo que lo haría la simple inspección interna de su
contenido. El Yo del psicoanálisis es quizá una mala introducción al Yo del que habla el psicoanálisis: ¿qué ha de ser un Yo si algo
como el psicoanálisis puede decir: Yo?

El gesto inaugural de Nicolás Abraham en este ámbito consiste, en mi opinión, en volver a aplicar a un corpus, cualquiera
que éste sea, la ley que constituye su objeto, así como en analizar las condiciones y las consecuencias de esta operación singular.
Inaugura porque abre el ensayo a la traducción a la que yo estoy dado por supuesto -como se dice en inglés- introducir:
introduce a ella. Es inaugural asimismo por la problemática que pone en marcha.

Con el aparente pretexto del Vocabulario del psicoanálisis de J. Laplanche y J.B. Pontalis, pero apuntando en verdad
más allá y a otra cosa, Abraham plantea, en efecto, la cuestión del «derecho» y de la «autoridad» de semejante corpus juris que
pretende poseer «fuerza de ley» en lo que concierne a los «estatutos de la “cosa” psicoanalítica». Y Abraham añade una precisión
esencial: «de la -cosa- psicoanalítica tanto en sus relaciones con el mundo exterior como en su relación consigo misma». Esta
doble relación es esencial por cuanto que autoriza la «comparación» y la «imagen» que, después, jugarán un papel importante en
la organización. La figura corteza-núcleo, en el origen de toda traducción figurativa, de toda simbolización y de toda figuración, no
será un dispositivo trópico o tópico entre otros. Antes bien, se anticipa como una «imagen» o como una «comparación»:

He aquí, por consiguiente, una realización que, para todo el psicoanálisis, está llamada a desempeñar
las funciones de esa instancia a la que Freud ha conferido la prestigiosa designación de Yo. Ahora bien, al
referirnos con esta comparación a la teoría freudiana misma, queremos evocar esa imagen del Yo que lucha en
dos frentes: en el exterior, moderando las cargas y los ataques; en el interior, canalizando los impulsos excesivos
e incongruentes. Freud ha concebido esta instancia como una capa protectora, ectodermo, córtex cerebral,
corteza. Este papel cortical de doble protección, hacia el interior y hacia el exterior, será fácilmente reconocido
por el Vocabulario, papel que -como es comprensible- va siempre acompañado de un cierto enmascaramiento de
aquello mismo que ha de ser salvaguardado. Aunque en la corteza queda la marca de aquello que ella pone a
resguardo, de aquello que, disimulado por ella, en ella se descubre. Y, si el núcleo mismo del psicoanálisis no
tiene por qué manifestarse en las páginas del Vocabulario, ello no impide que su acción, oculta e inaprehensible,
quede patente a cada paso por su resistencia a plegarse a una sistemática enciclopédica.

El núcleo del psicoanálisis: lo que él mismo ha designado, con palabras de Freud, como el «núcleo del ser», el Inconsciente
y su «propio» núcleo, su «propio» Inconsciente. Escribo en cursiva «propio» y lo dejo entre comillas: aquí ya nada es propio, ni en
el sentido de la propiedad como pertenencia (una parte del núcleo, al menos, no corresponde a ningún Yo), ni en el sentido de la
propiedad de una figura, en el sentido del sentido propio (la «figura» de «la corteza y el núcleo», desde el momento en que se la
entiende por anasemia, no funciona como ninguna otra; figura a título de esas «figuras nuevas, ausentes en los tratados de
retórica»).

Esta extraña figura sin figura, la corteza-y-el-núcleo, acaba de tener lugar, de hallar su sitio, de anunciar su título: éste es
doble y doblemente analógico. 1) La «comparación». entre el corpus juris, el discurso, el aparato teórico, la ley del concepto,
etc., esto es, entre el Vocabulario razonado, por una parte, y el Yo del psicoanálisis, por otra parte. 2) La «imagen»: el Yo -del que
habla el psicoanálisis- parece luchar en dos frentes, asegurar una doble protección, interna y externa. Se parece a una corteza. Es
preciso añadir, al menos, un tercer título oculto como un núcleo bajo la corteza de esta última imagen (y esta singular figura está
abriendo ya su «propio» abismo, puesto que se comporta con respecto a sí misma como una corteza que resguarda, protege, oculta
otra figura de la corteza y el núcleo que, a su vez, etc.): el «córtex cerebral» o el ectodermo evocado por Freud ya era una
«imagen» tomada del registro «natural», recogida como una fruta.

Pero, y no sólo debido a su carácter abisal, la «corteza-y-el-núcleo» va a exceder muy pronto todo límite y a medirse a
toda posible baza; podría decirse que va a cubrir la totalidad del campo si esta última figura no implicase una teoría de la
superficie y de la totalidad que, como enseguida se verá, pierde aquí toda pertinencia.

Uno se preguntará: ¿cuál es la relación entre esta estructura «corteza-núcleo» y la «conversión» que propugna Abraham?
¿Cómo introduce aquella a ese «cambio semántico radical», a esa «escandalosa antisemántica» que marcarían el advenimiento del
lenguaje psicoanalítico? ¿No es la «corteza-y-el-núcleo» una figura trópica y tópica entre otras, un dispositivo muy particular que
sería abusivo generalizar para conferirle tantos poderes? ¿No podría llevarse a cabo la misma operación a partir de otra estructura
trópica y tópica? Estas preguntas y otras cuantas del mismo tipo serían quizá legítimas hasta cierto punto. ¿Cuál sería este punto?

Hay un punto y un momento en que la imagen, la comparación, la analogía cesan. La «corteza-y-el-núcleo» se parece y no
se parece ya a su procedencia «natural». La semejanza, que remitía a la fruta y a las leyes del espacio natural u «objetivo», se
interrumpe En la fruta, el hueso (núcleo) puede convertirse, a su vez, en una superficie accesible. En la «figura», esta vez no llega
nunca.

En un determinado punto, en un determinado momento, se impone una disimetría entre los dos espacios de esa
estructura, entre la superficie de la corteza y la profundidad del núcleo, espacios que, en el fondo, no pertenecen ya al mismo
elemento y resultan inconmensurables dentro de la relación misma que no dejan de mantener. El núcleo, por estructura, no puede
nunca salir a la superficie. «Este núcleo», no el hueso de la fruta tal como se me puede presentar, a mí, que lo cojo con la mano y lo
exhibo después de haberle quitado la corteza, etc. A mí, a quien puede mostrársele un hueso y, para que un hueso pueda
mostrárseme, yo, por mi parte, sigo siendo la corteza de un núcleo inaccesible. Esta disimetría no sólo prescribe un cambio de
régimen semántico, diré, más bien, textual, levantando acta de este modo de que, asimismo, dicha disimetría prescribe al mismo
tiempo, en contrapartida, otra ley de interpretación de la «figura» (la corteza y el núcleo) que la habría provocado.

Precisemos el sentido (ya sin sentido) de esta disimetría. El núcleo no es una superficie disimulada que, una vez
atravesada la corteza, podría aparecer. Es inaccesible y, por consiguiente, aquello que lo marca de no-presencia absoluta pasa el
límite del sentido, de lo que siempre ha unido el sentido a la presentabilidad. La inaccesibilidad del núcleo impresentable (que
escapa a las leyes de la presencia misma), intocable y no signíficable -si no es por medio del símbolo y de la anasemia-, es la
premisa, a su vez impresentable, de esta insólita teoría de la traducción. Será preciso, habrá sido preciso traducir lo impresentable
al discurso de la presencia, lo no significable al orden de la significación. Una mutación tiene lugar en este cambio de orden y la
heterogeneidad absoluta de los dos espacios (traducido y traductor) deja en la traducción la marca de una transmutación. En
general, se admite que la traducción opera del sentido al sentido, por medio de otra lengua o de otro código. Aquí, la traducción
anasémica, que se ocupa del origen asemántico del sentido como fuente impresentable de la presencia, ha de obligar a la lengua a
decir las condiciones del lenguaje no específicas del mismo. Y puede hacerlo, de ahí lo más extraño, a veces en la «misma» lengua,
en el mismo corpus del léxico (por ejemplo: placer, «placer», Placer). El placer que Nicolás Abraham halló, toda su vida, en traducir
sobre todo a algunos poetas (Babits, G.M. Hopkins, Shakespeare,(3) etc.) y en meditar acerca de la traducción, lo comprenderemos
y lo compartiremos mejor si nos trasladamos, si nos traducimos nosotros mismos a lo que él nos dice de la anasemia y del símbolo,
y si leemos retrotrayendo a su texto sus propios protocolos de lectura. Así también, y como ejemplo ejemplar, la «figura» corteza-
núcleo debería ser leída según la nueva regla, anasémica y simbólica, a la que, por otra parte, ella nos había introducido. Es preciso
convertir y retrotraer a ella la ley que ella había hecho legible. Al hacer esto, no se accede a nada que sea presente, más allá de la
corteza y de su figura. Más allá de la corteza (es) «la no-presencia, núcleo y razón última de todo discurso», lo «intocable nucleico
de la no-presencia». Los «mensajes» mismos que el texto nos hace llegar deben ser reinterpretados a partir de los nuevos
«conceptos» (anasémico y simbólico) del envío, de la emisión, de la misión o de la misiva. El símbolo freudiano del «mensajero», o
del «representante» sobre todo, debe ser sometido a la misma reinterpretación («Se ha visto cómo [...] el procedimiento anasémico
de Freud crea, gracias a lo Somato-Psíquico, el símbolo del mensajero y, más adelante, comprenderemos que es capaz de revelar el
carácter simbólico del mensaje mismo. En virtud de su estructura semántica, el concepto del mensajero es un símbolo en tanto que
alude a lo incognoscible por medio de lo desconocido, cuando sólo está dada la relación entre los términos. En último análisis, todos
los conceptos psicoanalíticos auténticos se reducen a estas dos estructuras, por otra parte complementarias: símbolo y anasemia»).
El valor mismo de autenticidad, en mi opinión («conceptos auténticos»), no saldrá indemne, en su sentido corriente, de esta
transmutación.

Traducir de otro modo el concepto de traducción, traducirlo en sí mismo fuera de sí mismo. La heterogeneidad absoluta,
marcada por el «fuera de sí mismo» que lleva más allá y más acá del sentido, debe, a su vez, ser traducida, anasémicamente, al
«en sí mismo». «Traducción» conserva una relación simbólica y anasémica con la traducción, con lo que se denomina «traducción».
Y, si insisto, no es sólo para marcar y subrayar lo que se dice y se hace aquí mismo, a saber que se lee la traducción de un texto
que se esfuerza, a su vez, en traducir otro texto. Es también porque este último, el primero, el que firma Nicolás Abraham, es
arrastrado ya por la misma temática. Una temática sin tema puesto que el tema nuclear no es jamás un tema, dicho de otro modo
un objeto presente a la conciencia atenta, puesto ahí a la vista. El «tema» de la «traducción» da, no obstante, todos los signos de
su presencia y bajo su nombre, bajo sus homónimos en todo caso, en La corteza y el núcleo. Regularmente, ya se trate de la
«vocación de la metapsicología» («Ésta ha de traducir [la cursiva es de J.D.] los fenómenos de la conciencia [auto- o hetero-
percepción, representación o afecto, acto, razonamiento o juicio de valor] a la lengua de una simbólica rigurosa que revela las
subyacentes relaciones concretas que conjugan, en cada caso particular, ambos polos anasémicos: Núcleo y Envoltorio. Entre dichas
relaciones existen formaciones típicas o universales. Nos detendremos aquí en una de ellas dado, además, que constituye el eje
tanto de la cura analítica como de las elaboraciones teóricas y técnicas que de ella derivan»), ya se trate, precisamente, de la
formación mítica o poética, cada vez es preciso aprender a desconfiar de una cierta ingenuidad traductora y a traducir de otro
modo: «El torpe pretende traducir [la cursiva es de J.D.] y parafrasear el símbolo literario y, de esa forma, acaba con él
irremediablemente». Y, más adelante: «Este modo de ver se impone aún más cuando el mito es considerado ejemplar de una
situación metapsicológica. Harto ingenuo sería aquel que lo tomase al pie de la letra y lo transpusiera [la cursiva es de J.D.] pura y
simplemente al ámbito del Inconsciente. Y, sin duda, los mitos corresponden a numerosas y variadas “historias” que se “relatan” en
los confines del Núcleo».

Un cierto «trans-» asegura el paso en dirección a o procedente del Núcleo a través de la traducción, las transposiciones
trópicas según unas «figuras nuevas, ausentes de los tratados de retórica», todas las transferencias anasémicas. En su relación
con el Núcleo impresentable y que no aparece, aquel apunta a esa trasfenomenalidad cuyo concepto había sido establecido ya en
El símbolo o más allá del fenómeno (inédito de 1961, recogido en el volumen Ansasemias II titulado La corteza y el núcleo.
Habrá, pues, que remitirse al comienzo de dicha obra).

En 1968, la interpretación anasémica recae ciertamente, en primer lugar, sobre temáticas freudianas y post-freudianas: la
metapsicología, el «pansexualismo» de Freud que sería «el -anasémico- del Núcleo», ese «Sexo nucleico» que no tendría «ninguna
relación con la diferencia de los sexos» y del que Freud habría dicho, «por anasemia también, que es de esencia viril» (éste es, en
mi opinión, uno de los pasajes más provocativos y más enigmáticos del ensayo), ciertas elaboraciones posteriores a Freud y cuyas
«dependencias» e «implicaciones» precisa Abraham («pseudología infantil», «teoría infantil», «inmovilismo» y «moralismo», etc.).
Otras tantas vías abiertas a un desciframiento histórico e institucional del ámbito psicoanalítico. Y también, por consiguiente, de las
formas de introyección, de recepción o de asimilación, de desvío, de rechazo o de incorporación que puede reservar a semejantes
investigaciones.

Porque esa interpretación anasémica recae también, podríamos decir, sobre sí misma. Se traduce y exige ser leída según
los protocolos que ella misma constituye o realiza. Lo que se dice aquí, en 1968, de la anasemia, del símbolo, de la duplicidad de la
huella, prescribe, retrospectivamente y por anticipación, un determinado tipo de lectura de la corteza y el núcleo de La corteza y
el Núcleo. Todos los textos anteriores y todos los textos posteriores a 1968 se hallan, en cierto modo, envueltos ahí, entre la
corteza y el núcleo. Es a esa lectura -que exige mucho tiempo y trabajo- a la que quiero incitar aquí. Naturalmente, no se trata sólo
de leer sino, en el sentido más laborioso del término, de traducir.

¿Cómo habría introducido -yo- a una traducción? Quizá se esperase de mí que hubiese respondido, al menos, a dos
expectativas. En primer lugar, que hubiese «situado» el ensayo de 1968 dentro de la obra de Nicolás Abraham. El caso es que
ocupa, cronológicamente, un lugar intermedio entre las primeras investigaciones de 1961 y las teorizaciones más célebres (la
incorporación y la introyección, la criptoforía, el efecto de «fantasma», etc.) ahora accesibles en Anasemias I (El verbario del
Hombre de los lobos) (1976) y en los capítulos II a IV de Anasemias II (La corteza y el núcleo) (1978). Pero una localización
cronológica siempre es insuficiente y el trabajo de Abraham, emprendido en colaboración con María Torok, prosigue. Las próximas
publicaciones de María Torok nos ofrecerán, asimismo, otras cuantas razones más para que lo consideremos abierto a la más
asombrosa fecundidad. Por consiguiente, no he podido «situar»: ¿cómo situar aquello que está demasiado cercano y que no deja de
tener lugar, aquí, en otra parte, allí, ayer, hoy, mañana? Se esperaba también de mí, quizá que dijese cómo había que traducir esta
nueva traducción. Para hacerlo, no he podido más que añadir otra más y, en suma, para decirles: ahora les toca a ustedes traducir.
Y hay que leerlo todo, traducirlo todo, esto no hace más que empezar.

Una última palabra antes de retirarme del umbral. Citando a Freud, Abraham habla aquí de un «territorio extraño,
interno». Y es sabido que la «cripta», cuyo nuevo concepto propondrá con María Torok, tiene su lugar en el Yo. Se aloja, cual «falso
inconsciente», cual prótesis de un «inconsciente artificial», en el interior del yo exfoliado. Forma, al igual que toda corteza, un doble
frente. Ahora bien, puesto que hemos hablado aquí, como de una dificultad de traducción, en suma, de la homonimia de los «yo» y
de la singular locución «el Yo del psicoanálisis», la cuestión se habrá planteado por sí misma: ¿y si hubiera algo de la cripta o del
fantasma en el Yo del psicoanálisis? Si digo que la cuestión habrá quedado planteada, por sí misma, como piedra angular, no es con
intención de presuponer el saber de lo que quiere decir «piedra».

Ni con intención de decidir con qué entonación dirán ustedes en la falsa intimidad de las múltiples declinaciones del Yo-
me: Yo -el psicoanálisis- ya saben ustedes...

NOTAS

(1) Este ensayo fue publicado por primera vez en lengua inglesa como introducción a la traducción inglesa de un artículo de Nicolás
Abraham, «L’Écorce et le Noyau», en Diacritics, Johns Hopkins University Press, primavera de 1979. El texto francés fue publicado
más tarde en Confrontation («Les fantómes de la psychanalyse», Cahiers, 8 [1982]). Publicado, por último, en Psyché.
Inventions de l’autre París, Galilée, 1987.

(2) El «juego del fort-da que ha dado lugar a tantas especulaciones» queda esclarecido a partir del proceso de la introyección en
un notable manuscrito inédito de 1963, El «crimen» de la introyección, ahora accesible en L’Écorce et le Noyau (cfr., por ejemplo,
p. 128 del volumen del mismo título. París, Aubier-Flamma rion, 1978).

(3) Cfr. por ejemplo, «El fantasma de Hamlet o el VI acto», precedido de «El entreacto de la “verdad”» en L’Écorce et le Noyau
(Anasémies II) (ed. cit.). Este volumen lleva, a modo de exergo, un texto extraído de El eco de plomo y el eco de oro, traducido
por Abraham de G.M. Hopkins El exergo de El verbario del Hombre de los lobos era una traducción de Babits El tomo III de
Anasemias se titula Jonás, traducción y comentario psicoanalítico del Libro de Jonás de Mihaly Babits. Y el tomo V: Poesías
mimadas, traducciones de poetas húngaros, alemanes, ingleses...

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