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Críticas feministas al uso del pasado prehistórico

para explicar las diferencias sexo-genéricas presentes *

Críticas feministas do uso do passado pré-histórico


para explicar as diferenças sexo-genéricas presentes

Feminist Critiques of the Uses of the Prehistoric Past


to Explain Sex and Gender Differences in the Present

Mariela Solana **

En este artículo se examina y critica el uso del pasado prehistórico para explicar las diferencias 239
sexo-genéricas presentes en estudios de psicología evolucionista. Según estos estudios, la
diferencia entre varones y mujeres puede ser rastreada a las condiciones de vida de la Edad de
Piedra, cuando los humanos vivíamos como cazadores y recolectores. A partir de la lectura de
una serie de obras feministas comprometidas con el análisis crítico de la biología, la genética
y la neurociencia, este artículo busca demostrar que la psicología evolucionista conlleva serias
dificultades epistemológicas y políticas. Lejos de reivindicar el abandono de la teoría evolucionista
y la neurociencia, en este artículo se defiende la búsqueda de modelos científicos que, sin dejar
de ser rigurosos y empíricamente sólidos, dejen atrás cualquier esencialismo, reduccionismo y
determinismo genérico-sexual.

Palabras clave: diferencia sexual; divulgación científica; género y ciencia; filosofía feminista de
la ciencia; psicología evolucionista

* Recepción del artículo: 14/06/2019. Entrega de la evaluación final: 04/10/2019. El artículo pasó por dos
instancias de evaluación.
** Doctora en filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina. Investigadora asistente del
CONICET y docente de prácticas culturales en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, Argentina. Correo
electrónico: mariela.solana@gmail.com.

Revista CTS, nº 45, vol. 15, octubre de 2020 (239-262)


Mariela Solana

Este artigo analisa e critica o uso do passado pré-histórico para explicar as diferenças sexo-
genéricas presentes nos estudos de psicologia evolucionista. De acordo com esses estudos,
a diferença entre homens e mulheres pode ser rastreada até as condições de vida da Idade
de Pedra, quando os humanos viviam como caçadores e coletores. A partir da leitura de uma
série de obras feministas comprometidas com a análise crítica da biologia, da genética e da
neurociência, este artigo busca demonstrar que a psicologia evolucionista envolve sérias
dificuldades epistemológicas e políticas. Longe de reivindicar o abandono da teoria evolucionista
e da neurociência, este artigo defende a busca de modelos científicos que, embora rigorosos e
empiricamente sólidos, deixem para trás qualquer essencialismo, reducionismo e determinismo
genérico-sexual.

Palavras-chave: diferença sexual; divulgação científica; gênero e ciência; filosofia feminista da


ciência; psicologia evolucionista

This paper examines and criticizes the use of the prehistoric past in evolutionary psychology
studies to explain sex and gender differences. According to these studies, the differences
between men and women can be traced to living conditions in the Stone Age, when human beings
lived as hunters and gatherers. Based on a reading of a series of feminist works committed to the
critical analysis of biology, genetics and neuroscience, this paper seeks to show that evolutionary
psychology entails serious epistemological and political difficulties. Far from pursuing the
abandonment of neuroscience and the theory of evolution, it defends the search for scientific
models that, while still being rigorous and empirically sound, move beyond any essentialism,
reductionism and gender and sexual determinism.

Keywords: sex differences; science communication; gender and science; feminist scientific
philosophy; evolutionary psychology
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Revista CTS, nº 45, vol. 15, octubre de 2020 (239-262)


Mariela Solana

Introducción

“Sigo insistiendo que las personas que hacen ciencia no leen simplemente la naturaleza
para encontrar verdades y aplicarlas al mundo social. Más bien, usan las verdades
tomadas de nuestras relaciones sociales para estructurar, leer e interpretar lo natural.”
Fausto-Sterling, Sexing the Body, pp. 115-116 1

El interés por encontrar algún tipo de criterio que permita diferenciar entre varones
y mujeres no es ninguna novedad. Desde perspectivas que ven en la anatomía la
clave de esta diferencia, pasando por explicaciones histórico-sociales, psicológicas
o culturales, la literatura experta y de divulgación ha ofrecido varias soluciones al
mismo problema. Como suele suceder cuando una pregunta genera polémica,
algunos estudios acuden a las ciencias naturales con el fin de encontrar un modelo
supuestamente neutral y objetivo que logre poner coto a las posiciones en pugna. En
los últimos tiempos, los desarrollos neurocientíficos, los estudios genéticos y la teoría
evolutiva se convirtieron en fuentes recurrentes para explicar la diferencia genérico-
sexual.2

En este artículo, se busca examinar y criticar una de las corrientes que hace uso
de las ciencias naturales para dar cuenta de la diferencia entre varones y mujeres:
la psicología evolucionista. Según esta perspectiva, es necesario analizar cómo era
la vida durante la Edad de Piedra, ya que fue en ese momento en que se crearon
las estructuras generales de nuestros genes y nuestros cerebros, así como los roles
de género diferenciados. Si bien los tiempos de caza y recolección han pasado, hoy
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en día seguimos acarreando las huellas de esa experiencia ancestral. Dicho de otro
modo, debemos mirar al mundo de las cavernas porque, en el fondo, no somos tan
diferentes a nuestros antepasados paleolíticos.

En las próximas páginas, se explora cómo la psicología evolucionista ha pensado


la diferencia entre varones y mujeres, prestando particular atención a cómo estos
postulados fueron desarrollados en la literatura de habla hispana. Para atacar los
argumentos centrales de la psicología evolucionista, se hará uso de una serie de
investigaciones feministas en los campos de la biología, la teoría evolutiva, la genética
y la neurociencia. En última instancia, lo que este artículo propone es que es posible
recurrir a otros enfoques, incluso al interior de las neurociencias y la teoría evolutiva,
para desmantelar el pensamiento esencialista, determinista y binario sobre el sexo y
el género que impera en la psicología evolucionista.

1. Todas las traducciones del inglés a español fueron realizadas por la autora de este artículo.
2. Se emplea la noción de “sexo” para referirse a los fenómenos corporales, anatómicos y fisiológicos sobre
la sexualidad, y la noción de “género” para aludir a las convenciones sociales, creencias, valores e ideales
sobre varones, mujeres y otras identidades de género. Esta división clásica en teoría feminista no significa, sin
embargo, que el cuerpo sea una superficie puramente natural o libre de interpretaciones sociales. Al contrario,
como se verá, el sexo mismo ya está atravesado e interpretado por creencias y valores culturales.

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¿Somos cavernícolas viviendo en la modernidad?

La psicología evolucionista está interesada en explicar el surgimiento de ciertos


comportamientos y rasgos psicológicos humanos a partir de la selección natural.
Dicho en otros términos, se trata de una rama de la psicología que parte “del hecho
de que la arquitectura heredada de la mente es el producto de un proceso evolutivo”
(Barkow, Cosmides y Tooby, 1992: 7). En este sentido, implica una aplicación de la
teoría evolutiva darwiniana para el estudio de la naturaleza humana.

Los orígenes de esta corriente suelen rastrearse a la obra de Edward O. Wilson,


Sociobiology: The New Synthesis (1975) que fue continuada y popularizada por
autores como Donald Symons (1990), Leda Cosmides y John Tooby (1990). En países
de habla hispana, la psicología evolucionista tiene entre sus exponentes a Alberto
Gómez Corona (2009), Gemma Pons Salvador (2002), Federico Guillén Salazar
(2002) y Ester Desfilis Barceló (2003). En el plano de la divulgación, cabe destacar la
obra del doctor argentino Daniel López Rosetti, quien, en 2016, publicó un libro que
tuvo una gran repercusión editorial y mediática: Ellas: cerebro, corazón y psicología
de la mujer.3

Como señala John Dupré (2001), uno de los filósofos de la ciencia que más ha
estudiado y criticado esta corriente, el argumento de la psicología evolucionista sigue
un esquema tripartito: 1) para entender el comportamiento humano hay que observar
la estructura del cerebro; 2) para comprender la estructura cerebral hay que analizar
los genes que guían su desarrollo; y 3) el programa genético emerge de la historia
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evolutiva a partir de la selección natural.

Dado que la evolución se da de forma lenta y a lo largo de miles de años, la


psicología evolucionista argumenta que es necesario analizar lo que denominan el
“ambiente evolutivo ancestral” (Gómez Corona, 2009). Se trata de aquel momento
en el que nuestra especie se separó de otros homínidos y en el que nuestro cerebro
adquirió ciertas características particulares que, si bien siguen manifestándose en la
actualidad, sirvieron para adaptarnos a ese entorno. Este momento suele ser ubicado
en la Edad de Piedra tardía, hace aproximadamente cuatro o cinco millones de años, y
se extiende hasta la irrupción de la agricultura, hace 10.000 años. Si bien la psicología
evolucionista reconoce que la vida en la prehistoria era claramente diferente a la vida
contemporánea, “metafóricamente hablando, siguen existiendo las cavernas” (López
Rosetti, 2017: 23). Esto es así ya que, a pesar de los cambios culturales de los últimos
milenios, nuestros cerebros siguen estructurados por las experiencias adaptativas
que se gestaron en ese entonces: “Tenemos una mente de la edad de piedra, ya que
se ha formado a lo largo de millones de años y la vida de cazadores-recolectores la
abandonamos hace escasos miles de años con la invención de la agricultura” (Gómez
Corona, 2009: 5).

3. Desde la publicación del libro, el doctor ha participado en varios programas de televisión argentinos y ha
brindado conferencias y charlas TED online en las que afirma poder dar cuenta de cómo son las mujeres y en
qué se diferencian de los varones. En virtud de la popularidad de la postura de López Rosetti, en el apartado
en que se critica la dimensión política de la psicología evolucionista se hará particular énfasis en algunas de
sus tesis.

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Pero ¿cómo era la vida en las cavernas? La siguiente cita de López Rosetti ilustra
el afán de la psicología evolucionista por crear una imagen supuestamente realista de
la vida prehistórica:

“En la caverna, Ella amamanta a la cría. La cuida, la toca, la acicala.


De tanto en tanto las hembras se reúnen en grupo y emiten sonidos
ininteligibles, como palabras embrionarias. Se miran, se tocan,
se expresan, se entienden […] Desde el sendero, los machos
se aproximan agitando, entre gritos de satisfacción, pedazos de
la fiera ya cortada con sus piedras filosas. Un macho se acerca
a su hembra que amamanta por primera vez a su cría. Mira con
extrañeza, mueva la boca sin emitir sonido, mientras inclina la
cabeza a un lado y otro” (López Rosetti, 2017: 22-23).

De hecho, toda la introducción de Ellas… está dedicada a describir cómo era la vida
paleolítica y el modo diferenciado en que los machos y las hembras se comportaban.
Las mujeres se comunicaban entre sí, cuidaban e interpretaban las necesidades de
las crías, atendían al macho, lo curaban y se preocupaban por él. Los varones traían
el alimento, salían en grupo a cazar, competían entre sí, eran valientes y aguerridos y,
si bien se interesaban por su familia, eran incapaces de entender los llantos de la cría.

La contracara del privilegio que se le otorga a la Edad de Piedra en la narrativa


evolucionista es la creencia de que las transformaciones culturales de los últimos
milenios no han logrado trastocar nuestro genoma prehistórico. Tal como argumentan 243
Guillén Salazar y Pons-Salvador:

“… la transición hacia la vida urbana es un fenómeno demasiado


reciente como para esperar que se hayan producido cambios
genéticos apreciables. Por ello, es muy probable que los hombres
y las mujeres actuales sigamos exhibiendo muchas de las pautas
de comportamiento sexual que utilizaron nuestros antepasados”
(2002: 196).

Claramente, hoy ya no es necesario salir a cazar, pero los varones siguen desplegando
habilidades que se condicen con su pasado cavernícola, como una mejor visión frontal
y una tendencia a la agresión y la competencia. Las mujeres ya no viven junto a sus
crías en las cavernas; no obstante, son naturalmente más empáticas, comunicativas
e intuitivas. Como señala López Rosetti, cuidar y ayudar a otras personas “está en la
esencia de la hembra” (2017: 26).

Como nota la filósofa y psicóloga feminista Cordelia Fine, autora de Testosterone


Rex (2017), este tipo de narrativa que entremezcla argumentos sobre la evolución,
la biología, el cerebro, los genes y las hormonas plantea que la evolución no sólo ha
creado dos tipos de sistemas reproductivos diferentes sino dos tipos de individuos
diferentes: la mujer y el varón. Estas teorías consideran que el sexo biológico
(hormonas, cerebros, genitales, cromosomas) es “la semilla eterna, inmutable a partir

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del cual un programa de desarrollo masculino o femenino se despliega” (Fine, 2017:


introducción).

Ahora bien, ¿en qué somos diferentes varones y mujeres? De acuerdo con la
psicología evolucionista, en casi todo: tenemos diferentes cuerpos, hormonas,
cerebros, comportamientos y emociones. Los varones suelen ser mejores para
la acción física, se ubican mejor en el espacio, desarrollaron más la visión frontal,
tienen mayor predisposición a la agresión, piensan más en el sexo y son mejores
aprendiendo una sola cosa a la vez. Las mujeres, en cambio, “son más hábiles en
procesos de atención, en el uso de la palabra, la interpretación de las emociones, la
intuición, la memoria social, el reconocimiento de caras […] así como pueden realizar
varias tareas al mismo tiempo” (López Rosetti, 2017: 35).

A menudo, en este tipo de relato, lo que se toma como eje explicativo de la


diferencia entre varones y mujeres es una de las variantes de la selección natural:
la selección sexual. Según esta perspectiva, para que la reproducción sea exitosa,
los machos deben competir con otros machos para ganar la atención femenina.
Esto significa que deben enfrentarse a sus pares masculinos, así como seducir a las
hembras disponibles. Lo primero explicaría la agresividad y violencia entre varones,
y lo segundo los rasgos vistosos de algunos machos (como el pavo real) o los dones
que le ofrecen a la hembra (como el producto de la caza).

El deseo de reproducirse se invoca para explicar la diferencia en el comportamiento


sexual de machos y hembras. Como afirma Desfilis Barceló, “los hombres tienden a
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ser más promiscuos y más dispuestos a mantener relaciones sexuales con parejas
ocasionales que las mujeres, y éstas son mucho más exigentes (selectivas) respecto
a sus parejas sexuales” (Desfilis Barceló, 2003). Esto es así, supuestamente, ya que,
al copular con más hembras, los machos aumentan sus chances de reproducirse
mientras que a las hembras les es suficiente con la eyaculación de un solo macho
en su período fértil. Además, dado que el trabajo de llevar adelante un embarazo y
amamantar es costoso, para las hembras es preferible contar con un macho que tenga
acceso a recursos que salir en búsqueda de nuevos amantes. La metáfora económica
de la inversión, que se suele adjudicar al biólogo evolucionista Robert Trivers (1972),
es clave en esta narrativa: “Por el mayor esfuerzo invertido en la gestación, un hijo es
una inversión muy alta para una madre. En cambio, para un padre es menor, porque
no ha gastado tantos recursos en el recién nacido” (Gómez Corona, 2009: 10).

Según López Rosetti, varones y mujeres no son sólo diferentes, sino también
complementarios. Además de una división sexual del trabajo, lo que se funda en las
cavernas es la pareja heterosexual que se une por amor y con fines reproductivos:
“Ellos buscan a Ellas y Ellas buscan a Ellos y siempre fue igual. No tenían que saberlo
de antemano. Ya estaba en su esencia ancestral” (López Rosetti, 2017: 81). Así, se
argumenta que el impulso reproductivo explica el surgimiento del amor y la familia
nuclear: “De algún modo, el macho comenzó a querer a su hembra y ella a su macho.
Ambos protegieron, cuidaron y quisieron a sus crías” (López Rosetti, 2017: 28). De
modo similar, Gómez Corona afirma que el hecho de que:

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“… el amor y la familia biparental (o para ser más precisos, el hecho


de que el macho colabore en la crianza de la descendencia) sea
algo que existe en el ser Humano y no en muchos otros animales,
no es debido a una excepción sobrenatural ni a un condicionamiento
cultural, sino a causas muy concretas sobre el entorno en el que
vivieron nuestros antepasados” (2009: 7).

El placer sexual, según este enfoque, también nace como una recompensa ante la
posibilidad de perpetuar la especie. Si, genealógicamente, el placer surgió como
un premio ante la chance de reproducirse, observar el cerebro nos proporciona el
mecanismo químico que lo subyace: “El instinto sexual nos impulsa a la búsqueda
de pareja en base a la activación de los circuitos cerebrales del deseo […] donde la
dopamina es el neurotransmisor principal que encarna ese deseo” (López Rosetti,
2017: 84).

Para esta corriente, el cerebro actual es una suerte de palimpsesto de experiencias


ancestrales. Pero ¿cómo son nuestros cerebros? La tesis evolucionista es que los
cerebros son dimórficos: hay cerebros de varones y de mujeres. López Rosetti, por
ejemplo, remarca que, hasta la semana octava de gestación, el cerebro del feto es
unisex y luego, de acuerdo con qué hormonas estén más presentes, se transformará
en un cerebro masculino o femenino. Es decir que los cerebros son dimórficos en
virtud de su exposición hormonal intrauterina.

¿Qué efectos tienen las hormonas sexuales en la constitución del cerebro? Según
245
el doctor, en los cerebros masculinos, “se desarrollan más los centros y áreas
relacionados con la agresión”, así como también los que “controlan las conductas
sexuales, y es por eso que el hombre piensa muchas más veces al día en sexo que la
mujer” (López Rosetti, 2017: 30). Asimismo, en el cerebro masculino predominan las
conexiones intrahemisféricas, lo cual explica una tendencia a la acción física directa,
su facilidad para centrarse en objetivos concretos y por qué pueden realizar sólo una
tarea a la vez. Finalmente, el cerebro masculino es más apto para la aritmética y para
resolver problemas matemáticos.

Los cerebros femeninos son más pequeños (un 7 u 8%), lo que genera que las
neuronas estén más juntas e interconectadas. A su vez, tienen un cuerpo calloso
más grande, lo cual permite una mayor integración interhemisferios y esto explica
su facilidad para el multitasking. También cuentan con más neuronas espejo que los
cerebros masculinos. Estas neuronas permiten que podamos entender lo que piensan
otros sujetos, así como sentir empatía. Los cerebros femeninos son mejores para
integrar la memoria y para interpretar situaciones sociales y expresiones faciales.

Describir cómo es la arquitectura cerebral dimórfica es clave para entender el


comportamiento diferencial de varones y mujeres, ya que: “Nuestras conductas son
emergentes complejos de nuestras funciones cerebrales” (López Rosetti, 2017: 81).
Así, se traza una línea causal entre nuestros genes arcaicos, nuestras hormonas,
nuestros cerebros y nuestra conducta presente.

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Derribando “paleofantasías”

Como señala Cordelia Fine (2017), el problema de la psicología evolucionista es


que constituye una mala interpretación de la teoría evolutiva y una mirada inexacta
sobre los aportes de la biología respecto a la diferencia sexual. De acuerdo con la
filósofa, se trata de un modelo anacrónico refutado por investigaciones recientes
en biología (por ejemplo, se demostró que hay varios casos en el reino animal en
los que las hembras también son competitivas o promiscuas para garantizar el éxito
reproductivo).4 Además, es un modelo inadecuado para pensar la complejidad de
la sexualidad animal y humana. Como se verá en este y los próximos apartados,
la teoría feminista sostiene que la sexualidad (humana y no humana) no nace de
la biología, sino que se desarrolla de forma sistémica y es dependiente no sólo del
bagaje genético, sino de su relación con el ambiente, la experiencia y la comunidad.

La bióloga feminista Marlene Zuk también ataca el modo en que se invoca la selección
sexual y la teoría evolutiva para pensar las relaciones humanas contemporáneas
en su libro Paleofantasy (2013). Zuk denomina “paleofantasías” a aquellos relatos
sobre el pasado prehistórico que pretenden hallar en las cavernas un modelo para
entender la naturaleza humana. En realidad, Zuk toma prestado el término de la
antropóloga Leslie Aiello, quien lo emplea para referirse a aquellas historias sobre
la evolución humana basadas en evidencia fósil limitada (Zuk, 2013: introducción).
Zuk recupera esta noción, pero para dar cuenta de aquellas visiones nostálgicas
del pasado prehistórico que asumen que, hoy en día, estamos fuera de sincronía
con nuestra verdadera naturaleza y que es en el paleolítico donde los humanos
246
estuvimos perfectamente adaptados a nuestro entorno. Como vimos, la idea es que
tenemos cuerpos y mentes de la Edad de Piedra, pero estamos viviendo en un mundo
moderno. Dado que hemos pasado la mayor parte de nuestra historia como homo
sapiens viviendo como cazadores y recolectores, nuestros cuerpos y cerebros están
adaptados a ese tipo de vida. Las enfermedades contemporáneas como la diabetes
y las insuficiencias cardíacas son síntomas de que hay un desajuste entre nuestro
cuerpo y nuestro ambiente. Esto ha inspirado a varios individuos a buscar modelos de
una vida más sana y natural en el estilo paleo (dietas sin consumo de granos, harinas
o lácteos; ejercicio físico sin calzado, etc.).

En este y los próximos apartados, se retoman los aportes de Zuk y Fine, así como
de otras autoras feministas, con el fin de desestabilizar algunas de las certezas en
las que se apoya la psicología evolucionista y demostrar que existen otros enfoques
científicos que refutan su visión sesgada de la diferencia genérico-sexual.

Una primera crítica que se podría hacer se vincula al privilegio que le otorga la
psicología evolucionista al mundo de las cavernas en la constitución de nuestros
genes, cerebros y conductas. Es posible identificar cuatro problemas generales con
este tipo de explicación genealógica. En primer lugar, como afirma Zuk, es importante
entender que la evolución no se detuvo en la Edad de Piedra. Si bien es cierto que

4. Por ejemplo, en un estudio del 2012 se identificaron 39 especies del reino animal en el que se demostró que
la promiscuidad femenina aumenta las chances reproductivas (Gerlach et al., 2012).

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la evolución es un proceso lento, que se extiende a lo largo de muchos años, es


falso que haya un único ritmo evolutivo. Como seres humanos, tenemos genes muy
viejos y otros más recientes: “Algunos de nuestros genes son idénticos a los de
los gusanos, gallinas o incluso bacterias, mientras que otros surgieron mucho más
recientemente”. (Zuk, 2013: capítulo 2). Por ejemplo, un cambio evolutivo central de
los últimos milenios es que, en algunas poblaciones, se volvió predominante que los
adultos puedan digerir lactosa, algo muy poco frecuente en el resto de los mamíferos
y que, en los humanos, se cree que está relacionado con el desarrollo de la agricultura
y la ganadería. Esto significa que es incorrecto asumir que después de las cavernas
nuestros cuerpos no hayan tenido tiempo para evolucionar y adaptarse a un nuevo
entorno.

Un segundo problema es que es prácticamente imposible saber con seguridad cómo


vivíamos en las cavernas. Lo que tenemos son fósiles, y podemos sacar algunas
conclusiones de ellos, pero nuestras interpretaciones están limitadas: “Los huesos se
fosilizan, pero pocos han sobrevivido y nuestro comportamiento ancestral, incluyendo
nuestros arreglos sociales, nuestra vida amorosa y los modos de crianza no dejan
rastros físicos” (Zuk, 2013: capítulo 1). Zuk nos recuerda que la mayoría de los
estudios sobre la vida en el paleolítico se basan en tres fuentes para inferir cómo vivían
nuestros antepasados: 1) fósiles (que son escasos y necesitan ser interpretados); 2)
la comparación con formas de vida de cazadores y recolectores contemporáneos (que
no son un todo homogéneo, sino que incluyen grupos muy variados, es decir: no hay
un único modelo de cómo la obtención de comida se traduce en tipos de relaciones
entre los miembros del grupo); y 3) la comparación con el comportamiento de otros
247
primates actuales (que también son variados; si bien la mayoría de los estudios usa
como grupo de comparación a los chimpancés, que son más agresivos y dominantes,
nuestra especie es genéticamente cercana a los bonobos, que son más pacíficos,
usan la sexualidad para dirimir conflictos y tienen relaciones homosexuales). Esto
implica que lejos de saber con seguridad cómo vivíamos en el paleolítico, lo que
tenemos son interpretaciones en pugna a partir de evidencia limitada.

Lo que se propone en este artículo es que, lejos de constituir un viaje hacia el


pasado, la imagen de la vida en las cavernas que presenta la psicología evolucionista
es el resultado de un ejercicio de la imaginación que ve en el pasado lo que quiere
ver. Y lo que quiere ver es la diferencia entre los géneros, no sus posibles similitudes,
yuxtaposiciones o solapamientos. Estas diferencias siguen existiendo en el presente,
pero su fijeza e inevitabilidad se han visto desafiadas por los logros del movimiento
feminista y de mujeres. Dicho de otro modo, la paleofantasía evolucionista es invocada
para darle un aire de necesidad y esencialismo a diferencias de género que son históricas
y contingentes. ¿Tiene sentido recurrir a las cavernas para explicar, por ejemplo, la
mayor presencia masculina en disciplinas matemáticas, científicas y tecnológicas? No
sólo parece haber grandes diferencias entre un cazador arcaico y un científico actual,
sino que el salto a la prehistoria le resta importancia al papel de la historia y la política
en la formación de desigualdades y jerarquías entre varones y mujeres.

Esto nos conduce a una tercera crítica: la sobrevaloración de la evolución genética


por sobre la evolución cultural. John Dupré admite que es cierto que el genoma
humano quizás no haya experimentado grandes cambios desde la Edad de Piedra,

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pero “el genoma es sólo uno de los numerosos recursos que determinan el desarrollo
de los seres humanos contemporáneos.” (Dupré, 2006: 131). Un elemento central en
la constitución del comportamiento humano es la cultura, el modo en que aprendemos
y repetimos normas y pautas adquiridas en sociedad. Dado que compartimos gran
parte de nuestro genoma con organismos muy disímiles (como bacterias, peces y
monos), ¿tiene sentido recurrir a los genes para explicar nuestra especificidad? Dupré
denomina “mitología genética” a este afán por minimizar los aportes culturales a favor
de una explicación biológica de la conducta humana. Lo único que podemos inferir
del hecho de que compartimos un 98.4% de genes con los chimpancés es que “ni
nosotros ni los chimpancés somos idénticos a nuestros genomas” (Dupré, 2006: 143).

Si abandonamos el determinismo genético, la arbitrariedad de la paleofantasía


evolucionista se torna más notoria. Por ejemplo, López Rosetti reconoce que, antes
de que nos asentáramos en las cavernas, “la hembra tenía un rol parecido al del
macho. También cazaba, pescaba y recolectaba igual que el macho” (López Rosetti,
2017: 195). Si ya es problemático privilegiar nuestro pasado como cazadores por
sobre otros períodos, más lo es elegir como momento fundamental aquel en el que
se acentúan las diferencias. ¿Por qué se gesta nuestra esencia en ese momento
bisagra y no cuando los roles eran más similares? Si consideramos que los genes
son sólo una parte de la historia, queda claro que la respuesta no está en el pasado,
sino en el presente. Si la meta es encontrar evidencia de que varones y mujeres
somos radicalmente diferentes, claramente se privilegiará el momento en que esas
diferencias se manifiestan.
248
Esto nos permite avanzar hacia una cuarta crítica: la extraña conjunción de
evolucionismo y esencialismo que aparece en la psicología evolucionista. Como vimos,
anclar nuestras diferencias en el pasado arcaico y en la selección natural las reviste
de fijeza y necesidad. Pero ¿es correcto pensar en la evolución como un proceso que
“produce esencias”? Para empezar a responder, negativamente, esta pregunta, es
importante reconocer que el hecho de que algo haya sido adaptativo —como pudo
haber sido la división de roles según el género en algún período prehistórico— no
lo transforma en algo esencial, ni necesario, ni fijo. Simplemente, significa que sirvió
en algún momento para que la comunidad sobreviva. Incluso si ese rasgo se repite
en varios grupos y se mantiene a lo largo de varios milenios, tampoco significa que
sea esencial. El pensamiento esencialista —con su énfasis en la permanencia, su
búsqueda de fundamentos invariables y su desdén por los cambios accidentales—
parece incompatible con una teoría, como la teoría de la evolución darwiniana,
interesada en registrar los cambios que se producen en las poblaciones y en explicar
el hecho de la biodiversidad. Como afirma Fine, refiriéndose a la multiplicidad de
experiencias y prácticas sexuales que los humanos han desarrollado a lo largo de su
historia, tenemos que dejar de pensar al proceso evolutivo como un chaleco de fuerza
que nos compele a actuar de una única forma (Fine, 2017: capítulo 2). La reproducción
es demasiado importante para la evolución como para que haya un único modelo
general, especialmente si tenemos en cuenta la variedad de contextos en los que los
humanos nos hemos desarrollado. De nuevo, el punto no es que nuestros genes son
iguales a los de nuestros antepasados, sino el hecho de que, incluso compartiendo
prácticamente el mismo bagaje genético, nos comportamos de forma radicalmente
diferente.

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Un principio de la teoría evolutiva es que los grupos se adaptan al ambiente. Si ese


ambiente cambia, lo más probable es que los rasgos del grupo se modifiquen. Esto es
así, incluso, para los roles de género en otras especies animales. Fine lo ejemplifica
con un tipo especial de saltamontes hembras que, cuando la comida abunda, son
selectivas con los machos, pero cuando esta escasea son ferozmente competitivas
entre sí. Con cierta ironía, Fine se pregunta: “¿Quién hubiera dicho que el polen
tiene el poder de torcer la naturaleza sexual?” (Fine, 2017: capítulo 1). Para el caso
humano, las siguientes palabras de Dupré son contundentes:

“Dado que las condiciones bajo las cuales los cerebros


contemporáneos se desarrollan son muy diferentes de las
condiciones bajo las cuales los cerebros humanos se desarrollaron
durante la Edad de Piedra, no hay razones para suponer que el
resultado de ese desarrollo sea ni remotamente el mismo entonces
que ahora” (Dupré, 2001: 31).

Una vez que se admite que el ambiente es un factor clave para entender cómo se
expresan los cuerpos, una vez que se reconoce que la evolución es constante y que
no se detuvo en las cavernas, una vez que asumimos que la evolución genética es
insuficiente para explicar nuestro desarrollo, se vuelve cada vez más evidente que
recurrir al paleolítico no es una estrategia fructífera para entender nuestro presente.

249
La familia en las cavernas

La arbitrariedad de la imagen que se presenta para dar cuenta de la vida en las


cavernas reaparece cuando analizamos el tipo de familia que aparece en las
narrativas de la psicología evolucionista. Los arreglos familiares que se describen
son sorprendentemente similares a los estereotipos de la familia nuclear. Las mujeres
se quedan en las cavernas con las crías, cuidan el hogar, son fieles a sus machos y
esperan, a cambio, recibir recursos. Se trata de una pareja monogámica y, a pesar de
que las hembras conviven y dialogan entre sí, la crianza parece ser responsabilidad
de las madres biológicas. La pareja está unida no sólo para poder sobrevivir (él trae
alimento, ella garantiza la reproducción social) sino también por amor, un subproducto
afectivo de la necesidad de reproducirse. El problema de esta descripción romántica
del mundo de las cavernas es que ignora los múltiples debates y las interpretaciones
en disputa sobre la vida prehistórica que atraviesan los campos de la antropología, la
paleontología y la biología evolucionista.

Con respecto a la división sexual del trabajo, existen varias discusiones sobre el rol
del producto de la caza como recurso principal de la alimentación familiar paleolítica.
Antropólogas como Adrienne Zihlman (1997), por ejemplo, han revalorizado el papel
de las hembras en la obtención de comida. Lo que notan en sociedades de cazadores
y recolectores contemporáneas es que, dado que la caza es una aventura poco fiable,
la mayor parte del valor nutricional proviene de las raíces y los frutos que las mujeres
recogen. Esto lleva a Zuk a afirmar que “la paleofantasía de la mujer cavernícola en

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la casa con la cría mientras el varón cavernícola sale a buscar carne, habría resultado
en que nadie tuviera suficiente para comer” (Zuk, 2013: capítulo 7).

Zuk nota, además, que en varios estudios antropológicos se afirma que el producto
de la caza no es tanto un don del macho a su hembra, sino parte de un engranaje
social: la presa se reparte en el grupo y sirve para afianzar lazos comunitarios.
Finalmente, la bióloga sostiene que, incluso si asumimos que hubo una división sexual
del trabajo durante gran parte de nuestra prehistoria, esta no es fija sino flexible.
Como argumentan algunos estudios sobre cazadores-recolectores actuales, el énfasis
en la caza realizada por varones o la recolección usualmente en manos de mujeres
depende del ambiente. En temporadas en que la caza es más difícil, se depende más
de la recolección (Codding et al., 2011). De nuevo, no podemos pensar en los rasgos
adaptativos como chalecos de fuerza, sino que deben tener la suficiente maleabilidad
como para servir en distintos contextos.

Con respecto a la monogamia, Zuk señala que es objeto de disputa el lugar que se le
otorga en los estudios paleontológicos y antropológicos (Zuk, 2013: capítulo 7). Owen
Lovejoy (2009), por ejemplo, sugiere que la monogamia surgió hace 4.5 millones de
años entre los homínidos y que fue favorecida por la bipedestación (al liberar las
manos, el macho podía cazar mejor y traer carne a la hembra; esta, a cambio, le
ofrecía fidelidad para asegurarle al macho que la descendencia fuera suya). No
obstante, dado que la monogamia es poco común en el resto de los animales, otros
estudios remarcan que en la prehistoria la poliginia (un macho con varias mujeres) era
frecuente. Algunas investigaciones sobre el genoma humano estudian el cromosoma
250
X (que es transmitido por las madres) para ver la variabilidad genética provista por
las hembras. Si un solo macho tenía varias amantes, la diversidad genética de la
población se vería reducida excepto en el cromosoma X. Esto es lo que descubrieron
Michael Hammer y su equipo, concluyendo que la poliginia es parte de nuestra
prehistoria (Hammer et al., 2010).

Finalmente, es posible acudir a Fine para poner en cuestión la centralidad de la


reproducción en la concepción de la sexualidad humana. Como suele suceder en las
narrativas basadas en la selección natural, la reproducción adquiere un papel central
en la organización de la vida y las relaciones intraespecie. Machos y hembras se juntan
para dejar descendencia y la sexualidad se explica por esta función. Sin embargo,
como señala Fine, que la función inicial haya sido la reproducción no significa que la
sexualidad no tuviera otras funciones. No todo puede explicarse por su origen, por
lo menos en el marco de la teoría evolutiva. La noción de “exaptación”, acuñada por
Stephen Gould y Elisabeth Vrba (1982), da cuenta justamente de aquellos rasgos que
sirvieron para adaptarse a un entorno cuando emergieron, pero que posteriormente
se independizaron de su rol original. Fine considera que el placer sexual puede ser
leído en esta línea, ya que su disfrute pudo haber creado una fisura (loophole) en
el esquema evolutivo (Fine, 2017: capítulo 3). Quizás el sexo fue, originalmente, un
medio para reproducirse, pero el placer sexual pudo convertirlo, por lo menos para
gran parte de la población, en un fin en sí mismo.

La noción de “exaptación” es una pieza clave para poner en cuestión la narrativa


evolucionista, ya que indica que apelar a un origen puede no ser suficiente para

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entender lo que sucede actualmente. Según Dupré, la obsesión de la psicología


evolucionista con los orígenes, quizás “sea un interesante remanente de la cosmología
teológica” (Dupré, 2006: 132). De nuevo, esto no significa negar que el deseo y el acto
sexual hayan tenido fines adaptativos, sino reconocer que, tanto hoy en día como a lo
largo de nuestra historia, pudo haber cumplido otros roles.

En síntesis, si contamos con poca evidencia, modelos explicativos en conflicto y


estudios empíricos que se contradicen, se vuelve cada vez más claro que lo que hace
la psicología evolucionista no es viajar en el tiempo, sino postular una paleofantasía
que no sólo es inadecuada para entender el pasado, sino también como modelo para
explicar el presente. Quizás sea conveniente aplicar una buena dosis de escepticismo
ante quienes dicen saber cómo es nuestra esencia, y recordar que:

“Los humanos se han reproducido con éxito bajo una variedad de


sistemas de apareamiento, dependiendo de dónde en el planeta
y cuándo en la historia se mire. Como con la dieta, como con el
ejercicio, como con todos los otros rasgos de nuestra biología que
la gente quiere transformar en el único modo ‘natural’— no tenemos
un único patrón natural de los sexos” (Zuk, 2013: capítulo 7).

Cerebros dimórficos y conductas predecibles

La perspectiva evolucionista está en sintonía con la tendencia actual en neurociencia


251
de caracterizar al cerebro como un órgano plástico y maleable. Sin embargo, esta
plasticidad rápidamente muestra sus limitaciones. Para empezar, si el cerebro se
modifica en virtud de las experiencias vividas, ¿para qué seguir buscando un origen
prehistórico de las diferencias cerebrales presentes? ¿Qué noción de plasticidad se
maneja como para otorgarle más peso al pasado paleolítico que a otros momentos de
nuestra historia como homo sapiens?

Quien ha cuestionado que la plasticidad cerebral signifique el fin del determinismo


neuronal es la socióloga feminista Victoria Pitts-Taylor. Ella advierte que “la
investigación neurocientífica distribuye de forma desigual la plasticidad cerebral a
través de regiones cerebrales, tiempos de desarrollo y sistemas neurocognitivos”
(Pitts-Taylor, 2016: 12). En The Brain’s Body (2016), demuestra que no todas las partes
del cerebro son vistas como igualmente plásticas, así como no todos los momentos de
la vida son considerados igualmente relevantes en la constitución cerebral (la infancia
y la vida prenatal son, en ese sentido, privilegiados). Como vimos con la psicología
evolucionista, tampoco son evaluados de igual forma los períodos históricos. Pitts-
Taylor señala que el caso más notorio de las limitaciones de la plasticidad cerebral se
da en los estudios sobre la diferencia sexual cerebral:

“Incluso en la era de la plasticidad neuronal, algunos estudios sobre


diferencia sexual sostienen no sólo que el cerebro está organizado
in utero como masculino o femenino, sino que esta organización
da forma a la identidad de género, orientación sexual y rasgos
cognitivos de los individuos” (2016: 6).

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Ahora bien, si asumimos el carácter maleable del cerebro y su capacidad de ser


moldeado por la experiencia, ¿por qué priorizar la acción hormonal intrauterina y no
las experiencias sociales que atraviesan los individuos? En palabras de Pitts-Taylor,
“si el cerebro y el entorno están integrados dinámicamente, entonces un entorno
que fomenta diferentes oportunidades, actividades, guiones sociales, actitudes y
características personales a varones y mujeres puede dar cuenta de las diferencias
en comportamiento, así como en las mediciones de la morfología cerebral” (2016:
32). En lugar de trazar una línea que va del cerebro a la conducta, se podría proponer
el camino contrario: investigar cómo la educación y la socialización transforman al
cerebro mismo.

Si bien este cambio en la flecha causal es sugerente, todavía supone que hay
dos tipos de cerebros y que la organización cerebral determina, de algún modo, la
conducta. A continuación, se presentan algunos estudios que ponen en cuestión
ambas afirmaciones. Con respecto al dimorfismo cerebral, probablemente la crítica
más significante y ampliamente citada hoy en día es la realizada por la neurocientífica
Daphna Joel y su equipo. Sus resultados fueron publicados en 2015 en la revista
Proceedings of the National Academy of Sciences bajo el título “Sex beyond the genitalia:
The human brain mosaic”. El equipo de Joel analizó las imágenes de resonancia
magnética de más de 1400 cerebros y llegó a la conclusión de que, a pesar de que
hay diferencias sexuales en los cerebros, no es posible hablar de dimorfismo. Es decir,
no es posible afirmar que haya dos clases de cerebros. Esto es así por dos motivos:
primero, porque existe una superposición importante en la forma y estructura cerebral
de varones y mujeres y, segundo, porque no hay consistencia interna en cada cerebro
252
(por ejemplo, un cerebro puede mostrar características consideradas típicamente
“femeninas” en cierta región y otras consideradas típicamente “masculinas” en otra).
Esto lleva a Joel y equipo a concluir que “la mayoría de los cerebros están formados
por ‘mosaicos’ únicos de características, algunas más comunes en las mujeres en
comparación con los varones, otras más comunes en los varones en comparación con
las mujeres y algunas comunes en varones y mujeres” (Joel et al., 2015: 15472).

En lugar de pensar que el cerebro puede ser clasificado en dos tipos, el estudio
plantea la importancia de apreciar la variabilidad del mosaico cerebral. Los cerebros,
según este modelo, no son dimórficos, sino multimórficos. La investigación de Joel et
al. niega el dimorfismo, pero no rechaza que haya diferencias sexuales en el cerebro.
Estas no son lo suficientemente relevantes como para dividir al cerebro en dos clases.
Además, como vimos con Pitts-Taylor, la presencia de estas diferencias nada nos dice
sobre su origen (intrauterino, producto de la experiencia o ambos).

Ahora, incluso si se admite que existe cierta variabilidad cerebral por motivos
de género, ¿esto significa que varones y mujeres tendrán conductas diferentes?
Esta pregunta nos lleva a adentrarnos en el problema del determinismo sexual:
¿es la diferencia sexual cerebral, hormonal y genética un determinante de nuestra
conducta? Y, más importante todavía, ¿somos verdaderamente tan diferentes? Con
respecto al primer punto, una lección a aprender de la filosofía feminista de la ciencia
es que es conveniente desconfiar de cualquier conexión inmediata entre cuerpo y
comportamiento. Frente a explicaciones reduccionistas, como las que explican la
mayor agresividad masculina por tener niveles elevados de testosterona, las autoras

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feministas nos instan a dejar de pensar que la conducta pueda ser determinada por
factores claramente separables. Con respecto a las hormonas sexuales, filósofas
como Fine (2017), Fausto-Sterling (2000), Helen Longino y Ruth Doell (1983) han
argumentado que, si bien juegan un rol importante en el desarrollo de caracteres
sexuales primarios y secundarios, es apresurado inferir que también lo hagan a nivel
cognitivo y de comportamiento. Fine recupera una conferencia de la neurocientífica
Gillian Einstein (2014) en la que manifiesta la perplejidad que experimentó durante
sus investigaciones sobre género, hormonas y cerebro. La conferencia se titula
“When Does a Difference Make a Difference?” (“¿Cuándo una diferencia hace la
diferencia?”) y refleja los resultados de un análisis de cómo los niveles elevados de
estrógeno y progesterona afectan el humor de las mujeres durante el ciclo menstrual.
A diferencia de la imagen estereotipada de la mujer irritable y sensible durante los días
previos a la menstruación, Einstein concluye que la exposición hormonal tiene mucha
menos relevancia en el ánimo de las mujeres que el estrés, la contención social y la
salud física. Este resultado la sorprendió porque ella intuitivamente creía que, si las
hormonas afectan las neuronas y las neuronas afectan el cerebro, tendríamos que
poder observar un efecto claro en la conducta.

La falta de correlación inmediata entre hormonas-neuronas-conducta lleva a Fine


a arrojar la siguiente hipótesis: ¿y si consideramos que las pequeñas diferencias
cerebrales entre varones y mujeres sirven para contrarrestar otras diferencias más
marcadas (por ejemplo, las diferencias en el sistema reproductivo)? De acuerdo con
la autora, que haya diferencias en las partes constitutivas no implica que el resultado
sea necesariamente dispar: “Los números 3 y 2 son diferentes a los números 4 y 1
253
pero ambas combinaciones llevan al mismo resultado” (Fine, 2017: capítulo 4). Si
bien Fine no ofrece pruebas empíricas para sustentar estas hipótesis, el hecho de
que las diferencias cerebrales y la acción hormonal no alcancen para crear dos tipos
de cerebro, nos obligan a preguntarnos si no hay una exageración de las diferencias
sexuales cerebrales en algunos estudios neurocientíficos. Según las filósofas Ginger
Hoffman y Robyn Bluhm, esta exageración se debe, en parte, a una imparcialidad en las
publicaciones ya que las revistas científicas priorizan aquellos estudios que remarcan
las diferencias de género más que las similitudes (Hoffman y Bluhm, 2016: 719).

Para reforzar su argumento, Fine utiliza un estudio que, sorprendentemente, también


aparece en Ellas… de López Rosetti: “The Gender Similarities Hypothesis”, de Janet
Shibley Hyde (2005). Allí, Hyde hace una reseña de 46 metaanálisis sobre diferencias
psicológicas entre varones y mujeres para sostener que, si bien no en todas las
variables, en la mayoría de ellas los géneros son similares (las mayores diferencias se
encuentran en ciertas actitudes sexuales, en la agresión y en la capacidad para arrojar
una pelota). López Rosetti nota la importancia de esta investigación, pero la considera
extremista (justo antes de introducir a Hyde, el autor menciona los problemas que
las motivaciones feministas acarrean para la ciencia) e insuficiente (el autor objeta
a Hyde a partir de un estudio de la Biblioteca Pública de la Ciencias de los Estados
Unidos en el que se incorporan más variables que las usualmente evaluadas y
cuyo resultado es que las diferencias sexuales psicológicas son significativas) (del
Giudice, Booth e Irwing, 2012). Sobre los sesgos feministas en ciencia, se volverá en
el último apartado. Con respecto al segundo punto, es falso sostener que el estudio
de Hyde se limita a unas pocas variables. El artículo incluye un enorme conjunto de

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rasgos a ser comparados: la resolución de problemas matemáticos, el vocabulario, la


percepción espacial, las interrupciones en la conversación, la facilidad para sonreír, el
procesamiento de expresiones faciales, la agresión, la masturbación y otras conductas
sexuales, la capacidad de liderazgo, etc. Además, un estudio más reciente —cuya
meta era testear la validez de la postura de Hyde diez años más tarde— sintetizó 106
metaanálisis sobre diferencia de género psicológicas y confirmó la hipótesis de la
similitud de género (Zell, Kristan y Teeter, 2015).

Si se toma en serio la crítica feminista, el punto es cambiar la pregunta: en vez de


examinar cómo las diferencias sexuales en el cerebro hacen que mujeres y varones
se comporten de modo diferente, el interrogante principal es cómo puede ser que, a
pesar de tener cuerpos distintos, muchas veces las personas actuamos y pensamos
de modo similar. La siguiente cita de Fine apunta a esa dirección:

“El problema real es cómo puede ser que el sexo (usualmente)


cree sistemas reproductivos esencialmente diferentes mientras
permite que las diferencias en comportamiento de varones y
mujeres sea no esencial: superpuestas y de carácter mosaico más
que categóricamente diferentes; condicionales al contexto, no fijas;
diversas más que uniformes” (Fine, 2017: capítulo 8).

En lugar de pensar en cerebros dimórficos y conductas predecibles, la literatura


feminista sobre neurociencia nos obliga a desconfiar de los modelos lineales
254 (hormona-cerebro-conducta), a considerar la posibilidad de que existen cerebros
multimórficos, a revisar los límites de la tan celebrada plasticidad neuronal y a no
exagerar la relevancia del sexo en la psicología del individuo.

De la ciencia a la política

Hasta ahora se pusieron en cuestión algunas afirmaciones supuestamente científicas


de la psicología evolucionista. Si bien la crítica epistemológica es clave para desafiar
perspectivas cuya legitimidad descansa en su presunta rigurosidad científica, es igual
de importante evaluar su dimensión política. Por ella nos referimos a los posibles
cursos de acción y políticas públicas implícitas en las consideraciones teóricas. Es
imposible ignorar esta dimensión:

“La mala ciencia, cuando se ocupa de la naturaleza humana o la


sociedad, siempre es pasible de conducir a malas prácticas. Y si
hay una razón primordial para que la gente se preocupe por la
ciencia dudosa es porque tiende a dar apoyo a políticas sociales
perniciosas” (Dupré, 2001: 4).

Para mostrar cómo la mala ciencia desemboca en una posición política cuestionable,
en este apartado se analizan dos temas de agenda pública que son usualmente
abordados por la psicología evolucionista: cómo se concibe la violencia de género

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y cómo se analiza la doble jornada laboral de las mujeres. Dada la importante


repercusión mediática del libro Ellas…, y dado que se trata de un texto destinado a la
divulgación, se priorizará el modo en que López Rosetti desarrolló estos dos temas.

A esta altura, no debería sorprender que la explicación del comportamiento agresivo


de los varones hacia las mujeres se apoye en la tríada hormonas-cerebro-selección
natural. Según el doctor argentino, la mayor agresividad que los machos exhiben en
la mayoría de las especias animales “guarda relación con los niveles de hormonas
masculinas, la testosterona” (López Rosetti, 2017: 244). En segundo lugar, él afirma
que “las amígdalas cerebrales son más grandes y activas en el hombre y explican
esa reacción de agresión e ira mayor en nosotros que en Ellas” (López Rosetti, 2017:
244). En tercer lugar, y como es de esperar, estas explicaciones se complementan
con la mirada hacia el Pleistoceno: “La agresividad animal del macho fue sumamente
útil para la defensa del territorio y la obtención de alimentos mediante la caza” (López
Rosetti, 2017: 244). Finalmente pasamos de la narración prehistórica a nuestra realidad
contemporánea: el motivo por el que hoy tenemos números escalofriantes de violencia
de género (en Argentina y en el mundo) es porque esta “tendencia biológica ancestral”
sigue surtiendo efecto (López Rosetti, 2017: 244). En este esquema, el violento es
considerado un anacronismo, un ser de las cavernas que no logró civilizarse.

A diferencia de lo que sucedía con las personas entusiastas de la dieta paleo (que
veían en la prehistoria un modelo para emular actualmente), la agresividad masculina
constituye, para la psicología evolucionista, un residuo nefasto de nuestro pasado
cavernícola. De acuerdo con el periodista científico Robert Wright, “la raíz de todo
255
lo malo puede encontrarse en la selección natural [...] el enemigo de la justicia y la
decencia yace efectivamente en nuestros genes” (citado en Dupré, 2001: 49). De modo
similar, los entusiastas del evolucionismo, Randy Thornhill y Craig Palmer argumentan
en A Natural History of Rape que “la violación humana surge de la evolución de la
capacidad masculina de obtener un número elevado de parejas en un ambiente en
el que las mujeres escogen con quien aparearse […] si las mujeres no discriminaran
entre parejas potenciales, no habría violaciones” (Thornhill y Palmer, 2000: 190-191).
Si la violencia de género es producto de tendencias biológicas ancestrales que no
pudieron ser aplacadas por las normas sociales contemporáneas, ¿qué debemos
hacer con el sujeto violento? La respuesta de López Rosetti es contundente: se
trata de “una conducta criminal punible” (López Rosetti, 2017: 245). Según el doctor,
esto incluye la violencia verbal además de la física. Si el violento es un cavernícola
inadaptado a la civilización, la cárcel parece ser su lugar natural.

Hay serias dificultades con esta posición. Por un lado, y en contra de la enorme
cantidad de materiales que la teoría feminista ha producido en las últimas décadas
sobre violencia de género, no logra vislumbrar que las normas de nuestras sociedades
contemporáneas pueden ser no ya lo que limita, sino lo que sustenta la violencia
machista. De acuerdo con la antropóloga Rita Segato, las violencias sexuales son
“expresiones de una estructura simbólica profunda que organiza nuestros actos
y nuestra fantasía y les confiere inteligibilidad. En otras palabras: el agresor y la
colectividad comparten el imaginario de género, hablan el mismo lenguaje, pueden
entenderse” (2013: 19). Según este marco, el agresor no es una excepción, sino la
manifestación más cruda y visible de hábitos, creencias, afectos y valores que se

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producen y reproducen en nuestras culturas machistas. Siguiendo a Diana Scully en su


análisis sobre violadores condenados, Segato señala que es necesario abandonar el
modelo psicopatológico que concibe a la violación como un comportamiento especial,
extraño, alejado de la experiencia normal y cotidiana del resto de los varones (Segato,
2010: 39). Si bien la autora desconfía del clásico enunciado feminista según el cual el
violador no es un enfermo sino un hijo sano del patriarcado —y lo hace porque cree
que la mirada culturalista puede terminar normalizando este tipo de acto—, queda
claro que la cultura no es necesariamente un inhibidor de conductas agresivas hacia
las mujeres, sino el medio en el que estas florecen. El conjunto de normas, fantasías,
imágenes y productos culturales que celebran la agresividad masculina y su dureza
emocional, que objetivan a las mujeres y menosprecian lo femenino, que violentan
aquello que no se ajusta a los ideales heterocisexistas, lejos de ser su opuesto,
habilitan la violencia de género. La centralidad de atender a la cultura se vuelve
evidente cuando exploramos cómo la violación varía de sociedad en sociedad. Segato
cita un estudio comparativo de 156 sociedades tribales realizado por la antropóloga
Peggy Sanday, en el que se concluye que existen sociedades más propensas a la
violación y otras, en cambio, en las que el acto es sumamente infrecuente (Segato,
2010: 25).

Cambiar el modo en que concebimos la violencia de género tiene un impacto en


cómo pensamos su abordaje. Si creemos que el problema radica en hábitos y prácticas
aprendidas, la solución yace en encontrar nuevas formas de entender el valor de
lo masculino y lo femenino, nuevos modos de educar en la igualdad de derechos y
en la reivindicación de la diversidad, nuevas maneras de sentir y ser responsables
256
afectivamente. Esto no significa que las leyes y el derecho sean en vano. Más bien
apunta a la necesidad de pluralizar las estrategias para abordar un problema que no
se resuelve con más cárceles, especialmente cuando sabemos que las instituciones
penales pueden profundizar la pedagogía del odio sexista en lugar de ser espacios
de recuperación. Además, para los casos de micromachismo, violencias cotidianas
y un sinnúmero de agresiones que no están contempladas en el derecho penal, el
punitivismo no es la salida. En este sentido, las siguientes palabras de Segato son
esclarecedoras:

“No es por decreto, infelizmente, que se puede deponer el


universo de las fantasías culturalmente promovidas que finalmente
conducen al resultado perverso de la violencia […] Aquí el trabajo
de la conciencia es lento pero indispensable. Es necesario
removerlo, instigarlo, trabajar por una reforma de los afectos y de
las sensibilidades, por una ética feminista para toda la sociedad”
(2003: 133).

Incluso si aceptáramos que la agresión masculina tiene algo que ver con los niveles
de testosterona, nuevamente es importante evitar el determinismo biologista. Como
demuestra Fine, los niveles de testosterona no son absolutos e independientes del
contexto. De acuerdo con un estudio sobre padres filipinos, los niveles de testosterona
disminuyen en varones que no sólo fueron padres, sino que pasan bastante tiempo
realizando trabajos de cuidado (Fine, 2017: capítulo 6). Esto no significa que los

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varones con menos testosterona sean mejores padres, sino que los niveles hormonales
son fluctuantes. En lugar de pensar que la testosterona causa cierto comportamiento,
es preferible concebirla como una sustancia que le permite al organismo adaptarse a
cierta situación.

El segundo caso a examinar se vincula con la capacidad de multitasking propia de


las mujeres y su relación con el estrés y las enfermedades cardíacas. Como vimos,
para la psicología evolucionista, la capacidad de hacer más de una cosa a la vez es
propia de las mujeres y se vincula a los roles que cumplían en el pasado ancestral.
Hoy en día las mujeres siguen teniendo varias tareas, pero se les suele agregar el
trabajo que realizan fuera de sus hogares. Esto se denomina doble jornada laboral, es
decir, el hecho de que las mujeres tengan un trabajo remunerado además del trabajo
no pago que realizan en la esfera doméstica. Según López Rosetti, esta nueva carga
de labores hace que las mujeres tengan un nivel de estrés que antes no tenían y
que sean más proclives a experimentar enfermedades cardíacas como infarto, angina
de pecho, arritmias, hipertensión y demás. ¿Cuál es la recomendación del doctor?
No abusar de esta tendencia natural al multitasking: “Está claramente recomendado
realizar una tarea por vez, concentrándose en ella” (López Rosetti, 2017: 37). El
doctor reconoce que las mujeres salen al mercado laboral no sólo por necesidad, sino
por un interés personal y profesional; sin embargo, sugiere no abusar de esta nueva
libertad, ya que “tiene un costo hipotecario en salud, y tarde o temprano se paga”
(López Rosetti, 2017: 37). Lo que resulta sorprendente de su mirada sobre la mayor
cantidad de trabajo que realizan las mujeres contemporáneas es su completa falta de
perspectiva de género. Como señala la literatura feminista, especialmente la dedicada
257
al mundo del trabajo, el punto no es que las mujeres ahora hacen más cosas que
antes, sino que los varones, en las familias heterosexuales, no se hacen cargo de la
labor doméstica y de cuidado al igual que las mujeres.

En Argentina, por ejemplo, contamos con los estudios realizados por Valeria
Esquivel (2012) sobre cómo se distribuyen las tareas de cuidado en hogares del
área metropolitana de Buenos Aires. En 2005 su encuesta demostró que las madres
proveen el 60% del cuidado infantil, mientras que los padres proveen el 20%
(Esquivel, 2012).5 Más recientemente, el Instituto Nacional de Estadística y Censos
(INDEC) presentó los resultados de una encuesta sobre trabajo no remunerativo y
uso del tiempo realizada en 2013. Una de sus conclusiones es que, en la provincia
de Buenos Aires, las mujeres realizan el 76,6% del trabajo doméstico no remunerado,
mientras los varones hacen el 23,4% (INDEC, 2014: 12). Teniendo en cuenta esta
situación, ¿es adecuado pedirle a las mujeres que dejen de sumarse labores? ¿No
sería preferible hacer un llamado a que los varones se hagan cargo de las tareas
que depositan en manos de sus parejas? Para poder hacer ese cambio de foco, es
necesario transformar la teoría de fondo. Si nos posicionamos en un modelo que
considera que los varones son menos capaces de realizar varias tareas a la vez y que
están menos inclinados por naturaleza a entender, cuidar y criar infantes, la demanda
de una mejor distribución de las tareas domésticas y de cuidado parece ser en vano.

5. El 20% restante es provisto por mujeres (15%) y varones (5%) que no residen en el hogar.

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Si, en cambio, consideramos que los modos de criar y relacionarse son variados,
mutables y construidos, es posible instar a que sean construidos de otra manera.
Si nuestra meta es subvertir el modo desigual en que las tareas se distribuyen en
las parejas heterosexuales contemporáneas, hacen falta menos esencias y más
consciencia de cómo la opresión femenina fue funcional a la dominación patriarcal.
Dicho de otro modo, necesitamos una teoría que no haga del presente una necesidad,
que no justifique la desigualdad apelando a naturalezas ancestrales y que admita la
capacidad que tenemos de transformar nuestras condiciones.

Conclusiones

En este artículo, se presentaron una serie de cuestionamientos al uso del pasado


prehistórico para explicar las diferencias sexo-genéricas presentes. En primer lugar, se
formularon objeciones epistemológicas a los postulados de la psicología evolucionista
a partir de la lectura de obras de biólogas y filósofas de la ciencia feministas.

Por un lado, se puso en cuestión el privilegio que se le otorga al Pleistoceno como


momento fundante de nuestras diferencias genérico-sexuales. Como vimos, no sólo
hay una falta de interés por comprender cómo épocas previas —supuestamente
más igualitarias— hicieron mella en la constitución del cerebro, sino también un
desdén teórico por lo que sucedió posteriormente. Anclar las diferencias en un origen
arcaico dificulta comprender cómo seguimos evolucionando, cómo nuestras prácticas
y estilos de vida fueron transformándose a lo largo del tiempo y cómo el presente
258
genera condiciones para la emergencia de comportamientos que serían impensados
para nuestros antepasados. Además, incluso si creyéramos que el origen de nuestras
diferencias se encuentra en las cavernas, el concepto de “exaptación” pone en
duda que esa explicación genealógica sea suficiente. Existen adaptaciones que se
independizaron de sus roles originarios, por lo que es inadecuado creer que la mirada
al pasado baste para entender el presente.

Por otro lado, se procuró mostrar que, más que viajar al pasado, la psicología
evolucionista crea un cuadro fantasioso de lo que sucedía en las cavernas. A este
producto de la imaginación lo llamamos “paleofantasía”, entendiéndola como una
construcción ficcional de la vida paleolítica a partir de evidencia limitada. No sólo hay
una notable ausencia de citas de trabajos expertos para sustentar esa imagen, sino
también una falta de reconocimiento de los múltiples debates y las interpretaciones en
pugna sobre lo que sucedía durante la Edad de Piedra. Cómo era la familia paleolítica,
qué sentían las mujeres cavernícolas, cómo se relacionaban con los machos, qué
rol cumplía la caza y cómo vivían la sexualidad no sólo son fenómenos que no se
fosilizan, sino también objeto de fervientes debates contemporáneos.

Asimismo, se rechazó el modo en que se emplea la teoría evolucionista para


intentar capturar algún tipo de esencia humana. Sobre este punto se buscó deslindar
la idea de evolución de cualquier esencialismo y determinismo. La evolución no tiene
un fin determinado ni ha generado una esencia última que permanece invariable a lo
largo del tiempo. En lugar de buscar verdades eternas, la teoría de la evolución nos

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enseña a atender a las transformaciones, a la biodiversidad y a cómo las comunidades


cambian a medida que el ambiente también lo hace.

En segundo lugar, se presentaron objeciones al modo en que la neurociencia es


invocada para defender la existencia de un dimorfismo cerebral. Aquí también acudimos
a investigaciones epistemológicas feministas para poner en duda el dimorfismo y para
atacar cualquier indicio de neurodeterminismo. Lo que se buscó probar es que el
camino que va de las hormonas al cerebro y del cerebro al comportamiento no es lineal
ni predecibles. Es conveniente sumar más variables al análisis, abandonar cualquier
reduccionismo y no exagerar la importancia de las diferencias sexuales cerebrales.

Finalmente, se pusieron en cuestión las consecuencias políticas de la psicología


evolucionista, especialmente tal como es presentada en Ellas: cerebro, corazón y
psicología de la mujer, libro de divulgación científica firmado por Daniel López Rosetti.
Además, se propusieron modelos alternativos de concebir tanto la violencia sexista
como la doble jornada laboral que, lejos de asumir su inevitabilidad, apuestan por
acciones y políticas públicas destinadas a revertir las desigualdades de género
presentes.

A lo largo del artículo se buscó demostrar que los aportes de la filosofía de la ciencia
feminista —especialmente aquella interesada en la biología, la neurociencia y la
evolución— pueden servir para poner en jaque concepciones sexistas, reduccionistas,
dimórficas y estereotipadas del sexo y el género. Un planteo fundamental de la
epistemología feminista es que la ciencia no es necesariamente neutral e imparcial.
259
En ocasiones, prejuicios de género —pero también de raza y clase— se cuelan en las
prácticas científicas, en el tipo de hipótesis formuladas y en la metodología empleada
(Longino, 1987; Solana, 2014). Esto no significa que la teoría feminista celebre el
irracionalismo, pretenda deshacerse de la ciencia o niegue la teoría de la evolución.
Como señala Fine (2017), las feministas no solemos ser creacionistas.

Más bien, lo que propone la epistemología feminista es exhibir el sexismo en ciertos


desarrollos científicos con el objetivo de producir mejor ciencia, una que no pierda
capacidad predictiva y explicativa por estar contaminada por valores misóginos y
heterocentrados. En este escrito se recuperaron los aportes de Fine, Zuk, Pitts-Taylor,
Joel y otras para mostrar que la teoría feminista abraza los aportes de las ciencias
naturales, pero desde una posición no ingenua. Aplicar una dosis de escepticismo a
la hora de leer desarrollos científicos es una lección valiosa para todas las personas
interesadas en aprender de las ciencias naturales. De nuevo, el enemigo no son la
teoría de la evolución ni las neurociencias, sino los sesgos sexistas que en ocasiones
se inmiscuyen en sus estudios. Generalizar, simplificar y reducir la complejidad del
fenómeno de la sexualidad humana en aras de la ciencia no es aceptable. Mucho
menos si lo que se refrenda es el esencialismo sexual y el determinismo biológico.
Para evitar estos problemas, es necesario promover una mirada plural y multidisciplinar
del comportamiento humano que logre combinar los desarrollos empíricos de las
ciencias naturales con el pensamiento crítico propio de los estudios humanísticos. Si,
además, lo que se busca es producir ciencia que no caiga en concepciones sexistas,
que no reflote el esencialismo y que abandone los estereotipos heteropatriarcales, es
fundamental sumar al diálogo las voces de la teoría feminista.

Revista CTS, nº 45, vol. 15, octubre de 2020 (239-262)


Mariela Solana

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Cómo citar este artículo

SOLANA, M. (2020): “Críticas feministas al uso del pasado prehistórico para explicar
las diferencias sexo-genéricas presentes”, Revista Iberoamericana de Ciencia,
Tecnología y Sociedad —CTS, vol. 15, n° 45, pp. 239-262.

Revista CTS, nº 45, vol. 15, octubre de 2020 (239-262)

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