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Mariela Solana **
En este artículo se examina y critica el uso del pasado prehistórico para explicar las diferencias 239
sexo-genéricas presentes en estudios de psicología evolucionista. Según estos estudios, la
diferencia entre varones y mujeres puede ser rastreada a las condiciones de vida de la Edad de
Piedra, cuando los humanos vivíamos como cazadores y recolectores. A partir de la lectura de
una serie de obras feministas comprometidas con el análisis crítico de la biología, la genética
y la neurociencia, este artículo busca demostrar que la psicología evolucionista conlleva serias
dificultades epistemológicas y políticas. Lejos de reivindicar el abandono de la teoría evolucionista
y la neurociencia, en este artículo se defiende la búsqueda de modelos científicos que, sin dejar
de ser rigurosos y empíricamente sólidos, dejen atrás cualquier esencialismo, reduccionismo y
determinismo genérico-sexual.
Palabras clave: diferencia sexual; divulgación científica; género y ciencia; filosofía feminista de
la ciencia; psicología evolucionista
* Recepción del artículo: 14/06/2019. Entrega de la evaluación final: 04/10/2019. El artículo pasó por dos
instancias de evaluación.
** Doctora en filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina. Investigadora asistente del
CONICET y docente de prácticas culturales en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, Argentina. Correo
electrónico: mariela.solana@gmail.com.
Este artigo analisa e critica o uso do passado pré-histórico para explicar as diferenças sexo-
genéricas presentes nos estudos de psicologia evolucionista. De acordo com esses estudos,
a diferença entre homens e mulheres pode ser rastreada até as condições de vida da Idade
de Pedra, quando os humanos viviam como caçadores e coletores. A partir da leitura de uma
série de obras feministas comprometidas com a análise crítica da biologia, da genética e da
neurociência, este artigo busca demonstrar que a psicologia evolucionista envolve sérias
dificuldades epistemológicas e políticas. Longe de reivindicar o abandono da teoria evolucionista
e da neurociência, este artigo defende a busca de modelos científicos que, embora rigorosos e
empiricamente sólidos, deixem para trás qualquer essencialismo, reducionismo e determinismo
genérico-sexual.
This paper examines and criticizes the use of the prehistoric past in evolutionary psychology
studies to explain sex and gender differences. According to these studies, the differences
between men and women can be traced to living conditions in the Stone Age, when human beings
lived as hunters and gatherers. Based on a reading of a series of feminist works committed to the
critical analysis of biology, genetics and neuroscience, this paper seeks to show that evolutionary
psychology entails serious epistemological and political difficulties. Far from pursuing the
abandonment of neuroscience and the theory of evolution, it defends the search for scientific
models that, while still being rigorous and empirically sound, move beyond any essentialism,
reductionism and gender and sexual determinism.
Keywords: sex differences; science communication; gender and science; feminist scientific
philosophy; evolutionary psychology
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Introducción
“Sigo insistiendo que las personas que hacen ciencia no leen simplemente la naturaleza
para encontrar verdades y aplicarlas al mundo social. Más bien, usan las verdades
tomadas de nuestras relaciones sociales para estructurar, leer e interpretar lo natural.”
Fausto-Sterling, Sexing the Body, pp. 115-116 1
El interés por encontrar algún tipo de criterio que permita diferenciar entre varones
y mujeres no es ninguna novedad. Desde perspectivas que ven en la anatomía la
clave de esta diferencia, pasando por explicaciones histórico-sociales, psicológicas
o culturales, la literatura experta y de divulgación ha ofrecido varias soluciones al
mismo problema. Como suele suceder cuando una pregunta genera polémica,
algunos estudios acuden a las ciencias naturales con el fin de encontrar un modelo
supuestamente neutral y objetivo que logre poner coto a las posiciones en pugna. En
los últimos tiempos, los desarrollos neurocientíficos, los estudios genéticos y la teoría
evolutiva se convirtieron en fuentes recurrentes para explicar la diferencia genérico-
sexual.2
En este artículo, se busca examinar y criticar una de las corrientes que hace uso
de las ciencias naturales para dar cuenta de la diferencia entre varones y mujeres:
la psicología evolucionista. Según esta perspectiva, es necesario analizar cómo era
la vida durante la Edad de Piedra, ya que fue en ese momento en que se crearon
las estructuras generales de nuestros genes y nuestros cerebros, así como los roles
de género diferenciados. Si bien los tiempos de caza y recolección han pasado, hoy
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en día seguimos acarreando las huellas de esa experiencia ancestral. Dicho de otro
modo, debemos mirar al mundo de las cavernas porque, en el fondo, no somos tan
diferentes a nuestros antepasados paleolíticos.
1. Todas las traducciones del inglés a español fueron realizadas por la autora de este artículo.
2. Se emplea la noción de “sexo” para referirse a los fenómenos corporales, anatómicos y fisiológicos sobre
la sexualidad, y la noción de “género” para aludir a las convenciones sociales, creencias, valores e ideales
sobre varones, mujeres y otras identidades de género. Esta división clásica en teoría feminista no significa, sin
embargo, que el cuerpo sea una superficie puramente natural o libre de interpretaciones sociales. Al contrario,
como se verá, el sexo mismo ya está atravesado e interpretado por creencias y valores culturales.
Como señala John Dupré (2001), uno de los filósofos de la ciencia que más ha
estudiado y criticado esta corriente, el argumento de la psicología evolucionista sigue
un esquema tripartito: 1) para entender el comportamiento humano hay que observar
la estructura del cerebro; 2) para comprender la estructura cerebral hay que analizar
los genes que guían su desarrollo; y 3) el programa genético emerge de la historia
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evolutiva a partir de la selección natural.
3. Desde la publicación del libro, el doctor ha participado en varios programas de televisión argentinos y ha
brindado conferencias y charlas TED online en las que afirma poder dar cuenta de cómo son las mujeres y en
qué se diferencian de los varones. En virtud de la popularidad de la postura de López Rosetti, en el apartado
en que se critica la dimensión política de la psicología evolucionista se hará particular énfasis en algunas de
sus tesis.
Pero ¿cómo era la vida en las cavernas? La siguiente cita de López Rosetti ilustra
el afán de la psicología evolucionista por crear una imagen supuestamente realista de
la vida prehistórica:
De hecho, toda la introducción de Ellas… está dedicada a describir cómo era la vida
paleolítica y el modo diferenciado en que los machos y las hembras se comportaban.
Las mujeres se comunicaban entre sí, cuidaban e interpretaban las necesidades de
las crías, atendían al macho, lo curaban y se preocupaban por él. Los varones traían
el alimento, salían en grupo a cazar, competían entre sí, eran valientes y aguerridos y,
si bien se interesaban por su familia, eran incapaces de entender los llantos de la cría.
Claramente, hoy ya no es necesario salir a cazar, pero los varones siguen desplegando
habilidades que se condicen con su pasado cavernícola, como una mejor visión frontal
y una tendencia a la agresión y la competencia. Las mujeres ya no viven junto a sus
crías en las cavernas; no obstante, son naturalmente más empáticas, comunicativas
e intuitivas. Como señala López Rosetti, cuidar y ayudar a otras personas “está en la
esencia de la hembra” (2017: 26).
Ahora bien, ¿en qué somos diferentes varones y mujeres? De acuerdo con la
psicología evolucionista, en casi todo: tenemos diferentes cuerpos, hormonas,
cerebros, comportamientos y emociones. Los varones suelen ser mejores para
la acción física, se ubican mejor en el espacio, desarrollaron más la visión frontal,
tienen mayor predisposición a la agresión, piensan más en el sexo y son mejores
aprendiendo una sola cosa a la vez. Las mujeres, en cambio, “son más hábiles en
procesos de atención, en el uso de la palabra, la interpretación de las emociones, la
intuición, la memoria social, el reconocimiento de caras […] así como pueden realizar
varias tareas al mismo tiempo” (López Rosetti, 2017: 35).
Según López Rosetti, varones y mujeres no son sólo diferentes, sino también
complementarios. Además de una división sexual del trabajo, lo que se funda en las
cavernas es la pareja heterosexual que se une por amor y con fines reproductivos:
“Ellos buscan a Ellas y Ellas buscan a Ellos y siempre fue igual. No tenían que saberlo
de antemano. Ya estaba en su esencia ancestral” (López Rosetti, 2017: 81). Así, se
argumenta que el impulso reproductivo explica el surgimiento del amor y la familia
nuclear: “De algún modo, el macho comenzó a querer a su hembra y ella a su macho.
Ambos protegieron, cuidaron y quisieron a sus crías” (López Rosetti, 2017: 28). De
modo similar, Gómez Corona afirma que el hecho de que:
El placer sexual, según este enfoque, también nace como una recompensa ante la
posibilidad de perpetuar la especie. Si, genealógicamente, el placer surgió como
un premio ante la chance de reproducirse, observar el cerebro nos proporciona el
mecanismo químico que lo subyace: “El instinto sexual nos impulsa a la búsqueda
de pareja en base a la activación de los circuitos cerebrales del deseo […] donde la
dopamina es el neurotransmisor principal que encarna ese deseo” (López Rosetti,
2017: 84).
¿Qué efectos tienen las hormonas sexuales en la constitución del cerebro? Según
245
el doctor, en los cerebros masculinos, “se desarrollan más los centros y áreas
relacionados con la agresión”, así como también los que “controlan las conductas
sexuales, y es por eso que el hombre piensa muchas más veces al día en sexo que la
mujer” (López Rosetti, 2017: 30). Asimismo, en el cerebro masculino predominan las
conexiones intrahemisféricas, lo cual explica una tendencia a la acción física directa,
su facilidad para centrarse en objetivos concretos y por qué pueden realizar sólo una
tarea a la vez. Finalmente, el cerebro masculino es más apto para la aritmética y para
resolver problemas matemáticos.
Los cerebros femeninos son más pequeños (un 7 u 8%), lo que genera que las
neuronas estén más juntas e interconectadas. A su vez, tienen un cuerpo calloso
más grande, lo cual permite una mayor integración interhemisferios y esto explica
su facilidad para el multitasking. También cuentan con más neuronas espejo que los
cerebros masculinos. Estas neuronas permiten que podamos entender lo que piensan
otros sujetos, así como sentir empatía. Los cerebros femeninos son mejores para
integrar la memoria y para interpretar situaciones sociales y expresiones faciales.
Derribando “paleofantasías”
La bióloga feminista Marlene Zuk también ataca el modo en que se invoca la selección
sexual y la teoría evolutiva para pensar las relaciones humanas contemporáneas
en su libro Paleofantasy (2013). Zuk denomina “paleofantasías” a aquellos relatos
sobre el pasado prehistórico que pretenden hallar en las cavernas un modelo para
entender la naturaleza humana. En realidad, Zuk toma prestado el término de la
antropóloga Leslie Aiello, quien lo emplea para referirse a aquellas historias sobre
la evolución humana basadas en evidencia fósil limitada (Zuk, 2013: introducción).
Zuk recupera esta noción, pero para dar cuenta de aquellas visiones nostálgicas
del pasado prehistórico que asumen que, hoy en día, estamos fuera de sincronía
con nuestra verdadera naturaleza y que es en el paleolítico donde los humanos
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estuvimos perfectamente adaptados a nuestro entorno. Como vimos, la idea es que
tenemos cuerpos y mentes de la Edad de Piedra, pero estamos viviendo en un mundo
moderno. Dado que hemos pasado la mayor parte de nuestra historia como homo
sapiens viviendo como cazadores y recolectores, nuestros cuerpos y cerebros están
adaptados a ese tipo de vida. Las enfermedades contemporáneas como la diabetes
y las insuficiencias cardíacas son síntomas de que hay un desajuste entre nuestro
cuerpo y nuestro ambiente. Esto ha inspirado a varios individuos a buscar modelos de
una vida más sana y natural en el estilo paleo (dietas sin consumo de granos, harinas
o lácteos; ejercicio físico sin calzado, etc.).
En este y los próximos apartados, se retoman los aportes de Zuk y Fine, así como
de otras autoras feministas, con el fin de desestabilizar algunas de las certezas en
las que se apoya la psicología evolucionista y demostrar que existen otros enfoques
científicos que refutan su visión sesgada de la diferencia genérico-sexual.
Una primera crítica que se podría hacer se vincula al privilegio que le otorga la
psicología evolucionista al mundo de las cavernas en la constitución de nuestros
genes, cerebros y conductas. Es posible identificar cuatro problemas generales con
este tipo de explicación genealógica. En primer lugar, como afirma Zuk, es importante
entender que la evolución no se detuvo en la Edad de Piedra. Si bien es cierto que
4. Por ejemplo, en un estudio del 2012 se identificaron 39 especies del reino animal en el que se demostró que
la promiscuidad femenina aumenta las chances reproductivas (Gerlach et al., 2012).
pero “el genoma es sólo uno de los numerosos recursos que determinan el desarrollo
de los seres humanos contemporáneos.” (Dupré, 2006: 131). Un elemento central en
la constitución del comportamiento humano es la cultura, el modo en que aprendemos
y repetimos normas y pautas adquiridas en sociedad. Dado que compartimos gran
parte de nuestro genoma con organismos muy disímiles (como bacterias, peces y
monos), ¿tiene sentido recurrir a los genes para explicar nuestra especificidad? Dupré
denomina “mitología genética” a este afán por minimizar los aportes culturales a favor
de una explicación biológica de la conducta humana. Lo único que podemos inferir
del hecho de que compartimos un 98.4% de genes con los chimpancés es que “ni
nosotros ni los chimpancés somos idénticos a nuestros genomas” (Dupré, 2006: 143).
Una vez que se admite que el ambiente es un factor clave para entender cómo se
expresan los cuerpos, una vez que se reconoce que la evolución es constante y que
no se detuvo en las cavernas, una vez que asumimos que la evolución genética es
insuficiente para explicar nuestro desarrollo, se vuelve cada vez más evidente que
recurrir al paleolítico no es una estrategia fructífera para entender nuestro presente.
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La familia en las cavernas
Con respecto a la división sexual del trabajo, existen varias discusiones sobre el rol
del producto de la caza como recurso principal de la alimentación familiar paleolítica.
Antropólogas como Adrienne Zihlman (1997), por ejemplo, han revalorizado el papel
de las hembras en la obtención de comida. Lo que notan en sociedades de cazadores
y recolectores contemporáneas es que, dado que la caza es una aventura poco fiable,
la mayor parte del valor nutricional proviene de las raíces y los frutos que las mujeres
recogen. Esto lleva a Zuk a afirmar que “la paleofantasía de la mujer cavernícola en
la casa con la cría mientras el varón cavernícola sale a buscar carne, habría resultado
en que nadie tuviera suficiente para comer” (Zuk, 2013: capítulo 7).
Zuk nota, además, que en varios estudios antropológicos se afirma que el producto
de la caza no es tanto un don del macho a su hembra, sino parte de un engranaje
social: la presa se reparte en el grupo y sirve para afianzar lazos comunitarios.
Finalmente, la bióloga sostiene que, incluso si asumimos que hubo una división sexual
del trabajo durante gran parte de nuestra prehistoria, esta no es fija sino flexible.
Como argumentan algunos estudios sobre cazadores-recolectores actuales, el énfasis
en la caza realizada por varones o la recolección usualmente en manos de mujeres
depende del ambiente. En temporadas en que la caza es más difícil, se depende más
de la recolección (Codding et al., 2011). De nuevo, no podemos pensar en los rasgos
adaptativos como chalecos de fuerza, sino que deben tener la suficiente maleabilidad
como para servir en distintos contextos.
Con respecto a la monogamia, Zuk señala que es objeto de disputa el lugar que se le
otorga en los estudios paleontológicos y antropológicos (Zuk, 2013: capítulo 7). Owen
Lovejoy (2009), por ejemplo, sugiere que la monogamia surgió hace 4.5 millones de
años entre los homínidos y que fue favorecida por la bipedestación (al liberar las
manos, el macho podía cazar mejor y traer carne a la hembra; esta, a cambio, le
ofrecía fidelidad para asegurarle al macho que la descendencia fuera suya). No
obstante, dado que la monogamia es poco común en el resto de los animales, otros
estudios remarcan que en la prehistoria la poliginia (un macho con varias mujeres) era
frecuente. Algunas investigaciones sobre el genoma humano estudian el cromosoma
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X (que es transmitido por las madres) para ver la variabilidad genética provista por
las hembras. Si un solo macho tenía varias amantes, la diversidad genética de la
población se vería reducida excepto en el cromosoma X. Esto es lo que descubrieron
Michael Hammer y su equipo, concluyendo que la poliginia es parte de nuestra
prehistoria (Hammer et al., 2010).
Si bien este cambio en la flecha causal es sugerente, todavía supone que hay
dos tipos de cerebros y que la organización cerebral determina, de algún modo, la
conducta. A continuación, se presentan algunos estudios que ponen en cuestión
ambas afirmaciones. Con respecto al dimorfismo cerebral, probablemente la crítica
más significante y ampliamente citada hoy en día es la realizada por la neurocientífica
Daphna Joel y su equipo. Sus resultados fueron publicados en 2015 en la revista
Proceedings of the National Academy of Sciences bajo el título “Sex beyond the genitalia:
The human brain mosaic”. El equipo de Joel analizó las imágenes de resonancia
magnética de más de 1400 cerebros y llegó a la conclusión de que, a pesar de que
hay diferencias sexuales en los cerebros, no es posible hablar de dimorfismo. Es decir,
no es posible afirmar que haya dos clases de cerebros. Esto es así por dos motivos:
primero, porque existe una superposición importante en la forma y estructura cerebral
de varones y mujeres y, segundo, porque no hay consistencia interna en cada cerebro
252
(por ejemplo, un cerebro puede mostrar características consideradas típicamente
“femeninas” en cierta región y otras consideradas típicamente “masculinas” en otra).
Esto lleva a Joel y equipo a concluir que “la mayoría de los cerebros están formados
por ‘mosaicos’ únicos de características, algunas más comunes en las mujeres en
comparación con los varones, otras más comunes en los varones en comparación con
las mujeres y algunas comunes en varones y mujeres” (Joel et al., 2015: 15472).
En lugar de pensar que el cerebro puede ser clasificado en dos tipos, el estudio
plantea la importancia de apreciar la variabilidad del mosaico cerebral. Los cerebros,
según este modelo, no son dimórficos, sino multimórficos. La investigación de Joel et
al. niega el dimorfismo, pero no rechaza que haya diferencias sexuales en el cerebro.
Estas no son lo suficientemente relevantes como para dividir al cerebro en dos clases.
Además, como vimos con Pitts-Taylor, la presencia de estas diferencias nada nos dice
sobre su origen (intrauterino, producto de la experiencia o ambos).
Ahora, incluso si se admite que existe cierta variabilidad cerebral por motivos
de género, ¿esto significa que varones y mujeres tendrán conductas diferentes?
Esta pregunta nos lleva a adentrarnos en el problema del determinismo sexual:
¿es la diferencia sexual cerebral, hormonal y genética un determinante de nuestra
conducta? Y, más importante todavía, ¿somos verdaderamente tan diferentes? Con
respecto al primer punto, una lección a aprender de la filosofía feminista de la ciencia
es que es conveniente desconfiar de cualquier conexión inmediata entre cuerpo y
comportamiento. Frente a explicaciones reduccionistas, como las que explican la
mayor agresividad masculina por tener niveles elevados de testosterona, las autoras
feministas nos instan a dejar de pensar que la conducta pueda ser determinada por
factores claramente separables. Con respecto a las hormonas sexuales, filósofas
como Fine (2017), Fausto-Sterling (2000), Helen Longino y Ruth Doell (1983) han
argumentado que, si bien juegan un rol importante en el desarrollo de caracteres
sexuales primarios y secundarios, es apresurado inferir que también lo hagan a nivel
cognitivo y de comportamiento. Fine recupera una conferencia de la neurocientífica
Gillian Einstein (2014) en la que manifiesta la perplejidad que experimentó durante
sus investigaciones sobre género, hormonas y cerebro. La conferencia se titula
“When Does a Difference Make a Difference?” (“¿Cuándo una diferencia hace la
diferencia?”) y refleja los resultados de un análisis de cómo los niveles elevados de
estrógeno y progesterona afectan el humor de las mujeres durante el ciclo menstrual.
A diferencia de la imagen estereotipada de la mujer irritable y sensible durante los días
previos a la menstruación, Einstein concluye que la exposición hormonal tiene mucha
menos relevancia en el ánimo de las mujeres que el estrés, la contención social y la
salud física. Este resultado la sorprendió porque ella intuitivamente creía que, si las
hormonas afectan las neuronas y las neuronas afectan el cerebro, tendríamos que
poder observar un efecto claro en la conducta.
De la ciencia a la política
Para mostrar cómo la mala ciencia desemboca en una posición política cuestionable,
en este apartado se analizan dos temas de agenda pública que son usualmente
abordados por la psicología evolucionista: cómo se concibe la violencia de género
A diferencia de lo que sucedía con las personas entusiastas de la dieta paleo (que
veían en la prehistoria un modelo para emular actualmente), la agresividad masculina
constituye, para la psicología evolucionista, un residuo nefasto de nuestro pasado
cavernícola. De acuerdo con el periodista científico Robert Wright, “la raíz de todo
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lo malo puede encontrarse en la selección natural [...] el enemigo de la justicia y la
decencia yace efectivamente en nuestros genes” (citado en Dupré, 2001: 49). De modo
similar, los entusiastas del evolucionismo, Randy Thornhill y Craig Palmer argumentan
en A Natural History of Rape que “la violación humana surge de la evolución de la
capacidad masculina de obtener un número elevado de parejas en un ambiente en
el que las mujeres escogen con quien aparearse […] si las mujeres no discriminaran
entre parejas potenciales, no habría violaciones” (Thornhill y Palmer, 2000: 190-191).
Si la violencia de género es producto de tendencias biológicas ancestrales que no
pudieron ser aplacadas por las normas sociales contemporáneas, ¿qué debemos
hacer con el sujeto violento? La respuesta de López Rosetti es contundente: se
trata de “una conducta criminal punible” (López Rosetti, 2017: 245). Según el doctor,
esto incluye la violencia verbal además de la física. Si el violento es un cavernícola
inadaptado a la civilización, la cárcel parece ser su lugar natural.
Hay serias dificultades con esta posición. Por un lado, y en contra de la enorme
cantidad de materiales que la teoría feminista ha producido en las últimas décadas
sobre violencia de género, no logra vislumbrar que las normas de nuestras sociedades
contemporáneas pueden ser no ya lo que limita, sino lo que sustenta la violencia
machista. De acuerdo con la antropóloga Rita Segato, las violencias sexuales son
“expresiones de una estructura simbólica profunda que organiza nuestros actos
y nuestra fantasía y les confiere inteligibilidad. En otras palabras: el agresor y la
colectividad comparten el imaginario de género, hablan el mismo lenguaje, pueden
entenderse” (2013: 19). Según este marco, el agresor no es una excepción, sino la
manifestación más cruda y visible de hábitos, creencias, afectos y valores que se
Incluso si aceptáramos que la agresión masculina tiene algo que ver con los niveles
de testosterona, nuevamente es importante evitar el determinismo biologista. Como
demuestra Fine, los niveles de testosterona no son absolutos e independientes del
contexto. De acuerdo con un estudio sobre padres filipinos, los niveles de testosterona
disminuyen en varones que no sólo fueron padres, sino que pasan bastante tiempo
realizando trabajos de cuidado (Fine, 2017: capítulo 6). Esto no significa que los
varones con menos testosterona sean mejores padres, sino que los niveles hormonales
son fluctuantes. En lugar de pensar que la testosterona causa cierto comportamiento,
es preferible concebirla como una sustancia que le permite al organismo adaptarse a
cierta situación.
En Argentina, por ejemplo, contamos con los estudios realizados por Valeria
Esquivel (2012) sobre cómo se distribuyen las tareas de cuidado en hogares del
área metropolitana de Buenos Aires. En 2005 su encuesta demostró que las madres
proveen el 60% del cuidado infantil, mientras que los padres proveen el 20%
(Esquivel, 2012).5 Más recientemente, el Instituto Nacional de Estadística y Censos
(INDEC) presentó los resultados de una encuesta sobre trabajo no remunerativo y
uso del tiempo realizada en 2013. Una de sus conclusiones es que, en la provincia
de Buenos Aires, las mujeres realizan el 76,6% del trabajo doméstico no remunerado,
mientras los varones hacen el 23,4% (INDEC, 2014: 12). Teniendo en cuenta esta
situación, ¿es adecuado pedirle a las mujeres que dejen de sumarse labores? ¿No
sería preferible hacer un llamado a que los varones se hagan cargo de las tareas
que depositan en manos de sus parejas? Para poder hacer ese cambio de foco, es
necesario transformar la teoría de fondo. Si nos posicionamos en un modelo que
considera que los varones son menos capaces de realizar varias tareas a la vez y que
están menos inclinados por naturaleza a entender, cuidar y criar infantes, la demanda
de una mejor distribución de las tareas domésticas y de cuidado parece ser en vano.
5. El 20% restante es provisto por mujeres (15%) y varones (5%) que no residen en el hogar.
Si, en cambio, consideramos que los modos de criar y relacionarse son variados,
mutables y construidos, es posible instar a que sean construidos de otra manera.
Si nuestra meta es subvertir el modo desigual en que las tareas se distribuyen en
las parejas heterosexuales contemporáneas, hacen falta menos esencias y más
consciencia de cómo la opresión femenina fue funcional a la dominación patriarcal.
Dicho de otro modo, necesitamos una teoría que no haga del presente una necesidad,
que no justifique la desigualdad apelando a naturalezas ancestrales y que admita la
capacidad que tenemos de transformar nuestras condiciones.
Conclusiones
Por otro lado, se procuró mostrar que, más que viajar al pasado, la psicología
evolucionista crea un cuadro fantasioso de lo que sucedía en las cavernas. A este
producto de la imaginación lo llamamos “paleofantasía”, entendiéndola como una
construcción ficcional de la vida paleolítica a partir de evidencia limitada. No sólo hay
una notable ausencia de citas de trabajos expertos para sustentar esa imagen, sino
también una falta de reconocimiento de los múltiples debates y las interpretaciones en
pugna sobre lo que sucedía durante la Edad de Piedra. Cómo era la familia paleolítica,
qué sentían las mujeres cavernícolas, cómo se relacionaban con los machos, qué
rol cumplía la caza y cómo vivían la sexualidad no sólo son fenómenos que no se
fosilizan, sino también objeto de fervientes debates contemporáneos.
A lo largo del artículo se buscó demostrar que los aportes de la filosofía de la ciencia
feminista —especialmente aquella interesada en la biología, la neurociencia y la
evolución— pueden servir para poner en jaque concepciones sexistas, reduccionistas,
dimórficas y estereotipadas del sexo y el género. Un planteo fundamental de la
epistemología feminista es que la ciencia no es necesariamente neutral e imparcial.
259
En ocasiones, prejuicios de género —pero también de raza y clase— se cuelan en las
prácticas científicas, en el tipo de hipótesis formuladas y en la metodología empleada
(Longino, 1987; Solana, 2014). Esto no significa que la teoría feminista celebre el
irracionalismo, pretenda deshacerse de la ciencia o niegue la teoría de la evolución.
Como señala Fine (2017), las feministas no solemos ser creacionistas.
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