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Exprimiendo la vida.

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Los viajes pueden llegar a constituirse en capítulos


esenciales en la construcción de la memoria tal y como la
deseamos embalsamar. El viaje no tiene principio ni fin. La
preparación es un prefacio del desarrollo que solo tiene
como objetivo acumular experiencias para poder regresar a
iniciar otro itinerario. Y así, moldear la personalidad
mediante las vivencias zigzagueantes de toda nuestra
existencia.
Son episodios especiales de la vida al margen de los
sucesos cotidianos. Exprimir la vida, sacarle el jugo sin
dañar la máquina, es una dedicación continua, porque cada
día es diferente y única: saber entender la cadencia de
nuestra existencia es una sabiduría para quienes tienen la
inteligencia y la paciencia de deducir que cada suceso es
único e irrepetible, aunque sea en alguno de sus matices. Y
los viajes, dentro de la existencia, son especiales porque
nos permiten escrutar otras realidades y otras formas de
vida. Viajar con las antenas en estado de alerta es el paso
previo a subcionar todas las experiencias.
Los elegidos, quienes tienen una sensibilidad especial para
escudriñar el mundo, poseen filtros en la mirada para

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discernir los verdaderos souvenir en cada lugar que visitan;


se sitúan en cada destino y dejan que los acontecimientos
se destilen hasta los zonas reservadas para la retentiva
personal de las presencias más valiosas; allí formularán su
evocación para constituirla en presencia selectiva para
siempre. Al final, cada uno almacena los recuerdos que por
la impresión que causaron merecen sobrevivir; lo
encomiable, lo deseable y probablemente lo imposible,
cuando se vaya extinguir la vida, sería disponer de un
último minuto para hacer desfilar, en cadencia
cinematográfica precisa, los recuerdos que sinteticen la
existencia.
No deberíamos guardar demasiados objetos materiales
porque su acumulación disminuye nuestra perspectiva:
sirven para rememorar episodios de la propia existencia
como distintivo de sucesos memorables. Conviene ser
exigente a la hora de recopilar cosas, porque el tiempo es
esencialmente escaso y nadie garantiza que un último
momento de lucidez permita muchos detenimientos. Si lo
que abarca la mirada al contemplar los recuerdos de una
vida es asumible en tan sólo un instante intenso, la
selección habrá sido acertada. Y al llegar a una edad, que
no tiene por qué ser tardía, conviene iniciar un selectivo
desprendimiento de objetos personales por una doble
razón: primero, porque no hay nada que rompa más la

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intimidad que recoger la casa de un difunto; y en segudo


lugar porque de las cosas más ciertas que he leído nunca
es el verso de Machado que alude a “me encontraréis a
bordo, ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos de
la mar”.
El desprendimiento siempre es cesión de algo que se
valora, normalmente en exceso; acostumbrarse a que las
cosas materiales no te amarren es una forma inteligente de
asumir el final irremediable: entonces, cuando suceda, que
casi nadie sabe cuando será, lo más propio es que la
selección de lo único valioso, la memoria, sea facilmente
transportable al lugar que nadie conoce y del que
carecemos de noticias
Conforme uno cumple años se le acomoda en el alma la
imagen de que la vida no es ni más ni menos que un
tránsito; un éxodo que cada uno de nosotros se quiere
imaginar que será largo y placentero. Los primeros años
están cimentados en la creencia de que tendremos tiempo
para cualquier proyecto, porque todavía no hemos tenido
ocasión de intuir que existe una estación término. En esa
época tragamos a borbotones las emociones de cada
descubrimiento, sin sentir la necesidad de almacenar nada
en el depósito de nuestras experiencias. La prisa que
tenemos es para ir hacia adelante. Lo que se acopia es por
el propio peso de las emociones, sin intención alguna de

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reposar experiencias. Después, cuando se vuelve la vista


hacia atrás y los dedos de las manos se hacen escasos
para contabilizar los plazos que quedan por consumir,
aparece la señal de que nos hemos centrado con nuestro
destino. Sencillamente, eso es hacerse mayor; algo que los
niños quieren alcanzar en seguida, sin darse cuenta de que
es en ese preciso momento cuando el contador empieza a
funcionar.
Los cuarenta años es una buena edad para mixturar las
motivaciones de los viajes -y toda la vida no es más que un
viaje- en función de la evocación de territorios que
exploramos en otras épocas y descubrimientos que
tenemos pendientes.
Hace poco tiempo he paseado por Hyde Park en una
búsqueda desesperada de los olores, las emociones y las
vivencias del largo verano de 1.970, en donde como tantos
jóvenes de mi generación tuve la tentación de convertir
esta ciudad -que ya era europea cuando en Madrid todavía
estábamos expulsados del paraíso por la dictadura- en
nuestro hogar. El desarraigo, entonces, no era otra cosa
que la formulación de la esperanza de libertad, a los sones
de Leonard Cohen.
Ahora Londres tiene otros olores. Ni siquiera tengo noticia
de que quede en pie el club Antonio Machado, en donde la
policía de la Embajada Española acudía cada tarde a

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espiar a los antifranquistas. No queda más que la nostalgia


en el número dieciséis de Clanricarde Gardens, en donde
compartí cuarto, pasiones y vivencias con un montón de
amigos, algunos de los cuales no he vuelto a ver en mi
vida. En este viaje reciente no encontré en Londres más
que recuerdos confusos del pasado, porque lo que ahora
vi era otro mundo. No puedo decir que haya salido
perdiendo con este recorrido. Si Londres no me evocara
cosa distinta de una nostalgia triste, estaría muerto.
Londres es ahora una National Galery que ya estaba allí
hace treinta años, pero que yo apenas había descubierto.
Ya no suenan los Beatles en la entrada de los grandes
almacenes de Oxford Street ni Mary Quant arrebata a las
jóvenes que se asoman a Carnaby Street, pero seguro que
quien quiera esa clase de emociones las puede encontrar
redivivas en las Spice Girls o en el último concierto de
Metálica.
Las experiencias acumuladas son el puntal de nuestra
actual capacidad para volver experimentar cada uno de
nuestros hallazgos. Desde esa disposición podemos elegir
entre la frustración permanente de salir corriendo en cada
ocasión para pasar por encima de nuevos territorios o
reposar cada uno de nuestros pasos cotidianos. Para
entender eso no hay sino observar la salida desaforada que
se emprende desde las ciudades en cuanto se juntan dos

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días de fiesta. Con una disciplina encomiable, al mando de


cada vehículo, las familias se agolpan para salir mandados,
casi siempre hacia ninguna parte, de donde volverán en la
misma fila cuando el plazo permitido por el calendario
laboral dé la señal inexpugnable.
Estar vivo no creo que es otra cosa que convertirse en
explorador minucioso del propio entorno y de la propia vida.
Con la lupa de la nostalgia y el señuelo de una curiosidad
serena y reposada, emprender cada desplazamiento
sabiendo que en ello nos va la vida. O, por lo menos, para
no ponernos dramáticos, un trozo de nuestra única, valiosa
e irremplazable vida. Ni más, ni menos.
En una ocasión, un numeroso grupo de viajeros iracundos
me pidieron que encabezara la rebelión contra una
compañía aérea que retrasó su vuelo para hacer unas
revisiones técnicas. El clima era de extraordinaria
crispación: la mayoría de los pasajeros estaban indignados
por perder su primer día de vacaciones. Naturalmente
rechace el liderazgo con la siguiente argumentación. Las
razones que esgrimía la compañía podían ser una excusa,
pero también había la posibilidad de que fueran ciertas. Y
en caso de duda, yo era partidario de que apretaran bien
los tornillos para que no se desprendiera ninguna pieza
durante el vuelo. Recomendé esperar lo más
pacientemente posible.

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Viajar es un placer rodeado, muchas veces de


contrariedades. No todas las sociedades están igualmente
desarrolladas. Si se elige la eficacia absoluta recomiendo
no salir de los países nórdicos, Reino Unido y Estados
Unidos. Y naturalmente del paraíso de la perfección
alemana, que a mi me agobia. Si lo que se desea es
conocer el mundo hay que estar preparado para que
muchas cosas discurran por railes distintos.
Cada vez creo más en el psicoanálisis con la única
condición de que el terapeuta y el paciente sean
medianamente inteligentes como para realizar una
introspección profunda. Siento no haber grabado mis
sesiones –lo que probablemente no hubiera sido ético-
porque me habrían dado muchas páginas ya escritas para
una novela. La personalidad se puede domeñar. Los
rasgos que nos producen inconformidad, con un trabajo
ordenado, pueden llegar a modificarse.
Digo todo esto porque los españoles somos de naturaleza
irascible. Hemos estado tantos años privados de nuestros
derechos que no sabemos reclamarlos con calma y
educación. Pasamos con una extraordinaria facilidad de la
sumisión a la bronca con los insultos correspondientes que
recibe una humilde funcionaria o trabajadora que está tan
maltratada, las más de las veces, como los receptores de
las afrentas de la compañía. Berreos se les podrían dar a

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los grandes ejecutivos, pero en ningún caso a los


trabajadores que aguantan el chaparrón y la ira de los
afectados por la contrariedad.
Sostengo que el gran déficit de educación no está en el
informe Pisa sino en la incapacidad para mantener la
educación y la calma. Pero haré una confesión: he
modulado mi carácter con los años y he aprendido a decir
las cosas más duras en un tono bajito de sal –expresión
cubana para indicar cuando se ejerce la calma- y con una
sonrisa en la boca sin proferir un insulto.

Los viajes sirven para retratar la personalidad de quien los


realiza. Se refleja el temperamento como en ningún otro
ámbito. He tenido compañeros insoportables de viaje a
quienes toda circunstancia se constituía en una
contrariedad. Ni que decir tiene que los estándares de los
hoteles de Zimbabwe no son los de Nueva York. Si lo
fueran, no volvería nunca más a ese maravilloso país,
porque cuando viajo allí lo que busco es la diferencia. No
he pedido nunca paella en el West Side de Nueva York,
porque sé que no es una opción geográficamente
adecuada. Muchos turistas no se sienten cómodos en la
diferencia y recuerdan continuamente las cualidades del
jamón ibérico cuando están en la República Dominicana y

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no prueban los chilaquiles en los desayunos de México


indignados porque no pueden elegir entre churros y porras.
Hay una regla de oro en las contrariedades viajeras. No
permitir que un fallo en las previsiones amargue el viaje. Si
uno se altera es uno mismo quien sufre. El dueño del hotel,
el tour operador o el piloto del avión pueden llegar a pasar
un mal rato durante una algarabía. Pero esa noche
duermen tranquilos y no discuten con su mujer, a no ser
por otras circunstancias.
Reclamar derechos es fundamental. No perder la calma y
ser concienzudo en la persecución civilizada de las
reclamaciones es una técnica imprescindible. A
continuación, lo que procede es soslayar la contrariedad,
buscar una alternativa y archivar lo sucedido como una
pequeña aventura de viajero. La perfección constante y
sistemática es de naturaleza fascista porque indicaría una
superioridad racial de quien la quiere ejercer. Lo razonable
es una eficacia compensada. A mi, cuando he logrado
domesticar mis instintos, no me ha ido nada mal.
Ahora, en las sociedades desarrolladas, casi todo el
mundo viaja. Hay mucha gente que deambula por nuestro
universo sin darse cuenta de los verdaderos placeres
prohibidos: sentir no tiene precio, precisamente por la
intangibilidad material de su valor. Hay que desconfiar de
las estanterías rebosantes de objetos que pretenden

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atestiguar el carácter viajero de sus moradores. El


peregrino no debe acarrear bártulos para el recuerdo sino
la fórmula de las esencias que le han impresionado para
que empapen su existencia; aprender a percibirlas es un
rito iniciático que se sublima a partes iguales desde la
curiosidad, la sensibilidad y la humildad de saber que todo
está pendiente. Cada lugar tiene un ángulo y un tiempo
para observar la médula de las identidades que se
pretenden descubrir.
Monte Albán, Chichén Itzá y Teotihucán exigen madrugar,
porque el aislamiento y la luz tenue del amanecer infiltran
los conocimientos de las civilizaciones antiguas escondidos
en las grietas de cada una de sus piedras milenarias.
Anochecer, cimbreando las lomas de Valparaíso, es la
condición para descifrar la dignidad de los marinos que
agotaron las bordadas, navegando a barlovento, de bolina,
hasta doblar el Cabo de Hornos, cuando el Pacífico solo
estaba al alcance de los más valientes que además tenían
que acertar en la hora y el día en que se producía un hueco
entre los vientos y los mares más bravíos del mundo, para
cruzar el umbral que separaba en el mar la vida de la
muerte.
La Toscana puede ser solo un paseo interminable o el
subterfugio para que el vino, el olio de oliva y la luz límpida,
exudada entre sus campos dorados, nos acerquen al alma

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dormida de una Europa que no se termina de constituir y


lleva intentándolo desde los tiempos en que Roma era
imperial, después de que Alejandro saliera marchando para
Oriente en una carrera de la que todavía no ha regresado.
París está condensada en la luz tamizada por las vidrieras
de la Sainte-Chapelle: justo antes del anochecer, los
vitrales emplomados transpiran la historia de Francia
cuando sólo había lugar para un imperio que se disputaba
con lo que más tarde sería España, aunque ahora muchos
todavía no la hayan reconocido. Nadie podrá arrebatar la
experiencia de haberse asomado, hasta sentir el vértigo
imposible de la arquitectura más vulnerable, a la planta 110
del World Trade Center, antes de que Osama Bin Laden
descubriera las debilidades de Occidente: esa experiencia
ya es ahora imposible y sólo unos millones de elegidos
pudimos contemplar esa sensación: la mayoría no lo
recuerdan.
No hace falta aparear objetos en los estantes de la
biblioteca personal ni una foto digital en el ordenador para
pretender la sabiduría de un viajero. La piel, solo una piel
sensible, basta para purificar las emociones que apuntalan
cada viaje si uno se ha dejado llevar, simplemente, por los
aires suspendidos en el trayecto de las fragancias de cada
desplazamiento.

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Es importante también el talento para que no exista una


disociación completa de la vida cotidiana y de los viajes. A
fin de cuentas, la vida de cada uno es el viaje más
apasionante porque en él no te encuentras otros turistas
significativos que aquellos a los que quieras dar cabida en
tu existencia: muchos pretenderán que son honrados,
amigos y leales: sólo el tiempo permite el cedazo de la
verdadera distinción de las personas que merece la pena
haber conocido. Pero empalmar la vida cotidiana, aprender
también a exprimir, incluso los momentos más amargos,
con los viajes y las aventuras, hasta conseguir un solo
mecano que empalme nuestra existencia es el colmo de la
sabiduría.
La vida tiene estaciones intermedias y se desconoce la
última parada, que es a la única que hay que llegar con el
equipaje preciso: las reglas para organizar esa maleta son
sencillas, pero muchos las desconocen: en primer lugar,
conformidad con uno mismo, un balance aceptable con lo
que ha sido y con lo que ha llegado a ser; una mixtura de
aciertos y errores que permitan soportarse, que no es poco;
acumular el número adecuado de enemigos y procurar que
tengan entidad: no hay nada más fácil que ser soberbio con

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los humildes y humilde con los poderosos; la ecuación


exigible es justamente la contraria. Nadie puede estar
razonablemente satisfecho de sí mismo si no ha suscitado
a lo largo de su vida la inquina de aquellos a los que nunca
invitaría a la última cena. Ser respetado por las gentes
sencillas y sensibles es un objetivo esencial, sin abusar de
la falsa modestia ni de la pretensión de la gloria. La
definición más precisa de esos logros podría ser la
capacidad de permitir el acceso con entradas numeradas y
personalizadas al propio funeral a sólo a aquellos a quien
de verdad uno aprecia y a quienes está satisfecho de ser
apreciado por ellos. Cuestión de matemática sensitiva o de
elevación a la metafísica del conocimiento exacto de
quienes nos rodean.
Sería pretencioso señalar lo que cada uno debe encontrar
por sí mismo. No cabe proyectar magisterios de las
maravillas del mundo; todas ellas, hoy en día, están al
alcance de una tarjeta de crédito terciada, agazapadas en
el mostrado de cualquier agencia de viajes. Ni siquiera
procede recomendar ningún destino; las motivaciones para
emprender un viaje nunca pueden acomodarse en la
sensibilidad de otro. Cada cual tiene que descubrir, por si
mismo, de qué pasta están hechas sus terminales para
detectar la ternura, la pasión o el misterio que esconde
cada experiencia envuelta en un destino.

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Un viaje es solo un itinerario tranquilo entre cualquiera de


los paradores que nos permite la existencia, sin otra
pretensión que dejarse poseer por las cosas humildes que
nos aguardan en todas las latitudes. No hay mejor
recompensa para un viajero equilibrado que haber
descubierto los mejores sueños que nunca sabemos donde
pueden estar.
Y, por último, aconsejar sobre las reglas de la vida es la
máxima dosis de soberbia. Pero uno, con modestia, puede
facilitar algunas recetas que utiliza en los potajes
cotidianos. No pretender lo imposible, pero luchar por ello,
es una técnica que aúna rebeldía y ubicación. Ser inflexible
con la injusticia siempre que se produzca, aunque el
rechazo activo sea incapaz de impedirla. Tener el coraje de
decir las más de las veces lo que uno piensa, sabiendo
prescindir de razones de conveniencia y oportunidad, por la
satisfacción que da reconocerse cada día ante el espejo.
Saber decir las cosas más duras con las expresiones más
correctas sin perder la calma salvo cuando la causa lo
exija, poque no haya fórmulas intermedias. Ser
estremadamente correcto, directo, cariñoso y sencillo con
los humildes y no dar nunca la posibilidad de que los
poderosos puedan deducir que se les halaga. Entender que
el amor es esencial para la vida, pero que complacer sin
medida termina por no tener valor y que calcular la dósis de

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lo que uno entrega acaba siempre en egoismo; tener


discernimiento para descubrir con rapidez quien puede
abarcar los mismos valores de respeto a los espacios del
otro, de apoyo incondicional a sus aspiraciones, de soporte
para los decaímientos y de amor sin cautelas.
El resto serían fórmulas para el éxito profesional y
económico, y esto es cualquier cosa menos un manual
para conseguir el triunfo tal y como se entiende en este
mundo globalizado. Lo que tratamos de descubrir quienes
estamos interesados en los parámetros que aquí se tienen
en consideración son los elementos que conforman la
posibilidad de ser feliz el mayor número de días de una
vida agotada conforme uno se sienta identificado por lo que
termina por ser.

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Buenos Aires.
El caos como identidad envidiable.

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Para un español, La percepción de América debe


producirse a través de un gotero lento que no admita dosis
inopinadas. Cada apreciación de los matices más
irrelevantes requiere una contemplación sosegada; solicita
el tiempo ineludible para redimir el “euronarcisismo” con
que los habitantes del viejo continente nos permitimos
contemplar el mundo exterior. Solo admitimos un espejo
que nos devuelva nuestra imagen y semejanza o el
contraste recurrente de lo exótico. Nuestra osadía es la
exigencia de la homologación desde parámetros que
consideramos innegociables y solo desde un paternalismo
insufrible toleramos el contraste. Librarse de estos
prejuicios es el ejercicio de toda una vida dedicada a la
admiración de lo diferente desde la mirada de lo diferido. Y
sin embargo no sabemos quienes somos nosotros mismos.
Esa es realmente la paradoja que nos hace débiles y
vulnerables. Todavía no hemos descubierto el concepto
que da sentido a nuestra tarjeta de visita, porque ni siquiera
entendemos la entidad de lo español como un fenómeno
indiscutiblemente compartido por todos nosotros.
Después de quinientos años del Descubrimiento, uno se
queda atónito de que quienes impusimos a sangre y fuego,
a arcabuz y acero, una visión unidimensional y monolítica

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del mundo, cuajada a nuestra imagen y semejanza,


carezcamos de criterios uniformes sobre nosotros mismos.
Y estamos tan ciegos en nuestra propia soberbia que solo
la distancia nos deja percibir la carencia de nuestra esencia
más elemental: el desconocimiento profundo y la ausencia
de consenso sobre lo español.
Me pare sobre estas idas contemplando la Casa Rosada de
Buenos Aires después de deambular por Puerto Madero,
Palermo Viejo, San Telmo y por otros barrios de este
Buenos Aires que nunca se sabe si se está refundando o si
hay un proyecto vigente de demolición. Ese desorden
ambiental y esa ausencia de vertebración social, sin
embargo le confiere a la ciudad y a la sociedad entera una
identidad de argentinos tan envidiable que, si los españoles
gozáramos de ella unos cuantos años, nosotros, que solo
somos “gallegos” para ellos, podríamos tener el “destino en
lo universal” con el que pretendían ensoñarnos los
falangistas, solo que cargado de inteligencia, democracia y
buenas intenciones. Con todas sus nostalgias, que son la
esencia donde apoya sus proyectos de futuro cada
argentino, cabalgando sobre un tango -que no es más que
la versión española, tamizada en italiano de la “saudade”
del Fado portugués- los porteños, con sus mezclas de
sangres latinas, centroeuropeas, judías, españolas e

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italianas, tienen un consenso sobre lo que son que ya


quisiéramos avistar los españoles.
Es verdad que el desorden forma parte del atributo de la
ciudad, ¿pero quien dijo que la magia necesitaba
simetría? Es verdad que para entender el Peronismo como
fenómeno político y social haría falta toda una vida
deambulando entre la calle Corrientes y el caos mercantil
de Florida, y aún así sería casi imposible. El desbarajuste
es orden cuando se manifiesta como una forma cotidiana
de entender la articulación de la vida. Y eso es, en síntesis,
el poso de veinticuatro horas en la ciudad del Río de la
Plata. Ahora que el “corralito” dejó sus secuelas en el
poder de la moneda, llegan los guiris en oleadas para
consumir empanadas, comprar zapatos de piel curtida con
la pretensión de ser italianos, sin darse cuenta de que la
síntesis necesaria para entender la ciudad no es cosa
distinta de la mixtura entre la conversación atropellada con
el bullicio de los colectivos, el caos del tráfico y la
proliferación de los cafés. En realidad no es que abunden,
sino que están encadenados para que nadie se sustraiga
de la tentación de conversar; basta una silla, una pequeña
mesa redonda y un café humeante para reconsiderar la
teoría de la relatividad o despejar la duda sobre el
imperialismo brasileño, siempre amenazador, siempre
pendiente, tamizado por los paraguayos, orientales

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fronterizos que siempre pagaron los platos rotos cuando un


gaucho argentino y un bandeirante brasilero simulaban sus
disputas a la sombra del Tratado de Tordesillas.
En Buenos Aires, a los cruasanes les llaman medias lunas,
porque se acercan más a la esencia de lo europeo que
nosotros mismos –casi nadie sabe que el dulce de hojaldre
en forma de cuerno se inventó en Viena, para celebrar el
triunfo sobre los turcos, pero los porteños, si no lo saben, lo
intuyeron- y se niegan al mimetismo por el mismo afán de
no dejarse dominar. No copiaron los estilos arquitectónicos
sino que los disimularon en una emulación invisible que
hizo tan grande a Buenos Aires como para compararla con
París sin sentir complejo.
Arrastran el castellano para que se sepa que tienen
identidad, mientras nosotros, que tenemos cuatro lenguas,
no nos ponemos de acuerdo ni siquiera en la manera de
denominarlas. Por eso, ellos, para situarnos en nuestra
propia ausencia de consenso sobre lo español, nos
uniformizan como “gallegos”. Porque los gallegos son los
únicos que se acercaron a la ciudad fundada por Juan de
Garay con una identidad ausente de complejos. El gallego
se instaló, azuzado por el hambre, sin ofertar disimulos,
para abrirse camino por la vida, con el lapicero sujetándole
la oreja y calculando los réditos para poder garantizar su
expectativa. Tanta sinceridad les hizo espacio.

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Ahora hay dos Buenos Aires en litigio y tengo pánico que


se imponga la modernidad, porque toda Argentina basa su
esencia en la nostalgia de lo que creen que han sido y que
nadie se ha molestado en comprobar si realmente lo
fueron: no les es útil y necesario porque han sido capaces
de establecer el consenso sobre una ensoñación. Y en eso
viven, subiendo y bajando por los vericuetos de la historia,
en la convicción que país tan grande, rico y poderoso,
jamás lograra hundirse por mucho que los argentinos, cada
década, dediquen un sólido esfuerzo al desmoronamiento
nacional. Cuando la cosa se pone tan mala que el país se
acerca a la zozobra, salen a la calle con sus cacerolas, sus
tambores y timbales, y se animan con la palabra exaltada
hasta que el conjuro les convoca a volver a simular que
refundan una nación que está tan segura de lo que es que
no puede articularse en un proyecto político y social.
Dormí en un hotel de medio pelo, porque la noche, en
Buenos Aires, no se merece una sábana sino un tango.
Cene carné asada para no poder conciliar el sueño con la
digestión. Discutí de vinos argentinos y hablamos mal de
los chilenos, que es el segundo deporte nacional después
del fútbol. Discutí el precio de un juego de vasos y botellas
“Art. Decó” en San Telmo, y no conseguí el precio que
quería porque el anticuario conoció la crisis pero no perdió
ni la dignidad ni el criterios sobre su propia mercancía.

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Cayó la noche y se adueño de la ciudad para embadurnarla


en colorido, en tangos, en medio centenar de teatros que
representan obras por la pura adoración que sienten los
porteños por la representación, que es en si mismo su vida.
Y cuando cogí el taxi, de mañana, para ir al aeropuerto y
regresar donde dios dispuso que debo estar y yo no me
resigno, pensé que esto solo había sido una escala técnica
que tiene visos de convertirse en una estadía
permanente. No pierdan de vista Buenos Aires, porque allí
se va a producir un milagro de la vida que ni siquiera los
porteños son capaces de intuir.

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Cuba, mi amor.
(I) La Habana, el origen de la vida.

La Habana que se observa desde lo alto del Castillo del


Morro está escondida detrás de la cortina de un sueño.
Nada de lo que se percibe es totalmente cierto o totalmente
falso; depende de la disposición del visitante para
descubrir las inflexiones de ese misterio. Viajar a Cuba en
vida de Fidel Castro es una traslación nostálgica al
pasado; un giro en el tiempo. Aterrizar en La Habana es
encajarse en la tramoya de una película inacabada,
permanentemente en rodaje desde los años cincuenta,

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cuando la revolución cubana decidió intervenir en la


historia, modificando los tiempos, hasta dibujar sus propios
escenarios.
Los viejos automóviles norteamericanos, auténticos
dinosaurios prerrevolucionarios, constituyen la utilería
indispensable de esta representación endémica en la que
los desvencijados edificios de la ciudad, huérfanos de
competencia inmobiliaria capitalista, obligan a frotarse los
ojos para percatarse de que no se ha replegado el tiempo
a atmósferas pasadas. En esta ciudad de La Habana, que
pretende mantenerse en pie, nunca se sabe si el edificio de
enfrente pugna por terminar de ser construido o está
apuntalado para evitar su desplome. Y esa incertidumbre
impide apartar la vista, descansarla, y obliga a un
permanente escrutar en sus enigmas. Todo puede ser una
cosa y la contraria, porque esa es la esencia controvertida
del último sueño político personal del siglo XX que ha
conseguido colarse, inexplicablemente, en el siglo XXI.
No hay un contexto igual en el mundo porque esta ciudad
no es un conjunto de comercios y escaparates, de calles
ordenadas y edificios simétricos o disparejos, sino
justamente su ausencia. Ni siquiera el desorden tiene
lógica propia y se ha devenido en rutina por la pura inercia
de tendencias que tienen ritmo político de consigna
obligatoria. Las travesías, muchas de ellas descompuestas,

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cobran vida propia, pero solo para ceder el protagonismo a


los naturales de la ciudad. La calle no existe sino como
espacio para que los habaneros la sufran y la disfruten; la
ciudad no tiene sentido sino en la presencia de sus
habitantes que deambulan sin tenerla en otra consideración
que la utilidad para recorrerla con un sol que aplasta y una
supervivencia agotadora: todo cuesta tanto esfuerzo que
contemplar la ciudad para prestar atención a su declive es
sólo un lujo para los turistas que suspiran entusiasmados
ante la estética de la destrucción.
Muchos visistan La Habana con la pretensión de ser
testigos de una ejecución o fedatarios privados de un
derrumbe colectivo: pero todos ellos vuelven a la
comodidad de sus origenes sin haber colmado sus
expectativas porque es mucho más fácil asistir a la ruputura
del Glaciar Perito Moreno en noches sucesivas de guardias
intempestivas, que adivinar cuando será el colapso del
sistema socialista.
El habanero se constituye en el eje mismo de la capital en
donde las calles, los edificios y la vegetación exuberante
son solo contenedores de las emociones de sus
moradores. Si el comercio es lo que sella la identidad de
las ciudades y lo que le da razón a su origen, para
satisfacer las demandas y los antojos de sus moradores, La
Habana es la única urbe del mundo en donde las

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transacciones no existen más que en forma de


abastecimiento, sin ser esta una circunstancia transitoria,
por las dificultades de su maltrecha economía, sino el
resultado de un proceso ideológico que pretende hacer del
hombre un eremita. El fondo del pensamiento del jefe y
comandante de esta revolución es eminentemente
“ignaciano”, entendiendo por tal la concepción de la
sociedad entera como un ejército al servicio místico de un
ideal revolucionario. Fidel, que se formó en colegio de
jesuitas, incorporó ese bagaje conceptual de la vida para
mixturarlo con sus concepciones marxistas con una
resolución que ha terminado por resistir todos los reveses
de la historia: está fundamentada en la creencia de que una
causa como la que ha dibujado él, sin otra ayuda que su
testarudez de gallego originario, exige la vida misma y
completa como sacrificio irrenunciable de cada ciudadano.
La recompensa es sólo la gloria que proporciona haber
intentado lograr las cosas imposibles. “Resistir es vencer”
no es un eslogán endémico de Cuba, porque aquí se
supone que es suficiente el que podría afirmar “Resistir es
seguir vivo”.
Transportados los cubanos a lo largo de su vida con
semejante bagaje, su hábitat natural no está condicionado
por el comercio, la competencia o el progreso individual;
todos están sometido a dos de los votos fundacionales de

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la Compañía de Jesús: la pobreza y la obediencia, sin que


exista constancia fehaciente de que en algún momento se
hubiera intentando imponer la castidad. De esa manera,
entender la ciudad es asimilar un eslogan fiduciario que
resume el espíritu de la apuesta política cubana en una
definición inigualable, de la que es autor un prestigioso
economista cubano que prefiere no ser identificado por este
descubrimiento: “Todo el poder para el Comandante en
Jefe; dinero para nadie y gloria para todos”.
Desde el entendimiento de esos parámetros conceptuales,
lo primero que tiene que decidir el visitante
bienintencionado es renunciar a una interpretación
simplista de la ciudad –lo que se ve no tiene que
representar necesariamente lo que en realidad es- porque
La Habana, ante todo, es un universo complejo, imposible
de sintetizar en una primera impresión, donde la belleza
radica, sobre todo, en lo que uno sea capaz de sospechar.
La tentación es el diagnóstico precoz, porque es difícil
sustraerse a una visión colonialista, euronarcisista y
engreída cuando lo que se contempla no es fácil de
descifrar desde los parámetros que son habituales en el
visitante; entonces, la ignorancia irreconocida del forastero
occidental empuja a dibujar espacios elementales en la
inteligencia para acomodar lo que no se entiende a lo que
se quiere identificar.

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Como toda realidad humana, la Habana tiene establecido


un orden que es necesario respetar aunque no sea más
que para una economía de esfuerzo en su observación. El
origen de todo peregrino debe ser La Avenida del Puerto.
Rodeada por los fuertes españoles -el Castillo de los Tres
Reyes del Morro, La Cabaña, la Fuerza y el Segundo
Cabo- la bocana del puerto abre una vía de vida hasta el
corazón de la ciudad. Cuando a La Habana se arribaba
exclusivamente por mar, el fondeadero de este puerto
natural era directamente el vértice de un mundo bullicioso,
donde las flotas de todos los tiempos, desde que se
descubrió el Nuevo Continente, se cobijaban para
agruparse en espera de los alisios y al abrigo de los piratas
para viajar a Europa. Era también el Puerto de La Habana
primera y obligatoria escala en los viajes transoceánicos a
cualquier lugar de América; abrigo, después de cruzar el
Atlántico desde los últimos refugios transatlánticos de las
Canarias y las Azores. Luego, cuando la ciudad, desde
dentro de sus muros, reclamo más espacio, se expandió en
una estampida de barrios sucesivos que han generado una
urbe extensa, dilatada y, sobre todo, bulliciosa.
El mar, que le dio la vida, sigue siendo la sustancia de la
ciudad y el espacio donde La Habana se asoma, agresiva,
reclamando permanentemente su vocación ultramarina,
comerciante y consignataria de sueños y aventuras: al

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norte se siente Nueva York, como destino final de una


escala histórica de Federico García Lorca, que estuvo a
punto de no alcanzar nunca por quedarse para siempre en
Cuba; se intuyen los Estados Unidos, a los que la política
mantiene alejados, apenas accesibles, pero que siguen
ahí, al alcance de la mano, pese al empeño de nueve
presidentes de los Estados Unidos de Norteamérica, que
no han percibido todavía el afán de eterna independencia
de los cubanos; al sur, un continente que siempre tuvo su
entrada y su punto de partida en la capital de Cuba. La
Habana es ante todo la puerta europea de América o la
salida americana de Europa.
Subidos en el pretil del malecón, en las noches de luna
llena, cuando el mar está en calma y el calor alimenta los
sentidos, se auscultan a lo lejos las chirigotas de Cádiz, se
huele la Alfama de Lisboa y se sienten, perturbadores, los
viejos muelles del Guadalquivir de Sevilla, que no se
pueden extraviar de La Habana en un eterno viaje de ida y
vuelta que no terminará nunca de cerrar ese ciclo de amor
en la historia compartida que sigue tejiéndose, cada día,
entre cubanos y españoles.
Desde el malecón se expanden los sueños de todos los
habaneros que utilizan este paseo marítimo memorable –
solo comparable en su belleza a los de Niza, Rió de Janeiro
y San Sebastián- como sala de estar, protestódromo contra

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un mundo que no termina de comprenderles, mirador de


sueños imposibles, alcoba de amores para quienes no
tienen un cuarto con cerrojo, y escaparate de pícaros que
venden todo lo que pueda estar prohibido. El muro del
malecón es el sofá del que carece cada ciudadano en su
casa, que se queda estrecha e imposible en el calor de las
noches de agosto: entonces, los habaneros se sientan con
las piernas colgadas sobre el vació de sus anhelos y dejan
pasar la noche en la esperanza de que el amanecer sea
sencillamente diferente.
El malecón es el refugio donde soportan los habaneros, en
las noches tórridas del verano, la esperanza de que sus
fantasías terminarán por trasportarles hacia un camino
exterior, que siempre tiene que tener retorno para
sobrevivir a la nostalgia insoportable de estar fuera de su
ciudad, de la que quieren huir solo para poder volver. El
habanero siempre se bate en la esquizofrenia de querer
salir al mundo exterior y quedarse siempre en su tierra de
la que no puede prescindir. El cubano, cuando se va, se
lleva la promesa de volver y mientras tanto reproduce en la
escala que le sea permitida el escenario de su propia
cubanía sin la que no es capaz de sobrevivir. De aquellos
que no sienten la nostalgia y se deshacen de sus raíces se
dice que se tomaron la Coca Cola del olvido que les
trasformó en otra cosa diferente al liquidar su cubanía.

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Y en estas disensiones se les pasa la vida a los habaneros,


esperando que los gringos levanten el bloqueo y el
gobierno revolucionario afloje el cerrojo de los sueños
individuales de cada habitante de esta ciudad que se ha
empeñado en tener un escaparate ruidoso,
desproporcionado y visible desde cualquier lugar del
mundo, solo porque el Comandante en Jefe está
empecinado en traspasar los muros de la historia.
La Habana creció desde el puerto, desplazándose fuera de
los muros defensivos de la ciudad por el Paseo del Prado,
donde a principios del siglo XX exhibían su existencia los
poderosos. Luego, los forjadores de la ciudad importaron el
refinamiento de París, los mármoles de Carrara y los
modos de vida de Nueva York; se fueron trasladando hacia
Centro Habana, El Vedado, y Miramar, en una irradiación
que buscaba barrios exclusivos en la medida en que el
comercio reforzaba una burguesía refinada desde la caña
de azúcar y que fue capaz de construir en doscientos años
la más bella y cosmopolita metrópoli de todo el continente
americano, solo superada por la imponente majestuosidad
de la ciudad de Buenos Aires, que le tomó ventaja en los
años en que Juan Domingo Perón convenció a cada
argentino que era un europeo inconsecuente, mientras
Fidel Castro reforzaba la austeridad en la que han crecido
los hijos de su revolución.

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Desde la Plaza de San Francisco, avanzando hacia el


Capitolio, recorriendo con paciencia calles que tienen
nombres tan españoles como Amargura, Mercaderes,
Oficios u Obispo, un cubano inteligente está consiguiendo
el milagro de la reconstrucción de La Habana vieja.
Eusebio Leal, distinguido con el título de “historiador de la
ciudad”, trata de refundar cada día la ciudad de San
Cristóbal de La Habana con el mismo aspecto que tenía
cuando la asaltaron los ingleses en 1.762, solo para
devolverle la dignidad que le compete como ciudad
declarada Patrimonio de la Humanidad.
Desde el paseo del Prado, cuya grandeza todavía se
adivina entre sus edificios desencajados, el horizonte del
turista no puede distanciarse de los acontecimientos
políticos que han sido universales durante más de cuarenta
años. La Plaza de la Revolución nos recuerda que el Ché
Guevara se hizo leyenda cuando partió de las avenidas de
esta ciudad para no regresar jamás. El Museo de Bellas
Artes, que esconde una maravillosa colección de arte
cubano e internacional, desvela la sensibilidad de un
pueblo capaz de tamizar la luz dura del sol del Caribe hasta
hacerla un suave suspiro suspendido por el óleo en el
lienzo. El Museo de la Revolución exhibe los hitos de ese
fenómeno tratando de mantener vigente una gesta que hoy
todavía resulta incomprensible.

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El resto de su ciudad son sólo sus moradores en un


universo en donde el mestizaje es el soporte de la vida. El
reto del visitante es descifrar las calificaciones con que los
habaneros se denominan en función del color de la piel, del
tipo de pelo o del origen y procedencia: blanco, negro,
capirro, prieto, coloraó, javaó, moro, chino…
Los habaneros se ríen, te bloquean con su sonrisa y su
picaresca acaba en donde precisa su ingenio para venderte
una caja de tabaco o la promesa de un sueño. Los
cubanos, con la música de fondo, permanente, sugestiva,
imposible de evitar, como el verdadero oxigeno que les
permite la vida, te arrastran a un mundo en donde el
consumo se colma con una cerveza muy fría para
aconsejar el calor insoportable de cada mediodía o un
mojito aromatizado con hierba buena y angostura, que puja
la celebridad con los daiquiris frapés para aflojar el cerebro
y las piernas al compás del son el bolero, el chá chá cha o
el mambo.
Al atardecer, después de asaltar la Catedral de La Habana,
el Palacio de los Capitanes Generales y el Capitolio, la cita,
de nuevo, es el malecón para ver esconderse el día en los
límites del horizonte, mientras los pescadores regresan
envueltos en gomas de camión para buscar cobijo a un
pargo, una rabirrubia o un pez perro, botín de una jornada a
remojo, bajo el sol de Caribe, en aguas que parece mentira

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que también puedan ser bravas cuando llegan los frentes


del invierno y el estrecho de La Florida se declara en
rebeldía.
Entonces, la ciudad recupera el sosiego de la noche. Los
viejos coches del pleistoceno capitalista, que viven el
milagro de la supervivencia de todos los cubanos,
runrunean despacio por el malecón, compatibilizando su
lento desplazamiento con la escasez de combustible. Los
“almendrones”, taxis colectivos, te llevarían por veinte
pesos cubanos de una punta a otra de la ciudad si no
fueras extranjero. Pero el universo del peso y del dólar -
ahora refundado y camuflado como “peso cubano
convertible” o CUC- se diluyen en una dialéctica surrealista
entre la moneda propia desconcertada con la del enemigo
del norte, y se funden en abrazos de supervivencia en
donde hacerse con la “divisa” es el objetivo de quien te
quiere cuidar el coche, limpiar los cristales o explicarte el
milagro de la vida.
La noche es también de la música. Los habaneros nacen
moviendo las caderas al son de una melodía. Los niños
cubanos, al abandonar a su madre, no lloran sino que
bailan para decir que están vivos. Los habaneros han
fusionado el danzón con la música africana hasta inventar
el jazz latino; nos han regalado las habaneras, el bolero, el
son, la rumba, el cha chá y el mambo. Los viejitos de

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Santiago de Cuba, guitarra en ristre, han asaltado el cine


norteamericano para hacerse dueños de los escenarios,
convertidos en geriátricos vivos en donde los mayores se
rebelan contra su propio destino hasta hacerse tan
inmortales como Compay Segundo, Ibrahim Ferrer o Beny
Moré.
Mientras en las cazuelas se fríen “mariquitas de plátano” en
grasa de puerco y los lechones asados se doran en las
brasas, el ron invita a encender un habano, para fumarlo
despacio, inhalando el humo que prendieron por primera
vez los indios taínos antes los incrédulos españoles, que no
tardaron en darse cuenta de que La Habana había que
ubicarla en la entrada al paraíso de la “tierra más hermosa”
con que Cristóbal Colón no tuvo más remedio que
denominar a la isla de Cuba.
Al final del viaje, cuando el portillo del avión nos distancia
del paraíso, lo recomendable es aspirar hondo, coger aire
húmedo, espeso, abigarrado por el sol y las tormentas del
Caribe, y rezar tres padrenuestros sin soltar el aliento, para
pedirle a cualquier dios, de los que vinieron de África en los
barcos de negreros, que nos de salud y vida para regresar
siempre a la ciudad de La Habana, porque allí debió
ubicarse el origen de la vida.

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(II) Rita no quiso entrar en La Habana.

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En esa ocasión Rita no quiso entrar en Cuba; se paseó


amenazadoramente por el estrecho de La Florida,
torciendo la isla, en paralelo, sin llegar a tomarla por
asalto. El ciclón se dejó sentir en forma de lluvias
torrenciales y de vientos procelosos como parte del
acompañamiento natural de su derrotero principal. Los
ciclones son también sus efectos colaterales que
acompañan siempre al impacto principal. Ocurre como en
las guerras: no solamente quedan dañados los objetivos
primordiales; algunas bombas se desvían y matan a quien
no estaba previsto. El recuento de desperfectos después
de un huracán tiene que abarcar necesariamente áreas
mucho más amplias de las que determinan la trayectoria.

Los efectos secundarios de Rita fueron suficientes para


promover inundaciones, cortes eléctricos e interrupciones
telefónicas, que son las consecuencias obligadas de todo
ciclón o tormenta tropical que se considere. Y,
naturalmente, Rita sembró la alarma entre los turistas que
visitaban la isla y que no sabían de estas circunstancias
meteorológicas sino por las referencias calamitosas que
transmiten los telediarios, cada vez que la naturaleza
promueve una rebelión de las bajas presiones asociadas
a un aumento de la temperatura del agua. Desde las
masas oceánicas en calma ecuatorial, en el sureste del
Atlántico, el ecosistema manda su furia contra el Caribe

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para celebrar un sorteo de pánico con sus trayectorias.


Haití, Jamaica, República Dominicana, el sureste de
México, Centroamérica y los estados del sur de
Norteamérica conocen la incertidumbre de los recorridos
de un ciclón desde que empieza a formarse como
tormenta tropical, y que por el simple mecanismo de
acumulación de agua, por diferencias térmicas, alimenta
su velocidad de rotación hasta que decide dónde quiere
descargar su ira acumulada. Todos los años, durante la
temporada ciclónica, de junio a noviembre, ocurre lo
mismo.

Los que estamos familiarizados con los ciclones por


nuestras estadías prolongadas en las islas del Caribe
conocemos la liturgia asociada a estos fenómenos de la
naturaleza. Cada vez que se inicia la formación de una
tormenta tropical los partes meteorológicos se convierten
en una rutina imprescindible. Los informativos de
televisión empiezan a dibujar con gráficos animados las
trayectorias posibles, la intensidad que pudiera alcanzar,
en función de parámetros que se conocen. Los
mecanismos graduales de alarma se activan en la medida
que los parámetros se modifican. Aunque en aquella
ocasión Rita no entró en Cuba, las autoridades celebraron
el ritual de las alarmas ciclónicas porque los huracanes,
en todas las circunstancias, obligan a estar prevenidos

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contra la peor.

La terminología meteorológica forma parte de la cultura


cubana desde que los niños aprenden a hablar, porque
convivir con esta amenaza es un culto obligado para
todos los cubanos, que presumen de tener la mejor “
protección civil ” del mundo. No se puede llegar a
imaginar como se percibirían estos fenómenos de la
naturaleza cuando no había posibilidad de predicción ni
instrumentos meteorológicos para cavilar sus trazados:
entonces, el cielo se desmoronaba sobre el mar y la tierra
con el sólo aviso de un horizonte emplomado que
anunciaba una catástrofe de intensidad imposible de
prevenir.

Los estudiosos aseveran que el vocablo “ huracán ” viene


del idioma taíno, una de las familias de los arahuacos,
asentados en Cuba. Estos indios precolombinos
desaparecieron con la ocupación española de la isla
porque no resistieron ni los trabajos forzados ni la
esclavitud. Aquí, a Cuba, llegaron tarde las doctrinas
contradictorias de Fray Bartolomé de las Casas, y el
arribo de los esclavos africanos no fue para la
supervivencia de los indios locales por la simple razón de
que prácticamente ya no existían cuando atracaron los
primeros barcos negreros. Eran tan pacíficos los taínos

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que sufrían indefensos las incursiones de sus vecinos


caribes, que desembarcaban desde Venezuela, cruzando
el Golfo de México en sus frágiles canoas, para sembrar
el terror en la mayor de las Antillas, robar a sus mujeres y
destrozar las cosechas. Los taínos fumaban tabaco,
pescaban y tenían un pequeño desarrollo agrícola que era
la base de su economía primitiva. Apenas quedar
referencias arqueológicas importantes porque sus
asentamientos eran muy primitivos. Se pueden observar
algunas referencias de su forma de vida en la costa sur
de Matanzas, en la zona de Playa Larga, en la Ciénaga
de Zapata. Allí existe una simulación de su forma de vida
que no ha necesitado de un desarrollo más sofisticado
que la exhibición de pequeñas herramientas primitivas
para la agricultura y la pesca.

Tenían a bien que no practicaban el canibalismo, a


diferencia de sus vecinos del continente que les invadían,
y su bonhomía tiene que ver con la forma en la que
recibieron a Cristobal Colón. Sólo se tiene constancia de
que el cacique Hatuhey encabezó una revuelta que dio
con él en la hoguera. Procedimiento ejemplarizador
acorde con aquellos tiempos que todavía no ha
desaparecido, aunque se haya sofisticado el uso del
fuego por otras herramientas. Entonces, naturalmente, los
taínos ya sufrían la naturaleza desbocada en forma de

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ciclones, tormentas tropicales y huracanes. A eso estaban


acostumbrados antes de escuchar el primer estruendo de
arcabuces.

El año en que apareció Rita la temporada ciclónica, desde


finales de junio hasta noviembre, fue insolente y prolija;
los expertos dicen que la agresividad ascendente de
estos prodigios atmosféricos tiene que ver con el
desgaste de la capa de ozono, con el deterioro de las
condiciones de la atmósfera y con el aumento de
temperatura de la Tierra. El caso es que Rita se empeñó
en seguir los pasos de Katrina y, atravesando el Golfo de
México, enfiló las costas de Louisiana y Texas y sembró
el pánico entre sus habitantes, que no entienden bien
cómo su patria hace tan bien las guerras y tan mal las
prevenciones de la defensa civil. Mientras las carreteras
de salida de Houston estaban atoradas de vehículos sin
combustible, Fidel Castro se daba el lujo de formar mil
médicos militarizados, en traje de combate, para practicar
la retórica altiva del socorro a la mayor potencia del
mundo, que es capaz de enviar robots a Marte y sembrar
el pánico en Faluya pero tiene dificultades para prevenir y
paliar un desastre cuando el enemigo es el cielo
desencadenado.

Mientras Rita bordeaba Cuba, los turistas que se

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agolpaban en el hall del Meliá Cohiba, de La Habana,


miraban angustiados las lluvias horizontales, horrorizados
porque el diluvio se filtraba en sus habitaciones por las
hendiduras de las ventanas. Ellos entendían que este
milagro de la naturaleza –la lluvia horizontal- era el
preludio del fin del mundo, con aquellos vientos
inclementes que torcían las palmas reales sustituyendo su
hierática insolencia, vertical hacia el cielo, con una
humillación que las doblaba hasta ponerlas paralelas a la
tierra; la palma real también está preparada para
doblegarse sin partirse. Otro milagro de la naturaleza
cubana.

Los huéspedes del hotel caminaban una y otra vez a la


conserjería, intentaban llamar a sus madres y escuchaban
la CNN o las emisoras locales de Cuba, tratando de
traducir los códigos litúrgicos del vocabulario
meteorológico. Se horrorizaban con conceptos como “
isobaras ”, “ ojo del huracán ”, “ velocidad de rotación ” y “
fuerza de los vientos ”. Aprendieron rápido que en la
escala de intensidad de los ciclones el máximo es cinco,
pero que con uno de fuerza cuatro las cosas ya se ponen
verdaderamente feas.

El caso es que en la medida que Rita se paseaba por los


cayos del norte, los turistas se relajaban con el daiquiri y

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el mojito mientras preparaban el borrador para relatar sus


experiencias, dando por buena la sustitución de la playa
por el bautizo de agua y viento que les proporcionaba Rita
, como metáfora recurrente en su condición de aspirantes
a convertirse en viajeros.

Luego vinieron las conversaciones de café; las


recriminaciones a Bill Clinton y a George W. Bush por
negarse a firmar el compromiso de Kyoto y el pavoneo de
sus conocimientos ecológicos para concienciarse,
mientras apuraban el trago, de la necesidad que tiene la
Tierra de que alguien se moleste en su salvación. El aire
acondicionado hacía ya rato que había dejado de
funcionar, incapaz de conformarse con la energía de la
planta de petróleo, y todo el mundo se preguntaba por el
tiempo de restauración de la red eléctrica. En la calle, el
malecón, desbordado por el mar, había tomado posesión
de El Vedado y la noche, con el gemir del viento
lastimero, proponía paciencia para aguardar la normalidad
porque la tragedia sólo había bordeado la isla.

Por la mañana pareció que no había pasado nada y el mar


se asentó. Volvió la luz y el teléfono, con ruidos que
recordaban la precariedad de unas infraestructuras que no
admiten más remedos. Un enterado recordó la leyenda que
adjudica a la revolución cubana una suerte de origen

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mágico africano que impide que un huracán penetre La


Habana hasta convertirla en un erial de edificios
desvencijados. Volvió la moderación de la vida cotidiana,
se reanudaron los vuelos y la mayor parte de los turistas se
vio recompensado por el caudal de emociones que había
sustituido el tostado ansiado de su piel en el Caribe. Los
huracanes también son patrimonio turístico de Cuba
cuando no devienen en catástrofes. Rita se portó, respetó
La Habana, tal vez desde la consciencia de que un ciclón
de fuerza cuatro es un peligro insalvable porque si llega a
partir en dos la capital de Cuba, es muy posible que para
esa inercia destructiva no tenga respuesta el Gobierno de
Fidel Castro y fuera la causa que terminara por tumbarlo.

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Los arquitectos de La Habana trabajan en silencio.

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La Habana está silenciosa de noche respetando el sueño


ligero del Comandante en Jefe. Desde el mes de julio del
2006 convalece de una misteriosa enfermedad que le hace
estar ausente en una presencia tenue, que ya se está
institucionalizando. El veterano jefe de la revolución cubana
se ha encapsulado en su destino demostrando que su reto
es permanente, hasta el último suspiro, para burlar los
designios de quien lleva medio siglo buscándole la muerte.
Esta presencia sobreentendida es el último acto de una
obra en la que el regidor, que es él mismo, no deja a nadie
ocupar el escenario sino es para apariciones siempre

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vicarias y dependientes, en un guión inalterable en el que


solo está iluminada su figura que ahora ya se desvanece.
Todavía los focos no se han renovado.
El debate sosegado y tenue es para averiguar si existe
fidelismo después de Fidel y si su hermano Raúl no cambia
las cosas que no pueden permanecer por un simple
problema de respeto a la vigilante figura que desde la
sombra lanza reflexiones al mundo para demostrar que su
mensaje debe seguir teniendo receptores. Un día dice Fidel
que quiere dejar que los jóvenes ejerzan el relevo y al día
siguiente Raúl replica que cualquier cosa importante, en
esta Cuba que sigue teniendo en suspenso al mundo
entero, le es consultada al jefe de la revolución, de lo que
pudiera deducirse que no se mueve un manojo de plátanos
sin que el presidente vitalicio de su conformidad.
La luz de las farolas de la calle 23 -que los habaneros
llaman La Rampa- se ha amortiguado en tonos pálidos de
bombillos ahorradores, uno de los elementos constitutivos
de esta identidad indescifrable con la que Cuba cambia de
siglo, anclada a unos comportamientos que se van
haciendo ancestrales, contra la inercia de la historia y de
los tiempos, empecinada en mantener su trayectoria frente
a todos los augurios.
Rodaba despacio en automóvil por esta Habana desierta,
mientras sacaba la cuenta de la edad de mis experiencias

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cubanas. Casi veinte años retratando una foto fija, que es


mitad daguerrotipo de estéticas ancestrales y mitad
radiografía de aspectos que no se observan sino tamizando
las apariencias para desenvainarlas a la realidad. Las
reacciones químicas de los habaneros permanecen
inalterables en una mixtura que promueve admiración,
contrariedad, deseo, esperanza y fatiga… Admiración por
la persistencia en la espera; fatiga por la excepción: no hay
otro lugar que se parezca a Cuba en el mundo, como si una
maldición bíblica hubiera congelado en sal la inercia de
cambio que toda sociedad adquiere con el ejercicio libre de
sus deseos. Contrariedad ante tanto padecimiento y un
deseo sostenido de que el final sea sencillamente
aceptable.
Los norteamericanos viajan a La Habana para exteriorizar
su iniciativa clandestina de desafío a las leyes
intimidatorias que les prohíben asistir al reducto
paleontológico del comunismo en las puertas de su casa.
Suben las escaleras del restaurante La Guarida, en pleno
corazón de Centro Habana, observando las suturas
provisorias de un edificio que fue noble y ahora se sujeta
por un hilo invisible, pendido del cielo, para demostrar que
la Revolución Cubana milagrosamente no se rinde entre el
cansancio perpetuo de sus sostenedores. Algunos rascan
la escayola descascarillada de las esculturas de una

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escalera diseñada para observar un baile de salón,


congelado entre las sábanas tendidas en un inmenso
receptáculo de nostalgias: aquí, la belleza que retratan los
gringos insurrectos es precisamente el quebranto al que
tanto han ayudado sus gobiernos: se quedan fascinados en
el imán de esta estética de la destrucción. El menú de la
Guarida recuerda la presencia de la Reina de España, en
un acto de vindicación de su propia supervivencia, que da
cuenta de que la sofisticación, en la gastronomía, también
busca su reducto en esta Habana expectante.
Fuera, en la calle, los habaneros reposan el agotamiento
en su sonrisa, y las esperanzas, en una paciencia
imperturbable, sostenida en la convicción de que el tiempo
discurre al margen de la historia comúnmente aceptada,
porque esto es una parte del primer mundo en su cultura y
en su conocimiento, adobado en el tercero, gracias a una
mirada fija y perdida, pendiente de una salida original y
distinta a los caminos en donde se ha estancado la historia.
La estética de la destrucción de la ciudad termina por
hacerse cotidianamente bella en las pupilas que sustituyen
la falta de pintura y el derrumbe de los inmuebles por el
escenario de un sueño que no termina de precipitarse
nunca en algo estable.
Hay augurios que vaticinan que China, ese gigante lejano,
es el reflejo condicionado de Raúl Castro, del que se

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supone que quiere que todo sea distinto para que parezca
igual, pero más soportable para todos. Otros sueñan
sencillamente con conseguir “la salida”, que es un concepto
acuñado desde el miedo por empezar una nueva vida lejos
de las raíces propias que se embalan rápido en una
pequeña maleta para mantenerlas inhiestas en cualquier
lugar del mundo
Por las noches, en la esquina de la Rampa con el Malecón,
una multitud de cubanos celebra la rebeldía de su sexo
diferente, imponiendo una fiesta perpetua sin permiso de
las autoridades, demostrando que los pulsos, cuando se
mantienen, agotan a quien pretende la imposición del
cumplimiento de la ley. Los turistas se asoman a este
escenario en busca de la explicación de este misterio
indescifrable en que se ha convertido esta Cuba que está
siempre en tensión para que no suceda nada.
Todavía no hay un tour operador que se haya atrevido a
calificar el destino de Cuba con el rango que
verdaderamente le corresponde: “Turismo arqueológico y
antropológico de un pasado que ya es futuro reciente”.
Nadie ha colgado el cártel de “últimos billetes” pero hay
consenso general en que esta representación, que tantos
años lleva en cartel, no puede durar mucho más. Y quienes
lo saben se deslizan por las calles de la ciudad con la
esperanza secreta de que les sorprenda en Cuba la bajada

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del telón. “Quiero ir a Cuba mientras viva Fidel Castro” es


una expresión acuñada en el imaginario colectivo de que
todo será distinto poco después de que la biología
complete su trabajo. No hay consenso sobre como serán
las cosas salvo en que todo será diferente. La duda se
soporta en cómo se producirán los cambios y en qué
medida los que los promuevan se verán frenados por el
propio instinto de supervivencia imposible con los
termostatos alterados.
Se apaga la ciudad en medio de una expectativa sigilosa
en la que todos y cada uno de los cubanos saben que este
interludio es provisorio y que la siguiente obra, drama o
comedia, se está ensayando en unos rincones de La
Habana en donde ni siquiera se filtra la respiración de esos
arquitectos que trabajan en silencio, proyectando vigas
nuevas para este edificio antiguo del que ni siquiera se
conocen las verdaderas estructuras.

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Y Fidel se salió con la suya.

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El seis de noviembre de 1940, Fidel Alejandro Castro Ruz,


alumno de trece años del Colegio Dolores, de Jesuitas, en
Santiago de Cuba, escribió una carta manuscrita en inglés,
dirigida al presidente de Estados Unidos, Franklin Delano
Roosevelt. El niño Fidel, además de ofrecerle las minas de
hierro de Mayarí, “las mayores minas del mundo”, para sus
barcos de guerra, le pedía que le mandara un billete “verde
de diez dólares”, por la sencilla razón de que no los había
visto nunca.

Es cierto que el presidente norteamericano no se los


mandó, aunque su oficina de la Casa Blanco acusó recibo

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de la carta. Y dicen los que conocen bien la personalidad


de Fidel Castro que el líder revolucionario cubano ha
estado toda la vida esperando una respuesta que ya tiene.

Desde que el 1 de enero de 1959, tras la huida precipitada


del dictador Fulgencio Batista, triunfara la revolución, diez
presidentes de Estados Unidos, desde Dwight David "Ike"
Eisenhower hasta George W. Bush, han tratado de liquidar
el régimen cubano con todo tipo de iniciativas bélicas,
terroristas, de bloqueo político y económico, así como de
embargo. Sin conseguirlo.

Las sigilosas conversaciones norteamericanas, auspiciadas


desde el Vaticano por el papa Francisco en connivencia
con el Gobierno de Canadá, promovieron uno de los
deshielos políticos más sorprendentes de la historia
reciente. En un mismo día, Barack Obama, desde la Casa
Blanca, y Raúl Castro, presidente de los consejos de
Estado y de Ministros de Cuba, anunciaron la
reinstauración de relaciones diplomáticas entre los dos
países. Simultáneamente, en una operación concertada,
fueron liberados tres agentes cubanos, condenados por
espionaje a tres cadenas perpetuas, que seguían
prisioneros en cárceles norteamericanas, así como el
contratista judío norteamericano Alán Gross, que cumplía
condena en una cárcel cubana por espionaje. Los últimos

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prisioneros de la Guerra Fría atravesaron un puente que no


estaba en Berlín sino sobre el estrecho de la Florida.

El 24 de febrero de 2008, el pleno de la Asamblea del


Poder Popular elegía a Raúl Castro para suceder a su
hermano Fidel en la alta dirección de la revolución cubana.
Después de un periodo de 19 meses, en los que Raúl
había asumido la jefatura del país de manera provisional
por una compleja enfermedad de Fidel Castro, se produjo
el relevo sin que los augurios sobre el final de la revolución
se hubieran consumado.

Desde su llegada al poder, Raúl marcó una impronta bien


diferente de la de su hermano. Sus primeras medidas
fueron sorprendentes. Se abrió, desde la cúpula del Partido
Comunista, un debate en las bases del partido para que los
militantes manifestaran abiertamente sus discrepancias con
el proceso revolucionario y propusieran medidas de
transformación, siempre “dentro de la revolución”. Raúl
procedió a la institucionalización del país, dejando atrás las
formas personalísimas del Fidel Castro durante sus casi
cincuenta años de poder absoluto y directo.

Bajo la dirección del que en el VI Congreso del Partido


sería elegido también primer secretario del Partido
Comunista Cubano, el nuevo líder anunció los primeros

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60

cambios que serían la primera piedra de la recuperación de


las relaciones diplomáticas con Estados Unidos.

En la sala de plenos del Palacio de Congresos de La


Habana, bajo la tranquila mirada de un Fidel Castro
uniformado con el chándal de su retiro, la Asamblea
reconoció la imposibilidad de que el Estado cubano
empleara a todos los trabajadores cubanos. Y, en
consecuencia con esa declaración, anunció la
“actualización del modelo del socialismo cubano” y el
impulso del trabajo por cuenta propia de un sector
importante de la población laboral. El proceso de
transformaciones económicas emprendido tímidamente a
raíz de la “crisis de los balseros”, en 1994, con la
reapertura de mercados campesinos privados, recibía un
impulso que ya sería definitivo.

El sector público cubano, también constituido por empresas


mixtas con capital extranjero, sobre todo en la explotación
del Níquel, en el Turismo y en el Tabaco, recibió la
compañía de una pléyade de cubanos que se atrevían a
emprender sus propias economías privadas. El Estado
dejaba de responsabilizarse del salario de cerca de un
millón y medio de cubanos que está previsto que salgan del
paraguas salarial público para emprender una vida
económica autónoma.

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Los Paladares, restaurantes privados que recibieron el


nombre de un establecimientos de gastronomía de una
telenovela brasileña muy popular, empezaron a florecer en
La Habana y en las capitales de todo el país. El final del
monopolio estatal de la economía cubana se ha
desarrollado desde entonces, agrupando también a
cooperativas y pequeñas empresas en sectores agrícolas,
de servicios e incluso de incipientes industrias familiares.

En enero de 2013, el Gobierno cubano cambió


radicalmente su política migratoria, eliminando las trabas
para que los cubanos pudieran salir al extranjero. A partir
de ese momento, con el pasaporte cubano en vigor, sin
ningún otro permiso de los exigidos con anterioridad,
cualquier ciudadano podría viajar al extranjero sin ninguna
otra limitación. En aquel momento, y todavía hoy, estaba
vigente la “ley de ajuste cubano” mediante la cual, cualquier
oriundo de Cuba que tocase territorio norteamericano tenía
derecho a quedarse en Estados Unidos y a recibir ayuda
para instalarse, obtener trabajo y la residencia legal. La
reforma migratoria cubana dejaba en evidencia una
excepción legislativa que empujaba a los cubanos a cruzar
el estrecho de la Florida y a las mafias a transportar
inmigrantes hasta una playa norteamericana en la que la
política de “pies secos, pies mojados” permitía entrar en

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Estados Unidos a todo aquel que lograse el premio de tocar


tierra firme.

Mientras tanto, la diplomacia cubana de Raúl Castro iba


tejiendo el final del aislamiento al que Estados Unidos
había sometido a la islas por más de cincuenta años. Las
excelentes relaciones con Venezuela permitieron recibir
suministros de Petróleo pagados con el envío de un
contingente de más de treinta mil médicos, profesores y
asesores para colaborar con la revolución bolivariana, que
estableció una organización de colaboración con Bolivia,
Venezuela y Ecuador que cambiaría la fisonomía política
de América Latina. Estados Unidos ya no podría controlar
el aislamiento de Cuba en su patio trasero.

Es difícil de entender la capacidad de Cuba para resistir los


ataques de todo tipo desde la primera potencia del mundo.
Sólo puede calibrarse conociendo la diplomacia cubana y
sus servicios secretos.

Los servicios secretos cubanos están considerados entre


los más eficaces del mundo. Y la paciencia del servicio
diplomático se parece mucho a la del Vaticano. Sigilo,
perseverancia y paciencia. Con esos mimbres se ha ido
sembrando un escenario en el que algún presidente de
Estados Unidos reconociera el fracaso de una política que
se inició agresivamente con el desembarco de tropas de la

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CIA, fuertemente armadas, en Playa Girón o Bahía


Cochinos, en la nomenclatura estadounidense, en abril de
1961.

El fallido intento de invasión fue un fracaso que acabó con


más de mil seiscientos prisioneros y adelantó los planes de
Fidel Castro para proclamar el socialismo cubano y
emprender un acercamiento político, económico y militar
hacia la URSS, cuyo escenario inmediato fue la instalación
de misiles nucleares rusos en Cuba. Desencadenó la crisis
de los misiles en Octubre de 1962, que puso al mundo al
borde de la guerra nuclear.

En enero de 1998, el Papa Juan Pablo II visitó la Habana


en un acontecimiento histórico que cambió la percepción
que sobre Cuba había en muchas cancillerías del mundo.
Algo estaba cambiando en la isla caribeña cuando el
pontífice que había impulsado la caída del comunismo en
Polonia, como preludio del derribo del Muro de Berlín,
visitaba oficialmente el último país comunista del hemisferio
occidental. La sigilosa diplomacia vaticana empezó a
funcionar para sacar a Cuba del aislamiento. "Que Cuba se
abra al mundo con todas sus magníficas posibilidades y
que el mundo se abra a Cuba", proclamo el pontífice al
llegar a la isla, después de que unas declaraciones
realizadas en el avión que le transportaba pidiera un

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cambio en las relaciones de Estados Unidos con Cuba. La


Iglesia cubana conseguía un reconocimiento oficial del
régimen y se facilitaba la presencia pública del culto
católico. La operación muñida durante años consiguió la
neutralidad de la Iglesia Católica con la revolución y abrió
las puertas a importantes operaciones de política exterior.

La cumbre de la CELAC (Comunidad de Estados


Latinoamericanos y Caribeños), celebrada en La Habana
en enero de 2014 fue el regreso triunfal de Cuba a los
escenarios americanos. La organización, heredera de otras
iniciativas como el Grupo de Río y la CALC (Cumbre de
América Latina y el Caribe) estaba en condiciones de
desplazar a la (OEA) que había monopolizado el diálogo
hemisférico durante la última mitad del siglo XIX. Cuba
había sido expulsada en 1962 a instancias de Estados
Unidos. La organización de la cumbre de La Habana de la
CELAC por Cuba, en condición de presidente del
organismo y anfitrión, dejó por primera vez en una
condición imposible a la diplomacia norteamericana. Si
Estados Unidos pretendía marginar a Cuba de las
siguientes reuniones de la OEA, la amenaza era que la
CELAC fagocitase las cumbres controladas por Estados
Unidos. Si las Cumbres Iberoamericanas han perdido
cualquier relevancia y utilidad, ¿no cabría esperar que el

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empecinamiento de Estados Unidos en marginar a Cuba


acabara con las cumbres de la OEA?

A la cumbre de La Habana asistieron el secretario general


de la OEA (Organización de Estados Americanos) José
Miguel Insulza y el secretario general de la ONU, Ban Ki-
Moon. El mandatario aprovechó su visita a La Habana para
cortarse el pelo en una barbería de La Habana Vieja.
También mantuvo una larga entrevista con el ex presidente
cubano Fidel Castro. La presencia del secretario general
de la ONU y del de la OEA fue un triunfo diplomático
cubano. Ningún secretario de la OEA había visitado Cuba
desde su expulsión del organismo en 1962. Parecía
imposible que Cuba fuera marginada de la próxima cumbre
del organismo, que se celebrará en los próximos meses.

Si Barack Obama pensaba asistir a la cumbre de Panamá,


tendría que ir dispuesto a sentarse en la mesa con Raúl
Castro, al que había estrechado la mano en el funeral de
Nelson Mandela. Una encrucijada para la política exterior
norteamericana.

A Raúl Castro le estaba dando alcance el tiempo. Pero él lo


aprovechó bien. En febrero de 2013, Raúl Castro fue
reelegido para liderar el Estado cubano. En su discurso
anunció que ese, su segundo mandato, sería el último. Se
comprometió a abandonar el poder cuando culminara el

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periodo en agosto de 2018. El plazo exigía un


sobreesfuerzo para una clara definición del nuevo
socialismo cubano, que permitiera al hermano de Fidel
traspasar el poder a alguien ajeno a la familia Castro en
condiciones de habitabilidad. El gran reto, a partir de ese
momento, sería negociar con Estados Unidos un escenario
que no hiciera peligrar el ritmo y el contenido de las
transformaciones cubanas.

En la Asamblea ocurrieron más cosas. La eclosión de


Miguel Díaz-Canel como primer vicepresidente,
desplazando al histórico José Ramón Machado Ventura, un
octogenario considerado del sector duro de la revolución y
hasta entonces número dos del régimen.

Díaz Canel, un ingeniero de cincuenta y dos años, con


pedigrí político de haber cumplido misiones en Nicaragua
en la época de la guerrilla y con fama de gestor eficaz en
sus responsabilidades en Santa Clara y Holguín como
primer secretario del partido, pasaba al primer plano de la
política cubana. La generación de la revolución ya tenía
relevo.

Miguel Díaz-Canel es un político discreto, de perfil bajo,


que constituye en la actualidad el núcleo central del poder
cubano en torno a Raúl Castro, junto a los militares que
controlan el sector estatal de la economía cubana y los

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responsables del Ministerio de Interior y de Defensa. Un


civil, joven, sin relación familiar con los Castro, se
constituyó en un póster para demostrar al mundo que la
revolución cubana tenía intenciones de permanecer, pero
con cambios económicos para adaptarse a una economía
mixta de mercado y a la adecuación del modelo político.
Nunca se ha hablado de transición pero está claro de que
el proceso de transformación adecuaba el escenario interno
a la reconciliación con Estados Unidos.

El calendario apretaba a Raúl Castro, pero también a la


política norteamericana. Todavía había un primer escollo
que dificultaba cualquier acuerdo.

En septiembre de 1998, el FBI, en una gran redada, detuvo


a diez ciudadanos cubanos residentes en Estados Unidos,
con la acusación de formar una red de espionaje entre los
grupos anticastristas de Miami. La historia tiene su
paradoja, porque después de una serie de atentados
terroristas, auspiciados aparentemente por la CIA, con la
explosión de artefactos en hoteles cubanos que causaron
víctimas mortales, las advertencias de Cuba a Estados
Unidos dieron la clave de la existencia de esta red de
espionaje y su posterior detención.

De los diez prisioneros, cinco pactaron con fiscal su


exculpación y cinco desestimaron todas las ofertas.

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Gerardo González, Ramón Labañino, Antonio Guerrero,


Fernando González y René González fueron condenados a
duras penas de prisión: cuatro cadenas perpetuas y dos
condenas a 15 y 19 años de cárcel.

El juicio, celebrado en Miami, no reunía condiciones de


imparcialidad según muchos informadores internacionales.
Y quienes se negaron a colaborar con las autoridades
norteamericanas fueron trasladados a cumplir sus penas en
las cárceles norteamericanas de alta seguridad más duras.
Nació el mito de los cinco héroes prisioneros del imperio. Y
tanto Fidel como Raúl se comprometieron a traer a casa a
los últimos presos de la Guerra Fría.

El cuatro de diciembre de 2004, Alan Gross fue arrestado


en el aeropuerto de La Habana. Gross, contratista para el
programa USAID (Agencia de los Estados Unidos para el
Desarrollo Internacional), fue acusado de espionaje a favor
de Estados Unidos. El USAID es la entidad norteamericana
encargada de distribuir la mayor parte de la ayuda exterior
de carácter no militar y ha sido acusada en reiteradas
ocasiones de trabajar, detrás de su apariencia privada y
civil, en operaciones de desestabilización política bajo las
directrices de la CIA y del departamento de Estado.

Alan Gross viajó a Cuba con el pretexto de facilitar


tecnología para acceso a Internet a miembros de la

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comunidad judía cubana, sin el control de las autoridades


de la isla. Acusación por la que fue condenado a 15 años
de cárcel. La sentencia estableció que Alan Gross realizó
"actos contra la independencia o la integridad territorial del
Estado”. A partir de ese momento, Cuba disponía al menos
de un espía para intercambiar por los cinco prisioneros del
imperio. La condición de judío de Alan Gross implicaba
también al lobby judío norteamericano en una operación
que permitiera al contratista norteamericano obtener la
libertad y regresar a Estados Unidos. Y la solución de este
contencioso típico de la Guerra Fría era una condición
indispensable en el diálogo con Estados Unidos.

Los próximos días 10 y 11 de abril de este año, se


celebrará en la ciudad de Panamá la cumbre de la
Organización de Estados Americanos. Varios países, entre
ellos Brasil y Argentina, han anunciado que la presencia de
Cuba en la cumbre es innegociable. Y por si fuera poco, el
gobierno de Panamá se apresuró a invitar formalmente a
Cuba a asistir como miembro de pleno derecho a la
reunión.

Abril de 2015 tiñó de rojo alarma en el calendario de Barack


Obama. ¿Podría el presidente norteamericano sentarse en
el mismo escenario con el líder revolucionario cubano sin

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haber movido alguna ficha antes que diera normalidad al


encuentro?

Mientras tanto, el Papa Francisco había tomado la


iniciativa, recuperando una operación que había empezado
en el Vaticano en 1998, cuando su predecesor Juan Pablo
II viajó a La Habana.

El Papa escribió personalmente a Raúl Castro y a Barack


Obama para propiciar un acercamiento entre los dos
gobiernos. El milagro se produjo como ocurre con todos
estos fenómenos: con sigilo y minuciosidad. Encuentros en
Canadá o en el propio Vaticano, adonde viajaban los
enviados estadounidenses en plazas de turista para no
llamar la atención.

Mientras tanto, Te New York Times publicó, en el último


semestre del años pasado, hasta cinco editoriales sobre un
mismo escenario: la inutilidad de la política norteamericana
hacia Cuba y la necesidad de cambiar la estrategia. El
diario norteamericano también analizó y elogió el liderazgo
de Cuba en la lucha contra el ébola, con el envío de un
contingente de casi cuatrocientos médicos y sanitarios
cubanos a los países africanos afectados por la
enfermedad. Además, The New York Times afeaba a las
autoridades norteamericanos el mal gusto de que
intentaran sobornar a los médicos cubanos que luchaban

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contra el ébola para instarles a abandonar su misión y


trasladarse a Estados Unidos con todas las facilidades.

El diario norteamericano repasó también los últimos


escenarios electorales de Florida, donde los líderes de las
comunidades cubanas partidarias del embargo a Cuba
habían perdido un segmento importante del electorado y de
la influencia política. Por qué mantener una política que no
sirve para nada y que aumenta el sufrimiento de los
cubanos de la isla, se preguntaba el periódico.

Este cúmulo de circunstancias favorables a la


normalización de las relaciones entre Estados Unidos y
Cuba fue el caldo de cultivo de la diplomacia vaticana para
liderar negociaciones secretas.

Algunos países, además de Canadá, han colaborado con


su apoyo a las conversaciones. También Brasil ha
trabajado intensamente en dirección de un entendimiento
entre Cuba y Estados Unidos. España no ha tenido ningún
papel en este asunto y, además, el reciente viaje a La
Habana del ministro de Exteriores, José Manuel García
Margallo, ha dejado en evidencia la irrelevancia de la
política exterior española en Cuba. Como decía en privado
un alto funcionario cubano, “la mayor contribución de
España a este proceso fue el envío de Ángel Carromero,
como espía Mortadelo, que no sólo provocó la muerte

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accidental de Oswaldo Payá sino que además se comportó


como un pendejo diciendo una cosa y la contraria para que
Esperanza Aguirre lo volviera a recoger en España”.

Ningún analista ni observador político se habría atrevido a


vaticinar que, en un mismo día y sin previo aviso, los
presidentes de Estados Unidos y de Cuba anunciaran del
final del contencioso político más largo del siglo XX y de lo
que va del siglo XXI. Cuando ya habían descendido de las
escalerillas del avión los tres prisioneros cubanos todavía
en poder de Estados Unidos y el contratista Alan Gross,
preso en Cuba, los dos países anunciaron su compromiso
de establecer relaciones diplomáticas después de casi
sesenta años de incomunicación.

El día 21 de este mes de enero se celebrarán en La


Habana conversaciones entre las autoridades de Estados
Unidos y las de Cuba para empezar a deshilvanar el
complejo entramado de leyes que están enquistadas entre
los dos países. Leyes extraterritoriales como la Helms-
Burton (Ley de la Libertad Cubana y Solidaridad
Democrática) que lleva permitiendo tomar represalias
contra cualquier empresa de cualquier país con actividades
en Cuba o las medidas que impiden viajar a ciudadanos de
Estados Unidos a Cuba sin un permiso concreto de las
autoridades norteamericanas. Otras reglamentaciones

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prohíben a cualquier barco que atraque en un puerto


cubano amarrar en Estados Unidos durante los seis meses
siguientes de su salida a Cuba. Y así, el cúmulo de leyes
que han tejido el embargo y el bloqueo económico a Cuba
durante los últimos 56 años.

Hay que observar con detenimiento los apoyos que puede


lograr el presidente Barack Obama en el Congreso y en el
Senado norteamericano para deconstruir esta maraña legal
que impide una normalización en las relaciones entre
ambos países. También habrá que observar los cambios en
la política cubana que faciliten ese reencuentro.

Mientras todo eso sucede, han reaparecido los rumores


sobre la muerte de Fidel Castro. El líder que más veces ha
sido enterrado, envió una carta manuscrita a Diego
Armando Maradona, en la que demuestra que todavía está
en el hemisferio de los vivos. Ningún comentario ni
reacción del histórico líder cubano sobre la reconciliación
norteamericana. Como siempre, el rumor tenía su origen
en Miami, en el Diario de Las Américas, y había sido
recogido por el Corriere della Sera.

Tiendo a pensar que Fidel, aunque callado, está muy


satisfecho. A fin de cuentas, la Casa Blanca ha tardado 74
años en responder a la carta que le envió a Franklin Delano
Roosevelt en 1940. Me imagino que Barack Obama, que

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sin duda es persona educada, todo un caballero, tendrá la


cortesía de enviar a Fidel Castro un billete de diez dólares.
Porque además, una cantidad tan pequeña no puede
considerarse una vulneración del embargo contra Cuba. Al
final Castro, sin duda, se ha salido con la suya.

La Habana, el misterio de la ciudad.


.

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El enigma de la ciudad sólo se descifra desde un punto


indeterminado del recorrido desde el paradero de Playa,
donde anidan los taxis colectivos y los autobuses de línea,
hasta al Capitolio de La Habana. Los “boteros” que
conducen los “almendrones” –así se conocen los viejos
vehículos norteamericanos prerrevolucionarios- son mucho
más estrictos que los capitanes de un Boeing. Deciden los
recorridos, escogen los pasajeros, determinan la forma de
cerrar las puertas y, en su universo, que es un vehículo
que ha conseguido doblegar la inercia de la historia desde
el cuaternario capitalista a la Cuba de Fidel, solo pueden
intervenir los policías de tráfico cuando incorporan una
multa al recorrido.
En Miramar, nada más iniciar el recorrido, un estudiante de
plástica del Instituto Superior de Arte (ISA) origina un

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conflicto por el tamaño de sus lienzos. Se defiende con


arrojo y consigue introducir sus cuadros entre la turbamulta
instalada en el automóvil. El último que llega solo consigue
apoyar en la banqueta el extremo de su fondillo porque
nadie le acomoda un espacio. Por extranjero he sido
barajado en la parte más oculta del viejo Buick del
cincuenta y dos, al abrigo de la prohibición de utilizar este
transporte improvisado. La estrella de las conversaciones
es la avería de la central termoeléctrica de Matanzas. Los
apagones amenazan este agosto habanero. “No es fácil”,
afirman todos casi al unísono, recitando el primer salmo de
la vida cotidiana en la que envuelven los habaneros sus
sacrificios.
Nadie suda, sino yo. Y el botero, camiseta de tiras
imposibles suspendida sobre sus hombros peludos, parece
recién salido de la ducha en una ciudad en donde el hedor
humano es desconocido y el jabón se consigue mediante
milagros en la administración de medios imposibles. Se
comentan las últimas medidas del presidente George W.
Bush para dividir y seccionar a las familias cubanas cuando
una mujer voluminosa, armada con un gran bolso de
contenidos inimaginables, que a pesar del espacio
disponible acomoda entre sus piernas apretadas, cambia el
tercio de la prédica. La novela brasileña de la televisión
cubana alimenta los sentidos, emociona las obligaciones y

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olvida las tragedias. No hay nada más importante cada día


tal vez porque la elección sea entre alternativas escasas.
Una muchacha negra, linda y esbelta, es recriminada por el
chofer, señor de los destinos, cuando tira la puerta con
firmeza después de que no consiguiera cerrarla al primer
envite. Intento conversar con un hombre santo. Le digo que
soy agnóstico pero que siento respeto por la Regla de
Ocha. Me replica que la esencia de la religión no está en la
fe sino en el entendimiento. “¿Qué es lo que ve usted en
los caracoles?”, le pregunto sin pretender ser atrevido.
“Me es tan difícil contestarle como le sería al Cardenal de
La Habana explicar la transformación del pan y el vino en el
cuerpo y la sangre de Cristo”. Observa mi perplejidad ante
su inteligencia. “No se preocupe, gallego; sólo son
religiones.” Me contestó sonriendo con picardía. Entonces
supe que podíamos entendernos. En Cuba, los bobos
terminan licenciándose en física nuclear sólo por la
tenacidad de lo establecido.
Una señora medio tiempo inicia una nueva plática:
“Español, ¿de donde tú eres? Yo tengo una hija casada en
Barcelona”. Casi todo el mundo tiene un cabo echado en
España por delante y por detrás de su vida. Empiezan a
hablar de la política española tal vez porque les sea más
cómoda que la propia. “!Por fin se libraron de Aznar!
Zapatero es otra cosa”. Los cubanos conocen la existencia

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de Aznar porque para ellos solo ha sido “un puente roto


que nadie se lo dispara”, lo que quiere decir que es un
“pesado que nadie puede digerir”. No es tan difícil traducir
el criollo. Caigo en la tentación de explicar que la mejor
ventaja de la democracia es el castigo. Me arrepiento a
tiempo de meterme en un lío.
La cola de Coppelia está atemperada por la hora. Acaba de
abrir y seguramente estarán saliendo todos los sabores de
helado. Dos muchachas que estudian Economía en la
facultad de 23 y L se apresuran para disfrutar un helado
antes de que les expliquen las ventajas de la economía
centralizada y del marxismo ortodoxo. El tiempo no
discurre; solo se desliza. Los helados se derriten tan
rápidos como las historias que no terminan de cumplirse
aunque cabalguen en la ensoñación obligatoria: los hechos
terminan por imponer sus dictados a la propaganda.
La heladería Coppelia es el orgullo básico de la revolución
cubana. Cuando el periodo especial apuntaló la vida,
Coppelia siguió abierto como la bandera de la resistencia.
Un grito se dibujo en el aire: mientras Coppelia siga
expidiendo helado estará vivo el socialismo. Se distribuyen
ensaladas de cuatro sabores de helado de crema de leche
al increíble precio de seis pesos cubanos, apenas veintitrés
centavos de dólar. La cola fluye sin apuro, sabiendo que
está incorporada a la costumbre de la ciudad para distribuir

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equitativamente la escasez. Aquí se instrumentaliza la


penuria con una eficacia tan notable que si estuviera
aplicada a la producción Cuba sería un paraíso del
consumo: son tiempos de privaciones y a nadie se le
escapa.
Nadie se inquieta en la cola de Coppelia cuando un guarda
de seguridad tramita el paso a los salones y divide a un
grupo de amigos. Se razona y se convence. El conjunto se
restablece pero con el regreso a la cola de los que habían
traspasado el umbral. Algunas reglas son inamovibles; no
son muchas, pero si el número de puestos disponibles de la
barra de Coppelia. No queda rizado de chocolate, pero el
helado de almendra está especial. Las muchachas que
trabajan en Coppelia llegan delgadísimas a inaugurar su
trabajo en el establecimiento y el tiempo les insufla felicidad
hasta hacerlas unas gorditas atrevidas que terminan por
reventar los uniformes. Esa es la ley de la supervivencia en
Cuba. Se disfruta lo que se dispone. Sin recrearse la cola
es imposible detectar el sabor profundo del helado cuando
el sol pretende ocultarse en el horizonte. La espera es
parte del ritual hasta el punto de que si no hubiera nadie
esperando en la entrada a nadie se le ocurriría abordar el
establecimiento.
El malecón contempla un mar límpido, inmenso, apacible.
Los muchachos vencen la gravedad subidos en amplios

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neumáticos de camión y sus “patas de rana” son auténticos


fuera de borda que les transportan al horizonte. Allí
esperan cobrar el primer pargo. El sol les abrasa, pero ellos
no lo sienten. El Castillo de los Tres Reyes de la Punta del
Morro sigue vigilando la ciudad por si acaso regresan los
ingleses. Cuba sigue en estado de alerta de todos los
sentidos y lo mismo detecta una muestra de cariño que la
más sutil amenaza. Nada resulta desapercibido. La ciudad
desnuda cualquier encubrimiento.
Una inmensa cola ante la embajada de España nos
recuerda que la mezcla de la sangre aquí no es muy
complicada. Un tercio de español, un tercio de africano y el
último que lo decida la Virgen de la Caridad del Cobre. Ella
y San Lázaro se reparten los afectos con el Partido
Comunista de Cuba. Fidel es sólo un papa laico.
Enfilamos el final del recorrido frente al Capitolio,
demostración visible de que esta Cuba nacionalista y
orgullosa también tuvo su deriva anexionista hacia los
gringos del norte. Ellos siguen asomados al balcón de La
Florida soñando con volver a ocupar el malecón de La
Habana. Es esta una historia interminable.
Descendiendo de un taxi, un grupo de extranjeros discuten
con un joven el precio de una caja de habanos, tan
verdadera o tan falsa como la historia que les estoy
contando. Los turistas necesitan una victoria que el

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merolico les brinda con una rebaja sentenciada antes del


desayuno. Acaban de llegar a La Habana y sienten el
terreno conquistado. Intentan averiguar algo del sentido de
la ciudad al margen del recorrido iniciático en un almendrón
habanero, aislados por el aire acondicionado de un
vehículo moderno. Volverán a sus países contando que
han estado en La Habana y sólo se les ha permitido rozar
esta ciudad, amortizados sus sentidos por el aire
acondicionado de un confortable coche de alquiler. No han
aprendido nada.

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Las mañanas de Menorca, encapsuladas en el tiempo.

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Desde el diminuto balcón observo el suave movimiento de


los veleros y las motoras buscando la bocana del puerto de
Mahón. Un trasatlántico ultima el amarre justo debajo de la
casa que habito. Los turistas descienden en oleadas, con
prisas prematuras por volver a embarcar.
Agosto es el mes más agitado, pero invariablemente
tranquilo en una isla que no quiere sobresaltos. Tal vez sea
el poso de la colonización británica que ha filtrado los
ancestros fenicios. Sobretodo, lo esencial para los
menorquines es conservar el equilibrio de una vida a la que
no altera el turismo ni las inmobiliarias. N
Los menorquines no son, en general, simpáticos, pero no
como elemento de rechazo sino de control de lo foráneo.
Amables, sin aspavientos. Te tienes que ganar su respeto
por repetición, hasta que se aseguran que no quieres violar
sus códigos con imposiciones externas.
Gonzalo fuma su segundo puro leyendo L’Espress y los
periódicos del día anterior. Lo hace con consecuencia,

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porque los compra al mediodía y quiere exprimirlos con el


zumo de naranja de la mañana siguiente. En Menorca
importan las noticias, no cuando sucedieron. Exprime cada
inhalación de su habano y cada segundo de su existencia
entrañable. Pero no es apresurado en ninguno de sus
comportamientos. Demuestra sin complejos que el único
dueño de su tiempo; lo administra con avaricia porque no
quiere que nada de lo que le ocurre carezca de
importancia.
Sigue en pijama, dando giros sobre sí mismo, cuando el sol
marca el mediodía. Lleva toda la mañana preparándose
para el ritual del baño con todas sus abluciones. Solo
entonces está preparado para realizar los mandados del
día.
Gonzalo es viejo amigo de los tiempos de Toldería.
Algunos de ustedes saben que me refiero a aquel oasis de
libertad que sobrevivía a las censuras de los últimos años
del franquismo, camuflando las soflamas en las notas del
altiplano y los ritmos del Río de la Plata. Él era el anfitrión
y propietario de este sitio escondido a la sombra del
acueducto, donde acudían los suicidas a darse el gusto
hasta que José María Álvarez del Manzano, alcalde de
Madrid, dificultó esa última maniobra de quien estaba
cansado de la vida poniendo unas vidrieras a modo de
obstáculo insalvable para saltar al vacío. Nostalgia sin

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amargura; siempre vibrando aquellos años en la memoria


tal y como remata Rubén Blades una de sus memorables
canciones.
Gonzalo y Orbe, su mujer, preparan los útiles del barco
para prevenir todo tipo de tormentas: jamón ibérico en
lonchas finas y raciones generosas; conservas del norte,
las mejores del mundo: anchoas, navajas, almejas… Y vino
blanco frío. Y un poco de melón de piel amarilla, que sea
de Menorca. No hay prisa porque cada momento es tan
importante como el sucesivo.
Gonzalo tiene una agilidad sorprendente para subirse y
bajarse del cómodo y comedido barco. Bucea con un
cuchillo e inunda la cubierta de erizos. Solos, crudos, sin
siquiera limón: son la antesala del almuerzo. Vino blanco y
seco; y como preludio, un gin tónic. La embarcación se
mece suavemente cada vez que pasa un barco cercano.
De vez en cuando, el propietario de una lancha rápida que
quiere que la humanidad le reconozca, levanta con sus
estelas una marejada tan momentánea como innecesaria.
El viento es del norte, y como consecuencia, buscamos una
cala en el sur. Navegando justo el tiempo para llegar a ella.
El ancla atrapa la roca. El mar está en calma, con breve
balanceo que nos cimbrea las caderas mientras damos
cuenta del aperitivo. Densidad de humanos transpirable
para nuestro deseo de disfrutar de nosotros mismo en la

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soledad compartida a la que nos hemos hecho acreedores


por nuestro cariño.
Imposible sustraerse a la tentación de una siesta terciada,
en la cubierta de popa. Sopor hasta que el anochecer
sorprende a la tarde.
Una jornada silenciosa, apacible, sosegada. Nunca me
canso de los cuentos de Gonzalo. Sus épocas de músico
en el barco de Aristóteles Onassis. Su contrabando de
guitarras para revenderlas en París. El tiempo se desliza
suavemente sin importar el mañana.
Levantamos anclas y enfilamos al puerto cuando ya
empieza a caer la noche. El día no ha hecho más que
empezar. No hay bullicio en los muelles ni en los
restaurantes que bordean las orillas del puerto. Una ley no
escrita prohíbe el ruido y las algarabías en una comunión
entre los habitantes de Mahón y los forasteros que
buscan las esencias de la isla en la oposición de los
moradores a cualquier modificación de su estatus. Viven al
margen del tumulto de Ibiza o de la compostura de
Mallorca. Y en estas convicciones de calma radica la
profundidad del encanto de la isla.
Menorca me recuerda, no en el paisaje, a Cadaqués por la
conjura de sus moradores a sustraerse del exceso de
modernidad y de los cambios de tendencia en sus hábitos
existenciales. Nadie se mata por un euro y nadie pierde la

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vida por aliviar una conversación: el tiempo es tan valioso


en estos hemisferios que nadie quiere acelerarlo.
Acudimos a la lonja de pescado en una ceremonia
cotidiana para averiguar cómo les ha ido la jornada a los
pescadores del puerto y actuar en consecuencia. Peces de
roca, gamba roja y langosta, según el precio de mercado.
La gamba roja de la isla es imposible de describir. Acopio
para la cena.
Ha caído la noche y la ciudad duerme. En el horno levita un
San Pedro. Pez de aguas locales enjuto, prieto, sabroso;
como teloneras de este concierto de los sentidos, unas
gambas rojas Orgullo de productos locales. Otra vez una
conversación inteligente alrededor de botellas de vino que
se suceden con una cadencia rigurosa hasta la hora del
sueño. Gonzalo enciende otro habano.
Antes de ir a dormir, un buen Armañac. Gonzalo siempre
me recuerda que, en una ocasión, preparaba yo una sopa
de pescado que rocié generosamente con Armañac. ¿”No
me dirás precisamente tu que escatime en la tiara de este
plato exquisito”?, le dije con aire de complicidad.
Una receta que me confesó hace algún tiempo Hilario
Arbelaitz que la heredó de su madre. Cuando tengo una
duda en los fogones siempre tengo la tentación de llamar al
dueño de Zuberoa, uno de los santuarios vascos que más
respeto. No siempre me atrevo a molestarle, pero estoy

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seguro de que siempre me atendería con cariño. Hilario es


afable, tímido y paciente. Mi devoción radica, sobre todo,
porque en los tiempos del marketing él es sobre todo un
servidor de sus fogones.
Nadie se decide a abandonar la tertulia. La noche avanza y
no se hacen planes para mañana. De repente me acuerdo
de que al día siguiente tengo el vuelo para Madrid. Un
instante de terror.
El resto de mi existencia está suspendido en una calma tan
intensa que me asusta. A veces creo que estoy sumergido
en un sueño del que me despertará una declaración de
Mariano Rajoy o de cualquiera de sus ministros de jornada.
No me atrevo a besar el suelo del aeropuerto antes de
emprender el regreso por si me toman por un poseído. La
próxima vez lo haré. Menorca, sin duda, es tierra santa. De
la buena.

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Volveré a Granada.

Asomado a la balconada del Carmen de la Victoria,


mirando de tú a tú a la Alhambra desde el Albaicín,
cualquier persona sensible, inteligente y sosegada disipa
cualquier duda de la propia identidad, porque se llega a la
sencilla conclusión de que es una estulticia intentar

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acotarla. La pregunta obligada es si un nacionalista -vasco,


catalán o de los de fusión que se están emancipando en
este centripetazo radial que se está produciendo en
España- estará dispuesto a renunciar, de verdad, con
consecuencia, al usufructo de este legado múltiple,
mestizo, formidable, por reforzar unas parcelas primigenias
de su origen que, en todo caso, son cada vez más
ineficaces como carta de naturaleza en este mundo que
apenas podemos abarcar, siquiera, con la mirada y el
deseo.
Cualquier persona perspicaz y sutil, contemplando los
vestigios múltiples de nuestro pasado, aceptará que no hay
españoles puros en ninguna autonomía que desee repudiar
a España y que todos, hasta los habitantes del último
caserío, somos mestizos, y, por tanto, con equivalencias
entrecruzadas. Ya no quedan especies aborígenes en
ningún rincón de la más intrincada autonomía y el esfuerzo
de los fanáticos por desprenderse de raíces colectivas es
baldío porque de consumarse sólo quedarían parcialidades
irreconocibles. Pelearse por una esencia pura es pérdida
de tiempo y engaño histórico. Al final, estos españoles que
no se conforman con serlo son sencillamente
personalidades inestables que no se aceptan frente al
espejo y que imaginan una realidad que no ha existido y

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que es imposible de hacerla virtual por incomparecencia


de naturalezas confiables.
En el tiempo en que la Alcazaba, el resto de la Alhambra y
el Generalife eran símbolos de modernidad en todo el
mundo, ya existían tensiones nacionalistas que resolvieron
los Reyes Católicos con el costo de las lágrimas
derramadas de Abu Abd Allah, Boabdil el Chico.
Probablemente, Isabel y Fernando, con su determinación
uniformadora apadrinaron la aparición pretérita de
nacionalismos disgregadores. Antes hubo épocas en
Granada en que judíos y musulmanes se entendieron y
otros muchos periodos en los que se mataron con saña.
Entre la leyenda y la historia, la Alhambra esconde en sus
palacios, en sus torres y en sus jardines los ecos de la
envidia y las sombras que siempre despertó la codicia de
poseer este prodigio. No hay riqueza sin crimen que la
permitió. Y Granada, aunque no se puedan conocer con
precisión todos sus episodios, contiene perfidias y
quebrantos promovidos por la codicia de un paraíso que si
hubieran podido esconderlo los reyes que la poseyeron,
hubieran sido clandestinos porque siempre vivieron en el
temor y la sospecha de que su existencia era vicaria en La
Alhambra al que un día llegaría señor más poderoso que
les arrebataría ese prodigio.

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En aquellos tiempos de la “pérdida” de Granada también


existía la misoginia de pensar que llorar es cosa de
mujeres. Jorge Luís Borges entendió que el llanto del último
rey nazarí fue justificado: “Vano el alfanje/ ante las lanzas
de los muchos,/ vano ser el mejor./ Grato sentir o presentir,
rey doliente,/ que tus dulzuras son adioses,/ que te será
negada la llave,/ que la cruz del infiel borrará la luna,/ que
la tarde que miras es la última”. Mucha Alhambra para
desprenderse de ella sin vahídos.
Para pretender situarnos en el eje de que todos los tiempos
son los mismos, hay quien por simplificar las cosas ha
relacionado la pelea por la Alhambra con los atentados de
Bin Laden, estableciendo que la ofensiva terrorista de los
fanáticos islamistas de ahora, es prolongación natural de la
invasión de España en el 711 y de la consiguiente guerra
de liberación que es título tan absurdo como el de
Reconquista. Ocho siglos a los que nos hemos empeñado
en dar unidad, como si los designios de Don Pelayo –caso
de que finalmente tal personaje existiera- hubieran tenido
un fedatario público para hacer cumplir su testamentaría a
lo largo de ochocientos años. Al entender de quienes
reducen tanto la historia solo para poderle sacar rédito
político, Isabel Y Fernando fueron precursores de George
W. Bush y la expulsión de los moriscos, que no la de los
judíos, fue solo un anticipo de la invasión de Irak. No hay

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peores embajadores que quienes detestan a España


invocando su condición española. Los patriotas de
pandereta han hecho más daño que la leyenda negra que
nos atribuye la esencia abominable de la peor
colonización.
Con estas diatribas epidemiológicas con las que se
pretende definir lo español, lo único que se promueve es
una tentación irresistible de constituirse en apátrida. Y en
esas estamos: unos poniendo coto a lo que es español y
otros renegando de la posibilidad de serlo; unos
acartonando nuestra historia y otros negando la grandeza
común que nos destiló a todas las gentes que hemos
pasado por aquí. Los habitantes de las distintas naciones,
nacionalidades o regiones que están agrupadas en esto
que nos negamos en llamar sencillamente España,
terminarán por salir corriendo, buscando abrigo en otra
denominación de origen que no tenga confusión posible
con el rencor profundo y entrecruzado de los salvapatrias y
con los que no pueden superar el resentimiento que
aquellos han sembrado en la periferia para enfrentarla con
un centro que ya no existe.
Esta manera de entender nuestro pasado es una forma
curiosa de ver las cosas y tal vez la explicación del por qué
a la mayoría de los turistas españoles que visitan los
palacios nazaríes, lo que más les llama la atención es la

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sala de los Abencerrajes. Dice la leyenda, que es casi una


historia no demostrada en su totalidad, que aquí fueron
degollados, con engaño, los caballeros Abencerrajes, en
una disputa que también era esencialmente autonómica, es
decir de soberanía. Hoy prácticamente no hay dudas de
que el hecho es cierto, pero no hay acuerdo sobre el autor;
no hay certeza de qué monarca organizó la escabechina.
Pero lo que más gusta a los guías de turismo es emparejar
la circunstancia de que el mármol blanco de la fuente, que
adorna la estancia, está oxidado -y el rojo da mucho juego-
para que los visitantes crean que en realidad son vestigios
de sangre de aquellas ejecuciones. Rafael Alberti también
recogió la mixtificación de la nostalgia -que siempre
evoca Granada y su Alhambra- con la sangre que en estos
páramos se sabe y se supone que siempre se vertió por la
codicia que desata tanta belleza concentrada: Venid los
que nunca fuisteis a Granada. Hay sangre caída, sangre
que me llama/Nunca entré en Granada./Hay sangre caída
del mejor hermano./Sangre por los mirtos y aguas de los
patios./Nunca fui a Granada/ Del mejor amigo, por los
arrayanes./Sangre por el Darro, por el Genil sangre./Nunca
vi Granada.
De todos los recorridos posibles de la Alhambra, me quedo
con el que sigue los ecos del agua. Nada de lo construido
hubiera sido posible sin el agua que desciende de Sierra

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Nevada y circula dándole vida al recinto amurallado. Pero


la eclosión de todas las sutilezas se encuentra en la
llamada Escalera del Agua, en un vértice del Generalife.
Ahora, que los jazmines están en flor y empalagarán los
sentidos hasta que los galanes de noche les cojan el
relevo, el camino hasta la cumbre de esta pequeña
escalera es una incitación a que los ateos se sumen a la
oración a cualquiera dios, porque el susurro del agua,
deslizándose por los pasamanos, sólo puede ser obra de la
inteligencia de un místico.
“Solo Dios es vencedor” reza una inscripción mil veces
repetida en los frontispicios de cada sala de los palacios de
la Alhambra, no solo como una invocación religiosa sino
como exaltación del poder de los reyes de Granada que
vinculaban su dominación terrenal con el soporte que les
proporcionaba la fe. Todas las religiones son una inversión
en dios para que de réditos a quienes lo acaparan. Ocurría
igual en Granada. La escayola tallada por una legión de
escribanos repite versos y citas de invocación a Dios. La
noche de mi última visita a la Alhambra, tal vez por una
cena copiosa, tuve una pesadilla esperanzadora: una
divinidad indeterminada me condenaba al recuento de los
versos anotados en las paredes de cada uno de las
cámaras de la Alhambra; la voz del más allá me prohibía
morirme sin haber terminado el trabajo encomendado.

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Entonces entendí que debería volver siempre y contemplar


todos los ángulos del conjunto monumental hasta
almacenarlos para siempre en la memoria. Granada no se
agota nunca y me acabo de enterar de que estoy obligado
a regresar siempre. Yo también entraré en Granada

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La muchacha de la perla.

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La primera vez que escruté un obra de Johannes Vermeer


quedé atrapado para siempre. Son sus obras especies
extrañas en el mundo de la pintura Flamenca, de su Edad
de Oro en el universo de la pintura mundial. Quizá su
exquisitez en nuestra apreciación esté acrecentad por su
carácter de obra escasa.
Atendiendo la llamada de Vermeer viajé a Cambridge para
ver tres de sus obras en el Museo Fitzwilliam Estaban
recogidas en una exposición que levaba por título “Las
mujeres de Vermeer; secretos y silencio”. La joya innegable
de la exposición era “La Hilandera”, que abandonó su
cobijo en el museo del Louvre después de duras
negociaciones que comprendían a su vez el préstamo del
Museo Fitwillian de la obra de Tiziano “Turquino y
Lucrecia”. Intercambio de joyas. Salimos ganando todos.
Los viajes de las obras de arte, su cesión para
exposiciones temporales le da a la pintura carácter
dinámico, estableciendo que no somos solo nosotros
quienes nos desplazamos; también las obras maestras
viajan para que puedan ser observadas en distintos
escenarios.

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Viajar para ver un cuadro es una de las más excitantes


motivaciones. Salí temprano de Londres en un viernes que
evitaba, todavía, los atascos y aglomeraciones de los fines
de semana. Pero la expectación por los tres cuadro del
pintor holandés provocó una avalancha de visitantes al
museo. Paciencia en cola rigurosa para disfrutar delante de
cada uno de los cuadros en formato reducido, en el que
están pintados la mayoría de los 33 cuadros atribuidos con
fundamento al maestro del barroco moderno holandés.
Tiene Johannes Vermeer componentes de misterio en su
obra y en su vida, de la que apenas se tienen otros datos
que los que facilitan sus documentos oficiales: cedulas de
bautismo y matrimonio y algunos otros elementos de las
huellas burocráticas que dejó en su vida. El resto son un
conjunto de enigmas y suposiciones y solo se puede
certificar la excelencia meticulosa de sus trazos.
Quince hijos no debieron ser fáciles de alimentar a pesar
de que su esposa, Catherina Bolnes, pertenecía a una
acomodada familia católica. Matrimonio complejo entre un
protestante y una católica en los Países Bajos incendiados
por las guerras de religión. Una producción que la mayor
parte de su vida no pasó de dos cuadros al año, se supone
que por encargo de algunos de sus mecenas.
El preciosismo de Vermeer va mucho más allá del brillo de
su pintura y de los pigmentos costosos que utilizó en toda

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su obra. Pintura extrañamente luminosa con luces y


sombras fascinantes; también fue un maestro de la luz y de
la geométrica distribución moderna de los espacios.
Detalles minuciosos sin agobios a pesar de la influencia
barroca de su época. Creo que él no sabía que era
“minimalista”.
Y siempre, casi siempre, mujeres. A mi se me antojó que la
inteligencia de sus composiciones le pudieran dar un
carácter prefeminista: son las mujeres de Vermeer seres
autónomos, independientes, sin ataduras aparentes. Son
personajes extrañamente modernos, como si hubieran
podido escaparse a los cepos de la época.
Haré una confesión íntima: creo que estoy enamorado de la
“La joven de la perla”: la mirada ingenuamente seductora e
inteligente, el brillo que da contraste a los tonos de la
pintura, la serenidad que transmite esta joven de aspecto
irreductiblemente moderno, me tiene sofocado.
Siempre he pensado que la modelo que reprodujo Vermeer
está cruzando alguna calle ahora mismo. Cuando me
acerco a cualquiera de los museos que puedo visitar,
inspecciono detenidamente por si la veo detenida ante
alguna obra. Me consta que es coleccionista. Desde luego,
la pintura –que a ella misma le ha creado- es el epicentro
de su vida.

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Algo dentro de mi me dice que esa joven –apostaría que se


llama Elizabeth- es la hija más rebelde e independiente del
pintor, que sigue estudiando la obra de su padre,
recorriendo los museos del mundo que dan cobijo a sus
obras. Incluso he pensado que ella tiene alguna más
escondida, de las que se tienen noticias por huellas
documentales, pero que nunca han sido localizadas.
Ahora sabemos que hay atribuciones falsas de algunas
obras que han pretendido ser del pintor holandés. La
delicadeza de lo escaso hace que este pintor enigmático
oriente mis deseos.
Tuve ocasión de ver algunos de sus cuadros en una
exposición que realizó The National Galery de Londres en
el verano de 2007. Reunió una magnífica colección de
pintores retratistas holandeses. Y ahí estaba, silencioso y
reducido, Vermmer. Siempre como la gota de excelencia,
casi excéntrica por su modernidad intemporal, frente a la
obra de maestros como Rembrandt y Fran Hals.
He disfrutado de joyas de Vermeer en el Louvre, en el
museo Mauritshuis ,en La Haya, que es donde descansa
“La joven de la Perla” cuando no consigue burlar la
vigilancia de sus guardianes y desplazarse por el mundo.
Como los sueños se pueden dirigir cuando uno tiene el
empeño de vivir dos veces cada día, he conversado con
Elizabeth en distintos escenarios. En el MOMA de Nueva

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York, en el verano de 2009, con motivo de la exposición de


“La lechera” y otros cinco cuadros de Vermeer que están
alojados permanentemente en The Metropolitan Museum of
Art.
Elizabeth todavía es huidiza conmigo. Hace poco me sonrió
en Cambridge, mientras observaba yo con placer los tres
cuadros de su padre, y eso me llenó de satisfacción: por
primera vez traspasó con su mirada el umbral de la cortesía
y se acercó a una demostración sutil de cariño.
Voy a volver a Cambridge antes de que las obras de
Johannes Vermeer vuelvan a su casa, al Louvre. Iré
temprano y me apostaré en un punto equidistante de los
tres oleos: “La Hilandera”, “Mujer joven sentada en un
virginal” y “Lección de música”.
Sé que Elizabeth estará allí; aparecerá en algún momento
del día, confundida entre los visitantes, abrigada con un
moderno abrigo largo de Cashemire. y siempre con el
turbante o pañuelo en el pelo. Es como aparece en la obra
de su padre. Y tiene la misma mirada que en el cuadro. Lo
he hablado muchas veces con mi psicoanalista: nunca me
ha dicho que deje de seguirla; es más, él cree que
Elizabeth y yo podemos llegar a entendernos.

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Los mercaderes recuperan las ciudades.

Las ciudades tienen el alma de sus mercaderes. Cuando


estos se diluyen y desaparecen en los días feriados, las
urbes se repliegan sobre si mismas hasta su mínima
expresión. Una ciudad en día festivo es un pueblo herido,
disminuido en su esencia, que es mercantil, destinada a
satisfacer las necesidades y los caprichos de sus

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habitantes. Las ciudades, en su configuración moderna, se


organizaron alrededor de los mercados como asientos
estables del comercio al que acudían quienes vivían
dispersos pero necesitaban abastecerse de lo que no eran
capaces de producir por sí mismos.
El concepto de mercader tiene una extensión despectiva
por su eco bíblico –“expulsó a los mercaderes del templo”–
y porque arrastra una nombradía de no que no saben mirar
sino por ellos mismos –“hacer oído de mercader”-. También
porque las concepciones cristianas y marxistas –no es la
única coincidencia- siempre han equiparado la
intermediación y el comercio a un lucro inapropiado en
quien no tiene merecimiento en la creación o la
transformación de la mercadería, es decir, de la riqueza.
Pero esto no es cierto: los mercaderes, los comerciantes,
los marchantes, son consignatarios de los sueños de las
personas y los propagan en las vidrieras de las ciudades
que convierten las calles en espacios apacibles y
transitables donde se esparcen los objetos que son
deseados por sus moradores. Una ciudad sin
comerciantes no es un sitio para vivir; es un apeadero del
que uno puede desplazarse a ninguna parte, porque ni
siquiera habría taquillas donde comprar un boleto para
marcharse.

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Al principio, las metrópolis se originaron sobre tres cultos: a


los dioses, a los muertos y a las necesidades de sus
habitantes. Las cosas no han cambiado tanto; si uno quiere
conocer el alma profunda de una ciudad, la verdadera
estimación que tienen de ella sus moradores, hay que
visitar sus iglesias principales, sus mercados y sus
cementerios. En estos tres conjuntos de edificaciones
públicas o lugares de reunión se pueden descifrar casi
todos los misterios de una urbe consolidada. Una sociedad
cuida a sus habitantes y les proporciona los bienes que
necesitan y los que le permiten una existencia placentera;
históricamente esto se ha articulado alrededor del
comercio. Los ciudadanos cultivados han honrado a sus
dioses, edificando templos y lugares de devoción, que se
han constituido en elementos imprescindibles de la
escenografía urbanas y en principio vivos de su identidad
profunda. Si la religión se conforma como el refugio del
miedo a lo que no se puede controlar, que es la muerte, las
iglesias son la morada de la esperanza para convertir el
miedo en perdón. Un alquimia tan complicada, para que
sea creíble necesita una escenografía grandilocuente. Las
iglesias son importantes como lo es el miedo a la muerte.
Los cementerios, las necrópolis, exteriorizan la forma en la
que los vivos acomodan a sus deudos y su materialización
en lugares de culto se funden en el sustrato profundo que

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define una población en su relación con la muerte. Guardar


el cadáver con dignidad fortalece la idea de otra vida para
la que el cuerpo debiera estar disponible, acomodado
solemnemente en un lugar conocido.
El respeto a los muertos y el culto a los dioses tienen una
motivación fundamentalmente emocional, espiritual,
mientras que las necesidades de los vivos entremezclan
mecanismos imprescindibles de subsistencia con
ingredientes lúdicos con que la cultura, en la medida que se
ha abierto paso en la vida de los hombres, la ha adobado
para hacerla más placentera. Las plazas de abastos
siempre están en el casco viejo, en el arranque de los
municipios. En ocasiones, escondidas por el maquillaje con
que el tiempo ha disimulado los orígenes para dotar a las
ciudades de un aire muchas veces ficticio de modernidad.
El tiempo ha estigmatizado los orígenes de las ciudades
hasta ocultarlos en suburbios centrales, encapsulados en el
desarrollo de las poblaciones, creyendo desatinadamente
que éstas, sin su referencia iniciática, podrían sobrevivir.
Ahora, después de décadas de especulación inmobiliaria
en casi todo el mundo desarrollado, ha llegado la hora de
recuperar las ciudades a partir de sus embriones
primigenios; los rincones en los que empezaron a crecer.
Al principio, como casi con todo, fue Nueva York la pionera
en la recuperación de los viejos espacios olvidados. El bajo

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Manhattan, que fundaron los holandeses en el siglo XVII,


fue el origen de la ciudad y desde allí se esparció siguiendo
el paralelismo ascendente de sus avenidas hasta
desembocar en Harlem y en El Bronx, en un movimiento
sinuoso en el que las áreas de lujo y de marginalidad se
han ido sucediendo para dejar brillar lo bello y esconder lo
sórdido. Al sur se establecieron las comunidades de los
que llegaron en oleadas sucesivas y aterrizaron
suavemente en la tierra de las ensoñaciones que además
les permitió mantener sus identidades originarias. Los
neoyorquinos de origen chino, italiano, griego, armenio o
irlandés siguen manteniendo la idiosincrasia de sus barrios;
la metrópoli pactó estas ínsulas de nostalgia y ellos se
adaptaron al crecimiento cosmopolita de la urbe, sumando
la identidad de quien se iba incorporando. La única
condición es que todos tenían que sentirse profundamente
norteamericanos.
En Greenwich Village y en Soho, a partir de sus viejas
edificaciones industriales, se acomodaron diseñadores,
artistas y restauradores para emerger la esencia dormida
de la ciudad en espacios de modernidad antes
trasnochados. Fueron, como han sido siempre, los
comerciantes vanguardistas quienes dieron identidad a los
barrios donde se instalaron. Eso, en Nueva York, es bien
evidente porque las calles están acomodadas a las señas

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de identidad del colectivo de negociantes que son


dominantes.
Los Loft neoyorquinos –que los constructores quieren
emular en todo el mundo en cualquier conjunto de
habitaciones sin tabiques- son la eclosión de una condición
utilitaria de viejos conceptos que sólo la imaginación y el
mercado podían transformar. Ahora forman parte de la
vanguardia conceptual del urbanismo y la arquitectura de
Nueva York y han transfigurado los viejos barrios en
lugares privilegiados, sofisticados y costosos.
Pero la moda adquirió vida propia y una materialización
acomodada a la concepción de cada ciudad. Los viejos
docks londinenses, en la orilla del Támesis, se enlazan con
la New Tate Galery a través del puente del Milenio dando
sentido al viejo corazón herido de la capital inglesa. En
Madrid, el distrito de Chueca, en tiempo no muy lejano
desahuciado entre escombros de jeringuillas, ha adquirido
una dinámica propia en donde ya no queda un metro
cuadrado para la especulación de los constructores. En
París, Le Marais tiene a gala que sus negocios no cierran
los domingos porque saben que los transeúntes y los
forasteros necesitan el pálpito de los comercios abiertos
para sentir que la ciudad está viva y no está sufriendo la
carencia insoportable de la circulación del dinero y los
géneros. Buenos Aires, que es la gran ciudad europea de

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América o la gran ciudad americana de Europa, tiene sus


refugios especiales en los barrios de Palermo y de San
Telmo. En realidad, Palermo es el mayor distrito de Buenos
Aires que, sumido en los aires plásticos de grandeza en
que envuelven todas sus reliquias los porteños, se ha
subdividido en distritos peculiares y diferentes entre sí:
Palermo Chico es refugio de embajadas y residencias de
alto nivel, a ambos lados de Libertador, que es el
verdadero eje de la ciudad en cruz con la Avenida 9 de
Julio; Palermo Viejo, con sus destartaladas edificaciones
ferroviarias e industriales que aguardan impulsos
económicos renovados para transmutar su apariencia y su
valor; Palermo Soho y Palermo Hollywood: otra vez los
diseñadores, los artistas y los hosteleros como impulsores
de las grandes transformaciones urbanas. Y San Telmo,
castigado junto al Río de la Plata por su connivencia con la
fiebre amarilla en los tiempos posteriores a la segunda
fundación de la ciudad, pendiente de su despegue
definitivo solo de que los anticuarios crezcan y deseen
remozar sus calles antiguas y un poco destartaladas que
son la estenografía idónea de sus negocios con los
norteamericanos. El resto son diseñadores, restauradores y
vendedores de sueños.
Conforme avanza nuestra civilización, los hombres
amontonados en las grandes ciudades, necesitan rescatar

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sus orígenes desde rincones escondidos y olvidados. Pero


son siempre los mercaderes, tantas veces vituperados a lo
largo de la historia, los motores sociales y económicos de
estas transformaciones. Por eso los domingos, en
occidente, parece que las ciudades están muertas o, por lo
menos, dormidas. Todo porque las talanqueras de todos
los establecimientos se cierran al sonar a misa las
campanas de las iglesias católicas, que recuerdan que la
única vez que Jesucristo montó en cólera fue para
expulsar, a zurriagazos, a los mercaderes del templo.

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Las traviesas ferroviarias y el síndrome de la vida.

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Pocos conocen la verdadera utilidad de las traviesas de las


vías de ferrocarril: son sobre todo pestañas inductoras de
sueños, cuando el traqueteo de los vagones, a velocidad
suficiente, produce una cadencia armónica que simboliza la
esencia de los viajes. Siempre he tenido una atracción
irresistible por los ferrocarriles; me refiero a los trenes que
apenas ya existen. Sus largos pasillos asomados al exterior
por ventanales generosos. Los departamentos en donde
seis pasajeros se enfrentaban entre sí. Creo que ahí
aprendí a observar con disimulo intentando descifrar el
enigma que se escondía en la vida de cada persona.
Siendo yo estudiante, el tren pasaba tan lento en su
tránsito de Zaragoza a Madrid que había estaciones en las
que si uno se apuraba, cuando el convoy enfilaba la
estación sin detenerse, podía consumir algo en la cantina y
atrapar el vagón de cola en el otro extremo del anden para
reincorporarse al viaje. Era sobre todo un desafío.
El tiempo en aquellos días era generoso y se podía invertir
en uno mismo, sentando en el departamento asignado, en
aquellos bancos de tercera clase que permitían la
introspección y animaban a los pensamientos más íntimos

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en compañía de personas distintas que solo coincidían


mientras duraba el trayecto..
Los viejos coches camas permitían hacer amistades para
toda la vida. Hubo un tiempo que utilice mucho el Puerta
del Sol que arrancaba de Madrid a primera hora de la
noche para despertarte en San Sebastián, después de un
sinuoso recorrido por la mitad norte de España que no
tenía otro sentido que amortiguar la longitud de la noche.
En el coche restaurante se podía conocer a quien tenía la
fortuna de viajar hasta París, porque el convoy, al otro lado
de la frontera de Hendaya, acomodaba el ancho de las vías
disímiles para entroncarse con Europa. Dejó tanto impacto
la invasión napoleónica que la diferenciación de los
ferrocarriles era la verdadera garantía de que jamás
llegaría el concepto republicano de libertades a esta
España atormentada.
Todavía viajo en tren. No me refiero al viaje obligado en
AVE desde Madrid a Sevilla o Barcelona. Prefiero
ferrocarriles que llaman de media velocidad al avión. Y
siempre que tengo ocasión los utilizo para viajar.
Ahora lo normal es la alta velocidad porque en esta carrera
por parecer ricos, andar despacio es sinónimo de pobreza,
y cada pueblo quiere AVE, aunque sólo sea para hablar por
teléfono a gritos en los vagones. El tono de la conversación
sube de volumen en función de la diferencia de clase: en

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turista se susurran noticias de amor, citas impacientes y


celos desbordados. En la clase preferente, los ejecutivos
agresivos dan instrucciones despectivas a sus secretarias y
ordenan encomiendas imposibles sin otra utilidad que el
conocimiento general del resto de los viajeros. Si el tren
tiene vagones de clase Club, lo que se oía hasta hace poco
eran órdenes bursátiles y consejos patrimoniales; ahora
muchos sólo piensan en el suicido; viajan silenciosos.
Por todas esas razones y muchas más son tan importantes
los traqueteos de las vías. En los viejos tiempos y todavía
en algunos trazados, son violentos; el travesaño, en
contacto con la rueda cuando empata dos vigas sucesivas,
promueve desplazamientos laterales de los omoplatos en
sacudidas intermitentes. Es un mensaje cifrado que
confirma que estamos en tránsito entre distintas estaciones
que son vicarias de las etapas de la vida; prolongar el
viaje, husmeando el paisaje, buscando el viejo olor de las
calderas de carbón hoy extinguidas, es en realidad el
estimulo que sólo se puede disfrutar en el sosiego de
alejamientos mesurados.
Siempre quise comprar un billete para dar la vuelta al
mundo en ferrocarril, armado de una novela interminable,
con la mochila terciada de mudas que no necesitasen
recambio y el alma abierta para percibir tantas sensaciones
y sabores como animales tenía el Arca de Noé. La vida se

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me va disparando y todavía no he tenido el coraje de


comenzar ese viaje.
Escribo este artículo en un tren que se llama Alvia y que
me conduce a Alicante para recoger a mi padre y seguir
transito a Londres para asistir a la graduación de mi hijo
Carlos: uno de los acontecimientos más importantes de mi
vida. Tengo la sensación de que voy mucho más lejos; tal
vez sea que el suave traqueteo de las traviesas de cada
empate de las vías me produce la inevitable evocación de
que no sólo estoy viajando sino de que además sigo vivo.

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Londres, a la medida de Heráclito.

Londres es sobre todo una circunstancia concluyente para


confirmar la vigencia de las teorías de Heráclito. Todo en la
ciudad es cambio y convulsión; sin embargo, sus esencias,
su aspecto y sus inclinaciones permanecen inmutables.
Hay una tendencia de fondo en la ciudad para que sus
transformaciones profundas confirmen su

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imperturbabilidad, su estatismo inalterable; y ese milagro


tiene una explicación elemental: mutación y permanencia
son igualmente fundamentales en la condición de Londres
independientemente de su carácter contradictorio;
metamorfosis y parálisis son dos condiciones que se
retroalimentan; se sobreponen en una espiral sin fin para
coexistir y el resultado final es la identidad insustituible de
Londres. Londres cambia permanentemente para poder
eternizarse.
Siempre he tenido la misma sensación al enfrentar la
ciudad. Recuerdo el día que llegué, en vuelo charter
primerizo, al viejo aeropuerto de Gatwick, en junio de
1.971. Entonces salir era un sueño desde la pesadilla de
nuestro aislamiento español. Llegué a Victoria Station
como si me hubiera descolgado de una película de Alfred
Hitchock; sobre todo los olores eran diferentes. Observaba
los turbantes de los sikhs oriundos del Panjab, los
dreadlocks de los rastas jamaiquinos y los vestidos
coloristas de los británicos originarios de Nigeria como si
me hubieran dado boleto de entrada en el parque temático
de la humanidad que tan ajena nos era a los
incomunicados y atrasados españoles del franquismo.
Londres era el paraíso de todo lo desconocido que además
normalmente nos estaba prohibido. Bajo los acordes
monolíticos de los versos cansinos pero inolvidables de

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Leonard Cohen caminé la ciudad sin que la hora de cierre


del metro fuera un impedimento para exprimir la
madrugada; se podía gozar la vida sin un penique porque
la calle, en sí misma, era el escenario de todas las ilusiones
que explotaban si se conseguía una pinta de cerveza -
Bitter, por supuesto- para sentir mejor la diferencia. Luego,
de vuelta a la habitación que compartíamos todos los que
éramos capaces de introducirnos en ella, Leonard Cohen
volvía a susurrar sus obsesiones judías con Suzanne como
reclamo de cabecera. Considero desde entonces al
cantautor canadiense, como a mí mismo, superviviente de
una época en la que la rebeldía no era necesariamente
sospechosa para todos.
Todo era una sorpresa en aquel Londres explorado desde
la más solemne escasez de nuestra condición de
estudiantes en busca de aires renovados. Las referencias a
España eran una nebulosa lejana que sólo amenazaba
cuando se aproximada la fecha de la despedida, huérfanos
del coraje necesario par cumplir la ensoñación de
quedarnos en Londres para siempre.
La perplejidad por la cohabitación aparentemente
sosegada de lo diferente me sigue produciendo el mismo
impacto que la primera vez cuando regreso itinerantemente
a la capital del Reino Unido. No importa que los coches
hayan mudado sus modelos para acomodarlas a la época,

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que el sistema monetario haya abandonado los chelines y


la cadencia asonante del sistema duodecimal que nos
volvía locos a los españoles: la ciudad es esencialmente
pareja con la primera visión que tuve de ella.
Divagaba sobre estos pensamientos mientras observaba a
los ejecutivos que salían en estampida, cumplido su
horario con precisión anglosajona, de las modernas oficinas
de Canary Wharf, el innovador distrito financiero de Isle of
Dogs. Un conjunto arquitectónico espectacular que tiene su
epicentro en la HSBC Tower, en Canada Square. Allí la
ciudad tiene dos planos y el subsuelo ha sido estratificado
en la modernidad para que los accesos al undergraound
soporten el consumo propio de centros comerciantes tan
luminosos que semejan estar en superficie. Todo tiene
asistencia de Internet Wi Fi porque nadie quiere estar
desconectado de la terminal que decide en sus vidas.
Ahora la existencia es on line o no es vida. Los hombros de
quienes discurren por este distrito financiero están
deformados por el peso de las computadoras portátiles que
avanzan suspendidas en sus carteras por omoplatos que
ya no sabrían vivir sin soportar el peso cibernético de la
virtualidad autotransportada.
Cuando emerge de nuevo la primavera, los ciudadanos de
estas ciudades inducidas sobre el soporte histórico de
Londres, ocupan las terrazas al borde de los canales del

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Támesis y succionan la vida en sus jarras de cerveza


mientras por un instante se creen mediterráneos en el goce
de un sol que también en Londres es diferente. En Agosto,
el calor es tan tórrido como en Atenas, y en invierno, su
ausencia se soporta sólo en la complicidad de una ciudad
que se envuelve en brumas y lluvias para compensar
precisamente todos los elementos de su identidad en la
medida que su mutación es permanente.
Los viejos Docks han recuperado el Thames desde su
declive industrial para amplificar la complejidad de la
ciudad. Ahora los muelles sirven para mucho más que para
recrear las atmósferas truculentas de los viejos filmes
policiales del final de la segunda guerra mundial, que yo
recuerdo de las sesiones de cine en blanco y negro en los
jesuitas de Zaragoza. Entonces, la entrada lateral, en
bancos corridos de madera, oblicuos a la pantalla, solo
costaba dos pesetas y parecía demasiado. Había que
pagar hasta cinco por las butacas centrales y eso era un
lujo inalcanzable si pretendías que la asignación de cinco
pesetas semanales culminara la merienda del domingo con
una gaseosa.
Entonces, la guerra fría exigía escenarios en donde las
nieblas del río protegieran la identidad de los cuatro
traidores de Cambridge; ¡qué cantera de espías marxistas
desde la elite intelectual británica, incapaz entonces de

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entender las profecías de George Orwell¡ Hoy día solo hay


espionaje industrial y ni siquiera se persigue: los
competidores doblan el sueldo de quienes saben exprimir
mejor la productividad de los obreros; no hay secretos, solo
mejores formulas de sobreproducción. Se espía hasta el
equilibrio y el reparto de los pesos en la Fórmula 1 para
que los Mac Laren británicos puedan doblegar a los Ferrari:
todo es un asunto de dinero que se disfraza de pasión en
donde los aficionados no saben que son los sustentadores
de un negocio que sólo los utiliza.
La información transita porque no hay quien la controle. Por
eso los ejecutivos soportan sus computadoras en la
esperanza de que nadie los espíe por los barrios renovados
de las riveras del Thames. Los urbanistas de la
transformación de los viejos docks portuarios han
conseguido insertar este Londres del nuevo milenio con el
London Bridge y la Tower of London, como si todo ello
hubieran estado desde la época de Oliver Cronwell
dominando el río. Al final la mutación de la ciudad se
acomoda a la sombra de los inmuebles majestuosos que
discurren desde el medioevo a la época imperial y se
acomodan a la manías arquitectónicas del Prince of Walles
sin que se modifique nada esencial con tantas cosas
distintas.

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Pero todo esto no son más que conjeturas. En realidad


Londres no se conoce exactamente desde la superficie. El
metro hace que la ciudad sea transitable porque las
distancias y los precios de los taxis obligan al uso del
underground. Esta circunstancia hace que uno no termine
nunca de observar la ciudad que, en esas ocasiones, solo
se imagina desde sus entrañas. Escudriñar a los viajeros
en los vagones de los trenes nos permite sustituir la
observación de los vecindarios, que quedan arriba, por la
investigación sociológica de sus moradores. Y esa
información es mucho más preciada para conocer la verdad
de la metrópoli.
El escorzo de Londres, cuando se observa desde el
segundo piso de los viejos autobuses urbanos que aún
circulan, sigue siendo inalterable. Y esa caótica
permanencia es lo que hace compatible la monarquía
británica, la tecnología nuclear, la invasión de Irak y el
espectro de Lady Diana Spencer, que se unió a Dodi Al
Fayed en una conjura insoportable contra los restos del
racismo imperial; una venganza histórica de la dominación
de la India. Todo forma una mixtura de pasado y futuro que
nunca agota al visitante. Londres es esencialmente la
representación carnal del imperio británico. ¿Qué es eso
que los esnobs describen como british? Es sencillamente la
permanencia de aspectos que siendo nostálgicos y

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trasnochados amenazan con ser vigentes. Es la mixtura de


la vanguardia y la tradición; la conexión entre los rebelde y
lo conformista; lo moderno y lo clásico; lo costumbrista y lo
innovado.
Hay algo que descubrí en mi reciente y última visita a
Londres. Algunas ventajas indiscutibles de la metodología
cruel con la que la que los británicos conquistaron el mundo
y navegaron por los siete mares. Establecieron que
Londres fuera el epicentro indiscutible del universo,
independientemente de su poderío nacional, que entonces
era esencialmente naval, porque la fe en sí mismos hace a
los británicos indestructibles. Lo han demostrado a lo largo
de la historia y esa afición tozuda que exhiben con sus
diferencias frente al mundo sólo son el certificado de que
su identidad británica los hará invulnerables. Es cierto que
cometieron la torpeza de subir las tasas a los colonos
americanos hasta que les despertaron el anhelo de
independencia que sólo los impuestos excesivos puede
desatar, promoviendo la única derrota militar que les ha
sido a los británicos esencialmente dolorosa, porque de
Dunquerke se desquitaron con creces en la batalla del
Alamein y en el cruce del Rhin.
Su tesón les hizo soportar los bombardeos alemanes,
pudieron observar la independencia de la India sin
dramatismos excesivos y salieron de Hong Kong sin sentir

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necesidad de un síndrome parejo al que en el 98 inundó a


los españoles de la nostalgia menos inteligente: todavía no
hemos descubierto, más de un siglo después, desenlace
para esa frustración. Y encima ellos son capaces de
mantener Gibraltar y de organizar una excursión naval para
recuperar Las Malvinas en un paseo militar hasta el final
del mundo.
Nosotros también fuimos un imperio, pero nuestra falta de
confianza en nosotros mismos sigue haciendo que no
sepamos como utilizar la influencia de nuestro idioma y la
potencia de nuestros recursos. Los ingleses siguen como si
no hubiera ocurrido nada negativo para ellos desde que el
almirante Horacio Nelson ganó la partida de Trafalgar para
cimentar la futura humillación irremediable de Napoleón
Bonaparte en Waterloo. Como los británicos adoran la
liturgia y hacen leyenda de todo, para la historia ha
quedado el último mensaje cifrado del almirante a su flota,
que terminaba con un salmo militar: England expects that
every man wil do hes duty (Inglaterra espera que todo
hombre cumplirá con su deber). Sencillo, elemental, pero
definitivo: la gloria sin aspavientos hasta convertirla en
cotidiana.
Estos pensamientos me alcanzaron en la puerta de
Harrods –uno siempre ha pensado que los grandes
almacenes más famosos del mundo han estado ahí,

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precisamente, desde la época de Nelson- que es visita


obligada solo para confirmar que las salas de foods siguen
en su sitio y la calidad del sushi se siente reconfortada por
los magníficos cortes de buey Hereford. Las colonias y los
perfumes son iguales que en cualquier otro comercio pero
los millonarios saudíes adoran que el establecimiento
emblemático del pasado británico sea ahora de un Al
Fayed que sigue acusando a la monarquía británica de la
muerte de su hijo. Material para guiones cinematográficos.
El resto de la ciudad son escenarios para caminatas
agotadoras en un recorrido que necesita revalidar
convulsivamente que las cosas continúan como siempre.
Al final de la Kings Road, sigue estando un viejo mercado
de antigüedades: cada vez que lo visito, -y lo hago siempre,
sin comprar nada- pregunto el precio de una vieja maleta
de cuero marrón, que permanece impasible al lado de una
colección de baúles de viaje que se libraron del siniestro
del Titanic porque sus dueños desconfiaron de una
tecnología que se presentaba como un reto a la voluntad
de Dios. El paseo termina donde se diluye el espíritu de
Chelsea como remate de una sucesión ininterrumpida de
tiendas de diseño que arrancan en Knightsbridge y
continúan por Sloane Street para enfocar la Kings Road.
Después, el ascenso obligado desde Kensington a Nothing
Hill Gate y el regreso a Marble Arch para caminar hasta el

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Soho y cenar cocina de Sechuán. Nunca me canso de


repetir esta ceremonia.
Londres tiene la virtualidad de permitir siempre un nuevo
redescubrimiento de lo que ya se conocía. Nos ocurre a
algunos españoles de mi generación por la única razón de
que fue el lugar por donde nos asomamos al mundo, que
era casi tan distinto como el que se encuentra un emigrante
cuando desembarca ahora de su patera en una solitaria
playa de Algeciras. Aquella perplejidad, ante un universo
tan distante desde nuestro provincianismo, vacunó nuestra
capacidad de saciedad que nunca se manifiesta en las
reiteradas visitas a Londres: en realidad sirven solo para
confirmar que Heraclito tenía razón. No es poco. Desde
luego, para mi, suficiente.

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Cadaqués, el tiempo encapsulado.

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La esencia de Cadaqués se soporta en una realidad


simple: la villa está escondida al final de un camino agreste
que serpentea durante interminables kilómetros y no
conduce a ninguna otra parte. Esta circunstancia de
aislamiento ha hecho de Cadaqués, desde épocas
remotas, un enclave solitario, accesible en otras épocas
casi exclusivamente por mar. El resto es solo la mixtura del
Mediterráneo más azul, una bahía protectora de
tramontanas y mistrales a la sombra de Cap de Creus y
una ciudad construida -para defenderse de corsarios y
piratas- en lo alto de una roca que se desparrama
placidamente por callejuelas estrechas hasta establecer un
pacto permanente de amor con cada una de sus pequeñas
calas.
Al atardecer, durante los meses de verano, cuando los
domingueros se han ido después de auscultar las huellas

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de Salvador Dalí, en el entorno mágico de Port Lligat, los


cadaquitas emergen sigilosamente de sus guaridas: son
una especie que se instaló aquí en los años treinta,
apuntalando la existencia de los nativos del lugar, los
cadaqueses, y todavía no se ha ido. He deducido que en
realidad los cadaquitas son una secta de cuyos códices
ocultos no se tiene conocimiento preciso. Solo se sabe que
sus comportamientos se rigen por el conjuro iniciático de un
puñado de familias de la burguesía barcelonesa para
ocupar la tierra de esta ínsula de libertad al objeto de que
nadie pudiera destruir el concepto básico de la villa de
Cadaqués, que es, sobre todo, persistencia nostálgica de
otra época para hacerla sencillamente imperturbable y
estática.
El tiempo está encapsulado en este zoroástrico rincón
donde las liturgias se consagran a la estabilidad de las
cosas para que permanezcan intactas e inalterables.
Acceder a esta hermandad es casi imposible ahora,
porque los derechos se heredan por familia y solo se
permite acercarse a estos arcanos por vía de la sangre. Es
cierto que la ciudad es tolerante con la infidelidad de
quienes se fueron si el retorno se hace con humildad y sin
aspavientos. Los nuevos ricos se acercan al calor de estas
leyendas, pero no logran integrarse porque se sienten
incapaces de la comunión intima con esta atmósfera que,

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de puro sencilla, se intuye sinuosa; los extraños no pueden


creer que las cosas, aquí, en Cadaqués, sean tan
elementales. Por eso tienden a encubrirlas con un halo de
sofisticación. Nada más falso. Cada cosa es, exactamente,
como se muestra. Y la exclusión de quienes pretenden
incorporarse es la consecuencia de la incapacidad que
tienen por entender que no basta el dinero para tener un
hueco en este paraíso.
Eso no significa que la solvencia sea prescindible; el precio
de la tierra también espanta a los advenedizos porque la
escenografía no tiene como patrón el mármol de Carrara ni
las alfombras de Isfahan; el lujo, en Cadaqués es mucho
más sutil: está diluido, sencillamente, en el horizonte que
se vislumbra más allá de es Cucurucuc, la isla escarpada
que es el epicentro de la bahía.
El mar siempre es protagonista. Cuando la tramontana se
instala y las burbujas de agua y viento acomodan la vista a
un paisaje inquitatenemente bello, ningún habitante de
Cadaqués se incomoda por esta perseverancia que para
otros humanos resultaría inhabitable. Acomodan su alma a
la incertidumbre del viento y esperan, sencillamente, que la
inclemencia amaine, aunque dure siete veces siete días. Si
la mar está en calma, entonces, descansan los ojos sobre
la línea del horizonte para esperar simplemente que no
ocurra nada. No hay mucho más que hacer, pero esta

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encomienda es la más plácida que un ser humano sensible


pueda emprender.
Cadaqués es una apuesta estética inamovible. La
elegancia, aquí, también es distinta. Flota sobre la edad de
unas mujeres que siguen siendo siempre hermosas,
asentada su belleza en la prolongación de sus cabellos
desteñidos por el sol del Mediterráneo que se empatan con
las arrugas del rostro, hasta parecer naturales. Uno no las
imagina jóvenes porque su belleza actual es suficiente; no
hay reclamo para la nostalgia de la juventud porque lo que
se ve satisface a las almas influyentes. La vejez, en
Cadaqués, es un concepto dinámico porque nunca se es lo
suficientemente anciano como para llamar la atención si
uno acomoda su vestimenta y su aspecto a esta
circunscripción ornamental de cuya fundación no se tiene
noticia precisa.
Durante el día, los misteriosos habitantes de esta colonia
secreta se mueven sigilosos, adornada su cabeza con un
casco quitamultas, descendiendo en pequeños
ciclomotores con una cesta de mimbre colgada al hombro
para hacer los últimos mandados. El abastecimiento es
solo la coartada necesaria para descender de sus refugios.
Bajan de sus mansiones discretas, casi perforadas en la
roca, disimuladas en la orografía intrincada de Cadaqués,
que solo ocultan los lujos imprescindibles para resaltar la

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naturaleza de un paisaje imperturbable hasta hacerla


confortable. Compran el pan y los periódicos del día para
luego regresar a sus cubiles. Desde sus casas, en lo alto
de las lomas, no se siente el bullicio de los turistas y el
entorno aparece inconmoviblemente desierto. En este
rincón escondido del Mediterráneo el placer solo se
encuentra en la exclusividad de poseer un trozo de tierra
encajado en un escenario que no puede dilatarse en
ninguna magnitud; Cadaqués tiene unas dimensiones
precisas, atrapadas en el pacto suscrito cuando todavía
Luís Buñuel, Salvador Dalí y Federico García Lorca creían
que España era un país confiable que les iba a permitir la
inmortalidad asentada en su propia tierra.
Antes de macharme descubrí otra ramificación de su
misterio: algunos vigilantes de la pureza de este conjuro
envejecen reservadamente en las mesas del Club Náutico.
Se les puede ver desayunando en las cálidas mañanas de
agosto, sentados en el casino, ataviados con shorts de
exploradores de sus propios sueños, con una cabellera
larga y desvaída de blancos y grises que les delata la edad
escondida en sus simulaciones conductuales y fingiendo
unas ocupaciones que no tienen: solo custodian que no
cambie nada mientras representan que leen La
Vanguardia, que es en realidad el mismo periódico
reciclado desde hace setenta años. Pensé que tal vez con

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un meticuloso entrenamiento en la observancia prolongada


de todos estos fenómenos, pueda llegar yo a descifrar las
claves que me permitan acceder a ser cofrade de la
posesión de todos estos misterios. Entonces, si culmino
con éxito esta ensoñación, solo me faltará el dinero para
comprarme una casa en Cadaqués.

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Noctámbulos en el Tyssen

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Buenos Aires, a propósito de la modernidad.

La modernidad es una droga poderosa que genera


dependencia. Su síndrome de abstinencia convoca
consumo desbordado, sometimiento permanente a cuotas
hipotecarias y servidumbre a tarjetas de crédito. El exceso
de modernidad modifica los comportamientos humanos
hasta trasladarlos a un hemisferio de agresividad propio de
las épocas en las que la cultura todavía no había modulado
nuestros caracteres. En realidad, este estado de cosas es

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consecuencia natural de la expansión de un capitalismo sin


contrapesos ni cautelas que ya no respeta los pactos que
determinaban un cierto equilibrio entre la propiedad y el
trabajo; ahora, sencillamente, la capacidad de compra y la
oferta revientan los bolsillos y la dependencia no es de la
escasez de un salario sino de la sed devoradora insaciable
de todo lo que pueda contener un escaparate. Imposible
determinar un inventario razonable de deseos porque la
voluntad propia está enajenada por la necesidad de
producir y de vender de las multinacionales que a través de
fórmulas de franquicia – un concepto acuñado para
uniformizar universalmente nuestros gustos y nuestras
necesidades- nos acosan con objetos que objetivamente no
son necesarios.
Reflexionaba sobre todo esto en la terraza del café
Martínez, en la avenida Libertador, en Buenos Aires, donde
el verano contrapuesto al nuestro hace que la distancia
entre los dos mundos no permita siquiera coincidir en los
solsticios, que están invertidos y son contradictorios. Esto,
y la diferencia horaria, hace que las dos realidades, la
europea y la sudamericana, aparezcan todavía más
distantes de lo que en realidad están. El tema del
desacuerdo horario no es menor: me ahorro la mitad de los
llamados de España porque yo me levanto cuando ellos ya
están comiendo en su mediodía, y es sabido que los

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españoles molestamos menos en hora de la siesta. En


estas cavilaciones me preguntaba cual es la esencia de la
vida porteña que hace que las estancias en Buenos Aires
sean mucho más placidas que la vida cotidiana en Madrid.
Estábamos a punto de comenzar el verano austral y el
calor se desparramaba por los bosques de Palermo donde
se mezclan siempre los fanáticos del culto al cuerpo con los
turistas que adoran el sol fuera de su estación de
residencia. Mi observatorio, al amparo de un café ristretto -
espeso, abigarrado, italiano- y un vaso de soda, era
inmejorable para escudriñar la escenografía de la ciudad.
En Buenos Aires el café es esplendido y te lo convoyan con
medias lunas –así les llaman aquí a los cruasanes- de
grasa o de manteca, a elegir. Son el eje central de una
costumbre lúdica que bajo el eufemismo de “facturitas” o
“facturas” engloba todo tipo de panes dulces inigualables,
sin los cuales los habitantes de la ciudad no podrían
sobrevivir. El té no tiene esa denominación por la infusión
sino en la práctica de enfrentarse, a mitad de tarde, a unas
suntuosas porciones de masas dulces, de hojaldres o de
sándwich de miga, que envuelven el queso, los fiambres y
las ensaladas en láminas inimaginablemente delgadas de
pan blanco o negro. La tecnología de la merienda y de las
picadas (una especie de tapeo bajo los auspicios de la
herencia italiana de consumir queso y fiambres alrededor

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de una cerveza o un vaso de vino) es tan refinada que


luego uno no puede entender que el aeropuerto de Ezeiza
se acostumbre a funcionar sin rádares de aproximación;
pero los aviones despegan y aterrizan con cierto orden y
sin que transcienda a los pasajeros sensación de riesgo y
su comparación con el know how de las confiterías no
produce demasiado contraste. El Dufty free de este
aeropuerto es de los más sofisticados y surtidos del mundo;
el personal es amable y servicial y los productos ofertados
están en un precio tan asequible que uno puede embarcar
en el avión con una caja de botellas de vino de Malbec, una
pieza extraordinaria de ojo de bife envasado para
conservar el frió y una caja metálica de alfajores de dulce
de leche sin despertar sospechas de los servicios de
inteligencia norteamericanos y sin enterarse de que los
aviones aterrizan de oído. ¿Hay mayor felicidad que la
inconsciencia envuelta en este confort?
Todavía la ausencia de modernidad permite la proliferación
de los cafés que ocupan casi todas las esquinas de Buenos
Aires en espera de saber si la consolidación del crecimiento
económico impulsará un boom inmobiliario que transmute
todos los bares y establecimientos de recreo –que siempre
ocupan enclaves privilegiados- en oficinas bancarias. Si
eso ocurriera, los porteños tendrían que inventar otras
plataformas para la conversación, que es el epicentro de

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esta vida en la que la palabra es el subterfugio para


demostrar que el tiempo, al fin y al cabo, no es tan
importante, porque sus dimensiones evitan el trabajo de
salir corriendo para hacer un buen negocio inmobiliario.
En realidad el psicoanálisis -que es una conveniencia
asentada en el prestigio de tener algo que decir con ciertas
dudas- es la prolongación de las conversaciones de café,
revalorizadas por las expensas que cobran los analistas. La
costumbre se arraigo tanto que psicoanálisis y diálogos de
café forman un entramado circular del que es imposible
sustraerse al poco tiempo de permanecer en la ciudad, que
obliga a practicar estos ritos. En definitiva, todo es un culto
a la palabra y estas habilidades son siempre inofensivas;
no se tiene noticia de que ninguna tertulia haya provocado
una tragedia porque el porteño, al final, no se irrita ni en las
contrariedades de tráfico. En las consultas de los
terapeutas ocurre lo mismo: la palabra, como mucho,
puede generar unos sollozos cuando el verbo se equilibra
en el subconsciente, asentando un sufrimiento que no
había encontrado acomodo en la vida personal. Hay una
tecnología de evitación del conflicto y los aspavientos en
algunas conversaciones son reminiscencias del origen
italiano de una parte sustantiva de la población argentina.
Nada más que gesticulaciones y afectaciones; la violencia
solo se ejercita por las barrasbravas en las canchas de

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fútbol o cuando prestan sus servicios como piqueteros en


una manifestación del gobierno o contra el gobierno: los
asistentes profesionales son siempre los mismos. No tengo
conocimiento preciso de las tarifas que cobran los
piqueteros o los forofos agresivos del fútbol pero sí de que
tienen una organización jerarquizada y precisa.
La palabra, el psicoanálisis y las charlas de café ocurren
plácidamente en el hemisferio de las clases privilegiadas,
porque asomarse al otro lado de la avenida General Paz -
que es el meridiano de las dos realidades bonaerenses, la
capital federal y la provincia- es una cosa mucho más
compleja. Estamos hablando del lugar de tránsito y
residencia de las clases medias entre las que abundan
quien quiere representar que es adinerado. Hay
simuladores, pero los ricos, en Argentina, están tasados,
sin que exista un vademécum explícito que les incluya a
todos, pero sí un inventario sobrevenido para que entre
ellos se reconozcan. Los acaudalados no son masones,
pero forman una secta que se reconoce por algunas señas
de identidad inexcusables: son soberbios y altivos, atributos
sustentados en su más profunda inconformidad con lo que
para ellos es el fatalismo geográfico que les hace
irreparablemente sudamericanos; darían su sangre por ser
europeos, a ser posible, ingleses, solucionando o
soslayando la humillación histórica de la pérdida de Las

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Malvinas. Esta circunstancia –la confrontación con los


británicos por las islas que aquellos llaman Falklands- no
les afectó demasiado para tener sus cuentas corrientes y
sus corazones en Europa, porque su patriotismo termina
donde comienzan sus cuentas bancarias que salvaron del
corralito gracias a la información privilegiada que siempre
manejan estos elegidos.
Los ricos en Buenos Aires miran con desdén al personal de
servicio. Necesitan exhibir una grosería que tiene origen
rural, en las grandes estancias que hicieron que el campo
fuera sostén de una riqueza tan sólida que en ninguna
época trágica han conseguido extirpar, por muchas
barbaridades que han hecho. Los peones de estancias
viejas siempre estuvieron sometidos a la tecnología del
caciquismo, que es la expresión civil del viejo caudillismo
heredado de la colonización española, que sigue
funcionando como contrafuerte de la política. Sus
comportamientos, los de esta clase criolla adinerada, son
una mixtura del señorito andaluz con el gringo impertinente;
muchos carecen de cultura y su superioridad se sustenta
en la dominación histórica sobre las clases más bajas que
están requeridas a que su existencia dependa del humor
del criollito. En realidad, para ser justos, estas naturalezas
no son exclusivas de la clase alta porteña ni de los
hacendados argentinos: toda Latinoamérica está

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impregnada de poderosos inconformes que desprecian lo


indígena y quieren escaparse de unos países que ellos se
han encargado sistemáticamente de esquilmar y arruinar.
Ostentan un patriotismo de conveniencia que sólo sirve
para originar unas riquezas que inexcusablemente revierten
en el exterior como moderno sucedáneo de la época
colonial; además, ahora, los paraísos fiscales tienen
opacidad fiscal y no hay que dar cuentas al Rey de España
ni al administrador de ninguna encomienda. La única
diferencia de los miembros de esta aristocracia económica
argentina respecto a sus colegas latinoamericanos es que
están amargados porque el destino no les permitirá nunca
ser europeos y esa inconformidad les inhabilita para
percatarse que las dimensiones del país que regentan les
daría para un liderazgo sudamericano que nunca han
querido ejercer porque tienen la mirada perdida en los
grandes almacenes de Madrid, Londres y París.
Existe una leyenda nacional sobre la corrupción de la
política –de la que hablan inevitablemente todos los
taxistas de Buenos Aires- que nunca se transforma en
sentencia judicial firme. La metodología para que la
sospecha nunca se traslade a papel de oficio en tribunales
es la exportación de los capitales sustraídos que duermen
en las cajas acorazadas de la banca suiza, en cantidades
que están tasadas y que nunca piensan en retornar salvo

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que un negocio rápido y especulativo permita una entrada y


salida del dinero sin tiempo a que sus semillas hagan
crecer el país. Pero esta crónica de la tragedia promovida
por la clase dirigente argentina no evita que este sea uno
de los países más maravillosos del mundo. No hay ningún
conjuro humano –y menos aún de naturaleza
esencialmente económica- que pueda destruir lo que se
intuye solamente observando el tránsito de la vida desde la
vereda del Café Martínez, en la avenida Libertador de
Buenos Aires.
En Argentina todavía no hay crédito. Las consecuencias del
desastre económico del 2000, que aquí se llama “default”,
todavía generan una sinergia irresistible entre dos
desconfianzas: la de los ciudadanos frente a los bancos, a
los que entregaron un peso cuando valía un dólar y luego
se lo devolvieron dividido por tres, y la de los bancos que
no saben si lo que prestaran les sería devuelto. Las
operaciones inmobiliarias se hacen al contado, metidos
todos, compradores y vendedores, en un siniestro
despacho de banco para que el aleteo de una máquina
contadora de dinero simule que se está rodando una
película de narcotraficantes. Y no es necesariamente para
blanquear dinero negro, que también; basta la
desconfianza en el sistema bancario para que la gente
prefiera llevarse el dinero de la venta de un piso, en dólares

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americanos, en el fondo de la mochila que usan los


adolescentes para transportar los libros a la escuela. Ni
siquiera el temor a que un chorro les de un palo a la salida
del banco les disuade de la práctica del contado, porque
temen más a la inestabilidad económica que a la
delincuencia.
La vivienda es cara pero no porque hayan crecido los
precios sino porque ha encogido la moneda. En
consecuencia, no se creen ricos los que disponen de una
casa ni pobres de solemnidad quienes no han podido
comprarla. Ese equilibrio mantiene los precios estables y la
angustia por ser propietarios todavía no ha impelido a los
argentinos a entregar su alma, su cartera y su vida a
ningún banquero español, que son los que proliferan ahora
por toda Latinoamérica –y también por el mundo- afilando
los cuchillos de las cuotas para cuando el desarrollo dé el
pistoletazo de salida al paraíso de modernidad que promete
generalizar este mundo globalizado.
El resultado de toda esta situación es determinante de dos
realidades que ni siquiera se contemplan: la mitad de los
argentinos está debajo del límite de la pobreza y la otra
mitad no para de gastar en los teatros de la calle
Corrientes, en los cafés y restaurantes de Palermo o Puerto
Madero, blandiendo un vaso de vino de Mendoza o una
botella de aperitivo italiano; y cuando no salen a la calle,

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encargan la comida a un delivery, que es la forma de


trasladar el bienestar a las cocinas de cada casa sin
necesidad siquiera de prender los fogones.
En los últimos años han sido los chinos quienes han
impulsado la economía argentina y es otra vez el campo, la
pampa húmeda y la pampa seca, quien cosecha los
dólares para que el Banco Central mantenga el equilibrio
de un peso bajo para fomentar la exportaciones. La soja es
la reina de la economía argentina y son sus hacendados
quienes no saben que hacer con los fajos de divisas que
inequívocamente revertirán de nuevo en el extranjero para
cimentar la desconfianza que ya es histórica de los
argentinos con su economía.
La amenaza para esta estabilidad emocional, asentada en
una económica rural y doméstica, viene del norte.
Empresarios inmobiliarios de Miami levantan su propia
Manhattan en Puerto Madero, donde la tendencia mundial
de convertir la viejas fábricas y los docks portuarios en
urbanizaciones de lujo no ha dejado de introducirse en la
realidad porteña. Las torres de Puerto Madero desafían la
gravedad y se levantan poderosas al amparo de la
autoridad portuaria que pasa por ser la mejor policía del
país, convertida en guardiana de un paraíso de renovación
que enorgullece y asusta a los ciudadanos de Buenos
Aires. A la sombra de los rascacielos se ha establecido la

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segunda instalación de los mejores restaurantes de la


ciudad, que doblan las mesas sin creerse la facturación que
recuentan en cada madrugada. No importa que el asado
esté chamuscado o que las ensaladas estén mustias y la
pasta desvencijada en el tránsito de los pucheros a las
mesas, porque el marco de magnificencia del barrio
suaviza y hace digestivos todos los menús en el único
ambiente, además del fútbol, que permite a los argentinos
sostener su pretensión de ser los mejores del mundo.
El área de influencia de Puerto Madero se extiende y se
fusiona con el bohemio barrio de San Telmo, donde tomó
carta de naturaleza la ciudad de Nuestra Señora del Buen
Ayre, arrasada al poco tiempo de su fundación por los
indios locales y que fue vuelta a levantar, con una
persistencia española, cuarenta años después, con la
denominación levemente modificada: Ciudad de la Trinidad
y Puerto de Santa María del Buen Ayre. Desde entonces,
desde su refundación, los porteños que engalanan todo
para que no se sepa donde termina el envoltorio y donde
empieza la esencia de cada cosa, siguen jugando con la “y”
que la introducen en marcas de ropa y en logotipos
bancarios, de tal forma que “ayre” es un signo de identidad
de la ciudad.
Para entender la importancia del embalaje que domina
siempre al contenido, solo hay que recordar que en poco

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tiempo dos importantes pro hombres locales tuvieron que


reconocer que utilizaban un título del que carecían. El
licenciado Telerman, que era intendente (alcalde) de la
ciudad hasta que el presidente de Boca, Mauricio Macri le
dictara un revolcón en las urnas, tuvo que despojarse de su
título universitario que no había consolidado con el final de
la carrera y pagar una multa para zanjar el pleito. Jorge
Telerman no es licenciado ni falta que le ha hecho para sus
múltiples y casi siempre exitosas empresas; pero no pudo
renunciar a la tentación del adorno. Lo mismo le ocurrió al
ingeniero Blombeerg -saltado a la fama por el secuestro y
asesinato de su hijo- al que también se le descubrió que no
lo era, y tuvo que apearse de esa condición académica de
ingeniero para situarse en los parámetros de empresario
millonario, que tampoco está mal. Pero en Buenos Aires, si
la cobertura no es deslumbrante, se desdeña el producto.
Pero el primer espejismo para que el turismo haya
descubierto Buenos Aires es, precisamente, el solemne
envoltorio de la ciudad. Los visitantes consumen, se
vuelven locos con el Tango y sueñan con comprarse un
petit hotel en San Telmo o en Palermo Viejo. Buenos Aires,
como ensoñación de vida, ha adquirido carácter de leyenda
cuando se ha sabido que Francis Ford Copola decidió
alimentarla con una oficina, un pequeño estudio y un hotel
reciclado en el corazón de Palermo. La quimera de ser un

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imán para el resto del mundo ha empezado a funcionar y el


turismo empuja la economía como complemento de una ola
exportadora de carne de vacuno, de soja y de productos
agrícolas, que son la base ancestral de la riqueza del país y
la causa profunda de su falta de industrialización.
Y así transcurre la vida con el hemisferio cambiado. Las
cosas suceden sin empujar la realidad y se pueden discutir
en cada esquina sabiendo que las consecuencias de la
conversación no modificarán nada. No se pretende dar
trascendencia a cada acto porque los telediarios todavía no
apabullan. Los taxistas sufren moderadamente un tráfico
caótico dentro de los límites razonables de un parque
automovilístico que se renueva cada muchos años sin
necesidad de que la oferta de las cuotas te obligue a
cambiar de coche. Los grandes almacenes no te embriagan
con aplazar los pagos del televisor a la fecha que el niño
que acaba de empezar la escuela termine el servicio militar
que ya no existe; son mucho más modestos al ofrecer
cuotas para la compra de la semana. Y los parques siguen
teniendo vida asegurada, porque jugar al fútbol, en la
vereda, es la garantía de que seguirá habiendo un montón
de pibes que hagan grande a Boca Juniors y alimenten la
liga española de fútbol.
El anzuelo de Buenos Aires es, sencillamente, su ausencia
de exceso de modernidad. Quienes la visitan y se juran

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volver no han descubierto la esencia profunda de la


atracción irresistible que para los europeos tiene la capital
del Río de la Plata. Tampoco lo ha descubierto todavía
Mauricio Macri ni su ministro de turismo. Planifican
desarrollos, exploran urbanismos y conjuran proyectos para
seguir haciendo grande a Buenos Aires y no se han
percatado de que para que el enamoramiento de la
humanidad con la ciudad no se diluya sólo hay que
escaparse de los errores que comete la economía global en
las sociedades que caen en las garras de su consumo.
Casi nada.
Cae la noche y la ciudad se prepara para no dormir. A la
vuelta de casa venden flores interrumpidamente, las
veinticuatro horas del día, aunque los enamorados y los
culpables permanezcan sin recursos. El quiosco de
periódicos tampoco cierra y aguarda paciente en la
madrugada, de guardia, a que lleguen los ejemplares de un
periódico que no tiene demasiada prisa por contar lo que ya
se sabe. Los noctámbulos toman posiciones para
aprovechar el último trago compinchado con la última
palabra, que sin embargo no será definitiva. La modernidad
acecha amenazante, emboscada en la promesa de hacer
más felices a los argentinos cuando puedan tener de todo
para aprender a no disfrutar con nada. Solo es cuestión de
que el tiempo haga bien su trabajo.

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Los turistas japoneses preparan a primera hora de la


mañana su abordaje al Museo Tyssen-Bornemisza en la
disciplinada fila del cercano Starbucks Café, justo en los
bajos del hotel Palace de Madrid. Los Starbucks Cafés son
un invento norteamericano para homogeneizar su tardía
incorporación a la cultura del café express. Han establecido
una disciplina de hierro en los protocolos de su consumo
para diferenciarse de la forma mediterránea de consumir
esta infusión que requiere sosiego, tiempo y conversación.
Los Starbucks Cafés han establecido un sistema universal
de franquicias para garantizar una homogeneidad
insoportable que se abre imparablemente camino en el
mundo entero. De esa forma los Macdonalds son a la
hamburguesa lo que estos establecimientos al café y con
ello consiguen que en Minessotta, en Moscú y en Pekín
sienten que el café es ahora un invento suyo. No hay que
darle muchas vueltas porque no tiene remedio.
Desde bien temprano, los japoneses hacen la cola, piden
su brebaje y deletrean su nombre para que el dependiente
lo escriba con un rotulador en el vaso de papel con todas
las especificaciones que individualizan la infusión. El mismo
dependiente prepara la bebida con las pautas solicitadas e
inmediatamente pregona en voz alta el nombre de quien la

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ha encargado, aunque no haya nadie más en el


establecimiento, en una ceremonia que encanta a los
fanáticos de estos establecimientos. Con eso son felices y
viven ordenados.
Para cuando consumen su café los turistas japoneses la fila
ya está formada en la puerta exterior del Museo. Hoy,
milagrosamente, la pool position la tienen dos catalanes de
mediada edad, armados de catálogos de pintura y de
paciencia. Detrás se alinean un grupo de jóvenes
norteamericanas, todas con sandalias de explorador, faldas
cortas de tela de jens y camisetas ajustadas. Han sido
enviadas a Europa para festejar su graduación en la High
Schol. Acuden a los museos con la resignación metódica a
la que les obliga los protocolos establecidos en
Norteamérica para todas las cosas, sea para caso de
incendio, ataque terrorista o para una visita de estudios a
Madrid. Su experiencia carecerá de sorpresas en los
primeros días: acudirán a comer al Planet Hollywood o al
Hard Rock Café para sentirse siempre como en casa; eso
les permitirá inhibirse ante cualquier tipo de emociones.
Luego, pasado el tiempo, si tienen suerte y conectan con la
ciudad terminarán en un botellón de madrugada que será
un electroshock del que jamás podrán dar cuenta a sus
padres confiados en las señas de identidad tan

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concienzudamente sembradas en la forma estadounidense


de entender el mundo.
A esa hora, cuando el museo abre sus galerías, los
pintores inmortales, después de otra noche agotadora de
discusiones para escudriñar la esencia del arte, descansan
agazapados, escondidos en sus lienzos y en sus tablas,
disimulados en los retratos o en los paisajes de sus obras.
En primavera es cuando se celebra la mayor
concentración de artistas inmortales en Madrid; su lugar
preferido, naturalmente, es el Tyssen-Bormemisza.
Me veo obligado a explicar esto porque todavía hay
ingenuos que pretenden que los grandes maestros de la
pintura universal pueden alejarse de sus obras y desistir
de la dialéctica permanente sobre la evolución del arte. La
esencia de su eternidad, aunque haya quien no lo sepa,
radica en la indeleble cercanía con su creación.
Dependiendo de la época del año, de las inclemencias del
tiempo, se desplazan al abrigo de sus pinturas desde el
MOMA de Nueva York al Museo Británico y de allí, con
escalas esporádicas en el Louvre o en el Prado, escogen la
primavera maravillosa del Tyssen-Bornemisza. Les fascina
la sensibilidad con que se ha diseñado durante dos
generaciones esta colección inigualable.
En las primeras salas, cada vez que se celebra el
equinoccio de verano, los primitivistas italianos reivindican

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la imitación de la naturaleza como guía única de la


legitimidad de la obra. El más obstinado es, sin duda, El
Maestro de La Magdalena, que no está dispuesto a
concederles a Giotto o a Jan Van Eyck razón alguna para
incorporar la perspectiva a las ensoñaciones de sus obras.
Es tan terco que a pesar del tiempo transcurrido, continúa
convencido de que el dibujo deber ser esencialmente
plano. Hay quien sospecha que cuando los demás pintores
duermen se desliza observando los lienzos más modernos,
escudriñando entre los materiales y las disposiciones
geométricas de los dibujos, intentado descubrir algún truco
o magia en la profundidad inducida por las perspectiva que
tienen los lienzos, sin resignarse a que los planos son
inducidos por la utilización de las técnicas de dibujo para
simular profundidad. Pero no cede a sus propios
mecanismos que ya van siendo trasnochados aunque sigan
siendo sublimes. Jan Van Eyck es sin duda quien más
tiempo ha empleado con el Maestro de la Magdalena y su
esfuerzo ha llegado a revelarle la técnica con la que simula
el carácter tridimensional de las obras extendiendo veladas
capas de óleo sucesivas para crear la ensoñación de
profundidad que todavía no está apoyada en la geometría
variable. Pero todo ha sido inútil.
Durante las horas en las que el museo está abierto al
público los artistas observan en silencio la evolución de los

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visitantes desde las sombras de sus obras. Escudriñan sus


reacciones y comentan sus torpezas. Los turistas mayores
son siempre las más ruidosos y espontáneos, tal vez
porque ya no tienen tiempo para ofertar disimulos. A los
españoles les compensa una visita al museo cuando
tropiezan con algo que les es familiar y el chovinismo
siempre se manifiesta desde el umbral mismo de la sala
número 11, cuando identifican las obras de Doménikos
Theotokópoulo, “El Greco”. Nada produce más satisfacción
a un compatriota que confirmar un conocimiento, sobre
todo cuando son escasos.
En el universo renacentista del Tyssen, Vittore Carpaccio
es el narcisista insoportable que todos detestan, solo
porque su obra, Joven Caballero en un Paisaje (1510), es
sin duda la que más brilla, tanto por su ubicación
espléndida en una sala privilegiada como por darle vida a
la portada de la guía oficial del museo.
De todos los cuadros expuestos en la galería superior, el
que más desconcierta a los cristianos es Jesús entre Los
Doctores, de Alberto Durero; su modernidad es
insoportable desde su antigüedad de 1506. La expresión
poco confiable de Jesús en el lienzo, desde los parámetros
de sus representaciones tradicionales, no pasaría hoy los
estrictos controles de calidad exigidos por los monseñores
Rouco Varela o Antonio Cañizares. ¡Buenos están los

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tiempos para permitir afeminamientos en la Conferencia


Episcopal¡
Abajo, en las plantas inferiores, es otra cosa. Por la noche
reina la anarquía cuando Pablo Ruiz Picasso se enfrasca
en ruidosas algarabías con Matísse, Degas y Egon Schiele.
El pintor austriaco se queja de la poca presencia de sus
obras, aludiendo que él no es, ni mucho menos, el único
depravado en este universo de bohemios. Lastima que
Viena quede tan lejos como para llamar refuerzos.
Vicent Van Gogh no sigue jamás los consejos médicos y
sus crisis son frecuentes, pero todos se las toleran por el
respeto que promueve uno de sus cuadros más bellos,
“Descargadores de Arles”, sobre cuya valía no se admite
discusión en el rincón de los impresionistas. Está claro que
la Baronesa Tyssen tiene pasión en su colección privada
por esa época de la pintura universal: Camille Claudel,
siempre a la sombra de Rodin, Pisarro, Monet, Toulouse-
Lautrec, Paul Cézanne... todos presumen, cuando el
alcohol discurre con generosidad, de gozar de los favores
privados de la baronesa, pero los expresionistas , desde
Enrich Heckel a George Grosz y Otto Dix, insisten una y
otra vez que el volumen no certifica la calidad en el arte. El
ambiente, hay días que se carga tanto, que se vuelve
irrespirable. Los artistas no son fáciles.

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Al final del recorrido, Fernando Léger y Liubov Popoya


apenas pueden ocultar su amor de madrugada que pocos
entienden por la diferente concepción de su obra. Los más
críticos, Ernest Ludwindg Kirchner y, sobre todo, Emile
Nolde, no pueden entender que las pasiones humanos
puedan distraer un minuto de la búsqueda desesperada de
un consenso sobre cualquiera de las cosas que quedan
pendientes en el universo del arte.
Anochece en Madrid y los últimos turistas rezagados,
generalmente italianos, remolonean hacia la salida. Los
guardias de seguridad registran todos los rincones y las
luces se amortizan como la caída de la tarde. El Tyssen
Borneminza simula que duerme, pero es a esa hora cuando
los inmortales salen de los pliegues de sus cuadros y se
deslizan con la libertad de saberse dueños absolutos
duraqnte unas horas de la totalidad del museo.
Algunas mañanas, cuando los camareros de turno intentan
poner orden en los estantes de la cafetería, echan en falta
alguna botella. Todavía nadie ha descubierto quien de los
pintores sumergidos en la debilidad del alcohol, cada
madrugada, se desliza hacia el sótano para atrapar una
frasca. En el fondo eso no es tan importante, porque
todavía quedan muchas madrugadas en el museo más
bello de Madrid para delimitar las fronteras en la evolución
del arte. Mientras, jóvenes pintores vivos, todavía sin obra

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suficientemente reconocida, pugnan por los favores de Tita


Cervera, baronesa Tyssen, para hacerse un hueco en las
paredes del Palacio de Villahermosa y poder empezar a
discutir, con mucha modestia al principio, con los más
sólidos maestros del arte.
Fuera, en la calle, al amanecer, los camareros del
Starbucks Café encienden las máquinas para que el agua
vaya tomando temperatura. Los primeros japoneses se
aproximan sigilosos para iniciar el ritual. Resulta increíble
que a pesar de tantas evidencias, todavía haya gente que
se percate de que los inmortales, noctámbulos
empedernidos, se despiertan cada noche por los pasillos
del Tyssen-Bornemisza y se vuelven a agazapara al
amanecer, para observar una nueva remesa de turistas que
deambularan entre los lienzos sin descubrír el más
evidente de los secretos del museo.

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Frans Hals sigue en el asilo de Haarlem.

Acudí a Haarlem siguiendo las huellas de Fran Hals. Fui


seducido en espacios y episodios sucesivos: el primer
encuentro con el pintor fue en la National Galery de
Londres, visitando la muestra que se celebró el verano

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pasado bajo el sugestivo título de “Dutch Portraits: The Age


of Rembrandt ad Frans Hals”. Esa misma exposición
todavía pudo visitarse hasta el 13 de enero en el museo
Mauritshuis de La Haya. La puesta en escena de la
muestra es sencillamente sublime y poco queda por decir
de las piezas maestras de Rembrandt exhibidas,
empezando por “La lección de anatomía del doctor
Nicolaes Tulp” y "Los síndicos de los pañeros o los
Staalmeesters". Pero más allá de la genialidad de
Rembrandt –suficientemente conocida- mi atención se ciñó
en dos de los espléndidos cuadros de Fran Hals que allí
estaban expuestos: “Retrato de Willem Van Heythuysen” y
“Retrato de Pieter Van den Broecke”. Me impactó tanto la
expresividad de las figuras, la terminación, casi
impresionista de sus gestos aventados con pinceladas
aparentemente imprecisas, que decidí que la
contemplación de la obra de Hals merecía toda una
expedición de descubierta. El itinerario no era tan
complicado: Ámsterdam y Haarlem. De repente, la
observación detallada de cada cuadro, más allá de la
apreciación técnica y estética, se reveló como una
radiografía fehaciente de la época en la que lo que hoy es
Holanda se constituía en epicentro del comercio mundial,
escuela de tolerancia religiosa y avanzadilla de modernidad
en un mundo cambiante. Y es lo retratos de Fran Hals es

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donde se percibe, a través de la expresión de sus


protagonistas, los retazos profundos de almas que no se
encontraban todavía a gusto en unos tiempos que no
terminaban de llegar. Hals lo percibió y lo dejó señalado
para que lo descubrieran los elegidos.
El tránsito inmediato a Ámsterdam permitió incentivar la
curiosidad en las obras expuestas en el Rijksmuseum -
reducida al mínimo la exposición de su colección, por las
obras de remodelación- que se exhibe de una forma
inteligente en lo que se han bautizado como
“masterpieces”. Solo un apeadero obligado hasta el
destino final en el museo Fran Hals de Haarlem.
No se perciben facturas pendientes al llegar a Haarlem.
Hace ya demasiado tiempo de la guerra de los Ochenta
Años y de que don Fadrique, hijo del Duque de Alba,
terminará por tomar la ciudad, rendida por el hambre
después de un cruel asedio en que tanto los atacantes
como los sitiados hicieron gala de una extraordinaria
brutalidad, hija de aquellos tiempos en que la religión era
motor de odio, como en tantas otras épocas de la historia
universal.
Ahora Haarlem, una ciudad de poco más de ciento
cincuenta mil habitantes, es un universo de quietud con la
paz condensada en el jardín interior del Museo Fran Hals.
Se diría que el pintor determinó que no se le molestara y

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estableció el almacén de su obra en el edificio del viejo


asilo de ancianos, inaugurado precisamente en la época
dorada de la pintura de Hals, que dejó retratados para la
inmortalidad, en sendos cuadros complementarios, a los
regentes y a las regentas de la institución de caridad. Estos
olios tardíos, casi póstumos, revelan tanto del alma del
lugar en donde se exhiben que es difícil determinar donde
terminan los lienzos y donde comienza el edificio que los
contiene.
Lo más impactante del museo es la soledad que se goza
en su contemplación porque parece como si el pintor
hubiera logrado que sólo asistieran a la exhibición de su
obra pequeños grupos de visitantes interesados, fugitivos
del barrio de los museos de Ámsterdam, para disfrutar de la
contemplación sosegada de la pintura de Hals. Un privilegio
para iniciados.
Además de los dos grandes oleos con los hombres y las
mujeres que dirigieron el asilo, los retratos colectivos más
espectaculares son los de las distintas milicias que
aseguraban Haarlen cuando ya los españoles se habían
retirado de Holanda. Fran Hals, del que sus estudiosos
afirman que trabajaba con tanto esmero en sus retratos de
encargo como en sus elecciones particulares, describe toda
una forma de vida en los banquetes y reuniones de las
milicias de San Jorge y de San Adrián, en cuya expresión

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de sus protagonistas se reúne las técnicas primigenias con


las que después se reencontrarían los impresionistas
franceses.
El resto de la ciudad de Haarlen es una prolongación de la
quietud del museo. Lo único que no se entiende bien en
esta búsqueda de una explicación razonable de este
milagro de la técnica, del color, de la luz y la expresión que
se contiene en la pintura de Hals, son las incógnitas sobre
su propia vida. A pesar de ser pintor de éxito, terminó por
ser desahuciado de sus más miserables pertenencias. Vivió
muchos años, pero jamás se ha podido precisar su fecha
de nacimiento. Tuvo muchos hijos de dos mujeres que
pugnan por ser la causa de su ruina económica con una
fama de libertino, que se contradice con su pertenencia a
las sociedades calvinistas de las que nunca pudiera haber
sido miembro si los vicios hubieran sido conocidos.
Fran Hals forma parte de la nómina de genios universales
que vivieron en la penuria hasta que la muerte los
reencontró con la gloria. Hals ha tenido una suerte
extraordinaria: sin duda, sus últimos clientes, que posaron
en sus retratos más bellos, quienes administraban el asilo
de ancianos de Haarlen, quedaron tan satisfechos que le
dejaron ocupar este edificio memorable para el resto de sus
días que son, sencillamente, la eternidad que tiene ganada
con su obra.

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Los peligros del turismo inmobiliario.

Cada forma de conocer una ciudad exige un precio. El


dinero disponible se constituye en brújula que decide la
forma en que se visitan los lugares elegidos en función del
presupuesto de que se dispone. Siempre quedan
descartados algunos rincones; o se dispone de poco dinero
para transitarlos o se tiene demasiado. Los dos extremos
generan exclusiones, porque cuando se ha conseguido un

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estatus –concepto abominable para señalar la marginación


de quienes se quedan fuera de una economía aconsejable-
no se vuelve a los espacios que se recorrieron cuando se
tenían menos posibilidades.
Tuve la fortuna de vivir tres meses largos del verano en que
cumplí los dieciséis en un pequeño pueblo de Italia.
Pontenure, vecino a Piazenza; fue escenario de mi primer
descubrimiento del mundo de la mano de unos frailes
capuchinos del colegio navarro de Lecároz que
organizaban trabajos voluntarios para restaurar iglesias,
arreglar escuelas y otras obras menores que significaron
una aventura memorable cuando todavía no había
conseguido bello suficiente para mi primer afeitado. Pasar
un hambre soportable, recorriendo Italia en auto stop, es
uno de los mejores recuerdos de mi vida. Todos los
viernes, cuando terminábamos la jornada de trabajo,
armado con una pequeña mochila emprendía la ruta
sabiendo que como fuera tenía que estar de regreso el
lunes por la mañana a la hora del trabajo. Recorrí Italia
desde el Lago de Como hasta Calabria, pidiendo que me
llevaran de favor: no tenía un duro pero gocé como nunca
más lo he vuelto a hacer. No olvidaré el recorrido desde
las afueras de Florencia hasta Pisa, en el lomo de una
motocicleta Harley Davidson, agarrado a un
norteamericano vestido de cuero, de la cabeza hasta los

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pies, que me recogió en un peaje y me trasladó en un viaje


que todavía no ha terminado en mi memoria. No es fácil
que ahora mismo tenga la gallardía de pararme en la
cuneta a hacer auto stop en estos caminos a donde me ha
conducido la vida. Entre otras cosas porque ahora nadie
recoge a un caminante en la ruta.
Aprendía a sobrevivir aquel verano del estraperlo. Cuando
salimos de España en autobús, invertí en un colmado de la
frontera de Irún la mayor parte de mi pequeño capital de
supervivencia -que mi padre me había dado con la severa
recomendación de administrarlo con talento- en botellas de
brandy Fundador. Alguien me había dicho que en Italia este
coñá español causaba pasión. Nada más llegar a mi
destino empecé a recorrer los bares de Pontenure
ofreciendo mi mercancía de contrabando como si fuera un
viajante de comercio. La información era buena. Confieso
que nunca más he hecho un negocio que haya significado
tanto en la escala de mi economía.
Viví tres meses en Londres al borde de una indigencia
encantadora cuando de adolescente intenté descubrir el
mundo. Siempre he añorado aquellos episodios, pero he
carecido, hasta la fecha, del coraje para volver a
recorrerlos dejando las tarjetas de crédito en la vereda para
caminar la madrugada hasta la extenuación, como

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entonces, después de haber tenido una noche de gloria en


un concierto de Rock en las afueras de Wembley.
En el otro extremo, hay cosas que se le escapan al común
de los mortales porque el precio se constituye en una
barrera infranqueable. Casi nadie puede comprar una
esmeralda en Tiffany & Co. Ni un Bentley en la central de
Rolls Royce, en Grosvenor Place, en Londres. Los
apartamentos en el Soho de Nueva York solo están al
alcance de quienes tengan una renta superior a los dos
millones de euros al año; parece imposible visitar
cualquiera de los que están a la venta porque las cifras que
solicitan disuaden a cualquiera. Pero estas aseveraciones
no son exactas. Depende de lo que uno entienda por
posesión. Hay formas de sentir sin comprar. Basta con
mirar a las alhacenas y los armarios para descubrir un
montón de cosas que sólo promovieron auténtico placer en
el momento de la compra; objetos que duermen el sueño
de los justos sin que hubieran llegado a justificar nunca el
precio que se pagó por ellos. Poseer un objeto consiste en
vincular la pertenencia al deseo; un instante puede ser
suficiente si se dispone de la sensibilidad para un sueño.
Dormir en el Hotel Meurice de París ronda los ochocientos
euros en la habitación más sencilla, pero una copa en el
bar puede ser asequible a una economía media: desde allí,
agarrado a un gin tonic, por poco más de treinta euros se

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puede imaginar al general Von Choltitz, gobernador del


gran París, hablando con Hitler desde la suite royal del
Hotel mientras tomaba la decisión de desobedecer al
Führer en la destrucción de París. Se puede contemplar por
lo menos dos veces, sin llamar la atención, un diamante
razonable en cualquier joyería de la Place Vendome, hasta
conseguir que el joyero crea, aunque sólo sea por un
instante, que terminará por vender la pieza. Basta con
vestir un atuendo adecuado; sirve lo mismo un traje de
Armani que unos jeans adecuadamente rotos: los dos
extremos indican poder suficiente. Sentase al volante de
un Jaguar “E” type, en un anticuario de automóviles de
Inglaterra, es poseer esa formidable máquina por unos
minutos, aún cuando no se pueda llegar a conducirlo por la
izquierda en las carreteras de Gales. Si al final el maletero
resulta demasiado pequeño para los grandes viajes, el
vendedor se consolará de no haber consumado el trato.
De todas las formas de turismo que pueden parecer
inaccesibles, el que más me gusta es el turismo
inmobiliario. Pocas personas pueden imaginarse el placer
que da visitar un piso art decó de la Plaza de Italia, en
Santiago de Chile, con intención aparente de comprarlo.
Me ocurrió a mi, después de conocer en una librería del
barrio de Providencia a un tendero catalán, afincado en
Chile, que tras identificarme me invitó a café en su casa: el

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piso vecino estaba a la venta. Faltó tiempo para organizar


una visita: vitrales emplomados, suelos impecables de
madera de roble de la Patagonia, puntales grandiosos
envolviendo todo el sabor de los años treinta. Además, el
fatalismo geográfico que ha determinado la sepración de
las clases privilegiadas, habitantes de los barrios altos de
Santiago, del común de los mortales hacía del precio un
factor atractivo: por poco me meto en ese lío.
Praga está llena de edificios supervivientes o reconstruidos
de entre guerras que son joyas de la arquitectura europea:
muchos de ellos siguen a la venta y visitarlos es la mejor
forma de conocer el aliento escondido de la ciudad.
Comparar los precios de las grandes casas de Buenos
Aires con la locura inmobiliaria de Madrid es saltar en el
tiempo a estadios habitables. La oferta de la capital de la
Argentina es tan amplia como para hacerse transitable para
todos los que la visitan. Puerto Madero es un universo para
norteamericanos que sueñan con la revalorización de sus
activos. La Recoleta es para los exquisitos que sueñan con
rozarse con los visones en los días más fríos del invierno
austral. En medio Belgrano, Caballito, Barrio Norte, San
Telmo…
Practiqué durante un tiempo acotado esta forma de turismo
inmobiliario gozando la arquitectura de cada época en la
que se constituyó Buenos Aires. Fue un placer tan inmenso

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que se transformó en un vicio que generó mi dependencia.


Ahora vivo allí con mi mujer, en un piso luminoso y lleno de
vida. La ciudad terminó por atraparnos y el juego se
convirtió en forma de vida. A veces, jugar con los sueños
termina consumándolos. Sirva esta nota como aviso.

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Montevideo, una patria sigilosa.

“Toda América debe levantarse para crear un arte


poderoso y virgen”. Pensé que la proclama bien merece
seguir las huellas de quien la sentenció mientras observaba
los juguetes didácticos de madera que diseñó Joaquín
Torres García, dejándose llevar por la concepción
constructiva del arte que siempre le definió como un
plástico innovador. El pintor, que nació uruguayo, recorrió
mundo, aprendió, y volvió a su tierra para cosechar leyenda
y forjar semillas de futuro. Ahora es foco fundamental de la

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atracción que ejerce la ciudad de Montevideo, que le tiene


dedicado un museo cuya construcción fue el sueño de toda
una vida de su mujer de siempre, Manolita Piña. Esta mujer
excepcional está presente en media docena de retratos allí
expuestos. Estuvo decida a no morirse sin asistir a la
inauguración del museo dedicado a su esposo que quiso
promover. Tuvo que esperar la caída del régimen militar y
lo hizo a la edad de 106 años. Luego, sencillamente se
murió.
La vida de Joaquín Torres García es un torbellino de
entusiasmos desbordados que inició en la Barcelona
modernista. Allí emigro, desde un Montevideo que no le
daba oportunidades de hacerse pintor, en viaje de vuelta
de su padre, que era de origen catalán, para estudiar
Bellas Artes. Su desvelos le dirigieron después a reposar
sus primeros conocimientos en el París del impresionismo.
Expandió sus inquietudes en Italia, testificando sobre la
memoria del Renacimiento su adhesión al muralismo que
permanece hoy enterrado bajo capas de pintura en viejos
edificios olvidados de Barcelona. Su obra se tecnificó en el
Nueva York de la eclosión industrial y finalmente la asentó
en la tranquilidad creativa de Montevideo.
La concepción constructiva del arte le llevó a la fabricación
de juguetes pedagógicos de madera, de los que estableció
una verdadera industria artesanal hasta que las llamas

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acabaron con sus almacenes de Nueva York. Las


reproducciones, en edición facsímile, de algunos de
aquellos juguetes se puede comprar en el museo y
resultan sencillamente deliciosos.
Son sólo tres horas de navegación desde los muelles de
Puerto Madero, Buenos Aires, hasta el desembarco en la
capital de Uruguay. Pero ahora mismo son mundos
distantes y distintos, separados no solo por la inmensidad
del Río de La Plata, por la diferencia de tamaño y de
influencia de las dos ciudades, sino sobre todo por una
fabrica de papel, de capital finlandés, que vierte sus
amenazas sobre el río Uruguay, frontera entre los dos
países. En eso ni siquiera el Rey de España consiguió
mediar -encomienda que por una vez recibió el monarca de
España de los gobernantes americanos al contrario de lo
que históricamente ha sucedido- para buscar una solución
de concordia.
Montevideo se ha detenido, suspendida en el tiempo, para
observar qué terminan de decidir los uruguayos en el
paréntesis que se dieron a sí mismos en los años
cincuenta. Entonces, de repente, el espejo que más
resplandecía en América del Sur se rompió: Uruguay había
sido vanguardia en casi todo –educación gratuita, sufragio
femenino, ley de divorcio, estado laico, hasta en fútbol…- y
una excepción en el fatalismo geográfico que siempre ha

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determinado el atraso de Latinoamérica con respecto a


Europa. Al esplendor y a la esperanza sobrevino la crisis de
los cincuenta, terminada la situación excepcional que
brindó a la república de Uruguay la guerra mundial para su
desarrollo industrial. Fue preludio de la gran depresión de
los sesenta y de la llegada de los milicos, que hicieron
trizas el alma, el cuerpo y la esperanza de la que había
sido llamada Suiza de América. Es curioso que este cáncer
de naturaleza militar, impulsado por los Estados Unidos
como estrategia básica de la Guerra Fría, tuviera tanta
eficacia en la destrucción de los países en donde asentó su
malicia. Las huellas de las dictaduras son indelebles en la
medida que los desaparecidos lo siguen siendo, impidiendo
una cicatrización de heridas que no debe convertirse en
olvido. Esa tristeza antigua, un poco rancia, pero vigente,
sigue presente en las calles de Montevideo en donde el
tono gris que inunda todo –edificios, comercios,
ciudadanos..- es un referente de nostalgia permanente que
lastra el ánimo para construir un futuro.
Hacía mucho frío aquella mañana; tanto que hasta Athos
llevaba puesto el abrigo. Esta circunstancia motivó mi
curiosidad al dirigirme al policía: “¿Sería tan amable de
indicarme el camino más corto al mercado de Tristán
Narvaja?” Las indicaciones fueron precisas y los modos
amables. Al funcionario dispuesto le pregunté el nombre

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por incrementar mi cercanía : “yo soy el agente de primera


Ferreira; el “hombre” –dijo refiriéndose a un espléndido
pastor alemán que le acompañaba uniformado por una
abrigo canino acorde con la temperatura- se llama Athos”.
Así son de sencillas las cosas en Montevideo: para
Ferreira, que se encarga del cuidado y el adiestramiento de
su perro, este es sencillamnte humano.
El tono gris de Montevideo como una prolongación natural
del Río de La Plata y la ciudad discurre silenciosa en los
tiempos en los que le ha tocado vivir. Tan sosegada como
para permitir una pelea sin gritos ni aspavientos: ocurrió en
la Plaza Matriz, cuando de repente dos hombres jóvenes se
liaron a golpes con tanta rudeza como para que uno de
ellos pillara una piedra con la intención de zanjar el
combate. No pasó a mayores que a una mejilla abierta, que
también discurrió en el mismo silencio que el del
respetable, que observa sin alborotos lo que terminó con la
misma discreción con que había comenzado. Es, sobre
todo, Montevideo, una ciudad sigilosa.
Agustina Pereira razonó su oferta comercial: la
adolescente, casi niña, ofrecía curitas, para sellar heridas,
a precio razonable, más ventajoso en función del tamaño
del pedido, en lo que revela sin duda un conocimiento
preciso y deductivo de la economía de mercado. Agustina
Pereira quería comprarse una pequeña cajita feliz en el

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mercadillo cercano. Incluso se tomaba la molestia de


razonar el destino del producto de la venta: sencillamente
quería algo tan sencillo como materializar un sueño.
Convinimos un lote y un precio; le pedí que fuera a buscar
cambio de un billete mayor. Ni ella ni yo nos inmutamos por
el acto de confianza; no había un punto de picardía en su
mirada que se confundía con la tristeza del día, de la
ciudad y del paisaje. Naturalmente, Agustina volvió con el
cambio para terminar la transación.
Maye, mi mujer, y yo convinimos en adoptar la ciudad
como una nueva patria; tal vez de soledad, de tristeza, de
recogimiento y de silencio. Le dije: “Montevideo es un lugar
para la creación”. En aquel momento confirmé que ya tengo
tantas patrias que me resultaría imposible matar o morir por
ninguna. Fue muy plácida la corta estancia en Montevideo.

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Second Life.

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Me enteré en Buenos Aires, cenando en un


desproporcionado restaurante de Belgrano con unos
buenos amigos españoles. Los techos eran altos
la decoración, minimalismo industrial; la luz, tenue,
insuficiente
para adivinar el punto de cocción del ojo de bife –el
corte de
carne de moda en los asadores porteños- , y el ruido
de la música era
tan insoportable como la proximidad de las mesas. Lo
demás eran todo ventajas. Entonces, alrededor del
despropósito de acudir a cenar con quien quieres
conversar y no poder hacerlo, alguien explicó que el
líder de la coalición española Izquierda Unida, Gaspar

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Llamazares, había sucumbido a la tentación de tener


una vida cibernética, alternativa a la suya real, en
donde predicar el
nuevo comunismo con público para recibir su doctrina.
La primera idea que me vino a la mente era razonable:
que el comunismo de Llamazares tuviera derecho a
intentarlo todo para abrirse camino. No lo tiene fácil en
la vida real y tal vez su última oportunidad sea
instalarse en la sofisticación del capitalismo a través
de la experiencia en el universo digital.
Esa noticia abrió un debate sobre la autenticidad de
nuestras existencias. No fue
fácil sacar algo en limpio entre la música tecno y unos
vecinos
alemanes, con más cerveza de la que podían
trasegar, alzando la palabra por encima de las
nuestras, brindando como posesos por algo
ininteligible que para nadie más que ellos podía
motivar euforia.
Entrecortadas las palabras por encima del estruendo,
entendí que algunos de mis amigos eran partidarios
de la duplicidad de oportunidades que
significa la apuesta por Second Life –así se llama este
invento

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virtual- por la inconformidad que tienen con la vida


que llevan.
Sobrepasar los cincuenta años en el universo de la
clase media española, acomodada la existencia sobre
una vida profesional de éxito, con hijos en el tránsito
entre la universidad y la vida, las cosas no tienen la
cualidad de ser elegidas porque tantos
condicionamientos ajustan la forma de vivir a unos
parámetros que suelen ser de menú completo, sin
posibilidad de elegir a la carta. Generalmente, en las
condiciones descritas, la oferta tiene forma de menú
largo y estrecho en el que pruebas muchas cosas sin
llegar a disfrutar de ninguna. Y en esas, de repente,
los españoles constituidos en turistas, descubrieron
Buenos Aires. Relajados, envueltos en las apariencias
que intuyen en su primera visita a
esta ciudad, reconocían estar atrapados en su
existencia cotidiana y
envidiaban la determinación que habíamos tenido
Maye, mi mujer, y yo mismo, de establecernos en
América, entre La Habana y Buenos Aires, para
estrenar una vida diseñada por nosotros mismos en
función de nuestras motivaciones y no como
consecuencia de nuestras dedicaciones o nuestros
compromisos. El paso siguiente fue analizar la opción

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de escaparse del destino dibujado por los débitos


adquiridos, simultaneando la vida que se considera
inevitable, con una segunda oportunidad cibernética.
Gaspar Llamazares, según informan los periódicos, ha
elegido mudar su vida sin salir de sus costumbres y de
su rutina. Tal y como está la política en España,
puede tener sentido la apuesta del dirigente de
Izquierda Unida porque su techo político y electoral
puede ser muy parecido al de cualquiera de los
asistentes a la cena como cantantes de rok and roll o
bailarinas orientales.
Para poner en antecedentes a quien no conozca este
excelente negocio, Second Life –su traducción literal
es "segunda vida"- es un invento de Linden Lab
comercializado por Philiphe Roseadle, dos
imaginativos buscadores de negocio de Los Ángeles,
que han descubierto que millones de personas no
soportan el tipo de vida que llevan y han decidido
sustituirla por una ficticia en Internet, por medio de una
red de servidores, acordes con sus ensoñaciones,
pero sin correr ningún riesgo distinto que la cuota que
paga su simulación.
Una oportunidad excepcional para quien se mira al
espejo y no se gusta, para quién va a un trabajo que
no soporta y para quien quiere tener sexo imaginario

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con conquistas que en la vida real son imposibles.


También, dicho sea con todos los respetos, para
quienes sus propios déficit personales o sus
minusvalías les
impiden agarrar la puerta de la calle en busca de
emociones
verdaderas.
Claro que Second Life tiene sus normas y lo mismo
que Llamazares debe convencer a la cybergente para
que acuda a un mitin, hay que organizarse la vida para
comprarse una parcela, que allí se llama isla privada,
e incluso hay que pagar la entrada para conciertos de
U2, que al final son como escuchar un disco
interpretado por un muñequito que es unalter ego de
Bono.
Hasta es posible escaparse de la edad, porque
llama a la representación de uno mismo: siempre se
modelan los
músculos, se disimulan las arrugas y se afina la
inteligencia.
Llovía en Buenos Aires -como solo ocurre cuando la
ciudad del puerto se conjura con el dios de las aguas-
y los taxis luchaban por hacersecamino en una
inundada avenida Libertador. Los españoles, ya
deretirada hacia su hotel, hacían planes para ir de

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compras al día
siguiente por la mañana, al calor del atractivo cambio
monetario de
más de cuatro pesos por cada euro.
Entonces pensé que en realidad esa era la segunda
vida para muchos españoles que ahora pueden viajar
a Argentina con solo buscar un
billete de avión barato en un servidor de Internet.
Antes, hace tan
solo treinta años, todo era distinto: los españoles que
viajaban al extranjero lo hacían sopesando una maleta
de cartón
reafirmada con cuerdas, sumergidos en un terror casi
religioso por un
mundo desconocido y hostil. Quien salía a Suiza y
Alemania,
sin saber una sola palabra de aquellos idiomas
adversos, solo quería
volver con un poco de dinero para esperar al
desarrollo español en las mejores condiciones
posibles.
Lo tiempos han cambiado y ahora, a caballo de
grandes ofertas para
cualquier puente largo, cientos de miles de españoles
caminan por el

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mundo perplejos por no encontrar las cosas que en


España les son
familiares. Al final, el universo de El Corte Inglés, de la
tortilla
de patatas y de los chiringuitos de la playa para tomar
una paella,
son señas de identidad que imprimen carácter. Para
consuelo cabría
considerar que los norteamericanos, cuando llegan a
Madrid, se
tranquilizan mucho cuando descubren que allí también
existe un Hard Rock Café.
Nos reunimos de nuevo por la noche, esta vez para
cenar en Puerto
Madero, en un restaurante de lujo donde te sacan la
vida por un pedazode asado cocido y lamentable.
Todo el mundo hizo un recuento de las emociones del
día. Ni siquiera les había dado tiempo a pasar por el
hotel para depositar los trofeos de la cacería entre los
mercaderes de Palermo Soho o de las Galerías
Pacífico. El triunfo fueron los precios y el barómetro la
comparación con la capacidad de adquisición de
España por el mismo dinero. Fue entonces cuando
Maye recuperó la conversación sobre Second Life. Tal
vez Llamazares tuviera, como los turistas españoles,

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un camino más sencillo que el de comprar un vida en


Internet. Probablemente bastaría con que ellíder de
Izquierda Unida viajara una vez al trimestre a la
Argentina y se sentara a conversar con los porteños
en cualquiera de los chaflanes que acogen un café en
cualquier entrecalle de Buenos Aires. El tiempo
disponible permite en Buenos Aires sofisticar la vida
con la simple vuelta a la costumbres del pasado. En
realidad elegir el tipo de vida es solo cuestión de
actuar con audacia hasta descubrir el límite de las
posibilidades de cada uno; para los demás, siempre
queda el recurso de Second Life. No es tan caro.

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Atrio, el zaguán de los sentidos.

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Todavía no se había oído hablar de la Nueva Cocina Vasca


pero el concepto ya se estaba acuñando al abrigo de la
nouvelle cuisine, que sí quedaba al alcance de los jóvenes
cocineros vascos: solo tenían que cruzar la frontera de Irún
para conectarse con el milagro culinario francés. En
realidad era un tránsito muy sencillo: había que sofisticar
todo para volverlo sencillo, justo en el punto de partida, y
lograr que el resultado fuera reconocido
internacionalmente. Había que cambiarlo todo para que
permaneciera inalterable pero prestigioso. Se empezó un
auténtico proceso de deconstrucción en el que se
aparcaron las cocochas en salsa verde, los chipirones en
su tinta y las alubias de Tolosa para proceder a emulsionar
mantequilla y añadir nata y pimienta verde a casi todas las

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cosas. Fue como una revolución francesa en las cocinas


sin llegar al extremo de guillotinar las materias primas.
Luego, cuando el fenómeno encarrilado por Luis Irízar se
hizo carne en los fogones de Juan Mari Arzak y Pedro
Subijana, empezaron a llegar las estrellas Michelín y el
reconocimiento de que algo sublime yacía escondido en los
fogones de sus abuelas. Y de allí, desde los viejos caseríos
de Guipúzcoa, se produjo la expansión sosegada de este
milagro gastronómico por el resto de España y por el
mundo.
Tuve el privilegio de asistir al inicio de esta alquimia
culinaria en una pequeña habitación de Notting Hill Gate,
uno de los barrios más populares de la capital inglesa,
cuando Franco todavía respiraba y los españoles
aterrizados en Londres, en vez de comprar bancos o
compañías telefónicas, como hacen ahora, eran porteros
de casas, guardias nocturnos, estudiantes sin dinero y
espías de la policía de la dictadura. Con una paciencia
encomiable, cada día, cuando Joseba Iraizoz regresaba de
su trabajo de cocinero en el Hotel Hilton, en el corazón de
Park Lane, preparaba la cena, a cuya ceremonia asistía yo
sin percibir todavía que esos efluvios cambiarían mi forma
de sentir la vida. Joseba Iraizoz, joven cocinero del Baztán
y benjamín preferido de Luis Irízar, se peleaba con las
partidas de cocineros austriacos para hacer un sitio vasco

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en el corazón gastronómico de Londres. Con el tiempo,


Iraizoz se batió en los fogones de la cadena Hilton como
jefe de cocina de Oriente Medio, desde Estambul hasta
Líbano, para terminar aterrizando entre los deliciosos
jamones de Casa Alcalde, en San Sebastián. La tierra tira.
Para mí la llegada de Iraizoz a Casa Alcalde fue el
reencuentro con la memoria de mi infancia: cuando
acompañaba a mi padre al dentista de San Sebastián para
recomponer su dentadura de las secuelas de un accidente
veraniego de tráfico, invariablemente terminábamos por
aterrizar en Casa Alcalde para merendar un delicioso
bocadillo de Jamón de Jabugo, partido transversalmente en
láminas en la máquina, rompiendo la imposición andaluza
de filetear la veta con cuchillo. Alcalde forma parte de la
memoria de mi vida y saber que Josefa Iraizoz sigue allí es
para mi toda una declaración de garantías.
Nuestra cultura sería otra cosa sin la consideración de la
gastronomía como un arte, en el que los objetos de culto
solo duran el tiempo necesario para que los cubiertos los
transporten a nuestros sentidos. Los grandes santuarios de
la cocina son tan importantes en París como La Torre Eiffel
o Los Campos Eliseos. Ferrá Adría ha hecho que a un
viaje a la Costa Brava no haya que buscarle otro pretexto
que una memorable cena en El Bulli. Guipúzcoa siempre se
merece una escapada en la que la única tragedia es

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estructurar un plan de actuación seleccionado los


restaurantes que se podrán llegar a visitar en el transcurso
del viaje.
Hay ciudades que son casi los restaurantes que poseen. El
ejemplo más claro en mi memoria es Atrio, en Cáceres.
Aterricé la primera vez, hace ya mucho tiempo, en la más
absoluta ignorancia de lo que me aguardaba. Escondido en
el rincón de un callejón que no pretende ser noble, Jose y
Toño o Toño y Jose llevan veinte años consiguiendo que
Cáceres, con sus viejas murallas y su centro histórico, sean
algo más que el atrezo de un recuerdo que se quiere
explotar turísticamente. Si existe un factor de
modernización y dinamización de la ciudad, sin duda es
Atrio. Empezaron dando meriendas en el salón de té en
1.986, que ya era una innovación local, y con el tiempo y un
amor exquisito por su trabajo han conseguido no solo las
preciadas estrellas de Michelín sino el reconocimiento y el
respeto de sus colegas, el aprecio de sus clientes y el
deseo sostenido de quienes todavía no han podido
sentarse a comer.
José Polo es un fanático de la cultura del vino hasta el
punto de disponer, en opinión de muchos expertos, de una
de las más importantes bodegas del mundo y sin duda la
más completa de España. Para ilustrar: el vino más caro de
la carta es un Chateau d’Yquem Premier Cru Classé

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Superieur 1806; Napoleón cabalgaba entonces por España


y sus tropas también dejaron huella en Atrio en forma de
una perdiz a la manera de Alcántara. Quien quiera
descorchar esa botella, que a tenor de las consideraciones
que Chateau d’Yquem hace de sus añadas, puede estar
soberbia, tendrá que pagar 120.000 euros y José la abrirá
entre lagrimas, porque como los auténticos coleccionistas,
para él desprenderse de una joya es un tormento aunque
pudiera ser negocio.
Jose y Toño nunca se han querido ir de Cáceres aunque
han sufrido tentaciones de casi todos los lugares donde un
chef mataría por tener su restaurante. Ahora van a dar un
salto más en una carrera que parece siempre que ha
terminado cuando en realidad está empezando. Su
proyecto, su sueño, se hará realidad en un antiguo
caserón del casco histórico de Cáceres que, después de
muchos trabajos y litigios, conseguirá mixtificar las viejas
piedras centenarias con la extraordinaria sensibilidad,
absolutamente viva, de Toño Pérez en los fogones y Jose
Polo dirigiendo la orquesta de una cena memorable en
donde además se podrá dormir bajo los cuidados de estos
dos magos del hedonismo.
Voy a Atrio y de paso visito Cáceres a menudo. La familia
celebramos allí todos los acontecimientos que se lo
merecen y también algunos que no lo meritan tanto como el

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placer que proporciona sentarse a esa mesa. Siempre que


voy me acuerdo de mi iniciación a los sentidos, cuando al
llegar Joseba Iraizoz al pequeño cuarto de Noting Hill
Gates, roto de cansado, me explicaba con sus modos
rudos de vasco del Baztán, el secreto sencillo de freír las
patatas para una tortilla. Nada fue igual a partir de ese
milagro.

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La liturgia de los peces en las islas a la deriva.

Ernest Hemingway estableció que eran islas a la deriva las


que se asientan en el mar Caribe, al norte de Cuba, cerca
del Canal Viejo de Bahamas. Son un conjunto de islotes
que se registran en lo que se conoce como Jardines del
Rey: uno de los lugares más bellos del mundo. A mi me
consta que las islas no flotan, pero a primera hora de la
mañana, cuando el sol intenta elevarse en el cielo, desde la
carretera que conduce de Caibarién a Cayo Santa María,
los islotes parecen suspendidos en un punto indeterminado
entre el mar y el cielo. Así los pinta el paisajista cubano
Tomás Sánchez solo porque los vio desde siempre en las
costas donde nació. Su acierto en estampar las islas como

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si pendieran de un hilo amarrado a las alturas le ha hecho


famoso y millonario. Ahora vive en Miami y sus lienzos
suben como la espuma; los cayos permanecen.
El pedraplén es un invento cubano construido sobre la
terquedad y la escasez de medios: por el primitivo
procedimiento de arrojar rocas sobre el mar se construyen
carreteras que terminan por unir las islas menores con la
isla grande creando una autopista sobre el agua.
Reconforta que se pretenda conservar el ecosistema.
Medio centenar de puentes se suceden al norte de la costa,
en la provincia de Villa Clara. Permiten circular las aguas a
través de la carretera que termina por detenerse frente a un
mar que ya es imposible de sobrepasar. La circulación se
ha establecido casi circular: desde Morón, en la provincia
de Ciego de Avila, hasta los Cayos Coco, Guillermo y
Romano, y en la provincia de Villa Clara, hasta los Cayos
de las Brujas, Ensenachos y Santa María. El agua ya no es
un obstáculo para los turistas: decenas de kilómetros de
playas casi vírgenes accesibles con un automóvil.
El primer día solo vino Henry. Así bautizó Maye a un pez
payaso solitario que se acercó hasta nosotros; estuvimos a
punto de desistir. Dos largas horas al sol, con el agua a la
altura de los hombros, cimbreándonos sobre los suaves
movimientos del mar, desmenuzando migas de pan con
una paciencia infinita. Un ejercicio mágico: dar vueltas

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sobre uno mismo, dentro del agua, en giros sosegados de


una liturgia que permite pensar absolutamente en nada.
Solo esperando que los peces terminen por aparecer para
establecer un pacto mientras dure la estancia en el cayo:
nosotros les alimentamos y ellos nos permiten contemplar
como al cabo del tiempo, cuando se establece un clima de
confianza, terminan por comer de nuestra propia mano,
arrancando el pan entre los dedos: una pecera infinita
construida sobre la libertad.
La mañana era terriblemente calurosa; el sol no perdonaba
desde un cielo sin nubes. El mar Caribe, también en calma.
La superficie, una lámina de reflejos azules y verdes
turquesa sobre un fondo límpido, casi imposible: no había
nada que pudiera ocultarse a nuestros ojos hasta el fondo
de arena. Cuando terminamos de desmigar el último
pedazo de pan seco nos fuimos a la sombra. Solo Henry
había aparecido ese primer día. Nadie en la playa:
septiembre es un mes espléndido para visitar los cayos.
Los europeos han vuelto ya a sus trabajos y los
canadienses todavía no están acuciados por el frío: ellos
vienen a partir de noviembre, cuando el contraste entre la
nieve y el sol se hace irresistible.
Agustín prepara cualquier trago con una pericia envidiable.
Margarita, Daiquiri, Gin tonic. Largas horas en la playa
alrededor de una biografía de George Washington

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recuperando el aliento para regresar al mar: un ejercicio de


responsabilidades que se agota solamente cuando aparece
el primer remordimiento. Nos ha tocado en suerte, al
menos de momento, pertenecer a la parte de la humanidad
que se puede dar el lujo de visitar un cayo y dar de comer a
los peces. Reflexiones compartidas a la sombra de los
cocoteros entre Maye, mi hijo Carlos y Naiara. Luego, otra
vez el silencio.
Henry apareció a primera hora del día siguiente con toda su
familia. Se acercó tímidamente, navegando en círculos que
se iban haciendo más estrechos. Las migas de pan, a ras
de superficie, les obligaban a sacar la boca del agua:
agarraban su pieza y descendía hacia aguas que
consideraban más seguras. No les costó tanto tomar
confianza. El resto de los días fueron solo interludios para
cumplir nuestra obligación social con nuestros amigos.
Agarrábamos el pan sobrante del desayuno, como quien
distrae recursos del estado para practicar mercado negro;
sigilosamente, nerviosos, en sensación de clandestinidad,
nos deslizábamos a primera hora de la mañana a la playa:
invariablemente allí estaban Henry y los suyos.
El último día madrugamos. Allí estaban impacientes. Los
animales saben cuando vamos a desaparecer los
humanos. Nos ocurre cada vez que abandonamos La
Habana: nuestros dos perros pastores, Kira y Kazán, saben

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que va a ocurrir en cuanto ven merodeando las maletas.


Los peces de los cayos no son menos perceptivos.
Acudieron de todos los tamaños, con Henry a la cabeza.
Por un momento tuvimos miedo de la mancha de peces,
cada vez más extensa. Había melancolía envolviendo las
aguas cálidas de la mañana; ellos y nosotros sabíamos que
era la despedida. Cuando salimos del agua Maye me dijo:
¿tu crees que alguien se ocupará de ellos?

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Valparaíso, la escotilla del paraíso.

Tengo que confesar que esta es una crónica robada, o,


para ser piadoso conmigo mismo, compartida en
inspiración ajena, pero próxima, porque el destino y mis
desaciertos quisieron determinar que la visita a Valparaíso,
que pretendida ser un viaje de dos, lo hiciera cada uno por
su lado, en tiempos asimétricos; las percepciones

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participadas con la persona con la que quisiera poder vivir


allí el resto de mi vida, fueron deducidas en épocas
disímiles pero, afortunadamente, han sido coincidentes y
compartidas. Ahora a mi solo me toca la síntesis. De esa
forma, mi llegada a Valaparaiso fue tan precipitada que
tuve que esperar a tener referencias precisas de estas
memorias que ahora están completas merced a la magia
de la literatura.
Ante todo, Valparaíso es la escotilla por la que Chile se
asoma al mundo y es la ciudad que le permite soslayar la
pesada sombra de la cordillera andina, que tanto aísla a
este país, alargado como un cuchillo. Siempre he tenido la
percepción de que los chilenos aparentas ser sombríos
porque no se pueden quitar de encima la sensación de que
un día la cordillera, que apenas les deja espacio frente al
océano Pacífico, terminará por aplastarles.
Apenas llegas a la ciudad quedas envuelto en un universo
de singularidad en el que la naturaleza y todo lo que es
capaz de hacer la mano del hombre parecen confabulados
en una mixtura indisociable: Valparaíso es como una mujer
completa, vertical y horizontal, que enamora al visitante en
todos los sentidos. La estética es en Valparaíso una
demostración de inteligencia y sentido práctico de la vida;
la sensualidad una llamada al abrazo permanente. Sin
saber por qué, Valparaíso te enrosca, te ovilla, te enreda.

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Los olores y las visiones se funden en una atracción de la


que no es fácil descubrir su sentido profundo, la causa que
promueve una convulsión interna, que es ternura sobre lo
que se quisiera poseer como un método de fundirse con la
ciudad que uno añora que no sea la suya.
Como todas las pasiones, la que promueve Valparaiso
está asentada en el instinto: el descubrimiento íntimo de la
mirada que se hará definitiva y que no dejará de
obsesionarte. Entonces, subido a cualquiera de sus cerros,
olisqueas el ambiente, te embriagan olores imprecisos y se
te nubla la mirada en una nostalgia prematura de la partida
que es, de momento, inevitable.
Es esta una de esas ciudades que tiene que estar
agradecida al desarrollo ajeno como causa de su
capacidad para la ternura, la humanidad y el acogimiento,
que son las esencias que instituyen un lugar para la vida. El
declive de Valparaiso como puerto imprescindible es lo que
le ha permitido mantener su esencia, que de otra manera,
si el progreso hubiera sido sostenido, hubiera terminado
por transformar la ciudad a los parámetros parejos con los
que el desarrollo impulsa todas las sociedades.
Descubierta en 1536 por Juan de Saavedra fue, desde el
siglo XIX y hasta la inauguración del canal de Panamá en
1.914, el más importante centro económico del Pacífico. Al
amparo de tal prosperidad económica creció la ciudad más

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cosmopolita de Chile y la más moderna. Luego, cuando el


traspaso obligado del Cabo de Hornos dejó de ser la
prueba en donde la mitad de los marinos perdían la vida, la
ciudad y su puerto, envueltos en los cerros, se detuvieron
en el tiempo en una fotografía que siendo ocre por el paso
de las generaciones, sigue en cinemascope por los poros
por donde discurre su vida.
Valparaíso ha logrado la justa proporción entre lo
tradicional y lo moderno. Este espíritu de conciliación,
perceptible a simple vista en la primera panorámica de la
ciudad, se consolida, si la sensibilidad está despierta,
mientras se recorre; aquí todo lo que es atracción para el
visitante curioso es costumbre para el natural de la ciudad.
Los trolebuses son aún el medio de transporte que utilizan
todos aquellos que quieren vivir a un ritmo razonable y
pausado. Los funiculares, que sorprenden por su
conservación al visitante, son, para los naturales, los
ascensores del día a día. Nada distingue a quien acude a
su trabajo del turista más evidente, porque lo que es
llamativo para el forastero es el medio en el que el
ciudadano desarrolla su existencia.
Esta ciudad tiene uno de los relieves más fascinantes que
jamás puedan soñarse. Valparaíso está llena de escaleras,
que son el elemento que cohesiona los caprichos
topográficos y arquitectónicos que de forma desordenada,

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pero nunca caótica, configuran el singular paisaje urbano.


Las escaleras son a Valparaíso como Promenade a los
Cuadros de una Exposición de Mussorgsky: aquello que
consolida el ciclo de una partitura memorable. Luego,
cuando finalmente se decide que es mejor subir y bajar los
cerros una y otra vez que perderse algún detalle, es
cuando se comienza a conocer este universo que invita a
completar el ciclo de la vida.
Sus casas tienen la homogeneidad de ser de adobe y
estar recubiertas por capas de cinc. Pero hablar de
regularidad sería exagerar. El capricho se adueñó de cada
centímetro de esta ciudad a la que la presencia inglesa,
española y alemana legó un mosaico arquitectónico en el
que coexisten la madera, el adobe y la piedra. En los
cerros, en los que las casas aparecen como salpicadas,
termina uno creyendo que primero fueron las casas y luego
las calles. Es Valparaíso una ciudad sin actores de reparto,
porque cada uno de sus detalles resiste la mirada y el
análisis más exigente; sus detalles jamás decepcionan,
sino que atrapan. Fijar la vista en cada nueva escalera es
conciliar la obligación de descender por ella, escudriñando
cada rincón, identificándonos con los detalles más nimios:
una enredadera, una reja o el picaporte de una puerta…
Nada de lo que se observa es ajeno y sin embargo todo se
nos figura un descubrimiento.

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En Valparaíso todo se nos simboliza a escala humana.


Con las manos están confeccionadas las señalizaciones de
la avenida Alemania, del Cerro Concepción, las
indicaciones de tránsito, los nombres de las calles. Todo
parece tener explicación y nada orden. Las calles están
embellecidas con pinturas murales y el uso de flores,
caprichosas rejas, y colores vivos en las fachadas,
convierte cada mirada en una incursión a un entorno único
y multicolor.
Cuando se termina derrotado y los cerros quiebran las
piernas más resistentes, lo recomendable es dejarse caer
en un sillón de El Brighton. Tomar asiento en su terraza es
como lograr la satisfacción de un anhelo inconfesado, que
es el que nos asalta cuando desde abajo lo vemos,
hermoso y vetusto. Es ese momento que creemos que
nada puede mejorar, que quisiéramos detenerlo todo,
atrapar cada instante en una fotografía que luego
convocará nostálgia, llegan, desde la Plaza Aníbal Pinto,
las inesperadas improvisaciones de un trío de jazz desde el
café del Poeta, y con ellos la noche porteña.
Se acaba el espacio de esta crónica compartida y con ello
la convocatoria inevitable a una nueva mirada que si el
destino nos dejara dibujarla para siempre en el horizonte,
tal vez tengamos los dos la inteligencia de hacerla
permanente, imperturbable y sosegada.

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Galiano contra Armani.

Estamos convocados indefectiblemente al barroco. Incluso


cuando esta tendencia irreparable se intente camuflar, por
razones conductuales, en una estética que no se quiere

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reconocer aunque se imponga: finalmente se disimula sin


mucho empeño. Se ha terminado la época de la sencillez
en las formas; las hornacinas, las lentejuelas, los adornos y
los encajes amenazan la sobriedad de nuestra existencia
justo cuando pensábamos que por fin los pisos podrían
estar vacíos, límpidos, accesibles …
Otra vez los ornamentos se agolpan en espera de que nos
deshagamos de ellos en la próxima mudanza. El destino
de la humanidad es almacenar objetos prescindibles para
generar un problema en la manera de deshacerse de ellos.
De eso viven interioristas, decoradores, arquitectos de
interiores y diseñadores. Las listas de boda también son
muy socorridas para llegar a poseer lo que uno no se
compraría jamás; es obligatorio aparentar que se tiene mal
gusto para ser aceptado como ciudadanos solventes.
El minimalismo solo fue un espejismo transitorio: los
mismos que exultaron su grandeza lo están sumergiendo
en molduras, sombras y abalorios. Al final, cada uno de
nosotros, como individuo, no tiene personalidad suficiente
para detener el tiovivo de las formas cuando la moda
irrumpe para dar un nuevo giro. La economía mundial de
esta era globalizada está construida sobre el despilfarro: si
no se consume lo que no se necesita, el sistema se para;
la bicicleta, cuando se detiene, se viene al piso. Hay que
pedalear sin desaliento para que el mercado se inunde de

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productos superfluos. Y, ¿quién hace emerger cada nueva


moda que encierra la anterior en un armario hasta que se
complete el ciclo agotador de todas las presentaciones?
Siempre he imaginado cumbres secretas, casi mafiosas, de
los diseñadores de moda encerrados en lugares recónditos
y oscuros para planificar su concordia con la próxima
temporada. Allí se justifican proclamas: este año se
acabaron las faldas cortas; recuperaremos a la mujer-
mujer, con el tallo alto y las faldas voladizas. Guerra a los
pantalones ajustados en los tobillos y exaltación de las
botas altas para que la líneas desciendan del infinito de las
nalgas a las pantorrillas atenazadas. La mujer tiene que
recuperar su libertad. No es un manifiesto feministas sino el
eslogan para imponer una forma distinta de sujetadores
para los pechos. Luego se elaboran las consignas para que
en los atelier se sepa claramente lo que corresponde a la
temporada.
Las discusiones sobre estética son las más gratificantes
porque nunca se someten a la necesidad de una
conclusión y son, por ello, interminables. La subjetividad en
la que se ahonda esta disciplina hace que se pueda
sostener una tesis y la contraria, lo que es un soporte
excepcional para los cínicos y los oportunistas. Solo
necesitan tiempo libre. Luego se dictan unas encomiendas
a las que nadie puede resistirse so pena de parecer

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ridículo, anquilosado, fuera de onda; es obligatorio ser o


estar fashion.
Ahora, en este nuevo universo construido a la medida de
que Jhon Galiano pueda sepultar a Giorgio Armani, los
esperpentos están a punto de acabar con la síntesis en las
formas, con la elegancia de las líneas rectas: el espacio
tiene que ser ocupado de nuevo en toda su extensión,
abigarrando todos los rincones, porque si algo está vacío
puede significar que no se dispone de dinero para
rellenarlo. Y, en esta época en la que los constructores,
que son por naturaleza, con excepciones, gentes ordinarias
que han crecido entre el ladrillo y el cemento, irrumpen en
las listas de los más ricos, ¿qué se puede esperar que
hagan con sus inmersas fortunas que no sea comprar y
comprar objetos horrorosos solo para demostrar que no
son tacaños?
Digo esto para simplificar esta comunicación en el universo
de pensamientos elementales en el que se está
constituyendo la modernidad. Ocupa su espacio esta
tendencia indefinible (la modernidad) en la falta de
profundidad de todas las maneras de comunicación donde
los sobreentendidos no se construyen sobre ideas
compartidas sino, precisamente, sobre la ausencia de
reflexiones. Asistir a una conversación de adolescentes
hipermodernos es testimoniar que no decir nada es un arte

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que exige cientos de horas de conversación ininteligible en


la que cada cosa puede significar la contraria de lo que
parece que es.
El pensamiento vacuo, leve, sin compromiso, es la esencia
de la apariencia de triunfo. Y un vacío tan grande, al final,
se tiene que abarrotar de formas que ocupen volumen, que
distraigan de la ausencia de ideología: nada mejor que el
barroco para aparentar, para pretender, para apagar la
ausencia de pensamiento.
Todo esto se me ocurrió intentando racionalizar la
utilización de los espacios en la habitación de un hotel de
Barcelona en el que el diseño finalmente ha sustituida a la
habitabilidad. Todo está colocado justo para que parezca
que tiene algún sentido, con la sola condición de que no se
pueda utilizar. Las duchas, que invitarían a estar horas
sumergido en una cortina de agua porque prometen esa
debilidad, apenas pueden estar abiertas unos minutos
porque inundan el baño: los sumideros no se diseñan para
expulsar el agua sino para simular una catarata… En
realidad este tipo de "hoteles de diseño" son como los
documentales del National Geographic: se ve el Amazonas,
en todo su esplendor, en un día de sol, sin intuir, siquiera,
un triste mosquito; la humedad del doscientos por ciento y
la temperatura abrasadora ni siquiera se perciben. La
realidad de Manaos, como la de los establecimientos

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llamados de diseño, es mucho más compleja porque los


cocodrilos, sobre todo, muerden en la misma dimensión
que en los hoteles fashion los enchufes para Internet
siempre están en un sitio que jamás admitiría una
computadora. Lo que prometía el diseño de vanguardia –
formas sencillas para comportamientos cómodos- ha
terminado por conseugir ser formas complejas para
comportamientos imposibles.
El reto de la arquitectura –y por extensión, el de la
decoración como culminación de aquella- es mixtificar la
utilidad con las formas. Es un cóctel con medidas
imprescindiblemente exactas. La sencillez elegante del
minimalismo pretendía que lo indispensable se integrara
para pasar desapercibido y fuera sencillo y útil. Ahora lo
inevitable desaparece entre formas que no tienen otra
utilidad que disimular que las cosas no sirven para lo que
debieran haber sido concebidas.
Cada día las modas van a ser más efímeras solo porque la
renovación de los stocks tiene rotaciones más frenéticas.
¿Cuánto tiempo tiene que ocurrir para que las botas que
esconden las terminales de unos pantalones que han
uniformizado a las mujeres de todo el mundo, durante tan
solo unos meses, vuelvan al fondo de un armario, antes de
que los inquilinos, al cambiar de casa, utilicen un
contenedor de basuras para todos esos disparates?

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Hace falta una enorme personalidad para sustraerse a la


dictadura de la moda porque la diferencia no se admite
como signo de distinción sino de pobreza. Ahora, el que no
lleva colgando un montón de objetos inservibles con la
marca exhibida de un fabricante fashion, es un muerto de
hambre. Como cada vez es más difícil diferenciarse desde
la riqueza, en este universo de constructores que apenas
saben conducir y se compran el Mercedes más grande, la
condena es someterse a la dictadura de Jhon Galiano.
Urge una operación de rescate de Giorgio Armani porque
puede perecer sumergido en las formas que siempre quiso
evitar: Alarma: estamos amenazados por Versace.

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La literatura como soporte de los viajes.

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Acabo de descubrir que Alvaro Abós es un excelente guía y


anfitrión de la ciudad de Buenos Aires y estimo su
magisterio sin haber cruzado con él una sola palabra.
Tengo referencias cercanas de este escritor y periodista
argentino que ha dejado huella en Cataluña -cuando fue un
desplazado más de la ignominia de la dictadura argentina-
y que regresó a Buenos Aires a recuperar el espacio que
corresponde a su talento para escudriñar la mirada de la
ciudad del Río de la Plata. Son sus libros los que me han
desenmascarado los enigmas escondidos de esta ciudad y
lo hacen a través del recorrido por la literatura que ha
eclosionado entre sus calles; las letras, en última instancia,
son quienes tejen los dictados de la memoria también de
las ciudades. Lo demás es apariencia. Los ciudadanos
establecen el atrezzo y los escritores, cuando tienen
talento, determinan lo que debe prevalecer cuando
cambian los trazados de las calles y las piquetas de la
modernidad desguazan los inmuebles. Tiene además Abós
la cualidad de encargarse del conjunto de la literatura
originada en Buenos Aires: la de aquellos escritores que

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han utilizado su talento para describir la ciudad y la de


quienes han dictado su obra influidos por los espasmos que
en todas las épocas ha destilado la capital de la Argentina.
Devoré su Guía literaria de Buenos Aires cabalgando sobre
el Atlántico, de regreso a Europa, con el desconcierto que
siempre promueven los cambios de equinoccio: embarcas
en Ezeiza temblando de frío y desciendes del avión en
Madrid sumido en el verano tórrido de la meseta. Lo rumié
después en los segundos pisos de los autobuses de
Londres -desde donde la ciudad respira toda su amplitud- y
caminando por los canales de Ámsterdam, donde las
bicicletas llegan a ser el punzón de la esperanza de que
todavía no está todo perdido en el urbanismo moderno.
Luego, en Cadaqués, en el enclave antropológico de lo que
debieran haber sido las costas españolas, terminé la
lectura sosegada de esa introducción al alma profunda de
las ciudades que es la Guía Literaria de Buenos Aires. El
plácido verano de 2007 me servió para indagar una nueva
forma de enfocar los viajes: conocer lo que se ha escrito
desde los lugares que se quiere visitar es, sobre todo, un
sendero lleno de pistas para descubrir lo que sucedió
después de que ya fuera anunciado por quienes evocaron
la ciudad desde la observación de las calles existentes para
adivinar las avenidas futuras. No me refiero a las guías
para viajeros, que tan útiles son para recorrer las

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apariencias y determinar los servicios. He decidido realizar


una indagación previa a cualquier viaje para conocer en la
profundidad que sea posible los escenarios desde donde
los escritores de respeto de cada sitio se sirvieron de sus
ciudades como pértiga para su creación.
Me impresionó otra vez Federico García Lorca, a cuya
larga estancia en Buenos Aires en 1.934 se refiere Álvaro
Abós con detalle: otro viaje del poeta que pensaba ser
breve; al final casi tienen que sacar a Federico de Buenos
Aires desprendiéndolo del cariño y la admiración de los
argentinos con agua caliente, porque se fijó a la ciudad y
los porteños lo amarraron como antes había sucedido en
La Habana y Nueva York. De todos los escritores que da
cuenta en relación con la ciudad, Manuel Mújica Lainez es
probablemente el que más me impresionó en los relatos de
Álvaro Abós.
En el fondo, esta crónica es una protesta contra mí mismo
porque responde a un acto a contra corriente de lo que
debiera haber sido. Después de tantos meses en la ciudad
del Río de la Plata he desentrañado muchos de sus
atributos escondidos en pleno vuelo de regreso a unas
vacaciones de lujo: Londres, Ámsterdam y Cadaqués.
Escribo estas líneas cuando en Cadaqués la tramontaneta
se ha dormido en una siesta de inestimable duración: el
viento se ha diluido y el mar en calma transmite una

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sensación domesticada tan seductora que a uno le entran


ganas de dejarlo todo para enrolarse en una fragata si
todavía zarparan después de reclutar tripulación. Son
tiempos distintos. Nos permiten desplazarnos por el mundo
como si cambiáramos de barrio en una ciudad y la estela
es tan fugaz que necesita amarrar los recuerdos en la
memoria con anclajes muy sutiles porque todo discurre
demasiado deprisa. Viajar no puede ser solo recorrer
lugares a toda prisa porque para eso ya está Internet y los
documentales de Nacional Geografic. Es tan fácil conocer
enclaves que se desnaturaliza la visión profunda de los
lugares porque no nos detenemos para escrutar las huellas
que el talento ha establecido: lo bueno de cada sitio tiene
que ver con quién utilizó sus vivencias como soporte de sus
sueños. Y la literatura es, sobre todo, ensoñación.
Estoy loco por volver a Buenos Aires, respirar otra vez el
aire frío que corresponde a la estación, examinar la mirada
oculta de la ciudad espolvoreada en los libros que fueron
capaces de escribir sus moradores de todas las épocas y
tomar impulso para una nueva concepción de mis viajes en
la que la guía profunda no será ya nunca más los
programas de los teatros, el ranking de los restaurantes y ni
siquiera la guía de las exposiciones de sus museos. No
conozco a Álvaro Abós pero ya me ha hecho modificar un
criterio que creía asentado. Ahora estoy en disposición de

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pretender constituirme en viajero y dejar para siempre de


ser un turista respetable.

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Guaniguanico, para desplazarse en el tiempo.

Todo urbanita, por la propia configuración de las ciudades


modernas, aspira a momentos de aislamiento que se
encuentran en marcos sustancialmente distintos del
cotidiano para que el contraste acreciente el interés. Si
además, el destino elegido permite recrear la gravitación
del tiempo, la evasión es completa. Esta necesidad ha sido
percibida con nitidez por las empresas que se dedican al
turismo. Uno de sus mayores ofrecimientos es la venta de
ensoñaciones que simulan traslados a atmósferas de
tiempos pasados. Los llamados parques temáticos son
precisamente la seducción del traslado a épocas a las que

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a la mayoría de las personas les hubiera gustado poder


asistir. Los reclamos son elementales: la Roma imperial, el
Egipto de los faraones, el legendario Far West.. Pero
todavía hay lugares que son como fueron y están ahí, al
alcance de una visita común, sin necesidad de que el
atrezzo y los figurantes simulen cosas que ya no existen.
Cuba es uno de los países cuya dialéctica entre el atraso y
la contemporaneidad más avanzada constituye un
escenario para las traslaciones que figuran realizarse en el
tiempo. Eso se distingue apenas se abandona La Habana
solo con la condición de evitar, meticulosamente, cualquier
balneario turístico. Como el régimen cubano ha propiciado
y padecido un aislamiento notable, hay muchas realidades
cercanas que sin embargo no están al alcance de los
cubanos. Eso ocurre con la mayoría de las islas del Caribe
que están a tiro de piedra pero lejos en la percepción de
sus escenarios.
Tal vez por todo esto, la revolución haitiana de 1794 no
forma parte de la liturgia ni de la nomenclatura de la historia
de Cuba y sin embargo tuvo una repercusión importante en
la cultura, la economía y las costumbres de este país. A la
primera revuelta que presagiaba la independencia de
Francia y la supresión de la esclavitud, los cafeteros
franceses establecidos en Haití salieron mandados para el
oriente de Cuba donde asentaron el cultivo y la industria del

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café. Desde allí expandieron sus costumbres culturales


francófonas que se mixturaron con la riqueza idiosincrásica
de la mayor de las Antillas. Sus huellas no son solo
perceptibles en las ruinas de las plantaciones de café, que
son numerosas en la parte oriental de Cuba y llegaron
hasta la provincia de Pinar del Río, sino que se infiltraron
en la música cubana, en muchas costumbres sociales y en
los gustos arquitectónicos, hasta envolver el aspecto de
ciudades, como Cienfuegos, y el refinamiento de
importantes familias de la poderosa burguesía criolla que
floreció en Cuba a lo largo de todo el siglo XIX. El mismo
“afrancesamiento” que se produjo en la España de aquella
época tuvo su reflejo ultramarino en la isla.
Meditaba sobre esto en el restaurante Buena Vista, en la
Sierra del Rosario, corazón de la cordillera de
Guaniguanico, apenas a setenta kilómetros de La Habana,
uno de esos rincones difíciles de acceder para el turista
despistado. El establecimiento ocupa las ruinas de un
cafetal francés de finales del siglo XVIII y ésta circunstancia
determina que sean franceses muchos de los turistas que
llegan; Francia no tiene complejos de identidad y sus hijos
esforzados saben que su lengua, su cultura y sus
costumbres, en retroceso por el agobio numérico de la
globalización, merecen todo el esfuerzo colectivo que ellos
desarrollan en actividades individuales. El menú no podía

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ser más discreto que unos pocos platos de la cocina


cotidiana cubana, pero el placer estaba desparramado
alrededor de la mesa. Las gallinas y los polluelos campan
allí por sus respetos cimbreando a los comensales que no
calibran el punto del arroz moro por la atención que le
prestan a los gallos pescuecipelaos, que atraen porque
cualquiera puede pensar que están enfermos sin reparar
que su buche acolchado es su sello de identidad.
Bajar por la estrecha carretera, entre bosques de pinos,
encinas, almácigos, y, sobre todo, palmas reales,
constituye la posibilidad de disfrutar de una extraordinaria
reserva de la biosfera. Quien tenga la fortuna de acceder a
una habitación del hotel La Moka, en Las Terrazas,
obtendrá un emplazamiento espléndido para abordar toda
la cordillera de Guaniguanico.
El paisaje es sustancialmente distinto al llegar a Bahía
Honda y emprender la travesía de la provincia de Pinar del
Río por la costa norte. La encrucijada de Cayo Levisa es el
recordatorio de que existen lugares donde las instalaciones
hoteleras sin confort pueden ser una opción apetecible para
la recreación de esos escenarios de otros tiempos, cuando
las grandes cadenas de hoteles no habían intuido el
negocio con las muchedumbres.
No tuve la ocurrencia de contar el número de automóviles
que nos cruzamos en los cien kilómetros que separan La

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Moka de Viñales, pero no creo que pasaran de la docena;


la mayoría de ellos eran autos norteamericanos construidos
antes de 1.959, cuando Cuba decidió disociarse de la
mayor parte del mundo. Entonces pensé que la traslación
en el tiempo no necesitaba la ensoñación de una maquina
que le diera el carácter reversible a esta dimensión para
apuntalar la teoría de la relatividad a usos cercanos. Basta
con viajar a Cuba y desplazarse un poquito de La Habana
para viajar en el tiempo y la cordillera de Guaniguanico es
una extraordinaria opción.

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Nueva York, la memoria del cine.

Nunca he comprado una alhaja en Tiffany’s pero siempre


me he considerado cliente de la joyería. Sólo gracias al
cine. La primera vez que aterricé en Nueva York pensé,

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sencillamente, que había regresado. Todo me era cercano,


conocido y familiar. Allí había estado con Robert de Niro,
recorriendo las calles en Taxi Driver. Desde luego, Woody
Allen me había enseñado la ciudad en media docena de
películas: reconocí, inmediatamente, los lugares en donde
el actor-director-clarinetista había discutido, precisamente
delante de mí, con Diane Keaton hasta hacerme creer en el
psicoanálisis. Cuando crucé Central Park, a la altura de 72
street, me di cuenta de que había acompañado a Jane
Fonda y a Robert Redford en Descalzos por el parque
durante toda la película: estaba en terreno conocido. La
cosa viene de mucho más antiguo: mi relación con la
ciudad empezó en West Side Store, en La Tentación Vive
Arriba. Incluso King Kong, hace muchos años, me
descubrió la perspectiva de la ciudad desde lo alto del
Empire State Building. Cuando subí en esos maravillosos
ascensores Art Decó sabía que yo ya había estado allí.
Ahora, que soy fanático de Sexo en Nueva York, estoy tan
familiarizado con Manhattan que hay muchos días que creo
que vivo allí y me sorprendo bajando las escaleras para ir a
tomar café observando los patinadores del Rockefeller
Center.
Dicen los tour operadores que los norteamericanos son los
turistas más elementales y prvisibls porque necesitan una
identificación directa y precisa con ellos mismos y con sus

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modos de vida en cualquier lugar del mundo. Es un


hemisferio reducido al absurdo en el que los habitantes del
paraíso del T Bone Steak, adoran la hamburguesa.
Trasladan esta drogodependencia a cualquier lugar al que
se desplazan. Necesitan sentirse en casa. En territorio
conocido. Ellos, la mayoría, no saben por qué, pero lo que
les ocurre es la sobre dimensión de un fenómeno universal
en el ser humano: necesitamos referencias conocidas para
sentirnos seguros; lo desconocido aterroriza siempre: esa
es la razón por la que triunfan las religiones. Prometen que
el más allá será una resurrección para volver a un lugar
parecido al que ocupamos en la tierra pero sin necesidad
del valle de las sombras.
En los lugares más remotos del mundo nos quedamos
fascinados ante una botella de brandy español o por el
hallazgo de un disco de José Luis Perales. Hay muchas
personas que prefieren viajar siempre al mismo sitio: en el
fondo les aterra descubrir algo nuevo y se sienten
protegidos ante la reedición de las mismas emociones.
Todo tiene que ver con la importancia de la memoria.
Somos lo que recordamos.
En el tránsito por la vida no hacemos otra cosa que
atesorar remembranzas, que son la interpretación de los
sucesos vividos y la rememoración de las emociones que
nos produjeron. Los horrores promueven rechazo hasta el

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punto que, en muchas ocasiones, inconscientemente,


logramos olvidarlos como si no hubieran ocurrido. Los
momentos placenteros se mitifican en la memoria y
aparecen trastocados por nuestros deseos. Encontrar algo
que nos identifique estas sensaciones es uno de los
mayores placeres conocidos.
Nueya York nos facilita todo esto. ¿Quién ignora que los
taxis son amarillos; que los vagones del metro son
metálicos, llenos de gente adusta que mira de reojo la
actitud del vecino y que, en Navidades, los escaparates de
la ciudad son una fiesta de luces y colores en espera de
que Santa Claus anuncie las rebajas? Naturalmente, en
cuanto tuve liquidez suficiente me alojé en el Hotel Plaza,
almorcé ligero en Harry’s Bar y recorrí los tugurios de Jazz,
en Greenwich Village, en donde me indigné al comprobar
que los músicos tocaban en dos sesiones diarias, en las
que desalojaban el local para dar cabida a los siguientes
clientes de un espectáculo trasformado en industria
mecanizada. Las veces que yo había estado allí con Dizzy
Gilispy eso no sucedía.
Tal vez el retraso de mi próximo viaje a Nueva York se
deba al terror que me produce la irreparable ausencia del
Word Trade Center. ¿Estaré preparado para observar el
socavón en que reconvirtió esa estampa incomparable de
la ciudad de las dos torres que se vigilaban la una a la otra

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con la soberbia de una altura imposible? Nunca podré


olvidar el vacío insufrible de la perspectiva desde el
restaurante del último piso de las Torres, al comprobar la
lejanía del asfalto. Ese increíble equilibrio de una
arquitectura que al final resultó insoportable, es la ausencia
de una referencia que se ha perdido para siempre.
Ahora, las grandes cadenas de televisión han secuestrado
los filmes en donde las panorámicas de Manhattan
exhibían, orgullosas, las torres sepultadas por los
sanguinarios seguidores de Bin Laden. Hay días que las
busco haciendo zapping por todos los canales digitales
para sentirme en terreno conocido. Cuando nos las
encuentro, empiezo a sospechar que la polvorienta caída
de los inmensos edificios las borró, también, del celuloide.
En realidad, la presencia impuesta por la poderosa y
espléndida industria cinematográfica norteamericana, es
una condición esencial de nuestra vida. Lo que es
emblemático y desaparece en la realidad, ajusta su
memoria a la del cine. Todavía no me atrevo a hacerlo,
pero pronto viajaré a Nueva York para tranquilizarme,
comprobando que los taxis siguen siendo amarillos, los
edificios de Manhattan se desalojan, cada día, a las cinco
en punto, y la esquina de Broadway con Times Square no
ha sucumbido a mi nostalgia.

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Ámsterdam desde el estrabismo de Rembrandt.

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Las virtudes teologales –fe, esperanza y caridad- fueron


transfiguradas hace mucho tiempo en Ámsterdam por una
triada de consagraciones sublimes: arte, comercio y
tolerancia. No hay ningún otro lugar en el mundo en el que
la mixtura de esas tres grandes dedicaciones conformen el
alma profunda de una ciudad.
En su siglo de oro, el puerto de Ámsterdam era el epicentro
económico del mundo. El oro y la plata del Perú acababan
irremisiblemente en las arcas de los banqueros holandeses
que cobraron pacientemente, durante casi dos siglos, las
deudas de guerra del Emperador Carlos. Ámsterdam se
definió pagando precio de sangre por la tolerancia: llegaron
judíos sefardíes, hugonotes, protestantes y calvinistas para
establecer el universo en que se ha constituido la ciudad.
Con la riqueza inteligente florecieron las artes. El siglo XVII
fue semillero de pintores sublimes de los que Rembrandt
Harmenszoon van Rijn y Frans Hals son sólo la punta de
iceberg de una de las escuelas más grandes de la pintura

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universal. Hace poco fue posible viajar a Ámsterdam para


ver una exposición sublime en el museo Mauritshuis de La
Haya: “Retratos holandeses: la era de Rembrandt y Frans
Hals”. Una recopilación antológica recogida de los
principales museos del mundo en una muestra
probablemente irrepetible.
¿Por qué se conciliaron en Ámsterdam está espléndida
pléyade de pintores en el siglo XVII? La respuesta se
encuentra paseando entre los canales de Ámsterdam,
observando la arquitectura rigurosamente respetada por el
tiempo y las guerras de una ciudad cuya amalgama,
precisamente, fueron el comercio, el arte y la tolerancia.
La ciudad puede ser observada desde distintas
perspectivas pero conviene que las focalizaciones sean
sucesivas porque se sobreponen distintos caracteres hasta
que se constituye la síntesis que metaboliza su alma
profunda. Lo mejor es recurrir a las técnicas de Rembrandt
para trasladar las imágenes a la retina antes de dibujarlas
en los lienzos de la memoria.
Se ha sabido por un estudio de Margaret S. Livingstone,
profesora de neurobiología de la Escuela de medicina de
Harvard, que Rembrandt era extrábico desde su juventud y
esa deficiencia fue una de las claves de su maestría para
trasladar lo que observaba solo a través de uno de sus
ojos, con el que “enfocaba” lo que veía para trasladarlo

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linealmente al plano bidimensional del lienzo, escapando


de una visión binocular de las cosas. Cerrar un ojo sobre
Ámsterdam, a la manera de Rembrandt, es focalizar cada
uno de los aspectos básicos de la ciudad para que la
mixtura proporcionada de todas las sensaciones permitan
una sinopsis cuidadosa.
La tolerancia, que es seña de identidad de Ámsterdam
desde el siglo XV, se ha instalado en algunas diferencias
que llaman mucho la atención. El barrio rojo es un tópico
manido sobre el que el alcalde Job Cohen lidera una
adecuación para evitar la sensación que ahora inunda la
ciudad de estar centrada en el sexo. El debate está abierto
porque hay quien piensa que detrás de la transformación
de las casas de prostitución abiertas a los ojos de los
transeúntes hay un fenómeno de especulación inmobiliaria.
En realidad pudiera pensarse que es un acierto aplicar
algunas dosis de moderación a la tolerancia con el
comercio del sexo. Pero podría convenir una decisión y la
contraria porque en Ámsterdam hay sitio para la virtud y
para el exceso.
No es cierto que la ciudad haya sido desbordada por sus
propios dictados liberales. Ámsterdam, ordenada en
semicírculos bajo los dibujos de sus canales, tiene tantas
consideraciones como se deseen y en ellas, los
escaparates de sexo o los coffe shops que expiden

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pequeñas dosis de marihuana, no son mas que reclamos


superficiales de su alma profunda; una bandera inhiesta en
la ciudad de la tolerancia en la que casi todo es posible si
no se molesta a los vecinos. Pero tampoco son partidarios
sus ciudadanos de agobiar con los excesos. Ahora la
municipalidad intenta restablecer los equilibrios.
Ámsterdam es una ciudad eminentemente silenciosa. Los
botes, aunque sean a motor, se desplazan sigilosos por los
canales en paralelo a las bicicletas: el automóvil es una
especie inservible en este universo de escala humana. No
hay consenso sobre el número de bicicletas en Ámsterdam
pero se estima que pueden llegar a un millón. Muchas de
ellas permanecerán extraviadas para siempre en medio de
los aparcamientos que están instalados en todas partes;
hay bicicletas de toda condición siempre y cuando sus
formas sean sencillas y prácticas. Los niños han forzado
los diseños y disponen para su traslado de modelos
imposibles, como si fueran carretillas de jardinería con
pedales para acomodarlos en bañeras holgadas. No hay
prisa porque todo está acompasado a una vida aderezada
razonablemente por la modernidad que se ha disparado
cabalgando sobre el consumo en el resto de Europa. Por
eso la bicicleta acallada, sin cambios de engranaje en sus
ruedas ni artefactos prescindibles, es el vehículo de
desplazamiento obligado que tiene como contrapunto la

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utilización de los canales en barcas, botes y motoras y el


tranvía que discurre también sigiloso acompasado al
esquema circular de la ciudad. Silencio para la creación,
susurros para el comercio y vista gorda para que cada cual
haga lo que quiera con la única condición de no molestar a
los vecinos.
Ámsterdam mantiene su sello indiscutible de gran ciudad
comercial desde el siglo XVI . Es el ejemplo vivo de lo que
serian las ciudades Europeas si el pequeño comercio no
fuera arrasado cada día por las grandes superficies
comerciales. Lo que distingue a Ámsterdam de cualquier
otra ciudad europea es el placer del comercio familiar
ligado más a una actividad de coleccionista de objetos, por
el placer en si mismo de tenerlos, que al deseo de hacer un
buen negocio. Observando los escaparates llega uno a la
conclusión de que la mercancía expuesta cumple una
función muy especifica en el mundo interno de la tienda y
de su dueño, más allá del destino de ser vendida. Los
anticuarios de Ámsterdam no solo recuperan piezas únicas
de gran valía sino que acompañan a estas con cachivaches
que posiblemente tienen más historia que valor o
sencillamente la historia es su valor. Pero son su elección.
Muchas de las galerías de arte abren sus puertas previa
cita. El horario de comercio refleja el ritmo de sus dueños.
En muchas ocasiones, un cartel en la puerta informa que

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viven en el piso de arriba y acudirán para abrir el


establecimiento siempre que sean requeridos.
La población se mantiene estable en torno a los setecientos
cincuenta mil habitantes desde hace más de cincuenta
años. Sus vecinos son secularmente defensores de la
mesura de sus impuestos y de todos sus derechos. Eso
explica las casas estrechas, que suben hacia arriba
evitando prolongar sus fachadas por la simple razón de que
no era el volumen sino la longitud de los frontispicios el
barómetro de los impuestos inmobiliarios. Espíritu de
comercio, sin duda, que exprime las posibilidades de evitar
los pagos prescindibles.
En Amsterdam, al igual que ocurre en Estocolmo u Oslo, la
artesanía, el diseño de autor y los objetos que no se
producen en serie tienen un valor preciso. Se ofende a
quién se quiere alabar si el regalo no está individualizado
en su diseño y elaboración. El talento individual está al
alza.
Anochece en Ámsterdam y la cena en el restaurante
Vermeer, en el hotel NH Barnizon Palace, permite una
recapitulación profunda de la ciudad de los museos, los
canales, el comercio y la tolerancia. El cheff Chris Taylor
estampa en la gastronomía las enseñanzas profundas de la
ciudad. Mañana por la mañana nos esperan tres genios de
la pintura universal aposentados en los museos de

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Ámsterdam: Vicent Van Gogh, Johannes Vermeer y


Rembrandt. Pero esa es otra historia que merece una
explicación más detallada.

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