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Tenía que volver allí ahora, desde el frío eterno, de vuelta a los
fuegos que ardían bajo la tierra. Incluso en medio de su locura
bestial había sabido eso.
Volver.
Regresar.
A medida que más horas pasaban, perdió la capacidad de guiarse.
Sus pies se arrastraron, su cabeza colgó baja. En algún momento,
la gruesa alfombra de nieve comenzó a sentirse más firme bajo los
pies, como si yaciera piedra debajo de ella, pero no se detuvo para
comprobar.
Cayó de rodillas de nuevo, temblando y gateó. Se sintió como si
subiera, trepando de manera abrupta, arrastrándose hacia los
mismos cielos, donde las estrellas se movían y el Padre de Todos
acogía a los mejores luchadores en sus salones.
Solo se detuvo cuando la noche se disolvió ante él, roto por una
delgada línea de color gris perla en el este, y las sombras azules
retrocedieron al encogerse. El viento cayó, y la dura luz del sol de
Fenris sangró como agua en un cielo vacío.
—Hemos venido aquí bajo la piedra desde que Ogvai era jarl
—dijo Aeska—, para marcar la victoria, para marcar la derrota,
para sangrar a los recién llegados, para dejar que nuestros
colmillos largos atraigan a la muerte un poco más cerca.
Risas roncas corrieron por la habitación.
—Sin embargo, esta es la primera noche de una nueva era.
Estas Garras que dieron su paso dentro de la Jauría son los
primeros en no conocer más que nuevas formas.
—¡Fenrys!
Todos gritaban ahora, invocando espíritus de guerra y rabia;
alimentados por las castigadoras cantidades de hidromiel corriendo
alrededor de sus sistemas realzados genéticamente. Los fuegos
parecieron encabritarse, hinchándose dentro de las jaulas de hierro,
haciendo retroceder la eterna penumbra de la Montaña. Haldor no
fue diferente.
—¡Fenrys hjolda!
Continuó, más lejos, más abajo. Los ecos de las voces mortales se
extinguieron por completo, reemplazados por el casi imperceptible
ritmo de la tierra profunda. El hielo crujía sin fin, haciendo tictac
como un crono en la oscuridad. El agua de fundido, formada sobre
tendidos de energía enterrados, goteaba de un extremo a otro sobre
piedra rota antes de congelarse de nuevo en patrones de remolinos
por debajo. De los grandes pozos surgieron los gruñidos audibles a
medias de los masivos reactores atendidos por los Sacerdotes de
Hierro y las forjas eternas que crearon las armas de guerra del
Capítulo, y, eso había oído decir a los olvidados salones donde
moraban los más ancianos de todos, sus corazones encerrados en
hielo y sus mentes, mantenidas en una estasis de sueños.
Por entonces no tenía idea de a dónde iba, ni por qué, solo que las
sombras eran bienvenidas, y por el momento no tenía necesidad de
fuego para calentar sus corazones ni más carne para llenar sus
tripas. Había sido cambiado, y su cuerpo abrazó el incapacitante frío
donde una vez lo habría matado, y él le dio la bienvenida. Luego se
congeló, y los pelos en la parte posterior de sus brazos se
levantaron. Sin hacer ruido, tan veloz como un pensamiento, alargó
la mano hasta el mango del hacha atada a su cinturón.
El corredor por delante estaba tan oscuro y vacío como todos los
demás, elevándose con ligereza y curvándose a la izquierda, Haldor
entrecerró su mirada, pero la sombra era pesada y nada rompió la
penumbra.
Había algo allí, arriba y por delante, fuera del alcance visual, pero
detectable de todos modos. Una feromona, quizás, o el fantasma de
un olor. Haldor se agachó y avanzó con sigilo, manteniendo el
mango agarrado de forma suelta. Los túneles del Colmillo estaban
llenos de peligros, todos sabían eso. Fue consciente de una manera
dolorosa de lo ruidosa que era su armadura, y de lo mucho más
sigiloso que podría ser sin ella. Alcanzó la curva por delante y pasó
a su alrededor. El cambio en el aire le dijo que el corredor se había
abierto, pero la oscuridad se hallaba ahora intacta. Podía escuchar
algo ahí fuera, respiración, como la de un animal, suave y baja, pero
no podía identificarla. Se agachó, cambiando el peso del hacha,
preparándose para moverse. Antes de que pudiera hacer algo más,
una voz salió de la oscuridad, más profunda que la de cualquier
animal, bordeada por la edad. —Deja el hacha, muchacho.
Hubo otra.
Ogar desde luego llegó rápido. El Haukr era un igual para la nave
Dulaniana, al menos en velocidad, y tronó a pleno rendimiento bajo
la sombra de sotavento del cazador—asesino. Para entonces, el
punto Mandeville se encontraba a solo unos minutos, y el
perseguido aún tenía la esperanza de alcanzar la etapa de salto.
El fuego de láser llenó el espacio vacío entre las dos naves a toda
velocidad, rozando los escudos de vacío y envió temblorosos picos
radiales por las líneas del casco. La nave Dulaniana dio la vuelta
hacia babor, lanzando plasma, pero Othgar se mantuvo cerca,
acumulando energía para eliminar la distancia restante entre ellos.
Diez segundos.
Jorin siguió corriendo. El premio se abrió ante él: una cámara de
retransmisión del tren de disformidad del cazador asesino. Era una
habitación brillante, llena de energía, forrada con escudos de
plasma y rebosante de defensores. Los Scarabines emergieron a
través de un miasma de polvo y escombros, disparando armas láser
y cañones de interferencia, sabiendo que solo tenían que mantener
a los invasores a raya por unos momentos más.
Jorin recibió golpes y los ignoró, sus hermanos surgiendo ya a su
lado y formando un cordón.
Cinco segundos.
Jorin podría haberlo celebrado otro día, pero ahora eso le hizo
sentir incómodo. Sus órdenes habían sido que Bulveye mantuviera
la intersección, impidiendo que el enemigo alcanzara las cámaras
de impulso y dando tiempo a sus propios guerreros para detener la
carrera hacia la disformidad. Bulveye era un luchador de confianza,
no propenso a cargas berserker cuando se le daba una orden
directa.
Como había sido con Bjell, era una mala manera de morir. Un
guerrero de los Aett debería morir como un hombre, de pie,
luchando contra la marea oscura como la sangre. Si hubiera habido
un modo, Jorin hubiera deseado concederle aquella última gracia.
La cabeza de la bestia, ahora solo una masa de sangre, se
desplomó húmeda en la cubierta, y los sibilantes suspiros acabaron.
Así fue por tanto que Leman Russ, primarca de los Lobos de
Fenris, permaneció en la torre de observación delantera del
Nidhoggur, flanqueado a su izquierda por su huscarl del Eihenjar
Grimnir Blackblood, y a su derecha por Helmschrot. Juntos,
observaron cómo la estación bastión caía con lentitud en el horno de
reentrada, sus flancos abrasados y las luces extinguidas.
Russ era una figura enorme, gruesa y ruda, recubierta con una
armadura rúnica de color gris lluvia, marcada con iconos de Fenris
En oro y hierro. Su largo cabello rubio le rozaba los hombros,
trenzado, remetido y colgado con tótems de toda una vida dedicada
a la guerra. La piel expuesta de su escarpada cara era rojiza,
infundida de una energía vital que parecía arder con cada uno de
sus movimientos. Era una máquina de guerra, un monstruo, una
brizna del corazón de un sol arrebatado del vacío y bloqueado con
la forma de especie de un humano. En medio de la galaxia en
general, era temido o despreciado, el líder de una Legión de
bárbaros y vándalos, aunque pocos hubieran osado expresar tales
sentimientos en su cara. Para aquellos que servían con él, era
reverenciado más allá de toda medida: un rey guerrero que
conducía a sus portadores de escudos a la batalla desde el mismo
frente, que no despreciaban las penurias que debían soportar, que
nunca habían sido superados por alma viviente alguna en ningún
campo de combate.
Bueno, había habido uno, pero eso no podía ser parte del ajuste de
cuentas. El Padre de Todos se hallaba fuera de todas las categorías,
todos los mitos, todas las sagas y, por tanto, para sus seguidores
continuaba permaneciendo inviolado, el que llevaba el invierno a la
galaxia y el maestro de sus guerras.
El primarca sabía que sus jarls despreciaban esa devoción. Él, por
otro lado, tenía una visión algo más matizada. La Legión estaba
condicionada genéticamente para aborrecer los objetivos de la Gran
Cruzada: los xenos, las culturas humanas reincidentes, porque se
encontraba en su sangre, tanto como lo estaba su fuerza
sobrehumana. Eso era lo que los convertía en herramientas de
matanza tan perfectas, y si aquello limitaba su imaginación de algún
modo, entonces aquel era el proyecto del primarca: seres tan
creativos y empáticos como los más grandes de la humanidad
mortal, solo que dotados también de los cuerpos de los mejores
guerreros cultivados en tinas.
Y así simpatizó con los soldados de infantería dulanianos,
condenados a morir al servicio de un tirano que no se preocupaba
por ellos. Tras de las máscaras, las placas de armadura y los
ingeniosos escudos que los convirtieron en rivales incluso para la
infantería de las Legiones Astartes, eran mortales, propensos a
todos los orgullos y miedos que la mortalidad llevaba.
Justo como él mismo, Leman Russ, era mortal, de alguna manera.
Ya no existían verdaderos dioses, lo que quisiera que pudieran
desear los crédulos del Imperio; no desde aquel día en Fenris,
cuando el cielo se abrió en una lluvia de oro, y el hielo se había
derretido de la roca, y el verdadero modo de las cosas se hizo claro
de una manera brutal.
—Jarl —reconoció—.
—No puede haber mucho más —dijo Jorin, trabajando para alejar
la impaciencia de su voz.
Kloja se encogió de hombros. —Tal vez. Tal vez no. Guardan sus
secretos de manera hermética.
—Pero puedes romperlos, ¿sí?
—Dije que tal vez. Dije que tal vez no.
Jorin se dio la vuelta, exasperado. Toda la razón por la que habían
tendido la emboscada era para capturar al cazador-asesino, para
interrogar a la tripulación, para obtener algo de seguro y cierto
conocimiento de su destino, Haraal lo había destruido
masacrándolos a todos.
Y así, llevo dos semanas más a los Lobos trazar el camino hacia su destino,
teniendo en cuenta los sueños de sus Navegantes y las balbuceantes
pesadillas de sus coros astropáticos. Traducir el duro negocio científico de
la cartografía estelar al imperfecto arte del paso por la disformidad no fue
fácil, y no podía ser apresurado ni siquiera por una Legión que estaba
impaciente por llegar a la matanza. Con lentitud, sin embargo, la ruta se
hizo más clara, y la flotilla quemó un camino a través de las bóvedas de la
realidad doblegada del infraverso, los cascos de sus naves flexionándose y
crujiendo como si estuvieran atrapados en una tormenta invernal en el
mar.
Todos sabían lo que esperaba por delante. El imperio del Tirano de Dulan
había sido amplio, toda una franja de mundos excavada en la ruina de la
Vieja Noche de superstición de la humanidad. Todos ellos habían estado
fuertemente defendidos y solo cayeron tras un intenso y sostenido
bombardeo, así pues, el centro del laberinto solo podía encontrarse
fortificado con más fuerza aun. La campaña completa había durado meses,
dando tiempo al enemigo para cavar y prepararse.
Él quería que ellos vinieran. Y quería que lucharan. Russ nunca había
hecho caso a cualquiera de las burlas. Muchos enemigos, ya fueran xenos o
humanos, habían pensado en provocarle, tal vez calculando que enfurecer
al carnicero de Fenris lo conduciría de alguna manera a algún tipo de
desequilibrio táctico.
—El problema con eso —como Russ le explicó una vez a su hermano
Vulkan—, es que nos gusta estar enojados Así que no hace mucho bien.
El Tirano, sin embargo, había hecho todo lo posible. Las tropas mortales
capturadas habían sido torturadas en transmisiones de imágenes, a veces
en sesiones de horas de duración, enfureciendo a generales del Ejército
Imperial y provocando masivas expediciones de represalia. Todas esas
habían fallado, lo que llevó a los Lobos a ser empleados para acabar el
trabajo, e incluso entonces las provocaciones continuaron llegando.
Ahora, sin embargo, la ventana para los preliminares se había cerrado. La
flota de la VI legión atravesó la disformidad, conduciendo el ingeniarum de
todos los buques más allá de los límites sancionados por Marte para
asegurar su llegada en el menor tiempo posible. Las hojas de hacha se
afilaron, las espadas se afilaron, los bólteres se cargaron con municiones
aojadas por los sacerdotes y los sellos de armadura fueron cerrados.
—Estado —dijo.
Freki y Geri merodearon en estaciones a ambos lados del trono, los pelos
de su espinazo erizados y sus colmillos expuestos. Blackblood estaba de pie
en el estrado junto a ellos, junto con otros del propio séquito Eihenjar del
primarca, todos con casco y equipo de batalla.
Freki rio con disimulo y dio un paso hacia delante a medias, babeando.
Russ se agachó y agarró la nuca del lobo, revolviendo el pelaje.
—Casi allí —murmuró. Este ritual anterior a la batalla había sido así
durante tanto tiempo como podía recordar. Sus dos lobos se habían
encontrado a su lado desde la infancia, creciendo como él, madurando y
convirtiéndose en las enormes bestias que ahora acompañaban cada una
de sus marchas a la guerra. Habían resistido mucho más allá de la
esperanza de vida estándar de su especie, y ninguno de ellos mostraba
signos de disminución de vigor.
Por un momento, parecía que no había nada más que espacio vacío a su
alrededor, como si hubieran emergido en la laguna sin caminos entre las
estrellas y estuvieran a años luz de cualquier lugar. El puente permaneció
en conmoción, sin embargo, con oficiales gritando órdenes y esclavos
corriendo para seguirlas. Los grandes sistemas de armas de los acorazados
fueron puestos en marcha: colosales macrocañones y lanzas colosales,
cobraron vida con agitación a medida que sus bobinas y reservas de
energía fueron encendidas, atizadas y hechas rugir.
El maestro comenzó a enumerar con rapidez las cifras, los vectores, los
volúmenes, pero Russ solo le había pedido que hablara para que otros lo
escucharan; era capaz de procesar la información de las pantallas mucho
más rápido que cualquier otra persona. Ya estaba visualizando la batalla
que se avecinaba, viendo los caminos que podía tomar, planificando cómo
llegar a la única conclusión que le importaba: la matanza, rápida y sin
esperanza de recuperación.
Dulan apareció en las miras, tan rojo como había sido Ynniu, aunque más
pequeño, un mundo de la roca y hierro y acero, hiperindustrial, rodeado de
un enorme halo de defensa y otras estaciones orbitales. Pronto, el mundo
estaría en alcance visual completo: se lanzaban a toda velocidad, gritando
a través del espacio y alcanzado el impulso completo.
Russ se puso de pie. Mientras se movía, sus lobos caminaron con suavidad
a su lado, arañando el suelo, los ojos fijos hacia adelante con la rígida e
inflexible mirada que solo una bestia de Fenris podía perfeccionar de
verdad.
—Lo veo, Jarl —le dijo a Jorin—. Así pues, entonces no fuiste lo
suficientemente rápido.
Russ cortó el enlace, no queriendo escuchar la respuesta y sintiendo ya el
sordo peso del fracaso. Sus dos lobos se quejaron, recogiendo de
inmediato el cambio de humor.
Russ se echó a reír, un ladrido seco y sin humor. —Observa las miras.
—No nos atacan porque ya están siendo atacados. Mi hermano está por
delante de nosotros, la mitad de esas naves que ves son suyas—.
Segundos más tarde, identificaciones de naves comenzaron a alimentar los
bancos de augurios, referenciados de forma cruzada con registros de la
Legión y nombres que destellaron, uno por uno.
El Fuego Redentor.
La Hoja de Numarc.
La Purificación Austera.
Y el nombre conocido por todos los que habían tenido tratos, sin importar
cuán escasos, con la historia reciente de la Gran Cruzada.
La Razón Invencible.
—Están sacrificando a los suyos —dijo con gravedad—. Esos son activos
de la Legión que están sacrificando de forma inútil.
Los artilleros del Aesrumnir habían estado esperando la orden. Los bucles
de energía ya gruñían, los encendedores de prometium estaban apretados
con el combustible que circulaba, y las derivas de electroplasma zumbaban
con impulso acumulado. Tan pronto como las palabras del jarl dejaron la
comunicación, la lanza principal escupió su inmensa carga de barredora
energía a través del abismo interpuesto.
Esta vez, la distancia fue tan leve que cualquier disparo habría alcanzado
de lleno, y el rayo de lanza cortó como una guadaña de manera directa a
través de los escudos de fusión delanteros de la nave Dulaniana,
dispersándolos en una supernova de materia descargada. Siguió la
inmolación, encendiéndose en los escudos reventados e impulsándose con
profundidad a las secciones debilitadas del casco.
Llegó un segundo impacto, mucho más fuerte, que sacudió todo el casco y
disolvió tres sectores de escudos de vacío en una confusa mezcla de iones
en disolución. Las bocinas de advertencia se pusieron en marcha, seguidas
de una erupción de color rojo de runas de alerta. El Aesrumnir perdió
ascenso, cayendo hacia el pozo de gravedad del planeta mucho antes de
que la energía de emergencia acelerara sus impulsores de subdisformidad.
—¿Estás seguro?
La carga inicial de los Lobos había impulsado un enorme agujero entre las
filas enemigas, rompiendo sus entretejidas estructuras de defensa y
dejando naves individuales aisladas y vulnerables. El Nidhoggur ya había
contabilizado la destrucción de dos masivas naves Dulanianas clase
crucero, y se había estado preparando para tomar un tercero. El Valkam se
había colgado bajo el punto más bajo de la esfera de batalla, arrastrando
consigo a una veintena de defensores antes de cargarse a la sombra del
halo para enfrentarse a un grupo de cañoneras Faash. Durante todo esto,
las naves capitales de la Primera Legión se mantuvieron estáticas,
manteniendo su táctica de fuego de largo alcance mientras no ofrecían
apoyo a la aplastante vanguardia de los Lobos.
Hasta hace unos momentos, así era. La Blade of Numarc se lanzó con
brusquedad hacia delante, abriéndose camino a estallidos y lanzando su
principal lanza hacia el Asesrumnir. Otras naves de guerra de los Ángeles
Oscuros se acercaban detrás del mismo, e incluso la colosal Razón
Invencible encendió sus motores principales.
—Así que estás aquí, Leman —fue la respuesta del león—. Ahora, tira de
las correas de tus perros, o les pondré de rodillas yo mismo.
—Mi jarl mató esa nave, ya que no presentabas batalla —respondió Russ
—. ¿Cómo puede afligirte?
Russ se congeló. En un instante, todo cambió. Por eso las naves de guerra
habían estado paradas. Por eso solo se habían comprometido las escoltas.
Blackblood miró fijamente a Russ, sin palabras. Todos los que estaban al
alcance del oído detuvieron lo que estaban haciendo, levantaron la vista,
desconcertados, como si hubieran sido hechizados por algún falso espectro
de su verdadero señor feudal.
—Te mantendré al tanto —llegó al fin la voz del León, tan fría como antes
—. Pero ahora tenemos problemas mayores: ese halo acabará con
nosotros si no puede ser desactivado, y mis naves han sido atraídas ahora
al combate. Ya has destruido mi primer intento de neutralizarlo. ¿Quizás
puedas sugerir una alternativa?
Las sardónicas palabras ardieron en los oídos de Russ. Que le hablaran así,
al oír de sus guerreros, era un insulto casi más allá de la parodia, y su
hermano lo sabía. Por un instante, una centella de furia se alzó en su
interior, y se vio a sí mismo contraordenando la orden, abriéndose camino
hacia la Razón Invencible y martilleando un poco de cortesía fraternal en su
altivo aliado.
Hjalmar, Bulveye y los otros guerreros pisaron con fuerza las rampas de
embarque y se adentraron en las bahías en el interior, alcanzando los
arneses de sujeción. A pesar de toda la repentina confusión causada por el
ataque de la Blade Of Numarc, ahora estaban haciendo aquello para lo que
habían sido condicionados.
Luego partió hacia la nave más pequeña, Aelgar con Hemligjaga, y Jorin
ocupó su lugar a la cabeza de la bahía de tripulación de la Stormbird.
—Ahora llega la hora —entonó Jorin, tal como hacía en la víspera de cada
conflicto, aunque esta vez con más del veneno habitual—. Ahora, mi
enemigo, se abrieron las puertas de Hel.
Jorin empujó con fuerza, abriéndose camino luchando abajo y abajo, sus
hermanos con él. Al tiempo que las telarañas de corredores se unían,
dividían y unían de nuevo, se unieron a otras manadas y pronto el mortal
canto se extendió de un extremo a otro de la vanguardia entera de los
Lobos. Abajo en las resonantes madrigueras del nexo de mando del halo,
todos los demás sonidos fueron ahogados por el interminable Mor—kai,
Mor—kai, Mor—kai, un enloquecedor estribillo escupido desde emisores
de vox que gruñían, llenando cada implante aural, resonando dentro de
cada casco, un implacable precursor que redundaba y se superponía y se
hinchaba a medida que la marea de color gris surgía hacia adelante.
El leviatán apuntó sus armas de brazo y abrió fuego. Russ se encontró con
el impacto con un desdeñoso golpe de su espada sierra, y la energía de
interferencia salpicó a través de la cuchilla giratoria, lanzada en astillas y
desechada a un lado.
Así fue que los escudos fueron los que se rindieron primero, saliendo
volando en onduladas cortinas de gasa arrastrada. Los guanteletes—
taladro del monstruo giraron en redondo, apuntados hacia el cuello de
Russ, pero para entonces el primarca ya se había movido, barriendo hacia
la articulación de rodilla más cercana. Krakenmaw atravesó los servos,
entrando en la pierna y causando que la máquina entera se tambaleara.
Russ la trinchó, serrando como un cirujano, destrozando su cavidad del
torso y trabajando cada vez con más profundidad.
Los altavoces del leviatán ahora solo enviaban gritos, antes de que Russ
los silenciara con un brutal y salvaje empuje final hacia abajo. Echó a
Krakenmaw a un lado, desgarró a través de la maraña de desgarrado
chapado metálico y agarró a la todavía viva cosa que vivía en su interior: un
piloto humano sangriento, encadenado con implantes craneales y neuro—
manojos. Russyank lo liberó de un tirón, antes de sostener el cadáver en
alto y sacudir el último de los restos de cableado de sus fláccidos
miembros.
—¡Leman de los Russ! —gritó, tal como había hecho en aquellos días
pasados, recordando el nombre que Thengir le había dado al bebé, el cual
cristalizó en el título por el que toda la galaxia lo conocía. Era imposible
permanecer enojado.
Y luego corrió de nuevo, cazando como siempre había cazado, con la hoja
de su hacha sedienta, sus ojos entrecerrados, la alegría de la muerte
renovada en su alma.
Tomó mucho más tiempo neutralizar el halo entero. Incluso muchos miles
de Lobos se encontraban constreñidos por las enormes distancias internas,
y así, lucharon de estación de mando a estación de mando, disponiendo
cargas para destruir los sistemas de armas, cazando a los defensores,
rompiendo todo en su camino. Fueron encontrados más de los leviatanes y
más falanges atrincheradas de los guerreros Scarabine mecanizados, y cada
punto fuerte necesitó el esfuerzo de muchas manadas apoyadas por
equipos de armas pesadas para derribarlos. Las manadas cazadoras de los
Lobos incautaron se lanzaron a trenes magnéticos de tránsito rápido para
extender la incursión a cada parte del gran aro orbital, respaldada por
nuevos vuelos de naves de descenso.
—No vaya —dijo Jorin, con más firmeza—. Fue dicho en el calor de la
lucha, y dispararon contra nosotros primero. Si les mostramos debilidad
ahora— ¡Debilidad!—resopló Russ—. Les mostramos debilidad
escondiéndonos aquí y abjurando de un juramento—. Su expresión se
volvió seria de nuevo—. No lo conoces como yo. Habría destruido tu nave
si sintiera que el insulto al honor era mantenido. Ambos tenemos
nuestros códigos de conducta, y ese es el suyo. Él es un señor de
caballeros, y nosotros somos los bárbaros a sus puertas, y todos debemos
desempeñar sus papeles.
Russ descendió la rampa, seguida por sus cuatro compañeros. Por delante
de ellos. Los Ángeles Oscuros esperaban en orden de batalla, varios
cientos, dispuestos en perfectos cuadrados de desfile. Los estándares de
batalla se cernían sobre las filas, cada uno de los cuales marcaba una
campaña destacada. Había tantos de ellos.
—No pudo hacerlo más fácil —murmuró Russ, mirando las falanges
reunidas de los Ángeles Oscuros. Todos llevaban sus cascos de color negro
azabache, pero era fácil imaginar sus expresiones, desdeñosas, distantes,
curiosas.
Este primarca, quizá más que cualquier otro, irradiaba una oscura y
sombría majestuosidad, la tranquila presencia de alguien nacido para
gobernar y cómodo en el papel. En otra época, podría haber sido un
emperador por derecho propio, el indiscutible gobernante de un millar de
mundos. Incluso en este Imperio era el comandante de la más antigua y
más orgullosa de las Legiones, un regente de quien las había creado todas,
aunque el aspecto regio no había disminuido con el tiempo, quedando uno
de soberanía, de dominación, de mando.
—Seré honesto —dijo el León—. No pensé que vendrías. Así que te doy
crédito por eso. Y te doy crédito por tu trabajo en el vacío. En verdad, tu
reputación no te adula.
—Mantenemos nuestras promesas —murmuró Russ—. Pero dime,
¿cómo encontraste este lugar? Llevábamos meses buscándolo.
—He estado cazando a Dulan desde que la orden vino del Palacio. Mis
hijos han muerto para ponerlo de rodillas.
Russ tragó el insulto que saltó a sus labios. —Aquí hay más que el honor
en juego.
—Está dado —dijo, con menos amargura ahora, aunque aún con esa
seriedad de propósito que parecía marcar cada una de sus palabras—.
Porque esas son palabras nobles.
—Las dije para tus caballeros —siseó Russ, ahora solo con el oído de su
hermano—. Agregaré esto, solo entre nosotros, si alguna vez vuelves a
dispararle a mis hijos, muchacho, te arrancaré la garganta y me la
comeré. ¿Cómo te gusta ese juramento?
El León saltó hacia atrás, sobresaltado. Pareció que no podía estar seguro
de si era o no una broma, y su expresión se tensó con repentina cautela.
—Así que ahora lo hemos resuelto —dijo con alegría—. Supongo que ya
has elaborado planes para el asalto. ¿Qué tal si me los enseñas?
Ulbrandr los miró a ambos a través de la parte superior del altar vacío.
Jorin asintió. —Bien —dijo, con sentimiento—. Eso fue un duro injerto.
—Lo verás.
—No, Jarl.
Jorin se apartó del altar y caminó entre las columnas—. No puedes estar
seguro —dijo de nuevo.
—Dígale al Rey Lobo, jarl —dijo Ulbrandr—. Dígale antes de que esto sea
más grande de lo que puede controlar.
Ulbrandr negó con la cabeza. —Si los tomaron, tenían una razón. No
puedes darle al enemigo esta arma contra nosotros.
—No les doy ningún arma. —Jorin alcanzó el control de video y cerró el
hololito—. Tú mismo lo has dicho: esto es guerra, todo es confusión, y sin
embargo no me das pruebas, solo sospechas. Envía más equipos al halo,
ejecuta más escaneos, busca cuerpos. Si no encuentras ninguno, haz eso
tu tarea en la superficie. Encuentra cualquier cosa, incluso el husmeo de
un alma, y juro que lucharé contigo de un extremo a otro de ese mundo
entero engendrado por Hel para traerlo de vuelta.
—Puede que tengas que hacerlo —dijo, dándose la vuelta para comenzar
la búsqueda.
Entre los guerreros reunidos colgaba un hololito esférico que giraba con
lentitud, marcado con las principales zonas habitadas del planeta por
debajo. Dulan era un mundo muy urbanizado, con extensas áreas
dedicadas a la fabricación y producción de guerra. Enormes generadores
situados cerca de los polos proporcionaban prodigiosas cantidades de
energía, gran parte de la cual era dedicada al mantenimiento de
descomunales lentes—escudo protegiendo los principales asentamientos.
Russ asintió, calibrando los tamaños, los puntos de entrada, las fuerzas
relativas. —Formidable —dijo, con sus ojos revoloteando sobre las
detalladas imágenes aéreas—. Rogal se sentiría impresionado. O tal vez
celoso.
—No, no este —Russ alzó la vista entonces, lejos del hololito y observó las
imágenes, la arquitectura de Caliban—. Esto es lo que haces: conquistas,
un mundo tras otro, hasta que ya no puedes contarlos. Admiro eso, de
verdad. Pocos lo hacen mejor, pero no es para lo que fuimos creados. —
Retrocedió hacia el esquema táctico, como si pudiera alcanzar y romperlo
en pedazos—. Todo mundo que quemamos es por venganza. Ellos están
condenados, él está condenado, y nosotros somos la sanción.
Eran de la misma especie, los dos. Eran incluso del mismo linaje genético;
pero en aquel momento sintió como si pudieran haber sido de otras
dimensiones.
Una hora después, los primarcas se separaron. Las dos flotas se alejaron
una de la otra, ocupando posiciones en órbita alta. Los últimos defensores
Faash habían sido agotados hacía tiempo y se estableció un bloqueo de un
extremo a otro de toda la zona planetaria; con escoltas tanto de los
Ángeles Oscuros como los Lobos Espaciales patrullando a través de los
polos y hasta la franja ecuatorial de Dulan.
—Así que al fin los tenemos —dijo Russ, haciéndole señas para que
entrara y luego tomando a Krakenmaw y probando su peso. Runas nuevas
habían sido grabadas en la cubierta de metal, protegiendo contra el daño y
magnificando el espíritu sediento de muerte de la hoja—. Podrías parecer
más feliz al respecto.
Jorin se apoyó contra una columna, cruzando los brazos. —Me gustaba
más cuando luchaban por su cuenta.
—Sólo pregunto.
—En cierto modo. Pero no son mis portaestandartes, como los que
teníamos antes de que el cielo se agrietara—. Russ sonrió para sí mismo
—. No envidio a Jonson. Todo lo que tiene son súbditos y senescales. Yo
tengo hermanos de escudo—. Bajó el casco—. Eso ha de permanecer —
contestó, su voz con inusual seriedad—. El modo del viejo mundo. No lo
quiero olvidado, arrastrado por estas nuevas guerras.
—No va a pasar.
Russ lo miró fijamente entonces. —Por los dioses, ¿qué te aflige, Jorin?
—preguntó—. Este gimoteo no te acomoda, creía que eras un jarl de mi
compañía.
—Olvídalo —dijo—. Olvida que hablé. Los Angeles hacen mis humores
tan negros como su coraza de batalla, y necesito estirar el brazo del
hacha de nuevo.
Russ no lo liberó. —¿Por qué viniste aquí? ¿Tenías algo que querías
decir?
Aun así Russ no lo soltó. Había algo más allí, algo que corría con
profundidad como una veta de plomo bajo las raíces de Aett.
—Siempre puedes venir a mí, ¿lo sabes? —dijo Russ—. Tú por encima de
todo. Puedes hablarme como en el pasado, porque no lo olvido.
Entonces se dio la orden, y los grilletes volaron hacia atrás, los cerrojos
explosivos estallaron y los ataúdes de la muerte se desplomaron al
unísono, los propulsores ardiendo mientras se alejaban disparados de los
acorazados y ardían hacia el mundo rojo debajo de ellos.
Las cañoneras fueron tras ellas, hundiendo sus narices y volando con
fuerza para mantener el contacto con la lluvia de cápsulas. El fuego de
láseres montados en las naves se abrió a su paso, cortando como guadañas
entre columnas de descenso y crujiendo en sitios en el suelo, provocando
ráfagas de flores de polvo cuando los objetivos eran alcanzados. El
descenso fue vertiginoso, precipitado — un silbante, tembloroso paseo
que abarcó el gran hueco entre la flota orbital y la superficie planetaria en
segundos. Cada vaina brilló en color rojo, luego naranja, luego un blanco
llameante al tiempo que alcanzaba la reentrada, los bordes borrosos por la
inmensa presión y velocidad.
Antes de que pudieran transportar por vía aérea su propia artillería fija,
los Ángeles Oscuros soportaron una maliciosa ola de fuego de supresión,
perdiendo escuadrones enteros en los intercambios iniciales. Podrían
haber vacilado entonces, de no haber sido por su primarca, quien dirigió la
primera repentina carga desde el lugar de descenso, conduciendo hacia
arriba por la primera de las rampas y asaltando las posiciones enemigas en
su cumbre.
En aquellos primeros minutos del ataque, cuando tanto estaba en riesgo,
el León fue irresistible, moviéndose demasiado rápido para ser rastreado
por las armas pesadas, impermeable al daño de las armas pequeñas, una
fuerza de la naturaleza desatada en los cielos surcados de suciedad de
Dulan. Las llamas saltaron tras él al mismo tiempo que los cielos eran
cortados por misiles lanzados desde la órbita. El primarca de la Primera se
encontraba acompañado por su guardia de honor — Alajos y los paladines
de élite de la Novena Orden, cada uno de ellos llevando largas hojas
amortajadas de energía y escudos contra explosiones. Cuando el León
alcanzó a los primeros defensores, saltó con limpieza a través de las líneas
de barricada y se estrelló en el corazón de ellas, repartiendo golpes a su
alrededor con la inmensa Espada del León. Cada barrido estaba guarnecido
de un intenso color verde de energía disruptiva, una que encendió una
rabia de fuego repentino en cualquier superficie a través de la cual se
abriera paso, de modo que la embestida del León pronto se vio envuelta en
mareas de misteriosa llama, una onda en forma de arco de asombro y
terror que barrió ante él. A través de todo condujo hacia delante, rápido
pero nunca apresurándose, el silencio de su enfoque siendo de alguna
manera tan aterrador como si los gritos del inframundo hubieran llegado
en su cortejo.
—Un mundo más —dijo, con suavidad, un ritual tan antiguo como la
Cruzada misma—. Para ti, Padre, un mundo más.
Pero fue hacia el norte donde fue atraída la mirada de Russ: un terreno
que se alzaba creciente de un modo abrupto, ennegrecido por la erosión
del fuego. Franjas enteras habían sido aporreadas por descargas orbitales,
derribando los caminos hacia la Fortaleza Carmesí, ahora emborronando el
horizonte septentrional. Las torres se apretaban contra más torres,
empujando por espacio, retorciéndose una alrededor de otra y
mezclándose en muros fortificados que unían las torres y contrafuertes,
baluartes y revellines, todos levantándose y subiendo como los riscos de
Asaheim, y tan rojos como puestas de sol sangrientas. Era colosal,
testimonio de la sed de dominación de un hombre, la vanidad hecha
manifiesta en rocormigón y adamantium.
—Sacerdote de Hierro —dijo Russ a través del vox—. ¿Está todo según tu
satisfacción?
—Entonces da la orden.
—¡A mí, Vlka Fenryka! —Tronó, corriendo hacia abajo por la pendiente
de la cresta con sus Lobos verdaderos tras él, sus pieles volando detrás de
él.
Pero ninguno era más rápido que su amo. Leman Russ ascendió las
últimas laderas de detritus, Freki y Geri trotando a su lado, su espada sierra
gimiendo e irrumpió a través de las puertas en ruinas. Ignorando las
reducidas nubes de fuego laser que bailaban de un extremo a otro de los
escombros, inclinó su espada hacia la torre más alta, todavía de pie,
orgullosa sobre un mar de llamas y niebla tóxica.
Bulveye echó un vistazo a los datos, luego se agitó por encima de la línea
de cobertura para desencadenar una serie de proyectiles de bólter. Se
deslizó de vuelta hacia abajo cuando llegó el fuego de respuesta, ahora mal
dirigido y sumido en el pánico—. Entonces tenemos que ser más rápidos.
Los edificios sin techo se alzaban alrededor de ellos, con bordes negros, la
mayoría ardiendo. Las calles por delante eran estrechas y traicioneras,
talladas en la piedra roja y el polvo rojo que hacía que el planeta entero
pareciera una herida. La compañía se filtró a través de la miríada de
caminos, obligados a luchar en cada encrucijada y plaza abierta. La
resistencia se volvió obstinada cuando los defensores supervivientes se
unieron por delante de ellos, y el ritmo se desaceleró, degradándose en un
agotador trabajo pesado de hacha en medio de las barricadas y trincheras.
En el momento en que el sector fue despejado y el siguiente avance en
marcha, Ulbrandr regresó al lado de Jorin. El crozius del sacerdote estaba
negro por las manchas de sangre carbonizadas.
—¿Dónde?
Jorin calculó las distancias. El escaneo mostró una ruta — una ruta difícil,
pero una posible — serpenteando bajo las murallas de los niveles
superiores, ignorada por gran parte de los cañones de torre supervivientes
de la ciudadela. —Hel—, suspiró.
—Tienes que decidir ahora —dijo Ulbrandr—. Russ ya ha alcanzado las
puertas interiores—. Nos querrá con él.
—Por ahora.
Desde más allá de las paredes rotas, se podía escuchar el pesado gruñido
de los motores de los tanques subiendo por las empinadas y sinuosas
calles, triturando las losas de piedra bajo sus cadenas. El ruido sordo del
fuego de mortero ahora era implacable, puntuando el traqueteo de
estaccato del fuego de armas pequeñas.
Russ estaba esperando a su jarl. Sus lobos verdaderos estaban con él, su
pelaje espeso con polvo, sus mandíbulas brillando. Ogvai saludó, luego
miró a su alrededor la extensión completa de la devastación. —
¿Agradable, señor? —preguntó.
Russ se abrió paso haciendo crujir los escombros—. Inmensamente.
¿Cómo va?
—No huyen —dijo Ogvai, agitando la hoja de su hacha hacia abajo—. Eso
ahorra tiempo.
—Ulbrandr se acerca.
Russ agarró la nuca de Freki, y hundió sus dedos con profundidad. —Pedí
a Bloodhowl.
—Le fue dada una orden —gruñó Russ—. Si tengo que abrirle el cráneo
para hacerlo, aprenderá a obedecerla.
Orfeo comprobó dos veces las lecturas de sus sensores. —Los lobos se
encuentran estancados, mi señor. Sin movimiento. Las indicaciones son
que han alcanzado el penúltimo nivel, y luego se han detenido.
—Cierto —dijo Alajos, con cuidado—. Pero es el premio del Rey Lobo.
El León se rio. —¿Es este entonces algún juego, para el deporte de los
niños? Cuanto más dure, más presionado estará Moriaen.
Y había una salida eficiente, una muerte limpia en oferta. Sabían dónde
estaba el Tirano, y le habían despojado de la última de sus defensas.
Alajos se relajó, aunque solo por una fracción. —¿Y si no puede ser
alcanzado?
Cuanto más al este empujaban, más pesados eran los combates. Los
Scarabines de la fortaleza se mantuvieron resueltos, sin dejar barricadas
desocupadas y disputando cada intersección. Jorin, Bulveye y las tres
manadas de caza fueron tan rápidos como fueron capaces, no intentando
destruir ya todo lo que tenían ante ellos, sino simplemente llegar a su
destino a tiempo. Las tropas Faash, una vez que se dieron cuenta de que
los blindados pesados de la VI Legión todavía se movían al norte hacia la
cumbre, se acercaron a ellos, lanzando ataque tras ataque desde la
cobertura de sus edificios devastados por las bombas.
Ahora no. Había una tercera posibilidad: la regresión a algo mucho peor,
como desdichado por los fracasos en las tierras vírgenes de Asaheim,
quienes eran entonces cazados, o arrastraban una vida de dolor y locura
hasta que los venenos de la Helix por fin los arrastraban al olvido. Y así el
secreto tenía que ser mantenido, al menos hasta poder estar seguro de lo
que estaba trabajando. Si existía un defecto, podría ser curado en un
tiempo determinado, dada la comprensión, y mientras tanto las señales
podrían estar ocultas y el conocimiento contenido, incluso al precio de
ignorar la orden de un señor feudal.
Nunca había ido contra Russ cuando ambos se habían creído mortales
Sólo ahora, después de que cada uno hubiera sido elevado al estado de
semidioses, había crecido con lentitud la grieta. Quizás el puente nunca
hubiera podido cruzarse. Quizás los escépticos habían tenido razón, y los
hermanos lobo deberían haber permanecido como hombres, muriendo
como habían vivido mientras su maestro ocupaba su lugar entre el panteón
del Padre de Todos.
El interior era oscuro como el carbón, sus altas ventanas cubiertas y sus
lúmenes apagados. Por un momento, incluso la vista de Jorin luchó para
compensar, y durante medio segundo se sintió como si hubiera sido
arrojado al vacío.
Antes de que cualquier respuesta pudiera llegar, las galerías sobre ellos a
cada lado se llenaron con soldados, docenas de ellos, abriendo fuego sobre
ellos desde los altos puestos y enviando rayos láser que perforaron el piso
de la catedral. Más empezaron a descender desde las alturas, y otros se
derramaron por los pórticos detrás del escenario.
Jorin se retiró sin parar, disparando a los recién llegados mientras los
bólteres de sus manadas enviaban salvas de respuesta al enemigo.
—No tengo idea —dijo con gravedad, escogiendo sus objetivos—. Pero
no nos vamos. No sin llevarnos eso con nosotros.
—No digas más —espetó el león—. Borra esos registros. Descubre como
eso alcanzó nuestra red, luego arréglalo.
Orfeo hizo una reverencia con prisa y se puso a trabajar. Alajos esperó a
que su primarca respondiera al breve estallido de video. Incluso después
de décadas en la Gran Cruzada, habiendo presenciado horrores y
maravillas para durar una docena de vidas, poco se comparaba con lo que
acababa de ver.
—¿Y Moriaen?
—Sin cambio.
El León vaciló entonces, solo por un momento. Miró hacia el este, hacia
donde la fortaleza ardía bajo un cielo nocturno encapotado. A él le pareció
una inmensa pira funeraria, convirtiéndose a sí misma en cenizas, ya
condenada a la destrucción lo que quiera que tuviera lugar en Dulan. En
algún lugar profundo de aquel enorme montón de hierro y roca, su
hermano todavía luchaba, con el enemigo o consigo mismo. El lugar tenía
ahora un aspecto asqueroso, más parecido a una tumba que a una
fortaleza.
Jorin desencadenó una bala de bólter tras otra. La bestia enjaulada aulló
en su cautiverio, conducida a una fiebre de locura por el caos rabiando a su
alrededor. Más Scarabines fueron vertidos en la cámara, pateando aun
lado las puertas del extremo. Los contadores de munición empezaron a
hacer clic, vacíos, y pronto se lanzaron bólteres a un lado a favor de armas
de combate cuerpo a cuerpo.
Giró su bólter hacia arriba, apuntando el extremo del ánima a las cadenas
que sujetaban a la bestia cautiva, y disparó. El acoplamiento explotó,
enviando la jaula a estrellarse en el suelo ante ellos. La estructura se
rompió, liberando a la criatura, que saltó hambrienta a cuatro patas hacia
los Faash que se acercaban.
Entonces, más terrible que cualquier otro, el Rey Lobo entró en la cámara,
su espada sierra gruñendo, su rostro tan oscuro como truenos.
La luz era baja, emanando con suavidad de las velas, tal como lo hacía en
los salones de Caliban. Las sombras bajo sus pies se deslizaron con
incertidumbre, oscilando entre suaves estanques de iluminación de color
amarillo mantequilla. Una fragancia como aceites sacrificiales colgaba en el
aire, justo al borde de la detección.
La figura entronizada no hizo ningún movimiento. Bajó los ojos hacia los
caballeros de ojos oscuros y anillados que se aproximaban. A corta
distancia, estaba claro que él era más que viejo — era antiguo y horrible,
conservado como un espécimen en gelatina. Su humanidad, porque
ciertamente era humano, parecía como si hubiera sido estirada más allá
del punto de ruptura, convirtiéndolo en una monstruosa parodia de
inmortalidad.
El tirano se veía hueco, exhausto. —Veo y escucho lo que has hecho a este
lugar. Destrucción situada sobre destrucción. Tal es la paz que tu
Emperador trae a la galaxia. Tal fue la oferta que colocaste en la mesa, y
que esperabas que tomara y estuviera agradecido por ello.
—Un papel. Para mí. —El Tirano miró fijamente con expresión vacía al
enorme primarca, sus oscuros ojos humedecidos por la edad. Sus manos
temblaron una fracción al tiempo que agarraban los brazos del trono,
aunque por debilidad, no por miedo—. No, no ahora. Demasiado
desperdiciado, guiando este reino desde la barbarie hasta una especie de
luz. Me ha drenado, ¿ves esto? Cien de mis cirujanos trabajan a diario
para mantenerme vivo, porque sin mí, sólo el vacío espera. Aprendimos
esto, en épocas de horror, que superamos, y desterramos, sólo para que
tú vinieras.
Una vez que el último de los gritos hubo resonado, Russ permaneció en el
corazón de la catedral, su espada sierra de cadena chorreando trozos de
sangre, su aliento llegando en grandes esfuerzos. El suelo de piedra estaba
apilado con los cadáveres de los Faash y los Lobos estaban de pie entre
ellos como carniceros, su ceramita goteando con espesura.
Entonces el Rey Lobo tomó su casco y lo liberó. Sólo entonces pudo verse
en su rostro la mirada de profunda angustia — una torsión de los rasgos
duros como el hierro, la tortura de sus contundentes líneas. Russ se
arrodilló, levantó la cabeza de su hijo caído, estrechó sus ojos, estudiando
los cambios que se habían forjado. Luego, con lentitud, dejó que la melena
de la bestia se desplomara hacia atrás, su mandíbula cayera abierta, sus
ojos inyectados en sangre mirando fijamente sin vista hacia arriba al techo
de la catedral.
—¿A qué?
—Y lo que seremos.
—¿Lo sabías?
—Conocía los riesgos. Sabía lo que había en la Canis Helix. Sé por qué se
hizo. He visto el lugar donde se creó el borrador y las antiguas bio—forjas
necesarias para formularla. Otras legiones tienen sus propios venenos,
este es el nuestro. Y sí, he visto a los que no regresan de las tierras
vírgenes. He salido allí, a veces, solo, y acabó con su agonía. No se veían
diferentes a este. Pero en la Legión... No, no lo sabía. Había esperado, tal
vez, que fuera mantenido a raya. Malcador me advirtió, pero ¿quién de
nosotros ha escuchado jamás al Sigillita? Puede que tengamos que
empezar a hacerlo ahora.
—Y no quería pensarlo —suspiró, con tanta suavidad que solo ellos dos
escucharon las palabras—. Tú, sobre todo, tú. Cuando te vi pasar la
prueba, cuando los Terranos me dijeron que era imposible, mis corazones
brincaron, porque sabía que podía confiar en mi portador de escudo
entre todas las cosas. Ninguno, me dije, ninguno de Terra o Fenris, te
igualaría. Todos los demás me fallarían, al final, pero no tú, porque
éramos ambos de la misma sala, y Thengir era nuestro señor padre, y
habíamos pisado el hielo juntos antes de que hubiera algo más.
El León recogió el cráneo del Tirano por su fino cabello, luego se retiró al
estrado del trono.
—No, Maestro de Capitulo —dijo, con cansancio—. No creo que lo estén.
—Hermano mío —gruñó Russ con frialdad, su voz ronroneando con una
amenaza desnuda—. Dime, ¿los juramentos de Caliban no significan nada
para ti? ¿O crees que es seguro bromear con los Lobos de Fenris, para
quienes la palabra de promesa se cumple más rápido que el agarre de la
muerte?
Russ estaba ahora a mitad de camino por el largo pasillo, con sus lobos
caminado con paso seguro a su lado. Su comitiva era una fuerza de más de
setenta, todos con signos de largo combate. Algunos no tenían cascos,
exponían caras tatuadas y perforadas; otros estaban enmascarados por
rejillas de vox manchadas de sangre. Los guerreros golpearon sus espadas
contra sus escudos al tiempo que caminaban, balanceándose con
beligerancia, una marea de crudo desorden. Los cincuenta ángeles oscuros
alineados contra ellos permanecieron en silencio en las disciplinadas filas,
con las hojas en guardia.
Entonces el Rey Lobo se detuvo, tal como lo había hecho antes ante su
hermano en las cubiertas de la Razón Invencible. Echó un vistazo a la
cabeza de su enemigo, el que jurase tomar, luego miró al León.
El León estaba inmóvil y erguido, su capa caía como agua de sus hombros
acorazados, su postura orgullosa. Russ era más robusto, voluminoso, su
postura tensada por una explosión de movimiento. El patrón de sangre y
suciedad de su casco lo hizo parecer asesino, una desafortunada criatura
de la oscuridad exterior, un recuerdo racial de exceso depredador.
Russ se echó a reír, con un ruido sordo y gutural. —Oh, pero lo hacen —
gruñó él de modo sombrío—. Son los que nos hacen. Somos las bestias de
tus viejos miedos, mi noble señor. Nosotros somos el frenesí que
atormenta tus sueños. Somos los destructores y los creadores, lo más
puro, lo más salvaje, y lo envidias, porque nunca lo podrás igualar.
Había algo febril en el aire ahora, una especie de manía que zumbaba
entre ellos, parpadeando como el juego de luz antinatural.
—Hermano, nunca podría envidiarte —dijo el León—. He visto
demasiado de la compañía que mantienes.
—Así que para esto has venido —suspiró el León de Caliban—. Que
decepcionante, sin embargo, cuán predecible.
El león resopló. —Tratas todo como un juego. Por eso enviaron por mí.
Malcador no puede confiar en ti. Nadie puede confiar en ti. Tu legión es
una chusma que pelearían entre ellos si no estuvieras allí para golpear sus
cabezas juntas.
—Si solo fueran más como el tuyo —dijo Russ, de un modo burlón.
El León dejó escapar una risa burlona. —No todos estamos tan sin
amigos en el Palacio, Leman, y no tienes ni idea de a quién favorece
nuestro padre.
—Tal vez sea así —dijo Russ, avanzando de nuevo, con su espada sierra
acelerada—. Pero El no está aquí ahora, ¿lo está? Sólo tú, yo y los dientes
del kraken.
—Una fea cuchilla —dijo el León, mirándolo con recelo—. Al igual que su
amo.
Quizás el León pensó que esto podría haber sido un final a ello, porque
nunca siguió con el ataque que de manera segura habría penetrado con
profundidad en el expuesto pecho de Russ, pero el Rey Lobo tenía otras
ideas. Gruñendo de rabia, Russ cargó de cabeza contra su hermano,
convirtiendo su cuerpo entero en un arma, aplastando al León de vuelta.
Los dos se inclinaron contra el pilar más cercano: una columna de piedra
pura y un metro de espesor. El León golpeó con un ruido sordo, abriendo
grietas en ella. Russ le dio un puñetazo de nuevo, luego de nuevo, sus
puños furiosos y borrosos por la velocidad, rompiendo el refinado yelmo
de su hermano y abollando las alas de ángel en sus sienes. El león,
tambaleándose, balanceó su espada con torpeza, pero el golpe fue débil y
no mordió. Russ lo agarró por los hombros, y con un grito de rabia y
esfuerzo, lo arrojó de cuerpo por el salón.
Cuando el León saltó de vuelta hacia arriba, los dos chocaron de nuevo,
hacha contra espada, ahora dos armas de la Primera Legión dispuestas una
contra otra. Los golpes llegaron más rápidos, más frenéticos, arrancando la
devastada armadura y mordiendo carne por primera vez. Sangre tan
espesa como aceite de motor salpicó las losas de piedra, marcando su
progreso a lo largo de toda la sala y hacia las antecámaras más allá. Los
legionarios observadores tan solo podían seguir, cautivados por la
sostenida violencia de la misma.
—No hay lugar para ti, Leman —gritó sin aliento el León, trabajando para
contrarrestar una nueva ráfaga de golpes—. Siempre serás rechazado, e
hiciste este destino tú mismo. Cuando esta Cruzada haya terminado, no
tendrás nada más que tu mundo hogar. Nada más que tu montaña vacía
para pelear. ¿Es eso lo que querías?
—No pedí nada —dijo Russ—. Nada más que lo que soy. Todos hemos
sido hechos por una razón, y al menos sabemos qué es lo nuestro.
Así pues pelearon de nuevo, una y otra vez, sin ceder, ni contenerse. La
piel del león corrió con sudor y sangre mezclados bajo de su armadura, sus
brazos cada vez más pesados con cada barrido de su espada. Russ sufría
también, cojeando por un profundo corte en su pierna derecha, el motor
de su furia desvaneciéndose al tiempo que incluso su cuerpo sobrehumano
sintió el dolor del daño acumulado. Los golpes se volvieron más crueles,
volando con abandono. Sus reservas de energía desaparecieron, pero la
hiperadrenalina entró en acción, inundando sus corazones secundarios,
manchando cada musculo y desgarrando solo un poco más de energía, un
poco más de esfuerzo.
Russ lanzó un pesado puñetazo, fallando el casco del León por la anchura
de un dedo y conduciéndolo con profundidad en la pared más allá. La
mampostería se hizo añicos, el bloque implosionó bajo el impacto como el
de un martillo pilón. El León fue a apoderarse de su enemigo, a golpearlo
en redondo contra la pared. Los dos, bloqueados de cerca ahora, se
estrellaron contra el rocormigón, enviando secciones enteras deslizándose
más allá del borde.
Cayeron a plomo, arrojados hacia abajo con violencia por los flancos de la
fortaleza mientras la lluvia caía con ellos. Los muros exteriores del reducto
del Tirano se inclinaron una fracción hacia afuera a medida que caían, y los
primarcas se estrellaron contra él cincuenta metros más abajo, abriendo
una larga herida en el revestimiento exterior e impulsada más adentro. La
Espada del León se perdió, luego el hacha, ambas liberadas por el impacto
y enviadas en travesía hacia el abismo.
Por un momento, todo lo que Russ vio fue la oportunidad. Aquel último
impacto casi arrebató el casco de su hermano, podía levantarse de un salto
y empujarlo de nuevo al borde del parapeto, aprovechar la ventaja y
ponerlo de rodillas.
Cada parte de su cuerpo estaba caliente por agonía. Los huesos habían
sido fracturados, muchos de ellos. Su armadura estaba minada, su espada
perdida. El León no se veía mejor — su capa colgaba a su alrededor en
grasientos jirones, y sus hombros estaban caídos.
—¿Te. Rindes?
El León pensaba que aquello era todavía una especie de duelo de honor.
Se habían machacado el uno al otro al borde de la consciencia, demolido la
mitad del palacio del tirano en su furia, y todavía el Señor de los Ángeles
exigía satisfacción.
Russ soltó una carcajada y echó la cabeza hacia atrás contra la corriente
en las paredes. Lo olvidó todo: la caza, la Cruzada, la enfermedad en el
alma de su Legión, la política de la fraternidad de los primarcas, el destino
de la especie, y se estremeció con incontrolable, pueril alegría.
Al principio, esos sueños eran sobre Dulan. Recordó la larga caza para
encontrar ese mundo, la reunión de sus guerreros en el vacío, y luego la
apertura de la breve, terrible batalla sobre las llanuras carmesíes. Recordó
el rostro de la bestia, la primera que había visto con la armadura de la
Legión, y cómo eso lo obsesionó, y enloqueció y lo hizo madurar para la
provocación que estaba por llegar. Y entonces recordó la pelea, y perder a
Krakenmaw, y romper el casco de su hermano.
¿Bjorn había estado allí también? Fue hace mucho tiempo, muy dudoso,
pero Bjorn parecía haber estado siempre allí, desde el principio, esperando
su momento para llegar a la madurez.
La enemistad con el León había sido ridícula, sin sentido, una evitable
colisión de egos. Su furia contra el Tirano estaba olvidada ahora, arrastrada
por los miles que matara desde entonces, tantos y tan rápido que el
impulso de la venganza se había diluido y el arte del asesinato perdido su
sabor.
Tal vez Dulan había sido una prueba, después de todo. Una prueba para el
León, tal vez. O el. O ambos. ¿Cómo podrían ser incitados los primarcas?
¿Pelearían uno contra otro? ¿Hasta dónde les llevaría su furia? ¿Cuál era el
más fuerte?
Nunca vio regresar a Dorn con el cuerpo del Padre de Todos. Nunca les vio
llevarse a Sanguinius. Para cuando llegó a Terra, el daño estaba hecho. Los
salones estaban sellados, se escucharon las últimas palabras del Maestro
de la Humanidad y actuó según ellas. Ahora se había ido, encerrado en una
montaña de su propia invención, y ni siquiera sus hijos no pudieron
alcanzarlo de nuevo a El.
¿Quién podría mirar esa prisión del dolor, esa catacumba de semi—vida; y
no desesperarse? ¿Qué alma, quien presenciara la mayor y mejor de todas
las creaciones, no sería destruida por ello?
Cuando Russ descubrió la verdad, huyó, huyó, por primera vez en su vida
— al interior del palacio, huyendo de la vista, asolando la devastación que
le presionaba. La oscuridad se agolpó, asfixiándolo, arrastrando los últimos
parpadeos de conciencia al olvido. Se encontraba agotado, quemado por
Yarant y luego la furiosa y desesperada carrera por llegar al mundo corazón
a tiempo, luego el horror de su descubrimiento.
Y así cayó, en lo profundo del palacio que no pudo proteger, y durmió de
nuevo, profundo y frío
Soñó que estaba de vuelta en Fenris, hacía una vida. Las nieves eran
recién caídas, reluciendo bajo un sol frío y brillante. El Colmillo, aún por
ahondar, se alzó en el horizonte austral, sus hombros surcados.
No sabía cuánto tiempo caminaron juntos, tal vez momentos, tal vez toda
una vida.
El Errante se volvió, mirando hacia las tierras altas de Asaheim, donde los
picos marchaban bajo un cielo cristalino, eternos e sin violar—. Para que
hagas aquello para lo que fuiste hecho. O dejar que tu dolor acabe
contigo. Es tu elección.
Russ lo vio marchar. Había lugares a los cuales no le podía seguir, ya no. El
aire lo escalofrió hasta la médula, y así dio la vuelta, retrocediendo por el
camino que habían venido. El Colmillo permanecía, la fortaleza que aún
estaba por venir, y la cual había sido. Allí había trabajo por delante, la gran
obra de su vida.
—Te acuerdas de Dulan, entonces —dijo él, y su voz era tan amarga como
la hiel.
—Lo recuerdo —dijo Russ, poniéndose en pie con rigidez. Aun se sentía
mareado, medio perdido en el sueño. Durante la carrera a Terra no había
dormido. Habían estado lejos cuando les llegó la noticia del asalto final de
Horus. Los dos, los viejos adversarios, se encontraron ausentes cuando se
asestaron los golpes de gracia. Por lo tanto, había una ironía final para
coronarlos a todos.
—Pensé que conocía la ira, en Dulan —dijo el León, con los ojos fijos en
la imagen—. Pero no sabía entonces qué era la ira.
Russ se abrió paso más allá de él, no queriendo hacer aquello. La historia
no recordaría por qué se habían retrasado, solo que lo habían hecho, y eso
sería suficiente.
Sin embargo, Russ no hizo movimiento alguno, aunque los ojos del León
eran salvajes y peligrosos.
Fue entonces cuando Russ supo que su hermano nunca podría apartarse.
El León tenía el aspecto como si apenas viera el mundo a su alrededor. Tal
vez se hallaba de vuelta en el salón del trono del Tirano, indignado, su
impecable orgullo en juego.
Con un grito que fue más dolor que triunfo, el León empujó su espada con
profundidad, tallando a través de la carne, el acero chillando mientras se
doblaba contra los huesos de un primarca.
Su última visión fue la del Señor de los Ángeles de pie sobre él, alto,
terrible, amortajado en la locura del arrepentimiento.
Entonces incluso eso pasó. Una vez más, tal y como fue en Dulan, la
conciencia escabulléndose. Se sintió caer, cayendo aún más, hasta la
máxima profundidad. Cayó a plomo y no supo más.
Después de que la historian fuera contada, Russ sonrió y se acuclilló.
Haldor le miró desde el suelo de piedra, con las preguntas acumulándose
en su mente, aunque no estaba listo todavía para expresarlas.
Él se rio entre dientes con tristeza. —Necesitaba ser hecho; sin embargo.
Curó la mala sangre entre nosotros. La drenó. Podríamos volver a hablar,
después de eso.
Haldor pudo ver las imágenes en el ojo de su mente, más vívidas que
cuando los escaldos contaban sus historias. Podía ver el Palacio en su
caída, y los hermanos supervivientes acechando las sombras.
Así que eso fue todo. El primarca de la Primera estaba perdido, y las
noticias acababan de llegar a Fenris. Russ llevaba luto por su hermano, no
por ningún guerrero de su propio hogar.
La pregunta parecía impertinente, pero Russ tan solo se echó a reír. Sus
hombros temblaron y algo del torpor pareció levantarse.
—El León nunca habló de eso —dijo Russ—. Nunca. Podría haber
contado al Imperio de nuestra enfermedad y hacerlo peor para mí, pero
incluso en su ira no dijo nada—. El primarca reflexionó sobre ello—. Podía
guardar un secreto. Vio nuestra imperfección, y la sufrió para que
permaneciera, y ese era el corazón de su nobleza. Al final, realmente era
mejor que nosotros. El arquetipo de las legiones, el Primero de todos. Si
le debo algo, fue por eso.
—Haldor Twinfang.
—Así que sé por qué encontraste tu camino aquí, entonces —dijo Russ,
dando golpecitos con su áspera mano sobre el hombro de Haider—. ¿Te
dijeron lo que eres?
—El primer guerrero que nunca conoció la Legión —respondió, casi por
rutina—. El primer guerrero en conocer solo el Capítulo.
Se volvió para marcharse, luego dudó otra vez, entrecerrando los ojos.
Llegó el amanecer, gris sobre el Paso del Cazador. Las forjas fueron
avivadas en los profundos salones, los hangares fueron abiertos y los
grandes escudos de vacío se retiraron de las alturas de Valgard.
Los Garras se dirigieron a su transporte, los nueve de ellos, cada uno con
un agudo dolor tras sus sienes y anillos de color rojo alrededor de sus ojos.
Ninguno había dormido, porque la noche anterior había seguido y seguido,
con más cuentos y más alardes y luego más carne y más para beber. La
lucha había estallado entre los Cazadores Grises bajo mesa alta de Aeska, y
Brannak había entrado con dificultad al final, su voz resonando desde el
techo de la caverna en incandescencia.
Pero no estaban solos. Los campos ante ellos habían sido pisoteados por
una enorme masa de pieles verdes que resoplaban y bramaban, avanzando
desenfrenados a través del barro y destruyendo todo ante ellos. Debía
haber miles de ellos, una ola viviente de virulenta furia inconsciente,
hormigueando de horizonte a horizonte, su hedor picante y su ruido
increíble. Tropas imperiales, mortales con uniformes de color marrón
tierra, estaban tratando de contenerlos, y haciéndolo mal. El fuego láser
silbó de un extremo a otro de la escena de carnicería, respondida por un
ensordecedor bombardeo de proyectiles pesados y los bramidos
entrelazados de saliva de contra—desafío.
Fue fantástico.
Valgarn no regresó de esa batalla; su espalda rota por los pieles verdes
mientras trataba de derribar a su campeón, pero la matanza fue grande, y
cuando la sangre se estaba hundiendo en la tierra, todavía cantaban sobre
ello, riendo de agotamiento y euforia. La lucha fue muy buena en Pholeses,
y contra un enemigo que era más bestia que cualquier otro.
Desde allí, la Kva los llevó a otros mundos. En aquellos días las batallas
eran contra los xenos, porque el Gran Enemigo había sido devuelto al Ojo
del Terror y las marcas del Señor de la Guerra limpiadas de los registros del
Imperio. La manada cazó duro, no descansando nunca, buscando siempre
el siguiente combate. Se volvió como una droga, una necesidad, enterrada
con profundidad en su médula y nunca dejándoles descansar. Cuando no
luchaban, entrenaban. Varak los mantuvo en línea, rompiendo cabezas
cuando lo necesitaba, y a pesar de todo lo que aprendieron de él,
añadiendo astucia a su energía y táctica a sus cargas de cabeza.
En años posteriores, los sabios imperiales verían tales batallas como las
revividas revueltas del Archienemigo, acumulando fuerzas poco a poco a
medida que las heridas del Estriado eran sanadas. En aquel momento, esto
no era conocido, y la esperanza aún persistía en que la mancha de Horus
podía ser extinguida por completo.
Haldor sonreía ahora, cada uno de sus músculos cantando, y Otho podía
sentirlo, porque se puso en guardia.