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Por Chris Wraight

Traducido por Rabusa

La noche estaba despejada de nubes, iluminada solo por una


dispersión de estrellas azul—blancas sobre los imponentes flancos
de Krakgard. Fenris podría ser crudamente hermoso cuando lo tomó
aquel humor, tal vez tan hermoso como cualquier otro mundo en el
Imperio.

Pero Ove-Thost no sabía de ningún otro mundo. Todo lo que había


conocido desde su nacimiento era el frío que resquebrajaba los
huesos, el repentino fuego del corazón del mundo en erupción, el
agitarse y estrellarse de los océanos tachonados de hielo, y hasta
hacía tres días había olvidado incluso eso.

Hacía tres días había sido una bestia, la línea de su mandíbula


espumosa con saliva. Trotó a cuatro patas, encorvándose en medio
de las grises derivas, aullando su agonía a los cielos vacíos Luchó
contra otras bestias en ese tiempo — enormes monstruos cubiertos
de pelaje de cueva y garganta. Le habían desgarrado la espalda con
sus garras, y él se había arrojado a sus gargantas con sus dientes.

Ove-Thost solo tenía borrosos recuerdos de esas peleas ahora,


pero conservó las heridas para mostrarlas por ellos. Había manchas
de sangre, moteadas y congeladas, de un extremo a otro de su
desnuda masa muscular. Cuando miró esos músculos ahora con
sus sentidos humanos de regreso, vio pelo, de gruesas raíces,
coronados en rojo, sobresaliendo del dorso de sus brazos, su
pecho, sus piernas. Pasó sus manos, ahora de largas uñas, por
encima de la bermeja melena de su cuello y sintió las gruesas
hebras luchando contra el tirón de sus dedos.

Corrió de nuevo como un hombre debería correr, sobre dos


piernas, aunque encorvado y jadeando. Vadeó con dificultad en la
nieve, hundiéndose hasta las rodillas, pateando en pequeños
remolinos. Su respiración llegó en húmedos jadeos, arrastrados
desde los pulmones hinchados con sangre, y él lo sintió como aceite
ardiente.

Ove-Thost se puso de pie a medias. El hombro oriental de


Krakgard se vislumbraba en la noche brillando azul pálido bajo la luz
de Valdrmani. El borde de la montaña era espigado con las negras
siluetas de los bosques de pinos, cada uno de ellos gruesos,
aferrándose y albergando un millar más de formas más de morir.
Miró hacia delante en la oscuridad, empleando ojos que ahora veían
con más agudeza de lo que podría haber soñado antes de tomar la
cerveza de barril ("draught" en el original) del cáliz. Husmeó,
arrastrando el aire hacia arriba en su cavidad nasal, e identificó las
muchas hebras de peligro separadas aculándose en un furioso
viento.

Más allá de la línea de árboles y la cima del paso se hallaba el pico


más grande de todos, la Montaña, el lugar donde lo habían llevado,
probado y cambiado. Todo lo que recordaba con claridad de aquel
lugar era la Puerta, lamida por el fuego, y luego los sueños, los que
lo habían hecho gritar en la oscuridad, todo el tiempo mirado por
caras, caras ocultas, envueltas en máscaras de cuero, sus ojos
dorados clavándole.

Tenía que volver allí ahora, desde el frío eterno, de vuelta a los
fuegos que ardían bajo la tierra. Incluso en medio de su locura
bestial había sabido eso.

Volver.

Se movió de nuevo, ignorando las punzadas de dolor en sus


pantorrillas, manteniéndose bajo sobre la costra de nieve. El paso
se hallaba arriba, por encima de él, una encumbrada masa de
acantilados y desfiladeros, enrejada con falsos caminos y grietas. La
fatiga era aplastante ahora, pero siguió marchando, forzando los
tendones apretados por los calambres para que funcionasen.

Le tomó horas alcanzar la primera cresta, después de lo cual tomó


velocidad, apartando a empujones los montones de nieve con las
manos agrietadas. Valdrmani casi se había puesto en el momento
en que alcanzó la cima del paso y puso los cansados ojos sobre la
Montaña misma.

En medio de las sombras nocturnas parecía más vasta que antes,


un congestionado afloramiento del núcleo del planeta, empujando
hacia arriba, cada vez más alto, envuelto en terrazas cada vez más
escarpadas de nieve sucia. La cumbre brilló, dispuesta contra el
cielo sembrado de estrellas con distantes puntos de rojo, y la tierra
debajo se estremeció ligeramente por la acción en las profundidades
de sus inmensos motores subterráneos.

Las calzadas elevadas se encontraban debajo de él, subiendo


desde la base de los valles por delante, rectas y anchas. Al final de
ellas estaban las puertas, coronadas con piedra y atrancadas con
hierro ennegrecido por el clima.

Pero primero tenía que llegar a ellos. Echó a correr de nuevo,


deslizándose y patinando en medio de la escarcha y el aguanieve.
Su aliento llegó más rápido, su latido pesado.
Olió la penetrante nota de depredador un microsegundo
demasiado tarde, oculto por el vendaval en su cara. Se desvió de
repente, cayendo de rodillas, pero no con suficiente rapidez, y una
pared viva de piel y tendones lo golpeó desde el costado.

Ove-Thost se estrelló a través de la nieve, dando vueltas. Las


garras rastrillaron su espalda, cavando con profundidad, y rugió de
dolor. Empujó hacia atrás, tratando de lanzar a la criatura lejos de él,
pero ahora estaba encima, más pesada que él, peluda con un
pellejo moteado de gris tan rígido como hierro.

Fue hacia él, abriendo mandíbulas tan anchas como su pecho.


Ove-Thost vislumbró tres filas de dientes, luego una ráfaga de sucio
aliento y salpicaduras de saliva amarilla. Sacudió la cabeza hacia un
lado, empujando hacia arriba con sus brazos para empujar a la
criatura y hacerla perder el equilibrio.

Fue suficiente, y las mandíbulas se cerraron de golpe sobre su


hombro, no su cuello. La sangre brotó como una fuente,
derramándose con rapidez sobre ambos, empapando las mejillas y
boca de Ove-Thost.

El hedor a cobre despertó de nuevo la furia animal dentro de él, la


que lo había mantenido vivo en el yermo profundo, y rugió con furia.
Empujó más fuerte; apartando a la criatura lejos y rodando. Empujó
con sus piernas apretadas, enderezándolas y acarreándose encima
del cazador.

Sus manos todavía estaban entrelazadas en el apretón de las


garras de la bestia, su cuerpo hundido en su pelaje, así que todo lo
que tenía eran sus dientes, más largos y afilados desde que había
tomado la cerveza de barril.

Mordió, arrancando carne y pelo, sacudiendo la cabeza de lado a


lado, bañándose en los calientes ríos negros de sangre. La cosa
debajo de él aulló, arqueó su espalda y trató de alejarse, pero Ove-
Thost ya no era el cazado.
Se llevó a cabo la matanza. Se levantó del cadáver, echó su
cabeza ensangrentada hacia atrás y aulló a la noche. Lanzó su
triunfo, con los brazos hacia atrás, el pecho sacudido por el
esfuerzo, su carne desnuda surcada con largas líneas de líquido
humeante.

Por un momento, casi se perdió. Las visiones centellearon por su


enfebrecida mente, se vio a sí mismo volviendo saltando de nuevo
hacia el bosque, cazando más de las criaturas que acechaban allí.
Podía unirse a la persecución para siempre, corriendo bajo la nieve
marcada por la luz de la luna, dejando que la presencia de ojos color
ámbar bloqueada en su pecho se liberara.
Luego su aullido se desvaneció, y se derrumbó, mareado por la
pérdida de sangre. De rodillas ahora, sintió que el animal se retiraba
y el hombre regresaba. Su hombro era una cruda masa de tejido
masticado, una herida de la que habría muerto antes de que su
cuerpo hubiera cambiado, y que incluso ahora amenazaba con
acabar con él.

Extendió la mano, de vuelta a las fauces calientes de la bestia


muerta, y arrancó dos de sus colmillos, cada uno tan largo como su
mano, esbelto y con una perversa curva. Con un gruñido, los
empujó a ambos a través de los labios de su herida, sujetando los
bordes más cerca.
Luego se puso de pie y se tambaleó, dejando huellas encharcadas
detrás. Su visión estaba ahora ribeteada de borrones, temblando
incluso mientras se movía. Se estremeció por el frío, soportando la
bajada de su frenesí animal, impulsado solo por el mantra que había
repetido una y otra vez en las horas sombrías.

Regresar.
A medida que más horas pasaban, perdió la capacidad de guiarse.
Sus pies se arrastraron, su cabeza colgó baja. En algún momento,
la gruesa alfombra de nieve comenzó a sentirse más firme bajo los
pies, como si yaciera piedra debajo de ella, pero no se detuvo para
comprobar.
Cayó de rodillas de nuevo, temblando y gateó. Se sintió como si
subiera, trepando de manera abrupta, arrastrándose hacia los
mismos cielos, donde las estrellas se movían y el Padre de Todos
acogía a los mejores luchadores en sus salones.
Solo se detuvo cuando la noche se disolvió ante él, roto por una
delgada línea de color gris perla en el este, y las sombras azules
retrocedieron al encogerse. El viento cayó, y la dura luz del sol de
Fenris sangró como agua en un cielo vacío.

Levantó la vista y vio la Montaña ante él, elevándose en el frígido


aire, inmensa más allá de lo que se podía calcular. La Puerta se
encontraba a unos cientos de metros de distancia, vasta en sí
misma, de varios pisos, flanqueada por columnas de roca cortada y
coronada por una poderosa cabeza de lobo de piedra que gruñía a
través de los accesos de la calzada. Figuras de aspecto diminuto se
agrupaban en su base, cada una vestida con armadura de batalla y
llevando máscaras de metal.
Ove-Thost se arrastró hacia ellos, su pierna izquierda ahora
adormecida y arrastrada, y su hombro goteando sangre. No hicieron
ningún movimiento para acudir en su ayuda, pero observaron
mientras se acortaba la distancia. Mientras se acercaban, Ove-Thost
vio que sus despiadados rostros miraban hacia atrás, sus manos de
metal descansando sobre las empuñaduras de grandes espadas y
hachas. Algunos eran de un color azul grisáceo, otras tenían el brillo
apagado del hierro desnudo, otros del tono más negro.
Cada esfuerzo fue más doloroso que el anterior. Los borrones de
su visión se hicieron más severos, y pronto todo lo que vio fue una
niebla de color gris. Cuando alcanzó el umbral, sus dedos se
cerraron sobre él, agarrando con debilidad la piedra batida por el
viento.

Solo entonces los gigantes se movieron, estirándose para


arrastrarlo y ponerlo de pie, para verter un líquido caliente por su
garganta, para arrancar los colmillos de su herida, preparándose
para arrojarlos de vuelta al bosque.
—No —dijo con brusquedad Ove-Thost, buscando los dientes de la
bestia que había matado.

Oyó una risa áspera, más profunda que la de un hombre. Una de


las figuras, acorazada de negro, con los ojos brillando con un rojo
apagado como la sangre del corazón, tomó los dos colmillos de
vuelta y los apretó contra las callosas palmas de Ove-Thost.
—Es justo —dijo—. Te los has ganado.

Aquel fue el comienzo.


Pasaron los años y su cuerpo sufrió cambios adicionales. La
libación que había sacado sobre el hielo eterno, la Canis Helix,
demostró ser el primero de muchas pruebas. Cada una de las que
vino después trajo fresca agonía al tiempo que sus extremidades se
flexionaron y su sangre se espesó, pero también lo hizo más fuerte,
más rápido, más mortal. Aprendió a pelear de nuevas maneras y
con nuevas armas. Antes, podría haberse enorgullecido de haber
matado a un hombre; ahora, se le estaba enseñando a matar a
cientos, miles, mundos enteros.

Ya no era Ove-Thost, sino Haldor Twinfeng, y tomó el nombre


como tomó todo en ese lugar. Era un Garra Sangrienta, el más tosco
de la Jauría y se entrenó e hizo fintas con otros como él, todos
sacados de las tribus de los mares congelados y forjados para ser
dioses.
No vio ninguna diferencia entre sí mismo y los demás. Rio con
ellos y peleó con ellos, y aprendió cuál de las grandes armas
(hacha, espada, bolter, garras) sería su favorecida. Su manada se
formó a su alrededor mientras más sobrevivieron las pruebas:
Valgam, Eiryk, Dienteamarillo, Sventr y otros, todos jóvenes, su piel
suave y sus ojos brillantes. Miraron hacia arriba a los cielos
arruinados por la tormenta del mundo mortal y vieron a las naves
activarse desde los estadios de aterrizaje en la cima de la Montaña;
supieron que estarían en esos barcos cuando todos estuvieran
listos, y lo ansiaban.
Brannak era el Sacerdote Lobo de la Gran Compañía de Brokenlip,
y los condujo a todos con dureza. En cada prueba, en cada
obstáculo, él observaba, los brazos cruzados, su hacha de largo
mango, Escarcha, equilibrada bajo el peso de sus muñecas. Fue él
quien devolviera los colmillos a Haldor, y ahora colgaban de tiras de
cuero curado del cuello del Garra Sangrienta, tintineando contra el
suave gris de la placa de su armadura.

Haldor creía que Brannak le prestaba especial atención. En


tiempos de fatiga, cuando había sido levado casi más allá de la
resistencia, se ofendía por eso. En otros tiempos, alimentó una
profunda confianza, que limitaba con la arrogancia. Aquello trajo
retribución de sus compañeros de manada, que lucharon tan
duramente entre ellos como lo hicieron con cualquiera enviado
contra ellos. Después de los largos combates de entrenamiento, su
carne ensangrentada, sus huesos agrietados, se desplomaban
alrededor de las hogueras, el cabello lacio de sudor, y se olvidaban
de que lo que había empezado.

—El observa a todos —dijo Eiryk, sonriendo a través de una boca


magullada.
—A mí más que a ti —murmuró Haldor—. A mi más que nadie.
Así pasaron los días, una procesión de hielo y fuego, bajo el cielo,
abajo en las cuevas, y crecieron, y se ganaron sus cicatrices, y el
lazo de la manada se hizo más estrecho.
Sventr fue el primero a morir. Otros tres lo siguieron, destruido por
la agonía del fracaso de la implantación o la muerte en un combate
de prueba. Cuando llegó el último día, la manada se componía de
nueve, todos con el caparazón colocado y el vínculo con la
armadura de energía establecido. Estaban completos entonces, en
cuerpo, si aún no en mente. Se pusieron los yelmos y vieron cómo
el mundo se disolvía en capas rúnicas de objetivos electrónicos.
Fueron llevados a las fraguas de los Sacerdotes de Hierro y se les
entregaron sus espadas, en su mayoría espadas sierra.
Cuando Haldor se levantó para recibir la suya, Brannak le entregó
un hacha, más corta de mango que Escarcha, de doble hoja y
forjada en un metal oscuro. No tenía runas en la cara, sino dos
austeras líneas de tracería cortadas a lo largo de los bordes
exteriores.

Haldor la levantó, encontrando el peso desconocido pero


agradable. Pensó que lo usaría para separar la galaxia.
—¿Sabes cómo se llama? —le preguntó Brannak.

Haldor lo miró —¿Debería?


Brannak lo golpeó con la mano abierta a lo largo de la línea de la
mandíbula, el duro golpe del puño de un guerrero, y el cuello de
Haldol se echó hacia atrás. —Apréndelo.

Luego se desplazó por la fila. Haldor se frotó su mejilla que ya se


hinchaba y miró el metal. No tenía nombre que él supiera. Tal vez
tendría que robar uno para ello.
Le echó un vistazo a Eiryk, que ya estudiaba su espada sierra con
entusiasmo.

—¿Y ahora qué? —susurró Haldor.


Eiryk no lo miró, sino que pasó un dedo, repiqueteando, sobre los
afilados dientes. —Somos Guerreros Celestes, hermano —
respondió de modo distraído—. Hacemos lo que ellos hacen.
Bebemos.

La sala resonó con voces. Algunas eran humanas, aunque esas


voces eran pálidas y tenues junto a los guturales rugidos de los
transhumanos, los Ascendidos, los semidioses. Los braseros
brillaban con carbones, ardiendo en llamas cuando el hidromiel, rico
en alcohol, volaba sobre ellos. El aire era rico, un hedor a sudor,
carnes cocinadas y paja pisoteada.
Se hallaba en lo profundo del Colmillo, envuelto en el interior de
sus entrañas de hierro oscuro, iluminado desde dentro por una llama
retorcida, un lugar de serpenteantes sombras y un calor de corazón
color rojo sangre. Toda la hermandad estaba allí, peleando y
engullendo bajo la vista de su jarl, Aeska Brokenlip, una vez
guerrero de Terra de la VI Legión, ahora Señor Lobo de la Tercera
Gran Compañía del Capítulo de los Lobos Espaciales. La galaxia
había cambiado desde la ruptura del Asedio, incluso en los salones
de Fenris, pero mucho seguía siendo lo mismo.

La Guardia Lobo de Aseska se sentaba con él en la mesa alta de


piedra cortada, escarbando de un extremo a otro de tablas de
comida en busca de intestinos ricos en grasa. Alzaron cuernos de
beber chapados en oro, arrojando aceitoso líquido por roncas
gargantas. Cantaron las viejas canciones de la Legión, las que
habían sido cantadas en el mundo de hielo desde antes de la
llegada del Padre de Todos, y que se cantarían allí después de que
se extinguiera la última estrella.

Llevaban armadura, porque este era un día de marcación, de


celebrar la fuerza bruta de lo que había sido arrastrado fuera del
cataclismo galáctico y que ahora había dado nuevos brotes, verdes
como espinas después del invierno. También llevaban pieles,
pegajosas con el derrame, los trofeos de los asesinados en las
tierras silvestres.
Haldor se sentaba con su manada de Garras Sangrientas, los
neófitos de la compañía, aunque aquel día se les había dado el
lugar de honor bajo la mesa alta. Eiryk estaba a su izquierda, su
rostro enrojecido, Valgam a su derecha. Podría haber sido cualquier
festín en el salón de cualquier jarl, construido en madera en medio
del alto verano, con cuernos levantados para honrar a los muertos y
provocar a los vivos.

Solo después de muchas horas Brokenlip se levantó al fin de su


trono, sacudiéndose pieles rojizas como óxido de los hombros, y la
marea de ruido se estremeció en silencio.
La cara de Aska estaba marcada con una cicatriz en el lado
derecho, haciendo que la piel luciera pálida y arrugada. Un ojo era
augmético, un anillo de metal rayado atornillado a su cráneo, una
mano era biónica. Había rumores de que lo habían sacado de
Yarant apenas vivo, su hilo a un segundo de ser cortado con
limpieza. Era uno de los pocos de quienes estaban junto a Russ en
la Era de la Maravilla, cuando todo era nuevo y las torres del Imperio
se levantaron por primera vez, y así, cuando habló, incluso las
Garras escucharon.
El Señor Lobo levantó un cuerno de beber, apretado en un puño
nudoso, tachonado de anillos.

—Heilir, Fenryka —gruñó, y su voz corrió a través de las banderas


de piedra como un incendio forestal en leña menuda—. Vengan en
paz a este hogar.
El saludo era tan antiguo como los huesos del mundo, y todos
alzaron sus propias bebidas en respuesta, saludando a su señor de
la guerra.

—Hemos venido aquí bajo la piedra desde que Ogvai era jarl
—dijo Aeska—, para marcar la victoria, para marcar la derrota,
para sangrar a los recién llegados, para dejar que nuestros
colmillos largos atraigan a la muerte un poco más cerca.
Risas roncas corrieron por la habitación.
—Sin embargo, esta es la primera noche de una nueva era.
Estas Garras que dieron su paso dentro de la Jauría son los
primeros en no conocer más que nuevas formas.

—Todos los demás aquí se unieron a una Legión. Ellos se


unen a un capítulo. Son nuestro futuro. —Brokenlip cambió su
pesada mirada hacia la mesa de Haldor, donde se posó sobre él por
encima de todo—. Que el Padre de Todos nos preserve.
Haldor mantuvo esa mirada, sin siquiera darse cuenta de lo difícil
que era encontrarse los ojos de quien había luchado durante tanto
tiempo, tan duro, contra un enemigo que incluso todos estos años
después de su derrota final aún parecía presente como la oscuridad
al borde de un fuego.
Brokenlip sacó su espada, una gran espada ancha con el cuello de
dragón serpenteando a lo largo del borde serrado. La inclinó hacia
las Garras, sumergiéndola en saludo—. El enemigo regresará —
dijo, con un gruñido bajo que se enganchó como garras a través de
cuero—. Combatidlo. Estranguladlo. Echadlo abajo, como os
hicimos para llevar a cabo.
La compañía se levantó de un modo aparatoso, empujando a un
lado pesadas tablas de madera y alargando las manos hacia las
espadas sierra, hachas, espadas largas, mazos. Todas fueron
mantenidas en alto, proyectando sombras de asesinatos a través de
las caras de los nuevos reclutas.

—Cuando vinisteis aquí, este era mi corazón —dijo Aeska, sus


labios hundidos haciendo una mueca de colmillos desnudos, o tal
vez una sonrisa—. Ahora es vuestro. Defendedlo con vuestras
vidas.
Entonces todos gritaron en voz alta, un feroz muro de sonido que
hizo temblar la piedra y sacudirse las llamas.
—¡Vlka Fenryka!
Antes de que supiera lo que estaba haciendo, Haldor había
agarrado su hacha. Su manada había tomado sus propias armas, y
se deslizaron de vainas desgastadas por la batalla en una ola de
secos siseos.

—¡Fenrys!
Todos gritaban ahora, invocando espíritus de guerra y rabia;
alimentados por las castigadoras cantidades de hidromiel corriendo
alrededor de sus sistemas realzados genéticamente. Los fuegos
parecieron encabritarse, hinchándose dentro de las jaulas de hierro,
haciendo retroceder la eterna penumbra de la Montaña. Haldor no
fue diferente.
—¡Fenrys hjolda!

Los rugidos en masa retumbaron desde el techo de la cámara alta.


Colmillo Largo y Garra Sangrienta, Cazador Gris y Guardia Lobo, los
nombres antiguos y los nuevos, todos se convirtieron en una sola
voz en medio de las llamas y los gritos de guerra, unidos por el
aullido compartido como las manadas de lobos de los salvajes
exteriores.
Y entonces el trueno estalló, reemplazado por la risa de tono duro
y profundo de los guerreros. Las armas fueron guardadas, las
manos alargadas hacia los cuernos de beber. Brannak se tambaleó
hacia la mesa de los Garras, su gruesa voz borrosa por el hidromiel,
comenzando a contar las historias que se prolongarían en la noche.
Ahora recitaban sagas, todos los entrecanos señores de la guerra,
recitaban viejos registros de viejas guerras dispersas a lo largo del
mar de estrellas. Cada banquete terminaba con aquello, los skjalds
y los jarls recordando, porque así era como eran hechos los anales
en Fenris.

A lo largo de todo ello, Aeska mantuvo sus ojos fijos en Haldor.


Una vez que el último de los gritos de guerra se hubo desvanecido,
el Garra Sangrienta apartó la vista de la mesa alta, incómodo de
repente. Se abrió camino desde el banco, enviando tablas cargadas
de carne al suelo con un golpe sordo.
Eiryk le devolvió la mirada, con su rostro moteado y los ojos
entrecerrados por la alegría. —¿Demasiado rico para ti,
hermano?— preguntó.
Haldor escupió en el suelo. Estaba bien. Estaba más que bien,
rebosaba de vida, cada uno de sus músculos ardía por la prueba
que venía del verdadero combate.
Sin embargo, las palabras de Aeska resonaron en su mente. Son
nuestro futuro.
—Escucha las historias del anciano —le dijo Haldor, levantando
su cuerno vacío—. Tengo sed.

Se alejó, oyendo la voz de Brannak elevarse en declamación tras


de él.
—Y el cielo se resquebrajó, y el hielo se rompió, y el Padre de
Todos vino a Fenris, y Russ, rodeado por la guerra, fue a su
encuentro y lucharon, y la tierra quedó en ruinas, y las estrellas
se estremecieron...
Haldor empujó a través de la presión de los cuerpos, abriéndose
paso hacia las puertas del otro extremo de la sala. A medida que se
acercaba a las grandes cubas de hidromiel caliente, espeso y
viscoso, como prometium sin refinar, un viento sordo suspiró a
través de los arcos abiertos. Más allá de aquellos arcos, pasillos
vacíos serpenteaban en el corazón de la Montaña, sin luz y fríos,
excavando cada vez más. Los miró, y ellos le devolvieron la mirada.
Haldor se dio la vuelta en el umbral y vio a sus hermanos de
batalla celebrando. Los esclavos se escabullían a través del suelo,
virando alrededor de los gigantes con silenciosa habilidad, llevando
más combustible para las fiestas.

Aquel era su mundo ahora, su corazón para protegerlo.


Se deslizó bajo el arco más cercano. La temperatura del aire
pronto descendió se redujo a la infernal por defecto, y la última luz
del fuego se redujo a la nada con un parpadeo.
Haldor se apretó contra la piedra fría, cortada de manera basta y
resbaladiza con hielo. Inspiró con profundidad, disfrutando del
intenso frío en sus pulmones. La oscuridad se apretó a su alrededor,
tal como hiciera en los bosques de Asaheim, azul—negro,
vengativa.
Luego se movió de nuevo, con largas zancadas como hiciera
antes, más abajo. Aún no conocía todos los caminos de la Montaña.
Quizá ningún Guerrero Celeste los conociera, porque la fortaleza
nunca estaba más que una fracción llena. El grueso del Capítulo
estaba siempre en guerra, regresando al mundo de origen solo para
fiestas o consejos, y en cualquier caso, el lugar se había pretendido
para una Legión.

Continuó, más lejos, más abajo. Los ecos de las voces mortales se
extinguieron por completo, reemplazados por el casi imperceptible
ritmo de la tierra profunda. El hielo crujía sin fin, haciendo tictac
como un crono en la oscuridad. El agua de fundido, formada sobre
tendidos de energía enterrados, goteaba de un extremo a otro sobre
piedra rota antes de congelarse de nuevo en patrones de remolinos
por debajo. De los grandes pozos surgieron los gruñidos audibles a
medias de los masivos reactores atendidos por los Sacerdotes de
Hierro y las forjas eternas que crearon las armas de guerra del
Capítulo, y, eso había oído decir a los olvidados salones donde
moraban los más ancianos de todos, sus corazones encerrados en
hielo y sus mentes, mantenidas en una estasis de sueños.
Por entonces no tenía idea de a dónde iba, ni por qué, solo que las
sombras eran bienvenidas, y por el momento no tenía necesidad de
fuego para calentar sus corazones ni más carne para llenar sus
tripas. Había sido cambiado, y su cuerpo abrazó el incapacitante frío
donde una vez lo habría matado, y él le dio la bienvenida. Luego se
congeló, y los pelos en la parte posterior de sus brazos se
levantaron. Sin hacer ruido, tan veloz como un pensamiento, alargó
la mano hasta el mango del hacha atada a su cinturón.
El corredor por delante estaba tan oscuro y vacío como todos los
demás, elevándose con ligereza y curvándose a la izquierda, Haldor
entrecerró su mirada, pero la sombra era pesada y nada rompió la
penumbra.
Había algo allí, arriba y por delante, fuera del alcance visual, pero
detectable de todos modos. Una feromona, quizás, o el fantasma de
un olor. Haldor se agachó y avanzó con sigilo, manteniendo el
mango agarrado de forma suelta. Los túneles del Colmillo estaban
llenos de peligros, todos sabían eso. Fue consciente de una manera
dolorosa de lo ruidosa que era su armadura, y de lo mucho más
sigiloso que podría ser sin ella. Alcanzó la curva por delante y pasó
a su alrededor. El cambio en el aire le dijo que el corredor se había
abierto, pero la oscuridad se hallaba ahora intacta. Podía escuchar
algo ahí fuera, respiración, como la de un animal, suave y baja, pero
no podía identificarla. Se agachó, cambiando el peso del hacha,
preparándose para moverse. Antes de que pudiera hacer algo más,
una voz salió de la oscuridad, más profunda que la de cualquier
animal, bordeada por la edad. —Deja el hacha, muchacho.

Haldor había obedecido incluso antes de que lo supiera, ligado por


una herencia genética que era más antigua que él. De repente, la
cortina pareció moverse, y una figura surgió a través de la oscuridad
del Colmillo. Por un momento, todo lo que Haldor vio fue un
producto de antiguas pesadillas de la raza: un demonio de los
bosques oscuros, coronado por ramas, ojos azules como el hielo
marino y manos como nudosas raíces de árboles.
Pero entonces miraba rasgos que conoció tan bien como los
suyos, a pesar de no haberlos visto nunca en carne y hueso. La
cara estaba manchada de cenizas, un patrón de negro sobre piel
pálida. Un pesado manto de pieles colgaba sobre encorvados
hombros, y un guantelete de color gris metálico aferrado a la
empuñadura de una espada larga pesada e incrustada de runas. Al
instante, sin ser ordenado, Haldor cayó sobre una rodilla. —Basta ya
de eso —dijo su primarca, irritado—. ¿Por qué estás aquí? Haldor
no lo sabía. Las palabras de Aeska lo habían echado, y el frío lo
había absorbido, pero eso era todo lo que entendía. Tal vez había
sido la bebida, o quizás la última oportunidad de caminar en las
silenciosas profundidades antes de que se convocara la guerra, o tal
vez el tirón de la fiesta.
Ahora permanecía solo, en presencia del Señor del Invierno y la
Guerra.
—Uno de los cachorros de Aeska —dijo Leman Russ,
acercándose, sus extraños ojos brillando en la oscuridad—. No me
extraña que hayas dejado el salón. Puñeteras sagas. Las he
escuchado todas.

Haldor no podía decir si bromeaba. —Hablaron del Padre de


Todos —dijo, vacilante, preocupado por el peligro en cada
movimiento del primarca. Russ era como un melena negra, enorme,
impredecible; sangrando con peligro—. Dijeron que luchasteis
contra él. La única vez que perdisteis.
Russ soltó una carcajada y el manto de piel se sacudió. —No fue
la única vez—. Regresó a las sombras entonces, pareciendo
disminuir una fracción, pero el peligro permaneció.
Haldor captó destellos del atuendo de su maestro. No la pesada
placa de armadura del rey guerrero, sino capas de lana hilada,
salpicada con carbón de brasas gastadas. Eran ropas de ritos de
muerte, de luto. Algún guerrero de los Aett, tal vez incluso los
Einherjar, debían haber sido asesinados, aunque era inusual que los
Sacerdotes del Lobo no hubieran gritado los nombres de los
muertos a través del Capítulo.

Russ notó el arma que Haldor había colocado de vuelta en su


cinturón y la miró de forma extraña. —¿Sabes qué hoja es esa?—
preguntó. Haldor negó con la cabeza y Russ resopló de disgusto.
—Las lagunas crecen, agujeros en el hielo; más grandes con
cada fundido de verano —dijo el primarca—. No sabes nada. No
se acuerdan de nada.
Russ se fue apagando, volviéndose a medias hacia la oscuridad.
Haldor no dijo nada. Sus corazones trabajaban a la vez, un golpe
sordo, una respuesta instintiva a la amenaza, incluso cuando no se
alzaba ninguna hoja.
—No sé si te han enviado para burlarte de mí o brindarme
consuelo —dijo Russ al final—, pero enviado has sido. Así pues
escucha. Escucha y recuerda.
Haldor se quedó dónde estaba, sin atreverse a moverse, mirando
la inmensa silueta de pieles. Bajo el corazón de la Montaña, Russ
hablaba como un skjald.
—Luché contra el Padre de Todos, eso es cierto, y Él me
superó, porque Los dioses mismos Le temen, el más poderoso
de los hombres. Pero aquella no fue la única vez.
Los ojos brillaron, puntos de zafiro, perdidos en las garras de la
sombra de hielo.

Hubo otra.

El último cazador-asesino Faash salió corriendo al vacío, haciendo


piruetas a través de radios estabilizadores que explotaban antes de
agacharse bajo la tambaleante sombra del baluarte de la estación.
Libre de los escombros caídos, se enderezó, encendiendo los
propulsores para alinearse con el plano solar del Sistema Ynniu, y
luego impulsarse con claridad hacia la heliopausa
Detrás, el bastión orbital implosionó y se arrugó, aplastado sobre sí
mismo por el martilleante trueno de los impulsores de masa
lanzados al vacío. Las naves de guerra circundantes se alejaban de
modo constante del cataclismo, todos con la librea de color gris
oscuro de La VI Legión, todos manteniendo su fuego mientras se
movían en concierto.
La estación había sido una vez masiva, una enorme columna de
acero con bordes de daga y carbono sintetizado en órbita alrededor
de Ynniu III, repleta de bahías de artillería llenas con armamento de
interferencia y nueve batallones de Scarabines Faash. Tal poder
concentrado no cayó en la ruina a la ligera: había llevado dos
semanas para los Lobos de Dekk—Tras limpiar los caminos de
vacío hacia Ynniu III, seis días adicionales para agotar el escudo de
égida respaldado por el reactor, y solo entonces entraron los
asesinos de la Jauría. Les llevó seis horas llegar a la bobina interior
de mando interior del bastión, dos más para destruir las unidades
residuales de guardias Scarabine suicidas, y luego otras dos para
secuenciar las cargas de plasma antes de marchar.
La Ruta había sido meticulosa, como siempre, al llevar a cabo una
secuencia táctica elaborada mientras se hallaban en la disformidad
desde Galamandro, pero incluso entonces las pérdidas habían sido
significativas. Ahora, el solitario cazador-asesino corría delante de
ellos, encendiéndose sus impulsores de macrovelocidad en medio
de una ráfaga de fuego láser en persecución. Era rápido, alimentado
por una elaborada tecnología de fusión que el Mechanicum aún
tenía que entender por completo, y llegaría a alcance Mandeville
mucho antes de que los más grandes acorazados de la VI Legión
fueran capaces de alcanzar.

Por eso era que el Haukr, uno de los seis interceptores de


subdisformidad había sido situado más allá del perímetro de la zona
de fuego efectiva del bastión; apagado, silencioso. —A toda
velocidad— ordenó el comandante del interceptor, un guerrero de
la Legión llamado Othgar—. Armas cargadas, pero mantenga los
escudos bajados, él querrá...
Antes de que hubiera terminado de hablar, la estación de
teletransporte del puente ardió con luz de disformidad que gruñía, y
cinco gigantescos guerreros de la VI Legión VI se materializaron en
el pedestal. Cuatro llevaban puestos yelmos sesgados en una
armadura Mark II de color pardo-gris; su armadura mostraba varios
colores con marcas de quemaduras y manchas de sangre. Su líder
se alzaba sobre ellos, y se arrancó el casco al mismo tiempo que se
alejaba del locus de teletransporte aplastado por la escarcha.
—Puede contactar con ellos ahora, comandante —ordenó Jorin,
llamado Bloodhowl, fijando magnéticamente su casco y sacudiendo
clara una larga melena de pelo negro azabache. El jarl de Dekk-Tras
tenía una cara en apariencia tallada en roca marchitada por el
viento, larga y delgada y hendida con cicatrices. Su piel parecía
antigua, desgarrada durante toda una vida de combate en los
vientos de tormenta afilados como el acero. —Ahora húndelo.
Othgar gritó nuevas órdenes, desocupó el trono de mando y los
escudos de vacío brillaron sobre las ventanas delanteras. El Haukr
saltó hacia delante, sus impulsores de plasma subiendo rampantes
hasta la aceleración total.

Jorin se unió a Othgar en la plataforma de mando, con los ojos


enrojecidos mirando fijamente al vacío por delante. No tenía los iris
de color ámbar habituales entre la Legión, sino ojos casi humanos,
apenas teñidos por los efectos mutadores de la Canis Helix.
Bloodhowl había sido viejo antes de que la Helix le hubiera sido
aplicada, al igual que todos los comandantes de su Gran Compañía
habían sido viejos. Se decía que sólo un puñado sobrevivió al
proceso de implantación, al estar lejos de la edad óptima para tales
rigores, pero todos se habían atrevido de cualquier modo, ya que
habían sido de la hermandad del propio Russ, quienes lo
custodiaran durante los años mortales bajo la cruel mirada de
Fenris. A ellos se les dio la última de las grandes compañías, la 13ª,
la cual era la más honorable y la más cercana al primarca.
El cazador-asesino todavía estaba por delante, corriendo con
fuerza, pero su chillona estela verde ya aumentaba de tamaño en
las ventanas delanteras. Como todas las máquinas de guerra
Faash, era pesada y voluminosa, construida para contener la
tecnología del reactor que soportaba todo lo hecho en Dulan. Era
más grande que el Haukr, armado con los cañones de interferencia
que habían causado tantos estragos a media distancia, y sin duda
arrastrándose por dentro con infantería mecanizada Scarabine.
Los ojos mortales de Jorin se entrecerraron, observando cómo las
métricas de persecución parpadeaban sobre las traslucidas lentes
de alimentación visual. Sus finos labios apenas se crisparon.
Si sintió algo más que una especie de certeza de pedernal, no lo
demostró. Nunca lo hizo, ni siquiera como un mortal, luchando a
través de las sangrientas nieves de Fenris.

—¿Está listo? —le preguntó a Othgar.


El comandante del Haukr asintió —Por las últimas seis horas.
Jorin casi sonrió. Seis horas era mucho tiempo para mantener a
cuarenta guerreros de la Jauría enjaulados en estrechas bahías de
tripulación. Estarían babeando ahora, arañando las esclusas del
Haukr para llegar al enemigo, que era como él quería que
estuvieran.
—Prepara los arietes de casco —ordenó, empujando su pelo
negro en un moño y sujetándolo— Quiero que esto se haga bien.

Luego se puso el yelmo de nuevo, con un último giro del sello-


gorguera.
Othgar emitió nuevas órdenes al tiempo que el jarl de la compañía
se unió a su comitiva y se dirigió hacia las puertas de salida del
puente.
Mientras se encontraba entre ellos, su huscarl, Bulveye; se situó a
su lado. —¿Piensas que han ordenado las sincronizaciones? —
preguntó Bulveye.
Para entonces, la expresión de Jorin se encontraba oculta detrás
de su máscara de muerte de cabeza de lobo, tan negra como su
melena y pintada con surcos de sangre vieja del ancho de dedos.
—Sólo hay una forma de averiguarlo —dijo, dirigiéndose hacia
los transportadores que los llevaron hacia abajo a la bodega del
Haukr.

La amarga experiencia había enseñado a los comandantes


Imperiales el poder de los escudos de las naves Dulanianas. Su
cuadro militar Faash empleaba tecnología que de modo aproximado
equivalía a los generadores de vacío desplegados en vehículos
Imperiales, o al menos eso teorizaron los adeptos del Mechanicum,
pero los niveles de energía necesitados para penetrar su protección
eran increíblemente altos, y los formaciones destruidas con
anterioridad poseían un hábito no deseado de revivir después de
unos pocos momentos de inactividad. Las partidas de abordaje se
enviaron para bajar los escudos de naves objetivo, solo para que
sus torpedos entrantes fueran desmantelados mediante la
reconstitución de los campos de energía antes de que pudieran
alcanzar los cascos. Se había hecho necesario destruir físicamente
todo lo que en la práctica encontraban los Lobos para que no
reviviera; lo que tuvo un efecto de castigo en los niveles de munición
y en las tasas de supervivencia, y privó a los estrategas de la
inteligencia que tanto necesitaban.
Las tropas mecanizadas Scarabine eran casi igual de malas,
estando encerradas en una especie de armadura de energía
completa impulsada por un reactor con su propio escudo personal.
Destruir una era un brutal asunto de implacable y sostenida
violencia; requiriendo la completa aniquilación de los generadores
implantados en la columna vertebral antes de que una muerte
pudiera ser reclamada con certeza. El fuego a distancia era menos
efectivo que la aplicación cercana de armas de energía con filo.
Después de una serie de graves derrotas para divisiones de primera
línea del Ejército Imperial, fue aquel factor el que llevó a la VI Legión
a ser asignada para terminar la campaña de Dulan. Solo las
Legiones Astartes poseí la potencia de fuego, la resistencia y, lo
más importante, la mentalidad para ser efectivos de verdad contra
tales enemigos. En los primeros meses, incluso los Lobos de Fenris
se esforzaron para enfrentarse a la gama de arqueotecnología en
exhibición, lo que requirió la rápida adopción de nuevas tácticas,
algunas de las cuales tomó tiempo perfeccionar.
Jorin no reflexionó sobre eso mientras entraba en la bahía de la
tripulación del Haukr, a unos cien metros por debajo del puente de
mando. No valía la pena pensar demasiado de cerca sobre los
márgenes, ya que la mayoría de ellos ahora estaban totalmente
fuera de su control.

—¡Hjà, jarl! —gritaron sus guerreros cuando se unió a ellos, y el


entusiasmo por matar apenas encadenado fue audible en cada voz
filtrada por vox.
Jorin asintió con brusquedad, abriéndose camino a empujones
hacia el frente del grupo de asalto y tomando su hacha de energía.
El interior de la bahía de la tripulación se hallaba iluminado solo por
franjas rojas de lúmenes de combate, y estaba abarrotado con
zarandeadas corazas de batalla de la Legión. El techo era bajo y
reforzado, las paredes tenían una malla interna de adamantium. Eso
sería todo lo necesario.
Bulveye se agachó junto a su jarl, con un guantelete presionado
contra el suelo. De un extremo a otro del espacio, otros guerreros
estaban haciendo lo mismo, preparándose como velocistas antes de
la marca.

—Puedo sentirlo —gruñó.


Así también podía Jorin, que permaneció de pie, las piernas
apoyadas y el hacha sostenida en una mano. —Le dije que viniera
rápido.
Una risa baja resonó desde detrás de la placa facial de Bulveye. —
Tal vez lo haya entendido bien.
Jorin no dijo nada. El piso comenzó a vibrar, un aporrear rítmico
que hablaba de tensión estructural. Por delante de ellos, la pared
más alejada, con su pronunciada pendiente rota por los dos
macropistones en cada extremo, comenzó a temblar. Las luces de
advertencia parpadearon en la penumbra, algo que hizo reír a los
guerreros que ante ellas.

Se agachó por fin, sintiendo que su corazón secundario se


aceleraba. Su sangre corrió más rápido, sus pupilas se dilataron, su
agarre se tensó.
—Ahora llega la hora —articuló en silencio, recordando las viejas
palabras de combate, el sabor de la sangre y el ímpetu de matar, la
pureza del asesinato en el cambiante hielo. —Ahora, enemigo mío,
que se abran las puertas de Hel.

Ogar desde luego llegó rápido. El Haukr era un igual para la nave
Dulaniana, al menos en velocidad, y tronó a pleno rendimiento bajo
la sombra de sotavento del cazador—asesino. Para entonces, el
punto Mandeville se encontraba a solo unos minutos, y el
perseguido aún tenía la esperanza de alcanzar la etapa de salto.

El fuego de láser llenó el espacio vacío entre las dos naves a toda
velocidad, rozando los escudos de vacío y envió temblorosos picos
radiales por las líneas del casco. La nave Dulaniana dio la vuelta
hacia babor, lanzando plasma, pero Othgar se mantuvo cerca,
acumulando energía para eliminar la distancia restante entre ellos.

—Toda la energía a los impulsores —ordenó mientras el puente


se balanceaba a su alrededor—. Comenzar secuencia de ariete de
casco, y mantengámonos cercanos.
El Haukr no tenía las armas para penetrar los escudos de la nave
Faash. La experiencia había demostrado que solo las naves de
clase destructor podían inhabilitar con fiabilidad una nave Dulaniana
a distancia, y los destructores de la Legión e hallaban muy lejos
para asegurar una solución de disparo a un objetivo que se
desplazaba tan rápido.
Pero los escudos dulanianos no eran irrompibles. Se había
demostrado que un objeto suficientemente masivo, que se moviera
con la suficiente rapidez y en una trayectoria ponderada con
perfección, los rompía. En teoría.

—Secuencia comenzada —informó Ingold, maestro de la guardia


—. Trayectoria dispuesta —gritó Arinn, la maestra de
navegación.
Othgar pasó de las pantallas tácticas internas a las ventanas
superiores. El cazador—asesino colgaba arriba y frente a ellos,
salpicando los escudos delanteros con un denso fuego láser,
moviéndose en espiral cada vez con más desesperación para evadir
las atenciones del Haukr.

Desde muy abajo, un grueso remojo resonó bajo la cubierta


cuando los arietes de casco estuvieron preparados. Othgar había
supervisado su remodelación: dos pesadas garras de embestida con
forma de maza, separadas veinte metros, modificadas a partir de las
rampas de embarque buques mayores. Entre ellos se encontraba el
ancho y plagado de explosivos sello de casco, normalmente una
escotilla de embarque externa estándar, ahora preparada con
cargas melta a lo largo de dos puertas exteriores de presa.
El cazador-asesino llevo a cabo un último intento de evadir la
maniobra de embestida, sumergiendo con dureza la nariz dura y
oscilando hacia estribor.

—Lo tenemos —dijo Othgar, con salvaje satisfacción—. Llévanos.


Las bocinas de proximidad sonaron a todo volumen cuando el
Haukr surgió bajo la sombra de su presa, y el experto pilotaje de
Arinn siguió como una sombra cada movimiento realizado por el
enemigo. El crono zumbó, contando el tiempo restante hasta que
fuera posible un salto de disformidad. Era ajustado, y se estaba
ajustando todavía más.

—Fijando locus —informó Ingold con frialdad, fijando una baliza


en un punto a mitad de camino a lo largo de la delgada parte inferior
del cazador asesino—. Preparado para el impacto.

Un violento golpe hizo que la cubierta girase con locura, y las


ventanas por delante desaparecieron en una nube de estática. Un
sonido como garras raspando hierro se extendió a lo largo del
Haukr, y las ventanas de vidrio acorazado se llenaron de telarañas
hechas de grietas en espiral.
Por un momento, las dos naves corrieron una al lado de la otra,
sus escudos de vacío chisporroteando y chillando al tiempo que los
campos de energía reaccionaban uno contra otro. El Haukr se
sacudió con ferocidad, mantenido en posición solo debido a la
inmensa presión de sus impulsores de plasma alineados en rojo.
—¡Agarraos fuerte! —rugió Othgar, apoyándose contra el bulto y
el tobogán de la cubierta.
Los gritos continuaron. Las explosiones se esparcieron desde lo
alto en las bóvedas del Haukr, enviando escombros en cascada a
los niveles inferiores. El tono del motor se elevó todavía más alto,
golpeando una estrangulada nota de frenesí, y una ventana se hizo
añicos, lanzando fragmentos cubiertos de un encaje de plasma
volando a través del puente.
—¡Agarraos fuerte! —repitió Othgar, ignorando el aullido de
descompresión y los frenéticos esfuerzos de la tripulación del
puente para sellar la fuga.

Luego, los espectadores restantes se iluminaron con luz de neón, y


con una fuerte explosión los escudos gemelos entrelazados
reventaron. El Haukr se acercó de golpe, no agobiado más por la
resistencia del escudo de energía y se estrelló contra el casco
enemigo. Las placas de metal chillaron y se rompieron al mismo
tiempo que los flancos exteriores se unieron entre sí, provocando
una descarga eléctrica a lo largo de la interfaz recién unida.

Por un momento se sintió como si el Haukr simplemente perforara


a través del casco inferior del cazador-asesino, propulsado por el
mayor impulso, pero luego explotaron las cargas melta en el casco
exterior, y surgieron nuevos penachos de llamas al rojo vivo de un
extremo a otro de la chapa destrozada.

Las garras habían entrado, maniobraron con fuerza a través de la


piel externa de la presa mediante macropistones explosivos.
Llamaradas melta se encendieron de forma encadenada a través de
los flancos de la nave golpeada, devorando aún más su maltratado
cadáver.

Otgar se apartó de los visores tácticos, de regreso a su estación de


augurio local. A través de una solitaria corriente de alimentación
visual, pudo ver una ráfaga de cuarenta y cinco runas rojas
agrupadas muy cerca entre sí moviéndose, rebosado del
confinamiento. Casi podía oír el repicar de botas contra hierro, y el
pensamiento le hizo sonreír.

—Se han ido —informó con satisfacción, dirigiendo su atención


ahora a la supervivencia de su nave—. Diez segundos más, luego
aléjate, y fíja las armas del casco. Todavía no hemos salido de
esto.

Las cargas melta explotaron en concierto y toda la pared más


alejada de la bahía de tripulación desapareció tras una cortina de
fuego. Posicionados diez metros por detrás, los Lobos soltaron un
rugido de triunfo y corrieron de manera directa hacia la pared de
llamas. Corrieron incluso mientras alcanzaban la zona de explosión,
saltando a través de la desintegración del revestimiento del casco y
los largueros de la cubierta, y salieron a la grasienta mancha líquida
de átomos más allá.
Jorin se encontraba a la cabeza, acompañado por Bulveye y su
séquito, abriéndose camino aplastando a través de un laberinto de
detritus que ardían, fundiéndose y deslizándose. Mientras cargaba
contra el infierno, su casco crujió brevemente con ruido blanco, los
filtros de la lente abrumados por el calor y la luz extremos, pero
luego pasó, haciendo crujir mientras apartaba aun lado una viga que
se derrumbó y se lanzó hacia el interior del cazador-asesino más
allá.
Los corredores internos estaban llenos de polvo soplado y
penachos de fuego. Las alarmas sonaban desde alguna parte
lejana, aunque se encontraban medio ahogadas por el repiqueteo y
el arrancar de la atmósfera que escapaba.

Los motores de disformidad se hallaban por delante, dos niveles


por encima de ellos. Othgar tendría que retirar las zarpas de atraque
de forma inminente, arrastrando la mitad del casco inferior
Dulaniano con ellas, por lo que tenían que continuar moviéndose,
empujar hacia arriba y abrirse camino hacia el interior.
La mayoría de los Lobos portaban armas de combate cuerpo a
cuerpo diseñadas para dar una paliza a las tropas mecanizadas de
Faash (espadas sierra, hachas, garras relámpago), pero seis
estaban equipados con cortadores laser pesados. Tomaron
posiciones donde el daño ya era más agudo y comenzaron a
trabajar, segando como guadañas a través de las placas de la
cubierta, cortando con profundidad el casco de la nave. Secciones
enteras se desprendieron a medida que los rayos láser estallaron a
través de ellas, exponiendo las fauces de las cámaras no dañadas
más allá. El resto de los Lobos se alzaron a través de montones de
escombros resplandecientes, escarbando para alcanzar el terreno
firme desde donde podía comenzar el asalto en serio.
Mientras Jorin llegaba a la cima y se preparaba para seguir
adelante, escuchó un ominoso gruñido detrás de él. Se dio la vuelta
a medias, justo a tiempo para ver cómo se desprendía una pared
entera de plastiacero que ardía, arrancada de su base por el Haukr
que extraía sus zarpas de embestida. Las secciones de cubierta ya
debilitadas se disolvieron, colapsándose en abrasadores fragmentos
y desmoronándose hacia donde el casco exterior estaba siendo
despedazado.

—¡Más rápido! —ordenó, avanzando más hacia el interior intacto


del cazador-asesino.
Los Lobos de Fenris avanzaron a través del aullido de escape de
oxígeno, abriéndose camino cortando y reventando con más
profundidad, antes de irrumpir al final en un largo pasillo, de diez
metros de ancho y veinte de alto. Las paredes estaban decoradas
con banderines de batalla Dulanianos con cadenas, ondeando de
manera alocada en el huracán que corría. El icono de un gran
dragón de color carmesí y negro se alzaba en el otro extremo.

Para entonces, la plataforma se había estabilizado, y los Lobos


corrieron a todo correr a lo largo del pasillo, con los filos bajos,
cazando. Los primeros Scarabines los encontraron en el otro
extremo, veinte de ellos, saliendo de detrás de los mamparos a
ambos lados del pasillo. Eran tan grandes como los Marines
Espaciales, encerrados en una armadura más áspera y engorrosa,
con hombreras más redondeadas y un diseño de peto de losa. Cada
uno de ellos brillaba con el transparente brillo del escudo personal y
llevaban armas de proyectiles encajadas en las carcasas de sus
guanteletes. Salieron con pesadez, preparando para disparar sus
brazos de armas de cañones gemelos contra los Lobos que se
acercaban y abrieron fuego.

Las armas de interferencia chasquearon, sin hacer ruido, antes de


golpear los primeros objetivos. El aire se sacudió, y un golpeteo de
explosiones estalló a lo largo de la fila delantera de los Lobos. Los
paneles de Ceramita fueron pulverizados, arrojando estallidos de
sangre desde la carne que había debajo.
Sabían que venía la descarga. El armamento Faash era difícil de
evadir, reorganizando la materia a nivel molecular, y por eso habían
cargado hacia ello, conscientes del peligro. Esta táctica no era
irreflexiva, sino que se llevó a cabo a sabiendas de que los tiempos
de recarga de las pistolas esotéricas eran significantes: recibirían los
primeros disparos, pero después de eso se trataba de un trabajo
con cuchillas. Diez de los guerreros de Jorin se tambalearon, con
sus corazas y yelmos trinchados y abiertos y crepitando con
chispas, pero el resto continuó adelante, estrellándose contra las
tropas mecanizadas Scarabine antes de que las armas pudieran
recargarse.
Jorin se estrelló contra el enemigo principal, sintiendo el caliente
baño de un campo energético gruñir contra su armadura. Agitó la
hoja de su hacha de un lado a otro, yendo hacia el cableado del
cuello del guerrero Faash, y el disruptor gruñó con plasma liberado.

Su enemigo era más lento, obstaculizado por pesadas capas de


armadura, pero también era difícil de rendir. Jorin dio tajos, con las
dos manos, yendo hacia el brazo del arma antes de que pudiera
disparar de nuevo. El ataque estuvo bien dirigido, golpeando la
articulación del codo y rozó con profundidad, pero de nuevo el
escudo le repelió. Entonces el Dulaniano golpeó con su otro
guantelete, atrapando a Jorin sobre el hombro y haciendo que se
tambaleara.

A través de todo el pasillo, los legionarios entraron en contacto


corriendo, cargando contra Scarabines en entrecruzadas líneas de
agarre cuerpo a cuerpo. Bulveye se amontonó junto a su jarl
mientras los combatientes de armadura gris se enfrentaban, con la
espada sierra gruñendo con los dientes desnudos. Cortó como si el
arma fuera una guadaña a través de la armadura del mismo
guerrero Faash, rechinando a través del escudo que lo cubría en un
chillido de chispas. El escudo aegis aguantó por un segundo,
ardiendo con la inflamada energía del alimentador, antes de que al
final explotara y arrojara lejos el cuerpo de Bulveye.

Para entonces Jorin estaba de nuevo en contacto, asestando tajos


con furia con su hoja, arrancando y rajando. El guerrero contraatacó,
dando puñetazos con chisporroteantes guanteletes de energía, pero
el hombre en el interior era un mortal, con músculos mortales y
reacciones mortales, y una armadura solo podía compensar hasta
un punto.
—¡Hjà! —gritó Jorin con satisfacción al mismo tiempo que su
hacha cortó los cables del cuello al fin. Una explosión de gas verde
pálido exhalado desde las entrañas de la armadura (estimulantes
químicos, bombeados alrededor del aparato de respiración de la
armadura) y el guerrero se colapsó, gorgoteando en su propia
sangre.
Había poco tiempo Para celebrar la matanza, las líneas gemelas
de Lobos y Scarabines permanecieron fuertemente trabadas,
atrapadas en el claustrofóbico abrazo del ataque y el contraataque.
Jorin alcanzó a Bulveye, poniéndole de pie, y pronto lucharon de
nuevo con fuerza, espalda contra espalda, rodeados por el empuje y
el bloqueo de la desesperada violencia. Los Lobos tenían el mayor
número, y siguieron adelante a través de un grito de aire
apresurado, haciendo retroceder a su enemigo paso a paso, pero
recibiendo a cambio aplastantes golpes. La sangre salpicó la
turbulencia, rociando las ondeantes banderas de guerra.
Jorin invocó con un parpadeo un esquema vectorial de la ruta por
delante, generado por los cogitadores de su armadura en conjunto
con los datos de barrido de augurio. Las runas de objetivo entrantes
seguían convergiendo, más tropas mecanizadas, moviéndose rápido
para detener la incursión.

—Sesenta segundos —dijo Bulveye; arrastrando su espada sierra


a través de la maltratada placa facial de un soldado mecanizado
Faash y girando para enfrentarse al siguiente.

Jorin asintió. Ese era el tiempo restante antes de que la nave


alcanzara el rango de salto. —Mantenedlos aquí —ordenó.

La división había sido planeada, ya que el pasillo era una


intersección de muchas rutas. Bulveye presionó de nuevo en la
refriega, rugiendo órdenes a veinte de los Lobos para permanecer
en posición, conduciendo la línea hacia adelante. Golpearon y
mutilaron, arrancaron y destriparon, fracturando las placas de
armadura Faash que se aproximaban, con salvaje, excesiva
brutalidad física.
El resto del grupo de abordaje se retiró del combate y retrocedió
para unirse a Jorin, quien ahora se abrió paso luchando hacia un
portal abierto en la pared izquierda de la sala. A través del portal
había una escalera con estructura de metal, subiendo en zigzag por
un pozo rectangular hasta los niveles superiores.

Jorin se separó, con una mano agarrando su hacha y la otra su


bólter. Él y sus guerreros se lanzaron escalera arriba, sus pesados
pasos enviando ecos resonantes, sus luces de casco parpadeando
contra la red de largueros metálicos. Disparos laser silbaron desde
arriba, rozando de un extremo a otro de ceramita ya dañada.
Cuarenta segundos.

Jorin fue el primero en alcanzar la entrada abovedada de las


cámaras de impulso de disformidad, ignorando la lluvia de rayos
láser para divisar al primero de los enemigos emergentes: los
guardias mecanizados, tal como los otros habían sido. El aire se
estremeció, marcando el disparo de pistolas de interferencia, y Jorin
se desvió hacia un lado. Sintió un estallido de calor, la mochila de
energía en su espalda tembló y escupió, pero lo peor de la explosión
lo falló, impactando en la pared del fondo con un crujido de
detonación. Todavía moviéndose rápido, Jorin cargó contra los dos
soldados Faash más adelantados, derribándolos de nuevo al borde
de la entrada. Sus escudos personales chillaron bajo la presión,
pero se mantuvieron firmes.
Jorin no acabó con ellos, no había tiempo, pero usó su fuerza para
empujar al primer guerrero a un lado, luego al segundo, y luego
avanzar con energía a través de la cámara más allá. Los Lobos que
corrían con fuerza pisándole los talones hicieron el resto, lanzando a
los desequilibrados Faash al suelo, apilándolos, aplastándolos,
arrancando con fuerza los cables de su armadura y haciendo añicos
sus visores de casco.

Diez segundos.
Jorin siguió corriendo. El premio se abrió ante él: una cámara de
retransmisión del tren de disformidad del cazador asesino. Era una
habitación brillante, llena de energía, forrada con escudos de
plasma y rebosante de defensores. Los Scarabines emergieron a
través de un miasma de polvo y escombros, disparando armas láser
y cañones de interferencia, sabiendo que solo tenían que mantener
a los invasores a raya por unos momentos más.
Jorin recibió golpes y los ignoró, sus hermanos surgiendo ya a su
lado y formando un cordón.
Cinco segundos.

Por encima de él, en lo alto del centro de la cámara, se encontraba


la fuente de la arremolinada luz: una tubería de conducción de tres
metros de diámetro suspendida en medio de un matorral de
encadenamientos, nacarado con el atronador pasaje de promethium
en bruto, alimentando el creciente tono de los masivos impulsores
de disformidad a medida que aceleraban a plena potencia.
Jorin se preparó y disparó, enviando proyectiles de bólter gritando
directamente a la capa protectora del conducto. Cada proyectil de
masa reactiva golpeó con exactitud en el mismo lugar,
despedazando las capas protectoras externas y avanzando con más
profundidad. Las explosiones alcanzaron una masa crítica, y la
carcasa del conducto se dividió, regando la cámara con fuentes en
erupción de combustible caliente del motor. Los rayos laser de los
defensores golpearon a través de la cascada, encendiéndola en una
cortina de inmolación y mojando toda la cámara con una furiosa
catarata de prometium puro.
Los Lobos avanzaron a través del infierno, sus pieles y tótems en
llamas, disparando todo el tiempo a las veintenas de enemigos
atrapados en el resplandeciente temblor del calor. Los escudos
Faash resistieron el terrible calor, aunque se inflamaron hasta ser
brillantes velas. Las tropas Dulanianas menores no fueron tan
afortunadas, quemadas vivas dentro de sus caparazones, chillando
mientras el fuego líquido separaba la carne del hueso. El torrente de
disparos, de bólter e interferencia, se entrecruzó y superpuso en una
especie de reluciente destrucción cargada de combustible.

—¿Estamos en la disformidad? —preguntó Jorin con urgencia,


cambiando sus disparos del conducto destrozado de vuelta hacia la
falange de las tropas mecanizadas de Faash por delante.
Su portaestandarte, Hjalmar Stormfist, con los hombros
amontonados de pieles en un alboroto de llamas, rio con dureza—.
¿Escuchas impulsores de disformidad, Jarl? Yo no.
Jorin se echó a reír a su vez, barriendo su mirada a través de la
cámara en llamas. Hjalmar tenía razón: el conducto cortado había
bloqueado la entrada de combustible de los impulsores y, en medio
de la premura y el estallido de las llamas, el pesado ruido metálico
de las turbinas apagándose podía distinguirse. El enemigo había
sido confundido por el horrible calor, e incluso las armaduras
mecanizadas tropezaban ahora, como si sus sensores hubieran sido
desorientados por los extremos de temperatura.

—Eso está bien —gruñó Jorin levantando su hacha y escogiendo


su próximo objetivo—. Entonces tenemos todo el tiempo que
necesitamos.

Aquellos que quedaron de la guardia Dulaniana lucharon con su


acostumbrada tenacidad, pero con la posibilidad de alcanzar la
disformidad desaparecida, se hallaban ahora a merced del
destacamento de la Jauría, y mundos enteros habían pedido la paz
frente a menos.

Una vez que Jorin hubo asegurado la cámara de plasma, los


conductos superiores fueron sellados y los chorros de prometium
tapados. Se recibieron los saludos de Othgar, aun en posición fuera
de las proas del cazador-asesino, y luego de la masa de la flotilla
principal de los Lobos cuando fue atraído a su alcance. Ignorando
las solicitudes de informes de estado de la Legión, Jorin volvió sobre
sus pasos a través de la nave para encontrarse con Bulveye, limpiar
los combatientes residuales y tomar el control del puente. A lo largo
de todo ello, los Dulanianos supervivientes continuaron luchando,
exigiendo un gran dolor por cada metro concedido, sabiendo que la
oportunidad de la misericordia había pasado hacía mucho tiempo.
En un enemigo xenos, Jorin podría haber respetado el continuo
desafío; porque era un instinto natural que cualquier organismo
defendiera lo suyo, pero no podía haber respeto para los ejércitos
del Tirano de Dulan. Sus soldados eran humanos, de la antigua
semilla de Terra en su primera dispersión a través de las estrellas, y
podrían haber ocupado su lugar en medio de la floreciente gloria de
la Gran Cruzada si hubieran elegido. Su tecnología era avanzada, el
número de sus fuerzas formidable, y al prometer lealtad a la visión
del Padre de Todos, podrían haber aumentado el progreso de la
conquista galáctica. Que hubieran elegido rechazar la iluminación, y
además jactarse de la elección, los hacía despreciables. A los
dulanianos se les había dado una opción y la habían desdeñado,
dejando solo un implacable resultado implacable: muerte sin honor,
eliminación de los anales de la humanidad. Los últimos restos de
resistencia de la tripulación del cazador-asesino eran más parecidos
a ratas que se pelean por la carne de cadáveres que cualquier
verdadero sentido del heroísmo.

Jorin continuó moviéndose. Bulveye no estaba en el salón de


banderas. La lucha había progresado hacia el nivel del puente, y así
Jorin siguió su camino, flanqueado por Halmar y sus seguidores.
Pasaron por encima de armaduras rotas, barriendo como demonios
sin nombre, su propia placa de batalla chamuscada y ennegrecida y
la ceramita despojada de marcas. Las manchas de sangre surcaban
la cubierta, goteando desde los techos bajos y brillando en las
parpadeantes tiras de luz. Todo apestaba a aceite y ardor y carne
desgarrada, como siempre sucedía con las acciones de abordaje.

—Han avanzado lejos —señaló Hjalmar, observando los


crecientes signos de carnicería. Unos pocos Lobos yacían entre los
montones de los muertos, pero la vasta mayoría de los muertos eran
dulanianos.

Jorin podría haberlo celebrado otro día, pero ahora eso le hizo
sentir incómodo. Sus órdenes habían sido que Bulveye mantuviera
la intersección, impidiendo que el enemigo alcanzara las cámaras
de impulso y dando tiempo a sus propios guerreros para detener la
carrera hacia la disformidad. Bulveye era un luchador de confianza,
no propenso a cargas berserker cuando se le daba una orden
directa.

—Más rápido —ordenó Jorin, acelerando el paso. Pronto se


acumularían los saludos de otras naves, y había trabajo por hacer
primero. Llegaron al puente justo cuando morían los últimos aullidos
de combate. Ecos de frenesí de matanza todavía resonaban en las
altas bóvedas, aferrándose al adamantium como almas perdidas.
Jorin corrió con pasos largos hasta el centro de una amplia
extensión, apartando cuerpos a patadas y alcanzando la plataforma
de mando central, una columna circular que se elevaba dos metros
sobre niveles concéntricos de estaciones de tripulación. Un domo-
ampolla de cristal blindado se elevaba sobre aquella, hilado con
radios de color carmesí, dando una visión del vacío más allá.

Cadáveres reventados por bólter yacían por todas partes, caídos


sobre terminales de sensores, desparramados de un extremo a otro
de una cubierta encharcada de sangre hasta el tobillo, atascados en
trincheras radiales donde cables derramados escupían y
chisporroteaban. Tres armaduras mecanizadas Scarabine habían
sido despedazadas y ahora yacían en un entremezclado montón
cerca del trono de mando, sus miembros descuartizados y lanzados
lejos de uno a otro extremo del interior del puente.

Bulveye estaba protegiendo el trono, el bólter desenfundado, como


la mayoría de los que Jorin había puesto bajo de su mando. Los
lobos ya no avanzaban, sino que se desplegaban con cautela, toda
su atención enfocada hacia adelante, hacia donde los pozos de
sensores daban paso a un área elevada que se extendía hasta el
final de la cúpula de observación.

—¿Qué ha sucedido aquí? —dijo Jorin a través de la vox,


acercándose a su huscarl. Bulveye respiraba con dificultad, el
sonido forzado tras el rostro de un yelmo manchado de sangre. —
Haraal —respondió, gesticulando con la boca de su bólter.

Jorin miró hacia fuera y comprendió.


Haraal había sido un fenrisiano, uno de los primeros en entrar en la
Legión después de la llegada del Padre de Todos al mundo de hielo.
No había sido uno de la guardia de honor de Dekk-Tras, los
ancianos que retaron a la Helix mucho más allá de los años
considerados posibles por los sabios imperiales, había sido recién
extraído de los témpanos, un luchador tan puro como jamás había
resistido las pruebas de Asaheim. Había florecido en la Cruzada,
asumiendo los asaltos de asesinato con gusto y alegría. Era popular
entre sus hermanos de batalla, un candidato para el ascenso dentro
de la Legión, el epítome de un hijo de Russ.

Todo aquello se había ido. Se quedó solo, delante de los otros,


jadeando en un arrastrado revoltijo de bilis salpicada de esputo. Su
casco había sido arrancado, revelando una peluda confusión de
cabello y colmillos extendidos. Su guantelete derecho también se
había ido, y en su lugar había un puño con garras aferrando la
cabeza de un miembro de la tripulación dulaniana. El resto de su
armadura era más roja que gris, cubierta ahora con un espeso brillo
de relucientes vísceras relucientes. Había caído en una postura
encorvada, una mano presionada contra la cubierta, y sus ojos
brillaron con una iluminación bestial. Sus pupilas alumnos ya no se
enfocaban en nada en la habitación, sino que iban y venían, como si
estuviera rodeado por una multitud de enemigos no vistos.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Jorin con gravedad.


—Comenzó en el pasillo —dijo Bulveye, manteniendo su bólter
apuntado hacia Haraal—. Otro también, Bjell Hook—Knife,
aunque cortaron su hilo en el camino hacia arriba—. La voz de
Bulveye era oscura. Aquella no era una buena muerte; estaba
corrompida, hecha posible solo por una locura nacida de las más
profundas pesadillas más profundas de un mundo singular.
—¿Cuántos tomó?

Bulveye resopló una risita. —La mayoría de ellos. ¿Esas tres


armaduras mecanizadas? Todos ellos también, uno por uno.
Jorin miró a la criatura que había sido Haraal. Ahora se estaba
crispando, sus ojos se movían con más violencia, revisando el
peligro. Su cara había cambiado: estirada hasta la masa de las
fauces de una verdadera bestia, sus fosas nasales se hincharon y
olfatearon. Con lentitud, comenzó a avanzar, se arrastró de vuelta
hacia la línea de los guerreros de la VI Legión.

—¡Haraal! —llamó Jorin—. ¡No te muevas!

La criatura se detuvo, moviendo la cabeza de lado a lado,


gruñendo y escupiendo saliva en bucles de color amarillo.

—Tu derrotaste esto —dijo Jorin, moviéndose con cuidado por


delante de la línea de sus hermanos de batalla—. ¿Recuerdas?
Pasaste por la locura. Continuaste siendo un hombre.
La criatura-Haraal gruñó, hundiéndose más abajo, con sus caderas
revestidas de armadura estremeciéndose. La sangre goteaba de su
bajo vientre, corriendo por las líneas de color gris arma de la
iconografía de las Legiones Astartes. Pareció reconocer a Jorin
entonces, concentrándose en él y mostrando sus colmillos, silbando
como un felino.

Jorin dejó de moverse. No apuntó su arma. No era la primera vez


que había visto semejante transformación, pero nunca antes había
llegado tan lejos. Ser testigo le enfermó el alma.
—Se puede superar —dijo, esperando con fervor que fuera
verdad—. Puedes matarlo, tal como hiciste antes.
Haraal parpadeó. Por un momento, la comprensión parpadeó y el
babeo se detuvo. La criatura pareció darse cuenta de lo que le
rodeaba, no los oscuros pinos de las zonas silvestres fenrisianas,
sino el lugar de su propia desenfrenada orgía de matanza. Su
angustiada respiración se volvió frenética, y se alzó sobre dos
piernas, con un aspecto de horrorosa agonía impreso en sus rasgos,
y aulló.
Jorin escuchó el tintineo de los cargadores de bólter al ser
insertados. —¡No! —ordenó, permaneciendo aislado, pero era
demasiado tarde. Haraal cargó contra el jarl, saltando hacia él con
las zarpas hacia fuera, su rostro torcido en una mortal máscara de
carne estirada por la locura.
Los bólters abrieron fuego, cortando a través de sus alargadas
extremidades y reventando pedazos de armadura. De manera
increíble, continuó avanzando, rugiendo de dolor y confusión, de
alguna manera evitando los impactos, incluso cuando su cuerpo
recibía un nuevo disparo una y otra vez.

Jorin nunca se movió. La criatura-Haraal se derrumbó a sus pies,


destruida en el granizo de proyectiles de bólter, su cuerpo goteaba
una mancha de sangre cardíaca. Jorin se arrodilló, inclinándose
para agarrar la cabeza del monstruo en sus guanteletes. Apenas
respiraba por entonces, solo un resoplido que se coagulaba y
burbujeaba en una garganta quemada.

Jorin lo miró a los ojos, buscando algo, cualquier cosa, solo un


residuo. Todo lo que reflejó de vuelta fue agonía, agonía animal,
despojada de inteligencia o conciencia de sí mismo. Jorin se
preparó, alcanzó su propio bólter, colocó la punta del ánima contra
la sien de la criatura.

—Perdóname —suspiró, y apretó el gatillo. La munición explotó en


el impacto, acabando con su tormento.

Como había sido con Bjell, era una mala manera de morir. Un
guerrero de los Aett debería morir como un hombre, de pie,
luchando contra la marea oscura como la sangre. Si hubiera habido
un modo, Jorin hubiera deseado concederle aquella última gracia.
La cabeza de la bestia, ahora solo una masa de sangre, se
desplomó húmeda en la cubierta, y los sibilantes suspiros acabaron.

Durante mucho tiempo, nadie habló. Los sistemas automatizados


del puente zumbaron y circulaban, manteniendo al cazador-asesino
en el vacío. Las peticiones de enlace vox entrantes parpadearon a
través de las lentes del casco, enrojecidas por la urgencia. En algún
lugar, fuera en el vacío, los escoltas de la VI Legión estarían a su
lado, esperando escuchar si el jarl había conseguido aquello por lo
que había venido.

Finalmente, Jorin se enderezó, sacudiendo la sangre del cañón de


su pistola.

—¿No hubo señales? —preguntó, volviendo hacia Bulveye.


—Nada. Salió de la nada.

—Habrá registros de imagen del Haukr. ¿Tal vez un signo que


emiten, antes del combate? Algo por lo que estar atento.
Bulveye asintió, inseguro. —Quizás. Pero, ¿ahora qué?

Jorin miró la devastación alrededor de él. Si Haraal había causado


la mayor parte, la maldición traía una pasmosa fuerza junto con una
rápida degeneración.
—Lleva el cuerpo de vuelta al Haukr. El cuchillo de gancho
también. No se lo digas a nadie. Eran nuestras manadas,
nuestros hermanos.

Bulveye asintió de nuevo. —Se hará.

Mientras hablaba, más saludos de prioridad se mezclaron en el


interior de las pantallas de sus cascos. Por delante de ellos, en el
vacío más allá, el elegante perfil de color gris de un destructor de la
VI Legión se deslizó a través del abismo.

—Querrán saber si lo tenemos —dijo Bulveye.


La intención había sido dejar con vida al capitán y la tripulación
senior de la nave. El imperio estelar de Dulan se había reducido de
manera constante, se le había despojado de las defensas exteriores
y ahora se encontraba maduro para la invasión, aunque las
coordenadas del mundo natal mismo no eran conocidas todavía.
—Esta nave se estaba preparando para la disformidad —dijo
Jorin, escudriñando el puente en busca de unidades cogitadoras no
dañadas—. Tendrá su curso almacenado en algún lugar.
Hacedlo pedazos — no nos vamos hasta que tengamos algo
para llevar con nosotros.
Solo una vez que se dio la orden, Jorin permitió al fin que las
solicitudes de enlace de vox se filtraran a través del auricular de su
casco.

—Haz que sea bueno —gruñó, enlazando con el buque insignia


de la compañía, el Asesrumnir.

—Jarl —sonó la voz de Arif Redeye, el capitán de la nave—.


Señales de flota entrantes, a menos de una hora. Debería saber
esto ahora: el Rey Lobo está con ellos—. Jorin maldijo—. ¿Ya?
No debíamos encontrarnos hasta Verillis.
—Entonces diría que las cosas han cambiado.

Jorin cortó el enlace de nuevo, sacudiendo la cabeza. El día no iba


bien.

—Sí —murmuró Jorin, viendo a sus hermanos de batalla arrastrar


el cuerpo de Haraal lejos de los restos, la armadura cayendo de la
carne como ceniza del fuego—. Las cosas han cambiado.

Los restos de la estación bastión Dulaniana habían comenzado a


caer, ardiendo en la atmósfera superior del planeta, cuando los
primeros barcos de la flotilla del primarca rompieron en rango de
anclaje. Primero vinieron los escoltas, tan delgados como cuchillos
de desuello, girando en posiciones de guardia para despejar el
camino de las naves capitales. De aquellas, la más grande era la
Nidhoggur, abriéndose camino con bajo impulso para enfrentar a su
contraparte, el Aesrumnir. Ambas eran acorazados de línea, solo
superadas por las masivas naves de mando de la Legión, los
caballos de batalla y los principales asesinos de la poderosa armada
de la humanidad.
Otras naves se unieron a ellos: el resto del grupo de batalla de
Bloodhowl, otras naves de guerra de Tras, todo ello bajo la
soberanía del Jarl Ogvai. Ogvai Helmschrot. Por ahora, sin
embargo, no era el amo de su embarcación, ya que su primarca
viajaba con él, tomando el control conjunto de las Grandes
Compañías. Tal cosa no era infrecuente, porque el Rey Lobo iba a
donde lo llevaban las mareas de la guerra, haciendo uso de
cualquier nave del formidable complemento de la Legión. Solo
cuando la necesidad era la mayor y el destino de la Jauría entera se
hallaba en juego, tomaba el mando de su propio buque insignia
dedicado, el temido Hrafnkel, uno de los únicos veinte de tales
monstruos jamás creados, y de lejos la nave más poderosa de la
Legión.

Así fue por tanto que Leman Russ, primarca de los Lobos de
Fenris, permaneció en la torre de observación delantera del
Nidhoggur, flanqueado a su izquierda por su huscarl del Eihenjar
Grimnir Blackblood, y a su derecha por Helmschrot. Juntos,
observaron cómo la estación bastión caía con lentitud en el horno de
reentrada, sus flancos abrasados y las luces extinguidas.

Russ era una figura enorme, gruesa y ruda, recubierta con una
armadura rúnica de color gris lluvia, marcada con iconos de Fenris
En oro y hierro. Su largo cabello rubio le rozaba los hombros,
trenzado, remetido y colgado con tótems de toda una vida dedicada
a la guerra. La piel expuesta de su escarpada cara era rojiza,
infundida de una energía vital que parecía arder con cada uno de
sus movimientos. Era una máquina de guerra, un monstruo, una
brizna del corazón de un sol arrebatado del vacío y bloqueado con
la forma de especie de un humano. En medio de la galaxia en
general, era temido o despreciado, el líder de una Legión de
bárbaros y vándalos, aunque pocos hubieran osado expresar tales
sentimientos en su cara. Para aquellos que servían con él, era
reverenciado más allá de toda medida: un rey guerrero que
conducía a sus portadores de escudos a la batalla desde el mismo
frente, que no despreciaban las penurias que debían soportar, que
nunca habían sido superados por alma viviente alguna en ningún
campo de combate.
Bueno, había habido uno, pero eso no podía ser parte del ajuste de
cuentas. El Padre de Todos se hallaba fuera de todas las categorías,
todos los mitos, todas las sagas y, por tanto, para sus seguidores
continuaba permaneciendo inviolado, el que llevaba el invierno a la
galaxia y el maestro de sus guerras.

En aquel momento, colgado sobre Ynniu, observó el producto de la


maestría de la violencia de su Legión. La estación de bastión había
muerto hacía mucho tiempo, pero cada visión del enemigo ofrecía
una centella más de conocimiento de ellos. Varias de tales bases
habían sido destruidas, cada una con un costo significativo para la
Legión, y aun así se sabía muy poco acerca de la tecnología que las
impulsaba. Los Faash eran luchadores fanáticos, acostumbrados a
barrenar sus propias naves en lugar de dejarlos caer en manos del
enemigo.

El primarca sabía que sus jarls despreciaban esa devoción. Él, por
otro lado, tenía una visión algo más matizada. La Legión estaba
condicionada genéticamente para aborrecer los objetivos de la Gran
Cruzada: los xenos, las culturas humanas reincidentes, porque se
encontraba en su sangre, tanto como lo estaba su fuerza
sobrehumana. Eso era lo que los convertía en herramientas de
matanza tan perfectas, y si aquello limitaba su imaginación de algún
modo, entonces aquel era el proyecto del primarca: seres tan
creativos y empáticos como los más grandes de la humanidad
mortal, solo que dotados también de los cuerpos de los mejores
guerreros cultivados en tinas.
Y así simpatizó con los soldados de infantería dulanianos,
condenados a morir al servicio de un tirano que no se preocupaba
por ellos. Tras de las máscaras, las placas de armadura y los
ingeniosos escudos que los convirtieron en rivales incluso para la
infantería de las Legiones Astartes, eran mortales, propensos a
todos los orgullos y miedos que la mortalidad llevaba.
Justo como él mismo, Leman Russ, era mortal, de alguna manera.
Ya no existían verdaderos dioses, lo que quisiera que pudieran
desear los crédulos del Imperio; no desde aquel día en Fenris,
cuando el cielo se abrió en una lluvia de oro, y el hielo se había
derretido de la roca, y el verdadero modo de las cosas se hizo claro
de una manera brutal.

—Malditas cajas fuertes —murmuró Russ, mirando cómo se


levantaban ampollas en la piel exterior de la estación—. Las
construyen bien, les concederé eso.
Helmschrot, con los brazos cruzados sobre su pecho, parecía
menos convencido. El jarl era más enjuto que su maestro, aunque
apenas menos alto. El largo cabello negro caía desde una severa
cara, picada con tachuelas de metal y un solitario anillo de labio de
acero.

Los Vlka Fenryka no eran grandes constructores. Fenris tenía la


costumbre de derribar incluso las más fuertes estructuras erigidas
en su cambiante corteza, y así produjo más destructores que
creadores. El mismo Colmillo, todavía incompleto después de
décadas de construcción, había sido tallado por geoarquitectos de
Terra, y la flota construida por los astilleros de Marte; la Jauría
misma hizo poco más que las armas que portaban y la armadura
que llevaban.

—Nunca encontré una muralla que no pudiera derribar —


murmuró Helmschrot.

Russ rio, un profundo y sorprendentemente atractivo retumbo de


humor—. Y, sin embargo, siguen construyéndolos.
Una campana tañó en la parte trasera de la cámara de observación
y dos puertas se abrieron deslizándose. Russ no necesitó volverse
para reconocer el caminar de Jorin; también la había podido
identificar a la perfección en las viejas guerras, cuando ambos
llevaban armadura de cuero endurecido y la guardia de honor del
Rey Lobo había tenido la musculatura extraña y sobrada de
hombres sin aumentar.

—Jarl —reconoció—.

El maestro de Dekk-Tras se parecía más a su compañero jarl que a


su primarca, aunque incluso allí existían diferencias. Ogvai había
sido tomado del hielo cuando era un niño, al igual que la vasta
mayoría de la Legión, Terranos o Fenrisianos. Jorin llevaba las
marcas de su más arduo paso, no solo las cicatrices sino también la
postura de artificial frivolidad, los ojos bordeados de negro que
parecían más huecos de lo que deberían ser, el débil manto de
oscuridad que parecía seguirle como el último humo de un fuego
extinguido hacía mucho tiempo. Ahora, sin embargo, esas marcas
habían sido hechas más severas por el realmente horrible estado de
su armadura: chamuscada arañada, despojada de las pieles que
normalmente colgaban de ella.

—No os esperaba —dijo Jorin, uniéndose a ellos. Saludó a


Blackblood y a Helmschrot con un brusco asentimiento—. Teníamos
que encontrarnos...
—En Verillis. Sí, lo sé. Pero has sido lento, Jorin.

Los hundidos ojos del Jarl centellearon, brevemente, con ira—.


Skitja —maldijo, con desdén—. Los has visto, cómo luchan.
Russ extendió sus manos de manera expansiva, levantándolas en
el viejo gesto: sin discusión, sin armas—. No mis palabras, jarl.
Hay muchos ojos sobre nosotros aquí; y quieren que esto se
haga más rápido.
—Entonces dígales que vengan aquí —dijo Jorin, en voz baja—.
Les mostraré lo que se necesita para derribar a estos
bastardos, y luego les mostraré lo rápido que me lleva sacar
sus ojos—. Blackblood se rio entre dientes.
—Otro día, te lo permitiría —dijo Russ—. Pero no este. Esta
batalla se está escurriendo de nuestras manos, y no quiero que
se deslice más. Dime que tienes un camino hacia su mundo
natal.

—Están trabajando en ello —murmuró Jorin—. Una nave era


todo lo que teníamos, corriendo hacia el vacío, justo al final.
Pronto abriremos su corazón, y tendrá el recorrido de la
disformidad que está buscando.

—Tendrá que ser rápido —advirtió Russ, caminando a lo largo del


borde curvo del límite exterior de la cámara de observación. Le hizo
un gesto a Jorin para que lo siguiera, y para que los otros dos se
quedaran dónde estaban; todo en un parpadeo de lenguaje de
batalla; meros movimientos rápidos de tres dedos—. Entonces,
dime de verdad, ¿cómo ha estado aquí? —preguntó, moviéndose
bajo el perímetro del vidrio blindado.
—Duro —admitió Jorin, situándose al lado de su primarca—. No
se rinden. Saben que no tienen a dónde ir.
Russ asintió. —Lo creo. Te creo. Pero, Jarl, esta es la cosa. En
Terra hay quienes no ven las cosas a nuestra manera. Un
retraso de un mes, un retraso de una semana, y nos llaman de
poco fiar, demasiado arrastrados por la matanza para organizar
una campaña apropiada—. No había furia en la voz del primarca,
solo cansancio de todo—. Nos querían fuera de esto. Escuché los
susurros demasiado tarde y tuve que rogar directamente al
Sigilita.

Jorin resopló. —Apuesto a que disfrutó de eso.


—No le quedó ninguna duda de lo que pensaba, pero no
tenemos muchos amigos en Terra, y otras Legiones sí, y así
nos encontramos en batallas para librar batallas—. El primarca
negó con la cabeza con asombrado desprecio—. No tengo
paciencia para eso, pero no seré desechado como un senescal
enfermo. Sólo con hechos encontraremos nuestro legítimo
lugar. Le dije a Malcador que cortaríamos la garganta del
Tirano. Nos dieron la orden, la cumpliremos.
—¿Qué dijo él?

—Que eso se hallaba fuera de sus manos. Los coros


astropáticos habían sido movilizados, las flotas se movían. Dijo
que se arrepentía de que pudiera haberle arrancado sus
marchitos pulmones, de vez en cuando, pero eso solo habría
contribuido al mayor problema. En verdad no les gustamos.
Jorin dejó de caminar. Delante de ellos, el bulto de color rojo
oscuro de Ynniu creció a través de la vista más allá del cristal,
estropeado solo por los restos en llamas del bastión.

—¿Entonces qué es esto? —preguntó—. ¿Vamos a dar la


vuelta?

—Fekke, no —dijo Russ—. Vamos a quemar el mundo de ese


bastardo a su alrededor mientras sus entrañas se derraman
entre sus dedos, pero necesitamos ser más rápidos, porque
ahora tenemos competencia. Han enviado a la Primera Legión,
y durante dos meses mi hermano menor ha estado olfateando
en el mismo camino que nosotros. No contacta conmigo, lo
cual no es una sorpresa, ya que no piensa en ninguno de
nosotros como su igual, y apenas me considera parte de la
misma especie, y carga a través del vacío para reclamar la
gloria de poner fin al gobierno del Tirano por nosotros, algo
que ahora ve como su sagrado deber—. Russ sonrió entonces,
una sonrisa llena de colmillos de adecuada diversión—. Así que
traje a Ogvai para que nos diera unas cuantas hojas más, y
planeo llegar primero. Pero necesitamos las coordenadas,
amigo mío, o esta cacería continuará por otro mes y nos
perderemos toda la diversión.
—El León —dijo Jorin, pensativo—. ¿Ha luchado con él antes?

—Apenas he intercambiado dos palabras con él, y fueron


suficientes.

—Dicen que tendrá más mundos bajo su talón que cualquier


otro, algún día.
—Probablemente, él o Guilliman. Es un buen táctico. De
sangre fría, de cuello rígido, arrogante. Es por eso que lo hace
tan bien en Terra. Sangre de los dioses, Jorin, no seré batido
por él.

Jorin hizo una pausa y miró a su primarca con inquietud. —¿Se ha


llegado a esto: correr de un extremo a otro del mar de estrellas
por premios?
—No premios —dijo Russ con fervor—. Supervivencia. Están
construyendo imperios, ¿sabes? Todos ellos, mis amados
hermanos, forjando reinos propios. En Terra, los enumeran en
rollos de oro en el Preceptorio. Nosotros no. Todo lo que
tenemos es destrucción. Arrebata eso, ¿y qué queda? La cara
del Rey Lobo, siempre rápida para la alegría, nublada—. Lo
juro, Jorin. Juré que mataría al maestro de Dulan, y si fallo, las
voces dejarán de susurrar y comenzarán a hablar y hay
demasiadas de ellas, incluso para que tú las silencies.

Jorin se encogió de hombros. —No me importa lo que digan en


el Palacio.
—Todos deberíamos Ese es nuestro problema: no nos importa
un comino.
—Lo hacemos, pero no sobre las mismas cosas.

Russ se rio entre dientes y palmeó con su guantelete contra la


hombrera de Jorin. —Vamos a ir tras él. Quiero que Dulan sea
encontrado, destruido y quemado antes de que el León entre en
un estado de disformidad. ¿Puedes hacer esto por mí?

Jorin lo miró fijamente, como si lo considerara, y luego le mostró


una amplia sonrisa.
—Os llevaré allí —dijo—. Y cuando lo haga, hablarán de la
lucha durante miles de años.
El santuario interior a bordo del Aesrumnir estaba lleno de
oscuridad, guarnecido con el olor posterior a la quema. Los altares
de piedra se alzaban en medio de la penumbra, cada uno portando
un solo arma (hacha, espada, lanza) colgada sobre la superficie
picada de viruelas por campos suspensores que brillaban con
suavidad.
En el centro, donde yacía el altar mayor en medio de un modelado
de piedra de color gris sobre negro, tres figuras se mantenían de
pie. El primero era Bulveye; se quitó el casco timón para revelar una
cara barbada y entrecana canosa y un cabello de color rojizo largo y
trenzado. El segundo. Sacerdote Lobo Ulbrandr, llamado
Crowhame, llevaba una coraza de color negro obsidiana, adornada
con cráneos de animales blanqueados. En su cinturón colgaba el
crozius arcanum, marca de su antigua oficio, así como el reductor
Colmillo de Morkai. Su melena era de color gris perla, veteada de
negro y rígida con la escarcha de la edad.
—No veo nada —dijo.

El tercero del grupo, el Sacerdote Rúnico Leif Hemligjaga, asintió


con lentitud—. Ni yo. —Era el más alto de todos, vestido con una
coraza con tótems incrustados. Una larga, bifurcada barba se
derramaba de un extremo a otro de su peto, casi blanco tachonado
con lazos de cuero retorcido y metal, y su armadura estaba grabada
con los profundos canales de la guarda rúnica.

Ante ellos, suspendido en la oscuridad, giró una representación


hololítica de células en una especie de plasma, hinchándose,
fusionándose, nadando. Las runas existieron y dejaron de existir con
un parpadeo, seleccionando características sobresalientes,
registrando anomalías, totalizando cuentas de hemoglobina y
niveles hormonales.

Bulveye vaciló antes de hablar. Este no era su dominio. —Debe


haber algún defecto—, se aventuró al fin.
Ulbrandr, el maestro de este negocio, usó un dial de latón en la
parte superior del altar para ampliar y hacer zoom en la proyección
de la sangre. El lívido hololito se desplazó con más profundidad,
mostrando marcadores sobre puntos de interés. Los ojos del
Sacerdote Lobo se estrecharon, mientras bebía de los tomos de
datos contenidos en cada instantánea.
Al fin, cerró la alimentación y la fantasmal imagen se apagó.
—He desarmado el cuerpo —dijo Ulbrandr, con amargura—.
Drenado cada gota de sangre del mismo, separado los
músculos del hueso. He mirado a sus ojos muertos—. Arrastró
un largo y amargo suspiro a través de sus fosas nasales—. Y no
tengo nada que darte.

Hemligjaga se dirigió hacia el otro extremo del altar y tomó algunos


artefactos recuperados del cadáver de Haraal: una daga curvada, un
amuleto de cráneo, un torque de colmillos de melena negra
enlazados. Uno por uno, los hizo girar entre sus dedos—. Si se
tratara de alguna cosa maléfica, lo olería—, dijo en voz baja—.
Todo lo que huelo es... al guerrero.

Bulveye se pasó la mano con cansancio por la barba, luego se


frotó los ojos. Los muchos días de combate se habían cobrado su
peaje, y no habría verdadero descanso por el momento a pesar de
que Jorin ya había mandado por vox las órdenes de Russ para una
reunión de guerra inmediata, y eso significaba hacer que la
maltratada flota tuviera algún tipo de preparación.

—Miramos los registros pict —dijo Bulveye, concentrándose su


mente por algo, cualquier cosa—. Se comportan igual que los
demás. Luchan igual que los demás, hasta el momento.
Ulbrandr fijó sus ojos ámbar en Bulveye. —Y ese momento, ¿qué
es lo que lo trae?

Bulveye se encogió de hombros. —No lo vi hasta que fue


demasiado tarde. Hook—knife fue el primero en gritar, más que
gritos de batalla. Luego Haraal. Corrieron por delante de los
demás. Ya estábamos corriendo, y con rapidez, pero eran como
demonios. Los movimientos se aceleraron. Ni siquiera pude
verlos. —Recordó lo que había visto y cómo le provocó un
escalofrío—. Luchan como berserkers, solo que diez veces más
ardor, y los destruye. Se arrancan la armadura, y luego vemos
lo peor: el lobo, en sus ojos, en sus mandíbulas, en todas
partes.
—Es por eso que pasan por la prueba de la Helix —dijo
Ulbrandr, escéptico—. Ellos la pasaron. La superaron.
—No todos, claramente —dijo Hemligjaga, todavía estudiando los
artículos en la palma de su mano.
—El combate lo provoca —dijo Bulveye—. Cada vez. No
cambian cuando están en descanso, solo cuando la lujuria de la
guerra está sobre ellos.
—Y cuando llega el cambio —dijo Hemligjaga— los hace más
fuertes.
Ilbrandr escupió al suelo. —No más fuertes. Más salvajes. No
pueden controlarlo, y eso no sirve de nada a nadie.
—No prestan atención a las órdenes —asintió Bulveye con
intranquilidad—. Si estuviéramos peleando con otros, esto
satisfaría cada temor que tengan de nosotros. Si sale...

—¿Quién lo sabe? —preguntó Hemligjaga.


—Boodhowl —dijo Bulveye—. Los de mi compañía, gran parte
del resto, que sirven a las órdenes del jarl. Esta no fue la
primera vez.
—¿Fuera de la Gran Compañía?
—Ninguno. Ni el Rey Lobo, ni el Einherjar.

—Hasta donde sabes —dijo Hemligjaga con ironía—. No es


tonto, ni lo son sus siervos.
—Y tampoco lo es el Padre de Todos, y tampoco lo son Sus
siervos. —Bulveye curvó su puño, luego lo golpeó contra el borde
del altar con frustración—. Suficiente. Bloodhowl ha pronunciado
su fallo. Lo curamos, o lo mantenemos oculto.
Hemligjaga se rio. —Lo curamos, no es una gran tarea
entonces.

—Si de hecho es una enfermedad —dijo Ulbrandr—. Hay tanto


que no sabemos acerca de lo que fue llevado a Fenris con el
Padre de Todos. Hay tanto que no sabemos acerca de nosotros
mismos. No podemos arrancar nuestros propios colmillos y, sin
embargo, seguir siendo parte de la Jauría. Tal vez esto sea lo
mismo.

Bulveye vaciló antes de responder. —Nunca fue pretendida, esta


enfermedad. ¿Somos nosotros, los Dekk-Tras, los únicos que
sufren?
Ninguno de los sacerdotes pudo dar una respuesta. Por fin,
Ulbrandr habló. —Si otros en la Legión estuvieran afligidos, ¿lo
sabríamos? Todo lo que tenemos son nuestros propios ojos,
nuestros propios oídos. Y esta no es la primera vez.
Hemligjaga dejó que los tótems, las últimas de las baratijas
guerreras de Haraal, cayeran a la piedra. —Saldrá. Tarde o
temprano, sabes que lo hará.
Bulveye miró de manera sucesiva a cada uno de ellos. —
Entonces esperamos. Trabajamos. Si otros tienen la
enfermedad, tendremos conocimientos para darles. Si no lo
hacen, no nos hemos condenado de manera precoz.
—¿Y este es el consejo de Bloodhowl? —preguntó Ulbrandr.

Bulveye asintió. —Lo es.


—Entonces, ¿dónde está él? —preguntó el Sacerdote Lobo.
—Con el Sacerdote de Hierro —dijo Bulveye, apartándose del
altar y comenzando a alejarse caminando—. Destripando núcleos
de datos. Creo que tiene prisa por volver a la disformidad.

En la órbita alta de Nidhoggur, enterrado en lo profundo del interior


de la nave de guerra, el Jarl Helmschrot le rindió honores a su
primarca. La mayor de las muchas cámaras de festines había sido
engalanada con las banderas de guerra de la Legión, cada uno
guardado con reverencia después de las batallas que
conmemoraban. Los estandartes, algunos poco más que harapos
quemados atados a astas de lanza de hierro, otros intactos y
colgados de un elaborado modo en los huecos de largas galerías de
piedra, mirando hacia el interior hacia el poderoso pozo de fuego de
las banderas por debajo. Los carbones brillaban con la bruma de
calor, pareciendo flotar sobre suaves lechos de enfurecido color
carmesí.
Los bancos de madera, cada uno tallado de un solo tronco de pino
de hierro fenrisiano, rodeaban el pozo, todos abarrotados de
guerreros de Tras. Como en los salones del Colmillo, se les servía
carne en tableros, brillando con grasas y corriendo con jugos
apenas cocinados. A la Jauría le gustaba su sustento casi crudo,
para saborear mejor las texturas de la matanza.
El jarl se sentó en la mesa alta, flanqueado por su propia guardia,
un Sacerdote Rúnico llamado Heoroth y un guerrero llamado Aeska
Broken—lip, entre otros. Russ ocupaba el lugar de honor en el
centro. A su izquierda estaba Blackblood, y a sus pies, se hallaban
los gruesos contornos de Freki y Geri, desgarrando huesos tan
largos como la pierna entera de un hombre, con sus hocicos teñidos
de rojo brillante.
—¿Y qué hiciste de él? —preguntó Ogvai, atacando una larga
fibra de cartílago.
Russ se inclinó hacia delante sobre la mesa y tomó un largo trago
de un cuenco de hierro—. Como siempre. ¿Tú?
—Le habían prendido fuego. Eso podría haber cambiado su
humor.

Russ soltó una carcajada y alcanzó otro trozo de carne de color


rosa pálido. —No lo vi, Ogvai.

El jarl de Tras era un fenrisiano de raza pura, con la línea de la


mandíbula distendida, el pelo grueso, los ojos ámbar para actuar
como sus marcadores. Había estado entre los primeros jóvenes en
tomar la terrible prueba en las zonas salvajes de Asaheim, pero no
el primero de la Legión. Los terranos habían estado en las filas
durante décadas, y después de eso vinieron los propios seguidores
del primarca, los partidarios del Salón del Rey Leman Russ. Ahora
esos últimos eran los Barbagrises, llamados los "Hermanos Lobos",
todos miembros de la Decimotercera Gran Compañía, menguando
en número con cada año, a medida que los rigores de una
interminable guerra se cobraban su peaje.
Había aquellos del Mechanicum y del Administratum quienes
dijeron que nunca se debería de haber hecho, que solo un niño
podía sobrevivir a la implantación de los órganos, y que el destino
sería cruel para aquellos que se entrometían en la plantilla
sancionada del Padre de Todos, pero ninguno de ellos pudo
contrarrestar a un primarca en su reino, y nunca habrían osado
hacerlo de modo abierto, ya que los hermanos lobo eran sus
seguidores, sus hermanos de escudo, sus parientes de guerra.
—Ustedes dos siempre fueron demasiado cercanos —dijo
Ogvai.
Russ parecía divertido, aunque había un borde de peligro en ello.
—Dime, entonces. ¿Qué me estoy perdiendo?
Ogvai alcanzó más carne, arrancando la carne de un tambaleo de
grasas. La masticó pensativo.
—Siempre se han salido con la suya —dijo al fin—. Solo te
conocíamos como el Rey Lobo, hijo del Padre de Todos. Te
conocieron como vasallo de Thengir. Eso cambia las cosas.

—¿Me estás diciendo que no me respetan?


—Todos te respetan. Pero Jorin te creyó mortal, una vez. No
puede olvidarlo.
Russ pensó en eso. A diferencia de algunos de sus hermanos, él
siempre había sufrido a sus jarls hablar de manera abierta con él.
Algunos terminaron con las mandíbulas rotas por su problema,
aunque las heridas sanaron tan rápido como la mala sangre se
agotó.
—Luchamos uno junto al otro durante años —dijo—.
Envejeció, yo no lo hice. ¿Qué hizo de eso? No lo sé. Había
visto morir al viejo Thengir. Sabía cómo me habían encontrado,
perdido entre lobos, anunciado por todos los malditos
portentos conocidos por los sacudidores de runas. Quizás
debería haberle preguntado. Aunque demasiado ocupado,
demasiado ocupado matando para seguir vivo.
Ogvai se limpió la barbilla. —No dudo de su valentía.
—No, no eres un tonto.

—Ni siquiera dudo de su lealtad. Es solo que...


Las palabras se fueron apagando. Russ esperó.
—Somos uno —dijo Ogvai por fin—. Terrano, Fenrisiano, somos
todos iguales, hechos por la Helix. Pasamos a través del fuego
cuando éramos bebés y nos convertimos en guerreros bajo la
sombra del Colmillo—. Cogió su propio cuenco, lleno de líquido
humeante—. Salvo ellos. Ellos han conocido otro mundo. Eran
hombres antes de ser legionarios.
Ovvai bebió con largueza, dicha su parte. Russ jugó con hebras de
ensangrentados tendones, tirando de ellos con dedos grasientos. Al
otro lado de la cámara, los guerreros comían y bebían, riendo,
burlándose, recordando.
—Todo lo que dices es también cierto de mí —dijo el primarca.
Empujó su tablero a un lado—. Conocía el peligro, pero negarles
el cáliz hubiera sido una crueldad. Observé a aquellos que
murieron, a todos, y en su agonía me lo agradecieron. Sabían lo
que querían, y no pude negárselo, porque era su jarl, su
maestro del corazón y su líder de la guerra.
Ogvai escuchó con atención. A su lado, Aeska fingió comer,
aunque las palabras también lo alcanzaron.
—Antes de que nacieras, Ogvai, en algún apestoso barco
marinero o en alguna sucia cueva, yo marchaba con mi primer
Einherjar. Ninguno de ellos pudo igualarme, no después de que
Thengir muriera y yo creciera por completo, y sin embargo no
sirvieron por miedo, sino porque éramos hermanos. Si eso te
hace sentir envidia, entonces no puedo preocuparme. No puedo
cambiarlo. No pedí esto, y tampoco me arrepiento que haya
sucedido, pero no perderé los últimos vínculos con esa edad.

—Lo hará, algún día —dijo Ogvai.


—Entonces, todavía no. —Russ frunció el ceño—. Hel, me estás
provocando esta noche. ¿Qué hay en tu carne?
Ogvai se rio, tomó su tazón y agotó su contenido, luego pidió más.
—Sólo te digo lo que ya sabes. No me ha traído con vos
porque necesite más filos. Bloodhowl ya tiene suficientes.
Sentís alguna falta en ellos, ¿no? —Russ no respondió de
inmediato. Rompió otra gruesa tajada y la desgarró con sus
colmillos. Jugos sangrientos corrían por su barbilla, goteando en el
borde dorado de su gorguera.
—Hay faltas en todos nosotros —dijo, masticando.
A los servidores sensores les habían puesto grilletes juntos en los
niveles de forja de Aesrumnir, encadenados a motores analíticos y
empleados para interpretar con fuerza bruta los cifrados militares
Faash. Los astrópatas, estrategas y maestros del saber del
Mechanicum fueron obligados a ayudar, junto con sus algoritmos de
rotura de datos y tablas de búsqueda. Un centenar de escribas,
todos ellos Terranos tomados de las tripulaciones de enlace de la
flota, estudiaron listas de posibles golpes, eliminándolos con
lentitud, luego borrando los rollos y terminales de placa de datos.
Más allá de ellos, el ejército de esclavos del Sacerdote de Hierro
había sido retirado de los yunques y los talleres mecánicos,
liberados por el momento de su trituradora existencia de fundición,
refinado y martilleo. Acarrearon unidades de datos nuevas, muchas
de mayor tamaño que un transporte de tropas, alzados por cadenas,
luego los desarmaron, abriéndolos con turbotaladros y soldadores
de arco. La atmósfera, siempre húmeda y dolorosamente picante,
ascendió hasta llegar a niveles punitivos.

Jorin se situó por encima de todo, observando desde una pasarela


alta la horda de extractores de datos que pirateaba los niveles más
profundos de los núcleos capturados. Con él estaba el Sacerdote de
Hierro Kloja, amo de las máquinas de guerra de la compañía. El
resonante eco de la explosión y la caída de los procesos industriales
hicieron que el pórtico se estremeciera debajo de ellos.

—No puede haber mucho más —dijo Jorin, trabajando para alejar
la impaciencia de su voz.

Kloja se encogió de hombros. —Tal vez. Tal vez no. Guardan sus
secretos de manera hermética.
—Pero puedes romperlos, ¿sí?
—Dije que tal vez. Dije que tal vez no.
Jorin se dio la vuelta, exasperado. Toda la razón por la que habían
tendido la emboscada era para capturar al cazador-asesino, para
interrogar a la tripulación, para obtener algo de seguro y cierto
conocimiento de su destino, Haraal lo había destruido
masacrándolos a todos.

—¿Y la flota? —preguntó—. ¿Lista para pelear de nuevo?


—Sí; jarl. Luchar no es un problema.
No, eso era correcto. Para eso estaban hechos.
—Cuéntame pues —dijo Jorin—, ¿alguna vez has luchado junto
a la Primera Legión?
—No. No los Angeles Oscuros. Me gustaría. Buenos colores.

Jorin se volvió hacia él. —¿En serio?


—Placa negra. Muy agradable. Se ven como asesinos.
Jorin no dijo nada durante un rato y luego se dio la vuelta. —Eres
un sacerdote extraño—. Por debajo de ambos, las máquinas
batieron y zumbaron, circulando miles de combinaciones cada
segundo—. Aprenden su oficio matando bestias, me han dicho.

—Nosotros también. ¿Tienes algún problema con eso?


—Podemos averiguarlo.
Justo entonces, desde abajo en el piso del nivel de fragua, un grito
vino de uno de los esclavos. Otros se apresuraron hacia donde
permanecía parado, manipulando una unidad cogitadora con rejilla
de bronce. Los resultados comenzaron a caer en avalancha por las
pantallas.

—Ahí va —dijo Kloja con sequedad—. El cifrado está roto.


Jorin asió la barandilla del pórtico y se inclinó muy por encima del
borde.
—¡Un camino! —rugió, dirigiéndose a las docenas de adeptos del
Mechanicum que ahora pululaban alrededor de la unidad cogitadora,
sus túnicas crujiendo. —¡Conseguidme un camino!
Uno de los tecnosacerdotes, un magister encapuchado con una
larga probóscide segmentada, lo miró de nuevo y asintió.
Jorin sintió una feroz oleada de anticipación. Ya podía ver cómo se
filtraban los números de escenario de disformidad a través de su
pantalla de casco, uno tras otro. El cazador-asesino se había estado
dirigiendo hacia el mundo natal, con sus motores ya activados.
—Abre un canal al Nidhoggur —ordenó Jorin, abriéndose camino
a empujones más allá de Kloja y avanzando a lo largo del pórtico
hacia la salida. —Diles que tenemos la ruta a Dulan, y diles que
la flota está lista a su mando.
Kloja lo observó irse, su expresión imposible de leer detrás de la
gruesa rejilla de vox de su casco.

—Puede que no sea nada —dijo.


—Es todo, sacerdote —respondió Jorin, sin detenerse nunca—.
Cazamos de nuevo.

Las coordenadas del mundo hogar fueron solo el comienzo. La galaxia no


era como el terreno de un solo planeta, que podría ser cartografiado y
estudiado y a partir de entonces atravesado con confianza. Las vastas
distancias entre las estrellas solo podían ser conquistadas desafiando la
disformidad — un océano de oleajes y contracorrientes, cada uno capaz de
arrojar flotas enteras al olvido, o lanzarlas lejos de su curso y a regiones
inexploradas.

El vacío conocido no era más que una minúscula fracción de todo el


espacio, sus mundos puestos en una carta de navegación manchas
infinitesimales en un pozo de profundidad infinita. Una vez, la humanidad
había conocido más de las muchas rutas a través del empíreo,
cartografiando al tiempo que sus grandes arcas se arrastraban por la
galaxia en los primeros días de la exploración interestelar. Pero incluso
ahora, con la Gran Cruzada habiendo descubierto gran parte de esa
antiguo conocimiento, la ignorancia de las vastas extensiones de la galaxia
era casi completa, con solo raros oasis de luz, como Ultramar o Terra, para
romper la implacable oscuridad.

Y así, llevo dos semanas más a los Lobos trazar el camino hacia su destino,
teniendo en cuenta los sueños de sus Navegantes y las balbuceantes
pesadillas de sus coros astropáticos. Traducir el duro negocio científico de
la cartografía estelar al imperfecto arte del paso por la disformidad no fue
fácil, y no podía ser apresurado ni siquiera por una Legión que estaba
impaciente por llegar a la matanza. Con lentitud, sin embargo, la ruta se
hizo más clara, y la flotilla quemó un camino a través de las bóvedas de la
realidad doblegada del infraverso, los cascos de sus naves flexionándose y
crujiendo como si estuvieran atrapados en una tormenta invernal en el
mar.

A lo largo de ese tiempo, los guerreros entrenaron. Fregaron su armadura,


librándola de la suciedad del combate y re—embadurnando runas donde
los viejos patrones habían sido destruidos. Bajo la atenta mirada de los
sacerdotes, los cazadores pasaron largas horas en las jaulas de práctica,
aplastándose unos a otros hasta ser bultos sangrientos, pero haciéndose
más rápidos con cada combate de entrenamiento, sus sentidos afinados de
nuevo hasta estar dispuestos para el combate. Cuando no llevaban a cabo
los rituales de batalla, se alimentaban, tomando enormes cantidades de
calorías y reparando heridas sufridas en anteriores combates. Dos semanas
fueron lo suficientemente largas para todas las lesiones, excepto las más
graves, para sanar de nuevo, un testimonio de su físico y condicionamiento
creado mediante bioingeniería. Cada nave, desde el más poderoso
acorazado al más esbelto buque de escolta, se hizo eco del aullido y el
rugido de la creciente rabia de batalla, cuando los Lobos regresaron a los
más altos grados de exactitud.

Todos sabían lo que esperaba por delante. El imperio del Tirano de Dulan
había sido amplio, toda una franja de mundos excavada en la ruina de la
Vieja Noche de superstición de la humanidad. Todos ellos habían estado
fuertemente defendidos y solo cayeron tras un intenso y sostenido
bombardeo, así pues, el centro del laberinto solo podía encontrarse
fortificado con más fuerza aun. La campaña completa había durado meses,
dando tiempo al enemigo para cavar y prepararse.

Durante la mayor parte de ese período, las burlas se habían transmitido,


traducidas al Gótico estándar y canalizadas a cada unidad Imperial dentro
del alcance. De estas, los comandantes imperiales tenían muy claro que el
Tirano no había sido intimidado en lo más mínimo por ellos y tampoco
tenía intención ninguna de correr.

Él quería que ellos vinieran. Y quería que lucharan. Russ nunca había
hecho caso a cualquiera de las burlas. Muchos enemigos, ya fueran xenos o
humanos, habían pensado en provocarle, tal vez calculando que enfurecer
al carnicero de Fenris lo conduciría de alguna manera a algún tipo de
desequilibrio táctico.

—El problema con eso —como Russ le explicó una vez a su hermano
Vulkan—, es que nos gusta estar enojados Así que no hace mucho bien.

El Tirano, sin embargo, había hecho todo lo posible. Las tropas mortales
capturadas habían sido torturadas en transmisiones de imágenes, a veces
en sesiones de horas de duración, enfureciendo a generales del Ejército
Imperial y provocando masivas expediciones de represalia. Todas esas
habían fallado, lo que llevó a los Lobos a ser empleados para acabar el
trabajo, e incluso entonces las provocaciones continuaron llegando.
Ahora, sin embargo, la ventana para los preliminares se había cerrado. La
flota de la VI legión atravesó la disformidad, conduciendo el ingeniarum de
todos los buques más allá de los límites sancionados por Marte para
asegurar su llegada en el menor tiempo posible. Las hojas de hacha se
afilaron, las espadas se afilaron, los bólteres se cargaron con municiones
aojadas por los sacerdotes y los sellos de armadura fueron cerrados.

El primarca mismo mandó el Nidhoggur, mientras Helmschrot tomó el


crucero de batalla Valkam. Bloodhowl quedó al mando del Aesrumnir, y el
resto de la flota se desplegó para salir de la disformidad en una formación
de creciente dispuesta para la batalla. Todos sabían que la rejilla de
defensa planetaria estaría a la altura para saludarlos a su llegada, por lo
que la verdadera carrera de vacío desde los puntos Mandeville tuvo que
ser rápida y coordinada, golpeando la zona orbital del mundo en una
abrumadora marea.

Russ tomó su lugar en el trono de mando de Nidhoggur justo al tiempo


que el buque insignia entró en su secuencia de pretraslado.

—Estado —dijo.

Freki y Geri merodearon en estaciones a ambos lados del trono, los pelos
de su espinazo erizados y sus colmillos expuestos. Blackblood estaba de pie
en el estrado junto a ellos, junto con otros del propio séquito Eihenjar del
primarca, todos con casco y equipo de batalla.

—Entrando traslado ahora, señor — llegó el informe de Haelgrim, el


maestro navegante de la nave, estacionado con los mortales bajo el borde
de la plataforma del trono—. Unidades de plasma activándose, apagado
de Geller comenzando.

Russ se recostó mientras la cubierta se sacudió con violencia, haciendo


que las persianas de disformidad a través de las ventanas delanteras
vibrasen en sus agarraderas. Al trueno bajo de los impulsores de éter se
unió el más urgente gruñido de los propulsores de espacio real
activándose. Las runas de advertencia cobraron vida de un extremo a otro
de cada pantalla de visión expuesta, detallando los miles de sistemas que
se preparaban para gestionar el cambio entre realidades.

Freki rio con disimulo y dio un paso hacia delante a medias, babeando.
Russ se agachó y agarró la nuca del lobo, revolviendo el pelaje.

—Casi allí —murmuró. Este ritual anterior a la batalla había sido así
durante tanto tiempo como podía recordar. Sus dos lobos se habían
encontrado a su lado desde la infancia, creciendo como él, madurando y
convirtiéndose en las enormes bestias que ahora acompañaban cada una
de sus marchas a la guerra. Habían resistido mucho más allá de la
esperanza de vida estándar de su especie, y ninguno de ellos mostraba
signos de disminución de vigor.

Un fuerte golpe resonó de un extremo a otro del puente, y la cubierta se


tambaleó como si hubiera sido atacada. Al mismo tiempo, cien persianas
de disformidad se estrellaron de vuelta en sus alojamientos, exponiendo
una vez más la propagación de brillo del vacío estrellado. Las explosiones
en retroceso de los impulsores de disformidad fueron ahogadas por los
truenos de los trenes de plasma alcanzando la máxima inclinación. El
Nidhoggur avanzó hacia delante, rodeado de deslumbrantes destellos
cuando las otras naves de la flota se estrellaron contra la barrera entre el
empíreo y el espacio real, y se unieron a la caza.

Por un momento, parecía que no había nada más que espacio vacío a su
alrededor, como si hubieran emergido en la laguna sin caminos entre las
estrellas y estuvieran a años luz de cualquier lugar. El puente permaneció
en conmoción, sin embargo, con oficiales gritando órdenes y esclavos
corriendo para seguirlas. Los grandes sistemas de armas de los acorazados
fueron puestos en marcha: colosales macrocañones y lanzas colosales,
cobraron vida con agitación a medida que sus bobinas y reservas de
energía fueron encendidas, atizadas y hechas rugir.

—¡Señales entrantes! —gritó el maestro de la guardia, y de inmediato


cada servidor del sensorium en la flota comenzó a procesar los cientos de
marcas de naves que nadaban de un extremo a otro de los augurios de
alcance extremo.
Ahora Geri también se levantó, con el lomo arqueado, las piernas
temblando de entusiasmo. —Háblame —dijo Russ, ocioso.

El maestro comenzó a enumerar con rapidez las cifras, los vectores, los
volúmenes, pero Russ solo le había pedido que hablara para que otros lo
escucharan; era capaz de procesar la información de las pantallas mucho
más rápido que cualquier otra persona. Ya estaba visualizando la batalla
que se avecinaba, viendo los caminos que podía tomar, planificando cómo
llegar a la única conclusión que le importaba: la matanza, rápida y sin
esperanza de recuperación.

Otras voces se alzaban ahora: el jefe de artillería, los pilotos, los


comandantes de la guarnición. Russ se quedó de pie sobre todo ello,
todavía en silencio, un solitario punto de estabilidad al tiempo que los
informes y contrainformes se desbordaban. Las naves se movían,
cambiando a despliegues ofensivos estándar. Las avenidas de fuego
cubrieron avenidas de fuego, vectores de impulso fueron dispuestos sobre
vectores de impulso.

Dulan apareció en las miras, tan rojo como había sido Ynniu, aunque más
pequeño, un mundo de la roca y hierro y acero, hiperindustrial, rodeado de
un enorme halo de defensa y otras estaciones orbitales. Pronto, el mundo
estaría en alcance visual completo: se lanzaban a toda velocidad, gritando
a través del espacio y alcanzado el impulso completo.

—Destructor Frey—Slavor —ocupe su lugar, cubra los flancos del ala


cañonera cinco. Bien. Mantenga la velocidad y...

—No estoy obteniendo suficiente potencia en esa lanza. Fekke, sácalo


de alguna parte o te arrancaré tu...

—Afirmativo, lo estamos viendo. No, no a esa velocidad. Desviar hacia


abajo a cuatro—cincotreinta—cuatro y...
Las voces eran como un océano, hirviendo y burbujeando, lanzándose por
cada conducto de vox en la flota y enviando a los gigantescos buques de
guerra a lo largo de sus trayectorias trazadas con precisión.
Dulan apareció en el primer visor real, pequeño al principio, solo una
estrella más brillante, haciéndose más grande luego con la velocidad. La
curva de su atmósfera — setenta y cuatro por ciento de nitrógeno,
veinticuatro por ciento de oxígeno, el resto trazas, muy similar a Fenris —
apareció en las corrientes de auspex.

Russ se puso de pie. Mientras se movía, sus lobos caminaron con suavidad
a su lado, arañando el suelo, los ojos fijos hacia adelante con la rígida e
inflexible mirada que solo una bestia de Fenris podía perfeccionar de
verdad.

—¿Por qué no vienen a encontrarse con nosotros? —preguntó el


primarca con suavidad. La mayoría de la tripulación, ocupados con frenesí
con el millón de tareas de llevar una flota de combate al alcance, no
escuchó. Sólo Blackblood, el más cercano, respondió.

—Todavía estamos muy lejos, señor —dijo.

Russ sacudió la cabeza. —Veo las marcas de augurio. Hay un centenar de


naves en ese mundo. Más que suficiente. No se enfrentan. ¿Por qué?

Incluso mientras hablaba, las pantallas se abarrotaron con información


nueva. Dulan era ahora un orbe del tamaño de un puño en el mirador
principal, hinchándose como un tumor, picado de viruelas con rápidos
puntos de oscuridad. Los primeros pinchazos de explosiones, pequeñas
agujas de color blanco neón, bailaron sobre la vista táctica.

Una runa de señal de comunicación del Aesrumnir cobró vida en la


pantalla del casco de Russ, y estaba respondiendo casi antes de que los
lúmenes hubieran alcanzado la intensidad máxima.

—Lo veo, Jarl —le dijo a Jorin—. Así pues, entonces no fuiste lo
suficientemente rápido.
Russ cortó el enlace, no queriendo escuchar la respuesta y sintiendo ya el
sordo peso del fracaso. Sus dos lobos se quejaron, recogiendo de
inmediato el cambio de humor.

Blackblood todavía lo estaba mirando. —¿Qué es?

Russ se echó a reír, un ladrido seco y sin humor. —Observa las miras.

—No nos atacan porque ya están siendo atacados. Mi hermano está por
delante de nosotros, la mitad de esas naves que ves son suyas—.
Segundos más tarde, identificaciones de naves comenzaron a alimentar los
bancos de augurios, referenciados de forma cruzada con registros de la
Legión y nombres que destellaron, uno por uno.

El Fuego Redentor.

La Hoja de Numarc.

La Purificación Austera.

Y el nombre conocido por todos los que habían tenido tratos, sin importar
cuán escasos, con la historia reciente de la Gran Cruzada.

La Razón Invencible.

Russ aferró a la empuñadura de su gran espada sierra, Krakenmaw, como


si quisiera sacar la hoja allí y ahora mismo. El tumulto en el puente creció a
medida que la situación se volvió más clara: ya se desarrollaba una enorme
batalla de vacío en la zona orbital de Dulan, y llegaban tarde. —¿Cuáles
son sus órdenes? —preguntó Blackblood.

Helmschrot lo estaba llamando, al igual que Jorin y todos los demás


comandantes, necesitando su palabra antes de que actuaran. La flota
mantuvo su máxima velocidad, acercándose cada vez más. Su trayectoria
entrante debía haber sido recogida por los escáneres del enemigo, tal
como debía haber sido por los de la Primera Legión. Solo quedaban
momentos antes de que los Lobos entraran en alcance de lanza.

Russ exhaló de frustración, y su mano resbaló del agarre de Krakenmaw.


—Mantened rumbo y velocidad —ordenó, abriendo el vox para dirigirse
a los comandantes de la flota, así como a la tripulación de puente del
Nidhoggur—. Socorred y apoyad a cualquier nave de la Primera Legión
encontrada, pero por lo demás, mantened la forma táctica. Sin cuartel,
sin respiro. Si el Padre de Todos lo quiere, los tenemos ahora.

Suspiró con profundidad. De aquí en adelante, no lucharía solo, y el


conocimiento de eso era como un cuchillo en su corazón. —Así que
mátalos—, dijo con amargura—. Mátalos a todos.

En siglos posteriores, la batalla de vacío sobre Dulan solo se registraría en


breves entradas, perdida en medio de los volúmenes y volúmenes de
tomos históricos que trazarían la Gran Cruzada, la mayoría de ellos
consignados en polvorientos archivos y enterrados bajo el peso de
similares registros militares. Los Anales de Legiones Astartes de Gehennae
Próxima, uno de los registros más completos en sobrevivir hasta la Era
Imperial, simplemente anotaron que se perdieron nueve naves de línea,
junto con dos mil guerreros de la Legión y veinte mil combatientes
auxiliares mortales. Situados contra los innumerables enfrentamientos de
la época, no fue especialmente notable.

Tal reserva académica, sin embargo, no esperaba transmitir el


desesperado salvajismo de una acción planetaria que involucraba la última
posición de un imperio. Para sus habitantes, Dulan era en cada pedazo el
equivalente de Terra, si no en tamaño y grandeza, en gran medida en
importancia. Había resistido durante los siglos de discordia que siguieron a
la primera dispersión de la humanidad en las estrellas. Ninguno de los que
habitaron allí había conocido jamás otro mundo natal. En la lengua
vernácula, 'Dulan' solo significaba 'Tierra', y no había otros planetas para
ellos a los cuales retirarse, ningún lugar que valiera la pena buscar como
refugios. Así que se atrincherarían allí, incluso sabiendo que la muerte con
seguridad era inevitable, tarde o temprano, y lucharían hasta el último
pedazo de su sagrado territorio.

Sus naves, de proas rojas e hinchadas con carcasas de reactores,


emergieron ardiendo de los cuadrantes orbitales, sus cañones de
interferencia ya disparando. La gran defensa del halo de hierro, tan antiguo
y vasto como el famoso anillo que rodeaba Medusa, dio rienda suelta a los
puntos de artillería fijos, iluminándose en un espectacular patrón
estroboscópico de detonaciones. Las alas de los cazas de combate Faash se
abalanzaron e impulsaron a través de formaciones mayores, coreografiadas
como bailarinas, escupiendo fuego desde sus cañones principales colgados
en su zona inferior. Cada kilómetro cúbico de espacio parecía lleno,
abarrotado de chispas y escupitajos de fuego láser, las flores en
movimiento de las explosiones del vacío, la inclinación y caída del metal
ardiente.

El León se había lanzado a cierta distancia, manteniendo sus naves de


guerra principales fuera de las más concentradas áreas de combate y
disparando desde la distancia. Sus ataques de lanza eran casi
obscenamente poderosos, vomitados en concierto desde las oscuras proas
de gancho de sus aquilinos acorazados. Incluso el escudo Faash podía
hacer poco contra esa fuerza bruta, y el espacio local ya estaba lleno de
marejadas de escombros.

Para evitar que el enemigo se acercara entre los acorazados a poca


proximidad, el León envió sus fuerzas de clase escolta de modo directo al
corazón de las formaciones Faash. Sufrían mucho allí, superados en
potencia de armas y superados en número, pero su sacrificio mantuvo el
escenario despejado para los repetidos, martilleantes asaltos de sus
contrapartes mayores en un punto de ancla más alto. Las fuerzas
Dulanianas continuaron avanzando, tratando de abrirse paso con furia a
través de la vanguardia de los Ángeles Oscuros para llegar a los inviolados
acorazados, mientras que los escoltas de la Primera Legión lucharon con la
misma fiereza para mantenerlos acorralados.

En los últimos pocos segundos antes de que el Aesrumnir llegara al


alcance de las armas, Jorin lo tomó todo.

—Están sacrificando a los suyos —dijo con gravedad—. Esos son activos
de la Legión que están sacrificando de forma inútil.

Bulveye, de pie a su lado, negó con la cabeza. —Frío—, dijo.


—Puede que sea su forma de guerra —dijo Jorin, invocando vectores de
ataque del maestro de la guardia—. No es el mío—. Recorrió de un
extremo a otro las identificaciones entrantes y seleccionó uno de los
acorazados Dulanianos más grandes: un enorme monstruo de color rojo
sangre con una encorvada columna vertebral y propulsores que dejaban un
rastro de humo tóxico—. Ese apenas está tocado. Lo tomaremos.

El Aesrumnir se arremolinaron en el corazón de la conflagración, sus


impulsores principales lo llevaron en un amplio arco. No se habían lanzado
alas de cañoneras, ya que sabían que las naves Faash eran superiores a
corta distancia, por lo que las naves de guerra de los Lobos buscaron su
propia defensa. Los costados se abrieron en ondulantes olas, arrojando
nubes de proyectiles destructores de blindaje al vacío.

Para entonces, la Nidhoggur y la Valkam se hallaban adoptando tácticas


similares, encubriéndose en una neblina protectora de energía
concentrada, escogiendo un objetivo y ardiendo de manera directa hacia
él. Donde las naves capitales de la Primera Legión permanecían al margen,
las de la VI Legión penetraron de modo directo en el corazón del infierno,
abriéndose camino arrastrándose hacia el epicentro de la destrucción.

—Jarl, estamos siendo llamados —vino el informe de los pozos de


sensores del Aesrumnir. El maestro de los altavoces estelares, un mortal
llamado Beren Jarekborn, se giró en su trono—. Es la nave de la Primera
Legión Blade of Numarc.

—Nunca he oído hablar de ella —dijo Jorin, concentrado en la nave—


presa por delante—. Responde cuando estemos lejos de este. Quiero mi
hoja manchada de sangre primero.

El acorazado Dulaniano no se había sentado ocioso, esperando ser


atacado, sino que ya se había acercado, alzando su pesada proa y
exponiendo un par de cañones de interferencia. Parecía haber sufrido
algún daño superficial a lo largo de su flanco dorsal, pero no lo bastante
grande como para amenazarlo. Las reveladoras señales de acumulación de
interferencia chisporrotearon con rapidez en sus aplastantes fauces.
—Eso es lo suficientemente cerca —dijo Jorin, con frialdad—. Disparen la
lanza principal.

Los artilleros del Aesrumnir habían estado esperando la orden. Los bucles
de energía ya gruñían, los encendedores de prometium estaban apretados
con el combustible que circulaba, y las derivas de electroplasma zumbaban
con impulso acumulado. Tan pronto como las palabras del jarl dejaron la
comunicación, la lanza principal escupió su inmensa carga de barredora
energía a través del abismo interpuesto.

El impacto se estrelló contra el acorazado Dulaniano justo debajo de las


proas, explotando a través de la creciente onda de choque de interferencia
y convirtiéndose en un cataclismo mezclado de energía liberada. La nave
Faash se inclinó sobre su eje, sus motores funcionando de manera
desenfrenada a medida que su impulso interno se acabó.

—De nuevo —ordenó Jorin.

El Aesrumnir seguía atronando, sus baterías de costado haciendo arder


los bancos de embarcaciones menores que intentaban perforar un agujero
a través de sus escudos. A medida que la distancia entre ellos se redujo a
menos de cien kilómetros, la lanza entró en erupción una segunda vez,
marcando otro golpe directo en el enemigo que se tambaleaba.

—Señor, tenemos comunicaciones urgentes de la Primera Legión —


aventuró Jarekborn, pero la sangre del comandante se había levantado y
apenas escuchó.

—Termina esto —gruñó Jorin, apretando su puño.

El Dulaniano había devuelto el disparo para entonces, una arrolladora ola


de interferencia que se propagó a través de los escudos de vacío
delanteros del Aesrumnir y los empujó con fuerza contra las placas del
casco por debajo. Los visores reales se disolvieron en una lluvia de estática,
y el puente se derrumbó, pero la tormenta fue capeada. Impactos
adicionales de las pequeñas manadas cazadoras en ambos flancos hicieron
poco para detener la carga hacia delante. Jorin impulsó su nave con dureza
y recta, desechando con un encogimiento de hombros los ataques de
barrido que llegaban y despejando el espacio por delante para el ataque de
lanza final. El Aesrumnir se abrió de par en par, se inclinó sobre su eje
central, vació sus celdas de energía, y entonces disparó una tercera vez.

Esta vez, la distancia fue tan leve que cualquier disparo habría alcanzado
de lleno, y el rayo de lanza cortó como una guadaña de manera directa a
través de los escudos de fusión delanteros de la nave Dulaniana,
dispersándolos en una supernova de materia descargada. Siguió la
inmolación, encendiéndose en los escudos reventados e impulsándose con
profundidad a las secciones debilitadas del casco.

El Aesrumnir siguió con un malicioso costado de estribor al tiempo que se


producía, lanzando ola tras ola de proyectiles desde sus bancos de
macrocañones pesados. El acorazado Faash se ahogó en los golpes durante
unos pocos segundos, rodando sobre su espalda en llamas y ventilando el
plasma en penachos dispersos. Devolvió el disparo, conduciendo rayos
laser a través de su propia capa de descarga gaseosa, pero las telarañas de
enojado color rojo ya serpenteaban a través de su casco — portentos de
las erupciones en el interior—. ¡Aléjate! —ordenó Jorin—. ¡Eso es
suficiente!

El acorazado de la Jauría arrancó hacia arriba y estribor alto, forzando


cada motor para generar distancia entre él y su víctima. Con menos de
veinte kilómetros entre las dos naves, el núcleo del reactor Dulaniano se
incendió, haciendo estallar la nave desde el interior y haciendo añicos el
chasis en una ardiente neblina de metralla. Una marea de distorsión
arrancó, chillando a través del vacío llameante, destruyendo las
innumerables naves más pequeñas atrapadas en su estela en una
secuencia de fuego rápido de sobrecargados trenes de transmisión.

El Aesrumnir fue golpeado en la onda giratoria de impacto y se inclinó con


fuerza, forzando sus generadores de gravedad y haciendo estallar sus
lúmenes a través de las bóvedas de puente que se desmoronaban. Las
explosiones resonaron desde las cubiertas inferiores hablando de la ruina
en el ingeniarium.
—¡Mantengan rumbo y velocidad! —rugió Jorin, estremeciéndose en el
trono al tiempo que las naves sufrían el retroceso de su propia matanza—.
¡Lanza principal para repetir el disparo, y denme otro objetivo!

La ardiente corona de la desaparición de la nave Dulaniana pasó sobre


ellos, rasgando su cobertura de escudo de vacío pero sin penetrar. Los
escombros sólidos, muchos de los cuales todavía se encontraban en
llamas, abofetearon y rasparon el casco de uno a otro extremo, brillando
con intensidad cuando los escudos tomaron los impactos.

Los Lobos comenzaron a dar alaridos de alegría, regocijándose con cada


grieta de los restos giratorios, y los mortales se unieron a ellos. Habían
aprendido como matar al enemigo: aplicación frontal de una fuerza
abrumadora, demasiado rápida para contrarrestar, demasiado inmensa
para resistir. No había lugar para la delicadeza con semejante enemigo,
solo la salvaje venganza de Fenris.

De repente, el puente se sacudió de nuevo, golpeó más fuerte esta vez.


Los vacíos se flexionaron en una cascada de tensiones de múltiples tonos, y
muchos de la tripulación perdieron el equilibrio.

—Eso no vino del enemigo —dijo Bulveye.

Jorin se levantó del trono, explorando los augures de proximidad local. —


Donde en Hel...

Llegó un segundo impacto, mucho más fuerte, que sacudió todo el casco y
disolvió tres sectores de escudos de vacío en una confusa mezcla de iones
en disolución. Las bocinas de advertencia se pusieron en marcha, seguidas
de una erupción de color rojo de runas de alerta. El Aesrumnir perdió
ascenso, cayendo hacia el pozo de gravedad del planeta mucho antes de
que la energía de emergencia acelerara sus impulsores de subdisformidad.

La tripulación se apresuró a compensar, oscilando el eje principal y


desviando la energía de los impulsores de disformidad para apoyar los
escudos del vacío. Más alertas entrantes centellearon en las lentes de los
sensores, una tras otra, un bombardeo entero de descargas de proyectiles.
Por un momento, Jorin no pudo entenderlo: la nave Dulaniana había
estado sola, y el buque más cercano más allá de ella, capaz de impartir tal
castigo, era la...

—Sangre del Padre de Todos —dijo, dándose cuenta de la verdad— Es la


Hoja de Numarc.

—¿De dónde vino ese ataque? —exigió Russ, caminando a zancadas


hasta el borde de la plataforma de mando, poco dispuesto a creer la
evidencia de sus sentidos.

—Crucero de batalla de la Primera Legión, la Blade de Numarc, señor—,


llegó la respuesta de Haelgrim.

—¿Estás seguro?

—Positivo y están cargando para disparar de nuevo.

—Llévanos allí —gruñó Russ—. Ahora.

El espacio local alrededor del Nidhoggur ya estaba obstruido con las


ruinas que se estrellaban de naves incendiadas. Las alas de ataque de
Faash seguían llegando con fuerza, atravesando las nubes a la deriva de
plasma tóxico ardiendo y lanzando descargas de interferencia que
destrozaba los escudos. Tres destructores de los Lobos habían sido
demolidos por tales ataques, con sus matrices delanteras cegadas y
aporreadas hasta que los generadores de vacío estallaron, dejándoles
abiertos para ser destruido por disparos láser e impactos de proyectil. El
gran halo de defensa del planeta todavía estaba intacto, un vasto anillo de
hierro tachonado con silos de asesinos de naves, y hasta que su flota
protector fuera eliminada, no sería dañada de forma seria.

La carga inicial de los Lobos había impulsado un enorme agujero entre las
filas enemigas, rompiendo sus entretejidas estructuras de defensa y
dejando naves individuales aisladas y vulnerables. El Nidhoggur ya había
contabilizado la destrucción de dos masivas naves Dulanianas clase
crucero, y se había estado preparando para tomar un tercero. El Valkam se
había colgado bajo el punto más bajo de la esfera de batalla, arrastrando
consigo a una veintena de defensores antes de cargarse a la sombra del
halo para enfrentarse a un grupo de cañoneras Faash. Durante todo esto,
las naves capitales de la Primera Legión se mantuvieron estáticas,
manteniendo su táctica de fuego de largo alcance mientras no ofrecían
apoyo a la aplastante vanguardia de los Lobos.

Hasta hace unos momentos, así era. La Blade of Numarc se lanzó con
brusquedad hacia delante, abriéndose camino a estallidos y lanzando su
principal lanza hacia el Asesrumnir. Otras naves de guerra de los Ángeles
Oscuros se acercaban detrás del mismo, e incluso la colosal Razón
Invencible encendió sus motores principales.

La mayoría de ellos ahora atacaban las formaciones Faash, pero el disparo


de la Blade of Numarc no fue accidental, las lecturas indicaban que ya se
inclinaba para volver a disparar.

—¡Conseguidme al León! —rabió Russ, mientras su propia nave corría


para acortar la distancia—. ¡Y asegúrate de que sepa quién lo quiere!

El equipo de comunicaciones se apresuró a cumplir, aunque en medio de


una frenética batalla de vacío con cientos de urgentes ráfagas de vox entre
naves volando a través del vacío, asegurar el enlace tomaría unos pocos
momentos más.

Mientras tanto, el Aesrumnir se acercaba, arrastrado con fuerza desde su


avance hasta los destacamentos centrales del enemigo y tratando de
responder al repentino ataque desde su retaguardia.

—No va a dar la vuelta —murmuró Blackblood, viendo al crucero de


batalla torciendo en la estela de su muerte anterior.

—Tráiganos entre ellos —ordenó Russ—. Toda la energía secundaria a


los escudos de vacío.

La Nidhoggur entró en alcance rugiendo, embistiendo y apartando


físicamente a un lado un ala de veloces cañoneras antes de irrumpir en un
parche limpio y disparar para interceptar la Aesrumnir. La nave de Jorin
había sido dañada de gravedad por el primer ataque de lanza, y un
segundo ataque se arriesgaba a lisiarla.

La proa de la Blade Of Numarc relució cuando las energías de lanza


escupieron y se retorcieron, listas para ser liberadas.

—¡Más rápido! —bramó Russ, levantando sus brazos como si pudiera


desollar de manera física la nave en una oleada final de velocidad.

El crucero de los Ángeles Oscuros abrió fuego, y su cegador rayo de lanza


atravesó la oscuridad. Ahora lanzándose a una velocidad cercana a la
máxima, el Nidhoggur entró rugiendo en la brecha entre las dos naves,
tomando toda la fuerza del ataque.

La lanza impactó en medio de la nave, sobre la columna vertebral de


Nidhoggur. A tal velocidad, a una distancia tan corta, el impacto fue
horrible, inclinando el acorazado sobre su costado y haciendo que cada
mástil y puntal gritaran. Cuatro sectores de escudo de vacío soplaron
instantáneamente, despojando la protección de la espalda de la nave, y el
suministro de energía interna se desintegró, dejando solo lúmenes de
combate para evitar la oscuridad absoluta.

—Tengo a la Razón Invencible, señor —informó Haelgrim, levantando la


vista de su chisporroteante estación de comunicaciones.

—¡Hermano mío! —gritó Russ, usando el canal abierto—. Estás


disparando contra tu propia parentela. ¿Qué locura es esta?

Hubo un crujido, un silbido de estática vacía, y luego la voz que él siempre


había odiado: rica, medida, cultivada. Cada palabra parecía gotear
amargura, coloreada con un frío desdén.

—Así que estás aquí, Leman —fue la respuesta del león—. Ahora, tira de
las correas de tus perros, o les pondré de rodillas yo mismo.

El Nidhoggur estaba girando ahora, oscilando hacia atrás para mantener


la posición entre el Asesrumnir y la Blade of Numarc que se aproximaba.
Las probabilidades se habían igualado, pero la Razón Invencible no se
encontraba muy lejos de su alcance, y su potencia de fuego empequeñecía
a la de todos los demás.

—¿Has perdido la cabeza? —rugió Russ—. ¡El enemigo se halla ante


nosotros!

—Y no pensaste en esperar, ¿verdad? —vino la fría réplica del león.

—Directo hacia dentro, como siempre, justo a la yugular. No pensaste en


notar que mis naves se contenían por una razón, ya que nunca te
contienes. Tal vez no puedas.

La Blade Of Numarc se preparaba para un tercer ataque, pero ahora la


nave de Jorin también era capaz de contraatacar. De manera ridícula, ante
la remolineante batalla de vacío alrededor de ellos, cuatro de los mejores
acorazados Legionarios en combate se alinearon uno contra otro;
preparándose para desencadenar sus cargas completas en una orgía de
destrucción mutua.

—Mi jarl mató esa nave, ya que no presentabas batalla —respondió Russ
—. ¿Cómo puede afligirte?

—Porque, hermano mío, la habíamos abordado. Diez escuadrones de


mis mejores, todos ellos acercándose al puente, listos para tomarlo y
volver sus armas contra el halo más allá. Ahora están muertos, su trabajo
desperdiciado. El comandante de la Blade Of Numarc los envió a la
batalla, y fue obligado a observar mientras tú los condenabas, sin prestar
atención al intento de advertirte. Ahora tendrá su venganza, y ¿cómo
puedo evitarlo? Si la situación se invirtiera, ¿lo harías?

Russ se congeló. En un instante, todo cambió. Por eso las naves de guerra
habían estado paradas. Por eso solo se habían comprometido las escoltas.

El enlace de comunicación siseó de modo vacío. Blackblood esperó. La


comitiva de Russ esperó. La tripulación del puente continuó preparándose
para el asalto, apuntando a los sistemas de armas, organizando
reparaciones en marcha, desarrollando contingencias para otro impacto
directo.

Jorin había completado su maniobra y se hallaba a la vista de la Blade Of


Numarc. Las acumulaciones de energía en su nave hablaron de un
inminente contraataque, y los Ángeles Oscuros estaban haciendo lo
mismo.

Ninguna legión podría sufrir la humillación de ser apuñalada en la espalda


por uno de sus rivales. El insulto era mortal, el riesgo de prestigio mortal.
Tendrían que luchar en medio de la carnicería a su alrededor, tendrían que
resolver aquello, desperdiciando sus recursos, su mano de obra, la preciosa
apertura ya asegurada por la aproximación inicial del León. En la sangre y
el fuego, todo se perdería, y el Tirano aun reiría cuando las lanzas se
hubieran vaciado.

—Retírate —ordenó Russ, silbando la orden a través de los dientes


apretados.

Blackblood se giró para enfrentarse a él—. Señor, dispararon contra... —


Helmschrot, corriendo para unirse a ellos, habló sobre él a través del vox
—. Debemos sangrarlos antes de...

—¡Tengo un tiro! —confirmó Jorin, su voz distorsionada con furia—.


Señor, déjame...

—¡Silencio! —rugió Russ, su voz haciendo temblar los suspensores de


lúmenes—. Desafiad la orden y os romperé a todos—. Cambió su canal de
voz de vuelta al del León—. Hermano, has sido agraviado. Detén el ataque
y me presentaré ante ti para enmendarlo.

Blackblood miró fijamente a Russ, sin palabras. Todos los que estaban al
alcance del oído detuvieron lo que estaban haciendo, levantaron la vista,
desconcertados, como si hubieran sido hechizados por algún falso espectro
de su verdadero señor feudal.

—Acudiré ante ti yo mismo.


Ni el Aesrumnir ni el Nidhoggur abrieron fuego. La Hoja de Numarch tenía
un tiro abierto, una oportunidad de cortar a través de la nave de Jorin y
condenarle a la muerte en el vacío, tal como él había hecho con los grupos
de abordaje de los Ángeles Oscuros. La pausa se mantuvo meros segundos,
un pequeño destello en la, de otro modo, implacable matanza que los
rodeaba. Las naves menores todavía se enfrentaban al verdadero enemigo,
aunque en ausencia de las mayores naves Imperiales, sus posibilidades de
supervivencia se estaban reduciendo con rapidez.

Esperando la respuesta, Russ encrespó sus manos en puños apretados,


sintiendo el golpear de la sangre en sus sienes. Cada segundo que pasaba
hizo la situación más intolerable: tendría que luchar, tendría que defender
el honor de su jarl, bien o mal, tal como habían hecho en el hielo mortal.

Luego, la Blade Of Numarc giró de modo repentino, oscilando con fuerza


sobre su eje central y lanzando una descarga cerrada sobre una falange
que se acercaba de interceptores Faash. La Razón invencible cambió de
rumbo también, con más pesadez, volviendo su atención hacia una
amenazante formación de cruceros de batalla Dulanianos.

—Te mantendré al tanto —llegó al fin la voz del León, tan fría como antes
—. Pero ahora tenemos problemas mayores: ese halo acabará con
nosotros si no puede ser desactivado, y mis naves han sido atraídas ahora
al combate. Ya has destruido mi primer intento de neutralizarlo. ¿Quizás
puedas sugerir una alternativa?

Las sardónicas palabras ardieron en los oídos de Russ. Que le hablaran así,
al oír de sus guerreros, era un insulto casi más allá de la parodia, y su
hermano lo sabía. Por un instante, una centella de furia se alzó en su
interior, y se vio a sí mismo contraordenando la orden, abriéndose camino
hacia la Razón Invencible y martilleando un poco de cortesía fraternal en su
altivo aliado.

Pero el León tenía razón. La demora en el asalto la embestida había dado


espacio para que la rejilla de defensa del planeta se abriera de verdad, y
ahora una constante lluvia de rayos láser y relámpagos de interferencia se
acumulaba en las amasadas flotas, tomando naves con monstruosa
indiferencia.

Russ cortó el enlace. —Maldito sea —murmuró, volviendo su mirada al


halo.

Su curva más cercana se alejaba del Nidhoggur, un inmenso barrido de


hierro y adamantium que rodeaba el globo entero por debajo. Diminutas
luces brillaban en su oscurecida masa, y fila tras fila de baterías de cañón
disparaban en una rodante sucesión, pulverizando cualquier nave lo
suficientemente temeraria para exponerse a su poder sin diluir.

Russ lo estudió, examinando los contornos, asimiló la complejidad y la


simetría y buscando algún signo de debilidad. El León tenía razón: el halo
sostenía la llave de las defensas planetarias; sin ella, las flotas conjuntas de
la Legión tendrían la ventaja decisiva. Reducirlo desde el vacío, sin
embargo, tomaría tiempo, y todo mientras su artillería iba reduciendo su
superioridad numérica.

—Todas las naves —anunció Russ, con su mente decidida—. Retírense


del enfrentamiento y concentren el fuego en el halo, en las coordenadas
a transmitir.

La flota respondió al instante, con cada nave de color gris oscuro en la


esfera de batalla alejándose del combate y preparándose para lanzar su
carga útil. Russ calculó los ángulos de fuego a simple vista, convirtiendo el
desplazamiento y haciendo ajustes según el movimiento del halo, luego le
dio las coordenadas a Haelgrim para la transmisión.

—Señor —dijo Blackblood, advirtiéndole—. No podemos eliminarlo con


rapidez, no desde aquí.

—No, no podemos —gruñó Russ, alejándose a zancadas del trono y


haciendo señas a sus guerreros para que lo siguieran—. Pero podemos
agujerear en esos escudos forjados por Hel, y después de eso depende de
nosotros.
Mientras caminaba, envió una segunda orden, esta vez dirigida a los
comandantes de guarnición de la Legión en lugar de a las tripulaciones.

—Prepárense —les dijo—. A mi señal, entramos.

Jorin se precipitó hacia los hangares de las cañoneras, su guardia de


honor siguiéndole, sus armas desenfundadas y balanceándose como
péndulos junto a su furioso andar.

—Así que nos dejó colgados —gruñó el Jarl, su respiración pesada, su


sangre elevada.

Ulbrandr acechó a su lado, su armadura de color negro cuervo brillando


por las tiras de luz del corredor, su maza crozius comenzando ya a apunto
de hervir con energía.

—No tenía elección, Bloodhowl. Guarda tu ira para el enemigo—.


Llegaron al hangar y vieron el apiñado grupo de Stormbirds ya preparadas
y saliendo en una corriente desde la pista delantera de rocormigón del
hangar. Los servidores se agruparon alrededor de sus unidades de vacío,
llevando a cabo los preparativos finales antes de que la cámara se
despresurizara y comenzara el levantamiento del vacío.

—Nunca lo había visto antes —continuó Jorin, sin inmutarse, caminando


por el terreno abierto hacia su transporte, la Stormbird Heilmark. Nunca se
detuvo ante un reto.

—No se retiró —dijo Hemligjaga, con cansancio—. Eligió al verdadero


enemigo, e ignoró a uno sin sentido. Dioses del hielo, Jarl, gimes como el
cachorro de un esclavo.

Nadie salvo un sacerdote, fuera de las estructuras de la rígida jerarquía de


la Gran Compañía, habría hablado así a un Señor Lobo, pero incluso
entonces Jorin se volvió contra él, erizado con hambre de batalla apenas
contenida—. Casi lisiaron esta nave —dijo en voz baja—. Habrá un pago
por eso, de una manera u otra.
Para entonces, el resto del complemento de Aesrumnir había encontrado
su camino hacia sus naves, y los servidores se estaban retirando,
arrastrando sus cables de repostaje y bloqueos de gravedad con ellos. Las
cañoneras gimieron con la primera etapa de despegue, sus motores
atmosféricos preparados, después de lo cual los escudos exteriores del
hangar se deslizarían y los impulsores de vacío tomarían el control.

Hjalmar, Bulveye y los otros guerreros pisaron con fuerza las rampas de
embarque y se adentraron en las bahías en el interior, alcanzando los
arneses de sujeción. A pesar de toda la repentina confusión causada por el
ataque de la Blade Of Numarc, ahora estaban haciendo aquello para lo que
habían sido condicionados.

—Liquida la deuda cuando la lucha haya terminado —instó Ulbrandr—.


Por ahora, canaliza esa furia a donde pertenece.

Luego partió hacia la nave más pequeña, Aelgar con Hemligjaga, y Jorin
ocupó su lugar a la cabeza de la bahía de tripulación de la Stormbird.

—Sacadnos —ordenó, y la cañonera comenzó a empujar hacia arriba


incluso mientras los pistones cerraban el casco alrededor de ellos.

Las enormes puertas blindadas se abrieron en la entrada del hangar,


exponiendo una vista de destrucción en el vacío abierto más allá. Un
destructor pasó por delante más allá de la abertura, su quebrantado
armazón filtrando atmósfera, solo para exponer la inmensidad del halo de
hierro más allá.

De cerca, su mero tamaño era desalentador. A tal alcance, su arco apenas


era detectable, y se presentaba como un gigantesco muro en el espacio, de
medio kilómetro de ancho y casi la misma profundidad. Sus flancos ya eran
un alboroto de disparos de cañón y ataques de lanza entrantes, todos
concentrados en un único punto donde las filas de artillería daban paso a
lo que parecía una estación de mando.

En la sacudida bahía de tripulación, los guerreros comenzaron a cantar


sagas de Fenris con voces gruesas y fervientes. Otros golpearon las jaulas
metálicas de retención, un martillo rítmico para parecerse al golpear de
hojas de espada contra los bordes del escudo que una vez marcaran el
estallido de la carga. La habitual neblina de feromonas de la urgencia por
matar se hallaba guarnecida con un rastro de almizcle más oscuro, el de
una ira que iba más allá de la norma de la preparación para la batalla.

—Ahora llega la hora —entonó Jorin, tal como hacía en la víspera de cada
conflicto, aunque esta vez con más del veneno habitual—. Ahora, mi
enemigo, se abrieron las puertas de Hel.

Los escudos de vacío del Nidhoggur crepitaron en la nada, y las cañoneras


se lanzaron al espacio abierto. Cada nave de guerra en la vecindad en las
proximidades desataron su carga mortal al mismo tiempo, y una gama de
transportes de tropas se dirigieron desde la seguridad de los cascos de
naves estelares hasta la vorágine más allá.

En el mismo momento, el último ataque de lanza coordinado estalló


desde los reunidos acorazados de los Lobos, rompiendo el escudo del halo
sobre la estación de mando en una chasqueante secuencia de campos de
energía al estallar. Las Stormbird se inclinaron hacia abajo como aves de
presa, dispararon con fuerza hacia la apertura, sus cañones y bólteres
pesados rastreando todas las fuentes de fuego entrante.

No todos lo lograron. El volumen de fuego de retorno era denso y bien


apuntado, y las cañoneras de combate Faash eran tan aptas para
interceptar a los invasores como siempre. Una muralla de artillería de corta
distancia rugió a través del vacío, derribando naves de ambos lados. En la
confusión y congestión, algunos embistieron unos contra otros, explotando
a medida que sus motores principales detonaban y giraban en espiral,
indefensos, hacia la atmósfera superior de Dulan.

El interior del Heilmark se sacudió con violencia, aporreado tanto por


fuego láser como por la resaca de las explosiones cercanas. Jorin comenzó
a golpear la empuñadura de su hacha contra la cubierta, un repetitivo y
amortiguado ritmo que pronto fue recogido por los otros guerreros
alrededor de él. En el momento que la cañonera entró en la zona de
muerte de las defensas estáticas del halo, los Lobos estaban tocando el
tambor al unísono, rugiendo su ira en un cada vez mayor crescendo de
ruido y furia.

Mor—kai, mor—kai, mor—kai.

Se derribaron más naves de combate, pero solo había una cantidad


limitada que los Faash pudieran interceptar: los pilotos de los Lobos eran
sobrenaturalmente hábiles, guiaban sus embarcaciones inclinadas por
completo a través de los más estrechos de los carriles seguros y las hacían
descender hacia el casco exterior del halo.

La Heilmark entró, mantenida cerca del metal por el masivo flujo


descendente de sus motores, y la rampa de embarque silbó.

Jorin fue el primero en salir, manteniendo el rítmico canto desde el


interior. Cuando los Lobos cargaban, sus gritos eran más a menudo una
cacofonía de emoción pura, diseñada para ser abrumadora y
desorientadora por su mero volumen y energía, pero esto era diferente.
Los asesinos de gris surgieron en una explosión de sus cadenas, cada uno
repitiendo el mismo canto que helaba la sangre. Por encima de ellos, los
cielos sin aire estaban llenos de la pirotecnia de la guerra de vacío: naves
de guerra ardiendo, nubes de gas en llamas, el entrecruzado brillo de las
llamas láser, pero en la superficie del halo se encontraban los cazadores de
antaño, corriendo en una marea gris, sus filos golpeando el tiempo con el
temor de una matanza inminente.

Russ había reunido toda la fuerza que podía permitirse: miles de


guerreros, la crema de dos grandes compañías, todos aterrizaron en la
curva cercana del halo y ahora todos se abrieron paso aplastando hacia
dentro. Los cortadores láser y cargadores volkite redujeron los primeros
muros de defensa a escoria de fundición, después de lo cual granadas krak
fueron lanzadas en masa hacia la brecha. Despreciando los escudos, los
primeros guerreros saltaron a la maraña de escombros, abriendo fuego con
los bólteres para despejar el interior de defensores.

La manada de Jorin estaba en el ápice, abriéndose camino con


profundidad crujiendo y cortando hacia el interior del halo y buscando el
nodo de comando en sí.

Una vez dentro, la lucha se volvió claustrofóbica y brutal. Las tropas


mecanizadas Faash se derramaron desde la oscuridad para encontrarse con
ellos, su acorazada mole crepitante con interferencia acumulada. Los Lobos
se dividieron en manadas a la carrera, persiguiendo por los corredores en
apretadas unidades, y cuando golpearon a las tropas enemigas que se
aproximaban, las colisiones hicieron temblar la cubierta. Pronto, los
espacios interiores se atascaron con los sonidos y el hedor de la muerte y
destrucción, las placas de blindaje se rompieron, unidades de escudo
reventaron, se aplastaron lentes y se rasgó la carne.

Jorin empujó con fuerza, abriéndose camino luchando abajo y abajo, sus
hermanos con él. Al tiempo que las telarañas de corredores se unían,
dividían y unían de nuevo, se unieron a otras manadas y pronto el mortal
canto se extendió de un extremo a otro de la vanguardia entera de los
Lobos. Abajo en las resonantes madrigueras del nexo de mando del halo,
todos los demás sonidos fueron ahogados por el interminable Mor—kai,
Mor—kai, Mor—kai, un enloquecedor estribillo escupido desde emisores
de vox que gruñían, llenando cada implante aural, resonando dentro de
cada casco, un implacable precursor que redundaba y se superponía y se
hinchaba a medida que la marea de color gris surgía hacia adelante.

Pronto, los augurios de los cascos señalaron el corazón que se aproximaba


de la estación de mando del halo. La resistencia se volvió desesperada:
tropas temerarias mantuvieron intersecciones a través de barricadas
hechas de sus propios muertos, bloqueando físicamente los túneles con
muros armaduras Scarabine quemadas. Los Lobos los eliminaron, uno tras
otro. Grupos de armas pesadas descargaron primero andanadas de
cañones láser y meltas, llenando las estrechas arterias de tránsito y
haciendo que las paredes brillaran y resplandecieran. Luego las manadas
los asaltaron, saltando a través de la barrera de fuego de crepitante fuego
de distorsión con el canto de la muerte repicando todavía. Arrastraron a un
lado las armaduras Scarabine, limpiando las avenidas para que cargaran a
su través más hermanos de batalla, y luego el proceso comenzó de nuevo,
dejando cadáveres tanto de color gris pizarra y carmesí que yacían entre
espasmos a su paso.

Al tiempo que la última de las barricadas fue apartada reventándola, la


manada de Jorin irrumpió a través de la misma hacia el centro de mando.
Una vasta cúpula se abrió ante ellos, su ápice zumbando con arcos de
fulguración de color azul pálido. Filas de Scarabines Faash, cientos de ellos,
habían cavado trincheras de defensa dispuestas en el ancho piso, cada una
de ellas armada con bulbosos torturadores de interferencia. Protegían lo
que había en el centro: una plataforma circular ordenada que contenía un
altar de mando, crepitante de energía, sus flancos danzando con las
cuentas eléctricas del trabajo de cogitadores. Telarañas de pesados cables
se entrelazaban por encima y alrededor del mismo, alimentando canales
blindados y líneas de energía. Los drones suspensores zumbaban y se
lanzaban a través de la maraña, escaneando y parloteando, antes de caer
de nuevo en las sombras de los inmensos bancos de cogitadores.

Desde lo alto en el techo de la cúpula, ametralladoras enlazadas


comenzaron a bombear disparos, rasgando la cubierta por debajo. Los
Scarabines se mantuvieron a cubierto, disparando de manera incesante
desde sus cañones montados en el guantelete. La estación de mando se
estremeció, iluminada por el destello y estallido de una llamarada de
cañón, la descarga de las armas convirtió el espacio en un caldero de ruido
que reventaba tímpanos y de calor.

Jorin se posó en el suelo y derrapó tras la cobertura de un montón de


herraje semifundido plagado de cráteres. Otras manadas emergían a lo
largo del perímetro de la cúpula, quemando desde los pasillos más allá y
corriendo directamente hacia los dañinos niveles del fuego de respuesta.
Ellos también gatearon en busca de cobertura, agachándose para vaciar
sus propias armas sobre las posiciones defensivas. Pronto, la cúpula se
inundó con una sinfonía de volteretas y fuego de interferencia,
destrozando las tiras de la cubierta y haciendo estallar los mamparos, las
trincheras y las paredes de defensa.

Jorin se encontraba tendido, disparando sin pausa, su puntería


cambiando para bloquearse sobre cualquier pedazo de una armadura
mecanizada expuesta. Los contadores de munición se arremolinaron
descendiendo mientras el aire se llenó con el hedor y el humo de los
proyectiles de masa reactivo. Esto sería un trabajo pesado, pero el
enemigo no tenía a dónde ir, a pesar de todas sus líneas de defensa; se
hallaban acorralados por todos lados, y tarde o temprano la concentración
de potencia de fuego roería por completo las cubiertas, exponiéndoles al
fin a la furia completa de los Lobos.

Pero entonces, justo en el extremo opuesto de la cúpula, se abrieron


agrietándose gruesas secciones de la pared se abrieron y desmoronaron.
Segmentos de dos metros de grosor cayeron hacia adelante, aplastando a
cualquier legionario estacionado bajo ellos en una marea de polvo. De
entre los restos surgió un gigante, una brillante máquina de puntiaguda y
segmentada coraza de batalla, de mayor estatura que un Dreadnought
Leviatán pero con las proporciones de un guardián Scarabine. Sus brazos
terminaban en zumbantes taladros esféricos de asedio, cada uno
tachonado con lanzadores de interferencia de punta chata. Sus placas de
blindaje resplandecían con capas de escudo protector, y su placa de casco
encajada en el torso brillaba con una única ranura ocular. Sobre sus
hombros se amontonaban lanzacohetes, girando ya para buscar objetivos,
y sus pesados pies con garras crujían con profundidad en la cubierta por
debajo mientras vadeaba la tempestad.

—Interesante —dijo con sequedad Bulveye a través de la vox,


agachándose cerca de Jorin detrás de un montón de escoria de fundición
reventada—. Así que los hacen más grandes.

Los cohetes ya gritaban de un extremo a otro del leviatán y explotaban


inocuos contra su conjunto de escudos. Entonces abrió fuego desde sus
lanzadores montados en los hombros, y toda una franja de posiciones de
Lobos desapareció en una confusa mezcla de color carmesí. Tres guerreros
corrieron acercándose, sus hojas gruñendo con energía disruptora, y
fueron apartados a un lado de un golpe por pesadas oscilaciones de los dos
brazos. El leviatán giró incluso mientras los cuerpos acorazados en color
gris se estrellaron contra la cubierta, apuntando para disparar sus cañones
de interferencia y reventando a otros dos guerreros. Luego vadeó con
velocidad, deshaciéndose con un encogimiento de hombros de las
descargas de bólter y dirigiéndose al centro de la estación de mando. Al
tiempo que atraía el fuego de los Lobos que lo rodeaban, los Scarabines
aprovecharon la oportunidad para avanzar fuera de cobertura.

—Skitja —maldijo Jorin, poniéndose de pie con un empujón— Esto


llevara un poco...

Nunca terminó. Incluso mientras se puso en pie, toda la cámara se vio


sacudida por una ráfaga de viento helado, un desgarrador vendaval con un
agudo sonido, arrancando a los soldados de sus posiciones y haciéndolos
dar vueltas de campana.

—Déjalo —llegó la orden, resonando desde cada pared, desde la altura


de la cúpula y las profundidades de los pozos de los cogitadores, tan dura
como la escarcha.

En la estela de la tormenta, Leman Russ cruzó la extensión, con sus pieles


volando alrededor de él, las runas de su coraza de batalla resplandeciendo
como fuego de cometa. El viento restalló y azotó, recorriendo el metal en
remolinos, atrapando el borde de Krakenmaw en arrastradas líneas de
fuego. Sus verdaderos lobos saltaron hacia adelante a cada lado, borrones
de blanco y gris, devorando el suelo hacia las líneas del enemigo.

Ni bala de bólter ni proyectil lo frenaron. No corrió, no cargó. Acechó


hacia el corazón de la lucha como el alma de la tormenta, masivo e
impenetrable, su llegada envuelta en una onda de choque psíquico que
quemaba nervios, lisiaba corazones y paralizaba extremidades. El espacio
entero pareció encogerse, retroceder sobre su eje, estremecerse y retirarse
en su presencia.

El leviatán apuntó sus armas de brazo y abrió fuego. Russ se encontró con
el impacto con un desdeñoso golpe de su espada sierra, y la energía de
interferencia salpicó a través de la cuchilla giratoria, lanzada en astillas y
desechada a un lado.

Russ se acercó, crujiendo mientras abría un camino hacia el monstruo,


apartando a un lado y aplastando a cualquier soldado Faash demasiado
estupefacto o perezoso para salir de su camino. Donde los Dulanianos
estaban acobardados por el huracán que se aproximaba, los Lobos se
llenaron de repente de energía, y se levantaron como uno, lanzándose al
combate con gritos de "¡Fenris! ¡Heidur Rus!

Russ se acercó, con su espada transportada en grandes arcos, abriendo un


camino a tajos hacia la imponente criatura ante él. Cada paso fue
deliberado, terrible, ni acelerado ni apiadado, tan inexorable como la
llegada del invierno.

Los verdaderos lobos alcanzaron las trincheras, y rompieron a través de


ellas, saltando a las gargantas de los Scarabines en retirada y
desgarrándolas. El leviatán se volvió para reducir el ángulo, luego disparó
desde sus hombros, enviando surcos de estelas hacia el primarca.

Russ avanzó a través de las explosiones, los impactos cayendo en cascada


desde su armadura de batalla guardada por runas, su impulso ileso.
Rompió a correr al fin: una carga pesada y fuerte con un ruido sordo que
parecía acumular y amplificar los vientos de la tormenta, acelerándolos y
aumentándolos de tal manera que el impacto, cuando llegó, fue como
continentes chocando.

El choque de espada sierra contra escudo Faash fue horrible: un aullido y


un chillido de torturados campos de energía, incrementados en medio de
la afilada cacofonía de las cuchillas girando. Por un momento, las fuerzas
opuestas se sostuvieron una a otra, el Leviatán ejerciendo su enorme peso
sobre el señor guerrero, y aun así de alguna manera pareciendo menos
sustancial, como si el alma ante él estuviera arraigada en la materia misma
del universo, tan eterna e imperecedera como las estrellas.

Así fue que los escudos fueron los que se rindieron primero, saliendo
volando en onduladas cortinas de gasa arrastrada. Los guanteletes—
taladro del monstruo giraron en redondo, apuntados hacia el cuello de
Russ, pero para entonces el primarca ya se había movido, barriendo hacia
la articulación de rodilla más cercana. Krakenmaw atravesó los servos,
entrando en la pierna y causando que la máquina entera se tambaleara.
Russ la trinchó, serrando como un cirujano, destrozando su cavidad del
torso y trabajando cada vez con más profundidad.

El leviatán osciló hacia atrás, asestando un ataque al fin y apartando la


espada sierra de un golpe. Russ sostuvo la hoja, pero ya no la necesitaba.
Con su otra mano, agarró la muñeca del leviatán y comenzó a volver el
taladro de asedio contra él. El leviatán empujó con fuerza, tirando contra el
agarre del primarca, pero incluso su fuerza motriz aumentada de manera
mecánica no fue suficiente, y las unidades de energía secundarias se
hicieron añicos a través de su columna vertebral. Russ retorció todavía más
el brazo del leviatán, doblando los taladros hasta que estuvieron
enfrentados directamente con la cara de la armadura. Con un brutal
empujón que rompió los pistones de su montura de muñeca, Russ condujo
las afiladas cuchillas hacia abajo, rasgando las placas ablativas y lanzando
un nuevo remolino de sangrienta estática.

Los altavoces del leviatán ahora solo enviaban gritos, antes de que Russ
los silenciara con un brutal y salvaje empuje final hacia abajo. Echó a
Krakenmaw a un lado, desgarró a través de la maraña de desgarrado
chapado metálico y agarró a la todavía viva cosa que vivía en su interior: un
piloto humano sangriento, encadenado con implantes craneales y neuro—
manojos. Russyank lo liberó de un tirón, antes de sostener el cadáver en
alto y sacudir el último de los restos de cableado de sus fláccidos
miembros.

—¡Por el Padre de Todos! —tronó, arrojando al roto piloto y enviándolo a


estrellarse contra la pared más alejada de la cúpula. Los Lobos de Fenris
respondieron con su propio ensordecedor rugido y se lanzaron de nuevo al
combate, conduciendo a las restantes tropas Faash a sus propias
barricadas y una nueva ronda de matanza.

Jorin alzó la mirada hacia su primarca, que refulgía en el corazón de la


fortaleza del enemigo, de pie sobre un montículo de destrozado y
sangriento metal, y le llevó de vuelta a los largos años antes de que los
cielos se agrietaran, cuando habían hecho esto a tantos otros señores de la
guerra. Uno por uno, tallando el imperio que pensaron entonces que era el
más grande y poderoso que jamás hubiera existido. Russ todavía aullaba el
triunfo, derramando su frustración en la más pura y primitiva expresión de
rabia de batalla.

Entonces Jorin rio y levantó su hacha en señal de saludo.

—¡Leman de los Russ! —gritó, tal como había hecho en aquellos días
pasados, recordando el nombre que Thengir le había dado al bebé, el cual
cristalizó en el título por el que toda la galaxia lo conocía. Era imposible
permanecer enojado.

Y luego corrió de nuevo, cazando como siempre había cazado, con la hoja
de su hacha sedienta, sus ojos entrecerrados, la alegría de la muerte
renovada en su alma.

Tomó mucho más tiempo neutralizar el halo entero. Incluso muchos miles
de Lobos se encontraban constreñidos por las enormes distancias internas,
y así, lucharon de estación de mando a estación de mando, disponiendo
cargas para destruir los sistemas de armas, cazando a los defensores,
rompiendo todo en su camino. Fueron encontrados más de los leviatanes y
más falanges atrincheradas de los guerreros Scarabine mecanizados, y cada
punto fuerte necesitó el esfuerzo de muchas manadas apoyadas por
equipos de armas pesadas para derribarlos. Las manadas cazadoras de los
Lobos incautaron se lanzaron a trenes magnéticos de tránsito rápido para
extender la incursión a cada parte del gran aro orbital, respaldada por
nuevos vuelos de naves de descenso.

Mientras los cañones de vacío guardaban silencio de uno a otro extremo


de la cara del halo, los ascensores fueron capaces de acercarse lo suficiente
como para hacer aterrizar todavía más elementos de la armería: Land
Raiders, tanques Sicaran, pesados Dreadnoughts, lo que aceleró el ritmo
de conquista. Una vez que comenzó la destrucción, se extendió de manera
constante, sangrando de un punto de control al siguiente hasta que, desde
el espacio, El halo pareció haber sido infectado por algún voraz y terrible
cáncer ardiente.
A medida que el letal bombardeo externo del constructo fue
disminuyendo, la batalla de vacío bajo su sombra también dio la vuelta. La
flota del León, liberada de la necesidad de mantener la distancia, atacó a
los buques de guerra Faash restantes a un alcance más cercano, haciendo
valer su superior capacidad de fuego masivo. De todas las naves de los
Angeles Oscuros, la Razón Invencible era, de lejos, el más destructivo,
contabilizando docenas de objetivos de clase crucero, y eliminando el
buque insignia enemigo con un único y apuntado con perfección ataque de
lanza. Al mismo tiempo que la estructura del halo comenzó a arder desde
el interior y los Lobos tomaron sus cañoneras una vez más, la Primera
Legión comenzó la larga y molesta tarea aventar las naves enemigas
supervivientes, apoderándose de forma gradual de más y más del espacio
de vacío sobre Dulan, luego asegurándolo, luego presionando por más.

Solo cuando el último cañón hubo disparado y la última pieza de restos en


llamas se retorció hacia la reentrada, las respectivas flotas de Legión
volvieron a asumir sus atalayas orbitales, cada una de ellas retirándose en
formación de vigilancia y una frente a otra en una amplia extensión de
espacio lleno de escombros. El León había traído los mayores números con
él, la Segunda, Sexta y Novena Órdenes de su Legión, y superaba en
número a los Lobos en aproximadamente un tercio. Tenía más naves y,
Razón Invencible poseía un poder mucho mayor de matanza orbital. En
aislamiento, cada contingente legionario habría sido un igual para la vasta
mayoría de los enemigos concebibles. En concierto, eran casi imparables.

Russ había regresado a la Nidhoggur entre los mismos últimos guerreros


en marchar, disponiendo él mismo las cargas incendiarias finales. En el
puente de la nave de guerra, convocó a sus jarls, a sus sacerdotes y a su
guardia de honor, y se encontró con ellos en la cámara del annulus de la
nave insignia. Allí, en el parpadeante vuelo y bajo las talladas piedras del
mundo natal, se quitó el casco, se apartó el rígido cabello de las vértebras y
les dirigió un cansado gesto de reconocimiento.

—Decidme —dijo—. ¿Hay alguna manera de que pudiéramos haber


manejado esto peor?
Unas pocas risas contenidas salieron de los Einherjar, pero la mayoría de
las caras permanecieron pétreas. Una batalla había pasado, otra ahora se
avecinaba.

—Es una deshonra demasiado grande —dijo Helmschrot—. No puedes ir


a él.

—Les dimos la victoria que él quería —agregó Blackblood—. La guerra es


guerra, y los guerreros mueren.

Russ escuchó mientras hablaban, asintiendo, absorbiendo. — ¿Y tú,


Bloodhowl? —preguntó.

Jorin levantó la barbilla, sosteniendo la mirada de su primarca con una


especie de desafiante orgullo—. Debería ser yo, si alguien —dijo—.
Ordénalo, señor, e iré allí yo mismo.

Russ ladró una risa dura. —Entonces enterrarías un hacha en su pecho, y


el problema empeoraría—. Suspiró con profundidad, rascándose el cuello,
donde el sello de gorguera de los labios había dejado una roncha—.
Invierno de Hel, hemos estado a la altura de cada funesto rumor que
tienen de nosotros. No dejaré que la sangre entre nosotros se agrie.
¿Cómo de malo podría ser; olvidar nuestro orgullo por un momento?

Los otros parecieron dudosos.

—No vaya —dijo Jorin, con más firmeza—. Fue dicho en el calor de la
lucha, y dispararon contra nosotros primero. Si les mostramos debilidad
ahora— ¡Debilidad!—resopló Russ—. Les mostramos debilidad
escondiéndonos aquí y abjurando de un juramento—. Su expresión se
volvió seria de nuevo—. No lo conoces como yo. Habría destruido tu nave
si sintiera que el insulto al honor era mantenido. Ambos tenemos
nuestros códigos de conducta, y ese es el suyo. Él es un señor de
caballeros, y nosotros somos los bárbaros a sus puertas, y todos debemos
desempeñar sus papeles.

Respiró hondo, flexionando sus hombros cansados por la batalla. —Sólo


queda una cosa: la cabeza del Tirano—, dijo—. Eso todavía está a nuestro
alcance, y no me lo arrebataran. Él tendrá sus planes, por lo que debemos
forzar aquellos a nuestra voluntad. No buscamos batallas donde no hay
necesidad, y puedo reconocer un error ante mi hermano si lo desea,
siempre que sea mi mano la que termine la campaña.

Levantó la vista, fijando en sus partidarios aquella mirada de ojos azules


uno por uno.

—Llevaré a Helmschrot y Blackblood y Ulbrandr —dijo—. Más sería


provocativo, menos sería temerario. Mantendréis vuestros labios
sellados y vuestras hojas envainadas, y tratareis de comportaros como si
supieras de algo más que pelear y cazar bestias.

Sonrió entonces, con imprudencia.

—Estaré bien —dijo—. Acabaremos con esto de una vez, volveremos a


matar, y nadie necesitará hablar de ello de nuevo.

Tomaron la Stormbird Helmgart desde la Nidhoggur hasta la Razón


Invencible, flanqueados por seis cañoneras de la Legión. Las escoltas se
alejaron mientras la Helmgart se deslizó bajo la sombra del buque insignia
de la Primera Legión. La Helmgart se ladeó, sumergió y entró en el hangar
de llamada, aterrizando en un abultado cojín abultado de humo
descargado.

Russ descendió la rampa, seguida por sus cuatro compañeros. Por delante
de ellos. Los Ángeles Oscuros esperaban en orden de batalla, varios
cientos, dispuestos en perfectos cuadrados de desfile. Los estándares de
batalla se cernían sobre las filas, cada uno de los cuales marcaba una
campaña destacada. Había tantos de ellos.

Los servocráneos zumbaban sobre sus cabezas, arrastrando incensarios y


enmascarando el olor de los quemadores de prometium con sus estelas de
olor. El enorme espacio del hangar estaba iluminado con escasez, y largas,
tenebrosas galerías corrían a lo largo de cada pared, cortadas en piedra
oscurecida por la edad y decoradas con las abatidas imágenes de guerreros
con túnicas.

—No pudo hacerlo más fácil —murmuró Russ, mirando las falanges
reunidas de los Ángeles Oscuros. Todos llevaban sus cascos de color negro
azabache, pero era fácil imaginar sus expresiones, desdeñosas, distantes,
curiosas.

Por delante de la primera fila de legionarios se encontraba el propio


maestro del buque insignia, apartado, esperando con su mano derecha
colocada sobre la empuñadura de su espada envainada.

Lion El'Jonson, primarca de la Primera Legión Astartes, permaneció de pie


como siempre, con la espalda recta, equilibrada a la perfección,
caballeresca dignidad personificada. Entre los redescubiertos hijos del
Emperador, se hallaba entre los más altos, aunque no era tan pesado como
su huésped. Un cabello largo y rubio enmarcaba una cara pálida, una que
se había criado bajo los aleros penumbrales de los bosques eternos y lejos
de la luz solar. Sus ojos eran del color verde de los bosques, su cara tan
delgada como la de un perro de caza. Una gruesa capa de marta caía desde
sus hombros, forrada con armiño y decorada en el dobladillo con librea de
plata. Su armadura era de un negro brillante y se hallaba cuidadosamente
grabada con la intrincada incrustación de dispositivos heráldicos.

Este primarca, quizá más que cualquier otro, irradiaba una oscura y
sombría majestuosidad, la tranquila presencia de alguien nacido para
gobernar y cómodo en el papel. En otra época, podría haber sido un
emperador por derecho propio, el indiscutible gobernante de un millar de
mundos. Incluso en este Imperio era el comandante de la más antigua y
más orgullosa de las Legiones, un regente de quien las había creado todas,
aunque el aspecto regio no había disminuido con el tiempo, quedando uno
de soberanía, de dominación, de mando.

—Leman —dijo el León cuando Russ se acercó a él, inclinando su cabeza


una fracción.
—Hermano mío —dijo Russ. No estrecharon las manos, mucho menos se
abrazaron, y la rígida sospecha quedó suspendida entre ellos.

—Seré honesto —dijo el León—. No pensé que vendrías. Así que te doy
crédito por eso. Y te doy crédito por tu trabajo en el vacío. En verdad, tu
reputación no te adula.
—Mantenemos nuestras promesas —murmuró Russ—. Pero dime,
¿cómo encontraste este lugar? Llevábamos meses buscándolo.

—Hemos estado en el vacío por más tiempo —dijo el León, revelando


poca cosa—. ¡Y había signos en los viejos anales, cosas que buscar!

—¿No pensaste en decirnos?

—Si hubieras preguntado, lo habríamos considerado. ¿Pero qué importa


ahora? Ambos estamos aquí, y eso acerca la victoria. Una vez que esto
quede detrás de nosotros, podremos poner fin al asunto.

—He estado cazando a Dulan desde que la orden vino del Palacio. Mis
hijos han muerto para ponerlo de rodillas.

—Como han hecho los míos —dijo el León—. ¿Recuerdas?

Russ tragó el insulto que saltó a sus labios. —Aquí hay más que el honor
en juego.

—¿Es eso posible? —La pregunta no sonaba retórica—. Sé por qué


hablas de esto. Podemos discutir la guerra, y podemos unir nuestros
efectivos para combinar sus fuerzas, tal como nuestro padre pretendió
cuando Él nos hizo a todos tan... diferentes. Pero esa no es la razón por la
que has venido. ¿Debo recordártelo o en verdad recuerdas tus
juramentos?

Russ miró a su hermano y, por un momento, la posibilidad de


desenfundar su espada, de tomar a Krakenmaw y embutirla contra esa
coraza dorada fue casi abrumadora. Los dos se sostuvieron la mirada el
uno al otro, y pareció como si el aire de alguna manera se volviera más
pesado, como una tormenta eléctrica en la cúspide de la ruptura.

Las filas de Angeles Oscuros no hicieron ningún movimiento. El séquito de


Russ no se agitó. El hangar entero permaneció silencioso.

Y luego, con lentitud, como si una cara de acantilado cediera a


regañadientes al inevitable tormento del tiempo y la marea, Leman Russ, el
Rey Lobo de Fenris, se acercó a su hermano y agachó la cabeza.

—Que sea escuchado —dijo, un suave gruñido que, sin embargo, se


extendió a todos los rincones—. Se te ha hecho mal. Te hemos hecho mal.
Vengo aquí por tu perdón.

El León sonrió levemente, y al fin extendió sus manos a modo de saludo.


Se adelantó y tomó a Russ por los dos brazos.

—Está dado —dijo, con menos amargura ahora, aunque aún con esa
seriedad de propósito que parecía marcar cada una de sus palabras—.
Porque esas son palabras nobles.

Russ lo agarró de vuelta, haciendo más cercano el abrazo y arrastrando la


oreja del León a su colmilluda boca.

—Las dije para tus caballeros —siseó Russ, ahora solo con el oído de su
hermano—. Agregaré esto, solo entre nosotros, si alguna vez vuelves a
dispararle a mis hijos, muchacho, te arrancaré la garganta y me la
comeré. ¿Cómo te gusta ese juramento?

El León saltó hacia atrás, sobresaltado. Pareció que no podía estar seguro
de si era o no una broma, y su expresión se tensó con repentina cautela.

Pero Russ se rio y le dio una palmada en el hombro, con fuerza.

—Así que ahora lo hemos resuelto —dijo con alegría—. Supongo que ya
has elaborado planes para el asalto. ¿Qué tal si me los enseñas?

Los destacamentos de reparación de Kloja continuaban trabajando duro


muchas horas después de que el ataque de lanza contra el Aesrumnir
hubiera causado su daño. El rayo penetró con profundidad en la estructura
de la nave, conduciendo un pozo con bordes de llamas a través de cubierta
tras cubierta. Secciones enteras se habían despresurizado y perdido
energía, se habían cortado cables mayores y cercenado tubos de
refrigerante. El grupo de abordaje de Jorin regresó a la nave para encontrar
a los adeptos del Mecánicus desplegados en cada nivel, luchando por
bloquear los incendios en desarrollo y fallos de segmentos.

Si el tiempo no hubiera apremiado tanto, sus guerreros se habrían unido


al esfuerzo, prestando su fuerza a los escuadrones de recuperación, pero
aquella no era una opción. No se le daría tiempo al enemigo para
reagruparse después del asalto de vacío, y todos sabían que los aterrizajes
se organizarían tan pronto como las manadas pudieran rearmarse.

Mientras la mayoría de los guerreros de la compañía se dirigían a las


armerías, Jorin y Bulveye se abrieron camino a las habitaciones de
Ulbrandr, situadas bajo el puente en las secciones delanteras del
acorazado, y los tres se reunieron en la misma cámara donde el plasma
sanguíneo de Haraal había sido examinado con tanto cuidado, las puertas
cerradas detrás de ellos.

—¿Así que? —preguntó Jorin, apoyando sus nudillos en el altar y


dirigiendo a Ulbrandr una hastiada mirada. Su coraza de batalla no se veía
mejor de lo que lo había hecho después de Ynniu: las reparaciones en
marcha habían sido rebasadas por un nuevo conjunto de marcas de
combate.

Bulveye permaneció junto a su amo, una larga cuchillada abierta de un


extremo a otro de la parte superior de su peto. Sería el siguiente en
entregar su equipo de guerra a los armeros de Kloja, pero otras cosas
tenían mayor prioridad.

Ulbrandr los miró a ambos a través de la parte superior del altar vacío.

—Ninguno —dijo—. O ninguno que yo haya detectado, Hemligjaga


tampoco. La semilla genética ha sido tomada de los muertos y los hilos
cortados contados.

Jorin asintió. —Bien —dijo, con sentimiento—. Eso fue un duro injerto.

—Si todos mantuvieron la cabeza, entonces...


—Pero los números no suman —interrumpió Ulbrandr—. He
comprobado, he comprobado de nuevo, he enviado a mis esclavos de
vuelta a lo que queda de la estación para llevar a cabo nuevos escaneos,
pero a menos que el destino nos haya gastado una broma, o si me
equivoco, nos faltan guerreros.

Jorin se enderezó. —¿Estás seguro?

—Se pueden encontrar cuerpos, pero los escaneos no muestran nada.


No tenemos suficientes registros de muertes, no hay suficientes marcas
de destrucción de armaduras. Y también está esto. —El sacerdote invocó
un hololito de lo que parecía metraje de video, granuloso e inestable—.
Esto fue tomado de los registros del visor en tiempo real en el buque
insignia.

Las imágenes mostraron la parte inferior del halo durante la lucha.


Enormes secciones fueron derribadas hacia la superficie del planeta,
desorientadas por las explosiones en el interior, creando una nube de
escombros que marchó a la deriva y se golpeó a sí misma. El fuego láser de
las naves sobre la curva del halo fue disparado a través de las nubes de
metal ardiendo.

—¿Qué estoy buscando? —preguntó Jorin, observando con atención.

—Lo verás.

Mientras Jorin observaba, a la lluvia de metralla se unió, por un breve


momento, un estallido de lo que parecía fuego de impulsor. Luego hubo
otro trozo de metal cayendo rápido, aunque con menos aleatoriedad,
alejándose del resto y descendiendo hacia el planeta por debajo.

—Se escaparon en una nave —dijo Bulveye con gravedad.

—Escaparon en más de una —dijo Ulbrandr—. Este es un único ángulo


de alimentación visual.

—Todos deberían haber sido tomados —dijo Jorin.


—No seas tonto —dijo Ulbrandr, con desdén—. El buque insignia tenía
un agujero perforado a través de él, y la mitad de los cañones de corto
alcance estaban ardiendo. Ahórrate tu ira, porque aquí está el hecho:
tenemos guerreros desaparecidos y el enemigo bajó naves a la superficie
antes del final. Puedes resolver el resto.

Jorin negó con la cabeza. —Sólo pueden tener cadáveres —dijo—.


Ninguno habría sido tomado mientras estuviera vivo.

Ulbrandr sonrió con una sonrisa torcida. —Eran un enemigo capaz.


Perdieron su estación de defensa, pero ganaron uno o dos cautivos, y eso
podría ser un intercambio que consideren que vale la pena hacer.

—No les ayudará —dijo Bulveye—. Russ no detendrá el ataque.

—No lo hará —estuvo de acuerdo Ulbrandr—. Pero el jarl tiene razón:


ningún guerrero en su sano juicio sería tomado vivo. Y así nos quedamos
con esta perspectiva: ¿Y si no estuvieran en su sano juicio?

El silencio cayó sobre la cámara. Jorin miró a Bulveye. El sacerdote no dijo


nada.

—No puedes estar seguro —dijo Jorin al fin.

—No, Jarl.

—¿Puedes rastrear una señal de vida? —preguntó Bulveye.

—No desde aquí abajo.

Jorin se apartó del altar y caminó entre las columnas—. No puedes estar
seguro —dijo de nuevo.

—Dígale al Rey Lobo, jarl —dijo Ulbrandr—. Dígale antes de que esto sea
más grande de lo que puede controlar.

—¿Decirle que? —espetó Jorin, volviéndose hacia su Sacerdote Lobo—.


No sabemos qué es la enfermedad, ni si estos guerreros la tenían, ni
siquiera si los tienen. ¿Qué le voy a decir? Sólo susurros y medias
verdades. Estaremos en guerra de nuevo dentro de horas, y me dices que
vaya a él con esto, ahora, cuando necesitará cada hoja a su lado.

—El jarl habla con la verdad —dijo Bulveye—. Este no es el momento.


Después, tal vez, cuando todo haya terminado.

—Y todo este tiempo, tienen guerreros de nuestra compañía —dijo


Ulbrandr.

—Entonces encuéntralos —dijo Jorin—. Aterrizaremos, romperemos el


blindaje y llevaremos a cabo los escaneos. Si alguno de mi compañía vive,
despedazaré su mundo para recuperarlos.

Ulbrandr negó con la cabeza. —Si los tomaron, tenían una razón. No
puedes darle al enemigo esta arma contra nosotros.

—No les doy ningún arma. —Jorin alcanzó el control de video y cerró el
hololito—. Tú mismo lo has dicho: esto es guerra, todo es confusión, y sin
embargo no me das pruebas, solo sospechas. Envía más equipos al halo,
ejecuta más escaneos, busca cuerpos. Si no encuentras ninguno, haz eso
tu tarea en la superficie. Encuentra cualquier cosa, incluso el husmeo de
un alma, y juro que lucharé contigo de un extremo a otro de ese mundo
entero engendrado por Hel para traerlo de vuelta.

Por un momento más, Ulbrandr se mantuvo firme. Luego, con lentitud,


cedió.

—Puede que tengas que hacerlo —dijo, dándose la vuelta para comenzar
la búsqueda.

La cámara del consejo en la Razón Invencible había sido creada para


imitar a los de las antiguas fortalezas de Calibán. Un piso de mármol, a
cuadros y reflectante, extendido a través de una habitación hexagonal,
iluminada desde arriba por linternas con marcos de hierro. Las velas ardían
sobre pesados soportes, goteando con suavidad cera derretida. En cada
nicho se encontraban más de las ubicuas imágenes grabadas, talladas en
piedra y sombrías. Todos los movimientos trajeron un eco, repetido hasta
las altas bóvedas: el tintineo de un cuchillo en piedra, el golpe pesado y
sordo de botas de ceramita en el mármol, el roce de un dedo acorazado a
través de una pantalla de pizarra de datos.

No había tronos. Todos permanecían de pie: el León y Russ en el centro,


sus séquitos a su alrededor. Frente a los tres Lobos de Fenris se
encontraban tres señores de Caliban: Gahael, Maestro de la Segunda
Orden; Moriaen, Maestro de la Sexta; y Alajos, honorable capitán de la
Novena Orden. Todos llevaban su armadura, de la cual colgaban trofeos
tomados durante décadas de guerra. Aunque austera, la hechura era
excelente. Todo en la nave fue fundido del mismo molde, producto de las
mentes criadas en un mundo de terrores nocturnos y altos muros.

Entre los guerreros reunidos colgaba un hololito esférico que giraba con
lentitud, marcado con las principales zonas habitadas del planeta por
debajo. Dulan era un mundo muy urbanizado, con extensas áreas
dedicadas a la fabricación y producción de guerra. Enormes generadores
situados cerca de los polos proporcionaban prodigiosas cantidades de
energía, gran parte de la cual era dedicada al mantenimiento de
descomunales lentes—escudo protegiendo los principales asentamientos.

—Han tenido tiempo de prepararse —dijo el León, que había hablado


sobre los resultados preliminares de los escáneres de augurio de su Legión
—. El Tirano parece haber calculado que su flota no nos detendría por
mucho tiempo, y conto con eso en el montaje de la defensa. Muchas de
estas estructuras parecen nuevas.

Russ estudió los planes con atención. Las obras de trincheras y


fortificaciones habían sido levantadas en todo el hemisferio norte, en gran
parte rodeando los generadores de energía. —¿Qué es esto? —Preguntó
Russ, señalando una concentración de delgadas líneas como patas de
araña que convergían en un único punto.

El león sonrió. —Ves el corazón de ello. Ese es el nexo de la capital


mundial. Aquí, tenemos registros orbitales.
Dio un golpecito con un dedo, y los translúcidos moldes de imagen
cobraron vida con un parpadeo, flotando sobre los puntos en el esquema
por debajo. Uno representaba un complejo de muros, apilados uno sobre
otro, elevándose cada vez más alto en medio de escarpadas elevaciones
naturales. Las calzadas corrían entre las alturas, uniendo las huellas
circulares de lo que parecían torres de defensa. La imagen se acercó,
revelando filas de piezas de artillería colocadas a lo largo de cada cresta.

En el mismo centro de la construcción, una poderosa ciudadela empujaba


hacia arriba, custodiada por todos lados por muros con contrafuertes y
coronada por un cúmulo de más torres de defensa. La tierra alrededor era
de un rojo apagado, y el edificio por encima compartía el mismo tono.

—La Fortaleza Carmesí —dijo el León—. Por lo menos, así la nombran


mis Rememoradores.

Russ asintió, calibrando los tamaños, los puntos de entrada, las fuerzas
relativas. —Formidable —dijo, con sus ojos revoloteando sobre las
detalladas imágenes aéreas—. Rogal se sentiría impresionado. O tal vez
celoso.

—Calculamos que llevaría semanas reducir el sitio desde la órbita —dijo


el León—. Sus escudos, como sabes, son difíciles de desgastar.

Russ levantó la vista de los hololitos. —¿Pero no estás sugiriendo eso?

—Cada día que nos quedamos aquí, privamos a la Cruzada de otra


conquista —dijo el León—. La Razón Invencible tiene artillería capaz de
romper secciones de escudos el tiempo suficiente para llevar a cabo
aterrizajes. Juntos, aquí tenemos la fuerza de cinco Capítulos reunidos
aquí. Eso debería ser suficiente para cualquier objetivo, ¿no crees?

Russ lo miró con cuidado. —Uno sería suficiente. No compliques


demasiado esto, hermano: tomamos la ciudadela, separando la cabeza
de la bestia. El resto puede ser manejado por fuerzas menores.

—Directo a la garganta —dijo el León—. No decepcionas. Pero considera


la imagen mayor.
El hololito alejó la imagen de nuevo, mostrando destacamentos de
infantería concentrados, cada uno de ellos miles de personas, situados a
pocos kilómetros en el exterior del contorno principal de las murallas. A
medida que el alcance de la imagen continuaba su ciclo, más fortificaciones
se desplazaron a la vista, algunas apenas menos extensas que la propia
Fortaleza Carmesí.

—La región entera está militarizada —dijo el León—. Se podría despejar


un camino al centro, enviar fuerzas dentro, y serían rodeadas con rapidez.
La infantería blindada Dulaniana es inconveniente cuando se acumula,
como habrás notado. Sugiero un poco más de prudencia.

Russ levantó una ceja. —¿Por parte de quién?

El león sonrió. —No temas, no deseo privarte de tu prometido trofeo—.


Estabilizó la imagen, que ahora mostró tres grandes posiciones defensivas
además del complejo central de la fortaleza—. Antes de que llegaras, ya
habíamos desarrollado una estrategia. Moriaen llevará a la Sexta Orden a
la zona oriental y establecerá un perímetro defensivo a lo largo de
nuestro flanco derecho, atrincherándose para evitar que el enemigo lleve
a cabo una operación de socorro desde las tierras bajas. Gahael aterrizará
al norte y destruirá los generadores, privando eventualmente a sus
escudos atmosféricos de energía y permitiendo ataques orbitales de
precisión. Yo aterrizaré al oeste de la fortaleza, con Alajos y la Novena,
para tomar las ciudadelas menores, ocupar los accesos y ahogar el
principal nexo de refuerzos.

— ¿Y la propia fortaleza? —preguntó Russ.

—Tuya, hermano —dijo el León—. Antes de que vinieras, juzgué que


teníamos suficientes fuerzas para organizar el asedio y luego ponerlos de
rodillas en una semana. Ahora, si lo deseas, el honor de tomar el nexo
puede ser tuyo desde la primera hora.

—Siempre fue mío —gruñó Russ, a la defensiva—. Será mi espada la que


acabe con él.
—Si lo deseas. Es solo otro mundo.

—No, no este —Russ alzó la vista entonces, lejos del hololito y observó las
imágenes, la arquitectura de Caliban—. Esto es lo que haces: conquistas,
un mundo tras otro, hasta que ya no puedes contarlos. Admiro eso, de
verdad. Pocos lo hacen mejor, pero no es para lo que fuimos creados. —
Retrocedió hacia el esquema táctico, como si pudiera alcanzar y romperlo
en pedazos—. Todo mundo que quemamos es por venganza. Ellos están
condenados, él está condenado, y nosotros somos la sanción.

El León pareció intrigado. —Sí, he oído que sostenías esta idea.

Russ se volvió hacia él. —No te burles, hermano.

—No hay burla, pero tienes razón. No comparto tu visión de la guerra.


Quizás nuestro Padre te dio una tarea diferente. Para mí, la orden fue
simple: ve, cosecha mundos para Terra. No tengo odio por aquellos que
resisten. Apenas los veo. Son números, objetos, obstáculos a superar. Al
final, la Gran Cruzada lo es todo, y se mantiene o cae por nuestras
acciones.

Russ miró a su compañero primarca por un momento, sopesando eso. Las


palabras no habían sido dichas por efecto — él realmente pensaba eso. En
aquel instante, Russ tuvo una visión de un modo de batalla extraño por
completo; uno de planes de conquista de larga gestación, de moderación y
restricción táctica, listos para volver los recursos preservados hacia el
servicio de una mayor humanidad.

Eran de la misma especie, los dos. Eran incluso del mismo linaje genético;
pero en aquel momento sintió como si pudieran haber sido de otras
dimensiones.

—¿Crees —dijo Russ, reflexionando sobre el asunto en su mente—, que


Malcador supo que nos encontraríamos aquí?

El León levantó una ceja. —¿Por qué lo dices?


Russ sacudió la cabeza. —Olvídalo—. Se volvió de nuevo hacia los
diagramas tácticos. —Los planos se ven bien para mí. Tú mantienes el
terreno, nosotros le cortamos la puñetera cabeza.

El León hizo una reverencia en conformidad.

—Como dices, entonces —murmuró—, así será.

Una hora después, los primarcas se separaron. Las dos flotas se alejaron
una de la otra, ocupando posiciones en órbita alta. Los últimos defensores
Faash habían sido agotados hacía tiempo y se estableció un bloqueo de un
extremo a otro de toda la zona planetaria; con escoltas tanto de los
Ángeles Oscuros como los Lobos Espaciales patrullando a través de los
polos y hasta la franja ecuatorial de Dulan.

Russ regresó al Nidhoggur. Se dieron órdenes a Helmschrot, quien las


llevó a Valkam y preparó sus grupos de desembarco. Armas que hasta
hacía poco habían sido apuntadas contra naves de guerra enemigas fueron
rearmadas y se dirigieron hacia los escudos en la superficie. Pronto, un
constante golpear sordo, de artillería podía ser escuchado corriendo a
través de los niveles de sentina de cada nave capital mientras de nuevo se
desencadenaba su arsenal.

Una vez que el bombardeo estuvo en marcha, Russ regresó a sus


aposentos privados para recibir lo último de su panoplia de guerra: su
casco artesanal y la reacondicionada Krakenmaw. Mientras los servidores
se agitaban y movían, asegurándose de que todas las uniones estaban
selladas y de que todas las líneas de energía estaban fijas de forma segura,
sonó una campanilla en el exterior de la sala de armas.

—Déjanos —dijo Russ, complacido de deshacerse de la atención. Una vez


que sus asistentes se hubieron alejado, dejó que las puertas interiores se
abrieran, revelando a Jorin de pie al otro lado de ellas.

—Así que al fin los tenemos —dijo Russ, haciéndole señas para que
entrara y luego tomando a Krakenmaw y probando su peso. Runas nuevas
habían sido grabadas en la cubierta de metal, protegiendo contra el daño y
magnificando el espíritu sediento de muerte de la hoja—. Podrías parecer
más feliz al respecto.

Jorin, también completamente acorazado, entró con un pesado andar en


la cámara y observó a su primarca probar la espada sierra—. ¿Cómo
estaba?

—Tal como lo recordaba —Russ detuvo sus ataques de práctica y levantó


el filo asesino hacia su cara, estudiando las púas en la longitud de la
cadena—. Llegamos a un entendimiento. Él pelea a su manera, nosotros
peleamos a la nuestra.

Jorin se apoyó contra una columna, cruzando los brazos. —Me gustaba
más cuando luchaban por su cuenta.

Russ se echó a reír. —Suficientemente cierto —Bajó la hoja y la envainó


—. Pero lo admiro. No me gusta, pero lo admiro. Como hago con Rogal.
Tienen el mismo cuello rígido, pero saben cómo dirigir una Legión—. Le
lanzó a Jorin una mirada de complicidad—. Organizada.

Jorin resopló. —No puedes envidiar eso.

—No lo hago. Como digo, lo admiro —Russ recogió su casco, preparado


para la batalla por los servidores. Las lentes le devolvieron la mirada con
vacuidad, negras como la noche—. La galaxia mira a los Ángeles Oscuros y
ve a las Legiones como estaban destinadas a ser. Ellos son el arquetipo.

—Entonces, ¿qué piensa él de nosotros?

—Ha. ¿Quién sabe? No importa, somos lo que somos.

Jorin miró a Russ fijamente. —Hace mucho tiempo, me contaste lo que


habías aprendido de tu llegada a Fenris. Dijiste que fue el destino lo que
te trajo a nosotros, y el destino lo que envió a tus hermanos a sus
mundos. Similar reunido con similar, como el Padre de Todas las Cosas lo
quiso. Ahora me pregunto qué habría pasado si hubieras sido enviado a
Caliban, y él hubiera venido a Fenris. ¿Hablaría ahora con un Rey Lobo, o
vería al Señor de los Ángeles de pie delante de mí con runas martilleadas
en su coraza de batalla?

—Tus humores son extraños esta noche, Bloodhowl.

—Sólo pregunto.

Russ se encogió de hombros. —Bueno, me tienes a mí, para bien o para


mal—. Sonrió con amplitud, exponiendo sus contundentes colmillos—. Y
eso no ha sido tan malo, ¿verdad? ¿Recuerdas cuando quemamos los
salones de Svein Rejksson? Doscientos bajo su estandarte de guerra,
treinta bajo el mío, y aun así derribamos sus muros y arrastramos aquel
estandarte a través del aguanieve ensangrentada.

Jorin lo recordaba. —Hace mucho tiempo —dijo

—Recuerdo cada corte. No las batallas desde entonces, pero las de


Fenris nunca las olvido. Me alegro de que aún estés conmigo, Bloodhowl.
Los que vinieron después de ti, nunca sabrán pelear como nosotros lo
hicimos.

—Han tenido su parte justa.

—En cierto modo. Pero no son mis portaestandartes, como los que
teníamos antes de que el cielo se agrietara—. Russ sonrió para sí mismo
—. No envidio a Jonson. Todo lo que tiene son súbditos y senescales. Yo
tengo hermanos de escudo—. Bajó el casco—. Eso ha de permanecer —
contestó, su voz con inusual seriedad—. El modo del viejo mundo. No lo
quiero olvidado, arrastrado por estas nuevas guerras.

—No va a pasar.

—Ya está pasando.

—No, no podemos sacudírnoslo, incluso si queremos —Jorin parecía de


mal humor. Tal vez era la bajada después de la embriagadora euforia de
matar—. Fenris es una enfermedad, hospedada en nuestra sangre. No
podemos crecer, no podemos cambiar, y nos mantiene bloqueados el
pezón, a pesar de que la leche se ha agriado.

Russ lo miró fijamente entonces. —Por los dioses, ¿qué te aflige, Jorin?
—preguntó—. Este gimoteo no te acomoda, creía que eras un jarl de mi
compañía.

Jorin no se encontró con su mirada por un momento. Entonces pareció


que deseara hablar, pero algo mantuvo sus labios sellados. Respiró hondo,
luego exhaló, apartándose de la columna.

Sonrió, una sonrisa forzada.

—Olvídalo —dijo—. Olvida que hablé. Los Angeles hacen mis humores
tan negros como su coraza de batalla, y necesito estirar el brazo del
hacha de nuevo.

Russ no lo liberó. —¿Por qué viniste aquí? ¿Tenías algo que querías
decir?

Jorin negó con la cabeza. —Sólo escuchar lo que pasó en el buque


insignia. Retenemos el honor de la matanza. Bueno. Cuando se corte la
cabeza del Tirano sea cortada, deseo que sea nuestra mano la que esté
en el hacha. Así que me alegro, y estoy ansioso por que comience.

Aun así Russ no lo soltó. Había algo más allí, algo que corría con
profundidad como una veta de plomo bajo las raíces de Aett.

Pero la batalla llamó de nuevo, ya cerca, la culminación de una larga


cacería. Podía esperar, porque se necesitaba hacer mucho.

—Siempre puedes venir a mí, ¿lo sabes? —dijo Russ—. Tú por encima de
todo. Puedes hablarme como en el pasado, porque no lo olvido.

Jorin asintió. —Lo sé.

Russ le sonrió, la engarfiada temeraria sonrisa de antaño—. Entonces ven.


Quitátelo de encima. Te necesitaré allí y quiero que esto sea una buena
caza.
—Lo será —dijo Jorin, asintiendo, sin convicción—. Como siempre.

El bombardeo orbital continuó por tres horas más, martilleando las


coordenadas del lugar de descenso. Los sensores de ambas flotas se
centraron en las zonas de impacto, escaneando en busca de signos de
debilitamiento. Primero se detectaron señales de estrés sobre las calzadas
elevadas de la Fortaleza Carmesí, seguidas con rapidez por las regiones
aisladas. Se avisó a los colgaderos de las cápsulas de descenso de los
acorazados, y cada grupo y escuadrón tomaron su lugar, encerrados en
jaulas de restricción mientras los lúmenes de combate se encendían y las
sirenas de advertencia sonaban.

La tripulación del puente de la Razón Invencible fue la primera en recoger


la descarga indicadora de partículas ionizadas, seguidas por los equipos de
artillería del Aesrumnir. Loci precisos fueron transmitidos a los equipos de
puntería, y las garras de las cápsulas oscilaron en las bahías abiertas bajo
los cascos de los buques de guerra. Los escudos de vacío ondularon hacia
atrás, exponiendo la larga caída hacia la atmósfera por debajo, y por un
momento las filas de cápsulas encadenadas colgaron como fruta de hierro
bajo los rieles de sujeción.

Entonces se dio la orden, y los grilletes volaron hacia atrás, los cerrojos
explosivos estallaron y los ataúdes de la muerte se desplomaron al
unísono, los propulsores ardiendo mientras se alejaban disparados de los
acorazados y ardían hacia el mundo rojo debajo de ellos.

Las cañoneras fueron tras ellas, hundiendo sus narices y volando con
fuerza para mantener el contacto con la lluvia de cápsulas. El fuego de
láseres montados en las naves se abrió a su paso, cortando como guadañas
entre columnas de descenso y crujiendo en sitios en el suelo, provocando
ráfagas de flores de polvo cuando los objetivos eran alcanzados. El
descenso fue vertiginoso, precipitado — un silbante, tembloroso paseo
que abarcó el gran hueco entre la flota orbital y la superficie planetaria en
segundos. Cada vaina brilló en color rojo, luego naranja, luego un blanco
llameante al tiempo que alcanzaba la reentrada, los bordes borrosos por la
inmensa presión y velocidad.

Dentro de las unidades de la Primera Legión, los escuadrones de la


muerte permanecieron en silencio, perdidos en su meditación de
precombate. En el interior de las cápsulas de la VI Legión, los guerreros
rugieron con regocijo, golpeando sus puños acorazados contra las jaulas
de restricción y haciendo coros de aullidos que acompañarían su salida a
los campos de la matanza.

A medida que las cápsulas ardían a través de la más gruesa capa


atmosférica y el suelo corría para encontrarse con ellos, el fuego de
interferencia estalló hacia arriba desde los emplazamientos terrestres de
los defensores. Las cápsulas golpeadas explotaron en medio del aire,
dispersándose hacia el exterior en enormes círculos de explosión. Las
Stormbirds se dirigieron hacia las unidades de artillería y desencadenaron
sus cañones de batalla, impulsando enormes cuñas a través de las líneas de
armas a la espera.

Entonces, las primeras cápsulas impactaron y se estrellaron contra la


corteza del planeta y arrojando olas de polvo, tierra y roca pulverizada. Las
puertas se abrieron, exponiendo los bólteres montados que giraron
alrededor, temblorosos al tiempo que disparaban. Bajo esa cortina de
castigo, las jaulas de sujeción de las cápsulas se agrietaron, liberando su
más letal carga. Los Lobos y los Angeles salieron corriendo bajo fuego de
cobertura, añadiendo sus propias de masa reactiva a los torrentes que ya
se dirigen a las posiciones enemigas

Se establecieron las cabezas de puente — puntos de territorio ganados en


los sangrientos primeros minutos de lucha. Los legionarios salieron con
rapidez de esos enclaves, haciendo retroceder a las tropas Scarabine que
contraatacaban, uniéndose con sus camaradas, Formando frentes de
batalla y evaluando los siguientes objetivos. La intensidad del asalto aéreo
fue feroz: rápido, coordinado, físicamente brutal, el epítome de las
doctrinas de guerra de la Legión.

Al paso de esas ganancias iniciales, los transportes pesados comenzaron a


aterrizar, ahora protegidos por coronas de fuego a distancia lanzado por
tropas terrestres. Los tanques rodaron fuera de las fauces de los módulos
de aterrizaje, con los motores gruñendo y las armas ya apuntando.
Dreadnoughts, los recursos más preciados y escasos del campo de batalla,
se contonearon al salir del corazón de sus únicas e hinchadas cápsulas de
descensos, los cañones rotatorios ardiendo y las garras relámpago
extendidas.

El cielo nocturno de Dulan se convirtió en un tapiz moteado, iluminado


desde abajo por destellos y repentinos estallidos de imagen congelada. Las
columnas de fuego aún inclinadas hacia abajo desde el invisible vacío por
encima, su pureza prohibida y echada a perder por las estelas de vuelo de
cohetes y alas de cañoneras. Las élites Scarabine rechazaron con fuerza la
primera oleada de ataques, vadeando a través del huracán de artillería
para entrar en contacto, sus unidades de escudo destellando con
iridiscentes salpicaduras. Piezas de artillería móvil salieron rodando desde
bunkers cubiertos de camuflaje, sus cañones bajados hasta situarse casi
paralelos al suelo ya estremeciéndose por el retroceso. Grandes
caminantes blindados, similares a los leviatanes encontrados en la estación
de defensa del halo, acecharon desde la sombra de las murallas de la
ciudadela, sus lanzadores montados en el hombro enviando remolinos de
misiles incendiarios retorciéndose en el corazón de lo más duro de la lucha.

Tanto Scarabines como legionarios cayeron bajo aquellas densas murallas


de fuego. Otros saltaron para tomar su lugar, y cada nuevo escuadrón
llevaba más armas mortíferas: cargadores volkite, bólteres pesados,
cañones de plasma. Equipos de incursión de la Legión enarbolaron escudos
y se abrieron paso a la fuerza hacia las cimas de los montículos de
rocormigón roto, capeando los torrentes de fuego de retorno, permitiendo
que se establecieran puntos fijos de armas. De manera gradual, dolorosa,
vanguardias aterrizadas combinadas de Angeles Oscuros y Lobos Espaciales
despejaron el terreno alrededor de sus lugares de impacto, empujaron,
tomaron territorio, y aseguraron puntos defensivos.

Las fuerzas del León llevaron a cabo lo prometido, apoderándose del


terreno en un amplio arco alrededor de la imponente mole de la Fortaleza
Carmesí. Sus lugares de descenso estaban concentrados alrededor del
mismo perímetro del área despejada por el bombardeo orbital, y
trabajaron con rapidez para asegurar lo ganado. Líneas de defensa Aegis
fueron derribadas por transportes de carga fuertemente blindados. Las
calzadas elevadas hacia el este y el norte fueron ocupadas y reforzadas,
desconectando el macizo central de más refuerzos.

El propio primarca de los Ángeles Oscuros dirigió la lucha más feroz,


forjando una posición bajo las murallas de tres ciudadelas occidentales,
cada una apenas menos impresionante que la propia Fortaleza Carmesí.
Las rampas corrían hacia arriba hasta las puertas de aquellas ciudadelas,
supervisadas por artillería pesada y custodiadas por batallones enteros de
Scarabines Faash.

Antes de que pudieran transportar por vía aérea su propia artillería fija,
los Ángeles Oscuros soportaron una maliciosa ola de fuego de supresión,
perdiendo escuadrones enteros en los intercambios iniciales. Podrían
haber vacilado entonces, de no haber sido por su primarca, quien dirigió la
primera repentina carga desde el lugar de descenso, conduciendo hacia
arriba por la primera de las rampas y asaltando las posiciones enemigas en
su cumbre.
En aquellos primeros minutos del ataque, cuando tanto estaba en riesgo,
el León fue irresistible, moviéndose demasiado rápido para ser rastreado
por las armas pesadas, impermeable al daño de las armas pequeñas, una
fuerza de la naturaleza desatada en los cielos surcados de suciedad de
Dulan. Las llamas saltaron tras él al mismo tiempo que los cielos eran
cortados por misiles lanzados desde la órbita. El primarca de la Primera se
encontraba acompañado por su guardia de honor — Alajos y los paladines
de élite de la Novena Orden, cada uno de ellos llevando largas hojas
amortajadas de energía y escudos contra explosiones. Cuando el León
alcanzó a los primeros defensores, saltó con limpieza a través de las líneas
de barricada y se estrelló en el corazón de ellas, repartiendo golpes a su
alrededor con la inmensa Espada del León. Cada barrido estaba guarnecido
de un intenso color verde de energía disruptiva, una que encendió una
rabia de fuego repentino en cualquier superficie a través de la cual se
abriera paso, de modo que la embestida del León pronto se vio envuelta en
mareas de misteriosa llama, una onda en forma de arco de asombro y
terror que barrió ante él. A través de todo condujo hacia delante, rápido
pero nunca apresurándose, el silencio de su enfoque siendo de alguna
manera tan aterrador como si los gritos del inframundo hubieran llegado
en su cortejo.

Por delante de él yacía la central de las tres ciudadelas secundarias que


había prometido asaltar. Las murallas se alzaban ante él, precipitadas y
lisas, coronadas con distantes almenas erizadas de armas. Estandartes con
el dragón negro y rojo del Tirano azotaban de modo loco en el golpeteo del
oleaje de la artillería y los oscuros cielos más allá de la cumbre chillaban
para entonces, surcados de columnas manchadas de humo de prometium
manchadas de hollín y alanceadas con el chisporroteo que quemaba las
retinas de rayos láser.

El León coronó la primera cumbre de muchas que permanecían entre él y


las alturas más allá. Su séquito se extendió a su alrededor y disponiendo
una alfombra de fuego de supresión, y su portaestandarte levantó el nuevo
estandarte del primarca: la gran espada alada de los caballeros de Caliban,
plateada sobre campo de verde bosque, el ícono de las cien campañas y
signo de fatalidad para innumerables mundos. Los Ángeles Oscuros
avanzaban con fuerza en todos los frentes, columnas enteras de
legionarios blindados barriendo hacia las alturas mientras el viento azotaba
sus capas y las llamas lamían las mismas murallas.

El león no dijo nada. No lanzó ningún grito de batalla, porque sus


caballeros no necesitaban nada para avivar su furia, y ya se habían dado
todas las órdenes. El primarca tan solo observó cómo las ciudadelas eran
invertidas con constancia, y las armas se colocaron en posición, y sus
capitanes se abrieron camino de manera infalible hasta sus lugares
asignados. Alajos y su séquito permanecían como centinelas a su
alrededor, la ceniza flotando a la deriva de un extremo a otro de sus
silenciosos cascos.

Entonces los cañones en las almenas de arriba se abrieron, haciendo


estallar trincheras en el terreno ante ellos y batiendo la tierra hasta hacerla
escoria. Destacamentos Scarabine estallaron desde las trincheras bajo la
sombra de las murallas y surcaron de un extremo a otro el quebrado
terreno para encontrarse con el invasor Pesados voladores Dulanianos se
quejaron sobre turboventiladores, listos para lanzar pasadas de
ametrallamiento y soltar su mortal carga.

El León miró la creciente tormenta y sintió la presencia a su espalda de


miles de sus hijos genéticos, y supo que miles más serían desembarcados
pronto y arrojados al corazón de la batalla. Sostuvo su espada en alto,
sintiendo temblar el metal al tiempo que los rayos caían y saltaban a lo
largo de su longitud.

—Un mundo más —dijo, con suavidad, un ritual tan antiguo como la
Cruzada misma—. Para ti, Padre, un mundo más.

Las puertas de la vaina de descenso se abrieron de golpe, el ardiente aire


nocturno de Dulan aulló y una vista de la creciente devastación se extendió
en todas direcciones. Sobre el oeste, a lo largo de la cumbre de una larga
línea de riscos, el resonante informe de fuego de bólter en masa delató la
posición del León. Al este, un largo camino distante, se podían distinguir
más de Las líneas defensivas de la Primera Legión.

Pero fue hacia el norte donde fue atraída la mirada de Russ: un terreno
que se alzaba creciente de un modo abrupto, ennegrecido por la erosión
del fuego. Franjas enteras habían sido aporreadas por descargas orbitales,
derribando los caminos hacia la Fortaleza Carmesí, ahora emborronando el
horizonte septentrional. Las torres se apretaban contra más torres,
empujando por espacio, retorciéndose una alrededor de otra y
mezclándose en muros fortificados que unían las torres y contrafuertes,
baluartes y revellines, todos levantándose y subiendo como los riscos de
Asaheim, y tan rojos como puestas de sol sangrientas. Era colosal,
testimonio de la sed de dominación de un hombre, la vanidad hecha
manifiesta en rocormigón y adamantium.

Ahora estaba ardiendo, sus murallas y parapetos enmascarados con


cataratas rodantes de humo sucio. Las principales lentes de escudo todavía
protegían la cumbre misma, pero las terrazas más bajas habían sido
mutiladas, y muchos de sus arcos escalonados se habían desplomado en
laderas de protección revuelta. Ahora el camino estaba despejado para el
asalto de infantería. Ya corrían las manadas, corriendo a paso largo desde
las varadas cápsulas de descenso y corriendo por las calzadas elevadas
hacia las poderosas puertas, donde los defensores salían corriendo a su
encuentro. Las armas de energía brillaron en la encendida noche,
acuchillando la penumbra como estrellas. Con la primera oleada de
guerreros en su lugar, los blindados aerotransportados de la Legión
salieron rodando a la intemperie: los tanques Predator se balancearon
hacia atrás cuando sus cañones principales abrieron fuego, los Land
Raiders se abrieron paso de un extremo a otro de la tierra batida. Por
encima de todo, las cañoneras colgaban a baja altura, quemando el
empuje hacia abajo al mismo tiempo que desataron todo su espectro de
asesinatos.

Russ inspiró con profundidad, degustando el sabor del mundo el cual


estaba a punto de sacrificar, sintiendo su miedo en sus labios. Freki y Geri
cruzaron la tierra ante él, la baba goteando de sus mandíbulas abiertas.
Bloodhowl ya había comenzado su avance por el flanco derecho.
Helmschrot se había topado con dura lucha por la izquierda, pero se estaba
abriendo paso hacia la primera de las puertas de la fortaleza. Las propias
fuerzas de Russ estaban donde le gustaba que estuvieran: el centro,
rodeado por el clamor de la guerra por todos lados.

Grimnir Blackblood avanzaba por delante, haciendo oscilar su gran maza


en círculos cada vez más anchos. Otros de los Einherjar fueron con él,
abatiendo al enemigo entrante con oleadas de precisos disparos de bólter.
Líneas de Scarabines se hicieron visibles en la niebla tóxica por delante, y
más allá de ellos los nebulosos contornos de los imponentes caminantes,
sus luces de cabina brillando a través de la oscuridad levantada.

Russ irrumpió en una pesada carrera, desenfundando a Krakenmaw. La


primera de sus presas emergió, entrando con pesadez en el alcance de
bólter de las manadas de Blackblood, sus unidades de escudo
flexionándose y destellando. No vieron su carga hasta que fue demasiado
tarde, y entonces él estaba entre ellos, abatiéndoles a su alrededor con la
gruñidora espada sierra. Krakenmaw Cortó a través de escudo y armadura,
arrastrando explosiones eléctricas de uno a otro extremo de la ancha
parábola del ataque. Russ comenzó a reír, aunque el sonido brotó de la
unidad de vox de su casco como una especie de arrastre bestial, espesa
con ruido blanco. Mató y mató, echando a un lado cuerpos al aplastarlos y
lanzándolos al aire. Cada golpe mortal produjo un nuevo grito de triunfo,
irradiando como una onda de choque.

Condujo la vanguardia hacia adelante, y alcanzaron el pie de la calzada


elevada. Los grupos de tanques habían alcanzado sus posiciones delanteras
para entonces, y enviaban olas de proyectiles chocando con fuerza contra
las paredes de la fortaleza. Mientras tanto, artillería más pesada estaba
caminado penosamente hasta el alcance: cañones de asedio, bombardas,
plataformas de gravitones y unidades más pesadas desplazadas sobre
cadenas. Los puntos de fuego enemigos, montados en lo alto a lo largo de
las distantes almenas, devolvieron fuego esporádico, lanzando proyectiles
de mortero y cúmulos de interferencia a la marea que se aproximaba, pero
el volumen de la misma hizo poco para abollar el masivo y creciente
impulso de la carga de los Lobos.

Las primeras manadas de caza alcanzaron la distancia de bólter las


primeras puertas, vastas creaciones de adamantium y granito en franjas,
enmarcado por columnas del ancho de un Titán y rematadas por el
inmenso icono de los Matorrales del Tirano de fuego laser en ángulo hacia
abajo desde puntos escudados, formando una celosía de fuego cruzado
que golpeó a través del humo y hacía hervir el aire. Un escuadrón de Land
Raiders intentando forzar un paso hacia las puertas selladas fue atrapado
en la vorágine y cortado en pedazos, su placa de blindaje combada y sus
cadenas cortaban en cintas. El terreno más allá de ellos, hervía con nuevas
divisiones Scarabine, saliendo como enjambres desde agujeros ocultos y
avanzando con pesadez hasta enfrentarse.

—¡Aguantad! —rugió Russ, alcanzando una cresta baja al sur de las


puertas.

Sus fuerzas formaron a su alrededor, alzando los estandartes de la VI


Legión contra las escarpadas alturas. Los escuadrones de blindados recién
llegados estaban tan cerca cómo se atrevían, abriendo fuego contra las
secciones de la muralla circundante, pero se mantuvieron cautelosos ante
la zona de matanza frente al propio portal.

Blackblood cojeó hasta su primarca, su armadura cubierta de marcas de


quemaduras. —Tomará algunas grietas —dijo.

Russ revisó el esquema del campo de batalla en la pantalla de su casco,


evaluando los despliegues, las zonas de descenso, los movimientos hacia
adelante. Los Angeles Oscuros estaban llevando a cabo un impresionante
progreso, cerrando sus cabezas de playa y extendiéndose para tomar
nuevo terreno. Tanto Bloodhowl como Helmschrot se movían hacia sus
respectivos objetivos de flanco con velocidad, dividiendo el territorio como
en un intento por superarse el uno al otro. Ambos jarls barrían de vuelta
hacia el interior ahora, devorando las filas de infantería enemiga en campo
abierto antes de dirigirse a unirse con su primarca. Sin embargo, toda esa
velocidad se perdería si las puertas permanecían cerradas.
—Oh, se romperán ahora —dijo Russ, observando el conjunto de
marcadores de ubicación rúnicos arrastrándose en su pantalla táctica—.
Disfrutarás de esto.

Cuando las palabras salieron de su boca, el suelo bajo de ellos comenzó a


vibrar. No era el errático ritmo de los proyectiles al explotar, sino el golpe
de martillo que gruñía de los motores, enormes motores, agrupados y
superpuestos en un crescendo de tal intensidad que sacudía la tierra.

La primera fila de ellos apareció a la vista: treinta tanques de asedio


Typhon, sus chimeneas eructando mientras alcanzaban sus puntos de
fuego designados a lo largo de la cresta del risco. Tras su estela llegaron los
verdaderamente enormes reductores de fortalezas — diez Unidades
Shadowsword de la Legión, cada una cargando un único cañón Volcano,
amortajado en cintas de humo y balanceándose con pesadez. Los
superpesados se abrieron camino crujiendo y aplastando a través de los
campos de la lucha y los muertos, propulsados hacia delante a través de la
ceniza y el barro por sus enormes trenes motrices.

—Sacerdote de Hierro —dijo Russ a través del vox—. ¿Está todo según tu
satisfacción?

La voz de Kloja crepitó por el enlace. —Las comunicaciones se están


atascando, señor. Pero trabajo en ello y te escucho ahora.

—Entonces da la orden.

El último de los tanques se hundió en su posición, sus orugas se cerraron


con fuerza y su núcleo de energía potencia derivando del movimiento
hacia delante al control de artillería. El enemigo espiaba el peligro, y se
recuperó la densidad del fuego láser, pero simplemente tintineó y rebotó
de un extremo a otro de la gruesa armadura de los superpesados,
haciendo poco para obstaculizar sus preparativos.

Entonces Kloja dio la orden.


Incluso a través de lentes de casco reactivas, incluso con la alimentación
auditiva disminuida, la detonación generó sobrecarga sensorial. El aire
ardió en blanco; el suelo se tambaleó, imponentes columnas de humo
brotaron de cada cañón, enroscándose en imponentes columnas de
oscuridad, bajo las cuales saltaron lanzas de fuego, una tras otra, una
sinfonía de cañonadas repetidas, duras como un martillo.

Las puertas de la fortaleza desaparecieron tras un arrollador oleaje de


explosiones. Sus cimientos se estremecieron y sus almenas se estrellaron
contra las cascadas de polvo de rocormigón. El fuego láser continuaba
volviendo, perforando la cabalgata de destrucción, pero ahora se hallaba
empantana por la vorágine siendo desatada por delante de la misma.
Proyectil tras proyectil golpeó de lleno, luego otro, luego otro, cada uno
despachado con terrible, metronómica cadencia. Estelas de humo
hirvieron y se multiplicaron, obstruyendo todo con ceniza.

Aun así las puertas aguantaron. Las bandas de hierro se derritieron, el


granito explotó, los poderosos ejes de las puertas se agrietaron, pero el
núcleo permaneció intacto de una manera desafiante.

—¡Más! —rio Russ, deleitándose con la muestra de poder, el despliegue


del asombroso potencial de la Legión. Los largos meses de persecución de
combate tras combate en otros mundos, cada uno llevándoles solo un
poco más cerca, acompañados por las provocaciones y las provocaciones
del autodenominado Tirano, estaban llegando a su fin. Casi podía sentir
esa garganta a su alcance ahora, y la vista del terror en los ojos del mortal
cuando Morkai fuera a por él. Todo lo demás – la conquista de los mundos
Dulanianos, la extensión del Imperio, el largo proceso de sumisión y
restauración: todo eso no significaba nada. Como siempre fue para él, la
lucha era personal, un ajuste de cuentas, la deuda de sangre de las eras.

El bombardeo contra las puertas se aceleró aún más, haciendo que el


adamantium brillara con calor. Más grietas serpentearon de uno a otro
extremo de los paneles principales, brillando desde dentro al mismo
tiempo que la estructura sobrecalentada comenzó a doblarse.
Los marcadores de ubicación de Helmschrot se acercaban con rapidez,
barriendo bajo la sombra de la muralla occidental y conduciendo todo
delante de ellos. Bloodhowl no se encontraba muy lejos — estaría a la
cabeza de la calzada elevada en cuestión de minutos.

Luego, con un profundo y escalofriante retumbo, llegó la primera ruptura.


Más proyectiles alancearon, golpeando con fuerza contra la línea de falla, y
la brecha se ensancho. Las llamas se derramaron desde la brecha,
desmoronándose en coágulos líquidos por las paredes que temblaban. Los
chasquidos repicaron agudos y resonantes. El muelle derecho se
derrumbó, reventado en pedazos, bañando la aproximación con una lluvia
de gruesas acumulaciones de mampostería. Desprovistos de apoyo, los
pilares de la izquierda fueron los siguientes, implosionando bajo el
incesante bombardeo y arrugándose como acero martilleado. Los puntos
de disparo en las almenas se desplomaron sobre la ruina de las puertas, los
gritos de los operadores perdidos en el tumulto que se deslizaba.

Entonces el bombardeo se detuvo.

Por unos pocos momentos, a medida que las montañosas cortinas de


humo se elevaban a la deriva, el aire estuvo lleno de repentino silencio,
roto solo por los distantes sonidos de la guerra que se acercaba. Una vasta
nube de polvo y escombros se deslizó a la deriva con pereza de regreso a la
tierra, disipándose con lentitud. Cuando las nubes se separaron, se reveló
la vista de la ruina: un enorme agujero donde antes había torretas,
ahogadas por los escombros reventados y carbonizados de las defensas de
la fortaleza.

Russ fue el primero en levantarse, blandiendo a Krakenmaw.

—¡A mí, Vlka Fenryka! —Tronó, corriendo hacia abajo por la pendiente
de la cresta con sus Lobos verdaderos tras él, sus pieles volando detrás de
él.

Al igual que una creciente oleada de mares de invierno, la jauría


respondió a la llamada, abrumando a través del terreno aún ardiente y
trepando por los matorrales de puntales y agarres. Se reanudó el fuego de
artillería de la Legión, inclinado más abruptamente ahora y lanzó girando
sobre las cabezas de la embestida de infantería. Los tanques comenzaron
de nuevo su despiadado arrastrar, abriéndose camino arrastrándose a
través del residuo de su anterior asalto a distancia y rastreando en busca
de objetivos en la oscuridad por delante. Las cañoneras ascendieron más
arriba, sin prestar atención a la debilitada artillería que todavía los seguía y
enviando fuego de bólter pesado cortando como guadañas las expuestas
entrañas de la fortaleza.

Pero ninguno era más rápido que su amo. Leman Russ ascendió las
últimas laderas de detritus, Freki y Geri trotando a su lado, su espada sierra
gimiendo e irrumpió a través de las puertas en ruinas. Ignorando las
reducidas nubes de fuego laser que bailaban de un extremo a otro de los
escombros, inclinó su espada hacia la torre más alta, todavía de pie,
orgullosa sobre un mar de llamas y niebla tóxica.

—Encógete de miedo ahora, Tirano de Dulan —gruñó Russ, caminando a


través del umbral y dentro de la Fortaleza Carmesí—. Tu asesino tiene tu
olor, no queda ningún escondite.

Jorin enterró su hacha con profundidad en el pecho de un guerrero


mecanizado Scarabine. Los escudos estallaron al fin explotó, y el guerrero
sufrió espasmos sobre la hoja, con las extremidades retorciéndose. El jarl
tiró hacia atrás, solo para que el soldado Faash lo agarrara, alcanzando su
arma de brazo con un guantelete que arrojaba chispas.

Enfurecido, Jorin atacó de nuevo, cortando el brazo a la altura del codo.


Sajó hacia abajo, luego una vez más, golpeando al Scarabine y
reduciéndole a una rota colección de fragmentos de armadura.

—¿Que tienes que hacer? —gruñó, alejándose de los escombros a


zancadas.

—Algo así —observó Bulveye, luchando al lado de su hombro.


Los dos empujaron hacia delante, posicionados a la cabeza del avance de
la compañía. Las humeantes puertas de la fortaleza se alzaban por encima
y alrededor de ellos, envueltos en ardientes coágulos de polvo. Un Fire
Raptor hizo un ruido sordo en lo alto, ardiendo de manera constante desde
sus monturas de armas hacia la semiarruinada ciudadela.

Ulbrandr condujo una manada arriba hacia el flanco derecho, bordeando


los pies en ruinas de los límites de la puerta y conduciendo con dureza
hacia los escombros más allá. Hjalmar tomó otra manada arriba por el
flanco opuesto, a la caza de unidades Scarabine aún atrincheradas en las
ruinas. El bombardeo anterior fue minucioso y sostenido, reduciendo
incluso las más fiables edificaciones a poco más que montones de
escombros, pero el destrozado terreno ralentizó el avance de la infantería,
y ofreció mil escondites para los francotiradores y escuadrones de la
muerte de contraataque.

Jorin se agachó detrás de un derribado pedazo de rocormigón del tamaño


de un Rhino, tomando un momento para evaluar el esquema táctico.
Bulveye ordenó a la manada que se adelantara, luego se unió a él.

—El primarca hace un rápido progreso —dijo Jorin, estudiando su lente


de augurio y tomando nota de los plumeros de runas avanzando de un
extremo a otro del mapa de la ciudad—. Helmschrot estará pronto con él.

Bulveye echó un vistazo a los datos, luego se agitó por encima de la línea
de cobertura para desencadenar una serie de proyectiles de bólter. Se
deslizó de vuelta hacia abajo cuando llegó el fuego de respuesta, ahora mal
dirigido y sumido en el pánico—. Entonces tenemos que ser más rápidos.

Jorin asintió. —Eso se puede hacer.

Salió de la cubierta con un empujón, saltó por encima de la pantalla de


escombros y salió a todo correr hacia campo abierto. A cada lado de él,
torres de escombros derrumbados marchaban hacia arriba por las
empinadas inclinaciones, algunas niveladas ahora a media altura, otras
tambaleándose en sus cimientos. Russ había dirigido una línea de fuego
directa hacia arriba por el centro, haciendo uso de sus tanques para
aplastar las sólidas defensas antes de enviar a la infantería para limpiar las
ruinas

Los edificios sin techo se alzaban alrededor de ellos, con bordes negros, la
mayoría ardiendo. Las calles por delante eran estrechas y traicioneras,
talladas en la piedra roja y el polvo rojo que hacía que el planeta entero
pareciera una herida. La compañía se filtró a través de la miríada de
caminos, obligados a luchar en cada encrucijada y plaza abierta. La
resistencia se volvió obstinada cuando los defensores supervivientes se
unieron por delante de ellos, y el ritmo se desaceleró, degradándose en un
agotador trabajo pesado de hacha en medio de las barricadas y trincheras.
En el momento en que el sector fue despejado y el siguiente avance en
marcha, Ulbrandr regresó al lado de Jorin. El crozius del sacerdote estaba
negro por las manchas de sangre carbonizadas.

—Jarl, tengo lo que pediste —dijo.

Jorin se detuvo, acercándose. —Dime dónde.

Ulbrandr se agachó para evitar un deshonesto destello de fuego de láser


de las líneas de batalla más arriba.

—Los sensores están perturbados —dijo, agazapado al socaire de una


pared medio demolida—. Las comunicaciones son pobres, pero encontré
un marcador de vida.

—¿Dónde?

Ulbrandr Le mostró el escáner de augurio. Un blip, no más que un


pequeño punto de luz, brillaba a menos de cinco kilómetros hacia el este,
todavía dentro de los límites de la fortaleza, pero enterrado en sus
laberínticos niveles exteriores—. Nos sacará de nuestro camino.

Jorin calculó las distancias. El escaneo mostró una ruta — una ruta difícil,
pero una posible — serpenteando bajo las murallas de los niveles
superiores, ignorada por gran parte de los cañones de torre supervivientes
de la ciudadela. —Hel—, suspiró.
—Tienes que decidir ahora —dijo Ulbrandr—. Russ ya ha alcanzado las
puertas interiores—. Nos querrá con él.

Jorin quería estar allí también, justo en la culminación de la caza de meses


de duración, pero ya había jurado—. ¿Y esta señal, resiste? —preguntó.

—Por ahora.

—Entonces dirige la compañía —dijo—. Tomaré a Bulveye y tres


manadas. Luchar al lado del primarca: me reuniré contigo cuando pueda.

Ulbrandr asintió. —Se rápido entonces. Esto se acerca a su cierre.

Helmschrot lideró a su vanguardia hasta el cadáver de la sala rota. El


espacio había sido grande una vez, un ancho piso había sido flanqueado
por filas de pilares de soporte, cada uno cubierto con las ubicuas banderas
de dragones. Quizás había sido ceremonial, un lugar para traer a los
preciados cuadros de guerreros Dulanianos para recibir honores, aunque
ahora su lustre había desaparecido para siempre. El techo había sido
reventado, exponiendo a los guerreros reunidos en el interior los ardientes
cielos por encima. Ahora pisaban alrededor de un revoltijo de vigas
colapsadas y mármol pulverizado; las paredes marcadas de viruelas de
impactos de bólter, las banderas arrancadas o quemadas donde habían
colgado.

Desde más allá de las paredes rotas, se podía escuchar el pesado gruñido
de los motores de los tanques subiendo por las empinadas y sinuosas
calles, triturando las losas de piedra bajo sus cadenas. El ruido sordo del
fuego de mortero ahora era implacable, puntuando el traqueteo de
estaccato del fuego de armas pequeñas.

Russ estaba esperando a su jarl. Sus lobos verdaderos estaban con él, su
pelaje espeso con polvo, sus mandíbulas brillando. Ogvai saludó, luego
miró a su alrededor la extensión completa de la devastación. —
¿Agradable, señor? —preguntó.
Russ se abrió paso haciendo crujir los escombros—. Inmensamente.
¿Cómo va?

—No huyen —dijo Ogvai, agitando la hoja de su hacha hacia abajo—. Eso
ahorra tiempo.

Desde lo más alto de las escarpadas laderas de la fortaleza, resonaron


amortiguados estallidos, haciendo temblar el suelo y las paredes
derramando más escombros. Russ comenzó a ir y venir, con impaciencia,
acercándose a sus lobos.

—No Bloodhowl —murmuró, perturbado—. ¿Por qué están bloqueadas


las manadas de comunicaciones? ¿Te ha voxificado?

Antes de que Ogvai pudiera responder, llegó el Sacerdote Rúnico Heoroth,


caminando a través de un pórtico bombardeado en el borde oriental del
complejo de salones—. Hailir, Rey Lobo —dijo, haciendo una reverencia.

—¿Y? —preguntó Russ, con impaciencia—. ¿Mi jarl?

—Ulbrandr se acerca.

Russ agarró la nuca de Freki, y hundió sus dedos con profundidad. —Pedí
a Bloodhowl.

—El jarl no está con él.

Helmschrot emitió un bajo gruñido de frustración. —Será mejor que esté


muerto, entonces. Si se ha ido por su propio camino...

—Lo necesito aquí —dijo Russ, simplemente.

—Sus fuerzas están avanzando.

—No necesito sus fuerzas, lo necesito a él. Huesos de Morkai, ha estado


de un extraño humor desde el principio de esto—. Russ giró en redondo,
emitiendo más órdenes a través del comunicador, que silbaba con la
interferencia que los persiguiera desde el aterrizaje.
—No tenemos que esperar —dijo Helmschrot—. El último nivel está a
nuestro alcance.

Russ lo miró. —Preguntaste si vi algún defecto en ellos —dijo—. Tenía la


esperanza de que no. Tenía la esperanza de asegurarme de ello. —
Escupió una maldición—. ¿Cuán atrás ha caído de nuevo?

—Ha llevado su séquito al barrio oriental —dijo Heoroth.

—Entonces no muy lejos —dijo Russ, convocando a Blackblood con una


gesto ondulante.

—Señor, déjalo ir —dijo Helmschrot—. Tenemos los números. No


podemos arriesgarnos...

—¿A dejar escapar al Tirano? —Russ se echó a reír—. ¿A dónde


escapará? Sus cielos son nuestros, sus muros han desaparecido. Se
quedará. Tengo mi propia casa para poner en orden primero.

Blackblood pisoteó, junto con el resto de Einherjar. —¿Vuestras órdenes?

—Tú, conmigo —ordenó Russ, indicando a Blackblood y las dos manadas


con él—. Y tú —le dijo a Helmschrot—, asegura este sector. Traer los
blindados hasta el siguiente nivel y comienza el bombardeo de la parte
superior seca, pero no irrumpas. Todavía no.

El primarca comenzó a moverse, sus lobos deslizándose junto a él, una


peligrosa urgencia en su andar.

—Le fue dada una orden —gruñó Russ—. Si tengo que abrirle el cráneo
para hacerlo, aprenderá a obedecerla.

El Maestro de Capítulo Alajos limpió el residuo del combate de sus


hombreras antes de entrar en la cámara. Todo dentro de los niveles
superiores de la ciudadela se hallaba ahora recubierto de polvo sangriento.
El aire estaba cargado del mismo, una nube de suciedad que se obstinaba
con los respiradores y hacia tartamudear los motores de los vehículos. Los
Ángeles Oscuros habían reducido la mitad de las estructuras alrededor de
ellos a cráteres, y el resto permanecía con rigidez en medio de un yermo
de cadáveres y cascos quemados de tanques, su simetría desaparecida y
sus corazones vacíos expuestos al viento guarnecido con llamas.

Con lo peor de la suciedad eliminada, hizo un gesto hacia su séquito y las


puertas fueron abiertas de golpe. Alajos entró en la que había sido la
cámara más alta de la ciudadela capturada. Sus esbeltas ventanas habían
sido reventadas durante los primeros ataques de mortero y el cristal estaba
esparcido por el suelo en relucientes montones. Debajo de los vacíos
dinteles de piedra que podía ver hacia el este, a lo largo de las tierras bajas
y sobre la mayor masa de la Fortaleza Carmesí. Olas de humo se agitaron
con densidad desde sus niveles más bajos hasta su cumbre, alimentadas
por los estallidos de tanques de prometium y los restos inflamables de las
armerías del bastión.

El León permanecía junto a los restos de un ornado escritorio de cierta


clase, de pesadas columnas y coronado con piedra de color perla.
Cadáveres dulanianos, tanto blindados como con túnicas civiles, tendidos
en el suelo, desfigurados por heridas de salida de proyectiles de bólter.
Más legionarios permanecían en los bordes de la cámara, vigilando por
encima de las ventanas vacías.

El León levantó la vista al tiempo que Alajos se acercó.

—Noticias de Gahael —anunció el primarca.

Alajos llevó a cabo su saludo, asegurándose de que nada de su cansancio


fuera evidente en el gesto—. La batalla por la ciudadela ha sido llevada a
cabo a gran velocidad, pero aun así gran parte de la lucha ha sido cruel.

—Es victorioso, entonces —dijo Alajos.

—Se han tomado los generadores de escudo —dijo el León, sonando


satisfecho—. Ven, querrás ver esto.

Los dos caminaron hacia la pared oriental de la cámara, desde donde la


matanza más allá podía ser atestiguada a través de los abiertos marcos de
las ventanas. Stormbirds de la Primera Legión rodeaban las alturas de la
ciudadela ocupada, buscando los últimos bolsillos de resistencia. Fuera, a
través de las llanuras, los grupos de tanques forzaban su paso al este y al
sur, cerrando rutas de aproximación y estableciendo barreras a cualquier
posible contraataque.

La noche había llegado a su nadir. Ninguna estrella resplandecía bajo las


pesadas capas de nubes, y los fuegos que se extendían pintaron el paisaje
de un color rojo más oscuro, como metal caliente y oxidado. El contorno de
la Fortaleza Carmesí se amontonó contra el horizonte oriental, montañoso,
sus flancos oscurecidos contra el movimiento de las llamas. Hasta aquel
momento, la cumbre de esa fortaleza había estado envuelta en las
translúcidas pantallas de los escudos de vacío, haciendo que el único
acceso a los tramos superiores fuera a través de los muchos niveles de
terrazas por debajo. Ahora, incluso mientras Alajos y su primarca miraban,
el aire sobre la fortaleza se flexionó, se consumió y luego chasqueó y se
convirtió en oscuridad, su sudario protector extinguido como una llama de
vela apagada.

—Gahael ha sobresalido —dijo Alajos, con sentimiento. Él sabía cómo de


bien defendidas habían estado las zonas de los generadores, y lo duro que
Gahael debía haber luchado para tomarlos.

—En efecto —dijo el León—. Pero esto aún no ha terminado.

El primarca convocó un hololito táctico, extendido sobre por toda la zona


de combate. Docenas de runas marcaron los despliegues principales,
mostrando la disposición actual de la Novena Orden en el interior de la
ciudadela capturada, y los movimientos de Gahael lejos al norte. En el
extremo oriental, más allá de la Fortaleza Carmesí y muy lejos en los
yermos más allá, fueron indicados los destacamentos de Moriaen. —Han
permanecido estáticos, restringidos a sus lugares de descenso e
incapaces de escapar tal como lo habíamos planeado —dijo el León, con
gravedad—. Ya se están agrupando allí, buscando socorrer a la fortaleza
desde el este.

—Moriaen los mantendrá.


—Quizás. Sería mejor si no tuviera que hacerlo. —El primarca llamó a
uno de sus ayudantes, Orfeo, un anciano mortal vestido con túnica,
cargado con placas de datos y dispositivos de comunicación. —¿Cómo
progresa mi hermano?

Orfeo comprobó dos veces las lecturas de sus sensores. —Los lobos se
encuentran estancados, mi señor. Sin movimiento. Las indicaciones son
que han alcanzado el penúltimo nivel, y luego se han detenido.

Alajos digirió eso. Las defensas más formidables de la fortaleza parecían


estar en el perímetro, y aquellas habían sido rotas. Era raro que los Lobos
hicieran una pausa en su furiosa embestida. Al menos, eso era lo que su
reputación siempre había sugerido.

El León miró a través de la ventana vacía y su oscuro yelmo reflejó la luz


del fuego. —Podríamos terminar esto ahora —dijo, pensativo—. Los
escudos han caído — podríamos teletransportarnos al santuario, cortarle
la cabeza. El asunto entero podría cerrarse.

—Cierto —dijo Alajos, con cuidado—. Pero es el premio del Rey Lobo.

El León se rio. —¿Es este entonces algún juego, para el deporte de los
niños? Cuanto más dure, más presionado estará Moriaen.

El primarca echó un vistazo de vuelta a las lecturas tácticas. La posición se


encontraba preparada. Las ganancias iniciales habían sido masivas, pero la
pérdida de impulso aún podría convertir el asalto en un atolladero. Los
recursos de un planeta entero habían sido movilizados y regresaban
corriendo hacia la fortaleza, millones de hombres, todos con un único
objetivo.

Y había una salida eficiente, una muerte limpia en oferta. Sabían dónde
estaba el Tirano, y le habían despojado de la última de sus defensas.

—¿No pueden los Lobos llevar a cabo el mismo movimiento? —preguntó


Alajos, incierto.

Orfeo husmeó. —Se rumorea que les disgusta el teletransporte.


El León negó con la cabeza. —Lo harían si lo necesitaran, pero están
bloqueados. Algo los retiene. ¿Podemos abrir un canal a mi hermano?

Orfeo parecía dudoso. —La fortaleza está en estática, alguna


interferencia. Dudo que sus comunicaciones funcionen bien.

El león dejó escapar un suspiro irritado. —Y todo el tiempo tenemos la


oportunidad, allí, esperando—. Sus dedos jugaron a lo largo de la
empuñadura de su espada, todavía en su vaina.

A Alajos no le gustó el sonido de eso. Había visto la forma en que el Rey


Lobo había estado en el consejo en la Razón Invencible: ardiente con un
apenas contenido celo por completar, obsesivo con la meta de una manera
que ningún hijo de Caliban podría estar ninguna vez. No fue orgullo, sino
necesidad. Aquellas pocas horas le contaron a Alajos todo lo que
necesitaba saber sobre los dos primarcas y sus diferencias esenciales. El
León era un monarca, un domador de bestias, un maestro de ciudades.
Russ era un arma, una explosión controlada, un portador de frenesí.

Así que importaría, si la presa le fuera arrebatada. Importaría mucho.

—Si pide mi consejo, señor —dijo Alajos—, deberíamos contactarlos.


Informar a Russ de que el camino está despejado, dejarlo correr el riesgo.
Ya hemos peleado suficiente aquí, y Moriaen debe ser reforzado.

El León no respondió de inmediato. Alajos lo había visto así en otras


ocasiones, se había presentado una apertura, al igual que en un duelo
cuando el espadachín oponente de repente baja la guardia. El genio para
explotar cualquier la oportunidad era lo que lo había convertido en el
maestro de Caliban, y aún marcaba su rápido ascenso a través de las filas
de los más renombrados generales de la Gran Cruzada, tal vez incluso para
rivalizar un día con Horus y Guilliman. El León se preocupaba por aquella
reputación, y por el conteo de victorias marcadas por la Hueste Cruzada en
Terra.

Al final, el León se apartó de la fortaleza, de vuelta a Orfeo y su


estrategos, pero su mano nunca dejó su empuñadura de espada.
—Trata de alcanzarlo —le dijo el primarca a Orfeo—. Infórmale de que la
cumbre está abierta al ataque por transporte de disformidad, si aún no es
consciente. —Dejó escapar una risa irónica—. Y, si te apetece probar
suerte, dile que estamos listos para ayudar.

Alajos se relajó, aunque solo por una fracción. —¿Y si no puede ser
alcanzado?

El León se encogió de hombros. Su mirada parecía ser atraída hacia el


este, por encima de la Fortaleza Carmesí, como si fuera arrastrada por una
irresistible fuerza de gravedad.

—Esperamos —dijo—. Por ahora.

Cuanto más al este empujaban, más pesados eran los combates. Los
Scarabines de la fortaleza se mantuvieron resueltos, sin dejar barricadas
desocupadas y disputando cada intersección. Jorin, Bulveye y las tres
manadas de caza fueron tan rápidos como fueron capaces, no intentando
destruir ya todo lo que tenían ante ellos, sino simplemente llegar a su
destino a tiempo. Las tropas Faash, una vez que se dieron cuenta de que
los blindados pesados de la VI Legión todavía se movían al norte hacia la
cumbre, se acercaron a ellos, lanzando ataque tras ataque desde la
cobertura de sus edificios devastados por las bombas.

Todavía corriendo, Jorin viró más allá de las explosiones mientras se


disparaban, usando cada fragmento del sentido de batalla con el cual había
nacido. Cada momento que pasaba hacía que su decisión pareciera más
una traición, una negligencia en los juramentos que había jurado como un
mortal hacia generaciones. No podía haber justificación para abandonar el
frente de batalla cuando se le había ordenado seguir adelante. Si le
hubiera dicho la verdad a su señor feudal, tal vez aquello hubiera sido
diferente, pero las capas de secretismo habían crecido, superponiéndose
una sobre otra hasta que el oscuro núcleo en el corazón de su compañía se
hinchó para expulsar otras consideraciones. El miedo, el que le molestara
desde el descubrimiento de Haraal, nunca se había ido. Todos habían
experimentado el juicio de la bestia, en las tierras vírgenes con el
abrasador dolor de la Canis Helix quemando su sangre. Lo recordaba con
más claridad que la mayoría, habiendo sido mayor y habiendo estado más
cerca de la muerte. Para todos ellos había existido aquel único, terrible
punto donde los caminos de la vida se habían bifurcado, por una parte se
extendía de vuelta al mundo de la humanidad, y por otra en el olvido de lo
feral. Pareció entonces como si la elección nunca sería enfrentada de
nuevo, lo habían mirado a los ojos y lo habían batido, y emergieron al otro
lado.

Pero ahora eso había cambiado. Asomaba la posibilidad de que nunca


estarían libres de las pruebas, y que en cualquier momento el dolor podría
volver, arrastrándolos de regreso a sí mismos y destruyendo el barniz de
humanidad que había mantenido acorralada a la bestia. Para los hermanos
lobos, para Dekk—Tras, los que habían sufrido las pruebas de un modo
tardío, aquella oportunidad parecía la más peligrosa de todas. Jorin nunca
se había arrepentido antes de su decisión, y tampoco lo había hecho
Bulveye, ni ninguno de los otros que se atrevieron. Muerte con honor o
inmortalidad en la gloria, aquella había parecido la elección, y una que
todos habían llevado a cabo con los ojos abiertos y el alma riendo.

Ahora no. Había una tercera posibilidad: la regresión a algo mucho peor,
como desdichado por los fracasos en las tierras vírgenes de Asaheim,
quienes eran entonces cazados, o arrastraban una vida de dolor y locura
hasta que los venenos de la Helix por fin los arrastraban al olvido. Y así el
secreto tenía que ser mantenido, al menos hasta poder estar seguro de lo
que estaba trabajando. Si existía un defecto, podría ser curado en un
tiempo determinado, dada la comprensión, y mientras tanto las señales
podrían estar ocultas y el conocimiento contenido, incluso al precio de
ignorar la orden de un señor feudal.

Su destino se acercaba ahora, y los edificios revoloteaban en un borrón de


sombra y llama. Saltó de uno a otro extremo de los paisajes de abandono,
sin prestar atención a los punzantes dolores en sus músculos fatigados por
el combate. Continuó luchando, derribando a cualquiera que llegara ante
él, despachándoles con una urgencia que no había estado presente ni
siquiera en aquellos últimos momentos en el cazador—asesino.

Nunca había ido contra Russ cuando ambos se habían creído mortales
Sólo ahora, después de que cada uno hubiera sido elevado al estado de
semidioses, había crecido con lentitud la grieta. Quizás el puente nunca
hubiera podido cruzarse. Quizás los escépticos habían tenido razón, y los
hermanos lobo deberían haber permanecido como hombres, muriendo
como habían vivido mientras su maestro ocupaba su lugar entre el panteón
del Padre de Todos.

—Los tengo —voxeó Bulveye, corriendo a todo correr a la derecha de


Jorin. El marcador de localización apareció en la pantalla del casco de Jorin,
cincuenta metros por delante, un nivel por debajo, enterrado en algún
lugar en el conjunto de edificios ante ellos. Ahora estaban lejos de las
principales zonas de asalto, y en aquellas áreas gran parte de la fortaleza se
encontraba relativamente intacta.

—¿Señales de vida? —preguntó Jorin, dirigiéndose por el último callejón


antes del objetivo, manteniendo su bólter suelto y listo—. Hel, ¿qué pasa
con las comunicaciones?

—Sólo una señal —confirmó Bulveye. La voz del huscarl traicionó su


tensión—. Débil, pero presente.

Llegaron al final del callejón, y el espacio abierto se extendió ante ellos.


Un patio, indemne por daño de mortero, corriendo por delante otros diez
metros, después de lo cual un imponente edificio cerró el extremo lejano.
Tenía el aspecto de un templo o una catedral, repleta de agujas que se
alzaban como dedos agarrando hacia el cielo surcado de fuego.

Otros edificios encerraban los flancos izquierdo y derecho de la plaza; sus


bombardeadas ventanas vacías y parpadeantes.

En frente de la catedral, un escuadrón de tropas mecanizadas Dulanianas


esperaban, abriendo fuego tan pronto como los Lobos salieron a terreno
abierto. No hubo tiempo para el subterfugio o diversión: la manada se
dirigió directamente al enemigo, disparando a la carrera.
El patio pronto se llenó con el zumbido y el golpear de los proyectiles de
bólter, así como el escalofriante crepitar de las pistolas de interferencia al
descargar. Un guerrero de la manada de Bulveye fue golpeado de lleno,
volcado y arrastrado de nuevo a través del rocormigón, su armadura
crepitando con energía liberada. Otros tropezaron, golpeados la pierna o el
brazo y estrellados contra el suelo en una madeja de sangre y ceramita
desgarrada. Los Scarabines también cayeron, sus escudos abrumados con
ataques de bólter en masa. Para el momento que se cargaron para una
segunda salva, los Lobos estaban entre ellos, azotando con espada y hacha,
impulsando cada golpe con la desesperación del tiempo acabándose.

Jorin abrió un paso aporreando a través del enemigo que se tambaleaba,


rajando gargantas y rompiendo cables. Aparto a la fuerza a un guerrero,
golpeándolo contra la pared el almacén, antes de golpear duro, una vez;
dos veces, una tercera vez, conduciendo su casco hasta el hueso por
debajo. El soldado Faash se derrumbó, y luego Jorin se movió de nuevo,
disparando contra las grandes puertas del templo y reventándolas contra
sus bisagras. Corrió al interior, derribando el hueco de la escalera más allá,
tomando los escalones de tres en tres, golpeando el nivel del suelo,
girando alrededor de la esquina, cargando hacia la cámara interior más
allá.

El interior era oscuro como el carbón, sus altas ventanas cubiertas y sus
lúmenes apagados. Por un momento, incluso la vista de Jorin luchó para
compensar, y durante medio segundo se sintió como si hubiera sido
arrojado al vacío.

Luego, los reflectores cobraron vida de repente, iluminando una nave


arqueada, cubierto por los emblemas del dragón del Tirano, sus paredes
tan carmesíes como las escarpas exteriores de la fortaleza. A veinte metros
por la nave se alzaba un proscenio que se extendía por el ancho entero de
la sala. Por encima del escalonado escenario había un andamio que se
extendía hacia arriba en dirección a la piedra angular del arco, del cual
colgaba una enorme jaula, con barrotes de hierro y balanceándose. En el
interior de la jaula, babeando y bestial, se hallaban los restos de un
guerrero. Era tal como había sido Haraal, arañando los barrotes, su cara
deformada con baba y sangre y el pelaje enmarañado, su armadura
desechada ya que su cuerpo se había hinchado y encorvado. Su carne
expuesta mostraba signos de tormento, y grandes muescas abiertas corrían
a lo largo de sus extremidades desnudas.

Bulveye se unió a Jorin en la cámara, seguido del resto de las manadas, y


se extendieron por el suelo del templo, estupefactos por el espectáculo de
arriba. Igual que en el puente del cazador—asesino, apuntaron los bólteres
contra el cautivo, aunque la orden de disparar no llegó. El guerrero mutado
en la jaula no mostró reconocimiento de sus hermanos mayores, pero se
lanzó contra el metal, aullando y desgarrando sus ataduras y haciendo que
la jaula oscilara de un modo loco.

Jorin tensó su dedo en el gatillo de su bólter, sintiendo una familiar


náusea encenderse en las profundidades de su estómago. Todo lo que
tenía que hacer era decir la palabra, aunque se congeló en sus labios,
encerrado en un estancamiento de repulsión.

Luego su cuenta de comunicaciones, que había hervido con estática desde


el asalto, se aclaró de repente. Las contraventanas en lo alto de las paredes
de la cámara se deslizaron hacia atrás, revelando generadores de imágenes
apuntando hacia el escenario. Los generadores cobraron vida zumbando, y
los emblemas del dragón sobre el andamio se encendieron de repente con
una espeluznante luz de fondo.

—¡Fuerzas de Faash! —llegó una grabación de vox, reproducida a un


ensordecedor volumen desde los altavoces de un extremo a otro de todo
el arco del proscenio. —¡Conoced ahora la naturaleza de aquellos que
asedian Dulan! ¡Mirad el verdadero rostro de vuestro enemigo y perforad
sus mentiras! ¡Guardaos del alienígena, el mutante, el hereje!

Las imágenes de la captura de video de repente irrumpieron en la


alimentación de video del casco de Jorin, apartando de un empujón la
superposición táctica y llenando el visor con imágenes en primer plano de
la bestial cara del guerrero. Cliqueó con un parpadeo para quitarlo, pero se
deslizó de vuelta en su lugar, superponiéndose y mezclándose, abarrotado
con las malhumoradas y gruñonas caras de la bestia por encima.
Abrió fuego, apuntando a los generadores y aplastándolos. Su manada
hizo lo mismo, enviando proyectiles a las bóvedas y derribando los
dispositivos en una granizada de chispas que rebotaron.

La grabación de vox se cortó, las imágenes parpadearon.

—¿Qué fue eso? —preguntó Bulveye, sonando aturdido.

Antes de que cualquier respuesta pudiera llegar, las galerías sobre ellos a
cada lado se llenaron con soldados, docenas de ellos, abriendo fuego sobre
ellos desde los altos puestos y enviando rayos láser que perforaron el piso
de la catedral. Más empezaron a descender desde las alturas, y otros se
derramaron por los pórticos detrás del escenario.

Jorin se retiró sin parar, disparando a los recién llegados mientras los
bólteres de sus manadas enviaban salvas de respuesta al enemigo.

—No tengo idea —dijo con gravedad, escogiendo sus objetivos—. Pero
no nos vamos. No sin llevarnos eso con nosotros.

Orfeo levantó la cabeza con brusquedad, quedándose sin palabras por un


momento. La alimentación visual se aclaró, pero lo que acababa de ver era
difícil de olvidar. —He cometido un error, señor —dijo con cautela—. La
interferencia sobre la fortaleza no fue un accidente, fue...

—No digas más —espetó el león—. Borra esos registros. Descubre como
eso alcanzó nuestra red, luego arréglalo.

Orfeo hizo una reverencia con prisa y se puso a trabajar. Alajos esperó a
que su primarca respondiera al breve estallido de video. Incluso después
de décadas en la Gran Cruzada, habiendo presenciado horrores y
maravillas para durar una docena de vidas, poco se comparaba con lo que
acababa de ver.

—¿Tenemos las posiciones de los Lobos en los augurios? —preguntó el


León.
—Las tenemos —dijo Alajos.

—¿Y todavía están estáticos?

—Todavía no han avanzado.

—¿Y Moriaen?

—Sin cambio.

El león asintió, sopesando las opciones. De un extremo a otro de toda la


cámara, sus guardias esperaron, preparados para la orden. Todos habían
visto las imágenes de la bestia — solo un único momento, un destello de
una pesadilla, extinguida con rapidez aunque imposible de borrar—. Le di
tiempo —dijo el León eventualmente, casi de mala gana, pero todavía con
ese margen de anticipación—. Algo está mal. Algo ha estado siempre mal
con ellos. —Se volvió hacia Alajos—. Tiene que acabarse.

—Por tu voluntad —dijo Alajos, enviando la orden a su escuadrón de


paladines reunidos a través del enlace de comunicación cerrado.

Los dos dejaron la cámara, dirigiéndose afuera y hacia arriba por la


escalera de caracol hacia el techo de la sala, donde los esclavos de la
Legión habían estado ocupados. A medida salieron a terreno abierto, las
Stormbirds volaron en círculos sobre ellos, manteniendo la posición en
medio de la iluminada parte inferior de las nubes de tormenta. El viento
azotó y se arremolinó, impulsado por el furioso calor del infierno desatado
por debajo, y el aire sabía a brasas quemadas. Cincuenta de los paladines
de la Legión les esperaban, y alzaron sus espadas en señal de saludo al
tiempo que su primarca surgía.

La atalaya expuesta era el punto más alto en la ciudadela capturada,


dominado una vista de toda la zona de batalla. La Fortaleza Carmesí se
levantaba de un extremo a otro del horizonte oriental, vasto y amortajado
en humo, mientras penachos de humo se alzaban enroscados desde sitios
de combate a través de la totalidad de las llanuras más allá.
Las paletas de teletransporte ya habían sido erigidas alrededor del
perímetro de la plataforma, cada una crepitante con energías de
disformidad y encadenada a pesadas unidades de energía. El aire mismo
escupió con estática, reaccionando a la lágrima en el velo que se
aproximaba y batiendo como la leche en un cubo arrojado.

—Loci establecido —dijo el paladín comandante, Inardin, y el León se


desplazó al centro de la plataforma. Los otros caballeros, Alajos incluido,
ocuparon sus lugares a su alrededor, y las paletas enviaron zarcillos de
fuerza etérica lamiendo y gruñendo.

El León vaciló entonces, solo por un momento. Miró hacia el este, hacia
donde la fortaleza ardía bajo un cielo nocturno encapotado. A él le pareció
una inmensa pira funeraria, convirtiéndose a sí misma en cenizas, ya
condenada a la destrucción lo que quiera que tuviera lugar en Dulan. En
algún lugar profundo de aquel enorme montón de hierro y roca, su
hermano todavía luchaba, con el enemigo o consigo mismo. El lugar tenía
ahora un aspecto asqueroso, más parecido a una tumba que a una
fortaleza.

Alajos esperó. Los paladines esperaron. El viento gritó a su alrededor,


caliente como un horno, soportando los gritos de los moribundos sobre
cenicientas alas.

Entonces el León se agitó, plantó sus pies y agarró la empuñadura de su


espada dispuesto.

—Llévalo a cabo —ordenó, y las paletas rugieron en la luz cegadora.

Jorin y Bulveye corrieron hacia el escenario, subieron a saltos los


escalones y abrieron fuego a través de la vacía extensión del interior de la
catedral. Sus guerreros fueron con ellos, formando una pared de escudos
de un extremo a otro del borde del pedestal y enviando proyectiles de
bólter.
El aire repicó, y los pilares y las paredes y el suelo reventaron en
fragmentos que giraban. Los Scarabines Faash avanzaron hacia la
tempestad, sus brazos de armas ardiendo, solo para ser derribados en
medio de un granizo de proyectiles. Los Lobos fueron arrojados su vez,
atrapados en la vorágine mientras intentaban recargar o avanzar
empujando hacia adelante.

Jorin desencadenó una bala de bólter tras otra. La bestia enjaulada aulló
en su cautiverio, conducida a una fiebre de locura por el caos rabiando a su
alrededor. Más Scarabines fueron vertidos en la cámara, pateando aun
lado las puertas del extremo. Los contadores de munición empezaron a
hacer clic, vacíos, y pronto se lanzaron bólteres a un lado a favor de armas
de combate cuerpo a cuerpo.

—No podemos retenerlos para siempre —dijo Bulveye, bombeando bala


tras bala en las hordas enemigas que se acercaban.

—Tal vez no —dijo Jorin, con la mandíbula apretada. El contador de su


bólter traqueteaba hacia abajo con rapidez — pronto se habría gastado—.
No solos.

Giró su bólter hacia arriba, apuntando el extremo del ánima a las cadenas
que sujetaban a la bestia cautiva, y disparó. El acoplamiento explotó,
enviando la jaula a estrellarse en el suelo ante ellos. La estructura se
rompió, liberando a la criatura, que saltó hambrienta a cuatro patas hacia
los Faash que se acercaban.

Los golpeó como un frente tormentoso, rompiendo de forma directa


contra sus filas de avanzada y dándoles una paliza con bestial abandono.
Aulló mientras luchaba, sus movimientos más rápidos incluso que sus
hermanos de batalla: espasmódico, frenético, primordial. Rayos de
interferencia se estrellaron contra él y no supuso ninguna diferencia, se
zambulló hacia delante, despedazándolos, arrancando miembros,
mordiendo gargantas y sacudiendo la carne. Contra aquel horror, el
enemigo vaciló, luego entró en pánico, retirándose en desorden a lo largo
de la nave.
Jorin desbloqueó su hacha y cargó para unirse a la bestia, y los Lobos con
él irrumpieron desde el escenario, cada uno imitando los aullidos de la
criatura en medio de todo. El espacio se abarrotó de cuerpos, encerrados
juntos en un sangriento agarre, e incluso la bestia solo podía matar a
tantos antes de sus muchas heridas la derribasen de manera eventual.
Jorin luchó de un modo sombrío, atrapado entre su rabia de batalla y el
horror de lo que había dejado suelto, sin pensar en otra cosa salvo el ritmo
de sus hachazos, uno tras otro, cortados como si pudieran de alguna
manera absolverlo por lo que había sido creado dentro de su compañía.

Pero entonces, justo cuando los rugidos de la criatura comenzaron a


menguar y la marea de la batalla amenazó con girar de nuevo, enormes
explosiones estallaron desde más allá de la pared del fondo, acompañadas
por el inconfundible gruñido de motores de cañonera. Los Faash se dieron
la vuelta, dándose cuenta del peligro demasiado tarde, solo para ver
derribadas las puertas dobles. Dos verdaderos lobos saltaron a través de la
brecha, saltando hacia las gargantas de las tropas mecanizadas y
derribándolos. Guerreros de la Jauría los siguieron, lanzando un
martilleante tornado de balas de bólter.

Entonces, más terrible que cualquier otro, el Rey Lobo entró en la cámara,
su espada sierra gruñendo, su rostro tan oscuro como truenos.

Y entonces el asesinato comenzó en verdad.


***

El mundo desapareció en un apuro y un chasquido de materia etérica,


seguido de una oleada de frío extremo, la sensación de ingravidez y los
medio escuchados aullidos del abismo por debajo.

Entonces la náusea terminó, el mundo de los sentidos volvió a cerrarse


alrededor de ellos, y se hallaban fuera. Los paladines energizaron sus
hojas, buscando objetivos, tensos por el inevitable granizo del fuego de
retorno.
No llegó ninguno. El León, posicionado en el corazón de sus guerreros,
mantuvo su espada envainada.

Las coordenadas eran correctas. Orfeo les había enviado de manera


directa al corazón de la sala del trono del Tirano, justo en el más alto
pináculo de la Fortaleza Carmesí. Eso era adecuadamente vasto — un
complejo de muchas habitaciones, antecámaras y alcobas, iluminado con
suavidad, incómodamente caliente. El agua goteaba de las bocas abiertas
de fuentes en forma de gárgolas. Altas y arqueadas ventanas góticas
brillaban con el calor del exterior, pero el cristal permaneció intacto.

Los paladines se apartaron, explorando las habitaciones más allá de la


cámara principal, sus movimientos vigilantes. Alajos y el León caminaron
hacia adelante, hacia el centro del complejo. Una cúpula se abrió sobre
ellos, de treinta metros de altura y adornada con una imagen de mosaico
del enroscado dragón Dulan. Debajo de la cúpula había un estrado, y sobre
el estrado había un trono del más oscuro azabache. Una solitaria figura se
sentaba en el trono: un hombre, ataviado con descoloridas túnicas de color
carmesí. Era pálido y viejo, su piel tan translúcida como pergamino.

La luz era baja, emanando con suavidad de las velas, tal como lo hacía en
los salones de Caliban. Las sombras bajo sus pies se deslizaron con
incertidumbre, oscilando entre suaves estanques de iluminación de color
amarillo mantequilla. Una fragancia como aceites sacrificiales colgaba en el
aire, justo al borde de la detección.

La figura entronizada no hizo ningún movimiento. Bajó los ojos hacia los
caballeros de ojos oscuros y anillados que se aproximaban. A corta
distancia, estaba claro que él era más que viejo — era antiguo y horrible,
conservado como un espécimen en gelatina. Su humanidad, porque
ciertamente era humano, parecía como si hubiera sido estirada más allá
del punto de ruptura, convirtiéndolo en una monstruosa parodia de
inmortalidad.

—Entonces eres el primero. Señor de Caliban —el Tirano de Dulan dijo


con su voz pálida y suave como las cañas—. No necesitas dudar. No hay
nada en esta habitación que pudiera lastimarte. No todavía, de cualquier
modo.

El León se aproximó al trono, sus botas tintineando en los escalones del


estrado. Los paladines retrocedieron. En la luz refractada, su armadura
brilló, y los bordes de la misma fueron suavizados. Las velas parpadearon
en remolinos de aire caliente, sopladas desde muy abajo por las piras de
un mundo en llamas.

El León no habló por un tiempo. La cara de su casco — alada, reflejada


con la oscuridad — consideró la demacrada forma ante él. Como siempre,
fue calculador. Los últimos hilos del pasaje del éter se deslizaron en la
piedra a sus pies, extinguiéndose como polvo de cadáver.

—Traigo el juicio a este mundo —dijo el León, con su voz resonando en el


vacío—. Es reclamado por el Imperio, por el Maestro de la Humanidad.

El tirano se veía hueco, exhausto. —Veo y escucho lo que has hecho a este
lugar. Destrucción situada sobre destrucción. Tal es la paz que tu
Emperador trae a la galaxia. Tal fue la oferta que colocaste en la mesa, y
que esperabas que tomara y estuviera agradecido por ello.

El león se cruzó de brazos con lentitud. En aquel momento, pareció más


sólido que cualquier otra cosa en la cámara, donde todas las demás líneas
fueran suaves, todos los tonos borrosos, su perfil era tan firme e inflexible
como el filo de su espada.

—No necesitabas estar agradecido —dijo el León—. Tan solo necesitabas


reconocer la dirección de la historia. Es posible que hayas tenido un papel
que desempeñar, si hubieras comprendido el nuevo orden de las cosas.

—Un papel. Para mí. —El Tirano miró fijamente con expresión vacía al
enorme primarca, sus oscuros ojos humedecidos por la edad. Sus manos
temblaron una fracción al tiempo que agarraban los brazos del trono,
aunque por debilidad, no por miedo—. No, no ahora. Demasiado
desperdiciado, guiando este reino desde la barbarie hasta una especie de
luz. Me ha drenado, ¿ves esto? Cien de mis cirujanos trabajan a diario
para mantenerme vivo, porque sin mí, sólo el vacío espera. Aprendimos
esto, en épocas de horror, que superamos, y desterramos, sólo para que
tú vinieras.

El Tirano se acomodó con cautela en su trono, y cuando su cuerpo se


movió, pareció como si sus huesos debieran romperse, su piel
desprenderse, su escuálido cuello romperse.

—Ahora dime, agente del Emperador —dijo—, porque de verdad deseo


saber. ¿Qué hubieras hecho, si naves Dulanianas hubieran llegado a
Caliban y hubieran hecho tales exigencias como las que tú has hecho?

El León se mantuvo impasible. Su espada permaneció envainada. —He


escuchado esa pregunta planteada por los gobernantes de una docena de
mundos. Y a todos ellos, les di lo misma respuesta — no importa. Tú no
viniste a nosotros, nosotros vinimos a ti. El destino te ha dado la única
respuesta que recibirás jamás.

—Ah, entonces —El Tirano sonrió débilmente—. Tuyo es el imperio más


poderoso, y eso es todo lo que se puede decir.

—No es el poder lo que nos separa. He sido testigo de la visión del


Emperador. Solo en la Unidad somos fuertes. Solo a través de Su guía
pueden los viejos terrores ser desterrados por la eternidad. Si fallamos,
regresarán, así pues no me siento culpable de acabar con tu obstrucción.
Como dije, te fue dada la oportunidad.

—Sí, tuve la oportunidad de someterme al yugo de otro —dijo el Tirano


—. Vaya oportunidad. Sé lo que me llamas. "Tirano". Invocas el espectro
de la tiranía para justificar tus acciones y, sin embargo, mi gente lucha por
mí. ¿Te diste cuenta de eso? Te ven venir a derribar todo lo que hemos
construido, y reconocen la mano del opresor. Así que no me digas que
vienes a traer iluminación porque eso es una ilusión. Soportamos los
largos eones aquí cuando Terra no era más que un mito o sueño infantil.
Miramos a lo que llamas terror y aprendimos a mantenerlo más allá de
las murallas. Teníamos nuestro núcleo de conocimiento de un pasado
más profundo. Has visto lo que podemos hacer y, en cierto modo, supera
incluso tu capacidad, y eso no debería sorprenderte, ya que haríamos
cualquier cosa para proteger nuestro hogar. Y ahora vuelves, como una
pesadilla que persiste al despertar. Así que me alegro de haber luchado
contra ti, primarca. Facilitará el paso de mi alma cuando todo esté hecho.

—No tienes que morir —dijo el León—. Da la orden a lo que queda de


tus ejércitos. Se ha tomado tu imperio, tu mundo capital ha caído.
Controlamos tu generación de energía, y los guerreros de mi hermano
incluso ahora están desarmando tu fortaleza. Considera como un último
pedazo de fortuna encontrarte debatiendo conmigo en lugar de él,
porque no creo que te hubiera extendido tal indulgencia.

El Tirano sonrió de nuevo, asintiendo, sus finos labios extendidos sobre


amarillentos dientes.

—Di la palabra —continuó el León—. Las vidas se pueden salvar. Serás


sacado de aquí y juzgado por tus crímenes, pero tu mundo será recibido
en el Imperio, su pueblo preservado.

El Tirano perdió su sonrisa. —No, no creo que entiendas lo que está


pasando aquí —dijo—. Ves el paso de años, de décadas y siglos, y piensas
que esto es de alguna manera significativo, y que Dulan importa, o que
Terra importa. Y sin embargo, todo un imperio puede ser sufrido por
resistir una sola prueba.

El León no hizo ningún movimiento.

—Quizás un día, lejos de ahora, te encuentres con un enemigo que no


puedas superar —dijo el tirano. Hubo un borde de malicia en sus palabras
ahora, el primer rastro de amargura—. Entonces sabrás lo que sabemos
ahora. Mirarás en tu alma cuando tus muros caigan a tu alrededor, y
mirarás de un extremo a otro de ejércitos demasiado vastos para contar,
y te enfrentarás a la prueba imposible — ¿qué hacer? ¿Huir? ¿Rendirse?
¿Pelear, aunque no hará más que derramarse más sangre en una galaxia
que ya nada en ella?

El Tirano se puso de pie con dificultad, tambaleándose inestable sobre el


trono y apoyándose con brazos delgados como un interruptor.
—Solo entonces entenderás, Señor de Caliban —dijo el Tirano, sus viejos
ojos centelleando—. Solo entonces te conocerás a ti mismo y de qué
pasta estás hecho. Esto es lo que hemos descubierto, en estos últimos
años de tormento. Incluso podría darte las gracias, por darnos esto. Nos
has mostrado lo que somos. Que somos mejores. —El León desenvainó su
espada, y a la vez que el acero se deslizó desde la vaina, la luz de las velas
resbaló a lo largo de su filo. La hizo pivotar de un modo experto y
silencioso, llevándola a una posición de guardia con la artística liquidez de
un duelista.

—Sin embargo, siempre se trata de esto, al final —dijo el León con su


austera, impasiva voz—. ¿Te rindes?

El Tirano alzó la vista, sus hundidos rasgos bloqueados por la sombra de la


Espada del León. Con lentitud, como si llevara a cabo los movimientos de
un ritual, sacó una daga de su capa.

—¿Qué piensas? —preguntó.

Una vez que el último de los gritos hubo resonado, Russ permaneció en el
corazón de la catedral, su espada sierra de cadena chorreando trozos de
sangre, su aliento llegando en grandes esfuerzos. El suelo de piedra estaba
apilado con los cadáveres de los Faash y los Lobos estaban de pie entre
ellos como carniceros, su ceramita goteando con espesura.

La presión de la lucha había mantenido separados al primarca y al jarl, y


solo ahora, con el último enemigo asesinado, el camino entre ellos fue
claro. Jorin dejó que su hacha escaroleara, su campo de disruptor
apagándose con un estremecimiento. El descenso de la intensidad de su
furia de batalla era fuerte, y un dolor sordo estalló tras sus sienes.

Entre los dos, extendido sobre un caído montón de armadura y


extremidades caídas, yacía la criatura que una vez había sido un Lobo de
Fenris. Como Haraal antes que él, el guerrero había sufrido un daño
masivo. Algunas placas de armadura aún colgaban en su lugar, pero la
mayor parte había desaparecido, reemplazadas por una masa de fibra
muscular de grueso pelaje. Una rígida costra de sangre, casi tan negra
como hidromiel, lo cubría todo, casi toda de la propia criatura.
Quemaduras de láser, heridas de proyectiles, desgarros de cuchillos, todos
se superponían de un extremo a otro de la atormentada carne, aunque
aquello no era nada comparado con las heridas que había infringido al
enemigo. Las cabezas habían sido arrancadas de los hombros, las
extremidades descuartizadas, los torsos vaciados de entrañas. Más
cadáveres rodeaban a la bestia que cualquier otro luchador. Había creado
montones de los muertos, montañas de ellos, como un guerrero del
antiguo Asaheim alguna vez soñara con crear.

Russ se acercó a la criatura y la miró. Permaneció inmóvil durante mucho


tiempo, el vapor escapando en gotas de la rejilla de vox de su casco. Sus
guerreros sacudieron sus espadas, y no osaron decir nada. Jorin esperó
donde estaba, a pocos pasos de distancia

Entonces el Rey Lobo tomó su casco y lo liberó. Sólo entonces pudo verse
en su rostro la mirada de profunda angustia — una torsión de los rasgos
duros como el hierro, la tortura de sus contundentes líneas. Russ se
arrodilló, levantó la cabeza de su hijo caído, estrechó sus ojos, estudiando
los cambios que se habían forjado. Luego, con lentitud, dejó que la melena
de la bestia se desplomara hacia atrás, su mandíbula cayera abierta, sus
ojos inyectados en sangre mirando fijamente sin vista hacia arriba al techo
de la catedral.

Su mirada se dirigió hacia Jorin.

—¿Por qué no me lo dijiste?— preguntó.

Para entonces, Freki y Geri se habían dirigido al lado de su maestro.


Ninguna otra alma se agitó.

—Yo... —comenzó Jorin—. Estaba esperando.

—¿A qué?

—Una cura. Comprensión. Algo que nos diga...


—Que no nos pasará a todos nosotros. —Russ se irguió arrastrándose de
nuevo en toda su altura. Sus carbonizadas pieles se deslizaron a través de
su pesada armadura, exponiendo el patrón de runas de sangre de corazón.
El primarca se veía demacrado—. Sabes que no hay promesas.

Avanzó con pesadez y lentitud hacia Jorin, pisando las extremidades de


los muertos y quebrando huesos bajo sus botas.

—Míralo —dijo Russ, con gravedad, mientras avanzaba—. ¿Que ves?

—Veo lo que éramos —dijo Jorin.

—Y lo que seremos.

—¿Lo sabías?

Russ se detuvo, a menos de un brazo de su jarl.

—Conocía los riesgos. Sabía lo que había en la Canis Helix. Sé por qué se
hizo. He visto el lugar donde se creó el borrador y las antiguas bio—forjas
necesarias para formularla. Otras legiones tienen sus propios venenos,
este es el nuestro. Y sí, he visto a los que no regresan de las tierras
vírgenes. He salido allí, a veces, solo, y acabó con su agonía. No se veían
diferentes a este. Pero en la Legión... No, no lo sabía. Había esperado, tal
vez, que fuera mantenido a raya. Malcador me advirtió, pero ¿quién de
nosotros ha escuchado jamás al Sigillita? Puede que tengamos que
empezar a hacerlo ahora.

Jorin inclinó la cabeza. —Señor, estoy...

—¡No te disculpes conmigo! —rugió Russ, la rabia encendiéndose de


repente—. Sabías que tenía que hacerse. Has dejado que esto crezca
dentro de tu compañía, y has pensado en guardar secretos de tu señor
feudal, juzgándote a ti mismo más sabio. Aquellas imágenes han sido
emitidas de uno a otro extremo de toda esta fortaleza. Todos lo vimos. El
enemigo Lo vio. Mi hermano lo habrá visto. Si estabas tratando de
mantenerlo oculto, no podrías haber fallado del modo más completo.
Jorin sintió que la sangre en sus mejillas se disparaba. —Pensé... —
comenzó, pero las palabras le fallaron.

—Pensaste que era solo Dekk—Tras, la Decimotercera —dijo Russ con


amargura—. Pensaste que tenías la culpa dentro de ti, y ninguna otra lo
sufría. Te equivocaste. Será peor para ti, quizás, pero todos lo llevamos.
Es lo que escuchamos en el escalofrío de la noche, cuando los sonidos de
la guerra son desterrados y todo lo que nos queda es nosotros mismos.
Mejor seguir luchando, ¿eh? Nunca tendrás que escucharlo, entonces.

Russ se acercó más a su jarl, alcanzándolo con ambas manos, agarrándolo


por los hombros y arrastrándolo más cerca.

—Y no quería pensarlo —suspiró, con tanta suavidad que solo ellos dos
escucharon las palabras—. Tú, sobre todo, tú. Cuando te vi pasar la
prueba, cuando los Terranos me dijeron que era imposible, mis corazones
brincaron, porque sabía que podía confiar en mi portador de escudo
entre todas las cosas. Ninguno, me dije, ninguno de Terra o Fenris, te
igualaría. Todos los demás me fallarían, al final, pero no tú, porque
éramos ambos de la misma sala, y Thengir era nuestro señor padre, y
habíamos pisado el hielo juntos antes de que hubiera algo más.

Jorin levantó la vista hacia la congoja de Russ, se mantuvo firme, su rostro


delgado y pálido como hueso blanqueado. —¿Qué debo hacer?—
preguntó.

Si le hubieran dicho que cayera sobre su hacha, lo habría hecho.

Russ lo dejó ir. El primarca tiró de sus pieles a su alrededor, y carraspeó un


gargajo, lo dejó volar, luego sacudió la cabeza con cansancio—. No más
órdenes. Se ha descubierto. Sabemos la verdad de nosotros mismos. No
hay cura para esto, ninguna que pueda tolerar, de todas formas. El lobo
nos hace fuertes. No podemos quejarnos cuando nos muerde.

Miró de nuevo al vez guerrero herido.

—Quemad a los muertos —dijo—. Todavía tenemos pelea por delante.


Estaba a punto de volverse, cuando la voz de Helmschrot de repente
crepitó sobre las comunicaciones.

—Señor, tenemos teletransportes a la cumbre de la fortaleza —informó


Ogvai desde el frente de batalla, su voz traicionando su indignación—. ¡Los
ángeles están atacando!

La cabeza de Russ se levantó. El vacío en sus ojos se convirtió en furia.

—Dio su palabra —dijo el primarca con incredulidad—. Debes estar


equivocado.

—Estamos luchando para alcanzarlo ahora. Créeme, no hay error, está


por delante de nosotros.

Russ alcanzó su casco. —¿Me ataca ahora? —gritó, su fuerza inundando


de vuelta—. Ojos de Hel, ha elegido el momento equivocado para
incitarme.

Entonces ya estaba en movimiento, barriendo a lo largo de la catedral,


acumulando impulso con cada zancada, sus verdaderos lobos pisándole los
talones. Blackblood se situó a su lado, seguido del resto de los Einherjar. El
estruendoso sonido de las Stormbirds descendiendo fuera de la catedral se
hinchó, haciendo que el suelo temblara bajo sus pies.

Jorin dudó, inseguro de si había sido convocado o no.

—Señor, yo… —comenzó.

Russ volvió la cabeza. —No —dijo—. Lleva el cuerpo a la flota, luego


quema este lugar hasta arrasarlo. Ya he tenido suficiente de este mundo,
si realmente tienes sed de expiación, haz que los demás griten.

Luego el Rey Lobo se fue, dejando la catedral a los cadáveres. Jorin se


volvió hacia Bulveye. Se miraron el uno al otro por un momento. A sus pies,
la sangre se mezcló y estancó.

Entonces el Señor Lobo se agachó para recuperar su hacha.


—Lo has escuchado —dijo—. No hemos terminado todavía.

Un espadazo fue todo lo que necesitó: silencioso como un susurro, de


precisión quirúrgica. La cabeza cortada del Tirano golpeó el suelo con un
golpe sordo y húmedo y luego rodó a lo largo de la habitación del trono,
dejando un delgado rastro de aceitosa sangre a su paso. Su daga traqueteó
al aflojarse los dedos, sus túnicas se doblaron sobre sí mismas. El cuerpo
del Tirano pareció marchitarse en la muerte, enrollándose sobre sí mismo,
tan duro y frágil como las alas de un pájaro.

El León punzó el cadáver con su bota, como si probara si permanecía


alguna vida. Alajos se desplazó en silencio hasta el hombro de su amo, listo
para la próxima orden. Las velas todavía ardían bajo los mosaicos, aunque
las llamas luchaban ahora, los conos se estaban agotando.

—¿Era necesario acabar con él, señor? —preguntó Alajos.

El León se movió de sus pensamientos. —Mientras él permaneciera,


habría peligro.

—Con seguridad. Y aun así...

—Hemos añadido a la cuenta de mundos. Acabamos con un imperio;


traemos otro. No pidas más.

Alajos asintió. —Como desees —dijo, inclinándose—. Pero no me


arrepentiré de dejar este mundo. Su polvo se pega en mi garganta, y me
alegro de que nuestras batallas aquí hayan terminado.

Justo cuando las palabras salieron de su boca, el pesado repique de los


motores de las Stormbird se hizo audible, primero desde la distancia, luego
acercándose más y más hasta que se sintió como las cañoneras se
encontraban justo encima de ellos y las paredes se estremecían hasta sus
cimientos.

El León recogió el cráneo del Tirano por su fino cabello, luego se retiró al
estrado del trono.
—No, Maestro de Capitulo —dijo, con cansancio—. No creo que lo estén.

Las puertas en el extremo más alejado de la cámara se abrieron de golpe,


resonando a través de las habitaciones enlazadas y apagando con ráfagas
las llamas de las velas. Russ emergió, mostrando una profunda infelicidad
con amenaza incipiente. Sus lobos se encontraban con él, sus guerreros se
encontraban con él, y se derramaron en el santuario del Tirano como
bestias del oscuro bosque, apestando, el pelo de su cuello erizado e
irradiando agresión destilada. Todos estaban armados y acorazados, su
placa de batalla surcada con marcas de quemaduras y despojos de guerra,
sus armas ya crepitando con energía. El primarca de la VI Legión llevaba su
espada sierra desenvainada, de casi la longitud de un hombre mortal y
marcada con runas de destrucción. Mientras caminaba hacia el trono con
majestuoso paso, sus tótemes, cráneos y dientes atados y teselas de runas,
sonaban y rebotaban desde una armadura de color gris lluvia.

—Hermano mío —gruñó Russ con frialdad, su voz ronroneando con una
amenaza desnuda—. Dime, ¿los juramentos de Caliban no significan nada
para ti? ¿O crees que es seguro bromear con los Lobos de Fenris, para
quienes la palabra de promesa se cumple más rápido que el agarre de la
muerte?

Los paladines de Inardin se situaron de inmediato en un cordón defensivo


alrededor de su señor, pero el León gesticuló con calma para que se
replegaran. Esperó a que su hermano se acercara, la Espada del León en
una mano, la evidencia de su muerte en la otra. Torbellinos de humo se
levantaron de los carbonizados tocones de las velas.

—Llegas demasiado tarde, Leman —dijo el León, su voz tan orgullosa y


clara como siempre—. No podíamos esperar para siempre.

Russ estaba ahora a mitad de camino por el largo pasillo, con sus lobos
caminado con paso seguro a su lado. Su comitiva era una fuerza de más de
setenta, todos con signos de largo combate. Algunos no tenían cascos,
exponían caras tatuadas y perforadas; otros estaban enmascarados por
rejillas de vox manchadas de sangre. Los guerreros golpearon sus espadas
contra sus escudos al tiempo que caminaban, balanceándose con
beligerancia, una marea de crudo desorden. Los cincuenta ángeles oscuros
alineados contra ellos permanecieron en silencio en las disciplinadas filas,
con las hojas en guardia.

—¡Lo juraste! —rugió Russ, su espada sierra balanceándose a su


alrededor con un pesado, siniestro ritmo—. ¡Te metiste entre el lobo y su
presa!

El león rio con amargura. —Y fue fácil de hacer. No es de extrañar que


prefieras luchar solo.

Russ se acercó a su hermano, alargando su paso ahora, y el León


permaneció donde estaba, expuesto ante el trono vacío. La espada sierra
gruñó y zumbó en la oscuridad, una mancha de dientes rodeando un chasis
marcado con runas de muerte.

Entonces el Rey Lobo se detuvo, tal como lo había hecho antes ante su
hermano en las cubiertas de la Razón Invencible. Echó un vistazo a la
cabeza de su enemigo, el que jurase tomar, luego miró al León.

El León estaba inmóvil y erguido, su capa caía como agua de sus hombros
acorazados, su postura orgullosa. Russ era más robusto, voluminoso, su
postura tensada por una explosión de movimiento. El patrón de sangre y
suciedad de su casco lo hizo parecer asesino, una desafortunada criatura
de la oscuridad exterior, un recuerdo racial de exceso depredador.

—Deberías retirarte ahora, hermano —dijo el León en voz baja—. Este


teatro no sirve a propósito alguno.

Russ se echó a reír, con un ruido sordo y gutural. —Oh, pero lo hacen —
gruñó él de modo sombrío—. Son los que nos hacen. Somos las bestias de
tus viejos miedos, mi noble señor. Nosotros somos el frenesí que
atormenta tus sueños. Somos los destructores y los creadores, lo más
puro, lo más salvaje, y lo envidias, porque nunca lo podrás igualar.

Había algo febril en el aire ahora, una especie de manía que zumbaba
entre ellos, parpadeando como el juego de luz antinatural.
—Hermano, nunca podría envidiarte —dijo el León—. He visto
demasiado de la compañía que mantienes.

Russ estalló en un aullido de furia, se arrastró hasta el León con una


repentina oleada de velocidad y aterrizó un enorme puño cerrado en el
corazón de la coraza de su hermano.

El León se tambaleó hacia atrás, yendo a estrellarse contra el trono y la


cabeza cortada del Tirano salió volando de su agarre. Russ fue tras él, listo
para atacar de nuevo, pero el León se puso de pie, su espada en posición
con un latigazo.

—Así que para esto has venido —suspiró el León de Caliban—. Que
decepcionante, sin embargo, cuán predecible.

Para entonces, los guerreros de Russ habían formado alrededor de su


amo. Ninguna de las partes atacó a la otra, pero todos estaban preparados.

—Siempre me has llamado salvaje —escupió Russ, dejando su espada


sierra fuera de guardia, y manteniendo su puño libre en posición—. Ahora
vas a descubrir lo que realmente significa.

Se enfrentaron el uno al otro, dando vueltas con cautela. La ira de Russ


era palpable, derramándose desde él como calor de un fuego, su aliento
llegando en guturales silbidos. El León era más frío, más remoto, pero
ahora igualmente furioso, su dignidad abollada frente a sus guerreros. Este
no era el duelo formal en el cual sobresalía, era una pelea, comenzada por
un bárbaro, un exaltado no mejor que los perros que mantenía.

—No tienes que jugar a esta reputación, hermano —dijo el León—.


Puedes dejar la pretensión en cualquier momento que elijas.

—Mis guerreros pelean abajo —escupió Russ—. Si les hubieras ayudado,


yo te habría llamado amigo por eso.

—Entonces ve a ellos —dijo el León—. No me culpes por hacer lo que tú


no harías.
Russ barrió de nuevo en contacto, esta vez balanceando su espada de
cadena contra su hermano. El León se enfrentó al ataque con dos manos,
devolviendo el golpe con su espada larga en un destello de chispas. Por un
momento probaron su fuerza, presionando las dos hojas con fuerza, y el
metal chilló contra el metal. Los agitados dientes de Krakenmaw contra el
inmaculado filo de la Espada del León, sin encontrar ventaja ninguno.

Ante la vista de la verdadera lucha irrumpiendo, los guerreros de


Blackblood rugieron su ánimo, golpeando sus hojas, generando una
muralla de ruido en apoyo de Su señor. Los Ángeles Oscuros en principio
no hicieron ningún movimiento; pero finalmente respondieron, viendo lo
que se estaba desplegando. Liderados por Inardin, pronto se hallaban
llamando a su vez, compitiendo con los lobos para gritar más fuerte,
animando a su señor feudal como si estuviera en el campo de torneos del
viejo Caliban.

—Siempre te has tenido por encima del resto de nosotros —escupió


Russ, impulsando más energía en sus brazos bloqueados—. ¿De dónde
viene? ¿Fuiste dañado cuando eras un niño?

El León empujó de vuelta, sin ceder terreno. Nunca vi el sentido de ti, es


cierto. Nadie me lo podría explicar tampoco.

Luego se separó, retrocediendo. Russ fue tras él, e intercambiaron


pesados tajos, sus hojas chocando con un estruendo metálico con la fuerza
suficiente para romper huesos. Si los primarcas escuchaban los rugidos de
sus séquitos, no lo mostraron. Aterrizaron enormes golpes, impulsados con
total compromiso, rápidos y precisos, alimentados por la mutua antipatía
que siempre había estado allí, gestándose bajo el barniz de la Gran Cruzada
y ahora estallando en combate abierto.

—No, nuestro propósito es evidente —dijo Russ, presionando con furia,


conduciendo a su hermano más allá del trono y de vuelta por la larga sala
más allá—. Lo ves delante de ti ahora, y anhelas ser su igual—. —Todo lo
que veo es engaño, hermano. Tanta energía, tan mal dirigida. —Russ era
el más fuerte de los dos por una fracción, dando energía a Krakenmaw con
mayor peso e impulso, pero el León poseía la superior destreza, inclinando
sus paradas e impulsos para desequilibrar a Russ. Asestaron tajos y se
dirigieron el uno contras el otro, dando vueltas, haciendo fintas, cortando a
través de capa y pelaje, rompiendo los trofeos de sus armaduras. El
impacto de cada golpe resonó a través de la sala del trono, rápido y duro,
ganando velocidad y compromiso.

Los gritos de aliento alcanzaron un crescendo, resonando a lo largo de la


sala del trono, hinchándose en cada rincón. Todos los legionarios presentes
eran expertos luchadores, acostumbrados a la continua prueba de la jaula
de práctica y el pozo de duelo, y aun así ninguno había visto a sus amos
estirados al máximo. Russ y el León habían sido creados por el Emperador,
educados en cada estratagema conocida por el Imperio, hechos tan fuertes
y rápidos y elegantes como la física y la biología permitiera. Cuando se
movían para golpear, eran dioses, borrosos por la velocidad, encerrados en
perfecta precisión, medidos para causar apocalípticos niveles de daño.

Al final, se separaron, ambos respirando con pesadez, ambos llevando


profundas rasgaduras en su armadura. Russ se echó a reír, aunque era un
sonido oscuro y extraño.

—¿Demasiado para ti todavía, mi noble señor? —se burló— Puedes


contar los mundos que conquistas, pero nunca has luchado así.

—No, nunca fue un juego para mí.

—Ni para mí.

El león resopló. —Tratas todo como un juego. Por eso enviaron por mí.
Malcador no puede confiar en ti. Nadie puede confiar en ti. Tu legión es
una chusma que pelearían entre ellos si no estuvieras allí para golpear sus
cabezas juntas.

—Si solo fueran más como el tuyo —dijo Russ, de un modo burlón.

—Sí —respondió el León, exasperado—. Sí. ¿Es eso tan difícil de


imaginar?
Russ aflojó sus brazos, dejando que Krakenmaw se balanceara con pereza
ante él. —Sé por qué haces esto. Sé por qué conquistas, mundo tras
mundo, conduciendo a tus hijos tras cada campaña que Malcador
encuentra para ti. Pero nuestro padre no lo hará, hermano. No elegirá un
favorito. Y si El lo hiciera, no serías tú, sería Sanguinius, o Rogal, u Horus.
Así que te estás desperdiciando, tratando de ser notado. No funciona así.

El León dejó escapar una risa burlona. —No todos estamos tan sin
amigos en el Palacio, Leman, y no tienes ni idea de a quién favorece
nuestro padre.

—Tal vez sea así —dijo Russ, avanzando de nuevo, con su espada sierra
acelerada—. Pero El no está aquí ahora, ¿lo está? Sólo tú, yo y los dientes
del kraken.

—Una fea cuchilla —dijo el León, mirándolo con recelo—. Al igual que su
amo.

Russ se metió de nuevo, barriendo con la espada sierra y apuntando a las


piernas de su adversario. Pero la Espada del León se cerró de golpe hacia
abajo para bloquear, propulsada a dos manos y sostenida rápido. Russ
empujó hacia arriba, apuntando a desequilibrar al León, y ambos se
tambalearon más abajo por la sala, perseguidos por sus comitivas que les
animaban.

Entonces el León golpeó, arrastrando su espada alrededor de los cruces,


solo para subirla en el último minuto. El contraataque de Russ llegó
demasiado alto, y Krakenmaw fue arrancada, escupiendo, de su mano.
Extendió la mano para recuperarla, pero el León ya la había alejado con un
estruendo, y se tambaleó, de extremo a extremo, forzando a los Paladines
a saltar.

Quizás el León pensó que esto podría haber sido un final a ello, porque
nunca siguió con el ataque que de manera segura habría penetrado con
profundidad en el expuesto pecho de Russ, pero el Rey Lobo tenía otras
ideas. Gruñendo de rabia, Russ cargó de cabeza contra su hermano,
convirtiendo su cuerpo entero en un arma, aplastando al León de vuelta.
Los dos se inclinaron contra el pilar más cercano: una columna de piedra
pura y un metro de espesor. El León golpeó con un ruido sordo, abriendo
grietas en ella. Russ le dio un puñetazo de nuevo, luego de nuevo, sus
puños furiosos y borrosos por la velocidad, rompiendo el refinado yelmo
de su hermano y abollando las alas de ángel en sus sienes. El león,
tambaleándose, balanceó su espada con torpeza, pero el golpe fue débil y
no mordió. Russ lo agarró por los hombros, y con un grito de rabia y
esfuerzo, lo arrojó de cuerpo por el salón.

El León golpeó el suelo con dureza, desplomándose sobre su espalda y


arrastrado a lo largo de las losas de piedra. Russ se volvió para perseguirlo,
todavía sin armas. Krakenmaw había sido arrojada a una larga distancia, y
mientras se dirigía a recuperarla, Alajos se movió para impedirle el paso.

Por un momento el primarca vaciló, aturdido por el desafío. Entonces


renunció a su espada sierra y arrancó un hacha del agarre del Angel
Oscuro, antes de apartar desmadejado a Alajos con un golpe de revés que
podría con facilidad haber arrancado la cabeza del Maestro de Capitulo.

—Esto servirá —gruñó, corriendo de regreso a su hermano que se


recuperaba.

Cuando el León saltó de vuelta hacia arriba, los dos chocaron de nuevo,
hacha contra espada, ahora dos armas de la Primera Legión dispuestas una
contra otra. Los golpes llegaron más rápidos, más frenéticos, arrancando la
devastada armadura y mordiendo carne por primera vez. Sangre tan
espesa como aceite de motor salpicó las losas de piedra, marcando su
progreso a lo largo de toda la sala y hacia las antecámaras más allá. Los
legionarios observadores tan solo podían seguir, cautivados por la
sostenida violencia de la misma.

Pelearon. Pelearon con la convicción de los hermanos agraviados, y de los


semidioses despertados a la ira.

—No hay lugar para ti, Leman —gritó sin aliento el León, trabajando para
contrarrestar una nueva ráfaga de golpes—. Siempre serás rechazado, e
hiciste este destino tú mismo. Cuando esta Cruzada haya terminado, no
tendrás nada más que tu mundo hogar. Nada más que tu montaña vacía
para pelear. ¿Es eso lo que querías?

—No pedí nada —dijo Russ—. Nada más que lo que soy. Todos hemos
sido hechos por una razón, y al menos sabemos qué es lo nuestro.

—¡Ha! Algunos propósitos son defectuosos. Eso lo sabes. Las legiones


pueden ser sancionadas, sus señores tener que rendir cuentas. Quizás la
tuya sea una de esas. ¿Crees eso, hermano? Si llega el día, no me
sorprenderé por ello.

—¡No hables de cosas que no entiendes, muchacho! —gruñó Russ—.


Dioses, eres tan ignorante como arrogante.

Los dos primarcas se abrieron camino a porrazos a través de un conjunto


de pesadas puertas, luchando todo el tiempo, dejando atrás a sus
perseguidores guerreros, apenas conscientes de sus alrededores. Más allá
de la puerta se encontraba el aire libre, una plataforma de observación
construida justo en el pináculo de la fortaleza para inspeccionar el reino del
Tirano. Al tiempo que irrumpían en terreno abierto, los cielos por encima
los saludaron con un trueno bajo. Torturado por las municiones pesadas
desencadenadas de un extremo a otro del paisaje por debajo, el mismo
aire se había vuelto eléctrico, espeso por la incipiente lluvia y sobrevolado
por los bancos de nubes iluminados por las llamas.

Se separaron de nuevo, jadeando con pesadez ahora, con los hombros


más bajos.

—Temo por ti, mi hermano —escupió Russ—. Veo un momento en que


tus conquistas terminen, y entonces tendrás que buscar otra y ver en
aquello que te has convertido. Puedo ver detrás de tu máscara, incluso si
ninguno en Terra puede. Llevamos nuestra maldición a la luz del día, libre
para que todos la vean. Tu veneno está oculto, pero saldrá a la luz, tarde
o temprano.

—No todos llevamos maldiciones —dijo el León.


—Todos fuimos hechos de la misma manera —dijo Russ—. ¿Cómo no
podríamos?

Muy por debajo de ellos, las anchas llanuras estaban surcadas de


avenidas de fuego, picadas de manchas de humo negro como el hollín,
testimonio del volumen de castigo aplicado por las dos legiones
combinadas. Las ciudadelas al oeste se estaban desmoronando, reducidas
nivel a nivel por los Angeles Oscuros. La expansión industrial hacia el norte
fue sacudida por una reacción sinfín en cadena de detonaciones,
inmolando mesetas enteras de manufactorías en un rabioso infierno de
fulguración de neón. Debajo de ellos, abalanzándose sobre los escarpados
bordes de la plataforma, la propia Fortaleza Carmesí estaba siendo purgada
con fuego y furia, los Lobos visitando una fatal retribución por sus pruebas
anteriores.

El viento aulló a su alrededor, atrapado por zarcillos de llamas. El


relámpago alanceó a lo largo del horizonte sur, marcando el diluvio que la
naturaleza parecía haber convocado para enfriar el horno encendido de
uno a otro extremo de Dulan.

—Somos los primeros del Imperio —gruñó el León, arremolinándose en


acción de nuevo, atravesando el ancho de la plataforma y golpeando su
hoja contra el bloqueo del hacha—. No tenemos nada que ocultar.

Así pues pelearon de nuevo, una y otra vez, sin ceder, ni contenerse. La
piel del león corrió con sudor y sangre mezclados bajo de su armadura, sus
brazos cada vez más pesados con cada barrido de su espada. Russ sufría
también, cojeando por un profundo corte en su pierna derecha, el motor
de su furia desvaneciéndose al tiempo que incluso su cuerpo sobrehumano
sintió el dolor del daño acumulado. Los golpes se volvieron más crueles,
volando con abandono. Sus reservas de energía desaparecieron, pero la
hiperadrenalina entró en acción, inundando sus corazones secundarios,
manchando cada musculo y desgarrando solo un poco más de energía, un
poco más de esfuerzo.

Russ lanzó un pesado puñetazo, fallando el casco del León por la anchura
de un dedo y conduciéndolo con profundidad en la pared más allá. La
mampostería se hizo añicos, el bloque implosionó bajo el impacto como el
de un martillo pilón. El León fue a apoderarse de su enemigo, a golpearlo
en redondo contra la pared. Los dos, bloqueados de cerca ahora, se
estrellaron contra el rocormigón, enviando secciones enteras deslizándose
más allá del borde.

El trueno crujió de nuevo en lo alto, y la lluvia llegó al fin, hirviendo a


través de la ardiente atmósfera y rebotando desde cada superficie. Los dos
primarcas continuaron luchando, demoliendo más del parapeto y
arrojando escombros más allá de la caída. Sin preocuparse por el peligro,
ahora se encontraban consumidos por completo, luchando como criaturas
poseídas, impulsados ya no por ninguna queja medio recordada sino por la
pureza del apretarse, la necesidad de prevalecer, el instinto guerrero en su
más completa y orgullosa forma. Se dirigieron el uno al otro a ciegas,
agarrándose contra el borde, sus armas bloqueadas juntas.

El león trató de retirarse, trató de forzar a su oponente hacia abajo sobre


el suelo del parapeto. Luchó con el ennegrecido pelaje de lobo,
agarrándole y arrancándolo de la espalda de su hermano. Los tótems
rúnicos se dispersaron, cortados de sus cordeles, y rebotaron sobre la
cantería. Russ se deshizo de la intentada presa con un encogimiento de
hombros, se agachó en una postura baja, extendió los brazos y empujó
hacia adelante, atrapando al León en el estómago e impulsándolo a través
del labio roto del parapeto.

Los dos se tambalearon en el borde por un latido de corazón, todavía


atacándose el uno al otro. Espada y hacha salieron disparadas otra vez,
acero rozando contra acero — el León luchando para mantener la posición,
Russ luchando para romperla. Con un último empujón de brazos
bloqueados, su centro de gravedad combinado se inclinó, y su pie cedió
con una ducha de piedra rota.

Cayeron a plomo, arrojados hacia abajo con violencia por los flancos de la
fortaleza mientras la lluvia caía con ellos. Los muros exteriores del reducto
del Tirano se inclinaron una fracción hacia afuera a medida que caían, y los
primarcas se estrellaron contra él cincuenta metros más abajo, abriendo
una larga herida en el revestimiento exterior e impulsada más adentro. La
Espada del León se perdió, luego el hacha, ambas liberadas por el impacto
y enviadas en travesía hacia el abismo.

Con un enfermizo golpe, ambos primarcas aterrizaron en un balcón


saliente dispuesto más abajo. La cantería explotó cuando su peso
combinado se estrelló como un ariete contra ella, y siguieron avanzando,
deteniéndose solo cuando golpearon otro nivel de almenas por debajo.

Rodeados por una catarata de escombros caídos, cada primarca se puso


de nuevo de pie, tembloroso, sin armas, pero todavía obligados por la furia
ciega. Cargaron uno contra otro, sus guanteletes apretados, golpeando en
una ráfaga de nuevos golpes. La lluvia caía a su alrededor, enviando
riachuelos espesados por la sangre corriendo por su abollada placa de
batalla.

Todavía estaban en lo alto, habiendo aterrizado en uno de los parapetos


más altos del muro orientado al este. Muy por debajo, los niveles más
bajos se extendían, ardiendo y rotos, resonando con los amortiguados
estallidos de fuego de mortero y el estruendo de los blindados móviles.

Russ agitó el golpe con agotamiento, atrapando al León en la sien y


siguiendo la curva de su casco. El León se tambaleó, retrocediendo para
evadir el seguimiento, antes de lanzar su propia embestida. Se acercaron
de nuevo, desgarrándose el uno al otro, resbalando bajo la lluvia y la
suciedad que se acumulaba alrededor de ellos. Cada impacto era todavía
increíble, impulsado por los servos en su armadura de energía, por sus
músculos aumentados genéticamente, por su mutua e implacable ira.

Russ finalmente ganó el intercambio y atacó, abriendo una grieta que


serpenteó a lo largo del casco ya dañado del León. Eso pareció
desencadenar una oleada fresca de rabia en el Señor de los Ángeles, y
arrojó a Russ a un lado, lanzándolo a través de la longitud del parapeto.
Russ gruñó y dio marcha atrás de cerca, apartando de un manotazo el
enervado puñetazo del León y extendiendo la mano para aplastar su puño
contra la fisura que había abierto.
Falló por el ancho de un puño, y perdió el equilibrio, chocando contra el
suelo y rodando sobre su espalda. Al tiempo que lo hacía, el cielo sobre
ellos estalló en una luz atronadora, las nubes estallando desde su interior
cuando un rayo saltó hacia abajo desde los cielos. El León se tambaleó,
jadeando con fuerza, tan manchado de barro bajo el diluvio como una rata
dragón fenrisiana.

Por un momento, todo lo que Russ vio fue la oportunidad. Aquel último
impacto casi arrebató el casco de su hermano, podía levantarse de un salto
y empujarlo de nuevo al borde del parapeto, aprovechar la ventaja y
ponerlo de rodillas.

Cada parte de su cuerpo estaba caliente por agonía. Los huesos habían
sido fracturados, muchos de ellos. Su armadura estaba minada, su espada
perdida. El León no se veía mejor — su capa colgaba a su alrededor en
grasientos jirones, y sus hombros estaban caídos.

Russ escuchó comenzar la risa como si viniera de lejos, y tardó un rato en


darse cuenta de que era él mismo quien lo estaba haciendo. Su pecho
comenzó a sacudirse, y la alegría aumentó en su garganta, brotando con
rapidez a medida que lo absurdo de la situación se hizo realmente
aparente. Habían comenzado el duelo como reyes guerreros, soberbios y
terribles, y lo habían terminado como luchadores de cuneta, sus galas
destrozadas y su furia agotada.

—¿Porque te ríes? —dijo con palabras arrastradas el León,


tambaleándose hacia él, sus puños aún hechos una bola.

Russ se acurrucó para enderezarse, haciendo una mueca de sufrimiento


mientras el dolor atravesaba sus costillas. —Dientes de Hel, hermano —
escupió, con la sangre manchando su rejilla de vox—. ¿Qué estamos
haciendo aquí?'

El León se tambaleó, parado sobre él, ahogado en la fuerte lluvia. El


relámpago crepitó hacia abajo por los largos costados de la fortaleza,
teñidos de rojo por los fuegos.

—¿Te rindes? —preguntó el León.


—¿Yo qué?

—¿Te. Rindes?

Para entonces era imposible parar. La alegría se convirtió en un torrente,


tan poderoso como las cascadas que ahora caían de los flancos de la
fortaleza. Trató de hablar, soltar algo que acabaría con todo el ridículo
episodio, pero nada vino.

El León pensaba que aquello era todavía una especie de duelo de honor.
Se habían machacado el uno al otro al borde de la consciencia, demolido la
mitad del palacio del tirano en su furia, y todavía el Señor de los Ángeles
exigía satisfacción.

Era una locura.

Russ soltó una carcajada y echó la cabeza hacia atrás contra la corriente
en las paredes. Lo olvidó todo: la caza, la Cruzada, la enfermedad en el
alma de su Legión, la política de la fraternidad de los primarcas, el destino
de la especie, y se estremeció con incontrolable, pueril alegría.

Así que nunca vio el golpe que al fin lo terminó todo.

Nunca se tensó por eso, nunca levantó un brazo en guardia y ni siquiera


vio al León cojeando hacia él, retirando su puño ensangrentado y lanzando
el golpe que le rompería el cráneo y lo noquearía como las tumbas de
Caliban
Monstruo.
Antes de que despertara de nuevo, Leman Russ soñó profundamente.

Al principio, esos sueños eran sobre Dulan. Recordó la larga caza para
encontrar ese mundo, la reunión de sus guerreros en el vacío, y luego la
apertura de la breve, terrible batalla sobre las llanuras carmesíes. Recordó
el rostro de la bestia, la primera que había visto con la armadura de la
Legión, y cómo eso lo obsesionó, y enloqueció y lo hizo madurar para la
provocación que estaba por llegar. Y entonces recordó la pelea, y perder a
Krakenmaw, y romper el casco de su hermano.

Aquellas cosas se encontraban ahora en el pasado, hacía muchos años,


aunque el recuerdo permaneció tan sólido y presente como sus latidos. El
paso del tiempo hizo que los eventos parecieran casi enloquecidos,
hiperrealistas, estirados a través de un surrealista paisaje onírico que se
sentía más como la embellecida saga de un escaldo que el pasado intacto.

Quizás no hubiera sucedido así. Quizás el León había llevado sus


Stormbirds hasta la fortaleza del Tirano, y él mismo se había
teletransportado. Tal vez si Ogval no hubiera estado allí, sino Gunn, o algún
otro.

¿Bjorn había estado allí también? Fue hace mucho tiempo, muy dudoso,
pero Bjorn parecía haber estado siempre allí, desde el principio, esperando
su momento para llegar a la madurez.

La enemistad con el León había sido ridícula, sin sentido, una evitable
colisión de egos. Su furia contra el Tirano estaba olvidada ahora, arrastrada
por los miles que matara desde entonces, tantos y tan rápido que el
impulso de la venganza se había diluido y el arte del asesinato perdido su
sabor.

Tal vez Dulan había sido una prueba, después de todo. Una prueba para el
León, tal vez. O el. O ambos. ¿Cómo podrían ser incitados los primarcas?
¿Pelearían uno contra otro? ¿Hasta dónde les llevaría su furia? ¿Cuál era el
más fuerte?

Pero a esas preguntas se les habían dado respuestas diferentes ahora.


Había encontrado enemigo más terribles contra los que luchar, pero no
eran los remanentes de la vieja diáspora humana, si no más cercanos al
corazón del dominio del Padre de Todos, las estrellas más brillantes en el
interior de su ordenado firmamento, las almas de confianza, las encargadas
de mantener la llama viva en la oscuridad.

Más imágenes de sueños llegaron a él, recuerdos y fragmentos de saga,


tropezando y desordenados, uno tras otro. Primero había venido Hawser, y
supo justo desde el principio que el wyrd del mortal sería extraño. Luego
vinieron los eventos de Nikaea, y el gradual deslizamiento hacia la
catástrofe comenzó. Russ soñó con las pirámides ardiendo que había
convertido en ruinas, y la angustia de otro hermano contra el que había
luchado, y luego la aulladora tempestad del inmaterium reclamando lo
suyo.

Después de eso vinieron los bajíos de sangre de Alaxxes, y el hilo de Gunn


se cortó, y luego Yarant, y luego tantos muertos que sus fantasmas aún se
agolpaban tanto en su vigilia como su sueño.
Al final, el horror los abrumó, superándolos a todos hasta que todo lo que
quedó fue la desesperación. Incluso un primarca podía desesperarse,
cuando todo era tomado de él. Había visto las ruinas de Terra, después del
asedio y su levantamiento, demasiado tarde para
Hacer cualquier cosa salvo llorar. Había caminado entre las cenizas del
palacio, sus botas hundiéndose con profundidad en los restos
desprendidos en escamas de los muertos.

Supo entonces, con la seguridad de los previsores, que la culpa nunca lo


dejaría. En la vida se había jactado tanto, había hecho tanto, pero en la
prueba final no había estado allí a tiempo. Algunas heridas sanarían, otras
no. En aquel momento, en aquel lugar, pocos se atrevieron a acercarse a él.
Los que habían sobrevivido al asalto terminador de mundos de Horus
vagaron de un extremo a otro de las almenas en una especie de estupor. La
lucha aún se libraba a través del caído cuerpo del mundo hogar, y lo haría
por meses, pero no pudo esforzarse para unirse a la misma, porque la
contienda mayor había terminado.

Nunca vio regresar a Dorn con el cuerpo del Padre de Todos. Nunca les vio
llevarse a Sanguinius. Para cuando llegó a Terra, el daño estaba hecho. Los
salones estaban sellados, se escucharon las últimas palabras del Maestro
de la Humanidad y actuó según ellas. Ahora se había ido, encerrado en una
montaña de su propia invención, y ni siquiera sus hijos no pudieron
alcanzarlo de nuevo a El.

¿Quién podría mirar esa prisión del dolor, esa catacumba de semi—vida; y
no desesperarse? ¿Qué alma, quien presenciara la mayor y mejor de todas
las creaciones, no sería destruida por ello?

Cuando Russ descubrió la verdad, huyó, huyó, por primera vez en su vida
— al interior del palacio, huyendo de la vista, asolando la devastación que
le presionaba. La oscuridad se agolpó, asfixiándolo, arrastrando los últimos
parpadeos de conciencia al olvido. Se encontraba agotado, quemado por
Yarant y luego la furiosa y desesperada carrera por llegar al mundo corazón
a tiempo, luego el horror de su descubrimiento.
Y así cayó, en lo profundo del palacio que no pudo proteger, y durmió de
nuevo, profundo y frío

Pero antes de despertarse de nuevo, Leman Russ soñó profundamente.

Soñó que estaba de vuelta en Fenris, hacía una vida. Las nieves eran
recién caídas, reluciendo bajo un sol frío y brillante. El Colmillo, aún por
ahondar, se alzó en el horizonte austral, sus hombros surcados.

Caminó a través de los campos de color blanco, sus botas de cuero


hundiéndose en la nieve, su aliento colgando en nubes alrededor de su
cara. Un largo viaje yacía por delante, caminando a través de los picos,
buscando todos los rincones del reino que ahora debía llamar suyo por
toda la eternidad.

El Errante caminaba a su lado, envuelto en un gris áspero, con el rostro


oculto. Aquella cara siempre estaba oculta, no podías mirarla de forma
directa o te cegaría, como el resplandor de la nieve intacta.

No sabía cuánto tiempo caminaron juntos, tal vez momentos, tal vez toda
una vida.

—Ahora es el momento, Leman de los Russ —dijo el Errante, con la voz


que era tanto joven como vieja, masculina y femenina, siempre suave,
bañada con una pátina de la tristeza de época.

—¿Qué momento? —respondió él, deteniéndose.

El Errante se volvió, mirando hacia las tierras altas de Asaheim, donde los
picos marchaban bajo un cielo cristalino, eternos e sin violar—. Para que
hagas aquello para lo que fuiste hecho. O dejar que tu dolor acabe
contigo. Es tu elección.

Russ no entendió. —Fui hecho para protegerte—, dijo.

—No. Siempre te equivocaste al respecto. Fuiste hecho para proteger lo


que yo creé.
El Errante comenzó a caminar de nuevo, trepando más alto, apoyándose
en un bastón de pino de hierro y agachándose mientras avanzaba.

Russ lo vio marchar. Había lugares a los cuales no le podía seguir, ya no. El
aire lo escalofrió hasta la médula, y así dio la vuelta, retrocediendo por el
camino que habían venido. El Colmillo permanecía, la fortaleza que aún
estaba por venir, y la cual había sido. Allí había trabajo por delante, la gran
obra de su vida.

Pero entonces el sueño se desvaneció. El frío del mundo de hielo se


convirtió en el frío del Palacio vacío, y la luz del sol se desvaneció en el gris
opaco del invierno de Terra.

Russ se despertó. Parpadeó, se estremeció y se levantó del suelo.

Permaneció donde había caído. Se había derrumbado en un agotado


sueño bajo el gran fresco que conmemoraba el sometimiento de Dulan,
870.M30. El mismo se hallaba representado, idealizado como el primarca
inmortal, junto con su hermano, luchando con el dragón y derribándolo. La
estatua estaba intacta, aunque cubierta por una gruesa capa de polvo, al
igual que todo lo estaba en el minado palacio. El pasillo estaba oscuro, tan
frío como el Fenris de sus sueños, y silencioso. No estaba solo. Su hermano
se paró sobre él, mirando las imágenes de ambos. El Señor de los Angeles
siempre había sido pálido; Pero ahora su piel tenía un aspecto cadavérico
bordeado de azul en la tenue luz de un mundo moribundo.

—Te acuerdas de Dulan, entonces —dijo él, y su voz era tan amarga como
la hiel.

—Lo recuerdo —dijo Russ, poniéndose en pie con rigidez. Aun se sentía
mareado, medio perdido en el sueño. Durante la carrera a Terra no había
dormido. Habían estado lejos cuando les llegó la noticia del asalto final de
Horus. Los dos, los viejos adversarios, se encontraron ausentes cuando se
asestaron los golpes de gracia. Por lo tanto, había una ironía final para
coronarlos a todos.

El León tenía su espada desenvainada y su acero gris brillaba en el frío.


Era el mismo que Russ arrancara de su mano en la sala del trono del
Tirano, todos aquellos años atrás. Se decía que nunca había dejado escapar
un arma de sus dedos desde entonces.

—Pensé que conocía la ira, en Dulan —dijo el León, con los ojos fijos en
la imagen—. Pero no sabía entonces qué era la ira.

Russ se abrió paso más allá de él, no queriendo hacer aquello. La historia
no recordaría por qué se habían retrasado, solo que lo habían hecho, y eso
sería suficiente.

—Vuelve, Leman —dijo el León, girándose para seguirlo.

Russ siguió caminando, saboreando la ceniza en sus labios. —¿Para qué,


hermano? —preguntó—. ¿Qué más hay que decir?

El León lo persiguió, alcanzándole al final de la galería donde más estatuas


de viejos triunfos languidecían en el polvo. Extendió la mano y agarró a
Russ por el Hombro, haciéndolo girar en redondo.

—Nunca terminó, ese duelo —siseó el León, sus ojos grises se


estrecharon con furia—. Lo dejamos sin acabar, año tras año.

—Te fuiste —dijo Russ. No tenía estómago para el combate—. Cuando


me desperté, tú te habías ido.

—Si me hubiera quedado —dijo el León, su voz temblando con fervor—,


de verdad, te habría matado. Pero ahora no siento tal moderación,
porque todo ha terminado, y todo es locura, y no queda nada más que
venganza por las viejas cuentas.

Russ no hizo ningún movimiento para defenderse. Se había arrancado la


armadura hacía mucho tiempo, y con su pesada túnica estaba indefenso.
La punta de la Espada del León aún colgaba sobre él, sostenida en alto por
el León.

—No todo ha terminado —dijo Russ, desafiante, mirando a su hermano a


los ojos—. Todavía no, no a menos que lo dejemos así, pero nuestra lucha
ha acabado. Déjala en Dulan.
La cara del León se contorsionó con furia, impulsada por su indescriptible
pesar. —¡Nunca aprendiste! —gritó—. ¡Deberías haber sido más rápido!
¡Fue tu orgullo lo que te mantuvo en el vacío!

Sin embargo, Russ no hizo movimiento alguno, aunque los ojos del León
eran salvajes y peligrosos.

—Y soy culpable, tal como tú lo eres —insistió de nuevo el León, su


agarre de la espada tenso—. Así que pelea conmigo, y nos pasaremos la
sentencia el uno al otro, el culpable asesinando al culpable. No te lo
volveré a pedir.

Fue entonces cuando Russ supo que su hermano nunca podría apartarse.
El León tenía el aspecto como si apenas viera el mundo a su alrededor. Tal
vez se hallaba de vuelta en el salón del trono del Tirano, indignado, su
impecable orgullo en juego.

Así que Russ no hizo ningún movimiento. Dejó su pecho expuesto, se


mantuvo estático bajo la sombra de la hoja, indefenso, y negó con la
cabeza.

Con un grito que fue más dolor que triunfo, el León empujó su espada con
profundidad, tallando a través de la carne, el acero chillando mientras se
doblaba contra los huesos de un primarca.

Russ rugió, arqueando la espalda, y sintió que la oscuridad se alzaba para


cubrirlo. Se derrumbó, la espada todavía enterrada en su pecho, golpeando
el ceniciento suelo con un resonante crujido.

Su última visión fue la del Señor de los Ángeles de pie sobre él, alto,
terrible, amortajado en la locura del arrepentimiento.

Entonces incluso eso pasó. Una vez más, tal y como fue en Dulan, la
conciencia escabulléndose. Se sintió caer, cayendo aún más, hasta la
máxima profundidad. Cayó a plomo y no supo más.
Después de que la historian fuera contada, Russ sonrió y se acuclilló.
Haldor le miró desde el suelo de piedra, con las preguntas acumulándose
en su mente, aunque no estaba listo todavía para expresarlas.

—El sabía que no me mataría —dijo Russ, sombríamente divertido—. Me


dijo eso después. Apartó la hoja, justo en el último momento. Todavía
llevó una semana para sanar. Esa maldita espada.

Él se rio entre dientes con tristeza. —Necesitaba ser hecho; sin embargo.
Curó la mala sangre entre nosotros. La drenó. Podríamos volver a hablar,
después de eso.

Haldor pudo ver las imágenes en el ojo de su mente, más vívidas que
cuando los escaldos contaban sus historias. Podía ver el Palacio en su
caída, y los hermanos supervivientes acechando las sombras.

—Estáis de luto, señor —dijo por fin Haldor—. ¿Quién ha muerto?

—Si hubieras estado escuchando, lo sabrías. —Russ suspiró y tiró de las


pieles sobre él—. ¿Cuál es la cuenta de años ahora? Olvido que hemos
construido mucho desde aquel día en Terra. Ahora somos un Capítulo,
por nuestros viejos pecados. Nunca quise eso, pero lo hice, porque me he
cansado de pelear con mis propios hermanos, y ha habido mucho que
reconstruir y rehacer.

El primarca no miró a Haldor. Se desplomó en las cavernas del Colmillo,


atormentado por su frío eterno.

—Maldigo que no sé cuándo murió realmente el León —murmuró—. Las


noticias me alcanzan ahora, pero no las creo. Nunca estuvo en el consejo
cuando Guilliman y Dorn discutieron sobre la forma del Imperio. Se nos
dijo que se encontraba estaba luchando en la Purga, y ¿por qué no
deberíamos haber confiado en eso? Si hubiera estado allí, tal vez se
habría resistido al cambio, porque siempre estuvo orgulloso de su Legión,
y tenía todo el derecho de estarlo—. Russ negó con la cabeza, y las
peludas trenzas, una vez rubias, ahora grises, cayeron sobre él—. Regresó a
Caliban después del asedio, y esa fue la última vez que alguien escuchó
de él. Todo es secretismo ahora, y estamos alejados de la verdad por esta
guerra sin fin, año tras año. Dicen que murió luchando contra el Gran
Enemigo Tal vez sea así. Yo mismo no puedo creerlo—. Sonrió—. Sé lo
difícil que era de derribar. Era un bastardo arrogante, pero tenía razones
para ello. Un caballero desde luego.

Así que eso fue todo. El primarca de la Primera estaba perdido, y las
noticias acababan de llegar a Fenris. Russ llevaba luto por su hermano, no
por ningún guerrero de su propio hogar.

—¿Y Bloodhowl? —Preguntó Haldor.

La pregunta parecía impertinente, pero Russ tan solo se echó a reír. Sus
hombros temblaron y algo del torpor pareció levantarse.

—¿Jorin? —preguntó Russ, y sus sonrientes colmillos brillaron en la


oscuridad—. Ah, Jorin. Y el resto de los que vinieron después: los
hermanos lobo, la decimotercera. No escucharás sus sagas cuando
llegues a la mesa larga. Ese es otro cuento, para otra ocasión, y eres
demasiado joven para eso, cachorro.
Se volvió para mirar a Haldor, su expresión astuta, medio enmascarada
por las profundas sombras.

—El León nunca habló de eso —dijo Russ—. Nunca. Podría haber
contado al Imperio de nuestra enfermedad y hacerlo peor para mí, pero
incluso en su ira no dijo nada—. El primarca reflexionó sobre ello—. Podía
guardar un secreto. Vio nuestra imperfección, y la sufrió para que
permaneciera, y ese era el corazón de su nobleza. Al final, realmente era
mejor que nosotros. El arquetipo de las legiones, el Primero de todos. Si
le debo algo, fue por eso.

Russ se recostó contra la pared de roca.

—Pero él se ha ido, y así la Era de los Primarcas da otro tambaleante


paso hacia su final. Pero quedo yo, ¿eh?— Sonrió de nuevo—. Todavía
aferrándome, como un cuervo colgando sobre la carroña. Aún no me iré.
Lo haré, un día, y sabré cuándo llegue el momento. Viene, pero por ahora
me demoraré aquí, y os vigilaré un poco más, porque sois una banda de
salvajes y necesitáis una mano firme—. Se rio de nuevo—. ¿Cómo te
llaman?

—Haldor Twinfang.

—¿Tienes un nombre de hazaña? ¿Ya?

Haldor sostuvo el pedazo de cordel alrededor de su cuello, acunando los


colmillos atados—. Lo tomé de la bestia mientras estaba en la naturaleza.

Russ gruñó apreciativamente. —Bien. Aunque necesitarás cambiarlo por


huesos del enemigo cuando puedas.

—Lo haré —dijo Haldor con vehemencia—. Se acerca el día, nos


dirigimos al vacío al amanecer.

—Ah —dijo Russ, entendiendo—. Por supuesto, eres de la manada de


Aeska. La sangre nueva. —Se puso de pie, tirando de las pieles a su
alrededor. Aunque todavía colosal, sus movimientos tenían el tenor de un
anciano, cansados del frío y la oscuridad. Haldor se puso de pie de un salto,
apresurándose a apartarse.

—Así que sé por qué encontraste tu camino aquí, entonces —dijo Russ,
dando golpecitos con su áspera mano sobre el hombro de Haider—. ¿Te
dijeron lo que eres?

Haldor sabía todo esto. Se lo habían dicho una y otra vez, lo


tamborilearon en él desde los primeros días de entrenamiento. La
repetición había hecho añejo el conocimiento, y se aburrió de oírlo.

—El primer guerrero que nunca conoció la Legión —respondió, casi por
rutina—. El primer guerrero en conocer solo el Capítulo.

Russ asintió. —Bien. Entonces te están enseñando algo.

Comenzó a bajar por el túnel, dirigiéndose a más profundidad en la


montaña. Haldor dudó, inseguro de si debía seguirlo. —Señor, ¿desea que
yo...?

—No, quédate —dijo Russ, deteniéndose por un momento—. Vuelve al


fuego. Come, diviértete—. Se dio media vuelta—. Pero te diré lo que le
dije a Jorin, aunque no hizo caso. Debe permanecer. El camino del viejo
mundo. No lo quiero olvidado por estas nuevas guerras. Si sobrevives
para ver que tu pellejo se vuelve gris, recuerda eso. Todo lo que hacemos
tiene un eco.

Se volvió para marcharse, luego dudó otra vez, entrecerrando los ojos.

—Esa hacha —dijo—. ¿Ya sabes su nombre?

Llegó el amanecer, gris sobre el Paso del Cazador. Las forjas fueron
avivadas en los profundos salones, los hangares fueron abiertos y los
grandes escudos de vacío se retiraron de las alturas de Valgard.

Las Thunderhawks bajaron de la nave de relevo orbital, acompañando a


las naves de ascenso de la tripulación. Marcaron los cielos de blanco con
estelas de vuelo mientras rodeaban las etapas, flotando vigilantes mientras
las naves de ascenso eran cargadas con su carga.

Los Garras se dirigieron a su transporte, los nueve de ellos, cada uno con
un agudo dolor tras sus sienes y anillos de color rojo alrededor de sus ojos.
Ninguno había dormido, porque la noche anterior había seguido y seguido,
con más cuentos y más alardes y luego más carne y más para beber. La
lucha había estallado entre los Cazadores Grises bajo mesa alta de Aeska, y
Brannak había entrado con dificultad al final, su voz resonando desde el
techo de la caverna en incandescencia.

—Entonces, ¿a dónde fuiste? —preguntó Eiryk, frotándose la mano a


través de sus greñas de cabello de color rojo.

El aire en el hangar abierto era castigador, y un fuerte vendaval ya soplaba


del Este. La nave de ascenso les esperó, goteando vapor y escarcha del
pasaje orbital, con las puertas abiertas. Los servidores estaban agrupados a
su alrededor, conectando cables de repostaje de combustible, arrastrando
cajas de suministros y arrastrando unidades nuevas a las bodegas de
almacenamiento.

Haldor no tenía ganas de hablar de ello. O bien no diría nada, o diría


demasiado, y en cualquier caso, los eventos se sentían tanto como un
sueño como cualquier otra cosa. El hidromiel todavía corría por su torrente
sanguíneo, haciéndole sentir náuseas.

—Solo necesitaba un poco de aire —dijo, subiendo por la larga rampa y


buscando su sitio en el orden de la manada.

Una vez instalados, los propulsores tronaron, y estuvieron en lo alto,


saliendo sin problemas del portal del hangar y subiendo a la atmósfera de
Fenris. Por primera vez, Haldor vio el Colmillo desde arriba. Vio caer las
montañas, disminuyendo en un revoltijo de crestas blancas rotas. La
extensión era inmensa, Asaheim entero, alejándose de él hasta que
aparecieron las ásperas costas, roídas por el océano del mundo. En algún
lugar en aquella extensión siempre cambiante se hallaba su antigua tribu,
aun luchando sus interminables guerras de supervivencia.
Atracaron con la fragata de ataque Kva, y pronto estuvieron en las jaulas
de práctica, rodeándose uno al otro tal como lo habían hecho en los
pasillos del Colmillo durante tantos años. El Cazador Gris Varak Stonejaw
había ido con ellos como sargento y mentor en esta primera misión, un
austero veterano de la compañía que sin duda preferiría haber estado
luchando con sus propios camaradas y presionando el caso para el ascenso
a la Guardia Lobo. Los condujo con dureza, haciendo las largas sesiones de
acondicionamiento tan rigurosas como cualquier cosa llevada a cabo bajo
la Montaña. En las seis semanas de viaje de disformidad, cada uno de los
Garras Sangrientas recogió cicatrices, y la más pura de la insolencia les fue
sacada a golpes, y con lentitud comenzaron a parecerse a una verdadera
manada.

Alcanzaron su destino antes de lo previsto: el gigantesco mundo agrícola


de Pholeses X, y fueron entrenados en su armadura y tomaron sus hojas.
Toda la manada llevaba sus espadas sierra, excepto Varak, que tomó una
espada de energía de hoja recta y Haldor, que llevaba su hacha.

La fragata ancló en el continente norte y las bahías del hangar se abrieron


de golpe. Las Thunderhawks de la manada se quemaron el vacío, los
guerreros en el interior agarrando las jaulas de restricción mientras
comenzaba el vertiginoso descenso.

El impulso aumentó alrededor de ellos, sacudiendo los paneles de metal.


Al tiempo que el piso vibraba y sonaba con un ruido metálico, Haldor sintió
los primeros movimientos del impulso de matar, y comenzó a dar alaridos
con el inicio del frenesí. El resto de la manada se sumó, aumentando ellos
mismos en un tono de pura emoción. Este era el momento, la primera
prueba de
La fe depositada en ellos.

La cañonera descendió quemando la atmósfera; su nariz alzándose y sus


turboventiladores cobrando vida con un gemido. Las puertas de la bahía de
tripulación retrocedieron con un crujido, y el olor y el ruido del primer
mundo alienígena se apresuró a entrar.
El cielo era verde, más verde que cualquier cosa que Haldor hubiera visto
jamás en Fenris. Todo apestaba, a follaje, a tierra oscura, a fertilizantes
nitrosos, a las colosales tolvas apisonadas con grano, a las esporas flotando
en el aire caliente. El paisaje por delante de ellos estaba lleno de cultivos,
extendiéndose hasta un horizonte vacío y marcado solo por las torres de
vigilancia centinela situadas a kilómetros de distancia.

Pero no estaban solos. Los campos ante ellos habían sido pisoteados por
una enorme masa de pieles verdes que resoplaban y bramaban, avanzando
desenfrenados a través del barro y destruyendo todo ante ellos. Debía
haber miles de ellos, una ola viviente de virulenta furia inconsciente,
hormigueando de horizonte a horizonte, su hedor picante y su ruido
increíble. Tropas imperiales, mortales con uniformes de color marrón
tierra, estaban tratando de contenerlos, y haciéndolo mal. El fuego láser
silbó de un extremo a otro de la escena de carnicería, respondida por un
ensordecedor bombardeo de proyectiles pesados y los bramidos
entrelazados de saliva de contra—desafío.

Fue abrumador. Fue una sobrecarga sensorial.

Fue fantástico.

Haldor saltó de la Thunderhawk que permaneció flotando inmóvil con sus


compañeros de manada, gritando con rabia y alegría, balanceando su
hacha en su mano derecha mientras disparaba su bólter desde la izquierda.
Cayeron a tierra con un crujido, sus botas hundiéndose con profundidad en
la espesa tierra, y cargaron en el corazón de la lucha, Varak conduciéndoles
con poderosos barridos de espada, los Garras Sangrientas corriendo para
mantener el ritmo, para enfrentarse al enemigo, para llevar la ira de Fenris
a los xenos, y luchar con toda la furia y brillantez que les había dado su
patrimonio genético.

Eso fue solo otro comienzo.

Valgarn no regresó de esa batalla; su espalda rota por los pieles verdes
mientras trataba de derribar a su campeón, pero la matanza fue grande, y
cuando la sangre se estaba hundiendo en la tierra, todavía cantaban sobre
ello, riendo de agotamiento y euforia. La lucha fue muy buena en Pholeses,
y contra un enemigo que era más bestia que cualquier otro.

Desde allí, la Kva los llevó a otros mundos. En aquellos días las batallas
eran contra los xenos, porque el Gran Enemigo había sido devuelto al Ojo
del Terror y las marcas del Señor de la Guerra limpiadas de los registros del
Imperio. La manada cazó duro, no descansando nunca, buscando siempre
el siguiente combate. Se volvió como una droga, una necesidad, enterrada
con profundidad en su médula y nunca dejándoles descansar. Cuando no
luchaban, entrenaban. Varak los mantuvo en línea, rompiendo cabezas
cuando lo necesitaba, y a pesar de todo lo que aprendieron de él,
añadiendo astucia a su energía y táctica a sus cargas de cabeza.

Después de aquella primera gira de campaña, regresaron a Fenris, ahora


dos menos de su complemento original, y su armadura fue
reacondicionada y sus armas afiladas en las forjas. El Colmillo estaba, como
siempre, en gran parte vacío, sus túneles haciendo eco y forrados de
escarcha, aunque se habían tomado más aspirantes, y Brannak mantuvo
una vigilancia tan cerca de ellos como antes. La manada no se demoró, ni
lo deseaban, ya que una vez se les había abierto el mar de estrellas, su
pasión por viajar se hizo poderosa. Les dieron más tareas, y los atrajeron
más cerca de la compañía, y las batallas se hicieron más largas y más
sangrientas.

Las semanas se convirtieron en meses, y los meses se convirtieron en


años, solo marcados por la interminable procesión de las guerras. Aunque
el propio Imperio nunca había sido más fuerte y la gloria de los primeros
días de la Gran Cruzada se reavivó en parte por el Astra Militarum y sus
abundantes trillones, los enemigos nunca se fueron. Las pieles de los
Garras comenzaron a perder su vivo color rojo, destiñendo hasta
convertirse en gris. Varak les dejó, proclamando con solemnidad que todos
estarían muertos dentro de un año; y aquellos que permanecieran
tomarían el manto de los Cazadores y alcanzarían nuevas armas y
conseguirían nuevas marcas de matanza para su armadura.

Eventualmente, incluso el viejo Aeska murió, su final llegando en las


profundidades del pecio Cataclismo de la Fe, luchando contra un enemigo
que habían pensado que se había ido para siempre. Las piras ardieron
mucho por él en Fenris, pero había poco tiempo para guardar luto, porque
se ordenaron ataques punitivos para vengarse por esta profanación.
Haldor, ahora el maestro de su manada de seis, respondió a la llamada, y el
Kva quemó el vacío otra vez, esta vez a la vanguardia de una flota
combinada de Capítulos que respondieron.

En años posteriores, los sabios imperiales verían tales batallas como las
revividas revueltas del Archienemigo, acumulando fuerzas poco a poco a
medida que las heridas del Estriado eran sanadas. En aquel momento, esto
no era conocido, y la esperanza aún persistía en que la mancha de Horus
podía ser extinguida por completo.

En el frente de batalla, para aquellos que se enfrentaban a los horrores


traídos a la humanidad por el Cataclismo de la Fe, esa esperanza pronto se
marchitó. Entre los retorcidos y las degeneradas criaturas que salieron de
la sombra del pecio había luchadores de la vieja III Legión, todavía llevando
el púrpura y el oro, aunque aún más mutado y envilecido de lo que esa
armadura había estado al final de la Gran Herejía. No hubo alegría en la
lucha contra tales enemigos. Al final de cada encuentro los Cazadores
Grises contarían el precio, su placer en la matanza reemplazado con
implacable furia. Cuando se cantaran las sagas alrededor de los fuegos, se
haría para recordar, no para celebrar.

Más largos años se arrastraron, y la campaña avanzó hacia su conclusión.


Otros capítulos se unieron a la lucha, añadiendo sus espadas y sus
doctrinas a quienes fueron los primeros en acudir a la llamada. Llegaron los
Ultramarines, y los Cicatrices Blancas, y luego sus sucesores, todos con
diferentes libreas, su gótico hablado con una docena de acentos.

El encuentro final se produjo en el mundo desértico de Iela, cuando el


enemigo al fin se rompió y apresuró a regresar al vacío. Haldor descendió
sobre el planeta en las llanuras ante las grandes agujas habitadas,
elevándose a través de la bruma de arena y en un cielo de soles gemelos.
Pronto esas agujas arderían de nuevo al tiempo que el Imperio recuperaba
aquello de lo que había sido despojado, pero antes de que pudiera
comenzar el asalto, una tarea permanecía. No era algo que hubiera hecho
antes, y la perspectiva le dio una mezcla de sentimientos, ninguno directo.

Así pues que se quedó en medio del remolino de polvo, su armadura de


color gris perla ya manchada de un tono mate. Sus compañeros de manada
permanecían de pie un poco atrás, en un anillo suelto, lo suficientemente
lejos para no intervenir pero lo suficientemente cerca como para burlarse
si los avergonzaba.

Por delante de él había diez Ángeles Oscuros. Nueve permanecieron


atrasados, reflejando a sus propios hermanos de batalla, dejando uno para
encararlo.

El sargento de la escuadra se hacía llamar Otho. Su coraza de batalla de


color verde bosque estaba forjada de un modo exquisito, y llevaba un
zweihander de hoja larga. Había, afirmaba, superado a hijos de Russ en dos
duelos de honor anteriores, y esperaba hacer la cuenta de tres.

Haldor permaneció de pie en una posición holgada, con el hacha en la


mano derecha. Sabía que debería estar concentrándose, estudiando la
forma en que su oponente se comportaba para buscar la ventaja, pero su
mente seguía vagando de regreso a la noche, hacía años ahora, bajo la
Montaña. Todavía podía oír la voz de su primarca, ronca de pesar,
relatando la historia del primer y más grande duelo. ¿Había sabido siquiera
Russ que la practica había continuado? ¿Es eso lo que él había querido?

—Pareces no probado —dijo Otho, irrumpiendo los pensamientos de


Haider.

Ahí estaba, tal como lo había descrito Russ: la arrogancia, la asunción de


superioridad. Las palabras de Otho lo enfurecieron de inmediato, y
encontró que su sangre se elevaba ante ello.

—Este hacha ha cortado bastante.

Otho la miró. —Esa es una hoja de la Legión —dijo, y un débil zumbido


reveló que sus lentes se habían acercado—. ¿Cómo llegaste a sostenerla?
No mereces el arma, y no puede conocer su legado.
Al oír eso, Haldor rio a carcajadas. Toda su vida había sufrido gente
contándole aquello, tratándole como a algún ignorante tiburón del hielo.

Y sin embargo, él lo sabía todo al respecto. Había escuchado el relato


literalmente de la boca de un dios viviente, uno que caminó por las
murallas del Palacio Imperial con el Padre de Todos, que había roto al
traidor Magnus y que condujo a la chusma del Señor de la Guerra gritando
de regreso al Ojo. Incluso ahora todavía podía ver aquella cara llena de
cicatrices, surcada de cenizas, contando con suavidad la saga del León y el
Lobo a la sombra del Colmillo, asegurándose de que nunca se perdería de
la única manera que los escaldos de la Jauría jamás hicieron.

No lo quiero olvidado, le había dicho Leman Russ.

Haldor se agachó para el primer golpe, consiguiendo al fin la


concentración que necesitaba. Ganaría este. Vería al Ángel Oscuro roto en
el polvo antes de la puesta del sol, porque ahora entendía el ritual, y lo que
significaba, y por qué tenía que continuar

—¿Esta? —preguntó Haldor—. Esta es la hoja del Capitán Alajos de la


Novena Orden de La Primera Legión. Entonces se llamaba Urthand, la
forjada con odio, y vuestro campeón la llevó durante medio siglo de
guerra. En la Fortaleza Carmesí de Dulan le fue arrebatada, capturada por
el más poderoso guerrero que jamás haya caminado bajo sol y estrella, y
él lo tomó, y su nombre se cambió a Wyrdfast, la atrapada por el destino.
Y con el tiempo me llegó, dada con libertad para marcar la nueva sangre
de una nueva era, y la he llevado a través de mundos para asesinar en
nombre del Rey Lobo.

Haldor sonreía ahora, cada uno de sus músculos cantando, y Otho podía
sentirlo, porque se puso en guardia.

—Porque siempre fue suya —dijo Haldor, avanzando, eligiendo el


momento—. Incluso ahora, sigue siendo suya. La alzó contra el Señor de
los Ángeles, y rompió su Espíritu justo como rompió su coraza de batalla
—. No podía dejar de sonreír.
—Así que prepárate, hijo del León —dijo, dispuesto a comenzar el ciclo
de nuevo—. Esta cosa también sabe cómo romperte.

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