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Es,
asimismo, el resultado del heroísmo espiritual y poético de su autor.
Milton lo compuso ciego, empobrecido y acosado por sus enemigos
políticos, obligado a memorizar los versos que le traían la noche y
las primeras horas del alba hasta disponer de un amanuense que le
liberase de los apremiantes frutos de su inspiración. Como
monumental visión y representación poética de la mitología
cristiana, Paraíso perdido ha sido enarbolado por la tradición
religiosa más ortodoxa, pero la turbadora heterodoxia del poema
rezuma por todos sus poros a la primera mirada.
John Milton
Paraíso perdido
ePub r1.3
Titivillus 23.10.2021
Título original: Paradise Lost
John Milton, 1667
Traducción: Bel Atreides
Ilustraciones: Gustave Doré
Diseño de portada: diego77
I
No diré que Satán sea el héroe del poema, pero sí en gran medida
el responsable de que el Paraíso perdido siga hablándonos
directamente. Más allá del debate entre sata nistas (que exaltan la
figura del Ángel Caído al rango de protagonista épico) y
antisatanistas (que lo condenan), lo cierto es que Satán, el Satán de
los dos primeros libros del Paraíso perdido, encarna más que ningún
otro personaje la consciencia del hombre occidental moderno. Como
Satán, éste se revuelve contra su caída condición con la ira de su
autoafirmación tajante, irrenunciable; con una curiosidad fáustica y
vehemente; con un escepticismo radical como solvente contra toda
verdad revelada, todo lo que no le descubran el esfuerzo y ascenso
gradual de su propia mente. Como Satán, el hombre contemporáneo
prefiere gobernar su propio infierno existencial que vivir
aborregadamente en paraíso ajeno. Como él, es adicto al discurso
de la libertad, no de la obediencia. Y soy consciente de que
«hombre contemporáneo» no pasa de ser una generalidad, una
entelequia, que hay muchas formas «contemporáneas» de ser
«humano»; pero hablo de ese hombre cuya auto— afirmación
irrenunciable —como a Satán en el «Libro VI» con sus cañones— le
lleva a ingeniar, fabricar y utilizar armas, armas de destrucción
masiva o personalizada, pero armas infernales; el hombre cuya
vengativa curiosidad por todo lo que no es le lleva —como a Satán
en el «Libro II» con su periplo a través del Caos— a cruzar océanos
de agua, de espacio, de ideas y valores, desdeñando fáusticamente
el riesgo de infectar de sí mismo a otros mundos o de traer de ellos
la Némesis de toda su especie; de ese hombre, en definitiva, que
como Satán allí donde se encuentre explota el discurso de la
libertad e independencia al que es tan adicto hasta ese punto de
demagogia en que sus estandartes ideológicos se convierten en la
mentira de sí mismos.
Se ha insistido en que Satán, fiero, desmedido y batallador como
es, representa la encarnación de los valores marciales del héroe
clásico, precisamente esos valores que Milton critica a través de su
Ángel Protestante y a los que contrapone el nuevo ethos del héroe
espiritual cristiano[9]; se ha señalado incluso su analogía con
Aquiles[10]—. Pero, si Satán tiene alguna semejanza con Aquiles, no
es sólo por su «sentimiento de herido mérito»[11], sino porque este
Terminator aqueo, con su hybris inextinguible, es quien más se
parece al hombre contemporáneo de entre todos los héroes
homéricos, salvo, en algunas encomiables ocasiones, el artero
Ulises. Satán, este Satán miltónico de los dos primeros libros del
Paraíso perdido, a pesar de su escudo «largo y redondo y masivo,
colgándole de los hombros cual la luna», y de su lanza «comparada
con la cual el pino más enorme, talado en montes de Noruega para
mástil de glorioso buque insignia, fuera caña sólo», y de todo el
rechinar de las «ruedas de los broncíneos carros» de sus legiones,
no mira menos hacia nuestro presente que hacia el pasado que se
le atribuye; porque es el hombre moderno, al fin y al cabo, quien ha
culminado la empresa satánica y suprimido «la Tiranía del Cielo»,
aunque sea para morar en el abismo de su finitud. En el «Dios ha
muerto» nietzscheano resuena todavía el eco de las campañas del
«perdido Arcángel».
Si Paraíso perdido debiera leerse sólo, o principalmente, como el
intento por parte de Milton de superar, mediante un nuevo lenguaje y
una nueva temática épicos de naturaleza espiritual, la vieja épica
heroica de orden marcial y violento, asociada aquí a los Demonios,
habría que concluir que la obra es poco menos que un fracaso. A la
grandeza de la épica clásica, que forma el tejido de los dos primeros
libros, el autor sólo consigue oponer una mediocre y abstracta
teología; y este fracaso poético pone de manifiesto la falta de
vitalidad creativa de la doctrina que, aparentemente, Milton quería
consagrar. No desautoriza nunca tanto un poeta a un conjunto
particular de ideas como cuando pone en evidencia su esterilidad
artística; y esto es, en última instancia, lo que ocurre aquí, no
cuando se compara el Infierno y los Demonios con los mundos
divino y humano, sino justo a la inversa. Aurobindo Ghose expresa
esta idea al escribir: «No hay en ningún lugar un comienzo más
magníficamente logrado que en la concepción y ejecución de su [de
Milton] Satán e Infierno; en ningún lugar ha habido un retrato más
poderoso del espíritu viviente de la revuelta egoísta, caído a su
elemento natural de oscuridad y dolor y, sin embargo, sostenido
todavía por la grandeza del principio divino del que nació, incluso
tras haber perdido la unidad con él y enfrentándosele con
disonancia y desafío. Si el resto de la épica hubiera sido igual a sus
libros iniciales, no habría existido un poema mayor en toda la
historia de la literatura y pocos habrían sido tan grandes como
él»[12].
Pero, si el lenguaje y temática heroicos al estilo homérico
quedan trascendidos por algo, es por un elemento que los
acompaña como rasgo fundamental de la figura que encarna esos
viejos valores marciales: el radical existencialismo de Satán. Ese
existencialismo que se manifiesta, incluso, en el rechazo a aceptar
la explicación oficial del propio origen porque no la corrobora su
memoria y experiencia de las cosas:
II
Bel Atreides
Sitges, julio de 2005
El verso[1]
Dios sentado en su Trono ve a Satán volar hacia este mundo, por entonces
recién creado; se lo muestra al Hijo, sentado a su diestra; predice que Satán
conseguirá pervertir a la humanidad; exime a su Justicia y Sabiduría de toda
imputación, puesto que ha creado al hombre libre y suficientemente capaz de
resistir a su tentador; pero declara su propósito de Gracia para con él, ya que
éste cayó no por su propia maldad, como Satán, sino seducido por él. El Hijo
de Dios rinde alabanza al Padre por la manifestación de su propósito
misericordioso para con el hombre. Pero Dios declara de nuevo que no puede
otorgarse Gracia al hombre sin satisfacer la justicia divina: el hombre ha
ofendido la majestad de Dios al aspirar a la Divinidad y por ello, consagrado a
la muerte con toda su progenie, debe morir; a menos que surja alguien lo
bastante digno para responder por su ofensa y sufrir su castigo. El Hijo de
Dios se ofrece libremente como rescate por el hombre: el Padre lo acepta,
decreta su encarnación, proclama su exaltación por encima de todo Nombre
en el Cielo y la Tierra y ordena que todos los Ángeles lo adoren. Éstos
obedecen y, cantando himnos al son de sus arpas en coro, loan al Padre y al
Hijo. Mientras, Satán se posa en la desnuda convexidad del orbe más remoto
de este universo[91], donde, errante, descubre un lugar desde entonces
llamado Limbo de Vanidad. Qué personas y cosas van a parar allí volando.
Desde allí llega hasta el Portal del Cielo; se le describe ascendiendo por las
escaleras y se describen las aguas sobre el firmamento que fluyen desde allí:
su tránsito desde allí al orbe del Sol. Encuentra allí a Uriel, el Regente de ese
orbe, pero él asume primero la forma de un Ángel menor y, simulando el
ferviente deseo de contemplar la nueva creación y al hombre que Dios ha
emplazado allí, le pregunta por el lugar donde habita y Uriel le señala el
camino. Se posa primero en el Monte Nifates.
Satán ahora, a la vista del Edén y cerca del lugar en que debe acometer la
audaz hazaña que emprendió en solitario contra Dios y el hombre, cae en
muchas dudas acerca de sí mismo y presa de pasiones, miedo, envidia y
desesperación; pero, finalmente, se reafirma en su maldad, viaja al Paraíso,
cuyo panorama y situación exteriores se describen a continuación, salta la
cerca y se sienta en forma de cormorán sobre el Árbol de la Vida, que es el
más alto del Jardín y el que mejor perspectiva le ofrece. El Jardín, descrito. La
primera vez que Satán ve a Adán y Eva. Su asombro ante la excelente figura
y feliz estado de aquéllos, pero su determinación a provocarles la caída. Oye
su conversación, por la que se entera de que tienen prohibido comer del Árbol
de la Ciencia bajo pena de muerte e intenta fundar en ello su tentación,
seduciéndolos a transgredir: después se aleja de ellos por un rato a fin de
averiguar más sobre su estado por otros medios. Mientras, Uriel desciende en
un rayo de Sol y advierte a Gabriel, que guarda la Puerta del Paraíso, de que
un Espíritu maligno se ha escapado de las profundidades y ha pasado al
mediodía por su esfera en forma de Ángel bueno de camino al Paraíso,
siendo descubierto más tarde por sus gestos furibundos en el Monte. Gabriel
promete hallarlo antes del amanecer. Con la llegada de la noche, Adán y Eva
hablan sobre retirarse a reposar: se describe su refugio, su culto vespertino.
Gabriel, al llamar a sus guardias nocturnos para la ronda del Paraíso, destina
dos Ángeles fuertes al refugio de Adán, no sea que el Espíritu maligno haga
daño a Adán o Eva mientras duermen. Allí lo encuentran, junto al oído de Eva,
tentándola en sueños, y lo llevan, aunque reluctante, a presencia de Gabriel.
Éste lo interroga; Satán responde desdeñoso, se prepara a resistir pero,
impedido por un signo del Cielo, parte volando del Paraíso.
Rafael sigue contando que Miguel y Gabriel fueron enviados a luchar contra
Satán y sus Ángeles. Se describe la primera batalla: Satán y sus fuerzas se
retiran bajo la protección de la noche. Satán convoca un consejo, inventa
máquinas diabólicas que durante el segundo día de batalla crean cierto
desorden entre Miguel y sus Ángeles, quienes, finalmente, arrancando
montes, superan a las fuerzas y máquinas de Satán. Sin embargo, no
acabando así el tumulto, Dios envía el tercer día al Mesías su Hijo, para quien
ha reservado la gloria del triunfo. Éste, que llega al lugar envuelto en el Poder
de su Padre, ordena a sus legiones quedarse quietas a uno y otro lado y,
lanzándose con su Carro y Trueno en medio de sus enemigos, los persigue —
incapaces de resistirse a él— hasta los Muros del Cielo, que se abren para
dejarlos saltar sumidos en horror y confusión al lugar de castigo preparado
para ellos en el Abismo. El Mesías retorna a su Padre triunfante.
A petición de Adán, Rafael relata cómo y para qué fue creado este mundo;
cuenta que Dios, tras expulsar a Satán y sus Ángeles del Cielo, declaró su
placer en crear otro mundo y otras criaturas que morasen en él. Envía a su
Hijo con gloria y cortejo de Ángeles a realizar el trabajo de Creación en seis
días. Los Ángeles celebran con himnos la culminación de la obra y la
reascensión del Hijo al Cielo.
Tras rodear la Tierra y meditar su argucia, Satán retorna como una niebla
nocturna al Paraíso y penetra en la dormida serpiente. Por la mañana, Adán y
Eva parten a sus labores, que Eva propone repartir entre distintos lugares y
trabajar separadamente. Adán no está de acuerdo y alega el peligro de que
ese enemigo sobre el que se les ha advertido tiente a Eva hallándola sola.
Eva, resistiéndose a que no se la considere lo bastante firme o circunspecta,
se obstina en ir sola, más deseosa todavía de poner a prueba su propia
fuerza. Adán acaba por ceder. La Serpiente la encuentra sola: su sutil
aproximación, primero observando, hablando luego y, con mucha zarracatería,
adulando a Eva por encima de todo el resto de las criaturas. Eva,
asombrándose al oír hablar a la Serpiente, le pregunta cómo ha accedido al
lenguaje humano y semejante entendimiento, de los que careciera hasta
entonces. La Serpiente responde que al probar de cierto árbol del Jardín
obtuvo tanto el lenguaje como la razón, que le faltaran antes. Eva le pide que
la conduzca a ese árbol y descubre que se trata del prohibido Árbol de la
Ciencia. La Serpiente, más atrevida ya, con mucha astucia y palabrería acaba
por inducirla a comer de él. Eva, a la que agrada el sabor, delibera un rato
sobre si darle de él a Adán o no; por fin, le lleva el fruto y le cuenta qué la
persuadió a comer de él. Adán, perplejo al principio pero viéndola perdida,
decide perecer con ella por la vehemencia de su amor y, subestimando la
transgresión, come también del fruto. Los efectos en ambos. Tratan de cubrir
su desnudez; luego caen en la disputa y en recíprocas acusaciones.