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TORRE, JUAN MARIA (De La), Antología Literatura Occidental - 00
TORRE, JUAN MARIA (De La), Antología Literatura Occidental - 00
HILARIO DE POITIERS
LA TRINIDAD
Búsqueda de Dios
I, 1. Cuando pretendo conocer el destino de la vida
humana conforme a la voluntad de Dios, - emane de la
misma naturaleza, o lo hayan averiguado los esfuerzos de
los sabios - puede afectarme algo digno del don divino, en
cuanto es capacidad de conocimiento; al mismo tiempo
que se me presentan situaciones que, en opinión de
muchos, parece que hacen la vida útil y deseable; y, sobre
todo, aquellas que, ahora y en todos los tiempos pasados,
los mortales han apreciado como las mejores, a saber, la
tranquilidad junto a la riqueza; pues una sin la otra suele
ocasionar daño en lugar de beneficio. Efectivamente, la
tranquilidad, asociada a la carencia de bienes es como un
destierro de la misma vida, y el desasosiego en la
opulencia acarrea una desgracia proporcionada a la
decepción con la que se añora lo que con un deseo más
intenso se aspira a disfrutar.
Pero aun cuando la tranquilidad y la riqueza contengan
los mayores y mejores atractivos de la vida, no parecen
diferir mucho del gozo habitual de los animales, porque
cuando recorren bosques muy ricos en pastos no sienten
fatiga alguna y engullen hasta la saciedad. Por lo tanto, si
consideramos que el mejor y más perfecto goce de la vida
humana estriba en el sosiego y en la prosperidad,
necesariamente este deseo ha de ser común, según la
naturaleza de cada uno, a nosotros y a todos los animales
irracionales; a todos éstos provee la naturaleza, con toda
abundancia y seguridad, de bienes hasta rebosar, para que
gocen con ellos sin la preocupación de obtenerlos.
2. Pero me parece que la mayoría de los hombres han
rechazado para sí y han censurado en los otros este modo
de vida insensato y propio de los animales por la única
razón de que, movidos por la misma naturaleza, creyeron
que era indigno del hombre el haber nacido sólo para
servir al vientre y a la indolencia, o considerar que el
lanzamiento a esta vida no implicaba esfuerzo alguno en
función de alguna proeza o compromiso en algo que
valiera la pena, o simplemente que el don de la misma
vida no sea un camino hacia la eternidad; pues, en tal caso,
no se la debería considerar como un don de Dios, ya que,
afligida por tan grandes angustias y abrumada con tantos
aprietos, terminaría por consumirse en sí misma desde la
ignorancia de la infancia hasta los trastornos de la vejez.
Por eso, se han propuesto las virtudes de la paciencia, de
la continencia y de la compasión, en palabras y
comportamientos, como instrumentos de sus buenas
acciones y rectos criterios; en otras palabras, la manera de
vivir bien. Se ha de creer en fin, que el Dios inmortal no
nos otorga la vida únicamente para morir, ya que nadie
puede imaginar a un donante generoso que conceda el
muy alegre sentimiento de la vida con objeto de que
suframos el tristísimo miedo de la muerte.
3. Nunca creí disparatada o inútil la opinión de quienes
creen que se ha de conservar la conciencia libre de toda
culpa y que todas las molestias de la vida humana se han
de prever con prudencia, evitar con reflexión o soportar
con paciencia; pero, con todo, tampoco los he estimado
maestros suficientemente idóneos para enseñar la manera
de vivir bien y con felicidad, pues alimentaron únicamente
criterios imprecisos y concordes con una apreciación
prosaica de la vida. La ignorancia de estas enseñanzas
caracteriza a los animales; pero no llevarlas a la práctica,
cuando ya se conocen, me parece que supera la crueldad
de la ferocidad animal. Mi alma pretendía no sólo
practicar aquello cuya dejadez le hubiera acarreado delito
y dolor, sino conocer a Dios, autor de don tan magnífico,
que la embargaba por completo y con cuyo servicio
pensaba ennoblecerse. En Él ponía toda su esperanza, y en
su bondad descansaba, como en puerto muy seguro y
familiar, pese a las abultadas desgracias de las
preocupaciones presentes. Mi alma se inflamaba en deseos
de entenderlo todo y de reconocerlo.
4. Muchos de aquellos maestros propalaban la existencia
de numerosas familias de dioses indeterminados, opinaban
que la naturaleza divina estaba dotada de un doble sexo,
masculino y femenino; y que los dioses nacen y se
engendran unos a otros. Otros enseñaban la existencia de
dioses superiores e inferiores, distintos según el poder.
Algunos negaban la existencia de dioses, y veneraban sólo
aquella naturaleza consistente en movimientos y
encuentros fortuitos. Sin embargo, la gran mayoría
afirmaba, según opinión generalizada, que existe un dios,
pero negligente y despreocupado de los asuntos humanos.
Hubo quien adoraba incluso las formas corporales y
visibles de las criaturas en los elementos terrenos y
celestes. Otros, en fin, consideraban como sus dioses
imágenes de hombres, de animales, de fieras, de aves y de
serpientes, y confinaban al Señor del universo y padre de
la inmensidad en la concreción del metal, de la piedra y de
la madera. En consecuencia, no merecían la más mínima
credibilidad como maestros de la verdad, aquellos que con
ridiculeces vergonzosas y descabelladas, disentían, incluso
entre sí, defendiendo opiniones tan insensatas en torno a
las creencias.
Entre tanta confusión, mi alma estaba inquieta,
esforzándose en seguir el camino primordial y útil para
conocer a su Señor; pensaba que la indiferencia ante las
realidades creadas no era digna de Dios, y entendía que su
naturaleza, poderosa e incorruptible, no era compatible
con el sexo de los dioses y la sucesión de generaciones y
nacimientos. Tenía además por cierto que lo divino y
eterno no puede ser más que uno e indiferenciado, porque
aquello que es el fundamento de su propio ser no podía
dejar fuera de sí nada que no concerniera a su misma
excelencia; por eso llegaba a pensar que la omnipotencia y
la eternidad no pueden estar más que en un mismo ser,
porque no sería congruente que en la omnipotencia
hubiera algo más fuerte y algo más débil, y en la eternidad
algo posterior y algo anterior, pues en Dios no se ha de
venerar más que la eternidad y la potencia.
Descubrimiento de la Escritura y sentimiento de Dios
5. Mientras meditaba interiormente estas cosas y otras
muchas parecidas, di con aquellos libros que, según la
tradición de la religión hebrea, habían sido escritos por
Moisés y los profetas. En ellos se encontraba lo siguiente
en boca del propio Dios creador, que daba testimonio de sí
mismo: Yo soy el que soy; y de nuevo: Esto dirás a los
hijos de Israel: “El que es me ha enviado a vosotros”. Me
encantó esa definición de Dios tan clara y perfecta, que
aludía a la naturaleza divina, imposible de comprender,
pero con palabras tan adaptadas a la inteligencia humana.
Pues se comprende que no haya nada más propio de Dios
que el ser, porque el ser mismo no es propio de quien
alguna vez acaba ni del que ha empezado. Pero aquello
que es eterno en el poder de su felicidad incorruptible, ni
ha podido ni podrá alguna vez dejar de existir, pues todo
lo que es divino no está sometido ni a la destrucción ni al
comienzo. Y como de nada carece la eternidad de Dios en
sí misma, con toda propiedad manifiesta escuetamente qué
es, como demostración de su eternidad incorruptible.
6. Me parecía la palabra de aquel que dice: Yo soy el que
soy, era suficiente para indicar su infinitud, pero teníamos
que entender la obra de su magnificencia y de su poder.
Pues siéndole propio el “ser”, porque permanece siempre
y no ha comenzado a existir alguna vez, se ha oído acerca
de él esta palabra, digna del Dios eterno e incorruptible: El
que sostiene el cielo con la palma de su mano, y la tierra
con su puño; y también: El cielo es mi trono y la tierra el
escabel de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis o cuál será
el lugar de mi descanso? ¿Acaso no hizo esto mi mano?
Todo cuanto hay en el cielo está sostenido por la mano de
Dios; y todo lo que hay en la tierra se encierra en su puño.
Pero la palabra de Dios, aunque aprovecha para la recta
inteligencia de la fe, tiene, con todo, una mayor
significación cuando se medita con el entendimiento que
cuando se percibe con el oído, pues el cielo, encerrado en
la palma de su mano, es, a su vez, el trono de Dios, y la
tierra misma, que se contiene en su puño, es el escabel de
sus pies. Cuando se habla del trono y del estrado, no
podemos entender la extensión de una forma corpórea en
la posición de quien está sentado, pues lo mismo que le
sirve de trono y de estrado, lo abarca aquella misma
potente infinitud al encerrarla en la palma y el puño, sino
que con la comparación sacada de todas estas criaturas se
ha de reconocer a Dios como inmanente y trascendente a
ellas, lo que más las sobrepasa y lo que les es más interior,
y a la vez, lo que todo lo abarca y todo lo penetra. Con la
palma de la mano y con el puño, que todo lo contiene,
manifiesta su poder sobre la naturaleza exterior, y el trono
y el estrado expresan que las cosas exteriores están
sometidas al que está dentro de ellas, pues Dios está
dentro de las cosas exteriores a él, y a la vez encierra
desde fuera todas las cosas interiores. Y así, él mismo en
su totalidad, abarca todo lo que está dentro y fuera de él;
como infinito, no está lejos de nada, ni nada que no esté
dentro de él, ya que es infinito.
Con estos piadosos pensamientos acerca de Dios se
deleitaba mi alma, ocupada en el esfuerzo por alcanzar lo
verdadero. Y no consideraba nada comparable a la
dignidad de Dios, exceptuando quizá que él está más allá
de nuestra posibilidad de conocimiento de las cosas; de
modo que en la misma medida en que la mente infinita se
extienda hasta el límite de alguna idea, aunque sea sólo
una conjetura, igualmente la infinitud de la eternidad sin
límites excederá toda infinitud de la naturaleza que
pretenda abarcarla. Y que nosotros podamos con respeto
entenderlo, nos lo confirma de modo manifiesto el profeta,
cuando dice: ¿A dónde iré lejos de tu aliento o a dónde
escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si
me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta
el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha.
No hay ningún lugar sin Dios, ni ninguno en que no esté
Dios. Está en los cielos, está en el abismo, está allende los
mares. Está dentro de todo como algo interior, todo lo
trasciende como exterior. Del mismo modo que contiene
es contenido; no hay ninguna cosa en la que esté sin estar
en todas.
7. Aunque el alma gozara en el sentimiento de esta
magnífica e inexplicable comprensión, ya que veneraba en
su Padre y Creador la infinitud de la eternidad inmensa, no
obstante, con su afán todavía más intenso buscaba la
misma visión de su Señor infinito y eterno, hasta el punto
de pensar que la inmensidad incircunscripta se debía
contener en alguna expresión que permitiera conocer su
hermosura. Y cuando mi espíritu creyente se empeñaba en
estas cosas con su débil criterio, recibió por la voz de los
profetas esta bellísima sentencia acerca de Dios: Por la
grandeza de las obras y la hermosura de las creaturas se
reconoce como consecuencia al Creador de las
generaciones. El Creador de las cosas magníficas está en
las sublimes y el autor de lo que es hermoso está en su
misma hermosura. Y si su obra rebasa ya nuestra
capacidad, necesariamente el autor de la misma ha de
rebasar con mucho todo pensamiento.
Por lo tanto, hermoso es el cielo, el aire, el mar y el
universo entero, que, a causa de su belleza, parece
llamarse con propiedad, como les gusta también a los
griegos, cosmos, es decir, mundo. Nuestra mente, por su
instinto innato, capta esta belleza de las cosas, de tal modo
que, como sucede también en ciertas clases de aves y
animales, no puede expresar con palabras lo que entiende,
ya que la palabra queda por debajo del pensamiento;
mientras, por otra parte, toda palabra proviene de la mente,
y ésta se habla a sí misma con comprensión; si esto es así,
¿no es preciso que el Señor de esta misma belleza sea
considerado más hermoso que toda ella? Y aunque la
manifestación de su eterna hermosura escape a la
capacidad de toda inteligencia, ¿no permite su belleza que
nos formemos, con nuestra capacidad de entender, una
opinión acerca de ella? Por lo tanto, se ha de afirmar que
Dios es la absoluta belleza, de tal manera que su
comprensión rebasa nuestra capacidad, pero no queda
fuera de nuestras posibilidades de entenderla.
8. MI alma, absorta en el esfuerzo por llegar a estos
piadosos pensamientos y doctrinas, descansaba como en
un retirado lugar de observación de estas bellísimas ideas.
Y veía con claridad que su naturaleza no le había ofrecido
ninguna otra cosa con la que pudiera prestar a su Creador
un servicio y un homenaje mayor que éste: reconocer sólo
que su ser es tan grande que se le pueda creer, pero no se
le puede entender, ya que la fe incluye la comprensión de
la verdad sobre Dios que le es necesaria, pero la infinitud
del poder eterno desborda toda inteligencia.
9. En la base de todas estas cosas había un sentimiento
innato, según el cual alimentaba la profesión de la fe una
cierta esperanza en una felicidad incorruptible, que la
creencia irreprochable acerca de Dios y las buenas
costumbres merecían como recompensa de una campaña
victoriosa. Pues no hubiera significado ninguna ventaja el
pensar bien acerca de Dios en el caso de que la muerte
hiciera perecer toda conciencia humana y la aniquilara el
ocaso de la naturaleza que se desmorona. Por lo demás, la
misma razón me persuadía de que no era cosa digna de
Dios haber traído al hombre a esta vida y haberle hecho
partícipe de la sabiduría y de la prudencia con la seguridad
de que iba a dejar de vivir y morir por la eternidad; de esta
manera aquel que no existía sería traído al mundo sólo
para dejar de existir una vez estuviera en él; pero
solamente puede entenderse como razón de ser de nuestra
oración el que empezara a existir lo que no era, no el que
dejase de existir lo que había empezado a ser.
De la fe del Unigénito a la paz del corazón
10. Pero mi alma se inquietaba, en parte por el temor por
sí misma, en parte por el del cuerpo. Conservaba su firme
convicción acerca de Dios con sincera confesión de fe y
tenía, a la vez, un cuidado ansioso por sí misma y por el
cuerpo en el que habitaba, destinado, según creía, a
perecer con ella; pero después de haber conocido la ley y
los profetas, conoció del mismo modo los principios de la
doctrina evangélica y apostólica: En el principio existía la
Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra
era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todas
las cosas fueron hechas por medio de ella y sin ella nada
fue hecho. Lo que se ha hecho en ella es vida, y la vida era
la luz de los hombres, y la luz luce en las tinieblas, y las
tinieblas no la acogieron. Había un hombre enviado por
Dios cuyo nombre era Juan. Este vino para dar
testimonio, para que diera testimonio de la luz. No era él
la luz, sino que debía dar testimonio de la luz. (La
Palabra) era la luz verdadera que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo. Estaba en el mundo, y el mundo
fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos
los que la recibieron les dio poder de convertirse en hijos
de Dios, a todos aquellos que creen en su nombre; los
cuales no han nacido de la sangre ni de voluntad de
varón, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó
entre nosotros; y hemos visto su gloria, gloria como de
unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
La mente rebasa las fronteras de lo que es comprensible
a las facultades naturales, y recibe una enseñanza acerca
de Dios superior a lo que se imaginaba. Aprende que su
Creador es Dios de Dios. Escucha que la Palabra es Dios y
que estaba al principio junto a Dios. Entiende que es la luz
del mundo que permanece en el mundo y que no ha sido
reconocida por el mundo. Conoce que no ha sido recibida
por los suyos cuando ha venido a su casa y que los que la
reciben han llegado a ser hijos de Dios como recompensa
a su fe; y que éstos no han nacido de abrazo carnal, ni de
la generación de la sangre, ni del placer corporal, sino de
Dios. Conoce, por último, que la Palabra se ha hecho
carne y ha habitado entre nosotros y que su gloria ha sido
contemplada; la cual, siendo la del Hijo único del Padre,
es perfecta con gracia y verdad.
11. Aquí la mente temerosa y ansiosa encuentra ya más
esperanza de lo que creía. En primer lugar se prepara para
el conocimiento de Dios Padre. Y lo que antes pensaba
acerca de la eternidad, infinitud y belleza de su Creador
por su capacidad natural, lo comprende ahora como propio
también del Dios unigénito; y ello sin ensanchar la fe
como si fuese en dos dioses, porque oye que es Dios que
procede de Dios; sin caer en la afirmación de diversidad
de naturaleza en el Dios que procede de Dios, puesto que
ha aprendido que el Dios de Dios está lleno de gracia y
verdad; y sin considerar al Dios de Dios como posterior,
porque está seguro de que en el principio era Dios junto a
Dios. Comprende después que es muy rara la fe en este
conocimiento salvador, pero que constituye el mayor
beneficio posible, porque los suyos no lo recibieron, y los
que lo recibieron han sido elevados a la dignidad de hijos
de Dios no por el nacimiento carnal, sino por el de la fe.
Que el ser hijos de Dios no es una necesidad, sino una
posibilidad, ya que, una vez que el regalo de Dios ha sido
ofrecido a todos, no se obtiene a causa de la condición de
los padres, sino que la voluntad lo alcanza como
recompensa. Y para que la posibilidad que a todos se da de
ser hechos hijos de Dios no fuera obstaculizada en alguno
a causa de la debilidad de su fe vacilante – ya que es de
por sí difícil esperar angustiosamente lo que se desea más
que se cree -, el Dios Palabra se ha hecho carne para que,
por medio del Dios Palabra hecho carne, la carne se
elevara hasta ser Dios Palabra. Y para que se diera a
conocer que la Palabra hecha carne no era cosa distinta
del Dios Palabra y que tampoco dejaba de tener carne de
nuestro cuerpo, habitó entre nosotros; y al habitar entre
nosotros no es una cosa distinta de Dios, mientras que, a
su vez, Dios que se ha hecho carne no se ha convertido en
nada distinto de nuestra carne; en su condescendencia de
asumir la carne no queda privado de lo suyo, ya que, como
unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad, es
perfecto en lo suyo y verdadero en lo nuestro.
12. Mi mente recibió con alegría esta enseñanza del
misterio de Dios al elevarse a Dios por medio de la carne;
por la fe había sido llamado a un nuevo nacimiento y se le
había concedido la posibilidad de obtener la regeneración
celeste; y al conocer el cuidado que por él tiene su Padre y
Creador, pensaba que no había de ser reducido a la nada
por aquel mismo por el cual había venido a ser de la nada
lo que es. Juzgaba que estas cosas están más allá de la
capacidad de la inteligencia humana, porque el modo
común de razonar es incapaz de entender los designios
divinos, y piensa que sólo tiene existencia lo que por sí
mismo puede entender o lo que por sí puede probar. Pero
las acciones de Dios, en la magnificencia de su poder
eterno, no las hacía depender de la propia experiencia,
sino de la infinitud de la fe; de modo que no porque no lo
entendiese dejaba de creer que Dios estaba en el principio
junto a Dios y que la Palabra hecha carne había habitado
entre nosotros; más bien me daba cuenta de que podría
entenderlo si tenía fe.
13. Y para que no fuera impedido por ningún error de la
prudencia mundana para la profesión creyente de esta fe
firmísima, fui enseñado por la palabra de Dios expresada
por el Apóstol: Mirad que nadie os despoje mediante la
filosofía y el vano engaño, según la tradición de los
hombres, según los elementos del mundo y no según
Cristo; porque en él habita corporalmente toda la plenitud
de la divinidad. En el cual también habéis sido
circuncidados con una circuncisión no hecha con la mano,
con el despojo de vuestro cuerpo carnal, sino con la
circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo,
en el cual también habéis resucitado por la fe en la acción
de Dios, que lo resucitó de entre los muertos. Y a vosotros
que estabais en vuestros pecados y en la incircuncisión de
vuestra carne, os vivificó con él, os ha perdonado todos
vuestros pecados, destruyendo la declaración de culpa
con sus prescripciones contra nosotros, que nos era
adversa, y la suprimió clavándola en la cruz cuando fue
despojado de su carne; y exhibió públicamente las
potestades y triunfó sobre ellas con la confianza en sí
mismo (Col 2, 8-15).
Una fe perseverante rechazó las cuestiones capciosas e
inútiles de la filosofía, y así, la verdad no se ofreció como
botín a la falsedad, sucumbiendo ante los engaños de la
insensatez humana. La fe no quiere encerrar a Dios en los
límites del sentir de la inteligencia ordinaria, ni juzgar con
los criterios del mundo acerca de Cristo, en el que habita
corporalmente la plenitud de la divinidad; y puesto que en
él la infinitud del poder eterno, la potencia de la eterna
infinitud sobrepasa todo lo que una mente terrena puede
abarcar, Cristo, al atraernos a su naturaleza divina, no nos
encerró en la observancia de los preceptos carnales ni nos
instruyó mediante la sombra, que es la ley, para el ritual de
la circuncisión corporal, sino que quiso que nuestro
espíritu, circuncidado de los vicios por la purificación de
los pecados, nos liberase de los impulsos propios de
nuestro cuerpo. Desea que seamos sepultados con él en su
muerte en el bautismo para que volvamos a la vida de la
eternidad; y puesto que la regeneración para la vida eterna
es la muerte a esta vida y muriendo a los vicios renacemos
a la inmortalidad, él mismo murió por nosotros, siendo
inmortal, para que a partir de la muerte fuéramos
levantados, juntamente con él, a la inmortalidad. Asumió
la carne de pecado para perdonarnos los pecados en la
asunción de nuestra carne, ya que se hizo partícipe de ella
al asumirla, no por el pecado. Destruyó con su muerte la
sentencia de muerte para abolir, con la nueva creación del
género humano realizada en sí mismo, el anterior decreto
de condena. Permitió que lo crucificaran con la maldición
de la cruz para crucificar y dejar olvidadas las maldiciones
de nuestra condenación terrena. Padeció, por último, en su
humanidad para humillar a las potestades enemigas; pues,
según las Escrituras, tenía que morir como Dios para que
también sobre estas potestades triunfase la confianza en sí
mismo del vencedor; pues él, al ser inmortal y no poder
ser derrotado por la muerte, murió para dar la vida eterna a
los mortales.
Todas estas cosas que Dios ha hecho, que sobrepasan la
inteligencia de la naturaleza humana, no pueden ser
entendidas con la capacidad natural de nuestras mentes, ya
que la obra de una eternidad infinita exigiría, para ser
comprendida, una inteligencia infinita; y, por consiguiente,
el que Dios se haya hecho hombre, el inmortal haya
muerto, el eterno haya sido sepultado, cae fuera del orden
de la inteligencia, son hechos excepcionales del poder de
Dios; y, a su vez, no es cuestión de buen juicio humano,
sino de la fuerza divina, que Dios provenga del hombre; el
inmortal, del que ha muerto; el eterno, del sepultado. En
virtud de su muerte, somos conresucitados en Cristo por
Dios. Y puesto que en Cristo habita la plenitud de la
divinidad, tenemos, por una parte, una referencia a Dios
Padre, que nos resucita en el que ha muerto, y a Cristo
Jesús, que ha de ser confesado como Dios en la plenitud
de su divinidad.
La fe en Cristo animaba al agraciado con el ministerio
episcopal
14. Su espíritu, alegre por la esperanza y consciente de
su seguridad, descansaba en esta tranquilidad, hasta el
punto de no temer la llegada de la muerte, pues la
apreciaba como camino para la eternidad. No estimaba
agobiante ni penosa la vida en este cuerpo, sino que la
comparaba a lo que supone la formación a los niños, la
medicina a los enfermos, la posibilidad de nadar a los
náufragos, la instrucción a los adolescentes, el servicio
militar a los mandos del ejército; o sea, lo que supone la
tolerancia de la vida actual respecto al premio de la futura
inmortalidad feliz. Esta misma actitud la venía adoptando
desde siempre todo agraciado con el ministerio sacerdotal
para comunicar su fe a los demás, en redoblado tesón por
facilitar la salvación a todos.
AMBROSIO DE MILÁN
HEXAMERÓN
Origen del mundo
I.1.1. Han sido tantas las opiniones, que algunos, como
Platón y sus discípulos, han reducido el origen de todo a
tres principios: Dios, el ejemplar y la materia. Aseverando
que la materia es incorrupta, increada y sin principio. Dios
no sería, en este caso, el creador de la materia sino sólo el
artífice en orden al ejemplar, es decir, la idea considerada.
El mundo sería hecho de la materia, que denominan
“hyle”, la cual habría proporcionado las causas de
producción de todas las cosas, entre otras, el mundo
incorrupto, no creado, o hecho. Otros, como Aristóteles
con los suyos, entró en liza para establecer dos principios,
la materia y la especie; y con ellos un tercero, llamado
operatorio, al que le bastaría actuar con competencia en lo
que quisiera acometer.
2. ¿Qué hay, pues, de inconveniente para armonizar la
eternidad de la obra con la eternidad de Dios topoderoso?
¿O decir que la obra misma es Dios, y que cielo, tierra y
mar merecen honores divinos? De lo que se hizo, como
partes del mundo, podría pensarse que eran dioses, pese a
que no fuera una cuestión menor la realidad del mismo
mundo.
3. Pitágoras afirma que hay un único mundo; otros dicen
que los mundos son innumerables, como escribió
Demócrito, cuya veterana autoridad influyó en muchos
físicos. Aristóteles sosteniendo que el mundo que siempre
fue ha de ser el mismo en el futuro, se enfrenta al criterio
de Platón, para quien el mundo no ha existido desde
siempre, aunque supone que ha de ser eterno. Sin embargo
muchos sostienen que no ha existido siempre ni ha de
existir siempre.
4. ¿Puede extraerse entre tantos criterios una estimación
verdadera? Muchos dicen que el mundo es el mismo Dios,
porque parece, como ellos creen, que la mente divina se
encuentra inserta en él; otros sostienen que el mundo es
una porción de la divinidad, y otros que ambos son
complementarios; en lo cual no es posible figura alguna de
dioses, ni número, ni lugar, ni vida posible, ni capacidad
de comprensión. Por tanto, habrá que entender sin el
sentido de Dios la certidumbre de un mundo voluble,
redondo, ardiente, activado por algún motor, no de
pertenencia propia, sino ajena.
II. 1,5. El bienaventurado Moisés asistido con el espíritu
divino, advirtió de antemano los errores en que iban a
incurrir los hombres; quizá por eso comenzó su relato de
esta manera: Al principio hizo Dios el cielo y la tierra; la
expresión apunta al comienzo de las cosas, al autor del
mundo y la creación de la materia; para que conozcas que
Dios existe antes del comienzo del mundo, o que en él
mismo se cifra el comienzo de todas las cosas; como en el
Evangelio el Hijo de Dios a los que le preguntan: y tú
¿quién eres?, les contesta: El comienzo que os habla: Él
mismo ha dado origen a las cosas que iban a aparecer; es
el creador del mundo, no por cierta idea genial que imitara
la materia, de la cual ordenara su obra no a su capricho
sino conforme a un determinado plan. Con gran acierto
dijo: En el principio; como expresando la incomprensible
celeridad de la obra; explicando el efecto antes de la
operación completa, a modo de esbozo.
6. Ante estas palabras debemos tener en cuenta que
Moisés, formado en la disciplina sapiencial de los egipcios
y salvado previamente del río por la hija del Faraón, que lo
quiso como a su hijo y puso a su disposición todas las
comodidades reales, deseó formarse en las reglas de los
comportamientos públicos. Y quien recibió el nombre a
raíz de ser extraído del agua, no estimó decir que todo
dependiera del agua, como dijo Tales. Y siendo educado
en las estancias reales, prefirió sin embargo, por amor a la
justicia, sufrir el destierro voluntario que desempeñar un
cargo en la cúspide pecaminosa de la tiranía. Finalmente,
antes que Dios lo llamara para liberar al pueblo,
estimulado por la aplicación de una justicia natural y
recibiendo la afrenta en respuesta de la venganza de su
pueblo, se hizo odioso a la gente, se liberó de la vida
placentera, y abandonando los artificios de la corte
faraónica, se refugió secretamente en Etiopía; y allí ajeno
a todos los asuntos, orientó todo su ánimo al conocimiento
divino, para contemplar sin velo la gloria de Dios. Eso lo
testifica la Escritura, porque no apareció nunca profeta
alguno en Israel como Moisés, que se familiarizó con el
Señor cara a cara. Pero la familiaridad con el Dios
soberano no fue a través de visiones o de sueños sino
mediante conversaciones; tampoco hay que pensar en
figuras ni en enigmas, sino que fue agraciado con el favor
lúcido y perspicaz de la divina presencia.
7. Este Moisés abrió su boca y difundió lo que el Señor
le expresaba, conforme a lo que le dijera, cuando le
encaminó hacia el Faraón: Acude, yo abriré tu boca, y te
insinuaré lo que debas decir. Por tanto, si de Dios había
recibido lo que debía decir sobre la marcha del pueblo
¿cuánto más lo que le notificaría sobre el cielo? No se
atrevió a hablar con palabras persuasivas de sabiduría
humana, ni con argumentos arteros de filosofía, sino en
manifestación de espíritu y virtud, como testigo de la obra
divina: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra. No se
trató de una ocupación remota y ociosa, como si formara
el mundo asociando átomos; ni de una habilidad sobre la
materia, como si se imaginara que Dios, como creador,
podría configurar el mundo. Advierte como hombre muy
prudente que sólo la mente divina contiene las substancias
visibles e invisibles, las raíces y las causas de las cosas, no
como los filósofos defienden, atribuyendo la causa más
segura al choque de los átomos y a sus enlaces
permanentes, estimando que, al tejer una tela de araña de
tal manera sutil e indeterminada, darían comienzo al cielo
y a la tierra; y como al azar se aglutinarían los átomos,
también fortuitamente amenazarían disolverse, si no se
afianzaran en la fuerza divina de su hacedor.
Origen y conocimiento del hombre
VI. 6.39. Hombre, conócete a ti mismo, no por lo que
dicen las pitias del templo de Apolo. El santo Salomón
dejó escrito: Sábete hermosa entre las mujeres; pero
mucho antes ya lo había expresado a modo de ley Moisés
en el Deuteronomio: Cuídate, oh hombre, cuídate. Pero,
¿por qué se dice hermosa entre las mujeres? ¿Quién es
hermosa entre las mujeres, sino el alma, que en uno y otro
sexo tiene aspecto de belleza? Y con razón es bella quien
desea no lo terreno sino lo celestial, no lo corruptible sino
lo incorruptible, en lo cual la belleza no suele perecer.
Todas las apreciaciones corporales se marchitan con el
paso de los años o con el desequilibrio de la salud. Fíjate,
dice Moisés, en lo que consiste tu completa identidad, en
lo mejor de ti mismo. Finalmente el Señor te esclarece lo
que tú eres, diciendo: Cuidaos de los falsos profetas;
porque debilitan el alma y subyugan la mente. Tú no eres
carne; porque, ¿qué es la carne sin el timón del alma o el
vigor de la mente? La carne hoy se toma, mañana se deja.
La carne es temporal; el alma es eterna. La carne es el
vestido del alma, que se emboza con la vestidura del
cuerpo. Pero tú no eres el vestido, sino el que usas del
vestido. Por eso se te dice que te despojes del hombre
viejo con sus comportamientos, y que te vistas de hombre
nuevo, que no se renueva en la cualidad del cuerpo, sino
en el espíritu y en el conocimiento mental. Tú no eres
carne, ni de la carne se dice: El templo de Dios es santo, y
sois vosotros. Y en otra parte dice a los que se han
renovado y a los fieles en quienes permanece el Espíritu
de Dios: Vosotros sois Templo de Dios, y el Espíritu Santo
habita en vosotros. En los que son carnales no permanece,
porque está escrito: No quedará mi espíritu en estos
hombres; porque son carnales.
7.40. Pero consideremos la serie de nuestra creación. Se
dice: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.
¿Quién lo dice? ¿Es Dios, quien te hizo? Pero ¿qué es
Dios?, ¿carne o espíritu? No es carne sino espíritu del que
la carne no puede ser semejante; porque él mismo es
incorpóreo e invisible; la carne por el contrario se coge y
se ve. ¿A quién lo dice? No se lo dice a sí mismo, porque
no dice “voy a hacer” sino hagamos. Tampoco a los
ángeles, porque son ministros; los siervos no pueden tener
consorcio con el Señor, ni la obra con el autor de la obra.
Lo dice al Hijo, a pesar de la negación de los judíos y de la
repugnancia de los arrianos. Pero que los judíos se callen y
los arrianos con sus representantes cierren la boca, que
mientras excluyen a uno de la divina operación,
introducen a muchos; y la prerrogativa que sustraen al
Hijo se la dan a viles siervos.
42. Dice la Escritura: Fíjate sólo en ti . Una cosa es lo
que somos, otra lo que tenemos y otra lo que nos rodea.
Esto es lo que somos: alma y mente; tenemos miembros
corporales con sus sentidos. En torno nuestro están los
bienes materiales, que son nuestros siervos y los
pertrechos de esta vida. Fíjate, pues, en ti mismo y
conócete, esto es, no qué valentía tengas, ni cuánta fuerza
corporal, o la cantidad de posesiones, qué energía, sino
qué calidad de alma y de mente, bajo cuyo control todos
los criterios progresan, y qué te reporta el fruto de tus
obras. El alma está llena de sabiduría, de devoción y de
justicia; porque toda virtud procede de Dios: a ella le dice
Dios: Mira, yo he pintado tus muros. Dios pinta el alma,
que mantiene en sí misma la gracia resplandeciente en
virtudes, y el destello de la devoción. Esa alma está bien
pintada, porque destella en sí la efigie de la obra divina,
mantiene el esplendor de la gloria y la imagen de la
sustancia paterna. Según esta imagen que resplandece, la
pintura es admirable. Esta imagen se refiere a Adán antes
del pecado; pero cuando cayó, se despojó de la imagen
celeste y asumió la efigie terrestre. Ahuyentemos esta
imagen, que no puede penetrar en la ciudad de Dios,
porque está escrito: Señor, harás desvanecer en tu ciudad
la imagen de ellos. No entra la imagen indigna; y si no
entra, queda excluida; porque dice que no entrará en ella
nada manchado, nadie que practique la maldad y la
mentira: pero el Señor entrará en ella, porque en su frente
está escrito el nombre del Cordero.
43. Por tanto, nuestra alma está creada a imagen de
Dios. Hombre, en ella estriba tu identidad; porque sin el
alma la carne es nada. Dice el Señor: No temáis a quienes
pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma.
¿De qué presumís, pues, en la carne, que nada dejáis si
abandonáis la carne? Pero teme aquello, no sea que te
prives del auxilio de tu alma. ¿Qué encontrará el hombre
como compensación de su alma, en la que se contiene no
una parte exigua de sí mismo sino la substancia de la
realidad humana? Gracias a ella gozas de la facultad de
dominar a todo tipo de animales y aves. El alma está
creada a imagen de Dios, mientras que el cuerpo pertenece
a la especie de los animales. En el alma se destaca la
belleza devota de la imitación divina; en el cuerpo, la vil
participación con todo tipo de animales.
El cuerpo humano
9.54. Pero debemos decir algo del cuerpo humano,
¿quién negará que es el más excelente de todos los cuerpos
en esbeltez y gracia? Pues aunque parezca que todos los
cuerpos terrenos son de la misma substancia, Hay algunos,
como los de los animales salvajes, que destacan por su
fuerza y rapidez; no obstante la forma del cuerpo humano
es más esbelta; su estatura, erguida y digna, de tal forma
que no tiene ni altura excesiva, ni una pequeñez ridícula.
Habitualmente se mantiene la misma compostura del
cuerpo acompasada y grata para que no horrorice la
desmesura del animal ni sugiera la debilidad de la grácil
fragilidad.
55. Lo primero que debemos conocer es la creación del
cuerpo humano a la manera del cosmos. Y como se
destaca el cielo sobre el aire, la tierra y el mar, que vienen
a ser los miembros del cosmos. De la misma manera
advertimos que la cabeza destaca sobre los restantes
miembros de nuestro cuerpo, siendo el más excelente de
todos, como el cielo entre los elementos naturales, a
manera de alcázar entre el resto de las murallas de la
ciudad. En este alcázar habita cierta sabiduría real,
conforme el dicho profético: Porque el ojo del sabio está
en su cabeza. Es el lugar más seguro; de él se difunde el
vigor y la solicitud a todos los miembros. ¿De dónde
extraerán fuerza y destreza los músculos, velocidad las
piernas, sino de la cabeza, como residencia de un poder
imperial que gobierna con sus directrices? Desde aquí se
ordena todo y todo se mantiene. ¿Qué va a hacer la
fortaleza si el ojo no actúa para dirigir el combate? ¿Qué
sentido tiene la huida si no se puede ver? Una cárcel
horrorosa encierra a todo el cuerpo si no lo esclarece la
capacidad de los ojos. Pues lo que es el sol y la luna en el
cielo, eso son los ojos en el hombre. El sol y la luna son
las dos luminarias del cosmos. Los ojos, como astros en la
carne, brillan arriba y alumbran con luz clara las
realidades inferiores, para que no nos sorprendan las
tinieblas nocturnas. Son nuestros centinelas que hacen la
guardia día y noche. Pues al instante sacuden del sopor a
los restantes miembros, y vigilantes controlan todo; están
muy cerca del cerebro en donde radica la capacidad de
visión. Y que a nadie se le ocurra pensar que yo, bajara
desde lo más alto de mi cabeza para advertir algo a los
ojos; aunque no es nada raro que resaltemos la zona más
importante de la cabeza, pese a que los ojos son parte de
ella. La cabeza, pues, explora todo con los ojos, escudriña
lo oculto con los oídos, conoce los secretos, oye lo que se
hace en la vida.
SOBRE LA VIRGINIDAD
La virginidad y el matrimonio
7,35. ¿Cómo hay quien se atreva a condenar ni por mala
ni por nueva en la Iglesia la profesión de la castidad? Pero
si es buena y antigua ¿será útil? Oigo decir a algunos, que
mis continuas endechas a sus excelencias alejarán de la
vida conyugal a los hombres, poniendo en riesgo la
conservación de la especie humana y aún de la misma
sociedad. Vanos temores; pero respetándolos yo, querría
que me mostrasen algún hombre condenado a perpetuo
celibato por no hallar mujer con quien casarse; o siquiera
me señalaran la época de la historia en que hayan luchado
por guardar virginidad. ¿Saben, acaso, de alguno que
arrostrara la muerte por negarse a ser virgen? En cambio
están llenas las historias de tristísimos ejemplos de
muertes desastrosas causadas por el matrimonio. ¿Y qué?
¿Tan rara cosa es el adulterio y la muerte deshonrosa del
adúltero? Sé de luchas entre el raptor y el esposo o las
familias de las mujeres robadas, escándalo harto común en
numerosas ciudades; pero no sé que haya sido condenado
nadie por culpa de una virgen sagrada. Nunca ocurrió,
porque sobre la castidad no pesa ningún castigo, sino que
la religión la aumenta, y la conserva la fe.
36. Y los que todavía insistan en su irracional temor por
la disminución del género humano, invito a que paren
mientes en el curiosísimo fenómeno social de ser más
numerosos los hijos donde más abundan las vírgenes, y
menos, donde éstas escasean. En la Iglesia de Alejandría,
en las de todo el Oriente y en África, conságranse al Señor
cada año muchas más que en las nuestras, y yo sé que
entre nosotros hay menos hombres que allí. Y por lo que
toca al provecho reportado al mundo de la práctica de la
virginidad, ¿quién lo desconocerá? ¿Quién se atreverá a
desdeñar por inútil esta nobilísima profesión, que fue
como espíritu saludable purificador de las costumbres del
pueblo romano, medicina celestial de aquella corrupción
pestilente que como cáncer mortífero le roía las entrañas?
37. Mas si quieren que esta razón valga, si quieren
prohibir a las vírgenes la profesión de castidad, comiencen
prohibiendo a las casadas ser honestas, porque cohibidas
por la honestidad conyugal, podrán parecer a menudo
incontinentes, si no son libres para quebrar la fidelidad
jurada a sus maridos. Autoricen, en fin, a las esposas, para
que en las ausencias del esposo se den trazas de no
suspender la generación, antes de que pase la frescura de
la edad, ni disminuir la frecuencia de los partos, necesaria
para multiplicar la especie, aunque sufra, en cambio,
horrible injuria la santidad del matrimonio.
Vocación y exigencia de madurez
38. Pero quizá me repliquen que al consagrarse a Dios
muchas vírgenes se vuelve difícil a los jóvenes
conseguirlo. ¿Y qué? ¿Lo conseguirían mejor dándoles
más facilidades? Tengo para mí que no. Y respondiendo
últimamente con un argumento generalizado a los
numerosos enemigos de la virginidad, niego a todos razón
para combatirla, porque si son casados, no deben temerla,
pues tienen mujer que no puede ya ser virgen; si solteros,
cometerán gran torpeza, con daño de su propia dignidad,
ligándose a una mujer enemiga del matrimonio; si padres
de familia que, demasiado solícitos de la suerte temporal
de sus hijas las alejan de aquella virtud, tampoco aciertan,
porque siendo pocas las doncellas que la profesan,
encontrarán en el seno de la religión apoyo más firme y
seguro que el que tendrían en el mundo. Déjenlas, pues, ir
a ella si Dios las llama, que Él sabe cuidar de sus
escogidos.
39. Otros dilatan la profesión de las vírgenes a la edad
madura, y yo estoy de acuerdo con ellos, porque es
improcedente otorgar sin la prudencia adecuada el velo en
los años juveniles. Espere a los años maduros, espere el
sacerdote la edad de la fe y del pudor para imponerlo;
espere la madurez del recato, la discreción del juicio, el
arraigo de las costumbres, los años de la honestidad, el
ánimo de la castidad. Y si entonces la doncella se
comporta diligente como una madre, y liberada de
querencias, ya no necesita esperar para que la acojan. Pero
si carece de estos requisitos, suspéndase la profesión,
porque aunque parezca madura en años, todavía es bisoña
en costumbres.
40. No se ha de mirar tanto a la edad como a las prendas
del alma, que ha de asemejarse a la de la virgen Tecla, que
siendo joven en años era, sin embargo, anciana en
virtudes.
Alegoría del Carro de Aminadab
93. Busca, ¡oh virgen!, a Cristo, y busquémosle todos,
puesto que el alma no tiene sexo, sino que acaso se le dio
nombre femenino para significar que es más poderosa que
el cuerpo y sabe dominar los mismos ímpetus feroces de la
carne, suavizándolos con el amor de sí misma.
94. Por eso es bueno rogar y suplicar al Señor, que nos
insufle el espíritu celestial de la divina palabra, como el
viento sacude los árboles, y los acaricia suavemente con el
aura mansa y vivificante, como está escrito: Me puso en el
carro de Aminadab, que simboliza a nuestra alma que va
en el cuerpo como en carro tirado por caballos indómitos,
necesitados de auriga. Aminadab, fue padre de Naasón
como leemos en el libro de los Números, fue príncipe de
Judá, y representación de Cristo, verdadero príncipe del
pueblo, que sube al alma del justo como sobre el carro,
que controla con las riendas de la Palabra, y refrena a los
corceles apartándolos del vicio en el que se arrojarían, si
nadie los contuviera.
95. Ira, ambición, sensualidad y el temor son como
caballos, que cuando estallan en furor enajenan al alma. El
cuerpo corruptible abruma al alma y la fuerza con
violencia, como los indómitos corceles desenfrenados
arrastran en su vertiginosa espantada el carro, dando
tumbos, hasta que se calman con la eficacia de la Palabra,
que evoca las pasiones corporales. Esta providencia de la
palabra buena es como un excelente cochero, para que el
cuerpo mortal no dificulte en su actividad conjunta al
alma, que en sí misma no está expuesta a la muerte.
96. Por tanto, lo primero de todo hay que domar estas
repentinas convulsiones del cuerpo, y que se mantengan
vinculadas a la razón; después procure que no se sienta
impulsado por un movimiento descoordinado de uno de
los corceles, sino que estimule al parsimonioso y contenga
al fogoso; brama al corcel de la malicia, y jactándose a sí
mismo deteriora el carro y atosiga a su par. Pero el hábil
auriga aplacará a ese corcel y lo introducirá en el campo
de la verdad, evitando el tropiezo con el engaño. Seguro
remonta su carrera hacia las cosas de arriba, evitando el
peligro de incurrir en las de abajo. Por eso, como
recompensados por haber aguantado bien el yugo de la
Palabra, los llevan hasta el pesebre del Señor, donde no
hay paja como alimento, sino el pan que baja del cielo.
LA PENITENCIA
80. Nos conviene creer que hay que hacer penitencia y
alcanzar el perdón. Así esperaremos el perdón por la fe y
no por la justicia, pues una cosa es hacerse digno y otra
arrogarse el derecho. La fe obtiene lo que desea como por
un documento escrito; sin embargo, la presunción es más
propia del arrogante que del que ruega. Paga primero lo
que es debido, para que merezcas alcanzar lo que esperas.
Compra el amor del buen deudor y no pidas prestado, sino
amortiza con el patrimonio de tu fe el interés de la deuda
contraída.
81. Muchos recursos tiene para pagar tanto el que es
deudor de Dios como el que lo es del hombre. El hombre
exige dinero por dinero, lo cual no siempre está al alcance
del deudor; Dios te exige un amor del que eres capaz. No
es pobre el que debe a Dios, sino el que a sí mismo se hace
pobre. Y si no hay para vender, hay para saldar. La
oración, las lágrimas, los ayunos es la hacienda del buen
deudor, mucho más ubérrima que si alguien sin fe diese
dinero de su propio capital.
82. Pobre era Ananías, cuando, después de vender el
campo, entregó el dinero a los apóstoles y no pudo librarse
sino que se entrampó más. Por el contrario, rica fue
aquella viuda que echó dos monedas en el cepillo del
Templo; de ella se dijo: esta viuda pobre ha echado más
que nadie. No busca Dios el dinero, sino la fe.
83. Ni siquiera niego que las liberalidades en favor de los
pobres puedan perdonar el pecado, con tal que sean
acompañadas de la fe. ¿De qué aprovecha distribuir el
patrimonio sin la gracia de la caridad?
84. Hay quienes son generosos sólo por jactancia, para ser
considerados por el pueblo como hombres virtuosos que
nada dejan para sí; mas al buscar recompensa en el mundo
presente, descuidan la del mundo futuro; y como ya
recibieron aquí su paga, han perdido el derecho de
esperarla allí.
85. Hay quienes por un impulso estrepitoso de su mente,
sin constancia de criterio, allí donde entregaron sus bienes
a la Iglesia, pensaron luego quitárselos; a esos tales no les
fue ratificada la primera gracia, ni la segunda, porque en la
primera falló el criterio y en la segunda se incurrió en
sacrilegio.
86. Hay quienes se han arrepentido de haber distribuido
sus bienes entre los pobres; mas no se debe hacer
penitencia para arrepentirse sólo de ese arrepentimiento
por distribuir sus bienes. Además muchos, conscientes de
sus pecados, piden la penitencia ante el temor del castigo
futuro y después de haberse comprometido con ella, la
revocan por la vergüenza de su publicidad. Éstos parece
que han requerido la penitencia de los malos para
aparentar buenos.
87. Algunos piden la penitencia de tal forma que
inmediatamente desean ser incorporados a la comunidad
de los fieles. Éstos no desean tanto quedar libres, sino
comprometer al sacerdote; no lavan su conciencia de
culpa, pero involucran al sacerdote, a quien se le ha dicho:
No entregues lo santo a los perros ni arrojéis vuestras
piedras preciosas ante los cerdos, esto es: a los
manchados con impurezas no se ha de conceder
participación en la comunión sagrada.
88. De este modo verás marcharse con otra vestimenta a
quienes convenía afligirse y llorar, porque mancharon su
vestido de bautismo y de la gracia. Verás también que las
mujeres llevan pendientes preciosos en sus orejas, que
deberían inclinar debidamente sus cabezas a Cristo y no al
oro, compungirse de sí mismas por haber perdido la joya
precedente del cielo.
89. Hay quien cree que penitencia es privarse de los
sacramentos celestiales. No hay jueces más intransigentes
para sí que ellos mismos, porque se aplican la sentencia y
dejan el remedio. Más les convenía lamentar su suerte, que
privarse de la gracia celeste.
90. Otros con la esperanza de la penitencia, creen que se
les otorga un permiso para pecar, pese a que la penitencia
es remedio y no estímulo de pecado. La herida necesita
medicina y no al revés. El medicamento se busca por
causa de la herida, y nadie desea la herida a causa del
medicamento. Es débil la esperanza que se apoya en el
tiempo. Como todo tiempo es inconsistente, la esperanza
no sobrevive al tiempo.
98. La penitencia es excelente. Si no fuera por ella, todos
diferirían la gracia de la ablución hasta la vejez. A éstos
les respondería que mejor es tener algo que reparar, que no
tener ropa alguna para vestirse. Las prendas que se reparan
una vez, sirven, pero las que se zurcen muchas veces,
terminan por deshacerse.
99. Baste, para los que retrasan la penitencia, esta
admonición del Señor: Haced penitencia, porque se
acerca el reino de los cielos. No sabemos a qué hora
llegará el ladrón; tampoco sabemos si nos reclamarán el
alma la próxima noche. Dios expulsó a Adán del paraíso
nada más cometer el pecado, no esperó nada. Al instante
lo apartó de las delicias para que hiciera penitencia, y le
vistió una túnica de piel, no de seda.
107. Hemos aprendido, pues, que hay que hacer penitencia
y que hay que hacerla en el momento en el que se
amortigua la lujuria empecatada; y que, sometidos al yugo
del pecado, debemos ser muy respetuosos con nosotros
mismos y nunca inmoderados. Y si a Moisés se le dijo:
Quítate el calzado de tus pies cuando se acercaba para
conocer el misterio celeste, ¿cuánto más debemos nosotros
descalzar nuestra alma de los vínculos corporales y
esquivar todos sus pasos de los lazos de este mundo?
HIMNOS AMBROSIANOS
Himno de Vigilias
(Somno refectis artubus)
Himno de Laudes
(Inmense caeli Conditor)
4. La fe aumente la luz en
nuestras mentes,
y tanta claridad consigo traiga,
que toda vanidad mundana pise,
y que ningún error pueda eclipsarla.
5. Clementísimo Padre,
concédenos
lo que espera de ti nuestra confianza,
y tú su Hijo, y tú Amor divino,
que por siglos reináis sin fin, ni tasa.
2. Ahuyenta sueños,
fantasmas,
que en las noches nos inquietan,
contén a nuestro enemigo,
no nos excite impurezas.
1. Resplandor de la gloria
de tu Padre,
luz, que procedes de la luz divina,
luz de la luz, de luz eterna fuente,
día que das el ser, y luz al día:
JERÓNIMO
COMENTARIO A ISAÍAS (PRÓLOGO)
1-2. Acabo de terminar los veinte libros de explicaciones a
los Doce Profetas y los comentarios a Daniel, me obligas,
Eustoquia, virgen de Cristo, a pasar a Isaías y a cumplirte
lo que prometí a Paula, tu santa madre, mientras vivía.
Recuerdo, por cierto, haberlo prometido también a tu
eruditísimo hermano Panmaquio; y aunque le quiero como
a ti, tú tienes la ventaja de estar presente. Así pues, a ti y a
través de ti a él cumplo con mi deber, obedeciendo los
preceptos de Cristo, que dice: Escrutad las Escrituras, y
también: Buscad y hallaréis, para que no tenga que
decirme como a los judíos: Estáis muy equivocados,
porque no comprendéis las Escrituras ni la fuerza de Dios.
Pues, si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es la fuerza y
la sabiduría de Dios, el que desconoce las Escrituras
desconoce la fuerza de Dios y su sabiduría; por eso, la
ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo. En
fin, sostenido por el auxilio de tus oraciones, que te
apremian a meditar día y noche en la ley de Dios siendo
templo del Espíritu Santo, imitaré al padre de familia que
del arcón va sacando lo nuevo y lo antiguo, y a la esposa
que dice en el Cantar de los Cantares: He guardado para
ti, amado mío, lo nuevo y lo antiguo.
3-4. Y, así, expondré el libro de Isaías, haciendo ver en él
no sólo al profeta, sino también al evangelista y apóstol;
pues él alude a sí mismo y a los demás evangelistas
diciendo: ¡Qué hermosos son los pies de los mensajeros de
la paz, de los mensajeros de la buena novedad!, y Dios le
habla como a un apóstol: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá a
ese pueblo?, y él responde: Aquí estoy, envíame.
Y porque la Escritura presente contiene todos los
sacramentos del Señor y alude tanto al Emmanuel nacido
de la Virgen como al ejecutor de ilustres obras y signos,
que murió y fue sepultado, pero que, resucitando desde los
infiernos, es anunciado como el Salvador de todas las
gentes, a nadie le pase por la cabeza que pretendo explicar
en cortos párrafos el contenido de este volumen. ¿Para qué
voy a hablar de física, de ética o de lógica? Este libro es
como un compendio de todas las Escrituras y encierra en
sí cuanto es capaz de pronunciar la lengua humana y sentir
el hombre mortal. El mismo libro contiene unas palabras
que atestiguan su carácter misterioso y profundo:
Cualquier visión se os volverá como el texto de un libro
sellado; si se lo dan a uno que sabe leer, le dirán: “Lee
esto, por favor”. Pero él responderá: “No puedo, porque
está sellado”. Y si se lo dan a uno que no sabe leer,
diciéndole: “Lee esto, por favor”. Él responderá: “No sé
leer”. Por tanto, si entregas este libro al pueblo pagano,
que no sabe leer, te dirá: “No lo puedo leer porque no he
aprendido las letras de las Escrituras; en cambio, si lo
pones en las manos de escribas y fariseos, que se jactan de
conocer las letras de la Ley, dirán: “No podemos leer,
porque el libro está sellado”. ¿Por qué, pues, está sellado
para ellos? Porque no han acogido a quien el Padre
acreditó con su sello, el que tiene la llave de David, que
abre y nadie puede cerrar, cierra y nadie puede abrir.
Y no es verdad lo que se imaginan Montano y las
mujeres necias, profetas que se pronunciaron en éxtasis,
que hablaban sin saber lo que decían; y mientras
enseñaban a los demás, ellos ignoraban lo que expresaban.
De ellos el Apóstol afirma: No comprenden lo que dicen ni
lo que tan categóricamente afirman. Pero el verdadero
sabio sí que sabe lo que dice, según lo que afirma
Salomón: El sabio entiende lo que pronuncia de su boca, y
en sus labios llevará conocimiento. Nadie puede dudar
que los profetas eran sabios, como lo fue Moisés, versado
en todo conocimiento, que conversaba con el Señor, o
Daniel aludido en referencia al príncipe de Tiro: ¿Eres
quizá más sabio que Daniel?Sabio también lo fue David,
quien en un salmo se felicitaba declarando: Me has
descubierto lo desconocido y oculto de tu sabiduría. Si es
así ¿cómo entonces los sabios profetas podían ignorar lo
que decían, como si estuvieran privados de razón? Leemos
también en otro lugar apostólico: Los espíritus de los
profetas están supeditados a otros profetas, de forma que
deciden el momento de hablar y el de guardar silencio. Si
a alguien le pareciere endeble esta argumentación, que se
fije en lo que expresa el Apóstol: Hablen dos o tres
profetas y los demás que den su parecer; pero si uno de
los que están sentados recibe una revelación, calle el que
estaba hablando, ¿Qué razón tienen los profetas para
silenciar su boca, para callar o hablar, si el Espíritu es
quien habla por boca de ellos? En consecuencia, si
recibían del Espíritu lo que decían, las cosas que
comunicaban estaban llenas de sabiduría y de sentido.
5-6. Lo que llegaba a oídos de los profetas no era el
sonido de una voz material, sino que era Dios quien
hablaba en su interior, como dice uno de ellos: El ángel
que hablaba en mí, y que clama en nuestro corazones:
¡Abba, Padre!, y también: Escuchad lo que habla en mí el
Señor Dios. Por eso, a raíz de la verdad de la historia, todo
ha de entenderse en sentido espiritual. Y así, Judea y
Jerusalén, Babilonia y los filisteos, Moab y Damasco,
Egipto y el Mar del desierto, Idumea y Arabia, el valle de
la Visión y, finalmente, Tiro y la visión de los cuadrúpedos
han de entenderse de forma que podamos indagar todo con
inteligencia. Para toda esta variedad Pablo, cual sabio
arquitecto, nos propone un fundamento, Cristo Jesús.
Aparte de esto, la exposición de todo el libro de Isaías
requiere un gran esfuerzo y trabajo, como en tiempos
pasados derrocharon nuestros antepasados griegos. Al
margen de ellos, no encontramos más que un lamentable
silencio entre los latinos, a excepción quizás del mártir
Victorino, quien con el Apóstol podía decir: Si carecemos
de elocuencia, no nos faltan conocimientos. Orígenes ha
escrito en cuatro ediciones treinta volúmenes sobre este
profeta, hasta la visión de los cuadrúpedos en el desierto;
aunque falta el libro vigesimosexto. Con su nombre
aparecen otros libros dedicados a un tal Grata,
considerados apócrifos, sobre la visión de los tetrapódôn
(cuadrúpedos); hay que referirse también a veinticinco
Homilías y Semeiôseis (anotaciones), que podemos
denominar notas explicativas.
También Eusebio de Pánfilo publicó dieciocho tomos,
desde el pasaje donde está escrito: Consolad, consolad a
mi pueblo, sacerdotes; hablad al corazón de Jerusalén,
hasta el final del volumen. Por otra parte, Apolinar (de
Laodicea), según costumbre, expone todo, pasando
rápidamente de una cosa a otra y atravesando con raudo
vuelo espacios muy dilatados, sirviéndose de algunos
puntos e intervalos o, mejor quizá, de compendios, para
que así podamos creer que estamos leyendo no tanto
comentarios cuanto títulos de capítulos. Por lo que acabo
de decir te darás cuenta qué difícil es que nuestros
escritores latinos, que son blandengues de oído y que
sienten náuseas para comprender las Santas Escrituras
porque se complacen en el aplauso de la elocuencia. Que
se me excuse si me extiendo más de la cuenta, aunque, a
tenor del número de versículos, Isaías iguala o supera a los
doce Profetas juntos. Por otra parte, si alguna vez expongo
con detalle el texto hebraico omitiendo LXX, la causa es
que casi siempre coinciden o presentan semejanzas muy
estrechas; y no he querido, presentando una edición doble,
ampliar libros que aun con una sola exposición resulta
demasiado extenso.
CONTRA RUFINO
Defensa de la Vulgata
2,24. Mi hermano Eusebio me escribe que
personalmente ha encontrado, entre los obispos africanos
que habían venido a la corte por asuntos religiosos, una
especie de carta a mi nombre donde yo asumía mi
penitencia y reconocía que, en mi juventud, fui invitado
por unos judíos a traducir al latín textos hebreos carentes
de legitimidad. Cuando me enteré, quedé estupefacto. Y,
dado que “en los labios de dos o tres testigos se descubre
íntegramente el relato de lo acontecido”, es decir, que no
se da crédito a un único testigo, ni aunque se trate de
Catón, los escritos enviados a Roma por parte de
numerosos hermanos me señalaron a mí mismo, y querían
saber si era así, y entre sollozos me indicaban quién se
había encargado de divulgar esa carta.
¿Qué otra cosa no intentará quien se ha atrevido a esto?
¡Menos mal que la maldad no cuenta con fuerzas
suficientes para sus propósitos! La inocencia habría
sucumbido, si la inteligencia se hubiese aliado de continuo
con la perversidad y prevaleciera todo lo que la calumnia
pretende. Mi forma de escribir, sea cual sea, y mi estilo
literario no los ha podido reproducir un varón tan culto;
todo lo contrario, mediante sus artimañas y el hecho de
haberse investido fraudulentamente de una personalidad a
él ajena, revela de quién se trata. En definitiva, se dice que
él mismo se ha inventado una carta donde me arrepiento
por haber traducido libros judíos no admitidos; me acusa
de haber traducido las Sagradas Escrituras con el fin de
repudiar la “Versión de los Setenta”, de forma que, tanto si
mi traducción es correcta como incorrecta, me vería reo de
un crimen, pues o reconozco haber hecho mal a la hora de
publicar un nuevo texto, o la versión nueva supone la
condena de la antigua.
Me sorprende que en la misma carta no haya dicho que
soy un asesino, adúltero, sacrílego, parricida y cuantas
aberraciones su mente puede, en el secreto de sus
pensamientos, revolver en su interior. Debo agradecerle
que, con tamaña selva de pecados, me haya acusado
únicamente de error o de falsedad.
¿Es que yo he dicho algo contra los traductores de la
“Versión de los Setenta”, que, durante años, he ofrecido,
corregida respetuosamente, a los estudiosos que
comparten mi lengua materna, un texto que enseño de
continuo en mi monasterio, cuyos salmos recito
asiduamente mientras medito? ¿He sido tan estúpido que,
lo que aprendí en la infancia, haya querido olvidarlo de
viejo? Todos mis tratados están repletos de citas suyas.
Mis comentarios a los doce profetas explican mi edición y
la de los “Setenta”. ¡Vicisitudes del trabajo humano!
¡Cuántos afanes de los mortales tienen un resultado
contrario al propuesto! Donde me creía merecer
parabienes de las personas latinas y animar nuestros
espíritus a aprender una versión latina que ni siquiera
desdeñan los griegos, tras el cúmulo de traducciones con
las que cuentan, hete aquí que se me considera culpable y
que el alimento que doy a comer provoca náuseas.
¿Acaso queda integridad en el ser humano, si la
inocencia se convierte en crimen? Mientras dormía el
dueño, el enemigo sembró la cizaña. “Un jabalí ha venido
del bosque arrasó el viñedo y una única fiera fue capaz de
engullirlo todo”. Guardo silencio, y una carta ajena me
hace acreedor universal del crimen. “Ay de mí, madre,
¿por qué me engendraste, hombre que será incriminado y
objeto de repudio en toda la tierra?”…
25. … Muchos son quienes se aferran a las divagaciones
de los apócrifos y prefieren unos cantos iberos a los
auténticos libros. No me propongo exponer los motivos
del equívoco. Los judíos dicen que se debe a una sabia
precaución, para que Ptolomeo, monoteísta, no creyera
descubrir que también los hebreos, a los que tenía en muy
alta estima por considerarlos seguidores de los dogmas
platónicos, contaban con divinidades multiplicadas. En
consecuencia, en cualquier pasaje donde la Escritura
recogiera alguna alusión sagrada sobre el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, o lo tradujeron de otra manera o lo
omitieron totalmente, de forma que lograban no sólo dar
satisfacción al rey sino también mantener en secreto los
misterios de su fe.
No sé quién es el primer autor que forjó la falacia de
erigir las setenta celdas de Alejandría (en las que
separadamente se llegaría a escribir una misma versión),
pues ni Aristeo, “revisor” personal de Ptolomeo, ni mucho
después, Josefo expresan nada al respeto, sino que señalan
que los traductores fueron reunidos en una única basílica
para transcribir, no para hacer de profeta. Y es que una
cosa es ser profeta y otra, traductor; en el primer caso, el
Espíritu Santo predice el futuro; en el segundo, son la
erudición y el conocimiento léxico los que permiten
traducir el sentido de lo escrito. Salvo que quizás se deba
considerar que Cicerón tradujo el Económico de
Jenofonte, el Protágoras de Platón y el Discurso en
defensa de Ctesifonte de Demóstenes inspirado por una
“revelación retórica”; o que el Espíritu Santo, a propósito
de unos mismo libros, expresó su mensaje de una manera
a través de los traductores de la “Versión de los Setenta” y
de otra a través de los apóstoles, de forma que lo que unos
silenciaron, los otros se inventaron que estaba escrito.
¿Qué significa esto? ¿Condenamos a los antiguos? En
absoluto; sino que en la casa del Señor, en la medida de
nuestras fuerzas, continuamos con nuestro trabajo los
estudios de quienes nos han precedido. Su traducción es
anterior al advenimiento de Cristo y expresaron con frases
ambiguas cosas que desconocían; por nuestra parte, tras la
pasión y resurrección de Cristo, escribimos no tanto
profecía cuanto historia. En efecto, una cosa es relatar lo
que se ha escuchado, diferente es relatar lo que se ha visto.
Lo que mejor comprendemos es también lo que mejor
expresamos. Escucha, pues, tú, mi rival: atiende tú, mi
calumniador. No condeno, no rechazo la “Versión de los
Setenta”, sino que doy más crédito a los apóstoles que a
todos éstos. Por boca de los apóstoles Cristo me habla;
ellos, según he leído, preceden a los Profetas en cuanto a
la posesión de carisma espiritual, cuyo peldaño más bajo
viene a estar ocupado por los traductores.
¿Por qué te retuerces de celos? ¿Por qué concitas los
espíritus de los incultos contra mí? Si en alguna parte de
mi traducción te parece que yerro, pregunta a los hebreos,
consulta a los maestros de diversas ciudades: lo que ellos
tienen de Cristo, tus códices no lo recogen. Cosa diferente
sucede si se demuestra que se trata de pasajes a los que
han recurrido alevosamente los apóstoles para su propia
denigración, y que los ejemplares latinos son más
coherentes que los griegos y los griegos que los hebreos.
AGUSTÍN DE HIPONA
SOBRE EL MAESTRO
Significado de las palabras
1,1- 2,3. Agustín - ¿Qué es lo que a tu parecer buscamos
cuando hablamos?
Adeodato – Creo que enseñar, o aprender.
Ag. – Comprendo lo primero, y estoy de acuerdo con ello;
está claro que cuando hablamos queremos enseñar; pero
¿cómo se entiende eso de aprender?
Ad. – Y ¿qué te parece que hacemos cuando preguntamos?
Ag. – Entiendo que es sólo entonces cuando queremos
enseñar; pero dime si cuando preguntas tienes otra
intención distinta que la de enseñar a tu interlocutor.
Ad. – Pues sí, es cierto.
Ag. – ¿Ya ves que cuando hablamos únicamente deseamos
enseñar?
Ad. – No lo entiendo del todo; si el hablar se reduce a
proferir palabras, es lo que hacemos cuando cantamos; y
como lo hacemos solos muchas veces, sin que se
encuentre nadie presente que pueda aprender, no creo que
pretendamos entonces enseñar nada.
Ag. – Mas yo pienso que hay cierto tipo de enseñanza
mediante la evocación, muy importante por cierto, como
lo muestra esta conversación que mantenemos. Sin
embargo, no te contradiré si crees que no aprendemos
cuando recordamos, ni que enseña quien recuerda; pero
establezco que nuestras palabras tienen dos objetivos:
enseñar o evocar el recuerdo en uno mismo o en los
demás; también lo hacemos cuando cantamos; ¿no te
parece?
Ad. – Pues no. Muy pocas veces yo canto para sugerirme
algo, en lugar de hacerlo por puro placer.
Ag. – Te comprendo. Pero ¿no caes en la cuenta que tu
placer en el canto se reduce a una modulación del sonido?
Y porque esta modulación puede completarse con palabras
o, al contrario, sustraerse de ellas, una cosa es hablar y
otra cantar. Porque con flautas y cítaras también se canta,
las aves también cantan, y aun a veces nosotros emitimos
sonidos musicales, que bien pueden llamarse cantos pero
no locuciones; ¿tienes algo que objetar a esto?
Ad. – Nada en absoluto.
Ag. - ¿Te parece, pues, que el lenguaje no tiene otro
objetivo que la enseñanza o la evocación?
Ad. – Lo creería, si tuviera claro que cuando oramos
hablamos, pero, en tal caso, no podemos admitir que
enseñemos o evoquemos algo a Dios.
Ag. – A mi juicio, ignoras que se nos ha mandado orar en
alcobas cerradas, expresión que significa lo íntimo del
corazón; porque Dios no pretende que nuestra locución le
enseñe o recuerde lo que nosotros deseamos. Pues quien
habla manifiesta externamente el signo de su querer
mediante la articulación de sonidos. En cambio, se trata de
buscar y suplicar a Dios en la intimidad del alma racional,
llamada “hombre interior”, porque lo ha elegido por
templo suyo. ¿No has leído en el Apóstol: No sabéis que
sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros, y que Cristo habita en el hombre interior? ¿Y no
has advertido en el profeta: Reflexionad en vuestro interior
y compungíos en vuestros lechos; ofreced sacrificios
legítimos y confiad en el Señor? ¿Dónde crees que se
ofrece el sacrificio legítimo sino en el templo de la mente
y en lo íntimo del corazón? Y donde se ha de ofrecer el
sacrificio, también allí se ha de orar. Por lo tanto, cuando
oramos no necesitamos hablar – esto es, pronunciar
palabras – a no ser para manifestar los pensamientos,
como hacen los sacerdotes, y no tanto para que les oiga
Dios sino la gente y, mediante sus palabras se eleven hasta
Dios mediante la evocación. ¿Discrepas tú de esto?
Ad. – Estoy totalmente de acuerdo.
Ag. –¿No te preocupa que el soberano Maestro, cuando
enseñó a orar a los discípulos, se sirvió de algunas
palabras, con lo cual parece no haber hecho otra cosa sino
enseñar cómo convenía hablar cuando se oraba?
Ad. –No tengo duda alguna, porque en realidad lo que les
enseñó fueron significados mediante palabras, con las que
ellos pudieran evocarse a sí mismos a quién y qué habían
de pedir cuando orasen, como se ha dicho, en lo íntimo del
corazón.
Ag. – Lo has entendido perfectamente; y creo que te das
cuenta, pese a que alguien discrepe, que nosotros, sin
emitir sonido alguno hablamos en nuestro interior, siempre
que meditamos las palabras; y mediante el lenguaje
evocamos, cuando la memoria, reflota las palabras que
mantiene grabadas, las revuelve y presenta al espíritu las
realidades significadas por esas mismas palabras.
Ad. – Lo entiendo y estoy de acuerdo.
Ag. – Estamos, pues, ambos conformes en que las palabras
son signos.
Ad. – Lo estamos.
Ag. – Y bien ¿puede el signo ser signo sin que represente
algo?
Ad. – Imposible.
Ag. - ¿Cuántas palabras hay en este verso: Si nihil ex tanta
superis placet urbe relinqui?
Ad. – Ocho.
Ag. – Luego son ocho signos.
Ad. – Así es.
Ag. – Creo que comprendes este verso.
Ad. – Me parece que sí.
Ag. - Dime qué significa cada palabra.
Ad. – Sé lo que significa sí, más no hallo otra palabra con
que se pueda expresar su significado.
Ag. – Al menos ¿sabes dónde radica el significado de la
palabra?
Ad. – Me parece que sí indica duda; pero ¿en dónde se
hallará esta duda, si no es en el alma?
Ag. – Por ahora estamos conformes; mas continúa con lo
que queda.
Ad. – Nihil (nada) ¿qué otra cosa significa sino lo que no
existe?
Ag. – Quizá digas verdad; pero me impide asentir a ello lo
que antes has afirmado: que no hay signo sin cosa
significada; ahora bien, lo que no existe, de ningún modo
puede ser cosa alguna. Por tanto, la segunda palabra de
este verso no es un signo, pues nada significa; y
falsamente hemos asentado que toda palabra es signo o
significa algo.
Ad. – Me apuras demasiado; pero advierte que, cuando no
tenemos nada que expresar, es una completa tontería el
proferir cualquier palabra; y yo creo que tú, al hablar
ahora conmigo, no pronuncias palabra alguna en vano,
sino que todas las que salen de tu boca me las presentas
como signo, para que entienda algo; por eso, tú no
deberías proferir hablando estas dos sílabas, si con ellas no
significas nada. Mas si, por el contrario, crees que es
necesario su enunciación, y que con ellas aprendemos o
recordamos algo cuando suenan en nuestros oídos,
ciertamente entenderás también cuanto quiero decir sin
saberlo explicar.
Ag. - ¿Qué haremos, pues? ¿Diremos que con esta palabra,
más bien que una realidad – que no existe -, se significa
una afección del ánimo, producida cuando no ve la
realidad, y, sin embargo, descubre, o le parece descubrir,
su no existencia?
Ad. – Sin duda era esto lo que yo trataba de explicar.
Ag. – Sea lo que fuere, dejémoslo así, no sea que
caigamos en un absurdo mayor.
Ad. - ¿En cuál?
Ag. – En que nos detengamos sin que nada nos frene.
Ad. - Ciertamente es una cosa ridícula, y, sin embargo, no
sé cómo, veo que puede suceder; mejor dicho, veo
claramente que ha sucedido.
Ag. – En su lugar comprendemos más perfectamente, si
Dios lo permitiere, este género de repugnancia; ahora
vuelve a aquel verso e intenta, según tus fuerzas, mostrar
el significado de las demás palabras.
Ad. – La tercera palabra es un preposición, ex, en cuyo
lugar podemos poner, a mi entender, de.
Ag. – No intento que digas por una palabra conocidísima
otra igualmente conocida, que signifique lo mismo, si es
que lo mismo significa; mientras tanto, concedamos que es
así. Si este poeta, en vez de ex tanta urbe, hubiera dicho
de tanta, y yo te preguntase el significado de de, sin duda
alguna dirías que ex, como quiera que estas dos palabras, o
sea, signos, significan una misma cosa, según tú crees;
pero yo busco, no sé si una misma cosa, lo que estos
signos significan.
Ad. – Me parece que denotan como sacar de una cosa en
que hubiera habido algo que se dice formaba parte de ella,
ora no exista esa cosa, como en este verso sucede, que, no
existiendo la ciudad, podían vivir algunos troyanos
procedentes de la misma; ora exista, del mismo modo que
nosotros decimos haber en África mercaderes de Roma.
Ag. – Para concederte que esto es así y no enumerarte las
muchas excepciones que, tal vez, se oponen a tu regla,
fácil te es advertir que has explicado unas palabras con
otras, a saber, unos signos con otros signos y unas cosas
muy comunes con otras; mas yo quisiera que, si puedes,
me mostraras las cosas que estos signos representan.
Aprendemos no con el sonido de las palabras sino con la
enseñanza interna de la verdad
11,36. Hasta ahora tienen valor las palabras. Las cuales –
y les concedo mucho – nos estimulan únicamente a buscar
los objetos, pero no nos los muestran para que los veamos.
Quien me enseña algo es el que presenta a mis ojos, o a
cualquier otro sentido del cuerpo, o también a la
inteligencia, lo que quiero conocer. Por lo tanto, con las
palabras no aprendemos sino palabras, mejor dicho, el
sonido y el estrépito de ellas. Porque si todo lo que no es
signo no puede ser palabra, aunque haya oído una palabra,
no sé, sin embargo, que es tal hasta saber lo que significa.
Por tanto, es por el conocimiento de las cosas por el que se
perfecciona el conocimiento de las palabras, y con oír las
palabras, ni siquiera las palabras se aprenden. Porque no
aprendemos las palabras que conocemos, a no ser
percibiendo su significado, que nos viene, no por el hecho
de oír las voces pronunciadas, sino por el conocimiento de
las cosas que significan. Razón es muy verdadera, y con
mucha verdad se dice, que nosotros, cuando se articulan
las palabras, sabemos qué significan o no lo sabemos: si lo
primero, más que aprender, recordamos; si lo segundo, ni
siquiera recordamos, sino que somos así como invitados a
buscar ese significado.
37. Y si dijeses que aquellas especies de capuchas sobre
la cabeza, cuyo nombre solo nos es accesible por el
sonido, sólo podemos conocerlas viéndolas. Y si añades:
lo que sabemos de los tres jóvenes: cómo vencieron al rey
y las llamas con su fe y su piedad, qué alabanzas
entonaron a Dios, qué honrosas deferencias merecieron
aún de su enemigo, ¿lo hemos acaso aprendido de otro
modo que por palabras? Responderé: todo lo que estaba
significado en aquellas palabras, lo conocíamos antes.
Pues yo ya sabía qué son tres jóvenes, qué un horno, qué
el fuego, y todo lo demás que aquellas palabras significan.
Tan desconocidos son para mí Ananías, Azarías y Misael,
como aquellas cofias; y estos nombres de nada me
sirvieron ni pudieron servirme para conocerlos. Mas
confieso que, más que saber, creo que todo lo que se lee en
esa historia sucedió en aquel tiempo del mismo modo que
está escrito; y los autores, a quienes damos fe, no
ignoraron esta diferencia. Pues dice un profeta: “Si no
creyereis, no entenderéis”; no hubiera dicho esto,
ciertamente, si hubiera juzgado que no cabía diferencia.
Así, pues, creo todo lo que entiendo, mas no entiendo todo
lo que creo. Y no por eso ignoro cuán útil es creer aun
muchas cosas que no conozco, por ejemplo, la historia de
los tres jóvenes; por tanto, aunque no puedo conocer
muchas cosas, sé cuánta utilidad puede sacarse de su
creencia.
38. Ahora bien, comprendemos la cantidad de cosas que
penetran en nuestra inteligencia, no consultando la voz
interior que nos habla, sino consultando interiormente la
verdad que reina en el espíritu; las palabras tal vez nos
muevan a consultar. Y esta verdad que es consultada y
enseña, es Cristo, que, según la Escritura, habita en el
hombre, esto es, la inconmutable fuerza de Dios y su
eterna Sabiduría. Toda alma racional consulta a esta
Sabiduría; mas ella se revela a cada alma tanto cuanto ésta
es capaz de recibir, en proporción de su buena o mala
voluntad. Y si alguna vez se engaña, no es por motivo de
la verdad consultada, como no es defecto de esta luz que
está fuera el que los ojos del cuerpo tengan frecuentes
ilusiones; consultamos a esta luz para que, en cuanto
nosotros podemos verla, nos muestre las cosas visibles.
Cristo es la verdad que nos enseña interiormente
12, 39. Si nosotros consultamos la luz para juzgar de los
colores, de lo restante que sentimos por medio del cuerpo,
de los elementos de este mundo, de los cuerpos, de
nuestros sentidos – de los cuales se sirve nuestra mente,
como de intérpretes, para conocer la materia -, y si para
juzgar de las cosas intelectuales consultamos, por medio
de la razón, la verdad interior, ¿cómo puede decirse que
aprendemos en las palabras algo más que el sonido que
hiere los oídos? Pues todo lo que percibimos, lo
percibimos o con los sentidos del cuerpo o con la mente: a
lo primero damos el nombre de sensible, a lo segundo, de
inteligible o, para hablar según costumbre de nuestros
autores, a aquello llamamos carnal, a esto espiritual.
Respondemos sobre lo primero, al ser interrogados, si lo
que sentimos está allí presente; como si se nos pregunta, al
estar mirando la luna nueva, cuál es y dónde está. El que
pregunta, si no la ve, cree a las palabras, y con frecuencia
no cree; mas de ningún modo aprende si no es viendo lo
que se dice; en lo cual aprende no por las palabras que
suenan, sino por las cosas y los sentidos. Pues las mismas
palabras que sonaron al que no veía, suenan al que ve.
Mas cuando se nos pregunta, no de lo que sentimos al
presente, sino de aquello que alguna vez hemos sentido,
expresamos no ya las cosas mismas, sino las imágenes
impresas por ellas y grabadas en la memoria; en verdad no
sé cómo a esto lo llamamos verdadero, puesto que lo
experimentamos falso, precisamente porque lo vemos y
sentimos. Así llevamos esas imágenes en lo interior de la
memoria como documentos de las cosas antes sentidas,
contemplando las cuales con recta intención en nuestra
mente, no mentimos cuando hablamos; antes bien son para
nosotros documentos; pues el que escucha, si las sintió y
presenció, mis palabras no le enseñan nada, sino que él
reconoce la verdad por las imágenes que lleva consigo
mismo; mas si no las ha sentido, ¿quién no verá que él,
más que aprender, da fe a las palabras?
40. Cuando se trata de lo que percibimos con la mente,
esto es, con el entendimiento y la razón, hablamos lo que
vemos que está presente en la luz interior de la verdad, con
que está iluminado y de que goza el que se dice hombre
interior. Y cualquiera que nos oiga puede conocer lo que
decimos, porque también él lo puede ver interiormente y
con el ojo de la simplicidad. Lo que digo lo conoce en su
contemplación, no por mis palabras…Y ¿hay nada más
absurdo que pensar que le enseño con mi locución, cuando
podía, preguntado, exponer las mismas cosas, antes de que
yo hablase? Pues lo que sucede muchas veces que,
interrogado, niegue alguna cosa y se vea obligado con
otras preguntas a confesarlo; eso se debe a la debilidad de
su percepción, incapaz de consultar a aquella luz sobre
todo el asunto concreto. Se le advierte que proceda por
partes. Se le va preguntando entonces por estas partes de
que consta la totalidad que en sí misma era incapaz de ver.
De este modo es guiado por las palabras del que pregunta.
Esas palabras no le enseñan nada, sino que le inducen a
indagar en función de su capacidad para comprender la luz
interior…
La palabra es incapaz de manifestar lo que está en el
espíritu
13,41. Por tanto, en las cosas que se captan con la
mente, en vano oye las palabras de aquel que se da cuenta
que no puede captarlas; a no ser porque es útil creer,
mientras se ignoran tales cosas. Mas todo el que es capaz
de ver, interiormente es discípulo de la verdad, y por fuera,
juez del que habla, o más bien, de su lenguaje. Porque
muchas veces sabe lo que se ha dicho, aun ignorándolo el
que lo ha dicho; como si alguno, partidario de los
epicúreos, y que piensa que el alma es mortal, reproduce
los argumentos expuestos por los sabios a favor de su
inmortalidad, en presencia de un hombre capaz de penetrar
lo espiritual; el oyente juzgará que el epicúreo dice verdad,
mas el epicúreo ignora si es verdad lo que dice, antes bien
lo creerá muy falso. ¿Hemos de pensar, por tanto, que
enseña lo que ignora? Y usa de las mismas palabras que
podría usar sabiéndolo.
42. Así, pues, las palabras no tienen ya ni el valor de
manifestar el pensamiento del que habla, pues es incierto
si él sabe lo que dice. Añade los que mienten y engañan,
los cuales – es fácil que lo entiendas – no sólo no abren su
alma con las palabras, sino que hasta la encubren. Pues de
ninguna manera dudo que los hombres veraces se
esfuerzan y de algún modo hacen profesión de descubrir
sus sentimientos por medio de la palabra; lo que
conseguirían con aplauso de todos si no fuera permitido a
los mentirosos el hablar. Frecuentemente hemos
experimentado, tanto en nosotros como en otros, que no se
emiten palabras correspondientes a las cosas que se
piensan; lo cual veo que puede ser de dos modos: o
cuando los labios del que piensa otras cosas pronuncian
palabras aprendidas de memoria y muchas veces olvidadas
– esto nos sucede con frecuencia cuando cantamos un
himno -, o cuando, sin quererlo nosotros, brotan por error
de la lengua unas palabras por otras, pues tampoco aquí
las palabras se oyen como signos de las cosas que tenemos
en el ánimo. Porque los que mienten piensan ciertamente
en las cosas que hablan, de tal manera que, aunque
ignoremos si dicen verdad, sabemos que tienen en el
ánimo lo que dicen, a no ser que les suceda una de las dos
cosas que he dicho. Y si alguno – entre tanto – porfía que
suceden, y que cuando sucede una de ellas se percibe,
aunque muchas veces está oculta, y que muchas veces me
ha inducido a error oyéndole, no le contradigo.
44. Dejo pasar el que no oímos bien muchas cosas y
discutimos sobre ellas larga y acaloradamente como si las
hubiésemos oído. Así, cuando hace poco expresaba yo la
palabra misericordia en lengua púnica, tú decías haber
aprendido que ella significaba piedad; mas yo,
contradiciéndote, aseguraba que se te había olvidado lo
que habías aprendido, pues me había parecido que no
había dicho piedad, sino fe, estando como estabas tan
cerca de mí, y no engañando al oído estas dos palabras por
la semejanza del sonido. Sin embargo, pensé por mucho
tiempo que ignorabas lo que te había dicho, ignorando yo
lo que dijiste tú; pues, de haberte oído bien, de ninguna
manera me parece absurdo que un vocablo púnico
significara a la vez piedad y misericordia. Esto sucede
muchas veces; mas, como he dicho, démoslo de mano,
para que no parezca que calumnio la negligencia del que
oye o la sordera de los hombres. Ocasiona angustia, lo he
dicho más arriba, la incapacidad de conocer los
pensamientos de quienes hablan, entendiendo
clarísimamente sus palabras cuando hablan nuestra misma
lengua latina.
Cristo enseña dentro; por fuera, el hombre percibe
palabras
14,45. Admito y concedo que, cuando haya percibido el
oído las palabras de quien se expresa, se puede saber que
el que así habla ha pensado en las cosas que las palabras
significan. ¿Quizá por esto aprende si ha dicho verdad,
que es lo que ahora buscamos? ¿Acaso pretenden los
maestros que se conozcan y retengan sus pensamientos, y
no las disciplinas que piensan enseñar cuando hablan?
Porque ¿quién hay tan neciamente curioso que envíe a su
hijo a la escuela para que aprenda qué es lo que piensa el
maestro? Mas, cuando los maestros ya han explicado las
disciplinas que profesan enseñar, las leyes de la virtud y de
la sabiduría, los discípulos consideran consigo mismos si
han dicho cosas verdaderas, examinando según sus
capacidades aquella verdad interior. Entonces es cuando
aprenden; y cuando han reconocido interiormente la
verdad de la lección, alaban a sus maestros, ignorando que
elogian a hombres doctos más bien que a doctores, si, con
todo, ellos mismos saben lo que dicen. Mas se engañan los
hombres en llamar maestros a los que no lo son, porque, la
mayoría de las veces, no media ningún intervalo entre el
tiempo de la locución y el tiempo del conocimiento; y
porque, advertidos por la palabra del profesor, aprenden
pronto interiormente, piensan que han sido instruidos por
la palabra exterior del que enseña.
46. Mas en otro tiempo discutiremos, si Dios lo
permitiere, sobre la utilidad de las palabras, que, bien
considerada, no es pequeña. Pues hoy te he advertido de
no darles más importancia de la que conviene, para que no
sólo no creamos, sino que comencemos a entender con
cuánto acierto está escrito por la autoridad divina que no
llamemos maestro nuestro a nadie en la tierra, puesto que
el único Maestro de todos está en los cielos. Mas lo que
hay en los cielos lo enseñará aquel que por medio de los
hombres y de sus signos nos advierte por fuera, a fin de
que, vueltos a Él por dentro, seamos instruidos. Amarle y
conocerle constituye la vida dichosa, que todos predican
buscar; mas pocos son los que se alegran de haberla
verdaderamente encontrado. Y ahora quiero que me des tu
parecer sobre todo lo que acabo de decir. Porque si
conoces que es verdad lo que he dicho, si, preguntado
sobre cada una de mis proposiciones, podías haberme
dicho que ya lo sabías; ves, pues, de quién has aprendido
esto, y no de mí, porque, si te hubiera preguntado,
responderías a todo. Mas, por el contrario, no sabes si mis
propuestas son verdad, entonces no te hemos enseñado ni
Él ni yo: yo, porque nunca puedo enseñar; Él, porque
todavía no eres capaz de aprender.
Ad.- Yo he aprendido con tus reflexiones que las
palabras no hacen otra cosa que incitar al hombre a que
aprenda; que, al margen del pensamiento de quien habla,
su palabra nos expresa muy poco; y si las palabras llevan
una carga de verdad, eso sólo lo puede enseñar aquel que,
cuando se expresaba por fuera, nos advertía que moraba
dentro de nosotros. A quien ya, con su ayuda, amaré con
un ardor más intenso cuanto más progrese en el
conocimiento. Sin embargo, quedo muy agradecido a tus
reflexiones, de las que te has servido incesantemente,
sobre todo porque han previsto y refutado todas las
objeciones que tenía preparadas para contradecirte; y
porque me has aclarado todo lo que me suscitaba dudas; y
ni siquiera aquel oráculo secreto podría aclararme lo que
tus palabras afirmaban.
Palabra y sonido
29. 3-4. Cristo mismo es doctrina del Padre por ser Palabra
del Padre, ahora bien, porque la palabra necesariamente
tiene que ser de alguien, Cristo, porque es la Palabra del
Padre, se denomina a sí mismo doctrina suya y no suya; en
efecto ¿qué hay tan tuyo como tú?, y ¿qué hay tan no tuyo
como tú, siendo de alguien lo que eres?
La Palabra, pues, es Dios y es Palabra de doctrina estable,
no sonable mediante sílabas o volátil sino que permanece
con el Padre, y a ella, en cuanto duradera, hemos de
volver, incitados por sonidos intermitentes. No nos
provoca porque pasa, para convocarnos a lo que es
pasajero. Nos provoca para que amemos a Dios. Todo lo
que acabo de expresar han sido sílabas que han sacudido y
batido el aire para llegar a ser sonido de vuestros oídos; al
sonar han pasado. Sin embargo a lo que os he apremiado
no pasa porque aquel a quien os apremia a amar no pasa,
y, cuando provocados por sílabas fugaces os hayáis vuelto
hacia él, tampoco vosotros pasaréis, sino que
permaneceréis con el Permanente. Aquí estriba lo que en
la doctrina hay de grandioso, profundo y eternamente
duradero; a ello nos convocan todas las cosas que fluyen
con el tiempo, cuando significan lo adecuado y no se
proyectan en la mentira. Cualquier signo que emitimos
con sonidos significa algo que no es el sonido. Así pues,
Dios no es dos breves sílabas, ni damos culto a dos breves
sílabas, ni adoramos a dos breves sílabas, ni deseamos
llegar a dos breves sílabas que dejan de sonar casi antes de
que empiecen a hacerlo, la segunda sólo tendrá su sitio si
pasa la precedente; por consiguiente, permanece algo
grande, llamado Dios, aunque no permanezca el sonido
que pronuncia su vocablo. Escuchad así la doctrina de
Cristo y llegaréis a la Palabra de Dios; ahora bien, cuando
hayáis llegado a la Palabra de Dios, escuchad: La Palabra
era Dios; entonces veréis que es verdad eso de mi
doctrina; atended también de quién es Palabra y veréis que
acertadamente dijo no es mía.
CONFESIONES
Amar el amor errado
III. 1.1. Llegué a Cartago, y por todas partes crepitaba en
torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no
amaba, pero amaba el amar y con secreta indigencia me
odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Buscaba
qué amar amando el amar y odiaba la seguridad y la senda
sin peligros, pero que tenía dentro de mí hambre del
interior alimento, de ti mismo, ¡oh Dios mío!, aunque esta
hambre no la sentía yo tal; antes estaba sin apetito alguno
de los manjares incorruptibles, no porque estuviera lleno
de ellos, sino porque, cuanto más vacío, tanto más
hastiado me sentía.
Y por eso no se hallaba bien mi alma, y, llagada, se
arrojaba fuera de sí, ávida de restregarse miserablemente
con el contacto de las cosas sensibles, las cuales, si no
tuvieran alma, no serían ciertamente amadas.
Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre
todo si podía gozar del cuerpo del amante. De este modo
manchaba la vena de la amistad con las inmundicias de la
concupiscencia y obscurecía su candor con los vapores
tartáreos de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto,
deseaba con afán, rebosante de vanidad, pasar por elegante
y cortés.
Caí también en el amor en que deseaba ser atrapado. Pero,
¡oh Dios mío, misericordia mía, con cuánta hiel no
rociaste aquella mi suavidad y cuán bueno fuiste en ello!
Porque al fin fui amado y llegué secretamente al vínculo
del placer, y me dejé atar alegre con ligaduras trabajosas,
para ser luego azotado con las varas candentes de hierro de
los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.
III.2.2. Me arrebataban los espectáculos teatrales, llenos
de imágenes de mis miserias y de incentivos del fuego de
mi pasión. Pero ¿qué será que el hombre quiera en ellos
sentir dolor cuando contempla cosas tristes y trágicas que
en modo alguno quisiera padecer? Con todo, quiere el
espectador sentir dolor con ellas, e incluso que este dolor
sea su deleite. ¿Qué es esto sino una incomprensible
locura? Porque tanto más se conmueve uno con ellas
cuanto menos libre se siente de semejantes afectos, bien
que cuando uno las padece se llamen miserias, y cuando se
compadecen en otros, misericordia.
Pero ¿qué misericordia puede darse en cosas fingidas y
escénicas? Porque allí no se provoca al espectador a que
socorra a alguien, sino que se le invita a condolerse
solamente, favoreciendo tanto más al autor de aquellas
ficciones cuanto es mayor el sentimiento que siente con
ellas. De donde nace que si tales desgracias humanas,
fingidas o extraídas de las historias antiguas, se
representan de forma que no causen dolor al espectador, se
marcha de allí aburrido y protestando; pero si, al contrario,
siente sufrir con ellas, permanece atento y contento.
VII.1.1. Había ya pasado mi adolescencia mala y nefanda
y entraba en la juventud, me sentía mayor en edad pero
más torpe en vanidad, hasta el punto de no poder concebir
una realidad que no se pudiera percibir con los ojos.
Cierto que no te concebía, Dios mío, en figura de cuerpo
humano desde que comencé a entender algo de la
sabiduría; de esto huí siempre y me alegraba de hallarlo
así en la fe de nuestra madre espiritual, tu (Iglesia)
católica; pero no se me ocurría pensar otra cosa de ti. Y
aunque hombre, y un hombre así, me esforzaba por
concebirte como el sumo, y el único, y verdadero Dios.
Con toda mi alma te creía incorruptible, inviolable e
inconmutable, porque sin saber de dónde ni cómo, veía
claramente y tenía por cierto que lo corruptible es peor que
lo que no lo es, que lo que puede ser violado ha de ser
pospuesto sin vacilación a lo que no puede serlo, y que lo
que no sufre mutación alguna es mejor que lo que puede
sufrirla.
Clamaba violentamente mi corazón contra todas estas
imaginaciones y me esforzaba por ahuyentar como con un
golpe de mano aquel enjambre de inmundicia que
revoloteaba en torno a mi mente, y que apenas disperso, en
un abrir y cerrar de ojos, volvía a formarse de nuevo para
caer en tropel sobre mi vista y anublarla, a fin de que, si
no imaginaba que aquel Ser incorruptible, inviolable e
incomunicable, que yo prefería a todo lo corruptible,
violable y mudable, tuviera forma de cuerpo humano, me
viera precisado al menos a concebirle como algo corpóreo
que se extiende por los espacios sea infuso en el mundo,
sea difuso fuera del mundo y por el infinito. Porque a
cuanto privaba yo de tales espacios me parecía que era
nada, absolutamente nada, ni aun siquiera el vacío, como
cuando se quita un cuerpo, sea terrestre, húmedo, aéreo o
celeste, pero al fin un lugar vacío, como una nada
extendida.
2. Así, pues, embotado mi corazón, y ni siquiera sin poder
verme a mí mismo, creía que cuanto no se extendiese por
determinados espacios, o no se difundiese, o no se juntase,
o no se hinchase, o no tuviese o no pudiese tener algo de
esto, era absolutamente nada. Porque cuales eran las
formas por las que vaguear mis ojos, tales eran las
imágenes que arrastraban a mi espíritu. No veía que la
misma facultad con la que formaba yo esas imágenes no
era algo semejante, pese a que me sentía incapaz de
montarlas si no se trataba de algo grande.
Y así, aun a ti, vida de mi vida, te imaginaba como un Ser
grande extendido por los espacio infinitos que penetraba
por todas partes la mole del mundo, y al margen de ello, la
inmensidad inabarcable en todas las direcciones; de tal
modo que te poseyera la tierra, te poseyera el cielo y te
poseyeran todas las cosas y todas terminaran en ti, sin
terminar tú en ninguna parte. Y así como la masa de aire –
de este aire que invade la tierra – no impide que pase por
él la luz del sol, penetrándolo, no rompiéndolo ni
rasgándolo, sino llenándolo por completo, así creía yo que
no sólo la masa del cielo y del aire, y del mar, sino
también la de la tierra, te dejaban paso y te eran
penetrables en todas partes, grandes y pequeñas, para
recibir tu presencia, que con secreta inspiración gobierna
interior y exteriormente todas las cosas que has creado. De
este modo discurría yo por no poder pensar otra cosa; mas
ello era falso, porque si fuera de ese modo, la parte mayor
de la tierra tendría mayor parte de ti, y menor la menor. Y
de tal modo estarían todas las cosas llenas de ti, que el
cuerpo del elefante ocuparía más de tu Ser que el cuerpo
del pajarillo, cuanto aquél es más grande que éste y ocupa
un lugar mayor; y así, dividido en partículas, estarías
presente, a las partes grandes del mundo, en partes
grandes, y pequeñas a las pequeñas, lo cual no es así. Pero
entonces aún no habías iluminado mis tinieblas.
VII.10,16. Habiéndome convencido de que debía volver a
mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello
me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré y vi
con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de
la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi
mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y
visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y
que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz
completamente distinta. Ni estaba por encima de mi
mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre
la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue
quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui
hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.
¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada
eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y
cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó
hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo
no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi
vista, irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de
amor y de temor; y me di cuenta que estaba lejos de ti en
la región de la desemejanza; como si oyera tu voz que me
decía desde arriba: “Soy alimento de adultos: crece, y
podrás comerme. Ni tú me mudarás en ti como sucede con
la comida corporal, sino que tú te mudarás en mí”. Y
conocí que por causa de la inquietud corregiste al hombre
e hiciste que se secara mi alma como una tela de araña, y
dije: ¿Por ventura no es nada la verdad, porque no se
halla difundida por los espacios materiales finitos e
infinitos? Y tú me gritaste de lejos: Al contrario. Yo soy el
que soy, y lo oí como se oye interiormente en el corazón,
sin quedarme lugar a duda, antes más fácilmente dudaría
de que vivo, que no de que no exista la verdad, que se
percibe por la inteligencia de las cosas creadas.
11.17. Y miré las demás cosas que están por debajo de ti, y
vi que ni son en absoluto ni absolutamente no son. Son
ciertamente, porque proceden de ti; mas no son, porque no
son lo que eres tú, y sólo es verdaderamente lo que
permanece inconmutable. Mas para mí el bien está en
adherirme a Dios, porque, si no permanezco en él,
tampoco podré permanecer en mí. Mas él, permaneciendo
en sí mismo, renueva todas las cosas; y tú eres mi Señor,
porque no necesitas de mis bienes.
El mal
12. 18. También se me dio a entender que son buenas las
cosas que se corrompen, las cuales no podrían
corromperse si fuesen sumamente buenas, como tampoco
si no fuesen buenas; porque si fueran sumamente buenas,
serían incorruptibles, y si no fuesen buenas, no habría en
ella qué corromperse. Porque la corrupción daña, y no
podría dañar si no disminuyese lo bueno. Luego o la
corrupción no daña nada, lo que no es posible, o, lo que es
certísimo, todas las cosas que se corrompen están privadas
de algún bien. Por donde, si fueran privadas de todo bien,
no existirían absolutamente; luego si fueren y no pudieren
ya corromperse, es que son mejores que antes, porque
permanecen ya incorruptibles. ¿Y puede concebirse cosa
más monstruosa que decir que las cosas que han perdido
todo lo bueno se han hecho mejores? Por tanto, las que
fueren privadas de todo bien quedarán reducidas a la nada.
Luego en tanto que son, son buenas, luego cualesquiera
que ellas sean, son buenas, y el mal cuyo origen buscaba
no es sustancia ninguna, porque si fuera sustancia sería un
bien, y esto había de ser sustancia incorruptible – gran
bien ciertamente – o sustancia corruptible, la cual, si no
fuese buena, no podría corromperse.
Así vi yo y me fue manifestado que tú eras el autor de
todos los bienes y que no hay en absoluto sustancia alguna
que no haya sido creada por ti. Y porque no hiciste todas
las cosas iguales, por eso todas ellas son, porque cada una
por sí es buena y todas juntas muy buenas, porque nuestro
Dios hizo todas las cosas buenas en extremo.
13. 19. Y ciertamente para ti, Señor, no existe
absolutamente el mal; y no sólo para ti, pero ni aun para
toda tu creación, porque nada hay de fuera que irrumpa y
corrompa el orden que tú le impusiste. Mas en cuanto a
sus partes, hay algunas cosas tenidas por malas porque no
convienen a otras; pero como estas mismas convienen a
otras, son asimismo buenas; y ciertamente en orden a sí
todas son buenas. Y aun todas las que no dicen
conveniencia entre sí, la dicen con la parte inferior de las
criaturas que llamamos “tierra”, la cual tiene su cielo
nuboso y ventoso apropiado para sí…
16. 22. Y conocí por experiencia que no es extraño que el
mismo pan sea un tormento al paladar enfermo, siendo
grato al sano, y que a los ojos enfermos sea odiosa la luz,
que a los puros es amable. También desagrada a los
inicuos tu justicia mucho más que la víbora y el gusano,
que tú criaste buenos y aptos para la parte inferior de tu
creación, con la cual los mismos inicuos dicen aptitud, y
tanto más cuanto más desemejantes son de ti, así como son
más aptos para la superior cuanto te son más semejantes.
E indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera
sustancia, sino perversidad de una voluntad que se aparta
de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, que se inclina
a lo más bajo, y desparrama su intimidad, y se infla de
vanidad.
La memoria
X. 8.12. Traspasaré aun esta virtud de mi naturaleza,
ascendiendo por grados hacia aquel que me hizo. Mas
heme ante los campos anchos de la memoria, donde están
los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de
cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escondido
cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya
variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los
sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla
allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por
el olvido.
Cuando estoy allí pido que se me presente lo que quiero, y
algunas cosas se presentan al momento; pero otras hay que
buscarlas con más tiempo y como sacarlas de unos
receptáculos abstrusos; otras, en cambio, irrumpen en
tropel, y cuando uno desea y busca otra cosa se ponen en
medio, como diciendo: “¿No seremos nosotras?” Pero yo
las espanto del haz de mi memoria con la mano del
corazón, hasta que se esclarece lo que quiero y salta a mi
vista de su escondrijo. Otras cosas hay que fácilmente y
por su orden riguroso se presentan, según son llamadas, y
ceden su lugar a las que les siguen, y cediéndolo son
depositadas, para salir cuando de nuevo se deseare. Lo
cual sucede puntualmente cuando narro alguna cosa de
memoria.
14. Todo esto lo hago yo interiormente en el aula inmensa
de mi memoria. Allí se me ofrecen al punto el cielo y la
tierra y el mar con todas las cosas que he percibido
sensiblemente en ellos, a excepción de las que tengo ya
olvidadas. Allí me encuentro conmigo mismo y me
acuerdo de mí y de lo que hice, y en qué tiempo y en qué
lugar, y de qué modo y cómo estaba afectado cuando lo
hacía. Allí están todas las cosas que yo recuerdo haber
experimentado o creído. De este mismo tesoro salen las
semejanzas tan diversas unas de otras, bien
experimentadas, bien creídas en virtud de las
experimentadas, las cuales, cotejándolas con las pasadas,
infiero de ellas acciones futuras, acontecimientos y
esperanzas, todo lo cual pienso como presente…
15. Grande es esta energía de la memoria, grande
sobremanera, Dios mío, oquedad amplia e infinita. ¿Quién
ha llegado a su fondo? Mas con ser esta energía propia de
mi alma y pertenecer a mi naturaleza, no soy yo capaz de
abarcar totalmente lo que soy. De donde se sigue que es
angosta el alma para contenerse a sí misma. Pero ¿dónde
puede estar lo que de sí misma no cabe en ella? ¿Acaso
fuera de ella y no en ella? ¿Cómo es, pues, que no se
puede abarcar?
Mucha admiración me causa esto y me llena de estupor.
Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes,
y las ingentes olas del mar, y las anchuras corrientes de los
ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y
se olvidan de sí mismos, ni se admiran de que todas estas
cosas, qua al nombrarlas no las veo con los ojos, no podría
nombrarlas si interiormente no viese en mi memoria los
montes, y las olas, y los ríos, y los astros, percibidos
ocularmente, y el océano, sólo creído, con dimensiones tan
grandes como si las viese fuera. Y, sin embargo, no es que
haya absorbido tales cosas al verlas con los ojos del
cuerpo, ni que ellas se hallen dentro de mí, sino sus
imágenes. Lo único que sé es por qué sentido del cuerpo
he recibido la impresión de cada una de ellas.
24.35. Ved aquí cuánto me he extendido por mi memoria
buscándote a ti, Señor; y no te hallo fuera de ella. Porque,
desde que te conocí no he hallado nada de ti de que no me
haya acordado; pues desde que te conocí no me he
olvidado de ti. Porque allí donde hallé la verdad, allí hallé
a mi Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde
que la aprendí. Así, pues, desde que te conocí, permaneces
en mi memoria y aquí te hallo cuando me acuerdo de ti y
me deleito en ti. Estas son las santas delicias mías que tú
me donaste por tu misericordia, poniendo los ojos en mi
pobreza.
25.36. Pero ¿en dónde permaneces en mi memoria, Señor;
en dónde permaneces en ella? ¿Qué habitáculo te has
construido para ti en ella? ¿Qué santuario te has edificado?
Tú has otorgado a mi memoria este honor de permanecer
en ella; mas en qué parte de ella permaneces es de lo que
ahora voy a tratar. Porque cuando te recordaba, por no
hallarte entre las imágenes de las cosas corpóreas, traspasé
aquellas sus partes que tienen también las bestias, y llegué
a aquellas otras partes suyas en donde tengo depositadas
las afecciones del alma, que tiene en mi memoria – porque
también el alma se acuerda de sí misma -, y ni aun aquí
estabas tú; porque así como no eres imagen corporal ni
afección vital, como es la que se siente cuando nos
alegramos, entristecemos, deseamos, tememos,
recordamos, olvidamos y demás cosas por el estilo, así
tampoco eres alma, porque tú eres el Señor Dios del alma,
y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces
inconmutable sobre todas las cosas, habiéndote dignado
habitar en mi memoria desde que te conocí. Mas ¿por qué
busco el lugar de ella en que habitas, como si hubiera
lugares allí? Ciertamente habitas en ella, porque me
acuerdo de ti desde que te conocí, y en ella te hallo cuando
te recuerdo.
26.37. Pues ¿dónde te hallé para conocerte – porque
ciertamente no estabas en mi memoria antes que te
conociese -, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino
sobre mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y
nos acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar.
¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te
consultan, y a un tiempo respondes a todos los que te
consultan, aunque sean cosas diversas. Claramente tú
respondes, pero no todos oyen claramente. Todos te
consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre
lo que quieren. Óptimo ministro tuyo es el que no atiende
tanto a oír de ti lo que él quisiera cuanto a querer aquello
que de ti creyere.
27.38. ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo
fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me
lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú
estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Me retenía
lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no
serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste
tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento
hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz.
La mente humana y el tiempo
XI. 11,13. ¿Quién sujetará y fijará el corazón humano
para que se aquiete un poco, y capte por un momento el
resplandor de la eternidad siempre inmóvil, y lo compare
con los tiempos nunca inmóviles, y vea que un tiempo
largo lo hacen largo sólo los muchos movimientos
sucesivos, incapaces de desplegarse simultáneamente; que,
en cambio, en la eternidad no hay sucesión alguna, sino
que todo es presente; que, por el contrario, ningún tiempo
está presente entero; vea también que desde el futuro
hacen avanzar todo pasado, que del pasado viene todo
futuro, y que todo pasado y futuro es creado por esa
realidad siempre presente, de la que proceden? ¿Quién
sujetará el corazón del hombre, para que se esté quieto y
vea cómo la eternidad – que no es futura ni pasada –
determina, inmóvil, los tiempos futuros y pasados?...
14.17. ¿Qué es el tiempo? ¿Quién será capaz de
explicarlo fácil y brevemente? Al hablar ¿qué recordamos
más familiar y conocido que el tiempo? Lo entendemos,
sí, cuando hablamos de él; también cuando escuchamos a
otro hablar de él. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me
pregunta, lo sé; si quisiera explicárselo al que pregunta, no
lo sé; sin embargo, digo que con certeza sé que, si nada
dejase de estar presente, no existiría tiempo pasado; si
nada sucediera, no existiría tiempo futuro; y si nada
existiese, no habría tiempo presente. Ahora bien, los
tiempos pasado y futuro ¿cómo existen, si el pasado ya no
existe y el futuro aún no existe? Si, por otra parte, el
presente siempre fuese presente sin pasar al futuro, ya no
sería presente sino eternidad. Por lo tanto, el presente, para
que sea tiempo, ha de pasar a pasado, ¿cómo decimos que
existe este tiempo, si la causa de su existencia estriba en
que dejará de ser, de tal manera que no podemos decir en
verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?
16.21. Experimentamos los intervalos de los tiempos y
los comparamos entre sí y calificamos a unos de más
largos, a otros de más cortos. Medimos también cuánto un
tiempo es más largo o más corto que otro, y respondemos
que éste es doble o triple; que aquél, en cambio, es simple
o que éste es tanto como aquél. Ahora bien, los tiempos
que están pasando los medimos experimentando su paso;
mas ¿quién puede medir los pasados, que ya no existen, o
los futuros, que aún no existen? A no ser que alguien se
atreva a decir que puede ser medido lo inexistente. Por lo
tanto, cuando el tiempo está pasando, puede ser
experimentado y medido; cuando, en cambio, ha pasado,
no puede serlo porque no existe…
17.22. ¿Quién hay que me diga que no existen tres
tiempos – como aprendimos de niños y enseñamos a los
niños – pasado, presente y futuro, sino sólo el presente,
porque aquellos dos no existen? ¿No será que también
éstos existen, pero el tiempo, cuando de futuro se
convierte en presente procede de algo oculto, y cuando de
presente se convierte en pasado se retira a algo oculto? En
efecto, pues lo que no existe no puede ser visto, quienes
cantaron el futuro ¿dónde lo vieron, si no existe todavía?
Y, quienes narran el pasado, seguramente no narrarían
verdades si con el alma no percibieran ese pasado, el cual
en manera alguna podría ser percibido si no hubiese
existido. En consecuencia, existen futuro y pasado…
18.23. Si, pues, existen futuro y pasado, quiero saber
dónde existen; pero, si aún no puedo saber esto, sé, sin
embargo, que doquiera están, allí no son futuro ni pasado
sino presente, porque, si el futuro también allí es futuro
todavía no está allí, y si allí es pasado ya no está allí; en
consecuencia, doquiera están, cualesquiera que sean, no
son sino presente. Por otra parte, cuando se narra un
pasado real, de la memoria se sacan no las realidades
mismas ya pretéritas sino las palabras concebidas a partir
de sus imágenes, las cuales pasando por los sentidos
imprimieron su huella en el alma. Mi niñez, en verdad que
ya no existe, está en el tiempo pasado, que ya no existe;
mas, cuando recuerdo y narro su imagen, la veo en el
tiempo presente, pues todavía está ella en mi memoria.
Confieso, Dios mío, ignorar si es semejante la causa de
producir los futuros, de forma que se presientan como ya
existentes las imágenes de realidades que todavía no
existen. Sé muy bien que frecuentemente premeditamos
nuestras acciones futuras y que esta premeditación es
presente, mientras la acción que premeditamos aún no
existe por ser futura; cuando la emprendamos y
comencemos a hacer lo que premeditábamos, entonces
existirá, porque será no futura sino presente… El futuro,
por tanto, no existe aún y, si todavía no existe, no existe
ahora y, si no existe en manera alguna puede ser visto; en
cambio puede ser predicho a partir del presente, que existe
y es visto.
21.27. Dije poco antes que los tiempos que están
pasando los medimos de forma que podamos decir que
éste es el doble de aquel tiempo simple o que es igual al
otro, y si alguna otra cosa podemos declarar de las partes
de los tiempos midiéndolos. Como iba diciendo medimos,
pues, los tiempos que pasan y, si alguien me pregunta
“¿cómo lo sabes?”, respondo: “Sé que medimos, que no
podemos medir lo que no existe, y que no existe pasado ni
futuro”. Mas ¿cómo medimos el tiempo presente, si no
tiene espacio? Por consiguiente, es medido cuando está
pasando; en cambio, una vez que ha pasado no es medido
pues no hay nada que medir. Pero ¿de dónde, por dónde y
a dónde pasa, cuando es medido? ¿De dónde sino del
futuro, por dónde sino por el presente, a dónde sino al
pasado? Por consiguiente, desde lo que aún no es, a través
de lo que carece de espacio, hasta lo que ya no es. Ahora
bien, lo que medimos ¿qué es sino tiempo en un espacio?
En efecto, a espacios de tiempo nos referimos cuando al
hablar del tiempo hablamos de espacios simples, dobles,
triples e iguales. Por consiguiente, ¿en qué espacio
medimos lo que aún no existe?, ¿en el presente, por donde
pasa? Pero no medimos un espacio inexistente; ¿en el
pasado, a donde está pasando? Pero no medimos lo que ya
no existe.
27.36. En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras
perturbarme, que así es; ni quieras perturbarte a ti con las
turbas de tus afecciones. En ti, repito, mido los tiempos.
La afección que en ti producen las cosas que pasan – y
que, aun cuando hayan pasado, permanece – es la que yo
mido de presente, no las cosas que pasaron para
producirla: ésta es la que mido cuando mido los tiempos.
Luego o ésta es el tiempo o yo no mido el tiempo.
Y ¿qué ocurre cuando medimos los silencios y decimos:
aquel silencio duró tanto tiempo cuanto duró aquella otra
voz?, ¿no extendemos acaso el pensamiento para medir la
voz como si sonase, a fin de poder determinar algo de los
intervalos de silencio en el espacio del tiempo? Porque
callada la voz y la boca, recitamos a veces poemas y
versos y toda clase de discursos y cualesquiera
dimensiones de mociones, y nos damos cuenta de los
espacios de tiempo y de la cantidad de aquél respecto de
éste, no de otro modo que si tales cosas las dijésemos en
voz alta.
Si alguno quisiese emitir una voz un poco sostenida y
determinase en su pensamiento lo larga que había de ser,
este tal determinó sin duda en silencio el espacio dicho de
tiempo, y encomendándolo a la memoria, comenzó a
emitir aquella voz que suena hasta llegar al término
prefijado; ¿qué digo? Sonó y sonará. Porque lo que se ha
realizado de ella, sonó ciertamente; mas lo que resta,
sonará, y de esta manera llegará a si fin, mientras la
atención presente traslada el futuro en pretérito,
disminuyendo al futuro y creciendo el pretérito hasta que,
consumido el futuro, sea todo pretérito.
28.37. Pero ¿cómo disminuye o se consume el futuro,
que todavía no existe, o cómo crece el pasado, que ya no
existe, sino porque los tres están en el alma, que hace esas
operaciones? En efecto, aguarda, atiende y recuerda, de
forma que lo que ella aguarda, a través de lo que atiende
pasa a lo que recuerda. ¿Quién, por lo tanto, negará que el
futuro todavía no existe?, sin embargo, en el alma hay ya
expectación de futuro; y ¿quién negará que el pasado ya
no existe? Sin embargo, todavía está en el alma el
recuerdo del pasado; y ¿quién negará que el tiempo
presente carece de espacio pues pasa en un punto? Sin
embargo perdura la atención a través de la cual lo presente
se dirige hacia su ausencia. Por consiguiente, no es largo
el tiempo futuro, que no existe, sino que largo futuro es la
larga aguardada del futuro; tampoco es largo el tiempo
pasado, que no existe, sino que largo pasado es el largo
recuerdo del pasado. Supongamos que voy a recitar un
canto sabido por mí. Antes de comenzar, mi expectación
se extiende a todo él: mas al comenzarlo, cuanto voy
quitando de ella para el pasado, tanto a su vez se extiende
mi memoria y se distiende la vida de esta acción mía en la
memoria, por lo dicho, y en la expectación, por lo que he
de decir. Sin embargo, mi atención es presente; y por ella
pasa lo que era futuro para hacerse pretérito. Lo cual,
cuanto más y más se verifica, tanto más abreviada la
expectación, cuando, terminada toda aquella acción, pasa a
la memoria.
Y lo que sucede con el canto entero, acontece con cada
una de sus partecillas y con cada una de sus sílabas; y esto
es lo que acontece con la vida total del hombre, de la que
forman parte cada una de las acciones del mismo; y esto es
lo que ocurre con la vida de la humanidad, de la que son
partes las vidas de todos los hombres.
DE LA VERDADERA RELIGIÓN
Las verdades eternas superiores a nuestra razón
30. 54. Así, pues, si el alma racional juzga según sus
propias normas, ninguna naturaleza le aventaja. Mas, por
otra parte, como es evidente su mutabilidad, pues a veces
es instruida, otras indocta, y tanto mejor juzga, cuanto más
instruida es, y más instruida se siente, cuanto más
participa de algún arte, ciencia o sabiduría. Indaguemos,
pues, la esencia del mismo arte. Entiendo por arte no
precisamente el fruto de la experiencia, sino de la
comprensión racional. Pues no tiene mayor importancia
saber que con una mezcla de cal y arena se adhieren mejor
las piedras que con una pellada de arcilla; o cuando se
construye un edificio suntuoso, buscar la correspondencia
entre las varias partes iguales, colocando en medio la que
fuera irregular. Esta apreciación obedece más a la verdad y
a la razón. Pero, ciertamente, hay que preguntarse por qué
nos disgusta, si colocamos contiguas dos ventanas, y no
una encima de la otra, siendo una de ellas mayor o menor
que la otra, en lugar de ser iguales; y si una está encima de
la otra y ambas son desiguales en su medio, no nos
desagrada tanto esa desproporción; debemos preguntarnos
por qué no nos importa tanto la desigualdad mayor o
menor de una de ellas, siendo dos. Pero, cuando son tres,
parece que el sentido requiere que no sean desiguales o
que entre la mayor y la menor haya una media que exceda
tanto a la menor cuanto ella es excedida por la mayor. Así,
pues, una especie de instinto natural nos dirige en estas
percepciones estéticas. Y aquí se debe ponderar
muchísimo cómo lo que, aisladamente considerado,
desagrada menos, mientras que si lo comparamos con otra
obra mejor, provoca repulsa. De donde se concluye que el
arte vulgar es el recuerdo de las impresiones agradables
que hemos tenido, acompañado de cierto ejercicio y
habilidad mecánica. Careciendo de él, se puede juzgar de
las obras, y esto vale más, aun cuando uno sea incapaz de
realizarlas.
55. Mas como en todas las artes agrada la armonía, que
todo lo asegura y embellece, mas ella misma exige
armonía y unidad, en la semejanza de las partes iguales, o
en la proporción de las desiguales, ¿quién hallará la
perfecta proporción en los cuerpos y osará decir, después
de haber examinado bien uno cualquiera, que es verdadera
y simplemente una, cuando todos se alteran cambiando de
forma o pasando de una situación a otra, y se componen de
partes que ocupan su lugar, distribuidas en espacios
distintos? Y ciertamente, la verdadera proporción y
semejanza, la verdadera y primera unidad no son objeto de
la percepción sensible, sino de agudeza mental. ¿Cómo se
explicaría, pues, que cualquier proporción que se extienda
a los cuerpos, o se manifieste en ellos, diste muchísimo de
ser perfecta, a menos que la que es perfecta, se perciba con
la mente? Sin embargo, ha de decirse proporción perfecta
no es creada.
56. Y como todas las cosas bellas que emanan de la
naturaleza o son obra de arte, son inconcebibles sin tiempo
y espacio, como el cuerpo con sus diferentes ejercicios, lo
mismo sucede con aquella armonía y unidad, sólo visible a
la mente, que establece el criterio de la hermosura corporal
a través de los sentidos, no es extensa en el espacio ni
mudable en el tiempo. Pues por la mente se enjuiciará
sobre la redondez de un aro de rueda o del redondel de un
vasito; y si es conforme a la mente el vaso será redondo y
no una moneda. Asimismo, en los tiempos y en los
movimientos corporales, ridículo sería decir que, según la
mente, se enjuicia la igualdad de los años y no la de los
meses; o que los meses son iguales y no los días. Si alguna
cosa, pues, se mueve armoniosamente, en el espacio, o en
el tiempo según las horas u otros instantes, queda regulado
por una ley única e invariable. Luego si los espacios
mayores y menores de las figuras y de los movimientos se
dictaminan conforme a la misma ley de paridad,
semejanza o congruencia, dicha ley será superior a todo
ello por su firmeza. Por lo demás, respecto al espacio o al
tiempo, no es superior ni inferior; pues si fuera superior,
no nos pronunciaríamos conforme a su totalidad sobre las
realidades inferiores; y si fuera inferior, tampoco nos
pronunciaríamos sobre las superiores. Ahora bien,
conforme a la ley de la cuadratura, cuando se aprecia si un
foro, una piedra, un tabla, o una perla son cuadrados y, a
su vez, según la proporción requerida por la ley del ritmo,
se aprecian los movimientos de los pies de una hormiga
cuando corre y los del elefante que anda, ¿quién dudará
que dicha ley no es superior o inferior por razón del
tiempo o del espacio, sino que todo lo supera en firmeza?
Esta regla universal de las artes es absolutamente
invariable, mientras la mente humana, que tiene privilegio
de avistarla, se halla sujeta a las fluctuaciones del error; de
donde se concluye claramente que, por encima de nuestras
almas descuella una ley, llamada la verdad.
Veracidad del testimonio de los sentidos. Origen del error
33. 61. Si los cuerpos tenuemente reflejan la unidad, no
hemos de darles crédito por causa de su mentira, no
recaigamos en la vanidad de los que devanean, sino
indaguemos más bien – ya que falazmente parecen querer
ostentar a los ojos carnales lo que es objeto de una
contemplación intelectual – si engañan por la semejanza
que simulan de ella o por no alcanzarla. Pues, si la
alcanzasen, lograrían ser lo que imitan. Y en este caso
serían completamente semejantes, y, por lo mismo,
idénticos por naturaleza. Ofrecerían, pues, no un remedo
disímil, sino una perfecta identidad. Y, sin embargo, no
mienten a los que observan este hecho con sagacidad,
porque miente el que quiere parecer lo que no es; y si
contra su voluntad lo toman por lo que no es, da lugar a
engaño, pero no miente. Porque esta diferencia hay entre
el que miente y el que engaña; el primero tiene voluntad
de engañar, aunque no lo consiga; lo segundo no puede ser
sin producir engaño. Luego la hermosura de los cuerpos
no miente, pues carece de voluntad, ni tampoco engaña
cuando no se la estima más de lo que es.
62. Pero ni aun los mismos ojos engañan, pues sólo
pueden transmitir al ánimo la impresión que reciben. Y si
tanto ellos como los demás sentidos nos informan de sus
propias afecciones, no sé qué más podemos exigirles.
Suprime, pues, a los que devanean, y no habrá vanidad. Si
alguien cree que en el agua el remo se quiebra y al sacarlo
de allí vuelve a su integridad, no tiene un mensajero malo,
sino un mal juez. Pues aquel órgano tuvo la afección
sensible, que debió recibir de un fenómeno verificado
dentro del agua, porque, siendo diversos elementos el aire
y el agua, es muy puesto en razón que se sienta de un
modo dentro del agua y de otro en el aire. Por lo cual, el
ojo informa bien, pues fue creado para ver; el ánimo obra
mal, pues para contemplar la soberana hermosura está
hecha la mente, no el ojo. Y él quiere dirigir la mente a los
cuerpos y los ojos a Dios, pretendiendo entender las cosas
carnales y ver las espirituales, lo cual es imposible.
Hay que dedicarse a conocer a Dios.
35.65. Mas si al contemplar estas verdades vacila la
mirada de la mente, tranquilizaos; combatid sólo los
hábitos de la fantasía corporal; vencedlos, y vuestra
victoria será completa. Buscamos al Uno, que es lo más
simple que existe. Luego busquémoslo en la simplicidad
de corazón: “Sosegaos y reconoced que yo soy Dios . No ”
DE LA FE EN LO QUE NO SE VE
Si desapareciera la fe, la sociedad incurriría en una
confusión espantosa
1.1. Piensan algunos que la religión cristiana es más
digna de burla que de adhesión, porque no presenta ante
nuestros ojos lo que podemos ver, sino que nos manda
creer lo que no vemos. Para refutar a los que presumen
que se conducen sabiamente negándose a creer lo que no
ven, les demostramos que es preciso creer muchas cosas
sin verlas, aunque no podamos mostrar ante sus ojos
corporales las verdades divinas que creemos.
En primer lugar, a esos insensatos, tan esclavos de los
ojos del cuerpo que llegan a persuadirse que no deben
creer lo que no ven, hemos de advertirles que ellos
mismos creen y conocen muchas cosas que no se pueden
percibir con aquellos sentidos. Son innumerables los
fenómenos que se producen en nuestra alma, que es por
naturaleza invisible. Por ejemplo: ¿Qué hay más sencillo,
más claro, más cierto que el acto de creer o de conocer que
creemos o que no creemos en algo, aunque estos actos
estén muy lejos del alcance de la visión corporal? ¿Qué
razón hay para negarse a creer lo que no vemos con los
ojos del cuerpo, cuando, sin duda alguna, nos damos
cuenta que creemos o que no creemos, y estos fenómenos
no se pueden percibir con los sentidos corporales?
2. Pero dicen: lo que está en el alma, podemos conocerlo
con la facultad interior del alma, y no necesitamos los ojos
del cuerpo; pero lo que nos mandáis creer, ni lo presentáis
al exterior para que lo veamos con los ojos corporales ni
está dentro en nuestra alma para que podamos verlo con el
entendimiento. Dicen estas cosas como si a alguno se le
mandara creer lo que ya tiene ante los ojos. Es preciso
creer algunas realidades temporales que no vemos, para
que seamos dignos de ver las eternas que creemos. Y tú,
que no quieres creer más que lo que ves, escucha un
momento: ves los objetos presentes con los ojos del
cuerpo; ves tus pensamientos y afectos con los ojos del
alma. Ahora dime, por favor: ¿cómo corresponderás a los
sentimientos amistosos, cuando no crees lo que puedes
ver? ¿Replicarás quizás que ves el afecto del amigo en sus
obras? Verás las obras de tu amigo, oirás sus palabras;
pero habrás de creer en su afecto, porque éste ni se puede
ver ni oír, ya que no es un color o una figura que entre por
los ojos, ni un sonido o una canción que penetre por los
oídos, ni una afección interior que se manifieste a la
conciencia. Sólo te resta creer lo que no puedes ver, ni oír,
ni conocer por el testimonio de la conciencia, para que no
quedes aislado en la vida sin el consuelo de la amistad, o
el afecto de tu amigo quede sin justa correspondencia.
¿Dónde está tu propósito de no creer más que lo que vieres
exteriormente con los ojos del cuerpo, o interiormente con
los ojos del alma? Ya ves que tu afecto te mueve a creer en
el afecto que no es el tuyo; y adonde no puede llegar ni tu
vista ni tu entendimiento, llega tu fe. Con los ojos del
cuerpo ves el rostro de tu amigo, y con los ojos del alma
ves tu propia fidelidad; pero la fidelidad del amigo no
puedes amarla si no tienes también la fe que te mueva a
creer lo que en él no ves; aunque el hombre puede engañar
mintiendo amor y ocultando su mala intención. Y si no
intenta hacer daño, finge la caridad, que no tiene, para
conseguir de ti algún beneficio.
3. Pero dices que, si crees al amigo, aunque no puedes
ver su corazón, es porque lo has probado en tu desgracia y
conociste su fidelidad cuando no te abandonó en los
momentos de peligro. ¿Te imaginas, acaso, que hemos de
anhelar nuestra desgracia para probar el amor de los
amigos? Nadie podría gustar la dulzura de la amistad si no
gustara antes la amargura de la adversidad; ni gozaría el
placer del verdadero amor quien no sufriera el tormento de
la angustia y del dolor. La felicidad de tener buenos
amigos, ¿por qué no ha de ser más bien temida que
deseada, si no se puede conseguir sin la propia desgracia?
Y, sin embargo, es muy cierto que también en la
prosperidad se puede tener un buen amigo, aunque su
amor se prueba más fácilmente en la adversidad.
Efectivamente, si no creyeras no te expondrías al peligro
para probar la amistad. Y, por tanto, cuando así lo haces,
ya crees antes de la prueba. En verdad, si no debemos
creer lo que no vemos, ¿cómo creemos en la fidelidad de
los amigos sin tenerla comprobada? Y cuando llegamos a
probarla en la adversidad, aun entonces es más bien creída
que vista. Si no es tanta la fe que, no sin razón, nos
imaginamos ver con sus ojos lo que creemos. Debemos
creer, porque no podemos ver.
4. ¿Quién no ve la gran perturbación, la confusión
espantosa que vendrá si de la sociedad humana desaparece
la fe? Siendo invisible el amor, ¿cómo se amarán
mutuamente los hombres si nadie cree lo que no ve?
Desaparecerá la amistad, porque se funda en el amor
recíproco. ¿Qué testimonio de amor recibirá un hombre de
otro si no cree que se lo puede dar? Destruida la amistad,
no podrán conservarse en el alma los lazos del
matrimonio, del parentesco y de la afinidad, porque
también en éstos hay relación amistosa. Y así, ni el esposo
amará a la esposa, ni ésta al esposo, si no creen en el amor
recíproco porque no se puede ver. Tampoco desearán tener
hijos, cuando no creen que mutuamente se los hayan de
dar. Si éstos nacen y se desarrollan, menos amarán a sus
padres; pues siendo invisible el amor, no verán el que para
ellos abrasa los corazones paternos, si creer lo que no se
ve es temeridad reprensible y no fe digna de alabanza.
¿Qué diré de las otras relaciones de hermanos,
hermanas, yernos y suegros, y demás consanguíneos y
afines, si el amor de los padres a sus hijos y de los hijos a
sus padres es incierto y la intención sospechosa, cuando no
se quieren unos a otros? Y no lo hacen estimando que no
tienen obligación, pues no creen en el amor del otro
porque no lo ven. No creer que seamos amados, porque no
vemos el amor, ni corresponder al afecto con el afecto,
porque no pensamos que nos lo debemos recíprocamente,
es una precaución más molesta que ingeniosa. Si no
creemos lo que no vemos, si no admitimos la buena
voluntad de los otros porque no puede llegar hasta ella
nuestra mirada, de tal manera se trastornan las relaciones
entre los hombres, que es imposible la vida social. No
quiero hablar del gran número de hechos que nuestros
adversarios, los que nos reprenden porque creemos lo que
no vemos, creen también ellos por el rumor público y por
la historia, o referentes a los lugares donde nunca
estuvieron. Y no digan: no creemos porque no vimos. Pues
si lo dicen, se ven obligados a confesar que no saben con
certeza quiénes son sus padres. Ya que, no conservando
recuerdo alguno de aquel tiempo, creyeron sin vacilación a
los que se lo afirmaron, aunque no se lo pudieran
demostrar por tratarse de un hecho ya pasado. De otra
manera, al querer evitar la temeridad de creer lo que no
vemos, incurriríamos necesariamente en el pecado de
infidelidad a los propios padres.
DE LA UTILIDAD DE CREER
No hay deshonra alguna el creer en la religión
10.23. Veamos ahora si debemos creer en la religión. Si
admitimos que son cosas distintas creer y ser crédulos, se
sigue que no hay mal ninguno en creer en la religión. ¿Qué
pensaríamos si la fe y la credulidad fueran ambas
defectuosas, como lo son la embriaguez y el acto de
embriagarse? Quien tuviera esto por cierto, pienso que no
podría tener amigo ninguno; porque si es una deshonra
creer en algo, o incurre en torpeza quien cree en su amigo,
o no entiendo cómo puede llamarse amigo a sí mismo o al
otro, si es que no cree en él. A esto es posible que me
repliques diciendo que en ocasiones hay cosas que
tenemos que creer, y me pides que te aclare cómo puede
no ser un defecto en materia religiosa creer antes de llegar
a saber. Trataré de exponértelo, y quisiera preguntarte cuál
de estas dos cosas es peor: entregar la religión a un
indigno o creer lo que dicen los que la enseñan. Supongo
que admites que mayor responsabilidad alcanza a quien
descubre los santos misterios a un indigno, que a los que
creen lo que de la religión aseguran los hombres
religiosos.
Otra manera de contestar no te hubiera sido respetable.
Suponte, pues, que se te presenta quien te va a adoctrinar
en religión: ¿cómo lograrías convencerle de tu sinceridad
como discípulo y de que no hay en ti ni dolo ni simulación
ninguna en tu disposición? Me dirás que invocando tu
conciencia como testigo de que no hay ficción en ti,
confirmándolo con las mejores palabras, pero al fin con
palabras. Te será imposible abrir a un hombre, tú, hombre
también, los entresijos de tu espíritu, para que vea tu ser
íntimo. Si te dijera él: creo en lo que me dices, pero ¿no
sería más razonable que tú dieras fe a mis palabras, ya
que, si tengo yo la verdad, tú serás el beneficiario y yo
quien te hace el beneficio? ¿Cuál sería tu respuesta, sino
que merecería que creyeras en él?
24. Como réplica podrías decirle: ¿No sería mejor que
me dieras razón de por qué he de creer, para que con la
dirección de aquélla caminara por doquier sin riesgo de
incurrir en temeridad? Acaso fuera mejor lo que propones;
pero si tan difícil te resulta el conocimiento de Dios por
vía racional, ¿crees que pueden todos comprender las
razones que descubre a la inteligencia del hombre la
realidad divina? Los que pueden comprenderlas, ¿son
muchos o pocos? Tú, ¿qué piensas? Pienso que son pocos,
dices. ¿Te cuentas entre ellos? No me toca a mí darte la
respuesta. Continúas pensando que también en esto debe
él creerte, y así lo hace realmente. Pero no olvides que ya
son dos las veces que él cree proposiciones tuyas sin tener
de ellas certeza; tú, en cambio, ni por una sola vez crees en
los consejos de orden religioso que él te propone.
Supongamos, no obstante, que las cosas son así y que
con espíritu sincero te acercas para instruirte en religión;
que eres de esos pocos que pueden aprehender las razones
por las que se llega al conocimiento de la divinidad:
¿habría que legar la religión al resto de los hombres que
no han sido favorecidos con un ingenio tan sereno, o sería
mejor guiarlos paso a paso, como por grados, hasta la cima
de estos misterios? Claramente se ve que sea más
religioso, porque no puedes en modo alguno dar por bien
hecho que se rechace o se desdeñe a nadie que arda en
deseos de asunto tan importante. ¿Piensas, acaso, que
puede alguien llegar a la verdad pura si antes no lo estima
posible, si su espíritu no es sencillo y se purifica con un
plan de vida ordenado, sumiso a ciertos preceptos no
menos necesarios que importantes? No hay duda de que es
ésa tu opinión. ¿Qué genero de mal les puede sobrevenir a
esos hombres – entre ellos te cuento a ti -, a quienes no les
sería difícil comprender los secretos divinos con razón
firme si marcharan por esa vía propia de los que
comienzan por creer? Creo que ninguno. Con todo,
replicas: ¿qué razón hay para impedirlo? El daño que con
su ejemplo ocasionan a los demás, aunque ellos queden
indemnes.
Son poquísimos los que tienen un criterio adecuado de
sus fuerzas: a los que se minusvaloran, hay que
estimularles para que no los abata la desesperación; hay
que sujetar a los que se sobrevaloran, para que la audacia
no los lance al precipicio. Resulta una empresa fácil si,
para evitar peligrosas rivalidades, se obliga a los que
pueden marchar solos a seguir el camino seguro de los
demás. Así es la providencia de la religión verdadera: lo
que ha mandado Dios, lo que nos han legado los
antepasados y lo que hasta aquí hemos mantenido;
alterarlo o trastocarlo, equivale a ensayar un camino impío
a la religión verdadera. Ni aun consiguiendo los medios
que desean podrían llegar al fin propuesto los que hicieran
aquello. Por agudo que sea su ingenio, sin la ayuda de
Dios, no hace más que arrastrarse por el suelo; y Dios
ayuda a los que, acuciados por la inquietud de llegar hasta
Él, sienten a la vez preocupación por el resto de los
hombres. ¿No hay apoyo más firme para ir al cielo?
Por lo que se refiere a mí, este razonamiento se me
impone; porque ¿cómo podré decir que no se debe creer
sin conocimiento previo, si es totalmente imposible la
amistad misma sin la fe en ciertas realidades
indemostrables por la razón, y si los mismos señores dan
fe a los esclavos a su servicio sin desdoro de su dignidad?
Dentro del ambiente religioso, ¿qué despropósito puede
superar al de que un ministro de Dios crea en nuestras
palabras, que le hablan de un ánimo sincero, y nosotros
nos resistamos a creer en las suyas cuando nos manda
algo? Por último, ¿puede hallarse camino más seguro que
la preparación para la verdad mediante la sumisión a todo
lo que Dios ha establecido para cultivo y purificación de
nuestras almas? O si es que ya te sientes preparado, ¿qué
mejor que hacer un pequeño rodeo para entrar por donde
hay total seguridad y no crearnos peligros a nosotros
mismos dejando a los demás el ejemplo de la temeridad?
La sabiduría encarnada es el mejor camino para hallar
la religión
15,33. Aunque no estoy en condiciones de poder
instruirte, sin embargo, insisto en aconsejarte; y puesto
que son muchos los que desean ser tenidos por sabios y no
es fácil conocer si lo son, pide a Dios con todo
recogimiento, con toda el alma, con gemidos y, si fuera
posible, con lágrimas, que te libre de mal tan grande como
es el error, si es que tienes en verdadera estima la vida
feliz. Te será más fácil si obedeces gustoso los preceptos
divinos, confirmados por autoridad tan importante como la
de la Iglesia católica. Dios es la verdad; nadie puede en
modo alguno ser sabio sin llegar a poseer la verdad; luego
si el sabio está tan unido en espíritu a Dios que no puede
haber entre ambos nada que los separe, no se puede negar
que entre la necedad del hombre y la purísima verdad
divina está como punto intermedio la sabiduría humana. El
sabio, en cuanto lo permite la capacidad humana, imita a
Dios; en cambio, el hombre ignorante, para que la
imitación en él sea fructífera, no tiene otro modelo tan a
mano como el sabio. Pero como al ignorante le resulta
difícil la aprehensión por medio de la razón, convenía que
a sus ojos se ofrecieran algunos milagros – los ignorantes
se sirven mejor de los ojos que de la razón - para que, con
la previa purificación de su vida y de sus costumbres bajo
la dirección de los hombres doctos, se dispusieran para
aceptar la razón.
Si hay que imitar al hombre modelo, pero sin poner en él
la esperanza, ¿pudo la divina bondad mostrarse más liberal
que dignándose tomar la pura, eterna, inmutable Sabiduría
de Dios, a la que es necesario que estemos unidos, la
forma de hombre, ofreciéndonos en su vida estímulos para
seguir en pos de Él, y sometiéndose también como víctima
a los castigos que nos amilanan para secundarle? Porque si
parece inalcanzable el bien purísimo y sumo sin un amor
pleno y perfecto, desde luego que no será posible mientras
arredren males físicos y acontecimientos adversos. Pero
Cristo, con su nacimiento admirable y su vida laboriosa,
ganó nuestro amor; y su muerte y su resurrección
disiparon nuestro temor. En todas sus obras se mostró de
tal manera que nos fuera posible conocer los límites de su
divina clemencia y la capacidad sublimadora de la
debilidad humana.
SOBRE LA TRINIDAD
Inmanencia de las tres facultades del hombre
9, 5.8. En esas tres realidades, cuando el alma se conoce
y se ama, subsiste sin confusión de mezcla una trinidad: la
mente, el conocimiento y el amor. Y si bien cada una tiene
en sí su subsistencia, mutuamente todas se hallan en todas,
ya una en dos, ya dos en una. Y, en consecuencia, todas en
una.
La mente se encuentra en sí misma, pues se dice mente
con relación a sí misma; pero con relación a su
conocimiento se dice que conoce y es conocida o
cognoscible, y con relación al amor con que se ama se la
dice amable o amada y amante. Y dígase lo mismo de la
noticia, pues aunque dice referencia a la mente que conoce
y es conocida, no obstante, con relación a sí misma se la
puede decir cognoscente y conocida; porque no es para sí
desconocida la noticia por la que la mente se conoce. Y el
amor, aunque se refiera a la mente que ama, cuya
propiedad es el amor, sin embargo, es también amor para
sí con subsistencia perfecta; pues se ama el amor, y el
amor sólo puede ser amado por el amor, es decir, por sí
mismo. Y así cada una de estas tres cosas existe en sí
misma. Recíprocamente se hallan unas en otras, porque la
mente que ama está en el amor; el amor, en el
conocimiento que ama, y el conocimiento, en la mente que
conoce.
Y cada una de ellas está en las otras dos, porque la
mente que conoce y ama se encuentra en su conocimiento
y en su amor; el amor de la mente que se conoce y ama
está en la mente y su conocimiento; y el conocimiento de
la mente que se ama y conoce, está en la mente y en su
amor; la mente conociéndose se ama y amándose se
conoce. Y por esta razón hay dos en una, porque la mente
que se conoce y se ama está juntamente con su
conocimiento en el amor, y con su amor en el
conocimiento; y el amor y el conocimiento están juntos en
el alma que se conoce y se ama. La mente está activa en
todas las facultades… cuando se ama con amor de
totalidad y se conoce del todo. Conocerá todo su amor y
amará todo su conocimiento cuando esas tres facultades
sean entre sí perfectas. Y así por un arte maravilloso son
las tres inseparables; no obstante, cada una de ellas es
substancia, y todas juntas son una substancia o esencia,
pues mutuamente se relacionan.
El conocimiento del alma es su prole
9, 12.17. ¿Qué es el amor? ¿Será imagen? ¿Concepto?
¿Por qué la mente engendra su conocimiento cuando se
conoce y no engendra su amor cuando se ama? Pues si es
causa de su noción en cuando cognoscible, será también
causa de su amor en cuanto amable. Difícil es averiguar
por qué no engendra la mente ambas cosas. Y esta misma
cuestión surge al tratar de la Trinidad excelsa, Dios
omnipotente y Creador, a cuya imagen fue el hombre
formado, y suele estimular a los hombres, a quienes la
verdad de Dios invita a la fe en un lenguaje cuajado de
imágenes humanas. ¿Por qué, preguntan, al Espíritu Santo
ni se le cree, ni se le dice engendrado por Dios Padre, ni se
le llama hijo suyo?
Este problema lo vamos a resolver ahora en el alma
humana, y para ello interroguemos, con intención de
obtener respuesta cumplida, a esta imagen inferior y más
familiar que es nuestra naturaleza, con el fin de poder
dirigir después la consideración de la criatura a la región
de la luz pura e inconmutable; y la verdad nos llevará a
confesar que el Espíritu Santo es amor, y el Verbo, Hijo de
Dios, verdad que ningún cristiano pone en tela de juicio.
Volvamos, pues, a esta imagen creada, esto es, a la mente
racional, e interroguémosle con diligencia sobre esta
cuestión, pues en ella temporalmente existe un
conocimiento de ciertas cosas que antes no existía y un
amor y afición a cosas que antes no se amaban; este
conocimiento nos indica de una manera luminosa qué es lo
que tenemos que decir, pues siempre es más fácil explicar
una realidad encuadrada dentro del orden de los siglos en
un lenguaje temporal y humano.
18. En principio está claro que puede darse algo
cognoscible, es decir, que se puede conocer, y, sin
embargo, se ignora; pero no se puede en modo alguno
conocer lo incognoscible. Es, pues, evidente que el objeto
conocido engendra en nosotros su noticia. Fruto es el
conocimiento de un sujeto que conoce y de una realidad
conocida. Cuando la mente se conoce a sí misma, es padre
único de su conocimiento, siendo a un tiempo objeto y
sujeto de ciencia. Antes de conocerse era cognoscible,
pero no existía en ella su concepto mientras se ignoraba.
Al conocerse engendra su conocimiento, igual a sí misma;
su ciencia entonces iguala a su ser, y su concepto no nace
de alguna esencia extraña, no sólo porque conoce, sino
porque se conoce a sí misma, según acabamos de decir.
Mas ¿qué decir del amor? ¿Por qué, cuando se ama, no
engendra su amor? Era ya amable antes de amarse, dado
que era susceptible de ser amada, como era antes de
conocerse cognoscible, pues podía conocerse; porque si no
fuera amable, jamás se podría amar. ¿Por qué, pues,
cuando se ama a sí misma, no decimos que engendra su
amor, como al conocerse, engendra su conocimiento?
¿Es, acaso, para indicar claramente el principio del amor
de donde procede? Pues procede del alma, ya amable antes
de amarse, siendo así principio del amor con que se ama;
mas no puede decirse con verdad engendrada, como se
dice el conocimiento de sí misma por el que se conoce,
precisamente porque ha encontrado mediante el
conocimiento lo que se pudiera llamar parto o hallazgo,
pues con frecuencia precede la búsqueda con la ilusión de
reposar en este fin. La investigación es una apetencia de
hallar, que es sinónimo de engendrar. Lo que se halla es
como si saliera a luz; de ahí que sea semejante a un hijo; y
¿dónde se le engendra sino en el conocimiento? Es aquí
donde florece como expresión de objetiva verdad. Porque
si ya existían las cosas que buscando hallamos, no existía
el concepto que asemejamos a un hijo que nace. La
apetencia que late en la búsqueda procede del que
investiga, y se balancea como en suspenso, y no reposa en
el fin anhelado a no ser que se encuentre el objeto buscado
y se une al que busca. Y esta apetencia o búsqueda,
aunque no parezca aún amor con el que se ama lo
conocido – sólo se trata aún del conocimiento -, participa
en cierto modo de su género.
Y se la puede llamar ya querer, porque todo el que busca
ansía encontrar; y si se busca en el orden de las ideas, todo
el que busca quiere conocer. Y si lo ansía con ardor y
constancia, se llama estudio, término muy usual en la
investigación y adquisición de las ciencias. Luego al parto
le precede una cierta apetencia, en virtud de la cual, al
buscar y encontrar lo que anhelamos conocer, damos a luz
un hijo, que es el conocimiento; y, por consiguiente, el
deseo, causa de la concepción y nacimiento del concepto,
no se puede llamar con propiedad absoluta parto e hijo; y
el mismo deseo que impele vivamente a conocer se
convierte en amor al objeto conocido y sostiene y abraza a
su prole, es decir, a su conocimiento, y lo une a su
principio generador. Cierta imagen de la Trinidad es, pues,
la misma mente, su conocimiento, que es su hijo y verbo
de sí misma, y en tercer lugar, el amor; y estas tres cosas
son una misma substancia. No es inferior el conocimiento
a la mente si ésta en todo su ser se conoce, ni el amor
tampoco es inferior a la mente si ella se ama cuanto se
conoce y es.
Sin inmortalidad no hay dicha perfecta
13, 8.11. Si todos los hombres desean ser felices y es su
deseo sincero, han de querer, sin duda, ser inmortales; de
otra manera no podrían ser dichosos. Finalmente, si les
preguntamos sobre la inmortalidad, como se les preguntó
sobre la felicidad, todos responderán que la quieren. Pero
se busca en esta vida una dicha más bien nominal que
tangible, y hasta se la llega a fingir, mientras se desconfía
de la inmortalidad, sin la cual no puede existir verdadera
felicidad. Vive feliz, según acabamos de afirmar y hemos
suficientemente probado, aquel que vive como quiere y
nada malo desea. Nadie desea inicuamente la inmortalidad
habiendo Dios capacitado con ella a la naturaleza humana;
porque si no se es capaz de la inmortalidad, tampoco lo
será de la felicidad.
Para que el hombre viva feliz, es necesario que viva. Si
el que muere abandona la vida, ¿cómo tendrá una vida
feliz? Ante este abandono de la vida, o se resiste, o
consiente, o permanece indiferente. Si resiste, ¿cómo
puede ser la vida feliz en el deseo, si no está en su mano?
Si nadie es feliz cuando desea una cosa y no la logra,
¿cuánto más infeliz no será aquel que, en contra de su
querer, se ve privado, no de honores ni riquezas o de
cualquier otro bien, sino de la misma vida feliz, cuando
para él ya no existe vida alguna? Y aunque con la muerte
no le quede ningún pesar de sus miserias - se esfuma la
vida dichosa al perderse la vida -, con todo, mientras
respira, se siente desgraciado, pues experimenta en contra
de su voluntad cómo va pereciendo lo que más ama en la
vida y es razón de su amor. En consecuencia, si no nos
hace felices una vida que a nuestro pesar nos abandona,
pues nadie es dichoso contra su voluntad, ¿cuánto más
desgraciado será el que se aferra tenazmente a una vida
que le deja, si vuelve miserable incluso a quien está
dispuesto a perderla? Y si abandona al que la desea,
¿cómo llamar feliz una vida que el mismo poseedor ansía
perder? Falta la tercera hipótesis: la indiferencia del
hombre feliz. Es el caso del que ni desea ni se opone a la
pérdida de la vida, cuando se extingue con la muerte todo
aliento vital y está, con ánimo ecuánime, a todo dispuesto.
Pero ni ésta puede ser vida feliz, pues tal cual es, parece
indigna del amor de aquel que ella hace feliz. ¿Cómo
llamar feliz una vida que el hombre dichoso no ama? ¿Y
cómo amar, si el no ser y el ser se miran con indiferencia?
¿Acaso las virtudes, que amamos porque nos conducen a
la felicidad, se atreverán a persuadirnos de la indiferencia
a la ventura? Si lo consiguen, dejamos de amar las mismas
virtudes al no amar la felicidad, por cuya adquisición
amábamos estas perlas.
Finalmente, ¿cómo será verdadera aquella sentencia tan
manifiesta, tan ajustada, tan evidente y cierta, de que todos
los hombres quieren ser felices, si los que ya lo son ni
siquiera se cuestionan si lo quieren o no? El quererlo es un
impulso de la naturaleza a quien el Bien y feliz Creador
agraciaron soberana e inmutablemente con este don, como
lo proclama la verdad. Por eso, serán dichosos los que lo
quieran ser, pero no lo serán quienes no lo quieran. Y si
los que son felices no quieren dejar de serlo, procurarán
que su dicha no se esfume y perezca. Sólo viviendo
pueden ser felices; por consiguiente, no ansían que su vida
fenezca. Luego todo el que es verdaderamente feliz o
desea serlo, quiere ser inmortal. No vive feliz quien no
posee lo que desea. En conclusión, la vida no podrá ser
verdaderamente feliz si no es eterna.
LA DEVASTACIÓN DE ROMA
Dios salva a tres tipos de hombres
I.1. Reflexionemos sobre la primera lección del santo
profeta Daniel, cuando hemos escuchado que oraba, y
hemos admirado con asombro que confesaba no sólo los
pecados de su pueblo, sino también los suyos propios.
Después de esta oración, cuyas palabras, por cierto,
indicaban que no sólo es un intercesor, sino también un
confesor; después de esta oración, dice: Aún estaba
orando y confesando mis pecados y los pecados de mi
pueblo al Señor mi Dios . ¿Quién va a creerse sin pecado,
cuando Daniel confiesa sus propios pecados? A los
orgullosos se les dice por el profeta Ezequiel. ¿Acaso tú
eres más sabio que Daniel? así como entre aquellos tres
santos varones, en los cuales Dios simbolizaba a las tres
clases de hombres que va a liberar, cuando llegue a
sobrevenir al género humano la gran tribulación, ha
contado también a este Daniel; ha dicho igualmente que
nadie será liberado de ella sino Noé, Daniel y Job. Y es
evidente que en estos tres nombres Dios simboliza, como
he dicho, tres clases de hombres.
En efecto, aquellos tres personajes ya murieron, sus
espíritus están en Dios, y sus cuerpos desaparecieron en la
tierra; y aguardan la resurrección y la colocación a la
derecha, sin temer tribulación alguna en este mundo de la
que desean ser liberados. ¿Cómo entonces van a ser
liberados de aquella tribulación Noé, Daniel y Job?
Cuando Ezequiel decía eso, tal vez vivía solamente
Daniel, porque Noé y Job habían muerto ya hacía tiempo,
y con el sueño de la muerte fueron puestos junto a sus
padres. ¿Cómo entonces podían ser liberados de la
inminente tribulación los que ya hacía tanto tiempo que
estaban liberados de la carne? Pero es que en Noé están
simbolizados los buenos pastores, que rigen y gobiernan la
Iglesia como Noé en el diluvio gobernaba el arca. En
Daniel están simbolizados todos los que practican la santa
continencia; y en Job los casados que viven la justicia y la
santidad. En efecto, Dios libera a estas tres clases de
hombres de aquella tribulación. Sin embargo, la
reputación de Daniel se manifiesta en que mereció ser uno
de los tres elegidos a pesar de confesar sus pecados.
Habiendo confesado Daniel sus pecados, ¿qué soberbia no
se estremece, qué presunción no se abate, qué arrogancia y
temeridad no se aplana?, ¿quién va a gloriarse de que su
corazón es casto, o quién se vanagloriará de que está
limpio de pecado?
¿Por qué Dios no ha perdonado a Roma?
II. Se extrañan los hombres, y ojalá que se extrañaran en
tal alto grado que además no blasfemaran, cuando Dios
castiga al género humano, y lo acosa piadosamente con
flagelos de castigo, ejercitando, antes del juicio, la
disciplina y, frecuentemente, sin seleccionar al que castiga,
como no queriendo descubrir al culpable. Efectivamente,
flagela al mismo tiempo, a justos e injustos, pero ¿quién es
justo, si Daniel confiesa sus propios pecados?
2. Hace unos días hemos leído el libro del Génesis, que,
yo creo, nos ha tenido muy atentos, cuando Abraham
suplica al Señor que, si encuentra en la ciudad cincuenta
justos, perdone a la ciudad por ellos, o ¡va a perder a toda
la ciudad con ellos! Y el Señor le contesta que si encuentra
en la ciudad cincuenta justos, va a perdonar a la ciudad.
Abraham sigue suplicando, y pregunta que si faltan cinco,
y son cuarenta y cinco justos, que la perdone lo mismo.
Dios le responde que Él la perdona también por cuarenta y
cinco. ¿Por qué el castigo? Y Abraham, suplicando, va
rebajando gradualmente desde ese número hasta diez, y
pide al Señor que, si encontrare a diez justos en la ciudad,
¿va a perderlos con los demás malos, aunque sean
innumerables, o más bien, va a perdonar a toda la ciudad
por los diez justos? Dios le responde que aun entonces no
va a perder a toda la ciudad por los diez justos. Ante esto,
¿qué es lo que decimos nosotros, hermanos? Porque nos
llega a nosotros una polémica muy violenta y rabiosa de
parte de los hombres que atacan a nuestras Escrituras
impíamente, no de los que las estudian con piedad y
preguntan sobre todo a propósito de la reciente
devastación de Roma: ¿Es que no había en Roma
cincuenta justos? Entre tantos fieles, tantos consagrados,
tantos continentes, tan numerosos siervos y siervas de
Dios, ¿no han podido contarse ni cincuenta justos, ni
cuarenta, ni treinta, ni veinte, incluso ni diez? Si eso es
inadmisible, ¿por qué Dios no ha perdonado a la ciudad
por cincuenta, y aun hasta por diez justos?
La Escritura no engaña cuando el hombre no se engaña a
sí mismo. Cuando se habla de la justicia, Dios responde
sobre la justicia; Él busca a los justos según la norma
divina, no según la norma humana. Y a bote pronto
respondo yo: o Dios halló allí tantos justos y perdonó a la
ciudad; o si no perdonó a la ciudad es que no encontró a
los justos. Pero se me responde: está claro que Dios no
perdonó a la ciudad. Yo respondo: para mí no está claro.
Porque allí no ha sido arruinada la ciudad, como lo fue en
Sodoma. De Sodoma, en efecto, se trataba cuando
Abraham suplicó a Dios. Y Dios le contestó: No perderé a
la ciudad. No dijo: no voy a castigar a la ciudad. No
perdonó a Sodoma; perdió a Sodoma. Sodoma fue
completamente consumida por el fuego, porque no la
reservó para el juicio, sino que ejercitó previamente en ella
lo que se reservaría para los perversos en juicio. En suma,
ninguno se salvó de Sodoma; no quedó ni rastro de
hombres, de animales, de casas; todo completamente lo
devoró el fuego. Así es como Dios perdió la ciudad. En
cambio, de la ciudad de Roma ¡cuántos salieron y
volverán; cuántos se quedaron y se han librado; cuántos ni
siquiera pudieron ser tocados en los lugares santos! Pero
replican: muchos fueron llevados cautivos. Eso también lo
fue Daniel, no para juicio suyo, sino para consuelo de los
demás. Con todo, insisten: muchos fueron muertos. Eso
también lo fueron tantos profetas justos, desde la sangre de
Abel hasta la sangre de Zacarías; eso también lo fueron
tantos apóstoles; y el mismo Señor de los profetas y de los
apóstoles. Pero porfían: es que muchos han sido torturados
con tormentos tan atroces como variados. ¿Hemos
pensado si alguno de ellos ha sufrido tanto como Job?
Devastación de Roma
3. Nos han anunciado cosas horrendas. Exterminios,
incendios, saqueos, asesinatos, torturas de los hombres.
Ciertamente que hemos oído muchos relatos
escalofriantes; hemos gemido sobre todas las desgracias;
con frecuencia hemos derramado lágrimas, sin apenas
tener consuelo. Sí, no lo desmiento, no niego que hemos
oído enormes males, que se han cometido atrocidades en
la gran Roma.
Comparación con los males de Job
III. No obstante que vuestra caridad, hermanos míos,
ponga mucha atención a lo que digo, hemos escuchado en
el libro del santo Job que, habiendo perdido la hacienda y
los hijos, no pudo conservar sana ni la propia carne, que
únicamente le había quedado, sino que, cubierto de heridas
graves de la cabeza a los pies, estaba echado en un
estercolero, pudriéndose con úlceras, manando pus, lleno
de gusanos y atormentado con los dolores más atroces. Si
a nosotros nos anuncian que la ciudad entera está postrada,
que la ciudad entera, repito, está abatida por una herida de
muerte, sin que quede ni uno vivo, y, en ese estado todos
los vivos se van pudriendo entre gusanos, como se han
podrido los muertos, ¿sería más penoso esto o esa guerra
tan atroz? Yo creo que la espada se ensañaría en la carne
humana menos cruelmente que los gusanos, que la sangre
saldría de las heridas más soportablemente que si el pus
gotease de la purulencia. Ves un cadáver que se corrompe
y te estremeces, pero como no está el alma, es menor el
sufrimiento.
En cambio, en Job estaba bien presente el alma que lo
sentía, prisionera para que no huyese, estimulando para
que sufriese, mortificando para que blasfemase. Y Job
resistió la tribulación, y le fue contado en gran justicia.
¡Que nadie se fije en lo que sufre, sino en lo que hace!
Hombre, lo que tú padeces no está en tu poder; en cambio,
tu voluntad es culpable o inocente en lo que tú haces. Job
sufría, y su mujer, la única que quedaba, estaba allí
plantada, no para consolarlo, sino para tentarlo; no para
traerle medicina, sino para sugerirle una blasfemia:
Maldice a Dios, dice, y muérete . Ved cómo morir era para
él un beneficio, y ese beneficio nadie se lo daba. Más aún,
en todo eso que aquella alma santa soportaba, era
ejercitada su paciencia, probada su fe, confundida su
mujer y vencido el diablo. Espectáculo maravilloso, ¡que
hasta en la podredumbre hedionda resplandece la
hermosura de la virtud! El enemigo lo tiene desolado
interiormente; la mujer, enemiga con descaro le aconseja
el mal, como aliada del diablo y no del marido; ella de
nuevo Eva, pero él no el viejo Adán: Maldice a Dios, le
dice, y muérete. Arrancarle con la blasfemia lo que no
puede conseguir con las súplicas. Y él responde: Has
hablado como una mujer necia, si aceptamos de Dios los
bienes, ¿no vamos a aceptar los males?
Dios es un Padre: ¿va a ser amado cuando acaricia, y
despreciado cuando corrige? ¿No es el Padre tanto cuando
promete la vida como cuando impone la disciplina? ¿Es
que se te ha olvidado lo de: Hijo mío, cuando te acerques
al servicio de Dios, mantente firme en la justicia y el
temor, y prepara tu alma para la prueba? Acepta todo lo
que te sucediere, y aguanta en el dolor, y ten paciencia en
tu humillación, porque el oro y la plata se acrisolan en el
fuego, y los hombres que Dios acepta, en el horno de la
humillación. ¿Te has olvidado de: Porque el Señor corrige
al que ama, y azota a todo el que reconoce por hijo?
¿No había justos en Roma?
5. Seguramente que había en Roma cincuenta justos, y
aún más. Si consideras el modo humano, había justos a
millares; si consideras la norma de la perfección, no existe
justo alguno. Todo el que en Roma se atreva a llamarse
justo, no me ha oído decir: ¿Es que tú eres más sabio que
Daniel? Escúchale entonces cuando confiesa sus pecados.
¿O es que cuando confesaba, mentía? En este caso ya tenía
pecado, porque mentía a Dios sobre sus pecados. También
a veces los hombres argumentan y dicen: el hombre justo
debe decir a Dios que es un pecador, aunque sepa que él
no tiene pecado alguno; sin embargo, debe confesar a
Dios: yo tengo pecados. Me extraña que pueda llamarse
cuerdo semejante consejo. ¿Quién hace que tú no tengas
pecado? ¿No es Dios quien sana tu alma?...
En qué sentido Dios perdonó a Roma
VI.6. ¡Ojalá pudiésemos ver las almas de los santos que
han muerto en esta guerra! Entonces veríais cómo Dios
perdonó a la ciudad. Verdaderamente, miles de santos
gozan del consuelo de los que alegran y cantan a Dios:
Gracias a Ti, porque nos has sacado de las angustias y
tormentos de la carne. Gracias a Ti, porque ya no tememos
ni a los bárbaros ni al diablo, no tememos en la tierra ni al
hombre, ni al pedrisco, ni a los enemigos, ni al ministro de
justicia ni al opresor; nosotros hemos muerto en la tierra,
para no morir ya en tu presencia, oh Dios, salvos en tu
reino por don tuyo, y no por mérito nuestro. ¿Cuál es esa
ciudad de los humildes que canta tales acentos?
¿Imagináis una ciudad abrazada por murallas? La ciudad
está en sus ciudadanos, no es sus murallas. Finalmente, si
Dios dijese a los sodomitas: Huid, porque voy a incendiar
este lugar, ¿no diríamos que han tenido un gran mérito al
huir, antes que el fuego, bajando del cielo, asolara los
palacios y las murallas? ¿Es que Dios no perdonó a la
ciudad, cuando la ciudad pudo huir y escapar a la
destrucción de su incendio?
Ejemplo de Constantinopla
7. Lo que voy a decir lo han oído algunos que quizás lo
conocieron, y hasta están aquí en el auditorio, pero
estuvieron también allí presentes. Sucedió hace pocos años
en Constantinopla, siendo Arcadio emperador. Queriendo
Dios atemorizar a la ciudad y corregirla mediante el temor,
convertirla, purificarla y cambiarla, reveló a un fiel siervo
suyo, que, según dicen, era un soldado; y le dijo que iba a
destruir la ciudad con fuego bajado del cielo, y le
amonestó que se lo dijese al obispo. Él se lo dijo; el obispo
no lo menospreció y lo comunicó al pueblo. La ciudad se
entregó al llanto penitencial, como en otro tiempo la vieja
Nínive. Para que el pueblo no creyese que el que lo había
anunciado era un iluso o un falsario, llegó el día que había
amenazado, todos pendientes y esperando con gran temor
el resultado; al anochecer, cuando ya el firmamento estaba
oscuro, apareció una nube de fuego por el oriente, pequeña
al principio; después, poco a poco, según se iba acercando
sobre la ciudad, crecía de tal manera que el fuego
amenazaba de un modo terrible a la ciudad entera. Parecía
que una llama horrible estaba suspendida sin que faltase el
olor a azufre. Todos se refugiaban en los templos, y los
lugares sagrados no podían acoger a las muchedumbres;
cada cual exigía el bautismo de quien podía. No sólo en
las iglesias; también por las casas, por las calles y plazas
pedían el sacramento de la salvación, para evitar la ira no
sólo presente, sino también futura.
Después de aquella gran tribulación en la que Dios
confirmó la veracidad de sus palabras y de la revelación de
su siervo, la nube, lo mismo que había crecido, comenzó a
decrecer hasta disiparse poco a poco. Cuando el pueblo se
creyó un poco seguro, oyó de nuevo que había que huir del
todo, porque la ciudad sería arrasada el sábado próximo.
La ciudad entera con el emperador salió fuera, nadie
quedó en casa y nadie cerró la puerta, alejándose de las
murallas, y mirando los hogares amados se despedían
entre suspiros de las residencias queridísimas. Y habiendo
avanzado aquella gran multitud algunas millas y, reunida
en un mismo lugar para orar a Dios, vio de repente una
gran humareda, y dirigió a Dios un grito imponente. Por
fin, vuelta la serenidad, enviando algunos que informasen,
una vez pasada la hora señalada que había sido predicha, y
cuando informaron que las murallas y las casas
permanecían en pie, todos regresaron con indescriptible
alegría. Ninguno perdió nada de su propia casa y cada cual
la encontró abierta, como la había dejado.
Constantinopla y Roma
VII.8. ¿Qué vamos a decir? ¿Que fue la ira o mejor la
misericordia de Dios? ¿Quién va a dudar de que como
Padre misericordiosísimo quiso corregir y castigar por
medio del temor y no con la ruina, cuando tan
amenazadora calamidad presente no causó daño alguno ni
a los hombres ni a las casas ni a las murallas? Lo mismo
que suele levantarse la mano para castigar y, ante las
súplicas del que va a ser castigado, se retracta por
compasión, así le ocurrió a aquella ciudad. Sin embargo, si
entonces, cuando, abandonada la ciudad, salió todo el
pueblo, hubiese caído la ruina sobre la ciudad y hubiese
perdido a toda la ciudad, como a Sodoma, sin dejar rastro
alguno, ¿quién iba a poner en duda que aun así Dios había
perdonado a esa ciudad, prevenida y atemorizada,
alejándola y sacándola fuera, aunque aquel lugar fuese
arrasado? Del mismo modo no se ha de poner en duda que
Dios perdonara también a la ciudad de Roma, que ante el
incendio enemigo había salido fuera multitudinariamente
por todos sus costados. Salieron fuera los que huyeron;
salieron fuera también los que murieron; muchos, que se
quedaron, estuvieron escondidos como pudieron, y otros
muchos se salvaron y conservaron vivos y sanos en los
lugares santos. Por tanto, aquella ciudad fue castigada por
la mano salvadora de Dios, más bien que destruida; como
el siervo que, conociendo la voluntad de su señor y
haciendo lo que es digno de castigo, recibirá muchos
palos.
Utilidad de la tribulación temporal
VIII. 9. Ojalá que el ejemplo nos sirva de escarmiento y
que la concupiscencia mala que tiene sed de mundo y
apetece disfrutar de los placeres pecaminosos sea
refrenada, antes de murmurar contra el Señor a la vista de
los castigos muy merecidos, demostrando el Señor cuán
inestables y caducas son todas las vanidades del siglo.
También la era siente el mismo trillo para desmenuzar la
paja que para limpiar el trigo; el horno del orfebre sufre el
mismo fuego para convertir la paja en ceniza que para
purificar el oro; de igual manera Roma sufrió una misma
tribulación, en la que el bueno fue corregido y purificado,
mientras que el impío fue condenado, ya sea siendo
arrebatado de esta vida para purgar más con penas
justísimas, ya sea que permanezca con mayor
culpabilidad, o, por lo menos, para que Dios, según su
inefable misericordia, purifique con la penitencia a los que
conoce que se han de salvar. ¡Y que no nos haga vacilar la
tribulación de los buenos!, porque es una prueba, no una
condenación. ¡No vaya a ser que nos horroricemos al ver
sufrir a un justo cosas indignas y graves en esta vida, y
estemos olvidando lo que sufrió el Justo de los justos y el
Santo de los santos! Lo que ha sufrido esa ciudad entera,
lo sufrió uno solo. Pero fijaos quién es ese uno: El Rey de
reyes y Señor de señores, apresado, atado, flagelado,
zarandeado con toda clase de afrentas, colgado y clavado
en una cruz, muerto. Pon en balanza a Roma con Cristo,
sopesa la tierra entera y a Cristo, equilibra cielo y tierra
con Cristo; nada creado puede valorarse con el Creador, ni
obra alguna se compara con el Autor: Todo ha sido hecho
por Él y sin Él no se hizo nada; y sin embargo, fue tenido
en nada por los perseguidores. Soportemos entonces lo
que Dios tenga permitido que soportemos. ¡Él, como
médico, conoce bien qué dolor nos es útil para curarnos y
sanarnos! Está escrito certeramente: La paciencia
perfecciona su obra, y ¿cuál va a ser la obra de la
paciencia, si no sufrimos nada adverso? ¿Por qué, pues,
rehusamos sufrir los males temporales? ¿No es que
tenemos que ser perfeccionados? Más bien, supliquemos,
gimamos y lloremos ante el Señor, para que se cumpla en
nosotros lo que dice el Apóstol: Fiel es Dios, que no
permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino
que, para poder vencer, os dará con la tentación también
el éxito.
LA CIUDAD DE DIOS
Prólogo
I. La gloriosísima ciudad de Dios, que en el actual
correr de los tiempos peregrina entre impíos viviendo de la
fe, y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y
eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia,
conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz
completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino, en la
presente obra emprendida a instancias tuyas, y que te debo
por promesa personal mía, me he propuesto defender esta
ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios
dioses a su fundador. ¡Larga y pesada tarea ésta! Pero
Dios es nuestra ayuda.
Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer
a los soberbios del gran poder de la humildad. Ella es la
que logra que su propia excelencia, conseguida no por la
hinchazón del orgullo humano sino por ser don gratuito de
la divina gracia, trascienda todas las prestancias pasajeras
y vacilantes de la tierra. El Rey y fundador de esta ciudad,
de la que me he propuesto hablar, declaró en las Escrituras
de su pueblo el sentido de aquel divino oráculo que dice:
Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes.
Pero esto mismo, que es privilegio exclusivo de Dios,
pretende apropiárselo para sí el espíritu hinchado de
soberbia, y le gusta que le digan para alabarle:
“Perdonarás al vencido y abatirás al soberbio”. Tampoco
hemos de pasar por alto la ciudad terrena; en su afán de ser
dueña del mundo, y, aun cuando los pueblos se le rinden,
ella misma se ve esclava de su propia ambición de
dominio.
Cristo Jesús, mediador entre Dios y los hombres
IX. 15.1. Si todos los hombres, como es mucho más
verosímil y probable, mientras son mortales son
necesariamente desdichados, habrá que buscar un
intermediario que no sea sólo hombre, sino también Dios;
así, con su intervención la mortalidad feliz de este
intermediario conducirá a los hombres de la miseria mortal
a la feliz inmortalidad. Era necesario que ese intermediario
se hiciera mortal y no permaneciera mortal.
Efectivamente, se hizo mortal no debilitando la
debilidad del Verbo, sino tomando la debilidad de la carne.
Pero no permaneció mortal en la misma carne que hizo
resucitar de los muertos; ése es precisamente el fruto de su
mediación: que no permanezcan en la muerte de la carne
aquellos para cuya liberación se hizo mediador. Por tanto,
fue preciso que el mediador entre nosotros y Dios tuviera
una mortalidad pasajera y una felicidad permanente con el
fin de acomodarse a los mortales en lo pasajero y llevarlos
de entre los muertos a lo que permanece.
Así, los ángeles no pueden ser intermediarios entre los
miserables mortales y los felices inmortales, ya que ellos
mismos son felices e inmortales. Pueden serlo, sin
embargo, los ángeles malos, porque tienen la inmortalidad
con aquéllos y la miseria con éstos. Contrario a ellos es el
buen Mediador, que, contra la inmortalidad y miseria de
los ángeles malos, quiso hacerse mortal temporalmente y
pudo permanecer feliz en la eternidad. Así, con la
humildad de su muerte y la suavidad de su felicidad
destruyó a aquellos inmortales soberbios y miserables
maléficos, a fin de que no arrastraran a la miseria con la
jactancia de su inmortalidad a aquellos cuyos corazones
liberó de su inmundo dominio, purificándolos por la fe.
2. Así, pues, ¿qué mediador puede elegir el hombre
mortal y miserable, tan alejado de los inmortales y felices,
para insertarse en la inmortalidad y felicidad? Lo que
pueda deleitarle en la inmortalidad de los demonios, es
miserable; lo que puede chocar en la mortalidad de Cristo,
ya no existe. Allí tiene que precaverse contra la miseria
eterna; aquí no se debe temer la muerte, que no pudo ser
eterna, y ha de amar la felicidad eterna.
Para esto precisamente se interpone un mediador
inmortal, para no permitir el paso a la inmortalidad feliz,
porque persiste lo que la impide, esto es, la miseria; como
por el contrario se interpuso un mortal y feliz, para hacer
de mortales inmortales, pasada la mortalidad, lo cual
demostró en sí mismo con su resurrección, y para dar a los
miserables la felicidad que él jamás perdió.
Uno es, pues, el mediador malo, que separa a los
amigos, y otro el bueno, que reconcilia a los enemigos.
Por eso hay muchos mediadores que separan, porque la
multitud feliz lo es por la participación del único Dios.
Privada de esa participación, la miserable multitud de
ángeles malos impiden, en lugar de activar su valimiento
en orden a la felicidad. Tratando en cierto modo de
ensordecernos, para que no podamos llegar al único fin
beatificante. Para su consecución no se necesita de
muchos, sino de un solo mediador; de aquel, precisamente,
cuya participación nos hace felices, del Verbo de Dios
increado, por el cual todo fue hecho.
Pero no es mediador por ser Verbo; pues como
sumamente inmortal y sumamente feliz, el Verbo está muy
alejado de los mortales miserables. Es mediador en cuanto
es hombre, manifestando con ello que no sólo para el bien
feliz sino también para el bien beatificante, es preciso no
buscar otros mediadores, a través de los cuales pensamos
que hemos de preparar los escalones de la llegada; ya que
un Dios feliz y beatificante, al hacerse partícipe de nuestra
humanidad, nos suministró la síntesis de la participación
de su divinidad. Y al librarnos de la mortalidad y de la
miseria, no nos transportó hasta los ángeles inmortales y
felices para que fuéramos inmortales y felices con la
participación de su gloria, sino que nos introdujo en
aquella Trinidad, cuya participación hace felices a los
ángeles. Por eso, cuando quiso estar más bajo que los
ángeles en la forma de esclavo para ser mediador,
permaneció sobre los ángeles en forma de Dios:
haciéndose camino de vida entre los hombres, el mismo
que es vida entre los superiores.
Debemos amar el amor con que amamos la existencia y
el saber para asemejarnos más a la Divina Trinidad
XI. 28. He dicho ya bastante, según parece exigirlo el
plan de la obra, sobre la existencia y el conocimiento,
sobre el amor que les tenemos, y sobre la semejanza de
Dios que, aunque imprecisa, se encuentra en los seres
inferiores. No se ha hablado sobre el amor con que son
amados, y si se ama ese mismo amor. Se ama, sí, y por
ello se demuestra que cuanto más rectamente se ama a los
hombres, tanto más se ama el mismo amor. Pues no se
llama justamente varón bueno al que sabe lo que es bueno,
sino al que ama. ¿Por qué, pues, no nos damos cuenta de
que en nosotros mismos amamos el mismo amor con el
que amamos cualquier bien amado? Pues hay un amor con
el cual amamos aun lo que no se debe amar: y odia este
amor en sí mismo quien lo ama aplicando la misma
medida del amor. Ciertamente, pueden existir los dos en
un hombre; y el bien del hombre consiste en que,
avanzando el que nos hace vivir bien, vaya retrocediendo,
hasta su curación completa, el que nos hace vivir mal, y se
trueque en bien toda nuestra vida.
Si fuéramos bestias, amaríamos la vida carnal y lo que
les conviene a los sentidos; esto sería un bien suficiente
para nosotros, y si nos encontrábamos bien con esto, no
buscaríamos otra cosa. Igualmente, si fuéramos árboles, no
amaríamos ciertamente nada con un movimiento sensible,
aunque parecería como que apetecíamos aquello que nos
hiciera más fecundos y fructuosos. Si fuéramos piedras,
olas, viento, llama u otra cosa semejante, sin vida ni
sentido alguno, no nos faltaría, sin embargo, algo así como
cierta tendencia hacia nuestros lugares y nuestro orden.
Son como amores de los cuerpos la presión de los pesos,
ya tienden hacia abajo por la gravedad, ya hacia arriba por
la levedad. En efecto, como el alma es llevada por el amor
adondequiera que es llevada, así también lo es el cuerpo
por el peso.
Pero nosotros somos hombres, creados a imagen de
nuestro Creador, cuya eternidad es verdadera, cuya caridad
es verdadera y eterna, y la misma Trinidad es eterna,
verdadera y animada, sin confusión ni separación.
Recorramos todo lo que hizo con admirable estabilidad en
las cosas que están por debajo de nosotros, ya que no
existirían en absoluto, ni estarían bajo alguna especie, ni
apetecerían orden alguno ni lo mantendrían, si no hubieran
sido hechas por el que es en sumo grado, soberanamente
sabio, soberanamente bueno; recorrámoslo y
descubriremos ciertas huellas suyas más impresas en una
parte y en otra menos; y contemplando su imagen en
nosotros mismos, levantémonos volviendo sobre nosotros
mismo como aquel hijo menor del Evangelio, a fin de
volver a Él, de quien nos habíamos apartado por el pecado.
Nuestro ser no tendrá allí la muerte, nuestro conocer no
tendrá el error, nuestro amor no tendrá allí tropiezo.
Al presente, aunque tenemos estas tres cosas nuestras
bien seguras, y no necesitamos de otros testigos para creer
en ellas, sino que nosotros mismos las sentimos presentes,
y las vemos con una mirada interior sumamente veraz, sin
embargo, para saber hasta cuándo durarán, o si han de
faltarnos alguna vez, y a dónde llegarán según sean bien o
mal empleadas, ya que no podemos conocerlo por
nosotros mismos, necesitamos de otros testigos, que quizá
ya los tenemos.
Propiedades de las dos ciudades, la terrena y la celeste
XIV.28. Dos amores han dado origen a dos ciudades: el
amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, es la ciudad
terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, es la
ciudad celestial. La primera se gloría en sí misma; la
segunda se gloría en el Señor. Aquélla reclama de los
hombres la gloria; en cambio, la mayor gloria de ésta se
cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia.
Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria
mía, tú mantienes alta mi cabeza. La primera está
dominada por la ambición de dominio en sus gobernantes
o en las naciones que somete; en la segunda se sirven
mutuamente en la caridad los superiores mandando y los
súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los
potentados; ésta le dice a su Dios: Yo te amo, Señor; tú
eres mi fortaleza.
Por eso, los sabios de aquélla, viviendo según el hombre,
han buscado los bienes de su cuerpo o de su espíritu, o los
de ambos; y pudiendo conocer a Dios, no lo honraron ni le
dieron gracias como a Dios, sino que se desvanecieron en
sus pensamientos, y su necio corazón se oscureció.
Pretendiendo ser sabios, exaltándose en su sabiduría por
la soberbia que los dominaba, resultaron unos necios que
cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes de
hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles
(pues llevaron a los pueblos a adorar semejantes
simulacros, o se fueron tras ellos), venerando y dando
culto a la criatura en vez de al Creador, que es bendito
por siempre. En la segunda, en cambio, no hay otra
sabiduría en el hombre que una vida religiosa, con la que
se honra justamente al verdadero Dios, esperando como
premio en la sociedad de los santos, hombres y ángeles,
que Dios sea todo en todas las cosas.
Origen de las dos ciudades
XV.1.1. Ya hemos resuelto importantes y difíciles
cuestiones acerca del principio del mundo, del alma y del
mismo género humano. A éste lo hemos dividido en dos
clases: los que viven según el hombre y los que viven
según Dios. Y lo hemos designado figuradamente con el
nombre de las dos ciudades, esto es, dos sociedades
humanas: la una predestinada a vivir siempre con Dios; la
otra, a sufrir castigo eterno con el diablo.
2. El primer hijo nacido de los dos primeros padres del
género humano fue Caín, que pertenece a la ciudad de los
hombres, y el segundo, Abel, de la ciudad de Dios.
Podemos comprobar en cada hombre lo que nos dijo el
Apóstol, que no es primero lo espiritual, sino lo animal; lo
espiritual viene después. Por eso cada uno, por nacer de
estirpe condenada, pertenece primero, como malo y carnal,
a Adán, pasando luego a ser bueno y espiritual si continúa
su perfección en el renacer hacia Cristo. Lo mismo sucede
en el linaje humano: tan pronto como comenzaron estas
ciudades a dilatarse por los nacidos y los muertos, nació
primero el ciudadano de este mundo, y después el
peregrino en el mundo, perteneciente a la ciudad de Dios,
predestinado por la gracia y por la gracia elegido,
peregrino con la gracia aquí abajo, y ciudadano por la
gracia allá arriba.
Por lo que a éste se refiere, nace de la misma
muchedumbre, toda condenada a causa del pecado de
origen. Pero como alfarero - no descarada, sino
prudentemente, trae a colación el Apóstol este símil - hizo
Dios de la misma arcilla una vasija de honor y otra de
ignominia. Pero fue primero la vasija de ignominia y luego
la de honor, para indicarnos, como he dicho, que en este
mismo hombre está primero lo reprobable, de donde
hemos de partir y donde no podemos permanecer; luego
viene lo bueno, a donde llegamos en nuestro progreso y
donde permaneceremos después de llegar. Por tanto, no
todo hombre malo llegará a ser bueno, pero nadie llegará a
ser bueno si no era malo. Y cuanto con mayor celeridad se
haga uno mejor, con tanta mayor rapidez se resalta lo que
ha adquirido y sustituye el calificativo anterior por el
posterior.
Se dijo de Caín que había fundado una ciudad, y, en
cambio, Abel, como peregrino, no la fundó. La ciudad de
los santos es, en efecto, la celeste, aunque aquí da a luz a
sus ciudadanos, en los cuales es peregrina, hasta que
llegue el tiempo de su reino. Entonces los reunirá a todos,
resucitados en sus cuerpos, dándoles el reino prometido.
En Él reinarán sin límites ya de tiempo, con su soberano,
el Rey de los siglos.
La vida en sociedad, aunque parece necesaria, está llena
de dificultades
XIX.5. El sabio – afirman algunos filósofos - debe vivir
en sociedad. Esta afirmación la suscribimos nosotros con
mayor intensidad que ellos. Pues, ¿de dónde tomaría su
origen, cómo iría desarrollándose y de qué manera
conseguiría el fin que se merece esta ciudad de Dios … si
la vida de los santos no fuese una vida en sociedad? Con
todo, ¿quién será capaz de enumerar cuántos y cuán graves
son los males de la sociedad humana, sumida en la
desdicha de esta vida mortal? ¿Quién podrá calibrarlos
suficientemente? Presten atención a uno de sus cómicos
que, con aprobación de todos, expresa el sentir de los
hombres: “Me he casado con una mujer: ¡No hay
calamidad más grande! Me han nacido los hijos: ¡Nuevas
preocupaciones!” ¿Y qué decir de los trapos sucios que el
mismo Terencio nos saca a relucir del amor?: “Injurias,
celos, enemistades, la guerra; y de nuevo la paz”. ¿No
están llenos los aconteceres humanos de esto? ¿No sucede
así con demasiada frecuencia incluso en las amistades más
limpias de amigos? ¿No es verdad que por todas partes la
vida humana está llena de todas estas miserias, de injurias,
celos, enemistades, guerras, de una manera infalible? En
cambio, el bien de la paz es problemático, puesto que
ignoramos el corazón de aquellos con quienes la
quisiéramos tener, y si hoy podemos conocerlo, mañana
nos serán desconocidas sus intimidades.
¿Quiénes suelen o, al menos, deberían ser más amigos
entre sí que los que conviven en una misma casa? Y, sin
embargo, ¿Quién está allí seguro cuando con frecuencia se
dan allí tamañas contrariedades debidas a ocultos manejos,
contrariedades tanto más amargas cuanto más dulce había
sido la paz que se creía verdadera, pero que se simulaba
con refinada astucia? Hasta el corazón del hombre penetra
esta herida, haciéndole lanzar un grito de dolor como el de
Cicerón: “No hay insidias más ladinas que las que se
cubren bajo la apariencia del deber o con el título de
alguna obligación amistosa. El adversario que lo es a plena
luz, con un poco de cuidado lo puedes esquivar. Pero esta
plaga oculta, intestina, doméstica, no solamente está ahí,
sino que te echa el lazo antes de que puedas descubrirla o
investigarla”. Esta es la razón por la que aquella consigna,
incluso divina, los enemigos del hombre son los de su
casa, la oímos con gran dolor de nuestro corazón. Un
hombre, aunque tuviere tal fortaleza que pudiera soportar
con serenidad los ocultos manejos que contra él trama una
simulada amistad, o aunque estuviera tan alerta que fuera
capaz de esquivarlos con acertadas decisiones, es
imposible, si él personalmente es bueno, que no sufra
cruelmente por la maldad de estos hombres pérfidos
cuando comprueba que eran unos perversos, tanto si lo han
sido siempre y se han estado fingiendo honrados, como si
se han hecho unos malvados después de haber sido
buenos. Si el propio hogar, refugio universal en medio de
todos estos males del humano linaje, no ofrece seguridad,
¿qué será la sociedad estatal, que cuanto más ensancha sus
dominios, tanto más rebosan sus tribunales de pleitos
civiles o criminales, y que aunque a veces cesen las
insurrecciones y las guerras civiles, con sus turbulencias y
– más frecuentemente aún – con su sangre, de cuyas
eventualidades pueden verse libres de vez en cuando las
ciudades, pero de su peligro jamás?
La paz universal no puede sustraerse a la ley de la
naturaleza
XIX, 13.1. La paz del cuerpo es el orden armonioso de
sus partes. La paz del alma irracional es la ordenada
quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es el
acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz
entre el alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud
en el ser viviente. La paz del hombre mortal con Dios es la
obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna. La
paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La
paz doméstica es la concordia bien ordenada en el mandar
y en el obedecer de los que conviven juntos. La paz de una
ciudad es la concordia bien dispuesta en el gobierno y en
la obediencia de sus ciudadanos. La paz de la ciudad
celeste es la sociedad perfectamente ordenada y
perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el
mutuo gozo en Dios. La paz de todas las cosas es la
tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los
seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar.
Los desgraciados, por tanto, que en cuanto tales no están
en paz, no gozan de la tranquilidad del orden, sin desazón
alguna. Sin embargo, como su desgracia es merecida y
justa, tampoco pueden estar en ella misma fuera de un
orden. No unidos, por supuesto, a los bienaventurados,
sino separados de ellos, pero siempre por la ley del orden.
Éstos, en cuanto están exentos de turbación, se ajustan a la
situación en que están con una cierta adaptación. Por eso
en ellos queda un resto de la tranquilidad del orden, un
resto de paz. Y si es verdad que por gozar de una relativa
seguridad se amortiguan sus sufrimientos, en realidad son
desgraciados, puesto que no se encuentran donde ya deben
estar seguros y sin padecimiento. Pero todavía serían más
desgraciados si no estuvieran en paz con la misma ley que
regula todo el orden natural. Cuando sufren acontece la
desazón de la paz en la parte afectada por el sufrimiento.
En cambio, todavía subsiste la paz en la parte que no
atenaza el sufrimiento, ni sufre alteración su integridad.
Porque así como se da una vida sin dolor, y el dolor no
puede darse sin vida alguna, de idéntica forma puede
existir una paz sin guerra, pero jamás una guerra sin paz
alguna. No en cuanto a la guerra en sí, sino desde el punto
de vista de la planificación de quienes la mantienen de uno
u otro bando; esto supone una existencia, porque es algo
natural. Y esto, que es natural, no podría subsistir en
absoluto si no dependiera de alguna paz.
2. En consecuencia, existen naturalezas en las que no
hay mal alguno, e incluso en las que no lo puede haber. En
cambio, una naturaleza en la que esté ausente todo bien no
puede darse. Y, por tanto, ni siquiera la naturaleza del
diablo, en cuanto tal naturaleza, es un mal. Ha sido su
perversidad la que lo ha hecho malo. De hecho, él no se
mantuvo en la verdad, pero no pudo escapar al juicio de la
verdad. No se mantuvo en la tranquilidad del orden, pero
tampoco pudo huir del poder del organizador. El bien
divino que él participa por naturaleza no lo sustrae a la
justicia de Dios, la cual le pone orden en el castigo. Y
Dios aquí no persigue al bien por Él creado, sino al mal
por el diablo cometido. Ni tampoco le retira a la naturaleza
todo lo que le dio, sino que le priva de algo, y algo le da
para que haya quien sufra por lo que le falta. El mismo
dolor es un testimonio del bien sustraído y del bien que
aún permanece. De otro modo, el bien que permanece
nunca podría dolerse del bien que le falta. La maldad del
que peca es tanto más refinada, cuanto más se complace
en el daño cometido contra la justicia. El que sufre una
tortura, si con ella no consigue bien alguno, se duele del
detrimento causado a su salud. Y como la justicia y la
salud son bienes, de la pérdida del bien hay que dolerse,
más bien que alegrarse - a no ser que tenga lugar una
compensación mejor; por ejemplo, mejor es la justicia del
espíritu que la salud del cuerpo -, se deduce, por
consiguiente, que es mucho más ordenado el dolor del
malvado en el suplicio que su gozo en el delito cometido.
La alegría de la deserción del bien es testimonio en el
pecado de una malvada voluntad, así como el dolor del
bien perdido es testimonio en el castigo de una naturaleza
buena. El que sufre la paz perdida de su naturaleza, sufre
en virtud de los restos de paz que le hacen posible el sentir
como algo deseable la misma naturaleza. En el supremo
castigo justamente sucede que los mismos inicuos e
impíos deploren en sus tormentos los daños ocasionados a
los bienes de su naturaleza, conscientes de que sus
privaciones vienen de Dios con la mayor justicia, por ser
despreciado en su amabilísima generosidad.
Dios, el autor sapientísimo, y el justísimo regulador de
todo ser, ha puesto a este mortal género humano como el
más bello ornato de toda la tierra. Él ha otorgado al
hombre determinados bienes, apropiados para esta vida: la
paz temporal a la medida de la vida mortal en su mismo
bienestar y seguridad, así como en la vida social con sus
semejantes, y, además todo aquello que es necesario para
la protección o la recuperación de esta paz, como es todo
lo que de una manera adecuada y conveniente está al
alcance de nuestros sentidos: la luz, la oscuridad, el aire
puro, las aguas limpias y cuanto nos sirve para alimentar,
cubrir, cuidar y adornar nuestro cuerpo. Pero todo ello con
una condición justísima: que todo mortal que haga recto
uso de tales bienes, de acuerdo con la paz de los mortales,
recibirá bienes más abundantes y mejores, a saber: la paz
misma de la inmortalidad, con una gloria y un honor de
acuerdo con ella en la vida eterna con el fin de gozar de
Dios y del prójimo en Dios. En cambio, el que abuse de
tales bienes no recibirá aquéllos, y éstos los perderá.
Maneras de ser y de obrar del pueblo cristiano
XIX.19. No tiene importancia en esta ciudad, al abrazar
la fe que nos lleva a Dios, que se adopte un género de vida
u otro, con tal que no sean contrarios a los preceptos
divinos. Incluso a los mismos filósofos, cuando se hacen
cristianos, no se les impone unas maneras de comportarse
o de vivir, a menos que hubiera por medio algún
impedimento para la religión; se les obliga únicamente a
cambiar sus falsas creencias. Aquel distintivo que Varrón
señaló como característico de los cínicos, si no lleva
consigo alguna torpeza o algún desarreglo, no preocupa en
absoluto.
En relación con aquellos tres géneros de vida, el
contemplativo, el activo y el mixto, cada uno puede,
quedando a salvo la fe, elegir para su vida cualquiera de
ellos, y alcanzar en ellos la eterna recompensa. Pero es
importante no perder de vista qué nos exige mantener el
amor a la verdad, y qué sacrificar la urgencia de la caridad.
No debe uno, por ejemplo, estar tan libre de ocupaciones
que no piense en medio de su mismo ocio en la utilidad
del prójimo, ni tan ocupado que ya no busque la
contemplación de Dios. En la vida contemplativa no es la
vacía inacción lo que uno debe amar, sino más bien la
investigación o hallazgo de la verdad, de modo que todos
– activos y contemplativos – progresen en ella, asimilando
el que la ha descubierto y no poniendo reparos en
comunicarla con los demás.
En la acción no hay que apegarse al cargo honorífico o
al poder de esta vida, puesto que bajo el sol todo es
vanidad. Hay que estimar más bien la actividad misma,
realizada en el ejercicio de la rectitud y utilidad, es decir,
que sirva al bienestar de los súbditos tal como Dios lo
quiere. Dice el Apóstol a este propósito: Quien aspira al
episcopado, desea una buena actividad. Intentó explicar lo
que es el episcopado, que designa una actividad, no un
honor. En efecto, se trata de una palabra griega que dice
relación al hecho de que quien está al frente lleva la
supervisión de sus súbditos, preocupándose de ellos: “epi”
significa sobre, y “skopos”, atención; por tanto,
“episkopein” equivaldría en latín a superintendere
(supervisar, cuidar). Según esto, quien sea aficionado a
presidir y no a ayudar a los demás se dará cuenta de que
no es un “obispo”.
No se impide a nadie que pueda entregarse al
conocimiento de la verdad, característica de un ocio
laudable. En cambio, se advierte la inconveniencia de
apetecer un alto cargo, ni con la excusa de poder así
gobernar un pueblo, aunque se tenga y se aplique
rectamente. Por eso, el amor a la verdad busca el ocio
santo, y la urgencia de la caridad acepta la debida
ocupación. Si nadie nos impone esta carga debemos
aplicarnos al estudio y al conocimiento de la verdad. Y si
se nos impone debemos aceptarla por la urgencia de la
caridad. Pero incluso entonces no debe abandonarse del
todo la dulce contemplación de la verdad, no sea que,
privados de aquella suavidad, nos abrume esta urgencia.
Felicidad eterna de la ciudad de Dios, y el sábado
perpetuo
XXII.30.1. ¡Qué intensa será aquella felicidad, donde no
habrá mal alguno, donde no faltará ningún bien, donde
toda ocupación será alabar a Dios, que será el todo para
todos! No sé qué otra cosa se puede hacer allí, donde ni
por pereza cesará la actividad, ni se trabajará por
necesidad. Esto nos recuerda también el salmo donde se
lee o se oye: Dichosos los que viven en tu casa alabándote
siempre. Todos los miembros y partes internas del cuerpo
incorruptible, que ahora vemos desempeñando tantas
funciones, como entonces no habrá necesidad alguna, sino
una felicidad plena, cierta, segura, sempiterna, se ocuparán
entonces en la alabanza de Dios. En efecto, todo aquel
ritmo latente en la armonía corporal repartido exterior e
interiormente por todas las partes del cuerpo, no estará ya
oculto, y junto con las demás cosas grandes y admirables
que allí se verán, encenderán las mentes racionales con el
deleite de la hermosura racional en la alabanza de tan
excelente Artífice. Cuáles han de ser los movimientos de
tales cuerpos que allí tendrán lugar, no me atrevo definirlo
a la ligera, porque no soy capaz de concebirlo. Sin
embargo, tanto el movimiento como la actitud, al igual
que su porte exterior, cualquiera que sea, será digno allí
donde no puede haber nada que no lo sea. Cierto también
que el cuerpo estará inmediatamente donde quiera el
espíritu; y que el espíritu no querrá nada que pueda
desdecir de sí mismo o del cuerpo.
Habrá verdadera gloria allí donde nadie será alabado por
error o adulación de quien alaba. No se dará el honor a
ningún indigno donde no se admitirá sino al digno. Habrá
paz verdadera allí donde nadie sufrirá contrariedad alguna
ni por su parte ni por parte de otro. Será premio de la
virtud el mismo que dio la virtud y de la que se prometió
como premio Él mismo, que es lo mejor y lo más grande
que puede existir.
¿Qué otra cosa dijo por el profeta en aquellas palabras:
Seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo, sino: Yo
seré su saciedad, yo seré lo que puedan desear
honestamente los hombres, la vida, la salud, el alimento, la
abundancia, la gloria, el honor, la paz, todos los bienes?
Así, en efecto, se entiende rectamente lo que dice el
Apóstol: Dios lo será todo para todos. Será meta en
nuestros deseos Él mismo, a quien veremos sin fin,
amaremos sin hastío, alabaremos sin cansancio. Este don,
este afecto, esta ocupación será común a todos, como lo es
la vida eterna.
2. Por lo demás, ¿quién es capaz de pensar, cuanto más
de expresar, cuáles serán los grados del honor y la gloria
en consonancia con los méritos? Lo que no se puede dudar
es que existirán. Y también aquella bienaventurada ciudad
verá en sí el inmenso bien de que ningún inferior envidiará
a otro que esté más alto, como no envidian a los
arcángeles el resto de los ángeles. Y tanto menos querrá
cada uno ser lo que no ha recibido cuanto no quiere en el
cuerpo el dedo ser ojo, por más estrecha trabazón corporal
que une a ambos miembros. Uno tendrá un bien inferior a
otro, y se contentará con su bien sin ambicionar otro
mayor.
3. Ni dejarán tampoco los bienaventurados de tener libre
albedrío, por el hecho de no sentir el atractivo del pecado.
Al contrario, será más libre este albedrío cuanto más
liberado se vea, desde el placer del pecado hasta alcanzar
el deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre
albedrío que se dio al hombre, cuando fue creado en
rectitud al principio, pudo no pecar, pero también pudo
pecar; este último, en cambio, será tanto más vigoroso
cuanto que no podrá caer en pecado. Claro que esto
también tiene lugar por un don de Dios, no según las
posibilidades de la naturaleza. Una cosa es ser Dios y otra
muy distinta ser partícipe de Dios. Dios, por su naturaleza,
no puede pecar; el que participa de Dios recibe de Él el no
pecar. Había que conservar una cierta gradación en los
dones de Dios; primero se otorgó el libre albedrío,
mediante el cual pudiera el hombre no pecar, y después se
le dio el último, con el que no tuviera esta posibilidad:
aquél para conseguir el mérito; éste para disfrutar de la
recompensa.
Pero como esta naturaleza pecó cuando pudo pecar,
necesitó ser liberada con una gracia más amplia, para
llegar a aquella libertad en la cual no pueda pecar. Así
como la primera inmortalidad, que perdió Adán por el
pecado, consistía en poder no morir, la última consistirá en
no poder morir; así el primer libre albedrío consistió en
poder no pecar, y el segundo en no poder pecar. En efecto,
tan difícil de perder será el deseo de practicar la piedad y
la justicia, como lo es el de la felicidad. Pues, ciertamente,
al pecar no mantuvimos ni la piedad ni la felicidad, pero
no perdimos la aspiración a la felicidad ni siquiera con la
pérdida de la misma felicidad. ¿Se puede acaso negar que
Dios, por no poder pecar, carece de libre albedrío? Una
será, pues, en todos e inseparable en cada uno la voluntad
libre de aquella ciudad, liberada de todo mal, rebosante de
todos los bienes, disfrutando indeficientemente de la
alegría de los gozos eternos, olvidada de sus culpas y
olvidada de las penas; sin olvidarse, no obstante, de su
liberación de tal suerte que no se muestre agradecida al
liberador.
4. Se acordará de sus males pasados en cuanto se refiere
al conocimiento racional, pero se olvidará totalmente de su
sensación real. Como le ocurre al médico muy experto,
que conoce por su arte casi todas las enfermedades del
cuerpo, y, sin embargo, experimentalmente ignora la
mayoría, las que no ha padecido en su cuerpo. Hay, pues,
dos conocimientos de males: uno, por el poder de la mente
que los descubre; y otro, por la experiencia de los sentidos
que los soportan - de una manera se conocen todos los
vicios por la ciencia del sabio, y de otra, por la vida
pésima del necio -. Así hay también dos maneras de
olvidarse de los males: de una manera los olvida el
instruido y el sabio, y de otra, el que los ha experimentado
y sufrido: el primero, descuidando su ciencia; el segundo,
al verse libre de la miseria. Esta última manera de olvidar
que he citado es la que tienen los santos no acordándose
de sus males pasados: carecerán de todos de tal manera
que se borran totalmente de sus sentidos. En cambio, en
cuanto al poder de su conocimiento, que será grande en
ellos, no se le ocultará ni su miseria pasada, ni siquiera la
miseria eterna de los condenados. Si así no fuera, si
llegaran a ignorar que habían sido miserables, ¿cómo,
según el salmo, cantarán eternamente las misericordias
del Señor? Por cierto, aquella ciudad no tendrá otro
cántico más agradable que éste para glorificación del don
gracioso de Cristo, por cuya sangre hemos sido liberados.
Allí se cumplirá aquel descansad y ved que soy el Señor.
Ese será realmente el sábado supremo que no tiene ocaso
el que recomendó Dios en las primeras obras del mundo,
al decir: Y descansó Dios el día séptimo de toda su tarea.
Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque ese
día descansó Dios de toda su tarea de crear.
También nosotros seremos ese día séptimo; seremos
nosotros mismos cuando hayamos llegado a la plenitud y
hayamos sido restaurados por su bendición y su
santificación. Allí con tranquilidad veremos que Él mismo
es Dios: lo que nosotros quisimos llegar a ser cuando nos
apartamos de Él dando oídos a la boca del seductor: Seréis
como dioses, y apartándonos del verdadero Dios, que nos
haría ser dioses participando de Él, no abandonándole.
Pues ¿qué es lo que conseguimos sin Él, sino caer en su
cólera? En cambio, restaurados por Él y llevados a la
perfección con una gracia más grande, descansaremos para
siempre, viendo que Él es Dios, de quien nos llenaremos
cuando Él lo sea todo para todos.
Incluso nuestras mismas obras, cuando son reconocidas
más como suyas que como nuestras, entonces se nos
imputan a nosotros para el disfrute de este sábado. Porque
si nos las atribuimos a nosotros, serán serviles; y está
escrito del sábado: No haréis en él obra alguna servil. Por
eso se dice por el profeta Ezequiel: Les di también mis
sábados como señal recíproca, para que supieran que yo
soy el Señor que los santifico. Esto lo conoceremos
perfectamente cuando consigamos el perfecto reposo y
veamos cabalmente que Él mismo es Dios.
5. Por otra parte, si el número de edades, como el de
días, se computa según los períodos de tiempo que parecen
expresados en las Escrituras, aparece ese reposo sabático
con más claridad, puesto que resulta el séptimo. La
primera edad, como el día primero, sería desde Adán hasta
el diluvio; la segunda, desde el diluvio hasta Abraham, no
de la misma duración, sino contando por el número de
generaciones, pues que encontramos diez. Desde aquí ya,
según lo cuenta el evangelio de Mateo, siguen tres edades
hasta la venida de Cristo, cada una de las cuales se
desarrolla a través de catorce generaciones: la primera de
esas edades se extiende desde Abraham hasta David; la
segunda, desde David al exilio de Babilonia; la tercera,
desde entonces hasta el nacimiento de Cristo según la
carne. Dan un total de cinco edades. La sexta se desarrolla
al presente, sin poder determinar el número de
generaciones, porque, como está escrito: No os toca a
vosotros conocer los tiempos que el Padre ha reservado a
su autoridad. Después de ésta, el Señor descansará como
en el día séptimo, cuando haga descansar en sí mismo,
como Dios, el mismo día séptimo, que seremos nosotros.
Sería muy prolijo explicar ahora con detalle cada una de
estas edades. A esta séptima, sin embargo, podemos
considerarla nuestro sábado, cuyo término no será la tarde,
sino el día del Señor, como el día octavo eterno, que ha
sido consagrado por la resurrección de Cristo, significando
el eterno descanso no sólo del espíritu, sino también del
cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos,
contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He
aquí lo que habrá al fin, mas sin fin. Pues ¿qué otro puede
ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?
DEL ORDEN
Superioridad del hombre y posibilidad de ver a Dios
II.19.49. Edifico una casa con muchos materiales
recogidos, pero antes dispersos y en desorden. Y yo valgo
más que la casa, porque soy su causa y ella es mi hechura;
tengo una naturaleza superior, porque la edifico; por eso
nadie puede dudar que tenga un valor superior a la casa.
Pero no parece que sea mejor que una golondrina o una
abejita, pues con gran destreza la primera construye su
nido y la segunda fabrica su panal; mas yo aventajo a las
dos, porque soy animal racional. Pero si la razón se
manifiesta en las medidas bien calculadas, ¿acaso las aves
miden con la máxima precisión y proporción el nido que
construyen? Sí; es proporcionadísimo. Pero yo soy
superior, no por fabricar cosas muy proporcionadas, sino
por conocer las proporciones. Pero ¿cómo es posible?
¿Acaso los pájaros, sin conocer los números, pueden
construir nidos con toda proporción? Lo pueden.
Entonces, ¿en qué somos superiores? En el hecho de que
también nosotros adaptamos la lengua con los dientes y el
paladar para formar las palabras, sin pensar en el momento
de hablar en los movimientos que hemos de hacer con la
boca. Además, ¿no hay buenos cantores sin que sepan
música, porque con el sentido natural observan en el canto
el ritmo y la melodía que conservan en la memoria?
¿Puede darse una cosa mejor proporcionada? El ignorante
no sabe esto, pero lo hace con el impulso de la naturaleza.
Mas ¿cuándo es mejor el hombre y aventaja a los
animales? Cuando sabe lo que hace. Luego no hay en mí
ningún fundamento de superioridad sobre los animales,
sino éste: que soy un animal racional.
50. ¿Cómo, pues, siendo inmortal la razón soy definido
yo como un animal racional y mortal? ¿Acaso la razón no
es inmortal? Uno es a dos como a dos es a cuatro: he aquí
una proporción o razón absolutamente cierta. Tan
verdadera era ayer como hoy, como lo será mañana y
siempre; y aunque este mundo perezca, no dejará ser
verdadera esa razón. Ella siempre es la misma mientras el
mundo no tuvo ayer, ni tendrá mañana lo que tiene hoy, ni
aun en una misma hora ocupa el sol el mismo punto del
espacio. Por lo cual, no permaneciendo en el mismo ser,
todo está sujeto a mutación dentro de un breve espacio de
tiempo. Luego si es inmortal la razón y yo que todo lo
discierno y enlazo soy razón, lo que es mortal no entra en
mí, no me pertenece. O si el alma no se identifica con la
razón, y, sin embargo, usa de razón, y por ella poseo un
título de nobleza y superioridad, es necesario pasar de lo
inferior a lo superior y de lo mortal a lo inmortal.
Estas y otras muchas reflexiones se hace consigo misma
el alma bien instruida; pero las omito, no sea que al daros
mis lecciones sobre el orden, falte a la moderación, que es
el padre del orden. Porque gradualmente se va elevando a
una pureza de costumbres y vida perfecta no sólo por la fe,
sino también con la guía de la razón. Pues al que considera
la potencia y la fuerza de los números le parecerá grande
miseria y bajeza que con su ciencia y pericia suene
agradablemente el verso bien escandido y arranque
armonías a las cuerdas del arpa, y permite, en cambio, que
su vida y su propia alma se deslice por caminos tortuosos
y que dé un estrépito discordante por dominarle las
pasiones carnales y los vicios.
51. Mas cuando el alma se ordena y embellece a sí
misma, entonces es armónica y bella, y puede contemplar
a Dios, fuente de todo lo verdadero y el mismo Padre de la
verdad. ¡Oh gran Dios, cómo serán entonces aquellos
ojos!, ¡qué puros y sanos, qué vigorosos y firmes, qué
serenos y dichosos! ¿Y cuál será el objeto de su
contemplación? ¿Quién es capaz de figurarlo, creerlo,
decirlo? Sólo disponemos del caudal de las palabras
usuales, mancilladas con la significación de las cosas más
vulgares. Yo sólo diré que se nos promete la visión de una
belleza cuyo reflejo hace bellas las cosas, cuya
comparación las vuelve deformes. Quien contemplare esta
belleza – y la alcanzará el que vive bien, el que ora bien, el
que busca bien – ya no se extrañará de ver que uno desea
tener hijos y no le vienen, y que otro tiene demasiados y
los abandona; éste los aborrece antes de nacer, aquél los
ama ya nacidos. Verá que no repugna que todo lo futuro
esté en Dios y necesariamente todo se verifica con orden,
y no obstante, la plegaria es conveniente. Finalmente,
¿cómo al hombre justo le van a turbar el ánimo las
molestias, ni los peligros, ni los halagos de la fortuna? En
este mundo sensible conviene meditar mucho sobre el
tiempo y el espacio, y se verá que lo que deleita en parte,
sea de lugar, sea de tiempo, vale mucho menos que el todo
de que es parte. Igualmente notará el hombre instruido que
lo que molesta en parte es porque no se abraza la totalidad
a que maravillosamente se ajusta aquella parte; en cambio,
en el mundo ideal, toda parte, lo mismo que el todo,
resplandece de hermosura y perfección. Se explicará esto
más ampliamente si en vuestros estudios os proponéis,
como espero, observar y guardar con absoluta gravedad y
constancia el mencionado orden expuesto aquí u otro más
breve y cómodo.
LA MÚSICA
Orientación al orden eterno
VI, 11,29. Maestro.- No envidiemos cualquier objeto
inferior a lo que somos nosotros, y entre los que nos son
inferiores y los que están por encima de nosotros,
pongámonos personalmente en nuestro propio rango con
la ayuda del Dios y Señor nuestro, para que no tropecemos
en los inferiores y nos deleitemos en sólo los superiores.
Porque el placer es como el peso del alma. El placer, por
tanto, orienta al alma: Pues donde esté tu tesoro, allí
estará también tu corazón; donde está el placer, allí
también está el tesoro, y donde está el corazón, allí está la
felicidad o la desgracia.
¿Cuáles son realmente las cosas superiores sino aquellas
en las que la igualdad permanece soberana, inconmovible,
inmutable, eterna? Allí donde no existe el tiempo, porque
no hay cambio ninguno, y de donde se forjan, ordenan y
regulan los tiempos como imitaciones de la eternidad,
mientras la revolución del cielo torna a su mismo punto y
a este mismo vuelve a traer los cuerpos celestes, y obedece
por medio de los días y meses, y años y lustros, y demás
movimientos de astros, a las leyes de la igualdad y de la
unidad y del orden. Así, las cosas terrenas, subordinadas a
las celestes, asocian los movimientos de su tiempo, gracias
a su armoniosa sucesión, por así decirlo al cántico del
universo.
El orden universal
30. Entre las cosas enumeradas, muchas nos parecen
carentes de orden y confusas porque estamos cosidos a su
ordenación conforme a nuestro beneficio, sin saber qué
belleza realiza la Providencia divina en relación a
nosotros. Pues si alguien, por ejemplo, estuviese colocado
como una estatua en un rincón de una casa espaciosísima y
bellísima, no podría percibir la belleza de aquel edificio
del que él será también una parte. Ni el soldado, puesto en
fila, es capaz de contemplar el orden de todo el ejército.
Igualmente, si durante el tiempo en que dentro de un
poema suenan las sílabas, tuviesen ellas simultáneamente
vida y capacidad perceptiva, de ninguna manera les
causaría placer la armonía y belleza de la obra continuada,
al no poder contemplarla y aprobarla toda entera, ya que
fue configurada y llevada a su acabamiento gracias a cada
una de esas sílabas que iban pasando.
Así, Dios ordenó al hombre pecador en rango propio con
su propia vergüenza, pero no de una manera vergonzosa.
Porque el hombre se colmó de vergüenza por propia
voluntad al perder el universo, del que era dueño por su
obediencia a las leyes de Dios; y ha sido puesto en su
rango, en una parte de dicho universo, de modo que quien
no quiso seguir la ley, se vea conducido por la ley. Ahora
bien: lo que se realiza legítimamente es, sin duda, justo; y
lo que es justo, no se realiza ciertamente de un modo
infame. Porque también en nuestras obras malas son
buenas las obras de Dios. Pues el hombre en cuanto
hombre, es un bien, y el adulterio, en cuanto adulterio, es
una mala acción. Por otra parte, del adulterio nace muchas
veces el hombre, es decir, de la mala acción del hombre
viene la obra buena de Dios.
31. Por tal razonamiento, los números de la razón
destacan en belleza, y si nos separásemos de ellos por
completo, cuando nos inclinamos al cuerpo, los números
proferidos no regularían a los números sensibles, que, a su
vez, a través de los cuerpos que ellos mueven, producen
las bellezas sensibles de los tiempos; y así, saliendo al
encuentro de los números sonoros, se producen también
los números entendidos; y la misma alma, al recibir todos
estos impulsos suyos, los multiplica, por así decirlo,
dentro de sí misma y produce los números de la memoria;
y esta potencia del alma, que se llama memoria, es una
gran ayuda en las complejísimas actividades de esta vida.
Hacia Dios por las armonías inferiores
13,37. Maestro.- Por tanto, pregunto yo: ¿por qué
motivo se aparta el hombre de la contemplación de cosas
de tal valor que resulte necesario se le torne a ella con
auxilio de la memoria? ¿Debe acaso pensarse que el alma
necesita de tal retorno porque estaba dirigida a otra cosa?
Discípulo.- Así pienso yo.
M.- Veamos, si te parece bien, cuál es la grandeza de esa
cosa por la que uno puede desviar su atención hasta el
extremo de apartarse de la contemplación de la igualdad
inmutable y soberana. Porque yo no veo más de tres con
su propia especie. Pues el alma, cuando se aleja de esa
contemplación, o bien se dirige a un objeto de igual valor,
o bien a una cosa superior, o bien a otra inferior.
D.- Sólo hay que considerar dos casos, porque yo no veo
qué cosa pueda haber por encima de la igualdad eterna.
M.- Y dime, por favor, ¿ves algo que la pueda igualar y
que, sin embargo, sea otra cosa distinta?
D.- Ni siquiera eso veo.
M.- Queda, pues, por investigar lo que es inferior. Pero,
en primer lugar, ¿no te sale al encuentro el alma en sí
misma, que proclama con certeza la existencia de aquella
igualdad inmutable, y que se reconoce a sí misma como
cambiante porque unas veces contempla a esta igualdad y
otras a otro objeto? Y al seguir de este modo una cosa y
después otra, ¿produce ella la variedad del tiempo, una
variedad sin presencia en las cosas inmutables y eternas?
D.- Estoy de acuerdo.
M.- Así, pues, esta disposición o movimiento del alma
por el que ella comprende, por una parte, las cosas eternas
y que las temporales son inferiores a éstas, aun dentro de
sí misma, y por otra, llegó a reconocer cómo deben
apetecerse las realidades superiores más que aquellas otras
inferiores, ¿no te parece la sabiduría misma?
D.- No es otro mi parecer.
38. M.- Pero ¿qué tenemos con ello? ¿Crees tú que
merece menos consideración el hecho de que en esta alma
no se produzca al mismo tiempo la adhesión a las
realidades eternas, una vez que en ella está ya el
conocimiento de que debe adherirse a ellas?
D.- Antes al contrario, hartamente suplico que lo
consideremos, y yo deseo saber de dónde viene.
M.- Fácilmente lo verás si reparas en qué objetos muy
principalmente solemos poner nuestra atención y
desplegar cuidado grande. ¿Son, según mi opinión,
aquellos que amamos mucho? ¿O tienes tú otra opinión?
D.- No hay otra, sin duda.
M.- Dime, te ruego, ¿qué podemos amar sino las cosas
bellas? Porque si bien algunos parecen amar las cosas feas
(a las que vulgarmente llaman los griegos saprófilos),
importa ver, a pesar de ello, en qué grado son estas cosas
menos bellas que aquellas que gustan a la mayoría. Pues
es evidente que nadie ama aquello cuya fealdad hiere su
sentido de lo bello.
D.- Es así, como dices.
M.- En consecuencia, estas cosas bellas gustan por su
armonía, en la cual ya hemos demostrado que se está
buscando ardientemente la igualdad. Porque ésta no se
encuentra solamente en la belleza que concierne al sentido
del oído y en el movimiento de los cuerpos, sino también
en las formas visibles mismas, en las que ya de un modo
más corriente se habla de belleza. ¿Crees tú que hay
alguna otra cosa, sino armoniosa igualdad, cuando los
miembros se corresponden parejos de dos en dos, y
cuando los que son solos cada uno ocupa un centro para
que, a cada lado, se guarden intervalos iguales?
D.- No es otro mi pensamiento.
M.- Y en la misma luz visible, que tiene el cetro de todos
los colores – porque también el color nos gusta en las
formas corporales -, ¿qué es, pues, lo que en la luz y en los
colores estamos buscando sino lo que conviene a nuestros
ojos? Efectivamente, nos apartamos de un excesivo
resplandor y no queremos mirar lo que está demasiado
oscuro, igual que también nos apartamos con horror de
sonidos exageradamente altos y no amamos los que
parecen puros susurros. Y esta proporcionada medida no
está en los intervalos de los tiempos, sino en el sonido
mismo, que es como la luz de esta clase de armonías y el
silencio se opone a ella como las tinieblas a los colores.
Así pues, cuando en cualquier objeto buscamos lo que
nos conviene según la medida de nuestra naturaleza y
rechazamos lo que no conviene, y que percibimos, sin
embargo, ser adecuado para otros animales, ¿no sentimos
también en estos casos una alegría gracias a una cierta ley
de igualdad, al reconocer que, por medio de vías más
ocultas, las cosas iguales están puestas en relación con sus
iguales? Cabe observar esto en los olores y sabores y en el
sentido del tacto, cosas que sería prolijo exponer con más
detalles, pero muy fáciles de experimentar, porque no hay
ninguno de estos objetos sensibles que no nos guste por su
igualdad o por su parecido. Y donde hay igualdad o
semejanza, allí hay armonía con su número, porque nada
hay tan igual o semejante que el uno comparado al uno. Si
es que no tienes algo que objetar.
D.- Estoy enteramente de acuerdo.
39.- M.- ¿Qué decir ahora? ¿Nos ha persuadido toda la
anterior discusión de que el alma produce estos
movimientos en los cuerpos, sin sufrir la acción de dichos
cuerpos?
D.- Nos ha persuadido, sin duda.
M.- Así, pues, el amor de la acción contra las pasiones
sucesivas de su cuerpo aparta al alma de la contemplación
de las cosas eternas, solicitando su voluntad con el afán
del placer sensible: es lo que ella hace por los números
entendidos-sentidos. Apártala también el amor de actuar
sobre los cuerpos, y la pone inquieta: y esto hace de ella
por los números proferidos. La apartan los recuerdos e
imaginaciones, y esto hace por los números de la
memoria. Apártala, en suma, el amor del vanísimo
conocimiento de este género de cosas: y esto hace por los
números sensibles, en los que residen una ciertas reglas
que tienen su gozo en la imitación del arte, y de éstos nace
la curiosidad, enemiga de la paz, como en su mismo
nombre (cura) se indica, y, por causa de su frivolidad,
incapaz de poseer la verdad.
Destello universal de las armonías
17, 56. Maestro.- Traigamos sólo a mientes – cosa en
altísimo grado concerniente a nuestra presente discusión –
que es gracias a la Providencia de Dios, por la que Él hizo
y gobierna todas las cosas, como puede explicarse el
hecho de que también el alma pecadora y oprimida de
fatigas sea dirigida por las armonías y ella misma
produzca armonías hasta el hondón último de corrupción
carnal. Y estas armonías, ciertamente, pueden ser cada vez
menos bellas, pero no pueden carecer enteramente de
belleza. Pues Dios, sumamente bueno y sumamente justo,
no mira con malos ojos ninguna belleza que nace a la
realidad, o por condenación del alma, o por su conversión,
o por su perseverancia.
Ahora bien: la armonía comienza por la unidad y es
bella gracias a la igualdad y a la simetría y se une por el
orden. Por esta razón, todo el que afirma que no hay
naturaleza alguna que, para ser lo que es, no desee la
unidad y que se esfuerce en ser igual a sí misma, en la
medida de su posibilidad, y que guarde su orden propio,
sea en lugares o tiempos, o mantenga su propia
conservación en un cuerpo que le sirve de equilibrio; debe
afirmar también que todo lo que existe, y en la medida en
que existe, ha sido hecho y fundamentado por un principio
único, por medio de la belleza, que es igual y semejante a
las riquezas de su bondad, por la cual el Uno y lo que
procede del uno están unidos por una, por así decirlo, muy
querida caridad.
57. Por lo cual, aquel verso: “Dios, creador de todas las
cosas” (Deus creator ómnium) no sólo produce encanto a
los oídos por la armonía de su sonido, sino mucho más al
alma por la exactitud y la verdad de su afirmación. Si es
que no te turba la torpeza de quienes, para decirlo de modo
más suave, niegan pueda nacer algo de la nada, cuando
afirmamos que lo ha hecho el Dios omnipotente.
¿Es que el artista, por medio de las armonías racionales
que hay en su arte, puede producir las armonías sensibles
contenidas en su potencia habitual, y mueve, por las
armonías sensibles, los números proferidos, con los que
pone en acción sus miembros y a los que conciernen los
intervalos de los tiempos, y por estas últimas armonías
puede a su vez configurar de la madera unas formas
visibles – armoniosas por su simetría espacial -, y la
naturaleza de las cosas, obediente a las indicaciones de
Dios, no puede producir la madera misma de la tierra y de
los demás elementos, y Él no iba a poder producir de la
nada estos últimos seres?
Todavía más. Hasta es preciso que las armonías locales
de los árboles estén precedidas por armonías temporales.
Porque no hay entre los vegetales ninguna especie que,
siguiendo los espacios de tiempo establecidos a favor de
su simiente, no eche raíces y brote, y se alce el viento y
despliegue su follaje, y se consolide con vigor y ora
produzca su fruto, ora ofrezca de nuevo la fuerza de su
semilla gracias a las muy secretas armonías de la propia
planta. ¿Cuánto más llenarán este ritmo los cuerpos de los
animales, en los que la simetría de sus miembros ofrece en
mucho más alto grado a las miradas una regularidad
pletórica de armonía?
¿Todos esos efectos pueden nacer de los elementos y los
elementos no pueden nacer de la nada? ¡Como si en ellos
hubiese, por cierto, algo más vil y despreciable que la
tierra! ¡La tierra que posee, ante todo, la forma general del
cuerpo, en la que se pone de manifiesto tanto una cierta
unidad de la armonía como el orden! Porque cualquier
partecilla del cuerpo, por pequeña que ella sea, a partir de
un punto indivisible necesariamente se desarrolla en una
longitud, adquiere a continuación anchura y finalmente
altura, con la que el cuerpo adquiere su perfección. ¿De
dónde viene, por tanto, esta medida de progresión de uno a
cuatro? ¿Y de dónde también la igualdad de las partes que
se halla en la longitud, en la anchura y en la altura? ¿De
dónde una cierta correlación (pues así prefiero yo llamar
la analogía) para que la anchura tenga respecto al punto
indivisible y la altura con relación a la anchura? ¿De
dónde, te ruego yo, viene todo eso sino de aquel soberano
y eterno principio de las armonías, y de la semejanza, y de
la igualdad, y del orden? Sí; si quitas estas propiedades a
la tierra, nada será. Por consiguiente, el Dios omnipotente
hizo la tierra y es de la nada de donde la tierra fue hecha.
58. ¿Qué más aún? Esta forma por la que la tierra se
distingue asimismo de los demás elementos, ¿no muestra
el grado de participación que ella en la unidad obtuvo, y
que ninguna de sus partes difiere de la totalidad y que por
el entramado y concordia de sus mismas partes mantiene
en su propio rango el más bajo lugar sanísimo? Sobre ella
se extiende la naturaleza de las aguas, esforzándose
también en sí misma en su tendencia a la unidad,
naturaleza la más vistosa y transparente a causa del mayor
parecido de sus partes y que guarda el lugar propio de su
ordenación y salubridad. ¿Qué diré de la naturaleza del
aire, que aspira con más ligero abrazo a la unidad, y que
supera en belleza a las aguas como éstas a las tierras y de
más alto valor para la conservación? ¿Qué decir de la
bóveda suprema del cielo, en la que se encierra la
universalidad entera de los cuerpos visibles y la suma
belleza en su género y la muy saludable perfección de
lugar?
En realidad, todas estas cosas que enumeramos con
ayuda de la sensible percepción de nuestro cuerpo, no
pueden estar en un modo de ser estable sino gracias a otras
armonías temporales que les preceden, ocultas y en
silencio, y están dentro del movimiento. Asimismo, a estas
armonías, activas en los intervalos ordenados de los
tiempos, precede y regula el movimiento vital, que
obedece al Señor de todas las cosas, no porque tiene ya en
sí ordenados los intervalos temporales de sus armonías,
sino gracias a una potencia que gobierna los tiempos. Y,
sobre esta potencia, las armonías racionales e intelectuales
de las almas bienaventuradas y santas que, sin la
mediación de ninguna otra naturaleza, recogen la ley
misma de Dios, sin la cual no cae la hoja del árbol y para
quien están contados nuestros cabellos, transmitiendo esa
ley hasta los ámbitos terrenos e infernales.
CATEQUESIS A PRINCIPIANTES
Disposición interior y expresión verbal
IX.13. Hay algunos que se presentan después de haber
seguido los estudios más corrientes en las escuelas de
gramática y oradores, que no podrás contar ni entre los
idiotas o ignorantes, ni entre los más sabios, cuya mente se
ha dedicado a cuestiones de gran importancia. A éstos,
pues, según se cree superan a los demás en el arte de la
palabra, cuando vengan a hacerse cristianos debemos
dedicarnos más ampliamente que a los otros iletrados,
pues deben ser diligentemente amonestados a que,
revestidos de humildad cristiana, aprendan a no despreciar
a los que, según saben muy bien, evitan con más diligencia
los defectos de las costumbres que los del lenguaje, y no
se atrevan a comparar un corazón puro con la habilidad de
la palabra, aun cuando antes estuvieran acostumbrados a
preferir aquella habilidad.
A estos tales debemos enseñar sobre todo a que
escuchen las divinas Escrituras para que su lenguaje sólido
no les resulte despreciable por no ser altisonante, y no
piensen que las palabras y las acciones de los hombres,
que se leen en aquellos libros, envueltos o encubiertos por
expresiones carnales, hayan de ser tomadas a la letra, sino
que deben ser explicados e interpretados para su justa
comprensión. Y por lo que se refiere a la utilidad misma
del sentido secreto, de donde también toman su nombre
los misterios, hay que mostrarles mediante la experiencia
cuánto valen las sombras del enigma para avivar el amor
de la verdad y para alejar el aburrimiento tedioso, cuando
la explicación alegórica de una cosa les descubre algo que
antes, tal como se presentaba a su mente, no les movía. A
éstos, pues, les es utilísimo saber que los conceptos deben
ser preferidos a las palabras, como el alma al cuerpo. De
donde se sigue que, así como deben escuchar discursos
verdaderos, preferibles a bien elaborados, lo mismo que
deben preferir los amigos prudentes a los atractivos.
Deberán saber también que no hay otra voz para los
oídos de Dios que el afecto del corazón. De esta manera
no se reirán cuando se den cuenta de que algunos obispos
y ministros de la Iglesia invocan a Dios con barbarismos o
solecismos, o no entienden o pronuncian de mala manera
las palabras que emplean. Y no es que todo esto no deba
corregirse, de modo que el pueblo responda “amén” a lo
que entienda perfectamente, sino que incluso deben saber
tolerarlo los que han aprendido que en la iglesia lo que
cuenta es la plegaria del corazón, como en el foro cuenta
el sonido de las palabras. Y así, la oratoria forense puede
algunas veces calificarse de buena dicción, pero nunca de
bendición. En cuanto al sacramento que van a recibir,
basta que los más inteligentes escuchen qué es lo que
significa; con los más torpes, en cambio, deberemos
servirnos a veces de una explicación más detallada y de
más ejemplos, para que no desprecien lo que están viendo.
Adaptación del discurso a los oyentes
XV, 23. Ahora tal vez me exijas la deuda de lo que,
antes de habértelo prometido, no te debía, y es que no
tarde en exponer y proponer a tu consideración algún
ejemplo de sermón, en el que yo me muestro como
catequista. Pero, antes de eso, quiero que pienses que una
es la intención del que dicta algo, pensando en un lector
futuro, y otra la del que habla en presencia directa de un
oyente; en este caso, una es la intención del que aconseja
en secreto, cuando no hay ningún otro que pueda juzgar de
nuestras palabras, y otra la del que expone alguna cosa en
público, cuando nos rodea una multitud con criterios
dispares; y, en este caso, es diferente la intención del que
instruye a uno solo, y los demás asisten como para juzgar
o confirmar lo que ya conocían, y otra cuando todos están
igualmente atentos a lo que les exponemos; y, todavía en
este caso, una es cuando nos reunimos como en privado
para conversar, y otra cuando el pueblo, en silencio, está
escuchando atento a una persona que les habla desde un
lugar elevado. Y también importa mucho, cuando
hablamos, si son muchos o pocos los que escuchan, si
doctos o ignorantes, o entremezclados; si son habitantes de
la ciudad o campesinos, o si están mezclados unos y otros;
o si se trata de una asamblea formada por todo tipo de
personas. Es inevitable, en verdad, que unos de una
manera y otros de otra influyan en el que va a hablar y
enseñar, y que el discurso proferido lleve como la
expresión del sentimiento interior del que lo pronuncia, y
que por la misma diversidad impresione de una manera u
otra a los oyentes, ya que éstos se ven influidos, cada uno
a su modo, por su presencia.
Pero ya que ahora estamos tratando de los principiantes
que debemos instruir, yo mismo te puedo asegurar, por lo
que a mí se refiere, que me siento condicionado, de una
manera u otra, cuando ante mí veo a un catequizando
erudito o ignorante, a un ciudadano o a un peregrino, a un
rico o a un pobre, a una persona normal o a otro digno de
respeto por el cargo que desempeña, o a uno de esta o
aquella escuela, formado en una u otra creencia popular; y
así, según la diversidad de mis sentimientos, el discurso
comienza, avanza y llega a su fin, de una manera o de otra.
Y como quiera que, a pesar de que a todos se debe la
misma caridad, no a todos se ha de ofrecer la misma
medicina: la misma caridad a unos esclarece y con otros
sufre, a unos trata de edificar y a otros teme ofender, se
humilla frente unos y se eleva hasta otros, con unos se
muestra tierna y con otros severa, de nadie es enemiga y
de todos es madre. Y el que no ha tenido la experiencia de
lo que estoy exponiendo, por ese espíritu de caridad,
cuando se da cuenta de que estamos en los labios de todos
a causa de ese poco talento que Dios nos ha dado, nos
considera felices. Dios, en cambio, a cuya presencia llegan
los gemidos de los esclavos, verá nuestra humildad y
nuestro esfuerzo, y así perdonará nuestros pecados. Por
eso, si nuestra manera de hablar te ha gustado hasta el
punto de pedirme que te señale algunos consejos sobre tus
discursos, creo que más aprenderás viendo y
escuchándonos cuando desempeñamos nuestra
responsabilidad que leyendo lo que estamos dictando.
ACTAS ECLESIÁSTICAS
Sucesión de Agustín, nombramiento de Heraclio
213. 1. Siendo cónsul Teodosio por duodécima vez y
Valentiniano Augusto por segunda, el 26 de septiembre,
después que el obispo Agustín tomó asiento, junto con sus
colegas en el episcopado Religiano y Martiniano, en la
Iglesia de la Paz de Hipona, estando presentes los
presbíteros Saturnino, Leporio, Bernabé, Fortunaciano,
Rústico, Lázaro y Heraclio, en presencia del clero y de un
numeroso pueblo, dijo el obispo Agustín:
Lo que ayer prometí a vuestra caridad, por lo que quise
que vinierais en mayor número, y compruebo que así lo
habéis hecho, hay que llevarlo a cabo sin demora, si
quisiere decir alguna otra cosa, no atenderéis, por estar
pendientes de aquello. Todos en esta vida somos mortales,
y el día último es siempre incierto para todos. En la
infancia se espera la adolescencia; en la adolescencia, la
juventud; en la juventud, la edad adulta; en la edad adulta,
la edad madura, y en la edad madura, la senectud. El llegar
a esas etapas o no, es incierto. Pero, con todo, se las
espera. Mas la senectud no tiene ninguna otra edad que
esperar. Es incierto hasta cuándo le durará al hombre la
senectud, pero es cierto que no le queda otra edad que
suceda a la senectud. Porque Dios quiso, llegué a esta urbe
en el vigor de mi edad. Entonces era un hombre adulto,
ahora, en cambio, soy un anciano. Sé que, cuando mueren
los obispos, los ambiciosos y contenciosos suelen turbar
las iglesias. Y eso que tantas veces he experimentado y
lamentado, debo procurar, por lo que a mí toca, que no
ocurra en esta ciudad.
Como vuestra caridad sabe, estuve hace poco en la
iglesia de Milevi. Me habían suplicado que fuese los
hermanos y principalmente los siervos de Dios que allí
hay, porque se temía algún revuelo a la muerte de mi
hermano y colega en el episcopado Severo, de feliz
memoria. Llegué y, del modo que Dios quiso, me ayudó
según su misericordia: recibieron en paz al obispo que
Severo les había designado en vida. Cuando ellos lo
conocieron, aceptaron de buen grado la voluntad del
obispo anterior. Pero no se había obrado con toda
corrección, y por eso algunos se contristaron. Mi hermano
Severo había creído que bastaba con designar al sucesor
en presencia de los clérigos, y no habló de ello al pueblo.
Y por eso había en algunos cierta tristeza. ¿Para qué más?
Porque así plugo a Dios, la tristeza se disipó y el gozo
sobrevino. Fue consagrado obispo la persona que el
anterior había designado. Así, pues, yo, para que nadie
tenga queja de mí, pongo en vuestro conocimiento mi
voluntad, que creo será también la de Dios: quiero que mi
sucesor sea el presbítero Heraclio.
El pueblo aclamó veintitrés veces: “¡Gracias a Dios!
¡Sea alabado Cristo! ¡Escucha, oh Cristo! ¡Vida a
Agustín!”; y ocho veces, “(Te queremos) a ti por padre, a
ti por obispo”.
2. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “No es
menester que yo diga nada en su alabanza. Hago honor a
su sabiduría y respeto su modestia. Basta con esto, pues le
conocéis. Digo, pues, que quiero lo que sé que queréis y si
no lo conociese ya de antes, hoy tendría aquí la prueba.
Esto quiero, esto pido a Dios con votos ardientes, aunque
me hallo en una edad en que se siente sobre todo el frío.
Os exhorto, amonesto y ruego a que lo pidáis conmigo,
para que, unidas y concordes las mentes de todos en la paz
de Cristo, confirme Dios lo que ha obrado en nosotros.
Que Dios, que me lo envió, lo guarde. Que Él lo guarde
incólume, lo guarde inmaculado, para que quien fue mi
gozo durante la vida, ocupe mi lugar en la muerte. Los
taquígrafos de la iglesia, como veis, están tomando nota de
lo que yo digo y de lo que decís vosotros. No caen en vano
mis palabras ni vuestras aclamaciones. Para hablar más
claro, os digo que estamos levantando acta eclesiástica.
Así quiero que todo quede asegurado, por lo que toca a los
hombres”.
El pueblo aclamó treinta y seis veces: “¡Gracias a Dios!
¡Sea alabado Cristo!“. Trece veces: “¡Óyenos, oh Cristo!
¡Vida a Agustín!”. Ocho veces: “(Te queremos) a ti por
padre, a ti por obispo”. Veinte veces: “Es digno y justo”.
Cinco veces: “Lo tiene merecido, es digno de ello”. Seis
veces: “Es digno y justo”.
3. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Como
iba diciendo, quiero que queden confirmadas mi voluntad
y la vuestra en las actas eclesiásticas, por lo que toca a los
hombres. Y por lo que toca a la oculta voluntad del
Omnipotente, oremos todos, como dije, para que Dios
confirme lo que ha obrado en nosotros”.
El pueblo aclamó dieciséis veces: “Te damos gracias,
por tu decisión”. Doce veces: “Así sea, así sea”. Seis
veces: “(Te queremos) por padre; queremos a Heraclio por
obispo”.
4. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Sé lo que
sabéis también vosotros, pero no quiero que le acaezca lo
que me acaeció a mí. Lo que me aconteció a mí lo saben
todos. Lo ignoran tan sólo los que entonces no habían
nacido o no tenían edad para saberlo. Estando todavía vivo
mi padre y obispo, el anciano Valerio, fui consagrado
obispo y ocupé la sede con él. Yo no sabía, y él tampoco,
que eso estaba prohibido por el concilio de Nicea. Lo que
se reprendió en mí, no quiero que se reprenda en mi hijo”.
El pueblo aclamó trece veces: “¡A Dios gracias!
¡Alabado sea Dios!”
5. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Seguirá
siendo presbítero, como lo es, y será obispo cuando Dios
quiera. Pero ahora, con ayuda de la misericordia de Cristo,
voy a hacer lo que hasta ahora no he hecho. Bien sabéis lo
que hace algunos años quise hacer y no me dejasteis. En
atención al estudio de las Escrituras, que los colegas en el
episcopado, padres y hermanos míos, se dignaron
imponerme en los dos concilios de Numidia y Cartago,
convinimos vosotros y yo en que nadie me molestase
durante cinco días de la semana. Se levantó el acta y
vosotros lo aclamasteis. Hago que se lea vuestro
asentimiento y vuestras aclamaciones. Por muy poco
tiempo se cumplió por lo que a mí respecta, pues en
seguida volvisteis a irrumpir con violencia, y no se me
permite dedicarme a lo que quiero. Antes y después de
mediodía me atan los asuntos de los hombres. Os ruego y
conjuro por Cristo, aceptad que deje la carga de esas mis
ocupaciones en este joven, es decir, en el presbítero
Heraclio, a quien hoy designo como obispo sucesor mío en
el nombre de Cristo”.
El pueblo aclamó veintiséis veces: “Te damos gracias
por tu decisión”.
6. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Doy
gracias en presencia de Dios a vuestra caridad y
benevolencia, o mejor, doy gracias a Dios por ella. Por lo
tanto, hermanos, los asuntos que traíais a mí, llevadlos a
Heraclio. Allí donde fuere necesario mi consejo, no lo
negaré. ¡Que me falte la ayuda para echarme atrás! Pero
todos los asuntos que traíais a mí llevadlos a él. Él si no
sabe qué hacer pida consejo o ayuda a quien sabe que es
padre. Así, nada os faltará a vosotros, y yo, al fin, si Dios
me concediere algún espacio de vida, emplearé esa vida,
no en la ociosidad ni en la inercia, sino en las santas
Escrituras, cuanto el Señor me lo permita y otorgue. Esto
será de utilidad para Heraclio, y por él lo será también
para vosotros. Nadie, pues, mire con recelo ese mi tiempo
libre, ya que ese tiempo libre conlleva una gran ocupación.
Veo que ya he tratado con vosotros todo aquello por lo que
os invité a venir. Mi último ruego es que os dignéis firmar
las actas todos los que podáis. Vuestra respuesta me es
necesaria en este punto. Tenga yo vuestra respuesta.
Mostrad vuestro asentimiento mediante la aclamación”.
El pueblo aclamó veinticinco veces: “¡Así sea, así sea!”.
Veintiocho veces: “¡Es digno y justo!” Otras catorce
veces: “¡Así sea, así sea!”. Cinco veces: “¡Eres digno de
ello y te lo mereces desde hace tiempo!”. Trece veces: “Te
damos gracias por tu decisión”. Dieciocho veces: “¡Cristo,
óyenos! ¡Consérvanos a Heraclio!”.
7. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Bien está
que las cosas que tocan a Dios podamos cumplirlas
ofreciendo su sacrificio. En estos momentos de mi
oración, recomiendo encarecidamente a vuestra caridad
que olvidéis todos vuestros pleitos y ocupaciones, y
ofrezcáis vuestras plegarias al Señor por esta Iglesia, por
mí y por el presbítero Heraclio.
SULPICIO SEVERO
VIDA DE MARTÍN
1.1. Muchos hombres, entregados sin sentido a los
afanes y gloria mundanales, buscaron dejar recuerdo
imborrable de su nombre, según consideraban, ilustrando
con su pluma la vida de hombres destacados. 2. No hay
duda de que esta actividad no aportaba un fruto
imborrable, pero sí minúsculo a las esperanzas concebidas,
porque transmitían su recuerdo, aunque en vano, y al
ofrecer el ejemplo de grandes hombres promovía no
escaso afán de emulación en los lectores. Y sin embargo,
la preocupación de éstos no tenía nada que ver con la vida
eterna y bienaventurada. 3. Pues, ¿de qué les sirvió la
gloria de sus escritos destinada a desaparecer con el
mundo? ¿O qué provecho sacó la posteridad leyendo los
combates de Héctor o los discursos filosóficos de
Sócrates, siendo como es una estupidez no sólo imitarlos,
sino incluso una locura rebatirlos con entusiasmo? Y es
que valorando la vida del hombre sólo por sus actuaciones
presentes han entregado sus esperanzas a los relatos, sus
almas a los sepulcros. 4. Con seguridad que en sus ansias
de inmortalidad se confiaron únicamente a la memoria de
los hombres, cuando el deber del hombre es buscar antes
una vida inmortal que un recuerdo inmortal, no
escribiendo, luchando o filosofando, sino viviendo devota,
santa y religiosamente. 5. Por cierto, que este error
humano, transmitido por la literatura, alcanzó tanta fuerza
que encontró mucha gente totalmente entregada a una
filosofía sin contenido o a la estupidez de este tipo de
valores.
6. De ahí que me parezca que voy a hacer una obra
valiosa si relato la vida de un santo varón, destinado a ser
pronto ejemplo para otros; con ello es seguro que los
lectores se verán animados a la verdadera sabiduría, a la
milicia celeste y a la virtud divina. De ello también
obtenemos ganancias en la medida en que no esperamos el
vano recuerdo de los hombres, sino el premio eterno de
Dios, porque aunque no hemos vivido de modo que
pudiéramos servir de ejemplo a otros, nos esforzamos para
que no quedara oculto quien era digno de imitación.
7. Por tanto comenzaré a escribir la vida de san Martín:
cómo se comportó antes del obispado o en el obispado,
aunque en modo alguno he podido tener acceso a todo lo
que a él se refiere: tan desconocidos son los hechos en los
que sólo estuvo él como testigo; porque como no buscaba
la alabanza de los hombres, en la medida en que de él
dependía, hubiera querido ocultar todas sus virtudes. 8.
Aunque incluso de los que teníamos noticias hemos
omitido muchos, porque creíamos que bastaba el dejar
constancia de los más destacados. Al mismo tiempo hubo
que mirar por los lectores, no fuera a producirles hastío la
acumulación excesiva. 9. E imploro a los que van a leer
que se fíen de mis palabras, que piensen que nada he
escrito sino lo averiguado y comprobado; de otro modo
hubiese preferido callar a decir falsedades.
2. 1. Pues bien, Martín era oriundo de Sabaria, ciudad de
Panonia, pero se educó en Ticino, en Italia, de padres de
no baja extracción según los criterios mundanos, pero
paganos. 2. Su padre en sus comienzos fue soldado,
después tribuno militar. Él, abrazando la carrera militar en
su adolescencia, militó en la caballería personal del
emperador bajo el rey Constancio, después bajo el César
Juliano; pero no voluntariamente, porque desde sus
primeros años la sagrada infancia del destacado muchacho
más bien aspiraba a la esclavitud de Dios. 3. Pues a los
diez años se refugió en la Iglesia contra la voluntad de sus
padres y pidió convertirse en catecúmeno. 4. Más tarde, de
modo asombroso se volcó totalmente en la obra de Dios: a
los doce años deseó retirarse al desierto y hubiese
satisfecho sus deseos, si su escasa edad no hubiese sido un
impedimento. Sin embargo, siempre pendiente de los
monasterios o de la Iglesia, ya en su niñez meditaba sobre
lo que después cumplió en total entrega.
5. Pero como hubiese salido un edicto de los reyes
diciendo que los hijos de los veteranos se inscribiesen en
el ejército, entregado por su padre (que veía con malos
ojos su feliz actividad) a los quince años, preso y
encadenado, se vio ligado por el juramento militar,
contentándose con un solo siervo como compañero; a él
servía el dueño invirtiendo los papeles, hasta el punto de
que muchas veces era él quien le quitaba el calzado, se lo
limpiaba, tomaban juntos los alimentos, pero casi siempre
servía él. 6. Por unos tres años, antes del bautismo, estuvo
en armas, sin contaminarse sin embargo de los vicios en
los que se suele ver implicado ese tipo de hombres. 7.
Mucha era su amabilidad para con sus compañeros,
asombrosa su caridad, su paciencia y su humildad fuera de
los módulos humanos. No es necesario alabar su
frugalidad, de la que hizo tal uso que ya en aquellos
tiempos se le consideraba no soldado sino monje. Por estas
cualidades se había ganado a todos sus compañeros, de tal
modo que lo respetaban con un asombroso afecto. 8. Y sin
embargo, todavía no regenerado en Cristo, se comportaba
por sus buenas obras como candidato al bautismo: asistía a
los que estaban en dificultades, ayudaba a los desdichados,
alimentaba a los necesitados, vestía a los desnudos, no se
reservaba nada de su soldada salvo el alimento cotidiano.
Ya entonces, oyente no sordo de los evangelios, no
pensaba en el mañana.
3. 1. Así que en una ocasión en que nada tenía más que
las armas y el sencillo atavío militar, en mitad del invierno
que se encrespaba con más rigor del habitual al punto de
que la intensidad del frío había acabado con mucha gente,
se encuentra en la puerta de la ciudad de Amiens a un
pobre desnudo. Como éste rogara a los transeúntes que se
compadecieran de él y todos pasaran de largo ante el
desdichado, comprendió nuestro hombre henchido de Dios
que se le reservaba a él, pues que los demás no le ofrecían
su compasión. 2. ¿Qué hacer sin embargo? Nada tenía más
que la clámide que llevaba puesta, pues lo demás lo había
agotado en obras de caridad semejantes. Así pues,
empuñando la espada de que iba ceñido, la parte por la
mitad y da una parte al pobre, se arropa él con el resto.
Entretanto alguno de los presentes comienza a reírse
porque ofrecía un aspecto extraño con la mitad de las
vestiduras; sin embargo, muchos que tenían más juicio
lamentaron en su interior no haber hecho nada semejante,
pues siendo más poderosos, sin lugar a dudas, hubiesen
podido vestir al pobre sin quedar por ello desnudos.
3. De modo que a la noche siguiente, como se hubiese
entregado al sueño, vio que Cristo estaba vestido con el
trozo de clámide con el que había cubierto al pobre. Se le
ordena que contemple con atención al Señor y que
reconozca la vestidura que había regalado. Luego escucha
a Jesús que con voz clara dice a la muchedumbre de
ángeles presentes: “Martín, todavía catecúmeno, me ha
cubierto con este ropaje”. 4. En verdad el Señor,
rememorando una expresión que ya había pronunciado -
“Cuanto hiciste por uno de estos pequeñuelos, conmigo lo
hicisteis”- confesaba haber sido vestido en la persona del
pobre, y para confirmar el testimonio de tan buena obra se
dignó mostrarse con el mismo traje que el pobre había
recibido.
5. Al ver esto nuestro bienaventurado hombre no se dejó
llevar del orgullo humano, sino que reconociendo en su
obra la bondad de Dios, como ya tenía dieciocho años,
acudió presuroso al bautismo. Y sin embargo, no renunció
inmediatamente a la milicia, convencido por los ruegos de
su tribuno a quien le unía un compañerismo afectuoso.
Efectivamente, le prometía que en cuanto pasara el tiempo
del tribunado iba a renunciar al mundo. 6. Martín,
pendiente de esta expectativa, militó sólo nominalmente
en el ejército a lo largo de casi dos años a partir de su
bautismo.
4. 1. Entretanto, a la par que los bárbaros irrumpen en
las Galias, el César Juliano, concentrando el ejército en la
ciudad de los vangiones, se dio a prometer un donativo a
los soldados y, siguiendo la costumbre se les iba citando
uno a uno hasta que llegó a Martín. 2. Considerando que
era entonces el momento adecuado para pedir la absoluta –
pues pensaba que no iba a ser totalmente libre si aceptaba
el donativo con la idea de no seguir en el ejército. 3. Dice:
“Hasta ahora, César, he luchado por ti; permite que ahora
luche por Dios. El que tenga intención de seguir en el
ejército, que acepte tu donativo; yo soy soldado de Cristo,
no me es lícito seguir en el ejército”. 4. Y entonces, ante
estas palabras bramó el tirano diciendo que renunciaba al
ejército por miedo a la lucha que iba a entablarse al día
siguiente, no por su religión. 5. Por su parte Martín, sin
atemorizarse, con tanta mayor firmeza al acusársele de
miedo, dice: “Si esta actitud se atribuye a cobardía, no a
mi fe, mañana me colocaré sin armas en primera fila de
combate, y en el nombre de mi Señor Jesús, protegido por
la señal de la cruz, no por el escudo, ni por el casco, me
internaré tranquilo en las filas enemigas”. 6. Pues bien, se
ordena que sea arrestado para que cumpla lo prometido:
exponerse desarmado ante los bárbaros. 7. Al día siguiente
los enemigos enviaron legados para tratar de la paz,
entregando todas sus propiedades y a sí mismos.
De ahí que, ¿quién puede dudar de que ésta fuera en
realidad una victoria del bienaventurado a quien se hizo
gracia de no lanzarse desarmado en batalla? 8. Y aunque el
Señor en su piedad hubiera podido salvar a su soldado aun
en medio de las espadas del enemigo, para que no se
mancillaran los ojos del santo con las muertes de otros
eliminó la necesidad de la lucha. 9. Pues no tuvo Cristo
que ofrecer otra victoria a su soldado sino la de que, tras
someterse a los enemigos sin derramar sangre, nadie
muriera.
5. 1. A partir de ese momento, abandonada la milicia, se
dirigió a san Hilario, obispo de la ciudad de Poitiers, cuya
fe en materia religiosa era comprobada y reconocida, y
durante un tiempo se quedó junto a él. 2. Ese mismo
Hilario intentó ligarlo más estrechamente a él
imponiéndole la categoría de diácono, vinculándolo al
servicio divino; pero como se hubiese resistido una y otra
vez diciendo a voces que él era indigno, se dio cuenta,
hombre como era de inteligencia profunda, que no podía
ser obligado más que de una manera, si le imponía un
cargo en el que pareciese haber lugar para la humillación.
Así que le ordenó ser exorcista. Él no rechazó aquella
ordenación, para que no pareciera que la despreciaba por
humilde. 3. Y no mucho después, advertido en sueños de
que visitara su patria y sus padres con fines religiosos,
porque todavía los retenía el paganismo, marchó de
acuerdo con la voluntad de san Hilario, obligándose a
volver atendiendo a sus muchos ruegos y lágrimas. Triste,
según dicen, emprendió aquel viaje, asegurando a los
hermanos que iba a sufrir muchas penalidades, cosa que
después ratificaron los acontecimientos.
6. 4. Como la herejía arriana se hubiese extendido por
todo el orbe, especialmente dentro del Ilírico, como frente
a la desviación de la fe de los sacerdotes casi él solo se
opusiera con toda la energía y fuese víctima de múltiples
castigos… volvió a Italia; pues como en las Galias
también la Iglesia acusaba la revuelta, debido a la marcha
de san Hilario a quien la violencia de los herejes había
obligado a exiliarse, se procuró un monasterio en Milán.
Pero allí también lo persiguió Auxencio, cabeza principal
de los arrianos, y después de cubrirlo de múltiples injurias
lo arrojó de la ciudad… 7. Y como hubiese tenido noticias
de que el rey en su arrepentimiento había concedido
volver a san Hilario, intentó encontrarlo en Roma.
7. 1. Como ya Hilario hubiese pasado por allí, siguiendo
sus huellas llegó a Poitiers, y, al ser acogido con toda
afabilidad, se instaló en un monasterio no lejos de la
ciudad. Por esa época se le unió un catecúmeno deseoso
de ser instruido en el modo de vida del santo varón. Al
cabo de unos cuantos días, atacado por una enfermedad se
debatía bajo los accesos de la fiebre. 2. Y se daba la
circunstancia de que Martín se había marchado. Y como
hubiese estado ausente durante tres días, al volver
encontró su cuerpo sin vida: la muerte había sido tan
repentina que había abandonado el mundo sin bautizar…
El cuerpo, colocado en el centro, recibía la visita obligada
y triste de los hermanos cariacontecidos, cuando se
presentó Martín llorando y emitiendo lamentos. 3. Y
entonces, acogiendo totalmente en su interior al Espíritu
Santo, ordena que salgan todos los demás de la celda en
que yacía el cuerpo sin vida del hermano difunto. Y como
se hubiese entregado un tiempo a la oración y hubiese
sentido a través del espíritu que el poder del Señor estaba
presente, irguiéndose un poco y clavando su mirada en el
rostro del difunto, comenzó a esperar sin miedo los
resultados de su oración y de la misericordia del Señor.
Apenas habían transcurrido dos horas cuando ve que el
difunto mueve poco a poco todo el cuerpo y que abriendo
los ojos parpadea intentado ver. 4. Y entonces dirigiéndose
con grandes voces al Señor dándole gracias, llenó la celda
de sus gritos. Al oírlos, los que se habían quedado ante la
puerta irrumpen al punto. Asombroso espectáculo: veían
con vida a quien habían dejado muerto.
5. Así vuelto a la vida, recibiendo inmediatamente el
bautismo, vivió después muchos años y fue el primero de
nosotros que dio testimonio con su caso de las virtudes de
Martín…7. Por primera vez a partir de ese momento
resplandeció el nombre de este varón, de modo que el que
ya por todos era considerado santo, fue también
considerado poderoso y verdadero descendiente de los
apóstoles…
9. 1. Por esas mismas fechas se le reclamaba para el
obispado de la Iglesia de Tours; pero como no se le
pudiese arrancar fácilmente de su monasterio, un tal
Ruticio, uno de los ciudadanos, simulando una
enfermedad de su mujer, echándose a sus pies, consiguió
que saliera. 2. Así, colocada ya la muchedumbre de
ciudadanos en el camino, se le conduce bajo escolta hasta
la ciudad. De modo sorprendente se había reunido una
multitud increíble no sólo procedente de aquella ciudad,
sino de las ciudades vecinas, para manifestar su apoyo. 3.
Única era la voluntad de todos, unánimes los deseos y
unánime la opinión: que Martín era la persona más digna
del obispado, que sería feliz una Iglesia con un sacerdote
así. Sin embargo, unos cuantos, entre ellos algunos
obispos que habían sido convocados para nombrar al
prelado, se oponían con maldad, diciendo que era evidente
que se trataba de una persona despreciable, que era
indigno del obispado un hombre de aspecto tan
repugnante, sucio de ropas, de cabello desordenado…
10. 1. Y ahora, ¿qué categoría, qué eficacia demostró al
hacerse cargo del obispado? Pues continuaba siendo, sin
titubeo alguno, el mismo de antes. 2. La misma humildad
de corazón, la misma pobreza en el vestir; y así, lleno de
prestigio y poder cumplía su función episcopal sin por ello
abandonar su modo de vida y sus virtudes monacales. 3.
Así, pues, por un tiempo utilizó una celda junto a la
iglesia: después, como no podía soportar el alboroto de
quienes lo visitaban, se instaló en un monasterio a dos
millas de la ciudad. Este lugar estaba tan escondido y
alejado que no se echaba en falta la soledad del desierto.
En efecto, por un lado estaba rodeado por la roca cortada a
pico de un monte elevado, el Loira había cercado el resto
de la llanura al cerrarse en una suave curva; solamente
podía accederse por un camino y era extremadamente
estrecho. Tenía una celda hecha de troncos. 5. Y también
muchos hermanos; la mayoría se habían procurado
resguardo excavando la roca del monte que pendía sobre
ellos. Los discípulos eran unos ochenta y se comportaban
según el ejemplo de su bienaventurado maestro. Allí nadie
tenía nada propio, todo se compartía. No se les permitía
comprar ni vender nada, según es costumbre entre muchos
monjes. No se cultivaba ningún oficio, a excepción del
trabajo de copia y, con todo, a ese trabajo se destinaba a
los pequeños; los mayores dedicaban su tiempo a la
oración. 7. Era raro el que salía fuera de su celda, salvo
cuando se reunían en lugar de oración. Tomaban el
alimento todos juntos después de la hora del ayuno. Nadie
probaba el vino, más que aquel a quien obligaba la
enfermedad. 8. Muchos se vestían con pelo de camello; se
consideraba allí un delito atuendo más delicado. Es justo
que esto suscite mayor admiración cuanto que muchos de
ellos se decía que eran nobles y, educados de muy distinto
modo, se habían sometido a esta humildad y resignación.
A muchos de ellos los vimos después como obispos. 9.
Pues, ¿qué ciudad o Iglesia podía existir que no deseara un
sacerdote procedente del monasterio de Martín?
26. 1. Pero ya el libro exige poner fin, hay que cerrar la
plática, no porque se agote todo lo que hay que decir sobre
Martín, sino porque nosotros, como poetas sin capacidad,
descuidados al final de una obra, sucumbimos víctimas de
la cantidad de material. 2. Pues aunque sus hechos
hubieran podido exponerse verbalmente mal que bien, su
vida interior, su comportamiento cotidiano y su
espiritualidad siempre pendiente del cielo, nunca, lo digo
con sinceridad, podría encontrar expresión en una obra
literaria.
Verdaderamente, por lo que se refiere a aquella
moderación y tenacidad en la abstinencia y en el ayuno, a
su capacidad de vigilia y oración, a las noches pasadas
igual que los días, a su tiempo nunca libre de la obra de
Dios, del que sólo cedió algo al reposo o a las ocupaciones
mundanas, incluso al alimento o al sueño, en la medida en
que se lo exigía la propia naturaleza, 3. voy a declarar mi
verdadero pensamiento: si el propio Homero, como dicen,
surgiera de los infiernos no podría expresarlo. En Martín
los hechos rebasan a lo que pueda expresarse con palabras.
Nunca pasó una hora ni un momento en que no se
entregara a la oración o se dedicara a la lectura, aunque
incluso mientras leía o realizaba cualquier otra cosa, no
abandonaba la oración en su espíritu. 4. Aquí nada hay
desconcertante, pues según es costumbre en los herreros,
que mientras trabajan, como para aliviar sus esfuerzos,
golpean el yunque, así Martín, incluso cuando parecía
estar haciendo otra cosa, siempre oraba.
5. Hombre realmente dichoso, en él no hubo engaño; sin
juzgar a nadie, sin condenar a nadie, sin devolver a nadie
bien por mal. Y es que había adoptado una actitud tan
paciente ante cualquier injusticia que, aun ejerciendo el
sacerdocio en plenitud, recibía ofensas incluso de los
clérigos inferiores y no por eso los destituyó de su cargo o
los apartó de su cariño, en la medida en que estuvo en su
mano.
27. 1. Nunca nadie lo vio irritado, nadie alterado, nadie
triste, nadie risueño; fue siempre uno y el mismo.
Mostrando en su rostro una alegría que podría
considerarse celestial, parecía ser ajeno a la naturaleza
humana. Nunca hubo en sus labios otra cosa que Cristo. 2.
Nunca en su corazón otra cosa que piedad, que paz, que
misericordia. Muchas veces incluso, alejado en paz, solía
llorar los pecados de quienes parecían sus detractores, que
con sus palabras venenosas y su lengua viperina lo
destrizaban. 3. Y es verdad que hemos conocido a muchos
envidiosos de su virtud y de su vida que odiaban en él lo
que no veían en sí mismos y no podían imitar. Y,
sacrilegio penoso y lamentable, sus perseguidores no eran
otros, aun siendo pocos, no eran otros, digo, que los
obispos. 4. Pero no es necesario dar sus nombres, aunque
muchos hayan llegado a acosarnos a nosotros. Bastará que,
si alguno de ellos lee o reconoce esto, se sonroje. Pues si
se irrita confesará que se dice por él cuando tal vez
nosotros lo hemos pensado de otros. 5. No obstante, no
nos negamos a que, si existe alguien así, nos asimile en su
odio a tal varón.
6. Confío sin dudar en que esta pequeña obra ha de ser
grata a todos los buenos cristianos. Por lo demás, si algún
incrédulo la lee, él pecará y no yo. 7. Soy totalmente
consciente, impulsado a escribir llevado de mi fe en los
hechos y de mi amor a Cristo, de que he expuesto hechos
reales, de que he dicho la verdad. Y Dios, como espero,
tendrá dispuesto un premio, no para todo aquel que me
haya leído, sino para todo aquel que haya creído.
HILARIO DE ARLÉS
VIDA DE HONORATO
12. Abandonando su país (los dos hermanos), su hogar y
sus parientes, iguales a su modelo, se muestran verdaderos
hijos de Abraham. Sin embargo, para evitar que su
decisión no fuese considerada como la consecuencia de
una audacia juvenil, se juntan a un anciano de una
gravedad consumada y perfecta; y considerándole siempre
como a su padre en Cristo, le dieron el título de “padre”:
se trata del santo hombre Caprasio que lleva hasta el
presente en las islas una vida angélica. Ciertamente,
queridos amigos, no habéis tenido hasta ahora
conocimiento de su nombre e ignoráis completamente su
vida, pero Cristo le cuenta entre sus amigos. Se le juntan
jóvenes en gran número para regular sus vidas en el Señor
y salvaguardarlas.
Transitan por estos lugares buscando la oscuridad de una
tierra extranjera, repeliendo la fama de su virtud. Pero, no
importa a dónde se dirijan y por mucho que les pese, su
fama no sufre merma alguna. Felices las tierras y benditos
los puertos que ilumina un viajero sediento de la patria
celeste. Se dirigen hacia el litoral oriental y a cualquier
frontera rica en santos para buscar ejemplos que imitar;
aunque ellos, honran todo lugar que pisan por la calidad de
su ejemplo. Por todas partes expanden beneficios, y en
cada región que les recibe exhalan el buen olor de Cristo.
13. La Iglesia de Marsella sintió de improviso la
presencia de Honorato cuyo recuerdo mantenemos hoy en
nuestras almas; el obispo deseaba mantener su presencia y
se alegraba imaginándose semejante compañía. Pero ni
lágrimas, ni suaves palabras podían doblegar a este
personaje ardoroso que recorría lugares. Y así, con una
energía renovada, pese a ser amonestados de nuevos
peligros, surcaron ambos hermanos las aguas y llegaron a
las costas donde era bárbara incluso esta lengua latina, que
dominaban a la perfección. Sería muy prolijo expresar en
detalle los beneficios que cada lugar obtuvieron a sus
pasos, la influencia saludable que ejercieron sobre las
Iglesias, y eso sin haber desempeñado ninguna función
propia de los clérigos, porque para muchos maestros
fueron maestros en su silencio.
14. Baste recordar sin estremecerse, por amor de Cristo,
a los dos hermanos soportando las marejadas marinas,
ganaron la desolación y la esterilidad del litoral de Acaya
y que estos personajes educados en el refinamiento y en la
comodidad tuvieron que triunfar de la inestabilidad tan
pronunciada de las aguas y de los vientos. ¡Qué prueba
abrumadora, terrible de soportar para esas complexiones
tan delicadas! El fallecimiento en estos lugares de su
hermano Venancio, dichoso en Cristo, y los achaques de
salud de Honorato lo atestiguan. Lo que Metona, en el
decurso de sus obsequios fúnebres, creyó haber escuchado
a los ejércitos celestiales en la última morada o el sepulcro
de Venancio, se ha identificado con las asambleas
multitudinarias que cantaban salmos. Todos exultaban:
unos en hebreo o en griego, otros en latín. Incluso el judío
que rechaza a Cristo admiraba al fiel servidor de Cristo.
Coros fervientes estimulaban a los mismos astros y – por
nuestra parte, lo creemos – que los coros de los ángeles
unían sus cantos a las voces de los hombres: Cristo corre
al encuentro de aquel que le ha servido fielmente: ¡Bien,
Venancio, servidor bueno y fiel! Y mientras tú oyes: Entra
en el gozo de tu Señor, acuérdate de nosotros, porque no
dejan de provocarnos las alegrías del siglo. Para ti, aquí
está el punto final de los combates de la carne y del alma,
y el comienzo de la vida eterna en la gloria.
Fundación del monasterio de Lerina
15. He aquí que Cristo os devuelve a vuestro querido
Honorato y, con una mano invisible, asegura la garantía
del retorno. Pues, a todo lo que toca a su paso, concede la
luz. Italia se alegra de la llegada de este hombre de
bendición; Toscana lo venera, se adhiere a él y urde por
medio de sus sacerdotes los pretextos más seductores para
retenerle. Pero la providencia de Dios, velando sobre
nosotros, rompe todas sus trabas y, al que la atracción del
desierto había llamado a dejar su país, Cristo le convida
ahora a penetrar en otro desierto muy cercano a nuestra
ciudad. Se trata de una isla deshabitada por razón de su
enclave excesivamente áspero, inabordable por el hecho
de una obsesión fundada en sus reptiles venenosos, y no
muy alejada de la cadena de los Alpes. Honorato se
interna allí. Le parecía un lugar muy adecuado por su
situación aislada; y todavía más, estaba encantado por la
vecindad de un hombre santo y dichoso en Cristo, el
obispo Leoncio, vinculado a él por un profundo afecto. Sin
embargo mucha gente se esforzaba en retenerlo con
renovadas ocurrencias disuasorias.
Los habitantes de los alrededores propalaban lo terrible
de este desierto y se esforzaban, en interés a su fe, que
Honorato se estableciera en su territorio. Pero él, que no
aguantaba el género de vida de los hombres y deseaba
estar desvinculado del mundo incluso por la barrera de un
estrecho, repetía las siguientes palabras en su corazón y en
sus labios, pronunciándolas para sí mismo y para los
suyos: Caminarás sobre el áspid y el basilisco y pisarás
leones y dragones; así como la promesa de Cristo a sus
discípulos referida en los evangelios: Os he dado poder de
pisar serpientes y escorpiones. Por eso, se internó sin el
más mínimo espanto y disipó el escalofrío de los suyos
mediante su propia seguridad. El horror de la soledad se
desvanece, las serpientes innumerables abandonan el
lugar. Pero ¿qué tinieblas no son disipadas ante esta
luminaria? ¿Qué venenos no han cedido a este antídoto?
Hecho inaudito, en verdad, que me parece absolutamente
admirable entre sus milagros y sus méritos: el encuentro
de las serpientes que eran, lo hemos visto, tan numerosas
en estas tierras áridas, y que hacían salir en particular las
calientes bocanadas marinas, no fue nunca para nadie una
causa de peligro ni incluso de pavor.
17. Allí, merced a su solicitud, se levanta el santuario de
una iglesia capaz de albergar a los elegidos de Dios; se
alzan construcciones adecuadas al hábitat de los monjes;
las aguas remisas a los profanos corren ahora en
abundancia, en su único manantial reproduce dos milagros
del Antiguo Testamento: el saltar de una roca, el agua
dulce que emana de las aguas saladas del mar. Allí corrían
todos a porfía a la búsqueda de Dios. Cualquiera que
tuviera el deseo de Cristo buscaba a Honorato, y en
verdad, cualquiera que buscaba a Honorato encontraba a
Cristo. Allí, en efecto, desplegaba toda su energía; allí
había establecido su corazón como una ciudadela muy
elevada y un templo sumamente radiante; allí residen la
castidad, que es santidad, la fe, la sabiduría y la virtud; la
justicia resplandecía con la verdad. Por eso, teniendo, por
así decirlo, los brazos extendidos y las palmas de las
manos abiertas, convidaba a todos los hombres a arrojarse
en sus brazos, que es como decir, en el amor de Cristo.
Todos, de todos los rincones, acudían a él a porfía. Y ¿qué
tierra, qué pueblo no cuenta hoy con alguno de sus
habitantes en este monasterio?
JUAN CASIANO
INSTITUCIONES
COLACIONES
Sobre la oración
9, 2. El fin del monje y la más alta perfección del
corazón tienden a establecerle en una continua e
ininterrumpida atmósfera de oración. De esta suerte llega a
poseer, en cuanto es posible a nuestra fragilidad humana,
una tranquilidad inmóvil en la mente y una inviolable
pureza de alma. Constituye éste un bien tan preciado que
tratamos de procurárnoslo al precio de un trabajo físico
incansable y a trueque de una continua contrición de
espíritu. Media una relación recíproca entre estas dos
cosas que están inseparablemente unidas. Porque todo el
edificio de las virtudes se levanta en orden a alcanzar la
perfección de la oración. Y es que si la oración no
mantiene este edificio y sostiene todas sus partes
conjugándolas y uniéndolas entre sí, no podrá ser éste
firme y sólido, ni subsistir por mucho tiempo. Esta
tranquilidad estable y esta oración de que tratamos no
pueden adquirirse sin estas virtudes; y estas virtudes, a su
vez, que son como los cimientos, no pueden lograrse sin
aquélla.
Sería una quimera tratar con precipitación y a la ligera
los efectos de la oración, e incluso estudiarla en aquel
sumo grado que implica la práctica de todas las virtudes.
Importa, ante todo, examinar gradualmente las dificultades
que es menester conjurar y los preparativos que se
imponen para llegar a su feliz término. Como la parábola
del Evangelio, que nos enseña a calcular con diligencia y
hacer acopio de los materiales que son necesarios para la
construcción de esta ingente torre espiritual.
Pero también estos materiales ensamblados serían de
muy poco provecho e incapaces de sustentar la techumbre
sublime de la perfección sin contar con un requisito
previo. Esto es: desarraigar en primera línea nuestros
vicios y arrancar de nuestra alma los tallos de las pasiones,
poniendo al desnudo las raíces muertas. Luego, echar
sobre la tierra firme de nuestro corazón, o mejor, sobre la
piedra de que nos habla el Evangelio, las sólidas bases de
la simplicidad y de la humildad. Merced a ellas, esta torre
que intentamos levantar podrá asentarse inconmovible,
rodeada de nuestras virtudes, y erguirse segura en su
propia solidez hasta los cielos.
Quien construye sobre estos fundamentos no tiene nada
que temer. Aunque irrumpan contra ella las tempestades
de las pasiones y azote sus murallas el torrente furioso de
la persecución; por más que las potestades enemigas se
levanten cual huracán proceloso y embistan su mole, ésta
se mantendrá firme contra viento y marea, no sufriendo la
más leve sacudida.
3. Por consiguiente, para llegar a aquel fervor y pureza
que exige la oración, es menester una fidelidad a toda
prueba. Ante todo, hay que suprimir a rajatabla toda
solicitud por las cosas temporales. Eliminar enseguida no
sólo el cuidado, sino también el recuerdo de asuntos y
negocios que nos solicitan. Debemos renunciar asimismo a
la detracción, a las palabras vanas, habladurías y chanzas.
Atajar todo movimiento de cólera o de tristeza. En fin,
tenemos que examinar radicalmente el fomes pernicioso
de la concupiscencia y de la avaricia.
Una vez destruidos estos vicios y sus semejantes, que no
puede menos de advertir la mirada humana, y tras
habernos empleado en esta purificación del alma que
alcanza su cima en la pureza y simplicidad de la inocencia,
se impone una labor positiva: debemos cimentarnos, ante
todo, en una humildad profunda que sea capaz de sostener
la torre que debe introducir su cúspide en los cielos;
enseguida es necesario levantar el edificio espiritual de las
virtudes; y, finalmente, inhibir nuestra mente de toda
divagación, de todo pensamiento lúbrico. Así se irá el
alma elevando paulatinamente hasta la contemplación de
Dios y de las realidades sobrenaturales.
Porque no es dudoso que todo cuanto ocupe nuestro
espíritu antes de la plegaria, la memoria lo evoca,
queramos o no, mientras oramos. Conviene, pues,
prepararnos de antemano para ser luego en la oración lo
que deseamos ser. Las disposiciones del alma en la oración
dependen, a no dudarlo, del estado que le ha precedido.
Nos postramos para la plegaria: al punto se proyectan,
idénticos, en la imaginación los actos, las palabras y los
sentimientos que la han alimentado con anterioridad. Y
según fue su naturaleza, suscitan en nosotros reacciones
diversas. Así, unas veces renace la ira o la tristeza; otras,
se despiertan nuestras apetencias y deleites; otras, en fin,
estallamos en una risotada necia, al recordar – causa
vergüenza el decirlo – una palabra o acción jocosa. Y es
que nuestra fantasía, como en un vuelo rápido e
incoercible, torna a la divagación fugaz en que antes de la
oración había consentido.
Si no queremos ser víctimas, mientras oramos, de ideas
ajenas e importunas, es indispensable que antes de la
plegaria las desechemos con rotunda decisión. Entonces, sí
que podremos poner en práctica el proyecto de san Pablo:
Orad sin cesar; y: Orad en todo lugar, levantando las
manos puras, sin ira ni discusiones. Pero no olvidemos
que seremos incapaces de ello si nuestra alma no se
purifica antes de todo vicio y no se consagra al ejercicio
de la virtud como a su bien propio, para nutrirse de la
contemplación del Dios omnipotente.
7. GERMÁN. Ojalá tuviéramos la misma facilidad en
conservar los pensamientos santos, que tenemos, por lo
común, en concebirlos. Porque apenas se insinúa en
nosotros el recuerdo de una palabra de la Escritura, o de
una buena acción, o la contemplación de los misterios
sobrenaturales, en el mismo instante se hacen huidizas y se
desvanecen como por ensalmo. Descubrir una fuente
nueva e introducirse enseguida la distracción es una
misma cosa. Y aun con ocasión de otros pensamientos
espirituales, los que había logrado guardar al principio
nuestra mente, se esfuman tarde o temprano, cuando la
inconsistencia les depara la fuga.
El alma es incapaz de concentrar su atención. Ni
depende de su albedrío dar consistencia a sus buenos
pensamientos. Inclusive, cuando parece retenerlos con más
o menos fortuna, es creíble que no sean fruto de su
destreza, sino que los ha captado al azar. Y ¿cómo atribuir
su origen a nuestra libre voluntad, cuando de hecho el
conservarlos no depende de nosotros? Pero me temo que
el examen de este aspecto nos lleva demasiado lejos, con
lo cual no haríamos más que demorar la elucidación
prometida sobre la naturaleza de la plegaria…
Estamos convencidos de que no llegará nunca a la
oración perfecta quien no se aplique a ella con íntima
tensión del corazón. Es éste un hecho que atestigua la
experiencia cotidiana, no menos que tus palabras
autorizadas. Has dicho que el fin y la más alta perfección
del monje radican en la oración perfecta.
8. ISAAC. Es poco menos que imposible distinguir todas
las formas de oración. A no ser, claro está que se goce de
una pureza de corazón consumada y nos ilumine la luz del
Espíritu Santo. Su número corresponde a los diferentes
estados o disposiciones en que se halla un alma, o mejor
dicho, todas las almas. Pero, aunque soy incapaz de
distinguirlas todas, debido a la inestabilidad de mi
corazón, procuraré, sin embargo, describirlas en la medida
que me lo permita mi escasa experiencia.
La oración es correlativa al grado de pureza a que ha
llegado el alma. Sigue, por lo mismo, cauces distintos, aun
cuando ello sea debido a influencias extrañas o
espontáneas, es decir, a impresiones de cosas exteriores
que le acontecen o de fenómenos interiores que la
modifican. Es indudable que nadie permanece idéntico a sí
mismo en todo tiempo. Por tal razón, la oración es variada
según el clima espiritual en que vivimos. Se ora muy
diferentemente cuando se está alegre que cuando se está
triste, bajo la impresión del desánimo. Oramos de una
manera cuando nos acarician los éxitos espirituales, y de
otra cuando nos aplasta el peso de la tentación; cuando
imploramos el perdón de los pecados y cuando pedimos
una gracia, una virtud o la extinción de un vicio
cualquiera. Uno es el modo de orar cuando nos animan
sentimientos de compunción que excita el pensamiento del
infierno y el temor de la justicia, y otro, cuando ardemos
en deseos de la esperanza de los bienes futuros. Oramos de
una manera cuando nos hallamos en medio de la paz y la
seguridad. En fin, no es igual nuestra oración cuando nos
sentimos inundados de luz por la revelación de los
misterios celestes, que cuando nos vemos paralizados por
la esterilidad y las sequedades del espíritu.
Una oración más sublime que el Padrenuestro
25. Aunque esta plegaria entraña en sí toda la plenitud
de la perfección, pues es el mismo Señor quien nos ha
dado el ejemplo y el precepto a la par, no obstante, todavía
puede elevar a un rango de vida más sublime a aquellos a
quienes deviene familiar. Les encumbra, en efecto, hasta
un estado inefable, hasta aquella oración de fuego, de
pocos conocida y ejercitada, y que, hablando con
propiedad, podríamos calificar de inefable. Sobrepuja todo
sentimiento humano. Porque no consiste ni en sonidos de
la voz, ni en movimientos de la lengua, ni en palabras
articuladas. El alma, sumergida en la luz de lo alto, no se
sirve ya del lenguaje humano, siempre efímero y limitado.
Toda su plegaria se desenvuelve en afectos del alma. Esta
oración viene a ser en ella como un hontanar inagotable de
donde el afecto y la oración fluyen a raudales y se
precipitan de una manera inenarrable en Dios. Dice tantas
cosas en un breve instante, que no podría en modo alguno
expresarlas, ni siquiera recorrerlas después en su memoria
cuando vuelve sobre sí.
Nuestro Señor nos muestra en sí mismo este estado de
oración cuando se retira a la soledad de la montaña para
orar en silencio. Y también cuando en la agonía del huerto
derrama las gotas sangrientas de sudor, dándonos un
ejemplo inimitable del ardor intenso que informaba su
altísima oración.
26. ¿Quién podrá, por grande que sea su experiencia,
describir las múltiples formas que reviste la compunción?
¿Quién podrá analizar a satisfacción el origen y las causas
de ese sentimiento capaz de arrebatar el corazón de
encendido ardor y hacerle suspirar en plegarias tan puras
como fervientes? Voy a decir alguna cosa a guisa de
ejemplo, según la luz que el Señor quiere darme para
acordarme de ello.
En ocasiones, salmodiando, un simple versículo de un
salmo ha bastado para situarme en esa oración de fuego. A
veces la voz melodiosa de un hermano ha despertado a las
almas de su letargo y ha sido parte para encender en ellas
una ardiente plegaria. Me consta, asimismo, que una
salmodia imponente y grave ha excitado alguna vez el
fervor, incluso en aquellos que no hacían sino escucharla
pasivamente. De igual modo, las exhortaciones y
conversaciones espirituales de un hombre consumado en
perfección han motivado una sacudida en espíritus
abatidos y han hecho brotar en ellos un venero de oración.
Por lo demás, la muerte de un monje o de una persona
querida ha sido un motivo poderoso para despertar en mí
sentimientos de verdadera compunción. Parejamente he
comprobado que el recuerdo de mi tibieza y de mis
negligencias enciende a veces en mi corazón un ardor
saludable. Por eso, no cabe duda de que no faltan
ocasiones innúmeras para salir de nuestra tibieza,
mediante la gracia de Dios, y sacudir la somnolencia.
27. No es menos difícil indagar el modo cómo brotan del
santuario íntimo del alma los diversos géneros de
compunción. A menudo se revela su presencia por un gozo
imponderable y por una íntima alacridad de espíritu. Tanto
es así, que esa alegría, por ser tan vehemente y cálida se
hace insufrible. Entonces prorrumpe el alma en gritos de
puro gozo, llegando hasta la celda vecina la noticia de su
dichosa embriaguez.
A veces, por el contrario, el alma desciende a los
abismos del silencio y se mantiene en una actitud callada y
silenciosa. De pronto, la súbita ilustración de lo alto la
llena de estupor y corta su palabra. Todos sus sentidos
permanecen atónitos en el fondo de sí misma o
completamente suspendidos, desahogándose entonces en
gemidos inenarrables en la presencia de su Dios. Otras
veces, en fin, la inundan tales afluencias de compunción y
dolor, que sólo las lágrimas son un sedante capaz de
mitigar su sentimiento.
Repercusión del antropomorfismo en la fe y en la
oración
X, 2. Existe en Egipto esta antigua tradición: el día de la
Epifanía es, al decir de los sacerdotes de la provincia, el
del bautismo del Señor y de su nacimiento según la carne.
Por eso este doble misterio no se celebra entre ellos, como
en occidente, en dos solemnidades distintas, sino en una
sola festividad. Pues bien, después de esa fiesta de
Epifanía, el obispo de Alejandría envía cartas a todas las
iglesias y monasterios del país para notificar las fechas en
que principian la Cuaresma y la Pascua.
Habían transcurrido varios días desde la conferencia
habida con el abad Isaac. Según costumbre, llegaron de
Alejandría las cartas oficiales del obispo Teófilo. Pero, no
satisfecho éste con anunciar la Pascua, compuso también
un tratado dogmático contra la absurda herejía de los
antropomorfitas, refutándola con gran copia de
argumentos. Esto provocó un general descontento entre los
monjes, cuya simplicidad les había inducido con la mayor
buena fe a aquel error.
Muy pronto, un gran número de ancianos recibieron
estas letras de tan mal talante, que opusieron resistencia al
obispo, declarando que era reo de grave herejía.
Decidieron que toda la comunidad de monjes debía
considerarle como a excomulgado, puesto que contradecía
abiertamente la sagrada Escritura, negando que el Dios
todopoderoso tuviera figura humana, cuando el Génesis
dice formalmente que Adán fue creado a su imagen. En
una palabra: los monjes que moraban en el desierto de
Escete, y eran considerados tanto en ciencia como en
santidad superiores a los de los monasterios egipcios,
rechazaron de común acuerdo la carta episcopal. Entre los
sacerdotes hubo una sola excepción: nuestro presbítero, el
abad Pafnucio. De los demás que presidían las otras tres
iglesias del yermo, ninguno en absoluto permitió leerla o
recitarla en las asambleas.
3. A las víctimas de este error se sumaba un solitario
llamado Serapión, celebrado desde hacía mucho tiempo
por la austeridad de su vida y consumada virtud. Pero su
ignorancia en este punto era tanto más peligrosa a los que
profesaban la verdadera fe cuanto mayor era el prestigio
de que gozaba en razón de su edad y provecta vida
ejemplar. Esto le situaba en un lugar relevante entre los
monjes.
A pesar de las repetidas instancias del santo presbítero
Pafnucio, todo fue en vano; nadie pudo lograr de él que
volviera a la verdadera fe. Esta creencia le parecía a él una
innovación. Los ancianos – decía – no la habían siquiera
conocido, y él mismo no la había enseñado jamás.
Pero cierto día se presentó casualmente un diácono, por
nombre Fotino, varón de vastos conocimientos. Su deseo
de conocer a los monjes que moraban en el yermo de
Escete le había conducido allí desde Capadocia. El
venerable Pafnucio le acogió con grandes muestras de
afecto y alegría.
Deseoso de dar confirmación a la doctrina de las cartas
episcopales, le rogó que expusiera en presencia de los
hermanos cómo las iglesias católicas de oriente
interpretaban esta frase del Génesis: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza. Fotino explicó que todos los
obispos de estas iglesias estaban de acuerdo en no
interpretar a la letra el pasaje bíblico. Esta imagen y
semejanza divinas las tomaban en un sentido espiritual. El
diácono defendió asimismo esta opinión con palabras ricas
de contenido doctrinal y adujo innumerables testimonios
escriturísticos.
No era posible sostener que la majestad de Dios, por ser
infinita, incomprensible e invisible, pudiera tener algo
compuesto como nosotros, algo análogo a la forma
humana que le limitara y circunscribiera. Nuestra mirada,
al igual que nuestro espíritu, era totalmente incapaz de
captar y comprender esa naturaleza incorpórea, ajena a
toda composición, absolutamente simple. La exposición de
esta doctrina triunfó al fin. Nuestro venerable anciano
cedió ante tantas y tan atinadas razones, adhiriéndose a la
fe tradicional.
Este cambio repentino llenó al abad Pafnucio, no menos
que a nosotros, de una alegría sin límites. Dios no había
permitido que un varón de tan avanzada edad y de virtud
tan eminente, y a quien sólo su ignorancia y una
simplicidad ingenua habían precipitado en aquel error,
anduviera hasta el fin fuera del camino de la verdadera fe.
Sin más, nos levantamos para ofrecerle al Señor públicas
acciones de gracias.
No obstante, durante nuestra plegaria el buen anciano
sintió una turbación extrema al comprobar que se le
esfumaban las formas humanas, bajo las cuales solía
representarse a la divinidad en la oración. Súbitamente se
deshizo en gemidos y lágrimas, y, prosternado en tierra, se
lamentaba con grandes gritos: “¡Desgraciado, desgraciado
de mí! ¡Me han arrebatado a mi Dios! No tengo ya nada en
qué fijarme y agarrarme. No sé a quién adoro, a quién
dirigirme. ¡No sé!”.
Nos sentimos profundamente conmovidos ante
semejante actitud. Además, conservábamos vivo el
recuerdo de la última conferencia. Por eso nos dirigimos
de nuevo al abad Isaac. Al verle, le hablamos así:
4. Más que el suceso inaudito de estos últimos días, lo
que nos mueve a venir a verte es el recuerdo imborrable
que guardamos de tu conferencia. No obstante, el grosero
error del abad Serapión ha hecho crecer más este deseo.
A nuestro juicio, si el anciano ha caído en él, es debido a
la astucia del enemigo. Estamos profundamente
consternados al ver los efectos de tal caída: por de pronto,
se está malogrando el fruto de tantos y tan penosos
trabajos como ha soportado a lo largo de cincuenta años en
el desierto con un tesón admirable. Luego – y esto es lo
más lamentable – se expone, si persiste en su error, a una
muerte eterna.
Quisiéramos saber, ante todo, cuál es el origen y la causa
de un dislate tan enorme. Por eso te rogamos nos enseñes,
cuanto antes, el medio de llegar a esa oración que con
tanta elocuencia nos expusiste anteriormente. Tu hermosa
conferencia nos llenó de admiración. Sin embargo, no nos
trazó aún el camino por el que podemos llegar al término
apetecido.
5. ISAAC. No debe sorprendernos que un hombre de suyo
simplicísimo, que no ha recibido instrucción alguna en
punto a la doctrina sobre la sustancia y la naturaleza
divinas, haya sido víctima hasta el presente de su
ignorancia, permaneciendo adherido a este error. En
realidad, no ha hecho sino tributar pleitesía a antiguas
creencias en boga.
No se trata aquí, tal y como vosotros suponéis, de una
nueva ilusión de Satanás, sino más bien de ciertas
reminiscencias del antiguo paganismo, que se complacía
en revestir de forma humana a los demonios que adoraba.
En la actualidad hay quienes creen que la majestad
incomprensible e inefable del Dios verdadero debe
representarse bajo la forma de alguna imagen sensible. Y
están convencidos de que es imposible fijar su
pensamiento y consagrarse a la oración si no tienen
presente en el espíritu y ante sus ojos una imagen a la cual
ofrecer sus súplicas. De no ser así, les parece que están en
presencia del vacío y de la nada. Este error es el que
condena el Apóstol al decir: Y mudaron la gloria
incorruptible de Dios en la semejanza de una imagen
corruptible de hombre. Y Jeremías dice asimismo: Mi
pueblo mudó su gloria en un ídolo. Tal es, para muchos, el
origen gentílico de esta herejía.
Otros, en cambio, que han sabido sustraerse a la
superstición pagana incurrieron en ella por ignorancia y
rusticidad, tomando pie de aquella frase de la Escritura:
Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. La
herejía antropomorfita ha nacido propiamente de la
interpretación torcida de este texto y, desde luego,
detestable. En ella se sostiene con una obstinación
diabólica que la sustancia infinita y simplicísima de Dios
ofrece los mismos rasgos materiales y la misma forma de
nuestro organismo humano.
Todo aquel que esté bien iniciado en los principios del
dogma católico rechazará como una blasfemia gentílica
esta concepción absurda. De este modo llegará a aquella
oración purísima en que no cabe representación sensible ni
admite forma corporal en la divinidad. Esa oración que
aparta incluso del espíritu el recuerdo de toda imagen o
idea perniciosa que pueda alterar la verdad.
Predestinación, gracia y libre albedrío
XIII, 7. Dios no ha creado al hombre para su perdición
sino para que viva eternamente: este designio es
inalterable. Desde que ve destellar en nosotros la centellita
de la buena voluntad, o que la activa Él mismo frotando el
duro pedernal de nuestro corazón, su bondad se
responsabiliza de su mantenimiento. La excita, la vigoriza,
mediante su inspiración. Pues quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, dice
el Señor, que no se pierda ni uno solo de estos pequeños.
También está escrito en otra parte: Dios no quiere que una
sola alma perezca; por eso difiere la ejecución de su
mandato, a fin de que quien ha sido rechazado no se
pierda sin remedio. Dios es verídico; no miente, cuando
asegura con juramento: Por mi vida, dice el Señor Dios,
que no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta
de su mal camino, y que viva.
Es voluntad suya que no se pierda ni uno solo de esos
pequeños: ¿Puede pensarse entonces, sin incurrir en
sacrilegio llamativo, que no quiere la salvación de todos
en general, sino sólo de algunos? El que se pierde, se
pierde contra su voluntad. Cada día, exclama: ¡Convertíos
de vuestros malos caminos! ¿Por qué vais a tener que
morir, casa de Israel?”. Y de nuevo: ¡Cuántas veces he
querido recoger a tus hijos, como una clueca bajo sus alas
a sus polluelos; y tú no has querido! O bien: ¿Por qué este
pueblo de Jerusalén se ha apartado de mí tan terco? Han
endurecido su cabeza; no han querido volver.
Por tanto, la gracia de Cristo está siempre a nuestra
disposición. Como él quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad, les aplica
también a todos, sin excepción: Venid a mí todos los que
os sentís fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Si no
llamara a todos los hombres en general, sino sólo a
algunos, se deduciría que todos tampoco estarían
agobiados, ya por causa del pecado original, o del pecado
actual. Y estas palabras no serían verdad: Pues todos han
pecado, y están privados de la gloria de Dios. Sería
erróneo creer también que la muerte ha pasado en todos a
todos los hombres.
Es tan cierto que todos los que se pierden, se pierden
contra la voluntad de Dios, y que incluso Dios no es el
autor de la muerte. La Escritura lo atestigua: Dios no ha
creado la muerte, no se alegra en la pérdida de los vivos.
De ahí proviene que, con mucha frecuencia, si pedimos
cosas perjudiciales en lugar de lo que nos aprovecharía, se
muestra lento para escuchar nuestras oraciones, o no las
escucha en absoluto. En una palabra, cuando se trata de
nuestro bien, su bondad se doblega a forzarnos, pese a
todas nuestras resistencias, lo que estimamos que nos
contraría, como lo haría el mejor de los médicos. A veces,
retrasa o impide el efecto detestable de nuestras perversas
disposiciones y tentativas criminales. Nosotros nos
precipitamos hacia la muerte, pero él nos aparta de ella
para encarrilarnos a la vida; y sin que nos demos cuenta,
nos arranca de las fauces del infierno.
11. La gracia y la libertad se mezclan, por decirlo así, y
se confunden de manera tan desconcertante que suscita
entre muchos un gran debate, sobre cuál de estas dos cosas
es verdad: si es porque nosotros mostramos un inicio de
buena voluntad, por lo cual Dios se compadece de
nosotros, o bien porque precisamente se compadece de
nosotros es por lo que tenemos un arranque de buena
voluntad. Muchos apoyan una u otra alternativa; y,
rebasando sus afirmaciones el criterio justo, se lanzan a
errores diferentes y contrarios entre sí.
Si decimos que el comienzo de la buena voluntad
depende de nosotros, ¿qué ocurrió con Pablo el
perseguidor, o con Mateo el publicano? Son atraídos a la
salvación, mientras se complacían, uno en la sangre y en el
tormento de los inocentes, y el otro en las extorsiones y
rapiñas públicas. Si afirmamos, por el contrario, que el
principio de la buena voluntad cae siempre del lado de la
inspiración de la gracia, ¿qué se puede decir de la fe de
Zaqueo y de la devoción del ladrón en la cruz, cuyos
deseos, al hacer violencia al reino de los cielos, previenen
la advertencia particular de la llamada divina?
Si, por otra parte, atribuimos a nuestro libre albedrío la
gloria de guiarnos a la virtud perfecta y al cumplimiento
de los mandamientos de Dios, ¿cómo podemos pedir:
Afianza, oh Dios, lo que ya has realizado en nosotros;
Adiestra las obras de nuestras manos? – Balaán fue
pagado por maldecir a Israel, y nosotros vemos que no le
fue permitido llevar a cabo su deseo. Dios protege a
Abimelec, para que ni siquiera toque a Rebeca y no peque
contra Él. La envidia de sus hermanos distancia mucho a
José, para tutelar la descendencia de los israelitas en
Egipto; tramaban un fratricidio, y la ayuda va a prepararles
un remedio para los días de hambruna. Es lo que el mismo
José les descubre, después de haber sido reconocido por
ellos: No temáis, ni os aflijáis de haberme vendido, para
ser trasladado a este país. Para salvaros Dios me ha
enviado por delante de vosotros... Y como a raíz de la
muerte de su padre, estaban presa de terror, para quitarles
el menor atisbo de miedo, les dijo: No temáis. ¿Podemos
acaso resistir a la voluntad de Dios? Vosotros habéis
maquinado hacerme mal; pero Dios lo ha cambiado en
bien, para enaltecerme, como lo estáis viendo ahora, a fin
de salvar a pueblos numerosos . De modo semejante
David declara en el salmo 104 que todas las cosas suceden
gracias a un comportamiento especial de Dios: Llamó al
hambre sobre el país, y les quitó el pan que les mantenía.
Envió ante ellos un hombre, José, vendido como esclavo.
He aquí, pues, dos realidades: la gracia y el libre
albedrio parece que se oponen. Sin embargo, los dos
concuerdan, y la devoción nos recomienda que los
admitamos a los dos. Quitar al hombre uno u otro sería
desviarse de la fe de la Iglesia. Cuando Dios ve nuestra
voluntad volverse hacia el bien, corre a nuestro encuentro,
nos guía, nos conforma: Se apiadará de ti al oír tu
gemido, en cuanto te oiga, te responderá. Y dice él
mismo: Invócame en el día de la tribulación; yo te libraré,
y tú me glorificarás. Fíjate, todo lo contrario de la
resistencia o de la tibieza cómo lanza a nuestro corazón
exhortaciones saludables, que renuevan o forman en
nosotros la buena voluntad.
12. No hay que creer que Dios haya hecho al hombre de
tal manera que no quiera ni pueda nunca hacer el bien. O
no se le podrá acusar ya en adelante que no le haya
concedido el libre albedrío, o si le ha concedido solamente
el querer y el poder el mal, y no el querer ni el poder por sí
mismo el bien. Entonces ¿cómo esta palabra del Señor
después de la caída del primer hombre podría seguir
siendo verdad: He aquí que Adán ha llegado a ser como
uno de nosotros, conocedor del bien y del mal? No creáis
que el hombre, en el estado que precedió a la caída, haya
ignorado completamente el bien. De otro modo sería
necesario confesar que ha sido creado como un animal,
privado de sentidos y de razón, lo que es simplemente
absurdo y del todo incompatible con la fe católica. ¿Qué
digo? Según la palabra del sapientísimo Salomón, Dios ha
creado al hombre recto, es decir, para gozar únicamente y
sin cesar de la ciencia del bien; pero los mismos hombres
se han enzarzado en una turbamulta de pensamientos ,
han llegado a ser, como se ha dicho, conocedores del bien
y del mal. Adán obtuvo, pues, a raíz de su prevaricación,
la ciencia del bien y del mal, que antes no tenía; pero no
perdió la ciencia del bien que había recibido.
Que el género humano no ha perdido la ciencia del bien
después del pecado de Adán, nos los expresa con toda
claridad el Apóstol: Cuando los paganos que no tienen ley,
cumplen lo que atañe a la ley por inclinación natural,
aunque no la tengan, se constituyen en ley para sí mismos.
Llevan los preceptos de la ley escritos en su corazón,
como lo atestigua su conciencia, que unas veces los acusa
y otras los excusa. Así, el día en que Dios juzgue por
medio de Jesucristo y conforme al evangelio que yo
anuncio se manifestarán las cosas ocultas de los
hombres…
Abstengámonos, pues, de aplicar al Señor todos los
méritos de los santos, de tal manera que nada atribuyamos
a la naturaleza humana sino lo que es malo y perverso. En
este punto seríamos censurados por el testimonio del
sapientísimo rey Salomón, y lo que es más, por las
palabras del mismo Señor. En la oración que hace, cuando
hubo terminado la construcción del Templo, se expresa
así: Mi padre David proyectó construir un templo en
honor del Señor, Dios de Israel. Pero el Señor dijo: Has
proyectado construir un templo en mi honor, y has hecho
bien; Pero tú no edificarás una casa a mi nombre. Este
pensamiento, estas reflexiones de David, te pregunto,
¿eran buenas y de Dios, o malas y del hombre? Si esta
idea era buena y de Dios, ¿por qué Aquel que la ha
inspirado le impide llevarla a efecto? Si era mala o del
hombre, ¿por qué el Señor le alaba? No nos queda más
que creer que era buena y del hombre.
Todos los días podemos juzgar de la misma manera
nuestros propios pensamientos. Si David no ha recibido el
privilegio exclusivo de concebir por sí mismo buenos
pensamientos; a nosotros la naturaleza no nos deniega el
gusto del bien o de imaginar alguna buena idea.
Por consiguiente, no se puede dudar que toda alma posea
naturalmente los gérmenes de la virtud, depositadas en ella
por la benevolencia del Creador. Pero, si las ayudas
divinas no las excita, no llegarán a su perfecto
crecimiento, porque, según el santo Apóstol, ni el que
planta, ni el que riega cuenta algo; el único que cuenta es
Dios, que da el crecimiento . El libro del Pastor también
enseña muy claramente que el hombre posee la libertad de
inclinarse hacia un lado o hacia otro. Se dice en él que dos
ángeles están asignados a cada lado de nosotros, uno
bueno y otro malo; pero la opción concierne al hombre: a
él le corresponde escoger lo que suceda después.
Así, el hombre conserva siempre la libertad de descuidar
o de querer la gracia de Dios. El Apóstol no habría dado
esta orden: Trabajad en vuestra salvación con temor y
temblor, si no supiera que dependía de nosotros cuidarla o
descuidarla. Pero, a fin de que no se crea que es posible
desentenderse de la ayuda divina para realizar esta gran
obra, añade: Es Dios quien opera en vosotros el querer y
la posibilidad de llevarlo a cabo, por su disposición
favorable… Por tanto, Dios previene la voluntad del
hombre, pues dice: La misericordia de mi Dios se me
adelante . A continuación, se retrasa y contiene en cierta
manera para nuestro bien, a fin de probar nuestro libre
albedrío; y es entonces, nuestra voluntad la que se le
adelanta, cuando dice: Por la mañana, mi oración irá a tu
encuentro …
13. De este modo, la gracia de Dios coopera siempre
para el bien con nuestro libre albedrío; en todo, la gracia le
ayuda, le protege y lo defiende; a veces exige o espera de
él algunos indicios de buena voluntad, para que no se
amodorre del todo o incurra en una desidia inerte y
devastadora y parezca que sus bienes han caído en saco
roto. La gracia busca de alguna manera las ocasiones en
que el hombre ha sacudido su sopor y su pereza, a fin de
que los derroches de su generosidad no parezcan
insensatos, teniendo un pretexto en un cierto deseo y en un
atisbo de esfuerzo. Sin embargo, ella permanece, incluso
entonces, gratuita; pues con esfuerzos tan diminutos e
insignificantes, es la gloria inmensa de la inmortalidad, los
dones sublimes de la eterna felicidad que concede con una
inapreciable liberalidad.
La ciencia espiritual
XIV, 8. La (práctica) se divide en
muchas profesiones y estados. En cambio, la
(teoría) se divide en dos partes, es
decir, la interpretación histórica y la inteligencia espiritual.
De ahí que Salomón, después de haber ponderado la gracia
multiforme que tiene la Iglesia, añade: Todos los que en
ella habitan tienen dos vestidos. La ciencia espiritual, a su
vez, comprende tres géneros: la tropología, la alegoría y la
anagogía. De ellas se ha dicho en los Proverbios: Escribe
para ti sobre tu corazón estas cosas de tres maneras.
La historia tiene por objeto el conocimiento de los
hechos pasados y visibles. El Apóstol da un ejemplo de
ello, cuando dice: Escrito está que Abraham tuvo dos
hijos: uno de la esclava y otro de la libre. El de la esclava
nació según la carne; el de la libre, por la promesa de
Dios. Lo que sigue se refiere a la alegoría, por cuanto se
habla de cosas realmente pasadas que prefiguraban otro
ministerio. Y así dice: Esas dos mujeres son dos
testamentos: el uno, que procede del monte Sinaí,
engendra para la servidumbre. Esta es Agar. El monte
Sinaí se halla en Arabia, y corresponde a la Jerusalén
actual, que es, en efecto, esclava con sus hijos.
La anagogía se eleva de los misterios espirituales a los
secretos del cielo, más excelentes y sublimes. Se halla
expresada en lo que san Pablo agrega inmediatamente:
Pero la Jerusalén de arriba es libre, ésa es nuestra madre,
pues está escrito: “Alégrate, estéril, que no pares;
prorrumpe en gritos, tú que no conoces los dolores del
parto, porque más serán los hijos de la abandonada que
los hijos de la que tiene marido.
En cuanto a la tropología, es una explicación moral, en
orden a enmendar la vida y corregir los principios de
conducta personal. Como si por medio de estos dos
testamentos entendiésemos la práctica y la teoría; o si por
Jerusalén o el monte Sión queremos entender el alma
humana, según aquello: Alaba, Jerusalén, al Señor; alaba
Sión, a tu Dios
Las cuatro figuras pueden hallarse aglutinadas. Así, la
misma Jerusalén, revestirá, si queremos, cuatro acepciones
distintas: en el sentido histórico, será la ciudad o metrópoli
de los judíos; en el alegórico, la Iglesia de Cristo; en el
anagógico, la ciudad celeste que es madre de todos
nosotros, según la sentencia paulina; en el sentido
tropológico, será el alma humana, a quien vemos que
alaba o reprende el Señor con este mismo nombre de
Jerusalén.
He aquí en qué términos habla el Apóstol de estos cuatro
géneros de interpretación: Ahora, hermanos, si fuere yo a
visitaros, hablando en lenguas diferentes, ¿de qué voy a
aprovecharos, si no os hablo o por revelación, o por
ciencia, o por profecía, o por doctrina?
La revelación concierne a la alegoría. Descubre,
explicándolas según el sentido espiritual, las verdades
paliadas por el relato histórico. Como si quisiéramos saber
de qué modo nuestros padres estuvieron todos bajo una
nube y fueron bautizados por Moisés en el mar, y cómo
todos comieron el mismo pan y bebieron de la misma
bebida espiritual que brotaba de la piedra, que era Cristo.
Esta exposición significa por alegoría que aquella historia
es figura del cuerpo y sangre de Cristo, que recibimos
cada día.
La ciencia, de la que también hace mención el Apóstol,
coincide con la tropología. Por ella juzgamos, merced a un
examen prudencial, de la utilidad o bondad de las cosas
relativas a la vía práctica. Como, por ejemplo, cuando se
nos ordena juzgar si procede que las mujeres se
mantengan en la iglesia con la cabeza descubierta, lo cual,
según he dicho antes, pertenece al sentido moral.
La profecía que mentó el Apóstol en tercer lugar, evoca
la anagogía, por la cual se aplican las palabras a las cosas
invisibles y futuras. Por ejemplo, en este pasaje: No
queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte
de los muertos… Tal es la figura de la anagogía que se
halla aquí envuelta en esta especie de exhortación.
Por fin, en cuanto a la doctrina se refiere, se entiende por
ella el sentido llano de la exposición histórica. Esta no
entraña ningún sentido oculto. Es, sencillamente, el
sentido literal que se percibe inmediatamente en el mismo
significado de las palabras. Como en aquel texto de san
Pablo: Os he enseñado lo que yo mismo aprendí, que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras…
9. Veo que os anima el celo por la lectura. Conservadlo.
Y con todo el ardor de vuestro corazón apresuraos a
alcanzar cuanto antes la plenitud de la ciencia práctica, es
decir, moral. Sin ella no cabe la posibilidad de alcanzar la
pureza de la contemplación de la que antes hablamos. Sólo
los que han llegado a ser perfectos – no por la palabra de
sus maestros, sino por la virtud de sus propias acciones –
lo obtienen en recompensa, tras haberla pagado con obras
y trabajos. No adquieren la inteligencia de la ley por la
meditación, sino como el fruto de su vida. Por eso cantan
con el salmista: La guarda de tus preceptos me hizo
entenderlos. Exclaman llenos de confianza, después de
haber eliminado toda pasión: Cantaré salmos, Señor, y así
entenderé lo que es la senda inmaculada. Porque sólo
comprende, mientras salmodia, las palabras que canta,
quien camina por la senda de la inocencia con un corazón
puro.
Si vuestro plan es éste, preparad en vuestro corazón el
santo tabernáculo de la ciencia espiritual, purificaos de la
escoria de los vicios, despojaos de toda preocupación
mundana. Es imposible que el alma que está ocupada en
los cuidados del siglo, aunque sea ligeramente, merezca el
don de la ciencia o sea fecunda en pensamientos
espirituales, manteniéndose con firmeza en las lecturas
santas…
Ponte en guardia y cuida de no malograr con una vana
complacencia tu ardor por las lecturas y tus trabajos
colmados de santos deseos. Para ello, en primer lugar has
de imponer silencio a tu boca y hablar lo menos posible.
Este es el primer paso que hay que dar en el camino de la
ciencia práctica – dando por supuesto que el mayor y más
arduo trabajo del hombre está en su lengua -. Recibe la
doctrina y enseñanzas de los ancianos con suma atención
del corazón, pero con los labios sellados por el silencio.
Deposítalas con cuidado en el secreto de tu mente, y
apresúrate a practicarlas, más bien que a enseñarlas de
inmediato. Y así, en lugar de sentir pretensiones funestas
de vanagloria, verás cómo se multiplican los frutos de la
ciencia espiritual.
En las conferencias de los ancianos no te tomes la
libertad de decir una palabra, salvo si es para saber aquello
cuya ignorancia puede serte perjudicial, o lo que es
necesario conocer. Los hay que poseídos de un secreto
orgullo, no hacen sino preguntas para hacer ostentación de
lo que saben. Pero es indudable que quien se aplica a la
lectura con el vano intento de adquirir la gloria humana,
no alcanzará el don de la verdadera ciencia…
10. Tienes que apresurarte, pues, si deseas alcanzar la
ciencia verdadera de las Escrituras, a establecerte, por
encima de todo y de manera estable, en la humildad de
corazón. Ésta te conducirá no a la ciencia que hincha, sino
a la que ilumina por la caridad consumada. Porque es
imposible que el alma que no es pura consiga el don de la
ciencia espiritual.
Estate, pues, sobre aviso, no sea que tu celo por la
lectura, en lugar de granjearte la luz de la ciencia y la
gloria eterna prometida a los que con ella se alumbran, te
sea causa de perdición por la arrogancia que pueda
despertar en ti.
En segundo lugar, después de haber expulsado todas las
inquietudes y pensamientos terrenos, esfuérzate por todos
los medios posibles para aplicarte asidua y
constantemente, a la lectio divina, hasta que su meditación
continua acabe por imbuir e impregnar tu mente,
formándola, por decirlo así a su imagen. Ella hará de tu
alma, de alguna manera, un arca de la alianza, encerrando
en ella las dos tablas de piedra, es decir, la firmeza de uno
y otro Testamento. La formará vaso de oro, que es símbolo
de una memoria pura y sin mancha, que conservará para
siempre el tesoro escondido del maná, o sea, la eterna y
celeste dulzura de los pensamientos espirituales y del pan
de los ángeles. La hará, finalmente, vara de Aarón, esto es,
estandarte de la cruz, exponente de salvación de nuestro
soberano y verdadero pontífice Jesucristo, recuerdo
indeleble de las cosas inmortales. Cristo, en efecto, es la
vara que, nacida de la raíz de Jesé, torna a vivir después de
su muerte con una vida más pujante.
Todos estos objetos estarán cubiertos por dos querubes,
o sea, la plenitud de la ciencia histórica y la espiritual.
Puesto que querubín significa plenitud de ciencia. Cubren
sin cesar el propiciatorio de Dios, es decir, la tranquilidad
de tu corazón, cobijándolo frente a los ataques de los
espíritus del mal.
Así, al devenir tu alma, merced a su continuo afecto de
pureza, arca del divino Testamento y reino sacerdotal,
absorta en la contemplación de los conocimientos
espirituales, cumplirá aquel precepto impuesto al sumo
sacerdote por el legislador: Nunca saldrá de los lugares
santos, para que no manche el santuario de Dios. Este
santuario es su corazón, en donde el Señor promete hacer
su morada, diciendo: Habitaré en ellos y andaré entre
ellos .
Por este motivo nos conviene aprender de memoria las
divinas Escrituras y rumiarlas sin cesar en nuestra mente.
Esta meditación ininterrumpida nos reportará dos frutos
principales. El primero será que, mientras la atención está
ocupada en leer y estudiar, se halla libre de los lazos de los
malos pensamientos. El segundo es que, después de haber
recorrido varias veces ciertos pasajes, nos esforzamos por
aprender de memoria; y cuando no habíamos podido antes
comprenderlos – por estar nuestro espíritu falto de libertad
para ello -, luego, libres de las distracciones que nos
solicitaban, los repasamos en silencio, sobre todo durante
la noche, y los intuimos con mayor claridad. Tanto que, a
veces penetramos en sus sentidos más ocultos, y lo que
durante la jornada no habíamos podido entender sino
rudimentariamente, lo entendemos de noche cuando nos
hallamos sumergidos en una sueño profundo.
11. A medida que por este estudio se va renovando
nuestro espíritu, nos parecerá que la Sagrada Escritura
empieza a cambiar de aspecto para nosotros. Se nos
comunica una comprensión más honda y misteriosa, cuya
belleza se acrece en razón directa de nuestro progreso. Y
es que el texto inspirado se acomoda efectivamente a la
capacidad receptiva de la inteligencia humana, y en la
medida que uno se dispone a aprender se le va
comunicando la compresión. Por eso a los hombres
carnales les parece la Escritura cosa terrena; en cambio, a
los espirituales, celestial y divina. Y aquellos que las veían
antes como envueltas en espesas tinieblas, son ahora
capaces de sondear su profundidad o sostener con la
mirada su fulgor.
Sobre la amistad
16, 3. Entre todos los géneros de amistad, sólo hay uno
que es firme y estable. El que tiene como razón última no
el favor que concilia una recomendación, ni el valor de los
servicios prestados o de los beneficios recibidos, ni cierto
contrato u obligaciones de parentesco, sino la sola
semejanza de las mismas virtudes. Esta es, digo, la
amistad que no puede romper ningún accidente ni destruir
el tiempo y el espacio. Esta es la que ni siquiera puede
borrar la misma muerte. Tal es la verdadera e indisoluble
dilección que crece en razón directa de la perfección y
virtud de entrambos amigos. Su nudo, una vez que se ha
formado, no se deshace ni por antagonismos humanos, ni
por la lucha de voluntades divergentes. Aún más, hemos
conocido a muchos en nuestra profesión monástica que,
después de haber permanecido unidos por amor a Cristo,
con la más cálida amistad, no siempre pudieron
conservarla intacta. El origen de su unión era bueno. Mas
no se aplicaron con igual ardor a mantener uno y otro el
propósito que habían abrazado. Su afección era de
aquellas que no duran más que un tiempo efímero, por
cuanto no se alimenta de una virtud pareja por ambas
partes, sino que se sostiene por un esfuerzo unilateral, es
decir, por la paciencia de uno solo.
Tal sociedad, por magnánimos e infatigables que seamos
en conservarla, queda desarticulada y como condenada al
fracaso, por la pusilanimidad de nuestro amigo. Y es que
las imperfecciones de aquellos que caminan con tibieza a
la perfección, por más que sufran los fuertes y tolerantes,
los mismos imperfectos no pueden soportarlas. Mejor
dicho, no pueden sufrir que les sufran. Viven en su
corazón y están como connaturalizadas con ellos las
causas de sus enojos; por eso no les dejan vivir en paz y
armonía. Les sucede lo que a los enfermos. Imputan a
negligencia de los cocineros o de sus domésticos las
repugnancias de su estómago enfermizo. Y por mucho que
se esmere uno en atenderles, no dejan de hacer
responsables a los sanos de su abatimiento morboso, sin
percatarse de que éste se encuentra en su salud
quebrantada.
Por tal razón, como decíamos, el lazo de una amistad fiel
y constante sólo puede darse en la semejanza y paridad de
la virtud. Porque: El Señor hace habitar en la misma
morada a los que son unánimes en sus costumbres. La
dilección no puede subsistir sino entre aquellos que tienen
un mismo propósito, una misma voluntad, y están de
acuerdo en el sí y el no de sus juicios y opiniones.
Si deseáis también vosotros guardar sin ruptura vuestra
amistad, procurad extirpar vuestros vicios y mortificar la
voluntad propia. Así, siendo unánimes en vuestro
propósito, no teniendo más que una sola ambición, un solo
ideal común a los dos, podréis cumplir con celo el oráculo
que colmaba de delicias el alma del profeta: ¡Ved qué
dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos! Pero
esto no hay que entenderlo literalmente, sino de una
manera espiritual. Poco importa, en efecto, que cohabiten
bajo un mismo techo personas de costumbres y
temperamentos distintos. Ni impide tampoco a la
verdadera amistad, que estriba en la igualdad de virtudes,
el alejamiento físico. Porque ante Dios lo que nos une en
realidad y nos hace amigos es la unión y compenetración
de los corazones, no precisamente la convivencia en la
misma morada. Por ende, jamás podrá existir verdadera
armonía donde impera la discrepancia de voluntades.
4. GERMÁN. Entonces, según eso, si uno quiere hacer
algo que juzga saludable y conducente al servicio de Dios,
y el amigo no da su consentimiento para ello, ¿deberá
realizar esa obra contra su deseo, o dejarla sin efecto para
darle gusto?
5. JOSÉ. He aquí precisamente por qué he dicho que la
gracia de la amistad no podrá mantenerse plena y cabal
sino entre los perfectos en quienes se aprecia un mismo
nivel de virtud, porque una misma voluntad, un ideal
común no consiente que haya en ellos – o si se da, será un
caso esporádico – puntos de vista distintos ni mucho
menos desacuerdo en aquello que mira al progreso de la
vida espiritual.
EUQUERIO DE LYON
SALVIANO DE MARSELLA
EL GOBIERNO DE DIOS
I. 1,1. Algunos dicen que las acciones humanas dejan a Dios indiferente y, por
decirlo así, negligente, porque no protege a los buenos y no refrena a los perversos; de
ahí proviene, dicen, que en este mundo los buenos son la mayoría de las veces los más
desgraciados, mientras que los perversos son felices.
Es cierto que, para refutar semejantes acusaciones debería bastar, puesto que me
dirijo a cristianos, la Palabra de Dios; pero como muchos mantienen en esto algo de
incredulidad pagana, quizá les parecerá bien el testimonio de paganos eminentes y de
sabios. Podemos, pues, mostrar que no hallamos en ellos ese sentimiento de indiferencia
y negligencia divinas; sin embargo, ajenos a la verdadera religión, se sentían incapaces
de conocer a Dios, porque han ignorado la Ley, y es por ella por la que se le conoce.
1.2. El filósofo Pitágoras, que la misma filosofía ha admirado como a su maestro, se
expresa así cuando habla de la naturaleza y de los beneficios de Dios: “un alma que
circula y se expande por todas las partes del mundo, es fuente de vida para todos los
seres que viven”. ¿Cómo se puede afirmar que Dios no se cuida del mundo? ¿No es
amarlo suficiente el hecho de expandirse por todas partes?
1.3. Platón y todas las escuelas de su nombre reconocen que Dios es quien gobierna
todo. Los estoicos atestiguan que a la manera de un piloto, permanece siempre en el
interior de lo que dirige. ¿Qué sentimiento más justo y más religioso hubieran podido
tener de la solicitud y atención divinas, más que comparando a Dios con un piloto?
Querían decir con eso que, como el piloto nunca deja de la mano el timón durante la
travesía por mar, la solicitud de Dios hacia el mundo no se relaja un instante. El piloto
observa los vientos, evita los escollos, contempla los astros y se entrega en cuerpo y
alma a su tarea. De la misma manera, nuestro Dios no priva al universo del beneficio de
su augusta mirada, ni le priva del gobierno de su providencia, no le rehúsa la
indulgencia de su amor impregnado de bondad.
1.4. De aquí el pasaje siguiente, inspirado en los antiguos misterios y en el cual
Virgilio se muestra filósofo y poeta al mismo tiempo, cuando dice: “Dios recorre todos
los rincones de la tierra, toda la extensión de los mares, y el cielo profundo”. Y Cicerón
también afirma: “El Dios que concibe nuestra inteligencia no puede ser concebido de
otro modo más que como una especie de espíritu puro, libre, desprendido de toda
materia mortal, que conoce todo, que mueve todo”; y en otra parte: “No hay nada
superior a Dios”. Gobierna, pues, necesariamente el mundo; no obedece a nada, no está
sometido a nada en la naturaleza: es, pues, Él quien es dueño de toda la naturaleza. A
menos que nuestra sabiduría – aparentemente prodigiosa – no llegue a concebir a aquel
que, según nuestras propias aserciones, gobierna todas las cosas, como si las dirigiera y
descuidara al mismo tiempo.
1.5. Si, pues, esta gente que nada sabían de la verdadera religión, arrastrados por no
sé qué irresistible necesidad, han afirmado que todo era conocido, movido y dirigido por
Dios, ¿cómo ahora hay alguien capaz de pensar que sea indolente y descuidado, cuando
con su penetración lo conoce todo, con su fuerza lo mueve, con su poder lo gobierna y
con su bondad lo conserva?
Esto es lo que opinan los más representativos en la filosofía y en la elocuencia
humana acerca de la majestad y el gobierno del Altísimo. Pero si acabo de citar los más
ilustres maestros en estas dos artes incomparables, es para mostrar con mayor evidencia
que todos los demás pensadores ha tenido el mismo sentimiento o, al menos, que su
opinión, cuando fue contraria, no tenía autoridad alguna. Es cierto que me es imposible
descubrir a pensadores que hayan tenido una opinión distinta, dejadas de lado las
divagaciones de los epicúreos o de algunos “epicureizantes” que, después de haber
vinculado el placer con la virtud, igualmente han asociado a Dios con la negligencia y la
pereza. Está claro que los que piensan así no han adoptado sólo el pensamiento y la
opinión de los epicúreos sino también sus vicios.
4.17. Pero quizá pretendas tú ver precisamente la prueba que en este mundo Dios
descuida todo y reserva todo para el juicio futuro, en el hecho de que todos los males los
sufren precisamente los buenos, cuando los perversos son los causantes. Esta aserción
ya no es propia de un incrédulo, pues confiesa el juicio futuro de Dios.
4.18. En cuanto a nosotros, sostenemos que Cristo juzgará al género humano; lo cual
no se opone a la convicción de que Dios, desde ahora, en la medida en que lo estima
razonable, dirija y dispense todo; y así afirmamos que juzgará el futuro, no sin enseñar
que ha juzgado siempre en este siglo. Efectivamente, puesto que Dios no cesa de
gobernar, no cesa de juzgar, porque su mismo gobierno es un juicio… 5,26. Es una
locura y una impiedad creer que la bondad paternal de Dios descuida la solicitud por las
cosas humanas, pero no las descuida; y si no las descuida, las dirige; y si las dirige, por
eso mismo las juzga: pues no se podría concebir dirección alguna si el que dirige no
ejerciera continuamente su juicio.
III. 2,6. Me presentas la siguiente objeción: “¿Por qué nosotros, los cristianos, que
creemos en Dios, somos los más desgraciados que los restantes de los humanos?” Me
bastaría para responder a eso lo que el Apóstol dice a las Iglesias: Que nadie sucumba a
causa de estas tribulaciones a las que, como bien sabéis, estamos destinados. Puesto
que declara el Apóstol que Dios nos ha puesto en esta condición a fin de que
soportemos penas, miserias y pesares, ¿qué puede extrañar si aguantamos todos esos
males, nosotros que militamos para soportar todas las adversidades? Pero muchos no
entienden eso, y piensan que los cristianos, siendo más religiosos que los demás
pueblos, deberían recibir de Dios, como salario de su fe, una prosperidad mayor que la
de los demás humanos. Admitamos en principio su opinión y su manera de pensar.
7. Pero veamos lo que es creer fielmente en Dios. Puesto que queremos que haya en
este mundo una gran recompensa para la creencia y la fe, necesitamos examinar lo que
debe ser la creencia o la fe. ¿Qué es pues, la creencia o la fe? Estoy convencido que
creer fielmente en Cristo, es decir, ser fiel a Dios, consiste en observar con fidelidad los
mandamientos de Dios. Los servidores o los mayordomos de los ricos, a quien se ha
confiado un mobiliario abundante o cofres bien surtidos, no pueden ser en ninguna
manera cualificados de fieles si han devorado lo que se les ha confiado; igualmente los
cristianos son infieles si han malgastado los bienes que Dios les ha asignado.
8. Si me preguntan, quizá, ¿qué bienes Dios ha adjudicado a los cristianos?
Simplemente todo aquello gracias a lo cual tenemos la fe, es decir, aquello por lo que
somos cristianos: en primer lugar la Ley, luego los Profetas, a continuación el
Evangelio, siguen los escritos de los Apóstoles, y finalmente, el don de un nuevo
nacimiento, la gracia del santo bautismo y la unción del crisma divino. En tiempos
pasados entre los hebreos, es decir, entre el pueblo que Dios había distinguido y hecho
suyo, cuando la dignidad de juez prevalecía como poder real, Dios, mediante una
unción regia, confería la dignidad real a los hombres más estimados y más dignos de ser
elegidos; igualmente, todos los cristianos que, después de haber recibido la unción de la
Iglesia y hubieren cumplido los mandamientos de Dios, serán llamados al cielo para
recibir allí el premio a su fatiga.
Exigencias concretas de la fe
9. Y si todas estas cosas completan la fe, veamos, pues, quién es el que guarda estos
grandes misterios de la fe de modo que se le pueda llamar “fiel”; pues sería
necesariamente infiel, como ya lo hemos indicado, el no conservar el depósito de la fe.
Que quede claro que no exijo ahora el cumplimiento de todo lo que ordenan el Antiguo
y el Nuevo Testamento. Dejo de lado la severidad de la antigua Ley, las amenazas de los
Profetas, incluso paso por alto lo que no podría serlo: los severísimos principios de los
escritos apostólicos o incluso la doctrina de los libros evangélicos, cargados de todo
género de perfección. Ahora yo pregunto quién es el que observa al menos un pequeño
número de preceptos divinos.
10. No me refiero a esos mandamientos que muchos rechazan hasta el punto de
maldecirlos. El honor y el temor de Dios hacen de nosotros tales progresos que lo que
omitimos por irreligión lo clasificamos como digno de odio. Finalmente ¿Quién se
dispone a escuchar al Salvador que nos prohíbe pensar en el mañana? ¿Quién acoge la
palabra por la cual nos pide que nos contentemos cada uno con una sola túnica? Y
cuando nos prescribe caminar descalzos, ¿quién piensa que haya que hacerlo, e incluso,
que eso sea realizable? Dejo de lado estas cosas; pues nuestra fe, que nos da seguridad,
ha caído hasta hacernos juzgar inútil lo que el Señor ha querido que nos sea saludable.
Amad a vuestros enemigos, dice el Señor, haced el bien a los que os odian; rezad por
los que os persiguen y os calumnian. ¿Quién practica esto? ¿Quién es el que en sus
oraciones se digna cumplir respecto a sus enemigos lo que Dios ordena? Y no lo
expreso con meros deseos sino de palabra.
11. O aún, si alguien únicamente se esfuerza en confesarlo, lo hace con su boca pero
no con su espíritu; por la voz, se descarga de una obligación, pero no cambia las
disposiciones de su corazón. Así, incluso si se esfuerza en orar por su adversario, habla,
pero no ora. Sería demasiado entrar en detalles, pero todavía una cosa quiero añadir
para comprender que, lejos de secundar todas las palabras de Dios, no obedecemos a
casi ninguno de sus mandamientos. Es lo que proclama el Apóstol: Si alguien estima ser
algo, no siendo nada, se ilusiona.
12. Así pues, somos culpables en todo, añadimos a nuestros crímenes la ilusión de
creernos buenos y santos; y así, las ofensas de nuestra iniquidad aumentan por nuestra
presunción de rectitud. El que odia a su hermano es un homicida, dice el Apóstol.
Podemos, pues, comprender que muchos son homicidas aunque se crean inocentes,
puesto que, como lo vemos, el homicidio no es solamente perpetrado por la mano del
que asesina, sino también por el alma del que odia. De ahí proviene que el Salvador
haya reforzado la presentación de este mandamiento por una condena todavía más
severa, diciendo: El que se encoleriza sin razón contra su hermano, será condenado por
el juicio. La cólera es la madre del odio. Por eso, el Salvador ha querido excluir la
cólera para que no se suscite el odio…
9,43. … Dios nos manda amarnos unos a otros, pero nosotros nos desgarramos por
un odio mutuo. Dios ordena a todo cristiano dar nuestros bienes a los indigentes. Pero,
por el contrario, todos nos lanzamos sobre los bienes del otro. Dios ordena a todo
cristiano ser casto hasta en sus miradas, y ¿cuántos hay que se revuelcan en el fango de
la fornicación?
44. Es que ¿puede decirse algo más? Voy a referirme a una cosa grave y lamentable.
La misma Iglesia, que debería tener como función apaciguar a Dios ¿Qué hace sino
exasperarle? Dejando de lado a un grupito reducido que rechaza el mal, la asamblea de
los cristianos en su casi totalidad ¿qué es sino una cloaca de vicios? ¿Cómo encontrarías
tú en la Iglesia a alguien que no sea borracho, adúltero, fornicador, libertino, ladrón u
homicida? Y lo que es peor, todo eso sucede sin parar…
46. Casi todo el pueblo de la Iglesia ha llegado a tal grado de torpeza que, en cierta
medida, una forma de santidad consiste en que el pueblo cristiano sea menos vicioso
que los demás pueblos. Por eso las Iglesias – o más bien los templos y los altares de
Dios – los tratan algunos con menos respeto que la casa del más bajo representante de la
justicia municipal. Pues no se permite a cualquiera entrar en las casas de los ilustres
potentados ni incluso en las de los presidentes o notables. Entran solamente los que el
juez ha convocado, los que han gestionado sus negocios, o aún, los que la dignidad de
su rango les ha permitido acceder. Pero si alguien atraviesa el umbral con modos
displicente, lo golpean, lo expulsan, o incluso, lo castigan por el hecho de haber
vilipendiado su propia estima.
47. Pero en los templos – o más bien, en los altares y en los santuarios de Dios -
todos los individuos repelentes e infames se precipitan indistintamente sin miramiento
alguno por el honor sagrado, y eso no requiere que se les impida a todos a implorar a
Dios, pero hay que procurar que el que entre para compartir un clima de paz no salga
luego como provocador. No hay que confundir en una misma obligación el hecho de
pedir perdón y el hecho de provocar la cólera.
48. He aquí, en efecto, un nuevo género de monstruosidad: casi todos los cristianos
no cesan de hacer lo que lamentan de haber hecho, y los que entran en las iglesias para
llorar sus viejas fechorías, salen para cometerlas de nuevo. Pero, ¿por qué digo “salen”?
Poco falta que no sea en el decurso de sus oraciones y súplicas que maquinen sus
perversas acciones. Una cosa es lo que expresan los labios, y otra lo que reclama el
corazón: mientras deploran verbalmente sus fechorías pasadas, premeditan en el
corazón otras futuras; de este modo la oración acrecienta sus crímenes en lugar de
compadecer al Señor. Así se cumple en su lugar esta maldición de la Escritura: que
salgan condenados de la oración, y que su misma oración sea un pecado.
49. En pocas palabras, si se quiere conocer qué tipo de hombres son capaces de
planear estas cosas en el templo, fijémonos en lo que sucede. Pues apenas se terminan
las ceremonias litúrgicas, vuelven a sus hábitos favoritos: unos para robar, otros para
emborracharse, aquellos para fornicar, estos para trincar, a fin de que quede claro que
han meditado en el interior del templo lo que hacen nada más salir de él.
Caso típico: los impuestos
IV.6.30. ¿Quién sería lo suficientemente elocuente para hablar de latrocinio y del
crimen siguiente? : El Estado Romano, ya muerto, - o en todo caso dando sus estertores
donde todavía parece estar con vida – muere estrangulando con los lazos de los
impuestos como con manos de bribones. Lo cierto es que hay muchos ricos y sin
embargo son los pobres los que pagan sus impuestos. Esto quiere decir que existen
muchos ricos que gravan con impuestos a los pobres. Y si me refiero a “muchos”, temo
que no pueda decirse de “todos” con mayor verdad. Si son pocos las excepciones de
esta fechoría – suponiendo que existan –, en la categoría en que clasificamos a muchos
ricos, podríamos casi incluirlos a todos.
31. Consideremos, efectivamente, estos remedios fiscales que se acaban de aplicar en
algunas poblaciones. ¿Qué resultado se ha logrado sino exceptuar a todos los ricos y
acumular los impuestos sobre los miserables? Anular a algunos sus pasados tributos e
imponer otros recientes a los otros; enriquecer a los primeros por la disminución de
todas las tasas, incluso las mínimas, y abrumar a los segundos por el aumento de las
más pesadas; enriquecer a unos por la supresión de lo que podían soportar sin agobio, y
hacer perecer a los otros por la multiplicación de lo que les era imposible soportar. Y
así, este remedio eleva muy injustamente a uno y mata también injustamente a los otros,
regalo criminal para unos, veneno no menos criminal para los otros. De donde vemos
que nada es más depravado que la actitud de los ricos, que encuentran sus remedios en
la muerte de los pobres, y que nada es más desgraciado que la suerte de los pobres, que
son exterminados por lo que ha sido dado como un remedio a toda la humanidad.
Menosprecio de quien quiere ser bueno
7,32. ¡Hermosa cosa en verdad y santa sobremanera es que un noble pierda el
prestigio de su nobleza desde el momento en que se convierte a Dios! O incluso, ¿qué
prestigio de Cristo puede haber en el pueblo cuando la religión pierde su nobleza?
Desde el momento en que cualquiera trata de ser mejor, es pisoteado y despreciado
como lo infame: he aquí por qué todos son apremiados a ser perversos si no quieren
pasar por viles. No sin razón el Apóstol exclama: El mundo entero yace en poder del
Maligno. Es cierto; pues tiene toda la razón al afirmar que está todo sometido al poder
del Maligno; sí, este mundo donde los buenos no encuentran su sitio. Todo está tan
colmado de iniquidad que los que existen, o son malos, o bien son buenos pero
atormentados por las persecuciones de muchos
33. Así, como acabamos de decirlo, si un hombre de condición distinguida se
compromete con la religión, al instante cesa de ser distinguido. El que cambia de hábito,
supone un cambio de rango; pues el que se hallaba en un rango elevado, se vuelve
menospreciable. Cuando más destellaba, se vuelve ahora más vil. El que era honrado en
todo, pasa a ser en todo objeto de ultraje. Nada extraño es que hombres mundanos e
infieles sufran la desgracia y la cólera de Dios, cuando persiguen al mismo Dios en sus
santos. Pues todo está pervertido, todo invertido. Al bueno se le desprecia como a un
perverso; mientras que al perverso lo estiman como a hombre de bien. No hay nada
desconcertante. Cada día nuestra suerte empeora, porque cada día somos peores. Pero
sí, los hombres, cada día, cometen nuevos atropellos y no dejan los viejos: nuevos
crímenes aparecen, y los antiguos no son repudiados.
Estado lamentable del mundo romano a raíz de las invasiones
VI.12.66. Pero, si estamos corrompidos por la prosperidad, sin duda nos corrige la
desgracia; si una paz dilatada ha hecho de nosotros individuos disolutos, quizá las
desgracias nos vuelvan cuerdos. ¿Es que los habitantes de las ciudades, que habían sido
impúdicos en la prosperidad, se han vueltos castos en la adversidad? ¿Acaso la
embriaguez que se extendía en la calma y la abundancia, se ha detenido al menos ante
los estragos del enemigo?
67. Italia ha sido devastada por incontables desastres, sin embargo ¿han cesado los
vicios de los italianos? Han sitiado y asaltado a la ciudad de Roma, pero ¿los romanos
han dejado de blasfemar y soliviantarse? Pueblos bárbaros han inundado las Galias, mas
los crímenes de los galos, cuando consideramos sus comportamientos corrompidos ¿han
dejado de ser lo que eran? Los vándalos han llegado a las Españas, y es evidente que la
suerte de los hispanos ha cambiado, pero no su vida.
68. En fin, para que en ningún rincón del mundo se librara de los azotes desastrosos,
las guerras han comenzado a navegar sobre las olas: después de haber devastado las
ciudades bañadas por el mar, subyugadas Cerdeña y Sicilia, es decir, los graneros del
fisco, y haber cortado en cierta manera las venas vitales del Imperio, han emprendido la
servidumbre de la misma África, que es, por decirlo así, el alma del Estado Romano. ¿Y
qué ha ocurrido? ¿Acaso nada más desembarcar en estas costas los pueblos bárbaros, el
miedo ha hecho acallar los vicios? Y si las circunstancias actuales pudieran corregir a
los peores esclavos, ¿no ha podido el terror evocar en esas gentes la moderación y la
norma?
69. ¿Quién puede concebir la fechoría siguiente? Pueblos bárbaros hacían bramar sus
ejércitos en torno a las murallas de Cirta y de Cartago, mientras la Iglesia de Cartago se
entregaba a la locura en los circos, a la lujuria en los teatros. Cuando unos eran
degollados fuera, otros fornicaban dentro. En el exterior, una parte del pueblo caía
prisionero de los enemigos, y en el interior la otra parte lo era de los vicios.
70. ¿Qué suerte era la peor? No sabría pronunciarme. Por fuera la carne era cautiva,
pero por dentro lo era el alma. De estas dos calamidades funestas, la menor para un
cristiano es, creo yo, soportar la esclavitud del cuerpo y no la del alma, según la
enseñanza del Salvador en el mismo Evangelio, cuando dice que la muerte de las almas
es mucho más grave que la de los cuerpos. ¿Creemos que este pueblo no ha conocido la
cautividad del alma, precisamente cuando se mostraba alegre mientras los suyos eran
apresados? ¿No era esclavo de corazón y de sentimiento, el que reía con motivo del
suplicio de los demás, no se creía asesinado en el exterminio de los suyos, ni pensaba
morir en la muerte de su gente?
71. Fuera de las murallas y en las murallas se alzaba, por decirlo así, el fragor de los
combates y el de los juegos; los gritos de moribundos se confundían con los de las
orgías. Apenas podía distinguirse el alarido de la gente que sucumbía en la guerra y el
alboroto del pueblo que aullaba en el circo. Y cuando todo eso sucedía, ¿qué hacía un
pueblo sino reclamar su pérdida, cuando quizá Dios no quería todavía perderlo?
Costumbres puras de los visigodos
VII.6.23. Si el Señor los ha entregado a los bárbaros a causa de su vida impúdica, ni
siquiera renuncian a sus impurezas aun conviviendo con ellos. Pero a los enemigos con
quienes conviven, ¿les agradarían estos lamentables comportamientos? ¿No se sentirían
tremendamente confundidos en el caso de ser ellos mismos impúdicos y ver que los
romanos son castos? Si fuese así la perversidad de otro no debería volvernos malvados;
pues todo hombre se debe más bien a su misma bondad y no a la actitud perversa de
otro. Es necesario esforzarse en agradar a Dios mediante la virtud, que agradar a los
hombres por la liviandad. Por consiguiente, si alguien vive entre bárbaros degenerados,
debe practicar la pureza, que le es provechosa, en lugar del vicio, que agrada a
enemigos corrompidos.
24. Pero, ¿qué es lo que se añade todavía a nuestras faltas? Somos corruptos entre
bárbaros honestos. Digo más: los mismos bárbaros están escandalizados de nuestras
desvergüenzas. Los godos no toleran el desenfreno en ninguno de los suyos: sólo en
opinión de los bárbaros, los romanos, para deshonra de su nombre y de su nación, se
permiten ser libertinos. Y ¿qué esperanza, os pregunto, nos queda delante de Dios?
Amamos el libertinaje: los godos lo detestan; ahuyentamos la honestidad, ellos la
abrazan. En ellos el amancebamiento es un crimen y un peligro; en nosotros, un honor.
25. Y creemos que podemos subsistir en presencia de Dios; creemos poder salvarnos,
cuando todos los crímenes de la indecencia, todas las vergüenzas de la liviandad se han
cometido por los romanos y castigado por los bárbaros. Pregunto aquí a quienes nos
creen mejores que los bárbaros: ¿qué dirían ahora si una de estas fechorías es cometida
por los godos, aunque sólo la cometiera un número insignificante de entre ellos? Y ¿qué
diremos si una de esas vilezas la cometiera todos o casi todos los romanos? Nos
extrañamos que Dios haya entregado a los bárbaros las tierras de Aquitania o de todos
nosotros, cuando los bárbaros purifican hoy con su honestidad esas provincias que los
romanos habían emponzoñado con su desvergüenza.
Hispanos y vándalos
26. ¿Este veredicto sólo es aplicable para Aquitania? Pasemos, pues, a los otros
rincones del mundo para no dar la impresión que hablamos únicamente de los galos.
¿Acaso los hispanos no han perecido por los mismos vicios o quizá por otros mayores?
Incluso si la cólera celeste los hubiera entregado a otros bárbaros, sean cuales fueren,
los enemigos de la honestidad habrían incluso aguantado los suplicios que merecían sus
crímenes; pero ha sucedido que, para manifestar en esas regiones la condena de la
desvergüenza, esas provincias han sido abandonadas sobre todo a los vándalos, pero a
vándalos honestos.
27. En la servidumbre de los hispanos Dios ha querido mostrar a la vez cuánto
detesta el desenfreno y cómo le agrada la honestidad, puesto que ha entregado a los
vándalos únicamente por ser honestos, la servidumbre de los españoles por la mera
razón de que se comportaban como unos procaces. ¿Entonces qué? ¿No existían en todo
el universo bárbaros más poderosos a quienes entregar los hispanos?
28. Sí, sin duda, había muchos, e incluso, si no me equivoco, lo eran todos. Pero Dios
ha entregado todo a los enemigos más débiles, para mostrar que la sensatez y no la
fuerza deciden los acontecimientos. No hemos sido aplastados por el valor de ese
enemigo en otro tiempo tan débil, sino que han sido nuestros vicios los que nos han
ocasionado la derrota. Así, pueden aplicársenos justamente esas palabras que el Señor
ha dirigido a los judíos: Los he tratado según sus delitos y por sus transgresiones les he
ocultado mi rostro; y en otra parte, al mismo pueblo: El Señor levantará contra ti un
pueblo lejano; y con los cascos de sus caballos pisará todas tus calles pasará a espada
a tu pueblo. Todo lo que ha expresado el discurso divino se ha cumplido en nosotros, y
el castigo a todos nosotros ha justificado la fuerza de las palabras celestes.
La corrupción de los africanos. Cartago
VII.16.65. Y en primer lugar, para referirnos a la corrupción, ¿quién ignora que las
antorchas obscenas del desenfreno han ardido siempre en toda África, hasta el punto
que se la consideraba no tanto una tierra y una estancia de humanos, sino un Etna de
llamas sórdidas? Como el Etna hierve bajo el calor interno de un fuego natural, así
África, bajo las llamas abominables de una degeneración perpetua. No quiero que, en
esta materia, nadie se atenga a mis aserciones: que se fije en el testimonio del género
humano. ¿Quién no sabe que todos los africanos son unos desvergonzados, pasando por
alto quizá a los individuos convertidos a Dios, es decir, transformados por la fe y la
religión?
66. Pero este caso es tan raro y extraño que al ver a un Gayo no sería un Gayo, ni a
un Seyo que no sería un Seyo. Es tan raro e insólito encontrarse con un africano que no
sea un desvergonzado, tanto así como extrañísimo e inaudito sería imaginarse un
africano que no fuese africano. El vicio de la corrupción es allí tan general que,
cualquiera de entre ellos que dejara de ser deshonesto no parecería ser africano. No
pretendo ahora recorrer lugares ni debatir el caso de todas las ciudades, pues no quiero
dar la impresión que inquiero y examino con precipitación lo que estoy diciendo.
67. Me basta con esta ciudad, reina y madre en cierta manera de todas las ciudades
africanas, de esta rival eterna en otro tiempo de las colinas de Roma por sus ejércitos y
su vitalidad, y luego por su esplendor y su impacto: me refiero a Cartago, la mayor
competidora de Roma, esta otra Roma del mundo africano. Sólo ella me sirve de
ejemplo y de testimonio, pues todo lo que requiere en la sociedad de organización y de
gobierno de un estado, ella lo tiene en su seno.
68. Contenía todo el aparato de las funciones públicas, instituciones de artes
liberales, centros de filosofía, escuelas de lenguas y de educación; no faltaban tampoco
fuerzas militares y generales para coordinarlas; residía también allí la dignidad
proconsular, un juez y un gobernador permanente, procónsul en cuanto al título pero
cónsul en cuanto al poder; no faltaban cargos civiles y dignidades diversas, por rango y
por título. En cada puesto, y en cada vía pública había jueces que se responsabilizaban
de todos los rincones de la ciudad y categorías de la población.
69. Nos basta esta ciudad como ejemplo y como testimonio de las restantes ciudades.
Será fácil comprender lo que ellas deberían ser, al no disponer de una administración
tan rica, cuando hemos visto lo que era la ciudad de Cartago, que siempre situó a los
magistrados más prestigiosos. Con esto que digo, da la impresión que casi me arrepiento
de mi propósito al dejar de lado los crímenes de los africanos y no hablar ya más de
corruptelas y blasfemias.
70. Pero Cartago es una ciudad rebosante de crímenes, hirviendo en todo género de
iniquidades; una ciudad masificada y rebosante de infamias, colmada de riquezas y
todavía más de vicios; hombres que se superan unos a otros por las barbaridades de sus
perversidades: unos rivalizan en rapacidad, otros en obscenidad; algunos incapacitados
por el vino; hay quienes viven apoltronados en su demasiado buena mesa; otros
coronados de popularidad, muchos apestando a perfumes; todos, perdidos en mil relajos
de lujo, pero la mayoría abatidos por la muerte única donde regurgitan los pecados. No
son todos ebrios de vino, pero sin embargo están embriagados de pecados. Podéis ver a
un gran número de enfermos mentales, cuya mente está seriamente dañada, delatados en
sus ademanes, y que llegan a revolcarse en masa unos contra otros, como un tropel de
borrachos.
71. Y ahora, ¿de qué crímenes voy a hablar? ¿Cuál de ellos no es grave? Son de una
especie distinta de los precedentes, pero se asemejan en injusticia, si es que no son
todavía más perversos. Me refiero a ventas de huérfanos, de persecuciones sufridas por
las viudas, los sufrimientos infligidos a los pobres. Estas víctimas gimen a diario delante
de Dios, piden el final de sus males; ahora bien, lo que es más grave todavía, reclaman
en el exceso de su rencor la llegada de los enemigos; e imploraron a Dios la entereza
para soportar en común de parte de los bárbaros las devastaciones que antes tuvieron
que aguantar ellos solos de parte de los romanos.
73. Podían verse allí bandas de ladrones que trataban de expoliar a los viajeros
sitiando con emboscadas incontables todos los senderos, todos los recodos y pasos, de
tal manera que ningún hombre, por prudente que fuese, podía impedir la caída en alguna
de esas trampas, pese a haber esquivado otras. Incluso me atrevo a decir que todos los
habitantes de la ciudad apestaban de la basura del desenfreno, contagiándose
mutuamente del fétido olor de la indecencia.
74. Sin embargo, no les disgustaban esos horrores, porque se trataba de un mismo
horror infectado en todos. Podría decirse que Cartago era una sentina de desenfrenos y
de obscenidad, un sumidero colector de todas las inmundicias de las calles y de las
cloacas. Y ¿qué esperanza se podía albergar en un lugar en que, exceptuado el templo
del Señor, no se veía más que basura? Pero, ¿por qué digo “exceptuado el templo del
Señor”? Porque es una cuestión que concierne completamente a los sacerdotes y al
clero. No los critico: mantengo el respeto que se debe al ministro de mi Señor; creo que,
únicamente ellos han sido puros en el altar, como Lot fue el único en serlo, en la
montaña, cuando pereció Sodoma…
CESÁREO DE ARLÉS
SERMONES AL PUEBLO
La palabra de Dios es un rocío
1,15. El Señor amenaza ante las acciones pecaminosas,
diciendo: Enviaré la lluvia a una ciudad; y no a otra,
debemos vigilar con gran cuidado para no ser esta ciudad
donde la lluvia de la palabra de Dios no cae o viene en
todo caso demasiado tarde y muy raramente. Pues, sin
ninguna duda, la mala calidad de los frutos de la tierra
cuando no reciben la lluvia, son como los de las almas
cuando el rocío o la lluvia de la palabra de Dios llega
demasiado tarde. Que la palabra de Dios se compare al
rocío y a la lluvia, lo sabéis mejor que yo, la palabra
divina lo atestigua diciendo: Caiga como rocío mi
palabra, como llovizna sobre el césped.
Si todos nosotros en nuestros huertos, queremos tener
agua para regar y si estamos dispuestos, cuando no la
tenemos a mano, habrá que sacarla de lo hondo de la tierra
con gran trabajo para que crezcan las plantas que
necesitamos para nuestro alimento, ¿con cuánto mayor
cuidado debemos vigilar el jardín del Señor, es decir, la
Iglesia de Dios, a fin de que, gracias a las flores de las
santas Escrituras, a los arroyos y a las fuentes espirituales
de los antiguos Padres, sea regado lo que es árido,
ablandado lo que está duro y a continuación, sin gran
trabajo, desarraigado todo lo dañino, y plantado lo útil.
Según la palabra del apóstol Pablo, del que somos, pese a
nuestra indignidad, los sucesores: Yo he plantado, Apolo
ha regado, pero Dios ha hecho crecer, hagamos con la
gracia de Dios lo que depende de nosotros, ejerzamos
nuestro ministerio y Dios repartirá sus beneficios.
La palabra de Dios, alimento espiritual
17. ¿Quién no sabe que en todo hombre existe un
hombre interior y un hombre exterior? Por tanto, cada vez
que invitamos a la gente a nuestra mesa, lo mismo que
hacemos servir platos adecuados para recuperar nuestras
energías físicas, es justo que pongamos el máximo
empeño en hacer leer la santa Escritura, o en pronunciar
nosotros mismos alguna palabra santa para alimentar
nuestra alma.
Pues por el hecho que el alma tiene que ser apreciada
como la señora, y la carne la criada, no es justo que la
criada quede saciada con múltiples platos refinados, a
veces hasta la indigestión, y que la señora no sea
alimentada con la dulzura de la palabra de Dios. Pues el
que pone su máxima preocupación en servir a las almas la
lectura divina y a los cuerpos una comida sobria y
equilibrada, alimenta al hombre interior y al hombre
exterior; y así se cumple en él la palabra del Señor, en el
Evangelio, que ya citamos antes: El hombre no vive sólo
de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Lo digo con el máximo respeto, pues estoy seguro que el
alma, privada de la palabra de Dios, muere; lo mismo que
el cuerpo carente de alimento material.
Pero aún es peor: muchos, mientras hacen un acopio
considerable de alimentos para preparar platos
exageradamente espléndidos y refinados, no conceden al
alma mediante santas conversaciones, lo que necesita;
tampoco pueden dar a los pobres con tanta generosidad
como sería preciso; y en el transcurso de sus comidas no
sólo descuidan de ofrecer una lectura de textos sagrados
susceptibles de reconfortar el alma, sino que a veces pasan
el tiempo en verborreas de las que tendrán que rendir
cuenta en el día del juicio, o no temen ni se avergüenzan
de decir o de escuchar placenteramente maledicencias de
los demás, bufonerías o incluso obscenidades; y no basta
con que esta alma desdichada no sea alimentada con la
dulzura de la palabra de Dios, para colmo todavía hay que
embargarla con el veneno mortal de los vicios. En última
instancia, si ella no recibe lo que necesita para vivir, ¿por
qué se la obliga a tragarse lo que le provoca la muerte?
Cómo debe desearse y buscarse la palabra de Dios.
4,1. Entre todas las bienaventuranzas que, en el
Evangelio, nuestro Señor y Salvador ha dignado enumerar,
menciona una en estos términos: Dichosos los que tienen
hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados .
Dichosos aquellos a quienes Dios se digna conceder esta
hambre maravillosa y esta sed tan deseable. Pero
hermanos, ¿cómo se puede estar hambriento de justicia?
Estarás hambriento de justicia si quieres escuchar con
paciencia y buena disposición la palabra de Dios; pues, de
un alimento así, se ha dicho: Los que me comen, todavía
tendrán más hambre, y los que me beben, sentirán aún
más sed .
Aunque valga más actuar que conocer, sin embargo, el
conocimiento precede a la acción; pues, hay que aprender
a conocer lo que se desea realizar. En fin, escucha la
palabra de la Escritura: El que no aprende la justicia en
esta tierra no realizará la verdad; y también: El celo
sorprenderá a un pueblo ignorante y el fuego enemigo lo
consumirá. Y si se refiere aquí al fuego como enemigo, es
porque se le reconoce que no procede de Cristo sino del
diablo. Y aún: Aprended la justicia vosotros que vivís en la
tierra. Está claro que tiene hambre de justicia el que desea
aprender la justicia; por eso, debemos también nosotros
comenzar por aprender, para merecer luego ponerla en
práctica.
Hay que exigir la predicación de la palabra de Dios
Por tanto, para que esta bienaventuranza se cumpla en
vosotros por la gracia de Dios, si, en verdad, como lo
creemos, tenéis todos al mismo tiempo hambre y sed de
justicia, cada vez que la palabra de Dios se os haya
predicado de forma remisa, no penséis que sintamos el
deber de imponérosla. Más bien vosotros mismos debéis
exigirla de nosotros fielmente y con empeño, porque es un
bien del que tenéis derecho.
2. Pues si nosotros, espontáneamente quisiéramos
siempre ofrecérosla mientras que vosotros no quisierais
exigirla de aquellos que quizá carecen de celo, en ese caso
podríamos pasar por importunos al lado de aquellos que
ignoran el peligro que corremos; pero el que conoce bien
el pesado fardo que carga los hombros de los sacerdotes,
comprenderá que, cuando incluso predicamos con
asiduidad la palabra del Señor, damos menos de lo que
debemos.
El Espíritu Santo atestigua para los sacerdotes por boca
del profeta: Grita, no te contengas. No dice: “Grita
durante muchos días”, sino: Grita, no te contengas; alza tu
voz como una trompeta y denuncia a mi pueblo sus
rebeldías. Y también: Si no amonestas al malvado de su
perversidad, te pediré cuentas a ti de su vida. Y el
Apóstol: Acordaos de que durante tres años, noche y día,
no me cansé de amonestar con lágrimas a cada uno de
vosotros. Si el Apóstol, para disculparse en la presencia de
Dios, predicaba día y noche la palabra del Señor, ¿qué será
de nosotros, que apenas distribuimos, y sólo al cabo de
muchos días, el pasto espiritual al rebaño que se nos ha
confiado?
Por eso, Pablo, declara con toda solemnidad: Testifico
ante Dios y ante Jesucristo que, manifestándose como rey
ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Y como si le
preguntara por qué comenzaba por tan comprometida
declaración, prosiguió así: Predica la Palabra, insiste a
tiempo y a destiempo: corrige, reprende, exhorta. ¿Qué
significa “a tiempo y a destiempo, si no es a tiempo para
los que la desean, y a destiempo para los que no la desean?
La palabra de Dios debe ofrecerse a los que la desean oír,
debe imponerse a los que la rechazan, no sea que estos
últimos se alcen un día contra nosotros ante el tribunal de
Cristo alegando que nosotros no les hemos advertido y que
se nos pida cuenta de la sangre de sus almas.
El talento enterrado
Debemos también reflexionar con un gran temor y
temblor, temiendo que no se nos aplique la terrible
sentencia que ha merecido oír ese criado que no ha
querido hacer fructificar el talento recibido: ¡Criado
malvado y perezoso!, dice, ¿por qué no has puesto mi
dinero en el banco y al volver yo, habría retirado mi
dinero con los intereses? ¿Y después? Quiera Dios que no
se diga eso de nosotros. Dice: Arrojad a ese criado fuera,
a las tinieblas. Allí llorará y le rechinarán los dientes.
Pregunta: ¿por qué no has puesto mi dinero en el banco?
El dinero, queridos míos, no significa otra cosa que lo que
se predica en la Iglesia. Los banqueros que deben recibir
el dinero no son otros que el pueblo cristiano. Y si es un
pecado grave para nosotros no poner el dinero de nuestro
Señor en la sucursal de vuestro corazón, también cada uno
de vosotros corre un grave riesgo si rehúsa hacer
fructificar en buenas obras las palabras que ha recibido.
3. Por tanto, puesto que tenéis conciencia de nuestro
peligro y del vuestro, cada vez que suceda que la palabra
de Dios tarde demasiado en ser dispensada a vosotros,
sufrís por ello, como si se retirara de vuestro cuerpo su
ración de alimento cotidiano. Pues, en nosotros el hambre
del cuerpo no debe superar a la del alma; cuanto más
reconocemos la dignidad del alma, más debemos cuidar de
su alimento. Pues si reparamos las energías de nuestro
cuerpo dos veces al día, ¿por qué estimamos que resulta
inoportuno y descabellado que al menos cada siete días la
palabra de Dios se predique al alma? Lo mismo que la
carne se reconforta mediante este alimento terreno, así el
alma por su parte se alimenta con la palabra de Dios. Por
eso, cada vez que se os retrase su presentación, sacudid
nuestra pereza mediante vuestra sana importunidad y
exigid lo que tenéis derecho de que se os dé.
Los sacerdotes son como las vacas; los fieles, como los
terneros
4. Los sacerdotes en la Iglesia se parecen a las vacas, y
el pueblo cristiano se asemeja a los terneros. Lo mismo
que las vacas recorren los campos y las praderas en todas
sus direcciones, rodean los viñedos y los olivares para
ramonear las tallos y las hojas y preparar con ello la leche
que alimentará a sus crías, así los sacerdotes, al leer
asiduamente la palabra de Dios, deben coger las flores en
los variados montes de las santas Escrituras, para poder
extraer de ellas una leche espiritual y servirla a sus hijos
para tener derecho a decir con el apóstol Pablo: Os di a
beber leche y no alimento sólido.
No es un despropósito, hermanos muy queridos,
asemejar los sacerdotes a las vacas; pues, así como una
vaca tiene dos mamas con las que alimenta a su ternero,
los sacerdotes disponen a su vez de dos mamas, el Antiguo
y el Nuevo Testamento, con las que deben alimentar al
pueblo cristiano. Sin embargo, fijaos bien, hermanos míos,
y ved que las vacas carnales no sólo acuden por impulso
natural hacia sus propios terneros, sino que también los
terneros acuden a su encuentro y golpean a menudo con
sus cabezas las mamas de su madre, de tal manera que, a
veces, si son bastante corpulentos, se diría que levantan en
volandas el cuerpo de sus propias madres. Sin embargo,
las vacas aceptan de buen grado la violencia que se les
infiere, pues desean constatar los progresos de sus crías.
Eso mismo deben anhelarlo los buenos sacerdotes, y
desearlo con fe: que sus hijos, por la salvación de sus
almas, les provoquen con preguntas continuas; de tal
suerte que, al mismo tiempo que se otorga la gracia a los
hijos provocadores, se prepara una recompensa eterna a
los sacerdotes que develan los secretos de las santas
Escrituras.
Por eso, insisto que necesitamos mantener en nosotros
esta semejanza, pues deseamos soportar constantemente
de vuestra parte esta inquietud deseable, con tal de que
merezcamos ver vuestras almas crecer en el amor de
Cristo. Y así como mostramos interés en recoger las flores
de las Escrituras y elaborar con ellas un alimento
espiritual, también vosotros debéis buscarlo con suma
avidez. Por ende, como los terneros acostumbran a
exprimir con gran fogosidad las mamas de sus madres a
fin de poder extraer del interior de sus cuerpos el alimento
que necesitan, el pueblo cristiano debe provocar
incesantemente a sus sacerdotes, que son como las mamas
de la santa Iglesia, mediante muy devotas cuestiones, con
el fin de poder procurarse la comida de la salvación y
proporcionar a su alma los alimentos necesarios, no sea
que si los sacerdotes se hallaran demasiado torpes en la
oferta, y el pueblo dejara de exigir, empachado por
excesivas ocupaciones profanas, no se cumpliría la palabra
de la Escritura: Enviaré el hambre a la tierra, no hambre
de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Dios”.
No obstante, creemos que la misericordia de Dios se
dignará concedernos un celo así para la lectura y la
predicación, y a vosotros el deseo equivalente para
escucharnos, a fin de que, en presencia del tribunal del
Juez eterno, podamos satisfechos rendir cuentas de
nuestras predicaciones; y vosotros, gracias a vuestra
obediencia generosa y a vuestra perseverancia en las
buenas obras, merezcáis alcanzar la recompensa eterna,
con la ayuda de Aquel que vive y reina.
Escuchar y leer las Escrituras
6,1. Damos gracias a Dios, hermanos muy queridos, por
habernos permitido, pese a tantas ocupaciones, que nos
presentáramos de nuevo ante vuestra querida y santa
asamblea. Dios en su bondad lo sabe bien: incluso la
posibilidad de dos o tres veces por año no sería suficiente
para colmar nuestros deseos. Pues, ¿qué padre no desearía
ver con asiduidad a sus hijos, y en particular a los hijos
fieles y buenos? Quiera Dios conceder a vuestras
oraciones que, al habernos acogido con tan gran caridad,
podáis encontrar en nosotros algún bien, y que nosotros
veamos siempre en vosotros la manera de gozar con
mayor plenitud. Y que, al alegrarnos como conviene de
vuestra querida presencia, aprovechemos esta ocasión para
compartir nuestra común salvación, en la medida que nos
lo permita el Señor.
Hermanos muy queridos, cuando os exponemos algo útil
a vuestras almas, que nadie trate de excusarse diciendo:
“No tengo tiempo de leer; por eso, me es imposible
conocer los mandamientos de Dios y cumplirlos”. Que
ninguno de vosotros tampoco diga: “Como no sé leer, no
seré culpable si quebranto en algo los mandamientos de
Dios”. Esto es una excusa vana, hermanos muy queridos,
que no sirve de nada. Ante todo, incluso si un analfabeto
es incapaz de leer la Escritura santa, nada le impide que
con la mejor disposición escuche al que la lee. Pero, ¿y si
el que sabe leer, no puede procurarse los libros en donde
pueda hacer con sosiego su lectura de la santa Escritura?
Desterremos las habladurías y los chascarrillos irónicos;
rechacemos en cuanto nos sean posibles los propósitos
ociosos e inconvenientes, y veamos si no nos queda
tiempo para dedicarnos a la lectura de la santa Escritura.
Evitemos los banquetazos que nos ocupan hasta el
anochecer; menospreciemos esas cenas que, incluso
forzando nuestro cuerpo, las prolongamos a veces hasta
medianoche, y que con el paso de las horas la embriaguez
debilita nuestro organismo, las obscenidades y las
bufonadas a veces laceran mortalmente nuestra alma.
Escapemos de esas diversiones perniciosas que debilitan
alma y cuerpo, y veremos que nos queda tiempo para
pensar en la salvación de nuestra alma.
2. Cuando las noches son más largas, ¿habrá alguien
capaz de dormir tanto que no pueda leer personalmente o
escuchar a otros que lean la divina Escritura al menos
durante tres horas? Es cierto, como lo he dicho, que
muchos que son incapaces de leer los libros santos se
dedican a emborracharse hasta medianoche. Pero nosotros,
si queremos agradar a Dios y pensar muy
responsablemente en la salvación de nuestra alma,
debemos amar la sobriedad y huir lejos de la embriaguez,
cual fosa del infierno. Estad atentos, os lo suplico,
hermanos; no ignoréis lo que os digo.
Como los comerciantes analfabetos
Conocemos a comerciantes que, siendo analfabetos, se
procuran empleados instruidos; y que, sin saber leer,
logran grandes ganancias dejando a otros que administren
su capital. Y si hombres analfabetos, comprometen en su
servicio a empleados instruidos para acumular una gran
fortuna terrena, tú, cualquiera que seas, iletrado probado,
¿por qué no encargas a alguien, ofreciéndole si es preciso
un justo salario, para que te lea regularmente las divinas
Escrituras, y puedas de este modo alcanzar las
recompensas eternas? Es muy cierto, hermanos, que quien
se preocupa con diligencia cree que ese ejercicio le será
útil para la eternidad; pero el que rehúsa hacer la lectura, o
no está dispuesto a escuchar a un lector, ese tal no cree en
absoluto que pueda reportarle eso algún beneficio.
Hermanos, os ruego y reclamo insistentemente a
cualquiera de vosotros que si sabéis leer, leed con
frecuencia la divina Escritura; y si no sabéis, que os la lean
otros, poniendo vosotros la máxima atención. Pues la luz
del alma y su alimento eterno no son otra cosa que la
palabra de Dios, sin la cual el alma no puede ver ni vivir; y
como nuestra carne muere si no consume alimento, así
nuestra alma igualmente se extingue si no recibe la palabra
de Dios.
3. Se oye decir: “Yo soy un campesino y estoy
continuamente ocupado en los trabajos del campo; por eso
no puedo escuchar ni leer el texto divino”. ¡Cuántos
campesinos y campesinas saben de memoria canciones de
amores diabólicos y escandalosos y no cesan de cantarlas!
Pueden retener y aprender lo que el diablo les enseña; ¡y
no pueden retener lo que Cristo les muestra! ¿Cuánto más
fácil y provechoso e incluso más útil sería a cualquier
campesino o campesina estudiar el Símbolo, aprender,
retener y pronunciar asiduamente la oración dominical,
algunas antífonas, los salmos cincuenta y ochenta y dos, y
unir de esta manera su alma a Dios liberándola del diablo?
Si las canciones escandalosas arrojan a las tinieblas del
diablo, los cantos sagrados muestran la luz de Cristo. Por
tanto, que nadie diga: “Soy incapaz de retener lo que se lee
en la iglesia”. No hay duda posible: si tú lo quieres, lo
podrás. Comienza por querer y pronto lo comprenderás.
Perversas costumbres paganas
13,5. Y aunque crea que haya desaparecido de estos
lugares, gracias a vuestros reproches, aquella desgraciada
costumbre, vestigio de prácticas profanas de paganos, sin
embargo, si conocéis a gente que se entrega todavía a esta
práctica llamativamente escandalosa de disfrazarse de
corderilla o de cervatillo, reprendedles muy severamente
para que se arrepientan de haber cometido semejante
sacrilegio. Y si, con motivo de un eclipse de luna
constatáis que algunos, todavía en nuestro tiempo, se
ponen a gritar, amonestadles vosotros mismos, mostradles
de qué grave pecado se hacen culpables cuando se
imaginan con una audacia sacrílega que pueden mediante
sus gritos y maleficios protegerse de la luna que se
oscurece por voluntad de Dios en épocas determinadas. Y
si veis todavía a individuos que tributan culto a las fuentes
o a los árboles y, como ya lo he expresado, que consultan
también a magos, adivinos o hechiceros, que cuelgan
incluso sobre el agua o sobre sus filacterias diabólicas,
escritos mágicos, hierbas o ámbar, reprochadles muy
seriamente, pues cualquiera que cometa este pecado pierde
la gracia del sacramento del bautismo.
Y porque hemos oído decir que el diablo seduce a
determinados hombres y mujeres, que el jueves los
hombres no trabajan ni las mujeres cardan la lana,
declaramos solemnemente ante Dios y sus ángeles, que
todos los que se hayan sometido a estas prácticas, si no
expían mediante una larga y dura penitencia tan grave
sacrilegio, serán condenados a arder en el mismo lugar que
el diablo. Pues estoy persuadido que estos pobres
desgraciados que, en honor a Júpiter no trabajan el jueves,
no se avergüenzan ni temen hacer este mismo trabajo el
día del Señor. A todos los que reconocéis culpables de esta
falta reprendedlos severamente, y si no quieren
enmendarse, no les permitáis que os dirijan la palabra ni
que se sienten a vuestra mesa; si son de vuestra familia,
azotadlos para que al menos teman el castigo corporal si
no son capaces de pensar en la salvación de sus almas.
Nosotros, hermanos muy queridos, pensando en el
peligro que corremos todos, os exhortamos con una
paternal solicitud; si nos escucháis de buena gana, nos
alegraréis y llegaréis felizmente al reino. Que se digne
concederos esta gracia el que vive con el Padre y el
Espíritu por los siglos de los siglos. Amén.
Penitencia pública
67,1. Hermanos queridos, cada vez que vemos a algunos
de nuestros hermanos o hermanas pedir públicamente la
penitencia, podemos y debemos, bajo la inspiración de
Dios, avivar en nosotros el sentimiento profundo del temor
divino. Pues ¿quién no se alegra, celebra y agradece a
Dios con toda su alma, al ver a un pecador rebelarse contra
sus pecados, publicarlos a viva voz y, si lo normal es
defenderse frontalmente con el mayor descaro, ponerse en
camino de salvación mediante la acusación?
Comienza por ganarse a Dios; y para eso no sirve la
justificación de su conducta, sino su acusación. Porque
Dios odia los pecados, desde el momento en que alguien,
desligándose de su vida pecaminosa, comienza a odiar su
mala conducta y a apartarse de sus crímenes, se vincula a
Dios. Y lo hace con toda verdad aquel que se somete a
penitencia en público, pudiendo practicarla en secreto;
pero creo que, considerando la cantidad de sus pecados, se
da cuenta que ante tantas acciones perversas no puede
satisfacerlas él solo, y desea la ayuda de todo el pueblo.
Como suele suceder, uno que ha descuidado su viñedo
pide ayuda a vecinos y familiares y, reuniendo en un solo
día una cuadrilla de individuos, recupera la situación de la
parcela descuidada; la ayuda de numerosas manos logran
lo que no podría hacerlo uno solo. Lo mismo acontece con
aquel que solicita públicamente la penitencia, actúa como
si estimase un deber el reunir como a una hueste
reclamando la ayuda de muchos, y con el respaldo de las
oraciones de todo el pueblo, puede arrancar las espinas y
las malezas de sus pecados para lograr una cosecha de
bienes en sí mismo, con la ayuda de Dios; y la viña de su
corazón, que habitualmente no daba racimos sino espinas,
comience a desprender la dulzura del vino espiritual.
Reparemos, hermanos muy queridos, que no es cosa
baladí que quien recibe la penitencia sea revestido de un
cilicio; porque el cilicio es tejido de pelos de cabras; y
como las cabras se asemejan a los pecadores, el que recibe
la penitencia declara públicamente que no es un cordero
sino un macho cabrío, diciendo y proclamando por este
signo material: “Miradme todos, llorad caritativamente por
mí, que soy un miserable; como soy en el exterior, lo soy
en mi interior, sabedlo; pues, en adelante, ya no quiero
parecer por fuera como si fuese justo y ocultar lo de
dentro, en mi alma, iniquidades y rapiñas. En adelante,
como aquel publicano encorvado en tierra, no me atrevo a
levantar los ojos al cielo; por eso ofrezco humildemente
las heridas y las deformidades de mis pecados al médico
celeste para que las cure. Por eso os pido que imploréis
por mí su misericordia, a fin de que se digne eliminar
hasta en su raíz todas las podredumbres de mis pecados y
que me otorgue la salud verdadera…”.
2. Fijaos, hermanos, el que pide la penitencia suplica que
se le excomulgue. Finalmente, cuando recibe la penitencia,
es expulsado, cubierto de un cilicio. Reclama la
excomunión porque se juzga indigno de participar en la
eucaristía del Señor, y quiere que, durante un tiempo, se le
tenga apartado de este altar para merecer llegar con
confianza plena al altar del cielo. En consecuencia, quiere
con un gran respeto, como culpable e impío que es,
apartarse del cuerpo y de la sangre de Cristo para merecer
un día finalmente, gracias a esta misma humildad, acceder
a su participación en el sacrosanto altar.
3. Y sin embargo aquel que pide la penitencia tan
fielmente con un corazón arrepentido y contrito, debe fijar
su seguridad en la intercesión de todo el pueblo, sin dejar
por eso de preocuparse de su salvación con todas sus
energías, con la ayuda de Dios, a fin de que no tenga que
decir en su corazón: “Mirad que todo el pueblo ha
intercedido por mis iniquidades; en adelante yo puedo y
debo sentirme seguro”. Lejos de nosotros que quien haga
penitencia piense solamente en eso, tampoco quiero decir
que llegue a expresarlo; lo que importa es que con la
ayuda de Dios, en cuanto le sea posible, se confíe en la
oración de los demás esforzándose en ejercitarse en
ayunos, limosnas y oraciones, en la humildad, en la
caridad y en una actividad santa; que visite a los enfermos,
contribuya a la concordia de los que están desavenidos,
acoja a los extranjeros, lave humildemente los pies de los
santos peregrinos, se abstenga de la calumnia y de la
maledicencia. Que deje de tomar vino a menos de sentirse
enfermo; pero si no puede abstenerse a causa de su
ancianidad o de un dolor de estómago, que siga las
recomendaciones del Apóstol: Bebe un poco de vino a
causa de tu estómago.
Algunos penitentes, es cierto, quieren ser
inmediatamente reconciliados para poder comer carne. No
reciben la penitencia con suficiente arrepentimiento
aquellos que, sin ser condicionado por enfermedad alguna,
desean o se atreven a comer carne. Y de la misma manera
un penitente, incluso reconciliado, en cualquier lugar en
donde se le ofrezca legumbres o pescadilla, no debe
aceptar otro alimento. Digo esto porque lo peor es que
algunos penitentes comen carne con gran avidez y beben
vino, a veces hasta la embriaguez.
Debemos controlar nuestro miserable cuerpo con una
gran prudencia, no sea que la embriaguez y la glotonería
nos arrastren a reincidir en pecados hasta el punto de que
la repetición de la penitencia externa no nos sirva de nada.
Así, pues, con la ayuda de Dios, trabajemos con todas
nuestras fuerzas a fin de que ninguna herida de nuestros
pecados, cicatrizada ya por la misericordia de Dios, se
reabra a causa de nuestra negligencia.
El control de los sentidos
69.3. Si no somos siempre dueños de nosotros mismos
en todos los casos en que nos hemos sentidos estimulados
a ver algo hermoso, a gustar lo dulce, a oír lo que halaga, a
sentir lo agradable, a tocar lo delicado, permitiremos que
la virginidad del alma se corrompa mediante malos deseos
insidiosos; entonces se cumple en nosotros lo que se ha
dicho por medio del profeta: La muerte ha entrado por
vuestras ventanas. Así por esos cinco sentidos, como por
puertas, penetra la muerte o la vida en nuestra alma.
4. Seamos pues, con la ayuda del Señor, como esas cinco
doncellas prudentes que, como leemos en el Evangelio,
llevaban aceite en sus alcuzas, y en cuanto nos sea
posible, seamos cautelosos para no encontrarnos entre las
descerebradas que no se abastecieron de aceite, y se
complacieron de la sola virginidad de su cuerpo,
perdiendo la virginidad del alma por el hecho de la
corrupción de sus cinco sentidos. Las han llamado necias
por pretender una alabanza externa sin merecerla en su
interior, en el testimonio de sus conciencias. Si no se
abastecieron de aceite es porque deseaban recibir una
alabanza de un extraño, no de sus conciencias. Sin
embargo ¿qué se ha contestado a estas necias? No sea que
no tengamos suficiente; es lo mismo que dijo el Apóstol:
Ni siquiera yo me juzgo a mí mismo.
Si pues nuestra conciencia, aunque se vea irreprensible,
se estremece al análisis y al juicio de Dios, teme que no
salga de su tesoro la regla de justicia y que se halle torcido
lo que parecía recto, ¡cuánto menos debemos
preocuparnos de los juicios que los demás hacen sobre
nosotros, sean buenos o malos! No debemos ni alegrarnos
mucho cuando nos alaban, ni entristecernos demasiado
cuando se nos critica: una alabanza falsa no puede
coronarnos, ni una falsa crítica condenarnos. Por lo demás,
por mucho tiempo que vivamos en este mundo, somos
incapaces de juzgarnos a nosotros mismos; y no me refiero
a lo que podemos ser el día de mañana, sino a lo que
somos hoy. Si es así, ¿cuánto menos nos debe afectar las
críticas de otro frente a nuestra conciencia, que testimonia
de nosotros? Pues nuestro orgullo estriba en nuestra
conciencia.
5. Por eso, hermanos, que vuestra caridad me escuche
todavía un poco para que diga lo que quiero expresar,
aunque no sea como yo lo quiero sino como el Señor lo
permite y lo quiere; eso es muy necesario teniendo en
cuenta las tentaciones diarias de la Iglesia católica; pues
ella vive en un ambiente de tentación, crece en medio de
tentaciones, subsiste con ellas y mediante la tentación
alcanza su meta. Pero al final, el descanso sucederá al
trabajo, la tentación desaparecerá y permanecerá la
bendición.
Ejemplo de los rumiantes
Pero os pido, hermanos, que no me escuchéis a la ligera.
Retened estas cosas, rumiadlas, haced de ellas vuestro
alimento; que no desaparezca de vuestra boca lo que acaba
de facilitarse a vuestra memoria. La memoria del hombre
es como el estómago del animal. Sabéis que en la Ley los
animales que no rumian son calificados de impuros, pero
los que rumian son puros, lo mismo que los que tienen la
pezuña partida: eso representa el poder de discernir lo
verdadero de lo falso. La uña hendida representa el poder
de discernir lo que concierne a la derecha o a la izquierda;
en cuanto a la rumia, representa a los que meditan acerca
de lo que han oído y retenido.
Pues ahora nosotros comemos y eso es enviado a nuestra
memoria como a un vientre. Pero ¿qué hace el ganado
cuando rumia? Lo que se le había echado en su pesebre y
depositado en su estómago lo devuelve a su boca y lo
saborea con satisfacción. Digo esto para advertiros de que
no seáis como el ganado impuro. Ha recibido el alimento
en su estómago; luego no rumia y no saborea nada. Ahora
bien, de nada os sirve que todo eso se haya depositado en
hondura si el sabor no sube a la boca.
Escuchad lo expresado de forma distinta pero acuciante
y claramente; lo que se ha dicho de manera oscura y
misteriosa a propósito de los rumiantes se ha expuesto en
otro lugar claramente para que comprendamos de qué se
trata: Un tesoro deseable conserva la boca del sabio, pero
el necio se lo traga.
Transitoriedad del mundo
70,1. No lo quieren creer los infieles; y trabados por el
amor a esta vida, no son capaces incluso de conservarla
perdiendo la otra a causa de su infidelidad. ¿Qué hacéis?
¿En qué ocupáis vuestro tiempo? ¿No está amenazado el
mundo? También vosotros, amantes del mundo, estáis
amenazados de salir de él y de llegar a lo que no queréis
ver, pero es necesario que veáis.
Mediante malos comportamientos, a veces incluso por
sacrilegios, recurriendo a agoreros y arúspices pensáis
escapar a los infortunios de este mundo. Pero lo peor es
que no os podréis evadir de ellos, y vuestros crímenes os
encarrilan a las desdichas eternas. Con esto no pretendo
insultaros, sino expresaros mis gemidos y con dolor.
Mirad, voy a poner ante vuestros ojos las desgracias que
suceden; y el que, con un espíritu orgulloso y rebelde no
quiera corregirse se cumplirá en él lo que está escrito: El
manchado que se manche más aún, el justo que se vuelva
más justo y el santo, todavía más santo. En este mundo no
se encuentra la esperanza de los buenos. Dice el Apóstol:
La esperanza que se ve, no es esperanza, pues la misma
esperanza mundana, que se ve, se ha transformado en
amargura. Se trata de una bebida amarga lo que el mundo
ha dado a beber a los que lo aman. ¡Desgraciado género
humano! El mundo es amargo, y se le ama: si fuera dulce
¿te imaginas cómo se le amaría?
2. La verdad os envía su palabra a vosotros, amantes del
mundo: ¿Dónde está lo que amáis?, ¿dónde lo que estimáis
como grande?, ¿dónde lo que queréis dejar?, ¿dónde tantos
países?, ¿dónde tantas ciudades espléndidas? ¿No es
verdad que éstas han sido tanto más duramente castigadas
por no haber querido aplicarse a la disciplina de
corrección, como se habían corregido otras provincias?
Estas palabras son lamentos, no insultos. Pues un espíritu
que se estremece con un sentimiento de compasión no
podrá permanecer extraño a estas calamidades.
Horrores de la guerra
La lectura de un relato no nos afectaría mucho; pero
cuando la brutal calamidad de un asedio ha impresionado
nuestra vista y para colmo una epidemia los abate, apenas
hay gente disponible para sepultar a los cadáveres;
considerados también estos males que hemos sufrido, por
un justo juicio de Dios, cuando provincias enteras han sido
llevadas cautivas, madres de familia secuestradas, mujeres
encinta reventadas, niños de pecho arrancados de sus
nodrizas y arrojados medio muertos a las calles sin que se
les permitiera mantener con vida a las criaturas ni sepultar
sus cadáveres. En tales casos, grande es la tortura y el
dolor. Una lloraba a su criaturita arrojada a los buitres y a
los perros; otra temblaba por haber ofendido a un tirano
bárbaro. El temor y el horror atormentaban igualmente sus
corazones. Les echan fardos a las espaldas; el alma
agotada con incontables torturas y el cuerpo fatigado por
un peso insoportable, y por encima de todo un poder impío
y bárbaro exigía lo mismo a las mujeres de un rango
ilustre, y rememoraban que tiempo atrás eran señoras de
numerosas esclavas, pero que ahora lloraban su suerte de
haber pasado de repente a siervas, sin consideración
alguna de parte de los bárbaros. Así se cumplía en
nosotros la palabra del profeta David: Has entregado a tu
pueblo sin precio, y no hubo nadie para intercambio . Sin
ninguna consideración humana los bárbaros han exigido
crudas servidumbres a mujeres delicadas y nobles.
El rumor de la súplica de aquellos que han perdido en
este asalto a sus consortes y a sus parientes resuenan en
nuestros oídos, mientras somos testigos oculares de
semejantes espectáculos. ¿Acaso la carne humana es de
hierro, pese a que la sensibilidad de algunos parece serlo?
¿A quién, oyendo y viendo estas cosas, no se le encoge el
corazón y no se compadece con los que sufren, padeciendo
en sí mismo los sufrimientos de los demás? De este modo
podemos decir con el profeta: ¿Quién cambiará mi cabeza
en manantial y mis ojos en fuente de lágrimas para llorar
día y noche por los heridos de la hija de mi pueblo?…
3. A nosotros, hermanos muy queridos, que el Señor se
digne protegernos, no a causa de nuestros méritos, sino
para reservarnos todavía para la penitencia, lo cual es
digno de que lo consideremos con gran temor cada vez
que vemos las torturas infligidas a algunos. Que sepamos
leer los acontecimientos, y que la muerte de otros
aproveche para nuestra salvación, que sus tribulaciones
sirvan para nuestra corrección; que las desventuras de los
demás sirvan de remedios para nuestras heridas, pues la
bondad divina no nos ha protegido a causa de nuestros
méritos, sino, como he dicho, nos ha mantenido en su
clemencia para que hagamos penitencia. Por tanto,
temamos lo que el Señor ha dicho en el Evangelio:
¿Creéis que aquellos galileos murieron así por ser más
pecadores que los demás? Os digo que no; y si no os
convertís, pereceréis del mismo modo.
SERMONES A LOS MONJES
El monasterio es como un puerto
234, 1. Atended, hermanos muy queridos, a la única
cosa que me queda por deciros: puesto que el Señor se ha
dignado congregaros y colocaros en este santo monasterio
(Lerina) como en el puerto del descanso y de la
tranquilidad, como en un lugar paradisíaco, esforzaos por
lograr mediante vuestras oraciones asiduas que nosotros -
los que estamos incesantemente batidos por las olas de
este siglo, y que navegamos con mucho peligro en el mar
de este mundo donde numerosas tempestades nos fatigan
-, podamos gracias al sufragio de vuestra intercesión, ser
vencedores de todos los asaltos de los vicios y llegar, con
la guía de Cristo, al puerto de la vida dichosa. Y allí,
cuando en presencia del Juez eterno, os den la corona de
gloria, que también nosotros podamos al menos obtener el
perdón de nuestros pecados.
235,2. Sin embargo, hermanos, sabemos que los navíos,
después de haber superado y vencido las olas del mar,
encuentran todavía dificultades en el puerto más seguro y
están expuestos a naufragar si no se toman las debidas
precauciones. Por eso, os exhortamos con la mayor
humildad y con un gran respeto: ya que Cristo os ha
liberado de todas las faltas graves como de olas peligrosas,
y os ha colocado en el puerto del descanso y de la dicha,
nos amenazan pequeñas negligencias, pecados
insignificantes que se filtran en el alma de la misma
manera que a través de las minúsculas fisuras de un navío
penetran hilillos de agua que a la larga amenazan con el
naufragio; por eso, extremad vuestra vigilancia, con la
ayuda de Cristo, para achicar constante y a toda prisa la
embarcación. Pues cuando un navío se ha librado de las
olas del océano, hay que vaciar la sentina, de lo contrario
se llena de hilillos minúsculos y va a pique. Lo mismo
ocurre con el monje: después de haber vencido y superado
las tempestades del siglo y los crímenes de este mundo,
esas oleadas peligrosas, una vez llegado a este puerto, que
es el monasterio, debe vaciar de la sentina de su alma los
pecados más insignificantes que ahí se infiltran cada día;
si lo descuida, corre el riesgo de naufragar en el mismo
puerto.
3. Pero dice uno: ¿cómo se puede vaciar la sentina del
alma? Con toda seguridad mediante la oración, el ayuno,
las vigilias, practicando una caridad auténtica, una
verdadera humildad y probada obediencia. Estad atentos,
hermanos míos, os lo suplico: como se utiliza un caldero
para vaciar la sentina del buque, de la misma manera el
alma se libera de todos los males mediante la oración del
Señor, con tal que diga con toda verdad: Perdona nuestras
ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han
ofendido . El que perdone con bondad a los que han
pecado contra él no guardará en su alma huella alguna de
pecado. Atención, hermanos, fijaos que acabo de decir el
que haya perdonado al que peca contra él. No digo que
debas perdonar al que haya pecado contra Dios; sino que
deberás disculpar al que te haya faltado...
Himno a Lerina
236,1. Feliz y dichoso monasterio de esta isla donde la
gloria del Señor nuestro Salvador aumenta cada día con
tan santas riquezas espirituales, y donde la perversidad
diabólica ha sufrido tanta derrotas. Repito: dichosa y feliz
isla de Lerina que, pese a su pequeñez y falta de relieve,
ha elevado hasta el cielo montañas innumerables. Es ella
quien forma monjes eximios y proporciona obispos
ilustres a todas las provincias. Y a los que recibe como a
hijos, hace de ellos padres; a los que forma como niños,
los devuelve ya maduros; de simples bisoños hace reyes.
Pues a los que ha acogido esta dichosa y feliz morada,
Cristo los ha enaltecido siempre hasta las cumbres de las
virtudes en alas de la caridad y de la humildad.
2. Esto se ha realizado felizmente en casi todos los
moradores de este lugar; aunque en mí, por desidia, no se
evidencia esta madurez. Pues, cuando ya hace tiempo, esta
isla acogió mi pequeñez en los brazos de su bondad, como
una madre preclara, y como una dispensadora única e
incomparable de todos los bienes, y trató de formarme y
de hacerme crecer, cuando ella alzaba a los demás a la
cumbre de las virtudes, sin embargo de mí, a causa del
obstáculo que allí oponía la dureza de mi corazón, no
logró extirpar todas las negligencias.
Os suplico, pues, con toda humildad, y os imploro con
dolor de corazón que, lo que se ha negado a mis méritos,
vuestras oraciones me lo concedan; y que podáis
ayudarme a mí, vuestro peculiar discípulo, con los
sufragios de vuestras oraciones, de manera que, la
educación que un día recibí en este santo lugar, no sea
causa de mi condena, sino que contribuya a mi
perfección...
4. Pero alcanzar la plenitud de esta perfección tan santa
e insigne, requiere algo más que un ligero esfuerzo del
alma. ¿Quién puede sin esfuerzo sustraer su lengua a las
maledicencias, levantar un muro a las murmuraciones y a
las palabras ociosas, expeler de un corazón vigilante las
impurezas de los pensamientos, abstenerse como de un
veneno mortal de las maldiciones y juramentos, resistir a
la vanidad, refrenar la ira? ¿Quién puede, sin una gran
compunción de corazón, rechazar y ahuyentar, por amor a
la humildad verdadera, la ambición de los honores y el
deseo de la clericatura? ¿Quién pudo alguna vez sin tesón
encorvar su cuello, por amor, bajo el yugo de la santa
obediencia, sin protestar nunca el criterio de un anciano,
cobijar en su corazón el odio contra alguien, amar por
amor a Cristo, no sólo a los hermanos sino a todos los
hombres, incluso a sus perseguidores, orar por los buenos
a fin de que maduren siempre en obras santas, ofrecer sus
súplicas por los perversos a fin de que merezcan corregirse
al instante? ¿Quién podrá sin esfuerzo perseverar en la
oración, entregarse a la lectura divina? ¿Quién, insisto,
cumplirá todo esto sin la gracia de Dios y gran tesón de
corazón?
5. Pero todas estas cosas, hermanos, mientras uno no se
haya familiarizado con ellas parecen insoportables, y con
toda razón, imposibles de cumplir con sólo las fuerzas
humanas. Pero cuando se cree que por la gracia de Dios
pueden llevarse a cabo, se tiene la experiencia de que no
son ásperas ni laboriosas, sino ligeras y suaves, según la
palabra del Señor: Mi yugo es suave y mi carga ligera .
Este yugo, puesto que lo soportáis con alegría y lo
aguantáis con dulzura, orad para que nuestra pequeñez
merezca recibirlo y llevarlo con humildad hasta el final. Y
que así, cuando se os conceda a vosotros la gloria de la
dicha eterna, a nosotros se nos conceda al menos el perdón
de nuestros pecados. Que nuestro Señor Jesucristo nos lo
alcance, a Él el honor y la gloria por los siglos de los
siglos. Amén.
VICENTE DE LERINA
CONMONITORIO
Prefacio
1,1. Comienza el tratado de Peregrino en defensa de la
antigüedad y universalidad de la fe católica contra las
profanas novedades de todos los herejes.
Conforme al dicho y amonestación de la Escritura:
Pregunta a tus padres y te lo contarán, a tus antepasados
y te lo dirán, y también: Presta oídos a las palabras de los
sabios, y finalmente: Hijo, no olvides mis razonamientos,
y guarde tu corazón mis palabras , me ha parecido,
Peregrino, el último entre los siervos de Dios, que no sería
empresa enteramente inútil si, con la ayuda de Dios,
consignara por escrito cuanto he recibido fielmente de los
Santos Padres, remedio en verdad muy necesario a mi
flaqueza, ya que así tendré a mano con qué reparar por
medio de una asidua lectura las debilidades de mi
memoria.
2. Me impulsa no sólo las secuelas que pueda tener este
escrito, sino también la consideración del tiempo y la
oportunidad del lugar. 3. El tiempo, porque justo es que a
quien nos arrebata y lleva tras sí las cosas humanas, le
arrebatamos a su vez algo que nos sirva para la vida
eterna; y más ahora, cuando una terrible espera del juicio
divino que se acerca, nos impulsa a intensificar los
estudios de la religión; además la sagacidad de los nuevos
herejes requiere toda nuestra atención y solicitud.
4. También el lugar, ya que, lejos del tumulto de las
ciudades y de las muchedumbres, habitamos una zona
apartada, y en ella la aislada morada de un monasterio,
donde sin grandes distracciones podemos cumplir lo que
cantamos en los salmos: Vivid en sosiego y reconoced que
yo soy el Señor.
5. El género de vida emprendido, finalmente, nos
impulsa a lo mismo; puesto que arrebatados en otro
tiempo por los tristes y encontrados torbellinos de las
batallas del siglo, hemos arribado al fin, con el favor de
Cristo, al puerto de la religión, siempre refugio fidelísimo
para todos, en el cual, ahuyentados los vientos de la
vanidad y de la soberbia, aplacando a Dios con el
sacrificio de la humildad cristiana, logramos evitar no
solamente los naufragios de la vida presente, sino también
los incendios del siglo venidero.
6. Me adentro ya, en el nombre del Señor, a desarrollar
la materia propuesta, a saber: describir, más con fidelidad
de cronista que con presunción de autor, lo que nuestros
antepasados nos han transmitido y consignado; con la
intención de no tratarlo todo, sino de condensar lo más
necesario; y esto en estilo no exornado y cuidadoso, sino
sencillo y ordinario, de suerte que la mayoría de las cosas
aparezcan más apuntadas que desarrolladas. 7. Que
escriban delicada y primorosamente los que a ello se
sientan llamados por la confianza en su propio ingenio o
las funciones de su cargo; a mí me bastará con avivar mi
memoria y elaborar para mi uso un conmonitorio, que me
esforzaré con la ayuda de Dios, en corregirlo y
perfeccionarlo cada día, repasando poco a poco lo ya
conocido.
8. Y que sirva esto de advertencia para que si, por
desgracia, se me extraviare y viniere a caer en manos de
gente consagrada, nadie censure en él precipitadamente lo
que se ofrece como sometido a una revisión ulterior.
Interpretación de la Sagrada Escritura según la
tradición católica
2.1. He preguntado con gran seriedad y diligencia a
muchos varones eminentes en santidad y doctrina qué
norma podría hallar segura, general y ordinaria en cuanto
cabe, para distinguir la verdad de la fe católica de la
falsedad de la malicia herética, y obtuve una misma
respuesta en todos ellos: “que todo el que quiera descubrir
las truculencias de los herejes actuales, evitar sus lazos y
permanecer sano e íntegro en una fe saludable e
incontaminada, ha de consolidar su creencia, mediante la
ayuda divina, con este doble muro: el primero, con la
autoridad de la ley divina, y el segundo, con la tradición
de la Iglesia católica”.
2. Al llegar a este punto, tal vez pregunte alguno:
“siendo como es perfecto el canon de las Escrituras y
suficiente por sí solo para cualquier situación, ¿qué
necesidad hay de añadirle la autoridad de la interpretación
eclesiástica?” 3. Y la razón es que, debido a la
profundidad de la Sagrada Escritura, no todos la entienden
en un mismo sentido, sino que cada cual interpreta a su
manera las mismas sentencias, de suerte que casi pudiera
decirse que se dan tantas opiniones como intérpretes. De
una manera la expone Novaciano, de otra Sabelio, de otra
Donato, y a su modo, Arrio, Eunomio, Macedonio; como
también, por su cuenta, Fotino, Apolinar, Prisciliano;
desde otro ángulo, Joviniano, Pelagio, Celestio; y a su
manera Nestorio. 4. Por lo cual es de urgente necesidad
que, frente a tantas encrucijadas erróneas, sea el sentido
católico y eclesiástico el que indique la línea directriz en la
interpretación de la doctrina profética y apostólica.
5. Del mismo modo que en la Iglesia católica hay que
procurar a todo trance que todos nos atengamos a lo que
en todas partes, siempre y por todos, se ha creído; porque
esto es lo propio y verdaderamente católico, como lo
declara la fuerza e índole misma del vocablo, que abarca
en general todas las cosas. 6. Y esto lo lograremos si
secundamos la universalidad, la antigüedad, el
consentimiento. Ahora bien, secundamos la universalidad
si profesamos como única fe vigente de la Iglesia
universal en toda la redondez de la tierra; atestiguamos la
antigüedad si no nos apartamos ni un ápice del sentir
manifiesto de nuestros Santos Padres y antepasados;
rubricamos el consentimiento si en la misma antigüedad
nos acogemos a las sentencias y resoluciones de todos o
casi todos los sacerdotes y maestros.
3.1. ¿Qué hará, según esto, un católico cristiano, si ve
que una parte de la Iglesia se desgaja de la comunión
universal de la fe? ¿Qué ha de hacer sino preferir la salud
del cuerpo entero a la gangrena de un miembro
corrompido?
2. ¿Y qué si el contagio de la novedad intenta devastar
no ya una parte de la Iglesia católica sino su totalidad? En
este caso, todo su empeño será fijarse en la antigüedad, la
cual no puede ser ya víctima de engaños de novedad
alguna. 3. ¿Y qué sucedería si en la misma antigüedad se
descubre el error de dos o tres personas, y tal vez aún de
alguna ciudad o provincia? Entonces habrá que esforzarse
a todo trance en oponer a la temeridad o ignorancia de
unos pocos los decretos, si los hubiere, de algún concilio
universal, celebrado por todos en la antigüedad. 4. ¿Y si,
finalmente, se suscitara una cuestión sin disponer de
ninguno de estos auxilios a su alcance? Entonces se
ingeniará para investigar y consultar, comparándolas entre
sí, las sentencias de los mayores, de aquellos solamente
que, aun viviendo en diversos lugares y tiempos, por haber
perseverado en la fe y comunión de una misma Iglesia
católica, fueron tenidos por maestros acreditados; y lo que
ellos, no uno o dos solamente, sino todos a una en
consentimiento unánime, abierta, repetida y
persistentemente, hubieren mantenido, escrito y enseñado,
ha de entenderse que eso es también lo que cualquiera
tiene que creer sin vacilación.
Progreso en la fe
23,1. ¿Es posible que se dé en la Iglesia un progreso en
los conocimientos religiosos? Sí, es posible, y la realidad
es que este progreso se da. Pero quién envidiara tanto a los
hombres que les impidiera este progreso, sería un enemigo
de Dios. 2. Sin embargo, este progreso sólo puede darse
con la condición de que sea un auténtico avance en el
conocimiento de la fe, no de un cambio en la misma fe. Lo
propio del progreso es que la misma cosa que progresa
crezca y aumente, mientras que lo característico del
cambio es que la cosa que se muda se convierta en algo
totalmente distinto.
3. Es conveniente, por tanto, que, a través de todos los
tiempos y de todas las edades, crezca y progrese la
inteligencia, la ciencia y la sabiduría de cada una de las
personas y del conjunto de los hombres, tanto por parte de
la Iglesia entera, como por parte de cada uno de sus
miembros. Pero este crecimiento debe seguir su propia
naturaleza, es decir, debe estar de acuerdo con las líneas
del dogma y debe seguir el dinamismo de una única e
idéntica doctrina.
4. Que el conocimiento religioso, imite pues, el modo
como crecen los cuerpos, los cuales, si bien con el correr
de los años se van desarrollando, no obstante conservan su
propia naturaleza. 5. Gran diferencia hay entre la flor de la
infancia y la madurez de la ancianidad, pero, no obstante,
los que se van acercando a la ancianidad son, en realidad,
los mismos que hace un tiempo eran adolescentes. La
estatura y las costumbres del hombre pueden cambiar,
pero su naturaleza continúa idéntica y su persona es la
misma. Los miembros de un recién nacido son pequeños,
los de un joven están ya desarrollados; pero, con todo, uno
y otro tienen el mismo número de miembros. 6. Los niños
tienen los mismos miembros que los adultos y, si algún
miembro del cuerpo no es visible hasta la pubertad, este
miembro, sin embargo, existe ya como un embrión en la
niñez, de tal forma que nada llega a ser realidad en el
anciano que no se contenga como en germen en el niño.
7. No hay, pues, duda alguna: la regla legítima de todo
progreso y la norma recta de todo crecimiento consiste en
que, con el correr de los años, vayan manifestándose en
los adultos las diversas perfecciones de cada uno de
aquellos miembros que la sabiduría del Creador había ya
preformado en el cuerpo del recién nacido.
8. Porque, si aconteciera que un ser humano tomara
apariencias distintas a las de su propia especie, sea porque
adquiriera mayor número de miembros, sea porque
perdiera alguno de ellos, tendríamos que decir que todo el
cuerpo perece o bien que se convierte en un monstruo o,
por lo menos, que ha sido gravemente deformado. 9. Es
también esto mismo lo que acontece con los dogmas
cristianos: las leyes de su progreso exigen que éstos se
consoliden a través de las edades, se desarrollen con el
correr de los años y crezcan con el paso del tiempo.
10. Nuestros mayores sembraron antiguamente semillas
de una fe de trigo en el campo de la Iglesia; sería ahora
sumamente injusto e incongruente que nosotros, sus
descendientes, en lugar de la verdad del trigo, legáramos a
nuestra posteridad el error de la cizaña.
11. Al contrario, lo recto y consecuente, para que no
discrepen entre sí la raíz y sus frutos, es que de las
semillas de una doctrina de trigo recojamos el fruto de un
dogma de trigo; y que si algo se desarrolla con el decurso
del tiempo de aquellos gérmenes primeros, eso mismo
tendrá que prosperar y alcanzar la plena madurez sin
perder nada de las propiedades de su germen; conseguirá
apariencia, perfil y belleza conservando siempre la misma
naturaleza de su especie.
LEÓN MAGNO
HOMILÍAS
CASIODORO
INICIACIÓN A LAS SAGRADAS ESCRITURAS
Escrupulosa lectura de la Escritura
24,1. Entreguémonos a la obra, y recorramos con celosa
intención la autoridad de los libros introductorios y sus
expositores, adentrémonos con exquisito esmero en los
surcos de comprensión abiertos por el trabajo de los
Padres, sin desviarnos a cuestiones sin importancia con
ansia superficiales.
Hemos de creer sin dudar que es divino cuanto se
expresa razonablemente en los tratados más probados. Si
se encontrara algo disonante o discordante con las reglas
de los Padres, juzgaremos que se deberá evitar. Pues el
origen de tantos errores de bulto está en asentir y defender
sin criterio todo lo que refieren autores sospechosos, pues
está escrito: Probadlo todo, pero quedaos con lo bueno”.
2. Mas para sintetizar cuanto podemos decir, insistimos
ante todo que debe mantenerse con mente solícita todo lo
que razonablemente dijeron los expositores antiguos.
Luego, lo que no han tratado; y para no cansarnos con un
dispendio de energías, debemos en primer lugar registrar
las virtudes que nos presentan, las reglas que debemos
adoptar y, finalmente el objetivo a que apunta la lectura.
Y si nos parece que un texto es muy sencillo y se destaca
su narración literal, también puede requerirnos al mismo
tiempo la práctica de la justicia o el rechazo de la
impiedad; o bien aconseja la tolerancia, acusa los vicios de
la inconstancia, condena la soberbia, reprime a los
inquietos, consuela a quienes rebosan caridad, sugiere las
buenas costumbres y ahuyente pensamientos nefastos
contrarios a la religiosidad.
Porque si Dios sólo hubiera prometido premios a los
buenos, su bondad sería parcial, y por tanto, se alteraría. Y
si continuamente amenazara con el exterminio a los
perversos, desesperados por su salvación se sumergirían
en los desenfrenos. Por esta razón el Redentor compasivo
moderó ambas posturas en orden a nuestra salvación:
sobrecoge a los pecadores con la amenaza del castigo y a
la vez promete recompensas merecidas a los buenos.
3. Por tanto, habrá que orientar habitualmente el ánimo
hacia la intencionalidad contenida en los libros y fijar en
ello la mente, que el mensaje no resuene sólo en los oídos
físicos, sino que se evidencie a los ojos internos.
Porque aunque tengamos un relato muy simple a primera
vista, las letras divinas no incluyen nada vano o inútil; su
expresión contiene siempre algún valor, que se extrae
saludablemente de sus sentidos más directos. Por eso,
cuando aludan a cosas buenas, apresurémonos a imitarlas,
y cuando narren algo nocivo que deba castigarse, tratemos
de actuar en consecuencia. De esta forma siempre
logramos algo que pueda sernos útil, con tal de que
advirtamos la intencionalidad de los relatos.
Las disciplinas complementarias
27,1. Nos parece oportuno recordar esto: ya que tanto en
las letras sagradas como en los expositores doctísimos
podemos entender muchas cosas por los géneros de
expresión, las definiciones, el arte gramatical, la retórica,
la dialéctica, la disciplina aritmética, la música, la
disciplina de la geometría, o la astronomía, no deja de
tener interés que en el libro que sigue a continuación se
trate brevemente las enseñanzas de los maestros seculares,
es decir, las artes y disciplinas, con sus divisiones
correspondientes. Así, quienes aprendieron tales cosas
tendrán una breve reseña y, a la vez, en concisión,
conocerán algo quienes probablemente no han podido
entregarse a una lectura más amplia.
Pues no hay duda – así también lo consideraron nuestros
Padres – de que éste es un conocimiento útil que no debe
soslayarse, ya que lo encuentras difundido en las letras
sagradas por cualquier parte, como en el origen de la
sabiduría general y perfecta. Cuando nos volvemos a ellas
y nos proyectamos desde ellas, ayudamos a nuestro juicio
a una mejor comprensión en todo.
2. El trabajo de los antiguos sea, por tanto, nuestra tarea,
para que recopilemos brevísimamente en el segundo
volumen las cosas que ellos publicaron extensamente en
muchos códices, y así devolvamos al servicio de la verdad
con devoción ejemplar lo que ellos desviaron hacia el
juego de sutilezas; y las cosas que omitieron furtivamente
de allí se recuperen al servicio de la recta comprensión en
un respetable planteamiento.
Creo que es labor sin duda necesaria, pero estimo que,
considerada su dificultad, resulta arduo el intento de
recoger en dos libros las abundantísimas fuentes de las
letras divinas y humanas. Como dicen los versos de
Sedulio: Pido grandes cosas sin duda, pero tú sabes
darlas; quien se entibia esperando, más te ofende.
No todos pueden entender las Escrituras
28,1. Si la simplicidad de algunos hermanos les
impidiera la comprensión de cuanto ofrece el siguiente
libro – porque todo lo que es breve suele ser oscuro –, les
bastará ojear sumariamente sus divisiones y apreciar su
utilidad y virtudes para que se estimulen a conocer la ley
divina con ardiente intención de la mente.
Encontrarán dónde pueden saciar su deseo con sobrada
abundancia en diversos Padres santísimos. Basta que el
deseo de leer sea sincero, y sobria la voluntad de entender;
entonces, una saludable asiduidad hará eruditos a quienes
a primera vista asustó la hondura de la lectura.
Sin embargo, tengamos en cuenta que la prudencia no
aparece en las letras, sino que es Dios quien da la perfecta
sabiduría a cada cual según la desea. Porque si la ciencia
de las cosas buenas se hallara exclusivamente en las letras,
quienes las desconocieran tampoco alcanzarían la recta
sabiduría.
Y como muchos iletrados alcanzan la verdadera
inteligencia y reciben de arriba la recta fe que deseaban,
no hay duda que Dios concede a quien tiene disposiciones
puras y devotas lo que juzga que les conviene. Pues está
escrito: Bienaventurado el hombre a quien tú has
instruido, Señor, y le has enseñado tu ley. Por lo cual
debemos desear alcanzar – si el Señor nos acompaña -,
con las buenas obras y la asiduidad en las oraciones, la
verdadera fe y las obras santísimas, donde está vuestra
vida perpetua. Pues se lee: Si el Señor no edificara la
casa, en vano trabajan los que la construyen.
3. Es cierto también que los santísimos Padres nunca
decidieron que se debieran rechazar los estudios de las
letras seculares, porque no son el medio menos importante
para instruir nuestras mentes en la comprensión de las
sagradas Escrituras. Con tal de que, con la ayuda de la
gracia divina, se busque sobria y razonablemente el
conocimiento de esas cosas, no para que pongamos en
ellas la esperanza de nuestro progreso, sino para que,
yendo a través de ellas, deseemos que el Padre de las
luces nos conceda la sabiduría provechosa.
Pues ¡cuántos filósofos no consiguieron llegar a la
fuente de la sabiduría por estudiar solamente estas letras
seculares y, privados de la verdadera luz, se hundieron en
la ceguera de la ignorancia! Porque, como alguien dijo,
nunca puede descubrirse del todo lo que no se busca por el
camino adecuado.
Lugar del monasterio de Vivarium
29,1. Verdaderamente, la posición del monasterio
Vivariense os invita a prestar ayuda de todo tipo a los
peregrinos y necesitados, desde el momento en que tenéis
huertos feraces, y muy cerca de aquí pasa la corriente del
río Pellense, abundante en peces; su caudal nunca es
peligroso aunque no por eso minusvaloramos su modestia.
Encauzado con habilidad, discurre por donde lo necesitáis,
y basta para vuestros huertos y molinos. Siempre está
disponible cuando lo precisáis y, después de haber
cubierto vuestras necesidades, se aleja. Así, entregado a un
servicio muy concreto, no os causa miedo ni os podrá
faltar cuando lo busquéis.
Un poco más abajo tenéis también el mar, que os ofrece
pescado de todo tipo y, si os agrada, podéis trasladar los
peces al vivero si lo queréis. En verdad, con la ayuda del
Señor hemos construido presas interesantes, donde
cantidad de peces pueden deslizarse libremente en un
ámbito bien controlado, y muy bien adaptado a las grutas
excavadas en los montes de forma que no se sientan
prisioneros, porque tienen la libertad de tomar su alimento
y de esconderse en sus cavernas habituales.
También hemos hecho construir baños
convenientemente adaptados para los enfermos, donde
discurre un agua de fuente cristalina, muy agradable para
beber y para lavarse. Por este motivo hay tanta gente que
busca vuestro monasterio, superior en número a tantos de
vosotros que deseáis retiraros a lugares apartados. Pero
estas cosas, como sabéis, son un placer en medio de los
problemas de cada día, no una garantía en la esperanza
futura de los creyentes. Todo lo de aquí es transitorio,
aquello es lo permanente sin fin. Mientras estamos aquí,
secundemos los deseos que nos hacen reinar con Cristo.
3. Es de plena garantía la vida cenobítica de la que
recibís una formación adecuada en el monasterio
Vivariense con el auxilio de la gracia divina, pero si
aconteciera que vuestras almas purificadas desearan algo
más sublime, tenéis las suavidades secretas del monte
Castelo, donde podéis vivir felizmente como anacoretas,
con la ayuda del Señor. Pues son lugares alejados y
desérticos, ya que están cercados y rodeados de viejas
murallas. Por lo cual, será adecuado para vosotros, los ya
adiestrados y muy probados, elegir ese habitáculo, si la
ascensión se ha preparado antes en vuestro corazón. Pues
conocéis por la lectura que podéis desear o tolerar uno de
los dos modos de vida.
GREGORIO MAGNO
REGLA PASTORAL
Saber antes de enseñar
I.1.3. Sabido es que no hay arte alguno que pueda ser
enseñado sin antes haberle aprendido tras diligente
reflexión. Por tanto, con gran temeridad toman los
indoctos del magisterio pastoral, siendo, como es, el
régimen de las almas, el arte de las artes; porque ¿quién no
sabe que las enfermedades del alma están más encubiertas
que las enfermedades de la carne? Los que no conocen la
fuerza curativa de los medicamentos se avergüenzan de ser
tenidos por médicos del cuerpo, en cambio, los que no han
conocido en absoluto las leyes del espíritu, no temen hacer
de médicos del alma.
Pero ahora que, por obra de Dios, todo lo más principal
del presente siglo se inclina a reverenciar la religión, hay
dentro de la Iglesia algunos que, apetecen aparecer
doctores, desean sobresalir de entre los demás y como dice
la Verdad, buscan ser saludados en la plaza, los primeros
asientos en los banquetes y las primeras sillas en las
sinagogas. Los cuales tanto menos dignamente pueden
desempeñar el oficio pastoral, cuanto que por sola
vanagloria vinieron a este magisterio de humildad; pues en
este magisterio, la misma lengua se contradice cuando se
practica una cosa y se enseña otra.
Contra esa gente se queja el Señor por el profeta,
diciendo: Ellos reinaron, y no por mí; fueron príncipes,
mas yo no los reconocí; porque rigen por propia voluntad,
no por voluntad del supremo Rector, los que, sin contar
con el sostén de virtud alguna, nunca llamados por Dios,
sino excitados por su concupiscencia, más bien que
conseguir, arrebatan la autoridad para regir. Pero a los
tales el oculto Juez los soporta y no los conoce; porque a
los que tolera con su permisión, cierto es que los
desconoce por el juicio de reprobación. Por eso dice a
algunos que volvían a él, aun después de obrar milagros:
Apartaos lejos de mí todos vosotros, artífices de la
maldad; no sé de dónde sois.
La voz de la Verdad echa en cara la ignorancia de los
pastores cuando por el profeta dice: Los pastores mismos
están faltos de toda inteligencia; a los cuales de nuevo
detesta el Señor, diciendo: Los depositarios de la ley me
desconocieron. De manera que la Verdad se queja de que
ellos no le conocen a Él, porque, ciertamente, los que no
conocen los intereses del Señor, son desconocidos del
Señor, según lo atestigua san Pablo, que dice: El que lo
desconoce será desconocido.
Sin duda que muchas veces corresponde a lo que
merecen los súbditos la ignorancia de los pastores; los
cuales, aunque por culpa suya no tengan la luz de la
ciencia, sin embargo, por justo juicio de Dios sucede que
por ignorancia de éstos pequen también los que los siguen.
Que por eso la misma Verdad dice en el Evangelio: Si un
ciego se pone a guiar a otro ciego, los dos caen en el
hoyo. Por lo mismo, el salmista, sin quererlo, sino
profetizándolo, anuncia: Oscurézcanse sus ojos para que
no vean, y dóblense siempre sus espaldas. Ojos son, en
verdad, los que, colocados en el puesto más del más alto
honor, aceptan el deber de ir delante en el camino; y
quienes se les juntan para seguirlos, con razón se les llama
espaldas. Así pues, si se ciegan los ojos se dobla la
espalda; porque, cuando los que van delante pierden la luz
de la ciencia, los que los siguen se encorvan para llevar las
cargas de los pecados.
Para enseñar hay que vivir lo que se dice
2.4. Hay también algunos que con hábil cuidado
estudian las reglas del espíritu, pero conculcan con su vida
lo que penetran con la inteligencia: enseñan a la ligera lo
que aprendieron, no en la práctica, sino en el estudio; y,
claro, lo que predican con la palabra lo contradicen con las
costumbres; de donde resulta que, marchando el pastor por
los despeñaderos, la grey sigue al precipicio.
Razón por la cual el Señor, se queja, por el profeta, de la
despreciable ciencia de los pastores, diciendo: Vosotros,
cuando bebéis aguas limpísimas, enturbiáis el resto con
los pies; mis ovejas han de pastar lo que vuestros pies han
pisoteado y beber lo que vuestros pies han enturbiado. En
verdad, los pastores sí que beben agua cristalina cuando se
sacian de los manantiales de la Verdad y la entienden
correctamente; pero enturbian esas mismas aguas con sus
pies cuando corrompen con su mala vida lo estudiado en la
santa meditación. Y, por supuesto, las ovejas beben agua
enlodada por sus pies cuando algunos fieles no siguen las
palabras que oyen, sino que sólo imitan los malos
ejemplos que ven. Éstos, cuando están sedientos de las
palabras toman el lodo – como si bebieran de fuentes
revueltas - porque con sus obras se pervierten. Por eso
también está escrito por el profeta: Lazo de la ruina de mi
pueblo, sacerdotes malos. De ahí que el Señor diga otra
vez: Han sido para la casa de Israel piedra de escándalo.
Nadie, pues, hace más daño a la Iglesia que quien,
teniendo nombre y puesto de santidad, actúa
perversamente. Porque a éste, cuando obra mal, nadie se
atreve a reprenderlo; y así, cuando se honra al pecador por
respeto a la jerarquía, ese pecado se dilata con virulencia
convirtiéndose en estímulo.
Pero estos indignos huirán del peso de tanta
responsabilidad si, con el oído del alma atento, meditaran
la sentencia de la Verdad, que dice: A quien escandalice a
uno de estos pequeños que creen en mí, más le valiera que
le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que
mueve un asno y así fuese sumergido en el fondo del mar.
Por la piedra de molino que mueve un asno se significa el
ajetreo y trabajo de la vida del siglo; y por el fondo del
mar se designa la última condenación; por consiguiente,
quien, elevado a un puesto de santidad, Escandaliza a los
demás con su palabra o con su conducta, mejor le hubiera
sido que las acciones mundanas las realizara como laico
hasta la muerte, antes de incitar a los demás a imitarle en
la culpa a causa de su sagrado ministerio. Porque si cayera
él solo, sería más tolerable la pena del infierno que le
atormentara.
Serenidad de criterio
4.5. Con frecuencia, cuando se acepta un puesto de
gobierno, el corazón se agita con diversas tareas; y como
la mente confusa se dispersa en muchas cosas, el que
gobierna se encuentra incapacitado para atender a cada
una de ellas. Por eso, cierto sabio lo prohíbe
previsoramente, diciendo: Hijo, no te metas en múltiples
asuntos. Porque está claro que nunca se puede uno
concentrar plenamente en el sentido de cada una de las
tareas, si la mente se dispersa en muchas de ellas. Siempre
que la mente es atraída al exterior por la curiosidad, se
vacía de la solidez de su temor interior; se entrega a los
trabajos externos con solícita disposición y pensando sólo
de sí cosas ignotas, se desconoce a sí mismo. Pues, como
se complica más de lo necesario en lo exterior, y se distrae
en el camino, se olvida de aquello a lo que tendía. De tal
manera que, enajenada por la afición de su curiosidad, ni
siquiera ella misma considera los daños que sufre, y
desconoce con cuántas obras peca.
Tampoco Ezequías creyó pecar cuando mostró la cámara
de los tesoros a los extranjeros que vinieron a él. Pero
cayó bajo la ira del Juez en el castigo de su futura
descendencia, porque pensó que había actuado lícitamente.
A menudo, mientras tienen por delante muchas tareas y
pueden llevarlas a cabo, por el hecho de hacerlas – cosa
que admiran los fieles – el alma se engríe en el
pensamiento y provoca totalmente la ira del Juez, aunque
éste no se muestre externamente por medio de acciones
desfavorables. En verdad, el que juzga está en lo interior y
es lo interior lo que se juzga. Por tanto, cuando pecamos
en el corazón, lo que hacemos se esconde a los hombres;
sin embargo, tenemos el mismo Juez como testigo de
nuestro pecado.
De hecho, tampoco el rey de Babilonia se mostró
entonces culpable de soberbia, cuando dijo palabras
orgullosas. Éste, ciertamente, cuando acabó de decirlas,
oyó de la boca del profeta una sentencia de reprobación. Y
es que, el que predicó al Dios omnipotente a todas las
gentes, al cual se dio cuenta que había ofendido, ya había
antes limpiado la culpa cometida por soberbia. Pero,
después de esto, ensoberbecido por el éxito de su poder,
cuando se alegraba de haber realizado grandes hazañas,
primero se prefirió a sí mismo antes que a los demás, y
después, aún engreído, dijo: ¿No es ésta la gran Babilonia
que yo he edificado como mi residencia real, con el poder
de mi fuerza y para gloria de mi majestad?
Evidentemente, esta expresión puso de manifiesto la
venganza de aquella ira que la oculta soberbia encendió.
El Juez severo ve primero invisiblemente lo que después
reprende con un castigo público. Por eso, lo convirtió en
un animal irracional, lo separó de la comunidad humana y,
trastornada su razón, lo asoció a las bestias del campo;
para que, por estricto y justo juicio, el que se había
estimado por encima de los demás hombres, perdiera
incluso el ser hombre.
Así pues, al decir esto, no reprendemos la potestad, sino
que fortalecemos la flaqueza del corazón ante la codicia de
aquélla; a fin de que cualquier imperfecto no se atreva a
alcanzar por empeño la dignidad de este estado, y los que
titubean, mientras están en camino llano, no pongan su pie
en el precipicio.
En la cercanía compasivo, en la contemplación
aventajado
II.16,5. El pastor debe ser cercano por la compasión con
cada uno y destacado sobre todos en la contemplación,
para que por sus entrañas de piedad asuma las debilidades
de los demás y, a un tiempo, por la misma altura de su
contemplación, penetre los bienes invisibles
apeteciéndolos. De modo que ni por apetecer los bienes
eternos desprecie las debilidades de sus prójimos, ni
uniéndose a estas debilidades lo haga de tal forma que
abandone el deseo de los bienes supremos.
Pablo, arrebatado al paraíso y sondeando los secretos del
tercer cielo, después de estar suspendido en la
contemplación de lo invisible, vuelve, sin embargo, al
lecho de lo carnal y dispone cómo han de relacionarse en
la intimidad conyugal: Sin embargo, por razón de la
fornicación, cada uno tenga su propia mujer, y cada una
tenga su propio marido. El marido devuelva a su mujer lo
que le es debido, e igualmente la mujer al marido. Y poco
después: No os defraudéis el uno al otro, a no ser de
común acuerdo por un tiempo, con el fin de dedicaros a la
oración y luego tornéis a juntaros no sea que os tiente
Satanás. Y es que, penetrando ya los secretos celestiales,
examina, sin embargo, el lecho de lo carnal debido a sus
entrañas de misericordia. A la vez, estando elevado, lo
levanta a lo invisible, y siendo misericordioso, inclina la
mirada de su corazón a los secretos de las flaquezas.
Traspasó el cielo con su contemplación, y sin embargo, no
menospreció el nivel de las cosas carnales; ya que unido
por el lazo de la caridad a lo más alto y a lo más bajo a un
mismo tiempo, también en sí mismo es arrebatado con
poder a las alturas por la fuerza del Espíritu y, por piedad
con los otros, él mismo enferma ecuánimemente. Por eso
dice: ¿Quién enferma que yo no enferme?, ¿quién se
escandaliza que yo no me abrase? Y en otro lugar: Me
hice judío con los judíos. Evidentemente, no lo hacía
abandonando su fe, sino dilatando su piedad, con el fin de
que, al tomar la forma de los infieles, él mismo aprendiera
en sí cómo había que tener misericordia de los demás y
cómo ofrecer a los demás lo que él hubiera querido que le
ofrecieran. Por esto, se dice también: Si hemos perdido el
juicio, ha sido por Dios; si somos sensatos, lo es por
vosotros. Y es que sabía con la contemplación
trascenderse a sí mismo y, a la vez, moderarse
condescendiendo con sus oyentes.
Jacob, estando el Señor arriba, sobre la escalera, y la
piedra ungida abajo, vio a sus ángeles subiendo y bajando.
Lo cual significa que los buenos predicadores además de
anhelar con la contemplación al Señor – Cabeza ya
elevada de la Iglesia -, descienden también por su
misericordia a los miembros que están en lo bajo. Por lo
mismo, Moisés entra y sale con frecuencia del
Tabernáculo, significando con ello que quien es arrebatado
a lo interior de la contemplación, es también urgido a lo
exterior por las fatigas de los débiles. Por dentro considera
los misterios escondidos de Dios, por fuera soporta las
pesadas cargas de los carnales. El mismo Moisés, ante las
dudas, recurre siempre al Tabernáculo y consulta al Señor
ante el arca de la Alianza. Con ello daba ejemplo a los
pastores, para que al discutir por fuera lo que han de
disponer, vuelvan siempre a su mente – como si fuera el
Tabernáculo – y, revolviendo dentro de sí las páginas de la
Sagrada Escritura, consulten al Señor, por decirlo así, ante
el arca de la Alianza aquello que dudan.
También la misma Verdad, manifestada a nosotros al
cargar con nuestra humanidad, permanece en el monte en
oración y realiza milagros en las ciudades. Así ofrecía a
los buenos pastores el camino de la imitación; de modo
que si por la contemplación apetecen ya los bienes eternos,
se unan a los necesitados compartiendo sus enfermedades.
Cuando uno se abaja a lo más bajo de sus prójimos,
entonces se eleva admirablemente a la más alta caridad, ya
que si con benignidad desciende a lo inferior,
valerosamente retorna a lo superior.
Ahora bien, los pastores deben presentarse ante los fieles
de tal forma que éstos no se avergüencen de mostrarles sus
secretos; con el fin de que los pequeñuelos, cuando sufran
las sacudidas de las tentaciones, puedan recurrir a la mente
del pastor como al seno de su madre, y el pastor pueda
además lavar, con el consuelo de su palabra y con las
lágrimas de su oración, aquello que les haya manchado por
los sucios impulsos del pecado.
CARTAS
A Teocista, hermana del emperador (Mauricio)
1,5. No puedo expresar con cuanto respeto mi espíritu se
inclina ante la veneración que tiene por Vos, y sin embargo
no tengo reparo de manifestaros mis sentimientos: incluso
si guardo silencio, leéis en vuestro corazón lo que sentís
de mi respeto por Vos. Pero estoy sorprendido de ver que
habéis dejado la benevolencia que me manifestabais en
otro tiempo, a raíz de mi situación actual en la carga
pastoral. Bajo el color del episcopado me encuentro
remitido al mundo; me siento esclavo en tantas
preocupaciones seculares que no me acuerdo de haberlo
estado antes en tan gran número en mi vida laical. He
perdido las alegrías profundas de mi descanso, y me
parece que no levanto cabeza exteriormente más que para
desplomarme en lo interior. Por eso me aflijo de haber
sido expulsado lejos del rostro de mi Creador. Antes me
esforzaba cada día en ser un extranjero al mundo,
extranjero a la carne, de expulsar de los ojos de mi alma
toda imagen corporal y mirar de forma inmaterial los
gozos de arriba. Aspirando a la visión de Dios no sólo en
palabras sino desde lo más hondo de mi corazón, yo
mismo decía: Mi corazón te decía: He buscado tu rostro;
Señor, tu rostro buscaré . No deseando nada de este
mundo, no temiendo nada, me parecía estar situado en una
cima, de tal suerte que podía creer que se había cumplido
en mí la promesa del Señor leída en el profeta: Te
encumbraré sobre las alturas de la tierra. Efectivamente
está elevado por encima de las cumbres de la tierra aquel
que olla con los pies, mediante el menosprecio de su
espíritu, los objetos de este mundo que parecen sublimes y
gloriosos.
Pero, de repente, quebrantado por la vorágine de la
tentación, he sido precipitado desde esta cima hacia los
miedos y terrores, pues, incluso si no temo nada para mí,
tiemblo mucho por aquellos que me han sido confiados.
Por todos los lados me siendo zarandeado por las olas y
batido por las tempestades de los asuntos, de suerte que
puedo decir con toda razón: He llegado a alta mar y la
tempestad me ha hundido . Al dejar los negocios, deseo
volver a mi corazón; pero, expulsado por tal cúmulo de
pensamientos, me es imposible entrar en él. Por esta razón
pues, lo que está en la hondura de mí mismo ha pasado a
ser algo lejano, de suerte que no puedo obedecer a la voz
profética: Malvados, volver a vuestro corazón. Sin
embargo abrumado de necios pensamientos, únicamente
me siento forzado a gritar: Mi corazón me ha abandonado.
Amo la belleza de la vida contemplativa, como la estéril
Raquel, pero bella y con vista sana; y si en su sosiego
concibe menos, ve con más claridad la luz. Pero, no sé por
qué razón, es Lía quien se une a mí por la noche, o sea, la
vida activa, fecunda pero con ojos legañosos; tiene peor
vista que su hermana pero concibe más hijos.
Me daba prisa en sentarme con María a los pies del
Señor, de captar las palabras de su boca, y he aquí que
estoy forzado a emplearme con Marta en tareas externas,
dislocarme en ocupaciones múltiples. Admitiendo la
legión de demonios expulsados de mí, quisiera olvidar a
los que había conocido y descansar a los pies del Salvador.
Pero Él me dijo con insistencia: Vuélvete a tu casa y
anuncia todo lo que el Señor te ha hecho. Sin embargo en
medio de tanta preocupación del mundo, ¿quién podría
anunciar las maravillas de Dios, cuando ya me es difícil
incluso recordármelas a mí mismo? Pues me veo
abrumado en esta carga, por la agitación de los negocios
seculares, entre aquellos de quienes está escrito: Les has
arrojado por tierra mientras que ellos se elevaban . No
dijo: “Les has arrojado por tierra después de que ellos se
fueron elevando”, sino “mientras se elevaban”, porque los
hombres perversos, mientras son enaltecidos en los
honores temporales, parecen desde fuera elevarse, pero
interiormente caen. Es pues su elevación misma lo que
trama su ruina, porque, apoyándose en una falsa gloria,
quedan excluidos de la gloria verdadera. Por eso también
está escrito: Desaparecerán como el humo. El humo
desaparece al subir y se disipa al extenderse. Eso ocurre
cuando la dicha presente acompaña a la vida del pecador,
porque, por el hecho mismo que aparece elevado, es la
señal de que no lo está. De nuevo está escrito: ¡Dios mío,
trátalos como a la rueda!. La parte de atrás de una rueda
sube, y su parte anterior baja. Detrás de nosotros están los
bienes de este mundo que abandonamos; delante, los
bienes eternos y permanentes a los cuales estamos
llamados, como lo afirma Pablo que dice: Olvidando lo
que está detrás, voy recto hacia lo que tengo delante de
mí. El pecador, pues, cuando obtiene éxito en la vida
presente es tratado como una rueda, porque cae delante
mientras se eleva detrás. Efectivamente, al recibir en esta
vida una gloria que no conservará, pierde la que viene
después de ella. En verdad son numerosos los que saben
comportarse en las dignidades externas de tal modo que no
les dejen secuela alguna en el interior. Por eso está escrito:
Dios no rechaza a los poderosos, siendo él mismo un
poderoso, y Salomón: El hombre inteligente sabrá
gobernar. Pero a mí estas cosas me resultan difíciles,
porque me son muy penosas; y lo que el espíritu no acoge,
no se ocupa de ellas convenientemente. He aquí que el
Serenísimo Emperador ha ordenado al primate de
convertirse en león: en verdad, a causa de la orden
recibida, puede ser llamarse león; pero no puede
convertirse en un león. Es necesario pues que tenga en
cuenta en su benevolencia todas mis faltas y negligencias,
puesto que ha confiado a un hombre débil el ministerio de
la virtud.
A Leandro de Sevilla, sobre su comentario al libro de Job
1. Hace ya mucho tiempo, hermano dichoso, que os
conocí en Constantinopla, época en que los intereses de la
Sede Apostólica me retuvieron allí y a donde os había
conducido a vosotros la obligación de intervenir a
propósito de la fe de los visigodos. De viva voz os expuse
todo lo que me desagradaba de mí mismo. Durante mucho
tiempo, indefinidamente, retrasé yo mismo la gracia de la
conversión, e incluso después de haber sentido el deseo
del cielo, creí preferible mantener la moda del siglo. A
partir de un momento se me presentó con claridad lo que
yo buscaba de amor eterno, pero las cadenas de los hábitos
arraigados me impedían cambiar mi manera de vivir.
Mi espíritu se esforzaba todavía por no servir al presente
mundo más que en lo exterior, pero la solicitud de este
mismo mundo hizo aumentar poco a poco mil cuidados
contrarios a mi bien, hasta tal punto de retenerme no ya
únicamente en lo exterior, sino, lo que es más grave, hasta
condicionar mi propia alma.
Por fin, huyendo después de madura reflexión de todos
los obstáculos, llegué al puerto de un monasterio, y
habiendo abandonado para siempre los cuidados del
mundo, al menos yo así lo creo, desnudo me escapé del
naufragio de la vida. Y así como sucede con frecuencia
que un barco mal amarrado si no se encuentra en una
bahía muy protegida le azotan las olas, cuando la
tempestad se desencadena, así me pasó también a mí
bruscamente, cuando, bajo pretexto de mi ordenación, fui
lanzado al océano de los negocios temporales.
Por no haber defendido con suficiente vigor la paz del
monasterio, comprendo ahora perfectamente, después de
haberla perdido, que debí retenerla con mayor ahincó. Y
como para comprometerme en el ministerio del sagrado
altar se me puso por delante la obligación de la virtud de la
obediencia, acepté ese compromiso como pretexto de
servir mejor a la Iglesia; pero en la actualidad, si yo
pudiera dejarlo sin faltar, me libraría de él emprendiendo
la huida. Posteriormente, a pesar de la resistencia que yo
pude oponer a este ministerio ya de suyo pesado, se me ha
impuesto el fardo de la carga pastoral. Yo lo soporto ahora
con mayor dificultad, porque no me siento a la altura de
mi tarea y ninguna confianza me consuela ni me permite
respirar.
En esta época tan desasosegada, en la que el mundo toca
a su fin, los males se multiplican, y nosotros mismos que
nos creemos presionados por los misterios de la vida
interior estamos sumergidos de lleno en la preocupación
de las cosas exteriores. Es más, en aquel tiempo en el que
yo me acerqué al ministerio del altar, si me obligaron a
aceptar la carga del orden sagrado, era un medio, y yo me
daba cuenta de ello, de permitirme más libremente montar
guardia en un palacio terreno.
Naturalmente que muchos de mis hermanos en religión,
unidos por lazos de estrecha caridad fraterna, me
siguieron. Veo claramente que esto sucedió por
disposición de la divina providencia, y fue también la
providencia divina la que por medio de los ejemplos de
aquellos me ató con la cadena de un áncora al puerto de la
oración, cuando yo flotaba constantemente tambaleando
en los negocios del siglo.
Entonces me acogí a su compañía como en el regazo de
un puerto tranquilísimo lejos de las olas y de los
torbellinos de las distracciones mundanas. Este cargo,
después de haberme hecho salir del monasterio había
como apagado en mí, bajo la espada de las ocupaciones, la
vida apacible de otros tiempos, de aquellos tiempos
cuando en medio de mis hermanos entregado a una lectura
reflexiva me reconfortaba diariamente con sentimientos de
compunción.
En aquel momento, como vosotros podéis recordar, me
acosasteis insistentemente con el agrado de aquellos mis
hermanos, que yo comentase el libro de Job a fin de
descubrirles, en la medida de lo que Dios me capacitara,
los misterios tan profundos del libro. Me urgieron
asimismo y me reclamaron no sólo la interpretación
alegórica de la historia sino también sus aplicaciones
morales, pidiéndome, finalmente, otra cosa más difícil
aún: querían textos que apoyasen mis explicaciones en
pasajes poco claros.
2. Inmediatamente, ante este libro oscuro, y no
comentado aún por ningún otro, me vi envuelto en medio
de tan graves dificultades que agobiado ante la perspectiva
de un trabajo de tal índole, confieso que sucumbí de
hastío. Pero frecuentemente, sorprendido a mí mismo
entre el temor y la realización de la empresa, levanté los
ojos de mi alma al Dador de todos los bienes, y dando la
espalda a mis dudas, tuve la certeza de que aquello que me
pedía el afecto de corazones fraternos no me podía ser
imposible.
Evidentemente que yo jamás me consideré capaz de
realizarlo con perfección, pero precisamente por esta
misma desconfianza yo me sentí más fuerte, depositando
entonces toda mi fe en Aquél que abrió la boca de los
mudos e hizo elocuentes las lenguas de los niños, y el que
en los rebuznos interminables y estúpidos del asno hizo
percibir las articulaciones de la conversación humana.
En estas circunstancias, ¿qué puede haber de extraño
que dé inteligencia a un hombre limitado, aquél que ha
querido anunciar su verdad por la boca de jumentos?
Fortalecido con esta consideración, me entregué, a pesar
de mi propia sequedad, a sondear una fuente tan profunda
que, a pesar de que la vida de aquéllos que me obligaban a
hacer este comentario era muy superior a la mía, nunca
creí nociva una tubería o conducción de plomo que
pudiese llevar a los hombres el agua que ellos utilizan.
Por eso, en presencia de los hermanos expuse el
principio del texto sagrado con el libro ante los ojos, y
posteriormente, cuando yo tuve más tiempo, continué el
comentario a fondo. Cuando después dispuse todavía de
más tiempo libre añadí muchas cosas, añadí mucho, o
suprimí algún pasaje y dejé otras cosas tal y como estaban.
Las notas que había tomado cuando hice el comentario a
base de una primera lectura, las corregí con el fin de hacer
una obra bien pensada. Y ya, cuando yo estaba redactando
los últimos libros puse un gran cuidado en utilizar el
mismo estilo que en los primeros.
Me esforcé, pues, en hacer una revisión pensada de mi
comentario oral, de darle un cariz más cuidado,
esmerándome en algún comentario escrito y no permitir
que mi exposición se alejase demasiado del tono de una
conversación familiar. Aumenté, pues, la primera parte y
condensé la segunda a fin de que aquello que era
heterogéneo en su origen formase un todo homogéneo. Sin
embargo, dejé casi la tercera parte de la obra tal como yo
la había redactado en nuestras conversaciones. Y como los
hermanos me empujaron a tratar otros temas, no me
permitieron revisarla a fondo. Fue precisamente por
adaptarme a sus múltiples invitaciones, bien proponiendo
una exégesis literal, bien una interpretación más elevada
que estimule la contemplación, bien exponiendo lecciones
morales, es por eso por lo que la obra consta de seis
volúmenes en treinta y cinco libros.
En este comentario puede aparecer más de una vez que
he sacrificado lo referente a la exégesis literal para
entregarme un poco más extensamente al vasto campo del
sentido moral y del sentido místico, sin embargo,
cualquiera que hable de Dios debe considerar como algo
necesario aquella investigación que haga mejores a
quienes le escuchen, y en consecuencia aquél puede
pensar que ha organizado bien su discurso, cuando,
llegado el momento de hacer el bien, se aleja
convenientemente de su primer plan.
El comentarista de la palabra santa debe ser como un río,
a lo largo de su recorrido, se desliza por hondos valles, se
precipita con gran impetuosidad, y después de llenar los
embalses recupera espontáneamente su cauce. Así debe ser
verdaderamente el comentarista de la palabra divina;
cualquiera que sea el tema que él trate, si él encuentra en
su comienzo una buena ocasión de hacer un bien
edificante, entonces sabrá volver hacia este valle cercano
el raudal de su palabra, y no entrar en el cauce de su
exposición sino después de haberse extendido
suficientemente en esta llanura adyacente.
3. Hemos de advertir que nuestro comentario literal
sobre algunos pasajes lo hacemos un tanto a la ligera,
mientras que otros lugares los estudiamos con mayor
detenimiento en su sentido típico por medio de la alegoría,
y en otros nos atenemos al sentido que ofrece la moralidad
alegórica, y que, por fin, en ciertos pasajes nos detenemos
más a fondo en cada uno de los tres sentidos. Esto quiere
decir que nosotros establecemos en primer lugar los
fundamentos del sentido literal, después, mediante el
sentido típico, hacemos de la arquitectura de nuestra alma
una fortaleza de fe, y finalmente con el sentido moral
revestimos el edificio con una capa de pintura.
¿Qué otra cosa son las palabras de la Verdad sino
alimento que fortalece nuestra alma? Alternando con
frecuencia el modo de nuestra exposición presentamos
diferentes bandejas de manjares de tal modo que disipe la
inapetencia en la sala de nuestro comensal, el lector
invitado; de esta manera, ofreciéndole variedad de platos,
puede escoger libremente los que más le apetezcan.
En algunas ocasiones pasamos por alto la explicación de
pasajes claros en el texto para poder ocuparnos lo antes
posible en otras zonas más oscuras; a veces entender el
texto según la letra es imposible, ya que tomarlos
únicamente en su sentido evidente es lo mismo que inducir
al lector a error en lugar de instruirlo. Y así por ejemplo
cuando dice Job que bajo Dios fueron abatidos los que
sostienen el mundo, ¿quién puede dudar que este gran
hombre no puede seguir las vanas fábulas de los poetas y
que él no puede creer que la mole del mundo está
sostenida por el esfuerzo de un gigante?
Job se expresa aún más abatido en sus desgracias: He
preferido para mi alma el estrangulamiento y para mis
huesos la muerte. ¿Alguien, que opine rectamente, podrá
creer que un hombre de tal reputación, cuya paciencia ha
sido recompensada por Aquél que juzga los corazones,
hubiera decidido en medio de sus desgracias poner fin a su
vida estrangulando su misma alma?
Algunas veces acaso, para que no se entienda el texto
literalmente, las mismas palabras llegan a contradecirse.
Así, por ejemplo, cuando dice Job: Perezca el día en que
yo nací, y la noche en que se dijo: ha nacido un varón. Y
poco después añade: Que ese día quede cubierto de
tinieblas y envuelto en amargura; y a continuación
prosigue maldiciendo aquella noche: Que esa noche sea
solitaria y estéril . Ciertamente el día de su nacimiento,
arrastrado por el pasar del tiempo, no podía permanecer,
entonces ¿cómo Job puede desear que sea cubierto de
tinieblas? Una vez pasado, carecía de existencia; y sin
embargo, aunque de hecho tuviese existencia entre las
cosas creadas, Job hubiese sido absolutamente incapaz de
experimentar un sentimiento de amargura.
Resulta, pues, claro, que no se trata en manera alguna de
un día físico, insensible, al que Job deseaba ver afligido
con un sentimiento de amargura. Y si la noche en la que él
fue concebido se había esfumado lo mismo que las otras
noches, ¿cómo puede desear que sea una noche solitaria?
Y esto es tanto más irrealizable en cuanto que esa noche
no ha podido ser inmóvil por el tiempo que pasa y porque
no ha podido separarse del resto de las demás noches.
Job dice todavía: ¿Hasta cuándo no apartarás de mí tu
mirada, ni me soltarás lo que tardo en tragar mi saliva? Y
sin embargo, un poco antes había dicho: Lo que ni
siquiera tocar rehusaba mi alma, eso en mi angustia ha
venido a ser mi alimento. Ahora bien, ¿quién ignora que es
más fácil pasar la saliva que el alimento? El que ingiere
alimento no puede pretender que al mismo tiempo pase la
saliva. Añade Job en otro pasaje: Si he pecado, ¿qué
puedo hacer por ti, oh guardián del hombre? Y todavía
más: ¿Quieres destruirme por los pecados de mi juventud?
Y sin embargo en otras de sus declaraciones dice: Mi
corazón no me reprocha nada en toda mi vida. ¿Cómo es
posible que su corazón no le reproche nada en toda su
vida, siendo así que se confiesa públicamente pecador?
Porque no puede pensarse una simultaneidad de culpa y
corazón sin reproche.
Ante la imposibilidad de concordar expresiones tomadas
literalmente resulta claro que hemos de buscar en ellas
otra cosa. Ello equivale a decirnos: Cuando veáis que
nuestro sentido literal pierde toda significación, buscad en
nosotros un sentido lógico y coherente que se pueda hallar
bajo la capa superficial del texto.
4. Otras veces, sin embargo, el descuido en tomar las
palabras en un sentido histórico, equivale a ocultar la luz
de la verdad que esas palabras ofrecen; y quien entonces
desea encontrar trabajosamente en estos textos otra cosa
más profunda, deja escapar aquello que podría encontrar
en la superficie sin dificultad. Por ejemplo dice el santo:
¿Acaso me cerré a la súplica del pobre o dejé a la viuda
consumirse en llanto? ¿Acaso comí solo mi bocado, sin
compartirlo con el huérfano? Yo, que desde siempre lo
cuidé como un padre, que desde niño fui su protector. Si
veía a un indigente sin vestido, a algún pobre desnudo,
¿no me lo agradeció su cuerpo abrigado con el vellón de
mis corderos?
Pretender a la ligera no ver en estas palabras más que
una alegoría, es vaciarla de toda realidad de las obras de
misericordia. La palabra divina tiene la capacidad de
ejercitar a la gente culta mediante sus misterios, y
frecuentemente también la de reconfortar a los sencillos
por sus lecciones bien claras. Con su sentido claro y
manifiesto tiene qué alimentar a los pequeños, con sus
profundidades tiene que excitar la admiración de los
espíritus más elevados. Puede muy bien arriesgarse la
comparación de un río con aguas, unas veces vadeables y
otras profundas, de tal modo que un cordero puede pasar y
un elefante nadar. De la misma manera yo he tratado de
adaptarme a las exigencias de cada pasaje, y cambiando
oportunamente el procedimiento de mi exposición. Por
eso, proponiendo mejor el verdadero sentido de la palabra
divina, paso de una manera de exponer a otra según sea
preciso.
5. Os envío este comentario para que vuestra beatitud
haga la crítica. No es un obsequio que os sea digno, pero
recuerdo haber accedido a vuestra petición. Perdóneme sin
dilación vuestra santidad por todo aquello que pueda
encontrar en él de insípido e inculto, pues no ignoráis que
esas lagunas delatan mi estado de enfermedad. Cuando el
cuerpo se halla quebrantado por el sufrimiento, la
inteligencia debilitada perjudica incluso la búsqueda de la
expresión. Han pasado ya muchos años y sigo sufriendo
frecuentes dolores de estómago. Estoy agobiado en todo
momento y a todas horas a causa de estas molestias; me
encuentro oprimido por una fiebre, que aun sin ser intensa
es continua. En medio de estas dolencias pienso en aquella
afirmación de la Escritura: A quien ama el Señor, lo
prueba. Cuanto más deprimido me siento por la insistencia
de los males presentes, tanto más me animo, poniendo mi
esperanza en los bienes eternos. Tal vez sea este el
designio de la providencia que yo comente en la historia
sufriente de Job, en el dolor, para que yo mismo
comprendiera mejor lo que supone la prueba en el alma de
un hombre sometido a la experiencia del sufrimiento.
Porque resulta claro para la gente que opina con rectitud
que el sufrimiento corporal combate notablemente y
entorpece mi entrega al trabajo; cuando el estado de salud
apenas si permite el uso de la palabra, el alma no puede
manifestar lo que siente en su intimidad. ¿Cuál es la
función del cuerpo sino la de ser instrumento de la
inteligencia? Un músico, cualquiera que sea su talento, no
puede realizar una obra de arte si no dispone asimismo de
ayuda exterior que colabore con ella. Porque está claro que
la melodía que ejecuta una mano hábil no puede resonar
como conviene sobre instrumentos desencajados, y el
soplo no produce un sonido musical si la flauta
completamente agrietada deja oír un sonido estridente. Mi
caso es parecido, cuanto más seriamente se quiera ahondar
en la calidad de mi exposición se verá que el fallo del
instrumento deja escapar la gracia del estilo, sin que la
pericia ni talento alguno lo pueda arreglar.
Te ruego, pues, que al recorrer las páginas de esta obra
no busques en ellas el follaje oratorio, porque la sagrada
Escritura rechaza la verbosidad sin contenido y sin fruto,
ya que en ella se prohíbe plantar un bosque en el templo
de Dios. Todos nosotros sabemos perfectamente que
cuando el tallo de los cereales echa muchas hojas, las
espigas llevan menos grano.
He descuidado el atenerme a aquel arte del bien decir
que enseñan las reglas de una disciplina extraña. El tenor
de esta carta lo demuestra bien claramente que ya no
rehúyo el choque del “metacismo”, no evito la confusión
del barbarismo, desdeño observar el orden de las palabras,
los modos de los verbos, el caso de las preposiciones,
porque considero sumamente indigno someter las palabras
del oráculo celeste a las reglas de Donato.
De hecho ningún comentarista ha observado estas reglas
fundándose en la Escritura; y como nuestro comentario
tiene su origen precisamente en ella, es justo que el niño
que de ella ha nacido guarde esta semejanza con su madre.
Explico el texto de la nueva versión (la Vulgata), pero
cuando es necesaria una prueba me sirvo tanto del
testimonio de la nueva como de la antigua. Y como las
Sede Apostólica que yo presido por la gracia de Dios
utiliza ambas, mi trabajo se apoya tanto en la una como en
la otra.
Carta 43. A Leandro de Sevilla
Expresa su estrecha amistad con él, opina sobre la
triple inmersión bautismal y manifiesta su alegría por la
conversión de Recaredo
Hubiese querido contestar a vuestras cartas si no me
tuviese abrumado el trabajo de la solicitud pastoral, hasta
tal punto que más bien tendría que llorar en lugar de
hablar. Vuestra reverencia puede muy bien observarlo en
el texto de mi propia carta, precisamente por escribir con
cierta negligencia a quien amo con vehemencia.
En este cargo que ocupo me encuentro tan agitado por
las olas de este mundo que no podré dirigir a puerto
seguro la antigua y averiada nave que por ocultos
designios divinos se me encomendó para que la gobernase.
Unas veces las olas se lanzan por delante, otras por los
lados y en ocasiones la tempestad persigue por detrás.
Turbado en medio de tanta adversidad me veo obligado
unas veces a dirigir el timón de la nave contra la misma
adversidad, y otras, dando una vuelta a la nave, evitar las
amenazas de las olas de un modo indirecto.
Lloro porque veo que por mi negligencia aumenta la
sentina de los vicios y viniendo la tempestad ya
fuertemente de cara, veo que las putrefactas tablas suenan
a naufragio. Recuerdo, llorando, que perdí la plácida playa
de mi tranquilidad, y suspirando miro a la tierra que
precisamente ya no puedo pisar a causa de los
acontecimientos tan adversos de las cosas.
Si me amas, hermano queridísimo, tiéndeme la mano de
tu oración en medio de estas olas, de tal modo que
ayudándome a mí que me encuentro tan zarandeado, como
recompensa podrás encontrarte tú más valeroso en tus
mismas contrariedades.
No puedo terminar de hablar sin expresarte mi alegría
por la noticia de la sincera conversión a la fe católica de
nuestro hijo común, el gloriosísimo rey Recaredo. Por la
información que me dais en vuestro escrito sobre las
costumbres de este rey hacéis que ame a quien no
conozco.
Pero como conocéis bien las asechanzas del antiguo
enemigo, ahora vuestra santidad debe trabajar con mayor
empeño a fin de que aquello que se ha iniciado con tanto
acierto, no sea motivo de orgullo para el rey, sino que
procure que las costumbres de su vida correspondan a la
nueva fe que ha conocido, y, como ciudadano que es del
reino eterno, lo demuestre con las obras; sólo así, después
de pasados muchos años, pasará de un reino a otro reino.
Sobre la triple inmersión en el bautismo no puedo opinar
de modo distinto a lo que vosotros mismos pensáis, que
dentro de una misma fe nada perjudica a la Iglesia una
costumbre diversa. Si nosotros sumergimos tres veces es
porque simbolizamos a los tres días de la sepultura del
Señor, de tal manera que cuando sacamos al niño la tercera
vez queremos significar con ello la resurrección después
de los tres días. Pero si acaso alguien piensa que ha de
bautizarse con una única inmersión como veneración a la
suma Trinidad, no hay tampoco dificultad el que así pueda
hacerse, porque si la Trinidad es una sustancia que
subsiste en tres subsistencias o personas, no hay nada
reprensible que el niño en el bautismo se sumerja una o
tres veces, siempre y cuando se simbolice en las tres
inmersiones la Trinidad de personas y con una se designe
la única Divinidad.
Mas, dado que hasta ahora los herejes sumergían al niño
en el bautismo tres veces, pienso que vosotros en estos
momentos no debéis hacerlo así, no sea que, al numerar
las inmersiones se divida la Divinidad, y haciendo ahora lo
que antes hacían, se gloríen de haber vencido a nuestra
costumbre.
A vuestra fraternidad, tan dulcísima para mí, ya le envié
los libros cuya nota indico al pie de página. Todo cuanto
dije en la exposición sobre Job, y que os la mando según
me indicáis en vuestra carta, lo había expuesto en
homilías, pero luego, de la manera que ha sido posible, le
he dado forma de libro y en la actualidad lo están
copiando los libreros.
De no haberme dado tanta prisa el portador, quisiera
habéroslo enviado todo sin ningún cambio, incluida esta
misma obra que dediqué a vuestra reverencia para que
pueda ver, a quien yo más amo, cuanto me he esforzado en
mi trabajo.
Si os sobra algún momento al margen de vuestras
ocupaciones, ya sabéis lo que hay. Aunque estáis
corporalmente ausentes, para mí estáis siempre presentes,
porque la imagen de tu rostro la llevo impresa dentro de
mi corazón.
REGLA BENEDICTINA
Exhortación general al compromiso monástico
Prólogo.- Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e
inclina el oído de tu corazón; acoge con gusto la
exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica, a
fin de que por el trabajo de la obediencia vuelvas a Aquel
de quien te habías apartado por la desidia de la
desobediencia. A ti, pues, se dirige ahora mi palabra,
quienquiera que seas, que renunciando a satisfacer tus
propios deseos, empuñas las potentísimas y esclarecidas
armas de la obediencia, para militar bajo las órdenes del
verdadero rey, Cristo el Señor.
Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra
buena, pídele con oración muy insistente que Él la lleve a
término, para que el que ya se ha dignado contarnos en el
número de sus hijos, jamás se vea obligado a entristecerse
por nuestras malas acciones. Porque de tal suerte hemos de
servirle en todo tiempo con sus bienes que hay en
nosotros, que no sólo cual padre airado no llegue a
desheredar algún día a sus hijos, sino que tampoco como
Señor temible, irritado por nuestras maldades, condene a
pena eterna, como siervos malvados, a los que no
quisieron seguirle en su gloria.
Levantémonos, pues, de una vez a las llamadas de la
Escritura, que nos dice: Ya es hora de despertarnos del
sueño. Y abiertos nuestros ojos a la luz deífica,
escuchemos atónitos lo que a diario nos advierte la voz
divina que clama: Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis
vuestros corazones. Y también: Quien tiene oídos para oír,
que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias. ¿Y qué
dice? Venid, hijos, escuchadme; os instruiré en el temor
del Señor. Corred mientras tenéis aún la luz de la vida,
antes de que os sorprendan las tinieblas de la muerte.
Y buscando el Señor un obrero entre la muchedumbre
del pueblo, al que lanza esta llamada, le dice otra vez:
¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días
felices? Y si tú, al oírlo, respondes: “Yo”, Dios te dice: Si
deseas gozar de la vida verdadera y perpetua, guarda tu
lengua del mal y tus labios no profieran la falsedad;
apártate del mal y obra el bien, busca la paz y síguela. Y
si esto hicieres, mis ojos estarán fijos en vosotros y mis
oídos atenderán vuestras súplicas, y antes de que me
invoquéis os diré: Aquí estoy. ¿Hay algo más dulce para
nosotros, hermanos carísimos, que esta voz del Señor que
nos invita? Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos indica
el camino de la vida.
Ceñidos, pues, nuestros costados con la fe y la
observancia de las buenas obras, sigamos sus caminos
tomando por guía el Evangelio, para que merezcamos ver
a Aquel que nos llamó a su reino. Y si queremos morar en
el tabernáculo de este reino, sepamos que no se llega a él
si no es corriendo con las buenas obras. Pero preguntemos
al Señor con las palabras del Profeta: Señor ¿quién puede
hospedarse en tu tienda o descansar en tu monte santo?
Después de esta pregunta, hermanos, escuchemos al Señor
que nos responde y nos indica el camino de su
tabernáculo, diciendo: El que procede sin pecado y
practica la justicia; el que dice la verdad en su corazón y
no engaña con su lengua; el que no hace mal a su prójimo
ni admite ultraje contra su vecino. Aquel que, cuando el
perverso, el diablo, le sugiere algo, lo rechaza en su
corazón a él con su sugerencia mediante la cual intenta
persuadirle, y, reduciéndole a la nada, frustró sus naciente
designios estrellándolos en Cristo. Los que temen al
Señor, no se engríen por su buen comportamiento, antes,
reconociendo que estos mismos bienes que en sí mismos
tienen no provienen de ellos sino que son obras de Dios,
glorifican al Señor que actúa en ellos, diciendo con el
Profeta: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu
nombre da la gloria. Igual que el Apóstol tampoco se
atribuyó nada de su predicación cuando dijo: Por la gracia
de Dios soy lo que soy. Y vuelve a decir él mismo: El que
se gloría, que se gloríe en el Señor . Por donde dice
también el Señor en el Evangelio: El que escucha estas
palabras mías y las cumple, lo compararé al hombre
sensato que edificó su casa sobre roca, vinieron las
riadas, soplaron los vientos y arreciaron contra aquella
casa, pero no se desplomó, porque estaba cimentada sobre
la roca. Al terminar estas palabras, espera el Señor que
cada día respondamos con obras a sus santas
exhortaciones. Por eso se nos conceden como tregua los
días de esta vida, para enmendar nuestros males, como lo
dice el Apóstol: ¿Acaso no sabes que la paciencia de Dios
te está estimulando a que hagas penitencia? Y el Señor
piadoso dice: No quiero la muerte del pecador, sino que se
convierta y que viva.
Habiendo preguntado al Señor, hermanos, quién habitará
en su tabernáculo, hemos escuchado el precepto de habitar
en él, con tal que cumplamos los deberes del que vive allí.
Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros
cuerpos para militar en la santa obediencia de los
preceptos. Y, por lo que concierne a lo que supera nuestra
naturaleza, roguemos al Señor que se digne concedernos la
ayuda de su gracia. Y si, huyendo de las penas del
infierno, deseamos llegar a la vida eterna, mientras todavía
es posible y estamos en este cuerpo y nos es dado cumplir
todas estas cosas a la luz de esta vida, es preciso ahora
correr y poner por obra lo que nos servirá para siempre.
Vamos, pues, a crear una escuela del servicio divino; al
organizarla, esperamos no imponer nada áspero, nada
oneroso. Pero si alguna vez, requiriéndolo una razón justa,
debiera disponerse algo más severo con el fin de corregir
los vicios o mantener la caridad, no abandones enseguida,
sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que al
principio tiene que ser forzosamente estrecho. Sin
embargo, a medida que se progresa en la vida monástica y
en la fe, se ensancha el corazón con la inefable dulzura del
amor, y se corre por el camino de los mandamientos de
Dios. De este modo, sin desviarnos nunca de su magisterio
y perseverando en su doctrina en el monasterio hasta la
muerte, participaremos en los sufrimientos de Cristo con
la paciencia, para que merezcamos compartir también su
reino. Amén.
Actitud en la salmodia
Cap. XIX. La fe nos dice que Dios está presente en todas
partes y que los ojos del Señor en todo lugar miran a
buenos y malos; pero esto debemos creerlo sobre todo, sin
la menor vacilación, cuando estamos en el oficio. Por
tanto, recordemos siempre lo que dice el profeta: Servid al
Señor con temor; también: Salmodiad con gusto; y: En
presencia de los ángeles te cantaré salmos. Así, pues,
consideremos cómo conviene estar en presencia de la
divinidad y de sus ángeles, y mantengámonos de tal
manera en la salmodia que nuestra mente concuerde con
nuestra voz.
La reverencia en la oración
Cap. XX. Si cuando queremos solicitar alguna cosa a los
hombres poderosos, no nos atrevemos a hacerlo sino con
humildad y reverencia, cuánto más se debe orar al Señor,
Dios de todas las cosas, con toda humildad y sincera
devoción. Y hemos de saber que seremos escuchados, no
porque hablemos mucho, sino por la pureza de corazón y
por las lágrimas de compunción. De ahí que la oración
deba ser breve y pura, a no ser que se prolongue gracias a
una inspiración de la gracia de Dios. Pero la oración en
comunidad abréviese en todo caso, y, cuando el superior
haga la señal, levántense todos a un tiempo.
El oratorio del monasterio
Cap. LII. El oratorio debe ser lo que dice su nombre, y
en él no se ha de hacer ni guardar ninguna otra cosa. Una
vez terminada la obra de Dios, saldrán todos con sumo
silencio y guardarán la reverencia debida a Dios, para que
el hermano que acaso quiera orar solo, en privado, no se
vea estorbado por la importunidad de otro. Y si alguien, en
otro momento, quiere orar con recogimiento, entre él solo
y ore; no en voz alta, sino con lágrimas y efusión del
corazón. Por tanto, al que no obra de este modo, no se le
permita quedarse en el oratorio después de terminar la
obra de Dios, como queda dicho, para que no estorbe a
otro.
El orden en la comunidad
Cap. LXIII. En el monasterio conservarán sus puestos
según la fecha de entrada en la vida monástica, o según el
mérito de vida que los distingue, o según lo haya dispuesto
el abad. Pero el abad no debe perturbar la grey que se le ha
confiado ni disponer nada injustamente, como si pudiera
usar de un poder arbitrario; antes bien, piense siempre que
tendrá que dar cuenta a Dios de todas sus decisiones y de
todos sus actos. Por tanto, según el orden que él haya
establecido o el que corresponda a los hermanos, se
acercarán a recibir la paz y la comunión, recitarán los
salmos y estarán en el coro. Y absolutamente en ningún
lugar la edad debe crear distinciones ni preferencias en el
orden, porque Samuel y Daniel, con ser niños, juzgaron a
los ancianos. Por eso, exceptuando aquellos que, como
hemos dicho, el abad haya promovido por razones
superiores o haya pospuesto por motivos concretos, todos
los demás se colocarán conforme van abrazando la vida
monástica; así, por ejemplo, el que llegó al monasterio a la
hora segunda, sepa que es más joven que aquel que llegó a
la primera hora del día, de cualquier edad o dignidad que
sea, mientras que a los niños todos les harán observar la
disciplina en todas las cosas.
Los más jóvenes, por tanto, honrarán a los mayores; los
mayores amarán a los más jóvenes. En la manera de
nombrarse, nadie se permitirá llamar a otro simplemente
por su nombre, sino que los mayores darán a los más
jóvenes el nombre de “hermanos”, y los jóvenes a sus
ancianos, el de “nonos”, que indica la reverencia debida a
un padre. Al abad, puesto que sabe por la fe que hace las
veces de Cristo, le llamarán “señor” y “abad”, no porque
él se lo haya arrogado, sino por honor y amor a Cristo.
Pero considérelo él y pórtese de tal manera que se haga
digno de este honor.
En cualquier parte que se encuentren los hermanos, el
más joven pedirá la bendición al mayor. Cuando pase uno
de los mayores, el menor se levantará y le ofrecerá sitio
para sentarse, y no se atreverá el más joven a sentarse con
él si no se lo ordena su anciano, para que se cumpla lo que
está escrito: Rivalizad en la mutua estima. Los niños
pequeños y los adolescentes, en el oratorio y en la mesa,
ocuparán sus puestos con disciplina; fuera y en cualquier
lugar estén sujetos a vigilancia y disciplina, hasta que
lleguen a la edad de la reflexión.
El doble celo
Cap. LXXII. Así como hay un celo amargo, malo, que
aleja de Dios y conduce al infierno, hay también un celo
bueno, que aleja de los vicios y lleva a Dios y a la vida
eterna. Practiquen, pues, los monjes este celo con el amor
más ardiente; esto es, que se anticipen unos a otros; que se
soporten con la mayor paciencia sus debilidades, tanto
físicas como morales; que se obedezcan a porfía unos a
otros; que nadie busque lo que le parezca útil para sí, sino
más bien lo que sea para los otros; que practiquen
desinteresadamente la caridad fraterna; que teman a Dios
con amor; que amen a su abad con afecto sincero y
humilde; que no antepongan absolutamente nada a Cristo,
el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna.
Rudimentos de ascesis y de experiencia
Cap. LXXIII. Epílogo. Hemos redactado esta Regla para
que, observándola en los monasterios, demostremos tener
alguna honestidad de costumbres o un comienzo de vida
monástica. Por lo demás, el que tiene prisa para llegar a la
perfección del monacato, tiene las enseñanzas de los
santos Padres, cuya observancia conduce al hombre a la
perfección. En efecto, ¿Qué página o qué palabra de de
autoridad divina, del Antiguo o del Nuevo Testamento, no
es norma rectísima para la vida humana? O bien, ¿qué
libro de los santos Padres católicos no nos inculca cómo
correr para llegar derechamente a nuestro Creador? Y,
todavía, las Colaciones de los Padres y las Instituciones y
sus vidas, así como también la Regla de nuestro padre san
Basilio, ¿qué son sino instrumentos de virtudes para
monjes obedientes y de vida santa? Aunque, para nosotros,
perezosos, de mala conducta y negligentes, son motivo de
vergüenza y confusión.
Tú, pues, quienquiera que seas, que te afanas por llegar a
la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta
mínima Regla que hemos redactado como un comienzo, y
entonces llegarás seguramente, con la protección de Dios,
a las cumbres más elevadas de doctrina y virtudes que
acabamos de recordar. Amén.
GREGORIO DE ELVIRA
TRATADOS SOBRE LOS LIBROS DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS
Sobre la imagen y semejanza
Tratado I. E hizo al hombre del polvo de la tierra,
inspiró en su rostro el espíritu de la vida, y quedó
constituido el hombre como ser vivo (Gn 2,7).
1. Hay muchos hombres ignorantes y desprovistos del
conocimiento de las divinas Escrituras, que cuando oyen
que Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza, piensan que Dios es corpóreo, y que además la
expresión ha de entenderse como si estuviese hecho de
miembros. Y creen que esto ha de entenderse así, porque
los profetas hablan de la cabeza, de los cabellos, ojos,
oídos, narices, boca, labios, lengua y pies del Señor, como
cuando se dice: su cabeza y sus cabellos son como lana
blanca, como la nieve y: Los ojos del Señor sobre los
justos, y sus oídos hacia sus súplicas, y: El Señor percibió
el grato olor, y: La boca del Señor ha hablado estas
cosas, y: Las cosas que han salido de mis labios no las
mudaré, y: Mi lengua es pluma de ágil escribano, y: Mi
alma odia vuestras solemnidades, y: Vuelve Señor tu
rostro y seremos salvos, y: La diestra del Señor ha hecho
hazañas, y: ¿Acaso mi mano no ha hecho todo esto?, y: El
Señor entregó a Moisés las tablas de la ley escritas en
piedra con el dedo de Dios, y: El cielo es mi trono y la
tierra el escabel de mis pies, y: Con mano fuerte y
extendido brazo del Señor se libera el pueblo, y: Midió el
cielo con el palmo y la tierra con el cuenco de su mano.
2. Por consiguiente, cuando leen u oyen hablar de estos
miembros del cuerpo, como ya dije, lo creen como si Dios
fuese corpóreo y compuesto con distinción de miembros.
A los hombres de esta herejía se les denomina con el
término griego de antropomorfitas, precisamente porque
defienden que Dios está formado lo mismo que el hombre,
por eso, fue necesario advertir de esto a vuestra caridad a
fin de que ninguno de vosotros se deje seducir por la
sutileza de estas palabras.
3. Y así dicen: si estos miembros de Dios que
conmemora la sagrada Escritura, no hubiesen de creerse
así, entonces os engañaron los profetas, al nombrar la
cabeza, los cabellos, los ojos, los oídos, la nariz, la boca,
los labios, la lengua, las manos, los pies y los demás
miembros del Señor, si realmente supiesen que Dios es
incorpóreo y que no necesita de ninguno de estos
miembros; es más, hasta el mismo Moisés nos engaña
cuando escribe en este lugar haber dicho Dios: Hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza. Pero ¿qué es lo
que estamos tratando aquí, amadísimos hermanos? Porque
nos acosan de una y otra parte.
4. Si el hombre no está hecho a imagen y semejanza de
Dios, como enseñan la ley y los profetas, entonces
acusamos de mentira tanto a la ley como a los profetas, los
cuales escribieron que Dios dijo: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza; e hizo Dios al hombre a la
imagen de Dios. Sin embargo, quienes dicen estas cosas,
deben recordar que la formación del hombre es muy
distinta de la naturaleza de Dios.
5. Pero ahora no vamos a disertar sobre la majestad
invisible e inenarrable de la naturaleza divina, sino que
vamos a tratar de la imagen y semejanza humana, la cual,
por una caída triste y frágil de la naturaleza del hombre, y
al quedar deformada con endeble vigor y árido verdor,
frecuentemente se adultera y se daña; pero si se conserva
en su inviolado e íntegro pudor, por beneficio de Dios y
por la liberalidad de su resurrección se hace inmortal y
puede reformarse mejorando. Es manifiesto que el hombre
semimortal consta de tres perfecciones, es decir, de
cuerpo, alma y espíritu.
6. Pero que nadie se admire porque digo que el hombre
es semimortal; y si la carne muere, su alma y su espíritu
permanecen inmortales, como dice el Apóstol: Para que
todo espíritu, alma o cuerpo, se conserve hasta la venida
del Señor. Cuando reclama el espíritu íntegro, no alude al
espíritu que procede de Dios, sino al del hombre, el cual si
fuese lesionado por el hombre concreto al que concierne,
ya no sería íntegro para ese hombre, puesto que se separa
de él.
7. Este espíritu no nace con el hombre, sino que se lo da
Dios después por el mérito y por la gracia de la fe, como
dice el Salvador en el evangelio: El Espíritu sopla donde
quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a
dónde va. El hombre animal, sin embargo, que todavía no
ha recibido el espíritu de Dios, consta, como dije, de dos
cosas, es decir, de cuerpo y de alma. El alma aunque
mueve y se mueve y tiene un estado o actitud mudable, o
para el bien o para el mal, sin embargo, como ya he dicho,
es inmortal en uno y otro caso, de tal manera que, o vive
siempre para Dios, o para el castigo; para Dios, digo, si
permanece santa, para el castigo, si peca.
8. El cuerpo que está religado y unido por las partes,
fácilmente se disgrega y se corrompe. Hay, por
consiguiente, en nosotros otra cosa, que es ventoso, aéreo,
simple, espiritual y movible, ánimo y sentido, soplando y
respirando alternativamente; hay también un cuerpo sólido
que se compone de elementos, es decir, de calor, frío y
humedad. Este cuerpo, sin embargo, tiene un parentesco
humano, mientras que el alma tiene una naturaleza
espiritual.
9. Por consiguiente, como he dicho que el hombre
consta de dos naturalezas, una de las cuales dijimos que
era espiritual, y la otra terrena, ¿cómo piensas tú que Dios,
que es incorpóreo, simple, espíritu puro, tiene la imagen y
semejanza del hombre? El que quiere creer que esto es así,
es decir, que piensa que Dios es corporal, porque ninguno
que es corporal ha sido hecho a imagen y semejanza de
Dios, este tal afirma que Dios está compuesto de una
naturaleza superior y de otra inferior, porque es claro que
el hombre consta de estas dos naturalezas.
10. Ahora bien, todo aquello que es compuesto, es
necesario que no sea eterno, porque la composición tiene
un principio del que se compone para que pueda
permanecer; Dios, por el contrario, permanece siempre y
en todas las cosas, es el mismo en todo lugar, y siempre es
el todo, como está escrito: Yo lleno el cielo y la tierra,
porque no hay ningún lugar del que Dios esté ausente, ni
hay tampoco ningún lugar que sea mayor que Dios. Dios
es espíritu dice, y lo que es espíritu es simple y uniforme.
11. Por lo demás, si Dios estuviese formado de
diversidad de miembros, ni sería inmenso, ni sería infinito,
porque podría medirse y limitarse por el aprecio de sus
miembros. ¿Y qué decir de aquello que leemos que el
Señor tiene siete ojos, y el hombre solamente dos? ¿Y
entonces dónde está esta imagen y semejanza de Dios en
el hombre? Porque no hay semejanza alguna entre aquel
que tiene dos ojos, y aquel otro que se presenta como
teniendo siete.
12. Pero el hombre tiene cuerpo y huesos y deja su
huella en la tierra, pero Dios, que es espíritu, no tiene
huesos, dice; es el mismo Señor el que testifica en el
Evangelio de que el espíritu no tiene huesos ni deja
huellas. Y entonces, ¿dónde estará la imagen y semejanza
de Dios, que no tiene huesos, en relación con el hombre,
que tiene huesos y carne?
13. Pero como la brevedad del tiempo no permite reunir
más ejemplos, vamos a resolver la cuestión y demostrar
que el hombre fue plasmado verdaderamente a imagen de
Dios según las Escrituras; y sin embargo, la imagen de
Dios es muy distinta del hombre. Dios, cuando hizo al
hombre a su imagen, lo hizo de una doble naturaleza, es
decir, de alma y cuerpo. El alma la formó en virtud de
aquella divina e incomprensible obra de su poder, el
cuerpo, en cambio, lo plasmó del barro de la tierra. Y
porque se dice que el hombre procede de la tierra (homo
ex humo), por eso el alma unida al cuerpo lleva el nombre
de hombre, de tal modo que ella misma se denomina
hombre.
14. En consecuencia, advertid lo que declara la
Escritura: Dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza. E hizo Dios al hombre, a imagen de
Dios lo hizo. Y luego lo vuelve a repetir diciendo: Aún no
había llovido Dios sobre la tierra, ni había hombre que la
labrase. ¿Y cómo es que antes había dicho: Hizo Dios al
hombre a imagen de Dios, y luego después añade: E hizo
Dios al hombre del barro de la tierra, y le inspiró en su
rostro el espíritu de la vida, y fue hecho el hombre con
alma viviente?
15. Ved, por lo tanto, amadísimos hermanos, cómo
insinúa esta naturaleza del hombre interior y exterior,
unidas con ese lazo especial de la inspiración. De ahí que
el bienaventurado apóstol Pablo, conociendo esto, asegura
que en sí mismo hay una disensión entre el hombre
exterior e interior: Me complazco, dice, en la ley de Dios
según el hombre interior; sin embargo, anteriormente
había dicho: Advierto otra ley en mis miembros que lucha
y que me conduce cautivo, esto es, que se ve presionado
por el hombre exterior e interior, de tal modo que hace
aquello que no quiere. De ahí que el mismo
bienaventurado Apóstol dice: Tenemos este tesoro en
vasos de barro.
16. Llama a este cuerpo vaso de barro, porque sabía que
el hombre había sido plasmado de la tierra; pero lo llama
también tesoro, porque Cristo habita en él, puesto que dice
el mismo Apóstol: Que Cristo habita en el hombre
interior. Recuerda, pues, y lee el evangelio, y allí
encontrarás, por un divorcio entre el alma y el cuerpo, que
el rico era atormentado en las llamas, y el pobre Lázaro
refrigerado en el seno de Abraham; y verás también cómo
el rico pide que el padre Abraham envíe a Lázaro para que
moje su dedo en agua y refresque su lengua, porque le
atormentan las llamas. ¿Cómo se explica el que la boca y
la lengua pida para un hombre ya muerto, sepultado en la
tierra, y que además estaba en los infiernos, el refrigerio
del rocío del alma más feliz?
17. Esta (alma) es, por consiguiente, el hombre interior,
de quien el Apóstol dijo que había sido creado según
Dios. Veis, pues, cómo uno es el hombre que fue hecho del
barro de la tierra, y el otro el que fue creado a imagen de
Dios para que pudiéramos ser perfectos conforme a la
imagen del creador en bondad, caridad y santidad, en ese
misterio del hombre interior. Por eso el mismo Apóstol
repite diciendo: Aunque nuestro hombre exterior se
corrompa, el hombre interior se renueva.
18. Aquí tienes al hombre interior creado según Dios, y
el hombre exterior plasmado del barro de la tierra. Aquí
tienes al hombre interior en el que Cristo habita, y tienes
también al hombre exterior que se corrompe y que se
disuelve. Aquí tienes al hombre interior que goza con la
ley de Dios, y tienes al hombre exterior que desea las
obras de la carne. Aquí tienes al hombre interior que se
refrigera junto a Lázaro en el seno de Abraham, y al rico
que se atormenta en las llamas. Aquí tienes al que fue
transportado por los ángeles, y aquí tienes a aquel otro que
murió, que fue sepultado e inmerso en la tierra. No es
igual aquel que muerto se disuelve en la tierra, que este
otro que se refrigera en el seno de Abraham; éste vive y
habla y siente y padece los suplicios o los refrigerios,
mientras que aquél está muerto e inmóvil, es más, hasta
yace en putrefacción.
20. Por eso, la imagen de Dios está en todos estos, en
invisibilidad, en inmortalidad, en racionabilidad, en
movilidad, en las cuales el alma humana está formada,
mientras que el alma perenne imita la naturaleza móvil de
Dios, no teniendo en sí nada corporal, nada que pesa, nada
caduco. De este mismo hombre interior dijo Dios:
Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza,
porque el mismo interior es invisible e inmortal, y esta es
la imagen de Dios en él.
21. Y como una cosa es la imagen y otra la semejanza,
por eso hemos de distinguir bien este tema; en efecto, una
vez que hemos demostrado que el hombre ha sido hecho
por Dios a su imagen, vamos a pasar a tratar ahora de la
semejanza. Dijimos que la imagen está en la persona y la
semejanza en los hechos, como dice el Apóstol: Sed mis
imitadores, como yo lo soy de Cristo, y como en otro lugar
dice la voz de Dios: Sed santos, como yo también soy
santo. Veis, por consiguiente, cómo la semejanza está en la
santidad y en la bondad.
22. De ahí que cuando dijo Dios: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza, repitió inmediatamente
después: E hizo Dios al hombre a imagen de Dios. No dijo
a semejanza, dado que la imagen que había hecho en el
hombre animal, Adán, estaba precisamente en la
invisibilidad y en la inmortalidad del alma, reservando la
semejanza para Cristo, por medio del cual, el que había
sido hecho a imagen de Dios, volviera de nuevo a recibir
la forma de la semejanza. Y por eso dice el Apóstol: El
primer Adán fue hecho alma viviente, y el segundo espíritu
vivificante.
23. Por tanto, el que había sido hecho alma viviente,
todavía no había recibido la semejanza; mientras que el
que fue hecho espíritu vivificante, en él se había
restaurado la semejanza de Dios. En efecto, como ya
dijimos, la imagen es el rostro, y la semejanza está en los
hechos. En esta semejanza, pues, que es lo mejor y lo más
cercano a Dios, fácilmente aparece lo que en ella hay de
semejante, es decir, lo divino, lo bello, lo sincero, lo no
variable, lo no enfermo, lo no mudable. Es el esplendor de
la luz interior de Cristo, que, como dice el Apóstol habita
en él; es el espejo de la verdad.
24. Pero, ¿cuál es ésta que llama semejanza, sino la vida
celeste y espiritual, a la que no corrompe ni la afea la
pasión, el vicio o la lujuria, y a la que tampoco pueden
ofuscar las pinturas de colores, ni tampoco la avaricia, que
jamás se sacia, sino que tiene más hambre, cuando parece
más saciada?
25. Esta semejanza no se infla con la codicia insaciable
del mundo, tampoco se enciende con el vicio de la carne,
ni rechina con la inhumana crueldad, la cual, antes de
atormentar se ve atormentada. Por el contrario, esta
semejanza tiene un rostro de piedad, unos ojos
misericordiosos, una lengua para defenderse, y una
voluntad bienhechora. Esta es la semejanza que nosotros
debemos desear, la que contiene tanta felicidad y gracia,
que, aunque parezca increíble, es denominada no ya
hombre sino Dios inmortal, una vez cambiada la ley y la
condición mortal. Y si digo “Dios”, no me refiero al
hombre tal y como ha nacido en este mundo, sino al
transformado en Dios por el don benevolente de su gracia,
no por la destreza de propia naturaleza humana. Unido, en
consecuencia, al cielo y a las estrellas adquiere la
eternidad de la vida celeste.
26. Y no dudes porque he dicho más arriba que el
hombre es Dios. El mismo Dios de los dioses ha permitido
esto, y esto mismo lo ha donado. Trabaja por vencer y
merecerás ser llamado “Dios”, porque se dice: Yo dije,
vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo.
Lo que es, por consiguiente, semejante, lo es en todo como
ejemplar; y sin embargo, no puede reconocerse lo
semejante si no tiene los signos expresados por medio de
la imagen personal.
27. De ahí aquello que dijo: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza, quiere significar que la
imagen del hecho y del hacedor es lo que está en el
hombre interior: en la invisibilidad, en la inmortalidad, en
la movilidad; lo que pertenece, en cambio, a la semejanza
alude a que tenemos que vivir según la bondad de Dios, en
total santidad, justicia, fe y piedad. Por lo demás, el que ha
sido formado de barro, es terreno, corruptible, pesado,
caduco, que ha de volver a la tierra de la que fue tomado,
según la sentencia del Señor cuando dice: Eres polvo, y al
polvo volverás, aunque se le haya prometido la
resurrección. Por eso debéis prestar atención a que uno es
el hombre que procede de la tierra y que a la tierra ha de
volver, y otro el que siempre vive o para Dios o para el
castigo.
28. Por lo que se refiere a los miembros humanos que se
le atribuyen a Dios, se quiere significar con ello, no las
propiedades de los miembros, sino la eficacia de las obras
divinas, de tal modo que los hombres que no podían ver ni
entender espiritualmente al Dios verdadero y vivo,
pudieran conocer algo de este Dios vivo, al menos según
su naturaleza.
29. La ley y los profetas no hablaban de Dios como Dios
era, sino al modo de cómo el hombre podía entender, de
tal modo que cada uno pudiese conocer al Dios vivo según
su capacidad; es decir, que tiene ojos para poder ver, boca
para poder hablar, alma para aborrecer las neomenias y
sábados de los judíos, y manos para obrar.
30. Y como todavía esperáis un sentido espiritual,
cuando se habla de la cabeza de Dios, apunta a que Él es el
principio de todas las cosas; cuando se habla de que sus
cabellos son lama blanca como la nieve, es para indicar
que siempre es antiquísimo; cuando se habla de sus ojos,
es para significar que ve todas las cosas; cuando se le
atribuyen narices, es para indicar que ha de percibir el
buen olor de las oraciones de los santos, porque en el
Apocalipsis se comparan las oraciones de los santos a un
timiama, las cuales se ofrecen al Señor por la mano del
ángel en olor de buen aroma, según está escrito.
31. Cuando se habla de la boca del Señor, es con el fin
de explicar que Él mismo es toda palabra; cuando se
escribe que su lengua es como pluma afilada, se indica que
los preceptos de la antigua ley y de los evangelios han sido
escritos por el Espíritu, al que se llama pluma; cuando se
nombran las manos, quiere decir que Él hizo todas las
cosas; cuando se le dice brazo, es porque Él mismo
contiene todas las cosas; cuando se habla del dedo de
Dios, se significa que por medio de Él se abre todo el
sentido de la voluntad divina.
32. Es todo ojo, porque todo lo ve; es todo oído, porque
todo lo oye; es todo boca, porque todo es palabra; es todo
lengua, porque todo habla; es todo pie, porque está en
todas partes; es todo mano, porque todo lo mueve; todo
brazo, porque contiene todas las cosas y lo gobierna todo.
Y todo lo que digas de Él, es nombrar la eficacia de todas
sus obras y las distribuciones de sus misterios; pero que a
pesar de todo no podrás explicar cuál y cuánto es Él.
33. Sólo entonces se apreciará a Dios, cuando se dice
inestimable; el espíritu es inestimable, incomprensible e
inenarrable, que en todas partes es uno y todo, y que la
mente humana no es suficiente para poder apreciar,
entender y definir cuanto es. Por eso hay que temerle,
rogarle y adorarle, porque Dios quiso más ser creído que
juzgado. A Él honor por los siglos de los siglos.
Sobre la Resurrección
Tratado XVII. 1. En aquellos días fue sobre mí la mano
del Señor y me llevó el Señor fuera y me puso en medio de
un campo que estaba lleno de huesos. Me hizo pasar por
cerca de ellos todo en derredor, y vi que eran sobremanera
numerosos sobre la haz del campo y enteramente secos. Y
me dijo: Hijo del hombre ¿revivirán estos huesos? Y yo
respondí: Señor, tú lo sabes. Y Él me dijo: profetiza a estos
huesos y diles: huesos secos, oíd la palabra del Señor…
2. Esta sencilla lectura, santísimos hermanos, no está
escrita en sentido alegórico, sino puesta para ejemplo de
los creyentes. Prometiendo también la esperanza de la
resurrección en el mismo cuerpo, proporciona a todos los
cristianos la gran esperanza de la vida eterna. Y aunque la
fe católica con sus misterios celestiales y con sus razones
divinas persevere íntegra y segura en esta esperanza de la
resurrección, puesto que está fundamentada en la
autoridad de muchas Escrituras celestiales, sin embargo,
dado que muchas veces engaña la falsedad de los herejes,
falsedad que tiene su origen en la flaqueza de la razón
humana, bajo la inspiración del diablo, por eso, me he
propuesto tratar brevemente, y con la ayuda de Dios, sobre
esta esperanza, para demostrar la veracidad de la futura
resurrección de la carne, y describir los astutos
argumentos de los herejes.
3. Existieron aquellos que desde fuera se consideraban
como si fuesen ovejas pero que, como dijo el Salvador,
por dentro son lobos rapaces; y que además perjudican y
seducen con sus coloquios a los sencillos, como la
serpiente a Eva, cuando toman la sencillez de la palabra
divina en conformidad con el sentir de su voluntad, y no
según la objetividad de la misma verdad, negando, como
ya dije, la resurrección de la carne.
4. Y aunque sea necesaria una amplia disputa contra
éstos, sin embargo, ateniéndonos a la brevedad, vamos a
procurar responder en pocas palabras, con el fin de echar
una mano a los creyentes, y demostrar, sin envidia, el
camino de salvación a los que andan equivocados.
5. En efecto, esta lectura que hemos recitado, y que
demuestra claramente la resurrección de la carne, los
herejes la interpretan de otra manera, diciendo que
aquellos huesos dispersos por el campo eran la figura de
los hijos de Israel, que estaban dispersos en el campo de
este mundo en el tiempo de la cautividad. Y así como
aquellos huesos, dicen, se congregaron y se incorporaron,
de igual modo también aquellos, después de la cautividad,
se habían de reunir en Jerusalén y en su reino propio, del
que habían sido excluidos, volviendo de este modo, a su
estado antiguo. De hecho dicen que esta resurrección se
hizo a la casa de Israel, cuando se volvieron a Judea desde
la cautividad de Babilonia después de setenta años.
6. Pero eso nada tiene que ver con la fe católica, puesto
que la verdadera resurrección de la carne ha de creerse de
acuerdo con el testimonio de las Escrituras celestes.
Veamos ahora si los que plantean la cuestión de la carne y
de la sangre lo hacen con la autoridad del Apóstol; y
veamos si el Apóstol de una manera absoluta rechaza y
excluye la misma carne y sangre, cuando dice: La carne y
la sangre no pueden heredar el reino de Dios, y si designa
y censura con la palabra “carne” los vicios de la carne.
Porque el mismo Apóstol dice: Todos resucitaremos pero
no todos seremos transformados; y: Él transformará
nuestro mísero cuerpo en un cuerpo glorioso como el
suyo.
7. ¿Cuándo será este cuerpo de nuestra bajeza conforme
a la gloria de Dios a no ser en la resurrección de los
santos? Como dice el apóstol Juan: Dichosos y santos los
que participen en esta resurrección primera; sobre estos
no tiene poder la segunda muerte”. Pero de nuevo el
bienaventurado apóstol Pablo repite diciendo: Presentad
vuestros cuerpos como víctima viviente, santa, agradable
a Dios”.
8. De ahí que en este lugar el único y mismo Espíritu de
Dios, que habló por boca del Apóstol, está manifestando la
resurrección por medio del profeta cuando dice: Esto dice
el Señor: he aquí que yo abriré vuestras tumbas y os haré
subir de vuestros sepulcros a la tierra de Israel. Y
conoceréis que yo soy el Señor cuando de vuestras
tumbas, y de vuestros sepulcros os haga subir, pueblo mío.
E infundiré en vosotros mi espíritu y reviviréis y os
establecerá sobre vuestro suelo. Y conoceréis que yo, el
Señor, he hablado y hago, declara el Señor.
9. Esto es lo que le bienaventurado apóstol Pablo
proclama con todas las fuerzas de la fe, diciendo: ¿de qué
me sirve el haber luchado con fieras en Éfeso, si los
muertos no resucitan? . Es más, cuando escribe a los
corintios, establecida ya toda la disciplina eclesiástica,
concluye que la fe de estos fieles, de acuerdo con la regla
evangélica, está en la seguridad de la muerte y de la
resurrección del Señor, para deducir de ello que también la
norma de nuestra esperanza se apoya en eso mismo; y por
eso dice:
10. Pues si se predica que Cristo ha resucitado de los
muertos, ¿cómo entre vosotros dicen algunos que no hay
resurrección de los muertos? Y si la resurrección de los
muertos, dice, no se da, tampoco Cristo ha resucitado. Y si
Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana
nuestra fe. Seremos falsos testigos de Dios, porque damos
un testimonio, como si Cristo hubiese resucitado, y luego
no resucitó; y si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe y
aún estáis en vuestros pecados. Y, hasta los que murieron
en Cristo, perecieron. Pero no, dice, Cristo ha resucitado
de entre los muertos, como primicia de los que mueren.
11. En efecto, en la primera carta a los Tesalonicenses
está escrito con más claridad que la luz del sol que estos
herejes, que huyen de la luz, no lo aceptan con gusto: El
mismo Dios de la paz os santifique a todos vosotros. Y
como si no fuese suficiente el haber dicho todos, todavía
incluye explícitamente toda la sustancia o ser del hombre:
Para que conserve íntegro vuestro espíritu, vuestra alma y
vuestro cuerpo sin mancha hasta el día del Señor”.
12. Y por eso distingue nominalmente, es decir, espíritu,
alma y cuerpo, para demostrar que todo el hombre está
destinado para la salvación. Y dice: para que se conserve
hasta el día del Señor esto es, hasta la venida de nuestro
Salvador, que es la clave de la resurrección de los muertos.
13. Los apóstoles deberán al menos apreciar el sentido,
aunque no entiendan las razones por las que se dijo que la
carne y la sangre no verán el reino de Dios, porque aquel
que a ejemplo de la resurrección del Señor dirigía también
nuestra esperanza hacia la resurrección, no pudo rechazar
de nuevo la misma esperanza de la resurrección con otra
arma, puesto que todo ejemplo se pone, no a base de una
diferencia, sino de una semejanza.
14. Si oyes, pues, que Cristo padeció y que fue sepultado
según las Escrituras, no debes creer otra cosa, si no es que
resucitó en su cuerpo; ese mismo cuerpo que murió, que
estuvo yacente en el sepulcro, es decir, la carne del
hombre que había asumido la Palabra de Dios, ese mismo
fue el que resucitó de nuevo a Cristo.
15. Por consiguiente, como queda probado que se habla
de la resurrección de la carne, nos queda ahora por ver la
condición bajo la cual el Apóstol desheredó a la carne del
reino de Dios, cuando dice: La carne y la sangre no
poseerán el reino de Dios. ¿Quién desconoce, amadísimos
hermanos, que el mismo bienaventurado Apóstol hace
mención de dos hombres? El primer hombre fue de la
tierra, terreno; el segundo, del cielo, celeste. Entonces
Cristo, Hijo de Dios, por ser celeste no podría decirse
hombre si no es porque Él mismo asumió el cuerpo y el
alma, o sea, que se hizo segundo Adán, y en consecuencia,
en virtud de la participación del cuerpo y del alma
adquirió también aquella relación de poder llamarse
hombre.
16. Pero como es el celestial así son los celestiales. Y
preguntas: ¿son así por sus sustancias? En principio parece
que sí, porque Cristo asumió el cuerpo del hombre; y si es
por la conducta en modo alguno se separarán los terrenos
y los celestes, porque aquellos cuerpos que fueron
terrenos, cuando todavía vivían según los vicios de la
carne, recibieron la gracia espiritual para la santidad y la
justicia y pudieron llamarse hombres celestes, por eso
merecieron la entidad de celestes.
17. Por tanto en nada se puede diferenciar el hombre
terreno del celeste, si no es en la manera de observar la
vida evangélica; por eso el Apóstol declarará que el
hombre celeste no lo es por la sustancia corporal, sino por
la futura claridad: Uno es el esplendor de los celestes y
otro el de los terrenos. Así es porque una es la divinidad
de los santos y otra cosa es la conducta de los pecadores.
18. Por eso debéis tener como algo bien claro que esta
distinción entre el hombre terreno y el celeste no se da en
la sustancia de la carne, sino que está en la diferencia de la
carne. Pues como llevamos la imagen del terreno,
llevaremos también la del celeste. ¿Cómo llevaremos la
imagen del hombre terreno si no es por la comunión en la
transgresión, por el consorcio en la muerte y por el
destierro del paraíso?
19. Y así, dice, llevaremos la imagen del hombre celeste,
esto es, constituidos en el mismo cuerpo. Pero, ¿y cómo se
puede llevar la imagen del celeste si no es conformándose
a los rasgos de Cristo en total santidad, justicia y verdad?
Por tanto esa misma carne, en la que llevamos la imagen
del terreno por la comunión en el pecado y en la muerte,
es la portadora de la nueva imagen del celeste, si nos
comportamos bien, es decir, con fe, santidad y verdad,
caminando y llevando una vida conforme a Cristo.
20. Pero si no creen al profeta que predica la
resurrección de la carne, que crean al menos al mismo
Señor, que a ejemplo de nuestra resurrección, hizo volver
a la vida a Lázaro después del hedor de la muerte de
cuatro días, mandando que lo devolviesen a los suyos.
Abiertos también los sepulcros en la pasión, resucitaron
los cuerpos de los santos, como asimismo está escrito en
este lugar: Esto dice el Señor: he aquí que yo abriré
vuestras tumbas y os haré subir de vuestros sepulcros. Y
conoceréis que yo soy el Señor.
29. ¿Y qué tiene de extraño si el Señor resucita a los
muertos, cuando al mismo hombre que no existía, lo
plasmó del barro de la tierra? Porque es más fácil reformar
lo que existió, que hacer lo que no tenía existencia.
Además, he aquí que para consuelo nuestro toda la
naturaleza piensa en nuestra futura resurrección: el sol se
hunde en el ocaso y nace otra vez, los astros desaparecen
para reaparecer, las flores mueren y reviven, después de
una vejez los arbustos echan hojas, las semillas si no están
corrompidas renacen.
30. Así serán también los cuerpos de los muertos en el
sepulcro. Así como los árboles ocultan su verdor en el
invierno y presentan ante nuestros ojos la aridez y
sequedad, del mismo modo todas las cosas se conservan
por medio de él, y se liberan de la muerte. Por
consiguiente, mucho más el hombre, que entre todas las
demás cosas, ha sido hecho el Señor de todos los que
mueren, para que domine a los que resucitan, cuya carne o
cuerpo el Hijo de Dios asumió y Dios resucitó de entre los
muertos.
31. Por tanto, no debes dudar de la resurrección. Y
aunque no desconozco que muchos desean que nada hay
después de la muerte, a causa más bien de la conciencia de
sus méritos, porque prefieren aniquilarse antes que
padecer en los suplicios, no obstante, lo quieran o no,
también esos han de resucitar en aquella carne que
pecaron y que negaron la resurrección para no sufrir los
suplicios eternos; pero en esa misma carne sufrirán la
ignominia de la muerte eterna. Mientras que en esa misma
carne los que cultivaron la santidad y la justicia,
conseguirán la gloria de la vida eterna. Y como la vida de
los justos que resucitan no tiene fin, porque ellos viven
para siempre, del mismo modo tampoco terminarán jamás
los suplicios que los malos padecerán en sus cuerpos,
según dice el Señor por medio del profeta Isaías: El
gusano de los que se rebelaron contra mí nunca morirá, y
su fuego no se apagará, siendo, además, objeto de horror
para toda carne. Y el mismo Señor dice en el Evangelio:
Id al fuego eterno preparado para el diablo y para sus
ángeles.
32. Este fuego eterno es sabio, de tal manera que quema
y renueva, desgarra y alimenta; de hecho tiene el ejemplo
de los volcanes Etna y Vesubio y de cuantos están en
erupción en todo el mundo: abrasan y no se consumen,
arden y no se reducen a cenizas; y así aquel incendio
punitivo del infierno no se alimenta con las yescas de los
que arden, sino que se nutre con la incompleta
consumación del cuerpo. Por eso, amadísimos hermanos,
como se constata lo suficiente en el misterio de la
resurrección de la carne - si el castigo se impone para los
malos, la esperanza del reino celeste es promesa para los
fieles - no nos queda otra salida que entregarnos a las
buenas obras insistiendo en toda santidad, perseverando en
la fe y en la justicia, a fin de resucitar para la gloria, no
para el castigo. Amén.
Sobre el martirio y la victoria de la fe sobre el Anticristo.
Tratado XVIII. 1. En aquellos días, y en el año
decimoctavo, hizo el rey Nabucodonosor una estatua de
oro.
Aunque la solemnidad del día y la presente lectura nos
advierte, amadísimos hermanos, que debemos hablar del
bien del martirio, sin embargo, el mismo tema, del que es
necesario que hablemos, es tan sublime y tan magnífico,
que en realidad no puede ni encomiarse ni celebrarse
convenientemente con el lenguaje humano. Temo, por lo
tanto, que la pobreza de mi lenguaje disminuya la gloria
tan ilustre de estos bienaventurados mártires,
ensalzándolos menos de lo que realmente merecen.
2. Pero, ¿y qué haré, amadísimos hermanos, si por una
parte la festividad del día y la presente lectura me obliga a
hablar, y por otra la sublimidad del tema reprime mi mente
confundida de gozo? Por eso, estoy dando vueltas en
oscilaciones de mi corazón entre una y otra cosa; no digo
lo que siento, y sin embargo, no puedo callarme; deseo
contener mi alegría, pero cuanto más la contengo más me
sale; deseo proclamarlo, pero me lo impide la pequeñez de
mi pobre y mezquino lenguaje.
3. Qué desgraciado me siento al sentirme incapaz de
explicar con palabras esta sublime tarea. Me da apuro
hablar de los santos por miedo a mentir. Sin embargo, es
mejor llamar a la puerta e investigar que entorpecerse con
la languidez de la pereza; porque en realidad, aunque no
puedo ofrecer el honor debido, me basta con tener el deseo
de elogiar.
4. Así, pues, estos tres jóvenes piadosos: Ananías,
Azarías y Misael, cuando rechazan adorar la estatua del
rey, inmediatamente son condenados al fuego. Pero ellos,
sin temer para nada el fuego, respondieron con suma
firmeza y lealmente al rey: Si nuestro Dios, a quien
servimos puede librarnos del horno de fuego abrasador y
de tu ira, nos librará. Y aunque no lo hiciera, has de
saber, oh rey, que no serviremos a tu dios ni nos
postraremos ante la estatua de oro que has erigido.
5. Oh gloriosa fe e invicta piedad, que, abandonándose
del todo al poder de Dios, se promete la victoria de una
parte y de otra, o bien que Dios era poderoso para librarlos
del horno del fuego que ardía, o bien que seguros de la
futura inmortalidad despreciasen la vida presente. Aunque
preferían morir antes que violar los derechos sagrados de
la religión, sin embargo, para que no pareciesen que
mentían al rey sobre el poder de Dios, por eso mismo
merecieron ser librados del incendio del horno que ardía.
6. Dijeron pues: Dios es poderoso para librarnos del
horno del fuego que arde. Por eso sucedió que, aunque las
llamas chisporrotearan con chasquidos frecuentes y con
bocanadas impresionantes, el fuego no se acercó a los
cuerpos inocentes, porque aquel combustible se apartaba.
De hecho, animados con aquel soplo de rocío, hasta sus
vestidos permanecieron ilesos en medio de aquel horno de
fuego ardiente, y cantaban himnos con su lengua, y como
con una sola boca glorificaban a Dios con alabanzas e
himnos.
7. No hay nada, amadísimos hermanos, que pueda
negarse a la fe sincera, porque no hay ninguna otra cosa
que Dios nos exige más que la fe. Dios ama la fe, la busca,
a ella le promete y le atribuye todo. Tu fe, dice, te ha
salvado; y, Sé fiel hasta la muerte; y, El justo vive de la fe;
el que persevere hasta el fin, dice, se salvará. Daniel nada
le niega a la fe, y le asegura al rey que para ella nada es
imposible. Pues está escrito: al que venciere le daré a
comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de mi
Dios.
8. Y así promete que dará a los victoriosos aquel maná,
así pondrá en sus cabezas la corona de la vida eterna, así
presta su ayuda cuando da su aprobación, así entrega la
estrella centelleante de la mañana con el resplandor de los
rayos, así concede el que se siente sobre su trono con la
potestad vicaria de su honor, así hace recibir también la
vara férrea e invicta de su poder, así promete que Él ha de
estar con los mismos, como el que ofrece el banquete de la
alegría y del placer, y para decirlo en síntesis, da todas
aquellas cosas que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la
mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que
le aman, exhortándonos con estas promesas, no sólo a que
la fe se inicie, sino que permanezca.
9. No es precisamente grandiosa la fe en sus comienzos,
pero si nunca deja de existir, será gloriosa. Y por eso, estos
tres jóvenes piadosos rompieron con una invicta fortaleza
de espíritu todas las amenazas y terrores del crudelísimo
tirano, porque permanecieron fieles al Señor.
10. Confieso que yo me admiro de cómo el rey
Nabucodonor, gentil y bárbaro, pudiera reconocer al Hijo
de Dios en el horno de fuego, como una cuarta persona en
medio de aquellos tres jóvenes, pues dice así: ¿no hemos
arrojado al fuego a tres hombres? Pero he aquí, dice, que
yo veo el cuarto, semejante al Hijo de Dios, al que con
anterioridad no había conocido, ni nadie había oído hablar
de Él, a no ser aquel antiguo enemigo, es decir, el ángel
apóstata.
11. Este ángel apóstata había entrado en Nabucodonosor
para obligarle, al servicio del Anticristo, a hacer la estatua
de oro, y entregar al fuego a los hombres justos; el mismo
ángel apóstata, vencido por el poder divino, habló por
medio de Nabucodonosor que éste es el Hijo de Dios, al
que conocía que había venido para la salvación de los tres
jóvenes; y el ángel lo conoció, siendo ángel o siendo
transgresor al recibir de Él la sentencia en el paraíso. De
esto se deduce la capacidad de la sabiduría cristiana para
conocer el valor de la fe, la cual pudo cambiar la
naturaleza de la llama en refrigerio de viento.
12. Tampoco debe pasarse en silencio, el hecho de que el
rey Nabucodonosor mandara adorar esta estatua. ¿Qué
ventaja, qué dignidad o qué gloria iba a conseguir, si los
hombres adorasen esta estatua? Si Nabucodonosor,
además del poder de su reino, deseaba todavía otra gloria
mayor no se entiende que no hubiese ordenado su
adoración en persona antes que una estatua, la cual no
tenía vista, ni oído, ni movimiento propio, ni sensibilidad.
13. La estatua representaba propiamente la figura del
Anticristo; por eso se elaboró, no tanto por voluntad del
rey Nabucodonosor sino por voluntad del diablo que
mandaba en él; por lo demás, Nabucodonosor era
inconsciente de lo que hacía. De hecho, la estatua era de
oro, porque el mismo Anticristo había de ser rey
poderosísimo de este mundo; pues, una vez vencidos los
diez reyes romanos que existieron en aquel tiempo y que
le fueron revelados a Daniel en la figura de los diez
cuernos, él solo había de dominar el imperio en todo el
mundo.
14. El hecho de que la estatua tuviese sesenta codos de
altura por seis de anchura indica el misterio del mismo
nombre del Anticristo; y por eso, dice en el Apocalipsis el
bienaventurado Juan: El inteligente pruebe a descifrar el
número de la Bestia, que es número humano. El
seiscientos sesenta y seis es su cifra. Por este número se
manifiesta el número del Anticristo y todo el misterio de
su iniquidad, por el que ha de ser reconocido cuando se
presente.
15. Esta cifra del nombre del Anticristo se compara con
la medida de aquella estatua construida con la altura de
seiscientos codos de altura y seis de anchura. Pero, ¿dónde
están los seiscientos que nos dan la totalidad del nombre
del Anticristo? Nabucodonosor significa porción y el
Anticristo es la plenitud de toda iniquidad; y por eso
construirá la porción del número en la estatua del mismo,
pero la plenitud de toda la iniquidad lo realizará el mismo
Anticristo cuando venga. Y por eso su altura era de
seiscientos codos y la anchura de seis codos.
16. De hecho, cuando venga aquel maldito, hará
igualmente una estatua de oro, como testifica la Escritura
en el Apocalipsis, la cual no contendrá únicamente una
parte, sino la totalidad del mismo número.
17. La dimensión que tenía el número de seiscientos
sesenta y seis codos, es lo que vamos a advertir ahora, esto
es, seis centenares, seis décadas y seis mónadas. Aquí el
número senario es el mundo en el cual domina toda clase
de transgresión, porque fue hecho en seis días y por seis
mil años, que son los seis días del Señor, domina la
iniquidad, según está escrito: Por la envidia del diablo
entró la muerte en el mundo , y concluido el año del sexto
milenio acabará toda iniquidad, y el diablo volverá a ser
atado en el abismo. Por consiguiente, así como el mundo
fue hecho en seis días, y en el año seis mil pasará la figura
de este mundo, de igual modo el número senario del
Anticristo terminará con toda su malicia en el día sexto del
Señor, que es el año seis mil.
18. Pero no penséis que aquello no ha sido provisto por
parte de Dios sin una gran razón, de tal modo que cuando
en otras cosas o motivos solía arder el horno hasta siete
codos, aquí se encendió siete veces más de lo
acostumbrado, esto es, hasta cuarenta y nueve codos. Pero
¿y cuál es esta razón por la cual la llama del horno creció
hasta siete septenas de codos? El mundo, pues, en el que
actualmente habitamos buenos y malos, fue hecho en siete
días y bendecido en el séptimo; así también en los seis
días del Señor, esto es, en los seis mil años del mundo,
como dije más arriba, se realiza la obra y en el día séptimo
del Señor será el reino de los santos.
19. Por consiguiente, siete veces siete hacen cuarenta y
nueve; terminados los cuales, se abre el horno del infierno
y se manifiesta la segunda muerte, y entonces se dará a los
justos la claridad del septiforme como el soplo del
refrigerio; y a los pecadores, por el contrario, un castigo
séptuple, según las siete cabezas del dragón, y como
refiere la Escritura en el Apocalipsis , se les infligirá el
fuego del infierno.
20. Pero basta ya, amadísimos hermanos, de recordar
algunas cosas sobre tantos temas, a fin de que sepáis en
qué misterio de iniquidad hizo el diablo aquella estatua
por medio de Nabucodonosor, estatua que los tres jóvenes
piadosos no quisieron adorar, no sea que pareciese que en
esta estatua adoraban al Anticristo, cuya imagen
representaba. En consecuencia, si aquellos, por los cuales
Cristo todavía no había padecido, sufrieron tanto por Dios
y por las leyes sagradas, ¿cuánto más nosotros por quienes
el Hijo de Dios se dignó nacer según la carne y además
padecer, y que incluso nos libró de la muerte con el precio
de su sangre, y que nos hizo, asimismo, deudores de sus
ingentes beneficios, cuánto más, repito, debemos soportar
toda clase de sufrimientos con espíritu generoso por el
nombre de Cristo? Porque aquel que ha sido liberado una
vez en Cristo, no tolera la tiránica esclavitud.
21. La libertad cristiana desconoce cualquier temor. Para
esto hemos renacido del agua y del Espíritu Santo, para
esto hemos conseguido el perdón de los antiguos
crímenes, para esto hemos testificado el creer delante de
muchos testigos, para estas cosas, como soldados de
Cristo, juramos las palabras de los misterios. Para esto,
asimismo, consignamos por escrito nuestro combate, y por
eso hemos recibido la recompensa de la salvación, y
hemos recibido también de Cristo los dones de los
carismas; advertimos, además, que estamos revestidos con
el escudo de la fe y con la coraza de la justicia para que
sigamos sin temor en este campo de batalla a nuestro Jefe.
22. De todo esto puede verse lo que nos enseñan
claramente esas cosas: que en este campo de batalla no
hay que volver las espaldas, ni suprimir grados, ni hay que
deponer las armas, ni arrojar los dardos, ni buscar los
campamentos de los enemigos, sino más bien hay que
morir por Dios y por las leyes sagradas.
23. Por medio de Cristo se ha encontrado un nuevo
género de salvación: morir para no perecer, morir para
vivir, según dice el mismo Señor: El que halla su vida, la
perderá, y el que perdiere su alma por causa de mi
nombre, la encontrará para la vida eterna. Por todo esto
se vencen fácilmente todos los sufrimientos, cuando se
pone ante los ojos la gloria de los mismos tormentos, y
cuando no se tiene en cuenta aquellas cosas que desgarran,
dado que a esos sufrimientos se otorga una gran
recompensa.
24. Como veis, han de permutarse las cosas
insignificantes por las grandes, las extraordinarias por las
inapreciables, y las caducas por las consistentes. Dejemos
este mundo, para que se haga más nuestro aquel mundo,
entreguemos nuestra corta vida, para que, al morir,
reparemos en nosotros la eterna, como dice el Señor: No
temáis a aquellos que matan vuestro cuerpo, pero que no
pueden matar vuestra alma; cayendo, pues, nos
levantamos, y extinguidos vivimos, y expulsados de la
tierra ocupamos el cielo, y los que estamos bajo sentencia
pronunciamos la sentencia.
25. Y por eso rogamos y pedimos a vuestra santidad, oh
bienaventurados mártires, que os dignéis acordaros de
nosotros para que también nosotros que creemos con igual
fe en Cristo, Hijo de Dios, merezcamos conseguir y
obtener con vosotros la misma gloria con el triunfo de la
pasión del martirio. Que nos los quiera conceder Dios
Padre todopoderoso por Nuestro Señor Jesucristo.
AURELIO PRUDENCIO
PSICOMAQUIA
Cristo, compasivo siempre con los graves trabajos de los
hombres, que eres invocado por la virtud del Padre y por
la tuya propia, que es una misma (pues adoramos a un solo
Dios en ambos nombres, no sólo es Dios el Padre, porque
tú, Cristo, eres Dios que procede del Padre): enséñanos,
Rey nuestro, con qué guerreros pueda nuestra mente
armada echar las culpas del fondo del corazón.
Siempre que se produce una sedición en el interior,
turbados nuestros sentidos, y fatiga al alma el conflicto de
miserias, dinos cuál es entonces la mejor defensa para
salvaguardar la libertad del alma contra las furias
esparcidas por las entrañas; pues Tú, buen Maestro, no nos
dejaste a los cristianos, pobres de virtudes y necesitados de
fuerzas, a merced de los vicios devastadores. Tú mandas
luchar aguerridamente a los escuadrones libertadores para
que debelen el cuerpo, tú mismo preparas el alma con
estrategia eficaz para que combata las inclinaciones del
corazón y lo domeñe a tu imperio.
Tenemos un secreto para vencer en todo tiempo, y es el
conocer constantemente las fuerzas de las virtudes
alineadas y los monstruos contrarios que pretenden
atacarlas.
La Fe y la Idolatría
La primera que sale a luchar al campo la dudosa suerte
del combate es la Fe, con sencillo aparato, desnudos los
hombros, con abundante cabellera y los brazos al aire.
Porque, ardorosa por el repentino calor de la alabanza, se
ha echado al nuevo combate sin cuidarse de los dardos ni
del escudo; pero, confiando en su fuerte pecho, provoca
los peligros de la cruel guerra para superarlos con sus
miembros no protegidos.
He aquí que, trabadas sus fuerzas, la Idolatría se atreve a
herir la primera a la Fe; pero ésta, cobrando bríos
inusitados, sojuzga la cabeza hostil y las sienes rodeadas
con las vendas del sacrificio, y pega al suelo aquella boca
saciada de sangre de bueyes sacrificados, y pisa con su pie
aquellos ojos quebrados por la muerte. Oprimido el cuello,
angustia al espíritu maligno, y largos suspiros oprimen la
trabajosa muerte.
Salta de júbilo la victoriosa legión que, formada por mil
mártires, había excitado la Fe contra el enemigo, entonces
distribuye coronas de flores a sus fuertes compañeros y los
manda vestir de púrpura según el mérito de cada uno.
La Castidad y la Lujuria
Luego, dispuesta a luchar en el campo de grama, sale
con brillantes armas la Castidad, a quien combate la
sodomita Lujuria blandiendo su antorcha tradicional.
Lanza contra la cara de la virgen la tea sulfurosa, dirige la
llamarada contra sus ojos e intenta ahogarla en el denso
humo.
Pero la virgen, impertérrita, hiere con su guijarro la
diestra de la furia ardiente y rompe los dardos de la cruel
loba, y, apagadas las teas, las aparta de su propio rostro.
Viéndola entonces desarmada, introduce la espada en la
garganta del vestiglo, que arroja ardientes vapores,
mezclados con sangre y cieno, y, exhalando su espíritu
hediondo, inficiona todo el aire.
Esto es lo que tiene – exclama la Castidad a los suyos -;
éste será tu fin; desde hoy quedarás derrocada para
siempre, ni osarás prender en adelante las llamas traidoras
en las carnes de los siervos de Dios, cuyas íntimas
reconditeces sólo arden con lámparas de Cristo. Me
admiro, ¡oh burladora de hombres!, el que hayas podido
recobrar tus fuerzas con la cabeza aplastada y avivar un
poco la respiración. Después que la cerviz segada de
Holofernes empapó de sangre lujuriosa el tálamo sirio,
después que la altiva Judit despreció las ricas nupcias del
adúltero capitán e impidió con la espada sus ardores
pecaminosos, y aunque mujer, reportó en magnífico
triunfo con mano fuerte, vengando mis injurias con ayuda
divina. Y esta matrona, aparentemente tan débil, luchando
como luchaba a la sombra de la ley antigua, significa
cómo han de luchar nuestros cristianos, a quienes se
infundió el verdadero valor en cuerpos terrenos, de tal
forma que débiles guerreros abatan las cabezas más
altivas…
La Paciencia y la Ira
He aquí que la Paciencia, modesta y grave en su
semblante, permanecía tranquila en medio de todos los
combates, de los tumultos y de las heridas y contemplaba
con pacientes ojos las entrañas de los combatientes,
abiertas por los dardos. Contra ella se lanza la Ira
hinchada, férvida y respirando fuego, retorciendo sus ojos
sangrientos, bañados en hiel; y como experimentada en la
guerra, la desafía con la espada y con la voz; e impaciente
por la tardanza, le dispara un dardo y la injuria con la
boca, haciendo vibrar la cimera del morrión. “Ahí va - le
dice - menospreciadora de nuestro Marte; recibe el hierro
mortal en tu impasible pecho y no te duelas, porque es
vergonzoso para ti quejarte del dolor”. Lo dijo vibrando.
Suelta entonces una saeta rápida a través del aire ligero,
y, certera, va a dar el golpe bajo al estómago mismo, pero
se rompe al chocar con la resistencia de la resistente
loriga. Porque la prudente virtud había cubierto sus
hombros con una coraza triple de sólido diamante y había
echado sobre todos sus miembros una fúlgida armadura.
Así, pues, la Paciencia permanece tranquila contra toda la
nube de dardos del monstruo, airado sobremanera; espera
que la Ira perezca por su propio empuje. Y así fue, porque,
después que la Ira encendida fatigó sus brazos como una
bárbara guerrera y su mano vacía se cansó con la nube de
dardos inútiles, viendo que sus dardos caían al suelo
después de describir un breve trayecto y que sus lanzas se
rompían en golpe inútil, la mano impía requiere la espada
y, con ella levantada, va a herir a la Paciencia. Alza la
diestra sobre sus sienes y descarga un golpe terrible en
medio del cerebro. Pero el casco de bronce, hecho de
metal fundido, emite un sonido seco y hace rebotar el
corte; el yelmo impenetrable rompe también el duro acero
y, aunque acusa el duro golpe, no se hiende y se protege de
todas las heridas.
Cuando la Ira advirtió que la hoja de su espada quedaba
hecha añicos y que en sus manos no restaba más que la
empuñadura libre del corte, loca de enojo, arrojó el mango
de marfil y el ornato malhadado de su vergüenza y echó
lejos de sí los recuerdos de la derrota, y, enfurecida, se
lanza a buscar su muerte. Toma para ello del polvo uno de
los muchos dardos que había lanzado baldíamente, lo
clava en el suelo punta arriba y, echada sobre él, se
atraviesa los pulmones con ardiente herida.
Llega la Paciencia junto a ella y dice: “Hemos vencido
al confiado vicio con el arte acostumbrado, sin exponer a
peligro alguno ni la sangre ni la vida. Mi naturaleza tiene
esta forma de combatir: agotar con la resistencia las furias,
el pelotón de todos los males y los esfuerzos de la rabia.
La sinrazón es el mayor enemigo de sí misma, se mata ella
sola con furor, y la Ira, encendida, se atraviesa con sus
propios dardos”.
Y dicho esto, disgrega impunemente las hazes contrarias
acompañada de un egregio varón, pues hay que saber que
Job había permanecido durante todo el combate junto a la
invicta capitana con el rostro severo todavía, y anhelante
por sus muchas pruebas; pero ahora sonríe ya cerradas las
heridas de su desfigurado rostro y cuenta los trabajos de
mil batallas denodadas, sus premios y las derrotas de los
enemigos por el número de las cicatrices que adornan su
cuerpo. Ahora la virtud le manda descansar de todo el
fragor de las armas, multiplicar sus posesiones con el botín
y olvidarse de lo perdido anteriormente.
Disuelve ella todos los ejércitos del campo de batalla,
recorriéndolo intacta en medio de una lluvia de saetas; a
todos se une como compañera y presta su auxilio decidido
la fuerte Paciencia. Ninguna otra virtud traba el combate a
cuerpo sin esta virtud, pues todas las demás son inválidas
sin la cooperación de la Paciencia.
CATHEMERINON
Prefacio y confesión personal
Tengo en la actualidad cincuenta y siete años, se
aproxima el fin, y Dios va mostrando a mi ancianidad el
día vecino. ¿Qué cosa de provecho he llevado a término en
el decurso de un tiempo tan largo?
La edad primera la pasé bajo las férulas batientes de los
maestros. La mocedad viciosa me enseñó luego a fingir y
no pasó inocuamente por mi alma.
La insolencia peligrosa y la ostentación provocativa, ¡ay,
me avergüenzo y me pesa!, manchó mi juventud con sus
inmundicias y su lodo.
Luego, los pleitos predispusieron mi alma ya confusa, y
la funesta obstinación del triunfo forense me guió en
multitud de casos escabrosos.
Dos veces goberné ciudades nobles con las riendas de
las leyes, e hice justicia, siendo la égida de los buenos y el
terror de los malos.
Por fin, la liberalidad del príncipe me puso en el
escalafón militar, destinándome cerca de sí en un orden
próximo a su persona.
Mientras la vida me conducía voluntaria por estas
vicisitudes, cayó sobre mi cabeza de anciano la canicie,
arguyéndome del olvido del viejo cónsul Salia, bajo cuyo
consulado nací.
Cuántos inviernos hayan pasado y cuántas veces hayan
sustituido las rosas al hielo de los prados, la nieve de mi
cabeza te lo dice.
¿Aprovecharán, por ventura, tales bienes o tamaños
males después de la descomposición de la carne, cuando la
muerte destruya cuanto soy, cuanto yo he sido en el
cuerpo?
A ti, quienquiera que seas, debo advertirte que tu
esperanza ha perdido el mundo que habita; no es de Dios,
tu poseedor eterno, lo que has deseado.
Enmiende, pues, el alma pecadora su camino al fin de la
vida; alabe a Dios con sus cantos, si no puede glorificarle
con sus méritos.
Llene el día con sus cánticos; no descanse durante la
noche; ¿no va a cantar a Dios? Luche contra la herejía,
exponga la verdad católica.
Que Roma pisotee los templos de los dioses y denigre
tus ídolos, entone sus poemas a los mártires, celebre a los
apóstoles.
Plegue a Dios que, mientras canto o escribo mis poemas,
pueda verme libre de estas amarras y remontarme hasta el
punto a que me llevará la móvil lengua con su última
palabra.
Himno al canto del gallo
El ave mensajera del alba que la luz está próxima;
Cristo, despertador de las almas, nos llama a nueva vida.
Dejad ya – nos dice – los lechos tristes, soñolientos,
perezosos, y vigilad castos, rectos y sobrios, porque ya
estoy próximo.
Tarde deja el lecho quien al sol resplandeciente no se
adelanta, a no ser que haya consumido gran parte de la
noche en el trabajo.
La voz del gallo que despierta a las aves, sus
compañeras, antes que brille la luz del día, es figura de
nuestro Juez.
Nos incita a dejar el reposo, protegido por espesas
tinieblas y cubierto con las colchas perezosas, en el día
que se avecina.
Para que, cuando la aurora llene el cielo con sus auras
luminosas, confirme la esperanza de la luz a los que
hallare trabajando
Este sueño dado para un tiempo es imagen de la muerte
eterna; los pecados, como una noche tétrica, obligan a
acostarse y a roncar.
Pero la voz de Cristo maestro desde lo alto nos avisa que
la luz está cerca, para que las almas no se arrastren en la
tibieza.
Para que el sueño no oprima el pecho envuelto en el
crimen, olvidado de su luz hasta el final de una vida
disipada.
Dicen que los demonios dispersos, alegres durante las
tinieblas de la noche, se atemorizan con el canto del gallo,
y, precipitados, huyen a la desbandada.
Pues la proximidad de la odiada luz, de la salud, de la
gracia, roto el escondrijo de las tinieblas, pone en fuga los
satélites de la noche.
Conocen, sagaces como son, que es éste el signo de la
prometida esperanza, por la cual, libres nosotros del sopor
del pecado, esperamos la venida de Dios.
El Salvador manifestó a Pedro el misterio que en este
ave se encierra, anunciándole que le negaría tres veces
antes de que el gallo cantara.
El crimen se comete antes de que el heraldo de la luz
próxima ilustre e ilumine a los hombres y traiga el fin del
pecado.
Lloró el negador por fin, una vez salida la perfidia de su
boca, permaneciendo siempre el corazón amante e
iluminado por la fe del alma.
Y ya en lo sucesivo guardó también refrenada la lengua
y, oído el canto del gallo, dejó de pecar el justo.
Por eso, todos creemos que es durante ese tiempo de
reposo, en que el gallo jovial canta, cuando Cristo resucitó
de entre los muertos.
Entonces fue vencido el rigor de la muerte, entonces fue
sojuzgado el derecho indiscutido del infierno, entonces la
pujanza del día retiró las tinieblas de la noche.
Basta, basta ya de crímenes, cese la oscura culpa, que el
pecado mortal, oprimido por su sueño, languidezca para
siempre.
En cambio, que el espíritu vigilante pase las noches en
pie en sus ocupaciones, todo el tiempo que reste, mientras
se cierra la barrera de las tinieblas.
Llamemos a Jesús con lágrimas, con ruegos, con ayunos;
la oración asidua aleja el sueño de los corazones limpios.
Demasiado ha oprimido ya el letargo absoluto,
atolondrado y amortecido el sentimiento que vagaba en
sueños vanos, mientras tenía aprisionados los miembros de
nuestro cuerpo.
Frivolidad y falsía es cuanto hemos obrado como
dormidos, inspirados por la gloria humana; vigilemos,
aquí está la verdad.
El oro, el placer, el gozo, las riquezas, los honores, la
fortuna, todos los males que nos llenan de humo son la
nada, llega el día.
Tú, Cristo, disipa el sueño, rompe las ataduras de la
noche, perdona el viejo pecado, llénanos de la luz nueva.
PAULO OROSIO
HISTORIAS CONTRA LOS PAGANOS
Prólogo. 1-10. He obedecido tus mandatos,
bienaventurado padre Agustín, y ojalá que lo haya hecho
con tanta eficacia como buena voluntad. No me ha
preocupado el resultado, si he logrado lo que quería o no.
A ti te preocupaba si yo podría hacer lo que me mandabas;
pero a mí, por mi parte, me bastaba con dar testimonio de
obediencia, aunque acompañándola con mi buena
voluntad y mi esfuerzo… Porque como mi obediencia
debe plegarse a los deseos de tu paternidad y como toda
obra mía, que procede de ti y vuelve a ti, es tuya; yo, por
mi parte, en según mi capacidad, sólo he puesto el haber
trabajado con agrado. Me ordenaste que escribiera contra
la vana maldad de aquellos que, ajenos a la ciudad de
Dios, son llamados “paganos” por los pueblos y villas de
campo en que viven, o “gentiles”, porque gustan de las
cosas terrenas. Esta gente no se preocupa del futuro, y
además de olvidar o desconocer el pasado, atacan los
criterios actuales como si estuviesen infectados de males
más de lo debido, sólo porque ahora se cree en Cristo y se
adora a Dios, mientras que sus ídolos son menos adorados.
Me ordenaste, pues, que, de todos los registros de historias
y anales que puedan tenerse en el momento presente,
expusiera, en capítulos sistemáticos y breves de un libro,
todo lo que encontrase: desastres de guerras, estragos de
enfermedades, desolaciones por hambre, situaciones
terribles por terremotos, acontecimientos insólitos por
inundaciones, terrores por erupciones de fuego volcánico o
crudezas por caídas de rayos o de granizo, o incluso las
miserias ocurridas en siglos anteriores por parricidios y
otras ignominias.
11-14. Y pensando, sobre todo, que no merecía la pena
distraer con una obra liviana a tu reverencia ocupada en la
redacción del undécimo libro contra estos mismos paganos
– ya los primeros vestigios de los otros diez, en cuanto han
salido de la atalaya de tu clarividencia en cuestiones de
Iglesia, han brillado por todo el mundo –. Y dado que tu
hijo espiritual, Julián de Cartago, siervo de Dios, exigía
que se satisficieran sus deseos en este asunto con las
garantías que él pedía, me puse manos a la obra y me sumí
yo mismo en la más profunda confusión; y ello, porque
antes, cuando consideraba este asunto, me parecía que las
desgracias de los tiempos actuales bullían superando todas
las previsiones; y porque ahora he comprobado que los
tiempos pasados no sólo fueron tan opresores como estos
actuales, sino que fueron tanto más terriblemente
desgraciados cuanto más alejados estaban de la medicina
de la auténtica religión; de forma que con razón, tras mi
análisis, ha quedado claro que reina la sangrienta muerte,
cuando la religión, enemiga de la sangre, es olvidada; que,
mientras la religión brilla, la muerte se oscurece; que la
muerte termina, cuando la religión prevalece; que la
muerte no ha de existir en absoluto cuando impere sólo la
religión.
15-16. Hay que exceptuar, por supuesto, y dejar de lado
los últimos días del fin del mundo y de la aparición del
Anticristo o incluso del juicio final, para los cuales nuestro
Señor Jesucristo, por medio de las sagradas Escrituras, e
incluso con su propio testimonio, predijo la existencia de
desgracias cuales nunca antes existieron, de acuerdo con
aquello que ahora y siempre es criterio de discriminación,
pero que actuará entonces con una separación más clara y
rigurosa: los santos merecerán acogida en virtud de sus
tribulaciones de otros tiempos; y los malvados, la
perdición.
Gestas del rey Nino, y la desgracia humana con Adán.
1.1.4-11. He decidido contar el comienzo de las
desgracias humanas partiendo del primer pecado humano,
escogiendo sólo unos pocos y breves ejemplos. Desde
Adán, el primero de los hombres, hasta el rey Nino “el
Grande”, como le llaman, época en que nació Abraham,
pasaron 3184 años; años que han sido omitidos o
ignorados por todos los historiadores. Desde Nino por otra
parte, o desde Abraham, hasta César Augusto, es decir,
hasta el nacimiento de Cristo, que tuvo lugar en el año
cuadragésimo segundo del reinado de Augusto, cuando,
tras firmarse la paz con los partos, se cerraron las puertas
de Jano y acabaron las guerras en todo el mundo, se
contabilizan 2015 años, en los cuales los autores de los
hechos y los escritores de los mismos han tratado las
posibles actividades del ocio y del no-ocio en todo el
mundo. Por ello el propio tema obliga a escoger muy
brevemente una pocas ideas de aquellos libros que,
dejando a un lado el origen del mundo, han creído en los
hechos pasados, por la carga profética de éstos y porque
son prueba de subsiguientes hechos. Y ello lo hacemos no
porque pensemos imponer la autoridad de hechos pasados
a nadie, sino porque merece la pena advertir acerca de una
opinión extendida que yo comparto con todos los demás.
En primer lugar, porque, si es cierto que el mundo y el
hombre son regidos por la providencia divina, la cual es
tan generosa como justa, es sobre todo el hombre, débil y
obcecado por la mutabilidad de su naturaleza y por la
libertad de su independencia, el que debe ser dirigido con
generosidad y corregido con justicia por ser carente de
energía, y desmesurado en el uso de su libertad. Con razón
podrá comprobar cualquiera que contemple al género
humano por sí y en sí mismo que este mundo, desde el
comienzo de la humanidad, se rige por alternancias de
períodos buenos y malos.
11-13. En segundo lugar, puesto que sabemos que desde
el primer hombre hubo ya pecado y castigo a ese pecado, y
dado también que esos que empiezan sus historias en
épocas medias no describen sino guerras y desgracias,
aunque no recuerden los hechos anteriores: guerras, que
no pueden llamarse sino males que asolan todo; y aquellas
desgracias de entonces, lo mismo que las de ahora, no son
sino la suma de pecados manifiestos y ocultos castigos a
esos pecados; supuesto todo esto, ¿qué problema habrá en
que yo aborde desde el comienzo lo que aquellos
historiadores sólo tocaron mediada ya la historia, y
testimonie, aunque sea en un corto relato, de que aquellos
primeros siglos, que ya he mencionado conocieron
desgracias semejantes?
14-17. Y como tengo intención de hablar desde la
creación del mundo hasta la creación de Roma, y, después,
hasta el principado de Augusto y el nacimiento de Cristo,
a partir del cual el gobierno del mundo ha estado bajo el
poder de Roma, y, por fin, en la medida en que no me falle
la memoria, incluso hasta nuestros días. Porque lo juzgo
necesario para mostrar, como desde una atalaya, los
conflictos del género humano y el fuego de este mundo
que, por así decirlo se inició con la chispa de los placeres
y arde de males por todas partes. Es necesario, pienso, que
describa en primer lugar la totalidad de las tierras
habitadas por el género humano, tal como fue distribuido
en un primer momento por nuestros mayores en tres partes
y tal como, después, fue delimitado en regiones y
provincias. De esta forma, cuando se hable de las
desgracias de guerras y enfermedades ubicadas en un
lugar, los lectores entenderán mejor no sólo la importancia
de los hechos y su tiempo, sino también la de los lugares.
Dios prepara en la paz de Augusto la llegada de Cristo
6. 1.1. Todos los hombres, pertenezcan a cualquier
escuela filosófica o adopten el tipo de vida que sea, se ven
inclinados por una recta disposición natural a respetar a la
sabiduría, de forma que, aunque de hecho no antepongan
el elemento racional de su inteligencia a los goces del
cuerpo, sin embargo, para sus adentros, saben lo que se
debe anteponer. Esa inteligencia, ilustrada por la guía de la
lógica, destaca entre las virtudes, gracias a las cuales, y
por una disposición natural, se remonta hacia lo alto; y si a
veces vuelve a recaer a causa de los vicios, se orienta al
conocimiento de Dios como si de una elevada meta se
tratase.
2-3. Y es que los hombres pueden despreciar
temporalmente a Dios, pero no pueden olvidarlo por
completo. A raíz de esa tendencia natural, algunos, porque
creían ver a Dios en muchos lugares, se imaginaron con
indiscriminado temor cantidad de dioses. Aunque ya hace
tiempo se apartaron de esa creencia gracias a la
intervención testimonial de la verdad revelada y a la
lucidez de la propia razón natural. Y sobre todo porque los
propios filósofos profanos, por no hablar de nuestros
santos, al investigar y estudiarlo todo con el sudoroso
esfuerzo de su inteligencia, descubrieron que había un solo
Dios, autor de todas las cosas y única meta definitiva de
todo cuanto existe. De ahí que todavía los paganos -
rendidos a la verdad revelada no tanto en su ignorancia
cuanto en su contumacia, y convencidos por nuestros
argumentos -, confiesen, que ya no adoran a muchos
dioses, sino a un solo Dios con sus auxiliares.
4-5. Todavía se abaten confusas discrepancias en torno
al conocimiento del Dios verdadero debido a las múltiples
conjeturas de la inteligencia, porque, en cuanto a la
existencia de un solo Dios, la opinión es ya casi unánime.
Hasta aquí ha llegado la inteligencia humana, aunque tras
muchas zozobras. Menos mal que cuando la razón flaquea,
viene en su ayuda la fe. Y es que, si no tuviéramos fe, no
entenderíamos absolutamente nada. Es del propio Dios de
quien puedes oír y al que puedes creer, lo que de verdad
quieras saber de Él. Pues bien, ese único y verdadero Dios,
cuya existencia aceptan, aunque con distintas
interpretaciones, todas las corrientes de pensamiento,
como ya dijimos, ese Dios que gobierna los cambios de
imperios y de épocas, que castiga también los pecados, ha
elegido lo que es débil en el mundo para confundir a lo
que es fuerte, y ha fundado el Imperio romano, sirviéndose
para ello de un pastor de paupérrima condición. Ese
Imperio, que se mantuvo largo tiempo en manos de reyes
y cónsules, tras apoderarse de Asia, África y Europa, cayó
en toda su administración en manos de un solo emperador,
poderosísimo él y clementísimo.
7-9. Durante el reinado de este emperador, al que casi
todos los pueblos honrarían con afecto y temor al mismo
tiempo, el Dios verdadero, que ya era adorado, en su
inquieta superstición, por los que lo ignoraban, abrió el
abundante manantial de su inteligencia y, con el fin de
enseñar más fácilmente bajo la apariencia humana a los
hombres, envió a su propio Hijo, que haría milagros
desconcertando a la condición humana, para demostrar la
falsedad de los espíritus a los que algunos habían honrado
como dioses; e hizo esto para que los mismos que no
habían creído en Él como hombre, creyeran en sus
acciones como obras de Dios. Así procedió para que, en
medio de aquella gran tranquilidad y paz que se extendía
por doquier, se propagara sin obstáculos la gloria de la
buena noticia y el rumor esperanzado de la anunciada
salvación; e incluso también para que, al dispersarse sus
discípulos por todos los rincones del mundo y distribuir
los bienes de la salvación entre todos, gozaran como
ciudadanos romanos que eran, de tangible libertad para
reunirse con sus conciudadanos y discutir con ellos. Me ha
parecido oportuno recordar esto porque precisamente este
libro sexto se extiende hasta César Augusto, a quien se
aplica cuanto acabo de decir.
La mayor prosperidad de Roma coincide con la llegada
de Jesús
7.1.1-2. Creo que se han aducido suficientes pruebas, sin
necesidad de ningún tipo de revelación, mostrar que la fe
es patrimonio de un puñado de elegidos, y al mismo
tiempo probar con la capacidad de la mente humana, que
el único y verdadero Dios es el anunciado por la fe
cristiana, y que ese Dios creó el mundo y cuanto existe; y
que organizó este cosmos a través de muchas y variadas
intervenciones, pese a que no fue reconocido en ninguno
de esos comportamientos. Al final lo consolidó todo en
una sola persona cuando se manifestó en una sola acción;
cuyo poderío y paciencia se expresan al mismo tiempo en
múltiples pruebas. En relación con ello acepto en cierta
medida que mentes estrechas y torpes no entiendan que se
pueda conjugar una paciencia tan grande con un poder tan
amplio. En efecto, si tenía poder, dicen, para crear el
mundo, para implantar la paz, para introducir en la
sociedad el culto y el conocimiento de su existencia, ¿qué
necesidad había de tan enorme o, como ellos piensan, tan
perniciosa paciencia, que tuvieron que pasar errores,
desastres y esfuerzos humanos cuando desde el principio
todo hubiera podido comenzar con mejor pie gracias a los
valores de este Dios que predicas?
3-5. A éstos yo podría responderles que, desde el primer
momento, el hombre fue creado y educado precisamente
para que, como fruto de su obediencia, viviera bajo las
leyes de Dios con paz y sin trabajo, y mereciera la
eternidad. Pero como abusó de la bondad del Creador que
le concedió la libertad, cambió la posibilidad de elección
en una rebelión obstinada y, a raíz de ese desprecio a Dios,
se olvidó completamente de Él. Era oportuno que Dios
diese pruebas de esa paciencia por dos motivos: primero
porque, por una venganza inmediata y definitiva al
desprecio del que había sido objeto, no quería hundir
definitivamente a su ofensor, mostrándose misericordioso;
por eso los sometió a tribulaciones. De este modo el
despreciador debería caer en la cuenta de que su
despreciado era el Todopoderoso; y en segundo lugar
porque era lógico que Dios, pese a la ignorancia del
hombre, continuara ejercitando con justicia su gobierno
sobre la humanidad, y ofrecer la posibilidad de recuperar
la gracia originaria desde el momento en que apareciera un
atisbo de arrepentimiento. Estos razonamientos, aunque
veraces y categóricos, sólo calarán en oídos de personas
fieles y obedientes. Sin embargo mis razonamientos ahora
se enfocan a incrédulos – que no sé si se convertirán en
creyentes -, indicaré más bien aquellos argumentos que,
aunque no los acepten, tampoco los podrán rebatir.
6. En lo concerniente a la capacidad de la inteligencia
humana, una cosa tenemos en común: en la vida todos
asumimos una religión, aceptando y adorando un poder
soberano. Lo único que nos separa unos de otros es la
creencia concreta; nosotros confesamos que todo cuanto
existe tiene su origen en un solo Dios y que se mantiene
gracias a Él; ellos piensan que hay tantos dioses como
cosas en el mundo. Y dicen: si se debe al poderío de ese
Dios que predicáis el hecho de que el Imperio romano
llegara a ser tan impresionante y poderoso, ¿por qué la
paciencia de ese mismo Dios ha sido un obstáculo para
que eso no ocurriera antes? A esta gente se la puede
replicar con su mismo argumento: “Si se debe al poderío
de los dioses que vosotros predicáis el hecho de que el
Imperio romano llegara a ser tan impresionante y
poderoso, ¿por qué entonces la paciencia de esos dioses
fue un obstáculo para que eso no sucediera antes?”; o ¿es
que esos dioses no existían?; o ¿era Roma la que todavía
no existía?; o ¿es que esos dioses todavía no eran
adorados?; o ¿es que Roma no les parecía todavía idónea
para coger el mando? Si es que todavía no existían esos
dioses, sobra toda discusión; pues, ¿para qué voy a discutir
sobre la indolencia de unos seres desde el momento en que
ni siquiera conozco su propia naturaleza? Pero si existían
ya esos dioses, como ellos argumentan, habrá que
culpabilizar a su supuesto poder, que se nos antoja
inexistente, o a su paciente espera vacía.
9-10. Pero aun suponiendo que existiesen ya esos dioses
con poderes para encumbrar a un pueblo, quienes no
existían todavía eran los romanos para poderlos realmente
encumbrar. De todos modos esta vía no sirve porque lo
que yo busco es un poder que pueda crear cosas, no una
técnica que perfeccione las ya existentes; y es que la
cuestión está planteada en torno a unos dioses a los que
ellos llaman grandes, y no en torno a unos malos
artesanos, a los que se les acaba el arte en cuanto les falta
la materia. Pues, si en esos dioses había presciencia y
voluntad, es más, dado que la presciencia es algo
connatural a ellos, por cuanto en las supuestas divinidades
que lo pueden todo, al menos en lo que a sus acciones se
refiere, la presciencia es lo mismo que la voluntad; y es
evidente que en lo referente a cualquier cosa, cuyo
conocimiento concibieran de antemano y a la cual
aplicaran su voluntad, lo oportuno sería no tanto esperar a
que sucediera sino crearla ya mismo; máxime cuando
dicen que su famoso Júpiter solía entretenerse
transformando montones de hormigas en grupos de
personas.
11. Por lo demás, creo que no hace falta añadir nada al
nulo respaldo de los dioses que recibían por sus
ceremonias sagradas, pues a pesar de sus continuos ritos
sagrados no hubo nunca final ni tregua en los incesantes
estragos, hasta que apareció la luz salvadora del mundo:
Cristo, por cuya venida la paz invadió al mundo romano,
lo cual, aunque pienso que ya lo he demostrado
suficientemente, intentaré ampliarlo más con unas cuantas
ideas.
Satisfacción por haber descrito el juicio de Dios y
cumplido el deseo de Agustín
7. 43,16-18. Podría aceptar una razonada crítica de los
tiempos cristianos, si se demuestra que desde la fundación
del mundo hasta ahora se hubieren logrado felices
situaciones como las de ahora. He señalado, creo, y he
mostrado, no tanto con palabras sino casi señalándolo con
mi dedo el final de tantas guerras, la caída de muchos
usurpadores, pueblos crueles apresados, oprimidos,
sometidos y aniquilados, sin apenas derramamiento de
sangre, sin ninguna lucha y casi sin muertes. Sólo falta que
nuestros detractores se arrepientan de sus maquinaciones,
se sonrojen ante la verdad, crean, teman, amen y
obedezcan al único Dios, que lo puede todo y cuyas
acciones, incluso las que ellos consideran malas, están
acreditadas de buenas.
19. Como me lo ordenaste, beatísimo padre Agustín, he
mostrado con la ayuda de Cristo, y con la mayor brevedad
y sencillez con que he sido capaz, las pasiones y castigos
de los pecadores, los conflictos del mundo y los designios
de Dios, desde el comienzo del mundo hasta nuestros días,
separando, sin embargo, los tiempos cristianos, por la
mayor presencia gratífica de Cristo en ellos, frente a los
confusos siglos de incredulidad. De esta forma yo me
siento pagado con el único y seguro resultado que debía
apetecer: el de la obediencia. Al margen de lo escrito, a ti
te corresponde dictaminar sobre la calidad de la obra.
IDACIO DE CHAVES
CRÓNICA
Prefacio
1. Los estudios de los hombres más notables en todo,
principalmente en su fe católica y su estado de vida
perfecta, son como se afirma en el culto divino, testigos de
la verdad; incluso su elegancia de estilo les sirve de
ornamento, acrecentado si cabe por el honor de sus
méritos, de tal suerte que la verdad logra una solidez
admirable en toda su obra. Pero yo, Idacio, de la provincia
de Gallaecia, nacido en la ciudad de Lémica, llamado a
desempeñar una función destacada por el favor divino,
superior a mis propios merecimientos, en el extremo de la
tierra e incluso de la vida, formado muy elementalmente
en los estudios profanos, y todavía menos instruido en la
lectura sagrada de los libros saludables de los santos y
sapientísimos Padres, he seguido en este presente trabajo
su ejemplo, según me lo han permitido mis propias
capacidades intelectuales y mis medios de expresión.
2. En primer lugar, Eusebio, obispo de Cesarea, que
cuenta, entre sus numerosas obras, con una historia de la
Iglesia a partir de Nino, rey de los asirios, y de san
Abraham, patriarca de los hebreos, ha incluido en su
historia, bajo forma de crónica en griego, los años
contemporáneos de los demás reinos hasta el vigésimo año
del reinado de Constantino Augusto.
3. Su sucesor fue un escribano adecuado a todos los
documentos que relatan los hechos y dichos, el sacerdote
Jerónimo, de sobrenombre Eusebio, que tradujo su obra
del griego al latín y que prosiguió la historia desde el
vigésimo año del emperador citado hasta el decimocuarto
de Valente Augusto. Es posible que, en los lugares santos
de Jerusalén en donde vivió, desde el año mencionado de
Valente hasta el final de su vida en este mundo, haya
añadido no pocos detalles de lo que aconteció después;
pues mientras gozó de buena salud, no interrumpió sus
distintos trabajos como escritor. Y en un determinado
momento de mi propio viaje por esas regiones, cuando yo
era todavía un adolescente, puedo asegurar haberlo visto.
4. Jerónimo se conservó en buena forma todavía durante
algunos años. ¿Añadió algunos complementos a su propia
obra? La respuesta definitiva y completa nos la darán
quienes han adquirido su obra completa o la mayor parte
de sus escritos; pero, porque anotó en una de sus obras que
los bárbaros se habían rebelado en suelo romano, y que
habían provocado el caos y la confusión, pensamos que a
partir del inicio de este texto nada ha sido añadido por él
en su crónica referente a los tiempos sucesivos.
5. Sin embargo, puesto que el relato cronológico se
extiende hasta nuestra época, como lo indica la lectura de
cuanto precede, y pese a que el texto de esta historia cayó
en manos inexpertas, ha surgido en la mente de este
ignorante aplicarme, en cuanto me siento capaz, a seguir
las huellas de sus predecesores, bien que con un ritmo
muy desigual. Manteniendo el criterio de fidelidad y
utilizando los documentos escritos, añadimos a renglón
seguido los testimonios fidedignos de algunos, y lo que
hemos podido averiguar a lo largo de nuestra triste vida.
6. En lo referente a los acontecimientos y a la
cronología, tú, lector, tendrás que tener en cuenta las
observaciones siguientes: desde el primer año de Teodosio
Augusto hasta el tercer año de Valentiniano Augusto, hijo
de la reina Placidia, como ya se ha indicado, hemos
redactado el texto partiendo de documentos escritos o de
relatos orales.
7. Luego, promovido al episcopado pese a mi
indignidad, sin ignorar todas las referencias de una época
miserable y consciente de las dificultades crecientes del
Imperio romano, hemos señalado las fronteras destinadas a
desaparecer; y, lo que es más lamentable todavía, en
Gallaecia, en este extremo del mundo, hemos relatado la
penosa situación del clero a raíz de elecciones confusas, la
supresión de una libertad estimable, el ocaso casi total de
cualquier atisbo de religión en la vida cristiana por causa
del enorme disturbio provocado por pueblos enrabietados
al sentirse mezclados con etnias sin ley. Aquí estriba el
objetivo de este trabajo. Aunque hemos dejado a la
posteridad que disponga de él y la responsabilidad de
culminar el relato.
Conducta de los arrianos en Hispania
46: Los bárbaros que habían penetrado en las Hispanias
saquean y asesinan sin compasión.
48. Mientras que las Hispanias se hallaban entregadas a
los excesos de los bárbaros, y el mal de la peste no
provocaba menores estragos, las riquezas y los
aprovechamientos almacenados en las ciudades los usurpa
tiránicamente el recaudador de los impuestos y los agotan
los soldados. Cunde por doquier un hambre tan cruel que
los humanos devoran carne humana bajo el desenfreno del
hambre; las mismas madres se alimentan del cuerpo de sus
hijos que ellas mismas han matado o han hecho cocer. Las
bestias feroces, acostumbradas a los cadáveres de las
víctimas de la espada, del hambre o de la peste, matan
incluso a los hombres más fuertes, y alimentadas con sus
carnes se sueltan por todas partes para aniquilar al género
humano.
De este modo, en virtud de estas cuatro plagas del
hierro, del hambre, de la peste y de las bestias salvajes que
hacían estragos por todas las partes del mundo, se
realizaba lo que había anunciado el Señor por sus profetas.
89. Gunderico, rey de los vándalos, después de haber
tomado Sevilla, engreído sacrílegamente, puso sus manos
en la iglesia de esta ciudad; poco después, por un juicio de
Dios, fue poseído del demonio y murió. Su hermano
Geiserico le sucedió como rey. Según la referencia de
algunos se dice que renegó de la fe católica para pasar a la
perfidia arriana.
173. Poco después, en el año quinto de Marciano, el año
454 de la era actual, el rey de los godos, Teodorico,
penetró en las Hispanias con un ejército considerable, por
voluntad y orden del emperador Avito. El rey Requiario le
salió a su encuentro con un gran número de suevos, y a
doce millas de Astorga, en el río Órbigo, se entabló la
batalla, siendo vencido al instante en el tercer día de las
nonas de octubre, en la feria sexta. Parte de los suevos
murieron en la batalla, otra parte fue hecha prisionera y la
mayor parte huyeron; Requiario, herido, apenas si pudo
huir refugiándose en la región más extrema de Gallaecia.
174. El rey Teodorico marchó con su ejército sobre
Braga, la ciudad situada en la parte más alejada de
Gallaecia. Esta ciudad, el tres de las calendas de
noviembre, día del Señor, fue sometida al pillaje, el cual,
sin ser sangriento, no fue menos triste y lamentable.
Hicieron prisioneros a numerosos romanos, violaron las
basílicas de los santos, derribaron y destrozaron los
altares, secuestraron, aunque sin violación, a las vírgenes
consagradas a Dios, desnudaron a los clérigos hasta el
límite del pudor, y toda la población de ambos sexos con
los niños fueron sacados de los lugares santos donde se
habían refugiado; asnos, ovejas, camellos violaron el lugar
sagrado; de este modo se revivió en parte el castigo de la
cólera divina, como lo fue en Jerusalén, según la Escritura.
186. Aterrorizado Teodorico por noticias contrarias para
él, abandonó Mérida poco después del día de la Pascua,
que fue el dos de las calendas de abril. Al dirigirse hacia
las Galias, desvió una parte de su séquito hacia la campiña
galaica; era ese séquito una muchedumbre de distintas
naciones con sus jefes. Adiestrada esta masa en el engaño
y en el perjurio, penetró en Astorga de acuerdo con las
órdenes recibidas; aunque ya habían visitado esta ciudad
los saqueadores de Teodorico, en nombre de Roma, bajo el
falso pretexto de una expedición ordenada contra los
suevos que aún quedaban, simulando la paz mediante la
artimaña habitual de su traición.
Sin pensárselo dieron muerte a gran cantidad de
hombres y mujeres que allí encontraron; forzaron las
iglesias santas, saquearon y demolieron los altares
llevándose los ornamentos y objetos del culto.
Encontraron allí a dos obispos y los llevaron cautivos con
todo su clero; hombres y mujeres indefensos fueron
arrastrados al más lamentable cautiverio. Los restos de
casas fueron saqueados y pábulo de las llamas, y las aldeas
del campo, devastadas. Palencia con los godos corrió la
misma suerte que Astorga. Sólo la posición fortificada de
Coyanza, a treinta millas de Astorga, después de un
prolongado y fatigoso combate entre los godos, resistió y
obtuvo la victoria con la ayuda de Dios, allí fueron
ejecutados muchos godos y el resto logró huir a las Galias.
201. Una parte del ejército de los godos, enviado a la
Gallaecia por los condes Sunerico y Nepociano, saquearon
a los suevos en las cercanías de Lugo y a los habitantes de
Dictynium. Los delatores, Ospinio y Ascanio, para terror
de su propia perfidia, difundieron el rumor de haber
encontrado veneno, y los godos regresaron a su punto de
partida. Poco después, a instigación de estos mismos
delatores, Frumario, con sus tropas suevas, después de
haber capturado al obispo Idacio en su iglesia de Chaves,
el siete de las calendas de agosto, saquearon cruelmente
este distrito judicial.
245. Después de la vuelta de los embajadores suevos, un
fuerte ejército de godos tomó Mérida.
246. Lisboa fue ocupada por los suevos después de
haberla entregado Lusidio, uno de los ciudadanos que la
gobernaba. Ante este acontecimiento, los godos que
habían acudido allí, atacaron y saquearon a los suevos
junto con los romanos que estaban bajo su dominio.
252. En esta misma época, se vivió el año más horrible
nunca visto: invierno, primavera, verano y otoño, clima,
cosechas, todo estaba desquiciado y arruinado.
253. Aún más, numerosos signos y prodigios se
manifestaron en la región de Gallaecia. En el río Miño,
alrededor de cinco millas del municipio de Lais,
aparecieron cuatro peces con una forma y aspecto
extraordinarios, como lo cuentan los cristianos piadosos
que los pescaron. Esos peces estaban marcados con letras
hebreas, griegas y latinas y también con una cantidad de
números que, sumados, formaban el año 365. Con un
intervalo de unos meses, no lejos de ese municipio,
especies de granos muy verdes, semejantes a lentejuelas y
tan verdes como la hierba, cayeron del cielo; y
acontecieron otros muchos prodigios que sería largo de
contar.
Sobre maniqueos y priscilianistas
130. En Astorga, ciudad de la Gallaecia, gracias a una
gestión episcopal, fueron descubiertos algunos maniqueos
que se hallaban ocultos desde años atrás. Los obispos
Idacio y Toribio, después de haberles escuchado, enviaron
un relato de su investigación a Antonino, obispo de
Mérida.
138. Antonino, obispo de Mérida, detuvo a un cierto
Pascencio de la ciudad de Roma, un maniqueo que había
huido de Astorga, y después de haberle escuchado, lo
expulsó de la provincia de Lusitania.
13. Prisciliano, deslizándose hacia la herejía gnóstica,
fue ordenado obispo de Ávila por unos obispos que él
había reunido junto a sí en la misma depravación.
Después de haber sido escuchado por algunas asambleas
de obispos se fue a Italia y a Roma. No habiendo sido
recibido por los santos obispos Dámaso y Ambrosio, tanto
él como los que le acompañaban volvieron a las Galias. En
este país fue declarado igualmente hereje por el obispo san
Martín y por otros obispos; entonces apeló al César,
porque por estos días el tirano Máximo detentaba el poder
imperial en las Galias.
16. Prisciliano, a causa de la susodicha herejía, fue
expulsado del episcopado, y juntamente con Latroniano,
un laico, y algunos miembros de la secta, fue ejecutado en
Tréveris por orden del tirano Máximo. A partir de este
momento la herejía de los priscilianistas invadió toda la
Gallaecia.
32. En la ciudad de Toledo de la provincia Cartaginense,
se reunieron en sínodo, donde, según las actas, Sinfosio y
Dictinio con otros obispos de la provincia de Gallaecia,
partidarios antes de Prisciliano, condenaron su muy
blasfema herejía, al mismo tiempo que a su autor, y
firmaron ésta su declaración. Además se establecieron un
cierto número de decisiones referentes a las reglas de la
disciplina eclesiástica; en este mismo concilio participó el
obispo Ortigio que había sido ordenado en Celenes, pero
que estaba en exilio a causa de su fe católica, bajo la
presión de las amenazas priscilianistas.
MARTÍN DE BRAGA
CORRECCIÓN DE LOS RÚSTICOS
LEANDRO DE SEVILLA
LIBRO DE LA EDUCACIÓN DE LAS VÍRGENES Y DEL DESPRECIO
DEL MUNDO
Lectura y oración
15. Tu lectura debe ser asidua, y tu oración continua.
Tus horas y tareas están distribuidas de modo que a la
lectura siga la oración, y a la oración suceda la lectura. De
tal manera has de alternar sin interrupción estos dos
bienes, que nunca los dejes de la mano. Y, cuando tengas
que ocuparte en algún trabajo manual, o por lo menos
cuando hayas de tomar la refección del alimento, procura
que otra lea para ti, para que, mientras las manos o los ojos
están dedicados a su actividad, el don de la palabra divina
apaciente tus oídos. Si, aun cuando estamos orando y
leyendo, nos cuesta trabajo apartar nuestro ánimo
resbaladizo de las seducciones diabólicas, ¿cómo no va a
sentirse arrastrado por la pendiente de los vicios el
corazón humano si no echa el freno de la lectura y
oración? La lectura ha de enseñarte a orar y pedir, y,
cuando tornes a la lectura tras la oración, vuelve a
examinar qué debes pedir.
Cómo se ha de leer el Antiguo Testamento
16. Cuando leas el Antiguo Testamento, considera no las
uniones nupciales de aquellos desdichados tiempos, sino la
multiplicación de la prole; no consideres precisamente el
que comieran carne y los sacrificios cruentos, los delitos
que se expiaban con la muerte corporal, ni las uniones
permitidas de la poligamia. En aquellos tiempos se
permitió lo que no está permitido en los nuestros. Y así
como la ley antigua autorizó esas uniones nupciales, así en
la ley evangélica se proclama la virginidad. Aquél era el
pueblo hebreo, separado de todo consorcio con los demás
pueblos y, como la Iglesia, destinado a anunciar a Cristo; y
para que no se extinguiera, sino para propagar su
descendencia, se permitió a todos las nupcias; y, como era
un pueblo carnal, vivía de banquetes carnales. No hay
duda que se ofrecían sacrificios de ganados, porque
prefiguraban el verdadero sacrificio, que es el del cuerpo y
la sangre de Cristo. Apareció la verdad, y se disipó la
sombra; llegó el verdadero sacrificio, y cesaron las
víctimas de los animales. Vino el virgen, hijo de virgen, y
dio un ejemplo de virginidad. Por tanto, todo lo que
leyeres en el Antiguo Testamento, aunque se realizara de
hecho, debes entenderlo, sin embargo, en sentido
espiritual, y procura tomar la verdad de la historia en el
sentido espiritual de la culpa. Ahora ya no se mata
corporalmente a un hombre como expiación por el pecado,
sino que la muerte que aquellos hombres aplicaban con la
espada al cuerpo, la aplicamos nosotros a los vicios de la
carne por la práctica de la penitencia. No debes interpretar
el Cantar de los Cantares según suena a los oídos, porque
se insinúan los atractivos carnales del amor humano, pero
son figuración, por la alegoría de las acciones, del cuerpo
de Cristo y del amor de la Iglesia. Con razón prohibieron
los antiguos a los hombres carnales leer estos libros, es
decir, el Heptateuco y el Cantar de los Cantares, con el fin
de que no se disiparan con deseos libidinosos y sensuales
por no discernir su sentido espiritual.
Vida de extranjería
31. Enfilamos al puerto la barquichuela de nuestro
discurso, y, una vez recorrido el mar de nuestras
enseñanzas, echamos el áncora en la costa para descansar.
Pero, impulsado por el aura del afecto que te tengo, vuelvo
de nuevo al oleaje de mis palabras, y te conjuro, hermana
Florentina, por la Trinidad celestial del Dios único, que no
vuelvas la vista atrás, como la mujer de Lot, una vez que
saliste como Abraham, de la tierra de tu parentela, no
vayas a ser un mal ejemplo y precedente para el bien de
otras y no vean en ti lo que han de escarmentar. Aquella
mujer, en cambio, se convirtió en sal de prudencia para
otros y en estatua de necedad para sí; su mala acción le
perjudicó a ella, y a los demás les fue útil el escarmiento.
No te ha de halagar la idea de volver con el tiempo al país
natal, de donde no te hubiera sacado Dios si hubiera
querido que allí habitaras; pero, porque previó que sería
conveniente a tu vida religiosa, con acierto te sacó, como a
Abraham de la Caldea y a Lot de Sodoma. Al fin, yo
mismo reconozco mi error, ¡Cuántas veces, hablando con
nuestra madre, y deseando saber si le gustaría volver a la
patria, ella, que comprendía que había salido de allí por
voluntad de Dios para su salvación, exclamaba, poniendo
a Dios por testigo, que ni quería verla ni había de ver
nunca aquella tierra! Y con abundantes lágrimas añadía:
“Mi destierro me hizo conocer a Dios; desterrada moriré, y
he de ser sepultada donde recibí el conocimiento de Dios”.
Pongo por testigo a Jesús de que esto es lo que recuerdo
haber oído de sus deseos y aspiraciones; que, aunque
viviera largos años, no volvería a ver aquella su tierra.
Te encarezco, hermana mía, que te guardes de lo que
tanto temió tu madre y evites con precaución la desgracia
de que ella huyó por haberla experimentado. Me duelo,
desgraciado de mí, de haber enviado allí a nuestro
hermano Fulgencio, porque estoy en un temor continuo
por sus peligros; sin embargo, estará más seguro si tú,
tranquila y ausente de allí como estás, rogaras por él. De
allí fuiste sacada en una edad en que ni te puedes acordar
aunque naciste allí. Ningún recuerdo puede inducirte a la
nostalgia, y dichosa eres por ignorar lo que te causaría
pena. Yo por mi parte, te hablo por experiencia: aquella
tierra de tal modo perdió su florecimiento y hermosura,
que no quedó en ella persona libre, ni su suelo goza ya de
su tradicional fertilidad. Y no sin el juicio de Dios, pues el
país al que se le han arrebatado sus ciudadanos y donde se
han metido extranjeros, al perder su honor, perdió su
fertilidad. Mira, hermana mía Florentina, lo que debo
avisarte con temor y pena, para que la serpiente no te
arranque del paraíso y te traslade a una tierra que produce
espinas y zarzas. Y, si desde ella quisieras extender de
nuevo la mano para coger el fruto del árbol de la vida, no
llegues nunca a alcanzarla. Te pongo, pues, por testigo al
profeta, y, en presencia de Jesucristo, te amonesto con
estas palabras: Oye, hija, y mira; inclina tus oídos; olvida
tu pueblo y la casa de tu padre, porque prendado está el
rey de tu hermosura; y Él es el Señor, tu Dios. Nadie que
pone la mano en el arado y mira atrás es digno del reino
de Dios.
No levantes el vuelo del nido, porque encontró la tórtola
dónde guardar sus polluelos. Eres hija de la sencillez tú
que tienes por madre a Túrtura. En esa sola y única
persona hallarás el oficio de muchas personas queridas.
Mira a Túrtura como a madre, escúchala como a maestra;
y a la que todos los días te engendra para Cristo con su
afecto, estímala como más querida que tu misma madre. Y,
como ya estás libre de toda tormenta y de todo torbellino
del mundo, escóndete en su seno. Que te sea suave estar a
su lado, te sea dulce su regazo ahora que eres mayor, como
te era gratísimo en tu infancia.
Por último, te ruego, ya que eres mi queridísima
hermana de sangre, que me tengas presente en tus
oraciones; y no te olvides del hermano menor Isidoro, que
nos encomendaron nuestros padres a los tres hermanos
supervivientes bajo la protección divina cuando, contentos
y sin preocupación por su niñez, pasaron al Señor. Y,
puesto que lo amo como hijo, y prefiero su cariño a todas
las cosas temporales, y descanso reclinado en su amor,
ámalo con tanto más cariño cuanto más tierno era el amor
que le tenían los padres. Seguro estoy de que tu plegaria
virginal inclinará hacia nosotros los oídos de Dios.
Y si mantuvieres la alianza que has pactado con Cristo,
te será otorgada la corona de los que obran el bien; y a
Leandro, que te exhorta, se le concederá el perdón. Y, si
perseverares hasta el fin, te salvarás.
RECAREDO
CARTA AL PAPA GREGORIO I
Desde el instante en que el Señor por su misericordia
hizo que nos separásemos de la nefanda herejía arriana, la
Iglesia católica nos acogió dentro de su seno, habiéndonos
hecho mejores, por seguir su fe. Entonces ya fue nuestra
intención y nuestra voluntad acudir con gozo y con toda la
fuerza del alma a un varón tan venerable y superior a
todos los demás prelados para que alabara a Dios por
todos los medios en lugar de nosotros, los hombres, por un
don tan excelso recibido de Dios.
Y porque nosotros debemos sobrellevar los múltiples
cuidados del reino, ocupados en los más diversos
negocios, han transcurrido tres años sin haber podido
cumplir en modo alguno el deseo de nuestra alma. Más
tarde enviamos hasta Vos a algunos abades de los
monasterios para que llegaran hasta vuestra presencia y
ofrecieran a san Pedro los dones que le remitíamos, y nos
trajeran noticias más ciertas de la salud de vuestra santa
Reverencia, y habiéndose dado prisa, y estando ya casi a la
vista del litoral de Italia, les ocurrió que a causa del
temporal del mar naufragaron en algunos escollos, cerca
de Marsella y apenas pudieron salvar sus vidas.
Ahora, pues, hemos rogado al presbítero que vuestra
gloria había enviado a la ciudad de Málaga, que se llegara
hasta nuestra presencia, pero ese tal, impedido por una
enfermedad corporal, no tuvo fuerzas en modo alguno
para presentarse delante del solio de vuestra Majestad.
Pero porque sabemos con toda seguridad que él ha sido
enviado por vuestra Santidad, le remitimos un cáliz de oro
adornado con piedras preciosas en su parte superior, para
que, como confiamos en vuestra Santidad, os dignéis
ofrecerle como cosa digna de él al Apóstol que brilla
primero por el honor. También pido a vuestra Grandeza
que en ocasión oportuna os acordéis de nosotros con
vuestras sagradas y áureas cartas. Pues cuánto en verdad
os ame, no creo que se oculte, por inspiración del Señor, a
vuestra fecunda imaginación.
Sucede muchas veces que aquéllos que se hallan
divididos por las tierras y los mares se unen por la gracia
de Dios, casi visiblemente, y aquéllos que no pueden
gozar de vuestra presencia personalmente, la fama les
ponen de manifiesto vuestra bondad.
Recomiendo con toda veneración a vuestra Santidad en
Cristo, a Leandro, obispo de la Iglesia de Sevilla, porque
por su medio se nos ha revelado vuestra benevolencia, y
cuando hablamos con este prelado de vuestra vida, nos
tenemos por pequeños, considerando vuestras buenas
obras.
Me agradaría recibir noticias de vuestra salud,
reverendísimo y santísimo varón. Y suplico a la prudencia
de vuestra Cristiandad que encomiende frecuentemente al
Señor común en vuestras oraciones a nosotros y a nuestro
pueblo que después de Dios gobernamos y que ha sido
ganado por Cristo en estos vuestros años, para que al
hallarnos separados por la amplitud del orbe, crezca en
nosotros felizmente la verdadera caridad para con Dios.
CONCILIOS HISPANOS
CONCILIO I DE BRAGA
En torno al priscilianismo
El año III del rey Ariamiro, el primero de mayo, como
los obispos de la provincia de Gallaecia, Lucrecio, Andrés,
Martín, Coto, Hilderico, Lucencio, Timoteo, Malioso, se
hubiesen reunido por disposición del nombrado
gloriosísimo prefecto Ariamiro, rey de la Metrópolis de la
misma provincia de la Iglesia bracarense, sentándose
conjuntamente los obispos, presentes también los
presbíteros y asistiendo de pie los ministros y todo el
clero, Lucrecio, obispo de la referida Iglesia
metropolitana, dijo: “Hace tiempo, santísimos hermanos,
que según los mandatos de los venerables cánones y los
decretos de la disciplina católica y apostólica, deseábamos
que surgiera la necesidad de celebrar una asamblea
sacerdotal entre nosotros, porque no sólo resulta oportuna
por razón de las normas y reglas eclesiásticas, sino
también porque siempre logra una concordia permanente
de caridad fraterna, a la vez reunidos los sacerdotes en el
nombre del Señor, tratan de conseguir en saludable
aportación común, lo que conforme a la doctrina
apostólica puede producir la unidad del Espíritu en el
vínculo de la paz. Así pues, ahora, porque nuestro
gloriosísimo y piadoso hijo, inspirado por el Señor, nos
concedió, por su real mandato, el deseado día de la
presente reunión para que nos sometamos a una
deliberación conjunta, indaguemos previamente, si os
parece bien, los principios básicos de la fe católica.
Por consiguiente, ahora queden patentes, tenidos en
cuenta los cánones, las disposiciones de los santos Padres.
Finalmente, ocupémonos asimismo con esmerada atención
de ciertas cuestiones concernientes al servicio de Dios y a
la misión clerical para que, si acaso, por la desidia de la
ignorancia o por la incuria del tiempo transcurrido,
hubiera entre nosotros discrepancias o dudas, sean
reducidas, como conviene, a una única expresión de la
razón y de la verdad”. Todos los obispos dijeron: “La
propuesta de tu beatitud es justa, ya que nos hemos
reunido para que se nos reporte alguna utilidad de la
disciplina eclesiástica”.
El obispo Lucrecio dijo: “Como ha sido indicado más
arriba, hablemos primeramente de los artículos de la fe.
Pues aunque hace tiempo que la peste de la herejía
prisciliana fue descubierta y condenada en las provincias
de las Hispanias, no obstante, para que nadie por
ignorancia, o como suele suceder, engañado por algunos
libros apócrifos de la Escritura sea inficionado todavía por
alguna idea pestilente de este error, hágase ver con
suficiente detalle a los hombres ignorantes, porque ellos
habitando en el confín del mundo y en las regiones más
remotas de esta provincia, no recibieron suficiente caudal
de doctrina verdadera. Pues bien, creo que sabe la
fraternidad de vuestra beatitud que en el tiempo en que
serpeaban en estas regiones los venenos de la nefandísima
secta prisciliana, el bienaventurado papa de la ciudad de
Roma, León, que fue aproximadamente el cuadragésimo
sucesor del apóstol Pedro, por medio de Toribio, notario
de su sede, mandó un escrito suyo al Sínodo de Galicia
contra la impía secta de Prisciliano. Por mandato de aquél
también los obispos de la Tarraconense y Cartaginense,
además de los de la Lusitania y la Bética, después de
celebrar un concilio entre ellos, redactando una regula
fidei con algunos capítulos contra la herejía prisciliana, la
enviaron a Balconio, que era entonces prelado de la Iglesia
bracarense. Así pues, porque tenemos a mano el mismo
ejemplar de la fe establecida con sus capítulos, deseamos
que se hagan patentes a todos los hombres sencillos las
antiguas determinaciones de los santos Padres y se
descubran los embustes de la herejía de Prisciliano,
execrada y condenada ya hace tiempo por la sede del
beatísimo Pedro apóstol”.
Se leyó la fórmula de la fe con sus capítulos que, para
evitar la prolijidad de los mismos, no fueron consignados
en estas actas. Después de la lectura de los capítulos, todos
los obispos dijeron: “Aunque la lectura de estos apartados,
ha sido hecha por necesidad, insertados los mismos, sea
ahora expuesto con más evidencia y sencillez todo lo que
es execrable, de tal manera que el que es menos erudito
pueda entender: y así sean condenados bajo censura de
anatema para ejemplo los embustes, ya hace tiempo
proscritos, del error de Prisciliano, para que cualquier
clérigo, monje o seglar, que se descubriere que todavía
cree o defiende algo semejante, sea amputado
inmediatamente del cuerpo de la Iglesia católica como
miembro completamente podrido, a fin de que su
compañía no contagie la mácula de su maldad a los
verdaderos creyentes o, más aún, por la mezcla de los tales
se ocasione algún oprobio a los ortodoxos”.
Los capítulos propuestos contra la herejía de Prisciliano,
releídos, contienen lo siguiente:
1. Si alguien no confiesa al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo como tres personas, de una sustancia, virtud y
poder, según enseña la Iglesia católica, sino que profiere
que es una sola y única persona, de modo que sea Padre el
que es el Hijo, y que también el mismo sea Espíritu Santo,
como afirmaron Sabelio y Prisciliano, sea anatema.
2. Si alguien, además de la Santísima Trinidad, introduce
otros nombres de la Divinidad, diciendo que en la misma
Divinidad existe la Trinidad de la Trinidad, según
afirmaron los gnósticos y Prisciliano, sea anatema.
3. Si alguien sostiene que el Hijo de Dios, nuestro Señor,
no existió antes de nacer de la Virgen, como afirmaron
Pablo de Samosata, Fotino y Prisciliano, sea anatema.
4. Si alguien no venera verdaderamente la natividad de
Cristo según la carne, sino que simula honrarla o,
ayunando el mismo día y el domingo, porque no cree que
Cristo nació con verdadera naturaleza de hombre, según
sostuvieron Cerdón, Marción, Maniqueo (sic) y
Prisciliano, sea anatema.
5. Si alguno cree que las almas de los hombres y de los
ángeles provinieron de la sustancia de Dios, como
afirmaron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.
6. Si alguien declara que las almas humanas pecaron
primero en la morada celestial y por ello fueron arrojadas
a la tierra en los cuerpos humanos, según dice Prisciliano,
sea anatema.
7. Si alguien afirma que el diablo no fue primeramente
un ángel bueno, creado por Dios, ni que su naturaleza
fuese obra de Dios, sino que defiende que salió del caos y
de las tinieblas y que no tiene ningún productor de sí sino
que él mismo es el principio y sustancia del mal, como
sostuvieron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.
8. Si alguno cree que el diablo dio origen en el mundo a
algunas creaturas, y que el propio diablo con su autoridad
produce truenos, relámpagos, tempestades y sequías, como
dijo Prisciliano, sea anatema.
9. Si alguien cree que las almas y los cuerpos humanos
están vinculados a los hados estelares, como dijeron los
paganos y Prisciliano, sea anatema.
10. Si alguno cree que los doce signos siderales, que
suelen observar los matemáticos, están dispuestos por cada
uno de los miembros del alma o del cuerpo y dicen que
han sido adscritos a los nombres de los Patriarcas, como
afirmó Prisciliano, sea anatema.
11. Si alguien condena los matrimonios humanos y
experimenta un horror terrible ante la procreación de los
que nacen, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea
anatema.
12. Si alguno dice que la formación del cuerpo humano
es obra del diablo y que lo concebido en el útero recibe su
figura por obra de los demonios, por lo que no cree en la
resurrección de la carne, como afirmaron Maniqueo y
Prisciliano, sea anatema.
13. Si alguien afirma que la creación de toda carne no es
obra de Dios sino de los ángeles malignos, como dijeron
Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.
14. Si alguien juzga inmundos los alimentos cárnicos
que Dios dio para uso humano, y no por mortificación de
su cuerpo sino porque los considera una inmundicia, y
hasta el punto de abstenerse de ellos que no prueba ni las
legumbres cocidas con carne, como afirmaron Maniqueo y
Prisciliano, sea anatema.
15. Si algún clérigo tiene en su compañía otras mujeres
como adoptivas que no sean la madre o hermana o tía o las
que se hallan unidas a él por consanguinidad próxima y
convive con ellas, según enseña la secta de Prisciliano, sea
anatema.
17. Si alguno lee las Escrituras que Prisciliano depravó
acomodándolas a sus errores, o los tratados de Dictinio
que escribió el mismo Dictinio antes de la conversión, o
cualesquiera otros escritos de los herejes que fueron
compuestos conforme a sus errores, bajo el nombre de los
patriarcas, de los profetas o de los apóstoles, los lee y
sigue sus embustes impíos y los defiende, sea anatema.
Propuestos estos capítulos y vueltos a leer, el obispo
Lucrecio, dijo: “Puesto que todo lo que los católicos deben
abominar y condenar se ha expresado con toda claridad y
precisión, incluso para los ignorantes, creo necesario, si
parece bien a vuestras fraternidades, que se nos den a
conocer las instituciones de los santos Padres, recogidas
en los cánones antiguos, las cuales, aunque no todas, al
menos las que conciernen a la instrucción de la disciplina
de los clérigos se nos deben exponer”. Todos los obispos
dijeron: “Estamos de acuerdo con lo que has dicho, y
conviene que aquellos que, por acaso o por desidia, han
prescindido de las normas eclesiásticas, oigan las reglas de
los santos cánones y las observen”.
CONCILIO II DE BRAGA
Reinando nuestro Señor Jesucristo, y transcurriendo la
era 610, el año segundo del rey Mirón, día 1º de junio;
habiéndose reunido por mandato de este rey, en la Iglesia
metropolitana de Braga, los obispos de la provincia de
Gallaecia, tanto los de la bracarense como los de la
lucense, con sus metropolitanos, a saber: Martín, Nitigises,
Remisol, Andrés, Lucrecio, Adorico, Bitimer, Sardinerio,
Polemio, Mailoc, habiendo tomado asiento juntamente
todos estos obispos y estando presente todo el clero,
Martín, obispo de la Iglesia bracarense, dijo: “Santísimos
padres, creemos que por inspiración de Dios sucedió esto,
que de los distritos nos congregáramos en una sola
asamblea por orden del gloriosísimo hijo nuestro, el rey,
no sólo para que nos alegremos de vernos recíprocamente,
sino también para que tratemos entre nosotros de todo
aquello que concierne al orden y a la disciplina
eclesiástica, pues se halla escrito en el Evangelio con
palabras del Señor: Donde quiera que hubiere dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos”.
Nitigio, obispo de la Iglesia lucense, dijo: “No puede
creerse cosa distinta, a no ser lo que corresponde al
provecho de nuestras almas; que puede ser comenzado y
realizado sólo por inspiración divina. Y lo mismo, todos
unánimes y sintiendo lo mismo en el Señor, deseamos
conocer todo lo que toca a nuestra instrucción presentado
ante todos”. El obispo Martín, dijo: “Creemos que vuestra
beatitud recuerda que, tan pronto como en la Iglesia de
Braga se reunió un concilio de obispos, además de las
muchas ideas que habían sido confirmadas sobre la
sintonía de la fe recta, hemos reafirmado asimismo
algunas que contenían las disposiciones disciplinares de
los antiguos cánones. Para que pueda recordarse con
mayor clarividencia su utilidad, que se lea en vuestra
presencia, si os place, la propia carta”. Todos los obispos
dijeron: “Conviene, bajo todos los conceptos, que se lea a
todos los oyentes”.
Leídos, pues, los capítulos que no se han incluido en
absoluto en las actas para no hacerlas prolijas, el obispo
Martín dijo: “Todas estas ideas que acaban de leerse, que
entonces nos parecieron discrepantes, dudosas o
desordenadas han sido puestas en orden con el auxilio de
Dios y consiguen su fuerza sin posibilidad de mutación.
Mas todas aquellas otras que entonces nos pasaron por alto
o resultó oneroso en el primer concilio, dar unidad a su
multiplicidad, parece necesario presentarlas ahora a
vuestra santa caridad con el fin particular de que,
especialmente ventiladas, también sean expuestas con su
examen. Pues los santos Padres y predecesores nuestros,
congregados de todas partes, celebraron a favor de la
unidad de la verdadera fe concilios generales, como en
Nicea contra Arrio los 318 (padres), y en Constantinopla
contra Macedonio los 150, y en Éfeso contra Nestorio los
200, y en Calcedonia contra Eutiques los 630, o también
convocaron, cada uno en su provincia, sínodos especiales
para terminar con las disputas o corregir las negligencias
de algunos, y según lo reclamó la gravedad de las culpas o
de cualquier desmán, contando con la asistencia del
Espíritu de Dios, establecieron disposiciones canónicas,
precisadas cada una por separado, que conviene releer,
entender y observar. Y ya que, por el auxilio de la gracia
de Cristo nada hay dudoso en esta provincia acerca de la
unidad y de la ortodoxia de la fe, debemos tratar ya
especialmente si por casualidad entre nosotros se
encuentra algo reprensible, contrario a la disciplina
apostólica, hacer correcciones de común acuerdo y con
juicio razonable, acudiendo al testimonio de las sagradas
Escrituras o a las disposiciones de los antiguos cánones,
todo aquello que desagradare.
Y primeramente, si os place, volviendo a leer los
mandatos del bienaventurado apóstol Pedro, que
claramente escribió en su epístola como una regla para los
sacerdotes, todo lo que parece que es tratado por nosotros
no de otro tenor de cómo lo ha prescrito el príncipe de los
Apóstoles, apresurémonos a sacarlo a la luz sin ningún
retraso, no sea que, mientras predicamos a los demás,
nosotros mismos, hechos réprobos, seamos condenados
por la famosa declaración divina, que dice: Tú, sin
embargo, despreciaste la disciplina y arrojaste mis
palabras a tu espalda”. Todos los obispos dijeron:
“Deseamos oír la mencionada carta del apóstol Pedro en
ese mismo pasaje, donde adoctrina a los sacerdotes”.
Entonces, habiendo traído el libro, se leyó de la misma
epístola lo siguiente: ¡Ancianos!, yo, anciano como
vosotros, os ruego apacentad la grey del Señor, que está
entre vosotros, procediendo no con violencia sino con
naturalidad, según Dios: ni por razón de una vergonzosa
ganancia, sino con buena voluntad; ni como dominadores
de los clérigos, sino convertidos en modelos del rebaño y
con cariño, para que cuando aparezca el príncipe de los
pastores, podáis recibir la corona que no se marchita.
Leído esto, todos los obispos dijeron: “Conocidas estas
ideas, que han sido recitadas de la carta del
bienaventurado apóstol Pedro, deseamos, con el auxilio de
la gracia divina, obedecer los divinos preceptos e imitar en
todo ello la doctrina de la epístola apostólica que nos ha
sido transmitida, no sea que, si andamos
desordenadamente en algunas cosas, seamos condenados
por el juicio divino, lo que ojalá no ocurra, sino que como
seguidores de las huellas de los santos Padres,
merezcamos participar de su descanso y podamos recibir
con ellos aquella corona de gloria inmarcesible que ha
sido prometida. Por esto pues, todos al unísono rogamos a
tu caridad que, reunidas brevemente todas estas materias
en capítulos aparte, se proceda a una corrección, adjunta al
pie de estas actas, las cuales, una vez leídas con toda
atención y presentadas con claridad, las podamos firmar
cada uno de nosotros con nuestra propia firma para su
enmienda y confirmación, a fin de que, no solamente a
nosotros sino también a nuestros sucesores, estos decretos
contribuyan a la perfección del oficio episcopal”.
1. Plugo a todos los obispos y convino que, recorriendo
cada una de las iglesias de su diócesis los obispos,
primeramente se examinara a los clérigos acerca de la
forma que tienen de bautizar y de celebrar la misa y de
cómo ejercen cualquier otro oficio en la iglesia. Y si
encontraren todo en orden, den gracias a Dios: mas, si no
fuere así, deben instruir a los ignorantes y recomendarles
sirviéndose de cualquier procedimiento, como lo disponen
los antiguos cánones, que los veinte días anteriores al
bautismo concurran los catecúmenos a la purificación de
los exorcismos. Durante estos veinte días, todos los
catecúmenos sean instruidos especialmente en lo que atañe
al símbolo, que es “Creo en Dios Padre todopoderoso”.
Por consiguiente, después que los obispos hubieren
examinado y adoctrinado a sus clérigos en estos temas,
otro día, reunidos los feligreses de la propia iglesia,
enséñenles a huir de los errores de los ídolos y de las
diversas culpas graves, esto es, de los homicidios,
adulterios, perjurios, falso testimonio y demás pecados
mortales, y lo que no quieran que se les haga, que tampoco
lo hagan ellos a los demás; y a que crean en la
resurrección de todos los hombres y en el día del juicio, en
el que cada uno ha de recibir su merecido conforme a sus
obras. Y así, a continuación, el obispo pase de aquella
iglesia a otra.
2. Pareció bien que ningún obispo, en la visita a su
diócesis, fuera del honorario de su cátedra, percibiera de
las iglesias algún otro estipendio. Ni reclame la tercera
parte de cualquier ofrenda del pueblo en las iglesias
parroquiales, sino que dicha tercera parte la dedique a la
iluminación de la iglesia o a su restauración, y cada año
ríndase cuentas al obispo. Pues si el obispo se apropia de
esta tercera parte, priva de la iluminación y de la
capacidad sagrada de acogida que debe tener la iglesia.
Igualmente, tampoco los clérigos parroquiales se sientan
forzados a trabajar en los asuntos particulares del obispo,
porque está escrito: No se comporten como déspotas con
el clero.
3. Se acordó que los obispos no reciban ningún regalo
por la ordenación de los clérigos, sino que, como está
escrito, lo que habéis recibido gratis por don de Dios,
dadlo gratis. No se venda por precio alguno la gracia de
Dios ni la imposición de las manos, porque la antigua
disposición de los Padres así lo determinó en cuanto a las
ordenaciones de los eclesiásticos, diciendo: “Sean
condenados tanto el que las administra como el que las
recibe; porque algunos envueltos en muchas maldades,
sirviendo indignamente al altar, lo consiguen, no por
testimonio de buenos comportamientos sino por la
profusión de regalos. Conviene, por tanto, ordenar a los
clérigos no movidos por regalos, sino a raíz de un
esmerado escrutinio y del testimonio de muchos”.
4. Se convino en que por la pequeña cantidad de
bálsamo, que, una vez bendecido, suele repartirse por las
iglesias para la administración del sacramento del
bautismo, y que se cobraba un tremís, a partir de ahora no
se exija nada por ello, no sea que parezca que lo que se
consagra mediante la invocación del Espíritu Santo para la
salvación de las almas, lo vendamos reprensiblemente, del
mismo modo que Simón Mago quiso comprar con dinero
el don de Dios.
5. Se decretó que cuantas veces los obispos son
invitados por alguno de los fieles para la consagración de
las iglesias, no reclamen, como remuneración debida,
algún regalo del fundador, aunque si éste lo ofreciere a
voluntad no se rechace.
Siempre hay que tener en cuenta la pobreza o la
necesidad de las iglesias. Cada uno de los obispos tendrá
en cuenta que no puede dedicar una iglesia o una basílica,
si antes no recibe la dote de la basílica y la entrega de la
misma, confirmada por escritura pública. Ya que no es
temeridad leve si se consagra una iglesia como una casa
privada sin iluminación y sin el sustento de los que allí
mismo han de prestar un servicio.
6. Se tuvo por bueno que si alguien construye una
basílica no por exigencias de su fe, sino por algún lucro,
reparta a medias con los clérigos lo que allí mismo se
recaude como donativo del pueblo, porque la basílica ha
sido construida en su terreno, como suele acontecer en
algunos lugares. Habrá que observarse en lo sucesivo que
ningún obispo dé su consentimiento a la abominable
práctica de atreverse a consagrar una basílica que bajo el
patrocinio de los santos sirva para recaudar tributos.
7. Se tuvo a bien que cada uno de los obispos en sus
iglesias dispusiera que aquellos que presentan sus hijos al
bautismo, si ofrecen algo voluntariamente por devoción,
les sea recibido. Si, por el contrario, en su pobreza no
tienen nada que ofrecer, ningún clérigo les arranque por la
violencia prenda alguna, pues muchos pobres, con este
temor, se retraen de bautizar a sus hijos, incluso aquellos
que, mientras están aguardando una oportunidad
favorable, fallecen sin la gracia del bautismo. En tal caso
habrá que responsabilizar de esa perdición a aquellos que
se hacen detestables por sus expolios y privaron de la
gracia del bautismo.
8. Se acordó que si alguien acusa a alguno de los
clérigos de fornicación, según el mandato de san Pablo
apóstol, presente dos o tres testigos. Pero si no pudiere
probar con sus testificaciones lo que dijo, la excomunión
que podría caer al acusado recaiga sobre el acusador.
9. Se dio por bueno que además de todo lo decretado en
el concilio de los obispos, se observe lo siguiente: que se
anuncie por el obispo metropolitano en qué día de las
calendas o en qué luna deba celebrarse la Pascua del año
en curso. Lo cual, los demás obispos y el resto de los
sacerdotes anotándolo en la agenda, anúncienlo cada uno
en sus Iglesias respectivas en el día del natalicio del Señor,
delante del pueblo, después de la lectura del Evangelio,
para que nadie ignore el comienzo de la cuaresma.
Entonces, reuniéndose las Iglesias vecinas, celebren las
letanías durante tres días con salmos, peregrinando por las
basílicas de los santos. El tercer día, celebradas las misas a
la hora nona o décima, despedido el pueblo, ordenen que
se guarden ayunos de la cuaresma y, a mitad de la
cuaresma, presenten a los niños para purificarlos por el
exorcismo, veinte días antes de ser bautizados.
10. Se determinó que, porque sabemos que algunos
presbíteros, corrompidos por la necedad del error
recientemente hecho público o por la todavía pestilente
herejía de Prisciliano, se mantienen en la osadía de
atreverse a consagrar la oblación en las misas de difuntos,
incluso después de haber consumido vino, se advierte,
conforme a lo consensuado por todos como doctrina, que
si se sorprendiera a algún presbítero en esta insensatez, y
consagrase la oblación en el altar sin guardar el ayuno,
retíresele inmediatamente de su ministerio, y sea
degradado por su propio obispo.
Redactado todo esto, plugo a todos que, para hacer firme
su cumplimiento, cada uno lo firmara con su propia letra,
conviniendo en que si alguien por haber transgredido los
ordenamientos de estos capítulos, pretendiera volver a las
costumbres depravadas, después de ser corregido por la
amonestación de todo el concilio, amenácesele con el
severísimo veredicto de ser depuesto de su ministerio.
CONCILIO III DE TOLEDO (589)
Confesión de Recaredo
En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, en el cuarto
año del reinado del muy glorioso, piadosísimo y fidelísimo
a Dios, señor rey Recaredo, el día 8 de mayo, era 627, se
reunió este santo concilio en la regia ciudad de Toledo, por
los obispos de toda Hispania y de las Galias, abajo
firmantes. En él habló el rey Recaredo a todos los obispos.
Habiendo el mismo rey gloriosísimo, en virtud de la
sinceridad de su fe, mandado reunir el concilio de todos
los obispos de sus dominios, para que se alegraran en el
Señor de su conversión y por la renovación de los godos, y
dieran también gracias a la bondad divina por un don tan
grande, el mismo santísimo príncipe habló al venerable
concilio con estas palabras: “No creo, reverendísimos
obispos, que desconozcáis que os he llamado a la
presencia de nuestra serenidad con el objeto de restablecer
la disciplina eclesiástica. Y porque hace muchos años que
la amenazadora herejía no permitía celebrar concilios en la
Iglesia católica, Dios, a quien plugo extirpar la citada
herejía por nuestro medio, nos advirtió sobre la necesidad
de restaurar las instituciones eclesiásticas conforme a las
antiguas costumbres.
Debéis, pues, contentaros y regocijaros de que las
costumbres canónicas, con la ayuda de Dios, vuelvan a sus
antiguos cauces mediante nuestro poder. Sin embargo,
antes de nada os advierto y os ruego que supliquéis en
vuestras oraciones, para que el orden canónico, que un
largo y duradero olvido había hecho desaparecer de la
conciencia de los obispos y que nuestra edad confiesa
ignorar, se os dé a conocer de nuevo por gracia divina”.
Oyendo estas cosas y dando gracias a Dios y al
piadosísimo rey, todo el concilio prorrumpió en alabanzas
y se decretó en el mismo instante un ayuno de tres días.
Habiéndose reunido ya en concilio todos los obispos del
Señor el día 8 de mayo y previa la debida oración,
sentados cada uno de los obispos en el lugar que les
correspondía, he aquí que se presentó en medio de ellos el
serenísimo rey, que uniéndose a la oración de los obispos
del Señor y lleno después de la inspiración divina,
comenzó a hablarles de este modo: “No creemos que se
oculte a Vuestras Santidades, cuánto tiempo Hispania
padeció bajo el error de los arrianos y cómo habiendo
sabido Vuestras Beatitudes, no mucho después de la
muerte de nuestro padre, cómo nosotros mismos nos
habíamos unido a la santa fe católica, creemos se produjo
por todas partes grande y eterno gozo.
Y por tanto, venerados Padres, hemos determinado
reuniros para celebrar este concilio, a fin de que vosotros
mismos deis gracias eternas al Señor con motivo de los
hombres que acaban de volver a Cristo. Lo que
deberíamos tratar igualmente en presencia de vuestro
sacerdocio, acerca de la fe y esperanza nuestra que
profesamos, os lo damos a conocer por escrito en este
pliego. Léase, pues, en medio de vosotros. Y que nuestra
persona gloriosa, aprobada por el dictamen conciliar, brille
ennoblecida por el testimonio de la misma fe para todos
los tiempos futuros”.
Todos los obispos de Dios recibieron el pliego de la fe
sacrosanta que les presentó el rey, y leyéndolo el notario
con voz clara, se expresó así: “Aunque el Dios
omnipotente nos haya dado el llevar la carga del reino a
favor y provecho de los pueblos, y haya encomendado el
gobierno de no pocas gentes a nuestro regio cuidado, sin
embargo, nos acordamos de nuestra condición de mortales
y de que no podemos merecer de otro modo la felicidad de
la futura bienaventuranza sino dedicándonos al culto de la
verdadera fe y agradando a nuestro Creador al menos con
una digna confesión.
Por lo cual, cuanto más elevados estamos mediante la
gloria real sobre los súbditos, tanto más debemos cuidar de
aquellas cosas que pertenecen al Señor, y aumentar nuestra
esperanza, y mirar por las gentes que el Señor nos ha
confiado. Por lo demás, ¿qué podemos nosotros retribuir a
la omnipotencia divina por tantos beneficios recibidos,
cuando todas las cosas le pertenecen y no necesita para
nada de nuestros bienes, excepto creer en Él con aquella
devoción con la que según las Escrituras, Él mismo
deseaba ser creído?
Es decir, que confesemos que el Padre es quien
engendró de su substancia al Hijo, igual a Sí y coeterno, y
no que Él sea a un mismo tiempo nacido y engendrador,
sino que una es la persona del Padre que engendró, otra la
del Hijo que fue engendrado, y que sin embargo, uno y
otro subsisten por la divinidad de una sola substancia.
El Padre, del que procede el Hijo, pero Él mismo no
procede de ningún otro. El Hijo es el que procede del
Padre, pero sin principio y sin disminución subsiste en
aquella divinidad, en que es igual y coeterno al Padre. Del
mismo modo debemos confesar y predicar que el Espíritu
Santo procede del Padre y del Hijo, y con el Padre y el
Hijo es de una misma substancia; que hay en la Trinidad
una tercera persona, que es el Espíritu Santo, la cual, sin
embargo, tiene una común esencia divina con el Padre y el
Hijo.
Esta santa Trinidad, es un solo Dios: Padre, e Hijo y
Espíritu Santo, por cuya bondad, aunque toda criatura
haya sido creada buena, sin embargo, por medio de la
forma humana tomada por el Hijo, se ve reparada en su
origen pecador a la primera felicidad. Pero del mismo
modo, como es señal de la verdadera salvación creer que
la Trinidad está en la Unidad, y la Unidad en la Trinidad,
así se dará una prueba de verdadera justicia si confesamos
una misma fe dentro de la universal Iglesia, y guardamos
los preceptos apostólicos, apoyados en también apostólico
fundamento.
Sin embargo, vosotros obispos del Señor, os conviene
recordar todos los ataques que sufrió hasta ahora la Iglesia
católica de Dios en Hispania de parte del adversario.
Cuando los católicos sostenían y defendían la constante
verdad de su fe y los herejes apoyaban con la animosidad
más pertinaz su propia perfidia, a mí, como veis por los
efectos, encendido por el fervor de la fe, el Señor me ha
movido a que, depuesta la obstinación de la infidelidad y
apartado del furor de la discordia, condujera a este pueblo,
que servía al error bajo el falso nombre de religión, al
conocimiento de la fe y al seno de la Iglesia católica.
Presente está, pues, toda la ínclita estirpe de los godos,
apreciada por casi todas las gentes por su genuina
virilidad, la cual, aunque separada hasta este momento de
la fe y de la unidad de la Iglesia católica por la maldad de
sus doctores, pero ahora unida conmigo de todo corazón,
participa en la comunión de aquella Iglesia que recibe en
su seno maternal a la muchedumbre de los más diversos
pueblos y los nutre en sus pechos de amor; de ella se
pregona con palabras del profeta: Mi casa será llamada
casa de oración para todos los pueblos.
Y entre la serie de favores que hemos recibido no sólo se
cuenta con la conversión de los godos, sino incluso esa
muchedumbre incontable del pueblo de los suevos, que
con la ayuda del cielo hemos integrado en nuestro reino; y
si antes estaba extraviada en la herejía por la culpa ajena,
ahora ha sido traída gracias a nuestra diligencia al origen
de la verdad.
Por lo tanto, santísimos padres, ofrezco al eterno Dios,
por vuestra intercesión, como un sacrificio santo y
expiatorio, a estos nobilísimos pueblos, que por nuestra
diligencia han sido ganados para el Señor, lo cual me
reportará una inmarcesible corona y gozo cuando
acontezca la retribución de los justos, si estos pueblos que
por nuestra solicitud se integraron en la unidad de la
Iglesia, permanecen en ella firmes y constantes.
Y así como por disposición divina nos fue dado a
nosotros traer estos pueblos a la unidad de la Iglesia de
Cristo, del mismo modo os toca a vosotros formarlos en
los dogmas católicos, para que instruidos plenamente con
el conocimiento de la verdad, sepan rechazar con criterio
el error de la perniciosa herejía y conservar por el amor de
Dios el camino de la verdadera fe, abrazando con un deseo
creciente la comunión de la Iglesia católica.
Y si estoy plenamente convencido de que este pueblo tan
esclarecido ha alcanzado el perdón por su pecado de
ignorancia, tampoco dudo que será muy grave si, una vez
conocida la verdad, la abraza con corazón indeciso o, lo
que jamás ocurra, apartan sus ojos de la luz
deslumbradora.
Por lo cual considero muy conveniente reunir en
asamblea a Vuestra Beatitudes confiando en la declaración
del Señor: Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos. Creo , pues, que asiste a
este santo concilio la bienaventurada Divinidad de la santa
Trinidad, y por eso confieso mi fe entre vosotros, como si
me viera en presencia del Señor, teniendo muy en cuenta
la sentencia divina que dice: No oculté tu misericordia y tu
verdad delante de la multitud. Me fijo también en la
recomendación del Apóstol a su discípulo Timoteo: Pelea
la gran batalla de la fe, conquista la vida eterna a la cual
eres llamado, proclamando una valiente confesión de fe,
delante de muchos testigos.
Por tanto es verdadera la sentencia evangélica de nuestro
redentor; por ella afirma que apoyará ante el tribunal del
Padre a aquel que le reconozca delante de los hombres; y
que negará a quien le niegue. Nos conviene, pues, que
confesemos de palabra lo que creemos de corazón, según
leemos en la palabra revelada: Cuando se cree con el
corazón actúa la fuerza salvadora de Dios, y cuando se
proclama con la boca se alcanza la salvación.
Por lo cual, si condeno los dogmas y a los cómplices de
Arrio, el cual afirmaba que el Hijo Unigénito de Dios era
de substancia inferior a la del Padre y no engendrado por
Él sino creado de la nada, como también condeno todos
los concilios perversos celebrados en contra del santo
concilio de Nicea, venero para honra y alabanza del santo
concilio niceno, la fe santa confesada por los 318 obispos
en contra de Arrio, peste para la fe verdadera.
Abrazo igualmente y confieso la fe de los 150 obispos
congregados en Constantinopla que, con el cuchillo de la
verdad, acabó con Macedonio, que declaraba inferior la
substancia del Espíritu Santo, y separaba la Unidad y la
esencia del Padre y del Hijo. También creo y acato la fe
del primer concilio de Éfeso, proclamada contra Nestorio
y su doctrina. Acepto con el máximo respeto, unido con
toda la Iglesia católica, la fe del concilio de Calcedonia,
donde santidad y sabiduría brillaron en contra de Eutiques
y Dióscoro. Con la misma veneración admito todos los
concilios de los venerables obispos ortodoxos, que no se
apartan de la pureza de la fe de estos cuatro concilios que
acabo de mencionar.
Apresúrense, pues, vuestras reverencias a añadir esta
nuestra fe a los testimonios canónicos, y a tener en cuenta
la fe que sabiamente en el seno de la Iglesia católica
confesaron a Dios los obispos, los monjes y los miembros
más destacados de nuestro pueblo. Todo lo cual, anotado
al detalle y corroborado con las firmas pertinentes,
conservadlo como testimonio de Dios y de los hombres
para épocas futuras.
Dios quiera que estos pueblos que presidimos por
potestad regia en el nombre del Señor, sigan aborreciendo
el antiguo error gracias a la unción del crisma sacrosanto y
el Espíritu Santo que han recibido algunos dentro de la
Iglesia de Dios, Espíritu al que confiesan uno e igual al
Padre y al Hijo, y por cuyo favor han sido llamados al
seno de la santa Iglesia católica; pero si algunos de ellos
no quisieren creer en esta recta y santa confesión,
experimenten la ira de Dios con la condena eterna, y que
su perdición sea alivio para los fieles y escarmiento para
los infieles.
A esta confesión he añadido las constituciones santas de
los concilios arriba mencionados, y la firmé con gran
simplicidad de corazón, teniendo a Dios por testigo… Y
yo, Recaredo, rey, manteniendo de corazón y afirmando de
palabra, esta santa y venerable confesión, que hace
idénticamente la Iglesia católica por todo el orbe de la
tierra, la ha firmado mi puño derecho con el auxilio de
Dios”.
Capítulos que el santo concilio III estableció en la
ciudad de Toledo.
I. Que se observen las prescripciones de los concilios y los
decretos de los pontífices romanos.
Después de la condenación de la herejía arriana y de la
afirmación de la santa fe católica, mandó el santo concilio
lo siguiente: que a causa de que en algunas partes en las
Iglesias de Hispania, por la imposición de la herejía o de la
gentilidad desapareció todo interés por la disciplina
canónica, abundando sus transgresiones, mientras
cualquier atropello de la misma herejía encontraba fácil
acogida. Unas normas severas han de contrarrestar tanto
mal, teniendo en cuenta que la misericordia de Dios ha
devuelto la paz a la Iglesia; por eso, todo aquello que la
autoridad de los primeros cánones prohíbe, sea también
vedado mediante una disciplina restaurada, llevar a la
práctica cuanto ella manda.
Se ratifica plenamente las prescripciones de todos los
concilios, junto con las cartas sinodales de los santos
prelados romanos. En adelante, ningún indigno aspire,
contra la prohibición de los cánones, a merecer los
honores eclesiásticos, y nada haga de aquello que los
santos padres, llenos del espíritu de Dios, decretaron que
no debía hacerse; al que se atreva a actuar en contra
aplíquesele la severidad de los santos cánones.
II. Que el domingo se recite el credo en todas las Iglesias.
Por respeto a la santa fe, y para ayudar a las mentes
débiles de los hombres, por indicación del pisito y
gloriosísimo señor y rey Recreado, estableció el santo
concilio que en todas las Iglesias de Hispania, Galia y
Fallecía, siguiendo las costumbres de las Iglesias
orientales, se recite el símbolo de la fe del concilio de
Constantinopla, esto es, el de los 150 obispos, para que
antes de que se diga la oración dominical se proclame por
el pueblo con voz clara aquello con lo que la fe verdadera
tenga un manifiesto testimonio y los corazones del pueblo
se acerquen purificados por la fe a recibir el cuerpo y
sangre de Jesucristo.
ETIMOLOGÍAS
Sobre Dios
7.1. El bienaventurado Jerónimo, varón muy erudito y
experto conocedor de muchas lenguas, fue el primero que
tradujo a la lengua latina el significado que entrañaban los
nombres hebreos. Pasando por alto muchos de ellos en
virtud de la brevedad, vamos a recoger en esta obra
algunos otros, acompañados del valor conceptual que
implican. 2. La exposición misma de los vocablos basta
para indicar qué es lo que se quiere dar a entender con
ellos, ya que algunos presentan la razón de sus nombres a
partir de su propia esencia. Vamos a comenzar recogiendo
los diez nombres con los que se designa a Dios entre los
hebreos. 3. El primer nombre que Dios recibe entre los
hebreos es ‘El. Según unos, significa “Dios”; según otros
que tratan de desentrañar su etimología, quiere decir
isjyrós, esto es, “fuerte”, porque no está sujeto a ninguna
debilidad, sino que es poderoso y se basta para realizarlo
todo. 4. El segundo nombre es `Elohim. 5. El tercero,
´Eloah. Este y el anterior se traducen en latín por “Dios”.
Se trata, por lo tanto, de un nombre pasado del griego al
latín. En efecto, “Dios”, en griego, se dice Theós, o
también Phobos, es decir, “temor”, de donde se deriva
“Dios”, porque causa temor a quienes lo adoran.
6. En su sentido estricto, el nombre de Dios es propio de
la Trinidad, y pertenece tanto al Padre, como al Hijo,
como al Espíritu Santo. Del mismo modo van referidos a
la Trinidad todos los otros nombres que a continuación
vamos a exponer. 7. El cuarto nombre es Seba’ot, que se
traduce en latín por “de los ejércitos” o “de las jerarquías”.
De él dicen los ángeles en un salmo: ¿Quién es el Rey de
la gloria? El Señor de las jerarquías. 8. En el orden del
universo son muchas las jerarquías que existen: los
ángeles, arcángeles, principados y potestades, y todos los
diferentes rangos de la milicia celestial, de los cuales él es
el Señor, pues todos ellos están bajo él y sometidos a su
dominio. 9. El quinto es ‘Elyon, que se traduce en latín por
“excelso”, porque está por encima de los cielos, como se
ha escrito de él: Excelso es el Señor; su gloria está por
encima de los cielos. Se dice “excelso” porque está “muy
elevado”, utilizándose “ex” en lugar de “valde”, igual que
ocurre en “eximio”, que significa “muy eminente”.
10. El sexto nombre es ‘Ehyeh, es decir, “el que es”.
Únicamente Dios detenta con toda verdad un nombre que
corresponde a su auténtica esencia, porque es eterno, es
decir, no tiene principio. Este nombre le fue comunicado
al santo Moisés por el ángel. 11. Al preguntar qué nombre
tenía quien le enviaba a liberar al pueblo sacándole de
Egipto, le respondió: Yo soy el que soy. Y le dirás a los
hijos de Israel: El que es me envía a vosotros. Porque, en
comparación con aquél que “es” verdaderamente por ser
inmutable, todo lo mudable viene a resultar como si no
existiera. 12. Cuando de una cosa se dice que “fue”, es que
“ya no es”; y lo que “será” es que “aún no es”. Solamente
Dios conoce el “ser”, lo mismo que desconoce el “fue” y
el “seré”. 13. Tan sólo el Padre, con el Hijo y el Espíritu
Santo verdaderamente “es”. Comparado con su esencia,
nuestro “ser” no es “ser”. De ahí la expresión coloquial:
“¡Vive Dios!”; porque vive por su propia esencia vital, que
no conoce la muerte.
14. El séptimo nombre es ‘Adonay, que suele
generalmente traducirse por Dominus (Señor), porque
“domina” sobre todo lo creado, o porque toda criatura está
sometida a su “dominio”. Es, pues, y Dios porque
gobierna sobre todo, y porque todos lo temen. 15. Su
octavo nombre es Ia, que se emplea sólo aplicado a Dios y
que aparece en la última sílaba del “aleluia”. 16. El
noveno nombre es Tetragrámmaton, es decir, “el de las
cuatro letras”, porque precisamente entre los hebreos se
designa así a Dios: yod, he, yod, he, es decir, dos veces ia,
que, duplicada, representa al inefable y glorioso nombre
de Dios. Decimos “inefable”, no porque no pueda
pronunciarse, sino porque en modo alguno puede ser
definido por la inteligencia y la razón humanas. Y
precisamente porque no puede decirse nada que exprese
todo lo que es, Dios resulta inefable. 17. Su décimo
nombre es Sadday, esto es, “omnipotente”. Se le denomina
“omnipotente” porque todo lo puede, en el sentido de que
hace lo que quiere, pero no padece lo que no quiere.
Porque, si tal le sucediera, en modo alguno sería
omnipotente. Es decir, hace lo que quiere y, por lo tanto,
es omnipotente. 18. Y es omnipotente, además, porque a
Él le pertenece todo cuanto existe. Es el único que tiene en
sus manos el gobierno del mundo entero. Se emplean
además otros nombres relacionados sustancialmente con
Dios, como son “inmortal”, “incorruptible”, “inmutable”,
“eterno”. Por ello, con toda justicia es antepuesto a toda
otra criatura.
19. Es inmortal según está escrito de Él: El único que
goza de inmortalidad , porque en su naturaleza no se
produce mudanza alguna. Podríamos decir con toda
propiedad que toda mutabilidad implica ser mortal. De
acuerdo con esto, también se dice que el alma muere, no
porque se convierta o transforme en cuerpo o en otra
sustancia, sino porque, en su propia sustancia, hay o hubo
algo que ha cambiado; por lo tanto, si deja de existir algo
que existía, se llega a la consecuencia de que es mortal. Y
precisamente por esto se dice que Dios es inmortal, porque
es el único que es inmutable. 20. Se le denomina
incorruptible, porque no puede corromperse, ni disolverse,
ni dividirse. Todo lo que admite división, admite al mismo
tiempo la muerte. Él no puede ser dividido ni morir; y de
ahí que sea incorruptible. 21. Es inmutable, porque
permanece siempre igual y no conoce mudanza. Ni crece,
porque es perfecto; ni disminuye, porque es eterno. 22. Es
eterno, porque es intemporal, pues no tiene principio ni
fin. De ahí que lo llamemos también sempiterno, porque
es siempre eterno. Hay quienes creen que el calificativo de
“eterno” deriva de “éter”, por tener el cielo por morada.
De donde aquello de el cielo para el Señor del cielo. Estos
cuatro nombres tienen un mismo significado, pues la
misma idea se expresa cuando se dice que Dios es eterno,
o inmortal, o incorruptible, o inmutable.
23. Es invisible porque jamás la Trinidad se apareció
ante los ojos de los mortales mostrando su propia
sustancia, sino adoptando la forma de alguna criatura
corpórea. Pues nadie puede contemplar la manifestación
misma de la esencia de Dios y continuar viviendo, como le
fue dicho a Moisés. En este sentido se expresa el Señor en
el Evangelio: Nadie vio jamás a Dios. Él es algo invisible
que debe buscarse, no con los ojos, sino con el corazón.
24. Es impasible, porque no se siente afectado por ninguna
de las pasiones en las que sucumbe la fragilidad humana.
No le aflige pasión alguna, como la lujuria, la ira, la
avaricia, el temor, la tristeza, la envidia, y todas las otras
que turban al espíritu humano. 25. Cuando se dice que
Dios está airado o lleno de celo o dolor, estamos hablando
como sabemos hacerlo los hombres. En Dios no hay
turbación alguna; en Él se halla la ecuanimidad suma. 26.
Se dice que es simple, o porque no pierde lo que posee, o
porque lo que Él es y lo que en Él hay son dos cosas
diferentes, como sucede en el hombre, en quien una cosa
es el “ser” y otra el “saber”; 27. ya que puede tener ser y,
en cambio, carecer de sabiduría; sin embargo, Dios tiene
esencia y sabiduría al mismo tiempo; pero lo que tiene, se
identifica con lo que es, y todo es uno; y por ello es
simple, porque en Él no se encuentra accidente alguno,
sino que lo que es y lo que en Él hay se identifican en su
esencia, excepto lo que está en relación con cada una de
las tres personas de manera particular.
28. Es el sumo bien, porque es inmutable. La criatura
representa un bien, pero no el sumo, porque es mudable,
por lo que, a pesar de ser un bien, no puede serlo en grado
sumo. 29. Se dice que Dios es incorpóreo o incorporal
para indicar y comprender que es espíritu, y no cuerpo. Y
al decir “espíritu” se está haciendo referencia a su
sustancia. 30. Es inmenso, porque lo engloba todo y, en
cambio, a Él nada lo engloba: todo se encierra dentro de
los límites de su omnipotencia. 31. Se dice que es
perfecto, porque nada puede añadírsele. Hablamos de
perfección cuando nos referimos a algo que ha llegado a
su término. Ahora bien, ¿cómo es perfecto Dios, que no ha
sido hecho? 32. Este vocablo revela toda la pobreza
humana de nuestro lenguaje, como nos sucede con otras
palabras; pues cada vez que pretendemos definir de todas
las maneras posibles lo que es inefable, el lenguaje
humano es incapaz de expresar dignamente nada de cuanto
se refiere a Dios. 33. Se le llama así porque todas las
cosas del mundo han sido creadas por él. Nada hay que
no traiga de Dios su origen. Él es también el Uno, porque
no puede dividirse, o bien porque no puede existir ninguna
otra cosa que posea un poder semejante.
34. Todos los atributos que hemos enumerado de Dios se
refieren a toda la Trinidad, por poseer una sola y coeterna
sustancia, tanto en el Padre como en su Hijo unigénito, en
su esencia de Dios, y en el Espíritu Santo, que es el mismo
Espíritu de Dios Padre y del Hijo unigénito. 35. Hay
además algunas otras palabras que tomamos de nuestro
lenguaje humano para aplicarlas a Dios y que se refieren a
nuestros miembros o a cosas inferiores. Siendo Él por su
propia naturaleza un ser invisible e incorpóreo, le
aplicamos esos términos para poner de manifiesto los
efectos de las causas que en Él se hallan, de forma que se
nos haga más comprensible al servirnos de nuestra forma
corriente de hablar. Y así hablamos del ojo de Dios,
porque todo lo ve; y se hace referencia a su oído, porque
lo oye todo; y decimos que anda, porque se aleja de
nosotros; y que se detiene, porque nos espera. 36. Lo
mismo sucede en otras cosas similares que la mente
humana aplica a Dios a modo de semejanza, como el que
olvide y recuerde. De aquí arranca lo que dice el profeta:
El Señor de los ejércitos juró por su alma, y no es que
Dios tenga alma, sino que se habla como solemos hacerlo
los hombres.
37. Del mismo modo, cuando en las sagradas Escrituras
se habla del rostro de Dios, se entiende que es el
conocimiento de su divinidad, y no un rostro de carne,
pues por el rostro se conoce a una persona. Esto es lo que
se dice en una oración dirigida a Dios: Muéstranos tu
rostro, que es como si dijera: “permítenos que te
conozcamos”. 38. De igual manera se habla del reflejo de
Dios, porque ahora conocemos a Dios como por un espejo,
pero sólo se manifestará en toda su omnipotencia cuando
se presente cara a cara a sus elegidos para que contemplen
en todo su ser a aquel cuyos reflejos se intentan
comprender; es decir, a aquel de quien se dice ver
reflejado en un espejo. 39. Tampoco se aplican a Dios de
manera apropiada, sino por semejanza y traslaticiamente,
cuando se refiere a situaciones, vestidos, lugares y
tiempos. De hecho se dice que está sentado por encima de
los querubines, lo que implica una situación; o iba
cubierto como con un vestido de abismo, lo que hace
referencia al vestido; o no faltarán tus años, lo que
pertenece al tiempo; o si subiera a los cielos, allí te
encuentras tú, lo cual indica lugar. 40. También en el
profeta se habla del heno que transporta un carro hasta
Dios. Todo ello trata de representar a Dios de una forma
figurada, porque ninguna de estas cosas pertenece a su
propia substancia.
Sobre el hombre
11,1. La naturaleza debe su nombre a ser ella la que hace
nacer todas las cosas. Es, por tanto, lo que tiene capacidad
de engendrar y dar vida. Hay quienes han afirmado que la
naturaleza es Dios, por quien todo ha sido creado y existe.
2. Genus (linaje) es palabra derivada de gignere
(engendrar), nombre que tiene su origen en la tierra, que
todo lo engendra, ya que en griego, “tierra” se dice gê. 3.
Vida debe su denominación al “vigor”, o tal vez al hecho
de tener fuerza (vis) para nacer y crecer. De ahí decimos
que los árboles tienen vida porque producen frutos y
crecen. 4. Llamamos así al hombre (homo), porque está
hecho de humus (barro), tal y como se dice en el Génesis:
Y creó Dios al hombre del barro de la tierra . No obstante,
y de manera general, aplicamos la denominación de
“hombre” a las dos sustancias que componen al hombre
entero, es decir, a la unión del alma y del cuerpo. Pero,
como decimos, en su sentido estricto, homo deriva de
humus.
5. Por su parte, los griegos dieron al hombre la
denominación de ánthropos, porque, teniendo su origen en
la tierra, levanta su mirada a las alturas, hacia la
contemplación de su artífice. Esto lo describe el poeta
Ovidio cuando dice: “En tanto que, inclinados, los
animales todos contemplan la tierra, al hombre le dio un
rostro erguido y le ordenó mirar hacia el cielo para buscar
a Dios, y no astros”. Precisamente, erguido, mira hacia los
cielos para buscar a Dios, y no camina con la mirada
vuelta hacia el suelo y dependiente de su estómago. 6. El
hombre viene a ser doble. Hay un hombre interior, que es
el alma; y un hombre exterior, que es el cuerpo. 7. El
nombre de alma (anima) es de origen pagano, y se la
llamó así a causa del aire. En griego “aire” se dice
ánemos; y es que los hombres parece que tenemos vida
por el aire que respiramos, lo cual es totalmente falso, ya
que el alma es concebida mucho antes de que el ser
humano pueda respirar el aire por su boca, pues en el
vientre materno ya tiene vida. 8. Por lo tanto, el alma no es
aire, como afirmaron algunos, incapaces de concebir que
tuviera una naturaleza incorpórea.
9. Que el espíritu es lo mismo que el alma lo declara
expresamente el Evangelista cuando dice: Tengo poder
para exponer mi alma y para tomarla de nuevo.
Refiriéndose también a esa misma alma del Señor, el
Evangelista, recordando el momento de la pasión, dice lo
siguiente: E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. 10.
¿Y qué es entregar el espíritu, sino entregar el alma? No
obstante, se la llama “alma” porque vive; en cambio, se
dice “espíritu” debido a su naturaleza espiritual, o porque
inspira en el cuerpo. 11. Cabe decir igualmente que ánimo
(animus) y alma (anima) son una misma cosa. Pero el
alma está referida a la vida, mientras que el ánimo lo está
a la inteligencia. De ahí que los filósofos digan que la vida
puede seguir existiendo aunque falte el “ánimo”; y que el
“alma” subsiste aun careciendo de inteligencia. De ahí la
palabra amentes (sin mente). Y es que la inteligencia tiene
como función el saber; y el ánimo, el querer. 12. La mente
(mens) se llama así porque sobresale (eminere) en el alma,
o tal vez porque tiene memoria (meminisse). De ahí que a
los desmemoriados se les califique de amentes. En
consecuencia, llamamos “mente” no al alma, sino a lo que
en el alma sobresale, como si se tratase de su cabeza, o de
su ojo. Por eso también se dice que el hombre, por su
inteligencia, es imagen de Dios. Y todas estas propiedades
están de tal manera fundidas con el alma, que son una sola
cosa. Lo que ocurre es que el alma recibe diferentes
nombres según los resultados que derivan de sus distintas
funciones.
13. Efectivamente la memoria es mente, y por ello a los
desmemoriados los denominamos amentes; lo que da vida
al cuerpo es el “alma”; cuando se ejerce la voluntad,
hablamos de “ánimo”; se denomina “mente” cuando existe
conocimiento; es “memoria” cuando se recuerda;
hablamos de “razón” cuando juzga lo recto; cuando
alienta, su nombre es “espíritu”; y es “sentido” cuando
“siente”, y de ello toma su nombre la “sentencia”.
14. Al cuerpo (corpus) se le denomina así porque, al
corromperse, perece (corruptum perit). Es corruptible y
mortal, y alguna vez debe disgregarse. 15. Por su parte,
carne (caro) es palabra derivada de creare. Al semen del
macho se lo denomina crementum, pues a partir de él se
conciben los cuerpos de los animales y de los hombres.
Por eso mismo, a los padres se los llama “creadores”. 16.
La carne está integrada por los cuatro elementos: es tierra
en cuanto a la carne; aire, en la respiración; líquido, en la
sangre; y fuego, en el calor vital. Cada uno de estos
elementos ocupa su parte correspondiente, retornando a su
esencia cuando la integridad corporal quede disuelta. 17.
El significado de “carne” y de “cuerpo” es diferente. La
carne tiene vida en cuanto vive el cuerpo. El cuerpo que
no vive no es carne. Y así se da el nombre de “cuerpo” a lo
que está muerto después de la vida o a lo que ha nacido sin
ella. Es normal ver cuerpos con vida, pero carentes de
carne, como puede ser la hierba o los árboles.
18. Cinco son los sentidos del cuerpo: la vista, el oído, el
olfato, el gusto y el tacto. De ellos, dos se abren y se
cierran, y otros dos están siempre abiertos. 19. Se
denominan sentidos porque gracias a ellos el alma
gobierna sutilísimamente al cuerpo entero con la energía
del sentir. De ahí que se hable de presencia, porque se
encuentran ante los sentidos (prae sensibus); del mismo
modo que decimos prae oculis cuando algo se encuentra
ante los ojos. 20. La vista es lo que los filósofos
denominan “humor vítreo”. Hay quienes afirman que la
visión se produce merced a una luz etérea procedente del
exterior, o por un luminoso espíritu interior que, desde el
cerebro, recorre muy sutiles caminos y que, después de
atravesar diferentes membranas, sale al exterior
produciéndose entonces la visión al mezclarse con una
materia de similar composición. 21. Y se la llama “vista”
porque es vivacior, más importante y más veloz que los
restantes sentidos, y tiene una función mucho más amplia,
como le sucede a la memoria entre los restantes cometidos
de la mente. Por otra parte, se encuentra muy próxima al
cerebro, de donde emana todo; de ahí que empleemos el
verbo “ver” para referirnos a hechos que pertenecen a
otros sentidos; y así decimos “mira cómo suena”; o “mira
qué sabor tiene”, etc.
22. Al oído (auditus) se le llama así porque recoge
(haurire) las voces; es decir, al vibrar el aire capta los
sonidos. Olfato (odoratus): es como si dijéramos “tocado
por el olor del aire” (odoris adtactus); y es que se percibe
al tocar el aire. Se dice también olfactus, porque uno es
afectado por los olores. El gusto recibe este nombre de
guttur (garganta). 23. El tacto se llama así porque toca
(pertractere) y tacta (tangere), y extiende por todo el
cuerpo la actividad de este sentido, ya que por el tacto
comprobamos lo que no podemos examinar con los demás
sentidos. No obstante, dos son las clases de tacto: una que
procede de exterior, como cuando nos hieren; y otra que
tiene su origen en el interior del mismo cuerpo. 24. A cada
sentido se le ha dotado de su propia naturaleza. Así lo que
hay que ver se capta con los ojos; lo audible se percibe por
los oídos; por el tacto apreciamos si una cosa es blanda o
dura; gracias al gusto conocemos los sabores; y, en fin, por
las narices adivinamos los olores…
ILDEFONSO DE TOLEDO
LA VIRGINIDAD PERPETUA DE SANTA MARÍA
Contra la incredulidad de los judíos
4. Te ruego, judío, que sea muy agradable para ti el
encontrar en tu linaje el honor de tan excelsa virgen.
Alégrate por haber encontrado en tu raza una virgen de tan
gran gloria. Séate agradable el haber encontrado en tu
mediación el insigne milagro de tanta pureza. Séate alegre
el haber encontrado, descubierto en tu estirpe, tan gran
milagro. He aquí que toda la tierra se halla llena de la
gloria de Dios por medio de tan gran virgen.
Todos conocieron la excelsitud de Dios, por medio de
esta virgen, desde el pequeño hasta el grande. Todos
vieron, por medio de esta virgen, la salvación de parte de
Dios. Se acordaron de Dios y se convirtieron al Señor por
medio de esta virgen todos los confines de la tierra. Todos
los países adoran en la presencia de su Hijo; el reino es su
mismo Hijo y Él mismo es el Señor que dominará a todas
las gentes. Todos cantan al mismo Señor, su Hijo, el nuevo
cántico de su redención, porque al nacer de esta virgen
hizo cosas grandes. El Señor dio a conocer, por medio de
esta virgen, su salvación, y ante nuestra vista reveló su
justicia.
Por medio de esta virgen encontramos a Dios los que
mediante la observancia de la ley no pudieron encontrarle.
Por medio de esta virgen vino Dios, y, una vez
congregadas las gentes de todas las lenguas, vimos la
gloria de su Hijo como la gloria del Unigénito del Padre.
Todas las gentes se congregaron en nombre de este Señor
en Jerusalén, que es visión de paz; esto es, la Iglesia
universal, y ya en lo futuro no caminarán tras las maldades
de su corazón. Juró el Señor con juicio de verdad, y he
aquí que, al engendrado de tal madre, todas las gentes le
bendicen y a Él mismo todos juntos le alaban. He aquí que
este Dios es nuestra fortaleza...
A Él venimos todas las gentes desde los límites de la
tierra y con Jeremías decimos: Verdaderamente nuestros
padres estuvieron en la mentira. He aquí que en los
últimos tiempos este monte se hallará establecido en la
cumbre de los montes; esto es, estará elevado sobre
nuestros apóstoles y sobre las majestades de todas las
virtudes celestiales. Todos los pueblos tenderemos a Él y
muchas gentes nos daremos prisa por llegar. Subimos a
este Señor, al monte del Señor y a la casa del Dios de
Jacob, que es la Iglesia del Dios vivo. Nos enseñará sus
caminos y marcharemos por sus sendas, porque la Ley de
la gracia ha salido de Sión, y el Verbo de Dios de
Jerusalén. En las cuales palabras se ordenó a los santos
apóstoles que todos fuésemos bautizados en su nombre y
llenos del Espíritu Santo.
Pero de ti, a causa de la obstinación de tu corazón
malvado, a causa de tu voluntad impura, a causa de tu
mente infiel, a causa de tu mala conciencia, a causa de tu
constante incredulidad, a causa de tu verdadera soberbia, a
causa de tu falaz obediencia, a causa de tus infieles
promesas, a causa de tu fe inconsecuente, escucha lo que
proclama el señor en el Deuteronomio: Seréis los que
estaréis a la cabeza, pero el pueblo incrédulo estará a la
cola.
¿Para quién es incrédulo el pueblo judío sino para este
Dios que nacerá de esta virgen en la humildad del
hombre? Lo mismo dice Jeremías: Con prevaricación se
ha rebelado contra mí la casa de Judá, dice el Señor; me
negaron y dijeron: El no es Dios. Por lo cual hasta ahora,
oh judío, por Cristo, mi Señor, hijo de esta virgen, dices:
“No es Él”, esperando otro con quien perezcas, que será el
anticristo. Lo mismo dice Isaías: Durante todo el día
extendí mis manos a un pueblo que no creía y que me
contradecía. ¿Qué no creía y qué contradecía, a quién sino
a este Señor? Del cual, porque ha nacido de esta virgen, no
quieren creer que es Dios…
Y ¿qué mentira profirieron sino la que evoca Jeremías
cuando dice: No es Él? Y ¿por qué no es Él? Porque le
viste, y no tenía belleza; deseaste ser despreciado y el
último de los hombres, varón de dolores y familiarizado
con el sufrimiento, como ocultado su rostro por el
desprecio, por lo cual ni le estimamos. Con estas palabras
se da a conocer tu incredulidad, para quien Cristo no tiene
figura ni belleza; por lo cual ni por ti es tenido por Dios.
Dije todo esto con celeridad, corriendo, de paso, ligero,
veloz; dije rápidamente lo que rápidamente encontré, lo
que hallé a mano, lo que vi cerca y lo que deduje de lo que
estaba próximo. Pues, si resplandeciendo por sabiduría, si
con prudencia vigilante, si con ingenio vivo, si con
averiguación detallada, si con cuidado activo quisiese o
pudiese hablar sobre los testimonios convenientes a mi fe
y dar a conocer o narrar las cosas discordantes o adversas
de tu perfidia, me faltaría la luz del día, el tiempo
decrecería, las horas pasarían, la mañana caería en vano, la
luz del mediodía decrecería, la tarde oscurecería; vendrían
las horas intempestivas, hasta la del canto del gallo y fin
de la noche, sin que pudiese conseguir mi propósito. Por
consiguiente, ven conmigo a esta virgen, no sea que sin
ella corras al infierno.
Ven, escondámonos bajo el velo de su virtud, no sea que
te veas cubierto de confusión como con un manto. Ven y
confesemos, yo los delitos de mi juventud y de mi
ignorancia, y tú los delitos de tu sacrilegio y maldad, no
sea que los cielos revelen tus iniquidades. Ven y nos
humillaremos confesando con verdad su gloria, no sea que
la tierra se levante contra ti, aseverando que tu perfidia ha
sustentado tu gran falsía.
No te avergüences en decir que el Hijo de la virgen es tu
Dios, no sea que ella se avergüence de ti ante sus ángeles;
no te avergüences de lo que se dice de ella, no sea que ella
se avergüence en inscribirte en el libro de los vivos.
Confiesa a Él en este mundo, no sea que Él no te
reconozca ante el Padre en su divinidad. Teme su majestad
entre los hombres, no sea que su humanidad te precipite en
el tártaro delante de sus ángeles. Ama a Él mientras te
soporta en este mundo, no sea que Él te repruebe en el día
del juicio.
BEATO DE LIÉBANA
COMENTARIO AL APOCALIPSIS
Las siete Iglesias y el arca de Noé
II. 8. El Señor dijo a Noé: He decidido a acabar con
toda carne, porque toda la tierra está llena de violencias
por culpa de ellos. Por eso, he aquí que voy a
exterminarlos de la tierra. Hazte un arca de maderas bien
ajustadas, harás muchos nidos, y la calafatearás. Si
queremos mirar con cuidado diligente y con atenta
observación la fábrica de esta arca, por medio de la que el
justo hombre Noé mereció salvarse del naufragio del
mundo, sin lugar a dudas encontramos que se nos ha
ofrecido un gran sacramento de gracia espiritual en las
mismas medidas y en las uniones. Pues así dice: Harás un
arca de trescientos codos de longitud, de cincuenta codos
de ancho, y de treinta codos de alto. Haces al arca una
cubierta y a un codo la rematarás por arriba. Pones la
puerta del arca en su costado y haces un primer piso, un
segundo y un tercero, etc. Esta fábrica del arca indicará
claramente la figura de nuestra Iglesia. No hay ninguna
duda de que Noé representó la figura de Cristo; Noé que,
al traducirse del hebreo al latín, significa descanso, como
su mismo padre Lamec al imponerle el nombre profetizó:
Éste nos consolará de nuestros afanes y de la fatiga de
nuestras manos, por causa del suelo que maldijo el Señor.
Así como sólo Noé fue hallado justo en toda la tierra y él
sólo se salvó, con todos los de su casa, de todos los que
perecieron en el cataclismo del agua, porque sólo él,
viviendo justamente, había agradado a Dios, a quien el
mundo había enojado por su conducta contraria; así
también cuando venga el Señor a juzgar al mundo con la
llama del fuego, pondrá entonces fin a todos los malos, y a
los ángeles rebeldes y a todos los crímenes del mundo;
mas solamente a los santos otorgará el descanso en el
reino del mundo futuro. Pues esta arca, que fue construida
con maderas incorruptibles, indicaba, como dije, la fábrica
de la venerable Iglesia, que va a permanecer siempre con
Cristo. Las siete almas que se le conceden al santo y justo
Noé, es reconocido que representan la figura de las siete
Iglesias, que por Cristo se van a ver libradas de la
catástrofe del fuego del juicio, y van a reinar con Cristo en
la nueva tierra. Pero quizá a alguno le perturbe por qué
hablamos de siete Iglesias, siendo así que la Iglesia es una,
extendida por todo el universo.
Se denominan en plural siete Iglesias, siendo una, por su
espíritu septenario. Pues así como el cuerpo es uno y sus
miembros son siete, o siete son las funciones de los
miembros, a saber: cabeza, manos, pies, vista, oído, gusto
y olfato, así también es uno el cuerpo de la Iglesia, pero
septenario por la gracia de los carismas. Siete son los ojos
del Señor, siete las estrellas de la mano derecha del que se
sienta en el trono, siete los candelabros de oro, siete las
lámparas en el tabernáculo del Señor, siete los ángeles,
siete las trompetas, siete la copas de oro y siete las mujeres
que se apoderan de un solo hombre – es decir, los poderes
de la Iglesia que posee a Cristo – y siete las columnas de
la casa de Salomón, en las que se sustenta y levanta la casa
de la Iglesia; pero también el bienaventurado Juan apóstol
escribe a las siete Iglesias, y también Pablo, apóstol
venerable, escribió cartas a siete Iglesias, escribió las
restantes a un nombre, para no sobrepasar el número de
siete; pues también los siete panes del Evangelio y los
siete cestos llenos de pedazos que sobraron indicaban la
figura de la Iglesia septiforme, por eso dice la divina
Escritura: Entró Noé en el arca y siete almas con él. Estas
siete almas eran signos de la siete Iglesias, como dije; en
cada una de las Iglesias probaré brevemente que están
incluidas las siete Iglesias. Siete son los dones de los
carismas, como se dignó manifestar el Señor por Isaías,
vate ínclito: Y descansará, dice, sobre él el espíritu de
sabiduría, el espíritu de inteligencia, de consejo, de
fortaleza, de ciencia, de piedad, y el espíritu de temor de
Dios. Todos no podemos poseer estos dones, sino que cada
uno posee alguno de ellos. Sólo Cristo el Señor los posee
todos, Él que es el cuerpo íntegro. En nosotros, que
estamos considerados entre sus miembros, hay alguno.
Todos aquellos del número de hermanos que
permanecen en la única y misma Iglesia, que poseen el
espíritu de sabiduría, todos estos que poseen el primer
carisma, forman la primera Iglesia. Pues Iglesia significa
congregación de los santos. Luego, el bienaventurado
apóstol Pablo, al escribir a la Iglesia, añadió qué era la
Iglesia, al decir: A los santos y fieles; y por eso todos los
hermanos santos y fieles que poseen el espíritu de
inteligencia forman la segunda Iglesia, como grupo
segundo. Por la misma razón, todos los que poseen el
espíritu de consejo forman el tercer grupo, como la tercera
Iglesia. Y a los que llenó con espíritu de fortaleza se
enumeran en la cuarta Iglesia. De idéntica manera, a los
que llenó del espíritu de ciencia se consideran en la quinta
Iglesia. Así a los que congregó el espíritu de la piedad
muestran el número de la sexta Iglesia. Y a los que reunió
el espíritu del temor de Dios son contados en la Iglesia
séptima.
Cuando cada uno de nosotros estamos separados,
tenemos uno de los carismas; cuando nos reunimos en uno
solo, todos formamos la única íntegra y perfecta Iglesia
septiforme, que es el cuerpo de Cristo. Estas son las siete
almas que a Noé, que anunciaba la imagen de Cristo, le
fueron otorgadas en el exterminio del agua. Por el agua,
pues, se salvan los justos y también son castigados los
pecadores y los impíos. De la misma manera estas siete
Iglesias al final del mundo, mientras perecen todas las
naciones, van a ser libradas por Cristo de la catástrofe del
fuego y van a recibir la gloria del reino celeste. Porque así
como ninguno pudo librarse del cataclismo del agua, sino
el que se refugió en el arca, así también en el día del juicio
divino ninguno podrá librarse, sino aquel a quien guarde el
arca de la Iglesia católica.
Y lo que se dice que tenía el arca en el segundo piso y
tercer piso, muestra claramente los aposentos y las
cualidades de los habitantes que están preparadas para los
santos en el reino de Dios. El primer piso es la figura del
paraíso; el segundo es la figura de la nueva tierra, donde
va a descender la Jerusalén celestial, para que en ella se
realice, según está escrito, la morada de Dios con los
hombres. De esta tierra afirma el bienaventurado Juan: Y
vi, dice, unos cielos nuevos y una tierra nueva, la celeste
ciudad de Jerusalén, que bajaba del cielo a una tierra
nueva; e Isaías: Así como los cielos nuevos y la tierra
nueva que yo hago permanecen en mi presencia, así
permanecerá vuestra raza y vuestro nombre, oráculo del
Señor. En el tercer piso, el reino de los cielos. Por eso
decía nuestra Salvador y Señor en el Evangelio: En la casa
de mi Padre, en el cielo, hay muchas mansiones. Por eso
también se escribió del reino de los cielos: Dichosos los
que padecen persecución por la justicia, porque de ellos
es el reino de los cielos. Acerca de la mansión del paraíso,
el mismo Señor lo demuestra así, cuando afirma: Al
vencedor, dice, la daré a comer del árbol de la vida, que
está en el paraíso de mi Dios”. De manera semejante
anuncia la morada de la nueva tierra, cuando dice:
Dichosos los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Y el
mismo Salomón dice: Los santos se mantendrán en la
tierra, y los impíos serán cercenados de ella. De estos tres
pisos hace mención de nuevo igualmente el
bienaventurado Isaías al decir: A los que esperan al Señor,
él les renovará el vigor, subirán con alas como águilas,
correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse. Volarán
hacia el cielo como las águilas que vuelan con alas;
correrán en el paraíso y no se fatigarán; caminarán en la
tierra nueva y no tendrán hambre, porque recibirán allí una
comida preparada por Dios.
Esta triple clase de morada de los santos también se
dignó manifestarla el Señor a sus apóstoles en el
Evangelio por medio de una parábola, al decir: La semilla
que cayó en tierra buena dará fruto de ciento por uno .
Producirán, pues, el fruto del ciento por uno los que
reciben morada en los cielos; el sesenta por uno, los que
merecen habitar en el paraíso; y el treinta por uno, quienes
van a vivir en la nueva tierra. Por tanto, debe ya estar claro
para nosotros que esta arca de tres pisos, como he dicho
muchas veces, indica claramente la figura de la Iglesia
católica. Cuyas moradas de tres pisos, es decir, el cielo, el
paraíso y la nueva tierra, eran dadas a conocer por el Señor
en tiempos pasados. En cuanto a lo que dice que la
construcción de la misma arca había sido distribuida de
manera que fuese más ancha en el primero, donde
comenzó; en el medio más estrecha, y en el tercero
cubierta por cuatro ángulos, hasta ser rematada por una
medida estrecha de un codo, teniendo una ventana en un
costado, esto significaba que en la primera parte de la
construcción, es decir, en el primer piso, se les había
concedido una libertad más amplia para la ociosidad de los
santos y era más liviana la disciplina de todos los padres y
patriarcas a causa del linaje de los hijos que iban a ser
engendrados, y porque se les iba a permitir hacer
lícitamente muchas más cosas y realizar más libremente lo
que quisieran
Por eso se construye en la primera planta del arca un
mayor y más ancho espacio. En el piso medio se reduce a
una medida más angosta, porque a mitad de los tiempos el
pueblo debía ser reducido por medio de la Ley de Moisés
y los Profetas en un espacio más estrecho y pequeño por
los preceptos que les obligaban. En la planta tercera,
cubierta por ángulos y rematada a la altura de un codo,
esto significaba que por los cuatro ángulos, es decir, los
cuatro evangelios, debía ser delimitado todo el edificio de
la Iglesia. Porque estrecho y angosto es, dice, el camino
que lleva a la vida. Y a la altura de un codo, es decir, a la
medida del hombre asumido, de quien se revistió el Señor,
debía ser rematada toda la trabazón de la Iglesia.
En suma, que nadie puede llegar a la cumbre de la
perfecta virtud y gloria sino por medio de las angustias, de
las tribulaciones y la aflicción de las persecuciones que
soportó en su pasión el Señor, según está escrito: Es
necesario que paséis por muchas tribulaciones para
entrar en el reino de Dios. Y lo que dice lo rematarás con
la altura de un codo: este único codo es figura, como dije,
del cuerpo de Cristo; y este codo parece concernir a la
unidad del hombre perfecto, del que somos miembros, no
a la medida de la estatura del hombre. Porque todos somos
uno en Cristo Jesús, por eso en un codo se remata el
edificio del arca, porque en un solo cuerpo de Cristo y en
la gracia de sus sufrimientos se había de congregar toda la
plenitud de la Iglesia.
Y en el córvido que dice fue enviado desde el arca, y que
no volvió más, mostraba esto: que los deseos impuros de
los hombres debían ser arrojados fuera de la Iglesia, para
que no volviesen ya más. El córvido significa, pues, los
placeres del alma engañadora e impura; y la mala fama del
color negro mostraba los vicios injustos de los pecadores.
Pero la paloma que fue enviada, al no encontrar dónde
reposar en el mundo, de nuevo volvió al arca. Era figura
del Espíritu Santo, que, difundido por todo el mundo,
como no pudiese encontrar descanso en todos los hombres
por la iniquidad del mundo, de nuevo volvió al arca de la
Iglesia: como el mismo Señor instruye a sus apóstoles en
el Evangelio, cuando dice: En la ciudad o pueblo donde
entréis, decid paz a esta casa. Si hubiera, dice, allí un hijo
de la paz, llegará a ella vuestra paz; pero si no hay en ella
un hijo de la paz, vuestra paz se volverá a vosotros. Por
eso, el Espíritu Santo, al no encontrar todavía acogida
entre los pueblos, porque aún no habían creído en Cristo,
se volvió al arca de la Iglesia de los Apóstoles, hasta que,
eliminadas las iniquidades de los pecados, creciera en
todas las naciones la doctrina de la fe, de manera que
merecieran recibir el Espíritu Santo. Por eso añadió la
Escritura: Y de nuevo envió una paloma fuera del arca, y
la paloma vino al atardecer y he aquí que traía en el pico
un ramo verde de olivo. El ramo de olivo que trajo
indicaba claramente un testimonio de la paz y la
resurrección, y que, anunciando y llevando en su pico el
árbol de la pasión, había de proporcionar la pingüe gracia
del carisma. Y vino al atardecer, porque había de venir al
fin del mundo.
La medida del arca de los trescientos codos de largo
indica evidentemente la figura de la cruz del Señor, pues
los griegos designan el número trescientos con la letra tau;
esta letra forma un trazo como de árbol plantado, y el otro
como una antena alargada en lo alto, que indicaba
ciertamente la forma de cruz, por cuyo misterio se les da a
los creyentes la largura de la vida, se les concede la
anchura de las nueva tierra y se les prepara la altura del
reino celestial.
Cincuenta eran los codos de la anchura del arca: esto
significaba que en Pentecostés, es decir, a los cincuenta
días después de la pasión de la cruz del Señor, iba a
descender el Espíritu Santo, por medio del cual podemos
obtener y conseguir la esperanza de la salvación y la gloria
del reino celestial. Los treinta codos de altura del arca
indican los treinta años de edad del Señor, edad en la que
Juan, por su ministerio, bautizó en el Jordán al hombre que
revistió, pues tenía treinta años, según dice el Evangelio,
cuando por el agua del bautismo esclarecía de dones
celestiales al hombre, como dije, asumido. Es, pues, la
altura a la medida de la edad del cuerpo de Cristo, según
dice el apóstol Pablo: Hasta que lleguemos todos a la
unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios,
al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud
de Cristo, para que no seamos ya niños. La anchura está
en la pasión de la cruz del Señor, con la que los creyentes
son sellados en la fe. La largura en el día de Pentecostés,
en la que el Espíritu Santo desciende sobre los creyentes.
Ved, pues, queridos hermanos, que todo el edificio de esta
arca había de ser un anticipo del misterio de la veneranda
Iglesia y que los hombres no podían de otra manera, sino
por la Iglesia, salvarse de la ruina de todo el mundo, así
como ninguno se salvó del cataclismo del mundo, sino
aquellos que albergaba el arca.
Y por eso debemos nosotros esforzarnos en pedir de
todo corazón a Dios y Señor nuestro, que merezcamos
permanecer en la Iglesia católica de Dios fieles en el
Señor. Seguirán entonces los premios si con toda norma de
paz y de concordia hemos cumplido las leyes de la
institución evangélica, de manera que podamos ser felices
ante la mirada de Dios Padre omnipotente.
APOLOGÉTICO
Símbolo de la fe de Elipando
I, 40. Yo, Elipando, arzobispo de la sede toledana, con
todos los que son de mi opinión: Creo en la trinidad del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, en una sola esencia
y naturaleza divina, es decir, Dios y el Principio y el
Espíritu Santo, una Trinidad de Personas en una sola
naturaleza divina. Porque así como el hombre al
abandonar a su padre y a su madre, y al unirse a su mujer,
siendo dos personas, ya no son dos, sino se dice que son
una sola carne, y así como las almas de muchos en el amor
de Dios forman un solo corazón y una sola alma, así
también el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de uno sólo
se dice que es artífice de todo lo creado, de uno sólo se
dice cúmulo de caridad, de uno sólo ámbito del amor, ya
que son de naturaleza coeterna
También el mismo Padre descendió por sí mismo a la
torre que edificaban los hijos de Adán, y dijo al Hijo y al
Espíritu Santo: Venid, bajemos y confundamos sus lenguas
. Viniendo también por sí mismo, libró a Lot de la condena
de Sodoma. Bajando por sí mismo al monte Sinaí, dio la
ley a Moisés. Pero si queréis comprender a las Personas,
cómo un solo Dios sea la Trinidad, conoced por
comparación una piedra y el fuego que hay en ella, y
permaneciendo el frío en la piedra, son una sola
substancia. Observad en la comparación de esta piedra a la
Trinidad indivisa de las Personas: y si sois más
aventajados, pensadlo de la divinidad inefable, y ved la
invisible Trinidad de un solo Dios. Así como una sola es la
persona del frío que permanece en la piedra, y otra la del
fuego que hay en el que lo produce, y, sin embargo,
procediendo no deja de estar con el que lo genera, así
también distinta es la persona del Hijo y no deja de estar
con el Padre en una sola naturaleza divina. Y así como la
piedra precede a aquel fuego que permanece en ella en el
ejemplo, así también el Padre precede al Hijo, no en el
tiempo, sino en el origen. También el mismo Hijo de Dios,
que es el esplendor de su gloria, e imagen de su
naturaleza, anonadando la divinidad invisible, se apareció
con el Padre y el Espíritu Santo bajo forma de creatura
sumisa a Abraham en lo más caluroso del día. Porque así
como las tinieblas son la ausencia de la luz, y la ausencia
de las tinieblas se cree en un solo Verbo de Dios, por eso
creemos que en su único Hijo está la fortaleza, el honor y
la gloria.
Y así como el espíritu es la parte del alma por la que
grabamos las imágenes de las cosas corporales, y como la
mente es una parte de la misma alma por la que se percibe
toda razón e inteligencia, así como la memoria recuerda
las cosas que se han pensado, así también al Verbo de
Dios, por sus distintas funciones, se le aplican diversos
nombres, que de ninguna manera se distinguen en su
naturaleza. De Él dice la sagrada Escritura que por la
salvación del género humano anonadó su divinidad, se
hizo hombre, fue circuncidado, bautizado, azotado,
crucificado, muerto, sepultado, siervo, cautivo, peregrino,
leproso, despreciado y, lo que es aún peor, hecho inferior
no sólo a los ángeles, sino también a los hombres, y fue
llamado gusano, según dice la Escritura de su persona: Soy
un gusano, que no hombre, vergüenza de lo humano, asco
del pueblo. Pero su gloria, según su divinidad, la admiran
los seres celestiales, como temen su grandeza los seres
terrenos. El cual también dice no cederé mi gloria a otro,
el hombre entre nosotros, aunado en una sola e idéntica
persona de Dios y hombre, y revestido con ropaje de
carne. Porque no creó las cosas visibles e invisibles por
aquel que nació de la Virgen, sino por aquel que es hijo no
por adopción, sino por generación; no por la gracia, sino
por la naturaleza.
41. Y por éste, al mismo tiempo Hijo de Dios y del
hombre, hijo adoptivo en su humanidad, y no adoptivo en
su divinidad, redimió al mundo. El que es Dios entre los
dioses, el que sabía si había comido o bebido, el que quiso
desconocer algunos misterios de su actuación. Porque si
todos los santos “se asemejan” a este Hijo de Dios según
la gracia, en verdad son hijos adoptivos con el adoptivo, y
con el abogado abogados, y con Cristo cristos, y con el
párvulo párvulos, y con el siervo siervos. Creo también
dentro de los mismos carismas de las gracias del Espíritu
Santo, que es adoptivo el Espíritu Santo, en el que
clamamos: Abba Padre, y en este espíritu afirmo que
Cristo hombre es adoptivo. Creemos, pues, que en la
resurrección seremos semejantes a él, no en la divinidad,
sino en la humanidad de la carne, es decir, en la carne
asumida, que recibió de la Virgen.
Reacción de Beato
42. ¿Qué es descomponer a Jesús, sino anunciarle Dios
por separado, hombre separado? Sin duda descompone a
Jesús el que predica al pueblo diciéndole: ¿Acaso por
aquel que nació de la Virgen, por ése que creó el mundo
visible y el invisible, o más bien creó todas las cosas por
aquel que es Hijo, no por adopción, sino por generación;
no por gracia, sino por naturaleza? Sin ninguna duda creó
todas las cosas por aquel que engendró idéntico a sí mismo
y sin adopción. Y redimió al mundo por medio del mismo
Hijo de Dios, al mismo tiempo Hijo del hombre, Verbo
hecho hombre, adoptivo en su humanidad y no adoptivo
en su divinidad. Ved el espíritu que deshace a Jesús: abrid
los ojos, el asunto está claro. Esto lo ha dictado el espíritu
de la mentira. A éste lo ha inspirado el espíritu de aquel
Anticristo.
Si en verdad miento yo, ¿por qué están en desacuerdo
los símbolos? ¿Por qué están en desacuerdo las cartas?
Leed la carta de Juan: esto no lo dice. Pero ¿qué dice?: Es
el Anticristo el que deshace a Jesús. El espíritu del error
es el que negó que Jesús haya venido en carne. El apóstol
lo proclama claramente y dice: Nosotros hemos visto y
damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como
Salvador del mundo. Todo el que confiesa que Jesús es el
Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios. ¿Y
todavía vacilamos en creer? ¿Todavía dudamos en
confesar? El apóstol dice: El que niega que Jesús es el
Hijo de Dios, niega que él ha venido en carne; y ése es el
Anticristo.
Una Palabra
II, 54. Presta atención: cuando oigas hablar del Verbo no
pienses en muchos verbos. Pues si piensas en muchos
verbos del Padre, ya no entenderás que se trata de un solo
Hijo, sino de muchos hijos. Ten cuidado, pues, no te
sorprenda el sonido de la voz humana y la semejanza de la
palabra. Uno es el verbo que tiene tiempos, que se
compone de sílabas y de letras, que es un sonido, que se
oye por el oído; suena una palabra, pasa, se hace una
pausa de silencio, y se forma otra palabra y prosigue para
que se oiga y se entienda y, terminada ésta, sigue una
tercera, y siguiendo una palabra a la otra, se forman
muchas palabras.
No es así el Verbo del Padre, su Hijo único. No es así el
Verbo, Dios unigénito. El Padre es Dios incorpóreo. El
incorpóreo ciertamente no tiene una voz corporal. Si en el
Padre no hay voz corporal, ni el Hijo es Verbo corporal. Y
por eso ni muchas palabras, ni muchos hijos, sino una sola
Palabra es igual al Padre, que excluye intensidad y
número. Y digo lo que leo. Y creo lo que declaro.
Desconozco qué es la naturaleza de esta Palabra. Y lo
desconozco mucho mejor de lo que lo sé. Solamente lo
conozco bien cuando desconozco lo que no puedo saber.
Pues ni Juan, a quien leo, pudo decir otra cosa que lo que
oyó: Lo que hemos visto, dice, y lo que hemos oído. Dijo
que solamente conocía bien lo que oyó y vio, él que
descansaba sobre el pecho de Cristo. Por tanto, a él es
suficiente oír, y ¿a mí no me es suficiente?; pero lo que él
oyó es lo que me dijo. Y lo que oyó de Cristo, esto no
puedo yo negar que es la verdad acerca de Cristo. Por
tanto, lo que él oyó es lo que yo oí. Y ¿qué oyó? Al Verbo.
Porque dijo: Lo que existía desde el principio, lo que
hemos oído. Después dice: lo que hemos visto. Todo esto
es verdadero porque es lo que vio y oyó. ¿Qué vio? No
ciertamente a la divinidad, que por su naturaleza no puede
ser contemplada. La vio por medio de mi naturaleza. Pues
no es el Hijo uno el Verbo y otro el hombre, sino que uno
y otro es el único Hijo.
55. Pero como, según su naturaleza, nadie le puede
contemplar, asumió mi naturaleza visible, para poder ser
contemplado según la naturaleza corporal. Finalmente
también vio al Espíritu Santo en forma de paloma, porque
no podía ser contemplada la divinidad en la realidad de su
resplandor. Y esta invisibilidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo es una sola, porque una es la divinidad y un
solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y como tres son
las Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no
tienen en común el que solo el Hijo se hizo hombre, para
redimir a los hombres, el que solo el Espíritu Santo
descendiera el forma de paloma, para poder ser
contemplado, sobre el Hijo hombre, el que solo el Padre
gritó, para que pudiera ser oído: Tú eres mi Hijo muy
amado.
56. Pero aquella paloma, en cuya forma apareció el
Espíritu Santo, no se dice que es el Espíritu Santo, así
como de este hombre, asumido por el Verbo, se dice que
es el Hijo. Aquella paloma no es Dios. Pero este hombre
es Dios. Aquella voz del Padre, que resonó corporalmente,
no es el Padre. Pero éste, que fue visto corporalmente, es
el Hijo único de Dios Padre. El Padre habló por medio de
una criatura que se le sometió, no por medio de su
naturaleza, por la que Dios es invisible. Por medio de una
criatura sometida, apareció el Espíritu Santo en forma de
paloma, no por medio de su naturaleza, por la que es Dios
invisible. Solamente el Hijo se manifestó a los hombres
por medio de su naturaleza. No por aquella naturaleza en
la que es idéntico al Padre, sino por aquella en la que vino,
enviado por el Padre y el Espíritu Santo, el Hijo solo, el
que solo se anonadó a sí mismo, es decir, él solo asumió la
forma de siervo. No interpretes, pues, tú según la
naturaleza lo que está fuera de la naturaleza de la
divinidad. Y si crees que la carne ha sido asumida por el
Verbo, y ofreces el cuerpo de Cristo que ha de ser
transfigurado en los altares, y no entiendes lo que se
ofrece, y a quien se ofrece, y no distingues la naturaleza de
la divinidad y la corporal, al momento te dice el Señor: Si
ofreces con sinceridad pero no distingues rectamente, has
pecado. No digo que dividas la Persona, sino que me
refiero que en sus oraciones nadie nombra al Padre en
lugar del Hijo, o al Hijo en lugar del Padre. Y cuando se
participa en el altar, siempre se debe dirigir la oración al
Padre. Y todo aquel que redacta para sí otras preces
distintas, no las use, si antes no las ha consultado con los
hermanos más instruidos. Sugiere con esto que son los
católicos quienes tienen que formular las preces.
EULOGIO DE CÓRDOBA
MEMORIAL DE LOS SANTOS
El emir Abderramán II con su consejo maquina extirpar
a los cristianos
II.XIV. Aterrados los musulmanes por la conducta de
los mártires y muy enfurecido el emir, excogitando los
medios de reprimir el proceder de los cristianos, pregunta
a los sabios, consulta a los filósofos, magistrados y
consejeros de su reino. Todos son del mismo sentir,
conspirando de consuno para exterminar a los católicos; y
decretan encarcelarlos, dando a todos licencia para matar a
cualquiera que se atreva a proferir injurias contra su
Profeta.
Extendida esta orden, nosotros, miserables, huimos, nos
escapamos, nos escondimos, cambiamos de traje, y siendo
muy cautos en nuestras conversaciones, andamos errantes
durante el silencio de la noche. Una hoja que cae, basta
para estremecernos; mudamos de posada a cada momento;
buscamos los parajes más seguros; aterrados, vamos sin
rumbo, desorientados, temiendo morir al golpe de la
espada. Hurtamos el cuerpo a la muerte, aún cuando
hemos de morir algún día por ley natural. Pero yo imagino
que, si huimos del martirio, no fue por miedo a la muerte,
que alguna vez ha de llegar, sino por juzgarnos indignos
de una gracia que se ha concedido a algunos, y no a todos.
Los que entonces eran martirizados, y los que han de serlo
después, fueron predestinados desde el principio del
mundo: A quienes previó y predestinó para que se hiciesen
conformes a la imagen de su Hijo, el Primogénito, entre
muchos hermanos. Mas a estos, a quienes ha
predestinado, también los ha llamado; y a quienes ha
llamado, también los ha justificado; y a los que ha
justificado, también los ha glorificado.
Turbación de los cristianos y pareceres que emitieron en
el concilio de Córdoba, a.852.
II.XV.1. Ante tal consternación, muchos cristianos,
inútiles para el granero del Señor, y merecedores – como
paja – del incendio inextinguible, rehusando huir o
padecer con nosotros y también ocultarse, abandonan la
piedad, reniegan de la fe, abjuran de la religión y
blasfeman de Jesucristo. ¡Oh dolor!, éstos se entregan a la
impiedad de la ley musulmana, someten su cerviz a los
demonios, blasfeman, denuestan y revuelven a los
cristianos. Muchos que antes en sano juicio celebraban los
triunfos de los mártires, ensalzaban su constancia en la
lucha, tanto sacerdotes como laicos, cambian ahora de
parecer, disienten, tienen por indiscretos a aquellos
mismos que antes alababan y juzgaban como muy
dichosos, porque no quieren sufrir como sus buenos
hermanos atribulados, siendo inferiores a ellos, por mirar
más sus conveniencias, su tranquilidad y sosiego que el
bien de la Iglesia, vacilantes entre los escollos de los
pérfidos: para eso apoyan, con algunas sentencias de la
Escritura, su distinto modo de expresarse y su ambiguo
lenguaje. No consideran ni reparan que nadie que haya
profesado fidelidad a nuestra milicia cristiana, y quiera
merecer el cielo, en la hora de la prueba, puede estar
condicionado por los lazos de la carne y del mundo. Todos
los días, ellos, como nosotros, leen en las Escrituras, que
en la vida, ni las pruebas más atroces, ni la misma muerte,
pueden separar nunca a los santos del amor de Nuestro
Señor Jesucristo.
2. Mas los que, en un principio, no dejaron de censurar
la conducta de los santos, y por todos los medios
trabajaron para denigrar su intención, murmurando de
ellos, esos mismos, por no poder hacer daño a los
valerosos soldados, volvieron sus iras contra mí,
difundiendo la noticia de que yo era el autor de toda esta
novedad, y que, instigados por mí, iban voluntariamente al
martirio. Llegó a tanto, que un funcionario público,
poderoso en riquezas y vicios, que no era cristiano sino de
nombre, por sus obras desconocido de Dios y de sus
ángeles, quien desde un principio se había declarado
detractor y enemigo de los mártires, hombre murmurador,
chismoso, inicuo, arrogante, soberbio, pagado de sí mismo
y malvado; éste, cierto día, en presencia del concilio de los
obispos, con su lengua viperina, lanzó contra mí muchas
injurias. Decretó éste (como presidente del concilio),
condenar a los cristianos que persistían en ir al martirio
voluntario, vituperarlos y escribir contra ellos; él, el más
desgraciado de los mortales, lo hizo por temor a perder el
honor, es decir, la privanza del emir; él, que no se
preocupó de honrar a los mártires, antes bien mandó que
se propalase la noticia por doquier, presentándose a los
jueces.
3. Mas, aunque forzados en parte por el miedo, y en
parte por el parecer de los prelados, que el emir había
mandado venir por esta causa de diversas provincias,
firmamos algo que halagase los oídos del rey y de los
pueblos muslimes, o sea, que en adelante se prohibía
presentarse al martirio, no siendo lícito a nadie hacer
profesión de fe ante los jueces, sin ser interrogado; pues
así quedaba decretado en las actas firmadas por los Padres.
Sin embargo, en aquel documento en manera alguna se
vituperaba a los que morían por esta causa; es más, dejaba
traslucir algún elogio hacia los que en lo sucesivo
combatiesen por la fe. Dicho decreto tenía un sentido
alegórico, pero eso no eran capaces de comprenderlo sino
los más lúcidos de mente. Yo no creo exento de culpa
aquel decreto simulado, pues conteniendo una cosa y
significando otra, parecía dictado para apartar a los fieles
de ir al martirio. Es más, pienso que no se debe darle
publicidad, si no se explica rectamente su sentido.
Muerte repentina de Abderramán II, y sucesión de su
hijo Mohamed I
II, XVI, 1. Finalmente los cristianos fueron amenazados
de muerte por todas partes y obligados a andar errantes por
la furiosa persecución del emir; y no pocos fieles, al verse
así tan gravemente afligidos, le dirigían aquel reproche de
los israelitas: Que el Señor vea y juzgue, pues tú has hecho
correr nuestro sudor delante de este tirano y de sus
magnates, y les has armado para que nos degüelle. Desde
que se acrecentó el número de los mártires, ha arreciado el
furor del rey y ha aumentado nuestra tribulación, de tal
suerte que nuestra situación es muy parecida a la de los
israelitas, perseguidos por el faraón. Lo mismo que los
egipcios doblaron su saña contra el pueblo de Dios, y le
oprimieron con yugo más pesado, después que Moisés
intercedió ante el monarca; así también a nosotros, desde
que los mártires bajaron a la arena a combatir, para hablar
en nombre de Nuestro Señor Jesucristo delante del rey y
confesar la fe en presencia de los magistrados y visires, y
refutar las mentiras del Profeta, mucho más nos vamos
hundiendo, y los ministros de los demonios nos persiguen
hasta el exterminio.
2. Cuando gemíamos agobiados con tantos y tan graves
vejámenes, escondidos o errantes, y por segunda vez,
yacía nuestro obispo (Saúl, quizás) en horrible calabozo, y
ninguno se atrevía a acercarse a las casas de los laicos
nobles por temor de entrar al día siguiente en las cárceles;
entonces, subió un día el emir a la terraza de su alcázar
para contemplar el panorama y los pueblos que se
divisaban desde allí. Sus ojos descubrieron cerca los
cuerpos de los mártires Emilia y Jeremías, pendientes de
las horcas e inmediatamente los mandó abrasar. Sus
cenizas, con el auxilio divino, fueron colocadas en
diversos templos. ¡Admirable poder del Salvador y
magnífica pujanza de Nuestro Señor Jesucristo, que asiste
siempre cuando se le invoca en la tribulación, abre la
puerta cuando se le llama, y escucha cuando se le invoca!
Aquella boca que mandó quemar a los santos de Dios,
herida por el ángel, quedó al punto cerrada, y la lengua no
pudo emitir más sonidos. Llevado de este modo a su lecho,
entregó su espíritu aquella misma noche, antes de que se
consumiesen los cuerpos de los santos, y lo llevaron al
horno eterno del infierno. Dejó por sucesor del reino a su
primogénito Mohamed I, enemigo de la Iglesia de Dios y
malévolo perseguidor de los cristianos. Heredó con la
sangre el odio a los cristianos oponiendo continuamente
dificultades y trabas a los fieles; no pareció inferior en
méritos a aquel cuyo nombre llevaba: Mohamed
(Mahoma). En el mismo día que subió al trono, separó a
todos los cristianos de su alcázar, privándoles de los
honores y cargos, proponiéndose después añadir males
sobre nosotros, si la suerte y la prosperidad le
acompañaban en su gobierno.
Estando a punto de terminar este mi libro, pongo toda mi
esperanza en el Señor, y no temo lo que pueda hacerme el
hombre. Espero salvarme por la intercesión de Nuestro
Señor Jesucristo, mi Abogado en cualquier situación, el
cual dijo: Mirad que estoy siempre con vosotros hasta el
fin del mundo . Amén.
CARTA A WILIESINDO, OBISPO DE PAMPLONA
Relato de su peregrinación por el norte de la Península
III. 1. Los días pasados, beatísimo padre, cuando la dura
persecución de estos tiempos desterró a mis hermanos,
Álvaro e Isidoro, de su suelo natal, el amor que les tengo
me impelió a buscarles casi en las partes más remotas de
la Galia Togata donde reinaba Ludovico, rey de Baviera,
andando yo por diversas regiones, por lugares
desconocidos, y caminos infectados de ladrones. Como
hallase la tierra de los Godos, levantada en armas contra el
rey Carlos de Francia, pues le hacían la guerra los ejércitos
de Guillermo y de Abderramán – el príncipe de los árabes
–entonces aliados, apartándome del peligro tomé otros
derroteros, y me dirigí a Pamplona, de donde pensaba
partir tan pronto como llegase a esta ciudad. Pero la
misma Galia Comata que confina con Pamplona y Zubiri,
favorecidas por los partidarios del Conde Sancho Sánchez,
estaban sublevadas con el ya nombrado rey Carlos, y así,
solamente con grandísimo peligro se podía transitar por
aquellos parajes, ocupados por gente de armas.
En esta peregrinación tu beatitud me consoló
sobremanera, y portándote conmigo como buen maestro,
no diferiste el hospedarme con la caridad de Jesucristo,
que dijo: Huésped fui y me acogisteis. Así, procuraste
colocar en los cielos, junto al Padre, tesoros de
merecimientos, dando a los desamparados lo necesario,
fomentando y protegiendo todo lo bueno. De tal manera,
padre, que en mi destierro nada tenía yo que desear, si no
es la presencia de mi abandonada familia, y la
preocupación de mis hermanos perdidos en lejanas tierras.
Lloraba mucho yo, pero tú, padre mío, compadeciéndote
de mí me consolabas y levantabas mi ánimo decaído:
Enfermabas conmigo, como dice el Apóstol, participabas
de mis pesadumbres y llorabas, cuando me veías derramar
lágrimas. Como la fuerza del dolor no me dejaba parar en
un lugar fijo, para distraerme de tantas tristezas, me di a
recorrer los santuarios.
2. Tuve especial empeño en llegarme al monasterio de
san Zacarías (de Serasa), asentado al pie de los Pirineos,
en los puertos de la susodicha Francia, donde tiene sus
fuentes el río Arga, que corre por Zubiri y Pamplona y se
arroja en el Cántabro. El monasterio, hermoseado con la
observancia de la disciplina regular, resplandecía en todo
el Occidente. Tú, padre, alientas al decaído y con
saludable consejo, instruyes al caminante, y, con pío
acompañamiento de hermanos, favoreces al peregrino.
Antes de ir al dicho lugar, me detuve muchos días en el
monasterio de Leyre, en donde conocí excelentes varones,
temerosos de Dios. Me fui de allí recorriendo diversos
lugares y, finalmente, con el favor del cielo, llegué al
cenobio que tanto deseaba. Presidía en el, a la sazón, el
abad Odoario, varón de gran santidad y mucha ciencia,
que me recibió amorosamente, agasajándome más de lo
que puede encarecerse.
3. En aquella santa comunidad había más de un centenar
de hermanos, que resplandecían como estrellas del cielo
en diferentes virtudes, unos de una manera y otros de otra.
Florecía en unos la perfecta caridad de Cristo, que arroja
de sí todo temor; la humildad profunda ponía a otros en las
elevadas cumbres, teniéndose cada cual por inferior al más
joven. Todos luchaban a porfía por ser imitadores de los
divinos preceptos. Algunos, aunque débiles de fuerzas
corporales, afianzados en la virtud de la magnanimidad,
cumplían generosamente lo que les encomendaba la
obediencia. Conformes al principado de esta virtud,
maestra de todas las demás, no sólo la practicaban y no
eran remisos en sus obligaciones, sino que les impulsaba
hacia cosas mayores y superiores a sus fuerzas. Todos
trabajaban con emulación, y, animándose los unos a los
otros, procuraban superarse.
Crecía en todos el ardor por agradar a Dios y a sus
hermanos y, cada cual, ejercitándose en su propio arte, se
esforzaba por cooperar al provecho común. Cuidaban de
los huéspedes y peregrinos con suma diligencia,
acogiéndoles amorosamente, agasajándoles como si Cristo
bajase a su hospedería. Siendo tan numerosos, ninguno era
murmurador ni soberbio. Guardaban el silencio con sumo
cuidado, entregándose, a solas, durante la noche, a la
oración, y así, velando y meditando vencían el sueño,
precaviéndose de incurrir en la amenaza del Salmista
cuando habla con los pecadores: Durmieron su sueño y no
encontraron cosa alguna en sus manos.
Mas, ¿qué puede decir la lengua humana de las virtudes
de los santos, que viven en la tierra como ángeles? Y, ¿qué
de los que conviviendo entre los hombres piensan y obran
cosas del cielo? Me detuve poco tiempo entre ellos, y
queriéndome partir, se postraron todos en tierra
pidiéndome que orase por ellos y, porque tan presto les
abandonaba, se lamentaban con humildes ruegos.
Conmigo estaba a la sazón mi amadísimo hijo el diácono
Teodemundo, mi inseparable desde el comienzo al fin de
mi peregrinación y participante de los trabajos que pasé en
ella. Al partir, pues, nos hicieron compañía el venerable
abad Odoario, y el prepósito – prior – Juan,
permaneciendo todo el día con nosotros, hablando de las
sagradas Escrituras. Y así después de darnos el ósculo de
paz, volvimos otra vez a ti, apóstol de Dios, por cuyos
avales recibimos tantos honores de aquellos venerables
padres.
5. Sentía ansiedad por volver a mi patria, el cariño de mi
piadosa madre Isabel, el de mis hermanas Niola y Anulola,
y el de mi hermano menor José. Tú, en cambio, me
obligabas a permanecer más tiempo contigo, y no
consentías que me marchase. Pero mal podías curar el ya
herido corazón, con doble llaga que me causaba continuo
llanto: la peregrinación de mis hermanos y el desconsuelo
de los de casa. Y así, confiado en mi amor, me pediste que
te enviase desde Córdoba reliquias del mártir san Zoilo, y
que con este precioso regalo engrandeciese a Pamplona.
Te respondí al instante, que satisfaría tu petición y, en
verdad, me hice deudor de esta promesa.
6. Apenas me separé de ti, me fui, sin detenerme, a
Zaragoza por causa de mis hermanos, que según corría la
voz pública, habían llegado de la Francia Ulterior, en
compañía de unos mercaderes. Después de llegar a
Zaragoza, en efecto, hallé a los referidos comerciantes,
quienes me aseguraron que mis peregrinos vivían
desterrados en Maguncia, ciudad muy célebre de Baviera.
Resultó ser verdadera esta noticia, como lo comprobé
cuando mis hermanos regresaron después de la Galia
Interior.
7. Así, permanecí algún tiempo con el obispo Senior,
hombre morigerado, que gobernaba a la sazón la ciudad;
después bajé a Alcalá, cruzando de paso por Sigüenza de
donde era prelado el prudentísimo Sesemundo. Como me
recibió muy bien el obispo Venerio de Alcalá, me estuve
con él cinco días; después me volví a Toledo, donde
encontré al anciano Wistremiro, tea del Espíritu Santo y
lumbrera de toda España, cuya inmaculada vida, capaz de
iluminar al mundo entero, es el consuelo de la grey
católica, por la integridad de sus costumbres y sus muchos
méritos. Me quedé muchos días con él, gozando de su
trato angelical.
8. Al regresar a casa, hallé a todos con salud, es decir, a
mi madre, a mis dos hermanas, y a nuestro benjamín José,
a quien el odio del emir había desposeído del empleo que
tenía en el palacio. La desolada familia recibió a su
peregrino y señor después de una larga ausencia,
alegrándose como si yo hubiese salido del sepulcro. En
todas mis conversaciones siempre he hablado
elogiosamente de ti; en todo tiempo he recordado a mis
familiares tus beneficios; nunca he olvidado el afecto que
me demostró tu caridad y ese recuerdo está siempre vivo
en mi mente y en mi corazón.
9. Mas por estar los dos tan distanciados por tierras y
espacios, yo en este horrible caos en el que gimo en
Córdoba bajo el dominio de los árabes, y tú, al contrario,
viviendo en Pamplona mereces el amparo del príncipe
cristiano, que por estar en guerra entre sí niegan el tránsito
a los que viajamos. Esta es la razón por la cual no me es
posible servirte cual merece tu caridad ni enviarte según tu
piadoso deseo, aquellas santas reliquias como pensé
remitirte. Pero por así disponerlo Dios, ahora que vuelve a
tu casa Don Galindo Íñiguez, y va gustoso a abrazar a los
suyos, con él te envío las reliquias del mártir de que te
hablé y que había determinado dirigirte. También te envío
las de san Acisclo, que no me habías pedido, para que
cumplas la promesa que tienes hecha de levantar una
basílica a dicho santo. Por intercesión de estos santos, os
proteja y perdone Jesucristo, que es quien mide y
recompensa lo que has hecho por mí, y no se le oculta el
obsequio, y te lo pagará centuplicado, pues tiene dicho:
Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien me recibe
a mí, recibe a Aquel que me ha enviado a mí. El que
hospeda a un profeta en atención a que es profeta,
recibirá premio de profeta; y el que hospeda a un justo en
atención a que es justo, tendrá galardón de justo. Padre,
todo te lo guarde el Señor. En Él están salvos e incólumes,
todos los méritos debidos a tus buenas obras y se te
entregarán cuando venga el justo Juez a dar a cada cual,
según sus actos, premio o castigo.
10. Finalmente, no quiero ocultarte, beatísimo padre, la
tribulación que estamos sufriendo estos días por nuestras
culpas, para que defendiéndonos con el acostumbrado
escudo de tus oraciones, por los méritos de tu intercesión
que no será rechazable delante de Dios, merezcamos salir
del abismo profundo de las tristezas. Este presente año de
851, encendiéndose contra la Iglesia de Dios el furor del
tirano, todo lo ha removido, devastado y dispersado,
aherrojado a los obispos, presbíteros, abades, diáconos y a
todo el clero que pudo haber a las manos, quienes hoy
arrastramos los hierros en inmundas mazmorras; pues
entre ellos, está también este pecador a quien tanto amas,
sufriendo las mismas pesadumbres y privaciones.
La Iglesia ha quedado viuda y privada del sagrado
ministerio, sin predicación, sin oficios; ahora no tenemos
ofrenda, ni sacrificio, ni incienso, ni lugar de las primicias,
en donde poder aplacar a nuestro Dios; con el alma
atribulada y en espíritu de humilde contrición, ofrecemos
votos de alabanza a Jesucristo, pero si en las iglesias ha
cesado la salmodia conventual, entre las paredes de los
calabozos resuenan los himnos sagrados. De todo, te dará
relación con mucha reserva don Galindo; pues yo, por una
parte apesadumbrado, y temiendo, por otra, cansarte con
mis frases toscas, no me quiero alargar ni pasar los límites
de esta correspondencia epistolar.
11. Mas, para dar a conocer estos sucesos a las
generaciones venideras y para que ellas participen de
nuestras tribulaciones y pesadumbres, voy a decir algo
entre lo mucho que se podría escribir. Algunos sacerdotes,
diáconos, monjes, vírgenes y también laicos, armados con
el celo devorador de la gloria de Dios se lanzaron hace
algún tiempo a la plaza pública, retando a los enemigos de
la fe, abominando y maldiciendo a su funesto y malvado
profeta Mahoma, y levantándose briosos contra él,
hablaron a los mahometanos en estos términos: “Nosotros
sabemos muy bien que a este hombre a quien dais tan
grandes honores y cuya religión habéis abrazado como
muy buena, seducidos por los demonios, ese hombre,
sabemos nosotros que es mago, adúltero y fementido, y
tenemos que decir que cuantos le creen están destinados a
la eterna condenación. ¿Por qué, pues, vosotros, hombres
de seso, tomáis parte en esos sacrílegos ritos, y no
escucháis la verdad evangélica?”
12. Estas cosas y otras semejantes, conforme se lo
inspiraba el Espíritu Santo, dijeron en presencia de los
príncipes y por ellas fueron pasados a cuchillo.
Suspendieron los muslimes sus cuerpos en unas horcas, y
después de varios días los quemaron, arrojando sus
cenizas a las aguas del río, para que desaparecieran
miserablemente; a no pocos cuerpos de dichos mártires los
dejaron insepultos junto a las puertas del alcázar del emir,
expuestos a las aves de rapiña y a los perros, custodiados
por soldados, para que los cristianos, llevados de un
sentimiento de humildad y compasión no les sepultasen.
Así se cumplió aquello del salmo: Pusieron los cadáveres
de tus siervos como pasto de las aves del cielo, y las
carnes de tus santos como alimento de las bestias de la
tierra. Como agua han derramado su sangre en torno de
Jerusalén, sin que hubiese quien les sepultara. Los
nombres de estos héroes y los días en que combatieron los
pondré al fin de esta carta.
Por esta misma causa estoy preso y aherrojado en los
calabozos, ocupado en recoger datos para escribir lo que
ellos hicieron, inspirados de lo alto. Te suplico, pues, que
me ayudes con tus oraciones para que Dios me sostenga;
haz saber a los otros monasterios que me encuentro preso,
y pídeles que se postren en fervorosa oración; si así lo
haces, después del luctuoso batallar de este siglo, te
alegrarás en el venidero.
13. Ya, que antes dejé de saludar a los hermanos, lo hago
ahora humildemente, y les deseo tiempos mejores y más
dichosos. Te ruego, si no es irreverencia a tu dignidad, que
saludes a nuestros amados hermanos y muy queridos
padres. Fortunio abad del monasterio de Leyre y a toda su
comunidad, el abad Atilio de Cillas y a todo su convento,
al abad Odoario del monasterio de Serasa (san Zacarías)
con todo su ejército de monjes, al abad Jimeno del
monasterio de Igal con toda su hermandad y al abad
Dadilano del monasterio de Hurdaspal. Saludo también a
los demás padres, que en mi viaje de peregrinación por
esas tierras fueron mis tutores y consuelo, y así mismo a
todos los cristianos, envío la paz del Señor.
En el nombre del Señor que reina con Jesucristo por toda
la eternidad, en el año de su Encarnación 850 (era 888) a
22 de abril, sucumbió el sacerdote Perfecto. El año
siguiente (era 889) a 3 de junio, cayó bajo la espada el
monje Isaac; después de él, Sancho, lego, natural de la
ciudad de Albi (Francia), el 5 de junio de la misma era,
triunfó de la muerte con el martirio. Después fueron
pasados a cuchillo con el presbítero Pedro, el diácono
Walabonso, Sabiniano, los monjes Wistremundo,
Habencio y Jeremías, en un mismo y solo día, 4 de junio
de la mencionada era. Sisenando, que era diácono, en
cambio cayó el mismo año a 16 de junio. El diácono
Pablo, el 20 de junio en la era dicha, sufrió también. El
monje Teodomiro, fue ejecutado el 25 de julio de la misma
era.
Estos son los que entrgaron sus cuerpos a la muerte por
dar testimonio de la verdad, para vivir eternamente.
También han apresado y aherrojado en compañía mía a
dos vírgenes de Cristo, las doncellas Flora y María, por
haber confesado la verdad de nuestra fe; todos los días les
amenazan con la muerte.
Carta escrita el día 17 de las calendas de la era 889 de
Diciembre para que la lleve Galindo Íñiguez, noble varón.
BEDA EL VENERABLE
HOMILÍA 23, EN LA FIESTA DE SAN ANDRÉS
Pueblo de Dios
1,16. Nosotros, carísimos hermanos, nosotros somos el
pueblo de Dios, nosotros que, liberados a través del mar
Rojo, sacudimos el yugo de la servidumbre de Egipto, ya
que por medio del bautismo hemos recibido el perdón de
los pecados, que nos oprimían; nosotros que, a través de
los afanes de la presente vida, como en la aridez del
desierto, esperamos el ingreso en la patria celestial tal
como se nos ha prometido. En ese mencionado desierto
corremos el riesgo de desfallecer, si no nos comunican
vigor los dones de nuestro redentor; si no nos renuevan los
sacramentos de su encarnación.
Él es precisamente el maná que, como alimento celestial,
nos reconforta para que no desfallezcamos en la andadura
de la presente vida; Él la roca que nos sacia con dones
espirituales; la roca que golpeada por el leño de la cruz,
manó de su costado y en beneficio nuestro el agua de la
vida. Por eso dice en el Evangelio: Yo soy el pan de vida.
El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí
no pasará nunca sed. Y según una sucesión de figuras
bastante congruente, primero el pueblo fue salvado a
través del mar, para llegar en un segundo momento y
místicamente al alimento del maná y a la roca del agua,
porque en primer lugar nos lava en el agua del segundo
nacimiento, y luego nos conduce a la participación del
altar sagrado, para darnos la oportunidad de vivir en
comunión con el cuerpo y sangre de nuestro redentor.
Expresamos esto sobre el misterio de la roca espiritual, de
la cual recibe el nombre el primer pastor de la Iglesia, y en
la que se fundamenta todo el firme e inalterable edificio de
la Iglesia, y en donde nace y se alimenta la misma Iglesia.
SÉNECA
CARTAS MORALES A LUCILIO
Inconstancia de los hombres
XX. Si te encuentras bien de salud y te crees digno de
ser algún día tuyo, de todo ello me siento harto gozoso, y
gloria mía será si consigo sacarte de este oleaje donde
fluctúas sin esperanza de salir. Lo que te ruego, querido
Lucilio, lo que te suplico, es que dejes penetrar la filosofía
en lo más profundo de tu alma y deduzcas la prueba de tu
mejoramiento, no de las palabras ni de los escritos, sino de
tu firmeza de espíritu y de la disminución de tus apetitos:
prueba las palabras con los hechos. Bien otro es el
propósito de los declamadores, que andan buscando
solamente el aplauso de la turba, o el de aquellos que
regalan el oído de los jóvenes y de los ociosos con la
variedad y la volubilidad de sus discursos. La filosofía no
enseña a hablar, sino a actuar, y exige que todo el mundo
viva conforme a su ley, que la vida no contradiga la
palabra y que no exista discrepancia entre los diferentes
actos de la vida, que todos ofrezcan el mismo color. El
deber más grande de la sabiduría, y al mismo tiempo el
mejor indicio, es la concordancia entre las obras y las
palabras, la constante igualdad del hombre consigo
mismo. Esta igualdad, ¿quién podrá alcanzarla? Pocos,
pero, pese a todo, algunos. Es ciertamente cosa difícil, y
yo no afirmo que el sabio deba caminar siempre al mismo
paso, pero sí por una misma vía. Vigílate, pues; atiende a
si tu vestido concuerda con tu morada, si eres generoso
para contigo mismo y escaso para con los demás, si eres
frugal a la mesa o edificas suntuosamente. De una vez
adopta una regla para acomodar a ella tu vida, para prestar
a ésta una verdadera uniformidad. Algunos ahorran en
casa, pero fuera de ella se esponjan en toda suerte de
ostentaciones. Desigualdad viciosa, síntoma de un alma
vacilante que no ha sabido encontrar aún el tomo de su
vida. Y aún añadiré de dónde provienen esta inconstancia
y esta desigualdad en los actos e intenciones: de que nadie
tiene formado un propósito de lo que quiere; y si tiene un
propósito, no persevera en él, antes lo rebasa, y no para
cambiar, sino para volver a lo mismo que había
abandonado y maldecido.
Dejando, pues, de lado las antiguas definiciones de la
sabiduría, y a fin de abrazar todo el sistema de la vida
humana, puedo contentarme diciendo: ¿Qué es la
sabiduría? Querer siempre lo mismo, rechazar siempre lo
mismo. Puedes excusarte de añadir aquella breve
condición, que lo que quieras sea siempre algo recto; ya
que no es posible que la misma cosa guste siempre al
mismo hombre, pero sí la rectitud. Los hombres no saben
lo que quieren, sino el momento en que lo quieren; en fin,
nadie ha decidido querer o no querer. Cada día cambiamos
de parecer, situamos las cosas a la inversa, y son mayoría
los hombres que tratan su vida como un juego. Procura,
pues, salir adelante con lo que comenzaste y tal vez
lograrás elevarte a la cumbre de la sabiduría, o por lo
menos hasta tal punto que serás solo a conocer que no es
aún la cumbre.
¿Qué será – dices – de esta bandada de familiares sin el
patrimonio? Esta bandada, cuando deje de ser alimentada
por ti, se buscará por sí sola el sustento; y aquello que por
ti mismo nunca conseguirías aclarar, te lo aclarará la
pobreza, pues ella te conservará los amigos verdaderos y
seguros y alejará a aquellos que acudían a ti por otra cosa
que por ti mismo. ¿No es cierto que la pobreza sería
estimable aunque no fuese más que por el solo hecho de
hacernos ver los que nos quieren de veras? ¡Oh, cuándo
llegará aquel día en que nadie mentirá para hacerte honor!
Hacia ahí han de dirigirse tus pensamientos; hacia ahí han
de ir tus afanes y deseos, sin pedir nada más a los dioses: a
estar contento contigo mismo y con los bienes que nacen
de ti mismo. ¿Qué felicidad más a tu alcance que ésta?
Redúcetelo al nivel más humilde, un nivel del cual no
puedas ya caer, y a hacértelo comprensible va dirigido el
tributo de esta carta que te pago en el acto.
Aunque te lo tomes a mal, también hoy pagará por mí mi
querido Epicuro: Serán mucho más conmovedoras,
créeme, tus palabras, si las pronuncias en un catre, o
vestido de jirones, ya que entonces no serán palabras, sino
pruebas. Yo escucho de manera bien distinta lo que
nuestro Demetrio dice cuando le he visto desnudo y sobre
una yacija que era mucho menos que un colchón; así
pudimos considerar que él no sólo es preceptor, sino
testimonio de la verdad. ¿Pues qué? ¿Poseyéndolas no
puede uno menospreciar las riquezas? ¿Por qué no? Antes
tiene un alma egregia aquel hombre que, viéndolas en
derredor suyo, después de admirarse mucho y oír largo
tiempo que hayan venido a sus manos, se ríe de ellas y oye
decir a los demás que no se da cuenta de que son suyas.
Gran cosa es no haber sido nunca corrompido por la
compañía de las riquezas, gran hombre es el que se
mantiene pobre entre ellas.
No sé – dices – cómo soportaría éste la pobreza si un
día va a parar a ella. Yo tampoco sé si aquel pobre émulo
de Epicuro, despreciará las riquezas si es que para en ellas.
Así es que en uno y otro es el alma lo que tiene que ser
apreciada, y debemos considerar con exactitud si aquél se
complace en la pobreza o si éste no se complace en la
riqueza; por otra parte, el catre o los jirones son
argumentos bien débiles de buena voluntad, a menos que
se vea que no es por necesidad por lo que se soportan tales
cosas, sino por libre preferencia. Además, es propio de un
gran carácter no afanarse en la busca de estas cosas como
si así fueran mejores, sino prepararse a ellas como si
fuesen cosas fáciles. Y son fáciles, querido Lucilio; y
cuando te acercas a ellas habiéndolo meditado mucho,
llegan a ser agradables, pues contienen aquello sin lo cual
nada resulta agradable: la seguridad. Tengo, pues, por
necesario aquello que te escribí que hacían con frecuencia
algunos grandes hombres: tomarse de cuando en cuando
algunos días en que, mediante una pobreza imaginada, nos
preparemos a la verdadera. Cosa que es menester que
hagamos tanto más cuanto que nos hallamos embebidos de
delicias y evitamos toda cosa dura y difícil. Bien pronto
hemos de despertar a nuestra alma de su sueño, y acuciarla
y advertirla cuán pequeñas son las necesidades que la
naturaleza nos impone. Nadie nace rico; todo el que viene
a la luz viene forzado a contentarse con leche y pañales. Y
habiendo comenzado así, los reinos nos parecen poco.
Consérvate bueno.
El Dios interior
XLI. Realizas un cosa excelente y que te será saludable
si, según me escribes, perseveras en caminar hacia el buen
sentido, que sería necio implorar de otro pudiéndolo
adquirir tú mismo. No es menester alzar las manos al cielo
ni rogar al guardián del templo a fin que nos admita a
hablar al oído de la estatua como si tuviésemos que ser
más escuchados: Dios se halla cerca de ti, está contigo,
está dentro de ti. Sí, Lucilio; un espíritu sagrado reside
dentro de nosotros, observador de nuestros males y
guardián de nuestros bienes, el cual nos trata tal como es
tratado por nosotros. Nadie puede ser bueno sin la ayuda
de Dios; pues, ¿quién podría sin su auxilio elevarse por
encima de la fortuna? Él nos procura consejos nobles e
infrangibles; en cada alma virtuosa “habita Dios; aunque
quién sea es incierto”.
Si te encuentras en un bosque espeso de árboles añosos,
elevándose por encima de la medida acostumbrada, donde
lo tupido de las ramas entretejidas unas con otras nos prive
la vista del cielo, aquella elevación de la selva y la soledad
del lugar y el respeto que infunde la sombra tan densa y
seguida en pleno día, todo vendrá a convencerte de la
presencia de un numen. Una cueva que sostiene a una
montaña sobre rocas profundamente minadas, no abierta
en gigantesca bóveda por mano de hombre, sino por
agentes naturales, conmoverá a tu alma con una especie de
presentimiento religioso.
Veneramos a los dioses en los grandes ríos; el súbito
surgir de una ancha corriente bajo tierra es adornado con
altares; se rinde culto a las fuentes de aguas termales, y
algunos lagos han sido tenidos por sagrados a causa de su
umbrosa espesura o de su inmensa profundidad. Si
contemplas a un hombre impertérrito ante los peligros,
intacto a la acción de los apetitos, feliz en las
adversidades, sereno entre la tempestad, que mira a los
hombres desde lo alto, desde una elevación como la de los
dioses, ¿no te sentirás transido de veneración? ¿No dirás:
“Esta cosa es demasiado grande y demasiado alta para que
la creamos proporcionada a la persona insignificante
dentro de la cual se encuentra?” Ahí ha descendido una
fuerza divina; un poder celeste mueve a esta alma
mesurada, excelente, que cruza por entre las cosas
teniéndolas por inferiores, que sonríe de todo lo que
nosotros tememos y deseamos.
Una cosa tan grande no puede conservarse sin la ayuda
de un numen; por esto la mayor parte de él está allí donde
ha descendido. Así como los rayos del sol ciertamente
tocan la tierra, pero pertenecen al lugar de donde
proceden, así el alma grande y sagrada, enviada aquí para
que conociésemos más de cerca algunas cosas divinas,
ciertamente conversa con nosotros, pero no se desentiende
de su origen; está pendiente de él, a él dirige de continuo
sus miradas, hacia allí tiende, e interviene de continuo en
nuestra vida como un ser superior. ¿Quién es, por lo tanto,
esa alma? La que sólo brilla por virtud propia. Pues, ¿qué
cosa más necia que alabar en un hombre lo que le es
extraño? ¿Qué más apartado de todo buen sentido que
admirar los bienes que pueden en un momento mudarse en
otra cosa? Los frenos de oro no hacen mejor al caballo. No
es lo mismo enviar al circo el león de áureas crines,
domado y forzado por la fatiga a la molestia de los arreos,
que el león salvaje de instintos vírgenes. A éste, de
montaraces bríos, tal como lo quiso la naturaleza,
pavorosamente bello, según corresponde a su gloria, no le
podremos contemplar sin temor, y es de mucho preferido a
aquel otro tan lánguido y cubierto de oro.
Nadie debe gloriarse sino de lo suyo propio. Alabemos
la vid si sus sarmientos se cargan de fruto, si con el peso
de éste se doblan hacia la tierra las perchas en que
aquellos se sostienen; ¿quién preferiría aquella de cuyas
ramas colgasen frutos y hojas de oro? La virtud propia de
la vid es la fertilidad; también es menester alabar en el
hombre lo que le es propio. Tal posee bellas esclavas y
bella casa, siembra mucho, cobra cuantiosos réditos: nada
de esto se encuentra en él, sino en derredor de él. Alábate
de lo que no puede darse, ni robarse, de aquello que es
propio del hombre. ¿Me preguntas qué es? El alma, y en el
alma, la razón perfecta. Ya que el hombre es animal
racional y por lo tanto sus bienes alcanzan la perfección
cuando sirven para que el hombre pueda realizar aquello
para lo cual fuera creado. ¿Y qué es lo que esta razón le
exige? Una cosa facilísima: vivir según la ley de su
naturaleza. Pero la común locura lo hace difícil, pues nos
empujamos unos a otros hacia los vicios. Y ¿cómo podrían
ser llamados a la verdadera salud aquellos a quienes nadie
logra detener, que la muchedumbre arrastra? Consérvate
bueno.
Sobre la lectura y su asimilación
LXXXIV. Tengo por cierto que estas excursiones que
me sacuden la pereza son provechosas a mi salud y a mis
estudios. Cómo favorecen a mi salud, ya lo ves: como el
amor a las letras me torna dejado y negligente con mi
cuerpo, hago ejercicio por cuenta de otro. En qué forma
favorecen a mis estudios, ya te lo diré: me distraen las
lecturas, las cuales, pese a todo, las considero necesarias;
de una parte, porque me guardan de contentarme conmigo
mismo; de otra, porque, conociendo los descubrimientos
de los demás, juzgo las doctrinas que ya han sido
descubiertas y medito sobre las que pueden descubrirse.
La lectura alimenta el pensamiento y nos recupera de la
fatiga del estudio; no, empero, sin entregarnos a otro
estudio, ni hemos de escribir tan sólo ni solamente hemos
de leer, pues la primera cosa disipa y agota las fuerzas
(hablo de la composición) y la otra las disuelve y enerva.
Es menester pasar de una cosa a otra y hacer que se
atemperen mutuamente, a fin de que la pluma preste una
estructura de unidad a todo aquello que ha recogido la
lectura. Por eso es necesario imitar a las abejas, las cuales
van merodeando de una parte a otra en busca de las flores
más apropiadas para extraer la miel, y después disponen y
distribuyen en panales todo lo que recogieron, y como
decía Virgilio: …destilan las fluidas mieles, llenan las
colmenas de néctar dulcísimo.
No consta de cierto si chupan el jugo de las flores ya en
forma de miel, o si transforman con alguna mezcla y
mediante alguna propiedad de su aliento los jugos
recogidos y les infunden aquel sabor. Algunos quieren que
no tengan la facultad de fabricar la miel, sino de recogerla.
Dicen que en la India se encuentran ciertas cañas que
tienen miel en las hojas, producida por el rocío de aquel
cielo o por el humor dulce y abundante de la misma caña,
y que hasta en nuestras hierbas se encuentra la misma
propiedad, pero de manera menos manifiesta y
perceptible, miel que busca el animal nacido para ello.
Otros creen que es por aderezo y elaboración como las
abejas prestan a los jugos extraídos de las hojas y flores
más tiernas aquella calidad, añadiendo una especie de
fermento que presta unión a tan diversos elementos. Pero,
a fin de no verme arrastrado fuera de mi asunto, te repetiré
que hemos de imitar a esas abejas, separando todo lo que
hemos recogido en diversas lecturas – pues las cosas
ordenadas se conservan mejor -, fundiendo después en un
solo sabor todas las cosas reunidas, por obra del cuidado e
ingenio de nuestra inteligencia, en tal forma que no
aparezca de dónde han sido tomadas, y ofrezcan bien
manifiesto que poseen ahora un ser bien diferente del de
antes, lo cual vemos que sin intervención nuestra es
realizado por la naturaleza en nuestro cuerpo: los
alimentos que tomamos, mientras se mantienen en su ser y
nadan en el estómago sin disolverse, son para nosotros
peso y molestia; pero cuando han terminado su
transformación, se nos convierten en sangre y fuerzas.
Hagamos lo mismo con los alimentos del pensamiento;
no toleremos que nada de lo que hemos ingerido
permanezca intacto, que todo deje de pertenecer a otro ser.
Digiriéndolo, pues de lo contrario no se ensamblaría en la
inteligencia, sino que quedaría depositado en la memoria.
Asimilémoslo confiadamente y hagámoslo nuestro, a fin
de que su multiplicidad se convierta en unidad, de igual
manera como de muchos se hace un solo número, como se
reúnen en una sola suma otras cantidades pequeñas y
desiguales.
Haga esto nuestra alma: oculte todos los elementos de
que se ha nutrido y muestre solamente lo que, a base de
aquellos, ha sabido elaborar. Y aunque surja el parecido
con alguien que haya penetrado profundamente en tu
admiración, quiero que te le parezcas como un hijo, no
como un retrato: el retrato es cosa muerta. ¿Pues qué? ¿No
tiene que reconocerse de quién imitamos el estilo, el
razonamiento, las sentencias? Creo que a veces ni se
puede reconocer, cuando es una gran mentalidad la que,
habiendo tomado las ideas de su modelo escogido, les
presta el cuño de su forma para que tiendan a la unidad.
¿No compruebas cuántas voces forman un coro? Y, con
todo, de todas ellas no resulta sino una. Una es aguda, otra
grave, otra intermedia; las voces de mujer se unen con las
de hombre, las flautas acompañan el conjunto: cada una de
estas voces queda ahogada y sólo se percibe la de todos.
Hablo del coro tal como lo conocieron los antiguos
filósofos. En nuestros conciertos hay más cantores que
antiguamente en los teatros: todos los pasadizos aparecen
llenos de filas de cantores, la platea está rodeada de
trompetas y el proscenio resuena de flautas e instrumentos
de toda suerte; entonces, de sonidos tan diversos resulta
una armonía. Así querría que fuese nuestra alma; que
contenga muchas artes, muchos preceptos, muchos
ejemplos de las más diversas épocas, pero que todo tienda
a la unidad.
¿Cómo puede obtenerse esto?, me dirás. Con una
constante solicitud, no haciendo ni evitando nada que no
sea siempre bajo el consejo de la razón. Si quieres
escuchar a ésta, te dirá: deja por fin estas cosas que andas
persiguiendo: deja las riquezas, peligro o carga de sus
poseedores; deja las delicias del cuerpo y del alma, que
ablandan y enervan; deja la ambición, hinchada de
vacuidad, de vanidad, de viento, desconocedora de toda
medida, tan inquieta por los que tiene delante como por
los que tiene al lado, trabajada por la envidia, y por una
envidia doble. Harto comprendes cuán miserable es aquel
que envidia y es envidiado. ¿No ves las casas de los
potentados, aquel luchar de los visitantes cerca de los
umbrales? Muchas afrentas es necesario soportar para
penetrar en ellas; muchas más cuando ya lo has obtenido.
Pasa de largo ante las escaleras de los ricos y ante los
vestíbulos sostenidos sobre grandes terrazas; te pondrías
en la pendiente de un abismo, resbaladiza por añadidura.
Ven por este camino, por el que conduce a la sabiduría, en
busca de bienes tranquilísimos y abundantísimos. A todo
aquello que emerge por encima de las cosas humanas, por
más que sea pequeño y sólo se eleve por comparación con
las cosas más bajas, únicamente se va por senderos
difíciles y penosos. Escarpada es la vía que conduce a la
cima de la dignidad, pero si tomas gusto a ascender hasta
tal cima, a la cual rinde acatamiento la fortuna,
contemplarás por debajo de ti todas aquellas cosas tenidas
por más elevadas y llegarás a ella por un camino seguido.
Consérvate bueno.
SOBRE LA FELICIDAD
La felicidad verdadera
3. Busquemos algo bueno, no en apariencia, sino sólido
y duradero, y más hermoso por sus partes escondidas;
descubrámoslo. No está lejos: se encontrará; sólo hace
falta saber hacia dónde extender la mano; mas pasamos,
como en tinieblas, al lado de las cosas, tropezando con las
mismas que deseamos. Pero para no hacerte rodeos, pasaré
por alto las opiniones de los demás, pues es cosa larga
enumerarlas y refutarlas: oye la nuestra. Cuando digo la
nuestra, no me apego a alguno de los maestros estoicos:
también tengo yo derecho a opinar. Por tanto, seguiré a
alguno, pediré a otro que divida su tesis, tal vez también
después de haberlos citado a todos no rechazaré nada de lo
que decidieron los anteriores, y diré: “esto opino yo
también”.
Por lo pronto, de acuerdo en esto con todos los estoicos,
me atengo a la naturaleza de las cosas; la sabiduría
consiste en no apartarse de ella y formarse según su ley y
su ejemplo. La vida feliz es, por tanto, la que está
conforme con su naturaleza; lo cual no puede suceder más
que si, primero, el alma está sana y en constante posesión
de su salud; en segundo lugar, si es enérgica y ardiente,
magnánima y paciente, adaptable a las circunstancias,
cuidadosa sin angustia de su cuerpo y de lo que le
pertenece, atenta a las demás cosas que sirven para la vida,
sin admirarse de ninguna; si usa de los dones de la fortuna,
sin ser esclava de ellos.
Comprendes, aunque no lo añadiera, que de ellos nace
una constante tranquilidad y libertad, una vez alejadas las
cosas que nos irritan o nos aterran; pues en lugar de los
placeres y de esos goces deleznables y frágiles, dañosos
aun en el mismo desorden, nos invade una gran alegría
inquebrantable y constante, al mismo tiempo que la paz y
la armonía del alma, junto con la magnanimidad y la
dulzura; pues toda ferocidad procede de la debilidad.
Vivir según la naturaleza.
8. Es lo mismo, por tanto, vivir felizmente o según la
naturaleza. Voy a explicar qué quiere decir esto: si
conservamos con cuidado y sin temor nuestras dotes
corporales y nuestras aptitudes naturales, como bienes
fugaces y dados para un día, si no sufrimos su
servidumbre y no nos dominan las cosas externas; si los
placeres fortuitos del cuerpo tienen para nosotros el mismo
puesto que en campaña los auxiliares y las tropas ligeras
(tienen que servir, no mandar), sólo así son útiles para el
alma. Que el hombre no se deje corromper ni dominar por
las cosas exteriores y sólo se admire a sí mismo, que
confíe en su ánimo y esté preparado a cualquier fortuna,
que sea artífice de su vida. Que su confianza no carezca de
ciencia, ni su ciencia de constancia, que sus decisiones
sean para siempre y sus decretos no tengan ninguna
enmienda. Se comprende, sin que necesite añadirlo, que
un hombre tal será sereno y ordenado, y lo hará todo con
grandeza y afabilidad.
La verdadera razón estará inserta en los sentidos y
tomará allí su punto de partida; pues no tiene otra cosa
donde apoyarse para lanzarse hacia la verdad y volver a sí
misma. Y también el mundo que abarca todas las cosas,
Dios rector del universo, tiende hacia las cosas exteriores,
no obstante vuelve a sí totalmente de todas partes. Que
nuestra mente haga lo mismo; cuando ha seguido a sus
sentidos y se ha extendido por medio de ellos hasta las
cosas exteriores, sea dueña de éstas y de sí misma. De este
modo resultará una unidad de fuerza y de potencia, de
acuerdo consigo misma; y nacerá esa razón segura, sin
discrepancia ni vacilación en sus opiniones y
comprensiones, ni en su convicción. La cual, cuando se ha
ordenado y se ha acordado y, por decirlo así, armonizado
en sus partes, ha alcanzado el sumo bien. Pues nada malo
ni inseguro subsiste; nada en que pueda tropezar o
resbalar. Lo hará todo por su propia autoridad, y nada
imprevisto le ocurrirá, sino que todo lo que haga resultará
bien, fácil y diestramente, sin rodeos al obrar; pues la
pereza y vacilación acusan lucha e inconstancia. Por tanto,
puedes declarar resueltamente que el sumo bien es la
concordia del alma; pues las virtudes deberán estar allí
donde estén la armonía y la unidad; son los vicios los que
discrepan.