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HILARIO DE POITIERS
LA TRINIDAD
Búsqueda de Dios
I, 1. Cuando pretendo conocer el destino de la vida
humana conforme a la voluntad de Dios, - emane de la
misma naturaleza, o lo hayan averiguado los esfuerzos de
los sabios - puede afectarme algo digno del don divino, en
cuanto es capacidad de conocimiento; al mismo tiempo
que se me presentan situaciones que, en opinión de
muchos, parece que hacen la vida útil y deseable; y, sobre
todo, aquellas que, ahora y en todos los tiempos pasados,
los mortales han apreciado como las mejores, a saber, la
tranquilidad junto a la riqueza; pues una sin la otra suele
ocasionar daño en lugar de beneficio. Efectivamente, la
tranquilidad, asociada a la carencia de bienes es como un
destierro de la misma vida, y el desasosiego en la
opulencia acarrea una desgracia proporcionada a la
decepción con la que se añora lo que con un deseo más
intenso se aspira a disfrutar.
Pero aun cuando la tranquilidad y la riqueza contengan
los mayores y mejores atractivos de la vida, no parecen
diferir mucho del gozo habitual de los animales, porque
cuando recorren bosques muy ricos en pastos no sienten
fatiga alguna y engullen hasta la saciedad. Por lo tanto, si
consideramos que el mejor y más perfecto goce de la vida
humana estriba en el sosiego y en la prosperidad,
necesariamente este deseo ha de ser común, según la
naturaleza de cada uno, a nosotros y a todos los animales
irracionales; a todos éstos provee la naturaleza, con toda
abundancia y seguridad, de bienes hasta rebosar, para que
gocen con ellos sin la preocupación de obtenerlos.
2. Pero me parece que la mayoría de los hombres han
rechazado para sí y han censurado en los otros este modo
de vida insensato y propio de los animales por la única
razón de que, movidos por la misma naturaleza, creyeron
que era indigno del hombre el haber nacido sólo para
servir al vientre y a la indolencia, o considerar que el
lanzamiento a esta vida no implicaba esfuerzo alguno en
función de alguna proeza o compromiso en algo que
valiera la pena, o simplemente que el don de la misma
vida no sea un camino hacia la eternidad; pues, en tal caso,
no se la debería considerar como un don de Dios, ya que,
afligida por tan grandes angustias y abrumada con tantos
aprietos, terminaría por consumirse en sí misma desde la
ignorancia de la infancia hasta los trastornos de la vejez.
Por eso, se han propuesto las virtudes de la paciencia, de
la continencia y de la compasión, en palabras y
comportamientos, como instrumentos de sus buenas
acciones y rectos criterios; en otras palabras, la manera de
vivir bien. Se ha de creer en fin, que el Dios inmortal no
nos otorga la vida únicamente para morir, ya que nadie
puede imaginar a un donante generoso que conceda el
muy alegre sentimiento de la vida con objeto de que
suframos el tristísimo miedo de la muerte.
3. Nunca creí disparatada o inútil la opinión de quienes
creen que se ha de conservar la conciencia libre de toda
culpa y que todas las molestias de la vida humana se han
de prever con prudencia, evitar con reflexión o soportar
con paciencia; pero, con todo, tampoco los he estimado
maestros suficientemente idóneos para enseñar la manera
de vivir bien y con felicidad, pues alimentaron únicamente
criterios imprecisos y concordes con una apreciación
prosaica de la vida. La ignorancia de estas enseñanzas
caracteriza a los animales; pero no llevarlas a la práctica,
cuando ya se conocen, me parece que supera la crueldad
de la ferocidad animal. Mi alma pretendía no sólo
practicar aquello cuya dejadez le hubiera acarreado delito
y dolor, sino conocer a Dios, autor de don tan magnífico,
que la embargaba por completo y con cuyo servicio
pensaba ennoblecerse. En Él ponía toda su esperanza, y en
su bondad descansaba, como en puerto muy seguro y
familiar, pese a las abultadas desgracias de las
preocupaciones presentes. Mi alma se inflamaba en deseos
de entenderlo todo y de reconocerlo.
4. Muchos de aquellos maestros propalaban la existencia
de numerosas familias de dioses indeterminados, opinaban
que la naturaleza divina estaba dotada de un doble sexo,
masculino y femenino; y que los dioses nacen y se
engendran unos a otros. Otros enseñaban la existencia de
dioses superiores e inferiores, distintos según el poder.
Algunos negaban la existencia de dioses, y veneraban sólo
aquella naturaleza consistente en movimientos y
encuentros fortuitos. Sin embargo, la gran mayoría
afirmaba, según opinión generalizada, que existe un dios,
pero negligente y despreocupado de los asuntos humanos.
Hubo quien adoraba incluso las formas corporales y
visibles de las criaturas en los elementos terrenos y
celestes. Otros, en fin, consideraban como sus dioses
imágenes de hombres, de animales, de fieras, de aves y de
serpientes, y confinaban al Señor del universo y padre de
la inmensidad en la concreción del metal, de la piedra y de
la madera. En consecuencia, no merecían la más mínima
credibilidad como maestros de la verdad, aquellos que con
ridiculeces vergonzosas y descabelladas, disentían, incluso
entre sí, defendiendo opiniones tan insensatas en torno a
las creencias.
Entre tanta confusión, mi alma estaba inquieta,
esforzándose en seguir el camino primordial y útil para
conocer a su Señor; pensaba que la indiferencia ante las
realidades creadas no era digna de Dios, y entendía que su
naturaleza, poderosa e incorruptible, no era compatible
con el sexo de los dioses y la sucesión de generaciones y
nacimientos. Tenía además por cierto que lo divino y
eterno no puede ser más que uno e indiferenciado, porque
aquello que es el fundamento de su propio ser no podía
dejar fuera de sí nada que no concerniera a su misma
excelencia; por eso llegaba a pensar que la omnipotencia y
la eternidad no pueden estar más que en un mismo ser,
porque no sería congruente que en la omnipotencia
hubiera algo más fuerte y algo más débil, y en la eternidad
algo posterior y algo anterior, pues en Dios no se ha de
venerar más que la eternidad y la potencia.
Descubrimiento de la Escritura y sentimiento de Dios
5. Mientras meditaba interiormente estas cosas y otras
muchas parecidas, di con aquellos libros que, según la
tradición de la religión hebrea, habían sido escritos por
Moisés y los profetas. En ellos se encontraba lo siguiente
en boca del propio Dios creador, que daba testimonio de sí
mismo: Yo soy el que soy; y de nuevo: Esto dirás a los
hijos de Israel: “El que es me ha enviado a vosotros”. Me
encantó esa definición de Dios tan clara y perfecta, que
aludía a la naturaleza divina, imposible de comprender,
pero con palabras tan adaptadas a la inteligencia humana.
Pues se comprende que no haya nada más propio de Dios
que el ser, porque el ser mismo no es propio de quien
alguna vez acaba ni del que ha empezado. Pero aquello
que es eterno en el poder de su felicidad incorruptible, ni
ha podido ni podrá alguna vez dejar de existir, pues todo
lo que es divino no está sometido ni a la destrucción ni al
comienzo. Y como de nada carece la eternidad de Dios en
sí misma, con toda propiedad manifiesta escuetamente qué
es, como demostración de su eternidad incorruptible.
6. Me parecía la palabra de aquel que dice: Yo soy el que
soy, era suficiente para indicar su infinitud, pero teníamos
que entender la obra de su magnificencia y de su poder.
Pues siéndole propio el “ser”, porque permanece siempre
y no ha comenzado a existir alguna vez, se ha oído acerca
de él esta palabra, digna del Dios eterno e incorruptible: El
que sostiene el cielo con la palma de su mano, y la tierra
con su puño; y también: El cielo es mi trono y la tierra el
escabel de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis o cuál será
el lugar de mi descanso? ¿Acaso no hizo esto mi mano?
Todo cuanto hay en el cielo está sostenido por la mano de
Dios; y todo lo que hay en la tierra se encierra en su puño.
Pero la palabra de Dios, aunque aprovecha para la recta
inteligencia de la fe, tiene, con todo, una mayor
significación cuando se medita con el entendimiento que
cuando se percibe con el oído, pues el cielo, encerrado en
la palma de su mano, es, a su vez, el trono de Dios, y la
tierra misma, que se contiene en su puño, es el escabel de
sus pies. Cuando se habla del trono y del estrado, no
podemos entender la extensión de una forma corpórea en
la posición de quien está sentado, pues lo mismo que le
sirve de trono y de estrado, lo abarca aquella misma
potente infinitud al encerrarla en la palma y el puño, sino
que con la comparación sacada de todas estas criaturas se
ha de reconocer a Dios como inmanente y trascendente a
ellas, lo que más las sobrepasa y lo que les es más interior,
y a la vez, lo que todo lo abarca y todo lo penetra. Con la
palma de la mano y con el puño, que todo lo contiene,
manifiesta su poder sobre la naturaleza exterior, y el trono
y el estrado expresan que las cosas exteriores están
sometidas al que está dentro de ellas, pues Dios está
dentro de las cosas exteriores a él, y a la vez encierra
desde fuera todas las cosas interiores. Y así, él mismo en
su totalidad, abarca todo lo que está dentro y fuera de él;
como infinito, no está lejos de nada, ni nada que no esté
dentro de él, ya que es infinito.
Con estos piadosos pensamientos acerca de Dios se
deleitaba mi alma, ocupada en el esfuerzo por alcanzar lo
verdadero. Y no consideraba nada comparable a la
dignidad de Dios, exceptuando quizá que él está más allá
de nuestra posibilidad de conocimiento de las cosas; de
modo que en la misma medida en que la mente infinita se
extienda hasta el límite de alguna idea, aunque sea sólo
una conjetura, igualmente la infinitud de la eternidad sin
límites excederá toda infinitud de la naturaleza que
pretenda abarcarla. Y que nosotros podamos con respeto
entenderlo, nos lo confirma de modo manifiesto el profeta,
cuando dice: ¿A dónde iré lejos de tu aliento o a dónde
escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; si
me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta
el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha.
No hay ningún lugar sin Dios, ni ninguno en que no esté
Dios. Está en los cielos, está en el abismo, está allende los
mares. Está dentro de todo como algo interior, todo lo
trasciende como exterior. Del mismo modo que contiene
es contenido; no hay ninguna cosa en la que esté sin estar
en todas.
7. Aunque el alma gozara en el sentimiento de esta
magnífica e inexplicable comprensión, ya que veneraba en
su Padre y Creador la infinitud de la eternidad inmensa, no
obstante, con su afán todavía más intenso buscaba la
misma visión de su Señor infinito y eterno, hasta el punto
de pensar que la inmensidad incircunscripta se debía
contener en alguna expresión que permitiera conocer su
hermosura. Y cuando mi espíritu creyente se empeñaba en
estas cosas con su débil criterio, recibió por la voz de los
profetas esta bellísima sentencia acerca de Dios: Por la
grandeza de las obras y la hermosura de las creaturas se
reconoce como consecuencia al Creador de las
generaciones. El Creador de las cosas magníficas está en
las sublimes y el autor de lo que es hermoso está en su
misma hermosura. Y si su obra rebasa ya nuestra
capacidad, necesariamente el autor de la misma ha de
rebasar con mucho todo pensamiento.
Por lo tanto, hermoso es el cielo, el aire, el mar y el
universo entero, que, a causa de su belleza, parece
llamarse con propiedad, como les gusta también a los
griegos, cosmos, es decir, mundo. Nuestra mente, por su
instinto innato, capta esta belleza de las cosas, de tal modo
que, como sucede también en ciertas clases de aves y
animales, no puede expresar con palabras lo que entiende,
ya que la palabra queda por debajo del pensamiento;
mientras, por otra parte, toda palabra proviene de la mente,
y ésta se habla a sí misma con comprensión; si esto es así,
¿no es preciso que el Señor de esta misma belleza sea
considerado más hermoso que toda ella? Y aunque la
manifestación de su eterna hermosura escape a la
capacidad de toda inteligencia, ¿no permite su belleza que
nos formemos, con nuestra capacidad de entender, una
opinión acerca de ella? Por lo tanto, se ha de afirmar que
Dios es la absoluta belleza, de tal manera que su
comprensión rebasa nuestra capacidad, pero no queda
fuera de nuestras posibilidades de entenderla.
8. MI alma, absorta en el esfuerzo por llegar a estos
piadosos pensamientos y doctrinas, descansaba como en
un retirado lugar de observación de estas bellísimas ideas.
Y veía con claridad que su naturaleza no le había ofrecido
ninguna otra cosa con la que pudiera prestar a su Creador
un servicio y un homenaje mayor que éste: reconocer sólo
que su ser es tan grande que se le pueda creer, pero no se
le puede entender, ya que la fe incluye la comprensión de
la verdad sobre Dios que le es necesaria, pero la infinitud
del poder eterno desborda toda inteligencia.
9. En la base de todas estas cosas había un sentimiento
innato, según el cual alimentaba la profesión de la fe una
cierta esperanza en una felicidad incorruptible, que la
creencia irreprochable acerca de Dios y las buenas
costumbres merecían como recompensa de una campaña
victoriosa. Pues no hubiera significado ninguna ventaja el
pensar bien acerca de Dios en el caso de que la muerte
hiciera perecer toda conciencia humana y la aniquilara el
ocaso de la naturaleza que se desmorona. Por lo demás, la
misma razón me persuadía de que no era cosa digna de
Dios haber traído al hombre a esta vida y haberle hecho
partícipe de la sabiduría y de la prudencia con la seguridad
de que iba a dejar de vivir y morir por la eternidad; de esta
manera aquel que no existía sería traído al mundo sólo
para dejar de existir una vez estuviera en él; pero
solamente puede entenderse como razón de ser de nuestra
oración el que empezara a existir lo que no era, no el que
dejase de existir lo que había empezado a ser.
De la fe del Unigénito a la paz del corazón
10. Pero mi alma se inquietaba, en parte por el temor por
sí misma, en parte por el del cuerpo. Conservaba su firme
convicción acerca de Dios con sincera confesión de fe y
tenía, a la vez, un cuidado ansioso por sí misma y por el
cuerpo en el que habitaba, destinado, según creía, a
perecer con ella; pero después de haber conocido la ley y
los profetas, conoció del mismo modo los principios de la
doctrina evangélica y apostólica: En el principio existía la
Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra
era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todas
las cosas fueron hechas por medio de ella y sin ella nada
fue hecho. Lo que se ha hecho en ella es vida, y la vida era
la luz de los hombres, y la luz luce en las tinieblas, y las
tinieblas no la acogieron. Había un hombre enviado por
Dios cuyo nombre era Juan. Este vino para dar
testimonio, para que diera testimonio de la luz. No era él
la luz, sino que debía dar testimonio de la luz. (La
Palabra) era la luz verdadera que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo. Estaba en el mundo, y el mundo
fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos
los que la recibieron les dio poder de convertirse en hijos
de Dios, a todos aquellos que creen en su nombre; los
cuales no han nacido de la sangre ni de voluntad de
varón, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó
entre nosotros; y hemos visto su gloria, gloria como de
unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
La mente rebasa las fronteras de lo que es comprensible
a las facultades naturales, y recibe una enseñanza acerca
de Dios superior a lo que se imaginaba. Aprende que su
Creador es Dios de Dios. Escucha que la Palabra es Dios y
que estaba al principio junto a Dios. Entiende que es la luz
del mundo que permanece en el mundo y que no ha sido
reconocida por el mundo. Conoce que no ha sido recibida
por los suyos cuando ha venido a su casa y que los que la
reciben han llegado a ser hijos de Dios como recompensa
a su fe; y que éstos no han nacido de abrazo carnal, ni de
la generación de la sangre, ni del placer corporal, sino de
Dios. Conoce, por último, que la Palabra se ha hecho
carne y ha habitado entre nosotros y que su gloria ha sido
contemplada; la cual, siendo la del Hijo único del Padre,
es perfecta con gracia y verdad.
11. Aquí la mente temerosa y ansiosa encuentra ya más
esperanza de lo que creía. En primer lugar se prepara para
el conocimiento de Dios Padre. Y lo que antes pensaba
acerca de la eternidad, infinitud y belleza de su Creador
por su capacidad natural, lo comprende ahora como propio
también del Dios unigénito; y ello sin ensanchar la fe
como si fuese en dos dioses, porque oye que es Dios que
procede de Dios; sin caer en la afirmación de diversidad
de naturaleza en el Dios que procede de Dios, puesto que
ha aprendido que el Dios de Dios está lleno de gracia y
verdad; y sin considerar al Dios de Dios como posterior,
porque está seguro de que en el principio era Dios junto a
Dios. Comprende después que es muy rara la fe en este
conocimiento salvador, pero que constituye el mayor
beneficio posible, porque los suyos no lo recibieron, y los
que lo recibieron han sido elevados a la dignidad de hijos
de Dios no por el nacimiento carnal, sino por el de la fe.
Que el ser hijos de Dios no es una necesidad, sino una
posibilidad, ya que, una vez que el regalo de Dios ha sido
ofrecido a todos, no se obtiene a causa de la condición de
los padres, sino que la voluntad lo alcanza como
recompensa. Y para que la posibilidad que a todos se da de
ser hechos hijos de Dios no fuera obstaculizada en alguno
a causa de la debilidad de su fe vacilante – ya que es de
por sí difícil esperar angustiosamente lo que se desea más
que se cree -, el Dios Palabra se ha hecho carne para que,
por medio del Dios Palabra hecho carne, la carne se
elevara hasta ser Dios Palabra. Y para que se diera a
conocer que la Palabra hecha carne no era cosa distinta
del Dios Palabra y que tampoco dejaba de tener carne de
nuestro cuerpo, habitó entre nosotros; y al habitar entre
nosotros no es una cosa distinta de Dios, mientras que, a
su vez, Dios que se ha hecho carne no se ha convertido en
nada distinto de nuestra carne; en su condescendencia de
asumir la carne no queda privado de lo suyo, ya que, como
unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad, es
perfecto en lo suyo y verdadero en lo nuestro.
12. Mi mente recibió con alegría esta enseñanza del
misterio de Dios al elevarse a Dios por medio de la carne;
por la fe había sido llamado a un nuevo nacimiento y se le
había concedido la posibilidad de obtener la regeneración
celeste; y al conocer el cuidado que por él tiene su Padre y
Creador, pensaba que no había de ser reducido a la nada
por aquel mismo por el cual había venido a ser de la nada
lo que es. Juzgaba que estas cosas están más allá de la
capacidad de la inteligencia humana, porque el modo
común de razonar es incapaz de entender los designios
divinos, y piensa que sólo tiene existencia lo que por sí
mismo puede entender o lo que por sí puede probar. Pero
las acciones de Dios, en la magnificencia de su poder
eterno, no las hacía depender de la propia experiencia,
sino de la infinitud de la fe; de modo que no porque no lo
entendiese dejaba de creer que Dios estaba en el principio
junto a Dios y que la Palabra hecha carne había habitado
entre nosotros; más bien me daba cuenta de que podría
entenderlo si tenía fe.
13. Y para que no fuera impedido por ningún error de la
prudencia mundana para la profesión creyente de esta fe
firmísima, fui enseñado por la palabra de Dios expresada
por el Apóstol: Mirad que nadie os despoje mediante la
filosofía y el vano engaño, según la tradición de los
hombres, según los elementos del mundo y no según
Cristo; porque en él habita corporalmente toda la plenitud
de la divinidad. En el cual también habéis sido
circuncidados con una circuncisión no hecha con la mano,
con el despojo de vuestro cuerpo carnal, sino con la
circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo,
en el cual también habéis resucitado por la fe en la acción
de Dios, que lo resucitó de entre los muertos. Y a vosotros
que estabais en vuestros pecados y en la incircuncisión de
vuestra carne, os vivificó con él, os ha perdonado todos
vuestros pecados, destruyendo la declaración de culpa
con sus prescripciones contra nosotros, que nos era
adversa, y la suprimió clavándola en la cruz cuando fue
despojado de su carne; y exhibió públicamente las
potestades y triunfó sobre ellas con la confianza en sí
mismo (Col 2, 8-15).
Una fe perseverante rechazó las cuestiones capciosas e
inútiles de la filosofía, y así, la verdad no se ofreció como
botín a la falsedad, sucumbiendo ante los engaños de la
insensatez humana. La fe no quiere encerrar a Dios en los
límites del sentir de la inteligencia ordinaria, ni juzgar con
los criterios del mundo acerca de Cristo, en el que habita
corporalmente la plenitud de la divinidad; y puesto que en
él la infinitud del poder eterno, la potencia de la eterna
infinitud sobrepasa todo lo que una mente terrena puede
abarcar, Cristo, al atraernos a su naturaleza divina, no nos
encerró en la observancia de los preceptos carnales ni nos
instruyó mediante la sombra, que es la ley, para el ritual de
la circuncisión corporal, sino que quiso que nuestro
espíritu, circuncidado de los vicios por la purificación de
los pecados, nos liberase de los impulsos propios de
nuestro cuerpo. Desea que seamos sepultados con él en su
muerte en el bautismo para que volvamos a la vida de la
eternidad; y puesto que la regeneración para la vida eterna
es la muerte a esta vida y muriendo a los vicios renacemos
a la inmortalidad, él mismo murió por nosotros, siendo
inmortal, para que a partir de la muerte fuéramos
levantados, juntamente con él, a la inmortalidad. Asumió
la carne de pecado para perdonarnos los pecados en la
asunción de nuestra carne, ya que se hizo partícipe de ella
al asumirla, no por el pecado. Destruyó con su muerte la
sentencia de muerte para abolir, con la nueva creación del
género humano realizada en sí mismo, el anterior decreto
de condena. Permitió que lo crucificaran con la maldición
de la cruz para crucificar y dejar olvidadas las maldiciones
de nuestra condenación terrena. Padeció, por último, en su
humanidad para humillar a las potestades enemigas; pues,
según las Escrituras, tenía que morir como Dios para que
también sobre estas potestades triunfase la confianza en sí
mismo del vencedor; pues él, al ser inmortal y no poder
ser derrotado por la muerte, murió para dar la vida eterna a
los mortales.
Todas estas cosas que Dios ha hecho, que sobrepasan la
inteligencia de la naturaleza humana, no pueden ser
entendidas con la capacidad natural de nuestras mentes, ya
que la obra de una eternidad infinita exigiría, para ser
comprendida, una inteligencia infinita; y, por consiguiente,
el que Dios se haya hecho hombre, el inmortal haya
muerto, el eterno haya sido sepultado, cae fuera del orden
de la inteligencia, son hechos excepcionales del poder de
Dios; y, a su vez, no es cuestión de buen juicio humano,
sino de la fuerza divina, que Dios provenga del hombre; el
inmortal, del que ha muerto; el eterno, del sepultado. En
virtud de su muerte, somos conresucitados en Cristo por
Dios. Y puesto que en Cristo habita la plenitud de la
divinidad, tenemos, por una parte, una referencia a Dios
Padre, que nos resucita en el que ha muerto, y a Cristo
Jesús, que ha de ser confesado como Dios en la plenitud
de su divinidad.
La fe en Cristo animaba al agraciado con el ministerio
episcopal
14. Su espíritu, alegre por la esperanza y consciente de
su seguridad, descansaba en esta tranquilidad, hasta el
punto de no temer la llegada de la muerte, pues la
apreciaba como camino para la eternidad. No estimaba
agobiante ni penosa la vida en este cuerpo, sino que la
comparaba a lo que supone la formación a los niños, la
medicina a los enfermos, la posibilidad de nadar a los
náufragos, la instrucción a los adolescentes, el servicio
militar a los mandos del ejército; o sea, lo que supone la
tolerancia de la vida actual respecto al premio de la futura
inmortalidad feliz. Esta misma actitud la venía adoptando
desde siempre todo agraciado con el ministerio sacerdotal
para comunicar su fe a los demás, en redoblado tesón por
facilitar la salvación a todos.

Herejes más destacados concernientes a Cristo:


Sabelianos y arrianos
15. Pero entre tanto surgieron algunos espíritus de impía
temeridad, sin esperanza para sí mismos y crueles con los
demás; de aquellos que reducen la poderosa naturaleza de
Dios a los límites de la debilidad de la suya. No querían
elevarse hasta el infinito para juzgar acerca de las cosas
infinitas, sino que encerraban lo que no tiene límites en las
fronteras de su pensamiento; querían ser para sí mismos
los jueces sobre la fe, cuando el ejercicio de la religión es
asunto de obediencia. No se acordaban de lo que ellos
mismos eran, despreciaban las cosas de Dios, querían
enmendar sus preceptos.
16. Y para no hablar de los restantes esfuerzos estúpidos
de los herejes, acerca de los cuales, con todo, no
callaremos cuando el orden de nuestro discurso nos dé
ocasión, diré que algunos falsifican de tal modo el misterio
de la fe cristiana, que, basándose en que sólo la confesión
de un solo Dios es ortodoxa, niegan el nacimiento del Dios
unigénito, como si hubiera una extensión hacia el hombre
del ser divino y no un descenso, y aquel que fue Hijo del
hombre según la carne asumida en el tiempo, no hubiera
sido antes siempre y fuera ahora Hijo de Dios, no ha
tenido lugar en él un nacimiento de Dios, sino que es el
mismo que procede del mismo. Afirman que el Padre se
ha extendido a sí mismo como Hijo hasta la Virgen, de tal
modo que la sucesión que lleva de Dios tal como es en sí
mismo hasta la carne permita mantener la fe inviolable en
el Dios uno.
Otros, por el contrario – puesto que no hay ninguna
salvación sin Cristo, que al principio, junto a Dios, era el
Dios Palabra -, niegan su nacimiento y confiesan sólo su
creación, y como no admiten el origen verdadero de Dios,
enseñan una noción falsa de creación, fingiendo
genéricamente la fe en un único Dios sin excluir
explícitamente a Cristo en el misterio. Pero sustituyen su
verdadero origen por la palabra y la fe en la creación, y así
separan (a Cristo) del único Dios verdadero, pues una
criatura subordinada no puede pretender para sí la
perfección de la divinidad que no le ha otorgado el
verdadero origen.
17. Se enardeció mi alma en el deseo de responder a la
locura de estos herejes pensando lo saludable que para ella
había sido no sólo haber creído en Dios, sino también en
Dios como Padre; y no haber esperado sólo en Cristo, sino
en Cristo como Hijo de Dios; y no en una criatura, sino en
el Dios creador nacido de Dios. Por eso nos aprestamos a
confundir con las enseñanzas proféticas y evangélicas el
delirio y la ignorancia de estos herejes que, con el pretexto
de la confesión de un solo Dios, en verdad la única
salvadora y conforme a la verdadera fe, o niegan que
Cristo sea el Dios nacido o sostienen que no es el
verdadero Dios; así, la creación de una criatura poderosa
deja dentro del Dios uno el misterio de la fe, porque el
pensar en el nacimiento de Dios lleva la religión de los
que así lo confiesan fuera de la fe en el Dios único.
Pero nosotros, enseñados por Dios, ni anunciamos dos
dioses y tampoco un dios solitario, y en la confesión de
Dios Padre y de Dios Hijo aduciremos este razonamiento,
sacado del anuncio de los profetas y del Evangelio que
uno y otro son en nuestra fe una sola cosa, pero no uno
solo; y confesamos que uno y otro no son el mismo, ni que
haya un ser intermedio entre el Dios verdadero y el falso,
ya que el nacimiento no permite que el Dios nacido de
Dios sea el mismo que este último, ni tampoco que sea una
cosa distinta.
18. Y vosotros, a quienes impulsó leer el fervor de la fe
y el afán por la verdad, ignorada por el mundo y por los
sabios del mundo, es necesario que recordéis que las
opiniones sin peso ni consistencia de las mentes terrenas
han de ser rechazadas y que todas las estrecheces del
pensamiento imperfecto han de ser abiertas por el deseo
creyente de aprender. Los espíritus regenerados necesitan
nuevos modos de razonar para que cada uno sea iluminado
por su conciencia según el don que viene del cielo. Ante
todo, como advierte el santo Jeremías, se deben tener ideas
firmes, gracias a la fe, sobre la sustancia divina, para que
quien va a oír hablar acerca de la sustancia de Dios dirija
su pensamiento hacia aquello que es digno de la sustancia
divina y no se deje guiar por ningún otro modo de pensar,
sino por su infinitud. Es más, aquel que es consciente de
que ha sido hecho partícipe de la naturaleza divina, como
dice el bienaventurado apóstol Pedro en su segunda carta,
no ha de medir la naturaleza de Dios por las leyes de su
propia naturaleza, sino que ha de apreciar las
manifestaciones divinas según la excelencia del testimonio
que Dios ha dado acerca de sí mismo. El mejor lector es
aquel que espera recibir de las palabras mismas el sentido
de lo que se dice más que imponérselo, que retiene más
que añade y no obliga a que parezca que está en los textos
lo que él antes de su lectura presumía que había de
entender.
Por lo tanto, cuando hablamos acerca de las cosas de
Dios, reconozcamos a Dios el conocimiento de sí mismo y
sometámonos a su palabra con piadosa reverencia. Es un
testigo adecuado de sí mismo aquel que no es conocido
más que a través de sí mismo.
19. Si nosotros, al hablar de la naturaleza de Dios y de
su nacimiento, aducimos a modo de ejemplo algunas
comparaciones, que nadie crea que contienen en sí la
perfección de un razonamiento acabado. No hay
comparación posible de las cosas terrenas con Dios, pero
la debilidad de nuestra inteligencia obliga a buscar algunas
imágenes de las cosas inferiores que pueden servirnos de
indicio de lo que son las cosas superiores, de modo que
con el estímulo de las cosas que por costumbre nos son
familiares podamos ser llevados, a partir de la experiencia
de nuestro pensamiento, a la idea de aquello que no
acostumbramos a experimentar.
Así, pues, toda comparación se ha de considerar como
útil al hombre más que adecuada a Dios, porque insinúa
más que hace entender completamente aquello de que se
trata; no se crea tampoco que al compararlas se piensa que
la naturaleza carnal y la espiritual, la de lo invisible y la de
lo tangible, son equiparables, pues la comparación que se
entiende como necesaria a la debilidad de la humana
inteligencia está también libre del reproche de la
insuficiencia del ejemplo empleado. Por lo tanto,
continuamos hablando de Dios con las palabras de Dios,
pero llenando nuestro pensamiento con la imagen de
nuestras cosas.
“Forma” humana glorificada
V.17. Los misterios de la misericordia divina no
destruyen la verdad de la naturaleza, pero tampoco la
manifestación sensible, que se adapta a la visión de la fe,
elimina la fe de los santos, pues los misterios de la ley
prefiguran el misterio de la revelación evangélica, de tal
modo que el patriarca ve y cree lo que el Apóstol
contempla y anuncia. Pues como la ley es sombra de las
cosas futuras, la apariencia exterior de la sombra expresa
la verdad del cuerpo. Y Dios es reconocido, creído y
adorado en el hombre, aquel que en la plenitud de los
tiempos debía ser engendrado como hombre. Pues él,
cuando se aparece, asume el aspecto de la realidad
prefigurada. Pero entonces Dios sólo se apareció como
hombre, no había nacido como tal; luego nació también
como se había aparecido. Para conocer la realidad de su
nacimiento ayuda la familiaridad con el aspecto exterior
que asumió para ser visto. Entonces la apariencia de
hombre es asumida por Dios para aparecerse de modo
adaptado a la debilidad de nuestra naturaleza; ahora, a
causa de la debilidad de nuestra naturaleza, nace como se
había aparecido. La sombra adquiere un cuerpo; la
apariencia, realidad; la visión, existencia. Pero Dios no
experimenta ningún cambio cuando se nos aparece como
hombre o cuando nace, con características semejantes en
el nacimiento y en la aparición; en la forma en que ha
nacido se apareció, y se apareció como iba a nacer.
Y porque todavía no había llegado el momento de
comparar los evangelios y los profetas, seguiremos por
ahora el orden establecido basándonos en la ley.
Demostraremos después por los evangelios que el
verdadero Hijo de Dios nació como hombre; por ahora
enseñaremos, a partir de la ley, que el que se apareció a los
patriarcas bajo apariencia humana es el Hijo de Dios, Dios
verdadero. Pues, dado que se apareció a Abraham como
hombre, fue adorado como Dios y proclamado como juez;
y, dado que el Señor hizo llover de parte del Señor, no hay
duda de que las palabras “el Señor hizo llover de parte del
Señor” las ha dicho la ley para designar al Padre y al Hijo;
y, por otra parte, no se ha de pensar que el patriarca
ignorase que adoraba como Dios verdadero a aquel que
adoraba creyéndolo Dios.
IX, 38. En virtud de la economía de la asunción de la
carne y por obediencia del que se despoja a sí mismo de la
forma de Dios, Cristo, nacido como hombre, asumió para
sí una nueva naturaleza, no con perjuicio de su naturaleza
y fuerza divinas, sino por el cambio de su modo de ser.
Pues, despojándose a sí mismo de la forma de Dios, había
recibido, al nacer como hombre, la forma de siervo; pero
esta asunción de la carne no afectó a la naturaleza del
Padre, con la que él está naturalmente unido; y la nueva
condición que asume en el tiempo, aunque él permanecía
en la fuerza de la naturaleza divina, había perdido, a la vez
que la forma de Dios y por cuanto respecta a la humanidad
asumida, la unidad de la naturaleza divina. Pero en esto
está el culmen de la economía de salvación, en que el Hijo
entero, es decir, como hombre y como Dios, en virtud de
la condescendencia de la voluntad del Padre, estuviera
unido a la naturaleza del Padre y que mientras permanecía
en el poder de la naturaleza divina permaneciera también
en el modo de ser de esta naturaleza, pues esto es lo que se
otorga al hombre: el poder ser Dios. Pero el hombre
asumido no podía en ningún modo existir en la unidad con
Dios si no llegaba a la unidad de naturaleza con él en la
unión con la divinidad; y por el hecho de que el Dios
Verbo existía en la naturaleza de Dios, también la Palabra
hecha carne podía, a su vez, existir en la naturaleza de
Dios, y así el hombre Jesucristo podía estar en la gloria de
Dios Padre si la carne estaba unida a la gloria de la
Palabra; entonces la Palabra hecha carne podía volver a la
unidad de la naturaleza del Padre también en cuanto
hombre, porque la carne asumida había alcanzado la gloria
de la Palabra. El Padre le debía devolver su unidad con él
mismo para que el Hijo que había nacido de su naturaleza
volviera a ser glorificado en él. Porque la novedad de la
economía de salvación había puesto un obstáculo a la
unidad, y ésta no podía ser tan perfecta como antes si no
era glorificada junto al Padre la carne asumida.
39. Y por esto, después de haber preparado antes en tal
medida la inteligencia para comprender esta verdad de fe
al decir: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único
Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo, añadió
Jesús, refiriéndose a la obediencia ejercida en su
encarnación: Yo te he glorificado sobre la tierra, he
llevado a cabo la obra que me diste para que la hiciera. Y
después, para hacernos comprender el mérito de su
obediencia y el misterio de la economía de salvación,
añadió: Y ahora, glorifícame, Padre, junto a ti mismo con
la gloria que tenía junto a ti antes de que el mundo
existiese.
El que niegue que Cristo existe en la naturaleza divina y
no crea que es inseparable y no diferente del único Dios
verdadero, explique la lógica de esta petición: Y ahora
glorifícame, Padre, junto a ti mismo. ¿Cuál es la razón de
que el Padre le glorifique junto a sí mismo? ¿O cuál es el
sentido de esta palabra? ¿O qué efectos se deducen de este
sentido? El Padre no necesita la gloria y no se ha
despojado de su forma de gloria. ¿Cómo entonces ha de
glorificar al Hijo junto a sí mismo, y además con aquella
gloria que el Hijo tuvo junto a él antes de la creación del
mundo? Pero ¿qué significa “tener junto a él”? Pues no
dice: “La gloria que tenía antes de que existiese el mundo
cuando estaba junto a ti”, sino: la gloria que tenía junto a
ti. “Estar junto a ti” significa, simplemente, su ser
subsistente, pero tener junto a ti revela el misterio de su
naturaleza. Porque glorifica junto a ti no es lo mismo que
glorifícame, pues no pide simplemente ser glorificado de
modo que venga a poseer como propio algo de gloria, sino
que ruega ser glorificado por el Padre junto a él mismo.
Pues para que pudiera existir en la unidad con el Padre
como había estado antes, el Padre le había de glorificar
junto a sí, porque la unidad de la gloria había desaparecido
por la obediencia propia de la encarnación. Con otras
palabras: pide volver a existir, en virtud de la
glorificación, en aquella naturaleza según la cual era uno
con el Padre por el misterio de su nacimiento divino, y ser
así glorificado por el Padre junto a él mismo; así iba a
continuar teniendo lo que poseía antes junto a él y la
asunción de la forma de siervo no le iba a apartar de la
naturaleza propia de la forma de Dios; pues el mismo que
había estado antes en la forma de Dios, estaba entonces en
la forma de siervo. Y ya que la forma de siervo debía ser
glorificada para que se convirtiera en forma de Dios, debía
ser glorificada junto a aquel en cuya forma debía ser
glorificada la condición propia de la forma servil.
41. Y porque Dios ha sido glorificado en el hijo del
hombre que es también Hijo de Dios, veamos qué es lo
que se añade en tercer lugar: Si Dios ha sido glorificado
en él, también Dios lo glorificó en sí mismo. Pregunto:
¿qué misterio es el que se halla aquí oculto? Dios,
glorificado en el hijo del hombre, glorifica en sí al Dios
glorificado. En el hijo del hombre está la gloria de Dios y
Dios glorifica en sí la gloria de Dios en la gloria del hijo
del hombre. El hombre, ciertamente, no es glorificado por
sí mismo. Pero, por otra parte, el Dios que es glorificado
en el hombre, aunque reciba la gloria, no es una cosa
distinta de Dios. Pero ya que, al haber sido glorificado el
hijo del hombre, el Dios que glorifica a Dios lo glorifica
en sí mismo, llego a la conclusión de que la gloria de la
naturaleza humana ha sido asumida en la gloria de la
naturaleza del que glorifica la naturaleza del hombre, pues
Dios no se glorifica a sí mismo, sino que glorifica en sí
mismo al dios glorificado en el hombre. Y por el hecho de
glorificar en sí mismo, aunque no se glorifique a sí mismo,
asume la naturaleza que glorifica en la gloria de su propia
naturaleza. Y puesto que el Dios que glorifica a Dios
porque ha sido glorificado en el hombre, lo glorifica en sí
mismo, muestra que aquel Dios al que ha glorificado
habita en él mismo, puesto que en sí mismo lo glorifica.
Glorificación suprema de la” forma” humana
XI, 37. Los evangelios no se callan sobre la gloria de su
cuerpo que ahora reina, pues está escrito como palabra del
Señor: “En verdad os digo que hay algunos de los que
aquí están que no gustarán la muerte hasta que vean venir
al hijo del hombre en su reino”. Y sucedió después de seis
días que Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, su
hermano, y los llevó aparte, a un monte elevado. Y Jesús
se transfiguró ante ellos; su rostro se puso resplandeciente
como el sol y sus vestidos se hicieron como la nieve. La
gloria del cuerpo que iba a su reino se mostró a los
apóstoles, pues el Señor apareció en el modo de su
transformación gloriosa, manifestando la gloria de su
cuerpo real.
38. Y promete a los apóstoles la comunión con esta
gloria suya, diciendo: Así será en la consumación del
tiempo: el hijo del hombre enviará a sus ángeles, que
recogerán de su reino todos los escándalos y a los que
obran la iniquidad, y los arrojará al horno de fuego; allí
será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos
brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga
oídos que oiga. ¿Acaso no tienen todos los oídos naturales
y corporales abiertos para oír lo que se dice, para que haya
sido necesaria esta advertencia del Señor para que
escuchen? Pero el Señor revela el conocimiento del
misterio, y por eso pide que se oiga la doctrina de la fe. En
la consumación del tiempo se eliminarán de su reino los
escándalos. Tenemos, por lo tanto, al Señor que reina en la
gloria de su cuerpo hasta que se quiten los escándalos. Y
vemos también que nosotros seremos hechos conformes
con la gloria de su cuerpo en el reino del Padre, brillando
con una claridad como la del sol; con esta gloria, el Señor,
transfigurado en el monte, mostró a los apóstoles cómo es
su reino.
39. Cristo entregará, por lo tanto, el reino al Padre no de
modo que al entregarlo pierda su poder, sino que nosotros,
hechos semejantes a la gloria de su cuerpo, seremos el
reino de Dios, pues no dice: “Entregaré su reino”, sino:
Entregará el reino, es decir, nos entregará a nosotros,
convertidos en reino de Dios por la glorificación de su
cuerpo. Y también a nosotros nos llevará al reino, según lo
que se ha dicho en los evangelios: Venid, benditos de mi
Padre; poseed el reino preparado para vosotros desde la
creación del mundo.
Por lo tanto, los justos brillarán como el sol en el reino
de su Padre, pues el Hijo entregará a Dios como su reino a
aquellos a los que llamó al reino, a los que también
prometió la felicidad de este misterio, diciendo:
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios. Así, pues, al reinar apartará los escándalos,
y entonces brillarán los justos como el sol en el reino del
Padre, pues entregará el reino a Dios Padre, y entonces
aquellos que habrá entregado como reino a Dios verán a
Dios. Y él mismo ha declarado de qué reino se trata al
decir a los Apóstoles: En vosotros está el reino de Dios.
Por lo tanto, entregará el reino siendo rey: Cristo ha
resucitado de entre los muertos como primicias de los que
duermen; porque por un hombre vino la muerte, y por un
hombre la resurrección de los muertos. Todo lo que se
dice acerca de esta cuestión trata del misterio del cuerpo,
porque Cristo es la primicia entre los muertos. Y sepamos
cuál es el misterio de la resurrección de Cristo de entre los
muertos por lo que dice el Apóstol: Acuérdate de que
Cristo Jesús, de la estirpe de David, ha resucitado de
entre los muertos; enseña, por tanto, que la muerte y la
resurrección afectan sólo al designio divino por el que el
Hijo es carne.
40. En este mismo cuerpo glorioso, que es ya suyo, reina
hasta que, una vez aniquilados los principados y derrotada
la muerte, somete a sí mismo a sus enemigos. Y el Apóstol
ha seguido esta norma: habla de eliminación para los
principados y potestades, de sumisión para los enemigos.
Y una vez estén éstos sometidos, se someterá al que todo
se lo somete, es decir, a Dios, para que Dios lo sea todo
en todas las cosas, cuando la naturaleza de la divinidad
del Padre sea comunicada a la naturaleza del cuerpo
humano asumido. Por este medio, Dios lo será todo en
todas las cosas, porque el mediador de Dios y los hombres,
que por el misterio de la encarnación procede de Dios y
del hombre, pues tiene, gracias a la encarnación, lo que es
propio de la carne, por su sumisión recibirá en todos los
aspectos lo que es de Dios, para que no sea Dios en parte,
sino enteramente Dios; pues no hay otra razón para la
sumisión más que ésta, que Dios lo sea todo en todas las
cosas, sin que ningún resto de la naturaleza del cuerpo
terreno permanezca en él; de tal manera que si antes tenía
dos naturalezas, ahora es solamente Dios; pero no porque
el cuerpo haya sido rechazado, sino porque ha sido
transformado por la sumisión; no ha sido eliminado por
disolución, sino cambiado por la glorificación; con la
adquisición de la humanidad para sí mismo en cuanto Dios
y no con la pérdida de la divinidad a causa de la
humanidad; y se somete no para dejar de existir, sino para
que Dios lo sea todo en todas las cosas; en el misterio de
su sumisión continúa siendo lo que no es, su ser no será
abolido de manera que vaya a carecer de existencia.
COMENTARIO AL EVANGELIO DE MATEO
Germen de la inmortalidad
4. 10. Vosotros sois la sal de la tierra. Si la sal se
desvirtúa no sirve para salar. La sal, en lo que yo creo, no
es propiedad de la tierra. Entonces, ¿cómo es que los
apóstoles han sido denominados sal de la tierra? Antes de
nada, hay que buscar la propiedad de los términos,
propiedad que destacará la función de los apóstoles y la
naturaleza misma de la sal. La sal es un elemento que
contiene agua y fuego, elementos concentrados en ella; y
estas dos sustancias forman una sola realidad. De aquí se
deduce la utilidad única a la humanidad, dando
incorruptibilidad a los cuerpos que hubieren sido
previamente rociados de sal; también es muy apta para
procurar todo tipo de condimentación. Siendo esto así, los
apóstoles son los predicadores de las realidades celestes y
los sembradores de eternidad, impartiendo la semilla de
inmortalidad a todos los cuerpos que hubieren sido
previamente salados con su palabra, y – siendo Juan el
testigo supremo – les comunicaron la perfección mediante
el misterio del agua y el fuego. Con razón, pues, se les
llama sal de la tierra debido a la eficacia de su enseñanza,
ya que conservan los cuerpos para la eternidad gracias a
un tipo de salazón. No obstante, la naturaleza de la sal es
siempre la misma, sin posibilidad de modificarse. Pero
como el hombre está sometido al cambio y no encuentra la
felicidad más que perseverando hasta el final en todas las
obras de Dios, el que los ha llamado sal de la tierra, los
invita a permanecer en la virtud del poder que les ha
transmitido, no sea que se desvirtúen y ya no salen, que,
incluso, hayan perdido el sentido del sabor recibido y no
sean capaces de comunicar la vida a lo que está
desazonado y que, arrojados de las arcones de la Iglesia,
los pisoteen los que pasan por allí.
11. Vosotros sois la luz del mundo. La naturaleza de la
luz es esclarecer el día por todos los lugares por donde la
luz circula y, cuando penetra en el interior oscuro de una
casa, disipar las sombras para que predomine la claridad.
Por eso, el mundo, apartado del conocimiento de Dios,
estaba sumergido en las sombras de la ignorancia; pero los
apóstoles le inyectaron la luz del saber; y desde entonces
el conocimiento de Dios luce y, los corpúsculos
insignificantes de sus personas, doquiera se presentan,
abastecen de luz en las tinieblas.
12. No puede ocultarse una ciudad construida en un
monte, y no se encienda una lámpara para meterla en una
vasija. Llama ciudad a la carne que había asumido,
porque, como una ciudad consiste en una variedad y gran
número de habitantes, de igual modo en él, la naturaleza
del cuerpo que había asumido contiene en cierta manera la
agrupación de todo el género humano. Y es así como
nuestra agrupación en él hace que sea una ciudad y que
nosotros, mediante la unión a su carne, seamos los
moradores de la ciudad. Además, ya no puede ocultarse,
pues, como está situada en la cima de la elevación de
Dios, provoca la admiración por sus obras, ofreciéndose a
la contemplación y comprensión de todos.
13. Pero, igualmente, una lámpara no se enciende para
colocarla debajo de una vasija. ¿Qué sentido tiene el tapar
un foco luminoso? Mas la vasija ha servido al Señor como
comparación apropiada para aplicarla a la Sinagoga que,
recogiendo sólo para ella misma los frutos que ha
producido, mantenía inalterable el nivel de las
observancias. Pero ahora, con la venida del Señor, ha
quedado privada de toda clase de beneficios, y ya no es
capaz de mantener oculta la luz. Esta es la razón por la
cual la lámpara de Cristo no puede encerrarse en una
vasija ni ocultarla bajo la tapadera de la Sinagoga, sino
que, colgada del madero de la Pasión, ha de ofrecer la luz
eterna a los moradores de la Iglesia. Con una luz parecida
también los apóstoles están invitados a ser focos de luz,
para que admirando sus obras, se dé gloria a Dios y ya no
haya que buscar la gloria en los hombres; y que nuestro
comportamiento espontáneo, aunque no nos demos cuenta
de ello, brille en presencia de aquellos con quienes
vivimos.
Verdadera transformación
5. 9. Mirad los pájaros del cielo, ni siembran ni amasan
en sus graneros; pero vuestro Padre celestial los alimenta.
¿No valéis vosotros más que ellos? Bajo el nombre de
pájaros se evocan los espíritus impuros para exhortarnos a
no preocuparnos de ganar y amontonar sino de
contentarnos con lo que se nos da para vivir, la sustancia
que dimana del poder de la sabiduría eterna. Y para
recalcar la alusión a los espíritus inmundos, añade: ¿No
valéis vosotros más que ellos?, mostrando, a partir de la
ventaja indicada en una comparación, la diferencia entre la
perversidad y la santidad.
10. Además, ¿quién de entre vosotros puede añadir un
palmo a su estatura? Y del vestido, ¿por qué os
preocupáis? La lección extraída de los espíritus ha servido
para afianzar la confianza en nuestra sustancia vital; y en
lo referente a la condición de nuestro estado futuro se nos
ha remitido a merced de una comprensión común. Porque,
efectivamente, debe reanimar la variedad de todos los
cuerpos que han exprimido la vida para componer el único
hombre, acabado y perfecto, y que es el único capaz de
añadir a la talla de cada uno, dos o tres palmos, ¡cuántos,
dada la incertidumbre acerca de los vestidos, o sea, del
aspecto de los cuerpos, ultrajaremos al que debe aumentar
bastante la talla de los cuerpos humanos para hacer iguales
y uniformes a todos los hombres!
11. Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no se
afanan ni hilan; y sin embargo, os digo que ni Salomón en
todo su esplendor se vistió como uno de ellos. Los lirios
no trabajan ni hilan y Salomón no se ha vestido con su
gloria, precisamente él, el gran profeta, cuya sabiduría que
tanto estimaba, le merecía el favor de Dios. Pero los lirios
crecen y no se les cubre. Una cobertura es un vestido
corporal, no el cuerpo mismo. Si nos referimos a lo que
capta una mente humana, el mismo color del lirio podría
rivalizar al esplendor de cualquier vestido. Pero por el lirio
que no trabaja ni hila hay que comprender que se designa
el destello de los ángeles celestes, a los que Dios ha hecho
revestir del resplandor de la gloria, aunque no a causa del
conocimiento de una ciencia humana o como salario de su
trabajo, de modo que no se les atribuya nada que provenga
de un trabajo o de un arte personal. Y como en la
Resurrección los hombres serán semejantes a los ángeles,
ha querido que nosotros aguardemos a ser revestidos de la
gloria celeste a ejemplo del resplandor de los ángeles.
Ahora bien, existe la materia de una comparación muy
adecuada a la sustancia celeste de los ángeles en la
naturaleza de la planta evocada aquí. Cuando, de hecho,
estando en flor, ella se desprende del pie de su raíz
retenida en tierra, oculta la virtud de su naturaleza; en ese
momento se piensa que se ha secado, pero, cuando llega su
momento, se viste de nuevo con el honor de su lirio. Pues
de sí misma extrae su flor y se reproduce; y lo que ella es,
no podría atribuírselo a su raíz ni a la tierra, a pesar de que
la savia que la levante provenga de ella. De la misma
manera, a ejemplo de este verdegueo estacional, la
naturaleza humana rivaliza con la energía de la substancia
celeste, puesto que es tan sólo, de lo que ella ha puesto en
depósito en el interior de ella misma, el hontanar de su
alimento para producir su flor. Si, pues, los lirios no
trabajan ni hilan, es porque las energías angélicas reciben
de la condición original que al comienzo han alcanzado, la
garantía de existir siempre.
Antropología dinámica, individual y colectiva
10. 22. No penséis que he venido a traer paz a la tierra.
No he venido a traer la paz, sino la espada. Porque he
venido a separar al hijo de su padre, a la hija de su
madre, a la nuera de su suegra; los enemigos de cada uno
serán los de su casa. ¿Qué es esta división? Porque entre
los primeros preceptos de la Ley encontramos éste: Honra
a tu padre y a tu madre. Y el mismo Señor dice: Os doy mi
paz; os dejo mi paz. ¿A qué viene eso del envío de una
espada a la tierra, la separación entre el hijo y su padre, la
hija y su madre, la oposición de la nuera con la suegra, la
hostilidad manifiesta de un varón con los miembros de su
familia? A partir de ahí, pues, una garantía oficial se
ofrecerá a la impiedad. Abundan los odios, las guerras, la
espada del Señor atiza su furor entre el padre y su hijo,
entre la hija y su madre. E incluso a este mismo propósito
Lucas refiere estas palabras: De ahora en adelante estarán
divididos los cinco miembros de una familia, tres contra
dos, y dos contra tres. La familia que crea el parentesco en
una casa ¿no puede dilatar el círculo de sus relaciones? O
una prescripción debida a circunstancias críticas ¿requería
que cinco miembros en una casa estuviesen divididos?
Entonces, habrá que inquirir el significado de esta espada
enviada a la tierra, la propiedad de los nombres, la razón
de ser de la cifra cinco, por qué hay que dividir tres contra
dos y dos contra tres y en qué medida uno tiene por
enemigos a los miembros de su familia.
23. Ante todo urge explicar el objeto de cada detalle de
esta paradoja en su conjunto, lo que captamos mejor y lo
que nos ayuda a la idea que precede y que sigue. La
espada es el arma más afilada; de esta suerte desciframos
en ella la rectitud del poder, el rigor del juicio y el castigo
de los pecadores. Y el nombre de esta arma designa, bajo
la garantía repetida de los profetas, la predicación del
Evangelio nuevo. Nos acordaremos pues que en esta
espada se designa la palabra de Dios; o sea, la espada de la
Palabra, que enviada a la tierra, mediante su enseñanza ha
calado en los cuerpos de los hombres. Es ella la que divide
a los cinco miembros de una familia, tres contra dos y dos
contra tres. Pero en el hombre sólo encontramos tres
elementos: el cuerpo, el alma y la voluntad. Y si el alma
ha sido entregada al cuerpo, la facultad de
responsabilizarse libremente uno u otra se debe a la ley
que rige la voluntad. Pero se trata de una situación que no
se constata más que en la primera pareja modelada por
Dios y cuya raíz de haber nacido se debe a un acto
creador, no a una transmisión de una vida procedente de
otra parte. Además, como consecuencia del pecado y de la
increencia de nuestro primer padre, las generaciones
sucesivas han comenzado a tener el pecado por padre de
nuestro cuerpo, y la increencia por madre de nuestra alma.
Realmente procedemos de estos dos, a raíz de la
transgresión de nuestro primer padre, pero a cada uno de
ellos se le agrega su querer específico. De esta manera,
hay ahora cinco personas en una casa: el pecado padre del
cuerpo, la increencia madre del alma y la libertad de la
voluntad que, con su intervención, se arroga el varón la
totalidad para sí en virtud de una especie de derecho
conyugal. Ella tiene por suegra a la increencia que nos
acoge a nosotros, y que, al nacer de ella, nos vemos
alejados de la fe y del respeto a Dios; y finalmente,
atrapados entre la increencia y el placer, somos rehenes
mediante la ignorancia de Dios en la seducción de todos
los vicios.
24. Cuando en estas condiciones, nos vemos renovados
por el baño del bautismo, gracias al poder del Verbo, nos
arrancamos la raíz de los pecados, nos separamos de
nuestros causantes, y, escindidos por una especie de
ablación debida a la espada de Dios, rompemos con los
dictámenes de nuestro padre y de nuestra madre,
despojando al hombre viejo con sus pecados y su
increencia; nos renovamos en cuerpo y alma por el
Espíritu, y aborrecemos nuestros comportamientos
conformes a la costumbre de nuestras viejas raíces. Y
porque el cuerpo mismo, mortificado por la fe, pese a
subsistir todavía en su propia materia, comienza a
participar en la naturaleza del alma, salida del hálito de
Dios, gracias a la unión que se va fraguando entre ellos
por la acción del Verbo. Entonces al comenzar un vida en
sintonía con el alma, o sea, a ser espiritual como ella y a
participar ambos en la libertad de la voluntad, que se
encuentra separada ya de su suegra, es decir, de la
increencia, cede todos sus derechos; de esta suerte lo que
era libertad de la voluntad pasa a ser potencia del alma.
Pero se produce en la única casa una grave discordia, y el
hombre nuevo tendrá por enemigos a los de su familia,
porque, separado de ellos por el Verbo de Dios, se alegrará
fijar su morada, en su interior como en su exterior, me
refiero al alma y al cuerpo, en la novedad del Espíritu.
Pero las propiedades innatas que remontando a la vieja
estirpe desean detenerse en lo que proporciona placer, la
carne original, el alma original y su libre poder, serán
separados para ser dos, a saber, el alma y el cuerpo del
hombre nuevo, en adelante con una sola y única voluntad;
y los tres separados estarán sometidos a los dos que
superan para dominar en el nombre de la novedad del
Espíritu. Por eso, los que hayan preferido en su amor la
adhesión en nombre de los miembros de su familia serán
indignos de los bienes futuros.
Frente a la identidad de Cristo
16. 4. De camino hacia la región de Cesarea de Filipo,
Jesús preguntó a sus discípulos (Mt 16,13). En la serie de
sus palabras y de sus actos, procura a sus discípulos un
conocimiento más esclarecido de sí mismo y establece una
especie de diseño razonado de inteligencia de lo que él es.
Ahora bien, la fe verdadera e inviolable quiere que, del
Dios eternidad, - puesto que siempre ha tenido un Hijo,
goza desde siempre del título y del derecho de Padre;
pues, de no haber el Hijo, tampoco se daría el Padre - ha
procedido Dios Hijo que goza de la eternidad que procede
de la eternidad de su Padre; y ha nacido de la voluntad de
aquel cuya potencia y poder implicaban que él naciera. El
Hijo de Dios es pues Dios de Dios, Dios único en los dos,
pues ha recibido la divinidad – theoteta, en latín deitas –
de su Padre eterno, del que ha procedido naciendo. Ha
recibido lo que era y el Verbo ha nacido a la vez eterno y
nacido, porque lo que es nacido en él no es otra cosa que
lo que es eterno.
5. Siendo esto así, la perfecta la confesión apunta a que
ha tomado un cuerpo y que se ha hecho hombre, porque,
como la eternidad ha recibido un cuerpo de nuestra
naturaleza, es necesario reconocer que la naturaleza de
nuestro cuerpo puede adquirir la virtualidad de la
eternidad. Así, porque el soberano bien reside en esta fe,
pide a los discípulos lo que los hombres decían que era él,
el Hijo del hombre, añade, pues la idea derivada de la
confesión de fe, es que se olvide que es Hijo del hombre,
como es Hijo de Dios, porque una de las dos expresiones
sin la otra no reporta esperanza alguna para la salvación.
6. Después que se le hubiese expuesto las opiniones
humanas, divergentes respecto a su persona, les pregunta
qué opinan ellos sobre él. Pedro respondió: Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo. Pero Pedro había sopesado la
cláusula de la pregunta planteada, pues el Señor había
dicho: ¿Quién dice la gente que soy yo, el Hijo del
hombre? Con toda seguridad la vista de su cuerpo
manifestaba al Hijo del hombre, pero añadiendo: ¿Quién
dicen que soy?, hizo comprender que además de lo que se
veía en él, había algo más que presentir, pues era Hijo del
hombre. ¿Qué opinión pretendía que tuvieran sobre su
persona? Creemos que no era la que habían expresado en
opinión de otros; sino la que debía emerger del misterio, y
que debía extenderse como objeto de fe a todos los
creyentes.
7. La confesión de Pedro obtuvo una merecida
recompensa por haber visto en el hombre al Hijo de Dios.
Es dichoso y enaltecido por haber alzado su mirada por
encima de las consideraciones humanas, no fijándose en la
apariencia de la carne y de la sangre, sino contemplando al
Hijo de Dios revelado por el Padre celeste, y juzgado
digno de reconocer el primero lo que en Cristo era de
Dios. ¡Oh feliz fundamento que otorga a la Iglesia un
nuevo título y una piedra digna para su edificación, y
capaz de triturar las leyes del infierno, las puertas del
Tártaro y todas las prisiones de la muerte! ¡Oh dichoso
portero del cielo, a cuyo criterio le han entregado las
llaves de la eternidad! Su sentencia en esta vida garantiza
la suerte en el cielo, de manera que lo que ha sido atado o
desatado en la tierra corresponda en el cielo a un estatuto
de idéntica condición.
8. Además manda a los discípulos que no digan a nadie
que él mismo es el Cristo, pues era necesario que otros, es
decir, la Ley y los profetas, testimoniaran de su Espíritu,
mientras que el testimonio de la Resurrección es propio de
los apóstoles. Y al mismo tiempo que se ha manifestado la
dicha de los que conocen a Cristo en el Espíritu, se deja
claro el peligro de renegar de su humildad y de su pasión.
9. Como había enseñado que se necesitaba ir a Jerusalén,
sufrir mucho de parte de los ancianos del pueblo, de los
escribas y de los príncipes de los sacerdotes hasta morir y
resucitar luego al tercer día, Pedro le agarró diciéndole:
Lejos de ti, Señor; eso no sucederá. Pero él se revolvió y
dijo a Pedro: ¡Apártate de mí, Satán, eres para mí un
escándalo! Si es un don de Dios el reconocer a Cristo
como Dios en el Espíritu, es una artimaña diabólica no
reconocer a Cristo en el hombre. En el mismo riesgo
incurriría el que afirmara que no es cuerpo sin ser Dios o
que no es Dios sin ser cuerpo. Sin embargo el cuerpo de
esta carne no cuenta para Dios en la eternidad del Espíritu,
aunque la raíz de la salvación humana es Cristo en su
cuerpo físico, porque lo asumió de la naturaleza humana.

TRATADO SOBRE EL SALMO 14


Cimiento de nuestro edificio: Cristo
4. El primero y más importante escalón que ha de
ascender el que tiende a las cosas celestiales es habitar en
esta tienda y allí – apartado de las preocupaciones
seculares y abandonando los negocios de este mundo –
vivir toda la vida, noche y día, a imitación de muchos
santos, que jamás se apartaron de la tienda.
Bajo el nombre de “monte” – sobre todo tratándose de
cosas celestiales -, hemos de imaginar lo más grande y
sublime. ¿Y hay algo más sublime que Cristo? ¿Algo más
excelente que nuestro Dios? “Su monte” es el cuerpo que
asumió de nuestra naturaleza y en el que ahora habita,
sublime y excelso sobre todo principado y potestad y por
encima de todo nombre. Sobre este monte está edificada la
ciudad que no puede permanecer oculta, pues como dice el
Apóstol: Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya
puesto, que es Jesucristo. Por consiguiente, como los que
son de Cristo han sido elegidos en el cuerpo de Cristo
antes de que existiera el mundo, y la Iglesia es el cuerpo
de Cristo, y Cristo es el cimiento de nuestro edificio así
como la ciudad edificada sobre el monte, luego Cristo es
aquel monte en el que se pregunta quién podrá habitar.
5. En otro salmo leemos de este mismo monte: ¿Quién
puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el
recinto sacro? Y lo corrobora Isaías con estas palabras: Al
final de los días estará firme el monte de la casa del
Señor, y dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la
casa del Dios de Jacob”. Y de nuevo Pablo: Vosotros os
habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo,
Jerusalén del cielo. Ahora bien, si toda nuestra esperanza
de descanso radica en el cuerpo de Cristo y si, por otra
parte, hemos de descansar en el monte, no podemos
entender por monte más que el cuerpo que asumió de
nosotros, antes del cual era Dios, en el cual era Dios y
mediante el cual transformó nuestro cuerpo humilde,
según el modelo de su cuerpo glorioso, con tal que
clavemos en su cruz los vicios de nuestro cuerpo, para
resucitar según el modelo del suyo.
A él, en efecto, se asciende después de haber
pertenecido a la Iglesia, en él se descansa desde la
sublimidad del Señor, en él seremos asociados a los coros
angélicos cuando también nosotros seamos ciudad de
Dios. Se descansa, porque ha cesado el dolor producido
por la enfermedad, ha cesado el miedo procedente de la
necesidad, y gozando todos de plena estabilidad, fruto de
la eternidad, descansarán en los bienes fuera de los cuales
nada se pueda desear.
Por eso a la pregunta: Señor, ¿quién puede hospedarse
en tu tienda y habitar en tu monte santo?, responde el
Espíritu Santo por el profeta: El que procede
honradamente y practica la justicia. En la respuesta, pues,
se nos dice que el que procede honradamente y vive al
margen de cualquier mancha de pecado es aquel que,
después del baño bautismal, no se ha vuelto a manchar con
ningún tipo de inmundicia, sino que permanece
inmaculado y resplandeciente. Y es una gran cosa
abstenerse de pecado, pero todavía no es éste el descanso
que sigue al camino recorrido: en la pureza de vida se
inicia el camino, pero no se consuma. De hecho el texto
continúa: Y practica la justicia. No basta con proyectar el
bien: hay que ejecutarlo; y la buena voluntad no basta con
iniciarla: hay que consumarla.

COMENTARIO AL SALMO 118


La creación del hombre
10. 1. Suele pensarse que, la criatura mejor lograda de
entre todas las obras terrenas de Dios es el hombre, no hay
otra tan esplendorosa; aunque admitamos obras tan bellas
y magníficas que manifiesten la grandeza de quien ha
creado semejantes bellezas, ellas son incapaces de gozar
por sí mismas de su esplendor, de su apariencia y de su
armonía. Nos referimos a las obras que están a la vista, a
saber, las criaturas que permanecen en la tierra, en el mar,
en los aires, y que se aparean unas con otras según sus
especies y sus naturalezas. Ahí cifran su belleza; pero en
fin ¿qué provecho sacan las mismas criaturas por el hecho
de haber sido creadas de esta manera en los océanos, en la
tierra, en el cielo o los aires? Sin embargo, el hombre, por
lo que es, saca provecho de todo lo que le constituye. Es el
único ser en esta tierra que ha sido formado con una razón,
una inteligencia, un criterio, y con sentimientos; madurará
con todas estas propiedades que le caracterizan, si las
aplica en conformidad con su naturaleza para conocer y
venerar al que es el autor y el padre que tanto le ha
agraciado.
2. Por eso, se comprende el acierto admirable de las
palabras de Salomón: Un hombre es algo grande, y un
hombre pleno de misericordia vale mucho; pero hay que
encontrar un hombre fiel. En efecto, ¿qué hay más difícil?
Es tarea tan ardua como encontrar un hombre que se
acuerde que ha sido hecho según la imagen y la semejanza
de Dios, y que, aplicado al estudio de las palabras divinas,
conozca la explicación de su alma y de su cuerpo,
comprenda el origen y la naturaleza de uno y otro, sepa, en
fin, a que meta tienden su creación y su origen. Por esto
mismo el hombre es algo grande. Pero pierde su nombre
de hombre cuando cae en los vicios, porque abandona el
conocimiento de las cualidades que acabamos de recordar,
por eso en adelante es juzgado indigno de llevar el nombre
de hombre y de haber sido hecho según la imagen y la
semejanza de Dios; más aún, según los reproches de los
profetas y del Evangelio, ahora su nombre es serpiente,
raza de víboras, caballo, mulo, zorro, mientras se le retira
su nombre propio, cuando ha perdido su inocencia.
3. Pero el hombre fiel que se aplica a escrutar la
enseñanza de Dios y sus preceptos y que,
comprometiéndose a una vida intachable, quiere
dignificarse en el hecho de haber sido creado según la
imagen y la semejanza de Dios, podrá también recurrir a
las palabras del profeta, que dice: Tus manos me hicieron y
me prepararon. En algunos manuscritos leemos: Tus
manos me hicieron y me formaron; dame inteligencia y yo
aprenderé tus mandamientos. Y sin duda, hay que pensar
que esto no está escrito a la ligera, porque no bastaba que
el profeta dijera: Tus manos me han hecho, sin añadir: Me
han modelado o me han preparado. Por eso,
comprendiendo el honor de su condición, el profeta ha
querido mostrar la dignidad particular de su origen
diciendo ante todo: Tus manos me han formado.
4. Reconocemos que se ha realizado la creación del
mundo mediante la palabra, pues está escrito: Que la luz
exista, que el firmamento exista, que aparezca la tierra
firme, que la tierra produzca hierba trayendo semilla
según su especie, que en el firmamento haya luminarias,
que de las aguas salgan los reptiles con alma viviente. Por
tanto, toda realidad a partir de la cual o en la cual el
cuerpo del universo entero ha sido creado arranca de una
declaración y comienza a configurarse, como vemos, a
partir de una palabra de Dios. Pero respecto al hombre,
Dios habló en estos términos: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y a nuestra semejanza. De este modo, la
naturaleza y el origen del hombre se distinguen de la
constitución de todo el resto de la creación; la creación del
hombre en particular es el resultado de una deliberación y
de un compromiso, mientras que las demás criaturas han
recibido la orden de existir sin deliberación. El origen del
hombre posee pues la dignidad particular de haber sido el
objeto de una disquisición previa.
5. Pero también esta palabra del profeta que nos ocupa
aquí incluye un magnífico privilegio en el origen del
hombre. Porque no son las manos del Señor las que han
hecho los diferentes tipos de animales terrenos y marinos
o las aves; en ninguna parte lo dice la Escritura. También
esto supone un destacado honor para el hombre, por el
mero hecho de distinguirse de los demás seres en la
dignidad de su creación. Ahora bien, en lo que se refiere al
afianzamiento del cielo, leemos en otra parte: Soy yo quien
por mi mano he afianzado el cielo. La creación del
hombre es pues comparable a la de este elemento, porque
se recuerda que ha sido, también él, afianzado por la
mano; el hombre, sin embargo, lo ha sido por las manos.
Una obra así hecha por las dos manos vale más que el
trabajo realizado por una sola mano; y lo que es suficiente
para la consistencia del cielo, no basta en el caso de la
condición humana. Pero, es necesario comprender por qué
el profeta dice que ha sido hecho por las manos, y no sólo
hecho, sino también modelado o preparado.
6. La creación de los restantes elementos ha comenzado
y se ha realizado en el tiempo mismo en que recibían la
orden de existir y en ningún momento se separa su
comienzo de su perfeccionamiento; o sea, que en su
comienzo se ha iniciado su perfección. Pero el hombre,
puesto que lleva en sí una naturaleza interior y una
naturaleza exterior en desacuerdo una con la otra, y que
está constituido por dos elementos reunidos en uno solo
formando un ser vivo dotado de razón, ha tenido un
comienzo en dos etapas. Pues ya se dijo en un primer
momento: Hagamos al hombre a nuestra imagen y a
nuestra semejanza; luego, en un segundo momento: Dios
recogió polvo de la tierra y modeló al hombre.
7. La primera obra no procede de otra naturaleza
precedente. Esta realización, cuyo comienzo es el
resultado de una decisión deliberada, es incorporal; pues
es hecha a imagen de Dios. No es la imagen de Dios,
porque la imagen de Dios es el primogénito de toda la
creación, sino a la imagen, es decir, que tiene los
caracteres de la imagen y de la semejanza. Un elemento
divino e incorporal debía estar fundamentado en lo que
entonces era hecho siguiendo la imagen de Dios y su
semejanza; es decir, que una especie de reproducción de la
imagen de Dios y de su semejanza se ha grabado en
nosotros. Por consiguiente, la primera característica de
esta substancia razonable e incorporal de nuestra alma es
que ella ha sido hecha a la imagen de Dios. Pero, ¡qué
diferencia entre la ejecución de la segunda obra y la
primera realización! Dios ha recogido polvo de la tierra.
Recoge polvo y una materia terrestre adquiere la forma de
hombre, o es preparada para serlo; y, pasando de un
estado a otro, es transformada por el trabajo y la habilidad
de un artífice. Primero no recogió, sino que hizo; luego, no
hizo, sino que recogió, y es entonces cuando formó o
preparó.
8. Los dos aspectos pueden ser legítimamente admitidos,
porque disponemos de las dos maneras de consignar el
acontecimiento, ya como una formación en vistas a hacer
aparecer lo que es, o sea, el aspecto físico, o bien como
una preparación en vistas al resultado así presentado. E
insufló en él un hálito de vida, y el hombre llegó a ser
alma viviente. El hombre, por tanto, ha sido preparado o,
si se quiere, formado por esta insuflación, que el hálito
insuflado sellaría una alianza entre naturaleza del alma y
el cuerpo en vistas a una cierta perfección de la vida. San
Pablo reconoce en sí mismo una doble naturaleza, puesto
que según el hombre interior, se complace en la ley, y que
ve en sus miembros otra ley que le hace cautivo bajo la ley
del pecado. Por tanto, lo que es hecho conforme a la
imagen de Dios concierne a la dignidad del alma. Lo que
es formado a partir de la tierra marca el origen de su
dimensión física y de su naturaleza. Y como se constata
que Dios se ha dirigido a una segunda persona cuando
dijo: Hagamos al hombre, o como se reconocen tres fases
de la misma perfección en la creación y la formación del
hombre – “concebido” a imagen de Dios, “formado” a
partir de la tierra y “animado” en vistas a vivir por la
insuflación del hálito -, por estas razones, el profeta
atestigua que ha sido hecho y formado por las manos, y no
solamente por la mano, puesto que en su creación,
reconoce la acción de alguien que no estuvo solo y que al
mismo tiempo muestra que se trató de una obra en tres
momentos.
9. El profeta, que reconoce un asunto muy oscuro y
difícil de descifrar la manera cómo ha sido formado por
las manos de Dios, se expresa, pese a todo, para que
dispongamos de una razón segura y adecuada: Dame
inteligencia, y aprenderé tus mandamientos. Habla como
si los ignorase, y, como si no hubiese todavía adquirido la
inteligencia; e implora que se le conceda. Hay quien se
atreve – no me refiero a los hombres de Iglesia, sino a
sofistas de las naciones – a tratar el tema de la creación de
la naturaleza humana; incluso nosotros nos vanagloriamos
de haber entendido en qué consiste una vida recta y
perfecta. Pero, siguiendo el ejemplo de nuestro profeta, lo
que necesitamos es aprender a confesar nuestra ignorancia
de las realidades divinas, e implorar la inteligencia de
aquéllas otras que ignoramos. Lo mejor, sin duda, es que
pidamos a Dios mediante la oración, la ciencia de los
mandamientos celestes y el reconocimiento de la debilidad
y pobreza de nuestro espíritu. En fin, siguiendo al Apóstol,
la gracia más destacada es el don de la sabiduría; luego
sigue, el don de ciencia. Es la razón por la cual el profeta
ha respetado este orden cuando decía: Dame inteligencia,
y yo aprenderé tus mandamientos. Ha suplicado tener la
inteligencia por encima de todo; después, la ciencia.
Tu Palabra es una lámpara para mis pasos
14. 1. La vida y el pensamiento permanecen en el error
o, más bien, en la noche de la inconsciencia, mientras que,
mancillados por sus contactos con la carne, se han
mantenido en el abismo de la ignorancia, a causa de la
pesadez de la naturaleza con la que están mezcladas.
¿Cuándo el hombre conocerá por sí mismo la causa y la
razón de su origen? ¿Cuándo sabrá cuál es el fruto de su
vida, cuál la condición de su esperanza, y el camino que le
garantiza un porvenir? Porque nadie es tan insensato e
ignorante para creer que su nacimiento lo destina a lo que
era cuando no existía, de suerte que después de nacer no
sería otra cosa que nada. Habrá que acordarse, pues, que la
bondad de Dios nos ha traído a la vida y que no sería
conforme a su bondad alimentar esta forma de maldad
consistente en eliminar nuestro nacimiento, que es don
suyo. Pero el profeta, merecedor de conocer las realidades
celestes y accediendo, por el don de Dios y de su palabra a
la luz del conocimiento, se mantiene como guía, para
seguir en el bien y en la inocencia, a quien es la luz
verdadera y que esclarece a todo hombre.
2. Encauza, pues, la ignorancia de su vida por las sendas
de la inteligencia, gracias a una luz que enfoca delante de
él; por eso dice: Tu Palabra es una lámpara para mis
pasos. Sabe, que a menos de ser iluminado por la palabra
de Dios, no puede soportar estas tinieblas del cuerpo y esta
noche del mundo. Sabe que por todas partes hay piedras
de tropiezo, redes de trampas, fosas en donde están
dispuestos los cepos. Efectivamente, lo mismo que al salir
por la noche llevamos en nuestras manos una linterna, nos
fijamos donde ponemos los pies, prestamos atención a
cada uno de ellos y nos servimos de la luz que
proyectamos delante de nosotros; de la misma manera,
cada cual dispone de la palabra de Dios, que es como una
lámpara, y que permanece en cada uno para ayudarle en
todos sus pasos y comportamientos. Dado que el conjunto
de la enseñanza celeste es para nosotros un guía para la
ruta de la vida y, como una linterna, hay que llevarla por
delante en esta noche del mundo, cuando actuamos,
pensamos o hablamos, a fin de que nos sirva en todas
nuestros acciones.
3. El Señor en el Evangelio nos invita a no dejar sin
empleo ni utilidad esta lámpara de sus preceptos
diciéndonos: Nadie pues enciende una lámpara y la
coloca debajo de una vasija. ¿Para qué sirve, pues, una
lámpara si se tapa con un cacharro? No ofrece servicio
más que en el interior del espacio que la cubre. Nos invita,
por tanto, a ponerla sobre un candelero, es decir, en el
lugar propio de su función. También esta enseñanza y esta
palabra de Dios recogidas en nosotros, no las dejamos
ocultas, sin empleo ni utilidad, bajo una especie de vasija,
sino que damos esta luz, en primer lugar a nosotros
mismos, luego, a partir de nosotros, a todos los pueblos. El
Señor también nos ha advertido de esto en el mandato
siguiente, diciendo: Que vuestra cintura se ciña y vuestras
lámparas estén encendidas. Nos invita, pues, a no hacer
nada en la oscuridad, porque todo hombre que vive en el
pecado, aborrece la luz y ama las tinieblas. Quiere que
nuestras lámparas estén encendidas para que no estemos
nunca desamparados en medio de la noche de este mundo.
Para los judíos, la lámpara está encendida en la tienda del
testimonio, y arde mientras dura la fiesta. Y si ellos no
saben lo que hacen, nosotros guardamos siempre las
lámparas encendidas en estos testimonios de nuestras
tiendas, es decir, de nuestros cuerpos, y celebramos la
fiesta de nuestra esperanza a la luz de estas lámparas.
El grito del corazón, la oración silenciosa
19. 1. Entre los numerosos preceptos de la doctrina
evangélica figura el silencio, que el Señor ha exigido de
nosotros en la oración, para que nuestra petición sea
silenciosa, emerja del secreto de nuestro corazón, y que las
voces tengan menos relevancia que la mente. Dios, que
penetra los secretos del corazón, escucha nuestra oración.
Parece, pues, que hay contradicción entre la enseñanza del
Evangelio y lo que dice el profeta: He gritado con todo mi
corazón, escúchame, Señor; buscaré tus reglas de justicia.
Pero el profeta sabe que es necesario que este grito sea
más bien el del corazón. No se trata aquí de un sonido de
la voz que se alza, ni de audición en el sentido físico de la
palabra, sino del grito de la fe, del grito de la mente,
dispuesto para ser lanzado no por el esfuerzo de la voz,
sino por el espíritu de fe. Grita, en efecto, hacia Dios con
su corazón, aquel que pide cosas importantes, que implora
bienes celestiales, que espera bienes eternos, que vive los
deberes con un recato inocente.
2. En los comienzos de este mundo, Abel el justo,
incluso después de haber sido asesinado, reclama
implacable algo primordial, como puede leerse: La voz de
la sangre de tu hermano grita hacia mí. No se desentiende
la súplica de los santos, ni se relega la oración de los
fieles, pues, profunda es su demanda, elevada su espera,
resonante su oración. El Faraón presionaba al pueblo de
Dios, le amenazaba con sus ejércitos; el Mar Rojo le
impedía huir; cercado por todas partes, Israel parecía
entonces que se encontraba en trance de perecer: el
enemigo se le echaba encima, el mar parecía un obstáculo.
La Escritura testimonia que frente a tanta dificultad
Moisés no dirigió ni una palabra a Dios; estaba de pie,
triste; permanecía erguido, en silencio, pero su voz
resonaba en el secreto de su corazón, y gritaba en la fe de
su oración. Una palabra de Dios lo certifica de esta
manera: El Señor dijo a Moisés: ¿Por qué me gritas? Este
hombre extraordinario se mantenía en silencio; pero la
oración de su fe es un grito a Dios. El Apóstol sabe
también que se da en los hombre de fe este grito del
Espíritu cuando dice: El Espíritu grita en nuestros
corazones: ¡Abba, Padre! Este grito silencioso llega a los
oídos de Dios, pero se trata de oídos que oyen no un grito,
sino una fe, una fe que no pide bienes terrenos, que no
desea una gloria vana y frágil, ni implora gozos
perecederos del cuerpo. El Apóstol suele escribir sus
cartas en trazos comunes, y si la dimensión de su escritura
y de sus signos es la ordinaria, sabe que de hecho se trata
de grandes caracteres, porque dice: Mirad con qué
caracteres os he escrito de mi puño, porque expresa en
este género de caracteres la grandeza de sus ideas y el
fruto de sus preceptos. El profeta grita, pues, con todo su
corazón, y como su grito proviene del corazón, pide que se
le escuche; y, una vez escuchado, fijaos lo que pide:
buscar las reglas de justicia de Dios. Sabe que están
ocultas, disimuladas y cubiertas por la “sombra” de la Ley.
Desea buscarlas; para encontrarlas, se requieren muchas
condiciones importantes: el grito del corazón, el mérito de
ser escuchado, el deber de buscar.
3. Pero el que ha gritado para ser oído y busca las reglas
de la justicia de Dios, grita ahora para salvarse y
mantenerse como testigo de Dios. ¡Qué orden lleno de
moderación ha conservado! No se ha atrevido a esperar
que su grito contribuyera inmediatamente a su salvación.
Ante todo le fue necesario hacerse merecedor de que se le
escuche; primeramente tuvo que buscar las reglas de
justicia; tuvo que merecer ser escuchado; tuvo que
emplearse en una búsqueda; y merced a todo eso, esperar
la salvación. Pero nosotros, reivindicamos la salvación
como algo que se nos debe, y como si Dios se viere
obligado a concedérnosla, comenzamos por ahí en nuestra
oración de petición. ¡Ojalá le lanzáramos el grito del
corazón! Pero mientras nuestro espíritu vagabundea, los
labios se contentan con musitar lo que ignoran, y nuestro
espíritu disperso no se acompasa a la onda de nuestro
cuerpo. Pero el profeta, después de haber pedido en
incontables oraciones precedentes su salvación, apunta
ahora al precio de la misma salvación, diciendo: Guardaré
tus mandamientos. El combate de nuestra fe consiste en
guardar los mandamientos y en tener en reserva, como en
un lugar secreto muy seguro, el tesoro del precepto que ha
sido depositado en nosotros y se nos ha confiado.

AMBROSIO DE MILÁN
HEXAMERÓN
Origen del mundo
I.1.1. Han sido tantas las opiniones, que algunos, como
Platón y sus discípulos, han reducido el origen de todo a
tres principios: Dios, el ejemplar y la materia. Aseverando
que la materia es incorrupta, increada y sin principio. Dios
no sería, en este caso, el creador de la materia sino sólo el
artífice en orden al ejemplar, es decir, la idea considerada.
El mundo sería hecho de la materia, que denominan
“hyle”, la cual habría proporcionado las causas de
producción de todas las cosas, entre otras, el mundo
incorrupto, no creado, o hecho. Otros, como Aristóteles
con los suyos, entró en liza para establecer dos principios,
la materia y la especie; y con ellos un tercero, llamado
operatorio, al que le bastaría actuar con competencia en lo
que quisiera acometer.
2. ¿Qué hay, pues, de inconveniente para armonizar la
eternidad de la obra con la eternidad de Dios topoderoso?
¿O decir que la obra misma es Dios, y que cielo, tierra y
mar merecen honores divinos? De lo que se hizo, como
partes del mundo, podría pensarse que eran dioses, pese a
que no fuera una cuestión menor la realidad del mismo
mundo.
3. Pitágoras afirma que hay un único mundo; otros dicen
que los mundos son innumerables, como escribió
Demócrito, cuya veterana autoridad influyó en muchos
físicos. Aristóteles sosteniendo que el mundo que siempre
fue ha de ser el mismo en el futuro, se enfrenta al criterio
de Platón, para quien el mundo no ha existido desde
siempre, aunque supone que ha de ser eterno. Sin embargo
muchos sostienen que no ha existido siempre ni ha de
existir siempre.
4. ¿Puede extraerse entre tantos criterios una estimación
verdadera? Muchos dicen que el mundo es el mismo Dios,
porque parece, como ellos creen, que la mente divina se
encuentra inserta en él; otros sostienen que el mundo es
una porción de la divinidad, y otros que ambos son
complementarios; en lo cual no es posible figura alguna de
dioses, ni número, ni lugar, ni vida posible, ni capacidad
de comprensión. Por tanto, habrá que entender sin el
sentido de Dios la certidumbre de un mundo voluble,
redondo, ardiente, activado por algún motor, no de
pertenencia propia, sino ajena.
II. 1,5. El bienaventurado Moisés asistido con el espíritu
divino, advirtió de antemano los errores en que iban a
incurrir los hombres; quizá por eso comenzó su relato de
esta manera: Al principio hizo Dios el cielo y la tierra; la
expresión apunta al comienzo de las cosas, al autor del
mundo y la creación de la materia; para que conozcas que
Dios existe antes del comienzo del mundo, o que en él
mismo se cifra el comienzo de todas las cosas; como en el
Evangelio el Hijo de Dios a los que le preguntan: y tú
¿quién eres?, les contesta: El comienzo que os habla: Él
mismo ha dado origen a las cosas que iban a aparecer; es
el creador del mundo, no por cierta idea genial que imitara
la materia, de la cual ordenara su obra no a su capricho
sino conforme a un determinado plan. Con gran acierto
dijo: En el principio; como expresando la incomprensible
celeridad de la obra; explicando el efecto antes de la
operación completa, a modo de esbozo.
6. Ante estas palabras debemos tener en cuenta que
Moisés, formado en la disciplina sapiencial de los egipcios
y salvado previamente del río por la hija del Faraón, que lo
quiso como a su hijo y puso a su disposición todas las
comodidades reales, deseó formarse en las reglas de los
comportamientos públicos. Y quien recibió el nombre a
raíz de ser extraído del agua, no estimó decir que todo
dependiera del agua, como dijo Tales. Y siendo educado
en las estancias reales, prefirió sin embargo, por amor a la
justicia, sufrir el destierro voluntario que desempeñar un
cargo en la cúspide pecaminosa de la tiranía. Finalmente,
antes que Dios lo llamara para liberar al pueblo,
estimulado por la aplicación de una justicia natural y
recibiendo la afrenta en respuesta de la venganza de su
pueblo, se hizo odioso a la gente, se liberó de la vida
placentera, y abandonando los artificios de la corte
faraónica, se refugió secretamente en Etiopía; y allí ajeno
a todos los asuntos, orientó todo su ánimo al conocimiento
divino, para contemplar sin velo la gloria de Dios. Eso lo
testifica la Escritura, porque no apareció nunca profeta
alguno en Israel como Moisés, que se familiarizó con el
Señor cara a cara. Pero la familiaridad con el Dios
soberano no fue a través de visiones o de sueños sino
mediante conversaciones; tampoco hay que pensar en
figuras ni en enigmas, sino que fue agraciado con el favor
lúcido y perspicaz de la divina presencia.
7. Este Moisés abrió su boca y difundió lo que el Señor
le expresaba, conforme a lo que le dijera, cuando le
encaminó hacia el Faraón: Acude, yo abriré tu boca, y te
insinuaré lo que debas decir. Por tanto, si de Dios había
recibido lo que debía decir sobre la marcha del pueblo
¿cuánto más lo que le notificaría sobre el cielo? No se
atrevió a hablar con palabras persuasivas de sabiduría
humana, ni con argumentos arteros de filosofía, sino en
manifestación de espíritu y virtud, como testigo de la obra
divina: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra. No se
trató de una ocupación remota y ociosa, como si formara
el mundo asociando átomos; ni de una habilidad sobre la
materia, como si se imaginara que Dios, como creador,
podría configurar el mundo. Advierte como hombre muy
prudente que sólo la mente divina contiene las substancias
visibles e invisibles, las raíces y las causas de las cosas, no
como los filósofos defienden, atribuyendo la causa más
segura al choque de los átomos y a sus enlaces
permanentes, estimando que, al tejer una tela de araña de
tal manera sutil e indeterminada, darían comienzo al cielo
y a la tierra; y como al azar se aglutinarían los átomos,
también fortuitamente amenazarían disolverse, si no se
afianzaran en la fuerza divina de su hacedor.
Origen y conocimiento del hombre
VI. 6.39. Hombre, conócete a ti mismo, no por lo que
dicen las pitias del templo de Apolo. El santo Salomón
dejó escrito: Sábete hermosa entre las mujeres; pero
mucho antes ya lo había expresado a modo de ley Moisés
en el Deuteronomio: Cuídate, oh hombre, cuídate. Pero,
¿por qué se dice hermosa entre las mujeres? ¿Quién es
hermosa entre las mujeres, sino el alma, que en uno y otro
sexo tiene aspecto de belleza? Y con razón es bella quien
desea no lo terreno sino lo celestial, no lo corruptible sino
lo incorruptible, en lo cual la belleza no suele perecer.
Todas las apreciaciones corporales se marchitan con el
paso de los años o con el desequilibrio de la salud. Fíjate,
dice Moisés, en lo que consiste tu completa identidad, en
lo mejor de ti mismo. Finalmente el Señor te esclarece lo
que tú eres, diciendo: Cuidaos de los falsos profetas;
porque debilitan el alma y subyugan la mente. Tú no eres
carne; porque, ¿qué es la carne sin el timón del alma o el
vigor de la mente? La carne hoy se toma, mañana se deja.
La carne es temporal; el alma es eterna. La carne es el
vestido del alma, que se emboza con la vestidura del
cuerpo. Pero tú no eres el vestido, sino el que usas del
vestido. Por eso se te dice que te despojes del hombre
viejo con sus comportamientos, y que te vistas de hombre
nuevo, que no se renueva en la cualidad del cuerpo, sino
en el espíritu y en el conocimiento mental. Tú no eres
carne, ni de la carne se dice: El templo de Dios es santo, y
sois vosotros. Y en otra parte dice a los que se han
renovado y a los fieles en quienes permanece el Espíritu
de Dios: Vosotros sois Templo de Dios, y el Espíritu Santo
habita en vosotros. En los que son carnales no permanece,
porque está escrito: No quedará mi espíritu en estos
hombres; porque son carnales.
7.40. Pero consideremos la serie de nuestra creación. Se
dice: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.
¿Quién lo dice? ¿Es Dios, quien te hizo? Pero ¿qué es
Dios?, ¿carne o espíritu? No es carne sino espíritu del que
la carne no puede ser semejante; porque él mismo es
incorpóreo e invisible; la carne por el contrario se coge y
se ve. ¿A quién lo dice? No se lo dice a sí mismo, porque
no dice “voy a hacer” sino hagamos. Tampoco a los
ángeles, porque son ministros; los siervos no pueden tener
consorcio con el Señor, ni la obra con el autor de la obra.
Lo dice al Hijo, a pesar de la negación de los judíos y de la
repugnancia de los arrianos. Pero que los judíos se callen y
los arrianos con sus representantes cierren la boca, que
mientras excluyen a uno de la divina operación,
introducen a muchos; y la prerrogativa que sustraen al
Hijo se la dan a viles siervos.
42. Dice la Escritura: Fíjate sólo en ti . Una cosa es lo
que somos, otra lo que tenemos y otra lo que nos rodea.
Esto es lo que somos: alma y mente; tenemos miembros
corporales con sus sentidos. En torno nuestro están los
bienes materiales, que son nuestros siervos y los
pertrechos de esta vida. Fíjate, pues, en ti mismo y
conócete, esto es, no qué valentía tengas, ni cuánta fuerza
corporal, o la cantidad de posesiones, qué energía, sino
qué calidad de alma y de mente, bajo cuyo control todos
los criterios progresan, y qué te reporta el fruto de tus
obras. El alma está llena de sabiduría, de devoción y de
justicia; porque toda virtud procede de Dios: a ella le dice
Dios: Mira, yo he pintado tus muros. Dios pinta el alma,
que mantiene en sí misma la gracia resplandeciente en
virtudes, y el destello de la devoción. Esa alma está bien
pintada, porque destella en sí la efigie de la obra divina,
mantiene el esplendor de la gloria y la imagen de la
sustancia paterna. Según esta imagen que resplandece, la
pintura es admirable. Esta imagen se refiere a Adán antes
del pecado; pero cuando cayó, se despojó de la imagen
celeste y asumió la efigie terrestre. Ahuyentemos esta
imagen, que no puede penetrar en la ciudad de Dios,
porque está escrito: Señor, harás desvanecer en tu ciudad
la imagen de ellos. No entra la imagen indigna; y si no
entra, queda excluida; porque dice que no entrará en ella
nada manchado, nadie que practique la maldad y la
mentira: pero el Señor entrará en ella, porque en su frente
está escrito el nombre del Cordero.
43. Por tanto, nuestra alma está creada a imagen de
Dios. Hombre, en ella estriba tu identidad; porque sin el
alma la carne es nada. Dice el Señor: No temáis a quienes
pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma.
¿De qué presumís, pues, en la carne, que nada dejáis si
abandonáis la carne? Pero teme aquello, no sea que te
prives del auxilio de tu alma. ¿Qué encontrará el hombre
como compensación de su alma, en la que se contiene no
una parte exigua de sí mismo sino la substancia de la
realidad humana? Gracias a ella gozas de la facultad de
dominar a todo tipo de animales y aves. El alma está
creada a imagen de Dios, mientras que el cuerpo pertenece
a la especie de los animales. En el alma se destaca la
belleza devota de la imitación divina; en el cuerpo, la vil
participación con todo tipo de animales.
El cuerpo humano
9.54. Pero debemos decir algo del cuerpo humano,
¿quién negará que es el más excelente de todos los cuerpos
en esbeltez y gracia? Pues aunque parezca que todos los
cuerpos terrenos son de la misma substancia, Hay algunos,
como los de los animales salvajes, que destacan por su
fuerza y rapidez; no obstante la forma del cuerpo humano
es más esbelta; su estatura, erguida y digna, de tal forma
que no tiene ni altura excesiva, ni una pequeñez ridícula.
Habitualmente se mantiene la misma compostura del
cuerpo acompasada y grata para que no horrorice la
desmesura del animal ni sugiera la debilidad de la grácil
fragilidad.
55. Lo primero que debemos conocer es la creación del
cuerpo humano a la manera del cosmos. Y como se
destaca el cielo sobre el aire, la tierra y el mar, que vienen
a ser los miembros del cosmos. De la misma manera
advertimos que la cabeza destaca sobre los restantes
miembros de nuestro cuerpo, siendo el más excelente de
todos, como el cielo entre los elementos naturales, a
manera de alcázar entre el resto de las murallas de la
ciudad. En este alcázar habita cierta sabiduría real,
conforme el dicho profético: Porque el ojo del sabio está
en su cabeza. Es el lugar más seguro; de él se difunde el
vigor y la solicitud a todos los miembros. ¿De dónde
extraerán fuerza y destreza los músculos, velocidad las
piernas, sino de la cabeza, como residencia de un poder
imperial que gobierna con sus directrices? Desde aquí se
ordena todo y todo se mantiene. ¿Qué va a hacer la
fortaleza si el ojo no actúa para dirigir el combate? ¿Qué
sentido tiene la huida si no se puede ver? Una cárcel
horrorosa encierra a todo el cuerpo si no lo esclarece la
capacidad de los ojos. Pues lo que es el sol y la luna en el
cielo, eso son los ojos en el hombre. El sol y la luna son
las dos luminarias del cosmos. Los ojos, como astros en la
carne, brillan arriba y alumbran con luz clara las
realidades inferiores, para que no nos sorprendan las
tinieblas nocturnas. Son nuestros centinelas que hacen la
guardia día y noche. Pues al instante sacuden del sopor a
los restantes miembros, y vigilantes controlan todo; están
muy cerca del cerebro en donde radica la capacidad de
visión. Y que a nadie se le ocurra pensar que yo, bajara
desde lo más alto de mi cabeza para advertir algo a los
ojos; aunque no es nada raro que resaltemos la zona más
importante de la cabeza, pese a que los ojos son parte de
ella. La cabeza, pues, explora todo con los ojos, escudriña
lo oculto con los oídos, conoce los secretos, oye lo que se
hace en la vida.

SOBRE LA MUERTE DE SU HERMANO SÁTIRO


40. Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un
sufrimiento. Por eso dice san Pablo: Para mí la vida es
Cristo, y una ganancia el morir. ¿Qué es Cristo, sino
muerte del cuerpo y espíritu de vida? Por tanto, muramos
con él para vivir con él.
Debemos ejercitarnos cada día en nuestros sentimientos
a morir, tratando de ir separando el alma de las
concupiscencias corporales, que es como sacarla fuera del
cuerpo para colocarla en un lugar elevado, donde no
puedan alcanzarla ni pegarse a ella las codicias terrenales,
lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos
evitará su castigo. Porque la ley de la carne está en
oposición a la del espíritu e induce a éste a la ley del error,
como dice el Apóstol: Experimento en mí la ley de la
carne que combate la ley de mi mente, y me encadena a la
ley del pecado
41. ¿Qué remedio hay para esto? ¿Quién me librará de
este cuerpo presa de la muerte? La gracia de Dios, por
medio de nuestro Señor Jesucristo. Tenemos un médico,
asumamos el remedio. Nuestro remedio es la gracia de
Cristo, y el cuerpo de muerte es nuestro propio cuerpo. Por
lo tanto, emigremos del cuerpo, para que no nos alejemos
del Señor; y aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las
tendencias del cuerpo ni desertemos del orden natural,
antes, busquemos con preferencia los dones de la gracia:
Desaparecer y estar con Cristo es mucho mejor; sin
embargo, permanecer en carne es más necesario para
vosotros.
42. Pero no a todos es necesario, Señor Jesús; y desde
luego, no para mí, que no soy útil para nadie, pues morir
me es una ganancia para que no peque más. Morir es tal
una ganancia para mí que, en el mismo libro que consuelo
a otros, me siento como impelido por un ansioso emisario
a aplacar el deseo del hermano perdido, y que no me
permite olvidarme de él. Ahora amo con más intensidad y
siento una ardiente ansiedad. Ansío cuando hablo, deseo
cuando recuerdo; y de tal manera adquiero conciencia de
esto sobre todo escribiendo, que no puedo desentenderme
de su recuerdo. No me comporto contra el parecer de las
Escrituras, sino que siento con ellas. Tengo que desear con
impaciencia para sufrir con más paciencia.
43. Me has concedido, hermano, la oportunidad de no
temer la muerte. Más, ¡ojalá muriera mi alma en la tuya!
Es lo que deseaba como supremo bien para sí mismo
Balaán, dotado del espíritu de profecía, cuando decía:
Muera mi alma en el alma de los justos, y mi semilla sea
como sus semillas. En verdad, esto lo desea conforme el
espíritu de profecía; pues quien había visto el despuntar de
Cristo, contempló su triunfo, vio su muerte, vio en él la
perenne resurrección de los hombres. Por eso, el que ha de
resucitar no teme morir. Sólo deseo que mi alma no muera
en pecado, ni que el pecado anide en ella. Que muera en el
alma del justo para que participe de su justificación. En
fin, el que muere en Cristo mediante el bautismo se hace
partícipe de su gracia.
45. En la muerte de los mártires la religión se protege, la
fe se acrecienta la Iglesia se vigoriza: vencieron los
muertos y sufrieron la derrota sus perseguidores, cuyas
vidas ahora ignoramos, mientras celebramos la muerte de
aquéllos. Por eso David, enaltecido por la inspiración
profética en pleno éxtasis, dijo: Preciosa a los ojos del
Señor es la muerte de sus santos. Prefirió soportar la
muerte frente a la vida. La muerte misma de los mártires
es el premio de la vida. Además, en la muerte de los
enemigos desaparecen los odios.
46. ¿Qué más puede decirse? Con la muerte de uno solo
fue redimido el mundo. Cristo pudo evitar la muerte, si lo
hubiera querido, mas no se desentendió de ella; al
contrario, la consideró como el mejor modo de salvarnos.
Y así, su muerte es la vida de todos. Estamos marcados
con su muerte, que anunciamos y proclamamos siempre
que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es
victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la
solemnidad anual del mundo. ¿Qué más podremos decir
de su muerte, teniendo en cuenta el efecto divino en
Cristo, sino que ella sola consiguió la inmortalidad y se
redimió a sí misma? Por esto, no hay que apesadumbrarse
ante la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no
debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó
ni tuvo en menos sufrirla. No se debe abolir el orden de la
naturaleza; porque lo que nos es común a todos, no puede
exceptuarse en nadie.
47. Y si la muerte no formaba parte de nuestra
naturaleza, se introdujo en ella. Dios no estableció la
muerte desde el principio, sino que nos la dio como
remedio. Pero si la muerte es buena ¿por qué está escrito
que Dios no hizo la muerte; sino que la malicia de los
hombres la introdujo en el mundo? En verdad la muerte
era prescindible a la creación divina, cuando afluía en el
paraíso un incesante flujo de todos los bienes; pero
condenada por la prevaricación la vida del hombre,
sometida a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable,
comenzó a ser digna de lástima: era necesario acabar con
estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la
vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una
carga que un bien, si no interviene la gracia.
48. Si te percatas bien, verás que esta muerte no es
efecto de la naturaleza sino de la malicia; permanece,
pues, la naturaleza mientras muere la malicia. Vuelve a ser
lo que era; y ¡ojalá que por la libertad de pecar nos veamos
eximidos de la primera culpa! Esto es el indicio de que la
muerte no es propia de la naturaleza, porque seremos lo
mismo que fuimos. Por tanto, estamos amenazados de
suplicios a causa de nuestros pecados, o conseguimos la
gracia de las buenas obras. Volverá la misma naturaleza,
más esclarecida con el tributo de la muerte. En fin, está
escrito: los muertos, que están en Cristo, resucitarán
primero: luego, nosotros que todavía vivimos, junto con
aquéllos seremos arrebatados entre nubes por los aires al
encuentro de Cristo; y de este modo estaremos siempre
con el Señor. Primero aquéllos; los que todavía vivimos,
en segundo lugar. Aquéllos están con Jesús, nosotros
vivimos por Jesús. Para aquéllos la vida a raíz del
descanso es muy dulce; para los que todavía aquí vivimos,
el camino es agradable aunque los remedios desconocidos.

132. Nuestro espíritu aspira a abandonar los meandros


de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a
aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos,
para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la
Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y
maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente;
justos y verdaderos son tus caminos, ¡oh Rey de los siglos!
¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque
tú sólo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se
postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar,
Jesús, tu boda, cuando la esposa, entre aclamaciones, sea
transportada de la tierra al cielo, porque a ti acude todo
mortal , libre ya de las ataduras de este mundo y unida al
espíritu, contemplando la cámara nupcial, equipada de lino
finísimo, de rosas, lirios y coronas. ¿Qué otras bodas se
equiparan con las llagas de los confesores, la sangre de los
mártires, los lirios de las vírgenes y las coronas de los
sacerdotes?
133. El deseo de participar en estas bodas lo expresaba
con especial vehemencia el salmista, cuando decía: Una
sola cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa
del Señor todos los días de mi vida y gozar de la dulzura
del Señor.

CARTA 73. AL EMPERADOR VALENTINIANO


Ambrosio al serenísimo príncipe y clementísimo
emperador Valentiniano Augusto.
Porque el carísimo Símaco, prefecto de la ciudad de
Roma, ha presentado a vuestra clemencia una relación
pidiendo que el altar, que había estado retirado de la curia
de la ciudad de Roma, fuese recolocado en su puesto
anterior y tú, emperador – encontrándote todavía en la flor
de la edad, en el aprendizaje de la juventud y no obstante
ya veterano por la firmeza de la fe hasta el punto que no te
embaucaron las riquezas de los paganos – en la relación
que te presenté para exponer las consideraciones que me
parecían necesarias sugerirte, te pedí una copia de lo que
te han expuesto.
2. Por tanto, no porque yo temiera que vacilaras en tu fe,
sino únicamente por previsora prudencia respondo ahora a
cuanto expuse con la consideración de acoger tu postura
en conjunto con ánimo benévolo, con tal de que
mantengas el deber de respetar no tanto la elegancia de la
forma cuanto la fuerza de la argumentación. Como enseña
de hecho la Sagrada Escritura, la lengua de los sabios
escritores es de oro, porque contribuye a un discurso
brillante y, por así decirlo, fulgurante con el esplendor de
una elocuencia que destella como el de un color rutilante,
conquista los ojos del ánimo con su expresión seductora y
lo deslumbra con su vista. Pero el oro, si te fijas bien, tiene
un valor de apariencia, porque en su esencia no pasa de ser
un metal. Examina y prueba la religión de los gentiles:
ellos lanzan frases primorosas y solemnes, pero defienden
una doctrina carente de verdad; hablan de Dios, pero
adoran una estatua.
3. El excelentísimo prefecto de la Urbe romana propone
tres argumentos que considera válidos; y expresa que
Roma reclama sus viejos cultos; que debe asignarse a los
sacerdotes y a las vírgenes vestales un estipendio; y que
por haber negado el estipendio a los sacerdotes ha
acontecido una hambruna pública.
4. Según la primera afirmación, Roma se derrama en
lágrimas con lamentos reclamando la práctica de los viejos
cultos. Estos ritos fueron los que alejaron a Aníbal de las
murallas, y a los Galos Senonenses del Capitolio. Porque,
mientras se pregona la eficacia de los ritos sagrados, se
revela su inanidad. Así pues Aníbal se burló cuanto quiso
de los ritos sagrados de Roma y, aunque los dioses
combatieran contra él, llegó victorioso a los pies de las
murallas de la ciudad. ¿Por qué se dejaron asediar, y en
nombre de qué dioses combatían sus ejércitos?
5. ¿Y qué diré de los senonenses, a los que no ofrecieron
resistencia la retaguardia romana, mientras penetraban en
el interior del Capitolio, si una persona despavorida no
hubiera avisado del asalto? Mirad qué protectores tienen
los templos romanos. ¿Dónde estaba entonces Júpiter? ¿Se
encontraba quizá en conversación con alguien?
6. Pero ¿por qué voy a negar que los ritos sagrados han
sido aliados de los romanos? También Aníbal adoraba a
los mismos dioses. Estamos ante una disyuntiva: si los
ritos sagrados vencieron en los romanos, perdieron con los
cartaginenses; pero si vencieron en los cartagineses, de
nada sirvieron a los romanos.
7. Cese por tanto ese infame lamento del pueblo romano,
que no se merece la ciudad de Roma. Pero ella, con tono
muy distinto les echa en cara su actitud: “¿Por qué me
rocías cada día con la sangre de rebaños inocentes? Los
trofeos de la victoria no se fraguan en las vísceras de los
animales sino en la energía de los combatientes. Con
otras tácticas he sometido al mundo. Hubo un soldado
llamado Camilo, que seccionando en trozos a los
vencedores de la roca Tarpeya, recuperó los blasones
soterrados del Capitolio; el valor desmanteló a quienes la
religión no había logrado rechazar. ¿Y qué puedo decir de
Atilo Régulo que, mediante su sacrificio, se comportó
como buen militar hasta la muerte? El Africano no se
emplazó entre los altares del Capitolio sino que alcanzó el
triunfo marchando en la comitiva de Aníbal. ¿Por qué me
evocáis los ejemplos de los antiguos? Detesto los ritos
practicados por hombres como Nerón. Y ¿qué decir de los
emperadores que no han reinado más de dos meses, y de
quienes nada más acceder al trono fueron depuestos?
¿Era, acaso, una novedad que a los bárbaros los
expulsaran de su tierra? ¿Eran, quizá, cristianos aquellos
dos emperadores, uno de los cuales dando un ejemplo
desafortunado e insólito, fue hecho prisionero, mientras
que con el otro sufrió la opresión el mundo conocido,
demostrando que sus ritos, que garantizaban la victoria,
le habían engañado? ¿No estaba quizá también entonces
el altar de la Victoria? Me arrepiento de mis errores, mis
blancas canas han debido enrojecerse con la sangre
afrentosamente derramada. No se enrojecen, en cambio,
para convertirme en una vieja incapaz de corregirse.
Debe alabarse no la canicie de los años sino la del
comportamiento. No es vergonzoso el corregirse. Sólo
coincidía con los bárbaros en la inicial ignorancia de
Dios. Vuestro sacrificio consiste en la aspersión con
sangre de animales, pero ¿por qué buscáis los designios
de los dioses en animales muertos? Venid, disponeos en la
tierra a servir en el ejército del cielo. Aquí vivimos, aquí
militamos. Que el misterio del cielo me lo enseñe el mismo
Dios, que lo creó; no el hombre, que se desconoció a sí
mismo. ¿De quién debo fiarme mayormente sino del
mismo Dios? ¿Cómo os puedo creer a vosotros que
confesáis la ignorancia de lo que adoráis?”.
8. Dicen ellos, que a tan sublime misterio no se puede
llegar por un único camino. Lo que ignoráis lo habíamos
aprendido por la voz de Dios. Lo que vosotros buscáis con
vuestras conjeturas, nosotros ya lo conocíamos con certeza
de la misma sabiduría y verdad de Dios. Vuestro modo de
actuar no concuerda con el nuestro: vosotros imploráis de
los emperadores la paz para vuestros dioses; nosotros, en
cambio, imploramos de Cristo la paz para los mismos
emperadores; vosotros adoráis las obras de vuestras
manos, nosotros consideramos un sacrilegio proponer a la
fe las plasmaciones humanas de Dios. Dios no quiere ser
adorado en la piedra. Además vuestros mismos filósofos
ridiculizan semejantes supersticiones.
9. Y si negáis que Cristo sea Dios porque no creéis que
Él haya muerto, esto es, si ignoráis que su muerte, siendo
voluntaria, concernía únicamente a la carne y no a la
divinidad, para que ninguno de los que creen en él
pudieran morir, si esto ignoráis o negáis, ¡en qué
indignidad caéis, cómo os envilecéis con vuestros cultos!
Pensáis que vuestro Dios es un trozo de madera. ¡Oh
veneración insultante! Y no creéis que Cristo haya podido
morir. ¡Oh terquedad desvergonzada!
10. Sin embargo, insiste Símaco que se debe reponer los
simulacros en sus altares, las suntuosidades a los templos.
Esto puede exigirse a quien comparte semejante
superstición; pero un emperador cristiano ha aprendido a
honrar únicamente el altar de Cristo. ¿Por qué quieren que
manos piadosas y labios fieles sean instrumento de sus
sacrilegios? La voz de nuestro emperador debe enaltecer a
Cristo y expresar tan sólo el nombre de quien cree, porque
el corazón del rey está en la mano de Dios ¿Existió algún
emperador pagano que hubiere levantado un altar a Cristo?
Y si nos remitimos al pasado es para extraer unas
directrices con las que los emperadores cristianos deban
tributar el máximo respeto a su propia religión, en
contraste con los paganos que se han volcado por
completo a su superstición.
11. Somos una religión joven, pero ya los superamos.
Nos gloriamos de la sangre derramada, y ellos se duelen
de sus pérdidas. Siempre hemos considerado eso como
una victoria, pero ellos como una injuria. ¿Acaso no nos
han maltratado tanto como cuando flagelaban, proscribían
y mataban a los cristianos? La religión ha transformado en
recompensa lo que la impiedad creía ser un suplicio. ¡Ahí
estriba su nobleza! Nosotros hemos crecido a través de la
injusticia, la miseria, los suplicios; mientras que ellos no
creen que sus ritos puedan mantenerse sin las
subvenciones. Dice Símaco, que las vírgenes vestales
tengan la inmunidad que les corresponde. Así se expresan
quienes son incapaces de creer que la virginidad pudiera
ser desinteresada, y suscitan con el espejismo de la
ganancia aquella vocación en quienes no confían en la
virtud. Hasta ahora ¿cuántas vírgenes han logrado la
recompensa prometida? A duras penas se cuentan siete
jóvenes vestales. Esta es la totalidad a quienes han
colocado las vendas que ciñen la cabeza, los vestidos de
púrpura, el realce de la litera rodeada de un cortejo de
servidores, los extraordinarios privilegios, las ganancias,
la castidad limitada en el tiempo.
12. Álcense ahora los ojos de la mente y del cuerpo,
contemplen a esta gente modelo de pureza, a este grupo de
vírgenes. No las ennoblecen las vendas en sus cabezas, les
basta un sencillo velo como expresión de su estimable
castidad. No pretenden sino que rechazan cualquier tipo de
seducción ostentosa; aquí no encontrarás alardes de
púrpura ni lujo de placer, sino prácticas de los ayunos;
tampoco privilegios ni subvenciones. Estos
comportamientos hay que entenderlos como compromisos
personales. Y mientras estas vírgenes desempeñan su
cometido renuevan su fervor. La castidad se surte a sí
misma. No es virginidad verdadera la que se compra con
dinero o se alcanza sin el empeño de la virtud; tampoco es
posible una integridad que se oferta periódicamente en
subastas. La primera victoria de la castidad consiste en
vencer la codicia de las riquezas; porque el gusto por las
subvenciones es un obstáculo al pudor. Si admitimos la
posibilidad de extender a las vírgenes los subsidios de la
casa imperial: ¿con cuántos donativos les agraciaríamos?,
¿podría aguantar el erario público tantos dispendios? A
menos que se piense que únicamente se ha de agraciar a
las vestales que tanto reivindicaron estar bajo la
dependencia de los emperadores paganos, sin pensar en la
misma reclamación bajo la autoridad de los príncipes
cristianos.
13. Se quejan también que a sus sacerdotes y a sus
ministros del culto no se les haya proporcionado los
emolumentos a expensas del Estado. ¡Vana palabrería!
Porque, según las leyes recientes, se deniegan
subvenciones incluso a nuestras asociaciones privadas; y
nadie se queja. Nosotros no lo consideramos una
injusticia, porque no nos afecta esta negativa. Si un
sacerdote se procura el privilegio de evitar las cargas
curiales, tiene que renunciar a los bienes paternos y de sus
antepasados con toda su herencia. Entonces ¿cómo los
paganos pueden aducir motivos de queja al conocer que un
sacerdote se ha procurado el tiempo disponible para el
ejercicio de su propio ministerio renunciando a su
patrimonio y pagando con la renuncia a toda su fortuna de
sujeto autónomo el ejercicio de su propio ministerio al
servicio de la gente? Vigilando como un centinela por la
salvación de todos, él tiene, como recompensa de
consuelo, la pobreza en su casa; porque no ha vendido su
ministerio, sino que ha conseguido la gracia.
14. Comparad ambas situaciones. Queréis excusar a
cualquier centurión, mientras que no lo permitís a un
sacerdote de la Iglesia. Cuando se redactan las donaciones
a favor de los ministros de los templos, no se excluye a
profano alguno, ni a nadie de ínfima condición, ni siquiera
al desvergonzado. El derecho común sólo excluye al
clérigo, que es el único que recoge los reclamos de todos,
y que a todos ofrece su servicio. Sin embargo no se le da
nada, ni siquiera el emolumento de las viudas. Y donde no
se descubre la más mínima falta se multa el desempeño de
un servicio. Lo que entregan los sacerdotes del templo a
las viudas cristianas es recomendable; pero si se hace por
los ministros de Dios, no es admisible. He expuesto todo
esto no para quejarme, sino para que comprendan que no
me quejo. Prefiero, de hecho, disponer de menos dinero
pero más de la gracia de Dios.
15. No obstante afirman que las donaciones o los
legados a la Iglesia no han sido amenazados. Que lo digan
quienes se han llevado los bienes de los templos cristianos.
Si esto mismo se hiciera a los paganos, estarían hablando
de una injuria. ¿Acaso finalmente no evocan la justicia
para aludir a la igualdad de derechos? ¿Quién se atenía a
este criterio cuando saqueaban los bienes de los cristianos,
nos negaban incluso el derecho a respirar y nos prohibían
el decoro más elemental de una sepultura digna, jamás
negado a difunto alguno? Pero el mar expelió a quienes los
paganos arrojaron. Esto es una victoria de la fe, porque
también esos ahora condenan el comportamiento de los
suyos. Pero, ¡diantre! ¿Qué razón puede haber para
reclamar favores de aquellos cuyas acciones condenan?
16. Nadie todavía ha negado la oferta a los templos y las
prebendas a los arúspices; fueron tan solo confiscados los
bienes inmuebles, porque no se empleaban religiosamente
en servicio de la religión que defendían. ¿Por qué, los que
aluden a nuestro comportamiento, no nos imitan? La
Iglesia no posee ningún otro bien al margen de la fe. Estas
son las rentas, estas las ganancias que presenta. Las
posesiones de la Iglesia sirven para mantener a los pobres.
Llevamos cuenta de los prisioneros rescatados de los
templos, de los alimentos suministrados a los pobres, de
las subvenciones que entregamos a los exiliados para que
puedan vivir. Y si se nos han confiscado nuestros bienes,
no así nuestros derechos.
30. Si los viejos ritos satisfacían, ¿por qué la misma
Roma ha acogido ritos extranjeros? Paso por alto las
fincas de gran coste y las villas campestres derrochando
oropel. Pero, me situaré al nivel de sus lamentos ¿por qué
han acogido ídolos de ciudades conquistadas con sus
dioses derrocados y sus ritos foráneos emulando una
superstición extraña a la suya? ¿De dónde procede la
moda de imitar a Cibeles que lavó sus carros en el río
Almone? ¿De dónde los profetas frigios y la divinidad de
la enemiga Cartago, siempre odiosa a los romanos? ¿A qué
diosa los africanos llaman diosa del cielo y los persas
Mitra, que la adoran más que a Venus, refiriéndose a un
nombre distinto pero no a una divinidad diferente? De
igual modo creían que victoria era también una diosa,
cuando indudablemente es un obsequio, no un poder. No
domina, se da como recompensa al mérito de las legiones,
no al poder de las religiones. ¿Es, pues, una gran diosa,
esta que un gran número de soldados reivindica para sí o
que sigue al éxito del combate?
31. Reclaman que su altar sea erigido en la curia de la
ciudad de Roma, o sea, en un ambiente donde se reúnen
muchos cristianos. En todos los templos hay altares,
también en el templo de las victorias. Como les gusta
cantidad de altares, se multiplican, por lo mismo, los
sacrificios. ¿Qué otro significado tiene, si no lo contradice
la fe, el reclamo del sacrificio en un único altar? ¿Se debe
tolerar que el pagano sacrifique y que el cristiano se limite
a asistir? “¡Salgan, salgan, - dice – incluso a la fuerza, con
la irritación del humo en sus ojos, la música atormentando
sus oídos, la ceniza llenando la boca, el incienso picando
las fosas nasales, y la chispa de la llama chisporroteante
saltando a la cara, aunque giren la cabeza!”. ¿Es que no les
bastan los baños, los pórticos, las plazas cubiertas de
ídolos? ¿Acaso no se participa en aquella asamblea en
igualdad de condiciones? La parte cristiana del senado se
asociará a las voces de los que invocan a los dioses, a los
que prestan juramento. Si se rehúsa jurar, parecerá incurrir
en mentira; y si se está de acuerdo, se cometerá un
sacrilegio.
32. Dice, “¿Dónde juraremos fidelidad a vuestras leyes y
promesas?” ¿Acaso vuestra mentalidad, empeñada en la
observancia de las leyes, gana en confianza mientras
comprometéis vuestra fidelidad con la ceremonia pagana?
Ahora ya vuestra confianza estriba no sólo en los
emperadores presentes, sino lo que es más insólito, en los
ya desaparecidos; vuestro pensamiento se activa al ritmo
de lo que os mandan. Constancio, de augusta memoria, no
iniciado suficientemente en los sagrados misterios, pensó
que se contaminaría en el caso de ver aquel altar. Por eso,
mandó quitarlo, y no dio órdenes de reponerlo. Eso es un
gesto de autoridad, que no tiene en cuenta la cualidad de
precepto.
33. Nadie lisonjea de sustraerse a la responsabilidad por
el hecho de no estar físicamente presente: quien participa
con la mente está más comprometido que con su asistencia
corporal. El senado cuenta con el presidente que os
convoca en asamblea: Él os ofrece su compromiso moral a
vosotros, no a los dioses de los paganos. Os antepone a sus
propios hijos, pero no a su fe. Este es el amor que debe
desear, este el amor que vale más que el poder. Cuando la
fe está asegurada, el poder queda garantizado.
34. Pero quizá alguno le ha impresionado el hecho de
que un fidelísimo príncipe haya sido exterminado, como si
la recompensa de los méritos debiera valorarse por la
caducidad de los bienes de esta vida. ¿Qué sabio, en
efecto, no sabe que las vicisitudes humanas siembran, por
así decirlo, la ruta que recorre, no porque obtengan
siempre los mismos resultados, sino porque cambian las
oportunidades e invierten la suerte?
38. ¿Qué puedo decir de Juliano? Él, confiando para su
desgracia en los mensajes de los arúspices, no estimó la
oportunidad de replegarse. Por lo tanto, no hay que
achacar una desgracia colectiva a una culpa común.
Nuestras promesas no han engañado a nadie.
39. He contestado a mis provocadores, como si no
hubiese sido provocado; de hecho, mi objetivo apuntaba a
refutar la solicitud, no a encararme con la superstición. Sin
embargo, emperador, la misma solicitud te hace ahora más
prudente. (Símaco) Reavivó la memoria de la primera
serie de emperadores que habían inaugurado el culto a los
antepasados, recordando, además, que la serie más
reciente no lo abolió, antes bien, lo incrementó: “Si no
constituye un precedente la religiosidad de aquellos
antiguos, lo es la tolerancia de quienes nos son más
cercanos”. Con esta palabra ha demostrado que tu fe te
obliga a no seguir el ejemplo del culto pagano, y la
devoción hacia tu hermano a no violar la disposición
establecida por él. Si, de hecho, al menos desde su punto
de vista, ha respetado la tolerancia de aquellos príncipes
que, por ser cristianos, no abolieron los decretos de los que
fueron paganos, cuánto más debes plegarte tú al amor
fraternal – debiendo tolerar cualquier disposición que
quizá no has aprobado, para no derogar los decretos de tu
hermano – también ahora mantienes en vigor lo que crees
conforme a tu fe o al vínculo fraterno.
CARTA 21. CONTRA AUXENCIO
Autoridad del obispo Auxencio frente al emperador en el
conflicto arriano
21. 1. Me doy cuenta que estáis turbados sobremanera y
no me perdéis de vista; me desconcierta que pase esto, a
menos que alguno de vosotros me hubiera visto hablar con
los tribunos, o que se hubiera rumoreado que por orden
imperial me he reunido, para marcharme voluntariamente
de aquí con quien quisiera seguirme. ¿Ha cundido el
miedo de que yo abandonara la Iglesia y os abandonara
por miedo a mi vida? Pero habéis podido escuchar cuál ha
sido mi respuesta; y nadie podrá ni remotamente pensar
que voy a abandonar la Iglesia, porque temo más al Señor
del Universo que al emperador de este mundo. La verdad
es que, si alguna violencia me arrancara de la Iglesia, se
estremecería mi carne, no la mente. De todos modos, en el
caso de que estallara el poder regio como acostumbra,
estoy dispuesto a sufrir la suerte propia del obispo.
2. ¿Por qué, pues, os inquietáis? No os abandonaré
voluntariamente, pero tampoco resistiré al uso de la
fuerza. Podré afligirme, podré llorar, podré lamentarme:
mis armas contra los ejércitos, los soldados, los godos, son
mis lágrimas, ya que esas son las defensas de un obispo.
De otro modo no debo ni puedo oponerme. No acostumbro
a huir ni a abandonar a la Iglesia, y que nadie lo piense
que sea por miedo a un sufrimiento mayor. Sabéis también
que suelo respetar a los emperadores, pero eso no significa
ceder. Estoy dispuesto a ofrecerme voluntario a los
suplicios sin temer lo que me pueda acontecer.
3. ¡Ojalá estuviera seguro de que no se va a entregar la
iglesia a los herejes! Acudiría gustoso al palacio imperial
si conviniera a la misión del obispo para poder discutir en
palacio con mayor soltura que en la iglesia. Pero en el
tribunal, Cristo no suele ser imputado sino juez. ¿Quién
negará que la causa de la fe deba ser tratada en la Iglesia?
Si alguien se fía, que acuda aquí: ahora, o está ya decidido
el pronunciamiento del emperador, como se ha
demostrado con la promulgación de una ley que combate
nuestra fe, o no deberá favorecer el alegato de cualquier
intrigante. No admito que alguien se aproveche
ofendiendo a Cristo.
4. Los soldados cierran filas, el fragor de los ejércitos
que rodean a la Iglesia no espantan mi fe, pero perturban
mi ánimo por temor a que, si me apresan, pudiera poner en
peligro vuestra vida. De hecho estoy ya entrenado desde
ahora a no temer nada; aunque sí aumenta mi
preocupación por vosotros. Dejad, pues, que vuestro
obispo afronte la situación: tenemos un adversario
desafiante. De hecho nuestro enemigo es el diablo que,
como león rugiente, busca a quién devorar como lo ha
dicho el Apóstol. Ha recibido, sin duda, – no nos vamos a
engañar sino estar prevenidos – ha recibido el poder
tentarnos de esta manera para ver si eventualmente de las
heridas abiertas en mi cuerpo pudiera debilitar la firmeza
de mi fe. Podéis leer también vosotros que el diablo,
después de haber tentado al santo Job de muchas maneras,
al final reclamó un control exclusivo de su persona; y lo
obtuvo para tentarlo en el cuerpo, por eso, lo cubrió de
úlceras.
29. Presionado por todas partes, se acogió a la astucia de
sus padres. Quiere provocar tensión acudiendo al
emperador, diciendo que debe ser juez un adolescente
todavía catecúmeno, desconocedor de la Sagrada
Escritura, y que debe serlo en el Consistorio; lo mismo
que ocurrió el año pasado, cuando fui llamado a palacio
mientras discutían en plena asamblea y en presencia de los
más altos dignatarios, que el emperador quería quitarnos la
basílica. Entonces me sentí impactado en aquel ambiente
de asamblea imperial, y no pude contenerme en la firmeza
que corresponde a un obispo sin tener en cuenta los
principios que regulan mi autoridad. ¿Es que no pensaron
acaso que, cuando el pueblo supo que yo era convocado a
palacio, se irían a amotinar sin posibilidad de control,
cuando se enfrentaron al comandante militar, que había
salido con unos regimientos para dispersar a una
muchedumbre dispuesta a morir por Cristo? ¿No me
pidieron entonces que aplacara al pueblo con un
prolongado discurso, y de forzar mi palabra para decir que
nadie había invadido la basílica, propiedad de la Iglesia? Y
aun en el caso de que accediendo a esta propuesta pudiera
beneficiarme, el resentimiento de la gente se volvería
contra mí, porque el pueblo había acudido al palacio
imperial por una causa concreta. Lo que deseaban era que
se trasladara a mí el resentimiento que los dominaba.
30. Al fin logré que el pueblo se retirara, pero no evité el
resentimiento; resentimiento que tengo la obligación de
suavizar, no ya de temer. Pues, ¿qué debemos temer por el
nombre de Cristo? Podrían impresionarme quizá sus
añagazas que argumentan así: “En consecuencia, ¿no
deberá el emperador recibir una basílica y disponer de ella,
porque Ambrosio quiere tener más poder que el emperador
para frenar esa facultad imperial?”. Con semejantes
argucias se muestran ansiosos por encontrar algún fallo en
nuestro discurso, como los judíos que tentaban a Cristo
con expresiones capciosas como ésta: Maestro, ¿es lícito
pagar tributo al César o no?”. ¿Acaso no se provocó
siempre el enfrentamiento de los siervos de Dios contra el
César? ¿Es que la perversidad, vinculada a la calumnia y a
la desvergüenza, no se emboza con el nombre del
emperador? ¿Pueden decir que no incurren en el mismo
sacrilegio de quienes siguen esas doctrinas?
31. Fijaos, sin embargo, cómo los arrianos son peores
que los judíos. Estos preguntan si se debe pagar al César
el derecho del tributo; pero aquéllos pretenden dar al
emperador un derecho que concierne a la Iglesia. Y como
los incrédulos siguen a su maestro, así también nosotros
damos aquella respuesta que nuestro Señor y Creador nos
enseñó. Desenmascarando la mentira de los judíos, Jesús
les dijo: ¿Por qué me tentáis? Enseñadme la moneda. Y
cuando lo hicieron, les preguntó: ¿De quién es esta efigie
e inscripción? Le dijeron: del César. Entonces Jesús les
dijo: Dad al César lo que es César, y a Dios lo que es de
Dios. Por eso, también yo les digo a los que me objetan:
Mostradme la moneda. Jesús al ver la moneda del César,
dijo: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es
de Dios. ¿Ocupando la basílica que pertenece a la Iglesia,
pueden exhibir la moneda del César?
32. En la Iglesia sólo conozco una imagen, la imagen del
Dios invisible. A ella se refiere Dios diciendo: Hagamos al
hombre a nuestra imagen y semejanza. De ella está escrito
que Cristo es el resplandor de su gloria e imagen de su
substancia. En esta imagen contemplo al Padre, como el
mismo Señor Jesús dijo: Quien me ve, ve al Padre. No
está, pues, esta imagen separada del Padre, porque me
enseña la unidad de la Trinidad diciendo: Yo y el Padre
somos uno ; y a continuación: Todo lo del Padre es mío. Y
me instruye acerca del Espíritu Santo diciendo que es el
Espíritu de Cristo, que recibió de Cristo mismo, como está
escrito: Él recibirá de mí y os lo anunciará.
33. Si esto es así, ¿qué contestación con humildad
debemos dar? Si reclama el tributo no nos negamos a
darlo. Los fondos de la Iglesia sirven para pagar el tributo;
si el emperador lo desea, tiene el poder de reivindicarlo;
ninguno de nosotros se opone. La colecta del pueblo puede
ser más que abundante para las necesidades de los pobres;
no son expoliadores de terrenos; y si las desea el
emperador, se las puede apropiar. Yo, desde luego, no las
regalo, pero tampoco me opongo. Si reclaman oro, yo
puedo decir: “No pretendo plata ni oro”. Pero suscitan
rencores porque se reparten el oro. Aunque a mí no me
preocupa este rencor. Yo dispongo de otros erarios: mis
erarios son los pobres de Cristo, y me he propuesto
recoger este tesoro. Ojalá siempre me adjudiquen a mí el
crimen de distribuir el oro entre los pobres. Y si objetan
que necesito la protección de ellos, no lo voy a negar, al
contrario, lo ambiciono. Mi defensa está en las oraciones
de los pobres. Los ciegos y sordos, los discapacitados y
ancianos superan en fortaleza a los aguerridos
combatientes. Por lo demás, los dones hechos a los pobres
comprometen a Dios, porque está escrito: Quien se apiada
del pobre presta a Dios. Habitualmente el respaldo de los
combatientes no se hace merecedor de la gracia divina.
34. También andan diciendo que mis himnos embelesan
falazmente al pueblo. Tampoco esto lo niego del todo. Es
la excelente composición literaria y la más sublime. ¿Y
qué alabanza puede ser más viva que la confesión de la
Trinidad, que cada día la enaltece a plena voz el pueblo?
Todos pretenden de consuno confesar la fe, y saben
proclamar a ritmo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. De
este modo, han llegado a ser maestros todos aquellos que a
duras penas podían ser discípulos.
35. ¿Puede darse una obediencia más perfecta que imitar
a Cristo, el cual, tomando la condición humana, se humilló
haciéndose obediente hasta la muerte? Por eso, liberó a
todos mediante la obediencia: Y como por la
desobediencia de un solo hombre todos fueron hechos
pecadores, así también, por la obediencia de uno solo,
todos serán justificados. Por tanto, si Aquél fue obediente,
acojamos la enseñanza de la obediencia,
comprometámonos con ella, reprochando a quienes nos
encaran rencorosamente frente al emperador: Damos al
César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. El
tributo concierne al César, no lo negamos; pero la Iglesia
es de Dios, y no debe asignarse al César; porque al
derecho del César no puede atribuirse el templo de Dios.
36. Con esto, nadie puede afirmar que se niega el honor
debido al emperador. ¿Qué puede haber más digno que un
emperador se llame hijo de la Iglesia? Y cuando se afirma
esto, se hace con estima, sin faltar en nada. El emperador
está en la Iglesia, no por encima de la Iglesia; por tanto, el
buen emperador tratará de proteger a la Iglesia, nunca
contradecirla. Todo esto lo expresamos con humildad,
pero también lo exponemos con decisión. Todavía nos
amenazan algunos con incendios, torturas y deportaciones.
Pero, como siervos menospreciados por causa de Cristo,
hemos aprendido a no temer. No existe terror grave para
quienes no temen. Por eso está escrito: Los dardos de
niños les cubrieron de heridas.
37. Parece que ha habido una reacción adecuada. Pero
ahora hago la misma pregunta que el Salvador: El
bautismo de Juan ¿procedía de Dios o de los hombres?
Los judíos no supieron responder. Si los judíos fueron
incapaces de contestar ¿podía explicarnos Auxencio el
bautismo de Cristo? Pues este bautismo no procede de los
hombres sino de Dios, porque “la maravilla de Consejero”
nos lo trajo para que seamos justificados ante Dios. ¿Por
qué, pues, Auxencio cree que el pueblo fiel, ya bautizado
en el nombre de la Trinidad, tiene que ser bautizado de
nuevo, cuando dice el Apóstol: Una fe, un bautismo? : ¿Y
afirma que es adversario de los hombres, no de Cristo,
despreciando el decreto de Dios y condenando el bautismo
que nos proporcionó Cristo para el perdón de nuestros
pecados?

CARTA 40: CONFLICTO CON LOS JUDÍOS

40. 10. ¿Va a levantarse el lugar que auspicia la perfidia


de los judíos con despojos de la Iglesia? ¿Se trasmitirá a
los santuarios de los pérfidos el patrimonio adquirido por
los cristianos con la protección de Cristo? Leemos que en
otros tiempos fueron levantados templos a los ídolos con
el botín de los cimbros, y con los despojos de otros
enemigos. Los judíos han plasmado esta inscripción en el
frontispicio de la sinagoga: “Templo de la perversidad,
construido con el botín de los cristianos”.
11. Lo que te preocupa, emperador, es el orden público.
Pero ¿qué es lo más importante el orden público o la
problemática de la religión? Conviene anteponer la
religiosidad a la reprobación.
12. ¿Es que no te has enterado, emperador, que cuando
Juliano mandó reparar el templo de Jerusalén, quienes lo
purificaban quedaron abrasados por el fuego divino? ¿No
se te ocurre que ahora puede ocurrir lo mismo? No
deberías haber dado esa orden, teniendo en cuenta lo
sucedido con Juliano.
13. Sin embargo ¿qué es lo que te mueve? ¿Un edificio
público calcinado o un lugar para la sinagoga? Si se trata
de un edificio arrasado te motivas con vileza. ¿Qué puede
haber en tan lamentable colina? ¿No piensas, emperador,
cuantas mansiones de prefectos permanecen semiderruidas
en Roma, sin que nadie las requiera? Más aún, si alguien
quisiera vituperar seriamente la actitud de los
emperadores, le empeñaría la audacia chocando con un
enorme gasto a su cuenta. ¿Qué es pues más digno, en el
caso de ser conveniente, que se pretendiera restaurar los
edificios en parte calcinados de la colina de Calínico o los
de la ciudad de Roma? En tiempo atrás incendiaron la
residencia episcopal de Constantinopla, y tu propio hijo
intercedió ante ti para que no reaccionaras ante el incendio
de la casa sacerdotal y la vileza de quien era hijo del
emperador, o sea, la tuya propia. ¿No consideras,
emperador, que si no ordenas reivindicar esto, él volverá a
hacer lo mismo, y que no se reclame? Pero eso ha caído
bien en el padre lo que ha hecho el hijo; incluso parecía
conveniente que primero el hijo provocara la vileza. Los
comportamientos parecen que están claros, de modo que el
hijo suplicara atendiendo a su vileza y el padre por la de su
hijo. Por tanto, si nada tienes que reprochar al hijo,
procura no cercenar nada a Dios.
15. Pero, ciertamente, si debo invocar en esta causa el
derecho de gentes, diría que cuántas basílicas de la Iglesia
han incendiado los judíos en tiempos del imperio de
Juliano. Dos en Damasco, una de las cuales apenas ha
quedado reparada, y a expensas de la Iglesia, no de la
Sinagoga, mientras que la otra basílica es un montón
informe de piedras. Calcinaron las basílicas de Gaza, de
Ascalona, de Berito y en casi todas aquellas regiones no
existe ninguna iglesia en reparación. Paganos y judíos
incendiaron la basílica de Alejandría, que descollaba sobre
las demás. La Iglesia que no reclama nada, ¿deberá
reclamarlo la Sinagoga?
22. ¿Y qué te dirá Cristo a raíz de estos
acontecimientos? ¿No recuerdas lo que Dios mandó decir
al santo David, por medio del profeta Natán?: Yo te he
elegido a ti, el más pequeño, de entre tus hermanos, y de
un individuo corriente te ha hecho emperador. He
colocado en el trono imperial al fruto de tu descendencia.
He sometido ante ti a las naciones bárbaras, y te he
otorgado la paz; te he entregado a tu enemigo. No tenías
cereales para alimentar al ejército, y las manos de tus
mismos enemigos te han apalancado la puerta y abierto los
graneros; entonces tus enemigos te proporcionaron las
vituallas que habían acumulado para su sustento. He
desbaratado los planes de tu enemigo, para que se quedara
sin defensas. Yo de tal manera vencí al mismo usurpador
del imperio y desconcerté su mente, que disponiendo
todavía suficientes reservas para huir, él mismo se
inmovilizó temeroso con todos los suyos, que sucumbirían
a tus manos. Por dar relevancia a tu victoria, he
congregado a un capitán con su ejército de la otra parte del
mar a los que antes había dispersado, para que no se
coaligaran en combate. He dispuesto que tu ejército,
integrado por muchas e indómitas razas, conservara la
lealtad, la disciplina y la concordia como si fuese de una
sola estirpe. Yo, cuando se cernía la enorme amenaza de
que los bárbaros atravesaran los Alpes con aviesos
propósitos, te concedí la victoria en el mismo baluarte de
los Alpes, para hacerte vencedor sin sufrir pérdida alguna.
Yo, pues, te he hecho triunfar sobre tu enemigo, ¡Pero tú
concedes a mis enemigos el triunfo sobre mi pueblo!
23. ¿Acaso no fue destronado Máximo porque
precisamente, antes de la expedición, habiendo sabido que
en Roma ardía una sinagoga, envió un edicto a la Urbe
para restablecer el orden público? Por eso, el pueblo
cristiano dice: “Nada bueno se espera de aquí; este rey se
ha hecho judío, hemos oído hablar de él como de un
defensor de nuestra doctrina, al que hace poco tiempo
probó Cristo, que murió por los pecadores”. Si esto se dice
de un discurso, ¿qué no se dirá de una reivindicación? Él,
pues, fue rápidamente vencido por los francos, por los
sajones, en Sicilia, en Siscia, en Patavia, y finalmente en
todas partes. ¿Qué hay de común entre un comprometido
y un incrédulo? Las huellas del impío han de borrarse con
el mismo impío. Lo que provocó el daño que perjudicó al
derrotado, no lo debe acoger el vencedor, sino condenarlo.

CARTA 51: AL EMPERADOR TEODOSIO, ACUSÁNDOLE DE SU


MATANZA EN TESALÓNICA

4. Escucha, emperador augusto, lo que debo decirte: No


puedo negar el celo de tu fe; ni puedo dejar de reconocer
tu temor de Dios; pero tienes un temperamento impetuoso.
Si alguien llega a calmarlo al punto te abrirás a la
misericordia, pero si lo excita, lo avivarás más, y a duras
penas te hará entrar en razón. Quiera Dios que si nadie lo
suaviza al menos que tampoco lo inflame. Te lo digo con
toda confianza: procura tú mismo controlarte y, con un
empeño ferviente, vencerás la naturaleza.
5. He pensado que quizá fuera mejor mantenerme en
silencio frente a tu temperamento impetuoso en lugar de
reaccionar en público. Por eso, preferí en parte reflexionar
menos en mi deber que en la humildad; e incluso silencié
los requerimientos de parte de algunos alegando mi
autoridad sacerdotal en lugar de que tú pudieras sentir en
mí la falta de respeto hacia quien me es sumamente
querido; y todo con el fin de que, reprimida la cólera,
pudieses mantener intacta la facultad de decisión. He
añadido otro motivo: mi estado de salud, no del todo
bueno, únicamente soportable por las atenciones de
hombres de gran dulzura; incluso hubiera preferido morir
si no aguardara tu encuentro en dos o tres días. Sin eso no
sabría qué hacer.
6. Ha sucedido en la ciudad de Tesalónica algo insólito,
jamás acontecido, que no pude impedir; te había rogado
insistentemente lo que te dije que iba a ser horripilante;
pero tú mismo creíste que ya era tarde para revocar una
orden tan dolorosa, y yo me sentía incapaz de atenuar su
gravedad. Los primeros rumores llegaron con los obispos
galos convocados para celebrar un sínodo, todos lloraron,
y recibieron la noticia con el máximo estupor. No había
manera de hallar en tu actuación un resquicio para restañar
la comunión con Ambrosio; aún más, se acrecentaría en
mí todavía la animosidad contra ti, si nadie hubiera
evocado la necesidad de reconciliación con nuestro Dios.

12. He tratado de persuadirte, rogarte, exhortarte,


amonestarte; porque me causas sufrimiento tú que eras un
dechado de devoción incomparable, que habías alcanzado
la cima de la clemencia hasta el punto de que ni siquiera
tolerabas que peligrara la vida de cualquier reo, y ahora no
sufres por tantas pérdidas de inocentes. Aunque hayas
triunfado en las batallas y salido airoso en otras campañas,
la religiosidad ha sido siempre el objetivo de todas tus
acciones. Y como en ti se destacaba, el diablo te tuvo
envidia. Véncelo ahora, que todavía tienes oportunidad.
No quieras apilar un pecado sobre otro, comportándote
como muchos lo han hecho.
13. Yo, ciertamente, en tantas otras cosas agradezco tu
disposición y no puedo mostrarme ingrato; además la
prefiero a la de muchos emperadores y la comparo a la de
uno solo. Insisto, no encuentro en ti ningún germen de
contumacia, pero presiento un temor: no me atrevería a
ofrecer el Sacrificio estando tú presente. Si no es lícita la
asistencia de quien ha derramado la sangre de un inocente,
¿va a serlo la de quien ha derramado la sangre de tantos?
No lo creo.
16. Ojalá, emperador, que me hubiera fiado de mí
mismo antes que de tu talante. Cuando pienso que eres
perdonado en el momento de tu enmienda, como
frecuentemente has hecho. Estabas advertido, y yo no he
evitado lo que debía censurar. Pero gracias al Señor, que
quiere corregir a sus insignificantes siervos para que no se
pierdan. Me siento en esto en sintonía con los profetas, y
tú lo estarás con los santos.
17. ¿Acaso no debía querer más al padre de Graciano
que a mis propios ojos? Que me disculpen tus otros hijos.
Simplemente he querido destacar un nombre que me es
querido, los demás participa de ese mismo cariño. Le
quiero, le estimo, lo acompaño con mis oraciones. Si
crees, hazme caso; si crees, repito, reconoce lo que
expreso; pero si no crees, excusa mi comportamiento que
me acerca a Dios. Te deseo un gozo, muy dichoso y
radiante en un sosiego perpetuo con la asamblea santa,
augusto emperador.

TRATADO SOBRE EL EVANGELIO DE LUCAS


2. 92. Ahora consideremos el misterio de la Trinidad.
Decimos que Dios es uno, mas alabamos al Padre y
alabamos al Hijo. Pues cuando se ha escrito: Amarás al
Señor, tu Dios, y a él sólo servirás, el Hijo ha declarado
que no está solo, al decir: Mas yo no estoy solo, pues mi
Padre está conmigo. En este momento tampoco está Él
solo: pues el Padre da testimonio de su presencia. Está
presente el Espíritu Santo; pues nunca la Trinidad puede
ser separada: El cielo se abrió y descendió el Espíritu
Santo, en figura corporal, a manera de paloma. ¿Cómo,
pues, dicen los herejes que Él está solo en el cielo, cuando
no lo está en la tierra? Prestemos atención al misterio.
¿Por qué como una paloma? Es que para la gracia del
bautismo se requiere la simplificación, de suerte que
nosotros seamos simples como palomas. La gracia del
bautismo requiere la paz, que, según la figuración antigua,
una paloma la llevó al arca, que sola se salvó del diluvio.
Lo que figuraba esta paloma lo he aprendido de Aquel que
ahora se ha dignado descender bajo la figura de una
paloma: Él me ha enseñado que por este ramo y por esta
arca eran figuradas la paz y la Iglesia, y que, en medio de
los cataclismos del mundo, el Espíritu Santo lleva a su
Iglesia la paz fructuosa. También me lo ha enseñado David
cuando, al ver en una inspiración profética el misterio del
bautismo, ha dicho: ¿Quién me dará alas como a la
paloma?
93. El Espíritu Santo ha venido; mas estad atentos al
misterio. Ha venido a Cristo, pues, todo ha sido creado por
Él y subsiste en Él. Observa la benevolencia del Señor,
que se ha sometido a las afrentas y no ha buscado el honor.
¿Y cómo ha construido la Iglesia? Yo rogaré al Padre,
dice, y os dará otro Consolador, que esté con vosotros
perpetuamente: El Espíritu de verdad, que el mundo no
puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Con razón,
pues, se ha mostrado corporalmente, pues en la substancia
de su divinidad no se le ve.
94. Nosotros hemos visto al Espíritu Santo, pero bajo
una forma corporal. Veamos también al Padre. Mas como
no podemos verle, escuchémosle. Pues está allí como Dios
bienhechor; no dejará a su templo; quiere construir toda
alma y darla forma para la salvación; quiere transportar las
piedras vivas de la tierra al cielo. Ama a su templo, y
nosotros amémosle. Amar a Dios es observar sus
mandamientos; amarle es conocerle, pues el que dice que
le conoce y no guarda sus mandamientos es mentiroso.
¿Cómo se puede amar, en efecto, a Dios si no se ama la
verdad, siendo Dios la verdad?
Escuchemos al Padre; pues el Padre es invisible. Pero el
Hijo es igualmente invisible en su divinidad, porque nadie
ha visto jamás a Dios; pues siendo el Hijo de Dios, en
tanto que es Dios, no se ve al Hijo. Mas Él ha querido
mostrarse en un cuerpo; y como el Padre no tiene cuerpo,
quiso probar que está presente en el Hijo al decir: Tú eres
mi Hijo, en ti me he complacido. Si quieres aprender que
el Hijo está siempre presente con el Padre, lee la palabra
del Hijo que dice: Si subo al cielo, allí estás; si desciendo
al abismo, allí está presente. Si deseas el testimonio del
Padre, lo has oído de Juan; ten confianza en aquel a quien
Cristo se ha confiado para ser bautizado, ante el cual el
Padre ha acreditado al Hijo con una voz venida del cielo,
al decir: Este es mi Hijo muy amado, en el cual me he
complacido.
95. ¿Dónde están los arrianos, a los que desagrada este
Hijo en el cual se complace el Padre? Esto no lo digo yo ni
lo ha dicho hombre alguno; pues Dios no lo ha
manifestado por un hombre, ni por los ángeles, ni por los
arcángeles, sino que el mismo Padre lo ha indicado con
voz venida del cielo. Por lo demás, el mismo Padre lo ha
repetido, al decir: Este es mi Hijo muy amado, en el cual
me he complacido; escuchadle; sí, escuchadle cuando
dice: Mi Padre y yo somos una misma cosa. No creer en el
Hijo es, pues, no creer en el Padre. Testigo es Él del Hijo.
Si se duda del Hijo, tampoco se cree en el testimonio
paterno. En fin, cuando dice: En el cual me he
complacido, no alaba cosa ajena en su Hijo, sino lo suyo.
¿Qué es decir: En el cual me he complacido, sino que
todas las cosas que tiene el Hijo son mías, como el Hijo
dice: Todas las cosas que tiene el Padre son mías? El
poder de una divinidad sin albergar diferencias en sí
misma hace que no exista diversidad alguna entre el Padre
y el Hijo, sino que el Padre y el Hijo tienen parte en un
mismo poder. Creamos al Padre, cuya voz dejaron oír los
elementos de la naturaleza; creamos al Padre, a cuyo
testimonio prestaron los elementos su voz. El mundo ha
creído en los elementos, crea también en los hombres; ha
creído por los objetos inanimados, crea también por los
vivientes; ha creído por lo que es mudo, crea también por
aquellos que hablan; ha creído por esto que no tiene
inteligencia, crea también por los que han recibido la
inteligencia para conocer a Dios.
SOBRE LAS VÍRGENES
Estímulo de la virginidad
I. 8.40. Las obras de esta castidad virginal se parecen a
panal de rica miel fabricado por industriosas abejas. Como
ellas es diligente, sobria y pudorosa la virginidad. Como
ellas, apacentándose en el rocío de la mañana, se ocultan
después en su celdilla, y a solas, sin testigos ni compañía
de nadie, elaboran su manjar, así la virgen se apacienta con
la palabra divina, que es rocío celestial enviado a su alma
por el mismo Dios, se encierra en el secreto de la doctrina
santa, lo guarda como inviolable tesoro, y con él fabrica el
dulce panal de la pureza de su cuerpo, para sacar más tarde
a luz el fruto de su misterioso trabajo, tan libre de
amarguras como rico en suavidad. Y como las abejas,
asociadas amorosamente en el enjambre, juntan la labor de
todas en una sola colmena, así las vírgenes, unidas en vida
común, y lejos de la vista del mundo, aúnan el trabajo de
sus virtudes, rivalizando unas con otras en santas obras,
para elaborar el rico panal de la virginidad.
41. ¡Oh, quién me diera, hija mía, que fuese como la
abejilla que se alimenta de flores, trabaja con la boca, y
con la boca produce! Imítala, hija mía. Sea tu palabra
natural, sin sombra de dolo; franca, sin engañoso artificio;
pura y grave, engendradora de eterna posteridad, que te
honre perdurablemente.
42. Y que te gane a la par méritos de vida eterna para ti,
y para otros muchos, que movidos de tu ejemplo, entren
por los senderos de la virtud. ¿Sabe acaso el alma cuándo
le arrebatarán los graneros que codiciosa amontonara en el
mundo? ¿Ignora que en el trance supremo de la muerte no
los podrá defender? Y aunque los retuviera, ¿de qué le
servirían si se acaba esta vida? Y si aquí usó mal de ellos,
¿qué mérito le granjearán, allá, donde la dicha no se
compra con el dinero terrenal? Seas en buena hora rica,
pero con los pobres, dándoles parte de tu tesoro, puesto
que participan de tu naturaleza.
43. En cambio de lo cual te brindo una preciosa flor, que
no es sino el mismo que de sí dijo: Yo soy la flor del
campo y el lirio de los valles… pero lirio entre espinas;
porque en esta vida cercan a la virtud punzantes abrojos de
malas pasiones, contra las que ha de ir muy prevenido
quien aspire a conquistarla.
Excelencia de la virginidad y llamamiento
9.52. Si queréis mayor alabanza de la castidad, os diré
que hace ángeles, y con esto lo he dicho todo; pues quien
la guarda es ángel, y quien la pierde, demonio; y por eso,
la religión llama virgen a la doncella que con Dios se
desposa, y meretriz a la que se fabrica dioses. ¿Y qué
premio se les dará en la resurrección? Ya lo disfrutáis
vosotras. Porque proclamando el evangelista Mateo que en
la resurrección no se casarán ni tomarán mujeres, sino que
serán como los ángeles en el Cielo, da bien claro a
entender que lo que a nosotros promete, ya lo ha puesto en
vuestras manos. Estáis en plena posesión de lo que aún es
blanco de nuestros afanes. Sois de este mundo sin vivir en
él, ni pertenecer a su dominio, aunque haya tenido la
suerte de veros nacer en su seno.
53. ¡Sublime espectáculo! Los ángeles cayeron del cielo
al mundo, arrastrados por su intemperancia, y vosotras
subís del mundo al cielo en alas de la virginidad.
¡Dichosas mil veces las vírgenes, que despreciando los
halagos de la carne, viven en ella sin mancharse con sus
impuros deleites! La templanza en el comer, la abstinencia
en el beber son antídotos del vicio, porque así como se
libra de él quien de sus causas huye, así no es raro que
caiga en sus redes quien temerariamente con ellas juega.
Para escarmiento de lo cual refiere el Libro Santo el
pecado del pueblo judío, que después de haber comido y
bebido desordenadamente en el desierto se levantó para
negar a Dios; y el de Lot descuidado, que por ignorancia
reprobable comete incesto con sus propias hijas; y el no
menos doloroso de Noé, que embriagado incautamente,
pone al desnudo sus vergüenzas, dando ocasión a que uno
de sus hijos le escarneciera, hasta que la piedad de los
otros vino en su defensa, con aquella respetuosa traza que
la santa Escritura les alaba. Ruborizados de la actitud
indecorosa de su padre, y escandalizados a la vez de la
crueldad del mal hijo, tomaron una capa, y vueltos de
espaldas, se la echaron encima, para no ver su desnudez y
evitarle la pena de hallarse deshonestamente ante ellos al
volver a sus cabales, en lo cual será bien que aprendamos
a temer el vicio, viendo cómo el abuso del vino tuvo
fuerzas para derribar a aquel fuerte varón a quien habían
respetado las aguas del diluvio.
57. Bien sé que a muchos parecerán vanos mis cantos a
la virginidad, y perdido el tiempo que gasto en repetirlos a
los oídos de las almas; pero no me apena su censura, ni
entablo disputa con ellos, ni han de ser parte a cerrar mis
labios, que seguirán encomiando las grandezas de esta
preciosa virtud, de quien estoy enamorado con tan
ferviente amor, que aunque a nadie convirtiese
pregonándola, con pregonar su hermosura, se satisfaría mi
alma, y recrearía con inefable gozo en la contemplación de
la angelical belleza de las vírgenes, lo cual por sí solo
bastaría a recompensar cumplidamente mi trabajo, aunque
otro fruto no alcanzase. Mas por dicha mía sí lo alcanzo,
porque de Plasencia, de Bolonia, y aun de la lejana
Mauritania, responden a mi llamamiento las vírgenes,
viniendo a pedirme el velo de esposas de Dios, con gran
regocijo de mi espíritu, maravillado de que la voz de un
humilde obispo salida de este rincón, halle eco en las
almas de remotos países, las despierte, y las mueva, y las
traiga aquí, como forzadas por secreto e irresistible
impulso que sienten dentro de sí. ¿Cómo no ha de crecer
mi entusiasmo ante el magnífico espectáculo y cobrar
nuevos bríos para seguir predicando y llamando a los de
fuera?
58. ¿Cómo no abrir el pecho a la esperanza de que la
llegada de éstas mueva a las de aquí, ya que no es razón,
que siguiéndome las que no me oyen, me vuelvan la
espalda indiferentes las que me escuchan? Y porque sé de
no pocas doncellas que deseosas de consagrar a Dios su
virginidad, no lo consiguieron, por estorbárselo sus
madres, y lo que es más extraño, las mismas viudas, a tales
madres y viudas enderezo ahora mi discurso y pregunto:
¿No son libres vuestras hijas para amar a los hombres y
elegir marido entre ellos, amparándolas la ley en su
derecho aun contra vuestra voluntad? Y las que pueden
libremente desposarse con un hombre, ¿no han de ser
libres para desposarse con Dios? ¡Oh frutos dulcísimos de
la castidad, que por gozaros vienen las gentes bárbaras
desde los últimos rincones del África! ¿Quién creyera que
la Mauritania nos enviaría sus vírgenes, para consagrarlas
a Dios, lejos del hogar donde nacieron? ¿Quién no
admiraría a estas tiernas doncellas, que rompiendo los
vínculos de la carne, truecan el amor de sus familias por el
de la castidad? Dignas son de reinar en la Gloria las que
con tanto valor se sacrifican en aras de la virtud.
60. ¿Y qué diré de las nobles boloñesas, ejército
esforzado de almas grandes, que despreciando los
encantos de una sociedad brillante, vienen a ocultarse en el
sagrario de las vírgenes? Encerradas en este retiro, y
olvidadas del mundo, vive aquí una veintena de ellas, que
valen por ciento, según los copiosos frutos de virtud que
nos ofrecen, porque recogidas en los tabernáculos de
Cristo, reparten la vida santamente, entre las divinas
alabanzas y el trabajo manual con que ganan el sustento.
Pero su retiro no es el del avaro egoísta, que se entrega al
torpe amor de sus riquezas codicioso de gozarlas él solo a
sus anchas, antes bien, las generosas vírgenes enamoradas
del divino Esposo, para quien viven, son celosísimas de la
gloria de Él, anhelando sin cesar traerle muchos amadores
que le sirvan.

SOBRE LA VIRGINIDAD
La virginidad y el matrimonio
7,35. ¿Cómo hay quien se atreva a condenar ni por mala
ni por nueva en la Iglesia la profesión de la castidad? Pero
si es buena y antigua ¿será útil? Oigo decir a algunos, que
mis continuas endechas a sus excelencias alejarán de la
vida conyugal a los hombres, poniendo en riesgo la
conservación de la especie humana y aún de la misma
sociedad. Vanos temores; pero respetándolos yo, querría
que me mostrasen algún hombre condenado a perpetuo
celibato por no hallar mujer con quien casarse; o siquiera
me señalaran la época de la historia en que hayan luchado
por guardar virginidad. ¿Saben, acaso, de alguno que
arrostrara la muerte por negarse a ser virgen? En cambio
están llenas las historias de tristísimos ejemplos de
muertes desastrosas causadas por el matrimonio. ¿Y qué?
¿Tan rara cosa es el adulterio y la muerte deshonrosa del
adúltero? Sé de luchas entre el raptor y el esposo o las
familias de las mujeres robadas, escándalo harto común en
numerosas ciudades; pero no sé que haya sido condenado
nadie por culpa de una virgen sagrada. Nunca ocurrió,
porque sobre la castidad no pesa ningún castigo, sino que
la religión la aumenta, y la conserva la fe.
36. Y los que todavía insistan en su irracional temor por
la disminución del género humano, invito a que paren
mientes en el curiosísimo fenómeno social de ser más
numerosos los hijos donde más abundan las vírgenes, y
menos, donde éstas escasean. En la Iglesia de Alejandría,
en las de todo el Oriente y en África, conságranse al Señor
cada año muchas más que en las nuestras, y yo sé que
entre nosotros hay menos hombres que allí. Y por lo que
toca al provecho reportado al mundo de la práctica de la
virginidad, ¿quién lo desconocerá? ¿Quién se atreverá a
desdeñar por inútil esta nobilísima profesión, que fue
como espíritu saludable purificador de las costumbres del
pueblo romano, medicina celestial de aquella corrupción
pestilente que como cáncer mortífero le roía las entrañas?
37. Mas si quieren que esta razón valga, si quieren
prohibir a las vírgenes la profesión de castidad, comiencen
prohibiendo a las casadas ser honestas, porque cohibidas
por la honestidad conyugal, podrán parecer a menudo
incontinentes, si no son libres para quebrar la fidelidad
jurada a sus maridos. Autoricen, en fin, a las esposas, para
que en las ausencias del esposo se den trazas de no
suspender la generación, antes de que pase la frescura de
la edad, ni disminuir la frecuencia de los partos, necesaria
para multiplicar la especie, aunque sufra, en cambio,
horrible injuria la santidad del matrimonio.
Vocación y exigencia de madurez
38. Pero quizá me repliquen que al consagrarse a Dios
muchas vírgenes se vuelve difícil a los jóvenes
conseguirlo. ¿Y qué? ¿Lo conseguirían mejor dándoles
más facilidades? Tengo para mí que no. Y respondiendo
últimamente con un argumento generalizado a los
numerosos enemigos de la virginidad, niego a todos razón
para combatirla, porque si son casados, no deben temerla,
pues tienen mujer que no puede ya ser virgen; si solteros,
cometerán gran torpeza, con daño de su propia dignidad,
ligándose a una mujer enemiga del matrimonio; si padres
de familia que, demasiado solícitos de la suerte temporal
de sus hijas las alejan de aquella virtud, tampoco aciertan,
porque siendo pocas las doncellas que la profesan,
encontrarán en el seno de la religión apoyo más firme y
seguro que el que tendrían en el mundo. Déjenlas, pues, ir
a ella si Dios las llama, que Él sabe cuidar de sus
escogidos.
39. Otros dilatan la profesión de las vírgenes a la edad
madura, y yo estoy de acuerdo con ellos, porque es
improcedente otorgar sin la prudencia adecuada el velo en
los años juveniles. Espere a los años maduros, espere el
sacerdote la edad de la fe y del pudor para imponerlo;
espere la madurez del recato, la discreción del juicio, el
arraigo de las costumbres, los años de la honestidad, el
ánimo de la castidad. Y si entonces la doncella se
comporta diligente como una madre, y liberada de
querencias, ya no necesita esperar para que la acojan. Pero
si carece de estos requisitos, suspéndase la profesión,
porque aunque parezca madura en años, todavía es bisoña
en costumbres.
40. No se ha de mirar tanto a la edad como a las prendas
del alma, que ha de asemejarse a la de la virgen Tecla, que
siendo joven en años era, sin embargo, anciana en
virtudes.
Alegoría del Carro de Aminadab
93. Busca, ¡oh virgen!, a Cristo, y busquémosle todos,
puesto que el alma no tiene sexo, sino que acaso se le dio
nombre femenino para significar que es más poderosa que
el cuerpo y sabe dominar los mismos ímpetus feroces de la
carne, suavizándolos con el amor de sí misma.
94. Por eso es bueno rogar y suplicar al Señor, que nos
insufle el espíritu celestial de la divina palabra, como el
viento sacude los árboles, y los acaricia suavemente con el
aura mansa y vivificante, como está escrito: Me puso en el
carro de Aminadab, que simboliza a nuestra alma que va
en el cuerpo como en carro tirado por caballos indómitos,
necesitados de auriga. Aminadab, fue padre de Naasón
como leemos en el libro de los Números, fue príncipe de
Judá, y representación de Cristo, verdadero príncipe del
pueblo, que sube al alma del justo como sobre el carro,
que controla con las riendas de la Palabra, y refrena a los
corceles apartándolos del vicio en el que se arrojarían, si
nadie los contuviera.
95. Ira, ambición, sensualidad y el temor son como
caballos, que cuando estallan en furor enajenan al alma. El
cuerpo corruptible abruma al alma y la fuerza con
violencia, como los indómitos corceles desenfrenados
arrastran en su vertiginosa espantada el carro, dando
tumbos, hasta que se calman con la eficacia de la Palabra,
que evoca las pasiones corporales. Esta providencia de la
palabra buena es como un excelente cochero, para que el
cuerpo mortal no dificulte en su actividad conjunta al
alma, que en sí misma no está expuesta a la muerte.
96. Por tanto, lo primero de todo hay que domar estas
repentinas convulsiones del cuerpo, y que se mantengan
vinculadas a la razón; después procure que no se sienta
impulsado por un movimiento descoordinado de uno de
los corceles, sino que estimule al parsimonioso y contenga
al fogoso; brama al corcel de la malicia, y jactándose a sí
mismo deteriora el carro y atosiga a su par. Pero el hábil
auriga aplacará a ese corcel y lo introducirá en el campo
de la verdad, evitando el tropiezo con el engaño. Seguro
remonta su carrera hacia las cosas de arriba, evitando el
peligro de incurrir en las de abajo. Por eso, como
recompensados por haber aguantado bien el yugo de la
Palabra, los llevan hasta el pesebre del Señor, donde no
hay paja como alimento, sino el pan que baja del cielo.

SOBRE LA HISTORIA DE NABOT


Las riquezas y el derecho de propiedad
1,1. La historia de Nabot en cuanto al tiempo es antigua,
en cuanto a la práctica es cotidiana. ¿Quién, de hecho,
para ser rico, no desea cada día los bienes de otro? ¿Quién,
para ser muy adinerado, no trata de cazar al pobre que vive
de su huertecillo e intenta hundir al indigente que vive de
la insignificante heredad de sus antepasados? ¿Quién se
contenta con lo que tiene? ¿En qué rico no se enciende el
deseo de acaparar lo que tiene el vecino? Así pues, no ha
nacido un solo Acab, sino, lo que es peor, cada día nace un
Acab y nunca muere en este mundo. Y si fallece uno,
aparecen muchos: pues hay más ladrones que víctimas. No
se ha asesinado a un solo Nabot pobre; cada día estrujan a
un Nabot, cada día liquidan a un pobre. De este modo, la
humanidad, aterrorizada, abandona su tierra, el pobre
emigra con sus vástagos, llevando al más pequeño en
brazos y la mujer llora, como si acompañara al marido al
sepulcro. Sin embargo menos se lamenta aquella que
deplora la muerte de los suyos; porque pese a la pérdida de
la protección del marido, sabe que el sepulcro es lo suyo; y
si no tiene hijos, tampoco siente a los exiliados, ni las
hambrunas más crueles que ceban la muerte de la tierna
infancia
2. ¿Hasta dónde queréis llegar, oh ricos, con vuestras
insensatas codicias? ¿Queréis quedaros como únicos
habitantes de la tierra? ¿Por qué desecháis a vuestro
consorte en naturaleza y os reivindicáis en propiedad la
naturaleza? Si la tierra ha sido creada como un bien común
para disfrute de todos, ricos y pobres, ¿por qué, vosotros
los ricos, os arrogáis un derecho exclusivo sobre el suelo?
La naturaleza, que ha parido a todos pobres, ignora a los
ricos. Nadie nace vestido, nadie viene al mundo con oro o
plata. Nos dieron a luz desnudos, faltos de alimento, de
vestido y de bebida; desnudos acoge la tierra a quienes
desnudos ha engendrado. La tumba no puede encerrar la
extensión de nuestras posesiones. Un trocito de tierra es
más que suficiente tanto para el pobre como para el rico; y
la tierra, incapaz de contener los deseos del rico en vida,
ahora, fallecido, lo recluye del todo.
5. 21. He visto personalmente a un pobre apresado, y le
obligaban a pagar lo que no tenía; fue llevado a la cárcel,
porque faltaba el vino en la mesa de su señor; lo he visto
encarcelado con sus hijos para cumplir la condena.
Afortunadamente se encontró con uno que le ayudó en esa
situación de necesidad. El pobre volvió a casa con los
suyos y vio que lo habían esquilmado. No le habían dejado
nada para comer. Sufría tanto por el hambre de sus hijos
que sentía pena de no haberlos vendido a quien hubiera
podido alimentarlos. Reconsideró su idea y decidió
venderlos. Pero la injusta miseria forcejeaba a la
compasión paterna; el hambre lo impulsaba a venderlos, la
naturaleza a su fidelidad natural. A veces se sentía
dispuesto a morir con sus hijos, en lugar de separarse de
ellos, otras se retractaba. Al final venció en él la
necesidad, no la voluntad; la compasión misma cedió ante
la necesidad.
14. 60. Oh hombre, no quieras acumular riquezas. Si
quieres ser rico, sé pobre para el mundo, para ser rico ante
Dios. Quien es rico de fe, es rico para Dios; quien es rico
en misericordia, es rico para Dios, quien es rico en
simplicidad es rico ante Dios; el rico de sabiduría, el rico
de ciencia es rico para Dios. Hay quienes andan sobrados
en su pobreza, y quienes son indigentes en sus riquezas.
Los pobres nadan en la abundancia, cuya profunda
pobreza nada en las riquezas de su simplicidad; los ricos
sintieron necesidad y pasaron hambre. Por eso, no en vano
está escrito: Los pobres prevalecerán sobre los ricos y los
siervos prestarán a interés a sus patronos, porque los ricos
y los patronos arrojaron semillas inútiles y malas, de las
que no puede cosecharse fruto alguno, sino sólo espinas.
Por tanto, los ricos estarán sometidos a los pobres y los
siervos prestarán a los patronos los bienes espirituales,
como el rico imploraba al mendigo Lázaro que le ofreciese
una gota de agua. También tú, oh rico, puedes fijarte en
esta enseñanza. Da al pobre y habrás prestado al Señor,
porque presta a Dios el que da al pobre.

LA PENITENCIA
80. Nos conviene creer que hay que hacer penitencia y
alcanzar el perdón. Así esperaremos el perdón por la fe y
no por la justicia, pues una cosa es hacerse digno y otra
arrogarse el derecho. La fe obtiene lo que desea como por
un documento escrito; sin embargo, la presunción es más
propia del arrogante que del que ruega. Paga primero lo
que es debido, para que merezcas alcanzar lo que esperas.
Compra el amor del buen deudor y no pidas prestado, sino
amortiza con el patrimonio de tu fe el interés de la deuda
contraída.
81. Muchos recursos tiene para pagar tanto el que es
deudor de Dios como el que lo es del hombre. El hombre
exige dinero por dinero, lo cual no siempre está al alcance
del deudor; Dios te exige un amor del que eres capaz. No
es pobre el que debe a Dios, sino el que a sí mismo se hace
pobre. Y si no hay para vender, hay para saldar. La
oración, las lágrimas, los ayunos es la hacienda del buen
deudor, mucho más ubérrima que si alguien sin fe diese
dinero de su propio capital.
82. Pobre era Ananías, cuando, después de vender el
campo, entregó el dinero a los apóstoles y no pudo librarse
sino que se entrampó más. Por el contrario, rica fue
aquella viuda que echó dos monedas en el cepillo del
Templo; de ella se dijo: esta viuda pobre ha echado más
que nadie. No busca Dios el dinero, sino la fe.
83. Ni siquiera niego que las liberalidades en favor de los
pobres puedan perdonar el pecado, con tal que sean
acompañadas de la fe. ¿De qué aprovecha distribuir el
patrimonio sin la gracia de la caridad?
84. Hay quienes son generosos sólo por jactancia, para ser
considerados por el pueblo como hombres virtuosos que
nada dejan para sí; mas al buscar recompensa en el mundo
presente, descuidan la del mundo futuro; y como ya
recibieron aquí su paga, han perdido el derecho de
esperarla allí.
85. Hay quienes por un impulso estrepitoso de su mente,
sin constancia de criterio, allí donde entregaron sus bienes
a la Iglesia, pensaron luego quitárselos; a esos tales no les
fue ratificada la primera gracia, ni la segunda, porque en la
primera falló el criterio y en la segunda se incurrió en
sacrilegio.
86. Hay quienes se han arrepentido de haber distribuido
sus bienes entre los pobres; mas no se debe hacer
penitencia para arrepentirse sólo de ese arrepentimiento
por distribuir sus bienes. Además muchos, conscientes de
sus pecados, piden la penitencia ante el temor del castigo
futuro y después de haberse comprometido con ella, la
revocan por la vergüenza de su publicidad. Éstos parece
que han requerido la penitencia de los malos para
aparentar buenos.
87. Algunos piden la penitencia de tal forma que
inmediatamente desean ser incorporados a la comunidad
de los fieles. Éstos no desean tanto quedar libres, sino
comprometer al sacerdote; no lavan su conciencia de
culpa, pero involucran al sacerdote, a quien se le ha dicho:
No entregues lo santo a los perros ni arrojéis vuestras
piedras preciosas ante los cerdos, esto es: a los
manchados con impurezas no se ha de conceder
participación en la comunión sagrada.
88. De este modo verás marcharse con otra vestimenta a
quienes convenía afligirse y llorar, porque mancharon su
vestido de bautismo y de la gracia. Verás también que las
mujeres llevan pendientes preciosos en sus orejas, que
deberían inclinar debidamente sus cabezas a Cristo y no al
oro, compungirse de sí mismas por haber perdido la joya
precedente del cielo.
89. Hay quien cree que penitencia es privarse de los
sacramentos celestiales. No hay jueces más intransigentes
para sí que ellos mismos, porque se aplican la sentencia y
dejan el remedio. Más les convenía lamentar su suerte, que
privarse de la gracia celeste.
90. Otros con la esperanza de la penitencia, creen que se
les otorga un permiso para pecar, pese a que la penitencia
es remedio y no estímulo de pecado. La herida necesita
medicina y no al revés. El medicamento se busca por
causa de la herida, y nadie desea la herida a causa del
medicamento. Es débil la esperanza que se apoya en el
tiempo. Como todo tiempo es inconsistente, la esperanza
no sobrevive al tiempo.
98. La penitencia es excelente. Si no fuera por ella, todos
diferirían la gracia de la ablución hasta la vejez. A éstos
les respondería que mejor es tener algo que reparar, que no
tener ropa alguna para vestirse. Las prendas que se reparan
una vez, sirven, pero las que se zurcen muchas veces,
terminan por deshacerse.
99. Baste, para los que retrasan la penitencia, esta
admonición del Señor: Haced penitencia, porque se
acerca el reino de los cielos. No sabemos a qué hora
llegará el ladrón; tampoco sabemos si nos reclamarán el
alma la próxima noche. Dios expulsó a Adán del paraíso
nada más cometer el pecado, no esperó nada. Al instante
lo apartó de las delicias para que hiciera penitencia, y le
vistió una túnica de piel, no de seda.
107. Hemos aprendido, pues, que hay que hacer penitencia
y que hay que hacerla en el momento en el que se
amortigua la lujuria empecatada; y que, sometidos al yugo
del pecado, debemos ser muy respetuosos con nosotros
mismos y nunca inmoderados. Y si a Moisés se le dijo:
Quítate el calzado de tus pies cuando se acercaba para
conocer el misterio celeste, ¿cuánto más debemos nosotros
descalzar nuestra alma de los vínculos corporales y
esquivar todos sus pasos de los lazos de este mundo?

APOLOGÍA DEL PROFETA DAVID


El pecado de David justificado en cuanto es misterio de
la Encarnación
20. Parece que no existe discrepancia entre la parábola y el
misterio. ¿Quién es el rico, sino Jesús, nuestro Señor, que
dice de sí mismo, como se ha leído hoy: Un hombre rico,
partió para un país lejano, a fin de recibir la investidura
real y luego regresar?” Era verdaderamente rico de las
riquezas de su majestad y de la plenitud de su propia
divinidad, al que los ángeles y los arcángeles, las virtudes
y las potestades, los principados, los tronos y las
dominaciones, los querubines y los serafines servían con
una incansable sumisión. Y sin embargo abandonó en el
monte noventa y nueve de sus ovejas, y se puso a buscar
una sola que, cansada, andaba rezagada. A esta oveja, el
príncipe de este mundo, pobre y desprovisto en
comparación con este rico a que nos referimos, la
alimentaba con sus propios alimentos, como si fuera su
hija. Era pues comprensible que desfalleciera, pues no
tenía para subsistir más que los alimentos del siglo.
Andaba extraviada en Adán, acosada por las insidias de la
serpiente.
21. No era una mala oveja, puesto que estaba llena del
Verbo, era la “hija de la semana mística” y la obra del
santo creador. Sin embargo, durante mucho tiempo no se
alimentó con bienes precioso ​s, sino con los pobres
bienes de un miserable. Pues, como dice la Escritura
comía de su pan, bebía de su copa y dormía en su seno.
Distaba mucho de ser bueno el alimento de los etíopes,
funesta era la copa de oro de Babilonia, que embriagaba a
las naciones. El sueño no aprovecha a los que duermen, es
preferible velar. Pues el extravío ha perturbado a los
necios de corazón, han dormido su sueño y no han sacado
nada en limpio. Para plena satisfacción de su hospitalidad,
en la acogida de su huésped e invitación a su mesa,
escogió la oveja del pobre. Pues de haber inmolado una de
sus ovejas o cualquiera de sus bueyes, no nos hubiera
aprovechado en nada; tampoco nos habría rescatado si no
se hubiera inmolado.
22. Las enfermedades, consecuencia de nuestra debilidad,
Él las ha acogido en su carne hospitalaria con un cariño
extraordinario; y para aliviar o más bien para regenerar
nuestra fragilidad, ha ofrecido su carne a esta gloriosa
pasión salvadora, para proporcionarnos el alimento de la
vida eterna. La Escritura evoca con sentido el término
corderilla, pues esta carne era el parto de la Virgen. Con
toda razón este rico es declarado “merecedor de muerte”
en el tribunal profético, porque también Caifás profetizó
cuando dijo: Conviene que un solo hombre muera por el
pueblo. Ahora bien, sólo el Señor Jesús ha sido declarado
merecedor de una muerte tal que, gracias a ella, quitaría el
pecado del mundo. Acertadamente la Escritura añadió:
Devolverá la corderilla. De acuerdo, porque ha resucitado
su propia carne, y la ha restituido en su integridad virginal.
Tampoco en vano ha dicho la Escritura: Devolverá la
corderilla por cuatro. Pues cuádruple es la resurrección de
los muertos, como lo enseña el Apóstol cuando dice: El
cuerpo es sembrado en la corrupción, resucita en la
incorrupción; es sembrado en la ignominia y resucita en
la gloria; es sembrado en la debilidad, resucita en la
fuerza; es sembrado como cuerpo animal, resucita como
cuerpo espiritual. Es verdad que devolverá también la
corderilla por cuatro, en el sentido en el que ya un hombre
puede decir: Si he defraudado a alguien, le restituiré
cuatro veces más. Y a este propósito todavía se han
añadido estas palabras: Porque no tuvo compasión, pues
Cristo no ha tenido compasión de sí mismo para socorrer a
los hombres.
23. Por eso también se han aplicado al Señor Jesucristo las
palabras dirigidas a su siervo David para que proclame el
misterio: Lo que tú has hecho a ocultas, yo lo haré delante
de todo Israel, a la luz del sol que nos ilumina”. Es que,
ignorando el misterio, David quedó consternado de
indignación, pero no careció de afecto. Después, una vez
que conoció el gran misterio, el gran sacramento de Cristo
y de la Iglesia, contemplando anticipadamente el perdón
de todos los pecados, y previendo el resplandor de la
gracia mediante el baño de la regeneración y la infusión
del Espíritu Santo, afirmó con seguridad teniendo a la
vista el perdón: He pecado contra el Señor. Quería así
compartir el perdón de quienes serían más tarde
perdonados. ¿Te das cuenta de cómo ha llorado su propio
pecado? ¿Quién podrá sorprenderse de que haya sido
perdonado?
Exordio sobre el significado del número 50
41. Que el mismo David se defienda ya. Pues ha escrito el
salmo 50 teniendo en cuenta esta historia. Y puesto que ha
contado, en los salmos que siguen a continuación de éste,
los acontecimientos que habían sucedido antes, como la
traición de Doeg el sirio, a la que se refiere el salmo 51 y
la de los Zifeos que, claramente se contiene en el título del
salmo 53. Ha pospuesto nuestra historia presente a estos
hechos posteriores: pues Doeg o los Zifeos, habían
cometido traición antes que el profeta David asumiera la
realeza, puesto que, huyendo y escondiéndose ante el rey
Saúl, vagaba todavía por el destierro. Ahora bien, se llevó
a Betsabé siendo ya rey.
42. ¿Por qué el orden de los salmos no concuerda pues con
los acontecimientos? Porque no ha pretendido tanto la
concordancia de estos dos órdenes como la del misterio
con los acontecimientos. Y por eso ha hecho corresponder
el nombre del perdón a este relato. El número cincuenta,
en efecto, es el número del perdón, según lo que el mismo
Señor nos ha enseñado en el Evangelio cuando dijo: Dos
deudores tenían un mismo acreedor; uno le debía cinco
denarios, el otro, quinientos; como no tenían con qué
pagar, les perdonó la deuda a los dos. ¿Cuál de ellos le
querrá más? Además la Ley alude al “jubileo”, que apunta
al número de cincuenta años, cuando las deudas quedan
abolidas, se confirman las libertades de los hebreos, donde
los terrenos vuelven a su primeros dueños. También
nosotros celebramos con alegría este número a raíz de la
pasión del Señor, cuando se nos perdona la deuda de
nuestras culpas, y se anula el decreto firmado contra
nosotros. Somos libres de cualquier vínculo y recibimos la
gracia del Espíritu Santo que viene a nosotros en el día de
Pentecostés. Cesan los ayunos, y se canta el aleluya, la
alabanza a Dios. En fin, el padre de aquella joven, todavía
núbil, recibe cincuenta dracmas de plata, mientras que ella
es forzada a compartir el lecho con un hombre; y quedará
vinculada en matrimonio con ese hombre. Por tanto, este
número tiene la virtualidad de transformar los vicios en
gracia. ¡Qué magnífico, pues, es este salmo que nos
muestra la forma que necesitamos hacer penitencia!
43. Dice (David) Ten compasión de mí, Señor, según tu
gran misericordia. Y según la multitud de tus perdones,
borra mi iniquidad. Lávame abundantemente de mi
injusticia y purifícame de mi pecado. Pues mi iniquidad la
reconozco; y mi pecado siempre me acusa. Contra ti,
contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces. En
la sentencia tendrás razón, en el juicio tendrás razón.
Mira en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.
¿Quién de entre nosotros, aunque confiese su delito, no
estima que lo debe mencionar ligeramente en lugar insistir
en él? ¿Hay alguien que se lo sugiera dos o tres veces?
Pero fíjate en cuántos versículos un profeta tan grande
hace resonar su pecado; no hay ni un versículo que no
contenga la confesión de su crimen. Ha hecho un conjunto
de todo, divulgando sus iniquidades y su injusticia,
vinculando delitos y pecados. Y como insiste tantas veces
en ello, implora sinceramente una misericordia generosa;
pero no sólo una misericordia generosa sino la compasión
incondicional. ¿Qué pecado no lavaría semejante llanto?,
¿qué falta no purificaría una súplica de esta índole? David,
al implorar, pide por un sólo pecado mil perdones, y
nosotros, por tantos pecados cometidos, apenas estimamos
que basta con pedir a Dios una sola vez que nos aplique su
misericordia. Además, leemos que con gran poder y brazo
extendido, Dios liberó a su pueblo de la tierra de Egipto,
cuando les hizo pasar el mar Rojo, lo cual fue una figura
del bautismo. Ahora bien, si el gran poder sirvió de figura
para los sacramentos, ¡cuánto más real esa generosa
misericordia se manifestó en la vida de ese pueblo! Con
toda razón se pide un perdón general, donde hay muchos
pecadores.
44. Lávame a fondo de mi injusticia y purifícame de mi
delito. No pide tanto ser lavado a menudo como serlo a
fondo, para que se borre la mancha que ha ocasionado.
Aunque sabía que, según la Ley, existían diferentes
remedios de purificación, ninguno era completo ni
perfecto. Pero él con toda la intención se lanza a lo que
considera perfecto, gracias a lo cual se cumple toda
justicia; refiriéndose con ello al sacramento del bautismo,
como lo apunta el Señor Jesús en persona; pues cuando se
dirigió a Juan, el Bautista le dijo: Soy yo quien debe
recibir el bautismo de ti, y ¡tú vienes a mí! Pero el Señor
le contestó: Déjame ahora; pues conviene que así
cumplamos toda justicia. Y después que Cristo hubo sido
bautizado, que el Espíritu Santo bajara sobre él en forma
de paloma, y que desde el cielo el Padre marcara a su Hijo
con su sello, se cumplió la perfecta justicia. Por eso dijo el
Profeta: Lávame a fondo de mi injusticia. Cuando la
mancha y la inmundicia son de consideración, no
desaparecen con un chapuzón ligero, sino con un lavado a
fondo.

SOBRE LOS DEBERES DE LOS MINISTROS


El silencio y la palabra
I, 2.5. Lo que debemos aprender por encima de todo ¿no
es callarnos antes de poder hablar? Para que mi voz no me
condene, antes de que absuelva la ajena; pues está escrito:
Según tus palabras serás condenado. ¿Qué necesidad hay
de precipitarse para incurrir en el peligro, mediante la
palabra, de una condena, mientras que, por el silencio, se
puede estar más seguro? He visto a gente que ha caído en
el pecado por la palabra, pero apenas he visto a nadie por
el silencio. También es más difícil saber callarse que
hablar. Sé que la mayoría de la gente habla sin saber
callarse. Es raro que alguien se calle, aunque no se saque
provecho alguno por hablar. Es un sabio el que sabe
callarse. Pues la Sabiduría de Dios ha dicho: El Señor me
ha dado una lengua dotada de conocimiento para saber
tomar la palabra cuando sea necesario. Es, pues, un
sabio, con justa razón, el que ha recibido del Señor el
saber en qué momento debe hablar. Por eso la Escritura
dice acertadamente: El hombre sabio se callará hasta el
momento oportuno .
6. Así pues, los santos del Señor – porque saben que la
palabra humana es casi siempre mensajera de pecado y
que el discurso del hombre es el comienzo del error
humano- prefieren callarse. Así el santo del Señor afirma:
He dicho: vigilaré mis caminos para no pecar con mi
lengua. Sabía, efectivamente, y había leído que es el hecho
de la divina protección que el hombre sea puesto al abrigo
del látigo de su propia lengua y al abrigo del testimonio de
su propia conciencia. Efectivamente somos fustigados por
la muda vergüenza de nuestro pensamiento y por el juicio
de nuestra conciencia; somos fustigados también por las
verjas de nuestra palabra, cuando mantenemos propósitos
de los que su enunciado hiere nuestro espíritu y desgarra
nuestra alma. Ahora bien, ¿quién es el que puede mantener
su corazón puro del lodo de las faltas o no pecar en su
lenguaje? Y por tanto que no veía a nadie capaz de
guardar sus labios puros de la mancha del discurso, Él
mismo se impuso, mediante su silencio, la ley de la
inocencia; así, callándose esquivaba la falta que apenas
hubiera podido evitar hablando.
7. Escuchemos, pues, al maestro de la prudencia: He
dicho: vigilaré mis caminos, es decir: Me he impuesto,
mediante una consigna muda de mi pensamiento, controlar
mis caminos. Otros son los caminos que debemos seguir y
otros los que debemos controlar: debemos seguir los
caminos del Señor, pero controlar los nuestros, para que
no nos lleven al pecado. Ahora bien, puedes vigilar si no
te precipitas a hablar. La Ley dice: Escucha Israel, al
Señor tu Dios. No dice: “habla”, sino escucha. Eva
sucumbió porque mantuvo con su marido un lenguaje que
no había escuchado del Señor su Dios. La primera palabra
de Dios te dice: Escucha. Si escuchas, vigilarás tus
caminos y, si has caído, rápidamente te levantarás. ¿Cómo
el joven endereza su camino si no es vigilando las
palabras del Señor? Así, pues, comienza por callarte, y
escucha para no pecar con tu lengua.
El Silencio y la vigilancia del corazón
9. Entonces, ¿tenemos que ser mudos? En absoluto. Hay
un tiempo para callar y otro para hablar. Además, si hay
que rendir cuentas de una palabra ociosa, igualmente
procuremos no rendir cuentas de un silencio ocioso. Pues
hay también un silencio activo: Tal era el de Susana que
hizo más callándose que si hubiera hablado. De hecho,
callándose ante los hombres, habló a Dios y no encontró
prueba mayor de su castidad que su silencio. Su
conciencia hablaba cuando su voz no se hacía oír, y ella no
buscaba obtener en su favor el juicio de los humanos,
porque tenía el testimonio del Señor. Así pues, quería ser
absuelta por aquel que sabía que no se puede en modo
alguno engañar. El Señor en persona, en el Evangelio,
callándose, realizaba la salvación de todos. También
David no se impuso un silencio perpetuo, sino una
vigilancia de sus palabras.
10. Vigilemos, pues, nuestro corazón, controlemos nuestra
boca; de ambos está escrito: En el pasaje que estudiamos
se manda controlar nuestra boca, pero en otra parte se te
dice: Mantén tu corazón en perfecto control. David se
controlaba, y tú ¿no te vas a controlar? Isaías, que tenía
labios impuros, dijo: Desgraciado de mí, me siento
abrumado porque soy un hombre y tengo los labios
impuros. Si el profeta del Señor tenía los labios impuros
¿cómo es que nosotros los tenemos puros?
11. Y ¿para quién, si no es para cada uno de nosotros, se
ha escrito: Rodea tu dominio de espinas… asegura tu oro
y tu plata, y fabrica para tu boca puerta y cerrojo, y para
tus palabras látigo y balanza? Tu ámbito es tu alma, tu
oro es tu corazón, tu plata es tu palabra: Las palabras de
Señor son palabras castas, plata probada por el fuego.
También, un buen dominio es una mente buena. En fin,
posesión preciosa es el hombre puro. Rodea, pues, esta
propiedad y vállala con pensamientos, fortifícala con
espinos frente a las ansiedades; no sea que entren en ella
las pasiones insensatas del cuerpo y se la lleven cautiva,
que la arrastren los corrientes violentas, y roben su
cosecha los que van de camino. Vigila tu hombre interior.
No lo descuides y hartes de él como de algo despreciable,
porque es propiedad magnífica y con razón maravillosa,
cuyo fruto no es caduco y temporal, sino estable de
salvación eterna. Trabaja esta propiedad para que disfrute
de su tierra.
12. Controla tus palabras para que no enreden ni
engatusen; no sea que por hablar mucho incurran en
pecado. Que tu conversación sea muy precisa, y encauzada
en sus márgenes. Porque presto coge lodo el río que sale
de madre. Domina tus sentidos, que no sea torpes ni
disipados y corra, y se diga de ti: no puede ponerse
vendas, ni bálsamos, ni ceñidores. Tiene por riendas la
sobriedad de la mente, con la que se rige y gobierna.
13. Que tenga tu boca una puerta para que se cierre cuando
sea menester y se atranque con toda seguridad; así nadie
excitará tu garganta a la ira, y devolverás injuria por
injuria. Oíste lo que hoy se ha leído: Irritaos y no queráis
pecar. Aunque nos irritemos, porque la irritación es una
pasión natural no de poderío, que no salgan malas palabras
de nuestra boca para que no nos hagamos culpables; por
eso, nuestras palabras han de tener peso y balanza, o sea,
humildad y mesura, para que la lengua esté sujeta a la
razón, se sienta constreñida con ataduras, tenga su brida
con que pueda tornarla a voluntad, profiera palabras
esclarecidas con el peso de justicia, y ostente así rigor en
el sentido, peso en la expresión, y mesura en cada palabra.
La solicitud y el sosiego
III, 1.1. El profeta David nos ha enseñado a pasearnos en
nuestro corazón, como en un vasto dominio, y a vivir con
él como con un buen compañero, y es así como él mismo
se hablaba y conversaba consigo mismo, como lo expresa
en este pasaje: He dicho: guardaré mis caminos. Su hijo
Salomón declara también: Bebe el agua de tus cántaros y
de las fuentes de tus pozos, es decir, de tu propio criterio,
pues es un agua profunda, el criterio del corazón del
hombre. Dice también: Que ningún extraño tenga parte
contigo. Que la fuente de tu agua te pertenezca en
propiedad y comparte tu alegría con la mujer que te
pertenece desde la juventud. Ciervo amable y avecilla
graciosa se entretengan contigo.
2. No fue el primero Escipión en saber a estar solo cuando
estaba solo, ni menos en sosiego cuando estaba en sosiego.
Moisés lo supo antes que él, quien callándose exclamaba,
y manteniéndose en sosiego combatía; y no combatía
solamente, sino que triunfaba de los enemigos que no
había tocado. Estaba de tal modo en sosiego que otros
sostenían sus brazos y no estaba menos que los otros sin
reposo, él que de sus manos en reposo reducía al enemigo
que no podían vencer a los que luchaban. Así, pues,
Moisés hablaba incluso en el silencio y actuaba incluso en
el sosiego. Ahora bien, ¿de qué viene que las actividades
fuesen mayores que el reposo de aquel que, establecido
durante cuarenta días en la montaña, abarcara toda la Ley?
Y en esta solicitud, alguien no faltó para hablar con él; así
David también declaró: Escucharé lo que en mí dice el
Señor Dios. Y si aconteciere que Dios habla a alguien
¿cómo es mayor que si se hablara consigo mismo?
3. Los apóstoles pasaban y su sombra curaba las
enfermedades. Lo que tocaban sus vestidos recuperaban la
salud.
4. Elías pronunció una palabra y la lluvia se detuvo, y no
cayó más sobre la tierra, durante tres años y seis meses.
De nuevo habló y la alcuza de harina no se agotó, y el
cántaro de aceite no se vació, durante el tiempo de una
hombruna de cada día.
5. y puesto que las empresas guerreras gozan de atractivo
para la mayoría de la gente, ¿qué es más importante, haber
ganado la batalla con los brazos de un gran ejército o por
sólo los méritos? Eliseo residía en un solo lugar mientras
el rey de Siria hacía pesar sobre el pueblo de los padres la
presión enorme de la guerra y lo agravaba por distintas
estrategias de sus planes y trataba de rodearlo mediante
emboscadas, pero el profeta descubría todos sus
preparativos y, en todas partes presente, por la gracia de
Dios, en el vigor de su pensamiento, anunciaba a los suyos
los proyectos de los enemigos y advertía sobre qué lugares
había que precaverse. Cuando la cosa fue revelada al rey
de Siria, envió un ejército y cercó al profeta. Eliseo oró e
hizo que todos los que habían acudido a asediarle,
quedaran ciegos y entraran en Samaria prisioneros.
Comparamos este desposo con el reposo de los demás. Los
demás efectivamente, en vistas de relajarse acostumbran a
apartar su ánimo de los asuntos, de retirarse de las
reuniones y de la sociedad humana, y, o bien, de buscarse
un retiro en el campo, de buscar la soledad de los
descampados, o bien, en el interior de la villa, de ofrecer
placer al espíritu y abandonarse al descanso y a la
tranquilidad. Pero Eliseo, en la soledad, divide a su paso
el Jordán, de suerte que el curso inferior transcurre,
mientras que la corriente superior remonta hacia su fuente:
o bien sobre el Carmelo, habiendo puesto fin a la
dificultad de engendrar, concede mediante una concepción
inesperada la fecundidad a una mujer estéril; o bien
resucita a los muertos; o bien templa la amargura de los
alimentos y hace que lo suavice por la adición de harina; o
bien, después de haber distribuido diez panes, recoge el
resto, una vez que el pueblo se hubo saciado; o bien hace
que el hierro de un hacha, suelto del mango y sumergido
en el fondo del río Jordán, flote después de que hubo
arrojado un palo sobre las aguas; o bien, limpia al leproso,
o la sequía por las lluvias, o el hambre por la fertilidad.
7. ¿Cuándo, pues, el justo está solo, él que siempre está
con dios? ¿Cuándo es solitario, él que nunca se ha
separado de Cristo? “¿Quién nos separará, dice el apóstol,
del amor de Cristo? Confío que no será ni la muerte, ni la
vida, ni un ángel”. ¿Cuándo huelga de asuntos el que
nunca descansa de mérito por el cual el negocio se
cumple? ¿Qué lugares lo encierran para quien el mundo
entero de la riqueza es su propiedad? ¿Qué apreciación
limita al que nunca la opinión le apresa? Y, efectivamente,
es como ignorado y es conocido, es como un moribundo y
vive, como afligido y siempre más jovial, o bien indigente
y generoso puesto que no tiene nada y lo posee todo a la
vista sino lo que duradero y bello. Por eso, incluso si
parece pobre a cualquiera, a sus ojos es rico, él que se
estima no conforme a la apreciación de los bienes que son
perecederos, sino de los que son eternos.
Cómo se ha de conservar la amistad
125. Ninguna cosa se ha de preferir a la honestidad, la
cual, ni aun por la amistad se ha de marginar, como nos
advierte la Escritura a propósito de la amistad. Porque son
muchos los interrogantes de los filósofos: si a causa de un
amigo alguien debe sentir o no sentir resentimiento contra
su patria por agradar al amigo; o si ha de abandonar la fe
por complacer y favorecer al amigo.
126. Dice la Escritura: Clavos, espada y dardos de hierro;
eso es el hombre que da falso testimonio contra su amigo.
Pero considera bien lo que quiere decir. No reprende el
testimonio dicho contra el amigo, sino el falso testimonio.
Porque si alguno por Dios, o por la patria se siente forzado
a dar testimonio, ¿ha de prevalecer la amistad a la religión,
o al amor de los ciudadanos? Pero en estas ocasiones se
requiere la verdad del testimonio, para que el amigo no se
imagine que su amigo actúa por la alevosía, con cuya
confianza debería excusarle. Así que el amigo no ha de
agradar al culpado, ni condenar al inocente,
127. Siempre hay que ser franco: si algún vicio conociere
en el amigo, le ha de corregir en privado; pero si no
quisiere escucharle, le corregirá públicamente; porque
algunas reprensiones a veces son mejores que una amistad
reservada. Y aunque el amigo piense que le molestas, no
dejes de reprenderle; porque más tolerables son las
heridas del amigo que los besos lisonjeros. Luego corrige
al amigo cuando yerra: no abandones al amigo inocente,
porque la amistad ha de ser constante, y perseverante en
cariño. No debemos ser como niños que cambian de
amigos por cualquier bagatela.
128. Descubre tu corazón al amigo para que te sea fiel, y
tomes de él la alegría de la vida; porque el amigo fiel es
medicina de la vida, y don de inmortalidad: honra al
amigo como a tu igual, y no te pese adelantarte a tu amigo
con excelente disposición; porque la amistad ignora la
soberbia; y por eso el sabio dice: No te avergüences de
saludar al amigo; no lo desampares en la necesidad, no le
dejes, ni lo degrades; porque la amistad es ayuda de la
vida; y por eso con ella llevamos nuestra carga, como nos
enseñó el Apóstol. Se lo dice a aquellos que están
vinculados en una misma caridad, porque si la prosperidad
del amigo ayuda a los amigos, ¿por qué no ayudará en la
adversidad? Ayudemos con consejo, con trabajo,
compadezcámonos con cariño: y si es necesario, aun las
cosas duras compartámoslas con el amigo.
129. Muchas veces hemos de aguantar dificultades por
causa del amigo; y hemos de sufrir ataques por defender la
inocencia del amigo: si ofenden o acusan a tu amigo, no te
pese de semejantes ofensas, porque esta es voz del justo;
nunca me avergonzaré de defender a mi amigo. En las
adversidades se prueba el amigo, porque en la prosperidad
todos parecen amigos; pero así como en la adversidad es
necesaria la paciencia y tolerancia del amigo, en la
prosperidad la autoridad es oportuna para reprimir y
reprender la soberbia y presunción del amigo.
130. Con qué delicadeza se expresa Job en la adversidad:
Compadeceos de mí, amigos míos, compadeceos. No es la
voz de un abatido, sino de alguien que reprende; porque al
ser injustamente recriminado por los amigos, respondió:
Compadeceos de mí, amigos míos. Como si dijera:
deberíais practicar la misericordia; oprimís e impugnáis a
un hombre de cuyas miserias deberíais compadeceros por
amistad.
131. Así que, hijos, guardad la amistad que tenéis con
vuestros hermanos, que no hay cosa más hermosa en las
realidades humanas; porque es consuelo de la vida tener a
quien abrir tu intimidad, con quien compartas los
misterios, y a quien confíes tus secretos de tu corazón
confiando en él; que en la prosperidad se goce de tu bien,
en la adversidad tenga compasión, y en las amenazas te
anime. Qué buenos amigos eran aquellos jóvenes hebreos,
a quienes ni aun la llama del horno que ardía apartó de su
amor. A ello nos hemos referido antes. David lo expresa
muy bien: Saúl y Jonatás, bellos y amigos, no se
apartarán en la vida, ni tampoco en la muerte se
departieron.
132. Este es el fruto de la amistad, para que a causa de ella
no desaparezca la fidelidad; pues no puede ser amigo del
hombre el que es infiel a Dios. Porque la amistad protege
la devoción, y es maestra de la igualdad, de manera que el
superior se equipare al inferior, y el inferior al superior;
pues entre las costumbres dispares no puede haber
amistad; por eso, uno y otro deben participar de la misma
gracia. Si la circunstancia lo requiere, la autoridad no debe
faltarle al inferior, ni la humildad al superior. Que éste lo
escuche como a su semejante y a su igual: y aquél como
amigo pueda amonestarle y reprenderle, nunca por
presunción, sino con afecto de caridad.
133. Que la corrección no sea áspera, ni la reprensión
injuriosa. La amistad debe ahuyentar la lisonja, y ser ajena
a la presunción. ¿Qué es el amigo sino un compañero del
amor, en quien puedes dirigir y ponerte a su disposición,
fusionarte con él hasta el punto que dos que sois os volváis
uno, de quien confíes como de ti mismo, de quien nada
temas, a quien nada inconveniente pidas para
aprovecharte? Porque la amistad no es tributaria, sino
rebosante de honestidad y de gracia. La amistad es virtud,
no una compra; aquí no cuenta el dinero, sino la gracia; el
tesón de la afabilidad, nunca la puja de los precios.
134. Muchas veces son mejores las amistades de los
pobres que la de los ricos. Con frecuencia los ricos no
tienen amigos, mientras que los pobres andan sobrados.
No hay amistad verdadera donde hay lisonja engañosa.
Mucha gente gratifica a los ricos con lisonjas, pero ningún
farsante a los pobres. Es verdad cuanto expresa el pobre en
su vida; por eso, la amistad con él no suscita la envidia.
135. ¿Puede haber algo más hermoso que la amistad, tan
familiar a los ángeles como a los hombres? Por eso el
Señor Jesús dice: Haceos amigos con los bienes de este
mundo, para que os reciban en las moradas eternas. De
esclavos como éramos Dios mismo nos hace sus amigos,
como Él lo dice: Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo
que os mando. Entregó la forma de amistad a la que nos
debemos acoplar, haciendo la voluntad del amigo,
descubriéndole los secretos de nuestro corazón, para que
también nosotros conozcamos sus secretos. Abrámosle
nuestro corazón, y que él nos abra el suyo, por eso dice: A
vosotros os he llamado amigos; porque todo lo que oí de
mi Padre os lo he dado a conocer. Por tanto, un amigo de
verdad nada oculta: derrama su espíritu, como lo hacia el
Señor Jesús descubriendo los misterios del Padre.
136. Luego el que cumple los mandamientos de Dios es
amigo y honrado con este nombre. El que tiene un mismo
espíritu con otro es amigo; porque la unidad de los ánimos
arraiga en los amigos, y no hay nada más detestable que
dañar la amistad. Por eso, lo más grave que le sucedió al
Señor fue su traidor, en él condenó una infidelidad que
desagradecía el beneficio recibido, e inoculaba veneno de
malicia en los convites de amistad. Así dice en el salmo:
Tú mi compañero, amigo y confidente, que comíamos
juntos. En otras palabras: es insoportable que hicieras esta
faena a quien te diera su confianza, porque si mi enemigo
me injuriase, lo aguantaría, y desaparecería de quien me
odiaba. Del enemigo nos podemos precaver, del amigo no,
a menos que se vuelva traidor. Protejámonos de quien no
confiamos nuestras intimidades; pero no podemos
protegernos de aquel a quien se las confiamos. Así que
para agravar el pecado de envidia no dijo: tú, mi siervo, mi
apóstol; sino mi confidente, es decir: no sólo eres traidor
para mí, también lo eres para ti mismo, pues traicionaste la
concordia.
137. El Señor mismo a pesar de ser ultrajado por los tres
personajes que deshonraron al santo Job, quiso
perdonarlos por su amigo, para que el pacto de amistad
fuese perdón de los pecados. Job rogó suplicó, y el Señor
los perdonó. La amistad benefició a quienes dañara la
soberbia.

HIMNOS AMBROSIANOS

Himno al inicio del día


(rerum Deus tenax vigor)

1. Dios de todo lo creado,


Ser y vigor inmutable
que la luz que das al día
en estaciones repartes:

2. En las tinieblas alumbra,


para que el alma no resbale,
sino que muriendo en tu gracia
vaya derecha a gozarte.
3. Concédenos esta gracia,
piadosísimo Dios Padre,
Hijo, y Espíritu Santo
que reináis eternidades.

Himno de Vigilias
(Somno refectis artubus)

1. Reparados los miembros


con el sueño,
dejando el lecho ya, nos levantamos,
y te pedimos, Padre, nos asistas,
para entonar a tu honra dulces cantos.

2. A ti cante primero nuestra


lengua,
a ti siempre la mente dirijamos,
para que solo tú principios seas
de todos los demás siguientes actos.

3. La luz a las tinieblas


desvanezca,
y a la noche el Astro de la mañana.
Para que ahuyente con sus
resplandores
la fea culpa, que a la noche trajo,

4. Que nos perdones todas


nuestras culpas,
humildemente; oh Dios, te
suplicamos;
y por las bocas que tus glorias cantan,
que en todo tiempo seas alabado.

5. Clementísimo Padre, Hijo


igual suyo,
concédeselo así a tus siervos,
y tú también, Espíritu divino,
que inmutable reinas eternos años.

Himno de Laudes
(Inmense caeli Conditor)

1. Sabio artífice inmenso de


los cielos,
que apartando unas aguas de otras
aguas
porque el desorden no lo confundiese,
al cielo por lindero las señalas.

2. A unas colocas sobre el firmamento,


en la tierra otras, por corrientes varias,
para que del sol templen los ardores,
y al suelo no disipe con sus llamas.

3. Piísimo Señor, infunde


ahora
un permanente don de vuestra gracia,
porque con nuevas culpas no
aumentemos
los errores de la vida pasada.

4. La fe aumente la luz en
nuestras mentes,
y tanta claridad consigo traiga,
que toda vanidad mundana pise,
y que ningún error pueda eclipsarla.

5. Clementísimo Padre,
concédenos
lo que espera de ti nuestra confianza,
y tú su Hijo, y tú Amor divino,
que por siglos reináis sin fin, ni tasa.

Himno del crepúsculo


(Te lucis ante terminum)

1. Antes que fenezca el día,


Creador de cielo, y tierra,
te pedimos nos gobiernes,
y guardes, por tu clemencia.

2. Ahuyenta sueños,
fantasmas,
que en las noches nos inquietan,
contén a nuestro enemigo,
no nos excite impurezas.

3. Padre, e Hijo en todo


iguales,
da lo que el alma desea,
Y tú, Espíritu Santo,
Que por todos siglos reinas.

Himno del inicio del día


(Splendor paternae gloriae)

1. Resplandor de la gloria
de tu Padre,
luz, que procedes de la luz divina,
luz de la luz, de luz eterna fuente,
día que das el ser, y luz al día:

2. Sol verdadero, Sol que


resplandeces
sin ocaso; en nosotros te deslizas,
infunde a un tiempo en los sentidos
nuestros
del Espíritu Santo la luz viva.
3. Llamemos con las
súplicas al Padre,
al Padre de la gloria perdurable,
que destierre las culpas cometidas.

4. Confirme nuestros actos


virtuosos,
del demonio comprima la malicia,
los sucesos adversos los prospere,
y todas nuestras obras las dirija.

5. Gobierne, y rija nuestros


pensamientos,
nuestra castidad sea pura, y limpia,
no caiga nuestra fe en error alguno,
el fervor la mantenga siempre viva.

6. Sea nuestro alimento


Jesucristo,
la católica fe nuestra bebida;
bebamos pues alegres de aquel néctar,
que el increado Espíritu destila.

7. Pasemos este día


alegremente,
sea la aurora en él la pudicicia,
sirva de mediodía la fe firme,
y nuestra alma crespúsculo no admita,
8. Rayos de luz esparce ya
la Aurora
con sus luces divinas nos asistan
el Hijo, todo en el Eterno Padre,
y todo el Padre en su Hijo, en quien
habita.

10. A Dios Padre se dé


toda la gloria,
y a su Hijo, a quien igualmente es
debida,
como también al Espíritu Santo,
ahora, y en todos los siglos sea la
misma.

JERÓNIMO
COMENTARIO A ISAÍAS (PRÓLOGO)
1-2. Acabo de terminar los veinte libros de explicaciones a
los Doce Profetas y los comentarios a Daniel, me obligas,
Eustoquia, virgen de Cristo, a pasar a Isaías y a cumplirte
lo que prometí a Paula, tu santa madre, mientras vivía.
Recuerdo, por cierto, haberlo prometido también a tu
eruditísimo hermano Panmaquio; y aunque le quiero como
a ti, tú tienes la ventaja de estar presente. Así pues, a ti y a
través de ti a él cumplo con mi deber, obedeciendo los
preceptos de Cristo, que dice: Escrutad las Escrituras, y
también: Buscad y hallaréis, para que no tenga que
decirme como a los judíos: Estáis muy equivocados,
porque no comprendéis las Escrituras ni la fuerza de Dios.
Pues, si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es la fuerza y
la sabiduría de Dios, el que desconoce las Escrituras
desconoce la fuerza de Dios y su sabiduría; por eso, la
ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo. En
fin, sostenido por el auxilio de tus oraciones, que te
apremian a meditar día y noche en la ley de Dios siendo
templo del Espíritu Santo, imitaré al padre de familia que
del arcón va sacando lo nuevo y lo antiguo, y a la esposa
que dice en el Cantar de los Cantares: He guardado para
ti, amado mío, lo nuevo y lo antiguo.
3-4. Y, así, expondré el libro de Isaías, haciendo ver en él
no sólo al profeta, sino también al evangelista y apóstol;
pues él alude a sí mismo y a los demás evangelistas
diciendo: ¡Qué hermosos son los pies de los mensajeros de
la paz, de los mensajeros de la buena novedad!, y Dios le
habla como a un apóstol: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá a
ese pueblo?, y él responde: Aquí estoy, envíame.
Y porque la Escritura presente contiene todos los
sacramentos del Señor y alude tanto al Emmanuel nacido
de la Virgen como al ejecutor de ilustres obras y signos,
que murió y fue sepultado, pero que, resucitando desde los
infiernos, es anunciado como el Salvador de todas las
gentes, a nadie le pase por la cabeza que pretendo explicar
en cortos párrafos el contenido de este volumen. ¿Para qué
voy a hablar de física, de ética o de lógica? Este libro es
como un compendio de todas las Escrituras y encierra en
sí cuanto es capaz de pronunciar la lengua humana y sentir
el hombre mortal. El mismo libro contiene unas palabras
que atestiguan su carácter misterioso y profundo:
Cualquier visión se os volverá como el texto de un libro
sellado; si se lo dan a uno que sabe leer, le dirán: “Lee
esto, por favor”. Pero él responderá: “No puedo, porque
está sellado”. Y si se lo dan a uno que no sabe leer,
diciéndole: “Lee esto, por favor”. Él responderá: “No sé
leer”. Por tanto, si entregas este libro al pueblo pagano,
que no sabe leer, te dirá: “No lo puedo leer porque no he
aprendido las letras de las Escrituras; en cambio, si lo
pones en las manos de escribas y fariseos, que se jactan de
conocer las letras de la Ley, dirán: “No podemos leer,
porque el libro está sellado”. ¿Por qué, pues, está sellado
para ellos? Porque no han acogido a quien el Padre
acreditó con su sello, el que tiene la llave de David, que
abre y nadie puede cerrar, cierra y nadie puede abrir.
Y no es verdad lo que se imaginan Montano y las
mujeres necias, profetas que se pronunciaron en éxtasis,
que hablaban sin saber lo que decían; y mientras
enseñaban a los demás, ellos ignoraban lo que expresaban.
De ellos el Apóstol afirma: No comprenden lo que dicen ni
lo que tan categóricamente afirman. Pero el verdadero
sabio sí que sabe lo que dice, según lo que afirma
Salomón: El sabio entiende lo que pronuncia de su boca, y
en sus labios llevará conocimiento. Nadie puede dudar
que los profetas eran sabios, como lo fue Moisés, versado
en todo conocimiento, que conversaba con el Señor, o
Daniel aludido en referencia al príncipe de Tiro: ¿Eres
quizá más sabio que Daniel?Sabio también lo fue David,
quien en un salmo se felicitaba declarando: Me has
descubierto lo desconocido y oculto de tu sabiduría. Si es
así ¿cómo entonces los sabios profetas podían ignorar lo
que decían, como si estuvieran privados de razón? Leemos
también en otro lugar apostólico: Los espíritus de los
profetas están supeditados a otros profetas, de forma que
deciden el momento de hablar y el de guardar silencio. Si
a alguien le pareciere endeble esta argumentación, que se
fije en lo que expresa el Apóstol: Hablen dos o tres
profetas y los demás que den su parecer; pero si uno de
los que están sentados recibe una revelación, calle el que
estaba hablando, ¿Qué razón tienen los profetas para
silenciar su boca, para callar o hablar, si el Espíritu es
quien habla por boca de ellos? En consecuencia, si
recibían del Espíritu lo que decían, las cosas que
comunicaban estaban llenas de sabiduría y de sentido.
5-6. Lo que llegaba a oídos de los profetas no era el
sonido de una voz material, sino que era Dios quien
hablaba en su interior, como dice uno de ellos: El ángel
que hablaba en mí, y que clama en nuestro corazones:
¡Abba, Padre!, y también: Escuchad lo que habla en mí el
Señor Dios. Por eso, a raíz de la verdad de la historia, todo
ha de entenderse en sentido espiritual. Y así, Judea y
Jerusalén, Babilonia y los filisteos, Moab y Damasco,
Egipto y el Mar del desierto, Idumea y Arabia, el valle de
la Visión y, finalmente, Tiro y la visión de los cuadrúpedos
han de entenderse de forma que podamos indagar todo con
inteligencia. Para toda esta variedad Pablo, cual sabio
arquitecto, nos propone un fundamento, Cristo Jesús.
Aparte de esto, la exposición de todo el libro de Isaías
requiere un gran esfuerzo y trabajo, como en tiempos
pasados derrocharon nuestros antepasados griegos. Al
margen de ellos, no encontramos más que un lamentable
silencio entre los latinos, a excepción quizás del mártir
Victorino, quien con el Apóstol podía decir: Si carecemos
de elocuencia, no nos faltan conocimientos. Orígenes ha
escrito en cuatro ediciones treinta volúmenes sobre este
profeta, hasta la visión de los cuadrúpedos en el desierto;
aunque falta el libro vigesimosexto. Con su nombre
aparecen otros libros dedicados a un tal Grata,
considerados apócrifos, sobre la visión de los tetrapódôn
(cuadrúpedos); hay que referirse también a veinticinco
Homilías y Semeiôseis (anotaciones), que podemos
denominar notas explicativas.
También Eusebio de Pánfilo publicó dieciocho tomos,
desde el pasaje donde está escrito: Consolad, consolad a
mi pueblo, sacerdotes; hablad al corazón de Jerusalén,
hasta el final del volumen. Por otra parte, Apolinar (de
Laodicea), según costumbre, expone todo, pasando
rápidamente de una cosa a otra y atravesando con raudo
vuelo espacios muy dilatados, sirviéndose de algunos
puntos e intervalos o, mejor quizá, de compendios, para
que así podamos creer que estamos leyendo no tanto
comentarios cuanto títulos de capítulos. Por lo que acabo
de decir te darás cuenta qué difícil es que nuestros
escritores latinos, que son blandengues de oído y que
sienten náuseas para comprender las Santas Escrituras
porque se complacen en el aplauso de la elocuencia. Que
se me excuse si me extiendo más de la cuenta, aunque, a
tenor del número de versículos, Isaías iguala o supera a los
doce Profetas juntos. Por otra parte, si alguna vez expongo
con detalle el texto hebraico omitiendo LXX, la causa es
que casi siempre coinciden o presentan semejanzas muy
estrechas; y no he querido, presentando una edición doble,
ampliar libros que aun con una sola exposición resulta
demasiado extenso.

COMENTARIO AL EVANGELIO DE MATEO


33. Les dijo otra parábola: El Reino de los cielos es
semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en
tres medidas de harina, hasta que fermentó todo. Diversos
son los gustos de los hombres respecto a los alimentos: a
algunos les gustan los amargo, a otros los dulces; a éstos,
más bien duros, a aquéllos, más blandos. Por tanto, como
dijimos más arriba, el Señor propone parábolas diversas
para que haya una medicación diversa conforme a la
variedad de heridas. Esta mujer que tomó levadura y la
metió en tres medidas de harina hasta que fermentara todo,
me parece que es la predicación apostólica, o bien la
Iglesia que ha sido congregada a partir de muchos pueblos.
Ésta toma la levadura, a saber, el conocimiento y la
comprensión de las Escrituras y lo mete en tres medidas de
harina para que unificados el espíritu, el alma y el cuerpo
no estén en desacuerdo, sino que unidos dos o tres,
obtengan del Padre todo lo que han pedido.
Otra interpretación de este pasaje: leemos en Platón y es
doctrina común entre los filósofos que en el alma hay tres
pasiones: to logistikón, que podemos traducir por
“razonable”, to thymikón, que llamamos “colérico” o
“irascible”, to epithymetikón, que llamamos
“concupiscible”. Según ese filósofo nuestra razón tiene su
sede en el cerebro, la ira en la hiel y el deseo en el hígado.
Por tanto, si hemos recibido la levadura evangélica de las
santas Escrituras de las que hablamos más arriba, las tres
pasiones del alma humana van en una misma dirección
para que por la razón tengamos prudencia, por la ira, odio
a los vicios, por la concupiscencia, el deseo ardiente de las
virtudes; y esto sucede gracias a la doctrina evangélica que
nos proporcionó nuestra madre la Iglesia.
Aún mencionaré una tercera interpretación de algunos,
para que el lector atento tenga más posibilidades de elegir
la que le agrada. En esta mujer ellos ven también a la
Iglesia que mezcló la fe del hombre con tres medidas de
harina: la creencia en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu
Santo. Cuando todo está fermentado formando una unidad
nos conduce al conocimiento no de un triple Dios sino de
una única divinidad. Las tres medidas de harina en las que
no hay diversidad de naturaleza nos llevan a conocer la
unidad de sustancia. Sentido ciertamente piadoso, pero
nunca las parábolas y la interpretación dudosa de
realidades oscuras pueden contribuir a la autoridad de los
dogmas.

COMENTARIO AL EVANGELIO DE MARCOS


La suegra de Simón estaba acostada con fiebre. ¡Ojalá
venga y entre el Señor en nuestra casa y con un mandato
suyo cure las fiebres de nuestros pecados! Porque todos
nosotros tenemos fiebre, por ejemplo, cuando me dejo
llevar por la ira. Existen tantas fiebres como vicios. Por
ello, pidamos a los apóstoles que intercedan ante Jesús,
para que venga a nosotros y nos tome de la mano, pues si
Él toma nuestra mano, la fiebre huye al instante. Él es un
médico egregio, el verdadero protomédico. Médico fue
Moisés, médico Isaías, médicos todos los santos, mas Éste
es el protomédico. Sabe tocar sabiamente las venas y
escrutar los secretos de las enfermedades. No toca el oído,
no toca la frente, no toca ninguna otra parte del cuerpo,
sino la mano. Tenía fiebre, porque no poseía obras buenas.
En primer lugar, por tanto, hay que sanar las obras, y
luego quitar la fiebre. No puede huir la fiebre, si no son
sanadas las obras. Cuando nuestra mano posee obras
malas, yacemos en el lecho, sin podernos levantar, sin
poder andar, pues estamos sumidos totalmente en la
enfermedad.
Y acercándose a aquella, que estaba enferma… Ella
misma no puede levantarse, pues yacía en el lecho, y no
pudo, por tanto, salirle al encuentro al que venía. Más, este
médico misericordioso acude Él mismo junto al lecho; el
que había llevado sobre sus hombros a la ovejita enferma,
Él mismo va junto al lecho. Y acercándose… Fíjate en lo
que dice. Es como decir: hubieras debido salirme al
encuentro, llegarte a la puerta, y recibirme, para que tu
salud no fuera sólo obra de mi misericordia, sino también
de tu voluntad. Pero ya que te encuentras oprimida por la
magnitud de las fiebres y no puedes levantarte, yo mismo
vengo.
Y acercándose la levantó. Ya que ella misma no podía
levantarse es tomada por el Señor. Y la levantó, tomándola
de la mano. La tomó precisamente de la mano. También
Pedro, cuando peligraba en el mar y se hundía, fue cogido
de la mano y levantado. Y la levantó tomándola de la
mano. Con su mano tomó el Señor la mano de ella. ¡Oh
feliz amistad, oh hermosa caricia! La levantó tomándola
de la mano: con su mano sanó la mano de ella, cogió su
mano como un médico, le tomó el pulso, comprobó la
magnitud de las fiebres, Él mismo, que es médico y
medicina al mismo tiempo. La toca Jesús y huye la fiebre.
Que toque también nuestra mano, para que sean
purificadas nuestras obras. Que entre en nuestra casa:
levantémonos por fin del lecho, no permanezcamos
tumbados. Está Jesús de pie ante nuestro lecho, ¿y
nosotros yacemos? Levantémonos y estemos de pie: es
para nosotros una vergüenza que estemos acostados ante
Jesús. Alguien podrá decir: ¿dónde está Jesús? Jesús está
ahora aquí. En medio de vosotros – dice el Evangelio –
está uno a quien no conocéis. El reino de Dios está entre
vosotros. Creamos y veamos que Jesús está presente. Si no
podemos tocar su mano, postrémonos a sus pies. Si no
podemos llegar a su cabeza, al menos lavemos sus pies
con nuestras lágrimas. Nuestra penitencia es ungüento del
Salvador. Mira cuán grande es su misericordia. Nuestros
pecados huelen, son podredumbre y, sin embargo, si
hacemos penitencia por los pecados, si los lloramos,
nuestros pútridos pecados se convierten en ungüento del
Señor. Pidamos, por tanto, al Señor que nos tome de la
mano.
Y al instante – dice- la fiebre la dejó. Apenas la toma de
la mano, huye la fiebre. Fijaos en lo que sigue: Al instante
la fiebre la dejó. Ten esperanza, pecador, con tal de que te
levantes del lecho. Esto mismo ocurrió con el santo David,
que había pecado yaciendo en la cama con Betsabé, la
mujer de Urías el hitita, y sintiendo la fiebre del adulterio,
después que el Señor le sanó, después que había dicho:
Ten piedad de mí, oh Dios por tu gran misericordia, así
como: Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus
ojos cometí. Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios mío…
Pues él había derramado la sangre de Urías, al haber
ordenado derramarla. Líbrame, dice, de la sangre, oh
Dios, Dios mío, y un espíritu firme renueva dentro de mí.
Fíjate en lo que dice: renueva. Porque en el tiempo en que
cometí el adulterio y perpetré el homicidio, el Espíritu
Santo envejeció en mí. ¿Y qué más dice? Lávame y
quedaré más blanco que la nieve. Porque me has lavado
con mis lágrimas, mis lágrimas y mi penitencia han sido
para mí como el bautismo. Fijaos, por tanto, de penitente
en qué se convierte. Hizo penitencia y lloró, por ello fue
purificado. ¿Qué sigue inmediatamente después? Enseñaré
a los inicuos tus caminos y los pecadores volverán a ti. De
penitente se convirtió en maestro.
¿Por qué dije todo esto? Porque aquí está escrito: Y al
instante la fiebre la dejó y se puso a servirles. No basta
con que la fiebre la dejase, sino que se levanta para el
servicio de Cristo. Y se puso a servirles. Les servía con los
pies, con las manos, corría de un sitio a otro, veneraba al
que le había curado. Sirvamos también nosotros a Jesús.
Él acoge con gusto nuestro servicio, aunque tengamos las
manos manchadas: Él se digna mirar lo que sanó, porque
Él mismo lo sanó. A él la gloria por los siglos de los
siglos. Amén.

COMENTARIO AL PROFETA MIQUEAS (PRÓLOGO)


Miqueas, cuyo nombre me dispongo a dictar, es el tercero
según el orden de los doce profetas establecido por los
Setenta y el sexto según la edición hebrea, siguiendo al
profeta Jonás, quien sigue a Abdías, siendo Amós el
tercero, el segundo Joel y Oseas el primero según todas las
listas. Así pues, al estar este profeta situado en el centro de
la obra profética, debe encerrar profundos misterios. Y la
palabra de Dios, que siempre descendió hasta los profetas,
también descendió hasta Miqueas, que significa humildad;
hasta Miqueas de Moreset, pequeña aldea existente
todavía hoy y situada cerca de la ciudad de Palestina
llamada Eleuterópolis. Moreset en lengua hebrea viene a
significar algo así como heredero. Resulta, pues, muy
apropiado que la humildad, quizás la más importante de
las virtudes, nazca con la esperanza de la herencia del
Señor. Pero no se trata de esa humildad que nace de la
conciencia de los pecados, sino de la humildad que ocupa
un lugar entre las virtudes y según la cual se dice:
“Humillaos bajo la mano poderosa de Dios, para que os
exalte en el momento de la visitación”; y también: “Quien
se humilla será exaltado”; y asimismo: “Antes de la
tribulación el corazón del hombre es arrogante y antes de
la gloria se humilla”. Por eso dice el Señor: “Aprended de
mí, porque soy manso y humilde de corazón”. Pues, del
mismo modo que entre nosotros se hacen promesas
públicas y se imponen los nombres como augurios de
virtud – tales son, por ejemplo, Víctor, Casto, Pío, Probo;
y entre los griegos Sofron, Eusebio – y los nombres
comunes se convierten en propios, de igual manera entre
los hebreos Miqueas, Zacarías, Abdías y otros semejantes
son nombres de virtudes impuestos a los hijos por los
padres.

CARTA 22, A EUSTOQUIA


Actitudes ante la vida
4. Mientras estamos en este pobre y frágil cuerpo,
mientras llevamos este tesoro en vasos de barro, y el
espíritu apetece contra la carne y la carne contra el
espíritu, no hay victoria segura. Nuestro enemigo el diablo
anda rondando como león rugiente buscando una presa
que devorar. David dice: Pusiste las tinieblas y se hizo la
noche; en ella saldrán todas las fieras de la selva, los
cachorros rugientes de los leones, para buscar su presa y
pedir a Dios su comida. El diablo no busca a los infieles ni
a los que están fuera, aquellos cuyas carnes cuece el rey
asirio en su olla. Es en la Iglesia de Cristo donde busca
ansioso su presa. Según Habacuc, sus manjares son
escogidos. Desea derribar a Job y, después de devorar a
Judas, pide permiso para zarandear a los apóstoles. El
Salvador no vino a traer paz sobre la tierra, sino espada…
7. ¡Oh, cuántas veces, estando yo en el desierto y en
aquella inmensa soledad que, abrasada de los ardores del
sol, ofrece horrible asilo a los monjes, me imaginaba
hallarme en medio de los deleites de Roma! Me sentaba
solitario, porque estaba rebosante de amargura.
Contemplaba con espanto mis miembros deformados por
el saco; mi sucia piel había tomado el color de un etíope.
Todo el día llorando, todo el día gimiendo. Y si, contra mi
voluntad, alguna vez me vencía un sueño repentino, daba
contra el suelo con mis huesos, que apenas si estaban ya
juntos. De la comida y de la bebida prefiero no hablar,
pues hasta los mismos enfermos sólo beben agua fría, y
tomar algo cocido se considera un lujo. Y lo que por
miedo al infierno me había encerrado en aquella cárcel,
compañero únicamente de escorpiones y fieras, me hallaba
a menudo metido entre las danzas de las muchachas. Mi
rostro estaba pálido por los ayunos; pero mi alma ardía en
deseos dentro de un cuerpo helado, y muerta mi carne
antes de morir yo mismo, sólo hervían los incendios de los
apetitos.
En estas condiciones, desamparado de todo socorro, me
arrojaba a los pies de Jesús, los regaba con mis lágrimas,
los enjugaba con mis cabellos y domaba mi carne rebelde
con ayunos de semanas. No me avergüenzo de mi
desdicha; antes bien, lamento no ser el que fui. Recuerdo
haber muchas veces empalmado entre clamores el día con
la noche, y no haber cesado de herirme el pecho hasta que,
al increpar el Señor a las olas, volvía la calma. Me
inspiraba horror mi propia celdilla, cómplice de mis
pensamientos, e irritado y riguroso conmigo mismo, me
adentraba yo solo en el desierto. Lo más profundo de los
valles, la aspereza de los montes, las hendiduras de las
rocas eran, cuando las encontraba, el lugar de mi oración y
la cárcel de mi carne miserable. Y el Señor mismo me es
testigo que después de muchas lágrimas, después de estar
con los ojos clavados en el cielo, me parecía hallarme
entre los ejércitos de los ángeles; entonces cantaba con
alegría y regocijo: En pos de ti corremos al olor de tus
ungüentos.
8. Ahora bien: si todo esto tienen que soportar aun
aquellos cuyo cuerpo está consumido, y ya sólo son
combatidos por los malos pensamientos, ¿qué no sufrirá la
doncella que dispone de todas las comodidades?
Sencillamente, lo del Apóstol: Está muerta en vida. Así,
pues, si hay algún consejo que yo pueda ofrecer, si se ha
de creer a un hombre experimentado, lo primero que
aviso, lo primero que suplico, es que la esposa de Cristo
huya del vino como del veneno. En él se esconden las
primeras armas de los demonios contra la mocedad. Es
menos lo que la avaricia nos combate, o la soberbia nos
hincha, o la ambición nos halaga. Estar exentos de los
otros vicios es cosa fácil. Pero aquél es un enemigo
infiltrado en nuestro interior. Vayamos adonde vayamos,
lo llevamos con nosotros…
12. ¿Quieres saber si es realmente como te digo? Fíjate
en estos ejemplos. Sansón, más fuerte que un león y más
duro que una peña, persiguió él solo y sin armas a mil
armados, se reblandece con los abrazos de Dalila. David,
escogido según el corazón de Dios y que tantas veces
había cantado con boca santa el advenimiento de Cristo,
después que, paseando por la terraza de su palacio, quedó
prendado de la desnudez de Betsabé, al adulterio juntó el
homicidio. Advierte de paso cómo no hay mirada segura,
ni siquiera en casa, por eso se dirige arrepentido a Dios:
Contra ti solo he pecado y he hecho lo malo delante de ti;
como rey no temía efectivamente a otro. Salomón, por
medio del cual la divina sabiduría se cantó a sí misma, y
que disertó sobre todo, desde el cedro del Líbano hasta el
hisopo que brota en el muro, se apartó del Señor por
haberse hecho amante de mujeres. Y para que nadie confíe
en el parentesco de la sangre, Ammón se abrazó en ilícitos
amores hacia su hermana Tamar.
13. Me cuesta tener que decir cuántas vírgenes caen cada
día, cuántas pierde de su seno la madre Iglesia… 14.
Vergüenza me da hablar de ello: la cosa es lamentable,
pero verdadera. ¿Por dónde se ha metido en las iglesias la
pestilencia de las “agapetas”?, ¿de dónde viene ese
nombre de esposas sin que medie casamiento? O mejor,
¿de dónde viene esa nueva clase de concubinas? Añadiré
más. ¿De dónde esas rameras de un solo hombre?
Conviven en la misma casa, en la misma alcoba, a veces
se acuestan también en una sola cama, y si pensamos algo,
nos llaman suspicaces. El hermano abandona a su hermana
virgen, la virgen desprecia a su hermano célibe, y
fingiendo abrazar la misma profesión, buscan el consuelo
espiritual de los extraños para poder tener en casa
comercio carnal. A gentes de esta clase los reprende el
Señor en los Proverbios de Salomón diciendo: ¿Puede uno
meter fuego en su regazo sin que le ardan los vestidos? ¿O
andar sobre las brasas sin que se le quemen los pies?.
15. Repudiadas y desterradas estas que no quieren ser
vírgenes, sino parecerlo, en adelante todo mi discurso se
dirigirá a ti, que has sido la primera noble virgen de la
ciudad de Roma y por consiguiente, has de esforzarte tanto
más para no verte privada de los bienes presentes y de los
futuros. A la verdad, las cargas que lleva consigo el
matrimonio y lo incierta que es la dicha conyugal, lo has
podido aprender con ejemplos familiares, pues tu hermana
Blesila, mayor que tú por la edad y menor por el propósito
de perfección, quedó viuda a los siete meses de casada.
¡Desdichada condición humana, ignorante de lo porvenir!
Ella perdió la corona de la virginidad y el disfrute del
matrimonio. Y aunque ocupa el segundo grado de la
castidad, puedes imaginarte qué cruces no tendrá que
soportar a cada momento, al ver diariamente en su
hermana lo que ella ha perdido, y cómo siendo para ella
más difícil renunciar al placer probado, recibirá, sin
embargo, menor galardón por su castidad. Pero que
también ella esté tranquila y contenta: tanto el fruto del
ciento por uno como el del sesenta, ambos provienen de la
única semilla de la castidad.
16. No quiero que asistas a las reuniones de las matronas
ni que frecuentes las casas de los nobles; no quiero que
veas a menudo lo que despreciaste porque querías ser
virgen. Si estas buenas mujeres se felicitan de tener como
maridos a jueces o personajes constituidos en dignidad, si
a la mujer del emperador acuden con sus saludos los
ambiciosos, ¿por qué vas a hacer tú agravio a tu Esposo?
¿Por qué has de correr tú, esposa de Dios, para ver a la
esposa de un hombre? Aprende en esto un santo orgullo:
sábete mejor que ellas. Y no quiero que evites únicamente
el trato de las que se pavonean de los honores de sus
maridos, van rodeadas de eunucos y cuyos vestidos están
entretejidos de finos filamentos metálicos. Huye
igualmente de aquellas a quienes la ley de vida hizo
viudas; y no es que éstas deban alegrarse de la muerte de
sus maridos; pero deberían aprovechar la ocasión que se
les ofrece de guardar castidad. Sin embargo, la realidad es
que su vestido ha cambiado, pero la antigua ostentación,
no. Delante de sus literas marcha una caterva de eunucos,
en sus mejillas arreboladas se distiende el cutis por el
maquillaje, y cualquiera pensaría no que han perdido su
marido, sino que andan en su busca. Su casa está llena de
aduladores y de invitados. Los mismos clérigos, que
deberían ofrecerles instrucción e infundirles el temor,
acuden a besar las cabezas de sus patrocinadoras, y
extendiendo la mano, se diría que iban a bendecir, si no se
supiera que lo hacen para recibir la paga de la visita. Ellas,
por su parte, como ven que los sacerdotes necesitan de su
ayuda, se hinchan de soberbia, y, después de haber
probado el señorío de los maridos, prefieren la libertad de
la viudez, se las llama castas y “ñoñas”; aunque después
de una cena opípara, sueñen con los mismos apóstoles.
17. Tus compañeras sean aquellas que veas afinadas por
los ayunos, las de cara pálida y a quienes recomienda la
edad y la vida, aquellas que cantan diariamente en sus
corazones: ¿Dónde apacientas el rebaño? ¿Dónde sesteas
al mediodía?. Las que dicen amorosamente: Deseo morir
y estar con Cristo… Lee con asiduidad y aprende todo lo
posible. Que el sueño te sorprenda siempre con un libro, y
que tu cara, al caer dormida, sea recibida por una página
santa. Tu ayuno sea diario y tu refección evite la hartura.
De nada aprovecha pasar dos o tres días con el estómago
vacío si luego se lo abruma de comida y el ayuno se
compensa con un hartazgo. La mente se embota
inmediatamente por la hartura y, como tierra muy regada,
germina las espinas de las pasiones…. 18. Sé cigarra de la
noche. Lava todas las noches tu lecho y riega con lágrimas
tu cama. Vela como pájaro en la soledad. Salmodia con el
espíritu, salmodia también con la mente: Bendice, alma
mía, al Señor y no olvides sus beneficios: Él perdona
todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades; Él
rescata tu vida de la fosa…
Clases de monjes
34. … Y como sé que te gusta oír hablar de cosas santas,
préstame un momento de atención. Tres géneros de
monjes hay en Egipto: los cenobitas, a quienes en la
lengua del país llaman sauhes, y nosotros podemos llamar
“los que viven en comunidad”; los anacoretas, que moran
solos por los desiertos y reciben su nombre del hecho de
retirarse de entre los hombres; el tercer es el que llaman
remnuoth, el más detestable y despreciado, y que en
nuestra provincia es el único o el principal. Estos habitan
de dos en dos o de tres en tres o poco más, viven a su
albedrío y libertad, y del fruto de su trabajo depositan una
parte para tener alimentos comunes. Por lo general,
habitan en ciudades y villas y, como si fuera santo el oficio
y no la vida, ponen a mayor precio lo que venden. Hay
entre ellos frecuentes riñas, pues viviendo de su propia
comida no sufren sujetarse a nadie. Realmente suelen
rivalizar en ayunos, y lo que debiera ser secreto ellos lo
convierten en competición abierta. Entre ellos todo es
afectado: anchas mangas, sandalias mal ajustadas, hábito
demasiado basto, frecuentes suspiros, visitas a vírgenes,
murmuración contra los clérigos, y, cuando ocurre una
fiesta algo más solemne, comen hasta vomitar.
Los cenobitas
35. Dejemos a un lado, como a la peste, y vengamos a
los que en número mayor habitan en comunidad, es decir a
los que hemos dicho se llaman cenobitas. El primer
compromiso entre ellos es obedecer a sus superiores y
hacer cuanto se les manda. Están divididos por decurias y
centurias, de manera que al frente de cada nueve hombres
hay un decano y, a su vez, los nueve decanos están bajo las
órdenes de un centurión. Viven separados, pero en celdas
contiguas. Hasta la hora de nona hay una especie de
vacación judicial: nadie puede ir a la celda de otro,
excepto los que hemos llamado decanos, que, si ven que
alguno fluctúa en sus pensamientos, lo consuelan con sus
palabras.
Después de la hora de nona se juntan todos, se cantan los
salmos, se leen según costumbre las Escrituras y,
terminadas las oraciones, se sientan todos, y el que está en
medio y ellos llaman padre les comienza a hacer una
plática. Mientras él habla reina tal silencio que nadie se
atreve a mirar a otro ni a escupir. El reconocimiento hacia
el orador consiste en las lágrimas de los oyentes.
Calladamente van rodando sus lágrimas por la cara, sin
que el dolor rompa nunca en sollozos. Pero tan pronto
como toca el Reino de Cristo, la bienaventuranza venidera
o la gloria futura, allí verías cómo todos, con moderado
suspiro y levantando los ojos al cielo, dicen para sí
mismos: ¿Quién me diera alas de paloma para volar y
posarme?
Después de esto se disuelve la asamblea, y cada decuria,
con su padre, se dirige a la mesa, a la que todos sirven
sucesivamente por semanas. Durante la comida no se
produce ruido alguno, nadie habla mientras come. Se vive
de pan, legumbres y hortalizas, que se condimentan con
sal y aceite. Vino sólo lo beben los viejos. A éstos y a los
más jóvenes se les pone a menudo un desayuno, a los unos
para sostener su edad ya fatigada y a los otros para que no
se les quebrante en los mismos comienzos. Después se
levantan todos a una y, rezando el himno de acción de
gracias, vuelven a sus estancias. Allí, hasta el atardecer,
cada uno habla como los suyos y dice: “¿Habéis visto a
fulano, qué abundancia de gracia hay en él, cómo guarda
el silencio, qué compuesto es en su andar?” Si ven a
alguno débil, lo consuelan; si fervoroso en el amor de
Dios, lo exhortan a perseverar en su fervor. Por la noche,
fuera de las oraciones comunes, cada uno vela en su
aposento; de ahí que los superiores rondan las celdas y,
aplicando el oído, averiguan con todo cuidado en qué se
ocupan. Si dan con alguno algo más perezoso, no le
reprenden inmediatamente, sino que, disimulando lo que
saben, le visitan más a menudo, y empezando ellos los
primeros le convidan a orar sin forzarle.
La tarea del día está fijada, y una vez hecha se entrega al
decano, y éste la lleva al mayordomo, el cual, a su vez,
cada mes, rinde cuentas con gran temor al padre de todos.
El mayordomo es también el que prueba las comidas una
vez preparadas. Y como a nadie es lícito decir: “No tengo
túnica ni capa ni jergón de juncos”, él lo dispone todo de
manera que nadie tenga que pedir nada, ni a nadie le falte
nada. Si alguno se pone enfermo, se le traslada a una sala
más amplia, donde es atendido por los viejos, con tan
solícito cuidado, que no echa de menos las comodidades
de la ciudad ni el cariño de la propia madre. Los domingos
se dedican exclusivamente a la oración y la lectura. Cosa,
por lo demás, que hacen el resto de los días una vez
terminadas las tareas. Cada día aprenden algo de las
Escrituras. El ayuno es igual todo el año, excepto la
cuaresma, en que se permite mayor rigor. Por Pentecostés,
las cenas se convierten en comida de mediodía, a fin de
satisfacer a la tradición eclesiástica y no cargar el vientre
con doble comida. Así describen a los esenios, Filón,
imitador del estilo platónico, y Josefo, el Livio griego, en
la segunda historia de la cautividad judaica.

CARTA 107 A LETA


Programa de educación cristiana
4. Un alma destinada a ser templo del Señor ha de ser
educada de esta forma. Aprenda a no oír nada, a no hablar
nada que no tenga que ver con el temor de Dios. No
entienda las palabras torpes, ignore las canciones del
mundo; su lengua, aún tierna, se acostumbre a la dulzura
de los salmos. Lejos de ella los niños en edad lasciva; las
mismas niñas y acompañantes han de apartarse del trato
con las gentes del mundo, no sea que el mal que ellas
aprendieron se lo enseñen a ella peor. Háganse para ellas
letras de boj o de marfil y desígneselas por su nombre.
Juegue con ellas para que el juego mismo le sirva de
instrucción. No se limite a conocer las letras por su orden,
hasta que la memorización de los nombres se le convierta
en una canción; sino que ha de intercambiarse el orden,
mezclando las últimas con las del medio, y las del medio
con las primeras, hasta que las conozca no sólo de oído,
sino también por la vista. Y cuando, con mano temblorosa,
empiece a guiar el punzón por la cera, que otra persona,
poniendo su mano sobre la de ella, dirija sus tiernos dedos,
para esculpir los rasgos de las letras en la tablilla,
respetando los márgenes para que discurran por unos
mismos surcos, sin que se salgan fuera. Prémiesela cuando
logre juntar las sílabas, y estimúlesela con los regalillos de
que gusta esa edad.
Tenga también compañeras de estudio a quienes poder
emular y con cuyas alabanzas se pique. No hay que reñirla
si es algo lenta, sino estimular su ingenio con alabanzas;
que se alegre con el éxito y sufra con el fracaso. Hay que
cuidar ante todo que no se hastíe de los estudios, no sea
que la amargura que ha sentido en la infancia se prolongue
más allá de los años del comienzo. Los mismos nombres
por los que ha de habituarse paulatinamente a formar
frases, no sean tomados al azar, sino determinados y
escogidos a propósito, es decir, de los profetas y los
apóstoles, y que en toda la serie de los patriarcas, a partir
de Adán, se suceda tal como la traen Mateo y Lucas; de
forma que mientras hace otra cosa, prepare su memoria
para más tarde.
Se ha de escoger un maestro recomendable por su edad,
su vida y su ciencia; no creo que ningún hombre instruido
se avergüence de hacer con una joven de su parentela o
con una noble virgen lo que hizo Aristóteles con el hijo de
Filipo, es decir, enseñarle con la modestia de un maestro
de lectura los rudimentos de las letras. No hay que
desdeñar como si fueran minucias aquellas cosas sin las
cuales no pueden asentarse las mayores. La misma
pronunciación de las letras y la primera lección del
maestro, sale de forma distinta de una boca instruida que
de una boca rústica. Procura evitar que tu hija,
influenciada por los necios melindres de las mujeres, se
acostumbre a pronunciar las palabras a medias, y que
tampoco juegue adornada de oro ni con paño de púrpura;
lo uno daña a la lengua; lo otro, al carácter. No aprenda,
pues, de pequeña lo que deberá desaprender más tarde. Se
ha escrito que la manera de hablar de la madre influyó
mucho en la elocuencia de los Gracos, ya desde la
infancia. El estilo oratorio de Hortensia nació en el seno
paterno. Difícilmente se borra lo que han asimilado las
mentes infantiles. A las lanas teñidas de púrpura ¿quién
podrá devolverles la original blancura? Un cántaro nuevo
conserva por mucho tiempo el sabor y olor del que se
impregnó al principio. La historia griega narra que
Alejandro, rey poderosísimo que sometió el universo, en
su carácter y en su modo de andar nunca pudo corregir los
defectos de su pedagogo Leónidas, con los que de niño
quedó marcado. Somos proclives a emular lo malo y a
imitar los vicios de quienes no podemos alcanzar la virtud.
..
8… Antes de llegar a la edad robusta, una rigurosa
abstinencia es peligrosa para los jóvenes. Hasta ese
tiempo, si lo pide la necesidad, acuda a los baños y tome
un poco de vino a causa de su estómago, y coma carne, no
sea que le fallen los pies antes de empezar a correr. Y esto
lo digo no por condescendencia, que no lo mando; por
temor a la debilidad, no para enseñar intemperancia. Por lo
demás, lo que ya en parte hace la superstición judaica, al
proscribir ciertos animales y comidas, lo que observan los
brahmanes de la India y los gimnosofistas de Egipto, que
se nutren sólo de harina de cebada, de arroz y de fruta,
¿por qué no puede hacerlo en su totalidad la virgen de
Cristo? Si tanto vale el vidrio, ¿por qué no ha de ser de
mayor precio la piedra preciosa? La que nació de una
promesa, que viva como vivieron los que fueron
concebidos por una promesa. A igualdad de gracia,
igualdad de esfuerzo. Sea sorda para los instrumentos
musicales. Ignore para qué se hicieron la flauta, la lira y la
cítara.
9. Cada día te dará cuenta de un número fijo de líneas de
las Escrituras. Aprenda el ritmo de los versos griegos. A
continuación vendrá el estudio del latín; pues si éste no
modela desde el principio su tierna boca, la lengua se vicia
de un acento exótico y el idioma paterno se contamina con
vicios extranjeros… Las flores se marchitan en seguida;
las violetas, las azucenas y el azafrán, cualquier mal viento
las estropea en seguida, no salga nunca de casa, si no es
contigo. A las basílicas de los mártires y a las iglesias no
vaya si no es con su madre. Que ningún joven, ninguno de
esos tipos que llevan tupé la sonría. Los días de vigilia y
las solemnes veladas nocturnas los celebrará de tal modo
nuestra joven virgen, que no se aparte ni una pulgada del
lado de su madre. No quisiera que tenga preferencia por
alguna de sus pequeñas sirvientas, a la que continuamente
estuviera susurrando cosas al oído. Lo que diga a una, que
lo sepan todas. Ha de preferir no a la compañera coqueta y
guapa, cuya voz cristalina sabe modular dulces canciones,
sino a la seria, la descolorida, la no acicalada y de
apariencia melancólica. Encárguese de su cuidado a una
virgen veterana, de fidelidad, modales y honestidad
probados, que la enseñe y la acostumbre con su ejemplo a
levantarse por la noche para hacer oración y recitar
salmos; por la mañana, a cantar himnos; a las horas de
tercia, sexta y nona, a ponerse en pie de guerra como buen
soldado de Cristo, y, en fin, a ofrecer el sacrificio
vespertino con su lámpara encendida. Que el día
transcurra de esa forma, y de esa forma la sorprenda la
noche en medio del trabajo. A la oración siga la lectura; a
la lectura, la oración. El tiempo le parecerá corto si está
ocupado por tanta variedad de obras…
11. Si alguna vez tienes que ir a tus posesiones
suburbanas, no dejes en casa a tu hija; no sepa, ni pueda
vivir sin ti; que tenga miedo a quedarse sola. No converse
con personas de mundo, ni trate con jóvenes maleducadas.
No asista a las bodas de los criados ni se mezcle en los
juegos bullangueros de la servidumbre. Sé que algunos
prohíben que la virgen de Cristo se bañe con eunucos o
con mujeres casadas; porque aquéllos no han abandonado
su alma de varones, y éstas se muestran feas con sus
vientres hinchados. A mí personalmente me desagradan
los baños en una virgen adulta, que debería ruborizarse y
no soportar el verse desnuda. Pues si con vigilias y ayunos
mortifica su cuerpo y lo reduce a servidumbre; si lo que
busca es apagar la llama de la pasión y los incentivos de su
edad ardorosa con el frío de la continencia; si con la
mugre buscada adrede se afana por afear su natural
hermosura, ¿qué sentido tiene atizar por otro lado el fuego
adormecido con el calor de los baños?
12. En vez de las joyas y la seda, ame los códices
divinos, y en ellos disfrute no de las miniaturas y piel de
Babilonia, sino de la fidelidad del texto y la sabia
puntuación. Aprenda primero el Salterio y con eso se
apartará de otros cánticos; y que en los Proverbios de
Salomón aprenda para la vida. Con el Eclesiastés se
acostumbrará a pisotear las cosas del mundo. De Job siga
los ejemplos de fortaleza y de paciencia. Pase luego a los
Evangelios, que no deberá dejar caer de sus manos. De los
Hechos de los Apóstoles y de las Cartas, beba con todo el
afecto de su corazón. Y después de haber enriquecido con
estos tesoros el granero de su pecho, aprenda de memoria
los profetas y el Heptateuco, los libros de los Reyes y de
los Paralipómenos, así como los volúmenes de Esdras y
Ester; y por último, ya sin peligro, aprenderá el Cantar de
los Cantares, no sea que si lo lee al principio, al no
entender el epitalamio de las bodas espirituales, que se
expresa con palabras carnales, quede herida en su
interior… Evite los apócrifos. Si alguna vez quisiera
leerlos, no para buscar la verdad de los dogmas, sino por
reverencia a los símbolos, sepa que no pertenecen a los
autores cuyos nombres figuran en el título y que contienen
muchos errores, y hace falta mucha perspicacia para
buscar el oro en el fango. Tenga siempre a mano las obras
de Cipriano. Podrá recorrer sin tropiezo las cartas de
Atanasio y los libros de Hilario. Sienta gusto por los
tratados y las ideas de aquellos en cuyos libros la piedad
de la fe no titubea. A los demás, que los lea más para
juzgarlos que para seguirlos.

CONTRA RUFINO
Defensa de la Vulgata
2,24. Mi hermano Eusebio me escribe que
personalmente ha encontrado, entre los obispos africanos
que habían venido a la corte por asuntos religiosos, una
especie de carta a mi nombre donde yo asumía mi
penitencia y reconocía que, en mi juventud, fui invitado
por unos judíos a traducir al latín textos hebreos carentes
de legitimidad. Cuando me enteré, quedé estupefacto. Y,
dado que “en los labios de dos o tres testigos se descubre
íntegramente el relato de lo acontecido”, es decir, que no
se da crédito a un único testigo, ni aunque se trate de
Catón, los escritos enviados a Roma por parte de
numerosos hermanos me señalaron a mí mismo, y querían
saber si era así, y entre sollozos me indicaban quién se
había encargado de divulgar esa carta.
¿Qué otra cosa no intentará quien se ha atrevido a esto?
¡Menos mal que la maldad no cuenta con fuerzas
suficientes para sus propósitos! La inocencia habría
sucumbido, si la inteligencia se hubiese aliado de continuo
con la perversidad y prevaleciera todo lo que la calumnia
pretende. Mi forma de escribir, sea cual sea, y mi estilo
literario no los ha podido reproducir un varón tan culto;
todo lo contrario, mediante sus artimañas y el hecho de
haberse investido fraudulentamente de una personalidad a
él ajena, revela de quién se trata. En definitiva, se dice que
él mismo se ha inventado una carta donde me arrepiento
por haber traducido libros judíos no admitidos; me acusa
de haber traducido las Sagradas Escrituras con el fin de
repudiar la “Versión de los Setenta”, de forma que, tanto si
mi traducción es correcta como incorrecta, me vería reo de
un crimen, pues o reconozco haber hecho mal a la hora de
publicar un nuevo texto, o la versión nueva supone la
condena de la antigua.
Me sorprende que en la misma carta no haya dicho que
soy un asesino, adúltero, sacrílego, parricida y cuantas
aberraciones su mente puede, en el secreto de sus
pensamientos, revolver en su interior. Debo agradecerle
que, con tamaña selva de pecados, me haya acusado
únicamente de error o de falsedad.
¿Es que yo he dicho algo contra los traductores de la
“Versión de los Setenta”, que, durante años, he ofrecido,
corregida respetuosamente, a los estudiosos que
comparten mi lengua materna, un texto que enseño de
continuo en mi monasterio, cuyos salmos recito
asiduamente mientras medito? ¿He sido tan estúpido que,
lo que aprendí en la infancia, haya querido olvidarlo de
viejo? Todos mis tratados están repletos de citas suyas.
Mis comentarios a los doce profetas explican mi edición y
la de los “Setenta”. ¡Vicisitudes del trabajo humano!
¡Cuántos afanes de los mortales tienen un resultado
contrario al propuesto! Donde me creía merecer
parabienes de las personas latinas y animar nuestros
espíritus a aprender una versión latina que ni siquiera
desdeñan los griegos, tras el cúmulo de traducciones con
las que cuentan, hete aquí que se me considera culpable y
que el alimento que doy a comer provoca náuseas.
¿Acaso queda integridad en el ser humano, si la
inocencia se convierte en crimen? Mientras dormía el
dueño, el enemigo sembró la cizaña. “Un jabalí ha venido
del bosque arrasó el viñedo y una única fiera fue capaz de
engullirlo todo”. Guardo silencio, y una carta ajena me
hace acreedor universal del crimen. “Ay de mí, madre,
¿por qué me engendraste, hombre que será incriminado y
objeto de repudio en toda la tierra?”…
25. … Muchos son quienes se aferran a las divagaciones
de los apócrifos y prefieren unos cantos iberos a los
auténticos libros. No me propongo exponer los motivos
del equívoco. Los judíos dicen que se debe a una sabia
precaución, para que Ptolomeo, monoteísta, no creyera
descubrir que también los hebreos, a los que tenía en muy
alta estima por considerarlos seguidores de los dogmas
platónicos, contaban con divinidades multiplicadas. En
consecuencia, en cualquier pasaje donde la Escritura
recogiera alguna alusión sagrada sobre el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, o lo tradujeron de otra manera o lo
omitieron totalmente, de forma que lograban no sólo dar
satisfacción al rey sino también mantener en secreto los
misterios de su fe.
No sé quién es el primer autor que forjó la falacia de
erigir las setenta celdas de Alejandría (en las que
separadamente se llegaría a escribir una misma versión),
pues ni Aristeo, “revisor” personal de Ptolomeo, ni mucho
después, Josefo expresan nada al respeto, sino que señalan
que los traductores fueron reunidos en una única basílica
para transcribir, no para hacer de profeta. Y es que una
cosa es ser profeta y otra, traductor; en el primer caso, el
Espíritu Santo predice el futuro; en el segundo, son la
erudición y el conocimiento léxico los que permiten
traducir el sentido de lo escrito. Salvo que quizás se deba
considerar que Cicerón tradujo el Económico de
Jenofonte, el Protágoras de Platón y el Discurso en
defensa de Ctesifonte de Demóstenes inspirado por una
“revelación retórica”; o que el Espíritu Santo, a propósito
de unos mismo libros, expresó su mensaje de una manera
a través de los traductores de la “Versión de los Setenta” y
de otra a través de los apóstoles, de forma que lo que unos
silenciaron, los otros se inventaron que estaba escrito.
¿Qué significa esto? ¿Condenamos a los antiguos? En
absoluto; sino que en la casa del Señor, en la medida de
nuestras fuerzas, continuamos con nuestro trabajo los
estudios de quienes nos han precedido. Su traducción es
anterior al advenimiento de Cristo y expresaron con frases
ambiguas cosas que desconocían; por nuestra parte, tras la
pasión y resurrección de Cristo, escribimos no tanto
profecía cuanto historia. En efecto, una cosa es relatar lo
que se ha escuchado, diferente es relatar lo que se ha visto.
Lo que mejor comprendemos es también lo que mejor
expresamos. Escucha, pues, tú, mi rival: atiende tú, mi
calumniador. No condeno, no rechazo la “Versión de los
Setenta”, sino que doy más crédito a los apóstoles que a
todos éstos. Por boca de los apóstoles Cristo me habla;
ellos, según he leído, preceden a los Profetas en cuanto a
la posesión de carisma espiritual, cuyo peldaño más bajo
viene a estar ocupado por los traductores.
¿Por qué te retuerces de celos? ¿Por qué concitas los
espíritus de los incultos contra mí? Si en alguna parte de
mi traducción te parece que yerro, pregunta a los hebreos,
consulta a los maestros de diversas ciudades: lo que ellos
tienen de Cristo, tus códices no lo recogen. Cosa diferente
sucede si se demuestra que se trata de pasajes a los que
han recurrido alevosamente los apóstoles para su propia
denigración, y que los ejemplares latinos son más
coherentes que los griegos y los griegos que los hebreos.

AGUSTÍN DE HIPONA

SOBRE EL MAESTRO
Significado de las palabras
1,1- 2,3. Agustín - ¿Qué es lo que a tu parecer buscamos
cuando hablamos?
Adeodato – Creo que enseñar, o aprender.
Ag. – Comprendo lo primero, y estoy de acuerdo con ello;
está claro que cuando hablamos queremos enseñar; pero
¿cómo se entiende eso de aprender?
Ad. – Y ¿qué te parece que hacemos cuando preguntamos?
Ag. – Entiendo que es sólo entonces cuando queremos
enseñar; pero dime si cuando preguntas tienes otra
intención distinta que la de enseñar a tu interlocutor.
Ad. – Pues sí, es cierto.
Ag. – ¿Ya ves que cuando hablamos únicamente deseamos
enseñar?
Ad. – No lo entiendo del todo; si el hablar se reduce a
proferir palabras, es lo que hacemos cuando cantamos; y
como lo hacemos solos muchas veces, sin que se
encuentre nadie presente que pueda aprender, no creo que
pretendamos entonces enseñar nada.
Ag. – Mas yo pienso que hay cierto tipo de enseñanza
mediante la evocación, muy importante por cierto, como
lo muestra esta conversación que mantenemos. Sin
embargo, no te contradiré si crees que no aprendemos
cuando recordamos, ni que enseña quien recuerda; pero
establezco que nuestras palabras tienen dos objetivos:
enseñar o evocar el recuerdo en uno mismo o en los
demás; también lo hacemos cuando cantamos; ¿no te
parece?
Ad. – Pues no. Muy pocas veces yo canto para sugerirme
algo, en lugar de hacerlo por puro placer.
Ag. – Te comprendo. Pero ¿no caes en la cuenta que tu
placer en el canto se reduce a una modulación del sonido?
Y porque esta modulación puede completarse con palabras
o, al contrario, sustraerse de ellas, una cosa es hablar y
otra cantar. Porque con flautas y cítaras también se canta,
las aves también cantan, y aun a veces nosotros emitimos
sonidos musicales, que bien pueden llamarse cantos pero
no locuciones; ¿tienes algo que objetar a esto?
Ad. – Nada en absoluto.
Ag. - ¿Te parece, pues, que el lenguaje no tiene otro
objetivo que la enseñanza o la evocación?
Ad. – Lo creería, si tuviera claro que cuando oramos
hablamos, pero, en tal caso, no podemos admitir que
enseñemos o evoquemos algo a Dios.
Ag. – A mi juicio, ignoras que se nos ha mandado orar en
alcobas cerradas, expresión que significa lo íntimo del
corazón; porque Dios no pretende que nuestra locución le
enseñe o recuerde lo que nosotros deseamos. Pues quien
habla manifiesta externamente el signo de su querer
mediante la articulación de sonidos. En cambio, se trata de
buscar y suplicar a Dios en la intimidad del alma racional,
llamada “hombre interior”, porque lo ha elegido por
templo suyo. ¿No has leído en el Apóstol: No sabéis que
sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros, y que Cristo habita en el hombre interior? ¿Y no
has advertido en el profeta: Reflexionad en vuestro interior
y compungíos en vuestros lechos; ofreced sacrificios
legítimos y confiad en el Señor? ¿Dónde crees que se
ofrece el sacrificio legítimo sino en el templo de la mente
y en lo íntimo del corazón? Y donde se ha de ofrecer el
sacrificio, también allí se ha de orar. Por lo tanto, cuando
oramos no necesitamos hablar – esto es, pronunciar
palabras – a no ser para manifestar los pensamientos,
como hacen los sacerdotes, y no tanto para que les oiga
Dios sino la gente y, mediante sus palabras se eleven hasta
Dios mediante la evocación. ¿Discrepas tú de esto?
Ad. – Estoy totalmente de acuerdo.
Ag. –¿No te preocupa que el soberano Maestro, cuando
enseñó a orar a los discípulos, se sirvió de algunas
palabras, con lo cual parece no haber hecho otra cosa sino
enseñar cómo convenía hablar cuando se oraba?
Ad. –No tengo duda alguna, porque en realidad lo que les
enseñó fueron significados mediante palabras, con las que
ellos pudieran evocarse a sí mismos a quién y qué habían
de pedir cuando orasen, como se ha dicho, en lo íntimo del
corazón.
Ag. – Lo has entendido perfectamente; y creo que te das
cuenta, pese a que alguien discrepe, que nosotros, sin
emitir sonido alguno hablamos en nuestro interior, siempre
que meditamos las palabras; y mediante el lenguaje
evocamos, cuando la memoria, reflota las palabras que
mantiene grabadas, las revuelve y presenta al espíritu las
realidades significadas por esas mismas palabras.
Ad. – Lo entiendo y estoy de acuerdo.
Ag. – Estamos, pues, ambos conformes en que las palabras
son signos.
Ad. – Lo estamos.
Ag. – Y bien ¿puede el signo ser signo sin que represente
algo?
Ad. – Imposible.
Ag. - ¿Cuántas palabras hay en este verso: Si nihil ex tanta
superis placet urbe relinqui?
Ad. – Ocho.
Ag. – Luego son ocho signos.
Ad. – Así es.
Ag. – Creo que comprendes este verso.
Ad. – Me parece que sí.
Ag. - Dime qué significa cada palabra.
Ad. – Sé lo que significa sí, más no hallo otra palabra con
que se pueda expresar su significado.
Ag. – Al menos ¿sabes dónde radica el significado de la
palabra?
Ad. – Me parece que sí indica duda; pero ¿en dónde se
hallará esta duda, si no es en el alma?
Ag. – Por ahora estamos conformes; mas continúa con lo
que queda.
Ad. – Nihil (nada) ¿qué otra cosa significa sino lo que no
existe?
Ag. – Quizá digas verdad; pero me impide asentir a ello lo
que antes has afirmado: que no hay signo sin cosa
significada; ahora bien, lo que no existe, de ningún modo
puede ser cosa alguna. Por tanto, la segunda palabra de
este verso no es un signo, pues nada significa; y
falsamente hemos asentado que toda palabra es signo o
significa algo.
Ad. – Me apuras demasiado; pero advierte que, cuando no
tenemos nada que expresar, es una completa tontería el
proferir cualquier palabra; y yo creo que tú, al hablar
ahora conmigo, no pronuncias palabra alguna en vano,
sino que todas las que salen de tu boca me las presentas
como signo, para que entienda algo; por eso, tú no
deberías proferir hablando estas dos sílabas, si con ellas no
significas nada. Mas si, por el contrario, crees que es
necesario su enunciación, y que con ellas aprendemos o
recordamos algo cuando suenan en nuestros oídos,
ciertamente entenderás también cuanto quiero decir sin
saberlo explicar.
Ag. - ¿Qué haremos, pues? ¿Diremos que con esta palabra,
más bien que una realidad – que no existe -, se significa
una afección del ánimo, producida cuando no ve la
realidad, y, sin embargo, descubre, o le parece descubrir,
su no existencia?
Ad. – Sin duda era esto lo que yo trataba de explicar.
Ag. – Sea lo que fuere, dejémoslo así, no sea que
caigamos en un absurdo mayor.
Ad. - ¿En cuál?
Ag. – En que nos detengamos sin que nada nos frene.
Ad. - Ciertamente es una cosa ridícula, y, sin embargo, no
sé cómo, veo que puede suceder; mejor dicho, veo
claramente que ha sucedido.
Ag. – En su lugar comprendemos más perfectamente, si
Dios lo permitiere, este género de repugnancia; ahora
vuelve a aquel verso e intenta, según tus fuerzas, mostrar
el significado de las demás palabras.
Ad. – La tercera palabra es un preposición, ex, en cuyo
lugar podemos poner, a mi entender, de.
Ag. – No intento que digas por una palabra conocidísima
otra igualmente conocida, que signifique lo mismo, si es
que lo mismo significa; mientras tanto, concedamos que es
así. Si este poeta, en vez de ex tanta urbe, hubiera dicho
de tanta, y yo te preguntase el significado de de, sin duda
alguna dirías que ex, como quiera que estas dos palabras, o
sea, signos, significan una misma cosa, según tú crees;
pero yo busco, no sé si una misma cosa, lo que estos
signos significan.
Ad. – Me parece que denotan como sacar de una cosa en
que hubiera habido algo que se dice formaba parte de ella,
ora no exista esa cosa, como en este verso sucede, que, no
existiendo la ciudad, podían vivir algunos troyanos
procedentes de la misma; ora exista, del mismo modo que
nosotros decimos haber en África mercaderes de Roma.
Ag. – Para concederte que esto es así y no enumerarte las
muchas excepciones que, tal vez, se oponen a tu regla,
fácil te es advertir que has explicado unas palabras con
otras, a saber, unos signos con otros signos y unas cosas
muy comunes con otras; mas yo quisiera que, si puedes,
me mostraras las cosas que estos signos representan.
Aprendemos no con el sonido de las palabras sino con la
enseñanza interna de la verdad
11,36. Hasta ahora tienen valor las palabras. Las cuales –
y les concedo mucho – nos estimulan únicamente a buscar
los objetos, pero no nos los muestran para que los veamos.
Quien me enseña algo es el que presenta a mis ojos, o a
cualquier otro sentido del cuerpo, o también a la
inteligencia, lo que quiero conocer. Por lo tanto, con las
palabras no aprendemos sino palabras, mejor dicho, el
sonido y el estrépito de ellas. Porque si todo lo que no es
signo no puede ser palabra, aunque haya oído una palabra,
no sé, sin embargo, que es tal hasta saber lo que significa.
Por tanto, es por el conocimiento de las cosas por el que se
perfecciona el conocimiento de las palabras, y con oír las
palabras, ni siquiera las palabras se aprenden. Porque no
aprendemos las palabras que conocemos, a no ser
percibiendo su significado, que nos viene, no por el hecho
de oír las voces pronunciadas, sino por el conocimiento de
las cosas que significan. Razón es muy verdadera, y con
mucha verdad se dice, que nosotros, cuando se articulan
las palabras, sabemos qué significan o no lo sabemos: si lo
primero, más que aprender, recordamos; si lo segundo, ni
siquiera recordamos, sino que somos así como invitados a
buscar ese significado.
37. Y si dijeses que aquellas especies de capuchas sobre
la cabeza, cuyo nombre solo nos es accesible por el
sonido, sólo podemos conocerlas viéndolas. Y si añades:
lo que sabemos de los tres jóvenes: cómo vencieron al rey
y las llamas con su fe y su piedad, qué alabanzas
entonaron a Dios, qué honrosas deferencias merecieron
aún de su enemigo, ¿lo hemos acaso aprendido de otro
modo que por palabras? Responderé: todo lo que estaba
significado en aquellas palabras, lo conocíamos antes.
Pues yo ya sabía qué son tres jóvenes, qué un horno, qué
el fuego, y todo lo demás que aquellas palabras significan.
Tan desconocidos son para mí Ananías, Azarías y Misael,
como aquellas cofias; y estos nombres de nada me
sirvieron ni pudieron servirme para conocerlos. Mas
confieso que, más que saber, creo que todo lo que se lee en
esa historia sucedió en aquel tiempo del mismo modo que
está escrito; y los autores, a quienes damos fe, no
ignoraron esta diferencia. Pues dice un profeta: “Si no
creyereis, no entenderéis”; no hubiera dicho esto,
ciertamente, si hubiera juzgado que no cabía diferencia.
Así, pues, creo todo lo que entiendo, mas no entiendo todo
lo que creo. Y no por eso ignoro cuán útil es creer aun
muchas cosas que no conozco, por ejemplo, la historia de
los tres jóvenes; por tanto, aunque no puedo conocer
muchas cosas, sé cuánta utilidad puede sacarse de su
creencia.
38. Ahora bien, comprendemos la cantidad de cosas que
penetran en nuestra inteligencia, no consultando la voz
interior que nos habla, sino consultando interiormente la
verdad que reina en el espíritu; las palabras tal vez nos
muevan a consultar. Y esta verdad que es consultada y
enseña, es Cristo, que, según la Escritura, habita en el
hombre, esto es, la inconmutable fuerza de Dios y su
eterna Sabiduría. Toda alma racional consulta a esta
Sabiduría; mas ella se revela a cada alma tanto cuanto ésta
es capaz de recibir, en proporción de su buena o mala
voluntad. Y si alguna vez se engaña, no es por motivo de
la verdad consultada, como no es defecto de esta luz que
está fuera el que los ojos del cuerpo tengan frecuentes
ilusiones; consultamos a esta luz para que, en cuanto
nosotros podemos verla, nos muestre las cosas visibles.
Cristo es la verdad que nos enseña interiormente
12, 39. Si nosotros consultamos la luz para juzgar de los
colores, de lo restante que sentimos por medio del cuerpo,
de los elementos de este mundo, de los cuerpos, de
nuestros sentidos – de los cuales se sirve nuestra mente,
como de intérpretes, para conocer la materia -, y si para
juzgar de las cosas intelectuales consultamos, por medio
de la razón, la verdad interior, ¿cómo puede decirse que
aprendemos en las palabras algo más que el sonido que
hiere los oídos? Pues todo lo que percibimos, lo
percibimos o con los sentidos del cuerpo o con la mente: a
lo primero damos el nombre de sensible, a lo segundo, de
inteligible o, para hablar según costumbre de nuestros
autores, a aquello llamamos carnal, a esto espiritual.
Respondemos sobre lo primero, al ser interrogados, si lo
que sentimos está allí presente; como si se nos pregunta, al
estar mirando la luna nueva, cuál es y dónde está. El que
pregunta, si no la ve, cree a las palabras, y con frecuencia
no cree; mas de ningún modo aprende si no es viendo lo
que se dice; en lo cual aprende no por las palabras que
suenan, sino por las cosas y los sentidos. Pues las mismas
palabras que sonaron al que no veía, suenan al que ve.
Mas cuando se nos pregunta, no de lo que sentimos al
presente, sino de aquello que alguna vez hemos sentido,
expresamos no ya las cosas mismas, sino las imágenes
impresas por ellas y grabadas en la memoria; en verdad no
sé cómo a esto lo llamamos verdadero, puesto que lo
experimentamos falso, precisamente porque lo vemos y
sentimos. Así llevamos esas imágenes en lo interior de la
memoria como documentos de las cosas antes sentidas,
contemplando las cuales con recta intención en nuestra
mente, no mentimos cuando hablamos; antes bien son para
nosotros documentos; pues el que escucha, si las sintió y
presenció, mis palabras no le enseñan nada, sino que él
reconoce la verdad por las imágenes que lleva consigo
mismo; mas si no las ha sentido, ¿quién no verá que él,
más que aprender, da fe a las palabras?
40. Cuando se trata de lo que percibimos con la mente,
esto es, con el entendimiento y la razón, hablamos lo que
vemos que está presente en la luz interior de la verdad, con
que está iluminado y de que goza el que se dice hombre
interior. Y cualquiera que nos oiga puede conocer lo que
decimos, porque también él lo puede ver interiormente y
con el ojo de la simplicidad. Lo que digo lo conoce en su
contemplación, no por mis palabras…Y ¿hay nada más
absurdo que pensar que le enseño con mi locución, cuando
podía, preguntado, exponer las mismas cosas, antes de que
yo hablase? Pues lo que sucede muchas veces que,
interrogado, niegue alguna cosa y se vea obligado con
otras preguntas a confesarlo; eso se debe a la debilidad de
su percepción, incapaz de consultar a aquella luz sobre
todo el asunto concreto. Se le advierte que proceda por
partes. Se le va preguntando entonces por estas partes de
que consta la totalidad que en sí misma era incapaz de ver.
De este modo es guiado por las palabras del que pregunta.
Esas palabras no le enseñan nada, sino que le inducen a
indagar en función de su capacidad para comprender la luz
interior…
La palabra es incapaz de manifestar lo que está en el
espíritu
13,41. Por tanto, en las cosas que se captan con la
mente, en vano oye las palabras de aquel que se da cuenta
que no puede captarlas; a no ser porque es útil creer,
mientras se ignoran tales cosas. Mas todo el que es capaz
de ver, interiormente es discípulo de la verdad, y por fuera,
juez del que habla, o más bien, de su lenguaje. Porque
muchas veces sabe lo que se ha dicho, aun ignorándolo el
que lo ha dicho; como si alguno, partidario de los
epicúreos, y que piensa que el alma es mortal, reproduce
los argumentos expuestos por los sabios a favor de su
inmortalidad, en presencia de un hombre capaz de penetrar
lo espiritual; el oyente juzgará que el epicúreo dice verdad,
mas el epicúreo ignora si es verdad lo que dice, antes bien
lo creerá muy falso. ¿Hemos de pensar, por tanto, que
enseña lo que ignora? Y usa de las mismas palabras que
podría usar sabiéndolo.
42. Así, pues, las palabras no tienen ya ni el valor de
manifestar el pensamiento del que habla, pues es incierto
si él sabe lo que dice. Añade los que mienten y engañan,
los cuales – es fácil que lo entiendas – no sólo no abren su
alma con las palabras, sino que hasta la encubren. Pues de
ninguna manera dudo que los hombres veraces se
esfuerzan y de algún modo hacen profesión de descubrir
sus sentimientos por medio de la palabra; lo que
conseguirían con aplauso de todos si no fuera permitido a
los mentirosos el hablar. Frecuentemente hemos
experimentado, tanto en nosotros como en otros, que no se
emiten palabras correspondientes a las cosas que se
piensan; lo cual veo que puede ser de dos modos: o
cuando los labios del que piensa otras cosas pronuncian
palabras aprendidas de memoria y muchas veces olvidadas
– esto nos sucede con frecuencia cuando cantamos un
himno -, o cuando, sin quererlo nosotros, brotan por error
de la lengua unas palabras por otras, pues tampoco aquí
las palabras se oyen como signos de las cosas que tenemos
en el ánimo. Porque los que mienten piensan ciertamente
en las cosas que hablan, de tal manera que, aunque
ignoremos si dicen verdad, sabemos que tienen en el
ánimo lo que dicen, a no ser que les suceda una de las dos
cosas que he dicho. Y si alguno – entre tanto – porfía que
suceden, y que cuando sucede una de ellas se percibe,
aunque muchas veces está oculta, y que muchas veces me
ha inducido a error oyéndole, no le contradigo.
44. Dejo pasar el que no oímos bien muchas cosas y
discutimos sobre ellas larga y acaloradamente como si las
hubiésemos oído. Así, cuando hace poco expresaba yo la
palabra misericordia en lengua púnica, tú decías haber
aprendido que ella significaba piedad; mas yo,
contradiciéndote, aseguraba que se te había olvidado lo
que habías aprendido, pues me había parecido que no
había dicho piedad, sino fe, estando como estabas tan
cerca de mí, y no engañando al oído estas dos palabras por
la semejanza del sonido. Sin embargo, pensé por mucho
tiempo que ignorabas lo que te había dicho, ignorando yo
lo que dijiste tú; pues, de haberte oído bien, de ninguna
manera me parece absurdo que un vocablo púnico
significara a la vez piedad y misericordia. Esto sucede
muchas veces; mas, como he dicho, démoslo de mano,
para que no parezca que calumnio la negligencia del que
oye o la sordera de los hombres. Ocasiona angustia, lo he
dicho más arriba, la incapacidad de conocer los
pensamientos de quienes hablan, entendiendo
clarísimamente sus palabras cuando hablan nuestra misma
lengua latina.
Cristo enseña dentro; por fuera, el hombre percibe
palabras
14,45. Admito y concedo que, cuando haya percibido el
oído las palabras de quien se expresa, se puede saber que
el que así habla ha pensado en las cosas que las palabras
significan. ¿Quizá por esto aprende si ha dicho verdad,
que es lo que ahora buscamos? ¿Acaso pretenden los
maestros que se conozcan y retengan sus pensamientos, y
no las disciplinas que piensan enseñar cuando hablan?
Porque ¿quién hay tan neciamente curioso que envíe a su
hijo a la escuela para que aprenda qué es lo que piensa el
maestro? Mas, cuando los maestros ya han explicado las
disciplinas que profesan enseñar, las leyes de la virtud y de
la sabiduría, los discípulos consideran consigo mismos si
han dicho cosas verdaderas, examinando según sus
capacidades aquella verdad interior. Entonces es cuando
aprenden; y cuando han reconocido interiormente la
verdad de la lección, alaban a sus maestros, ignorando que
elogian a hombres doctos más bien que a doctores, si, con
todo, ellos mismos saben lo que dicen. Mas se engañan los
hombres en llamar maestros a los que no lo son, porque, la
mayoría de las veces, no media ningún intervalo entre el
tiempo de la locución y el tiempo del conocimiento; y
porque, advertidos por la palabra del profesor, aprenden
pronto interiormente, piensan que han sido instruidos por
la palabra exterior del que enseña.
46. Mas en otro tiempo discutiremos, si Dios lo
permitiere, sobre la utilidad de las palabras, que, bien
considerada, no es pequeña. Pues hoy te he advertido de
no darles más importancia de la que conviene, para que no
sólo no creamos, sino que comencemos a entender con
cuánto acierto está escrito por la autoridad divina que no
llamemos maestro nuestro a nadie en la tierra, puesto que
el único Maestro de todos está en los cielos. Mas lo que
hay en los cielos lo enseñará aquel que por medio de los
hombres y de sus signos nos advierte por fuera, a fin de
que, vueltos a Él por dentro, seamos instruidos. Amarle y
conocerle constituye la vida dichosa, que todos predican
buscar; mas pocos son los que se alegran de haberla
verdaderamente encontrado. Y ahora quiero que me des tu
parecer sobre todo lo que acabo de decir. Porque si
conoces que es verdad lo que he dicho, si, preguntado
sobre cada una de mis proposiciones, podías haberme
dicho que ya lo sabías; ves, pues, de quién has aprendido
esto, y no de mí, porque, si te hubiera preguntado,
responderías a todo. Mas, por el contrario, no sabes si mis
propuestas son verdad, entonces no te hemos enseñado ni
Él ni yo: yo, porque nunca puedo enseñar; Él, porque
todavía no eres capaz de aprender.
Ad.- Yo he aprendido con tus reflexiones que las
palabras no hacen otra cosa que incitar al hombre a que
aprenda; que, al margen del pensamiento de quien habla,
su palabra nos expresa muy poco; y si las palabras llevan
una carga de verdad, eso sólo lo puede enseñar aquel que,
cuando se expresaba por fuera, nos advertía que moraba
dentro de nosotros. A quien ya, con su ayuda, amaré con
un ardor más intenso cuanto más progrese en el
conocimiento. Sin embargo, quedo muy agradecido a tus
reflexiones, de las que te has servido incesantemente,
sobre todo porque han previsto y refutado todas las
objeciones que tenía preparadas para contradecirte; y
porque me has aclarado todo lo que me suscitaba dudas; y
ni siquiera aquel oráculo secreto podría aclararme lo que
tus palabras afirmaban.

SOBRE EL GÉNESIS A LA LETRA


A Dios le percibimos por la mente mejor que por las
criaturas
5.16,34. Luego si aquella naturaleza eterna e inmutable,
que es Dios, tiene en sí el existir, como lo dice Moisés: Yo
soy el que soy, también es evidente que tiene un modo de
ser muy distinto del que tienen estas cosas que han sido
hechas, porque aquel ser de Él es el verdadero y único,
puesto que siempre permanece inmutable, y no solamente
no se cambia, sino que no puede en absoluto cambiarse.
Nada de las cosas que hizo existe como es Él, y, sin
embargo, tiene desde el principio todas las cosas como es
Él. Pues no las hubiera hecho si no las conociera antes de
hacerlas, ni las hubiera conocido si no las viera, ni las
viera si no las tuviera, ni tuviera las cosas que aún no
habían sido hechas, a no ser que las tuviera del mismo
modo que es Él, que no es hecho. Y aunque yo diga que
esta substancia es inefable y que no lo puede explicar
hombre alguno a otro sino valiéndose de ciertas palabras
que implican tiempo y espacio, sin embargo Él,
precediendo a todo tiempo y lugar, que nos creó, está más
cerca está de nosotros que de las cosas que se hicieron por
Él; porque en Él vivimos, en Él nos movemos y en Él
somos. Y muchas de estas cosas no están al alcance de
nuestra mente, por la desemejanza de naturaleza, puesto
que ellas son corporales. Nuestra mente no es capaz de
verlas en las mismas motivaciones causales por las que
Dios las hizo para saber de este modo su número, su
cantidad y calidad, dado que no las vemos por el sentido
del cuerpo. Efectivamente, no se hallan al alcance de los
sentidos del cuerpo, porque están alejadas o separadas de
nuestra mirada y contacto por la interposición o la
oposición de otras, de donde resulta que es mayor el
esfuerzo que empleamos para llegar a ellas que el prestado
para llegar a Aquel por quien han sido hechas, a pesar de
ser como es mucho más excelente percibirle, por la
felicidad incomparable, en cualquier partecita con
fervorosa mente, que comprender el universo entero. Por
lo cual con toda razón se reprende en el libro de la
Sabiduría a los escrutadores de este mundo diciendo: si
tanto empeño pusieron y tanto pudieron progresar en el
conocimiento del mundo, ¿cómo es que no encontraron
más fácilmente al Señor de él? Los fundamentos de la
tierra son desconocidos a nuestros ojos, mas el que afianzó
la tierra está cerca de nuestras almas.
Sentido literal de la Escritura
8.2,5. También yo, después de mi conversión, queriendo
inmediatamente refutar los delirios de los maniqueos y
también estimular mi espíritu a buscar en las letras divinas
que ellos odian la fe evangélica y cristiana, escribí dos
libros contra los maniqueos, los cuales se pierden pues no
sólo interpretan las Escrituras del Antiguo Testamento en
sentido distinto del que tienen, sino que las rechazan de
bloque y detestan blasfemando de ellas. Y porque entonces
no se me ocurría de qué modo pudiera tomarse todo lo
narrado en ellas en sentido literal, es más, me parecía que
no podía entenderse así, por no retardar, expliqué con la
mayor brevedad y evidencia que pude, lo que
figuradamente significaban aquellos escritos, cuyo sentido
literal me fue imposible hallar entonces, no fuese que
asustados por la necesidad de mucha lectura o por lo
intrincado de la controversia, desdeñasen enfrentarse con
ellos. Sin embargo, recuerdo qué es lo que entonces
deseaba sin poderlo conseguir: comprender desde un
principio todas las cosas en sentido propio y no figurado.
Mas nunca me di por vencido de que los relatos pudieran
entenderse al pie de la letra; por eso en la primera parte del
segundo libro escribí: “el que quiera entender en sentido
literal todos los relatos, es decir, entenderlos no de otro
modo a como suena la letra y pueda evitar las blasfemias y
exponerlos en consonancia con la fe católica, no sólo no se
lo ha de impedir, sino que se le debe considerar excelente
intérprete, y hay que elogiarle mucho. Mas si no se
pudiera conseguir que esos relatos se entiendan de manera
piadosa y digna de Dios a no ser que los creamos como
referidos figurada y enigmáticamente; contando siempre
con la autoridad apostólica que nos da la clave de
muchísimos pasajes oscuros de los libros del Antiguo
Testamento, mantengamos la norma que hemos
emprendido ayudándonos Aquel que nos manda pedir,
buscar y llamar, a fin de explicar todas estas figuras de los
acontecimientos, según la fe católica, ya sea las
concernientes a la historia o a la profecía, sin recelar de un
comentario más diligente y mejor, elaborado por mí o por
cualquiera a quien se digne el Señor sugerírselo”.
Entonces expresé estas cosas. Mas porque el Señor quiso
que revisara y considerara de nuevo esto mismo con
mayor diligencia, mantengo mi opinión sobre la
posibilidad de demostrar que estos relatos se han escrito
en sentido propio y no según el alegórico. Por lo tanto, así
como anteriormente pudimos exponer este sentido literal
en los acontecimientos referidos, así también en los que
siguen acerca del paraíso escudriñaremos el mismo
sentido.
La concupiscencia procede del pecado
9. 10,16. Aunque mejor y con una mentalidad más
preclara puede creerse que el cuerpo animal de aquellos
primeros hombres colocados en el paraíso, sin estar
todavía sometidos a la ley de la muerte, porque carecían
del apetito de la concupiscencia carnal, como ahora lo
tienen estos cuerpos que proceden de la transmisión de la
muerte, sin embargo, no puede decirse que nada sucedió
en sus cuerpos al comer del árbol prohibido, ya que Dios
no había dicho: “Si comiereis moriréis con muerte”, sino:
En el día en que comáis moriréis de muerte. Por lo tanto,
en aquel día se cumplió en ellos esta amenaza; de esto es
de lo que el Apóstol se queja cuando dice: Me deleito en la
ley de Dios que se halla en el interior del hombre, mas veo
otra ley en mis miembros que lucha en contra de la ley de
mi mente y que me tiene cautivo en la ley del pecado que
se halla en mis miembros; soy un hombre infeliz, ¿quién
me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios
por medio de Jesucristo Señor nuestro. Porque no le
bastaba decir: “quién me librará de este cuerpo mortal”, se
pregunta: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?
Dijo también: El cuerpo está muerto a causa del pecado,
no escribió “cuerpo mortal”, sino está muerto, pues ya era
mortal lo que había de morir. Así, pues, no estaban
muertos del pecado, pues eran animales y aún no
espirituales; sin embargo, no estaban muertos, es decir, no
tenían la necesidad de morir, lo cual les sobrevino el día
que tocaron el árbol saltándose la prohibición de Dios.
17. De nuestros mismos cuerpos se dice que gozan de
una cierta salud apropiada a su constitución; sin embargo,
cuando una enfermedad mortal que corrompe las entrañas,
altera esta salud, si al explorarla los médicos diagnostican
una muerte inminente, decimos que el cuerpo está
condenado a la muerte; pero lo decimos en sentido distinto
que cuando estaba sano, porque sin dudarlo alguna vez
habrá de morir. De la misma manera aquellos hombres,
llevando cuerpos verdaderamente animales, no
condenados a morir a no ser que pecasen, recibirían la
forma angélica y la condición celeste, pero tan pronto
como traspasaron el precepto, concibieron la muerte en
sus miembros como si se tratase de una enfermedad
mortal, y de tal forma se mudó aquella cualidad por la que
de tal modo dominaban el cuerpo, sin que pudieran decir:
Veo otra ley en mis miembros opuesta a la ley de mi
mente. El texto expresa que si todavía no era cuerpo
espiritual, sino animal, no obstante aún no residía en él
esta muerte de la que y con la que nacemos ahora. ¿Qué
más diré si no que nuestra existencia desde el principio,
desde el mismo momento de nuestra concepción, está
marcada con una cierta enfermedad por la que
necesariamente hemos de morir? Ni los hidrópicos, ni los
disentéricos, ni los leprosos están tan condenados a la
muerte por sus enfermedades como lo está el que comenzó
la vida dotado de este cuerpo en el que todos los hombres
por naturaleza son hechos hijos de ira, puesto que esta
condena de muerte la ocasionó sólo la pena del pecado.
18. Siendo esto así, ¿por qué no creeremos que aquellos
hombres antes del pecado pudieron controlar los
miembros genitales para engendrar hijos, como controlan
los demás miembros, a los que el alma activa en cualquier
acto sin estorbo alguno, sino más bien con una relativa
satisfacción? Si el Creador omnipotente que en todas sus
obras, aun en las más pequeñas, es grande y digno de ser
magníficamente alabado, ha dado a las abejas la facultad
de propagarse como hacen el jugo de la miel y la cera,
¿por qué ha de parecer increíble que no concediese unos
cuerpos así a los primeros hombres, inmunes a todo
pecado y a cualquier enfermedad que les causara de
inmediato la muerte y que, con la misma capacidad que
tienen para mover los pies cuando caminan libremente,
dominaran sus miembros reproductores para engendrar
hijos de modo que, sin el ardor de la pasión, seminaran y
concibieran sin dolor? Pero ahora, quebrantado el
precepto, tienen que soportar desde la concepción en sus
miembros de muerte, el movimiento de aquella ley que
lucha contra la ley del espíritu. Cuya violencia regula el
matrimonio, retiene y refrena la continencia, para que así
como del pecado se hizo un castigo, así también del
castigo se consiga un mérito.
El sexo femenino fue amoldado para engendrar. Sin el
pecado no se engendraría con concupiscencia carnal
19. Es evidente que la mujer fue creada del varón y para
el varón en aquel sexo y en aquella forma con diferencia
de sus miembros específicos que la configuran como
mujer, la cual parió a Caín y Abel y a todos sus hermanos;
y entre ellos también a Seth del que descendió Abraham y
todo el pueblo de Israel con toda su descendencia
conocidísima de todas las naciones; y a través de los hijos
de Noé todos los pueblos del mundo; quien lo ponga en
duda, repito, anulará la fe y, por lo tanto, tendrá que ser
apartado lo más lejos posible del trato con fieles. Si
alguien pregunta para qué tipo de ayuda al varón fue
creado aquel sexo, con la mayor diligencia y
circunspección de que soy capaz, no se me ocurre otro
motivo sino el de la prole, para llenar la tierra con la
estirpe humana. En un supuesto estado de gracia no se
engendrarían los hijos de la misma manera que lo son
ahora, cuando llevan en sus miembros la ley del pecado
que lucha contra la ley de la mente, aunque esta condición
se supere por la virtud, contando con la gracia de Dios,
pues ha de creerse que esto no pudo suceder sino sólo en
un cuerpo de muerte, que es ahora cuerpo muerto por el
pecado. ¿Puede haber algo más justo que esta pena
aplicada al cuerpo, es decir, al siervo, que no obedece a la
voz del alma, como tampoco ella se sometió a su Señor?
Pese a que Dios cree a ambos de los padres, es decir, al
cuerpo mediante los cuerpos paternos, y al alma mediante
sus almas, o que proceda de modo distinto con las almas.
No crea Dios a los hombres para una obra imposible, ni
para una recompensa insignificante, pues cuando el alma
sometida a Dios mediante la devoción venza por la gracia
a esta ley del pecado, - que lleva adherida en los miembros
de este cuerpo de muerte que recibió el primer hombre en
castigo a su desobediencia -, percibirá en gloria sublime el
premio celeste, demostrando lo grande que es la
recompensa de la obediencia, la cual por su virtud pudo
superar al castigo de la desobediencia ajena.

COMENTARIO AL EVANGELIO DE JUAN

Encuentro con la samaritana


15. 1. No es estridente a los oídos de vuestra caridad que
Juan evangelista se eleve como el águila a gran altura,
hasta trascender las densas tinieblas de la tierra y
contemplar de hito en hito, sin pestañear, la luz de la
verdad; porque con la ayuda de Dios he explicado ya
muchos pasajes de su Evangelio. El orden que seguimos
nos remite al pasaje que acabamos de leer. Lo que os voy a
explicar hoy, con la ayuda de Dios, lo oiréis muchos de
vosotros no como algo que se ignora, sino como algo que
se recuerda y se reconoce. Pero no porque sea un recuerdo
en lugar de un conocimiento hay que poner en ello menos
empeño. Lo que se ha leído y la aplicación que os
propongo es una explicación de la conversación del Señor
con una mujer de Samaria en el brocal del pozo de Jacob.
Porque grandes son los misterios que allí se trataron y las
semejanzas de cosas grandes, que apacientan el alma
hambrienta y reconfortan a la débil.
5. Dicho ya lo que llevó al evangelista a narrar el
coloquio con aquella mujer, veamos lo que sigue, lleno
todo ello de misterios y preñado de sacramentos. Dice el
evangelista que debía pasar por Samaria. Llegó, pues, a
un pueblo llamado Sicar, cerca del terreno que Jacob dio
a su hijo José. Allí estaba también el pozo de Jacob. Había
un pozo; todo pozo es fuente, aunque no toda fuente es
pozo, ya que, el lugar donde mana el agua de la tierra y
sirve a quienes acuden a sacarla, se denomina fuente. Si el
manantial salta a la vista y a flor de tierra, se llama fuente
simplemente; mas si el agua corre profunda y difícil,
entonces se llama pozo, sin dejar por eso de ser fuente.
6. Jesús, pues, fatigado por la caminata, se sentó sobre
el brocal del pozo. Era cerca de mediodía. Ya comienzan
los misterios. Jesús no se fatiga sin motivo, no se cansa en
vano la fortaleza de Dios; no se fatiga en balde aquel por
quien los cansados se reaniman; no se cansa sin razón
Aquel cuyo abandono nos cansa y cuya presencia nos
reconforta. Y, sin embargo, se cansa, se cansa de la
caminata, y se sienta, junto al pozo se sienta, hacia el
mediodía es cuando se sienta. Algo insinúan estos detalles,
algo quieren decir. Nos vuelven precavidos, nos están
exhortando a que llamemos. Que nos abra, pues, a mí y a
vosotros, el mismo que se ha dignado exhortarnos
animándonos: Llamad y se os abrirá. Jesús se cansa de la
caminata por ti. Vemos en Jesús la fortaleza y vemos en
Jesús la debilidad; vemos que Jesús es fuerte y al mismo
tiempo débil. Es fuerte, porque en el principio ya existía el
Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios;
al principio estaba junto a Dios. ¿Quieres ver qué fuerte
es este Hijo de Dios? Todo fue hecho por Él, y sin Él no se
hizo nada, y lo hizo todo sin cansarse. ¿Puede haber
fortaleza mayor que la de Aquel que lo hizo todo sin
atisbo de fatiga? ¿Quieres ahora conocer su debilidad? El
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. La fortaleza
de Cristo te creó y la flaqueza de Cristo te recreó. La
fortaleza de Cristo hizo que lo que no existía existiese, y la
flaqueza de Cristo hizo que lo que existía no pereciese; su
fortaleza nos creó y su flaqueza nos buscó.
7. Alimenta, pues, como débil, a los débiles, lo mismo
que hace la clueca con sus polluelos; a ella quiso
compararse. Dice a Jerusalén: ¡Cuántas veces he querido
recoger a tus hijos bajo las alas, como la gallina cobija a
sus polluelos, y no has querido!”. Sabéis, hermanos míos,
cómo se indispone la gallina con sus polluelos. Ningún
ave se nos muestra tan madre como ésta. Podemos
observar con nuestros mismos ojos cómo los pájaros
fabrican sus nidos, como anidan las golondrinas, las
cigüeñas y las palomas; pero sólo sabemos que son
progenitores cuando los vemos en sus nidos. La gallina,
sin embargo, se indispone de tal manera con sus polluelos
que, aunque no vayan tras ella, aunque no veas que la
siguen sus hijos, te das cuenta que es madre por sus alas
caídas y sus plumas erizadas, y su cacareo áspero, y todos
sus miembros caídos y abatidos; todo eso, como digo,
indica que es madre, aunque no veas sus polluelos. Así es
como está indispuesto Jesús cansado de la caminata. Su
recorrido es la carne, que por nosotros asumió. Porque
¿cómo se explica que tenga un itinerario quien está
presente en todas partes y nunca ausente de ninguna?
¿Adónde va o de dónde viene, siendo así que no vendría a
nosotros mas que asumiendo la forma de nuestra carne
visible? Y, porque se dignó llegar a nosotros apareciendo
en la forma de esclavo por el hecho de asumir la carne, por
eso la misma asunción de la carne es su camino. ¿Qué son,
por lo tanto, las fatigas del camino, sino las fatigas de la
carne? Jesús es débil en su carne; no lo quieras ser tú
también; su flaqueza es tu fortaleza, ya que lo débil de
Dios es más fuerte que todos los hombres.
8. Bajo esta misma imagen de eventos, nos presenta
Adán, que es figura del que había de venir, gran
exponente de este misterio; es Dios mismo quien nos lo
presenta en la persona de Adán. Pues, mientras Adán
duerme, mereció recibir esposa, y esposa formada de una
de sus costillas, ya que había de nacer la Iglesia del
costado de Cristo cuando en la cruz dormía; del costado
del que estaba clavado en la cruz, y que abrió la lanza,
brotaron los sacramentos de la Iglesia. Pero ¿por qué os he
querido recordar este hecho, hermanos? Porque es la
flaqueza de Cristo la que nos hace fuertes. ¡Qué semejanza
tan grande precedió allí de esto! Dios pudo quitar carne al
hombre y formar de ella a la mujer, y esto pudo parecer
como lo más conveniente. Se trataba de hacer el sexo más
débil, y la debilidad parece que debía hacerse más bien de
carne que de huesos, pues los huesos son más duros y
consistentes que la carne. No substrajo carne para formar
la mujer, sino huesos, pues de los huesos extraídos formó
la mujer; y luego llenó de carne el lugar de los huesos.
Pudo devolver hueso por hueso, y pudo también, para
hacer la mujer, substraer, no una costilla, sino carne. ¿Qué
quiso significar con esto? Por la costilla, como si la mujer
quedara hecha fuerte, y por la carne, en cambio, como si
quedara Adán hecho débil. Son Cristo y la Iglesia; su
flaqueza es nuestra fortaleza.
9. ¿Por qué, pues era la hora del mediodía? Porque es la
sexta edad del mundo. El Evangelio cuenta como primera
hora la primera edad del mundo, que va desde Adán hasta
Noé; la segunda, desde Noé hasta Abraham; la tercera,
desde Abraham hasta David; la cuarta, desde David hasta
la transmigración a Babilonia; la quinta, desde la
transmigración a Babilonia hasta el bautismo de Juan; y de
aquí arranca la sexta, que es la actual. ¿De qué te
extrañas? Viene Jesús y, humillándose, se llega al pozo.
Llega cansado, porque lleva sobre sí la carne flaca. Es la
hora del mediodía; es la sexta edad del mundo. Se llega al
pozo, porque desciende hasta la profundidad de esta
nuestra morada. Por eso en los Salmos se dice: Desde lo
hondo a ti grito, Señor. Se sentó, ya lo he dicho, porque se
humilló.
10. Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la
Iglesia, que todavía no es santa, pero está a punto de serlo:
precisamente a esto apunta nuestra lectura. La mujer llegó
sin saber nada, encontró a Jesús, y él se puso a hablar con
ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaria
a sacar agua. Los samaritanos no pertenecían al pueblo
judío; les tildaban de extranjeros, pese a que ocupaban una
región colindante. Largo sería hablar de los orígenes de los
samaritanos; y para que no nos liemos demasiado en
disquisiciones innecesarias, nos basta con apuntar que los
samaritanos eran conceptuados por los judíos como
extranjeros. Y para que penséis que he exagerado,
escuchad al mismo Señor Jesús lo que dijo de aquel
samaritano, uno de los diez leprosos que había curado, el
único que se volvió para agradecérselo: ¿No han sido
curados diez?, ¿dónde están los otros nueve?, ¿tan sólo ha
vuelto a dar gracias a Dios este extranjero? Esta escena
contribuye a desentrañar el sentido de este acontecimiento:
precisamente aquella mujer, que representaba a la Iglesia,
era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida
por gente extraña a la estirpe judaica. Colijamos, pues, que
aquí se está hablando ya de nosotros: reconozcamos en la
mujer, y, como incluidos en ella, demos gracias a Dios. La
mujer era una figura, no era la realidad; sin embargo, ella
sirvió de figura, y luego vino la realidad. Y creyó en aquel
que quiso darnos en ella misma una figura. Llega, pues, a
sacar agua. Había acudido sencillamente a sacar agua,
como suelen hacerlo los hombres o las mujeres.
11. Jesús le dice: “Dame de beber”. Sus discípulos
habían ido al pueblo a comprar alimentos. La samaritana
le dice: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí,
que soy samaritana?” Porque los judíos no se tratan con
los samaritanos. Fijaos cómo las gastan aquí a los
extranjeros, pues los judíos no querían ni siquiera usar sus
cántaros. Y como aquella mujer llevaba un cántaro para
sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de
beber, pues no acostumbraban a hacer esto los judíos. Pero
aquel que le pedía de beber tenía sed, en realidad, de la fe
de aquella mujer.
12. Escucha ahora al que pide de beber: Jesús le
contestó: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que
te pide de beber, quizás serías tu quien pedirías, y él te
daría agua viva”. Le pedía de beber, y fue él mismo quien
prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene
indigencia, como quien espera algo, y le promete
abundancia, como estando dispuesto a dar hasta la
saciedad. Si conocieras, dice, el don de Dios. El don de
Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que todavía no habla
claramente a la mujer, va penetrando, poco a poco, en su
corazón y ya la está adoctrinando. ¿Puede hallarse algo
más suave y más bondadoso que esta exhortación? Si
conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de
beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. Él la tiene en
suspenso hasta el momento. Se entiende por agua viva la
que brota de una fuente; porque el agua de lluvia, que se
recoge en las lagunas o cisternas, no se llama agua viva.
Como tampoco es agua viva si mana de una fuente y es
recogida de algún depósito sin comunicación alguna con la
fuente, sino incomunicada y como separada del manantial.
Agua viva es la que se recoge del manantial mismo. Así
era el agua de aquella fuente o pozo. ¿Por qué prometía,
pues, lo que pedía?
13. Sin embargo, la mujer como suspensa, le dice: Señor,
no tienes con qué sacarla y el pozo es profundo. Fijaos
cómo para ella el agua viva es el agua de aquel pozo. Tú
me quieres dar agua viva, pero yo tengo con qué sacarla, y
tú no. El agua viva está aquí; pero ¿cómo vas a dármela?
Entiende ella y saborea carnalmente otra cosa, que es
como estar llamando para que el Maestro abra lo que
estaba cerrado. Le impulsaba su ignorancia, no su deseo;
era aún digna de lástima, no merecedora todavía de ser
enseñada.

Palabra y sonido

29. 3-4. Cristo mismo es doctrina del Padre por ser Palabra
del Padre, ahora bien, porque la palabra necesariamente
tiene que ser de alguien, Cristo, porque es la Palabra del
Padre, se denomina a sí mismo doctrina suya y no suya; en
efecto ¿qué hay tan tuyo como tú?, y ¿qué hay tan no tuyo
como tú, siendo de alguien lo que eres?
La Palabra, pues, es Dios y es Palabra de doctrina estable,
no sonable mediante sílabas o volátil sino que permanece
con el Padre, y a ella, en cuanto duradera, hemos de
volver, incitados por sonidos intermitentes. No nos
provoca porque pasa, para convocarnos a lo que es
pasajero. Nos provoca para que amemos a Dios. Todo lo
que acabo de expresar han sido sílabas que han sacudido y
batido el aire para llegar a ser sonido de vuestros oídos; al
sonar han pasado. Sin embargo a lo que os he apremiado
no pasa porque aquel a quien os apremia a amar no pasa,
y, cuando provocados por sílabas fugaces os hayáis vuelto
hacia él, tampoco vosotros pasaréis, sino que
permaneceréis con el Permanente. Aquí estriba lo que en
la doctrina hay de grandioso, profundo y eternamente
duradero; a ello nos convocan todas las cosas que fluyen
con el tiempo, cuando significan lo adecuado y no se
proyectan en la mentira. Cualquier signo que emitimos
con sonidos significa algo que no es el sonido. Así pues,
Dios no es dos breves sílabas, ni damos culto a dos breves
sílabas, ni adoramos a dos breves sílabas, ni deseamos
llegar a dos breves sílabas que dejan de sonar casi antes de
que empiecen a hacerlo, la segunda sólo tendrá su sitio si
pasa la precedente; por consiguiente, permanece algo
grande, llamado Dios, aunque no permanezca el sonido
que pronuncia su vocablo. Escuchad así la doctrina de
Cristo y llegaréis a la Palabra de Dios; ahora bien, cuando
hayáis llegado a la Palabra de Dios, escuchad: La Palabra
era Dios; entonces veréis que es verdad eso de mi
doctrina; atended también de quién es Palabra y veréis que
acertadamente dijo no es mía.

CONFESIONES
Amar el amor errado
III. 1.1. Llegué a Cartago, y por todas partes crepitaba en
torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no
amaba, pero amaba el amar y con secreta indigencia me
odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Buscaba
qué amar amando el amar y odiaba la seguridad y la senda
sin peligros, pero que tenía dentro de mí hambre del
interior alimento, de ti mismo, ¡oh Dios mío!, aunque esta
hambre no la sentía yo tal; antes estaba sin apetito alguno
de los manjares incorruptibles, no porque estuviera lleno
de ellos, sino porque, cuanto más vacío, tanto más
hastiado me sentía.
Y por eso no se hallaba bien mi alma, y, llagada, se
arrojaba fuera de sí, ávida de restregarse miserablemente
con el contacto de las cosas sensibles, las cuales, si no
tuvieran alma, no serían ciertamente amadas.
Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre
todo si podía gozar del cuerpo del amante. De este modo
manchaba la vena de la amistad con las inmundicias de la
concupiscencia y obscurecía su candor con los vapores
tartáreos de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto,
deseaba con afán, rebosante de vanidad, pasar por elegante
y cortés.
Caí también en el amor en que deseaba ser atrapado. Pero,
¡oh Dios mío, misericordia mía, con cuánta hiel no
rociaste aquella mi suavidad y cuán bueno fuiste en ello!
Porque al fin fui amado y llegué secretamente al vínculo
del placer, y me dejé atar alegre con ligaduras trabajosas,
para ser luego azotado con las varas candentes de hierro de
los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.
III.2.2. Me arrebataban los espectáculos teatrales, llenos
de imágenes de mis miserias y de incentivos del fuego de
mi pasión. Pero ¿qué será que el hombre quiera en ellos
sentir dolor cuando contempla cosas tristes y trágicas que
en modo alguno quisiera padecer? Con todo, quiere el
espectador sentir dolor con ellas, e incluso que este dolor
sea su deleite. ¿Qué es esto sino una incomprensible
locura? Porque tanto más se conmueve uno con ellas
cuanto menos libre se siente de semejantes afectos, bien
que cuando uno las padece se llamen miserias, y cuando se
compadecen en otros, misericordia.
Pero ¿qué misericordia puede darse en cosas fingidas y
escénicas? Porque allí no se provoca al espectador a que
socorra a alguien, sino que se le invita a condolerse
solamente, favoreciendo tanto más al autor de aquellas
ficciones cuanto es mayor el sentimiento que siente con
ellas. De donde nace que si tales desgracias humanas,
fingidas o extraídas de las historias antiguas, se
representan de forma que no causen dolor al espectador, se
marcha de allí aburrido y protestando; pero si, al contrario,
siente sufrir con ellas, permanece atento y contento.
VII.1.1. Había ya pasado mi adolescencia mala y nefanda
y entraba en la juventud, me sentía mayor en edad pero
más torpe en vanidad, hasta el punto de no poder concebir
una realidad que no se pudiera percibir con los ojos.
Cierto que no te concebía, Dios mío, en figura de cuerpo
humano desde que comencé a entender algo de la
sabiduría; de esto huí siempre y me alegraba de hallarlo
así en la fe de nuestra madre espiritual, tu (Iglesia)
católica; pero no se me ocurría pensar otra cosa de ti. Y
aunque hombre, y un hombre así, me esforzaba por
concebirte como el sumo, y el único, y verdadero Dios.
Con toda mi alma te creía incorruptible, inviolable e
inconmutable, porque sin saber de dónde ni cómo, veía
claramente y tenía por cierto que lo corruptible es peor que
lo que no lo es, que lo que puede ser violado ha de ser
pospuesto sin vacilación a lo que no puede serlo, y que lo
que no sufre mutación alguna es mejor que lo que puede
sufrirla.
Clamaba violentamente mi corazón contra todas estas
imaginaciones y me esforzaba por ahuyentar como con un
golpe de mano aquel enjambre de inmundicia que
revoloteaba en torno a mi mente, y que apenas disperso, en
un abrir y cerrar de ojos, volvía a formarse de nuevo para
caer en tropel sobre mi vista y anublarla, a fin de que, si
no imaginaba que aquel Ser incorruptible, inviolable e
incomunicable, que yo prefería a todo lo corruptible,
violable y mudable, tuviera forma de cuerpo humano, me
viera precisado al menos a concebirle como algo corpóreo
que se extiende por los espacios sea infuso en el mundo,
sea difuso fuera del mundo y por el infinito. Porque a
cuanto privaba yo de tales espacios me parecía que era
nada, absolutamente nada, ni aun siquiera el vacío, como
cuando se quita un cuerpo, sea terrestre, húmedo, aéreo o
celeste, pero al fin un lugar vacío, como una nada
extendida.
2. Así, pues, embotado mi corazón, y ni siquiera sin poder
verme a mí mismo, creía que cuanto no se extendiese por
determinados espacios, o no se difundiese, o no se juntase,
o no se hinchase, o no tuviese o no pudiese tener algo de
esto, era absolutamente nada. Porque cuales eran las
formas por las que vaguear mis ojos, tales eran las
imágenes que arrastraban a mi espíritu. No veía que la
misma facultad con la que formaba yo esas imágenes no
era algo semejante, pese a que me sentía incapaz de
montarlas si no se trataba de algo grande.
Y así, aun a ti, vida de mi vida, te imaginaba como un Ser
grande extendido por los espacio infinitos que penetraba
por todas partes la mole del mundo, y al margen de ello, la
inmensidad inabarcable en todas las direcciones; de tal
modo que te poseyera la tierra, te poseyera el cielo y te
poseyeran todas las cosas y todas terminaran en ti, sin
terminar tú en ninguna parte. Y así como la masa de aire –
de este aire que invade la tierra – no impide que pase por
él la luz del sol, penetrándolo, no rompiéndolo ni
rasgándolo, sino llenándolo por completo, así creía yo que
no sólo la masa del cielo y del aire, y del mar, sino
también la de la tierra, te dejaban paso y te eran
penetrables en todas partes, grandes y pequeñas, para
recibir tu presencia, que con secreta inspiración gobierna
interior y exteriormente todas las cosas que has creado. De
este modo discurría yo por no poder pensar otra cosa; mas
ello era falso, porque si fuera de ese modo, la parte mayor
de la tierra tendría mayor parte de ti, y menor la menor. Y
de tal modo estarían todas las cosas llenas de ti, que el
cuerpo del elefante ocuparía más de tu Ser que el cuerpo
del pajarillo, cuanto aquél es más grande que éste y ocupa
un lugar mayor; y así, dividido en partículas, estarías
presente, a las partes grandes del mundo, en partes
grandes, y pequeñas a las pequeñas, lo cual no es así. Pero
entonces aún no habías iluminado mis tinieblas.
VII.10,16. Habiéndome convencido de que debía volver a
mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello
me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré y vi
con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de
la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi
mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y
visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y
que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz
completamente distinta. Ni estaba por encima de mi
mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre
la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue
quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui
hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.
¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada
eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y
cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó
hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo
no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi
vista, irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de
amor y de temor; y me di cuenta que estaba lejos de ti en
la región de la desemejanza; como si oyera tu voz que me
decía desde arriba: “Soy alimento de adultos: crece, y
podrás comerme. Ni tú me mudarás en ti como sucede con
la comida corporal, sino que tú te mudarás en mí”. Y
conocí que por causa de la inquietud corregiste al hombre
e hiciste que se secara mi alma como una tela de araña, y
dije: ¿Por ventura no es nada la verdad, porque no se
halla difundida por los espacios materiales finitos e
infinitos? Y tú me gritaste de lejos: Al contrario. Yo soy el
que soy, y lo oí como se oye interiormente en el corazón,
sin quedarme lugar a duda, antes más fácilmente dudaría
de que vivo, que no de que no exista la verdad, que se
percibe por la inteligencia de las cosas creadas.
11.17. Y miré las demás cosas que están por debajo de ti, y
vi que ni son en absoluto ni absolutamente no son. Son
ciertamente, porque proceden de ti; mas no son, porque no
son lo que eres tú, y sólo es verdaderamente lo que
permanece inconmutable. Mas para mí el bien está en
adherirme a Dios, porque, si no permanezco en él,
tampoco podré permanecer en mí. Mas él, permaneciendo
en sí mismo, renueva todas las cosas; y tú eres mi Señor,
porque no necesitas de mis bienes.
El mal
12. 18. También se me dio a entender que son buenas las
cosas que se corrompen, las cuales no podrían
corromperse si fuesen sumamente buenas, como tampoco
si no fuesen buenas; porque si fueran sumamente buenas,
serían incorruptibles, y si no fuesen buenas, no habría en
ella qué corromperse. Porque la corrupción daña, y no
podría dañar si no disminuyese lo bueno. Luego o la
corrupción no daña nada, lo que no es posible, o, lo que es
certísimo, todas las cosas que se corrompen están privadas
de algún bien. Por donde, si fueran privadas de todo bien,
no existirían absolutamente; luego si fueren y no pudieren
ya corromperse, es que son mejores que antes, porque
permanecen ya incorruptibles. ¿Y puede concebirse cosa
más monstruosa que decir que las cosas que han perdido
todo lo bueno se han hecho mejores? Por tanto, las que
fueren privadas de todo bien quedarán reducidas a la nada.
Luego en tanto que son, son buenas, luego cualesquiera
que ellas sean, son buenas, y el mal cuyo origen buscaba
no es sustancia ninguna, porque si fuera sustancia sería un
bien, y esto había de ser sustancia incorruptible – gran
bien ciertamente – o sustancia corruptible, la cual, si no
fuese buena, no podría corromperse.
Así vi yo y me fue manifestado que tú eras el autor de
todos los bienes y que no hay en absoluto sustancia alguna
que no haya sido creada por ti. Y porque no hiciste todas
las cosas iguales, por eso todas ellas son, porque cada una
por sí es buena y todas juntas muy buenas, porque nuestro
Dios hizo todas las cosas buenas en extremo.
13. 19. Y ciertamente para ti, Señor, no existe
absolutamente el mal; y no sólo para ti, pero ni aun para
toda tu creación, porque nada hay de fuera que irrumpa y
corrompa el orden que tú le impusiste. Mas en cuanto a
sus partes, hay algunas cosas tenidas por malas porque no
convienen a otras; pero como estas mismas convienen a
otras, son asimismo buenas; y ciertamente en orden a sí
todas son buenas. Y aun todas las que no dicen
conveniencia entre sí, la dicen con la parte inferior de las
criaturas que llamamos “tierra”, la cual tiene su cielo
nuboso y ventoso apropiado para sí…
16. 22. Y conocí por experiencia que no es extraño que el
mismo pan sea un tormento al paladar enfermo, siendo
grato al sano, y que a los ojos enfermos sea odiosa la luz,
que a los puros es amable. También desagrada a los
inicuos tu justicia mucho más que la víbora y el gusano,
que tú criaste buenos y aptos para la parte inferior de tu
creación, con la cual los mismos inicuos dicen aptitud, y
tanto más cuanto más desemejantes son de ti, así como son
más aptos para la superior cuanto te son más semejantes.
E indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera
sustancia, sino perversidad de una voluntad que se aparta
de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, que se inclina
a lo más bajo, y desparrama su intimidad, y se infla de
vanidad.
La memoria
X. 8.12. Traspasaré aun esta virtud de mi naturaleza,
ascendiendo por grados hacia aquel que me hizo. Mas
heme ante los campos anchos de la memoria, donde están
los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de
cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escondido
cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya
variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los
sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla
allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por
el olvido.
Cuando estoy allí pido que se me presente lo que quiero, y
algunas cosas se presentan al momento; pero otras hay que
buscarlas con más tiempo y como sacarlas de unos
receptáculos abstrusos; otras, en cambio, irrumpen en
tropel, y cuando uno desea y busca otra cosa se ponen en
medio, como diciendo: “¿No seremos nosotras?” Pero yo
las espanto del haz de mi memoria con la mano del
corazón, hasta que se esclarece lo que quiero y salta a mi
vista de su escondrijo. Otras cosas hay que fácilmente y
por su orden riguroso se presentan, según son llamadas, y
ceden su lugar a las que les siguen, y cediéndolo son
depositadas, para salir cuando de nuevo se deseare. Lo
cual sucede puntualmente cuando narro alguna cosa de
memoria.
14. Todo esto lo hago yo interiormente en el aula inmensa
de mi memoria. Allí se me ofrecen al punto el cielo y la
tierra y el mar con todas las cosas que he percibido
sensiblemente en ellos, a excepción de las que tengo ya
olvidadas. Allí me encuentro conmigo mismo y me
acuerdo de mí y de lo que hice, y en qué tiempo y en qué
lugar, y de qué modo y cómo estaba afectado cuando lo
hacía. Allí están todas las cosas que yo recuerdo haber
experimentado o creído. De este mismo tesoro salen las
semejanzas tan diversas unas de otras, bien
experimentadas, bien creídas en virtud de las
experimentadas, las cuales, cotejándolas con las pasadas,
infiero de ellas acciones futuras, acontecimientos y
esperanzas, todo lo cual pienso como presente…
15. Grande es esta energía de la memoria, grande
sobremanera, Dios mío, oquedad amplia e infinita. ¿Quién
ha llegado a su fondo? Mas con ser esta energía propia de
mi alma y pertenecer a mi naturaleza, no soy yo capaz de
abarcar totalmente lo que soy. De donde se sigue que es
angosta el alma para contenerse a sí misma. Pero ¿dónde
puede estar lo que de sí misma no cabe en ella? ¿Acaso
fuera de ella y no en ella? ¿Cómo es, pues, que no se
puede abarcar?
Mucha admiración me causa esto y me llena de estupor.
Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes,
y las ingentes olas del mar, y las anchuras corrientes de los
ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y
se olvidan de sí mismos, ni se admiran de que todas estas
cosas, qua al nombrarlas no las veo con los ojos, no podría
nombrarlas si interiormente no viese en mi memoria los
montes, y las olas, y los ríos, y los astros, percibidos
ocularmente, y el océano, sólo creído, con dimensiones tan
grandes como si las viese fuera. Y, sin embargo, no es que
haya absorbido tales cosas al verlas con los ojos del
cuerpo, ni que ellas se hallen dentro de mí, sino sus
imágenes. Lo único que sé es por qué sentido del cuerpo
he recibido la impresión de cada una de ellas.
24.35. Ved aquí cuánto me he extendido por mi memoria
buscándote a ti, Señor; y no te hallo fuera de ella. Porque,
desde que te conocí no he hallado nada de ti de que no me
haya acordado; pues desde que te conocí no me he
olvidado de ti. Porque allí donde hallé la verdad, allí hallé
a mi Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde
que la aprendí. Así, pues, desde que te conocí, permaneces
en mi memoria y aquí te hallo cuando me acuerdo de ti y
me deleito en ti. Estas son las santas delicias mías que tú
me donaste por tu misericordia, poniendo los ojos en mi
pobreza.
25.36. Pero ¿en dónde permaneces en mi memoria, Señor;
en dónde permaneces en ella? ¿Qué habitáculo te has
construido para ti en ella? ¿Qué santuario te has edificado?
Tú has otorgado a mi memoria este honor de permanecer
en ella; mas en qué parte de ella permaneces es de lo que
ahora voy a tratar. Porque cuando te recordaba, por no
hallarte entre las imágenes de las cosas corpóreas, traspasé
aquellas sus partes que tienen también las bestias, y llegué
a aquellas otras partes suyas en donde tengo depositadas
las afecciones del alma, que tiene en mi memoria – porque
también el alma se acuerda de sí misma -, y ni aun aquí
estabas tú; porque así como no eres imagen corporal ni
afección vital, como es la que se siente cuando nos
alegramos, entristecemos, deseamos, tememos,
recordamos, olvidamos y demás cosas por el estilo, así
tampoco eres alma, porque tú eres el Señor Dios del alma,
y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces
inconmutable sobre todas las cosas, habiéndote dignado
habitar en mi memoria desde que te conocí. Mas ¿por qué
busco el lugar de ella en que habitas, como si hubiera
lugares allí? Ciertamente habitas en ella, porque me
acuerdo de ti desde que te conocí, y en ella te hallo cuando
te recuerdo.
26.37. Pues ¿dónde te hallé para conocerte – porque
ciertamente no estabas en mi memoria antes que te
conociese -, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino
sobre mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y
nos acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar.
¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te
consultan, y a un tiempo respondes a todos los que te
consultan, aunque sean cosas diversas. Claramente tú
respondes, pero no todos oyen claramente. Todos te
consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre
lo que quieren. Óptimo ministro tuyo es el que no atiende
tanto a oír de ti lo que él quisiera cuanto a querer aquello
que de ti creyere.
27.38. ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo
fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me
lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú
estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Me retenía
lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no
serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste
tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento
hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz.
La mente humana y el tiempo
XI. 11,13. ¿Quién sujetará y fijará el corazón humano
para que se aquiete un poco, y capte por un momento el
resplandor de la eternidad siempre inmóvil, y lo compare
con los tiempos nunca inmóviles, y vea que un tiempo
largo lo hacen largo sólo los muchos movimientos
sucesivos, incapaces de desplegarse simultáneamente; que,
en cambio, en la eternidad no hay sucesión alguna, sino
que todo es presente; que, por el contrario, ningún tiempo
está presente entero; vea también que desde el futuro
hacen avanzar todo pasado, que del pasado viene todo
futuro, y que todo pasado y futuro es creado por esa
realidad siempre presente, de la que proceden? ¿Quién
sujetará el corazón del hombre, para que se esté quieto y
vea cómo la eternidad – que no es futura ni pasada –
determina, inmóvil, los tiempos futuros y pasados?...
14.17. ¿Qué es el tiempo? ¿Quién será capaz de
explicarlo fácil y brevemente? Al hablar ¿qué recordamos
más familiar y conocido que el tiempo? Lo entendemos,
sí, cuando hablamos de él; también cuando escuchamos a
otro hablar de él. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me
pregunta, lo sé; si quisiera explicárselo al que pregunta, no
lo sé; sin embargo, digo que con certeza sé que, si nada
dejase de estar presente, no existiría tiempo pasado; si
nada sucediera, no existiría tiempo futuro; y si nada
existiese, no habría tiempo presente. Ahora bien, los
tiempos pasado y futuro ¿cómo existen, si el pasado ya no
existe y el futuro aún no existe? Si, por otra parte, el
presente siempre fuese presente sin pasar al futuro, ya no
sería presente sino eternidad. Por lo tanto, el presente, para
que sea tiempo, ha de pasar a pasado, ¿cómo decimos que
existe este tiempo, si la causa de su existencia estriba en
que dejará de ser, de tal manera que no podemos decir en
verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?
16.21. Experimentamos los intervalos de los tiempos y
los comparamos entre sí y calificamos a unos de más
largos, a otros de más cortos. Medimos también cuánto un
tiempo es más largo o más corto que otro, y respondemos
que éste es doble o triple; que aquél, en cambio, es simple
o que éste es tanto como aquél. Ahora bien, los tiempos
que están pasando los medimos experimentando su paso;
mas ¿quién puede medir los pasados, que ya no existen, o
los futuros, que aún no existen? A no ser que alguien se
atreva a decir que puede ser medido lo inexistente. Por lo
tanto, cuando el tiempo está pasando, puede ser
experimentado y medido; cuando, en cambio, ha pasado,
no puede serlo porque no existe…
17.22. ¿Quién hay que me diga que no existen tres
tiempos – como aprendimos de niños y enseñamos a los
niños – pasado, presente y futuro, sino sólo el presente,
porque aquellos dos no existen? ¿No será que también
éstos existen, pero el tiempo, cuando de futuro se
convierte en presente procede de algo oculto, y cuando de
presente se convierte en pasado se retira a algo oculto? En
efecto, pues lo que no existe no puede ser visto, quienes
cantaron el futuro ¿dónde lo vieron, si no existe todavía?
Y, quienes narran el pasado, seguramente no narrarían
verdades si con el alma no percibieran ese pasado, el cual
en manera alguna podría ser percibido si no hubiese
existido. En consecuencia, existen futuro y pasado…
18.23. Si, pues, existen futuro y pasado, quiero saber
dónde existen; pero, si aún no puedo saber esto, sé, sin
embargo, que doquiera están, allí no son futuro ni pasado
sino presente, porque, si el futuro también allí es futuro
todavía no está allí, y si allí es pasado ya no está allí; en
consecuencia, doquiera están, cualesquiera que sean, no
son sino presente. Por otra parte, cuando se narra un
pasado real, de la memoria se sacan no las realidades
mismas ya pretéritas sino las palabras concebidas a partir
de sus imágenes, las cuales pasando por los sentidos
imprimieron su huella en el alma. Mi niñez, en verdad que
ya no existe, está en el tiempo pasado, que ya no existe;
mas, cuando recuerdo y narro su imagen, la veo en el
tiempo presente, pues todavía está ella en mi memoria.
Confieso, Dios mío, ignorar si es semejante la causa de
producir los futuros, de forma que se presientan como ya
existentes las imágenes de realidades que todavía no
existen. Sé muy bien que frecuentemente premeditamos
nuestras acciones futuras y que esta premeditación es
presente, mientras la acción que premeditamos aún no
existe por ser futura; cuando la emprendamos y
comencemos a hacer lo que premeditábamos, entonces
existirá, porque será no futura sino presente… El futuro,
por tanto, no existe aún y, si todavía no existe, no existe
ahora y, si no existe en manera alguna puede ser visto; en
cambio puede ser predicho a partir del presente, que existe
y es visto.
21.27. Dije poco antes que los tiempos que están
pasando los medimos de forma que podamos decir que
éste es el doble de aquel tiempo simple o que es igual al
otro, y si alguna otra cosa podemos declarar de las partes
de los tiempos midiéndolos. Como iba diciendo medimos,
pues, los tiempos que pasan y, si alguien me pregunta
“¿cómo lo sabes?”, respondo: “Sé que medimos, que no
podemos medir lo que no existe, y que no existe pasado ni
futuro”. Mas ¿cómo medimos el tiempo presente, si no
tiene espacio? Por consiguiente, es medido cuando está
pasando; en cambio, una vez que ha pasado no es medido
pues no hay nada que medir. Pero ¿de dónde, por dónde y
a dónde pasa, cuando es medido? ¿De dónde sino del
futuro, por dónde sino por el presente, a dónde sino al
pasado? Por consiguiente, desde lo que aún no es, a través
de lo que carece de espacio, hasta lo que ya no es. Ahora
bien, lo que medimos ¿qué es sino tiempo en un espacio?
En efecto, a espacios de tiempo nos referimos cuando al
hablar del tiempo hablamos de espacios simples, dobles,
triples e iguales. Por consiguiente, ¿en qué espacio
medimos lo que aún no existe?, ¿en el presente, por donde
pasa? Pero no medimos un espacio inexistente; ¿en el
pasado, a donde está pasando? Pero no medimos lo que ya
no existe.
27.36. En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras
perturbarme, que así es; ni quieras perturbarte a ti con las
turbas de tus afecciones. En ti, repito, mido los tiempos.
La afección que en ti producen las cosas que pasan – y
que, aun cuando hayan pasado, permanece – es la que yo
mido de presente, no las cosas que pasaron para
producirla: ésta es la que mido cuando mido los tiempos.
Luego o ésta es el tiempo o yo no mido el tiempo.
Y ¿qué ocurre cuando medimos los silencios y decimos:
aquel silencio duró tanto tiempo cuanto duró aquella otra
voz?, ¿no extendemos acaso el pensamiento para medir la
voz como si sonase, a fin de poder determinar algo de los
intervalos de silencio en el espacio del tiempo? Porque
callada la voz y la boca, recitamos a veces poemas y
versos y toda clase de discursos y cualesquiera
dimensiones de mociones, y nos damos cuenta de los
espacios de tiempo y de la cantidad de aquél respecto de
éste, no de otro modo que si tales cosas las dijésemos en
voz alta.
Si alguno quisiese emitir una voz un poco sostenida y
determinase en su pensamiento lo larga que había de ser,
este tal determinó sin duda en silencio el espacio dicho de
tiempo, y encomendándolo a la memoria, comenzó a
emitir aquella voz que suena hasta llegar al término
prefijado; ¿qué digo? Sonó y sonará. Porque lo que se ha
realizado de ella, sonó ciertamente; mas lo que resta,
sonará, y de esta manera llegará a si fin, mientras la
atención presente traslada el futuro en pretérito,
disminuyendo al futuro y creciendo el pretérito hasta que,
consumido el futuro, sea todo pretérito.
28.37. Pero ¿cómo disminuye o se consume el futuro,
que todavía no existe, o cómo crece el pasado, que ya no
existe, sino porque los tres están en el alma, que hace esas
operaciones? En efecto, aguarda, atiende y recuerda, de
forma que lo que ella aguarda, a través de lo que atiende
pasa a lo que recuerda. ¿Quién, por lo tanto, negará que el
futuro todavía no existe?, sin embargo, en el alma hay ya
expectación de futuro; y ¿quién negará que el pasado ya
no existe? Sin embargo, todavía está en el alma el
recuerdo del pasado; y ¿quién negará que el tiempo
presente carece de espacio pues pasa en un punto? Sin
embargo perdura la atención a través de la cual lo presente
se dirige hacia su ausencia. Por consiguiente, no es largo
el tiempo futuro, que no existe, sino que largo futuro es la
larga aguardada del futuro; tampoco es largo el tiempo
pasado, que no existe, sino que largo pasado es el largo
recuerdo del pasado. Supongamos que voy a recitar un
canto sabido por mí. Antes de comenzar, mi expectación
se extiende a todo él: mas al comenzarlo, cuanto voy
quitando de ella para el pasado, tanto a su vez se extiende
mi memoria y se distiende la vida de esta acción mía en la
memoria, por lo dicho, y en la expectación, por lo que he
de decir. Sin embargo, mi atención es presente; y por ella
pasa lo que era futuro para hacerse pretérito. Lo cual,
cuanto más y más se verifica, tanto más abreviada la
expectación, cuando, terminada toda aquella acción, pasa a
la memoria.
Y lo que sucede con el canto entero, acontece con cada
una de sus partecillas y con cada una de sus sílabas; y esto
es lo que acontece con la vida total del hombre, de la que
forman parte cada una de las acciones del mismo; y esto es
lo que ocurre con la vida de la humanidad, de la que son
partes las vidas de todos los hombres.

DE LA VERDADERA RELIGIÓN
Las verdades eternas superiores a nuestra razón
30. 54. Así, pues, si el alma racional juzga según sus
propias normas, ninguna naturaleza le aventaja. Mas, por
otra parte, como es evidente su mutabilidad, pues a veces
es instruida, otras indocta, y tanto mejor juzga, cuanto más
instruida es, y más instruida se siente, cuanto más
participa de algún arte, ciencia o sabiduría. Indaguemos,
pues, la esencia del mismo arte. Entiendo por arte no
precisamente el fruto de la experiencia, sino de la
comprensión racional. Pues no tiene mayor importancia
saber que con una mezcla de cal y arena se adhieren mejor
las piedras que con una pellada de arcilla; o cuando se
construye un edificio suntuoso, buscar la correspondencia
entre las varias partes iguales, colocando en medio la que
fuera irregular. Esta apreciación obedece más a la verdad y
a la razón. Pero, ciertamente, hay que preguntarse por qué
nos disgusta, si colocamos contiguas dos ventanas, y no
una encima de la otra, siendo una de ellas mayor o menor
que la otra, en lugar de ser iguales; y si una está encima de
la otra y ambas son desiguales en su medio, no nos
desagrada tanto esa desproporción; debemos preguntarnos
por qué no nos importa tanto la desigualdad mayor o
menor de una de ellas, siendo dos. Pero, cuando son tres,
parece que el sentido requiere que no sean desiguales o
que entre la mayor y la menor haya una media que exceda
tanto a la menor cuanto ella es excedida por la mayor. Así,
pues, una especie de instinto natural nos dirige en estas
percepciones estéticas. Y aquí se debe ponderar
muchísimo cómo lo que, aisladamente considerado,
desagrada menos, mientras que si lo comparamos con otra
obra mejor, provoca repulsa. De donde se concluye que el
arte vulgar es el recuerdo de las impresiones agradables
que hemos tenido, acompañado de cierto ejercicio y
habilidad mecánica. Careciendo de él, se puede juzgar de
las obras, y esto vale más, aun cuando uno sea incapaz de
realizarlas.
55. Mas como en todas las artes agrada la armonía, que
todo lo asegura y embellece, mas ella misma exige
armonía y unidad, en la semejanza de las partes iguales, o
en la proporción de las desiguales, ¿quién hallará la
perfecta proporción en los cuerpos y osará decir, después
de haber examinado bien uno cualquiera, que es verdadera
y simplemente una, cuando todos se alteran cambiando de
forma o pasando de una situación a otra, y se componen de
partes que ocupan su lugar, distribuidas en espacios
distintos? Y ciertamente, la verdadera proporción y
semejanza, la verdadera y primera unidad no son objeto de
la percepción sensible, sino de agudeza mental. ¿Cómo se
explicaría, pues, que cualquier proporción que se extienda
a los cuerpos, o se manifieste en ellos, diste muchísimo de
ser perfecta, a menos que la que es perfecta, se perciba con
la mente? Sin embargo, ha de decirse proporción perfecta
no es creada.
56. Y como todas las cosas bellas que emanan de la
naturaleza o son obra de arte, son inconcebibles sin tiempo
y espacio, como el cuerpo con sus diferentes ejercicios, lo
mismo sucede con aquella armonía y unidad, sólo visible a
la mente, que establece el criterio de la hermosura corporal
a través de los sentidos, no es extensa en el espacio ni
mudable en el tiempo. Pues por la mente se enjuiciará
sobre la redondez de un aro de rueda o del redondel de un
vasito; y si es conforme a la mente el vaso será redondo y
no una moneda. Asimismo, en los tiempos y en los
movimientos corporales, ridículo sería decir que, según la
mente, se enjuicia la igualdad de los años y no la de los
meses; o que los meses son iguales y no los días. Si alguna
cosa, pues, se mueve armoniosamente, en el espacio, o en
el tiempo según las horas u otros instantes, queda regulado
por una ley única e invariable. Luego si los espacios
mayores y menores de las figuras y de los movimientos se
dictaminan conforme a la misma ley de paridad,
semejanza o congruencia, dicha ley será superior a todo
ello por su firmeza. Por lo demás, respecto al espacio o al
tiempo, no es superior ni inferior; pues si fuera superior,
no nos pronunciaríamos conforme a su totalidad sobre las
realidades inferiores; y si fuera inferior, tampoco nos
pronunciaríamos sobre las superiores. Ahora bien,
conforme a la ley de la cuadratura, cuando se aprecia si un
foro, una piedra, un tabla, o una perla son cuadrados y, a
su vez, según la proporción requerida por la ley del ritmo,
se aprecian los movimientos de los pies de una hormiga
cuando corre y los del elefante que anda, ¿quién dudará
que dicha ley no es superior o inferior por razón del
tiempo o del espacio, sino que todo lo supera en firmeza?
Esta regla universal de las artes es absolutamente
invariable, mientras la mente humana, que tiene privilegio
de avistarla, se halla sujeta a las fluctuaciones del error; de
donde se concluye claramente que, por encima de nuestras
almas descuella una ley, llamada la verdad.
Veracidad del testimonio de los sentidos. Origen del error
33. 61. Si los cuerpos tenuemente reflejan la unidad, no
hemos de darles crédito por causa de su mentira, no
recaigamos en la vanidad de los que devanean, sino
indaguemos más bien – ya que falazmente parecen querer
ostentar a los ojos carnales lo que es objeto de una
contemplación intelectual – si engañan por la semejanza
que simulan de ella o por no alcanzarla. Pues, si la
alcanzasen, lograrían ser lo que imitan. Y en este caso
serían completamente semejantes, y, por lo mismo,
idénticos por naturaleza. Ofrecerían, pues, no un remedo
disímil, sino una perfecta identidad. Y, sin embargo, no
mienten a los que observan este hecho con sagacidad,
porque miente el que quiere parecer lo que no es; y si
contra su voluntad lo toman por lo que no es, da lugar a
engaño, pero no miente. Porque esta diferencia hay entre
el que miente y el que engaña; el primero tiene voluntad
de engañar, aunque no lo consiga; lo segundo no puede ser
sin producir engaño. Luego la hermosura de los cuerpos
no miente, pues carece de voluntad, ni tampoco engaña
cuando no se la estima más de lo que es.
62. Pero ni aun los mismos ojos engañan, pues sólo
pueden transmitir al ánimo la impresión que reciben. Y si
tanto ellos como los demás sentidos nos informan de sus
propias afecciones, no sé qué más podemos exigirles.
Suprime, pues, a los que devanean, y no habrá vanidad. Si
alguien cree que en el agua el remo se quiebra y al sacarlo
de allí vuelve a su integridad, no tiene un mensajero malo,
sino un mal juez. Pues aquel órgano tuvo la afección
sensible, que debió recibir de un fenómeno verificado
dentro del agua, porque, siendo diversos elementos el aire
y el agua, es muy puesto en razón que se sienta de un
modo dentro del agua y de otro en el aire. Por lo cual, el
ojo informa bien, pues fue creado para ver; el ánimo obra
mal, pues para contemplar la soberana hermosura está
hecha la mente, no el ojo. Y él quiere dirigir la mente a los
cuerpos y los ojos a Dios, pretendiendo entender las cosas
carnales y ver las espirituales, lo cual es imposible.
Hay que dedicarse a conocer a Dios.
35.65. Mas si al contemplar estas verdades vacila la
mirada de la mente, tranquilizaos; combatid sólo los
hábitos de la fantasía corporal; vencedlos, y vuestra
victoria será completa. Buscamos al Uno, que es lo más
simple que existe. Luego busquémoslo en la simplicidad
de corazón: “Sosegaos y reconoced que yo soy Dios . No ”

se trata del sosiego de la desidia, sino del ocio del


pensamiento que se desembaraza de lo temporal y local.
Porque estos fantasmas hinchados y volubles no nos
permiten llegar a la constancia de la unidad. El espacio
nos ofrece lugares amables; los tiempos nos arrebatan lo
que amamos y dejan en el ánimo un tropel de ilusiones
que balancean nuestros deseos de una cosa a otra. Así el
alma se vuelve inquieta y desventurada, anhelando
inútilmente retener a los que la cautivan. Está invitada al
descanso, es decir, a no amar lo que no puede amarse sin
trabajo ni turbación. Así logrará su control sobre las cosas
y ya no estará dominada por las cosas, sino que será
dominadora de ellas. Dice: Mi yugo es suave. Quien se
somete a Él, tiene sometidas las demás cosas. Ya no se
fatigará, porque lo sumiso no ofrece resistencia. Pero los
miserables amigos del mundo, al que podrían dominar si
quisieran ser hijos de Dios, porque les dio capacidad para
serlo, temen tanto el separarse de su abrazo, que nada
existe más fatigoso para ellos que el no fatigarse.
El Verbo de Dios es la misma Verdad
36.66. Pero a quien se le hace evidente que la falsedad
existe cuando se toma por realidad lo que no es, entenderá
que la verdad es la que muestra lo que es. Si los cuerpos
nos decepcionan se debe a que no cumplen lo que el Uno
les reclama imitar, es decir, el principio por el cual el Uno
es lo que es, y a cuya semejanza todo cuanto se mueve, lo
aprobamos – como naturalmente desaprobamos cuanto se
aleja de la unidad, que tiende a la desemejanza. Se
entiende, pues, que algo es, porque únicamente de aquel
Uno, germen de unidad, algo es en cierta manera. De este
modo se verifica la semejanza y la forma de plena
realización en todo cuanto alcanza su identidad. Esta es la
Verdad y el Verbo en el principio, el Verbo divino en Dios.

Si hay falsedad en las cosas que imitan al Uno, no se


debe a la imitación propiamente dicha, sino a la carencia
de plenitud. La verdad es aquella que pudo realizar aquello
por lo que ella es. Y como ella misma es, así se muestra;
por eso se estima que su verbo y su luz son rectísimos. Las
demás realidades pueden llamarse semejantes al Uno en
cuanto existen, y por tanto, en cuanto son verdaderas.
Aquí estriba su misma semejanza y consiguientemente su
verdad. Y como las realidades verdaderas lo son así en la
Verdad, a su vez las semejantes lo son en la semejanza.
Por tanto, como la verdad es la forma de las realidades
verdaderas, lo mismo sucede con la semejanza respecto a
las semejantes. Finalmente, porque son verdaderas en
cuanto que participan de la Verdad y existen en cuanto que
participan del ser, conectan con el Uno, que es la forma de
todo cuanto existe, la soberana semejanza y la verdad del
principio, porque en él no acontece desemejanza alguna.
67. Por tanto, la falsedad no se origina en las mismas
cosas engañosas, que sólo muestran al que las percibe su
forma proporcionada a su hermosura; ni tampoco del
engaño de los sentidos, que impactados por la naturaleza
de su cuerpo, sólo comunican la afección al ánimo que los
orienta. Los pecados son los que engañan a las almas,
cuando con ademán de buscar lo verdadero se margina y
descuida la verdad. Por haber amado más las obras que al
Artífice y su arte, son castigados los hombres con este
error, que consiste en buscar en las obras al Artífice y al
arte, con la incapacidad de encontrarlo (pues Dios no sólo
no está al alcance de los sentidos corporales sino que
supera a la misma mente). Creen que las mismas obras son
el arte y el Artífice.

DE LA FE EN LO QUE NO SE VE
Si desapareciera la fe, la sociedad incurriría en una
confusión espantosa
1.1. Piensan algunos que la religión cristiana es más
digna de burla que de adhesión, porque no presenta ante
nuestros ojos lo que podemos ver, sino que nos manda
creer lo que no vemos. Para refutar a los que presumen
que se conducen sabiamente negándose a creer lo que no
ven, les demostramos que es preciso creer muchas cosas
sin verlas, aunque no podamos mostrar ante sus ojos
corporales las verdades divinas que creemos.
En primer lugar, a esos insensatos, tan esclavos de los
ojos del cuerpo que llegan a persuadirse que no deben
creer lo que no ven, hemos de advertirles que ellos
mismos creen y conocen muchas cosas que no se pueden
percibir con aquellos sentidos. Son innumerables los
fenómenos que se producen en nuestra alma, que es por
naturaleza invisible. Por ejemplo: ¿Qué hay más sencillo,
más claro, más cierto que el acto de creer o de conocer que
creemos o que no creemos en algo, aunque estos actos
estén muy lejos del alcance de la visión corporal? ¿Qué
razón hay para negarse a creer lo que no vemos con los
ojos del cuerpo, cuando, sin duda alguna, nos damos
cuenta que creemos o que no creemos, y estos fenómenos
no se pueden percibir con los sentidos corporales?
2. Pero dicen: lo que está en el alma, podemos conocerlo
con la facultad interior del alma, y no necesitamos los ojos
del cuerpo; pero lo que nos mandáis creer, ni lo presentáis
al exterior para que lo veamos con los ojos corporales ni
está dentro en nuestra alma para que podamos verlo con el
entendimiento. Dicen estas cosas como si a alguno se le
mandara creer lo que ya tiene ante los ojos. Es preciso
creer algunas realidades temporales que no vemos, para
que seamos dignos de ver las eternas que creemos. Y tú,
que no quieres creer más que lo que ves, escucha un
momento: ves los objetos presentes con los ojos del
cuerpo; ves tus pensamientos y afectos con los ojos del
alma. Ahora dime, por favor: ¿cómo corresponderás a los
sentimientos amistosos, cuando no crees lo que puedes
ver? ¿Replicarás quizás que ves el afecto del amigo en sus
obras? Verás las obras de tu amigo, oirás sus palabras;
pero habrás de creer en su afecto, porque éste ni se puede
ver ni oír, ya que no es un color o una figura que entre por
los ojos, ni un sonido o una canción que penetre por los
oídos, ni una afección interior que se manifieste a la
conciencia. Sólo te resta creer lo que no puedes ver, ni oír,
ni conocer por el testimonio de la conciencia, para que no
quedes aislado en la vida sin el consuelo de la amistad, o
el afecto de tu amigo quede sin justa correspondencia.
¿Dónde está tu propósito de no creer más que lo que vieres
exteriormente con los ojos del cuerpo, o interiormente con
los ojos del alma? Ya ves que tu afecto te mueve a creer en
el afecto que no es el tuyo; y adonde no puede llegar ni tu
vista ni tu entendimiento, llega tu fe. Con los ojos del
cuerpo ves el rostro de tu amigo, y con los ojos del alma
ves tu propia fidelidad; pero la fidelidad del amigo no
puedes amarla si no tienes también la fe que te mueva a
creer lo que en él no ves; aunque el hombre puede engañar
mintiendo amor y ocultando su mala intención. Y si no
intenta hacer daño, finge la caridad, que no tiene, para
conseguir de ti algún beneficio.
3. Pero dices que, si crees al amigo, aunque no puedes
ver su corazón, es porque lo has probado en tu desgracia y
conociste su fidelidad cuando no te abandonó en los
momentos de peligro. ¿Te imaginas, acaso, que hemos de
anhelar nuestra desgracia para probar el amor de los
amigos? Nadie podría gustar la dulzura de la amistad si no
gustara antes la amargura de la adversidad; ni gozaría el
placer del verdadero amor quien no sufriera el tormento de
la angustia y del dolor. La felicidad de tener buenos
amigos, ¿por qué no ha de ser más bien temida que
deseada, si no se puede conseguir sin la propia desgracia?
Y, sin embargo, es muy cierto que también en la
prosperidad se puede tener un buen amigo, aunque su
amor se prueba más fácilmente en la adversidad.
Efectivamente, si no creyeras no te expondrías al peligro
para probar la amistad. Y, por tanto, cuando así lo haces,
ya crees antes de la prueba. En verdad, si no debemos
creer lo que no vemos, ¿cómo creemos en la fidelidad de
los amigos sin tenerla comprobada? Y cuando llegamos a
probarla en la adversidad, aun entonces es más bien creída
que vista. Si no es tanta la fe que, no sin razón, nos
imaginamos ver con sus ojos lo que creemos. Debemos
creer, porque no podemos ver.
4. ¿Quién no ve la gran perturbación, la confusión
espantosa que vendrá si de la sociedad humana desaparece
la fe? Siendo invisible el amor, ¿cómo se amarán
mutuamente los hombres si nadie cree lo que no ve?
Desaparecerá la amistad, porque se funda en el amor
recíproco. ¿Qué testimonio de amor recibirá un hombre de
otro si no cree que se lo puede dar? Destruida la amistad,
no podrán conservarse en el alma los lazos del
matrimonio, del parentesco y de la afinidad, porque
también en éstos hay relación amistosa. Y así, ni el esposo
amará a la esposa, ni ésta al esposo, si no creen en el amor
recíproco porque no se puede ver. Tampoco desearán tener
hijos, cuando no creen que mutuamente se los hayan de
dar. Si éstos nacen y se desarrollan, menos amarán a sus
padres; pues siendo invisible el amor, no verán el que para
ellos abrasa los corazones paternos, si creer lo que no se
ve es temeridad reprensible y no fe digna de alabanza.
¿Qué diré de las otras relaciones de hermanos,
hermanas, yernos y suegros, y demás consanguíneos y
afines, si el amor de los padres a sus hijos y de los hijos a
sus padres es incierto y la intención sospechosa, cuando no
se quieren unos a otros? Y no lo hacen estimando que no
tienen obligación, pues no creen en el amor del otro
porque no lo ven. No creer que seamos amados, porque no
vemos el amor, ni corresponder al afecto con el afecto,
porque no pensamos que nos lo debemos recíprocamente,
es una precaución más molesta que ingeniosa. Si no
creemos lo que no vemos, si no admitimos la buena
voluntad de los otros porque no puede llegar hasta ella
nuestra mirada, de tal manera se trastornan las relaciones
entre los hombres, que es imposible la vida social. No
quiero hablar del gran número de hechos que nuestros
adversarios, los que nos reprenden porque creemos lo que
no vemos, creen también ellos por el rumor público y por
la historia, o referentes a los lugares donde nunca
estuvieron. Y no digan: no creemos porque no vimos. Pues
si lo dicen, se ven obligados a confesar que no saben con
certeza quiénes son sus padres. Ya que, no conservando
recuerdo alguno de aquel tiempo, creyeron sin vacilación a
los que se lo afirmaron, aunque no se lo pudieran
demostrar por tratarse de un hecho ya pasado. De otra
manera, al querer evitar la temeridad de creer lo que no
vemos, incurriríamos necesariamente en el pecado de
infidelidad a los propios padres.

DE LA UTILIDAD DE CREER
No hay deshonra alguna el creer en la religión
10.23. Veamos ahora si debemos creer en la religión. Si
admitimos que son cosas distintas creer y ser crédulos, se
sigue que no hay mal ninguno en creer en la religión. ¿Qué
pensaríamos si la fe y la credulidad fueran ambas
defectuosas, como lo son la embriaguez y el acto de
embriagarse? Quien tuviera esto por cierto, pienso que no
podría tener amigo ninguno; porque si es una deshonra
creer en algo, o incurre en torpeza quien cree en su amigo,
o no entiendo cómo puede llamarse amigo a sí mismo o al
otro, si es que no cree en él. A esto es posible que me
repliques diciendo que en ocasiones hay cosas que
tenemos que creer, y me pides que te aclare cómo puede
no ser un defecto en materia religiosa creer antes de llegar
a saber. Trataré de exponértelo, y quisiera preguntarte cuál
de estas dos cosas es peor: entregar la religión a un
indigno o creer lo que dicen los que la enseñan. Supongo
que admites que mayor responsabilidad alcanza a quien
descubre los santos misterios a un indigno, que a los que
creen lo que de la religión aseguran los hombres
religiosos.
Otra manera de contestar no te hubiera sido respetable.
Suponte, pues, que se te presenta quien te va a adoctrinar
en religión: ¿cómo lograrías convencerle de tu sinceridad
como discípulo y de que no hay en ti ni dolo ni simulación
ninguna en tu disposición? Me dirás que invocando tu
conciencia como testigo de que no hay ficción en ti,
confirmándolo con las mejores palabras, pero al fin con
palabras. Te será imposible abrir a un hombre, tú, hombre
también, los entresijos de tu espíritu, para que vea tu ser
íntimo. Si te dijera él: creo en lo que me dices, pero ¿no
sería más razonable que tú dieras fe a mis palabras, ya
que, si tengo yo la verdad, tú serás el beneficiario y yo
quien te hace el beneficio? ¿Cuál sería tu respuesta, sino
que merecería que creyeras en él?
24. Como réplica podrías decirle: ¿No sería mejor que
me dieras razón de por qué he de creer, para que con la
dirección de aquélla caminara por doquier sin riesgo de
incurrir en temeridad? Acaso fuera mejor lo que propones;
pero si tan difícil te resulta el conocimiento de Dios por
vía racional, ¿crees que pueden todos comprender las
razones que descubre a la inteligencia del hombre la
realidad divina? Los que pueden comprenderlas, ¿son
muchos o pocos? Tú, ¿qué piensas? Pienso que son pocos,
dices. ¿Te cuentas entre ellos? No me toca a mí darte la
respuesta. Continúas pensando que también en esto debe
él creerte, y así lo hace realmente. Pero no olvides que ya
son dos las veces que él cree proposiciones tuyas sin tener
de ellas certeza; tú, en cambio, ni por una sola vez crees en
los consejos de orden religioso que él te propone.
Supongamos, no obstante, que las cosas son así y que
con espíritu sincero te acercas para instruirte en religión;
que eres de esos pocos que pueden aprehender las razones
por las que se llega al conocimiento de la divinidad:
¿habría que legar la religión al resto de los hombres que
no han sido favorecidos con un ingenio tan sereno, o sería
mejor guiarlos paso a paso, como por grados, hasta la cima
de estos misterios? Claramente se ve que sea más
religioso, porque no puedes en modo alguno dar por bien
hecho que se rechace o se desdeñe a nadie que arda en
deseos de asunto tan importante. ¿Piensas, acaso, que
puede alguien llegar a la verdad pura si antes no lo estima
posible, si su espíritu no es sencillo y se purifica con un
plan de vida ordenado, sumiso a ciertos preceptos no
menos necesarios que importantes? No hay duda de que es
ésa tu opinión. ¿Qué genero de mal les puede sobrevenir a
esos hombres – entre ellos te cuento a ti -, a quienes no les
sería difícil comprender los secretos divinos con razón
firme si marcharan por esa vía propia de los que
comienzan por creer? Creo que ninguno. Con todo,
replicas: ¿qué razón hay para impedirlo? El daño que con
su ejemplo ocasionan a los demás, aunque ellos queden
indemnes.
Son poquísimos los que tienen un criterio adecuado de
sus fuerzas: a los que se minusvaloran, hay que
estimularles para que no los abata la desesperación; hay
que sujetar a los que se sobrevaloran, para que la audacia
no los lance al precipicio. Resulta una empresa fácil si,
para evitar peligrosas rivalidades, se obliga a los que
pueden marchar solos a seguir el camino seguro de los
demás. Así es la providencia de la religión verdadera: lo
que ha mandado Dios, lo que nos han legado los
antepasados y lo que hasta aquí hemos mantenido;
alterarlo o trastocarlo, equivale a ensayar un camino impío
a la religión verdadera. Ni aun consiguiendo los medios
que desean podrían llegar al fin propuesto los que hicieran
aquello. Por agudo que sea su ingenio, sin la ayuda de
Dios, no hace más que arrastrarse por el suelo; y Dios
ayuda a los que, acuciados por la inquietud de llegar hasta
Él, sienten a la vez preocupación por el resto de los
hombres. ¿No hay apoyo más firme para ir al cielo?
Por lo que se refiere a mí, este razonamiento se me
impone; porque ¿cómo podré decir que no se debe creer
sin conocimiento previo, si es totalmente imposible la
amistad misma sin la fe en ciertas realidades
indemostrables por la razón, y si los mismos señores dan
fe a los esclavos a su servicio sin desdoro de su dignidad?
Dentro del ambiente religioso, ¿qué despropósito puede
superar al de que un ministro de Dios crea en nuestras
palabras, que le hablan de un ánimo sincero, y nosotros
nos resistamos a creer en las suyas cuando nos manda
algo? Por último, ¿puede hallarse camino más seguro que
la preparación para la verdad mediante la sumisión a todo
lo que Dios ha establecido para cultivo y purificación de
nuestras almas? O si es que ya te sientes preparado, ¿qué
mejor que hacer un pequeño rodeo para entrar por donde
hay total seguridad y no crearnos peligros a nosotros
mismos dejando a los demás el ejemplo de la temeridad?
La sabiduría encarnada es el mejor camino para hallar
la religión
15,33. Aunque no estoy en condiciones de poder
instruirte, sin embargo, insisto en aconsejarte; y puesto
que son muchos los que desean ser tenidos por sabios y no
es fácil conocer si lo son, pide a Dios con todo
recogimiento, con toda el alma, con gemidos y, si fuera
posible, con lágrimas, que te libre de mal tan grande como
es el error, si es que tienes en verdadera estima la vida
feliz. Te será más fácil si obedeces gustoso los preceptos
divinos, confirmados por autoridad tan importante como la
de la Iglesia católica. Dios es la verdad; nadie puede en
modo alguno ser sabio sin llegar a poseer la verdad; luego
si el sabio está tan unido en espíritu a Dios que no puede
haber entre ambos nada que los separe, no se puede negar
que entre la necedad del hombre y la purísima verdad
divina está como punto intermedio la sabiduría humana. El
sabio, en cuanto lo permite la capacidad humana, imita a
Dios; en cambio, el hombre ignorante, para que la
imitación en él sea fructífera, no tiene otro modelo tan a
mano como el sabio. Pero como al ignorante le resulta
difícil la aprehensión por medio de la razón, convenía que
a sus ojos se ofrecieran algunos milagros – los ignorantes
se sirven mejor de los ojos que de la razón - para que, con
la previa purificación de su vida y de sus costumbres bajo
la dirección de los hombres doctos, se dispusieran para
aceptar la razón.
Si hay que imitar al hombre modelo, pero sin poner en él
la esperanza, ¿pudo la divina bondad mostrarse más liberal
que dignándose tomar la pura, eterna, inmutable Sabiduría
de Dios, a la que es necesario que estemos unidos, la
forma de hombre, ofreciéndonos en su vida estímulos para
seguir en pos de Él, y sometiéndose también como víctima
a los castigos que nos amilanan para secundarle? Porque si
parece inalcanzable el bien purísimo y sumo sin un amor
pleno y perfecto, desde luego que no será posible mientras
arredren males físicos y acontecimientos adversos. Pero
Cristo, con su nacimiento admirable y su vida laboriosa,
ganó nuestro amor; y su muerte y su resurrección
disiparon nuestro temor. En todas sus obras se mostró de
tal manera que nos fuera posible conocer los límites de su
divina clemencia y la capacidad sublimadora de la
debilidad humana.
SOBRE LA TRINIDAD
Inmanencia de las tres facultades del hombre
9, 5.8. En esas tres realidades, cuando el alma se conoce
y se ama, subsiste sin confusión de mezcla una trinidad: la
mente, el conocimiento y el amor. Y si bien cada una tiene
en sí su subsistencia, mutuamente todas se hallan en todas,
ya una en dos, ya dos en una. Y, en consecuencia, todas en
una.
La mente se encuentra en sí misma, pues se dice mente
con relación a sí misma; pero con relación a su
conocimiento se dice que conoce y es conocida o
cognoscible, y con relación al amor con que se ama se la
dice amable o amada y amante. Y dígase lo mismo de la
noticia, pues aunque dice referencia a la mente que conoce
y es conocida, no obstante, con relación a sí misma se la
puede decir cognoscente y conocida; porque no es para sí
desconocida la noticia por la que la mente se conoce. Y el
amor, aunque se refiera a la mente que ama, cuya
propiedad es el amor, sin embargo, es también amor para
sí con subsistencia perfecta; pues se ama el amor, y el
amor sólo puede ser amado por el amor, es decir, por sí
mismo. Y así cada una de estas tres cosas existe en sí
misma. Recíprocamente se hallan unas en otras, porque la
mente que ama está en el amor; el amor, en el
conocimiento que ama, y el conocimiento, en la mente que
conoce.
Y cada una de ellas está en las otras dos, porque la
mente que conoce y ama se encuentra en su conocimiento
y en su amor; el amor de la mente que se conoce y ama
está en la mente y su conocimiento; y el conocimiento de
la mente que se ama y conoce, está en la mente y en su
amor; la mente conociéndose se ama y amándose se
conoce. Y por esta razón hay dos en una, porque la mente
que se conoce y se ama está juntamente con su
conocimiento en el amor, y con su amor en el
conocimiento; y el amor y el conocimiento están juntos en
el alma que se conoce y se ama. La mente está activa en
todas las facultades… cuando se ama con amor de
totalidad y se conoce del todo. Conocerá todo su amor y
amará todo su conocimiento cuando esas tres facultades
sean entre sí perfectas. Y así por un arte maravilloso son
las tres inseparables; no obstante, cada una de ellas es
substancia, y todas juntas son una substancia o esencia,
pues mutuamente se relacionan.
El conocimiento del alma es su prole
9, 12.17. ¿Qué es el amor? ¿Será imagen? ¿Concepto?
¿Por qué la mente engendra su conocimiento cuando se
conoce y no engendra su amor cuando se ama? Pues si es
causa de su noción en cuando cognoscible, será también
causa de su amor en cuanto amable. Difícil es averiguar
por qué no engendra la mente ambas cosas. Y esta misma
cuestión surge al tratar de la Trinidad excelsa, Dios
omnipotente y Creador, a cuya imagen fue el hombre
formado, y suele estimular a los hombres, a quienes la
verdad de Dios invita a la fe en un lenguaje cuajado de
imágenes humanas. ¿Por qué, preguntan, al Espíritu Santo
ni se le cree, ni se le dice engendrado por Dios Padre, ni se
le llama hijo suyo?
Este problema lo vamos a resolver ahora en el alma
humana, y para ello interroguemos, con intención de
obtener respuesta cumplida, a esta imagen inferior y más
familiar que es nuestra naturaleza, con el fin de poder
dirigir después la consideración de la criatura a la región
de la luz pura e inconmutable; y la verdad nos llevará a
confesar que el Espíritu Santo es amor, y el Verbo, Hijo de
Dios, verdad que ningún cristiano pone en tela de juicio.
Volvamos, pues, a esta imagen creada, esto es, a la mente
racional, e interroguémosle con diligencia sobre esta
cuestión, pues en ella temporalmente existe un
conocimiento de ciertas cosas que antes no existía y un
amor y afición a cosas que antes no se amaban; este
conocimiento nos indica de una manera luminosa qué es lo
que tenemos que decir, pues siempre es más fácil explicar
una realidad encuadrada dentro del orden de los siglos en
un lenguaje temporal y humano.
18. En principio está claro que puede darse algo
cognoscible, es decir, que se puede conocer, y, sin
embargo, se ignora; pero no se puede en modo alguno
conocer lo incognoscible. Es, pues, evidente que el objeto
conocido engendra en nosotros su noticia. Fruto es el
conocimiento de un sujeto que conoce y de una realidad
conocida. Cuando la mente se conoce a sí misma, es padre
único de su conocimiento, siendo a un tiempo objeto y
sujeto de ciencia. Antes de conocerse era cognoscible,
pero no existía en ella su concepto mientras se ignoraba.
Al conocerse engendra su conocimiento, igual a sí misma;
su ciencia entonces iguala a su ser, y su concepto no nace
de alguna esencia extraña, no sólo porque conoce, sino
porque se conoce a sí misma, según acabamos de decir.
Mas ¿qué decir del amor? ¿Por qué, cuando se ama, no
engendra su amor? Era ya amable antes de amarse, dado
que era susceptible de ser amada, como era antes de
conocerse cognoscible, pues podía conocerse; porque si no
fuera amable, jamás se podría amar. ¿Por qué, pues,
cuando se ama a sí misma, no decimos que engendra su
amor, como al conocerse, engendra su conocimiento?
¿Es, acaso, para indicar claramente el principio del amor
de donde procede? Pues procede del alma, ya amable antes
de amarse, siendo así principio del amor con que se ama;
mas no puede decirse con verdad engendrada, como se
dice el conocimiento de sí misma por el que se conoce,
precisamente porque ha encontrado mediante el
conocimiento lo que se pudiera llamar parto o hallazgo,
pues con frecuencia precede la búsqueda con la ilusión de
reposar en este fin. La investigación es una apetencia de
hallar, que es sinónimo de engendrar. Lo que se halla es
como si saliera a luz; de ahí que sea semejante a un hijo; y
¿dónde se le engendra sino en el conocimiento? Es aquí
donde florece como expresión de objetiva verdad. Porque
si ya existían las cosas que buscando hallamos, no existía
el concepto que asemejamos a un hijo que nace. La
apetencia que late en la búsqueda procede del que
investiga, y se balancea como en suspenso, y no reposa en
el fin anhelado a no ser que se encuentre el objeto buscado
y se une al que busca. Y esta apetencia o búsqueda,
aunque no parezca aún amor con el que se ama lo
conocido – sólo se trata aún del conocimiento -, participa
en cierto modo de su género.
Y se la puede llamar ya querer, porque todo el que busca
ansía encontrar; y si se busca en el orden de las ideas, todo
el que busca quiere conocer. Y si lo ansía con ardor y
constancia, se llama estudio, término muy usual en la
investigación y adquisición de las ciencias. Luego al parto
le precede una cierta apetencia, en virtud de la cual, al
buscar y encontrar lo que anhelamos conocer, damos a luz
un hijo, que es el conocimiento; y, por consiguiente, el
deseo, causa de la concepción y nacimiento del concepto,
no se puede llamar con propiedad absoluta parto e hijo; y
el mismo deseo que impele vivamente a conocer se
convierte en amor al objeto conocido y sostiene y abraza a
su prole, es decir, a su conocimiento, y lo une a su
principio generador. Cierta imagen de la Trinidad es, pues,
la misma mente, su conocimiento, que es su hijo y verbo
de sí misma, y en tercer lugar, el amor; y estas tres cosas
son una misma substancia. No es inferior el conocimiento
a la mente si ésta en todo su ser se conoce, ni el amor
tampoco es inferior a la mente si ella se ama cuanto se
conoce y es.
Sin inmortalidad no hay dicha perfecta
13, 8.11. Si todos los hombres desean ser felices y es su
deseo sincero, han de querer, sin duda, ser inmortales; de
otra manera no podrían ser dichosos. Finalmente, si les
preguntamos sobre la inmortalidad, como se les preguntó
sobre la felicidad, todos responderán que la quieren. Pero
se busca en esta vida una dicha más bien nominal que
tangible, y hasta se la llega a fingir, mientras se desconfía
de la inmortalidad, sin la cual no puede existir verdadera
felicidad. Vive feliz, según acabamos de afirmar y hemos
suficientemente probado, aquel que vive como quiere y
nada malo desea. Nadie desea inicuamente la inmortalidad
habiendo Dios capacitado con ella a la naturaleza humana;
porque si no se es capaz de la inmortalidad, tampoco lo
será de la felicidad.
Para que el hombre viva feliz, es necesario que viva. Si
el que muere abandona la vida, ¿cómo tendrá una vida
feliz? Ante este abandono de la vida, o se resiste, o
consiente, o permanece indiferente. Si resiste, ¿cómo
puede ser la vida feliz en el deseo, si no está en su mano?
Si nadie es feliz cuando desea una cosa y no la logra,
¿cuánto más infeliz no será aquel que, en contra de su
querer, se ve privado, no de honores ni riquezas o de
cualquier otro bien, sino de la misma vida feliz, cuando
para él ya no existe vida alguna? Y aunque con la muerte
no le quede ningún pesar de sus miserias - se esfuma la
vida dichosa al perderse la vida -, con todo, mientras
respira, se siente desgraciado, pues experimenta en contra
de su voluntad cómo va pereciendo lo que más ama en la
vida y es razón de su amor. En consecuencia, si no nos
hace felices una vida que a nuestro pesar nos abandona,
pues nadie es dichoso contra su voluntad, ¿cuánto más
desgraciado será el que se aferra tenazmente a una vida
que le deja, si vuelve miserable incluso a quien está
dispuesto a perderla? Y si abandona al que la desea,
¿cómo llamar feliz una vida que el mismo poseedor ansía
perder? Falta la tercera hipótesis: la indiferencia del
hombre feliz. Es el caso del que ni desea ni se opone a la
pérdida de la vida, cuando se extingue con la muerte todo
aliento vital y está, con ánimo ecuánime, a todo dispuesto.
Pero ni ésta puede ser vida feliz, pues tal cual es, parece
indigna del amor de aquel que ella hace feliz. ¿Cómo
llamar feliz una vida que el hombre dichoso no ama? ¿Y
cómo amar, si el no ser y el ser se miran con indiferencia?
¿Acaso las virtudes, que amamos porque nos conducen a
la felicidad, se atreverán a persuadirnos de la indiferencia
a la ventura? Si lo consiguen, dejamos de amar las mismas
virtudes al no amar la felicidad, por cuya adquisición
amábamos estas perlas.
Finalmente, ¿cómo será verdadera aquella sentencia tan
manifiesta, tan ajustada, tan evidente y cierta, de que todos
los hombres quieren ser felices, si los que ya lo son ni
siquiera se cuestionan si lo quieren o no? El quererlo es un
impulso de la naturaleza a quien el Bien y feliz Creador
agraciaron soberana e inmutablemente con este don, como
lo proclama la verdad. Por eso, serán dichosos los que lo
quieran ser, pero no lo serán quienes no lo quieran. Y si
los que son felices no quieren dejar de serlo, procurarán
que su dicha no se esfume y perezca. Sólo viviendo
pueden ser felices; por consiguiente, no ansían que su vida
fenezca. Luego todo el que es verdaderamente feliz o
desea serlo, quiere ser inmortal. No vive feliz quien no
posee lo que desea. En conclusión, la vida no podrá ser
verdaderamente feliz si no es eterna.

LA DEVASTACIÓN DE ROMA
Dios salva a tres tipos de hombres
I.1. Reflexionemos sobre la primera lección del santo
profeta Daniel, cuando hemos escuchado que oraba, y
hemos admirado con asombro que confesaba no sólo los
pecados de su pueblo, sino también los suyos propios.
Después de esta oración, cuyas palabras, por cierto,
indicaban que no sólo es un intercesor, sino también un
confesor; después de esta oración, dice: Aún estaba
orando y confesando mis pecados y los pecados de mi
pueblo al Señor mi Dios . ¿Quién va a creerse sin pecado,
cuando Daniel confiesa sus propios pecados? A los
orgullosos se les dice por el profeta Ezequiel. ¿Acaso tú
eres más sabio que Daniel? así como entre aquellos tres
santos varones, en los cuales Dios simbolizaba a las tres
clases de hombres que va a liberar, cuando llegue a
sobrevenir al género humano la gran tribulación, ha
contado también a este Daniel; ha dicho igualmente que
nadie será liberado de ella sino Noé, Daniel y Job. Y es
evidente que en estos tres nombres Dios simboliza, como
he dicho, tres clases de hombres.
En efecto, aquellos tres personajes ya murieron, sus
espíritus están en Dios, y sus cuerpos desaparecieron en la
tierra; y aguardan la resurrección y la colocación a la
derecha, sin temer tribulación alguna en este mundo de la
que desean ser liberados. ¿Cómo entonces van a ser
liberados de aquella tribulación Noé, Daniel y Job?
Cuando Ezequiel decía eso, tal vez vivía solamente
Daniel, porque Noé y Job habían muerto ya hacía tiempo,
y con el sueño de la muerte fueron puestos junto a sus
padres. ¿Cómo entonces podían ser liberados de la
inminente tribulación los que ya hacía tanto tiempo que
estaban liberados de la carne? Pero es que en Noé están
simbolizados los buenos pastores, que rigen y gobiernan la
Iglesia como Noé en el diluvio gobernaba el arca. En
Daniel están simbolizados todos los que practican la santa
continencia; y en Job los casados que viven la justicia y la
santidad. En efecto, Dios libera a estas tres clases de
hombres de aquella tribulación. Sin embargo, la
reputación de Daniel se manifiesta en que mereció ser uno
de los tres elegidos a pesar de confesar sus pecados.
Habiendo confesado Daniel sus pecados, ¿qué soberbia no
se estremece, qué presunción no se abate, qué arrogancia y
temeridad no se aplana?, ¿quién va a gloriarse de que su
corazón es casto, o quién se vanagloriará de que está
limpio de pecado?
¿Por qué Dios no ha perdonado a Roma?
II. Se extrañan los hombres, y ojalá que se extrañaran en
tal alto grado que además no blasfemaran, cuando Dios
castiga al género humano, y lo acosa piadosamente con
flagelos de castigo, ejercitando, antes del juicio, la
disciplina y, frecuentemente, sin seleccionar al que castiga,
como no queriendo descubrir al culpable. Efectivamente,
flagela al mismo tiempo, a justos e injustos, pero ¿quién es
justo, si Daniel confiesa sus propios pecados?
2. Hace unos días hemos leído el libro del Génesis, que,
yo creo, nos ha tenido muy atentos, cuando Abraham
suplica al Señor que, si encuentra en la ciudad cincuenta
justos, perdone a la ciudad por ellos, o ¡va a perder a toda
la ciudad con ellos! Y el Señor le contesta que si encuentra
en la ciudad cincuenta justos, va a perdonar a la ciudad.
Abraham sigue suplicando, y pregunta que si faltan cinco,
y son cuarenta y cinco justos, que la perdone lo mismo.
Dios le responde que Él la perdona también por cuarenta y
cinco. ¿Por qué el castigo? Y Abraham, suplicando, va
rebajando gradualmente desde ese número hasta diez, y
pide al Señor que, si encontrare a diez justos en la ciudad,
¿va a perderlos con los demás malos, aunque sean
innumerables, o más bien, va a perdonar a toda la ciudad
por los diez justos? Dios le responde que aun entonces no
va a perder a toda la ciudad por los diez justos. Ante esto,
¿qué es lo que decimos nosotros, hermanos? Porque nos
llega a nosotros una polémica muy violenta y rabiosa de
parte de los hombres que atacan a nuestras Escrituras
impíamente, no de los que las estudian con piedad y
preguntan sobre todo a propósito de la reciente
devastación de Roma: ¿Es que no había en Roma
cincuenta justos? Entre tantos fieles, tantos consagrados,
tantos continentes, tan numerosos siervos y siervas de
Dios, ¿no han podido contarse ni cincuenta justos, ni
cuarenta, ni treinta, ni veinte, incluso ni diez? Si eso es
inadmisible, ¿por qué Dios no ha perdonado a la ciudad
por cincuenta, y aun hasta por diez justos?
La Escritura no engaña cuando el hombre no se engaña a
sí mismo. Cuando se habla de la justicia, Dios responde
sobre la justicia; Él busca a los justos según la norma
divina, no según la norma humana. Y a bote pronto
respondo yo: o Dios halló allí tantos justos y perdonó a la
ciudad; o si no perdonó a la ciudad es que no encontró a
los justos. Pero se me responde: está claro que Dios no
perdonó a la ciudad. Yo respondo: para mí no está claro.
Porque allí no ha sido arruinada la ciudad, como lo fue en
Sodoma. De Sodoma, en efecto, se trataba cuando
Abraham suplicó a Dios. Y Dios le contestó: No perderé a
la ciudad. No dijo: no voy a castigar a la ciudad. No
perdonó a Sodoma; perdió a Sodoma. Sodoma fue
completamente consumida por el fuego, porque no la
reservó para el juicio, sino que ejercitó previamente en ella
lo que se reservaría para los perversos en juicio. En suma,
ninguno se salvó de Sodoma; no quedó ni rastro de
hombres, de animales, de casas; todo completamente lo
devoró el fuego. Así es como Dios perdió la ciudad. En
cambio, de la ciudad de Roma ¡cuántos salieron y
volverán; cuántos se quedaron y se han librado; cuántos ni
siquiera pudieron ser tocados en los lugares santos! Pero
replican: muchos fueron llevados cautivos. Eso también lo
fue Daniel, no para juicio suyo, sino para consuelo de los
demás. Con todo, insisten: muchos fueron muertos. Eso
también lo fueron tantos profetas justos, desde la sangre de
Abel hasta la sangre de Zacarías; eso también lo fueron
tantos apóstoles; y el mismo Señor de los profetas y de los
apóstoles. Pero porfían: es que muchos han sido torturados
con tormentos tan atroces como variados. ¿Hemos
pensado si alguno de ellos ha sufrido tanto como Job?
Devastación de Roma
3. Nos han anunciado cosas horrendas. Exterminios,
incendios, saqueos, asesinatos, torturas de los hombres.
Ciertamente que hemos oído muchos relatos
escalofriantes; hemos gemido sobre todas las desgracias;
con frecuencia hemos derramado lágrimas, sin apenas
tener consuelo. Sí, no lo desmiento, no niego que hemos
oído enormes males, que se han cometido atrocidades en
la gran Roma.
Comparación con los males de Job
III. No obstante que vuestra caridad, hermanos míos,
ponga mucha atención a lo que digo, hemos escuchado en
el libro del santo Job que, habiendo perdido la hacienda y
los hijos, no pudo conservar sana ni la propia carne, que
únicamente le había quedado, sino que, cubierto de heridas
graves de la cabeza a los pies, estaba echado en un
estercolero, pudriéndose con úlceras, manando pus, lleno
de gusanos y atormentado con los dolores más atroces. Si
a nosotros nos anuncian que la ciudad entera está postrada,
que la ciudad entera, repito, está abatida por una herida de
muerte, sin que quede ni uno vivo, y, en ese estado todos
los vivos se van pudriendo entre gusanos, como se han
podrido los muertos, ¿sería más penoso esto o esa guerra
tan atroz? Yo creo que la espada se ensañaría en la carne
humana menos cruelmente que los gusanos, que la sangre
saldría de las heridas más soportablemente que si el pus
gotease de la purulencia. Ves un cadáver que se corrompe
y te estremeces, pero como no está el alma, es menor el
sufrimiento.
En cambio, en Job estaba bien presente el alma que lo
sentía, prisionera para que no huyese, estimulando para
que sufriese, mortificando para que blasfemase. Y Job
resistió la tribulación, y le fue contado en gran justicia.
¡Que nadie se fije en lo que sufre, sino en lo que hace!
Hombre, lo que tú padeces no está en tu poder; en cambio,
tu voluntad es culpable o inocente en lo que tú haces. Job
sufría, y su mujer, la única que quedaba, estaba allí
plantada, no para consolarlo, sino para tentarlo; no para
traerle medicina, sino para sugerirle una blasfemia:
Maldice a Dios, dice, y muérete . Ved cómo morir era para
él un beneficio, y ese beneficio nadie se lo daba. Más aún,
en todo eso que aquella alma santa soportaba, era
ejercitada su paciencia, probada su fe, confundida su
mujer y vencido el diablo. Espectáculo maravilloso, ¡que
hasta en la podredumbre hedionda resplandece la
hermosura de la virtud! El enemigo lo tiene desolado
interiormente; la mujer, enemiga con descaro le aconseja
el mal, como aliada del diablo y no del marido; ella de
nuevo Eva, pero él no el viejo Adán: Maldice a Dios, le
dice, y muérete. Arrancarle con la blasfemia lo que no
puede conseguir con las súplicas. Y él responde: Has
hablado como una mujer necia, si aceptamos de Dios los
bienes, ¿no vamos a aceptar los males?
Dios es un Padre: ¿va a ser amado cuando acaricia, y
despreciado cuando corrige? ¿No es el Padre tanto cuando
promete la vida como cuando impone la disciplina? ¿Es
que se te ha olvidado lo de: Hijo mío, cuando te acerques
al servicio de Dios, mantente firme en la justicia y el
temor, y prepara tu alma para la prueba? Acepta todo lo
que te sucediere, y aguanta en el dolor, y ten paciencia en
tu humillación, porque el oro y la plata se acrisolan en el
fuego, y los hombres que Dios acepta, en el horno de la
humillación. ¿Te has olvidado de: Porque el Señor corrige
al que ama, y azota a todo el que reconoce por hijo?
¿No había justos en Roma?
5. Seguramente que había en Roma cincuenta justos, y
aún más. Si consideras el modo humano, había justos a
millares; si consideras la norma de la perfección, no existe
justo alguno. Todo el que en Roma se atreva a llamarse
justo, no me ha oído decir: ¿Es que tú eres más sabio que
Daniel? Escúchale entonces cuando confiesa sus pecados.
¿O es que cuando confesaba, mentía? En este caso ya tenía
pecado, porque mentía a Dios sobre sus pecados. También
a veces los hombres argumentan y dicen: el hombre justo
debe decir a Dios que es un pecador, aunque sepa que él
no tiene pecado alguno; sin embargo, debe confesar a
Dios: yo tengo pecados. Me extraña que pueda llamarse
cuerdo semejante consejo. ¿Quién hace que tú no tengas
pecado? ¿No es Dios quien sana tu alma?...
En qué sentido Dios perdonó a Roma
VI.6. ¡Ojalá pudiésemos ver las almas de los santos que
han muerto en esta guerra! Entonces veríais cómo Dios
perdonó a la ciudad. Verdaderamente, miles de santos
gozan del consuelo de los que alegran y cantan a Dios:
Gracias a Ti, porque nos has sacado de las angustias y
tormentos de la carne. Gracias a Ti, porque ya no tememos
ni a los bárbaros ni al diablo, no tememos en la tierra ni al
hombre, ni al pedrisco, ni a los enemigos, ni al ministro de
justicia ni al opresor; nosotros hemos muerto en la tierra,
para no morir ya en tu presencia, oh Dios, salvos en tu
reino por don tuyo, y no por mérito nuestro. ¿Cuál es esa
ciudad de los humildes que canta tales acentos?
¿Imagináis una ciudad abrazada por murallas? La ciudad
está en sus ciudadanos, no es sus murallas. Finalmente, si
Dios dijese a los sodomitas: Huid, porque voy a incendiar
este lugar, ¿no diríamos que han tenido un gran mérito al
huir, antes que el fuego, bajando del cielo, asolara los
palacios y las murallas? ¿Es que Dios no perdonó a la
ciudad, cuando la ciudad pudo huir y escapar a la
destrucción de su incendio?
Ejemplo de Constantinopla
7. Lo que voy a decir lo han oído algunos que quizás lo
conocieron, y hasta están aquí en el auditorio, pero
estuvieron también allí presentes. Sucedió hace pocos años
en Constantinopla, siendo Arcadio emperador. Queriendo
Dios atemorizar a la ciudad y corregirla mediante el temor,
convertirla, purificarla y cambiarla, reveló a un fiel siervo
suyo, que, según dicen, era un soldado; y le dijo que iba a
destruir la ciudad con fuego bajado del cielo, y le
amonestó que se lo dijese al obispo. Él se lo dijo; el obispo
no lo menospreció y lo comunicó al pueblo. La ciudad se
entregó al llanto penitencial, como en otro tiempo la vieja
Nínive. Para que el pueblo no creyese que el que lo había
anunciado era un iluso o un falsario, llegó el día que había
amenazado, todos pendientes y esperando con gran temor
el resultado; al anochecer, cuando ya el firmamento estaba
oscuro, apareció una nube de fuego por el oriente, pequeña
al principio; después, poco a poco, según se iba acercando
sobre la ciudad, crecía de tal manera que el fuego
amenazaba de un modo terrible a la ciudad entera. Parecía
que una llama horrible estaba suspendida sin que faltase el
olor a azufre. Todos se refugiaban en los templos, y los
lugares sagrados no podían acoger a las muchedumbres;
cada cual exigía el bautismo de quien podía. No sólo en
las iglesias; también por las casas, por las calles y plazas
pedían el sacramento de la salvación, para evitar la ira no
sólo presente, sino también futura.
Después de aquella gran tribulación en la que Dios
confirmó la veracidad de sus palabras y de la revelación de
su siervo, la nube, lo mismo que había crecido, comenzó a
decrecer hasta disiparse poco a poco. Cuando el pueblo se
creyó un poco seguro, oyó de nuevo que había que huir del
todo, porque la ciudad sería arrasada el sábado próximo.
La ciudad entera con el emperador salió fuera, nadie
quedó en casa y nadie cerró la puerta, alejándose de las
murallas, y mirando los hogares amados se despedían
entre suspiros de las residencias queridísimas. Y habiendo
avanzado aquella gran multitud algunas millas y, reunida
en un mismo lugar para orar a Dios, vio de repente una
gran humareda, y dirigió a Dios un grito imponente. Por
fin, vuelta la serenidad, enviando algunos que informasen,
una vez pasada la hora señalada que había sido predicha, y
cuando informaron que las murallas y las casas
permanecían en pie, todos regresaron con indescriptible
alegría. Ninguno perdió nada de su propia casa y cada cual
la encontró abierta, como la había dejado.
Constantinopla y Roma
VII.8. ¿Qué vamos a decir? ¿Que fue la ira o mejor la
misericordia de Dios? ¿Quién va a dudar de que como
Padre misericordiosísimo quiso corregir y castigar por
medio del temor y no con la ruina, cuando tan
amenazadora calamidad presente no causó daño alguno ni
a los hombres ni a las casas ni a las murallas? Lo mismo
que suele levantarse la mano para castigar y, ante las
súplicas del que va a ser castigado, se retracta por
compasión, así le ocurrió a aquella ciudad. Sin embargo, si
entonces, cuando, abandonada la ciudad, salió todo el
pueblo, hubiese caído la ruina sobre la ciudad y hubiese
perdido a toda la ciudad, como a Sodoma, sin dejar rastro
alguno, ¿quién iba a poner en duda que aun así Dios había
perdonado a esa ciudad, prevenida y atemorizada,
alejándola y sacándola fuera, aunque aquel lugar fuese
arrasado? Del mismo modo no se ha de poner en duda que
Dios perdonara también a la ciudad de Roma, que ante el
incendio enemigo había salido fuera multitudinariamente
por todos sus costados. Salieron fuera los que huyeron;
salieron fuera también los que murieron; muchos, que se
quedaron, estuvieron escondidos como pudieron, y otros
muchos se salvaron y conservaron vivos y sanos en los
lugares santos. Por tanto, aquella ciudad fue castigada por
la mano salvadora de Dios, más bien que destruida; como
el siervo que, conociendo la voluntad de su señor y
haciendo lo que es digno de castigo, recibirá muchos
palos.
Utilidad de la tribulación temporal
VIII. 9. Ojalá que el ejemplo nos sirva de escarmiento y
que la concupiscencia mala que tiene sed de mundo y
apetece disfrutar de los placeres pecaminosos sea
refrenada, antes de murmurar contra el Señor a la vista de
los castigos muy merecidos, demostrando el Señor cuán
inestables y caducas son todas las vanidades del siglo.
También la era siente el mismo trillo para desmenuzar la
paja que para limpiar el trigo; el horno del orfebre sufre el
mismo fuego para convertir la paja en ceniza que para
purificar el oro; de igual manera Roma sufrió una misma
tribulación, en la que el bueno fue corregido y purificado,
mientras que el impío fue condenado, ya sea siendo
arrebatado de esta vida para purgar más con penas
justísimas, ya sea que permanezca con mayor
culpabilidad, o, por lo menos, para que Dios, según su
inefable misericordia, purifique con la penitencia a los que
conoce que se han de salvar. ¡Y que no nos haga vacilar la
tribulación de los buenos!, porque es una prueba, no una
condenación. ¡No vaya a ser que nos horroricemos al ver
sufrir a un justo cosas indignas y graves en esta vida, y
estemos olvidando lo que sufrió el Justo de los justos y el
Santo de los santos! Lo que ha sufrido esa ciudad entera,
lo sufrió uno solo. Pero fijaos quién es ese uno: El Rey de
reyes y Señor de señores, apresado, atado, flagelado,
zarandeado con toda clase de afrentas, colgado y clavado
en una cruz, muerto. Pon en balanza a Roma con Cristo,
sopesa la tierra entera y a Cristo, equilibra cielo y tierra
con Cristo; nada creado puede valorarse con el Creador, ni
obra alguna se compara con el Autor: Todo ha sido hecho
por Él y sin Él no se hizo nada; y sin embargo, fue tenido
en nada por los perseguidores. Soportemos entonces lo
que Dios tenga permitido que soportemos. ¡Él, como
médico, conoce bien qué dolor nos es útil para curarnos y
sanarnos! Está escrito certeramente: La paciencia
perfecciona su obra, y ¿cuál va a ser la obra de la
paciencia, si no sufrimos nada adverso? ¿Por qué, pues,
rehusamos sufrir los males temporales? ¿No es que
tenemos que ser perfeccionados? Más bien, supliquemos,
gimamos y lloremos ante el Señor, para que se cumpla en
nosotros lo que dice el Apóstol: Fiel es Dios, que no
permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino
que, para poder vencer, os dará con la tentación también
el éxito.
LA CIUDAD DE DIOS
Prólogo
I. La gloriosísima ciudad de Dios, que en el actual
correr de los tiempos peregrina entre impíos viviendo de la
fe, y espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y
eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia,
conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz
completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino, en la
presente obra emprendida a instancias tuyas, y que te debo
por promesa personal mía, me he propuesto defender esta
ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios
dioses a su fundador. ¡Larga y pesada tarea ésta! Pero
Dios es nuestra ayuda.
Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer
a los soberbios del gran poder de la humildad. Ella es la
que logra que su propia excelencia, conseguida no por la
hinchazón del orgullo humano sino por ser don gratuito de
la divina gracia, trascienda todas las prestancias pasajeras
y vacilantes de la tierra. El Rey y fundador de esta ciudad,
de la que me he propuesto hablar, declaró en las Escrituras
de su pueblo el sentido de aquel divino oráculo que dice:
Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes.
Pero esto mismo, que es privilegio exclusivo de Dios,
pretende apropiárselo para sí el espíritu hinchado de
soberbia, y le gusta que le digan para alabarle:
“Perdonarás al vencido y abatirás al soberbio”. Tampoco
hemos de pasar por alto la ciudad terrena; en su afán de ser
dueña del mundo, y, aun cuando los pueblos se le rinden,
ella misma se ve esclava de su propia ambición de
dominio.
Cristo Jesús, mediador entre Dios y los hombres
IX. 15.1. Si todos los hombres, como es mucho más
verosímil y probable, mientras son mortales son
necesariamente desdichados, habrá que buscar un
intermediario que no sea sólo hombre, sino también Dios;
así, con su intervención la mortalidad feliz de este
intermediario conducirá a los hombres de la miseria mortal
a la feliz inmortalidad. Era necesario que ese intermediario
se hiciera mortal y no permaneciera mortal.
Efectivamente, se hizo mortal no debilitando la
debilidad del Verbo, sino tomando la debilidad de la carne.
Pero no permaneció mortal en la misma carne que hizo
resucitar de los muertos; ése es precisamente el fruto de su
mediación: que no permanezcan en la muerte de la carne
aquellos para cuya liberación se hizo mediador. Por tanto,
fue preciso que el mediador entre nosotros y Dios tuviera
una mortalidad pasajera y una felicidad permanente con el
fin de acomodarse a los mortales en lo pasajero y llevarlos
de entre los muertos a lo que permanece.
Así, los ángeles no pueden ser intermediarios entre los
miserables mortales y los felices inmortales, ya que ellos
mismos son felices e inmortales. Pueden serlo, sin
embargo, los ángeles malos, porque tienen la inmortalidad
con aquéllos y la miseria con éstos. Contrario a ellos es el
buen Mediador, que, contra la inmortalidad y miseria de
los ángeles malos, quiso hacerse mortal temporalmente y
pudo permanecer feliz en la eternidad. Así, con la
humildad de su muerte y la suavidad de su felicidad
destruyó a aquellos inmortales soberbios y miserables
maléficos, a fin de que no arrastraran a la miseria con la
jactancia de su inmortalidad a aquellos cuyos corazones
liberó de su inmundo dominio, purificándolos por la fe.
2. Así, pues, ¿qué mediador puede elegir el hombre
mortal y miserable, tan alejado de los inmortales y felices,
para insertarse en la inmortalidad y felicidad? Lo que
pueda deleitarle en la inmortalidad de los demonios, es
miserable; lo que puede chocar en la mortalidad de Cristo,
ya no existe. Allí tiene que precaverse contra la miseria
eterna; aquí no se debe temer la muerte, que no pudo ser
eterna, y ha de amar la felicidad eterna.
Para esto precisamente se interpone un mediador
inmortal, para no permitir el paso a la inmortalidad feliz,
porque persiste lo que la impide, esto es, la miseria; como
por el contrario se interpuso un mortal y feliz, para hacer
de mortales inmortales, pasada la mortalidad, lo cual
demostró en sí mismo con su resurrección, y para dar a los
miserables la felicidad que él jamás perdió.
Uno es, pues, el mediador malo, que separa a los
amigos, y otro el bueno, que reconcilia a los enemigos.
Por eso hay muchos mediadores que separan, porque la
multitud feliz lo es por la participación del único Dios.
Privada de esa participación, la miserable multitud de
ángeles malos impiden, en lugar de activar su valimiento
en orden a la felicidad. Tratando en cierto modo de
ensordecernos, para que no podamos llegar al único fin
beatificante. Para su consecución no se necesita de
muchos, sino de un solo mediador; de aquel, precisamente,
cuya participación nos hace felices, del Verbo de Dios
increado, por el cual todo fue hecho.
Pero no es mediador por ser Verbo; pues como
sumamente inmortal y sumamente feliz, el Verbo está muy
alejado de los mortales miserables. Es mediador en cuanto
es hombre, manifestando con ello que no sólo para el bien
feliz sino también para el bien beatificante, es preciso no
buscar otros mediadores, a través de los cuales pensamos
que hemos de preparar los escalones de la llegada; ya que
un Dios feliz y beatificante, al hacerse partícipe de nuestra
humanidad, nos suministró la síntesis de la participación
de su divinidad. Y al librarnos de la mortalidad y de la
miseria, no nos transportó hasta los ángeles inmortales y
felices para que fuéramos inmortales y felices con la
participación de su gloria, sino que nos introdujo en
aquella Trinidad, cuya participación hace felices a los
ángeles. Por eso, cuando quiso estar más bajo que los
ángeles en la forma de esclavo para ser mediador,
permaneció sobre los ángeles en forma de Dios:
haciéndose camino de vida entre los hombres, el mismo
que es vida entre los superiores.
Debemos amar el amor con que amamos la existencia y
el saber para asemejarnos más a la Divina Trinidad
XI. 28. He dicho ya bastante, según parece exigirlo el
plan de la obra, sobre la existencia y el conocimiento,
sobre el amor que les tenemos, y sobre la semejanza de
Dios que, aunque imprecisa, se encuentra en los seres
inferiores. No se ha hablado sobre el amor con que son
amados, y si se ama ese mismo amor. Se ama, sí, y por
ello se demuestra que cuanto más rectamente se ama a los
hombres, tanto más se ama el mismo amor. Pues no se
llama justamente varón bueno al que sabe lo que es bueno,
sino al que ama. ¿Por qué, pues, no nos damos cuenta de
que en nosotros mismos amamos el mismo amor con el
que amamos cualquier bien amado? Pues hay un amor con
el cual amamos aun lo que no se debe amar: y odia este
amor en sí mismo quien lo ama aplicando la misma
medida del amor. Ciertamente, pueden existir los dos en
un hombre; y el bien del hombre consiste en que,
avanzando el que nos hace vivir bien, vaya retrocediendo,
hasta su curación completa, el que nos hace vivir mal, y se
trueque en bien toda nuestra vida.
Si fuéramos bestias, amaríamos la vida carnal y lo que
les conviene a los sentidos; esto sería un bien suficiente
para nosotros, y si nos encontrábamos bien con esto, no
buscaríamos otra cosa. Igualmente, si fuéramos árboles, no
amaríamos ciertamente nada con un movimiento sensible,
aunque parecería como que apetecíamos aquello que nos
hiciera más fecundos y fructuosos. Si fuéramos piedras,
olas, viento, llama u otra cosa semejante, sin vida ni
sentido alguno, no nos faltaría, sin embargo, algo así como
cierta tendencia hacia nuestros lugares y nuestro orden.
Son como amores de los cuerpos la presión de los pesos,
ya tienden hacia abajo por la gravedad, ya hacia arriba por
la levedad. En efecto, como el alma es llevada por el amor
adondequiera que es llevada, así también lo es el cuerpo
por el peso.
Pero nosotros somos hombres, creados a imagen de
nuestro Creador, cuya eternidad es verdadera, cuya caridad
es verdadera y eterna, y la misma Trinidad es eterna,
verdadera y animada, sin confusión ni separación.
Recorramos todo lo que hizo con admirable estabilidad en
las cosas que están por debajo de nosotros, ya que no
existirían en absoluto, ni estarían bajo alguna especie, ni
apetecerían orden alguno ni lo mantendrían, si no hubieran
sido hechas por el que es en sumo grado, soberanamente
sabio, soberanamente bueno; recorrámoslo y
descubriremos ciertas huellas suyas más impresas en una
parte y en otra menos; y contemplando su imagen en
nosotros mismos, levantémonos volviendo sobre nosotros
mismo como aquel hijo menor del Evangelio, a fin de
volver a Él, de quien nos habíamos apartado por el pecado.
Nuestro ser no tendrá allí la muerte, nuestro conocer no
tendrá el error, nuestro amor no tendrá allí tropiezo.
Al presente, aunque tenemos estas tres cosas nuestras
bien seguras, y no necesitamos de otros testigos para creer
en ellas, sino que nosotros mismos las sentimos presentes,
y las vemos con una mirada interior sumamente veraz, sin
embargo, para saber hasta cuándo durarán, o si han de
faltarnos alguna vez, y a dónde llegarán según sean bien o
mal empleadas, ya que no podemos conocerlo por
nosotros mismos, necesitamos de otros testigos, que quizá
ya los tenemos.
Propiedades de las dos ciudades, la terrena y la celeste
XIV.28. Dos amores han dado origen a dos ciudades: el
amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, es la ciudad
terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, es la
ciudad celestial. La primera se gloría en sí misma; la
segunda se gloría en el Señor. Aquélla reclama de los
hombres la gloria; en cambio, la mayor gloria de ésta se
cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia.
Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: Gloria
mía, tú mantienes alta mi cabeza. La primera está
dominada por la ambición de dominio en sus gobernantes
o en las naciones que somete; en la segunda se sirven
mutuamente en la caridad los superiores mandando y los
súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los
potentados; ésta le dice a su Dios: Yo te amo, Señor; tú
eres mi fortaleza.
Por eso, los sabios de aquélla, viviendo según el hombre,
han buscado los bienes de su cuerpo o de su espíritu, o los
de ambos; y pudiendo conocer a Dios, no lo honraron ni le
dieron gracias como a Dios, sino que se desvanecieron en
sus pensamientos, y su necio corazón se oscureció.
Pretendiendo ser sabios, exaltándose en su sabiduría por
la soberbia que los dominaba, resultaron unos necios que
cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes de
hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles
(pues llevaron a los pueblos a adorar semejantes
simulacros, o se fueron tras ellos), venerando y dando
culto a la criatura en vez de al Creador, que es bendito
por siempre. En la segunda, en cambio, no hay otra
sabiduría en el hombre que una vida religiosa, con la que
se honra justamente al verdadero Dios, esperando como
premio en la sociedad de los santos, hombres y ángeles,
que Dios sea todo en todas las cosas.
Origen de las dos ciudades
XV.1.1. Ya hemos resuelto importantes y difíciles
cuestiones acerca del principio del mundo, del alma y del
mismo género humano. A éste lo hemos dividido en dos
clases: los que viven según el hombre y los que viven
según Dios. Y lo hemos designado figuradamente con el
nombre de las dos ciudades, esto es, dos sociedades
humanas: la una predestinada a vivir siempre con Dios; la
otra, a sufrir castigo eterno con el diablo.
2. El primer hijo nacido de los dos primeros padres del
género humano fue Caín, que pertenece a la ciudad de los
hombres, y el segundo, Abel, de la ciudad de Dios.
Podemos comprobar en cada hombre lo que nos dijo el
Apóstol, que no es primero lo espiritual, sino lo animal; lo
espiritual viene después. Por eso cada uno, por nacer de
estirpe condenada, pertenece primero, como malo y carnal,
a Adán, pasando luego a ser bueno y espiritual si continúa
su perfección en el renacer hacia Cristo. Lo mismo sucede
en el linaje humano: tan pronto como comenzaron estas
ciudades a dilatarse por los nacidos y los muertos, nació
primero el ciudadano de este mundo, y después el
peregrino en el mundo, perteneciente a la ciudad de Dios,
predestinado por la gracia y por la gracia elegido,
peregrino con la gracia aquí abajo, y ciudadano por la
gracia allá arriba.
Por lo que a éste se refiere, nace de la misma
muchedumbre, toda condenada a causa del pecado de
origen. Pero como alfarero - no descarada, sino
prudentemente, trae a colación el Apóstol este símil - hizo
Dios de la misma arcilla una vasija de honor y otra de
ignominia. Pero fue primero la vasija de ignominia y luego
la de honor, para indicarnos, como he dicho, que en este
mismo hombre está primero lo reprobable, de donde
hemos de partir y donde no podemos permanecer; luego
viene lo bueno, a donde llegamos en nuestro progreso y
donde permaneceremos después de llegar. Por tanto, no
todo hombre malo llegará a ser bueno, pero nadie llegará a
ser bueno si no era malo. Y cuanto con mayor celeridad se
haga uno mejor, con tanta mayor rapidez se resalta lo que
ha adquirido y sustituye el calificativo anterior por el
posterior.
Se dijo de Caín que había fundado una ciudad, y, en
cambio, Abel, como peregrino, no la fundó. La ciudad de
los santos es, en efecto, la celeste, aunque aquí da a luz a
sus ciudadanos, en los cuales es peregrina, hasta que
llegue el tiempo de su reino. Entonces los reunirá a todos,
resucitados en sus cuerpos, dándoles el reino prometido.
En Él reinarán sin límites ya de tiempo, con su soberano,
el Rey de los siglos.
La vida en sociedad, aunque parece necesaria, está llena
de dificultades
XIX.5. El sabio – afirman algunos filósofos - debe vivir
en sociedad. Esta afirmación la suscribimos nosotros con
mayor intensidad que ellos. Pues, ¿de dónde tomaría su
origen, cómo iría desarrollándose y de qué manera
conseguiría el fin que se merece esta ciudad de Dios … si
la vida de los santos no fuese una vida en sociedad? Con
todo, ¿quién será capaz de enumerar cuántos y cuán graves
son los males de la sociedad humana, sumida en la
desdicha de esta vida mortal? ¿Quién podrá calibrarlos
suficientemente? Presten atención a uno de sus cómicos
que, con aprobación de todos, expresa el sentir de los
hombres: “Me he casado con una mujer: ¡No hay
calamidad más grande! Me han nacido los hijos: ¡Nuevas
preocupaciones!” ¿Y qué decir de los trapos sucios que el
mismo Terencio nos saca a relucir del amor?: “Injurias,
celos, enemistades, la guerra; y de nuevo la paz”. ¿No
están llenos los aconteceres humanos de esto? ¿No sucede
así con demasiada frecuencia incluso en las amistades más
limpias de amigos? ¿No es verdad que por todas partes la
vida humana está llena de todas estas miserias, de injurias,
celos, enemistades, guerras, de una manera infalible? En
cambio, el bien de la paz es problemático, puesto que
ignoramos el corazón de aquellos con quienes la
quisiéramos tener, y si hoy podemos conocerlo, mañana
nos serán desconocidas sus intimidades.
¿Quiénes suelen o, al menos, deberían ser más amigos
entre sí que los que conviven en una misma casa? Y, sin
embargo, ¿Quién está allí seguro cuando con frecuencia se
dan allí tamañas contrariedades debidas a ocultos manejos,
contrariedades tanto más amargas cuanto más dulce había
sido la paz que se creía verdadera, pero que se simulaba
con refinada astucia? Hasta el corazón del hombre penetra
esta herida, haciéndole lanzar un grito de dolor como el de
Cicerón: “No hay insidias más ladinas que las que se
cubren bajo la apariencia del deber o con el título de
alguna obligación amistosa. El adversario que lo es a plena
luz, con un poco de cuidado lo puedes esquivar. Pero esta
plaga oculta, intestina, doméstica, no solamente está ahí,
sino que te echa el lazo antes de que puedas descubrirla o
investigarla”. Esta es la razón por la que aquella consigna,
incluso divina, los enemigos del hombre son los de su
casa, la oímos con gran dolor de nuestro corazón. Un
hombre, aunque tuviere tal fortaleza que pudiera soportar
con serenidad los ocultos manejos que contra él trama una
simulada amistad, o aunque estuviera tan alerta que fuera
capaz de esquivarlos con acertadas decisiones, es
imposible, si él personalmente es bueno, que no sufra
cruelmente por la maldad de estos hombres pérfidos
cuando comprueba que eran unos perversos, tanto si lo han
sido siempre y se han estado fingiendo honrados, como si
se han hecho unos malvados después de haber sido
buenos. Si el propio hogar, refugio universal en medio de
todos estos males del humano linaje, no ofrece seguridad,
¿qué será la sociedad estatal, que cuanto más ensancha sus
dominios, tanto más rebosan sus tribunales de pleitos
civiles o criminales, y que aunque a veces cesen las
insurrecciones y las guerras civiles, con sus turbulencias y
– más frecuentemente aún – con su sangre, de cuyas
eventualidades pueden verse libres de vez en cuando las
ciudades, pero de su peligro jamás?
La paz universal no puede sustraerse a la ley de la
naturaleza
XIX, 13.1. La paz del cuerpo es el orden armonioso de
sus partes. La paz del alma irracional es la ordenada
quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es el
acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz
entre el alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud
en el ser viviente. La paz del hombre mortal con Dios es la
obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna. La
paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La
paz doméstica es la concordia bien ordenada en el mandar
y en el obedecer de los que conviven juntos. La paz de una
ciudad es la concordia bien dispuesta en el gobierno y en
la obediencia de sus ciudadanos. La paz de la ciudad
celeste es la sociedad perfectamente ordenada y
perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el
mutuo gozo en Dios. La paz de todas las cosas es la
tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los
seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar.
Los desgraciados, por tanto, que en cuanto tales no están
en paz, no gozan de la tranquilidad del orden, sin desazón
alguna. Sin embargo, como su desgracia es merecida y
justa, tampoco pueden estar en ella misma fuera de un
orden. No unidos, por supuesto, a los bienaventurados,
sino separados de ellos, pero siempre por la ley del orden.
Éstos, en cuanto están exentos de turbación, se ajustan a la
situación en que están con una cierta adaptación. Por eso
en ellos queda un resto de la tranquilidad del orden, un
resto de paz. Y si es verdad que por gozar de una relativa
seguridad se amortiguan sus sufrimientos, en realidad son
desgraciados, puesto que no se encuentran donde ya deben
estar seguros y sin padecimiento. Pero todavía serían más
desgraciados si no estuvieran en paz con la misma ley que
regula todo el orden natural. Cuando sufren acontece la
desazón de la paz en la parte afectada por el sufrimiento.
En cambio, todavía subsiste la paz en la parte que no
atenaza el sufrimiento, ni sufre alteración su integridad.
Porque así como se da una vida sin dolor, y el dolor no
puede darse sin vida alguna, de idéntica forma puede
existir una paz sin guerra, pero jamás una guerra sin paz
alguna. No en cuanto a la guerra en sí, sino desde el punto
de vista de la planificación de quienes la mantienen de uno
u otro bando; esto supone una existencia, porque es algo
natural. Y esto, que es natural, no podría subsistir en
absoluto si no dependiera de alguna paz.
2. En consecuencia, existen naturalezas en las que no
hay mal alguno, e incluso en las que no lo puede haber. En
cambio, una naturaleza en la que esté ausente todo bien no
puede darse. Y, por tanto, ni siquiera la naturaleza del
diablo, en cuanto tal naturaleza, es un mal. Ha sido su
perversidad la que lo ha hecho malo. De hecho, él no se
mantuvo en la verdad, pero no pudo escapar al juicio de la
verdad. No se mantuvo en la tranquilidad del orden, pero
tampoco pudo huir del poder del organizador. El bien
divino que él participa por naturaleza no lo sustrae a la
justicia de Dios, la cual le pone orden en el castigo. Y
Dios aquí no persigue al bien por Él creado, sino al mal
por el diablo cometido. Ni tampoco le retira a la naturaleza
todo lo que le dio, sino que le priva de algo, y algo le da
para que haya quien sufra por lo que le falta. El mismo
dolor es un testimonio del bien sustraído y del bien que
aún permanece. De otro modo, el bien que permanece
nunca podría dolerse del bien que le falta. La maldad del
que peca es tanto más refinada, cuanto más se complace
en el daño cometido contra la justicia. El que sufre una
tortura, si con ella no consigue bien alguno, se duele del
detrimento causado a su salud. Y como la justicia y la
salud son bienes, de la pérdida del bien hay que dolerse,
más bien que alegrarse - a no ser que tenga lugar una
compensación mejor; por ejemplo, mejor es la justicia del
espíritu que la salud del cuerpo -, se deduce, por
consiguiente, que es mucho más ordenado el dolor del
malvado en el suplicio que su gozo en el delito cometido.
La alegría de la deserción del bien es testimonio en el
pecado de una malvada voluntad, así como el dolor del
bien perdido es testimonio en el castigo de una naturaleza
buena. El que sufre la paz perdida de su naturaleza, sufre
en virtud de los restos de paz que le hacen posible el sentir
como algo deseable la misma naturaleza. En el supremo
castigo justamente sucede que los mismos inicuos e
impíos deploren en sus tormentos los daños ocasionados a
los bienes de su naturaleza, conscientes de que sus
privaciones vienen de Dios con la mayor justicia, por ser
despreciado en su amabilísima generosidad.
Dios, el autor sapientísimo, y el justísimo regulador de
todo ser, ha puesto a este mortal género humano como el
más bello ornato de toda la tierra. Él ha otorgado al
hombre determinados bienes, apropiados para esta vida: la
paz temporal a la medida de la vida mortal en su mismo
bienestar y seguridad, así como en la vida social con sus
semejantes, y, además todo aquello que es necesario para
la protección o la recuperación de esta paz, como es todo
lo que de una manera adecuada y conveniente está al
alcance de nuestros sentidos: la luz, la oscuridad, el aire
puro, las aguas limpias y cuanto nos sirve para alimentar,
cubrir, cuidar y adornar nuestro cuerpo. Pero todo ello con
una condición justísima: que todo mortal que haga recto
uso de tales bienes, de acuerdo con la paz de los mortales,
recibirá bienes más abundantes y mejores, a saber: la paz
misma de la inmortalidad, con una gloria y un honor de
acuerdo con ella en la vida eterna con el fin de gozar de
Dios y del prójimo en Dios. En cambio, el que abuse de
tales bienes no recibirá aquéllos, y éstos los perderá.
Maneras de ser y de obrar del pueblo cristiano
XIX.19. No tiene importancia en esta ciudad, al abrazar
la fe que nos lleva a Dios, que se adopte un género de vida
u otro, con tal que no sean contrarios a los preceptos
divinos. Incluso a los mismos filósofos, cuando se hacen
cristianos, no se les impone unas maneras de comportarse
o de vivir, a menos que hubiera por medio algún
impedimento para la religión; se les obliga únicamente a
cambiar sus falsas creencias. Aquel distintivo que Varrón
señaló como característico de los cínicos, si no lleva
consigo alguna torpeza o algún desarreglo, no preocupa en
absoluto.
En relación con aquellos tres géneros de vida, el
contemplativo, el activo y el mixto, cada uno puede,
quedando a salvo la fe, elegir para su vida cualquiera de
ellos, y alcanzar en ellos la eterna recompensa. Pero es
importante no perder de vista qué nos exige mantener el
amor a la verdad, y qué sacrificar la urgencia de la caridad.
No debe uno, por ejemplo, estar tan libre de ocupaciones
que no piense en medio de su mismo ocio en la utilidad
del prójimo, ni tan ocupado que ya no busque la
contemplación de Dios. En la vida contemplativa no es la
vacía inacción lo que uno debe amar, sino más bien la
investigación o hallazgo de la verdad, de modo que todos
– activos y contemplativos – progresen en ella, asimilando
el que la ha descubierto y no poniendo reparos en
comunicarla con los demás.
En la acción no hay que apegarse al cargo honorífico o
al poder de esta vida, puesto que bajo el sol todo es
vanidad. Hay que estimar más bien la actividad misma,
realizada en el ejercicio de la rectitud y utilidad, es decir,
que sirva al bienestar de los súbditos tal como Dios lo
quiere. Dice el Apóstol a este propósito: Quien aspira al
episcopado, desea una buena actividad. Intentó explicar lo
que es el episcopado, que designa una actividad, no un
honor. En efecto, se trata de una palabra griega que dice
relación al hecho de que quien está al frente lleva la
supervisión de sus súbditos, preocupándose de ellos: “epi”
significa sobre, y “skopos”, atención; por tanto,
“episkopein” equivaldría en latín a superintendere
(supervisar, cuidar). Según esto, quien sea aficionado a
presidir y no a ayudar a los demás se dará cuenta de que
no es un “obispo”.
No se impide a nadie que pueda entregarse al
conocimiento de la verdad, característica de un ocio
laudable. En cambio, se advierte la inconveniencia de
apetecer un alto cargo, ni con la excusa de poder así
gobernar un pueblo, aunque se tenga y se aplique
rectamente. Por eso, el amor a la verdad busca el ocio
santo, y la urgencia de la caridad acepta la debida
ocupación. Si nadie nos impone esta carga debemos
aplicarnos al estudio y al conocimiento de la verdad. Y si
se nos impone debemos aceptarla por la urgencia de la
caridad. Pero incluso entonces no debe abandonarse del
todo la dulce contemplación de la verdad, no sea que,
privados de aquella suavidad, nos abrume esta urgencia.
Felicidad eterna de la ciudad de Dios, y el sábado
perpetuo
XXII.30.1. ¡Qué intensa será aquella felicidad, donde no
habrá mal alguno, donde no faltará ningún bien, donde
toda ocupación será alabar a Dios, que será el todo para
todos! No sé qué otra cosa se puede hacer allí, donde ni
por pereza cesará la actividad, ni se trabajará por
necesidad. Esto nos recuerda también el salmo donde se
lee o se oye: Dichosos los que viven en tu casa alabándote
siempre. Todos los miembros y partes internas del cuerpo
incorruptible, que ahora vemos desempeñando tantas
funciones, como entonces no habrá necesidad alguna, sino
una felicidad plena, cierta, segura, sempiterna, se ocuparán
entonces en la alabanza de Dios. En efecto, todo aquel
ritmo latente en la armonía corporal repartido exterior e
interiormente por todas las partes del cuerpo, no estará ya
oculto, y junto con las demás cosas grandes y admirables
que allí se verán, encenderán las mentes racionales con el
deleite de la hermosura racional en la alabanza de tan
excelente Artífice. Cuáles han de ser los movimientos de
tales cuerpos que allí tendrán lugar, no me atrevo definirlo
a la ligera, porque no soy capaz de concebirlo. Sin
embargo, tanto el movimiento como la actitud, al igual
que su porte exterior, cualquiera que sea, será digno allí
donde no puede haber nada que no lo sea. Cierto también
que el cuerpo estará inmediatamente donde quiera el
espíritu; y que el espíritu no querrá nada que pueda
desdecir de sí mismo o del cuerpo.
Habrá verdadera gloria allí donde nadie será alabado por
error o adulación de quien alaba. No se dará el honor a
ningún indigno donde no se admitirá sino al digno. Habrá
paz verdadera allí donde nadie sufrirá contrariedad alguna
ni por su parte ni por parte de otro. Será premio de la
virtud el mismo que dio la virtud y de la que se prometió
como premio Él mismo, que es lo mejor y lo más grande
que puede existir.
¿Qué otra cosa dijo por el profeta en aquellas palabras:
Seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo, sino: Yo
seré su saciedad, yo seré lo que puedan desear
honestamente los hombres, la vida, la salud, el alimento, la
abundancia, la gloria, el honor, la paz, todos los bienes?
Así, en efecto, se entiende rectamente lo que dice el
Apóstol: Dios lo será todo para todos. Será meta en
nuestros deseos Él mismo, a quien veremos sin fin,
amaremos sin hastío, alabaremos sin cansancio. Este don,
este afecto, esta ocupación será común a todos, como lo es
la vida eterna.
2. Por lo demás, ¿quién es capaz de pensar, cuanto más
de expresar, cuáles serán los grados del honor y la gloria
en consonancia con los méritos? Lo que no se puede dudar
es que existirán. Y también aquella bienaventurada ciudad
verá en sí el inmenso bien de que ningún inferior envidiará
a otro que esté más alto, como no envidian a los
arcángeles el resto de los ángeles. Y tanto menos querrá
cada uno ser lo que no ha recibido cuanto no quiere en el
cuerpo el dedo ser ojo, por más estrecha trabazón corporal
que une a ambos miembros. Uno tendrá un bien inferior a
otro, y se contentará con su bien sin ambicionar otro
mayor.
3. Ni dejarán tampoco los bienaventurados de tener libre
albedrío, por el hecho de no sentir el atractivo del pecado.
Al contrario, será más libre este albedrío cuanto más
liberado se vea, desde el placer del pecado hasta alcanzar
el deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre
albedrío que se dio al hombre, cuando fue creado en
rectitud al principio, pudo no pecar, pero también pudo
pecar; este último, en cambio, será tanto más vigoroso
cuanto que no podrá caer en pecado. Claro que esto
también tiene lugar por un don de Dios, no según las
posibilidades de la naturaleza. Una cosa es ser Dios y otra
muy distinta ser partícipe de Dios. Dios, por su naturaleza,
no puede pecar; el que participa de Dios recibe de Él el no
pecar. Había que conservar una cierta gradación en los
dones de Dios; primero se otorgó el libre albedrío,
mediante el cual pudiera el hombre no pecar, y después se
le dio el último, con el que no tuviera esta posibilidad:
aquél para conseguir el mérito; éste para disfrutar de la
recompensa.
Pero como esta naturaleza pecó cuando pudo pecar,
necesitó ser liberada con una gracia más amplia, para
llegar a aquella libertad en la cual no pueda pecar. Así
como la primera inmortalidad, que perdió Adán por el
pecado, consistía en poder no morir, la última consistirá en
no poder morir; así el primer libre albedrío consistió en
poder no pecar, y el segundo en no poder pecar. En efecto,
tan difícil de perder será el deseo de practicar la piedad y
la justicia, como lo es el de la felicidad. Pues, ciertamente,
al pecar no mantuvimos ni la piedad ni la felicidad, pero
no perdimos la aspiración a la felicidad ni siquiera con la
pérdida de la misma felicidad. ¿Se puede acaso negar que
Dios, por no poder pecar, carece de libre albedrío? Una
será, pues, en todos e inseparable en cada uno la voluntad
libre de aquella ciudad, liberada de todo mal, rebosante de
todos los bienes, disfrutando indeficientemente de la
alegría de los gozos eternos, olvidada de sus culpas y
olvidada de las penas; sin olvidarse, no obstante, de su
liberación de tal suerte que no se muestre agradecida al
liberador.
4. Se acordará de sus males pasados en cuanto se refiere
al conocimiento racional, pero se olvidará totalmente de su
sensación real. Como le ocurre al médico muy experto,
que conoce por su arte casi todas las enfermedades del
cuerpo, y, sin embargo, experimentalmente ignora la
mayoría, las que no ha padecido en su cuerpo. Hay, pues,
dos conocimientos de males: uno, por el poder de la mente
que los descubre; y otro, por la experiencia de los sentidos
que los soportan - de una manera se conocen todos los
vicios por la ciencia del sabio, y de otra, por la vida
pésima del necio -. Así hay también dos maneras de
olvidarse de los males: de una manera los olvida el
instruido y el sabio, y de otra, el que los ha experimentado
y sufrido: el primero, descuidando su ciencia; el segundo,
al verse libre de la miseria. Esta última manera de olvidar
que he citado es la que tienen los santos no acordándose
de sus males pasados: carecerán de todos de tal manera
que se borran totalmente de sus sentidos. En cambio, en
cuanto al poder de su conocimiento, que será grande en
ellos, no se le ocultará ni su miseria pasada, ni siquiera la
miseria eterna de los condenados. Si así no fuera, si
llegaran a ignorar que habían sido miserables, ¿cómo,
según el salmo, cantarán eternamente las misericordias
del Señor? Por cierto, aquella ciudad no tendrá otro
cántico más agradable que éste para glorificación del don
gracioso de Cristo, por cuya sangre hemos sido liberados.
Allí se cumplirá aquel descansad y ved que soy el Señor.
Ese será realmente el sábado supremo que no tiene ocaso
el que recomendó Dios en las primeras obras del mundo,
al decir: Y descansó Dios el día séptimo de toda su tarea.
Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque ese
día descansó Dios de toda su tarea de crear.
También nosotros seremos ese día séptimo; seremos
nosotros mismos cuando hayamos llegado a la plenitud y
hayamos sido restaurados por su bendición y su
santificación. Allí con tranquilidad veremos que Él mismo
es Dios: lo que nosotros quisimos llegar a ser cuando nos
apartamos de Él dando oídos a la boca del seductor: Seréis
como dioses, y apartándonos del verdadero Dios, que nos
haría ser dioses participando de Él, no abandonándole.
Pues ¿qué es lo que conseguimos sin Él, sino caer en su
cólera? En cambio, restaurados por Él y llevados a la
perfección con una gracia más grande, descansaremos para
siempre, viendo que Él es Dios, de quien nos llenaremos
cuando Él lo sea todo para todos.
Incluso nuestras mismas obras, cuando son reconocidas
más como suyas que como nuestras, entonces se nos
imputan a nosotros para el disfrute de este sábado. Porque
si nos las atribuimos a nosotros, serán serviles; y está
escrito del sábado: No haréis en él obra alguna servil. Por
eso se dice por el profeta Ezequiel: Les di también mis
sábados como señal recíproca, para que supieran que yo
soy el Señor que los santifico. Esto lo conoceremos
perfectamente cuando consigamos el perfecto reposo y
veamos cabalmente que Él mismo es Dios.
5. Por otra parte, si el número de edades, como el de
días, se computa según los períodos de tiempo que parecen
expresados en las Escrituras, aparece ese reposo sabático
con más claridad, puesto que resulta el séptimo. La
primera edad, como el día primero, sería desde Adán hasta
el diluvio; la segunda, desde el diluvio hasta Abraham, no
de la misma duración, sino contando por el número de
generaciones, pues que encontramos diez. Desde aquí ya,
según lo cuenta el evangelio de Mateo, siguen tres edades
hasta la venida de Cristo, cada una de las cuales se
desarrolla a través de catorce generaciones: la primera de
esas edades se extiende desde Abraham hasta David; la
segunda, desde David al exilio de Babilonia; la tercera,
desde entonces hasta el nacimiento de Cristo según la
carne. Dan un total de cinco edades. La sexta se desarrolla
al presente, sin poder determinar el número de
generaciones, porque, como está escrito: No os toca a
vosotros conocer los tiempos que el Padre ha reservado a
su autoridad. Después de ésta, el Señor descansará como
en el día séptimo, cuando haga descansar en sí mismo,
como Dios, el mismo día séptimo, que seremos nosotros.
Sería muy prolijo explicar ahora con detalle cada una de
estas edades. A esta séptima, sin embargo, podemos
considerarla nuestro sábado, cuyo término no será la tarde,
sino el día del Señor, como el día octavo eterno, que ha
sido consagrado por la resurrección de Cristo, significando
el eterno descanso no sólo del espíritu, sino también del
cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos,
contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He
aquí lo que habrá al fin, mas sin fin. Pues ¿qué otro puede
ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?
DEL ORDEN
Superioridad del hombre y posibilidad de ver a Dios
II.19.49. Edifico una casa con muchos materiales
recogidos, pero antes dispersos y en desorden. Y yo valgo
más que la casa, porque soy su causa y ella es mi hechura;
tengo una naturaleza superior, porque la edifico; por eso
nadie puede dudar que tenga un valor superior a la casa.
Pero no parece que sea mejor que una golondrina o una
abejita, pues con gran destreza la primera construye su
nido y la segunda fabrica su panal; mas yo aventajo a las
dos, porque soy animal racional. Pero si la razón se
manifiesta en las medidas bien calculadas, ¿acaso las aves
miden con la máxima precisión y proporción el nido que
construyen? Sí; es proporcionadísimo. Pero yo soy
superior, no por fabricar cosas muy proporcionadas, sino
por conocer las proporciones. Pero ¿cómo es posible?
¿Acaso los pájaros, sin conocer los números, pueden
construir nidos con toda proporción? Lo pueden.
Entonces, ¿en qué somos superiores? En el hecho de que
también nosotros adaptamos la lengua con los dientes y el
paladar para formar las palabras, sin pensar en el momento
de hablar en los movimientos que hemos de hacer con la
boca. Además, ¿no hay buenos cantores sin que sepan
música, porque con el sentido natural observan en el canto
el ritmo y la melodía que conservan en la memoria?
¿Puede darse una cosa mejor proporcionada? El ignorante
no sabe esto, pero lo hace con el impulso de la naturaleza.
Mas ¿cuándo es mejor el hombre y aventaja a los
animales? Cuando sabe lo que hace. Luego no hay en mí
ningún fundamento de superioridad sobre los animales,
sino éste: que soy un animal racional.
50. ¿Cómo, pues, siendo inmortal la razón soy definido
yo como un animal racional y mortal? ¿Acaso la razón no
es inmortal? Uno es a dos como a dos es a cuatro: he aquí
una proporción o razón absolutamente cierta. Tan
verdadera era ayer como hoy, como lo será mañana y
siempre; y aunque este mundo perezca, no dejará ser
verdadera esa razón. Ella siempre es la misma mientras el
mundo no tuvo ayer, ni tendrá mañana lo que tiene hoy, ni
aun en una misma hora ocupa el sol el mismo punto del
espacio. Por lo cual, no permaneciendo en el mismo ser,
todo está sujeto a mutación dentro de un breve espacio de
tiempo. Luego si es inmortal la razón y yo que todo lo
discierno y enlazo soy razón, lo que es mortal no entra en
mí, no me pertenece. O si el alma no se identifica con la
razón, y, sin embargo, usa de razón, y por ella poseo un
título de nobleza y superioridad, es necesario pasar de lo
inferior a lo superior y de lo mortal a lo inmortal.
Estas y otras muchas reflexiones se hace consigo misma
el alma bien instruida; pero las omito, no sea que al daros
mis lecciones sobre el orden, falte a la moderación, que es
el padre del orden. Porque gradualmente se va elevando a
una pureza de costumbres y vida perfecta no sólo por la fe,
sino también con la guía de la razón. Pues al que considera
la potencia y la fuerza de los números le parecerá grande
miseria y bajeza que con su ciencia y pericia suene
agradablemente el verso bien escandido y arranque
armonías a las cuerdas del arpa, y permite, en cambio, que
su vida y su propia alma se deslice por caminos tortuosos
y que dé un estrépito discordante por dominarle las
pasiones carnales y los vicios.
51. Mas cuando el alma se ordena y embellece a sí
misma, entonces es armónica y bella, y puede contemplar
a Dios, fuente de todo lo verdadero y el mismo Padre de la
verdad. ¡Oh gran Dios, cómo serán entonces aquellos
ojos!, ¡qué puros y sanos, qué vigorosos y firmes, qué
serenos y dichosos! ¿Y cuál será el objeto de su
contemplación? ¿Quién es capaz de figurarlo, creerlo,
decirlo? Sólo disponemos del caudal de las palabras
usuales, mancilladas con la significación de las cosas más
vulgares. Yo sólo diré que se nos promete la visión de una
belleza cuyo reflejo hace bellas las cosas, cuya
comparación las vuelve deformes. Quien contemplare esta
belleza – y la alcanzará el que vive bien, el que ora bien, el
que busca bien – ya no se extrañará de ver que uno desea
tener hijos y no le vienen, y que otro tiene demasiados y
los abandona; éste los aborrece antes de nacer, aquél los
ama ya nacidos. Verá que no repugna que todo lo futuro
esté en Dios y necesariamente todo se verifica con orden,
y no obstante, la plegaria es conveniente. Finalmente,
¿cómo al hombre justo le van a turbar el ánimo las
molestias, ni los peligros, ni los halagos de la fortuna? En
este mundo sensible conviene meditar mucho sobre el
tiempo y el espacio, y se verá que lo que deleita en parte,
sea de lugar, sea de tiempo, vale mucho menos que el todo
de que es parte. Igualmente notará el hombre instruido que
lo que molesta en parte es porque no se abraza la totalidad
a que maravillosamente se ajusta aquella parte; en cambio,
en el mundo ideal, toda parte, lo mismo que el todo,
resplandece de hermosura y perfección. Se explicará esto
más ampliamente si en vuestros estudios os proponéis,
como espero, observar y guardar con absoluta gravedad y
constancia el mencionado orden expuesto aquí u otro más
breve y cómodo.

LA MÚSICA
Orientación al orden eterno
VI, 11,29. Maestro.- No envidiemos cualquier objeto
inferior a lo que somos nosotros, y entre los que nos son
inferiores y los que están por encima de nosotros,
pongámonos personalmente en nuestro propio rango con
la ayuda del Dios y Señor nuestro, para que no tropecemos
en los inferiores y nos deleitemos en sólo los superiores.
Porque el placer es como el peso del alma. El placer, por
tanto, orienta al alma: Pues donde esté tu tesoro, allí
estará también tu corazón; donde está el placer, allí
también está el tesoro, y donde está el corazón, allí está la
felicidad o la desgracia.
¿Cuáles son realmente las cosas superiores sino aquellas
en las que la igualdad permanece soberana, inconmovible,
inmutable, eterna? Allí donde no existe el tiempo, porque
no hay cambio ninguno, y de donde se forjan, ordenan y
regulan los tiempos como imitaciones de la eternidad,
mientras la revolución del cielo torna a su mismo punto y
a este mismo vuelve a traer los cuerpos celestes, y obedece
por medio de los días y meses, y años y lustros, y demás
movimientos de astros, a las leyes de la igualdad y de la
unidad y del orden. Así, las cosas terrenas, subordinadas a
las celestes, asocian los movimientos de su tiempo, gracias
a su armoniosa sucesión, por así decirlo al cántico del
universo.
El orden universal
30. Entre las cosas enumeradas, muchas nos parecen
carentes de orden y confusas porque estamos cosidos a su
ordenación conforme a nuestro beneficio, sin saber qué
belleza realiza la Providencia divina en relación a
nosotros. Pues si alguien, por ejemplo, estuviese colocado
como una estatua en un rincón de una casa espaciosísima y
bellísima, no podría percibir la belleza de aquel edificio
del que él será también una parte. Ni el soldado, puesto en
fila, es capaz de contemplar el orden de todo el ejército.
Igualmente, si durante el tiempo en que dentro de un
poema suenan las sílabas, tuviesen ellas simultáneamente
vida y capacidad perceptiva, de ninguna manera les
causaría placer la armonía y belleza de la obra continuada,
al no poder contemplarla y aprobarla toda entera, ya que
fue configurada y llevada a su acabamiento gracias a cada
una de esas sílabas que iban pasando.
Así, Dios ordenó al hombre pecador en rango propio con
su propia vergüenza, pero no de una manera vergonzosa.
Porque el hombre se colmó de vergüenza por propia
voluntad al perder el universo, del que era dueño por su
obediencia a las leyes de Dios; y ha sido puesto en su
rango, en una parte de dicho universo, de modo que quien
no quiso seguir la ley, se vea conducido por la ley. Ahora
bien: lo que se realiza legítimamente es, sin duda, justo; y
lo que es justo, no se realiza ciertamente de un modo
infame. Porque también en nuestras obras malas son
buenas las obras de Dios. Pues el hombre en cuanto
hombre, es un bien, y el adulterio, en cuanto adulterio, es
una mala acción. Por otra parte, del adulterio nace muchas
veces el hombre, es decir, de la mala acción del hombre
viene la obra buena de Dios.
31. Por tal razonamiento, los números de la razón
destacan en belleza, y si nos separásemos de ellos por
completo, cuando nos inclinamos al cuerpo, los números
proferidos no regularían a los números sensibles, que, a su
vez, a través de los cuerpos que ellos mueven, producen
las bellezas sensibles de los tiempos; y así, saliendo al
encuentro de los números sonoros, se producen también
los números entendidos; y la misma alma, al recibir todos
estos impulsos suyos, los multiplica, por así decirlo,
dentro de sí misma y produce los números de la memoria;
y esta potencia del alma, que se llama memoria, es una
gran ayuda en las complejísimas actividades de esta vida.
Hacia Dios por las armonías inferiores
13,37. Maestro.- Por tanto, pregunto yo: ¿por qué
motivo se aparta el hombre de la contemplación de cosas
de tal valor que resulte necesario se le torne a ella con
auxilio de la memoria? ¿Debe acaso pensarse que el alma
necesita de tal retorno porque estaba dirigida a otra cosa?
Discípulo.- Así pienso yo.
M.- Veamos, si te parece bien, cuál es la grandeza de esa
cosa por la que uno puede desviar su atención hasta el
extremo de apartarse de la contemplación de la igualdad
inmutable y soberana. Porque yo no veo más de tres con
su propia especie. Pues el alma, cuando se aleja de esa
contemplación, o bien se dirige a un objeto de igual valor,
o bien a una cosa superior, o bien a otra inferior.
D.- Sólo hay que considerar dos casos, porque yo no veo
qué cosa pueda haber por encima de la igualdad eterna.
M.- Y dime, por favor, ¿ves algo que la pueda igualar y
que, sin embargo, sea otra cosa distinta?
D.- Ni siquiera eso veo.
M.- Queda, pues, por investigar lo que es inferior. Pero,
en primer lugar, ¿no te sale al encuentro el alma en sí
misma, que proclama con certeza la existencia de aquella
igualdad inmutable, y que se reconoce a sí misma como
cambiante porque unas veces contempla a esta igualdad y
otras a otro objeto? Y al seguir de este modo una cosa y
después otra, ¿produce ella la variedad del tiempo, una
variedad sin presencia en las cosas inmutables y eternas?
D.- Estoy de acuerdo.
M.- Así, pues, esta disposición o movimiento del alma
por el que ella comprende, por una parte, las cosas eternas
y que las temporales son inferiores a éstas, aun dentro de
sí misma, y por otra, llegó a reconocer cómo deben
apetecerse las realidades superiores más que aquellas otras
inferiores, ¿no te parece la sabiduría misma?
D.- No es otro mi parecer.
38. M.- Pero ¿qué tenemos con ello? ¿Crees tú que
merece menos consideración el hecho de que en esta alma
no se produzca al mismo tiempo la adhesión a las
realidades eternas, una vez que en ella está ya el
conocimiento de que debe adherirse a ellas?
D.- Antes al contrario, hartamente suplico que lo
consideremos, y yo deseo saber de dónde viene.
M.- Fácilmente lo verás si reparas en qué objetos muy
principalmente solemos poner nuestra atención y
desplegar cuidado grande. ¿Son, según mi opinión,
aquellos que amamos mucho? ¿O tienes tú otra opinión?
D.- No hay otra, sin duda.
M.- Dime, te ruego, ¿qué podemos amar sino las cosas
bellas? Porque si bien algunos parecen amar las cosas feas
(a las que vulgarmente llaman los griegos saprófilos),
importa ver, a pesar de ello, en qué grado son estas cosas
menos bellas que aquellas que gustan a la mayoría. Pues
es evidente que nadie ama aquello cuya fealdad hiere su
sentido de lo bello.
D.- Es así, como dices.
M.- En consecuencia, estas cosas bellas gustan por su
armonía, en la cual ya hemos demostrado que se está
buscando ardientemente la igualdad. Porque ésta no se
encuentra solamente en la belleza que concierne al sentido
del oído y en el movimiento de los cuerpos, sino también
en las formas visibles mismas, en las que ya de un modo
más corriente se habla de belleza. ¿Crees tú que hay
alguna otra cosa, sino armoniosa igualdad, cuando los
miembros se corresponden parejos de dos en dos, y
cuando los que son solos cada uno ocupa un centro para
que, a cada lado, se guarden intervalos iguales?
D.- No es otro mi pensamiento.
M.- Y en la misma luz visible, que tiene el cetro de todos
los colores – porque también el color nos gusta en las
formas corporales -, ¿qué es, pues, lo que en la luz y en los
colores estamos buscando sino lo que conviene a nuestros
ojos? Efectivamente, nos apartamos de un excesivo
resplandor y no queremos mirar lo que está demasiado
oscuro, igual que también nos apartamos con horror de
sonidos exageradamente altos y no amamos los que
parecen puros susurros. Y esta proporcionada medida no
está en los intervalos de los tiempos, sino en el sonido
mismo, que es como la luz de esta clase de armonías y el
silencio se opone a ella como las tinieblas a los colores.
Así pues, cuando en cualquier objeto buscamos lo que
nos conviene según la medida de nuestra naturaleza y
rechazamos lo que no conviene, y que percibimos, sin
embargo, ser adecuado para otros animales, ¿no sentimos
también en estos casos una alegría gracias a una cierta ley
de igualdad, al reconocer que, por medio de vías más
ocultas, las cosas iguales están puestas en relación con sus
iguales? Cabe observar esto en los olores y sabores y en el
sentido del tacto, cosas que sería prolijo exponer con más
detalles, pero muy fáciles de experimentar, porque no hay
ninguno de estos objetos sensibles que no nos guste por su
igualdad o por su parecido. Y donde hay igualdad o
semejanza, allí hay armonía con su número, porque nada
hay tan igual o semejante que el uno comparado al uno. Si
es que no tienes algo que objetar.
D.- Estoy enteramente de acuerdo.
39.- M.- ¿Qué decir ahora? ¿Nos ha persuadido toda la
anterior discusión de que el alma produce estos
movimientos en los cuerpos, sin sufrir la acción de dichos
cuerpos?
D.- Nos ha persuadido, sin duda.
M.- Así, pues, el amor de la acción contra las pasiones
sucesivas de su cuerpo aparta al alma de la contemplación
de las cosas eternas, solicitando su voluntad con el afán
del placer sensible: es lo que ella hace por los números
entendidos-sentidos. Apártala también el amor de actuar
sobre los cuerpos, y la pone inquieta: y esto hace de ella
por los números proferidos. La apartan los recuerdos e
imaginaciones, y esto hace por los números de la
memoria. Apártala, en suma, el amor del vanísimo
conocimiento de este género de cosas: y esto hace por los
números sensibles, en los que residen una ciertas reglas
que tienen su gozo en la imitación del arte, y de éstos nace
la curiosidad, enemiga de la paz, como en su mismo
nombre (cura) se indica, y, por causa de su frivolidad,
incapaz de poseer la verdad.
Destello universal de las armonías
17, 56. Maestro.- Traigamos sólo a mientes – cosa en
altísimo grado concerniente a nuestra presente discusión –
que es gracias a la Providencia de Dios, por la que Él hizo
y gobierna todas las cosas, como puede explicarse el
hecho de que también el alma pecadora y oprimida de
fatigas sea dirigida por las armonías y ella misma
produzca armonías hasta el hondón último de corrupción
carnal. Y estas armonías, ciertamente, pueden ser cada vez
menos bellas, pero no pueden carecer enteramente de
belleza. Pues Dios, sumamente bueno y sumamente justo,
no mira con malos ojos ninguna belleza que nace a la
realidad, o por condenación del alma, o por su conversión,
o por su perseverancia.
Ahora bien: la armonía comienza por la unidad y es
bella gracias a la igualdad y a la simetría y se une por el
orden. Por esta razón, todo el que afirma que no hay
naturaleza alguna que, para ser lo que es, no desee la
unidad y que se esfuerce en ser igual a sí misma, en la
medida de su posibilidad, y que guarde su orden propio,
sea en lugares o tiempos, o mantenga su propia
conservación en un cuerpo que le sirve de equilibrio; debe
afirmar también que todo lo que existe, y en la medida en
que existe, ha sido hecho y fundamentado por un principio
único, por medio de la belleza, que es igual y semejante a
las riquezas de su bondad, por la cual el Uno y lo que
procede del uno están unidos por una, por así decirlo, muy
querida caridad.
57. Por lo cual, aquel verso: “Dios, creador de todas las
cosas” (Deus creator ómnium) no sólo produce encanto a
los oídos por la armonía de su sonido, sino mucho más al
alma por la exactitud y la verdad de su afirmación. Si es
que no te turba la torpeza de quienes, para decirlo de modo
más suave, niegan pueda nacer algo de la nada, cuando
afirmamos que lo ha hecho el Dios omnipotente.
¿Es que el artista, por medio de las armonías racionales
que hay en su arte, puede producir las armonías sensibles
contenidas en su potencia habitual, y mueve, por las
armonías sensibles, los números proferidos, con los que
pone en acción sus miembros y a los que conciernen los
intervalos de los tiempos, y por estas últimas armonías
puede a su vez configurar de la madera unas formas
visibles – armoniosas por su simetría espacial -, y la
naturaleza de las cosas, obediente a las indicaciones de
Dios, no puede producir la madera misma de la tierra y de
los demás elementos, y Él no iba a poder producir de la
nada estos últimos seres?
Todavía más. Hasta es preciso que las armonías locales
de los árboles estén precedidas por armonías temporales.
Porque no hay entre los vegetales ninguna especie que,
siguiendo los espacios de tiempo establecidos a favor de
su simiente, no eche raíces y brote, y se alce el viento y
despliegue su follaje, y se consolide con vigor y ora
produzca su fruto, ora ofrezca de nuevo la fuerza de su
semilla gracias a las muy secretas armonías de la propia
planta. ¿Cuánto más llenarán este ritmo los cuerpos de los
animales, en los que la simetría de sus miembros ofrece en
mucho más alto grado a las miradas una regularidad
pletórica de armonía?
¿Todos esos efectos pueden nacer de los elementos y los
elementos no pueden nacer de la nada? ¡Como si en ellos
hubiese, por cierto, algo más vil y despreciable que la
tierra! ¡La tierra que posee, ante todo, la forma general del
cuerpo, en la que se pone de manifiesto tanto una cierta
unidad de la armonía como el orden! Porque cualquier
partecilla del cuerpo, por pequeña que ella sea, a partir de
un punto indivisible necesariamente se desarrolla en una
longitud, adquiere a continuación anchura y finalmente
altura, con la que el cuerpo adquiere su perfección. ¿De
dónde viene, por tanto, esta medida de progresión de uno a
cuatro? ¿Y de dónde también la igualdad de las partes que
se halla en la longitud, en la anchura y en la altura? ¿De
dónde una cierta correlación (pues así prefiero yo llamar
la analogía) para que la anchura tenga respecto al punto
indivisible y la altura con relación a la anchura? ¿De
dónde, te ruego yo, viene todo eso sino de aquel soberano
y eterno principio de las armonías, y de la semejanza, y de
la igualdad, y del orden? Sí; si quitas estas propiedades a
la tierra, nada será. Por consiguiente, el Dios omnipotente
hizo la tierra y es de la nada de donde la tierra fue hecha.
58. ¿Qué más aún? Esta forma por la que la tierra se
distingue asimismo de los demás elementos, ¿no muestra
el grado de participación que ella en la unidad obtuvo, y
que ninguna de sus partes difiere de la totalidad y que por
el entramado y concordia de sus mismas partes mantiene
en su propio rango el más bajo lugar sanísimo? Sobre ella
se extiende la naturaleza de las aguas, esforzándose
también en sí misma en su tendencia a la unidad,
naturaleza la más vistosa y transparente a causa del mayor
parecido de sus partes y que guarda el lugar propio de su
ordenación y salubridad. ¿Qué diré de la naturaleza del
aire, que aspira con más ligero abrazo a la unidad, y que
supera en belleza a las aguas como éstas a las tierras y de
más alto valor para la conservación? ¿Qué decir de la
bóveda suprema del cielo, en la que se encierra la
universalidad entera de los cuerpos visibles y la suma
belleza en su género y la muy saludable perfección de
lugar?
En realidad, todas estas cosas que enumeramos con
ayuda de la sensible percepción de nuestro cuerpo, no
pueden estar en un modo de ser estable sino gracias a otras
armonías temporales que les preceden, ocultas y en
silencio, y están dentro del movimiento. Asimismo, a estas
armonías, activas en los intervalos ordenados de los
tiempos, precede y regula el movimiento vital, que
obedece al Señor de todas las cosas, no porque tiene ya en
sí ordenados los intervalos temporales de sus armonías,
sino gracias a una potencia que gobierna los tiempos. Y,
sobre esta potencia, las armonías racionales e intelectuales
de las almas bienaventuradas y santas que, sin la
mediación de ninguna otra naturaleza, recogen la ley
misma de Dios, sin la cual no cae la hoja del árbol y para
quien están contados nuestros cabellos, transmitiendo esa
ley hasta los ámbitos terrenos e infernales.

CATEQUESIS A PRINCIPIANTES
Disposición interior y expresión verbal
IX.13. Hay algunos que se presentan después de haber
seguido los estudios más corrientes en las escuelas de
gramática y oradores, que no podrás contar ni entre los
idiotas o ignorantes, ni entre los más sabios, cuya mente se
ha dedicado a cuestiones de gran importancia. A éstos,
pues, según se cree superan a los demás en el arte de la
palabra, cuando vengan a hacerse cristianos debemos
dedicarnos más ampliamente que a los otros iletrados,
pues deben ser diligentemente amonestados a que,
revestidos de humildad cristiana, aprendan a no despreciar
a los que, según saben muy bien, evitan con más diligencia
los defectos de las costumbres que los del lenguaje, y no
se atrevan a comparar un corazón puro con la habilidad de
la palabra, aun cuando antes estuvieran acostumbrados a
preferir aquella habilidad.
A estos tales debemos enseñar sobre todo a que
escuchen las divinas Escrituras para que su lenguaje sólido
no les resulte despreciable por no ser altisonante, y no
piensen que las palabras y las acciones de los hombres,
que se leen en aquellos libros, envueltos o encubiertos por
expresiones carnales, hayan de ser tomadas a la letra, sino
que deben ser explicados e interpretados para su justa
comprensión. Y por lo que se refiere a la utilidad misma
del sentido secreto, de donde también toman su nombre
los misterios, hay que mostrarles mediante la experiencia
cuánto valen las sombras del enigma para avivar el amor
de la verdad y para alejar el aburrimiento tedioso, cuando
la explicación alegórica de una cosa les descubre algo que
antes, tal como se presentaba a su mente, no les movía. A
éstos, pues, les es utilísimo saber que los conceptos deben
ser preferidos a las palabras, como el alma al cuerpo. De
donde se sigue que, así como deben escuchar discursos
verdaderos, preferibles a bien elaborados, lo mismo que
deben preferir los amigos prudentes a los atractivos.
Deberán saber también que no hay otra voz para los
oídos de Dios que el afecto del corazón. De esta manera
no se reirán cuando se den cuenta de que algunos obispos
y ministros de la Iglesia invocan a Dios con barbarismos o
solecismos, o no entienden o pronuncian de mala manera
las palabras que emplean. Y no es que todo esto no deba
corregirse, de modo que el pueblo responda “amén” a lo
que entienda perfectamente, sino que incluso deben saber
tolerarlo los que han aprendido que en la iglesia lo que
cuenta es la plegaria del corazón, como en el foro cuenta
el sonido de las palabras. Y así, la oratoria forense puede
algunas veces calificarse de buena dicción, pero nunca de
bendición. En cuanto al sacramento que van a recibir,
basta que los más inteligentes escuchen qué es lo que
significa; con los más torpes, en cambio, deberemos
servirnos a veces de una explicación más detallada y de
más ejemplos, para que no desprecien lo que están viendo.
Adaptación del discurso a los oyentes
XV, 23. Ahora tal vez me exijas la deuda de lo que,
antes de habértelo prometido, no te debía, y es que no
tarde en exponer y proponer a tu consideración algún
ejemplo de sermón, en el que yo me muestro como
catequista. Pero, antes de eso, quiero que pienses que una
es la intención del que dicta algo, pensando en un lector
futuro, y otra la del que habla en presencia directa de un
oyente; en este caso, una es la intención del que aconseja
en secreto, cuando no hay ningún otro que pueda juzgar de
nuestras palabras, y otra la del que expone alguna cosa en
público, cuando nos rodea una multitud con criterios
dispares; y, en este caso, es diferente la intención del que
instruye a uno solo, y los demás asisten como para juzgar
o confirmar lo que ya conocían, y otra cuando todos están
igualmente atentos a lo que les exponemos; y, todavía en
este caso, una es cuando nos reunimos como en privado
para conversar, y otra cuando el pueblo, en silencio, está
escuchando atento a una persona que les habla desde un
lugar elevado. Y también importa mucho, cuando
hablamos, si son muchos o pocos los que escuchan, si
doctos o ignorantes, o entremezclados; si son habitantes de
la ciudad o campesinos, o si están mezclados unos y otros;
o si se trata de una asamblea formada por todo tipo de
personas. Es inevitable, en verdad, que unos de una
manera y otros de otra influyan en el que va a hablar y
enseñar, y que el discurso proferido lleve como la
expresión del sentimiento interior del que lo pronuncia, y
que por la misma diversidad impresione de una manera u
otra a los oyentes, ya que éstos se ven influidos, cada uno
a su modo, por su presencia.
Pero ya que ahora estamos tratando de los principiantes
que debemos instruir, yo mismo te puedo asegurar, por lo
que a mí se refiere, que me siento condicionado, de una
manera u otra, cuando ante mí veo a un catequizando
erudito o ignorante, a un ciudadano o a un peregrino, a un
rico o a un pobre, a una persona normal o a otro digno de
respeto por el cargo que desempeña, o a uno de esta o
aquella escuela, formado en una u otra creencia popular; y
así, según la diversidad de mis sentimientos, el discurso
comienza, avanza y llega a su fin, de una manera o de otra.
Y como quiera que, a pesar de que a todos se debe la
misma caridad, no a todos se ha de ofrecer la misma
medicina: la misma caridad a unos esclarece y con otros
sufre, a unos trata de edificar y a otros teme ofender, se
humilla frente unos y se eleva hasta otros, con unos se
muestra tierna y con otros severa, de nadie es enemiga y
de todos es madre. Y el que no ha tenido la experiencia de
lo que estoy exponiendo, por ese espíritu de caridad,
cuando se da cuenta de que estamos en los labios de todos
a causa de ese poco talento que Dios nos ha dado, nos
considera felices. Dios, en cambio, a cuya presencia llegan
los gemidos de los esclavos, verá nuestra humildad y
nuestro esfuerzo, y así perdonará nuestros pecados. Por
eso, si nuestra manera de hablar te ha gustado hasta el
punto de pedirme que te señale algunos consejos sobre tus
discursos, creo que más aprenderás viendo y
escuchándonos cuando desempeñamos nuestra
responsabilidad que leyendo lo que estamos dictando.

RÉPLICA A JULIANO (OBRA INACABADA)


Voluntad y liberación
I, 60. Juliano.- “No hay en el hombre pecado si no hay
voluntad propia o consentimiento. En esto, todos los
hombres, incluso los menos inteligentes, convienen sin
duda conmigo. Tú concedes que los niños no tienen
voluntad propia; luego, concluye, no yo sino la razón, que
en ellos no hay pecado. No son llevados como culpables a
la Iglesia para infamar a Dios; son llevados para alabarle y
dar testimonio de que Él es autor de todos los bienes
naturales y de los dones sobrenaturales”.
Agustín.- No los deshonran cuando los insuflan, sino que
son arrancados del poder de las tinieblas; no deshonran a
Dios, sino que, al ser creados, necesitan un Salvador, para
que pasen de Adán a Cristo mediante la regeneración.
Cuando dices que no hay pecado sin voluntad propia o
consentimiento, estaría más en consonancia si añadieses
“o contagio”.
Creación de Adán
68. Jul.- “En mi obra primera se discute todo esto más
extensamente. No dices con claridad a qué muerte te
refieres cuando afirmas que este cuerpo de muerte no
existió en el Edén antes del pecado; porque, en los libros
dedicados a Marcelino, afirmas que Adán fue creado
mortal. Al añadir que la enfermedad es siembra del
matrimonio, se te puede oír con cierta benevolencia si
únicamente te refieres a tus padres. Quizás hayas conocido
alguna oculta enfermedad de tu madre, a quien llamas,
para servirme de una expresión del libro de tus
Confesiones, ”borrachina”. Por lo demás, en el matrimonio
de los santos y de todos los hombres honestos no existe
enfermedad. Cierto que el Apóstol concede la enfermedad
como remedio cuando quiere preservar a los hombres de la
Iglesia de la dolencia de la fornicación por la santidad del
matrimonio. Este es el claro sentido en el texto del
Apóstol, que confunde la osadía de tus doctrinas, como
probé ya en la última parte del primer volumen y expliqué
extensamente a lo largo de toda mi obra, según pedía la
oportunidad de mi respuesta”.
Ag.- Jamás tu falsedad aparece más evidente; la ciencia
condena tu conciencia. Lo sabes, en efecto, lo sabes bien,
está la cuestión tan diáfana, que ningún lector de estos
libros lo puede ignorar. Sabes, repito, que, en los libros
dedicados a Marcelino, he luchado con todas mis fuerzas
contra vuestra incipiente herejía y para que no se creyese
que Adán, aunque no pecase, fue creado mortal. Como si
no hubiera dicho que era mortal en el sentido de que podía
morir porque podía pecar, y tú has querido con sinuosos
procedimientos, sorprender la buena fe de los que no han
leído mis libros, y es posible que no los puedan nunca leer,
de hacerles creer, si leen los tuyos, que yo afirmo que
Adán fue creado mortal y, pecase o no, había de morir.
Esta es la cuestión y el punto principal de nuestra
controversia. Nosotros sostenemos que, si Adán no pecara,
no sufriría muerte corporal; vosotros decís que Adán,
pecase o no pecase, habría de morir en el cuerpo. ¿Por qué
finges ignorar de qué muerte hablo, cuando digo que este
cuerpo de muerte no existiría en el paraíso antes del
pecado, pues sabes de sobra de qué trato en mis libros y
con qué claridad demostré que Dios no podía decir al
hombre pecador: Tierra eres, y a la tierra irás. ¿Y quién
no comprende que se refiere a la muerte del cuerpo si
Adán, antes del pecado, debía volver al polvo, es decir,
morir en el cuerpo?
En lo que a mi madre se refiere, nunca te hizo mal
alguno, ni discutió contra ti, pero tú no has podido
contener el impulso de ultrajarla, cediendo a la pasión de
hablar mal sin temer lo que está escrito: Ni los
maldicientes poseerán el reino de los cielos. Pero ¿qué
tiene de particular mostrarte enemigo suyo, si eres
enemigo de la gracia de Dios, por la que ella fue librada de
este defectillo en su infancia? En gran honor tengo yo a
tus padres, cristianos católicos, y me congratulo que hayan
muerto antes de verte hereje.
No decimos nunca sea el comercio carnal pecado en el
matrimonio, porque esta unión tiene por objeto la
procreación de los hijos, y no el satisfacer la libido, que
niegas sea enfermedad, aunque confiesas que el
matrimonio ha sido instituido como remedio preservativo.
Muy cierto que, para evitar la fornicación, hemos de frenar
la concupiscencia que tú alabas; combatirla y oponernos
con firmeza a ella. Y cuando se sobrepasan los límites que
la naturaleza ha fijado para la generación de los hijos,
cualquiera de los esposos que ceda a la concupiscencia,
peca venialmente.
A casados habla el Apóstol cuando escribe: No os
neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo, de
mutuo consentimiento, para dedicaros sosegadamente a la
oración; luego volved a juntaros en uno, para que no os
tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia. Y añade:
Esto es una concesión, no un mandato. Sólo la honestidad
de los cónyuges hace buen uso de este mal con el fin de
engendrar hijos. Se peca venialmente dentro del
matrimonio cuando se condesciende con este mal sin la
intención de procrear, llevados sólo del placer de la carne;
a este mal se resiste para no ceder a los deseos de un
placer culpable. Y este mal habita en este cuerpo de
muerte, y, a causa de su perturbador movimiento, es para
el alma siempre importuno. Sé, dice el Apóstol, que el
bien no habita en mí, es decir, en mi carne. Mal que no
existía en este cuerpo de vida, inmune de pasiones, pues
los órganos genitales jamás se oponían al arbitrio de la
voluntad. Pero al brotar este mal se avergonzaron los
mismos que, antes del pecado, andaban desnudos y no
sentían sonrojo.
Vida feliz en el paraíso
70. Jul.- “Resumiendo lo dicho, no alteré yo tus
palabras, pero tú no has aducido ni un texto de la Escritura
en prueba de tus afirmaciones que con tinte de piedad
coloreas. Ni el Apóstol dijo lo que tú piensas, ni en el
paraíso existió otra unión de los sexos que la que ahora
existe entre esposos dentro del matrimonio instituido por
Dios, como lo prueban la condición de los sexos, la
finalidad de los órganos, las numerosas bendiciones que la
acompañan. Dicho esto, está claro que los para ti
engañados son más dignos de ira que de misericordia,
porque, para excusar sus crímenes, cometidos con toda su
mala voluntad, tú los alientas a condenar el nacimiento,
para que no cambien de conducta”.
Ag.- Piadosa acción es dar en esta vida culto a Dios y,
con su gracia, combatir las pasiones viciosas internas y
oponerles resistencia cuando nos incitan a empujar a lo
lícito, o cuando cedemos, implorar, con sentimiento de
verdadera piedad, la misericordia de Dios y ayuda contra
las recaídas. En el paraíso, si nadie hubiera pecado, no
podía ejercerse la piedad luchando contra los vicios,
porque una permanente felicidad excluye los vicios.
No indica ser hombres que luchan de verdad contra los
vicios, como cuando vosotros constantemente tejéis con
descaro el elogio de los vicios. ¿Es así, ¡oh Juliano!, que
cuando Ambrosio escribe: “Todos nacemos en pecado y su
misma fuente está contaminada”, habla inspirado por mí, o
difama el nacimiento del hombre para no cambiar de
conducta? Y cuando dice Gregorio: “Honrad el nacimiento
que os libró de los lazos del nacimiento terreno”; o cuando
al hablar de Cristo o del Espíritu Santo, decía: “Por él
somos lavados de las manchas del primer nacimiento, por
las cuales hemos sido concebidos en iniquidad y nuestras
madres nos han engendrado en pecado”; o cuando se dice
del rey David: “Sabía que había nacido en pecado y bajo
la ley del pecado”. ¿Infamaban estos doctores el
nacimiento para no cambiar de conducta?
¿Te atreves en conciencia a defender que la conducta de
Pelagio fue mejor que la de estos grandes doctores?
Perdonad, pero jamás podemos creer que vuestra vida sea
más santa que la de ellos, cuando ni vosotros mismos sois
tan incondicionales partidarios de la concupiscencia hasta
colocarla en el paraíso antes del pecado, tal como existe en
la actualidad, con sus luchas contra el espíritu.
Si, como dices, “la condición de los sexos era la misma
en el paraíso que la que en la actualidad existe en el
matrimonio”, existía antes del pecado la pasión de la
carne, sin la que ahora no existe unión sexual. Y no
queréis admitir que, en aquel lugar de delicias, los órganos
de la generación, de los que no sentían vergüenza, hayan
servido para cumplir su función generadora y, sin pasión,
obedecer a la voluntad del hombre, os pregunto aún: ¿qué
pasión, según vosotros, existía entonces? Cuando era
necesaria, seguía el libre querer, pero cuando no era
necesaria para la generación, ¿incitaba el alma y la
impulsaba a uniones culpables, o venialmente
reprensibles, entre los esposos? Si entonces era tal como
es ahora, debía causar los mismos efectos, ora se la
resistiese con templanza, ora se cediese por intemperancia,
y así el hombre o se vería obligado a servir a la libido,
pecando, o resistir en abierta lucha interior. Vosotros, si
tenéis sentido, debéis admitir que la primera condición
destruye la inocencia; la otra, la felicidad en la paz.
Resta, pues, confesar que, si la libido existió en el
paraíso, estaba sometida a la voluntad, que no alteraba la
paz del alma, ni la incitaba al mal, ni la provocaba a la
lucha, y, por consiguiente, el alma estaba sometida a Dios
y gozaba de Dios; sin apetencias del mal ni necesidad de
luchar. Pero como ahora no es así, incluso cuando cosas
lícitas desea, las apetece con ardor frenético, no con
moderación; e impulsa al espíritu a las ilícitas o lucha
contra el espíritu; reconoce, pues, que la naturaleza, antes
buena, ha sido viciada por el mal; y aunque la castidad
conyugal hace buen uso de este mal, en vista a la
procreación de la especie, no es menos cierto que este mal
es para los nacidos un mal derivado de la generación y que
debe ser, por el sacramento de la regeneración, perdonado.
71. Ag.- … si el alma, secundada por una voluntad recta,
frena esta apetencia del cuerpo, la fuente del pecado se
seca en su nacimiento; pero como el deseo de un alimento
vedado no fue reprimido, se llegó al pecado pleno, y no
sólo no se secó la fuente del pecado, sino que manó para
otros; y tan grande es la oposición entre carne y espíritu,
que, “por la prevaricación del primer hombre se convirtió
en otra naturaleza” .
Contra esta doctrina quieres tú enseñar, “con todo el
universo, que el placer de los sentidos es la ley de la
naturaleza”, como si, no en este cuerpo de muerte, pero sí
en este cuerpo de vida, el placer sensual no hubiera podido
existir en plena armonía entre las potencias del alma y de
la carne, sin ningún ilícito deseo. Grande es tu error
cuando, por la corrupción y debilidad de la naturaleza
actual, imaginas las delicias y felicidad del Edén.
Mas una es la inmortalidad por la que el hombre puede
no morir; otra la mortalidad por la que el hombre no puede
no morir; y otra la inmortalidad suprema por la que el
hombre no puede morir. ¿Por qué discurrir sobre esta
concupiscencia guerrera, esto es, acerca de la ley de los
miembros que combate la ley del espíritu? Se llama ley del
pecado porque incita al pecado, y, si se me permite la
expresión, lo manda; y si se le obedece, sin atenuantes se
peca. Se llama pecado, porque es obra del pecado y desea
pecar. Su reato ha sido por el sacramento de la
regeneración perdonado, pero permanece el combate como
prueba. Es un mal evidente. No podemos combatirlo con
las solas fuerzas de nuestra voluntad, como tú crees, sino
con la ayuda de Dios. Preciso es combatir este mal, no
negarlo. Se debe superar, no defender. Por fin, si
consientes, reconoce el mal de tu pecado; si resistes,
reconoce, al combatirlo, que es un mal.
Presciencia divina y condenación
119. Jul.- “¿De dónde me viene el honor de tan gran
ultraje? Tus alabanzas no me hubieran proporcionado
nunca tanto gozo. Mis opiniones, dices, son reprensibles;
las obras de Dios, condenables; razono mal, dices; pero
Dios es un creador inicuo; estoy, gritas, en un error; pero
Dios es un tirano; ignoro, afirmas, la ley; pero Dios ignora
la justicia; no soy católico, vociferas, porque digo que
Cristo ayuda a los que salva; pero tú juras que Dios crea al
que condena y crea sólo para condenar”.
Ag.- Todo eso se puede decir de la presciencia divina,
que ningún fiel puede negar, y creo que tampoco vosotros.
Negad que Dios sabe con antelación qué multitud de
hombres, creados por Él, se condenarán, es el medio para
hacernos creer que no los ha creado para su condenación;
y si algo más asombroso e incomprensible es el que no
arrebate de este mundo, para que la malicia no corrompa
su corazón, a los que no puede ignorar se han de hacer
malos. Dad gloria a Dios y, ante la profundidad de sus
juicios, cese el ruido ensordecedor de tus palabras agudas
y claras, pero frágiles como el cristal.
130. Ag.-… Dios no cesa de ver lo bueno que hay en su
obra, aunque venga de una raíz viciada, y, aunque te
desagrade, Dios crea a los que condena; contradícele, si
puedes, para que no forme a los que, en su presciencia,
sabe que han de hacer el mal y perseverar en su maldad
hasta el fin; y por esta causa han de ser, sin duda,
condenados; o si te place, sugiérele que arrebate de esta
vida, mientras son inocentes y buenos, a tantos millares de
niños ya bautizados, cuya vida criminal conoce de
antemano y ha de condenar al fuego eterno con el diablo, y
obtendrían así la vida eterna, si no en el reino, sí en algún
lugar de una felicidad de segundo orden que vuestra
herejía inventó para ellos.
Podrás aún, como consejero de Dios, sugerirle algo a
favor de sus hijos que regeneró y adoptó, cuya maldad y
condenación futuras ha previsto; y es que, antes de caer en
una vida culpable, sean privados de la vida y los acoja en
su reino y no vayan a parar a los suplicios eternos. Si crees
poder censurar nuestro lenguaje al decir que Dios crea
hombres para condenarlos, piensa que otro tan vacío como
tú podrá decir con mayor malicia que Dios regenera a los
que condena, porque está en su omnipotencia el
arrancarlos de las tentaciones de esta vida antes que sean
culpables. O si no puedes emplear este lenguaje sin
contradecir a Dios, ni dar un consejo a su sabiduría: Quién
conoció el pensamiento del Señor, o quién fue su
consejero, deja de imaginarte otro alfarero que no fabrique
vasijas de ignominia, y guárdate de reprender al que hace
vasos de esta especie; reconoce lo que eres, porque, para
evitar caer en este sacrilegio, te dice el Apóstol: ¿Quién
eres tú, pobre hombre, para pedir cuentas a Dios?”
Masa viciada
136. Jul.- “Por eso te es sumamente contrario el texto
del Apóstol; pues afirma que no están todos destinados a
la condenación, mientras tú sentencias que todos lo están.
Tus razones son puro absurdo cuando dices: “Sin
embargo, no están creados para la condenación los que
han de ser liberados”. Estas palabras tuyas, ni de lejos
están de acuerdo con las del Apóstol. Cuando dices:
“Todos han sido creados para condenación por ley de
nacimiento, aunque un número muy reducido son
liberados por los sacramentos”, no afirmas lo mismo que
el Apóstol, pues no dice que no son condenados los
liberados, sino que todos los hombres no son creados para
condenación, pues unos están destinados a ser vasos de
ignominia y otros vasos de honor”.
Ag.- Cuando dice el Apóstol: Por uno, todos incurrimos
en condenación, se refiere a la masa viciada que procede
de Adán; cuando dice que de esa masa se hacen vasos de
honor, valora la gracia que libera a los hombres que creó;
cuando dice que de la misma masa se hacen vasos de
ignominia, muestra la justicia de Dios, al no liberar a todos
los hombres creados por Él. Y vosotros os veis forzados a
confesarlo, pues no podéis negar que todos pertenecen a
una misma masa, cualquiera que ésta sea; y de esta masa
confesáis que algunos son adoptados para el reino de Dios,
y, por consiguiente, son vasos de honor; y de esta misma
masa otros no son adoptados y son vasos de ignominia, y
si lo reconocéis con vuestra inteligencia, lo negaréis con
descaro, pues aunque no existiera, como pretendéis, este
lugar de condenación, es una ofensa para las almas creadas
a imagen de Dios el ser excluidas del reino. Y si persistís
en negar esta gracia, daréis pruebas de asentir a este juicio
que, de no existir el pecado original, sería injusto para los
niños.
Dios bendice el matrimonio, no la libido
II. 45. Jul.- “La unión no merece reproche del Apóstol,
y es posesión del diablo; Dios la instituye, y es surtidor de
crímenes; por último, es bendecida por Dios, como
confiesas, y la condenas como fruto diabólico”.
Ag.- Dios bendijo el matrimonio, no la concupiscencia
de la carne, que codicia contra el espíritu, pues no existía
antes del pecado. No bendijo Dios el pecado ni la
concupiscencia que lucha contra el espíritu. Si no hubiera
existido el pecado, ni la naturaleza viciada por él, los
esposos, cuya unión Dios bendice, harían de los órganos
genitales un uso parecido al que nosotros hacemos de los
restantes miembros del cuerpo, sin movimiento pasional
alguno, dóciles a la voluntad; ni existiría entonces la torpe
libido, pues no ofrecería resistencia al mandato de la
voluntad, como ahora lo hace, y como lo sientes tú mismo
cuando rehúsas consentir a sus caricias y atractivos. Es
hoy el matrimonio digno de elogio, porque no instalan este
mal los hombres, sino que lo encuentran. Los esposos
hacen buen uso de este mal cuando se aparean para
engendrar hijos, aunque éstos contraigan el pecado de
origen, y por eso necesitan ser regenerados.
Eva, la mujer
56. Jul.- Hace ver el Apóstol que sus palabras no
significan que el pecado se transmita por generación
cuando, al nombrar al hombre, añade:”uno”, porque uno
es el primero de los numerales. Al explicar por quién entró
en el mundo el pecado, no sólo lo nombra, sino que
también lo numera. Por un hombre, dijo, entró en este
mundo el pecado. Uno sólo es suficiente para dar un mal
ejemplo a imitar, pero no basta para el acto de la
generación. El pecado se transmite por uno. Luego es
evidente que se trata en este lugar de un pecado de
imitación, no de generación, pues ésta sólo por dos puede
realizarse. O demuestra que pudo la generación realizarse
por Adán solo, sin la mujer, aunque esta salida no repugna
a la elegancia de tu espíritu, o bien has de reconocer la
evidencia, la generación sólo entre dos puede realizarse, y
reconoce, aunque tarde, que el número uno no se emplea
para condenar lo que obra de Dios. Por un hombre entró
en el mundo el pecado.
Al decir por “uno”, compréndelo, no ha querido decir
por “dos”. Y ¿por qué, te lo ruego, este número entra en
estos dogmas, y por qué, nombra el Apóstol con gran
precisión “un solo hombre" y no al hombre? Se revela una
profunda sabiduría en estas palabras inspiradas por el
Espíritu Santo, para prevenir y desarmar actuales errores;
para evitar todo pretexto de enseñar que es una palabra
contraria al matrimonio instituido por Dios y la fecundidad
bendecida por Él. Para dar a conocer la causa y explicar el
origen del pecado emplea, al hablar de la transmisión del
pecado, una expresión numérica, incompatible con la idea
de generación. Pecaron, cierto, los dos primeros hombres,
y a los dos se incrimina haber dado un ejemplo de pecado
a su posteridad. ¿Por qué no dice el Apóstol que el pecado
se trasmitió por dos? ¿No hubiera sido más conforme con
la verdad histórica? Pero el Apóstol no pudo expresarse
con mayor prudencia que lo ha hecho; si nombra a las dos
personas que fueron las primeras en dar mal ejemplo, y
declara que por ellas entró el pecado, abría una puerta al
error, pues pudiera pensarse que con los dos nombres
condenaba la unión conyugal y su fecundidad. Por eso ha
preferido el Apóstol, en su profunda sabiduría, nombrar
uno solo, que, siendo insuficiente para el acto de la
generación, prueba sobreabundantemente que se trata de
ejemplo. Es, pues, este ejemplo blanco de su acusación, y
el número no condena la fecundidad.
Ag.- Lo había predicho, nada ibas a decir, y el menos
inteligente ve que es así. ¿Acaso no imitan los pecadores a
Eva; y no es más bien por ella por quien tuvo origen el
pecado del género humano? Por la mujer fue el comienzo
del pecado, y por causa de ella, como está escrito, todos
morimos. ¿Por qué no quieres ver que es precisamente por
ella, por lo que habla el Apóstol de un solo hombre, por el
que entró en el mundo el pecado, sino porque quería dar a
entender que el pecado se transmite, no por imitación, sino
por generación? El comienzo del pecado fue por la mujer;
el comienzo de la generación, por el hombre; antes que dé
a luz la mujer, siembra el varón; por un hombre, pues,
entró en el mundo el pecado, porque entró por el camino
de la semilla fecundante que, al recibirla, concibe la
mujer; sólo el que nació de una mujer sin pecado no quiso
nacer de esta manera.
Número de los condenados y de los salvados
142. Jul.- “Como no ha pospuesto el Apóstol la gracia a
la culpa, sino que le da primacía al decir que el beneficio
de la gracia abundó más que la invasión del mal; mientras
en opinión de los transmisores del pecado perjudica más el
pecado que beneficia la gracia, se prueba, pues, de una
manera irrefutable que el apóstol Pablo ni pensó en la
transmisión, y, por tanto, su doctrina destruye la sentencia
de traducianistas y maniqueos, tus maestros”.
Ag.- No dice el Apóstol que “el número de los
participantes en los beneficios de la gracia superen a los
que han probado los frutos del pecado”. No dice eso el
Apóstol, o te engañas, o quieres engañar. Dice, sí, que
abundó más la gracia en muchos; no, en número mayor;
era más abundante. En comparación con el número de los
que se condenan, son pocos los que se salvan; si no los
comparamos con los que perecen, son muchos. ¿Por qué
más aquéllos que éstos? Es un secreto de Dios que muchos
quisieran conocer; pero el conocerlo es de muy pocos o,
por mejor decir, de ninguno. Pudo el Omnipotente no
crear, pues el conocedor del futuro sabía bien los que
habían de ser malos; pero siendo Él bondad infinita sabe
hacer un uso óptimo de gran número de malos; de ahí que
algo nos enseña el Apóstol, es decir, quiso manifestar su
cólera y dar a conocer su poder; soporta con inmensa
paciencia los vasos de ira, para dar a conocer las riquezas
de su gloria en los vasos de misericordia. Pero los
pelagianos no quieren creer que en un solo hombre esté
corrompida toda la masa; de ese vicio y de esa
condenación sólo la gracia sana y libera.
¿Por qué apenas se salvará un justo? ¿Es acaso trabajo
para Dios salvar a un justo? ¡Ni pensarlo! Mas para
manifestar que la naturaleza humana justamente ha sido
condenada por Dios, a pesar de su omnipotencia no quiere
librarla con facilidad de tan gran mal; por eso somos
inclinados al pecado y nos resulta laboriosa la justicia si
no amamos. Mas la caridad que transforma a estos
amantes proviene de Dios.
Por sus padrinos, los niños renuncian y creen
224. Jul.- “Habla Pablo a los vivos y les dice que la
justicia se da por medio de los sacramentos. ¿Cómo dice
que el justificado está muerto, sino porque, al expresarse
así, nos muestra, sin ambigüedad alguna, que, en su
pensamiento, el vocablo muerte significa renuncia, y
escogió esta palabra para dar a entender que los fieles
deben abstenerse de todo pecado como se abstienen los
muertos de toda acción?”
Ag.- ¡Hombre discutidor! Si en este pasaje del Apóstol
muerte significa renuncia, de suerte que el que renuncia al
pecado muere al pecado, recuerda el rito que la Iglesia de
Cristo, en la que has sido bautizado, observa en la
administración del sacramento del bautismo, y verás que
los niños, por boca de sus portadores, renuncian y creen;
rito que es posible ya no se observe entre vosotros, porque
habéis hecho tales progresos en el mal, que erráis e inducís
a otros a error diciendo que el niño bautizado no ha de
renunciar al pecado porque no tiene pecado original; y si
debe renunciar al pecado, decid a qué pecado y corregid
de una vez vuestro error.
El mal no es substancia
III.37. Jul.- “Ciertamente he demostrado, primero, que
sólo defiendo lo que la razón atestigua ser perfecta
justicia; afirmo también que Dios, en su ley, confirma
nuestra doctrina, en tercer lugar, sostenemos que lo
mandado se cumple con gloria para los observantes de la
ley. Hemos inculcado que esto es verdadera justicia,
agradable a Dios, como nos lo demuestran sus preceptos.
Y así queda probado que la teoría traducianista de los
maniqueos no encuentra apoyo alguno en la razón ni en
los testimonios de la ley”.
Ag.- Afirman los maniqueos la existencia de una
naturaleza eterna y mala; de ella pretenden que venga todo
lo malo; los católicos – y vosotros no lo queréis ser –
enseñan que la naturaleza, creada buena, viciada por el
pecado, necesita ser sanada por Cristo médico en niños y
en ancianos, porque por todos murió, luego todos
murieron. Por eso piensan los maniqueos que debe ser el
mal separado del bien como algo exterior; nosotros, en
cambio, aunque con la inteligencia separamos el bien del
mal, no creemos que sea el mal sustancia alguna; sin
embargo, no separamos el mal de los que han sido
liberados, como si estuviera fuera de ellos, pues sabemos
que debe ser sanado en ellos para que deje de existir.
Dicen los maniqueos que el mal es una substancia mala;
nosotros sostenemos que es un vicio en la substancia
buena, no una substancia. Pon atención a esta diferencia y
permite al médico, Cristo, sanar a los niños, sin temor a la
ira de Dios que dice: Castigaré en los hijos los pecados de
los padres. Fijaos que es palabra de Dios, no de Manes.
Medita lo que dice el Apóstol: Por un hombre la muerte, y
por un hombre la resurrección de los muertos; así como
en Adán todos murieron, así en Cristo todos serán
vivificados. Considera quién dijo: “Todos nacemos en
pecado”; es un obispo católico, no Manes, Pelagio o un
hereje pelagiano. Por consiguiente, puede el hombre
castigar sólo el pecado personal; Dios también el original;
por eso, cuando manda castigar los pecados de los padres
en los hijos, ordena al hombre que no haga caer sobre los
hijos el castigo que merecen los pecado de los padres.
Distingue entre juicios divinos y humanos, y te darás
cuenta de que estas dos cosas no son entre sí contrarias.
Acusación traducianista
91. Jul.- ·Se dice que por un solo hombre ha llegado el
pecado, y nos demuestra la verdad que se trata de un mero
ejemplo; con intolerable desfachatez nos dice el
traducianista que es sólo una figura del lenguaje y ha de
ser entendido el número en su sentido.
Ag.- ¿Crees que repitiendo con frecuencia este nombre
nuevo – traducianista – con intención insultante,
conseguirás, por temor del neologismo, hacer abandonar la
fe que enseña la Iglesia católica después de tantos siglos?
¿Qué no es posible ridiculizar con este método? Pero esto
es vanidad, no cortesía. Dice el Apóstol: Por un hombre
entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y
así pasó a todos los hombres. Estas palabras las
suscribimos los dos. Si nosotros somos traducianistas, a
causa del pecado, que sostenemos que se trasmite a todos
por generación, también vosotros sois traducianistas, pues
fingís que el pecado se transmite por imitación, y así pasó
a todos los hombres; y el primer traducianista lo fue el
Apóstol, porque su pensamiento nos parece evidente, o el
que, sin razón, vosotros le atribuís; con todo, el pecado
entró en el mundo por un hombre y pasó a todos los
hombres, y si el nombre de traducianista no conviene a
estas palabras, no sienta bien ni a vosotros, ni a nosotros ni
al Apóstol; mas decir esto, objetar esto, repetir hasta la
odiosa saciedad esto, dice bien a vuestra necedad.
Voluntad esclava y libre
112. Jul.- “Y para ceñirme a la presente materia, repito
que el libre albedrío únicamente nos ha sido otorgado, sin
posibilidad de asignarle otro oficio, para que la voluntad
de cada uno jamás pueda ser forzada a elegir entre justicia
e iniquidad”.
Ag.- Sentía el Apóstol una ley en sus miembros que
luchaba contra la ley de su espíritu hasta esclavizarla a la
ley del pecado, y exclama: No hago el bien que quiero,
sino que hago el mal que detesto. Debes explicar ahora
cómo uno puede ser arrastrado al mal por una voluntad
esclava. Porque, para servirme de tus palabras, si uno gime
bajo el peso de una mala costumbre sin estar aún, como
decís vosotros, bajo el reinado de Cristo, ¿tiene o no tiene
voluntad libre? Si la tiene, ¿por qué no hace el bien que
quiere, sino el mal que detesta? Si no la tiene, porque aún
no está bajo el reino de la gracia de Cristo, esto es lo que
os he dicho, lo que os repito, lo que os volveré con
frecuencia a gritar: nadie puede, si no es por la gracia de
Cristo, tener libre albedrío de la voluntad para hacer el
bien que quiere o evitar el mal que detesta; y no es que la
voluntad se vea forzada como una esclava a obrar el bien o
el mal, pero, libre de su esclavitud, es suavemente atraída
por su libertador con la dulzura del amor, no por la
amargura servil del temor.
La gran paradoja de la naturaleza humana
154. Jul.- “No hay desacuerdo entre tú y Manes sobre la
cualidad de la naturaleza, sí sobre su autor. Tú atribuyes
este mal a Dios, pues le confiesas creador de los niños,
mientras que Manes atribuye su creación al príncipe de las
tinieblas, a quien considera creador de la naturaleza
humana…
¿Qué enseñamos nosotros? Algo sin duda a los dos muy
desagradable, esto es, que la naturaleza humana no fue
creada mala por un Dios bueno; que no existe otra
naturaleza creada o mezclada por el príncipe de las
tinieblas; que, por el contrario, el mismo Dios, creador de
todas las cosas, modeló la naturaleza buena del primer
hombre y la creó tal como la crea hoy en cada niño;
confesamos, no obstante, que la ayuda de Cristo le es útil
y con frecuencia necesaria… Los dos, tú y Manes,
afirmáis la existencia de un mal natural, esto es, los dos
enseñáis que la naturaleza del hombre es mala; pero él lo
hace de buena fe, tú con gran astucia… Pero enseña
Manes que el autor de una naturaleza mala no puede ser
un ser bueno; en consecuencia, el hombre, reconocido por
los dos como naturalmente malo, es obra del príncipe de
las tinieblas, es decir, del diablo.
Ag.- La naturaleza humana, creada buena por el Dios
bueno, fue viciada por un gran pecado de desobediencia,
hasta el punto de que toda la descendencia heredó el
sufrimiento y la muerte, sin que este buen Dios le haya
rehusado cierta bondad, como enseña la fe católica contra
los maniqueos. Pensad un poco en el paraíso, vosotros que
esto negáis, os lo ruego.
Os place poner a los hombres y mujeres castos en lucha
contra el placer de la carne, embarazadas sujetas a
náuseas, mareos y enojos; unas alumbrando a destiempo,
otras con grandes gemidos y gritando de dolor en el parto;
niños que lloran, luego ríen y más tarde balbucean, van a
la escuela para aprender las primeras letras, sometidos a la
tralla, a la férula o a las varas, a diferentes castigos según
la diversidad de temperamentos; sujetos, además, a
enfermedades sin cuento, a las incursiones de los
demonios, a las dentelladas de las fieras, que a unos
despedazan y a otros devoran; y los que disfrutan de buena
salud, viven inciertos del mañana y obligan a los padres a
procurarles, con solicitud angustiosa, el alimento. Pensad
también en las viudas, en los duelos y dolores causados
por la pérdida de seres queridos.
Sería interminable enumerar los males de la vida
presente, males que no son pecados. Si todos estos males
existieran en el paraíso, sin ser causados por pecado
alguno, buscad a quién predicar esta doctrina; desde luego,
no a los fieles, sino a los bufones. Nadie llamaría paraíso a
la pintura de un Edén así, aunque lo indicara un rótulo con
este nombre; no se diría que era una equivocación del
pintor, sino una tomadura de pelo.
No obstante, ninguno de los que os conocen se
asombraría de ver vuestro nombre en el título y leer:
“Paraíso de los pelagianos”. Pero si os avergonzáis de esta
doctrina, pues si no os enrojecéis es porque habéis perdido
por completo el sentido del pudor, cambiad, por favor, tan
perversa opinión y creed que la naturaleza humana
experimentó estos males como castigo de un gran pecado
y que ninguno de estos males pudo tener cabida en el
paraíso; por eso nuestros primeros padres lo abandonaron
y su descendencia ha de sufrir males semejantes, pues el
contagio del pecado como su castigo nos concierne.
Defiende este dogma católico la justicia divina, porque
un Dios bueno no puede querer causar sin razón
sufrimiento alguno a los hombres; y os confunde a
vosotros y a los maniqueos; a vosotros los primeros, pues
convertís el paraíso en morada de todos los males; luego a
los maniqueos, por hacer de esta malhadada condición,
naturaleza de su Dios. No me inmuta el que opongas a
Manes dispuesto, como maestro, a corregir a palmetazos la
lentitud de mi ingenio; pero a ti, por favor, debe moverte
el que, según los principios abominables de vuestro error,
deberías ser adoctrinado por la férula, incluso si hubieras
nacido en el paraíso.
Si, como es vuestro deber, sentís el mismo horror que
nosotros ante absurdos tan colosales, ¿de dónde vienen,
pregunto, las miserias de los niños? Miserias que, sin
duda, no vienen de una naturaleza mala como los
maniqueos deliran, sino que vienen de aquel gran pecado
que vició la naturaleza humana y se atrajo castigos muy
justos, hasta el extremo que no sólo los cuerpos mortales
quedaron expuestos a tantos penosos accidentes, y hasta
las almas fueron, a causa de sus rudezas, sometidas a
palmetazos y azotes diversos; y así este mundo maligno
camina a su fin entre días malos, y los mismos santos,
libres ya del eterno suplicio por la misericordia divina y
recibidas las arras de una salud incorruptible, deben expiar
las penas de esta vida con el buen uso de la esperanza de
una recompensa a su paciencia, sin merecer verse libres de
combates aun después de serles perdonados sus pecados.

CARTA A HESIQUIO, sobre el fin del mundo


197. 1. Ya que vuelve a tu santidad tu hijo y nuestro
colega en el presbiterado Cornuto, por quien recibí la carta
con que tu veneración se ha dignado visitar a mi humildad,
al fin pago mi deuda, devolviéndote el obsequio debido de
mi saludo y encomendándome encarecidamente a tus
oraciones, muy agradables a Dios, señor y hermano.
Acerca de las palabras de los profetas, con frecuencia
predicciones, sobre los que quieres que te escriba alguna
cosa, me ha parecido mejor remitir a tu Beatitud algunas
exposiciones entresacadas de los opúsculos del santo
Jerónimo, hombre doctísimo, sobre esos anuncios, por si
acaso no las tienes. Si ya las tenías y no satisfacían tu
curiosidad, dígnate decirme, por favor, tu opinión sobre
ellas, y cómo entiendes tú esos mismos oráculos
proféticos. Yo creo que las semanas de Daniel han de
referirse al tiempo ya pasado, pues no me atrevo a contar
tiempos hasta la venida del Salvador, que se espera para el
fin. Y creo que ningún profeta fijó en ese sentido el
número de años, sino que está en plena vigencia más bien
lo que dijo el Señor: Nadie puede conocer los tiempos que
el Padre reservó a su poder.
2. Dice en otro lugar: Nadie sabe ni el día ni la hora.
Algunos lo entienden opinando que se puede computar los
tiempos, aunque nadie conozca el día ni la hora exactos.
No quiero recalcar aquí que las Escrituras suelen poner “el
día y la hora” para indicar el tiempo. Pero lo cierto es que
el texto citado se refiere clarísimamente a la ignorancia de
aquellos tiempos. Los discípulos le preguntan al Señor, y
él contesta: Nadie puede conocer los tiempos que el Padre
reservó a su poder. No dijo “el día” o “la hora”, sino los
tiempos, que no suelen designar tan breve espacio de
tiempo como el día y la hora, máxime si atendemos al
idioma griego, del que sabemos que fue traducido al
nuestro ese libro en que se halla el pasaje, pues el latín no
puede expresar todos los matices. En griego se lee chronos
y kairós. Aunque ambos vocablos tienen sentido diferente,
los latinos traducen ambos por “tiempos”. Los griegos
llaman kairós no a un tiempo que transcurre en el rodar de
las horas, sino al que es oportuno o inoportuno para algo,
como, por ejemplo, para la siega, la vendimia, el calor, el
frío, la paz, la guerra y cosas semejantes. Llaman, en
cambio, chronos al rodar de las horas.
3. Los apóstoles no preguntaban como si quisieran saber
precisamente el día o la hora, esto es, una brevísima parte
del día; querían saber si ya era el tiempo oportuno en que
se restablecería el reino de Israel. Entonces escucharon:
Nadie puede conocer los tiempos que el Padre reservó a
su poder, esto es, los chronos y kairós. Aunque dijésemos
en nuestra lengua tiempos u oportunidades, no daríamos la
expresión exacta, ya que tanto los tiempos oportunos
como los inoportunos se llaman kairoi. Y me parece que el
computar los tiempos, esto es los chronos, para saber
cuándo será el fin de este siglo o la venida del Señor, es
querer saber lo que nadie puede saber, según la palabra de
Cristo.
4. Ahora bien, la oportunidad del tiempo no se dará
antes de que sea predicado el Evangelio en todo el mundo,
para que sirva de testimonio a todas las naciones. Sobre
este punto leemos una afirmación clarísima del Salvador,
que dice: Y será predicado este Evangelio del reino en
todo el mundo, en testimonio para todas las naciones, y
entonces vendrá el fin. ¿Qué significa entonces vendrá,
sino que antes no vendrá? No sabemos cuándo vendrá,
pero no debemos dudar que no venga antes. Supongamos
que los siervos de Dios se tomaran el trabajo de recorrer el
orbe de la tierra intentando contabilizar las naciones en las
que todavía no se ha predicado el Evangelio. De ahí
podríamos advertir de alguna manera cuán lejos está
nuestro presente del fin del mundo. Hay muchos lugares
inaccesibles e inhabitables, y por eso no se cree que los
siervos de Dios puedan recorrer el orbe para contar
fielmente cuántas y cuán grandes son las naciones a las
que no ha llegado el Evangelio de Cristo. Pues mucho
menos creo yo que pueda saberse por las Escrituras el
espacio de tiempo que falta aún hasta el fin, ya que en
ellas leemos: Nadie puede conocer los tiempos que el
Padre reservó a su poder. Si se nos asegurase con
certidumbre que el Evangelio había sido predicado ya en
todas las naciones, ni aun así podríamos decir cuánto
tiempo queda hasta el fin. Diríamos con razón que nos
acercábamos cada vez más. Quizá diga alguno que muy
rápidamente se ha predicado el Evangelio a los pueblos
romanos y a los bárbaros ocupados, y que algunos de éstos
se han convertido a la fe de golpe y no poco a poco; por
eso no es increíble que el Evangelio pueda predicarse en
las naciones restantes en pocos años, no ya durante la vida
de los que ya hemos envejecido, pero sí en la de los
jóvenes, que aún tienen que llegar a la vejez. Pero si ha de
ser así, mejor será probarlo por la experiencia, que
descubrirlo en los libros antes que suceda.
5. Me he visto obligado a decir eso por la opinión de un
sujeto, a quien también el presbítero Jerónimo acusa de
temeridad, pues se atrevió a aplicar las semanas de Daniel
a la venida futura de Cristo y no a la pasada. Si por tus
mejores méritos el Señor reveló o revelare algo mejor a la
santa humildad de tu corazón, te ruego que te dignes
comunicármelo. Y recibe esta contestación mía como de
un hombre que preferiría saber antes que ignorar esos
puntos sobre los que consultas. Pero, como aún no lo he
conseguido, prefiero confesar con cautela mi ignorancia,
antes que profesar una falsa ciencia.

CARTA A LARGO, sobre el comportamiento ante los


incentivos de la vida
203. 1. Recibí de tu excelencia una carta en la que me
pides que te escriba. No lo desearías si no tuvieses por
grato y agradable también aquello que pensaste que yo
podía escribirte. Es esto: si codiciaste las vanidades de este
siglo antes de experimentarlas, desdéñalas una vez que las
has experimentado, porque en ellas es falaz la suavidad,
infructuosa la fatiga, perpetuo el temor y peligroso el
encumbramiento. Se entra en ellas sin reflexión y se sale
lamentando haber entrado. Así son todas las cosas que en
esta miseria mortal se apetecen con más anhelo que
sensatez. Una es la esperanza de los piadosos, otra la
ganancia de su fatiga, otro el galardón de las pruebas por
las que ha pasado. En este mundo es imposible no sentir
temor, no sufrir, no fatigarse, no correr peligros; pero
interesa mucho saber por qué motivo, esperando qué cosa
y con qué finalidad se padece. Cuando contemplo a los
amadores de este siglo, no sé cuándo puede ser oportuna la
sabiduría para sanarlos. Si consideran prósperos los
sucesos, rechazan con orgullo los consejos saludables y
los reputan cantinela senil. Cuando, en cambio, sienten las
estrecheces de la adversidad, tratan de evadirse de la
angustia presente mucho más que de buscar la curación y
el modo de llegar a donde en ningún modo puedan verse
angustiados. No faltan a veces algunos que aplican y
prestan los oídos a la verdad con mayor frecuencia en la
adversidad que en la prosperidad. Pero siempre son pocos
en número, como está profetizado. Yo deseo que seas uno
de ellos, porque te amo sinceramente, señor insigne y
nobilísimo, hijo muy deseado. Esta amonestación sea el
saludo que te devuelvo. No quiero que tengas que sufrir
cosas semejantes a las que ya sufriste; pero más sentiría
que hayas padecido todo eso sin lograr un cambio a mejor
en tu vida.
CARTA A DULCICIO, sobre un conflicto con los donatistas
204. 1. No debía yo desdeñar tu petición, cuando me
preguntaste como convenía que respondieses a los herejes
cuya salvación busca también insistentemente tu celo
confiado en la misericordia del Señor. Muchos de ellos
entienden el beneficio que se les hace; con ellos nos
congratulamos. Pero algunos, ingratos a Dios y a los
hombres, por ese miserable instinto de furor, cuando no
pueden destruirnos con sus asesinatos, creen aterrorizarnos
procurándose la muerte a sí mismos; buscan, o bien su
alegría con nuestra muerte, o bien nuestra tristeza con su
muerte. Pero el furioso error de esos pocos hombres no
debe impedir la salvación de tantas y tan grandes
poblaciones. No solamente Dios y los hombres sensatos,
sino también ellos mismos, aunque son muy enemigos
nuestros, perciben lo que les deseamos. Y así, cuando
piensan que van a llenarnos de pavor con su muerte, no
dudan de que temamos su perdición.
2. Pero ¿qué hemos de hacer, viendo cuántos son, con la
ayuda del Señor, los que hallan el camino de la paz por
medio de ti? ¿Podremos o deberemos prohibirte que
insistas en conseguir la unidad por temor a que algunos,
endurecidos y sumamente crueles consigo mismos, se
pierdan por su propia voluntad y no por la nuestra?
Desearíamos que todos los que contra Cristo llevan la
señal de Cristo y contra el Evangelio se glorían del
Evangelio sin entenderle, se apartaran de su equivocado
camino y se gozaran con nosotros en la unidad evangélica.
Dios, por su oculta pero justa disposición, ha predestinado
a algunos de ellos a las penas extremas. Sin duda es mejor
que, reintegrado y acogido (en la Iglesia) un número
incomparablemente mayor, rescatado de esa división y
dispersión pestífera, perezcan algunos en el fuego elegido
por ellos, antes que ardan todos en el sempiterno fuego
infernal, en castigo de su sacrílego cisma. La Iglesia
siente dolor por estos que perecen, como David lo sintió
por su hijo. No obstante su rebeldía, con solícito amor
había dado órdenes para que respetaran sus vidas. Cuando
murió en castigo de su nefanda impiedad, le lloró con el
testimonio de su voz bañada en lágrimas. Sin embargo,
cuando el hijo, orgulloso y maligno, fue al lugar que le
correspondía, el pueblo de Dios reconoció a su propio rey
aunque estaba dividido por la tiranía de aquél. Y la unidad
plena reconquistada consoló la tristeza.
3. Por lo tanto, no te reprendemos, señor eximio e hijo
honorable, porque hayas pensado que debías amonestar
primero mediante un edicto a los que hay en Tamugades.
Pero tu expresión: “Sabed que seréis entregados a la
muerte que merecéis”, ellos la han considerado, según lo
indican sus respuestas, como una amenaza de parte tuya de
arrestarlos y darles muerte, no entendiendo que tú
hablabas de la muerte que ellos quieren darse a sí mismos.
Porque no hay ninguna ley que te haya otorgado contra
ellos el derecho de la espada, ni los decretos imperiales, de
los que eres ejecutor, te ordenan que los mates. En el
segundo edicto, expresión de tu afecto, has explicado
mejor tu pensamiento. Al juzgar que debías dirigirte a su
obispo mediante una carta, has mostrado de un modo muy
humano de qué forma tan mansa adquieren moderación en
la Iglesia católica aun aquellos que en nombre del
emperador cristiano son encargados de corregir los errores
con el temor o con el castigo. Si en algo pecaste, fue en
tratarlo con palabras más honrosas de las que convenían a
un hereje.
4.- Quieres que yo conteste a su réplica. Creo que
piensas que se debe prestar también este servicio a los de
Tamugades, a saber: el de refutar con un poco más de
esmero la doctrina de aquel que los engañaba. Pero yo
estoy excesivamente ocupado, y en otros opúsculos he
refutado charlatanería parecida. No sé cuántas veces en
mis escritos y discusiones he demostrado que no pueden
tener muerte de mártires, pues no tienen vida de cristianos:
al mártir no lo hace la pena, sino la causa. También he
mostrado que la libertad le fue concedida al hombre, pero
que ello no obsta para que las leyes divinas y humanas
establezcan penas justas para los pecados graves, y que les
toca a los reyes piadosos de la tierra el reprimir con la
conveniente severidad, no sólo los adulterios u
homicidios, u otras acciones deshonestas o dañinas
parecidas, sino también los sacrilegios. Y mostré que
yerran mucho los que creen que nosotros recibimos a los
herejes tales como son, porque no los bautizamos. ¿Cómo
los recibiremos cuales son, si son herejes, y al pasar a
nosotros se hacen católicos? No es lícito repetir los
sacramentos una vez recibidos, pero es lícito corregir el
corazón depravado.
5. Con estas muertes furiosas que se irrogan, algunos de
ellos suelen ser detestables y abominables aun para
muchos de los suyos, cuya mente no ha caído tanto en la
demencia. Ya les he contestado, de acuerdo con las
Escrituras y principios cristianos, que está escrito: El que
para sí es malo, ¿para quién será bueno? Los que creen
que pueden y deben darse muerte a sí mismos creerán que
pueden matar también al prójimo si éste quiere morir y se
halla en las mismas pruebas, pues dice la Escritura:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero el libro de los
Reyes muestra lo suficiente que, sin la autorización de las
leyes o del legítimo poder, no es lícito matar a otro,
aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir. Porque
el rey David mandó dar muerte al que remató al rey Saúl.
Y eso que el reo alegó que Saúl, herido y agonizante, le
había ordenado ejecutarlo para librar, con un golpe, de
aquellos dolores al alma, que luchaba con las ligaduras del
cuerpo y quería desasirse. Quien sin autoridad alguna de
legítima potestad mata a un hombre, es homicida. Luego
quien así mismo se mata, no será homicida si no es
hombre. Todo esto lo he dicho de mil modos en otros de
mis sermones y escritos.
6. Sin embargo, recuerdo y debo confesar que aún no les
he respondido respecto a ese anciano Racías, que ellos,
tras haber examinado con atención todas las Escrituras
eclesiásticas, agobiados por la extrema escasez de
ejemplos, se glorían de haber encontrado al fin en los
libros de los Macabeos, en el cual quieren autorizar el
crimen con que se dan muerte. Para refutarlos, bastará que
tu caridad y cualesquiera hombres prudentes adviertan
que, si para moralizar la vida cristiana se disponen a traer
ejemplos de gente judía contenidos en las Escrituras,
entonces pueden citar ése. Pero muchos, aun de los que
han sido alabados en la verdad de los santos Libros, han
ejecutado acciones que no convienen a nuestro tiempo o
que ya en su tiempo eran reprobables. Uno de esos casos o
que ya en su tiempo eran reprobables. Uno de esos casos
es la acción de Racías. Era noble entre los suyos, había
progresado mucho en el judaísmo, dos cosas que el
Apóstol considera como daño y estiércol con comparación
con la justicia cristiana, y por eso se le llamó padre de los
judíos. Siendo esto así, ¿qué maravilla es que un
engreimiento orgulloso sobrecogiese a ese hombre, y
optase por suicidarse antes de sufrir de manos enemigas
una indigna servidumbre, después del encumbramiento
disfrutado entre los suyos?
7. Estas cosas suelen celebrarse en los libros de los
gentiles. Pero, aunque ese hombre es alabado en los libros
de los Macabeos, el hecho es narrado, no alabado. Se pone
a
la
vista para que lo juzguemos y no para que lo imitemos; no
para que lo juzguemos con nuestro criterio, pues como
hombres podemos juzgar, sino con el criterio de la
doctrina sobria, que aun en los mismos libros del Antiguo
Testamento es clara. Ese Racías estaba muy lejos de aquel
texto en que se lee: Recibe todo lo que te sobrevenga, y
sufre en el dolor, y en tu humillación ten paciencia. Luego
ese varón no fue sabio en elegir la muerte, sino incapaz de
soportar la humillación.
8. Está escrito que quiso morir noble y virilmente. Pero
¿con sabiduría? Sí, en nobleza, es decir, para no perder en
la cautividad la libertad de su linaje. Virilmente quiere
decir que tenía tal energía de ánimo, que estaba presto para
darse a sí mismo la muerte. No pudo ejecutarla a espada, y
entonces se precipitó del muro; quedó vivo, y entonces
corrió hasta una piedra abrupta y allí, ya exangüe, se
arrancó las entrañas y con ambas manos las esparcía sobre
el pueblo y luego, agotado, murió. Son acciones heroicas,
pero no buenas; no todo lo que es heroico es bueno; hay
cosas heroicas que son malas. Dios dijo: No mates al
inocente y justo. Si Racías no fue justo e inocente, ¿cómo
se le propone a la imitación? Y si fue justo e inocente,
¿por qué se opina que se debe alabar a quien mató a un
inocente y justo, o sea, a Racías?
9. Ya concluyo aquí la carta, para que no resulte
excesivamente prolija. A los de Tamugades les debo este
ministerio de caridad. Por medio de tu deseo y a través de
Eleusino, mi hijo honorable y amadísimo, que ha sido
tribuno entre ellos, me insinuaron que contestase a las dos
cartas del obispo donatista Gaudencio, máxime a la
segunda, pues en ella pretende escribir conforme a las
santas Escrituras, y que lo hiciese de modo que nadie
pueda pensar que se ha omitido algo.

CARTA A FELICIA, sobre la comunión en la unidad de la


Iglesia
208. 1. No dudo que se ha turbado tu alma por tu fe y
por la debilidad o iniquidad ajenas, dado que el santo
Apóstol, lleno de entrañas de caridad, confiesa, diciendo:
¿Quién enferma, que no enferme también yo? ¿Quién se
escandaliza, sin que me abrase también yo?”. Porque
también yo lo siento, y porque estoy solícito de tu
salvación, que radica en Cristo, pensé que debía enviar a
tu santidad esta carta de consuelo o exhortación. En el
Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, que es su Iglesia y la
unidad de sus miembros, te has convertido en una hermana
para mí, pues te amo como a miembro honorable en el
organismo cristiano y vives conmigo en el santo Espíritu
de Cristo.
2. Te advierto a que no te dejes perturbar más de lo
normal por estos escándalos. Se nos predijo que vendrían,
para que al llegar recordáramos que estaban anunciados y
no nos turbásemos demasiado. El mismo Señor los
anunció en el Evangelio: ¡Ay del mundo por los
escándalos! Es menester que vengan escándalos, pero ¡ay
de aquel hombre por quien venga el escándalo! ¿Quiénes
son esos hombres, sino aquellos de quienes dice el
Apóstol: Buscan sus intereses, no los de Jesucristo?”. Hay
algunos que ocupan la cátedra de pastor para mirar por la
grey de Cristo. Pero hay otros que la ocupan para gozar de
sus honores temporales y comodidades seculares. Es
preciso que en la misma Iglesia católica perduren hasta el
fin del siglo, hasta el juicio del Señor, estos dos tipos de
pastores, pues unos nacen mientras que otros mueren. Ya
en los tiempos apostólicos había algunos falsos hermanos,
de los que sufrió el Apóstol cuando dijo: Peligros de parte
de los falsos hermanos. Pero no los apartó por soberbia,
sino que los soportó con tolerancia. ¿Cuánto más
necesario será que los haya en nuestros tiempos, puesto
que el Señor, hablando del tiempo presente, que se acerca
a su fin, dice claramente: Porque abundará la iniquidad se
enfriará la caridad de muchos? Pero debe consolarnos y
exhortarnos lo que dice a continuación: Quien perseverare
hasta el fin se salvará.
3. Como hay pastores buenos y malos, así también hay
buenos y malos en la grey. A los buenos se les llama
ovejas; a los malos, cabritos. Pero se apacientan juntos y
mezclados hasta que llegue el Príncipe de los pastores,
que se llama el único Pastor”, y separe, como él mismo
prometió, las ovejas de los cabritos. A nosotros nos
impuso la unión, y Él se reservó la separación, pues debe
separar el que no puede equivocarse. Los siervos
orgullosos que antes del tiempo osaron con ligereza
separar lo que el Señor se reservó para sí, quedaron ellos
separados de la unidad católica. Si se mancillaron con el
cisma, ¿cómo pudieron tener un rebaño limpio?
4. Hemos de permanecer en esa unidad, sin abandonar la
era del Señor, ofendidos por el escándalo de la paja,
perseverando más bien como trigo hasta el fin de la bielda
y tolerando con el sólido peso de la caridad la paja
triturada. Con ese fin nos amonesta nuestro Pastor en el
Evangelio acerca de los buenos pastores, para que ni aún
por sus obras buenas pongamos en ellos nuestra confianza,
sino que glorifiquemos al Padre, que está en los cielos y
que les hizo tales, y le glorifiquemos también por los
pastores malos, a quienes quiso indicar con el nombre de
escribas y fariseos, porque enseñan el bien y hacen el mal.
5. De los buenos pastores habla así: Vosotros sois la luz
del mundo. No puede esconderse la ciudad edificada sobre
el monte, ni se enciende la lámpara para ponerla debajo
del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a
todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz
delante de los hombres, para que vean vuestras obras
buenas y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los
cielos. Acerca de los malos pastores amonesta a las ovejas,
diciendo: Están sentados sobre la cátedra de Moisés.
Haced lo que os dicen, pero no hagáis lo que hacen, pues
dicen y no hacen. Oyendo esto las ovejas de Cristo, oyen
la voz de Cristo aun a través de los doctores perversos, y
no abandonan su unidad. Porque el bien que les oyen decir
no es de ellos, sino de Cristo. Y pacen tranquilas porque se
nutren de los pastos del Señor aun bajo los malos pastores.
Pero no imitan las malas obras de los pastores, porque esas
obras no son de Cristo, sino de ellos. A los que ven
buenos, no sólo les oyen el bien que dicen, sino que les
imitan en las buenas obras que hacen. Uno de ellos era el
Apóstol, que decía: Sed imitadores míos como yo lo soy de
Cristo. Esa lámpara que estaba encendida es la luz
sempiterna, en el mismo Señor Jesucristo, y estaba puesta
en el candelero, pues se gloriaba de la cruz de Cristo. Por
eso dice: Lejos de mí el gloriarme sino es en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo. No buscaba sus intereses, sino
los de Cristo, y por eso, aunque exhorta a que le imiten
aquellos a quienes había engendrado por el Evangelio, sin
embargo, reprende seriamente a los que habían provocado
cismas utilizando el nombre de los apóstoles. Reprende,
pues, a los que decían: Yo soy de Pablo. ¿Acaso Pablo –
les dice – ha sido crucificado por vosotros? ¿O habéis
sido bautizados en el nombre de Pablo?
6. Por esto entendemos que los buenos pastores no
buscan sus intereses, sino los de Jesucristo, y que las
buenas ovejas, aunque imiten las obras de los buenos
pastores, no ponen su esperanza en aquellos por cuyo
ministerio se congregaron, sino más bien en el Señor, por
cuya sangre fueron redimidas, para que cuando se
encuentren con los pastores malos, que predican la
doctrina de Cristo y ejecutan sus propias acciones malas,
hagan lo que ellos dicen, pero no lo que hacen, ni
abandonen los pastos de la unidad por los hijos de la
iniquidad. Hay buenos y malos en la Iglesia católica, que
se dilata y difunde por todas las naciones, según se le
prometió, no sólo por África, como el partido de Donato, y
que, como dice el Apóstol, fructifica y crece por todo el
mundo. Pero nadie puede ser bueno si se separa de ella,
mientras piense lo contrario de ella, ya que, aunque alguno
pueda parecer bueno por su buena conducta, le hace malo
la misma división, ya que dice el Señor: El que no está
conmigo, está contra mí, y el que conmigo no recoge,
desparrama.
7. Por eso, te exhorto, señora justamente digna de
acogida e hija honorable entre los miembros de Cristo, a
mantener con fidelidad lo que el Señor te dio y a que le
ames con todo tu corazón, lo mismo que a su Iglesia, pues
no permitió que con los depravados perdieras el fruto de tu
virginidad o que pereciese. Si salieras de este mundo
apartada de la unidad del Cuerpo de Cristo, nada te
serviría el haber conservado la integridad de tu cuerpo.
Mas Dios, que es rico en misericordia, hizo contigo lo que
está escrito en el Evangelio. Cuando los invitados a la
cena del padre de familia se excusaron, dijo a sus siervos,
entre otras cosas: salid a los caminos y veredas, y haz
entrar a los que halléis. Verdad es que debes amar a los
buenos siervos con sinceridad, pues por su ministerio
fuiste obligada a entrar. Pero has de poner tu esperanza en
aquel que preparó el convite, por el cual tú estás
preocupada, pensando en la vida eterna y bienaventurada.
Encomendándole a Él tu corazón, tu compromiso, tu
virginidad, tu fe, esperanza y caridad, no te afectarán los
escándalos, que abundarán hasta el fin, sino que te
salvarás con el firme vigor de la piedad y serás gloriosa en
el Señor, perseverando en su unidad hasta el fin. Hazme
conocer en tu contestación cómo recibes esta solicitud que
siento por ti, y que he procurado insinuarte como he
podido en mi carta. La misericordia y la gracia de Dios te
protejan siempre.

CARTA EXHORTADORA A LA CONCORDIA


211. 1. Como es cierto que la severidad está dispuesta a
castigar los pecados que hallare, así lo es también que el
amor no quiera hallar nada que tenga que castigar. Por ese
motivo no fui a vosotras cuando requeristeis mi presencia
no ya para hacerme gozar de vuestra paz, sino para
aumentar vuestra discordia. ¿Cómo podría no dar
importancia o dejar sin castigo el que en mi presencia
hubiese tan gran alboroto como lo ha habido en mi
ausencia? Aunque no lo han visto mis ojos, han herido mis
oídos a través de vuestras voces. Quizá con mi presencia
hubiese sido aún mayor vuestra revuelta, pues por
necesidad tenía que negaros lo que pedíais, porque sería
un desastre que dañaría seriamente a la sana disciplina,
cosa que no os conviene. Así, al no haberos hallado yo
como hubiera querido, tampoco vosotras me hubierais
hallado como hubiese sido vuestro deseo.
2. En su carta a los Corintios el Apóstol les dice: Por mi
vida, testigo me es Dios de que, si todavía no he ido a
Corinto, ha sido en atención a vosotros. No es que
pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que
contribuimos a vuestro gozo, pues os mantenéis firmes en
la fe. Pues eso mismo os digo yo: en atención a vosotras
no he ido a vuestra casa. También tuve consideración para
conmigo mismo, para no acumular tristeza sobre tristeza.
Preferí no mostraros mi rostro, sino derramar mi corazón
ante Dios por vosotras, tratando la causa, de vuestro
peligro, no con palabras a vuestros oídos, sino con
lágrimas ante Dios, para que Él no permita que se
convierta en llanto el gozo que solíais procurarme. Y
también para hallar de vez en cuando consolación, entre
tantos escándalos que abundan por doquier en este mundo,
pensando en todas las que sois, en vuestro casto amor, en
vuestra santa vida y en la más generosa gracia que Dios os
regaló, hasta el punto de no sólo menospreciar el
matrimonio carnal, sino también elegir el habitar en
común y unidad en la misma casa, a fin de tener un alma
sola y un solo corazón hacia Dios.
3. Considerando esos bienes que hay en vosotras, esos
dones de Dios, mi corazón suele sosegarse entre las
muchas tempestades que por otros motivos lo azotan.
Corríais bien. ¿Quién os ha hechizado? Semejante
persuasión no procede de Dios que os ha llamado. Un
poco de levadura…”. No quiero continuar con el texto. Lo
que sobre todo quiero, suplico, y exhorto, es que la
levadura misma se mejore, para que no perjudique toda la
masa, como ya casi había sucedido. Si han vuelto a surgir
entre vosotras pensamientos de sensatez, orad para no
caer en la tentación, para que no haya nuevas disputas,
emulaciones, animosidades, discordias, calumnias,
rebeldías, murmuraciones. Porque no hemos plantado y
regado en vosotras ese huerto del Señor para recoger de
vosotras esas espinas. Si vuestra debilidad sigue
sublevada, orad para veros libres de la tentación. Si las que
os turban lo siguen haciendo todavía y no se corrigen,
cargarán con la condena, sean las que sean.
4. Pensad qué calamidad es ésta: ahora que sentimos el
gozo de la unidad con los donatistas, lloramos cismas
internos en el monasterio. Perseverad en el buen propósito
y no desearéis cambiar de superiora, pues teniéndola a ella
en el monasterio y perseverando vosotras por tantos años,
habéis crecido en número y en edad. Ella es la madre que
os recibió no en su seno, sino en su corazón. Todas las que
vinisteis al monasterio la encontrasteis o bien sirviendo y
complaciendo a la santa superiora, mi hermana, o bien
siendo ella la superiora que os recibió. Bajo su dirección
fuisteis instruidas, bajo ella recibisteis el velo y os habéis
multiplicado. Y ahora os alborotáis para que os la quite,
cuando deberíais llorar si tratase de hacerlo. Ella es la que
conocéis; es aquella a la que vinisteis y bajo cuya
dirección, durante tantos años, crecisteis. Únicamente es
nuevo el prepósito que acabáis de recibir. Si es por él por
quien buscáis novedad y por animosidad contra él os
rebeláis de ese modo contra vuestra madre, ¿por qué no
pedisteis más bien que os le cambiase a él? Y si os aterra
esto, pues bien sé el amor venerable que le tenéis en
Cristo, ¿por qué no os aterra más bien lo otro? Los
comienzos del prepósito en vuestra dirección se ven tan
turbados que él prefiere abandonaros a soportar esa fama y
animosidad de parte vuestra, de acuerdo con la cual se
dice que no habríais buscado otra superiora de no haber
comenzado a tenerle a él como prepósito. Que Dios os
sosiegue y componga vuestros ánimos. No prevalezca en
vosotras la obra del diablo, antes bien triunfe en vuestros
corazones la paz de Cristo. Y no corráis a la muerte por
rubor: porque no se hace lo que queréis o porque os cause
vergüenza ese deseo que no debisteis tener nunca.
Recobrad más bien, con el arrepentimiento, la energía;
pero vuestro arrepentimiento no sea como el del traidor
Judas, sino que imite las lágrimas del pastor Pedro.

ACTAS ECLESIÁSTICAS
Sucesión de Agustín, nombramiento de Heraclio
213. 1. Siendo cónsul Teodosio por duodécima vez y
Valentiniano Augusto por segunda, el 26 de septiembre,
después que el obispo Agustín tomó asiento, junto con sus
colegas en el episcopado Religiano y Martiniano, en la
Iglesia de la Paz de Hipona, estando presentes los
presbíteros Saturnino, Leporio, Bernabé, Fortunaciano,
Rústico, Lázaro y Heraclio, en presencia del clero y de un
numeroso pueblo, dijo el obispo Agustín:
Lo que ayer prometí a vuestra caridad, por lo que quise
que vinierais en mayor número, y compruebo que así lo
habéis hecho, hay que llevarlo a cabo sin demora, si
quisiere decir alguna otra cosa, no atenderéis, por estar
pendientes de aquello. Todos en esta vida somos mortales,
y el día último es siempre incierto para todos. En la
infancia se espera la adolescencia; en la adolescencia, la
juventud; en la juventud, la edad adulta; en la edad adulta,
la edad madura, y en la edad madura, la senectud. El llegar
a esas etapas o no, es incierto. Pero, con todo, se las
espera. Mas la senectud no tiene ninguna otra edad que
esperar. Es incierto hasta cuándo le durará al hombre la
senectud, pero es cierto que no le queda otra edad que
suceda a la senectud. Porque Dios quiso, llegué a esta urbe
en el vigor de mi edad. Entonces era un hombre adulto,
ahora, en cambio, soy un anciano. Sé que, cuando mueren
los obispos, los ambiciosos y contenciosos suelen turbar
las iglesias. Y eso que tantas veces he experimentado y
lamentado, debo procurar, por lo que a mí toca, que no
ocurra en esta ciudad.
Como vuestra caridad sabe, estuve hace poco en la
iglesia de Milevi. Me habían suplicado que fuese los
hermanos y principalmente los siervos de Dios que allí
hay, porque se temía algún revuelo a la muerte de mi
hermano y colega en el episcopado Severo, de feliz
memoria. Llegué y, del modo que Dios quiso, me ayudó
según su misericordia: recibieron en paz al obispo que
Severo les había designado en vida. Cuando ellos lo
conocieron, aceptaron de buen grado la voluntad del
obispo anterior. Pero no se había obrado con toda
corrección, y por eso algunos se contristaron. Mi hermano
Severo había creído que bastaba con designar al sucesor
en presencia de los clérigos, y no habló de ello al pueblo.
Y por eso había en algunos cierta tristeza. ¿Para qué más?
Porque así plugo a Dios, la tristeza se disipó y el gozo
sobrevino. Fue consagrado obispo la persona que el
anterior había designado. Así, pues, yo, para que nadie
tenga queja de mí, pongo en vuestro conocimiento mi
voluntad, que creo será también la de Dios: quiero que mi
sucesor sea el presbítero Heraclio.
El pueblo aclamó veintitrés veces: “¡Gracias a Dios!
¡Sea alabado Cristo! ¡Escucha, oh Cristo! ¡Vida a
Agustín!”; y ocho veces, “(Te queremos) a ti por padre, a
ti por obispo”.
2. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “No es
menester que yo diga nada en su alabanza. Hago honor a
su sabiduría y respeto su modestia. Basta con esto, pues le
conocéis. Digo, pues, que quiero lo que sé que queréis y si
no lo conociese ya de antes, hoy tendría aquí la prueba.
Esto quiero, esto pido a Dios con votos ardientes, aunque
me hallo en una edad en que se siente sobre todo el frío.
Os exhorto, amonesto y ruego a que lo pidáis conmigo,
para que, unidas y concordes las mentes de todos en la paz
de Cristo, confirme Dios lo que ha obrado en nosotros.
Que Dios, que me lo envió, lo guarde. Que Él lo guarde
incólume, lo guarde inmaculado, para que quien fue mi
gozo durante la vida, ocupe mi lugar en la muerte. Los
taquígrafos de la iglesia, como veis, están tomando nota de
lo que yo digo y de lo que decís vosotros. No caen en vano
mis palabras ni vuestras aclamaciones. Para hablar más
claro, os digo que estamos levantando acta eclesiástica.
Así quiero que todo quede asegurado, por lo que toca a los
hombres”.
El pueblo aclamó treinta y seis veces: “¡Gracias a Dios!
¡Sea alabado Cristo!“. Trece veces: “¡Óyenos, oh Cristo!
¡Vida a Agustín!”. Ocho veces: “(Te queremos) a ti por
padre, a ti por obispo”. Veinte veces: “Es digno y justo”.
Cinco veces: “Lo tiene merecido, es digno de ello”. Seis
veces: “Es digno y justo”.
3. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Como
iba diciendo, quiero que queden confirmadas mi voluntad
y la vuestra en las actas eclesiásticas, por lo que toca a los
hombres. Y por lo que toca a la oculta voluntad del
Omnipotente, oremos todos, como dije, para que Dios
confirme lo que ha obrado en nosotros”.
El pueblo aclamó dieciséis veces: “Te damos gracias,
por tu decisión”. Doce veces: “Así sea, así sea”. Seis
veces: “(Te queremos) por padre; queremos a Heraclio por
obispo”.
4. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Sé lo que
sabéis también vosotros, pero no quiero que le acaezca lo
que me acaeció a mí. Lo que me aconteció a mí lo saben
todos. Lo ignoran tan sólo los que entonces no habían
nacido o no tenían edad para saberlo. Estando todavía vivo
mi padre y obispo, el anciano Valerio, fui consagrado
obispo y ocupé la sede con él. Yo no sabía, y él tampoco,
que eso estaba prohibido por el concilio de Nicea. Lo que
se reprendió en mí, no quiero que se reprenda en mi hijo”.
El pueblo aclamó trece veces: “¡A Dios gracias!
¡Alabado sea Dios!”
5. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Seguirá
siendo presbítero, como lo es, y será obispo cuando Dios
quiera. Pero ahora, con ayuda de la misericordia de Cristo,
voy a hacer lo que hasta ahora no he hecho. Bien sabéis lo
que hace algunos años quise hacer y no me dejasteis. En
atención al estudio de las Escrituras, que los colegas en el
episcopado, padres y hermanos míos, se dignaron
imponerme en los dos concilios de Numidia y Cartago,
convinimos vosotros y yo en que nadie me molestase
durante cinco días de la semana. Se levantó el acta y
vosotros lo aclamasteis. Hago que se lea vuestro
asentimiento y vuestras aclamaciones. Por muy poco
tiempo se cumplió por lo que a mí respecta, pues en
seguida volvisteis a irrumpir con violencia, y no se me
permite dedicarme a lo que quiero. Antes y después de
mediodía me atan los asuntos de los hombres. Os ruego y
conjuro por Cristo, aceptad que deje la carga de esas mis
ocupaciones en este joven, es decir, en el presbítero
Heraclio, a quien hoy designo como obispo sucesor mío en
el nombre de Cristo”.
El pueblo aclamó veintiséis veces: “Te damos gracias
por tu decisión”.
6. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Doy
gracias en presencia de Dios a vuestra caridad y
benevolencia, o mejor, doy gracias a Dios por ella. Por lo
tanto, hermanos, los asuntos que traíais a mí, llevadlos a
Heraclio. Allí donde fuere necesario mi consejo, no lo
negaré. ¡Que me falte la ayuda para echarme atrás! Pero
todos los asuntos que traíais a mí llevadlos a él. Él si no
sabe qué hacer pida consejo o ayuda a quien sabe que es
padre. Así, nada os faltará a vosotros, y yo, al fin, si Dios
me concediere algún espacio de vida, emplearé esa vida,
no en la ociosidad ni en la inercia, sino en las santas
Escrituras, cuanto el Señor me lo permita y otorgue. Esto
será de utilidad para Heraclio, y por él lo será también
para vosotros. Nadie, pues, mire con recelo ese mi tiempo
libre, ya que ese tiempo libre conlleva una gran ocupación.
Veo que ya he tratado con vosotros todo aquello por lo que
os invité a venir. Mi último ruego es que os dignéis firmar
las actas todos los que podáis. Vuestra respuesta me es
necesaria en este punto. Tenga yo vuestra respuesta.
Mostrad vuestro asentimiento mediante la aclamación”.
El pueblo aclamó veinticinco veces: “¡Así sea, así sea!”.
Veintiocho veces: “¡Es digno y justo!” Otras catorce
veces: “¡Así sea, así sea!”. Cinco veces: “¡Eres digno de
ello y te lo mereces desde hace tiempo!”. Trece veces: “Te
damos gracias por tu decisión”. Dieciocho veces: “¡Cristo,
óyenos! ¡Consérvanos a Heraclio!”.
7. Cuando se callaron, el obispo Agustín dijo: “Bien está
que las cosas que tocan a Dios podamos cumplirlas
ofreciendo su sacrificio. En estos momentos de mi
oración, recomiendo encarecidamente a vuestra caridad
que olvidéis todos vuestros pleitos y ocupaciones, y
ofrezcáis vuestras plegarias al Señor por esta Iglesia, por
mí y por el presbítero Heraclio.

CARTA A POSIDIO, sobre la moda cristiana


245. 1. Más tienes que pensar en cómo has de actuar con
los que se niegan a obedecer, que en el modo de
mostrarles que no es lícito lo que hacen. La carta de tu
santidad me sorprende ahora ocupadísimo y la acelerada
vuelta del portador no me permitió ni dejar de contestarte
ni contestar como conviene a tus consultas. Pero no quiero
que emitas una sentencia prematura en prohibir los
adornos de oro o del vestido, a no ser para aquellos que ni
están ni desean casarse, y deben pensar tan sólo en agradar
a Dios. Porque los otros piensan en las cosas del mundo,
los varones en agradar a sus esposas y las mujeres a sus
maridos. Pero no es decente que las mujeres, incluso las
casadas, lleven su pelo al descubierto, pues también a ellas
les manda el Apóstol que cubran su cabeza. El darse de
coloretes para aparecer más rubicundas o blancas, pienso
que es un engaño adulterino, con el que ni los maridos
quieren ser seducidos, y sólo por ellos se les concede a las
mujeres acicalarse, aunque no se les ha de mandar. El
verdadero aderezo, particularmente de los cristianos y de
las cristianas, son las buenas costumbres, no el maquillaje
mentiroso, ni siquiera la pompa del oro y de los vestidos.
2. Es execrable la superstición de los amuletos, entre los
que hay que contar los pendientes que los varones llevan
en la parte alta de una de sus orejas, no para agradar a los
hombres, sino para servir a los demonios. ¿Quién
necesitará buscar prohibiciones especiales en las
Escrituras para esas nefandas supersticiones, cuando el
Apóstol dice en general: No quiero que os hagáis socios
de los demonios? Y también: ¿Qué tienen de común
Cristo y Belial? A no ser que digamos que ahí nombra a
Belial y prohíbe en general el trato con los demonios, pero
que los cristianos puedan sacrificar a Neptuno, ya que no
leemos una prohibición concreta sobre Neptuno. A esos
desdichados hay que amonestarlos; y si no quieren
someterse a los preceptos saludables, por lo menos que se
abstengan de promocionar sus sacrilegios, para que no
incurran en un crimen mayor. ¿Qué se puede hacer con
ellos, si temen quitarse los pendientes, y no temen recibir a
un tiempo el cuerpo de Cristo y la señal del diablo?
Respecto a la ordenación de ese sujeto que fue bautizado
en la secta de Donato, nada quiero imponerte. Una cosa es
que lo hagas si te obligan, y otra cosa distinta es
aconsejarte que lo hagas.
CARTA A MARCIANO, sobre la verdadera amistad
258. 1. He escapado, o mejor, me he escabullido y en
cierto modo me he sustraído a mis muchas ocupaciones
para escribirte a ti, viejo amigo mío, a quien no tenía,
durante el tiempo en que no le tenía en Cristo. Ya sabes
cómo definió la amistad Tulio, el máximo exponente de la
elocuencia romana, como dijo alguien. Dijo, y lo expresó
con toda exactitud: “La amistad es el acuerdo en las cosas
divinas y humanas con benevolencia y caridad”. Tú,
amadísimo mío, en otro tiempo estabas de acuerdo
conmigo en las cosas humanas, cuando yo deseaba
gozarlas al estilo vulgar. Para conseguir esas cosas de que
ahora me sonrojo, tú me favorecías y desplegabas las
velas, o más bien, entre mis otros amadores, eras de los
primeros en hinchar con el viento de las alabanzas las
velas de mis apetencias. En cuanto a las cosas divinas, en
las que en aquel tiempo no había brillado para mí verdad
alguna, nuestra amistad claudicaba en la mejor parte de la
definición: había acuerdo tan sólo en las cosas humanas,
aunque con benevolencia y caridad, pero no en las divinas.
2. Cuando abandoné aquellas apetencias, tú, con
perseverante benevolencia, apetecías mi salud mortal y
querías verla feliz con la prosperidad de aquellas cosas
que el mundo suele desear. Así, a cierto nivel existía entre
nosotros un benévolo y afectuoso acuerdo sobre las cosas
humanas. Pero ¿cómo podré explicar ahora con palabras
cuánto gozo contigo, pues aquel a quien durante tanto
tiempo tuve por amigo es ya verdadero amigo? Ahora se
ha añadido el acuerdo en las cosas divinas. Conmigo
llevabas la vida temporal con agradabilísima benignidad,
pero ahora has comenzado a vivir conmigo en la esperanza
de la vida eterna. Tampoco ahora nos separa disensión
alguna en las cosas humanas, pues las valoramos a la luz
de las divinas, para no concederles más de lo que
justamente reclama su condición. No las rechazamos con
un inicuo desdén para no hacer injuria al Creador de todas
esas cosas terrestres y celestes. Así sucede que cuando no
hay acuerdo en las cosas divinas entre los amigos,
tampoco puede haberlo pleno y verdadero en las humanas.
Es inevitable que quien desprecia las cosas divinas, estime
en más de lo conveniente las humanas, y que no sepa amar
rectamente al hombre quien no ama al Creador del
hombre. Por eso digo que ahora eres más amigo, o que
antes tan sólo en parte lo eras, sino que, cuanto la razón
indica, no lo eras tampoco parcialmente cuando no tenías
una verdadera amistad conmigo ni en las cosas humanas.
Porque no estabas asociado a mí en las cosas divinas, por
las que se valoran rectamente las humanas, ya cuando yo
estaba alejado de ellas, ya cuando yo comencé a
saborearlas de algún modo y tú estabas muy distante.
3. No quiero que te enfades y tengas por absurdo el que
te diga esto: durante el tiempo en que yo suspiraba por
vanidades mundanas, aunque tú creyeras que yo te amaba
con exceso, aún no eras amigo mío; yo mismo no era
amigo mío, sino más bien enemigo. Porque amaba la
iniquidad, y es verdadera la afirmación escrita en los
santos libros: El que ama la iniquidad odia su alma. Y si
yo odiaba mi alma, ¿Cómo podía ser verdadero amigo mío
quien me deseaba cosas en las que yo mismo sufría como
enemigo de mí mismo? Cuando la benignidad y gracia de
nuestro Salvador brilló para mí, no según mis méritos,
sino según su misericordia, tú eras todavía ajeno a ella.
¿Cómo podías ser amigo mío, ignorando en absoluto cómo
podría ser yo feliz, y no amándome justamente en aquello
en que yo me había hecho de algún modo amigo mío?
4. Doy, pues, gracias a Dios porque al fin se dignó
hacerte amigo mío. Ahora hay entre nosotros acuerdo en
las cosas divinas y humanas con benevolencia y caridad en
Jesucristo nuestro Señor, en la más auténtica paz nuestra.
El cual recapituló todos los oráculos divinos en dos
preceptos, diciendo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, y amarás
al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos
penden toda la ley y los profetas. En el primero hay
acuerdo con las cosas divinas, y en el segundo, en las
cosas humanas, con benevolencia y caridad. Si mantienes
contigo firmemente los dos, nuestra amistad será auténtica
y sempiterna. Y nos unirá no sólo al uno con el otro, sino a
ambos con Dios.
5. Para que así sea, exhorto a tu gravedad y prudencia a
que recibas ya también los sacramentos de los fieles.
Porque eso conviene a tu edad y se ajusta, según creo, a
tus costumbres. Recuerda lo que me dijiste cuando yo iba
a partir, trayendo a la memoria un verso de Terencio,
tomado de una comedia, pero muy oportuno y útil: “Ahora
este día trae nueva vida, reclama otras costumbres”. Si lo
dijiste con verdad, y en ti eso no puedo dudarlo, ya vives
de tal manera que te has hecho digno de recibir en el
bautismo saludable la remisión de los pecados pasados.
Porque no hay otro fuera del Señor Cristo a quien el
género humano pueda decir: “Guiando tú, si aún quedan
rastros de nuestro delito, libre quedará la tierra del pavor
para siempre”. Virgilio confiesa que eso lo tomó del
oráculo de Cumas, esto es, del cántico sibilino. Quizá
también aquella mujer adivina había oído algo en su
espíritu acerca del único Salvador, y se vio obligada a
confesarlo.
A pesar de mis múltiples ocupaciones, te he escrito esto,
poco o mucho, señor justamente digno de ser acogido,
hermano amadísimo y deseadísimo en Cristo. Deseo
recibir tu contestación anunciándome que has inscrito tu
nombre en la lista de competentes, o que vas a inscribirlo.
Dios, el Señor en quien has creído, te guarde aquí y en el
mundo futuro.

CARTA A FABIOLA, sobra la amistad


267. Agustín saluda en el Señor a Fabiola, señora
piadosísima y excelentísima e hija digna de alabanza en la
caridad de Cristo.
Aunque no hiciste más que contestar, leí la carta de tu
santidad, de manera que me siento obligado a responder.
Te lamentas de la peregrinación por la que conseguimos
gozar perpetuamente con los santos, y con razón prefieres
el deseo de la patria celestial, donde ya no viviremos
separados por espacios terrenos, sino que siempre nos
regocijaremos en la contemplación del Único. Feliz eres
cuando eso piensas conforme a la fe; más feliz cuando lo
amas, y por eso serás también felicísima cuando lo
consigas. Pero ahora observa con mayor diligencia por qué
principalmente se nos dice que estamos distantes: ¿porque
no vemos mutuamente nuestros cuerpos, o porque no
damos ni recibimos señales de las almas, en lo que
consiste el conversar? Yo pienso que aunque nuestros
cuerpos estén separados por amplios espacios, si
pudiésemos conocer nuestros pensamientos, estaríamos
más cerca unos de otros que si estuviésemos sentados y
callados uno frente a otro mirándonos, sin dar con la voz
ningún signo de nuestro íntimo pensar y sin manifestar
nuestra alma con los movimientos del cuerpo. Por donde
ya entiendes que cada cual está más presente a sí mismo
que unos a otros, porque cada uno se conoce a sí mismo
mejor que a otros, y no porque vea su propio rostro, que
lleva y se le oculta si no tiene a mano un espejo, sino
porque ve su conciencia, aunque sea con los ojos cerrados.
¡Qué poca cosa es esta vida que tenemos por algo grande!

CARTA A ALIPIO sobre la venta de esclavos


10*.1. No he visto personalmente a nuestros santos
hermanos o colegas en el episcopado. Pero ellos a su
regreso (de Roma) me avisaron por carta que si quería
escribir algo a tu santidad, lo enviase a Cartago. De ahí
que haya dictado estas líneas para saludarte con ellas.
También deseo ver pronto a tu fraternidad, ahora que se
añade la esperanza de tu regreso como indicaste en tu
carta. Ya te había contestado, indicándote que junto con tu
informe me habían llegado los libros de Juliano y Celestio,
que me enviaste por nuestro hijo el diácono Conmilitón…
Después de haber leído detenidamente tu informe vi que
en aquella circunstancia no pudiste hacer muchas cosas
que eran necesarias, y, eliminadas algunas que o ya fueron
realizadas o no parece que urjan mucho, consideré que
debía enviártelo, por si podías ejecutarlas esta vez.
2. Pero añado también esto otro: es tal la muchedumbre
de traficantes de esclavos, a los que en África llamamos
mangones, que en una gran extensión la agotan de
recursos humanos, traspasando a las provincias
transmarinas a los que compran, casi todos personas libres.
Apenas se encuentran unos pocos que hayan sido vendidos
por sus padres. Sin embargo, dichos traficantes no los
compran como lo permiten las leyes romanas, para un
trabajo de veinticinco años, sino que los compran
sencillamente como esclavos y los venden allende el mar,
también como esclavos. Sólo muy raramente compran
verdaderos esclavos a sus amos. Además de esa
muchedumbre de mercaderes, ha crecido tanto el número
de seductores y depredadores, que, con atuendo militar o
bárbaro para infundir terror, se les ve asaltar en cuadrillas
y a voz en grito ciertas zonas rurales, en las que hay pocos
hombres, y llevarse por la fuerza a la gente para venderla a
esos traficantes.
3. Paso por alto que hace muy poco tiempo nos había
llegado el rumor de que, por este sistema de agresiones, en
un cortijo, después de haber dado muerte a los varones, se
llevaron a las mujeres y a los niños para venderlos. No se
decía, sin embargo, dónde había sucedido tal cosa, si es
que había sucedido. Pero hallándome yo en compañía de
quienes habían sido liberados de aquella miserable
cautividad por obra de nuestra Iglesia, yo mismo
interrogué a una muchacha que había sido raptada de casa
de sus padres. Luego le pregunté si la hallaron allí a ella
sola, y respondió que el asalto había ocurrido en presencia
de sus padres y hermanos. También se hallaba presente su
hermano, que había acudido a recogerla, puesto que era
pequeña, y él mismo me explicó cómo había sucedido.
Contó que habían irrumpido de noche depredadores de ese
estilo, de los que se habían ocultado como habían podido
antes de atreverse a ofrecerles resistencia, creyendo que
eran bárbaros. Pero si no hubiesen sido traficantes, aquello
no hubiese sucedido. Y no creo que el rumor vaya a callar
este mal de África, incluso allí donde os halláis. Algo
incomparablemente menor ocurrió cuando el emperador
Honorio dio una ley al prefecto Adriano prohibiendo tal
tipo de comercio y juzgó que a tan impíos comerciantes
había que castigarlos con plomo, proscribirlos y enviarlos
a un exilio perpetuo. Aquella ley no menciona tampoco a
los que compran a esos hombres libres, engañados o
violentados, porque casi son éstos los únicos que lo hacen,
sino en general a todos los que traspasan a las provincias
transmarinas a familias enteras para venderlas; en dicha
ley ordenaba que hasta los esclavos fueran agregados al
fisco, lo que no mandaría si se tratase de personas libres.
4. He agregado a este mi informe dicha ley, no obstante
que quizá sea más fácil hallarla en Roma. Ciertamente es
útil y podría ser el remedio para esta pestilencia. Nosotros
comenzamos a servirnos de ella en tanto en cuanto es
suficiente para liberar a los hombres, no para castigar a los
traficantes que perpetran tantos y tan enormes crímenes.
Con dicha ley amedrentamos a los que podemos, pero no
la aplicamos. Más aún, tememos que quizá otros se sirvan
de ella para conducir al castigo debido a esos hombres
delatados por nosotros, aunque detestables y merecedores
de condena. En consecuencia, si escribo esto a tu beatitud,
es sobre todo para que los piísimos y cristianos príncipes
determinen, si es posible, que dichos sujetos no vayan a
parar al peligro de la condena establecido por esa ley, y
sobre todo al castigo del plomo – en el que los hombres
mueren fácilmente -, cuando la Iglesia libera de sus manos
a otros hombres. Quizá es necesario que se divulgue esta
ley, para cohibirlos a ellos, a fin de que esos miserables
hombres libres no sean conducidos a una esclavitud
perpetua si nosotros dejamos de actuar por miedo. Si
nosotros no hacemos nada a favor de ellos, ¿puede hallarse
fácilmente alguien que, si tiene algún poder en el litoral,
no prefiera venderles esos cruelísimos viajes marítimos
antes que, llevado de la misericordia cristiana o al menos
humana, sacar a alguno de esos miserables de la nave o
impedir que suba a bordo?
5. Es competencia de los poderes o cargos públicos, por
cuya providencia se dio esta ley o cualquier otra que se
haya promulgado sobre el asunto, procurar su ejecución,
para que África no se vea ya más despojada de su
elemento indígena y, como un fluir que no cesa, una
multitud tan grande de personas, de uno y otro sexo,
capturadas en grandes redadas y en tropel, pierda la
libertad de un modo peor que cayendo cautivas de los
bárbaros. En efecto, muchos son redimidos del poder de
éstos, pero los trasladados a las provincias transmarinas no
hallan si siquiera el auxilio del rescate. Además, a los
bárbaros se les opone resistencia cuando el ejército
romano actúa acertadamente y con éxito, para que
ciudadanos romanos no caigan en cautividad en poder de
ellos; en cambio, a estos traficantes, no de cualesquiera
animales, sino de hombres, ni de cualesquiera bárbaros,
sino de tributarios romanos dispersos por doquier (de
modo que, o bien raptados con violencia, o bien
engañados con astucia, se les lleva adondequiera y de
dondequiera en poder de quienes les prometen un precio),
¿quién les opone resistencia a favor de la libertad romana,
no ya en general, sino de la propia?
6. Más aún, no se puede hablar lo suficiente sobre
cuántos han caído en este lucro criminal, arrastrados por
una ambición ciega y extraña o por no sé qué peste
contagiosa. ¿Quién creerá que se ha descubierto a una
mujer, y eso aquí mismo, en Hipona, que, bajo, capa de
comprar leña, solía seducir, encerrar, torturar y vender
mujeres de Giddaba? ¿Quién creerá que un colono de
nuestra Iglesia, bastante acomodado, haya vendido a su
esposa y a la misma madre de sus hijos, sin haber ofendido
ella en nada, movido sólo por la codicia originada por esa
pestilencia? Cierto joven, de unos veinte años, instruido,
notario contable de nuestro monasterio, fue engañado y
vendido; y a duras penas pudo ser liberado por la Iglesia.
7. Si quisiera enumerar los crímenes de ese tenor,
limitándome a aquellos de los que tenemos experiencia
directa, me sería imposible. Recibe este único documento,
a partir del cual puedes hacerte una idea de todos los que
se perpetran en África entera y en todos sus puertos.
Cuatro meses antes de escribir esto, unos traficantes
gálatas – pues son sólo ellos, o ellos sobre todo, los que se
entregan con verdadera ansia a estos lucros – trajeron
gente reunida de diversas zonas, y particularmente de
Numidia. No faltó un cristiano ya bautizado, conocedor de
nuestra costumbre respecto a las limosnas en estos casos,
que lo denunció a la Iglesia. Acto seguido, estando yo
ausente, los nuestros liberaron a casi ciento veinte
hombres, una parte sacándolos de la nave en que habían
sido embarcados y otra parte… del lugar en que habían
sido ocultados para embarcarlos luego. De todos ellos,
apenas se hallaron cinco o seis que hubiesen sido vendidos
por sus padres. Respecto a los demás, cualesquiera que
oigan las distintas circunstancias por las que, a través de
seductores y salteadores, llegaron a los gálatas, apenas
contendrá las lágrimas.
8. Ahora toca a tu prudencia considerar el volumen de
tráfico de personas desdichadas que cunde por ciertos
puertos, si arde tanto la avaricia y a tanta osadía llega la
crueldad de los gálatas en Hipona la Real, donde, por la
misericordia de Dios, la diligencia de la Iglesia, mucha o
poca, está atenta a liberar a los desventurados hombres de
esa cautividad; y donde los traficantes de tales mercancías
son castigados, aunque con menor severidad de la
señalada por la ley, sí al menos con la pérdida del precio
pagado. Por la caridad cristiana, ruego a tu caridad que no
resulte inútil el haber escrito esto. A los gálatas no les
faltan patronos, por medio de los cuales nos reclaman a
aquellos a los que el Señor libertó a través de su Iglesia,
cuando ya los suyos venían a buscarlos, y con esa
finalidad llegaron aquí con cartas de los obispos. Al
momento de dictar esto, ya han comenzado a inquietarse
algunos fieles, hijos nuestros, en cuya casa habían
permanecido algunos de ellos, confiados a su atención,
pues la Iglesia no es capaz de alimentar a todos los que
libera, aunque haya llegado alguna carta de la autoridad a
la que pueden temer. Pero no desistieron en absoluto de
esa reclamación.
9. A todos los que se dignaron saludarme por la carta de
tu veneración, les devuelvo el saludo de la caridad de
Cristo, según sus méritos. Los compañeros en el servicio
divino que están conmigo se unen a mi saludo a tu
santidad.

CARTA A HONORATO, ante la invasión de los bárbaros


228. 1. Envié a tu caridad una copia de la carta que
escribí al Quodvultdeo, nuestro colega en el episcopado.
Pensé que así me libraba de la carga que me impusiste al
pedirme consejo sobre lo que debéis hacer en los peligros
en que nuestra época se ha sumido. Aunque escribí a vuela
pluma la carta, creo que nada pasé por alto de lo que yo
podía contestar y vosotros oír. Dije que había que dejar a
los que quisieran refugiarse, si podían, en plazas
fortificadas, y que no se podían romper las cadenas de
nuestro ministerio, con las que la caridad de Cristo nos
ató, para no abandonar a las iglesias a las que debemos
servir. He aquí las palabras que puse en aquella carta:
“Nuestro ministerio es tan necesario al mucho o poco
pueblo de Dios que permanece donde estamos, que ese
pueblo no puede en absoluto quedar sin asistencia. Por lo
tanto, sólo nos queda decir al Señor: Sé para nosotros
Dios protector y plaza fortificada”.
2. Pero según me escribes, este consejo no te basta, no
sea que nos propongamos obrar contra el precepto o
ejemplo del Señor, que nos advierte que hay que huir de
ciudad en ciudad. Recordamos aquellas palabras: Cuando
os persigan en esa ciudad, huid a otra. Mas ¿quién creerá
que el Señor quiso que eso sucediera privando a la grey
comprada con su sangre del ministerio necesario, sin el
cual no puede vivir? ¿Diremos acaso que así lo hizo Él
cuando de niño huyó porque le llevaron sus padres a
Egipto? Si aún no había congregado las iglesias, ¿cómo
diremos que las abandonaba? ¿Acaso, cuando el apóstol
Pablo fue descolgado en un serón por una ventana para
que no le cogieran los enemigos y huyó de éstos, quedó
abandonada aquella iglesia del ministerio necesario y no
cumplieron los otros hermanos que allí quedaban lo que
era menester? Por voluntad de ellos hizo esto el Apóstol,
para conservarse para la Iglesia, pues sólo a él buscaba el
perseguidor. Hagan, pues, los siervos de Cristo, ministros
de su palabra y de sus sacramentos, lo que Él mandó o
permitió. Huyan de ciudad en ciudad cuando son buscados
personalmente por los perseguidores, mientras la iglesia
queda asistida por otros que no son perseguidos, y que dan
el alimento a sus conciudadanos, sabiendo que sin él no
pueden vivir. Mas cuando el peligro es común para
obispos, clérigos y laicos, los que necesitan de otros no
pueden ser abandonados por ellos. O vayan todos a
refugiarse en plazas fortificadas, o los que tienen
necesidad de quedarse no sean abandonados por aquellos
que prestan los servicios eclesiásticos necesarios. O vivan
todos juntos, o sufran juntos lo que el Padre de familia
quiere que sufran.
3. Puede acontecer que todos hayan de sufrir, unos más
y otros menos, o todos lo mismo. Entonces se ve quién
sufre por los otros. Padecen por los otros aquellos que,
pudiendo librarse de ello con la fuga, prefieren quedarse
para atender a los otros en su necesidad. Aquí es donde
mejor se demuestra aquella caridad que el apóstol Juan
recomendada diciendo: Como Cristo dio su vida por
nosotros, así debemos nosotros darla por nuestros
hermanos. Los que huyen y los que, atados por sus
necesidades, no pueden huir, si son atrapados y
atormentados, padecen por sí mismos y no por sus
hermanos. Pero los que padecen porque no quisieron
abandonar a sus hermanos, que los necesitaban para su
salvación cristiana, sin duda dan la vida por sus hermanos.
4. Al respecto, oí que un cierto obispo había dicho: “Si
el Señor nos mandó huir en aquellas persecuciones en que
podemos lograr el fruto del martirio, ¿cuánto más
deberemos huir de los padecimientos estériles cuando sólo
se trata de una invasión enemiga de los bárbaros?” Eso es
cierto y aceptable, más para aquellos que no están atados
por los lazos de un oficio eclesiástico. Porque el que,
pudiendo huir, no huye ante el enemigo para no abandonar
el ministerio de Cristo, sin el cual no pueden los hombres
hacerse cristianos ni vivir como cristianos, obtiene mayor
fruto de caridad que aquel otro que huye por sí mismo y
no por los hermanos, pero que al fin es detenido y, por no
negar a Cristo, padece el martirio.
5. ¿Qué significa, pues, lo que pusiste en tu primera
carta? Dices tú: “Si hemos de quedarnos en las iglesias, no
veo en qué podemos ser de utilidad o para nosotros
mismos o para el pueblo; únicamente servirá para que ante
nuestros ojos se cometan asesinatos con los hombres y
estupros con las mujeres, se incendien las iglesias y
perezcamos en los tormentos cuando se nos exija lo que no
tenemos”. Es cierto que Dios es poderoso para oír las
preces de su familia y apartar esos males que se temen.
Pero por estas cosas que son inciertas no debe darse la
deserción efectiva de nuestro deber, sin el cual el pueblo
sufrirá un daño cierto, no en las cosas de esta vida, sino en
las de la otra, que hemos de cuidar incomparablemente
con mayor diligencia y solicitud. Si fuesen seguros esos
males cuya existencia se teme en nuestros lugares, primero
han de huir aquellos que exigen nuestra presencia, y así
nos dejarán libres de la necesidad de quedarnos. Nadie
dice que deban quedarse los ministros cuando ya no tienen
a quién servir. Así huyeron en España algunos obispos
santos cuando con anterioridad su pueblo quedó en parte
exterminado en la huida, en parte asesinado, en parte caído
en el asedio y en parte dispersado en la cautividad. Pero,
cuando se quedaron muchos que exigían su presencia,
también los obispos se quedaron bajo el mismo riesgo. Y
si algunos abandonaron a su pueblo, eso es lo que digo que
no debe hacerse. Esos no fueron enseñados por la
autoridad divina, sino vencidos o por el error o por el
miedo humano.
6. ¿Por qué creen que se ha de obedecer sin demora al
precepto de huir de una a otra ciudad, y no se horrorizan
del mercenario, que ve venir al lobo y huye, porque no
siente preocupación por las ovejas? ¿Por qué no tratan de
entender de modo que no aparezcan como contrarias, pues
realmente no lo son, las dos afirmaciones: una en que se
manda o se permite la fuga, otra en que esa fuga se
condena o vitupera? Eso no podrá lograrse sino atendiendo
a lo que arriba dije acerca de los lugares en que nos
encontramos y los casos en que deben huir los ministros
de Cristo al acercarse la persecución: o bien cuando no
queda en la grey de Cristo a quien atender, o bien cuando
queda, pero el servicio indispensable está cubierto por
otros que no tiene las mismas razones para huir. Así huyó
el Apóstol metido en un serón, como antes cité, cuando él
personalmente era buscado y no estaban en el mismo
peligro otros cuyo servicio cubría las necesidades de la
Iglesia. Así huyó el santo Atanasio, obispo de Alejandría,
cuando el emperador Constancio trataba de apresarle a él
personalmente, mientras los otros ministros atendían al
pueblo católico que quedaba en Alejandría. Cuando el
pueblo queda y los ministros huyen y les dejan sin su
servicio, ¿de qué se puede hablar sino de la fuga
condenable de los mercenarios, que no se preocupan de las
ovejas? Vendrá el lobo, no el hombre sino el diablo, que
con frecuencia persuadió a apostatar a los fieles que se
vieron privados de la administración diaria del cuerpo del
Señor: “Y perecerá, no por tu ciencia, sino por tu
ignorancia, el hermano enfermo, por quien Cristo murió”.
7. En cuanto a los que en este punto no padecen error,
pero son vencidos por el pánico, ¿por qué no luchan con
valentía, apoyados en la misericordia y ayuda de Dios,
contra su miedo, para que no sobrevengan males
incomparablemente peores y más terribles? Así se hace
cuando el amor de Dios abrasa, no cuando la codicia del
mundo humea. Porque el amor dice: ¿Quién enferma que
no enferme yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me
abrase? Pero el amor viene de Dios. Oremos, pues, para
que nos lo dé Él, que nos lo exige. Y por Él temamos la
muerte del corazón de las ovejas de Cristo por la palabra
de maldad, mucho más que la muerte del cuerpo por la
espada, pues de todos modos han de morir con algún
género de muerte. Más hemos de temer la violación de la
pureza de la fe por corrupción del sentido interior que la
violación de las mujeres por las violencias perpetradas a
su cuerpo. Con esa violencia no se viola la pureza si el
espíritu se salva, y ni siquiera el cuerpo es violado cuando
la voluntad de la paciente no usa torpemente su cuerpo,
sino que tolera, sin consentir, las torpezas ajenas. Más
hemos de temer que se apaguen las piedras vivas, al
abandonarlas nosotros, que el incendio de las piedras y
maderas de los edificios terrenos, quedando nosotros. Más
hemos de temer la muerte de los miembros del cuerpo de
Cristo, desprovistos del alimento espiritual, que el
tormento de los miembros de nuestro cuerpo bajo la
opresión del ímpetu enemigo. Esto no quiere decir que no
hayamos de evitar tales cosas cuando podamos, sino que
más bien hay que tolerarlas cuando no pueden evitarse sin
incurrir en impiedad. A no ser que alguien pretenda que no
es impío el ministro que sustrae un ministerio necesario
para conservar la piedad, precisamente cuando es más
necesario.
8. ¿O no pensamos en que, cuando se llega a estos
extremos peligros y no queda lugar para huir, suele
reunirse en la iglesia un inmenso público de ambos sexos
y de toda edad? Unos piden el bautismo, otros la
reconciliación, otros obras de penitencia, y todos consuelo,
administración y distribución de sacramentos. Si en ese
momento faltan los ministros, ¡qué ruina para todos
aquellos que salen de este mundo o no regenerados o con
los lazos de los pecados! ¡Qué inmenso luto el de sus
familiares creyentes, que ya no podrán tenerlos consigo en
el descanso de la vida eterna! ¡Cómo gemirán todos y
cómo blasfemarán algunos por carecer de los ministros y
sus servicios religiosos! Mira lo que nos trae el miedo a
los males temporales y cuántos males eternos van unidos a
él. En cambio, cuando hay ministros, atienden a todos
según las fuerzas que el Señor les otorga. Unos reciben el
bautismo, otros la reconciliación; a nadie falta la
comunión del cuerpo del Señor; todos son consolados,
edificados, exhortados a orar a Dios, que es poderoso para
apartar todos esos males que se temen. Y quedan
preparados para los dos extremos, de modo que, si no
puede pasar lejos de ellos ese cáliz, se haga la voluntad de
Aquel que no puede querer ningún mal.
10. Quizá diga alguno que los ministros de Dios deben
huir al acercarse esas desgracias, con el fin de conservarse
para utilidad de la Iglesia en tiempos más tranquilos. Eso
pueden hacerlo rectamente algunos cuando no faltan otros
para atender al ministerio eclesiástico, para que no todos
lo abandonen. Ya dijimos que eso lo hizo Atanasio; la fe
católica sabe cuán necesaria y útil era para la Iglesia la
vida de aquel varón, que con su palabra y con su amor la
defendió de los herejes arrianos. Mas, cuando el peligro es
común, es de temer que muchos hagan eso no por la
voluntad de ser útiles, sino por el miedo a la muerte, y
causen mayor mal con el escándalo de su fuga que
provecho con el deber de vivir. En esos casos no debe
hacerse. En fin, cuando el santo rey David se abstuvo de
lanzarse a los peligros de la batalla para que no se
extinguiera la antorcha de Israel, como allí se dice, esto lo
aceptó cuando se lo pidieron los suyos; no fue decisión
originariamente suya. En caso contrario hubiese arrastrado
a muchos a la cobardía con su ejemplo, quienes hubiesen
creído que lo hacía perturbado por el pánico y no por la
consideración de la utilidad de los otros.
11. Aquí hay otro problema que no debemos pasar por
alto. Procuremos no descuidar la oportunidad que se nos
presenta, de modo que algunos ministros tengan que huir
al acercarse la devastación, para prestar sus servicios a los
posibles supervivientes de la catástrofe, ¿qué se ha de
hacer entonces cuando se ve que todos han de perecer a
menos que algunos huyan? ¿Qué ocurrirá cuando la
persecución va dirigida tan sólo contra los ministros de la
Iglesia? ¿Qué diremos? ¿Tendrán los ministros que huir y
abandonar la iglesia para que no quede en una situación
aún más miserable con su muerte? Si los laicos no son
perseguidos a muerte, pueden ocultar de algún modo a sus
obispos y clérigos, según la ayuda de aquel en cuyo poder
están todas las cosas, y que puede conservar con su
admirable poder también al que no huye. Preguntamos qué
se ha de hacer, para que no se piense que tentamos a Dios
esperando milagros divinos en cualquier situación. En
todo caso, esta tempestad no es de esa clase: es común el
peligro de los mercaderes y de los marineros. Dios nos
libre de estimar en tan poco nuestra nave que los
marineros, y principalmente el piloto, hayan de
abandonarla cuando peligra, aunque puedan huir y
salvarse en el esquife o también nadando. Tememos que
con nuestra deserción padezcan los otros no la muerte
temporal, que de todos modos vendrá, sino la eterna, que
puede venir si no se está en guardia y que puede no venir
si se está. ¿En qué nos fundamos para pensar que en este
común peligro de la vida, cuando se presenta la invasión
enemiga, han de morir todos los clérigos y no todos los
laicos, de modo que terminen también su vida todos
aquellos para los que eran necesarios los clérigos? ¿Por
qué no hemos de esperar que hayan de quedar algunos
clérigos, como quedan algunos laicos, para prestar su
ministerio a quien lo necesite?
12. ¡Ojalá los ministros de Dios porfiasen sobre quiénes
habían de quedar y quiénes habían de huir para no
abandonar la Iglesia con la fuga de todos o con la muerte
de todos! Tal porfía se daría entre ellos cuando los unos y
los otros hiervan de caridad y sirvan a la caridad. Si no
pudiera terminarse la porfía sobre quiénes se han de
quedar y quiénes han de huir, a mi juicio habría que
dejarlo a suertes. Los que dijeren que deben huir podrían
parecer o cobardes que no quieren afrontar el peligro
inminente, o arrogantes, por juzgarse más necesarios a la
Iglesia y más dignos de ser conservados. Además, quizá
los mejores preferirían dar su vida por los hermanos, y
entonces se salvarán con la fuga los más inútiles, los que
tienen menos capacidad de consejo y de gobierno. Estos
mismos, si sus pensamientos están guiados por la piedad,
se opondrán a los que ellos ven que es conveniente que
sobrevivan, pero que personalmente prefieren morir a huir.
En estos casos, como está escrito, las suertes calman la
contradicción y deciden entre los poderosos. Porque en
estas dudas mejor juzga Dios que los hombres, ya se digne
llamar al fruto de la pasión a los mejores y perdonar a los
débiles, ya quiera fortalecer a éstos para que toleren los
males y sacarlos de esta vida, pues la suya no será tan
necesaria a la Iglesia de Dios cuanto la de los otros. El
echar a suertes no es método corriente. Pero, si se realiza,
¿quién osará reprenderlo? ¿Quién no lo alabará con una
intervención oportuna sino el indocto o el envidioso? Si
esto no place, porque no consta que se haya hecho nunca,
que ninguna fuga tenga como efecto el que la Iglesia se
vea privada del ministerio necesario y debido, sobre todo
en medio de tan grandes peligros. Nadie tenga preferencia
por su propia persona, de modo que, si se ve sobresaliente
por alguna gracia, diga que por eso es más digno de la
fuga. Porque quien eso piensa se complace demasiado en
sí mismo. Y el que se atreve aun a decirlo, desagrada a
todos.
13. Hay algunos que creen que los obispos y clérigos
que en tales peligros se quedan y no huyen lo hacen para
engañar a su población, que no huye al ver que se quedan
los que están al frente de ella. Pero es fácil eludir esta
respuesta o falta de visión hablando a la misma población,
y diciéndole: “No os engañe el ver que no huimos de este
lugar; nos quedamos aquí por vosotros y no por nosotros,
no sea que no podamos ofreceros lo necesario para vuestra
salvación, que reside en Cristo. Si todos quisieseis huir,
nos libraríais de estos lazos por los que estamos atados”. Y
creo que se debe decir, cuando en verdad parece útil
emigrar a lugares más seguros. Al oír esto, podrían decir
algunos o todos: “Nos quedamos a merced de Aquel a
cuya ira nadie puede escapar, vaya donde vaya, y cuya
misericordia puede encontrar, dondequiera se halle, el que
no quiera ir a ninguna otra parte, ya porque se sienta
impedido por ciertas necesidades, ya porque no quiera
fatigarse en buscar refugios inciertos para cambiar de
peligros, que no para terminarlos”. Estos tales no deben
ser privados del ministerio cristiano. Por el contrario, si al
oír eso prefieren irse, también podrán irse los que se
quedaban por ellos. Porque ya no queda allí población por
la que se debe permanecer.
14. Por lo tanto, quien huye de modo que al huir no
priva a la Iglesia del ministerio necesario, hace lo que el
Señor mandó o permitió. Pero el que huye de modo que
prive a la grey de Cristo de los alimentos espirituales de
que vive, es un mercenario, que ve venir al lobo y huye,
porque no se preocupa de las ovejas. Esto es lo que
contesto a tu consulta, hermano amadísimo, con la verdad
y la caridad que juzgué auténtica. Si hallas un consejo
mejor, no te impido que lo sigas. En estos peligros no
podemos hacer cosa mejor que orar a Dios nuestro Señor
para que se compadezca de nosotros. Algunos santos y
sabios varones, por un don de Dios, han merecido el
querer y el hacer esto: no abandonar las iglesias de Dios.
Y no han desmayado en su determinación entre los dientes
de los calumniadores.

SULPICIO SEVERO
VIDA DE MARTÍN
1.1. Muchos hombres, entregados sin sentido a los
afanes y gloria mundanales, buscaron dejar recuerdo
imborrable de su nombre, según consideraban, ilustrando
con su pluma la vida de hombres destacados. 2. No hay
duda de que esta actividad no aportaba un fruto
imborrable, pero sí minúsculo a las esperanzas concebidas,
porque transmitían su recuerdo, aunque en vano, y al
ofrecer el ejemplo de grandes hombres promovía no
escaso afán de emulación en los lectores. Y sin embargo,
la preocupación de éstos no tenía nada que ver con la vida
eterna y bienaventurada. 3. Pues, ¿de qué les sirvió la
gloria de sus escritos destinada a desaparecer con el
mundo? ¿O qué provecho sacó la posteridad leyendo los
combates de Héctor o los discursos filosóficos de
Sócrates, siendo como es una estupidez no sólo imitarlos,
sino incluso una locura rebatirlos con entusiasmo? Y es
que valorando la vida del hombre sólo por sus actuaciones
presentes han entregado sus esperanzas a los relatos, sus
almas a los sepulcros. 4. Con seguridad que en sus ansias
de inmortalidad se confiaron únicamente a la memoria de
los hombres, cuando el deber del hombre es buscar antes
una vida inmortal que un recuerdo inmortal, no
escribiendo, luchando o filosofando, sino viviendo devota,
santa y religiosamente. 5. Por cierto, que este error
humano, transmitido por la literatura, alcanzó tanta fuerza
que encontró mucha gente totalmente entregada a una
filosofía sin contenido o a la estupidez de este tipo de
valores.
6. De ahí que me parezca que voy a hacer una obra
valiosa si relato la vida de un santo varón, destinado a ser
pronto ejemplo para otros; con ello es seguro que los
lectores se verán animados a la verdadera sabiduría, a la
milicia celeste y a la virtud divina. De ello también
obtenemos ganancias en la medida en que no esperamos el
vano recuerdo de los hombres, sino el premio eterno de
Dios, porque aunque no hemos vivido de modo que
pudiéramos servir de ejemplo a otros, nos esforzamos para
que no quedara oculto quien era digno de imitación.
7. Por tanto comenzaré a escribir la vida de san Martín:
cómo se comportó antes del obispado o en el obispado,
aunque en modo alguno he podido tener acceso a todo lo
que a él se refiere: tan desconocidos son los hechos en los
que sólo estuvo él como testigo; porque como no buscaba
la alabanza de los hombres, en la medida en que de él
dependía, hubiera querido ocultar todas sus virtudes. 8.
Aunque incluso de los que teníamos noticias hemos
omitido muchos, porque creíamos que bastaba el dejar
constancia de los más destacados. Al mismo tiempo hubo
que mirar por los lectores, no fuera a producirles hastío la
acumulación excesiva. 9. E imploro a los que van a leer
que se fíen de mis palabras, que piensen que nada he
escrito sino lo averiguado y comprobado; de otro modo
hubiese preferido callar a decir falsedades.
2. 1. Pues bien, Martín era oriundo de Sabaria, ciudad de
Panonia, pero se educó en Ticino, en Italia, de padres de
no baja extracción según los criterios mundanos, pero
paganos. 2. Su padre en sus comienzos fue soldado,
después tribuno militar. Él, abrazando la carrera militar en
su adolescencia, militó en la caballería personal del
emperador bajo el rey Constancio, después bajo el César
Juliano; pero no voluntariamente, porque desde sus
primeros años la sagrada infancia del destacado muchacho
más bien aspiraba a la esclavitud de Dios. 3. Pues a los
diez años se refugió en la Iglesia contra la voluntad de sus
padres y pidió convertirse en catecúmeno. 4. Más tarde, de
modo asombroso se volcó totalmente en la obra de Dios: a
los doce años deseó retirarse al desierto y hubiese
satisfecho sus deseos, si su escasa edad no hubiese sido un
impedimento. Sin embargo, siempre pendiente de los
monasterios o de la Iglesia, ya en su niñez meditaba sobre
lo que después cumplió en total entrega.
5. Pero como hubiese salido un edicto de los reyes
diciendo que los hijos de los veteranos se inscribiesen en
el ejército, entregado por su padre (que veía con malos
ojos su feliz actividad) a los quince años, preso y
encadenado, se vio ligado por el juramento militar,
contentándose con un solo siervo como compañero; a él
servía el dueño invirtiendo los papeles, hasta el punto de
que muchas veces era él quien le quitaba el calzado, se lo
limpiaba, tomaban juntos los alimentos, pero casi siempre
servía él. 6. Por unos tres años, antes del bautismo, estuvo
en armas, sin contaminarse sin embargo de los vicios en
los que se suele ver implicado ese tipo de hombres. 7.
Mucha era su amabilidad para con sus compañeros,
asombrosa su caridad, su paciencia y su humildad fuera de
los módulos humanos. No es necesario alabar su
frugalidad, de la que hizo tal uso que ya en aquellos
tiempos se le consideraba no soldado sino monje. Por estas
cualidades se había ganado a todos sus compañeros, de tal
modo que lo respetaban con un asombroso afecto. 8. Y sin
embargo, todavía no regenerado en Cristo, se comportaba
por sus buenas obras como candidato al bautismo: asistía a
los que estaban en dificultades, ayudaba a los desdichados,
alimentaba a los necesitados, vestía a los desnudos, no se
reservaba nada de su soldada salvo el alimento cotidiano.
Ya entonces, oyente no sordo de los evangelios, no
pensaba en el mañana.
3. 1. Así que en una ocasión en que nada tenía más que
las armas y el sencillo atavío militar, en mitad del invierno
que se encrespaba con más rigor del habitual al punto de
que la intensidad del frío había acabado con mucha gente,
se encuentra en la puerta de la ciudad de Amiens a un
pobre desnudo. Como éste rogara a los transeúntes que se
compadecieran de él y todos pasaran de largo ante el
desdichado, comprendió nuestro hombre henchido de Dios
que se le reservaba a él, pues que los demás no le ofrecían
su compasión. 2. ¿Qué hacer sin embargo? Nada tenía más
que la clámide que llevaba puesta, pues lo demás lo había
agotado en obras de caridad semejantes. Así pues,
empuñando la espada de que iba ceñido, la parte por la
mitad y da una parte al pobre, se arropa él con el resto.
Entretanto alguno de los presentes comienza a reírse
porque ofrecía un aspecto extraño con la mitad de las
vestiduras; sin embargo, muchos que tenían más juicio
lamentaron en su interior no haber hecho nada semejante,
pues siendo más poderosos, sin lugar a dudas, hubiesen
podido vestir al pobre sin quedar por ello desnudos.
3. De modo que a la noche siguiente, como se hubiese
entregado al sueño, vio que Cristo estaba vestido con el
trozo de clámide con el que había cubierto al pobre. Se le
ordena que contemple con atención al Señor y que
reconozca la vestidura que había regalado. Luego escucha
a Jesús que con voz clara dice a la muchedumbre de
ángeles presentes: “Martín, todavía catecúmeno, me ha
cubierto con este ropaje”. 4. En verdad el Señor,
rememorando una expresión que ya había pronunciado -
“Cuanto hiciste por uno de estos pequeñuelos, conmigo lo
hicisteis”- confesaba haber sido vestido en la persona del
pobre, y para confirmar el testimonio de tan buena obra se
dignó mostrarse con el mismo traje que el pobre había
recibido.
5. Al ver esto nuestro bienaventurado hombre no se dejó
llevar del orgullo humano, sino que reconociendo en su
obra la bondad de Dios, como ya tenía dieciocho años,
acudió presuroso al bautismo. Y sin embargo, no renunció
inmediatamente a la milicia, convencido por los ruegos de
su tribuno a quien le unía un compañerismo afectuoso.
Efectivamente, le prometía que en cuanto pasara el tiempo
del tribunado iba a renunciar al mundo. 6. Martín,
pendiente de esta expectativa, militó sólo nominalmente
en el ejército a lo largo de casi dos años a partir de su
bautismo.
4. 1. Entretanto, a la par que los bárbaros irrumpen en
las Galias, el César Juliano, concentrando el ejército en la
ciudad de los vangiones, se dio a prometer un donativo a
los soldados y, siguiendo la costumbre se les iba citando
uno a uno hasta que llegó a Martín. 2. Considerando que
era entonces el momento adecuado para pedir la absoluta –
pues pensaba que no iba a ser totalmente libre si aceptaba
el donativo con la idea de no seguir en el ejército. 3. Dice:
“Hasta ahora, César, he luchado por ti; permite que ahora
luche por Dios. El que tenga intención de seguir en el
ejército, que acepte tu donativo; yo soy soldado de Cristo,
no me es lícito seguir en el ejército”. 4. Y entonces, ante
estas palabras bramó el tirano diciendo que renunciaba al
ejército por miedo a la lucha que iba a entablarse al día
siguiente, no por su religión. 5. Por su parte Martín, sin
atemorizarse, con tanta mayor firmeza al acusársele de
miedo, dice: “Si esta actitud se atribuye a cobardía, no a
mi fe, mañana me colocaré sin armas en primera fila de
combate, y en el nombre de mi Señor Jesús, protegido por
la señal de la cruz, no por el escudo, ni por el casco, me
internaré tranquilo en las filas enemigas”. 6. Pues bien, se
ordena que sea arrestado para que cumpla lo prometido:
exponerse desarmado ante los bárbaros. 7. Al día siguiente
los enemigos enviaron legados para tratar de la paz,
entregando todas sus propiedades y a sí mismos.
De ahí que, ¿quién puede dudar de que ésta fuera en
realidad una victoria del bienaventurado a quien se hizo
gracia de no lanzarse desarmado en batalla? 8. Y aunque el
Señor en su piedad hubiera podido salvar a su soldado aun
en medio de las espadas del enemigo, para que no se
mancillaran los ojos del santo con las muertes de otros
eliminó la necesidad de la lucha. 9. Pues no tuvo Cristo
que ofrecer otra victoria a su soldado sino la de que, tras
someterse a los enemigos sin derramar sangre, nadie
muriera.
5. 1. A partir de ese momento, abandonada la milicia, se
dirigió a san Hilario, obispo de la ciudad de Poitiers, cuya
fe en materia religiosa era comprobada y reconocida, y
durante un tiempo se quedó junto a él. 2. Ese mismo
Hilario intentó ligarlo más estrechamente a él
imponiéndole la categoría de diácono, vinculándolo al
servicio divino; pero como se hubiese resistido una y otra
vez diciendo a voces que él era indigno, se dio cuenta,
hombre como era de inteligencia profunda, que no podía
ser obligado más que de una manera, si le imponía un
cargo en el que pareciese haber lugar para la humillación.
Así que le ordenó ser exorcista. Él no rechazó aquella
ordenación, para que no pareciera que la despreciaba por
humilde. 3. Y no mucho después, advertido en sueños de
que visitara su patria y sus padres con fines religiosos,
porque todavía los retenía el paganismo, marchó de
acuerdo con la voluntad de san Hilario, obligándose a
volver atendiendo a sus muchos ruegos y lágrimas. Triste,
según dicen, emprendió aquel viaje, asegurando a los
hermanos que iba a sufrir muchas penalidades, cosa que
después ratificaron los acontecimientos.
6. 4. Como la herejía arriana se hubiese extendido por
todo el orbe, especialmente dentro del Ilírico, como frente
a la desviación de la fe de los sacerdotes casi él solo se
opusiera con toda la energía y fuese víctima de múltiples
castigos… volvió a Italia; pues como en las Galias
también la Iglesia acusaba la revuelta, debido a la marcha
de san Hilario a quien la violencia de los herejes había
obligado a exiliarse, se procuró un monasterio en Milán.
Pero allí también lo persiguió Auxencio, cabeza principal
de los arrianos, y después de cubrirlo de múltiples injurias
lo arrojó de la ciudad… 7. Y como hubiese tenido noticias
de que el rey en su arrepentimiento había concedido
volver a san Hilario, intentó encontrarlo en Roma.
7. 1. Como ya Hilario hubiese pasado por allí, siguiendo
sus huellas llegó a Poitiers, y, al ser acogido con toda
afabilidad, se instaló en un monasterio no lejos de la
ciudad. Por esa época se le unió un catecúmeno deseoso
de ser instruido en el modo de vida del santo varón. Al
cabo de unos cuantos días, atacado por una enfermedad se
debatía bajo los accesos de la fiebre. 2. Y se daba la
circunstancia de que Martín se había marchado. Y como
hubiese estado ausente durante tres días, al volver
encontró su cuerpo sin vida: la muerte había sido tan
repentina que había abandonado el mundo sin bautizar…
El cuerpo, colocado en el centro, recibía la visita obligada
y triste de los hermanos cariacontecidos, cuando se
presentó Martín llorando y emitiendo lamentos. 3. Y
entonces, acogiendo totalmente en su interior al Espíritu
Santo, ordena que salgan todos los demás de la celda en
que yacía el cuerpo sin vida del hermano difunto. Y como
se hubiese entregado un tiempo a la oración y hubiese
sentido a través del espíritu que el poder del Señor estaba
presente, irguiéndose un poco y clavando su mirada en el
rostro del difunto, comenzó a esperar sin miedo los
resultados de su oración y de la misericordia del Señor.
Apenas habían transcurrido dos horas cuando ve que el
difunto mueve poco a poco todo el cuerpo y que abriendo
los ojos parpadea intentado ver. 4. Y entonces dirigiéndose
con grandes voces al Señor dándole gracias, llenó la celda
de sus gritos. Al oírlos, los que se habían quedado ante la
puerta irrumpen al punto. Asombroso espectáculo: veían
con vida a quien habían dejado muerto.
5. Así vuelto a la vida, recibiendo inmediatamente el
bautismo, vivió después muchos años y fue el primero de
nosotros que dio testimonio con su caso de las virtudes de
Martín…7. Por primera vez a partir de ese momento
resplandeció el nombre de este varón, de modo que el que
ya por todos era considerado santo, fue también
considerado poderoso y verdadero descendiente de los
apóstoles…
9. 1. Por esas mismas fechas se le reclamaba para el
obispado de la Iglesia de Tours; pero como no se le
pudiese arrancar fácilmente de su monasterio, un tal
Ruticio, uno de los ciudadanos, simulando una
enfermedad de su mujer, echándose a sus pies, consiguió
que saliera. 2. Así, colocada ya la muchedumbre de
ciudadanos en el camino, se le conduce bajo escolta hasta
la ciudad. De modo sorprendente se había reunido una
multitud increíble no sólo procedente de aquella ciudad,
sino de las ciudades vecinas, para manifestar su apoyo. 3.
Única era la voluntad de todos, unánimes los deseos y
unánime la opinión: que Martín era la persona más digna
del obispado, que sería feliz una Iglesia con un sacerdote
así. Sin embargo, unos cuantos, entre ellos algunos
obispos que habían sido convocados para nombrar al
prelado, se oponían con maldad, diciendo que era evidente
que se trataba de una persona despreciable, que era
indigno del obispado un hombre de aspecto tan
repugnante, sucio de ropas, de cabello desordenado…
10. 1. Y ahora, ¿qué categoría, qué eficacia demostró al
hacerse cargo del obispado? Pues continuaba siendo, sin
titubeo alguno, el mismo de antes. 2. La misma humildad
de corazón, la misma pobreza en el vestir; y así, lleno de
prestigio y poder cumplía su función episcopal sin por ello
abandonar su modo de vida y sus virtudes monacales. 3.
Así, pues, por un tiempo utilizó una celda junto a la
iglesia: después, como no podía soportar el alboroto de
quienes lo visitaban, se instaló en un monasterio a dos
millas de la ciudad. Este lugar estaba tan escondido y
alejado que no se echaba en falta la soledad del desierto.
En efecto, por un lado estaba rodeado por la roca cortada a
pico de un monte elevado, el Loira había cercado el resto
de la llanura al cerrarse en una suave curva; solamente
podía accederse por un camino y era extremadamente
estrecho. Tenía una celda hecha de troncos. 5. Y también
muchos hermanos; la mayoría se habían procurado
resguardo excavando la roca del monte que pendía sobre
ellos. Los discípulos eran unos ochenta y se comportaban
según el ejemplo de su bienaventurado maestro. Allí nadie
tenía nada propio, todo se compartía. No se les permitía
comprar ni vender nada, según es costumbre entre muchos
monjes. No se cultivaba ningún oficio, a excepción del
trabajo de copia y, con todo, a ese trabajo se destinaba a
los pequeños; los mayores dedicaban su tiempo a la
oración. 7. Era raro el que salía fuera de su celda, salvo
cuando se reunían en lugar de oración. Tomaban el
alimento todos juntos después de la hora del ayuno. Nadie
probaba el vino, más que aquel a quien obligaba la
enfermedad. 8. Muchos se vestían con pelo de camello; se
consideraba allí un delito atuendo más delicado. Es justo
que esto suscite mayor admiración cuanto que muchos de
ellos se decía que eran nobles y, educados de muy distinto
modo, se habían sometido a esta humildad y resignación.
A muchos de ellos los vimos después como obispos. 9.
Pues, ¿qué ciudad o Iglesia podía existir que no deseara un
sacerdote procedente del monasterio de Martín?
26. 1. Pero ya el libro exige poner fin, hay que cerrar la
plática, no porque se agote todo lo que hay que decir sobre
Martín, sino porque nosotros, como poetas sin capacidad,
descuidados al final de una obra, sucumbimos víctimas de
la cantidad de material. 2. Pues aunque sus hechos
hubieran podido exponerse verbalmente mal que bien, su
vida interior, su comportamiento cotidiano y su
espiritualidad siempre pendiente del cielo, nunca, lo digo
con sinceridad, podría encontrar expresión en una obra
literaria.
Verdaderamente, por lo que se refiere a aquella
moderación y tenacidad en la abstinencia y en el ayuno, a
su capacidad de vigilia y oración, a las noches pasadas
igual que los días, a su tiempo nunca libre de la obra de
Dios, del que sólo cedió algo al reposo o a las ocupaciones
mundanas, incluso al alimento o al sueño, en la medida en
que se lo exigía la propia naturaleza, 3. voy a declarar mi
verdadero pensamiento: si el propio Homero, como dicen,
surgiera de los infiernos no podría expresarlo. En Martín
los hechos rebasan a lo que pueda expresarse con palabras.
Nunca pasó una hora ni un momento en que no se
entregara a la oración o se dedicara a la lectura, aunque
incluso mientras leía o realizaba cualquier otra cosa, no
abandonaba la oración en su espíritu. 4. Aquí nada hay
desconcertante, pues según es costumbre en los herreros,
que mientras trabajan, como para aliviar sus esfuerzos,
golpean el yunque, así Martín, incluso cuando parecía
estar haciendo otra cosa, siempre oraba.
5. Hombre realmente dichoso, en él no hubo engaño; sin
juzgar a nadie, sin condenar a nadie, sin devolver a nadie
bien por mal. Y es que había adoptado una actitud tan
paciente ante cualquier injusticia que, aun ejerciendo el
sacerdocio en plenitud, recibía ofensas incluso de los
clérigos inferiores y no por eso los destituyó de su cargo o
los apartó de su cariño, en la medida en que estuvo en su
mano.
27. 1. Nunca nadie lo vio irritado, nadie alterado, nadie
triste, nadie risueño; fue siempre uno y el mismo.
Mostrando en su rostro una alegría que podría
considerarse celestial, parecía ser ajeno a la naturaleza
humana. Nunca hubo en sus labios otra cosa que Cristo. 2.
Nunca en su corazón otra cosa que piedad, que paz, que
misericordia. Muchas veces incluso, alejado en paz, solía
llorar los pecados de quienes parecían sus detractores, que
con sus palabras venenosas y su lengua viperina lo
destrizaban. 3. Y es verdad que hemos conocido a muchos
envidiosos de su virtud y de su vida que odiaban en él lo
que no veían en sí mismos y no podían imitar. Y,
sacrilegio penoso y lamentable, sus perseguidores no eran
otros, aun siendo pocos, no eran otros, digo, que los
obispos. 4. Pero no es necesario dar sus nombres, aunque
muchos hayan llegado a acosarnos a nosotros. Bastará que,
si alguno de ellos lee o reconoce esto, se sonroje. Pues si
se irrita confesará que se dice por él cuando tal vez
nosotros lo hemos pensado de otros. 5. No obstante, no
nos negamos a que, si existe alguien así, nos asimile en su
odio a tal varón.
6. Confío sin dudar en que esta pequeña obra ha de ser
grata a todos los buenos cristianos. Por lo demás, si algún
incrédulo la lee, él pecará y no yo. 7. Soy totalmente
consciente, impulsado a escribir llevado de mi fe en los
hechos y de mi amor a Cristo, de que he expuesto hechos
reales, de que he dicho la verdad. Y Dios, como espero,
tendrá dispuesto un premio, no para todo aquel que me
haya leído, sino para todo aquel que haya creído.

HILARIO DE ARLÉS
VIDA DE HONORATO
12. Abandonando su país (los dos hermanos), su hogar y
sus parientes, iguales a su modelo, se muestran verdaderos
hijos de Abraham. Sin embargo, para evitar que su
decisión no fuese considerada como la consecuencia de
una audacia juvenil, se juntan a un anciano de una
gravedad consumada y perfecta; y considerándole siempre
como a su padre en Cristo, le dieron el título de “padre”:
se trata del santo hombre Caprasio que lleva hasta el
presente en las islas una vida angélica. Ciertamente,
queridos amigos, no habéis tenido hasta ahora
conocimiento de su nombre e ignoráis completamente su
vida, pero Cristo le cuenta entre sus amigos. Se le juntan
jóvenes en gran número para regular sus vidas en el Señor
y salvaguardarlas.
Transitan por estos lugares buscando la oscuridad de una
tierra extranjera, repeliendo la fama de su virtud. Pero, no
importa a dónde se dirijan y por mucho que les pese, su
fama no sufre merma alguna. Felices las tierras y benditos
los puertos que ilumina un viajero sediento de la patria
celeste. Se dirigen hacia el litoral oriental y a cualquier
frontera rica en santos para buscar ejemplos que imitar;
aunque ellos, honran todo lugar que pisan por la calidad de
su ejemplo. Por todas partes expanden beneficios, y en
cada región que les recibe exhalan el buen olor de Cristo.
13. La Iglesia de Marsella sintió de improviso la
presencia de Honorato cuyo recuerdo mantenemos hoy en
nuestras almas; el obispo deseaba mantener su presencia y
se alegraba imaginándose semejante compañía. Pero ni
lágrimas, ni suaves palabras podían doblegar a este
personaje ardoroso que recorría lugares. Y así, con una
energía renovada, pese a ser amonestados de nuevos
peligros, surcaron ambos hermanos las aguas y llegaron a
las costas donde era bárbara incluso esta lengua latina, que
dominaban a la perfección. Sería muy prolijo expresar en
detalle los beneficios que cada lugar obtuvieron a sus
pasos, la influencia saludable que ejercieron sobre las
Iglesias, y eso sin haber desempeñado ninguna función
propia de los clérigos, porque para muchos maestros
fueron maestros en su silencio.
14. Baste recordar sin estremecerse, por amor de Cristo,
a los dos hermanos soportando las marejadas marinas,
ganaron la desolación y la esterilidad del litoral de Acaya
y que estos personajes educados en el refinamiento y en la
comodidad tuvieron que triunfar de la inestabilidad tan
pronunciada de las aguas y de los vientos. ¡Qué prueba
abrumadora, terrible de soportar para esas complexiones
tan delicadas! El fallecimiento en estos lugares de su
hermano Venancio, dichoso en Cristo, y los achaques de
salud de Honorato lo atestiguan. Lo que Metona, en el
decurso de sus obsequios fúnebres, creyó haber escuchado
a los ejércitos celestiales en la última morada o el sepulcro
de Venancio, se ha identificado con las asambleas
multitudinarias que cantaban salmos. Todos exultaban:
unos en hebreo o en griego, otros en latín. Incluso el judío
que rechaza a Cristo admiraba al fiel servidor de Cristo.
Coros fervientes estimulaban a los mismos astros y – por
nuestra parte, lo creemos – que los coros de los ángeles
unían sus cantos a las voces de los hombres: Cristo corre
al encuentro de aquel que le ha servido fielmente: ¡Bien,
Venancio, servidor bueno y fiel! Y mientras tú oyes: Entra
en el gozo de tu Señor, acuérdate de nosotros, porque no
dejan de provocarnos las alegrías del siglo. Para ti, aquí
está el punto final de los combates de la carne y del alma,
y el comienzo de la vida eterna en la gloria.
Fundación del monasterio de Lerina
15. He aquí que Cristo os devuelve a vuestro querido
Honorato y, con una mano invisible, asegura la garantía
del retorno. Pues, a todo lo que toca a su paso, concede la
luz. Italia se alegra de la llegada de este hombre de
bendición; Toscana lo venera, se adhiere a él y urde por
medio de sus sacerdotes los pretextos más seductores para
retenerle. Pero la providencia de Dios, velando sobre
nosotros, rompe todas sus trabas y, al que la atracción del
desierto había llamado a dejar su país, Cristo le convida
ahora a penetrar en otro desierto muy cercano a nuestra
ciudad. Se trata de una isla deshabitada por razón de su
enclave excesivamente áspero, inabordable por el hecho
de una obsesión fundada en sus reptiles venenosos, y no
muy alejada de la cadena de los Alpes. Honorato se
interna allí. Le parecía un lugar muy adecuado por su
situación aislada; y todavía más, estaba encantado por la
vecindad de un hombre santo y dichoso en Cristo, el
obispo Leoncio, vinculado a él por un profundo afecto. Sin
embargo mucha gente se esforzaba en retenerlo con
renovadas ocurrencias disuasorias.
Los habitantes de los alrededores propalaban lo terrible
de este desierto y se esforzaban, en interés a su fe, que
Honorato se estableciera en su territorio. Pero él, que no
aguantaba el género de vida de los hombres y deseaba
estar desvinculado del mundo incluso por la barrera de un
estrecho, repetía las siguientes palabras en su corazón y en
sus labios, pronunciándolas para sí mismo y para los
suyos: Caminarás sobre el áspid y el basilisco y pisarás
leones y dragones; así como la promesa de Cristo a sus
discípulos referida en los evangelios: Os he dado poder de
pisar serpientes y escorpiones. Por eso, se internó sin el
más mínimo espanto y disipó el escalofrío de los suyos
mediante su propia seguridad. El horror de la soledad se
desvanece, las serpientes innumerables abandonan el
lugar. Pero ¿qué tinieblas no son disipadas ante esta
luminaria? ¿Qué venenos no han cedido a este antídoto?
Hecho inaudito, en verdad, que me parece absolutamente
admirable entre sus milagros y sus méritos: el encuentro
de las serpientes que eran, lo hemos visto, tan numerosas
en estas tierras áridas, y que hacían salir en particular las
calientes bocanadas marinas, no fue nunca para nadie una
causa de peligro ni incluso de pavor.
17. Allí, merced a su solicitud, se levanta el santuario de
una iglesia capaz de albergar a los elegidos de Dios; se
alzan construcciones adecuadas al hábitat de los monjes;
las aguas remisas a los profanos corren ahora en
abundancia, en su único manantial reproduce dos milagros
del Antiguo Testamento: el saltar de una roca, el agua
dulce que emana de las aguas saladas del mar. Allí corrían
todos a porfía a la búsqueda de Dios. Cualquiera que
tuviera el deseo de Cristo buscaba a Honorato, y en
verdad, cualquiera que buscaba a Honorato encontraba a
Cristo. Allí, en efecto, desplegaba toda su energía; allí
había establecido su corazón como una ciudadela muy
elevada y un templo sumamente radiante; allí residen la
castidad, que es santidad, la fe, la sabiduría y la virtud; la
justicia resplandecía con la verdad. Por eso, teniendo, por
así decirlo, los brazos extendidos y las palmas de las
manos abiertas, convidaba a todos los hombres a arrojarse
en sus brazos, que es como decir, en el amor de Cristo.
Todos, de todos los rincones, acudían a él a porfía. Y ¿qué
tierra, qué pueblo no cuenta hoy con alguno de sus
habitantes en este monasterio?

JUAN CASIANO
INSTITUCIONES

Prefacio. Sentido de la institución monástica


1. La historia del Antiguo Testamento refiere que el
sapientísimo Salomón recibió de Dios una sabiduría y una
prudencia muy grandes, y un corazón tan vasto como las
arenas de la playa que no se pueden medir, hasta tal punto
que en el testimonio del Señor nadie semejante vivió en
las épocas precedentes ni aparecerá en los siguientes. Sin
embargo, cuando deseó levantar para el Señor ese templo
grandioso, solicitó la ayuda de un extranjero, el rey de
Tiro. E Hiram le envió al hijo de una pobre viuda, y todo
cuanto la sabiduría divina le sugería emprender de
esplendoroso en el templo del Señor, o lo concerniente a
los objetos sagrados, lo realizaba teniendo en cuenta el
consejo y la disposición de su asesor.
2. Si pues, este poder superior a todos los reinos de la
tierra, este descendiente tan noble y eminente de la raza de
Israel, esta sabiduría divinamente inspirada que superaba
la ciencia y las enseñanzas de todos los orientales y
egipcios en modo alguno ha desdeñado el consejo de un
hombre pobre y extranjero, de la misma manera tú
tampoco, beatísimo papa Castor, instruido con ejemplos y
disponiéndote a levantar para Dios un templo verdadero y
razonable no con la ayuda de piedras inertes, sino
reuniendo a santos personajes, templo no temporal y
corruptible sino eterno y inexpugnable, deseando también
consagrar al Señor objetos muy preciosos fundidos no con
un oro o plata sin voz, y que el rey de Babilonia pudiera
tomar y hacer servir a capricho de sus concubinas y
príncipes, sino fundidos con almas santas que, brillan con
la integridad de su inocencia, justicia y castidad, llevan en
sí mismas a Cristo Rey que en ellas mora. Por este motivo
para participar de esta obra te has dignado llamarme a mí,
tan pobre y despojado de todo.
3. En una provincia que no hay monasterios deseas que
se implante el género de vida de los orientales, y sobre
todo de los egipcios. Y sabes bien tú, dechado de todas las
virtudes y de ciencia, y de tal modo colmado de todas las
riquezas espirituales, que, a quienquiera que busque la
perfección, no sólo tu enseñanza sino incluso tu vida es
suficiente para presentar un modelo; sin embargo, te
diriges a mí que no sé hablar y carezco de ciencia, para
que contribuya con mi escaso talento sobre estos asuntos a
satisfacer tus deseos. Y me ordenas exponer, pese a un
estilo lamentable, las Instituciones que hemos visto en
pleno vigor en los monasterios de Egipto y Palestina, de la
manera como nos las han transmitido los Padres. Pues tú
no buscas el arte del discurso – en lo que estás
perfectamente adiestrado -, sino que deseas que se
exponga con sencillez la vida simple de los santos, para
edificación de los hermanos de tu nuevo monasterio.
4. Ahora bien, el piadoso ardor de tu deseo me incita a la
obediencia a pesar de tantos escrúpulos como me asaltan.
Porque los méritos de mi vida no tienen el suficiente nivel
para que yo pueda captar dignamente en mi espíritu
realidades tan difíciles, oscuras y santas. Y luego, aquello
que se nos ha grabado de los monjes desde nuestra
adolescencia, e incitados por sus exhortaciones y
ejemplos, hemos intentado practicar, aprender, hacerlo
constatable, pero no podemos ahora recordarlo
completamente, cuando han pasado ya tantos años de
aquellos contactos y de la imitación de sus vidas. Y
todavía más, convencido que es absolutamente imposible
que a través de una meditación abstracta o una enseñanza
verbal se pueda trasmitir el sentido de esas realidades,
comprenderlas y mantenerlas en el recuerdo.
5. Pues todo se reduce a pura experiencia y práctica; y lo
mismo que esas realidades no pueden transmitirse más que
por aquel que las haya experimentado, tampoco pueden
ser percibidas o comprendidas más que por el que se haya
empeñado en asimilárselas con tesón y sudor: pero si esos
logros no son frecuentemente contrastados y pulidos
mediante un diálogo asiduo con hombres espirituales, se
esfumarán al instante de nuevo por descuido.
También, eso mismo que no concierne tanto a la
curiosidad del asunto sino a nuestra propia condición
actual hace que podamos conservar algún recuerdo, que un
discurso deshilvanado no puede explicarlo
adecuadamente.
A esto se añade que hombres tan reputados por su vida,
ilustres por su enseñanza y su ciencia, han elaborado
numerosos opúsculos sobre estos temas; me refiero a san
Basilio, a Jerónimo y a algunos otros. El primero,
aludiendo con elocuencia a testimonios frecuentes de las
divinas Escrituras, respondió a los hermanos que le
preguntaban sobre variadas instituciones o preguntas. El
segundo no se ha contentado con publicar libros escritos
por él mismo, también tradujo al latín los que se había
escrito en griego.
6. Ante tantos ríos de elocuencia, yo podría con toda
razón ser tachado de presuntuoso en mi esfuerzo por
aportar unas gotas de agua, si no me animara la confianza
que me garantiza tu santidad y tu promesa, que estas
bagatelas, las que sean, van a complacerte, y que no las
utilizarás más que para el servicio de la comunidad de
hermanos que permanecen en el nuevo monasterio. Si
sucede que hubiera alguna propuesta menos adecuada, que
la lean con comprensión y la excusen con amplia
indulgencia, buscando más bien en mi discurso la fe que la
elegancia de expresión.
7. Por eso, dichoso papa, modelo único de religión y de
humildad, animado por tus oraciones, emprendo según la
capacidad de mi espíritu esta obra que me encomiendas; y
lo que no ha sido tratado por nuestros predecesores, puesto
que buscaron describir lo que habían oído en lugar de lo
que habían experimentado, lo expondré como para un
monasterio todavía en formación y para hombres
verdaderamente sedientos. No pretenderé en absoluto
componer un relato de prodigios de Dios y de milagros,
aunque los hayamos no sólo oído contar sino incluso visto
nosotros mismos en gran número e increíbles, realizados
por nuestros ancianos; sin embargo, omitiendo esos relatos
que, para su instrucción en la vida perfecta, nada aportan a
los lectores al margen del estupor, me esforzaré sólo, con
la ayuda del Señor, en explicar tan fielmente como sea
posible las Instituciones y las Reglas de sus monasterios; y
sobre todo el origen y la causa de los vicios más notables –
que han fijado el número de ocho -, así como la manera de
curarlos, conforme a las enseñanzas que nos han
transmitido.
8. Mi propósito, en verdad, no se centra en las
maravillas de Dios, sino en hablar algo de la corrección de
nuestras costumbres y de la culminación de la vida
perfecta según lo que hemos recibido de nuestros mayores.
En este otro punto, también, me esforzaré en satisfacer tu
encargo: lo que, en esas regiones, habré constatado que no
existe una muy antigua Constitución según el género
fijado por los mayores, sino que se ha eliminado o añadido
conforme al criterio de cada fundador de monasterios, yo
lo añadiré o lo eliminaré fielmente siguiendo la regla de
los monasterios de vieja solera que hemos visto en Egipto
o en Palestina. Pues no creo absolutamente que una
fundación reciente haya podido encontrar en las regiones
occidentales de las Galias algo más razonable y más
perfecto que esas Instituciones según las cuales
permanecen hasta nuestros días desde el comienzo de la
predicación apostólica los monasterios fundados por los
Padres santos y espirituales.
9. Por supuesto, me comprometo a impregnar de
moderación este opúsculo, a fin de suavizar algo, a la luz
de las Instituciones en vigor en Palestina y Mesopotamia
lo que, según la regla de los egipcios, haya reconocido
imposible o demasiado áspero para estas regiones, sea por
causa del clima o por las distintas concepciones de vida.
Pues si se practica los que es razonablemente posible, la
observancia es igualmente perfecta, incluso aplicando
medios distintos.

COLACIONES
Sobre la oración
9, 2. El fin del monje y la más alta perfección del
corazón tienden a establecerle en una continua e
ininterrumpida atmósfera de oración. De esta suerte llega a
poseer, en cuanto es posible a nuestra fragilidad humana,
una tranquilidad inmóvil en la mente y una inviolable
pureza de alma. Constituye éste un bien tan preciado que
tratamos de procurárnoslo al precio de un trabajo físico
incansable y a trueque de una continua contrición de
espíritu. Media una relación recíproca entre estas dos
cosas que están inseparablemente unidas. Porque todo el
edificio de las virtudes se levanta en orden a alcanzar la
perfección de la oración. Y es que si la oración no
mantiene este edificio y sostiene todas sus partes
conjugándolas y uniéndolas entre sí, no podrá ser éste
firme y sólido, ni subsistir por mucho tiempo. Esta
tranquilidad estable y esta oración de que tratamos no
pueden adquirirse sin estas virtudes; y estas virtudes, a su
vez, que son como los cimientos, no pueden lograrse sin
aquélla.
Sería una quimera tratar con precipitación y a la ligera
los efectos de la oración, e incluso estudiarla en aquel
sumo grado que implica la práctica de todas las virtudes.
Importa, ante todo, examinar gradualmente las dificultades
que es menester conjurar y los preparativos que se
imponen para llegar a su feliz término. Como la parábola
del Evangelio, que nos enseña a calcular con diligencia y
hacer acopio de los materiales que son necesarios para la
construcción de esta ingente torre espiritual.
Pero también estos materiales ensamblados serían de
muy poco provecho e incapaces de sustentar la techumbre
sublime de la perfección sin contar con un requisito
previo. Esto es: desarraigar en primera línea nuestros
vicios y arrancar de nuestra alma los tallos de las pasiones,
poniendo al desnudo las raíces muertas. Luego, echar
sobre la tierra firme de nuestro corazón, o mejor, sobre la
piedra de que nos habla el Evangelio, las sólidas bases de
la simplicidad y de la humildad. Merced a ellas, esta torre
que intentamos levantar podrá asentarse inconmovible,
rodeada de nuestras virtudes, y erguirse segura en su
propia solidez hasta los cielos.
Quien construye sobre estos fundamentos no tiene nada
que temer. Aunque irrumpan contra ella las tempestades
de las pasiones y azote sus murallas el torrente furioso de
la persecución; por más que las potestades enemigas se
levanten cual huracán proceloso y embistan su mole, ésta
se mantendrá firme contra viento y marea, no sufriendo la
más leve sacudida.
3. Por consiguiente, para llegar a aquel fervor y pureza
que exige la oración, es menester una fidelidad a toda
prueba. Ante todo, hay que suprimir a rajatabla toda
solicitud por las cosas temporales. Eliminar enseguida no
sólo el cuidado, sino también el recuerdo de asuntos y
negocios que nos solicitan. Debemos renunciar asimismo a
la detracción, a las palabras vanas, habladurías y chanzas.
Atajar todo movimiento de cólera o de tristeza. En fin,
tenemos que examinar radicalmente el fomes pernicioso
de la concupiscencia y de la avaricia.
Una vez destruidos estos vicios y sus semejantes, que no
puede menos de advertir la mirada humana, y tras
habernos empleado en esta purificación del alma que
alcanza su cima en la pureza y simplicidad de la inocencia,
se impone una labor positiva: debemos cimentarnos, ante
todo, en una humildad profunda que sea capaz de sostener
la torre que debe introducir su cúspide en los cielos;
enseguida es necesario levantar el edificio espiritual de las
virtudes; y, finalmente, inhibir nuestra mente de toda
divagación, de todo pensamiento lúbrico. Así se irá el
alma elevando paulatinamente hasta la contemplación de
Dios y de las realidades sobrenaturales.
Porque no es dudoso que todo cuanto ocupe nuestro
espíritu antes de la plegaria, la memoria lo evoca,
queramos o no, mientras oramos. Conviene, pues,
prepararnos de antemano para ser luego en la oración lo
que deseamos ser. Las disposiciones del alma en la oración
dependen, a no dudarlo, del estado que le ha precedido.
Nos postramos para la plegaria: al punto se proyectan,
idénticos, en la imaginación los actos, las palabras y los
sentimientos que la han alimentado con anterioridad. Y
según fue su naturaleza, suscitan en nosotros reacciones
diversas. Así, unas veces renace la ira o la tristeza; otras,
se despiertan nuestras apetencias y deleites; otras, en fin,
estallamos en una risotada necia, al recordar – causa
vergüenza el decirlo – una palabra o acción jocosa. Y es
que nuestra fantasía, como en un vuelo rápido e
incoercible, torna a la divagación fugaz en que antes de la
oración había consentido.
Si no queremos ser víctimas, mientras oramos, de ideas
ajenas e importunas, es indispensable que antes de la
plegaria las desechemos con rotunda decisión. Entonces, sí
que podremos poner en práctica el proyecto de san Pablo:
Orad sin cesar; y: Orad en todo lugar, levantando las
manos puras, sin ira ni discusiones. Pero no olvidemos
que seremos incapaces de ello si nuestra alma no se
purifica antes de todo vicio y no se consagra al ejercicio
de la virtud como a su bien propio, para nutrirse de la
contemplación del Dios omnipotente.
7. GERMÁN. Ojalá tuviéramos la misma facilidad en
conservar los pensamientos santos, que tenemos, por lo
común, en concebirlos. Porque apenas se insinúa en
nosotros el recuerdo de una palabra de la Escritura, o de
una buena acción, o la contemplación de los misterios
sobrenaturales, en el mismo instante se hacen huidizas y se
desvanecen como por ensalmo. Descubrir una fuente
nueva e introducirse enseguida la distracción es una
misma cosa. Y aun con ocasión de otros pensamientos
espirituales, los que había logrado guardar al principio
nuestra mente, se esfuman tarde o temprano, cuando la
inconsistencia les depara la fuga.
El alma es incapaz de concentrar su atención. Ni
depende de su albedrío dar consistencia a sus buenos
pensamientos. Inclusive, cuando parece retenerlos con más
o menos fortuna, es creíble que no sean fruto de su
destreza, sino que los ha captado al azar. Y ¿cómo atribuir
su origen a nuestra libre voluntad, cuando de hecho el
conservarlos no depende de nosotros? Pero me temo que
el examen de este aspecto nos lleva demasiado lejos, con
lo cual no haríamos más que demorar la elucidación
prometida sobre la naturaleza de la plegaria…
Estamos convencidos de que no llegará nunca a la
oración perfecta quien no se aplique a ella con íntima
tensión del corazón. Es éste un hecho que atestigua la
experiencia cotidiana, no menos que tus palabras
autorizadas. Has dicho que el fin y la más alta perfección
del monje radican en la oración perfecta.
8. ISAAC. Es poco menos que imposible distinguir todas
las formas de oración. A no ser, claro está que se goce de
una pureza de corazón consumada y nos ilumine la luz del
Espíritu Santo. Su número corresponde a los diferentes
estados o disposiciones en que se halla un alma, o mejor
dicho, todas las almas. Pero, aunque soy incapaz de
distinguirlas todas, debido a la inestabilidad de mi
corazón, procuraré, sin embargo, describirlas en la medida
que me lo permita mi escasa experiencia.
La oración es correlativa al grado de pureza a que ha
llegado el alma. Sigue, por lo mismo, cauces distintos, aun
cuando ello sea debido a influencias extrañas o
espontáneas, es decir, a impresiones de cosas exteriores
que le acontecen o de fenómenos interiores que la
modifican. Es indudable que nadie permanece idéntico a sí
mismo en todo tiempo. Por tal razón, la oración es variada
según el clima espiritual en que vivimos. Se ora muy
diferentemente cuando se está alegre que cuando se está
triste, bajo la impresión del desánimo. Oramos de una
manera cuando nos acarician los éxitos espirituales, y de
otra cuando nos aplasta el peso de la tentación; cuando
imploramos el perdón de los pecados y cuando pedimos
una gracia, una virtud o la extinción de un vicio
cualquiera. Uno es el modo de orar cuando nos animan
sentimientos de compunción que excita el pensamiento del
infierno y el temor de la justicia, y otro, cuando ardemos
en deseos de la esperanza de los bienes futuros. Oramos de
una manera cuando nos hallamos en medio de la paz y la
seguridad. En fin, no es igual nuestra oración cuando nos
sentimos inundados de luz por la revelación de los
misterios celestes, que cuando nos vemos paralizados por
la esterilidad y las sequedades del espíritu.
Una oración más sublime que el Padrenuestro
25. Aunque esta plegaria entraña en sí toda la plenitud
de la perfección, pues es el mismo Señor quien nos ha
dado el ejemplo y el precepto a la par, no obstante, todavía
puede elevar a un rango de vida más sublime a aquellos a
quienes deviene familiar. Les encumbra, en efecto, hasta
un estado inefable, hasta aquella oración de fuego, de
pocos conocida y ejercitada, y que, hablando con
propiedad, podríamos calificar de inefable. Sobrepuja todo
sentimiento humano. Porque no consiste ni en sonidos de
la voz, ni en movimientos de la lengua, ni en palabras
articuladas. El alma, sumergida en la luz de lo alto, no se
sirve ya del lenguaje humano, siempre efímero y limitado.
Toda su plegaria se desenvuelve en afectos del alma. Esta
oración viene a ser en ella como un hontanar inagotable de
donde el afecto y la oración fluyen a raudales y se
precipitan de una manera inenarrable en Dios. Dice tantas
cosas en un breve instante, que no podría en modo alguno
expresarlas, ni siquiera recorrerlas después en su memoria
cuando vuelve sobre sí.
Nuestro Señor nos muestra en sí mismo este estado de
oración cuando se retira a la soledad de la montaña para
orar en silencio. Y también cuando en la agonía del huerto
derrama las gotas sangrientas de sudor, dándonos un
ejemplo inimitable del ardor intenso que informaba su
altísima oración.
26. ¿Quién podrá, por grande que sea su experiencia,
describir las múltiples formas que reviste la compunción?
¿Quién podrá analizar a satisfacción el origen y las causas
de ese sentimiento capaz de arrebatar el corazón de
encendido ardor y hacerle suspirar en plegarias tan puras
como fervientes? Voy a decir alguna cosa a guisa de
ejemplo, según la luz que el Señor quiere darme para
acordarme de ello.
En ocasiones, salmodiando, un simple versículo de un
salmo ha bastado para situarme en esa oración de fuego. A
veces la voz melodiosa de un hermano ha despertado a las
almas de su letargo y ha sido parte para encender en ellas
una ardiente plegaria. Me consta, asimismo, que una
salmodia imponente y grave ha excitado alguna vez el
fervor, incluso en aquellos que no hacían sino escucharla
pasivamente. De igual modo, las exhortaciones y
conversaciones espirituales de un hombre consumado en
perfección han motivado una sacudida en espíritus
abatidos y han hecho brotar en ellos un venero de oración.
Por lo demás, la muerte de un monje o de una persona
querida ha sido un motivo poderoso para despertar en mí
sentimientos de verdadera compunción. Parejamente he
comprobado que el recuerdo de mi tibieza y de mis
negligencias enciende a veces en mi corazón un ardor
saludable. Por eso, no cabe duda de que no faltan
ocasiones innúmeras para salir de nuestra tibieza,
mediante la gracia de Dios, y sacudir la somnolencia.
27. No es menos difícil indagar el modo cómo brotan del
santuario íntimo del alma los diversos géneros de
compunción. A menudo se revela su presencia por un gozo
imponderable y por una íntima alacridad de espíritu. Tanto
es así, que esa alegría, por ser tan vehemente y cálida se
hace insufrible. Entonces prorrumpe el alma en gritos de
puro gozo, llegando hasta la celda vecina la noticia de su
dichosa embriaguez.
A veces, por el contrario, el alma desciende a los
abismos del silencio y se mantiene en una actitud callada y
silenciosa. De pronto, la súbita ilustración de lo alto la
llena de estupor y corta su palabra. Todos sus sentidos
permanecen atónitos en el fondo de sí misma o
completamente suspendidos, desahogándose entonces en
gemidos inenarrables en la presencia de su Dios. Otras
veces, en fin, la inundan tales afluencias de compunción y
dolor, que sólo las lágrimas son un sedante capaz de
mitigar su sentimiento.
Repercusión del antropomorfismo en la fe y en la
oración
X, 2. Existe en Egipto esta antigua tradición: el día de la
Epifanía es, al decir de los sacerdotes de la provincia, el
del bautismo del Señor y de su nacimiento según la carne.
Por eso este doble misterio no se celebra entre ellos, como
en occidente, en dos solemnidades distintas, sino en una
sola festividad. Pues bien, después de esa fiesta de
Epifanía, el obispo de Alejandría envía cartas a todas las
iglesias y monasterios del país para notificar las fechas en
que principian la Cuaresma y la Pascua.
Habían transcurrido varios días desde la conferencia
habida con el abad Isaac. Según costumbre, llegaron de
Alejandría las cartas oficiales del obispo Teófilo. Pero, no
satisfecho éste con anunciar la Pascua, compuso también
un tratado dogmático contra la absurda herejía de los
antropomorfitas, refutándola con gran copia de
argumentos. Esto provocó un general descontento entre los
monjes, cuya simplicidad les había inducido con la mayor
buena fe a aquel error.
Muy pronto, un gran número de ancianos recibieron
estas letras de tan mal talante, que opusieron resistencia al
obispo, declarando que era reo de grave herejía.
Decidieron que toda la comunidad de monjes debía
considerarle como a excomulgado, puesto que contradecía
abiertamente la sagrada Escritura, negando que el Dios
todopoderoso tuviera figura humana, cuando el Génesis
dice formalmente que Adán fue creado a su imagen. En
una palabra: los monjes que moraban en el desierto de
Escete, y eran considerados tanto en ciencia como en
santidad superiores a los de los monasterios egipcios,
rechazaron de común acuerdo la carta episcopal. Entre los
sacerdotes hubo una sola excepción: nuestro presbítero, el
abad Pafnucio. De los demás que presidían las otras tres
iglesias del yermo, ninguno en absoluto permitió leerla o
recitarla en las asambleas.
3. A las víctimas de este error se sumaba un solitario
llamado Serapión, celebrado desde hacía mucho tiempo
por la austeridad de su vida y consumada virtud. Pero su
ignorancia en este punto era tanto más peligrosa a los que
profesaban la verdadera fe cuanto mayor era el prestigio
de que gozaba en razón de su edad y provecta vida
ejemplar. Esto le situaba en un lugar relevante entre los
monjes.
A pesar de las repetidas instancias del santo presbítero
Pafnucio, todo fue en vano; nadie pudo lograr de él que
volviera a la verdadera fe. Esta creencia le parecía a él una
innovación. Los ancianos – decía – no la habían siquiera
conocido, y él mismo no la había enseñado jamás.
Pero cierto día se presentó casualmente un diácono, por
nombre Fotino, varón de vastos conocimientos. Su deseo
de conocer a los monjes que moraban en el yermo de
Escete le había conducido allí desde Capadocia. El
venerable Pafnucio le acogió con grandes muestras de
afecto y alegría.
Deseoso de dar confirmación a la doctrina de las cartas
episcopales, le rogó que expusiera en presencia de los
hermanos cómo las iglesias católicas de oriente
interpretaban esta frase del Génesis: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza. Fotino explicó que todos los
obispos de estas iglesias estaban de acuerdo en no
interpretar a la letra el pasaje bíblico. Esta imagen y
semejanza divinas las tomaban en un sentido espiritual. El
diácono defendió asimismo esta opinión con palabras ricas
de contenido doctrinal y adujo innumerables testimonios
escriturísticos.
No era posible sostener que la majestad de Dios, por ser
infinita, incomprensible e invisible, pudiera tener algo
compuesto como nosotros, algo análogo a la forma
humana que le limitara y circunscribiera. Nuestra mirada,
al igual que nuestro espíritu, era totalmente incapaz de
captar y comprender esa naturaleza incorpórea, ajena a
toda composición, absolutamente simple. La exposición de
esta doctrina triunfó al fin. Nuestro venerable anciano
cedió ante tantas y tan atinadas razones, adhiriéndose a la
fe tradicional.
Este cambio repentino llenó al abad Pafnucio, no menos
que a nosotros, de una alegría sin límites. Dios no había
permitido que un varón de tan avanzada edad y de virtud
tan eminente, y a quien sólo su ignorancia y una
simplicidad ingenua habían precipitado en aquel error,
anduviera hasta el fin fuera del camino de la verdadera fe.
Sin más, nos levantamos para ofrecerle al Señor públicas
acciones de gracias.
No obstante, durante nuestra plegaria el buen anciano
sintió una turbación extrema al comprobar que se le
esfumaban las formas humanas, bajo las cuales solía
representarse a la divinidad en la oración. Súbitamente se
deshizo en gemidos y lágrimas, y, prosternado en tierra, se
lamentaba con grandes gritos: “¡Desgraciado, desgraciado
de mí! ¡Me han arrebatado a mi Dios! No tengo ya nada en
qué fijarme y agarrarme. No sé a quién adoro, a quién
dirigirme. ¡No sé!”.
Nos sentimos profundamente conmovidos ante
semejante actitud. Además, conservábamos vivo el
recuerdo de la última conferencia. Por eso nos dirigimos
de nuevo al abad Isaac. Al verle, le hablamos así:
4. Más que el suceso inaudito de estos últimos días, lo
que nos mueve a venir a verte es el recuerdo imborrable
que guardamos de tu conferencia. No obstante, el grosero
error del abad Serapión ha hecho crecer más este deseo.
A nuestro juicio, si el anciano ha caído en él, es debido a
la astucia del enemigo. Estamos profundamente
consternados al ver los efectos de tal caída: por de pronto,
se está malogrando el fruto de tantos y tan penosos
trabajos como ha soportado a lo largo de cincuenta años en
el desierto con un tesón admirable. Luego – y esto es lo
más lamentable – se expone, si persiste en su error, a una
muerte eterna.
Quisiéramos saber, ante todo, cuál es el origen y la causa
de un dislate tan enorme. Por eso te rogamos nos enseñes,
cuanto antes, el medio de llegar a esa oración que con
tanta elocuencia nos expusiste anteriormente. Tu hermosa
conferencia nos llenó de admiración. Sin embargo, no nos
trazó aún el camino por el que podemos llegar al término
apetecido.
5. ISAAC. No debe sorprendernos que un hombre de suyo
simplicísimo, que no ha recibido instrucción alguna en
punto a la doctrina sobre la sustancia y la naturaleza
divinas, haya sido víctima hasta el presente de su
ignorancia, permaneciendo adherido a este error. En
realidad, no ha hecho sino tributar pleitesía a antiguas
creencias en boga.
No se trata aquí, tal y como vosotros suponéis, de una
nueva ilusión de Satanás, sino más bien de ciertas
reminiscencias del antiguo paganismo, que se complacía
en revestir de forma humana a los demonios que adoraba.
En la actualidad hay quienes creen que la majestad
incomprensible e inefable del Dios verdadero debe
representarse bajo la forma de alguna imagen sensible. Y
están convencidos de que es imposible fijar su
pensamiento y consagrarse a la oración si no tienen
presente en el espíritu y ante sus ojos una imagen a la cual
ofrecer sus súplicas. De no ser así, les parece que están en
presencia del vacío y de la nada. Este error es el que
condena el Apóstol al decir: Y mudaron la gloria
incorruptible de Dios en la semejanza de una imagen
corruptible de hombre. Y Jeremías dice asimismo: Mi
pueblo mudó su gloria en un ídolo. Tal es, para muchos, el
origen gentílico de esta herejía.
Otros, en cambio, que han sabido sustraerse a la
superstición pagana incurrieron en ella por ignorancia y
rusticidad, tomando pie de aquella frase de la Escritura:
Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. La
herejía antropomorfita ha nacido propiamente de la
interpretación torcida de este texto y, desde luego,
detestable. En ella se sostiene con una obstinación
diabólica que la sustancia infinita y simplicísima de Dios
ofrece los mismos rasgos materiales y la misma forma de
nuestro organismo humano.
Todo aquel que esté bien iniciado en los principios del
dogma católico rechazará como una blasfemia gentílica
esta concepción absurda. De este modo llegará a aquella
oración purísima en que no cabe representación sensible ni
admite forma corporal en la divinidad. Esa oración que
aparta incluso del espíritu el recuerdo de toda imagen o
idea perniciosa que pueda alterar la verdad.
Predestinación, gracia y libre albedrío
XIII, 7. Dios no ha creado al hombre para su perdición
sino para que viva eternamente: este designio es
inalterable. Desde que ve destellar en nosotros la centellita
de la buena voluntad, o que la activa Él mismo frotando el
duro pedernal de nuestro corazón, su bondad se
responsabiliza de su mantenimiento. La excita, la vigoriza,
mediante su inspiración. Pues quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, dice
el Señor, que no se pierda ni uno solo de estos pequeños.
También está escrito en otra parte: Dios no quiere que una
sola alma perezca; por eso difiere la ejecución de su
mandato, a fin de que quien ha sido rechazado no se
pierda sin remedio. Dios es verídico; no miente, cuando
asegura con juramento: Por mi vida, dice el Señor Dios,
que no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta
de su mal camino, y que viva.
Es voluntad suya que no se pierda ni uno solo de esos
pequeños: ¿Puede pensarse entonces, sin incurrir en
sacrilegio llamativo, que no quiere la salvación de todos
en general, sino sólo de algunos? El que se pierde, se
pierde contra su voluntad. Cada día, exclama: ¡Convertíos
de vuestros malos caminos! ¿Por qué vais a tener que
morir, casa de Israel?”. Y de nuevo: ¡Cuántas veces he
querido recoger a tus hijos, como una clueca bajo sus alas
a sus polluelos; y tú no has querido! O bien: ¿Por qué este
pueblo de Jerusalén se ha apartado de mí tan terco? Han
endurecido su cabeza; no han querido volver.
Por tanto, la gracia de Cristo está siempre a nuestra
disposición. Como él quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad, les aplica
también a todos, sin excepción: Venid a mí todos los que
os sentís fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Si no
llamara a todos los hombres en general, sino sólo a
algunos, se deduciría que todos tampoco estarían
agobiados, ya por causa del pecado original, o del pecado
actual. Y estas palabras no serían verdad: Pues todos han
pecado, y están privados de la gloria de Dios. Sería
erróneo creer también que la muerte ha pasado en todos a
todos los hombres.
Es tan cierto que todos los que se pierden, se pierden
contra la voluntad de Dios, y que incluso Dios no es el
autor de la muerte. La Escritura lo atestigua: Dios no ha
creado la muerte, no se alegra en la pérdida de los vivos.
De ahí proviene que, con mucha frecuencia, si pedimos
cosas perjudiciales en lugar de lo que nos aprovecharía, se
muestra lento para escuchar nuestras oraciones, o no las
escucha en absoluto. En una palabra, cuando se trata de
nuestro bien, su bondad se doblega a forzarnos, pese a
todas nuestras resistencias, lo que estimamos que nos
contraría, como lo haría el mejor de los médicos. A veces,
retrasa o impide el efecto detestable de nuestras perversas
disposiciones y tentativas criminales. Nosotros nos
precipitamos hacia la muerte, pero él nos aparta de ella
para encarrilarnos a la vida; y sin que nos demos cuenta,
nos arranca de las fauces del infierno.
11. La gracia y la libertad se mezclan, por decirlo así, y
se confunden de manera tan desconcertante que suscita
entre muchos un gran debate, sobre cuál de estas dos cosas
es verdad: si es porque nosotros mostramos un inicio de
buena voluntad, por lo cual Dios se compadece de
nosotros, o bien porque precisamente se compadece de
nosotros es por lo que tenemos un arranque de buena
voluntad. Muchos apoyan una u otra alternativa; y,
rebasando sus afirmaciones el criterio justo, se lanzan a
errores diferentes y contrarios entre sí.
Si decimos que el comienzo de la buena voluntad
depende de nosotros, ¿qué ocurrió con Pablo el
perseguidor, o con Mateo el publicano? Son atraídos a la
salvación, mientras se complacían, uno en la sangre y en el
tormento de los inocentes, y el otro en las extorsiones y
rapiñas públicas. Si afirmamos, por el contrario, que el
principio de la buena voluntad cae siempre del lado de la
inspiración de la gracia, ¿qué se puede decir de la fe de
Zaqueo y de la devoción del ladrón en la cruz, cuyos
deseos, al hacer violencia al reino de los cielos, previenen
la advertencia particular de la llamada divina?
Si, por otra parte, atribuimos a nuestro libre albedrío la
gloria de guiarnos a la virtud perfecta y al cumplimiento
de los mandamientos de Dios, ¿cómo podemos pedir:
Afianza, oh Dios, lo que ya has realizado en nosotros;
Adiestra las obras de nuestras manos? – Balaán fue
pagado por maldecir a Israel, y nosotros vemos que no le
fue permitido llevar a cabo su deseo. Dios protege a
Abimelec, para que ni siquiera toque a Rebeca y no peque
contra Él. La envidia de sus hermanos distancia mucho a
José, para tutelar la descendencia de los israelitas en
Egipto; tramaban un fratricidio, y la ayuda va a prepararles
un remedio para los días de hambruna. Es lo que el mismo
José les descubre, después de haber sido reconocido por
ellos: No temáis, ni os aflijáis de haberme vendido, para
ser trasladado a este país. Para salvaros Dios me ha
enviado por delante de vosotros... Y como a raíz de la
muerte de su padre, estaban presa de terror, para quitarles
el menor atisbo de miedo, les dijo: No temáis. ¿Podemos
acaso resistir a la voluntad de Dios? Vosotros habéis
maquinado hacerme mal; pero Dios lo ha cambiado en
bien, para enaltecerme, como lo estáis viendo ahora, a fin
de salvar a pueblos numerosos . De modo semejante
David declara en el salmo 104 que todas las cosas suceden
gracias a un comportamiento especial de Dios: Llamó al
hambre sobre el país, y les quitó el pan que les mantenía.
Envió ante ellos un hombre, José, vendido como esclavo.
He aquí, pues, dos realidades: la gracia y el libre
albedrio parece que se oponen. Sin embargo, los dos
concuerdan, y la devoción nos recomienda que los
admitamos a los dos. Quitar al hombre uno u otro sería
desviarse de la fe de la Iglesia. Cuando Dios ve nuestra
voluntad volverse hacia el bien, corre a nuestro encuentro,
nos guía, nos conforma: Se apiadará de ti al oír tu
gemido, en cuanto te oiga, te responderá. Y dice él
mismo: Invócame en el día de la tribulación; yo te libraré,
y tú me glorificarás. Fíjate, todo lo contrario de la
resistencia o de la tibieza cómo lanza a nuestro corazón
exhortaciones saludables, que renuevan o forman en
nosotros la buena voluntad.
12. No hay que creer que Dios haya hecho al hombre de
tal manera que no quiera ni pueda nunca hacer el bien. O
no se le podrá acusar ya en adelante que no le haya
concedido el libre albedrío, o si le ha concedido solamente
el querer y el poder el mal, y no el querer ni el poder por sí
mismo el bien. Entonces ¿cómo esta palabra del Señor
después de la caída del primer hombre podría seguir
siendo verdad: He aquí que Adán ha llegado a ser como
uno de nosotros, conocedor del bien y del mal? No creáis
que el hombre, en el estado que precedió a la caída, haya
ignorado completamente el bien. De otro modo sería
necesario confesar que ha sido creado como un animal,
privado de sentidos y de razón, lo que es simplemente
absurdo y del todo incompatible con la fe católica. ¿Qué
digo? Según la palabra del sapientísimo Salomón, Dios ha
creado al hombre recto, es decir, para gozar únicamente y
sin cesar de la ciencia del bien; pero los mismos hombres
se han enzarzado en una turbamulta de pensamientos ,
han llegado a ser, como se ha dicho, conocedores del bien
y del mal. Adán obtuvo, pues, a raíz de su prevaricación,
la ciencia del bien y del mal, que antes no tenía; pero no
perdió la ciencia del bien que había recibido.
Que el género humano no ha perdido la ciencia del bien
después del pecado de Adán, nos los expresa con toda
claridad el Apóstol: Cuando los paganos que no tienen ley,
cumplen lo que atañe a la ley por inclinación natural,
aunque no la tengan, se constituyen en ley para sí mismos.
Llevan los preceptos de la ley escritos en su corazón,
como lo atestigua su conciencia, que unas veces los acusa
y otras los excusa. Así, el día en que Dios juzgue por
medio de Jesucristo y conforme al evangelio que yo
anuncio se manifestarán las cosas ocultas de los
hombres…
Abstengámonos, pues, de aplicar al Señor todos los
méritos de los santos, de tal manera que nada atribuyamos
a la naturaleza humana sino lo que es malo y perverso. En
este punto seríamos censurados por el testimonio del
sapientísimo rey Salomón, y lo que es más, por las
palabras del mismo Señor. En la oración que hace, cuando
hubo terminado la construcción del Templo, se expresa
así: Mi padre David proyectó construir un templo en
honor del Señor, Dios de Israel. Pero el Señor dijo: Has
proyectado construir un templo en mi honor, y has hecho
bien; Pero tú no edificarás una casa a mi nombre. Este
pensamiento, estas reflexiones de David, te pregunto,
¿eran buenas y de Dios, o malas y del hombre? Si esta
idea era buena y de Dios, ¿por qué Aquel que la ha
inspirado le impide llevarla a efecto? Si era mala o del
hombre, ¿por qué el Señor le alaba? No nos queda más
que creer que era buena y del hombre.
Todos los días podemos juzgar de la misma manera
nuestros propios pensamientos. Si David no ha recibido el
privilegio exclusivo de concebir por sí mismo buenos
pensamientos; a nosotros la naturaleza no nos deniega el
gusto del bien o de imaginar alguna buena idea.
Por consiguiente, no se puede dudar que toda alma posea
naturalmente los gérmenes de la virtud, depositadas en ella
por la benevolencia del Creador. Pero, si las ayudas
divinas no las excita, no llegarán a su perfecto
crecimiento, porque, según el santo Apóstol, ni el que
planta, ni el que riega cuenta algo; el único que cuenta es
Dios, que da el crecimiento . El libro del Pastor también
enseña muy claramente que el hombre posee la libertad de
inclinarse hacia un lado o hacia otro. Se dice en él que dos
ángeles están asignados a cada lado de nosotros, uno
bueno y otro malo; pero la opción concierne al hombre: a
él le corresponde escoger lo que suceda después.
Así, el hombre conserva siempre la libertad de descuidar
o de querer la gracia de Dios. El Apóstol no habría dado
esta orden: Trabajad en vuestra salvación con temor y
temblor, si no supiera que dependía de nosotros cuidarla o
descuidarla. Pero, a fin de que no se crea que es posible
desentenderse de la ayuda divina para realizar esta gran
obra, añade: Es Dios quien opera en vosotros el querer y
la posibilidad de llevarlo a cabo, por su disposición
favorable… Por tanto, Dios previene la voluntad del
hombre, pues dice: La misericordia de mi Dios se me
adelante . A continuación, se retrasa y contiene en cierta
manera para nuestro bien, a fin de probar nuestro libre
albedrío; y es entonces, nuestra voluntad la que se le
adelanta, cuando dice: Por la mañana, mi oración irá a tu
encuentro …
13. De este modo, la gracia de Dios coopera siempre
para el bien con nuestro libre albedrío; en todo, la gracia le
ayuda, le protege y lo defiende; a veces exige o espera de
él algunos indicios de buena voluntad, para que no se
amodorre del todo o incurra en una desidia inerte y
devastadora y parezca que sus bienes han caído en saco
roto. La gracia busca de alguna manera las ocasiones en
que el hombre ha sacudido su sopor y su pereza, a fin de
que los derroches de su generosidad no parezcan
insensatos, teniendo un pretexto en un cierto deseo y en un
atisbo de esfuerzo. Sin embargo, ella permanece, incluso
entonces, gratuita; pues con esfuerzos tan diminutos e
insignificantes, es la gloria inmensa de la inmortalidad, los
dones sublimes de la eterna felicidad que concede con una
inapreciable liberalidad.
La ciencia espiritual
XIV, 8. La (práctica) se divide en
muchas profesiones y estados. En cambio, la
(teoría) se divide en dos partes, es
decir, la interpretación histórica y la inteligencia espiritual.
De ahí que Salomón, después de haber ponderado la gracia
multiforme que tiene la Iglesia, añade: Todos los que en
ella habitan tienen dos vestidos. La ciencia espiritual, a su
vez, comprende tres géneros: la tropología, la alegoría y la
anagogía. De ellas se ha dicho en los Proverbios: Escribe
para ti sobre tu corazón estas cosas de tres maneras.
La historia tiene por objeto el conocimiento de los
hechos pasados y visibles. El Apóstol da un ejemplo de
ello, cuando dice: Escrito está que Abraham tuvo dos
hijos: uno de la esclava y otro de la libre. El de la esclava
nació según la carne; el de la libre, por la promesa de
Dios. Lo que sigue se refiere a la alegoría, por cuanto se
habla de cosas realmente pasadas que prefiguraban otro
ministerio. Y así dice: Esas dos mujeres son dos
testamentos: el uno, que procede del monte Sinaí,
engendra para la servidumbre. Esta es Agar. El monte
Sinaí se halla en Arabia, y corresponde a la Jerusalén
actual, que es, en efecto, esclava con sus hijos.
La anagogía se eleva de los misterios espirituales a los
secretos del cielo, más excelentes y sublimes. Se halla
expresada en lo que san Pablo agrega inmediatamente:
Pero la Jerusalén de arriba es libre, ésa es nuestra madre,
pues está escrito: “Alégrate, estéril, que no pares;
prorrumpe en gritos, tú que no conoces los dolores del
parto, porque más serán los hijos de la abandonada que
los hijos de la que tiene marido.
En cuanto a la tropología, es una explicación moral, en
orden a enmendar la vida y corregir los principios de
conducta personal. Como si por medio de estos dos
testamentos entendiésemos la práctica y la teoría; o si por
Jerusalén o el monte Sión queremos entender el alma
humana, según aquello: Alaba, Jerusalén, al Señor; alaba
Sión, a tu Dios
Las cuatro figuras pueden hallarse aglutinadas. Así, la
misma Jerusalén, revestirá, si queremos, cuatro acepciones
distintas: en el sentido histórico, será la ciudad o metrópoli
de los judíos; en el alegórico, la Iglesia de Cristo; en el
anagógico, la ciudad celeste que es madre de todos
nosotros, según la sentencia paulina; en el sentido
tropológico, será el alma humana, a quien vemos que
alaba o reprende el Señor con este mismo nombre de
Jerusalén.
He aquí en qué términos habla el Apóstol de estos cuatro
géneros de interpretación: Ahora, hermanos, si fuere yo a
visitaros, hablando en lenguas diferentes, ¿de qué voy a
aprovecharos, si no os hablo o por revelación, o por
ciencia, o por profecía, o por doctrina?
La revelación concierne a la alegoría. Descubre,
explicándolas según el sentido espiritual, las verdades
paliadas por el relato histórico. Como si quisiéramos saber
de qué modo nuestros padres estuvieron todos bajo una
nube y fueron bautizados por Moisés en el mar, y cómo
todos comieron el mismo pan y bebieron de la misma
bebida espiritual que brotaba de la piedra, que era Cristo.
Esta exposición significa por alegoría que aquella historia
es figura del cuerpo y sangre de Cristo, que recibimos
cada día.
La ciencia, de la que también hace mención el Apóstol,
coincide con la tropología. Por ella juzgamos, merced a un
examen prudencial, de la utilidad o bondad de las cosas
relativas a la vía práctica. Como, por ejemplo, cuando se
nos ordena juzgar si procede que las mujeres se
mantengan en la iglesia con la cabeza descubierta, lo cual,
según he dicho antes, pertenece al sentido moral.
La profecía que mentó el Apóstol en tercer lugar, evoca
la anagogía, por la cual se aplican las palabras a las cosas
invisibles y futuras. Por ejemplo, en este pasaje: No
queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte
de los muertos… Tal es la figura de la anagogía que se
halla aquí envuelta en esta especie de exhortación.
Por fin, en cuanto a la doctrina se refiere, se entiende por
ella el sentido llano de la exposición histórica. Esta no
entraña ningún sentido oculto. Es, sencillamente, el
sentido literal que se percibe inmediatamente en el mismo
significado de las palabras. Como en aquel texto de san
Pablo: Os he enseñado lo que yo mismo aprendí, que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras…
9. Veo que os anima el celo por la lectura. Conservadlo.
Y con todo el ardor de vuestro corazón apresuraos a
alcanzar cuanto antes la plenitud de la ciencia práctica, es
decir, moral. Sin ella no cabe la posibilidad de alcanzar la
pureza de la contemplación de la que antes hablamos. Sólo
los que han llegado a ser perfectos – no por la palabra de
sus maestros, sino por la virtud de sus propias acciones –
lo obtienen en recompensa, tras haberla pagado con obras
y trabajos. No adquieren la inteligencia de la ley por la
meditación, sino como el fruto de su vida. Por eso cantan
con el salmista: La guarda de tus preceptos me hizo
entenderlos. Exclaman llenos de confianza, después de
haber eliminado toda pasión: Cantaré salmos, Señor, y así
entenderé lo que es la senda inmaculada. Porque sólo
comprende, mientras salmodia, las palabras que canta,
quien camina por la senda de la inocencia con un corazón
puro.
Si vuestro plan es éste, preparad en vuestro corazón el
santo tabernáculo de la ciencia espiritual, purificaos de la
escoria de los vicios, despojaos de toda preocupación
mundana. Es imposible que el alma que está ocupada en
los cuidados del siglo, aunque sea ligeramente, merezca el
don de la ciencia o sea fecunda en pensamientos
espirituales, manteniéndose con firmeza en las lecturas
santas…
Ponte en guardia y cuida de no malograr con una vana
complacencia tu ardor por las lecturas y tus trabajos
colmados de santos deseos. Para ello, en primer lugar has
de imponer silencio a tu boca y hablar lo menos posible.
Este es el primer paso que hay que dar en el camino de la
ciencia práctica – dando por supuesto que el mayor y más
arduo trabajo del hombre está en su lengua -. Recibe la
doctrina y enseñanzas de los ancianos con suma atención
del corazón, pero con los labios sellados por el silencio.
Deposítalas con cuidado en el secreto de tu mente, y
apresúrate a practicarlas, más bien que a enseñarlas de
inmediato. Y así, en lugar de sentir pretensiones funestas
de vanagloria, verás cómo se multiplican los frutos de la
ciencia espiritual.
En las conferencias de los ancianos no te tomes la
libertad de decir una palabra, salvo si es para saber aquello
cuya ignorancia puede serte perjudicial, o lo que es
necesario conocer. Los hay que poseídos de un secreto
orgullo, no hacen sino preguntas para hacer ostentación de
lo que saben. Pero es indudable que quien se aplica a la
lectura con el vano intento de adquirir la gloria humana,
no alcanzará el don de la verdadera ciencia…
10. Tienes que apresurarte, pues, si deseas alcanzar la
ciencia verdadera de las Escrituras, a establecerte, por
encima de todo y de manera estable, en la humildad de
corazón. Ésta te conducirá no a la ciencia que hincha, sino
a la que ilumina por la caridad consumada. Porque es
imposible que el alma que no es pura consiga el don de la
ciencia espiritual.
Estate, pues, sobre aviso, no sea que tu celo por la
lectura, en lugar de granjearte la luz de la ciencia y la
gloria eterna prometida a los que con ella se alumbran, te
sea causa de perdición por la arrogancia que pueda
despertar en ti.
En segundo lugar, después de haber expulsado todas las
inquietudes y pensamientos terrenos, esfuérzate por todos
los medios posibles para aplicarte asidua y
constantemente, a la lectio divina, hasta que su meditación
continua acabe por imbuir e impregnar tu mente,
formándola, por decirlo así a su imagen. Ella hará de tu
alma, de alguna manera, un arca de la alianza, encerrando
en ella las dos tablas de piedra, es decir, la firmeza de uno
y otro Testamento. La formará vaso de oro, que es símbolo
de una memoria pura y sin mancha, que conservará para
siempre el tesoro escondido del maná, o sea, la eterna y
celeste dulzura de los pensamientos espirituales y del pan
de los ángeles. La hará, finalmente, vara de Aarón, esto es,
estandarte de la cruz, exponente de salvación de nuestro
soberano y verdadero pontífice Jesucristo, recuerdo
indeleble de las cosas inmortales. Cristo, en efecto, es la
vara que, nacida de la raíz de Jesé, torna a vivir después de
su muerte con una vida más pujante.
Todos estos objetos estarán cubiertos por dos querubes,
o sea, la plenitud de la ciencia histórica y la espiritual.
Puesto que querubín significa plenitud de ciencia. Cubren
sin cesar el propiciatorio de Dios, es decir, la tranquilidad
de tu corazón, cobijándolo frente a los ataques de los
espíritus del mal.
Así, al devenir tu alma, merced a su continuo afecto de
pureza, arca del divino Testamento y reino sacerdotal,
absorta en la contemplación de los conocimientos
espirituales, cumplirá aquel precepto impuesto al sumo
sacerdote por el legislador: Nunca saldrá de los lugares
santos, para que no manche el santuario de Dios. Este
santuario es su corazón, en donde el Señor promete hacer
su morada, diciendo: Habitaré en ellos y andaré entre
ellos .
Por este motivo nos conviene aprender de memoria las
divinas Escrituras y rumiarlas sin cesar en nuestra mente.
Esta meditación ininterrumpida nos reportará dos frutos
principales. El primero será que, mientras la atención está
ocupada en leer y estudiar, se halla libre de los lazos de los
malos pensamientos. El segundo es que, después de haber
recorrido varias veces ciertos pasajes, nos esforzamos por
aprender de memoria; y cuando no habíamos podido antes
comprenderlos – por estar nuestro espíritu falto de libertad
para ello -, luego, libres de las distracciones que nos
solicitaban, los repasamos en silencio, sobre todo durante
la noche, y los intuimos con mayor claridad. Tanto que, a
veces penetramos en sus sentidos más ocultos, y lo que
durante la jornada no habíamos podido entender sino
rudimentariamente, lo entendemos de noche cuando nos
hallamos sumergidos en una sueño profundo.
11. A medida que por este estudio se va renovando
nuestro espíritu, nos parecerá que la Sagrada Escritura
empieza a cambiar de aspecto para nosotros. Se nos
comunica una comprensión más honda y misteriosa, cuya
belleza se acrece en razón directa de nuestro progreso. Y
es que el texto inspirado se acomoda efectivamente a la
capacidad receptiva de la inteligencia humana, y en la
medida que uno se dispone a aprender se le va
comunicando la compresión. Por eso a los hombres
carnales les parece la Escritura cosa terrena; en cambio, a
los espirituales, celestial y divina. Y aquellos que las veían
antes como envueltas en espesas tinieblas, son ahora
capaces de sondear su profundidad o sostener con la
mirada su fulgor.
Sobre la amistad
16, 3. Entre todos los géneros de amistad, sólo hay uno
que es firme y estable. El que tiene como razón última no
el favor que concilia una recomendación, ni el valor de los
servicios prestados o de los beneficios recibidos, ni cierto
contrato u obligaciones de parentesco, sino la sola
semejanza de las mismas virtudes. Esta es, digo, la
amistad que no puede romper ningún accidente ni destruir
el tiempo y el espacio. Esta es la que ni siquiera puede
borrar la misma muerte. Tal es la verdadera e indisoluble
dilección que crece en razón directa de la perfección y
virtud de entrambos amigos. Su nudo, una vez que se ha
formado, no se deshace ni por antagonismos humanos, ni
por la lucha de voluntades divergentes. Aún más, hemos
conocido a muchos en nuestra profesión monástica que,
después de haber permanecido unidos por amor a Cristo,
con la más cálida amistad, no siempre pudieron
conservarla intacta. El origen de su unión era bueno. Mas
no se aplicaron con igual ardor a mantener uno y otro el
propósito que habían abrazado. Su afección era de
aquellas que no duran más que un tiempo efímero, por
cuanto no se alimenta de una virtud pareja por ambas
partes, sino que se sostiene por un esfuerzo unilateral, es
decir, por la paciencia de uno solo.
Tal sociedad, por magnánimos e infatigables que seamos
en conservarla, queda desarticulada y como condenada al
fracaso, por la pusilanimidad de nuestro amigo. Y es que
las imperfecciones de aquellos que caminan con tibieza a
la perfección, por más que sufran los fuertes y tolerantes,
los mismos imperfectos no pueden soportarlas. Mejor
dicho, no pueden sufrir que les sufran. Viven en su
corazón y están como connaturalizadas con ellos las
causas de sus enojos; por eso no les dejan vivir en paz y
armonía. Les sucede lo que a los enfermos. Imputan a
negligencia de los cocineros o de sus domésticos las
repugnancias de su estómago enfermizo. Y por mucho que
se esmere uno en atenderles, no dejan de hacer
responsables a los sanos de su abatimiento morboso, sin
percatarse de que éste se encuentra en su salud
quebrantada.
Por tal razón, como decíamos, el lazo de una amistad fiel
y constante sólo puede darse en la semejanza y paridad de
la virtud. Porque: El Señor hace habitar en la misma
morada a los que son unánimes en sus costumbres. La
dilección no puede subsistir sino entre aquellos que tienen
un mismo propósito, una misma voluntad, y están de
acuerdo en el sí y el no de sus juicios y opiniones.
Si deseáis también vosotros guardar sin ruptura vuestra
amistad, procurad extirpar vuestros vicios y mortificar la
voluntad propia. Así, siendo unánimes en vuestro
propósito, no teniendo más que una sola ambición, un solo
ideal común a los dos, podréis cumplir con celo el oráculo
que colmaba de delicias el alma del profeta: ¡Ved qué
dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos! Pero
esto no hay que entenderlo literalmente, sino de una
manera espiritual. Poco importa, en efecto, que cohabiten
bajo un mismo techo personas de costumbres y
temperamentos distintos. Ni impide tampoco a la
verdadera amistad, que estriba en la igualdad de virtudes,
el alejamiento físico. Porque ante Dios lo que nos une en
realidad y nos hace amigos es la unión y compenetración
de los corazones, no precisamente la convivencia en la
misma morada. Por ende, jamás podrá existir verdadera
armonía donde impera la discrepancia de voluntades.
4. GERMÁN. Entonces, según eso, si uno quiere hacer
algo que juzga saludable y conducente al servicio de Dios,
y el amigo no da su consentimiento para ello, ¿deberá
realizar esa obra contra su deseo, o dejarla sin efecto para
darle gusto?
5. JOSÉ. He aquí precisamente por qué he dicho que la
gracia de la amistad no podrá mantenerse plena y cabal
sino entre los perfectos en quienes se aprecia un mismo
nivel de virtud, porque una misma voluntad, un ideal
común no consiente que haya en ellos – o si se da, será un
caso esporádico – puntos de vista distintos ni mucho
menos desacuerdo en aquello que mira al progreso de la
vida espiritual.

EUQUERIO DE LYON

LA INTERPRETACIÓN ESPIRITUAL DE LAS ESCRITURAS


Euquerio, a su hijo en Cristo, salvación:
He pensado que entraba en los deberes de mi paternal
solicitud hacia ti de componer y de dirigirte estas
“Fórmulas de inteligencia espiritual”. Por su medio te será
fácil de entrar en la inteligencia de todos los libros
divinos. Está escrito, en efecto, que la letra mata, pero que
el Espíritu vivifica. Es pues necesario penetrar hasta el
interior de estos discursos espirituales, gracias al Espíritu
que vivifica. Todas estas Escrituras, tanto del Antiguo
como del Nuevo Testamento, deben ser tomadas en
sentido alegórico, como estamos bien aleccionados de
todo eso, aquí y allá, en el Antiguo Testamento: por
ejemplo: Abriré mi boca en parábolas, diré los misterios
antiguos, o todavía en este pasaje del Nuevo Testamento:
Todo eso, Jesús lo decía a las muchedumbres en parábolas
y no les hablaba nunca sin parábolas.
Nada extraña que el lenguaje divino de los profetas y de
los apóstoles se aleje de tal suerte del modo usual de los
demás escritos humanos, en lo que presenta, en primera
instancia, un sentido fácil, pero conteniendo por dentro
grandes profundidades. Convenía, en realidad, que las
enseñanzas sagradas de Dios fuesen diferentes de los
demás escritos, simultáneamente por la forma y por su
valor. No convenía que la dignidad de los misterios
celestes apareciese por casualidad e indiscretamente en las
capas más superficiales, entregando así a los perros lo que
es santo y las perlas a los cerdos. Valía más que fuesen
como la paloma plateada cuyo dorso destella con todos
los resplandores de un oro rutilante. Es así como las
sagradas Escrituras presentan en primera instancia el brillo
de la plata, pero sus honduras son rutilantes como el oro.
Por ahí, con razón, se ha procurado que esta especie de
castidad de los oráculos sagrados fuese protegida por un
velo púdico contra las miradas vulgares. Lo cual fue un
rasgo de la Providencia divina envolver estos escritos en
sus misterios celestes, como la divinidad misma es
sustraída en su secreto. Por eso, cuando las Escrituras se
refieren a los ojos del Señor, al seno del Señor, a los pies
mismos de los Ejércitos del Señor, no podría tratarse para
la fe católica de delimitar a Dios en la estrechez de un
cuerpo. Porque Él es invisible, incomprensible, inmutable,
infinito. Es, pues, necesario buscar cómo semejantes
expresiones pueden explicarse mediante el Espíritu Santo,
por medio de una interpretación figurada. Es entonces
cuando se penetra en el interior del Templo divino y en el
Santo de los Santos.
Por tanto, el cuerpo de la sagrada Escritura, tal y como
se ofrece a nosotros, es el sentido literal. El alma se
encuentra a nivel del sentido moral, que se denomina
tropológico. En cuanto al espíritu, reside en un espíritu
todavía más profundo, que se conoce como anagógico.
Este triple sentido de las Escrituras responde
admirablemente a la proclamación de la Trinidad, que nos
santifica en todo, de tal suerte que todo lo que nos
concierne, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin
reproche hasta el día de la aparición de nuestro Señor
Jesucristo.
La sabiduría del mundo ha dividido la filosofía en tres
partes: la física, la ética y la lógica. En otros términos, se
distingue la filosofía natural, moral, racional. La primera
se refiere a las causas de la naturaleza que contiene todo;
la filosofía moral considera las costumbres; en cuanto a la
racional, elevándose a las verdades más sublimes,
establece la paternidad de Dios en todo. Esta distribución
tripartita no se aleja mucho de nuestra enseñanza. Todos
los que han ahondado en la doctrina celeste de las
Escrituras estiman que hay que distinguir la historia, la
tropología y la anagogía. La historia nos refiere la realidad
de los hechos proporcionándonos sus pruebas. La
tropología orienta los sentidos místicos hacia la corrección
moral de la vida. Finalmente, la anagogía orienta hacia los
misterios más sagrados de las figuras celestes. Hay
quienes estiman aún que se debe añadir en cuarto lugar la
alegoría, que percibe en el relato de los acontecimientos
históricos la sombra de lo que está por llegar.
Pero estas cosas se esclarecen mejor con ejemplos
adecuados: el cielo es conforme al sentido histórico,
porque es lo que nuestros ojos ven; el sentido tropológico,
apuntaría a la vida celestial; las aguas, se incluirían en
sentido anagógico refiriéndose al bautismo; mientras que
la anagogía estaría representada en los ángeles, según
aquellas palabras: Que todas las aguas que están por
encima de los cielos alaben al Señor.
Toda la disciplina de nuestra religión dimana de esta
doble fuente de ciencia; la llamada práctica y la que se
conoce como teórica, es decir, la actual y la contemplativa;
la primera, que hace aplicar la vida actual a la corrección
moral; mientras que la segunda está completamente
aprestada a la contemplación de las realidades celestes y a
la meditación de las divinas Escrituras. Por tanto, la
ciencia actual se subdivide en diversas aplicaciones,
mientras que la contemplativa se orienta en dos
direcciones hacia la búsqueda del sentido histórico y hacia
la interpretación espiritual.
Pero, dejando todo esto de lado, vamos a proponer las
fórmulas de inteligencia espiritual que hemos prometido,
recorriendo los sentidos figurados de las distintas palabras
que se encuentra en el texto de la lectura divina. Oremos
para que el Señor nos revele los secretos de sus Escrituras
y expongamos cómo se han de sentir en la inteligencia las
realidades más ocultas.

ELOGIO DEL DESIERTO


Carta a Hilario de Lerina
1. Habías abandonado tu casa, tu familia, y te habías
retirado hasta estos lugares apartados que bañan el mar.
Para eso necesitabas echarle valor. Pero has descubierto
una energía mayor en aquello que te ha hecho buscar el
desierto. Cuando marchaste allí por vez primera,
dispusiste de un guía, tenías ante ti un maestro en la
milicia celeste; habías dejado a tus padres, pero tú seguías
a otro padre al secundarle. Lo alzaron a la dignidad de
obispo; tú creías que tenías el deber de seguirle: el amor
del desierto te ha llevado al retiro que tú querías. Tu
propio ejemplo te confiere hoy más nobleza y grandeza.
Cuando te adentrabas en el desierto, se te veía también
acompañado de un hermano; es un hermano que dejas y lo
ganas. Y qué hermano… cuánto cariño le tenías. ¡Qué
entrañable era contigo! Al amor que os unía, tú no podías
preferir más que el amor del desierto; has mostrado por
esta justa preferencia, no que no lo amaras lo suficiente,
sino que para amarlo como debieras debías tener en cuenta
el desierto. Has mostrado qué amor tenías por el retiro: tan
grande que lo mayor ha cedido. ¿Cómo se puede llamar
este amor al desierto en ti, más que amor de Dios? Has
observado el orden del amor prescrito por la ley, amando a
Dios antes de amar a tu prójimo.
2. Contemplo tu marcha y veo que nadie ha combatido
tu decisión, ni entorpecido tu ruta. Pero de forma
insospechada de entre las personas vinculadas a ti hubo
uno que quiso tanto dejarte partir como tú marcharte. En
esto te demuestra el gran cariño que te tiene; este afecto
que se alza hasta el grado del amor, no se indigna disponer
de su dignidad para servir tus intereses.
3. Y aunque tú, rico en Cristo, hayas, hace ya tiempo,
distribuido todo tu patrimonio entre los pobres de Cristo,
aunque si bien joven en años muestres la cordura del
anciano; aunque seas de ingenio agudo y de fácil
elocuencia, sin embargo nada he reconocido y amado en ti
más que tu gran deseo de vivir en el desierto. Por tanto, te
hablaré de eso, puesto que en tus cartas tan largas como
bellas, me pides con frecuencia que te conteste largo y
tendido; tendrás que soportar un poco mi insipiencia,
siendo tú tan sabio, mientras rememoro esta gracia tan
fascinante del Señor respecto a tu mismo desierto que
tanto quieres.
Yo definiría adecuadamente el desierto como el
incircunscripto templo de Dios, su morada de silencio,
pues hemos de creerle disfrutando en la soledad. Muy a
menudo se ha mostrado a sus santos y, convocados al
desierto, no desdeñó acudir a conversar con los hombres.
Allí, en el desierto, Moisés contempló a Dios, y su rostro
se volvió radiante; allí Elías se cubrió el rostro con el
manto, temblando con el sólo pensamiento de ver a Dios.
Y si Dios visita todas las cosas como suyas que son, sin
que se ausente de lugar alguno, hemos de creer sin
embargo, que Dios se digna visitar el desierto y los
arcanos del cielo.
4. Preguntaron a un hombre acerca del lugar en que creía
que estaba Dios; como respuesta le invitó a seguirle.
Llegaron al silencio de la amplitud inmensa del desierto. Y
mostrándole el paraje de inmensa soledad, le dijo: “Aquí
está Dios”. Más fácil se cree que está en donde se deja
encontrar más pronto.
5. Pues al comienzo de la creación, cuando Dios creaba
en su sabiduría todas las cosas y las hacía distintas unas de
otras, adaptándolas a los usos futuros, no dejó sin destino
esta parte de la tierra como inútil y despreciable, sino que,
en mi opinión, teniendo más en cuenta la previsión del
futuro que la magnificencia presente, preparó el desierto
para los santos del futuro. Quería para ellos esta tierra rica
en frutos, pero en lugar de la generosidad de la tierra,
prefirió que la fecundidad fuera en cosecha de santidad.
De esta manera rezumarían los pastos del páramo y, al
regar los montes desde su morada, los valles se vestirían
de mieses; compensando así este suelo ingrato, y morada
estéril con la riqueza de su huésped.
6. Cuando el poseedor del paraíso y transgresor del
precepto, habitaba el parque del Edén, fue incapaz de
observar la ley que Dios le había impuesto. Pues cuanto
más agradable y ameno era aquel lugar, tanto más
fácilmente le indujo a la caída. De aquí que la muerte no
sólo sometiera al habitante del paraíso a sus propias leyes,
sino que además afiló contra nosotros su aguijón. En
consecuencia, habite el desierto quien desea la vida, ya
que el habitante del ameno paraíso nos deparó la muerte.
Pero ya es hora de analizar las huellas que permanecen el
desierto, siempre agradables a Dios.
7. Cuando Moisés llevaba el rebaño al corazón del
desierto, de lejos, un fuego ardía sin consumirse; en él vio
a Dios, y oyó que le hablaba. El Señor le mandó que se
descalzara, proclamando así la santidad del desierto: El
lugar que pisas es sagrado. Así expresó claramente un
plan honorable que permanecía en secreto. Y Dios
confirmó la santidad del lugar por la santidad del
testimonio: pues también se sobrentiende que al adentrarse
Moisés en el desierto, debía soltar los viejos lastres que
trababan su vida, y avanzar liberado de vínculos pasados,
para no contaminar el lugar. Allí, por vez primera, Moisés
se hizo el intérprete familiar del coloquio divino: escucha
y responde, pide y enseña las palabras que hay que
pronunciar, las acciones que hay que realizar, conversa
con el Señor del cielo en un intercambio habitual. Ahí
recogía de nuevo la vara poderosa para realizar los signos,
porque penetró en el desierto como pastor de rebaños, y
regresó de él como pastor de pueblos.
8. Y el pueblo de Dios que había que sacarlo de Egipto y
librarlo de los trabajos, ¿no pasó también por lugares
impracticables, y no se refugió en las soledades para
acercarse en el desierto a este Dios que lo había liberado
de la esclavitud? Se adentraba en un desierto tan terrible y
como inmenso, teniendo a Moisés por guía. ¡Qué inmensa
es la dulzura de tu bondad, Señor! Al entrar en el desierto,
Moisés había visto a Dios; y regresó a él para verle de
nuevo. El Señor mismo se hacía guía de su pueblo por el
desierto, columna de fuego durante la noche, y nube
radiante durante el día. Así daba a los que se lo merecía
una señal del cielo; y este signo se extendía en una vía
láctea en incandescencia fluctuante en las alternancias de
las noches y los días. Israel miraba la luz, seguía sus rayos
que brillaban de lejos con un fuego ardiente: el Señor
esclarecía el camino de los hombres que marchaban con la
cabeza levantada por el corazón del desierto.
9. Después, aparecieron esos muros del mar
infranqueable que obstaculizaban la marcha del pueblo
hacia la soledad. Un camino se abría entre las murallas del
agua impetuosa, y la columna de los hebreos pasó el Mar
Rojo a pie enjuto. Moisés contemplaba las montañas de
agua espumosa que se desplomaban sobre el valle
profundo por donde los hebreos avanzaban; y el guardián
de su pueblo le hizo atravesar la amplitud del mar.
10. Este no fue el único signo de la protección divina.
Pues Dios hizo refluir las aguas, y el paso desapareció con
el enemigo dentro; el mar recuperó su seno, supongo que
para que Israel no volviera al desierto. Pues si el Señor
desgajó las aguas, y si las cerró a continuación, era para
mostrar a quienes se adentran en el desierto que no
mantengan la esperanza de salir de él.
11. He aquí el poder de la gracia expandida sobre el
pueblo en marcha hacia la soledad. Obtuvo más cuando la
hubo alcanzado. Pues el Señor le consoló de su fatiga
mediante un milagro inesperado: tenían sed, e hizo brotar
agua de la roca; de la fuente nueva saltaba el arroyo sobre
piedras extrañas: el secreto de su mano, de súbito, había
dado otra naturaleza a las venas de la roca. Pero no hizo
sólo estallar el torrente en las entrañas secas de las piedras:
dulcificó las aguas amargas; brotó un manantial, donde se
podía gustar la dulzura. Que el agua nazca de la roca, o
que sea algo que no era, son dos milagros semejantes. El
pueblo veía toda la extensión de la generosidad celeste, y
se asombraba tanto de estas aguas transformadas como de
las que aparecían de súbito.
12. También en el desierto los hebreos recogieron el
alimento que caía del cielo. El suelo que cubría se volvía
blanco como la escarcha; las nubes soltaban un aluvión de
pan, una lluvia que se comía. El maná caía sobre las
tiendas y alrededor del campamento, el aire se espesaba de
nieve, el hombre gustaba el pan de los ángeles. Y porque a
cada día le bastaba su pena, Dios, en su bondad, le daba
cada día este alimento aparte de ya haberle dado la ley;
soñar en el día siguiente era inútil. Puesto que la tierra
desolada nada tenía que ofrecer, el cielo servía a los
hebreos en el desierto como el siervo que guarnecía la
mesa de su amo.
13. Moisés moraba en el desierto cuando recibió la Ley
y los mandamientos celestes; es ahí cuando mereció ver
más cerca los signos que el dedo de Dios había impreso en
tablas sagradas. Había dejado el campamento para ir al
encuentro del Señor, y se mantenía al pie de la montaña.
Volvía sus ojos espantado hacia la cima del Sinaí,
temiendo que al subir descubriría la majestad de Dios.
Aterrorizado, miraba de lejos la montaña humeante de
fuego; una nube impenetrable pronto la cubrió.
Relámpagos desgarraban el cielo, el aire estaba envuelto
en fuego, al retumbar de los truenos se mezclaba un
ensordecedor sonido de trompetas. Los israelitas, en la
soledad han podido ver de este modo la morada de Dios y
oír su voz.
14. Estos fueron los milagros que han mantenido al
pueblo en su estancia por el desierto; un alimento
extraordinario, una bebida hallada sin esfuerzo, vestidos
que no se usaban, y la permanencia de cuanto concernía al
cuerpo. Lo que la naturaleza de los lugares rehusaba a la
comodidad, la magnificencia de Dios se mostraba con
esplendor. Incluso el santo que decía de este pueblo: No
hay nación que le haya tratado así, a duras penas ha
llegado a estos dones de la gracia celeste. Pues al restaurar
en el desierto a su pueblo con dones divinos, el Señor le ha
marcado con gracias señaladas y le ha hecho concesiones
inauditas.
15. Y aunque estos acontecimientos se nos han
transmitido en figuras, son expresión floreciente de
misterios ocultos. Nuestros antepasados en tiempos de
Moisés, fueron bautizados bajo la nube y en el mar,
comieron el alimento espiritual y bebieron la bebida del
Espíritu. Sin embargo, son figuras del futuro que
garantizan la verdad de los acontecimientos; el valor del
desierto no se reduce por el hecho de referir los hechos a
nivel sacramental. No se recorta en nada la gracia
proyectando a la vida futura este estado del cuerpo y de
los vestidos donde no hay corrupción. Grande es la gracia
que se relaciona con el desierto, si cobija en este mundo a
seres así, que los acoja la felicidad del mundo futuro.
16. Podemos preguntarnos todavía: ¿los israelitas no han
debido a su estancia en el desierto la posibilidad de llegar
a la tierra acariciada? ¿Para que este pueblo poseyera esa
tierra de leche y miel, no debía morar en otra de sequía y
aridez? El camino de la verdadera patria pasa siempre por
la estancia en el desierto. Hay que convivir en una tierra
inhóspita para ver los bienes del Señor en la tierra de los
vivos; hay que ser huésped de esta tierra si se quiere ser
ciudadano de aquella otra.
17. Dejemos ya esta historia: David no evitó el ataque
del rey enemigo más que marchando al desierto; todo su
corazón tenía sed de Dios cuando moraba en la tierra
desolada de Idumea. Necesitaba tener sed en el desierto
donde no hay camino ni agua para presentarse delante del
Dios santo. Era necesario que se santificara para
contemplar la fuerza y la gloria de Dios.
18. Pasemos ahora a Elías, que ha sido el mejor garante
de los misterios; oscureció el cielo de nubes de lluvia, lo
desgarró con relámpagos, tomó el alimento que se le
ofrecía mediante el servicio de los cuervos, abrogó los
decretos de la muerte, detuvo el curso del Jordán y
atravesó su cauce, fue arrebatado en un carro de fuego.
19. ¿Y qué diremos de Eliseo, su discípulo, tan adicto a
la virtud y a la vida de su maestro? resplandecía con todo
el esplendor de los milagros divinos: cortó el torrente, hizo
flotar el hierro, resucitó a muertos, multiplicó el aceite. Y
luego, a raíz de tantos otros milagros, manifestó en sí
mismo una doble porción de la energía de su maestro:
Elías, vivo, había resucitado a un muerto; Eliseo lo hizo
después de haber dejado esta vida.
20. Los hijos de los profetas se despedían de los
poblados y llegaban a los afluentes del Jordán; levantaban
tiendas en descampado, cerca del río. La santa
congregación descansaba allí, repartida bajo techumbres
improvisadas; y esas moradas que, animaban las
disposiciones de su alma, las guardaban fieles al espíritu
paterno.
21. El desierto veía vivir al mayor de los hijos nacido de
mujer; recogía el eco de su voz. En el desierto se le veía
bautizar, predicar la penitencia, hablar por vez primera del
reino celestial; llevaba a los que le escuchaban lo que cada
cual se apresuraba a recibir. Este empecinado morador del
desierto, como mensajero enviado delante del Señor, iba a
roturar el camino del reino celeste; precursor y testigo
digno de oír al Padre que hablaba desde lo alto del cielo,
de coincidir con el Hijo al rociarle con el agua del
bautismo, de ver al Espíritu Santo bajar sobre Él.
22. Nuestro Señor y Salvador, nada más recibir el
bautismo, fue llevado por el Espíritu al desierto, como lo
dice la Escritura. ¿Quién es este Espíritu? Sin duda alguna,
el que es Santo. Que el Espíritu Santo lo atraiga al
desierto, se debe a que Él mismo intima esta orden, y
quien inspira todo este designio. Y sobre la invitación del
Espíritu, el desierto a su vez llega a ser un lugar sugerente
de invitación. Apenas el Hijo sale del agua del río místico,
y no siente otra urgencia que la de retirarse a la soledad.
Pese a que esas aguas santificadoras Él mismo las acababa
de santificar. No era, por tanto, un hombre pecador que se
había lavado sumergiéndose allí, puesto que estaba sin
pecado ni temía al pecado. Sin embargo, ardía de amor en
ir al desierto porque deseaba dejarnos el ejemplo que nos
salva: pues Él no lo necesitaba. Un Dios ajeno al error se
aficiona de este modo el desierto, mientras que el hombre,
inmerso en el error, ¿no lo va a creer necesario? Si el
inocente lo ha buscado cuanto más el pecador deberá
desearlo.
23. También allí, en el servicio al Señor, todos los ruidos
entorpecedores desaparecen, se realiza la misión silenciosa
de la energía divina; y es allí, como si hubiese vuelto al
cielo, cuando los ángeles vienen a rodearlo para servirle.
Es allí donde redujo a silencio al viejo enemigo que le
sometía a sus tentaciones acosadoras, y que el nuevo Adán
rechazó al que había abusado del antiguo. ¡Oh mérito
insigne del desierto! El diablo que había vencido en el
Paraíso fue vencido en el desierto.
24. Y nuestro Salvador allí alimentó a cinco mil
hombres con sólo dos panes y cinco peces; los alimentó y
quedaron saciados; Jesús alimenta siempre a los suyos en
el desierto. El maná, en otro tiempo, había infundido
confianza en el auxilio divino: ahora son estos trozos de
pan y de pescado quienes lo infunden. El mismo milagro
hace bajar alimento sobre los hambrientos, y lo multiplica
para los que piden comer. En los banquetes de fiesta, los
víveres se multiplicaban según el consumo del momento;
incluso proporcionaban a los convidados más de lo que lo
hubieran necesitado. Vemos así en el desierto la causa de
tan grandes signos. La energía divina habría desplegado
todo su poder, si el desierto hubiera tenido más espacio.
25. El Señor Jesús se había retirado a la cima de una
montaña, cuando sus tres discípulos vieron resplandecer su
rostro con una extraña claridad. Dejaba cada día la
posibilidad de ver la humanidad que había asumido, pero
depositó en el desierto la manifestación de su divinidad. El
mayor de los apóstoles dijo entonces estas palabras: ¡Qué
bien se está aquí!, pues le agradaba el signo espléndido
que el desierto había recibido.
26. Se nos describe al Señor Jesús yendo al desierto para
orar. Ese lugar se llama, por tanto, el lugar de la oración,
puesto que Dios nos muestra que allí se encuentra el
ambiente idóneo para orar a Dios. Nos muestra dónde la
oración de quien se humilla puede atravesar las nubes con
gran facilidad. El lugar la favorece, su silencio la enaltece.
Cuando el Señor se retiraba en ese lugar para orar, nos
mostraba desde dónde quería que se elevara nuestra
oración.
27. ¿Tendré que evocar ahora a Juan, a Macario, y a
tantos otros, cuya morada en el desierto se convirtió en
estancia del cielo? Se acercaron al Señor en cuanto le es
posible a un hombre; fueron envueltos por las obras de
Dios en cuanto es concebible en hombres revestidos de
carne. Sus espíritus orientados hacia las realidades de
arriba, penetraron los secretos del cielo; mostraron por
revelaciones silenciosas o signos llamativos la gracia que
acompaña al desierto. Con el estímulo de su retiro llegaron
a alcanzar el cielo en espíritu, mientras que tocaban con el
cuerpo la tierra.
28. Por tanto, afirmaré que esta morada del desierto es la
residencia de la fe, el arca de la virtud, el santuario de la
caridad, la alacena de la justicia. Como se guarda en una
casa grande todos los objetos de valor herméticamente
cerrados, así se deposita en este cuarto cerrado a doble
llave, que es una tierra de soledad, el destello de los santos
ocultos en el desierto mientras su naturaleza esquiva mil
escollos; de esta manera el contacto humano no lo puede
menoscabar. Y el Señor del universo, si esconde un tan
precioso bagaje en esta parte de la casa del mundo, sabe
también sacarlo cuando haya que usarlo.
29. Si la divina providencia rodeaba en otro tiempo al
desierto con los cuidados más exquisitos, ahora tampoco
ha cedido. Cuando una generosidad inesperada abre la
mano de Dios para alimentar a los moradores del desierto,
¿no es del cielo de donde se desborda su abundancia?
Ellos reciben también su maná de la esplendidez celeste, y
el Señor, en su comportamiento secreto, no es para ellos
menos generoso. Cuando se golpeó la roca, y las aguas,
respondiendo al don divino, saltaron de la piedra ¿no se
pensará que aconteció por los golpes de Moisés? Y los
vestidos para cubrirse ¿cómo podrían faltar, todavía hoy, a
los moradores del inmenso desierto? Dios no cesa de
darnos los medios, y estos medios perduran. El Señor
alimentaba a los suyos en el desierto y todavía lo sigue
haciendo. Lo que hizo en otro tiempo durante cuarenta
años, lo hace hoy, y hasta el final de los tiempos.
30. Cuando el santo se abrase en el fuego divino, que
deje su casa por esta otra morada, que la prefiera a su
gente más cercana, a sus hijos, a sus padres, que la compre
a precio de comercio de todos los suyos. Que se convierta
en la patria temporal de quienes dejan detrás de sí su país
carnal, adonde ni el temor ni la alegría, ni la tristeza ni el
pesar les harán volver. Que pague por ella sola el precio de
todas sus ataduras.
31. ¿Quién podría proclamar todos los beneficios del
desierto, y la recompensa en virtud que redunda en sus
moradores? Nacidos en este mundo, de alguna manera se
retiran del mundo, a las soledades, a las montañas, a las
cavernas, a los antros de la tierra. No sin razón el Apóstol
afirma que el mundo no es digno de estos hombres
aislados, sosegados y silenciosos, tan ajenos a la agitación
habitual en la sociedad humana. La voluntad de pecar se
ha alejado de ellos, no menos que la posibilidad de ser
arrastrado a ello.
32. Personas provectas, célebres en la sociedad,
cansados ya de la gestión de sus negocios, se cobijaban en
la filosofía como si fuera su casa. ¡Qué hay más hermoso y
noble que el alejamiento de los extravíos del mundo para
el estudio de la espléndida Sabiduría, y ganar en la
exclusión la libertad de las soledades, los desiertos
ocultos! Sólo se entrega entonces a la filosofía, bajo los
pórticos del desierto, los paseos que la Sabiduría ha
elegido, como ejercicio en los gimnasios. ¿Dónde se
observará mejor la Pascua que en la estancia del desierto?
Pero contando con las virtudes y la continencia. La
continencia que es un desierto del corazón. Moisés
permaneció allí durante cuarenta días; Elías también
aguantó otros tantos días observando el ayuno; tanto el
uno como el otro superaron los límites de las fuerzas
humanas. Más tarde el Señor hizo lo mismo, observando
el tiempo reglamentario de la abstinencia. En ninguna otra
parte encontramos ayunos tan prolongados como en el
desierto, y hemos de colegir que el Señor ha depositado en
él una energía específica.
33. ¿A dónde podemos ir para experimentar la suavidad
del Señor? ¿Existe otro camino más rápido hacia la
perfección, o un territorio más dilatado para la práctica de
las virtudes? ¿Dónde se puede controlar más fácilmente la
mente para aguzar su capacidad? ¿Dónde hallar más
libertad de corazón para el que se esfuerza en adherirse a
Dios? Eso se da únicamente en la soledad, donde Dios no
sólo se hace al momento el encontradizo, sino que lo
mantiene.
34. La base del desierto es una arena muy fina; y sin
embargo, los cimientos de la casa evangélica allí están
fuertemente asegurados más que en cualquier otra parte.
Aunque si alguien quiere construir en la arena, en absoluto
cimenta sobre ella su casa; en ninguna otra parte más que
en el desierto se construye la estancia sobre la piedra de la
que habla el Evangelio. Sus cimientos son seguros, la casa
no caerá; las tempestades podrán alzarse, desencadenarse
los huracanes; los torrentes desbordarse, pero la casa no se
desplomará. Los moradores del desierto se construyen
moradas de este tipo en sus corazones. Apetecen lo más
sublime desde lo profundo, por la humildad acarician la
altura, su menosprecio y olvido de las cosas terrenas
avivan la esperanza en lo prometido. Rechazan las
riquezas y prefieren la pobreza: pero si la abrazan con
fervor, es porque desean ser ricos. Día y noche combaten
en trabajos y en vigilias por adherirse a la raíz de aquella
vida que no tiene fin. Los hombres a los que el desierto
encierra en su seno maternal son avaros de eternidad,
desprendidos de lo efímero, indiferentes al presente,
seguros de lo porvenir. De este modo logran alcanzar los
siglos sin límite precipitándose por los límites del siglo.
35. Allí las leyes inscritas en el corazón del hombre
destilan salvación, y los decretos de la vida eterna se
muestran más puros. Tampoco resuenan allí ecos de
sentencias humanas sobre crímenes y perversidades, ni la
pena capital que es desconocida. Allí las leyes de la
naturaleza hacen purísimo el corazón del delincuente,
porque él mismo, mediante el íntimo dinamismo de su
mente se siente intensamente urgido dentro de los límites
de la justicia, y el menor atisbo de pensamiento cae bajo el
dictamen de un juez riguroso. Si el mal para la gente
común consiste en haber cometido algo mal; aquí consiste
en no haber practicado el bien.
36. Pero ¿cómo podría yo manifestar la estima al género
de vida tan peculiar del desierto? Hay una cosa que no
puedo pasar por alto en esos moradores: la fuerza de la
virtud, desconocida para la inmensa mayoría y apenas
conocida. Pues cuando se alejan a lugares tan remotos,
repudiando al mundo y los convenios humanos, tratan de
esconderse, sin embargo son incapaces de ocultar su
virtud. Y si llevan una vida completamente oculta, se
expande por fuera su prestigio. Creo que Dios desea este
desconcertante equilibrio: que el forastero del desierto,
inédito a los ojos del mundo, pero notorio por su vida
ejemplar, es la lámpara colocada en el candelero del
desierto, y que esclarece a todo el mundo; y esta luz
esplendorosa se expande hasta por los rincones más
lóbregos. Es la ciudad construida en la cima de la montaña
del desierto, imposible de ocultarse, imagen en la tierra de
la Jerusalén celeste. Si alguien se encuentra envuelto en
tinieblas, que se acerque a esta luz, y verá; el que se vea en
peligro, que se dirija a esta ciudad, y hallará seguridad.
37. ¡Qué dichosas soledades para los sedientos de Dios,
aunque sean parajes desérticos! ¡Qué amenos resultan esos
retiros donde toda la naturaleza se alerta y se silencia
cuando se busca a Cristo! Entonces el espíritu se alegra en
Dios y se despierta a los estímulos del silencio y
experimenta inefables embelesos. No hay un ruido ni
palabra alguna sino para hablar a Dios. Sólo existe este
sonido tan dulce que rompe el silencio, el gran estrépito de
dulzura que lanza el sosiego de su paz profunda, este santo
fragor de dos voces que susurran. Se elevan himnos, coros
fervientes llaman a la puerta del cielo, y se entra allí no
tanto con la voz como con la oración.
38. Entonces el enemigo merodea en vano como un lobo
en torno al aprisco de las ovejas, pero el coro de los
ángeles recorre la amplitud del desierto, y transitan por
aquella escala de Jacob, arrojan a su paso luz sobre esos
parajes ocultos. Y para que no vigilen en vano los
centinelas, Cristo protege esta ciudad con su peculiar
destreza, que es como muralla infranqueable para sus
atacantes. De este modo en la amplitud del desierto
desaparecen todos los adversarios, y sus moradores,
adoptados por Dios, no dan oportunidad alguna a sus
enemigos de penetrar en sus dilatadísimos parajes. El
Esposo allí descansa en pleno mediodía; y los forasteros
del desierto, heridos de amor, lo contemplan diciendo: He
encontrado al que ama mi alma; lo he cogido; y no lo
dejaré escapar.
39. El terreno del desierto no deja de dar frutos; no es
estéril. Sus piedras quemadas son fecundas. Allí las
semillas germinan y se multiplican, se recogen cosechas
centuplicadas en los graneros. No se ve allí semilla alguna
caer al borde del camino para que se la coman los pájaros;
ni en las zonas pedregosas donde apenas hay tierra, para
que se queme y se seque al sol; ni entre zarzas, para que el
crecimiento de la maleza acabe por asfixiarlas. Aquí, todo
llega, y el campesino cosecha en la abundancia. Se ve
crecer entre piedras esta cosecha que devuelve la vida a
los huesos. Aquí se da el pan vivo, que baja del cielo. En
estas rocas abundan las fuentes refrescantes, las aguas
vivas que apagan la sed y saltan para la salvación. Un
desierto inculto es la pradera del hombre interior, su
regocijo, una maravillosa dulzura. El mismo desierto del
cuerpo es el paraíso del alma.
40. La tierra más fértil no puede compararse a la del desierto. ¿Hay un terreno más
rico en cosechas? Sacia a los hambrientos con el mejor trigo. ¿Dónde encontraremos
viñas más fecundas? Ellas producen este vino que alegra el corazón del hombre. Y
contemplamos abundantes pastizales en donde se apacientan las ovejas de la Escritura:
Apacienta mis ovejas. ¿Existen otras flores que embellecen la tierra con colores de
primavera? Porque aquí florece la flor verdadera del campo y el brillo de los lirios de
los valles, la preciosa belleza de los metales y amarillo del oro, las piedras que arrojan
sus laminillas de luz, y el aire que titila en el espejo de su agua. Así la grandeza de esta
tierra incomparable y rica, más rica en todos los bienes que ninguna otra.
41. Tierra venerable, es muy saludable que tus santos te ocupen, o que te deseen si no
moran todavía en ti, fecunda e inagotable: en ti se tiene todo. No exiges que te cultiven,
sino que se cultive uno a sí mismo; tú no sabes producir los vicios de tus forasteros, y
únicamente eres fértil de sus virtudes. Quien ha buscado tu amistad ha encontrado a
Dios; quien te ha honrado ha encontrado en ti a Cristo; ocuparte a ti es estar en el gozo
del Señor, tu huésped. Poseerte es posesión divina. Quien no evita tu morada pasa a ser
templo de Dios.
42. Debes venerar todos los lugares del desierto que la devoción y la soledad han
ilustrado; sin embargo, yo tengo una devoción muy particular para mi soledad de
Lerina: ella toma en sus brazos a los náufragos de un mundo tempestuoso, acoge
dulcemente bajo su sombra a los hombres que el mundo ha quemado; a los que ya les
fallaba el aliento, recuperan la respiración a la sombra del Señor, la sombra interior
donde el espíritu renace. Aquí el agua es abundante; la vegetación, las flores, las
panorámicas y los aromas deliciosos. Un paraíso para los que la ocupan. Es digno de
Honorato y de su enseñanza celeste; digno de sus cartas tan bellas, de un padre tan
noble, cuyo vigor y rostro irradian el espíritu de los apóstoles; digno de resplandecer así
al tomarlo por guía, de dar estos monjes extraordinarios, y estos sacerdotes que se
requerían. Y ahora contempla a su brillante sucesor, Máximo, con merecimientos para
ser su sucesor; recibió a Lupus, de nombre venerable, que hizo reaparecer entre nosotros
a ese lobo de la tribu de Benjamín, y a su hermano Vicente, como una gema pura que
destella mil rayos. Recluye hoy al sosegado y venerable Caprasio, como reencarnando
el antiguo género de santidad; y esos santos ancianos cuyas celdas separadas han
representado en nuestra Galia a los padres de Egipto.
43. ¡Qué comunidades de santos y qué asambleas no he visto yo allí, oh buen Jesús!
Preciosos frascos de alabastro que exhalan sus aromas, por todas partes se extendía el
perfume de la vida. Se descubría en su talante el rostro del hombre interior: las cadenas
del amor, el abajamiento de la humildad, la dulzura de la devoción, la roca de la
esperanza, la medida del paso, la prontitud de la obediencia, el silencio del encuentro, la
serenidad de los rasgos; al contemplarlos, pasa ante nuestros ojos el apacible ejército de
los ángeles. Nada anhelan, nada desean a excepción de Aquel a quien únicamente los
enamorados ansían. Buscar la felicidad es para ellos vivir, y mientras se mantienen en
su propósito ya la alcanzan. ¿Desean vivir separados de los pecadores? Ya lo están.
¿Quieren llevar una vida casta? Ya lo han logrado. ¿Aspiran a dedicar todo su tiempo a
las alabanzas de Dios? Lo dedican. ¿Desean gozar de la compañía de los santos? Gozan
de ella. ¿Suspiran por gozar de Cristo? Gozan de Cristo. ¿Desean conseguir la plenitud
de la vida eremítica? Lo consiguen en su corazón. De este modo y por la amplísima
gracia de Cristo, merecen gozar en el tiempo presente de muchas de las cosas cuya
fruición esperan obtener en la vida futura. Poseen ya la realidad a que por la esperanza
aspiran. Incluso en medio de la misma fatiga, tienen ya un no pequeño premio debido a
su trabajo, pues en sus obras está ya casi presente la esencia de la recompensa.
44. Mi querido Hilario, tu vuelta entre ellos te ha conseguido los mayores beneficios,
tantos como a ellos la alegría de tu regreso. También con ellos te suplico que no borres
de tu memoria el recuerdo de mis pecados y de interceder por mí; con ellos, te digo, que
no sé quién ha recibido más alegría con tu llegada, si tú o ellos. Eres ahora el Israel
verdadero: tú has abandonado Egipto, contemplas a Dios desde el corazón; liberado
desde hace algún tiempo de las tinieblas del siglo, has atravesado las aguas en las que el
enemigo se ha ahogado, has seguido en el desierto al fuego de la fe; el madero de la
cruz ha cambiado la amargura en dulzura. Bebes de manos de Cristo el agua que salta
para la vida eterna; alimentas al hombre interior con el pan divino. Estás en el desierto
con Israel: entrarás con Jesús, en la tierra prometida.

SALVIANO DE MARSELLA
EL GOBIERNO DE DIOS
I. 1,1. Algunos dicen que las acciones humanas dejan a Dios indiferente y, por
decirlo así, negligente, porque no protege a los buenos y no refrena a los perversos; de
ahí proviene, dicen, que en este mundo los buenos son la mayoría de las veces los más
desgraciados, mientras que los perversos son felices.
Es cierto que, para refutar semejantes acusaciones debería bastar, puesto que me
dirijo a cristianos, la Palabra de Dios; pero como muchos mantienen en esto algo de
incredulidad pagana, quizá les parecerá bien el testimonio de paganos eminentes y de
sabios. Podemos, pues, mostrar que no hallamos en ellos ese sentimiento de indiferencia
y negligencia divinas; sin embargo, ajenos a la verdadera religión, se sentían incapaces
de conocer a Dios, porque han ignorado la Ley, y es por ella por la que se le conoce.
1.2. El filósofo Pitágoras, que la misma filosofía ha admirado como a su maestro, se
expresa así cuando habla de la naturaleza y de los beneficios de Dios: “un alma que
circula y se expande por todas las partes del mundo, es fuente de vida para todos los
seres que viven”. ¿Cómo se puede afirmar que Dios no se cuida del mundo? ¿No es
amarlo suficiente el hecho de expandirse por todas partes?
1.3. Platón y todas las escuelas de su nombre reconocen que Dios es quien gobierna
todo. Los estoicos atestiguan que a la manera de un piloto, permanece siempre en el
interior de lo que dirige. ¿Qué sentimiento más justo y más religioso hubieran podido
tener de la solicitud y atención divinas, más que comparando a Dios con un piloto?
Querían decir con eso que, como el piloto nunca deja de la mano el timón durante la
travesía por mar, la solicitud de Dios hacia el mundo no se relaja un instante. El piloto
observa los vientos, evita los escollos, contempla los astros y se entrega en cuerpo y
alma a su tarea. De la misma manera, nuestro Dios no priva al universo del beneficio de
su augusta mirada, ni le priva del gobierno de su providencia, no le rehúsa la
indulgencia de su amor impregnado de bondad.
1.4. De aquí el pasaje siguiente, inspirado en los antiguos misterios y en el cual
Virgilio se muestra filósofo y poeta al mismo tiempo, cuando dice: “Dios recorre todos
los rincones de la tierra, toda la extensión de los mares, y el cielo profundo”. Y Cicerón
también afirma: “El Dios que concibe nuestra inteligencia no puede ser concebido de
otro modo más que como una especie de espíritu puro, libre, desprendido de toda
materia mortal, que conoce todo, que mueve todo”; y en otra parte: “No hay nada
superior a Dios”. Gobierna, pues, necesariamente el mundo; no obedece a nada, no está
sometido a nada en la naturaleza: es, pues, Él quien es dueño de toda la naturaleza. A
menos que nuestra sabiduría – aparentemente prodigiosa – no llegue a concebir a aquel
que, según nuestras propias aserciones, gobierna todas las cosas, como si las dirigiera y
descuidara al mismo tiempo.
1.5. Si, pues, esta gente que nada sabían de la verdadera religión, arrastrados por no
sé qué irresistible necesidad, han afirmado que todo era conocido, movido y dirigido por
Dios, ¿cómo ahora hay alguien capaz de pensar que sea indolente y descuidado, cuando
con su penetración lo conoce todo, con su fuerza lo mueve, con su poder lo gobierna y
con su bondad lo conserva?
Esto es lo que opinan los más representativos en la filosofía y en la elocuencia
humana acerca de la majestad y el gobierno del Altísimo. Pero si acabo de citar los más
ilustres maestros en estas dos artes incomparables, es para mostrar con mayor evidencia
que todos los demás pensadores ha tenido el mismo sentimiento o, al menos, que su
opinión, cuando fue contraria, no tenía autoridad alguna. Es cierto que me es imposible
descubrir a pensadores que hayan tenido una opinión distinta, dejadas de lado las
divagaciones de los epicúreos o de algunos “epicureizantes” que, después de haber
vinculado el placer con la virtud, igualmente han asociado a Dios con la negligencia y la
pereza. Está claro que los que piensan así no han adoptado sólo el pensamiento y la
opinión de los epicúreos sino también sus vicios.
4.17. Pero quizá pretendas tú ver precisamente la prueba que en este mundo Dios
descuida todo y reserva todo para el juicio futuro, en el hecho de que todos los males los
sufren precisamente los buenos, cuando los perversos son los causantes. Esta aserción
ya no es propia de un incrédulo, pues confiesa el juicio futuro de Dios.
4.18. En cuanto a nosotros, sostenemos que Cristo juzgará al género humano; lo cual
no se opone a la convicción de que Dios, desde ahora, en la medida en que lo estima
razonable, dirija y dispense todo; y así afirmamos que juzgará el futuro, no sin enseñar
que ha juzgado siempre en este siglo. Efectivamente, puesto que Dios no cesa de
gobernar, no cesa de juzgar, porque su mismo gobierno es un juicio… 5,26. Es una
locura y una impiedad creer que la bondad paternal de Dios descuida la solicitud por las
cosas humanas, pero no las descuida; y si no las descuida, las dirige; y si las dirige, por
eso mismo las juzga: pues no se podría concebir dirección alguna si el que dirige no
ejerciera continuamente su juicio.
III. 2,6. Me presentas la siguiente objeción: “¿Por qué nosotros, los cristianos, que
creemos en Dios, somos los más desgraciados que los restantes de los humanos?” Me
bastaría para responder a eso lo que el Apóstol dice a las Iglesias: Que nadie sucumba a
causa de estas tribulaciones a las que, como bien sabéis, estamos destinados. Puesto
que declara el Apóstol que Dios nos ha puesto en esta condición a fin de que
soportemos penas, miserias y pesares, ¿qué puede extrañar si aguantamos todos esos
males, nosotros que militamos para soportar todas las adversidades? Pero muchos no
entienden eso, y piensan que los cristianos, siendo más religiosos que los demás
pueblos, deberían recibir de Dios, como salario de su fe, una prosperidad mayor que la
de los demás humanos. Admitamos en principio su opinión y su manera de pensar.
7. Pero veamos lo que es creer fielmente en Dios. Puesto que queremos que haya en
este mundo una gran recompensa para la creencia y la fe, necesitamos examinar lo que
debe ser la creencia o la fe. ¿Qué es pues, la creencia o la fe? Estoy convencido que
creer fielmente en Cristo, es decir, ser fiel a Dios, consiste en observar con fidelidad los
mandamientos de Dios. Los servidores o los mayordomos de los ricos, a quien se ha
confiado un mobiliario abundante o cofres bien surtidos, no pueden ser en ninguna
manera cualificados de fieles si han devorado lo que se les ha confiado; igualmente los
cristianos son infieles si han malgastado los bienes que Dios les ha asignado.
8. Si me preguntan, quizá, ¿qué bienes Dios ha adjudicado a los cristianos?
Simplemente todo aquello gracias a lo cual tenemos la fe, es decir, aquello por lo que
somos cristianos: en primer lugar la Ley, luego los Profetas, a continuación el
Evangelio, siguen los escritos de los Apóstoles, y finalmente, el don de un nuevo
nacimiento, la gracia del santo bautismo y la unción del crisma divino. En tiempos
pasados entre los hebreos, es decir, entre el pueblo que Dios había distinguido y hecho
suyo, cuando la dignidad de juez prevalecía como poder real, Dios, mediante una
unción regia, confería la dignidad real a los hombres más estimados y más dignos de ser
elegidos; igualmente, todos los cristianos que, después de haber recibido la unción de la
Iglesia y hubieren cumplido los mandamientos de Dios, serán llamados al cielo para
recibir allí el premio a su fatiga.
Exigencias concretas de la fe
9. Y si todas estas cosas completan la fe, veamos, pues, quién es el que guarda estos
grandes misterios de la fe de modo que se le pueda llamar “fiel”; pues sería
necesariamente infiel, como ya lo hemos indicado, el no conservar el depósito de la fe.
Que quede claro que no exijo ahora el cumplimiento de todo lo que ordenan el Antiguo
y el Nuevo Testamento. Dejo de lado la severidad de la antigua Ley, las amenazas de los
Profetas, incluso paso por alto lo que no podría serlo: los severísimos principios de los
escritos apostólicos o incluso la doctrina de los libros evangélicos, cargados de todo
género de perfección. Ahora yo pregunto quién es el que observa al menos un pequeño
número de preceptos divinos.
10. No me refiero a esos mandamientos que muchos rechazan hasta el punto de
maldecirlos. El honor y el temor de Dios hacen de nosotros tales progresos que lo que
omitimos por irreligión lo clasificamos como digno de odio. Finalmente ¿Quién se
dispone a escuchar al Salvador que nos prohíbe pensar en el mañana? ¿Quién acoge la
palabra por la cual nos pide que nos contentemos cada uno con una sola túnica? Y
cuando nos prescribe caminar descalzos, ¿quién piensa que haya que hacerlo, e incluso,
que eso sea realizable? Dejo de lado estas cosas; pues nuestra fe, que nos da seguridad,
ha caído hasta hacernos juzgar inútil lo que el Señor ha querido que nos sea saludable.
Amad a vuestros enemigos, dice el Señor, haced el bien a los que os odian; rezad por
los que os persiguen y os calumnian. ¿Quién practica esto? ¿Quién es el que en sus
oraciones se digna cumplir respecto a sus enemigos lo que Dios ordena? Y no lo
expreso con meros deseos sino de palabra.
11. O aún, si alguien únicamente se esfuerza en confesarlo, lo hace con su boca pero
no con su espíritu; por la voz, se descarga de una obligación, pero no cambia las
disposiciones de su corazón. Así, incluso si se esfuerza en orar por su adversario, habla,
pero no ora. Sería demasiado entrar en detalles, pero todavía una cosa quiero añadir
para comprender que, lejos de secundar todas las palabras de Dios, no obedecemos a
casi ninguno de sus mandamientos. Es lo que proclama el Apóstol: Si alguien estima ser
algo, no siendo nada, se ilusiona.
12. Así pues, somos culpables en todo, añadimos a nuestros crímenes la ilusión de
creernos buenos y santos; y así, las ofensas de nuestra iniquidad aumentan por nuestra
presunción de rectitud. El que odia a su hermano es un homicida, dice el Apóstol.
Podemos, pues, comprender que muchos son homicidas aunque se crean inocentes,
puesto que, como lo vemos, el homicidio no es solamente perpetrado por la mano del
que asesina, sino también por el alma del que odia. De ahí proviene que el Salvador
haya reforzado la presentación de este mandamiento por una condena todavía más
severa, diciendo: El que se encoleriza sin razón contra su hermano, será condenado por
el juicio. La cólera es la madre del odio. Por eso, el Salvador ha querido excluir la
cólera para que no se suscite el odio…
9,43. … Dios nos manda amarnos unos a otros, pero nosotros nos desgarramos por
un odio mutuo. Dios ordena a todo cristiano dar nuestros bienes a los indigentes. Pero,
por el contrario, todos nos lanzamos sobre los bienes del otro. Dios ordena a todo
cristiano ser casto hasta en sus miradas, y ¿cuántos hay que se revuelcan en el fango de
la fornicación?
44. Es que ¿puede decirse algo más? Voy a referirme a una cosa grave y lamentable.
La misma Iglesia, que debería tener como función apaciguar a Dios ¿Qué hace sino
exasperarle? Dejando de lado a un grupito reducido que rechaza el mal, la asamblea de
los cristianos en su casi totalidad ¿qué es sino una cloaca de vicios? ¿Cómo encontrarías
tú en la Iglesia a alguien que no sea borracho, adúltero, fornicador, libertino, ladrón u
homicida? Y lo que es peor, todo eso sucede sin parar…
46. Casi todo el pueblo de la Iglesia ha llegado a tal grado de torpeza que, en cierta
medida, una forma de santidad consiste en que el pueblo cristiano sea menos vicioso
que los demás pueblos. Por eso las Iglesias – o más bien los templos y los altares de
Dios – los tratan algunos con menos respeto que la casa del más bajo representante de la
justicia municipal. Pues no se permite a cualquiera entrar en las casas de los ilustres
potentados ni incluso en las de los presidentes o notables. Entran solamente los que el
juez ha convocado, los que han gestionado sus negocios, o aún, los que la dignidad de
su rango les ha permitido acceder. Pero si alguien atraviesa el umbral con modos
displicente, lo golpean, lo expulsan, o incluso, lo castigan por el hecho de haber
vilipendiado su propia estima.
47. Pero en los templos – o más bien, en los altares y en los santuarios de Dios -
todos los individuos repelentes e infames se precipitan indistintamente sin miramiento
alguno por el honor sagrado, y eso no requiere que se les impida a todos a implorar a
Dios, pero hay que procurar que el que entre para compartir un clima de paz no salga
luego como provocador. No hay que confundir en una misma obligación el hecho de
pedir perdón y el hecho de provocar la cólera.
48. He aquí, en efecto, un nuevo género de monstruosidad: casi todos los cristianos
no cesan de hacer lo que lamentan de haber hecho, y los que entran en las iglesias para
llorar sus viejas fechorías, salen para cometerlas de nuevo. Pero, ¿por qué digo “salen”?
Poco falta que no sea en el decurso de sus oraciones y súplicas que maquinen sus
perversas acciones. Una cosa es lo que expresan los labios, y otra lo que reclama el
corazón: mientras deploran verbalmente sus fechorías pasadas, premeditan en el
corazón otras futuras; de este modo la oración acrecienta sus crímenes en lugar de
compadecer al Señor. Así se cumple en su lugar esta maldición de la Escritura: que
salgan condenados de la oración, y que su misma oración sea un pecado.
49. En pocas palabras, si se quiere conocer qué tipo de hombres son capaces de
planear estas cosas en el templo, fijémonos en lo que sucede. Pues apenas se terminan
las ceremonias litúrgicas, vuelven a sus hábitos favoritos: unos para robar, otros para
emborracharse, aquellos para fornicar, estos para trincar, a fin de que quede claro que
han meditado en el interior del templo lo que hacen nada más salir de él.
Caso típico: los impuestos
IV.6.30. ¿Quién sería lo suficientemente elocuente para hablar de latrocinio y del
crimen siguiente? : El Estado Romano, ya muerto, - o en todo caso dando sus estertores
donde todavía parece estar con vida – muere estrangulando con los lazos de los
impuestos como con manos de bribones. Lo cierto es que hay muchos ricos y sin
embargo son los pobres los que pagan sus impuestos. Esto quiere decir que existen
muchos ricos que gravan con impuestos a los pobres. Y si me refiero a “muchos”, temo
que no pueda decirse de “todos” con mayor verdad. Si son pocos las excepciones de
esta fechoría – suponiendo que existan –, en la categoría en que clasificamos a muchos
ricos, podríamos casi incluirlos a todos.
31. Consideremos, efectivamente, estos remedios fiscales que se acaban de aplicar en
algunas poblaciones. ¿Qué resultado se ha logrado sino exceptuar a todos los ricos y
acumular los impuestos sobre los miserables? Anular a algunos sus pasados tributos e
imponer otros recientes a los otros; enriquecer a los primeros por la disminución de
todas las tasas, incluso las mínimas, y abrumar a los segundos por el aumento de las
más pesadas; enriquecer a unos por la supresión de lo que podían soportar sin agobio, y
hacer perecer a los otros por la multiplicación de lo que les era imposible soportar. Y
así, este remedio eleva muy injustamente a uno y mata también injustamente a los otros,
regalo criminal para unos, veneno no menos criminal para los otros. De donde vemos
que nada es más depravado que la actitud de los ricos, que encuentran sus remedios en
la muerte de los pobres, y que nada es más desgraciado que la suerte de los pobres, que
son exterminados por lo que ha sido dado como un remedio a toda la humanidad.
Menosprecio de quien quiere ser bueno
7,32. ¡Hermosa cosa en verdad y santa sobremanera es que un noble pierda el
prestigio de su nobleza desde el momento en que se convierte a Dios! O incluso, ¿qué
prestigio de Cristo puede haber en el pueblo cuando la religión pierde su nobleza?
Desde el momento en que cualquiera trata de ser mejor, es pisoteado y despreciado
como lo infame: he aquí por qué todos son apremiados a ser perversos si no quieren
pasar por viles. No sin razón el Apóstol exclama: El mundo entero yace en poder del
Maligno. Es cierto; pues tiene toda la razón al afirmar que está todo sometido al poder
del Maligno; sí, este mundo donde los buenos no encuentran su sitio. Todo está tan
colmado de iniquidad que los que existen, o son malos, o bien son buenos pero
atormentados por las persecuciones de muchos
33. Así, como acabamos de decirlo, si un hombre de condición distinguida se
compromete con la religión, al instante cesa de ser distinguido. El que cambia de hábito,
supone un cambio de rango; pues el que se hallaba en un rango elevado, se vuelve
menospreciable. Cuando más destellaba, se vuelve ahora más vil. El que era honrado en
todo, pasa a ser en todo objeto de ultraje. Nada extraño es que hombres mundanos e
infieles sufran la desgracia y la cólera de Dios, cuando persiguen al mismo Dios en sus
santos. Pues todo está pervertido, todo invertido. Al bueno se le desprecia como a un
perverso; mientras que al perverso lo estiman como a hombre de bien. No hay nada
desconcertante. Cada día nuestra suerte empeora, porque cada día somos peores. Pero
sí, los hombres, cada día, cometen nuevos atropellos y no dejan los viejos: nuevos
crímenes aparecen, y los antiguos no son repudiados.
Estado lamentable del mundo romano a raíz de las invasiones
VI.12.66. Pero, si estamos corrompidos por la prosperidad, sin duda nos corrige la
desgracia; si una paz dilatada ha hecho de nosotros individuos disolutos, quizá las
desgracias nos vuelvan cuerdos. ¿Es que los habitantes de las ciudades, que habían sido
impúdicos en la prosperidad, se han vueltos castos en la adversidad? ¿Acaso la
embriaguez que se extendía en la calma y la abundancia, se ha detenido al menos ante
los estragos del enemigo?
67. Italia ha sido devastada por incontables desastres, sin embargo ¿han cesado los
vicios de los italianos? Han sitiado y asaltado a la ciudad de Roma, pero ¿los romanos
han dejado de blasfemar y soliviantarse? Pueblos bárbaros han inundado las Galias, mas
los crímenes de los galos, cuando consideramos sus comportamientos corrompidos ¿han
dejado de ser lo que eran? Los vándalos han llegado a las Españas, y es evidente que la
suerte de los hispanos ha cambiado, pero no su vida.
68. En fin, para que en ningún rincón del mundo se librara de los azotes desastrosos,
las guerras han comenzado a navegar sobre las olas: después de haber devastado las
ciudades bañadas por el mar, subyugadas Cerdeña y Sicilia, es decir, los graneros del
fisco, y haber cortado en cierta manera las venas vitales del Imperio, han emprendido la
servidumbre de la misma África, que es, por decirlo así, el alma del Estado Romano. ¿Y
qué ha ocurrido? ¿Acaso nada más desembarcar en estas costas los pueblos bárbaros, el
miedo ha hecho acallar los vicios? Y si las circunstancias actuales pudieran corregir a
los peores esclavos, ¿no ha podido el terror evocar en esas gentes la moderación y la
norma?
69. ¿Quién puede concebir la fechoría siguiente? Pueblos bárbaros hacían bramar sus
ejércitos en torno a las murallas de Cirta y de Cartago, mientras la Iglesia de Cartago se
entregaba a la locura en los circos, a la lujuria en los teatros. Cuando unos eran
degollados fuera, otros fornicaban dentro. En el exterior, una parte del pueblo caía
prisionero de los enemigos, y en el interior la otra parte lo era de los vicios.
70. ¿Qué suerte era la peor? No sabría pronunciarme. Por fuera la carne era cautiva,
pero por dentro lo era el alma. De estas dos calamidades funestas, la menor para un
cristiano es, creo yo, soportar la esclavitud del cuerpo y no la del alma, según la
enseñanza del Salvador en el mismo Evangelio, cuando dice que la muerte de las almas
es mucho más grave que la de los cuerpos. ¿Creemos que este pueblo no ha conocido la
cautividad del alma, precisamente cuando se mostraba alegre mientras los suyos eran
apresados? ¿No era esclavo de corazón y de sentimiento, el que reía con motivo del
suplicio de los demás, no se creía asesinado en el exterminio de los suyos, ni pensaba
morir en la muerte de su gente?
71. Fuera de las murallas y en las murallas se alzaba, por decirlo así, el fragor de los
combates y el de los juegos; los gritos de moribundos se confundían con los de las
orgías. Apenas podía distinguirse el alarido de la gente que sucumbía en la guerra y el
alboroto del pueblo que aullaba en el circo. Y cuando todo eso sucedía, ¿qué hacía un
pueblo sino reclamar su pérdida, cuando quizá Dios no quería todavía perderlo?
Costumbres puras de los visigodos
VII.6.23. Si el Señor los ha entregado a los bárbaros a causa de su vida impúdica, ni
siquiera renuncian a sus impurezas aun conviviendo con ellos. Pero a los enemigos con
quienes conviven, ¿les agradarían estos lamentables comportamientos? ¿No se sentirían
tremendamente confundidos en el caso de ser ellos mismos impúdicos y ver que los
romanos son castos? Si fuese así la perversidad de otro no debería volvernos malvados;
pues todo hombre se debe más bien a su misma bondad y no a la actitud perversa de
otro. Es necesario esforzarse en agradar a Dios mediante la virtud, que agradar a los
hombres por la liviandad. Por consiguiente, si alguien vive entre bárbaros degenerados,
debe practicar la pureza, que le es provechosa, en lugar del vicio, que agrada a
enemigos corrompidos.
24. Pero, ¿qué es lo que se añade todavía a nuestras faltas? Somos corruptos entre
bárbaros honestos. Digo más: los mismos bárbaros están escandalizados de nuestras
desvergüenzas. Los godos no toleran el desenfreno en ninguno de los suyos: sólo en
opinión de los bárbaros, los romanos, para deshonra de su nombre y de su nación, se
permiten ser libertinos. Y ¿qué esperanza, os pregunto, nos queda delante de Dios?
Amamos el libertinaje: los godos lo detestan; ahuyentamos la honestidad, ellos la
abrazan. En ellos el amancebamiento es un crimen y un peligro; en nosotros, un honor.
25. Y creemos que podemos subsistir en presencia de Dios; creemos poder salvarnos,
cuando todos los crímenes de la indecencia, todas las vergüenzas de la liviandad se han
cometido por los romanos y castigado por los bárbaros. Pregunto aquí a quienes nos
creen mejores que los bárbaros: ¿qué dirían ahora si una de estas fechorías es cometida
por los godos, aunque sólo la cometiera un número insignificante de entre ellos? Y ¿qué
diremos si una de esas vilezas la cometiera todos o casi todos los romanos? Nos
extrañamos que Dios haya entregado a los bárbaros las tierras de Aquitania o de todos
nosotros, cuando los bárbaros purifican hoy con su honestidad esas provincias que los
romanos habían emponzoñado con su desvergüenza.
Hispanos y vándalos
26. ¿Este veredicto sólo es aplicable para Aquitania? Pasemos, pues, a los otros
rincones del mundo para no dar la impresión que hablamos únicamente de los galos.
¿Acaso los hispanos no han perecido por los mismos vicios o quizá por otros mayores?
Incluso si la cólera celeste los hubiera entregado a otros bárbaros, sean cuales fueren,
los enemigos de la honestidad habrían incluso aguantado los suplicios que merecían sus
crímenes; pero ha sucedido que, para manifestar en esas regiones la condena de la
desvergüenza, esas provincias han sido abandonadas sobre todo a los vándalos, pero a
vándalos honestos.
27. En la servidumbre de los hispanos Dios ha querido mostrar a la vez cuánto
detesta el desenfreno y cómo le agrada la honestidad, puesto que ha entregado a los
vándalos únicamente por ser honestos, la servidumbre de los españoles por la mera
razón de que se comportaban como unos procaces. ¿Entonces qué? ¿No existían en todo
el universo bárbaros más poderosos a quienes entregar los hispanos?
28. Sí, sin duda, había muchos, e incluso, si no me equivoco, lo eran todos. Pero Dios
ha entregado todo a los enemigos más débiles, para mostrar que la sensatez y no la
fuerza deciden los acontecimientos. No hemos sido aplastados por el valor de ese
enemigo en otro tiempo tan débil, sino que han sido nuestros vicios los que nos han
ocasionado la derrota. Así, pueden aplicársenos justamente esas palabras que el Señor
ha dirigido a los judíos: Los he tratado según sus delitos y por sus transgresiones les he
ocultado mi rostro; y en otra parte, al mismo pueblo: El Señor levantará contra ti un
pueblo lejano; y con los cascos de sus caballos pisará todas tus calles pasará a espada
a tu pueblo. Todo lo que ha expresado el discurso divino se ha cumplido en nosotros, y
el castigo a todos nosotros ha justificado la fuerza de las palabras celestes.
La corrupción de los africanos. Cartago
VII.16.65. Y en primer lugar, para referirnos a la corrupción, ¿quién ignora que las
antorchas obscenas del desenfreno han ardido siempre en toda África, hasta el punto
que se la consideraba no tanto una tierra y una estancia de humanos, sino un Etna de
llamas sórdidas? Como el Etna hierve bajo el calor interno de un fuego natural, así
África, bajo las llamas abominables de una degeneración perpetua. No quiero que, en
esta materia, nadie se atenga a mis aserciones: que se fije en el testimonio del género
humano. ¿Quién no sabe que todos los africanos son unos desvergonzados, pasando por
alto quizá a los individuos convertidos a Dios, es decir, transformados por la fe y la
religión?
66. Pero este caso es tan raro y extraño que al ver a un Gayo no sería un Gayo, ni a
un Seyo que no sería un Seyo. Es tan raro e insólito encontrarse con un africano que no
sea un desvergonzado, tanto así como extrañísimo e inaudito sería imaginarse un
africano que no fuese africano. El vicio de la corrupción es allí tan general que,
cualquiera de entre ellos que dejara de ser deshonesto no parecería ser africano. No
pretendo ahora recorrer lugares ni debatir el caso de todas las ciudades, pues no quiero
dar la impresión que inquiero y examino con precipitación lo que estoy diciendo.
67. Me basta con esta ciudad, reina y madre en cierta manera de todas las ciudades
africanas, de esta rival eterna en otro tiempo de las colinas de Roma por sus ejércitos y
su vitalidad, y luego por su esplendor y su impacto: me refiero a Cartago, la mayor
competidora de Roma, esta otra Roma del mundo africano. Sólo ella me sirve de
ejemplo y de testimonio, pues todo lo que requiere en la sociedad de organización y de
gobierno de un estado, ella lo tiene en su seno.
68. Contenía todo el aparato de las funciones públicas, instituciones de artes
liberales, centros de filosofía, escuelas de lenguas y de educación; no faltaban tampoco
fuerzas militares y generales para coordinarlas; residía también allí la dignidad
proconsular, un juez y un gobernador permanente, procónsul en cuanto al título pero
cónsul en cuanto al poder; no faltaban cargos civiles y dignidades diversas, por rango y
por título. En cada puesto, y en cada vía pública había jueces que se responsabilizaban
de todos los rincones de la ciudad y categorías de la población.
69. Nos basta esta ciudad como ejemplo y como testimonio de las restantes ciudades.
Será fácil comprender lo que ellas deberían ser, al no disponer de una administración
tan rica, cuando hemos visto lo que era la ciudad de Cartago, que siempre situó a los
magistrados más prestigiosos. Con esto que digo, da la impresión que casi me arrepiento
de mi propósito al dejar de lado los crímenes de los africanos y no hablar ya más de
corruptelas y blasfemias.
70. Pero Cartago es una ciudad rebosante de crímenes, hirviendo en todo género de
iniquidades; una ciudad masificada y rebosante de infamias, colmada de riquezas y
todavía más de vicios; hombres que se superan unos a otros por las barbaridades de sus
perversidades: unos rivalizan en rapacidad, otros en obscenidad; algunos incapacitados
por el vino; hay quienes viven apoltronados en su demasiado buena mesa; otros
coronados de popularidad, muchos apestando a perfumes; todos, perdidos en mil relajos
de lujo, pero la mayoría abatidos por la muerte única donde regurgitan los pecados. No
son todos ebrios de vino, pero sin embargo están embriagados de pecados. Podéis ver a
un gran número de enfermos mentales, cuya mente está seriamente dañada, delatados en
sus ademanes, y que llegan a revolcarse en masa unos contra otros, como un tropel de
borrachos.
71. Y ahora, ¿de qué crímenes voy a hablar? ¿Cuál de ellos no es grave? Son de una
especie distinta de los precedentes, pero se asemejan en injusticia, si es que no son
todavía más perversos. Me refiero a ventas de huérfanos, de persecuciones sufridas por
las viudas, los sufrimientos infligidos a los pobres. Estas víctimas gimen a diario delante
de Dios, piden el final de sus males; ahora bien, lo que es más grave todavía, reclaman
en el exceso de su rencor la llegada de los enemigos; e imploraron a Dios la entereza
para soportar en común de parte de los bárbaros las devastaciones que antes tuvieron
que aguantar ellos solos de parte de los romanos.
73. Podían verse allí bandas de ladrones que trataban de expoliar a los viajeros
sitiando con emboscadas incontables todos los senderos, todos los recodos y pasos, de
tal manera que ningún hombre, por prudente que fuese, podía impedir la caída en alguna
de esas trampas, pese a haber esquivado otras. Incluso me atrevo a decir que todos los
habitantes de la ciudad apestaban de la basura del desenfreno, contagiándose
mutuamente del fétido olor de la indecencia.
74. Sin embargo, no les disgustaban esos horrores, porque se trataba de un mismo
horror infectado en todos. Podría decirse que Cartago era una sentina de desenfrenos y
de obscenidad, un sumidero colector de todas las inmundicias de las calles y de las
cloacas. Y ¿qué esperanza se podía albergar en un lugar en que, exceptuado el templo
del Señor, no se veía más que basura? Pero, ¿por qué digo “exceptuado el templo del
Señor”? Porque es una cuestión que concierne completamente a los sacerdotes y al
clero. No los critico: mantengo el respeto que se debe al ministro de mi Señor; creo que,
únicamente ellos han sido puros en el altar, como Lot fue el único en serlo, en la
montaña, cuando pereció Sodoma…

CARTA VIII, A EUQUERIO


1. Salviano a su señor y muy querido amigo, el obispo
Euquerio.
He leído los libros que me has enviado: estilo denso pero
doctrina rica, lectura fácil pero enseñanza completa. Están
a la medida de tu espíritu y de tu devoción. Por lo demás,
no me sorprendo que hayas compuesto una obra tan útil y
bella en vistas, sobre todo, a la instrucción de tus santos y
dichosos hijos.
2. Después de haber construido en ellos un templo
eminente en honor de Dios, por decirlo de alguna manera,
has coronado la cima de este edificio mediante nuevas y
sabias lecciones. Preocupado de hacer brillar a tus santos
hijos mediante el saber y la virtud, habías formado sus
almas en la enseñanza moral; pero ahora los han
embellecido con una instrucción espiritual. No me queda
sino desear que el Señor nuestro Dios, gracias a que estos
jóvenes son tan dignos de admiración, les haga semejantes
a tus libros, es decir, que cada uno de ellos posea en su
corazón toda la doctrina sagrada que contienen tus libros.
Y puesto que, por la indulgencia y el juicio divinos, han
comenzado ya a ser también dirigentes de Iglesias, haga la
bondad tan generosa de Dios que su ciencia aproveche a
las Iglesias y a ti mismo, y que su progreso tan laudable
honre tanto a aquel que los ha engendrado como a los que
ellos han engendrado por sus enseñanzas. En cuanto a mí,
que la divina misericordia me conceda, no según el
número de todos sus dones respecto a mí, sino más bien
conforme a todos sus beneficios, el ver a los que fueron en
otro tiempo mis discípulos, convertirse hoy en mis
maestros. Adiós, mi señor y dulce amigo.
LIBROS DE TIMOTEO A LA IGLESIA
Cristo nos necesita
IV. 19. “Dios no necesita que le retribuyamos”. Nada
hay menos cierto que eso. Verdaderamente no lo necesita
respecto a su poder, pero eso no ocurre teniendo en cuenta
su precepto. No lo necesita según su majestad, pero sí
según su Ley; no lo necesita en sí mismo, pero sí en
muchos hombres. La generosidad que reclama no es para
Él; la pide para los suyos. Por eso, no carece de nada si se
le considera su omnipotencia, pero está necesitado si se
tiene en cuenta su misericordia. No necesita de poder
divino para sí mismo, pero necesita nuestra devoción para
nosotros.
20. ¿Qué dice Dios a los dispensadores devotos y
generosos? Venid, benditos, poseed el reino de mi Padre
que os ha preparado desde el comienzo del mundo.
Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me
disteis de beber, y otras expresiones semejantes. Y para
evitar que un texto así no parezca decir demasiado poco a
favor de la causa que desarrollo aquí, ha añadido la
contrapartida diciendo a los ambiciosos y a los que
carecen de fe: Id, malditos, al fuego eterno que mi Padre
ha preparado para el diablo y para sus ángeles; pues tuve
hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis
de beber.
21. ¿Dónde están, pues, los que dicen que el Señor
Jesucristo no necesita de nuestros dones? Mira cómo se
declara estar hambriento, sediento, desprotegido. Que el
lector escéptico me diga si no está en necesidad el que se
queja de tener hambre y de tener sed. En cuanto a mí, diré
más: no sólo Cristo se siente necesitado como los demás,
sino que necesita más que todos los demás. En el conjunto
de los pobres no existe una pobreza concreta que sea
aplicable a todos.
22. Algunos pobres carecen de vestidos pese a que
tienen de qué alimentarse; a muchos les falta abrigo sin
carecer de vestidos; otros no tienen casa a pesar de que
gozan de algunos recursos; hay, en fin, a quienes les faltan
muchas cosas sin estar por eso carentes de todo. Cristo es
el único que está completamente desprovisto de lo que no
falta al conjunto del género humano. Ninguno de sus
servidores no está exiliado, ninguno sufre el frío y la
desnudez, sin que Cristo no sufra también con él. Él solo,
tiene hambre con los que tienen hambre; Él solo tiene sed
con los que tienen sed. Y así, al considerar únicamente su
ternura, se encuentra más desprovisto que todos los demás.
Un necesitado no sufre más que por él mismo y en él
mismo: únicamente Cristo mendiga en la totalidad de
todos los pobres.
23. Ante esto, ¿qué dices tú, lector, que te proclamas
cristiano? ¿Ves que Cristo está en la miseria, y tú dejas tu
patrimonio a gentes que no carecen de nada? Cristo es
pobre, ¿y tú inflas la riqueza de los ricos? Cristo tiene
hambre, ¿y tú preparas delicias a los que eructan todo?
Cristo se queja de falta de agua, ¿y tú llenas de vino las
bodegas de los ebrios? Cristo se consume en la desnudez
más absoluta, ¿y tú amontonas para los voluptuosos?
Cristo te promete recompensas eternas para los dones que
le ofrezcas, ¿y tú entregas todos tus bienes a los que no
darán nada? Cristo expone ante tus ojos bienes inmortales
para tus buenas obras, males eternos para tus acciones
perversas, ¿y tú no te dejas doblegar por los bienes del
cielo, ni conmover por las desgracias sin fin? ¿Y dices que
crees en tu Señor, tú que no deseas su recompensa, tú que
no temes su indignación?

CESÁREO DE ARLÉS
SERMONES AL PUEBLO
La palabra de Dios es un rocío
1,15. El Señor amenaza ante las acciones pecaminosas,
diciendo: Enviaré la lluvia a una ciudad; y no a otra,
debemos vigilar con gran cuidado para no ser esta ciudad
donde la lluvia de la palabra de Dios no cae o viene en
todo caso demasiado tarde y muy raramente. Pues, sin
ninguna duda, la mala calidad de los frutos de la tierra
cuando no reciben la lluvia, son como los de las almas
cuando el rocío o la lluvia de la palabra de Dios llega
demasiado tarde. Que la palabra de Dios se compare al
rocío y a la lluvia, lo sabéis mejor que yo, la palabra
divina lo atestigua diciendo: Caiga como rocío mi
palabra, como llovizna sobre el césped.
Si todos nosotros en nuestros huertos, queremos tener
agua para regar y si estamos dispuestos, cuando no la
tenemos a mano, habrá que sacarla de lo hondo de la tierra
con gran trabajo para que crezcan las plantas que
necesitamos para nuestro alimento, ¿con cuánto mayor
cuidado debemos vigilar el jardín del Señor, es decir, la
Iglesia de Dios, a fin de que, gracias a las flores de las
santas Escrituras, a los arroyos y a las fuentes espirituales
de los antiguos Padres, sea regado lo que es árido,
ablandado lo que está duro y a continuación, sin gran
trabajo, desarraigado todo lo dañino, y plantado lo útil.
Según la palabra del apóstol Pablo, del que somos, pese a
nuestra indignidad, los sucesores: Yo he plantado, Apolo
ha regado, pero Dios ha hecho crecer, hagamos con la
gracia de Dios lo que depende de nosotros, ejerzamos
nuestro ministerio y Dios repartirá sus beneficios.
La palabra de Dios, alimento espiritual
17. ¿Quién no sabe que en todo hombre existe un
hombre interior y un hombre exterior? Por tanto, cada vez
que invitamos a la gente a nuestra mesa, lo mismo que
hacemos servir platos adecuados para recuperar nuestras
energías físicas, es justo que pongamos el máximo
empeño en hacer leer la santa Escritura, o en pronunciar
nosotros mismos alguna palabra santa para alimentar
nuestra alma.
Pues por el hecho que el alma tiene que ser apreciada
como la señora, y la carne la criada, no es justo que la
criada quede saciada con múltiples platos refinados, a
veces hasta la indigestión, y que la señora no sea
alimentada con la dulzura de la palabra de Dios. Pues el
que pone su máxima preocupación en servir a las almas la
lectura divina y a los cuerpos una comida sobria y
equilibrada, alimenta al hombre interior y al hombre
exterior; y así se cumple en él la palabra del Señor, en el
Evangelio, que ya citamos antes: El hombre no vive sólo
de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Lo digo con el máximo respeto, pues estoy seguro que el
alma, privada de la palabra de Dios, muere; lo mismo que
el cuerpo carente de alimento material.
Pero aún es peor: muchos, mientras hacen un acopio
considerable de alimentos para preparar platos
exageradamente espléndidos y refinados, no conceden al
alma mediante santas conversaciones, lo que necesita;
tampoco pueden dar a los pobres con tanta generosidad
como sería preciso; y en el transcurso de sus comidas no
sólo descuidan de ofrecer una lectura de textos sagrados
susceptibles de reconfortar el alma, sino que a veces pasan
el tiempo en verborreas de las que tendrán que rendir
cuenta en el día del juicio, o no temen ni se avergüenzan
de decir o de escuchar placenteramente maledicencias de
los demás, bufonerías o incluso obscenidades; y no basta
con que esta alma desdichada no sea alimentada con la
dulzura de la palabra de Dios, para colmo todavía hay que
embargarla con el veneno mortal de los vicios. En última
instancia, si ella no recibe lo que necesita para vivir, ¿por
qué se la obliga a tragarse lo que le provoca la muerte?
Cómo debe desearse y buscarse la palabra de Dios.
4,1. Entre todas las bienaventuranzas que, en el
Evangelio, nuestro Señor y Salvador ha dignado enumerar,
menciona una en estos términos: Dichosos los que tienen
hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados .
Dichosos aquellos a quienes Dios se digna conceder esta
hambre maravillosa y esta sed tan deseable. Pero
hermanos, ¿cómo se puede estar hambriento de justicia?
Estarás hambriento de justicia si quieres escuchar con
paciencia y buena disposición la palabra de Dios; pues, de
un alimento así, se ha dicho: Los que me comen, todavía
tendrán más hambre, y los que me beben, sentirán aún
más sed .
Aunque valga más actuar que conocer, sin embargo, el
conocimiento precede a la acción; pues, hay que aprender
a conocer lo que se desea realizar. En fin, escucha la
palabra de la Escritura: El que no aprende la justicia en
esta tierra no realizará la verdad; y también: El celo
sorprenderá a un pueblo ignorante y el fuego enemigo lo
consumirá. Y si se refiere aquí al fuego como enemigo, es
porque se le reconoce que no procede de Cristo sino del
diablo. Y aún: Aprended la justicia vosotros que vivís en la
tierra. Está claro que tiene hambre de justicia el que desea
aprender la justicia; por eso, debemos también nosotros
comenzar por aprender, para merecer luego ponerla en
práctica.
Hay que exigir la predicación de la palabra de Dios
Por tanto, para que esta bienaventuranza se cumpla en
vosotros por la gracia de Dios, si, en verdad, como lo
creemos, tenéis todos al mismo tiempo hambre y sed de
justicia, cada vez que la palabra de Dios se os haya
predicado de forma remisa, no penséis que sintamos el
deber de imponérosla. Más bien vosotros mismos debéis
exigirla de nosotros fielmente y con empeño, porque es un
bien del que tenéis derecho.
2. Pues si nosotros, espontáneamente quisiéramos
siempre ofrecérosla mientras que vosotros no quisierais
exigirla de aquellos que quizá carecen de celo, en ese caso
podríamos pasar por importunos al lado de aquellos que
ignoran el peligro que corremos; pero el que conoce bien
el pesado fardo que carga los hombros de los sacerdotes,
comprenderá que, cuando incluso predicamos con
asiduidad la palabra del Señor, damos menos de lo que
debemos.
El Espíritu Santo atestigua para los sacerdotes por boca
del profeta: Grita, no te contengas. No dice: “Grita
durante muchos días”, sino: Grita, no te contengas; alza tu
voz como una trompeta y denuncia a mi pueblo sus
rebeldías. Y también: Si no amonestas al malvado de su
perversidad, te pediré cuentas a ti de su vida. Y el
Apóstol: Acordaos de que durante tres años, noche y día,
no me cansé de amonestar con lágrimas a cada uno de
vosotros. Si el Apóstol, para disculparse en la presencia de
Dios, predicaba día y noche la palabra del Señor, ¿qué será
de nosotros, que apenas distribuimos, y sólo al cabo de
muchos días, el pasto espiritual al rebaño que se nos ha
confiado?
Por eso, Pablo, declara con toda solemnidad: Testifico
ante Dios y ante Jesucristo que, manifestándose como rey
ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Y como si le
preguntara por qué comenzaba por tan comprometida
declaración, prosiguió así: Predica la Palabra, insiste a
tiempo y a destiempo: corrige, reprende, exhorta. ¿Qué
significa “a tiempo y a destiempo, si no es a tiempo para
los que la desean, y a destiempo para los que no la desean?
La palabra de Dios debe ofrecerse a los que la desean oír,
debe imponerse a los que la rechazan, no sea que estos
últimos se alcen un día contra nosotros ante el tribunal de
Cristo alegando que nosotros no les hemos advertido y que
se nos pida cuenta de la sangre de sus almas.
El talento enterrado
Debemos también reflexionar con un gran temor y
temblor, temiendo que no se nos aplique la terrible
sentencia que ha merecido oír ese criado que no ha
querido hacer fructificar el talento recibido: ¡Criado
malvado y perezoso!, dice, ¿por qué no has puesto mi
dinero en el banco y al volver yo, habría retirado mi
dinero con los intereses? ¿Y después? Quiera Dios que no
se diga eso de nosotros. Dice: Arrojad a ese criado fuera,
a las tinieblas. Allí llorará y le rechinarán los dientes.
Pregunta: ¿por qué no has puesto mi dinero en el banco?
El dinero, queridos míos, no significa otra cosa que lo que
se predica en la Iglesia. Los banqueros que deben recibir
el dinero no son otros que el pueblo cristiano. Y si es un
pecado grave para nosotros no poner el dinero de nuestro
Señor en la sucursal de vuestro corazón, también cada uno
de vosotros corre un grave riesgo si rehúsa hacer
fructificar en buenas obras las palabras que ha recibido.
3. Por tanto, puesto que tenéis conciencia de nuestro
peligro y del vuestro, cada vez que suceda que la palabra
de Dios tarde demasiado en ser dispensada a vosotros,
sufrís por ello, como si se retirara de vuestro cuerpo su
ración de alimento cotidiano. Pues, en nosotros el hambre
del cuerpo no debe superar a la del alma; cuanto más
reconocemos la dignidad del alma, más debemos cuidar de
su alimento. Pues si reparamos las energías de nuestro
cuerpo dos veces al día, ¿por qué estimamos que resulta
inoportuno y descabellado que al menos cada siete días la
palabra de Dios se predique al alma? Lo mismo que la
carne se reconforta mediante este alimento terreno, así el
alma por su parte se alimenta con la palabra de Dios. Por
eso, cada vez que se os retrase su presentación, sacudid
nuestra pereza mediante vuestra sana importunidad y
exigid lo que tenéis derecho de que se os dé.
Los sacerdotes son como las vacas; los fieles, como los
terneros
4. Los sacerdotes en la Iglesia se parecen a las vacas, y
el pueblo cristiano se asemeja a los terneros. Lo mismo
que las vacas recorren los campos y las praderas en todas
sus direcciones, rodean los viñedos y los olivares para
ramonear las tallos y las hojas y preparar con ello la leche
que alimentará a sus crías, así los sacerdotes, al leer
asiduamente la palabra de Dios, deben coger las flores en
los variados montes de las santas Escrituras, para poder
extraer de ellas una leche espiritual y servirla a sus hijos
para tener derecho a decir con el apóstol Pablo: Os di a
beber leche y no alimento sólido.
No es un despropósito, hermanos muy queridos,
asemejar los sacerdotes a las vacas; pues, así como una
vaca tiene dos mamas con las que alimenta a su ternero,
los sacerdotes disponen a su vez de dos mamas, el Antiguo
y el Nuevo Testamento, con las que deben alimentar al
pueblo cristiano. Sin embargo, fijaos bien, hermanos míos,
y ved que las vacas carnales no sólo acuden por impulso
natural hacia sus propios terneros, sino que también los
terneros acuden a su encuentro y golpean a menudo con
sus cabezas las mamas de su madre, de tal manera que, a
veces, si son bastante corpulentos, se diría que levantan en
volandas el cuerpo de sus propias madres. Sin embargo,
las vacas aceptan de buen grado la violencia que se les
infiere, pues desean constatar los progresos de sus crías.
Eso mismo deben anhelarlo los buenos sacerdotes, y
desearlo con fe: que sus hijos, por la salvación de sus
almas, les provoquen con preguntas continuas; de tal
suerte que, al mismo tiempo que se otorga la gracia a los
hijos provocadores, se prepara una recompensa eterna a
los sacerdotes que develan los secretos de las santas
Escrituras.
Por eso, insisto que necesitamos mantener en nosotros
esta semejanza, pues deseamos soportar constantemente
de vuestra parte esta inquietud deseable, con tal de que
merezcamos ver vuestras almas crecer en el amor de
Cristo. Y así como mostramos interés en recoger las flores
de las Escrituras y elaborar con ellas un alimento
espiritual, también vosotros debéis buscarlo con suma
avidez. Por ende, como los terneros acostumbran a
exprimir con gran fogosidad las mamas de sus madres a
fin de poder extraer del interior de sus cuerpos el alimento
que necesitan, el pueblo cristiano debe provocar
incesantemente a sus sacerdotes, que son como las mamas
de la santa Iglesia, mediante muy devotas cuestiones, con
el fin de poder procurarse la comida de la salvación y
proporcionar a su alma los alimentos necesarios, no sea
que si los sacerdotes se hallaran demasiado torpes en la
oferta, y el pueblo dejara de exigir, empachado por
excesivas ocupaciones profanas, no se cumpliría la palabra
de la Escritura: Enviaré el hambre a la tierra, no hambre
de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Dios”.
No obstante, creemos que la misericordia de Dios se
dignará concedernos un celo así para la lectura y la
predicación, y a vosotros el deseo equivalente para
escucharnos, a fin de que, en presencia del tribunal del
Juez eterno, podamos satisfechos rendir cuentas de
nuestras predicaciones; y vosotros, gracias a vuestra
obediencia generosa y a vuestra perseverancia en las
buenas obras, merezcáis alcanzar la recompensa eterna,
con la ayuda de Aquel que vive y reina.
Escuchar y leer las Escrituras
6,1. Damos gracias a Dios, hermanos muy queridos, por
habernos permitido, pese a tantas ocupaciones, que nos
presentáramos de nuevo ante vuestra querida y santa
asamblea. Dios en su bondad lo sabe bien: incluso la
posibilidad de dos o tres veces por año no sería suficiente
para colmar nuestros deseos. Pues, ¿qué padre no desearía
ver con asiduidad a sus hijos, y en particular a los hijos
fieles y buenos? Quiera Dios conceder a vuestras
oraciones que, al habernos acogido con tan gran caridad,
podáis encontrar en nosotros algún bien, y que nosotros
veamos siempre en vosotros la manera de gozar con
mayor plenitud. Y que, al alegrarnos como conviene de
vuestra querida presencia, aprovechemos esta ocasión para
compartir nuestra común salvación, en la medida que nos
lo permita el Señor.
Hermanos muy queridos, cuando os exponemos algo útil
a vuestras almas, que nadie trate de excusarse diciendo:
“No tengo tiempo de leer; por eso, me es imposible
conocer los mandamientos de Dios y cumplirlos”. Que
ninguno de vosotros tampoco diga: “Como no sé leer, no
seré culpable si quebranto en algo los mandamientos de
Dios”. Esto es una excusa vana, hermanos muy queridos,
que no sirve de nada. Ante todo, incluso si un analfabeto
es incapaz de leer la Escritura santa, nada le impide que
con la mejor disposición escuche al que la lee. Pero, ¿y si
el que sabe leer, no puede procurarse los libros en donde
pueda hacer con sosiego su lectura de la santa Escritura?
Desterremos las habladurías y los chascarrillos irónicos;
rechacemos en cuanto nos sean posibles los propósitos
ociosos e inconvenientes, y veamos si no nos queda
tiempo para dedicarnos a la lectura de la santa Escritura.
Evitemos los banquetazos que nos ocupan hasta el
anochecer; menospreciemos esas cenas que, incluso
forzando nuestro cuerpo, las prolongamos a veces hasta
medianoche, y que con el paso de las horas la embriaguez
debilita nuestro organismo, las obscenidades y las
bufonadas a veces laceran mortalmente nuestra alma.
Escapemos de esas diversiones perniciosas que debilitan
alma y cuerpo, y veremos que nos queda tiempo para
pensar en la salvación de nuestra alma.
2. Cuando las noches son más largas, ¿habrá alguien
capaz de dormir tanto que no pueda leer personalmente o
escuchar a otros que lean la divina Escritura al menos
durante tres horas? Es cierto, como lo he dicho, que
muchos que son incapaces de leer los libros santos se
dedican a emborracharse hasta medianoche. Pero nosotros,
si queremos agradar a Dios y pensar muy
responsablemente en la salvación de nuestra alma,
debemos amar la sobriedad y huir lejos de la embriaguez,
cual fosa del infierno. Estad atentos, os lo suplico,
hermanos; no ignoréis lo que os digo.
Como los comerciantes analfabetos
Conocemos a comerciantes que, siendo analfabetos, se
procuran empleados instruidos; y que, sin saber leer,
logran grandes ganancias dejando a otros que administren
su capital. Y si hombres analfabetos, comprometen en su
servicio a empleados instruidos para acumular una gran
fortuna terrena, tú, cualquiera que seas, iletrado probado,
¿por qué no encargas a alguien, ofreciéndole si es preciso
un justo salario, para que te lea regularmente las divinas
Escrituras, y puedas de este modo alcanzar las
recompensas eternas? Es muy cierto, hermanos, que quien
se preocupa con diligencia cree que ese ejercicio le será
útil para la eternidad; pero el que rehúsa hacer la lectura, o
no está dispuesto a escuchar a un lector, ese tal no cree en
absoluto que pueda reportarle eso algún beneficio.
Hermanos, os ruego y reclamo insistentemente a
cualquiera de vosotros que si sabéis leer, leed con
frecuencia la divina Escritura; y si no sabéis, que os la lean
otros, poniendo vosotros la máxima atención. Pues la luz
del alma y su alimento eterno no son otra cosa que la
palabra de Dios, sin la cual el alma no puede ver ni vivir; y
como nuestra carne muere si no consume alimento, así
nuestra alma igualmente se extingue si no recibe la palabra
de Dios.
3. Se oye decir: “Yo soy un campesino y estoy
continuamente ocupado en los trabajos del campo; por eso
no puedo escuchar ni leer el texto divino”. ¡Cuántos
campesinos y campesinas saben de memoria canciones de
amores diabólicos y escandalosos y no cesan de cantarlas!
Pueden retener y aprender lo que el diablo les enseña; ¡y
no pueden retener lo que Cristo les muestra! ¿Cuánto más
fácil y provechoso e incluso más útil sería a cualquier
campesino o campesina estudiar el Símbolo, aprender,
retener y pronunciar asiduamente la oración dominical,
algunas antífonas, los salmos cincuenta y ochenta y dos, y
unir de esta manera su alma a Dios liberándola del diablo?
Si las canciones escandalosas arrojan a las tinieblas del
diablo, los cantos sagrados muestran la luz de Cristo. Por
tanto, que nadie diga: “Soy incapaz de retener lo que se lee
en la iglesia”. No hay duda posible: si tú lo quieres, lo
podrás. Comienza por querer y pronto lo comprenderás.
Perversas costumbres paganas
13,5. Y aunque crea que haya desaparecido de estos
lugares, gracias a vuestros reproches, aquella desgraciada
costumbre, vestigio de prácticas profanas de paganos, sin
embargo, si conocéis a gente que se entrega todavía a esta
práctica llamativamente escandalosa de disfrazarse de
corderilla o de cervatillo, reprendedles muy severamente
para que se arrepientan de haber cometido semejante
sacrilegio. Y si, con motivo de un eclipse de luna
constatáis que algunos, todavía en nuestro tiempo, se
ponen a gritar, amonestadles vosotros mismos, mostradles
de qué grave pecado se hacen culpables cuando se
imaginan con una audacia sacrílega que pueden mediante
sus gritos y maleficios protegerse de la luna que se
oscurece por voluntad de Dios en épocas determinadas. Y
si veis todavía a individuos que tributan culto a las fuentes
o a los árboles y, como ya lo he expresado, que consultan
también a magos, adivinos o hechiceros, que cuelgan
incluso sobre el agua o sobre sus filacterias diabólicas,
escritos mágicos, hierbas o ámbar, reprochadles muy
seriamente, pues cualquiera que cometa este pecado pierde
la gracia del sacramento del bautismo.
Y porque hemos oído decir que el diablo seduce a
determinados hombres y mujeres, que el jueves los
hombres no trabajan ni las mujeres cardan la lana,
declaramos solemnemente ante Dios y sus ángeles, que
todos los que se hayan sometido a estas prácticas, si no
expían mediante una larga y dura penitencia tan grave
sacrilegio, serán condenados a arder en el mismo lugar que
el diablo. Pues estoy persuadido que estos pobres
desgraciados que, en honor a Júpiter no trabajan el jueves,
no se avergüenzan ni temen hacer este mismo trabajo el
día del Señor. A todos los que reconocéis culpables de esta
falta reprendedlos severamente, y si no quieren
enmendarse, no les permitáis que os dirijan la palabra ni
que se sienten a vuestra mesa; si son de vuestra familia,
azotadlos para que al menos teman el castigo corporal si
no son capaces de pensar en la salvación de sus almas.
Nosotros, hermanos muy queridos, pensando en el
peligro que corremos todos, os exhortamos con una
paternal solicitud; si nos escucháis de buena gana, nos
alegraréis y llegaréis felizmente al reino. Que se digne
concederos esta gracia el que vive con el Padre y el
Espíritu por los siglos de los siglos. Amén.
Penitencia pública
67,1. Hermanos queridos, cada vez que vemos a algunos
de nuestros hermanos o hermanas pedir públicamente la
penitencia, podemos y debemos, bajo la inspiración de
Dios, avivar en nosotros el sentimiento profundo del temor
divino. Pues ¿quién no se alegra, celebra y agradece a
Dios con toda su alma, al ver a un pecador rebelarse contra
sus pecados, publicarlos a viva voz y, si lo normal es
defenderse frontalmente con el mayor descaro, ponerse en
camino de salvación mediante la acusación?
Comienza por ganarse a Dios; y para eso no sirve la
justificación de su conducta, sino su acusación. Porque
Dios odia los pecados, desde el momento en que alguien,
desligándose de su vida pecaminosa, comienza a odiar su
mala conducta y a apartarse de sus crímenes, se vincula a
Dios. Y lo hace con toda verdad aquel que se somete a
penitencia en público, pudiendo practicarla en secreto;
pero creo que, considerando la cantidad de sus pecados, se
da cuenta que ante tantas acciones perversas no puede
satisfacerlas él solo, y desea la ayuda de todo el pueblo.
Como suele suceder, uno que ha descuidado su viñedo
pide ayuda a vecinos y familiares y, reuniendo en un solo
día una cuadrilla de individuos, recupera la situación de la
parcela descuidada; la ayuda de numerosas manos logran
lo que no podría hacerlo uno solo. Lo mismo acontece con
aquel que solicita públicamente la penitencia, actúa como
si estimase un deber el reunir como a una hueste
reclamando la ayuda de muchos, y con el respaldo de las
oraciones de todo el pueblo, puede arrancar las espinas y
las malezas de sus pecados para lograr una cosecha de
bienes en sí mismo, con la ayuda de Dios; y la viña de su
corazón, que habitualmente no daba racimos sino espinas,
comience a desprender la dulzura del vino espiritual.
Reparemos, hermanos muy queridos, que no es cosa
baladí que quien recibe la penitencia sea revestido de un
cilicio; porque el cilicio es tejido de pelos de cabras; y
como las cabras se asemejan a los pecadores, el que recibe
la penitencia declara públicamente que no es un cordero
sino un macho cabrío, diciendo y proclamando por este
signo material: “Miradme todos, llorad caritativamente por
mí, que soy un miserable; como soy en el exterior, lo soy
en mi interior, sabedlo; pues, en adelante, ya no quiero
parecer por fuera como si fuese justo y ocultar lo de
dentro, en mi alma, iniquidades y rapiñas. En adelante,
como aquel publicano encorvado en tierra, no me atrevo a
levantar los ojos al cielo; por eso ofrezco humildemente
las heridas y las deformidades de mis pecados al médico
celeste para que las cure. Por eso os pido que imploréis
por mí su misericordia, a fin de que se digne eliminar
hasta en su raíz todas las podredumbres de mis pecados y
que me otorgue la salud verdadera…”.
2. Fijaos, hermanos, el que pide la penitencia suplica que
se le excomulgue. Finalmente, cuando recibe la penitencia,
es expulsado, cubierto de un cilicio. Reclama la
excomunión porque se juzga indigno de participar en la
eucaristía del Señor, y quiere que, durante un tiempo, se le
tenga apartado de este altar para merecer llegar con
confianza plena al altar del cielo. En consecuencia, quiere
con un gran respeto, como culpable e impío que es,
apartarse del cuerpo y de la sangre de Cristo para merecer
un día finalmente, gracias a esta misma humildad, acceder
a su participación en el sacrosanto altar.
3. Y sin embargo aquel que pide la penitencia tan
fielmente con un corazón arrepentido y contrito, debe fijar
su seguridad en la intercesión de todo el pueblo, sin dejar
por eso de preocuparse de su salvación con todas sus
energías, con la ayuda de Dios, a fin de que no tenga que
decir en su corazón: “Mirad que todo el pueblo ha
intercedido por mis iniquidades; en adelante yo puedo y
debo sentirme seguro”. Lejos de nosotros que quien haga
penitencia piense solamente en eso, tampoco quiero decir
que llegue a expresarlo; lo que importa es que con la
ayuda de Dios, en cuanto le sea posible, se confíe en la
oración de los demás esforzándose en ejercitarse en
ayunos, limosnas y oraciones, en la humildad, en la
caridad y en una actividad santa; que visite a los enfermos,
contribuya a la concordia de los que están desavenidos,
acoja a los extranjeros, lave humildemente los pies de los
santos peregrinos, se abstenga de la calumnia y de la
maledicencia. Que deje de tomar vino a menos de sentirse
enfermo; pero si no puede abstenerse a causa de su
ancianidad o de un dolor de estómago, que siga las
recomendaciones del Apóstol: Bebe un poco de vino a
causa de tu estómago.
Algunos penitentes, es cierto, quieren ser
inmediatamente reconciliados para poder comer carne. No
reciben la penitencia con suficiente arrepentimiento
aquellos que, sin ser condicionado por enfermedad alguna,
desean o se atreven a comer carne. Y de la misma manera
un penitente, incluso reconciliado, en cualquier lugar en
donde se le ofrezca legumbres o pescadilla, no debe
aceptar otro alimento. Digo esto porque lo peor es que
algunos penitentes comen carne con gran avidez y beben
vino, a veces hasta la embriaguez.
Debemos controlar nuestro miserable cuerpo con una
gran prudencia, no sea que la embriaguez y la glotonería
nos arrastren a reincidir en pecados hasta el punto de que
la repetición de la penitencia externa no nos sirva de nada.
Así, pues, con la ayuda de Dios, trabajemos con todas
nuestras fuerzas a fin de que ninguna herida de nuestros
pecados, cicatrizada ya por la misericordia de Dios, se
reabra a causa de nuestra negligencia.
El control de los sentidos
69.3. Si no somos siempre dueños de nosotros mismos
en todos los casos en que nos hemos sentidos estimulados
a ver algo hermoso, a gustar lo dulce, a oír lo que halaga, a
sentir lo agradable, a tocar lo delicado, permitiremos que
la virginidad del alma se corrompa mediante malos deseos
insidiosos; entonces se cumple en nosotros lo que se ha
dicho por medio del profeta: La muerte ha entrado por
vuestras ventanas. Así por esos cinco sentidos, como por
puertas, penetra la muerte o la vida en nuestra alma.
4. Seamos pues, con la ayuda del Señor, como esas cinco
doncellas prudentes que, como leemos en el Evangelio,
llevaban aceite en sus alcuzas, y en cuanto nos sea
posible, seamos cautelosos para no encontrarnos entre las
descerebradas que no se abastecieron de aceite, y se
complacieron de la sola virginidad de su cuerpo,
perdiendo la virginidad del alma por el hecho de la
corrupción de sus cinco sentidos. Las han llamado necias
por pretender una alabanza externa sin merecerla en su
interior, en el testimonio de sus conciencias. Si no se
abastecieron de aceite es porque deseaban recibir una
alabanza de un extraño, no de sus conciencias. Sin
embargo ¿qué se ha contestado a estas necias? No sea que
no tengamos suficiente; es lo mismo que dijo el Apóstol:
Ni siquiera yo me juzgo a mí mismo.
Si pues nuestra conciencia, aunque se vea irreprensible,
se estremece al análisis y al juicio de Dios, teme que no
salga de su tesoro la regla de justicia y que se halle torcido
lo que parecía recto, ¡cuánto menos debemos
preocuparnos de los juicios que los demás hacen sobre
nosotros, sean buenos o malos! No debemos ni alegrarnos
mucho cuando nos alaban, ni entristecernos demasiado
cuando se nos critica: una alabanza falsa no puede
coronarnos, ni una falsa crítica condenarnos. Por lo demás,
por mucho tiempo que vivamos en este mundo, somos
incapaces de juzgarnos a nosotros mismos; y no me refiero
a lo que podemos ser el día de mañana, sino a lo que
somos hoy. Si es así, ¿cuánto menos nos debe afectar las
críticas de otro frente a nuestra conciencia, que testimonia
de nosotros? Pues nuestro orgullo estriba en nuestra
conciencia.
5. Por eso, hermanos, que vuestra caridad me escuche
todavía un poco para que diga lo que quiero expresar,
aunque no sea como yo lo quiero sino como el Señor lo
permite y lo quiere; eso es muy necesario teniendo en
cuenta las tentaciones diarias de la Iglesia católica; pues
ella vive en un ambiente de tentación, crece en medio de
tentaciones, subsiste con ellas y mediante la tentación
alcanza su meta. Pero al final, el descanso sucederá al
trabajo, la tentación desaparecerá y permanecerá la
bendición.
Ejemplo de los rumiantes
Pero os pido, hermanos, que no me escuchéis a la ligera.
Retened estas cosas, rumiadlas, haced de ellas vuestro
alimento; que no desaparezca de vuestra boca lo que acaba
de facilitarse a vuestra memoria. La memoria del hombre
es como el estómago del animal. Sabéis que en la Ley los
animales que no rumian son calificados de impuros, pero
los que rumian son puros, lo mismo que los que tienen la
pezuña partida: eso representa el poder de discernir lo
verdadero de lo falso. La uña hendida representa el poder
de discernir lo que concierne a la derecha o a la izquierda;
en cuanto a la rumia, representa a los que meditan acerca
de lo que han oído y retenido.
Pues ahora nosotros comemos y eso es enviado a nuestra
memoria como a un vientre. Pero ¿qué hace el ganado
cuando rumia? Lo que se le había echado en su pesebre y
depositado en su estómago lo devuelve a su boca y lo
saborea con satisfacción. Digo esto para advertiros de que
no seáis como el ganado impuro. Ha recibido el alimento
en su estómago; luego no rumia y no saborea nada. Ahora
bien, de nada os sirve que todo eso se haya depositado en
hondura si el sabor no sube a la boca.
Escuchad lo expresado de forma distinta pero acuciante
y claramente; lo que se ha dicho de manera oscura y
misteriosa a propósito de los rumiantes se ha expuesto en
otro lugar claramente para que comprendamos de qué se
trata: Un tesoro deseable conserva la boca del sabio, pero
el necio se lo traga.
Transitoriedad del mundo
70,1. No lo quieren creer los infieles; y trabados por el
amor a esta vida, no son capaces incluso de conservarla
perdiendo la otra a causa de su infidelidad. ¿Qué hacéis?
¿En qué ocupáis vuestro tiempo? ¿No está amenazado el
mundo? También vosotros, amantes del mundo, estáis
amenazados de salir de él y de llegar a lo que no queréis
ver, pero es necesario que veáis.
Mediante malos comportamientos, a veces incluso por
sacrilegios, recurriendo a agoreros y arúspices pensáis
escapar a los infortunios de este mundo. Pero lo peor es
que no os podréis evadir de ellos, y vuestros crímenes os
encarrilan a las desdichas eternas. Con esto no pretendo
insultaros, sino expresaros mis gemidos y con dolor.
Mirad, voy a poner ante vuestros ojos las desgracias que
suceden; y el que, con un espíritu orgulloso y rebelde no
quiera corregirse se cumplirá en él lo que está escrito: El
manchado que se manche más aún, el justo que se vuelva
más justo y el santo, todavía más santo. En este mundo no
se encuentra la esperanza de los buenos. Dice el Apóstol:
La esperanza que se ve, no es esperanza, pues la misma
esperanza mundana, que se ve, se ha transformado en
amargura. Se trata de una bebida amarga lo que el mundo
ha dado a beber a los que lo aman. ¡Desgraciado género
humano! El mundo es amargo, y se le ama: si fuera dulce
¿te imaginas cómo se le amaría?
2. La verdad os envía su palabra a vosotros, amantes del
mundo: ¿Dónde está lo que amáis?, ¿dónde lo que estimáis
como grande?, ¿dónde lo que queréis dejar?, ¿dónde tantos
países?, ¿dónde tantas ciudades espléndidas? ¿No es
verdad que éstas han sido tanto más duramente castigadas
por no haber querido aplicarse a la disciplina de
corrección, como se habían corregido otras provincias?
Estas palabras son lamentos, no insultos. Pues un espíritu
que se estremece con un sentimiento de compasión no
podrá permanecer extraño a estas calamidades.
Horrores de la guerra
La lectura de un relato no nos afectaría mucho; pero
cuando la brutal calamidad de un asedio ha impresionado
nuestra vista y para colmo una epidemia los abate, apenas
hay gente disponible para sepultar a los cadáveres;
considerados también estos males que hemos sufrido, por
un justo juicio de Dios, cuando provincias enteras han sido
llevadas cautivas, madres de familia secuestradas, mujeres
encinta reventadas, niños de pecho arrancados de sus
nodrizas y arrojados medio muertos a las calles sin que se
les permitiera mantener con vida a las criaturas ni sepultar
sus cadáveres. En tales casos, grande es la tortura y el
dolor. Una lloraba a su criaturita arrojada a los buitres y a
los perros; otra temblaba por haber ofendido a un tirano
bárbaro. El temor y el horror atormentaban igualmente sus
corazones. Les echan fardos a las espaldas; el alma
agotada con incontables torturas y el cuerpo fatigado por
un peso insoportable, y por encima de todo un poder impío
y bárbaro exigía lo mismo a las mujeres de un rango
ilustre, y rememoraban que tiempo atrás eran señoras de
numerosas esclavas, pero que ahora lloraban su suerte de
haber pasado de repente a siervas, sin consideración
alguna de parte de los bárbaros. Así se cumplía en
nosotros la palabra del profeta David: Has entregado a tu
pueblo sin precio, y no hubo nadie para intercambio . Sin
ninguna consideración humana los bárbaros han exigido
crudas servidumbres a mujeres delicadas y nobles.
El rumor de la súplica de aquellos que han perdido en
este asalto a sus consortes y a sus parientes resuenan en
nuestros oídos, mientras somos testigos oculares de
semejantes espectáculos. ¿Acaso la carne humana es de
hierro, pese a que la sensibilidad de algunos parece serlo?
¿A quién, oyendo y viendo estas cosas, no se le encoge el
corazón y no se compadece con los que sufren, padeciendo
en sí mismo los sufrimientos de los demás? De este modo
podemos decir con el profeta: ¿Quién cambiará mi cabeza
en manantial y mis ojos en fuente de lágrimas para llorar
día y noche por los heridos de la hija de mi pueblo?…
3. A nosotros, hermanos muy queridos, que el Señor se
digne protegernos, no a causa de nuestros méritos, sino
para reservarnos todavía para la penitencia, lo cual es
digno de que lo consideremos con gran temor cada vez
que vemos las torturas infligidas a algunos. Que sepamos
leer los acontecimientos, y que la muerte de otros
aproveche para nuestra salvación, que sus tribulaciones
sirvan para nuestra corrección; que las desventuras de los
demás sirvan de remedios para nuestras heridas, pues la
bondad divina no nos ha protegido a causa de nuestros
méritos, sino, como he dicho, nos ha mantenido en su
clemencia para que hagamos penitencia. Por tanto,
temamos lo que el Señor ha dicho en el Evangelio:
¿Creéis que aquellos galileos murieron así por ser más
pecadores que los demás? Os digo que no; y si no os
convertís, pereceréis del mismo modo.
SERMONES A LOS MONJES
El monasterio es como un puerto
234, 1. Atended, hermanos muy queridos, a la única
cosa que me queda por deciros: puesto que el Señor se ha
dignado congregaros y colocaros en este santo monasterio
(Lerina) como en el puerto del descanso y de la
tranquilidad, como en un lugar paradisíaco, esforzaos por
lograr mediante vuestras oraciones asiduas que nosotros -
los que estamos incesantemente batidos por las olas de
este siglo, y que navegamos con mucho peligro en el mar
de este mundo donde numerosas tempestades nos fatigan
-, podamos gracias al sufragio de vuestra intercesión, ser
vencedores de todos los asaltos de los vicios y llegar, con
la guía de Cristo, al puerto de la vida dichosa. Y allí,
cuando en presencia del Juez eterno, os den la corona de
gloria, que también nosotros podamos al menos obtener el
perdón de nuestros pecados.
235,2. Sin embargo, hermanos, sabemos que los navíos,
después de haber superado y vencido las olas del mar,
encuentran todavía dificultades en el puerto más seguro y
están expuestos a naufragar si no se toman las debidas
precauciones. Por eso, os exhortamos con la mayor
humildad y con un gran respeto: ya que Cristo os ha
liberado de todas las faltas graves como de olas peligrosas,
y os ha colocado en el puerto del descanso y de la dicha,
nos amenazan pequeñas negligencias, pecados
insignificantes que se filtran en el alma de la misma
manera que a través de las minúsculas fisuras de un navío
penetran hilillos de agua que a la larga amenazan con el
naufragio; por eso, extremad vuestra vigilancia, con la
ayuda de Cristo, para achicar constante y a toda prisa la
embarcación. Pues cuando un navío se ha librado de las
olas del océano, hay que vaciar la sentina, de lo contrario
se llena de hilillos minúsculos y va a pique. Lo mismo
ocurre con el monje: después de haber vencido y superado
las tempestades del siglo y los crímenes de este mundo,
esas oleadas peligrosas, una vez llegado a este puerto, que
es el monasterio, debe vaciar de la sentina de su alma los
pecados más insignificantes que ahí se infiltran cada día;
si lo descuida, corre el riesgo de naufragar en el mismo
puerto.
3. Pero dice uno: ¿cómo se puede vaciar la sentina del
alma? Con toda seguridad mediante la oración, el ayuno,
las vigilias, practicando una caridad auténtica, una
verdadera humildad y probada obediencia. Estad atentos,
hermanos míos, os lo suplico: como se utiliza un caldero
para vaciar la sentina del buque, de la misma manera el
alma se libera de todos los males mediante la oración del
Señor, con tal que diga con toda verdad: Perdona nuestras
ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han
ofendido . El que perdone con bondad a los que han
pecado contra él no guardará en su alma huella alguna de
pecado. Atención, hermanos, fijaos que acabo de decir el
que haya perdonado al que peca contra él. No digo que
debas perdonar al que haya pecado contra Dios; sino que
deberás disculpar al que te haya faltado...
Himno a Lerina
236,1. Feliz y dichoso monasterio de esta isla donde la
gloria del Señor nuestro Salvador aumenta cada día con
tan santas riquezas espirituales, y donde la perversidad
diabólica ha sufrido tanta derrotas. Repito: dichosa y feliz
isla de Lerina que, pese a su pequeñez y falta de relieve,
ha elevado hasta el cielo montañas innumerables. Es ella
quien forma monjes eximios y proporciona obispos
ilustres a todas las provincias. Y a los que recibe como a
hijos, hace de ellos padres; a los que forma como niños,
los devuelve ya maduros; de simples bisoños hace reyes.
Pues a los que ha acogido esta dichosa y feliz morada,
Cristo los ha enaltecido siempre hasta las cumbres de las
virtudes en alas de la caridad y de la humildad.
2. Esto se ha realizado felizmente en casi todos los
moradores de este lugar; aunque en mí, por desidia, no se
evidencia esta madurez. Pues, cuando ya hace tiempo, esta
isla acogió mi pequeñez en los brazos de su bondad, como
una madre preclara, y como una dispensadora única e
incomparable de todos los bienes, y trató de formarme y
de hacerme crecer, cuando ella alzaba a los demás a la
cumbre de las virtudes, sin embargo de mí, a causa del
obstáculo que allí oponía la dureza de mi corazón, no
logró extirpar todas las negligencias.
Os suplico, pues, con toda humildad, y os imploro con
dolor de corazón que, lo que se ha negado a mis méritos,
vuestras oraciones me lo concedan; y que podáis
ayudarme a mí, vuestro peculiar discípulo, con los
sufragios de vuestras oraciones, de manera que, la
educación que un día recibí en este santo lugar, no sea
causa de mi condena, sino que contribuya a mi
perfección...
4. Pero alcanzar la plenitud de esta perfección tan santa
e insigne, requiere algo más que un ligero esfuerzo del
alma. ¿Quién puede sin esfuerzo sustraer su lengua a las
maledicencias, levantar un muro a las murmuraciones y a
las palabras ociosas, expeler de un corazón vigilante las
impurezas de los pensamientos, abstenerse como de un
veneno mortal de las maldiciones y juramentos, resistir a
la vanidad, refrenar la ira? ¿Quién puede, sin una gran
compunción de corazón, rechazar y ahuyentar, por amor a
la humildad verdadera, la ambición de los honores y el
deseo de la clericatura? ¿Quién pudo alguna vez sin tesón
encorvar su cuello, por amor, bajo el yugo de la santa
obediencia, sin protestar nunca el criterio de un anciano,
cobijar en su corazón el odio contra alguien, amar por
amor a Cristo, no sólo a los hermanos sino a todos los
hombres, incluso a sus perseguidores, orar por los buenos
a fin de que maduren siempre en obras santas, ofrecer sus
súplicas por los perversos a fin de que merezcan corregirse
al instante? ¿Quién podrá sin esfuerzo perseverar en la
oración, entregarse a la lectura divina? ¿Quién, insisto,
cumplirá todo esto sin la gracia de Dios y gran tesón de
corazón?
5. Pero todas estas cosas, hermanos, mientras uno no se
haya familiarizado con ellas parecen insoportables, y con
toda razón, imposibles de cumplir con sólo las fuerzas
humanas. Pero cuando se cree que por la gracia de Dios
pueden llevarse a cabo, se tiene la experiencia de que no
son ásperas ni laboriosas, sino ligeras y suaves, según la
palabra del Señor: Mi yugo es suave y mi carga ligera .
Este yugo, puesto que lo soportáis con alegría y lo
aguantáis con dulzura, orad para que nuestra pequeñez
merezca recibirlo y llevarlo con humildad hasta el final. Y
que así, cuando se os conceda a vosotros la gloria de la
dicha eterna, a nosotros se nos conceda al menos el perdón
de nuestros pecados. Que nuestro Señor Jesucristo nos lo
alcance, a Él el honor y la gloria por los siglos de los
siglos. Amén.

VICENTE DE LERINA
CONMONITORIO
Prefacio
1,1. Comienza el tratado de Peregrino en defensa de la
antigüedad y universalidad de la fe católica contra las
profanas novedades de todos los herejes.
Conforme al dicho y amonestación de la Escritura:
Pregunta a tus padres y te lo contarán, a tus antepasados
y te lo dirán, y también: Presta oídos a las palabras de los
sabios, y finalmente: Hijo, no olvides mis razonamientos,
y guarde tu corazón mis palabras , me ha parecido,
Peregrino, el último entre los siervos de Dios, que no sería
empresa enteramente inútil si, con la ayuda de Dios,
consignara por escrito cuanto he recibido fielmente de los
Santos Padres, remedio en verdad muy necesario a mi
flaqueza, ya que así tendré a mano con qué reparar por
medio de una asidua lectura las debilidades de mi
memoria.
2. Me impulsa no sólo las secuelas que pueda tener este
escrito, sino también la consideración del tiempo y la
oportunidad del lugar. 3. El tiempo, porque justo es que a
quien nos arrebata y lleva tras sí las cosas humanas, le
arrebatamos a su vez algo que nos sirva para la vida
eterna; y más ahora, cuando una terrible espera del juicio
divino que se acerca, nos impulsa a intensificar los
estudios de la religión; además la sagacidad de los nuevos
herejes requiere toda nuestra atención y solicitud.
4. También el lugar, ya que, lejos del tumulto de las
ciudades y de las muchedumbres, habitamos una zona
apartada, y en ella la aislada morada de un monasterio,
donde sin grandes distracciones podemos cumplir lo que
cantamos en los salmos: Vivid en sosiego y reconoced que
yo soy el Señor.
5. El género de vida emprendido, finalmente, nos
impulsa a lo mismo; puesto que arrebatados en otro
tiempo por los tristes y encontrados torbellinos de las
batallas del siglo, hemos arribado al fin, con el favor de
Cristo, al puerto de la religión, siempre refugio fidelísimo
para todos, en el cual, ahuyentados los vientos de la
vanidad y de la soberbia, aplacando a Dios con el
sacrificio de la humildad cristiana, logramos evitar no
solamente los naufragios de la vida presente, sino también
los incendios del siglo venidero.
6. Me adentro ya, en el nombre del Señor, a desarrollar
la materia propuesta, a saber: describir, más con fidelidad
de cronista que con presunción de autor, lo que nuestros
antepasados nos han transmitido y consignado; con la
intención de no tratarlo todo, sino de condensar lo más
necesario; y esto en estilo no exornado y cuidadoso, sino
sencillo y ordinario, de suerte que la mayoría de las cosas
aparezcan más apuntadas que desarrolladas. 7. Que
escriban delicada y primorosamente los que a ello se
sientan llamados por la confianza en su propio ingenio o
las funciones de su cargo; a mí me bastará con avivar mi
memoria y elaborar para mi uso un conmonitorio, que me
esforzaré con la ayuda de Dios, en corregirlo y
perfeccionarlo cada día, repasando poco a poco lo ya
conocido.
8. Y que sirva esto de advertencia para que si, por
desgracia, se me extraviare y viniere a caer en manos de
gente consagrada, nadie censure en él precipitadamente lo
que se ofrece como sometido a una revisión ulterior.
Interpretación de la Sagrada Escritura según la
tradición católica
2.1. He preguntado con gran seriedad y diligencia a
muchos varones eminentes en santidad y doctrina qué
norma podría hallar segura, general y ordinaria en cuanto
cabe, para distinguir la verdad de la fe católica de la
falsedad de la malicia herética, y obtuve una misma
respuesta en todos ellos: “que todo el que quiera descubrir
las truculencias de los herejes actuales, evitar sus lazos y
permanecer sano e íntegro en una fe saludable e
incontaminada, ha de consolidar su creencia, mediante la
ayuda divina, con este doble muro: el primero, con la
autoridad de la ley divina, y el segundo, con la tradición
de la Iglesia católica”.
2. Al llegar a este punto, tal vez pregunte alguno:
“siendo como es perfecto el canon de las Escrituras y
suficiente por sí solo para cualquier situación, ¿qué
necesidad hay de añadirle la autoridad de la interpretación
eclesiástica?” 3. Y la razón es que, debido a la
profundidad de la Sagrada Escritura, no todos la entienden
en un mismo sentido, sino que cada cual interpreta a su
manera las mismas sentencias, de suerte que casi pudiera
decirse que se dan tantas opiniones como intérpretes. De
una manera la expone Novaciano, de otra Sabelio, de otra
Donato, y a su modo, Arrio, Eunomio, Macedonio; como
también, por su cuenta, Fotino, Apolinar, Prisciliano;
desde otro ángulo, Joviniano, Pelagio, Celestio; y a su
manera Nestorio. 4. Por lo cual es de urgente necesidad
que, frente a tantas encrucijadas erróneas, sea el sentido
católico y eclesiástico el que indique la línea directriz en la
interpretación de la doctrina profética y apostólica.
5. Del mismo modo que en la Iglesia católica hay que
procurar a todo trance que todos nos atengamos a lo que
en todas partes, siempre y por todos, se ha creído; porque
esto es lo propio y verdaderamente católico, como lo
declara la fuerza e índole misma del vocablo, que abarca
en general todas las cosas. 6. Y esto lo lograremos si
secundamos la universalidad, la antigüedad, el
consentimiento. Ahora bien, secundamos la universalidad
si profesamos como única fe vigente de la Iglesia
universal en toda la redondez de la tierra; atestiguamos la
antigüedad si no nos apartamos ni un ápice del sentir
manifiesto de nuestros Santos Padres y antepasados;
rubricamos el consentimiento si en la misma antigüedad
nos acogemos a las sentencias y resoluciones de todos o
casi todos los sacerdotes y maestros.
3.1. ¿Qué hará, según esto, un católico cristiano, si ve
que una parte de la Iglesia se desgaja de la comunión
universal de la fe? ¿Qué ha de hacer sino preferir la salud
del cuerpo entero a la gangrena de un miembro
corrompido?
2. ¿Y qué si el contagio de la novedad intenta devastar
no ya una parte de la Iglesia católica sino su totalidad? En
este caso, todo su empeño será fijarse en la antigüedad, la
cual no puede ser ya víctima de engaños de novedad
alguna. 3. ¿Y qué sucedería si en la misma antigüedad se
descubre el error de dos o tres personas, y tal vez aún de
alguna ciudad o provincia? Entonces habrá que esforzarse
a todo trance en oponer a la temeridad o ignorancia de
unos pocos los decretos, si los hubiere, de algún concilio
universal, celebrado por todos en la antigüedad. 4. ¿Y si,
finalmente, se suscitara una cuestión sin disponer de
ninguno de estos auxilios a su alcance? Entonces se
ingeniará para investigar y consultar, comparándolas entre
sí, las sentencias de los mayores, de aquellos solamente
que, aun viviendo en diversos lugares y tiempos, por haber
perseverado en la fe y comunión de una misma Iglesia
católica, fueron tenidos por maestros acreditados; y lo que
ellos, no uno o dos solamente, sino todos a una en
consentimiento unánime, abierta, repetida y
persistentemente, hubieren mantenido, escrito y enseñado,
ha de entenderse que eso es también lo que cualquiera
tiene que creer sin vacilación.
Progreso en la fe
23,1. ¿Es posible que se dé en la Iglesia un progreso en
los conocimientos religiosos? Sí, es posible, y la realidad
es que este progreso se da. Pero quién envidiara tanto a los
hombres que les impidiera este progreso, sería un enemigo
de Dios. 2. Sin embargo, este progreso sólo puede darse
con la condición de que sea un auténtico avance en el
conocimiento de la fe, no de un cambio en la misma fe. Lo
propio del progreso es que la misma cosa que progresa
crezca y aumente, mientras que lo característico del
cambio es que la cosa que se muda se convierta en algo
totalmente distinto.
3. Es conveniente, por tanto, que, a través de todos los
tiempos y de todas las edades, crezca y progrese la
inteligencia, la ciencia y la sabiduría de cada una de las
personas y del conjunto de los hombres, tanto por parte de
la Iglesia entera, como por parte de cada uno de sus
miembros. Pero este crecimiento debe seguir su propia
naturaleza, es decir, debe estar de acuerdo con las líneas
del dogma y debe seguir el dinamismo de una única e
idéntica doctrina.
4. Que el conocimiento religioso, imite pues, el modo
como crecen los cuerpos, los cuales, si bien con el correr
de los años se van desarrollando, no obstante conservan su
propia naturaleza. 5. Gran diferencia hay entre la flor de la
infancia y la madurez de la ancianidad, pero, no obstante,
los que se van acercando a la ancianidad son, en realidad,
los mismos que hace un tiempo eran adolescentes. La
estatura y las costumbres del hombre pueden cambiar,
pero su naturaleza continúa idéntica y su persona es la
misma. Los miembros de un recién nacido son pequeños,
los de un joven están ya desarrollados; pero, con todo, uno
y otro tienen el mismo número de miembros. 6. Los niños
tienen los mismos miembros que los adultos y, si algún
miembro del cuerpo no es visible hasta la pubertad, este
miembro, sin embargo, existe ya como un embrión en la
niñez, de tal forma que nada llega a ser realidad en el
anciano que no se contenga como en germen en el niño.
7. No hay, pues, duda alguna: la regla legítima de todo
progreso y la norma recta de todo crecimiento consiste en
que, con el correr de los años, vayan manifestándose en
los adultos las diversas perfecciones de cada uno de
aquellos miembros que la sabiduría del Creador había ya
preformado en el cuerpo del recién nacido.
8. Porque, si aconteciera que un ser humano tomara
apariencias distintas a las de su propia especie, sea porque
adquiriera mayor número de miembros, sea porque
perdiera alguno de ellos, tendríamos que decir que todo el
cuerpo perece o bien que se convierte en un monstruo o,
por lo menos, que ha sido gravemente deformado. 9. Es
también esto mismo lo que acontece con los dogmas
cristianos: las leyes de su progreso exigen que éstos se
consoliden a través de las edades, se desarrollen con el
correr de los años y crezcan con el paso del tiempo.
10. Nuestros mayores sembraron antiguamente semillas
de una fe de trigo en el campo de la Iglesia; sería ahora
sumamente injusto e incongruente que nosotros, sus
descendientes, en lugar de la verdad del trigo, legáramos a
nuestra posteridad el error de la cizaña.
11. Al contrario, lo recto y consecuente, para que no
discrepen entre sí la raíz y sus frutos, es que de las
semillas de una doctrina de trigo recojamos el fruto de un
dogma de trigo; y que si algo se desarrolla con el decurso
del tiempo de aquellos gérmenes primeros, eso mismo
tendrá que prosperar y alcanzar la plena madurez sin
perder nada de las propiedades de su germen; conseguirá
apariencia, perfil y belleza conservando siempre la misma
naturaleza de su especie.

LEÓN MAGNO
HOMILÍAS

En la fe de Pedro se apoya toda la Iglesia


95,2. Algo grande, queridos, es la materia de nuestra
alegría por el hecho de que compartimos todos este don,
habrá un motivo más auténtico y más excelente a esta
alegría si no os detenéis a considerar nuestra bajeza; es
mucho más útil y más justificado alzar la mirada de
nuestras almas hacia la contemplación de la gloria del
santo apóstol Pedro, y celebrar este día venerando
principalmente al que inundó de flujos tan abundantes la
fuente misma de todos los carismas: fue en este punto
que, habiendo sido el único en recibir dones múltiples, no
se transmiten a nadie sin su intervención. El Verbo hecho
carne habitaba ya entre nosotros y Cristo se había
dedicado completamente a la restauración del género
humano. Nada era imprevisto a su sabiduría, nada arduo a
su servicio, los espíritus le obedecían, los ángeles le
servían y la acción misteriosa que ejecutaban al unísono la
unidad y la trinidad de una misma divinidad no podía en
modo alguno ser inoperante. Y sin embargo, de todo el
universo, únicamente Pedro es elegido para ser propuesto
a la llamada de todos los pueblos, sólo es puesto a la
cabeza de todos los apóstoles y de todos los padres de la
Iglesia; así, bien que en el pueblo de Dios, los sacerdotes y
pastores son numerosos, Pedro gobierna sin embargo a
título personal a todos los que gobierna también Cristo, el
jefe por excelencia. En su benevolencia, queridos, Dios ha
concedido a este hombre una gran y admirable
participación en su poder; y si ha querido que los otros
jefes tengan con él algo en común, no ha dado nunca más
que por él lo que no ha rehusado a los demás. Ahora bien,
he aquí que el Señor pide a todos los apóstoles lo que los
hombres piensan de Él. Su respuesta es unánime tan
amplia que se trata de exponer las vacilaciones de la
inteligencia humana.
Pero, desde que la cuestión viene sobre el sentimiento de
los discípulos, el primero en confesar al Señor es el
primero en la dignidad de apóstol. Había dicho: Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le contesta: Dichoso tú,
Simón, hijo de Jonás, pues esta revelación te ha venido no
de la carne ni de la sangre, sino de mi Padre que está en
los cielos. En otras palabras: tú eres feliz, pues es mi Padre
quien te ha enseñado y no es una opinión de la tierra que
te hubiera engañado, sino que se trata de una inspiración
del cielo que te ha instruido; y ni la carne ni la sangre me
han designado a ti, sino Aquél del que yo soy el único
engendrado. Y le dice: Yo te digo; lo que significa: lo
mismo que mi Padre te ha manifestado mi divinidad,
también yo, a ti, te hago conocer tu dignidad, porque tú
eres Pedro, es decir: aunque soy yo la piedra
indestructible, y la piedra angular, que de dos cosas hago
una sola, aunque soy el fundamento insustituible, tú
también, eres piedra, pues mi fuerza te confirma, de suerte
que lo que me concierne en propiedad por poder te sea
común conmigo por participación. Y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella. Sobre la solidez de este
fundamento, dice, construiré un templo eterno y mi
Iglesia, cuya altura debe introducirse en el cielo, se elevará
sobre la firmeza de esta fe.
3. Las puertas del infierno no harán mella a esta confesión,
los lazos de la muerte no la condicionarán, porque esta
palabra es palabra de vida. Y, lo mismo que alza a los
cielos a quienes la confiesan, hunde en los abismos a los
que la niegan. Por eso se dice a Pedro: Te daré las llaves
del reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra
quedará atado en los cielos, y todo lo que desates en la
tierra quedará desatado en los cielos. Es cierto que el
derecho de ejercer este poder ha pasado también a los
otros apóstoles, y la institución nacida de esta decisión se
ha extendido a todos los príncipes de la Iglesia; pero no en
vano se ha confiado a uno solo lo que debe significarse a
todos. Si este poder es concedido a Pedro como un
privilegio personal, es que la regla de Pedro es propuesta a
todos los jefes de la Iglesia. El privilegio de Pedro
permanece en todas partes donde se emite una sentencia
en orden a su imparcialidad. Tampoco hay exceso ni
severidad en la indulgencia donde nada está atado o
desatado, si san Pedro lo ha desatado o atado antes. Ahora
bien, ante la inmediatez de la Pasión, que iba a conmover
la constancia de los discípulos, el Señor declaró: Simón,
Simón, mira que Satanás os ha reclamado para separaros
como el trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no
desfallezca. Tú, pues, cuando vuelvas, afianza a tus
hermanos para que no caigáis en tentación. El peligro que
les haría correr la tentación de temor era común a todos
los apóstoles y tenían todos la misma necesidad de
protección divina, pues el diablo deseaba zarandearles a
todos y hacerlos caer; y sin embargo, es por Pedro por
quien el Señor ha orado de modo especial, como si los
demás se hallaran seguros si el alma del jefe no se
doblegaba. Por tanto, en Pedro el vigor de todos se
fortifica, y la ayuda de la gracia divina así dispuesta como
la firmeza concedida por Cristo a Pedro se confiere por él
a los demás apóstoles.
4. También, amados míos, en vistas de una ayuda tan
considerable, que saliendo de la institución divina llega
hasta nosotros, es razonable y justo que nos alegremos de
los méritos y de la dignidad de nuestro jefe, dando gracias
al Rey eterno, nuestro Redentor, el Señor Jesucristo, de
haber dado al que ha constituido príncipe de toda la Iglesia
un poder tal que, si incluso lo entendemos bien, lo
aplicamos adecuadamente y lo invertimos en
comportamientos concretos en nuestro tiempo, estaremos
conforme al gobierno de aquel a quien se dijo: Tú, pues,
cuando hayas vuelto, afianza a tus hermanos; y también a
él el Señor respondió por tres veces después de su
resurrección, confiándole en su triple declaración de un
amor eterno esta misteriosa consigna: Apacienta mis
ovejas. Esto mismo lo hace también ahora ese pastor
bueno y obedece al mandato del Señor afianzándonos con
sus exhortaciones y no cesando de interceder por nosotros,
a fin de que ninguna tentación nos haga mella. Y si, como
hay que creerlo, extiende esta solicitud de su bondad por
todas partes y a todo el pueblo de Dios, ¡cuánto más se
dignará prodigar su socorro sobre nosotros, sus hijos,
después de que él descansa en el manto sagrado de un
dichoso sueño, y en el cuerpo mismo con el cual nos
gobernó! A él, pues, nos remitimos en este día aniversario
de nuestra entrada en función, a él esta fiesta, puesto que
es mediante su protección que hemos merecido ser
asociado a su Sede; y que nos ayuda en todo la gracia de
nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con Dios Padre
y el Espíritu santo en los siglos de los siglos. Amén.

CASIODORO
INICIACIÓN A LAS SAGRADAS ESCRITURAS
Escrupulosa lectura de la Escritura
24,1. Entreguémonos a la obra, y recorramos con celosa
intención la autoridad de los libros introductorios y sus
expositores, adentrémonos con exquisito esmero en los
surcos de comprensión abiertos por el trabajo de los
Padres, sin desviarnos a cuestiones sin importancia con
ansia superficiales.
Hemos de creer sin dudar que es divino cuanto se
expresa razonablemente en los tratados más probados. Si
se encontrara algo disonante o discordante con las reglas
de los Padres, juzgaremos que se deberá evitar. Pues el
origen de tantos errores de bulto está en asentir y defender
sin criterio todo lo que refieren autores sospechosos, pues
está escrito: Probadlo todo, pero quedaos con lo bueno”.
2. Mas para sintetizar cuanto podemos decir, insistimos
ante todo que debe mantenerse con mente solícita todo lo
que razonablemente dijeron los expositores antiguos.
Luego, lo que no han tratado; y para no cansarnos con un
dispendio de energías, debemos en primer lugar registrar
las virtudes que nos presentan, las reglas que debemos
adoptar y, finalmente el objetivo a que apunta la lectura.
Y si nos parece que un texto es muy sencillo y se destaca
su narración literal, también puede requerirnos al mismo
tiempo la práctica de la justicia o el rechazo de la
impiedad; o bien aconseja la tolerancia, acusa los vicios de
la inconstancia, condena la soberbia, reprime a los
inquietos, consuela a quienes rebosan caridad, sugiere las
buenas costumbres y ahuyente pensamientos nefastos
contrarios a la religiosidad.
Porque si Dios sólo hubiera prometido premios a los
buenos, su bondad sería parcial, y por tanto, se alteraría. Y
si continuamente amenazara con el exterminio a los
perversos, desesperados por su salvación se sumergirían
en los desenfrenos. Por esta razón el Redentor compasivo
moderó ambas posturas en orden a nuestra salvación:
sobrecoge a los pecadores con la amenaza del castigo y a
la vez promete recompensas merecidas a los buenos.
3. Por tanto, habrá que orientar habitualmente el ánimo
hacia la intencionalidad contenida en los libros y fijar en
ello la mente, que el mensaje no resuene sólo en los oídos
físicos, sino que se evidencie a los ojos internos.
Porque aunque tengamos un relato muy simple a primera
vista, las letras divinas no incluyen nada vano o inútil; su
expresión contiene siempre algún valor, que se extrae
saludablemente de sus sentidos más directos. Por eso,
cuando aludan a cosas buenas, apresurémonos a imitarlas,
y cuando narren algo nocivo que deba castigarse, tratemos
de actuar en consecuencia. De esta forma siempre
logramos algo que pueda sernos útil, con tal de que
advirtamos la intencionalidad de los relatos.
Las disciplinas complementarias
27,1. Nos parece oportuno recordar esto: ya que tanto en
las letras sagradas como en los expositores doctísimos
podemos entender muchas cosas por los géneros de
expresión, las definiciones, el arte gramatical, la retórica,
la dialéctica, la disciplina aritmética, la música, la
disciplina de la geometría, o la astronomía, no deja de
tener interés que en el libro que sigue a continuación se
trate brevemente las enseñanzas de los maestros seculares,
es decir, las artes y disciplinas, con sus divisiones
correspondientes. Así, quienes aprendieron tales cosas
tendrán una breve reseña y, a la vez, en concisión,
conocerán algo quienes probablemente no han podido
entregarse a una lectura más amplia.
Pues no hay duda – así también lo consideraron nuestros
Padres – de que éste es un conocimiento útil que no debe
soslayarse, ya que lo encuentras difundido en las letras
sagradas por cualquier parte, como en el origen de la
sabiduría general y perfecta. Cuando nos volvemos a ellas
y nos proyectamos desde ellas, ayudamos a nuestro juicio
a una mejor comprensión en todo.
2. El trabajo de los antiguos sea, por tanto, nuestra tarea,
para que recopilemos brevísimamente en el segundo
volumen las cosas que ellos publicaron extensamente en
muchos códices, y así devolvamos al servicio de la verdad
con devoción ejemplar lo que ellos desviaron hacia el
juego de sutilezas; y las cosas que omitieron furtivamente
de allí se recuperen al servicio de la recta comprensión en
un respetable planteamiento.
Creo que es labor sin duda necesaria, pero estimo que,
considerada su dificultad, resulta arduo el intento de
recoger en dos libros las abundantísimas fuentes de las
letras divinas y humanas. Como dicen los versos de
Sedulio: Pido grandes cosas sin duda, pero tú sabes
darlas; quien se entibia esperando, más te ofende.
No todos pueden entender las Escrituras
28,1. Si la simplicidad de algunos hermanos les
impidiera la comprensión de cuanto ofrece el siguiente
libro – porque todo lo que es breve suele ser oscuro –, les
bastará ojear sumariamente sus divisiones y apreciar su
utilidad y virtudes para que se estimulen a conocer la ley
divina con ardiente intención de la mente.
Encontrarán dónde pueden saciar su deseo con sobrada
abundancia en diversos Padres santísimos. Basta que el
deseo de leer sea sincero, y sobria la voluntad de entender;
entonces, una saludable asiduidad hará eruditos a quienes
a primera vista asustó la hondura de la lectura.
Sin embargo, tengamos en cuenta que la prudencia no
aparece en las letras, sino que es Dios quien da la perfecta
sabiduría a cada cual según la desea. Porque si la ciencia
de las cosas buenas se hallara exclusivamente en las letras,
quienes las desconocieran tampoco alcanzarían la recta
sabiduría.
Y como muchos iletrados alcanzan la verdadera
inteligencia y reciben de arriba la recta fe que deseaban,
no hay duda que Dios concede a quien tiene disposiciones
puras y devotas lo que juzga que les conviene. Pues está
escrito: Bienaventurado el hombre a quien tú has
instruido, Señor, y le has enseñado tu ley. Por lo cual
debemos desear alcanzar – si el Señor nos acompaña -,
con las buenas obras y la asiduidad en las oraciones, la
verdadera fe y las obras santísimas, donde está vuestra
vida perpetua. Pues se lee: Si el Señor no edificara la
casa, en vano trabajan los que la construyen.
3. Es cierto también que los santísimos Padres nunca
decidieron que se debieran rechazar los estudios de las
letras seculares, porque no son el medio menos importante
para instruir nuestras mentes en la comprensión de las
sagradas Escrituras. Con tal de que, con la ayuda de la
gracia divina, se busque sobria y razonablemente el
conocimiento de esas cosas, no para que pongamos en
ellas la esperanza de nuestro progreso, sino para que,
yendo a través de ellas, deseemos que el Padre de las
luces nos conceda la sabiduría provechosa.
Pues ¡cuántos filósofos no consiguieron llegar a la
fuente de la sabiduría por estudiar solamente estas letras
seculares y, privados de la verdadera luz, se hundieron en
la ceguera de la ignorancia! Porque, como alguien dijo,
nunca puede descubrirse del todo lo que no se busca por el
camino adecuado.
Lugar del monasterio de Vivarium
29,1. Verdaderamente, la posición del monasterio
Vivariense os invita a prestar ayuda de todo tipo a los
peregrinos y necesitados, desde el momento en que tenéis
huertos feraces, y muy cerca de aquí pasa la corriente del
río Pellense, abundante en peces; su caudal nunca es
peligroso aunque no por eso minusvaloramos su modestia.
Encauzado con habilidad, discurre por donde lo necesitáis,
y basta para vuestros huertos y molinos. Siempre está
disponible cuando lo precisáis y, después de haber
cubierto vuestras necesidades, se aleja. Así, entregado a un
servicio muy concreto, no os causa miedo ni os podrá
faltar cuando lo busquéis.
Un poco más abajo tenéis también el mar, que os ofrece
pescado de todo tipo y, si os agrada, podéis trasladar los
peces al vivero si lo queréis. En verdad, con la ayuda del
Señor hemos construido presas interesantes, donde
cantidad de peces pueden deslizarse libremente en un
ámbito bien controlado, y muy bien adaptado a las grutas
excavadas en los montes de forma que no se sientan
prisioneros, porque tienen la libertad de tomar su alimento
y de esconderse en sus cavernas habituales.
También hemos hecho construir baños
convenientemente adaptados para los enfermos, donde
discurre un agua de fuente cristalina, muy agradable para
beber y para lavarse. Por este motivo hay tanta gente que
busca vuestro monasterio, superior en número a tantos de
vosotros que deseáis retiraros a lugares apartados. Pero
estas cosas, como sabéis, son un placer en medio de los
problemas de cada día, no una garantía en la esperanza
futura de los creyentes. Todo lo de aquí es transitorio,
aquello es lo permanente sin fin. Mientras estamos aquí,
secundemos los deseos que nos hacen reinar con Cristo.
3. Es de plena garantía la vida cenobítica de la que
recibís una formación adecuada en el monasterio
Vivariense con el auxilio de la gracia divina, pero si
aconteciera que vuestras almas purificadas desearan algo
más sublime, tenéis las suavidades secretas del monte
Castelo, donde podéis vivir felizmente como anacoretas,
con la ayuda del Señor. Pues son lugares alejados y
desérticos, ya que están cercados y rodeados de viejas
murallas. Por lo cual, será adecuado para vosotros, los ya
adiestrados y muy probados, elegir ese habitáculo, si la
ascensión se ha preparado antes en vuestro corazón. Pues
conocéis por la lectura que podéis desear o tolerar uno de
los dos modos de vida.

GREGORIO MAGNO
REGLA PASTORAL
Saber antes de enseñar
I.1.3. Sabido es que no hay arte alguno que pueda ser
enseñado sin antes haberle aprendido tras diligente
reflexión. Por tanto, con gran temeridad toman los
indoctos del magisterio pastoral, siendo, como es, el
régimen de las almas, el arte de las artes; porque ¿quién no
sabe que las enfermedades del alma están más encubiertas
que las enfermedades de la carne? Los que no conocen la
fuerza curativa de los medicamentos se avergüenzan de ser
tenidos por médicos del cuerpo, en cambio, los que no han
conocido en absoluto las leyes del espíritu, no temen hacer
de médicos del alma.
Pero ahora que, por obra de Dios, todo lo más principal
del presente siglo se inclina a reverenciar la religión, hay
dentro de la Iglesia algunos que, apetecen aparecer
doctores, desean sobresalir de entre los demás y como dice
la Verdad, buscan ser saludados en la plaza, los primeros
asientos en los banquetes y las primeras sillas en las
sinagogas. Los cuales tanto menos dignamente pueden
desempeñar el oficio pastoral, cuanto que por sola
vanagloria vinieron a este magisterio de humildad; pues en
este magisterio, la misma lengua se contradice cuando se
practica una cosa y se enseña otra.
Contra esa gente se queja el Señor por el profeta,
diciendo: Ellos reinaron, y no por mí; fueron príncipes,
mas yo no los reconocí; porque rigen por propia voluntad,
no por voluntad del supremo Rector, los que, sin contar
con el sostén de virtud alguna, nunca llamados por Dios,
sino excitados por su concupiscencia, más bien que
conseguir, arrebatan la autoridad para regir. Pero a los
tales el oculto Juez los soporta y no los conoce; porque a
los que tolera con su permisión, cierto es que los
desconoce por el juicio de reprobación. Por eso dice a
algunos que volvían a él, aun después de obrar milagros:
Apartaos lejos de mí todos vosotros, artífices de la
maldad; no sé de dónde sois.
La voz de la Verdad echa en cara la ignorancia de los
pastores cuando por el profeta dice: Los pastores mismos
están faltos de toda inteligencia; a los cuales de nuevo
detesta el Señor, diciendo: Los depositarios de la ley me
desconocieron. De manera que la Verdad se queja de que
ellos no le conocen a Él, porque, ciertamente, los que no
conocen los intereses del Señor, son desconocidos del
Señor, según lo atestigua san Pablo, que dice: El que lo
desconoce será desconocido.
Sin duda que muchas veces corresponde a lo que
merecen los súbditos la ignorancia de los pastores; los
cuales, aunque por culpa suya no tengan la luz de la
ciencia, sin embargo, por justo juicio de Dios sucede que
por ignorancia de éstos pequen también los que los siguen.
Que por eso la misma Verdad dice en el Evangelio: Si un
ciego se pone a guiar a otro ciego, los dos caen en el
hoyo. Por lo mismo, el salmista, sin quererlo, sino
profetizándolo, anuncia: Oscurézcanse sus ojos para que
no vean, y dóblense siempre sus espaldas. Ojos son, en
verdad, los que, colocados en el puesto más del más alto
honor, aceptan el deber de ir delante en el camino; y
quienes se les juntan para seguirlos, con razón se les llama
espaldas. Así pues, si se ciegan los ojos se dobla la
espalda; porque, cuando los que van delante pierden la luz
de la ciencia, los que los siguen se encorvan para llevar las
cargas de los pecados.
Para enseñar hay que vivir lo que se dice
2.4. Hay también algunos que con hábil cuidado
estudian las reglas del espíritu, pero conculcan con su vida
lo que penetran con la inteligencia: enseñan a la ligera lo
que aprendieron, no en la práctica, sino en el estudio; y,
claro, lo que predican con la palabra lo contradicen con las
costumbres; de donde resulta que, marchando el pastor por
los despeñaderos, la grey sigue al precipicio.
Razón por la cual el Señor, se queja, por el profeta, de la
despreciable ciencia de los pastores, diciendo: Vosotros,
cuando bebéis aguas limpísimas, enturbiáis el resto con
los pies; mis ovejas han de pastar lo que vuestros pies han
pisoteado y beber lo que vuestros pies han enturbiado. En
verdad, los pastores sí que beben agua cristalina cuando se
sacian de los manantiales de la Verdad y la entienden
correctamente; pero enturbian esas mismas aguas con sus
pies cuando corrompen con su mala vida lo estudiado en la
santa meditación. Y, por supuesto, las ovejas beben agua
enlodada por sus pies cuando algunos fieles no siguen las
palabras que oyen, sino que sólo imitan los malos
ejemplos que ven. Éstos, cuando están sedientos de las
palabras toman el lodo – como si bebieran de fuentes
revueltas - porque con sus obras se pervierten. Por eso
también está escrito por el profeta: Lazo de la ruina de mi
pueblo, sacerdotes malos. De ahí que el Señor diga otra
vez: Han sido para la casa de Israel piedra de escándalo.
Nadie, pues, hace más daño a la Iglesia que quien,
teniendo nombre y puesto de santidad, actúa
perversamente. Porque a éste, cuando obra mal, nadie se
atreve a reprenderlo; y así, cuando se honra al pecador por
respeto a la jerarquía, ese pecado se dilata con virulencia
convirtiéndose en estímulo.
Pero estos indignos huirán del peso de tanta
responsabilidad si, con el oído del alma atento, meditaran
la sentencia de la Verdad, que dice: A quien escandalice a
uno de estos pequeños que creen en mí, más le valiera que
le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que
mueve un asno y así fuese sumergido en el fondo del mar.
Por la piedra de molino que mueve un asno se significa el
ajetreo y trabajo de la vida del siglo; y por el fondo del
mar se designa la última condenación; por consiguiente,
quien, elevado a un puesto de santidad, Escandaliza a los
demás con su palabra o con su conducta, mejor le hubiera
sido que las acciones mundanas las realizara como laico
hasta la muerte, antes de incitar a los demás a imitarle en
la culpa a causa de su sagrado ministerio. Porque si cayera
él solo, sería más tolerable la pena del infierno que le
atormentara.
Serenidad de criterio
4.5. Con frecuencia, cuando se acepta un puesto de
gobierno, el corazón se agita con diversas tareas; y como
la mente confusa se dispersa en muchas cosas, el que
gobierna se encuentra incapacitado para atender a cada
una de ellas. Por eso, cierto sabio lo prohíbe
previsoramente, diciendo: Hijo, no te metas en múltiples
asuntos. Porque está claro que nunca se puede uno
concentrar plenamente en el sentido de cada una de las
tareas, si la mente se dispersa en muchas de ellas. Siempre
que la mente es atraída al exterior por la curiosidad, se
vacía de la solidez de su temor interior; se entrega a los
trabajos externos con solícita disposición y pensando sólo
de sí cosas ignotas, se desconoce a sí mismo. Pues, como
se complica más de lo necesario en lo exterior, y se distrae
en el camino, se olvida de aquello a lo que tendía. De tal
manera que, enajenada por la afición de su curiosidad, ni
siquiera ella misma considera los daños que sufre, y
desconoce con cuántas obras peca.
Tampoco Ezequías creyó pecar cuando mostró la cámara
de los tesoros a los extranjeros que vinieron a él. Pero
cayó bajo la ira del Juez en el castigo de su futura
descendencia, porque pensó que había actuado lícitamente.
A menudo, mientras tienen por delante muchas tareas y
pueden llevarlas a cabo, por el hecho de hacerlas – cosa
que admiran los fieles – el alma se engríe en el
pensamiento y provoca totalmente la ira del Juez, aunque
éste no se muestre externamente por medio de acciones
desfavorables. En verdad, el que juzga está en lo interior y
es lo interior lo que se juzga. Por tanto, cuando pecamos
en el corazón, lo que hacemos se esconde a los hombres;
sin embargo, tenemos el mismo Juez como testigo de
nuestro pecado.
De hecho, tampoco el rey de Babilonia se mostró
entonces culpable de soberbia, cuando dijo palabras
orgullosas. Éste, ciertamente, cuando acabó de decirlas,
oyó de la boca del profeta una sentencia de reprobación. Y
es que, el que predicó al Dios omnipotente a todas las
gentes, al cual se dio cuenta que había ofendido, ya había
antes limpiado la culpa cometida por soberbia. Pero,
después de esto, ensoberbecido por el éxito de su poder,
cuando se alegraba de haber realizado grandes hazañas,
primero se prefirió a sí mismo antes que a los demás, y
después, aún engreído, dijo: ¿No es ésta la gran Babilonia
que yo he edificado como mi residencia real, con el poder
de mi fuerza y para gloria de mi majestad?
Evidentemente, esta expresión puso de manifiesto la
venganza de aquella ira que la oculta soberbia encendió.
El Juez severo ve primero invisiblemente lo que después
reprende con un castigo público. Por eso, lo convirtió en
un animal irracional, lo separó de la comunidad humana y,
trastornada su razón, lo asoció a las bestias del campo;
para que, por estricto y justo juicio, el que se había
estimado por encima de los demás hombres, perdiera
incluso el ser hombre.
Así pues, al decir esto, no reprendemos la potestad, sino
que fortalecemos la flaqueza del corazón ante la codicia de
aquélla; a fin de que cualquier imperfecto no se atreva a
alcanzar por empeño la dignidad de este estado, y los que
titubean, mientras están en camino llano, no pongan su pie
en el precipicio.
En la cercanía compasivo, en la contemplación
aventajado
II.16,5. El pastor debe ser cercano por la compasión con
cada uno y destacado sobre todos en la contemplación,
para que por sus entrañas de piedad asuma las debilidades
de los demás y, a un tiempo, por la misma altura de su
contemplación, penetre los bienes invisibles
apeteciéndolos. De modo que ni por apetecer los bienes
eternos desprecie las debilidades de sus prójimos, ni
uniéndose a estas debilidades lo haga de tal forma que
abandone el deseo de los bienes supremos.
Pablo, arrebatado al paraíso y sondeando los secretos del
tercer cielo, después de estar suspendido en la
contemplación de lo invisible, vuelve, sin embargo, al
lecho de lo carnal y dispone cómo han de relacionarse en
la intimidad conyugal: Sin embargo, por razón de la
fornicación, cada uno tenga su propia mujer, y cada una
tenga su propio marido. El marido devuelva a su mujer lo
que le es debido, e igualmente la mujer al marido. Y poco
después: No os defraudéis el uno al otro, a no ser de
común acuerdo por un tiempo, con el fin de dedicaros a la
oración y luego tornéis a juntaros no sea que os tiente
Satanás. Y es que, penetrando ya los secretos celestiales,
examina, sin embargo, el lecho de lo carnal debido a sus
entrañas de misericordia. A la vez, estando elevado, lo
levanta a lo invisible, y siendo misericordioso, inclina la
mirada de su corazón a los secretos de las flaquezas.
Traspasó el cielo con su contemplación, y sin embargo, no
menospreció el nivel de las cosas carnales; ya que unido
por el lazo de la caridad a lo más alto y a lo más bajo a un
mismo tiempo, también en sí mismo es arrebatado con
poder a las alturas por la fuerza del Espíritu y, por piedad
con los otros, él mismo enferma ecuánimemente. Por eso
dice: ¿Quién enferma que yo no enferme?, ¿quién se
escandaliza que yo no me abrase? Y en otro lugar: Me
hice judío con los judíos. Evidentemente, no lo hacía
abandonando su fe, sino dilatando su piedad, con el fin de
que, al tomar la forma de los infieles, él mismo aprendiera
en sí cómo había que tener misericordia de los demás y
cómo ofrecer a los demás lo que él hubiera querido que le
ofrecieran. Por esto, se dice también: Si hemos perdido el
juicio, ha sido por Dios; si somos sensatos, lo es por
vosotros. Y es que sabía con la contemplación
trascenderse a sí mismo y, a la vez, moderarse
condescendiendo con sus oyentes.
Jacob, estando el Señor arriba, sobre la escalera, y la
piedra ungida abajo, vio a sus ángeles subiendo y bajando.
Lo cual significa que los buenos predicadores además de
anhelar con la contemplación al Señor – Cabeza ya
elevada de la Iglesia -, descienden también por su
misericordia a los miembros que están en lo bajo. Por lo
mismo, Moisés entra y sale con frecuencia del
Tabernáculo, significando con ello que quien es arrebatado
a lo interior de la contemplación, es también urgido a lo
exterior por las fatigas de los débiles. Por dentro considera
los misterios escondidos de Dios, por fuera soporta las
pesadas cargas de los carnales. El mismo Moisés, ante las
dudas, recurre siempre al Tabernáculo y consulta al Señor
ante el arca de la Alianza. Con ello daba ejemplo a los
pastores, para que al discutir por fuera lo que han de
disponer, vuelvan siempre a su mente – como si fuera el
Tabernáculo – y, revolviendo dentro de sí las páginas de la
Sagrada Escritura, consulten al Señor, por decirlo así, ante
el arca de la Alianza aquello que dudan.
También la misma Verdad, manifestada a nosotros al
cargar con nuestra humanidad, permanece en el monte en
oración y realiza milagros en las ciudades. Así ofrecía a
los buenos pastores el camino de la imitación; de modo
que si por la contemplación apetecen ya los bienes eternos,
se unan a los necesitados compartiendo sus enfermedades.
Cuando uno se abaja a lo más bajo de sus prójimos,
entonces se eleva admirablemente a la más alta caridad, ya
que si con benignidad desciende a lo inferior,
valerosamente retorna a lo superior.
Ahora bien, los pastores deben presentarse ante los fieles
de tal forma que éstos no se avergüencen de mostrarles sus
secretos; con el fin de que los pequeñuelos, cuando sufran
las sacudidas de las tentaciones, puedan recurrir a la mente
del pastor como al seno de su madre, y el pastor pueda
además lavar, con el consuelo de su palabra y con las
lágrimas de su oración, aquello que les haya manchado por
los sucios impulsos del pecado.

LIBROS MORALES SOBRE JOB


Aspiración de la mente
I.25,34. Había en la tierra de Hus un hombre llamado
Job. Si Job significa “doliente” y Hus “consejero” no es
arbitrario ver simbolizado en uno y otro nombre a los
elegidos, porque en quien se duele de las realidades
presentes y se entrega a la consecución de las eternas, en
verdad, se puede decir que habita un ánimo de consejero.
Hay quienes descuidan su propia vida: apetecen lo
perecedero, no conocen o desprecian los bienes eternos, no
sufren ningún dolor y no saben aceptar un consejo; no
reparan en los misterios celestes que han despreciado y se
creen, ¡pobres miserables!, en el buen camino; nunca
levantan los ojos de la mente a la luz de la verdad, con la
que fueron creados; nunca orientan el arco de su deseo a la
contemplación de la patria eterna, sino que se abandonan
al capricho de las propias pasiones; en lugar de la patria
aman el exilio que padecen y, en la ceguera que sufren,
exultan como si vivieran en la claridad de la luz.
Las almas de los elegidos, por el contrario, considerando
ser todo transitorio, anhelan aquello para lo cual han sido
creados; nada fuera de Dios les satisface, su mismo
pensamiento, exhausto por este anhelo, descansa en la
esperanza y en la contemplación del cielo; viviendo aún
con su cuerpo en este mundo, se elevan ya con su alma
fuera de él, deploran la tribulación del exilio que padecen
y se lanzan con continuos toques de amor a la consecución
de la sublime patria. Por eso, cuando el “doliente” ve que
era eterno lo que había perdido, encuentra saludable
despreciar lo que le sucede en el tiempo. Cuanto más crece
en él la ciencia del consejo que le lleva a abandonar los
bienes perecederos, tanto más crece en él el dolor por no
haber alcanzado todavía lo que perdura. Bien se dice por
Salomón: Quien añade ciencia, añade dolor. Quien
conoce ya los sumos bienes que aún no posee, sufre más
por las cosas ínfimas que le retienen.
35. Se dice que Job habitaba en la tierra de Hus porque
el ánimo doliente de cada uno de los elegidos se mantiene
firme en el consejo de la ciencia celeste. Se debe también
saber que el alma no sufre dolor alguno cuando realiza una
acción precipitada. Quienes viven sin consejos, quienes se
abandonan al suceder de los acontecimientos, no sufren,
en el entretanto, el dolor propio de quien medita sus
acciones. Mas quien procura con cuidado afianzar su alma
en un discernimiento de vida, se observa a sí mismo con
cautela y precaución en todo lo que hace. Y para que
aquello que hace no sufra un fin repentino y adverso, lo
tantea primero suavemente con el pie del pensamiento y lo
sopesa para que el miedo no lo aleje de lo que debe hacer.
De esta forma la precipitación no le empujará a hacer lo
que aún debe diferir, el mal debido a la concupiscencia no
le vencerá en una batalla abierta, ni el bien, a causa de la
vanagloria, lo arrastrará insidiosamente por tierra. Por
tanto, Job habita en la tierra de Hus cuando el alma de un
elegido, esforzándose por vivir siguiendo el
discernimiento, se fatiga debido al dolor que provoca el
camino estrecho.
26,36. Sencillo y recto, temía a Dios y rechazaba el mal.
Quien anhela la patria celeste vive, sin duda alguna, con
sencillez y rectitud: sencillez en el obrar, rectitud en la fe;
sencillez en las buenas obras que realiza aquí abajo,
rectitud en los misterios supremos que interiormente
percibe. Hay quienes no son sencillos en las buenas obras
que hacen porque no buscan en ellas la recompensa
interior sino el favor exterior. De ahí que rectamente se
diga por medio de cierto sabio: ¡Ay del pecador que
camina en la tierra por dos caminos! . El pecador camina
en la tierra por dos caminos cuando con sus obras presume
ser de Dios y con su pensamiento busca ser del mundo.
37. Con razón se dice: Temía a Dios y rechazaba el mal,
ya que la Santa Iglesia de los elegidos entra en los
caminos de la sencillez y de la rectitud por el temor, pero
llega a término por la caridad. Se rechaza enteramente el
mal cuando, por amor a Dios, ya no se quiere pecar.
Cuando se hace el bien por temor, significa que el mal aún
no se rechaza por completo; se está todavía pecando,
porque si pudiera pecar sin ser castigado, lo haría. Por eso,
después de decir que Job temía a Dios, rectamente se
añade que rechazaba el mal, ya que cuando la caridad
sigue al miedo, la culpa que aún había en el alma
desaparece gracias al propósito de su pensamiento. Ahora
bien, como el temor empuja a todo tipo de vicios y el amor
hace florecer las virtudes, rectamente se añade:
27,38. Le habían nacido siete hijos y tres hijas. Nos
nacen siete hijos cuando por la concepción de buenos
pensamientos brotan en nosotros las siete virtudes del
Espíritu Santo. El profeta enumera esta prole interior que
nace cuando el Espíritu Santo fecunda el alma al decir: El
Espíritu del Señor descansará sobre él, espíritu de
sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y piedad; lo llenará del espíritu de
temor del Señor. Cuando, por la venida del Espíritu, nacen
en cada uno de nosotros la sabiduría, la inteligencia, el
consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor del
Señor, se propaga en nuestra alma como una perdurable
descendencia, la cual conserva la nobleza de nuestra
condición celeste en una vida más larga, pues nos asocia al
amor de la eternidad. Los siete hijos tienen en nosotros sus
tres hermanas porque todo lo que hacen virilmente estos
dones, como verdaderos sentidos de las virtudes, conduce
a la fe, a la esperanza y a la caridad. Los siete hijos no
llegarían a la perfección de número diez si todo lo que
hacen no lo realizaran en fe, esperanza y caridad.
32,44. Sus hijos salían y hacían banquetes en sus casas,
cada uno en su día. Los hijos celebran banquetes en sus
casas cuando cada una de las virtudes nutre el alma, cada
cual según su modo propio. De ahí que se diga: cada uno
en su día. El día propio de cada hijo corresponde a la
iluminación propia de cada virtud. Repasando brevemente
los dones de la gracia septiforme, notamos que la sabiduría
tiene un día, otro la inteligencia, otro el consejo, otro la
fortaleza, otro la ciencia, otro la piedad y otro el temor. Y
es que, la sabiduría no es lo mismo que la inteligencia: hay
muchos que saborean los misterios eternos y no los
pueden comprender. La sabiduría celebra un banquete en
su día porque alimenta el alma con la esperanza y la
certeza de los bienes eternos. La inteligencia prepara un
banquete en su día porque penetra en aquello que escucha
y, alimentando el corazón, aparta sus tinieblas de él. El
consejo celebra también un banquete en su día porque
impidiendo al alma precipitarse, la llena de razón. La
fortaleza banquetea en su día porque no teme la
adversidad y otorga al alma temblorosa los alimentos de la
confianza. La ciencia prepara un convite en su día porque
saca del ayuno de la ignorancia al vientre de la mente. La
piedad celebra un banquete en su día porque colma de
obras de misericordia las entrañas del corazón. El temor,
en fin, banquetea en su día porque al instar al alma a que
no se ensoberbezca con los bienes presentes, la conforta
con el alimento de la esperanza en los dones futuros.
45. Veo, sin embargo, que debo profundizar en el hecho
de que los hijos se inviten unos a otros en cada banquete.
Una virtud aislada, sin el apoyo de las otras virtudes,
pronto se debilita. La sabiduría es menor si carece de
inteligencia, y ésta, si no cuenta con el apoyo de aquélla,
no sirve de nada, porque cuando profundiza los misterios
más sublimes sin el peso de la sabiduría, su ligereza no
hace más que llevarla a una altura en la que la caída será
más grave. Inútil es el consejo si no cuenta con el vigor de
la fortaleza, porque careciendo de fuerzas, no puede
concluir la obra que pretende realizar. A su vez, la
fortaleza se viene abajo si no la sostiene el consejo, porque
cuanto más se fía del poder de su fuerza sin contar con la
moderación de la razón, más gravemente se precipita en el
abismo. Nada es la ciencia sin el auxilio de la piedad pues
si se descuida poner en práctica el bien que se conoce, el
juicio al que se expone es más severo. A su vez, inútil es la
piedad que carece del discernimiento de la ciencia, porque
si la ciencia no la ilumina, no sabe cómo ejercitar la
misericordia. También el temor, si no cuenta con las
demás virtudes, es seguro que no conducirá a la
realización de ninguna obra buena, porque si se asusta por
todo, debido a su mismo miedo, no podrá hacer nada bien.
33,46. Y mandaban a invitar a sus tres hermanas para
que comieran y bebieran con ellos. Cuando nuestras
virtudes ponen en movimiento la fe, la esperanza y la
caridad en todo lo que hacen, es como si los hijos que
preparan el banquete llamasen a las hermanas con el fin de
que la fe, esperanza y caridad se alegren en las obras que
cada una de las virtudes realiza. Como si de alimento se
tratase, recuperan las fuerzas, confiadas en las buenas
acciones que cumplen, y, como si estuvieran ebrias de
algún licor, desean recibir después del alimento el rocío de
la contemplación.
34, 48. Cuando completaban los turnos de los días de
convite, Job los llamaba y los purificaba. Llamar a los
hijos y santificarlos, una vez terminado el turno de los días
de convite, significa corregir la intención del corazón
después de haber captado el sentido de las virtudes y
purificar, con un severo examen de conciencia, todas las
acciones, no sea que juzguemos buenas las obras que son
malas o consideremos suficiente una acción que, aún
siendo buena, es imperfecta. La mente se engaña con
frecuencia al juzgar la cualidad del mal o la cantidad del
bien. Para captar el sentido de las virtudes mejor es la
oración que el análisis. Ciertamente, lo que procuramos
escrutar en nuestra más profunda intimidad, se descubre
con mayor exactitud por medio de la oración que del
análisis. El alma, cuando se eleva a las alturas gracias a la
compunción – como si en una máquina elevadora
estuviera -, contempla como a distancia todo lo que se le
presenta sobre sí, juzgándolo, por tanto, con mayor
precisión.
VIII, 18,34. Como nube que pasa y se disipa, así el que
baja a los infiernos no sube. Ya no retorna a su casa. Así
como el habitáculo corporal es la casa del cuerpo, así para
cada alma se convierte en casa aquel lugar donde se ha
acostumbrado a vivir con el deseo. No retorna ya a su
casa, porque una vez que el hombre ha sido entregado a
los suplicios eternos, no puede ya volver al lugar donde
había puesto su corazón. Con el término “infiernos” se
designa también la desesperación del pecador. Sobre ella
el salmista dice: Cuando el impío llega a lo profundo de
los pecados, desprecia. Quien sucumbe a la impiedad,
abandona con la muerte la vida de justicia. A quien
después del pecado se ve aplastado por el peso de la
desesperación ¿qué otra cosa le sucede sino que es
sepultado en los suplicios del infierno tras la muerte? De
ahí que rectamente se diga: Como nube que pasa y se
disipa, así el que baja a los infiernos no sube, porque con
frecuencia al mal perpetrado se asocia la desesperación y
el camino de retorno queda cortado. Se comparan los
corazones de los desesperados a las nubes porque están
oscurecidos por las tiniebla del error y condensados por la
abundancia de pecados; pero se disipan y pasan, porque
con la claridad irradiada del juicio final se desvanecen.
Suele también interpretarse la casa como la habitación
del corazón. A uno que había sido sanado, se le dice: Ve a
tu casa, porque es justo que el pecador, tras el perdón,
vuelva a su alma para que no pierda de nuevo aquello por
lo que había sido justamente herido. El que baja al infierno
no sube luego a su casa, porque la desesperación que le
hunde le saca de la habitación de su corazón y no puede ya
regresar a su interior, disipado exteriormente, se ve
empujado cada día a caer en cosas peores. El hombre
había sido creado para contemplar al Creador de modo que
buscara siempre su rostro y habitara en la celebración
gozosa de su amor. Pero expulsado fuera de sí por su
desobediencia, ha perdido el lugar de su alma, porque
caminando por tortuosos senderos se ha alejado de la
morada de la verdadera luz.
19,35. Ni lo reconoce ya su morada. Morada del
hombre, no precisamente local, es el mismo Creador que
lo creó para que encontrase en Él su consistencia. El
hombre abandonó esta morada cuando escuchó las
palabras del seductor y se alejó del amor del Creador. Pero
cuando Dios omnipotente se manifestó corporalmente para
redimir al hombre, siguiendo Él mismo las huellas de su
fugitivo – por así decirlo-, se convirtió en morada en la
que poder retener al hombre que había perdido.
XI, 12,18. Él mismo conoce al que engaña y al que es
engañado. Atrae a los consejeros hacia un ideal sin
sabiduría y los juzga en la torpeza. Si todo hombre que
trata de engañar a su prójimo es injusto y si la Verdad dice
a los injustos: No os conozco, apartaos de mí,
sembradores de iniquidad. ¿En qué sentido se dice aquí
que el Señor conoce al que engaña? Pero, para Dios, saber
significa tanto como constatar o aprobar; conoce, pues, al
hombre injusto porque lo juzga constatándolo. Y ¿cómo
podría juzgar que un hombre es injusto si no lo
constatara?. Y sin embargo, no conoce al injusto porque
no aprueba su conducta. Lo conoce, pues, porque lo coge
de improviso, pero no reconoce a ese hombre en la
dimensión de su sabiduría.
Paralelamente, todo hombre verídico se dice que no
conoce la falsedad, no que no sepa lanzar a otro una
palabra falsa, sino que esta mentira misma, si la conoce en
el análisis, no la conoce en el amor, de suerte que no la
comete él, sino que al cometerla otro, la condena. Con
mucha frecuencia sucede también que algunas personas,
siempre disponibles para tejer embustes, tienden a la vida
de los demás las redes de su perversidad; y cuando alguien
se deja coger sin darse cuenta en estas redes, se duda quizá
que de hecho sea visto por Dios y se pregunta
desconcertado por qué, si es que lo ve, Dios permite que
suceda así; pero Él conoce tanto al que engaña como al
engañado. Conoce al mentiroso, porque muy
frecuentemente arroja su mirada sobre las faltas pasadas
de este hombre y la justicia de su juicio permite que caiga
todavía en otros pecados. Conoce al mentiroso, porque si
abandona a este hombre entregándolo a sus propias obras,
es para que enrede en lo peor, según la palabra de la
Escritura: Que el que hace el mal lo siga haciendo todavía
y que el manchado se manche más aún. Conoce al
engañado, pues con frecuencia los hombres cometen el
mal que conocen y si permite que sean engañados, es para
que caigan todavía en un mal que ignoran. Sin embargo
ahí se ofrece a los engañados una ocasión de purificación
o también un preludio de una expiación implacable.

HOMILÍAS SOBRE EZEQUIEL


Oscilación entre contemplación y acción
I. 5.12. Los vivos iban y volvían con la rapidez del rayo.
Se había dicho antes: Avanzaban sin volverse atrás ¿Por
qué se dice ahora que iban y volvían? Los dos enunciados
parecen contradictorios: Iban y no volvían; iban y venían.
Pero vemos inmediatamente cómo comprender las dos
vías, la activa y la contemplativa, si nos molestamos en
distinguirlas. La primera nos permite que nos fijemos en la
permanencia; la otra, nos hace sentir completamente
incapaces de mantener la tensión en nuestra alma. Cuando
dejamos allí nuestra torpeza y nos animamos a trabajar
con entusiasmo en orden al bien ¿no vamos entonces bien
encaminados hacia la vida activa? Ahora bien, no es
cuestión de volver hacia atrás, a nosotros. Aquel que,
después de haberse comprometido, recae en una
indiferencia soporífera, o sea, a sus desórdenes culpables
que había renunciado, no sabe comportarse como un
viviente celeste. Pero si nos alzamos de la vida activa a la
contemplativa, nuestro espíritu no se sentirá capaz de
permanecer mucho tiempo en contemplación, y todo lo
que advierte de la eternidad, en un espejo y de manera
confusa, lo ve como a hurtadillas y de pasada: rechazada
por su propia debilidad y alejada de este infinito
trascendente, el alma recae en sí misma. Es necesario, por
tanto, que regrese a la vida activa, y emplee sus fuerzas en
proseguir su buen trabajo. Y aunque carezca de las
energías para alzarse a la contemplación de las realidades
celestes, no debe dejar por eso de hacer el bien que pueda.
Acontece entonces que, pertrechada precisamente de sus
buenas acciones, se alza de nuevo hacia el mundo de
arriba mediante la contemplación, y recibe en pasto de la
verdad contemplada, el alimento del amor.
Únicamente la debilidad de la naturaleza corrompida no
puede mantenerse por mucho tiempo en ese estado;
volviendo a los trabajos en función del bien, se nutre con
el recuerdo de la suavidad de Dios, y queda sustentada por
fuera a través de las actividades de la caridad, y por
dentro, mediante los santos deseos. Por eso se dice de los
perfectos que regresan de su contemplación: Propagaron
el recuerdo de tu suavidad . Puede, por poco que sea,
como en un rayo, alcanzar mediante un gusto anticipado
esta suavidad íntima: entonces, propagan el recuerdo sin
cesar de regresar ahí de nuevo y de expresarse. Respecto a
esto el salmista nos hace también la siguiente advertencia:
La luz se ha alzado para el justo, y el gozo para el hombre
de corazón recto. Alegraos, justos, en el Señor, celebrad
su santo nombre.
Oscuridad útil de las Escrituras
I.6.1. Aguacero sombrío en las nubes tenebrosas, pues
oscura es la ciencia en los profetas. Pero, nosotros la
hemos aprendido por la voz de Salomón que la atestigua,
es gloria de los reyes ocultar la expresión, y gloria de
Dios descifrar el lenguaje”, porque los hombres tienen por
honor el ocultar sus secretos, y la gloria de Dios se expresa
en descubrir los misterios de su palabra. La Verdad en
persona dijo a sus discípulos: Lo que os digo en la
oscuridad, decidlo a la luz, es decir, exponed claramente
lo que oís en la oscuridad de las alegorías. Ahora bien, es
muy útil esta oscuridad, incluso en las palabras de Dios:
ella ejercita el espíritu, que, fatigándose del todo, se dilata,
y así ejercitado, se capacita a captar lo que no hubiera
podido hacer quedando ocioso. Todavía la oscuridad tiene
una ventaja mayor: la inteligencia de la Escritura sagrada
sería vana si fuese demasiado evidente; pero cuando se la
encuentra en pasajes especialmente oscuros, expande una
especie de dulzura tanto más intensa cuanto más fatigosa
ha sido el trabajo de su búsqueda. Esto es lo que se dice
ahora por la voz del santo profeta Ezequiel:
2. Cuando contemplaba a los animales, apareció una
rueda en la tierra. ¿Qué designa la rueda, sino la santa
Escritura? Va girando regularmente hasta llegar al alma de
los oyentes, y ningún atisbo de error la entorpece en el
camino de su predicación. Va girando con perfecta
regularidad, avanzando derecha y sencillamente al mismo
tiempo, entre adversidades y logros. Sus lecciones forman
su círculo, por arriba y por abajo: se ofrece espiritualmente
a los más avanzados, les ofrece su letra a los más débiles.
Lo que comprenden los sencillos según la letra, los más
instruidos lo elevan a un plano superior mediante la
inteligencia espiritual. En el episodio de Esaú y Jacob, por
ejemplo, el primero es enviado a cazar para obtener la
bendición de su padre, mientras que el segundo arrebata la
bendición a su padre gracias a la sustitución materna; ¿no
encuentra su alimento una persona sencilla leyendo el
texto al rasero del relato? Y si a este nivel es llevado a
comprender con mayor hondura, constata que Jacob no ha
arrebatado con astucia la bendición de su hermano mayor,
sino que lo ha recibido como un don, puesto que se lo
había ganado con su consentimiento al precio de un plato
de lentejas.
Voces diferentes hablan al hombre
I.8.13. Fijémonos en el caso de una persona a la que se
ha herido y que medita, como reacción muy humana,
asestar un golpe en respuesta, es decir, devolver mal por
mal. Es la voz de la carne que habla en su alma. Pues los
mandamientos divinos nos prescriben hacer el bien a los
que nos odian; y desde entonces, un hombre que urde
hacer el mal a los que le odian, se expresa como voz de la
carne que resuena en su corazón. Vacamos cada día a
muchas necesidades profanas; luego, nos volvemos a la
oración. Nuestro corazón se excita en la compunción, pero
los recuerdos de los asuntos tratados repican en nuestra
cabeza, y molestan en el trascurso de la oración nuestro
empeño en la compunción. Lo que hicimos
voluntariamente por fuera, ahora es sufrimiento por
dentro, por mucho que nos pese; porque, no sé qué
fantasmas extravían nuestra alma en el mundo de nuestras
representaciones, impidiendo recogerse plenamente en la
oración. Eso también, es la voz de la carne.
14. Cuando superamos esta dificultad y expulsamos
lejos de los ojos de nuestra alma todas las imágenes
corporales, cuando buscamos lo que bien puede ser en
nosotros la naturaleza de esta alma capaz de vivificar la
carne, pero incapaz de concentrarse por sí misma en
buenos pensamientos como lo desearía, descubrimos esto:
un espíritu, inteligente, viviendo por el poder del Creador,
vivificando el cuerpo que sostiene, y sin embargo sujeto al
olvido, sometido a la mutabilidad, a menudo afectado por
el temor, exaltado por la alegría. Esta intelección del alma
es su voz, que hace oír lo que ella es, pero una voz todavía
bajo el firmamento.
15. Subiendo por encima del alma, buscamos la voz
procedente del firmamento, cuando queremos hacernos
una idea de la innumerable multitud de ángeles, que está
en presencia del Señor todopoderoso. ¿Qué es esta fiesta
sin fin en la visión de Dios, este gozo sin ocaso? ¿Qué es
este abrazo de amor, que no atormenta sino que deleita?
¿Qué es, para la visión de Dios, este gran deseo que sacia
y esta saciedad que desea? En estos ángeles, ni el deseo
engendra pena, ni la saciedad fastidio. ¿Qué es en ellos
esta adhesión a la felicidad que los hace felices, esta
contemplación sin fin que los eterniza, esta unión a la luz
que los esclarece, esta mirada siempre fija sobre el
inmutable que los hace inmutables? Pero cuando todavía
pensamos así de los ángeles, sigue siendo voz del
firmamento, no de por encima del firmamento.
16. El alma debe ir más allá, dejando a los ángeles, y
sobrepasar a todo lo creado. Que fije los ojos de la fe en la
única luz de su Creador, y que ella sola vivifique a todos
las cosas creadas por Dios; porque donde Él se encuentra,
se encuentra totalmente, ya que es inabarcable e
incomprensible, y no se le puede sentir ni ver. No está
ausente de ningún lugar, y sin embargo está alejado del
pensamiento de los impíos. Y pese a que se encuentra
alejado de él, no está ausente, pues donde no está mediante
su gracia, está presente para castigar. Toca todas las cosas,
sin tocarlas de la misma manera. Las toca para que
existan, vivan y sientan, pero no para que disciernan,
como sucede con los animales. Toca para que existan,
vivan, sientan y disciernan, como las naturalezas humanas
y angélicas. Aunque Él no sea nunca desemejante a sí
mismo, toca de manera desemejante a los seres
desemejantes. Está presente en todas partes, y apenas se le
puede rastrear: está ahí, tratamos de juntarnos con Él y no
lo logramos. Pongamos ante la mirada de la mente que se
trata de aquella naturaleza que mantiene todo, todo lo
llena, lo abarca, lo supera y lo mantiene. Cuando el alma
piensa en el poder de esta naturaleza que lo estrecha, oye
una voz por encima del firmamento, porque concibe la
mentalidad de Aquel que transciende la capacidad de los
ángeles en su incomprensibilidad.
Se despliega el cielo
I.9.30. Se concreta a propósito del libro diciendo que
estaba escrito por el anverso y por el reverso. El rollo del
texto sagrado estaba escrito por el anverso mediante la
alegoría, y por el reverso mediante la historia. En el
anverso, por la inteligencia espiritual; en el reverso, por el
simple sentido de la letra, adaptado a débiles de espíritu.
En el anverso, porque promete lo invisible; en el reverso,
porque establece el orden en lo visible a través de la
rectitud de sus preceptos. En el anverso, porque asegura
los bienes celestes; en el reverso, porque enseña la manera
de servirse de los bienes terrenos, menospreciables, o
como esquivar su embrujo. Pues una veces despliega los
secretos celestiales, y otras da normas para los
comportamientos externos. Y si sus prescripciones
externas son claras, las que apuntan a las realidades
interiores no pueden captarse plenamente. Por eso está
escrito: Despliegas el cielo como un pergamino, y cubres
en las aguas su lado superior. ¿A qué apunta el nombre
del cielo sino a la Escritura santa? En ella lucen para
nosotros el sol de la sabiduría, la luna de la ciencia y esas
estrellas que son las obras ejemplares y las virtudes de
nuestros antiguos Padres. Se despliega el cielo como un
pergamino, porque ha sido formado por medio de los
escritores sagrados en la lengua de la carne, y desplegado
ante nuestra mirada mediante las explicaciones de los
doctores.
Pero, ¿qué significa el nombre de las aguas, sino los
coros de ángeles santísimos? De ellos está escrito: Las
aguas que están sobre los cielos alaben el nombre del
Señor. El Señor cubre en las aguas la parte alta del cielo,
porque lo sublime de la palabra sagrada, que se explaya en
la naturaleza de la divinidad y los gozos eternos, a
nosotros nos resultan todavía incomprensibles, y
únicamente lo conocen los ángeles. Este cielo, que se
despliega ante nuestra mirada y, sin embargo, oculta la
parte de arriba en las aguas, porque algunas partes del
texto sagrado ya nos son claros gracias al Espíritu que nos
hace descubrir su sentido; mientras que otros, luminosos
únicamente para los ángeles, permanecen para nosotros
todavía oscuros. De estos pasajes oscuros, no obstante, nos
llega algún resquicio de luz mediante la inteligencia
espiritual, porque ya tenemos el aval del Espíritu; puesto
que, sin tener un conocimiento pleno de esos secretos,
amamos desde el fondo del corazón y, descifrando ya los
significados espirituales múltiples, encontramos ahí el
alimento de la verdad.
Manducación de la palabra
I.10.3. Come este libro, y ve luego a hablar a los hijos
de Israel. Yo abrí la boca, y él me hizo comer el libro. La
Escritura sagrada es nuestro alimento y bebida. Además, el
Señor ha amenazado por medio de otro profeta: Enviaré el
hambre a la tierra, no hambre de pan ni sed de agua, sino
de oír la palabra del Señor. Si dice que pereceremos de
hambre y de sed cuando nos quite su palabra, es para
demostrarnos que esta palabra, que su palabra, es nuestro
alimento y nuestra bebida. Precisemos no obstante que
unas veces es alimento, y otras, bebida. En pasajes oscuros
cuya comprensión es imposible sin explicaciones, la
Escritura sagrada es alimento, y lo que se explica para que
se entienda, equivale a lo que se mastica para tragarlo.
Cuando el pasaje está claro, nos lo bebemos, porque
somos capaces de comprenderlo sin explicación. Cuando
el profeta Ezequiel oyó muchas cosas oscuras ambiguas,
no se le ordenó entonces que bebiera del sagrado libro,
sino que comiera. Como si le dijera llanamente: estudia y
comprende, o sea, mastica eso primero y luego trágalo.
Pero en el estudio de las palabras sagradas debemos
mantener un orden, para que conociendo estas cosas nos
sintamos tocados de compunción en nuestra perversidad,
reconociendo el mal que hemos hecho para evitar cometer
otro.
5. Hay que remachar todavía lo que añade el profeta:
Abrí la boca, y él me hizo comer el libro. Otro profeta
manifiesta que el corazón tiene boca: Tienen un corazón
de labios embusteros, y por su corazón hablaron
falsedades . Abrir la boca, es pues, preparar nuestro
sentido íntimo a la inteligencia de la palabra sagrada. Así,
el profeta abre la boca a la voz del Señor, porque el deseo
del corazón se dilata ante la respiración del Señor cuando
enseña, a fin de tomar algo de alimento de vida. Pero esta
misma consumición no depende de nosotros mismos; se
necesita que el mismo que nos ordena alimentarnos, nos
haga comer. Alimenta incluso a quien no pueda comer por
sí mismo. Como nuestra debilidad es incapaz de percibir
las palabras celestes, el Señor no las sirve de alimento,
ofreciéndonos a su tiempo la cantidad proporcionada de
pan, para que en la palabra sagrada entendamos hoy lo que
ayer ignorábamos, y mañana comprendamos lo que hoy
desconocemos. Mediante la divina generosidad cada día
somos alimentados. Dios todopoderoso de alguna manera
extiende su mano a la boca de nuestro corazón cada vez
que nos abre la inteligencia y deposita en nuestros sentidos
espirituales el alimento de la palabra sagrada. Nos
alimenta con el libro cuando abre el sentido de la Escritura
sagrada y sacia de su dulzura nuestros pensamientos.
Sentimiento amargo y deseo ardiente
I. 10,43. Marchaba lleno de amargura y con el ánimo
excitado Reflexionad, hermanos queridos, ¿por qué este
hombre agraciado con los dones del Espíritu marchaba
lleno de amargura y con el ánimo excitado? ¿Acaso
siempre que el Espíritu invade un corazón lo cubre de
amargura en la indignación de su ánimo? Hay que
reconocer que al predicador cuya vida presente es todavía
dulce, puede aparentemente propagar la palabra de Dios;
pero ese tal no es un predicador eminente y selecto. Pues
cuando el Espíritu Santo embarga la mente, despierta en
ella el sentimiento amargo de las cosas temporales en la
delectación de los bienes eternos. Estar comprometido en
las actividades humanas tiene su encanto, pero únicamente
para quien no ha gustado todavía del gozo de las
realidades celestiales; porque cuando menos entiende las
realidades eternas con tanta mayor delectación descansa
en las temporales. Y si alguien ya gustara en la boca del
corazón lo que es aquella dulzura de las recompensas
eternas, lo que son los himnos que cantan los coros de los
ángeles, lo que es la inenarrable visión de la santa
Trinidad, experimentará tanta más dulzura en todo lo que
percibe por dentro, cuanto amargura en lo que aguanta por
fuera. Se querella consigo mismo de todo aquello que
recuerda haber gestionado mal, se siente desazonado,
mientras que comienza a agradar al Creador de todas las
cosas, reprocha su mentalidad, se deja de palabrería
culpándose de su actos con lágrimas.
Aspira a las realidades de arriba, pisotea con el
desprecio de la mente todos asuntos terrenos. Y mientras
lo que desea no lo alcanza en su verdad, derrama dulces
lágrimas y se aflige con lamentos continuos. Y como
todavía se siente lejos de la patria para la cual ha sido
creado, nada le satisface más en esta vida de destierro que
la amargura. Pues estima que es una indignidad el
sometimiento a las realidades temporales, por eso suspira
con ardor a las eternas. Ya lo dijo con gran acierto
Salomón: Gran sabiduría encierra la indignación; y a más
conocimiento mayor dolor. Si conociéramos las realidades
celestes nos indignaríamos de sujetar nuestra alma a las
terrenas. Y cuanto más se acreciente la experiencia de
nuestro mal comportamiento, más nos indignaremos; por
eso, donde hay sabiduría hay también indignación, porque
cuanto más progresemos en el conocimiento, tanto más
nos indignaremos de nuestro perverso comportamiento.
Con el conocimiento aumenta el dolor, porque cuando
conocemos mejor las realidades eternas, tanto más nos
dolemos en la miseria de este destierro.
Se lee en otra versión: Quien aumenta el conocimiento
aumenta el dolor. En la medida en que comenzamos a
experimentar los gozos celestes, penamos llorando para
eludir las trampas de nuestros errores. Una gran sabiduría
supone gran indignación, porque si ya saboreamos lo
eterno, resulta indigno codiciar lo temporal. Si ya
saboreamos lo eterno, nos menospreciamos a nosotros
mismos de haber cometido actos concretos que pudieron
separarnos del amor eterno. La conciencia se reprocha a sí
misma, acusa lo que hizo, condena por la penitencia lo que
acusa, se querella en su corazón mientras alumbra la paz
con Dios.
El silencio dispone a la palabra
I.11,3. Al cabo de siete días el Señor me dirigió su
palabra… Puesto que permaneció siete días en la tristeza,
a raíz del séptimo día recibió una orden del Señor
recordándole su deber de hablar; lo cual indica que el
profeta permaneció callado durante esos días. Enviado
para predicar, se había mantenido apesadumbrado y en
silencio. ¿Qué nos quiere indicar el santo profeta con este
silencio, sino que únicamente sabe hablar aquel que antes
ha aprendido a callarse? El rigor del silencio es como el
alimento de la palabra. Es cierto que por un golpe de
gracia quien es invitado a hablar debe callarse primero
humildemente, como siguiendo un orden establecido: a
este propósito disponemos de la palabra de Salomón: Hay
un tiempo para callarse y otro para hablar. No dice: “Un
tiempo para hablar, y un tiempo para callarse”. Dice
primero el tiempo de callarse, y menciona luego el de
hablar, porque debemos aprender no a callar hablando,
sino a hablar callándonos. Si pues el santo profeta, que
tenía por misión hablar, ha guardado primero un dilatado
silencio a fin de hablar luego como se precisaba,
calibremos la falta del hombre que no sabe callarse cuando
ninguna obligación le fuerza a hablar.
Ojos y orejas del alma
II.2.2. Hijo de hombre, mira con tus ojos y escucha con
tus orejas. ¿Por qué se dice a este hombre que se presente
como un testimonio de los bienes espirituales y se le dice:
mira, precisando con tus ojos, y escucha, añadiendo con
tus orejas? Hay que saber que si todos los hombres,
incluso los carnales, tienen ojos y orejas corporales para
servirse de los objetos corporalmente perceptibles,
únicamente los espirituales tienen ojos y orejas en el
corazón, y ven mediante el espíritu, las realidades
invisibles, oyen una alabanza de Dios que carece de
sonido. El Señor todopoderoso buscaba unas orejas así
cuando decía: Quien tiene orejas para oír, que oiga. Entre
la multitud que le seguía ¿quién podía encontrarse
entonces que careciera de orejas? Pero cuando se dice:
quien tiene orejas para oír, que oiga, muestra claramente
que buscaba orejas que sus todos sus oyentes no podían
tener. Tendrá entonces que decir el profeta: Hijo de
hombre, mira con tus ojos y escucha con tus orejas. En
una exposición anterior ya dijimos por qué el profeta es
llamado hijo de hombre cada vez que se le orienta a una
visión espiritual. Para evitar un olvido, vuelvo al asunto
muy brevemente. Esta apelación le recuerda siempre la
debilidad de su ser, para que no se envanezca de la
excelencia de la contemplación. Hay que subrayar el
contraste; por eso se le dice: Mira con tus ojos y escucha
con tus orejas, y se le llama no obstante hijo de hombre.
Pero por estas palabras ¿qué otra cosa quiere expresar
claramente sino que has de mirar lo espiritual de manera
espiritual pero teniendo en cuenta tus debilidades
carnales?
Vida activa y vida contemplativa
II.2.9. Las dos vidas están bien representadas en las dos
mujeres, Marta y María; y mientras la primera se afanaba
en las múltiples tareas de servicio, la otra permanecía
sentada a los pies del Señor y escuchaba sus palabras .
Como Marta reprochara a la hermana su negligencia en la
ayuda, el Señor le respondió: Marta, Marta, te afanas y te
desvives en muchas cosas; una sola es necesaria. María
ha elegido la parte mejor; y nadie se la quitará. Fijaos que
no se desaprueba la parte de Marta, pero María es alabada.
Y el Señor no dice que la parte escogida por María sea
buena, sino que es mejor, dando a entender que la de
Marta es buena. ¿Por qué la parte de María es mejor? La
explicación viene a continuación: Nadie se la quitará. La
vida activa, de hecho, cesa con el cuerpo. ¿Quién podría
dar pan a un hambriento en la patria eterna, donde nadie
pasa hambre? ¿Quién daría de beber a un sediento allí
donde nadie sufre de sed? ¿Quién enterraría un cadáver
allí donde nadie muere? La vida activa desaparece con el
mundo presente; la vida contemplativa comienza aquí
abajo, para consumarse en la patria celeste, pues el fuego
de amar comienza a prender aquí abajo, pero cuando se
contemple a quien se ama, abrasará más este fuego de
amor. La vida contemplativa en modo alguno desaparece,
pues cuando se sustrae la luz del mundo presente, se
perfecciona.
10. Las dos vida, como lo han dicho antes que
nosotros, han sido representadas en las dos mujeres del
santo patriarca Jacob, Lía y Raquel. Lía quiere decir
“laboriosa”, y Raquel, “oveja” o “visión del origen”. Por
eso, la vida activa es laboriosa, pues es fatigante en su
actividad; la vida contemplativa es simple, y aspira a ver
al único que es “el origen”, el mismo que dijo: Yo soy en
origen, por eso os hablo. El santo patriarca había deseado
ardientemente a Raquel, pero una noche se encontró con
Lía, porque todo hombre que se convierte al Señor desea
la vida contemplativa, aspira al descanso de la patria
eterna; pero no se priva en la noche de la vida presente de
realizar primero las obras buenas según su capacidad, de
cansarse en el trabajo, es decir, de acoger a Lía y de tal
manera que pueda descansar a continuación en los brazos
de Raquel, para ver al que es “el origen”. Raquel tenía
buena vista, pero era estéril; Lía era legañosa, pero
fecunda; Raquel era bella, pero infecunda; porque la vida
contemplativa seduce el corazón; pero deseosa de
sosegarse en el silencio, no procrea hijos mediante la
predicación. Ve, pero no engendra; apegada a su reposo,
carece de la pasión de parecerse a los demás, y se siente
impotente en descubrirles mediante la predicación todo lo
que percibe en su interior. Lía, por el contrario, es
legañosa y fecunda, porque la vida activa, ocupada por
completo en el trabajo, no ve bien, pero al encender el
corazón del prójimo, unas veces por la palabra, y otras por
el ejemplo, desea imitarlo, y da a luz numerosos hijos
orientados al buen comportamiento. Si no es capaz de la
tensión del alma en la contemplación, al menos se siente
capacitada de engendrar partidarios en todo cuanto
emprende al exterior. Con la medida de la vara que tiene
exactamente seis codos y un palmo, se apunta a la vida
activa que precede a la contemplativa.
11. El orden normal consiste en tender desde la vida
activa a la contemplativa, pero hay que saber que es muy
útil pasar con frecuencia de la vida contemplativa a la
activa. La mente caldeada gracias a la contemplación,
vivirá más perfectamente la vida activa. Por tanto, la vida
activa debe lanzarnos a la contemplativa, pero la vida
contemplativa debe remitirnos a veces a una vida activa
que haga resaltar lo que la mente ha captado por dentro.
Por eso Jacob pasó de los abrazos de Raquel a los de Lía,
incluso después de la “visión del origen”, la vida
“laboriosa” que se afana por el bien no deberá ser
completamente desechada.
Un silencio en el cielo
14. Mientras tanto hay que saber que mientras se vive en
esta carne mortal, ningún hombre avanza tan lejos por el
vigor de su contemplación que ya pueda fijar los ojos del
alma en el indescriptible rayo de luz que incide en los ojos
de la mente. Tampoco puede contemplarse al Dios
todopoderoso en su claridad, a lo más que llega el alma es
a percibir algo con lo que pueda reanimarse, hacerla
progresar hasta que alcance la visión de la gloria. Así
Isaías, cuando declaraba haber visto al Señor, dijo: El año
de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado en un trono
majestuoso y elevado. Y añadió a continuación: Y lo que
estaba a sus pies llenaba el templo.
Cuando muere Ozías, rey orgulloso y presuntuoso, el
Señor se deja ver. Cuando el soberbio de este mundo es
asesinado por el deseo de la mente, entonces la misma
mente contempla la gloria de Dios. Hay que destacar que
el Señor se sienta en su trono majestuoso y elevado. ¿Y
qué es su trono, sino la creación angélica y la creación
humana, que gobierna por la inteligencia que les ha dado?
Se dice que este trono es majestuoso y elevado porque la
naturaleza humana, enaltecida, progresa hacia la gloria
celeste; y la naturaleza angélica, afianzada en adelante en
el cielo después de la caída de numerosos ángeles, y
asegurada ante cualquier caída, es enaltecida por el hecho
mismo de haberse vuelto inquebrantable.
Pero lo que es su trono es también su templo, pues el rey
eterno habita donde se asienta. Por tanto, nosotros somos
su templo, y se digna morar en nuestras mentes. Lo que
está por debajo de Él llenaba el templo, pues todo lo que
de momento se percibe de Él, todavía no es él, sino lo
inferior a él. Así Jacob vio al ángel, y declaró haber visto
al Señor, pues cuando miramos a sus ministros, nos
sentimos elevados ya por encima de nosotros mismos. Hay
que destacar la expresión llenaba el templo. Era un ángel
quien aparecía, y sin embargo satisfacía el deseo de una
mente débil; que si todavía no puede ver algo más
sublime, le basta eso poco que ve para despertar su
admiración.
Lo que está debajo llena el templo; como se acaba de
decir antes, incluso una mente avezada en la
contemplación vislumbra no lo que es el Señor, sino lo que
está debajo de él. Se logra en esta contemplación el gusto
del reposo interior. Es como una porción de reposo,
porque un reposo completo es imposible por el momento.
Por eso el Apocalipsis dice con toda verdad: Se hizo en el
cielo un silencio como de media hora. El cielo es el alma
del justo; como lo dice el Señor por el profeta: El cielo es
mi estancia, y los cielos proclaman la gloria de Dios.
Cuando el reposo de la vida contemplativa invade la
mente, se hace silencio en el cielo, porque el estrépito de
las actividades terrenas cesa por el pensamiento, para que
el alma aplique el oído a la secreta intimidad.
Pero este reposo de la mente no puede ser completo en
esta vida; ni siquiera se dice que se haga silencio en el
cielo durante una hora, sino alrededor de una media hora,
de tal manera que ni se siente plenamente la misma media
hora, porque precede la partícula alrededor. Quiere decir
que apenas el alma comienza a elevarse y a quedar
invadida por la luz en su hondura sosegada, el ruido de las
preocupaciones le sorprende, la arranca de sí misma y se
turba; y esta turbación la ciega. La vida contemplativa que
aquí describe como media hora el profeta Ezequiel la
califica de “palmo”, y no de “codo”.
Sublimidad oculta de la Escritura
II.5.4. Muchas páginas en ella están redactadas de forma
tan clara que pueden servir de alimento a los más
sencillos; algunas, por el contrario, lo están con
expresiones intensamente oscuras, para ejercitar a los más
valerosos, de manera que el esfuerzo aplicado les haga su
comprensión más dulce. Otras nos están cerradas, de
suerte que en ellas reconocemos sin comprenderlas que
estamos afectados de ceguera, y progresamos en humildad
más que en inteligencia. Hay páginas que refieren de tal
modo las realidades celestes, que son claras únicamente
para los ciudadanos de allá arriba, establecidos en su
patria, y no nos confían todavía su secreto a nosotros,
peregrinos. Un hombre que se encamina a una ciudad
desconocida puede oír en ruta sobre ella montones de
detalles; de algunos se forja una idea en su imaginación;
de otros, no saca nada porque no los percibe; mientras que
los ciudadanos que viven en ella ven lo que no se expresa,
y entienden lo que se les dice.
Pero nosotros, que estamos todavía en camino, oímos
muchas cosas de aquella patria celeste, otras las
comprendemos ya por el espíritu y la razón. Y algunas las
respetamos sin comprenderlas. Por eso, está escrito sobre
la misma palabra sagrada: Despliegas el cielo como un
pergamino, y cubres en las aguas su lado superior. El
cielo está desplegado como un pergamino, porque la
Escritura sagrada se nos explica en los comentarios por
boca de seres mortales. Pero están las aguas en el cielo, a
saber, esas multitudes de arriba, los ejércitos angélicos,
entre los cuales se oculta la parte superior del cielo, pues
lo que está en el texto sagrado más elevado y más oscuro
se descubre únicamente a los espíritus angélicos,
quedando todavía oscuro para nosotros. La cámara nupcial
tiene un techo, porque el hermano ignora todavía cuánto le
ama su hermano. La puerta también, o sea, la palabra
sagrada, tiene un techo porque no podemos penetrar
mediante la inteligencia lo que oímos de las realidades
celestes.
Los cinco sentidos
5. Sólo nos queda caminar con lo que entendemos,
progresando cada día en la caridad. Y si es cierto que
nuestros hermanos no ven en nosotros cuánto les
queremos, y si respetamos humildemente en el texto
sagrado lo que no comprendemos todavía, en lo que ya
entendemos debemos abrirnos mediante el buen
comportamiento. Por eso se ha dicho: El pórtico, desde el
fondo de una estancia al de la otra, medía unos
veinticinco codos. Nuestro cuerpo está dotado de cinco
sentidos: la vista, el gusto, el olfato, el oído y el tacto. Este
número cinco multiplicado por sí mismo, se eleva a
veinticinco. Ejecutar externamente uno cualquiera de los
mandatos celestes, nos resulta imposible sin los cinco
sentidos corporales. El alma preside interiormente sus
funciones como juez, discierne los actos externos de
justicia o de misericordia mientras se siente capacitada
gracias a sus informaciones y a sus servicios.
Cuando nuestra alma está llena del temor del Señor
todopoderoso, sucede necesariamente que nuestros cinco
sentidos la sirven con todos sus buenos oficios para la
buena acción. Cuando comenzamos gracias a ellos a
comprometernos en una obra de misericordia, la
misericordia se despliega cada día más y amplía, por así
decirlo, la faltriquera que forman los pliegues de su túnica.
De este modo los cinco sentidos se multiplican al
cuadrado: la obra buena ejecutada cada día por su medio
prolifera. Los veinticinco codos es referencia a la anchura.
El temor, la avaricia o la pereza son estrechez. Ser
reticente en dar pan a un indigente por recelo a carecer de
él, es permanecer todavía en la estrechez del temor. No
ofrecer un abrigo al pobre que tirita porque se desea
tenerlo para sí mismo, es estar todavía bloqueado en su
estrecha avaricia. Omitir de hacer el bien a causa de la
pereza de un corazón tibio, es permanecer en la estrechez
de su torpeza. Por el contrario, saber mirar al indigente,
escuchar su ruego, darle la moneda, defenderlo y no temer
en su defensa la enemistad de cualquier adversario supone
una nobleza de alma. Que la distancia pues entre la cámara
y el pórtico sea de veinticinco codos, porque la actividad
externa de los sentidos prueba y hace conocer la anchura
de bondad que se tiene en el interior. Lo que se ha
aprendido ya de la Escritura sagrada y el amor que se tiene
sin decir una palabra al prójimo, se manifiesta por la
anchura de la obra buena.
Vida de la Iglesia en el tiempo y su vida sin fin
II.10.4. La santa Iglesia tiene dos vidas: una transcurre
en el tiempo, la otra la recibe para siempre; en la primera
sufre en la tierra, mientras que la otra se recompensa en el
cielo. En la primera amasa méritos, en la segunda se goza
de los méritos adquiridos. En una y otra ofrece un
sacrificio: aquí abajo, el sacrificio de la compunción; allá
arriba, el sacrificio de la alabanza. Del sacrificio de aquí se
dice: El sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado. Del
sacrificio futuro está escrito: Entonces aceptarás el
sacrificio de la justicia, oblaciones y holocaustos. Y
también: Que te cante mi gloria y no ya la compunción.
En ambos casos se ofrecen carnes: aquí, la oblación de la
carne y la maceración del cuerpo; allí, la oblación de la
carne es la gloria de la resurrección en la alabanza de
Dios. Allí la carne será ofrecida como un holocausto
cuando, transformada, en una eterna incorruptibilidad, ya
no podrá negarse en nada, tampoco nada deberá morir,
porque todo arderá en el fuego del amor permaneciendo
sin fin en la alabanza. Que este pórtico interior, en la santa
Iglesia, tenga pues sus riquezas interiores, esta vida
todavía oculta a nuestros ojos. Que tenga fuera de ella su
atrio exterior, la vida presente, en la que cualquier bien se
hace para llegar al bien que permanece por siempre.
El cuadrado de las virtudes teologales
II.10,17. La largura significa con frecuencia la dilatada
paciencia de la esperanza y la también dilatada amplitud
de la caridad. En cuanto al número cien, diez veces el
número diez, se ha dicho repetidas veces que apunta al
“vértice de la perfección”. ¿Cuál es el atrio del edificio
espiritual, sino la extensión amplia de los pueblos
creyentes? Ahora bien la larga paciencia de la esperanza y
la amplitud de la caridad no son inactivas en el corazón de
los creyentes, pues actúan según sus capacidades mediante
la fe. Pablo ha dicho a este propósito: En Cristo Jesús no
cuenta la circuncisión ni la incircuncisión, sino la fe que
actúa por la caridad”. Si pues, en la vida de los creyentes,
según la medida propia de cada cual, la larga paciencia de
la esperanza es perfecta, perfecta la amplitud de la caridad,
perfecta la certeza de la fe, perfecto el celo de la acción, el
atrio del Templo es un cuadrado de cien codos de lado.
Ahora bien, en un cuadrado exacto, ningún lado mide más
que otro, todos los lados ocupan un espacio igual: las
virtudes mencionadas, fe, esperanza, caridad y celo de la
acción, las encontramos en nosotros iguales mientras
permanecemos en esta vida. Si se dice que la caridad es
mayor que la esperanza y la fe, se debe a que la esperanza
y la fe desaparecen cuando llegamos a la visión de nuestro
Creador, mientras que la caridad permanece.
Ahora, en cuanto creemos, amamos; y en cuanto
amamos se enardece nuestra esperanza. El apóstol Juan
afirma acerca de la fe y el conocimiento de la acción:
Quien dice que conoce a Dios y no cumple sus
mandamientos es un mentiroso. El conocimiento de Dios
se vincula a la fe, y el cumplimiento de los mandamientos
a la acción. Cuando la capacidad, el tiempo y el lugar
están ahí para obrar, se obra de tal modo que se conoce a
Dios, y se muestra que el que conoce a Dios obra por
Dios. Las virtudes del pueblo creyente deben pues medirse
según un cuadrado, puesto que todo creyente que se
entrega al ejercicio de la vida activa cree en cuanto espera,
ama y se comporta; espera en cuanto cree, obra y ama;
ama en cuanto cree, espera y obra; obra en cuanto cree,
ama y espera. Así pues, dado que son incontables en este
pueblo que integra la santa Iglesia, los hombres que gozan
de la robustez de la fe, la larga paciencia de la esperanza,
la amplitud de la caridad y la eficacia de las obras,
muestran que el atrio del Templo tiene una medida de cien
codos en forma cuadrada.
El cuadrado de las virtudes cardinales
18. Si hay que decir algunas palabras de sus virtudes,
constatamos que algunos entre ellos son prudentes
mediante la inteligencia, fuertes en las dificultades, justos
en sus comportamientos, templados en relación a los
placeres, y saben siempre imponer a su celo la medida del
discernimiento. Poseen prudencia, fuerza, justicia y
templanza, o, según el orden preferido por algunos,
prudencia, templanza, fuerza y justicia; están, pues,
adaptados a la medida del cuadrado del atrio espiritual. He
aquí, en efecto, lo hemos dicho, que estas virtudes
adquiridas por estos hombres de fe y de bien forman un
cuadrado, de suerte que ninguna supera a otra. Es cierto
que la prudencia es importante; si es menos templada en el
gozo de los placeres, menos fuerte en el peligro, menos
justa en el comportamiento, es, con toda seguridad menos
prudente. La templanza es importante; si capta
irregularmente lo que debe moderar en el uso, si tiene
menos fuerza para mantenerse en la prueba y se deja
desanimar por el miedo, si por impulsiva se deja arrastrar
a veces en comportamientos injustos, es menos templada.
La fortaleza es importante; si no capta bien los bienes que
debe proteger, a qué males debe resistir, si tempera peor el
apetito del placer y se deja vencer por su atractivo, si es
menos fiel a las obras de la justicia y se deja dominar a
veces por la injusticia, se debe a que es menos fuerte. La
justicia es importante, pero si discierne menos de lo
debido entre comportamientos justos e injustos, si
defiende menos el corazón frente a los atractivos del
mundo, si se vuelve menos fuerte ante las dificultades, se
debe a que es menos justa.
Por tanto, hay que medir la vida de los creyentes
perfectos según un cuadrado; es imprescindible que todos
los lados del atrio espiritual tengan idénticas dimensiones,
pues un creyente perfecto es siempre tan prudente como
templado, fuerte y justo, tan templado como prudente,
fuerte y justo; tan fuerte como prudente, templado y justo;
tan justo como prudente, templado y fuerte. Entre los
creyentes, muchos viven según la carne. Es posible que
aunque los analfabetos sean incapaces de leer las
enseñanzas divinas vean al menos en la vida de numerosos
fieles buenos ejemplos a imitar. Fijaos cómo en la Iglesia
resuena la voz del santo Evangelio y de los apóstoles; y
que los modelos de vida recta se ofrecen cada día a la
mirada de los hombres. Estos no tienen excusa para decir:
No hemos visto modelos que imitar. Por eso texto añade:
El altar estaba frente al templo.

CARTAS
A Teocista, hermana del emperador (Mauricio)
1,5. No puedo expresar con cuanto respeto mi espíritu se
inclina ante la veneración que tiene por Vos, y sin embargo
no tengo reparo de manifestaros mis sentimientos: incluso
si guardo silencio, leéis en vuestro corazón lo que sentís
de mi respeto por Vos. Pero estoy sorprendido de ver que
habéis dejado la benevolencia que me manifestabais en
otro tiempo, a raíz de mi situación actual en la carga
pastoral. Bajo el color del episcopado me encuentro
remitido al mundo; me siento esclavo en tantas
preocupaciones seculares que no me acuerdo de haberlo
estado antes en tan gran número en mi vida laical. He
perdido las alegrías profundas de mi descanso, y me
parece que no levanto cabeza exteriormente más que para
desplomarme en lo interior. Por eso me aflijo de haber
sido expulsado lejos del rostro de mi Creador. Antes me
esforzaba cada día en ser un extranjero al mundo,
extranjero a la carne, de expulsar de los ojos de mi alma
toda imagen corporal y mirar de forma inmaterial los
gozos de arriba. Aspirando a la visión de Dios no sólo en
palabras sino desde lo más hondo de mi corazón, yo
mismo decía: Mi corazón te decía: He buscado tu rostro;
Señor, tu rostro buscaré . No deseando nada de este
mundo, no temiendo nada, me parecía estar situado en una
cima, de tal suerte que podía creer que se había cumplido
en mí la promesa del Señor leída en el profeta: Te
encumbraré sobre las alturas de la tierra. Efectivamente
está elevado por encima de las cumbres de la tierra aquel
que olla con los pies, mediante el menosprecio de su
espíritu, los objetos de este mundo que parecen sublimes y
gloriosos.
Pero, de repente, quebrantado por la vorágine de la
tentación, he sido precipitado desde esta cima hacia los
miedos y terrores, pues, incluso si no temo nada para mí,
tiemblo mucho por aquellos que me han sido confiados.
Por todos los lados me siendo zarandeado por las olas y
batido por las tempestades de los asuntos, de suerte que
puedo decir con toda razón: He llegado a alta mar y la
tempestad me ha hundido . Al dejar los negocios, deseo
volver a mi corazón; pero, expulsado por tal cúmulo de
pensamientos, me es imposible entrar en él. Por esta razón
pues, lo que está en la hondura de mí mismo ha pasado a
ser algo lejano, de suerte que no puedo obedecer a la voz
profética: Malvados, volver a vuestro corazón. Sin
embargo abrumado de necios pensamientos, únicamente
me siento forzado a gritar: Mi corazón me ha abandonado.
Amo la belleza de la vida contemplativa, como la estéril
Raquel, pero bella y con vista sana; y si en su sosiego
concibe menos, ve con más claridad la luz. Pero, no sé por
qué razón, es Lía quien se une a mí por la noche, o sea, la
vida activa, fecunda pero con ojos legañosos; tiene peor
vista que su hermana pero concibe más hijos.
Me daba prisa en sentarme con María a los pies del
Señor, de captar las palabras de su boca, y he aquí que
estoy forzado a emplearme con Marta en tareas externas,
dislocarme en ocupaciones múltiples. Admitiendo la
legión de demonios expulsados de mí, quisiera olvidar a
los que había conocido y descansar a los pies del Salvador.
Pero Él me dijo con insistencia: Vuélvete a tu casa y
anuncia todo lo que el Señor te ha hecho. Sin embargo en
medio de tanta preocupación del mundo, ¿quién podría
anunciar las maravillas de Dios, cuando ya me es difícil
incluso recordármelas a mí mismo? Pues me veo
abrumado en esta carga, por la agitación de los negocios
seculares, entre aquellos de quienes está escrito: Les has
arrojado por tierra mientras que ellos se elevaban . No
dijo: “Les has arrojado por tierra después de que ellos se
fueron elevando”, sino “mientras se elevaban”, porque los
hombres perversos, mientras son enaltecidos en los
honores temporales, parecen desde fuera elevarse, pero
interiormente caen. Es pues su elevación misma lo que
trama su ruina, porque, apoyándose en una falsa gloria,
quedan excluidos de la gloria verdadera. Por eso también
está escrito: Desaparecerán como el humo. El humo
desaparece al subir y se disipa al extenderse. Eso ocurre
cuando la dicha presente acompaña a la vida del pecador,
porque, por el hecho mismo que aparece elevado, es la
señal de que no lo está. De nuevo está escrito: ¡Dios mío,
trátalos como a la rueda!. La parte de atrás de una rueda
sube, y su parte anterior baja. Detrás de nosotros están los
bienes de este mundo que abandonamos; delante, los
bienes eternos y permanentes a los cuales estamos
llamados, como lo afirma Pablo que dice: Olvidando lo
que está detrás, voy recto hacia lo que tengo delante de
mí. El pecador, pues, cuando obtiene éxito en la vida
presente es tratado como una rueda, porque cae delante
mientras se eleva detrás. Efectivamente, al recibir en esta
vida una gloria que no conservará, pierde la que viene
después de ella. En verdad son numerosos los que saben
comportarse en las dignidades externas de tal modo que no
les dejen secuela alguna en el interior. Por eso está escrito:
Dios no rechaza a los poderosos, siendo él mismo un
poderoso, y Salomón: El hombre inteligente sabrá
gobernar. Pero a mí estas cosas me resultan difíciles,
porque me son muy penosas; y lo que el espíritu no acoge,
no se ocupa de ellas convenientemente. He aquí que el
Serenísimo Emperador ha ordenado al primate de
convertirse en león: en verdad, a causa de la orden
recibida, puede ser llamarse león; pero no puede
convertirse en un león. Es necesario pues que tenga en
cuenta en su benevolencia todas mis faltas y negligencias,
puesto que ha confiado a un hombre débil el ministerio de
la virtud.
A Leandro de Sevilla, sobre su comentario al libro de Job
1. Hace ya mucho tiempo, hermano dichoso, que os
conocí en Constantinopla, época en que los intereses de la
Sede Apostólica me retuvieron allí y a donde os había
conducido a vosotros la obligación de intervenir a
propósito de la fe de los visigodos. De viva voz os expuse
todo lo que me desagradaba de mí mismo. Durante mucho
tiempo, indefinidamente, retrasé yo mismo la gracia de la
conversión, e incluso después de haber sentido el deseo
del cielo, creí preferible mantener la moda del siglo. A
partir de un momento se me presentó con claridad lo que
yo buscaba de amor eterno, pero las cadenas de los hábitos
arraigados me impedían cambiar mi manera de vivir.
Mi espíritu se esforzaba todavía por no servir al presente
mundo más que en lo exterior, pero la solicitud de este
mismo mundo hizo aumentar poco a poco mil cuidados
contrarios a mi bien, hasta tal punto de retenerme no ya
únicamente en lo exterior, sino, lo que es más grave, hasta
condicionar mi propia alma.
Por fin, huyendo después de madura reflexión de todos
los obstáculos, llegué al puerto de un monasterio, y
habiendo abandonado para siempre los cuidados del
mundo, al menos yo así lo creo, desnudo me escapé del
naufragio de la vida. Y así como sucede con frecuencia
que un barco mal amarrado si no se encuentra en una
bahía muy protegida le azotan las olas, cuando la
tempestad se desencadena, así me pasó también a mí
bruscamente, cuando, bajo pretexto de mi ordenación, fui
lanzado al océano de los negocios temporales.
Por no haber defendido con suficiente vigor la paz del
monasterio, comprendo ahora perfectamente, después de
haberla perdido, que debí retenerla con mayor ahincó. Y
como para comprometerme en el ministerio del sagrado
altar se me puso por delante la obligación de la virtud de la
obediencia, acepté ese compromiso como pretexto de
servir mejor a la Iglesia; pero en la actualidad, si yo
pudiera dejarlo sin faltar, me libraría de él emprendiendo
la huida. Posteriormente, a pesar de la resistencia que yo
pude oponer a este ministerio ya de suyo pesado, se me ha
impuesto el fardo de la carga pastoral. Yo lo soporto ahora
con mayor dificultad, porque no me siento a la altura de
mi tarea y ninguna confianza me consuela ni me permite
respirar.
En esta época tan desasosegada, en la que el mundo toca
a su fin, los males se multiplican, y nosotros mismos que
nos creemos presionados por los misterios de la vida
interior estamos sumergidos de lleno en la preocupación
de las cosas exteriores. Es más, en aquel tiempo en el que
yo me acerqué al ministerio del altar, si me obligaron a
aceptar la carga del orden sagrado, era un medio, y yo me
daba cuenta de ello, de permitirme más libremente montar
guardia en un palacio terreno.
Naturalmente que muchos de mis hermanos en religión,
unidos por lazos de estrecha caridad fraterna, me
siguieron. Veo claramente que esto sucedió por
disposición de la divina providencia, y fue también la
providencia divina la que por medio de los ejemplos de
aquellos me ató con la cadena de un áncora al puerto de la
oración, cuando yo flotaba constantemente tambaleando
en los negocios del siglo.
Entonces me acogí a su compañía como en el regazo de
un puerto tranquilísimo lejos de las olas y de los
torbellinos de las distracciones mundanas. Este cargo,
después de haberme hecho salir del monasterio había
como apagado en mí, bajo la espada de las ocupaciones, la
vida apacible de otros tiempos, de aquellos tiempos
cuando en medio de mis hermanos entregado a una lectura
reflexiva me reconfortaba diariamente con sentimientos de
compunción.
En aquel momento, como vosotros podéis recordar, me
acosasteis insistentemente con el agrado de aquellos mis
hermanos, que yo comentase el libro de Job a fin de
descubrirles, en la medida de lo que Dios me capacitara,
los misterios tan profundos del libro. Me urgieron
asimismo y me reclamaron no sólo la interpretación
alegórica de la historia sino también sus aplicaciones
morales, pidiéndome, finalmente, otra cosa más difícil
aún: querían textos que apoyasen mis explicaciones en
pasajes poco claros.
2. Inmediatamente, ante este libro oscuro, y no
comentado aún por ningún otro, me vi envuelto en medio
de tan graves dificultades que agobiado ante la perspectiva
de un trabajo de tal índole, confieso que sucumbí de
hastío. Pero frecuentemente, sorprendido a mí mismo
entre el temor y la realización de la empresa, levanté los
ojos de mi alma al Dador de todos los bienes, y dando la
espalda a mis dudas, tuve la certeza de que aquello que me
pedía el afecto de corazones fraternos no me podía ser
imposible.
Evidentemente que yo jamás me consideré capaz de
realizarlo con perfección, pero precisamente por esta
misma desconfianza yo me sentí más fuerte, depositando
entonces toda mi fe en Aquél que abrió la boca de los
mudos e hizo elocuentes las lenguas de los niños, y el que
en los rebuznos interminables y estúpidos del asno hizo
percibir las articulaciones de la conversación humana.
En estas circunstancias, ¿qué puede haber de extraño
que dé inteligencia a un hombre limitado, aquél que ha
querido anunciar su verdad por la boca de jumentos?
Fortalecido con esta consideración, me entregué, a pesar
de mi propia sequedad, a sondear una fuente tan profunda
que, a pesar de que la vida de aquéllos que me obligaban a
hacer este comentario era muy superior a la mía, nunca
creí nociva una tubería o conducción de plomo que
pudiese llevar a los hombres el agua que ellos utilizan.
Por eso, en presencia de los hermanos expuse el
principio del texto sagrado con el libro ante los ojos, y
posteriormente, cuando yo tuve más tiempo, continué el
comentario a fondo. Cuando después dispuse todavía de
más tiempo libre añadí muchas cosas, añadí mucho, o
suprimí algún pasaje y dejé otras cosas tal y como estaban.
Las notas que había tomado cuando hice el comentario a
base de una primera lectura, las corregí con el fin de hacer
una obra bien pensada. Y ya, cuando yo estaba redactando
los últimos libros puse un gran cuidado en utilizar el
mismo estilo que en los primeros.
Me esforcé, pues, en hacer una revisión pensada de mi
comentario oral, de darle un cariz más cuidado,
esmerándome en algún comentario escrito y no permitir
que mi exposición se alejase demasiado del tono de una
conversación familiar. Aumenté, pues, la primera parte y
condensé la segunda a fin de que aquello que era
heterogéneo en su origen formase un todo homogéneo. Sin
embargo, dejé casi la tercera parte de la obra tal como yo
la había redactado en nuestras conversaciones. Y como los
hermanos me empujaron a tratar otros temas, no me
permitieron revisarla a fondo. Fue precisamente por
adaptarme a sus múltiples invitaciones, bien proponiendo
una exégesis literal, bien una interpretación más elevada
que estimule la contemplación, bien exponiendo lecciones
morales, es por eso por lo que la obra consta de seis
volúmenes en treinta y cinco libros.
En este comentario puede aparecer más de una vez que
he sacrificado lo referente a la exégesis literal para
entregarme un poco más extensamente al vasto campo del
sentido moral y del sentido místico, sin embargo,
cualquiera que hable de Dios debe considerar como algo
necesario aquella investigación que haga mejores a
quienes le escuchen, y en consecuencia aquél puede
pensar que ha organizado bien su discurso, cuando,
llegado el momento de hacer el bien, se aleja
convenientemente de su primer plan.
El comentarista de la palabra santa debe ser como un río,
a lo largo de su recorrido, se desliza por hondos valles, se
precipita con gran impetuosidad, y después de llenar los
embalses recupera espontáneamente su cauce. Así debe ser
verdaderamente el comentarista de la palabra divina;
cualquiera que sea el tema que él trate, si él encuentra en
su comienzo una buena ocasión de hacer un bien
edificante, entonces sabrá volver hacia este valle cercano
el raudal de su palabra, y no entrar en el cauce de su
exposición sino después de haberse extendido
suficientemente en esta llanura adyacente.
3. Hemos de advertir que nuestro comentario literal
sobre algunos pasajes lo hacemos un tanto a la ligera,
mientras que otros lugares los estudiamos con mayor
detenimiento en su sentido típico por medio de la alegoría,
y en otros nos atenemos al sentido que ofrece la moralidad
alegórica, y que, por fin, en ciertos pasajes nos detenemos
más a fondo en cada uno de los tres sentidos. Esto quiere
decir que nosotros establecemos en primer lugar los
fundamentos del sentido literal, después, mediante el
sentido típico, hacemos de la arquitectura de nuestra alma
una fortaleza de fe, y finalmente con el sentido moral
revestimos el edificio con una capa de pintura.
¿Qué otra cosa son las palabras de la Verdad sino
alimento que fortalece nuestra alma? Alternando con
frecuencia el modo de nuestra exposición presentamos
diferentes bandejas de manjares de tal modo que disipe la
inapetencia en la sala de nuestro comensal, el lector
invitado; de esta manera, ofreciéndole variedad de platos,
puede escoger libremente los que más le apetezcan.
En algunas ocasiones pasamos por alto la explicación de
pasajes claros en el texto para poder ocuparnos lo antes
posible en otras zonas más oscuras; a veces entender el
texto según la letra es imposible, ya que tomarlos
únicamente en su sentido evidente es lo mismo que inducir
al lector a error en lugar de instruirlo. Y así por ejemplo
cuando dice Job que bajo Dios fueron abatidos los que
sostienen el mundo, ¿quién puede dudar que este gran
hombre no puede seguir las vanas fábulas de los poetas y
que él no puede creer que la mole del mundo está
sostenida por el esfuerzo de un gigante?
Job se expresa aún más abatido en sus desgracias: He
preferido para mi alma el estrangulamiento y para mis
huesos la muerte. ¿Alguien, que opine rectamente, podrá
creer que un hombre de tal reputación, cuya paciencia ha
sido recompensada por Aquél que juzga los corazones,
hubiera decidido en medio de sus desgracias poner fin a su
vida estrangulando su misma alma?
Algunas veces acaso, para que no se entienda el texto
literalmente, las mismas palabras llegan a contradecirse.
Así, por ejemplo, cuando dice Job: Perezca el día en que
yo nací, y la noche en que se dijo: ha nacido un varón. Y
poco después añade: Que ese día quede cubierto de
tinieblas y envuelto en amargura; y a continuación
prosigue maldiciendo aquella noche: Que esa noche sea
solitaria y estéril . Ciertamente el día de su nacimiento,
arrastrado por el pasar del tiempo, no podía permanecer,
entonces ¿cómo Job puede desear que sea cubierto de
tinieblas? Una vez pasado, carecía de existencia; y sin
embargo, aunque de hecho tuviese existencia entre las
cosas creadas, Job hubiese sido absolutamente incapaz de
experimentar un sentimiento de amargura.
Resulta, pues, claro, que no se trata en manera alguna de
un día físico, insensible, al que Job deseaba ver afligido
con un sentimiento de amargura. Y si la noche en la que él
fue concebido se había esfumado lo mismo que las otras
noches, ¿cómo puede desear que sea una noche solitaria?
Y esto es tanto más irrealizable en cuanto que esa noche
no ha podido ser inmóvil por el tiempo que pasa y porque
no ha podido separarse del resto de las demás noches.
Job dice todavía: ¿Hasta cuándo no apartarás de mí tu
mirada, ni me soltarás lo que tardo en tragar mi saliva? Y
sin embargo, un poco antes había dicho: Lo que ni
siquiera tocar rehusaba mi alma, eso en mi angustia ha
venido a ser mi alimento. Ahora bien, ¿quién ignora que es
más fácil pasar la saliva que el alimento? El que ingiere
alimento no puede pretender que al mismo tiempo pase la
saliva. Añade Job en otro pasaje: Si he pecado, ¿qué
puedo hacer por ti, oh guardián del hombre? Y todavía
más: ¿Quieres destruirme por los pecados de mi juventud?
Y sin embargo en otras de sus declaraciones dice: Mi
corazón no me reprocha nada en toda mi vida. ¿Cómo es
posible que su corazón no le reproche nada en toda su
vida, siendo así que se confiesa públicamente pecador?
Porque no puede pensarse una simultaneidad de culpa y
corazón sin reproche.
Ante la imposibilidad de concordar expresiones tomadas
literalmente resulta claro que hemos de buscar en ellas
otra cosa. Ello equivale a decirnos: Cuando veáis que
nuestro sentido literal pierde toda significación, buscad en
nosotros un sentido lógico y coherente que se pueda hallar
bajo la capa superficial del texto.
4. Otras veces, sin embargo, el descuido en tomar las
palabras en un sentido histórico, equivale a ocultar la luz
de la verdad que esas palabras ofrecen; y quien entonces
desea encontrar trabajosamente en estos textos otra cosa
más profunda, deja escapar aquello que podría encontrar
en la superficie sin dificultad. Por ejemplo dice el santo:
¿Acaso me cerré a la súplica del pobre o dejé a la viuda
consumirse en llanto? ¿Acaso comí solo mi bocado, sin
compartirlo con el huérfano? Yo, que desde siempre lo
cuidé como un padre, que desde niño fui su protector. Si
veía a un indigente sin vestido, a algún pobre desnudo,
¿no me lo agradeció su cuerpo abrigado con el vellón de
mis corderos?
Pretender a la ligera no ver en estas palabras más que
una alegoría, es vaciarla de toda realidad de las obras de
misericordia. La palabra divina tiene la capacidad de
ejercitar a la gente culta mediante sus misterios, y
frecuentemente también la de reconfortar a los sencillos
por sus lecciones bien claras. Con su sentido claro y
manifiesto tiene qué alimentar a los pequeños, con sus
profundidades tiene que excitar la admiración de los
espíritus más elevados. Puede muy bien arriesgarse la
comparación de un río con aguas, unas veces vadeables y
otras profundas, de tal modo que un cordero puede pasar y
un elefante nadar. De la misma manera yo he tratado de
adaptarme a las exigencias de cada pasaje, y cambiando
oportunamente el procedimiento de mi exposición. Por
eso, proponiendo mejor el verdadero sentido de la palabra
divina, paso de una manera de exponer a otra según sea
preciso.
5. Os envío este comentario para que vuestra beatitud
haga la crítica. No es un obsequio que os sea digno, pero
recuerdo haber accedido a vuestra petición. Perdóneme sin
dilación vuestra santidad por todo aquello que pueda
encontrar en él de insípido e inculto, pues no ignoráis que
esas lagunas delatan mi estado de enfermedad. Cuando el
cuerpo se halla quebrantado por el sufrimiento, la
inteligencia debilitada perjudica incluso la búsqueda de la
expresión. Han pasado ya muchos años y sigo sufriendo
frecuentes dolores de estómago. Estoy agobiado en todo
momento y a todas horas a causa de estas molestias; me
encuentro oprimido por una fiebre, que aun sin ser intensa
es continua. En medio de estas dolencias pienso en aquella
afirmación de la Escritura: A quien ama el Señor, lo
prueba. Cuanto más deprimido me siento por la insistencia
de los males presentes, tanto más me animo, poniendo mi
esperanza en los bienes eternos. Tal vez sea este el
designio de la providencia que yo comente en la historia
sufriente de Job, en el dolor, para que yo mismo
comprendiera mejor lo que supone la prueba en el alma de
un hombre sometido a la experiencia del sufrimiento.
Porque resulta claro para la gente que opina con rectitud
que el sufrimiento corporal combate notablemente y
entorpece mi entrega al trabajo; cuando el estado de salud
apenas si permite el uso de la palabra, el alma no puede
manifestar lo que siente en su intimidad. ¿Cuál es la
función del cuerpo sino la de ser instrumento de la
inteligencia? Un músico, cualquiera que sea su talento, no
puede realizar una obra de arte si no dispone asimismo de
ayuda exterior que colabore con ella. Porque está claro que
la melodía que ejecuta una mano hábil no puede resonar
como conviene sobre instrumentos desencajados, y el
soplo no produce un sonido musical si la flauta
completamente agrietada deja oír un sonido estridente. Mi
caso es parecido, cuanto más seriamente se quiera ahondar
en la calidad de mi exposición se verá que el fallo del
instrumento deja escapar la gracia del estilo, sin que la
pericia ni talento alguno lo pueda arreglar.
Te ruego, pues, que al recorrer las páginas de esta obra
no busques en ellas el follaje oratorio, porque la sagrada
Escritura rechaza la verbosidad sin contenido y sin fruto,
ya que en ella se prohíbe plantar un bosque en el templo
de Dios. Todos nosotros sabemos perfectamente que
cuando el tallo de los cereales echa muchas hojas, las
espigas llevan menos grano.
He descuidado el atenerme a aquel arte del bien decir
que enseñan las reglas de una disciplina extraña. El tenor
de esta carta lo demuestra bien claramente que ya no
rehúyo el choque del “metacismo”, no evito la confusión
del barbarismo, desdeño observar el orden de las palabras,
los modos de los verbos, el caso de las preposiciones,
porque considero sumamente indigno someter las palabras
del oráculo celeste a las reglas de Donato.
De hecho ningún comentarista ha observado estas reglas
fundándose en la Escritura; y como nuestro comentario
tiene su origen precisamente en ella, es justo que el niño
que de ella ha nacido guarde esta semejanza con su madre.
Explico el texto de la nueva versión (la Vulgata), pero
cuando es necesaria una prueba me sirvo tanto del
testimonio de la nueva como de la antigua. Y como las
Sede Apostólica que yo presido por la gracia de Dios
utiliza ambas, mi trabajo se apoya tanto en la una como en
la otra.
Carta 43. A Leandro de Sevilla
Expresa su estrecha amistad con él, opina sobre la
triple inmersión bautismal y manifiesta su alegría por la
conversión de Recaredo
Hubiese querido contestar a vuestras cartas si no me
tuviese abrumado el trabajo de la solicitud pastoral, hasta
tal punto que más bien tendría que llorar en lugar de
hablar. Vuestra reverencia puede muy bien observarlo en
el texto de mi propia carta, precisamente por escribir con
cierta negligencia a quien amo con vehemencia.
En este cargo que ocupo me encuentro tan agitado por
las olas de este mundo que no podré dirigir a puerto
seguro la antigua y averiada nave que por ocultos
designios divinos se me encomendó para que la gobernase.
Unas veces las olas se lanzan por delante, otras por los
lados y en ocasiones la tempestad persigue por detrás.
Turbado en medio de tanta adversidad me veo obligado
unas veces a dirigir el timón de la nave contra la misma
adversidad, y otras, dando una vuelta a la nave, evitar las
amenazas de las olas de un modo indirecto.
Lloro porque veo que por mi negligencia aumenta la
sentina de los vicios y viniendo la tempestad ya
fuertemente de cara, veo que las putrefactas tablas suenan
a naufragio. Recuerdo, llorando, que perdí la plácida playa
de mi tranquilidad, y suspirando miro a la tierra que
precisamente ya no puedo pisar a causa de los
acontecimientos tan adversos de las cosas.
Si me amas, hermano queridísimo, tiéndeme la mano de
tu oración en medio de estas olas, de tal modo que
ayudándome a mí que me encuentro tan zarandeado, como
recompensa podrás encontrarte tú más valeroso en tus
mismas contrariedades.
No puedo terminar de hablar sin expresarte mi alegría
por la noticia de la sincera conversión a la fe católica de
nuestro hijo común, el gloriosísimo rey Recaredo. Por la
información que me dais en vuestro escrito sobre las
costumbres de este rey hacéis que ame a quien no
conozco.
Pero como conocéis bien las asechanzas del antiguo
enemigo, ahora vuestra santidad debe trabajar con mayor
empeño a fin de que aquello que se ha iniciado con tanto
acierto, no sea motivo de orgullo para el rey, sino que
procure que las costumbres de su vida correspondan a la
nueva fe que ha conocido, y, como ciudadano que es del
reino eterno, lo demuestre con las obras; sólo así, después
de pasados muchos años, pasará de un reino a otro reino.
Sobre la triple inmersión en el bautismo no puedo opinar
de modo distinto a lo que vosotros mismos pensáis, que
dentro de una misma fe nada perjudica a la Iglesia una
costumbre diversa. Si nosotros sumergimos tres veces es
porque simbolizamos a los tres días de la sepultura del
Señor, de tal manera que cuando sacamos al niño la tercera
vez queremos significar con ello la resurrección después
de los tres días. Pero si acaso alguien piensa que ha de
bautizarse con una única inmersión como veneración a la
suma Trinidad, no hay tampoco dificultad el que así pueda
hacerse, porque si la Trinidad es una sustancia que
subsiste en tres subsistencias o personas, no hay nada
reprensible que el niño en el bautismo se sumerja una o
tres veces, siempre y cuando se simbolice en las tres
inmersiones la Trinidad de personas y con una se designe
la única Divinidad.
Mas, dado que hasta ahora los herejes sumergían al niño
en el bautismo tres veces, pienso que vosotros en estos
momentos no debéis hacerlo así, no sea que, al numerar
las inmersiones se divida la Divinidad, y haciendo ahora lo
que antes hacían, se gloríen de haber vencido a nuestra
costumbre.
A vuestra fraternidad, tan dulcísima para mí, ya le envié
los libros cuya nota indico al pie de página. Todo cuanto
dije en la exposición sobre Job, y que os la mando según
me indicáis en vuestra carta, lo había expuesto en
homilías, pero luego, de la manera que ha sido posible, le
he dado forma de libro y en la actualidad lo están
copiando los libreros.
De no haberme dado tanta prisa el portador, quisiera
habéroslo enviado todo sin ningún cambio, incluida esta
misma obra que dediqué a vuestra reverencia para que
pueda ver, a quien yo más amo, cuanto me he esforzado en
mi trabajo.
Si os sobra algún momento al margen de vuestras
ocupaciones, ya sabéis lo que hay. Aunque estáis
corporalmente ausentes, para mí estáis siempre presentes,
porque la imagen de tu rostro la llevo impresa dentro de
mi corazón.

LIBRO II DE LOS DIÁLOGOS


Vida y milagros del Venerable Benito, fundador y abad
del Monasterio llamado “Arcis” (¿Montecasino?) de la
provincia de Campania.
Prólogo. Hubo un varón de vida venerable, bendito por
gracia y por nombre Benito, dotado desde su más tierna
infancia de una cordura de anciano. Anticipándose por sus
costumbres a la edad, jamás entregó su espíritu a ningún
placer, sino que estando aún en esta tierra y pudiendo
gozar libremente de los bienes temporales, despreció ya el
mundo con sus flores, cual si estuviese marchito.
Nacido en la región de Nursia, de buena familia, fue
enviado a Roma a cursar estudios de las ciencias liberales.
Pero viendo que muchos se dejaban arrastrar en el estudio
por la pendiente de los vicios, retiró el pie, que casi había
puesto en el umbral del mundo, por temor a que si llegaba
a conseguir un poco de su ciencia, fuese después a caer
también él totalmente en el fatal precipicio. Despreciando,
pues, los estudios literarios, abandonó la casa y los bienes
de su padre, y deseando agradar sólo a Dios, buscó el
hábito de la vida monástica. Retiróse, pues, ignorante a
sabiendas y sabiamente indocto.
No he podido averiguar todos los hechos de su vida,
pero, los pocos que narro los he sabido por referencias de
cuatro de sus discípulos: Constantino, varón
venerabilísimo, que le sucedió en el gobierno del
monasterio; Valentiniano, que estuvo durante muchos años
al frente del monasterio de Letrán; Simplicio, el tercero
que después de él rigió su comunidad, y Honorato, que
todavía gobierna el cenobio donde había él vivido
primeramente.
Morar en sí mismo
Cap. III. … Había un monasterio, cuyo abad había
fallecido, y toda su comunidad dirigióse al venerable
Benito, solicitando con vivas instancias que les presidiera.
Él, negándose, lo difirió por mucho tiempo, diciéndoles de
antemano que no podrían ajustarse sus costumbres con las
de los hermanos; pero vencido al fin por sus reiteradas
súplicas, dio su consentimiento.
Impuso en aquel monasterio la observancia de la vida
regular… Los hermanos locamente airados empezaron a
acusarse a sí mismos por haberle pedido que les
gobernara… y dándose cuenta de que bajo su gobierno no
se les permitirían cosas ilícitas… y tener que obligarse a
abrazar cosas nuevas con su espíritu envejecido, y como
quiera que la vida de los buenos se hace intolerable a los
de costumbres depravadas, tramaron su muerte. Y después
de decidirlo en consejo, mezclaron veneno en el vino.
Cuando fue presentada al abad, al sentarse a la mesa, la
vasija de cristal que contenía la bebida envenenada para
que la bendijera, según costumbre en el monasterio,
Benito, extendió la mano, hizo la señal de la cruz y con
ella se quebró el vaso que estaba a cierta distancia; y de tal
modo se rompió, que parecía que a aquel vaso de muerte,
en lugar de la cruz, le hubiesen dado con una piedra.
Comprendió en seguida el varón de Dios que debía
contener una bebida de muerte lo que no había podido
soportar la señal de la vida. Y al punto se levantó de la
mesa, y con rostro afable y ánimo tranquilo, convocados
los hermanos, les habló diciendo: “Que Dios omnipotente
tenga compasión de vosotros, hermanos; ¿por qué
quisisteis hacer esto conmigo? ¿Acaso no os dije con
anterioridad que eran incompatibles mis costumbres con
las vuestras? Id y buscad un padre de acuerdo con vuestros
caprichos, porque en lo sucesivo de ningún modo podéis
ya contar conmigo”. Entonces volvió al lugar de su amada
soledad, y solo, bajo las miradas del celestial espectador,
habitó consigo.
Pedro.- No acierto a comprender del todo lo que quiere
decir “habitó consigo”.
Gregorio.- Si el santo varón hubiese querido tener por
más tiempo sujetos contra su voluntad a los que de común
acuerdo conspiraban contra él y eran tan desemejantes de
su modo de vivir, tal vez hubiera ello excedido el ejercicio
normal de sus fuerzas y el temple de su tranquilidad,
apartando los ojos de su espíritu de la luz de la
contemplación. Y en tanto se fatigaba un día y otro día en
la corrección de todos ellos, hubiera desatendido sus
cosas; y olvidándose a lo mejor de sí mismo, no hubiera
sido de provecho a los demás. Porque, cuantas veces, bajo
la violencia de una preocupación excesiva, salimos fuera
de nosotros mismos, somos nosotros y sin embargo no
estamos en nosotros, porque divagando por las cosas en
torno, no reparamos en nosotros mismos. ¿Diremos acaso
que vivía consigo aquel que partió a una región lejana,
derrochó la herencia que había recibido, se ajustó con uno
de los habitantes de allí y apacentó los puercos, a los que
veía comer bellotas, mientras le consumía el hambre? Y
sin embargo, cuando empezó después a pensar en los
bienes que había perdido, se escribió de él: Vuelto en sí,
dijo: ¡cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en
abundancia! Sí, pues, estuvo consigo, ¿cómo volvió en sí?
Por eso decía yo que este venerable varón habitó consigo,
por cuanto, teniendo constantemente fija la mirada en la
guarda de sí mismo, mirándose de continuo ante los ojos
del Creador y examinándose sin cesar, no alejó fuera de sí
el ojo de su espíritu.
Pedro.- Entonces ¿cómo se explica lo que está escrito
acerca del apóstol Pedro, quien al ser sacado de la cárcel
por el ángel, volviendo en sí, dijo: Ahora sé
verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel y me ha
librado de las manos de Herodes y de toda la expectación
del pueblo judío?
Gregorio.- De dos maneras, Pedro, salimos fuera de
nosotros mismos. O bien por las culpas del alma caemos
por debajo de nosotros, o bien, somos elevados por encima
de nosotros por la gracia de la contemplación. Así, aquel
que apacentó a los puercos, cayó debajo de sí por los
devaneos de su espíritu y la impureza; el otro, en cambio,
a quien libró el ángel y arrebató su espíritu en éxtasis,
estuvo ciertamente fuera de sí, pero encima de sí mismo.
Ambos, por tanto, volvieron en sí: aquél, cuando
apartándose del yerro de su vida, refugióse en su corazón;
éste, cuando de las cumbres de la contemplación, volvió a
ser lo que antes era en su estado de ánimo habitual. El
venerable Benito, pues, habitó consigo en aquella soledad,
en cuanto que se guardó a sí mismo dentro del santuario
de su pensamiento; puesto que siempre que le arrebató a lo
alto el ardor de la contemplación, no cabe duda que quedó
por debajo de sí mismo.
Pedro.- Me gusta lo que dices; pero te ruego me
respondas si debió abandonar a los hermanos que una vez
tomó bajo su dirección.
Gregorio.- A mi juicio, Pedro, en donde se encuentran
algunos buenos a quienes se puede ayudar, hay que
soportar con ecuanimidad a los malos que hay allí
reunidos. Pero donde falta en absoluto, el fruto que pueden
cosechar los buenos, se hace inútil el trabajo que se toma
por los malos, máxime si se ofrecen de cerca otras
empresas que pueden reportar mayor fruto para Dios.
Según esto, ¿a quién iba a ser de provecho el santo varón,
quedándose allí por más tiempo, cuando veía que todos
unánimemente le perseguían?
Además, ocurre con frecuencia en el ánimo de los
perfectos – y no debemos pasar esto en silencio – que al
percatarse de que su trabajo no da fruto alguno, emigran a
otra parte donde reporte fruto su tarea. Por eso aquel
egregio predicador que ardía en deseos de verse libre del
cuerpo y estar con Cristo, para quien su vivir era Cristo y
el morir una ganancia, que no sólo ambicionaba para sí
las luchas de las persecuciones, sino que enardecía a otros
a soportarlas, al sufrir persecución en Damasco, buscó un
muro, una cuerda y una espuerta para poder evadirse, y
quiso que le bajasen ocultamente por ella. ¿Y vamos a
decir por ventura que Pablo tuvo miedo a la muerte,
cuando él mismo declara que la deseaba por amor a Jesús?
No hay tal; sino que, al ver que en aquel sitio hallaba poco
fruto y mucho trabajo, reservóse para realizar en otra parte
un trabajo con fruto. El esforzado luchador de Dios no
quiso quedarse en el campamento y fue en busca de otro
campo de batalla. Por donde, si me escuchas con
benevolencia, Pedro, comprenderás en seguida que no
fueron tantos los rebeldes que abandonó allí al escapar él
con vida, cuantos fueron aquellos a quienes en otros
lugares resucitó de la muerte del alma…
Como el santo iba creciendo en virtudes y milagros en
aquella soledad, fueron muchos los que se congregaron en
aquel lugar al servicio de Dios omnipotente; de suerte que
construyó allí doce monasterios con el auxilio de nuestro
Señor Jesucristo todopoderoso, a cada uno de los cuales,
después de constituir los abades respectivos, asignó doce
monjes; pero retuvo consigo unos pocos, a los cuales
creyó deber formar todavía mejor en su presencia.
También entonces empezaron a frecuentarle algunos
nobles y religiosos de la ciudad de Roma y le ofrecieron a
sus hijos para educarlos en el temor del Dios omnipotente.
Fue también por aquel entonces cuando Evicio y Tértulo
varón éste de linaje patricio, le encomendaron a sus hijos,
Mauro y Plácido, dos niños de buenas esperanzas; entre
los cuales el joven Mauro dotado de buenas costumbres,
empezó a ser ayudante del maestro; en cuanto a Plácido,
se hallaba todavía en sus primeros años de infancia.
Espíritu de clarividencia y de profecía
Cap. XVI. Cierto clérigo de la Iglesia de Aquino era
atormentado por el demonio. Había sido enviado por el
venerable varón Constancio, obispo de la misma Iglesia, a
visitar muchos sepulcros de mártires, con el fin de obtener
su curación. Mas los santos mártires no quisieron
concederle el don de la salud, para poner de manifiesto
cuán grande era la gracia que había en Benito. Así, pues,
fue conducido a la presencia del siervo de Dios
omnipotente, quien, elevando sus plegarias al Señor
Jesucristo, lanzó al punto al antiguo enemigo del hombre
poseso. Entonces ordenó al que había sanado, diciendo:
“Ve, y en lo sucesivo no comas carne, y jamás te atrevas a
acercarte a orden sagrada alguna, pues cualquier día que
intentares violar una orden sagrada, inmediatamente
pasarás de nuevo a ser esclavo del diablo”.
Fuese entonces el clérigo que había recobrado la salud, y
como la pena reciente suele atemorizar al espíritu, guardó
por un tiempo lo que el varón de Dios le había ordenado.
Pero, cuando transcurridos algunos años, murieron todos
los que le habían precedido, y vio que otros menores que
él adelantaban en las sagradas órdenes, olvidando las
palabras de varón de Dios por el largo tiempo transcurrido,
hizo caso omiso de ellas y acercóse al orden sagrado. Pero
inmediatamente tomó posesión de él el demonio que le
había dejado y no cesó de atormentarle hasta que le quitó
la vida.
Pedro.- Según veo, este varón de Dios penetró incluso
las cosas secretas de la Divinidad, pues conoció que este
clérigo había sido entregado al diablo precisamente para
que no osara acercarse a ningún orden sagrado.
Gregorio.- ¿Cómo no iba a conocer los secretos de la
Divinidad quien de ella observaba los preceptos? Supuesto
que está escrito: Quien se adhiere al Señor, se hace un
mismo espíritu con Él.
Pedro.- Si el que se une al Señor forma con Él un solo
espíritu, ¿por qué razón el mismo egregio predicador dice
también: Quién conoció el pensamiento del Señor, quién
fue su consejero? Porque parece ser realmente una
inconsecuencia que quien ha sido hecho un mismo espíritu
con otro, ignore su pensamiento.
Gregorio.- Los santos, en cuanto son una misma cosa
con el Señor, no ignoran el pensamiento del Señor. Porque
dice también el mismo Apóstol: ¿Quién de los hombres
conoce las cosas del hombre sino el espíritu del hombre
que está en él? De igual manera, nadie conoce las cosas
que son de Dios sino el Espíritu de Dios. Pues él, para
mostrar que conocía las cosas que son de Dios, añadió:
Nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino
el Espíritu que procede de Dios. De aquí que diga
también: Lo que ni ojo vio ni oído oyó ni pudo concebir el
corazón del hombre, eso es lo que Dios tiene preparado
para los que le aman, y a nosotros nos lo ha revelado por
su Espíritu.
Pedro.- Si, pues, las cosas que son de Dios fueron
reveladas al mismo Apóstol por el Espíritu de Dios, ¿por
qué sobre lo que propuse antes de ahora, exclamó
diciendo: Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y
de la ciencia de Dios, qué incomprensibles son sus juicios
e insondables sus caminos? Pero una nueva dificultad se
me ofrece ahora, al decir estas cosas; porque el profeta
David, hablando con el Señor, le dice: Pronuncié con mis
labios todos los juicios salidos de tu boca. Y por cuanto es
menos conocer que pronunciar, ¿por qué afirma san Pablo
que los juicios de Dios son incomprensibles, cuando
David atestigua que no sólo conoce todas estas cosas, sino
que también atestigua las ha pronunciado con sus labios?
Gregorio.- A ambas cosas te respondí más arriba
someramente al decirte que los santos, en cuanto son una
misma cosa con el Señor, no ignoran su pensamiento.
Porque todos los que siguen devotamente al Señor, aunque
ya estén con Dios por la devoción, no están con Dios
cuando se sienten todavía abrumados por el peso de la
carne corruptible. Y así, conocen los ocultos juicios de
Dios en cuanto que le están unidos, pero los ignoran en
cuanto están separados de Él. Pues en razón de que no
penetran todavía sus secretos perfectamente, atestiguan
que sus juicios son incomprensibles; mas, cuando se
adhieren a su Espíritu y adhiriéndose reciben, ora por las
palabras de la sagrada Escritura, ora por ocultas
revelaciones, algún conocimiento, entonces lo saben y lo
anuncian. En consecuencia, ignoran lo que Dios calla y
saben lo que Dios habla. De aquí que cuando el profeta
David dijo: Con mis labios pronunciaré todos tus juicios,
agregó en seguida: salidos de tu boca; como si dijera
abiertamente: “Pude conocer y pronunciar aquellos
juicios, porque Tú los pronunciaste. Puesto que aquellas
cosas que Tú no dices, las ocultas desde luego a nuestras
inteligencias”. Está de acuerdo, pues, la sentencia del
Profeta con la del Apóstol; porque los juicios de Dios son
incomprensibles, y a pesar de ello, una vez han sido
proferidos por su boca, pueden ser ya pronunciados por
labios humanos; porque las cosas que Dios revela, pueden
ser conocidas por los hombres, pero no pueden serlo las
que les oculta.
Difuntos no purificados
Cap. XXIII. No lejos de su monasterio, vivían en su casa
propia dos religiosas nacidas de noble linaje, a las que
cierto varón religioso proveía de lo necesario a la vida
cotidiana. Mas como quiera que en algunos la nobleza de
linaje suele engendrar plebeyez de espíritu, de suerte que
los que recuerdan haber sido algo más que los demás,
están menos dispuestos a menospreciarse en este mundo;
así las mencionadas religiosas no habían domeñado
todavía perfectamente su lengua, ni siquiera bajo el freno
del hábito religioso, y provocaban muchas veces con
palabras ofensivas la ira del piadoso varón que las proveía
en lo relativo a las cosas necesarias exteriores. Éste,
después de tolerar estas cosas por mucho tiempo, se
dirigió al varón de Dios y le contó cuán grandes afrentas
de palabra tenía que sufrir. Al oír esto de ellas el santo
varón, les envió al punto esta orden diciendo: “Corregid
vuestra lengua, porque si no os enmendáis os
excomulgaré”. Sentencia de excomunión que no
pronunció de hecho, sino a modo de amenaza. Pero ellas,
no habiendo corregido un ápice sus antiguas costumbres, a
los pocos días murieron y fueron enterradas en la iglesia.
Y cuando en su recinto se celebraba el santo sacrificio de
la misa, y el diácono decía, según se acostumbra, en voz
alta: “Si alguno está excomulgado, abandone el lugar
santo”, en esto la nodriza que solía ofrecer por ellas la
oblación al Señor, las veía salir de sus tumbas y marchar
fuera de la iglesia. Habiendo visto esto repetidas veces,
puesto que a la voz del diácono que cantaba, salían fuera y
no podían permanecer dentro de la iglesia, se acordó
entonces de lo que el varón de Dios les había ordenado
cuando aún vivían… Informaron entonces con enorme
tristeza al varón de Dios; el cual ofreció sin pérdida de
tiempo de su mano una oblación, diciendo: “Id y haced
ofrecer por ellas esta oblación al Señor, y a partir de ese
momento dejarán de estar excomulgadas”. Desde que fue
presentada la ofrenda por ellas y el diácono dijo en alta
voz, como de costumbre, que salieran los excomulgados,
ya no se las vio en lo sucesivo salir de la iglesia. Con lo
cual se vio claramente que, al no retirarse entre los que
estaban privados de la comunión, habían sido recibidas en
ella por el Señor, gracias al siervo de Dios.
Energía de la” lectio” sosegada y concentrada
Cap. XXXI. Hubo un godo por nombre Zalla
perteneciente a la pérfida herejía arriana, que en tiempos
de su rey Totila se encendió su odio y bárbara crueldad
contra los varones religiosos de la Iglesia Católica: tanto
que, si a lo mejor se cruzaba con él un clérigo o monje,
difícilmente salía vivo de sus manos. Un día, abrasado por
el ardor de su avaricia, ávido de rapiña, le dio por afligir
con crueles tormentos a cierto aldeano y torturarle con
variados suplicios. Vencido el rústico por tales vejaciones,
declaró que había confiado sus bienes al siervo de Dios
Benito, con objeto de que al darle crédito su verdugo,
diera entre tanto tregua a su crueldad y pudiese él ganar
unas horas de vida.
Cesó entonces Zalla de atormentar al campesino, mas
atándole los brazos con recias cuerdas, comenzó a
empujarle delante de su caballo, para que le mostrara
quién era el tal Benito que se había hecho cargo de su
hacienda. El aldeano, yendo delante, atados los brazos, le
condujo al monasterio del santo varón, a quien encontró
sentado junto a la puerta, solo y leyendo. El rústico dijo al
cruel Zalla que le seguía enfurecido: “He aquí al venerable
Benito de quien te he hablado”. Y fijando en él la mirada
con ánimo encendido y con perversa ferocidad, creyendo
que podía usar de aquel terror que solía, comenzó a gritar
a grandes voces, diciendo: “Vamos, levántate; levántate y
devuelve la hacienda que has recibido de este rústico”. El
varón de Dios levantó en seguida los ojos del libro al oír
estas palabras, y, después de mirarle, fijó su atención en el
campesino, que permanecía maniatado. Tan pronto como
posó la mirada sobre los brazos del infeliz, comenzaron a
desatarse de un modo maravilloso y con tanta rapidez las
cuerdas que ataban sus brazos, que no hubieran podido
desligarse tan rápidamente con celeridad humana. Al ver
Zalla cuán fácilmente quedaba desatado aquel que había
traído maniatado consigo, amedrentado ante tanto poder,
cayó de hinojos, e inclinando a sus pies su cerviz de
inflexible crueldad, se encomendó a sus oraciones.
Sin embargo, no se había levantado el santo varón
abandonando su lectura, sino que llamando sencillamente
a los hermanos, mandó que fuese Zalla acompañado a
dentro para tomar pan bendito. Cuando volvió a su
presencia, le amonestó que debía cesar en aquella tan
insensata crueldad. Al retirarse, corregido ya, no se atrevió
en adelante a pedir nada más al campesino, a quien el
varón de Dios, sin tocarlo y con sólo su mirada, había
desatado.
Aquí tienes, Pedro, lo que te decía: que los que sirven
con más familiaridad a Dios omnipotente, pueden algunas
veces hacer cosas admirables con sólo su poder. Porque
estando sentado represó la ferocidad del terrible godo y
deshizo con sus ojos las ligaduras y nudos que ataban los
brazos de un inocente, nos muestra por la misma celeridad
del milagro, que lo que hizo fue gracias al poder que había
recibido.
La faceta femenina del sí mismo
Cap. XXXIII-XXXIV. Su hermana por nombre
Escolástica, consagrada al Dios omnipotente desde su más
tierna infancia, solía visitarle una vez al año. El varón de
Dios descendía a su vez para verla a una posesión del
monasterio, no lejos de la puerta del mismo. Un día vino
ella como de costumbre y su venerable hermano descendió
a verla acompañado de algunos discípulos. Invirtieron
todo el día en alabanzas del Señor y en santos coloquios; y
al echarse encima las tinieblas de la noche tomaron juntos
la refección. Estando aún sentados a la mesa, como se
prolongara más y más la hora entre santas conversaciones,
su religiosa hermana le rogó diciendo: “Te suplico que no
me dejes esta noche, para que podamos hablar hasta
mañana de los goces de la vida celestial”. Mas él
respondió: “¿Qué estás diciendo, hermana?, en modo
alguno puedo permanecer fuera del monasterio”.
Estaba entonces el cielo tan despejado que ni una nube
aparecía en el firmamento. La santa religiosa, al oír la
negativa de su hermano, entrelazando sobre la mesa los
dedos de sus manos, apoyó en ellas su cabeza para orar al
Dios todopoderoso. Cuando la levantó, era tanta la
violencia de relámpagos y truenos, y tal la inundación que
se produjo a causa de la lluvia, que ni el venerable Benito
ni los hermanos que con él estaban, podían siquiera
trasponer el umbral de la estancia en donde se habían
sentado.
Al apoyar la devota mujer la cabeza sobre sus manos,
había derramado sobre la mesa ríos de lágrimas, que
trocaron en lluvia la serenidad del cielo. Y no tardó en
seguir a la oración la inundación aquella, sino que de tal
modo coincidieron la plegaria y la tempestad, que cuando
levantó ella la cabeza de la mesa, se oyó el estallido del
trueno; y lo mismo fue levantarla, que caer la lluvia al
momento.
Viendo entonces el varón de Dios que en medio de
tantos relámpagos y truenos y de aquella lluvia torrencial,
no le era posible regresar al monasterio, contristado,
empezó a quejarse, diciendo: “Que Dios omnipotente te
perdone, hermana, ¿qué es lo que has lecho?” Y ella
respondió: “Mira, te rogué a ti, y no quisiste escucharme;
he rogado a mi Señor y me ha oído. Ahora, pues, sal si
puedes, déjame y torna al monasterio”. Más él no
pudiendo desde luego salir de la casa, por no haber
querido quedarse de buena gana tuvo que permanecer allí
mal de su grado. Y así fue como pasaron toda la noche
velando, saciándose ambos en mutua conversación y
santos coloquios sobre la vida espiritual.
Por eso te decía, Pedro, que Benito había deseado una
cosa que no pudo alcanzar; porque si nos fijamos en el
pensamiento del santo varón, es indudable que deseaba se
mantuviera aquella serenidad que tuvo el cielo al
descender; mas, contra lo que él esperaba, tuvo lugar el
milagro alcanzado por la fuerza del Dios todopoderoso,
gracias al corazón de una mujer. Y no es de maravillar que
en esta ocasión pudiese más que él aquella mujer que ardía
en deseos de ver por más tiempo a su hermano; porque,
como dice san Juan: Dios es caridad; y era muy justo que
tuviese más poder quien más amaba…
Y cuando al día siguiente la venerable religiosa volvió a
su morada, tornó a la suya el siervo de Dios. Tres días
después, estando en el monasterio, levantando los ojos al
cielo, vio el alma de su hermana, desprendida de su
cuerpo, penetrar en forma de paloma en los ámbitos del
cielo. Compartiendo con ella gozo de tanta gloria, dio
gracias a Dios omnipotente con alabanzas y cánticos, y
anunció su muerte a los hermanos, a quienes envió en
seguida para que trajeran el cuerpo al monasterio y lo
depositaran en el sepulcro que para sí mismo había
aparejado. Así sucedió que ni siquiera la tumba pudo
separar los cuerpos de aquellos cuyo espíritu había sido
siempre una cosa en el Señor.
Visión cosmo-mística
Cap. XXXV. En otra ocasión, Servando, diácono y abad
del monasterio que había sido levantado en otro tiempo
por el patricio Liberio en la región de Campania, fue al
monasterio con objeto de visitarle según solía.
Frecuentaba, en efecto, su cenobio, porque como él era
también un varón lleno de doctrina de gracia celestial, se
intercambiaban dulces palabras de vida, y como no podía
aún gozar plenamente del suave alimento de la palabra
celestial, al menos suspirando lo pregustaba de alguna
manera.
Habiendo llegado ya la hora de entregarse al descanso,
subió el venerable Benito a su celda, situada en la parte
superior de la torre, y el diácono Servando, a su vez,
ocupó una habitación en el piso inferior, desde cuyo lugar
subía una ancha escalera que daba acceso a la parte
superior del edificio. Frente a esta misma torre había una
amplia estancia donde descansaban los discípulos de
ambos.
Y he aquí que mientras aún dormían los hermanos, el
hombre de Dios, Benito, solícito en velar, se anticipaba a
la hora de la plegaria nocturna de pie junto a la ventana y
oraba al Dios omnipotente. De pronto en aquellas altas
horas de la noche vio proyectarse desde lo alto una luz
que, difundiéndose en torno, ahuyentando todas las
tinieblas de la noche, brillaba con tal fulgor que
resplandeciendo en medio de la oscuridad era superior a la
del día. En esta visión se siguió un hecho maravilloso;
porque como él mismo contó después, apareció ante sus
ojos todo el mundo como recogido en un solo rayo de sol.
Y mientras el venerable padre fijaba sus pupilas en el
brillo de aquella luz deslumbradora, vio cómo el alma de
Germán, obispo de Capua, era llevada al cielo por los
ángeles en un globo de fuego. Entonces, queriendo tener
un testigo de tan gran maravilla, llamó al diácono
Servando, repitiendo dos y tres veces su nombre con
grandes voces. Turbado éste por aquel grito insólito en el
varón santo, subió, miró y vio sólo una tenue estela de
aquella luz…
Para el alma que ve al Creador es pequeña toda criatura.
Puesto que por minúscula que sea la porción de luz que
percibe del Creador, se le hace insignificante todo lo
creado, ya que por la misma luz de esta visión interior se
ensancha el horizonte del alma y se dilata de tal manera en
Dios, que se hace superior al mundo: incluso el alma del
vidente se eleva sobre sí misma. Y cuando en la luz divina
es arrebatada sobre sí, se dilata interiormente; y en su
elevación, al mirar lo que queda debajo de ella, comprende
cuán poca cosa es: lo cual no podía comprender antes
hallándose humillada a ras de tierra. El hombre de Dios,
pues, viendo el globo de fuego, veía también a los ángeles
que subían al cielo, y esto, sin duda alguna, no pudo verlo
sino en la luz de Dios. Según esto, ¿cómo puede causar
maravilla que viera el mundo recogido ante sí, si elevado
por la luz del Espíritu quedó fuera del mundo? Y al decir
que el mundo quedó recogido ante sus ojos, no quiero
significar que el cielo y la tierra se vieran como reducidos,
sino que, dilatado el espíritu del vidente, arrobado en Dios,
pudo ver sin dificultad todo lo que estaba por debajo de
Dios. Así, pues, al brillar aquella luz exteriormente ante
sus ojos, se proyectó a su vez una luz interior en su mente,
y arrebatando el espíritu del vidente hacia las cosas
trascendentales, le mostró cuán pequeñas son todas las
cosas de este mundo.
Escribió una regla monástica
Cap XXXVI. No quiero que ignores que el varón de
Dios, entre tantos milagros con que resplandeció en el
mundo, brilló también de una manera no menos admirable
por su doctrina; porque escribió una regla para monjes,
notable por su discreción y clara en su lenguaje. Si alguien
quiere conocer más profundamente su vida y sus
costumbres, podrá encontrar en la misma enseñanza de la
regla todas las acciones de su magisterio, porque el santo
varón en modo alguno pudo enseñar otra cosa que lo que
él mismo vivió.

REGLA BENEDICTINA
Exhortación general al compromiso monástico
Prólogo.- Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e
inclina el oído de tu corazón; acoge con gusto la
exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica, a
fin de que por el trabajo de la obediencia vuelvas a Aquel
de quien te habías apartado por la desidia de la
desobediencia. A ti, pues, se dirige ahora mi palabra,
quienquiera que seas, que renunciando a satisfacer tus
propios deseos, empuñas las potentísimas y esclarecidas
armas de la obediencia, para militar bajo las órdenes del
verdadero rey, Cristo el Señor.
Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra
buena, pídele con oración muy insistente que Él la lleve a
término, para que el que ya se ha dignado contarnos en el
número de sus hijos, jamás se vea obligado a entristecerse
por nuestras malas acciones. Porque de tal suerte hemos de
servirle en todo tiempo con sus bienes que hay en
nosotros, que no sólo cual padre airado no llegue a
desheredar algún día a sus hijos, sino que tampoco como
Señor temible, irritado por nuestras maldades, condene a
pena eterna, como siervos malvados, a los que no
quisieron seguirle en su gloria.
Levantémonos, pues, de una vez a las llamadas de la
Escritura, que nos dice: Ya es hora de despertarnos del
sueño. Y abiertos nuestros ojos a la luz deífica,
escuchemos atónitos lo que a diario nos advierte la voz
divina que clama: Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis
vuestros corazones. Y también: Quien tiene oídos para oír,
que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias. ¿Y qué
dice? Venid, hijos, escuchadme; os instruiré en el temor
del Señor. Corred mientras tenéis aún la luz de la vida,
antes de que os sorprendan las tinieblas de la muerte.
Y buscando el Señor un obrero entre la muchedumbre
del pueblo, al que lanza esta llamada, le dice otra vez:
¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días
felices? Y si tú, al oírlo, respondes: “Yo”, Dios te dice: Si
deseas gozar de la vida verdadera y perpetua, guarda tu
lengua del mal y tus labios no profieran la falsedad;
apártate del mal y obra el bien, busca la paz y síguela. Y
si esto hicieres, mis ojos estarán fijos en vosotros y mis
oídos atenderán vuestras súplicas, y antes de que me
invoquéis os diré: Aquí estoy. ¿Hay algo más dulce para
nosotros, hermanos carísimos, que esta voz del Señor que
nos invita? Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos indica
el camino de la vida.
Ceñidos, pues, nuestros costados con la fe y la
observancia de las buenas obras, sigamos sus caminos
tomando por guía el Evangelio, para que merezcamos ver
a Aquel que nos llamó a su reino. Y si queremos morar en
el tabernáculo de este reino, sepamos que no se llega a él
si no es corriendo con las buenas obras. Pero preguntemos
al Señor con las palabras del Profeta: Señor ¿quién puede
hospedarse en tu tienda o descansar en tu monte santo?
Después de esta pregunta, hermanos, escuchemos al Señor
que nos responde y nos indica el camino de su
tabernáculo, diciendo: El que procede sin pecado y
practica la justicia; el que dice la verdad en su corazón y
no engaña con su lengua; el que no hace mal a su prójimo
ni admite ultraje contra su vecino. Aquel que, cuando el
perverso, el diablo, le sugiere algo, lo rechaza en su
corazón a él con su sugerencia mediante la cual intenta
persuadirle, y, reduciéndole a la nada, frustró sus naciente
designios estrellándolos en Cristo. Los que temen al
Señor, no se engríen por su buen comportamiento, antes,
reconociendo que estos mismos bienes que en sí mismos
tienen no provienen de ellos sino que son obras de Dios,
glorifican al Señor que actúa en ellos, diciendo con el
Profeta: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu
nombre da la gloria. Igual que el Apóstol tampoco se
atribuyó nada de su predicación cuando dijo: Por la gracia
de Dios soy lo que soy. Y vuelve a decir él mismo: El que
se gloría, que se gloríe en el Señor . Por donde dice
también el Señor en el Evangelio: El que escucha estas
palabras mías y las cumple, lo compararé al hombre
sensato que edificó su casa sobre roca, vinieron las
riadas, soplaron los vientos y arreciaron contra aquella
casa, pero no se desplomó, porque estaba cimentada sobre
la roca. Al terminar estas palabras, espera el Señor que
cada día respondamos con obras a sus santas
exhortaciones. Por eso se nos conceden como tregua los
días de esta vida, para enmendar nuestros males, como lo
dice el Apóstol: ¿Acaso no sabes que la paciencia de Dios
te está estimulando a que hagas penitencia? Y el Señor
piadoso dice: No quiero la muerte del pecador, sino que se
convierta y que viva.
Habiendo preguntado al Señor, hermanos, quién habitará
en su tabernáculo, hemos escuchado el precepto de habitar
en él, con tal que cumplamos los deberes del que vive allí.
Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros
cuerpos para militar en la santa obediencia de los
preceptos. Y, por lo que concierne a lo que supera nuestra
naturaleza, roguemos al Señor que se digne concedernos la
ayuda de su gracia. Y si, huyendo de las penas del
infierno, deseamos llegar a la vida eterna, mientras todavía
es posible y estamos en este cuerpo y nos es dado cumplir
todas estas cosas a la luz de esta vida, es preciso ahora
correr y poner por obra lo que nos servirá para siempre.
Vamos, pues, a crear una escuela del servicio divino; al
organizarla, esperamos no imponer nada áspero, nada
oneroso. Pero si alguna vez, requiriéndolo una razón justa,
debiera disponerse algo más severo con el fin de corregir
los vicios o mantener la caridad, no abandones enseguida,
sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que al
principio tiene que ser forzosamente estrecho. Sin
embargo, a medida que se progresa en la vida monástica y
en la fe, se ensancha el corazón con la inefable dulzura del
amor, y se corre por el camino de los mandamientos de
Dios. De este modo, sin desviarnos nunca de su magisterio
y perseverando en su doctrina en el monasterio hasta la
muerte, participaremos en los sufrimientos de Cristo con
la paciencia, para que merezcamos compartir también su
reino. Amén.
Actitud en la salmodia
Cap. XIX. La fe nos dice que Dios está presente en todas
partes y que los ojos del Señor en todo lugar miran a
buenos y malos; pero esto debemos creerlo sobre todo, sin
la menor vacilación, cuando estamos en el oficio. Por
tanto, recordemos siempre lo que dice el profeta: Servid al
Señor con temor; también: Salmodiad con gusto; y: En
presencia de los ángeles te cantaré salmos. Así, pues,
consideremos cómo conviene estar en presencia de la
divinidad y de sus ángeles, y mantengámonos de tal
manera en la salmodia que nuestra mente concuerde con
nuestra voz.
La reverencia en la oración
Cap. XX. Si cuando queremos solicitar alguna cosa a los
hombres poderosos, no nos atrevemos a hacerlo sino con
humildad y reverencia, cuánto más se debe orar al Señor,
Dios de todas las cosas, con toda humildad y sincera
devoción. Y hemos de saber que seremos escuchados, no
porque hablemos mucho, sino por la pureza de corazón y
por las lágrimas de compunción. De ahí que la oración
deba ser breve y pura, a no ser que se prolongue gracias a
una inspiración de la gracia de Dios. Pero la oración en
comunidad abréviese en todo caso, y, cuando el superior
haga la señal, levántense todos a un tiempo.
El oratorio del monasterio
Cap. LII. El oratorio debe ser lo que dice su nombre, y
en él no se ha de hacer ni guardar ninguna otra cosa. Una
vez terminada la obra de Dios, saldrán todos con sumo
silencio y guardarán la reverencia debida a Dios, para que
el hermano que acaso quiera orar solo, en privado, no se
vea estorbado por la importunidad de otro. Y si alguien, en
otro momento, quiere orar con recogimiento, entre él solo
y ore; no en voz alta, sino con lágrimas y efusión del
corazón. Por tanto, al que no obra de este modo, no se le
permita quedarse en el oratorio después de terminar la
obra de Dios, como queda dicho, para que no estorbe a
otro.
El orden en la comunidad
Cap. LXIII. En el monasterio conservarán sus puestos
según la fecha de entrada en la vida monástica, o según el
mérito de vida que los distingue, o según lo haya dispuesto
el abad. Pero el abad no debe perturbar la grey que se le ha
confiado ni disponer nada injustamente, como si pudiera
usar de un poder arbitrario; antes bien, piense siempre que
tendrá que dar cuenta a Dios de todas sus decisiones y de
todos sus actos. Por tanto, según el orden que él haya
establecido o el que corresponda a los hermanos, se
acercarán a recibir la paz y la comunión, recitarán los
salmos y estarán en el coro. Y absolutamente en ningún
lugar la edad debe crear distinciones ni preferencias en el
orden, porque Samuel y Daniel, con ser niños, juzgaron a
los ancianos. Por eso, exceptuando aquellos que, como
hemos dicho, el abad haya promovido por razones
superiores o haya pospuesto por motivos concretos, todos
los demás se colocarán conforme van abrazando la vida
monástica; así, por ejemplo, el que llegó al monasterio a la
hora segunda, sepa que es más joven que aquel que llegó a
la primera hora del día, de cualquier edad o dignidad que
sea, mientras que a los niños todos les harán observar la
disciplina en todas las cosas.
Los más jóvenes, por tanto, honrarán a los mayores; los
mayores amarán a los más jóvenes. En la manera de
nombrarse, nadie se permitirá llamar a otro simplemente
por su nombre, sino que los mayores darán a los más
jóvenes el nombre de “hermanos”, y los jóvenes a sus
ancianos, el de “nonos”, que indica la reverencia debida a
un padre. Al abad, puesto que sabe por la fe que hace las
veces de Cristo, le llamarán “señor” y “abad”, no porque
él se lo haya arrogado, sino por honor y amor a Cristo.
Pero considérelo él y pórtese de tal manera que se haga
digno de este honor.
En cualquier parte que se encuentren los hermanos, el
más joven pedirá la bendición al mayor. Cuando pase uno
de los mayores, el menor se levantará y le ofrecerá sitio
para sentarse, y no se atreverá el más joven a sentarse con
él si no se lo ordena su anciano, para que se cumpla lo que
está escrito: Rivalizad en la mutua estima. Los niños
pequeños y los adolescentes, en el oratorio y en la mesa,
ocuparán sus puestos con disciplina; fuera y en cualquier
lugar estén sujetos a vigilancia y disciplina, hasta que
lleguen a la edad de la reflexión.
El doble celo
Cap. LXXII. Así como hay un celo amargo, malo, que
aleja de Dios y conduce al infierno, hay también un celo
bueno, que aleja de los vicios y lleva a Dios y a la vida
eterna. Practiquen, pues, los monjes este celo con el amor
más ardiente; esto es, que se anticipen unos a otros; que se
soporten con la mayor paciencia sus debilidades, tanto
físicas como morales; que se obedezcan a porfía unos a
otros; que nadie busque lo que le parezca útil para sí, sino
más bien lo que sea para los otros; que practiquen
desinteresadamente la caridad fraterna; que teman a Dios
con amor; que amen a su abad con afecto sincero y
humilde; que no antepongan absolutamente nada a Cristo,
el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna.
Rudimentos de ascesis y de experiencia
Cap. LXXIII. Epílogo. Hemos redactado esta Regla para
que, observándola en los monasterios, demostremos tener
alguna honestidad de costumbres o un comienzo de vida
monástica. Por lo demás, el que tiene prisa para llegar a la
perfección del monacato, tiene las enseñanzas de los
santos Padres, cuya observancia conduce al hombre a la
perfección. En efecto, ¿Qué página o qué palabra de de
autoridad divina, del Antiguo o del Nuevo Testamento, no
es norma rectísima para la vida humana? O bien, ¿qué
libro de los santos Padres católicos no nos inculca cómo
correr para llegar derechamente a nuestro Creador? Y,
todavía, las Colaciones de los Padres y las Instituciones y
sus vidas, así como también la Regla de nuestro padre san
Basilio, ¿qué son sino instrumentos de virtudes para
monjes obedientes y de vida santa? Aunque, para nosotros,
perezosos, de mala conducta y negligentes, son motivo de
vergüenza y confusión.
Tú, pues, quienquiera que seas, que te afanas por llegar a
la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta
mínima Regla que hemos redactado como un comienzo, y
entonces llegarás seguramente, con la protección de Dios,
a las cumbres más elevadas de doctrina y virtudes que
acabamos de recordar. Amén.

GREGORIO DE ELVIRA
TRATADOS SOBRE LOS LIBROS DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS
Sobre la imagen y semejanza
Tratado I. E hizo al hombre del polvo de la tierra,
inspiró en su rostro el espíritu de la vida, y quedó
constituido el hombre como ser vivo (Gn 2,7).
1. Hay muchos hombres ignorantes y desprovistos del
conocimiento de las divinas Escrituras, que cuando oyen
que Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza, piensan que Dios es corpóreo, y que además la
expresión ha de entenderse como si estuviese hecho de
miembros. Y creen que esto ha de entenderse así, porque
los profetas hablan de la cabeza, de los cabellos, ojos,
oídos, narices, boca, labios, lengua y pies del Señor, como
cuando se dice: su cabeza y sus cabellos son como lana
blanca, como la nieve y: Los ojos del Señor sobre los
justos, y sus oídos hacia sus súplicas, y: El Señor percibió
el grato olor, y: La boca del Señor ha hablado estas
cosas, y: Las cosas que han salido de mis labios no las
mudaré, y: Mi lengua es pluma de ágil escribano, y: Mi
alma odia vuestras solemnidades, y: Vuelve Señor tu
rostro y seremos salvos, y: La diestra del Señor ha hecho
hazañas, y: ¿Acaso mi mano no ha hecho todo esto?, y: El
Señor entregó a Moisés las tablas de la ley escritas en
piedra con el dedo de Dios, y: El cielo es mi trono y la
tierra el escabel de mis pies, y: Con mano fuerte y
extendido brazo del Señor se libera el pueblo, y: Midió el
cielo con el palmo y la tierra con el cuenco de su mano.
2. Por consiguiente, cuando leen u oyen hablar de estos
miembros del cuerpo, como ya dije, lo creen como si Dios
fuese corpóreo y compuesto con distinción de miembros.
A los hombres de esta herejía se les denomina con el
término griego de antropomorfitas, precisamente porque
defienden que Dios está formado lo mismo que el hombre,
por eso, fue necesario advertir de esto a vuestra caridad a
fin de que ninguno de vosotros se deje seducir por la
sutileza de estas palabras.
3. Y así dicen: si estos miembros de Dios que
conmemora la sagrada Escritura, no hubiesen de creerse
así, entonces os engañaron los profetas, al nombrar la
cabeza, los cabellos, los ojos, los oídos, la nariz, la boca,
los labios, la lengua, las manos, los pies y los demás
miembros del Señor, si realmente supiesen que Dios es
incorpóreo y que no necesita de ninguno de estos
miembros; es más, hasta el mismo Moisés nos engaña
cuando escribe en este lugar haber dicho Dios: Hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza. Pero ¿qué es lo
que estamos tratando aquí, amadísimos hermanos? Porque
nos acosan de una y otra parte.
4. Si el hombre no está hecho a imagen y semejanza de
Dios, como enseñan la ley y los profetas, entonces
acusamos de mentira tanto a la ley como a los profetas, los
cuales escribieron que Dios dijo: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza; e hizo Dios al hombre a la
imagen de Dios. Sin embargo, quienes dicen estas cosas,
deben recordar que la formación del hombre es muy
distinta de la naturaleza de Dios.
5. Pero ahora no vamos a disertar sobre la majestad
invisible e inenarrable de la naturaleza divina, sino que
vamos a tratar de la imagen y semejanza humana, la cual,
por una caída triste y frágil de la naturaleza del hombre, y
al quedar deformada con endeble vigor y árido verdor,
frecuentemente se adultera y se daña; pero si se conserva
en su inviolado e íntegro pudor, por beneficio de Dios y
por la liberalidad de su resurrección se hace inmortal y
puede reformarse mejorando. Es manifiesto que el hombre
semimortal consta de tres perfecciones, es decir, de
cuerpo, alma y espíritu.
6. Pero que nadie se admire porque digo que el hombre
es semimortal; y si la carne muere, su alma y su espíritu
permanecen inmortales, como dice el Apóstol: Para que
todo espíritu, alma o cuerpo, se conserve hasta la venida
del Señor. Cuando reclama el espíritu íntegro, no alude al
espíritu que procede de Dios, sino al del hombre, el cual si
fuese lesionado por el hombre concreto al que concierne,
ya no sería íntegro para ese hombre, puesto que se separa
de él.
7. Este espíritu no nace con el hombre, sino que se lo da
Dios después por el mérito y por la gracia de la fe, como
dice el Salvador en el evangelio: El Espíritu sopla donde
quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a
dónde va. El hombre animal, sin embargo, que todavía no
ha recibido el espíritu de Dios, consta, como dije, de dos
cosas, es decir, de cuerpo y de alma. El alma aunque
mueve y se mueve y tiene un estado o actitud mudable, o
para el bien o para el mal, sin embargo, como ya he dicho,
es inmortal en uno y otro caso, de tal manera que, o vive
siempre para Dios, o para el castigo; para Dios, digo, si
permanece santa, para el castigo, si peca.
8. El cuerpo que está religado y unido por las partes,
fácilmente se disgrega y se corrompe. Hay, por
consiguiente, en nosotros otra cosa, que es ventoso, aéreo,
simple, espiritual y movible, ánimo y sentido, soplando y
respirando alternativamente; hay también un cuerpo sólido
que se compone de elementos, es decir, de calor, frío y
humedad. Este cuerpo, sin embargo, tiene un parentesco
humano, mientras que el alma tiene una naturaleza
espiritual.
9. Por consiguiente, como he dicho que el hombre
consta de dos naturalezas, una de las cuales dijimos que
era espiritual, y la otra terrena, ¿cómo piensas tú que Dios,
que es incorpóreo, simple, espíritu puro, tiene la imagen y
semejanza del hombre? El que quiere creer que esto es así,
es decir, que piensa que Dios es corporal, porque ninguno
que es corporal ha sido hecho a imagen y semejanza de
Dios, este tal afirma que Dios está compuesto de una
naturaleza superior y de otra inferior, porque es claro que
el hombre consta de estas dos naturalezas.
10. Ahora bien, todo aquello que es compuesto, es
necesario que no sea eterno, porque la composición tiene
un principio del que se compone para que pueda
permanecer; Dios, por el contrario, permanece siempre y
en todas las cosas, es el mismo en todo lugar, y siempre es
el todo, como está escrito: Yo lleno el cielo y la tierra,
porque no hay ningún lugar del que Dios esté ausente, ni
hay tampoco ningún lugar que sea mayor que Dios. Dios
es espíritu dice, y lo que es espíritu es simple y uniforme.
11. Por lo demás, si Dios estuviese formado de
diversidad de miembros, ni sería inmenso, ni sería infinito,
porque podría medirse y limitarse por el aprecio de sus
miembros. ¿Y qué decir de aquello que leemos que el
Señor tiene siete ojos, y el hombre solamente dos? ¿Y
entonces dónde está esta imagen y semejanza de Dios en
el hombre? Porque no hay semejanza alguna entre aquel
que tiene dos ojos, y aquel otro que se presenta como
teniendo siete.
12. Pero el hombre tiene cuerpo y huesos y deja su
huella en la tierra, pero Dios, que es espíritu, no tiene
huesos, dice; es el mismo Señor el que testifica en el
Evangelio de que el espíritu no tiene huesos ni deja
huellas. Y entonces, ¿dónde estará la imagen y semejanza
de Dios, que no tiene huesos, en relación con el hombre,
que tiene huesos y carne?
13. Pero como la brevedad del tiempo no permite reunir
más ejemplos, vamos a resolver la cuestión y demostrar
que el hombre fue plasmado verdaderamente a imagen de
Dios según las Escrituras; y sin embargo, la imagen de
Dios es muy distinta del hombre. Dios, cuando hizo al
hombre a su imagen, lo hizo de una doble naturaleza, es
decir, de alma y cuerpo. El alma la formó en virtud de
aquella divina e incomprensible obra de su poder, el
cuerpo, en cambio, lo plasmó del barro de la tierra. Y
porque se dice que el hombre procede de la tierra (homo
ex humo), por eso el alma unida al cuerpo lleva el nombre
de hombre, de tal modo que ella misma se denomina
hombre.
14. En consecuencia, advertid lo que declara la
Escritura: Dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza. E hizo Dios al hombre, a imagen de
Dios lo hizo. Y luego lo vuelve a repetir diciendo: Aún no
había llovido Dios sobre la tierra, ni había hombre que la
labrase. ¿Y cómo es que antes había dicho: Hizo Dios al
hombre a imagen de Dios, y luego después añade: E hizo
Dios al hombre del barro de la tierra, y le inspiró en su
rostro el espíritu de la vida, y fue hecho el hombre con
alma viviente?
15. Ved, por lo tanto, amadísimos hermanos, cómo
insinúa esta naturaleza del hombre interior y exterior,
unidas con ese lazo especial de la inspiración. De ahí que
el bienaventurado apóstol Pablo, conociendo esto, asegura
que en sí mismo hay una disensión entre el hombre
exterior e interior: Me complazco, dice, en la ley de Dios
según el hombre interior; sin embargo, anteriormente
había dicho: Advierto otra ley en mis miembros que lucha
y que me conduce cautivo, esto es, que se ve presionado
por el hombre exterior e interior, de tal modo que hace
aquello que no quiere. De ahí que el mismo
bienaventurado Apóstol dice: Tenemos este tesoro en
vasos de barro.
16. Llama a este cuerpo vaso de barro, porque sabía que
el hombre había sido plasmado de la tierra; pero lo llama
también tesoro, porque Cristo habita en él, puesto que dice
el mismo Apóstol: Que Cristo habita en el hombre
interior. Recuerda, pues, y lee el evangelio, y allí
encontrarás, por un divorcio entre el alma y el cuerpo, que
el rico era atormentado en las llamas, y el pobre Lázaro
refrigerado en el seno de Abraham; y verás también cómo
el rico pide que el padre Abraham envíe a Lázaro para que
moje su dedo en agua y refresque su lengua, porque le
atormentan las llamas. ¿Cómo se explica el que la boca y
la lengua pida para un hombre ya muerto, sepultado en la
tierra, y que además estaba en los infiernos, el refrigerio
del rocío del alma más feliz?
17. Esta (alma) es, por consiguiente, el hombre interior,
de quien el Apóstol dijo que había sido creado según
Dios. Veis, pues, cómo uno es el hombre que fue hecho del
barro de la tierra, y el otro el que fue creado a imagen de
Dios para que pudiéramos ser perfectos conforme a la
imagen del creador en bondad, caridad y santidad, en ese
misterio del hombre interior. Por eso el mismo Apóstol
repite diciendo: Aunque nuestro hombre exterior se
corrompa, el hombre interior se renueva.
18. Aquí tienes al hombre interior creado según Dios, y
el hombre exterior plasmado del barro de la tierra. Aquí
tienes al hombre interior en el que Cristo habita, y tienes
también al hombre exterior que se corrompe y que se
disuelve. Aquí tienes al hombre interior que goza con la
ley de Dios, y tienes al hombre exterior que desea las
obras de la carne. Aquí tienes al hombre interior que se
refrigera junto a Lázaro en el seno de Abraham, y al rico
que se atormenta en las llamas. Aquí tienes al que fue
transportado por los ángeles, y aquí tienes a aquel otro que
murió, que fue sepultado e inmerso en la tierra. No es
igual aquel que muerto se disuelve en la tierra, que este
otro que se refrigera en el seno de Abraham; éste vive y
habla y siente y padece los suplicios o los refrigerios,
mientras que aquél está muerto e inmóvil, es más, hasta
yace en putrefacción.
20. Por eso, la imagen de Dios está en todos estos, en
invisibilidad, en inmortalidad, en racionabilidad, en
movilidad, en las cuales el alma humana está formada,
mientras que el alma perenne imita la naturaleza móvil de
Dios, no teniendo en sí nada corporal, nada que pesa, nada
caduco. De este mismo hombre interior dijo Dios:
Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza,
porque el mismo interior es invisible e inmortal, y esta es
la imagen de Dios en él.
21. Y como una cosa es la imagen y otra la semejanza,
por eso hemos de distinguir bien este tema; en efecto, una
vez que hemos demostrado que el hombre ha sido hecho
por Dios a su imagen, vamos a pasar a tratar ahora de la
semejanza. Dijimos que la imagen está en la persona y la
semejanza en los hechos, como dice el Apóstol: Sed mis
imitadores, como yo lo soy de Cristo, y como en otro lugar
dice la voz de Dios: Sed santos, como yo también soy
santo. Veis, por consiguiente, cómo la semejanza está en la
santidad y en la bondad.
22. De ahí que cuando dijo Dios: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza, repitió inmediatamente
después: E hizo Dios al hombre a imagen de Dios. No dijo
a semejanza, dado que la imagen que había hecho en el
hombre animal, Adán, estaba precisamente en la
invisibilidad y en la inmortalidad del alma, reservando la
semejanza para Cristo, por medio del cual, el que había
sido hecho a imagen de Dios, volviera de nuevo a recibir
la forma de la semejanza. Y por eso dice el Apóstol: El
primer Adán fue hecho alma viviente, y el segundo espíritu
vivificante.
23. Por tanto, el que había sido hecho alma viviente,
todavía no había recibido la semejanza; mientras que el
que fue hecho espíritu vivificante, en él se había
restaurado la semejanza de Dios. En efecto, como ya
dijimos, la imagen es el rostro, y la semejanza está en los
hechos. En esta semejanza, pues, que es lo mejor y lo más
cercano a Dios, fácilmente aparece lo que en ella hay de
semejante, es decir, lo divino, lo bello, lo sincero, lo no
variable, lo no enfermo, lo no mudable. Es el esplendor de
la luz interior de Cristo, que, como dice el Apóstol habita
en él; es el espejo de la verdad.
24. Pero, ¿cuál es ésta que llama semejanza, sino la vida
celeste y espiritual, a la que no corrompe ni la afea la
pasión, el vicio o la lujuria, y a la que tampoco pueden
ofuscar las pinturas de colores, ni tampoco la avaricia, que
jamás se sacia, sino que tiene más hambre, cuando parece
más saciada?
25. Esta semejanza no se infla con la codicia insaciable
del mundo, tampoco se enciende con el vicio de la carne,
ni rechina con la inhumana crueldad, la cual, antes de
atormentar se ve atormentada. Por el contrario, esta
semejanza tiene un rostro de piedad, unos ojos
misericordiosos, una lengua para defenderse, y una
voluntad bienhechora. Esta es la semejanza que nosotros
debemos desear, la que contiene tanta felicidad y gracia,
que, aunque parezca increíble, es denominada no ya
hombre sino Dios inmortal, una vez cambiada la ley y la
condición mortal. Y si digo “Dios”, no me refiero al
hombre tal y como ha nacido en este mundo, sino al
transformado en Dios por el don benevolente de su gracia,
no por la destreza de propia naturaleza humana. Unido, en
consecuencia, al cielo y a las estrellas adquiere la
eternidad de la vida celeste.
26. Y no dudes porque he dicho más arriba que el
hombre es Dios. El mismo Dios de los dioses ha permitido
esto, y esto mismo lo ha donado. Trabaja por vencer y
merecerás ser llamado “Dios”, porque se dice: Yo dije,
vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo.
Lo que es, por consiguiente, semejante, lo es en todo como
ejemplar; y sin embargo, no puede reconocerse lo
semejante si no tiene los signos expresados por medio de
la imagen personal.
27. De ahí aquello que dijo: Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza, quiere significar que la
imagen del hecho y del hacedor es lo que está en el
hombre interior: en la invisibilidad, en la inmortalidad, en
la movilidad; lo que pertenece, en cambio, a la semejanza
alude a que tenemos que vivir según la bondad de Dios, en
total santidad, justicia, fe y piedad. Por lo demás, el que ha
sido formado de barro, es terreno, corruptible, pesado,
caduco, que ha de volver a la tierra de la que fue tomado,
según la sentencia del Señor cuando dice: Eres polvo, y al
polvo volverás, aunque se le haya prometido la
resurrección. Por eso debéis prestar atención a que uno es
el hombre que procede de la tierra y que a la tierra ha de
volver, y otro el que siempre vive o para Dios o para el
castigo.
28. Por lo que se refiere a los miembros humanos que se
le atribuyen a Dios, se quiere significar con ello, no las
propiedades de los miembros, sino la eficacia de las obras
divinas, de tal modo que los hombres que no podían ver ni
entender espiritualmente al Dios verdadero y vivo,
pudieran conocer algo de este Dios vivo, al menos según
su naturaleza.
29. La ley y los profetas no hablaban de Dios como Dios
era, sino al modo de cómo el hombre podía entender, de
tal modo que cada uno pudiese conocer al Dios vivo según
su capacidad; es decir, que tiene ojos para poder ver, boca
para poder hablar, alma para aborrecer las neomenias y
sábados de los judíos, y manos para obrar.
30. Y como todavía esperáis un sentido espiritual,
cuando se habla de la cabeza de Dios, apunta a que Él es el
principio de todas las cosas; cuando se habla de que sus
cabellos son lama blanca como la nieve, es para indicar
que siempre es antiquísimo; cuando se habla de sus ojos,
es para significar que ve todas las cosas; cuando se le
atribuyen narices, es para indicar que ha de percibir el
buen olor de las oraciones de los santos, porque en el
Apocalipsis se comparan las oraciones de los santos a un
timiama, las cuales se ofrecen al Señor por la mano del
ángel en olor de buen aroma, según está escrito.
31. Cuando se habla de la boca del Señor, es con el fin
de explicar que Él mismo es toda palabra; cuando se
escribe que su lengua es como pluma afilada, se indica que
los preceptos de la antigua ley y de los evangelios han sido
escritos por el Espíritu, al que se llama pluma; cuando se
nombran las manos, quiere decir que Él hizo todas las
cosas; cuando se le dice brazo, es porque Él mismo
contiene todas las cosas; cuando se habla del dedo de
Dios, se significa que por medio de Él se abre todo el
sentido de la voluntad divina.
32. Es todo ojo, porque todo lo ve; es todo oído, porque
todo lo oye; es todo boca, porque todo es palabra; es todo
lengua, porque todo habla; es todo pie, porque está en
todas partes; es todo mano, porque todo lo mueve; todo
brazo, porque contiene todas las cosas y lo gobierna todo.
Y todo lo que digas de Él, es nombrar la eficacia de todas
sus obras y las distribuciones de sus misterios; pero que a
pesar de todo no podrás explicar cuál y cuánto es Él.
33. Sólo entonces se apreciará a Dios, cuando se dice
inestimable; el espíritu es inestimable, incomprensible e
inenarrable, que en todas partes es uno y todo, y que la
mente humana no es suficiente para poder apreciar,
entender y definir cuanto es. Por eso hay que temerle,
rogarle y adorarle, porque Dios quiso más ser creído que
juzgado. A Él honor por los siglos de los siglos.
Sobre la Resurrección
Tratado XVII. 1. En aquellos días fue sobre mí la mano
del Señor y me llevó el Señor fuera y me puso en medio de
un campo que estaba lleno de huesos. Me hizo pasar por
cerca de ellos todo en derredor, y vi que eran sobremanera
numerosos sobre la haz del campo y enteramente secos. Y
me dijo: Hijo del hombre ¿revivirán estos huesos? Y yo
respondí: Señor, tú lo sabes. Y Él me dijo: profetiza a estos
huesos y diles: huesos secos, oíd la palabra del Señor…
2. Esta sencilla lectura, santísimos hermanos, no está
escrita en sentido alegórico, sino puesta para ejemplo de
los creyentes. Prometiendo también la esperanza de la
resurrección en el mismo cuerpo, proporciona a todos los
cristianos la gran esperanza de la vida eterna. Y aunque la
fe católica con sus misterios celestiales y con sus razones
divinas persevere íntegra y segura en esta esperanza de la
resurrección, puesto que está fundamentada en la
autoridad de muchas Escrituras celestiales, sin embargo,
dado que muchas veces engaña la falsedad de los herejes,
falsedad que tiene su origen en la flaqueza de la razón
humana, bajo la inspiración del diablo, por eso, me he
propuesto tratar brevemente, y con la ayuda de Dios, sobre
esta esperanza, para demostrar la veracidad de la futura
resurrección de la carne, y describir los astutos
argumentos de los herejes.
3. Existieron aquellos que desde fuera se consideraban
como si fuesen ovejas pero que, como dijo el Salvador,
por dentro son lobos rapaces; y que además perjudican y
seducen con sus coloquios a los sencillos, como la
serpiente a Eva, cuando toman la sencillez de la palabra
divina en conformidad con el sentir de su voluntad, y no
según la objetividad de la misma verdad, negando, como
ya dije, la resurrección de la carne.
4. Y aunque sea necesaria una amplia disputa contra
éstos, sin embargo, ateniéndonos a la brevedad, vamos a
procurar responder en pocas palabras, con el fin de echar
una mano a los creyentes, y demostrar, sin envidia, el
camino de salvación a los que andan equivocados.
5. En efecto, esta lectura que hemos recitado, y que
demuestra claramente la resurrección de la carne, los
herejes la interpretan de otra manera, diciendo que
aquellos huesos dispersos por el campo eran la figura de
los hijos de Israel, que estaban dispersos en el campo de
este mundo en el tiempo de la cautividad. Y así como
aquellos huesos, dicen, se congregaron y se incorporaron,
de igual modo también aquellos, después de la cautividad,
se habían de reunir en Jerusalén y en su reino propio, del
que habían sido excluidos, volviendo de este modo, a su
estado antiguo. De hecho dicen que esta resurrección se
hizo a la casa de Israel, cuando se volvieron a Judea desde
la cautividad de Babilonia después de setenta años.
6. Pero eso nada tiene que ver con la fe católica, puesto
que la verdadera resurrección de la carne ha de creerse de
acuerdo con el testimonio de las Escrituras celestes.
Veamos ahora si los que plantean la cuestión de la carne y
de la sangre lo hacen con la autoridad del Apóstol; y
veamos si el Apóstol de una manera absoluta rechaza y
excluye la misma carne y sangre, cuando dice: La carne y
la sangre no pueden heredar el reino de Dios, y si designa
y censura con la palabra “carne” los vicios de la carne.
Porque el mismo Apóstol dice: Todos resucitaremos pero
no todos seremos transformados; y: Él transformará
nuestro mísero cuerpo en un cuerpo glorioso como el
suyo.
7. ¿Cuándo será este cuerpo de nuestra bajeza conforme
a la gloria de Dios a no ser en la resurrección de los
santos? Como dice el apóstol Juan: Dichosos y santos los
que participen en esta resurrección primera; sobre estos
no tiene poder la segunda muerte”. Pero de nuevo el
bienaventurado apóstol Pablo repite diciendo: Presentad
vuestros cuerpos como víctima viviente, santa, agradable
a Dios”.
8. De ahí que en este lugar el único y mismo Espíritu de
Dios, que habló por boca del Apóstol, está manifestando la
resurrección por medio del profeta cuando dice: Esto dice
el Señor: he aquí que yo abriré vuestras tumbas y os haré
subir de vuestros sepulcros a la tierra de Israel. Y
conoceréis que yo soy el Señor cuando de vuestras
tumbas, y de vuestros sepulcros os haga subir, pueblo mío.
E infundiré en vosotros mi espíritu y reviviréis y os
establecerá sobre vuestro suelo. Y conoceréis que yo, el
Señor, he hablado y hago, declara el Señor.
9. Esto es lo que le bienaventurado apóstol Pablo
proclama con todas las fuerzas de la fe, diciendo: ¿de qué
me sirve el haber luchado con fieras en Éfeso, si los
muertos no resucitan? . Es más, cuando escribe a los
corintios, establecida ya toda la disciplina eclesiástica,
concluye que la fe de estos fieles, de acuerdo con la regla
evangélica, está en la seguridad de la muerte y de la
resurrección del Señor, para deducir de ello que también la
norma de nuestra esperanza se apoya en eso mismo; y por
eso dice:
10. Pues si se predica que Cristo ha resucitado de los
muertos, ¿cómo entre vosotros dicen algunos que no hay
resurrección de los muertos? Y si la resurrección de los
muertos, dice, no se da, tampoco Cristo ha resucitado. Y si
Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana
nuestra fe. Seremos falsos testigos de Dios, porque damos
un testimonio, como si Cristo hubiese resucitado, y luego
no resucitó; y si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe y
aún estáis en vuestros pecados. Y, hasta los que murieron
en Cristo, perecieron. Pero no, dice, Cristo ha resucitado
de entre los muertos, como primicia de los que mueren.
11. En efecto, en la primera carta a los Tesalonicenses
está escrito con más claridad que la luz del sol que estos
herejes, que huyen de la luz, no lo aceptan con gusto: El
mismo Dios de la paz os santifique a todos vosotros. Y
como si no fuese suficiente el haber dicho todos, todavía
incluye explícitamente toda la sustancia o ser del hombre:
Para que conserve íntegro vuestro espíritu, vuestra alma y
vuestro cuerpo sin mancha hasta el día del Señor”.
12. Y por eso distingue nominalmente, es decir, espíritu,
alma y cuerpo, para demostrar que todo el hombre está
destinado para la salvación. Y dice: para que se conserve
hasta el día del Señor esto es, hasta la venida de nuestro
Salvador, que es la clave de la resurrección de los muertos.
13. Los apóstoles deberán al menos apreciar el sentido,
aunque no entiendan las razones por las que se dijo que la
carne y la sangre no verán el reino de Dios, porque aquel
que a ejemplo de la resurrección del Señor dirigía también
nuestra esperanza hacia la resurrección, no pudo rechazar
de nuevo la misma esperanza de la resurrección con otra
arma, puesto que todo ejemplo se pone, no a base de una
diferencia, sino de una semejanza.
14. Si oyes, pues, que Cristo padeció y que fue sepultado
según las Escrituras, no debes creer otra cosa, si no es que
resucitó en su cuerpo; ese mismo cuerpo que murió, que
estuvo yacente en el sepulcro, es decir, la carne del
hombre que había asumido la Palabra de Dios, ese mismo
fue el que resucitó de nuevo a Cristo.
15. Por consiguiente, como queda probado que se habla
de la resurrección de la carne, nos queda ahora por ver la
condición bajo la cual el Apóstol desheredó a la carne del
reino de Dios, cuando dice: La carne y la sangre no
poseerán el reino de Dios. ¿Quién desconoce, amadísimos
hermanos, que el mismo bienaventurado Apóstol hace
mención de dos hombres? El primer hombre fue de la
tierra, terreno; el segundo, del cielo, celeste. Entonces
Cristo, Hijo de Dios, por ser celeste no podría decirse
hombre si no es porque Él mismo asumió el cuerpo y el
alma, o sea, que se hizo segundo Adán, y en consecuencia,
en virtud de la participación del cuerpo y del alma
adquirió también aquella relación de poder llamarse
hombre.
16. Pero como es el celestial así son los celestiales. Y
preguntas: ¿son así por sus sustancias? En principio parece
que sí, porque Cristo asumió el cuerpo del hombre; y si es
por la conducta en modo alguno se separarán los terrenos
y los celestes, porque aquellos cuerpos que fueron
terrenos, cuando todavía vivían según los vicios de la
carne, recibieron la gracia espiritual para la santidad y la
justicia y pudieron llamarse hombres celestes, por eso
merecieron la entidad de celestes.
17. Por tanto en nada se puede diferenciar el hombre
terreno del celeste, si no es en la manera de observar la
vida evangélica; por eso el Apóstol declarará que el
hombre celeste no lo es por la sustancia corporal, sino por
la futura claridad: Uno es el esplendor de los celestes y
otro el de los terrenos. Así es porque una es la divinidad
de los santos y otra cosa es la conducta de los pecadores.
18. Por eso debéis tener como algo bien claro que esta
distinción entre el hombre terreno y el celeste no se da en
la sustancia de la carne, sino que está en la diferencia de la
carne. Pues como llevamos la imagen del terreno,
llevaremos también la del celeste. ¿Cómo llevaremos la
imagen del hombre terreno si no es por la comunión en la
transgresión, por el consorcio en la muerte y por el
destierro del paraíso?
19. Y así, dice, llevaremos la imagen del hombre celeste,
esto es, constituidos en el mismo cuerpo. Pero, ¿y cómo se
puede llevar la imagen del celeste si no es conformándose
a los rasgos de Cristo en total santidad, justicia y verdad?
Por tanto esa misma carne, en la que llevamos la imagen
del terreno por la comunión en el pecado y en la muerte,
es la portadora de la nueva imagen del celeste, si nos
comportamos bien, es decir, con fe, santidad y verdad,
caminando y llevando una vida conforme a Cristo.
20. Pero si no creen al profeta que predica la
resurrección de la carne, que crean al menos al mismo
Señor, que a ejemplo de nuestra resurrección, hizo volver
a la vida a Lázaro después del hedor de la muerte de
cuatro días, mandando que lo devolviesen a los suyos.
Abiertos también los sepulcros en la pasión, resucitaron
los cuerpos de los santos, como asimismo está escrito en
este lugar: Esto dice el Señor: he aquí que yo abriré
vuestras tumbas y os haré subir de vuestros sepulcros. Y
conoceréis que yo soy el Señor.
29. ¿Y qué tiene de extraño si el Señor resucita a los
muertos, cuando al mismo hombre que no existía, lo
plasmó del barro de la tierra? Porque es más fácil reformar
lo que existió, que hacer lo que no tenía existencia.
Además, he aquí que para consuelo nuestro toda la
naturaleza piensa en nuestra futura resurrección: el sol se
hunde en el ocaso y nace otra vez, los astros desaparecen
para reaparecer, las flores mueren y reviven, después de
una vejez los arbustos echan hojas, las semillas si no están
corrompidas renacen.
30. Así serán también los cuerpos de los muertos en el
sepulcro. Así como los árboles ocultan su verdor en el
invierno y presentan ante nuestros ojos la aridez y
sequedad, del mismo modo todas las cosas se conservan
por medio de él, y se liberan de la muerte. Por
consiguiente, mucho más el hombre, que entre todas las
demás cosas, ha sido hecho el Señor de todos los que
mueren, para que domine a los que resucitan, cuya carne o
cuerpo el Hijo de Dios asumió y Dios resucitó de entre los
muertos.
31. Por tanto, no debes dudar de la resurrección. Y
aunque no desconozco que muchos desean que nada hay
después de la muerte, a causa más bien de la conciencia de
sus méritos, porque prefieren aniquilarse antes que
padecer en los suplicios, no obstante, lo quieran o no,
también esos han de resucitar en aquella carne que
pecaron y que negaron la resurrección para no sufrir los
suplicios eternos; pero en esa misma carne sufrirán la
ignominia de la muerte eterna. Mientras que en esa misma
carne los que cultivaron la santidad y la justicia,
conseguirán la gloria de la vida eterna. Y como la vida de
los justos que resucitan no tiene fin, porque ellos viven
para siempre, del mismo modo tampoco terminarán jamás
los suplicios que los malos padecerán en sus cuerpos,
según dice el Señor por medio del profeta Isaías: El
gusano de los que se rebelaron contra mí nunca morirá, y
su fuego no se apagará, siendo, además, objeto de horror
para toda carne. Y el mismo Señor dice en el Evangelio:
Id al fuego eterno preparado para el diablo y para sus
ángeles.
32. Este fuego eterno es sabio, de tal manera que quema
y renueva, desgarra y alimenta; de hecho tiene el ejemplo
de los volcanes Etna y Vesubio y de cuantos están en
erupción en todo el mundo: abrasan y no se consumen,
arden y no se reducen a cenizas; y así aquel incendio
punitivo del infierno no se alimenta con las yescas de los
que arden, sino que se nutre con la incompleta
consumación del cuerpo. Por eso, amadísimos hermanos,
como se constata lo suficiente en el misterio de la
resurrección de la carne - si el castigo se impone para los
malos, la esperanza del reino celeste es promesa para los
fieles - no nos queda otra salida que entregarnos a las
buenas obras insistiendo en toda santidad, perseverando en
la fe y en la justicia, a fin de resucitar para la gloria, no
para el castigo. Amén.
Sobre el martirio y la victoria de la fe sobre el Anticristo.
Tratado XVIII. 1. En aquellos días, y en el año
decimoctavo, hizo el rey Nabucodonosor una estatua de
oro.
Aunque la solemnidad del día y la presente lectura nos
advierte, amadísimos hermanos, que debemos hablar del
bien del martirio, sin embargo, el mismo tema, del que es
necesario que hablemos, es tan sublime y tan magnífico,
que en realidad no puede ni encomiarse ni celebrarse
convenientemente con el lenguaje humano. Temo, por lo
tanto, que la pobreza de mi lenguaje disminuya la gloria
tan ilustre de estos bienaventurados mártires,
ensalzándolos menos de lo que realmente merecen.
2. Pero, ¿y qué haré, amadísimos hermanos, si por una
parte la festividad del día y la presente lectura me obliga a
hablar, y por otra la sublimidad del tema reprime mi mente
confundida de gozo? Por eso, estoy dando vueltas en
oscilaciones de mi corazón entre una y otra cosa; no digo
lo que siento, y sin embargo, no puedo callarme; deseo
contener mi alegría, pero cuanto más la contengo más me
sale; deseo proclamarlo, pero me lo impide la pequeñez de
mi pobre y mezquino lenguaje.
3. Qué desgraciado me siento al sentirme incapaz de
explicar con palabras esta sublime tarea. Me da apuro
hablar de los santos por miedo a mentir. Sin embargo, es
mejor llamar a la puerta e investigar que entorpecerse con
la languidez de la pereza; porque en realidad, aunque no
puedo ofrecer el honor debido, me basta con tener el deseo
de elogiar.
4. Así, pues, estos tres jóvenes piadosos: Ananías,
Azarías y Misael, cuando rechazan adorar la estatua del
rey, inmediatamente son condenados al fuego. Pero ellos,
sin temer para nada el fuego, respondieron con suma
firmeza y lealmente al rey: Si nuestro Dios, a quien
servimos puede librarnos del horno de fuego abrasador y
de tu ira, nos librará. Y aunque no lo hiciera, has de
saber, oh rey, que no serviremos a tu dios ni nos
postraremos ante la estatua de oro que has erigido.
5. Oh gloriosa fe e invicta piedad, que, abandonándose
del todo al poder de Dios, se promete la victoria de una
parte y de otra, o bien que Dios era poderoso para librarlos
del horno del fuego que ardía, o bien que seguros de la
futura inmortalidad despreciasen la vida presente. Aunque
preferían morir antes que violar los derechos sagrados de
la religión, sin embargo, para que no pareciesen que
mentían al rey sobre el poder de Dios, por eso mismo
merecieron ser librados del incendio del horno que ardía.
6. Dijeron pues: Dios es poderoso para librarnos del
horno del fuego que arde. Por eso sucedió que, aunque las
llamas chisporrotearan con chasquidos frecuentes y con
bocanadas impresionantes, el fuego no se acercó a los
cuerpos inocentes, porque aquel combustible se apartaba.
De hecho, animados con aquel soplo de rocío, hasta sus
vestidos permanecieron ilesos en medio de aquel horno de
fuego ardiente, y cantaban himnos con su lengua, y como
con una sola boca glorificaban a Dios con alabanzas e
himnos.
7. No hay nada, amadísimos hermanos, que pueda
negarse a la fe sincera, porque no hay ninguna otra cosa
que Dios nos exige más que la fe. Dios ama la fe, la busca,
a ella le promete y le atribuye todo. Tu fe, dice, te ha
salvado; y, Sé fiel hasta la muerte; y, El justo vive de la fe;
el que persevere hasta el fin, dice, se salvará. Daniel nada
le niega a la fe, y le asegura al rey que para ella nada es
imposible. Pues está escrito: al que venciere le daré a
comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de mi
Dios.
8. Y así promete que dará a los victoriosos aquel maná,
así pondrá en sus cabezas la corona de la vida eterna, así
presta su ayuda cuando da su aprobación, así entrega la
estrella centelleante de la mañana con el resplandor de los
rayos, así concede el que se siente sobre su trono con la
potestad vicaria de su honor, así hace recibir también la
vara férrea e invicta de su poder, así promete que Él ha de
estar con los mismos, como el que ofrece el banquete de la
alegría y del placer, y para decirlo en síntesis, da todas
aquellas cosas que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la
mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que
le aman, exhortándonos con estas promesas, no sólo a que
la fe se inicie, sino que permanezca.
9. No es precisamente grandiosa la fe en sus comienzos,
pero si nunca deja de existir, será gloriosa. Y por eso, estos
tres jóvenes piadosos rompieron con una invicta fortaleza
de espíritu todas las amenazas y terrores del crudelísimo
tirano, porque permanecieron fieles al Señor.
10. Confieso que yo me admiro de cómo el rey
Nabucodonor, gentil y bárbaro, pudiera reconocer al Hijo
de Dios en el horno de fuego, como una cuarta persona en
medio de aquellos tres jóvenes, pues dice así: ¿no hemos
arrojado al fuego a tres hombres? Pero he aquí, dice, que
yo veo el cuarto, semejante al Hijo de Dios, al que con
anterioridad no había conocido, ni nadie había oído hablar
de Él, a no ser aquel antiguo enemigo, es decir, el ángel
apóstata.
11. Este ángel apóstata había entrado en Nabucodonosor
para obligarle, al servicio del Anticristo, a hacer la estatua
de oro, y entregar al fuego a los hombres justos; el mismo
ángel apóstata, vencido por el poder divino, habló por
medio de Nabucodonosor que éste es el Hijo de Dios, al
que conocía que había venido para la salvación de los tres
jóvenes; y el ángel lo conoció, siendo ángel o siendo
transgresor al recibir de Él la sentencia en el paraíso. De
esto se deduce la capacidad de la sabiduría cristiana para
conocer el valor de la fe, la cual pudo cambiar la
naturaleza de la llama en refrigerio de viento.
12. Tampoco debe pasarse en silencio, el hecho de que el
rey Nabucodonosor mandara adorar esta estatua. ¿Qué
ventaja, qué dignidad o qué gloria iba a conseguir, si los
hombres adorasen esta estatua? Si Nabucodonosor,
además del poder de su reino, deseaba todavía otra gloria
mayor no se entiende que no hubiese ordenado su
adoración en persona antes que una estatua, la cual no
tenía vista, ni oído, ni movimiento propio, ni sensibilidad.
13. La estatua representaba propiamente la figura del
Anticristo; por eso se elaboró, no tanto por voluntad del
rey Nabucodonosor sino por voluntad del diablo que
mandaba en él; por lo demás, Nabucodonosor era
inconsciente de lo que hacía. De hecho, la estatua era de
oro, porque el mismo Anticristo había de ser rey
poderosísimo de este mundo; pues, una vez vencidos los
diez reyes romanos que existieron en aquel tiempo y que
le fueron revelados a Daniel en la figura de los diez
cuernos, él solo había de dominar el imperio en todo el
mundo.
14. El hecho de que la estatua tuviese sesenta codos de
altura por seis de anchura indica el misterio del mismo
nombre del Anticristo; y por eso, dice en el Apocalipsis el
bienaventurado Juan: El inteligente pruebe a descifrar el
número de la Bestia, que es número humano. El
seiscientos sesenta y seis es su cifra. Por este número se
manifiesta el número del Anticristo y todo el misterio de
su iniquidad, por el que ha de ser reconocido cuando se
presente.
15. Esta cifra del nombre del Anticristo se compara con
la medida de aquella estatua construida con la altura de
seiscientos codos de altura y seis de anchura. Pero, ¿dónde
están los seiscientos que nos dan la totalidad del nombre
del Anticristo? Nabucodonosor significa porción y el
Anticristo es la plenitud de toda iniquidad; y por eso
construirá la porción del número en la estatua del mismo,
pero la plenitud de toda la iniquidad lo realizará el mismo
Anticristo cuando venga. Y por eso su altura era de
seiscientos codos y la anchura de seis codos.
16. De hecho, cuando venga aquel maldito, hará
igualmente una estatua de oro, como testifica la Escritura
en el Apocalipsis, la cual no contendrá únicamente una
parte, sino la totalidad del mismo número.
17. La dimensión que tenía el número de seiscientos
sesenta y seis codos, es lo que vamos a advertir ahora, esto
es, seis centenares, seis décadas y seis mónadas. Aquí el
número senario es el mundo en el cual domina toda clase
de transgresión, porque fue hecho en seis días y por seis
mil años, que son los seis días del Señor, domina la
iniquidad, según está escrito: Por la envidia del diablo
entró la muerte en el mundo , y concluido el año del sexto
milenio acabará toda iniquidad, y el diablo volverá a ser
atado en el abismo. Por consiguiente, así como el mundo
fue hecho en seis días, y en el año seis mil pasará la figura
de este mundo, de igual modo el número senario del
Anticristo terminará con toda su malicia en el día sexto del
Señor, que es el año seis mil.
18. Pero no penséis que aquello no ha sido provisto por
parte de Dios sin una gran razón, de tal modo que cuando
en otras cosas o motivos solía arder el horno hasta siete
codos, aquí se encendió siete veces más de lo
acostumbrado, esto es, hasta cuarenta y nueve codos. Pero
¿y cuál es esta razón por la cual la llama del horno creció
hasta siete septenas de codos? El mundo, pues, en el que
actualmente habitamos buenos y malos, fue hecho en siete
días y bendecido en el séptimo; así también en los seis
días del Señor, esto es, en los seis mil años del mundo,
como dije más arriba, se realiza la obra y en el día séptimo
del Señor será el reino de los santos.
19. Por consiguiente, siete veces siete hacen cuarenta y
nueve; terminados los cuales, se abre el horno del infierno
y se manifiesta la segunda muerte, y entonces se dará a los
justos la claridad del septiforme como el soplo del
refrigerio; y a los pecadores, por el contrario, un castigo
séptuple, según las siete cabezas del dragón, y como
refiere la Escritura en el Apocalipsis , se les infligirá el
fuego del infierno.
20. Pero basta ya, amadísimos hermanos, de recordar
algunas cosas sobre tantos temas, a fin de que sepáis en
qué misterio de iniquidad hizo el diablo aquella estatua
por medio de Nabucodonosor, estatua que los tres jóvenes
piadosos no quisieron adorar, no sea que pareciese que en
esta estatua adoraban al Anticristo, cuya imagen
representaba. En consecuencia, si aquellos, por los cuales
Cristo todavía no había padecido, sufrieron tanto por Dios
y por las leyes sagradas, ¿cuánto más nosotros por quienes
el Hijo de Dios se dignó nacer según la carne y además
padecer, y que incluso nos libró de la muerte con el precio
de su sangre, y que nos hizo, asimismo, deudores de sus
ingentes beneficios, cuánto más, repito, debemos soportar
toda clase de sufrimientos con espíritu generoso por el
nombre de Cristo? Porque aquel que ha sido liberado una
vez en Cristo, no tolera la tiránica esclavitud.
21. La libertad cristiana desconoce cualquier temor. Para
esto hemos renacido del agua y del Espíritu Santo, para
esto hemos conseguido el perdón de los antiguos
crímenes, para esto hemos testificado el creer delante de
muchos testigos, para estas cosas, como soldados de
Cristo, juramos las palabras de los misterios. Para esto,
asimismo, consignamos por escrito nuestro combate, y por
eso hemos recibido la recompensa de la salvación, y
hemos recibido también de Cristo los dones de los
carismas; advertimos, además, que estamos revestidos con
el escudo de la fe y con la coraza de la justicia para que
sigamos sin temor en este campo de batalla a nuestro Jefe.
22. De todo esto puede verse lo que nos enseñan
claramente esas cosas: que en este campo de batalla no
hay que volver las espaldas, ni suprimir grados, ni hay que
deponer las armas, ni arrojar los dardos, ni buscar los
campamentos de los enemigos, sino más bien hay que
morir por Dios y por las leyes sagradas.
23. Por medio de Cristo se ha encontrado un nuevo
género de salvación: morir para no perecer, morir para
vivir, según dice el mismo Señor: El que halla su vida, la
perderá, y el que perdiere su alma por causa de mi
nombre, la encontrará para la vida eterna. Por todo esto
se vencen fácilmente todos los sufrimientos, cuando se
pone ante los ojos la gloria de los mismos tormentos, y
cuando no se tiene en cuenta aquellas cosas que desgarran,
dado que a esos sufrimientos se otorga una gran
recompensa.
24. Como veis, han de permutarse las cosas
insignificantes por las grandes, las extraordinarias por las
inapreciables, y las caducas por las consistentes. Dejemos
este mundo, para que se haga más nuestro aquel mundo,
entreguemos nuestra corta vida, para que, al morir,
reparemos en nosotros la eterna, como dice el Señor: No
temáis a aquellos que matan vuestro cuerpo, pero que no
pueden matar vuestra alma; cayendo, pues, nos
levantamos, y extinguidos vivimos, y expulsados de la
tierra ocupamos el cielo, y los que estamos bajo sentencia
pronunciamos la sentencia.
25. Y por eso rogamos y pedimos a vuestra santidad, oh
bienaventurados mártires, que os dignéis acordaros de
nosotros para que también nosotros que creemos con igual
fe en Cristo, Hijo de Dios, merezcamos conseguir y
obtener con vosotros la misma gloria con el triunfo de la
pasión del martirio. Que nos los quiera conceder Dios
Padre todopoderoso por Nuestro Señor Jesucristo.
AURELIO PRUDENCIO
PSICOMAQUIA
Cristo, compasivo siempre con los graves trabajos de los
hombres, que eres invocado por la virtud del Padre y por
la tuya propia, que es una misma (pues adoramos a un solo
Dios en ambos nombres, no sólo es Dios el Padre, porque
tú, Cristo, eres Dios que procede del Padre): enséñanos,
Rey nuestro, con qué guerreros pueda nuestra mente
armada echar las culpas del fondo del corazón.
Siempre que se produce una sedición en el interior,
turbados nuestros sentidos, y fatiga al alma el conflicto de
miserias, dinos cuál es entonces la mejor defensa para
salvaguardar la libertad del alma contra las furias
esparcidas por las entrañas; pues Tú, buen Maestro, no nos
dejaste a los cristianos, pobres de virtudes y necesitados de
fuerzas, a merced de los vicios devastadores. Tú mandas
luchar aguerridamente a los escuadrones libertadores para
que debelen el cuerpo, tú mismo preparas el alma con
estrategia eficaz para que combata las inclinaciones del
corazón y lo domeñe a tu imperio.
Tenemos un secreto para vencer en todo tiempo, y es el
conocer constantemente las fuerzas de las virtudes
alineadas y los monstruos contrarios que pretenden
atacarlas.
La Fe y la Idolatría
La primera que sale a luchar al campo la dudosa suerte
del combate es la Fe, con sencillo aparato, desnudos los
hombros, con abundante cabellera y los brazos al aire.
Porque, ardorosa por el repentino calor de la alabanza, se
ha echado al nuevo combate sin cuidarse de los dardos ni
del escudo; pero, confiando en su fuerte pecho, provoca
los peligros de la cruel guerra para superarlos con sus
miembros no protegidos.
He aquí que, trabadas sus fuerzas, la Idolatría se atreve a
herir la primera a la Fe; pero ésta, cobrando bríos
inusitados, sojuzga la cabeza hostil y las sienes rodeadas
con las vendas del sacrificio, y pega al suelo aquella boca
saciada de sangre de bueyes sacrificados, y pisa con su pie
aquellos ojos quebrados por la muerte. Oprimido el cuello,
angustia al espíritu maligno, y largos suspiros oprimen la
trabajosa muerte.
Salta de júbilo la victoriosa legión que, formada por mil
mártires, había excitado la Fe contra el enemigo, entonces
distribuye coronas de flores a sus fuertes compañeros y los
manda vestir de púrpura según el mérito de cada uno.
La Castidad y la Lujuria
Luego, dispuesta a luchar en el campo de grama, sale
con brillantes armas la Castidad, a quien combate la
sodomita Lujuria blandiendo su antorcha tradicional.
Lanza contra la cara de la virgen la tea sulfurosa, dirige la
llamarada contra sus ojos e intenta ahogarla en el denso
humo.
Pero la virgen, impertérrita, hiere con su guijarro la
diestra de la furia ardiente y rompe los dardos de la cruel
loba, y, apagadas las teas, las aparta de su propio rostro.
Viéndola entonces desarmada, introduce la espada en la
garganta del vestiglo, que arroja ardientes vapores,
mezclados con sangre y cieno, y, exhalando su espíritu
hediondo, inficiona todo el aire.
Esto es lo que tiene – exclama la Castidad a los suyos -;
éste será tu fin; desde hoy quedarás derrocada para
siempre, ni osarás prender en adelante las llamas traidoras
en las carnes de los siervos de Dios, cuyas íntimas
reconditeces sólo arden con lámparas de Cristo. Me
admiro, ¡oh burladora de hombres!, el que hayas podido
recobrar tus fuerzas con la cabeza aplastada y avivar un
poco la respiración. Después que la cerviz segada de
Holofernes empapó de sangre lujuriosa el tálamo sirio,
después que la altiva Judit despreció las ricas nupcias del
adúltero capitán e impidió con la espada sus ardores
pecaminosos, y aunque mujer, reportó en magnífico
triunfo con mano fuerte, vengando mis injurias con ayuda
divina. Y esta matrona, aparentemente tan débil, luchando
como luchaba a la sombra de la ley antigua, significa
cómo han de luchar nuestros cristianos, a quienes se
infundió el verdadero valor en cuerpos terrenos, de tal
forma que débiles guerreros abatan las cabezas más
altivas…
La Paciencia y la Ira
He aquí que la Paciencia, modesta y grave en su
semblante, permanecía tranquila en medio de todos los
combates, de los tumultos y de las heridas y contemplaba
con pacientes ojos las entrañas de los combatientes,
abiertas por los dardos. Contra ella se lanza la Ira
hinchada, férvida y respirando fuego, retorciendo sus ojos
sangrientos, bañados en hiel; y como experimentada en la
guerra, la desafía con la espada y con la voz; e impaciente
por la tardanza, le dispara un dardo y la injuria con la
boca, haciendo vibrar la cimera del morrión. “Ahí va - le
dice - menospreciadora de nuestro Marte; recibe el hierro
mortal en tu impasible pecho y no te duelas, porque es
vergonzoso para ti quejarte del dolor”. Lo dijo vibrando.
Suelta entonces una saeta rápida a través del aire ligero,
y, certera, va a dar el golpe bajo al estómago mismo, pero
se rompe al chocar con la resistencia de la resistente
loriga. Porque la prudente virtud había cubierto sus
hombros con una coraza triple de sólido diamante y había
echado sobre todos sus miembros una fúlgida armadura.
Así, pues, la Paciencia permanece tranquila contra toda la
nube de dardos del monstruo, airado sobremanera; espera
que la Ira perezca por su propio empuje. Y así fue, porque,
después que la Ira encendida fatigó sus brazos como una
bárbara guerrera y su mano vacía se cansó con la nube de
dardos inútiles, viendo que sus dardos caían al suelo
después de describir un breve trayecto y que sus lanzas se
rompían en golpe inútil, la mano impía requiere la espada
y, con ella levantada, va a herir a la Paciencia. Alza la
diestra sobre sus sienes y descarga un golpe terrible en
medio del cerebro. Pero el casco de bronce, hecho de
metal fundido, emite un sonido seco y hace rebotar el
corte; el yelmo impenetrable rompe también el duro acero
y, aunque acusa el duro golpe, no se hiende y se protege de
todas las heridas.
Cuando la Ira advirtió que la hoja de su espada quedaba
hecha añicos y que en sus manos no restaba más que la
empuñadura libre del corte, loca de enojo, arrojó el mango
de marfil y el ornato malhadado de su vergüenza y echó
lejos de sí los recuerdos de la derrota, y, enfurecida, se
lanza a buscar su muerte. Toma para ello del polvo uno de
los muchos dardos que había lanzado baldíamente, lo
clava en el suelo punta arriba y, echada sobre él, se
atraviesa los pulmones con ardiente herida.
Llega la Paciencia junto a ella y dice: “Hemos vencido
al confiado vicio con el arte acostumbrado, sin exponer a
peligro alguno ni la sangre ni la vida. Mi naturaleza tiene
esta forma de combatir: agotar con la resistencia las furias,
el pelotón de todos los males y los esfuerzos de la rabia.
La sinrazón es el mayor enemigo de sí misma, se mata ella
sola con furor, y la Ira, encendida, se atraviesa con sus
propios dardos”.
Y dicho esto, disgrega impunemente las hazes contrarias
acompañada de un egregio varón, pues hay que saber que
Job había permanecido durante todo el combate junto a la
invicta capitana con el rostro severo todavía, y anhelante
por sus muchas pruebas; pero ahora sonríe ya cerradas las
heridas de su desfigurado rostro y cuenta los trabajos de
mil batallas denodadas, sus premios y las derrotas de los
enemigos por el número de las cicatrices que adornan su
cuerpo. Ahora la virtud le manda descansar de todo el
fragor de las armas, multiplicar sus posesiones con el botín
y olvidarse de lo perdido anteriormente.
Disuelve ella todos los ejércitos del campo de batalla,
recorriéndolo intacta en medio de una lluvia de saetas; a
todos se une como compañera y presta su auxilio decidido
la fuerte Paciencia. Ninguna otra virtud traba el combate a
cuerpo sin esta virtud, pues todas las demás son inválidas
sin la cooperación de la Paciencia.
CATHEMERINON
Prefacio y confesión personal
Tengo en la actualidad cincuenta y siete años, se
aproxima el fin, y Dios va mostrando a mi ancianidad el
día vecino. ¿Qué cosa de provecho he llevado a término en
el decurso de un tiempo tan largo?
La edad primera la pasé bajo las férulas batientes de los
maestros. La mocedad viciosa me enseñó luego a fingir y
no pasó inocuamente por mi alma.
La insolencia peligrosa y la ostentación provocativa, ¡ay,
me avergüenzo y me pesa!, manchó mi juventud con sus
inmundicias y su lodo.
Luego, los pleitos predispusieron mi alma ya confusa, y
la funesta obstinación del triunfo forense me guió en
multitud de casos escabrosos.
Dos veces goberné ciudades nobles con las riendas de
las leyes, e hice justicia, siendo la égida de los buenos y el
terror de los malos.
Por fin, la liberalidad del príncipe me puso en el
escalafón militar, destinándome cerca de sí en un orden
próximo a su persona.
Mientras la vida me conducía voluntaria por estas
vicisitudes, cayó sobre mi cabeza de anciano la canicie,
arguyéndome del olvido del viejo cónsul Salia, bajo cuyo
consulado nací.
Cuántos inviernos hayan pasado y cuántas veces hayan
sustituido las rosas al hielo de los prados, la nieve de mi
cabeza te lo dice.
¿Aprovecharán, por ventura, tales bienes o tamaños
males después de la descomposición de la carne, cuando la
muerte destruya cuanto soy, cuanto yo he sido en el
cuerpo?
A ti, quienquiera que seas, debo advertirte que tu
esperanza ha perdido el mundo que habita; no es de Dios,
tu poseedor eterno, lo que has deseado.
Enmiende, pues, el alma pecadora su camino al fin de la
vida; alabe a Dios con sus cantos, si no puede glorificarle
con sus méritos.
Llene el día con sus cánticos; no descanse durante la
noche; ¿no va a cantar a Dios? Luche contra la herejía,
exponga la verdad católica.
Que Roma pisotee los templos de los dioses y denigre
tus ídolos, entone sus poemas a los mártires, celebre a los
apóstoles.
Plegue a Dios que, mientras canto o escribo mis poemas,
pueda verme libre de estas amarras y remontarme hasta el
punto a que me llevará la móvil lengua con su última
palabra.
Himno al canto del gallo
El ave mensajera del alba que la luz está próxima;
Cristo, despertador de las almas, nos llama a nueva vida.
Dejad ya – nos dice – los lechos tristes, soñolientos,
perezosos, y vigilad castos, rectos y sobrios, porque ya
estoy próximo.
Tarde deja el lecho quien al sol resplandeciente no se
adelanta, a no ser que haya consumido gran parte de la
noche en el trabajo.
La voz del gallo que despierta a las aves, sus
compañeras, antes que brille la luz del día, es figura de
nuestro Juez.
Nos incita a dejar el reposo, protegido por espesas
tinieblas y cubierto con las colchas perezosas, en el día
que se avecina.
Para que, cuando la aurora llene el cielo con sus auras
luminosas, confirme la esperanza de la luz a los que
hallare trabajando
Este sueño dado para un tiempo es imagen de la muerte
eterna; los pecados, como una noche tétrica, obligan a
acostarse y a roncar.
Pero la voz de Cristo maestro desde lo alto nos avisa que
la luz está cerca, para que las almas no se arrastren en la
tibieza.
Para que el sueño no oprima el pecho envuelto en el
crimen, olvidado de su luz hasta el final de una vida
disipada.
Dicen que los demonios dispersos, alegres durante las
tinieblas de la noche, se atemorizan con el canto del gallo,
y, precipitados, huyen a la desbandada.
Pues la proximidad de la odiada luz, de la salud, de la
gracia, roto el escondrijo de las tinieblas, pone en fuga los
satélites de la noche.
Conocen, sagaces como son, que es éste el signo de la
prometida esperanza, por la cual, libres nosotros del sopor
del pecado, esperamos la venida de Dios.
El Salvador manifestó a Pedro el misterio que en este
ave se encierra, anunciándole que le negaría tres veces
antes de que el gallo cantara.
El crimen se comete antes de que el heraldo de la luz
próxima ilustre e ilumine a los hombres y traiga el fin del
pecado.
Lloró el negador por fin, una vez salida la perfidia de su
boca, permaneciendo siempre el corazón amante e
iluminado por la fe del alma.
Y ya en lo sucesivo guardó también refrenada la lengua
y, oído el canto del gallo, dejó de pecar el justo.
Por eso, todos creemos que es durante ese tiempo de
reposo, en que el gallo jovial canta, cuando Cristo resucitó
de entre los muertos.
Entonces fue vencido el rigor de la muerte, entonces fue
sojuzgado el derecho indiscutido del infierno, entonces la
pujanza del día retiró las tinieblas de la noche.
Basta, basta ya de crímenes, cese la oscura culpa, que el
pecado mortal, oprimido por su sueño, languidezca para
siempre.
En cambio, que el espíritu vigilante pase las noches en
pie en sus ocupaciones, todo el tiempo que reste, mientras
se cierra la barrera de las tinieblas.
Llamemos a Jesús con lágrimas, con ruegos, con ayunos;
la oración asidua aleja el sueño de los corazones limpios.
Demasiado ha oprimido ya el letargo absoluto,
atolondrado y amortecido el sentimiento que vagaba en
sueños vanos, mientras tenía aprisionados los miembros de
nuestro cuerpo.
Frivolidad y falsía es cuanto hemos obrado como
dormidos, inspirados por la gloria humana; vigilemos,
aquí está la verdad.
El oro, el placer, el gozo, las riquezas, los honores, la
fortuna, todos los males que nos llenan de humo son la
nada, llega el día.
Tú, Cristo, disipa el sueño, rompe las ataduras de la
noche, perdona el viejo pecado, llénanos de la luz nueva.
PAULO OROSIO
HISTORIAS CONTRA LOS PAGANOS
Prólogo. 1-10. He obedecido tus mandatos,
bienaventurado padre Agustín, y ojalá que lo haya hecho
con tanta eficacia como buena voluntad. No me ha
preocupado el resultado, si he logrado lo que quería o no.
A ti te preocupaba si yo podría hacer lo que me mandabas;
pero a mí, por mi parte, me bastaba con dar testimonio de
obediencia, aunque acompañándola con mi buena
voluntad y mi esfuerzo… Porque como mi obediencia
debe plegarse a los deseos de tu paternidad y como toda
obra mía, que procede de ti y vuelve a ti, es tuya; yo, por
mi parte, en según mi capacidad, sólo he puesto el haber
trabajado con agrado. Me ordenaste que escribiera contra
la vana maldad de aquellos que, ajenos a la ciudad de
Dios, son llamados “paganos” por los pueblos y villas de
campo en que viven, o “gentiles”, porque gustan de las
cosas terrenas. Esta gente no se preocupa del futuro, y
además de olvidar o desconocer el pasado, atacan los
criterios actuales como si estuviesen infectados de males
más de lo debido, sólo porque ahora se cree en Cristo y se
adora a Dios, mientras que sus ídolos son menos adorados.
Me ordenaste, pues, que, de todos los registros de historias
y anales que puedan tenerse en el momento presente,
expusiera, en capítulos sistemáticos y breves de un libro,
todo lo que encontrase: desastres de guerras, estragos de
enfermedades, desolaciones por hambre, situaciones
terribles por terremotos, acontecimientos insólitos por
inundaciones, terrores por erupciones de fuego volcánico o
crudezas por caídas de rayos o de granizo, o incluso las
miserias ocurridas en siglos anteriores por parricidios y
otras ignominias.
11-14. Y pensando, sobre todo, que no merecía la pena
distraer con una obra liviana a tu reverencia ocupada en la
redacción del undécimo libro contra estos mismos paganos
– ya los primeros vestigios de los otros diez, en cuanto han
salido de la atalaya de tu clarividencia en cuestiones de
Iglesia, han brillado por todo el mundo –. Y dado que tu
hijo espiritual, Julián de Cartago, siervo de Dios, exigía
que se satisficieran sus deseos en este asunto con las
garantías que él pedía, me puse manos a la obra y me sumí
yo mismo en la más profunda confusión; y ello, porque
antes, cuando consideraba este asunto, me parecía que las
desgracias de los tiempos actuales bullían superando todas
las previsiones; y porque ahora he comprobado que los
tiempos pasados no sólo fueron tan opresores como estos
actuales, sino que fueron tanto más terriblemente
desgraciados cuanto más alejados estaban de la medicina
de la auténtica religión; de forma que con razón, tras mi
análisis, ha quedado claro que reina la sangrienta muerte,
cuando la religión, enemiga de la sangre, es olvidada; que,
mientras la religión brilla, la muerte se oscurece; que la
muerte termina, cuando la religión prevalece; que la
muerte no ha de existir en absoluto cuando impere sólo la
religión.
15-16. Hay que exceptuar, por supuesto, y dejar de lado
los últimos días del fin del mundo y de la aparición del
Anticristo o incluso del juicio final, para los cuales nuestro
Señor Jesucristo, por medio de las sagradas Escrituras, e
incluso con su propio testimonio, predijo la existencia de
desgracias cuales nunca antes existieron, de acuerdo con
aquello que ahora y siempre es criterio de discriminación,
pero que actuará entonces con una separación más clara y
rigurosa: los santos merecerán acogida en virtud de sus
tribulaciones de otros tiempos; y los malvados, la
perdición.
Gestas del rey Nino, y la desgracia humana con Adán.
1.1.4-11. He decidido contar el comienzo de las
desgracias humanas partiendo del primer pecado humano,
escogiendo sólo unos pocos y breves ejemplos. Desde
Adán, el primero de los hombres, hasta el rey Nino “el
Grande”, como le llaman, época en que nació Abraham,
pasaron 3184 años; años que han sido omitidos o
ignorados por todos los historiadores. Desde Nino por otra
parte, o desde Abraham, hasta César Augusto, es decir,
hasta el nacimiento de Cristo, que tuvo lugar en el año
cuadragésimo segundo del reinado de Augusto, cuando,
tras firmarse la paz con los partos, se cerraron las puertas
de Jano y acabaron las guerras en todo el mundo, se
contabilizan 2015 años, en los cuales los autores de los
hechos y los escritores de los mismos han tratado las
posibles actividades del ocio y del no-ocio en todo el
mundo. Por ello el propio tema obliga a escoger muy
brevemente una pocas ideas de aquellos libros que,
dejando a un lado el origen del mundo, han creído en los
hechos pasados, por la carga profética de éstos y porque
son prueba de subsiguientes hechos. Y ello lo hacemos no
porque pensemos imponer la autoridad de hechos pasados
a nadie, sino porque merece la pena advertir acerca de una
opinión extendida que yo comparto con todos los demás.
En primer lugar, porque, si es cierto que el mundo y el
hombre son regidos por la providencia divina, la cual es
tan generosa como justa, es sobre todo el hombre, débil y
obcecado por la mutabilidad de su naturaleza y por la
libertad de su independencia, el que debe ser dirigido con
generosidad y corregido con justicia por ser carente de
energía, y desmesurado en el uso de su libertad. Con razón
podrá comprobar cualquiera que contemple al género
humano por sí y en sí mismo que este mundo, desde el
comienzo de la humanidad, se rige por alternancias de
períodos buenos y malos.
11-13. En segundo lugar, puesto que sabemos que desde
el primer hombre hubo ya pecado y castigo a ese pecado, y
dado también que esos que empiezan sus historias en
épocas medias no describen sino guerras y desgracias,
aunque no recuerden los hechos anteriores: guerras, que
no pueden llamarse sino males que asolan todo; y aquellas
desgracias de entonces, lo mismo que las de ahora, no son
sino la suma de pecados manifiestos y ocultos castigos a
esos pecados; supuesto todo esto, ¿qué problema habrá en
que yo aborde desde el comienzo lo que aquellos
historiadores sólo tocaron mediada ya la historia, y
testimonie, aunque sea en un corto relato, de que aquellos
primeros siglos, que ya he mencionado conocieron
desgracias semejantes?
14-17. Y como tengo intención de hablar desde la
creación del mundo hasta la creación de Roma, y, después,
hasta el principado de Augusto y el nacimiento de Cristo,
a partir del cual el gobierno del mundo ha estado bajo el
poder de Roma, y, por fin, en la medida en que no me falle
la memoria, incluso hasta nuestros días. Porque lo juzgo
necesario para mostrar, como desde una atalaya, los
conflictos del género humano y el fuego de este mundo
que, por así decirlo se inició con la chispa de los placeres
y arde de males por todas partes. Es necesario, pienso, que
describa en primer lugar la totalidad de las tierras
habitadas por el género humano, tal como fue distribuido
en un primer momento por nuestros mayores en tres partes
y tal como, después, fue delimitado en regiones y
provincias. De esta forma, cuando se hable de las
desgracias de guerras y enfermedades ubicadas en un
lugar, los lectores entenderán mejor no sólo la importancia
de los hechos y su tiempo, sino también la de los lugares.
Dios prepara en la paz de Augusto la llegada de Cristo
6. 1.1. Todos los hombres, pertenezcan a cualquier
escuela filosófica o adopten el tipo de vida que sea, se ven
inclinados por una recta disposición natural a respetar a la
sabiduría, de forma que, aunque de hecho no antepongan
el elemento racional de su inteligencia a los goces del
cuerpo, sin embargo, para sus adentros, saben lo que se
debe anteponer. Esa inteligencia, ilustrada por la guía de la
lógica, destaca entre las virtudes, gracias a las cuales, y
por una disposición natural, se remonta hacia lo alto; y si a
veces vuelve a recaer a causa de los vicios, se orienta al
conocimiento de Dios como si de una elevada meta se
tratase.
2-3. Y es que los hombres pueden despreciar
temporalmente a Dios, pero no pueden olvidarlo por
completo. A raíz de esa tendencia natural, algunos, porque
creían ver a Dios en muchos lugares, se imaginaron con
indiscriminado temor cantidad de dioses. Aunque ya hace
tiempo se apartaron de esa creencia gracias a la
intervención testimonial de la verdad revelada y a la
lucidez de la propia razón natural. Y sobre todo porque los
propios filósofos profanos, por no hablar de nuestros
santos, al investigar y estudiarlo todo con el sudoroso
esfuerzo de su inteligencia, descubrieron que había un solo
Dios, autor de todas las cosas y única meta definitiva de
todo cuanto existe. De ahí que todavía los paganos -
rendidos a la verdad revelada no tanto en su ignorancia
cuanto en su contumacia, y convencidos por nuestros
argumentos -, confiesen, que ya no adoran a muchos
dioses, sino a un solo Dios con sus auxiliares.
4-5. Todavía se abaten confusas discrepancias en torno
al conocimiento del Dios verdadero debido a las múltiples
conjeturas de la inteligencia, porque, en cuanto a la
existencia de un solo Dios, la opinión es ya casi unánime.
Hasta aquí ha llegado la inteligencia humana, aunque tras
muchas zozobras. Menos mal que cuando la razón flaquea,
viene en su ayuda la fe. Y es que, si no tuviéramos fe, no
entenderíamos absolutamente nada. Es del propio Dios de
quien puedes oír y al que puedes creer, lo que de verdad
quieras saber de Él. Pues bien, ese único y verdadero Dios,
cuya existencia aceptan, aunque con distintas
interpretaciones, todas las corrientes de pensamiento,
como ya dijimos, ese Dios que gobierna los cambios de
imperios y de épocas, que castiga también los pecados, ha
elegido lo que es débil en el mundo para confundir a lo
que es fuerte, y ha fundado el Imperio romano, sirviéndose
para ello de un pastor de paupérrima condición. Ese
Imperio, que se mantuvo largo tiempo en manos de reyes
y cónsules, tras apoderarse de Asia, África y Europa, cayó
en toda su administración en manos de un solo emperador,
poderosísimo él y clementísimo.
7-9. Durante el reinado de este emperador, al que casi
todos los pueblos honrarían con afecto y temor al mismo
tiempo, el Dios verdadero, que ya era adorado, en su
inquieta superstición, por los que lo ignoraban, abrió el
abundante manantial de su inteligencia y, con el fin de
enseñar más fácilmente bajo la apariencia humana a los
hombres, envió a su propio Hijo, que haría milagros
desconcertando a la condición humana, para demostrar la
falsedad de los espíritus a los que algunos habían honrado
como dioses; e hizo esto para que los mismos que no
habían creído en Él como hombre, creyeran en sus
acciones como obras de Dios. Así procedió para que, en
medio de aquella gran tranquilidad y paz que se extendía
por doquier, se propagara sin obstáculos la gloria de la
buena noticia y el rumor esperanzado de la anunciada
salvación; e incluso también para que, al dispersarse sus
discípulos por todos los rincones del mundo y distribuir
los bienes de la salvación entre todos, gozaran como
ciudadanos romanos que eran, de tangible libertad para
reunirse con sus conciudadanos y discutir con ellos. Me ha
parecido oportuno recordar esto porque precisamente este
libro sexto se extiende hasta César Augusto, a quien se
aplica cuanto acabo de decir.
La mayor prosperidad de Roma coincide con la llegada
de Jesús
7.1.1-2. Creo que se han aducido suficientes pruebas, sin
necesidad de ningún tipo de revelación, mostrar que la fe
es patrimonio de un puñado de elegidos, y al mismo
tiempo probar con la capacidad de la mente humana, que
el único y verdadero Dios es el anunciado por la fe
cristiana, y que ese Dios creó el mundo y cuanto existe; y
que organizó este cosmos a través de muchas y variadas
intervenciones, pese a que no fue reconocido en ninguno
de esos comportamientos. Al final lo consolidó todo en
una sola persona cuando se manifestó en una sola acción;
cuyo poderío y paciencia se expresan al mismo tiempo en
múltiples pruebas. En relación con ello acepto en cierta
medida que mentes estrechas y torpes no entiendan que se
pueda conjugar una paciencia tan grande con un poder tan
amplio. En efecto, si tenía poder, dicen, para crear el
mundo, para implantar la paz, para introducir en la
sociedad el culto y el conocimiento de su existencia, ¿qué
necesidad había de tan enorme o, como ellos piensan, tan
perniciosa paciencia, que tuvieron que pasar errores,
desastres y esfuerzos humanos cuando desde el principio
todo hubiera podido comenzar con mejor pie gracias a los
valores de este Dios que predicas?
3-5. A éstos yo podría responderles que, desde el primer
momento, el hombre fue creado y educado precisamente
para que, como fruto de su obediencia, viviera bajo las
leyes de Dios con paz y sin trabajo, y mereciera la
eternidad. Pero como abusó de la bondad del Creador que
le concedió la libertad, cambió la posibilidad de elección
en una rebelión obstinada y, a raíz de ese desprecio a Dios,
se olvidó completamente de Él. Era oportuno que Dios
diese pruebas de esa paciencia por dos motivos: primero
porque, por una venganza inmediata y definitiva al
desprecio del que había sido objeto, no quería hundir
definitivamente a su ofensor, mostrándose misericordioso;
por eso los sometió a tribulaciones. De este modo el
despreciador debería caer en la cuenta de que su
despreciado era el Todopoderoso; y en segundo lugar
porque era lógico que Dios, pese a la ignorancia del
hombre, continuara ejercitando con justicia su gobierno
sobre la humanidad, y ofrecer la posibilidad de recuperar
la gracia originaria desde el momento en que apareciera un
atisbo de arrepentimiento. Estos razonamientos, aunque
veraces y categóricos, sólo calarán en oídos de personas
fieles y obedientes. Sin embargo mis razonamientos ahora
se enfocan a incrédulos – que no sé si se convertirán en
creyentes -, indicaré más bien aquellos argumentos que,
aunque no los acepten, tampoco los podrán rebatir.
6. En lo concerniente a la capacidad de la inteligencia
humana, una cosa tenemos en común: en la vida todos
asumimos una religión, aceptando y adorando un poder
soberano. Lo único que nos separa unos de otros es la
creencia concreta; nosotros confesamos que todo cuanto
existe tiene su origen en un solo Dios y que se mantiene
gracias a Él; ellos piensan que hay tantos dioses como
cosas en el mundo. Y dicen: si se debe al poderío de ese
Dios que predicáis el hecho de que el Imperio romano
llegara a ser tan impresionante y poderoso, ¿por qué la
paciencia de ese mismo Dios ha sido un obstáculo para
que eso no ocurriera antes? A esta gente se la puede
replicar con su mismo argumento: “Si se debe al poderío
de los dioses que vosotros predicáis el hecho de que el
Imperio romano llegara a ser tan impresionante y
poderoso, ¿por qué entonces la paciencia de esos dioses
fue un obstáculo para que eso no sucediera antes?”; o ¿es
que esos dioses no existían?; o ¿era Roma la que todavía
no existía?; o ¿es que esos dioses todavía no eran
adorados?; o ¿es que Roma no les parecía todavía idónea
para coger el mando? Si es que todavía no existían esos
dioses, sobra toda discusión; pues, ¿para qué voy a discutir
sobre la indolencia de unos seres desde el momento en que
ni siquiera conozco su propia naturaleza? Pero si existían
ya esos dioses, como ellos argumentan, habrá que
culpabilizar a su supuesto poder, que se nos antoja
inexistente, o a su paciente espera vacía.
9-10. Pero aun suponiendo que existiesen ya esos dioses
con poderes para encumbrar a un pueblo, quienes no
existían todavía eran los romanos para poderlos realmente
encumbrar. De todos modos esta vía no sirve porque lo
que yo busco es un poder que pueda crear cosas, no una
técnica que perfeccione las ya existentes; y es que la
cuestión está planteada en torno a unos dioses a los que
ellos llaman grandes, y no en torno a unos malos
artesanos, a los que se les acaba el arte en cuanto les falta
la materia. Pues, si en esos dioses había presciencia y
voluntad, es más, dado que la presciencia es algo
connatural a ellos, por cuanto en las supuestas divinidades
que lo pueden todo, al menos en lo que a sus acciones se
refiere, la presciencia es lo mismo que la voluntad; y es
evidente que en lo referente a cualquier cosa, cuyo
conocimiento concibieran de antemano y a la cual
aplicaran su voluntad, lo oportuno sería no tanto esperar a
que sucediera sino crearla ya mismo; máxime cuando
dicen que su famoso Júpiter solía entretenerse
transformando montones de hormigas en grupos de
personas.
11. Por lo demás, creo que no hace falta añadir nada al
nulo respaldo de los dioses que recibían por sus
ceremonias sagradas, pues a pesar de sus continuos ritos
sagrados no hubo nunca final ni tregua en los incesantes
estragos, hasta que apareció la luz salvadora del mundo:
Cristo, por cuya venida la paz invadió al mundo romano,
lo cual, aunque pienso que ya lo he demostrado
suficientemente, intentaré ampliarlo más con unas cuantas
ideas.
Satisfacción por haber descrito el juicio de Dios y
cumplido el deseo de Agustín
7. 43,16-18. Podría aceptar una razonada crítica de los
tiempos cristianos, si se demuestra que desde la fundación
del mundo hasta ahora se hubieren logrado felices
situaciones como las de ahora. He señalado, creo, y he
mostrado, no tanto con palabras sino casi señalándolo con
mi dedo el final de tantas guerras, la caída de muchos
usurpadores, pueblos crueles apresados, oprimidos,
sometidos y aniquilados, sin apenas derramamiento de
sangre, sin ninguna lucha y casi sin muertes. Sólo falta que
nuestros detractores se arrepientan de sus maquinaciones,
se sonrojen ante la verdad, crean, teman, amen y
obedezcan al único Dios, que lo puede todo y cuyas
acciones, incluso las que ellos consideran malas, están
acreditadas de buenas.
19. Como me lo ordenaste, beatísimo padre Agustín, he
mostrado con la ayuda de Cristo, y con la mayor brevedad
y sencillez con que he sido capaz, las pasiones y castigos
de los pecadores, los conflictos del mundo y los designios
de Dios, desde el comienzo del mundo hasta nuestros días,
separando, sin embargo, los tiempos cristianos, por la
mayor presencia gratífica de Cristo en ellos, frente a los
confusos siglos de incredulidad. De esta forma yo me
siento pagado con el único y seguro resultado que debía
apetecer: el de la obediencia. Al margen de lo escrito, a ti
te corresponde dictaminar sobre la calidad de la obra.

IDACIO DE CHAVES
CRÓNICA
Prefacio
1. Los estudios de los hombres más notables en todo,
principalmente en su fe católica y su estado de vida
perfecta, son como se afirma en el culto divino, testigos de
la verdad; incluso su elegancia de estilo les sirve de
ornamento, acrecentado si cabe por el honor de sus
méritos, de tal suerte que la verdad logra una solidez
admirable en toda su obra. Pero yo, Idacio, de la provincia
de Gallaecia, nacido en la ciudad de Lémica, llamado a
desempeñar una función destacada por el favor divino,
superior a mis propios merecimientos, en el extremo de la
tierra e incluso de la vida, formado muy elementalmente
en los estudios profanos, y todavía menos instruido en la
lectura sagrada de los libros saludables de los santos y
sapientísimos Padres, he seguido en este presente trabajo
su ejemplo, según me lo han permitido mis propias
capacidades intelectuales y mis medios de expresión.
2. En primer lugar, Eusebio, obispo de Cesarea, que
cuenta, entre sus numerosas obras, con una historia de la
Iglesia a partir de Nino, rey de los asirios, y de san
Abraham, patriarca de los hebreos, ha incluido en su
historia, bajo forma de crónica en griego, los años
contemporáneos de los demás reinos hasta el vigésimo año
del reinado de Constantino Augusto.
3. Su sucesor fue un escribano adecuado a todos los
documentos que relatan los hechos y dichos, el sacerdote
Jerónimo, de sobrenombre Eusebio, que tradujo su obra
del griego al latín y que prosiguió la historia desde el
vigésimo año del emperador citado hasta el decimocuarto
de Valente Augusto. Es posible que, en los lugares santos
de Jerusalén en donde vivió, desde el año mencionado de
Valente hasta el final de su vida en este mundo, haya
añadido no pocos detalles de lo que aconteció después;
pues mientras gozó de buena salud, no interrumpió sus
distintos trabajos como escritor. Y en un determinado
momento de mi propio viaje por esas regiones, cuando yo
era todavía un adolescente, puedo asegurar haberlo visto.
4. Jerónimo se conservó en buena forma todavía durante
algunos años. ¿Añadió algunos complementos a su propia
obra? La respuesta definitiva y completa nos la darán
quienes han adquirido su obra completa o la mayor parte
de sus escritos; pero, porque anotó en una de sus obras que
los bárbaros se habían rebelado en suelo romano, y que
habían provocado el caos y la confusión, pensamos que a
partir del inicio de este texto nada ha sido añadido por él
en su crónica referente a los tiempos sucesivos.
5. Sin embargo, puesto que el relato cronológico se
extiende hasta nuestra época, como lo indica la lectura de
cuanto precede, y pese a que el texto de esta historia cayó
en manos inexpertas, ha surgido en la mente de este
ignorante aplicarme, en cuanto me siento capaz, a seguir
las huellas de sus predecesores, bien que con un ritmo
muy desigual. Manteniendo el criterio de fidelidad y
utilizando los documentos escritos, añadimos a renglón
seguido los testimonios fidedignos de algunos, y lo que
hemos podido averiguar a lo largo de nuestra triste vida.
6. En lo referente a los acontecimientos y a la
cronología, tú, lector, tendrás que tener en cuenta las
observaciones siguientes: desde el primer año de Teodosio
Augusto hasta el tercer año de Valentiniano Augusto, hijo
de la reina Placidia, como ya se ha indicado, hemos
redactado el texto partiendo de documentos escritos o de
relatos orales.
7. Luego, promovido al episcopado pese a mi
indignidad, sin ignorar todas las referencias de una época
miserable y consciente de las dificultades crecientes del
Imperio romano, hemos señalado las fronteras destinadas a
desaparecer; y, lo que es más lamentable todavía, en
Gallaecia, en este extremo del mundo, hemos relatado la
penosa situación del clero a raíz de elecciones confusas, la
supresión de una libertad estimable, el ocaso casi total de
cualquier atisbo de religión en la vida cristiana por causa
del enorme disturbio provocado por pueblos enrabietados
al sentirse mezclados con etnias sin ley. Aquí estriba el
objetivo de este trabajo. Aunque hemos dejado a la
posteridad que disponga de él y la responsabilidad de
culminar el relato.
Conducta de los arrianos en Hispania
46: Los bárbaros que habían penetrado en las Hispanias
saquean y asesinan sin compasión.
48. Mientras que las Hispanias se hallaban entregadas a
los excesos de los bárbaros, y el mal de la peste no
provocaba menores estragos, las riquezas y los
aprovechamientos almacenados en las ciudades los usurpa
tiránicamente el recaudador de los impuestos y los agotan
los soldados. Cunde por doquier un hambre tan cruel que
los humanos devoran carne humana bajo el desenfreno del
hambre; las mismas madres se alimentan del cuerpo de sus
hijos que ellas mismas han matado o han hecho cocer. Las
bestias feroces, acostumbradas a los cadáveres de las
víctimas de la espada, del hambre o de la peste, matan
incluso a los hombres más fuertes, y alimentadas con sus
carnes se sueltan por todas partes para aniquilar al género
humano.
De este modo, en virtud de estas cuatro plagas del
hierro, del hambre, de la peste y de las bestias salvajes que
hacían estragos por todas las partes del mundo, se
realizaba lo que había anunciado el Señor por sus profetas.
89. Gunderico, rey de los vándalos, después de haber
tomado Sevilla, engreído sacrílegamente, puso sus manos
en la iglesia de esta ciudad; poco después, por un juicio de
Dios, fue poseído del demonio y murió. Su hermano
Geiserico le sucedió como rey. Según la referencia de
algunos se dice que renegó de la fe católica para pasar a la
perfidia arriana.
173. Poco después, en el año quinto de Marciano, el año
454 de la era actual, el rey de los godos, Teodorico,
penetró en las Hispanias con un ejército considerable, por
voluntad y orden del emperador Avito. El rey Requiario le
salió a su encuentro con un gran número de suevos, y a
doce millas de Astorga, en el río Órbigo, se entabló la
batalla, siendo vencido al instante en el tercer día de las
nonas de octubre, en la feria sexta. Parte de los suevos
murieron en la batalla, otra parte fue hecha prisionera y la
mayor parte huyeron; Requiario, herido, apenas si pudo
huir refugiándose en la región más extrema de Gallaecia.
174. El rey Teodorico marchó con su ejército sobre
Braga, la ciudad situada en la parte más alejada de
Gallaecia. Esta ciudad, el tres de las calendas de
noviembre, día del Señor, fue sometida al pillaje, el cual,
sin ser sangriento, no fue menos triste y lamentable.
Hicieron prisioneros a numerosos romanos, violaron las
basílicas de los santos, derribaron y destrozaron los
altares, secuestraron, aunque sin violación, a las vírgenes
consagradas a Dios, desnudaron a los clérigos hasta el
límite del pudor, y toda la población de ambos sexos con
los niños fueron sacados de los lugares santos donde se
habían refugiado; asnos, ovejas, camellos violaron el lugar
sagrado; de este modo se revivió en parte el castigo de la
cólera divina, como lo fue en Jerusalén, según la Escritura.
186. Aterrorizado Teodorico por noticias contrarias para
él, abandonó Mérida poco después del día de la Pascua,
que fue el dos de las calendas de abril. Al dirigirse hacia
las Galias, desvió una parte de su séquito hacia la campiña
galaica; era ese séquito una muchedumbre de distintas
naciones con sus jefes. Adiestrada esta masa en el engaño
y en el perjurio, penetró en Astorga de acuerdo con las
órdenes recibidas; aunque ya habían visitado esta ciudad
los saqueadores de Teodorico, en nombre de Roma, bajo el
falso pretexto de una expedición ordenada contra los
suevos que aún quedaban, simulando la paz mediante la
artimaña habitual de su traición.
Sin pensárselo dieron muerte a gran cantidad de
hombres y mujeres que allí encontraron; forzaron las
iglesias santas, saquearon y demolieron los altares
llevándose los ornamentos y objetos del culto.
Encontraron allí a dos obispos y los llevaron cautivos con
todo su clero; hombres y mujeres indefensos fueron
arrastrados al más lamentable cautiverio. Los restos de
casas fueron saqueados y pábulo de las llamas, y las aldeas
del campo, devastadas. Palencia con los godos corrió la
misma suerte que Astorga. Sólo la posición fortificada de
Coyanza, a treinta millas de Astorga, después de un
prolongado y fatigoso combate entre los godos, resistió y
obtuvo la victoria con la ayuda de Dios, allí fueron
ejecutados muchos godos y el resto logró huir a las Galias.
201. Una parte del ejército de los godos, enviado a la
Gallaecia por los condes Sunerico y Nepociano, saquearon
a los suevos en las cercanías de Lugo y a los habitantes de
Dictynium. Los delatores, Ospinio y Ascanio, para terror
de su propia perfidia, difundieron el rumor de haber
encontrado veneno, y los godos regresaron a su punto de
partida. Poco después, a instigación de estos mismos
delatores, Frumario, con sus tropas suevas, después de
haber capturado al obispo Idacio en su iglesia de Chaves,
el siete de las calendas de agosto, saquearon cruelmente
este distrito judicial.
245. Después de la vuelta de los embajadores suevos, un
fuerte ejército de godos tomó Mérida.
246. Lisboa fue ocupada por los suevos después de
haberla entregado Lusidio, uno de los ciudadanos que la
gobernaba. Ante este acontecimiento, los godos que
habían acudido allí, atacaron y saquearon a los suevos
junto con los romanos que estaban bajo su dominio.
252. En esta misma época, se vivió el año más horrible
nunca visto: invierno, primavera, verano y otoño, clima,
cosechas, todo estaba desquiciado y arruinado.
253. Aún más, numerosos signos y prodigios se
manifestaron en la región de Gallaecia. En el río Miño,
alrededor de cinco millas del municipio de Lais,
aparecieron cuatro peces con una forma y aspecto
extraordinarios, como lo cuentan los cristianos piadosos
que los pescaron. Esos peces estaban marcados con letras
hebreas, griegas y latinas y también con una cantidad de
números que, sumados, formaban el año 365. Con un
intervalo de unos meses, no lejos de ese municipio,
especies de granos muy verdes, semejantes a lentejuelas y
tan verdes como la hierba, cayeron del cielo; y
acontecieron otros muchos prodigios que sería largo de
contar.
Sobre maniqueos y priscilianistas
130. En Astorga, ciudad de la Gallaecia, gracias a una
gestión episcopal, fueron descubiertos algunos maniqueos
que se hallaban ocultos desde años atrás. Los obispos
Idacio y Toribio, después de haberles escuchado, enviaron
un relato de su investigación a Antonino, obispo de
Mérida.
138. Antonino, obispo de Mérida, detuvo a un cierto
Pascencio de la ciudad de Roma, un maniqueo que había
huido de Astorga, y después de haberle escuchado, lo
expulsó de la provincia de Lusitania.
13. Prisciliano, deslizándose hacia la herejía gnóstica,
fue ordenado obispo de Ávila por unos obispos que él
había reunido junto a sí en la misma depravación.
Después de haber sido escuchado por algunas asambleas
de obispos se fue a Italia y a Roma. No habiendo sido
recibido por los santos obispos Dámaso y Ambrosio, tanto
él como los que le acompañaban volvieron a las Galias. En
este país fue declarado igualmente hereje por el obispo san
Martín y por otros obispos; entonces apeló al César,
porque por estos días el tirano Máximo detentaba el poder
imperial en las Galias.
16. Prisciliano, a causa de la susodicha herejía, fue
expulsado del episcopado, y juntamente con Latroniano,
un laico, y algunos miembros de la secta, fue ejecutado en
Tréveris por orden del tirano Máximo. A partir de este
momento la herejía de los priscilianistas invadió toda la
Gallaecia.
32. En la ciudad de Toledo de la provincia Cartaginense,
se reunieron en sínodo, donde, según las actas, Sinfosio y
Dictinio con otros obispos de la provincia de Gallaecia,
partidarios antes de Prisciliano, condenaron su muy
blasfema herejía, al mismo tiempo que a su autor, y
firmaron ésta su declaración. Además se establecieron un
cierto número de decisiones referentes a las reglas de la
disciplina eclesiástica; en este mismo concilio participó el
obispo Ortigio que había sido ordenado en Celenes, pero
que estaba en exilio a causa de su fe católica, bajo la
presión de las amenazas priscilianistas.

MARTÍN DE BRAGA
CORRECCIÓN DE LOS RÚSTICOS

6. Después del diluvio se propagó otra vez el género


humano por medio de los tres hijos de Noé, que habían
sido reservados con sus mujeres. Y cuando empezó la
muchedumbre reproducida a llenar el mundo, olvidándose
otra vez los hombres del Señor que había creado el
mundo, empezaron a dar culto a las criaturas,
despreciando al Creador. Unos adoraban al sol, a la luna o
a las estrellas; otros al fuego, y otros al agua del profundo,
o a las fuentes de las aguas, creyendo que todas estas cosas
no habían sido hechas por Dios para uso de los hombres,
sino que habían nacido de sí mismas.
7. Entonces el diablo, o los demonios sus ministros, que
fueron arrojados del cielo, viendo a los hombres que por
ignorancia despreciaron a su Creador, empezaron a
servirlo por medio de las criaturas. Y empezaron a
manifestarse en diversas figuras, a hablar con ellos y
pedirles que les ofreciesen sacrificios en los montes altos y
en los bosques frondosos, y a honrarlos como a Dios,
poniéndoles los nombres de hombres malhechores, que
habían llevado una vida de toda clase de crímenes y de
maldades. Y de este modo a uno le denominaron Júpiter,
que era un mago y que estaba tan cargado con tantos
adulterios, que tuvo por esposa a su propia hermana
llamada Juno, marchitó a Minerva y a Venus su propia
hija; e igualmente deshonró con incestos a sus nietos y a
toda su parentela. Otro demonio se llamó Marte,
diseminador de litigios y de discordias. Otro demonio, por
fin, quiso llamarse Mercurio, que fue el inventor doloso de
toda clase de robos y fraudes. A éste los hombres avaros le
ofrecían en sacrificio, como a Dios del lucro, montones de
piedras, que lanzaban al pasar por encrucijadas de los
caminos. A otro demonio le aplicaron también el nombre
de Saturno, el cual, viven en una total crueldad, devoraba
a sus propios hijos apenas nacían. Se fingió también otro
demonio con el nombre de Venus, que fue una mujer
meretriz, la cual se prostituyó no sólo con otros
innumerables, sino también con Júpiter, su padre, y con su
hermano Marte.
8. En aquel tiempo estos fueron hombres depravados a
quienes, por causa de sus pésimas invenciones, daban
culto los rústicos ignorantes. Los demonios presentaron
sus nombres, como si fueran nombres de dioses, a fin de
que se les honrara, les invocaran, les ofrecieran sacrificios,
e imitaran sus su comportamientos. Los demonios
persuadían también a que les edificasen templos, que
colocasen en ellos imágenes o estatuas de hombres
facinerosos, y les levantasen altares en los cuales no sólo
derramasen sangre de animales sino también de hombres.
Además de todas estas cosas, muchos de estos demonios,
que fueron expulsados del cielo, presiden o en el mar, o en
los ríos, o en las fuentes, o en bosques, a los cuales los
hombres igualmente ignorantes que no conocen a Dios los
honran como a Dios y les ofrecen sacrificios. En el mar lo
llaman Neptuno, en los ríos, Lamias; en las fuentes, Ninfas
en los bosques, Dianas; todas estas cosas no son más que
demonios malignos y espíritus malos que pervierten a los
hombres infieles que no saben protegerse con el signo de
la cruz. Sin embargo, no pervierten sin permiso de Dios,
porque tienen a Dios contrariado, y no creen de corazón en
Cristo, viven con total ambigüedad hasta el punto de poner
a cada día los mismos nombres de los demonios, y por eso
denominan el día de Marte, y de Mercurio y de Júpiter, y
de Venus, y de Saturno, los cuales no hicieron ningún día,
que fueron hombres pésimos y malvados entre la gente de
los griegos.
9. Pero cuando el Dios omnipotente hizo el cielo y la
tierra, creó también la luz, la cual mediante la distinción
de las obras de Dios tuvo siete veces su rotación. En
efecto, en primer lugar hizo Dios la luz, a la que llamó día.
En segundo lugar hizo el firmamento del cielo. En tercer
lugar la tierra separada del mar. En cuarto lugar fueron
formados el sol, la luna y las estrellas. En quinto lugar los
animales cuadrúpedos y los volátiles. En sexto lugar fue
formado de barro el hombre. En el día séptimo terminó
todo el universo y su ornamentación, y lo llamó Dios el
descanso. Y a la que fue la primera entre las obras de
Dios, teniendo siete veces su rotación, por la distinción de
las buenas obras, se llamó semana.
10. ¿No es, por tanto, una locura que el hombre
bautizado en la fe de Cristo no honre el día del domingo,
en el que Cristo resucitó, y diga que honra el de Júpiter, y
de Mercurio, y de Venus, y de Saturno, los cuales no
tienen ningún día, sino que fueron adúlteros, perversos e
inicuos y no contaban para nada en su Provincia? Pero,
como ya hemos dicho, bajo la apariencia de estos
nombres, los hombres necios veneran y honran a los
demonios. Igualmente se introdujo entre los ignorantes y
rústicos aquel otro error por el que piensan que el
principio del año son las calendas de enero, lo cual es
falsísimo. Pues, como dice la santa Escritura, en el mismo
punto de equinoccio fue el principio del primer año. Y por
eso se lee así: «y dividió Dios entre la luz y las tinieblas».
Ahora bien, en toda división recta hay igualdad, como
sucede en los veinticinco de marzo, en el que tanto espacio
de horas tiene el día como la noche. Por eso es falso que el
principio del año sean las calendas de enero.
11. ¿Y con qué pena se debe hablar de aquel estúpido
error de guardar los días de las polillas y de los ratones, y
si es lícito hablar de que un hombre cristiano venere en
lugar de Dios a los ratones y a las polillas? Porque a estos
animales, si no les aleja o el pan o la ropa cerrando bien o
el armario o el arca, no perdonan cosa alguna de la que
encuentren. Sin motivo alguno se engaña el hombre
miserable con estas patrañas, como si porque al principio
del año está alegre y saturado de todo, así le va a suceder
durante todo el año. Todas éstas son observancias paganas,
han sido buscadas por imaginación de los demonios. Pero
hay de aquel hombre que no tiene propicio a Dios, y que
no tiene como dada por Él la abundancia del pan y la
seguridad de la vida. He aquí que vosotros realizáis oculta
o públicamente estas vanas supersticiones, y nunca os
apartáis de estos sacrificios de los demonios. ¿Y por qué
no os conceden el que estéis siempre saturados, seguros y
alegres? ¿Por qué cuando Dios se enfada, vuestros
sacrificios vanos no os defienden de la langosta, del ratón
y de muchas otras tribulaciones que Dios enfadado os
envía?
12. ¿No veis clarísimamente que os engañan los
demonios en estas vuestras observancias, que vanamente
realizáis, y que os lleváis un chasco en los agüeros que tan
frecuentemente atendéis? Porque, como dice el
sapientísimo Salomón: la adivinación y los augurios son
vanos. Y cuanto el hombre más las teme, tanto más
engañado está su corazón: No les abras tu corazón, porque
a muchos les ha extraviado. He aquí lo que dice la Santa
Escritura, y así es certísimamente, porque tanto tiempo
inculcan los demonios a los infelices hombres el canto a
las aves, hasta que por estas cosas frívolas y vanas pierden
la fe de Cristo, y encuentran en su muerte el fin de los
réprobos. Dios no mandó conocer las cosas futuras, sino
que viviendo siempre en el temor de Dios, esperasen en Él
el gobierno y el auxilio de su vida. Es propio de solo Dios
el conocer los acontecimientos antes de que sucedan; sin
embargo, los demonios engañan a los hombres vanos con
diversos argumentos hasta conducirlos a la ofensa de Dios,
y hasta arrastrar consigo a las almas al infierno, como por
envidia hicieron desde su principio, a fin de que el hombre
no entrase en el reino de los cielos, de donde ellos habían
sido arrojados.
13. Por esta causa, viendo Dios a los hombres
miserables engañados de este modo por el diablo y por sus
ángeles malos, y que olvidándose de su Creador, adoraban
a los demonios en lugar de Dios, envió a su Hijo, su
Sabiduría y su Verbo, con el fin de reconducirlos al culto
del verdadero y alejarlos del error del diablo. Y
precisamente porque la divinidad del Hijo de Dios no
podía ser visto por los hombres, tomó carne humana en el
vientre de la Virgen María, carne que fue concebida, no de
la unión con un hombre, sino por el Espíritu Santo.
Nacido, por consiguiente, el Hijo de Dios en carne
humana, pero ocultaba al Dios invisible, mientras
externamente el hombre visible predicaba a los hombres,
exhortándoles a que renunciaran a los ídolos con sus
perversos comportamientos, se libraran del poder del
diablo y volviesen al culto del Creador. Después de haber
enseñado, quiso morir por el género humano. Padeció
voluntariamente y sin coacción la muerte; los judíos lo
crucificaron siendo Juez Poncio Pilatos, oriundo de la
Provincia de Ponto y que en ese tiempo era gobernador de
la provincia de Siria. Bajado de la cruz, fue colocado en el
sepulcro.
Al tercer día resucitó vivo de entre los muertos,
conversó por espacio de cuarenta días con sus once
discípulos, y para demostrar que resucitó su verdadera
carne, comió después de la resurrección delante de sus
discípulos. Pasados los cuarenta días, mandó a sus
discípulos que anunciasen a las gentes la resurrección del
Hijo de Dios, y que los bautizasen en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo para el perdón de los
pecados, les enseñasen, además, que los que hubiesen sido
bautizados se apartasen de las malas obras, esto es, de los
ídolos, de los homicidios, de los hurtos, del perjurio, de la
fornicación, y que aquello que no quieren para sí no se lo
hagan tampoco a los demás. Y después de haberles
mandado estas cosas, viéndolo los mismos discípulos,
subió al cielo, y allí está sentado a la derecha del Padre, y
al fin de este mundo ha de venir con esa misma carne con
la que subió al cielo.
14. Cuando llegue el fin de este mundo, todas las gentes
y cualquier ser humano que tiene por padre a Adán,
resucitará, se haya comportado bien o mal. Todos se han
de presentar ante el tribunal de Cristo, y entonces los que
fueron fieles y buenos en su vida serán apartados de los
malos y entrarán en el reino de Dios con los ángeles
santos. Sus almas juntamente con sus cuerpos lograrán el
descanso y nunca más morirán, y allí ya no habrá fatiga
alguna, dolor, tristeza, hambre, sed, calor, frío, tinieblas,
noche, sino que permanecerán siempre alegres,
plenamente satisfechos en la luz, en la gloria; y serán
semejantes a los ángeles de Dios, porque merecieron
entrar en el mismo lugar de donde cayó el diablo
juntamente con aquellos ángeles que le siguieron. Allí,
pues, permanecerán siempre todos los que se mantuvieron
fieles a Dios. En cambio, aquellos que no creyeron o que
no fueron bautizados, juntamente con los que bautizados
pero después de su bautismo volvieron a sus idolatrías y
homicidios, a cometer perjurios y otras perversidades
acabando sus días impenitentes, se condenarán con el
diablo y con los demonios a quienes dieron culto y cuyas
perversidades refrendaron en sus conductas. Irán con sus
cuerpos al fuego eterno del infierno, en donde aquellas
llamas inextinguibles siempre atormentarán; y esa carne
retomada en la resurrección gemirá sin cesar, deseando en
vano una nueva muerte para librarse de las torturas.
Lo mismo que dice la ley y los profetas, lo expresa el
evangelio de Cristo, lo dice el Apóstol y lo que testifica
toda la santa Escritura, de la que os hemos ofrecido un
sencillo resumen. Es preciso, pues, hijos carísimos, que de
aquí en adelante recordéis cuanto os he dicho, y que
obrando el bien esperéis el futuro descanso en el reino de
Dios, o por el contrario – Dios no lo quiera - practicando
el mal esperéis el fuego perpetuo en el infierno. Por
consiguiente, la vida eterna como la muerte eterna
depende del libre albedrío del hombre. Lo que cada uno
elija para sí, es lo que alcanzará.
15. Vosotros, pues, creyendo que recibisteis el bautismo
Cristo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, considerad el pacto que habéis hecho con Dios en
ese sacramento. Pues, cuando ibais a recibir cada uno de
vosotros en la fuente el nombre que ahora lleváis, el de
Pedro, de Juan, o cualquier otro nombre, os preguntó el
sacerdote: ¿Cómo quieres que te llamen? Tú respondiste,
si es que ya eras capaz; o si no el que lo testificaba por ti,
tu padrino, que, por ejemplo, dijo: se llamará Juan.
Entonces el sacerdote preguntó de nuevo: Juan, renuncias
al diablo y a sus ángeles, a sus cultos y a sus ídolos, a sus
abusos y mentiras, a sus fornicaciones y a sus impurezas, y
a todas sus iniquidades. Y respondiste: renuncio. A raíz de
esta repulsa al diablo el sacerdote continuó con sus
preguntas: ¿Crees en Dios Padre Omnipotente? Y
respondiste: creo. ¿Y en Jesucristo, su Hijo único, Dios y
Señor nuestro, que nació del Espíritu Santo y de la Virgen
María, padeció en tiempo de Poncio Pilatos, fue
crucificado, muerto y sepultado, bajó a los infiernos,
resucitando vivo al tercer día de entre los muertos, subió a
los cielos, está sentado a la derecha del Padre, y desde allí
ha de venir a juzgar a vivos y muertos? ¿Crees?, y
respondiste: creo. Y de nuevo: ¿Crees en el Espíritu Santo,
en la Santa Iglesia católica, en el perdón de todos los
pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna?
Y respondiste: creo.
Considerad, por tanto, cuál es el pacto que habéis hecho
con Dios en el bautismo. Prometisteis la renuncia al
diablo, a sus ángeles, y a todas sus obras malas; y al
mismo tiempo hicisteis una profesión de fe en el Padre y
en el Hijo y en el Espíritu Santo, y la esperanza, al fin el
mundo, en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
16. Esta es vuestra garantía y confesión con la que os
habéis vinculado para con Dios. ¿Y cómo es que algunos
de vosotros, que habéis renunciado al diablo y a sus
ángeles, a sus cultos, y a sus obras perversas, volvéis
ahora a los cultos diabólicos? Porque encender lamparillas
junto a las piedras y a los árboles y a las fuentes y en las
encrucijadas, ¿qué otra cosa es sino culto al diablo?
Practicar la adivinación y los agüeros, honrar en
determinados días a los ídolos, ¿qué otra cosa es sino dar
culto al diablo? Observar las vulcanales y las calendas,
adornar las mesas, poner coronas de laurel, venerar las
huellas del pie, derramar en el fogón sobre la leña
alimentos y vino, echar pan en la fuente, ¿qué otra cosa es
sino culto del diablo? El que las mujeres invoquen a
Minerva al urdir sus telas, observar en las nupcias el día de
Venus, y obsesionarse en fijar el día en se viaja, ¿qué otra
cosa es sino fomentar el culto del diablo? Hechizar hierbas
para los maleficios, e invocar los nombres de los demonios
con ensalmos, ¿qué otra cosa es sino el culto del diablo? Y
como éstas, otros muchos ritos que sería cuestión de nunca
acabar.
Lo asombroso es que, después de haber renunciado al
diablo en el bautismo, os comportáis así, y, volviendo al
culto de los demonios y a las abominables obras
idolátricas, faltáis a vuestra palabra, y quebrantáis el pacto
que hicisteis con Dios. Borráis de vosotros la señal de la
cruz con la que os marcaron en el bautismo, y os
preocupáis de otros vestigios diabólicos por medio de las
avecillas, estornudos y otras muchas cosas. ¿Por qué no
me va a hacer mal a mí y a cualquier otro cristiano recto el
agüero? Porque donde ha precedido la señal de la cruz,
nada es señal del diablo. ¿Y por qué os hace mal a
vosotros? Porque despreciáis la señal de la cruz, y teméis
aquello que vosotros mismos habéis imaginado como
señal. Del mismo modo rechazáis el santo encantamiento,
esto es, el símbolo que recibisteis en el bautismo, que es:
«creo en Dios Padre todopoderoso»; la oración dominical,
o sea, «Padre nuestro que estás en los cielos», y conserváis
las hechicerías diabólicos con sus versos correspondientes.
Por eso el que desprecia la señal de la cruz de Cristo
fijándose en otras señales, borra el signo con que fue
marcado en el bautismo. Igualmente, el que practica
cualquier encantamiento inventado por magos y maléficos,
pierde el encantamiento del símbolo santo y de la oración
dominical que recibió por la fe de Cristo, y pisotea esa
misma fe, porque no puede dar culto al mismo tiempo a
Dios y al diablo.
17. Por eso, amadísimos hijos, si habéis comprendido
todo lo que os acabo de manifestar, reconociendo alguien
haber incurrido en estos delitos pese a su bautismo
apostatando de la fe en Cristo, que no desespere de sí
mismo ni diga en su corazón: «si he cometido tantos males
después de mi bautismo, quizá Dios no me perdonará ».
Nunca dudes de la misericordia de Dios. Renueva en tu
corazón el pacto con Dios, y en lo sucesivo procura no
entregarte al culto de los demonios; no veneres a nadie
fuera de Dios. No cometas homicidios, ni adulterios o
fornicaciones; no incurras en hurtos ni perjures. Y si
hubieres ofendido a Dios en tu corazón ya vuelvas a las
andadas, espera con confianza el perdón de Dios, porque
así dice el Señor en la Escritura profética: Si el malvado se
aparta de la maldad que ha cometido y practica la
justicia, yo me olvidaré de todas sus perversidades.
Dios espera el arrepentimiento del pecador. La verdadera
penitencia consiste en que el hombre ya no vuelve a
cometer los males que hizo, sino pedir perdón de los
pecados pasados, tomar precaución de cara al futuro, para
no volver a pecar de nuevo y, al contrario, practicar obras
buenas como, dar limosna al pobre, alimento al
hambriento, acogida al huésped extenuado, y realizar todo
lo que quisiera que otros le hicieran a él mismo, y evitar lo
que lo que no quiere que otros le hagan, porque esta
actitud resume los mandatos del Señor.
18. Os rogamos, por tanto, hermanos e hijos
queridísimos, que estos preceptos que Dios se ha dignado
daros por nuestro medio, que somos humildes e
insignificantes, los recordéis siempre, y busquéis la
manera de salvar vuestras almas, de tal modo que no sólo
os ocupéis de esta vida presente y de la utilidad pasajera
de este mundo, sino que penséis más en el símbolo que
vosotros prometisteis creer, esto es, la resurrección de la
carne y la vida eterna. Entonces, si creísteis y creéis que
existe la resurrección de la carne y la vida eterna en el
reino de los cielos con los ángeles de Dios, como ya os lo
dije antes, recapacitad mucho sobre estas cosas y no
siempre en la miseria de este mundo.
Preparad vuestra ruta por medio de las buenas obras.
Reuníos con frecuencia en la iglesia o en el lugar de los
santos para orar a Dios. No menospreciéis el día del Señor,
sino honradlo con devoción, que por eso se llama del
Señor, porque el Hijo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo,
resucitó en ese día de entre los muertos. No realizaréis en
el día de domingo obras serviles en el campo, en el prado,
en la viña; evitad trabajos duros, exceptuando aquellos
servicios imprescindibles para vigorizar el cuerpo, como
es el cocer el alimento, o la preparación de todos los
enseres para emprender un largo viaje. Es lícito trasladarse
en domingo a lugares cercanos, pero no para realizar
acciones malas sino laudables, como acudir a un lugar
santo, visitar a un hermano o a un amigo, o consolar a un
enfermo, o llevar un consejo al que se encuentra
deprimido, o una ayuda por una buena causa. Así es como
debe celebrar el domingo el hombre cristiano. Es bastante
inicuo y vergonzoso que los paganos, que ignoran la fe
cristiana, tributen culto a los ídolos de los demonios, que
veneren el día de Júpiter o de cualquier otro demonio y
que se abstengan del trabajo, siendo así que los demonios
no han dado motivo a que se les veneren, ni tienen día
alguno consagrado.
En cambio nosotros, que adoramos al verdadero Dios, y
que creemos que el Hijo de Dios resucitó de entre los
muertos, no veneramos el día de su resurrección, es decir,
el domingo. Evitad, pues, injuriar la resurrección del
Señor, antes bien honradla y veneradla con devoción
merced a la esperanza que depositamos en ella. Porque de
la misma manera que aquel Señor nuestro Jesucristo, Hijo
de Dios, que es nuestra cabeza, resucitó al tercer día de
entre los muertos, también nosotros, que somos sus
miembros, esperamos resucitar al fin del mundo en nuestra
carne, con objeto de que cada cual reciba el descanso
eterno o el castigo eterno, de acuerdo con lo que practicó
con su cuerpo en este mundo.
19. Esto es lo que expresamos ahora, siendo testigos
Dios con sus santos ángeles, que nos escuchan. Así
cumplimos nuestra deuda con vuestra caridad, y os
prestamos un dinero del Señor, cuyo mandato nos
concierne. Os toca ahora a vosotros reflexionar y procurar
cómo cada uno de nosotros pueda devolverle con sus
intereses la cantidad que recibió, en el día del juicio
cuando el Señor se presente. Rogamos pues a la clemencia
del mismo Señor que os guarde a vosotros de todo mal, y
os haga dignos compañeros de sus santos ángeles en su
reino; que os lo conceda él mismo que vive y reina por los
siglos de los siglos. Amén.

VIDA DE SAN FRUCTUOSO (Siglo VII)


AUTOR ANÓNIMO
A raíz del nuevo destello de la verdad suprema que
inundó de luz las antiguas tinieblas del mundo, y que
desde la sede romana, primera cátedra de la santa Iglesia,
comenzó a brillar fulgurante la grandeza de la doctrina de
la fe católica, y que desde Egipto, en oriente, comenzaron
a resplandecer destacados ejemplos de santa profesión
monástica y expandiera paulatinamente su luz en esta
región extrema de occidente, alumbró la piedad divina dos
faros de perspicua claridad, a saber, Isidoro, el dignísimo
obispo de Sevilla, y san Fructuoso, íntegro e irreprochable
desde su infancia. Aquél, relumbrante con su nítida
expresión, alcanzada una singular capacidad en el campo
de la retórica, renovó brillantemente las enseñanzas de los
romanos; éste, en cambio, encendido por la llama del
Espíritu Santo en la santa vocación del monacato, tanto
refulgió en perfección en todos los ejercicios de la vida
espiritual y en todas las obras de santidad que fácilmente
se le puede igualar a los méritos de los antiguos padres de
la Tebaida. Aquél con la diligencia de su vida instruyó en
lo exterior a toda Hispania; éste en cambio, destacando
con contagioso fulgor por su experiencia de la vida
contemplativa, iluminó los íntimos rincones del corazón.
Aquél, rutilante por una expresión fuera de los común,
destacó por sus libros de edificación; éste, brillando en la
cúspide de las virtudes, nos dejó un modelo de santo
monaquismo y siguió con paso inocente las huellas de su
modelo, nuestro Señor y Salvador. Tan inefables son sus
prodigiosas virtudes que no puede describirlas nuestra
incapacidad…
2. Este santo, nacido de una familia preclara vinculada
con reyes, vástago de muy ilustre cuna y en concreto de un
duque del ejército de Hispania, mientras aún muchachito
vivía con sus padres, sucedió en cierta ocasión que su
padre que lo tenía consigo pasó a tomar razón de sus
rebaños en los arriscados valles de la región berciana. Su
padre iba registrando los rebaños y discutiendo las
explicaciones de sus mayorales; el muchacho, en cambio,
por inspiración del Señor, sopesaba la aptitud de aquellos
lugares para la edificación de un monasterio y
reservándose esos pensamientos en su interior a nadie los
daba a conocer…
3. Se volvió a la soledad mencionada y la devoción que
tiempo atrás de muchacho había elegido, ya adulto logró
satisfacerla. En efecto, construyó el cenobio de Compludo
y sin reservarse nada para sí según los preceptos divinos,
ofrendando allí hasta el último céntimo de su propiedad, lo
dotó abundantísimamente y lo llenó con un ejército de
monjes tanto de entre las gentes de su servicio como de
conversos que se le unieron espontáneamente de todas las
regiones de Hispania…
4. El santo, estableció firmemente toda la observancia de
la regla y nombró un abad para el monasterio con gran
rigor de disciplina; y puesto que los comentarios sobre su
santidad gloriosa habían alcanzado todos los rincones,
como sufría frecuente desasosiego por la multitud de gente
que venía a él, huyendo de la alabanza humana y de sus
halagos, se separaba de la congregación y con los pies
descalzos se internaba en lugares boscosos, llenos de
maleza, ásperos y escabrosos, pasando el tiempo por
cuevas y roquedos en ayunos tres veces mayores y en
velas y oración multiplicadas.
6. Posteriormente, en una soledad alargada y estrecha, y
alejada del mundo, en las quebradas de unos altísimos
montes levantó el monasterio de Rufiana (San Pedro de
Montes), y junto al santo altar se encerró en un angosto y
reducido emparedamiento; allí permaneció tranquilo por
un cierto tiempo, pero entonces salió en su busca toda la
congregación del monasterio de Compludo; la multitud de
monjes, llegando con piadosa violencia, lo sacaron de
aquel encierro y se lo llevaron a su antiguo puesto.
Abandonado éste al fin, en los confines del Bierzo y de
Galicia edificó el monasterio de Visoña.
7. Después en otro extremo de Galicia, a la orilla del
mar, construyó el monasterio Peonense. Y llevado de sus
muchas ganas de navegar por la mar, en una lejana bahía
del océano descubrió una isla no muy grande. Cuando
entró en deseos de fundar allí un monasterio con la ayuda
de Dios, resultó que los marineros al saltar a tierra por
negligencia habían dejado descuidadamente sin anclar la
barca en la que habían atravesado. Después de trabajar
intensamente bajo una roca con sus discípulos para
conseguir agua potable, al concluir la obra quisieron
cruzar nuevamente las aguas, vieron su barca arrastrada
por la resaca a impulsos del diablo entre las olas
embravecidas en una lejana manga. Y cuando todos los
discípulos, desesperados por la dificultad, se sintieron
aterrorizados por el riesgo que corrían, entonces él,
habiendo hecho oración, se lanzó solo a las alejadas aguas
del mar profundo. Ellos con doble luto y lamento se
condolían amargamente temiendo por la vida de su
maestro deplorando su propia perdición; cuando ya por la
enorme distancia y después de muchas horas
desapareciera, cayeron en una completa desesperación.
Tras un espacio de muchas horas, oteando a lo lejos,
vieron la barca aproximarse lentamente. Cuando estuvo
más cerca, divisaron al santo en ella que retornaba lleno de
alegría; lo recibieron con satisfacción y viraron henchidos
de gozo. Volviendo posteriormente a la isla en la que el
envidioso e inicuo enemigo había intentado impedirle que
principiase la sagrada obra, con la ayuda de Dios,
construyó el santo monasterio prometido y, organizándolo
como acostumbraba, lo dejó adecuadamente provisto.
17. Después de llevar a la máxima perfección con la
ayuda del poder de los cielos toda la devoción de su santa
obra, prendió en su pecho el ardor de un santo deseo,
dirigirse a oriente para realizar una nueva peregrinación.
Trató este asunto con gran reserva con unos pocos y
elegidos discípulos y se buscó una nave como medio de
transporte para embarcar con todo sigilo a oriente; pero
delatado por un discípulo no pasó del mero intento. ¿Para
qué más? Mientras esto sucedía, llegó la cosa a oídos del
rey de aquel tiempo (Chindasvinto), temiendo pues, el rey
y todos los personajes que componían su consejo que tal
luz dejara desolada Hispania, mandó que fuese detenido
sin daño ni molestias y conducido a su presencia. Una vez
que lo hubieron llevado y lo custodiaron con enormes
precauciones, de noche según se dice, cerraron las puertas
del recinto en el que permaneció, poniéndole por fuera
cadenas y pestillos y otros fuertes aseguramientos; y
además había allí permanentemente una guardia. Al
despertarse éstos en lo más profundo de la noche vieron
los cierres caídos y las puertas franqueadas. En cuanto a
él, haciendo oración por las iglesias con toda tranquilidad
deprecaba la piedad del Señor.
18. Posteriormente aunque contrariado, contra su
voluntad y abatido por el temor de caer en inactividad,
resistiendo decididamente, fue ordenado por designio
divino obispo en la sede metropolitana. Pues bien,
alcanzado tan alto honor, no abandonó su antiguo género
de vida, sino que manteniéndose con el mismo hábito y en
el mismo rigor de penitencia que solía, gastó el restante
tiempo de su vida en la distribución de limosnas y en la
edificación de monasterios.
19. En este tiempo entre la ciudad de Braga y el cenobio
de Dumio, en el teso de un pequeño cerro, edificó un
importante monasterio donde está enterrado su santo
cuerpo. Tanta fue su entrega a la edificación de iglesias,
según me he enterado por el relato del abad Casiano - un
hombre de Dios, que fue su primer discípulo - que
sabiendo con mucho tiempo de antelación que estaba
próxima su muerte, y como había empezado la obra de
unas construcciones, al aproximarse el ocaso de su vida
terrena, no sólo trabajaba sin interrupción a lo largo de
todo el día sino que incluso en las horas de la noche a la
luz de las lámparas permanecía en el tajo para no dejar
inconclusa la santa obra al abandonar este siglo. Así, con
la ayuda de Dios concluyó diligentemente lo que había
empezado con fe y lo dedicó felizmente.
20. Acercándose el fin de su vida fue atacado de
calenturas; y como una fiebre violenta se apoderara de él
durante algunos días, echando cuentas en un momento
dado del tiempo pasado desde que le había sido predicha
su muerte, encontró que se acercaba el día en que tenía
que salir de este mundo. Se lo anunció a cuantos le
rodeaban. Todos lloraban y sólo él estaba alegre porque
sabía sin ningún género de dudas que marchaba a la eterna
gloria de los cielos. A los que le preguntaban si temía la
muerte, les respondió: “Realmente no la temo, pues sé
que, aunque pecador, voy a la presencia del Señor”. Luego
se hizo trasladar a la iglesia. Y como ya tenía tomadas
todas las previsiones de su casa, le quedaba un solo siervo
de nombre Dicentio que lo había servido desde niño.
Mandó llamarlo e imponiéndole la mano lo ordenó abad
en el importante monasterio de Turonio. Así, recibida
finalmente la penitencia según lo establecido, no se salió
de la iglesia sino que permaneció en ella postrado ante el
santo altar aquel día y todas las horas de la noche. Poco
antes del amanecer, extendiendo sus manos en oración,
entregó su espíritu inmaculado y santo en las manos del
Señor que corona a sus santos después de una vida de
buen servicio.
REGLA DE SAN FRUCTUOSO
Después del amor al Señor y al prójimo, que es vínculo
de toda perfección y cima de las virtudes, se determinó
además observar en los monasterios lo siguiente de la
tradición regular. Primero, vacar a la oración noche y día y
observar la distribución de las horas establecidas y no
eximirse nadie en manera alguna o entibiarse de los
ejercicios espirituales por la práctica de los trabajos
durante largo tiempo.
Horas de oración litúrgica
Se estableció que se observe la hora de prima, puesto
que dice el profeta: Por la mañana estaré presente ante ti
y te veré, porque tú eres Dios que desecha la iniquidad; y
en otro lugar: Oraré a ti, Señor, por la mañana;
escucharás mi voz. Se ha establecido también entre prima
y tercia una hora segunda, como un tránsito de una a otra,
de modo que los monjes no la pasen ociosos. Por eso se
determinó que se celebre con el rezo de tres salmos, para
que sirva de cierre al oficio de prima y de entrada al de
tercia. Asimismo, se estableció que en las demás horas se
guarde el mismo orden; es decir, en tercia, sexta, nona,
duodécima y además vísperas, de modo que antes y
después de esas tres horas canónicas se dirijan
ofrecimientos de oraciones peculiares. Asimismo, por la
noche, la primera hora nocturna se ha de celebrar con seis
oraciones, y después se ha de concluir con el canto de diez
salmos con laudes y benedictus en la iglesia. A
continuación, despidiéndose mutuamente y ofreciéndose
satisfacción y reconciliación unos a otros, se perdonan
mutuamente las deudas con la piedad del Padre eterno.
Los que habían sido separados de la comunidad fraterna
por sus faltas merecen perdón.
Por último, marchando después a sus dormitorios y
yendo todos unidos por la paz que se han dado y la
absolución de los culpables, después de cantar los tres
salmos como de costumbre, recitarán todos al unísono el
símbolo de la fe cristiana, con el fin de que, mostrando
ante el Señor su fe pura, si, lo que no es dudoso, se diera el
caso que alguno fuera llamado de esta vida mortal durante
la noche, pueda presentar ante el Señor su fe ya confesada
y su conciencia purificada de todo escándalo. Después,
dirigiéndose a su dormitorio con gran silencio,
recogimiento y andares reposados, sin acercarse a otro a
menos de un codo o al menos sin atreverse a mirarle, irá
cada uno a su cama, y en ella, orando en silencio, rezando
salmos y acabando con el miserere y su oración, sin hacer
ruidos, ni murmullos, ni escupir con sonoridad, cogerá el
sueño en el silencio de la noche.
El mentiroso, el ladrón, y el pedófilo
15. El embustero, el ladrón, el que golpea y el perjuro, lo
que no es propio de un siervo de Dios, debe primeramente
ser corregido de palabra por los ancianos para que se
aparte del vicio. Después de esto, si demorare la
enmienda, será amonestado por tercera vez ante los
monjes a que deje de faltar durante algún tiempo. Si ni aún
así se enmendare, se le azotará duramente durante tres
meses y será condenado al castigo de excomunión; se le
recluirá en una celda con rigor de castigo; de tarde a tarde
se le alimentará con seis onzas de pan de cebada y una
pequeña cantidad de agua. Si hubiere alguno dado a la
embriaguez en el monasterio, quedará sujeto a la sentencia
precedente, lo mismo que el que enviare cartas a algún
sitio sin permiso del abad o del prepósito o las recibiere de
otro dirigidas a él. El apasionado de los niños o jóvenes o
el que fuere sorprendido besándolos o en cualquier
ocasión vergonzosa, una vez comprobada con toda
evidencia en derecho por acusadores verídicos o por
testigos, será azotado públicamente y perderá la tonsura
que lleva en la cabeza. Rapado por ignominia, quedará
expuesto a los oprobios y recibirá los ultrajes de verse
cubierto de los salivazos de todos en el rostro; y, sujeto
con grillos de hierro, será encerrado en estrecha cárcel por
seis meses; y tres veces por semana se alimentará con una
porción reducida de pan de cebada al caer la tarde.
Después de cumplidos esos seis meses, durante otros seis,
bajo la guarda de un anciano espiritual, viviendo en una
celda separada, se dedicará sin interrupción al trabajo y a
la oración. A fuerza de vigilias, lágrimas, humillaciones y
de expresiones de arrepentimiento logrará el perdón, y
siempre andará en el monasterio bajo la custodia y
vigilancia de dos monjes espirituales, sin juntarse en
adelante con los jóvenes en conversaciones o tratos
privados.

LEANDRO DE SEVILLA
LIBRO DE LA EDUCACIÓN DE LAS VÍRGENES Y DEL DESPRECIO
DEL MUNDO

Lectura y oración
15. Tu lectura debe ser asidua, y tu oración continua.
Tus horas y tareas están distribuidas de modo que a la
lectura siga la oración, y a la oración suceda la lectura. De
tal manera has de alternar sin interrupción estos dos
bienes, que nunca los dejes de la mano. Y, cuando tengas
que ocuparte en algún trabajo manual, o por lo menos
cuando hayas de tomar la refección del alimento, procura
que otra lea para ti, para que, mientras las manos o los ojos
están dedicados a su actividad, el don de la palabra divina
apaciente tus oídos. Si, aun cuando estamos orando y
leyendo, nos cuesta trabajo apartar nuestro ánimo
resbaladizo de las seducciones diabólicas, ¿cómo no va a
sentirse arrastrado por la pendiente de los vicios el
corazón humano si no echa el freno de la lectura y
oración? La lectura ha de enseñarte a orar y pedir, y,
cuando tornes a la lectura tras la oración, vuelve a
examinar qué debes pedir.
Cómo se ha de leer el Antiguo Testamento
16. Cuando leas el Antiguo Testamento, considera no las
uniones nupciales de aquellos desdichados tiempos, sino la
multiplicación de la prole; no consideres precisamente el
que comieran carne y los sacrificios cruentos, los delitos
que se expiaban con la muerte corporal, ni las uniones
permitidas de la poligamia. En aquellos tiempos se
permitió lo que no está permitido en los nuestros. Y así
como la ley antigua autorizó esas uniones nupciales, así en
la ley evangélica se proclama la virginidad. Aquél era el
pueblo hebreo, separado de todo consorcio con los demás
pueblos y, como la Iglesia, destinado a anunciar a Cristo; y
para que no se extinguiera, sino para propagar su
descendencia, se permitió a todos las nupcias; y, como era
un pueblo carnal, vivía de banquetes carnales. No hay
duda que se ofrecían sacrificios de ganados, porque
prefiguraban el verdadero sacrificio, que es el del cuerpo y
la sangre de Cristo. Apareció la verdad, y se disipó la
sombra; llegó el verdadero sacrificio, y cesaron las
víctimas de los animales. Vino el virgen, hijo de virgen, y
dio un ejemplo de virginidad. Por tanto, todo lo que
leyeres en el Antiguo Testamento, aunque se realizara de
hecho, debes entenderlo, sin embargo, en sentido
espiritual, y procura tomar la verdad de la historia en el
sentido espiritual de la culpa. Ahora ya no se mata
corporalmente a un hombre como expiación por el pecado,
sino que la muerte que aquellos hombres aplicaban con la
espada al cuerpo, la aplicamos nosotros a los vicios de la
carne por la práctica de la penitencia. No debes interpretar
el Cantar de los Cantares según suena a los oídos, porque
se insinúan los atractivos carnales del amor humano, pero
son figuración, por la alegoría de las acciones, del cuerpo
de Cristo y del amor de la Iglesia. Con razón prohibieron
los antiguos a los hombres carnales leer estos libros, es
decir, el Heptateuco y el Cantar de los Cantares, con el fin
de que no se disiparan con deseos libidinosos y sensuales
por no discernir su sentido espiritual.
Vida de extranjería
31. Enfilamos al puerto la barquichuela de nuestro
discurso, y, una vez recorrido el mar de nuestras
enseñanzas, echamos el áncora en la costa para descansar.
Pero, impulsado por el aura del afecto que te tengo, vuelvo
de nuevo al oleaje de mis palabras, y te conjuro, hermana
Florentina, por la Trinidad celestial del Dios único, que no
vuelvas la vista atrás, como la mujer de Lot, una vez que
saliste como Abraham, de la tierra de tu parentela, no
vayas a ser un mal ejemplo y precedente para el bien de
otras y no vean en ti lo que han de escarmentar. Aquella
mujer, en cambio, se convirtió en sal de prudencia para
otros y en estatua de necedad para sí; su mala acción le
perjudicó a ella, y a los demás les fue útil el escarmiento.
No te ha de halagar la idea de volver con el tiempo al país
natal, de donde no te hubiera sacado Dios si hubiera
querido que allí habitaras; pero, porque previó que sería
conveniente a tu vida religiosa, con acierto te sacó, como a
Abraham de la Caldea y a Lot de Sodoma. Al fin, yo
mismo reconozco mi error, ¡Cuántas veces, hablando con
nuestra madre, y deseando saber si le gustaría volver a la
patria, ella, que comprendía que había salido de allí por
voluntad de Dios para su salvación, exclamaba, poniendo
a Dios por testigo, que ni quería verla ni había de ver
nunca aquella tierra! Y con abundantes lágrimas añadía:
“Mi destierro me hizo conocer a Dios; desterrada moriré, y
he de ser sepultada donde recibí el conocimiento de Dios”.
Pongo por testigo a Jesús de que esto es lo que recuerdo
haber oído de sus deseos y aspiraciones; que, aunque
viviera largos años, no volvería a ver aquella su tierra.
Te encarezco, hermana mía, que te guardes de lo que
tanto temió tu madre y evites con precaución la desgracia
de que ella huyó por haberla experimentado. Me duelo,
desgraciado de mí, de haber enviado allí a nuestro
hermano Fulgencio, porque estoy en un temor continuo
por sus peligros; sin embargo, estará más seguro si tú,
tranquila y ausente de allí como estás, rogaras por él. De
allí fuiste sacada en una edad en que ni te puedes acordar
aunque naciste allí. Ningún recuerdo puede inducirte a la
nostalgia, y dichosa eres por ignorar lo que te causaría
pena. Yo por mi parte, te hablo por experiencia: aquella
tierra de tal modo perdió su florecimiento y hermosura,
que no quedó en ella persona libre, ni su suelo goza ya de
su tradicional fertilidad. Y no sin el juicio de Dios, pues el
país al que se le han arrebatado sus ciudadanos y donde se
han metido extranjeros, al perder su honor, perdió su
fertilidad. Mira, hermana mía Florentina, lo que debo
avisarte con temor y pena, para que la serpiente no te
arranque del paraíso y te traslade a una tierra que produce
espinas y zarzas. Y, si desde ella quisieras extender de
nuevo la mano para coger el fruto del árbol de la vida, no
llegues nunca a alcanzarla. Te pongo, pues, por testigo al
profeta, y, en presencia de Jesucristo, te amonesto con
estas palabras: Oye, hija, y mira; inclina tus oídos; olvida
tu pueblo y la casa de tu padre, porque prendado está el
rey de tu hermosura; y Él es el Señor, tu Dios. Nadie que
pone la mano en el arado y mira atrás es digno del reino
de Dios.
No levantes el vuelo del nido, porque encontró la tórtola
dónde guardar sus polluelos. Eres hija de la sencillez tú
que tienes por madre a Túrtura. En esa sola y única
persona hallarás el oficio de muchas personas queridas.
Mira a Túrtura como a madre, escúchala como a maestra;
y a la que todos los días te engendra para Cristo con su
afecto, estímala como más querida que tu misma madre. Y,
como ya estás libre de toda tormenta y de todo torbellino
del mundo, escóndete en su seno. Que te sea suave estar a
su lado, te sea dulce su regazo ahora que eres mayor, como
te era gratísimo en tu infancia.
Por último, te ruego, ya que eres mi queridísima
hermana de sangre, que me tengas presente en tus
oraciones; y no te olvides del hermano menor Isidoro, que
nos encomendaron nuestros padres a los tres hermanos
supervivientes bajo la protección divina cuando, contentos
y sin preocupación por su niñez, pasaron al Señor. Y,
puesto que lo amo como hijo, y prefiero su cariño a todas
las cosas temporales, y descanso reclinado en su amor,
ámalo con tanto más cariño cuanto más tierno era el amor
que le tenían los padres. Seguro estoy de que tu plegaria
virginal inclinará hacia nosotros los oídos de Dios.
Y si mantuvieres la alianza que has pactado con Cristo,
te será otorgada la corona de los que obran el bien; y a
Leandro, que te exhorta, se le concederá el perdón. Y, si
perseverares hasta el fin, te salvarás.

HOMILÍA EN ALABANZA DE LA IGLESIA POR LA CONVERSIÓN


DEL PUEBLO HISPANO

La misma novedad pone de relieve que esta festividad es


la más solemne de todas las festividades, porque, así como
es cosa nueva la conversión de tantos pueblos, del mismo
modo hoy el gozo de la Iglesia es más elevado que de
ordinario.
Muchas solemnidades celebra la Iglesia en el decurso
del año en las cuales se alegra con el gozo acostumbrado,
pero una alegría inusitada como en el día de hoy, no la
tiene. Uno es el gozo de las cosas que siempre hemos
poseído y otro muy distinto es el de los grandes tesoros
recientemente hallados, por eso también nosotros
experimentamos tanta mayor alegría al presenciar cómo de
repente han nacido para la Iglesia nuevos pueblos;
mientras antes lamentábamos la rudeza de algunos, ahora
gozamos la fe de esos mismos. Pues lo que hoy es el
motivo de nuestro gozo, era también la ocasión de nuestra
tribulación.
Gemíamos mientras estábamos abrumados, mientras se
nos reprochaba, pero aquellos gemidos actuaron de tal
modo que los que por su infidelidad eran para nosotros
una carga, se trocaren por su conversión en nuestra corona.
Esto es finalmente lo que la Iglesia con ánimo agradecido
proclama en los salmos, diciendo: Me consolaste en la
tribulación, y Sara, mientras repetidamente es deseada por
los reyes, no padece mancha en su pureza y enriquece a
Abraham por su hermosura; pues los mismos reyes que
desean a Sara son los que enriquecen a Abraham.
Con toda dignidad, pues, la Iglesia católica hace de las
gentes a las que conoció envidiosas de ella, por el
resplandor de su fe, ganancia para su esposo, esto es, para
Cristo, y enriquece a su esposo con aquellos reinos por los
que antes se sentía molestada.
Por lo tanto, cuando al principio es atacada, es mordida
por los dientes de los envidiosos, cuando es oprimida,
entonces es cuando recibe enseñanzas, y cuando se la
persigue, se dilata, porque su paciencia o vence, o gana a
sus émulos. De ella dice la palabra divina: Muchas hijas
reunieron riquezas, pero tú las has superado a todas.
Y no hay que admirarse que llame hijas a las herejías,
porque ha de tenerse en cuenta que las herejías se ponen
en lugar de las espinas; las herejías son hijas, puesto que
han nacido de la semilla cristiana; son espinas, porque
crecen del paraíso de Dios, esto es, fuera de la Iglesia
católica. Y esto no es una conjetura nuestra, sino que se
prueba con la autoridad de las divinas Escrituras, al decir
Salomón: Como el lirio entre espinas, así mi amiga entre
las hijas, y así para que no os admiréis de haber llamado
hijas a las herejías, a continuación las llama espinas.
Las herejías se encuentran o en algún rincón del mundo
o en el medio del pueblo. Pero la Iglesia católica, así como
se extiende por todo el mundo, así también se compone de
la unión de todos los pueblos. Por tanto las herejías reúnen
pacientemente riquezas en las cavernas donde se ocultan.
Pero la Iglesia católica, colocada a la vista de todo el
mundo, sobrepuja a todas.
“Regocíjate y alégrate, Iglesia de Dios. Gózate y ponte
en pie, cuerpo único de Cristo. Vístete de fortaleza y salta
de júbilo, porque tus aflicciones se han convertido en gozo
y el traje de luto se ha trocado en vestido de alegría”. He
aquí de repente, olvidándote de tu esterilidad y de tu
pobreza, en un solo parto has engendrado pueblos sin
número para Cristo, pues prosperas con tus dispendios, y
medras con tus daños. Es tan sublime tu esposo por cuyo
imperio eres gobernada, que cuando permite que algún
enemigo te despoje de algo, al momento lo persigue con
empeño hasta que te devuelva lo hurtado. Ocurre como al
labrador, o al pescador, que mientras esperan las ganancias
venideras, no cuentan las pérdidas de lo que se ha
sembrado, o lo que clavó en el anzuelo.
Tú, por tanto, no llores ya, no gimas porque algunos
temporalmente se han apartado de ti, que ahora ves han
vuelto a ti con grandes ganancias. Alégrate, pues, con la
confianza de la fe, y con razón mantente firme en la fe de
de Cristo, tu cabeza, al recordar que lo prometido en otro
tiempo, lo ves cumplido ahora, pues la misma verdad dice
en el Evangelio: Convenía que Cristo muriese por el
pueblo, y no sólo por el pueblo, sino también para
congregar en una grey a los hijos de Dios que estaban
dispersos.
Tú gritas en los salmos: Paz a los que odian. Y dices:
Engrandeced al Señor conmigo y alabemos su nombre
todos a una, y de nuevo: Reuniendo a los pueblos en uno
para que los reinos sirvan al Señor. ¡Qué dulce es la
caridad, qué agradable es la unidad! Con la plena
conciencia, por los vaticinios de los profetas, por las
palabras del Evangelio, por documentos apostólicos, no
predicas otra cosa que la unión de los pueblos, no suspiras
sino por la unidad de los pueblos, y no siembras más que
los bienes de la paz y de la caridad.
Alégrate, pues, en el Señor, porque no han sido
defraudados tus deseos, ya que aquéllos que concebiste
durante tanto tiempo, entre gemidos ininterrumpidos y
continua oración, ahora, pasada la helada invernal, tras la
dureza del frío, tras la austeridad de la nieve,
repentinamente los has dado a luz como un fruto delicioso
de los campos, como flores alegres de la primavera, o
como sarmientos repletos de brotes.
En consecuencia, alegrémonos en el Señor, con todo el
gozo del corazón, y alabemos al Dios salvador nuestro
precisamente por lo que ya ha sido cumplido. Y respecto
de aquello que todavía esperamos su cumplimiento,
creamos desde ahora en su realidad. Todo lo cual había
sido ya predicho diciendo el Señor: Tengo otras ovejas que
no pertenecen a este rebaño, y conviene que vengan a mí,
para que no haya más que una grey y un solo pastor, y he
aquí que lo vemos cumplido.
Por lo cual no dudemos que todo el mundo puede creer
en Cristo, y reunirse en una sola Iglesia, porque como
hemos aprendido en el Evangelio por el testimonio del
mismo Cristo: Y será predicado este Evangelio del Reino
en todo el universo, para testimonio de todas las gentes, y
entonces, dice: Vendrá la consumación. Y si quedare
todavía alguna parte del mundo, o algún pueblo bárbaro
que no haya sido alumbrado por la fe de Cristo, no
dudemos un solo instante que ha de creer y ha de venir a la
única Iglesia, si tenemos por verdadero lo que el Señor
dijo.
Hermanos, la bondad ha ocupado el lugar de la maldad.
La verdad ha salido al encuentro del error, para que
aquellos pueblos que la soberbia y diversidad de las
lenguas había separado de la unidad, a esos mismos de
nuevo la caridad los acogiere en el seno de la hermandad,
y así como el Señor es el único poseedor de todo el
mundo, fuese también un solo el corazón y el alma de su
posesión.
“Pídeme, dice, y te daré las gentes como herencia tuya y
como posesión tuya los límites de la tierra; por lo tanto de
un solo hombre se propagó todo el género humano, para
que todos aquéllos que proceden de uno solo sintieran lo
mismo, y buscaran y amaran la unidad. El orden natural
exige que los que proceden de un solo hombre se amen
mutuamente y que no se aparte de la verdad de la fe aquél
que no arranca de un tronco distinto. Las herejías y las
divisiones brotan de las fuentes de los vicios, por lo que
aquél que vuelve a la unidad vuelve del vicio a la
naturaleza, y así como es propio de la naturaleza hacer de
muchas cosas una unidad, así también es propio del vicio
abandonar la dulzura de la hermandad.
Saltemos de gozo con toda el alma, porque los pueblos
que perecían por su afición a la discordia, Cristo los ha
unido consigo mismo en concordia, en una única Iglesia;
en la cual el lazo de la caridad los ha vuelto a unir. De esta
Iglesia es de la que vaticina el profeta: Mi casa será
llamada casa de oración por todas las gentes; y en otro
lugar dice: Estará en los últimos días preparado el monte
de la casa del Señor en la cima de los montes, y se elevará
sobre los collados, y acudirán a él todas las gentes y
vendrán muchas naciones y dirán: Venid y subamos al
monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. El monte,
pues, es Cristo, y la casa del Dios de Jacob es la única
Iglesia, a la cual profetiza: Acudirán las muchedumbres de
las naciones y las asambleas de los pueblos. Y de la cual
en otro lugar dice el profeta: Levántate y alúmbrate,
Jerusalén, que viene tu luz y la gloria del Señor ha nacido
sobre ti. Dice también: Marcharán las gentes en tu luz y
los reyes al resplandor de tu nacimiento. Alza los ojos a tu
alrededor y mira: todos estos se han congregado y han
venido a ti y edificarán tus muros los hijos de los
forasteros, y sus reyes te servirán. Y para anunciar lo que
había de suceder al pueblo o a la nación que se apartaren
de la comunión de la única Iglesia, continúa: El pueblo,
pues, y el reino, que no te sirva, perecerá; y finalmente en
otro lugar dice de modo parecido: He aquí que llamarás al
pueblo que antes desconocías, y los pueblos que no te
conocían correrán hacia ti.
Uno es el Cristo Señor, cuya posesión es la única Iglesia
santa por todo el mundo. Él es la cabeza, y ésta el cuerpo,
de los cuales al comienzo del Génesis se dice: Serán dos
en una sola carne, lo cual el Apóstol lo entiende de Cristo
y de la Iglesia. Precisamente porque Cristo quiere formar
de todas las gentes una sola Iglesia, aquél que es extraño a
la misma, aunque lleve el nombre de cristiano, no está
adherido al cuerpo de Cristo, pues la herejía que rechaza la
unidad de la Iglesia católica, por amar a Cristo con un
amor adulterino no ocupará el lugar de la esposa, sino el
de la concubina, porque verdaderamente dice la Escritura:
Son dos en una sola carne, a saber, Cristo y la Iglesia, en
donde no queda un tercer lugar para la meretriz.
Dice Cristo: Una es mi amiga, una es mi esposa, una es
la hija de su madre. Y acerca de lo cual la Iglesia misma
se declara en idéntico sentido, diciendo: Yo para mi amado
y mi amado para mí. Busquen ahora las herejías con quién
enlodarse y de quién hacerse prostíbulo, porque
abandonaron el lecho de Cristo. Por el cual, en el mismo
grado que sabemos ser preciosa la unión de la caridad, en
esto mismo debemos alabar a Dios en esta festividad,
porque los pueblos por los cuales derramó la sangre su
Unigénito, no ha permitido sean devorados por los dientes
del diablo. Y que se lamente el envejecido ladrón por
haber perdido su presa, porque vemos cumplido lo que
oímos vaticinar al profeta: Ciertamente, esta cautividad
será liberada por el Fuerte. Y lo que fue arrebatado lo
recuperará el Robusto. La paz de Cristo destruyó el muro
de la discordia que había fabricado el diablo, y la casa que
dividida luchaba por su destrucción, está ya unida por sólo
Cristo, la piedra angular.
Por tanto, aclamemos todos: Gloria a Dios en las alturas
y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor, porque
no hay ningún don que pueda parangonarse a la caridad. Y
por eso está por encima de otro gozo, porque se ha hecho
la paz y la caridad, la cual tiene la primacía entre todas las
virtudes.
Falta tan sólo que todos los que nos hemos convertido en
un solo reino, unánimemente supliquemos a Dios en favor
de la exaltación del reino terreno, como por la felicidad
del reino futuro. Para que el reino y el pueblo que glorificó
a Cristo en la tierra, sea glorificado por Él no sólo en la
tierra, sino también en los cielos. Amén.

RECAREDO
CARTA AL PAPA GREGORIO I
Desde el instante en que el Señor por su misericordia
hizo que nos separásemos de la nefanda herejía arriana, la
Iglesia católica nos acogió dentro de su seno, habiéndonos
hecho mejores, por seguir su fe. Entonces ya fue nuestra
intención y nuestra voluntad acudir con gozo y con toda la
fuerza del alma a un varón tan venerable y superior a
todos los demás prelados para que alabara a Dios por
todos los medios en lugar de nosotros, los hombres, por un
don tan excelso recibido de Dios.
Y porque nosotros debemos sobrellevar los múltiples
cuidados del reino, ocupados en los más diversos
negocios, han transcurrido tres años sin haber podido
cumplir en modo alguno el deseo de nuestra alma. Más
tarde enviamos hasta Vos a algunos abades de los
monasterios para que llegaran hasta vuestra presencia y
ofrecieran a san Pedro los dones que le remitíamos, y nos
trajeran noticias más ciertas de la salud de vuestra santa
Reverencia, y habiéndose dado prisa, y estando ya casi a la
vista del litoral de Italia, les ocurrió que a causa del
temporal del mar naufragaron en algunos escollos, cerca
de Marsella y apenas pudieron salvar sus vidas.
Ahora, pues, hemos rogado al presbítero que vuestra
gloria había enviado a la ciudad de Málaga, que se llegara
hasta nuestra presencia, pero ese tal, impedido por una
enfermedad corporal, no tuvo fuerzas en modo alguno
para presentarse delante del solio de vuestra Majestad.
Pero porque sabemos con toda seguridad que él ha sido
enviado por vuestra Santidad, le remitimos un cáliz de oro
adornado con piedras preciosas en su parte superior, para
que, como confiamos en vuestra Santidad, os dignéis
ofrecerle como cosa digna de él al Apóstol que brilla
primero por el honor. También pido a vuestra Grandeza
que en ocasión oportuna os acordéis de nosotros con
vuestras sagradas y áureas cartas. Pues cuánto en verdad
os ame, no creo que se oculte, por inspiración del Señor, a
vuestra fecunda imaginación.
Sucede muchas veces que aquéllos que se hallan
divididos por las tierras y los mares se unen por la gracia
de Dios, casi visiblemente, y aquéllos que no pueden
gozar de vuestra presencia personalmente, la fama les
ponen de manifiesto vuestra bondad.
Recomiendo con toda veneración a vuestra Santidad en
Cristo, a Leandro, obispo de la Iglesia de Sevilla, porque
por su medio se nos ha revelado vuestra benevolencia, y
cuando hablamos con este prelado de vuestra vida, nos
tenemos por pequeños, considerando vuestras buenas
obras.
Me agradaría recibir noticias de vuestra salud,
reverendísimo y santísimo varón. Y suplico a la prudencia
de vuestra Cristiandad que encomiende frecuentemente al
Señor común en vuestras oraciones a nosotros y a nuestro
pueblo que después de Dios gobernamos y que ha sido
ganado por Cristo en estos vuestros años, para que al
hallarnos separados por la amplitud del orbe, crezca en
nosotros felizmente la verdadera caridad para con Dios.
CONCILIOS HISPANOS
CONCILIO I DE BRAGA

En torno al priscilianismo
El año III del rey Ariamiro, el primero de mayo, como
los obispos de la provincia de Gallaecia, Lucrecio, Andrés,
Martín, Coto, Hilderico, Lucencio, Timoteo, Malioso, se
hubiesen reunido por disposición del nombrado
gloriosísimo prefecto Ariamiro, rey de la Metrópolis de la
misma provincia de la Iglesia bracarense, sentándose
conjuntamente los obispos, presentes también los
presbíteros y asistiendo de pie los ministros y todo el
clero, Lucrecio, obispo de la referida Iglesia
metropolitana, dijo: “Hace tiempo, santísimos hermanos,
que según los mandatos de los venerables cánones y los
decretos de la disciplina católica y apostólica, deseábamos
que surgiera la necesidad de celebrar una asamblea
sacerdotal entre nosotros, porque no sólo resulta oportuna
por razón de las normas y reglas eclesiásticas, sino
también porque siempre logra una concordia permanente
de caridad fraterna, a la vez reunidos los sacerdotes en el
nombre del Señor, tratan de conseguir en saludable
aportación común, lo que conforme a la doctrina
apostólica puede producir la unidad del Espíritu en el
vínculo de la paz. Así pues, ahora, porque nuestro
gloriosísimo y piadoso hijo, inspirado por el Señor, nos
concedió, por su real mandato, el deseado día de la
presente reunión para que nos sometamos a una
deliberación conjunta, indaguemos previamente, si os
parece bien, los principios básicos de la fe católica.
Por consiguiente, ahora queden patentes, tenidos en
cuenta los cánones, las disposiciones de los santos Padres.
Finalmente, ocupémonos asimismo con esmerada atención
de ciertas cuestiones concernientes al servicio de Dios y a
la misión clerical para que, si acaso, por la desidia de la
ignorancia o por la incuria del tiempo transcurrido,
hubiera entre nosotros discrepancias o dudas, sean
reducidas, como conviene, a una única expresión de la
razón y de la verdad”. Todos los obispos dijeron: “La
propuesta de tu beatitud es justa, ya que nos hemos
reunido para que se nos reporte alguna utilidad de la
disciplina eclesiástica”.
El obispo Lucrecio dijo: “Como ha sido indicado más
arriba, hablemos primeramente de los artículos de la fe.
Pues aunque hace tiempo que la peste de la herejía
prisciliana fue descubierta y condenada en las provincias
de las Hispanias, no obstante, para que nadie por
ignorancia, o como suele suceder, engañado por algunos
libros apócrifos de la Escritura sea inficionado todavía por
alguna idea pestilente de este error, hágase ver con
suficiente detalle a los hombres ignorantes, porque ellos
habitando en el confín del mundo y en las regiones más
remotas de esta provincia, no recibieron suficiente caudal
de doctrina verdadera. Pues bien, creo que sabe la
fraternidad de vuestra beatitud que en el tiempo en que
serpeaban en estas regiones los venenos de la nefandísima
secta prisciliana, el bienaventurado papa de la ciudad de
Roma, León, que fue aproximadamente el cuadragésimo
sucesor del apóstol Pedro, por medio de Toribio, notario
de su sede, mandó un escrito suyo al Sínodo de Galicia
contra la impía secta de Prisciliano. Por mandato de aquél
también los obispos de la Tarraconense y Cartaginense,
además de los de la Lusitania y la Bética, después de
celebrar un concilio entre ellos, redactando una regula
fidei con algunos capítulos contra la herejía prisciliana, la
enviaron a Balconio, que era entonces prelado de la Iglesia
bracarense. Así pues, porque tenemos a mano el mismo
ejemplar de la fe establecida con sus capítulos, deseamos
que se hagan patentes a todos los hombres sencillos las
antiguas determinaciones de los santos Padres y se
descubran los embustes de la herejía de Prisciliano,
execrada y condenada ya hace tiempo por la sede del
beatísimo Pedro apóstol”.
Se leyó la fórmula de la fe con sus capítulos que, para
evitar la prolijidad de los mismos, no fueron consignados
en estas actas. Después de la lectura de los capítulos, todos
los obispos dijeron: “Aunque la lectura de estos apartados,
ha sido hecha por necesidad, insertados los mismos, sea
ahora expuesto con más evidencia y sencillez todo lo que
es execrable, de tal manera que el que es menos erudito
pueda entender: y así sean condenados bajo censura de
anatema para ejemplo los embustes, ya hace tiempo
proscritos, del error de Prisciliano, para que cualquier
clérigo, monje o seglar, que se descubriere que todavía
cree o defiende algo semejante, sea amputado
inmediatamente del cuerpo de la Iglesia católica como
miembro completamente podrido, a fin de que su
compañía no contagie la mácula de su maldad a los
verdaderos creyentes o, más aún, por la mezcla de los tales
se ocasione algún oprobio a los ortodoxos”.
Los capítulos propuestos contra la herejía de Prisciliano,
releídos, contienen lo siguiente:
1. Si alguien no confiesa al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo como tres personas, de una sustancia, virtud y
poder, según enseña la Iglesia católica, sino que profiere
que es una sola y única persona, de modo que sea Padre el
que es el Hijo, y que también el mismo sea Espíritu Santo,
como afirmaron Sabelio y Prisciliano, sea anatema.
2. Si alguien, además de la Santísima Trinidad, introduce
otros nombres de la Divinidad, diciendo que en la misma
Divinidad existe la Trinidad de la Trinidad, según
afirmaron los gnósticos y Prisciliano, sea anatema.
3. Si alguien sostiene que el Hijo de Dios, nuestro Señor,
no existió antes de nacer de la Virgen, como afirmaron
Pablo de Samosata, Fotino y Prisciliano, sea anatema.
4. Si alguien no venera verdaderamente la natividad de
Cristo según la carne, sino que simula honrarla o,
ayunando el mismo día y el domingo, porque no cree que
Cristo nació con verdadera naturaleza de hombre, según
sostuvieron Cerdón, Marción, Maniqueo (sic) y
Prisciliano, sea anatema.
5. Si alguno cree que las almas de los hombres y de los
ángeles provinieron de la sustancia de Dios, como
afirmaron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.
6. Si alguien declara que las almas humanas pecaron
primero en la morada celestial y por ello fueron arrojadas
a la tierra en los cuerpos humanos, según dice Prisciliano,
sea anatema.
7. Si alguien afirma que el diablo no fue primeramente
un ángel bueno, creado por Dios, ni que su naturaleza
fuese obra de Dios, sino que defiende que salió del caos y
de las tinieblas y que no tiene ningún productor de sí sino
que él mismo es el principio y sustancia del mal, como
sostuvieron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.
8. Si alguno cree que el diablo dio origen en el mundo a
algunas creaturas, y que el propio diablo con su autoridad
produce truenos, relámpagos, tempestades y sequías, como
dijo Prisciliano, sea anatema.
9. Si alguien cree que las almas y los cuerpos humanos
están vinculados a los hados estelares, como dijeron los
paganos y Prisciliano, sea anatema.
10. Si alguno cree que los doce signos siderales, que
suelen observar los matemáticos, están dispuestos por cada
uno de los miembros del alma o del cuerpo y dicen que
han sido adscritos a los nombres de los Patriarcas, como
afirmó Prisciliano, sea anatema.
11. Si alguien condena los matrimonios humanos y
experimenta un horror terrible ante la procreación de los
que nacen, como dijeron Maniqueo y Prisciliano, sea
anatema.
12. Si alguno dice que la formación del cuerpo humano
es obra del diablo y que lo concebido en el útero recibe su
figura por obra de los demonios, por lo que no cree en la
resurrección de la carne, como afirmaron Maniqueo y
Prisciliano, sea anatema.
13. Si alguien afirma que la creación de toda carne no es
obra de Dios sino de los ángeles malignos, como dijeron
Maniqueo y Prisciliano, sea anatema.
14. Si alguien juzga inmundos los alimentos cárnicos
que Dios dio para uso humano, y no por mortificación de
su cuerpo sino porque los considera una inmundicia, y
hasta el punto de abstenerse de ellos que no prueba ni las
legumbres cocidas con carne, como afirmaron Maniqueo y
Prisciliano, sea anatema.
15. Si algún clérigo tiene en su compañía otras mujeres
como adoptivas que no sean la madre o hermana o tía o las
que se hallan unidas a él por consanguinidad próxima y
convive con ellas, según enseña la secta de Prisciliano, sea
anatema.
17. Si alguno lee las Escrituras que Prisciliano depravó
acomodándolas a sus errores, o los tratados de Dictinio
que escribió el mismo Dictinio antes de la conversión, o
cualesquiera otros escritos de los herejes que fueron
compuestos conforme a sus errores, bajo el nombre de los
patriarcas, de los profetas o de los apóstoles, los lee y
sigue sus embustes impíos y los defiende, sea anatema.
Propuestos estos capítulos y vueltos a leer, el obispo
Lucrecio, dijo: “Puesto que todo lo que los católicos deben
abominar y condenar se ha expresado con toda claridad y
precisión, incluso para los ignorantes, creo necesario, si
parece bien a vuestras fraternidades, que se nos den a
conocer las instituciones de los santos Padres, recogidas
en los cánones antiguos, las cuales, aunque no todas, al
menos las que conciernen a la instrucción de la disciplina
de los clérigos se nos deben exponer”. Todos los obispos
dijeron: “Estamos de acuerdo con lo que has dicho, y
conviene que aquellos que, por acaso o por desidia, han
prescindido de las normas eclesiásticas, oigan las reglas de
los santos cánones y las observen”.

CONCILIO II DE BRAGA
Reinando nuestro Señor Jesucristo, y transcurriendo la
era 610, el año segundo del rey Mirón, día 1º de junio;
habiéndose reunido por mandato de este rey, en la Iglesia
metropolitana de Braga, los obispos de la provincia de
Gallaecia, tanto los de la bracarense como los de la
lucense, con sus metropolitanos, a saber: Martín, Nitigises,
Remisol, Andrés, Lucrecio, Adorico, Bitimer, Sardinerio,
Polemio, Mailoc, habiendo tomado asiento juntamente
todos estos obispos y estando presente todo el clero,
Martín, obispo de la Iglesia bracarense, dijo: “Santísimos
padres, creemos que por inspiración de Dios sucedió esto,
que de los distritos nos congregáramos en una sola
asamblea por orden del gloriosísimo hijo nuestro, el rey,
no sólo para que nos alegremos de vernos recíprocamente,
sino también para que tratemos entre nosotros de todo
aquello que concierne al orden y a la disciplina
eclesiástica, pues se halla escrito en el Evangelio con
palabras del Señor: Donde quiera que hubiere dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos”.
Nitigio, obispo de la Iglesia lucense, dijo: “No puede
creerse cosa distinta, a no ser lo que corresponde al
provecho de nuestras almas; que puede ser comenzado y
realizado sólo por inspiración divina. Y lo mismo, todos
unánimes y sintiendo lo mismo en el Señor, deseamos
conocer todo lo que toca a nuestra instrucción presentado
ante todos”. El obispo Martín, dijo: “Creemos que vuestra
beatitud recuerda que, tan pronto como en la Iglesia de
Braga se reunió un concilio de obispos, además de las
muchas ideas que habían sido confirmadas sobre la
sintonía de la fe recta, hemos reafirmado asimismo
algunas que contenían las disposiciones disciplinares de
los antiguos cánones. Para que pueda recordarse con
mayor clarividencia su utilidad, que se lea en vuestra
presencia, si os place, la propia carta”. Todos los obispos
dijeron: “Conviene, bajo todos los conceptos, que se lea a
todos los oyentes”.
Leídos, pues, los capítulos que no se han incluido en
absoluto en las actas para no hacerlas prolijas, el obispo
Martín dijo: “Todas estas ideas que acaban de leerse, que
entonces nos parecieron discrepantes, dudosas o
desordenadas han sido puestas en orden con el auxilio de
Dios y consiguen su fuerza sin posibilidad de mutación.
Mas todas aquellas otras que entonces nos pasaron por alto
o resultó oneroso en el primer concilio, dar unidad a su
multiplicidad, parece necesario presentarlas ahora a
vuestra santa caridad con el fin particular de que,
especialmente ventiladas, también sean expuestas con su
examen. Pues los santos Padres y predecesores nuestros,
congregados de todas partes, celebraron a favor de la
unidad de la verdadera fe concilios generales, como en
Nicea contra Arrio los 318 (padres), y en Constantinopla
contra Macedonio los 150, y en Éfeso contra Nestorio los
200, y en Calcedonia contra Eutiques los 630, o también
convocaron, cada uno en su provincia, sínodos especiales
para terminar con las disputas o corregir las negligencias
de algunos, y según lo reclamó la gravedad de las culpas o
de cualquier desmán, contando con la asistencia del
Espíritu de Dios, establecieron disposiciones canónicas,
precisadas cada una por separado, que conviene releer,
entender y observar. Y ya que, por el auxilio de la gracia
de Cristo nada hay dudoso en esta provincia acerca de la
unidad y de la ortodoxia de la fe, debemos tratar ya
especialmente si por casualidad entre nosotros se
encuentra algo reprensible, contrario a la disciplina
apostólica, hacer correcciones de común acuerdo y con
juicio razonable, acudiendo al testimonio de las sagradas
Escrituras o a las disposiciones de los antiguos cánones,
todo aquello que desagradare.
Y primeramente, si os place, volviendo a leer los
mandatos del bienaventurado apóstol Pedro, que
claramente escribió en su epístola como una regla para los
sacerdotes, todo lo que parece que es tratado por nosotros
no de otro tenor de cómo lo ha prescrito el príncipe de los
Apóstoles, apresurémonos a sacarlo a la luz sin ningún
retraso, no sea que, mientras predicamos a los demás,
nosotros mismos, hechos réprobos, seamos condenados
por la famosa declaración divina, que dice: Tú, sin
embargo, despreciaste la disciplina y arrojaste mis
palabras a tu espalda”. Todos los obispos dijeron:
“Deseamos oír la mencionada carta del apóstol Pedro en
ese mismo pasaje, donde adoctrina a los sacerdotes”.
Entonces, habiendo traído el libro, se leyó de la misma
epístola lo siguiente: ¡Ancianos!, yo, anciano como
vosotros, os ruego apacentad la grey del Señor, que está
entre vosotros, procediendo no con violencia sino con
naturalidad, según Dios: ni por razón de una vergonzosa
ganancia, sino con buena voluntad; ni como dominadores
de los clérigos, sino convertidos en modelos del rebaño y
con cariño, para que cuando aparezca el príncipe de los
pastores, podáis recibir la corona que no se marchita.
Leído esto, todos los obispos dijeron: “Conocidas estas
ideas, que han sido recitadas de la carta del
bienaventurado apóstol Pedro, deseamos, con el auxilio de
la gracia divina, obedecer los divinos preceptos e imitar en
todo ello la doctrina de la epístola apostólica que nos ha
sido transmitida, no sea que, si andamos
desordenadamente en algunas cosas, seamos condenados
por el juicio divino, lo que ojalá no ocurra, sino que como
seguidores de las huellas de los santos Padres,
merezcamos participar de su descanso y podamos recibir
con ellos aquella corona de gloria inmarcesible que ha
sido prometida. Por esto pues, todos al unísono rogamos a
tu caridad que, reunidas brevemente todas estas materias
en capítulos aparte, se proceda a una corrección, adjunta al
pie de estas actas, las cuales, una vez leídas con toda
atención y presentadas con claridad, las podamos firmar
cada uno de nosotros con nuestra propia firma para su
enmienda y confirmación, a fin de que, no solamente a
nosotros sino también a nuestros sucesores, estos decretos
contribuyan a la perfección del oficio episcopal”.
1. Plugo a todos los obispos y convino que, recorriendo
cada una de las iglesias de su diócesis los obispos,
primeramente se examinara a los clérigos acerca de la
forma que tienen de bautizar y de celebrar la misa y de
cómo ejercen cualquier otro oficio en la iglesia. Y si
encontraren todo en orden, den gracias a Dios: mas, si no
fuere así, deben instruir a los ignorantes y recomendarles
sirviéndose de cualquier procedimiento, como lo disponen
los antiguos cánones, que los veinte días anteriores al
bautismo concurran los catecúmenos a la purificación de
los exorcismos. Durante estos veinte días, todos los
catecúmenos sean instruidos especialmente en lo que atañe
al símbolo, que es “Creo en Dios Padre todopoderoso”.
Por consiguiente, después que los obispos hubieren
examinado y adoctrinado a sus clérigos en estos temas,
otro día, reunidos los feligreses de la propia iglesia,
enséñenles a huir de los errores de los ídolos y de las
diversas culpas graves, esto es, de los homicidios,
adulterios, perjurios, falso testimonio y demás pecados
mortales, y lo que no quieran que se les haga, que tampoco
lo hagan ellos a los demás; y a que crean en la
resurrección de todos los hombres y en el día del juicio, en
el que cada uno ha de recibir su merecido conforme a sus
obras. Y así, a continuación, el obispo pase de aquella
iglesia a otra.
2. Pareció bien que ningún obispo, en la visita a su
diócesis, fuera del honorario de su cátedra, percibiera de
las iglesias algún otro estipendio. Ni reclame la tercera
parte de cualquier ofrenda del pueblo en las iglesias
parroquiales, sino que dicha tercera parte la dedique a la
iluminación de la iglesia o a su restauración, y cada año
ríndase cuentas al obispo. Pues si el obispo se apropia de
esta tercera parte, priva de la iluminación y de la
capacidad sagrada de acogida que debe tener la iglesia.
Igualmente, tampoco los clérigos parroquiales se sientan
forzados a trabajar en los asuntos particulares del obispo,
porque está escrito: No se comporten como déspotas con
el clero.
3. Se acordó que los obispos no reciban ningún regalo
por la ordenación de los clérigos, sino que, como está
escrito, lo que habéis recibido gratis por don de Dios,
dadlo gratis. No se venda por precio alguno la gracia de
Dios ni la imposición de las manos, porque la antigua
disposición de los Padres así lo determinó en cuanto a las
ordenaciones de los eclesiásticos, diciendo: “Sean
condenados tanto el que las administra como el que las
recibe; porque algunos envueltos en muchas maldades,
sirviendo indignamente al altar, lo consiguen, no por
testimonio de buenos comportamientos sino por la
profusión de regalos. Conviene, por tanto, ordenar a los
clérigos no movidos por regalos, sino a raíz de un
esmerado escrutinio y del testimonio de muchos”.
4. Se convino en que por la pequeña cantidad de
bálsamo, que, una vez bendecido, suele repartirse por las
iglesias para la administración del sacramento del
bautismo, y que se cobraba un tremís, a partir de ahora no
se exija nada por ello, no sea que parezca que lo que se
consagra mediante la invocación del Espíritu Santo para la
salvación de las almas, lo vendamos reprensiblemente, del
mismo modo que Simón Mago quiso comprar con dinero
el don de Dios.
5. Se decretó que cuantas veces los obispos son
invitados por alguno de los fieles para la consagración de
las iglesias, no reclamen, como remuneración debida,
algún regalo del fundador, aunque si éste lo ofreciere a
voluntad no se rechace.
Siempre hay que tener en cuenta la pobreza o la
necesidad de las iglesias. Cada uno de los obispos tendrá
en cuenta que no puede dedicar una iglesia o una basílica,
si antes no recibe la dote de la basílica y la entrega de la
misma, confirmada por escritura pública. Ya que no es
temeridad leve si se consagra una iglesia como una casa
privada sin iluminación y sin el sustento de los que allí
mismo han de prestar un servicio.
6. Se tuvo por bueno que si alguien construye una
basílica no por exigencias de su fe, sino por algún lucro,
reparta a medias con los clérigos lo que allí mismo se
recaude como donativo del pueblo, porque la basílica ha
sido construida en su terreno, como suele acontecer en
algunos lugares. Habrá que observarse en lo sucesivo que
ningún obispo dé su consentimiento a la abominable
práctica de atreverse a consagrar una basílica que bajo el
patrocinio de los santos sirva para recaudar tributos.
7. Se tuvo a bien que cada uno de los obispos en sus
iglesias dispusiera que aquellos que presentan sus hijos al
bautismo, si ofrecen algo voluntariamente por devoción,
les sea recibido. Si, por el contrario, en su pobreza no
tienen nada que ofrecer, ningún clérigo les arranque por la
violencia prenda alguna, pues muchos pobres, con este
temor, se retraen de bautizar a sus hijos, incluso aquellos
que, mientras están aguardando una oportunidad
favorable, fallecen sin la gracia del bautismo. En tal caso
habrá que responsabilizar de esa perdición a aquellos que
se hacen detestables por sus expolios y privaron de la
gracia del bautismo.
8. Se acordó que si alguien acusa a alguno de los
clérigos de fornicación, según el mandato de san Pablo
apóstol, presente dos o tres testigos. Pero si no pudiere
probar con sus testificaciones lo que dijo, la excomunión
que podría caer al acusado recaiga sobre el acusador.
9. Se dio por bueno que además de todo lo decretado en
el concilio de los obispos, se observe lo siguiente: que se
anuncie por el obispo metropolitano en qué día de las
calendas o en qué luna deba celebrarse la Pascua del año
en curso. Lo cual, los demás obispos y el resto de los
sacerdotes anotándolo en la agenda, anúncienlo cada uno
en sus Iglesias respectivas en el día del natalicio del Señor,
delante del pueblo, después de la lectura del Evangelio,
para que nadie ignore el comienzo de la cuaresma.
Entonces, reuniéndose las Iglesias vecinas, celebren las
letanías durante tres días con salmos, peregrinando por las
basílicas de los santos. El tercer día, celebradas las misas a
la hora nona o décima, despedido el pueblo, ordenen que
se guarden ayunos de la cuaresma y, a mitad de la
cuaresma, presenten a los niños para purificarlos por el
exorcismo, veinte días antes de ser bautizados.
10. Se determinó que, porque sabemos que algunos
presbíteros, corrompidos por la necedad del error
recientemente hecho público o por la todavía pestilente
herejía de Prisciliano, se mantienen en la osadía de
atreverse a consagrar la oblación en las misas de difuntos,
incluso después de haber consumido vino, se advierte,
conforme a lo consensuado por todos como doctrina, que
si se sorprendiera a algún presbítero en esta insensatez, y
consagrase la oblación en el altar sin guardar el ayuno,
retíresele inmediatamente de su ministerio, y sea
degradado por su propio obispo.
Redactado todo esto, plugo a todos que, para hacer firme
su cumplimiento, cada uno lo firmara con su propia letra,
conviniendo en que si alguien por haber transgredido los
ordenamientos de estos capítulos, pretendiera volver a las
costumbres depravadas, después de ser corregido por la
amonestación de todo el concilio, amenácesele con el
severísimo veredicto de ser depuesto de su ministerio.
CONCILIO III DE TOLEDO (589)
Confesión de Recaredo
En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, en el cuarto
año del reinado del muy glorioso, piadosísimo y fidelísimo
a Dios, señor rey Recaredo, el día 8 de mayo, era 627, se
reunió este santo concilio en la regia ciudad de Toledo, por
los obispos de toda Hispania y de las Galias, abajo
firmantes. En él habló el rey Recaredo a todos los obispos.
Habiendo el mismo rey gloriosísimo, en virtud de la
sinceridad de su fe, mandado reunir el concilio de todos
los obispos de sus dominios, para que se alegraran en el
Señor de su conversión y por la renovación de los godos, y
dieran también gracias a la bondad divina por un don tan
grande, el mismo santísimo príncipe habló al venerable
concilio con estas palabras: “No creo, reverendísimos
obispos, que desconozcáis que os he llamado a la
presencia de nuestra serenidad con el objeto de restablecer
la disciplina eclesiástica. Y porque hace muchos años que
la amenazadora herejía no permitía celebrar concilios en la
Iglesia católica, Dios, a quien plugo extirpar la citada
herejía por nuestro medio, nos advirtió sobre la necesidad
de restaurar las instituciones eclesiásticas conforme a las
antiguas costumbres.
Debéis, pues, contentaros y regocijaros de que las
costumbres canónicas, con la ayuda de Dios, vuelvan a sus
antiguos cauces mediante nuestro poder. Sin embargo,
antes de nada os advierto y os ruego que supliquéis en
vuestras oraciones, para que el orden canónico, que un
largo y duradero olvido había hecho desaparecer de la
conciencia de los obispos y que nuestra edad confiesa
ignorar, se os dé a conocer de nuevo por gracia divina”.
Oyendo estas cosas y dando gracias a Dios y al
piadosísimo rey, todo el concilio prorrumpió en alabanzas
y se decretó en el mismo instante un ayuno de tres días.
Habiéndose reunido ya en concilio todos los obispos del
Señor el día 8 de mayo y previa la debida oración,
sentados cada uno de los obispos en el lugar que les
correspondía, he aquí que se presentó en medio de ellos el
serenísimo rey, que uniéndose a la oración de los obispos
del Señor y lleno después de la inspiración divina,
comenzó a hablarles de este modo: “No creemos que se
oculte a Vuestras Santidades, cuánto tiempo Hispania
padeció bajo el error de los arrianos y cómo habiendo
sabido Vuestras Beatitudes, no mucho después de la
muerte de nuestro padre, cómo nosotros mismos nos
habíamos unido a la santa fe católica, creemos se produjo
por todas partes grande y eterno gozo.
Y por tanto, venerados Padres, hemos determinado
reuniros para celebrar este concilio, a fin de que vosotros
mismos deis gracias eternas al Señor con motivo de los
hombres que acaban de volver a Cristo. Lo que
deberíamos tratar igualmente en presencia de vuestro
sacerdocio, acerca de la fe y esperanza nuestra que
profesamos, os lo damos a conocer por escrito en este
pliego. Léase, pues, en medio de vosotros. Y que nuestra
persona gloriosa, aprobada por el dictamen conciliar, brille
ennoblecida por el testimonio de la misma fe para todos
los tiempos futuros”.
Todos los obispos de Dios recibieron el pliego de la fe
sacrosanta que les presentó el rey, y leyéndolo el notario
con voz clara, se expresó así: “Aunque el Dios
omnipotente nos haya dado el llevar la carga del reino a
favor y provecho de los pueblos, y haya encomendado el
gobierno de no pocas gentes a nuestro regio cuidado, sin
embargo, nos acordamos de nuestra condición de mortales
y de que no podemos merecer de otro modo la felicidad de
la futura bienaventuranza sino dedicándonos al culto de la
verdadera fe y agradando a nuestro Creador al menos con
una digna confesión.
Por lo cual, cuanto más elevados estamos mediante la
gloria real sobre los súbditos, tanto más debemos cuidar de
aquellas cosas que pertenecen al Señor, y aumentar nuestra
esperanza, y mirar por las gentes que el Señor nos ha
confiado. Por lo demás, ¿qué podemos nosotros retribuir a
la omnipotencia divina por tantos beneficios recibidos,
cuando todas las cosas le pertenecen y no necesita para
nada de nuestros bienes, excepto creer en Él con aquella
devoción con la que según las Escrituras, Él mismo
deseaba ser creído?
Es decir, que confesemos que el Padre es quien
engendró de su substancia al Hijo, igual a Sí y coeterno, y
no que Él sea a un mismo tiempo nacido y engendrador,
sino que una es la persona del Padre que engendró, otra la
del Hijo que fue engendrado, y que sin embargo, uno y
otro subsisten por la divinidad de una sola substancia.
El Padre, del que procede el Hijo, pero Él mismo no
procede de ningún otro. El Hijo es el que procede del
Padre, pero sin principio y sin disminución subsiste en
aquella divinidad, en que es igual y coeterno al Padre. Del
mismo modo debemos confesar y predicar que el Espíritu
Santo procede del Padre y del Hijo, y con el Padre y el
Hijo es de una misma substancia; que hay en la Trinidad
una tercera persona, que es el Espíritu Santo, la cual, sin
embargo, tiene una común esencia divina con el Padre y el
Hijo.
Esta santa Trinidad, es un solo Dios: Padre, e Hijo y
Espíritu Santo, por cuya bondad, aunque toda criatura
haya sido creada buena, sin embargo, por medio de la
forma humana tomada por el Hijo, se ve reparada en su
origen pecador a la primera felicidad. Pero del mismo
modo, como es señal de la verdadera salvación creer que
la Trinidad está en la Unidad, y la Unidad en la Trinidad,
así se dará una prueba de verdadera justicia si confesamos
una misma fe dentro de la universal Iglesia, y guardamos
los preceptos apostólicos, apoyados en también apostólico
fundamento.
Sin embargo, vosotros obispos del Señor, os conviene
recordar todos los ataques que sufrió hasta ahora la Iglesia
católica de Dios en Hispania de parte del adversario.
Cuando los católicos sostenían y defendían la constante
verdad de su fe y los herejes apoyaban con la animosidad
más pertinaz su propia perfidia, a mí, como veis por los
efectos, encendido por el fervor de la fe, el Señor me ha
movido a que, depuesta la obstinación de la infidelidad y
apartado del furor de la discordia, condujera a este pueblo,
que servía al error bajo el falso nombre de religión, al
conocimiento de la fe y al seno de la Iglesia católica.
Presente está, pues, toda la ínclita estirpe de los godos,
apreciada por casi todas las gentes por su genuina
virilidad, la cual, aunque separada hasta este momento de
la fe y de la unidad de la Iglesia católica por la maldad de
sus doctores, pero ahora unida conmigo de todo corazón,
participa en la comunión de aquella Iglesia que recibe en
su seno maternal a la muchedumbre de los más diversos
pueblos y los nutre en sus pechos de amor; de ella se
pregona con palabras del profeta: Mi casa será llamada
casa de oración para todos los pueblos.
Y entre la serie de favores que hemos recibido no sólo se
cuenta con la conversión de los godos, sino incluso esa
muchedumbre incontable del pueblo de los suevos, que
con la ayuda del cielo hemos integrado en nuestro reino; y
si antes estaba extraviada en la herejía por la culpa ajena,
ahora ha sido traída gracias a nuestra diligencia al origen
de la verdad.
Por lo tanto, santísimos padres, ofrezco al eterno Dios,
por vuestra intercesión, como un sacrificio santo y
expiatorio, a estos nobilísimos pueblos, que por nuestra
diligencia han sido ganados para el Señor, lo cual me
reportará una inmarcesible corona y gozo cuando
acontezca la retribución de los justos, si estos pueblos que
por nuestra solicitud se integraron en la unidad de la
Iglesia, permanecen en ella firmes y constantes.
Y así como por disposición divina nos fue dado a
nosotros traer estos pueblos a la unidad de la Iglesia de
Cristo, del mismo modo os toca a vosotros formarlos en
los dogmas católicos, para que instruidos plenamente con
el conocimiento de la verdad, sepan rechazar con criterio
el error de la perniciosa herejía y conservar por el amor de
Dios el camino de la verdadera fe, abrazando con un deseo
creciente la comunión de la Iglesia católica.
Y si estoy plenamente convencido de que este pueblo tan
esclarecido ha alcanzado el perdón por su pecado de
ignorancia, tampoco dudo que será muy grave si, una vez
conocida la verdad, la abraza con corazón indeciso o, lo
que jamás ocurra, apartan sus ojos de la luz
deslumbradora.
Por lo cual considero muy conveniente reunir en
asamblea a Vuestra Beatitudes confiando en la declaración
del Señor: Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos. Creo , pues, que asiste a
este santo concilio la bienaventurada Divinidad de la santa
Trinidad, y por eso confieso mi fe entre vosotros, como si
me viera en presencia del Señor, teniendo muy en cuenta
la sentencia divina que dice: No oculté tu misericordia y tu
verdad delante de la multitud. Me fijo también en la
recomendación del Apóstol a su discípulo Timoteo: Pelea
la gran batalla de la fe, conquista la vida eterna a la cual
eres llamado, proclamando una valiente confesión de fe,
delante de muchos testigos.
Por tanto es verdadera la sentencia evangélica de nuestro
redentor; por ella afirma que apoyará ante el tribunal del
Padre a aquel que le reconozca delante de los hombres; y
que negará a quien le niegue. Nos conviene, pues, que
confesemos de palabra lo que creemos de corazón, según
leemos en la palabra revelada: Cuando se cree con el
corazón actúa la fuerza salvadora de Dios, y cuando se
proclama con la boca se alcanza la salvación.
Por lo cual, si condeno los dogmas y a los cómplices de
Arrio, el cual afirmaba que el Hijo Unigénito de Dios era
de substancia inferior a la del Padre y no engendrado por
Él sino creado de la nada, como también condeno todos
los concilios perversos celebrados en contra del santo
concilio de Nicea, venero para honra y alabanza del santo
concilio niceno, la fe santa confesada por los 318 obispos
en contra de Arrio, peste para la fe verdadera.
Abrazo igualmente y confieso la fe de los 150 obispos
congregados en Constantinopla que, con el cuchillo de la
verdad, acabó con Macedonio, que declaraba inferior la
substancia del Espíritu Santo, y separaba la Unidad y la
esencia del Padre y del Hijo. También creo y acato la fe
del primer concilio de Éfeso, proclamada contra Nestorio
y su doctrina. Acepto con el máximo respeto, unido con
toda la Iglesia católica, la fe del concilio de Calcedonia,
donde santidad y sabiduría brillaron en contra de Eutiques
y Dióscoro. Con la misma veneración admito todos los
concilios de los venerables obispos ortodoxos, que no se
apartan de la pureza de la fe de estos cuatro concilios que
acabo de mencionar.
Apresúrense, pues, vuestras reverencias a añadir esta
nuestra fe a los testimonios canónicos, y a tener en cuenta
la fe que sabiamente en el seno de la Iglesia católica
confesaron a Dios los obispos, los monjes y los miembros
más destacados de nuestro pueblo. Todo lo cual, anotado
al detalle y corroborado con las firmas pertinentes,
conservadlo como testimonio de Dios y de los hombres
para épocas futuras.
Dios quiera que estos pueblos que presidimos por
potestad regia en el nombre del Señor, sigan aborreciendo
el antiguo error gracias a la unción del crisma sacrosanto y
el Espíritu Santo que han recibido algunos dentro de la
Iglesia de Dios, Espíritu al que confiesan uno e igual al
Padre y al Hijo, y por cuyo favor han sido llamados al
seno de la santa Iglesia católica; pero si algunos de ellos
no quisieren creer en esta recta y santa confesión,
experimenten la ira de Dios con la condena eterna, y que
su perdición sea alivio para los fieles y escarmiento para
los infieles.
A esta confesión he añadido las constituciones santas de
los concilios arriba mencionados, y la firmé con gran
simplicidad de corazón, teniendo a Dios por testigo… Y
yo, Recaredo, rey, manteniendo de corazón y afirmando de
palabra, esta santa y venerable confesión, que hace
idénticamente la Iglesia católica por todo el orbe de la
tierra, la ha firmado mi puño derecho con el auxilio de
Dios”.
Capítulos que el santo concilio III estableció en la
ciudad de Toledo.
I. Que se observen las prescripciones de los concilios y los
decretos de los pontífices romanos.
Después de la condenación de la herejía arriana y de la
afirmación de la santa fe católica, mandó el santo concilio
lo siguiente: que a causa de que en algunas partes en las
Iglesias de Hispania, por la imposición de la herejía o de la
gentilidad desapareció todo interés por la disciplina
canónica, abundando sus transgresiones, mientras
cualquier atropello de la misma herejía encontraba fácil
acogida. Unas normas severas han de contrarrestar tanto
mal, teniendo en cuenta que la misericordia de Dios ha
devuelto la paz a la Iglesia; por eso, todo aquello que la
autoridad de los primeros cánones prohíbe, sea también
vedado mediante una disciplina restaurada, llevar a la
práctica cuanto ella manda.
Se ratifica plenamente las prescripciones de todos los
concilios, junto con las cartas sinodales de los santos
prelados romanos. En adelante, ningún indigno aspire,
contra la prohibición de los cánones, a merecer los
honores eclesiásticos, y nada haga de aquello que los
santos padres, llenos del espíritu de Dios, decretaron que
no debía hacerse; al que se atreva a actuar en contra
aplíquesele la severidad de los santos cánones.
II. Que el domingo se recite el credo en todas las Iglesias.
Por respeto a la santa fe, y para ayudar a las mentes
débiles de los hombres, por indicación del pisito y
gloriosísimo señor y rey Recreado, estableció el santo
concilio que en todas las Iglesias de Hispania, Galia y
Fallecía, siguiendo las costumbres de las Iglesias
orientales, se recite el símbolo de la fe del concilio de
Constantinopla, esto es, el de los 150 obispos, para que
antes de que se diga la oración dominical se proclame por
el pueblo con voz clara aquello con lo que la fe verdadera
tenga un manifiesto testimonio y los corazones del pueblo
se acerquen purificados por la fe a recibir el cuerpo y
sangre de Jesucristo.

III. Que nadie enajene las cosas de la Iglesia sin


necesidad.
Este santo concilio no autoriza a ningún obispo a
enajenar las cosas de la Iglesia, porque esto está prohibido
en los cánones más antiguos; pero si dieren alguna cosa,
que no perjudique gravemente los bienes eclesiásticos en
ayuda de los monjes e iglesias pertenecientes a sus
diócesis, se dé por buena la donación. También están
autorizados a socorrer las necesidades de los peregrinos,
de los clérigos y de los pobres cuando sea posible
respetando los derechos de la Iglesia.
IV. Que le sea permitido al obispo convertir en monasterio
una de las iglesias de la diócesis.
Si el obispo quiere consagrar como monasterio una de
las iglesias de su diócesis para que en ella se viva
conforme a la regla una comunidad monacal, tenga
facultad para hacerlo con el consentimiento del concilio. Y
si el obispo otorga a dicha fundación para sustento de los
monjes algún bien, propiedad de la iglesia y sin perjuicio
para la misma, acéptese por bueno, pues el concilio da su
asentimiento a esta buena obra.
V. Que los sacerdotes y levitas vivan castamente con sus
mujeres.
Ha sabido el santo concilio que obispos, presbíteros y
diáconos procedentes de la herejía se unen a sus esposas
llevados por el deseo carnal, y para que esto no se repita
en el futuro, se ordena lo que ya habían prescrito los
cánones anteriores, que no está permitido vivir en unión
libidinosa, sino que permaneciendo entre ellos la fe
conyugal, se ayuden mutuamente sin vivir bajo un mismo
techo, y que con la ayuda de la virtud, haga que su mujer
habite en otra casa, a fin de que su castidad resplandezca
en presencia de Dios y delante de los hombres.
Pero si alguien, después de este acuerdo quisiere vivir
obscenamente con su esposa, sea tenido como lector;
aquéllos, por el contrario, que estuvieron siempre
sometidos al celibato eclesiástico, si contra los antiguos
preceptos tuvieren en su domicilio trato con mujeres que
pueden provocar una sospecha infamante, a éstos
castígueseles conforme a los cánones. Y los obispos
venderán a esas mujeres entregando sus precios a los
pobres.
VI. Que el siervo de la Iglesia rescatado por el obispo,
nunca se aparte del patrocinio de la Iglesia. Y que los
libertos de otros sean defendidos por el obispo.
Sobre los libertos, ordenan los obispos de Dios cuanto
sigue: que si los han liberado los obispos conforme a lo
ordenado en los cánones antiguos, sean libres; pero no se
aparten del patrocinio de la Iglesia tanto ellos como sus
descendientes.
También aquellos que han sido liberados por otros, y
encomendados a la Iglesia, sean gobernados por el
patrocinio del obispo, y que el obispo solicite del rey que
no sean cedidos a nadie.
VII. Que en la mesa del obispo se lean las Escrituras
divinas.
En atención a la reverencia debida a Dios y a los
obispos, determinó todo el santo concilio lo siguiente:
dado que en la mesa es muy frecuente perder el tiempo en
charlas ociosas, han de leerse las divinas Escrituras en
todo convite episcopal, porque así se edificarán las almas
para el bien y desaparecerán las conversaciones ociosas.
VIII. Que el clérigo perteneciente al fisco no sea donado
por el rey.
Por mandato y con el consentimiento del muy piadoso
señor y rey Recreado, el concilio de los obispos prescribe
lo siguiente: que nadie se atreva a pedir al rey que le
entregue en donación los clérigos pertenecientes al fisco,
sino que pagando un tributo personal dediquen
regularmente todo el tiempo de su vida a la Iglesia de Dios
a la que han sido asignados.
IX. Que las iglesias de los arrianos pertenecerán a los
obispos católicos, en cuyas diócesis se hallan.
Por decreto de este concilio se establece que las iglesias
que antes fueron arrianas y ahora son católicas,
pertenezcan con sus pertenencias al obispo a quien
corresponde el territorio diocesano, en el que se hallan
edificadas.
X. Que nadie violente la castidad de las viudas, y que
nadie case a la mujer contra su voluntad.
Mirando por la castidad que debe brillar sobre todo por
las exhortaciones del concilio de acuerdo con el
gloriosísimo y señor rey nuestro Recreado, declara este
santo concilio que no se fuerce con ninguna violencia a las
viudas que quisieren guardar la castidad a que contraigan
segundas nupcias, y si antes de profesar la continencia
quisieren casarse, cásense con aquellos a quienes de su
libre voluntad hayan elegido por maridos.
Mantengan la misma norma con las vírgenes, y no se les
obligue a casarse contra la voluntad de los padres y la
suya. Y si alguno pusiere obstáculo al propósito de la
viuda o de la joven de guardar la castidad, sea privado de
la santa comunión y de la entrada en la iglesia.
XI. Que el penitente haga penitencia.
Estamos informados que en algunas iglesias de
Hispania, los hombres hacen penitencia por sus pecados,
no conforme a los cánones, sino que vergonzantemente
cuantas veces les viene en ganas pecar, otras tantas piden
la reconciliación del presbítero. Con el fin de extirpar un
atrevimiento tan execrable, manda este santo concilio lo
siguiente: que la penitencia se dé conforme a la norma
canónica de los antiguos, esto es, que aquél que se
arrepiente de su pecado, sea apartado de la comunión y
acuda luego con los demás penitentes a recibir la
imposición de las manos. Y una vez acabado el tiempo de
la satisfacción, le devuelvan la facultad de comulgar,
según el parecer del obispo, pero aquellos que vuelven a
caer en los vicios primeros, sea en el tiempo de la
penitencia, sea después de la reconciliación, serán
castigados conforme a la severidad de los cánones
primitivos.
XII. De aquellos que piden la penitencia: si se trata de un
hombre, lo primero que tiene que hacer es cortarse el
cabello; si de una mujer, se cambiará de vestimenta.
Al que pide la penitencia, tenga salud o esté enfermo, el
obispo o el presbítero observará lo siguiente: si se trata de
un hombre, sano o enfermo, primero se le rapará la cabeza
y luego impondrán la penitencia. Pero si se trata de una
mujer, no recibirá la penitencia si antes no cambia de
vestimenta, pues muchas veces por facilitar la penitencia
desidiosamente a los seglares, vuelven a caer nada más
recibirla en crímenes lamentables.
XIII. Que los clérigos que se dirigen a los jueces civiles,
sean excomulgados.
Ha derivado en una costumbre inveterada y en un abuso
arraigado es la actitud de ciertos clérigos que, olvidando a
su obispo, citan a los tribunales civiles a otros clérigos.
Por lo tanto, decretamos que en adelante no se proceda así,
y si alguien se atreviere a obrar de este modo, pierda el
pleito y sea privado de la comunión.
XIV. Sobre los judíos.
A propuesta del concilio el gloriosísimo señor nuestro
mandó que se insertase en los cánones lo siguiente: que no
les esté permitido a los judíos tener esposas ni concubinas
cristianas, ni comprar esclavos cristianos para usos
propios, y si de tales uniones nacieran hijos, fuérceseles a
recibir el bautismo. No se les permita ejercer cargos
públicos por los que puedan imputar a los cristianos, y si
algunos cristianos se han sentido agraviados por ellos, por
sus ritos y circuncidados, vuelvan a la religión cristiana y
otórgueseles la libertad sin pagar precio alguno.
XV. Que los siervos del fisco que construyen alguna
iglesia la doten y sea confirmada por el rey.
Si alguno de los siervos fiscales construyere alguna
iglesia y quisiera enriquecerla, procure el obispo que todo
lo que haga lo confirme la autoridad real.
XVI. Que los obispos en anuencia con los jueces
destruyan los ídolos, y que los señores prohíban a sus
siervos la idolatría.
Por estar muy arraigado en casi toda Hispania y en la
Galia el sacrilegio de la idolatría ordenó el santo concilio,
con el consentimiento del gloriosísimo rey, que cada
obispo en su diócesis y en anuencia con el juez de su
distrito respectivo, investiguen minuciosamente cada
sacrilegio, y no se demore en exterminar los que
encuentre; y los que frecuentan el error, salvando siempre
la vida, sométanlos a castigos con las penas que
soportaren. Si descuidaren actuar así, sepan ambos, obispo
y juez, que incurrirán en la pena de excomunión, y si
algunos señores descuidaren en desarraigar este pecado
cometido en el ámbito de sus propiedades, y no quisieren
impedírselo a sus siervos, sean privados también ellos de
la comunión por el obispo.
XVII. Que el obispo, en unión de los jueces, castiguen
severamente a los que matan a sus hijos.
Entre las muchas quejas que se han presentado al
concilio hay una que se destaca por su crueldad que
apenas la pueden soportar los oídos de los obispos
reunidos; se trata de que en algunos lugares de Hispania,
los padres, ansiosos de fornicar, e ignorando toda piedad,
asesinan a sus propios hijos.
Y si les resulta gravoso el aumento del número de sus
hijos, renuncien más bien a toda relación carnal, puesto
que habiendo sido instituido el matrimonio para la
procreación de los hijos, se hacen culpables de parricidio y
fornicación asesinando su propia prole; porque eso
demuestra que no se unen para tener hijos, sino para saciar
su pasión.
Por lo tanto, habiendo tenido noticia el gloriosísimo
señor nuestro, el rey Recaredo, de tal crimen, se ha
dignado su majestad ordenar a los jueces de esos lugares
que investiguen, en unión del obispo, muy diligentemente
todo lo concerniente a un crimen tan horrendo, y lo
prohíban con toda severidad.
En consecuencia, este santo concilio requiere también a
los obispos de dichos territorios, con más dolor si cabe
que, en unión con el juez, investiguen con mayor
diligencia dicho crimen, y lo castiguen con las penas más
severas, exceptuando tan sólo la pena de muerte.
XVIII. Que una vez al año se reúna el concilio, y estén
presentes los jueces y recaudadores del fisco.
Si este santo y venerable concilio conforme a lo
prescrito en los cánones antiguos, ordenaba que se
reunieran los concilios dos veces cada año en atención a la
distancia y pobreza de las iglesias de Hispania, ahora
manda a los obispos que se reúnan una vez al año en el
lugar fijado por el metropolitano.
Los jueces de los distritos y los encargados del
patrimonio fiscal por mandato del gloriosísimo señor
nuestro, acudirán también al concilio de los obispos en la
época del otoño el día 1 de noviembre, para que aprendan
a tratar al pueblo piadosa y justamente, sin cargarles con
prestaciones ni imposiciones superfluas, tanto a los
particulares como a los siervos fiscales. De acuerdo con el
requerimiento del rey inspeccionen los obispos cómo se
portan los jueces con sus pueblos respectivos, para que, si
el caso lo requiera, los amonesten o informen al rey de sus
abusos. Y si en el caso de ser avisados no quisieran
enmendarse, apártenlos de la comunión y de la Iglesia.
Deliberen los obispos y magnates qué tribunal deberá
instituirse en la provincia, para que no sufra ningún
perjuicio.
El concilio no se clausurará sin haber designado antes el
lugar donde ha de volver a reunirse, para que no tenga el
metropolitano necesidad más tarde de enviar una nueva
convocatoria, puesto que en el concilio precedente se les
ha anunciado a todos el lugar y la fecha del siguiente.
XIX. Que la Iglesia con todo su patrimonio esté bajo la
administración del obispo.
Muchos, contra lo ordenado en los cánones, solicitan
que se consagren las iglesias que acaban de edificarse en
orden a la aportación de los donantes, como si la dote que
han entregado a la iglesia no cayera bajo la administración
del obispo. Es una costumbre que nos ha desagradado
hasta el momento y para el futuro queda terminantemente
prohibido, ya que todo patrimonio, conforme a lo
establecido en tiempo inmemorial, está bajo la
administración y el poder del obispo.
XX. Que el obispo no imponga prestaciones ni tributos en
la diócesis.
La queja de muchos reclama este decreto, porque hemos
sabido que los obispos se comportan en sus diócesis no de
una manera sacerdotal, sino con despotismo y si está
escrito: Sed modelos del rebaño y no déspotas que gravan
con tributos y perjuicios a sus diócesis.
Por lo tanto, exceptuando lo que las decisiones de los
antiguos han dispuesto, que el obispo reciba de cada
iglesia lo que sea preciso, se les negará todo lo que hasta
ahora han pretendido para que no molesten a los
presbíteros ni a los diáconos con prestaciones personales,
ni exacciones, y que no nos digan en la Iglesia de Dios que
somos unos recaudadores en lugar de pontífices de Dios.
Y aquellos clérigos, tanto los de la sede episcopal como
los de las iglesias rurales que se sintieron acosados por el
obispo, no dejen de presentar sus quejas al metropolitano,
y éste no sea remiso en reprimir severamente semejantes
abusos.
XXI. Que no les esté permitido a los jueces ocupar a los
clérigos y a los siervos de la Iglesia en prestaciones
personales.
Como estamos informados de que en muchas ciudades
los siervos de las iglesias o de los obispos o de todos los
clérigos, son molestados por los jueces o recaudadores con
diversas prestaciones personales, todo el concilio ha
suplicado a la piedad del gloriosísimo señor nuestro, que
en adelante ataje tales acosos, y que los siervos de esas
personas trabajen más bien en sus asuntos o en los de la
Iglesia, y si alguno de los jueces o de los administradores
quisiere emplear a un clérigo o siervo de clérigos o de la
Iglesia en negocios públicos o privados, sea apartado de la
comunión eclesiástica, a la que entorpece.
XXII. Que los cuerpos de los religiosos se lleven a
enterrar cantado salmos solamente.
Los cuerpos de todos los religiosos que llamados por
Dios parten de esta vida, deben ser llevados a la sepultura
acompañados con la recitación de salmos en las voces de
los cantores. Prohibimos absolutamente las canciones
fúnebres que ordinariamente se suelen cantar a los
difuntos y que familiares y siervos acompañen al cadáver
con golpes de pecho.
Es suficiente, pues, que en la esperanza de la
resurrección de los cristianos, se tribute a los restos
mortales el homenaje de los cánticos divinos, puesto que
el Apóstol nos prohíbe llorar a los difuntos, diciendo: No
quiero que os apesadumbréis acerca de los difuntos como
aquéllos que carecen de esperanza. El Señor no lloró a
Lázaro muerto, sino que derramó lágrimas por aquél que
habría de resucitar a las miserias de esta vida.
Y si le es posible al obispo, no demore esta prohibición a
todos los cristianos pues es conveniente que en todo el
mundo se entierren así los cuerpos de los cristianos
difuntos.
XXIII. Que se prohíban los bailes en las fiestas natalicias
de los santos.
Debe extirparse radicalmente la costumbre irreligiosa
que suele practicar el pueblo en las fiestas de los santos,
esas danzas y canciones indecorosas de la gente que acuda
a los oficios divinos. Es un daño para ellos mismos, y un
obstáculo a la celebración litúrgica de los religiosos.
Requiere muy seriamente el concilio que esta costumbre
se vea desterrada de toda Hispania, y lo deja al arbitrio de
los obispos y de los jueces.
Edicto del rey en confirmación del concilio
El gloriosísimo y piadoso señor nuestro, rey Recaredo
declara: “La divina verdad que nos hizo queridos a todos
los súbditos sometidos a nuestro real poder inspiró
primeramente en nuestro corazón que mandáramos
presentarse ante nuestra alteza a todos los obispos de
Hispania, para restaurar la fe y la disciplina eclesiástica.
Y aplicando toda cautela y diligencia posibles somos
conscientes que se ha prescrito con maduro sentido y
profunda inteligencia, cuanto concierne a la enmienda de
las costumbres y a la conservación de la fe.
Por lo tanto mandamos con nuestra autoridad a todos los
súbditos de nuestro reino, que nadie se atreva a despreciar
ni a prescindir en nada de cuanto ha sido decretado en este
santo concilio, celebrado en la ciudad de Toledo el año
cuarto de nuestro feliz reinado. Pues las decisiones que
tanto nos agradan y que concuerdan con la disciplina
eclesiástica han sido establecidas por el presente concilio,
mandamos que sean observadas y se mantengan en vigor,
tanto para los clérigos como para los laicos, como para
cualquier clase de hombres… Determinamos que todas
estas constituciones eclesiásticas… gocen de estabilidad,
conforme a la relación más extensa, contenida en los
cánones.
Si algún clérigo o laico no quisiere obedecer estas
determinaciones, tratándose de un obispo, presbítero,
diácono o clérigo, caiga sobre él la pena de excomunión
de todo el concilio. Pero si se tratase de un seglar y fuera
persona de elevada posición, que se le prive de la mitad de
su fortuna a favor del fisco. Y si se trata de un hombre del
pueblo, perderá su patrimonio y será relegado al exilio.
Flavio Recaredo, rey, firmé en confirmación de estos
acuerdos que establecimos, junto con el santo concilio.
Masona, en nombre de Cristo, obispo metropolitano de
la Iglesia católica de Mérida de la provincia Lusitana,
asintiendo firmé estos acuerdos en los que intervine, en la
ciudad de Toledo. Eufemio, en nombre de Cristo, obispo
metropolitano de la Iglesia católica de Toledo de la
provincia Carpetana, asintiendo estos acuerdos, en los que
intervine, en la ciudad de Toledo. Leandro, en nombre de
Cristo, obispo metropolitano de la Iglesia de Sevilla,
asintiendo firmé estos acuerdos en los que intervine en la
ciudad de Toledo… (y siguen las firmas de todos los
obispos participantes).
ISIDORO DE SEVILLA
SENTENCIAS
El mundo creado
1. 8.1. El mundo está compuesto de elementos visibles,
que por cierto, pueden ser investigados. El hombre, en
cambio, integrado por un conjunto de elementos, en cierto
modo viene a ser compendio de otro mundo creado.
2. La razón de ser del mundo hay que examinarla
partiendo del mismo hombre. Y como el hombre, por la
prolongación de la vida, tiende hacia su fin, así también el
mundo, al dilatarse en el tiempo, se va agotando; porque lo
mismo el hombre que el mundo, por donde parece se
acrecientan, por allí uno y otro disminuyen.
3. Erróneamente se afirma que surgió en la mente de
Dios – quien en todo el tiempo anterior vivía feliz – el
nuevo proyecto de crear el mundo, siendo así que la
creación de este mundo estaba ya decidida en sus eternos
designios; ni existió el tiempo antes del principio, sino la
eternidad, pues el tiempo comenzó con la creación
posterior y no la creación con el tiempo.
4. Dicen algunos: “¿Qué hacía Dios antes de crear el
cielo? ¿De dónde surgió el nuevo designio de formar el
mundo?” Pero la verdad es que no concibió Dios ningún
proyecto nuevo, pues aunque el mundo todavía no existía
físicamente, con todo, estaba siempre en la mente y en los
planes eternos.
5. Otros dicen: “¿Por qué quiso Dios crear el mundo de
improviso, cuando antes no lo hizo?” Es que piensan que
se muda la voluntad de Dios, que en un momento quiso lo
que en otro anterior desechó. A éstos hay que responder:
“La voluntad de Dios es el mismo Dios, ya que no es Él
una cosa y otra distinta su voluntad, sino que su querer se
identifica con su propio ser, y su esencia es eterna e
inmutable”. Esta es, pues, su voluntad.
6. La materia de la que fue modelado el mundo precedió
a los seres de ella formados en razón de origen, no del
tiempo, como el sonido al canto. En efecto, primero es el
sonido de la voz y no el sonido de la melodía; y así, ambos
existen al mismo tiempo, pero primero es aquel de quien
procede el canto, es decir, el sonido.
7. La materia de que se formó el cielo y la tierra se llamó
informe, porque aún no habían sido configurados aquellos
seres que se debían formar; pero la misma materia había
sido hecha de la nada.
8. Una cosa es que algo pueda realizarse, y otra que sea
necesario que se realice. Es necesario se produzca lo que
Dios puso al servicio de la naturaleza; pero (sólo) es
posible se realice cuanto el Creador, fuera del curso propio
de la naturaleza, se reservó llevar a cabo cuando le plazca.
9. No hay que pensar que las tinieblas tengan realidad
porque el Señor diga por boca del profeta: Yo soy el Señor,
que forma la luz y crea las tinieblas; (se dice) más bien
porque a la naturaleza angélica que no pecó se la llama luz
y a la que pecó se la designa con el nombre de tinieblas.
De ahí que ya desde el principio se separa la luz de las
tinieblas. Puesto que a una y otra las creó Dios, por esta
razón se dice que forma la luz y crea las tinieblas. Sin
embargo, a los ángeles buenos no sólo los crea, sino que
además los configura; a los malos, en cambio, los crea,
pero no los configura. Y esto mismo hay que aplicar a los
hombres buenos y malos.
10. En el Génesis se nombra al Espíritu Santo después
de haber referido la creación del cielo y de la tierra por
este motivo: para nombrar primero aquellas cosas sobre
las cuales había que decir que el Espíritu Santo se movía,
puesto que era preciso se dijese que Él se movía sobre
ellas. Lo cual recuerda también el Apóstol cuando muestra
el camino sobrepujante del amor.
11. Se dice que el Espíritu Santo se cernía sobre las
aguas porque es el don de Dios en el cual nos apoyamos
para descansar, y así, como nos protege, nada por encima
de nosotros.
12. Cada naturaleza se equilibra por su peso. Mas el
fuego y el aceite justamente tienden siempre a la parte más
alta, porque así, mediante su imagen, damos a entender
que el Espíritu Santo se eleva por encima de toda la
creación.
13. Los ángeles constituyen el primer día de la creación,
y para indicar su unidad se dijo no el día primero, sino el
día uno; por esta razón se repite siempre el día en la obra
de la creación. Este día, es decir, la naturaleza angélica,
mientras se extasiaba en su propia creación, en cierto
modo atardecía; pero, cuando no se limitaba a contemplar
su creación, sino que atribuía a Dios la gloria de ella,
considerándola más razonablemente en la inteligencia
divina, al instante amanecía. Porque, si, tras haber
despreciado al Creador, se hubiera detenido en la
contemplación de la criatura, no ya la tarde, sino la noche,
hubiera sobrevenido sin ninguna duda.
14. Supuesto que la criatura se conoce en Dios mejor
que en sí misma, el propio conocimiento que a la luz de
Dios es más perfecto se llama día y luz. Mas el propio
conocimiento en sí mismo, en contraste con aquel otro
conocimiento que se funda en Dios, puesto que es inferior
en mucho, se denomina tarde. Por esta razón amanecía
después de la tarde. Porque, cuando se daba cuenta que el
propio conocimiento de sí misma no le era suficiente, la
criatura, para poderse conocer con mayor perfección,
refería a Dios su existencia, por lo cual, al conocerse
mejor, amanecía.
15. Dios no dijo al principio: Hágase el cielo, al modo
como nosotros, de pasada, decimos que se produzca algo,
pues aquello fue dicho por Dios desde la eternidad con
solo su palabra. Si Dios hubiera pronunciado el Fiat en el
tiempo, hubiera existido, sin duda, alguna criatura que
hiciera ya posible una tal voz. Pero, puesto que antes de
pronunciar el Fiat no existió criatura alguna, el Fiat que
dijo lo pronunció en la eternidad de la Palabra, no con
sonido de voz.
16. No es que Dios haya visto siete veces, y otras tantas
alabado la creación, que Él concibió ya perfectamente
antes de llevarla a cabo; más bien, puesto que nosotros al
ver las obras las alabamos una por una, acontece como si
Él las viera y alabara a través de nosotros, según es la
frase: No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de
vuestro Padre es el que habla en vosotros. Por tanto,
como habla a través de nosotros, así también contempla y
alaba por mediación nuestra; mas por sí mismo contempla
perpetua y eternamente, a través de nosotros
temporalmente.
17. Hay que advertir que la creación se califica al
principio de muy buena en su conjunto, pero en particular
sólo de buena, porque también los miembros del cuerpo,
siendo cada uno bueno, constituyen, sin embargo, un bien
mayor cuando todos, uno por uno, integran un cuerpo muy
bueno.
18. El decoro de todos los elementos estriba en la
belleza y aptitud. Mas es bello el que lo es en sí mismo,
como el hombre, formado de alma y de todos sus
miembros. Aplicamos el término apto al vestido y a la
comida. Y decimos que el hombre es bello de suyo,
porque no es necesario al alimento y al vestido, como lo
son ambas cosas lo son para el hombre. Mas el vestido y la
comida son cosas aptas, porque no son bellas de suyo o
para ellas mismas, como lo es el hombre, sino destinadas a
otro, o sea, al hombre, y aplicables a ellas mismas. Otro
tanto hay que decir de la naturaleza de los restantes
elementos.
19. Todas cuantas cosas existen y han sido creadas son
muy dignas de admiración, pero la costumbre les quitó
valor. Por ello, de tal suerte debemos investigar las obras
de Dios, que las consideremos siempre de infinito precio.
El origen del mal
9.1. El mal no lo creó el diablo, sino que lo descubrió; y
así, el mal es nada, porque sin Dios nada ha sido hecho, y
Dios no hizo el mal. No es que en algún lugar o tiempo
existiera el mal, por donde el diablo pudiera hacerse malo,
sino que por culpa propia, siendo como era ángel bueno, a
causa de la soberbia se convirtió en malo, y por ello
justamente decimos que él introdujo el mal.
2. Es sabido que el mal no tiene entidad alguna, porque
todo ser o es inmutable, como Dios, o mudable, como la
criatura. Por eso el mal carece de toda entidad, porque, al
penetrar en una naturaleza, la torna defectuosa, y, cuando
se aleja de ella, la naturaleza subsiste, y el mal que
radicaba en ella no aparece en parte alguna. Puesto que el
vicio perjudica a la naturaleza, deducimos que el vicio no
es naturaleza, porque lo que es natural nunca puede dañar.
3. Cuando se castiga a una naturaleza buena por su mala
voluntad, esta misma voluntad mala da testimonio de la
naturaleza buena, ya que atestigua que es buena en la
medida en que Dios la hace a ella responsable del mal.
4. Opinan los herejes que el alma fue creada por Dios, y
el mal por el diablo. Por ello distinguen dos naturalezas,
una buena y otra mala. Pero el mal no tiene entidad, y,
aunque es cierto que procede del diablo, con todo, no ha
sido creado.
5. ¿Por qué otro motivo ha permitido Dios se produjese
la situación del mal si no es para que, en contraste con él,
resaltase el encanto de la naturaleza buena? Procedimiento
que descubrimos también en el lenguaje, el cual en griego
se llama antítesis y en latín se denomina oposición o
contraposición, que embellece la frase, porque expresa
seguidamente lo contrario de lo dicho. Así, también, en
medio de las criaturas, anda mezclado el mal, a fin de que,
en parangón con él, resalte la bondad de la naturaleza.
6. Dios hizo muy buenas todas las cosas. En
consecuencia, nada es malo por naturaleza, pues incluso
aquello que en la creación parece que sólo sirve para
castigo, si se usa rectamente, resulta bueno y provechoso,
y, si se abusa, perjudica. De esta forma hay que valorar la
criatura, que, según nuestro criterio, por su propia
naturaleza no sólo es buena sino que es muy buena.
7. Si rasuramos a un hombre la ceja, le quitamos algo
insignificante, pero afeamos todo el cuerpo. Así acontece
también con el conjunto de la creación: si al ínfimo
gusanillo lo consideramos malo por naturaleza,
cometemos injusticia con todas las criaturas.
8. A causa del pecado del primer hombre y en castigo
del mismo, todos los males en conjunto cayeron sobre la
totalidad del género humano. Por ello, todas cuantas cosas
nos parecen malas nos atormentan, en parte por su origen
y en parte por la culpa.
9. Los hombres perversos señalan como malos a muchos
seres de la creación, como el fuego, porque quema; el
hierro, porque mata; las fieras, porque muerden. Es que el
hombre, al no apreciar sus ventajas, censura en ellos lo
que más bien debe reprocharse a sí mismo, ya que, a causa
de su pecado, han resultado nocivos aquellos seres que
antes de pecar le estaban enteramente sujetos. Por nuestra
culpa y no por su naturaleza son malos para nosotros los
que nos perjudican. Porque la luz, aun siendo buena,
resulta nociva para los ojos enfermizos, y, en este caso, el
defecto está en los ojos, no en la luz. Y así de las demás
cosas.
10. Cuando el hombre es fustigado por criaturas
molestas y elementos hostiles, es debido a la pena del
pecado, a fin de que el hombre, por haberse rebelado
contra Dios, sufra la enemistad de los seres inferiores a él.
Por ello, leemos en el libro de la Sabiduría con respecto a
Dios: La tierra entera luchará a su lado contra los
insensatos. Luego, como exigencia del pecado, ha
sucedido esto: que los seres naturalmente propicios al
hombre se le han vuelto contrarios. Por lo que Salomón
dice: La creación redobla su energía para atormentar a
los injustos y la mitiga para hacer bien a los que confían
en Dios.
11. No estará la carne sometida al espíritu ni el vicio a la
razón si el alma no es obediente al Creador. Sólo entonces
se nos someterán todas las criaturas inferiores si por
nuestra parte obedecemos a Aquel que las puso a nuestra
disposición; de lo contrario, incluso las que parece están
sometidas a aquel que no está sujeto a Dios, esclavizan a
quien supedita su voluntad al amor de aquello que cree le
está sujeto.

ETIMOLOGÍAS
Sobre Dios
7.1. El bienaventurado Jerónimo, varón muy erudito y
experto conocedor de muchas lenguas, fue el primero que
tradujo a la lengua latina el significado que entrañaban los
nombres hebreos. Pasando por alto muchos de ellos en
virtud de la brevedad, vamos a recoger en esta obra
algunos otros, acompañados del valor conceptual que
implican. 2. La exposición misma de los vocablos basta
para indicar qué es lo que se quiere dar a entender con
ellos, ya que algunos presentan la razón de sus nombres a
partir de su propia esencia. Vamos a comenzar recogiendo
los diez nombres con los que se designa a Dios entre los
hebreos. 3. El primer nombre que Dios recibe entre los
hebreos es ‘El. Según unos, significa “Dios”; según otros
que tratan de desentrañar su etimología, quiere decir
isjyrós, esto es, “fuerte”, porque no está sujeto a ninguna
debilidad, sino que es poderoso y se basta para realizarlo
todo. 4. El segundo nombre es `Elohim. 5. El tercero,
´Eloah. Este y el anterior se traducen en latín por “Dios”.
Se trata, por lo tanto, de un nombre pasado del griego al
latín. En efecto, “Dios”, en griego, se dice Theós, o
también Phobos, es decir, “temor”, de donde se deriva
“Dios”, porque causa temor a quienes lo adoran.
6. En su sentido estricto, el nombre de Dios es propio de
la Trinidad, y pertenece tanto al Padre, como al Hijo,
como al Espíritu Santo. Del mismo modo van referidos a
la Trinidad todos los otros nombres que a continuación
vamos a exponer. 7. El cuarto nombre es Seba’ot, que se
traduce en latín por “de los ejércitos” o “de las jerarquías”.
De él dicen los ángeles en un salmo: ¿Quién es el Rey de
la gloria? El Señor de las jerarquías. 8. En el orden del
universo son muchas las jerarquías que existen: los
ángeles, arcángeles, principados y potestades, y todos los
diferentes rangos de la milicia celestial, de los cuales él es
el Señor, pues todos ellos están bajo él y sometidos a su
dominio. 9. El quinto es ‘Elyon, que se traduce en latín por
“excelso”, porque está por encima de los cielos, como se
ha escrito de él: Excelso es el Señor; su gloria está por
encima de los cielos. Se dice “excelso” porque está “muy
elevado”, utilizándose “ex” en lugar de “valde”, igual que
ocurre en “eximio”, que significa “muy eminente”.
10. El sexto nombre es ‘Ehyeh, es decir, “el que es”.
Únicamente Dios detenta con toda verdad un nombre que
corresponde a su auténtica esencia, porque es eterno, es
decir, no tiene principio. Este nombre le fue comunicado
al santo Moisés por el ángel. 11. Al preguntar qué nombre
tenía quien le enviaba a liberar al pueblo sacándole de
Egipto, le respondió: Yo soy el que soy. Y le dirás a los
hijos de Israel: El que es me envía a vosotros. Porque, en
comparación con aquél que “es” verdaderamente por ser
inmutable, todo lo mudable viene a resultar como si no
existiera. 12. Cuando de una cosa se dice que “fue”, es que
“ya no es”; y lo que “será” es que “aún no es”. Solamente
Dios conoce el “ser”, lo mismo que desconoce el “fue” y
el “seré”. 13. Tan sólo el Padre, con el Hijo y el Espíritu
Santo verdaderamente “es”. Comparado con su esencia,
nuestro “ser” no es “ser”. De ahí la expresión coloquial:
“¡Vive Dios!”; porque vive por su propia esencia vital, que
no conoce la muerte.
14. El séptimo nombre es ‘Adonay, que suele
generalmente traducirse por Dominus (Señor), porque
“domina” sobre todo lo creado, o porque toda criatura está
sometida a su “dominio”. Es, pues, y Dios porque
gobierna sobre todo, y porque todos lo temen. 15. Su
octavo nombre es Ia, que se emplea sólo aplicado a Dios y
que aparece en la última sílaba del “aleluia”. 16. El
noveno nombre es Tetragrámmaton, es decir, “el de las
cuatro letras”, porque precisamente entre los hebreos se
designa así a Dios: yod, he, yod, he, es decir, dos veces ia,
que, duplicada, representa al inefable y glorioso nombre
de Dios. Decimos “inefable”, no porque no pueda
pronunciarse, sino porque en modo alguno puede ser
definido por la inteligencia y la razón humanas. Y
precisamente porque no puede decirse nada que exprese
todo lo que es, Dios resulta inefable. 17. Su décimo
nombre es Sadday, esto es, “omnipotente”. Se le denomina
“omnipotente” porque todo lo puede, en el sentido de que
hace lo que quiere, pero no padece lo que no quiere.
Porque, si tal le sucediera, en modo alguno sería
omnipotente. Es decir, hace lo que quiere y, por lo tanto,
es omnipotente. 18. Y es omnipotente, además, porque a
Él le pertenece todo cuanto existe. Es el único que tiene en
sus manos el gobierno del mundo entero. Se emplean
además otros nombres relacionados sustancialmente con
Dios, como son “inmortal”, “incorruptible”, “inmutable”,
“eterno”. Por ello, con toda justicia es antepuesto a toda
otra criatura.
19. Es inmortal según está escrito de Él: El único que
goza de inmortalidad , porque en su naturaleza no se
produce mudanza alguna. Podríamos decir con toda
propiedad que toda mutabilidad implica ser mortal. De
acuerdo con esto, también se dice que el alma muere, no
porque se convierta o transforme en cuerpo o en otra
sustancia, sino porque, en su propia sustancia, hay o hubo
algo que ha cambiado; por lo tanto, si deja de existir algo
que existía, se llega a la consecuencia de que es mortal. Y
precisamente por esto se dice que Dios es inmortal, porque
es el único que es inmutable. 20. Se le denomina
incorruptible, porque no puede corromperse, ni disolverse,
ni dividirse. Todo lo que admite división, admite al mismo
tiempo la muerte. Él no puede ser dividido ni morir; y de
ahí que sea incorruptible. 21. Es inmutable, porque
permanece siempre igual y no conoce mudanza. Ni crece,
porque es perfecto; ni disminuye, porque es eterno. 22. Es
eterno, porque es intemporal, pues no tiene principio ni
fin. De ahí que lo llamemos también sempiterno, porque
es siempre eterno. Hay quienes creen que el calificativo de
“eterno” deriva de “éter”, por tener el cielo por morada.
De donde aquello de el cielo para el Señor del cielo. Estos
cuatro nombres tienen un mismo significado, pues la
misma idea se expresa cuando se dice que Dios es eterno,
o inmortal, o incorruptible, o inmutable.
23. Es invisible porque jamás la Trinidad se apareció
ante los ojos de los mortales mostrando su propia
sustancia, sino adoptando la forma de alguna criatura
corpórea. Pues nadie puede contemplar la manifestación
misma de la esencia de Dios y continuar viviendo, como le
fue dicho a Moisés. En este sentido se expresa el Señor en
el Evangelio: Nadie vio jamás a Dios. Él es algo invisible
que debe buscarse, no con los ojos, sino con el corazón.
24. Es impasible, porque no se siente afectado por ninguna
de las pasiones en las que sucumbe la fragilidad humana.
No le aflige pasión alguna, como la lujuria, la ira, la
avaricia, el temor, la tristeza, la envidia, y todas las otras
que turban al espíritu humano. 25. Cuando se dice que
Dios está airado o lleno de celo o dolor, estamos hablando
como sabemos hacerlo los hombres. En Dios no hay
turbación alguna; en Él se halla la ecuanimidad suma. 26.
Se dice que es simple, o porque no pierde lo que posee, o
porque lo que Él es y lo que en Él hay son dos cosas
diferentes, como sucede en el hombre, en quien una cosa
es el “ser” y otra el “saber”; 27. ya que puede tener ser y,
en cambio, carecer de sabiduría; sin embargo, Dios tiene
esencia y sabiduría al mismo tiempo; pero lo que tiene, se
identifica con lo que es, y todo es uno; y por ello es
simple, porque en Él no se encuentra accidente alguno,
sino que lo que es y lo que en Él hay se identifican en su
esencia, excepto lo que está en relación con cada una de
las tres personas de manera particular.
28. Es el sumo bien, porque es inmutable. La criatura
representa un bien, pero no el sumo, porque es mudable,
por lo que, a pesar de ser un bien, no puede serlo en grado
sumo. 29. Se dice que Dios es incorpóreo o incorporal
para indicar y comprender que es espíritu, y no cuerpo. Y
al decir “espíritu” se está haciendo referencia a su
sustancia. 30. Es inmenso, porque lo engloba todo y, en
cambio, a Él nada lo engloba: todo se encierra dentro de
los límites de su omnipotencia. 31. Se dice que es
perfecto, porque nada puede añadírsele. Hablamos de
perfección cuando nos referimos a algo que ha llegado a
su término. Ahora bien, ¿cómo es perfecto Dios, que no ha
sido hecho? 32. Este vocablo revela toda la pobreza
humana de nuestro lenguaje, como nos sucede con otras
palabras; pues cada vez que pretendemos definir de todas
las maneras posibles lo que es inefable, el lenguaje
humano es incapaz de expresar dignamente nada de cuanto
se refiere a Dios. 33. Se le llama así porque todas las
cosas del mundo han sido creadas por él. Nada hay que
no traiga de Dios su origen. Él es también el Uno, porque
no puede dividirse, o bien porque no puede existir ninguna
otra cosa que posea un poder semejante.
34. Todos los atributos que hemos enumerado de Dios se
refieren a toda la Trinidad, por poseer una sola y coeterna
sustancia, tanto en el Padre como en su Hijo unigénito, en
su esencia de Dios, y en el Espíritu Santo, que es el mismo
Espíritu de Dios Padre y del Hijo unigénito. 35. Hay
además algunas otras palabras que tomamos de nuestro
lenguaje humano para aplicarlas a Dios y que se refieren a
nuestros miembros o a cosas inferiores. Siendo Él por su
propia naturaleza un ser invisible e incorpóreo, le
aplicamos esos términos para poner de manifiesto los
efectos de las causas que en Él se hallan, de forma que se
nos haga más comprensible al servirnos de nuestra forma
corriente de hablar. Y así hablamos del ojo de Dios,
porque todo lo ve; y se hace referencia a su oído, porque
lo oye todo; y decimos que anda, porque se aleja de
nosotros; y que se detiene, porque nos espera. 36. Lo
mismo sucede en otras cosas similares que la mente
humana aplica a Dios a modo de semejanza, como el que
olvide y recuerde. De aquí arranca lo que dice el profeta:
El Señor de los ejércitos juró por su alma, y no es que
Dios tenga alma, sino que se habla como solemos hacerlo
los hombres.
37. Del mismo modo, cuando en las sagradas Escrituras
se habla del rostro de Dios, se entiende que es el
conocimiento de su divinidad, y no un rostro de carne,
pues por el rostro se conoce a una persona. Esto es lo que
se dice en una oración dirigida a Dios: Muéstranos tu
rostro, que es como si dijera: “permítenos que te
conozcamos”. 38. De igual manera se habla del reflejo de
Dios, porque ahora conocemos a Dios como por un espejo,
pero sólo se manifestará en toda su omnipotencia cuando
se presente cara a cara a sus elegidos para que contemplen
en todo su ser a aquel cuyos reflejos se intentan
comprender; es decir, a aquel de quien se dice ver
reflejado en un espejo. 39. Tampoco se aplican a Dios de
manera apropiada, sino por semejanza y traslaticiamente,
cuando se refiere a situaciones, vestidos, lugares y
tiempos. De hecho se dice que está sentado por encima de
los querubines, lo que implica una situación; o iba
cubierto como con un vestido de abismo, lo que hace
referencia al vestido; o no faltarán tus años, lo que
pertenece al tiempo; o si subiera a los cielos, allí te
encuentras tú, lo cual indica lugar. 40. También en el
profeta se habla del heno que transporta un carro hasta
Dios. Todo ello trata de representar a Dios de una forma
figurada, porque ninguna de estas cosas pertenece a su
propia substancia.
Sobre el hombre
11,1. La naturaleza debe su nombre a ser ella la que hace
nacer todas las cosas. Es, por tanto, lo que tiene capacidad
de engendrar y dar vida. Hay quienes han afirmado que la
naturaleza es Dios, por quien todo ha sido creado y existe.
2. Genus (linaje) es palabra derivada de gignere
(engendrar), nombre que tiene su origen en la tierra, que
todo lo engendra, ya que en griego, “tierra” se dice gê. 3.
Vida debe su denominación al “vigor”, o tal vez al hecho
de tener fuerza (vis) para nacer y crecer. De ahí decimos
que los árboles tienen vida porque producen frutos y
crecen. 4. Llamamos así al hombre (homo), porque está
hecho de humus (barro), tal y como se dice en el Génesis:
Y creó Dios al hombre del barro de la tierra . No obstante,
y de manera general, aplicamos la denominación de
“hombre” a las dos sustancias que componen al hombre
entero, es decir, a la unión del alma y del cuerpo. Pero,
como decimos, en su sentido estricto, homo deriva de
humus.
5. Por su parte, los griegos dieron al hombre la
denominación de ánthropos, porque, teniendo su origen en
la tierra, levanta su mirada a las alturas, hacia la
contemplación de su artífice. Esto lo describe el poeta
Ovidio cuando dice: “En tanto que, inclinados, los
animales todos contemplan la tierra, al hombre le dio un
rostro erguido y le ordenó mirar hacia el cielo para buscar
a Dios, y no astros”. Precisamente, erguido, mira hacia los
cielos para buscar a Dios, y no camina con la mirada
vuelta hacia el suelo y dependiente de su estómago. 6. El
hombre viene a ser doble. Hay un hombre interior, que es
el alma; y un hombre exterior, que es el cuerpo. 7. El
nombre de alma (anima) es de origen pagano, y se la
llamó así a causa del aire. En griego “aire” se dice
ánemos; y es que los hombres parece que tenemos vida
por el aire que respiramos, lo cual es totalmente falso, ya
que el alma es concebida mucho antes de que el ser
humano pueda respirar el aire por su boca, pues en el
vientre materno ya tiene vida. 8. Por lo tanto, el alma no es
aire, como afirmaron algunos, incapaces de concebir que
tuviera una naturaleza incorpórea.
9. Que el espíritu es lo mismo que el alma lo declara
expresamente el Evangelista cuando dice: Tengo poder
para exponer mi alma y para tomarla de nuevo.
Refiriéndose también a esa misma alma del Señor, el
Evangelista, recordando el momento de la pasión, dice lo
siguiente: E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. 10.
¿Y qué es entregar el espíritu, sino entregar el alma? No
obstante, se la llama “alma” porque vive; en cambio, se
dice “espíritu” debido a su naturaleza espiritual, o porque
inspira en el cuerpo. 11. Cabe decir igualmente que ánimo
(animus) y alma (anima) son una misma cosa. Pero el
alma está referida a la vida, mientras que el ánimo lo está
a la inteligencia. De ahí que los filósofos digan que la vida
puede seguir existiendo aunque falte el “ánimo”; y que el
“alma” subsiste aun careciendo de inteligencia. De ahí la
palabra amentes (sin mente). Y es que la inteligencia tiene
como función el saber; y el ánimo, el querer. 12. La mente
(mens) se llama así porque sobresale (eminere) en el alma,
o tal vez porque tiene memoria (meminisse). De ahí que a
los desmemoriados se les califique de amentes. En
consecuencia, llamamos “mente” no al alma, sino a lo que
en el alma sobresale, como si se tratase de su cabeza, o de
su ojo. Por eso también se dice que el hombre, por su
inteligencia, es imagen de Dios. Y todas estas propiedades
están de tal manera fundidas con el alma, que son una sola
cosa. Lo que ocurre es que el alma recibe diferentes
nombres según los resultados que derivan de sus distintas
funciones.
13. Efectivamente la memoria es mente, y por ello a los
desmemoriados los denominamos amentes; lo que da vida
al cuerpo es el “alma”; cuando se ejerce la voluntad,
hablamos de “ánimo”; se denomina “mente” cuando existe
conocimiento; es “memoria” cuando se recuerda;
hablamos de “razón” cuando juzga lo recto; cuando
alienta, su nombre es “espíritu”; y es “sentido” cuando
“siente”, y de ello toma su nombre la “sentencia”.
14. Al cuerpo (corpus) se le denomina así porque, al
corromperse, perece (corruptum perit). Es corruptible y
mortal, y alguna vez debe disgregarse. 15. Por su parte,
carne (caro) es palabra derivada de creare. Al semen del
macho se lo denomina crementum, pues a partir de él se
conciben los cuerpos de los animales y de los hombres.
Por eso mismo, a los padres se los llama “creadores”. 16.
La carne está integrada por los cuatro elementos: es tierra
en cuanto a la carne; aire, en la respiración; líquido, en la
sangre; y fuego, en el calor vital. Cada uno de estos
elementos ocupa su parte correspondiente, retornando a su
esencia cuando la integridad corporal quede disuelta. 17.
El significado de “carne” y de “cuerpo” es diferente. La
carne tiene vida en cuanto vive el cuerpo. El cuerpo que
no vive no es carne. Y así se da el nombre de “cuerpo” a lo
que está muerto después de la vida o a lo que ha nacido sin
ella. Es normal ver cuerpos con vida, pero carentes de
carne, como puede ser la hierba o los árboles.
18. Cinco son los sentidos del cuerpo: la vista, el oído, el
olfato, el gusto y el tacto. De ellos, dos se abren y se
cierran, y otros dos están siempre abiertos. 19. Se
denominan sentidos porque gracias a ellos el alma
gobierna sutilísimamente al cuerpo entero con la energía
del sentir. De ahí que se hable de presencia, porque se
encuentran ante los sentidos (prae sensibus); del mismo
modo que decimos prae oculis cuando algo se encuentra
ante los ojos. 20. La vista es lo que los filósofos
denominan “humor vítreo”. Hay quienes afirman que la
visión se produce merced a una luz etérea procedente del
exterior, o por un luminoso espíritu interior que, desde el
cerebro, recorre muy sutiles caminos y que, después de
atravesar diferentes membranas, sale al exterior
produciéndose entonces la visión al mezclarse con una
materia de similar composición. 21. Y se la llama “vista”
porque es vivacior, más importante y más veloz que los
restantes sentidos, y tiene una función mucho más amplia,
como le sucede a la memoria entre los restantes cometidos
de la mente. Por otra parte, se encuentra muy próxima al
cerebro, de donde emana todo; de ahí que empleemos el
verbo “ver” para referirnos a hechos que pertenecen a
otros sentidos; y así decimos “mira cómo suena”; o “mira
qué sabor tiene”, etc.
22. Al oído (auditus) se le llama así porque recoge
(haurire) las voces; es decir, al vibrar el aire capta los
sonidos. Olfato (odoratus): es como si dijéramos “tocado
por el olor del aire” (odoris adtactus); y es que se percibe
al tocar el aire. Se dice también olfactus, porque uno es
afectado por los olores. El gusto recibe este nombre de
guttur (garganta). 23. El tacto se llama así porque toca
(pertractere) y tacta (tangere), y extiende por todo el
cuerpo la actividad de este sentido, ya que por el tacto
comprobamos lo que no podemos examinar con los demás
sentidos. No obstante, dos son las clases de tacto: una que
procede de exterior, como cuando nos hieren; y otra que
tiene su origen en el interior del mismo cuerpo. 24. A cada
sentido se le ha dotado de su propia naturaleza. Así lo que
hay que ver se capta con los ojos; lo audible se percibe por
los oídos; por el tacto apreciamos si una cosa es blanda o
dura; gracias al gusto conocemos los sabores; y, en fin, por
las narices adivinamos los olores…

REGLA DE SAN ISIDORO


Preámbulo
1. Son muchas las normas y reglas de los antepasados
que se encuentran dispersas por los santos Padres, y que
algunos escritores transmitieron a la posteridad en forma
excesivamente difusa y oscura. Por nuestra parte, a
ejemplo de éstos, nos hemos lanzado a seleccionaros unas
cuantas normas en estilo popular y rústico con el fin de
que podáis comprender con toda facilidad cómo debéis
conservar la consagración de vuestro estado. Además de
esto, todo el que aspira esforzadamente a la disciplina total
de los antiguos, marche y continúe a su gusto por esa vía
ardua y angosta sin tropiezo; mas el que no pudiere con
tan altos ejemplos de disciplina de los mayores, póngase a
andar por el camino de esta regla, a fin de que no se desvíe
mucho, ni con el desvío se abandone a una disciplina
relajada, y venga a perder la vida y el nombre de monje.
Por lo cual, como aquellas reglas de los antepasados
pueden hacer a un monje perfecto en todo, así ésta hace
monje aun al de ínfima categoría. Aquéllas han de
observarlas los perfectos, a éstas han de ajustarse los
conversos de su vida pecadora.
El monasterio
Es de gran importancia, hermanos carísimos, que vuestro
monasterio tenga extraordinaria diligencia en la clausura,
de modo que sus elementos pongan de manifiesto la
solidez de su observancia, pues nuestro enemigo el diablo
ronda en nuestro derredor como león rugiente con las
fauces abiertas como queriendo devorar a cada uno de
nosotros. La fábrica del monasterio solamente tendrá en su
recinto una puerta y un solo postigo para salir al huerto. Es
preciso que la ciudad, por su parte, quede muy alejada del
monasterio, con el fin de que no ocasione penosos peligros
o menoscabe su prestigio y dignidad si está situada
demasiado cerca. Las celdas de los monjes han de estar
emplazadas junto a la iglesia para que les sea posible
acudir con presteza al coro. La enfermería, en cambio,
estará apartada de la iglesia y de las celdas de los monjes,
con objeto de que no les perturbe ninguna clase de ruidos
ni voces. La despensa del monasterio debe estar junto al
refectorio, de modo que por su proximidad se presten los
servicios sin demora. El huerto, asimismo, ha de estar
incluido dentro del recinto del monasterio, para que,
trabajando en él los monjes, no tengan pretexto alguno
para andar por fuera del monasterio.
HISTORIA DE LOS GODOS
48. En la era 605, en el segundo año de Justino el
Menor, Liuva, que reina tres años, es puesto al mando de
los godos, en Narbona, después de Atanagildo. Liuva en el
segundo año después de haber alcanzado el principado,
nombró a su hermano Leovigildo, no sólo sucesor, sino
también partícipe del reino, poniéndolo al frente del
gobierno de Hispania, y contentándose él con el reino de
la Galia; de este modo el reino tuvo dos gobernantes, a
pesar de que ningún poder admite otro compartido. A
Liuva tan sólo se le aplica un año en la cronología real, los
demás se le atribuyen a su hermano Leovigildo.
49. En la era 606, en el año tercero del imperio de
Justino el Menor, Leovigildo, habiendo obtenido el
principado de Hispania y de la Galia, decidió extender su
reino con la guerra y aumentar sus bienes. Efectivamente,
teniendo de su parte un ejército incondicional y el favor
que le proporcionaban sus victorias, acometió felizmente
brillantes empresas: subyugó a los cántabros, tomó Aregia,
sometió toda la Sabaria. Sucumbieron ante sus armas
muchas ciudades rebeldes de Hispania. Dispersó también
en diversos combates a las huestes bizantinas recuperando,
mediante la guerra, algunas plazas fuertes ocupadas por
ellas.
Venció, asimismo, después de someterle a un asedio, a
su hijo Hermenegildo, que trataba de usurparle el mando.
Por fin extendió la guerra a los suevos sometiendo su reino
con admirable rapidez al dominio de su nación. Se hizo
dueño de una gran parte de Hispania, pues antes la nación
de los godos se reducía a unos límites estrechos. Pero el
error de la impiedad ensombreció en él la gloria de tan
grandes virtudes.
50. Porque rezumando furor de la perfidia arriana,
promovió una persecución contra los católicos, relegando
al destierro a muchísimos obispos y suprimiendo las rentas
y privilegios de las iglesias. Indujo asimismo a muchos a
la pestilencia arriana con amenazas, seduciendo a la mayor
parte de ellos sin persecución, y atrayéndolos con oro y
con riqueza. Entre otros contagios de su herejía, se atrevió
también a rebautizar a los católicos, no sólo del pueblo,
sino también de la dignidad del orden sacerdotal, tal como
a Vicente de Zaragoza, y fue como si lo hubiera arrojado
del cielo al infierno.
51. Fue pernicioso también para algunos de los suyos,
pues a todos los que vio que eran muy nobles y poderosos,
o bien los degolló, o bien, proscritos, los envió al
destierro. Fue el primero en enriquecer el fisco y aumentó
el erario con el expolio de los ciudadanos y el despojo de
los enemigos. Fundó, asimismo, una ciudad en Celtiberia,
que la llamó Recópolis, por el nombre de su hijo. Además
corrigió en materia legislativa todo aquello que parecía
haber quedado confusamente establecido por Eurico,
incorporando muchas leyes omitidas y quitando bastantes
superfluas. Reinó dieciocho años, muriendo de muerte
natural en Toledo.
52. En la era 624, en el año tercero del imperio de
Mauricio, muerto Leovigildo, fue coronado su hijo
Recaredo que era religioso por temperamento y en
costumbres muy distinto de su padre, pues Leovigildo era
irreligioso y muy proclive a la guerra. Mientras que
Recaredo era piadoso por la fe y preclaro por la paz; aquél
dilataba el imperio de su nación con el uso de las armas,
éste iba a engrandecerlo más gloriosamente con el trofeo
de la fe. Desde el comienzo mismo de su reinado
Recaredo se convirtió a la fe católica y llevó al culto de la
verdadera fe a toda la nación gótica, borrando así la
mancha de su viejo error.
53. Seguidamente, reunió un sínodo de obispos de las
diferentes provincias de Hispania y de la Galia para
condenar la herejía arriana. A este concilio asistió el
propio religiosísimo príncipe, y con su presencia y su
firma confirmó sus actas. Abdicó con todos los suyos de la
perfidia que, hasta entonces, había aprendido el pueblo de
los godos de la doctrina de Arrio, profesando que en Dios
hay unidad de tres personas, que el Hijo ha sido
engendrado consustancialmente por el Padre, que el
Espíritu Santo procede conjuntamente del Padre y del
Hijo, que ambos no tienen más que un Espíritu y, por
consiguiente, no son más que uno.
54. Gloriosamente llevó también a cabo la guerra contra
los pueblos enemigos, apoyado en el auxilio de la fe.
Alcanzó un glorioso triunfo sobre casi sesenta mil
soldados francos, que invadían las Galias, enviando contra
ellos al duque Claudio. Nunca se dio en Hispania una
victoria de los godos ni mayor, ni semejante; pues
quedaron tendidos en tierra o fueron cogidos prisioneros
muchos miles de enemigos, y la parte del ejército que se
salvó, emprendió una huida a la desesperada, pero fueron
perseguidos hasta los límites de sus fronteras y triturados
en retaguardia por los godos. Dirigió también sus fuerzas
no pocas veces contra los abusos de los romanos y contra
las irrupciones de los vascones; en estas operaciones
parece que se trataba más que de hacer una guerra, de
ejercitar a su gente de un modo útil, como en el juicio de
palestra.
55. Las provincias, que su padre conquistó con la guerra,
él las conservó con la paz, las administró con equidad y las
rigió con moderación. Recaredo fue apacible, delicado, y
de notable bondad, reflejando hasta en su rostro tan gran
benevolencia y teniendo en su alma tan gran benignidad,
que influía en los ánimos de todos, e incluso, se atraía el
afecto y el cariño de los malos. Fue tan liberal, que
restituyó a sus legítimos dueños los bienes de los
particulares y las propiedades de las iglesias, que el error
de su padre había asociado al fisco. Fue tan clemente que
muchas veces exoneró al pueblo de los tributos con
indulgente liberalidad.
56. Enriqueció a muchos con bienes y a otros los colmó
de honores, ayudó con sus riquezas a los miserables y sus
tesoros a los necesitados, sabedor de que el reino le había
sido encomendado para disfrutar de él con miras a la
salvación, alcanzó con buenos comportamientos un buen
fin. Y así, la fe de la verdadera gloria, que recibió al
principio de su reino, la acrecentó, hace muy poco tiempo,
con la profesión pública de arrepentimiento. Pasó a mejor
vida, en paz, en Toledo. Reinó Recaredo durante quince
años.
57. En la era 639, en el año diecisiete del imperio de
Mauricio, después del rey Recaredo reinó su hijo Liuva
durante dos años, hijo de madre innoble, pero notable por
la cualidad de sus virtudes. A Liuva, en plena flor de su
juventud, siendo inocente, le expulsó del trono Witerico,
después de usurparle el poder, y, habiéndole cortado la
diestra, lo asesinó a los veinte años de edad y dos de
reinado.

ILDEFONSO DE TOLEDO
LA VIRGINIDAD PERPETUA DE SANTA MARÍA
Contra la incredulidad de los judíos
4. Te ruego, judío, que sea muy agradable para ti el
encontrar en tu linaje el honor de tan excelsa virgen.
Alégrate por haber encontrado en tu raza una virgen de tan
gran gloria. Séate agradable el haber encontrado en tu
mediación el insigne milagro de tanta pureza. Séate alegre
el haber encontrado, descubierto en tu estirpe, tan gran
milagro. He aquí que toda la tierra se halla llena de la
gloria de Dios por medio de tan gran virgen.
Todos conocieron la excelsitud de Dios, por medio de
esta virgen, desde el pequeño hasta el grande. Todos
vieron, por medio de esta virgen, la salvación de parte de
Dios. Se acordaron de Dios y se convirtieron al Señor por
medio de esta virgen todos los confines de la tierra. Todos
los países adoran en la presencia de su Hijo; el reino es su
mismo Hijo y Él mismo es el Señor que dominará a todas
las gentes. Todos cantan al mismo Señor, su Hijo, el nuevo
cántico de su redención, porque al nacer de esta virgen
hizo cosas grandes. El Señor dio a conocer, por medio de
esta virgen, su salvación, y ante nuestra vista reveló su
justicia.
Por medio de esta virgen encontramos a Dios los que
mediante la observancia de la ley no pudieron encontrarle.
Por medio de esta virgen vino Dios, y, una vez
congregadas las gentes de todas las lenguas, vimos la
gloria de su Hijo como la gloria del Unigénito del Padre.
Todas las gentes se congregaron en nombre de este Señor
en Jerusalén, que es visión de paz; esto es, la Iglesia
universal, y ya en lo futuro no caminarán tras las maldades
de su corazón. Juró el Señor con juicio de verdad, y he
aquí que, al engendrado de tal madre, todas las gentes le
bendicen y a Él mismo todos juntos le alaban. He aquí que
este Dios es nuestra fortaleza...
A Él venimos todas las gentes desde los límites de la
tierra y con Jeremías decimos: Verdaderamente nuestros
padres estuvieron en la mentira. He aquí que en los
últimos tiempos este monte se hallará establecido en la
cumbre de los montes; esto es, estará elevado sobre
nuestros apóstoles y sobre las majestades de todas las
virtudes celestiales. Todos los pueblos tenderemos a Él y
muchas gentes nos daremos prisa por llegar. Subimos a
este Señor, al monte del Señor y a la casa del Dios de
Jacob, que es la Iglesia del Dios vivo. Nos enseñará sus
caminos y marcharemos por sus sendas, porque la Ley de
la gracia ha salido de Sión, y el Verbo de Dios de
Jerusalén. En las cuales palabras se ordenó a los santos
apóstoles que todos fuésemos bautizados en su nombre y
llenos del Espíritu Santo.
Pero de ti, a causa de la obstinación de tu corazón
malvado, a causa de tu voluntad impura, a causa de tu
mente infiel, a causa de tu mala conciencia, a causa de tu
constante incredulidad, a causa de tu verdadera soberbia, a
causa de tu falaz obediencia, a causa de tus infieles
promesas, a causa de tu fe inconsecuente, escucha lo que
proclama el señor en el Deuteronomio: Seréis los que
estaréis a la cabeza, pero el pueblo incrédulo estará a la
cola.
¿Para quién es incrédulo el pueblo judío sino para este
Dios que nacerá de esta virgen en la humildad del
hombre? Lo mismo dice Jeremías: Con prevaricación se
ha rebelado contra mí la casa de Judá, dice el Señor; me
negaron y dijeron: El no es Dios. Por lo cual hasta ahora,
oh judío, por Cristo, mi Señor, hijo de esta virgen, dices:
“No es Él”, esperando otro con quien perezcas, que será el
anticristo. Lo mismo dice Isaías: Durante todo el día
extendí mis manos a un pueblo que no creía y que me
contradecía. ¿Qué no creía y qué contradecía, a quién sino
a este Señor? Del cual, porque ha nacido de esta virgen, no
quieren creer que es Dios…
Y ¿qué mentira profirieron sino la que evoca Jeremías
cuando dice: No es Él? Y ¿por qué no es Él? Porque le
viste, y no tenía belleza; deseaste ser despreciado y el
último de los hombres, varón de dolores y familiarizado
con el sufrimiento, como ocultado su rostro por el
desprecio, por lo cual ni le estimamos. Con estas palabras
se da a conocer tu incredulidad, para quien Cristo no tiene
figura ni belleza; por lo cual ni por ti es tenido por Dios.
Dije todo esto con celeridad, corriendo, de paso, ligero,
veloz; dije rápidamente lo que rápidamente encontré, lo
que hallé a mano, lo que vi cerca y lo que deduje de lo que
estaba próximo. Pues, si resplandeciendo por sabiduría, si
con prudencia vigilante, si con ingenio vivo, si con
averiguación detallada, si con cuidado activo quisiese o
pudiese hablar sobre los testimonios convenientes a mi fe
y dar a conocer o narrar las cosas discordantes o adversas
de tu perfidia, me faltaría la luz del día, el tiempo
decrecería, las horas pasarían, la mañana caería en vano, la
luz del mediodía decrecería, la tarde oscurecería; vendrían
las horas intempestivas, hasta la del canto del gallo y fin
de la noche, sin que pudiese conseguir mi propósito. Por
consiguiente, ven conmigo a esta virgen, no sea que sin
ella corras al infierno.
Ven, escondámonos bajo el velo de su virtud, no sea que
te veas cubierto de confusión como con un manto. Ven y
confesemos, yo los delitos de mi juventud y de mi
ignorancia, y tú los delitos de tu sacrilegio y maldad, no
sea que los cielos revelen tus iniquidades. Ven y nos
humillaremos confesando con verdad su gloria, no sea que
la tierra se levante contra ti, aseverando que tu perfidia ha
sustentado tu gran falsía.
No te avergüences en decir que el Hijo de la virgen es tu
Dios, no sea que ella se avergüence de ti ante sus ángeles;
no te avergüences de lo que se dice de ella, no sea que ella
se avergüence en inscribirte en el libro de los vivos.
Confiesa a Él en este mundo, no sea que Él no te
reconozca ante el Padre en su divinidad. Teme su majestad
entre los hombres, no sea que su humanidad te precipite en
el tártaro delante de sus ángeles. Ama a Él mientras te
soporta en este mundo, no sea que Él te repruebe en el día
del juicio.

EL CONOCIMIENTO DEL BAUTISMO


El arcano de los misterios
105. Deténganse por pocos instantes los arcanos
misteriosos; la materia de las aguas requiere reflexión
sobre ella misma; aguarden las maravillas que han de
aumentar la santificación; ese objeto que ha de ser
santificado aplaude y da ejemplo de maravillarse; que
esperen los efectos invisibles que vendrán por virtud de
los alto; ese objeto visible y eterno salta de gozo y está
pidiendo la benevolencia de los que lo contemplan. A ti
sólo, Dios omnipotente, el honor y la gloria; Tú a cuyo
poder nada en absoluto se resiste, Tú, que gobiernas todo
maravillosamente con tu providencia, también muestras a
los ojos de los mortales algunas maravillas, en virtud de tu
omnipotencia eterna e indefectible, por medio de nuevos y
tales milagros, que sin cesar se celebre con eternas
alabanzas, en cuanto cabe en boca y corazones de los
hombres, el honor de tu gloria inmortal.
Debemos exponer el arcano del misterio y el milagro de
la superficie de esta fuente, en que se infunde la virtud de
santificar por parte de Dios. Contemplamos en esta fuente
maravillas por el número de sus milagros, y se ven sus
operaciones, que causan pavor por institución divina. Hay,
pues, en ella una semejanza de la virtud de profecía, una
certeza de tiempo, una situación de realidad, un olor
desconocido, un líquido que fluye en seco, una corriente
movida, sin derramarse; en seguida vacío, sin que la
agoten; capacidad de corriente inagotable, entrada a la
vida de la corriente que renace, desaparición y destrucción
de los pecados, renuncia de la impiedad, confesión de la
divina y única Trinidad, recuerdo eterno de la libertad de
la justicia, olvido perpetuo de las obras de pecado, perenne
plenitud en la remuneración de la gloria.
Es decir, tiene semejanza de la virtud de profecía,
porque la feria quinta anuncia el olor de la Pascua, que
después de tres días presenta a la vista el sábado pascual.
Tiene certeza de tiempo, porque, en cuanto es testimonio
de la resurrección del Señor, no se varía por ningún error
que suceda. Tiene estado de realidad, porque conserva el
suceso inseparable con la fiesta pascual. Tiene un olor
desconocido, porque produce la fragancia de la gracia,
distinta de los demás olores. Tiene un líquido que fluye en
seco, porque, sin ninguna vena, hay superabundancia de
aguas entre la aridez de las rocas. Tiene fluir vivo, sin
derramarse, porque, moviéndose dentro de su calma
solamente sin ningún impulso, no traspasa sus bordes.
Tiene en seguida un sitio vacío, sin absorción, porque así
como sin saberlo entra abundante agua, así sin salir se
vacía.
Tiene corriente en abundancia inacabable, porque con la
reposición del abundante líquido persistente, la
substracción de agua es mayor que la capacidad de
retenerla. Tiene entrada a la vida de regeneración, porque
los que han dado con ella, suprimida la muerte, son
trasladados a la vida. Tiene destrucción y desaparición de
los pecados, porque el hombre sumergido en ella,
purificado del viejo pecado, resurge a la nueva gracia.
Tiene renuncia de la impiedad, porque nadie se le acerca
que no haya renunciado al diablo, y a sus ángeles, y a
todas sus obras. Tiene confesión de la divina y única
Trinidad, porque todo el que se acerca es bautizado en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Tiene
recuerdo eterno de la libertad de la justicia, porque el que
es bautizado, liberado de la esclavitud del pecado, pasa a
la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Tiene perenne
olvido de las obras del pecado, porque, olvidando la
conducta antigua, que queda atrás, mira, a través de feliz
esperanza, la recompensa de los premios eternos. Tiene
perpetua plenitud en la remuneración de la gloria, porque,
liberado el hombre de la corrupción de los dolores, alabará
a Dios con exultante júbilo por los siglos de los siglos.
El bautismo se administra en Pascua
107. Esta fuente, dado que está llena de los misterios de
la salvación humana, con razón se sella y se cierra, a tenor
del Pontifical, y se bendice para que se abra. Se clausura
en los días de cuaresma, se abre en tiempos de pascua. El
cerrarla en cuaresma significa que, excepto caso de
gravísima necesidad, en estos días no se puede bautizar en
manera alguna en todo el mundo. Pero el hecho de abrirla
en pascua por la bendición del pontífice significa que es
manifiesto el misterio de la resurrección del Señor, en el
cual se abrió la entrada a los hombres para la vida, con el
intento de que, consepultado en la muerte de Cristo,
resucite con Él en la gloria de Dios. Y como prohibir el
bautismo en todas partes es cerrar el lugar de la fuente, así
también abrir la fuente es dar licencia general de bautizar.
Se cierra la fuente con el sello del anillo, y se abre con la
bendición del obispo y los misterios del sacramento.
Tiempo y lugar del bautismo
108. Que esta celebración del bautismo se tuviera
solamente en los dos tiempos de Pascua y Pentecostés, en
las sedes de los obispos legítimos y en su presencia, lo
sancionó la tradición de los Apóstoles y de los Padres.
Pero en las iglesias dependientes de los obispos
sufragáneos no debe hacerse esto, para que no resulte que,
dividiéndose por diversos lugares el conjunto del pueblo,
no haya a quiénes se prive del don de las enseñanzas o se
aminore la dignidad venerable de los pontífices. Mas en
las iglesias parroquiales situadas lejos se permite
oportunamente que se haga, para que por causa de la
prolija distancia del camino no se difiera la gracia tan
deseable y que se reciba sin dilación. Fuera de estos dos
tiempos, se concede libremente el bautizar en todo tiempo
sólo por necesidad de muerte.

BEATO DE LIÉBANA
COMENTARIO AL APOCALIPSIS
Las siete Iglesias y el arca de Noé
II. 8. El Señor dijo a Noé: He decidido a acabar con
toda carne, porque toda la tierra está llena de violencias
por culpa de ellos. Por eso, he aquí que voy a
exterminarlos de la tierra. Hazte un arca de maderas bien
ajustadas, harás muchos nidos, y la calafatearás. Si
queremos mirar con cuidado diligente y con atenta
observación la fábrica de esta arca, por medio de la que el
justo hombre Noé mereció salvarse del naufragio del
mundo, sin lugar a dudas encontramos que se nos ha
ofrecido un gran sacramento de gracia espiritual en las
mismas medidas y en las uniones. Pues así dice: Harás un
arca de trescientos codos de longitud, de cincuenta codos
de ancho, y de treinta codos de alto. Haces al arca una
cubierta y a un codo la rematarás por arriba. Pones la
puerta del arca en su costado y haces un primer piso, un
segundo y un tercero, etc. Esta fábrica del arca indicará
claramente la figura de nuestra Iglesia. No hay ninguna
duda de que Noé representó la figura de Cristo; Noé que,
al traducirse del hebreo al latín, significa descanso, como
su mismo padre Lamec al imponerle el nombre profetizó:
Éste nos consolará de nuestros afanes y de la fatiga de
nuestras manos, por causa del suelo que maldijo el Señor.
Así como sólo Noé fue hallado justo en toda la tierra y él
sólo se salvó, con todos los de su casa, de todos los que
perecieron en el cataclismo del agua, porque sólo él,
viviendo justamente, había agradado a Dios, a quien el
mundo había enojado por su conducta contraria; así
también cuando venga el Señor a juzgar al mundo con la
llama del fuego, pondrá entonces fin a todos los malos, y a
los ángeles rebeldes y a todos los crímenes del mundo;
mas solamente a los santos otorgará el descanso en el
reino del mundo futuro. Pues esta arca, que fue construida
con maderas incorruptibles, indicaba, como dije, la fábrica
de la venerable Iglesia, que va a permanecer siempre con
Cristo. Las siete almas que se le conceden al santo y justo
Noé, es reconocido que representan la figura de las siete
Iglesias, que por Cristo se van a ver libradas de la
catástrofe del fuego del juicio, y van a reinar con Cristo en
la nueva tierra. Pero quizá a alguno le perturbe por qué
hablamos de siete Iglesias, siendo así que la Iglesia es una,
extendida por todo el universo.
Se denominan en plural siete Iglesias, siendo una, por su
espíritu septenario. Pues así como el cuerpo es uno y sus
miembros son siete, o siete son las funciones de los
miembros, a saber: cabeza, manos, pies, vista, oído, gusto
y olfato, así también es uno el cuerpo de la Iglesia, pero
septenario por la gracia de los carismas. Siete son los ojos
del Señor, siete las estrellas de la mano derecha del que se
sienta en el trono, siete los candelabros de oro, siete las
lámparas en el tabernáculo del Señor, siete los ángeles,
siete las trompetas, siete la copas de oro y siete las mujeres
que se apoderan de un solo hombre – es decir, los poderes
de la Iglesia que posee a Cristo – y siete las columnas de
la casa de Salomón, en las que se sustenta y levanta la casa
de la Iglesia; pero también el bienaventurado Juan apóstol
escribe a las siete Iglesias, y también Pablo, apóstol
venerable, escribió cartas a siete Iglesias, escribió las
restantes a un nombre, para no sobrepasar el número de
siete; pues también los siete panes del Evangelio y los
siete cestos llenos de pedazos que sobraron indicaban la
figura de la Iglesia septiforme, por eso dice la divina
Escritura: Entró Noé en el arca y siete almas con él. Estas
siete almas eran signos de la siete Iglesias, como dije; en
cada una de las Iglesias probaré brevemente que están
incluidas las siete Iglesias. Siete son los dones de los
carismas, como se dignó manifestar el Señor por Isaías,
vate ínclito: Y descansará, dice, sobre él el espíritu de
sabiduría, el espíritu de inteligencia, de consejo, de
fortaleza, de ciencia, de piedad, y el espíritu de temor de
Dios. Todos no podemos poseer estos dones, sino que cada
uno posee alguno de ellos. Sólo Cristo el Señor los posee
todos, Él que es el cuerpo íntegro. En nosotros, que
estamos considerados entre sus miembros, hay alguno.
Todos aquellos del número de hermanos que
permanecen en la única y misma Iglesia, que poseen el
espíritu de sabiduría, todos estos que poseen el primer
carisma, forman la primera Iglesia. Pues Iglesia significa
congregación de los santos. Luego, el bienaventurado
apóstol Pablo, al escribir a la Iglesia, añadió qué era la
Iglesia, al decir: A los santos y fieles; y por eso todos los
hermanos santos y fieles que poseen el espíritu de
inteligencia forman la segunda Iglesia, como grupo
segundo. Por la misma razón, todos los que poseen el
espíritu de consejo forman el tercer grupo, como la tercera
Iglesia. Y a los que llenó con espíritu de fortaleza se
enumeran en la cuarta Iglesia. De idéntica manera, a los
que llenó del espíritu de ciencia se consideran en la quinta
Iglesia. Así a los que congregó el espíritu de la piedad
muestran el número de la sexta Iglesia. Y a los que reunió
el espíritu del temor de Dios son contados en la Iglesia
séptima.
Cuando cada uno de nosotros estamos separados,
tenemos uno de los carismas; cuando nos reunimos en uno
solo, todos formamos la única íntegra y perfecta Iglesia
septiforme, que es el cuerpo de Cristo. Estas son las siete
almas que a Noé, que anunciaba la imagen de Cristo, le
fueron otorgadas en el exterminio del agua. Por el agua,
pues, se salvan los justos y también son castigados los
pecadores y los impíos. De la misma manera estas siete
Iglesias al final del mundo, mientras perecen todas las
naciones, van a ser libradas por Cristo de la catástrofe del
fuego y van a recibir la gloria del reino celeste. Porque así
como ninguno pudo librarse del cataclismo del agua, sino
el que se refugió en el arca, así también en el día del juicio
divino ninguno podrá librarse, sino aquel a quien guarde el
arca de la Iglesia católica.
Y lo que se dice que tenía el arca en el segundo piso y
tercer piso, muestra claramente los aposentos y las
cualidades de los habitantes que están preparadas para los
santos en el reino de Dios. El primer piso es la figura del
paraíso; el segundo es la figura de la nueva tierra, donde
va a descender la Jerusalén celestial, para que en ella se
realice, según está escrito, la morada de Dios con los
hombres. De esta tierra afirma el bienaventurado Juan: Y
vi, dice, unos cielos nuevos y una tierra nueva, la celeste
ciudad de Jerusalén, que bajaba del cielo a una tierra
nueva; e Isaías: Así como los cielos nuevos y la tierra
nueva que yo hago permanecen en mi presencia, así
permanecerá vuestra raza y vuestro nombre, oráculo del
Señor. En el tercer piso, el reino de los cielos. Por eso
decía nuestra Salvador y Señor en el Evangelio: En la casa
de mi Padre, en el cielo, hay muchas mansiones. Por eso
también se escribió del reino de los cielos: Dichosos los
que padecen persecución por la justicia, porque de ellos
es el reino de los cielos. Acerca de la mansión del paraíso,
el mismo Señor lo demuestra así, cuando afirma: Al
vencedor, dice, la daré a comer del árbol de la vida, que
está en el paraíso de mi Dios”. De manera semejante
anuncia la morada de la nueva tierra, cuando dice:
Dichosos los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Y el
mismo Salomón dice: Los santos se mantendrán en la
tierra, y los impíos serán cercenados de ella. De estos tres
pisos hace mención de nuevo igualmente el
bienaventurado Isaías al decir: A los que esperan al Señor,
él les renovará el vigor, subirán con alas como águilas,
correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse. Volarán
hacia el cielo como las águilas que vuelan con alas;
correrán en el paraíso y no se fatigarán; caminarán en la
tierra nueva y no tendrán hambre, porque recibirán allí una
comida preparada por Dios.
Esta triple clase de morada de los santos también se
dignó manifestarla el Señor a sus apóstoles en el
Evangelio por medio de una parábola, al decir: La semilla
que cayó en tierra buena dará fruto de ciento por uno .
Producirán, pues, el fruto del ciento por uno los que
reciben morada en los cielos; el sesenta por uno, los que
merecen habitar en el paraíso; y el treinta por uno, quienes
van a vivir en la nueva tierra. Por tanto, debe ya estar claro
para nosotros que esta arca de tres pisos, como he dicho
muchas veces, indica claramente la figura de la Iglesia
católica. Cuyas moradas de tres pisos, es decir, el cielo, el
paraíso y la nueva tierra, eran dadas a conocer por el Señor
en tiempos pasados. En cuanto a lo que dice que la
construcción de la misma arca había sido distribuida de
manera que fuese más ancha en el primero, donde
comenzó; en el medio más estrecha, y en el tercero
cubierta por cuatro ángulos, hasta ser rematada por una
medida estrecha de un codo, teniendo una ventana en un
costado, esto significaba que en la primera parte de la
construcción, es decir, en el primer piso, se les había
concedido una libertad más amplia para la ociosidad de los
santos y era más liviana la disciplina de todos los padres y
patriarcas a causa del linaje de los hijos que iban a ser
engendrados, y porque se les iba a permitir hacer
lícitamente muchas más cosas y realizar más libremente lo
que quisieran
Por eso se construye en la primera planta del arca un
mayor y más ancho espacio. En el piso medio se reduce a
una medida más angosta, porque a mitad de los tiempos el
pueblo debía ser reducido por medio de la Ley de Moisés
y los Profetas en un espacio más estrecho y pequeño por
los preceptos que les obligaban. En la planta tercera,
cubierta por ángulos y rematada a la altura de un codo,
esto significaba que por los cuatro ángulos, es decir, los
cuatro evangelios, debía ser delimitado todo el edificio de
la Iglesia. Porque estrecho y angosto es, dice, el camino
que lleva a la vida. Y a la altura de un codo, es decir, a la
medida del hombre asumido, de quien se revistió el Señor,
debía ser rematada toda la trabazón de la Iglesia.
En suma, que nadie puede llegar a la cumbre de la
perfecta virtud y gloria sino por medio de las angustias, de
las tribulaciones y la aflicción de las persecuciones que
soportó en su pasión el Señor, según está escrito: Es
necesario que paséis por muchas tribulaciones para
entrar en el reino de Dios. Y lo que dice lo rematarás con
la altura de un codo: este único codo es figura, como dije,
del cuerpo de Cristo; y este codo parece concernir a la
unidad del hombre perfecto, del que somos miembros, no
a la medida de la estatura del hombre. Porque todos somos
uno en Cristo Jesús, por eso en un codo se remata el
edificio del arca, porque en un solo cuerpo de Cristo y en
la gracia de sus sufrimientos se había de congregar toda la
plenitud de la Iglesia.
Y en el córvido que dice fue enviado desde el arca, y que
no volvió más, mostraba esto: que los deseos impuros de
los hombres debían ser arrojados fuera de la Iglesia, para
que no volviesen ya más. El córvido significa, pues, los
placeres del alma engañadora e impura; y la mala fama del
color negro mostraba los vicios injustos de los pecadores.
Pero la paloma que fue enviada, al no encontrar dónde
reposar en el mundo, de nuevo volvió al arca. Era figura
del Espíritu Santo, que, difundido por todo el mundo,
como no pudiese encontrar descanso en todos los hombres
por la iniquidad del mundo, de nuevo volvió al arca de la
Iglesia: como el mismo Señor instruye a sus apóstoles en
el Evangelio, cuando dice: En la ciudad o pueblo donde
entréis, decid paz a esta casa. Si hubiera, dice, allí un hijo
de la paz, llegará a ella vuestra paz; pero si no hay en ella
un hijo de la paz, vuestra paz se volverá a vosotros. Por
eso, el Espíritu Santo, al no encontrar todavía acogida
entre los pueblos, porque aún no habían creído en Cristo,
se volvió al arca de la Iglesia de los Apóstoles, hasta que,
eliminadas las iniquidades de los pecados, creciera en
todas las naciones la doctrina de la fe, de manera que
merecieran recibir el Espíritu Santo. Por eso añadió la
Escritura: Y de nuevo envió una paloma fuera del arca, y
la paloma vino al atardecer y he aquí que traía en el pico
un ramo verde de olivo. El ramo de olivo que trajo
indicaba claramente un testimonio de la paz y la
resurrección, y que, anunciando y llevando en su pico el
árbol de la pasión, había de proporcionar la pingüe gracia
del carisma. Y vino al atardecer, porque había de venir al
fin del mundo.
La medida del arca de los trescientos codos de largo
indica evidentemente la figura de la cruz del Señor, pues
los griegos designan el número trescientos con la letra tau;
esta letra forma un trazo como de árbol plantado, y el otro
como una antena alargada en lo alto, que indicaba
ciertamente la forma de cruz, por cuyo misterio se les da a
los creyentes la largura de la vida, se les concede la
anchura de las nueva tierra y se les prepara la altura del
reino celestial.
Cincuenta eran los codos de la anchura del arca: esto
significaba que en Pentecostés, es decir, a los cincuenta
días después de la pasión de la cruz del Señor, iba a
descender el Espíritu Santo, por medio del cual podemos
obtener y conseguir la esperanza de la salvación y la gloria
del reino celestial. Los treinta codos de altura del arca
indican los treinta años de edad del Señor, edad en la que
Juan, por su ministerio, bautizó en el Jordán al hombre que
revistió, pues tenía treinta años, según dice el Evangelio,
cuando por el agua del bautismo esclarecía de dones
celestiales al hombre, como dije, asumido. Es, pues, la
altura a la medida de la edad del cuerpo de Cristo, según
dice el apóstol Pablo: Hasta que lleguemos todos a la
unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios,
al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud
de Cristo, para que no seamos ya niños. La anchura está
en la pasión de la cruz del Señor, con la que los creyentes
son sellados en la fe. La largura en el día de Pentecostés,
en la que el Espíritu Santo desciende sobre los creyentes.
Ved, pues, queridos hermanos, que todo el edificio de esta
arca había de ser un anticipo del misterio de la veneranda
Iglesia y que los hombres no podían de otra manera, sino
por la Iglesia, salvarse de la ruina de todo el mundo, así
como ninguno se salvó del cataclismo del mundo, sino
aquellos que albergaba el arca.
Y por eso debemos nosotros esforzarnos en pedir de
todo corazón a Dios y Señor nuestro, que merezcamos
permanecer en la Iglesia católica de Dios fieles en el
Señor. Seguirán entonces los premios si con toda norma de
paz y de concordia hemos cumplido las leyes de la
institución evangélica, de manera que podamos ser felices
ante la mirada de Dios Padre omnipotente.
APOLOGÉTICO
Símbolo de la fe de Elipando
I, 40. Yo, Elipando, arzobispo de la sede toledana, con
todos los que son de mi opinión: Creo en la trinidad del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, en una sola esencia
y naturaleza divina, es decir, Dios y el Principio y el
Espíritu Santo, una Trinidad de Personas en una sola
naturaleza divina. Porque así como el hombre al
abandonar a su padre y a su madre, y al unirse a su mujer,
siendo dos personas, ya no son dos, sino se dice que son
una sola carne, y así como las almas de muchos en el amor
de Dios forman un solo corazón y una sola alma, así
también el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, de uno sólo
se dice que es artífice de todo lo creado, de uno sólo se
dice cúmulo de caridad, de uno sólo ámbito del amor, ya
que son de naturaleza coeterna
También el mismo Padre descendió por sí mismo a la
torre que edificaban los hijos de Adán, y dijo al Hijo y al
Espíritu Santo: Venid, bajemos y confundamos sus lenguas
. Viniendo también por sí mismo, libró a Lot de la condena
de Sodoma. Bajando por sí mismo al monte Sinaí, dio la
ley a Moisés. Pero si queréis comprender a las Personas,
cómo un solo Dios sea la Trinidad, conoced por
comparación una piedra y el fuego que hay en ella, y
permaneciendo el frío en la piedra, son una sola
substancia. Observad en la comparación de esta piedra a la
Trinidad indivisa de las Personas: y si sois más
aventajados, pensadlo de la divinidad inefable, y ved la
invisible Trinidad de un solo Dios. Así como una sola es la
persona del frío que permanece en la piedra, y otra la del
fuego que hay en el que lo produce, y, sin embargo,
procediendo no deja de estar con el que lo genera, así
también distinta es la persona del Hijo y no deja de estar
con el Padre en una sola naturaleza divina. Y así como la
piedra precede a aquel fuego que permanece en ella en el
ejemplo, así también el Padre precede al Hijo, no en el
tiempo, sino en el origen. También el mismo Hijo de Dios,
que es el esplendor de su gloria, e imagen de su
naturaleza, anonadando la divinidad invisible, se apareció
con el Padre y el Espíritu Santo bajo forma de creatura
sumisa a Abraham en lo más caluroso del día. Porque así
como las tinieblas son la ausencia de la luz, y la ausencia
de las tinieblas se cree en un solo Verbo de Dios, por eso
creemos que en su único Hijo está la fortaleza, el honor y
la gloria.
Y así como el espíritu es la parte del alma por la que
grabamos las imágenes de las cosas corporales, y como la
mente es una parte de la misma alma por la que se percibe
toda razón e inteligencia, así como la memoria recuerda
las cosas que se han pensado, así también al Verbo de
Dios, por sus distintas funciones, se le aplican diversos
nombres, que de ninguna manera se distinguen en su
naturaleza. De Él dice la sagrada Escritura que por la
salvación del género humano anonadó su divinidad, se
hizo hombre, fue circuncidado, bautizado, azotado,
crucificado, muerto, sepultado, siervo, cautivo, peregrino,
leproso, despreciado y, lo que es aún peor, hecho inferior
no sólo a los ángeles, sino también a los hombres, y fue
llamado gusano, según dice la Escritura de su persona: Soy
un gusano, que no hombre, vergüenza de lo humano, asco
del pueblo. Pero su gloria, según su divinidad, la admiran
los seres celestiales, como temen su grandeza los seres
terrenos. El cual también dice no cederé mi gloria a otro,
el hombre entre nosotros, aunado en una sola e idéntica
persona de Dios y hombre, y revestido con ropaje de
carne. Porque no creó las cosas visibles e invisibles por
aquel que nació de la Virgen, sino por aquel que es hijo no
por adopción, sino por generación; no por la gracia, sino
por la naturaleza.
41. Y por éste, al mismo tiempo Hijo de Dios y del
hombre, hijo adoptivo en su humanidad, y no adoptivo en
su divinidad, redimió al mundo. El que es Dios entre los
dioses, el que sabía si había comido o bebido, el que quiso
desconocer algunos misterios de su actuación. Porque si
todos los santos “se asemejan” a este Hijo de Dios según
la gracia, en verdad son hijos adoptivos con el adoptivo, y
con el abogado abogados, y con Cristo cristos, y con el
párvulo párvulos, y con el siervo siervos. Creo también
dentro de los mismos carismas de las gracias del Espíritu
Santo, que es adoptivo el Espíritu Santo, en el que
clamamos: Abba Padre, y en este espíritu afirmo que
Cristo hombre es adoptivo. Creemos, pues, que en la
resurrección seremos semejantes a él, no en la divinidad,
sino en la humanidad de la carne, es decir, en la carne
asumida, que recibió de la Virgen.
Reacción de Beato
42. ¿Qué es descomponer a Jesús, sino anunciarle Dios
por separado, hombre separado? Sin duda descompone a
Jesús el que predica al pueblo diciéndole: ¿Acaso por
aquel que nació de la Virgen, por ése que creó el mundo
visible y el invisible, o más bien creó todas las cosas por
aquel que es Hijo, no por adopción, sino por generación;
no por gracia, sino por naturaleza? Sin ninguna duda creó
todas las cosas por aquel que engendró idéntico a sí mismo
y sin adopción. Y redimió al mundo por medio del mismo
Hijo de Dios, al mismo tiempo Hijo del hombre, Verbo
hecho hombre, adoptivo en su humanidad y no adoptivo
en su divinidad. Ved el espíritu que deshace a Jesús: abrid
los ojos, el asunto está claro. Esto lo ha dictado el espíritu
de la mentira. A éste lo ha inspirado el espíritu de aquel
Anticristo.
Si en verdad miento yo, ¿por qué están en desacuerdo
los símbolos? ¿Por qué están en desacuerdo las cartas?
Leed la carta de Juan: esto no lo dice. Pero ¿qué dice?: Es
el Anticristo el que deshace a Jesús. El espíritu del error
es el que negó que Jesús haya venido en carne. El apóstol
lo proclama claramente y dice: Nosotros hemos visto y
damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como
Salvador del mundo. Todo el que confiesa que Jesús es el
Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios. ¿Y
todavía vacilamos en creer? ¿Todavía dudamos en
confesar? El apóstol dice: El que niega que Jesús es el
Hijo de Dios, niega que él ha venido en carne; y ése es el
Anticristo.
Una Palabra
II, 54. Presta atención: cuando oigas hablar del Verbo no
pienses en muchos verbos. Pues si piensas en muchos
verbos del Padre, ya no entenderás que se trata de un solo
Hijo, sino de muchos hijos. Ten cuidado, pues, no te
sorprenda el sonido de la voz humana y la semejanza de la
palabra. Uno es el verbo que tiene tiempos, que se
compone de sílabas y de letras, que es un sonido, que se
oye por el oído; suena una palabra, pasa, se hace una
pausa de silencio, y se forma otra palabra y prosigue para
que se oiga y se entienda y, terminada ésta, sigue una
tercera, y siguiendo una palabra a la otra, se forman
muchas palabras.
No es así el Verbo del Padre, su Hijo único. No es así el
Verbo, Dios unigénito. El Padre es Dios incorpóreo. El
incorpóreo ciertamente no tiene una voz corporal. Si en el
Padre no hay voz corporal, ni el Hijo es Verbo corporal. Y
por eso ni muchas palabras, ni muchos hijos, sino una sola
Palabra es igual al Padre, que excluye intensidad y
número. Y digo lo que leo. Y creo lo que declaro.
Desconozco qué es la naturaleza de esta Palabra. Y lo
desconozco mucho mejor de lo que lo sé. Solamente lo
conozco bien cuando desconozco lo que no puedo saber.
Pues ni Juan, a quien leo, pudo decir otra cosa que lo que
oyó: Lo que hemos visto, dice, y lo que hemos oído. Dijo
que solamente conocía bien lo que oyó y vio, él que
descansaba sobre el pecho de Cristo. Por tanto, a él es
suficiente oír, y ¿a mí no me es suficiente?; pero lo que él
oyó es lo que me dijo. Y lo que oyó de Cristo, esto no
puedo yo negar que es la verdad acerca de Cristo. Por
tanto, lo que él oyó es lo que yo oí. Y ¿qué oyó? Al Verbo.
Porque dijo: Lo que existía desde el principio, lo que
hemos oído. Después dice: lo que hemos visto. Todo esto
es verdadero porque es lo que vio y oyó. ¿Qué vio? No
ciertamente a la divinidad, que por su naturaleza no puede
ser contemplada. La vio por medio de mi naturaleza. Pues
no es el Hijo uno el Verbo y otro el hombre, sino que uno
y otro es el único Hijo.
55. Pero como, según su naturaleza, nadie le puede
contemplar, asumió mi naturaleza visible, para poder ser
contemplado según la naturaleza corporal. Finalmente
también vio al Espíritu Santo en forma de paloma, porque
no podía ser contemplada la divinidad en la realidad de su
resplandor. Y esta invisibilidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo es una sola, porque una es la divinidad y un
solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y como tres son
las Personas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no
tienen en común el que solo el Hijo se hizo hombre, para
redimir a los hombres, el que solo el Espíritu Santo
descendiera el forma de paloma, para poder ser
contemplado, sobre el Hijo hombre, el que solo el Padre
gritó, para que pudiera ser oído: Tú eres mi Hijo muy
amado.
56. Pero aquella paloma, en cuya forma apareció el
Espíritu Santo, no se dice que es el Espíritu Santo, así
como de este hombre, asumido por el Verbo, se dice que
es el Hijo. Aquella paloma no es Dios. Pero este hombre
es Dios. Aquella voz del Padre, que resonó corporalmente,
no es el Padre. Pero éste, que fue visto corporalmente, es
el Hijo único de Dios Padre. El Padre habló por medio de
una criatura que se le sometió, no por medio de su
naturaleza, por la que Dios es invisible. Por medio de una
criatura sometida, apareció el Espíritu Santo en forma de
paloma, no por medio de su naturaleza, por la que es Dios
invisible. Solamente el Hijo se manifestó a los hombres
por medio de su naturaleza. No por aquella naturaleza en
la que es idéntico al Padre, sino por aquella en la que vino,
enviado por el Padre y el Espíritu Santo, el Hijo solo, el
que solo se anonadó a sí mismo, es decir, él solo asumió la
forma de siervo. No interpretes, pues, tú según la
naturaleza lo que está fuera de la naturaleza de la
divinidad. Y si crees que la carne ha sido asumida por el
Verbo, y ofreces el cuerpo de Cristo que ha de ser
transfigurado en los altares, y no entiendes lo que se
ofrece, y a quien se ofrece, y no distingues la naturaleza de
la divinidad y la corporal, al momento te dice el Señor: Si
ofreces con sinceridad pero no distingues rectamente, has
pecado. No digo que dividas la Persona, sino que me
refiero que en sus oraciones nadie nombra al Padre en
lugar del Hijo, o al Hijo en lugar del Padre. Y cuando se
participa en el altar, siempre se debe dirigir la oración al
Padre. Y todo aquel que redacta para sí otras preces
distintas, no las use, si antes no las ha consultado con los
hermanos más instruidos. Sugiere con esto que son los
católicos quienes tienen que formular las preces.

EULOGIO DE CÓRDOBA
MEMORIAL DE LOS SANTOS
El emir Abderramán II con su consejo maquina extirpar
a los cristianos
II.XIV. Aterrados los musulmanes por la conducta de
los mártires y muy enfurecido el emir, excogitando los
medios de reprimir el proceder de los cristianos, pregunta
a los sabios, consulta a los filósofos, magistrados y
consejeros de su reino. Todos son del mismo sentir,
conspirando de consuno para exterminar a los católicos; y
decretan encarcelarlos, dando a todos licencia para matar a
cualquiera que se atreva a proferir injurias contra su
Profeta.
Extendida esta orden, nosotros, miserables, huimos, nos
escapamos, nos escondimos, cambiamos de traje, y siendo
muy cautos en nuestras conversaciones, andamos errantes
durante el silencio de la noche. Una hoja que cae, basta
para estremecernos; mudamos de posada a cada momento;
buscamos los parajes más seguros; aterrados, vamos sin
rumbo, desorientados, temiendo morir al golpe de la
espada. Hurtamos el cuerpo a la muerte, aún cuando
hemos de morir algún día por ley natural. Pero yo imagino
que, si huimos del martirio, no fue por miedo a la muerte,
que alguna vez ha de llegar, sino por juzgarnos indignos
de una gracia que se ha concedido a algunos, y no a todos.
Los que entonces eran martirizados, y los que han de serlo
después, fueron predestinados desde el principio del
mundo: A quienes previó y predestinó para que se hiciesen
conformes a la imagen de su Hijo, el Primogénito, entre
muchos hermanos. Mas a estos, a quienes ha
predestinado, también los ha llamado; y a quienes ha
llamado, también los ha justificado; y a los que ha
justificado, también los ha glorificado.
Turbación de los cristianos y pareceres que emitieron en
el concilio de Córdoba, a.852.
II.XV.1. Ante tal consternación, muchos cristianos,
inútiles para el granero del Señor, y merecedores – como
paja – del incendio inextinguible, rehusando huir o
padecer con nosotros y también ocultarse, abandonan la
piedad, reniegan de la fe, abjuran de la religión y
blasfeman de Jesucristo. ¡Oh dolor!, éstos se entregan a la
impiedad de la ley musulmana, someten su cerviz a los
demonios, blasfeman, denuestan y revuelven a los
cristianos. Muchos que antes en sano juicio celebraban los
triunfos de los mártires, ensalzaban su constancia en la
lucha, tanto sacerdotes como laicos, cambian ahora de
parecer, disienten, tienen por indiscretos a aquellos
mismos que antes alababan y juzgaban como muy
dichosos, porque no quieren sufrir como sus buenos
hermanos atribulados, siendo inferiores a ellos, por mirar
más sus conveniencias, su tranquilidad y sosiego que el
bien de la Iglesia, vacilantes entre los escollos de los
pérfidos: para eso apoyan, con algunas sentencias de la
Escritura, su distinto modo de expresarse y su ambiguo
lenguaje. No consideran ni reparan que nadie que haya
profesado fidelidad a nuestra milicia cristiana, y quiera
merecer el cielo, en la hora de la prueba, puede estar
condicionado por los lazos de la carne y del mundo. Todos
los días, ellos, como nosotros, leen en las Escrituras, que
en la vida, ni las pruebas más atroces, ni la misma muerte,
pueden separar nunca a los santos del amor de Nuestro
Señor Jesucristo.
2. Mas los que, en un principio, no dejaron de censurar
la conducta de los santos, y por todos los medios
trabajaron para denigrar su intención, murmurando de
ellos, esos mismos, por no poder hacer daño a los
valerosos soldados, volvieron sus iras contra mí,
difundiendo la noticia de que yo era el autor de toda esta
novedad, y que, instigados por mí, iban voluntariamente al
martirio. Llegó a tanto, que un funcionario público,
poderoso en riquezas y vicios, que no era cristiano sino de
nombre, por sus obras desconocido de Dios y de sus
ángeles, quien desde un principio se había declarado
detractor y enemigo de los mártires, hombre murmurador,
chismoso, inicuo, arrogante, soberbio, pagado de sí mismo
y malvado; éste, cierto día, en presencia del concilio de los
obispos, con su lengua viperina, lanzó contra mí muchas
injurias. Decretó éste (como presidente del concilio),
condenar a los cristianos que persistían en ir al martirio
voluntario, vituperarlos y escribir contra ellos; él, el más
desgraciado de los mortales, lo hizo por temor a perder el
honor, es decir, la privanza del emir; él, que no se
preocupó de honrar a los mártires, antes bien mandó que
se propalase la noticia por doquier, presentándose a los
jueces.
3. Mas, aunque forzados en parte por el miedo, y en
parte por el parecer de los prelados, que el emir había
mandado venir por esta causa de diversas provincias,
firmamos algo que halagase los oídos del rey y de los
pueblos muslimes, o sea, que en adelante se prohibía
presentarse al martirio, no siendo lícito a nadie hacer
profesión de fe ante los jueces, sin ser interrogado; pues
así quedaba decretado en las actas firmadas por los Padres.
Sin embargo, en aquel documento en manera alguna se
vituperaba a los que morían por esta causa; es más, dejaba
traslucir algún elogio hacia los que en lo sucesivo
combatiesen por la fe. Dicho decreto tenía un sentido
alegórico, pero eso no eran capaces de comprenderlo sino
los más lúcidos de mente. Yo no creo exento de culpa
aquel decreto simulado, pues conteniendo una cosa y
significando otra, parecía dictado para apartar a los fieles
de ir al martirio. Es más, pienso que no se debe darle
publicidad, si no se explica rectamente su sentido.
Muerte repentina de Abderramán II, y sucesión de su
hijo Mohamed I
II, XVI, 1. Finalmente los cristianos fueron amenazados
de muerte por todas partes y obligados a andar errantes por
la furiosa persecución del emir; y no pocos fieles, al verse
así tan gravemente afligidos, le dirigían aquel reproche de
los israelitas: Que el Señor vea y juzgue, pues tú has hecho
correr nuestro sudor delante de este tirano y de sus
magnates, y les has armado para que nos degüelle. Desde
que se acrecentó el número de los mártires, ha arreciado el
furor del rey y ha aumentado nuestra tribulación, de tal
suerte que nuestra situación es muy parecida a la de los
israelitas, perseguidos por el faraón. Lo mismo que los
egipcios doblaron su saña contra el pueblo de Dios, y le
oprimieron con yugo más pesado, después que Moisés
intercedió ante el monarca; así también a nosotros, desde
que los mártires bajaron a la arena a combatir, para hablar
en nombre de Nuestro Señor Jesucristo delante del rey y
confesar la fe en presencia de los magistrados y visires, y
refutar las mentiras del Profeta, mucho más nos vamos
hundiendo, y los ministros de los demonios nos persiguen
hasta el exterminio.
2. Cuando gemíamos agobiados con tantos y tan graves
vejámenes, escondidos o errantes, y por segunda vez,
yacía nuestro obispo (Saúl, quizás) en horrible calabozo, y
ninguno se atrevía a acercarse a las casas de los laicos
nobles por temor de entrar al día siguiente en las cárceles;
entonces, subió un día el emir a la terraza de su alcázar
para contemplar el panorama y los pueblos que se
divisaban desde allí. Sus ojos descubrieron cerca los
cuerpos de los mártires Emilia y Jeremías, pendientes de
las horcas e inmediatamente los mandó abrasar. Sus
cenizas, con el auxilio divino, fueron colocadas en
diversos templos. ¡Admirable poder del Salvador y
magnífica pujanza de Nuestro Señor Jesucristo, que asiste
siempre cuando se le invoca en la tribulación, abre la
puerta cuando se le llama, y escucha cuando se le invoca!
Aquella boca que mandó quemar a los santos de Dios,
herida por el ángel, quedó al punto cerrada, y la lengua no
pudo emitir más sonidos. Llevado de este modo a su lecho,
entregó su espíritu aquella misma noche, antes de que se
consumiesen los cuerpos de los santos, y lo llevaron al
horno eterno del infierno. Dejó por sucesor del reino a su
primogénito Mohamed I, enemigo de la Iglesia de Dios y
malévolo perseguidor de los cristianos. Heredó con la
sangre el odio a los cristianos oponiendo continuamente
dificultades y trabas a los fieles; no pareció inferior en
méritos a aquel cuyo nombre llevaba: Mohamed
(Mahoma). En el mismo día que subió al trono, separó a
todos los cristianos de su alcázar, privándoles de los
honores y cargos, proponiéndose después añadir males
sobre nosotros, si la suerte y la prosperidad le
acompañaban en su gobierno.
Estando a punto de terminar este mi libro, pongo toda mi
esperanza en el Señor, y no temo lo que pueda hacerme el
hombre. Espero salvarme por la intercesión de Nuestro
Señor Jesucristo, mi Abogado en cualquier situación, el
cual dijo: Mirad que estoy siempre con vosotros hasta el
fin del mundo . Amén.
CARTA A WILIESINDO, OBISPO DE PAMPLONA
Relato de su peregrinación por el norte de la Península
III. 1. Los días pasados, beatísimo padre, cuando la dura
persecución de estos tiempos desterró a mis hermanos,
Álvaro e Isidoro, de su suelo natal, el amor que les tengo
me impelió a buscarles casi en las partes más remotas de
la Galia Togata donde reinaba Ludovico, rey de Baviera,
andando yo por diversas regiones, por lugares
desconocidos, y caminos infectados de ladrones. Como
hallase la tierra de los Godos, levantada en armas contra el
rey Carlos de Francia, pues le hacían la guerra los ejércitos
de Guillermo y de Abderramán – el príncipe de los árabes
–entonces aliados, apartándome del peligro tomé otros
derroteros, y me dirigí a Pamplona, de donde pensaba
partir tan pronto como llegase a esta ciudad. Pero la
misma Galia Comata que confina con Pamplona y Zubiri,
favorecidas por los partidarios del Conde Sancho Sánchez,
estaban sublevadas con el ya nombrado rey Carlos, y así,
solamente con grandísimo peligro se podía transitar por
aquellos parajes, ocupados por gente de armas.
En esta peregrinación tu beatitud me consoló
sobremanera, y portándote conmigo como buen maestro,
no diferiste el hospedarme con la caridad de Jesucristo,
que dijo: Huésped fui y me acogisteis. Así, procuraste
colocar en los cielos, junto al Padre, tesoros de
merecimientos, dando a los desamparados lo necesario,
fomentando y protegiendo todo lo bueno. De tal manera,
padre, que en mi destierro nada tenía yo que desear, si no
es la presencia de mi abandonada familia, y la
preocupación de mis hermanos perdidos en lejanas tierras.
Lloraba mucho yo, pero tú, padre mío, compadeciéndote
de mí me consolabas y levantabas mi ánimo decaído:
Enfermabas conmigo, como dice el Apóstol, participabas
de mis pesadumbres y llorabas, cuando me veías derramar
lágrimas. Como la fuerza del dolor no me dejaba parar en
un lugar fijo, para distraerme de tantas tristezas, me di a
recorrer los santuarios.
2. Tuve especial empeño en llegarme al monasterio de
san Zacarías (de Serasa), asentado al pie de los Pirineos,
en los puertos de la susodicha Francia, donde tiene sus
fuentes el río Arga, que corre por Zubiri y Pamplona y se
arroja en el Cántabro. El monasterio, hermoseado con la
observancia de la disciplina regular, resplandecía en todo
el Occidente. Tú, padre, alientas al decaído y con
saludable consejo, instruyes al caminante, y, con pío
acompañamiento de hermanos, favoreces al peregrino.
Antes de ir al dicho lugar, me detuve muchos días en el
monasterio de Leyre, en donde conocí excelentes varones,
temerosos de Dios. Me fui de allí recorriendo diversos
lugares y, finalmente, con el favor del cielo, llegué al
cenobio que tanto deseaba. Presidía en el, a la sazón, el
abad Odoario, varón de gran santidad y mucha ciencia,
que me recibió amorosamente, agasajándome más de lo
que puede encarecerse.
3. En aquella santa comunidad había más de un centenar
de hermanos, que resplandecían como estrellas del cielo
en diferentes virtudes, unos de una manera y otros de otra.
Florecía en unos la perfecta caridad de Cristo, que arroja
de sí todo temor; la humildad profunda ponía a otros en las
elevadas cumbres, teniéndose cada cual por inferior al más
joven. Todos luchaban a porfía por ser imitadores de los
divinos preceptos. Algunos, aunque débiles de fuerzas
corporales, afianzados en la virtud de la magnanimidad,
cumplían generosamente lo que les encomendaba la
obediencia. Conformes al principado de esta virtud,
maestra de todas las demás, no sólo la practicaban y no
eran remisos en sus obligaciones, sino que les impulsaba
hacia cosas mayores y superiores a sus fuerzas. Todos
trabajaban con emulación, y, animándose los unos a los
otros, procuraban superarse.
Crecía en todos el ardor por agradar a Dios y a sus
hermanos y, cada cual, ejercitándose en su propio arte, se
esforzaba por cooperar al provecho común. Cuidaban de
los huéspedes y peregrinos con suma diligencia,
acogiéndoles amorosamente, agasajándoles como si Cristo
bajase a su hospedería. Siendo tan numerosos, ninguno era
murmurador ni soberbio. Guardaban el silencio con sumo
cuidado, entregándose, a solas, durante la noche, a la
oración, y así, velando y meditando vencían el sueño,
precaviéndose de incurrir en la amenaza del Salmista
cuando habla con los pecadores: Durmieron su sueño y no
encontraron cosa alguna en sus manos.
Mas, ¿qué puede decir la lengua humana de las virtudes
de los santos, que viven en la tierra como ángeles? Y, ¿qué
de los que conviviendo entre los hombres piensan y obran
cosas del cielo? Me detuve poco tiempo entre ellos, y
queriéndome partir, se postraron todos en tierra
pidiéndome que orase por ellos y, porque tan presto les
abandonaba, se lamentaban con humildes ruegos.
Conmigo estaba a la sazón mi amadísimo hijo el diácono
Teodemundo, mi inseparable desde el comienzo al fin de
mi peregrinación y participante de los trabajos que pasé en
ella. Al partir, pues, nos hicieron compañía el venerable
abad Odoario, y el prepósito – prior – Juan,
permaneciendo todo el día con nosotros, hablando de las
sagradas Escrituras. Y así después de darnos el ósculo de
paz, volvimos otra vez a ti, apóstol de Dios, por cuyos
avales recibimos tantos honores de aquellos venerables
padres.
5. Sentía ansiedad por volver a mi patria, el cariño de mi
piadosa madre Isabel, el de mis hermanas Niola y Anulola,
y el de mi hermano menor José. Tú, en cambio, me
obligabas a permanecer más tiempo contigo, y no
consentías que me marchase. Pero mal podías curar el ya
herido corazón, con doble llaga que me causaba continuo
llanto: la peregrinación de mis hermanos y el desconsuelo
de los de casa. Y así, confiado en mi amor, me pediste que
te enviase desde Córdoba reliquias del mártir san Zoilo, y
que con este precioso regalo engrandeciese a Pamplona.
Te respondí al instante, que satisfaría tu petición y, en
verdad, me hice deudor de esta promesa.
6. Apenas me separé de ti, me fui, sin detenerme, a
Zaragoza por causa de mis hermanos, que según corría la
voz pública, habían llegado de la Francia Ulterior, en
compañía de unos mercaderes. Después de llegar a
Zaragoza, en efecto, hallé a los referidos comerciantes,
quienes me aseguraron que mis peregrinos vivían
desterrados en Maguncia, ciudad muy célebre de Baviera.
Resultó ser verdadera esta noticia, como lo comprobé
cuando mis hermanos regresaron después de la Galia
Interior.
7. Así, permanecí algún tiempo con el obispo Senior,
hombre morigerado, que gobernaba a la sazón la ciudad;
después bajé a Alcalá, cruzando de paso por Sigüenza de
donde era prelado el prudentísimo Sesemundo. Como me
recibió muy bien el obispo Venerio de Alcalá, me estuve
con él cinco días; después me volví a Toledo, donde
encontré al anciano Wistremiro, tea del Espíritu Santo y
lumbrera de toda España, cuya inmaculada vida, capaz de
iluminar al mundo entero, es el consuelo de la grey
católica, por la integridad de sus costumbres y sus muchos
méritos. Me quedé muchos días con él, gozando de su
trato angelical.
8. Al regresar a casa, hallé a todos con salud, es decir, a
mi madre, a mis dos hermanas, y a nuestro benjamín José,
a quien el odio del emir había desposeído del empleo que
tenía en el palacio. La desolada familia recibió a su
peregrino y señor después de una larga ausencia,
alegrándose como si yo hubiese salido del sepulcro. En
todas mis conversaciones siempre he hablado
elogiosamente de ti; en todo tiempo he recordado a mis
familiares tus beneficios; nunca he olvidado el afecto que
me demostró tu caridad y ese recuerdo está siempre vivo
en mi mente y en mi corazón.
9. Mas por estar los dos tan distanciados por tierras y
espacios, yo en este horrible caos en el que gimo en
Córdoba bajo el dominio de los árabes, y tú, al contrario,
viviendo en Pamplona mereces el amparo del príncipe
cristiano, que por estar en guerra entre sí niegan el tránsito
a los que viajamos. Esta es la razón por la cual no me es
posible servirte cual merece tu caridad ni enviarte según tu
piadoso deseo, aquellas santas reliquias como pensé
remitirte. Pero por así disponerlo Dios, ahora que vuelve a
tu casa Don Galindo Íñiguez, y va gustoso a abrazar a los
suyos, con él te envío las reliquias del mártir de que te
hablé y que había determinado dirigirte. También te envío
las de san Acisclo, que no me habías pedido, para que
cumplas la promesa que tienes hecha de levantar una
basílica a dicho santo. Por intercesión de estos santos, os
proteja y perdone Jesucristo, que es quien mide y
recompensa lo que has hecho por mí, y no se le oculta el
obsequio, y te lo pagará centuplicado, pues tiene dicho:
Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien me recibe
a mí, recibe a Aquel que me ha enviado a mí. El que
hospeda a un profeta en atención a que es profeta,
recibirá premio de profeta; y el que hospeda a un justo en
atención a que es justo, tendrá galardón de justo. Padre,
todo te lo guarde el Señor. En Él están salvos e incólumes,
todos los méritos debidos a tus buenas obras y se te
entregarán cuando venga el justo Juez a dar a cada cual,
según sus actos, premio o castigo.
10. Finalmente, no quiero ocultarte, beatísimo padre, la
tribulación que estamos sufriendo estos días por nuestras
culpas, para que defendiéndonos con el acostumbrado
escudo de tus oraciones, por los méritos de tu intercesión
que no será rechazable delante de Dios, merezcamos salir
del abismo profundo de las tristezas. Este presente año de
851, encendiéndose contra la Iglesia de Dios el furor del
tirano, todo lo ha removido, devastado y dispersado,
aherrojado a los obispos, presbíteros, abades, diáconos y a
todo el clero que pudo haber a las manos, quienes hoy
arrastramos los hierros en inmundas mazmorras; pues
entre ellos, está también este pecador a quien tanto amas,
sufriendo las mismas pesadumbres y privaciones.
La Iglesia ha quedado viuda y privada del sagrado
ministerio, sin predicación, sin oficios; ahora no tenemos
ofrenda, ni sacrificio, ni incienso, ni lugar de las primicias,
en donde poder aplacar a nuestro Dios; con el alma
atribulada y en espíritu de humilde contrición, ofrecemos
votos de alabanza a Jesucristo, pero si en las iglesias ha
cesado la salmodia conventual, entre las paredes de los
calabozos resuenan los himnos sagrados. De todo, te dará
relación con mucha reserva don Galindo; pues yo, por una
parte apesadumbrado, y temiendo, por otra, cansarte con
mis frases toscas, no me quiero alargar ni pasar los límites
de esta correspondencia epistolar.
11. Mas, para dar a conocer estos sucesos a las
generaciones venideras y para que ellas participen de
nuestras tribulaciones y pesadumbres, voy a decir algo
entre lo mucho que se podría escribir. Algunos sacerdotes,
diáconos, monjes, vírgenes y también laicos, armados con
el celo devorador de la gloria de Dios se lanzaron hace
algún tiempo a la plaza pública, retando a los enemigos de
la fe, abominando y maldiciendo a su funesto y malvado
profeta Mahoma, y levantándose briosos contra él,
hablaron a los mahometanos en estos términos: “Nosotros
sabemos muy bien que a este hombre a quien dais tan
grandes honores y cuya religión habéis abrazado como
muy buena, seducidos por los demonios, ese hombre,
sabemos nosotros que es mago, adúltero y fementido, y
tenemos que decir que cuantos le creen están destinados a
la eterna condenación. ¿Por qué, pues, vosotros, hombres
de seso, tomáis parte en esos sacrílegos ritos, y no
escucháis la verdad evangélica?”
12. Estas cosas y otras semejantes, conforme se lo
inspiraba el Espíritu Santo, dijeron en presencia de los
príncipes y por ellas fueron pasados a cuchillo.
Suspendieron los muslimes sus cuerpos en unas horcas, y
después de varios días los quemaron, arrojando sus
cenizas a las aguas del río, para que desaparecieran
miserablemente; a no pocos cuerpos de dichos mártires los
dejaron insepultos junto a las puertas del alcázar del emir,
expuestos a las aves de rapiña y a los perros, custodiados
por soldados, para que los cristianos, llevados de un
sentimiento de humildad y compasión no les sepultasen.
Así se cumplió aquello del salmo: Pusieron los cadáveres
de tus siervos como pasto de las aves del cielo, y las
carnes de tus santos como alimento de las bestias de la
tierra. Como agua han derramado su sangre en torno de
Jerusalén, sin que hubiese quien les sepultara. Los
nombres de estos héroes y los días en que combatieron los
pondré al fin de esta carta.
Por esta misma causa estoy preso y aherrojado en los
calabozos, ocupado en recoger datos para escribir lo que
ellos hicieron, inspirados de lo alto. Te suplico, pues, que
me ayudes con tus oraciones para que Dios me sostenga;
haz saber a los otros monasterios que me encuentro preso,
y pídeles que se postren en fervorosa oración; si así lo
haces, después del luctuoso batallar de este siglo, te
alegrarás en el venidero.
13. Ya, que antes dejé de saludar a los hermanos, lo hago
ahora humildemente, y les deseo tiempos mejores y más
dichosos. Te ruego, si no es irreverencia a tu dignidad, que
saludes a nuestros amados hermanos y muy queridos
padres. Fortunio abad del monasterio de Leyre y a toda su
comunidad, el abad Atilio de Cillas y a todo su convento,
al abad Odoario del monasterio de Serasa (san Zacarías)
con todo su ejército de monjes, al abad Jimeno del
monasterio de Igal con toda su hermandad y al abad
Dadilano del monasterio de Hurdaspal. Saludo también a
los demás padres, que en mi viaje de peregrinación por
esas tierras fueron mis tutores y consuelo, y así mismo a
todos los cristianos, envío la paz del Señor.
En el nombre del Señor que reina con Jesucristo por toda
la eternidad, en el año de su Encarnación 850 (era 888) a
22 de abril, sucumbió el sacerdote Perfecto. El año
siguiente (era 889) a 3 de junio, cayó bajo la espada el
monje Isaac; después de él, Sancho, lego, natural de la
ciudad de Albi (Francia), el 5 de junio de la misma era,
triunfó de la muerte con el martirio. Después fueron
pasados a cuchillo con el presbítero Pedro, el diácono
Walabonso, Sabiniano, los monjes Wistremundo,
Habencio y Jeremías, en un mismo y solo día, 4 de junio
de la mencionada era. Sisenando, que era diácono, en
cambio cayó el mismo año a 16 de junio. El diácono
Pablo, el 20 de junio en la era dicha, sufrió también. El
monje Teodomiro, fue ejecutado el 25 de julio de la misma
era.
Estos son los que entrgaron sus cuerpos a la muerte por
dar testimonio de la verdad, para vivir eternamente.
También han apresado y aherrojado en compañía mía a
dos vírgenes de Cristo, las doncellas Flora y María, por
haber confesado la verdad de nuestra fe; todos los días les
amenazan con la muerte.
Carta escrita el día 17 de las calendas de la era 889 de
Diciembre para que la lleve Galindo Íñiguez, noble varón.

LIBRO SOBRE EL ORDEN DE LAS CRIATURAS


(Anónimo irlandés del siglo VII)
Del espacio superior y del paraíso
1. Hemos hablado del firmamento y de los astros; sigue
ahora un gran vacío que alcanza desde el cielo del
firmamento hasta la tierra. Dicen algunos escritores que
está partido en dos zonas: un espacio superior que
pertenece al cielo, y otro inferior que indiscutiblemente
resulta unido a la tierra. 2. Pues bien, ese espacio excelso
que hemos dicho que pertenece al cielo, y que es purísimo
y sutilísimo, no tiene en absoluto ni redondas nubes ni
movimiento de vientos, ni los húmedos ambientes que
producen lluvias o tormentas, ni las frías condensaciones
de la nieve y el granizo, ni movimiento alguno de aire, ni
bramido de truenos y tempestades. No tiene, en fin, aire
que pueda tolerar o el peso del cuerpo de las aves en sus
vuelos, o aun el de la propia condensación de este aire en
las nubes, ni que pueda conservar la vida de los dos
diversos hemisferios.
3. Esto lo comprueban los que ascienden a la cima del
monte Olimpo, el más alto punto de la tierra y por esta
razón desconocido para los restantes hombres; sabemos
que se ponen en su boca y narices unas esponjas
humedecidas en vinagre para mantener la respiración y
defenderse de la presión del aire, llevados por no sé qué
tipo de culto supersticioso; afirman que allí no se ve
ninguna ave ni nube ni lluvia ni el menor hálito. Una vez
que terminan los ritos sacrificiales por los cuales van,
retornan no sin haber trazado en la arena allí arriba
algunos signos y letras, que, cuando suben de nuevo al año
siguiente, encuentran intactos, impolutos. 4. De donde se
deduce claramente que no hay en aquel lugar ninguna
perturbación atmosférica, sobre todo cuando no puede ni
encontrarse ni vislumbrarse rastro alguno de plantas
verdes ni arbustos. Y sin embargo, no es todavía el espacio
superior tan purísimo y sutil de que arriba hablamos, al
cual no puede alcanzar ni acercarse ninguna tierra, sino
que estos pasajes corresponden a los extremos del espacio
inferior y a los confines limítrofes del espacio superior,
donde no puede desarrollarse la vida de los seres que están
revestidos de carne.
5. Por lo que resulta evidente que ese espacio superior
purísimo y sutil, del que hemos hablado poco ha, no está
preparado para ser habitado por vivientes carnales ni para
ser ocupado por seres mortales y corporales; de aquí que
muchísimos autores católicos aseguren que dicho espacio
fue destinado originariamente como habitación de los
ángeles caídos y de su príncipe, porque piensan que no
cayó ninguno de los ángeles supracelestes, aunque sí lo
comprenden de los subcelestes mientras permanecieron en
la beatitud angélica, en la que sin embargo no estuvieron
en el tiempo, 6. Y como dice la Escritura: El diablo es
mendaz desde un comienzo y no permaneció en la verdad,
recibieron por suerte este lugar por morada, lugar
denominado paraíso celeste por la Escritura, la cual bajo la
figura del príncipe de Tiro habla así el gran ángel apóstata:
Perfecto en belleza podías haber estado en las delicias del
paraíso de Dios.
7. Pues así como los hombres después de su pecado,
expulsados de la felicidad del paraíso terrenal, fueron
obligados a habitar esta tierra sometida a terrible
maldición por vía de castigo, para que, ya que pecaron en
la tierra, tuvieran que vivir en una tierra peor en pena de
su pecado, así también hay quien piensa que los ángeles,
que se supone que pecaron en el espacio puro superior de
nuestro aire, una vez arrojados de la sede feliz de un éter
superior, puro y acorde con su dignidad, a un lugar
inferior, más oscuro y turbulento, viven desgraciados e
infelices esperando el juicio futuro en que serán aún más
severamente castigados. Esos autores suponen, no sin
congruencia, que así como tales ángeles tienen cuerpos
etéreos y residen ahora en el éter, ya antes tuvieron el
asiento de su felicidad en el éter, pero un éter más puro y
sutil.
8. Claro que este lugar, como pertenece al cielo del
firmamento según dije antes, es conocido también con el
nombre de cielo según da a entender el Señor al decir: Vi a
Satanás caer del cielo como un rayo. Expulsado de la
diáfana y pura felicidad de aquel lugar en castigo de su
pecado, fue lanzado a la infeliz y desgraciada morada del
espacio inferior, esto es, de nuestro aire nebuloso y
brumoso, según asevera el apóstol Pablo al decir: Nuestra
lucha no es contra adversarios de carne y hueso, sino
contra los principados, contra las potestades, contra los
que dominan este mundo de tinieblas, contra los espíritus
del mal que tienen su morada en un mundo supraterreno,
es decir que Pablo viene a anunciar la victoria de Cristo en
ese mismo mundo.
9. Expulsados, pues, los espíritus perversos con su
príncipe el diablo de aquella limpia residencia de los
espacios subcelestes a los que acabamos de referirnos, y
purificada posteriormente del pecado de Adán y de los
personales de cada cual por la venida del mediador, los
mismos teólogos piensan que ese mismo lugar fue
concedido al género humano para descanso de las almas
santas mientras aguardan la futura resurrección; y estiman
que esto es lo designado como paraíso cuando el Señor
respondió al ladrón que lo había reconocido como Dios en
la cruz: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el
paraíso. 10. Pues en el paraíso, cubierto de árboles y
espléndido con su manantial cristalino, las almas
despojadas de sus cuerpos no sienten necesidad alguna.
Porque el hombre espiritual no posee, libre de su cuerpo
mortal, usos carnales ni le es necesario saciarse con los
frutos del paraíso terreno, pues como eterno no utiliza
recursos temporales que sólo contempla bienes eternos y
espirituales.

BEDA EL VENERABLE
HOMILÍA 23, EN LA FIESTA DE SAN ANDRÉS
Pueblo de Dios
1,16. Nosotros, carísimos hermanos, nosotros somos el
pueblo de Dios, nosotros que, liberados a través del mar
Rojo, sacudimos el yugo de la servidumbre de Egipto, ya
que por medio del bautismo hemos recibido el perdón de
los pecados, que nos oprimían; nosotros que, a través de
los afanes de la presente vida, como en la aridez del
desierto, esperamos el ingreso en la patria celestial tal
como se nos ha prometido. En ese mencionado desierto
corremos el riesgo de desfallecer, si no nos comunican
vigor los dones de nuestro redentor; si no nos renuevan los
sacramentos de su encarnación.
Él es precisamente el maná que, como alimento celestial,
nos reconforta para que no desfallezcamos en la andadura
de la presente vida; Él la roca que nos sacia con dones
espirituales; la roca que golpeada por el leño de la cruz,
manó de su costado y en beneficio nuestro el agua de la
vida. Por eso dice en el Evangelio: Yo soy el pan de vida.
El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí
no pasará nunca sed. Y según una sucesión de figuras
bastante congruente, primero el pueblo fue salvado a
través del mar, para llegar en un segundo momento y
místicamente al alimento del maná y a la roca del agua,
porque en primer lugar nos lava en el agua del segundo
nacimiento, y luego nos conduce a la participación del
altar sagrado, para darnos la oportunidad de vivir en
comunión con el cuerpo y sangre de nuestro redentor.
Expresamos esto sobre el misterio de la roca espiritual, de
la cual recibe el nombre el primer pastor de la Iglesia, y en
la que se fundamenta todo el firme e inalterable edificio de
la Iglesia, y en donde nace y se alimenta la misma Iglesia.

Nos ha parecido oportuno exponer con cierta amplitud


estas realidades relativas al misterio de la piedra espiritual,
de la que tomó nombre el primer pastor de la Iglesia, y en
la que se mantiene inmóvil e inquebrantable todo el
edificio de la santa Iglesia y mediante la cual la Iglesia
misma nace y se alimenta, porque en el corazón de los
oyentes suelen quedar mucho más grabadas y a veces
incluso con mayor amenidad las cosas prefiguradas en el
pasado y luego esclarecidas mediante una explicación de
su sentido espiritual, que las expuestas a la mera
aceptación del creyente o a la puesta en práctica mediante
el único recurso de una sencilla narración, sin recurrir a
imágenes y ejemplos.
Procuremos, carísimos hermanos, que acogiéndonos
constantemente a la protección del baluarte de esta roca,
jamás seamos arrancados de la firmeza de la fe ni por el
terror provocado por la contrariedad de las cosas que
pasan ni por la sirena de la comodidad. De momento,
dando de lado a las delicias temporales, encontremos sólo
deleite en los dones celestiales de nuestro redentor, y, entre
las brumas del siglo, hallemos sólo consuelo en la
esperanza de aquella visión.
Meditemos atentamente el egregio ejemplo de David,
profeta y rey, quien, no pudiendo encontrar solaz para su
alma en la abundancia de honores y riquezas que trae
consigo el ajetreo del reino, elevando finalmente la mirada
del alma al deseo de las cosas celestiales, se acordó de
Dios y se llenó de júbilo. Afanémonos, pues, en apartar de
nuestro cuerpo y de nuestra alma el obstáculo de los vicios
que acostumbran a impedir la visión de Dios, a fin de que
merezcamos conseguirla. Pues a Él no se llega si no es
caminando en la rectitud de corazón, y nadie puede
contemplar su rostro inmaculado sino los limpios de
corazón. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios. Lo cual se digne concedernos el que se ha
dignado prometerlo, Jesucristo, Dios y Señor nuestro, que
vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos. Amén.

HOMILIA 17, EN LA FIESTA DE SAN BENITO BISCOP


En aquel tiempo, dijo Simón Pedro a Jesús: Mira,
nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido, ¿qué
nos aguarda? Cuando Pedro oyó al Señor lo difícil que les
es a los ricos entrar en el reino de los cielos, y sabiendo
que él y sus compañeros habían despreciado las riquezas
de este mundo engañador, quiso saber lo que ellos mismos
y todos los que menosprecian el mundo, a cambio de una
nobilísima actitud de espíritu, deben aguardar como
recompensa.
Mira, nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido.
Aquí nuestra atención se centra en que no sólo han dejado
todo, sino que además se glorían de haber seguido al
Señor: porque ciertamente es una necedad, según Platón,
Diógenes y otros filósofos, pisotear las riquezas de esta
vida, no para alcanzar la vida eterna sino por provocar un
vano impacto entre los humanos. Además, es una
estupidez soportar las penalidades de esta vida sin
compensarlo con la esperanza del futuro sosiego y
descanso. Era muy sensato aquel que dejándolo todo lo
que tenía, lo vendió y entregó su precio a los pobres; luego
siguió a Cristo. Tendrá un tesoro en los cielos, que no
podrá perder. Por eso, a la pregunta atinada de Pedro,
Jesús respondió a los que dejan todo: Os aseguro que
vosotros, los que me habéis seguido, cuando todo se
regenere y el hijo del hombre se siente en su trono de
gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para
juzgar a las doce tribus de Israel.
A los que se entregan en esta vida por su nombre, les
prepara una recompensa en la otra, cuando se regenere
todo, y nazcamos de nuevo en la resurrección para la vida
inmortal los que en esta vida hemos sido engendrados para
la mortalidad. Es una muy justa esa retribución para los
que aquí despreciaron por Cristo la fama de los prestigios
humanos, que se vean allí enaltecidos particularmente con
Cristo y se sienten con Él para juzgar los comportamientos
de los hombres; y a quienes ningún motivo les pudo
apartar a su seguimiento, llegaron siguiendo sus huellas a
lo más alto de la judicatura. Que nadie se imagine que han
de juzgar tan solo los doce apóstoles porque Matías
reemplazara a Judas el prevaricador, como tampoco sólo
las doce tribus de Israel quedarán sometidas a juicio.
¿Vamos a pensar que la tribu de Leví, que es la
decimotercera, va a ser excluida de juicio, y que a Pablo,
que ocupa el puesto decimotercero entre los apóstoles, se
le va a privar del derecho de juzgar, cuando él mismo dijo:
No sabéis que si hemos de juzgar a los ángeles cuánto
más las cosas de esta vida?
Hay que reconocer que todos los que, imitando a los
apóstoles, han dejado todo y han seguido a Cristo,
aparecerán con Él como jueces para juzgar a todo el
género humano. Porque a menudo el número doce en la
Escritura apunta a la universalidad; de aquí que, por las
doce sedes de los apóstoles se designa la multitud de los
juzgadores, mientras que las doce tribus de Israel registra
la universalidad de los sometidos a juicio. De donde hay
que destacar que existen dos órdenes de elegidos en el
juicio futuro: los que juzgarán con el Señor, que se
mencionan en el texto, son los que han dejado todo y le
han seguido; y los sometidos a juicio por el Señor, que no
han dejado de golpe todas sus cosas, sino que daban de sus
bienes cada día algunas limosnas a los pobres de Cristo.
Por eso, oirán en el juicio: Venid, benditos de mi Padre,
tomad posesión del reino preparado para vosotros desde
la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis
de comer; tuve sed, y me disteis de beber, y de lo que
sigue ya se hizo antes mención, cuando aquel joven rico
preguntó qué debería hacer para poseer la vida eterna,
recibiendo la contestación del Señor: Si quieres entrar en
la vida. Guarda los mandamientos: No matarás, no
robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu
madre, ama a tu prójimo como a ti mismo.
Por tanto, el que guarda los mandamientos del Señor,
entra en la vida eterna: pero quien no sólo guarda los
mandamientos, sino que también sigue el consejo del
Señor, que en compensación de las riquezas del mundo y
placeres que desprecia, no sólo recibe la vida misma, sino
también la participación con el Señor en el juicio a la
gente; por eso, como ya se ha dicho, hay dos tipos buenos
en el juicio. Pero también hallamos ahí dos tipos de
réprobos, según lo expresa el Señor: uno lo integran
aquellos que fueron iniciados en los misterios de la fe
cristiana, pero desestimaron la praxis de la fe; de ellos se
afirma en el juicio: Apartaos de mí, malditos, id al fuego
eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Porque
tuve hambre y no me disteis de comer, y lo que sigue. El
otro tipo lo forman aquellos que nunca recibieron la fe y
los misterios de Cristo; o que, una vez recibidos, los
abandonaron por la apostasía; de ellos dice el Señor:
Quien no cree, ya está juzgado, porque no cree en el
nombre del Hijo único de Dios.
Porque quienes ni siquiera de palabra quisieron honrar a
Cristo, tampoco merecerán oír sus palabras que les acusa
en el juicio, sino que asistirán al juicio para ser arrojados
al castigo eterno con los pecadores juzgados. Basta con
haber refrescado debidamente en nuestra memoria estas
cosas con temor y temblor por un momento, para aplicar
ahora nuestro oído a las gozosas promesas del Señor y
Salvador. Veamos con cuánta gracia generosa promete a
los que le siguen, no sólo recompensas en la vida eterna,
sino también estimables dones en la vida presente.
Porque dice: El que abandone casa, hermanos,
hermanas, padre, madre, esposa, hijos o tierras por mi
causa, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna.
El que renunciare a los afectos terrenos o a sus posesiones
para hacerse discípulo de Cristo, cuanto más madure en su
amor, tantas más cosas hallará si se recoge en su afecto
interior; pero es que además gozarán los que se
aprovechen de sus bienes, sobre todo los que comparten
idéntico compromiso de vida, quienes por Cristo
recibieron al pobre en sus casas y campos, y se deleitan en
la devoción de la caridad más que si tuvieran mujer,
padres, hermano o hijo carnal. El céntuplo que menciona,
no se refiere al número de los que aman en Cristo y de los
servidores de los fieles por causa de Cristo, sino que
indica la universalidad y perfección por la cual se sirven
mutuamente en caridad. Esto se cumple en nosotros,
hermanos queridos, si nos aplicamos la recomendación del
Señor cada vez que dejamos las estancias de los
monasterios para remediar cualquier necesidad, propia o
ajena.
Esto mismo es lo que contemplamos todos embargados
de sincera devoción, celebrando hoy la memoria de
nuestro bienaventurado padre Benito, en la cumplida
solemnidad del día de su venerable tránsito. El mensaje de
estas lecturas él lo vivió a la perfección. Siguió a Cristo
dejando todas las cosas, incluso las que disponía o podía
adquirir en el monasterio real - pues pertenecía a una
familia noble -, teniendo en cuenta la fe, todavía ruda de la
población anglosajona y el florecimiento de la institución
eclesiástica, se aventuró a peregrinar a los sepulcros de los
Santos Apóstoles donde pensó recoger la perfecta forma
de vida donde, a través de los más esclarecidos apóstoles
de Cristo, se manifiesta la cabeza eximia de toda la Iglesia.
Allí pues, informado en Cristo, y recorriendo zonas,
recopiló datos sobre las instituciones monacales.
En esta labor hubiera pasado todo el tiempo de su vida si
no se lo hubiera impedido la autoridad apostólica del papa,
que le ordenó regresar a la patria británica por causa del
arzobispo primado Teodoro, de santa memoria. Y no
mucho tiempo después, también los reyes de estas tierras,
conociendo el celo de sus virtudes, porfiaban darle en
donación algún terreno para edificar un monasterio, no de
predios expropiados a gente de rango inferior, sino de sus
mismos dominios. Él recibió al instante un terreno para
establecer externa e internamente una ajustada vida
conforme a la disciplina regular; redactó algunos
documentos para nosotros, no a su libre albedrío, sino en
conformidad con los más esclarecidos estatutos de los
antiguos monasterios, de los que había recabado
información en su etapa de peregrino, y los propuso para
que él en persona y los suyos los observaran.
A ninguno de vosotros, hermanos, os deben parecer
pesados, sino estimables y placenteros, los relatos
verídicos sobre las gestas espirituales de nuestro Padre, en
quien el Señor en manifiesto milagro cumplió cuanto
había prometido a sus fieles: porque todo aquel que deje
casa, o hermanos, o hermanas, padre o madre, esposa,
hijos o campos por mi nombre, recibirá cien veces más en
esta vida, y en el mundo futuro la vida eterna. Él dejó su
familia cuando salió de su patria; recibió cien veces más,
porque no sólo fue tenido en veneración por muchos en
esta vida a causa de la idoneidad de sus méritos, sino que
en Galia, en Italia, en Roma y en las Islas fue estimado por
todos los que pudieron conocerle, de tal modo que el
mismo papa apostólico se alegraba de ponerlo a la cabeza
del monasterio que hacía poco había fundado. También le
prometió enviar desde Roma a Bretaña a Juan, a la sazón
abad y archicantor de la Iglesia Romana como vuestra
caridad bien se acuerda, por el cual aprendería el mismo
monasterio la forma canónica de cantar y administrar los
sacramentos conforme al rito de la santa y apostólica
Iglesia Romana.
Dejó las casas y las tierras que poseía, por Cristo, del
cual esperaba recibir la tierra del paraíso siempre verde, y
la casa no hecha por manos humanas, sino la eterna en los
cielos. Dejó esposa e hijos, no me refiero a esposa oficial e
hijos naturales, sino una esposa posible de la que podría
tener hijos; menospreció todo por amor a la castidad,
prefiriendo incorporarse a los ciento cuarenta y cuatro mil
elegidos, que cantan un cántico nuevo delante del trono de
Dios y del Cordero, y que solamente ellos puede cantar:
Estos son los vírgenes, y siguen al Cordero doquiera que
vaya. Y recibió cien veces más, cuando no sólo en estas
regiones sino en las de ultramar mucho deseaban recibir al
viajero en sus casas, y alimentarlo con los frutos de sus
campos, cuando incontables madres de familia le
obsequiaban, y hombres fieles a Dios se ponían animosos
a su servicio por la instancia del amor, con no menor celo
que sus esposas o su familia. Recibió cien veces más en
casas y tierras, cuando consiguió estos lugares edificables
para monasterios. Si renunció a una esposa por Cristo y
recibió este céntuplo, porque sobre todo el céntuplo mayor
es el mérito de la caridad entre los continentes a causa del
fruto del Espíritu, y no el objetivo de los lascivos
satisfaciendo el deseo de la carne. Mereció recibir el
céntuplo en hijos espirituales, por haber renunciado a tener
hijos carnales. El número cien, como se ha dicho con
frecuencia, es un símbolo que apunta a perfección.
Nosotros pues somos sus hijos, a quienes el piadoso
provisor trajo a esta casa de devoción monástica. Seremos
sus hijos si mantenemos el itinerario de las virtudes
imitándole, si no nos desviamos torpemente de la senda
regular que él nos trazó. Tenemos de él un vivo recuerdo,
hermanos, quienes le pudimos conocer, oír sus frecuentes
enseñanzas, incluso aquellos que después de su muerte, la
devoción suprema ha congregado en la comunidad de
nuestra fraternidad; porque mientras gozaba de salud
física, se mantenía siempre trabajando con dignidad y
sosiego a favor de la gloria de la santa Iglesia de Dios y
sobre todo en la paz de este monasterio. Todas las veces
que viajó por mar, nunca, como sucede en más de uno,
volvió sin logros y con las manos vacías; una vez nos trajo
como obsequio insigne una gran cantidad de hagiografías,
de reliquias de los santos mártires de Cristo; en otra
ocasión se hizo acompañar por arquitectos de iglesias;
alguna vez con especialistas en elaborar y pintar vidrieras
o con expertos en el canto, o bien con maestros dispuestos
siempre al servicio de la Iglesia durante todo el año. Nos
trajo también el documento del privilegio redactado por el
papa, por el que se nos defiende de cualquier intromisión
externa. Hizo traer representaciones pictóricas de historias
santas para exponerlas no sólo como adorno de la iglesia
sino también como método de instrucción visual, es decir,
para aquellos que siendo incapaces de aprender mediante
la lectura las obras del Señor, lo pudieran hacer a través de
la misma contemplación de las imágenes. En estas como
en otras cosas él se entregó a un múltiple trabajo para
ahorrarnos a nosotros la necesidad de trabajar de esta
manera.
Por tanto, si tantas veces se dio a la mar fue para que
nosotros abundáramos en todas las riquezas de la ciencia
de la salvación, descansáramos en los claustros del
monasterio, y pudiéramos servir a Cristo con entera
libertad. Y cuando la enfermedad le atacó y le apremiaba
sañudamente, mantuvo un corazón agradecido a Dios
ajustándose a las reglas de los monasterios que había
aprendido y enseñado como norma de vida. Siempre le
gustaba hablar y explayarse con detalle sobre
consideraciones eclesiásticas, que había observado en
todas las ciudades y sobre todo en Roma; rememoraba los
lugares santos que habían esclarecido su juventud. Así,
ejercitado en la virtud a través de un largo compromiso, y
sobre todo manteniendo siempre un espíritu magnánimo y
probado con el martirio de la enfermedad, después de un
centenar de dones de la gracia en esta vida, pasó a la
eterna.
Por eso, es necesario, hermanos queridos, que
procuremos mantener como buenos hijos y dignos de tal
padre, sus ejemplos y directrices en toda circunstancia, y
que ni un hechizo de la carne o del alma nos desvíe de las
huellas dejadas por tan eximio guía a nosotros, que hemos
renunciado a los afectos carnales y a los bienes terrenos,
que no hemos estimado tomar mujer y procrear hijos
naturales por amor de la vida angélica, valorando más las
virtudes espirituales, y recibiendo en la vida presente cien
veces más con la compañía de los santos, haciéndonos
merecedores de la vida eterna en el mundo futuro con
ayuda de la gracia de nuestro redentor, que vive y reina
con el Padre en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos
de los siglos. Amén.
EPISTOLA II AL OBISPO EGBERTO
Recuerdo que dijiste el año anterior, cuando pasamos
juntos algunos días en tu monasterio tratando el tema de la
lectura, que deseabas también en este año volver al mismo
lugar. Ya sabes que también yo por el deseo de ejercernos
en una común lectura, procuraré de encontrarme contigo.
Porque si así Dios lo quiere, ya no necesitaría escribirte
sobre determinados asuntos, ni cualquier cosa que se me
ocurriera necesaria, pudiendo expresarlo de viva voz en
conversación privada. Pero ya sabes que estas buenas
intenciones no bastan, porque me lo impide mi delicada
salud. Sin embargo procuro hacer lo que está de mi parte,
teniendo en cuenta tu afecto fraterno; por eso te sugiero
ahora por carta cuanto me ha sido imposible hasta ahora
expresártelo en una conversación. Procura, por el Señor,
no ver en esta carta el más mínimo indicio de arrogancia,
sino una actitud más bien de humildad y respeto.
Ruego pues a tu santidad, queridísimo prelado en Cristo,
para que el ministerio sacrosanto que a ti se dignara
confiarte el Autor de los ministerios y el dispensador de
los carismas, lo corrobores en tu enseñanza y en tus
decisiones. Ninguna de las dos facultades pueden
desvincularse entre ellas: el obispo que vive honradamente
no debe descuidar su misión de enseñar, ni el que es fiel a
su enseñanza puede descuidar su género de vida. El que
cumple ambas cosas con veracidad, en verdad es un
servidor reconocido que espera la llegada del Señor:
Servidor bueno y fiel, porque has sido fiel en lo pequeño,
te pondré al frente de cosas importantes: entra en el gozo
de tu Señor. Pero si alguien, lo que no ocurra, que hubiera
aceptado el ministerio del episcopado, no procura
corregirse o criticarse a sí mismo acerca de sus
comportamientos reprobables para vivir mejor, ni
sancionar al pueblo supeditado a él, el Señor le saldrá al
encuentro, en la hora que menos se espera, y le aplicará la
sentencia evangélica dirigida al siervo inútil: Echadlo
fuera, a las tinieblas. Allí llorará y le rechinarán los
dientes.
Por encima de todo sugiero discretamente a tu santa
paternidad, que apartes de ti con dignidad apostólica las
confabulaciones ociosas, las maledicencias y los demás
contagios de la lengua indómita; que ocupes tu mente con
conversaciones espirituales y meditaciones sobre las
Escrituras, y en concreto, con la lectura de las cartas del
apóstol san Pablo a Timoteo y a Tito, pero también con las
proposiciones del santísimo papa Gregorio que reflexionó
con mucho tino acerca de la vida y de los vicios de los
responsables en el libro de la Regla Pastoral o en las
Homilías sobre el Evangelio, para que tu palabra se
mantenga siempre condimentada con la sal de la sabiduría
en un discurso por encima de cualquier vulgaridad, y
alcance el nivel de la escucha de Dios. Si es indecente que
los vasos sacrosantos del altar se profanen con usos y
servicios tabernarios, también es perverso cualquier
comportamiento miserable del ordenado para consagrar
los sacramentos en el altar del Señor: que en un momento
se comporte como servidor para presidir los sacramento en
el Señor, y luego, nada más salir de la iglesia, con esa
misma boca y manos con las que acaba de expresar las
realidades sagradas, comience a proferir frivolidades o a
comportarse ofendiendo al Señor.
Para precaverse de la procacidad de la lengua y del
comportamiento, ayuda mucho la lectura divina, incluso el
trato con los fieles servidores de Cristo. Porque, en el caso
que la lengua comenzara a banalizar, o sugerirme algún
comportamiento perverso, al instante sienta el apoyo de
esos amigos fieles para no sucumbir. Y si a mí me resulta
muy provechoso tener a mano a todos los servidores de
Dios, cuánto más lo será a quien está encumbrado en un
ministerio que necesita no sólo cuidar de sí mismo, sino
también desvivirse por una Iglesia necesitada de su
salvación según aquello que dijo Pablo: Y a todo esto
añádase la preocupación diaria que supone la solicitud
por todas las Iglesias. Porque ¿quién desfallece sin que
desfallezca yo?, ¿quién es puesto en trance de pecar sin
que yo me abrase por dentro? .
No voy a expresarme, como si no te conociera, pero se
rumorea de algunos obispos, servidores de Cristo, que
disponen de algunos colaboradores religiosos y
continentes a su manera, pero adictos a juergas, a juegos, a
chismorreos, a banquetazos y borracheras, y a otras
seducciones de un género de vida libertina, ocupados en
llenar el estómago con manjares suculentos en lugar de la
mente con sacrificios celestes. A todos éstos, si tienes
oportunidad, procura corregirlos con tu santa autoridad,
amonesta a cuantos ocupan el día y la noche en semejantes
quehaceres, y que, mediante una oportuna exhortación,
asuman su responsabilidad con la digna ayuda de Dios,
sirviendo a la gente y prestando una colaboración
espiritual a sus obispos. Lee los Hechos de los apóstoles y
fíjate lo que cuenta Lucas respecto a la calidad de los
colaboradores de Pablo y Bernabé, y lo que hicieron
también ellos allí donde se presentaban. Porque nada más
pisar la ciudad o las sinagogas, procuraban por encima de
todo propagar y exponer la palabra de Dios. Lo cual
también quisiera que tú, responsable muy querido para mí,
te lo pudieras aplicar lúcidamente en cualquier
circunstancia. Pues el Señor te ha elegido y consagrado en
esta responsabilidad: tienes que evangelizar la Palabra con
gran decisión, contando con la ayuda del mismo Rey y
Señor de los ejércitos, nuestro Señor Jesucristo.
Desempeñarás adecuadamente esta misión si en cualquier
lugar donde te presentes convocas al momento en torno a
ti a los habitantes del lugar, y les expones la palabra de
exhortación, mostrándoles al mismo tiempo en ti y en tus
acompañantes un modelo de vida, como capitán de una
tropa celeste.
Y porque hay amplias zonas, incluidas en la
demarcación del gobierno de tu diócesis, para que te sea
posible recorrer cada rincón y cada pedazo de terreno
predicando la palabra de Dios, incluso a lo largo de todo el
año, necesitas colaboradores asociados a tu sagrada
misión. Por eso debes ordenar presbíteros y formar
maestros, que perseveren predicando la palabra de Dios en
cada esquina, y celebrando los misterios celestes,
aplicando un celo peculiar en la administración del
bautismo allí donde la oportunidad lo requiera. En esa
predicación a la gente, a mi entender, has de procurar con
la máxima instancia exponer la fe católica, contenida en el
Símbolo de los apóstoles, enseñar la Oración del Señor (el
Padrenuestro) como la Escritura en los santos Evangelios
nos lo indica. Procura fijar en tu memoria todo lo
concerniente a tu gobierno. Los que se desenvuelven en la
lengua latina saben muy bien todo esto; por eso, también
con su ayuda, presenta la doctrina con la mayor precisión
en la lengua de los ignorantes, es decir, de aquellos que
únicamente saben expresarse en su lengua materna.
Todo esto requiere no sólo la colaboración de los laicos,
es decir, de quienes viven con la gente, sino también de los
clérigos o monjes, expertos en la lengua latina. De esta
manera se forma una especie de junta de fieles, que se
mantiene en fidelidad mediante el compromiso, en la
defensa y en el fortalecimiento de la fe frente a las huestes
de los espíritus inmundos; se crea entre todos como un
coro, que invoca a Dios, requiriendo sobre todo a su divina
clemencia. Por eso yo mismo he explicado con relativa
frecuencia a muchos sacerdotes ignorantes estas dos cosas:
el Símbolo y la Oración del Señor (el Padrenuestro)
traducidos a la lengua de los ingleses. Pues como el santo
obispo Ambrosio nos recomienda refiriéndose a la fe, que
los fieles proclamen cada mañana las palabras del
Símbolo, como antídoto espiritual contra el veneno
diabólico, para poder rechazar día y noche las ardides
malignas. Respecto a la Oración del Señor enseñó incluso
a cantarla para repetirla con mayor frecuencia, hasta crear
en nosotros un hábito de súplica constante y de
postraciones.
Si lograras este objetivo en tu autoridad pastoral, como
te sugiero, para poder regir y apacentar a las ovejas de
Cristo, nadie tendrá que sugerirte lo que el Pastor de los
pastores te tendrá dispuesto como recompensa suprema en
la vida futura. Pues en la medida en que vas descubriendo
la exigencia de esta sacratísima misión en la carga
episcopal de nuestra gente, recibirás una magnífica
recompensa, ya adelantada en el hecho mismo de iniciar al
pueblo de Dios en la devoción; pues mediante tu solicitud
paterna enciendes en tu gente el conocimiento, el amor, la
esperanza, la fe y la instrucción de lo que se refiere a los
dones celestes, que se celebran mediante la frecuente
recitación del Símbolo y de la Oración por excelencia.
Por el contrario, si te muestras remiso en lo que Dios te
confía, tendrás la misma suerte en la vida futura que aquel
servidor perezoso que escondió el talento. Sobre todo si
calculas recibir y reclamar de la gente donaciones, con lo
cual quedará probado que no se te pagará bien alguno de
alcance celestial en la vida futura. Pues cuando el Señor
envió a los discípulos a evangelizar, les dijo: Id
anunciando que está llegando el reino de los cielos. Y
añadió a renglón seguido: Lo que habéis recibido gratis,
dadlo gratis. Si los envió a predicar el Evangelio
gratuitamente, y no permitió que sus predicadores
recibieran oro o plata, o dinero material, ¿qué reclamará
de aquellos que se comportan de modo contrario a estos
predicadores, y se exponen al peligro?
Fíjate qué gravísimos crímenes han cometido aquellos
que tratan de buscar incansablemente ventajas materiales
de sus oyentes sin mostrar ningún interés por predicar,
exhortar o increpar, en lugar de trabajar por su salvación.
Analiza con solicitud y con una cierta curiosidad estas
actitudes, querido prelado. Lo hemos oído muchas veces,
y lo sabemos de sobra que hay muchos poblados y
rincones habitados en lugares impenetrables y en montes
inaccesibles, donde en muchos años la gente no ha visto a
obispo alguno, que desarrollara un mínimo ministerio o
gracia celeste; y sin embargo nadie queda inmune de
tributar al obispo. Pero es que no sólo de estos lugares está
ausente el obispo que al menos pueda imponer las manos
para confirmar a los bautizados, sino también cualquier
maestro que les enseñe la verdad de la fe y el
discernimiento de los buenos o malos comportamientos.
Todavía suele acontecer algo peor, y es que es difícil
encontrar un obispo que además de no evangelizar ni
imponer las manos gratuitamente, se saltan la prohibición
del Señor llevándose el dinero de la gente y desprecian su
misión de predicar la palabra que les encomendó el Señor.
Cuando se acusaba al pontífice Samuel, querido de Dios,
de haberse comportado de modo inconveniente, poniendo
por testigo a todo el pueblo, dijo: Os he guiado desde mi
juventud hasta hoy. Aquí me tenéis, si queréis acusarme
ante el Señor y su ungido: ¿He robado a alguien un buey
o un asno?, ¿he oprimido o perjudicado a alguno?, ¿de
quién he recibido un regalo para hacer la vista gorda?
Acusadme y yo os responderé. Ellos replicaron: No nos
has perjudicado ni oprimido, ni te has dejado sobornar
por nadie. Por el mérito de su inocencia, fue contado entre
los más eminentes guías y sacerdotes del pueblo de Dios,
y mereció ser valorado en sus oraciones siendo atendido
por Dios, como lo expresa el salmista: Entre sus
sacerdotes estaban Moisés y Aarón, y Samuel entre los
que invocaban su nombre: clamaban al Señor y él les
respondía. Desde la columna de nube conversaba con
ellos.
Podemos creer y confesar que alguna utilidad recaía en
los fieles mediante la imposición de manos por la que se
confería el Espíritu Santo; y consta por el contrario, que
no se da utilidad alguna donde no hay imposición de
manos. Pero ¿a quiénes, sobre todo, concierne la privación
del bien más que a los mismos obispos, que se presentan
como dirigentes de aquellos ante quienes descuidan o
desdeñan su compromiso en la misión espiritual de la
prelacía? Contra este desdén se alza el Apóstol, por cuya
boca hablaba Cristo, diciendo: La raíz de todos los males
es la codicia. Y en otra ocasión dijo: Los codiciosos no
poseerán el reino de Dios. Cuando el amor al dinero, por
encima de cualquier otro motivo, mueve al obispo a
realizar alguna salida o a recorrer gran parte de la región
para predicar, requiriendo su condición de máximo
dignatario eclesiástico, está demostrado el pernicioso
peligro a que se expone ante sí mismo y ante quienes se
presenta con el rango de prelado.
Al insinuar brevemente a tu santidad estos problemas,
queridísimo prelado, en torno al infortunio en que nuestra
gente está miserablemente envuelta, te suplico
sinceramente que, en lo que adviertas como práctica tan
perversa, luches con todas tus fuerzas por restaurar la recta
norma de vida. Tienes, pues, como creo, un colaborador
muy dispuesto en tan noble empresa, el rey Ceolwulf, que
por su innato amor religioso, en todo lo concerniente a la
disciplina de la práctica religiosa procurará
inmediatamente ayudarte con la mejor intención; y,
teniendo en cuenta que es pariente tuyo y muy querido,
procurará llevar a buen final los buenos proyectos que
emprendas. Por lo cual quisiera que hábilmente le
adviertas, para que entre ambos procuréis crear en
vuestros días una situación eclesiástica de nuestras gentes
mejor que lo que ha sido hasta el momento. Y este nuevo
orden de cosas podrá tener un futuro mejor si se consagran
muchos obispos para nuestro país. Sigamos el ejemplo del
legislador, quien al sentirse incapaz de atender él solo las
querellas y el peso del pueblo de Israel, contando con el
consejo divino, buscó una ayuda. Y consagró a setenta
ancianos con cuya colaboración y consejo, podía soportar
mejor la carga impuesta.
¿Quién no ve que es mejor compartir entre varios tan
enorme carga del régimen eclesiástico y aguantarlo así
mejor, que llevarlo uno solo y quedar aplastado bajo su
peso implacable? El mismo santo papa Gregorio, cuando
todavía trataba de inculcar y mantener la fe de nuestra
nación en Cristo, propuso en cartas apostólicas al
santísimo arzobispo Agustín la ordenación de doce
obispos, después que abrazaran la fe; entre ellos el obispo
de York, que a raíz de recibir el palio de la sede apostólica,
debía constituirse en metropolitano. Cuando se disponga
del número de obispos suficiente quiera tu santa
paternidad, contando con la ayuda del mencionado y
piadosísimo rey, amado de Dios, habrá que emplearse a
fondo en la misión, pero contando además con un número
abultado de maestros, que colaboren mejor en la Iglesia de
Cristo en todo lo concerniente al culto sagrado. No
olvidamos, sin embargo, que por negligencia de los reyes
anteriores, se han conferido beneficios eclesiásticos muy
desacertados, de tal modo que no es fácil hallar un lugar
vacante donde se pueda crear una nueva sede episcopal.
Por eso estimo que es útil la convocatoria de un gran
concilio con el consentimiento pontificio y real, y se
piense en un edicto para establecer algún monasterio como
sede episcopal. Y para que ningún abad o monje intente
impugnar u oponerse a este decreto, puede permitirse la
posibilidad de proponer de entre los miembros de la
comunidad a alguien para ser ordenado obispo, y extender
la jurisdicción de esa nueva diócesis a los lugares
colindantes. Podría administrar al mismo tiempo el
monasterio y la diócesis; pero en el caso de que no se
pueda hallar en el mismo monasterio alguien capacitado
para ser obispo, sométase la comunidad a un escrutinio
conforme a los estatutos de los cánones, para saber qué
miembro de la diócesis pueda ser ordenado. Porque si
esto, así como lo sugerimos, da resultado con la gracia de
Dios, pensamos que fácilmente también lograrás que,
según los decretos de la sede apostólica, pueda haber un
pontífice metropolitano en la Iglesia de York. Y si se juzga
necesario, en ese monasterio, por causa de la elección de
un obispo, háganse reformas en lugares y auméntense las
posesiones, aunque, como todos lo sabemos, ya son
incontables los dominios nominados al vocablo monástico
sin que sean necesariamente riquezas asumibles en la vida
monástica, que excitarían la lascivia en detrimento de la
castidad, la vanidad sobre el equilibrio, la intemperancia
del estómago y la gula sobre la continencia y la devoción
del corazón. Por eso, esos bienes quedarán bajo control y
autoridad del sínodo y en servicio de la sede episcopal que
deba crearse.
Y porque existen muchos y extensos lugares que, como
vulgarmente suele decirse, son inservibles a Dios y a los
hombres, porque allí no se observa la norma de vida
conforme a Dios, ni están bajo control de los ejércitos o de
los funcionarios civiles que puedan defender a nuestra
patria de los bárbaros, si alguien crea una sede episcopal
en esos mismos lugares por requerirlo las circunstancias,
procurará no incurrir en prevaricación, sino movido por la
virtud. ¿Cómo pues, se puede acusar de pecado, si se
corrigen los injustos criterios de los que mandan a través
de un recto examen? Y ¿qué decir si además se destruye y
se borra el mendaz estilo de los escribas inicuos mediante
una discreta sentencia de los sacerdotes sabios, conforme
al ejemplo de la historia sagrada que, al relatar los tiempos
de los Reyes de Judá, desde David y Salomón hasta
Sedecías, el último rey, refiere que algunos de ellos fueron
honrados, pero muchos otros se comportaron como
réprobos?
Ahora, sin embargo, han cambiado las tornas, son
perversos aquellos que en otro tiempo eran buenos, y al
contrario, son justos los comportamientos nocivos de los
impíos de antes, en cuanto que el justo, con la ayuda del
Espíritu de Dios, se ha enmendado con toda diligencia con
la ayuda de los santos profetas y los sacerdotes conforme
aquello de Isaías que ordena y dice: Desata las correas del
yugo, deja libre a los oprimidos, acaba con todas las
tiranías. Según esto, conviene también que tu santidad con
la asistencia del rey piadoso, desarraigue los
comportamientos irreligiosos de nuestra nación y las
iniquidades de nuestros antepasados, y mire por todo
aquello de nuestra región que sea provechoso según Dios
o según el mundo: para que en nuestros tiempos, si
desaparece la religión, faltara el amor y el temor del
examinador interior, o decreciera el número de
asignaciones militares, Dios no lo quiera, nuestras
fronteras estén protegidas ante las incursiones bárbaras.
Porque es una torpeza decir, que en todos los lugares con
nombre de monasterios, los que llevan vida monástica
están libres de su jurisdicción conocida, pero vosotros
mismos sabéis que hay hijos de nobles o de militares
retirados que no pueden recibir una propiedad, y que
ocurre lo mismo a los vagabundos y a los que viven sin
cónyuge que, una vez pasada su época de pubertad, no
mantienen propósito alguno de continencia, y por este
motivo, abandonan su patria por la cual deberían combatir
y se alejan en los mares; o todavía en peor exceso y
desvergüenza, los que no tienen el propósito de la
castidad, se entregan a la lujuria y a la fornicación, y ni
siquiera respetan a las vírgenes consagradas a Dios.
Pero otros incurren todavía en una torpeza mayor:
siendo laicos y no habiendo estado comprometidos en la
vida regular, ni comprometidos por el amor, alimentan las
arcas reales, comprando terrenos bajo pretexto de construir
monasterios en los cuales puedan campar ampliamente en
su sexualidad, y alegando derecho de herencia publican
todo esto en los edictos reales, y adquieren también
documentos de pontífices, de abades y de grandes del
mundo, como ratificando sus privilegios ante Dios. De
este modo acaparan parcelas de terreno o poblados,
exonerados por ello de dependencia divina y humana para
servir únicamente a sus propios caprichos. Más aún, esos
lugares no cobijan a monjes, sino a los que por culpa de la
desobediencia algunos han sido expulsados de los
verdaderos monasterios y en su vagabundeo han
encontrado su refugio, o incluso ellos mismos prefirieron
abandonar sus cenobios, pudiendo invitar a algunos de sus
cómplices a recibir la tonsura recabando la promesa de
obediencia.
Gentes de estas catervas distorsionadas ocupan sus
celdas que equipan, y se dan a diversiones toscas y
extrañas. Allí hay varones que se entregan al cuidado de
sus cónyuges y de los hijos que van a procrear, de tal
modo que al levantarse de sus lechos procuran con el
máximo escrúpulo lo que deben gestionar dentro de los
muros del monasterio. También se construyen estancias en
el monasterio con imprudencia semejante para sus
cónyuges, que a pesar de ser laicas necias, se permiten
constituirse en rectoras de las siervas de Cristo. En ellas
encaja aquel proverbio popular: las avispas pudiendo
hacer panales, se ocupan en amontonar veneno.
Así alrededor de treinta años, esto es, desde la muerte
del rey Alfredo, nuestra región se ha desquiciado con
aquel error cruel, por el que apenas nada dejó en pie de su
monasterio en los días de su reinado, y al mismo tiempo
forzó a su cónyuge a incurrir en una culpa parecida de
compra nociva. Todavía más, anduvo muy solícito a que
se comportaran de la misma manera en aquella dominante
y pésima costumbre los ministros y los servidores del rey.
Y así, atrapados en esta perversión, estaban enzarzados
muchos de los que se denominan abades y prefectos, junto
con ministros y palaciegos reales; y si los laicos pudieron
tener alguna idea de la vida monástica, no por experiencia
sino por información de parte de quienes debían instruirles
en virtud de su profesión, resultó todo completamente
inútil. A pesar de que todos ésos, como sabéis, recibieron
voluntariamente la tonsura, fueron sometidos a prueba, y
pasaron de ser laicos, no a simples monjes sino a ser
abades; y eso que ni siquiera daban la más mínima prueba
de conocer la virtud que su misión requería. ¿Se podrá
aplicar a esta gente otra maldición distinta de la que se
dice: Si un ciego guía a otro ciego, caerán ambos en el
hoyo? ¿Cómo se podría acabar alguna vez con la ceguera,
constreñirla con la disciplina regular, y expulsarla lejos
con la autoridad pontificia y del sínodo, si los mismos
pontífices no lo intentan ni se ponen de acuerdo? Pero es
que además, no sólo no procuran desmantelar con decretos
justos las disposiciones injustas de este calibre, sino que
pretenden confirmarlo con sus autorizaciones, como ya
hemos indicado. Ellos se limitan a leer sus retahílas
manidas para confirmar funestamente documentos por los
que los compradores se sienten animados a comprar de
este modo los monasterios.
Todavía mucho podría acosarte en carta sobre este
asunto y de sus correspondientes prevaricadores que
atormentan miserablemente nuestra región, si no supiera
que tú mismo conoces con todo detalle todas estas cosas.
Pues no te he escrito esto con la intención de enseñarte
algo que desconocieses, sino para espolearte mediante una
amistosa sugerencia en aquellos desvaríos que ya conoces
de sobra, pero que puedes corregir con un control
diligente.
En estos momentos mucho te pido y suplico en el Señor,
que defiendas el rebaño que se te ha confiado de la
voracidad de los lobos: y que recuerdes que has sido
constituido pastor y no mercenario, que demuestres el
amor del soberano Pastor en la solicitud por apacentar a
las ovejas, y si aconteciere, disponte a arriesgar tu vida por
las mismas ovejas con el bienaventurado príncipe de los
apóstoles.
Te suplico que estés solícitamente atento para que
cuando el mismo príncipe de los apóstoles y los demás
dirigentes del rebaño de los fieles, ofrecieren en el día del
juicio el fruto supremo de su solicitud pastoral a Cristo,
ninguna porción de tus ovejas separadas de los cabritos
situados a la izquierda del juez, se atraiga la maldición que
las condene para siempre. Antes bien, que tú mismo te
merezcas ser inscrito en el número de aquellos, a los que
se refiere Isaías: Del más pequeño saldrán mil, del menor,
una nación poderosa. Incumbe a tu misión vigilar con
diligencia el bien y el mal que se practica en cada
monasterio de tu jurisdicción: procura con diligencia que
el abad no sea ignaro y despectivo, o la abadesa menos
digna, de los siervos o siervas de Cristo, ni suceda de
nuevo que aparezcan masas de oyentes contumaces y
desdeñosos enfrentadas a la atención de los maestros
espirituales; sobre todo porque, como se dice vulgarmente,
lo que estéis dispuestos a decir no sea por halagar a reyes,
ni a ningún señor de este mundo, sino movidos por vuestra
responsabilidad de vigilancia e inspección: mirar lo que
concierne hacer en cada monasterio, no sea que algunos
señores hubieren pecado en ellos. Es misión tuya el
procurar que en los lugares consagrados a Dios, el diablo
no usurpe el reino; que la discordia no desplace a la paz, ni
los altercados a la devoción, ni la embriaguez a la
sobriedad, ni las fornicaciones y homicidios a la caridad y
la castidad; que tampoco en ti encuentren algunos causa de
queja y comenten con razón: vi a impíos enterrados, que
cuando vivían, estaban en el lugar santo, y eran honrados
en la ciudad por sus supuestas obras buenas.
También los que se mantienen en su vida seglar
necesitan de tus desvelos, para que, como al comienzo de
esta carta advertimos, recuerdes que debes disponer de
suficientes maestros de vida saludable para esta gente, y
procura enseñarles entre otras cosas que en sus
comportamientos agraden lo más posible a Dios, se tomen
a pecho que quienes desean agradar a Dios se abstengan
de pecados, y que por la sinceridad de corazón crean en
Dios, que imploren con devoción la divina clemencia, y
que con atención frecuente se santigüen con el signo de la
cruz del Señor para que así puedan protegerse de las
continuas insidias de los espíritus inmundos, que reciban
cada día el cuerpo y la sangre del Señor tan saludable para
toda la comunidad cristiana que, como sabes, es costumbre
acertada en la Iglesia de Cristo que vive en Italia, en la
Galia, en África, en Grecia, y en todo el oriente.
A la verdad, este tipo de religión y de santificación
consagrada a Dios apenas se da en los laicos de nuestra
región, debido a la negligencia de los docentes que
parecen estar siempre ausentes, como aquellos que dicen
contarse entre los más religiosos, que presumen comulgar
en la celebración de los sagrados misterios de la Navidad,
de la Epifanía y de la Pascua; siendo incontables los
adolescentes inocentes de vida muy casta, los jóvenes y las
vírgenes, los ancianos y ancianas, quienes sin ningún
escrúpulo de controversia, cada domingo, incluso también
en las fiestas de los apóstoles, de los mártires, como tú
mismo has visto esta manera de proceder en la santa y
apostólica Iglesia de Roma, suelen participar en los
misterios celestes. Los mismos casados se comportan de la
misma manera en libertad y lo desean hacer a gusto.
Incluso si alguien les sugiere la moderación en la
continencia y les insinúa la virtud de la castidad.
Estas cosas de gran utilidad he tratado de referirte
brevemente a ti, santísimo prelado, deseando y
exhortándote mucho para que te esfuerces en apartar a
nuestro pueblo de los viejos errores y lo encarriles por la
senda más verdadera y recta. Y si hay algunos varones que
han recibido algún orden sagrado, pero que tratan de
impedir y paralizar tu buena simiente, no por eso cejes en
tu excelente disposición valerosa, acordándote de la
recompensa y sin vacilar en tu perseverancia hasta el fin.
No ignoro que más de uno objetará duramente nuestra
exhortación, y sobre todo aquellos de quienes te hemos
precavido porque se sienten envarados en sus delitos. Pero
conviene que te acuerdes de la reacción de los apóstoles:
Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Pues el
mandamiento de Dios es: Vended vuestras posesiones y
dad limosna. Y también: El que no renuncia a todo lo que
tiene, no puede ser discípulo mío.
Sin embargo, la tradición moderna de algunos es:
quienes confiesan ser servidores de Dios, no sólo no
venden sus posesiones, sino que también se agencian lo
que no tienen. ¿Con qué disposición se atreverá alguien a
servir al Señor, manteniendo cosas que poseía, o bajo
pretexto de vida más santa, amontonando riquezas que no
tenía, siendo clarísimo el dictamen apostólico, que no sólo
desbarató las componendas de Ananías y Safira, a quienes
no se les concedió la más mínima oportunidad de
penitencia o de satisfacción para corregirse, sino que al
instante, la misma condena de muerte vengadora aceleró el
castigo? Y ellos no pretendieron acaparar lo ajeno, sino
conservar incoherentemente lo que les pertenecía. De
donde está claro qué lejos se aparta el ánimo de los
apóstoles en lo referente a recibir riquezas los que se
disponen a servir a Dios bajo su misma norma de vida:
Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios; y
por el contrario, inauguraba el tipo de hombre
característico de la parte izquierda con una sentencia: ¡Ay
de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo!
Podríamos pensar quizá que el Apóstol se hubiere
equivocado y mentido cuando nos decía en plan de
amonestación: Hermanos, no os engañéis, y continuó
diciendo, ni los codiciosos, ni los borrachos, ni los
difamadores, ni los estafadores tendrán parte en el reino
de Dios. Y también: Habéis de saber que ningún lujurioso
o impuro o codicioso, que es como ser idólatra,
participará en la heredad del Reino de Cristo y de Dios.
Si el Apóstol llama claramente idolatría a la codicia y a la
rapacidad ¿cómo ha de pensarse que se han equivocado
aquellos que han comprado con contrato codicioso,
aunque con anuencia real, robando bajo cuerda o
redactando falsas escrituras con sus firmas
correspondientes?
Y no deja de sorprender la temeridad de los necios, o
quizá más la miseria lamentable de los ciegos, quienes sin
temor alguno de la soberana amenaza, todo aquello que los
apóstoles y profetas escribieron por inspiración del
Espíritu Santo, tratan de eliminar y no darle importancia
alguna. Sin embargo, ellos mismo y otros que como ellos
escribieron sobre el instinto de la codicia y de la lujuria,
temen que como precaución santa y excelente se erradique
y se corrija, y, si no me equivoco, se traduzca en
costumbre de los paganos, quienes despreciando el culto
de Dios, forjaron e hicieron útil para sí en su corazón las
deidades que veneran, temen, adoran e imploran, y se
hacen merecedores de aquella invectiva del Señor contra
los fariseos que proponían sus complicadas normas, y que
les rebatió espetándoles: ¿Por qué transgredís el
mandamiento de Dios por vuestra tradición?. Y aunque
estos individuos enviaron cartas con la intención de
respaldar sus concupiscencias, y ratificadas para colmo
con las firmas de personajes notables, te ruego que tú,
nunca olvides la sanción del Señor, que se expresa así:
Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será
arrancada de raíz.
En verdad, quisiera saber de ti, santísimo prelado - ya
que el Señor declara y dice: ancha es la entrada y
espacioso el camino que lleva a la perdición; y son
muchos los que entran por ella; pero estrecha es la
entrada y angosto el camino que lleva a la vida; y pocos
son los que lo encuentran -, por qué tienes apoyas la vida
o la salvación eterna de aquellos que durante todo el
tiempo de su existencia han pretendido entrar por la puerta
amplia y espaciosa, cuando ni siquiera procuraron
oponerse a las cosas más triviales que les procuraban
satisfacción personal o aguantar lo más mínimo a causa de
la suprema recompensa. Podíamos aludir incluso a sus
limosnas, que parecían dar a los pobres como uno más de
sus placeres diarios, creyendo que con ellas se redimirían
de sus perversidades. Sabemos que las manos dadivosas
junto con la conciencia que ofrecen el don a Dios, deben
estar limpias y libres de pecado, mediante la participación
en los misterios del santo sacrificio, de los que ellos se han
venido mostrando indignos en sus vidas; y ahora confían
que, una vez fallecidos, serán redimidos por el don a sus
agraciados. Pero, ¿acaso les parece inapreciable su pecado
de concupiscencia? A ella voy a aludir con cierto
detenimiento. La concupiscencia excluyó de la herencia de
los santos a Balaán, hombre intensamente dotado con el
espíritu de profecía; contaminó y perdió a Acán por
incurrir en el anatema, a Saúl lo despojó de la corona del
reino, a Giezi le quitó los privilegios de la profecía y le
manchó con la peste de la lepra perpetua con su estirpe,
apartó a Judas Iscariote de la gloria del apostolado, a
Ananías y Safira, de quienes ya hemos hecho alusión con
motivo de la asamblea de los monjes, los castigó con la
muerte por indignos, y, si nos remontamos a los
comienzos de todo, la concupiscencia arrojó del cielo a los
ángeles, y expulsó a los primeros padres del paraíso de la
perpetua felicidad. Y si te interesa saberlo, aquí se
encuentra aquel perro con tres cabezas de los Avernos, al
que las fábulas pusieron el nombre de Cerbero, de cuyos
dientes rabiosos nos precave el apóstol Juan diciendo:
Queridos, no améis al mundo ni lo que hay en el mundo.
Si alguien ama al mundo, el amor del padre no está en él.
Porque todo cuanto hay en el mundo es, la concupiscencia
de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de
la vida, que no vienen del Padre, sino del mundo. Estas
cosas se han expresado brevemente contra el virus de la
ambición. Por lo demás, si quisiéramos referirnos de la
misma manera a la embriaguez, las comilonas, la lujuria y
otros contagios de idéntico cariz, esta carta se alargaría
con desmesura.
Que la gracia del soberano Pastor te mantenga entero
para tu saludable apacentamiento de las ovejas, amadísimo
prelado en Cristo. Amén.
CICERÓN
SOBRE LOS DEBERES
Generosidad
I. XV. 48. Hay dos modos de generosidad: el uno hace
los favores; el otro corresponde. Hacer o no hacer el favor
depende de nosotros; el no corresponder no es propio del
hombre de bien, con tal que pueda hacerlo sin faltar a la
justicia.
49. Hay que hacer también distinción de los favores
recibidos y no hay duda que cuanto son mayores, merecen
más recompensa. En ello, sin embargo, hay que sopesar
ante todo el sentimiento, la inclinación y el afecto con que
cada cual ha procedido. Porque muchos hacen abundantes
favores con cierta ligereza y sin discernimiento o incitados
habitualmente por una inmensa propensión a hacer el bien
a todos, o impelidos como por una ventolera repentina del
alma. Estos beneficios no han de tenerse en el mismo
aprecio que los que se han hecho con todo juicio, con
consideración y con perseverancia. Pero, tanto en conferir
como en agradecer los beneficios, en igualdad de
circunstancias el deber exige sobre todo auxiliar
especialmente a quien más ayuda necesite. En lo cual la
mayoría de los hombres proceden al revés, rinden sus
servicios preferentemente a aquellos de quienes más
esperan, aunque no tengan necesidad de ellos.
XVI.50. La sociedad y la unión de los hombres se
guardará perfectamente, si aplicamos nuestra generosidad
a las personas a quienes tratamos con mayor intimidad.
Pero conviene volver más profundamente sobre los
principios naturales de la sociedad humana. El primer
principio que concierne a todo el género humano, es la
razón y la facultad de hablar, los cuales, enseñando,
aprendiendo, comunicando, discutiendo, juzgando,
hermanan entre sí a los hombres y los une en una sociedad
natural. Y no hay cosa que nos separe tanto de la
naturaleza de los animales, en los que decimos que existe
muchas veces la fortaleza, como en los caballos, en los
leones; pero jamás decimos que haya en ellos justicia,
equidad y bondad porque están privados de la razón y del
habla.
51. Y esta sociedad de los hombres entre sí, todos
unidos, tiene una extensión amplísima. En ella deben ser
comunes todos los bienes que produjo la naturaleza para
uso común de los hombres, de forma que las cosas que se
atribuyen a los particulares por las leyes o por el derecho
civil, las disfruten éstos tal y como lo ordenan las leyes, y
sobre lo demás rija la orientación que marca el proverbio
griego que entre los amigos todo es común. Comunes a
todos los hombres son los bienes que pueden reducirse a
los que concreta Ennio en un ejemplo y puede aplicarse a
muchos: El hombre que finamente enseña el camino a
quien va errado hace como si le encendiera una luz de su
propia luz. No deja por ello de iluminarle igualmente por
haberle encendido su luz otro. Con un solo ejemplo nos
enseña que cuanto podamos comunicar sin detrimento
propio debemos darlo, aunque sea a un desconocido.
52. Las cosas comunes son de este orden: no impedir a
nadie que se aproveche del agua corriente; dejar que
enciendan fuego de nuestro hogar si lo desean; dar buen
consejo a quien lo necesite. Son cosas útiles para quien las
recibe, y no cuestan nada a quien las otorga. Hay que
poner en práctica estos preceptos y aportar siempre algo al
bien común. Pero dado que las facultades de los
particulares son limitadas y el número de los necesitados
es infinito, esta liberalidad, que se extiende a todos, debe
restringirse dentro del límite indicado por Ennio con las
palabras: no deja por ello de iluminarle igualmente, de
forma que quede la posibilidad de ser generosos con los
nuestros.
XVII.53. Hay muchos grados en la sociedad humana.
Bajando de aquella infinita y universal, la más inmediata
es la de una misma gente, una misma nación, una misma
lengua, por la cual sobre todo se sienten unidos los
hombres. Todavía es más íntima la de una misma ciudad,
porque hay muchas cosas que las ciudades usan en común:
el foro, los templos, los pórticos, las calles, las leyes, el
derecho, los tribunales, los sufragios, las relaciones
familiares, las amistades, muchos negocios y contratos
particulares. Más estrecho todavía es el vínculo que
forman los miembros de una misma familia: ella reduce a
un círculo limitado y pequeño la sociedad inmensa del
género humano.
54. Como la naturaleza ha dado a todos los animales el
deseo de la reproducción, el fundamento de la sociedad
radica en el matrimonio; siguen los hijos, después una casa
común, en que todo es de todos. Éste es el núcleo de la
ciudad y como el semillero de la República. Sigue la unión
entre hermanos, primos segundos, y, cuando ya no pueden
albergarse en una sola casa, salen a fundar nuevas casas, a
manera de colonias. Vienen después los matrimonios y las
afinidades, de donde surgen nuevos parientes. Esta
propagación de la nueva prole es el origen de los Estados.
Ahora bien, la comunidad de sangre une a los hombres
con el afecto y el amor recíproco.
55. Es una cosa grande el tener los mismos recuerdos
familiares, participar de los mismos ritos sagrados y tener
comunes los sepulcros. Pero no hay sociedad más noble
que la que constituyen los hombres buenos, semejantes en
las costumbres y unidos en amistad íntima. En efecto, esa
honestidad de la que tantas veces hablamos, aunque la
veamos en otro, nos mueve hacia la amistad de aquel en
quien nos parece encontrarla.
56. Y aunque todas las virtudes nos atraen y hacen que
amemos a las personas que nos parecen ser virtuosas, de
una forma singular amamos a las que se destacan por la
justicia y la liberalidad. No hay cosa más amable ni que
una más fuertemente que la semejanza de costumbres en
los hombres de bien, porque cuando hay identidad de
inclinaciones, la hay también de voluntades, de donde
resulta que cada uno de ellos ama al otro como a sí mismo,
y sucede lo que Pitágoras exige en la amistad: que de
varias almas se forme una sola. Grande es también la
unión que resulta del intercambio de favores, que mientras
son mutuos y agradables intiman con sólidos vínculos a
aquellos entre quienes se dan.
Sobrevaloración en el poder
XIX. 64.Da pena ver que de la elevación y grandeza de
alma nace con facilidad la obstinación y el ansia de
primacía. Pues, como se le en Platón que “los
lacedemonios por su naturaleza aparecen todos inflamados
en el ansia de vencer”, así cuanto más sobresale cada cual
por la grandeza de alma, tanto más pretende ser el primero
de todos o, mejor, el único. Pero a quien se empeña en
sobresalir le será difícil observar la equidad, condición
principal de la justicia. De donde resulta que no se atienen
a razones, ni quieren someterse a ningún poder público y
legítimo, y se hacen de ordinario corruptores y facciosos a
fin de conseguir todo el poder posible y obtener la
primacía por la fuerza antes de ser iguales a los demás por
la justicia. Pero cuanto más difícil es, resulta más
hermoso, y no hay momento en nuestra vida que no deba
estar presidido por la justicia.
Por eso no hemos de tener como hombres fuertes y
magnánimos a los que infieren la injuria, sino a los que la
rechazan. La grandeza de alma verdadera y sabia juzga por
la honestidad, que es propia especialmente de la humana
naturaleza, está puesta en los hechos no en la fama, y
prefiere no parecer la primera, sino serlo. Porque quien
está pendiente de los caprichos de la multitud ignorante no
puede ser contado entre los grandes hombres. Cuanto más
elevado es el ánimo de uno, con tanta mayor facilidad se
ve impulsado por el afán de la gloria a cometer injusticias;
tema ciertamente delicado, porque apenas se encuentra
quien, habiendo asumido trabajos y afrontado peligros, no
desee la gloria como recompensa de sus gestas.
XX.66. El alma verdaderamente fuerte y grande se
reconoce por dos cualidades. La primera reside en el
desprecio de las cosas externas, cuando se tiene la
convicción de que no es conveniente que el hombre
admire, desee, ni vaya detrás de nada que no sea honesto y
decoroso, ni ceda ante ningún hombre, ni ante las
pasiones, ni ante la fortuna. La segunda consiste en que,
cuando te encuentres en la disposición de espíritu que he
dicho antes, emprendas obras que sean ciertamente
grandes y útiles, pero también difíciles y llenas de trabajos
y de peligros tanto para la vida como para muchas cosas
que a ella se refieren.
67. De estos dos requisitos de la fortaleza, la nobleza y
la dignidad, diré más, toda la utilidad se encuentra en la
segunda; pero en la primera tenemos la fuente y el
estímulo de la verdadera grandeza, porque aquí radica lo
que hace excelentes a los hombres y menospreciadores de
las cosas externas. Y esta fuerza moral se reconoce por dos
señales: el tener por bueno únicamente lo que es honesto,
y el verse libre de todo tipo de pasiones. Porque, en efecto,
tener en poco las cosas, que a la mayoría les parecen
singulares y admirables, y desdeñarlas con firmeza
inflexible es propio de un alma fuerte y grande, y soportar
las cosas que se presentan acerbas y que son tan frecuentes
en la vida y en la fortuna de los hombres, sin apartarse un
ápice de la condición de la naturaleza humana, o de la
dignidad del sabio, es prueba de un alma humana y de una
gran firmeza.
Serenidad y ocio
XX.69. Es preciso que el ánimo esté libre de toda
perturbación, tanto de la ambición y del temor, como de la
tristeza y de la alegría inmoderada y de la cólera, para
gozar de la serena tranquilidad, que trae consigo la
constancia y el sentimiento de nuestra dignidad.
Pero hay y hubo muchos que, buscando esta tranquilidad
que digo, se alejaron de los cargos públicos, entregándose
a sus propios asuntos, entre ellos los filósofos más
famosos, príncipes de la filosofía, y algunos hombres
austeros y nobles que no pudieron soportar los caprichos
ni del pueblo ni de quienes lo gobiernan, y muchos de
ellos vivieron en los campos satisfechos en atender la
administración de su hacienda.
70. Éstos se propusieron vivir como reyes, es decir, que
no les faltara nada, sin tener que obedecer a nadie,
gozando de la libertad, la cual consiste en vivir como se
quiere.
XXI. Siendo esto común a las personas ávidas de poder
absoluto y a los que, según he dicho, quieren llevar una
vida tranquila, los unos piensan que pueden lograrlo
acumulando grandes riquezas, los otros, si se contentan
con su haber aunque sea escaso. Ni unos ni otros son, a
decir verdad, censurables, aunque la vida de estos últimos
es más fácil y segura; pero más provechosa para el género
humano, más apta para dar esplendor y dignidad es la de
quienes se entregan a la administración de los negocios
públicos y a la culminación de grandes empresas.
71. Por lo cual no deben censurarse quizás porque no
pongan empeño en conseguir el gobierno y la
administración del Estado aquellos que, dotados de un
gran talento, se consagraron al estudio, o quienes,
impedidos por una salud precaria o por otras causas más
lamentables, se apartan de los negocios públicos y dejan a
otros el poder y la gloria de administrarlos. Pero los que
no tienen ninguno de estos fuertes motivos, si dicen que
desprecian los mandos militares y las magistraturas, que
los demás admiran, no sólo no merecen alabanza, sino que
a mi juicio, deben ser vituperados. Y no habría dificultad
en elogiar su propósito cuando dicen que desprecian la
gloria y la consideran como nada; pero no merecen
aprobación cuando manifiestan que temen los trabajos, las
molestias, la ignominia y la infamia que traen consigo los
encontronazos y las repulsas. Pues hay algunos que no dan
pruebas de la misma virtud en las circunstancias opuestas
de la vida, desprecian con toda energía el placer y se
rinden muellemente al dolor, desdeñan la gloria y no
pueden soportar una afrenta; no son constantes ni siquiera
en la inconstancia.
72. Pero aquellos a quienes la naturaleza concedió
aptitudes y medios para gobernar, dejando todo titubeo,
deben tratar de obtener las magistraturas y el gobierno del
Estado, de otra forma no podría regirse la República, ni
manifestarse la grandeza de ánimo. Con todo, a estos
hombres de Estado les son tan necesarios, y posiblemente
más que a los filósofos, la fortaleza y el desprecio de los
bienes exteriores, de que estoy hablando con frecuencia,
así como la tranquilidad de espíritu, y un ánimo sereno y
no agitado de preocupaciones, puesto que no han de estar
ansiosos por el futuro y deben vivir con gravedad y
firmeza.
73. Esta igualdad de ánimo resulta más fácil de
conseguir a los filósofos, cuya vida presenta menos partes
vulnerables a la fortuna, porque necesitan menos cosas y
porque, si se lanza sobre ellos la adversidad, su caída no es
tan desoladora. Hay, pues, sus motivos para que sean más
vivas las agitaciones del espíritu y mayores las ansias de
conseguir sus propósitos en los hombres de Estado que los
que viven en su retiro, por lo cual necesitan más que éstos
la grandeza del alma y tener libre el ánimo de todo tipo de
ansiedades. Quien se entregue a la administración de los
cargos públicos procure no considerar sólo la honra que
ello supone, sino también si tiene capacidad de llevar a
cabo esa empresa en la cual hay que considerar también
que no desespere sin justa razón por la flaqueza de ánimo,
ni confíe demasiado por el ardor del deseo. Para todas las
cosas antes de que puedan emprenderse hay que
prepararse con toda diligencia.
XXII. 74. La mayoría de las personas piensan que las
actividades de la guerra son superiores a las obras de la
paz, pero este criterio requiere matización. Algunos
buscaron muchas veces las guerras por ambición de la
gloria, y esto sucede generalmente a los hombres de ánimo
valeroso, máxime si están adiestrados en la estrategia y
son apasionados por la guerra. Pero, si buscamos la verdad
sincera hemos de confesar que se han realizado muchas
acciones civiles mayores y más gloriosas que las de los
campos de batalla.
El decoro
XXVII.93. Nos falta por tratar la última parte de lo
referente a la honestidad, en la que se observa el
comedimiento, el ornato de la vida, la templanza y la
moderación, así como la calma de todas las perturbaciones
del ánimo y la justa medida en todas las cosas. En esta
parte de lo honesto se contiene lo que en latín puede
decirse decorum, que en griego se dice prépon.
94. El concepto de esta palabra es tal que no puede
separarse de lo honesto, porque lo que es decente es
honesto, y lo que es honesto es decente. Sobre la
distinción entre lo “honesto” y “decoroso” es más fácil
hacerse una idea que dar una explicación exacta. Porque
todo lo decoroso aparece así cuando le ha precedido la
honestidad. Así pues, no sólo aparece lo decoroso en esta
sección de la honestidad de la que vamos a hablar ahora,
sino también en las tres anteriores. Porque hay que pensar
y hablar con prudencia, y hacer lo que se hace con
consideración, y ver en todas las cosas qué hay de verdad
y atenerse a ello; por el contrario, el equivocarse y
permanecer en el error, fallar y dejarse engañar es tan poco
decoroso como el delirar o haber perdido la cabeza. Todas
las cosas que se hacen con justicia son decorosas, y las que
se hacen con injusticia, como las cosas torpes son
indecorosas. Lo mismo hay que decir de la fortaleza. Una
acción viril y magnánima parece digna de un varón y es
decorosa, lo contrario sería torpe, indecoroso.
95. Por lo cual lo que llamo decoro pertenece a lo
honesto en todas sus manifestaciones, y de tal forma que
no es preciso seguir vías abstrusas para comprenderlo,
sino que aparece a la vista de todos. Hay algo decoroso, y
se ve en todas las virtudes, que puede separarse de la
virtud más por el pensamiento que en la realidad. Como la
gracia y la hermosura del cuerpo no pueden separarse de la
salud, así este decoro del que hablamos está inmerso en la
virtud, distinguiéndose de ella únicamente por la
abstracción mental.
El decoro es de dos clases: uno general, que se encuentra
en todas las virtudes, y otro especial, subordinado a éste,
que aparece en cada una de las virtudes. El primero suele
definirse así: decoro es todo lo que se halla conforme con
la excelencia del hombre precisamente en aquello que su
naturaleza lo distingue de los animales. El decoro especial
es – según lo definen – lo que es tan conforme con la
naturaleza que en él aparece la moderación y la templanza
unidas a los modales de una educación perfecta.
XXVIII.97-98. Y que esta noción del decoro debe
entenderse así podemos probarlo por el concepto que
tienen de él los poetas …que en la gran variedad de
personajes que manejan, verán qué es lo conveniente para
cada uno, incluso los perversos, pero la naturaleza nos ha
dotado a nosotros de coherencia, de moderación, de
templanza, de modestia, y, como esta misma naturaleza
nos enseña a no descuidar nuestro comportamiento con los
otros hombres, se presenta bien a las claras la gran
extensión del ámbito del decoro, que concierne a todas las
manifestaciones de la honestidad, y el del que se encuentra
en cada género de la virtud en particular. Pues, como la
hermosura del cuerpo por la armónica disposición de los
miembros atrae nuestros ojos y deleita precisamente por la
graciosa coherencia de las partes entre sí, así este decoro
que brilla en la vida mueve a la aprobación de las personas
con quienes se vive por el orden, la coherencia y la
templanza en todas las palabras y en todos los actos.
99. En la comunicación con los hombres es necesario,
por consiguiente, usar cierto respeto no sólo para con los
mejores, sino para con todos. Porque no preocuparse de lo
que los demás piensan de nosotros no sólo es indicio de
arrogancia, sino también de despreocupación. Hay
diferencia entre la justicia y la consideración. Deber de la
justicia es no hacer daño a los hombres; de la
consideración, no causarles molestias. En esto se
manifiesta especialmente la naturaleza del decoro. Pienso
que con estas explicaciones se ha entendido lo que
llamamos decoro.
100. Pero el deber que procede del decoro nos lleva ante
todo a vivir en armonía con la naturaleza y a la
observación de sus leyes. Si tomamos esta naturaleza por
guía, nunca nos alejaremos del recto camino y
conseguiremos la natural perspicacia y agudeza de la
mente, una conducta conforme a la convivencia civil, y
fuerza y vigor de carácter. Pero la mayor fuerza del decoro
reside en esta parte de la que estamos hablando. Y no
solamente hay que aprobar los movimientos del cuerpo,
que se realizan conforme a la naturaleza, sino mucho más
los sentimientos del alma, cuando están igualmente
acomodados a la naturaleza.
XXXI.110. Debe cada uno conservar escrupulosamente
sus cualidades personales, no defectuosas, para guardar el
decoro que buscamos. Hay que proceder de forma que en
nada nos opongamos a la naturaleza humana y, quedando
ésta a salvo, obrar en conformidad con nuestro carácter
peculiar, de suerte que, aunque haya otros más dignos y
mejores, midamos nuestras inclinaciones con la norma de
nuestra condición, y no conviene resistir a la naturaleza ni
perseguir lo que no se puede lograr. De donde aparece de
una forma clara la esencia del decoro porque, como suele
decirse nada es decoroso contra el querer de Minerva, esto
es, con la oposición y la resistencia de la naturaleza
propia.
En conclusión, si en algo se distingue el decoro es en la
uniformidad de toda la vida, y de cada uno de los actos,
que no puede conservarse si, imitando la naturaleza de
otros, se deja la propia. Así como debemos usar la lengua
que nos es familiar, no sea que, como sucede a algunos
que mezclando palabras griegas hacen el ridículo
miserablemente, así también en las propias acciones y en
toda nuestra vida hemos de evitar toda discrepancia.
La virtud
II. V.17. Aseguro que la virtud debe tener por cometido
propio el conciliar los ánimos de los hombres e inducirlos
a cooperar en las propias ventajas. Por tanto, de la misma
forma que proceden de las artes manuales las ventajas que
se reciben de las cosas inanimadas y del uso que se hace
de las bestias y del modo de tratarlas, así es oficio de los
hombres superiores por la virtud y la prudencia excitar en
nuestros semejantes sus naturales inclinaciones prontas y
dispuestas a acrecentar la felicidad común.
18. La virtud en general se ejercita casi toda ella en estas
tres formas de actividad: una, descubriendo lo que hay de
verdad y de sinceridad en cada cosa, qué es lo que le
conviene, qué efectos produce y de qué causa procede; la
otra consiste en contener las turbaciones del alma, que los
griegos llaman pathé, y reducir a la obediencia de la razón
los apetitos que ellos llaman hormás; y la tercera, tratar
con moderación y cortesía a aquellos con quienes nos
reunimos socialmente, para que con su cooperación
podamos tener en grande y bastante abundancia lo que
desea la naturaleza, y apartar con su cooperación los
ataques que pueden hacernos, y tomar venganza de
quienes hayan intentado perjudicarnos, e infligirles el
castigo que nos consiente la discreción y la humildad.
El ocio y la soledad
III. I.1. De Publio Escipión, Marco, hijo mío, el primero
que fue llamado Africano escribió Catón, varón casi de la
misma edad, que solía decir que nunca estaba menos
ocioso que cuando estaba ocioso, ni menos solo que
cuando estaba solo. ¡Magnífica expresión en verdad, y
digna de un hombre sabio y grande! Declara que, en el
tiempo en que estaba alejado de los negocios públicos,
pensaba en ellos, y que en la soledad solía hablar consigo
mismo, de forma que nunca dejaba de hacer algo, y que no
sentía necesidad algunas veces de compañía para hablar.
Así, las dos cosas que producen languidez en los otros, el
ocio y la soledad, a él lo estimulaban. Desearía yo poder
decir esto mismo con toda verdad; pero, si no puedo
reproducir en mí tanta grandeza de ingenio, la voluntad
ciertamente no me falta. Alejado como estoy de la vida
pública y de la actividad forense, por la violencia y por las
armas de hombres impíos, me veo obligado a un ocio
continuo, y a dejar la ciudad, pasando de una villa a otra, y
por ello muchas veces me encuentro enteramente solo.
2. Pero ni mi ocio ni mi soledad puede compararse con
la del Africano. Él se tomaba alguna vez un poco de ocio
para descansar de los altos cargos que desempeñaba en el
Estado, y huyendo de las apretadas muchedumbres
humanas buscaba el refugio de la soledad como de un
puerto; mi ocio, en cambio, está motivado por la carencia
de ocupaciones, no por el deseo de descansar. Ya que
apagado el esplendor del Senado, quitada la autoridad a
los juicios, ¿qué puedo hacer, en la curia o en el foro, que
sea digno de mí?
3. Yo, que en un tiempo viví rodeado y obsequiado por
tanta gente y ante los ojos de mis conciudadanos, ahora,
evitando la vista de los criminales que abundan por todas
partes, busco el retiro y me oculto lo más que puedo, y
muchas veces estoy solo. Pero como aprendí de los
filósofos no sólo a elegir el menor entre los males, sino a
sacar lo bueno que en ellos puede contenerse, por eso
aprovecho este reposo que no es aquel precisamente al que
tenía derecho quien en su tiempo había dado la paz a los
ciudadanos; y no me dejo abatir de la soledad, que me
imponen las circunstancias, no la voluntad.
4. Aunque me parece que el Africano tenía más mérito,
no existe ningún recuerdo suyo, ninguna obra escrita en su
descanso, ningún fruto de aquella soledad. Y ello es
prueba de que él, por la actividad que daba a su espíritu y
por la investigación de aquéllos temas que ocuparon su
mente, no estuvo nunca ocioso ni solo. Yo, por mi parte,
que no tengo tanta fuerza de ingenio, que por obra de la
meditación silenciosa pueda liberarme del enojo de la
soledad, aplico toda mi preocupación y todo mi esfuerzo a
esta ocupación de escribir. Así, pues, en un corto espacio
de tiempo, después del hundimiento de la República he
escrito más obras que cuando ella estaba en pie.
II.5. Toda mi filosofía, hijo mío, es rica y fructuosa, y
ninguna de sus partes queda inculta o estéril, pero en ellas
no hay lugar más fértil y ubérrimo que el de los deberes de
donde se toman las normas de una vida coherente y
honrosa. Por lo cual, aunque confío en que oyes y recibes
todo esto asiduamente de nuestro querido Cratipo, el más
grande de los filósofos de nuestro tiempo, sin embargo
creo que es sumamente ventajoso que estas voces resuenen
desde todas las partes en tus oídos, y que, si es posible, no
oigan otra cosa.
El sumo bien
III. III.13. Porque el sumo bien, según los estoicos, que
no es otra cosa que el vivir conforme a la naturaleza,
significa esto: estar siempre de acuerdo con la virtud, y las
demás cosas que son conformes a la naturaleza escogerlas
en cuanto no se oponen a la virtud. Siendo esto así,
piensan algunos que esta comparación no debió
proponerse ni debió haberse presentado enseñanza alguna
sobre este punto. Mas lo que propia y verdaderamente se
llama honesto se encuentra solamente en los sabios y no
puede separarse en forma alguna de la virtud; pero, en
quienes no reside la sabiduría perfecta, tampoco puede
residir en absoluto aquel tipo de honestidad absoluta, pero
sí ciertas semejanzas de la honestidad.
Estos deberes de los que hablo en estos tres libros, los
estoicos los llaman “medios”, son comunes a todos y de
aplicación muy extensa. Muchos consiguen observarlos
por la bondad de su carácter y con el progreso en el
estudio, pero el deber que ellos llaman “recto” es perfecto
y absoluto como ellos dicen, encierra todos los requisitos,
y nadie más que el sabio puede alcanzarlo.
Pero, cuando se realiza algo en que es posible que se
manifiesten los oficios medios, esto parece plenamente
perfecto, porque el vulgo casi no entiende comúnmente en
qué grado se aparta de la perfección, pero, en la medida en
que lo entiende, piensa que no falta nada. Es lo que suele
acontecer en los poemas, en las pinturas y en otras muchas
cosas, que los imperitos se deleitan y alaban lo que no es
laudable en sí, porque existe en ello alguna belleza que
impresiona a los ignorantes, que en verdad no saben
percibir los defectos que hay en cada cosa; y así, cuando
las personas doctas les hacen ver las deficiencias, cambian
fácilmente de parecer.
VI.24. La elevación y la grandeza del alma, e igualmente
la cortesía, la justicia, la liberalidad, son mucho más
conformes a la naturaleza que el placer, que la vida, que
las riquezas, y es propio de un alma grande y elevada
despreciar todo esto y tenerlo por nada en comparación
con el bien común. Y, en cambio, quitar a otro buscando la
utilidad propia es más contrario a la naturaleza que la
muerte, que el dolor y todas las demás cosas semejantes.
25. También es más conforme a la naturaleza echar
sobre sí los mayores trabajos y molestias por la
conservación y la ayuda, si es posible, de toda clase de
personas, imitando a aquel famoso Hércules, a quien la
opinión de los hombres en reconocimiento de sus
beneficios colocó en el número de los dioses, que vivir en
la soledad no sólo sin ningún tipo de molestias, sino
incluso nadando en todos los placeres, rodeado de todas
las riquezas, sobresaliendo incluso por la hermosura y el
vigor físico. Por lo cual todos los que están dotados de un
ingenio excelso y brillante preferirían con mucho aquella
vida a ésta. De donde se deduce que el hombre que
obedece a la naturaleza no puede perjudicar a otro hombre.
26. En segundo lugar, quien viola a otro para
beneficiarse de algo, o lo hace porque no piensa que está
obrando contra la naturaleza, o estima que hay que huir
antes de la muerte, de la pobreza, del dolor, de la pérdida
también de los hijos, de los parientes, de los amigos, que
de hacer injuria a otro. Si piensa que no hace nada contra
la naturaleza violando el derecho de los hombres, ¿qué
vamos a discutir con uno que priva al hombre de toda su
parte humana? Si cree que esto debería evitarse, pero tiene
como cosa peor la muerte, la pobreza, el dolo, incurre en
el grave error de pensar que algún daño del cuerpo o de la
fortuna es mayor que los defectos del alma.
VI. 27. Luego todos deben proponerse una sola cosa:
que el bien particular de cada uno debe ser el mismo que
el de todos. Si cada uno trata de llevárselo para sí, quedará
destruida la sociedad humana. Y si la naturaleza prescribe
también que el hombre mire por el hombre, cualquiera que
sea su condición, por ser precisamente hombre, es
necesario, según la misma naturaleza, que sea común la
utilidad de todos. Y, siendo esto así, todos estamos
contenidos por la misma y única ley natural, y en este caso
ciertamente se nos prohíbe por le lay natural causar daño a
otro.
SOBRE LA AMISTAD
La amistad y la muerte
IV. 14. Si es verdad que cuanto mejor ha sido uno en
vida tanto más fácilmente emprende el vuelo su alma en la
muerte, que es una liberación de la prisión y de las
ataduras del cuerpo, ¿quién puede haberse elevado hasta
los dioses con más facilidad que Escipión? Por eso creo
que entristecerse por haberlo perdido más propio sería de
un envidioso que de un amigo. Si, por el contrario, la
verdad es que las almas mueren con los cuerpos y que toda
facultad de sentir desaparece, la muerte no es, ciertamente,
un bien, pero tampoco un mal. Pues una vez perdida la
facultad de sentir, el hombre queda en la misma situación
del que no ha nacido, a pesar de lo cual, el nacimiento de
Escipión es motivo de gozo para nosotros y, mientras
Roma exista, será para ella causa de alegría.
15. Por lo tanto, como dije arriba, el destino de Escipión
ha sido excelente; peor ha sido el mío, pues más justo
fuera que hubiera salido yo primero de la vida, ya que
entré primero en ella. Con todo, el recuerdo de nuestra
amistad me procura tanto gozo que creo haber sido
dichoso por haber vivido con Escipión, con el cual
compartí los cuidados públicos y privados, la vida en
Roma y las fatigas militares; y, lo que es la quintaesencia
de la amistad, hubo entre nosotros la más perfecta
conformidad de deseos, de gustos y de pareceres. Así,
pues, no me deleita tanto esa reputación de sabio que
Fanio acaba de mencionar, sobre todo si es falsa, como la
esperanza que tengo de que el recuerdo de nuestra amistad
perdurará siempre; y esto me ilusiona tanto más cuanto
que desde que el mundo es mundo apenas se celebran más
que tres o cuatro parejas de amigos, entre los cuales creo
poder esperar que la amistad de Escipión y Lelio será
conocida por la posteridad.
Origen de la amistad
VIII.27. Creo yo que la amistad procede de la naturaleza
más que de la necesidad; más de un impulso del alma,
dotada de cierto sentido del amor, que del cálculo de las
ventajas que pudiera traer consigo. Y la índole de este
sentimiento puede observarse incluso en algunos animales:
pues de tal manera aman a sus hijos durante cierto tiempo
y son amados por ellos, que su ternura queda bien patente.
Lo cual se manifiesta en el hombre de un modo mucho
más claro, en primer lugar, por aquel amor que hay entre
padres e hijos, el cual no puede romperse sino por un
crimen abominable. Asimismo, cuando se produce un
mutuo sentimiento de amor, al encontrarnos con alguno
que por sus costumbres y carácter congenie con nosotros,
porque nos parece ver en él como un resplandor de
honradez y virtud.
28. Pues nada hay más amable que la virtud; nada que
fomente más el amor hasta el punto de que, movidos por
su virtud y su honradez, amamos, en cierto modo, incluso
a aquellos que nunca hemos visto. ¿Quién se acordará sin
ningún amor ni benevolencia de C. Fabricio o de M.
Curto, a quienes nunca vieron?...
IX.29. Si tan grande es la fuerza de la bondad, que la
amamos aun en aquellos a quienes nunca vimos y, lo que
es más, incluso en nuestros enemigos: ¡qué extraño es que
se conmuevan los hombres al ver resplandecer la virtud y
la bondad de aquellos con quienes pueden tratar
familiarmente! Verdad es que se confirma el amor
recibiendo beneficios, experimentando afecto y
disfrutando del trato; cuando todo esto se añade a aquel
primer movimiento del ánimo, enciéndese en nosotros una
admirable hoguera de ternura. Si hay quienes piensan que
ésta nace de la debilidad, para tener quien proporcione lo
que cada uno necesita, en verdad que atribuyen a la
amistad un nacimiento bajo y, por decirlo así, bien poco
noble al afirmar que ha nacido de la necesidad y pobreza.
Si así fuera, cuanto menos capaz se considerase un
hombre, tanto más apto sería para la amistad; y sucede lo
contrario.
30. Pues cuanto mayor confianza tenga uno en sí y
cuanto mejor provisto esté de virtud y sabiduría, de
manera que de nadie necesite y crea que todos sus bienes
dependen de sí mismo, tanto más sobresale en buscar y
cultivar las amistades. ¿Pues qué? ¿Necesitaba de mí el
Africano? ¡No, por cierto! Ni yo tampoco de él. Nuestra
mutua amistad nació, en mí, de la admiración que me
inspiraba su virtud; en él, a su vez, probablemente de
cierta estima que tenía de mis costumbres; con el trato
aumentó nuestro mutuo aprecio. Pero, aunque se siguieron
muchas y grandes ventajas, las causas de nuestra amistad
no nacieron de la esperanza de conseguirlas.
31. Porque, así como hacemos beneficios y nos
mostramos generosos, no para exigir agradecimiento (pues
un bienhechor no es un usurero, sino que por naturaleza se
siente inclinado a la generosidad); así, a nuestro parecer,
debe buscarse la amistad, no por esperanza de
recompensa, sino porque todo su provecho está en el amor
mismo.
Fidelidad y trasparencia
XVIII.65. Y el cimiento de esta estabilidad y constancia
que buscamos en la amistad es la fidelidad. Sin ella no hay
estabilidad posible. Además, es necesario elegir un
hombre sincero, que simpatice con nosotros y comparta
nuestros gustos: condiciones todas indispensables para la
fidelidad. Porque no puede ser fiel quien por naturaleza es
solapado y retorcido; ni tampoco puede serlo, ni
perseverar en la amistad, quien no tiene aficiones comunes
con el amigo ni congenia con él. A esto ha de añadirse que
ni guste contar chismes, ni dé crédito a los que le cuenten:
cosas todas esenciales para esta constancia de que vengo
hablando. Así acredita su verdad lo que al principio dije,
que no puede haber amistad verdadera más que entre los
buenos. Porque sólo el hombre bueno, al cual también
podemos llamar sabio, es capaz de guardar en la amistad
estos dos preceptos: primero, que no haya en ella ficción
ni disimulo, pues dice mejor en un alma noble incluso el
odio manifiesto, que pensar una cosa y aparentar otra; en
segundo lugar, que no sólo cierre los oídos a todo el mal
que le cuenten de su amigo, sino, además, que él
personalmente no sea suspicaz ni ande siempre pensando
que el amigo le ha faltado en algo.
66. A esto debe sumarse cierta suavidad en las palabras
y en las costumbres, la cual otorga a la amistad un no
pequeño encanto. El carácter adusto y la severidad en todo
tienen, indudablemente, cierta dignidad; pero la amistad
debe ser más indulgente, más libre y más amena, y más
inclinada en todo momento al buen humor y a la
afabilidad.
XXI.76. Sucede también, que a veces,
desgraciadamente, nos vemos obligados a dejar las
amistades. Y con esto bajamos ya de las amistades de los
sabios a tratar de las vulgares. Con frecuencia los vicios de
los amigos manchan no sólo a sus amigos, sino también a
otros; sin embargo, el deshonor que acarrean recae sobre
los amigos. Semejantes amistades deben irse aflojando
poco a poco y, como decía Catón, más bien se deben
descoser que no rasgar; a no ser que se encienda alguna
injuria tan intolerable que no sea justo ni honroso, ni
posible, el no romper al instante.
79. Ahora bien, dignos de nuestra amistad son tan solo
quienes tienen en sí mismos algo que merezca ser amado.
Estos escasean mucho, como escasea todo lo bueno, y
nada más difícil que encontrar algo que, bajo todos los
aspectos, sea perfecto en su género. Pero la mayor parte no
conoce en el mundo cosa buena como no sea provechosa,
y, tratándose de elegir amigos, como si fuera ganado,
prefieren aquellos de los que esperan obtener mayor
rendimiento.
80. Y así carecen de aquella amistad nobilísima y
espontánea, digna de ser buscada en sí y por sí, y no
pueden contemplar en sí mismos de qué naturaleza es ni a
dónde llega esta fuerza de la amistad. Pues cada uno se
ama a sí mismo, no para exigirse algún premio del amor
que se tiene, sino porque naturalmente todo hombre se
ama a sí propio. Si la amistad no se basa en este mismo
principio, jamás se encontrará un amigo verdadero; pues
éste tiene que ser como otro yo.
El amargo correctivo de la verdad
XXIV.88. A pesar de darnos a entender la naturaleza con
tantas señales lo que quiere, lo que busca y lo que anhela,
cerramos, no sé por qué, nuestros oídos y no escuchamos
sus amonestaciones. Como quiera que la amistad tenga
muy diversas aplicaciones, se dan en ellas muchas causas
de sospechas y de ofensas, que un hombre sabio debe
evitar, o destruir, o soportar, según los casos. Sólo ha de
soportarse la ofensa que tiene por objeto conservar en la
amistad la verdad y la sinceridad: porque muchas veces es
preciso amonestar y aun reprender a los amigos, y esto se
ha de recibir amistosamente cuando se hace con buena
voluntad.
89. Mas, por desgracia, es verdad lo que dice mi amigo
Terencio en su Andria: La complacencia nos produce
amigos; la verdad, enemigos. La verdad es enojosa porque
de ella nace el odio, que es el veneno de la amistad; pero
mucho más enojosa es la complacencia, ya que, no dando
importancia a las faltas del amigo, deja que éste caiga en
el precipicio. Con todo, el más culpable es aquel que
desprecia la verdad y se deja arrastrar al mal por la
adulación. Así, pues, en esto se ha de poner todo cuidado y
diligencia: primero, para que la amonestación carezca de
aspereza; y después, para que la reprensión no lleve
consigo afrenta. Seamos complacientes en tratar a los
demás con cortesía; pero, lejos de nosotros la adulación,
alcahueta de los vicios, que es indigna, no sólo de un
amigo, sino también de cualquier hombre libre: pues no se
debe vivir con un amigo lo mismo que con un tirano.
La amistad y la virtud
XXVII.100. La virtud es la que concilia y conserva las
amistades. Porque en ella se basan la armonía, la
estabilidad y la constancia de los sentimientos. Cuando la
virtud se descubre y manifiesta su luz, si ve y reconoce el
mismo brillo en otro, se dirige hacia él y, al mismo tiempo,
recibe su luz en sí; lo cual enciende en ambas partes el
amor o la amistad: que de amor tomaron uno y otra el
nombre. Y amar no es otra cosa que querer al que se ama
sin interés y sin buscar ningún provecho, el cual, sin
embargo, nace de la amistad como una flor, por muy
desinteresado que uno sea.
101. Así amé yo en mi juventud a aquellos nobles
ancianos: L. Paulo, M. Catón, P. Nasica y Tiberio Graco,
suegro de mi amigo Escipión: amor que resplandece
todavía más entre iguales, como entre mí y Escipión, L.
Furio, P. Rupilio y E. Mumio. Los viejos, a su vez, nos
complacemos en el amor de los jóvenes, como en el
vuestro y en el de Q. Tuberón; de mí puedo decir que
incluso me deleita la amistad de P. Rutilio, aunque es tan
joven, y la de A. Virginio. Y puesto que la vida y la
naturaleza del hombre están dispuestas de manera que una
generación nace de otra, el término de nuestras
aspiraciones ha de ser el llegar, por decirlo así, a la meta
en compañía de nuestros iguales, que han comenzado la
carrera al mismo tiempo que nosotros.
102. Mas, como las cosas humanas son frágiles y
caducas, siempre tenemos que buscar algunos a quienes
amemos y por quienes seamos amados. Porque, sin amor y
sin cariño, la vida pierde todos sus encantos. Para mí,
Escipión, aunque me faltó tan de repente, vive y vivirá
siempre; pues lo que amé en aquel gran hombre fue su
virtud, que no ha muerto. Y no sigue brillando sólo para
mí, que siempre la tuve al alcance de las manos, sino que
también a los venideros iluminará con sus resplandores.
LAS PARADOJAS DE LOS ESTOICOS
El sabio es libre
V.I.33. Admitamos que es alabado este comandante en
jefe, o también que se le llama así o que se le considera
digno de este nombre: ¿comandante en jefe, de qué modo,
o en fin, a qué hombre libre comandará este que no puede
comandar a sus pasiones? Que refrene primero sus deseos,
que desprecie los placeres, que contenga su iracundia, que
reprima su avaricia, que repela las otras manchas de su
alma; que entonces empiece a comandar a otros cuando él
mismo deje de someterse a estos amos improbísimos: el
deshonor y la torpeza; ciertamente, mientras obedezca a
éstos, no deberá ser tenido en absoluto, no ya como
comandante, sino ni siquiera como hombre libre…
34. ¿Qué es la libertad? La potestad de vivir como
quieras. ¿Quién, pues, vive como quiere si no es el que
sigue lo recto, el que se goza con su deber, el que ha
considerado y previsto una norma de vida, el que ni
siquiera a la leyes se somete por miedo sino que las sigue
y respeta porque juzga que esto es lo más saludable; el que
nada dice, nada hace, nada piensa en fin, sino gustosa y
libremente, aquel cuyas decisiones todas y las cosas todas
que realiza parten de él mismo y a él mismo se regresan, y
no hay cosa alguna que ante él sea más poderosa que la
voluntad y el juicio de él mismo; aquel ante el cual aun la
Fortuna misma, que se dice que tiene la fuerza máxima,
cede ciertamente, sí, como dijo un sabio poeta, ella es
formada para cada uno por sus propias costumbres? Al
sabio sólo, pues, le acontece esto: que nada hace contra su
voluntad; nada doliéndose; nada forzado.
35. Aunque con más palabras debe disertarse que ello es
así, sin embargo, no sólo es breve sino que debe admitirse
esto: nadie es libre sino el que así está dispuesto. ¡Siervos,
pues, todos los ímprobos, siervos! Y esto es sorprendente
y admirable no tanto en la idea como en la expresión. No
dicen que aquéllos son siervos como las cosas adquiridas
por mancipación, las cuales se vuelven propiedad de un
dueño por un contrato de venta o por algún acto de
derecho civil; pero si la servidumbre es, como lo es en
realidad, la obediencia de un alma quebrantada, abyecta y
carente de su arbitrio, ¿quién negaría que todos los
frívolos, todos los codiciosos, en fin, todos los ímprobos
son siervos?

SÉNECA
CARTAS MORALES A LUCILIO
Inconstancia de los hombres
XX. Si te encuentras bien de salud y te crees digno de
ser algún día tuyo, de todo ello me siento harto gozoso, y
gloria mía será si consigo sacarte de este oleaje donde
fluctúas sin esperanza de salir. Lo que te ruego, querido
Lucilio, lo que te suplico, es que dejes penetrar la filosofía
en lo más profundo de tu alma y deduzcas la prueba de tu
mejoramiento, no de las palabras ni de los escritos, sino de
tu firmeza de espíritu y de la disminución de tus apetitos:
prueba las palabras con los hechos. Bien otro es el
propósito de los declamadores, que andan buscando
solamente el aplauso de la turba, o el de aquellos que
regalan el oído de los jóvenes y de los ociosos con la
variedad y la volubilidad de sus discursos. La filosofía no
enseña a hablar, sino a actuar, y exige que todo el mundo
viva conforme a su ley, que la vida no contradiga la
palabra y que no exista discrepancia entre los diferentes
actos de la vida, que todos ofrezcan el mismo color. El
deber más grande de la sabiduría, y al mismo tiempo el
mejor indicio, es la concordancia entre las obras y las
palabras, la constante igualdad del hombre consigo
mismo. Esta igualdad, ¿quién podrá alcanzarla? Pocos,
pero, pese a todo, algunos. Es ciertamente cosa difícil, y
yo no afirmo que el sabio deba caminar siempre al mismo
paso, pero sí por una misma vía. Vigílate, pues; atiende a
si tu vestido concuerda con tu morada, si eres generoso
para contigo mismo y escaso para con los demás, si eres
frugal a la mesa o edificas suntuosamente. De una vez
adopta una regla para acomodar a ella tu vida, para prestar
a ésta una verdadera uniformidad. Algunos ahorran en
casa, pero fuera de ella se esponjan en toda suerte de
ostentaciones. Desigualdad viciosa, síntoma de un alma
vacilante que no ha sabido encontrar aún el tomo de su
vida. Y aún añadiré de dónde provienen esta inconstancia
y esta desigualdad en los actos e intenciones: de que nadie
tiene formado un propósito de lo que quiere; y si tiene un
propósito, no persevera en él, antes lo rebasa, y no para
cambiar, sino para volver a lo mismo que había
abandonado y maldecido.
Dejando, pues, de lado las antiguas definiciones de la
sabiduría, y a fin de abrazar todo el sistema de la vida
humana, puedo contentarme diciendo: ¿Qué es la
sabiduría? Querer siempre lo mismo, rechazar siempre lo
mismo. Puedes excusarte de añadir aquella breve
condición, que lo que quieras sea siempre algo recto; ya
que no es posible que la misma cosa guste siempre al
mismo hombre, pero sí la rectitud. Los hombres no saben
lo que quieren, sino el momento en que lo quieren; en fin,
nadie ha decidido querer o no querer. Cada día cambiamos
de parecer, situamos las cosas a la inversa, y son mayoría
los hombres que tratan su vida como un juego. Procura,
pues, salir adelante con lo que comenzaste y tal vez
lograrás elevarte a la cumbre de la sabiduría, o por lo
menos hasta tal punto que serás solo a conocer que no es
aún la cumbre.
¿Qué será – dices – de esta bandada de familiares sin el
patrimonio? Esta bandada, cuando deje de ser alimentada
por ti, se buscará por sí sola el sustento; y aquello que por
ti mismo nunca conseguirías aclarar, te lo aclarará la
pobreza, pues ella te conservará los amigos verdaderos y
seguros y alejará a aquellos que acudían a ti por otra cosa
que por ti mismo. ¿No es cierto que la pobreza sería
estimable aunque no fuese más que por el solo hecho de
hacernos ver los que nos quieren de veras? ¡Oh, cuándo
llegará aquel día en que nadie mentirá para hacerte honor!
Hacia ahí han de dirigirse tus pensamientos; hacia ahí han
de ir tus afanes y deseos, sin pedir nada más a los dioses: a
estar contento contigo mismo y con los bienes que nacen
de ti mismo. ¿Qué felicidad más a tu alcance que ésta?
Redúcetelo al nivel más humilde, un nivel del cual no
puedas ya caer, y a hacértelo comprensible va dirigido el
tributo de esta carta que te pago en el acto.
Aunque te lo tomes a mal, también hoy pagará por mí mi
querido Epicuro: Serán mucho más conmovedoras,
créeme, tus palabras, si las pronuncias en un catre, o
vestido de jirones, ya que entonces no serán palabras, sino
pruebas. Yo escucho de manera bien distinta lo que
nuestro Demetrio dice cuando le he visto desnudo y sobre
una yacija que era mucho menos que un colchón; así
pudimos considerar que él no sólo es preceptor, sino
testimonio de la verdad. ¿Pues qué? ¿Poseyéndolas no
puede uno menospreciar las riquezas? ¿Por qué no? Antes
tiene un alma egregia aquel hombre que, viéndolas en
derredor suyo, después de admirarse mucho y oír largo
tiempo que hayan venido a sus manos, se ríe de ellas y oye
decir a los demás que no se da cuenta de que son suyas.
Gran cosa es no haber sido nunca corrompido por la
compañía de las riquezas, gran hombre es el que se
mantiene pobre entre ellas.
No sé – dices – cómo soportaría éste la pobreza si un
día va a parar a ella. Yo tampoco sé si aquel pobre émulo
de Epicuro, despreciará las riquezas si es que para en ellas.
Así es que en uno y otro es el alma lo que tiene que ser
apreciada, y debemos considerar con exactitud si aquél se
complace en la pobreza o si éste no se complace en la
riqueza; por otra parte, el catre o los jirones son
argumentos bien débiles de buena voluntad, a menos que
se vea que no es por necesidad por lo que se soportan tales
cosas, sino por libre preferencia. Además, es propio de un
gran carácter no afanarse en la busca de estas cosas como
si así fueran mejores, sino prepararse a ellas como si
fuesen cosas fáciles. Y son fáciles, querido Lucilio; y
cuando te acercas a ellas habiéndolo meditado mucho,
llegan a ser agradables, pues contienen aquello sin lo cual
nada resulta agradable: la seguridad. Tengo, pues, por
necesario aquello que te escribí que hacían con frecuencia
algunos grandes hombres: tomarse de cuando en cuando
algunos días en que, mediante una pobreza imaginada, nos
preparemos a la verdadera. Cosa que es menester que
hagamos tanto más cuanto que nos hallamos embebidos de
delicias y evitamos toda cosa dura y difícil. Bien pronto
hemos de despertar a nuestra alma de su sueño, y acuciarla
y advertirla cuán pequeñas son las necesidades que la
naturaleza nos impone. Nadie nace rico; todo el que viene
a la luz viene forzado a contentarse con leche y pañales. Y
habiendo comenzado así, los reinos nos parecen poco.
Consérvate bueno.
El Dios interior
XLI. Realizas un cosa excelente y que te será saludable
si, según me escribes, perseveras en caminar hacia el buen
sentido, que sería necio implorar de otro pudiéndolo
adquirir tú mismo. No es menester alzar las manos al cielo
ni rogar al guardián del templo a fin que nos admita a
hablar al oído de la estatua como si tuviésemos que ser
más escuchados: Dios se halla cerca de ti, está contigo,
está dentro de ti. Sí, Lucilio; un espíritu sagrado reside
dentro de nosotros, observador de nuestros males y
guardián de nuestros bienes, el cual nos trata tal como es
tratado por nosotros. Nadie puede ser bueno sin la ayuda
de Dios; pues, ¿quién podría sin su auxilio elevarse por
encima de la fortuna? Él nos procura consejos nobles e
infrangibles; en cada alma virtuosa “habita Dios; aunque
quién sea es incierto”.
Si te encuentras en un bosque espeso de árboles añosos,
elevándose por encima de la medida acostumbrada, donde
lo tupido de las ramas entretejidas unas con otras nos prive
la vista del cielo, aquella elevación de la selva y la soledad
del lugar y el respeto que infunde la sombra tan densa y
seguida en pleno día, todo vendrá a convencerte de la
presencia de un numen. Una cueva que sostiene a una
montaña sobre rocas profundamente minadas, no abierta
en gigantesca bóveda por mano de hombre, sino por
agentes naturales, conmoverá a tu alma con una especie de
presentimiento religioso.
Veneramos a los dioses en los grandes ríos; el súbito
surgir de una ancha corriente bajo tierra es adornado con
altares; se rinde culto a las fuentes de aguas termales, y
algunos lagos han sido tenidos por sagrados a causa de su
umbrosa espesura o de su inmensa profundidad. Si
contemplas a un hombre impertérrito ante los peligros,
intacto a la acción de los apetitos, feliz en las
adversidades, sereno entre la tempestad, que mira a los
hombres desde lo alto, desde una elevación como la de los
dioses, ¿no te sentirás transido de veneración? ¿No dirás:
“Esta cosa es demasiado grande y demasiado alta para que
la creamos proporcionada a la persona insignificante
dentro de la cual se encuentra?” Ahí ha descendido una
fuerza divina; un poder celeste mueve a esta alma
mesurada, excelente, que cruza por entre las cosas
teniéndolas por inferiores, que sonríe de todo lo que
nosotros tememos y deseamos.
Una cosa tan grande no puede conservarse sin la ayuda
de un numen; por esto la mayor parte de él está allí donde
ha descendido. Así como los rayos del sol ciertamente
tocan la tierra, pero pertenecen al lugar de donde
proceden, así el alma grande y sagrada, enviada aquí para
que conociésemos más de cerca algunas cosas divinas,
ciertamente conversa con nosotros, pero no se desentiende
de su origen; está pendiente de él, a él dirige de continuo
sus miradas, hacia allí tiende, e interviene de continuo en
nuestra vida como un ser superior. ¿Quién es, por lo tanto,
esa alma? La que sólo brilla por virtud propia. Pues, ¿qué
cosa más necia que alabar en un hombre lo que le es
extraño? ¿Qué más apartado de todo buen sentido que
admirar los bienes que pueden en un momento mudarse en
otra cosa? Los frenos de oro no hacen mejor al caballo. No
es lo mismo enviar al circo el león de áureas crines,
domado y forzado por la fatiga a la molestia de los arreos,
que el león salvaje de instintos vírgenes. A éste, de
montaraces bríos, tal como lo quiso la naturaleza,
pavorosamente bello, según corresponde a su gloria, no le
podremos contemplar sin temor, y es de mucho preferido a
aquel otro tan lánguido y cubierto de oro.
Nadie debe gloriarse sino de lo suyo propio. Alabemos
la vid si sus sarmientos se cargan de fruto, si con el peso
de éste se doblan hacia la tierra las perchas en que
aquellos se sostienen; ¿quién preferiría aquella de cuyas
ramas colgasen frutos y hojas de oro? La virtud propia de
la vid es la fertilidad; también es menester alabar en el
hombre lo que le es propio. Tal posee bellas esclavas y
bella casa, siembra mucho, cobra cuantiosos réditos: nada
de esto se encuentra en él, sino en derredor de él. Alábate
de lo que no puede darse, ni robarse, de aquello que es
propio del hombre. ¿Me preguntas qué es? El alma, y en el
alma, la razón perfecta. Ya que el hombre es animal
racional y por lo tanto sus bienes alcanzan la perfección
cuando sirven para que el hombre pueda realizar aquello
para lo cual fuera creado. ¿Y qué es lo que esta razón le
exige? Una cosa facilísima: vivir según la ley de su
naturaleza. Pero la común locura lo hace difícil, pues nos
empujamos unos a otros hacia los vicios. Y ¿cómo podrían
ser llamados a la verdadera salud aquellos a quienes nadie
logra detener, que la muchedumbre arrastra? Consérvate
bueno.
Sobre la lectura y su asimilación
LXXXIV. Tengo por cierto que estas excursiones que
me sacuden la pereza son provechosas a mi salud y a mis
estudios. Cómo favorecen a mi salud, ya lo ves: como el
amor a las letras me torna dejado y negligente con mi
cuerpo, hago ejercicio por cuenta de otro. En qué forma
favorecen a mis estudios, ya te lo diré: me distraen las
lecturas, las cuales, pese a todo, las considero necesarias;
de una parte, porque me guardan de contentarme conmigo
mismo; de otra, porque, conociendo los descubrimientos
de los demás, juzgo las doctrinas que ya han sido
descubiertas y medito sobre las que pueden descubrirse.
La lectura alimenta el pensamiento y nos recupera de la
fatiga del estudio; no, empero, sin entregarnos a otro
estudio, ni hemos de escribir tan sólo ni solamente hemos
de leer, pues la primera cosa disipa y agota las fuerzas
(hablo de la composición) y la otra las disuelve y enerva.
Es menester pasar de una cosa a otra y hacer que se
atemperen mutuamente, a fin de que la pluma preste una
estructura de unidad a todo aquello que ha recogido la
lectura. Por eso es necesario imitar a las abejas, las cuales
van merodeando de una parte a otra en busca de las flores
más apropiadas para extraer la miel, y después disponen y
distribuyen en panales todo lo que recogieron, y como
decía Virgilio: …destilan las fluidas mieles, llenan las
colmenas de néctar dulcísimo.
No consta de cierto si chupan el jugo de las flores ya en
forma de miel, o si transforman con alguna mezcla y
mediante alguna propiedad de su aliento los jugos
recogidos y les infunden aquel sabor. Algunos quieren que
no tengan la facultad de fabricar la miel, sino de recogerla.
Dicen que en la India se encuentran ciertas cañas que
tienen miel en las hojas, producida por el rocío de aquel
cielo o por el humor dulce y abundante de la misma caña,
y que hasta en nuestras hierbas se encuentra la misma
propiedad, pero de manera menos manifiesta y
perceptible, miel que busca el animal nacido para ello.
Otros creen que es por aderezo y elaboración como las
abejas prestan a los jugos extraídos de las hojas y flores
más tiernas aquella calidad, añadiendo una especie de
fermento que presta unión a tan diversos elementos. Pero,
a fin de no verme arrastrado fuera de mi asunto, te repetiré
que hemos de imitar a esas abejas, separando todo lo que
hemos recogido en diversas lecturas – pues las cosas
ordenadas se conservan mejor -, fundiendo después en un
solo sabor todas las cosas reunidas, por obra del cuidado e
ingenio de nuestra inteligencia, en tal forma que no
aparezca de dónde han sido tomadas, y ofrezcan bien
manifiesto que poseen ahora un ser bien diferente del de
antes, lo cual vemos que sin intervención nuestra es
realizado por la naturaleza en nuestro cuerpo: los
alimentos que tomamos, mientras se mantienen en su ser y
nadan en el estómago sin disolverse, son para nosotros
peso y molestia; pero cuando han terminado su
transformación, se nos convierten en sangre y fuerzas.
Hagamos lo mismo con los alimentos del pensamiento;
no toleremos que nada de lo que hemos ingerido
permanezca intacto, que todo deje de pertenecer a otro ser.
Digiriéndolo, pues de lo contrario no se ensamblaría en la
inteligencia, sino que quedaría depositado en la memoria.
Asimilémoslo confiadamente y hagámoslo nuestro, a fin
de que su multiplicidad se convierta en unidad, de igual
manera como de muchos se hace un solo número, como se
reúnen en una sola suma otras cantidades pequeñas y
desiguales.
Haga esto nuestra alma: oculte todos los elementos de
que se ha nutrido y muestre solamente lo que, a base de
aquellos, ha sabido elaborar. Y aunque surja el parecido
con alguien que haya penetrado profundamente en tu
admiración, quiero que te le parezcas como un hijo, no
como un retrato: el retrato es cosa muerta. ¿Pues qué? ¿No
tiene que reconocerse de quién imitamos el estilo, el
razonamiento, las sentencias? Creo que a veces ni se
puede reconocer, cuando es una gran mentalidad la que,
habiendo tomado las ideas de su modelo escogido, les
presta el cuño de su forma para que tiendan a la unidad.
¿No compruebas cuántas voces forman un coro? Y, con
todo, de todas ellas no resulta sino una. Una es aguda, otra
grave, otra intermedia; las voces de mujer se unen con las
de hombre, las flautas acompañan el conjunto: cada una de
estas voces queda ahogada y sólo se percibe la de todos.
Hablo del coro tal como lo conocieron los antiguos
filósofos. En nuestros conciertos hay más cantores que
antiguamente en los teatros: todos los pasadizos aparecen
llenos de filas de cantores, la platea está rodeada de
trompetas y el proscenio resuena de flautas e instrumentos
de toda suerte; entonces, de sonidos tan diversos resulta
una armonía. Así querría que fuese nuestra alma; que
contenga muchas artes, muchos preceptos, muchos
ejemplos de las más diversas épocas, pero que todo tienda
a la unidad.
¿Cómo puede obtenerse esto?, me dirás. Con una
constante solicitud, no haciendo ni evitando nada que no
sea siempre bajo el consejo de la razón. Si quieres
escuchar a ésta, te dirá: deja por fin estas cosas que andas
persiguiendo: deja las riquezas, peligro o carga de sus
poseedores; deja las delicias del cuerpo y del alma, que
ablandan y enervan; deja la ambición, hinchada de
vacuidad, de vanidad, de viento, desconocedora de toda
medida, tan inquieta por los que tiene delante como por
los que tiene al lado, trabajada por la envidia, y por una
envidia doble. Harto comprendes cuán miserable es aquel
que envidia y es envidiado. ¿No ves las casas de los
potentados, aquel luchar de los visitantes cerca de los
umbrales? Muchas afrentas es necesario soportar para
penetrar en ellas; muchas más cuando ya lo has obtenido.
Pasa de largo ante las escaleras de los ricos y ante los
vestíbulos sostenidos sobre grandes terrazas; te pondrías
en la pendiente de un abismo, resbaladiza por añadidura.
Ven por este camino, por el que conduce a la sabiduría, en
busca de bienes tranquilísimos y abundantísimos. A todo
aquello que emerge por encima de las cosas humanas, por
más que sea pequeño y sólo se eleve por comparación con
las cosas más bajas, únicamente se va por senderos
difíciles y penosos. Escarpada es la vía que conduce a la
cima de la dignidad, pero si tomas gusto a ascender hasta
tal cima, a la cual rinde acatamiento la fortuna,
contemplarás por debajo de ti todas aquellas cosas tenidas
por más elevadas y llegarás a ella por un camino seguido.
Consérvate bueno.

SOBRE LA FELICIDAD
La felicidad verdadera
3. Busquemos algo bueno, no en apariencia, sino sólido
y duradero, y más hermoso por sus partes escondidas;
descubrámoslo. No está lejos: se encontrará; sólo hace
falta saber hacia dónde extender la mano; mas pasamos,
como en tinieblas, al lado de las cosas, tropezando con las
mismas que deseamos. Pero para no hacerte rodeos, pasaré
por alto las opiniones de los demás, pues es cosa larga
enumerarlas y refutarlas: oye la nuestra. Cuando digo la
nuestra, no me apego a alguno de los maestros estoicos:
también tengo yo derecho a opinar. Por tanto, seguiré a
alguno, pediré a otro que divida su tesis, tal vez también
después de haberlos citado a todos no rechazaré nada de lo
que decidieron los anteriores, y diré: “esto opino yo
también”.
Por lo pronto, de acuerdo en esto con todos los estoicos,
me atengo a la naturaleza de las cosas; la sabiduría
consiste en no apartarse de ella y formarse según su ley y
su ejemplo. La vida feliz es, por tanto, la que está
conforme con su naturaleza; lo cual no puede suceder más
que si, primero, el alma está sana y en constante posesión
de su salud; en segundo lugar, si es enérgica y ardiente,
magnánima y paciente, adaptable a las circunstancias,
cuidadosa sin angustia de su cuerpo y de lo que le
pertenece, atenta a las demás cosas que sirven para la vida,
sin admirarse de ninguna; si usa de los dones de la fortuna,
sin ser esclava de ellos.
Comprendes, aunque no lo añadiera, que de ellos nace
una constante tranquilidad y libertad, una vez alejadas las
cosas que nos irritan o nos aterran; pues en lugar de los
placeres y de esos goces deleznables y frágiles, dañosos
aun en el mismo desorden, nos invade una gran alegría
inquebrantable y constante, al mismo tiempo que la paz y
la armonía del alma, junto con la magnanimidad y la
dulzura; pues toda ferocidad procede de la debilidad.
Vivir según la naturaleza.
8. Es lo mismo, por tanto, vivir felizmente o según la
naturaleza. Voy a explicar qué quiere decir esto: si
conservamos con cuidado y sin temor nuestras dotes
corporales y nuestras aptitudes naturales, como bienes
fugaces y dados para un día, si no sufrimos su
servidumbre y no nos dominan las cosas externas; si los
placeres fortuitos del cuerpo tienen para nosotros el mismo
puesto que en campaña los auxiliares y las tropas ligeras
(tienen que servir, no mandar), sólo así son útiles para el
alma. Que el hombre no se deje corromper ni dominar por
las cosas exteriores y sólo se admire a sí mismo, que
confíe en su ánimo y esté preparado a cualquier fortuna,
que sea artífice de su vida. Que su confianza no carezca de
ciencia, ni su ciencia de constancia, que sus decisiones
sean para siempre y sus decretos no tengan ninguna
enmienda. Se comprende, sin que necesite añadirlo, que
un hombre tal será sereno y ordenado, y lo hará todo con
grandeza y afabilidad.
La verdadera razón estará inserta en los sentidos y
tomará allí su punto de partida; pues no tiene otra cosa
donde apoyarse para lanzarse hacia la verdad y volver a sí
misma. Y también el mundo que abarca todas las cosas,
Dios rector del universo, tiende hacia las cosas exteriores,
no obstante vuelve a sí totalmente de todas partes. Que
nuestra mente haga lo mismo; cuando ha seguido a sus
sentidos y se ha extendido por medio de ellos hasta las
cosas exteriores, sea dueña de éstas y de sí misma. De este
modo resultará una unidad de fuerza y de potencia, de
acuerdo consigo misma; y nacerá esa razón segura, sin
discrepancia ni vacilación en sus opiniones y
comprensiones, ni en su convicción. La cual, cuando se ha
ordenado y se ha acordado y, por decirlo así, armonizado
en sus partes, ha alcanzado el sumo bien. Pues nada malo
ni inseguro subsiste; nada en que pueda tropezar o
resbalar. Lo hará todo por su propia autoridad, y nada
imprevisto le ocurrirá, sino que todo lo que haga resultará
bien, fácil y diestramente, sin rodeos al obrar; pues la
pereza y vacilación acusan lucha e inconstancia. Por tanto,
puedes declarar resueltamente que el sumo bien es la
concordia del alma; pues las virtudes deberán estar allí
donde estén la armonía y la unidad; son los vicios los que
discrepan.

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