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Vidòli* Rbrkz DeTÏT

( jilir mitro (i>rn-.''jK)iidlenlf‘ de In KVnl Academia Española.)

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TIPOGRAFIA ATLANTIDA — ZABAIyA, 1376

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OBRAS COMPLETAS de VÍCTOR PÉREZ PETIT

C R ÍT IC A :
I Humaniores littera
II De Weimar a Bayreulh
III Los ojos de Argos
IV Lecturas
V Las tres Catedrales del Naturalismo
VI Pornokrates
VII Los Modernistas
VIII Heliópolis
IX El jardín de Pampinca
X Los Evocadores
XI En la Atenas del Plata
XII Bajo la Cruz del Sur
XIII La tierra charrúa
X IV Mnemosina
XV Palestra
X VI De viris Claris
X V II Hipomnemo.— I Salones
XVIII — II Crónicas de Httl O tro "
X IX — III Discursos
XX — IV Cartas a Cacó
XXI A la luz de mi lámpara
XXI I Rodó

CU ENTO S y N O VELA S:
XXIII Gil.—El iParque de los Ciervos
XXI V Aguas fuertes y Acuarelas
XXV La vida bravia
XXVI Del tejado al arroyo
XXVI I Entre los pastos
XXVI I I El libro de Asclepigenio Sóndcs
XXI X La Ciudad del Espíritu

— A —

I
POESIAS:

XXX Las Alas Azules


La Isla de la Harmonía
Tropicales
Lámparas votivas
XXXI Joyeles bárbaros
E l cofre de plata,
Cantos de la Rasa
XXXII Las Campanas del Crepúsculo
Poemas Cíclicos
Poemas Grotescos
Nocturno Nativo

TEA TRO :
XX XIII Cobarde (3 actos)
Yorick (4 actos)
XXXIV La rosa blanca (3 actos)
El baile de Misia Goya (1 acto)
El crimen de la calle Arenales (1 acta)
XXXV Claro de luna — (1 acto)
El Esclavo-Rey — (3 actos)
La Rondalla — (3 actos)
XXXVI La Ley del Hombre — (3 actos)
Mangacha — (3 actos)
Noche Buena — (3 actos)
XXXVII Los Picaflores — (3 actos)
El Principe Asul — (3 actos)
XXXVIII Los Vampiros — (3 actos)
Las ideas del alemán — (3 actos)
XXXI X Ocaso — (3 actos)
El hijo de la Muerte (1 acto)
Intermedio cinematográfico (1 acto)
El Pueblo de Bronce — (1 acto)
Xt. Clumlecler — (4 actos) traducción
Yajá — (1 acto)

—5—
E SC R IT O S JU R ID IC O S:

XLJ La libertad de testar y la legitima.


XUI Un alegato de bien probado
XLJII Informes del Asesor de Avalúos
XLIV Informes del Asesor de Avalúos
XLV El crimen de la guerra.
V íc T o r , Pé r e z P e Ií T
( Jllhmbro (orrespondienie de la Real Academia Apañóla.)

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TII-OGRAPIA A f L A N T I D A — ZABA^A, 1376
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D E D IC A T O R IA

Al gran critico argentino R o b erto


F . G ia sti, con toda la admiración debi­
da a su talento.
LE M A :
«Quiero cansarme de todo,
excepto de comprender.
»
LAS TRAGEDIAS DE RACINE

Hablar de Racine, el gran poeta trágico del siglo


XVII, si no es en ocasión como esta en la que el
mimdo se apresta a celebrar el tercer centenario de
m i nacimiento (1 ), tal vez parezca a los jóvenes de

.duna una vejez inadmisible. Nuestros gustos en ma­


ní ia de arte han evolucionado mucho desde la épo-
t ,i en que, simples escolares, asistíamos a un colegio
li.mcés, donde cursamos nuestras primeras letras, y
ni el que se nos hacía aprender de memoria, para re-
iil.iríos en la fiesta de fin de año, los límpidos ver-
mis de aquel numen admirable que, en su hora, tuvo
la audacia de romper con la tradición de Port-Royal
v d e lanzar a la escena los fantasmas cíclicos del helado
I'ni ipides reencarnados en figuras modernas todas vi-,
la antes con el latido de un corazón. Hoy, efectivamen­
t e , nuestro sensorio no responde sino a excitaciones
nía', agudas y complicadas, y nuestra complacencia es­
te! ira no se manifiesta sino cuando un Simón Ganti-
lliui nos muestra la vida reflejada, tal que en un espe-
|o, en el alma primitiva y cosmopolita de Maya; o
cuando un Crommelynck nos aturde con los cascabeles
<le m i farsa dolorosa colocados en el bonete del pobre

(t) 21 de diciembre de 1639.

— 11 —
!

V I C T O R P E R E Z P E T I T
Bruno de Le cocu magnifique; o cuando un Eugenio
O ’Neill nos representa en Mourning Becomes Electra
todas esas corrientes indomeñables de la fatalidad que
son el incesto, el suicidio, el odio, el dolor. Deslum­
bradas las pupilas con los fuegos mágicos que brotan
en arboraciones químicas dentro de las retortas y cri­
soles, estamos ahora más hechos al espectáculo de los
paraísos artificiales que a la emoción sencilla del cam­
po florecido con el retorno de la primavera. En pin­
tura, en poesía, en música, las nuevas formas han des­
terrado a las que teníamos por más avancistas y re­
volucionarias. Turner, Dante Gabriel Rossetti, Bur-
ne-Jones, Whistler, Manet, Felicien Rops, Toulouse-
Lautrec, Steinlen, Léandre, Anglada Camarasa, Igna­
cio Zuloaga, son artistas de museo, como quien dice,
clásicos; Van Gogh, Roussel, Matisse, Gauguin, Sig-
nac, Esmein, todos los “puntillistas” , todos los “cubis­
tas”, todos los “dadaístas”, hasta los mismos “futu­
ristas” amigos de Marinetti, están en desuso y apare­
cen como pasatistas: las obras y pinturas que hoy pri­
van — las de Braque, Nolde, Ronault, Chagall,
Modigliani, Grosz, por ejemplo, — son las que tradu­
cen, con el lenguaje del color, ideas nacidas más allá
de la conciencia y sensaciones logradas en el plano de
la fenomenología irrea l. En música, Béla Bartock
ha destronado a Beethoven y el “jazz” norteamericano
a las complicaciones orquestales de Richard Strauss e
Ivor Strawinsky. En nuestro peregrinaje espiritual,
hemos pasado de los prados virgilianos a las brumo­
sas selvas del septentrión, de éstas a las comarcas
exóticas, trocando el idílico primitivismo en compli­
cado malstróm de refinamientos, convirtiendo lo ra-

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H E L I O P O L I S

ro en funámbula representación. Cultivando nuestro es­


teticismo tal que una flor extraordinaria de invernácu­
lo, amamos las selvas y cortinados que crean a nues­
tro alrededor una atmósfera de ensueño; gustamos las
joyas de filigranas quiméricas iluminadas con piedras
lunares, con esmeraldas enfermas, con topacios arle­
quinescos; sentimos la emoción de las músicas extra­
viadas en la noche a la manera de esos perfumes que
nos trae una memoria lejana. Todo lo que es compli­
cado o sutil se alza como una hostia en el altar de
nuestras admiraciones.
Y, sin embargo, acaso a nuestro fatigado senso­
rio no le viniera del todo mal una fría ducha de arte
sencillo, de arte puro — lo que se dice, de arte clá­
sic o ;— acaso a nuestro paladar enfebrecido no le fue­
ra desagradable una copa de agua cristalina después
de haberse insensibilizado con el fuego de ámbar que
hierve en las copas trabajadas de los superrealistas y
demás cultores de las sugestiones freudianas.
Las almas conturbadas por el rumor de las gran­
des capitales — ojos despavoridos por la policromía de
l a s vestimentas, de los “affiches”, de los paisajes; oí­
dos atronados por la complicación infernal de los cla-
m t i l e s , pitos de fábrica y pregones comerciales; ner­

vios tirantes como cuerdas de violín c]ue afinan bus­


cando la nota sobreaguda, — deseando apurar la vi­
da vertiginosamente, de un trago, — sienten la nece­
s i d a d de salirse un tiempo al campo para oxigenar la
sangro y darse de paso un saludable baño de sol. Tal
» / a a q u e l “complicado”
1

l e s , d e l a época decadenti
m i a i d e s u neurastenia,

13 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

Sancho recordándole que en el silencio de los pra­


dos rurales siempre se encuentra una sombra amiga
debajo de un gran alero, un poco más de oxigeno y
de ázoe en el blando cefirillo que peina los trigales,
un rústico árbol cerca de una choza, y en la choza,
sencilla y cordial, el anhelado reposo que se tiende en
el suelo como un lebrel fatigado.
La persistencia de un color, de una nota, fatigan
la retina y el tímpano, — que no por ser tales sensa­
ciones de las más puras e inmateriales dejan por eso
de trabajar nuestro organismo carnal. l,o infinitamen­
te suave de las notas musicales que desgrana el final
del “Intermezzo” de Cavaller'm h'ustimmi y lo infini­
tamente violento de los compases que terminan el “ Him­
no al Sol” de Iris, acaso nos produjeran tedio o arre­
bato si se prolongaran un instante más. Ll inspirado
y prudente compositor italiano, cortó a tiempo la nota
persistente (dulce, en el primer caso, atronadora en el
segundo) para no irritar nuestro sensorio, Consciente
de la justa medida, hábil en la organización de los efec­
tos, músico en fin en lo hondo de la entraña, Mascag-
ni comprendió que el espíritu humano necesita de la
transición lo mismo que el cuerpo del reposo. Así co­
mo por medio de este último se avalora el esfuerzo
pasado y se previene el que ha de venir después, así,
por la transición, se gustan mejor las diversas modali­
dades de las sensaciones. La calma hace más imponen­
te la tempestad, a la que precede; la tempestad, a su
vez, hace más risueña la calma que la sigue.
¿Por qué, entonces, no volver los ojos hacia el
arte que está en las antípodas de este arte de ahora?
Al través de los siglos, de unos siglos enormes man-

— 14 —
H E L I O P O L I S

<liados con Niágaras de sangre e iluminados con para­


selenes de símbolos opulentos, el corazón del hombre
moderno vuélvese nostálgico a esa claridad helénica,
que emana de los viejos mármoles. Entonces, a pesar
de lo que se ha vivido, a pesar de lo que se ha disfru­
tado, se encuentra en lo antiguo una novedad: la de
vivir y comprender lo que, en razón de nuestra juven­
tud acaso, no hemos gustado debidamente.
¡Qué placer inmenso releer al colosal Esquilo, al
acongojante Sófocles, al rudo Homero, al atrevido Aris­
tófanes, al encantador Virgilio, al serenísimo Horacio,
al resplandeciente Platón, al profundo Lucrecio! ¡Qué
alegría íntima resucitar las sombras errantes en el Elí­
seo o fugitivas en los bosques de mirtos de la Tesa­
lia, para admirar las furias de Orestes, los celos de
Medea, las imprecaciones de Prometeo, los rencores
de Agamenón, la cólera de Aquiles, el incesto de Fe-*
dra, la fidelidad de Andrómaca y el despotismo de Mi-
tridates! ¡Qué placer más puro que el de ver resbalar
los blancos cendales sobre un cielo eternamente azul,
bajo el ritmo de los versos de oro!
¿Por qué no hablar entonces de ese poeta admira­
ble de un admirable siglo, que hizo revivir la Grecia
legendaria, la Roma de los emperadores y aquella vie­
ja ciudad del desierto donde el pueblo de Dios alzó
el formidable templo de Jerusalén? ¿Por qué no ha­
blar de sus obras serenas, irreprochables, animadas co­
mo por un soplo del terror que discurre a lo largo
de las concepciones del poeta de Eleusis? Su gesto au­
gusto cruzó la maravilla de un siglo que no tuvo igual
en la historia de las letras francesas, para dejarnos el
recuerdo de un poeta inmarcesible. Era, en efecto, un

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V I C T O R P E R E Z P E T I T

astro de primera magnitud, un poeta, en aquella cons­


telación de antros que se llamaban Corneille, Molie­
re, Pascal, Boileau, Bossuet y La Fontaine.
Nadie como él sintió más profundamente la an­
tigüedad clásica; nadie mejor que él expresó su hu­
manidad. Antes que Racine, Rotrou había converti­
do sus ojos hacia la poesía antigua, y el mismo Cor­
neille había hallado su Pompeyo en Lucano; pero nin­
guno de ellos tuvo un culto más sincero y noble, ni
fuerza y elevación suficientes como para abrir larga
brecha en la entraña del Paros y levantar un jardín de
estatuas sobre los bordes del Sena.
Este soberbio creador, que recorría los vergeles
del arte soñando con el pasado, tenía un corazón mo­
derno, de su época. Por tal modo, las blancas visio­
nes arrebatadas a la humeante Troya o a la plácida
Corinto, dejaban su mudez de estatuas para revivir
al beso de Pigmalión y lanzar a los cielos los acentos
de sus almas atribuladas. Andrómaca, Fedra, Ifigenia
habían cruzado el pórtico de la Vida de la mano de
Eurípides para decirnos su desventura, su crimen, su
sacrificio con voces frías y terribles como son las vo­
ces de las rocas; pero al pasar, muchos siglos después,
de las manos del sublime griego a las de Racine, la
viuda de Héctor, la enamorada de Hipólito y la hija
de Agamenón habían encontrado los acentos humanos
que acongojan el alma y arrancan a los ojos sus más
calientes lágrimas. Mitridates había atraído las mi­
radas de Plutarco y Británico las de Tácito, y uno y
otro se habían alzado ante los siglos como dos atle­
tas de bronce, como dos sombras de la muerte; mas
al pasar bajo el sol del trágico francés, un corazón hu-

— 16 —
H E L I O P O L I S

mano se había anidado en su pecho para reanimar con


el calor de la sangre sus frías carnes de piedra. Y
tal es, en efecto, la primera impresión que nos causan
los personajes de Racine: son tipos legendarios, arre­
batados a una antiquísima leyenda heroica; pero son
tipos que vemos cruzar ante nuestros ojos como seres
de carne y hueso. Los soberbios mármoles han des­
cendido de sus pedestales para hacernos ver una ale­
gría de sus ojos o una tortura de su corazón.
Héroes humanos, pasiones verdaderas — he ahí
l<>s caracteres distintivos de la tragedia de Racine. Com­
parad sus creaciones con las similares de los viejos
clásicos y notaréis inmediatamente la exactitud de esta
observación.
Escojamos al rey de Epiro, al terrible hijo de
Aquiles. El Pirrus de Séneca es un ser feroz, impla­
cable, de violentísimos arrebatos en el odio y el amor,
una sombra surcada de relámpagos, una espada de ven­
ganza y exterminio. El Pirrus de Virgilio no le des­
merece en ferocidad. Abrid el segundo libro de la Enei­
da y leed la cruel escena entre el tremendo guerrero
y el desdichado Príam o. “ ¡Ah! — exclama éste •—
si hay dioses en el cielo que castiguen el crimen, pue­
dan acordarte el salario de tus hazañas y te den la
recompensa que mereces, oh tú que has degollado mi
hijo ante mis ojos y manchado con su sangre la vis­
ta de un padre! N o; el mismo Aquiles, cuyo hijo fal­
samente pretendes ser, no trató de tal manera a Pría­
mo, su enemigo. Respetó los derechos sagrados del su­
pinante, entregó a la tumba los despojos de Héctor
v me envió a mis Estados. — A estas palabras el dé­
bil anciano lanza sobre Pirrus un dardo impotente que
ii — 17 —
P E R E Z P E T I T

ro/a con un ruido sordo su escudo de bronce y queda


de él inútilmente suspendido. — ¡Y bien! — responde
I’irrus — ve a contarle a mi padre mis funestas ha­
zañas. No olvides decirle que Pirrus degenera. Entre­
tanto; muere. — Dice, y arrastra hacia el ara al tem­
bloroso anciano que vacila sobre la sangre de su hi­
jo. Con la mano izquierda le coge por los cabellos, »
y, con la diestra, alzando su espada centelleante, se
la hunde toda entera en el flanco. Así concluyó Pría-
m o.”
Implacable, feroz, sanguinario, todo violencia y ex­
terminio, el Pirrus de los antiguos se alza como el ar­
quetipo de la ira. Es un carácter de una sola pieza.
Es una voluntad. Es una idea. Ni aun el amor le
conmueve: arrastra a Andrómaca al fondo de su pala­
cio, sujeta por los hierros de la esclavitud. Allí la ha­
ce suya, violentamente, porque le agrada su rostro.
Luego la abandona para correr a los brazos de H ar-
miona. Es una tempestad que rompe todo lo que
se opone a su paso. Es un tipo de hierro que cruza
una edad sombría sin un latido humano, sin un desfa­
llecimiento, sin una vacilación. No hay en su figura
claroscuro ni medias tintas. Es grandioso y terri­
ble en fuerza de voluntad.
Y ahora estudiad el Pirrus que Ráeme nos pre­
senta en Andromaque. Es cruel, es violento, es impe­
tuoso como nos le presentan Séneca y Virgilio; pero tie­
ne un escondido rincón en el pecho que le traiciona. Al
acercarse a su cautiva siente que el Amor le arrebata
el corazón. Y entonces lucha, suplica, impreca, ruega,
fulmina en una continua transición de dudas, afectos y
rencores que denuncian la miseria de su corazón. ¡Es

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IP1 I----- --------

n L I O P O L I s

mi hombre! No es una estatua de piedra, un ser mi-


h»lógico, un héroe de epopeya, rígido, imponente, de un
■ni., rasgo como nos le presentan los clásicos antiguos,
hinu un pobre ser arrebatado, despótico, señor de un
pueblo, que sufre y se tortura porque no puede ha­
cerse amar de una mujer que guarda la fe jurada a
su esposo muerto y que sólo vive para anidar los
iliiis de su hijo Astyanax. Y en ese cruel martirio de
MI voluntad, hecha a domar los hombres y el sino, Pi-
rrus comete tonterías y experimenta debilidades como
Ins cometen y experimentan todos los hombres de este
ha jo mundo. Ved cómo se expresa al final del acto
lí, después de haberse convencido de que Andrómaca
no le am a:

“Moi, l’aimer ! une ingrate


Qui me haït d’autant plus que mon amour la flatte,
Sans parents, sans amis, sans espoir que sur moil
Je puis perdre son fils, peut-être je le dois;
É trangère... que dis-je? esclave dans l’Épire,
Je lui donne son fils, mon âme, mon empire,
E t je ne puis gagner dans son perfide'cœ ur
D’autre rang que celui de son persécuteur !
Non, non, je l’ai juré, ma vangeance est certaine;
Il faut (bien une fois justifier sa haine.
J ’abandonne so^i fils. Que de pleurs vont couler!”

Y ved a este mismo Pirras, en el acto siguiente,


después de haber resuelto entregar el hijo de Andró-
maca a los griegos vengativos, volverse súbitamente
hacia la cautiva para tentar un último esfuerzo :

“Madame, demeurez.
On peut vous rendre encor ce fils que vous pleurez.

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Oui, je sens à regret qu’en excitant vos larmes
Je ne fais contre moi que vous donner des armes;
Je croyais apporter plus de haine en ces lieux.
Mais, madame, du moins, tournez vers moi les yeux:
Voyez si mes regards sont d’un juge sévère,
S’ils sont d’un ennemi qui cherche à vous déplaire.
Pourquoi me forcez-vous vous-même il vous trahir?
Au nom de votre fils, cessons de nous haïr.
A le sauver enfin c’est moi qui vous convie.
Faufil que mes soupirs vous demandent sa vie?”

Es que Pirrus, en manos de Racine, es un ser


que se aparta de los semidioses, de las figuras colosa­
les concebidas por los escritores de la antigüedad, pa­
ra aproximarse a nosotros. Conservando su carácter
despótico y autoritario, sabe amar como hombre, y co­
mo cualquier hombre tiene desfallecimientos y cobar­
días. La frialdad de Andrómaca, la fidelidad que guar­
da a su esposo Héctor, excitan su furor de atrida bár­
baro; pero la pasión que hacia ella le arrastra, le ha­
ce descender hasta la súplica del enamorado desdeñado.
Más no es sólo el personaje quien gana, al con­
vertirse en humano, en la tragedia de Racine; es tam­
bién la acción la que se eleva, al hacerse más lógica
y real. Comparemos la Andrómaca de Eurípides con
la Andromaque de Racine.
La acción, en la tragedia griega, está basada en
el temor de Andrómaca por la vida de Molossus, que
es un hijo que ha habido de Pirrus y que Harmiona
vengativa pretende hacer perecer con la madre. En la
tragedia francesa, la cautiva de Pirrus conserva la fe
a su primer esposo y no tiembla sino por la vida de
su único hijo Astyanax. Y es claro que en el caso de
experimentar esos terrores la infeliz Andrómaca, más
H E L I O P O L I S

naturales y legítimos han de parecer en este último


caso que en el primero.
El griego luminoso nos presentó la misma Añ­
il rómaca que encontramos en el libro tercero de la
Uncida, sacrificando a los manes de Héctor y lloran­
do su destino fatal que la condena a eterna soledad
y remordimiento eterno (pues Pirrus la ha abandona­
do para correr tras de Harmiona) ; Racine, por lo
contrario, nos da con ese personaje el espejo de la fi­
delidad : Andrómaca desafía las cóleras de su opresor
y hasta se resigna a sacrificar el hijo habido de Héc­
tor, antes que serle perjura entrando en el lecho de
I’irrus. En la Andrómaca helena, Harmiona siente ce­
los por una mujer, que es su rival, y odia un hijo,
Molossus, habido en unos amores que afrentan su pro­
pio amor; en la Andromaque francesa, la hija de He­
lena experimenta celos de su propio amante que la
abandona por perseguir otra mujer que no le ama, y
odia, no a Molossus, que no existe, no a Astyanax,
que es hijo de Héctor, sino al propio Pirrus su bur­
lador y busca la complicidad de Orestes para hacerle
apuñalar. Y tan humano es este tipo de la infeliz Har-
miona, que todas las tempestades del corazón humano
rugen en ese corazón arrojado por un rey olvidadizo
y perjuro al olvido; y entonces impreca y ruega, mal­
dice y venera, ama y odia al que así la abandona, su­
friendo las propias emociones y los mismos arreba­
tos que Pirrus experimenta con respecto a Andróma-
ca. Así es cómo 1g. desdichada mujer, solicitada unas
veces por el amor que la rinde y arrastrada otras por
la venganza que la inflama, acepta el amor que le ofre­
ce su inconsolable Orestes y le suplica que hiera al

— 21 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
perjuro o le rechaza indignada inculpándole haber to­
mado a la letra sus órdenes de exterminio.
Cuando Harmiona en el acto IV se convence de
que Pirrus va a desposarse con Andrómaca, hace lla­
mar a Orestes, acepta el arrebatado amor que le ofrece
y le induce para que asesine al traidor que la ha enga­
ñado. El ciego amigo de Píladcs se espanta ante la idea
del crimen y entonces la iracunda mujer exclama :

“Tant des raisonnements offensent ma colère.


J ’ai voulu vous donner les moyens de me plaire,
Rendre Oreste content; mais enfin je vois bien
Qu’il veut toujours se plaindre et ne mériter rien.
Partez: allez ailleurs vanter votre constance,
Et me laissez ici le soin de ma vangeance.

Je percerai le cœur que je n’ai pu toucher,


Et mes sanglantes mains, sur moi même tournées,
Aussitôt, malgré lui, joindront nos destinées;
Et tout ingrat qu’il est, il me sera plus doux
De mourir avec lui que de vivre avec vous.”

Accede, ante la amenaza, el enamorado Orestes y


aléjase para cumplir la sangrienta hazaña que ha de
hacerle dueño del corazón de su adorada H arm iona.
Pero en este punto, la confidente de la princesa le ad­
vierte que el rey se acerca, y aquel pobre corazón,
asiéndose a una desesperada esperanza, prorrumpe;
“Ah ! cours après Oreste ; et dis-lui ma Cléone
Qu’il n’entrepenne rien sans revoir Harmione.”

Mas Pirrus viene a confesarle, no su amor, sino


su falta. Ama perdidamente a Andrómaca y no puede
olvidarla. Y ese amor que incendia su corazón y se

22 —
H E L I O P O L I S

desborda por sus labios, estrecha como un cíngulo de


fuego a la hija de Helena. La cólera vuelve a arder en
su pecho; la ira enciende rápidos relámpagos en sus
ojos. El cruel desengaño, como una hidra abomina­
ble, se enlaza a su garganta ahogándole la respiración.
Y entonces las desmelenadas medusas de la vengan­
za cruzan en tropel las arideces de su pensamiento.
JSí ! ¡Matar, matar al perjuro que ha arrojado su po­
bre amor, como una flor envenenada, al fango del ol­
vido! Y esta vez está resuelta: ahora no perdonará.
<,}ue Orestes hiera sin piedad al culpable y sus brazos
ardientes se enlazarán, como una cadena de flores vi­
vas, al cuello del vengador.
¡Mísero corazón! ¡Desdichada mujer! ¡Ha creído
odiar y es amor lo que experimenta! ¡Ha pensado ol­
vidar y el ser amado renace de sus propias entrañas!
Apenas Orestes, en el último acto, se presenta anun-
i iando a Harmiona que sus votos han sido cumplidos,
que su amor está vengado y que Pirrus se revuelve
en su propia sangre al pie del altar, la amante traicio­
nada se yergue como una serpiente aplastada por in­
cauto caminante:

“Tais-toi, perfide,
Et n’impute qu’ à toi ton lâche parricide!
Va faire ch ez'tes Grecs admirer ta fureur.
V a: je la désavoue, et tu me fais horreur.
Barbare, qu'as-tu fait? Avec quelle furie
As-tu tranché le cours d’une si belle vie?
Avez-vous pu, cruels, l’immoler aujourd’hui,
Sans que tout votre sang se soulevât pour lui?
Mais parle: de sont sort qui t’a rendu l’arbitre?
Pourquoi l'assassiner? Qu’a-t-il liait? Aquel titre?
Qui te l’a dit?”

- 23 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

Es la amante, la mujer enamorada, el mísero mon­


tón de cieno animado por un rayo divino la que así
habla; jamás esa Harmiona de piedra, helada como
una cólera del Olimpo, que atraviesa la tragedia de
Eurípides, habría encontrado acentos tan humanos y
tan sentidos para blasfemar de su propia venganza y
escarnecer al ciego instrumento de sus rencores.
Y este constante afán de aproximarse a lo real,
de presentar caracteres humanos y sucesos lógicos, en­
cuéntrase no sólo en la tragedia que hemos analizado,
sino en todas las demás de Racine. Los procedimien­
tos técnicos de este admirable artífice del clasicismo
son los mismos que hoy emplearía el autor dramático
más respetuoso de la verdad. Los personajes heroicos
de Racine se conducen como seres humanos, nada más.
Las acciones más terribles, los sucesos más extraordi­
narios, las más violentas pasiones, las intrigas más
romancescas serán engendradas por resortes vulgares,
por razones arrancadas de la vida diaria. Ved a Ne­
rón, en la tragedia Britannicus, ocultándose tras un
cortinado para espiar a su hermano y a Junia: es un
acto vulgar, digno de un patán cualquiera; pero es que
ese trágico emperador no es una estatua de piedra,
sino un ser de carne y hueso, con un mezquino cora­
zón de hombre. En ese instante no es el Nerón de la
historia, el espantoso victimario de su madre Agripi-
na, el feroz crucificador de los cristianos, el terrible
incendiario de Roma, el histrión de las orgías desen­
frenadas, la fiera insensible a los alaridos de su vícti­
ma, el loco trágico que se envolvió en un manto de
emperador teñido con la púrpura de los corazones vi­
vos; en ese instante es un enamorado, un amante ce-

— 24 —
II E L I O P O L I S
loso, nada más. Observad también a la sangrienta hi­
ja de Jezabel, en la tragedia Athalie, haciendo traer a
sil presencia al pequeño Joas, hijo de Ochosías, rey
ile Judá. Aquella reina terrible, de visiones sombrías,
de venganzas despiadadas, de crímenes inauditos, to­
do furor, todo persecución, todo exterminio, enloque­
cida por los ritos sacrilegos de Baal, asediada por un
constante deseo de ver correr la sangre humeante de
las víctimas, ha hecho apuñalar la raza entera de Da­
vid y ha visto expirar sobre el seno de sus nodrizas
mis propios nietos, los hijos de Ochosías. Pero un
sueño le revela que aún queda un descendiente real
y que ese descendiente la destronará. Entonces viene
al templo de Jerusalén y exígele al gran sacerdote Joad
y a su mujer la princesa Josabeth que le presenten al
niño que tienen oculto. Y el niño comparece; y sus
palabras inocentes, sus sencillas respuestas, sus cando­
rosas reflexiones se abaten en un escondido rincón
del alma de aquella mujer terrible y depierta ignora­
das resonancias. Es una fibra oculta que aún no había
vibrado, la fibra de la mujer. La mole granítica ha
sentido resbalar una congoja por sus entrañas y en sus
ojos fríos y duros encenderse una lágrima como una
estrella. Y por eso, porque es mujer en ese minuto su­
premo, no esaítha el consejo feroz que le desliza al
oido el sacerdote impío de Baal, el apóstata Mathan,
v vuélvese a su palacio sin haber libertado las águilas
exlerminadoras de su ira. Más tarde volverá sobre
mis pasos y reclamará el niño a los judíos; pero esa
llora carnal, de debilidad, habrá bastado para revelar­
nos que la sombría reina sintió latir en su pecho una
i .i faga de amor y de piedad.

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V I C T O R P E R E Z P E T I T

El mismo culto de lo real y humano es el que


impuso a Racine a variar la leyenda de Ifigenia. Sa­
bido es que Esquilo y Sófocles, en Agamenón y Elec-
tra, hacen perecer a Ifigenia en Aulida. Otros, como
Eurípides, pretenden que en el instante del sacrificio,
Diana roba a la princesa y la transporta a Taurida,
dejando en su lugar otra víctima. Y otros, finalmen­
te, entre los que el propio Racine recuerda a Pausa-
nias, afirman que la princesa inmolada no fue la hija
de Agamenón, sino otra Ifigenia que Helena había te­
nido de Teseo. Racine acoge esta versión para hacer
más verosímil su tragedia y no verse obligado a em­
plear el recurso de la diosa y su milagro, que fuera
muy natural y creído en tiempos de Eurípides, mas
no en los de Luis X IV .
Es éste, tal vez, uno de los rasgos esenciales de
la obra de Racine. bise coloso que no teme penetrar al
Olimpo, que no se asusta de visitar a los milenarios
poetas de barbas opulentas para robarles una creación
y lanzarla a los jardines de las Tuberías, iluminados
por un resplandor del cetro de Luis X IV y una sonri­
sa de Mme. de Maintenon, es el gran realista del si­
glo X V II. Tiene la sencillez imponente de la cultura
griega, y tiene la naturalidad de la cultura moderna.
Es que Racine reunía a una sólida instrucción
clásica un claro numen de poeta. Acaso no trajo fór­
mulas nuevas al teatro francés; pero, debido sin duda
a esa sencillez helénica de todas sus creaciones, pudo
adoptar mejor que nadie y con una virtud extraordi­
nariamente hermosa las famosas reglas de las unida­
des. Porque si bien no eran éstas una novedad en su
tiempo, nadie las respetó como él, ni como él constru-

— 26 —
H E L I O P O L I S

\ ó obras absolutamente impecables de acuerdo con ellas.


K! principio retórico de las tres unidades era mencio­
nado y discutido desde mucho tiempo a trá s: la de tiem­
po y la de acción, por lo menos, habían sido extraídas
de Aristóteles por los italianos. En España, Cervantes
habíalas recordado, y en Inglaterra, Sidney. En Fran­
cia, el primero que con toda claridad proclamó las tres
unidades fue Mairet, en el Prefacio de su tragi-come-
dia pastoril Silvanire. No era, pues, un misterio para
l'.s espíritus cultos que Aristóteles en su Poética exi­
gía a la tragedia coros, sueños, dioses, sombras, mo­
nólogos, diálogos rápidos, un suceso único y trascen­
dental, un desenlace funesto, un estilo elevado en ver­
sos sonoros y un espacio de tiempo no mayor de vein-
i¡cuatro horas. Luego, Scalígero completó al Estagi-
rita, y, preceptuando el principio de la unidad de lu­
nar, que no mencionó la Poética de éste, redujo la de
tiempo a cinco o seis .horas para hacer más verosímil
'■1 espectáculo dado el tiempo de su duración.
Pero, si se conocían las reglas, en cambio se las
descuidaba bastante. Dejando a un lado al ya citado
Mairet, cuyas tragedias Silvanire y Sophonisbe no tie­
nen, al decir de la crítica erudita, otros méritos que el
de haber aplicado rigurosamente el principio de las uni­
dades, y dejando a un lado a Chapelain, que fue uno
de los primeros que las defendió en 1635, nadie pare­
cía someter su numen a la tiranía que ellas imponían.
I I gran Comedle las respetó muy poco, las violó a
menudo y violentó su Cid para introducirlas en él.
Racine fue el que logró triunfar. Como si su es­
píritu amplio y hermoso no experimentara la nostal­
gia de la libertad al sentirse encarcelado en la dorada

- 27 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

jaula de la retórica, sacudió las alas y entonó su can­


to con la maravillosa esplendidez de un pajarillo pri­
sionero. Los hierros de su prisión no le impidieron
ver el azul del cielo, y así sus trinos inspirados pare­
cieron más hermosos con los dorados de la prisión.
Dentro de las unidades, sin violarlas una sola vez,
hizo obra real y humana, hermosa y poética. Cada tra­
gedia fue una obra maestra ; un limpísimo poema, irre­
prochable como un mármol, resplandeciente como un
diamante. Así surgieron a la gloria Andromaque, Bri-
tannicus, Bérénice, Bajazet, Mithridate, Iphigénie en
Aulidc, Phèdre, Esther y Athalie. Estrechando su nu­
men con ese triple circuito, como una cabeza de Ve­
nus en tres diademas de plata, Racine no se cuidó
más que de expresar pasiones.
El estudio y análisis de caracteres, empleado por
Corneille, necesitaba forzosamente un largo desarro­
llo para explicar el personaje; y así era inevitable vio­
lar, o la unidad de tiempo o la unidad de acción: no
así la exposición de una pasión violenta que, produ­
ciéndose de un modo rápido y casi brutal, retrata al
personaje con un solo rasgo y condensa toda la acción
en un brevísimo estallido. Por eso, el Cid de Cornei­
lle no encaja en las reglas sino haciéndose violencia,
y la Andromaque, Athalie, Phèdre, etc., entran en ellas
de un modo natural y suave.
Todas las tragedias de Racine no son otra cosa
que esto : un hecho, una poderosa y flamígera pasión
—dos rasgos del cincel sobre la blancura del mármol.
Convencido de que dentro de las veinticuatro horas
un carácter no puede desarrollarse naturalmente, ni
explicarse por actos sucesivos al espectador, toma el

— 28 —
// E L I O P O -L I S

personaje tal cual es y nos le presenta en medio de


una crisis aguda, real y humana, cruel y desordenada.
Así, la unidad de acción es tan breve como la de tiem­
po y la de lugar queda perfectamente limitada. La obra
resulta severa, sólida, terrible, centelleante.
Y como la pasión encuentra más fértil terreno en el
pecho femenino; como sus tempestuosos arranques en­
cuentran camino propicio en las naturalezas nerviosas;
como los sentimientos más hermosos florecen con la
misma facilidad que los más terribles en los corazones
débiles; como el odio y la muerte son los frutos más
comunes del amor, — el teatro de Racine resulta esen­
cialmente femenino, siendo por acaso varones los que
en una u otra obra asumen el rol épico.
También, las mujeres talladas por el trágico su­
peran con mucho a los hombres. La falange de muje­
res terribles ahoga la de los hombres insensatos. H ar-
miona, Junia, Eriphila, Monima, Iphigenia, Roxana,
Berenice, Andrómaca, Atalía, Fedra, surgen como es­
pectros imponentes, hacen oir los atroces clamores de
su s almas angustiadas y se graban en nuestra memo­
ria con relieves de fuego. Sus gestos hieráticos que­
dan cristalizados en nuestras pupilas; las convulsiones
de sus grandes almas trágicas dejan en nuestro cora­
zón una angustia soberana e imborrable. P or mucho
tiempo una frase vibrante persiste en nuestros oídos,
y entonces recordamos, en medio de un espagmo, una
agonía, un amor, un sollozo, una imprecación. Los
ItMinbres son más insignificantes y se eclipsan ante el
(ulgor que irradian las figuras femeninas. Pirrus, Ores-
tes Nerón, Bajazet, Xipharés, Agamenón, Joas, Ma-
i lian, a pesar de sus cóleras soberbias, de sus ansias

— 29 —
inauditas, de sus perpetuas esperanzas, no logran le­
vantar en nuestro corazón el horror trágico de las al­
mas tumultuarias. Sólo Mitridates, Joad y Acomat
parecen alcanzar la vibrante energía de aquellas mu­
jeres y consiguen sacudir nuestros nervios con impre­
siones de espanto.
Voluntades de hierro, caracteres implacables, pen­
samientos atrevidos, corazones ansiosos, todo ese mun­
do de seres heroicos se agita y se mueve en un espa­
cio que resulta pequeño para sus furores y tempestades.
Por tal modo, la acción de la obra, apenas enunciada,
se desarrolla estrepitosamente, sin dilaciones, sin ro­
deos, sin intrigas secundarias. La pasión surge, esplen­
de, se desarrolla y mata: ahí está el drama. Una ma­
drastra incestuosamente enamorada de Hipólito, hijo
;de su esposo Teseo, tal es Phèdre; una mujer aban­
donada, haciendo apuñalear por Orcslos a su pérfido
amante, tal es Andromaque; un viejo rey rival de sus
hijos Xipharés y Pharnase en el corazón de Monima,
tal es Mithridates; una favorita haciendo ahorcar a su
amante y pereciendo ella misma en una intriga de ha­
rén, tal es Bajaset; un emperador, domeñado por su
madre Agripina y esclavizado por el amor de Junia,
asesinando en un arrebato de celos a su propio her­
mano, tal es Britannicus; un padre sacrificando a
sus vicios y ambiciones toda la felicidad de su hija,
tal es Iphigénie en Aulide; un hombre que abandona
a una mujer obedeciendo la voz del deber, tal es Bé­
rénice; un sacerdote fanático salvando el trono de Ju-
dá contra las iras de una reina impía y sanguinaria,
tal es Athalíe. Son pasiones feroces, caprichos crueles,
osadías espantosas, amores asesinos, odios implacables,
H E L I O P O L I S

<|tic restallan y fulguran en una apoteosis de horror.


No hay episodios, no hay intrigas, no hay inci-
«lentes : la acción se desarrolla límpida y serena, con la
majestuosidad de un ventisquero y con su fuerza ava­
salladora y grave también. La simplicidad de
«atine es la simplicidad griega. A su lado, Molière
es complicado y Corneille un laberinto. Este último
agóta todas las pasiones y sentimientos, todas las ideas
y acciones — el honor en el Cid, el ardor político en
( 'inm, el cristianismo en Polyeucte, el libre arbitrio en
Horace, la voluntad dominadora en Nicoméde, etc.— ;
ni tanto que Racine sólo utiliza el amor y las pasio­
nes que de él nacen. Así es como sus tragedias resul-
Un inteligibles para todas las edades. El heroísmo,
por ejemplo, se revela en medio de un pueblo convul­
sionado por los ardores de su infancia, pero no se le
encuentra divulgado en todas las edades y pueblos.
No asi el amor, que es ley suprema en todas las ra­
ras y en todos los tiempos. Y allí donde el amor ha
| 'asado, crecen rosas y brotan espinas : la fidelidad de
Andrómaca y los celos vengadores de Roxana.
Mas no se crea que por escoger el amor como
supremo resorte de sus tragedias, Racine se repitió en
ellas. Son tempestades amorosas los celos de Harmio-
na y de Roxana, son crueles pasiones las culpables de
l ’hcdra y Xipharés; pero nada hay más distinto, entre
sí, que Andromaque y Bajazet, que Phèdre y Mithri-
date. Es que los caracteres de los personajes víctimas
de ardores semejantes son completamente diferentes.
Ilarmiona es ingenua, arrebatada e irreflexiva; Ro­
xana es sensual, inflexible y feroz : por ello, mientras
la primera busca continuamente de atraerse el amor

— 31 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

de Pirrus con la bondad de su corazón y la tristeza de


su sonrisa, la segunda le da a escoger continuamente
a Bajazet entre ella y la muerte. Y ambas hacen ase­
sinar a sus amantes; pero, mientras la una lo hace
en un arrebato, la otra lo dispone fríamente. Fedra es
noble, ardiente y generosa; Xipharés es leal, temera­
rio y bueno: por eso, mientras la primera ante la no­
ticia de la muerte de su esposo Teseo le confiesa su
amor al hijo de aquél, y luego, vuelto de los Infier­
nos el rey de Atenas, llora y se reprocha su precipita­
ción y culpable amor, el segundo persiste en su amor
hacia Monima después que Mil ridâtes, desmintiendo
las nuevas de su muerte, vuelve a Nymphéa para dis­
putarle a sus hijos el corazón da la reina. Pero el final
de estas tragedias varía debido a circunstancias exte­
riores: mientras en Phèdre vemos cumplirse sobre el
inocente Hipólito la maldición de su padre que, en un
arrebato de ira, había invocado la ayuda de Neptuno,
en Mithridate, Xipharcs vencedor de los rebeldes que
traicionaban a su padre, ve unida su mano a la de
Monima por el mismo anciano moribundo.
Mas lo esencial en estas obras no es la acción
dramática, sino la manera particular con que cada per­
sonaje exterioriza un mismo sentimiento: el amor.
Junia, en Britannicus, se ve separada para siempre de
su amante, al que su propio hermano el Emperador
de Roma ha hecho brindar por Narciso una copa en­
venenada, y fiel y constante hasta después de la muer­
te, corre a abrazarse a la estatua de Augusto y clama
desesperada :
“Prince, par ces genoux, dit-elle, que j ’embrasse,
Protège en ce moment le reste de ta race :

— 32 —
n L I O P O L I s

Rome, dans ton palais, vient de voir immoler


Le seul de tes neveux qui te pût ressembler.
On veut après sa mort que je lui sois perjure;
Mais, pour lui conserver une foi toujours pure,
Prince, je me dévoue à ces dieux immortels

1
Dont ta vertu t’a fait partager les autels.”

Bérénice, en la tragedia que lleva su nombre, es


una estrella mística extraviada en el lodazal del mun­
do, Tierna, soñadora, con algo de coqueta y no poco
tic elegiaca, se ve colocada entre Titus, emperador de
Mpna, y Antiochus, rey de Comagenia; y su gran al­
ma desolada, entre el dolor del hombre que ama y la
dwcsperación de Antiochus que busca el hierro homi-
L cltla, se aleja para siempre de su felicidad. — Fedra,
Inca de amor por el hijo de su esposo, ocultando su in-
i estuosa pasión en lo más recóndito de su pecho, da
por fin rienda suelta a sus sentimientos cuando la nue­
va de la muerte de Teseo llega a sus oídos; mas, vuel-
l(* el esposo a sus lares, la duda, el terror, el remordi­
miento, la desesperación, flagelan su alma y en un
‘‘Juste reproches
desborde de crueles ciel! qu’ai-jesus
fait pensamientos
aujourd’hui! se
Mon époux va paraître, et son fils avec lui !
enconan contra la llama de sus sentidos:
Je verrai le témoin de ma flamme adultère
Observer de quel front j ’ose aborder son père,
Le cœur gros de soupirs qu’il n’à point écoutés,
L’œil ihumide de pleurs par l’ingrat rebutés!
Penses-tu que, sensible à l’honneur de Thésée,
Il lui cache l’ardeur dont je suis embrasée?
Laissera-t-il trahir et son père et son roi?
Pourra-t-il contenir l’horreur qu’il a pour moi ?
Il se tairait en vain : je sais mes perfidies,
V I C T O R P E R E Z P E T I T
Œnone, et ne suis point de ces femmes hardies
Qui goûtant dans le crime une tranquille paix,
Ont su se faire un front qui ne rougit jamais.
Je connais mes fureurs, je les rappelle toutes:
Il me semble déjà que ces' murs, que ces voûtes,
Vont prendre la parole, et, prêts à m’accuser,
Attendent mon époux pour le désabuser.
Mourons: de tant d’horreurs qu’un trépas me délivre!
Est-ce un malheur si grand que de cesser de vivre?
La mort aux malhereux ne cause point d’effroi:
Je ne crains que le nom que je laisse apres m oi.”

Roxana, flor lujuriosa de invernáculo, llena de


esencias y venenos; montón de carne sensual e indo­
mable hecha para brindar el deleite y la muerte; fiera
soberbia e impúdica con ternuras de gata mimosa y
zarpazos de pantera sanguinaria, vive en continua du­
da y en sospecha continua sobre el amor de su aman­
te, a quien concluye por sacrificar, y en un par de ver­
sos tan sólo sintetiza todas las voliciones de su vida:
“Observons Bajazet, étonnons Atalid ,
E t couronnons l’amant ou perdons le perfide.”

Monima, esclava de su deber, púdica, sencilla, re­


signada, oculta en su corazón el amor que siente por
Xipharés ; y cuando el implacable rey decreta la muer­
te de su hija; viene la dulce heroína a declararse ella
sola culpable para salvar los días del que le hizo con­
cebir la primera ilusión de amor. Y, en fin, Eriphila,
la serpiente recogida por la dulce Iphigenia, ingrata,
pérfida, envidiosa e intrigante, persiguiendo con sus
iras a los felices amantes hasta que la muerte viene a
tronchar sus días para borrar de la faz de la tierra
una mujer que deshonra al Amor.

— 34 -
H E L I O P O L I S

Y todas éstas almas femeninas, tan diversas las


unas de las otras, expresan el amor sinceramente. No
podrían ofrecer más de lo que ofrecen ni producir
efectos distintos de los que producen. Y este es un nue­
vo rasgo que evidencia la lógica y verdad con que se
de-arrollan las tragedias de Racine. Esas almas vaga­
rosas son almas humanas. Esas pasiones crueles son
pasiones reales. Esos combates heroicos son lós que
presenta a diario la realidad.
¿Cómo pudo desconocerse verdad tan evidente du­
rante tanto tiempo? ¿Cómo no se ha visto que esa ca­
racterística es precisamente la que hace la grandeza
de la obra de Racine? En vez de extraer de sus tra­
gedias tales elementos para deducir el verdadero sello
de su esplendor, críticos enconados señalaron rasgos
sueltos para afear las obras del ingenio. La mesnada
de vapuleadores que, en el mismo siglo del poeta, arre­
metió contra las incomparables tragedias, puso todo
su empeño en demostrar la pequeñez de ellas; y a fuer
de sinceros, hoy debemos nosotros, desprovistos de apa­
sionamientos, declarar que sólo lograron evidenciar su
propia pequeñez. ¿Quién recuerda, si no es algún cu-
i ioso erudito, los nombres de Donneau de Visé, de
lloyer, de Pradon, de Subligny, de Boursault y otros
ilustres desconocidos, envidiosos de femeniles uñas, de­
sastrados escritorcillos hinchados de rabia con el triun­
fo de los otros? Y, sin embargo, en pleno siglo X V II
fueron éstos los que fulminaron sus obras, fueron és­
tos los que envenenaron la existencia de un hombre pu­
silánime, fueron éstos los que le hicieron abandonar el
teatro, — privando a la posteridad, con estúpida abe-
unción, de las grandes obras que todavía hubiera po-

— 35 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

dido producir el poeta en la plena madurez de su ta­


lento y cuando bosquejeaba el asunto de un Iphigénie
en Tauride, de un Alceste y tal vez de un Œdipe ins­
pirado en el grandioso Sófocles, por el cual sentía Ra­
cine una gran admiración. ;
Los pequeños detalles que hoy sirven a la crítica
para avalorar y aplaudir las admirables tragedias, fue­
ron sacados a luz para enrostrárselos a Racine como
pruebas de su falta de inspiración, de su mal gusto
y de su escaso talento. Reprochábasele que no utili­
zara como elemento estético lo sublime; que sus ver­
sos no fueran más poéticos ; que escribiera diálogos pro­
saicos; que no recurriera al efectismo; que falseara
personajes míticos; que no convirtiera la violencia de
las palabras a los actos. La frase de Monima a Mi-
tridates en la escena 5" del acto 111 :
“Avant que votre amour m'eût envoyé ce Rage,
Nous nous aim ions... Seiijneur, vous changez de visage.’’

levantaba una tempestad de protestas. ¡Cómo! El per­


sonaje de una tragedia podía utilizar un giro que em­
plea cualquier mortal al notar que su interlocutor se
inmuta con la revelación que se le hace? ¡Cómo! El
protagonista de un drama clásico ha de descender de
sus coturnos para mostrarnos lo humano de su ros­
tro, no velado ya por la máscara trágica? Y esto, que
hoy se nos antoja una excelente cualidad, era entonces
motivo de befa. Y también lo eran, no ya las frases
sueltas, sino las situaciones creadas por el poeta. Sin
ir más lejos buscando ejemplos, recordemos esa mis­
ma escena del acto III de Mithridate, en la cual el ce­
loso rey, por medio de una superchería, trata de des-

— 36 —
/
B L I O P O L I S

Cubrir si efectivamente su amada siente amor por Xi-


pliurés. Es una escena de la realidad viviente. El alti­
vo rey utiliza un recurso vulgar para corroborar sus
Sospechas; pero es que este Mithridates no es el des­
melenado y salvaje guerrero de Plutarco y Dion Cas-
m m s , todo de una pieza, impasible como una mole gra­

nítica: es, por lo contrario, un pobre viejo, grande en


l.i guerra y pequeño en el amor. Los celos se han en­
roscado como víboras en torno de su corazón y ya no
obra como el constante e impetuoso enemigo de Ro­
ma, sino como un desdichado amante que ve escapár­
sele de las manos la mujer que idolatra. Y sus recur­
sos, para conquistar la verdad, ’en medio de las tinie­
blas que le rodean, no pueden ser los heroicos que em­
pleara ante los ejércitos de Sila y de Pompeyo, sino
los vulgares del enamorado que sitia un corazón fe­
menino. Podría, es verdad, sin descender del alto tro­
no épico, ordenar el degüello de la pérfida y de su
adorador por la sola virtud de sus sospechas; mas es­
to le hubiera convertido en un atrida de hierro. El
hombre celoso persigue siempre la desagradable sen­
sación de averiguar la verdad que ha de destrozarle
el corazón, y, para lograrla, recurre a los procedi­
mientos más rastreros, aun a aquellos que censuraría
con dureza en los demás hombres. Y eso es Mitrida-
tcs: un hombre, un hombre celoso y enamorado.
¡Qué dolores no habrá sufrido el altísimo poeta,
que, como es sabido, tenía tanto amor propio, al con­
templar el género de ataques de que era objeto y al
no encontrar a su alrededor más que una mano ami­
ga, la del cultísimo Boileau! Cada nueva tragedia es­
trenada era una batalla. Después de Andromaque, que

- 37 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

fue un verdadero y estruendoso éxito, — y que costó


la vida al cómico Montfleuri que desempeñaba el rol
de Orestes, — las turbas se coaligaron para declarar­
le la guerra. Subligny arremetió contra Andromaque
y el abate de Villars contra Bérénice. El valor de la
enconada crítica de este último estaba fundado en esta
exclamación: ¡Dioses!, escapada a la protagonista. ¡Un
error de detalle, una ligera inadvertencia, que Racine
se apresuró a corregir, sirviendo de palanca para de­
rrumbar toda una obra! Pero be aquí que los mismos
maestros, por mero amor propio, intervienen también
en la querella para combatir a Racine. El gran Cor­
neille asiste al estreno de Bajacct y encuentra una fra­
se estupenda para hundir la tragedia: “Todos esos
personajes turcos tienen sentimientos franceses; pero
no digo más porque se diría luego que hablo por en­
vidia”. Madame de Sévigné no es menos severa; en.
una de sus cartas, criticando acerbamente Bajaset, di­
ce lo siguiente: “las piezas de Racine tienen trozos
débiles y fríos y jamás irá más lejos de lo qüe ha
ido con su Andromaque”. Verdad es que Iphigénie,
Phèdre y Athalie vinieron luego a desmentirla; pero
es de rigor que la sinceridad, paloma blanca del es­
píritu, no hace jamás su nido donde lo ha hecho an­
tes el encono, cuervo tenebroso de! corazón. Mas la
lucha se reanudaba con el estreno de Mithridate y re­
crudecía con el de Iphigénie en Aulide. Para contra­
balancear el éxito de esta hermosa creación, Le Clerc
compuso apresuradamente una contra-Iphigénie. Pero
el pobre Le Clerc no tenía otro mérito que ser indivi­
duo de la Academia, y Boileau se encargó de matar
su obra con un epigrama. El mismo sistema se siguió

— 38 —
B L I O P O L I S

mando Racine presentó Phèdre: Pradon, como de en­


cargo, escribió su Phèdre et Hippolyte, y madame
Dcshoulières, amanerada poetisa, se encargó de censu­
rar la obra de Racine en un envenenado soneto.
Tantos y tan repetidos ataques descorazonaron al
fin a Racine. Renunció al teatro. H asta llegó a con­
vencerse de que perjudicaba las costumbres de su tiem­
po, Entonces tornó a la religión.
Durante algunos años permaneció inactivo, has-
1 ,1que la misma Mme. de Maintenon le animó a es-
rribir Esthcr y Athalie. Pero las obras cayeron en el
■ilencio. Saint-Cyr tuvo miedo de tocar a la religión,
l a obra maestra de Racine, esa Athalie soberbia que
vivirá eternamente, pasó 'inadvertida; sólo veinte o
treinta años más tarde será desenterrada.
Así, por el encono de la crítica, por la incompren­
sión de las gentes, el genio de Racine no produjo to­
das las obras que era dado esperar de él.

II

N o es del caso ahora, entrar en largas disquisi­


ciones sobre, la acción educadora de la crítica. Hay
verdades irrecusablemente comprobadas que, lo mismo
que los axiomas matemáticos, no admiten discusión.
La crítica es un alto ministerio necesario y alecciona­
dor. Estudiando las obras de los grandes ingenios que
lian marcado un jalón en la carretera del arte, ha po­
dido desentrañar reglas y principios que muy luego
constituyen toda una ciencia, la calología o tratado
de la belleza; y aplicando esos principios y reglas a
las obras de los demás artistas, ha resultado hacede-

— 39 —

\
V I C T O R P E R E Z P E T I T

ro y fácil juzgarlas con un criterio racional y cientí­


fico. Claro está que las reglas literarias no dan talen­
to al que nació sin él (quod natura non dat, Salatnan-
ca non prestat) ; pero las reglas sirven para señalar
los secretos de una belleza lograda y también para
evitar los defectos que maculan una obra fracasada.
Claro está también que las bellas artes no pueden ser
sometidas a un canon fijo ni estar atarazadas por una
serie de principios inamovibles. Grandes artistas, fe­
cundos creadores, almas revolucionarias pueden corre­
gir y mejorar las reglas que se tienen por más segu­
ras y perfectas, — que el genio posee, precisamente,
entre sus virtudes cardinales, la de ser reformador y
avancista. Por lo demás, lo bello, lo sublime, lo paté­
tico, lo cómico, lo trágico, lo delicado, lo doloroso, se
sienten más que se interpretan. Nadie realizará algo
hermoso y grande con un patrón en la mano, por nú­
mero y medida, si el sentimiento profundo de la poe­
sía no arde dentro de su espíritu como una lámpara.
Pero la crítica, estudiando al hombre y a su obra, ana­
lizando las características de aquél y el medio en que
ésta se produjo, aplicando las normas que mejor res­
ponden a la filosofía de la belleza, es un ministerio
que interpreta, comenta, traduce y hace amar lo bello
y aborrece lo feo; es, por tal modo, como quien dice,
segura brújula para los iniciados y para las gentes
profanas. Ciencia del espíritu, si no hace al espíritu,
le adiestra y documenta. Hegel ha dicho algo de todo
esto, definitivamente, cuando afirmó que “la filosofía
no pretende dar al arte recetas, mas puede darle muy
útiles consejos; síguele en sus procedimientos y le se­
ñala los falsos caminos por donde puede extraviarse:

— 40 -
E L I O P O L I S

¡ella sola puede dar a la crítica una base sólida y prin­


cipios fijos” .
Vienen a cuento estas generalidades porque no
faltan los que han pretendido desconocer la misión edu­
cadora de la crítica, y aún sobran los que se han em­
peñado en zaherir la acción del crítico dogmático con-
liderándola retardataria y perjudicial. Contemplado
ahora el caso de Racine, dijérase que están en lo cier­
to aquellos que así se expresan; no obstante, bien ana­
lizado el punto y dando a cada factor su real valor, fá­
cilmente puede advertirse que la crítica, la verdadera
t critica, nada tiene que ver con los desmanes que en
su nombre suelen cometerse.
La verdad, lo cierto, lo indiscutible, es que con­
tra Racine no han hecho crítica científica y razonada
sus detractores: toda esa terrible guerra que malogró
su labor, arrebatándonos la realización por el artista
de quién sabe cuántas obras maestras, no ha sido más
que una campaña de espíritus mezquinos, envidiosos
o zafios; de una cábala organizada para combatirlo en­
conadamente, sin razón y sin provecho; una confabula­
ción implacable de la rutina, la incomprensión, el ce­
lo de los iguales y la envidia de los fracasados para
imponer su gusto o su capricho y anular al que traía
una concepción nueva de la tragedia y una realización
superior a las comunes y corrientes. Nunca, jamás, en
la historia del arte, se ha dado un caso más típica­
mente feroz que el que nos ofrece éste del genial es­
critor francés, perseguido y denostado en todos y ca­
da uno de sus estrenos por una camarilla — espíritus
de elección, los unos; despreciables medianías, los más
— que presumía ser dueña de los destinos de las le-

41 —
1
V I C T O R P E R H Z P E T I T

tras del siglo y procuraba gobernar a los artistas crea­


dores. Convirtiendo nuestros ojos a la sociedad de
aquellos tiempos, descubrimos, desde luego, la figura
del gran Corneille, ya en plena vejez, como un astro
que se inclina hacia el ocaso, movido indudablemente
por esos inevitables celos que ha de experimentar el
que advierte que otra gloria llega tras sus pasos en la
tierra para sustituir su propia gloria; vemos a Mada-
me de Sevigné, gobernada por la tradición, regida en
sus gustos y preferencias por los que fueron la ley en
su ya pasada juventud, rebelarse contra las innovacio­
nes de una estética revolucionaria, y percibimos a Saint-
Evremont, que no dejaba de poseer condiciones de
aristarco reflexivo y culto, confundirse con altivos pa­
laciegos y presuntuosos ignorantes tales que el duque
de Nevers, la duquesa de Bouillon, Mme. Deshoulié-
res, Donneau de Visé, Boursault, Subligny, Boyer, el
duque de Créqui, el conde de Olonne, Le Clerc, Bar-
bier d’Aucour y el inefable Pradon. Señorones auto­
ritarios y poetastros serviles, aunados en el miserable
empeño de hundir al que les humillaba con la excel­
situd de su talento, transformaban su rincón dorado
de la corte del Rey Sol en nidal de rabiosas avispas,
en una cueva de enredos y confabulaciones un poco a
la manera de esas turbias casas de vecindad que en
nuestros días, en Buenos Aires y en Montevideo, lla­
mamos “conventillos” . Aquella sociedad de príncipes
y de duques desocupados, de “bas bleus” marisabidi­
llas y de troveros de tres al cuarto, en vez de emplear­
se en otras empresas más nobles y más dignas de ellos
mismos, distraía sus ocios y mataba su aburrimiento
con juegos y artimañas de la peor catadura y de la

— 42 —
B L I O P 'O L I S
1 ■■■ — - ~ .

lii.r. perversa intención. Vestidos de sederías, conste­


lólos de joyas, macerados en perfumes, todo sonrisas
y reverencias, no conseguían disimular detrás de tan­
to fausto y aparato, la mezquina partícula de barro que
|os hace hermanos de estos palurdos de ahora, man-
flmdos de estolidez y ardidos por la envidia. El chis­
mes vergonzante que se recoge con premura y se
Mpite al oído, detrás de un abanico; el epigrama mor­
daz que se hace correr como un aura deletérea; la bur­
il! que se prepara, el asalto que se combina, la mez­
quindad que se proyecta: todas las malas artes de las
({«•lites de rompe y rasga que buscan hacer daño por
el placer enfermizo de hacerlo, son puestos en juego
Contra Racine por sus enemigos. No existe historia­
dor literario que haya dejado de señalar, no sin repu­
dio e indignación, esta guerra despiadada y vergon­
zosa. La Harpe, en su Lycée on Cours de littérature,
lomo V, nos dice concluyentemente: “Racine era muy
sensible; poseía esa altivez del hombre superior que
no puede soportar una concurrencia indigna. Las arre­
metidas de sus enemigos y el triunfo de Pradon lasti­
maron su alma: en cuanto a la mía, se resiste a recor­
dar las bajas maniobras que el odio empleó contra
él. Ese cuadro es odioso y repugnante: por lo demás,
los hechos son harto conocidos. Basta recordar que
Racine, a la edad de treinta y ocho años, en mitad de
su carrera, condenó su genio al silencio, precisamente
cuando éste culminaba. Es lo que debemos a la envi­
dia y a Pradon” . Por su lado, F. Deltour, en su docu­
mentadísimo libro Les ennemis de Racine au X V lile ,
símele, nos ha comentado largamente este verdadero
asesinato del genio de un escritor. Y ya en nuestros

— 43 —

\ \
V I C T O R P E R E Z P E T I T

días, Ferdinand Brunetière, en uno de sus grandes


Etudes critiques sur l’histoire de la littérature françai­
se (1* serie) nos dice hablándonos de Racine: “Su­
frió más de lo que se puede imaginar. Porque es inú­
til que se diga lo contrario: nuestros contemporáneos
son nuestros contemporáneos, es decir, nuestros jue­
ces naturales, aquellos de quienes ante todo anhelamos
conquistar los sufragios, arrancar el aplauso. Nos de­
cimos a nosotros mismos y tratamos de creerlo que
en efecto el Mercurio galante o el diario que le re­
emplace, según el dicho de 1.a Bruyère, “están inme­
diatamente debajo de nada” ; lo cierto es que las he­
ridas que causan no son por eso menos crueles para
la sensibilidad de un poeta. Y luego, un gran hom­
bre, en aquellos tiempos, que no se parecían a los nues­
tros, desde tal punto de vista, no poseía nunca una
tan plena y soberbia conciencia de su valer como pa­
ra creer en sí mismo, solo en contra de todos. “Aun­
que los aplausos que he recibido me hayan halagado
mucho —decía Racine a su hijo, la menor crítica,
por mala que haya sido, me ha causado siempre más
pesar que no placer las alabanzas”. Al día siguiente
del estreno de Britannicus hubiera cesado de escribir
para la escena, si el firme buen sentido y la sólida
amistad de Boileau no le hubieran consolado, levan­
tado, sostenido. A despecho de Boileau, la desespera­
ción le cogió, y el ánimo le abandonó, en toda la ma­
durez de su genio, en la plenitud de su vida, al día
siguiente del fracaso de Phèdre. Pradon no es tan só­
lo responsable y culpable de haber osado remedar una
tragedia de Racine; es responsable todavía de ese si­
lencio de doce años que guardó el poeta. Es él quien

44 —
B L I O P O L I S

lins ha privado de esa Iphigénie en Tauride cuyo plan


\ primer acto en prosa se halló entre los papeles de
K, ici ne; es él quien nos ha frustrado ese Alceste del
cual se asegura que Racine había compuesto ya nu­
merosos fragmentos. Pero, en fin, si el odio y la
envidia se hubieran contentado con eso!; pero, has-
la el último día le persiguieron, hasta con Esther, has­
ta en Athalie, tanto que, después de haberle descora­
zonado de escribir para la escena, lograron hacerle du­
dar de sí mismo. Cuando vio aquel desborde de in­
cultos contra su Athalie, se imaginó — nos dice su
hijo — “que había equivocado su tema” . Puede de­
cirse, en verdad, que ninguno de sus contemporáneos
sufrió semejantes disgustos, ni conoció esta última
angustia.
No existe historia de la literatura francesa que,
al enfrentarse a la época de Racine, no haga especial
mención de esa guerra implacable contra el grande
escritor que es hoy una de los glorias más puras de
b'rancia. Gustavo Larroumet, en un concienzudo y
hermosísimo estudio que integra la colección de Les
Grands Ecrivains Français de la Librería Hachette
y C ia., nos ha dejado por su parte un recuerdo emocio­
nado y altamente imparcial de aquella guerra. Quien
desee conocer a fondo la significación y entidad de los
detractores del poeta, debe consultar confiadamente es­
te libro de Larroumet, no menos interesante y docu­
mentado que el de Deltour, citado antes.
Quiero reseñar aquí, siquiera sea brevemente, esa
campaña terrible de críticas enconadas y de burlas in­
decorosas que no consintió a Racine disfrutar en toda
su carrera artística de un rotundo triunfo, — toda
/ V I C T O R P E R E Z P E T I T

vez que, aun cuando el público en general aplaudía sus


creaciones, las disciplinadas huestes de sus enemigos
se empeñaban en la innoble tarea de reliarle a perder
su alegría al día siguiente del estreno con censuras,
burlas y epigramas de la más refinada mala fe. Re­
visando los textos, de inmediato se advierte el encono
y la parcialidad sustituyéndose a la rectitud y sereni­
dad de la verdadera crítica. Aun en los de aquellos
que parecen celebrarle con cuidada caballerosidad, siem­
pre aparece una meticulosa objeción, algún "pero” re­
ticente, algún “sin embargo” envenenado, premiosos en
restar méritos a la obra y en disminuir la entidad del
estreno. Críticas sin -mayor significación, censuras ni­
mias, pequeñeces de la vida literaria, no debieran mo­
lestar mayormente a un hombre superior, pero, ¿qué
se ha de hacerle?, así está constituido el set humano, y
no por pequeñas o injustas o'torpes, dejan por ello de
herirle en lo más hondo semejantes pequeneces. En el
balance de satisfacciones y desagrados que l o d o escritor
se hace a raíz de un estreno, una sola censura cuenta
por cien aplausos. La vanidad del hombre de letras
deja tamañita la de las mujeres que presumen de her­
mosas .
Después del éxito de Alexandre, Racine empezó
a pagar bien caro su raro talento y el favor con que
se había acogido su iniciación en las letras. Desde el
gran Corneille, que en los umbrales de lá vejez veía avan­
zar aquel nuevo astro, hasta aquel pobre Duque de Ne-
vers, flor de orgullo y ramplonería, que amenazó con
dar de bastonazos al poeta a raíz del estreno de Phè­
dre, todos los que, respondiendo a sus gustos pasaje­
ros, no podían admitir al innovador y al revoluciona-

- 46 -
H E L I O P O L I S

rio, se organizaron en junta para perseguirlo y mal-


t ratarlo.
El estreno de Andromaque en noviembre de 1667
en el Hotel Bourgogne hizo surgir a los primeros cen­
sores, el conde de Olonne y el duque de Créqui. Saint-
Evremont, que valía más naturalmente que esos dos
señores, se ocupó también de la nueva tragedia; pero
ya empezó a apreciarla con menos interés que a Ale-
xandre. Este crítico, el único tal vez a quien pueda
prestársele ese nombre entre todos los que zurraron al
ilustre escritor, observó respecto a Racine una acti­
tud digna de ser señalada. Con Alexandre, el primer
estreno del poeta, se mostró benévolo; con A ndromaque,
que vino luego, ya fue más frío. Y en lo sucesivo, a
medida que Racine progresaba, superándose en cada
estreno, hasta alcanzar el pleno dominio de sus faculta­
des, Saint-Evremont fue escatimando los aplausos, has­
ta convertirse en un adversario rijoso y enconado. Así
es como lo vemos decir, a propósito de Andromaque,
que la obra “necesita grandes intérpretes para que lle­
nen con su acción lo que a ella le falta” y que “le
ha parecido muy bella, pero que se puede ir más lejos
en el examen de las pasiones” . Pero quien extremó,
en la ocasión, la nota censoria, fue un abogado del
Parlamento, Subligny, quien no tuvo sonrojos en escri­
bir la Folie querelle, una chata y triste parodia de la
tragedia de Racine, para mofarse de éste, pretendien­
do con su engendro rebajar los valores de Andromaque,
como si fuera dado apagar un astro como se apaga f
un cirio. En el prólogo que dió el poeta a su tragedia,
se descubre la amarga impresión que le causó este pri­
mer asalto de sus enemigos: “El público —dice— me

- 4/ —
y I C T O R P E R E Z P E T I T

1 sido bastante favorable como para que me preocu­


1 .1

pe del disgusto particular de dos o tres personas” . ¡ Po­


bre poeta! Ya vamos a ver si le darán paz esas dos o
Iris personas y si sus preocupaciones, crecidas y agi­
gantadas, le robarán el sueño.
Con Les Plaideurs, Racine tiene un momento de
respiro. La obra, es verdad, al aparecer en el mes de
noviembre de 1668, es mal recibida por todos, que no
conciben que un poeta trágico distraiga sus ocios com­
poniendo una comedia al estilo italiano para divertir
a los espectadores; pero, un mes después, representa­
da en la corte, provoca la buena y franca risa del Rey,
y, desde ese instante, naturalmente, todos los cortesa­
nos se ven constreñidos a reír y a celebrar lo que el
Rey ha festejado. Pero llega el estreno de Britannicus
( “una de las tragedias que he trabajado más” , decla­
ra el mismo autor en su Prefacio),’ y la tormenta vuel­
ve a desencadenarse. Esta vez es Boursault quien rom­
pe el fuego. En un escrito malevolente, pleno de alfi­
lerazos, hace notar que en un palco se hallaba el gran
Corneille, solo y grave, y que en otro se exhibía un
amigo del autor (Boileau), aplaudiendo todos los pa­
sajes y reflejando en su rostro las emociones que le
procuraba la obra hasta el punto “de parecer un cama­
león” . En suma, para Boursault, la obra “no obtuvo
el éxito que se esperaba” . Después de este censor, apa­
rece Saint-Evremont, quien se muestra esta vez más
agresivo con el joven autor. “Deploro —ha dejado es­
crito este crítico, para su propio descrédito,— deplo­
ro la desgracia de este autor trabajando tan dignamen­
te un asunto que no admite una exteriorización agra­
dable” . La posteridad se ha encargado de dar a cada

- 48 -
/

H E L I O P O L I S

nial su merecido: a Racine, el halo de gloria que co-


i responde a quien, ahondando la tragedia histórica, su­
po igualar al Corneille de Horace, y aun superarlo;
.il crítico enconado, ciego ante los valores de una obra
que se hombrea con el mismísimo espíritu de Tácito,
la oscuridad sepulcral que corresponde a los maestritos
efímeros.
A Britannicus siguió Bérénice, ese poema más que
tragedia, emotivo, delicado y sentidísimo que hizo ver­
tir ríos de lágrimas a los espectadores. Racine mos­
trábase orgulloso de su éxito de emoción, logrado has­
ta la trigésima representación de la obra, sin ceder
mi punto al conquistado la noche del estreno. Todos,
en verdad, estaban profundamente impresionados por
aquel asunto sencillo y natural, — la separación de Ti­
tas y Berenice. Y he aquí que aparece nuevamente Saint-
Kvremont para formular sus objeciones con un tono
más severo y condenatorio. Y a este ya declarado ad­
versario de Racine, sigue Chapelle, quien pretende ma­
tar la obra con una cancioncilla de la calle:

Marión picure, Marión crie,


Marión veut qu’on la marie.

Y Racine, que ya se había ido enardeciendo con


las anteriores críticas, contesta y se enfada. Todos sus
enemigos se regocijan entonces y aprestan sus dardos
[tara el próximo estreno.
Llega Bajazet. El poeta deserta esta vez de la anti- 1
giiedad clásica y dando una hermosa prueba de la va­
riabilidad de su talento, osa llevan a la escena la vida
contemporánea. Es una innovación que por sí sola reco-i
i - — 49
V I C T O R P E R E Z P E T I T

mienda al artista creador. Pero la crítica no transige :


implacable y cruel, ha de restar méritos a una tragedia
construida con soberano arte. Y ahora es Madame de
Sevigné, adoradora de Corneille, quien ha de descono­
cer los méritos de Racine. En una de sus cartas —di­
rigida a Mme. de Grignan el 15 de enero de 1672—
dice: “La pièce de Racine m’a paru belle; nous y avans
été. Ma belle-fille (Mme. de Sevigné llamaba así a
la actriz Champmêle, amante de su hijo y, como es sa­
bido, de Racine también), m’a paru la plus miraculeu­
sement bonne comédienne que j ’aie jamais vue : elle
surpasse la Desæillets de cent mille piques. . . Bajazet
est beau; j ’y trouve quelque embarras sur la fin; mais
il y a bien de la passion, et de la passion moins folie
que celle de Bérénice. Je trouve pourtant, à mon petit
sens, qu’elle ne surpasse pas Androtmquc, et, pour les
belles comédies de Corneille elles sont autant au-dessus
que votre idée étoit au dessus de. .. Appliquez, et res­
souvenez-vous de cette folie, et croyez que jamais rien
n ’approchera, je ne dis pas surpassera, je dis que rien
n’approchera des divins endroits de Corneille". Se ad­
vierte fácilmente en este pasaje que Mme. de Sevigné
comparte los juicios de Saint-Evremont, y que según
su parecer Racine, después de Andromaquc, no ha he­
cho nada que valga la pena. Pero su juicio más rudo
y categórico es la carta escrita con fecha 16 de marzo
del mismo año. Es interesante copiar esc párrafo que
demuestra, si no la falta de comprensión de su autora,
la mala voluntad que profesaba al poeta. Hélo aquí:
“Je suis au désespoir que vous ayez eu Bajazet par
d’autres que par moi : c’est ce chien de Barbin (un co­
nocido librero de aquellos tiempos), qui me haït, par-

— 50 —
H E L I O P O L I S

ce que je ne fais pas des princesses de Clèves et de


Montpensier (novelas de Mme. de la Fayette). Vous
avez jugé très-juste et très-bien de Bajazet, et vous a-
vez vu que je suis de notre avis. Je voulois vous en­
voyer la Champmêlé pour vous rechauffer la pièce. Le
personage de Bajazet est glacé: les mœurs des Turcs
y sont mal observées; ils ne font point tant de façons
pour se marier; le dénoûment n’est point bien prépa­
ré: on n’entre point dans las raisons de cette grande
tuerie. Il y a pourtant des choses agréables, mais rien
de parfaitement beau, rien qui enlève, point de ces ti­
rades de Corneille qui font frissonner. Ma fille, gar­
dons-nous bien de lui comparer Racine, sentons-en tou­
jours la différence; les pièces de ce dernier ont des
endroits froids et faibles, et jamais il n’ira plus loin
qu’Andró maque. Bajazet est au-dessous, au sentiment de
bien des gens, et au mien, si j ’ose me citer. Racine
fait des comédies pour la Champmêlé: ce n’est pas poui
les siècles á venir. . . ”
Causa tristeza descubrir en un espíritu de elección
como el de Mme. de Sevigné ese rinconcito de malquc
rencia hacia un poeta superior, cuyas virtudes creado
ras no podían escapar a su aguda penetración No
se la concibe incurriendo por ligereza en tan garrala
les errores de crítica, ni por incomprensión mlia/an
do bellezas estilísticas tan puras y perfectas. Ni puede
perdonársele tampoco que haya comprometido su buen
gusto artístico ante la posteridad, trazando un vatici­
nio absurdo que los siglos, por ella misma invocados,
se han encargado de desmentir. Sólo puede servirle de
excusa — si es excusable de modo alguno • su cie­
ga adoración por Corneille, su rendimiento a la tradi-

- 51 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

ción, su consecuencia a los principios estéticos que


eran ley en los años de su ya lejana juventud.
En medio a estas luchas y contrariedades, Raci-
ne continúa trabajando. Tras cada asalto de sus ene­
migos, se yergue más altivo. A los que le niegan ap­
titudes de poeta y cualidades de trágico, contesta con
nuevas creaciones. Así se comportan los artistas de
verdadero talento. Así se producen los que tienen fe
en sí mismos. Es de ese modo, entre diatribas y ne­
gaciones, como lanza a las fauces de la( “fiera” sus dos
nuevas tragedias: Mithridate, primero, y poco después
Iphigénie en A ulide. Son dos éxitos rotundos ante el
público severo e imparcial. El genio del gran escritor,
que va dominando la cumbre en su constante ascensión,
no sólo renueva sus asuntos, sino que ajusta cada vez
más su límpido verso a las formas superiores de la
tragedia. Pero la cábala no ceja en su empeño de
apagar el trueno de los aplausos con su gritería de
ocas enfurecidas. Contra Mithridate se formula el re­
proche de infidelidad histórica, no obstante ser esta
la obra en que su autor se lia documentado más cui­
dadosamente en los viejos escritores; contra Iphigénie
se arguye que es una pieza sensiblera, para conmover
a los llorones. Es conocida la diatriba de Barbier d’Au-
cour, encarnizado enemigo de Racine, quien a falta de
mejores razones, espeta como gracioso de feria,
burlándose de los espectadores conmovidos por el
asunto de la tragedia:

Elle fait chaqué jour par des torrents de pleurs


Renchérir les mouchoirs aux dépens des pleureurs.

— 52 -
H E L I O P. O L I S
Pero los adversarios no se conforman con las ar­
mas empleadas hasta entonces; para aplastar sumaria­
mente al poeta, imaginan otra, que consideran como el
último extremo de su habilidad. Dos pobres hombres,
Le Clerc y Coras, se conciertan para escribir en cola­
boración una nueva Iphigénie, que luego hacen repre­
sentar en el teatro Gnénégaud. “ ¿Tuvieron por sí
mismos esa idea —se pregunta Larroumet— o les fue
sugerida? No se sabe; pero es de notar que obrando
así realizaban el primer ensayo de la maniobra que
iba a ser empleada contra Phèdre. El recurso no es­
taba bien logrado para alcanzar su finalidad; una se­
gunda tentativa logrará todo su efecto. Entretanto, la
Ifigenia de Le Clerc y Coras caía estrepitosamente. Por
toda venganza, Racine hacía circular el incisivo epi­
grama tan conocido” .
El epigrama a que hace alusión Larroumet en la
precedente cita, es el siguiente:

Entre le Clerc et son ami Coras,


Deux grands auteurs rimant de compagnie,
N ’a pas longtemps, sourdirent grands débats
Sur le propos de leur Iphigénie.
Coras lui dit : “La pièce est de mon crû."
Le Clerc répond : “Elle est mienne et non vôtre.”
Mais, aussitôt que l’ouvrage a paru,
Plus n’ont voulu l’avoir fait l’un ni l'autre.

Como se ve, Racine se defendía bravamente, hin­


cando en sus enemigos los dardos afilados de su burla.
Eran tiempos aquellos en que valía tanto un epigrama
como una estocada. Solamente si entre los cortesanos
de Luis X IV abundaban los que manejaban su espada
con habilidades de matachines, ya no eran tantos los

— 53 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

que esgrimían el ingenio para herir con una sátira.


En este duelo, Racine podía pasar por consumado maes­
tro de armas ante sus adversarios. Digalo el triste
Pradon, que hubo de padecer una y otra vez las esto­
cadas de nuestro gran poeta, en retribución de sus crí­
ticas e insolencias. Vale la pena recordar aquí el epi­
grama que Racine compuso contra Pradon con moti­
vo del estreno de una tragedia de éste :

Que je plains le destin du grand Germanicus!


Quel fut le prix de ses rares vertus!
Persécuté par le cruel Tibère,
Empoisonné par le traite Pisón,
Il ne lui restait plus, pour dernière misère,
Que d’être chanté par Pradon.

E igualmente vale la pena reproducir este otro


epigrama contra la Troade del mismo Pradon:
Quand j'ai vu de Pradon la pièce detestable,
Admirant du destin le caprice fatal :
Pour te perdre, ai-je dit, Ilion déplorable,
Pallas a toujours un cheval.

Pero lleguemos, que ya es tiempo, al estreno de


Phédre, la soberbia tragedia que disputa el título de
"obra maestra” a la admirable Athalie. La nueva obra
de Racine, con su definido propósito de educación mo­
ral, con su arquitectura sobria y perfecta, con su per­
sonaje central de una euritmia cíclica, con el resplan­
dor de los más hermosos versos que se hayan escrito
jamás en idioma francés, merece la arrebatada admi­
ración que ha suscitado, al través de los siglos, en los
críticos más cultos y exigentes, — empezando por aquel

— 54 —

»
H E L I O P O L I S

gran descontentadizo que fue Voltaire. Inspirada, no­


blemente desarrollada en todas y cada una de sus es­
cenas, con una pintura del carácter de la protagonis­
ta que no luce la mismísima de Eurípides, no llegó
ni al corazón ni al entendimiento de los enemigos
del autor; al contrario, su misma grandeza y perfec­
ción pareció exacerbar sus viejos rencores, y una ver­
dadera tempestad de denuestos e insultos se desató en
los salones literarios. Donneau de Visé clamaba con­
tra el horror del asunto, como si toda la tragedia de
los antiguos no estuviera repleta de crímenes, incestos
y venganzas terribles. Pradon apostrofaba a Racine,
tachándole de inmoral, olvidado de que él mismo re­
cogía el tema del incesto para zurcir la tragedia con
que pretendía competir con aquél. En cuanto a la du­
quesa de Bouillon, decidida a darle el golpe de gra­
cia al poeta aborrecido, empleándose a fondo con su
autoridad y su riqueza, ideaba un plan perversamente
femenino. Encargó a Pradon, al triste y desastrado
Pradon (1 ), que compusiera otra Fedra para compe­
tir con la de Racine y hacerla representar a la vez
que la de éste. Luego, sin reparar en la brecha que
abría en sus arcas, arrastrada por su rencoroso ca­
pricho, compró todos los palcos de los dos teatros pa­
ra las seis representaciones, a fin de poder dejar va­
cío aquel en el cual Racine debía estrenar su obra y

' (1) Pradon era la quintaesencia de la ignorancia. Cierta


noche, al salir de la representación de una de sus tragedias, el
príncipe de Conti le tomó aparte y le hizo observar que había
colocado en Europa una ciudad que estaba en Asia. —“Que Su
Alteza me excuse, — contestó Pradon, — no estoy muy fuerte
en cronología” .

- SS -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

llenar en cambio el otro donde su protegido estrena­


ría la suya. Una artimaña que le representaba el des­
embolso de quince mil libras : un desembolso que tra­
duce la intensidad de su rencor. Racine tuvo, pues,
que estrenar con el teatro casi vacío; pero, al fin, el
buen sentido del público se impuso, y mientras caía el
mamarracho escrito de encargo, la obra del genio triun­
faba. Esta contrariedad exacerbó el encono de la du­
quesa. Todos sus amigos proferían denuestos contra
Racine. El duque de Nevers, hermano de la Mancini,
aullaba amenazas como un poseído. Por fin se decidió
matar la obra, como se matan muchas grandes cosas
en Francia, con la burla rimada de una canción o el
oportunismo de un soneto. Y Mme. Deshoulières, poe­
tisa de los carneritos y de los gatos, compuso el si­
guiente soneto, que, por poco conocido, reproduzco a
título de curiosidad:

Dans un fauteuil doré, Phèdre tremblante et blême,


Dit des vers où d’abord personne n’entend rien ;
Sa nourrice lui fait un sermon fort chrétien
Contre l ’affreux dessein d’attenter à soi même.

Hippolyte la hait presque autant qu’elle l’aime;


Rien ne change son cœur ni son chaste maintien;
La nourrice l’accuse, elle s’en punit bien;
Thésée a pour son fils une riguer extrême.

Une grosse Aricie, au cuir rouge, aux crins blonds,


N ’est là que pour montrer deux énormes tétons,
Que, malgré sa froideur Hippolyte idolâtre.Il

Il meurt enfin traîné par ses coursiers ingrats;


E t Phèdre, après avoir pris de la mort-aux-rats,
Vient, en se confessant, mourir sur le théâtre.”

- 56 -
H E L I O P O L I S

Irritado Racine, replicó con otro soneto, en el


cual, haciendo alarde de su facilidad para rimar, em­
pleaba los mismos consonantes: en ese soneto zahería
vivamente al duque de Nevers, hermano de la duque­
sa de Bouillon, y en cuanto a ésta, con una alusión
atrevida, le recordaba una acusación de incesto que
corriera contra ella en los corrillos cortesanos. Con
tales materiales, el escándalo creció y se llegó hasta
la amenaza airada. El duque de Nevers, furioso, en
un tercer soneto, malo como suyo por supuesto, pero
de más mala intención todavía, amenazaba con dar de
palos a Racine. Pradon se regocijaba y hacía correr
la voz de que Boileau ya había recibido su parte. En­
tonces intervino el gran Condé a favor del poeta y
de su amigo, haciéndole saber al duque de Nevers
que “vengaría como hechos a su persona los agravios
que se hicieran a dos hombres que él distinguía” . El
enojoso asunto quedó concluido, naturalmente.
Pero, en el alma de Racine permanecía abierta
la llaga viva de tanta injusticia. Aquel continuo deba­
tirse contra enemigos que le agriaban todos sus triun­
fos ; aquellas mezquindades y torpezas que se trama­
ban en la sombra para disminuir sus creaciones; tan­
ta maldad, envidia e incomprensión, concluyeron por
vencerle. El desaliento abatía su ánimo, no obstante el
apoyo leal y noble que le prestaba Boileau — el úni­
co contemporáneo que merecía el nombre de sesudo
crítico, — y decidió abandonar el teatro y acogerse al
retiro de su hogar. Nada pudieron los consejos del
ilustre am igo: la amargura estaba en su corazón y la
duda en su conciencia. Y cuando un artista pierde la
fe en sí mismo, su carrera está terminada.

57 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
El duque de Nevers, la duquesa de Bouillon, Saint-
Kvremont, Le Clerc, Donneau de Visé, Pradon y de­
más imbéciles, son, pues, responsables, ante la histo­
ria, del torpe asesinato de un genio que es orgullo de
Francia y de la humanidad. Son indiscutiblemente cul­
pables de ese silencio de doce años que guardó el poe­
ta, desde el estreno de Phèdre hasta el delEsther (obra
con la cual tornó al teatro por requerimiento expreso
de Mme. de Maintenon, entonces en el favor de Luis
X IV ), — largo período de tiempo en el que nos hu­
biera ofrecido quién sabe cuántas otras obras maes­
tras, pues se hallaba en la plenitud de su talento. Por­
que es en vano que, al modo de ciertos historiadores mo­
dernos, amigos de buscar la explicación de un suceso,
no en sus causas directas, sino en las más estrafala­
rias e inconexas, se den a la ímproba tarea de demos­
trarnos que Racine abandonó la escena de sus triun­
fos por un desengaño amoroso con la señorita Champ-
mélé. Es harto sabido, y más aún lo fue en la época,
en que vivían los actores de ese otro drama pasional
de la realidad, que la voluble comedianta brindaba sus
favores a varios amantes al mismo tiempo. Racine no
ignoraba que la Champmélé le hacía compartir sus
horas de amor con el marqués de la Fare, con el con­
de de Revel, con Carlos de Sévigné, con el conde de
Clermont-Tonnerre, etc. : su mismo amigo Boileau, al
tanto de todos sus asuntos íntimos, recogiendo un di­
cho de Racine, compuso el siguiente epigrama:
De six amants contens et non jaloux,
Qui tour á tour servoient madame Claude,
Le moins volage étoit Jean, son époux.
Un jour pourtant, d'humeur un peu trop chaude,

58 -
H E L I O P O L I S

Serroit de près sa servante aux yeux doux,


Lorsqu’un des six lui dit: Que faites-vous?
Le jeu n’est sûr avec cette ribaude:
Ah! voulez-vous, Jean-Jean, nous gâter tous?

Racine, pues, por esa tolerancia que convierten


en ley los hombres que conocen las maniobras galan­
tes de las profesionales del amor, no padecía celos en
su aventura con la Champmêlé, y resulta una inge­
nuidad o una tontería buscar la razón de su alejamien­
to del teatro en una traición femenina que jamás le
afectó. La verdadera causa no se encuentra sino en
la guerra de sus enemigos y en su orgullo y sensibi­
lidad de poeta, tan injustamente agraviados.
Mayor interés existe en investigar los móviles que
animaron a los detractores para apagar el genio de un
poeta, cuya excelsitud es manifiesta, persiguiéndole con
saña, sin tregua ni reposo. Y al emprender esa tarea,
forzoso es enfrentarse a los mismos detractores, con­
siderar su significación, establecer sus ideas y gustos,
definir claramente el género de crítica que formula­
ron.
Entre los enemigos y vapuleadores del excelso es­
critor, habíalos muy dignos de nota: no todos eran
seres insignificantes, poetastros sin valía, envidiosos
poco menos que anónimos como Donneau de Visé,
Subligny y Pradon; había otros adversarios que se
llamaron Saint-Evremont, Madame de Sevigné y Cor­
neille.
Descartemos, por lo pronto, a este último. Hom­
bre de genio, no dejaba por ello de ser hombre: quiere
decir que en su estructura humana había el barro de­
leznable que caracteriza a toda la especie. Cuando este

- 59 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
gran hombre, cuyo genio sería locura poner en duda,
se aproximó a Segrais, que ha contado el caso, para
decirle en el mismo teatro, después de una representa­
ción de Bajazet: “Je me garderois bien de le dire á
d ’autres que vous, parce qu’on diroit que j ’en parlerois
par jalousie; mais, prenez-y garde, il n’y a pas un
seul personnage dans le Bajazet qui ait les sentiments
qu’il doit avoir et que l’on a á Constantinople; ils ont
tous, sous un habit ture, le sentiment qu’on a au mi-
lieu de la France” ; cuando el gran Corneille habló así,
lo que experimentaba justamente es lo que pretendía
negar, — la pasión de los celos. El insigne y soberbio
creador de tantas obras grandes y famosas, de Le Cid,
de Polyeucte, de Cinna, de Hornee, de Rodogune, de
Mcdée, de Héraclius, de Sophonisbe, era en ese ins­
tante un autor que juzgaba a otro autor, su rival, y
sus pobres sentimientos eran los mismos que los que
mueven al más pequeño de los autorcillos del día cuan­
do clavan su aguijón de alacranes literarios en la fa­
ma de un compañero afortunado y aplaudido. Hay que
eliminar, pues, a Corneille, y lamentar que el que tan
grande fue en la creación artística no lo fuera en el
mismo grado en el gobierno de su propia alma.
Por lo que respecta a Saint-Evremont, debo de­
clarar categóricamente, y en este juicio me ratifican
muy serias autoridades, que nunca le tuve por un crí­
tico literario. Escritor espiritual y descuidado, hom­
bre de costumbres disolutas, cortesano de fácil mane­
jo, epicureísta más convencido de tener un estómago
que un alma, y que comprendía por consiguiente mejor
las trufas y el vino que las tragedias y el verso,
fue, como Lassay y Bussy, un mundano metido a es-
t
— 60 —
H B L I O P O L I S

critor que en los seis volúmenes de sus Œ uvres mêlées,


verdadera mescolanza de ideas anticuadas en su pro­
pio tiempo, no nos da una sola vez siquiera la im­
presión de que nos hallamos frente a frente de un ver­
dadero crítico. Considerar a Saint - Evremont como
capaz de dictaminar sobre el arte y la belleza, después
de haber atribuido a Boileau el título de verdadero
crítico, es incurrir en la más absurda, risible y estu­
penda de las contradicciones. El hecho de querer juz­
gar las obras de los otros no basta para discernir al que
lo hace, sin facultades ni autoridad, aquel título. Tan­
to valdría declarar que una mosca es una mariposa
porque vuela.
Queda por examinar el caso de Madame de Se-
vigné. Aquí, sí, creo que puede haber existido since­
ridad, no obstante ciertos rasgos que no favorecen a
la renombrada escritora. Recuérdese, en efecto, lo que
La Harpe nos dice en el volumen sexto de su célebre
Lycée ou Cours de littérature ancienne et moderne:
“Madame de Sévigné en avait aussi beaucoup (de l’es­
prit), car il y en a de bien des sortes, mais elle n’avait
pas celui de cacher son faible pour la cour et pour
tout ce qui tenait à la cour. Il perce à toutes les pages ;
et le ravissement où elle est d’avoir vu Esther à Saint-
Cyr, faveur alors excessivement briguée et devenue une
distinction, paraît avoir influé un peu sur le jugement
qu’elle en porte.” Las palabras del célebre crítico no
son muy galantes para la autora de tantas admirables
cartas ; pero hay que convenir en que parecen plenamen­
te justificadas. Ya he reproducido más arriba dos pa­
sajes de Madame de Sevigné en los que juzga con
algo más que severidad, con verdadera acritud, la tra-

- 61 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

gedia Bajazet de Racine, y ahora la encontramos, des­


pués del estreno de Esther, en una especie de arroba­
miento. “Je ne puis vous dire — escribe — l’excès
de l’agrément de cette pièce: c’est une chose qui n’est
pas, aisée à représenter et qui ne sera jamais im itée...
on est attentif, et on n’a point d’autre peine que celle
de voir finir une si aimable pièce; tout y est simple,
tout y est innocent, tout y est sublime et touchant. . . ”
¿Cómo se explica este cambio de frente de la escrito­
ra? ¿Cómo se explica que la que no admitió una tra­
gedia tan teatral y bien construida como lo es Bajazet,
rompa ahora la medida del elogio a propósito de Esther,
que no es en manera alguna teatral, y que, sacada de
aquel ambiente religioso de Saint-Cyr, privada de la
música escrita para los coros por Juan Bautista Mo­
reau, y sin el concurso de las pensionadas de la escue­
la, todo aquel conjunto de señoritas ingenuas, tímidas
y dulces, no puede impresionar mayormente en un tea­
tro, pese al soplo potente de inspiración religiosa que
la anima? Hay que convenir en que la insinuación de
La Harpe cobra relieves de agudísimo acierto cuando
se recuerda que las invitaciones para presenciar Esther
en Saint-Cyr eran un grande favor que Luis X IV otor­
gaba a sus cortesanos, y que todos los personajes de
alguna significación en aquella época luchaban, intri­
gaban y se perecían por alcanzar tamaño honor. M m e.
de Maintenon hacía la lista de los invitados y el Rey,
plantado en la puerta con su bastón en alto, observa­
ba la entrada de éstos. Ser, pues, del número de ta­
les preferidos, debía importar gran cosa para Mme. de
Sevigné, que, como muy acertadamente lo hace notar
La Harpe, tenía en mucho acatamiento las cosas de la

62 —
H E L I O P O L I S

corte. En su elogio de Esther puede verse, asi, más


satisfacción cortesana que satisfacción artística.
Pero, de cualquier modo, en su juicio sobre Ba-
jazet, por absurdo que sea, debe verse su mucho de
sinceridad. Y se explica ese juicio desfavorable, y en
sí tan erróneo como injusto, por los gustos literarios
de M me. de Sevigné. Era ella, ya lo hemos visto,
una admiradora del genio de Corneille, y, lo que es
más, una admiradora unilateral. Por varias razones,
pues, debían desagradarle las obras de Racine. Véase:
Corneille era un alma genuinamente latina, que se
había educado y hecho en la escuela latina. La inspi­
ración de Racine, en vez, era netamente griega, y en la
literatura griega se había formado su gusto. Cornei­
lle era amigo de la declamación, de cierta pompa e hin­
chazón en el verso; Racine tendía más a la serenidad
clásica y a un naturalismo en la expresión que conde­
cía con la realidad de sus sujetos. Corneille se en­
crespaba contra la regla de las tres unidades, que ma­
niataba el libre desarrollo de su acción; Racine en
cambio fue respetuosísimo siempre de esa regla, y el
único acaso que logró, dentro de ella, hacer obras per­
fectas y bellas. Corneille tenía predilección por el es­
tudio de caracteres; Racine por la pintura de pasio­
nes. Corneille, en fin, gustaba de complicar su fábula,
de aderezarla con incidentes, de hacer movida la ac­
ción, para mejor explicar los caracteres de los perso­
najes y su actuación; mientras Racine se empeñaba, en
esto, en imitar a los antiguos trágicos griegos, a Só­
focles y Eurípides, que eran sencillos, de una línea, de
argumento simplista y sin desviaciones, sólo interesan­
te por el estallido, en un momento dado, de una gran-
V I C T O R P Ë R B Z p e t i t

de y terrible pasión. Se advierte, pues, que eran no­


tables las diferencias entre uno y otro; y se explica al
par que quien gustara del uno fuera enemigo del otro.
¿No hay acaso, en nuestros días, espíritus cultos y
razonadores que, por amor a una tendencia literaria,
protestan y se exaltan contra las tendencias rivales o
contrarias? ¿No tenemos ahí el caso del mismo Bru-
netiére, que por amor a las letras clásicas del siglo X V II,
de su país, abomina del naturalismo contemporáneo
y ha llegado a negarle a Emilio Zola el pan y la sal?
Pues, ¿por qué razón no habría de haber acontecido
algo de esto mismo, o de algo muy parecido, en el ca­
so de Mme. de Sevigné?
Vemos, pues, que de todos los críticos de Racine
el único que cuenta es Mme. de Sevigné, y que ésta
misma, por error de criterio o por unilateralidad de
juicio, incurrió en falta gravísima. Dejemos, pues, es­
te capítulo, y analicemos las dos últimas obras brotadas
del numen del maestro incomparable.I

III

Mme. de Maintenon sustituyó, como es sabido, a


Mme. de Montespan en el afecto del Rey. Racine y
Boileau, que habían sido hechos historiógrafos de éste
por la protección de la última, no vacilaron en aco­
gerse al nuevo astro que surgía en el horizonte, y Ma-
dame de Maintenon se plació con la compañía de aque­
llos dos escogidos espíritus. Un día, encantada la fa­
vorita con la interpretación que las jóvenes educandas
de Saint-Cyr prestaron a Cinna y A ndromaque, tuvo
H E L I O P O L I S

una inspiración: escribió a Racine, que vivía alejado


por completo del teatro, para pedirle le compusiera una
pieza “sobre algún sujeto de piedad y de moral, una
especie de poesía en la cual el canto estuviera entre­
mezclado con la recitación”, destinada a ser puesta en
escena por aquellas alumnas. Después de alguna lucha
consigo mismo, Racine se decidió a acceder al deseo
de Madame de Maintenon y escribió Esther.
“Un asunto de piedad y de moral” , — había di­
cho Mme. de Maintenon: Racine, al escoger en la
Biblia la leyenda que respondiera al encargo, estuvo
doblemente feliz : fue poeta y fue cortesano. En efecto,
bajo la figura majestuosa del rey Asuero, Luis XIV,
entonces en pleno idilio amoroso, pudo ver reprodu­
cida su imagen, así como Mme. de Maintenon la su­
ya en la de la encantadora Esther. Quien debía, por
fuerza, salir herida en este argumento era la altiva
Vasthi, la pobre favorita caída en desgracia, Mada­
me de Montespan; pero el poeta, que bastante debía a
esta pobre mujer, no vaciló un momento en sacrificar­
la, y así, en versos sonoros y graves, hizo decir en su
tragedia a la propia Esther:

“Peut-être on t ’a conté la fameuse disgrâce


De l’altiére Vasthi done j ’occupe la place,
Lorsque le roi, contre elle enflammé de dépit,
La chassa de son trône, ainsi que de son lit.”

Esther, más que una obra escénica, en la acepción


corriente, es una poesía elegiaca dialogada, a la que
dan realce los coros cantados según el acompañamien­
to musical que para los versos escribió Moreau. Poe­
sía elegiaca, he dicho, y no me desdigo, — pues antes
i — - 65 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

que una pieza de acción, de movimiento, de intriga,


de lucha pasional, — una obra de teatro, en una pala­
bra, — es un largo poema en tres episodios, en los
que, variando su norma, el autor no ha seguido si­
quiera la unidad de lugar. No nos debe, pues, ex­
trañar que sacada la tragedia bíblica de su marco na­
tural, de aquel ambiente semirreligioso de Saint-Cyr,
y trasplantada al teatro, no produjera en el público
el efecto que produjo entre los cortesanos de Luis XIV.
Pero, si no puede considerarse a Esther como una
verdadera obra dramática — ni tampoco quiso su au­
tor que lo fuera cuando la escribió para las protegidas
de Madame de Maintenon, — en cambio hay que ad­
mitirla, de grado o por fuerza, como uno de los poe­
mas elegiacos de más alta inspiración y de un acento
religioso más sincero. Tiene trozos que parecen un
eco desprendido de ese libro enorme que es la Biblia :
al través de los versos del poeta palpita el corazón
de los viejos profetas y triunfa su lenguaje cíclico.
La plegaria de Esther, en la escena IV del acto P ,
por ejemplo, es de una elocuencia conmovedora, pro­
funda y sencilla a la vez, como lo son las frases de aque­
llos grandes poetas bíblicos que pusieron en sus entu­
siastas versículos toda la mirra de su alma, todo el
aliento de nardo de su inspiración:
“O mon souverain roi !
Me voici donc tremblante et seule devant toi!
Mon père mille fois m’a dit dans mon enfance
Qu’ avec nous tu juras une sainte alliance,
Quand, pour te faire un peuple agréable à tes yeux,
Il plut à ton amour de choisir nos aïeux ;
Même tu leur promis de ta bouche sacrée
Une postérité d’eternelle durée.

- 66 -
H E L I O P O L I S

Hélas ! ce peuple ingrat a méprisé ta loi ;


La nation chérie a violé sa foi;
Elle a répudié son époux et son père,
Pour rendre à d’autres dieux un honneur adultère;
Maintenant elle sert sous un maître étranger.
Mais c’est peu d'être esclave: on la veut égorger.
Nos superbes vainqueurs, insultants à nos larmes,
Imputent à leurs dieux le bonheur de leurs armes,
Et veulent aujourd’hui qu’un même coup mortel
Abolisse ton nom, ton peuple et ton autel.
Ainsi donc un perfide, après tant de miracles,
Pourrait anéantir la foi de tes oracles,
Ravirait aux mortels le plus cher de tes dons,
Le saint que tu promets et que nous attendons?
Non, non, ne souffre pas que ces peuples farouches,
Ivres de notre sang, ferment les seules bouches
Qui dans tout l’univers célèbrent tes bienfaits;
Et confonds tous ces dieux qui ne furent jamais.
Pour moi, que tu retiens parmi ces infidèles,
Tu sais combien je hais leurs fêtes criminelles,
Et que je mets au rang des profanations
Leur table, leurs festin et leurs libations;
Que même cette pompe où je suis condamnée,
'Ce bandeau dont il faut que je paraisse ornée
Dans ces jours solennels à l’orgueil dédiés,
Seule et dans le sécret je le foule à mes pieds ;
Qu’à ces vains ornements je préfère la cendre,
Et n’ai des goût qu’aux pleurs que tu me vois répandre.
J ’attendais le moment marqué dans ton arrêt
Pour oser de ton peuple embrasser l ’intérêt.
Ce moment est venu : ma prompte obéissance
Va d’un roi redoutable affronter la présence.
C’est pour toi que je marche : accompagne me pas
Devant ce fier lion qui ne te connaît pas ;
Commande en me voyant que son courroux s’apaise,
E t prête à mes discours' un charme qui lui plaise.
Les orages, les vents, les deux te sont soumis :
Tourne enfin sa fureur contre nos ennemis.”

— 67 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

Y ahora ved este otro ejemplo en el cual toda la


fuerza majestuosa de los antiguos profetas, todo aquel
formidable aliento que hace de ciertos pasajes de la
Biblia como un treno enorme de los pueblos y las ciu­
dades desaparecidos, se estremece y cruje con ráfa­
gas de vendaval y grandes ecos vengadores. Es la es­
cena IV del último acto:
“O Dieu confonds l’audace et l'imposture!
Ces Juifs, dont vous voulez délivrer la nature,
Que vous croyez, seigneur, le rebut des humains,
D ’une riche contrée autrefois souverains,
Pendant qu’ils n’adoraient que le Dieu de leurs pères,
Ont vu bénir le cours de leurs destins prospères.
Ce Dieu, maître absolu de la terre et des cicux,
N ’est point tel que l’erreur le figure à vos yeux :
L’Éternel est son nom ; le monde est son ouvrage ;
Il entend les soupirs de l’humble qu’on outrage,
Juge tous les mortels avec d’égales lois,
E t du haut de son trône interroge les rois:
Des plus fermes États la chute épouvantable,
Quand il veut, n’est qu’un jeu de sa main redoutable.
Les Juifs à d’autres dieux osèrent s’adresser:
Rois, peuples, en un jour tout se vit disperser.
Sous les Assyriens leur triste servitude
Devint le juste prix de leur ingratitude.
Mais, pour punir enfin nos maîtres à leur tour,
Dieu fit choix de Cyrus avant qu’il vît le jour,
L’appela par son nom, le promit à la terre,
Le fit naître, et soudain l’arma de son tounerre,
Brisa les fiers remparts et les portes d’airains,
Mit des superbes rois la dépouille en sa main,
De son temple détruit vengea sur eux l’injure:
Babylone paya nos pleurs avec usure.

Es que Racine, de educación fundamentalmente


religiosa, extrae de modo natural y fácil de las pági-

— 68
H E L I O P O L I S

ñas de la Biblia, el “spiritus intus” , — a la manera


como sacó de la tragedia griega el soplo inspirador
de sus Andrómaca e Ifigenia y de la romana el de sus
Agripina y Británico. Grave y estudioso, supo mirar
los legendarios modelos, inspirarse en las primeras
fuentes, penetrar en el alma de los arquetipos. Pero,
si fue un exégeta profundo y bien documentado res­
pecto a las grandes creaciones de los griegos y lati­
nos, más lo fue todavía al penetrar bajo la arcada in­
mensa de la Biblia, ese enormísimo hipogeo que guar­
da solemnemente las figuras y las almas de todo un
mundo, — de aquel mundo fervoroso y apóstata, so­
ñador y místico, sacrilego y esclavizado, que vivió bajo
los ojos de Jehová, en las primeras edades de la tie­
rra, en la vecindad del desierto, a orillas de las aguas
consagradas y bajo la sombra de las graves monta­
ñas eternales. El insigne crítico Sainte-Beuve ha esta­
blecido que “Ráeme, en los temas hebreos, está más
cómodamente que en los asuntos griegos y romanos” .
Y agrega en el concienzudo artículo consagrado a es­
te poeta en uno de los volúmenes de sus Portraits litté-
raires: “Empapado en los libros sacros, compartiendo
las creencias del pueblo de Dios, se sujeta estrictamen­
te al texto de la Escritura y no se cree obligado a mez­
clar la autoridad de Aristóteles a la acción, ni mucho
menos a colocar una intriga amorosa en el corazón de
su dram a.” Por eso, sin duda, el célebre autor de Les
Lunfa entiende que Esther se encuentra por encima
de Athalie, — opinión que debo apresurarme a decla­
rar que no comparto, como se verá luego. “Lo con­
fesaré? — dice Sainte-Beuve un poco más adelante,
en el estudio citado. — Esther, con su dulzura encan-

- 69 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

tadora y sus pinturas amables; Esther, menos dramá­


tica que A thalle, y con menos pretensiones, me parece
más completa en sí, y no deja nada que desear. Cier­
to es que este amable episodio de la Biblia se encua­
dra entre dos acontecimientos extraños, sobre los que
Racine se guarda de decir una palabra, a saber, el sun­
tuoso festín de Asuero, que duró ciento ochenta días,
y la masacre que hicieron los judíos de sus enemigos
a ruego formal de la judia Esther, y la cual duró dos
días enteros. Pero, descartado esto, o más bien por
causa de la omisión, este delicioso poema, tan perfec­
to en el conjunto, tan lleno de pudor, de suspiros, de
unción piadosa, me parece el fruto más natural que ha­
ya producido el genio de Racine.”
Y ahora, antes de pasar al estudio de esa célebre
Athalie, — para muchos eminentes críticos, y para mí
también, pobre cura, la obra maestra de Racine, —
voy a decir por qué considero que ha errado Sainte-
Beuve al preferir Esther a Athalie. Evidentemente,
este profundo, eruditísimo y sabio maestro se dejó su­
gestionar por la suave música de los versos de oro
que refulgen en aquel poema, y por la dulzura, piedad
y sencillez que fluyen como de un encendido pebetero
de la armazón artística del mismo. Pero si en vez de
haber puesto su corazón a la escucha de ese canto bí­
blico, sereno y grave, hubiera desplegado ante él sus
ojos avizores, sus habituales artes de investigador pa­
cienzudo, fácilmente se habría dado cuenta de que Esther,
bajo ningún concepto, puede soportar el parangón con
Athalie, porque Esther, a pesar de sus prestigios en­
cantadores y de su suavidad emocional, tiene varias má­
culas que no se encuentran en la última y más genial

- 70 -
H B L I O P O L I S

obra brotada de la pluma de Racine. No quiero in­


sistir mucho al respecto, pero sí es de rigor que diga
que en Esther el personaje de la mujer de Aman es
de “relleno”, como se dice en términos teatrales, y
el de Mardoqueo no le va en zaga, porque casi huel­
ga; debe decirse también que Asuero es un rey que
aparece como insensato cuando, sin más explicaciones,
decreta la proscripción de todo un pueblo, y que Aman
es un tipo convencional, casi ridículo, cuando siendo
un ministro omnipotente se declara infeliz porque no
lo reverencie un hombre del pueblo, como lo es M ar­
doqueo; y debe todavía decirse que toda la tragedia
peca por su base principal si se atiende a la conside­
ración de que nunca, en ningún momento, Esther y
Mardoqueo se encuentran en peligro, porque, como
muy bien lo ha hecho notar La Harpe, el autor de es­
ta objeción, “Asuero, que ama a su mujer, no la ha­
rá morir porque sea judía, ni a Mardoqueo que le ha
salvado la vida y que se halla, por su orden, abru­
mado de honores.!”
Henos aquí, ahora, frente a Atalía. “Athalie, —
dice ese mágico prodigioso del estilo que es Paul de
Saint-Victor (1 ), — es la reina de1las tragedias; y no
hay nada en el teatro más solemne y más sublime:
exaltado por la fe, Racine se eleva por encima de sí
mismo. El carro ígneo de los Profetas le arranca de
Versailles y le transporta a la región de lo grandio­
so. Marcha como amo por el país de los milagros;
su entusiasmo por la Escritura agranda su genio y
fortifica su palabra. Su gracia revístese de grandeza

(1) Paul de Saint-Victor, L,es D eux Masques, t. I II .

— 71 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

para entrar en el Santo de los Santos. La abeja del


Himeto deposita osadamente su miel en las fauces del
león de Sansón.”
Voltaire, en su tiempo, y no obstante las reservas
que le inspiraba su espíritu descreído, tuvo también
una frase que rindió pleito homenaje a la soberbia
tragedia de Racine. Queriendo comprobar, allá en sus
comienzos, sus cualidades de actor, el que debía ha­
cer célebre el nombre de Lekain llegóse a visitar al
patriarca de Ferney. Oyó atentamente Voltaire la re­
citación de la escena primera de Athalie, y olvidándo­
se de súbito que lo que su visitante anhelaba era un
juicio sobre sus condiciones personales para el teatro
y no uno sobre la obra que recitaba, exclamó en un
rapto de entusiasmo: — “ ¡Qué estilo! ¡qué poesía! ¡Y
toda la obra está escrita así! ¡Ah, señor! ¡qué hom­
bre este Racine!” -—- Refiere Lekain en sus Memo­
rias que en el primer instante quedó desconcertado (1 ) ;
por nosotros podemos juzgar, por la misma esponta­
neidad de esas exclamaciones, del mérito de Racine a
los ojos de aquel gran descreído que fue el autor de
Cándido.
Sainte-Beuve mismo, que, como lo hemos visto
antes, encuentra más completa Esther que Athalie, y
que en su extenso estudio considera a Racine más poe­
ta lírico que dramático, no tiene reparo en decir, in­
curriendo en palmaria contradicción, que la primera de
aquellas obras es un “ensayo” y la segunda una “obra
maestra” . Y en cuanto a Boileau, la única autoridad
crítica del siglo X V II, el más sincero amigo de R a­

íl) Esta anécdota hállase referida en La Harpe. (Op. cit.).

— 72 —
H E L I O P O L I S

cine y su admirador más entusiasta, le decía al des­


corazonado poeta: “Athalie est votre plus bel ouvrage” .
En nuestros tiempos, Víctor Hugo, el creador y
el jefe de una escuela que vino a combatir y a destro­
nar precisamente la escuela clásica, rindió en el céle­
bre prefacio de su Cromwell un caluroso homenaje a
Racine y su obra. Califica a aquél de “poeta divi­
no” y denomina a Athalie “magnífica epopeya” . Y
agrega aún, para hacer más trascendental su elogio:
“Es incontestable que hay, sobre todo, genio épico en
esa prodigiosa Athalie, tan grande y tan simplemente
sublime que el siglo real no pudo comprenderla” .
No temamos, pues, equivocarnos al colocar la úl­
tima obra brotada de la pluma del gran trágico fran­
cés sobre todas las otras obras suyas, con ser éstas tan
soberbias e inspiradas : estamos, en todo caso, en muy
buena compañía.
Y es Athalie, en efecto, un poema dramático úni­
co ; un resplandor de belleza perfecto y eterno ; un mo­
mento de inspiración que no ha sido igualado jamás
en el teatro. En esa constelación rutilante que consti­
tuyen las tragedias de Racine en el cielo del arte, Bri-
tannkus, Phèdre y Bajazet son astros de primera mag­
nitud; pero, por sobre éstas y todas las demás obras
maestras de Racine, se destaca su Athalie. Es un sol
único, admirable, enceguecedor, que lanza sus resplan­
dores hasta la más remota posteridad.
He dicho que la inspiración que creó esa tragedia
no ha sido jamás igualada en el teatro, y no lo he di­
cho a tontas y a locas, en un rapto de entusiasmo y sin
medir el alcance de mis palabras. Lo he dicho volunta-

— 73 -
V I C T O R P B R H Z P E T I T

n.i y conscientemente. Y voy a enunciar en seguida


los fundamentos de mi juicio.
Es el teatro un género literario especial que, por
sobre todas sus reglas y exigencias, reclama en prin­
cipio un asunto o una acción capaz de interesar y con­
mover eficazmente a los espectadores. De ahí que to­
dos cuantos han escrito y escriben para el teatro persi­
gan el elemento emocional, o, en su defecto, la defensa
de una idea palpitante, que constituya el centro de la
obra y domine de inmediato al público espectador. To­
das y cada una de las pasiones que gobiernan el cora­
zón humano son buen sujeto para una obra dramática:
¡os celos, la avaricia, la venganza, la ira, el amor, la
concupiscencia, la soberbia, la envidia, la ruindad del al­
ma, la ambición del conquistador, etc., etc., informan
y dan vida a las más patentes y bellas creaciones del
teatro de todos los tiempos. Griegos y latinos, clásicos
franceses y castellanos han hecho girar sus más per­
fectas y hermosas obras dramáticas en torno de esos
goznes fundamentales: el amor, el honor, la virtud, el
vicio, la maldad, etc.; y lo han hecho así por una ra­
zón muy sencilla: porque cuanto más común y vulgar,
más generalizado y constante es un sentimiento o una
pasión entre la especie humana, mayor será el núme­
ro naturalmente de los que la sientan, interpreten y
completen. Quiere decir, pues, que serán elementos dra­
máticos de primer orden y de fáciles resultados para
un autor, los sentimientos y pasiones más difundidos,
y que, por lo contrario, resultarán menos interesantes
y menos teatrales los más excepcionales y raros. Se
establece así, por fuerza, una verdadera escala: el amor,
que rige todos los corazones de los seres vivos, es el

— 74 — /
H E L I O P O L I S

más importante, el que emplearon y emplearán por


consiguiente con más frecuencia y éxito los escritores
dramáticos. La avaricia ya no lo es tanto, pero intere­
sa mucho por el sentimiento contrario que es más co­
mún : la generosidad, esa flor blanca del espíritu hu­
mano. Y así puede irse aumentando o disminuyendo
el interés de los espectadores, según nos aproximemos
o alejemos de las ideas y sentimientos que son inhe­
rentes a nuestra especie, a nuestras costumbres, a nues­
tra educación.
Ahora bien, ¿cuál es la idea madre de Athalie?
¿cuál la pasión o el sentimiento cardinal que la rige y
constituye? Es el sentimiento místico del pueblo he­
breo. Es la primitiva fe religiosa por un credo deter­
minado que hoy es cosa de excepción en nuestras socie­
dades. Porque, nótese bien esto: en el fondo se trata
de una determinada religión, — la hebraica— que el au­
tor, por un hábil golpe de prestidigitación, transforma
en una moderna religión: el cristianismo.
El asunto de Athalie, pues, no puede interesar:
F, sino a las personas religiosas; 29, de las personas
religiosas, a las que tengan sentimientos hebreos, y
3?, de los que tengan simpatías por el pueblo judaico,
a los que estén dispuestos a ver en el Dios del Sinaí
al mismo Dios del) Gólgota.
Luego, hay algo m ás: la fábula de la obra se ba­
sa en una conspiración, tendiente a destronar una rei­
na para colocar en su sitio a un niño. Ese niño, en­
tonces, lo mismo que el sacerdote que le ampara y de­
fiende, deben llenar la acción de cinco actos, en los que,
por lo demás, no hay mayores incidentes, enredos ni
complicaciones.

- 75 -
i i c r o R P E R E Z P E T I T

reliemos, así, una obra teatral que no interesa


l'or igual a todo el mundo, — porque no todos cono­
cen a fondo la historia hebrea para tomar partido por
Uno u otro bando; porque no todos comparten los sen­
timientos religiosos del autor; porque no todos, en fin,
se distraen y divierten con un argumento sencillo y li­
neal que no tiene golpes de efecto, ni sorpresas escé­
nicas, ni complicaciones aventureras, ni incidentes re­
gocijados o imprevistos.
Comprobadas de este modo las dificultades de
construir una obra dramática en tales condiciones, ¿no
es del caso alabar al autor que triunfa, pese a esas tra­
bas, con una obra que resulta hondamente emotiva,
poética, movida e interesante? Eso es lo que ha hecho
Racine con su Atalía, y eso es lo que no ha sabido
ver Sainte-Beuve y con él todos los que consideran
esa tragedia como un mero poema, muy inspirado, es
cierto, pero poco dramático.
Poco dramática es Esthcr, pero no esta Athalie
que conmueve las fibras más íntimas del espectador;
que le mantiene en suspenso durante cinco actos so­
bre la suerte que correrá el pequeño Joas ante las fu­
rias desatadas de la cruel Ataba; que salta de una emo­
ción a otra con las diversas escenas combinadas me­
diante la fidelidad de Abner, la apostasía de Mathan,
la sencillez del hijo de Ochosías y la venganza de la
sanguinaria reina. Teatral, eminentemente teatral, es
una obra que al lado de la suavidad encantadora de
Josabeth coloca la ira tremenda de los antiguos pro­
fetas en las palabras del gran sacerdote Joad; una obra
que contempla este conflicto tremendo y pavoroso: de
un lado, un niño, sin más armas que su inocencia y

— 76 —
H E L I O P O L I S

el favor del cielo, y del otro, una reina prepotente y


cruel, que cuenta con el ejército, con los sacerdotes de
Baal, con un ministro tal que Mathan y con todo un
pueblo servil, atemorizado por los degüellos y latro­
cinios .
Y si no se entiende esto, que se consulte a cuan­
tos han visto alguna vez sobre la escena francesa esa
sombra terrible de Atalía o a los que hayan leído el
libro con un corazón de artista. Que se oiga el eco
que en tales personas ha despertado la ruda tempes­
tad que cruza, durante unas breves horas, sobre el he­
roico tablado de Talía.
“Qué majestad en, la exposición! — exclama Paul
de Saint-Victor. — Es una puerta sagrada que se abre
de par en par sobre el misterio de venganza y salva­
ción escondido en el templo”. Y así es, en efecto. De
la primera escena, entre Joad y Abncr, surge todo lo
trágico de la situación, líl espectador se encuentra ante
un océano de sangre. Lívidos resplandores tiñen el rei­
no sojuzgado por la reina terrible. Un aliento de pa­
vor pasa sobre la sala.
Atalía, hija de Achal) y de Jczabel, se había des­
posado con Joram, rey de Judá, hijo de Josafat, sép­
timo rey de la casa de David. Su hijo Ochosías, con­
vertido a la idolatría, lo mismo que Joram, por el
ejemplo de la nefasta mujer, no reinó sino un año, y
fue muerto, conjuntamente con todos los principes de
la raza de Achab por Jehú, que Dios había escogido
para reinar sobre Israel y ser el brazo de su vengan­
za. Irritada Atalía con el exterminio de su raza, qui­
so, a su turno, exterminar toda la raza de David e hi­
zo dar muerte a los hijos y descendientes de Ochosías.

— 77 —
.

V I C T O R P E R E Z P E T I T

Sólo Joas pudo escapar a la horrorosa hecatombe que


ilumina de púrpura ese rincón de la Biblia: Josabeth,
hermana de Ochosías, y esposa del gran sacerdote
Joad, salvó su vida en la cuna, como la hija de F a­
raón salva a Moisés en una cesta de mimbres sobre
las turbias aguas del Nilo.
Toda la obra se reducirá, pues, a este tema: Ata-
lía, advertida por un sueño de que será destronada
por un descendiente de su sangre, procura descubrir el
paradero del niño para hacerlo perecer. ¿Lo descubri­
rá? ¿no lo descubrirá? He ahí la duda que mantendrá
despierta la atención del espectador hasta el quinto ac­
to. Y cuando llegue el final, será el castigo del cielo
el que triunfe: muerta Atalía, el pequeño Joas recu­
perará el trono de sus antecesores.
Esa intervención divina es la característica de la
tragedia. Es su resorte esencial; es su fuerza emotiva;
es la “trouvaille” genial del poeta. Si Ataba hubiera
hallado la muerte por una conspiración de los guerre­
ros, a cuya cabeza está Abner, sería la obra uno de
tantos dramas históricos de aventuras y miedos. Si
hubiera sido el propio Joas quien destronara a su abue­
la, hubiera resultado uno de los tantos episodios trá­
gicos de los anales antiguos. Por otro lado, era impo­
sible que el sacerdote Joad salpicara su manto de lino
con la sangre de la reina, aunque fuera ésta una usur­
padora. Para dar un timbre ilustre, único, solemne a
la tragedia, era preciso que todos sintieran tras los
pía sonajes que desfilan por la escena, otro más gran-
ilc y soberano; que en medio de las palabras que aqué­
llos pronuncian, palpitara la voz terrible del Sinaí; que
la acción vengadora no procediera, en fin, de seres te-

- 78 -
H E L I O P O L I S

rrenos, sino de la propia divinidad. Y esto es lo gran­


de, esto es lo excelso que ha realizado Racine; — es­
to es lo que no supieron ver sus contemporáneos, ex­
cepción de Boileau : ni el estudioso Sainte-Beuve, ni
muchos otros críticos modernos que ven en Athalie más
un poema religioso que una obra trágica.
Pasma, en verdad, que no se haya visto este pro­
pósito de Racine, tan claramente manifestado en di­
versos y muy repetidos pasajes de su obra. Ya, desde
d acto I, escena 2:\ se expresa esa intervención direc­
ta de la divinidad. Hablando Josabeth de sus temores
por la suerte de Joas, pregunta a su esposo quién de-
íciiderá al niño si la feroz Atalía posa los ojos sobre
él: ¿serán acaso los levitas que
“Ne savent que gémir et prier pour nos crimes,
lit n’ont jamais versé que le sang des victimes?”

A lo cual contesta Joad con los hermosos y tan cele-


Ih,idos versos:
"lit comptez-vous pour rien Dieu, qui combat pour nous;
I *u ii, qui de l’orphelin protège l ’innocence,
lu luit dans la faiblesse éclater sa puissance;
Dieu, qui hait les tyrans, et qui dans Jezraël
Juin d'exterminer Achab et Jézabel;
Dieu, qui frappant Joram, le mari de leur 'fille,
A jnuque sur son fils poursuivi leur famille;
Dieu, dont le bras vengeur, pour un temps suspenda,
Sur cette race impie est toujours étendu?”

No puedo expresarse con mayor claridad el pro­


pósito de dar a la intervención divina la solución del
conflicto trágico que se plantea. Al final de este mis­
mo primer acto, Joas, en una especie de invocación,
v i c t o r P E R E Z P E T I T
al través de la cual corre como un soplo cl de los
viejos profetas bíblicos, dice:
“Grand Dieu, si tu prévois qu’indigne de sa race,
Il doive de David abandonner la trace,
Qu'il soit comme le fruit en naissant arraché,
Ou qu’un souffle ennemi dans sa fleur il séché.
Mais si ce même enfant, à tes ordres docile,
Doit être à tes desseins un instrument Utile,
Fais qu’au juste héritier le sceptre soit remis.
Livre en mes faibles mains ses puissants ennemis;
Confonds dans ses conseils une reine cruelle,
Daigne, daigne, mon Dieu, sur M alliait et sur elle
Répandre cet esprit d’imprudence et d'érreur,
De la chute des rois ifuneste avant-courreur.”

Pues bien; esta invocación u Dios para que ex­


tienda ante la usurpadora y su ministro ese velo de
“la imprudencia y del error”, que ha de salvaguardar
la existencia del niño real, resulta atendida, en la tra­
gedia, por la divinidad, según se advierte en la esce­
na 7* del acto II, en la cual las respuestas ingenuas
de Joas desarman la fiereza de Atalía y la inducen a
ese error y a esas vacilaciones que traerán su ruina,
como ella misma lo advertirá en la escena 6® del ac­
to V, cuando vencida, destronada y próxima a morir,
clama :
“Impitoyable Dieu, toi seul as tout conduit!
C’est toi qui, me flattant d’une vengeance aisée,
M’as vingt fois dans un jour à moi-même opposée:
Tantôt pour un enfant excitant mes remords,
Tantôt m’éblouissant de tes riches tré s o rs ...”

Esa misma intervención de la divinidad, tan in­


vocada y repetida en la tragedia, es la que desenlaza

— 80 —
H B L I O P O L I S

el episodio, dándole un sello de grandeza imponente y


quitando todo aspecto de crimen vulgar a la orden im­
partida por Joad a sus levitas. El espectador atento y
el lector más reflexivo, al llegar a ese final, tienen la
íntima convicción de que Atalía muere castigada por
la venganza divina: para nada advierten el brazo hu­
mano que la fulmina. Como en las mismas narraciones
bíblicas, los hombres aparecen sujetos a la voluntad de
lo alto, y sus acciones más que actos propios son im­
posiciones de Jehová. ¿Osaría nadie culpar a Abraham
si hubiera dado muerte a su hijo Isaac, como se lo
tenía mandado el Señor para poner a prueba su obe­
diencia? ¿No advierte cualquiera que las siete plagas
que desencadenó Moisés sobre el Egipto son la obra
directa de la divinidad? ¿No es aliento de Dios el que
hincha las trompetas de los sacerdotes de Josué para
derribar los muros de Jericó, y no es por volun­
tad de aquél que el ejército de los Amorrheos es des­
truido por una lluvia de piedras? ¿No está detrás de
la mano de Elias la mano del Señor? ¿No es el Señor
quien da a David sus victorias sobre los Filisteos y a
Salomón su ciencia para elevar el templo sagrado?
El mismo espíritu religioso que flota sobre to­
da'; las páginas de la Biblia?* se ha cernido sobre esta
. Ilulin imperecedera. El verso rítmico y sonoro canta
las alabanzas de Dios como las cantaron los versículos
rudos de aquel libro enorme. A veces, hasta las pro­
p i a s palabras de los profetas pasan al estro del trágico
francés. Los libros divinos, en su esencia, son traduci­
d o s rítmicamente. El mismo Racine se ha encargado
de anotar algunos versos de aquella soberbia invoca­
ción de Joad en la escena 7? del acto III, y así vemos
i — 81 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

lo que se refiere a Zacarías, lo que alude a la Cauti­


vidad de Babilonia, lo que pertenece a los Gentiles. Y
la frase propia, el numen personal del artista creador,
lleva también impresa la huella de una profunda re­
ligiosidad. Nunca se escribirán versos más conmove­
doramente sentidos, más “divinamente” inspirados, de
una limpidez más pura y de una música más irreal,
que los de ese admirable trozo de las profecías, que co­
rona como una diadema de astros el final del acto Til.
Aquí la inspiración de Racine ha escalado las cumbres
más enhiestas, y canta, frente a frente de la divinidad,
con la misma armonía de los serafines. Escuchad esos
concentos :
“Cieux, écoutez ma voix; terre, prête l'oreille!
Ne dis plus, ô Jacob! que ton Seigneur sommeilleI
Pécheurs, disparessez: le Seigneur se réveille.
Comment en un plomb vil l’or pur s’est-il changé?
Quel est dans le lieu saint ce pontife égorgé? (1)
Pleure, Jérusalem, pleure, cité perfide,
Des prophètes divins malheureuse homicide!
De son amour pour toi ton Dieu s’est dépouillé;
Ton encens à ses yeux est un encens souillé.
O ù menez-vous ces enfants et ces femmes? (2)
Le Seigneur a détruit la reine des cités :
Ses prêtes sont captifs, ses rois sont rejetés;
Dieu ne veut plus qu’on vienne à scs solennités :
Temple, renverse-toi; cèdres, jetez des flammes.
Jérusalem, objet de ma douleur,
Quelle main en un jour t ’a ravi tous tes charmes?
Qui changera mes yeux en deux sources de larmes
Pour pleurer ton malheur? 12

(1) Zacarías.
(2) Cautividad de Babilonia.

— 82 -
H E L I O P O L I S

Quelle Jérusalem nouvelle (1)


Sort du fond du désert, brillante de clartés,
E t porte sur le front une marque immortelle?
Peuples de la terre, chantez :
Jérusalem renaît plus charmante et plus belle.
D’où lui viennent de tout côtés
Ces enfants qu’en son sein ella n’a point portés? (2)
Lève, Jérusalem, lève ta tête altière;
Regarde tous ces Rois de ta gloire étonnés;
Les rois des nations, devant toi prosternés,
De tes pieds baisent la poussière;
Les peuples à l’envi marchent à ta lumière.
Heureux qui pour Sion d’une sainte ferveur
Sentira son âme embrasée !
Cieux, répandez votre rosée,
E t que la terre enfante son Sauveur 1”

Pero, ¿es que no hay en Athalie más que este so­


plo de altiva y solemne religiosidad? ¡Ah, no! Estu­
diad el carácter de Atalía y veréis un ser humano, do­
liente, exasperado, animando una acción terrible, pe­
ro no por eso menos real. Releed la Biblia, poned a
un lado todo lo maravilloso y sobrenatural, descartad a
Jehová, y veréis surgir poco a poco ante vuestros ojos
estupefactos una humanidad como nuestra humanidad,
con otros usos, con otras costumbres, con otras ideas,
pero no por eso menos reales que las ideas y usos
(¡ue hoy nos gobiernan. Es un mundo primitivo, so­
juzgado por la teocracia, eternamente aplastado por el
terror de la divinidad o de las divinidades extranjeras,
donde las mujeres son esclavas humildes o soberanas12

(1) La Iglesia.
(2) Los Gentiles.

— 83 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

dominadoras, donde los hombres, muy próximos al ins­


tinto, combaten como fieras, se muerden y despedazan.
En aquella humanidad desvanecida y sepultada entre
el polvo de los siglos, hombres patriarcales, de luen­
gas barbas nevadas, florecían su hogar con vírgenes
segadoras, y otros, bienamados de Jehová, cometían
horrendos incestos; en aquella humanidad, mujeres bue­
nas y sencillas recogían un niño abandonado, como
Josabeth, en tanto que otras, perjuras o formidables,
cortaban los cabellos a su amante dormido para en­
tregarlo a sus victimarios, como Dalila, o escalaban un
trono, como Atalía, haciendo correr a ríos toda la san­
gre de su raza; en aquella humanidad, hoy muda pa­
ra siempre, vivió el terror y el espanto, llameó la ira
y la venganza, cundieron los vicios de Sodoma, creció
la esclavitud de Israel, pasaron, en fin, todas las som­
bras del dolor, de la fiereza, (le la concupiscencia, del
orgullo, de la impiedad, de la muerte. Y en ese mun­
do, hoy para nosotros extraño y poco menos que in­
concebible, en esos tiempos de visiones y de fiebres,
en esos días de sangre y esclavitud, vivió la reina Ata-
lía. Era una mujer de piedra. Tenía un corazón de
brasas. Era adusta, implacable; era formidable en la
venganza. Era la estatua de la justicia, pero de la jus­
ticia de entonces, que quería ojo por ojo y diente por
diente. Otros habían asesinado a los de su raza; ella
desató todas las culebras de su ira y decretó el exter­
minio de los que la habían adolorido. Oíd cómo en
la tragedia raciniana nos refiere el caso;
“Oui, ma juste fureur, et j ’en fais vanité,
A vengé mes parents sur ma postérité.
J ’aurais vu massacrer et mon père et mon frère, '

— 84 —
H E L I O P O L I S

Du haut de son palais précipiter ma mère,


Et, dans un même jour, égorger à la fois
(Quel spectacle d’horreur!) quatre-vingts fils de rois:
Et pourquoi? pour venger je) ne sais quels prophètes
Dont elle avait puni les fureurs indiscrètes :
E t moi, reine sans cœur, fille sans amitié,
Esclave d’une lâche et frivole pitié,
Je n’aurais pas du moins à cette aveugle rage
Rendu meurtre pour meurtre, outrage por outrage,
Et de votre David traité tous les neveux
Comme on traitait d’Achab les restes malheureux 1
Où serais-je aujourd hui, si, domptant ma faiblesse,
Je n’eusse d’une mère étouffé la tendresse;
Si de mon propre sang ma main versant des flots
N ’eût par ce coup hardi réprimé vos complots?
Enfin de votre Dieu l’implacable vengeance
Entre nos deux maisons rompit toute alliance:
David m’est en horreur; et les fils de ce roi,
Quoique nés de mon sang, sont étrangers pour moi.”

He ahí todo un carácter : bravio, pero sincero ;


implacable, pero convencido. Ataba es cruel y sangui­
naria, mas no se avergüenza ni arrepiente de serlo.
No conoce la piedad, no conoce el perdón; pero esto,
más que mácula de su alma, era la ley de aquellos re­
motos tiempos. Los que la castigan luego a ella, tam­
poco conocían la piedad ? Las generaciones de enton­
ces subían al escenario de la vida trepando sobre mon­
tones de cadáveres : en un vuelco de la fortuna, otra
ola humana pasaba sobre ellos, y era entonces sobre el
terreno del clan o de la tribu una sabana de sangre.
Ataba es la hija de esa raza indómita; su cuna fue sal­
picada por el degüello de los suyos : ¿qué mucho en­
tonces que subiera al trono arrastrando su velo de rei­
na sobre charcos de sangre? La muerte y la desola-

— 85
V I C T O R P E R E Z P E T I T
ción van con ella, y tanto se familiariza con la desola­
ción y la muerte, que cuando le llega el turno no tiem­
bla, y grita al Dios de los judíos, cara a cara, con
fiereza sobrehumana:

"Qu’il règne donc ce fils, ton soin et ton ouvrage;


E t que, pour signaler son empire nouveau,
On lui fasse en mon sein enfoncer le couteau!”

Hasta el último momento es la reina trágica, la


imponente leona que alza el doble desafío de sus ojos
hacia los enemigos de su raza. No ha tenido piedad
y tampoco la pide. No creyó sino en Baal, y en el úl­
timo instante de su vida todavía proferirá sus blasfe­
mias contra el dios de los judíos. Es un alma heroi­
ca, que causa espanto, pero que no repugna. Es gran­
de en su error; es majestuosa en su crueldad. Y es,
con todo eso, una m ujer.
Sí, es una mujer. Cuando en el segundo acto
hace comparecer a su presencia al pequeño e inocente
Joas y le interroga sobre sus ignorados padres, sobre
su nombre, sobre sus juegos infantiles, — la voz, la
actitud y la dulzura del niño, remueven una fibra se­
creta de su corazón:

‘‘Quel prodige nouveau me trouble et m’embarrasse!


La douceur de sa voix, son enfance, sa grâce,
Font insensiblement à mon inimitié
Succéder... Je serai sensible à la pitié!’’

Y bien; no importa que muy luego vuelva su co­


razón a endurecerse y su mirada a ser dura y fría:
ese minuto supremo de vacilación, de enternecimiento,

— 86 —
H E L I O P O L I S

ha revelado a la mujer, — como por otra parte, lo


constata con cierto despecho el mismo Mathan al prin­
cipio del acto III hablando con Nabal de las vacila­
ciones y dudas de su reina.
Otro carácter soberbio es el de Joad, el sumo sa­
cerdote, el protector del pequeño Joas, el celoso vi­
gilante de la religión judía. Como todos los profetas
del antiguo testamento, es un inspirado, un fanático,
un vengador; un alma dura e implacable para los ene­
migos; un servidor fiel y humilde de su Dios. Joad
es el legendario sacerdote que en aquellas sociedades
primitivas se erguía, sobre toda la humanidad, para
repetir los sueños y visiones que cruzaban sus noches
hórridas. ¡Y cuán terribles eran sus acentos! En su
anatema, que a las veces alcanzaba a los mismos reyes,
había la fulguración del rayo; en sus grandes voces
vengadoras, las disonancias del trueno. Fanáticos de
su Dios, con el cual dialogaban en sus horas de vi­
gilia y extravío, hablaban en su nombre, igual que
emisarios, como ejecutores: su palabra era la misma
palabra de Jehová; una tajante espada que abatía los
hombres y desmoronaba las ciudades.
De ese tem p lets Joad. Puro y sin perfidias, es
también cruel y vengativo en aquel mundo de exter-
minadoras venganzas y de crueldades inauditas. Pero
su crueldad no es razonada y consciente como la de
Atalía; es una crueldad instintiva que emana de su
religiosidad. Todos los fanáticos son implacables, in­
tolerantes, fieros: por lo mismo que tienen fe y que
no admiten ningún principio que pueda desconocerse
o atacar esa fe, rompen con todo, y todo lo avasallan,
y por sobre todo pasan. Joad es así. Su Dios, el Dios

- 87 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

del Sinaí, no conoce la piedad del Dios del Gólgota.


Lanza sus carros de guerra y sus estandartes de ex­
terminio sobre los enemigos, y el mismo sol, a veces,
a la voz de sus guerreros, suspende su curso para
prolongar las horas de matanza. Vedlo a Joad arro­
jado del templo de Atalía y sentenciándola con sus
levitas :

“Qu'à l’instant hors du temple elle soit emmenée,


Et tjue la sainteté n'en soit pas profanée.
Allez, sacrés vengours «le vos princes meurtris,
De leur sang par sa mort faire cesser les cris.
Si quelque audacieux embrasse sa querelle,
Qu’à la fureur du glaive on le livre avec elle.”

Frente a estas dos figuras colosales, las demás,


con ser grandes y humanas, resultan pequeñas. En
torno de ellas gira toda la tragedia; ellas por sí solas
llenan toda la escena. En el concierto de personajes
6acados a la luz por el gran trágico en sus diversas
tragedias, Atalía y Joad son las dos figuras más so­
berbiamente hermosas. Dijérase dos cumbres de una
misma cordillera, puestas frente a frente y coronadas
de rayos. Sus sombras se extienden sobre la escena
francesa al través de tres siglos, y aún no han sido
destronadas por el genio creador de otros poetas.

— 88 —
LOS COMPAÑEROS DE RODO

CARLOS MARTINEZ VIGIL

(C inco cartas ín tim as que pueden


serv ir para re p resen tar la figura li­
te ra ria del adm irable e sc rito r C arlos
M artín ez V ig il) .

1* C arta

Montevideo, julio 25 de 1932.

Señor doctor don Carlos Martínez V igil.

Mi amigo:

Recibí su tarjeta postal. Es un recuerdo suyo que


invariablemente me llega todos los años, cuando hu­
yendo usted de las inclemencias'de nuestra ciudad, se
refugia en ese sobrenatural Río de Janeiro, que no
conoce el invierno, por lo menos nuestro invierno.
Y aquel recuerdo, quiero decírselo ahora, cada
vez me conmueve más hondamente, no sé si porque,
al hacernos viejos, nos aferramos más a las amistades
que hemos trabado en los años juveniles, o porque,
en sí mismo, es la afirmación de nuestro afecto inva-

— 89 —
* W r*

V I C T O R P E R H Z P E T I T
riable, que no ha empañado jamás uno de esos peque­
ños roces tan frecuentes en el trato de los hombres,
aun entre los mismos hermanos.
¡Y cuán lejana se me representa ahora aquella
nuestra juventud! ¿Recuerda usted, como los recuer­
do yo casi con un temblor en el ánimo, vecino de una
sentimentalidad femenina, aquellos días memorables de
la Revista Nacional, en que, con Rodó y su hermano
Daniel, soñábamos, discutíamos, trabajábamos y nos
reíamos lo mismo que muchachos, que no otra cosa éra­
mos, claro está, sin sospechar que estábamos, a nues­
tro modo, humilde, grandiosamente, escribiendo una
página de la historia literaria de nuestro país? ¿Recuer­
da usted los días de luchas, de afanes, de aspiraciones,
y las noches pasadas en vela encima de un libraco, o
corriendo las imprentas para corregir una prueba y
enmendar un “he aquí” por un “he ahí” ? ¿Y recuerda
usted cómo, lloviera o tronara, hiciera frío o calor,
nos molestara algún mal de nuestro organismo o una
preocupación de nuestros asuntos espirituales, cogía­
mos siempre el mismo rumbo al salir a la calle, que
era el de la casa suya, o el del escritorio de Rodó, o
el mío, para reunirnos, para satisfacer la necesidad de
estar juntos? Entonces usted mostraba una singular
preferencia por los estudios de lenguaje. Dedicado a
ellos, mantuvo aquellas memorables polémicas con los
insignes chilenos Eduardo de la Barra y Fidelis P .
del Solar. Alguna vez, años más tarde, me ocurrió
coger su opúsculo Sobre lenguaje y revisar sus artícu­
los de la “Revista Nacional” , y puedo decirle — ya
sabe usted que no está en mi modo de ser adular a
nadie — que al releer sus trabajos me he sentido or-

— 90 —
H E L I O P O L I S
gulloso de mi compañero, así, en la medida como me
he sentido orgulloso de Rodó por sus escritos. Es
que, la verdad, pocos, muy pocos en nuestra América
latina han realizado una labor tan seria como la que
usted ha realizado en materia gramatical. ¿Por qué
no ha proseguido usted por esa senda?
Si, ya lo sé: la necesidad del yantar; el mandato
ineludible de la vida. Su talento, su grande y hermoso
talento, ha tenido usted que emplearlo en la ergástula
periodística, en la lucha diaria de su bufete de abogado,
en su asesoría letrada de los Tribunales Militares, en
qué sé yo qué otras cosas aún, que, si no dan mayor
gloria, calientan la puchera y recogen el recibo del ca­
sero. Labor muy noble y muy útil también, donde us­
ted ha ido dejando hoy una idea, mañana una ense­
ñanza, siempre un rasgo altivo de su conciencia ciu­
dadana, para adoctrinamiento del pueblo o ejemplo a
los que no saben ser hombres verticales; labor tanto
más bella y desinteresada, cuanto las más de las ve­
ces la ha hecho usted anónimamente, en un país como
el nuestro, donde firman sus esperpentos hasta el cro­
nista social de los diarios, o el que trasmite grazni­
dos por las estaciones de radio. Pero, si desde ese pun­
to de vista, su figura ha cobrado relieves y contornos
que no poseen muchos de nuestros más sonados par­
lamentarios y estadistas, su labor literaria, la que to­
dos esperábamos de usted, conociendo su extraordina­
ria preparación, ha quedado en cierto modo mutilada.
¡Cuánto hubieran ganado las letras nacionales si un
escritor de su talla les hubiera dedicado más prefe­
rente atención! Pero, está visto: en nuestro país, salvo
contadas excepciones, no escriben para el público si-

- 91 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

no aquellos que no saben escribir, y así andan las po­


bres letras nacionales.
Tengo yo aquí sobre mi mesa una montaña de li-
bracos que me han enviado para leer: dramas imbéci­
les, novelas disparatadas, versos que son berzas o al­
go peor. Desgraciadamente, el Uruguay no posee aún
un clima propicio para las cosas del espíritu. Los hom­
bres de valer,, los que podrían regalarnos con obras ar­
tísticas, tienen que abandonar muy pronto la literatu­
ra y dedicarse a asentar números en un libro “Ma­
yor”, o dedicarse a cualquier trabajo manual. Sólo los
que para nada sirven, frecuentan las Musas, por eso,
porque no sirven más que para rufianes. Y “tiran del
carro”, como rufianes o como muías, — casi da lo
mismo. Ahí está nuestra mayor desdicha.
En fin, dejemos estas cosas tristes. Acaso la ma­
yor sabiduría es la que usted ahora practica: viajar.
Eso nos distrae de momento y ensancha luego los ho­
rizontes de nuestro espíritu. Por lo pronto, es un pla­
cer, el más triste de los placeres, decía Mme. de Staél,
porque cada viaje apareja una separación y un des­
garramiento; pero, ¿es que existe un solo placer en
la vida que no represente la cesación de un dolor y
el nacimiento de otro? Es un placer. Es la hora ac­
tual, la que vivimos, alumbrada por una alegría, por
una sensación, por una esperanza; y eso, por lo me­
nos, se irá con nosotros a la tumba. La gloria, la glo­
ria literaria, no; es otra cosa muy diferente. U n hom­
bre trabaja durante toda su existencia para hacerse un
nombre ilustre, que será repetido por los demás hom­
bres que vendrán después de él sobre la tierra. ¡Va-

— 92
H E L I O P O L I S

ya! ¿qué diría usted de un capitalista que colocara su


dinero para percibir los réditos cincuenta o cien años
después de muerto? ¿Y si la posteridad nos entram­
pa la gloria para la cual vivimos? Nada, nada. Lo más
cuerdo es cobrarnos en vida lo que pagamos por ella.
Y en este punto, los viajes no nos extorsionan ni en­
gañan. Nos dan lo que en ellos buscamos y lo que,
naturalmente, somos capaces de recoger. Hace usted
bien en viajar, amigo mío, y mucho mejor, contarnos
luego sus impresiones, como lo ha hecho usted res­
pecto al Brasil y al Paraguay en el hermoso libro
“Por tierras amigas” .
¿A qué viene todo esto? — dirá usted ahora. Y
bien, a nada; o sí, mejor, al deseo de echar un parra-
fito con usted y tirarle un poco de la lengua, y sacar­
le de sus casillas, y obligarlo a escribir algo más que
una tarjeta postal. ¿Quién me dice que, tocado en su
amor propio y para demostrarme que su pluma no se
ha enmohecido por completo, no va usted a su mesa
de trabajo y nos da a todos una leccioncita sobre el
“idioma ríoplatense” que ahora estamos creando y que
algunos pretenden ser tan bello como el castellano?
¿Quién me dice que cogiendo cualquiera de los disla­
tes que se me han escapado en esta carta, escrita sin
previo borrador, no nos cataloga usted donosamente
los barbarismos, solecismos, galicismos, etc., que co­
metemos a diario los que hablamos y escribimos, o,
por mejor decir, los que creemos escribir y hablar en
castellano? Naturalmente usted no se ha ido a Río pa­
ra e s o .,. Pero a la v u elta...
Esperando, a su regreso a ésta, poder darle un

— 93 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
abrazo, le envía sus más cordiales saludos su viejo
amigo.
Víctor Pérez Petit.

2* C arta .

Montevideo, agosto 15 de 1935.

Señor Dr. Carlos Martínez Vigil. — Río de Janeiro.

Mi viejo y querido amigo:

Recibí su carta fechada en esa sucursal del Pa­


raíso que es Río de Janeiro, el día 13 del mes ppdo.,
en la que me da cuenta de que ha caído en sus manos el
libro de un pobre muchacho de estos “pagos” , que nos
pone de oro y azul a los que fuimos amigos y compa­
ñeros de Rodó. Y al leer eso que dice usted, nos en­
rostra el incipiente crítico ( “que nosotros no fuimos
dignos de él” ) ha incurrido usted en la ingenuidad de
molestarse, recordándome que si no nacimos con sus
talentos (los de Rodó, no los del muchacho ese, ¡por
supuesto!), nadie puede afirmar, que moralmente, en
nuestra vida social, en nuestras actitudes políticas, en
nuestra conducta de simples ciudadanos, no nos encon­
tremos a su altura y a la muy encumbrada del más
digno de los hombres.
Yo creo, mi buen amigo, que no vale la pena in­
comodarse. Una censura vale, no sólo por lo que tie­
ne de exacta, sino también por la autoridad de quien
la formula. Ni somos tan burros que resultemos in-

- 94 -
II u L I O P O L I S

il¡linos de Rodó, ni es maestro el criticastro que no


nube hacer ciertas diferencias elementales. Medir todas
las inteligencias con un rasero igual, creyendo que pa-
i,i ser gran hombre es necesario hacer lo mismo que
un grande hombre ha hecho, es cosa de la ignorancia.
I Isted, por ejemplo, consagrando sus especulaciones es­
pirituales al genio del idioma para llegar a la perfec­
ción verbal, es tan grande, en semejante esfera de ac­
ción, como cualquiera de los maestros del habla caste­
llana; y no veo cómo ni de qué manera se le puede
disminuir en una comparación con el gran Rodó, •—
el cual, si cuidó la dicción y el estilo, se consagró de
preferencia a otro orden de trabajos intelectuales y le
cedió a usted siempre la derecha en punto de proble­
mas gramaticales. Su hermano Daniel, dedicando to­
da su vida a la filosofía y la historia (creo sincera­
mente que entre nosotros haya muy pocos tan prepa­
rados para escribir algo de trascendencia en tales ma­
terias), no puede ni debe ser comparado a Rodó, por
la misma razón que no pueden compararse un matemá­
tico y un ginecólogo, o un naturalista y un físico, o
un geógrafo y un bacteriólogo; pero, sin disminuir en
un ápice los merecimientos y virtudes de cada cual,
el primer quisque recién venido, si no es un zurdo
mental, puede avalorar el talento de Rodó y el talen­
to de Daniel. En el orden espiritual no se miden los
grados de genialidad con una medida del sistema mé­
trico decimal, a la manera como se mide una tonelada
de trigo o cien hectolitros de caña. La misma diver­
sidad de asuntos o materias tratados por cada uno,
obliga, en la valorización, a adoptar diferentes cartabo­
nes. A nadie se le ocurrirá comparar a Víctor Hugo,

- 95 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

poeta, con Champollion, descifrador de jeroglíficos egip­


cios, pongo por caso, por lo mismo que no se com­
para el zapatero que nos hace las botas con el coci­
nero que nos prepara los guisos. De donde deduzco
yo que el que nos tilda de inferiores a Rodó porque
no hayamos hecho lo que él tan estupendamente rea­
lizó, es un irreflexivo que, a pesar de sus años, conti­
núa confundiendo el jabón con el hilo negro. Si Ro­
dó ha legado al arte nacional páginas tales como las
de su Ariel, otros, sin la menor indignidad, antes bien,
con indiscutible talento, nos han dejado escritos sobre
gramática, dramaturgia, filosofía, novela, etc., que se­
rán aplaudidos y celebrados cuando se les analice par­
ticularmente, desprevenido el ánimo de ese afán mu­
jeriego de las comparaciones.
¿Que ese muchacho, cuyo nombre ignoro porque
usted ha olvidado decírmelo, y cuyo librito no leeré,
porque me basta la referencia que usted de él me ha­
ce, nos pone a los viejos compañeros de Rodó cual di­
gan dueñas? ¡Bah! ¿No han hablado otros mal del
mismísimo Rodó, afirmando éste que no tenía estilo,
aquél que era pesado y frío, el otro que abusaba de
los licores, y el más irreverente que se mostró siempre
descuidado en el vestir? Amigo mío: una pluma de
ganso suele hacer más daño que la garra de un león;
pero fuerza es convenir en que esto acontece en los
países que son corrales de gansos y no selvas vírge­
nes hirvientes de leones. La maldad está en el espíritu
humano, acaso como un trasunto de aquella agresivi­
dad ancestral del hombre de las cavernas. Esa maldad,
vistiendo arreos acomodados a las épocas históricas,
manifiéstase de diversos modos; y a veces se la llama

- 96 -
I I B L I O P O L I S

intolerancia; otras, fanatismo; otras, maledicencia;


otras, todavía, calumnia. Nosotros, en nuestros tiem­
p o s de más cumplida diplomacia, o más hipócritas,
Ir damos el nombre de “revisión de valores” . Mer-
red a esta iconoclasta revisión de valores, nos ha si­
do dado descubrir que Beethoven era un sordo de me­
diocre talento; que Emilio Zola, un abundante escribi­
dor del que no sobrevivirán veinte líneas, y que el ge­
nial pintor de las “meninas” y de los “bufones” no
pasó nunca de ser un burro que pintaba con la cola.
Antes que preocuparnos de esos gozquecillos que
de tanto en tanto nos salen al paso para mordernos los
pantalones —- creyendo, sin duda, en su perruna ig­
norancia, que con ello nos disminuyen lo estatura —
me agradaría, disponiendo de tiempo y espacio para
platicar con el viejo camarada de la Revista Nacional,
hurgar un poco en la entraña de este problemita psi­
cológico: ¿qué fuerza o corriente anímica es la que
mueve a un sqr humano a contradecir y aun a agra­
viar a otro ser humano? Claro está que, en tal cues­
tión, debe descartarse la contradicción razonada, la dis­
cusión técnica, la oposición filosófica. Mediante tales
artes, es como se han logrado las más bellas conquis­
tas del espíritu humano. Me refiero, a esa crítica ne­
gativa que, por diferencia de criterio o de gusto, y has­
ta por antipatías irrazonadas, mueve al uno a rechazar
la obra ajena; y hablo, a la vez, de esa inconcebible
satisfacción que traducen las palabras de aquel perso­
naje de Beaumarchais, el filósofo de gotera, don Ba­
silio: “Calomniez, calomniez; il en restera toujours
quelque chose” .
La primera forma de censura puede hallar alber-

7— - 97 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
gue aun en el pecho de hombres superiores. El ejer­
cicio mental que exige la comprensión de la obra aje­
na — he escrito yo mismo en otra ocasión, y perdone
la inmodestia de la cita, — supone, no ya tan sólo la
perfecta representación, o, mejor dicho, la re-creación
de esa obra, sino el colocar la propia inteligencia en
igualdad de condiciones con la que creó aquélla. Si ca­
be, el artista, de un temperamento opuesto al del crí­
tico, y de gustos y educación también opuestos, con­
cibió y ejecutó su obra de un modo tan diverso a co­
mo el crítico la hubiera ejecutado, puesto en el caso de
realizarla, que el antagonismo espiritual tiene fatalmen­
te que originar la incomprensión, y con ésta, el repu­
dio de la obra y su censura cruel. Pero, en la segun­
da forma antes apuntada, no interviene esta dispari­
dad temperamental <■ ideológica: aquí, lo que inter­
viene, exclusivamente, es la agresividad animal, la es­
tulticia de hablar de lo que no se cnl ¡ende y el placer ma­
ligno de deshacer una reputación: "Non v’e anímale
piu invidioso del letleralo", dejó escrito ligo Foscolo;
y, ciertamente, si nos olvidamos de l o s cantantes ita­
lianos de ópera y de los desastrados cómicos criollos,
los literatos y los que presumen de serlo, guardan en
su flaca contextura una dosis tan enorme de egolatría,
que es cosa poco menos que imposible que no amanez­
can todos los días de Dios transpirando envidia por to­
dos los poros, — unas veces, en forma de sátiras con­
tra los compañeros; otras, en forma de maledicencia;
otras, aún, con palabras contundentes que quieren ser
golpes de piqueta demoledora: “ninguno de los compa­
ñeros de Rodó fue digno de él".
Pero, ¿quién traba una lengua viperina, ni quién

— 98 —
II E L I O P O L I S

convencerá a un zonzo de que lo es? El “ne sutor ul­


tra crepidam” de Apeles (lo cual, traducido en buen
romance castellano, como usted lo sabe, significa: “za­
patero, a tus zapatos” ), sería la única contestación a
estos criticuelos que, a la manera del zapatero que se
atrevió a censurar el dibujo del excelso artífice, ha­
blan del arte de los demás sin saber nada de nada, ni
siquiera por qué milagro de la naturaleza andan ellos
mismos en dos pies. Quien no se atrevería nunca a fa­
llar si una mesa o un banco están bien o mal hechos,
se lanza a proclamar muy convencidamente que tal au­
tor es malo y que su obra es detestable. Quien apenas
sabe leer y escribir, y de modo alguno conoce el arte
y la literatura, niega talento a un escritor y salpica de
liabas toda su obra. Y bien, amigo mío: eso no nos
debe asombrar ni afligirnos; ya sabemos lo que es eso:
es la envidia de los impotentes; es la venganza del eu­
nuco; el mordisco rabioso del fracasado. Fiando en la
tontería de los demás, logran su finalidad, — porque
en medio de su ignorancia vertiginosa, han llegado a
adquirir un conocimiento, ¡uno solo, eh?, que es éste:
"la munelia de aceite, por más! que se lave, siempre de­
ja algún rastro",
Y ¡nd vemos en diarios y revistas, en folletos y
t e n i a en lila a r o s , cómo el mozalbete que conocimos
paliando deli.'n del mostrador de la pulpería paterna,
deja el biberón y los pañales, se calza un par de an­
teojos, inlla los caprinos carrillos, levanta entrambos
puños con sus respectivas herraduras, y todo lleno de
petulancia, ya que no de ciencia, y dispuesto a ir al
logro de su ambición, aunque sea trepando sobre mon­
tones de cadáveres, dicta sus fallos y sentencia “de om-

— 99 —
v i c t o r P E R E Z P E T I T
ni re scibili et quibusdam aliis”. ¿Hay que enojarse
por eso? ¡No, amigo mío! Hay que reírse. Mientras
existan hombres sobre la tierra, siempre se nos en­
frentará alguno para aducirnos que una estrella es más
linda que una rosa, porque ilumina, olvidando que el
destino de la flor es aromar y no dar luz. Otros hom­
bres, probos y dignos, llegarán un día y nos harán
justicia. (1)

(1) Este anuncio o profecía no ha demorado mucho en cum­


plirse en el caso de mi esclarecido amigo <1 doctor Martínez Vi-
gil. No hace mucho tiempo, un gran núcleo de espectables com­
patriotas, que integraban las personalidades más altas y celebra­
das de la política, del pensamiento, de la banca, de la milicia,
del comercio, etc., se reunieron en torno de la mesa de un ban­
quete para homenajear al doctor Carlos Martínez Vigil. Citar
aquí los nombres de aquellas personas y rememorar los discur­
sos pronunciados, excedería la extensión qne debe guardar esta
nota. En los periódicos puede hallarse cumplida noticia del ac­
to, que se realizó la noche del día 28 d<‘ diciembre de 1939. Basta
agregar que en tal oportunidad le fue ofrecido al doctor Martí­
nez Vigil un álbum, firmado por todos los asistentes, cuya de­
dicatoria, escrita por el autor de estas lineas, dice a la letra así:
“Al doctor Carlos Martínez Vigil.
Filólogo y gramático eminente, una de las más altas auto­
ridades en la materia entre todas las autoridades de América
latina;
Maestro del buen decir y cultor de la noble lengua castella­
na, cuyo respeto nos ha enseñado en sus sesudas lecciones y cu­
yas bellezas nos ha descubierto con el ejemplo de su prosa;
Erudito de ciencia recogida en las fuentes originales, que
nada o muy poco debe a los demás, porque todo en él es rique­
za conseguida por la virtud del esfuerzo propio;
Poeta emérito, que sabe de la buena y sana gracia de Que-
vedo cuando la burla le cosquillea el Animo y la alegría se en­
ciende en su espíritu;

- 100
H E L I O P O L I S
Un apretón de manos de su viejo amigo,
Víctor Pérez Petit.

3* C arta.

Montevideo, agosto 10 de 1935.


Sr. Dr. Carlos Martínez Vigil. — Río de Janeiro.
Mi viejo cam arada:
Hace pocos días me plací en escribirle una carta
en contestación a otra suya en la cual me daba usted

Crítico concienzudo e imparcial que ha sabido censurar sin


ofender, aplaudir sin adular, y a -un tiempo mismo ilustrarnos
sin aburrim os;
Jurisconsulto regido por un criterio claro, un corazón recto
y una inteligencia vivaz, que truecan la letra muerta de los có­
digos en iluminaciones de verdad y justicia;
Periodista vibrante y fecundo, cuya larga actuación en la
prensa de Montevideo es todo un apostolado de honestidad ciu­
dadana, todo un curso de principios democráticos, toda una bre­
ga en defensa de los derechos e intereses del pueblo;
■Ciudadano de conciencia libre que ha labrado con sus actos
y actividades, en medio de nuestras turbulencias políticas, el es­
cudo de su honradez invulnerable;
Amigo que nos ha ofrecido, así en las buenas como en las
malas horas de la vida, el único oro que1posee: el de su corazón;
Hombre ilustre y representativo del Uruguay, que sólo co­
menzaremos a avalorar cuando la separación en el tiempo nos dé
la necesaria perspectiva,
este (homenaje y este recuerdo de los que nos honramos con
su amistad y nos enorgullecemos de haber vivido junto a él una
hora de comunión espiritual.
Montevideo, 28 de diciembre de 1939.”

1Ü1 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
cuenta de que un sujeto de esta toldería se ocupaba de
los que fuimos compañeros de Rodó en la Revista N a­
cional para detractamos y decirnos que “no hemos si­
do dignos de él”. Tal vez, con sobrada razón, podría
usted ahora redargüirme que en lugar de redactar tan
larga e insulsa epístola, atiborrada de citas y de comen­
tarios manidos, mejor hubiera hecho en recordar, si­
quiera fuese como un homenaje al amigo y al escritor,
lo que usted mismo dejó escrito, con tanta precisión y
gallardía, en sus Apuntes de mi Cartera: “He leído en
las Partidas, que los sabios antiguos. .. “non tovieron
que era cosa con guisa nin que podiese seer con dere­
cho dar un home a otro lo que non oviese” . (Part. 2,
tít. 21, ley 11). Y esto, que era cierto en la caballe­
ría, es una verdad de aplicación diaria en la literatu­
ra. Para juzgar de las obras del espíritu humano y
darles el valor merecido, es necesario poseer talento y
participar de sus múltiples propósitos. No es dable a
las inteligencias vulgares ponerse al unísono con el ge­
nio, ni al necio con el discreto, ni al ignorante y vul­
gar con el sabio. Ni da ni quita reputación el que quie­
re, sino el que puede” . Claro está que con esto sólo
quedaba maltrecho y perniquebrado nuestro censor; pe­
ro, si me hubiera reducido a la transcripción de tan
juiciosos conceptos, ni fuera yo el que contestara a su
carta, dado que seria usted mismo quien se contestara,
ni demostrara en la ocasión poseer el don de la opor­
tunidad para aprovecharla platicando con el buen ami­
go, a la manera como lo hacíamos en aquellos leja­
nos tiempos de la Revista.
Dicho lo cual a modo de introito, voy en seguida
a coger otra vez la censura aquélla — no por el que

— 102 —
i L I O P O L I S

l,i lut i-, claro está, que no merece un zote el trabajo


i|iic da darle un azote ,— sino porque me viene como
tic perla» para decir algo que hace tiempo debiera ha­
ber d iclio sobre su personalidad de escritor.
Vo estoy seguro, amigo mío, que aquel caballeri-
lo l|l ir se ocupa en coger los huesos de los muertos pa­
cí golpear con ellos a los vivos, como dijo alguien
vilipendiando a los súcubos medioevales reencarnados
i ii criticastros modernos, ha cometido, con usted, por
lu menos, al estampar su condenación literaria, la más
grande y torpe de las injusticias por ignorancia o por
mala fe. Pongamos que sea lo primero y no lo se­
gundo,1para poder continuar llamándole ignorante y no
granuja. Quien juzga lo que no ha leído, es un tonto
de remate; y si ha leido algo bueno, como lo que us­
ted lleva publicado, y lo reputa malo, entonces ya de­
ja de ser un bípedo — que todavía lo es el último de
los tontos— para echarse a andar en cuatro patas, co­
mo lo hace un asno cualquiera. Tengo el convencimien­
to de que no conoce su folleto Sobre lenguaje, porque si
lo conociera, a menos de ser ese asno de que hablo,
con albarda y todo, nunca hubiera osado zaherirlo co­
mo lo ha hecho. Lo mismo digo a propósito de sus
cartas a Amunátegui, Reyes, Eduardo de la Barra y
Fidelis P. del Solar; de su librito Apuntes de m i Car­
tera y de todos esos innúmeros escritos que ha divul­
gado la prensa diaria, y en los que vibran lo mejor
de su pensamiento y lo más noble de su corazón. Por
lo demás, es así como suelen producirse estos críticos
“negativos” que de tarde en tarde nos salen al cami­
no para ladrarnos su odio o su incomprensión: no se
toman el trabajo de leer una sola línea nuestra. ¿Pa-

— 103 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

ra qué? No la entenderían, y, si por un milagro lle­


garan a entenderla, lo mismo nos lanzarían su ladrido.
¿No es su único propósito desahogar la rabia, la en­
vidia o la maldad que les consume? ¿Qué otra cosa
puede hacer un ácido sino corroer, ni qué el fuego si­
no destruir? Para echar abajo al que está en lo alto,
no se le discuten las ideas ni se examina su obra; se le
llama burro, indigno, mamarracho, así, sin rodeos ni
más pruebas, y ya está consumada la obra iconoclasta.
Siempre se hallará un número suficiente de personas
que no conozcan al vapuleado, como para formar un
cortejo fúnebre: creyendo por su sola palabra a quien
se produce con tal seguridad y vehemencia, enterrarán
complacidos al muerto. Y el “vivo”, es decir, el críti­
co negativo —todo un saco de pus con pantalones—
se hinchará de satisfacción porque en su vida habrá
hecho algo: babear como un sapo sobre la estrella que
ha visto reflejada en la charca infecta de su alma.
Y, sin embargo, esc “ indigno compañero de Ro­
dó” que ha sido usted, ha dejado para el acervo de
las letras nacionales páginas que merecieron el más
sincero y caluroso aplauso del mismo Rodó, en primer
término, y después, el de cien maestros, gramáticos y
escritores, que no necesitan, como lo necesitaría el atre­
vido muchacho, fiador de competencia y honorabili­
dad. A propósito de neologismos y americanismos, ana­
lizando con sin igual agudeza y buen sentido una obra
de Ricardo Palma, usted escribió en aquellos buenos
tiempos de la Revista Nacional precisamente, un tra­
bajo tan serio y bien documentado, que por sí solo
bastaría a hacer la reputación literaria de un hombre.
Que su libro no se haya difundido como el Ariel de

— 104 —
II B L I O P O L I S

Rodó responde a causas que ahora sería inútil especi-


íirar; pero que ese librito suyo, Sobre lenguaje, por
m i s méritos propios, no sea digno del mejor y de más

campanillas que haya escrito, no digo Rodó, sino el


maestro más autorizado en lengua castellana, es una
majadería tan enorme, que sólo puede espectorarla un
cretino de nacimiento. El propio autor de Ariel lo hu­
biera firmado sin vacilaciones, como con orgullo lo
hubiera firmado yo si hubiera sido capaz de escribir­
lo. Y es que a la prestancia de la dicción, a la pureza
del lenguaje y a la claridad del concepto, en él se su­
man la riqueza verdaderamente asiática de una erudi­
ción de primera mano y la autoridad que fluye de una
exégesis serena, comunicativa, sugeridora. Así como
así, no es cosa que se halle todos los días a la vuel­
ta de la primer esquina un hombre que domine tan a
fondo la materia que trata, y mucho menos el que tra­
tándola, si la materia es árida, sepa vestirla con ese
ropaje atrayente que la hace accesible a todos, al sa­
bio y al ignorante. Muy divididas han estado, y con­
tinúan estándolo, las opiniones en este asunto de los
neologismos — que entraña otro más trascendental,
el de la evolución y el de la muerte de los idiomas; —
mas aquí, justamente, es donde brilla más alto el ta­
lento de aquel muchacho de veinte años, que, hombreán­
dose con los Baralt, Salvá, Barcia, Rivodó y Bello —
y aun, enmendándole la plana, cuando la ocasión lle­
gaba, al mismísimo Clemencín, el censor de Cervan­
tes, — decía defendiendo su tesis, cosas tan justas y
bien dichas como estas: “El hecho de que existan dos
sustantivos, independencia y emancipación, no es su­
ficiente motivo para admitirlo (el neologismo indepen-

IOS —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

dizar). ¿No ven a dónde nos conduciría doctrina tan


original como simétrica? ¿Por qué no decir también,
con arreglo a ese criterio arquitectónico, independiza-
dón y emancipa (sustantivos), como decimos eman­
cipación e independencia? La razón es obvia. En gra­
mática, como en derecho, como en moral, lo más filo­
sófico no es siempre' lo m ejor. En su formación y des­
envolvimiento progresivo, los idiomas no siguen los
preceptos rigurosos de una lógica de hierro, sino los
procederes que la etimología y el buen uso señalan co­
mo aceptables. Una lengua no es un tablero de aje­
drez, ni siquiera una buena constitución política, nive­
ladora de derechos; una lengua es como el ejercicio de
la política, y es imagen exacta de la vida con sus des­
igualdades irritantes. Pudiera también compararse con
un jardín, donde las flores nacen espontáneamente; no
con un invernáculo, en el cual el arte se sustituye a la
naturaleza. A mayor abundamiento, la riqueza de un
idioma no estriba en su copia de signos, sino en la de
ideas que estos signos expresan; y así como la mag­
nificencia de un banquete no depende en manera algu­
na del número de los platos, sino del de los manjares,
la de un idioma está más en las ideas que puede emi­
tir, que en el número de vocablos de que consta su léxi­
co . Para decirlo todo de una vez: una lengua no debe
confundir la riqueza con la superfluidad.”
Partiendo de este principio, tan luminosamente ex­
puesto — y considerando que “un error no deja de ser-
lp por el hecho de haber incidido en él doctores de los
de más reverendas; no cambia de naturaleza tampoco por
haberse en él incurrido una, diez, cien veces: esto no
prueba otra cosa sino su generalización”, — el joven

106 —
H R L Í O P O L I S

maestro, el que eso escribía a los veinte años, el “indigno


......pañero de Rodó”, éntrase al océano hirviente de
«irles y escollos, de algunas bellas y soleadas islas tam-
biéti, que la minuciosidad pacienzuda de don Ricardo
l ' a l m a ha surcado en su carabela de Conquistador. Y
<n este punto es donde sólo por ignorancia o por una
m a l a fe que está golpeando las puertas del presidio,
puede desconocerse o pretender anular la labor origi­
n a l del gramático: que cada neologismo, cada america-
m .mo traído por don Ricardo Palma, con la venia a
veces de los más exigentes maestros, es examinado has­
t a en sus más escondidas raíces, y sometido a la re­
acción de los ácidos que vivifican o destruyen el len­
guaje, y, por si todo eso no bastare, expuesto muy lue­
go en primorosas vitrinas, montados como piedras pre­
ciosas o de similor en el engarce de la prosa de los
más renombrados orfebres, para que el centelleo de la
verdadera joya denuncie la opacidad de la piedra falsa.
Para decir que Sobre lenguaje no vale nada o
vale muy poco, es menester ser dueño de una autori­
dad que no puede darse a sí mismo el primer niño
quitolis que nos salga al paso. Yo, con toda esta pe­
dantería de crítico que algunos me suponen, y el pro­
pio Rodó con su indiscutible talento y su perfecto cono­
cimiento del idioma, tuvimos que rendirnos, más de
una vez, en aquellas bravias y épicas discusiones de
l<>s tiempos de la Revista Nacional ante sus conocimien­
tos gramaticales y su ciencia y filosofía del lenguaje.
¿Recuerda usted nuestra interminable disputa sobre
si cuyo, cuya, indica siempre posesión o si no convie­
ne con los pronombres posesivos en sus demás propie­
dades? ¿Recuerda usted aquel formidable argumento

— 107 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
de que hay casos en que este pronombre no concuerda
con el nombre o cosa a que hace relación, al paso que
los posesivos mío, tuyo, concuerdan siempre con el mis­
mo nombre a que se refieren? ¿Recuerda usted los
ejemplos que nos tirábamos a la cabeza, extraídos de
los clásicos y los modernos? “Aquel cuya (de quien)
fuere la viña, la cuide” ; — “Mañana es mi cumpleaños,
con cuyo motivo (en virtud de lo cual) le invito a
usted a almorzar?” Durante horas enteras discutía­
mos este y otros, semejantes asuntos, porque enton­
ces, para escribir medianamente, considerábamos que
debíamos saber gramática y su poquito también de grie­
go y de latín. Hoy no; hoy, el primer zampatortas en
procura de notoriedad, sin cuidarse de la concordancia
ni de la ortografía siquiera, se arranca una pluma del
lomo, la mete en el tintero y da suelta a todas las in­
coherencias que tiene metidas en el cuerpo, para tun­
dirnos con un articulo o una poesía en los que él mis­
mo no sabe lo que ha querido decir. ¡Y estos grajos,
que aprenderían muchísimas cosas útiles con sólo oír­
nos hablar, son los que se erigen en nuestros censores
y dictaminan sobre nuestros escritos! ¿Qué saben ellos
si “adulón’, por “adulador” , está bien o está mal? ¿Qué
saben del “desapercibido” , por “inadvertido” ? ¿Qué
del “viva”, verbo, y del “viva” , interjección, nacido
del optativo del verbo “vivir” ? ¿No escriben corrien­
temente este barbarismo: “han habido reyes concul-
cadores”, etc., por “han existido” o “hemos tenido” ,
etc.? ¿No despotrican cuando analizan nuestra persona­
lidad “bajo el punto de vista” ? ¿No revelan su to­
tal desconocimiento del castellano cuando para desig­
nar algo que tiene su vocablo correspondiente en el

H R L I O P O L I S

lllm. murió nos hablan empleando voces extranjeras, —


mino “groom”, “speech”, “cottage”, “savoir faire” ,
"rrndez-vous”, “sleeping-car”, “garden-party” , “mor-
hidezza”, “affiatato”, “lembranga” y otras palabras o
liunciones por el estilo? ¿No les vemos escribir: la
( nmedia de las equivocaciones de Shakespeare está ba­
tida en el “mutuo parecido” de dos hermanos gemelos?
¿Saben, acaso, por qué al “pasmo” le dicen “lipotimia”
v al “agracejo” (el arbusto espinoso), “oxiacanto” ?
¿Se enterarán nunca de que llamar “odontológico” al
elixir que procura hacer bien a los dientes es un puro
disparate, pues la voz griega de que deriva la palabra
quiere decir justamente lo contrario: que hace mal a
los dientes?
Pero, advierto que esta carta va a exigirme un
franqueo superior a mi capacidad económica. Dejare­
mos, pues, para una cuarta y última lo que tengo que
añadir sobre su valiosa producción intelectual.
Un fuerte abrazo de su invariable amigo,
Víctor Pérez Petit.
*
* *

4* C arta

Montevideo, agosto 29 de 1935. — Señor doctor


Carlos Martínez Vigil (en Río de Jan eiro ). — Que­
rido amigo: Aquí va mi cuarta carta, en contestación
a la única suya que he recibido. Eso habla mucho, no
sólo en favor de mi fecundidad, sino de la fuerza de
“sugerencia” (como dicen ahora) que tuvo aquella su-

— 109 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
ya en la cual me noticiaba que alguien quería anular­
nos por completo en el escenario de las letras naciona­
les mediante el socorrido sistema de las comparacio­
nes. No hay duda que el muchacho ese ha de tener
un talento bárbaro: invocando un nombre, suprime to­
da la intelectualidad de un país. Por ejemplo: Ingla­
terra es la cuna de Shakespeare, Italia la del Dante,
Alemania la de Goethe, e tc.; — ¿para qué, entonces,
ocuparse de todos esos otros ingenios que en su hora
y con sus producciones labraron la cultura de aquellos
países? Se les borra con un trazo de pluma y se dice
sencillamente: “ningún escritor inglés, italiano o ale­
mán fue digno de tales genios” . La historia literaria
queda simplificada y ningún estudiante corre el riesgo
de salir reprobado en los exámenes si no sabe quién
era Shelley, Manzoni o Schiller. Ahora, a nosotros,
porque existió Rodó, no se nos permite escribir. Las
letras nacionales murieron con nuestro amigo. Parece
que fuera condición de su particular e indiscutible ta­
lento el que nosotros no tuviéramos ninguno. Ese es
el criterio crítico del que no sabe que cada ser en la
vida da de sí lo que es de su naturaleza dar, y que só­
lo a un imbécil de campanillas puede ocurrírsele pe­
dir peras al olmo, o, lo que es igual, que ladre una ro­
sa o que arome un perro. Dejémoslo quieto ahí, en
su inmovilidad de imbécil, y vayamos andando para
averiguar lo que V d. ha hecho para ser tan “indigno”
de su camarada de la Revista Nacional.
Después de Sobre lenguaje, publicó Vd. en 1900
Apuntes de mi cartera. Este librito, que hoy causaría
las delicias de los que abominan de las “cosas largas”
y quieren solamente obtener la sabiduría en píldoras.

- 110 -
L I O P O L I S

pertenece a ese género literario que de antiguo deno­


minaban “sentencias”, “máximas”, “pensamientos”, y
que hicieron la nombradla de excelsos moralistas, pen­
sadores y literatos. Hoy, en nuestros días, se ha mo­
dernizado y difundido bajo el título de “greguerías” ,
merced a la habilidad un tanto funambulesca de su P a­
llo- Eterno, el jocundo Ramón Gómez de la Serna.
Una “greguería” es, más que nada, un modo de ver
0 un modo de decir. Ante un ser vivo o ante un es­
pectáculo de la naturaleza, procuramos destacar la ocul-
l.i corriente que lo anima o la línea generatriz de su
forma; y entonces, según sea nuestra impresión sen­
sorial, estampamos una observación filosófica, una ocu-
1renda humorística o una sentencia desopilante. Por
r.so, el nuevo creador de estos específicos literarios-ho-
nicópatas, ha hecho “greguerías” filosóficas, sentimen­
tales, artísticas y burlescas. Cada una de ellas, en su
género, está muy bien; pero, acaso por demasiada
improvisación, se resienten de falta de madurez, — de
esa madurez que hace el fruto acomodado a nuestro
paladar. Para escribir “greguerías” no es suficiente
ser un observador y un escéptico; se necesita además
una pequeña dosis de dulzura (cuanto más femenina,
mejor) y su poquito de ensoñacióh. Así es como se
logra una piedad tolerante para el “micro” y un or­
gullo bien cimentado en contra del “macro” . ¿Por
qué hemos de quedarnos siempre cuajados ante la
grandeza del Sol y el talento de Homero y hemos de
despreciar al escarabajo que revolotea en torno de una
lámpara y al poetita que, siguiendo los pasos de Hei-
ne, nos imantó los años juveniles con sus rimas, tal
como lo hizo Gustavo A . Bécquer?

111 —
»

V I C T O R P E R E Z P E T I T

Haciendo ahora por nuestra propia cuenta una


"greguería” — según los cánones preestablecidos —
podríamos escribir: “Greguerías” no debiera escribirlas
más que alguien que se llamara Gregorio (pongamos
por caso, Gregorio Martínez S ie rra ); pero, un escri­
tor que se llama Ramón Gómez de la Serna, — quien
ha hecho de su patronímico su verdadero nombre de
batalla — puesto en tren de cortar ramas y hojarasca,
no para apacentar cabras en tiempos de nieves, según
enseña el diccionario, sino para servirnos trozos des­
nudos y limpios de su ingenio, no debiera escribir más
que “Ramoneadas” . Y así tendrían justificación algu­
nas de sus “greguerías” , por ejemplo, aquella que di­
ce: “El pez más difícil de pescar es el jabón dentro del
agua” ; o aquella otra que reza: “La cerveza es una
hipócrita que se hace beber con un deseo de alcohol,
de exceso, de ardores, de genial sobreexcitación y des­
pués nos defrauda, habiendo conseguido abotagam os:
da toda la burrería que da la cebada” . No obstante,
Ramón cuando acierta, acierta de verdad, y entonces
es cuando escribe: “Siempre nos hacen sonreír un po­
co esos muchachos que aprenden cinco lenguas dificul­
tosamente, cuando nos encontramos camareros de ho­
tel que saben varias, y entre ellas el alemán” ; o bien:
“Nos indigna al pasar por los palacios el ver esa cos­
tumbre ruin de abrir las puertas accesorias y no las
principales: parece como si temieran que por el gran
marco se les escapase la riqueza” ; o bien todavía:
"Cuántas veces las piernas femeninas se nos suben a
la cabeza como un alcohol fuerte” . Y estos aciertos,
que adquieren, en ciertas páginas, el entono de una
amarga y profunda filosofía (como cuando se habla de

— 112 —
B L 1 O P O L I S
1 ..... — ................... 1 ■ ■ —..—.............. ■ ---------1■

Itr. ])rostitutas que sueltan las delegaciones en la luz


lívida del amanecer, o cuando se pinta la tristeza de
Ion pobres obreros con gafas), o que se alzan hasta la
ralegoría de una verdadera concepción artística (como
mando se evoca a aquella princesa negra que vivía en
medio del desierto en un palacio de mármoles cohabi­
tando con una enorme serpiente), son los que, indu­
dablemente, dan a la “greguería” significación como
género literario. Sin ser, en suma, un pensamiento o
una máxima moral, a la manera como lo son los de
l.a Rochefoucault o de Marco Aurelio, o de Mlle. de
l.cspinasse, encierran un fondo de observación y de
verdad tan ciertos, que suben grados en nuestra consi­
deración y las diputamos por pequeños joyeles traba­
jados por manos orfebres.
Y bien; treinta y cinco años antes que Ramón Gó­
mez de la Serna lanzara a la vida de las letras hispanas
sus chispeantes “greguerías”, aquí, en este apartado
solar de América, un muchacho que hacía entonces sus
primeras armas en nuestra Revista, escribía cosas co­
mo estas: “Semejantes a los ángulos que se hacen en
los quesos, hay individuos que comienzan siendo agu­
dos y terminan por ser obtusos” ; “Como las carretas
que se usan en nuestros campos, hay individuos en las
ciudades que chillan cuando les falta el aceite” ; “En
algunos géneros de vestido es más lindo el revés que
el derecho, como en ciertas casas de familia las ma­
mas y las sirvientas exceden en belleza a las mucha­
chas” ; — “A los novios debiera aplicarse rigurosa­
mente la disposición del artículo 2278 del Código Ci­
vil, relativa a los acreedores prendarios: el acreedor
no puede servirse de la prenda en manera alguna” ; —

*— — 113 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
“Todo progresa y camina hacia adelante, confundido
en un vértigo arrollador: hasta las instituciones lla­
madas retrógradas; hasta el calumniado cangrejo, cuan­
do lo quiere; hasta los pájaros, que tienen las rodi­
llas para atrás” .
El muchacho que tales humoradas escribía, era
usted, amigo mío, como puede verlo cualquiera reco­
rriendo las páginas de Apuntes de mi Cartera, en cu­
yas páginas, al lado de esas y otras muestras de in­
genio — de que no ha dado ejemplo el criticastro, •—
hallamos agudas observaciones sobre arte, filosofía y
política; exactos y definitivos juicios como el consa­
grado a aquel brillante polemista que fue el doctor
Aramburú (Byzantinus) ; críticas mordaces como la
dedicada a ciertas revistitas americana? divulgadoras
del “decadentismo” ; reflexiones atinadísimas como
aquella sobre el afán que nos mueve a hacer recaer so­
bre otros lo desagradable que nos sucede. Tánta es su
prioridad en determinados comentarios, que cuando leo
en Ram ón: “ . . . esas viejas que se ven recomiendo y
masticando la boca sumida”, no puedo menos de re­
memorar su dicho: “Como las bocas de algunas viejas,
hay hombres que no hallan acomodo sino en la muer­
te” ; lo mismo que cuando leo: “Las dos manecillas
del reloj se reúnen para preguntarse: ¿qué hora es?”,
de inmediato acude a mi pensamiento lo que usted es­
cribió hace ya tanto tiempo: “Como el horario y el
minutero de un reloj, algunos matrimonios se aproxi­
man durante media hora para separarse durante la me­
dia hora siguiente” . Evidentemente, si además de la
prioridad, ha de buscarse la exactitud, la gracia y el
giro original de la observación, usted, en tales casos,

— 114 —
I t E L I O P O L I S

lleva todas las de ganar. Y su sátira — o “humour”,


que dirían los ingleses — es de tan buena cepa, que a
veces le dicta cosas de esta envergadura: “Talleyrand
ha dicho: Plus je connais les hommes, plus j ’airne les
i hiens: cuanto más conozco a los hombres, más quiero
a los perros. Esto pase, aunque fuerte. Y Schopen-
hnuer agrega que: “si no hubiera perros, no quisiera
vivir” . Figúrese el lector imparcial cuánto mejor que
en labios de un filósofo estarían estas palabras en
boca de una p erra.”
Pero, dejando a un lado estas obras de su juven-
lud, todavía sería menester examinar toda su inmensa
labor periodística, realizada a lo largo de muchos
años de trabajo, para poder aquilatar su valor moral
y sus grandes y nobles realizaciones. Quien tan lige­
ramente nos juzga, ha olvidado que esa labor, en us­
ted, ha sido lo más digno de cuenta. Usted ha vivido
la vida pública, la vida social de nuestro país, — com­
batiendo los malos gobiernos y defendiendo los más
puros ideales, — como la vivieron aquellos dignísimos
maestros, aquellos ilustres varones que fueron Juan
Carlos Gómez, Carlos María Ramírez, Eduardo Ace-
vedo, Martín C. Martínez, que día a día, durante me­
ses, durante años, desde las columnas de sus periódi­
cos, pusieron cátedra de dignidad ciudadana y ense­
ñaron al pueblo a pensar en los' más difíciles y contra­
puestos asuntos, y, cuando la ocasión llegó, ante los
desbordes del poder o los asaltos de la iniquidad o de
la bellaquería, supieron jugarse la vida y bajar a la
palestra con el gesto y la conciencia de seres verticales.
Olvidar sus campañas de E l Orden, de Montevideo
Noticioso, de La Tribuna Popular, es lo mismo que

— 115
V I C T O R P E R E Z P E T I T

querer negar la luz del día cerrando los ojos. No soy


yo solo: son cientos, millares de lectores los que ha­
brán seguido su prédica y habrán podido juzgarla; y
no es un muchacho cualquiera, un audaz criticuelo, un
temerario negador, quien pueda destruir, con un ren­
glón de babas malolientes, esa labor enorme y merití-
sima que, si no le coloca a usted por encima de Rodó,
por lo menos no autoriza a nadie para colocarlo ni si­
quiera un milímetro por debajo de él.
Toda una vida de elevación espiritual, de absolu­
ta sinceridad ideológica; toda una vida de honradez
y de altiva independencia ciudadana, llevada al través
de las turbulencias de nuestra democracia y de los dia­
rios sinsabores que asaltan al que no ha sido asistido
en la cuna por el hada que posee el don de la rique­
za; toda una vida consagrada al trabajo honrado y
a la defensa de los más puros ideales, sin una claudi­
cación, sin una apostasía, sin un desmayo siquiera, —
antes bien, cuidando siempre, a costa de los más du­
ros sacrificios, la dignidad del nombre que se lleva y
el más limpio esplendor de la moral que se defiende, —
constituye un escudo que no es fuerte a vulnerar la
diatriba, el odio insano, la calumnia vil, el esputo de
la ignorancia o el venablo traidor de la mala fe. Y ese
escudo, que se ha forjado usted mismo con sus obras
de varón insospechable, le defenderá siempre, aun cuan­
do la muerte venga a anular su personalidad humana:
que si la ley implacable de la vida puede reducir a un
montón de polvo la mísera contextura de un hombre,
otra ley más alta, que rige la memoria de las genera­
ciones que se suceden sobre la tierra, impone el recuer­
do y el respeto de aquellos individuos que supieron se-

— 116 —
H E L I O P O L 1 S
florear sobre la común vulgaridad por un destello mi­
lagroso de su inteligencia o de su corazón.
Durante todo el gobierno borrascoso del señor
I(liarte Borda; en los momentos difíciles del gobierno
del señor Cuestas, y, sobre todo, durante la larga ad­
ministración del señor Batlle y Ordóñez, su voz lim­
pia, autorizada y recta dijo, cada día, la verdad, su
verdad, al pueblo, sin miedo, sin rodeos, sin reticen­
cias. Todo un catecismo de conducta cívica se expande
en estos centenares de artículos periodísticos suyos,
vibrantes de amor al pueblo, forjados al calor de los
más nobles ideales, encendidos a veces también por la
llamarada de las cóleras santas. La juventud que hoy
busca el éxito, la nombradía o la fortuna — no siempre
por los caminos más decorosos, antes por el contra­
rio, lanzándose por atajos propicios al asalto, — ten­
dría que leer y releer su fecunda y altiva propaganda
periodística. Y al advertir, entonces, con cuánta lar­
gueza y espontaneidad derramó usted el oro de su ce­
lebro, vería más de resalte la miseria y cobardía del
gozquecillo que ha salido a ladrarle en despoblado, sa­
biendo éste de antemano que en su desdén de viandan­
te seguro de sí mismo, no se dignaría usted inclinarse
al suelo para recoger un pedrusco y castigar su desmán.
Advierto aquí, antes de echar la firma, que el
ex abrupto de un pobre gato en trance de literaturas
me ha conducido a expresarle algo de lo mucho que
podría decir acerca de su persona. Ya ve usted cuán
cierto es aquello de “que no hay mal que por bien no
venga” .
Su amigo de siempre,
Víctor Pérez Petit.

- 117 —
1

V I C T O R P E R E Z P E T I T

5* C arta

Montevideo, setiembre 2 de 1935. — Señor doc­


tor Carlos Martínez Vigil. — Mi noble amigo: Cuan­
do le dirigí mi última carta tenía el firme propósito de
no molestarle más con mis divagaciones y comenta­
rios. Lo que era necesario decir sobre el despropósito
de ese infeliz que pretendió erigirse en nuestro juez,
quedó dicho. No cabía una palabra más sobre el asun­
to. Pero luego, meditando el caso, se me ha ocurri­
do que reuniendo los diversos cabos sueltos de todas
esas apuntaciones que he hecho acerca de su persona,
podría configurar, sin mayor esfuerzo, una; semblan­
za literaria. Y héteme aquí otra vez con la pluma en
la mano para tratar de dar cima a esa ocurrencia.
Esta nueva carta mía, suma y compendio de las cuatro
anteriores, dejando un poco el carril del epistolario,
asumirá el entono, si usted lo consiente, de una pági­
na crítica en la que se procurará expresar lo que us­
ted verdaderamente representa en la literatura del U ru­
guay.
*
* *

Nuestro país padece una epidemia de poetas. Yo


no digo que nos pongamos todos a los negocios ga­
naderos o a traficar con la yerba paraguaya y el ta­
baco brasileño; cada uno va por el camino por el que
tira su natural inclinación. Pero el hecho cierto y
verdaderamente lamentable es que cualquier sujeto que
haya aprendido a leer y escribir, en vez de leer, pon-

— 118 —
II B L I O P O L I S
junios por caso, un libro de agronomía o de química
industrial, y de escribir, si de escribir le asaltan deseos,
m esos libracos comerciales que lucen en el cabezal
de sus páginas las palabras “Debe” y “Haber”, co­
mo no lo remedie un ataque de parálisis fulminante,
I He pone en cuatro pies sobre la mesa de trabajo y an-
tes que otra cosa compone una tan descomunal ristra
de versos, que es cosa de preguntarse, olvidando la ca­
lidad por supuesto, si Lope no los escribió con más
descuidada abundancia. Los poetas se dan en nues­
tro clima cultural con la misma generosidad que la
verdolaga en el campo: tenemos poetas patrióticos a
montones, poetas amatorios por centenares^ poetas al­
truistas por miríadas, poetas incoherentes de la “nue­
va sensibilidad” por cúmulos o conglomerados estela­
res. Naturalmente, poetas de verdad, apenas una me­
dia docena.
Igual cosa acontece con los prosistas. No hay mu­
chacho de veinte años que no haya perpetrado un vo­
lumen de cuentos, ni ciudadano al parecer inofensivo
y honesto que no le haya puesto su firma a varios ma­
motretos que él sólo llama con el nombre de novelas.
Y no deseo hacer mayor hincapié en el género dramá­
tico, porque el teatro es cosa que tienta a los urugua­
yos más que una mujer hermosa o una revolucionci-
ta montaraz en la que puede cada quisque voltear un
alambrado y churrasquear carne ajena sin indemnizar
pecuniariamente al dueño. No hay mozo de café, ni
guarda de tranvía, ni vigilante del orden público que
no tenga en el baúl o en el meollo su drama de tesis
o su revistita sicalíptica. A lo mejor, usted está ha­
blando con un caballero, con un anciano venerable, con

— 119 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

un médico famoso o con un ministro de campanillas,


y le habla con todo respeto y consideración porque le
tiene por una persona seria, y el personaje en cues­
tión, en sus momentos de ocio, ha escrito tres actos
que son tres puñaladas al arte, al sentido común y
al buen gusto. Es indiscutible que el setenta y cinco
por ciento de nuestros compatriotas se han sentido unos
Florencio Sánchez en algún momento de su vida.
Es que la literatura, para la mayoría de las gentes,
resulta cosa de mero solaz y esparcimiento; algo tan
fácil y hacedero, que no hay más que poner las ma­
nos en la masa para sobar un pan; un perendengue
vistoso con el cual cualquiera puede adornarse con só­
lo quererlo. Para componer un verso, un d,rama, una
novela, no se requieren estudios ni preparación ante­
rior ; se dice uno a sí mismo: — “voy a escribir un
soneto, una comedia, un cuento literario” , y ¡ya está!
Lo que resulte, así sea un monumento de idioteces y
relinchos, siempre será credencial para figurar en nues­
tros relampagueantes círculos de intelectuales. Si al­
guien tiene que vestirse, va a casa del sastre y le en­
carga un traje; si de comer se trata, procura un co­
cinero, porque se reconoce incapaz de freír un par de
huevos; si desea un banco o un taburete para sentar­
se, llama al carpintero, toda vez que no se considera
con facultades para encajar unos clavos en cuatro tro­
zos de madera. Pero, ¡escribir una poesía! ¡componer
un drama! Eso lo hace cualquiera.
Un poquito de esto — o un algo mucho de lo mis­
mo — ha de acontecer en las otras repúblicas sudame­
ricanas, porque la cantidad de poetas que se dan en
ellas tiene algo de exuberancia tropical. Basta ojear

— 120 —
H E L I O P O L I S
lis revistas literarias. Usted recorre sus veinte, cua­
renta o cien páginas y no saca de ellas nada: ni una
Idea, ni un recuerdo, ni una imagen. El río de las
palabras pasa, y no queda el limo de una realización.
Se apagan las candelas multicolores del fuego de arti­
ficio, y es un poco de humo sobre la negrura total de
la noche. Cuando alguien escribe porque tiene algo
que decir, y nos sugiere un pensamiento, o nos regala
con una enseñanza, es cosa de santiguarse y de creer
que Dios nos ha visitado.
He ahí por qué se me antoja obra de particular
encarecimiento la que realizan los escritores sudame­
ricanos que se consagran a la crítica literaria, a los
ensayos morales o sociológicos, a los estudios del len­
guaje. No son muchos, es cierto; pero los pocos que
pueden recordarse merecen la nota de eminentes con
que al nombrarles los consagramos. Domingo F . Sar­
miento, Andrés Bello, Juan Montalvo, Rufino José
Cuervo, José Enrique Rodó, Miguel Antonio Caro, etc.,
son figuras de aquella alcurnia. Como flores extrañas
a la comarca — como plantas traídas de países leja­
nos — lucen en nuestros jardines criollos tanto por
esa misma extrañeza cuanto por la belleza formal que
revisten sus escritos.
Evidentemnte es cosa más hacedera escribir una
oda a la Luna, una silva a los bosques ecuatoriales o
un canto a la amada, que componer un tratado sobre el
castellano en América o disertar sobre el idealismo la­
tino y el materialismo yankee. Para aquéllo, basta po­
seer inspiración, saber manejar el verso, idear imá­
genes sugerentes y propias. Para esto otro, se requie­
re meditación, estudio, buen criterio, un buen lastre

— 121
V I C T O R P E R E Z P E T I T
de lecturas, un poco también de conciencia construc­
tiva en la finalidad que se persigue. A cualquiera sal­
ta a la vista que no tiene la misma enjundia — ni ha
exigido, por lo mismo, igual esfuerzo intelectual — el
Nido de Cóndores, de Olegario Andrade, no obstante
el aliento épico que anima toda la bella composición
del vate, que el Facundo, de Sarmiento, exponiendo
coU una virilidad portentosa el pleito de la civilización
y la barbarie. A nadie se le ocurrirá igualar la tras­
cendencia de la novela María, de Jorge Isaacs, el idi­
lio amoroso que hizo verter lágrimas a toda una ge­
neración, con el tratado de Juan Montalvo Los héroes
de la emancipación de la rasa hispanoamericana, en el
que se nos presenta la figura de Simón Bolívar con tan
reveladores y geniales trazos, que más que dibujo li­
terario es vivero de sugerencias e incitaciones. Y es
que si para la primera categoría de obras la virtud
creadora del escritor finca en sacar de la entraña
propia una emoción o una figura retórica, para las
obras de educación moral o de elevación del espíritu la
virtud está en un análisis y una síntesis que no se lo­
gra en un rapto de inspiración, sino tras largas horas
de reflexivo examen del mundo y de la vida y después
de confesar contritamente la propia alma.
Entonces, de seguida, advertimos en las preferen­
cias del público la radical diferencia entre unas obras
y o tras: los libros de imaginación, de mero deleite
espiritual, conquistan la voluntad de la inmensa ma­
yoría de las gentes; los otros, los de entraña filosó­
fica, los que tienden a una enseñanza, los que gravi­
tan en torno de una idea de crítica trascendental, no
interesan sino a los estudiosos. Por ello, la popula-

— 122 —
H n L I o P O L I s
tillad de un Díaz Mirón, de un Asunción Silva, de
llti (¡utiérrez Nájera, de un Santos Chocano, etc., es
(llliiUdisima; y en vez, la de un Andrés Bello se cir-
niiiscribe a la de los que se dedican a los estudios
gramaticales; y la de un Juan Bautista Alberdi, a la
«Ir los que se consagran a los estudios político-sociales,
V la de un José Enrique Rodó, a los que gustan del
Plisayo moral a la manera de Montaigne. No es, co­
mo se ve, el aliciente del favor público el que puede
mover a estos claros espíritus a disertar sobre graves
o áridas materias: es, antes que nada, el imperativo
«le su idiosincrasia, y después, el placer de experimen­
tar, ante sí mismos, la propia superioridad. La mayor
grandeza de las montañas radica en la excelsitud de
la cumbre, oculta las más de las veces para el común
«le los mortales por la lejanía y los celajes: a sus
pies, por los hondos valles, árboles y cabañas, pedrus-
eos y charcas confunden su vulgaridad e insignifican­
cia bajo el rasero nivelador de la mediocridad. La
montaña es siempre grande aunque las hormigas no
aprecien su grandeza.
Carlos Martínez Vigil, desde muy temprano, re­
veló sus preferencias por los estudios gramaticales y fi­
lológicos. Mientras cursaba los estudios del bachille­
rato en ciencias y letras — que habría de rematar,
más tarde, con los de derecho, para graduarse de abo­
gado, — consagraba todas sus horas disponibles a la
lectura de los grandes clásicos españoles de los siglos
XVI y X V II, con los que llegó a familiarizarse de
tal manera, que nadie era fuerte, ni aun el mismísimo
Rodó, a enfrentársele para discutirle una cita o con­
trariarle una opinión. Puesto ya en esa vía, quiso

— 123 —
■ 1 rj

V I C T O R P E R E Z P E T I T
entonces conocer más a fondo la raigambre del len­
guaje, y, desdeñando de momento a los poetas y prosa­
dores del siglo X V III — entre los cuales, corrien­
do el tiempo, habría de apartar, en su celoso aprecio,
a Cadalso y Jovellanos, a los dos Moratin y a Quin­
tana, — empeñóse en el examen concienzudo de los
que podrían denominarse “los primitivos” , enfrascán­
dose en la lectura de los grandes poemas relativos al
Cid (el Poema del Cid, desde luego, que data del se­
gundo tercio del siglo X II, y la Crónica Rimada, de
anónimo compilador) y en la de los vetustos “miste­
rios” {El Misterio de los Reyes Magos y E l Misterio
de Elche), que disputan a aquéllos la antigüedad. Cu­
rioso e investigador, pese a sus cortos años, advierte
fundamentales características en la redacción de los
textos, así como la lenta evolución de los vocablos,
que al salir del latín semibárbaro en uso durante la
Edad Media van esforzándose por adquirir fisonomía
propia; y así, investigador y curioso, no confunde la
lengua romance (con algo de castellana ya en la en­
traña, con no poco del catalán actual y siempre con
sus resabios del latín) con la lengua nueva que va
modelándose. Es evidente que el “misterio” catalán,
que canta:

Les muntanyes Ihuy, s’alegren que pugen per pietat


e les valls ago entenen complides d’omilitat,
e houelles qui cangeben ayels de simplicitat,—

contrasta con el decir propio del Poema del C id:

De lo sos oios tan fuerte — mientre lorando


Tornaua la cabega e estaua-los catando.

— 124 —
H E L I O P O L I S

Vio puertas abiertas e vgos sin cannados,


Alcándaras uazías sin pielles e sin mantos,
E sin faleones e sin adtores mudados,
Sospiró Myo C-id ca mucho arrie grandes cuydados.

Igual contraste advierte entre la lengua del Poema


del Cid y la lengua de Gonzalo de Berceo, que flore­
ció hacia el año 1220, — que si en aquél encontramos
voces como estas: “cadrán” , por caerán; “amos” , por
ambos; “m irado” , por milagro; “odredes” , por oiréis;
"barragán”, por animoso; “viba”, por viuda; “aguar­
dar”, por m irar; “gradir” , por agradecer; “mager” ,
por aunque; “oios”, por ojos, etc., en este último ha­
llamos estas otras: “oiedas” , por Tajos; “magüer” , por
aunque; “aguardar” , por reverenciar; “miraglo” , por
milagro; “adamado” , por amado; “offrir”, por ofre­
cer; “yogo”, por habitar; “flumen” , por río, etc. —
/:/ libro de Alexandre, los cantares del Arcipreste de
I lita, la Vida de Santa María Egipciaca, y con estos,
las obras de don Juan Manuel, el Libro de los Enxem-
plos, todos los arcaicos textos de la época de Alfonso
el Sabio hasta la de don Juan II, en que surge aquel
gran poeta que fue don Iñigo López de Mendoza, M ar­
qués de Santillana, continúan aleccionando al estudioso,
revelándole los secretos de la evolución de las palabras
del idioma, adiestrándole en el conocimiento de los
modos de decir de cada edad. Luego, es la torrenta-
da de los preclaros ingenios — de los poetas ilustres,
de los prosadores de oro, — que han hecho con sus
hallazgos verbales, con sus giros sintácticos, con el re-
ino/.amiento de voces caducas, este idioma que es tal
que una lumbrarada de apoteosis: Garcilaso de la Vega,
rl dulcísimo Petrarca de la poesía española; Gutierre

— 125
V I C T O R P E R E Z P E T I T
de Cetina, el de los madrigales arcadianos; Juan de
Lucena, el culto estilista de la Vida Beata; Juan del
Encina, Antonio Nebrija, Fernando de Rojas, el pre­
sunto autor de la Celestina-, Hurtado de Mendoza, el
inimitable creador de E l Lazarillo de Tormes; Juan
de Timoneda, Juan Valdés, Antonio de Villegas, Lu-
percio Leonardo de Argensola; Fray Luis de León,
el armonioso Horacio granadino; Fernando de H e­
rrera, el más alto poeta de la escuela sevillana; Santa
Teresa de Jesús, la más bella flor del misticismo; F ran­
cisco de Quevedo, la alegría y el desenfado convertido
en diamante; Góngora, el retorcimiento, la inflazón,
el hipérbaton desbocado, la modernidad triunfante; Lo­
pe de Vega, el río inagotable; Cervantes, el inmenso
mar sin orillas; Calderón de la Barca, el Shakespeare
hispano; Villamediana, Cadahalso, Huerta, Meléndez
Valdés, Iglesias, Álvarez de Cienfuegos, Moratín, Quin­
tana, Jovellanos, el P . Feijoo, Antonio de Solís, el
P . Isla, Juan de Mariana, Rioja, Vicente Espinel, Mo-
reto, Francisco M. de la Rosa... Y así, un día, después
de muchos días, a los veinticinco años de edad, Car­
los Martínez Vigil, entonces mi compañero en la “Re­
vista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales’’, resul­
tó ser, entre los cuatro muchachos que la dirigíamos
y redactábamos, el mejor preparado en el conocimien­
to del idioma y¡ el de más sólida erudición en punto de
escritores españoles, el más firme puntal para el man­
tenimiento del buen decir y la corrección de la forma
literaria.
Gramático, sí, lo fue en su hora, que tanto ma­
nosear la colección “Rivadeneyra” y tanto leer y re­
leer a Benot y Salvá, a Roque Barcia y Domínguez,

126 —
H E L I O P O L I S

tt Haralt y Clemencín, a Bello y Zorobabel Rodríguez,


lt Cuervo y a Rivodó, le pusieron en trance de “pu­
rista”, celoso guardián del idioma. Dígalo su hermo-
ío, su grave, su eruditísimo folleto Sobre lenguaje —
pequeño libro que vale por el más grande de los li­
bros — en el que, examinando una obra de don Ri­
ta ido Palma sobre neologismos y americanismos, nos
dio como en esencia todo el inmenso acervo de sus lec­
turas y toda su enseñanza, hecha de lógica, de racio­
cinio, de honesto y personal convencimiento. Pero, el
«mor, el acendrado amor de Carlos Martínez Vigi!
por el idioma castellano, no podía reducirlo a ser un
crítico más en la materia de sus habituales especulacio­
nes. Ese amor tenía que conducirlo a más hondas es­
peculaciones; y fue así como surgió en él el filólogo.
Del estudio etimológico de las palabras, del análi­
sis oracional, del examen de los diversos nexos que
unen los vocablos en la cláusula, vino a la filosofía
del lenguaje, poniendo a contribución la historia, la
Arqueología, la mitografía, el estudio de las lenguas
comparadas, los datos de la religión, de los textos ar­
ríbeos. Esta transición espiritual acaso no la com­
prendan algunos; sin embargo, nada más natural y
propio. ¿De dónde salió todo el movimiento de las
Ideas que hicieron la luminosidad y gloria del Rena­
cimiento italiano? Pues de las escuelas que los hu­
manistas erigieron en Florencia, Nápoles y Roma; de
mis disputas y controversias de gramáticos sobre los
testos latinos; de las interpretaciones y correcciones
dudas a un vocablo por los Filelfo, los Barzizza, los
l'oggio Bracciolini, los Vittorio Rambaldoni, de los
la »mizo Valla. Averiguando en ardorosas y a las ve-

— 127 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

ces enconadas polémicas cómo debe escribirse mihi,


por ejemplo, si así de ese modo, mihi, o de este otro
modo, michi; discutiendo cómo se declina supellex o
cuál es la significación de quotusquisque, encendieron
la pira sagrada de la antigüedad, despertaron el amor
de los textos olvidados, dieron una orientación al es­
píritu hacia la libre discusión del pensamiento que no
conocieron los siglos medios. Retóricos, meramente re­
tóricos, porque a más ellos mismos no aspiraron, con­
cluyeron por transformar toda la vida de la humani­
dad: enterraron la Edad Media con sus caballeros feu­
dales y su religiosidad monástica, el Trivium y el
Quadrivium, el Satanismo y la Magia, la tristeza y la
desesperanza; y en su lugar alzaron la relampaguean­
te Signoria y las Villas gloriosas donde se reía y can­
taba, donde se disertaba de filosofía y se lucía el inge­
nio en áticas conversaciones, donde sobre todo en vez
de entonar misereres se comulgaba con la Naturaleza.
De todo eso, es sabido, salió un nuevo mundo, — la
Edad Moderna. ¿Y de dónde salió esa formal y ex­
traordinaria arquitectura que ha hecho del idioma cas­
tellano la más rica, bella y sonora de las lenguas, ve­
hículo de las más grandes filosofías de la hora que
vivimos? De toda esa labor silenciosa, porfiada, mi­
núscula de los que trabajaron en modelarla, en dotar­
la de desinencias, en enriquecerla con aumentativos y
diminutivos, con expresiones adverbiales y verbos de­
rivados de sustantivos; de toda esa labor ininterrum­
pida de los gramáticos y puristas, que un día busca­
ban la exacta función del relativo cuyo y otro la ex­
presión fonética más apropiada a la voz latina “mi-
raculum”, ensayando primero la dicción mirado, lue-

— 128 —
H E L I O P O L I S

go la de miraglo, al fin la de milagro; de toda esa la­


bor al parecer superficial en la que tropezaban los
maestros a veces con el verbo asolar y dudaban al con­
jugarlo entre las formas asolo y asuelo, o con ese otro
verbo vaciar, que en la tercera persona del presente de
indicativo puede decir vacia o vacía; de todas esas nor­
mas y reglas que han ido constituyendo la sintaxis,
musculatura y nervio del idioma; — de todas esas
figuras retóricas (la “aliteración” , la “epanadiplosis” ,
la “paradiástole”, la “metalepsis” , la “perífrasis”, la
“metonimia” , etc., etc.) que remedan los sonidos de
la naturaleza, pintan un paisaje, describen un movi­
miento, evocan una similitud, cambian un sentido, trans­
forman una idea, substituyen un concepto, suscitan un
recuerdo, provocan una imagen, encienden un color,
representan lo que no puede expresarse, nos traen siem­
pre una anunciación de belleza o nos ofrecen la línea
venusta de la gracia y la elegancia. Salió del ejemplo
dudo por los doctos, de los textos de los más admira­
dos poetas y de los más graves prosadores, de la por­
fía de algún tratadista empeñado en enmendarle la pla-
liu a un filósofo o sofista, siquiera fuera éste un Gor-
gias y el filósofo el mismísimo Aristóteles — como
aconteció, para el idioma latino, con Valla, quien, al
piobar que “álbum” y “albedo” significan una misma
cosa, abolió las distinciones que el Estagirita preten­
día establecer entre lo abstracto y lo concreto. Persi­
guiendo definiciones, reglas y sentidos determinativos,
nlimido prefijos y partículas (a, in, des, ex o extra,
«li ,) que dan el contrario de una palabra, trazando
Iom paradigmas de las declinaciones, concibiendo las
vanantes de los verbos irregulares, enseñándonos las
i — 129 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
virtudes del régimen y de la construcción, con la muy
laudable finalidad de obtener la propiedad y limpieza
del idioma, se construyó esa fábrica extraordinaria
que es el idioma castellano. Y hoy, ya no escribimos
como escribieron aquellos remotos antecesores que men­
cionábamos antes, — el autor catalán de E l Misterio de
Elche y el poeta desconocido del Poema del Cid: —
hoy escribimos, si respondemos a la enorme torrenta-
da de la tradición, como escribe el incomparable José
M9. de Pereda, y si nos asiste un espíritu más nuevo
y acomodado a los tiempos, como lo hace, por ejem­
plo, Gabriel Miró en El Ángel, el Molino y el caracol
del Faro: “La aldea se ha criado entre los oteros de
vinares. Prieta, dorada, caliente; con sus hortales ju ­
gosos de bardas crudas y ropas tendidas; un alboroto
de sendas y acequias que se van cegando en el frescor
de la senara; una lumbre de balsa y de vidrios. Sube
la espadaña de cal de una ermita morena que en cada
cantón tiene un ciprés. De lejos, todo cincelado en
claridad. Parece una aldea blanca, no siéndolo.”
Un idioma es el alma de un pueblo. En él está
toda su emotividad y todo su pensamiento. Está su
carácter, su fe, su vitalidad; y también están sus vi­
cios y sus defectos. Se habla como se piensa; se pien­
sa como se vive. Y la vida, grandioso film de imáge­
nes y representaciones, es triste y lóbrega para el pue­
blo que tiene la tristeza en la entraña; pero es lumi­
nosa y bella para el pueblo que tiene el Sol en las
arterias. El pueblo ibérico, ardiente, apasionado, va­
leroso, caballeresco y picaro a la vez, piadoso y san­
guinario al par, todo arranque y quijotismo, quisqui-
llosidad y nobleza, todo movimiento y alegría, sensua-

— 130 —
H B L I O P O L I S

lismo y bulla, no podía tener, y no lo tuvo, un idioma


opaco, pobre, meloso; tenía que tener, y se lo hizo,
un idioma sonoro, encendido de luminarias, rico en
matices, dúctil de todas piezas, apto para expresar su
movilidad y ardimiento. Ese idioma, que derivó del
latín, que formó con mil articulaciones distintas para
que fuera más flexible, que enriqueció todavía con in­
numerables voces sinónimas de a dos, de a tres, has­
ta de cinco gemmas cada una para multiplicar los
fuegos y orientes de los diamantes y perlas, que afinó
al punto de poder representar las más abstrusas y me­
tafísicas ideaciones, posee tal virtud evocadora y tan
científica coordinación, que le basta a veces de un sim­
ple acento ortográfico para mudar totalmente el sen­
tido de una palabra, o del cambio de una letra para
representar ideas distintas, o de una variante en la
concordancia para trastornar el sujeto o la acción del
verbo. Por medio de él se pueden traducir todos los
pensamientos y emociones, todas las imágenes y sen­
timientos. Tiene para la ira, vocablos que suenan co­
mo fanfarrias; para el amor, otros que arrullan como
notas de un arpa; para el dolor, gemidos que llegan
al alma; para la gloria, resonancias de órgano de igle­
sia; para los triunfos, exaltaciones de fuegos triunfa­
les; para las cosas elevadas y místicas, el terciopelo
del bronce dq las campanas crepusculares. Pinta y cin­
cela; esculpe y labra; trabaja en filigranas de orfe­
brería; ensambla con la riqueza del mosaicista que sa-
e distribuir el nácar y el bronce entre las piezas de
sándalo y de ébano. Y cuando ha de venir al cabo de
una representación sutil, efímera o refinada, ni el rit­
mo a ado del italiano, ni las medias tintas y primores

- 1JI
V I C T O R P E K B Z P E T I T
del francés, logran lo que su blandura constructiva,
que no parece sino hecha con carne de mujer, tibia y
sonrosada.
¿Cómo no amar semejante idioma? ¿Y cómo no
velar, con celos de amante, por su intangible pureza?
¿Cómo no dolerse de las injurias que le imponen ma­
nos torpes y no rebelarse contra los que pretenden mu­
darle en otro idioma, hecho de voces robadas aquí y
allá a los inmigrantes, al italiano, al ruso, al francés,
al alemán, al sirio, al mismísimo lunfardo de los mer­
cados y de los barrios marineros? ¿Cómo no poner
toda el alma para conservar tan riquísimo patrimonio?
Carlos Martínez Vigil, por lo mismo que avaloró
a la manera de Rufino José Cuervo las virtudes y ex­
celencias de este lenguaje que encontramos en la cu­
na como don de un hada buena, puso su mayor cui­
dado desde los primeros años de su mocedad, en de­
fenderlo, en prestigiarlo, en combatir contra todos aque­
llos que, un poco por novelería y otro poco por igno­
rancia, desnaturalizaban su recia arquitectura o infli­
gían máculas y desgarrones a su regia vestimenta.
En su inolvidable polémica con don Fidelos P . del
Solar sobre acentuación ortográfica — que tuvo por
campo de liza las páginas de la Revista Nacional, y
que no ha sido recogida en libro — defendió con ar­
dor el sistema acentual en uso contra las reglas dicta­
das por Andrés Bello; y atreviéndose, con la autori­
dad de un maestro, a corregir a este maestro indiscu­
tido, con su verdad palmaria y clara, dejó sentadas
cosas como estas: “Don Andrés Bello ordena acen­
tuar retahila, ahullo (que hoy se escribe sin h ), mo­
híno, vahído, cahíz, contra toda razón. Olvida que en

— 132 —
h b l i o p o l i s

las combinaciones de dos vocales aptas para formar


diptongo, la letra h sirve para indicar que no lo for­
man; oficio innecesario en un sistema que, no tenien­
do en cuenta una función de la h que está en la natu­
raleza del idioma, conserva el acento para separar las
vocales.” — O como esta otra: “El sistema seguido
por Bello en sus reglas 6.’, 9.9, 13.* y ÍS.* es, como sis­
tema, de lo peor que puede idearse en materia de acen­
tuación ortográfica. Ordenar acentuar las palabras sin
más razón que la conveniencia de distinguirlas de otras,
es un criterio que sólo puede ser admisible en el úni­
co caso de faltarnos reglas precisas, y que demuestra
acabadamente la falta de fijeza y la complejidad de
las adoptadas. Y acentuar régimen, céfiro, márgenes,
démosle, no precisamente por ser voces esdrújulas, sino
porque la vocal en que carga el acento en la prime­
ra, régimen, no es la última de la dicción; porque de
no hacerlo, debería suponerse acentuada en la segun­
da, céfiro, la penúltima vocal; por ser plural la terce­
ra, y la última por ser compuesto de enclítico, es com­
plicar inútilmente una materia de suyo sencilla y re­
cargar la memoria con preceptos tan engorrosos como
innecesarios. ” Mucho valor —- que algunos dirían osa­
día — se necesitaba en verdad para alzarse en contra
de una autoridad de la envergadura de don Andrés
Bello; pero Martínez Vigil, en aquel entonces un mu­
chacho aún, consciente de su verdad y fuerte y bien
lastrado de lecturas, no veía otra cosa ante sí que
la integridad y belleza del idioma, y fue así cómo,
polemizando con el señor del Solar, se atrevió a con­
tradecir a aquél, no obstante la admiración y el res­
peto que le profesaba.

— l.ij --
V I C T O R P E R E Z P E T I T
En su ya mencionado libro Sobre lenguaje, escri­
to a propósito de una obra de don Ricardo Palma,
en la que analiza a fondo la admisión o el rechazo de
una serie de neologismos y americanismos, combate
también con denuedo varias opiniones del autor; mas,
en llegando al final de su labor, escribe esto a mane­
ra de disculpa: “ Si he impugnado algunas de las con­
clusiones que establece autor para mí tan respeta­
ble, no me ha llevado a ello otro móvil que el afán
de decir lo que siento y como lo siento; y si he acon­
sejado prudencia ante el avance de neologismos que
amenazan dar por el pie nuestra hermosa, nuestra
grande lengua española, búsquese la explicación del he­
cho, no en sentimientos partidarios que me son aje­
nos, sino en el propósito desinteresado y sincero de
decir la verdad, lo que a lo menos es verdad para mi
espíritu. — Pero no nos ciegue el respeto a lo pasado,
ni encerremos nuestro idioma en los mezquinos mol­
des de un afectado purismo. Sentiría infinito contri­
buir al triunfo de escuela de tan estrechas miras.
Imitemos a los padres de familia que se esfuerzan en
legar a sus hijos mayor patrimonio que el que les
cupo en suerte; recojamos tan provechosas enseñan­
zas; procuremos aumentar el acervo común; acrecen­
temos la valiosa herencia, y, acrecentada y rica, pase
la hermosa lengua castellana de nuestros labios a los
labios de la posteridad.”
Estas transcripciones que he hecho con verdadera
complacencia, demuestran varias cosas a la vez: des­
de luego, el acendrado amor que Carlos Martínez Vi-
gil profesaba y profesa al idioma, y que le conducía a
polemizar con gramáticos de la categoría del señor Fi-

r- 1J4 —
fj E I* I O P O L I S

delis P . del Solar y a contradecir opiniones tan au­


torizadas como la del ilustre venezolano; y demues­
tran también la preparación erudita, la perspicacia de
juicio, el robusto razonamiento, la cerrada lógica del
escritor en trance de amparar a su credo; demuestran
todavia que si para defender la pureza del idioma, su
belleza racial, su inalterable lozanía, se veía constre­
ñido a combatir determinados neologismos, que juzga­
ba innecesarios, feos o torpes, desde que en el léxico
existen palabras que expresan lo que ‘aquéllos que­
rían expresar, no era en manera alguna reacio a la
admisión de los buenos o necesarios neologismos que
pueden acrecentar el opulento patrimonio heredado de
nuestros mayores.
En ese problema de los neologismos, como en el
de las variantes de las palabras al través de las épo­
cas, conviene andar con mucha prudencia y mesura,
toda vez que en ambos radica muy principalmente la
existencia del idioma. El rechazo sistemático de las
transformaciones que propician, la supresión de las
corrientes de vida nueva que se inyectan al lenguaje,
aparejan el estancamiento, es decir, la detención de la
evolución, y con él, la inmovilidad y la muerte. La
admisión sin mayor contralor de todas las noveda­
des que se le ocurran a un ingenio atrevido o que
propicie el error o el mal gusto del pueblo, es decir,
de la gente indocta, trae igualmente la decadencia, la
irremisible desaparición del idioma de entre el con­
junto de las lenguas vivas. Con muy feliz acuerdo,
haciendo gala de su saber y buen juicio, el ilustre au­
tor de Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano,
ha dicho: “El hecho de que cada época de la lengua

— 135 —
V I C T O R P E R U Z P E T I T

se diferencia de las precedentes, no puede tener otra


causa sino que hay novedades que se extienden y arrai­
gan hasta formar parte del lenguaje familiar y litera­
rio, condenando al olvido algún uso anterior; o en
otros términos, que voces, formas, acepciones y cons­
trucciones que fueron en un tiempo locales, o extranje­
ras, o nacidas de una falsa analogía, y por lo mismo
censurables por igual razón que las que hoy nos pa­
recen adolecer de los mismos vicios, se generalizaron
y obtuvieron la sanción del uso literario; con lo cual
lo que antes era provincialismo, barbarismo o solecis­
mo, dejó de serlo y perteneció de hecho a la lengua
culta nacional. Llegado este caso, prescribe de tal mo­
do la acción de la autoridad, de la gramática y de la
etimología, que no sólo sería inútil sino ridículo in­
tentar reforma o reivindicación. ¿Qué caso haríamos
de quien nos aconsejase decir veredes, pongades, pu-
dicredes, oiríades, aunque conviniésemos en que todas
estas formas se acercan más a la etimología y las úl­
timas eran preferidas de Lope y de Cervantes? El
oficio, pues, de la crítica gramatical no es resucitar lo
muerto, sino conservar y depurar lo vivo; sólo enton­
ces es benéfica o a lo menos eficaz su acción, cuando
apuntan las corruptelas, cuando están introduciéndose
voces inútiles o mal formadas; es decir, cuando lo an­
tiguo todavía tiene vida y circulación. Gracias a crí­
ticas oportunas, se ha contrarrestado el uso de la for­
ma verbal en ara, era con el sentido de pretérito o co-
pretérito de indicativo, que tanto empalaga a Melén-
dez y otros hasta Pastor Díaz, y el de la segunda per­
sona del pretérito de indicativo en tes, que con el ejem­
plo de algunos andaluces y de Zorrilla amenazaba in-

— 136 —
t í E L l O P O L I S

¡reducirse en el lenguaje poético; gracias a la misma,


pocos dicen ya reasumir por resumir, o hacen esdrúju­
los a mendigo, perito, colega y otros. El ejercicio de
esta crítica da por supuesta la existencia de un tipo
corrección gramatical y léxica, y de criterios cier­
tos para comparar y para condenar o aprobar.” (1)
En estos últimos tiempos se ha generalizado en la
Argentina la idea de convertir en idioma propio, en
un idioma nacional argentino, la forma o manera pe­
culiar de hablar el castellano que tenemos los ríopla-
tenses, mechando todo el estofado con aportes del ita­
liano, del ruso, del alemán, etc. Indudablemente, al
conjugar los verbos en el modo imperativo, nadie es
fuerte ya a contener a los que dicen: subí, bajá, pone,
etc. ; pero cuantos escriben, si no quieren llevarse un
garrotazo, continúan haciéndolo según las reglas en
u so : sube, baja, p o n: tal vez, con el rodar del tiempo
pasen al estilo literario aquellas formas del estilo vul­
gar. Pero lo que parece ya más difícil es que llegue
el día en que puedan admitirse como palabras dignas
de formar un léxico propio — un léxico nacional, que
es el tesoro de una lengua — estas expresiones lunfar­
das, ordinariotas y torpes: linyera (primero significó
"las ropas de la cama” ; luego, “la cama” misma o el
catre; ahora, significa “vagabundo” ), bronca (enojo,
rabieta), metejón (estar metido en amor o en el juego),
mina o percanta (m ujer a quien explota su amante),
bulín (habitación pobre), rana (individuo despabila-1

(1) Cuervo, El castellano en América, IV. (Estudio que no


debe confundirse con el de igual título de este autor publicado
en el “Bulletin. Hispanique”) .

— 137 -
V I C T O R P P R E Z PE T I T

do), biaba (golpe de puño, puñetazo), cana (cárcel,


prisión), tira (policía), curda (borrachera), encurdela­
do (borracho), chorro (ladrón), chimento (chisme),
otario (zonzo), menega (monedas, dinero), vento (pla­
ta, dinero), pibe (chiquillo), pebeta (muchachita),
bafi (bigote), mangiamiento (observar, estudiar a al­
guien), laburo (el trabajo), grupo (mentira) y cien
otros así, sin contar los verbos, tales que afanar (ro­
bar), rajar (disparar), batir (contar, denunciar), es­
piantar (huir), morfar (comer), sonar (m orir), etc.,
y las frases tomadas de los judíos que chapurrean el
castellano: “¿qué me cointas?” (¿qué me cuentas?);
“istús boiena mojier” (eres una buena m ujer), etc.
Lanzados todos estos adefesios a la circulación por las
gentes de los bajos fondos sociales, por los pobres in­
migrantes y por los desastrados poetillas de letras pa­
ra tangos, y repetidos inconscientemente en el seno
del hogar, no ha de transcurrir mucho tiempo sin que
caigan en desuso y se olviden, como se olvidaron aque­
llas otras palabritas que hace algunos años hacían las
veces de éstas, con igual significado: rantifuso, estrilo,
ligadura, palca, atorradero, vivo, castañazo o zoquis,
tipa, chafle, mamúa y mamado, raspa, peta, etc., etc.
— Por lo demás, para formar o crear una lengua no
es suficiente cosa coger un idioma hecho, desnaturali­
zar algunas de sus palabras, modificar otras e inventar
nuevas: es necesario, sobre todo, idear un sistema de
construcción, concebir nexos, propender sobre todo a
la exactitud de la representación y a la belleza de las
cláusulas. No es con remiendos y zurcidos como se hace
un traje nuevo; un traje nuevo puede sacarse de otro
viejo, a condición de deshacer éste primero y de armar-

— 138 —
tf B L I O P O L I S
]o nuevamente siguiendo un molde o patrón distinto.
Mas dejemos ya esto, que exigiría un amplísimo
desarrollo, y volvamos a la personalidad de Martínez
Vigil.
Las necesidades de la vida y del diario yantar
arrancaron muy pronto al soñador de sus amados li-
brotes y le metieron en la redacción de un diario.
No se almuerza con una oda ni se paga el alquiler
de casa con una disertación sobre gramática. Tenien­
do a su cargo numerosa familia (huérfanos de padre
y madre, entre él y Daniel debían cuidar de sus her­
manas y hermanos menores), acometió la ruda em­
presa de convertir el oro del cerebro en oro amone­
dado. Su incipiente bufete de abogado no le rendía
lo necesario; se hizo, pues, periodista. Y escribió en
El Orden; y luego en Montevideo Noticioso ', y al
cabo, y por largos años, en La Tribuna Popular. Su
mejor labor intelectual está ahí, en esas hojas volan­
tes y efímeras, que se llenan con todas las energías
del espíritu durante años y años, y todos los días de
cada año, rápidamente, en inesperadas improvisacio­
nes, recogiendo el asunto o el problema del momento,
para defender los intereses públicos, para combatir un
error o un desmán de los gobernantes, para decir la
palabra honrada que dicta la conciencia. En esa la­
bor asidua, porfiada, de gran responsabilidad, M artí­
nez Vigil resultó un maestro, dando entono a su pré­
dica y autoridad a la hoja en que escribía. Puso allí
lo mejor de su juventud y de su corazón; su rectitud,
su moral, su temple caballeresco. Y cuando por una
de esas incidencias de la vida periodistica fue llamado
al terreno del honor por otro caballero, no vaciló en

— 139 —
V I C T O R ' P E R E Z P E T l T

acudir a él para jugarse la existencia, no obstante ig­


norar el manejo de las armas y constarle que su oca­
sional adversario era uno de los mejores tiradores de
Montevideo.
Fue periodista, sí; pero por serlo, descuidó y
abandonó la ciencia del lenguaje: todo cuanto esperá­
bamos de su edad madura, quedó malogrado por el
periodismo. Es la misma historia de tantos varones
ilustres del Uruguay. Surgen a la vida asistidos por
todas las luces de Minerva, y a poco de emprender
la lucha, la necesidad prosaica de vivir los arroja a
la ergástula de un periódico: allí dejan al cabo todo
su talento, toda su sangre, toda su salud.
Y junto al periodista, es de rigor señalar al ju­
risconsulto. Carlos Martínez Vigil, graduado de abo­
gado, abrió su estudio en nuestra ciudad para ayudar­
se con él a satisfacer aquellas necesidades de que se ha
hablado. Ejerció su profesión con celo, con honora­
bilidad, con talento; y tan bien se desempeñó, desta­
cando esas características, que al cabo logró imponer
su bufete a la atención de todos, — tanto que el Go­
bierno concluyó por designarlo para desempeñar las
funciones de Asesor Letrado del Consejo de Guerra
Permanente. En ese delicado cargo, que ejerce de años
atrás con dedicación encomiable, ha puesto de relie­
ve su competencia jurídica, su criterio recto, lumino­
so, incontrovertible. Es uno de los abogados que ha­
cen honor al foro de la República; es también un maes­
tro del que deben muchos aprender la ciencia más
difícil del derecho: cómo deben interpretarse las leyes
para ser aplicadas a estas minúsculas cosas de la vi­
da del hombre. Como frutos permanentes de su la-

— 140 —
L / O P O L I S
bor jurídica débense mencionar su obra Interpretación
¿el artículo 329 del Código Penal y su libro Procedi­
miento Penal Militar, que ha señalado normas defini­
tivas en la materia. Los que no conozcan estos dos
trabajos no pueden hablar del talento eminente de
Martínez Vigil.
Pero, no tengo por qué analizar aquí al juriscon­
sulto. Mi propósito se circunscribe a tratar del escri­
tor. Volviendo, entonces, a sus características, he de
señalar una que nos le presenta como poeta. Aunque
parezca reñido con su formal estructura de estudio­
so y pensador, Carlos Martínez Vigil esconde tras su
continente reposado un alma de niño, y, lo que es
más desconcertador, un espiritu de poeta. Siente la
belleza, más que en la línea, en lo que tiene de armó­
nica y formal. Sabe deleitarse con un ritmo, apreciar
la soltura de un consonante, definir la delicadeza de
una emoción. Y sabe, al mismo tiempo, arrancar al
genio del idioma las expresiones propias para dar real­
ce a los más nobles impulsos y a los más varoniles
sentimientos. Si no escapan a su sensorio las feme­
ninas dulzuras del amor, tampoco le son ajenas las
vibrantes altiveces de la masculinidad, celosas de su
“yo” y de su imperio. Allá, en los buenos tiempos de
la “Revista Nacional”, compuso una poesía que ha
quedado como muestra de lo que puede hacer un poe­
ta colocado en el trance de cantar la indomeñable for­
taleza del carácter. Como se trata de una poesía que
no ha sido recogida más que en el volumen que el se­
ñor Raúl Montero Bustamante ha intitulado E l Par­
naso Oriental, voy a consentirme el placer de repro-

— 141 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
ducirla aquí. Se llama “Cave ne cadas” y dice de este
m odo:
La humanidad a comprender alcanza,
En el mar de la vida turbulento,
Que es cada acto infantil una esperanza
Y cada acción senil un desaliento.

Mas, cual Anteo que recoge abajo


Vigor para arrostrar la cruda guerra,
El hombre, que nació para el trabajo,
Se enardece al contacto de la tierra.

No desmayar! no desmayar! La vida


Vale fuerza, poder, ardor, combate.
Para mí es un mortal que se suicida
El que en la triste adversidad se abate.

No (hundir la noble frente entre lo impuro


Por no ver del triunfar la hora cercana!
¡ Siempre se muestra el cielo más obscuro
Cuando viene el claror de la mañana!

Quien es honrado, altivo, diligente,


No se somete a yugos ni cadenas,
Y es cada pensamiento de su frente
Vibrante pabellón en las almenas!

De este mundo al pisar la encrucijada,


Hay que aprestar los vírgenes aceros.
La vida es una lucha despiadada
De lobos disfrazados de corderos!

Hay que sufrir, en lucha gigantea,


Los amargos y rudos sinsabores.
Cobarde no es quien teme la pelea:
Es cobarde quien huye los dolores.

— 142 —
N o h a y qu e te m e r el m u n d a n a l b a ru llo ,
S in o p e le a r c o n ín c lita s b ra v u ra s ,
¡ P o r a lg o lle v a el h o m b re c o n o rg u llo
L a f r e n te d ir ig id a a las a lt u r a s !

L a v id a n o e s p a r a q u ie n g im e y l l o r a ;
L a v id a n o e s p a r a q u ien s u f r e y c a lla .
¡ H a y que a tu rd ir al m undo h o ra tra s h o ra 1
¡ H a y q u e a p la c a r a g r ito s la c a n a lla 1

C o n la 'v irtu d p o r ú n ic a t r in d ie r a ,
V a lie n te s c o m b a tam o s m u ch o , m u c h o .. .
¡ H a y q u e p e le a r a l p ie d e la b a n d e ra
H a s ta q u e m a r el ú ltim o c a r t u c h o !

Ya he narrado en mi libro Rodó cuándol y en qué


circunstancias fue escrita y publicada esta bella poe­
sía; la burla o paso de comedia a que dio lugar pre­
sentándola su autor como una colaboración enviada a
nuestra Revista por el señor Carlos Roxlo, utilizan­
do los buenos oficios de Juan Francisco Piquet; la
acogida que todos le dispensamos, incluso el “difícil”
R odó: lo que no dije entonces allí, lo que no describí
fue el cuadro político y social que nuestro país ofrecía
a los ojos de los que, como nosotros, muy jóvenes
aún, contemplábamos con los nuestros, cuajados de idea­
lismo, el espectáculo del histrionismo asentado en las
alturas y el del más rendido servilismo aplastado en
el llano. Ahora, de viejos, ya no nos conmovería tal
vez ver a un bellaco regir los destinos de la nación
rodeado de lacayos dorados y de mujerzuelas desco­
cadas, ni a un pueblo de esclavos acatar las órdenes
del que les manda a latigazos con interjecciones soe­
ces; pero entonces, nuevecitos de candor y llena el al-

— 143 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

ma con los resplandores libertarios que contienen los


libros, no concebíamos una mala acción ni soportába­
mos una tiranía ni éramos fuertes a contener la pro­
testa que nos subía desde el fondo del corazón. Y si
algo existe que haga sagrada y respetable la juventud,
es esa fuerza interior que la alza en vilo para defender
lo que considera su derecho y su libertad. — Carlos
Martínez Vigil cantaba así, respondiendo al impulso
de su alma, al imperativo de su carácter firmísimo de
hombre fundamentalmente recto, — a la manera como
los viejos aedas del Ateneo cantaban la libertad y vi­
lipendiaban la tiranía en tiempos de Latorre y San­
tos. ¿Qué importa entonces la retórica, la entonación
declamatoria, las frases efectistas, si lo que se persi­
gue no es eso, sino llegar al alma popular para ha­
cerle sentir el oprobio de una dictadura y el orgullo
de ser libres? Vengan acá los poetitas que se desin­
flan al componer una estrofa sin una idea, sin una fi­
nalidad, — zurciendo tan sólo palabras manidas y hue­
ras, con muchos “mástiles” , con muchas “proas” , con
“horizontes marinos” y “conjunciones estelares” ; —
vengan las gaitas monocordes y gangosas que suenan
y suenan sin despertar un eco y mueren después sin
provocar una lágrima, — vengan acá y digan su do­
lor o su alegría, su rebeldía o su orgullo, como están
dichos ahí, en “Cave ne cadas” , con una forma inteli­
gible, con una musicalidad perfecta, con pensamientos
exactos y profundos, que llegan de inmediato a la con­
ciencia del hombre.
Carlos Martínez Vigil poseía un sentimiento ver­
dadero de la poesía. Era poeta, no sólo porque sabía
versificar muy bien, sino porque tenía la substancia de

— 144
H O O

la poesía meticlita en el alma. Avaloraba como nadie


j.j poesía de los clásicos, de los románticos, de los
parnasianos — en su justa medida — sin pagarse de
cánones y escuelas, porque la esencia de la poesía es
única y no pertenece a esta o aquella cerebración: es
poesía o no es poesía. Él sentía la verdadera, — can­
tara Jorge Manrique o Víctor Hugo, Fray Luis de
León o Baudelaire; — y por sentirla en su esencia,
no en su modalidad, pudo ser crítico acertado y veraz.
Hoy nos pasmamos ante cualquier rebuzno lírico, por­
que no sabemos diferenciar la tráquea de un asno de
las cuerdas de un violín.
Sin embargo, la musa de Carlos Martínez Vigil
se ha ido de preferencia a los jardines funambulescos
donde Quevedo se placía en reír estrepitosamente e
Triarte afinaba sus burlas aceradas. Desertando en­
tonces las sendas por donde paseaban sus ensueños las
Filis y Amarillis, y apartándose de los sañudos bos­
ques donde crecen laureles para las virtudes y heroís­
mos, entretuvo sus ocios con las luminarias y músicas
que hacen de aquellos cármenes del ingenio que com­
puso Las zahúrdas de Pintón y E l sueño de las cala­
veras, lugar de alegría y de bulla, de fáciles emociones
y de efectiva enseñanza. Ya, desde los tiempos de la
“Revista Nacional”, su espíritu retozón, que corría
parejas con el de Rodó, había revelado singular maes­
tría para la sátira, la burla jacarandosa y la carcaja­
da sonante. Narrando algunos lances y anécdotas de
la juventud búhente de Rodó, he tenido ocasión de
citar frases, versos y chistes que señalaban alguna de­
bilidad o castigaban un vicio; he contado también aque-
a broma que me hicieron con una cartita, escrita to-
í» -
- 145
V I C T O R P E R E Z P E T I T
da en octavas reales, aunque a simple vista parecía
estarlo en corrida prosa, suscripta por José Pardo y
Ramón Vilardebó; y me dejé en el tintero muchas
otras cuartetas en las que, con mucho donaire, se po­
nía en solfa a políticos y escritores de la época. En
todos esos asuntos tuvo mi viejo amigo, no sólo la
pasiva presencia del cómplice, sino la actividad respon­
sable del colaborador. Rodó preparaba un dardo y
Carlos lo aguzaba; aquél componía un verso y éste
lo completaba con otro: así la risa de entrambos ad­
quiría sonoridades épicas. ¡Tiempos hermosos aque­
llos en los que vivíamos como en medio a una en­
soñación! Trabajábamos como endemoniados para dar
a luz los números de nuestra Revista; leíamos y estu­
diábamos a cualquier hora del día o de la noche; es­
cribíamos con toda el alma nuestras lucubraciones; li­
diábamos y discutíamos por nuestras ideas como po­
seídos, y todavía nos sobraban energías para aplicar­
nos el papirotazo de una broma. Corríamos tras los
colaboradores para arrancarles el material con que te­
níamos que llenar las macizas columnas de la Revista;
buscábamos afanosamente suscriptores a fin de enju­
gar los déficits de la impresión; corregíamos origina­
les y pruebas. Así un día tras otro día, durante tres
largos años. Por vigilar la composición y el tiraje,
nos pasábamos las noches en vela. Cierta vez, Carlos
Martínez Vigil, que se había pasado en pie, con Rodó,
toda la noche, aguardando que se abriera la imprenta
de Peña a fin de corregir no recuerdo qué trabajo li­
terario, hubo de concurrir a su empleo de la Bibliote­
ca Nacional sin poder darse una media hora de des­
canso siquiera. Y bien, ¿imaginan ustedes lo que acon-

— 146 —
r-* r T n P n r r e

tecjó ? Medio dormido, por la razón antedicha, fue a


sentarse frente a su mesa de trabajo, y puesto en el
trance de catalogar unos libros recientemente entra-
jo s a la Biblioteca, cogió uno, lo abrió, y, automá­
ticamente, sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó
a corregir los errores de letras y de acentuación que
advertía, anotando al margen las letras y signos como
se hace en las pruebas de imprenta. ¡Y lo extraordi­
nario y curioso es que todas aquellas correcciones de
un hombre semidormido estaban bien hechas!
La labor de Carlos Martínez Vigil en la Revista
Nocional fue enorme y magnífica. No sólo trabajaba
en lo suyo, sino en todo lo de los demás. Basta re­
correr las páginas de aquélla para cerciorarse de la im­
portancia de los artículos que dio a lu z: — estudios so­
bre cuestiones gramaticales, poesías, críticas y polémi­
cas, una sesuda tesis jurídica intitulada “Libertad per­
sonal”, notas y cartas, pensamientos y acotaciones. Y,
aparte esto, la cuidada corrección de las pruebas, que
corría casi a su exclusivo cargo, porque Carlos prac­
ticaba, en literatura, la máxima cristiana: “no quie­
ras para otro lo que no quieres para ti” . Corregía,
pues, no sólo sus trabajos, sino los trabajos de los co­
laboradores, esmerándose en que éstos salieran publi­
cados con la mayor corrección ortográfica posible, y,
que más importa, sin esos vicios de lenguaje o
esos graves errores de sintaxis en que solemos incu-
rrir, por inadvertencia o ignorancia, los que escribi­
mos para el público. ¡Cuántos autores tendrían que
estarle gratos a mi amigo por haberles evitado el son-
r° t ° Una tonter*a ° de un disparate! Pero él eje-
a a todo eso conducido por el grande amor que

— 147 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
profesaba a nuestra Revista. La quería perfecta; no
se contentaba con que fuera variada e interesante. Y
tenía razón que le sobraba.
Aquella musa festiva de que he hablado antes,
aunque haya enmudecido durante mucho tiempo de­
bido a la ímproba labor del periodista y del juriscon­
sulto, no está muerta. Es mucha la vitalidad de este
ingenio singular para que se rinda como la de un sie­
temesino cualquiera. Así que el hombre tiene una ho­
ra de descanso o puede restar un momento a sus habi­
tuales ocupaciones, en rápidas escapadas de colegial
vuelve al jardín funámbulo de sus mocedades para re­
crearse con los farolillos de colores y las músicas ale­
gres del organillo trashumante. No hace mucho tiem­
po todavía, encontrándose en Río de Janeiro (donde
va a pasar el invierno, todos los años), oyó de labios
de una vecina un dicho que puso de inmediato en mo­
vimiento la columna de sus ideas. Aducía aquélla que
los idiomas portugués y español son exactamente igua­
les, sin duda porque hablando ella el primer idioma ad­
vertía que su interlocutor la entendia y que ella misma,
a su vez, comprendía lo que éste último expresaba
en el segundo idioma. No necesitó más la musa para
despertar de su letargo. Llegóse en puntillas de pie
hasta el poeta a quien había inspirado, muchísimos
años antes, las afiladas ironías de “Desengaño” (1 ),
y le sopló estos versos:1

(1 ) P u e d e le e rse el b e llísim o so n eto , d ig n o de Q u e v e d o , in ­


titu la d o “ D e s e n g a ñ o ” , en e l n ú m e ro 4 de la Revista Nacional,
to m o I, p á g in a 56.
L I O P O L I
Mi v e c in a doña R o sa
so stie n e d e sol a sol
q u e el p o rtu g u é s y esp añ o l
es to d o u n a m is m a c o sa .

M a s é s ta n o es ta n sen cilla,
p o rq u e u n c a n es u n “c a c h o rro ” ,
u n a m o n ta ñ a es un “m o r r o ” ,
y “c a d e ir a ” es u n a silla .

S o n lo s p isos “ a sso a lh o s” ,
el “ p r e s u n to ” es el ja m ó n ,
la “ c aig a ” es el p a n ta ló n ,
y “a b o b o ra s ” lo s z a p a llo s ;

L a a lm o h a d a , “ tr a v e s s e ir o ” ;
el a lm o h a d ó n , “ a lm o f a d a ” ;
un m ilita r, “a n sp e g a d a ” ;
c ie rto c a r r o , el “ tin tu r e ir o ” .

H a y v o c ab lo s a m o n to n e s,
ig u a le s o s e m e ja n te s :
‘Ihom em ” , “m u lh e r”, “d e p o is” , “a n te s ” ,
q u in ie n to s, milla y millones...
P e r o el p a s to es el “c a p im ” ,
la “ v ite lla ” e s l a te rn e ra ,
y d ice n “ tr ip a le ite r a ”
a l c lá sico c h in c h u lín .

U n a “ fa c a ” es u n c u c h illo ;
u n “g a r i o ” e s u n te n e d o r ;
“ d ó r ” le lla m a n al d o lo r .
¿Q ué m ás? “ E sco v a” al c e p illo .

O t r a s r a re z a s q u e h a llo :
m o n te es “ m a tto ” ; t r a j e e s “te r n o ” ;
u n “p in to ” , u n p o llo m u y tie rn o ,
y u n g a jo d e á rb o l, u n “ g a lh o ” .

— 149 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
E s aq u ! “b o n d e ” el tr a n v ía
y es la ‘‘p ip a ” la c o m e ta ;
“g u a r d a n a p o ”, se rv ille ta ,
y “aqougue”, c a rn ic e ría .

E l c o d o es el " c o to v e llo ” ;
la m a d e ja e s la “m e a d a ” . . .
c o m o q u ien n o d ice n a d a ;
"le n c o ” lla m a n a l p a ñ u e lo .

“ R a to ” d ice n al r a t ó n ;
a las c e ja s , “so b ra n c e lh a s” ;
y so n las v ie ja s la s “ v e lh a s” ,
y “sa c a d a ” es el b a lc ó n .

C i e r to : lo s g a to s so n g a to s,
m a s lo s h e la d o s, “ so rv e te s ” ;
c o rta p lu m a s , “ c a ñ iv e te s ” ,
y ios ru m o re s , ‘^boatos” .

“ C iu m e s” lla m a n a lo s c e lo s ;
a lo s p o ro to s , “ fe ijá o ” ;
c o m id a es la " re fe iq á o ” ;
% a la s ” son lo s c a ra m e lo s .

Y a u n q u e p a re z c a n d isla te s
in v e n ta d o s p o r M a n d in g a ,
e s la se lv a la “c a a tin g a ” ,
so n lo s sa s tre s “ a lf a ia te s ” ;

“ f r a n g o ” e s p ollo, “ p e r ú ” el p a v o ,
y u n p a q u e te es u n “e m b ru lh o ” .
En fin , e s to es u n b a ru llo
q u e n a d ie lo e n tie n d e a l c a b o .

P e s e a to d o , d o ñ a R o s a
so stie n e d e sol a sol
q u e el lu s o y el esp añ o l
son lo s d o s la m is m a c o sa .

150
C i 1 o P o L I S
tí E L _______________________________ ___
Aparte el erudito, el gramático, el poeta, el pe-
'odista, el jurisconsulto, ofrece Martínez Vigil la nota
¿e narrador en prosa amenísimo, como basta a demos­
trarlo su libro Por tierras amigas, en el que ha reuni­
do algunas crónicas de viaje e impresiones sobre horn­
e e s y lugares del Paraguay y Brasil. Con suelto es­
tilo que llega hasta el de la confidencia familiar sin
relajarse un punto, cuenta sucesos, describe paisajes,
señala costumbres, dibuja alguna figura procer, todo
ello entrecomado con un comentario certero o alguna
de esas regocijantes anécdotas de las que posee una
colección inagotable. Del espíritu animador de estas
narraciones ha dicho él mismo lo siguiente: “Aunque
la suerte me deparara de continuo la visión de cosas
extraordinarias, me siento feliz observando muchas que
no lo son. Las primeras las advierten todos o casi
todos, y yo me deleito frecuentemente con detalles
indiferentes para la generalidad, obedeciendo una ten­
dencia irresistible de mi espíritu, que concuerda con
mi arraigada convicción de que las circunstancias me­
nudas, las ocurrencias subalternas, son el hilo con que
se teje la vida.’
Lo que da singular resalte a estas diversas activi­
dades de Martínez Vigil es que detrás de cada una de
ellas se descubre un hombre. Otros, si son poetas,
nos hacen oír el cascabeleo de sus rimas, nos mues­
tran el dolor que les aflige por el desdén de una co­
queta o nos cantan la patria con amplias melopeas
campanudas; pero, allá, en la entraña del verso no
late un corazón humano ni se presiente la presencia
e un carácter; — si son juristas, interpretan una pa-
a ra de la ley, buscan concordancias en otras leyes,

— 151 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

traen a colación el derecho romano, las leyes de P ar­


tidas y el Código Napoleón, disertan en fin como eru­
ditos y como sofistas; pero olvidan sistemáticamente
que la moral jurídica es para regir seres humanos y
no arquetipos de perfección extraterrena; — y si son
periodistas, peroran, discuten, polemizan con grandes
frases retóricas y una mala fe capaz de partir por el
medio a una estatua de bronce, desconociendo que el
primordial deber del que escribe en papeles para el
público consiste en exhibir la honradez de un corazón
bien puesto. La gran mayoría de los que trabajan
intelectualmente para el público — críticos, drama­
turgos, novelistas, y hasta pintores, escultores y mú­
sicos — no se cuidan más que de su especulación es­
piritual y de vestirla con formas más o menos bellas;
ninguno se dice, en el fuero íntimo de su conciencia,
que su misión más considerable y alta está en enno­
blecer las almas, en moverlas por el camino del bien,
en patinarlas de humanidad para que sean dignas de
la estirpe. ¿Por qué admiramos tanto a los grandes
trágicos griegos, por qué con tan honda emoción lee­
mos a los latinos del siglo de oro, por qué nos con­
mueven profundamente Shakespeare, Balzac, los pri­
meros maestros del naturalismo, Dostoyewsky, Pérez
Galdós, Ibsen? Porque en el fondo de todas sus crea­
ciones palpita un corazón humano.
No todos, claro está, infunden en el mismo gra­
do ese calor de vida, ese profundo sentimiento de so­
lidaridad con los semejantes, a lo que piensan, dicen
o escriben; pero, sea el que sea el calor que pongan,
cuando lo ponen con sinceridad, la creación luce un
estigma que todas las almas reconocen. Aun en los

— 1S2 —
L I O P O L I S

trabajos más áridos, en las disertaciones más abstru-


saS ese estigma se revela, si el filósofo, el ensayista
o gramático supo buscar, por encima del asunto
0 problema estudiado, su proyección social, su influen­
cia sobre los corazones y las inteligencias. Hablar co­
mo artista o como filósofo está bien; pero siempre es­
tará mejor pensar y hablar como hombre.
Esta característica es la que descubro en todos
los escritos y trabajos de Carlos Martínez Vigil. Com­
ponga una poesía — como la citada “Cave na cadas” ;
__ redacte una crítica gramatical — como “Sobre lem-
<maje”, buscando mantener incólume el idioma; — es­
criba en el periódico sus artículos doctrinarios o de
combate, para ilustrar al pueblo o tutelar sus derechos,
siempre tras el escritor se ve una conciencia libre, un
carácter, una fuerza, un corazón. Es un ser vertical,
orgulloso de serlo, que sueña con que todos los demás
humanos lo sean. No escribe por mera vanagloria:
escribe porque considera un deber decir su verdad, •—
que puede ser, que tiene que ser un bien para los
que le lean. Un gran amor le solivianta, y ese amor
es el que fluye de toda su labor.
Es que Martínez Vigil ahí, donde le vemos, comu­
nicativo, modesto, sin ambiciones, es la rectitud mis­
ma. Jamás transó con el mal; nunca comulgó con la
hipocresía; ignoró siempre la envidia; no se avino con
esa moral de ocasión que rige las conveniencias socia­
les y las grandes supercherías de la civilización. Solo,
aislado, metido dentro de sí mismo, como aquel se­
vero doctor del drama ibseniano, no' respondió más
que al dictado de la propia conciencia, y por ello son
tan puras sus manos, tan elevada su prédica, tan fe-

— 153 —
N

V I C T O R P E R E Z P E T I T
cunda su enseñanza. Es uno de esos varones-quijotes
que el arrivismo de una ideología desvergonzada podrá
mirar con su peculiar desdén, pero que las gentes de­
centes saludarán siempre con admiración y respeto.

Finalizada su semblanza, amigo mío, sólo me res-


ta echar la firma.
Víctor Pérez Petit.

- 154 —
FRANÇOIS COPPEE

Descendiente de una familia flamenca, Francisco


Coppée nació en París en 1842. Sus primeros años
transcurrieron en medio de la mayor pobreza, sobre
todo cuando muerto su padre, hubo de tomar a su car­
go el cuidado del hogar, manteniendo con su trabajo
a la anciana madre y a dos hermanas. Debido a su
delicada salud, pues era de complexión débil y enfer­
miza, abandonó en edad temprana el colegio. Hay así,
en los años mozos de nuestro poeta, una prolongada
influencia, sobre su espíritu, del rescoldo familiar, —
el amor materno, casi exclusivo amor, que modela el
alma del varón con sensibilidades poco menos que fe­
meniles, y el cuidado de las hermanas, que no es es­
cuela de rudeza como suele serlo el de otros herma­
nos. Tal vez en este aislamiento exclusivamente fa­
miliar en que transcurrieron los primeros años del
poeta y debido a las privaciones y angustia que com­
porta la pobreza, puede hallarse la explicación de las
características esenciales de su poesía.
Algún tiempo después, la adversa fortuna pareció
ar tregua al desolado y humilde hogar: el futuro au­
tor de Les Humbles obtuvo un empleo en el Ministe-
n ° de la Guerra, donde permaneció durante diez años.

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V I C T O R P E R E Z P E T I T

No era la remuneración obtenida cosa del otro mun­


do, naturalmente; pero ella venia cuando la necesidad
creaba una situación insostenible, y, sobre todo, per­
mitía al joven satisfacer el gran deber filial que la vi­
da le había impuesto prematuramente. El puñado de
monedas de su soldada iba entero a las manos de la
viejecita, y era, para aquel obscuro hogar, como si
el sol se entrara de repente por la ventana. El fan­
tasma de la miseria retrocedía ante el cariño santo
de aquellos cuatro seres. La limpieza y claridad de
los corazones, idealizaba el hogar.
Allí, en aquella misma casita de la calle Oudinot,
en el faubourg Saint-Germain, extraviada entre escue­
las y conventos, — casi desierta ahora — es donde vive
aún el poeta en compañía de su hermana Ana, pues
no ha querido abandonar el nido donde su madre pasó
las últimas horas de su vida, entre los frescos rosales
del jardín. Y allí fue también donde, por las noches,
a la vuelta de su empleo, escuchó cantar en el fondo
de su alma los primeros himnos de su estro, donde
luego, durante las horas nocturnas, desdeñando el re­
poso que exigía su cuerpo fatigado, trabajó empeño­
samente, como enardecido por un fuego santo, en dar
forma a sus sueños, en rimar sus pensamientos.
Hacia el año 1864 conoció a Catulle Mendés,
aquel espíritu iluminado, ebrio de poesía, desorbitado
y bueno, verdadero heraldo de los poetas parnasianos
franceses. De esta amistad nació la acendrada admira­
ción de Coppée por aquella águila caudal que fue Le­
conte de Lisie — a quien, poco más tarde, en 1867,
dedicaría su primera colección de versos, Le Rcliquai-

— 156 —
o

_y gu entusiasmo por las ideas predicadas por los


vites de su cenáculo.
François Coppée, por razón de su temperamento,
(je sus ideas y de sus hábitos, no era ni podía ser un
rnasiano; pero, ¿cómo elude un hombre joven, un
pa
poeta novel la influencia de los deslumbradores aedas
que tiene alrededor, que le alucinan con sus discur­
sos que le atraen con su amistad y su consejo? Im ­
buido en las teorías y principios de todos aquellos altos
espíritus, de aquellos poetas impasibles, enemigos exal­
tados del sentimiento, burladores del dolor que se pros-
tituye mostrándose en público, el joven poeta torció el
curso de sus naturales inclinaciones, se alistó en las fi­
las de los aedas de mármol y llegó a declarar en las
primeras estrofas de su primer libro, como quien dic­
ta su profesión de fe, que despreciaba “el dolor vul­
gar que arroja superfluos gritos” . Sus versos de en­
tonces, efectivamente, son versos helados, desprovistos
de emoción, todos sonantes por la sola virtud de la
forma. Tallados en duro pentélico, así como lo exi­
gían las normas de los maestros que estaban a su
lado, no trasuntan un alma, no descubren siquiera al
verdadero y lacerado poeta que alentaba en Coppée.
Para certificar lo dicho, basta recordar aquí la poesía
Bouquetière”, que es un acabado modelo, toda una
pequeña obra maestra de arte parnasiano, y una de
las mejores, si no la mejor, de las composiciones que
integran el volumen intitulado E l Relicario.
Una crítica zahori debió haber descubierto, sin
embargo, en ese primer tomo de versos, algo, extra­
ño a la poesía en sí, pero que se deslizaba como una
Slerpe a lo largo de las composiciones, que revelaba el

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V I C T O R P E R E Z P E T I T
verdadero espíritu del nuevo prosélito. Ese algo, son
los temas o asuntos elegidos para dar curso a las frías
y marmóreas estrofas. Entre los parnasianos eran te­
mas de rigor los que se referían a las edades muer­
tas, a los héroes desaparecidos, a los países exóticos
y distantes, a las cosas eternas que no pueden herir
directamente nuestro corazón. Se cantaban así los si­
glos helénicos de la prehistoria, los grandes guerreros
de las naciones bárbaras, el Ganges, las galeras de
Cleopatra, los paisajes nipones, las comarcas del sep­
tentrión, las rutas del Asia, las frentes nevadas de los
grandes montes, los dioses mitológicos, los combates
olvidados, los conquistadores, las mujeres de nieve,
los astros de diamante perdidos en la inmensidad del
cielo; — pero nadie, entre todos aquellos vates que
habian decretado el destierro para la propia emoción,
hubiera imaginado volver los ojos hacia la vida que
crujía a su alrededor y detenerse a contemplar un
mendigo, un lisiado, un vagabundo, una desgraciada
prostituta o una viejecita enferma. Sin embargo, he
aquí que este novel adepto, proclamando su credo de
impasible, da en escogitar asuntos que nos aproximan
al sufrimiento humano, que nos hacen ver las grandes
miserias de la vida, que nos enfrentan a un humilde,
a un desdichado, malherido por un destino implacable.
Leed “Une sainte” , la historia de aquella triste solte­
rona, condenada por su propia suerte a no florecer
ante el sol como las otras mujeres de la tierra para
las que el amor ha reservado un minuto glorioso, to­
da ella consagrada, humilde, obscuramente, a cui­
dar a su hermano enfermo, sin más norte en la vida
que sufrir y ver sufrir, y advertiréis de seguida cómo
H E L I O P O L I S
el espíritu de poeta emotivo que hay en Coppée —
ese espíritu que tuvo por escuela el amor de una ma-
jj-e v la miseria de un triste hogar, — no ha sido apa­
gado por el soplo hibernal del cenáculo parnasiano.
\quí el poeta no estalla en sollozos, no se lamenta
con el adolorido pesimismo de los grandes románti­
cos; tan sólo nos narra su historia cuidando la línea
retórica que ha de convertir su estrofa en un friso
o bajorrelieve marmóreo: pero lo cierto es que allá en
el fondo, muy en la entraña de su evocación, hay una
pequeña lucecilla que hiere nuestras fibras más sensi­
bles, despertando una conmiseración, haciendo fluir una
lágrima.
Por otro lado, los nuevos poetas del cenáculo de
Catulle Mendés daban extraordinaria importancia a
todas las cuestiones relativas a la forma. No sólo se
preocupaban de la expresión noble, de la adjetivación
gráfica, de los tropos sugestivos, de las imágenes ori­
ginales, de la cadencia rotunda del alejandrino — que
no puede subdividirse más que por la cesura media, —
sino que cuidaban particularmente de la rima y hasta
de la misma ortografía. Théodore de Banville acon­
sejaba leer manuales técnicos y catálogos industriales
para enriquecer el acervo común del idioma. José M*
de Heredia se placía en escribir los nombres o voca­
blos extranjeros con todas las letras que generalmente
se suprimen al trasladarlos a los modernos idiomas.
Se advierte por ello que los parnasianos no sólo pres­
taban preferente atención a la eufonía, sino que hacían
el mismo cuidado de la visualidad. Con todos estos
pequeños procedimientos querían lograr la suntuosi­
dad, el esplendor, la nobleza de su dicción poética, des-

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V I C T O R P E R E Z P E T I T

lumbrando, como un escintilar de exóticos joyeles, al


profano. H asta los títulos de sus volúmenes son su­
gestivos e imprevistos : Leconte de Lisie llama a uno
Poèmes barbares; Banville a otro Odes funambules­
ques; José M* de Heredia al suyo Les Trophées. Una
pompa verdaderamente indostánica aureola las frentes
de Albert de Glatigny, de Laurent Tailhade, de Mérat,
de Valade, de Vacquerie.
Y bien, ¿qué tienen que ver con todas estas ideas,
principios y procedimientos los versos de François Cop-
pée, inspirados en sujetos de humildísima condición,
tratando temas vulgares de la realidad ambiente, y, lo
que más importa, escritos con una sencillez tan fluen-
te y natural que casi resultan un remedo de la pro­
sa? Cierto es que el poeta muestra un especial cuidado
por la rima rica, variadísima, inesperada, sorprendién­
donos con sus hallazgos, con su inagotable vena, Con
la riqueza de su vocabulario; pero, notadlo bien, sus
consonantes no buscan la pomposidad, no nos marean
con sus luces, no nos dejan estupefactos con su valor
arqueológico, — son consonantes que vienen a situar­
se por sí mismos al final de los versos con la naturali­
dad de las palabras que fluyen de nuestros labios en
las conversaciones de familia. Comparad al poeta con
los poetas del cenáculo.
He aquí al verdadero Coppée:

J ’écris près de la lampe. Il fait bon. Rien de bouge.


Toute petite, en noir, dans le grand fauteuil rouge,
Tranquille auprès du feu, ma vielle mère est là;
Elle songe sans doute au mal qui m’exila
Loin d’elle, l’autre hiver, mais sans trop d’épouvante,
Car je suis sage, et reste au logis quand il vente.

- 160 —
Et puis se souvenant qu'en octobre la nuit
peut fraîchir, vivement et sans faire de bruit
plie met une bûche au foyer plein de flammes,
j^a mère, sois bénie entre toutes les femmes.

Y ahora, he aquí al suntuoso Leconte de Lisie :

Parfois un éléphant songeur, roi des forets,


Passait et se perdait dans les sentiers secrets,
Vaste contemporain des races terminées,
Triste, et se souvenant des antiques années.
L’inquiète gazelle attentive a tout bruit,
Venait, disparissait comme le trait qui fuit.
Au-dessus des nopals bondissait l’antilope,
Et sous, les noirs traillis dont l’ombre l’enveloppe,
L’œil dilaté, le corps nerveux et frémissant,
La panthère a l’affût buvais leurs jeune sang.

Por su lado, Laurent Tailhade nos dará un ejem­


plo de augusta impasibilidad:

C’est un jardin orné pour les métamorphoses


Où Benserade apprend ses rondeaux aux Follets,
Où Puck avec Triliby, près des lacs violets,
Débitent des fadeurs, en d’adorable poses.
I
La lune qui descend le long des promenoirs
Sur les blancs escaliers traîne ses mules blanches
Et ses rayons légers palpitent dans les branches
Comme des sequins d'or parmi des cheveux noirs.
I
Les Nymphes de Segrais aux Elfes de Shakespeare
> Chantent des madrigaux scandés par les hautbois ;
Ariel y poursuit Rosine, à travers bois,
t pour le beau Damis Titania soupire.
U-
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v 1 C T O R P E R E Z P E T I T
En fin, analizad la escritura del magnífico H e -..
redia :

Ce soir, au réduit sombre où ronfle l'athanor,


Le grand feu prisonnier de la brique rougie
Exalte son ardeur et souffle sa magie
Au cuivre que l’émail fais plus riche que l’or.

Et sous mes pinceaux naît, vit, court et prend l’essor


Le peuple monstrueux de la mythologie,
Les Centaures, Pan, Sphinx, la Chimère, l'Orgie,
Et du sang de Gorgo, Pégase et Chrysaor.

Indudablemente, en François Coppée lia privado j


el temperamento, su sensibilidad, su gusto personal, J
sobre todas las influencias exteriores, que suelen ser |
tan grandes como decisivas en la edad juvenil. El |
ejemplo de los grandes astros que son nuestros veci-'j
nos, ataraza la voluntad ; sus triunfos clamorosos, des- \
piertan la emulación; las doctrinas nuevas y avanza-!
das, son un imán para el que ignora la ruta y anhela
llegar al éxito. El novel poeta, todo sentimiento y
sencillez, todo ternura y emoción para los humildes,;
cierra la fuente de su genuina inspiración y procura
seguir al que hace tremolar la antorcha divina; peroi
su incierto paso, sus titubeos, sus flaquezas, que a pri­
mera vista parecen cosas de la indecisión del novicio,;
denuncian que hay allí un alma irreductible, un espí-i
ritu propio.
Cuando Coppée publicó El Relicario tenía veinti­
cinco años. El libro interesó a sus compañeros, gustó!
al público en la medida que puede gustar una obra;
que no se aureola con el prestigio de un nombre con-¡
sagrado — la reputación de un autor suele ser el ma-

— 162 —

!
.or mérito de su libro; — mas, casi de inmediato,
aquella voz inicial se extinguió, se confundió en el tu-
nlUlto de las demás voces parnasianas. Coppée, to­
jo lo uiás, seguía siendo uno de los colaboradores de
las revistas literarias que creaba, fugitivamente, Ca­
nille Mendés.
Un año después, nuestro poeta da a publicidad una
nueva colección de poesías, Las Intimidades. Este li­
bro fue una revelación y una sorpresa. Esta vez el pú­
blico, interpretando aquella voz temblorosa, cargada
je oculta emoción, tan diferente a las voces heladas
Je los oficiantes del Parnaso del editor Lemerre, vol­
vió la cabeza, sintiéndose atraído y dominado. Los
compañeros de cenáculo, por su lado, experimentaron
un escalofrío y presintieron un Judas en el novel poeta:
Leed en Intimidades:

Afin de louer mieux vos dharmes endormeurs,


Souvenirs que j ’adore, hélas! et dont je meurs,
J ’evoquerai, dans une ineffable ballade,
Aux pieds du grand fauteuil d’une reine malade,
Un page de douze ans aux traits déjà pâlis,
Qui, dans les coussins bleus brodés des fleurs de lys,
Soupirera des airs sur une mandoline,
Pour voir, pâle parmi la pâle mousseline,
La reine soulever son beau front douloureux,
Et surtout pour sentir, trop précoce amoureux,
Dans ses lourds cheveux blonds, où le hasard le laisse,
Une fiévreuse main jouer avec mollesse.
Il se mourra de mal des enfants trop aimés ;
Et parfais, regardant par les vitraux fermés
La route qui s’en va, le nuage qui passe,
La voile sur le fleuve et l’oiseau dans l’espace,
a liberté, l’azur, le lontain, l’horizon,
II songera qu’il est heureux dans sa prison,

— 163 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

Qu’aux salubres parfums des forêts il préfère


La chambre obscure et son éttouffante atmosphère,
Que ses choses ne lui font rien, qu'il aime mieux
Sa mort exquise et lente, et qu’il n’est envieux
Que si, par la douleur arrachée à son rêve,
La reine sur le coude un moment se soulève
Et regarde longtemps de ses yeux assoupis
Le lévrier qui dort en rond sur le tapis.

Hay, ahí, como un doloroso despertar, un vago


arrepentimiento, una mal velada protesta. En esos y
en los versos que subsiguen, el poeta, vueltos los ojos
hacia los años de su pasada juventud, suspira por el
amor no gustado, por la dicha que indiferentes vimos
pasar a nuestro lado, por las horas perdidas en tontos
devaneos y puerilidades de espectabilidad. Un ansia
de vuelo, de liberación, enciende aquel corazón rebo­
sante de hondos cariños, que es capaz de comprender
la vida, de amar una mujer, de ayudar a un extraño.
La pasión, como una brasa recubierta de cenizas, bri­
lla tal que una roja pupila y dice bien a las claras cuál
será la ruta que ha de seguir el apasionado, ¡Pobre
impasibilidad parnasiana! No es ella, no, la que ha
regido la concepción de esa poesía; no es ella la que
va ahora guiando los pasos del poeta. Por más que
nos empecinemos en catalogar a los hombres según
las teorías que proclaman, los gritos que salen espon­
táneos del corazón, los gestos que hacen vivir exterior-
mente los movimientos del alma, nos revelan la con­
tradicción. No es el áureo y deslumbrador Leconte
de Lisie el que ha enseñado a cantar como en Las In ­
timidades se canta : es aquel pálido Alfreda de Musset,
extenuado de amor, sollozante de ternura, flagelado

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cle arrepentimiento, doloroso y sangrante, que llenó,
con Hugo y Lamartine, una etapa del siglo.
Pero, los parnasianos se resistían a creer en esa
traición por parte del más joven y ardiente de sus
corifeos. El poeta que rendía pleitesía al Gran Pon­
tífice del cenáculo, escribiendo estrofas marmóreas, de
una serenidad olímpica, esculturales a veces como los
hexámetros latinos, o armoniosamente helados como
las silvas de Stacio, no podía volver a los antiguos
cánones, a la vencida ideología, a los viejos idealistas
que ellos mismos habían destronado.
Sin embargo, después del enorme éxito de Le
Passant en 1860, ya no hubo lugar a dudas. La rup­
tura de Coppée con los maestros de Le Parnasse con­
te mporain fue patente y definitiva. Y entonces pudo
advertirse la impopularidad de aquellos cantores que,
encerrados en sus torres de marfil, habían desdeñado
bajar al arroyo para rozarse con sus hermanos, los
demás hombres, y escuchar sus sufrimientos, sus gri­
tos de alegría, sus minúsculas pasiones. En un ins­
tante, el público todo rodeó al nuevo aeda, y escuchó
emocionado sus nuevos acentos, y le rindió el tribu­
to de su homenaje con las lágrimas vertidas sobre
sus poemas. En los salones literarios se recitaban ver­
sos de un autor cuyo nombre no se recordaba bien
todavía. En los pequeños círculos artísticos se discu­
tía animadamente aquella pieza en un acto escrita pa­
ra la tragediante Agar en la noche de su beneficio,
en cuyos acentos y en cuyo espíritu, revivían más las
enseñanzas de Alfredo de Musset y de Sainte-Beuve
<lUe *as de Leconte de Lisie y Catulle Mendés.
Con Le Passant, evidentemente, el impasible ha

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r ] C T O R P E R E Z P E T I T 'J

muerto. El poeta que toda una sala entusiasmada acia’


mó frenéticamente la noche del estreno y que el mismo
Emperador hizo llamar a su palco para felicitarlo de 1
viva voz, no era, ¡ah, por cierto, no!, el mismo que j
cantara en el “Prólogo” del Relicario :

Dédaignant la douleur vulgaire


Qui pousse des cris importuns,
Dans cf s poèmes je veux faire

A tous mes beaux rêves défunts,


A toutes mes chères reliques,
Une chapelle de parfums

E t des cierges mélancoliques.

No; era el poeta humano, dolorosamente humano, con


su carga de sutil pesimismo, así como lo experimenta­
ron todos los poetas románticos de la gran generación;
con todos los estremecimientos, con todas las dulzu- |
ras, con todas las nostalgias que son como la heren­
cia de los amorosos y soñadores. Y desde entonces
en adelante el inspirado creador de Zanetto, el lindo
paje, y de Sylvia, la espléndida cortesana (los dos per­
sonajes del diálogo), continuó por la nueva senda sor­
prendida. A rrojó de sus hombros el vano morral de
teorías hechas que le prestaran sus amigos los parna­
sianos, dio su postrer adiós a la rígida compostura
que la impasibilidad marmórea imponía a su senti­
miento, y todo vibrante de juvenil entusiasmo, sonoro
el corazón como una copa de cristal, encendidos los
ojos por el afán de amar mucho a sus recuerdos, a sus
esperanzas, a su hogar, a su pais, a sus hermanos los
humildes, emprendió el escalamiento de la sagra-

— 166 —
montaña, en una ascensión gloriosa, dejando tras
da uno de sus pasos un arriate de flores sencillas,
C¡e ingenuas violetas, preñadas de perfumes encanta-
(joreS Así surgieron sus Poèmes modernes-, y después
de algunas tentativas dramáticas de menor relieve
tinque Le luthier de Crémone, breve comedia en un
acto que data de 1876, puede ser vista como una jo-
ita en el género), sus mejores libros y sus grandes
éxitos, — Les Humbles, Le cahier rouge, Olivier, Les
Mois, Les Récits et les Elégies, Contes en vers, Arriè­
re-saison, Les paroles sincères, etc., etc. Para el teatro
lia escrito muchas piezas, entre las que pueden recor­
darse, además de las dos mencionadas antes, Deux dou­
leurs, L ’Abandonnée, Le Trésor, Le Pater, Le rendez­
vous, La Korrigane, Les Jacobites, Madame de Main-
tenon y Pour la couronne, — donde, mostrando una
nueva e inesperada modalidad de su numen, alcanza
la nota épica que parecía faltar en el laúd de este can­
tor sencillo y familiar. En prosa, también son varios
sus volúmenes, debiéndose citar Un Idylle pendant le
siège, Contes en prose, Toute une jeunesse — novela
casi autobiográfica, — Henriette, que es una verdade-
ra joya, Les vrais riches, Mon franc-parler y varios dis­
cursos y oraciones fúnebres sobre Víctor de Laprade,
Emile Augier, Casimir Délavigne, etc.
Es de notar aquí que la misma obra, Le Passant,
que sirvió para revelar al gran público un nuevo poe-
ta y abrirle el camino de la gloria, consagró a la vez
a una eximia actriz, a una de las figuras más grandes
cd h CSCena ^rancesa- En efecto; al lado de Agar, la
sij 6 re tr^ ’ca Para cuyo beneficio Coppée escribió
poema dramático, apareció caracterizando el paje

— 167 —
V I C T O R P E R E Z P E T I
Zanetto una joven desconocida entonces, una mucha­
cha delgada, exótica, misteriosa, cuyo juego de esce­
na singular y cuya voz de oro — esa voz de mezzo-
soprano que los hombres escuchan con la medula es­
pinal — despertaron desde el primer instante la aten­
ción. Los versos de Le Passant proclamaban a un
verdadero poeta, pero la manera de decirlos de la in­
térprete, levantaba al público de la sala en una acla­
mación delirante: al día siguiente de este triunfo en
el Odeón, el nombre de Sarah Bernhardt estaba en to­
dos los labios de los parisienses.

II

De todos los poetas franceses contemporáneos,


François Coppée es quien, indiscutiblemente, versifica
con mayor facilidad. Nótese que no decimos mejor.
La afluencia, la naturalidad de la expresión, la soltu­
ra del ritmo, la variedad y espontaneidad de las ri­
mas, son una cosa; — la elegancia, el empaque clási­
co o el arrebato romántico, el fuego de la inspiración
que saca a la superficie una profunda emoción o vier­
te como un Niágara sonoro torrentes de imágenes ma­
ravillosas, es otra cosa distinta. Sully-Prudhome, pre­
ciso, exacto, perfecto, cargado de ideas, pleno de filo­
sofía, grave de sugerencias, es de un estro poético in­
imitable: por eso es único. Leconte de Lisie, marmó­
reo, olímpico, grandilocuente, desceñidos los lazos que
unen al hombre a la tierra, de frente a los astros, can­
ta con una voz lejana, con un acento de eternidad, es­
trofas imantadas de una belleza inmaterial que no son

— 168 —
o o

todos los gustos. Teófilo Gautier, artista antes


que nada, enamorado del genio del idioma tal que un
' intor puede estarlo de la luz de los colores que en­
ciende el prisma, versifica opulentamente, dejando es­
currir de entre sus dedos chorros de pedrerías como el
Qenio de la Lámpara de Aladino. Théodore de Ban­
ville. inquieto, revolucionario, funambulesco, rima con
todas las voces del diccionario, con todos los vocablos
técnicos de las ciencias y las artes, con todos los tér­
minos extravagantes del argot y del calembourg. La
virtud poética de Coppée es muy otra : es la virtud del
que habla su propio idioma con soltura, sin esfuerzo
y aun sin vacilaciones. Tal la abundancia y genero­
sidad, que el surtidor de palabras rimadas semeja un
chorro perpetuo de agua corriente. En España, don
Juan Zorrilla, el autor de Don Juan Tenorio, versifi­
caba así, — con esa misma soltura y vena inagotable,
aunque más hueco y vacío en el pensamiento. Leyen­
do un verso del autor de Les Humbles se experimenta
de inmediato la sensación de que lo que expresa el
poeta no tiene ni tenía otra forma de expresarse; que
eso debía decirse así; que tales palabras y giros son
¡a vestimenta propia de esa idea. Por ello, en la poe­
sía de Coppée no hay palabra que huelgue, ni adje­
tivo de relleno, ni giro superfluo orillando una difi­
cultad de expresión, ni ripio que haga las veces de
urna. Dijérase que el vate escribe en prosa, en una
prosa elegante, armoniosa, llena de arpegios, con mil
notitas coloridas y fulgurantes. A semejanza de esos
acróbatas que disimulan con fina elegancia y habilidad
» extrema el esfuerzo muscular que le exigen sus ejerci­
cios en el circo, François Coppée vence las dificulta-

— IC9 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

des de la dicción y desenvuelve el giro de sus hemisti­


quios sin que se advierta que está engrillado por la mé­
trica y atarazado por el cuidado de los consonantes.
Parece más bien que las voces del idioma vienen por
sí mismas a colocarse bajo las barbas de su pluma pa­
ra ajustar bien las piezas que hacen de mosaico del
pensamiento; que las reglas retóricas se truecan en
flexibles moldes de goma para encauzar sus imágenes;
que la Musa esquiva que se empeña en burlar a los
poetastros escondiéndoles el consonante que les es pre­
ciso, se placiera en ofrecerle dadivosamente los enor­
mes cofres hinchados de fabulosas rimas. “El signo
por el que se reconoce al verdadero poeta de les gé­
neros superiores o inferiores — dice Schopenhauer en
El mundo como voluntad y como representación — es
la facilidad de sus rimas, que parecen presentarse por
sí mismas, como una inspiración divina: los pensa­
mientos se le han ocurrido completamente rimados.”
Lo que en Glatigny, en Tailhade, en Armand Sil­
vestre era afán de sonoridad y de visualidad; lo que
en Sully-Prudhome es propósito de concisión y pro­
fundidad ; lo que en Heredia es pompa asiática, en
Gautier visión de lapidario, en Banville malabarismo
verbal, — en François Coppée es, sencillamente, natu­
ralidad. Cada una de sus rimas es lo mismo que un
hallazgo. Nos sorprende tanto más, porque siendo na­
tural y obligada, resulta imprevista. Es un ejercicio
curioso el siguiente: léase un verso de nuestro poeta
y echémonos a adivinar el consonante que completará
el pareado. Rara vez se adivina. Así como en las es­
trofas de la inmensa mayoría de los poetas, sean de
la nacionalidad que fueren, los consonantes resultan

170 —
I O P O L I s

rrientes, vulgares, poco menos que fatales, como


ie el mismo lector, sin ser poeta ni ejercitado en esa
labor, los presiente y los ve llegar impasiblemente, —
r ejemplo: anhelo y cielo, teocracia y aristocracia,
V
eXHi° e idilio, fragancia y elegancia-, — en los versos
de Coppée, por lo contrario, nunca se puede prever la
rima que aconsonantará con la ya escrita. ¿Es rique-
z3 verbal, conocimiento de los veneros del idioma o
habilidad taumaturga en la dicción, que, para llegar
a expresar una idea, conoce todos los vericuetos de la
elocución? Tal vez sea todo ello a la vez. Para el au­
tor de Olivier no hay palabra malsonante o plebeya,
que a todas sabe dignificarlas con su justeza y propie­
dad, y a cada una hacerla lucir con el brillo de su gra-
ficismo. Vulgares o de excepción, todas las rimas va­
len, justamente, por su excepción o su vulgaridad;
mas el arte está en que llegan cuando no se las espe­
ra. ¿Queréis ejemplos de lo dicho? Cojo el primer
volumen de poesías que tengo ante mí: es Le cahier
rouge. Y leo, al a z a r:

A v o u s r im e r d e s a m u s e tte s
S ur des s u je ts d e p re sq u e rien ,
A v e c l ’a r t d u g a lé rie n
Q u i sc u lp te a u c o u te a u d e s n o is e tte s .

Je fa is de la d é p en se, e c ’e st
R o y a le m e n t q u e j e la paie,
C a r le p o ste a p o u r m o n n a ie
D e s é to ile s d a n s so n g o u s s e t.

- 171 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
M a is, v o ici m a p ré fa c e f a it e .
A u re v o ir c a r j ’ai m é rité
De f in ir m a ta s se d e th é
En fu m a n t u n e c ig a r e tte .

¿Qué lector, al leer la rima “rien” ha adivinado


que el poeta le daría por consonante “galérien” ? ¿Quién
sospechó que el consonante de “c’est” sería “gousset” ,
en el que el sonido fuerte de las dos “eses” imita y
reproduce el de la “ce”, y esto mismo, sin considerar
que la rima empieza en la vocal “e” y aquellas letras
anteriores sólo desempeñan la función de “consonan­
te cíe apoyo”, según las designa la retórica francesa?
¿Cuál de los lectores hubiera apareado “mérité” con
“ thé”, si aun del mismo sentido de la frase no se de­
duce lo que va a expresar el poeta? ¿No se ve, por
otro lado, que la “hache” , muda, de “thé’ tiene una
función meramente visual, toda vez que aquí sólo se
ha tratado de evitar la última sílaba —- “té” — de
“ mérité” ?
¿Y qué riqueza de rima no se advierte en esta
cuarteta que voy a copiar ahora de una composición a
Théophile Gautier, donde los cuatro consonantes so­
narían en un oido profano con la única vocal “i” , pues
ya sabemos que la “e” es muda al fin de palabra, y
que, sin embargo, para los entendidos suenan, dos a
dos, como “i” y como “ie” ?:
N o u s sa v o n s le co in o ù se r é fu g ie
S o u s les f le u r s de p o u r p r e e d ’o r e n fo u i,
L e d is c r e t p a r f u m d e to n é lég ie,
Bleu myosotis frais épanoui.

Hay en todas las composiciones de Coppée este


encanto de la rima — que sólo gustan los que aman

— 172 —
las palabras por sí mismas, es decir, por todo lo que
t i e n e n de maravilloso como traducción de la idea o
jg la emoción de un ser humano, — capaz de singula­
rizar a un poeta. Théodore de Banville, es verdad, lle­
vó a tan alto grado ese arte, que ni los mismos “sim­
bolistas” llegados más tarde, no obstante sus exagera­
ciones, lograron superarlo; pero bien está añadir aquí
que si el autor de Les Cariatides, en su inmoderado
afán de ser siempre sorprendente, extraordinario y des­
concertante, llegó hasta la rima cómica, el trivial jue­
go de palabras, lo que llamaríamos la desvertebriza-
ción de los vocablos, el autor de Les Humbles, por su
lado, eludió sistemáticamente un juego que, en el fon­
do, es más ingenioso que genial. Ved cómo Banville en
“Le Critique en mal d'enfant” (Les Odes funambules­
ques) rima sus calembourgs :

N i ce L esag e , h é la s ! ni c e t ab b é P r é v o s t !
N i ce v ie u x P o q u e lin s u r q ui rie n n e p r é v a u t!
N i ce R o n s a rd , ni ce M a lh e rb e !
D a n s e r to u jo u r p a re il a M a d a m e SaquV.
S acîiez-le d o n c, o L u n e, o M u se, cest ça qui
M e f a it v e r d ir co m m e d e l’h e r b e .
t

Ved cómo juega con el nombre de “Madame Ke-


ller ’ exclamando: ¡Quel air], después de representar­
nos a la imponente dama; ved sus caderazos de Arle­
quín en “Mascarades” ; ved en fin sus “triolets” , ver­
daderos tirabuzones retóricos, encendidos como los ve­
tos flotantes de la Loïe Fuller.
. C°ppee no degenera, por lo menos, no hace gala
el intento, hasta la rima “calembourg”, que busca
ex Pr°toso, acabamos de verlo, el gran Théodore de

— 173 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

Banville. Difícil será encontrar en su extensa produc­


ción esas acrobacias verbales que confunden, fonética­
mente, lo que la visión distingue y separa, — como se
encuentran en poetas y dramaturgos franceses que pa­
recen cifrar su espiritualidad en estos juegos que pro­
picia el genio de su idioma: Racine con racine; poli­
ment con Paul y ment ; merveille con mère veille ; quelle
fatalité con quel fat alité ; cartier con cartier ; Descartes
con des cartes ; Gênes con genes ; la Madeleine con da­
mas de laine, etc., etc. No voy a discutir, naturalmen­
te, la legitimidad de unas rimas construidas con el
descoyuntamiento de las sílabas y la similitud de pro­
nunciación de las palabras, — lo que puede estar muy
bien para el ilustre autor del Petit traite de poésie fran­
çaise cuando enhebra sus versos de afiladas ironías, o
los sella con su “humour” desconcertante, o los ilu­
mina interiormente con una alegría carnavalesca; bas­
ta significar que para el artífice que persigue la rima
“opulenta”, así como se empeñaron en hacerlo los par­
nasianos, los simbolistas y los decadentes, no es menes­
ter acudir a visajes funámbulos a pretexto de ser ori­
ginal y sorprendente, ni traer del bulevard la chispa
ingeniosa del “pihuelo” de Los Miserables para con­
vertirla en la sagrada que anima el acto de la con­
cepción. Por lo demás, reconociendo cuánto hay de
chato y de vulgar en esos versos andróginos que se
construyen sudando a mares con un Diccionario de
la Rima por delante, fuerza nos es convenir en la su­
perioridad de estos otros en que el artista trabaja co­
mo un orfebre o un miniaturista, cincelando filigranas
y descubriendo el prodigio de los tonos evanescentes.
Para tales poetas, no está demás el consejo del recor-

— 174 -
dado Banville: “Os ordeno leer, cuanto os sea posi­
ble, diccionarios, enciclopedias, obras técnicas de to­
dos los oficios y ciencias especiales, catálogos de libre­
r a s y de ventas, librotes de museo, en fin, todos los
libros que pueden aumentar el repertorio de palabras
que conocéis e informaros sobre su exacta acepción.”
Es verdad que esta elección y empleo de la rima,
para dar realce y singular interés a la elocución poéti­
ca, no es cosa propia del peculio de Coppée, sino que
todos sus inmediatos antecesores, a partir del mismo
Victor Hugo, fueron aportando, cada cual por su lado,
aciertos y audacias, que muy luego quedaron como re­
glas y ejemplos; pero, ¿qué otro, antes que él, ha sabi­
do utilizar la rima opulenta con tanto atrevimiento en
la mesura, con tanta abundancia en la oportunidad, con
mayor donosura en la misma vulgaridad?
Confrontemos a los rapsodas:

Toute forme est sur terre un vase de souffrances,


Qui, s’usant à s'emplir, se brise au moindre heurt;
A p p a re n c e mobile entre mille apparences
Toute rie est sur terre un flot qui roule et meurt.

(S uiay-P rùdhomë — “Sur le mort’’) .

L es u n es, c œ u rs é p ris d e s lo n g u e s c o n fid e n c e s,


À t r a v e r s les b o sq u e ts o ù ja s s e n t le s ru is s e a u x ,
V o n t, é p e la n t l ’a m o u r d e c ra in tiv e s e n fa n c e s,
E t c r e u s e n t le b o is m o r t d e je u n e s a r b r is s e a u x .

(B audelaire) .

O M y s tè re o r g u e ille u x d e tes voiles fu n è b re s,


Q u a n d on se d it u n p è re, il f a u t l’ê tr e en e f f e t .

- 175 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

C o m m e n t p e u t-tn m e v o ir s a ig n e r d a n s les tén è b res,


S i c ’e st to i q ui m ’as f a it?

(R ichepin — “ L a prière de l ’A th é e ” ) .

No quiere tocio esto decir, por de contado, que


François Coppée sea la perfección misma cuando ver­
sifica, pues son muchas sus rimas inexactas y, sin ser
un riguroso gramático, cualquier espíritu un tanto ver­
sado en el idioma francés puede señalarle consonantes
que no lo son, a pesar de su eufonía, — como no lo
son, verbigracia, “las” y “lilas” ; “abrège” y “neige” ;
“autel” y “tel” . Pero el mismísimo Víctor Hugo ¿no
aconsonantó “héros” y “rhinocéros” ; “maïs” y “pays” ;
“Dieu” y “deux” ; “chien” y “fin” ? Tal vez, a este
propósito, los retóricos que tan exigentes se muestran,
tendrían que establecer desde qué punto de vista la li­
cencia es permitida y desde cuál otro ella resulta in­
tolerable .
Es harto sabido de los que han dedicado particu­
lar atención a esta cuestión retórica, que en la rima no
sólo se ha tenido en cuenta^el factor “sonido”, sino que
también el factor “visual” , o simetría ortográfica, ha
sido igualmente tenido en cuenta. Los versos, se di­
ce, deben sonar a diapasón justo; pero ese diapasón
no es justo si no hay absoluta paridad fonética y vi­
sual. Si el oído no advierte una diferencia de tim­
bre, la" vista — más aguda que aquél — la acusa de
inmediato. Es innegable que las consonantes combina­
das con las vocales suenan, según su registro propio,
de manera muy distinta las unas de las otras; mas es
tan imperceptible a veces la vibración fonética, que
nuestro pobre oido humano, tan basto y torpe, no nos

— 176 —
advierte la disonancia. Por ello, precisamente, exis-
la “asonancia”, forma de rimar imperfecta compa­
rada con la “consonancia” . Am or y pasión suenan lo
mismo para un oído vulgar; para un afinado oído sólo
pueden sonar lo mismo “amor” y “calor” ; “pasión”
y “fusión” . Para que exista identidad es necesario
(jue las mismas vocales estén regidas por las mismas
consonantes. Y si se reemplaza una consonante por
otra, aun cuando ésta no suene mayormente, y aun
cuando sea muda, la diferencia infinitesimal que
puede existir entre uno y otro sonido propio de las dos
consonantes, basta para establecer la imperfección de
la rima. Estos son los principios. Sin embargo, ¿pue­
den verse como invulnerables e insustituibles? En la
realidad, las diferenciaciones de sonido dependen del
valor propio de cada letra. “Cou” y “coup” suenan ca­
si igual ; pero bien se advierte una leve diferencia, da­
do que la consonante “pe” posee un sonido propio bas­
tante acusado. No así en “thé” y “fatalité” : la “hache” ,
un tanto aspirada al principio de palabra, es perfecta­
mente muda en medio de ella. ¿No será, entonces, la
visualidad la que establezca normas fijas?
Guyau, en su hermoso libro Les problèmes de l’es­
thétique contemporaine, dice : “estamos acostumbrados
desde hace tiempo a ver rimar faim y fin, jonc y long,
fils y fis (esta última rima no es mala más que por el
sonido) ; y, ¿habrá una razón científica para detenerse
ahí y vituperar a Racine por haber rimado seing y sein,
a La Fontaine court y cour, coup y cou, a Victor H u­
go long y salon, vert e hiver, etc.” Y agrega entonces
el gran maestro: “fuera de los signos distintivos del
12 _
— 177 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

singular y plural, no creemos que racionalmente se pue­


da a este respecto restringir ninguna libertad. ”
Tiempo es ya de decirlo: el fundamento racional
de la rima no es otro que la identidad del timbre. Aho­
ra, ¿qué instrumento da ese timbre? La vocal única­
mente, porque sólo las vocales tienen sonido propio en
todos los idiomas. Las consonantes son mudas y tan
sólo suenan al oído cuando van unidas a alguna vocal:
su sonido es reflejo, como la luz de los planetas. Pe­
ro, oigamos otra vez a Guyau, quien explica inimitable­
mente la cuestión: “ El timbre es el color del sonido;
así precisamente se le define en alemán y en italiano;
cada vocal representa así para el oído lo que es para
la vista cada uno de los colores del prism a: el encan­
to de la rima consiste en colocar esos colores con re­
gularidad, en hacerlos desaparecer y volver a apare­
cer por turno, tal cual sucedería si hiciéramos girar
ante nuestra vista un disco esmaltado de matices sabia­
mente dispuestos. Las vocales constituyen algo así co­
mo la coloración del lenguaje y las consonantes o ar­
ticulaciones no son otra cosa que las líneas que sepa­
ran, las unas de las otras, las diversas bandas colorea­
das, impidiendo que se confundan. Son como la ner­
vadura del lenguaje, y de lejos no se las distingue tan
fácilmente: en un macizo de árboles, no se advertirá
a primera vista más que el tinte de las hojas, no su
forma; a la distancia, no se escuchará en un canto
sino las vocales emitidas, no las consonantes que or­
denan su emisión. Y siendo la vocal el fondo mismo
de la rima y lo que percibe por lo pronto el oído, po­
demos establecer esta primera regla: que ante todo la
rima debe ofrecer la identidad de las vocales conso-

— 178 —
B L I O P O L I S

nantes. Es necesario, pues, condenar todas estas ri­


mas: couronne, trône; râle, sépulcrale; économe, hom­
me ; bât, abat, etc., que sin cesar se encuentran en los
románticos y parnasistas.”
Pero la identidad de las vocales trae aparejada la
igualdad de las consonantes, porque si todo el valor
eufónico de éstas estriba en el que le prestan aquéllas,
es claro que el sonido de que así se ven investidas, por
débil que sea, tiene que percibirse un tanto en la rima
total. ¿Son iguales las consonantes t y p ? No, no lo
son, porque aparte de su diferenciación óptica, el so­
nido que les presta la vocal e es distinto, causando la
impresión de que cada una de ellas tiene un sonido
propio y diferente. La desigualdad resalta, así, me­
jor en las palabras o vocablos: léanse conte y coupe.
El timbre de estas rimas tiene dos tiempos: el prime­
ro, en las vocales ou, que suenan como una sola (la
u castellana), y el segundo en la r ; pero aparte de este
timbre, o color que diría Guyau siguiendo la analogía
establecida por Helmholtz entre la vista y el oído,
perfectamente igual, el lector advierte, aunque muy dé­
bilmente, una breve diferencia entre este nombre y
aquel verbo, — y esta disparidad en el sonido de las
consonantes, esa “nuance” en medio de los colores
fuertes del sonido de las vocales, se hace más brusca
y más perceptible para el oído cuando éste sigue la ca­
dencia matemática de la rima. Así, pues, no sólo ha
de atender el poeta a la identidad de las vocales pa­
ra la rima perfecta, sino que también debe observar la
misma identidad respecto de las consonantes desde la
»silaba en que carga el acento tónico de la palabra.
Apliqúense ahora estos principios a las conside-

— 179 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

raciones que hacíamos precedentemente sobre las ri­


mas inexactas de Francisco Coppée, y se verá cómo
y en qué medida debe hacerse la censura. Son rimas
inexactas abrège y neige porque la disparidad del tim­
bre salta de relieve a cualquier oído; y no pueden ca­
lificarse de tales, faim y fin por cuanto el timbre de
las vocales es idéntico (aim e in, en francés, suenan en)
y las consonantes m y n, a la manera de la c y la g
de jonc y long, alejadas de toda vocal, no tienen soni­
do alguno, — pese a todos los partidarios de la teo­
ría antes expuesta sobre la cuestión ortográfica o de
é>ptica de la rima.
Hay aún otra regla, cuyo vexilífero lo es Teo­
doro de Banville, según la cual no basta que las vo­
cales y consonantes, desde el acento tónico hasta el
final de la palabra, sean idénticas, sino que también
es menester la identidad de la consonante que precede
a la vocal acentuada : es lo que se llama identidad de la
consonante de “apoyo” . Estamos de acuerdo : el so­
nido intrínseco de la rima gana con ello, según las
reglas preestablecidas; pero no nos atrevemos a con­
siderar indispensable dicha consonante, desde que la
rima empieza donde carga el acento prosódico, es de­
cir, en vocal indefectiblemente y porque, por otra par­
te, por lograr el beneficio de identidad de unos soni­
dos tan leves cuales son los de las consonantes de apo­
yo, se encadena rudamente la inspiración del poeta
haciendo trabajar más en él la habilidad y la maña que
el pensamiento y la imaginación. Nótese la diferen­
cia de valor artístico entre los versos de Banville y
los de cualquier otro poeta de los citados, conjuntamen­
te con aquél, más arriba. En el primero notaremos

— 180 —
H E L I O P O L I S

un tour de forcé cuando rima madame Saqui con c’est


(a qui, pero el esfuerzo desprestigia mucho el arte de
la estrofa; — en tanto que en aquella estrofa de Cop-
pée, a Teófilo Gautier, la rima, sin dejar de ser tan
rica y opulenta como la que más, tiene todo el colori­
do que le presta la inspiración, fluidez y facilidad del
poeta.
Por lo demás, tampoco es bueno exagerar el ri­
gor de las reglas; recordemos que esa exageración es
la que trajo, precisamente, la muerte del clasicismo.
En este sentido, Lemercier, el autor de Agamemnon,
es más culpable que el más emperrado de los Malher­
iré y Boileau. Y el abuso y derroche de las consonan­
cias, maniatando la inspiración y el pensamiento, trae­
ría, si no la muerte de la rima, por lo menos la mo­
notonía pésima e insoportable. Por lo contrario, to­
dos sabemos que el contratiempo, en música, rompien­
do el compás de una armonía para alcanzarlo más
tarde, después de una serie de escalas inversas o de
breves appogiaturas o de acordes de séptima, es de un
efecto hermoso y sorprendente. Rota la monotonía de
compás, se experimenta un verdadero placer en rea­
nudarla galanamente después de varias disonancias dis­
puestas en un orden lógico. Y lo mismo acontece con
la rim a: la monotonía abrumadora de las vocales y
consonantes idénticas se equilibra con el contratiem­
po de una disparidad puesta a tiempo. Tal es el recur­
so que se advierte en Francisco Coppée cuando, des­
pués de una serie de rimas vulgares o sordas, surge
vibrante y esplendorosa como un sol una rima opulenta.
Por las consideraciones que preceden, fácil le será
ahora comprender al lector la inferioridad de la ver-

— 181 —
sificación francesa frente a la castellana, italiana e in­
glesa; y al par también comprenderá la ventaja que
da a sus poetas, sobre los de otro idioma, por el pro­
pio esplendor de las palabras, con la sonoridad de las
desinencias y la maleabilidad del mismo verso.
La frase poética francesa no se ajusta como la
castellana, por ejemplo, a los acentos fijos e invaria­
bles, pues aunque existe la cesura y los acentos tóni-
eos, solamente el ritmo gobierna todo el verso, — cuan­
do no la rima, según pretende Banville, y exageran­
do aún más la teoría, algunas de las sectas decaden­
tes, — y así el período, en vez de ser métrico, más
bien parece un “reptil suntuoso”, que dice Julio Le-
maitre, deslizándose suavemente. Tal es la reforma
traída al verso alejandrino por el romanticismo y que
conviene analizar, siquiera sea con brevedad, a fin de
valorar debidamente la poesía de Francisco Coppée.
El verso alejandrino, que en el siglo XVI era
tan raramente empleado, fue el verso tipo del clasicis- ;
mo. En él, cada unidad métrica está en relación de
igualdad en cuanto al número de sílabas, con las uni-
dades métricas que le anteceden y siguen. Pero, no exis-
tiendo la medida rítmica que dan los acentos al verso,
como en los endecasílabos castellanos e italianos, el
verso francés de doce espacios resulta demasiado largo
para que el oído pueda alcanzar su cadencia de una
sola emisión. De ahí que se le divida en dos partes
exactamente iguales, separadas por una pequeña pau­
sa, denominada cesura. Queda así el alejandrino con-
vertido en dos unidades métricas de seis emisiones, »
fracción más breve que permite al oído percibir cierta
cadencia. Ésta, sin embargo, no resulta suficiente y

— 182 —
E L J O P O L I S
]aS más de las veces escapa al oído; es necesario, pues,
una nueva subdivision, y esta es la que hace de cada
una de *as dos unidades métricas en que fue dividido
el período de doce pies, dos nuevas unidades de tres
pies cada una. Por manera que el alejandrino queda
subdividido así en cuatro fracciones, perfectamente
iguales entre sí, con un acento rítmico al fin de ca­
da una de ellas y la rima final para dar la cadencia
total de la frase y separarla de la siguiente. Tal es el
alejandrino ideal del que pueden dar una idea, bas­
tante aproximada, los siguientes versos del Britanni-
cns, de Racine:

Il connut | son erreur ; | occupé ] de sa crainte.


Il laissa | pour son fils | échapper | quelque plainte,

Un enfant | s’est couché | sans regret | et sans voix


(V ictor H uso)

Sur le flot | irrité | du torrent | blanc d’écume.


(B anville)

Je ne puis, | malgré moi | l’infini | me tourmente.


(M usset)

Dans la ru? ' il put voir ! par les soirs j de dimanche.


( Coppfjî)

Pero este verso que llena todas las reglas de si­


metría y que no escapará jamás a ningún oído, por
profano que sea, resulta demasiado monótono y pesa­
do en una sucesión no interrumpida de ellos. Hubo,
entonces, la necesidad de alterarlo y de ahí la evolu-
clon que ha venido sufriendo el verso alejandrino fran-

— 1S3 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
cés. Cada una de las unidades métricas de seis pies lla­
madas hemistiquios, fue sujeta a alteraciones rítmi­
cas que dieron por resultado el cambio de la fórmu­
la 3-3, que representa al alejandrino ideal, en las cua­
tro fórmulas siguientes: 1-2, 2-4, 4-2, y 5-1. (1)
Estas diversas formas de verso han sido emplea­
das indistintamente por todos los grandes poetas del
siglo X V II. Por lo que respecta a la cesura media,
no en todos los casos ha sido respetada, y podrían
citarse infinidad de versos de los escritores del gran
siglo clásico y del X V III en los cuales se termina el
primer hemistiquio con una tónica seguida de una
muda, perteneciente a la misma palabra. En cambio,
la cesura final es siempre observada y sólo en conta-
disimos casos se ha faltado a ella en todo el siglo de
oro.
Pero, llega el romanticismo y el alejandrino pa­
dece en su contextura los asaltos reformadores de los
nuevos paladines. El gran Víctor Hugo, con toda su
furia demoledora y su enorme espíritu de sembrador
de ideas, le tira el más rudo mandoble. Según él mis­
mo declara en Les Contemplations, antiguamente el
verso era un volante ornado de doce plumas que sal­
taba sin cesar a impulso de la raqueta de la prosodia;
pero hoy el volante se torna en un pájaro que, esca-

(1) Georges Pellissíer, en sus Essais de littérature contem­


poraine ofrece el ejemplo de una nueva fórmula (0-6), con este
verso de Racine:

De l’infidélité vous tracer des leçons.


E L I O P O L I S
pado de la jaula cesura, remonta el vuelo hada el azul.
Todos conocéis los célebres y hermosos versos:

Et, ce que je faisais, d’autres l’ont fait aussi;


Mieux que moi. Calliope, Euterpe au ton transi,
Polymnie, ont perdu leur gravité postiche.
Nous faisons basculer la balance hémistiche.
C’est vrai, maudissez-nous. Le vers qui, sur son front
Jadis portait toujours douze plumes en rond,
Et sans cesse sautait sur la double raquette,
Romp désormais la régie et trompe le ciseau,
Et s'échappe, volant qui se change en oiseau,
De la cage césure, et fuit vers la ravine,
Et vole dans les cieux, alouette divine.

¿Cómo ha traído el enorme poeta de Les Contem­


plations la liberación del alejandrino? Sencillamente:
por la supresión de la cesura media, que rompe la mono­
tonía de los hemistiquios marcados por un compás ma­
temático, y por la supresión también de la cesura fi­
nal, que consiente que un verso cabalgue sobre el si­
guiente para terminar la elocución. Esta horcajadura
( “enjambement” ) — hipermetría. dice nuestro Dic­
cionario, — es definida así por Pellissier : “Hay ca­
balgamiento ( “enjambement” ) todas las veces que se
deroga el principio de simetría en virtud del cual ca­
da alejandrino forma una unidad rítmica y lógica.
Ahora bien, hay derogación de este principio, no sola­
mente cuando es imposible todo reposo al fin del pri­
mer verso, sino también cuando el reposo admitido
al fin de este verso es menos sensible que el del ele­
mento rítmico por el cual comienza el segundo.”
La versificación romántica, pues, suprime la ce­
sura media o la final, pero conserva el acento tónico

— 18S —
h e l i o p o l i s

¿Conclusiones? Hemos visto que el autor de Récits


épiques, — “esa Légende des siécles en miniatura, más
esmerada que la grande, de corte más elegante, más
amable y barnizada”, según la opinión de Lemaitre, —
no emplea las reformas retóricas de los grandes revo­
lucionarios del romanticismo y del cenáculo parnasia­
no sino en una prudente medida, con la prudencia prác­
tica del burgués que se llama socialista; pero hemos
visto, al par, que sabe echar mano de las rimas opu­
lentas y de las rimas plebeyas, que posee un léxico
formidable y una condición extrema para desarrollar
la frase con perfecta naturalidad, que no rehuye la
supresión de la cesura cuando el curso de la dicción lo
exige, que el mismo “enjambement” no le amedrenta,
y es todo esto, conjuntamente con su predilección por
los temas comunes de la vida diaria y los tipos y se­
res humildes sorprendidos en medio del arroyo o en
una pobre habitación bajo el tejado, lo que da al verso
de Coppée su flexibilidad, su sencillez armoniosa, su
timbre de cosa humana y vivida, su riqueza verbal, su
soltura, — la “difícil facilidad” de que hablaba al prin­
cipio, y que, sin quererlo, evoca en el espíritu el nom­
bre de aquel poeta de los tiempos de Domiciano.
También Stacio tenia el don de la improvisación, de
la rapidez constructiva, gratia celeritatis. Sobre asun­
tos del momento, en ocasión de la muerte del padre
de algún amigo, describiendo una estatuilla de H ér­
cules, trazando el epitalamio de Stella, cantando una
erupción del Vesubio, haciendo el elogio fúnebre de
un papagallo o dándonos los más detallados informes
sobre la vida, la familia y los trabajos de Lucano, el
poeta de Las Silvas nos deja la impresión inconfun-

— 187 —
V 1 C T p R P E R E Z P E T I T

•clible de un versificador afluente, fácil, armonioso, lle­


no de vida y naturalidad, bien documentado, a veces
elocuente, siempre vario, ilustrativo, inagotable. Y tan
bien sabe Stacio ver a su alrededor, con tan grande
cuidado detallista agota sus asuntos, que los arqueó­
logos encuentran en él tesoros fabulosos de datos e
informes, como acaso no los ofrezcan los historiadores
de profesión. La vida privada y pública de la época
imperial está toda entera en este poeta. Conoció su
tiempo y supo amarlo y comprenderlo. Volvió los ojos
a la vida y no desdeñó cantar, en obsequio de un ami­
go, la muerte del león que aquél prefería. Cierto es
que en esa labor febril, en esa improvisación desorbi­
tada, Stacio incurre a veces en rasgos exagerados o
de mal gusto, — cosa de la que está libre el poeta
francés ; — pero su naturalidad de expresión y su natu­
ralidad de sentimiento nos le presentan como el gran
poeta “realista” de la antigüedad.
Pero, en François Coppée, alienta además el amor
de la poesia. Es un poeta nato. Tiene la sensibilidad
femenina del que sufre con los sufrimientos de sus se­
mejantes y es capaz de verter una lágrima sobre el
ajeno dolor. Es así como vamos ahora a analizar al
poeta.I

III

En la segunda mitad del siglo X IX, surgió en la


vida literaria de Francia un movimiento de ideas de
tanta importancia como el que, en 1830, trajo el triun­
fo de la escuela “romántica” . El “naturalismo”, en
efecto, que presumía arrancar, literariamente, de Bal-

— 188 —
H E L I O P O L I S

zac y de Stendhal, y desde el punto de vista científico


y filosófico, de Claude Bernard y de Hippolite Taine,
se impuso definitivamente merced a los trabajos de los
hermanos Edmond y Jules de Goncourt, Emile Zola,
Alphonse Daudet, etc. No hay por qué historiar aquí
ese movimiento literario ni definir sus principios y
características (cosa que, por otra parte, hemos he­
cho circunstanciadamente en el estudio que hemos con­
sagrado al ilustre autor de Germinal) ; — basta esta­
blecer aquí ahora que el “naturalismo” se impuso to­
talmente a la novela y al teatro, destronando a los ro­
mánticos y a sus más inmediatos sucesores, los par­
nasianos. Con todo, la poesía continuó resistiéndose a
Jas nuevas ideas, y los poetas que surgían, enamorados
de Théophile Gautier y Baudelaire, si es que aún no
volvían sus ojos al padre Hugo, se desentendían por
completo de las prédicas arrebatadas de Zola.
¿Es que los cultores del verso veían una antino­
mia absoluta entre la poesia y el naturalismo? Eviden­
temente debía ser así. El concepto que entonces, co­
mo en todos los tiempos, se tenía del ideal poético no
era más claro y definido que cuando se le enfrentaba
a la realidad. Decir poesía equivalía a nombrar los
antípodas de la prosa. Para todo el mundo, en aque­
llos años iniciales de luchas enconadas y de polémicas
demoledoras, el naturalismo no era otra cosa que eso:
la vulgaridad de la prosa, la groseria de la verdad,
el arte materialista. En cambio, la poesía no era ni po­
día ser otra cosa que la inmaterialidad del arte, la ex­
presión de sentimientos puros, nobles y alados, la pin­
tura de todas las bellezas y perfecciones de la natura­
leza. Si el naturalismo se placía en revolver el fango

— 189 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
del arroyo y en sacar a luz todas las lacras de la cria­
tura humana, la poesía, por su lado, tenía por misión
olvidar toda esa abominable fealdad, y sus cultores,
caballeros en el hipogrifo Fantasía, no mostraban otro
empeño más premioso que lanzarse hacia el azul pa­
ra narrarnos sus ensueños, sus visiones, sus quime­
ras. ¿Cómo imaginar que un poeta, cuyas pupilas se
encendían en la lumbre de los astros y cuyas manos
destilaban la mirra de los oficiantes, pudiera coger
sus asuntos de la mezquina y torpe realidad vivida y
rematar sus armoniosas estrofas con rimas plebeyas,
tomadas del vocabulario de los palurdos?
Pues bien; llega François Coppée, y el milagro se
realiza. Les Humbles es la obra que necesaria, fatal­
mente tenía que escribir más tarde o más temprano un
poeta de las características de Coppée. Sus dotes de
observador, más dado a contemplar los seres y cosas
que tiene a su lado que las visiones de sus horas
noctámbulas, llevándole a notar todos esos minúscu­
los detalles y particularidades que se singularizan me­
jor que las más bellas metáforas; sus preferencias por
los humildes, su amor por los desamparados, su piedad
por los miserables, todo ese torbellino de condenados
dantescos que la vida arroja por las sucias callejas del
suburbio ciudadano; su dominio extraordinario del lé­
xico y su maestría en la conjunción de las rimas, que
lo convierten en un taumaturgo capaz de encender en
resplandores los vocablos más obscuros y bajos; su
sentimiento innato de la belleza, que sabe desentrañar­
la de los sitios más ocultos e insospechados, en un
gesto trivial, en una actitud descuidada, en una pala­
bra caída al azar; su culto por la exactitud y la justi-

— 190 —
H E L I O P O L I S

cia, que le vienen de su propia naturaleza, de los ejem­


plos de su hogar, de los dolores padecidos, del recuer­
do de las miserias propias y ajenas, — todo en él se
aúna para formar ese iluminado capaz de encender la
divina chispa de la poesía en medio de la podredumbre
de un estercolero. Es el mismo espíritu de los predi­
cadores y profetas, que van hollando el cieno del mun­
do con un pie que mueve el alado transporte de la re­
dención. Es la poesía que late escondida, como un gran
impulso de la propia naturaleza, bajo las desastradas
vestimentas del anacoreta, o las sandalias del peregri­
no, o las adoloridas invocaciones de San Francisco de
Asís.
François Coppée, desertando del cenáculo parna­
siano, al cual había llevado devotamente, como ofren­
da, los ritmos helados, orgullosamente impasibles, de
su Relicario, se vuelve hacia los humildes de la tierra
y entona su canto pleno de ternuras, de sollozos con­
tenidos, de lágrimas verdaderas. Pinta su tristeza v
desamparo, sin cuidarse de oropeles y retóricas para
disfrazar la vulgaridad de los harapos y la purulencia
de las llagas ; llama las cosas por su nombre, sin aten­
der a la nobleza del estilo y a la elegancia que es pa­
trimonio del poeta; evoca las cosas domésticas, los
modismos corrientes, los sucesos de la vida diaria, los
vocablos del pueblo, procurando desentrañar de ellos
su íntima esencia, que es, en el fondo, su paupérrima
poesía, — y todo esto lo viste con su emoción. Y por
tal modo, nos ofrece esos poemas y poesías de un “na­
turalismo mitigado” , llamémosle así, que tiene su más
exacta afinidad en la prosa de Alphonse Daudet, ese
naturalista mitigado” también, que ilumina interior-

— 191
V I C T O R P E R E Z P E T I T

mente las páginas de sus mejores libros — Jack, Le


Nabab, Le petite chose, Fromont jeune et Risler aine,
con el resplandor de sus lágrimas.
Pero, se dirá, pintar la vida del pueblo, estudiar
los seres insignificantes, bajar hasta el cieno del su­
burbio, atravesar el dolor de las chozas campesinas,
coger las piltrafas del arroyo, las cosas malolientes de
la realidad, el grito grosero de la plebe, las palabras
toscas del hablar cuotidiano, no es labor distintiva o
exclusiva del naturalismo literario: en todos los tiem­
pos y naciones han existido prosadores y poetas que lo
han hecho, y los mismos románticos no han desde­
ñado hacerlo no obstante su ideología aristocrática y
los primores deslumbrantes con que exornaban su es­
critura. Sin ir muy lejos a buscar ejemplos, fácil es
recordar al Sumo Pontífice del romanticismo, quien,
en prosa, nos ha dejado Los Miserables, y, en poesía,
composiciones tan características como “Pauvres Gens”
y “Petit Paul”, en La Légende des Siècles y “Melan
cholia” en Les Contemplations. Mas, aquí precisamen­
te, es donde es necesario establecer la diferencia a
fin de poder advertir cómo los mismos temas y per­
sonajes adquieren distinta interpretación y sentido dis­
tinto a la vez, al ser tratados por un romántico y un
naturalista.
Víctor Hugo amaba al pueblo: era pueblo él mis­
mo. Sus acentos más nobles y duraderos, los profi­
rió en loor o defensa de los seres pequeñitos, de los
desdichados, de los miserables. Sus palabras más be­
llas y eternas son las que dedicó a flagelar una injus­
ticia, a tutelar un desamparado. Como un gran abue­
lo lleno de amor, de piedad, de emoción, rodeó con sus

— 192 —
H E L I O P O L I S

brazos amantes a todas las pobres almas que van so­


bre la tierra arrastrando el grillete de la vida. Pero
V íctor Hugo, enorme, pindàrico, hiperbólico, no po­
día tratar asunto alguno sin transformarlo con su ver­
ba majestuosa y torrencial, sin estigmatizarlo con el
soplo gigantesco de su propia ideación. Háblenos, co­
mo en “Pauvres Gens”, de esos humildes pescadores,
agobiados de hijos, que todavía se hacen cargo de los
hijos ajenos cuando éstos pierden sus padres, por el
solo impulso del amor que une a los miserables de la
tierra, o cuéntenos, como en “Melancholia”, la histo­
ria de aquel pobre caballo que no puede ya con el ca­
rretón del que tira y a quien su dueño, que había be­
bido
Un vin plein de fureur, de cris et de jurons,

flagela con una nube de latigazos y muele a puntapiés


en el vientre hasta que exhausto, impotente, vencido,
rueda bajo las varas y cae exánime, — el gran poeta
nos hace ver el lado amargo de la vida, nos hace sen­
tir la emoción que a él mismo lo embarga; pero, al
hacerlo, no puede sustraerse a su genialidad propia, a
su temperamento exorbitante, a sus prácticas de com­
posición artística, y entonces, dramatizando las esce­
nas, tornando épico el asunto, envolviendo toda la com­
posición, desde su misma entraña hasta su expresión
retórica, en ese manto maravilloso que es su escritu­
ra poética — todo él tejido de disquisiciones filosófi­
cas, de metáforas, hipérboles, contrastes, frases gran­
dilocuentes y anatemas relampagueantes — trueca el
espíritu mismo de la obra creada, convirtiendo los va­
lores y transformando las esencias. Es así, por razón
13 _
— 193
V I C T O R P E R E Z P E T I T

de esa virtud creacionista y de su singular realización,


que un peñasco queda convertido en un Himalaya, un
pulpo en un monstruo apocalíptico, un soldado de la
Vandée en la misma inmanente Justicia, un pobre hom­
bre que roba un pan, en un Dios. Desorbitado, enor­
me, prodigioso, desde su trono que rodean abismos
insondables y circundan rayos desmelenados, dice su
verbo pleno de resonancias, con el gesto de lo que es
indestructible. Entre tanto, nosotros, allá abajo, sobre
el surco, oímos tronar al Dios, admiramos su gran­
deza; pero en nuestra emoción hay mucho más que
piedad, maravilla por la grandeza de los cuadros y la
sublimidad de los infortunios.
Los “humildes” de Coppée no son épicos, no tie­
nen tal envergadura, no pasan ante nosotros como
sombras fantasmales, como símbolos vivientes: son,
sencillamente, como lo son en la realidad, unas pobres
hormiguillas humanas, que se nos cruzan al paso, si­
lenciosos, encorvadas las espaldas, metidos en sus tra­
jes vulgares, todo mediocridad, todo silencio. . . Deta­
lles insignificantes y triviales, matizan una figura; ges­
tos o palabras comunes, achatan más aún a los tipos;
las ideas son parcas, las expresiones, lacónicas; el se­
llo de lo real ha patinado hombres y cuadros. Y el
poeta con su verso justo, medido, sin escarceos retóri­
cos, sin declamaciones pomposas, nos habla de la pare­
ja de soldaditos que salen el domingo y caminan al tra­
vés de los campos, mudos, el uno al lado del otro, pen­
sando en la aldea natal; de la pobre muchacha que se
muere lentamente sentada en su hamaca, en el fondo
de un jardín, frente al horizonte inflamado de púr­
puras y oros por el Sol de otoño que se oculta; de un

— 194 -
H E L I O P O L I S

pobre niño huérfano, criado por un viejo soldado, y


un viejo sacerdote, que añora el calor del seno mater­
nal ; de la prometida del marino que espera continua­
mente al que no vuelve nunca; de los opacos inmigran­
tes que se amontonan en la proa de un barco, arroja­
dos de su terruño por la propia tierra fatigada de pro­
ducir; de la silenciosa hermana de caridad que dirige
su clase sin querer ver que sus pequeñuelos se le dis­
traen viendo

Un hanneton captif marchand sur du papier.

François Coppée tiene, indudablemente, la virtud


de sugerir en cuatro rasgos todo un cuadro completo.
Esta habilidad descriptiva la ha logrado más artística
y eficaz por su breve pasaje por el cenáculo parnasiano.
Mas se advierte, sobre todo, su concisión y justeza,
que no alcanzará nadie, después de él, hasta que Al­
bert Samain venga a imponer sus maravillosas com­
posiciones en el parnaso francés contemporáneo. Ved
esta hermosísima aguafuerte, intitulada “Tableau
Rural” :

Au village, en juillet. Un soleil accablant.


Ses lunettes au nez, le vieux charron tout blanc
Répare, sur son seuil, un timon de charrue.
Le curé tout à l’heure a traversé la rue,
N u-tête. Les trois quarts ont sonné, puis plus rien,
Sauf monsieur le marquis, un gros richard terrien,
Qui passe, en berlingot et la pipe a la bouche,
Et qui, pour délivrer sa jument d’une mouche,
Lance de claquements de fouet trèsxtampagnards
El fait fuir, effarés, coqs, poules et canards.

— 195 —
y J C T O R P E R H Z P E T I T

En este cuadro, de una realidad de estampa, se


ve aún la mano del orfebre parnasista. Pero, en todas
las composiciones de Les Humbles, el supremo arte
está en su verdad, en su exactitud. El poeta no busca
el cuadro; el cuadro surge de sus apuntes impresio­
nistas: tal esos admirables “bocetos” que en cuatro
pinceladas terminan los pintores que se enfrentan a la
naturaleza para sorprender sus disimuladas bellezas.
Notad la diferencia en este cuadrito de “Petit Bour-
geois” :

Voyez : Le toit pointu porte une girouette,


Les roses sentent bon dans leurs carrés de buis
E t l’ornement de fer fait bien sur le vieux puits.
Près du seuil dont les trois degrés forment terrasse,
Un paisible chien noir, qui n'est guère de race,
Au soleil de midi, dort, coudhé sur le flanc.
Le maître, en vieux chapeau de paille, en habit blanc,
Avec un sécateur qui lui sort de la poche,
Marche dans le sentier principal et s’approche
Quelquefois d'un certain rosier de sa façon
Pour le debarrasser d’un gros colimaçon.
Sous le bosquet, sa femme est à l’ombre et tricote;
Auprès d’elle le chat joue avec la pelote.
La treille est faite avec des cercles de tonneaux,
E t sur le sable fin sautillent les moineaux.

Todo esto, como lo véis, es bastante vulgar y corrien­


te: un jardinillo, una veleta, un pozo viejo, un cerco
de duelas de barril; y, como personajes, el amo, que
cuida sus rosales, su mujer que hace calceta y un perro
negro, que no es siquiera de raza, durmiendo al sol
sobre un flanco. No se ha buscado un adjetivo ilumi­
nador, ni una comparación feliz. Todo está dicho co­
mo pudiera decirse en prosa corrida. Y, sin embargo,

— 196
H E L I O P O L I S

¿no advertís la suave poesía que emana de tal evoca­


ción? ¿no os llega al corazón la tranquilidad de esas
vidas de pequeños burgueses, reposando de toda una
existencia consagrada a quién sabe qué suma de lu­
chas, de fatigas, de dolores y sacrificios? ¿no sentís,
mejor que en los perfumados versos bucólicos o en los
detonantes paisajes románticos, el soplo de una apaci­
ble felicidad que pasa sobre las testas de los sencillos
burgueses retirados? — Y bien; he aquí ahora el fi­
nal del cuadro:

Chaque dimanche, ils ont leur fille avec leur gendre;


Le jardinet s’emplit du rire des enfants,
Et, bien que les après-midi soient étouffants,
L’on puise et l’on arrose, et la journée est courte.
Puis, quand le pâtissier survient avec la tourte,
On s’attable au jardin, déjà moins échauffé,
E t la lune se lève au moment du café.
Quand le petit garçon s’endort, on le secoue,
E t tous s’en vont alors, baisés sur chaque joue,
Monter dans l’omnibus voisin, contents et las,
E t chargés de bouquets énormes de lilas.

Los grandes pequeños poemas de Les Humbles


— aquellos donde François Coppée ha puesto lo más
hondo de su emoción, lo más bello de su arte, — son
los intitulados “La Nourrice”, “Le petit épicier” , “Un
fils”, “Une femme seule” , “En province” , “Emigrants”,
y, en la serie de “schechts” que llevan el título de Pro~
ménades et Intérieurs, los señalados con las cifras ro­
manas V, VI, IX, X III, XIV, X V II, X V III, XIX,
XX, XXV y X X X V II.
“La Nourrice” es un poema amargo, que duele
como un dolor propio, que nos levanta iracundos con-

— 197 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

tra ios fallos ciegos del destino. Es la historia de una


pobre campesina a quien toman de ama gentes ricas
de la ciudad y que, al regresar a su pueblo, encuentra
muerto a su propio hijo, y a su esposo, como siem­
pre, en la taberna. Nada más; pero, ¿puede imaginar­
se tragedia más grande para la infeliz, que soñaba con
la vuelta a su aldea para besar a su criatura?
La pintura de la muchachona la hace el poeta en
cuatro enérgicos trazos:

En effet, elle était robuste comme un bœuf,


Exacte comme un coq, probe comme un gendarme.
...........................................................................................................................
Elle savait filer, coudre, arracher les herbes,
Faire la soupe aux gens et soigner le bétail.

Casada con un mocetón tan poco afecto al traba­


jo como amigo de las tabernas y cafés, sus ensueños
de novia murieron con su luna de miel.

La noce, quelques nuits de brutales amours,


La discorde au ménage au bout de quinze jours,
L’homme se dégageant brusquement de l’etreinte
Pour retourner au vin quand la femme est enceinte,
Les courroux que des mots ne peuvent apaiser,
E t le premier soufflet près du premier baiser.

Entre tanto, la miseria se asienta en el triste ho­


gar. El hombre no trabaja. La mujer ha de cuidar
su hijo y buscar de ganar el pan y la lumbre. Asi
transcurren los días sombríos. Un día, llega un ex­
traño, en procura de una nodriza. La muchacha es
sana, robusta : ofrécele una buena paga si se viene con
él a la ciudad. Ella se resiste; ¿cómo abandonar a

— 196 —
H E L I O P O L I S

su hijito? Pero el marido holgazán está allí. ¿Es que


Jos va a dejar morir a todos de hambre? ¿Es que se
place en aquella miseria? No. Ella partirá para ganar
la buena soldada. Además, él, lo jura solemnemente,
dejará la taberna y cuidará al “pequeño patrón” . Su
voz se dulcifica; su mala entraña le hace felino. La
pobre madre cede, y abandonando al propio hijo va
a vender su sangre al hijo extraño.
Allá, en la ciudad, comienza el martirio de la
desdichada.

Dans une chambre mauve, adorable caprice


De blonde, elle aperçut un berceau près d'un lit,
En devant cet heureux spectacle elle pâlit.
En voyant cette jeune et jolie accouchée,
Près de ce doux sommeil d’enfant s’extasier,
Elle crut voir le sien dons son berceau d’osier,
Pleurant auprès du lit d’un père sans vergogne
Qui n’entend pas et dort son lourd sommeil d'ivrogne.

Transcurren los días, transcurren los meses. La


nodriza, engrillada a aquella cuna del hijo de una mu­
jer rica y feliz, llora siempre, a escondidas, pensando
en su hijito. Su corazón, a todas horas, la arrebata
allá, donde su criatura duerme en la cuna de mimbre,
sin sus besos, sin sus caricias, sin su seno; pero el
deber y la necesidad la retienen aquí, y se doblega,
como una pobre bestia de carga que, fatalmente, ha
de dar en provecho ajeno hasta su último aliento.
Pero, he aquí que un día, aquel bebé enfermizo, de
una sangre empobrecida, muere. ¡Es la liberación! La
nodriza puede ahora volver a su aldea. Un arrebato
de alegría la alza en vilo. ¡Verá otra vez a su hijito!

199 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

¡Le estrechará entre sus brazos! ¡Le cubrirá todo en­


tero con los besos que en tan larga ausencia no ha po­
dido darle! Anhelante, encendida de alegría, se hun­
de en el tren que por más que corre no corre como sus
ansias. Llega, por fin.

La voilà cependant au bout de son voyage.


La nuit tombe. Tout est désert dans le village.
, L ’église au vieux portail dans la brume apparait ;
E t près de là, voici le 'houx du cabaret
D ’ou sort, vibrante et claire, une chanson bachique.
—Soudain la voyageuse a fait halte, tragique,
Bouche béante et comme allant pousser un cri,
Car cette voix, c’est bien celle de son mari,
Cette ombre profilée en noir sur ccs fenêtres
C’est la sienne. Il avait donc menti dans les lettres,
Il est toujurs le même, elle avait bien raison :
Il boit, et le petit est seul à la maison.
Le cerveau traversé d’une affreuse lumière,
Eperdue, elle court en hâte à sa chaumière.
La porte est entr’ouverte, elle entre. ¡Q u’il fait noir!
Du feu! bien vite. — E t la malheureuse put voir,
Dans la chambre à présent sordide et démeublée,
Le reste du repas de l’ivresse attablée,
Le jamben qu’il mangea, la bouteille qu’il but,
Et, dans l’ombre, parmi les choses de rebut,
Sale, brisé, couvert de toiles d’aragnée,
—Objet horrible aux yeux d’une mère indignée,
E t qu’on avait jeté dans ce coin sans remord—
L ’humble berceau d’osier du petit enfant mort.

¡Poema angustiante, de una realidad aterradora!


Todo nuestro ser vibra emocionado ante ese cuadro
expuesto con tanta sencillez, — y por esa misma sen­
cillez, más cruel y trágico. No es necesario co­
mentario alguno para aquilatar la impresión profun-
H E L I O P O L I S

da, el espanto ' la desesperación de la mísera nodriza


3

ante aquella cuna vacía, ante la triste cuna de mimbre


arojada en un rincón como un trasto inservible. Los
poetas románticos, Víctor Hugo el primero de todos,
no hubieran prescindido de bordar un épico apostrofe
sobre tan dramática situación: la vieja retórica hubie­
ra ganado, tal vez, una página artística, sonora y re­
lampagueante, grávida de sentencias morales. Pero así,
tal cual está, ese final de “La Nourrice” es, indiscuti­
blemente, más bello y emotivo, nos llega de un modo
más directo al corazón, atenacea con más fiereza el
alma. Sólo por su realidad, honradamente sentida, se
impone la tragedia, — que al pretender trazar arabes­
cos sobre un humano dolor para hacferlo más asequi­
ble a los demás, es, en la generalidad de los casos,
destruir la grandeza de ese dolor.
No creemos que en toda la lírica contemporánea
exista un poema que ostente la realidad profunda y la
sencilla hermosura que ostenta este poema de François
Coppée. Él, por sí solo, basta para hacer la nombra­
dla que ha alcanzado Les Humbles. El mismo poeta
abordará otros temas, nos pondrá ante los ojos otros
cuadros dolorosos; mas ninguno alcanzará esa entona­
ción sublimemente brutal, que nos deja mudos, ma­
ravillados, incapaces de exteriorizar con palabras la
emoción experimentada.
Esta nota épica en Les Humbles no vuelve a re­
petirse en los subsiguientes poemas. Son éstos dolo­
rosos, o melancólicos, o muy sentidos; pero no trá­
gicos. El espíritu de Coppée, dulce y piadoso, no se
place indudablemente en esas desdichas feroces que no
tienen consuelo. Por ello le vemos, de preferencia,

— 201 —
v i c t o r P E R E Z P E T I T

aplicar su observación a otras miserias menos horribles.


Ved “Le petit épicier” . Es la historia de un mu­
chacho, humilde, bueno, trabajador, que no aspira a
otra dicha que tener un hijo. Durante largos años,
detrás de su mostrador, ha ejecutado unos mismos ges­
tos, ha pronunciado unas mismas palabras, desarrollan­
do sus actividades. Viéndole tan tenaz y corajudo, su
patrón le cede un día el comercio y le busca compa­
ñera. El tenderillo, como una hormiga infatigable,
continúa el ritmo de su laboriosidad; pero como aho­
ra se ha casado, la ilusión aquella de tener un hijo,
crece en sus insomnios. Escribe a su madre, llamán­
dola :

Viens done, tu berceras notre premier enfant.

Sin embargo, el destino ha dispuesto otra cosa. La


mujer que le ha dado por esposa su antiguo patrón,
detesta el comercio. Es rezongona, linfática y fría.
Permanece encerrada en su habitación dias enteros.
No ama a su marido, y, naturalmente, detesta a su
suegra. La pobre madre del tenderillo no tarda en ha­
cerse cargo de la situación y, con muy buen acuerdo,
para no empeorar más las cosas, resuelve volverse a su
pueblo. Esta circunstancia, en el fondo, no resuelve na­
da, porque su mujer continúa mostrándosele áspera.
Y entre tanto, el hijo no llega.

II partage le lit d’une femme insensible,


Et tous les deux ils ont froid au coeur..’

Así transcurren los años y así van amontonándose


en el alma del pobre tenderillo la amargura y la desespe-
H E L I O P O L I S

ranza. Continua, es verdad, detrás de su mostrador,


porque tiene el hábito del trabajo; pero ahora lo rea­
liza sin alegría y sin fe.

Il hait le vent coulis qui souffle de la rue,


Il ne peut plus sentir l’odeur de la morue,
E t ses doigts crevassés, maudissant leur destin,
Ont trop froid au contact des entonnoirs d’étain.

La esperanza de toda su vida, el único anhelo de su


corazón, no se ha realizado. Y ya no se realizará nun­
ca. Esta es su tragedia. Esa es la desventura que el
mundo ignora. Aquella hormiguilla humana, que hu­
biera sido feliz con tan poca cosa, ya no tiene nada que
esperar. Automáticamente, como una máquina, con­
tinúa su trabajo detrás del mostrador : es un hombre
hueco, una triste cosa que se mueve, que va y viene,
un vencido, un desdichado.
Mas, he aquí que surge el espíritu piadoso del
poeta. La minúscula tragedia del tenderillo — ¡tan
grande, sin embargo, para él ! — sería realmente abo­
minable si un rayo de sol no viniera a abrirse paso
en medio de sus tinieblas. Y el poeta bueno, el poeta
que sabe llorar sobre sus personajes, no se resigna a
dejarlo totalmente desamparado. Puesto que la vida
ha sido tan cruel que le ha negado lo que concede da­
divosamente a tantos seres innobles que no merecen
el nombre de padres, él le dará la limosna evangélica
de un consuelo. Y Coppée, tal que una de esas buenas
hadas de los cuentos de nuestra infancia, imagina el
recurso de encarnar una fugaz ilusión en aquel padre
fracasado.

— 203 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
Pourtant il brille "encore un rayon clans cette ombre.
Derrière son comptoir, seul debout, le cœur sombre,
Quand il casse du sucre avec férocité,
Parfois entre un enfant, un doux blondín, tenté
P ar les trésors poudreux du petit étalage.
Dans la naïveté du désir et de l’âge,
Il montre d’une main le bonbon alléchant
Et de l'autre il présente un sou noir au marchand.
E homme alors est heureux plus qu’on ne peut le dire
Et, tout en souriant, — s'ils voyaient ce sourire
Les autres épiciers le prendraient par un fou _
Il donne le bonbon et refuse le sou.

Esta sensibilidad refinada del poeta, que le mue­


ve a apiadarse de sus humildes o desventuradas cria­
turas, contagiándonos de emoción, es la que le guía
también en ese otro hermoso poema titulado “Un fils” ,
-— la historia de un joven que, concluidos sus estu­
dios, se entera por labios de su propia madre, de que es
hijo natural, y entonces, renunciando a todas sus am­
biciones, para afrontar la vida y socorrer a su desdi­
chada madre, se hace empleado y por las noches rema­
ta sus jornadas tocando el violín en un pequeño café;
— o en aquel otro, “Une femme seule” , — que nos
muestra la tristeza y resignación de una joven divor­
ciada, que viene a veces de visita a la casa de unos an­
tiguos amigos y permanece silenciosa, los ojos obsti­
nadamente bajos, sobre su labor, como si ella tuviera
la culpa de haber tenido que separarse de un esposo
que la maltrataba; — o aquel otro aún, “Angélus” (és­
te del volumen titulado Poèmes divers), — que nos
cuenta la existencia de aquel niño criado por un sa­
cerdote y un viejo militar, y que, no obstante el cari­
ño afectuoso de sus dos buenos protectores, se agosta

— 204 -
H E L I O P O L I S

como una flor enferma por no encontrar en sus besos


el calor que tienen los besos de una madre.
Mas, no siempre la sensibilidad de Coppée se tra­
duce en notas de conmiseración. Algunas veces tam­
bién, orillando la amargura de una felicidad perdida
para siempre, se nos presenta bajo un matiz de melan­
colía, que nos conmueve no menos certeramente. Ved
el poema “En Province” .
El poeta nos refiere cómo, visitando una ciudad
provinciana, llamó su atención la diaria visita que efec­
tuaba el cura del lugar a una casita habitada por una
solterona muy devota. Naturalmente, como casi siem­
pre se piensa mal respecto de lo que ignoramos, el
poeta, hombre ante todo, da en imaginar toda una en-
calambrinada historia de testamento arrancado a la
pobre mujer en detrimento de sus próximos parientes.

J 'a v a is u n ro m a n n o ir e t b ê te to u t tr o u v é :
U n e d é v o te a v a re , u n te s ta m e n t c o u v é,
D es p a re n ts s u r la p aille, e n fin to u te s les su ites
D ’u n e m en ée a f f r e u s e e t s o u rd e d e jé s u ite s .

La verdad, no obstante, muy pronto se abre paso :


apenas ha interrogado a las gentes del lugar, el tétrico
drama imaginado se viene al suelo como un vulgar cas­
tillo de naipes, y en su lugar brota ante el artista la dul­
císima elegía que pasa a contarnos.
A la vuelta de los Borbones, un noble emigrado,
bastante medrada su hacienda, pero conservando siem­
pre su empaque aristocrático, vino a habitar en aquella
su villa natal una modesta casita. Traía consigo una
pequeña de ocho años, su nieta, huérfana de padres.

— 20S -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
C e f u t t r is te . — Il é ta it sa n s la q u a is ni b e rlin e,
S eu l, à p ied e t p o r ta n t ce f a r d e a u s u r ses b r a s .
M a is, scep tiq u e, il a v a it p ré v u les ro is in g ra ts ,
E t, d é c e m m e n t râ p é , sa n s m is è re a p p a ra n te ,
Il v é c u t, d a n s ce coin, d ’u n e p e tite re n te ,
E c r iv a n t, p o u r lo is ir, u n tr a ité d e b la so n .
I l a v a it ju s te m e n t ch o isi c e tte m aiso n
P a rc e q ue, d ’un c ô té , tr is te , in h o sp ita liè re ,
A v e c ses m u rs v e r d is e t so n to it n o ir d e lie rre ,
E lle c o n v e n a it f o r t à so n â p r e d é d a in ,
Et q u ’elle a v ait, d e r riè r e , u n c a r r é d e j a r d i n
O ù , so u s u n f r ê l e a rc e a u d e ja u n e s cap u c in e s,
D é ro b é e a u x r e g a r d s des fe n ê tre s v o isin es
L ’e n f a n t p o u v a it jo u e r a u soleil, d a n s les f le u r s .

Así, pues, he ahí instalado al noble señor en la pro­


vinciana casita. Es de imaginar la existencia de aque­
llos dos seres : el abuelo, fatigado, triste, lleno de mi­
santropía, y la nieta, una bella criatura de ocho años,
sin el calor del amor materno y aislada del mundo por
orgullosos prejuicios de sangre. Los días transcurrían
monótonos y tristes, sin un albor de esperanza; tan
sólo los domingos se consentía a la niña que concu­
rriera a misa. Secretamente, por temor a un matri­
monio desigual, no obstante su descreimiento, deseaba
que su nieta se ordenara religiosa. Pero, entre tanto,
no resultaba cómodo acompañar a la niña a la igle­
sia. El viejo amaba su sillón, el silencio de la casa,
y en cambio, la iglesia era fría y el oficio muy largo.
v A c e tte ép o q ue-là, v e n a it ch ez ce v ie u x n o b le
Q ui p o ss é d a it e n c o r q u e lq u e s c h a m p s, un v ig n o b le,
P r è s d 'u n e m é ta irie à l ’o m b re d e s p o m m ie rs,
U n g a r ç o n d e seize an s, le fils d e ses fe rm ie rs ,
Q u i, ju g é tr o p c h é tif p o u r la v ie o r d in a ir e
D e la c am p ag n e , é ta i t élèv e a u sé m in a ire .

— 206 -
-

H E L I O P O L I S

para evitarse el trabajo de conducir a misa a su pe-


queñuela, el abuelo imagina entonces confiar esa mi­
sión al muchacho de sus renteros; y he ahí cómo, sin
haberlo sospechado nadie, comienza el idilio entre aque­
llas dos criaturas tan dispares de condición.

D e p u is lo rs , les e n fa n ts , le d im a n c h e m a tin ,
C ô te à c ô te , e t p r e n a n t to u jo u r s l a m êm e p lace
S o u s le v itr a il en fe u de la g r a n d e ro sace,
S ’a sse y a ie n t d a n s la n e f p r o f o n d e e t p ria ie n t D ie u .

La comunidad del trato va afirmando el vínculo afec­


tivo; el misterio de los oficios divinos, la pompa del
culto, la embriaguez del incienso, todas esas pequeñas
sensualidades del culto que rinden las almas, acercan
y confunden en uno solo dos corazones que una ley
ancestral se obstina en separar.

T o u te en o r, to u te en n o ir, se lo n le ritu e l,
Et la n ç a n t ■vers le ciel so n c h a n t m élan co liq u e
O u so n c ri trio m p h a l, la p o m p e c a th o liq u e ,
S eu le, p e n d a n t cin q an s, c h a r m a le u rs c œ u rs n o u v e a u x .

Nadie veía en los dos jovencitos sino una pareja fra­


ternal, de almas puras y blancas, muy creyente, muy
juiciosa; pero, en la entraña de aquella amistad sen­
cilla, iba creciendo la llama sagrada de un inextingui­
ble amor. A medida que crecían los adolescentes, se
transformaba la índole de su afecto. El poeta, con ras­
gos delicadísimos, con observaciones plenas de encan­
to y naturalidad, nos va apuntando el proceso:

................ U n jo u r , ils é ta ie n t d e m e u ré s ,
L u i, la ro u g eu r au f ro n t, elle, to u te in te rd ite ,

— 207 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

En eff¡eurent leurs doigts humides d’eau bénite,


De s’être dit tous deux à la fois: Prenez-en.
Elle avait oublié qu’il était p a y sa n ;
Il avail oublié qu'elle était demoiselle.
Mais bien qu’il redoublât d'humbles soins et de zèle,
Il ne lui donnait plus la main comme autrefois,
Quand il la conduisait à l'église, et sa voix
Tremblait en lui parlant de chosses très vulgaires.

Y he aquí que de improviso surge la tragedia. Al


regresar de misa, un domingo de mañana, los jóvenes
hallan abierta la puerta de entrada de la casita, por la
que se cuela como un galgo famélico el viento del in­
vierno. Inquietos, atraviesan el corredor y se aproxi­
man a la sombría habitación del abuelo. El adusto
viejo está agonizando, pero repele obstinadamente a
la muerte porque tiene que confiar a su nieta su úl­
tima voluntad. Y es entonces, en aquella hora fatal,
la decisión del destino de los dos pobres muchachos.
Encastillado en sus rancios prejuicios, celoso del cla­
ro timbre de sus blasones, cuidando de su apellido has­
ta en el instante en que va a dejarlo, el aristócrata
exige de la joven el solemne juramento de que no
unirá su nombre sino a otro de alcurnia igual. El acen­
to del moribundo es conminatorio y terrible :
P l u s d e la r m e s . Je sen s qu e j e m o u r r a is d e m a in .
O r, c ’e s t c h ez n o u s l’u s a g e o rd in a ir e , m a fille ,
Q u e , s’il m e u r t d a n s so n lit le c h e f de la fa m ille
D u p lu s p ro c h e h é r it i e r e x ig e le s e rm e n t
D e m a in te n ir le n o m t o u jo u r s p lu s f iè r e m e n t.

j P o u r to i, t u r e s te s fille , e n fa n t, e t la d e rn iè re
D e la r a c e . E t b ien d o n c, sois-en d ig n e e t p ro m e ts
D e g a r d e r le v ie u x n o m v ie rg e e t p u r à ja m a is ,
i. S i tu n e p re n d s l ’h a b it, p o in t d e m é s a llia n c e .

— 208 —
H E L I O P O L I S

En un relámpago de claridad, toda la miseria de sus


vidas estalla ante los ojos de las dos míseras criaturas.
Sin saberlo bien ellos mismos, sus corazones habían­
se unido con el vínculo de un afecto más recio y gran­
de que el de la amistad; y he ahí que las palabras del
abuelo agonizante les revelaba lo que es el amor, lo
que son e importan las diferencias de clases sociales, y,
sobre todo, la demencia de soñar en unir sus dos des­
tinos. Pronunciado el juramento que exige el orgullo­
so antecesor, un abismo separará a los que ya habia
unido la ley de la vida.
A llo r s la je u n e fille , e n te n d a n t s u r le seuil
Un fa ib le b r u it, to u r n a se s r e g a r d s en a r r i è r e
Et v it l à son p e tit c o m p a g n o n d e p r iè r e
Q u i, sa n s s a v o ir p o u rq u o i, m ais d éso lé, p le u ra it.

¡Momento solemne este en el cual una niña, acucia­


da por el dolor de la vida, frente a la muerte, se des­
pierta mujer! Lo que ella misma ignoraba un mo­
mento antes, se revela ahora con espantable claridad.
La índole del indeterminado sentimiento que la apro­
ximaba a su compañero de toda la niñez, se precisa y
define.
C ’é ta it u n se n tim e n t b ien v a g u e , bien se c re t,
B ien in d écis, e x e m p t d e to u te a r d e u r q ui ten te ,
Fait d’amitié craintive et de langueur latente,
Qu’ils avaient jusque-là l’un pour l’autre éprouvé.
Leur timide désir n’avait jamais rêvé
P lu s lo in q u e le b o n h e u r d e p r ie r c ô te à c ô te ,
P a r u n j o u r de so leil, c o m m e à la P e n te c ô te ,
Sous le même rayon, devant le même autel.
Mais l’accent du vieillard moribond était tel
Qu’ils comprirent soudain que, pour toute leur vie,
L ’espérance de vivre ensemble était ravie.

14 _
— 209 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
Y el juramento implacable es pronunciado. Y desde
esa hora, los dos infortunados jóvenes ven apartarse
las sendas de sus vidas. Un blasón nobiliario ha que­
brado los sutiles lazos que tejiera el amor. Ya no ha­
brá sobre la tierra para sus almas desoladas un res­
plandor de felicidad. Los que soñaron juntos, en los
inefables días de la niñez, son despertados bruscamen­
te por la realidad cruel. Han de separarse.
Y se separan. Él va a tonsurarse y a vivir en
un pueblecillo lejano; ella, permanece en la casita que
albergó todas sus alegrías y ensueños juveniles. En­
tre tanto, los años corren, la vida pasa. ¿Qué es de la
existencia de aquellos niños que concurrían todos los
domingos a misa, cogidos de la mano? El poeta no
nos lo dice; mas nosotros adivinamos esa pena solita­
ria, esa inmensa tragedia de los corazones brutalmen­
te apartados de la dicha para la que habían nacido.
Y adivinamos, también, las lágrimas vertidas oculta­
mente; las horas de arrepentimiento y desesperación;
el largo crepúsculo, después, del alma apaciguada; la
resignación dolorosa que nieva sobre el pecho y los
cabellos. . .
Y así, poco a poco, en largos años de soledad y
melancolía, siempre iguales, implacablemente monóto­
nos, llega la vejez. Ahora, aquellas dos criaturas que
las gentes veían pasar por las calles de la villa silen­
ciosa, rumbo a la iglesia, como dos hermanos, como
dos flores de juventud, están ahí, resignados y dolien­
tes, viviendo sus últimos días, con el recuerdo de una
felicidad que no pudo ser. Mas, encastillados en su
sacrificio, santos y puros en su dolor, ni siquiera in­
tentan una evocación. Se ven todos los días, se ha-

— 210 —
H E L I O P O L I S

blan, discurren de mil sucesos triviales; pero el úni­


co asunto que podría interesarles, su amor, no alcan­
za a subírsele a los labios. Cada cual encierra en lo
más íntimo de su ser el sentimiento que fue toda la
razón de ser de sus vidas. Basta para su dicha actual
estar juntos, un poquito, todos los días, hablando se­
renamente de cosas pueriles.

Et lo rs q u e du s u je t ¡honnête e t p u é ril
L ’e n tr e tie n a su iv i to u t d o u c e m e n t le fil,
S a n s u n m o t qui s ’em eut, sa n s c o r d ia le é tre in te .
C o m m e si la m é m o ire e n e u x é ta it é te in te ,
Du s a c rific e f a it ja d is à l e u r d e v o ir,
I ls é c h a n g e n t e n f in u n trè s fa ib le “A u r e v o ir ’’ .

V termina el poema con esta delicadísima observación


del poeta, sutilmente reveladora, plena de sugerencias,
que vale, por su íntimo encanto, el poema entero:

P o u r t a n t il f a u t q u ’il l u tt e e t q u ’e lle se co n tie n n e,


C a r m ê m e r e d o u ta n t l’e ffu s io n c h ré tie n n e
O ù l ’o n d o it se n o m m e r u n in s ta n t f r è r e e t sœ u r,
E lle n 'a ja m a is p ris l ’a b b é p o u r c o n fe s s e u r.

IV

Pero, Les Humbles es una, etapa en la carrera ar­


tística de François Coppée. Espíritu inquieto, senso­
rio vibrante, trabajador incansable, y, con todo eso,
artista que busca de continuo la superación puestos to­
dos los sentidos en la hora que llega, no podía encas­
tillarse en el naturalismo, como antes no afincó en el
cenáculo parnasiano; y de ahi que después de su ro-

— 211 —
V I C T O R P E R H Z P E T I T
tundo éxito, consagrador y definitivo, obtenido con
la publicación de aquel volumen de versos (que en el
conjunto de su obra, hoy, libres de prejuicios y con
toda imparcialidad, diputamos como su obra maestra),
se lanzara por otras sendas, buscando para su canto,
emocionado y tierno, nuevas expresiones dentro de fór­
mulas nuevas. Es así cómo le vemos entonces, ple­
gado un instante a la tendencia denominada “psicoló­
gica”, que iniciara en la novela Paul Bourget, escri­
bir su poemita Olivier, y poco más tarde, Exiléc, otra
pieza de agudo análisis psicológico.
El asunto de Olivier es sencillísimo: un joven
poeta va a buscar al campo un poco de calma para sus
nervios fatigados por la ciudad y para su corazón tam­
bién fatigado de amores frívolos. Allí, en casa de un
viejo amigo conoce a Susana, una joven provincianita,
de la que se enamora locamente. Pero he ahí que un
día, paseando a caballo con la joven, ocúrresele a ésta
querer recoger una flor y le pide a su novel amigo que
le “tenga el latiguillo” . El incidente en sí no tiene
nada de extraordinario; pero el pobre poeta, por im­
portuna asociación de ideas, recuerda que esa misma
frase la oyó en otra ocasión de labios de una querida.
Una sombra invade su espíritu y, por esa manía de
raciocinar que tienen los personajes de Bourget y Pré-
vost, comienza a sufrir. En otra ocasión, la misma Su­
sana, coqueteando con su compañero, se le planta de­
lante y le interroga: ¿cómo me encuentra usted? Y
el desdichado poeta, como en el caso anterior, se re­
presenta otra querida que le formulara idéntica pre­
gunta. Estas dos evocaciones bastan para matar su
nuevo amor. Todo el pasado, que creía muerto, se ha

« 212 —
H E L I O P O L I S
levantado repentinamente ante él. Creía estar curado
de su actriz y de su marquesa, y he ahí que la virgen
provinciana, sin quererlo, las resucita en su corazón.
Ya no podrá amar a esta niña adorable, porque no
sabría amarla de modo distinto a como amó antes a
las galantes parisienses. Su vida está truncada. En­
tonces, huyendo de su novel amor, regresa desesperado
a París.
El asunto, como se ve, no tiene mayor originali­
dad. Tampoco es muy sólida la manera de raciocinar
del joven poeta. Cualquier persona burguesa podria
argüirle que todo ese autoanálisis a lo Claudio Lar-
cher, el personaje de Psichologie de l’amour moderne,
es neurastenia pura y que, para curarse de ella, justa­
mente, le convendría olvidar sus antiguas aventuras
amorosas y consagrarse, con toda sinceridad, a su nuevo
amor con la linda provincianita. A menos, por su­
puesto, que nuestro poeta sea un verdadero “detraqué”
y no sepa y no pueda amar más que a las mujercitas
fáciles y galantes. Pero, en fin, el hecho es que Coppée
ha combinado así el enredo de su historia, y así de­
bemos aceptarla.
Lo que realmente existe de admirable en Olivier
es la poesía. Los diversos cuadros que se nos ofre­
cen — parisienses o provincianos, la narración del via­
je, el ensueño de felicidad que su nuevo amor le su­
giere — están llenos de detallecitos encantadores, de
sutilezas, de verdadera emoción también. Y es por
esa delicada poesía interior por lo que Olivier merece
ser recordado.
En Exilée se nos refiere la historia de un hom­
bre de cuarenta años que se enamora de una joven

— 213 —
y 1 C T O R P E R E Z P E T I T

noruega hallada en un hotel de Suiza. Es un amor


tardío, un amor otoñal. La resignación de este aman­
te, que no puede menos de decirse que ya tenía él
diecisiete años cuando nació la niña que ahora ado­
ra, es de una verdadera filosofía mundana. Soñando
con que ella pueda llegar a quererle un día un poqui­
to, le brinda su ternura, le ofrece su protección pater­
nal. Es, como se advierte, la confesión de un Don
Juan derrotado, de un pobre “homme à femmes” que
no puede dejar de am ar; pero que, sabiendo que la
juventud no tiene retorno, se consuela con la ilusión
de ocupar siquiera sea, durante una hora, un rincon-
cito del corazón de la mujer electa.
Como expresión de estado de ánimo Exilée es
más humano y bello que Olivier. No es menos trillado
el asunto que el de este último poema (la novela y el
teatro lo han explotado frecuentemente) ; pero siem­
pre puede resultar nuevo e interesante cuando, dejan­
do añejos romanticismos de lado, se sabe, como lo
hace Coppée, poner al desnudo el alma lacerada y mos­
trar sus escondidas llagas. La inmensa desolación que
concluye por agobiar al hombre que mantiene verde
el espíritu cuando la nieve de sus cabellos traduce el
enfriamiento de sus ardores juveniles, es con certeza
un rico venero de observaciones para el psicólogo y
el moralista. Coppée, sin presumir ni de lo uno ni de
lo otro, por la sola gracia de su arte, nos hace sentir
la melancolía del que ve pesar sobre sí la indiferencia
de la mirada femenina.
En sus poemas posteriores, François Coppée se
aparta ya decididamente del naturalismo literario y
vuelve al idealismo poético, al idealismo hegeliano, di-

— 214
H E L I O P O L I S
remos así, para diferenciarlo del que cultivaron los
grandes románticos. No hace abandono, naturalmen­
te, de las características fundamentales de su poesía
— la sencillez, la ternura, la piedad, el cuidado deta­
llista, el amor por los seres y cosas humildes, etc. ; —
pero, un propósito bien definido de apartarse de todas
las escuelas o tendencias que pretenden imponerse co­
mo una moda, se revela en ese afán de hacer arte por
el arte mismo, de escribir libremente respondiendo a
los dictados de su numen. Es así cómo le vemos com­
poner poemas tales que “Le Jugement de l’Epée” (Les
Récits et les Elégies) y “L’hirondelle du Bouddha”
(Récits épiques), a la vez que compone “Taches de
son” (Arrière-saison) y “Le coup de tampon” ( Les
paroles sincères) . Su inquieta sensibilidad, su versati­
lidad artística, cogen el tema primero que surge y lo
tratan según el estado momentáneo del ánimo. Poesias
“color del tiempo” , — las llamaríamos nosotros. Mas
en todas va apuntando un Coppée más reposado y gra­
ve; un aeda que se place en las alturas superiores,
sin cuidarse ya de las capillas e iglesias edificadas pol­
los hombres. ¿Es que este poema no parece nacido
bajo la égida de Hugo? ¿Es que aquel canto no pa­
rece un trasunto de la bonhomía familiar de Sainte-
Beuve? N o; Coppée sigue siendo él mismo; es senci­
llo y es dramático a la vez.
Tal idealismo — no de la forma, sino fundamen­
tal — es el que le ha conducido, alguna vez, a buscar
en las tragedias esa expresión estética que se denomina
“lo sublime” . Claro ejemplo de ello nos lo ofrecen
dos piezas dramáticas de nuestro poeta, que vamos a
comentar brevemente para cerrar este ensayo.

— 215 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

He aquí el asunto del drama trágico Severo To-


relli. Estamos en la Italia medioeval de fines del si­
glo X V : Pisa gime bajo la tiranía de Barnabo Spí-
nola, un condottieri cruel y disoluto que le ha impues­
to Florencia. Unos jóvenes reunidos en la plaza del
lugar exteriorizan en su conversación el descontento
que a todos anima y las ansias de liberación que les
agita; pero todos reconocen también que sólo dando
muerte al tirano podria obtenerse la redención de la
patria. El intento no puede ser más peligroso. Hace
veinte años, tres conspiradores, entre los que se ha­
llaban Gian-Batista Torelli, persona muy querida y
apreciada entre sus conciudadanos, fueron condenados
a muerte al ser descubiertos. Pero, entonces, ocurrió
un episodio bastante extraño. Ajusticiados los dos
compañeros de Gian-Batista Torelli, tocóle el turno
a éste de subir al cadalso; mas en el instante en que
presentaba su cabeza al verdugo, el tirano alzó su ma­
no, proclamando que hacia gracia. Ante aquel gesto
del déspota que le concedía la vida, después de ha­
bérsela cobrado a sus dos amigos, el reo se alzó im­
ponente: — “Barnabo Spínola — dijo — me haces
gracia de la vida; está bien; en mis días intentaré
atentar otra vez contra la tuya; así estaremos pagos.
Pero, ¡guárdate, si un día el cielo me concede un hijo!”
Je te fais gráce aussi; contre toi, je desarme,
De mon cóté sois done, désormais, sans alarme;
Mais, seul, par ce serment, je me lie aujourd’hui,
F,t, si me nait un fils, tyran, prends garde á lui.

Este juramento del viejo patriota es recordado por


todos, que con él quiso certificar que la gracia obte-

- 216 -
H E L I O P O L I S
nida no era el pago de una traición a sus compañeros
de causa. Por ello, todo el pueblo ha visto crecer a
Severo Torelli ansiosamente, aureolando sus jóvenes
sienes con el prestigio de un libertador. Hay muchos
que atentarían contra la vida del déspota; pero el con­
senso general ha dispuesto ya que sea el hijo de Gian-
Batista el que imponga el castigo.
Ahora, al comenzar la obra, Severo Torelli acaba
de cumplir veinte años. El joven, reunido a sus ami­
gos, platica de aquellos asuntos y se manifiesta dispues­
to a desempeñar la misión que su patria le confía. Y
allí mismo, en un arranque de fervor patriótico, los
cuatro jóvenes se conciertan. Precisamente en ese ins­
tante atraviesa la calzada un sacerdote que lleva los
santos óleos a un moribundo. Los jóvenes le detie­
nen y le piden muy respetuosamente que descubra la
hostia, pues deben prestar ante ella un solemne jura­
mento . El sacerdote ha comprendido: se detiene y des­
cubre el símbolo sagrado. Los jóvenes desnudan sus
aceros y sobre la hostia empeñan su palabra de dar
muerte al tirano, comprometiéndose cada uno a ocu­
par el puesto del compañero que pudiera caer en la
aventura. Severo Torelli queda, pues, ligado por ju ­
ramento a dar muerte a Barnabo Spínola.
Lleno de ardor patriótico, el joven corre a casa
de sus padres. Allí encuentra al anciano Gian-Batista,
siempre doblegado y triste por aquella afrenta que le
impuso el perdón del tirano. — “H a sonado la hora,
padre mío, de que cumpla tu promesa”, — exclama
Severo, al entrar. El viejo se yergue, fulgurantes los
ojos, todo encendido de alegría. Aquel oculto dolor
que le roía las entrañas, va a cesar: su hijo, varonil

— 217 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
mente, lo redimirá de la afrenta y salvará a la patria,
que él no pudo salvar. Entonces, patriota hasta la me­
dula de los huesos, y estoico hasta el fondo del alma,
sabiendo que en aquella tremenda prueba puede per­
der a su hijo querido, se vuelve hacia el joven y evo­
ca la noble figura de donna Pía, su esposa. Ella es
la madre y debe ser dueña también del terrible secre­
to. Sin duda el corazón de la mujer se atribulará cm
la angustia del peligro; pero, sostenida por su patrio­
tismo de noble dama pisana, se enorgullecerá de tal
hijo. La llama, pues, sin dilaciones, profiriendo esta
frase, cuyo último verso, la noche del estreno de la obra,
al decir de las crónicas, levantó una clamorosa ovación:

Tu !ui dois ton secret; elle serait jalouse,


Et pour le grand péril oú tu vas í’exposer,
Ma bénédiction ne vaut pas son baiser.

La escena que subsigue entre madre e hijo es real­


mente hermosa, de un efecto teatral indiscutible. A!
escuchar de labios de su hijo la tremenda confiden­
cia, donna Pía se yergue como enloquecida: “— ¡Ah,
no! ¡Esto no! ¡Jamás!” ¿El amor de madre puede
más que el sentimiento patriótico? ¿Es que donna Pía
defiende su cachorro del peligro en que va a arrojarse,
como la leona defiende su cria? Es lo que vamos a sa­
ber en seguida, pues en medio de su confusión y es­
panto, dirigiéndose a su marido, solicita quedar sola
con su hijo. Gian-Batista accede, considerando el do­
lor de su pobre compañera, y se retira. Una vez so­
los, vencida, deshecha, abrumada por la espantable ver­
dad que tiene que revelar, confiesa a su hijo que no
puede, que no debe matar a Barnabo Spinola porque

— 218 —
H E L I O P O L I S
Barnabo Spínola y no Gian-Batista es su verdadero
padre. Anegada en lágrimas, con el acento de la de­
sesperación, avergonzada de la falta que confiesa, vi­
brante, enloquecida, narra entonces a su hijo, que la
oye con indecible espanto, cómo hace veinte años, por
salvar la vida de su esposo, hubo de entregarse a la las­
civia del tirano. Esa es su falta, su inolvidable cri­
men, que le ha amargado todos los días de su exis­
tencia .
Ante la revelación de su madre, el joven estalla
como un demente. Todos los sentimientos, el asom­
bro, la ira, la vergüenza, la indignación, luchan y se
revuelven en su pecho. Su boca es una catarata de
invectivas, de repugnancias, de desesperaciones. A la
vergüenza que humilla, sucede el asco que experimenta
de sí mismo, por sentir en sus venas aquella sangre
impúdica; al dolor que le causa la humillación de su
madre, reemplaza muy luego el odio que siente contra
el que se ha cobrado una vida a costa del honor de
una ilustre familia. Vuelto un instante hacia los re­
tratos de los antecesores que exornan la sala, el po­
bre muchacho se humilla, y con su más patético acento
les pide perdón por enlodar, con su sola presencia, aquel
hogar que no debe ser el suyo. Es una escena im­
ponente, de una grandeza soberbia, de un efecto acon­
gojante. Nos explicamos perfectamente que al arri­
bar a esta etapa del drama, todo el público, arrebatado
por la dramaticidad del asunto y la belleza corneliana
del verso, estallara en una interminable ovación, pro­
clamando el triunfo del autor: con la simple lectura
de estos dos primeros actos, nos sentimos hondamen­
te conmovidos y entrevemos lo que semejante escena

— 219 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

debe resultar ante las candilejas. Es un momento de


verdadera tragedia; una situación que confina con lo
que los tratados de estética denominan “lo sublime” .
El conflicto moral que se le crea al mísero Severo To-
relli con la revelación de su madre, es tremendo y an­
gustiante. ¿Debe el joven dar muerte al tirano, des­
pués de averiguar que su sangre es la que corre en
sus propias venas? Si lo hace, será un parricida. ¿De­
be perdonarle la vida, faltando al juramento que ha
hecho sobre la hostia sagrada? Entonces será un per­
juro. Pero, entre tanto, sobre su vida juvenil se ha
desplomado el horror. Adopte la resolución que quiera,
siempre le humillará más esa vergüenza de su cuna
que ha venido a herirle en pleno corazón cuando se
creia tan puro y digno como para erguirse en justiciero
y libertar a su patria del yugo ominoso. Ahora, su
vida está deshecha. Será un ser sin ventura, un mise­
rable ser, cuando había soñado convertirse en un D ios.
La desesperación le acompañará, como la sombra que
sigue su cuerpo.
Cuando Longino concibió su tratado de “lo su­
blime”, en tanto que elemento estético, no tuvo en
vista, como es sabido, más que la oratoria, que en su
tiempo privaba; pero, andando los siglos, otros fi­
lósofos y tratadistas supieron extender aquel concep­
to a las obras bellas hijas del intelecto humano, y aun
a las obras o fenómenos de la naturaleza revestidos de
singular grandiosidad. De un simple postulado de gra­
mático pasó a ser, entonces, una virtud o atributo que
acusó un grado sumo de la belleza. Evidentemnte,
existe una escala ascendente, en tanto que fuerzas re­
presentativas de belleza emocional, entre una Oda de
f
H E L I O P O L I S
Píndaro celebrando una carrera de aurigas, un canto
de Homero describiendo un combate de atridas y Las
Coéjoras de Eschylo, verbigracia, que nos muestra el
castigo que Orestes y su hermana Electra imponen a
Egisto y Clitemnestra. Lo que en una obra deleita
por su armonía y perfección, en la otra asombra por
su vigor y colorido, y en la tercera espanta y acongoja
el ánimo por su violencia y majestad terribles. Esos
diversos grados de emoción que las distintas obras
provocan, desde la belleza serena hasta la energía de
lo sublime, derivan no sólo del asunto tratado, sino
de la genialidad propia del poeta, que le mueve a tra­
tarlo de un modo excepcional. Es necesario, pues, en
cada caso, analizar los elementos constitutivos de una
obra para llegar a establecer debidamente cuándo en
realidad se alcanza aquel factor de belle^ superior.
Hay, en la novela y en el teatro, mu-chaf situaciones
dramáticas turbulentas, de rara fuerza, que importan
verdaderas tragedias, pero que se diferencian subs­
tancialmente de lo sublime. La morte chile, de Gia-
cometti, por ejemplo, es un drama trágico, amargo y
desconsolador, que conmueve y apena; y, no obstante
eso, no nos produce la sensación de nobleza y subli­
midad que nos procura la invocación y los apostrofes
del Rey Lear a los elementos desatados de la natu­
raleza cuando va al través del bosque, desamparado por
las hijas ingratas a las que distribuyera su corona.
El horror que nos causa Han de Islandia bebiendo
en una calavera sangre humana, no tiene nada que
ver con esa idea de infinito que concebimos cuando
vemos en Quatre-vingt treize a Cimourdain condenar
a muerte a Gauvain, cumpliendo su deber de juez, y

221 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
saltarse en seguida la tapa de los sesos, cumpliendo
con su deber de padre. Es que la idea de lo sublime
no reside tan sólo en lo enorme y espantable, en lo
tétrico y angustiante, en lo calamitoso y catastrófico:
ella posee, también, las formas de la serenidad augusta,
del equilibrio mayestático, de la energía moral que ha­
ce resaltar nuestra pequenez ante lo ilimitadamente
grande. Sublime es una tempestad en el océano, un
plenilunio sobre unas ruinas, las manchas de sangre
en las manos de Macbeth, la muerte del Hombre so­
bre el Calvario. Para llegar a lo sublime trágico se
requiere, ante todo, poner en juego una de las gran­
des y avasalladoras pasiones humanas o colocar en
pugna dos irresistibles deberes de la conciencia; alzar
luego ante el espectador figuras casi sobrehumanas, ar­
quetipos de acción, héroes o demonios, verdaderas tem­
pestades animadas del mundo moral; se requiere des­
pués una acción cerrada, rápida, precisa, que nos asal­
te y nos doblegue sin darnos tregua, que se imponga
a nuestros sentimientos sean cuales fueren, que vaya
latigueando la emoción hasta la hiperestesia; y en fin,
que el lenguaje, puro y claro como una gota de luz,
noble y elevado como un canto litúrgico, responda en
todos los momentos a la entraña de los personajes y
a la índole de las situaciones escénicas. Cualidad extre­
ma de la belleza grandiosa, lo sublime no se alcanza
sino por la perfectibilidad de la ejecución.
Severo Torelli es un drama intenso, por momen­
tos angustiante, que plantea una situación dramática
cara a los poetas trágicos. Esa situación del segun­
do acto, conducida con habilidad extrema, desenvuelta
con gran valentía y arranque, ennoblecida por la doble

— 222 —
f j E L I O P O L I S
tragedia de la madre y el Hijo, planteando un conflic­
to que sólo puede resolverse en el horror, es de una
belleza pocas veces alcanzada en el teatro. Para ha­
llarle par, es menester remontarse a los grandes trá ­
gicos. ¡Lástima que el poeta, planeado así su asunto,
no haya arribado al fatal desenlace sino al través de
dos actos vacíos, que detienen la marcha de la acción
y nada aportan, mayormente, a su interés o engran­
decimiento! Es verdad que después de semejante pun­
to de partida es poco menos que imposible, si no im­
posible del todo, aguzar la emoción artística del es­
pectador. Todo el drama está en esos dos primeros
actos y en el final del acto quinto: el tercero y cuarto
no son, en realidad, más que actos de relleno; muy do­
nosamente escritos, es cierto, pero que no responden
al aliento épico inicial.
Pour la couronne es otra tragedia, de singulares
características. En un reino de los Balkanes, hacia la
mitad del siglo XV, el trono acaba de quedar vacan­
te. Un guerrero valiente y patriota, cuya fe religiosa
sería suficiente titulo para que los eslavos le dispen­
saran su favor, si todavía no tuviera en su haber sus
campañas de soldado y sus resonantes victorias, es im­
pulsado por su mujer a reclamar la corona. Miguel
Brancomir es un hombre bueno, un fiel creyente, un
verdadero patriota; pero ante su mujer, la ambiciosa
Bazilide, una especie de Macbeth a quien unas brujas
han predicho que un día se sentaría en un trono, es
un espíritu débil, un hombre sin voluntad. Reunida la
Dieta que ha de proceder a la elección, se decide por el
obispo de Widdin. Miguel queda en su puesto de gue­
rrero, pues los jefes consideran que es en la frontera,

— 223 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

frente a los turcos, donde puede ser más útil al país.


Esta decisión de la Dieta hiere en lo más vivo a
la ambiciosa Bazilide. Empleando todas sus artes fe­
meninas, envuelve a su marido en un círculo mágico
de encantamientos: lo mima, lo consuela, elogia sus
méritos de soldado, exalta su fe y su patriotismo, le
repite una y mil veces que se ha cometido con él una
ingratitud y una injusticia. Así, poco a poco, entre
zalamerías y arranques bruscos de indignación, va en­
cendiendo el ánimo de Miguel, hasta que al fin se
decide a revelarle todo su pensamiento. La corona le
ha sido usurpada por la envidia y la política de los
que no poseen sus merecimientos; luego, él, el soldado
más valiente del reino, está en su derecho al preten­
der reivindicarla. Existe un recurso que puede fácil­
mente llevar al éxito. Hace años que los turcos com­
baten encarnizadamente por apoderarse del reino de los
Balkanes, y siempre han sido rechazados por el pro­
pio Miguel. Mas ahora, éste puede ser dueño de la
situación si llega a concertarse con los enemigos. To­
do consistiría en franquearles el paso a los turcos, los
que destronarían al obispo de Widdin y colocarían en
el trono a su aliado, Miguel Brancomir. Tanto insiste
y lucha la ambiciosa mujer, que al fin logra persuadir
a su m arido: éste ocupará el puesto de uno de los cen­
tinelas de la frontera y, cuando lleguen los turcos, de­
jará de encender el fuego de alarma.
Pero el hijo del guerrero traidor, Constantino, a
quien Militza, una joven y hermosa danzarina, hija
de los caminos, ha prevenido de los manejos en que
anda la madrastra del joven, ha presenciado oculto
detrás de un tapiz la infame confabulación. Conviene

224 —
E L I O P O L I S
advertir que esta Militza, entregada como botín a Cons­
tantino, ha sido salvada de la muerte por él y trata­
da con toda dulzura; razón por la cual le es fiel hasta
ej sacrificio. Enterado, pues, el joven, del crimen de
lesa patria que pretende cometer su padre, decide impe­
dirlo, y concurre al puesto avanzado donde Miguel
Brancomir ha tomado la plaza de centinela. La escena
que entonces se desarrolla entre padre e hijo es de in­
tenso dramatismo. El hijo interroga ansiosamente a
su padre, y, al advertir su firme decisión de entregar
el suelo de su patria al enemigo, le suplica, le implora
con los acentos más conmovedores. Exaltado por su
fe patriótica, celoso del honor de su progenitor, herido
también por aquella debilidad de un noble guerrero
que es sojuzgado por las malas artes de una ambiciosa
mujer, invoca la memoria de todos los soldados muer­
tos por la patria, — de esa patria que su padre va a
entregar al invasor extranjero.

CONSTANTINO

La couronne est parfois trop large au front du traître.


Elle peut tout à coup, nouveau roi du Balkan,
Vous tomber sur l’épaule et devenir carcan.

MICHEL

Tu m’insultes!... C’est trop de rage et de folie!

CONSTANTINO

Eh bien, j ’ai tort, c’est vrai.... Pardon! je vous supplie!


Je ne sais plus que dire et j ’appelle au secours!
A l’aide, ô souvenirs guerriers des anciens jours!

tt - — 225 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
Soirs énivrants après les batailles gagnées,
Désordre du butin, drapeaux pris par poignées,
Cri de joie et d’orgueil du père triomphant,
Heureux de retrouver son page et son enfant
Et baisant sur son front la blessure encor tiède,
Vieux souvenirs de gloire et d’héroïsme, a l’aide!
Prouesses de jadis, exploits des temps passés,
Devant ce malhereux, accourez, surgissez,
Et faites-le rougir de sa trahison vile!
Dites-lui que demain, à son entrée en ville
Les étendards pendus aux portes des palais
Au passage voudront lui donner des soufflets.
Dites, oh dites donc au héros qui défaille
Ques ses soldats tombés sur le champ de bataille
Savent qu'il a rêvé ce crime exorbitant,
Qu’ils en parlent entre eux sous terre et qu’on entend,
Quand on passe le soir, vers leurs tombes guerrières,
Un murmure indigné courir dans les bruyères ! ...
Non, vous ne serez misérable a ce point,
E t vous reculerez et vous ne voudrez point
Laisser un nom maudit dans toutes les mémoires !
Ne voyez-vous donc pas vos anciennes victoires
Supliantes, les bras tendus, à vous genoux?
Les prenez-vous en haine et les chasserez-vous,
Elles que l’Occident joyeux a salués,
Ignoblement, ainsi, que des prostituées?
Non, vous ne ferez point ce crime abjet et bas !
Cela ne sera pas, cela ne se peut pas !
Je me jette à vos pieds, et je prie, et j ’espère,
E t je vais rétrouver mon héros et mon père!
Vous allez allumer ce bûcher de bois m ort;
Vous arracher du cœur, avec un mâle effort,
Le turpîde projet, la promesse honteuse,
E t les jeter au feu comme une herbe hideuse
Qu’on fait brûler avec sa racine et son fruit;
E t vous resterez pur, et le vent de la nuit
Emportera ce rêve horrible sus ses ailes
Dans un grand tourbillon de flamme et d’étincelles!

r - 226 —
E L I O P O L I S
j^ as, nada pueden los reproches, las súplicas, los apos­
trofes, las amenazas. El padre, inflexible, alentado por
tina fuerza superior a su propia voluntad, rechaza a su
Pijo: está decidido a triunfar en su empeño y no hay
consideración alguna que le detenga. Puesto en seme­
jante trance, Constantino cobra entonces los contornos
de un héroe trágico. Debiendo elegir entre su patria
y su padre, opta por la primera. Matará, pues, al trai­
dor y evitará el crimen nefando. Después, cuando se
descubra el cadáver de Brancomir, todos creerán que
ha muerto a mano de los enemigos y su honor quedará
a salvo. Los dos hombres cruzan sus aceros y el trai­
dor cae atravesado por una estocada en el pecho.
Hasta aquí, Constantino ha asumido el rol del
Orestes de Las Coéforas; en adelante será el persegui­
do por las furias de Las Euménides. Asediado conti­
nuamente por el recuerdo del parricidio, el joven diva­
ga sombrío, llamando sobre sí la atención de los com­
pañeros. Todos ignoran la verdad, naturalmente; has­
ta la misma Militza que, rendida a aquel amo que le
salvara la vida y al que ha entregado su mísero cora­
zón, observa la oculta pena que le roe, y le trae sus
flores, cuando duerme, para deshojarlas sobre su fren­
te. Es una pequeña escena llena de profunda ternura
y de verdadera poesía. Los versos son de una incom­
parable belleza:

MIUTZA

Je t’apporte des roses.


L’humble esclave n’a pas à deviner les causes
Pour les quelles le maître a les yeux pleins de pleurs
Elle en souffre et se tait. Je t’apporte des fleurs,

— 227 -
y 1 C T O R P E R E Z P E T I T
Ce sont celles que j'ai toujours le mieux aimées,
Nobles lis, doux œillets, roses très parfumées,
Celles qu’on reconnaît, à leur odeur, la nuit ;
Et le simple sélam de Militza traduit
Son pauvre amour pour toi, triste maître à l’œil sombre,
Son amour qui fleurit et s’exhale dans l’ombre.
J ’ignore tes chagrins, mais je sais seulement
Qu’au parfum de mes fleurs et de mon sentiment
Tu parais moins souffrir, et que tu te reposes,
Je t’apporte des lis, des œillets et des roses,
Que mon bouquet dissipe un moment ton ennui.
Laisse-moi me placer à tes pieds avec lui!
En le cueillant, de toi ma pensée était pleine ;
Daigne un peu respirer son souffle et mon haleine.
O maître, laisse-nous embaumer tes douleurs.
Souris a mon sélam. Je t’apporte des fleurs.

Entre tanto, Bazilide no ha podido resignarse a


la pérdida del trono. En su alma obscura, desbordan­
te de deseos, la idea de la corona es una obsesión. H a
perdido su marido; pero aún le queda el hijastro. Y
lo que no obtuvo del padre cree poder lograrlo del
hijo. Viene a buscarlo, latigueada por su demente
capricho, y le ofrece el vil trato. Pero Constantino, que
ya no puede con la carga de sus remordimientos y
que execra a la mujer que indujo a su padre a la trai­
ción, se alza iracundo y le revela toda la verdad. ¡Sí !
Él es quien ha dado muerte a Miguel Brancomir y no
el turco enemigo; él es un criminal, el parricida, el
que ahora sufre y se tortura en sus interminables in­
somnios. ¡Con qué alegría salvaje le escupe al rostro
su espantosa revelación!

Oui, c'est moi qui brisai ton espérance affreuse,


E t je veux t ’enfoncer dans le cœur, malheureuse,

— 228 —
E L I O P O L 1 S
Cct infernal régret, comme avec un poignard,
Et te montrer ce meurtre et t ’en donner ta part,
Et venger la nature et les lois irritées
En secouant sur toi mes mains ensanglantées.

Bazilide se revuelve contra el que acaba de matar su


última esperanza de ser reina. Toda la perversidad
de que es capaz esta astuta mujer va a ponerla ahora
en juego para perder al joven. Aún conserva en su
poder el infame papel, sellado con las armas de la casa
Brancomir, en el que su esposo establecía el pacto con
los turcos: ahora lo presentará como extendido por
Constantino y lo denunciará como traidor. Ante se­
mejante denuncia, el joven no se atreve a defenderse.
Hacerlo sería inculpar el verdadero traidor y enlodar
la memoria de su padre. Constantino, con una grande­
za de alma digna de un héroe, se sacrifica y se deja
encarcelar sin una protesta.
El castigo que se le impone es un verdadero ha­
llazgo del poeta. El pueblo, deseando honrar a Miguel
Brancomir, el héroe nacional que murió frente al ene­
migo, en el puesto de centinela avanzada, le ha erigi­
do una estatua. Pues bien; para penar a su hijo por
el crimen de traición, ese mismo pueblo lo encadena
al pie de la estatua, donde irá a injuriarlo y escarne­
cerlo todos los días. Es un horrendo suplicio para
aquel inocente que paga una culpa ajena. Es un mar­
tirio para el noble muchacho que, con media palabra,
podría restablecer la verdad y recoger los honores que
se tributan a quien es indigno de recibirlos. Pero
Constantino es un alma espartana; un soberbio espíri­
tu todo luz y renunciamiento. H a hecho ya el sacri­
ficio de su vida en holocausto a la memoria del padre

— 229 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

que ha asesinado, y no lo asesinará dos veces. Conti­


nuará guardando silencio y padeciendo. Es el castigo
de las Eunémides por su parricidio. Es el rescate de
su culpa. Con la resignación estoica del que se siente
dueño de su verdad y desprecia los fallos del mundo,
sufre el estigma infamante. Así permanecerá, aherro­
jado al pie de la estatua del falso patriota, por el res­
to de su vida, sufriendo la implacable afrenta, guardan­
do silencio, ahogando la palabra que sería su libe­
ración .
Pero allí, muy cerca de él, está Militza, aquella
zíngara de los caminos a quien tendiera su mano fra­
ternal en una hora de dolor, — y Militza, pobre pil­
trafa humana, vendida en su infancia por una madre
sin conciencia y manchada de cieno después por todos
los caminantes, no olvida. En su árido corazón ha
florecido la gratitud. Cautamente se aproxima al pri­
sionero y le liberta para siempre de sus hierros con
una certera puñalada en el corazón. Después, para per­
manecer unida al que tanto ha amado, vuelve el arma
contra su pecho y se da la muerte.
Así finaliza esta tragedia vigorosa, de un corte
heroico, de una realización más teatral y perfecta que
Severo Torelli. La dramaticidad de las escenas y el
alto vuelo lírico de los pasajes culminantes, explican
el entusiasmo con que fue saludada la noche de su
estreno en el teatro Odeón de París. Las escenas cul­
minantes del segundo y quinto acto alcanzan una ma­
jestad y belleza tan imponentes, que no creemos exa­
gerar si las hermanamos a las más vigorosas del tea­
tro shakespearano. Para concebir situaciones semejan­
tes y vestirlas con la expresión justa, es menester po-

— 230 —
H E L I O P O L I S

seer un sentimiento muy hondo de la poesía. Fran-


<¡ois Coppée, poeta familiar, cantor de los humildes,
ha sabido evidenciar que sabe y puede escalar las cús­
pides para proferir las grandes palabras que hacen la
nombradla de los poetas trágicos.

1899.
RUBEN DA R I O

La Imaginación es el cetro de oro de la Musa


lírica. El Poeta imperial que ha celebrado sus bodas
luminosas con la gentil Erato en el jardín eterno de
la eterna Fantasía, lleva entre sus manos pálidas —
más pálidas que las de los misteriosos hierofantes —
aquel cetro inmortal, emblema de los ritmos de Orfeo,
de los colores del Iris y de los perfumes de un incen­
sario; y con él penetra en el alma del mundo, de nues­
tra alma, para cantar los arcanos del pensamiento, sus
visiones frenéticas, los legendarios enigmas, sus pa­
siones hieráticas y las mej estuosas y serenísimas cur­
vas de las ninfas del Ensueño. La Imaginación es to­
dopoderosa .
Al través de las siete cuerdas de la lira de Ter-
prando han resbalado notas solitarias como perlas sub­
marinas, cadencias de diamante y arpegios rumoro­
sos como achiras de oro. La Castalia fuente no tuvo
más ecos cristalinos, ni más melancólicos susurros el
aura de Jonia al adormecerse entre los verdes laure­
les helénicos: la Inspiración dejó su aliento tibio so­
bre las cuerdas dormidas, y al despertarlas, el alto
Olimpo escuchó las quejas de los poderosos Atridas
con Homero; Cadmea se vio rodeada de murallas con
* Anfión; Esparta triunfante de Aristomeno el mesenio
con Tirteo, y la Gloria palideció ante Gerón, rey de

— 233 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
Siracusa, cantado en oda olímpica por Píndaro, el he­
raldo tebano. La virtud del Numen hizo crujir las
ruedas sangrientas del carro de la Aurora; sorpren­
dió las Bacantes desenfrenadas y detuvo en su galope
salvaje a los colosales Centauros; puso un lampo es­
meralda sobre la frente de Minerva, un girón de es­
puma en los flancos de las ninfas y una sarta de no­
tas pastoriles en la cornamusa del dios Pan; y, ebrio
de claridades y de liricas mieles, encendió el falerno en
la copa de Horacio, desnudó las altiveces marmóreas
de la imperial Mesalina y derramó torrentes de her­
cúlea fuerza y de resignado martirio sobre la arena
del Circo para divertir el hastío de los soberbios Em­
peradores. A su conjuro colosal anímase el aire, hier­
ven las ondas del Egeo y bajan de sus pedestales las
Galateas de piedra. La selva tiene cantos desconoci­
dos, los montes inclinan sus barbas de plata y los to­
rrentes alzan el pecho, tronando, para salpicar con es­
pumas la frente de las estrellas solitarias. El hombre
escucha estremecido y anhelante esos acordes gigan­
tescos que llenan el firmamento, y entrevé, en medio
de un ensueño, el perfil de Hécate y la desnudez de
Venus; siente pasar la Helena por quien París encen­
dió en guerra cruenta a toda la Grecia, y la ve caer,
más tarde, en los brazos del doctor Fausto, rejuvene­
cido; escucha los clamores de las Eunémides incen­
diando la sangre celosa de Medea y se estremece an­
te el eco salvaje que esos clamores despiertan en el
pecho del esposo de Desdémona; mira, en fin, el alma
de Pigmalión, ardiendo en deseos, y vuelve a encon­
trarla, desecha y rota, a los pies del ídolo, en el jo­
ven W erther.

— 234 —
H E L I O P O L I S

La imaginación es todopoderosa. Adolfo Garnier


nos habla “de ciertos artistas en mosaicos que entre
dos piedras, que al parecer ofrecían los tonos más ve­
cinos, concebían un tono intermediario” (1) . Descar­
tes formuló toda una hipótesis, los Torbellinos, para
explicar el movimiento de los cuerpos celestes. Aníbal
asustó a sus enemigos recurriendo a una estratagema
que imaginó: puso fuego a unos montes. El canto IV
de la Eneida arranca lágrimas gratísimas a San Agus­
tín. Milton, ciego, se encontraba deslumbrado con los
resplandores del trono del Eterno. Colón descubrió
un mundo, como Dante había descubierto el Infierno,
soñando; y soñando, soñando siempre, es como Fran-
kün encadena el rayo de Júpiter, W at encierra el va­
por dentro de una caldera para obtener el secreto de la
fuerza de los Sansón y Teseos, Jenner descubre la va­
cuna, Jacobo Metzu el telescopio y Servet la circula­
ción de la sangre. Soñando, los griegos declararon
virgen a Temistoclea, sacerdotisa de Delfos, después
de haber concebido un hijo; y soñando, también, los
judíos desconocen la virginidad de María y crucifican
a su esplendoroso H ijo. Tal es el poder de la Ima­
ginación .
El Poeta que tiene entre sus pálidas manos de
hierofante el cetro de oro de la Musa lírica, la Ima­
ginación, es el Supremo Pontífice del Universo. Ante
su vista, se arrojan a tierra de rodillas todos los hom­
bres y besan, llorando, el polvo. Habla, y su voz do­
mestica las fieras, como Orfeo, o levanta las piedras1

(1) Adolphe Garn¡er: Traité des facultés de l’âme.

— 235 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

por sí mismas para construir murallas, como Anfión.


Él regenera al mundo, arrastra los pueblos al com­
bate, dignifica el alma humana o la degrada. Él lo
puede todo.
¿Dónde está el secreto de ese poder de la Imagi­
nación? Está en nosotros mismos, en los esclavos.
Nosotros somos los que, voluntariamente, nos some­
temos al yugo. ¿Por qué, si no, nos horroriza más la
Novia de Mesina que Wallestein? Porque la trage­
dia que concebimos y esperamos en la primera de estas
obras de Schiller es más terrible que la que desenlaza
la famosa trilogía. ¿Por qué nos subyuga mucho más
la, obra de Gubernatis Ñola que el Lohengrin de Wag-
ner? Porque Damaianti, Nala e Indra son seres fan­
tásticos, mientras que en la historia de Elsa no hay
otros elementos imaginarios absolutos que Lohengrin
y su cisne. Todo hombre está sujeto a una ley de he­
rencia que lo es a la vez social: tiene en sí algo del
salvaje primitivo y de la infancia de las sociedades.
La superstición, primer elemento psíquico de los pri­
meros hombres, vive aún en nosotros, y en ese senti­
do somos todavía contemporáneos de los mammouths
y plesiosaurios. Para cualquier época, pues, vienen de
perlas estas palabras de Voltaire: “los hombres aman
todo lo que les parece terrible; hacen lo que los ni­
ños, que escuchan con avidez los cuentos mágicos que
los asustan” . El misterio y la superstición aún tienen
fanáticos, y si hoy han desaparecido los viejos mitos
que horrorizaban las almas en los imponentes templos
de Baal, Isis y Osiris, en cambio tenemos santuarios
sombríos alzados a la Magia, al Budhismo moderno
y a la Buena Diosa de la Lujuria: si las vírgenes de

— 236
H E L I O P O L ___________£

la antigüedad iban al templo de Milita para ser des­


floradas por los extranjeros, nosotros tenemos otro
templo leviatán no menos misterioso que el de Ba­
bilonia.
La superstición y el misterio son la fuente primor­
dial de la poesía. Si la India nos ha legado sus colosa­
les poemas — el Ramayana, el Mahabharatta — y los
cantos de Hala, ■Bartrihari, Kalilasa, Giayadeva y
Avyar, esos eternos monumentos de la imaginación
creadora; si todos los pueblos antiguos han tenido sus
leyendas y tradiciones, a cual más asombrosa e impo­
nente, débese, antes que nada, al misterio y a la su­
perstición. Todo lo que el hombre no ha podido ex­
plicarse racionalmente, ha sido atribuido a la divini­
dad y a los poderes ocultos. Así es como ha podido de­
cirse con razón que la metafísica es casi toda la Poesía.
¿Y quién es, si no el poeta, el que ha contado al
pueblo estos grandes extravíos de la inteligencia por
los dominios de lo Desconocido? ¿Quién, si no él, el
que ha hecho más emocionantes las creencias que lle­
naban de sombras los inseguros cerebros de los hom­
bres sencillos? En verso se impuso el credo divino
creador de los orbes; en verso se celebró a Brahma,
Vichnou y Siva; en verso se arrastraron las legiones
de Esparta contra Mesenia; en verso se hizo la uni­
dad de Italia; en verso Camoens dividió en dos esta­
dos la península pirenaica, y en verso se han propala­
do todas las alegrías y todas las tristezas de los hom­
bres al través de los tiempos, de las razas y de las
generaciones. S í; el Poeta, Supremo Pontífice del U ni­
verso, todo lo puede, y a él se deben las mayores glo­
rias y los más grandes extravíos. Su cetro de oro es

- 237 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

el gran agitador de las ideas y sentimientos, y por él,


por la Imaginación tan sólo, se ha éreado un Olim­
po de dioses para crucificarlo después, en uno solo,
sobre la cumbre flamígera del Calvario.

La Imaginación está sujeta a grandes extravíos.


Desordenada y loca, por naturaleza, es preciso encau­
zarla sabiamente para no desviarla del camino del
Ideal. En medio de sus alucinaciones, se encabrita a
veces y echa a correr por sendas extraviadas saltando
riscos, despeñándose por los precipicios, hollando flo­
res de exquisito perfume, tronchando espinas rígidas,
subiendo por momentos hasta las cumbres donde re­
posan taciturnos los astros de la noche. Hay en la
marcha de la Imaginación una recta línea de la que
no le es dado separarse. Ella misma, ¡la osada!, ¡la
libre!, está sujeta a ciertas re g la s... Wieland obser­
vó, con mucha verdad, que la frente de Minerva, los
ojos de Juno, la nariz de Apolo y la sonrisa de Ve­
nus no formarían una obra maestra de Imaginación.
¿Qué decir entonces de la Imaginación revolucionaria?
La Imaginación revolucionaria hace ya algún tiem­
po que se querella con su hermana la del cendal ate­
niense. Ha cogido el prisma que ornaba la frente de
su hermana, la antigua Imaginación con sus policro­
mos matices, y lo ha arrojado a tierra. El prisma se
ha roto; se ha hecho mil pedacitos variados. Alegre y
bullicioso, el Arte que tiene por bandera esta revolu­
cionaria Imaginación ha recogido, según la gráfica ex­
presión de Bolet Peraza, las miajas del iris, y de cada
una de ellas hizo un regalo a las nuevas sectas deca­
dentes. Estos primores de color, estas maravillas de
H E L I O P O L I S

luz han embriagado la Imaginación de los decadentes,


místicos, impresionistas, magníficos y wagnerianos.
Y toda regla fue olvidada, todo principio fue echado al
cesto, toda teoría fue desquiciada. La nueva Imagina­
ción se ríe como una locuela de su hermana, la del
cendal ateniense.
La Imaginación es el cetro de oro de la Musa lí­
rica. Mas, ¡ay del imperial Poeta que al desposarse
con la gentil Erato en el jardín eterno de la Fantasía,
recoge el cetro de la Imaginación revolucionaria! El cas­
tigo más leve que podrá alcanzarle será el de no ser
comprendido. Pero ¿es que se fatigan los poetas mo­
dernísimos porque se les comprenda? ¿No luchan, por
el contrario, por hacerse obscuros e indescifrables?
Hay allá, en París, una colmena de exóticas abe­
jas que producen una miel extraña y rara. En vez de
libar el néctar de las rosas y jazmines, persiguen con
ahinco los crisantemos amarillos como japonesitas en­
fermas, las orquídeas refinadas como hetairas lúbricas,
las peonías imperiales, los claveles sensuales y las mada-
rias elegantes como madrigales antiguos, y se envene­
nan con las substancias de laboratorio químico que las
colorean. Las exóticas abejas se vuelven locas con estas
borracheras de colores, y su miel parece enfermiza y
extraña. Y nosotros, los profanos, los burgueses, los
que sólo nos deleitamos con la Imaginación vulgar —
con aquella ingenua Imaginación de los cuentos de
Las mil y una noches, con la más trabajada de los cuen­
tos de Hoffmann y Poe — nos sentimos horrorizados,
y la agriedad de la miel nos sabe a veneno. . .
En principio, pues, no nos esclaviza el decadentis­
mo . El cetro que sostienen sus poetas es un cetro fal-

— 239 -
y 1 C T O R P E R E Z P E T I T
----------------- <£r
so. El verdadero, aquel de oro de la Musa lírica de
que hemos hablado, merece respeto, a pesar de todos
sus errores. Pero este otro, no reinará mucho tiempo;
sólo durará lo que la anarquía que domina en todos los
espíritus fin de siglo, ahitos de sensaciones, cansados
de lo vulgar y corriente, sedientos de nuevos ideales y
de más paroxismos y estremecimientos.
Siendo esto así, ¡qué admiración no debemos al
poeta americano que, oficiando como Supremo Pontí­
fice ante el altar deslumbrante del Decadentismo mili­
tante, ha sabido conservar su personalidad, nos ha le­
gado joyas de arte valiosísimas, nos procura todavía
sensaciones nuevas y nos regala con todas las clarida­
des de su Imaginación creadora ! ¡ Qué aplausos no han
de tributarse al vate que en medio a sus orgías artísti­
cas de sectario, en medio a sus lucubraciones frenéticas
y de sus desórdenes verlainianos, aun parece sensato!
Rubén Darío es un refinado, un impresionista, un
mágico; pero es, además, un espíritu sano, robusto y
cuerdo. — Tiene todas las exquisiteces, rebuscamien­
tos y originalidades de un Corbière, de un Retté y de
un René Ghil; pero tiene, también, algo que aquéllos
no poseían : un sentimiento exacto de la belleza, una
noción clara y precisa de una línea griega, una concep­
ción serena del arte escultural y marmóreo. Es un mo­
derno, deslumbrado por auroras boreales, que va a can­
tar sus versos bajo el sol que quema las crestas de las
Termopilas y dora los llanos de Platea.
Está de moda zaherir al inspirado creador de
Prosas Profanas. Los que tal hacen, no debieran olvi­
dar que si este poeta usa ritmos extraños, y versos
«|ue son prosas, y frases casi jeroglíficas, es porque

_ 240 -
H E L 1 O P O L I S

•ere hacerlo así y no porque no conozca la gramá-


(jca y las reglas retóricas. Desde aquel mar de las
Antillas, que oreó la cuna del poeta, hasta este del
plata, que mece los ensueños del hombre; desde las
tierras del Pacífico, donde su libro A zul empezó a dar­
le la popularidad de que era digno, hasta la ciudad
de Buenos Aires donde nos brinda el cofrecillo artís­
tico que encierra sus Prosas Profanas, Rubén Darío
ha recogido calurosos aplausos que deben haber satis­
fecho sus ensueños de gloria. Sus versos de antaño
son versos tan correctos como los mejores, y si enton­
ces el poeta sabía hacerlos así, ¿se concibe que hoy
no sepa medir un endecasílabo?
En lugar de atacarle ciegamente, como sólo pue­
de hacerlo este personaje universal que Remy de Gour-
mont llamó Celni-qui-ne-comprend-pas, examinemos su
teoría artística. “Al través de los fuegos divinos de
las vidrieras historiadas, me río del viento que sopla
fuera, del mal que pasa”, dice el mismo Rubén Darío.
La frase, una bonita frase, por lo demás, es un grito
de combate arrancado en momentos de polémica; pe­
ro es algo más que un grito de rebelión y de desprecio.
El poeta quiere decirnos: Yo tengo mi torre de mar­
fil, como Vigny, y desde ella me río de los gozqueci­
llos de la critica que vienen a ladrarme a la puerta.
A solas con mis recuerdos y fantasías, en medio a mis
visiones y deleites, celebro la misd triunfal del arte con
rituales que el vulgo no comprende. Yo solo veo estas
bellezas de mi culto y las gozo como un néctar divino.
Alejado de la ola mundanal, penetro el secreto de las
civilizaciones desaparecidas, enciendo las antorchas de
los colosales templos de Palenque y Utatlán, evoco
i« _
- 241 —
V I C T O R P E R E P E T I T

las sombras de los Incas poderosos, cuajadas de pe­


drerías y reverberantes como un sol, y les rindo el ho­
menaje de mi alma moderna, cansada de vulgares sen­
saciones, fláccida de lo trivial y de lo burgués. Yo ten­
go, también, visiones de regiones ignotas, de países
desconocidos, de seres extraños e imposibles; yo sue­
ño historias arcanas que tienen refinamientos de ac­
ción y movimientos hieráticos; yo siento espasmos fre­
néticos que me ponen todo el fuego de una fragua en
el cerebro y cristales acerados de hielo sobre el pe­
cho; pero el supremo deleite, la gran voluptuosidad
de este arte no puede comprenderlo más que un alma
gemela de la mía. He ahí lo que veo al través de los
cristales historiados de mi imaginación, y he ahí lo
que no me importa que no comprenda el vulgo.
Perfectamente; pero, ¡por Dios! si se comprende
la primera parte del parrafito que transcribo en se­
guida, ni aun un alma gemela de la de Rubén Darío
sabria explicarnos lo que quiere decir la segunda. “La
gritería de trescientas ocas no te impedirá, Silvano,
tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo
el ruiseñor esté contento de tu melodía. Cuando él
no esté para escucharte, cierra los ojos y toca para
los habitantes de tu reino interior. ¡Oh pueblo de des­
nudas ninfas, de rosadas reinas, de amorosas diosas!
Cae a tus pies una rosa, otra rosa, otra rosa. Y be­
sos !” Supongamos que pasen los nueve años del pre­
cepto de Horacio. El mismo autor de esas lineas, al
sacar su libro del cajón del escritorio, donde las tu­
viera encerradas sin leerlas durante ese tiempo, ¿sa­
bría decirnos qué quiso expresar con esas rosas y con
esos besos? Juraría que no.

— 242
Y no se nos tilde de ser una de tantas muestras
¿e aquel personaje de Remy de Gourmont, pues ya
hem°s dicho que aceptamos todas las originalidades
je los decadentes, con tal que ellos mismos sepan lo
que significan. Ahora bien: ¿qué es lo que vemos nos-
otros al respecto? ¿Se entienden entre si los retóricos
del decadentismo? No, pues mientras René Ghil asi­
mila la U a la trompeta y al saxo, Arthur Rimbaud
dice que la U es amarilla, y el amarillo corresponde
a la flauta. Por otra parte, este instrumento “expresa
la ingenuidad”, según el uno, mientras que aquéllos,
el triunfo, y las sonoridades, según el otro. ¿Cuál de
los dos tiene razón? Seguramente ninguno de los dos,
y cada uno de ellos es, respecto del otro, un ilustre
Celui-qni-ne-comprend-pas. ¿Qué mucho que nosotros,
los profanos, nos quedemos en ayunas al leer una es­
trofa de Kahn, Rodenbach o René Ghil, si ellos mis­
mos, entre sí, no se entienden?
Por lo demás, los estados animicos del individuo
y cada una de las sugestiones e impresiones propias,
varían según el temperamento, la educación, la sen­
sibilidad, la herencia, etc., de cada cual; por manera
que lo que en uno produce una idea, en otro puede pro­
ducir otra muy distinta. Más a ú n : según sea la mo­
mentánea disposición de ánimo, una cosa que antes nos
fue agradable, ahora nos disgusta sobremanera. Y así
hasta el infinito. Ejemplo: la palabra jazmín nos su­
giere el color blanco. ¿Por qué? Porque ése es el co­
lor de la flor; porque hemos visto un altar cubierto
de ellas; porque hoy acabamos de ver una niñita toda
vestida de tul y raso blanco que iba a comulgar; por­
que, en fin, se nos antoja que la vocal I, la más fuerte

— 243 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

de Jas dos que lleva la palabra jazmín (por estar acen­


tuada), no es roja, según pretende Rimbaud, sino
blanca, y muy blanca. Y extremando la sugestión,
nos decimos: son blancos, también, violín, florida, ri­
sa, querida y ritmo, porque la I, en estas voces, do­
mina a las otras vocales. Pero, ahora nos acontece
que, hallándonos presa del más acendrado dolor, ve­
mos desfilar el entierro de un ser amado, y mil ener­
vantes y pesados perfumes de jazmín llegan hasta nos­
otros, y se nos ocurre que jazmín es negro. ¿Por qué ?
Porque en nuestra conciencia asociamos la idea de
tristeza, que nos domina, con la idea de la muerte y
con las flores que cubren el ataúd; porque encontra­
mos a la vocal I un sonido agudo, frío, helado como
aristas de hielo, que nos hace estremecer, que nos da
espasmos de terror. Y extremando la sugestión, de­
cimos entonces: son negros, igualmente, los violines
que lloran un addio, la risa sardónica, la querida que
nos engaña y el ritmo que nos llena de melancolía.
No pretendemos negar que toda palabra tiene al­
go en sí que es más que su propio silabeo. Hay la su­
gestión visual. Así, al leer en Leconte de Lisie el nom­
bre de Caín escrito a sí: K ain; al ver las palabras
Baghavat, Khons, Snorr, Verandah, Sigurd, kaolín,
klepsidra, Thogorma, etc., en las que podrían suprimir­
se algunas haches y reemplazarse las k por las c, ex­
perimentamos una sensación visual que se extiende del
vocablo a la persona o cosa que expresa, y dándonos
le idea de hombres salvajes y de países exóticos, re­
forma la imagen vulgar que ya teníamos sobre esos
paises y esos hombres. Como se ve, es una cuestión
de pura ortografía, que trasciende al mundo emo-

— 244 —
cional. Pero, ¿querrá esto decir que esas voces pue­
den sugerirnos ideas distintas a las ideas que realmen­
te expresan? No, de ninguna manera.
No vale, pues, declarar que no le importa al poe­
ta que no le comprenda nadie. El arte es sociológico,
y si no procuramos trasmitir simpáticamente a los de­
más hombres nuestras propias sensaciones, ¿para qué
escribimos y publicamos lo escrito? ¿Para darles mú­
sica “a los habitantes de nuestro reino interior” ? Pues
démosles música a esos habitantes, y no a los profa­
nos. Y no hay vuelta que darle.

Y a pesar de no aceptar la teoría de Rubén Da­


río, ¡cómo nos cautivan sus Prosas Profanas! Es que
por sobre el decadente está el poeta — el Poeta im­
perial que, al celebrar sus bodas luminosas con la gen­
til Erato en el palacio deslumbrante de la eterna Fan­
tasía, alcanzó el cetro de oro de la Musa lírica. — Su
imaginación es un sol de oro que ciega la retina, viste
de tonos primaverales la faz de la tierra y puebla de
miríadas luminosas las soledades infinitas del espa­
cio. Hay en sus acentos los ecos de las sonoras linfas,
los rumores del bosque centenario y las melodías sal­
vajes de los huracanes. Una Mujer que pasa en sus
versos nos deja el perfume de su piel, el misterio de
sus ojos lánguidos, el enigma de sus movimientos vo­
luptuosos; al cruzar un Centauro, resuena en nuestros
oídos el gran clamor de su galope desordenado, y la
Hetaira, que al través de los árboles callados va en
busca de Adonis, levanta tras de sí una fuga de leo­
pardos . Y como en un sueño o en un deslumbramiento,
entrevemos la japonesita de pupilas llenas de visio-

— 245 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
nes, la marquesa Pompadour como una rosa sangrien­
ta, el muslo de marfil de Diana, el blancor del cisne
que anuncia a Helena y el heraldo de Yolanda, una
paloma; sentimos en el alma toda la nostalgia de los
días brumosos y grisáceos, la risa de los cielos azules
de la Grecia antigua y los espasmos voluptuosos de
las siestas del trópico; y oímos, en fin, la risa de los
faunos sorprendiendo a las ninfas en los claros de las
selvas, el coloquio clamoroso de los centauros y las
notas perladas de la eterna Harmonía rodando des­
de la cumbre del Pindó sonoro hasta el ebúrneo tri-
clinio de Horacio, desde un confín solitario de la
Arabia hasta el patio morisco de la Alhambra, desde
la tierra del sol y los claveles hasta la patria diaman­
tina del cóndor de mármol, Leconte de Lisie!
Oíd cómo el poeta ofrece sus am ores:

“ ¿ V ie n e s ? m e lle g a aq u í, p u es qu e su s p ira s.
U n so p lo d e las m á g ic a s f r a g a n c ia s
Q u e h ic ie ra n los d e lirio s d e las lira s
En las G re c ia s, la s R o m a s y las F r a n c ia s .

¡ S u s p ira a s í ! R e v u e le n las a b e ja s ,
A l o lo r de la o lím p ica a m b ro s ía ,
E n lo s p e rfu m e s qu e e n el a ir e d e j a s ;
Y el d io s d e p ie d ra se d e s p ie rte y ría ,

Y e l d io s d e p ie d ra se d e sp ie rte y c a n te
La g lo r ia de los tirs o s flo re c ie n te s
E n el g e sto ritu a l d e la b a c a n te
D e r o jo s labios y n e v ad o s d ie n te s ;

E n el g e sto r itu a l qu e en las h e rm o sa s


N in f a lia s g u ia a la d iv in a h o g u e ra ,
H o g u e r a qu e h ace lla m e a r la s ro s a s

246

o o L I S

En la s m a n c h a d a s p ieles d e p a n te r a .

S o n e s d e b a n d o lín . E l r o jo v in o
C o n d u c e u n p a je r o j o . ¿ A m a s lo s so nes
D e l b a n d o lín , y u n a m o r flo re n tin o ?
S e rá s la re in a de los d e c a m e ro n e s.

( U n c o ro d e p o e ta s y p in to re s
C u e n ta h is to r ia s p ic a n te s . C o n m a lig n a
S o n ris a a le g re a p ru e b a n lo s s e ñ o re s ,
d e lia e n ro je c e . U na dueña se s i g n a .)

O a m o r lle n o d e sol, a m o r d e E s p a ñ a ,
A m or lle n o de p ú r p u r a s y o r o ;
A m o r q u e d a el c la v e l, la f l o r e x tr a ñ a
R e g a d a c o n la s a n g re d e los t o r o s ;

F lo r d e g ita n a , f l o r q u e a m o r re ce la ,
A m o r d e s a n g r e y lu z, p a sio n es l o c a s ;
F lo r q u e tra s c ie n d e a c la v o y a c an ela,
R o ja cu al las h e rid a s y las b o c a s .”

¿Qué importa que haya alguno que otro verso de


obsuro sentido en esta composición? ¿Qué importa que
el último verso de la estrofa encerrada entre parén­
tesis y los dos versos finales del cuarteto anterior a
aquélla no sean perfectos endecasílabos? Nadie negará
que la composición “Divagando” sea una de las más
musicales de todo el libro, como nadie sabría atacar
al poeta diciéndole que no sabe colocar los acentos del
verso, después de leer, por ejemplo, la poesía “Pór­
tico” .

“ L ib r e la f r e n te q u e e l c a s c o re h ú s a ,
C asi d e s n u d a e n la g lo r ia del d ía,
A lz a su tir s o d e ro s a s la m u sa

— 247 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
B a jo el g r a n sol d e la e te r n a H a r m o n ía .

Y b a jo el p ó rtic o b la n c o de P a ro s,
Y en lo s b o sc a je s d e fre s c o s la u re le s,
P ín d a r o d ió le su s ritm o s p re c la ro s ,
D ió le A n a c re o n te su s vinos y m ie le s .

P á ja ro e rra n te , id ea l g o lo n d rin a ,
V u e la d e A r a b ia a u n c o n fín s o lita rio ,
Y v e p a s a r en su to r r e a r g e n tin a
A u n re y d e O rie n te s o b re u n d r o m e d a r io .”

¿Dónde más sonoridad y gentileza en el desarro­


llo de una estrofa? ¿Dónde más música y más melo­
días? El período, en toda esa composición, rueda ma­
jestuoso, recamado de ricos dibujos, maravillas del cin­
cel, como una gigantesca sábana de mármol que se
deslizara sobre ruedas de diamante. Y quien tales
versos escribe, ¿puede ser acusado de no saber que un
verso endecasílabo debe llevar acento prosódico en la
sexta silaba, o en su defecto en la cuarta y octava?
¡No digamos tonterías, por Dios! Atáquese la doc­
trina literaria que admite en concepto de bellezas a
versos mal medidos (como los que en Prosas Profanas
encontramos en las composiciones “Divagando” , “Di­
ce mia”, “El poeta pregunta por Stella” y “Canto de
la sangre” ), fundada en que las frases bien hechas tie­
nen una música propia, vaga, cadenciosa, que no es­
capa a los oídos educados — música que informa el
paralelismo rítmico de los versículos bíblicos (1 ), pues1

( 1 ) L o s h e b re o s n o tu v ie ro n , com o los g rie g o s y la tin o s, u n


siste m a d e v e rs ific a c ió n p o r p ies m é tric o s o c u a lq u ie r o t r a m e ­
d id a p re c is a . T o d a la l ír ic a ju d a ic a , d e sd e S a lo m ó n y J o b , I s a ia s

— 248 —
H E L I O P O L I S

en algo ha de diferenciarse la prosa, por melodiosa y


poética que fuere, del verso, que tiene ineludibles y
sabias reglas; pero no se acuse de mal poeta al que
ha sido besado en la frente por la musa inmortal de
la poesía lírica y ha compuesto estrofas que tienen to­
da la cadencia de las melodías italianas.
¿Queréis una prueba de ello? Leed esa estupen­
da poesía titulada: “Era un aire suave. . . ” — la me­
jor de Prosas Profanas, — y decid si el que tales ca­
dencias concibió, si el que con tanto arte supo her­
manar el sentido de las palabras con el ritmo del ver­
so — al punto que cuando leemos:

“E r a u n a ir e su av e, de p a u s a d o s g iro s ,”

sentimos la necesidad de hablar en voz baja, lenta,


lentamente, con la dulzura y pereza que fluyen de esas
palabras, — decid si el que tales maravillas musicales
ejecutó en sus estrofas, puede ser acusado de no te­
ner oído y rimar tan sólo con la hojarasca y con el
viento.
El inspirado poeta que hay en Rubén Darío es
eminentemente cosmopolita, y a la par, moderno y

y J e re m ía s h a s ta lo s p o e ta s d e la p o e sía p o st-b ib lic a ( s ig lo V


a n te s d e J . C . ) S im ó n el J u s to , A n tíg o n o d e S o k o y J o s su a -b e n -
S ir a , e s tá f u n d a d a e n el paralelismo rítmico, q u e n o e s o t r a c o sa
q u e la e s tu d ia d a c o lo c ac ió n d e la s p a la b ra s p a r a que, en el d e s­
a r ro llo del p e río d o , a d q u ie ra n u n a a rm o n ía v a g a y a c o m p a s a d a ,
n o e x e n ta d e m a je s tu o s id a d y d e c a d e n c ia . A s í e s c ó m o lo s o í­
d o s fin o s y ed u ca d o s p u e d en s e g u ir en u n v e rs íc u lo b íb lico el m o ­
v im ie n to rítm ic o que se su c e d e y r e p ro d u c e en los v e rsíc u lo s
su b s ig u ie n te s .

249 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

clásico a la vez. Pasea su espíritu por todos los ho­


rizontes al través de todas las edades, y tiene visiones
formidables de hazañas épicas de los tiempos primiti­
vos, siente el esplendor de la línea perfecta en la es­
tatuaria griega y desmaya de placer ante los tintes má­
gicos y los contornos de porcelana de las emperatrices
orquídeas. Su alma vibradora está abierta a todas las
manifestaciones de la belleza ideal, y muchas veces,
sin transición, pasa de la serena majestuosidad del ar­
te griego, a las más inquietantes disquisiciones de la
idea moderna. Así, no es de extrañar que el poeta,
sujeto a uno de estos contrastes ultra-decadentes, haga
escribir a Beaumarchais un epigrama sobre el plinto
de una ninfa de Corinto, o que, aguijoneando su fan­
tasía, más que su imaginación, entrevea las almas de
aquellos jóvenes que ofrendaron en el templo de Ve­
nus, marchando a las saturnales guiados por el verso
candente de D’Annunzio. De estos contrastes y de
estas raras sugestiones el alma del lector sale azorada,
como un ave que al libertarse de su jaula, se arredrara
de la infinita extensión del espacio y permaneciera va­
cilante sin saber a dónde dirigir su vuelo. Y de esa
armonía del arte clásico con el más refinadamente mo­
dernista brotan destellos que ciegan la retina e hipno­
tizan tiránicamente el pensamiento.
Esta es el alma de la poesía del gentil autor de
Los Raros. El dios Pan toca, para él, los más miste­
riosos sones de su cornamusa; Término le enseña el
enigma de la risa de su máscara, y Venus vuelve a
surgir de las ondas azuladas; — Anacreonte orla su
sien con hojas de viña; Safo le regala con la fiebre
erótica de sus versos candentes, y Simónides de Zeos

— 250 —
E L J O P O L I S

|e escribe un tkrcno sobre la nieve de P aro s; — luego


bebe el Chipre en la copa de Horacio, y pasea las
tristezas del ostracismo con Ovidio, y canta las horas
de amor en las alcobas con Catulo; — en las colosa­
les selvas indostánicas dialoga con Rama, Ayodhya y
Kusadhvadja; ve pasar los elefantes taciturnos, se ena­
mora de los lánguidos movimientos de una bayadera y
oye el rugido clamoroso del tigre real; — y en el Ja­
pón antiguo y en la China de los monstruos y las ha­
das, observa los lujuriosos colores de los crisantemos
y íotos; lee las figuras de las pinturas de Li-tai-pé y
Thu-Fhú, y sigue el vuelo tardo de las pensativas ci­
güeñas; — Baudelaire le cuenta la triste melancolía
del Albatros del Pensamiento; Banville le enseña el
secreto de las odas de Pierrot; Gautier le regala el te­
soro oriental de sus esmaltes y camafeos; Laurent
Tailhade le presta las figuras historiadas de sus Vi-
traux, y Verlaine las riquezas polimorfas y multico­
lores de su estro sensual y místico. Por manera que
el imperial poeta, traído y llevado por cien corrientes
distintas, seducido por encantos contradictorios, des­
lumbrado con cien ideas antagónicas, rendido a la vez
ante dos artes opuestos, que son el oriente luminoso
y el poniente centellante de la lírica inmarcesible, fluc­
túa en un mundo impersonal, cantando las glorias, es­
pasmos y estremecimientos del alma moderna con los
rituales marmóreos y serenísimos del arte antiguo.
¡Oh, sí! Hemos oído cantar al poeta: “Amo más
que la Grecia de los griegos, la Grecia de la Francia” ,
porque
“ D e m u e s tra n m ás e n c a n to s y p e r fid ia s
C o ro n a d a s d e flo r e s y d e sn u d a s,

— 251 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

Las diosas de Clodión que las de Fidias:


Unas cantan francés, otras son mudas

y según estos gustos y tendencias, le hemos visto ce­


lebrar los secretos mágicos del faisán de oro, reír en
carnaval con la máscara de Momo, cantar a Stella en
prosa rítmica, decirnos el secreto de la sangre que can­
taron Verlaine y Richepin, tejer la guirnalda primo­
rosa de un epitalamio bárbaro, preludiar una sinfonía
en gris mayor, gorjear con la divina Eulalia una cruel
y eterna risa de oro, labrar una kamousa de hilos mis­
teriosos y colores exóticos en el “País del Sol”, bus­
car el secreto de su amante en una melodía de un ra­
yo de luna, dar por heraldo de Makheda a un pavo
real y de Electra a un caballero con un hacha, describir
las grandes visiones de un alma errante sobre el in­
menso desierto de una página en blanco, ofrendar mi­
rra sagrada y flores priapeas al divino Pan de la lí­
rica francesa — todo ello con esos tercetos susurran­
tes cfue saltan y se desarrollan como linfa transparente
sobre graderías de mármol, con esas baladas carnava­
lescas blancas y alegres cual el traje de Colombina y
las risas de Pierrot, con esos versos libres (predicados
por el autor de Pélerin Passioné) que se salen de los
moldes estrechos de la métrica y parecen escapar de
la página y alzar el vuelo fuera de nuestro mundo,
con esos cuartetos semejantes al carro flamígero de
Febo que conducen los piafantes Rojo, Ardiente, Lu­
minoso y Resplandeciente (la cuadriga divina), con
esas silvas como bosques enmarañados del trópico y
con esos dísticos que son radiantes Alfas del Centauro,
al través de cuyos versos aéreos, polimorfos, inmate­
riales o luminosos, se vislumbran archipiélagos de ideas

— 252 —
H E L I O P O L I S
fosforecentes, criaderos de gemas del pensamiento, fra­
ses con perfumes de ámbar y opopónax, yacimientos de
micas con cambiantes de luces multicolores y escintila-
ciones de pedrerías ; todo ello, en fin, en una eferves­
cencia de mandragoras y en un resplandor helado de
blanquísimo alabastro, una explosión de begonias de
terciopelo y de lujuriosas orquídeas, un semillero cons­
telado de estrellas azules, flechas de oro, cisnes de nie­
ve y aristocráticos lirios; — pero también lo hemos vis­
to detenerse en la Isla de Oro,

“En la isla en que detiene su esquife el argonauta


Del inmortal Ensueño, donde la eterna pauta
De las eternas liras se escucha : — Isla de Oro
En que el tritón elige su caracol sonoro
Y la sirena blanca va a ver el s o l...”

para sorprender el coloquio de los crinados cuadrúpe­


dos divinos y estremecerse con sus alientos titánicos,
bajo el verdeante follaje, a orillas del bramador Océa­
no. En Rubén Darío alienta un gran visionario jun­
to a un gran artista; un enamorado de las púrpuras de
Watteau y de las Lorettes de Gavarni junto a un espí­
ritu nostálgico de la blancura de Paros y de las líneas
serenísimas de Fidias; un noctámbulo funambulesco
que bebe en su copa de champaña, melancólicamente,
agua pura de la fuente hipocrene. Y aunque él renie­
gue de su majestuosidad olímpica y pretenda decirnos
que las Venus, Minervas y Dianas que adora no son
otras que las traídas de Grecia a las orillas del Sena
por el pindàrico Moréas, lo cierto es que al través de
la forma de sus cantos corre la savia clásica en límpi-

— 253 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

dos raudales, según puede verse en los cuatro versos


siguientes, escogidos entre mil semejantes:

“Arquero luminoso, desde el zodíaco llegas;


Aún presas en las crines tienes abejas griegas;
Aún del dardo herákleo muestras la roja herida
Por do salir no pudo la esencia de tu vida.”

¿Puede expresarse una idea y traducir una ima­


gen con mayor limpidez, sonoridad y estilo ático? —
Pero la mejor prueba de que Rubén Darío es un poe­
ta griego, la encontramos en la sección de su libro que
lleva el nombre de “Recreaciones Arqueológicas’’ : su
“Friso” y su “Palimpsesto” son dos relieves atenien­
ses que reverberan resplandores de mármol helénico.
Y en esto, hay que decirlo, el autor de Prosas Profanas
alcanza a Moréas, que es un griego de la decadencia
ignorante de cualquiera otra Venus que no sea la de
Scopas, y va a oficiar ante el mismo altar en que Le-
conte de Lisie, cantando al colosal Olimpo con herál­
dicos sones de trompeta de plata, alza el cáliz consa­
grado, lleno hasta las heces con el zumo ardiente de
las viñas de Corinto. Ved, si no, la Diana cazadora
de Darío tendiendo el arco para lanzar su dardo con­
tra el centauro raptor de una ninfa, y decid si no es esa
la diosa cuyos músculos de mármol se hacen sentir
en toda la estatuaria del clasicismo griego.
Tal es el sello característico de la poesía de Ru­
bén Darío, repetimos. Nadie como él, hasta ahora,
ha sabido hermanar la forma griega con la idea mo­
derna. El antiguo cincelador de aquellos vasos artísti­
cos que se llaman “ El velo de la reina Mab”, “La
ninfa" y “La canción del oro”, resurge siempre en el

— 254 —
rapsoda de Verlaine. Pero él es el único y solo: no
uede tener discípulos ni sucesores. Y esto es, preci­
samente, lo que le hace más grande. Encerrado den­
tro de sí mismo, parece uno de esos errantes y solita­
rios astros de primera magnitud que cruzan majestuo­
sos la imponente inmensidad de los espacios celestes.
Dijérase que el autor de A sid no ha hecho otra
cosa que realizar la atrevidísima idea que Charles Mo-
rice apuntaba hace algún tiempo: “Nosotros, que esta­
mos llamados a hacer la síntesis del clasicismo, del
romanticismo y del naturalismo, no podemos agrupar­
nos, sino que, por el contrario, debemos buscar el ais­
lamiento para realizar nuestras obras” . Sí; Rubén Da­
río es una síntesis de escuelas literarias que fueron en
un tiempo gloria y regocijo del arte, y, para hacerla,
se aisla de todos los artistas sus contemporáneos. “Yo
no tengo literatura mía — dice él mismo —- para mar­
car el rumbo de los demás: mi literatura es mía en m í;
quien siga servilmente mis huellas, perderá su tesoro
personal” . Por eso, aunque se le considere el vexi-
lífero del decadentismo en América, se yerra al atri­
buírsele el propósito de formar escuela y adiestrar dis­
cípulos según sus cánones. Los decadentes son indivi­
dualistas y no conciben que los rapsodas vayan por
los prados del Arte unos en pos de otros como carne­
ros de Panurgo.
Prosas Profanas no es, pues, un Misal de la Igle­
sia Decadente ofrecido a los fieles como devocionario
y g u ía: éstos no sabrían jamás interpretar el Enigma
del Maestro, ni concebir sus Ideas y Oraciones, ni si­
quiera seguir los giros caprichosos de las líneas labe­
rínticas de esas raras, góticas y revesadas Iniciales

— 255 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

que ornan la cabeza de los capítulos. El poeta “labra,


esculpe, cincela” la frase y construye una imagen, un
simbolo o un misterio, sin decir ni explicar el secreto
de su arte. Es su arte — el deus suyo, propio — y no
serviría a los demás. Por eso, después que Astilo ha
dicho: “El Enigma es el soplo que hace cantar la lira” ,
y cuando creemos que el pesado velo de Tanit va, al
fin, a ser levantado, el mismo poeta, por intermedio de
Neso, otro amable centauro, nos arroja en un mar de
sombras y dudas, agregando: “El Enigma es el rostro
fatal de Deyanira” .
No, no nos dirá Rubén Darío el alma de su arte,
el nema de su Imaginación — ese cetro de oro que le
ha discernido la gentil Erato — y tan sólo se concre­
tará a arrancar de su flauta las notas más misteriosas
con que se deleite el ruiseñor, su amigo; pero ¿qué im­
porta? Así, único, grande, aislado, soberbio, como gi­
gantesco cóndor cerniéndose en la inmensidad del ar­
te contemporáneo, es como le queremos y como le ad­
miramos. U n Homero, seguido de cien rapsodas jó ­
venes, como un maestro de escuela, y enseñando el se­
creto de sus Iniciales técnicamente, no nos admiraría
tanto ni nos pareceria tan grande como un Homero
solo, ciego, inmenso, arrojando a las edades y los tiem­
pos futuros las notas únicas, las notas colosales de su
canto grandilocuente y soberbio.
¿Y serán las Prosas Projonas el preludio del can­
to épico de un Homero americano? Cantando Rubén
Darío, que es un lirico, hasta hoy; cantando las primi­
tivas civilizaciones de esta Atlántida encantada, a Pa-
lenke, por ejemplo, ¿le veremos escalar la cumbre es­
carpada desde la cual el cóndor del pensamiento ha-

256 —
U B L 1 O P O L I S

, a con la voz de los homéridas inmortales, a las ra­


1 1

zas y pueblos del porvenir?


“Y, la primera ley, creador: crear” — ha dicho
el mismo poeta. — Las trompetas heráldicas han so­
nado ya sus notas de plata, revibrantes.
Queda emplazado el Poeta.

J7 _
- 257
RECUERDOS DE TEATRO

José Oxilia
Ermete Novelli
Sarah Bernhardt
Sem Benelli
“Iris”, de Mascagni
JOSÉ O X I L I A

y la g loria de los c a n ta n te s de la ó p era

I
¿Habéis visto alguna vez, desde la orilla de un
río, en la quietud de un remanso, sobre las aguas en­
cendidas en un espejeo de mercurio por la luz solar
del mediodía, volar enjambres de diminutos insectos
como briznas de acero, como fibrillas iridiscentes, co­
mo aristas de cristal? Son unos insectos pequeñitos
y leves, de unas seis u ocho líneas de largo, con dos
alitas membranosas de color pardusco, semitranspa­
rentes, y una cola de tres filamentos, que los naturalis­
tas clasifican entre los neurópteros y llaman “cachi­
pollas” (el vulgo, más gráfico y exacto que los sabios,
les da el nombre de “efímeras”, porque tales insectos
apenas si alcanzan a vivir un d ía ) . Frágiles, encen­
didos como trocitos de nácar bajo la lumbre solar,
volando caprichosamente de un lado para otro, viven
fugaz existencia persiguiéndose, amándose, reprodu­
ciéndose, dando al observador atento la sensación de la
miseria de las cosas de la tierra ante la aplastante eter­
nidad. Pero, ¿qué más importan los veinte, sesenta,
los cien años de vida de que gozan los organismos su­
periores para crecer, desarrollarse y reproducirse, com­
pletando en su lapso el círculo de sus placeres, de sus

261 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
afanes, de sus luchas y rivalidades, de sus deseos y
triunfos? La “efímera” hace lo mismo en veinticua­
tro horas: nace, ama, irradia en un rayo de sol y des­
aparece en el seno de la madre Naturaleza. De unos
y de otros seres no queda el rastro; apenas la minús­
cula impresión de un levísimo resplandor que nació
repentinamente del misterio y se ahogó muy luego en
la tiniebla eterna. Si la memoria de los hombres es
mucha y el resplandor fue inusitado, acaso la idea de
la “efímera” o del “hombre” alcance en los tiempos
un círculo más dilatado que el habitual para tan de­
leznables cosas. Mas, al cabo, ¿qué será de la me­
moria de lo que no es, por su esencia misma, inmortal ?
El caso se agrava y asume relieves trágicos cuan­
do contemplamos el que nos ofrece un “virtuoso” (ar­
tista admirable del piano, verbigracia, Liszt, o del vio­
lín, verbigracia, Brindis de Sala; cantante de ópera cu­
yos armoniosos acentos desaparecen con la onda mu­
sical; danzarina de movimientos y actitudes dibujados
en el aire, perdidos para siempre apenas enunciados).
De un escultor, de un poeta, de un dramaturgo, de un
pintor, queda la obra, y los que sobreviven y los que
vienen después de él a la vida, pueden contemplarla
y sentirla en toda su plenitud y belleza, es decir, re­
sucitar la emoción estética que la engendró con sólo
sacarla de nuevo a la luz. Pero, ¿cómo hacer revivir
lo que desapareció una vez para siempre, lo que, por
no existir ya no puede caer bajo la apreciación direc­
ta de nuestros sentidos? ¿Cómo evocar la imagen de
una danzarina que no hemos visto nunca, de la que no
poseemos otros informes que los que nos han dejado
otros hombres que la admiraron, desaparecidos tam-

— 262 —
e,los para siempre? ¿Cómo representarnos los
b ,„s extraordinarios de un cantante, el timbre de
acen ~ su extensión y colorido, la modalidad de su
su V<¡a su modo de frasear y de emitir las notas, etc.,
CSCU sí no nos es dable procurar a nuestro oído una
etC Vación que ha cesado de ser una sensación, que
T c a b e ya en lo posible, por lo tanto, poder juzgar por
n; o,o s mismos? Oímos hablar del Moisés de Mi-
h° An«-el, de la Gioconda de Leonardo, de los terce-
1

foSCluminosos de Dante Alighieri, de las tragedias tor­


vas de Shakespeare; y no nos es imposible situar to­
das esas obras, glorificadas por sucesivas generaciones,
bajo el juicio y la apreciación de nuestras facultades
intelectivas y revivir la misma emoción que experimen­
taron los que las contemplaron antes que nosotros ;
pero, ¿cómo examinar lo que fue y ya no es?, ¿cómo
deleitarnos con lo que vino a la vida y pereció luego,
antes de nuestra vida y no puede, por consiguiente,
impresionar directamente a nuestros sentidos corpo­
rales ?
Nosotros hemos oído mencionar a Adelina Patti
como una artista extraordinaria: su voz de soprano
sobreaguda, purísima, cristalina; su perfecta vocaliza­
ción; la agilidad de su garganta y sus grandes carac­
terísticas de comediante, siempre puesta en situación
e interpretando a conciencia el personaje concebido por
el autor de la obra, según los informes llegados hasta
nosotros, le atrajeron todos los sufragios y volunta­
des, provocando esos triunfos clamorosos cuyos ecos
aun resuenan en el aire. Recorrió Europa y América,
y asi la conocieron nuestros padres, aureolada de glo-
r,a> cuando vino a Montevideo en el año 1888 con los

— 263 —
v 1 C T O R P E R E Z P E T I T

tenores Stagno y Cardinali, con las sopranos Panta-


leoni y Gemma Bellincioni, con las contraltos Guerri-
ni y Fabbri, con los barítonos Battistini y Giraldoni
padre, y con el bajo Navarrini, — un cuadro fantásti­
co de gloriosos cantantes como ya no nos lo ofrece
ninguna empresa teatral. — Nosotros hemos oído ha­
blar del bajo profundo Luis Lablache, tan grande en
los papeles dramáticos como en los cómicos, artista
de singular relieve, de una voz pastosa, redonda, so­
nora, que brillaba y seducía en el Fidelio de Beethoven;
en el Don Pasqaale, Lucía de Lammermor, y L ’elixir
d’amore de Donizetti; en Robert le Diable, L ’Étoile du
Nord y Les Huguenots de, Meyerbeer; en Elisa e Clo-
dio de Mercadante; en Ser Marc-Antonio de Pavesi;
cantando asimismo con gran talento y maravillosa téc­
nica el Elmiro del Otello, el Asuero de Semiramide,
el Enrique V III de Ana Bolena, el Jerónimo del Ma­
trimonio segretto, el don Bartolo del Barbier de Se­
ville, el Podestá de la Gazza ladra, el don Magnífico
de la Cenerentola, el mismo Leporello del Don Juan
de Mozart; imponiendo en fin la torrentada de su voz
poderosa en los grandes conjuntos, tales que en la
introducción de Lucrecia Borgia, en el tercer acto del
Moisés y en el final del Otello. Tan grande era el arte
de este artista incomparable y tan hermosa su voz,
que cierta vez, en el ensayo general de L ’Esule di Roma,
en el famoso trío que comenzó la gloria de Donizetti,
el director de orquesta suspendió la ejecución y que­
dó con la batuta en alto, como enajenado. — “¿Qué
sucede?”, preguntó sorprendido el cantante. — “Lo
escuchamos a usted”, replicó el maestro, mientras to­
da la orquesta y los invitados rompían a aplaudir en-

264 —
tusiasmados. — Y así, del mismo modo, hemos oído
liablar también del celebérrimo tenor sevillano Ma­
nuel Vicente García, padre de la Malibrán, que ha
hecho del Almaviva de la obra rossiniana, más que
una figura escénica, un arquetipo deslumbrador, can­
tando como nadie ha podido cantarla nunca la cavatina
“Ecco ridente in cielo”, esa deliciosa página musical
que tiene la frescura de unas gotas de rocío sobre la
opulenta corola de una rosa; — y así hemos oído ha­
blar de Galli, cuya voz hacia temblar el teatro; — de
Tamberlick, que también visitó a Montevideo en 1859,
cantando en el Teatro Solís recién inaugurado, como
quien dice (pues lo fue el 25 de Agosto de 1856), y
de quien perdura el recuerdo de su formidable do de
pecho; — de la Malibrán, que acabamos de mencio­
nar, joven soprano muerta en la flor de la edad, que
hizo delirar de entusiasmo a los públicos de Londres,
París, Milán, Bologna, Nápoles y New York; — de
la Pasta, para quien Bellini escribió Norma y que can­
tó casi todas las óperas del inspirado maestro sicilia­
no, — en 1827, El Pirata, con el tenor Rubini; en 1828,
La straniera, y en 1831, Sonámbula, con Rubini tam­
bién; — de la Grisi, otra magnifica “virtuosa” que
estrenó en París / Puritani con Rubini, Lablache y
Tamburini (el conjunto más grandioso que haya can­
tado jamás el famoso cuarteta “A te, o cara” ) ; — del
propio tenor Rubini, cuyo registro abarcaba más de
dos octavas, desde el mi bajo hasta el ja agudo, maes­
tro en el arte de pasar con naturalidad de la voz de
“pecho” a la voz de “cabeza” , cantado entonces en
un “falsete” dulcísimo que hacía las delicias de los
aficionados. — Pero, llegados aquí, fuerza nos es de-

- 265 —
y 1 C T O R P E R E Z P E T I T
clarar que ya no conocemos tan bien, porque no he­
mos oído hablar de ellos frecuentemente (si es que
acaso sus nombres no nos resultan desconocidos por
completo), de Jenny Lind, la magnífica rival de la Al-
boni; de Henriette Sontag, la soprano más grande al
decir de algunos críticos y maestros de música, que
recorrió Alemania, Francia, Italia y Rusia, de triun­
fo en triunfo, etc. Todos esos nombres pueden vivir
en la memoria de algún entusiasta aficionado al géne­
ro operístico anclado desde hace medio siglo en el “pa­
raíso” del Teatro Solís, o aparecer bajo la pluma de
uno de esos curiosos eruditos que revuelven periódi­
cos antiguos a la caza de noticias que ya han dejado
de interesar a las gentes. Al fin y al cabo, son los
nombres de unos “virtuosos” del canto que llenaron un
día el mundo con su fama. Pero, ¿cuántos otros nom­
bres, igualmente célebres a su hora, de grandes y ver­
daderos artistas permanecen olvidados? ¿Cuántos otros,
tan dignos de recordación como ésos, al ser traídos
ahora a colación sonarán a hueco, así, como suenan
los nombres desconocidos, parecerán invención del mo­
mento o superchería del que habla y quiere aparecer
como bien documentado? No obstante, la verdad no
es otra que esta: nosotros no sabemos nada de los can­
tantes que maravillaron a nuestros antecesores. ¡Cuán­
tas glorias olvidadas! ¡cuántas noches de triunfos des­
conocidos! ¡cuántas horas de purísimo deleite desva­
necidas para siempre! El “divo” que arrebató de en­
tusiasmo al público con sus “agudos” tremolantes lo
mismo que soles y la soprano que desgranaba de su
garganta privilegiada rosarios de perlas, han caído en
el olvido, están muertos y sepultos para todos. ¿Quién

— 266 —
P L I O P O L I S
H _____________ ________ ____________ — ----------- — --------------------------------------------------------------------------

cuerda hoy a Nourrit, por ejemplo, insuperable en


X
Robert le Diable y a Duprez no menos extraordinario
u interpretación de Guillaume Tell? ¿Quién cono­
ce los nombres de Mario y de Roger, que fueron dos
Candes tenores; los de Levasseur y Tamburini, Noté
b Renaud, dos bajos y dos barítonos admirados y que­
ridos del público? Ausentes de la escena y de la vida,
sus nombres gloriosos se perdieron en la tiniebla que
lapida lo que fue. Como aquellos pequeños insectos
de que hablábamos al principio, revoloteantes un ins­
tante no más bajo la lumbre del sol para poner ante
nuestros ojos el milagro de un chispazo de nácar, se
han ido para siempre y ya no interesan a nadie. ¿Quién
sabría decirnos quién fue la Alboni, la Pisaroni, la
Catalani, la T osí, la Frezzolini, Crescentini y Veluti,
Vignanoni y Crivelli, etc., etc. ? Sin embargo, no son
estos nombres menos dignos de recordación que los
que hemos mencionado antes. La Alboni fue la más
prodigiosa voz de contralto que nunca se haya oído:
abarcaba la gama del sol bajo al do agudo de las so­
pranos, y en sus ejercicios, según se afirma, iba des­
de el ja bajo al re y al mi bemol agudo. Cantaba ma­
gistralmente, sin esfuerzo, con una técnica perfecta e
imponía su magnífica voz en La Cenerentola, La donna
del Lago y sobre todo en el rol de Arsace de Semira•
mide. En Londres llegó a cantar en el Covent-Garden
la parte de don Carlos en el Ernani de Verdi porque se
habia enfermado el barítono de la compañía!! La P i­
saroni, que cantó en Milán con Lablache la ópera
L ’Esule di Granata, escrita para este último por Me-
yerbeer, demostró en la ocasión que al lado de ese
cantante formidable no cedía ni un ápice, y hasta le

— 267
V I C T O R P E R E Z P E T I T

aventajaba por momentos, arrancando a los espectado­


res interminables ovaciones. Y con la Pisaroni, las
contraltos Gafforini, Mariani, la Malanotte, injusta­
mente olvidadas, todas ellas precursoras de la Alboni.
En cuanto a la exquisita Angélica Catalani, que ya
nadie menciona, hay que decir que fue una verdadera
gran soprano, una excepcionalísima cantante, cuya voz
iba del la en el registro grave hasta el ja sobreagudo.
Cantando el Monina e Mitridate de Nasolini, conquistó
toda Florencia. En Lisboa, ,con la S emiramide de
Portogallo obtuvo tan grandes simpatías que estuvo
poco menos que secuestrada allí, pues no se le permi­
tía salir a cantar a otras capitales. De la Tomeoni
apuntaremos un dato bien elocuente de suyo: Cima-
rosa escribió para ella el rol de Carolina de su Matri­
monio segretto. Y de la Marcolini hay que decir que
fue la creadora del papel de Isabella en L ’Italiana in
Algeri. La T osí era otra admirable cantante que arre­
bataba los públicos con L ’Esule di Roma, de Donizetti,
sobre todo en su dúo con el tenor W inter. La señora
Morichelli es otra delicadísima intérprete de Sarti, Pai-
siello, Cimarosa y Paér, injustamente olvidada, y de
cuya categoría artística podemos hacernos cargó aten­
diendo a que cantaba nada menos que con Vignanoni,
Mandini y Rovedino. No eran cualquier cosa, tampo­
co, sino artistas de renombre en su época, la Coltelli-
ni, la Strinasachi, la Grassini, que tanto estimaba Na­
poleón; la Frezzolini que recuerdan con grandes elo­
gios los más exigentes críticos musicales; Crescentini
y Veluti — los últimos castrados — cuya voz de “so-
pranistas” fue sustituida por Rossini por la voz de las
contraltos; la Maivielle-Fodor, magnífica en la Ni-

— 268 —
^__ E L 1 O P O L I __ £
fta de la Gasza ladra; Mme. Medori, que dejó uni-
do su nombre al Profeta de Meyerbeer; Vignanoni,
° gran notoriedad en su época, admirable en U Agne-
‘ 1 (ie P aér; Crivelli, magnífico cantante que sobresalía
en el Pirro de Paisiello; la Borghi Mamo, de quien
se dijo que cantaba el aria de Leonor en Favorita “O,
mio Fernando” como un verdadero “angiol di Dio” ;
Bordogni, con quien se resistió a cantar en Ñapóles
la orgullosa Colbrán, considerando que una cantante de
su categoría no podía alternar con un joven entonces
desconocido, y que llegó a adquirir una nombradla más
dilatada que la de la engreída soprano, escuchando
ovaciones clamorosas en el rol de Giannetto de la Gazza
ladra, en el de Argirio del Tañeredo, en el de Paolino
del Matrimonio segretto y, sobre todo, en el brillante
dúo de LTtaliana in Algeri, “se inclinasi a prender mo-
glie”, etc.
¿Recuerda alguien los nombres de los cantantes
que escogió Mozart para el estreno de su Don Juan?
Evidentemente, hacia el fin del mil setecientos no era
cosa de exigir “divos” de condiciones vocales extra­
ordinarias. Los maestros de música y directores de
conjuntos corales tenían que conformarse con los afi­
cionados al arte del canto que andaban como perdi­
dos por el mundo. A pesar del éxito estruendoso lo­
grado por Mozart con su Idomeneo en Munich, no
podía el pobre músico mostrarse demasiado exigente
en la elección de intérpretes; pero, de todos modos, la
significación de su Don Juan y la justa fama que en
seguida conquistó en el mundo del arte, debían ha­
ber influido para que la memoria del público celebra­
ra, agradecida, a los intérpretes primeros de la sin

— 269
V I C T O R P E R E Z P E T I T

igual maravilla. Pues bien; ¿quién recuerda hoy los


nombres de esos cantantes? Yo estoy seguro que des­
pués de leer el reparto que tuvo Don Juan en su estre­
no, el lector se quedará tan en ayunas como antes de
su lectura a propósito de tales cantantes, de sus an­
tecedentes y de su verdadero mérito. Véase:

D on Ju an C a ta lin a B o n d in i
.

D oña A na S r a . C a ta lin a M icelli


.

D oña E lv ir a .... S r . B a ssi, b a ríto n o


Z e rlin a S ra . T e r e s a S a p o riti
.

D o n O c t a v i o .. . . B a g lio n e , te n o r
L e p o r e llo F é lix P o n c ia n o , b a jo có m ico
.

M a s e tto .... Jo s é L o lli

Y bien; ¿es que alguien conoce a estos cantantes?


¿quién podría suministrarnos a su respecto los más
sucintos rasgos biográficos? Por lo visto, ni la cir­
cunstancia de haber sido escogidos por el propio Mo-
zart para animar los personajes de su obra y defen­
derla ante el público con sus recursos vocales, ha sido
suficiente mérito para rescatarlos al olvido. E igual
cosa sucede con los cantantes que estrenaron Nozse di
Fígaro. Pocos años después de ese estreno, que de­
bía constituir un hecho memorable en los fastos de la
ópera, el público, la crítica y los cronistas ignoraban
sus nombres. Tanto lo ignoraban, que algunas per­
sonas llegaron a lamentar que se hubiera perdido para
siempre el elenco de los que estrenaron la magnífica
partitura. Ese elenco lo ha hallado, sin embargo, con
un poco de paciencia y buena voluntad, el señor Scudo,
crítico al que debemos varios volúmenes de literatura
musical interesantes, editados en el año 1859. He aquí

— 270 —
la nómina de esos cantantes, según el señor Scudo: se­
ñoras Storace, Laschi, Mandini, Russani, Gottlieb; —
señores Benucci, Mandini, Ochely y Russani. La se­
ñora Storace cantó la parte de la Condesa y el señor
Mandini, barítono, la de Almaviva.
Pues bien; la gloria que ciñó un día sus laureles
a las sienes de todos estos escogidos, voluble, efímera
o desmemoriada, ha cesado de aureolar sus nombres,
pioy lanza a los vientos otros nombres para recomen­
darlos a la atención de las nuevas generaciones. In­
constante, lo mismo que cualquier mujercita de café-
concierto, abandona sus viejos amores por estos otros
nuevos que aparecen en su vida. Humo, al cabo, se­
gún el decir de los escépticos, se desvanece en el aire,
y lo más tremendo y abominable es que con él se van
horas y recuerdos que debían vivir y perdurar en el
corazón de las gentes. Nosotros, los que hemos llega­
do después, más tarde, y no los hemos conocido per­
sonalmente, ni siquiera tenemos noticia de sus luchas
y afanes, de sus triunfos y momentos de gloria. ¿Qué
interés hay en conservar la memoria de algo que se
desvaneció en el aire ? ¿ Qué nos importa la vida de esos
insectos neurópteros que vuelan sobre el remanso del
no, poniendo, durante un instante, ante nuestros ojos,
una brillazón de filamentos de nácar? ¿Qué nos im­
porta la “efímera” ?I

II

Y he aquí que José Oxilia, después de aquella


breve temporada de espectáculos líricos organizada en
el Teatro Solís allá por el año 1890, ha vuelto a Mon-

— 271 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
tevideo. H a vuelto algo cansado y enfermo; un po­
co escéptico y no poco ofendido con sus compatriotas:
en todo caso, no cabe ningún género de duda, en con­
diciones irregulares, sin el completo dominio de sus
facultades vocales, que le conquistaron, en las grandes
escenas de Europa y ante públicos exigentes y entendi­
dos, la fama que aureola su nombre.
Ahora, nuestra prensa, que nunca se le mostró
muy favorable, le recibe en una postura reveladora de
nuestro antipático charruísmo, de una manera adusta,
entre hostil y conmiserativa. Para estos buenos críti­
cos artísticos que por aquí tenemos con carácter de
infalibles, muy entendidos en música (que no han es­
tudiado) y muy imparciales (no hay más que leer sus
artículos para apreciar su imparcialidad y el valor de
sus adjetivos), la opinión de la crítica europea, que ce­
lebró la voz y el arte de nuestro compatriota con los
mayores elogios, y el aplauso con que las plateas elec­
trizadas consagraron su nombre, denominando al te­
nor uruguayo “el sucesor de Tamagno” , no valen ab­
solutamente nada. Aquellos juicios extranjeros, for­
mulados por quienes habían oído personalmente a Oxi-
lia en la plenitud de su maravillosa voz, no eran sufi­
cientes para atemperar la opinión desfavorable que aho­
ra nos hacíamos al oír la voz “quebrada” del cantante
en su ocaso. . . Había que castigar implacablemente al
temerario que aspiró a empinarse sobre la turbamulta
de medianías que andan maullando por nuestros esce­
narios y salas de concierto, para destacar su figura en­
tre los grandes cantantes; había que apagar ese res­
plandor de gloria que llevaba el nombre del Uruguay
ante las cultas sociedades de Madrid y Barcelona, de

— 272 —
•m T i» y Ñapóles, porque no éramos “nosotros” , sino
' ro que nosotros” quien oficiaba de mensajero ar-
, . y asi, una vez más, nuestro inveterado cha-
uísmo se sa^‘a con ^a su>a> evidenciando ante los
Aserradores menos atentos por qué nuestro pequeño
Uruguay es tan pequeño en el concierto de las naciones
-iviHzada s- ¡Si nosotros mismos somos los que nos
encargamos de decir y propalar que no tenemos nada
propio, nada que merezca ser admirado y aplaudido!
•Si nosotros mismos somos los que nos disminuimos
y empequeñecemos! ¿Qué mucho que no tengamos
poetas, ni músicos, ni pintores, ni sabios, ni nada?
Giuseppe Oxilia está entre nosotros, y, no pudien-
do cantar una ópera completa, ha accedido a tomar
parte en un concierto que se ha organizado. El ges­
to es simpático. Nada hay de reprobable en él. P a­
rece que debiéramos mostrarnos agradecidos para quien,
no estando en condiciones normales, consiente sin em­
bargo en prestar el concurso que se le pide, desintere­
sadamente, para un festival artístico. Y bien; he aquí
el tono con que nuestra prensa, por medio de sus “au­
torizados e imparciales” críticos, acoge al tenor glo­
rioso: “Cuando Oxilia vino a Montevideo no valía in­
dudablemente lo que se había dicho. Europa, que
había aprovechado las primicias, las galas de su voz
hermoseada por el arte, nos lo devolvía decaído para
que recogiéramos migajas, restos, que ella, vieja lú­
brica y golosa, desdeñaba. Todo el entusiasmo de la
nacionalidad no pudo suplir ni disculpar lo que faltaba
en aquel cantante que estimábamos como nuestro, con
ese orgullo casi egoísta, natural en un pueblo que quie­
re a sus hijos, queriendo resarcir con los recursos del
II _
— 273 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
arte la potencia de voz que le faltaba; era un consuelo,
y más bien un engaño a sí propios el decir: “está en­
fermo; ya recuperará la voz; esperemos; pronto será el
gran cantante de Otello. Pocos confesaban la desilusión
que sufrían al ver aquella garganta acostumbrada a
emitir notas con todo el vigor y maestría que la ju ­
ventud y el estudio perfecto reunían, debilitada enton­
ces, rebelde a las inflexiones fuertes. Después de un
rápido paso por la escena, en el año 1890, Oxilia se
fue, para volver más tarde humillado por la desapro­
bación del público. Y esta vez no se le recibió ya
como en la primera, en grupo, ni se le acompañó co­
mo a un príncipe a su alojamiento, ni se oyeron sere­
natas bajo los balcones de su casa. Había desapare­
cido el fanatismo producido por la trascendencia de una
fama bien ganada pero mal m antenida.”
Los párrafos que reproducimos de un artículo que
vio la luz en un diario de Montevideo, son típicos de
la malevolencia: destilan veneno. Descubren hasta el
más cerrado de entendederas la perversidad del sujeto
que los ha escrito. Evidencian el odio, la envidia, la
estulticia. Proclaman, al mismo tiempo, la salvaje ale­
gría, el íntimo placer del individuo que ve el fracaso
de un semejante, la caída de un artista glorioso, el de­
rrumbe de una nombradla. En ese escrito innoble, se
da en el recurso de reprochar a un triunfador su deca­
dencia: es lo mismo que si se reprochara a aquel in­
conmensurable bajo que fue Lablache, glorioso en su
juventud, el que tuviera que dejar de tomar parte en
espectáculos públicos por haberse puesto extraordina­
riamente obeso; es como si se censurara a Tamberlick,
el gran tenor que fanatizó las plateas de los centros lí-

— 274 —
o o

nlás famosos del mundo, porque en sus últimos


ricos
de París, a su regreso de una jira por América,
añ°s
conservara de su voz prodigiosa las notas de los
registros bajo y medio, evidenciando fatiga o desgaste
en la emisión de su inigualado do de pecho, que hacía
tremolar tal que un sol en sus buenos tiempos. Todos
esos recuerdos de la época en que un cantante ha triun­
fado para colocarlo en línea de confrontación con el
triste espectáculo de la decadencia, están diciendo a
aritos la amargura del envidioso que no ha llegado
donde el otro llegó en su día. En todo caso, es la
grosería del sujeto que fingiendo compasiva benevolen­
cia, le recuerda a una mujer la edad en que ha sido
hermosa.
Y bien; ¿es correcta, es noble, es humana esta
clase de crítica? Hemos asistido al concierto al que se
hace referencia en esa malevolente crítica, y sin mos­
trarnos en exceso benévolos, sin pecar de condescen­
dientes siquiera, podemos afirmar, con la seguridad de
que no nos desmentirá ninguno de los que asistieron al
festival, que Oxilia cantó la romanza “Giunto sul pas-
so estremo” , de M ejist ájeles, con un arte, con una
delicadeza, con una dulzura arrebatadoras, sin que su
voz flaqueara en una sola nota; que después, solicitado,
obligado por el público, cantó la célebre “siciliana” , de
Cavalleria Rusticana con una pureza de dicción, un fue­
go pasional y tal derroche de voz, sobre todo en el fi­
nal, donde dio muestras de su “fiato” y de su habili­
dad extrema para “modular” , que el público, delirante
de entusiasmo, no cesaba en sus ovaciones. Y en
esas circunstancias se le reclamó otra romanza,
en la que el tenor, enardecido él mismo, sin tener en

275 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
cuenta que ya no era el amo absoluto de su voz co~;
mo en sus buenos tiempos, se lanzó a cantar la ro-j
rnanza del Don Carlos, de Verdi, “lo l’ho perduta” .|
La garganta, no obstante estar encauzada bien en el
registro bajo, no respondió lo mismo en el registro al­
to. No es que la romanza en cuestión tenga “agudos”-«!
difíciles; apenas, aqui y allá, la voz se ve obligada a
subir en el pentagrama, sobre la palabra “Fontaine-
bleau”, por ejemplo, o en el final: “Ahimé, io l’ho
perduta” . Pero es que las cuerdas vocales enfermas,:
si alcanzan la “tesitura”, no rinden el timbre limpio!
que hace agradable el canto. El tenor alcanza la nota
que debe dar; no desafina; no “cala”, como se dice;
en la jerga del oficio; pero el sonido de la nota es.
cascado.
Oyendo esa garganta que emite un canto un si es
no es oscilante, áspero, con un resabio de madera, —-i
lo mismo que cuando oímos un “gallo” a otro cantante,;
— no se nos ocurre regocijarnos por el tropiezo o la
enfermedad de esa garganta: lamentaremos el mal o la
decadencia del artista, nada más; y si somos amigos
del pobre hombre, le aconsejaremos en privado, con
las mejores razones, “que se corte la coleta” . Para
ser un gran cantante es necesario tener voz, buena es­
cuela y juventud. Cualquiera de esos atributos se
pierde; mas no es razón la de haberlos perdido para
que a nuestro turno le perdamos todo respeto al pa­
ciente y encima nos alegremos de ello.
Y esto es, acaso, lo más vituperable en la ocurren­
cia. Haber sido un soberano artífice, un cantante sin
igual; haber conquistado el aplauso del público y el
juicio de los más autorizados críticos; reinar un día

— 276 —
o

ej IllUndo del arte para verse al día siguiente vilipen-


en y escarnecido por cuatro mequetrefes pedantes y
dia tantos analfabetos, es cosa que clama venganza
V cielo. ¿No existe, allá arriba, un poder justiciero
3 , transforme de hombres en pollinos, con un buen
c^Ue (je orejas puntiagudas, a estos animalitos que se
^rnpeñan en olvidar y en desconocer un pasado glorio­
so para atender la decadencia presente, con la única fi­
nalidad de babosear la mezquindad de su alma sobre la
estrella que brilló en el firmamento?
Volviendo los ojos hacia el pasado, todavía se
nos hace presente en nuestros recuerdos una noche de
ópera en el Teatro Solis, a la que asistimos con el en­
tusiasmo de nuestros veinte años y de cuyo espectá­
culo revivimos los detalles que nos impresionaron. Era
la noche del día 3 de junio de 1890. Se cantaba Fa­
vorita, de Donizetti. La sala de nuestro viejo coliseo
desbordaba concurrencia. Palcos, platea, tertulias, ca­
zuela, paraíso, todo, todo estaba atiborrado de gente:
hasta en los pasillos se amontonaban los espectadores
que no habían logrado otra localidad. La sala ardía
de luces como en las grandes noches de fiesta y allá
abajo, en la escena, que nos representaba el claustro de
un convento español, un novicio confiaba al Prior de
aquél su amor por una joven desconocida que había
advertido entre los fieles del templo. La suavísima me­
lodía batía sus alas inmateriales ascendiendo a la al­
tura. Era como un canto votivo, que el actor que es­
taba en escena decía con una dulzura infinita. La sala
entera, en silencio, muda, permanecía como suspendi­
da de aquel hilo de notas musicales que Fernando
arrojaba al aire, tal que un sortilegio. Y de pronto,

— 277 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
al modular la última frase de la romanza, “Una ver- ¡
gine, un angiol de Dio”, en un fiato que moría igual I
que un suspiro, fue el delirio, la ovación clamorosa, |
el tributo de la sala entera al tenor extraordiario que 1

durante los breves instantes de su aparición ante las |


J
candilejas la había enajenado con su arte, haciéndola ex-
perimentar la más pura y grande de las emociones. 1

Todavía me parece que lo veo al triunfador de aquella )


noche, reeditando una vez más tantas y tantas otras |
noches de gloria como aquella. Un poco pálido, muy 3
serio, se había adelantado en el proscenio y se inclinaba J
ante los espectadores, que no cesaban de aplaudir. Y así ¡
continuó desarrollándose el espectáculo hasta el célebre |
“Spirto gentil”, que, cantado maravillosamente, con un 1

sentimiento profundo y una dulzura que parecía una ca- J


ricia, enloqueció al público y le hizo estallar en intermi-
3

nables ovaciones. Giuseppe Oxilia, se decía entonces, I


no era ya el creador formidable del Asrael de Fran- ;j
chetti ni del portentoso Otello, de Verdi, que llegó a |
disputarle a Tamagno el cetro de la interpretación de í
ia bravia partitura; pero aún conservaba arrestos para |
imponerse y domeñar a los públicos. Su debut con ]
Favorita ante sus compatriotas rayó en la apoteosis, j
Probablemente, muchas almas oscuras se sintieron esa §
noche humilladas y de ahí esas tristes comprobaciones j
hechas, algunos años más tarde, con mal disimulado ■
regocijo, en ocasión del regreso del célebre tenor a
Montevideo; “no se le recibió como a un príncipe, ni
se le acompañó en grupo a su alojamiento, ni se oye- j¡
ron serenatas bajo los balcones de su casa” .
Durante esa breve temporada del año 1890 se
cantaron ocho óperas, — cuatro por Oxilia y cuatro

— 278 —
o
h
que fue el otro tenor que vino con nues-
G a b r ie le s c o ,
P°f conipatriota. Bajo la dirección del maestro Giu-
tr° pomé, Gabrielesco cantó Aída, Rigoletto. Gio-
onda y Hugonotes, y Oxilia Favorita con la Kitzu,
‘ ej r0] de Leonora, Mefistofele, con la señorita Serra
el bajo Meroles, LucreAa Borgia (cantando en un
intervalo nuestro tenor la admirable romanza de II D a­
ca d’Alba “Angelo casto e bel” ) y Otello, de Verdi,
con la señorita Serra y el barítono Barbiere en el papel
de Yago. Los críticos hacían sus reservas: Oxilia “no
era tan grande como se había dicho” ; indudablemente,
“el exceso de amor patrio” nos había hecho exagerar
el elogio; su voz era “un tanto áspera y sonaba a gui­
tarra con las cuerdas flojas” (textual en el artículo de
m arras); no era, en fin, un tenor como para parango­
narse con el enorme Tamagno. Y entretanto los pe­
riódicos de Montevideo que apenas si daban noticia de
la actuación de Oxilia en breves sueltos de “gacetilla”
o sencillamente en el anuncio de la “sección espectácu­
los”, reproducían con grandes titulares, columnas en­
teras de los diarios argentinos consagrados a entonar
las loas a Tamagno y del barítono Maurel que, un mes
antes, habian cantado el Otello precisamente en Bue­
nos Aires. Para la actuación del tenor compatriota,
la reserva o el silencio; para los cantantes extranje­
ros (muy grandes, es verdad, y dignos del elogio y
el aplauso que se les tributaban), que actuaban en la
vecina capital, no en la nuestra, el generoso ofrecimien­
to de la publicidad más premiosa y difundida. Se ofre­
cía al público la crónica de espectáculos realizados allen-
de el río; se olvidaba escribirla sobre otros espectácu­
los ofrecidos la noche antes en nuestra ciudad.

— 279 —
V I C T O R P E R E Z p e t i t

Lo más grave de esta actitud y lo más torpe de se- J


mejante crítica, es que no existe recurso alguno con- í
tra su injusticia, sus errores y demasías luego de haber j
transcurrido algún tiempo, o cuando el artista ha ce- 1

sado en su actuación. ¿ Cómo avalorar las condiciones j


de su voz, su calidad y timbre, su técnica y su senti- ¡
miento, su expresión, su fraseo, su arte propio? ¿Có- 1

mo medirle y compararle con otros cantantes, si el re- j


tiro de la escena o la decadencia han hecho imposible j
la comparación de las facultades ? Ahora, en este ins- a
tante, una persona cualquiera del montón, un sujeto 5
anónimo, porque dispone de un periódico o cuenta |
con algún amigo en él, da a publicidad un fallo como J
el que nos ocupa, y luego, más tarde, años más tarde, ¡J
un estudioso, un historiador de arte, un crítico curio- >
so y frecuentador de archivos y papeles viejos, encuen- ;
tra ese fallo y por él se inclina a juzgar al cantante |
que no puede oir, que le es imposible justipreciar si- 4

no por referencias. Y he ahí cómo y de qué manera J


aquel juicio malévolo e injusto se prolonga en el fu- , i
turo y hace el mérito o el demérito de los artistas :
de los unos, para entronizarlos en las nubes; de los
otros, para rebajarlos al abismo más profundo del des- ?
crédito.
De todas suertes, tendría que merecer más respeto \
quien, como Oxilia, ha logrado escalar la cumbre del
éxito en prueba tan ruda como lo es cantar el 0 1ello
delante de su creador, del mismo Verdi, y obtener del
maestro este fallo rotundo y definitivo: “Eres tú, mío
caro, quien mejor ha interpretado mi personaje y sal- |
vado las dificultades de la partitu ra.” Parece que la
opinión de Verdi debe valer un poquito más que la
caballereo qUe con tanta conmiseración nos habla
1 cantante a quien elogiáramos “más por exceso de
triotismo” que por lo que valiera realmente, to­
da veZ <<n° va^a ^ue se ^ a^*a dicho.”
Oxilia, cantando Otello, era sencillamente formi­
dable Su entrada en escena, en el 1er. acto, cuando
ha de lanzar a los ámbitos el resplandeciente “Esultate”
con que el compostior ha puesto a prueba la garganta
de los cantantes, se imponía a todos con el ímpetu
indonieñable de una fuerza de la naturaleza.

Esultate ! L’orgoglio musulmano


sepolto è in mar, nostra e del cielo è gloria;
dopo l’armi, lo vinse l’uragano!

Esta frase, escrita en el pentagrama de manera


que el cantante tenga que escalar súbitamente la cum­
bre, sin reposo, en un esfuerzo continuado, era dicha
por Oxilia en cinco emisiones de voz; pero la última,
correspondiente al último verso, la de mayor exten­
sión dado que abarca varios compases después del agu­
1

do, era dicha con una valentía y una sonoridad que ha­
cía parpadear las luces del teatro. Sólo a Tamagno le
hemos oído cantar la frase así, como Oxilia, de un
solo “fiato” y demorándose a propósito en la emisión
de las notas correspondientes a las palabras ‘Tarm i”
y “l’uragano” ( 1) . Lanzar esta frase del moro ver­

t í ) Después, oyendo el “Esultate” a los más afamados te-


nores, sin excluir a Zenatello, Lázaro y De Muro, nadie lo ha
cantado como estos dos tenores, sino Paoli.

— 281 —
y 1 C T O R P E R E Z P E T I T

diano, como un grito potente, acaso lograra hacerlo


ese Tamberlick de quien nos hablan las memorias del
teatro, si volviera a la vida; pero decirla “cantando” ,
con toda la fuerza del aliento sin desnaturalizar la ca­
lidad del sonido, ya no lo hace sino quien posee un ín­
timo y profundo sentido de la musicalidad y a la vez
recursos o medios vocales como para alcanzar el má­
ximum de vibración de las células de la glotis. Por
los escenarios del mundo andan unos cuantos tenores de
gran potencia de voz, que dan unas notas agudas ex­
traordinarias; pero tales agudos, sorprendentes por su
intensidad, no son gratos al oido: en vez de halagarlo
con un timbre musical, lo hieren perforándolo como
un chillido, con el agrio chillido propio de la curva de
un riel. En arte, ha de diferenciarse el canto del gri­
to. Indudablemente, en la ocurrencia, la técnica y el
estudio hacen mucho para que nuestro tenor haya lo­
grado el dominio del “fiato” que le consiente decir en
una sola frase el último verso del “Esultate” ; y eso,
es condición que ha de celebrarse en él. Tamagno
lanza sus agudos formidables en Oídlo, Gugielmo Tell,
Aída, sin mayor esfuerzo, porque es dueño de un cau­
dal de voz fantástico; pero esos agudos son duros, me­
tálicos. Duc, un tenor francés, de nombradía también,
canta el “Oh, mia figlia diletta”, de la Hebrea de Ha-
lévy, disparando unas notas que estremecen el aire tal
que petardos de dinamita; pero esa notas, en contras­
te con las notas bajas del cantante, que son veladas y
sordas, suenan agrias, con vibración de acero. A en­
trambos tenores les falta delicadeza, gusto, — ese sen­
tido íntimo que ha de regir a un hombre para que la
rudeza material, la fuerza, el grito, no reemplace al

- 282 —
o

rte y preten(^a Pasar P°r expresión musical. Y eso


3 j 0 que posee Oxilia sobre los tenores dramáticos
j e gran potencia de voz : una calidad de voz pastosa,
re<rida por una escuela de canto perfecta y un gusto
artístico extraordinario.
Esta superioridad de Oxilia la advertimos en
otros dos pasajes de su interpretación de Otello: en
el dúo final, “Quando narravi”, del primer acto, y
en la frase “Niun mi tema s’anco armato mi vede” ,
que precede a su suicidio. En varios trozos de su “par­
ticella”, el tenor nos ha dado la medida de sus facul­
tades, —en el “Ora e per sempre addio, sante memo­
ria” ; en su dúo con Yago: “ Si, pel cielo marmoreo
giuro!” ; en la dolorosa romanza “Dio mi potevi sca­
gliar tutti i mali” ; — pero en ninguna, como en aqué­
llos. El dúo “Quando narravi” es de una poesía que
tiene mucho de sortilegio o encantamiento. Desde la
frase de Otello, “Venga la morte” , hasta el final : “Ve­
nere splende”, que remata en un agudo luminoso, cris­
talino, puro como el astro que invoca en los cielos el
enamorado moro, todo él es de una orfebrería musical
tan delicada y perfecta, que sólo con una dicción cui­
dada puede interpretársele. Oxilia escala aquí cumbres
que no ha alcanzado tenor alguno, y que Tamagno
mismo ni ha sospechado siquiera, — puesto que can­
ta: Un bacio, ancora un bacio”, siri expresión alguna,
lo mismo que cualquiera otro pasaje de la ópera. Sin
embargo, esa misma frase la repetirá Otello al morir,
cuando baja el telón sobre la última escena de la
opera; “U n bacio. . . un bacio ancora. . . un altro ba-
ao , pero esta vez, no es ya la frase que dicta el Amor,
sino la frase que dicta la Muerte. Y nuestro tenor,

— 283
V I C T O R P E R E Z P E T I T

con indudable acierto e inteligencia poco común en los


tenores de ópera, ha sabido dar a la misma línea mu­
sical dos expresiones distintas: allá, en el er. acto,
1

Otello expresa a Desdémona su ánimo de amor, y


aquel “un bacio, ancora un bario”, surge en un arre­
bato de fiebre, en un estremecimiento de pasión; aquí,
al final de la tragedia musical, Otello se despide pa­
ra siempre de la mujer que ha amado y que acaba de
herir por los pérfidos consejos de Yago, y su “un ba­
cio, ancora un bacio”, impregnado de dolor, de arre­
pentimiento, suena como un aletazo de sombra, como
un sollozo desesperanzado. Esta diferencia fundamen­
tal en la dicción, que ningún otro tenor ha tenido el
talento de establecer, la descubrimos bien en evidencia
oyéndole a Oxilia cantar el otro trozo musical a que
nos hemos referido, ese terrible “ Niun mi te m a'’.
Cuando el celoso moro se vuelve hacia Desdémona
muerta, clama:

E tu, come sei pallida! e stanca, e muta, e bella,

arrepentido ya de su gesto homicida, que ha destrui­


do en el instante mismo una vida inocente y su pro­
pio amor; pero es menester haberle oído a Oxilia de­
cir esa frase para avalorar su sentimiento, su dolor,
y su arte excelso. ¡No! No existe tenor alguno que
haya dicho de ese modo la amarga frase de despedi­
da; no habrá nadie que la diga con tal justeza y medi­
do buen gusto. Sin caer en la exageración y ridicu­
lez del dolor que se produce con ademanes y voces
descompuestas, Oxilia ha hablado al corazón como só-

— 284 —
x i E L 1 0 P O L I S
H __ Z--------------------------------------------------—-----------
j() puede hacerlo un eximio artista de gran tempera­
mento. Oyéndole, nos ha parecido ver la música de
Verdi materializada.
y esto es lo que no comprenderá nunca, aun­
que i™! ai^os v'va» pobre hombre que ha escrito su
diatriba contra el glorioso tenor.

- 285
lA S DOS MASCARAS DE ERMETE NOVELLI

“Laudare dignos, honesta actio est” , — decíame


¡nteriomente, mientras abandonaba el teatro e íbame,
rumbo de mi diario E l Tiempo, sorteando los retarda­
dos espectadores, sin mayor prisa de llegar a su casa,
que buscaban el cobijo de un café nocturno. “Yo ten­
go que escribir las alabanzas1de este gran actor que me
viene procurando tan hondas sensaciones de arte pu­
ro y elevado; será esa ofrenda mía no sólo una honra­
da acción, sino una a manera de público agradecimien­
to,” — agregaba todavia en mi soliloquio, apresurando
el paso, toda vez que, al revés de los demás especta­
dores, en vez de buscar el camino de mi casa o el del
más cercano café, fuerza me era reintegrarme a la im­
prenta para trabajar. Y, en el entretanto, entre humada
y humada del cigarrillo, volvía a mi mente la fracesita
latina: “Laudare dignos, honesta actio est” . De pron­
to, la picara idea, — esa idea “transversal” que surge
en la secuencia regular de nuestras reflexiones para
apartarnos de ellas, — se me precisó en la conciencia
con la claridad de una interrogación: ¿de dónde he
sacado yo ahora ese latinajo? ¿Es ocurrencia mía o la
he leído en alguna parte? Olvidé de momento al gran
actor italiano, a la hermosa obra que acababa de ver
representar y al artículo que me proponía escribir para
1111 diario. ¿Quién ha formulado esa sentencia? Hur-
P E R E Z
V I C _________________________________________________
T O R P E T l T-
gando en mi memoria, iba al través de las calles barri­
das por el cierzo nocturno, con la vaga inquietud que
me asalta siempre que flaquea^ un recuerdo. Así, en
ese estado de ánimo, nada propicio para la creación,
(bien me sé yo que la simple deserción de un vocablo
me ha impedido algunas veces dar cima a lo que me .
proponía escribir), llegué a la redacción; y enfrentan-1
dome entonces al primero de los muchachos que me
salió al paso, inquirí tontamente: — ¿sabe usted quién
es el que ha dicho: “Laudare d ig n o s.. . ” — De gol­
pe, también, al advertir que mi interlocutor comen-J
zaba a abrir los ojos en dos aros de asombro, com­
prendí lo absurdo y temerario de mi pregunta, y ende­
recé a la escalera que conducía a mi pieza de trabajo
sin atender lo que el muchacho me decía. Me quité
el abrigo; tiré el sombrero sobre un sillón, y, flanquea-!
do por Castellanos, mi diligente secretario, comencé i
a mirar el montón de “pruebas” , telegramas y pape-|
lotes que me presentaba.
—¿Fue al Urquiza? ¿Qué tal Novelli? ¿M ucha1
gente?, — me espetó Castellanos.
—Bien, bien, — repliqué.— Pero ahora, yo qui­
siera saber quién es el que ha dicho: “Laudare dig­
nos, honesta actio est” . ¿Lo sabe usted?
—Yo no, — me contestó rotundamente Castella­
nos.— No sé latín, y tampoco sé. . .
— ¡Ya sé! —exclamé, en medio de una lumbrara­
da de memoria, regocijadísimo.— ¡ Séneca! Gracias,
amigo mío.
— ¿Gracias? ¿por qué?
—Yo me entiendo. Ahora, déjeme usted. Encár-

— 288
ese <je hacer “armar” las primeras páginas. Voy a
» ‘r¡bir entre tanto mi crónica teatral.
y heme frente a las blancas cuartillas de papel.
1 jjitentar escribir las alabanzas del actor incompara­
ble del actor genial, que una vez más desde el marco
de la escena levantó en peso a toda la sala, delirante
c]e entusiasmo, con la magia de sus creaciones, venían
a mí. naturalmente, sin esfuerzo, como traídas de la
mano, las palabras del filósofo, adelatándose a cual­
quier objeción que pudiera formularse. “La admira­
ción es una especie de telescopio que agranda las co­
sas de la tierra sin que por ello las convierta en as­
tros”, — escribió un día aquel espíritu refinado y un
si es no es maldiciente, tan amigo de formular parado­
jas con la alquimia de las palabras, que se llamó Bár-
bey d’Aurevilly; — y la frase cruel, bastante exacta
por lo demás, y grabada en mi espíritu con caracteres
ígneos, amilanó más de una vez los arranques adustos
de mis entusiasmos. Ahora, con la pluma en la mano,
la duda se empecinaba en torcer la directriz del ar­
tículo que quería escribir. ¿No será este fuego que
me anima respecto del gran actor italiano una extraña
sugestión que me induce a trocar en estrella de prime­
ra magnitud lo que en su esencia misma no puede
ser otra cosa que una rutilante brasa de laboratorio?
¿No habrá detrás de todo esto su poquito de nove­
lería, o acaso, ese contagio de las demás gentes, arre­
batadas en una vorágine de ciega admiración? ¿No es­
taremos todos un tantico mareados con el prestigio de
un nombre, con la aureola tejida allá en el extranjero
P°r una habilidosa reclame?
No. Yo sé hasta dónde me conducen mis nervios
3» —
— 289 —
i V I C T O R P E R E Z P E T I
y hasta dónde llega mi entusiasmo. El espejismo puej
de deslumbrarme, como a cualquiera que posea ojos,
y un rinconcito en el alma para acoger sueños y fan.
tasías; mas, siempre el regulador de la reflexión, que
algunos llaman “buen sentido”, está en mí vigilante
para avalorar las sensaciones, medir los datos que nos
) aporta la realidad y separar metódicamente el oro del
oropel. Si la admiración ciega, el análisis instruye!
A su tiempo, sé dejar de lado el telescopio de Barbey
d ’Aurevilly para recoger el microscopio de Aristarco]
—el viejo, sesudo y maltratado Aristarco, que conclu-
ye siempre por tener razón contra todos y contra todo;
f
Aplicado el tremendo instrumento a ese extraño fe­
nómeno que durante muchas noches, a la luz de las can­
dilejas, hace surgir ante los ojos atónitos de los es­
I pectadores las figuras más contradictorias y opues­
tas, los seres más singulares, las creaciones más extra-j
ordinarias — ora, un carácter trágico e imponente, coJ
mo una desatada tempestad del mundo m oral; ora, una
caricatura risible de ese muñeco de barro que es el hom­
bre, — me es dado afirmar la realidad del fenómeno
y descubrir, a la vez, los ocultos resortes que mueven
su armadura y rigen sus palabras. Y, por tal modo,
ante la lente fría y reveladora van desfilando todos los
personajes creados por los grandes inspirados, encar­
nados por Ermete Novelli: el hombre vulgar sacudido
por una ráfaga cruel del destino, ese humanísimo pro­
tagonista de Aleluja; el viscoso y tentacular judío de
Sylock; el bufón trágico de Scarrón; el rostro aburgue­
sado y bonachón de Papá Leonard; la estampa risible
y casi grotesca de La Zia di Cario; el ebrio épico de
Povera Gente; la marioneta desgonzada de II deputato '■

— 290 —

!
H E L I O P O L I S

¿i Bombignac y la no menos hilarante y fantasiosa de


la Gerla di Papa Martin. De vez en cuando, en el
dantesco desfile, una sombra cíclica abarca y cierra to­
do el horizonte o campo de observación: es el enorme
fantasma de la Duda, que se arranca de la nebulosa
de la creación shakespireana como el tajo de una cu­
chilla, para herirnos la conciencia al modo de una fla­
mígera interrogante, o es ese espectro blancuzco y
amarillento de la miseria humana hecha carne de Ce­
los para cruzar la vida como una ola monstruosa de
dolor que se abate sobre sí misma en un rincón olvi­
dado de la playa.
Hipnotizada la voluntad, la pupila del observador
es ahora la misma de la lente amplificadora. A medi­
da que desfilan las creaciones — en las que el genial
actor italiano pone un alma, convirtiéndolas en perso­
nalidades características, — en nuestras memorias se ha­
ce presente el recuerdo de otras creaciones admirables
logradas por el mismo Novelli, años atrás, cuando el
^ l de su fama no había remontado todavía el cénit.
Así, recordamos su Luis X I ; al Floridor de Santarelli-
na> al fantasmal Osvaldo de Gli Spettri. ¡Oh, las fi­
guras inmensamente dolorosas o inmensamente cómicas
*fue Se alzan ante nosotros, y crecen, y se amplifican, y
nos sacuden con su vida extraordinaria, haciéndonos
cnr una carcajada que suena a vértebras de un esque­
j é ^esg°izado, o electrizándonos con un ¡ay! que es
mismo que una destrenzada cabellera de llanto! Pe-
tro R°')re t(>do, viven y perduran, en el fondo de nues-
^erfcbro, como si el tiempo no hubiera transcurri-
• as figuras trágicas del rey sórdido y terrible re-
ado p0r Deiavfgn^ y ja ¿el desdichado reblande-

— 291 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

cido cerebral creado por Ibsen. Aquél, personaje in­


coloro de un drama defectuosísimo, adquiría por la so­
la virtud del intérprete incomparable, líneas y matices,
nervios y sangre, carne y espíritu, trocándose en esa
formidable dualidad psíquica que nos reflejan las Me­
morias de Comines: un Luis X I típico (a la inversa del
personaje uniformemente tétrico, de una sola pieza,
que nos han presentado otros actores), es decir, un
Luis X I débil y violento, cruel y miedoso, devoto y
perjuro, — tétrico bufón que distribuye sus horas, co­
mo se advierte en Nuestra Señora de París, entre su
verdugo Tritán L’Hermite y su peluquero Olivier Le
Daim. El otro, figura lamentable de la ciega fatali­
dad, simiente mezquina de pasadas orgías, fruto fatal
de una implacable herencia, anatema viviente grabado
en el alma del hijo por la culpa del padre, larva que
va agostándose entre la ataxia y la espinitis hasta su­
mirse en la espesa noche de la idiotez, cuando, como
un último resplandor, cree advertir sobre los horizon­
tes cuajados de nieblas, el sol, el sol rutilante, el sol
que es la vida, la luz y el calor. . . Y entonces, ante
estos viejos recuerdos de inolvidables noches de arte,
y ante las últimas creaciones de Novelli en el teatro
Urquiza, la verdad — esa certeza que se abre en el
templo de la conciencia como una hostia fulgurante—
se impuso en el campo del microscopio. ¡No! Por es­
ta vez la observación de Barbey d’Aurevilly no era apli­
cable; podíamos, sin temor, convertir los ojos al clá­
sico, y repetir sin dudas ni vacilaciones, las palabras
sanas de su epístola: “Laudare dignos, honesta actio
e s t. ”
Y bien, sí, celebremos sin miedos ni reticencias a

— 292 —
eSte artista colosal que, erguido sobre sus coturnos, nos
ubyuga y nos deleita, ora con la máscara de Melpó-
ene> ora con la de Talía. Las escondidas fuentes
qe la risa y el llanto han desnudado sus misterios ante
este viajero del Arte, intrépido y soñador, que ha bús­
celo las arcanas sendas de las linfas inspiradoras. Es­
tudioso, sincero, observador, ha aplicado todas las ener­
ólas de su espíritu a la conquista de su ideal, y aun­
que las zarzas y espinas, las envidias y los desenga­
ños más de una vez le han salido al paso para entor­
pecerle y desanimarle, ha proseguido su ruta con la
impasibilidad de los seres fuertes, con el valor de los
que tienen fe en sí mismos. Recordemos, a este pro­
pósito, cuán duros fueron los comienzos de Novelli.
Educado en la escuela de Pietriboni y Beloti Bon, su
juego de escena se resentía de los defectos inherentes
a las tentativas que rompen con el gusto habitual del
público y se salen de los moldes preestablecidos. Pero,
no era esto lo peor. Cuando un actor ha trabajado
durante algún tiempo sobre la escena cierto género
teatral (sea cómico, sea dramático), ese monstruo de
gustos y caprichos tan extraño que se llama público,
se habitúa a ver en el artista una de las dos másca­
ras (la de la comedia o la de la tragedia), y es en
vano, entonces, que un talento dúctil, proteico y uni­
versal se empeñe en usarlas a su antojo y voluntad.
Novelli había debutado en la comedia y con la máscara
de Talía sus oídos lograron los primeros aplausos. Des­
de entonces, el público no quiso ver en él sino al actor
cómico. Por eso, cuando, consciente de su fuerza y
seguro de su talento, intentó requerir la máscara de
Melpómene y evidenciar que su temperamento también

— 293 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
obedecía al soplo sagrado de la tragedia, el público se 1
rebeló con esa rebeldía verecunda de “los que no com- 1
prenden” . Su aparición en el Nerón de Cossa, fue re- i
cibida con risas y burlas. ¿Acaso un comediante que
ha hecho reír siempre a una sala de espectáculo, pue- |
de intentar conmoverla hasta el sublime horror y el í
plañidero llanto? La boca propicia a la mueca de la ]
risa, ¿es capaz de trocar el juego de sus músculos pa- l.j
ra producir el rictus del dolor? Y los ojos, los ojos i
que chispean en las picardihuelas de las comedias, vau- I
devilles y pochadas, los ojos conocidos del público co- |
mo histriones de la alegria, ¿lograrán nunca apagar |
aquella llama para sustituirla con las brasas azufradas J
de la pasión, con los fuegos opacos del odio, con los f
lampos cárdenos del crimen, con las agonías lunares de ,
la desesperanza y de la muerte? Pero Novell i, ya lo !
hemos dicho, creia en sí mismo: sabía que el espíritu |
que alienta en su ser, podía interpretar el Dolor como J
él Placer; y que los músculos de su rostro, obedientes
a la voluntad, pasarían de la mueca a la tensión
hierática de la tragedia. Insistió, pues, y el personaje
de La Morte Ciznle de Giacometti y el Luis X I de Ca­
simir Delavigne, vinieron una noche ante las candilejas. ;
El público fue feroz. Insistió en su primer fallo; los ;j
silbidos atronaron en un teatro de Florencia. Entonces, ?
—en esa hora suprema en que las móneras tiemblan
y los pigmeos confiesan su derrota,— Novelli se cre­
ció como Anteo. El agravio del público hirió su honor
de artista: aceptó el desafio. Y, poco tiempo después,
en una serie de asaltos épicos, con la valentía de un
león, replicó al agravio interpretando Hamlet, O telh
y E l Pan de los otros, de Tourgueneff. El triunfo fue

— 294 —
P o L I S

uto. rápido, brutal. El público que se negaba a


v'p '^ e 'r la legitimidad de aquel cambio de masca­
r á 0 venCido, doblegado, arrastrado por aquel titán
r3g ;ugaba en la escena con todas las tempestades del
• estalló de pronto en las más ruidosas aclama-
alma'
C,° Desde entonces, el camino del mundo floreció de
laureles y de mirtos al paso del triunfador. Los ve­
tustos teatros de Europa despertaron sus dormidos
ecos para acoger a aquel asombro del Arte. América
le abrió sus puertas, y aquí, nos enorgullece decla­
rarlo, recogió los aplausos más sinceros. Fue luego
a París, a la Renaissance, cedido por Sarah Bernhardt,
y obtuvo al fin su olímpica consagración sobre el cam­
po enemigo.
Sobre el campo enemigo, sí; porque si hay dos
escuelas dramáticas antagónicas, esas son la francesa
y la italiana. Es aquélla, unilateral, clásica, eminente­
mente nacionalista. Es esta otra, ecléctica, romanes­
ca, genuinamente humana y cosmopolita. El actor fran­
cés ahoga su propio temperamento para regirse por el
imperio de las reglas; el actor italiano, más que otro
algún hombre del mediodía, no conoce más ley que la
que le dicta su sangre o sus nervios. La escuela fran­
cesa, rindiendo tributo a la tradición, hace perdurar
aún sobre la escena la cadencia del verso y el gesto
clásico de los mármoles. La escuela italiana, toda fue­
go y toda naturalidad, quiere reproducir todos los
detalles y coloraciones de la Vida. Antoine, para im­
poner su Teatro Libre, tuvo que luchar como un en­
demoniado, secundado por autores tales que Ancey,
Brieux, Méténier, Hennique, François de Curel, Ajal-

— 295 —
V I C T O R P E R E Z P E T i M
bert, Porto-Riche, Wolff, Boniface, Aicard, Fabre, mu- :
chos otros aún; y aún, con toda esta pléyade de her­
mosos talentos, no logró alcanzar el triunfo sino en
un cierto circulo y en determinado ambiente. En cani-i
bio, donde quiera, fuera de Francia, que se ejercite
el arte humano y se pongan en escena obras concebi­
das dentro de la realidad y la vida, tal como lo ha­
ce la escuela italiana, el éxito corona el esfuerzo del
actor. Por este detalle, pues, puede valorarse debida­
mente el triunfo alcanzado por Novelli en París.
El secreto de ese triunfo en la escena enemiga,'’
está en el propio arte del actor. Hay cosas que no
se comprenden, pero que se sienten muy hondo. Hay
■espectáculos cuyo análisis nos escapa, pero que nos :
deslumbran e hipnotizan. Hay bellezas que no se re- I
flexionan, que no se discuten, que no se rechazan. Tal í
cual surge el sol entre las negras nubes de tormenta, ¡j
poniendo en todos los espíritus un resplandor y una í;
emoción, así surge una manifestación de arte supre­
mo del cóncavo seno milenario de la tradición para so-;«
juzgar el alma de las multitudes. Y eso logró Novelli
por la fuerza virtual de su arte.
Jamás se ha llevado a las tablas una sencillez más i
delicada de procedimientos: no esa naturalidad since- ;
ra de la Duse, que vive la vida misma de sus per- ,
sonajes y os da la exacta impresión de la realidad; •!
sino ese juego de escena que embellece la vida y borda
detalles y filigranas sobre los caracteres. A este pro­
pósito ya ha dicho Larroumet la frase exacta: “La
Duse vive sus roles; Novelli representa los suyos” , i
Y, en verdad, no sabemos cuál de los dos procedimien­
tos admirar más. Todo el esfuerzo de Novelli se di-

296 —
O

rfilar un carácter,
caraciei, dándole color y relieve
rigc a ¿g ¡os detalles acumulados y por la exac-
p°r ,;‘|^Ujas entonaciones y movimientos. Nadie mejor
t'tUl yjovelli lia realizado el pensamiento de Goldoni:
cllK *rte oeulta el estudio bajo la apariencia de lo na-
¿Qué suma de análisis, observaciones, estu-
]ecturas y experiencias no representa cada una de
<'^interpretaciones de Novelli? Y, sin embargo, no
se advierte el esfuerzo, no se adivina la “ficelle” , no se
descubre el trabajo. El arte lo viste todo de una su­
prema belleza. Por tal modo, el tic nervioso de la
mano de Luis XI cuando, ante la muerte, aún busca
su corona; el labio caído y baboso de Osvaldo en Los
E sp ec tro s cuando reclama el sol a la señora Alving;
el gesto imprecativo de Kean al par de Inglaterra; el
silencio espantoso que circunda ciertos gestos de Ham-
let; la mirada vergonzante y miedosa de Papá Lebo-
nard; la última mueca, bufona y dolorosa de Scarron ;
el gesto con que Zakar, en la obra de Liberati, coge
el bastón y se lo echa al hombro para danzar ante el
cadáver de su hijo; la mirada turbia y de soslayo de
El Mercader de Venecia; las inflexiones de la voz y
los movimientos de las manos en el monólogo de Cha-
ponet del tercer acto de Mia moglie non ha chic; la
congestión de todo el rostro en la escena culminante de
Aleluya, resultan tan verdaderos y naturales que nos
revelan inmediatamente y por sí solos el temperamen­
to y el alma del personaje caracterizado. “Los deta­
lles son la fisonomía de los caracteres” , escribió La­
martine, y nunca mejor que en la labor del eximio
Novelli ha podido comprobarse la exactitud de la frase
del autor de las Harmonías.

— 297 -
V I C T O R P E R E Z P E T i T 1

Pero, la mejor demostración de que Novelli “jue­


ga sus roles”, la tenemos en la caracterización de los
héroes shakespeareanos. El colosal poeta de Stratford
ha puesto en escena, más que seres humanos, ideas y |
pasiones. Hamlet es la Duda; Otello es el furor de í
los Celos; Macbeth es la Ambición y el Crimen; el
Rey Lear es el Desengaño y la Cólera contra la In- •
gratitud y la Perfidia; Sylock es la Avaricia y el Ren- 1
cor. Cuando surge una de estas encarnaciones ante el
espectador, un terror religioso, el ineludible terror de
la antigua tragedia, hace nido en todos los corazones. 1
Hablan, y parecen seres ultraterrenos. Luchan, y es una
tempestad que pasa. Ante ellos, encarnaciones vivien­
tes de ese elemento estético que los maestros denomi­
nan “lo sublime”, sentimos nuestra pequeñez. Kant
ha expresado con más propiedad esta idea, mas no re­
cuerdo en este instante sus propias palabras. Son, en
fin, fuerzas avasalladoras, incontrastables, ciegas, co- J
mo la Muerte. — Y bien; caracterizando cualquiera
de esos personajes Novelli nos procura la sensación
de estar viendo un ser de carne y hueso. La contex­
tura milenaria de esas ideas, ríe o llora ante núes- 1
tros ojos como un ser cualquiera de los que se agitan
desesperadamente en el maelstroem de la Vida. Ham­
let, sin dejar de ser la Duda, es un vengador; y, en
ese orden de ideas, el moro de Venecia no es más
que cualquier otro uxoricida; el rey Lear, un padre
desdichado por la ingratitud de sus hijos Regan y
Goneril; Sylock, un usurero frío, sin corazón ni ley,
como nos lo han presentado en todos los tiempos los
más excelsos artífices, desde Plauto a Balzac. Senti­
mos sus penas, sus alegrías, sus odios, sus iras, sus te-

— 298 —
sus remordimientos, sus ambiciones, sus des-
rroreS’ y ^ tr á s del soplo trágico que sacude las
eSpera a(jv’ertjinOS un ser humano. Es el arte del ac-
3imaS’ “ j^pdemiza la idea shakespeareana e infunde
tor, fiu ' - . Es el empleo de procedi­
‘ideas que andan”
vida a las
tos realistas y comunes, el que propicia esta trans-
mi'
“Nadie tiene derecho a decir que conoce toda la
hermosura que puede dar de sí un drama de Shakes­
peare, una ópera de Wagner, si no los ha visto per­
fectamente representados”, ha dicho Clarín en uno de
sus más razonados y bellos folletos literarios, el dedi­
cado a perfilar la personalidad artística de Rafael Cal-
vo> — y la observación del eminente crítico español
tiene aplicabilidad, más que en cualquier otro caso, en
este que ahora nos ocupa. No es —fuerza es decirlo—
la interpretación que daj Novelli a las colosales creacio­
nes shakespeareanas, la que más se acerca al ideal que
nosotros nos hemos formado: en otro estudio espe­
cialmente consagrado al genio de Stratford, desarrolla­
remos de modo amplio la idea que tenemos al respecto
y expresaremos las condiciones que en nuestro sentir
deberían poseer los actores que llevan a la escena las
furias de Hamlet, Rey Lear, Macbeth y Otello. Pero,
en honor de la verdad también, no podemos menos de
reconocer que Novelli ha hecho una creación notable
y original de esos caracteres, logrando hacernos sen­
tir los héroes de la tragedia de un modo particular,
que mucho se aproxima a la exigencia formulada por
el autor de La Regenta. Si viendo y oyendo a Nove­
lli no hemos sentido toda la hermosura que informa
las ‘‘tragedias épicas” de Shakespeare, por lo menos

— 299 —
V I C T O R P E R E Z P E T /T M

liemos gozado gran parte de ella, y, en cierto modo,3


de una manera no desprovista de valiente originalidad, i '
El tipo de Hamlet es, indudablemente, el que más 1
han caracterizado los actores y el que menos han com- 1
prendido también. Olvidando que este personaje está !
todo él constituido de “nuances” y es, de cabo a rabo ¡1
de la obra, una serie de contradicciones morales y psí- J
quicas, nos le han presentado ora como un escéptico, 3
ora como un loco, ya como un carácter sombrío, va l
como un vengador lleno de disimulos. Hamlet es to- ]
do eso, no hay duda, en una u otra ocasión; pero es jfl
algo más todavía, algo muy importante que no han 1
visto sino Sarah Bernhardt y Ermete Novelli. Gce- 1
the, a este respecto, ha pronunciado el juicio definí- ' ¡|
tivo y la frase más justa: “es un alma encargada de
una gran acción e incapaz de cumplirla” . Por eso, el !
tipo del príncipe de Dinamarca resulta ininteligible pa- í
ra muchos y complicado para todos. El amor filial
priva sobre sus demás sentimientos afectivos, pero al |
mismo tiempo la indecisión es una de las enfermedades |
de su voluntad. El pesimismo, en cuanto idea filoso- q
fica, dirige su pensamiento, pero no es ajeno a las
influencias de la superstición. Tiene reflexiones ma- ;
terialistas dignas de un sabio del Renacimiento, y sin |
embargo incurre en errores propios de un monje de la
Edad Media. Para llegar a la averiguación de la verdad
que le tortura, se finge loco, y en sus conceptos exis­
te, a pesar de ello, una profundidad y lucidez de jui­
cio que aterra. Por todo esto, el intérprete debe poseer,
antes que nada, un talento ágil y delicado. ¡Qué ha­
bilidad no se necesita para crear una locura que sea
demencia para los otros actores y signo de cordura pa-

— 300
L I O P O L I S

ef eSpectador! ¡Qué buen tino no se requiere para


.er sentir que el personaje desea cumplir su ven-
iza y no 1° l°Sra> no Por cu^Pa de la acción y des-
^rj-ollo del drama, sino por culpa de sí mismo! ¡Qué
ternperamento extraordinario no se precisa para bordar
ese carácter en que el sentimiento religioso confina
con el ateísmo, el dolor con la risa, la burla con el es­
pasmo sangriento, la duda con la certeza, el odio con
la veneración, la impulsividad con la irresolución, el
amor con la ironía, el fuego con la nieve! Ser de car­
ne y hueso, — acaso el más complejo, pero el más
humano de todos los seres creados por Shakespeare,
__ debe vivir ante nuestros ojos no como una mezcla
desordenada de diversos temperamentos ni de vivas
contradicciones, sino como una armonía de fuerzas
contrarias, de luchas interiores, de ideas y pensamien­
tos antagónicos.
Cuéntanos el reputado crítico Méziéres, que tan
hermosas páginas consagró a Shakespeare, que asistía
un día a una representación del Hamlet en Londres.
“El rol estaba desempeñado —dice— por M . Phelps,
discípulo de Kean y heredero de Macready. Para cor­
tar las dificultades, el actor había tomado el partido
de no ofrecerlas. Había adoptado un tono general de
firmeza y energía que contrastaba singularmente con
el pensamiento de Shakespeare; daba relieve a los
rasgos que tenían necesidad, por el contrario, de ser
esfumados; subrayaba las palabras, como se dice en la
jerga de los teatros, y apoyaba sobre las intenciones.
Con deliberado propósito, se hacía el rol al revés: un
nial Hamlet hubiera sido, sin ninguna duda, un Otello
excelente. Tal vez no haya medio de hacerlo de otro

— 301 —
V I C T O R P E R E Z P ET i T
modo; tal vez es necesario suprimir las medias tinl
tas para ser comprendido y aplaudido por el público!
Este carácter, estudiado tan finamente por el poeta I
pierde, pues, con la representación; el mismo Rossi, a
pesar de la maleabilidad de su juego, no salva la pesa-i
dez: gana, por lo contrario, con la lectura que pro­
cura y supone la reflexión. Es necesario ver repre­
sentar Romeo y Julieta; y es preciso leer y releer el
H am let. ”
Novelli nos ha demostrado que puede representar- i
se el Hamlet, como nos lo había demostrado Sarah i
Bernhardt, aunque con distintos procedimientos. Sin
alcanzar la nota trágica, en la cual se mostraba insu- i
perable el eximio Rossi, nos ha ofrecido en la caracte- '
rización del complejo personaje, un tipo humano
vivo, con muchísimas de las “nuances” que señala Mé- j
ziéres como suprimidas por Phelps. Es un trabajo fi­
no, grave, trascendental que nos ha revelado, según!
el pensamiento de Clarín, muchas de las bellezas es­
condidas de la obra shakespeareana.
También la personificación de Rey Lear ha sido
una creación, aunque la voz algo opaca del actor haya
amortiguado el efecto de ciertas frases capitales. Así,
por ejemplo, en la escena en que el viejo rey expe­
rimenta el primer desengaño y se convence de la in­
gratitud de su hija Goneril, la formidable impreca­
ción : “Atiéndeme, oh naturaleza, atiéndeme, -cara di­
vinidad! Suspende tus designios, si es que te propo- |
nías hacer fecunda a esta criatura. Infunde en sus
flancos la esterilidad; deseca en ellos los orígenes de
la vida y que jamás salga de su seno desnaturalizado
un hijo que la honre con el nombre de madre!” —

— 302 —
O L 1 S

e s t e grito soberbio de rebelión, de horror, de su-


en liento, de desengaño, la voz opaca del gran actor
irU alcanzó a llevar al auditorio ese escalofrío de es­
panto que comunica la simple lectura de los versos:

“H e a r, n a tu re , h e a r; dear g o d d e ss, h e a r !
Suspend th y p u rp o se , if th o u d id s t in te n d
To m a k e th is c r e a tu r e fru itfu l!
I n to her w om b c o u v ey s te rility !
D r y u p in h e r th e o r g a n s o f in c r e a s e ;
A nd fro m her d e ro g a te body never s p rin g
A b ab e to h o n o u r h e r !”

Y así también en la escena colosal de la tempes­


tad, cuando ya desengañado por completo por su otra
hija Regan, enloquecido por la ingratitud de aque­
llas a quienes ha dado un reino, cruza los bosques y
salta los riscos bajo la lluvia y el fuego del cielo, se­
guido de su pobre bufón, clamando a los desatados ele­
mentos los versos admirables:

“ R u m b le th y b e l l y f u l ! S p r it, f i r e ! sp o u t, r a i n !
N o r ra in , w in d ,th u n d e r, fire , a r e m y d a u g h t e r s :
Y t a x n o t y o u , y o u e le m en ts, w ith u n k i n d n e s s :
Y n e v e r g a v e y o u k in g d o ra , c a ll’d y o u c h ild re n ,
Y o u o w e m e n o s u b s c r i p t i o n . .. ”

“¡Agola tus flancos, tempestad; derrama torrentes


de lluvia y de fuego! Vientos, trueno, rayos, no sois
vosotros mis hijas; elementos furiosos no os acuso de
mgratitud! No os he dado un reino; no sois hijas
m'as, ni me debéis obediencia!” Es el grito de la có-
'era, la protesta del dolor que se desencadena dentro
un alma y hace frente a las cóleras del cielo y a las

— 303 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
furias de los elementos. Y en ese instante imponente
—el momento más formidable y colosal que se ha lle­
vado a la escena,—- hubiéramos deseado al actor pul­
mones con aliento de fragua y garganta con paredes
de bronce para dominar con sus airados acentos los
bramidos de la tempestad. ¿Acaso la que se desata
en su corazón es menor que la que flagela a la natu­
raleza ?
Pero si la voz cansada del actor no nos comunicó
en este instante la imponente sensación que surge de la
tragedia misma, ¡cuán hermosa y grande su labor en
la caracterización del mísero Lear! Desde el instan-,
te inicial de la abdicación, en que su figura enorme
de rey omnipotente se yergue altiva ante la desdichada
Cordelia, hasta su postrer instante, cuando se abate
sollozando sobre el cuerpo de la infeliz inmolada, su
figura trágica va doblegándose lentamente bajo los
rudos desengaños y dolores que le azotan. A cada nue­
va afrenta de Goneril, de Regan, de Cornouailles, de
los siervos, su atlética contextura de rey bárbaro se va
achicando, aplastando; y al final, al salir de la prisión
donde han estrangulado a su única hija buena, su cuer­
po es ya una ruina, un desmoronamiento de escom­
bros . . . El actor nos pone de relieve la derrota de es­
te nuevo Edipo, más desdichado que el de Sófocles,
más doloroso que el de Voltaire. El martirio que le
inflige el desengaño no fluye entonces solamente de
sus palabras: lo lleva clavado en el pliegue de las ce­
jas, en la contracción del rostro, en sus pupilas frías
y desesperadas, en su paso vacilante y ebrio. ¡Y que
hermoso, qué infantil resurgimiento, cuando después
de tantos dolores, recobra a su hija y reconoce a sti

304 —
o o

j ,]¡a ! El espectador anhelante y convulso, advier-


C°ri ^ a pOCO córno la razón vuelve al cerebro del an-
tC ^ rey; adivina en sus ojos todo el proceso men-
c,an(j’. ja' vUelta de la memoria; presiente en el temblor
las manos exangües el instante supremo en que
r ear va a balbucear el nombre de su hija. Y de pron-
k^con la ingenuidad y alegría de un niño, mientras
n]bia cabecita de Cordelia se abate contra su seno,
sus manos palmotean, sus manos temblorosas y blan­
cas. • • Una emoción anuda la garganta y los ojos se
llenan de lágrimas. No puede darse un segundo de
arte más vivido y más intenso.
En Macbeth —la epopeya bárbara que pasa an­
te nuestros ojos como una visión espantable— Nove-
Hi alcanzó cúspides trágicas verdaderamente imponen­
tes. El rol terrible en que lograron, según es fama,
sus más nobles laureles los grandes actores ingleses
—Garrick, Kean, Kemble y Macready— fue tratado
por el actor italiano con una verdad y justeza incom­
parables. No es el asesino del viejo rey Duncan un
desalmado, un empedernido criminal, como equivoca­
damente nos lo afirma Paul de Saint-Victor y según
lo han entendido algunos actores alemanes y franceses;
Macbeth es un soldado valeroso, heroico, bueno. No
tiene otro defecto que su desmedida ambición; y es
ella la que lo arrastra a todos los crímenes. Su am­
bición, y además la fe que presta a los pronósticos de
as brujas y el sometimiento a esa voluntad de hierro,
verdaderamente salvaje y dominadora, que se llama la-
dy Macbeth. Y ese largo proceso en que la idea del
crimen desciende al alma del soldado ambicioso, y en
e a hace nido, y se desarrolla, y crece, y aumenta, y
ao _
— 30S —
v 1 C T O R P E R E Z P E T I T1
la avasalla al fin, es admirablemente exteriorizado por f
Novelli en sus gestos, en sus silencios, en sus pala- i
bras, en sus violencias. Paso a paso el espectador si- 1
gue la marcha de la idea criminosa, desde el instan- j
te en que las brujas le pronostican que va a ser rey, (J
hasta el momento dramático en que su mujer desli- i
za en sus manos el arma homicida. Sus luchas, sus f
vacilaciones, sus rebeldías, sus deseos, sus temores, sus 3
locas esperanzas palpitan, vibran y resplandeced ante |
nosotros, comunicándonos cada vez un nuevo estreme- i
cimiento. Y, cuando al fin, el criminal sale de la es- I
tanda del rey, pálido, tembloroso, tintas las manos en 1
sangre, vidriosas las pupilas, una oleada de frío con- 1
vulsiona nuestro organismo. ¡Escena imponente, de J
un horror salvaje, que se prolonga cruelmente, que se ¡|
prolonga de un modo inaudito, sin que lleguemos aún |
a explicarnos cómo el actor puede mantener durante 1
tanto tiempo esa bárbara tensión nerviosa. Es este |
un instante único, que no olvidarán en mucho tiempo ¡i
los que han visto una vez en él al eximio Ermete No­
velli .
“Has muerto el sueño; ya no dormirás más’’, \
—clama la conciencia de Macbeth, y esta frase, fe- I
rozmente justa, trágicamente hermosa, vive y anda |
ante el espectador, encarnada en el usurpador del tro- |
no, en el asesino de Banquo. “Has asesinado al sue­
ño, Macbeth; ya no dormirás más” ; y en efecto, el
mísero rey, al lado de su consorte fría y cruel, no
recobra la calma, ni conciba el sueño, ni encuentra
una sola alegría. En su rostro adusto, el insomnio
ha clavado su g a rra : sus ojos permanecen constante­
mente abiertos, de noche y de día, contemplando un

— 306 —
tro; sus labios tienen siempre una mueca de ho-
^ ,r que ahuyenta la alegría; la palidez de su frcn-
parece el reflejo de la palidez de la muerte que ha
isto- Y así Pasa Por escena ese fantasma de la
crónica de Holinshed, temblando, sangrante, vidrio­
sa la pupila, con la palidez marmórea del que ha ase­
sinado al sueño.
Después, en la escena del banquete, la apari­
ción de la sombra de Banquo viene a arrojar de
sU sitial al asesino. Shakespeare ha puesto en esta
obra enorme toda la gama del horror. Desde la sal­
vaje escena de las brujas, hirviendo su olla repleta
de uñas, mandrágoras, sapos, venenos, cabellos de vie­
ja, para lograr las pócimas del mal, hasta la tempes­
tad iracunda que la ambición desencadena en el co­
razón de Macbeth; desde la escena roja y brutal del
crimen, hasta la aparición del espectro de Banquo, to­
do el proceso de la tragedia semeja una pesadilla. Y
esa pesadilla gravita sobre los hombros del persona­
je principal; se encarna en Macbeth; está constante­
mente ante los ojos del espectador. Cuando, al fin,
después de tantos horrores, no se espera otra sensa­
ción violenta, porque dentro de lo humano el poeta
ha agotado todos los recursos, surge lo sobrenatural:
aparece la sombra de Banquo, salpicada de sangre. Y
entonces vemos a su victimario doblegarse, retroceder,
contraerse como una sierpe, rechazando con sus ma­
nos exangües, con sus manos temblorosas, aquella vi­
sión inaudita que viene a perseguirlo hasta en medio de
un festín.
No puede interpretarse mejor el espanto que lo
que lo ha hecho Novelli. Todo su cuerpo ha vocifera-

— 307
V I C T O R P E R E Z P E T i T

do el horror; todo su rostro ha bramado el miedo.


No hay allí palabras que puedan traducir la sensa­
ción que el espectro sangriento produce en el espíritu
del que pagó a los sicarios que lo asesinaron. El ges­
to es el único que puede hablar. La convulsión es
la única que puede traducir la tempestad del alma.
Y el gesto de Novelli, en esa escena bárbara e impo­
nente, ha sido más elocuente que todas las palabras.
El gesto, ha sido contorsión y alarido, derrumbe y ani­
quilamiento. Ante el espanto, su corazón casi ha ce­
sado de latir y un pensamiento ha rebasado el linde
de la locura. Sí, “nadie tiene derecho a decir que co­
noce toda la hermosura que puede dar de sí un dra--
ma de Shakespeare, si no lo ha visto perfectamente
representado.”
Pero, en fin, la interpretación de estos dramas
enormes que el soplo de una inspiración portentosa
ha creado, parece que se amolda perfectamente al ca­
rácter o modalidad de los grandes actores italianos.
Exuberantes, vivacísimos, siempre soliviantados por su
fuego interior, Tomás Salvini, Ernesto Rossi, nos han
dado la medida de lo que logra un temperamento me­
ridional en el juego de los roles pasionales. Hay en
tales creaciones algo de tan formidablemente grande,
que, sin quererlo, pensamos en la tragedia antigua.
Contemplamos el juego escénico de estos intérpretes y
no de otro modo presumimos que así se manifiestan
los intérpretes de Eschylo y de Sóphocles. Oyendo
sus parlamentos, de un soplo épico verdaderamente
tonante, nos sentimos aturdidos como ante las iras
de un vendaval. Es indudable que la genialidad pro­
pia del teatro de Shakespeare condice muy bien con el

308 —
O P O L I s

eniperaniento cálido y búhente del actor italiano. Mas


e] caso que Ermete Novelli no es sólo un excep­
cional artista personificando esas “tempestades huma­
nas” (lue conc>bió el genio de Stratford; también lo
Si y no en menor grado por cierto, metiéndose en la
piel de esos seres modernos, nuestros contemporáneos,
que han hecho subir a escena Jean Aicard con su Pa­
pú Lebonard, Marco Praga con el Alejandro Fara
de Aleluya y Franco Liberati con el Zarar Pokrovskl
de Povera Gente. Aquí ya no asiste al actor la fuer­
za propia de la figura de excepción creada por un
gran poeta trágico; aquí no está hecho, como se dice
en lenguaje de bambalinas, el tipo, la figura que nos
arrebata, desde que aparece ante las candilejas, en una
vorágine de admiración, de estupor, de angustia o de
duelo. El personaje es una mísera criatura como las
que a cada paso encontramos en la vida; es un po­
bre ser, a las veces insignificante, casi siempre vul­
gar, de color gris, de escaso relieve, a quien no mueve
ningún gran fuego interior. Y, sin embargo, ese tris­
te muñeco que apenas puede con su carga de miserias,
comienza a vivir, merced al genio singular del intér­
prete, una vida extraordinaria, y a cobrar rasgos pro­
pios, y a manifestarse como una energía psíquica que
rige nuestra voluntad y se apodera de nuestra emo­
ción. ¿Quién no se ha inclinado ante ese resignado
y silencioso Papá Lebonard, que lleva clavada en el
alma, tal que una espina, la infidelidad de su esposa,
y no se rebela ante las injusticias y ofensas de que
le hace objeto, sino cuando es llegada la hora de de­
fender la felicidad de su hija? ¿Quién no ha sentido
erguirse ante sí el espectro de la Fatalidad, que hace

309 —
v 1 c T o R P E R E Z P E T í

inútiles los más firmes esfuerzos del hombre al ver I


cóm o Eva, la hija del ingeniero Fara, no obstante ]a 1
sana educación que le ha dado su padre, sigue la mis- 1
ma senda de perdición que recorrió la madre? ¿Quién I
no se ha doblegado frente a esa criatura miserable j
de la novela rusa de Fedor Mikhailovich Dostoyewski
trasplantada a la escena con rasgos vigorosísimos por i
Franco Liberati, — ese pingajo humano embrutecido 1
por el alcohol y deshonrado por su mujer Petruska? 1
Por doquier en el mundo, a nuestro alrededor, pulu- j
lan estos individuos vulgares, incoloros, sin relieve; su \
historia chata e insignificante es la de centenares de i
sujetos similares; nada hay en ellos para despertar |
la atención de las gentes o atraer la simpatía de sus !
semejantes. Un esposo engañado, un ebrio consuetu- i
dinario, — doblegados ambos por los caprichos de una íj
mujer voluntariosa y desvergonzada, — ¿puede darse 1
nada más trivial y común? Sin embargo, de esa mis- .'j
ma vulgaridad arranca el artista creador una enseñan- ;
za, y su intérprete en la escena, una figura honda, (
emotiva, trascendental, de igual categoría que aquellas J
otras, cíclicas y enormes, que llenan la escena griega I
y la escena shakespeareana. Papá Lebonard, bajo la
máscara de Novelli, es la Resignación y el Deber, |
a igual título que el Rey Lear es el Desengaño y la
Ira. Zarar Pekrovski es el Envilecimiento y el Amor
paterno, en el mismo grado que Otello es la pasión
de los Celos y la Amargura de la felicidad perdida. ;
El grano de arena asciende a la categoría de montaña.
La sombra anónima y trashumante se convierte en el
fantasma impresionante de la tragedia clásica. Las
pequeñas miserias que hacen la infelicidad de los se-

— 310 —
O P O L I S

en su pasaje por la vida, valen tanto como las tun-


fe? _'ajeg pasiones que convulsionan a los héroes y atri-
ver> y sj antes nos avasallaron el ánimo la avaricia
^ Sylock, los celos del moro de Venecia, la ambi-
de Macbeth, la cólera vengativa de Hamlet, aho-
nos rinden —acaso por ser más comunes daños de
nuestro siglo— el desengaño de Alejandro Fara y la
miseria irremediable de Zarar Petrovski.
En esta “creación” de un tipo vulgar e insigni­
ficante, corresponde casi igual mérito al escritor que
supo arrancarlo de la realidad para convertirlo en el
protagonista de su obra, que al cómico que supo encar­
narlo vistiendo sus arreos y reproduciendo sus ges­
tos para darnos la exacta sensación de la realidad.
Aquél, el escritor, vio una tara social, un problema de
ética: éste, el intérprete, una figura que no advertimos,
por harto vulgar, a nuestro lado y que es digna de
ser vista. Y, en la composición, acaso, acaso, el in­
térprete (creador a su turno) supera al dramaturgo
que escogió entre la masa anónima su insignificante
hormiguilla. Porque, en definitiva, la verdad es es­
ta : Hamlet, Otello, el Rey Lear, Macbeth, interpreta­
dos por un mal cómico, serán siempre Hamlet, Otello,
Macbeth y el Rey L ear; pero los protagonistas de
Povera Gente, Aleluya y Papá Lebonard, mal inter­
pretados, no serán nada, —menos aún de lo que son,
dentro de su insignificancia, en la realidad. Para ha­
cer vivir aquéllos sobre la escena, basta con dejarlos
vivir por sí mismos; para animar a estos otros, es
necesario, es imprescindible poseer una chispa de ge­
nio.
“Laudare dignos, honesta actio est” .

— 311 —
SARAH BERNHARDT en “La Samaritaine”

Dos noches grandes, dos noches de arte incom­


parable han vestido mi espíritu de claridad, transfor­
mándolo en un jardín de esencias maravillosas, pobla­
do de gorjeos, de rumores de hojas, de suspiros erran­
tes : la noche en que la música de Loreley despertó los
ecos del viejo Teatro Solís con una anunciación de
gloria, y la noche en que el flamante teatro Urquiza
rebrilló como un ascua con los versos de oro de Ed­
mundo Rostand dichos por esa maga de la escena
francesa que se llama Sarah Bernhardt. No importa
que el triunfo no haya sido clamoroso, ni siquiera me­
diano; no importa que el alma de la poesía no haya
descendido, tal que una paloma eucarística, a hacer
nido entre la multitud vestida de etiqueta. La multi­
tud —los infantiles fariseos de todas las edades y de
todos los climas, —amasada de noche y de incompren­
sión, impávida como una roca, fría como un témpano
polar, vio pasar esas noches inmensas con un gesto
de hastío incrustado en la aridez de sus labios. Con­
templando esos hombres que oyen una palabra admi­
rable, hecha de ruego y de amor, de belleza y eternidad,
y permanecen tiesos, sordos y mudos, es como se ate­
sora acabadamente la inutilidad de los ídolos poline­
sios. Y la verdad es que estoy triste y algo apesa­
dumbrado por semejante actitud. Hubiera querido que

— 313
V I C T O R P E R E Z p e t i t

mi emoción fuera compartida; que la alegría que en­


cendió mi espíritu, amaneciera también en el espíritu
de los otros: hubiera deseado que la divina gracia que
tocó mi corazón, vistiera igualmente esas almas opa­
cas con las luminosas azucenas de la revelación. ¡Ah,
sí! Es triste encontrase solo, en medio de sus seme­
jantes, como si se estuviera en medio del desierto.
Y es desalentador, a la vez, comprobar que la inspi­
rada partitura de Catalani, tan superior a esas otras
que aplauden noche a noche los concurrentes a las pla­
teas, no haya suscitado una muestra de placer o de
simpatía, ni la leyenda bíblica de Rostand haya encen­
dido un ensueño místico en las hermosas cabecitas
prendidas de bucles y de diamantes. Pero, ¿qué he­
mos de hacerle? Nuestro público, siquiera sea el más
distinguido, a la manera del “gros public” de todas par­
tes, gustará siempre, preferentemente, de lo trivial, de
lo tintamarresco, de lo que sacude violentamente sus
nervios si se trata de una obra del género dramático,
de lo que mueve a risa ruidosa si de otra del género có­
mico se trata. La “nuance” , lo refinado y exquisi­
to, —y por eso mismo, tal vez, poco aparatoso;— los
colores pálidos, las medias tintas, las músicas en sor­
dina, las palabras leves como recuerdos, no interesan
a las personas prácticas y severamente juiciosas de nues­
tros dias.
Ved la sala ante la cual apareció Sarah Bernhardt.
Es una sala “au grand complet”, como dicen los se­
ñores cronistas sociales que creen saber francés. Her-
mosisimas mujeres vestidas por madame Varonne, en­
vueltas en una nube de tules y sederías, consteladas
de joyas, refulgen bajo los chorros de luz que inun-

— 314 —
H E L 1 0 P O L I S
¿a palcos y plateas, como flores de encantamiento en
lin milagroso jardín. Los caballeros, muy tiesos y
<r¡-aves dentro de sus fracs negros, una gardenia en el
ojal, estiran los puños de su fina camisa de batista
sobre el guante blanco para lucir un botoncito de oro,
reproducción de un dibujo de De Feure. Al través
de la sala, crujiente de rumores, parpadeante de lente-
tejuelas, vibrante toda ella como en un cuento orien­
tal. se cruzan saludos estudiados, sonrisas fingidas, pa­
labras huecas e insustanciales, miradas que desnudan.
Más que en la escena, la intriga y la comedia está allí,
entre los espectadores. Con un mohín se juzga un
peinado, con un relámpago de unos ojos de acero una
belleza incomparable, con un gesto de la mano o una
inclinación de cabeza el mayor o menor grado de es­
timación en que tenemos a un contertulio. Todos es­
tán allí para exhibirse, para criticar a los demás, pa­
ra evidenciar ante la galería que somos personas de
buen gusto y que frecuentamos el gran mundo. Y
acaso por eso mismo, escatimamos el aplauso, nos mos­
tramos fríos en el entusiasmo, no queremos exteriori­
zar francamente nuestra emoción. Una platea de fracs
es una masa refractaria a los nobles impulsos que sus­
cita el arte. Una fila de palcos llenos de niñas encan­
tadoras es una guirnalda de rosas sobre las que el
aplauso palpita mudo, como un cefirillo.
Y, sin embargo, allí, sobre la escena, a la luz de
la batería, las otras noches, una actriz incomparable,
una mujer prodigiosa encarnó el ensueño bíblico de
un inspirado poeta ofreciéndonos la sensación extraor­
dinaria de que hablábamos al principio. Nada más
que por su “plástica”, merecía ser admirada esa mu-

— 315 - •
v i c t o r P E R E Z P E T I T

je r. Su figura, al aparecer en la escena, entre los pe­


ñascos que festonan la senda que conduce al pozo
de Jacob, el cántaro al hombro y una canción en los
labios, era la viva representación de la estampa pin­
tada por el poeta en sus magníficos versos :

J ’entends tinter Ies grands bracelets des chevilles,


Voici bien, ô Jacob, le geste dont tes filles
Savent, en avançant d’un pas jamais trop prompt,
Soutenir noblement l’amphore sur leur front.
Elles vont, avec un sourire taciturne,
Et leur forme s’ajoute à la forme de l’urne,
Et tout leur corps n’est plus qu’un vase svelte, auquel
Le bras levé déssine une anse sur le ciel.

Y después. . . ¡su voz de oro ! Por oírle recitar


una simple tirada de versos, — sin espectáculo, sin de­
corados, sin ademanes siquiera,— cualquier persona
de buen gusto bien puede dar por pagada suficientemen­
te la incomodidad de dejar el rincón de su estufa para
trasladarse a la dura butaca del teatro. Sarah Ber-
nhardt recita los versos con una voz aterciopelada de
“mezzo-soprano”, un poco cantante (que no es la
cantilena tonta de nuestras recitadoras), con una voz
timbrada, llena de matices y coloraciones, con una ín­
tima vibración pasional que refleja todos los movimien­
tos de su alma. Es una voz que sale como de una
campana distante, redonda, que nos llega en el aire
azul aureolada en su propio eco. Se nos entra por el
oído, armoniosamente, y desciende hasta lo más ín­
timo de nuestro ser tal que un efluvio orquestal. De­
cir bien los versos, sin amaneramiento y sin sonsonete
tampoco, de un modo tan justo y natural que la reci-

— 316 —
tación parezca la elocución del que se expresa en pro­
ja y no se cuida de la marcha acompasada que propician
]oS acentos prosódicos ni de las rimas, —sin el entono
declamatorio de algunas actrices españolas de la escue­
la de Calvo ni la melosidad pegajosa de los actores
italianos enamorados de su “idioma gentile” , no es
cosa fácil ni mucho menos. Y aquél es el arte de esa
actriz incomparable que, desde su primera aparición
en París, hace años ya, cuando el estreno de Le Pas­
sant, de François Coppée, dando la réplica a Agar, la
genial comediante, entonces en todo su esplendor, arre­
bató al público y se consagró definitivamente intér­
prete excepcional.
Jamás creador alguno ha tenido más alta y sobe­
rana intérprete. Edmundo Rostand puede decir que
ha impuesto su misterio bíblico al difícil público del
Théâtre de la Renaissance cuando su estreno, en un
día de la Semana Santa del año 1897; pero nosotros
no dudamos ni un momento siquiera de que buena par­
te del éxito logrado lo deben sus versos a haber pa­
sado por la boca de la maga de la dicción de oro.
Y después todavía de su apostura y de su dicción,,
su juego escénico, justo, equilibrado, siempre noble,
artístico, hecho de mil pequeños matices y “trovatas”
de buen gusto. Los astros agonizan derramando sus
resplandores ígneos sin lograr su materialización; las
flores se extenúan, sin conseguir dar una forma ma­
terial al perfume; — pero un ensueño de poeta, un
ensueño que tiene chispazos de estrella y la ebriedad
bruja de la esencia de las flores, ha cobrado de re­
pente forma humana y ha vivido toda una noche ante
centenares de espectadores : la visión incorpórea que

— 317 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

•cruzó bajo la lámpara noctámbula de Rostand en sus


largas horas creadoras, se hizo carne en la realidad
y fue madame Sarah Bernhardt.
¡Qué inmenso prodigio ver surgir de los orope­
les de papel pintado que, bajo la luz irreal de la ba­
tería, fingen la intersección de unos caminos en Sa­
maría, cerca de Sichar, donde, a la sombra de una
frondosa higuera patriarcal se abre el pozo de Jacob!
¡ qué prodigio, digo, ver surgir un alma humana, esa al­
ma extraña de Photina, cortesana de ojos pintados
y cadenillas de oro en los pies, mujer exótica, de mi­
to o de leyenda, vendedora de caricias, sojuzgadora
de voluntades masculinas, objeto de escándalo para los
sacerdotes del templo! Imaginad el despertar de una
crisálida. Bajo el polvo amontonado por los siglos,
se estremece una forma y se levanta. Esa mujer
de Sichar viene a la fuente en procura de agua. Ca­
mina muellemente, entonando una canción que tiene
como un lejano trasunto del Cantar de los Cantares :

Mon bien-aimé — je t ’ai cherché — depuis l'aurore


Sans te trouver, — et je te trouve, — et c’est le soir;
Mais quel bonheur ! — il ne fait pas — tout à fait noir :
Mes yeux encore
Pourront te vcïr.

Ton nom répand — toutes les huiles — principales,


Ton souffle unit — tous les parfums — essentiels,
Tes moindres mots —■ sont composés — de tous les miels,
Et tes yeux pâles
De tous les ciels.

Mon cœur se fond — comme un fruit tendre — et sans écorce...


Oh! sur ce cœur, — mon bien-aimé, — qui te cherchait!
Viens te poser — avec douceur — comme un sachet,
Puis avec force
Comme un cadhct.

Comtne un cachet d’airain, corr.me un sachet de myrrhe!

Sus ojos, sus labios, sus gestos lentos y vagos di­


cen la despreocupación de las criaturas del placer. Tie­
ne brazaletes y collares que realzan su hermosura.
Tiene cabellos rojos como los anhelos de su corazón.
Cantando siempre, con esa voz cargada de racimos
de oro, con esa voz que es deleite de los corazones
jóvenes, llena su cántaro con el agua fresca del pozo,
con el agua limpia que apaga los ardores del cuerpo.
Un pálido caminante, de ojos azules y cabellos rubios
ensortijados, sentado a la vera del pozo, escucha la
canción de la mujer, esclava del amor, sacerdotisa del
placer. La infinita miseria de aquel astro extraviado
en el fango, toca el corazón del caminante y las blan­
cas palomas de la misericordia revuelan sobre el pozo
de Jacob. Alzándose, el desconocido y humilde via­
jero se llega a la pecadora, que no lo ha visto siquie­
ra, y le dice con una voz implorante que es un susu­
rro de alas:
— Mujer, tengo sed; dame de beber.
Ella, sorprendida, vuelve hacia el judío sus ojos,
que son como luminarias:
—¿Cómo? Tú, que eres judío, ¿me pides de be­
ber a mí, que soy samaritana? ¡No! No te daré ni
una gota de agua.
El gesto del viandante deja en el aire una huella’
de resignado desencanto. Pero en sus pupilas azules
hay una bondad infinita y una infinita tristeza. Su

« 319 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T

voz sencilla, límpida como una gota de rocío traspa­


sada por el sol, repite aún:
_— Dame de beber. Si tú conocieras al que te lo
pide, le dirías: “dame tú del agua de vida que aplaca
para siempre la sed .”
En la tarde azul, que agoniza lentamente, se alza
una gran mariposa asustada. Es el alma de la mu­
jer que ha sentido la proximidad de algo más grande
que el mundo. Pero en sus labios florecen todavía los
lirios de la risa. Y como en su garganta hierve una
carcajada, se sorprende a sí misma diciéndole al des­
conocido :
— Señor, dame de esa agua para que yo no tenga
que volver al pozo de Jacob.
— Sea, — replica el viandante;— pero, antes, vé
a buscar a tu marido.
— ¿A mi marido? ¡Yo no tengo marido!
Entonces el viajero, cruzando sobre ella el re­
proche de sus ojos tristes, termina:
— Bien has dicho, mujer, porque cinco maridos
has tenido, y el que ahora tienes, tampoco es tu ma­
rido.
Herida por aquella frase que ha sabido pene­
trar en su corazón, ante el desconocido que lee su se­
creto, la extraviada mariposa se abate sobre el césped.
La luz de la revelación ha quemado sus alas de pedre­
ría. Y es sólo una mísera criatura, un pobre gusano
el que se arrastra ahora a los pies del Redentor. Pho-
tina, la cortesana, ha muerto; ahora Photina proyecta
su mísera sombra sobre la tierra, y está al lado del
viajero luminoso. La risa ha huido de su boca. Sólo
precipitadas y ansiosas interrogaciones se lanzan de

— 320 —
r* T T n D r% r T C

sll corazón para beber de aquella agua que aplacará


cualquier sed. Y el Maestro la habla.y todas sus pa­
labras son como un bálsamo para cicatrizar sus he­
ridas y como un perfume para idealizar su sueño. Pho-
tina, enajenada, cae de rodillas, y comienza a bal­
bucear :

Mon Bien-Aimé... je t ’ai cherché depuis l’aurore


Sans te trouver, et je te trouve, -— et c’est le so ir...

De pronto, se interrumpe espantada:


— ¿Qué he hecho, Dios mío? Para él el mismo can­
to, ¡qué sacrilegio! ¡Para él. las mismas palabras que
me servían para mis terrenales am ores!. . .
\ Jesús, abatiendo sus manos sobre la inclina­
da cerviz de la pecadora, murmura dulcemente, este ver­
so divino:

Je suis toujours un pen dans tous les mots d’amour.

Encendida de fe, cuajadas las pupilas de visiones,


lleno el pecho de una alegría hasta entonces ignorada,
la mujer corre a la ciudad. El guardián Schoer, apos­
tado ante la puerta, la ve llegar corriendo a campo tra­
viesa, desmelenada y sin aliento. La multitud que se
hacina en el mercado, ancianos y niños, sacerdotes y
mercaderes, soldados y buhoneros, interrumpidos en sus
habituales tareas, rodean a Photina, la interrogan, se
burlan de ella, la injurian, la amenazan. Pero Photi­
na es dueña de su verdad y no escucha ni los insultos
ni las palabras de burla. A todos arroja la buena nue­
va, como quien da al surco la buena simiente: “cerca
del pozo de Jacob, un hombre está sentado” . .. Sus pa-
21 _
— 321 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

labras fluyen, corren, se aprietan, se precipitan en ondas


arrolladoras, queman con un fuego interior desconoci­
do. Y ante la incredulidad de los samaritanos, de las
hijas del placer, de los ásperos guerreros romanos, aque­
llos labios que no habían dicho hasta ahora otra cosa
que los himnos del deleite terrenal, fulguran y bra­
man, encendidos como una espada, invocando la gloria
y la excelsitud del peregrino luminoso sentado junto al
pozo de Jacob.
¡O h ! ¡Y cuán deslumbradoramente inmensa se yer­
gue entonces la mujer del Evangelio soñada por el poe­
ta! ¡Y cómo exalta y palpita en esa figura femenina
que atravesó anoche la escena encarnada en Sarah
Bernhardt, tal que un fantasma amasado con som­
bras y resplandores:

Je ne peux plus me taire, car je sa is!...


Je dois crier, —• qu’on me repousse, qu’on me foule! —
Mon devoir est d’aller crier parmi la foule:
Prés du Puits de Jacob un jeune homrne est assis!

El sacerdote del templo se alarma ante aquella


mujer que amotina a las gentes; los soldados del Cé­
sar romano vienen a inquirir lo que pasa; una mu­
jer la injuria; un mercader le enrostra su oficio de
cortesana; hasta su mismo amante Azriel se siente
avasallado por las palabras de anunciación y profe­
cía. Y entonces, en un arrebato colectivo, como atraí­
dos por el Mesías que la encendida fe del pueblo aguar­
da siempre, desertando sus casas, abandonando sus co­
mercios, dejando vacío el mercado de Sichar, todos
siguen a Photina hasta el pozo de Jacob. Van en un
turbión desmelenado, como un aletazo de fiebre, al

— 322 —
I O P O L I S

¡ravés de los campos, entonando un psalmo, corona­


o s de rosas, alzando en alto hojas de palma que
arrancan doquier, al pasar. Es un cuadro burbujean­
te de creyentes iluminados por el amor divino; una
locura de fe; un arrebato de corazones niños que tie­
nen necesidad de orar. El poeta ha visto con su ima-
o-inación la larga espera, al través de los tiempos,
de un pueblo que aguarda a su Dios, anunciado por
las profecías, y se ha representado el delirio místi­
co que en ese mismo pueblo fanático tenía que des­
atar el sencillísimo anuncio: “junto al pozo de Ja­
cob, un pasajero desconocido está sentado” . Y la so­
berana intérprete de la dramaturgia francesa, a su vez,
secundada por el “régisseur” de su compañía, —que
ha revelado en la ocasión tener más buen gusto ar­
tístico que la generalidad de los directores de esce­
na,— ha plasmado ese cuadro con una verdad y un
movimiento sorprendentes. Es fácil mover unas po­
cas figuras en la escena, y distribuirlas armoniosa­
mente para procurar a los espectadores una sensa­
ción de realidad; pero la cosa no es tan fácil cuando
el número de actores colma la escena y a cada ins­
tante el movimiento de los mismos provoca hacina­
mientos y tropiezos torpes. Es necesario un golpe de
vista certero, un perfecto sentido de lo que los pintores
denominan “composición” de un cuadro, un buen gus­
to que alcance hasta los más mínimos detalles para
dar su colocación a los distintos actores, organizar la
teoría de los comparsas, distribuir los grupos, enla­
zarlos armoniosamente al conjunto, arbitrar los cla­
ros que eviten el apeñuscamiento. Y, sobre todo, no
olvidar la realidad; dar la sensación de que todas las

— 323 —
v i c t o r P E R E Z P E T I T
figuras no han sido acomodadas previamente, como
en el gabinete del fotógrafo, sino que se muevan a vo­
luntad, que estén sueltas, que vengan y vayan natural­
mente, segúq lo hacen en la vida. Y anoche hemos
visto eso; anoche hemos presenciado la escena de to­
do un pueblo exaltado, delirante, rojo de entusiasmo,
iluminado de fe, acudiendo en tropel, bajo un dosel
de palmas, para ver a su Mesías, plasmando sobre
la escena todo un cuadro vivo de una hermosura ma­
ravillosa, —un cuadro que, artísticamente considerado
y establecidos los distingos que necesariamente es de
rigor hacer, en nada cede a la belleza ritual y a la
representación ideológica de las pinturas más célebres,
de la misma Cena de Leonardo.
Y bien; he ahí ahora a Photina, triunfante, con
todo Sichar detrás suyo, llegándose a Jesús. Su pa­
labra arrebatada, en unos versos que a cada instan­
te descubren en Edmundo Rostand el discípulo de
Víctor Hugo, traduce la situación :
Ils viennent tous ! Une foule ravie ! —
Je ne sais plus ce que j ’ai dit; ils m’ont suivie!
J ’ai couru. J ’ai perdu mes bracelets. Je ris.
N’est-ce pas que tous les lépreux seront guéris?
Si tu nous avais v u s !... Voici des jeunes filles!...
Voici des gueux avec des fleurs à leurs béquilles!...
Tout le long du chemin nous chantions, nous courions,
Et nous aurions bravé tous les centurions !
—Tiens, j ’ai cuelli pour toi cette rose de h a ie ... —
Approche-toi, vieil homme, il touchera ta plaie ! ...
— Les enfants précédaient le cortège en dansant.
Et tu vois, tiens, tu vois, j'ai mis mes mains en sang
Tellement j ’ai cassé pour eux de branches vertes!
— Ah! toutes les maisons de Sichem sont désertes!
Le premier qui voulut partir, c’est ce p etit...

— 324 —
t ¡ E L I O P O L l S
Ce jeune homme ne croyait pas, quand il partit,
Et rien qu’en nous suivant il a perdu son doute :
Oui, l’effort seulement de s’être mis en route!
—Les marchands ne pensaient qu’à leur marché perdu.
Le prêtre a raisonné. Mais moi, j’ai répondu.
Et je sentais que je parlais avec ton Verbe!
Ah! je respire avec bonheur l’odeur de l’herbe!
Je ne reconnais plus ma voix dans l’air du so ir...
Oh! les marchands, il ne faut pas leur en vouloir!
Les femmes ont été tout de suite très bonnes.
Je ris. Je suis heureuse. Il faudra que tu donnes
Ton grand manteau de laine à baiser. Nous venons
T'adorer. — Approchez! — Je te dirais leurs noms.
Toi qui vois tout, tu vois que toutes sont venues,
Et tu les reconnais sans les avoir connues.
Celle-ci, c’est Tham ar; celle-ci, Penninah.
Il arrive des gens encore1. Y y en a
Dans tous les prés voisins. La foule est très nombreuse.
J ’étouf/e un peu. Je vais pleurer. Je suis heureuse.

Febriciente, invadido por una emoción verdade­


ramente indefinible, hecha de dulzura, de piedad, de
amor, he seguido anoche todas las manifestaciones de
esa fuerza artística que se llama Sarah Bernhardt, —
esas grandes pupilas hasta las que llegan las solivian­
tadas mareas del corazón, esos labios finamente deli­
neados que se entreabren como pétalos de una flor en
el amanecer de una alegría, esos brazos que se tien­
den hieráticos como en una imposición teúrgica, esas
manos transparentes de dedos afilados, bizantinos, tan
elocuentes en sus gestos expresivos como los mismos
labios, y esa voz dulce, acariciadora, redonda, que cre­
ce, aumenta y desborda al cabo en cataratas cuando
se desencadenan las tempestades del corazón. Y oyen­
do esa voz de oro, tierna a veces como el arrullo de

— 325 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

■una paloma y rugiente en los instantes de delirio co­


mo la voz del m ar; contemplando aquel rostro sobre
el cual los músculos obedientes dibujan todas las lí­
neas luminosas de la alegría y todos los surcos y som­
bras del dolor, he pensado en la suma de esfuerzos
voluntarios, de estudios, de ensayos, de correcciones,
de cuidada dirección estética que han sido necesarios
a la actriz para llegar a esos juegos de fisonomía tan
expresivos y perfectos, realizados con acabada natu­
ralidad, sin que en momento 'alguno se denuncien los
recursos mediante los cuales se ha podido llegar a
ellos. Y he pensado también que para impresionar a
toda una sala de espectáculos, integrada por tantas al­
mas diversas, por tantos temperamentos opuestos, co­
mo esa mujer lo hace, sojuzgando voluntades, tor­
ciendo caprichos, destruyendo contradicciones, hacien­
do en fin compartir su alegría o su dolor, en un mo­
mento dado, al alma de una anónima multitud, ha
sido tal vez necesario que las carnes, y el corazón, y
el entendimiento de esa mujer, en el camino de la
vida, hayan padecido largamente de sus zarzas y pe­
dregales, en tumbos de dolor, en arañazos de fiebre,
en angustias de desengaños, en magullamientos de mi­
serias .
Samuel Blixén, espíritu inquieto y observador, de
gusto artístico bien cultivado, que acierta de veras
en sus juicios y apreciaciones cuando abandona su es­
cepticismo de hombre de mundo, dijo con sobrada ra­
zón en su crónica: “ Somos muy pocos los que hemos
pasado anoche unas horas de deleite oyendo en la­
bios de artistas sublimes, la sublime versificación de
una sublime doctrina; y quienes precisamente nos ex-

336 —
taSiábamos con tanta hermosura, éramos quizá los vul-
fr„res herejes y descreídos que había en el teatro. .
Exacto. Ante la encarnación escénica por la actriz
francesa de esa figura mística que cruza el Evange­
lio de San Juan como una visión de nieve, y ante
]os cuadros que con armoniosa belleza se sucedieron
ell la escena, resucitando una hora de la vida de la
humanidad, pocos han sido los espíritus que han res­
pondido a la evocación. La Samaritaine no es obra de
efectos teatrales, de grandes recursos escénicos, de
deslumbramientos y maravillas suscitados por habi­
lidosos trucos. No expone un argumento movido y va­
rio, interesante y conmovedor; no ofrece enconadas lu­
chas, hirvientes pasiones; no tiene para recomendarse a
la atención de los psicólogos hondos estudios de carac­
teres ni profundos análisis sociales. No provoca el llan­
to ni estimula a reír. Es una pieza blanca; un poema
sencillo; un misterio sagrado. Todo en él es pálido,
ingenuo, e'nsoñado. Las figuras pasan como sombras.
Las palabras se disuelven en el aire como volutas de
humo. Dijérase una visión que cruza ante el durmien­
te, irreal, fantasmagórica, sin sobresaltos. Vivimos,
como en la infancia, de su dulzura e inmaterialidad;
absorbemos su esencia; nos incorporamos su ingenui­
dad. Y, por modo inconsciente, nos trocamos en otro
ser, aéreo, espiritual; nos volvemos más puros; nos
sentimos llenos de luz, de caridad, de amor. En nues­
tra frente arde una estrella. En nuestro pecho hay un
vaso con esencia de nardo.
Pocas obras contemporáneas llegan a tanto.

— 327 —
“LA CENA DELLE BEFFE” de Sem Benelli

“La cena de las burlas”, el poema dramático en


cuatro actos de Sem Benelli, estrenado en Roma en
1909, que conoció anoche nuestro público, es la
lucha de la inteligencia con la fuerza física, o, por me­
jor decir, de la astucia contra la brutalidad. Esa es­
grima del ingenio, empleándose en burlar con sus ha­
bilidosos recursos el ímpetu ciego de un bárbaro irri­
tado, consciente del todo-poder de sus músculos, re­
viste formas insospechadas, curiosas, siempre sorpresi­
vas, a menudo divertidísimas, pero no siempre medidas
y tolerables. Desde el comienzo de las edades vemos al
espiritu sagaz emplear sus artimañas para alcanzar el
logro de sus propósitos: nada menos que en el texto
sagrado de la Biblia se nos refiere cómo y de qué ma­
nera el espíritu del mal encarnado en una serpiente
vino a tentar a nuestra madre Eva para hacerle comer
el frutó vedado por el Señor. La literatura popular, de
todos los tiempos y de todos los pueblos, se ha com­
placido en simbolizar en el zorro todas las mañas y
recursos de que son capaces los que imponen su ca­
pricho, no a golpes, sino con una palabra habilidosa
o con un gesto oportuno, — y el grande y bueno de
La Fontaine nos ha instruido al respecto con el ejem­
plo de su bellísima fábula:
Maître Corbeau, sur un arbre perché,
r
V I C T O R P E R E Z P E T I T

que evidencia a la vez cómo la Adulación puede ha­


cerle abrir la boca a la Vanidad para dejar caer el
queso que ambiciona la Astucia. Pero no siempre las
bromas y puyas que el espíritu zumbón lanza contra
su enemigo se reduce a eso, es decir, a una sencilla
burla graciosa y tolerable: las más de las veces, en
sociedades algo primitivas y entre sujetos de senti­
mientos un tanto rudos, las bromas transparentan un
oculto afán de herir y hasta de agraviar al burlado,
cuando no revelan a las claras un bien definido pro­
pósito de venganza. Y ya en este punto, la chanza
suele degenerar en tragedia.
La burla, entre personas educadas o en socieda­
des que han alcanzado cierto grado de refinamiento,
es movimiento espontáneo y rápido del espíritu, a ma­
nera de chispazo del ingenio, que, haciéndonos ver ino­
pinadamente el artificio de una cosa, la deleznabilidad
de otra, suscita en la tela de araña de nuestros ner­
vios una conmoción que se traduce en una carcajada,
o, por lo menos, en el leve arañazo de una sonrisa di­
bujada en la comisura de los labios. “Una mujer tar­
da cuarenta y cinco años en llegar a los treinta” : he
ahí una ironia finísima, comprobatoria de una verdad
muy humana y explicable, que sólo puede nacer en un
espíritu superior, jardin cultivado por las artes y buen
gusto de excelente jardinero. Esa burla regocija al
que la oye, desinteresadamente, sin despertar en el
ánimo motivos de desprecio para las aludidas. Reí­
mos la partícula festiva que integra el concepto; cele­
bramos la gracia que lo anima; aplaudimos al ingenio,
— pero no avizoramos maldad alguna. Incorpóreo,
ese rayo de luz, un si es no es burlón, que se ha aso-

— 330 —
r r B L I O P O L l S

mado a las pupilas, clava su dardo de diamante en la


flaqueza femenina que denuncia, mas no se mancilla
con la más leve gotita de sangre. Otras veces también,
Ja sutileza de la ironia nos obliga, para alcanzar su
contenido, a un proceso mental que avalora después
la alegría del descubrimiento. Ese esfuerzo que el iro-
nista o burlador nos demanda para comprender su in­
tención, satisfaciendo la vanidad que a todos nos asis­
te acerca de nuestra perspicacia, certifica que el ar­
gumento ha sido bien trabajado y merece el aplauso
con que lo celebramos. En una subasta pública se sa­
can a la venta los muebles, joyas y objetos de arte de
una hermosa cocota parisiense. Dos elegantes seño­
ras, un tanto entradas en años y en carnes, que asis­
ten al remate acompañadas por un caballero de su amis­
tad, — gardenia en el ojal y una chispa de luz pica­
resca en los ojos, — comentan las ofertas de los pos­
tulantes :
— Son desorbitados los precios que se están pa­
gando, — aduce una de las señoras.
—Todo porque las estatuillas y cuadros fueron
propiedad de una “irregular” — añade la otra.
Y el vejete que las acompaña, aburrido, comenta:
— Lo que ustedes desearían es adquirir estas co­
sas a precio de costo.
El donaire de la burla apaga aquí lo que pudie­
ra encerrar de ofensivo la frase. Puede más el des­
lumbramiento del rasgo de ingenio que la materiali­
dad de la comprobación que certifica. Acaso las se­
ñoras, por su honestidad, estén fuera del alcance pe­
caminoso que les atribuye la ironía esa; pero lo cierto
es que la virtud regocijante de ésta, por lo atildada

— 331 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T

y evocadora, suscita nuestra alegría: en nuestro áni­


mo se encienden todos los farolillos de una fiesta ve­
neciana. No hay como decir las cosas bien, aun las más
enormes, para no escandalizar a las gentes. Se pue­
de llegar hasta la mordacidad, sin mala intención por
supuesto, sin mancillar la flor sobre la cual acaba de
depositarse un gusano. En la tumba del amante de
la señorita Miré, cantante de la Ópera de París, —
al decir de un chispeante cronista, — un epitafio mu­
sical rememora sus artes y triunfos con cinco peque­
ñas notas del pentagrama: “Mi-re-la-mi-la” . Lo cual,
fonéticamente, en francés, se lee así: “Miré, lo puso
aquí” .
Pero no siempre la burla se estrecha en el aro
de oro de una retórica finamente trabajada para re­
gocijo exclusivamente de la inteligencia; muy a me­
nudo, destinada a actuar sobre temperamentos espesos,
a suscitar la risotada que surge de un vientre redon­
do flanqueado por las ansas de dos brazos, se va de­
recho a la animalidad, y entonces la hurga y la cos­
quillea con manotones de comadre de barrio y pun­
tazos esgrimisticos de soldado en trance de divertirse.
En tal caso, la burla abandona los modos propios de las
gentes cortesanas, olvida el carril del ingenio que hace
de ella, todavía, un acto intelectual, y se convierte sú­
bitamente, sin transición, como por extraordinaria me­
tamorfosis, en lo que los italianos designan con la pa­
labra “beffa”, — que nosotros, los que hablamos es­
pañol, traducimos por la palabra “mofa” .
Mofa es burla; pero “mofa” es una “burla” que
hiere, que lastima, que procura por lo menos herir y
lastimar. Al burlador se suma, pues, el espíritu de

— 332 —
H E L I O P O L I___________ 5
nialdad. Con la “beffa”, se trata de reír a costa aje­
na; pero esa risa no es la risa sana, rosada, burbu­
jeante que emana (jel pensamiento como el chispazo de
un cairel; — es la risa que al mismo tiempo que cele­
bra la contorsión funámbula de un cuerpo, se divierte
con la idea de que esa contorsión ha sido provocada
por los polvos purgantes que le hemos puesto a la be­
bida ofrecida al amigo que agasajamos. Un sentimien­
to que tiene mucho de instinto animal, que se manifies­
ta por actos o •recursos extraños al sentimiento hu­
mano de “piedad”, busca en lo agraviante, en lo per­
nicioso, en lo que origina un dolor o un daño, diver­
tirnos a costa de un semejante. Alguna vez, sin in­
tención de provocar ese daño o dolor, por incultura,
por torpeza, por grosería, la mofa latiguea a la vícti­
ma y la hace contorsionarse, provocando el regocijo
de los ignaros espectadores. Alguna otra también, di­
simulando la venganza o el castigo que se quiere reali­
zar, la mofa deja la máscara de la comedia y se co­
loca la trágica de Orestes. Entonces el sentimiento
implacable del rigor priva sobre la risa y en vez de
asaltarnos una carcajada nos estremece un temblor de
pavura.
Los italianos del Renacimiento, en particular los
florentinos, rieron siempre espeso. La risa les brotaba
del estómago repleto, antes que del corazón. En sus
ideaciones, trabajaba más el hígado que el intelecto.
En su burla había, más que cosquillas, la lumbrarada
de un puñal. Leed los cuentistas, Masuccio, Cornazza-
no, el mismo Bocaccio, — el gran precursor. Una es­
posa engaña a su marido y además le hace moler los
huesos a palos por su amante. Un mozalbete persi-
%
— 333 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
gue a una mujer casada, y es el mismo marido, ur­
gido por su confesor, los criados y la madre de su
cónyuge, quien trae a escena, para que la vean bien
todos los espectadores, la bacinica de noche que ha de
comprobar que la esposa, si quiere tener la descen­
dencia que desea el esposo, ha de acostarse con el mo­
zalbete que no es su marido. Un cura, rechoncho y
bien cebado, para alivianar de su culpa a un pecador,
acepta un hipotético esturión que se le ofrece valién­
dose de las artimañas de la astucia. Es todo un mun­
do de gentes hilarantes, desorbitadas, poco menos que
incoherentes, que no parecen tener otro norte en la
vida que vivirla intensa, apresuradamente, como
si temieran que la hora que llega es la de la muer­
te. Y es el constante afán de reír, de reír estrepitosa­
mente, hasta las lágrimas, con un olvido total del do­
lor ajeno, del pesar que puede hacer llorar a los demás.
La astucia, — sierpe de ingenio que ronda cons­
tantemente a los crédulos o desprevenidos para asal­
tarlos tras un cantero de flores cuando con mano des­
cuidada tratan de coger la flor que los ha deslumbra­
do, — está en el fondo de la psiquis de toda aquella
sociedad semiletrada y semibárbara del “cuatrocien
tos” italiano. Sutil, obscura, resbaladiza, forma la
esencia misma de las almas; y ora se denuncia en una
aparición de terciopelo, como una manta de humo que
resbala a lo largo de las paredes, ora en un relámpa­
go de plata bruñida, tal como el que se enciende en un
hueco propicio de una rodela historiada. Aparece allí
donde menos se la espera, como un breve escintilar de
astro, y en seguida se anega en la sombra cómplice,
— en la sombra que es su entraña misma. Combina su

— 334 —
¡j E L I O P O L I S

argumento, teje su entramado de araña, esconde las


zarpas que aprisionan. A pesar de su levedad, de su
estructura de ensueño, de sus filamentos invisibles,
es resistente como el acero, cruel e implacable lo mis­
ino que un destino. El mortal que cae en la red, está
perdido.
Mediante la astucia, Messer Giannetto Malespini,
en el poema trágico compuesto con singular habilidad
y genial inspiración por el joven y ya célebre drama­
turgo Sem Benelli, viene al logro de su venganza con­
tra los hermanos Neri y Gabriello Chiaramentesi,
dos bárbaros paisanos de fuerza hercúlea que le han
hecho víctima de una “beffa” . La acción de la obra
se desarrolla en Florencia, en tiempos de Lorenzo el
Magnífico. Y desde el instante mismo en que se alza
el telón y comienza el poema, estamos en plena tra­
gedia. Un soplo verdaderamente shakespeareano atra­
viesa toda la acción y nos mantiene en vilo, acongoja­
da el alma. Vemos diseñarse la venganza del pequeño
y mísero Giannetto en sus concisos parlamentos con
el caballero Tornaquinci, en cuya casa se celebra la
cena que parece ser de reconciliación entre los impla­
cables victimarios y el insignificante sujeto que no cuen­
ta con más armas para defenderse que su astucia; y,
sin saber bien de cierto lo que el temeroso Giannetto
hará, temblamos de angustia lo mismo que ante la
cueva de una monstruosa araña. La petulancia, la
seguridad de aquel Neri de tendones de acero, que no
tiembla ante nada y ante nadie, que desafía orgtillosa-
mente al mismo Magnífico — cuyo poder, escondido
y lejano, hace estremecer a toda la ciudad, — sus des­
plantes y bravatas, sus palabras groseras y fulmíneas,
r

V I C T O R PE R E Z P E T I t

no logran darnos la certeza de que triunfará en el due­


lo que él mismo provoca. Por burlarse del mismo Gian­
netto, a quien desprecia por su menudo físico, por su
cobardía, por su falta de hombría, y un poco también
por desafiar al amo prepotente que protege a aquél,
confabulado con su hermano Gabriello, le ha quitado
la querida al triste personaje, le ha encerrado luego
en un saco y le ha dado unos chapuzones en el Arno,
como si buscara ahogarle en él. Después, semiasfi-
xiado, chorreando agua, sucio de lodo, más muerto
que vivo, le ha inferido cinco o seis puñaladas en las
nalgas, cosa de no acabar con él, sino de verle sufrir
y clamar piedad, para reírse un rato. En el dramá­
tico relato que el mismo Giannetto le hace al caballero
Tornaquinci, precisa admirablemente su situación fren­
te a sus implacables perseguidores :

......................... 'Q u esti d u e fr a te lli


ebbi p e r m iei c o m p a g n i n e 'tr a s tu lii
in f a n tili, n e ’ g io ch i g io v a n ili..........
C o sto ro so n o f o r ti con le tiz ia ,
co m e i le o n i. Io se m p re li g u a rd a v o
co n m e r a v ig lia ; e, q u a n d e r a in c a n ta to
di lo ro fo rz a , m ’a c c iu f a r a n fo rte
co n le z am p e e le z an n e, e s b ra n a , e tr ib b i a . . .
Mi d ic e v a n o gli a ltri: Su, c o ra g g io ;
sii u n u o m o ; riv o lta ti ; f a ’c o re ! .........
L o r o stessi, rid e n d o , m ’a iz z a v a n o ;
ed a p p en a che a lz a v o u n d ito solo,
m u g lia n d o m i s to rp ia v a n o le b r a c c i a .. .
A h i ; ch e to rm e n to , v iv e re la v ita
tre m a n d o p e r il m io ste sso tr e m o r e !
N on av er co re! N o n a v e re a m o re !
N o n so com e n o n sono m o rto o p azzo !
C e r to n o n so n o io, co m e v o le v a

— 33<5
E L 1 O P O L I
N a t u r a : u o m o p a cific o , di l e t t e r e . . .
P e r d ife n d e rm i h o p e rs o o g n i v i r tù !
L a m ia n ien te so lta n to , te m p e ra ta
com e la m a di sp a d a , o r a m ’a s s is te !
I o g io co , sch erzo , celio col p e ric o lo ;
e, q u a n to p iù m 'o f f e n d o n o p iù s o f f r o
e g o d o in siem e, p e rch è p iù s’a g u z z a
la m ia m e n te s c a ltr ita . Q u e sti d u e
f r a te lli io m e l'im m a g in o p iù fo rti
d i quel c h e so n o, p iù fe ro c i, p iù
a s tu ti, p e r p o te rli s u p e r a r e .
V o i sa p e te che, sp e c ia lm e n te N e ri,
m a e s tr o di b ra v a te , sc h e rn ito re
fie ris s im o è il t e r r o r e di F io r e n z a .
N o n r is p e tta c h e il su o f ra te llo , t r is to
q u a n to lu i. C o n tro m e q u e sti d u e d ia v o li
h a n n o se m p re g o d u to a d a c c a n irs i.
S o la m e n te col m io ris o si d o m a n o . . .
E d io rid o ! E d a f u r i a o rm a i d i rid e re
h o u c c isa la p ie tà d e n tr o di m e
e .q u a lu n q u e v i r t ù . . . E sp re g io o r a an ch e q u ella
l'a m o r e . S ì, p e r u n a fe m m in e tta
b e lla . Ma N e r i lo sc o p rì, lo d is s e
a l su o f r a t e l l o ; e f u r o n o d ’a c c o r d o .. .
E N e r i in p o co te m p o la g h e rm ì
p r im a di m e ; la m e s se in u n a c a s a
q u i p ro s s im a e la tie n c o m e u n a s tia v a
p e r il p ia c e re s u o . . . I o c h e m e n ’e r o
in c a p ric c ito , e poi p e r v e n d ic a rm i,
p e r m ezzo d ’u n a fa n te fe c i in te n d e re
a G in e v ra il m io sc o p o . E g li lo seppe,
t u tt o s a lui co l s u o f r a t e ll o p e r f i d o ;
m i c h ia m ò c o n in g a n n o a q u e lla c a s a ;
e là m ’im b a v a g lia ro n o , m i p o sero
in u n sacco ed in A r n o m i c a la r a n o
e p o i s u m i tir a r o n o e poi g iù
r ic a la r o n o ; in fin e con lo stile,
se m p re s’in te n d e c h in s o d e n tr o il sacco,

337 —
V 1 c T O R P E R E Z P E T I T
c o m e u n tr is to b u f f o n e m i b o l l a r o n o ...
E d io . . . rid o !

Pero, ahora, Giannetto está devocionado a otro


amor más seguro que el de su perdida Ginevra; aho­
ra el triste burlado ama a una mujer pálida, de dien­
tes agudos y ojos enfebrecidos por una luz verde. Esa
mujer se llama Venganza. Esa mujer le ordena que
ría, que ría siempre; que disimule su dolor tras una
carcajada; que mate en él la piedad; que convierta su
miseria, su poquedad, su cobardía en una burla, en
histriónica farsa, — pero una burla y una farsa que
destile sngre como la punta de un puñal y que como
la punta de un puñal traiga la muerte.
Durante la cena, Neri no cesa de hacer escarnio
de Giannetto, sin ningún miramiento para el patricio
Tornaquinci, en cuya casa está. Es un personaje vio­
lento, mal educado, que no mide sus palabras, porque
está seguro de sus puños y está convencido a la vez
de que todo el mundo le debe acatamiento. Tan bár­
baro es, tan feroz se muestra, que justifica plenamen­
te el decir de Lisabetta — su enamorada romántica —
cuando en el tercer acto, en la escena de la prisión,
argum enta:

P o v e r o a m o r e ! D ic o n che t u sia
f e r o c e ; m a é p u r b ella la f e r o c i a !

En cuanto al minúsculo y solapado Giannetto,


muéstrase en las diversas incidencias de la cena el ti­
po astuto y medroso que le convierte, a pesar de la mi­
seria de su ánimo, en una fuerza arrolladora del des­
tino, en un relámpago de venganza y de muerte. En-

— 338 —
H E L I O P O L I S

cogido, miserable, temblando de miedo, tiene arrestos


ara desafiar la colera de sus victimarios con finísi­
mas ironías, con palabras más agudas que un puñal.
(Riannetto Malespini es la cobardía audaz, la palabra
servil que zahiere, el gesto medroso que desafía, la tí­
mida voluntad que es capaz de afrontar la misma
m uerte . Contempla impertérrito a su martirizador cuan­
do besa los labios de Ginevra, que ha traído consigo;
acepta todas las afrentas e injurias; se humilla, se re­
baja y hasta se ríe y se burla de su propia insignifi­
cancia. Pero es porque está seguro de su fuerza in­
terior, de su voluntad indomable, de la venganza que
el arma de la astucia colocará en sus manos. Juega
con la muerte y se deleita con la aguda sensación de
tener miedo. Es lo que él mismo confiesa a su ami­
go Fazio en cierto pasaje de la obra :
N o n è la v ita u n g io co co n la m o r te ?
V e d i, c o m e so n f a tt o ! P i ù n e tre m o
e p iù m i p iac e il g io c o . D e f o r m a to
m i so n o c o l te r r o r e , corno stelo
n e ll’o m b ra : p iù s ’a f f i n a e p iù s’o s tin a !
I n q u e sta g io s tr a io se n to o r a l a v ita
r a c c o g lie rs i in u n n o d o d i t e r r o r e
p iù te n a c e d e ’ serp i di M e d u s a .
Io v o g lio ; io v o g lio c h e il p e rfid o N e ri
a m e si ra cc o m a n d i p e r p ietà ,
ch e m i s o r r id a c o m e si s o rrid e
a d u n p a ri, n o n d is d e g n o s a m e n te .
I o lo v o g lio ; io lo v o g lio c o n f u r o r e ,
a ltrim e n ti il m io n o d o d i t e r r o r e
lo p u ò s tr o z z a r e d is p e ra ta m e n te .

A lo cual contesta el amigo Fazio con una ima­


gen oportuna y bellísima ;

— 339 —
V 1
C T o R P E R E Z P E T I T
Voi m i p a r e te d i q u elle f a r f a l le
che g io ca n o coi lu m i n e ll’e s ta te .
A le g g ia n o e tr e m a n o e ti p a re
c h e v o g lia n o s f u g i r la fia m m a e in v ece
la c e r c a n o : la c e rc a n o e la fu g g o n o ,
la te m o n o e la b ra m a n o e si b ru c ia n o
e m u o io n o pel g u s to di t e m e r e . . .

M a n o n h o v is to m ai q u e sto m ir a c o lo :
ch e u n a f a r f a l l a sp en g esse u n a to r c ia !

Y aquí la replica de Giannetto, que nos alecciona


sobre el secreto de su fuerza :

U n a f a r f a l la n o ; m a u n v ip is tre llo
sí...

De pronto, el reptil que va envolviendo en sus


aros al orgulloso Neri, tiene un, silbo horrendo. Mien­
tras los dos hercúleos hermanos afrentan durante toda
la cena del Tornaquinci al mísero Giannetto, éste, sobre­
poniéndose a su miedo y desafiando la cólera de aqué­
llos, revela con melifluas palabras a Neri que Gabriello
está enamorado de Ginevra. El coloso, seguro de sí
mismo, no ve al reptil que le acecha con sus ojos hip­
nóticos, y desprecia la advertencia. Pero Gabriello, que
ama efectivamente a la mujer, se alza y se dispone a
partir para no caer en la tentación de aplastarlo. En
vano Neri procura retenerlo, afirmando que la pala­
bra del despreciable Giannetto, inspirada en el deseo
de arrojar una sombra entre los dos hermanos, no
amengua la confianza que tiene en Gabriello; éste in­
siste en marcharse, se despide del huésped y, envol­
viendo en una mirada ultrajante a Giannetto, sale.

— 340 —
Después de esta incidencia de la cena, y cuando
fíenos se la espera, es la escena de la apuesta. Neri,
que no ha cesado en sus bravatas al afirmar que no
existe en toda Florencia un hombre que le cause mie-
do, que asentado en sus dos pies de bronce es capaz
de hacer frente a toda esa juventud bulliciosa y esgri-
mística que rodea al Magnífico, se ve contradicho por
el insignificante Giannetto al argumentar éste que la
astucia puede competir con la fuerza y realizar hazañas
de igual volumen, y que acaso esa misma astucia, que
ya ronda al gran Neri — la advertencia del propio
burlador a su enemigo resulta trágica en tal momen­
to — se sobreponga y domine al ánimo más esforza­
do y a los músculos más vigorosos. Exasperado Neri,
desafía a Giannetto a que se presente en casa de una
dama amable de Florencia, la Bella Pellegrina, que
en ese instante debe estar rodeada por sus numerosos
adoradores, toda una corte de “messeri cascamorti” ,
con el rostro pintado de negro. Naturalmente, Gian­
netto no recoge el guante, aduciendo con su habitual
cobardía que la aventura podría acarrearle una lluvia
de palos; mas aprovecha la oportunidad para desafiar
a su turno a Neri, apostando diez florines de oro a que
..................... non anderesti,
giusto a quest’ora, dentro la bottega
di Ceccherino, in Vacchereccia, dove
stanno appunto adunati i più notevoli
giovani di Firenze che tu dici
poter gabbare quando più ti piaccia.
E non importerà che tu li tocchi ;
basta ohe a loro ti presenti armato
d’arme bianca e recando sulle spalle
una roncola.
v i c t o r P E R E Z P E T I T

Neri cae en el lazo. Violento e irreflexivo, se


vuelve hacia Tornaquinci y le pregunta si tiene en la
casa con qué armar a un caballero. — “Hay armas
como para equipar una escuadra entera” , — replica
orgullosamente aquél; y recuerda que hace pocos días
el mismo Lorenzo de Médicis revistió una hermosa
armadura. Neri no quiere saber más y pide que le
sean entregadas las armas. Y así, con armadura, yel­
mo y espada, sale a la calle el arrebatado Neri para
dar cima a su hazaña y ganar la apuesta.
Pero, si Neri se apresura a salir, arrastrado por la
oleada de su coraje, ganoso ya de combatir y humi­
llar a toda la juventud florentina, la astucia de Gian-
netto anda más ligero, y saliendo también a la calle,
va a prevenir a los contertulios de la “bottega de Cec-
cherino” que Neri se ha vuelto loco repentinamente,
que ha querido matar a sus parientes y que profirien­
do gritos amenazadores y con ademanes descompuestos
ha penetrado en la casa de Tornaquinci, armándose de
arma blanca, y jura y vocifera que quiere

uccidere quel tristo Ceccherino,


linguaccia, pappatore e leccatore,
e con lui t-utti quei che trovera
in bottega.

Con lo cual, prevenidos los que pretendía sorpren­


der Neri, le aguardan, luchan con él y concluyen entre
todos por maniatarlo. Giannetto, entre tanto, echán­
dose sobre los hombros el manto verde de Neri, dirige
sus pasos a casa de éste para rematar la “beffa” re­
focilándose cori Ginevra.
La prosecución de la “beffa” va asumiendo en los

— 342 —
Il E L 1 O P O L I S
actos subsiguientes grados de intensidad tan grandes,
que al cabo el espectador advierte la proximidad de
la tragedia. Ya en el acto segundo vemos cómo Gian­
netto, que ha pasado toda una noche de amor junto
a Ginevra, en el propio lecho del coloso burlado, tiene
la temeridad de presentarse ante el propio Neri con la
voluble y traidora mujer, para que éste tenga la certeza
de su engaño y rabie y se desespere de ira y de celos.
Neri, que lia logrado desatarse de los cordeles que le
mantenían impotente para defenderse en la bodega de
Ceccherino, se presenta inopinadamente en su casa a
fin de sorprender y castigar a los amantes; pero ad­
vertido a tiempo Giannetto, llama en su ayuda a los
hombres del Mèdici, y cuando éstos han rendido por la
fuerza al hombre, maniatándolo más seguramente que
antes, Giannetto, con su mofa que lastima como una
daga, con su risa helada que la astucia parece con­
vertir en un movimiento de humana piedad y que en
el fondo no es otra cosa que ludibrio y sarcasmo, le za­
hiere irónico, babosamente:
— “Ah, manigoldo; ah, tristo; ah, brutto viso di
cane!” — ruge Neri al verse cogido otra vez y no
poder castigar a su burlador.
— “Mio buon Neri — replica suavemente Gian­
netto, — che pietà vederti pazzo nel fiore degli anni!”
Y luego, volviéndose hacia la puerta del dormito­
rio de Ginevra, le dice al verla aparecer en el umbral,
aún con el desorden de su noche de amor :
— “O Madonna, venitelo a vedere; è legato.”
— “Oh, mio Dio! Mi fa pietà” — murmura com­
pasivamente la mujer.
— “Carogna” — muge N eri.

— 343 —
V I C T O R P E R E Z p e t i t

— “Ci son io, per consolarvi.. — proclama Gian-


netto, atrayendo a sí la hermosa y reclinándole la ca­
beza contra su pecho.
Entonces, en el colmo de su irritación, vencido,
afrentado, soñando con todas las fuerzas de su ser en
la venganza, Neri lanza como un alarido de amenaza
los rotundos versos que bajan el telón:

Tu Tliai goduta! Tu me l'hai goduta!


Preparad la bara, Giannettacio! ...

El tercer acto prepara toda la acción, viva y arre­


batada del cuarto y último. Neri es conducido a una
sala del subterráneo del Palacio Médici. Allí, asegu­
rado sólidamente por fuertes cordeles a un sillón, vi­
gilado de cerca, injuriado por todos los que le creen
loco, tiene que padecer todavía las rudas pruebas a que
le somete la farsa de su enemigo. Giannetto hace com­
parecer al Trinca, un marido burlado por Neri, que
no ha logrado sobreponerse al temor que le inspira el
hombre que ante sus mismos ojos hizo suya a su mu­
jer, y le deja solo con Neri a fin de que lo agravie
con sus palabras y lo martirice un poco con su estileto.
Luego, trae ante el burlador a tres mujercitas que
Neri logró con falsas promesas y abandonó en segui­
da sin remordimientos, para que le escupan al rostro
todo su rencor y su venganza. Pero, he aquí que una
de ellas, Lisabetta, sigue enamorada del terrible Neri,
y al quedar sola con él, convencida al cabo de que no
está loco, se concierta para liberarlo. Cuando Giannetto
vuelve a conocer el resultado de la entrevista, se en­
cuentra con la novedad de que Neri está efectivamen-

— 344 —
ti E L I O P O L 1 S
te loco, — así, por lo menos, se lo asegura Lisabetta,
y así parecen comprobarlo los dislates que salen de la
boca del personaje. Neri es un hombre rudo, semi-sal-
vaje, sin mayor inteligencia : finge mal su locura y
salta de un desatino a otro, tal como si todas las cla­
ses de locura se hubieran albergado en su cerebro.
Giannetto, por su lado, es astuto, desconfiado; adivina
que Neri finge haberse vuelto loco (él, que estaba per­
fectamente cuerdo pocos momentos antes) a fin de que
le suelten y pongan en libertad. Su inteligencia y su
miedo le tornan prudente y prevenido. Interroga a Li­
sabetta, al mismo Neri, — y cada vez se cerciora más
v más de que su enemigo finge para poder cobrarse de
la “beffa”. Entonces, bruscamente, toma su decisión.
Es imposible continuar así. Libre Neri, tendrá que
huir de Florencia o morir de terror un poco cada día
hasta que las zarpas del otro lo destruyan definitiva­
mente. En su cerebro encendido, la “beffa” tiene una
culminación : o Neri se le entrega, derrotado para con­
certar una paz definitiva, o Neri, caído en la red que
ha tejido su venganza, se aniquilará por sí mismo.
Adelantándose un poco, hace entrar en la cueva a ocho
fornidos hombres del Mèdici, y les ordena que desa­
ten a Neri. En seguida, vuelto hacia éste, le dice con
sutil ficción, en la que la astucia mantiene aún el tem­
blor del miedo:

Povero N e ri!... Tu sei dunque pazzo!...


Povero N eri! Tanto mi addolora,
die non oso anche crederlo, e di fatti
ne voglio fare un’ultima riprova.
Senti : stasera io me n’andrò di certe,
in casa di Ginevra, all’ora solita.

— 345 —
y 1 C T O R P E R E Z p e t i t

E se tu ci sarai, allora ammazzami !


10 certo ci sarò: sai come sono:
11 pericolo è il mio pane e il mio vino. ..
Mi tremano le gambe, se ci penso;
Ma ci sarò ! Se tu sei pazzo, certo
non ci verrai ed io ti farò dono,
per la pietà che ancora mi rimane,
duna notte d ’am ore... Se non sei,
vi troverò la m orte... Ma verrò;
perchè Ginevra adoro sopra tutto,
e senza lei, la vita, che mi giova?
Gioco tutto per tutto ! ... Ma tu, bada. ..
Se hai ancora senno, usalo bene;
ed aguzzalo e tendilo!... D ifenditi!...

Aquí, en este parlamento, está encerrada toda la


tragedia, y en él, a la vez, escondido todo el espíritu
sagaz del florentino que sabe lo que busca, que tiene
en las manos todos los hilos de la trama que ha he­
cho para aprisionar su presa, que sabe ir hasta el fin,
aunque ese final esté teñido de rojo como una heca­
tombe. Giannetto está en tal momento tan por encima
de su rival, — asistido éste por la fuerza bruta que
es su patrimonio, — que, cobarde como es, no vacila
en advertirle a Neri que no cree en su fingida locura.
Libre y suelto Neri, puede ir en busca de su odiado
burlador allí mismo donde le dice, en su propia casa,
entre los brazos de Ginevra. Desamparado y solo, co­
barde y poquita cosa como es, no es de creer que se
defienda; Neri lo destrozará en el primer asalto con
sus nervudos miembros. Es la muerte segura, fatal. ¿Y
Neri no desconfía que detrás del voluntario entrega­
miento de la víctima puede esconderse una trampa pa­
ra atraerlo? Neri es impulsivo y arrebatado; Giannetto

— 346 —
H E L I O P O L I S

lo sabe. Confiado en su fortaleza y en su ferocidad que


no sabe del perdón, concurrirá a la cita de m uerte:
Giannetto lo sabe. Pero Giannetto sabe igualmente que
Neri no es astuto, que no es inteligente, que no des­
confía de nada porque nada teme. Y entonces, se atre­
ve, —inaudita arrogancia— a advertirle que se de­
fienda. Bien podría pensar Neri, que su burlador, sien­
do tan cobarde como es, esconde un propósito, guar­
da un plan al asistir a una cita en la que se juega la
vida, Y bien; tan seguro está Giannetto de culminar
en su “beffa”, que le previene: “ Si no estás loco y me
comprendes bien, ¡cuidado! Aguza tu ingenio y em­
pléalo bien. ¡Defiéndete!” En tal momento, Giannetto
le brinda a Neri una tabla de salvación, y esto es lo
que nos reconcilia con su falta de sentimientos. Si Ne­
ri pide paz, habrá terminado todo motivo de guerra
entre los rivales: a la burla de los hermanos Chiara-
mantesi habrá correspondido el Malespini con su bur­
la. Pero si Neri no comprende, no será su rival quien
lo aniquile: será él mismo quien se destruya.
El final de la obra es de una teatralidad perfec­
ta, honda y dramática. La acción corre viva, cerrada,
en un solo trazo firme y vigoroso hacia el desenlace,
como un gran rio desbordado. No hay incidencias que
distraigan al espectador y le aparten de la catástrofe
que ya presiente: apenas si en las escenas últimas una
serenata, que canta al pie de los balcones un anónimo
adorador de la bella, interrumpe esa acción. Pero esa
misma serenata está puesta así a efecto de producir un
complejo de poesía, de desesperanza, de misteriosa in­
quietud. Todo en este cuadro último está compuesto
y movido por una mano experta en el tecnicismo es-

347 -
V I C T O R P E R E Z p e t i t

cónico. Aparece un personaje y nos angustiamos pen­


sando en lo que va a acontecer dentro de poco. Apa­
rece en seguida otro y nos entran ganas de rogarle que
se marche si estima en algo su vida. Cada situación
nueva va eslabonándose a la acción que presentimos,
agregando combustible a la pira que va a encenderse.
Sin suceder nada todavía, estamos bajo la congoja de
lo que sucederá. Vedlo. Se alza el telón. La sala de
la casa de Ginevra aparece en una semi-penumbra. No
hay nadie en escena. Silencio. Después de unos instan­
tes, surge en la puerta de su dormitorio Ginevra, ves­
tida con una túnica amarilla que transparenta, como
una luz, la línea escultural de su cuerpo. Llama a su
doncella Cintia. Las primeras palabras que se cruzan
en escena entre ama y criada, no son como para tran­
quilizarnos : “—Creí haber oído abrirse el portón de
entrada y fui a ver; pero no había nadie” — murmu­
ra la criada. Es una frase corriente, vulgar, ¿no es
cierto? Sin embargo, un frío nos corre por la espal­
da. Y contemplamos con un sentimiento de indefini­
ble angustia a aquellas mujeres que permanecen tran­
quilas en medio de las sombras que las rodean. Cin­
tia está ahora peinando a su ama. Mientras ejecuta su
trabajo, conversa. Cosas triviales, las que pueden in­
teresar a tales criaturas: Cintia celebra la belleza de
Ginevra, rememora el arte con que domina a sus ado­
radores, a Giannetto, a Gabriello que es capaz de trai­
cionar a su hermano por amor de la cortesana, a un
jovencito que canta serenatas con sus amigos bajo los
balcones y dice cosas tan bellas que parecen madriga­
les. Las palabras de las dos mujeres van y vienen, se
entrecruzan al azar, como grandes mariposas noctur-

— 34» —
H E L 1 O P O L 1__ £
ñas, y nosotros seguimos pensando cómo pueden estar
tranquilas en medio de aquel silencio y aquella pe­
numbra. Y de improviso se abre una puerta y apare­
ce Neri.
Es el horror personificado. Pálido, los ojos ma­
los, todavía viste la coraza de la fatídica apuesta,
apenas recubierta por su manto verde. Pocas palabras,
pero terribles. — “¡Me has engañado, vil cortesana! Y
bien, yo lavaré con sangre el engaño. ¡Ni una pala­
bra! -Si pronuncias una sola o tienes un movimiento
que denuncie mi presencia, eres muerta! Giannetto ha
de venir ahora aquí, lo ha prometido, y quiero apu­
ñalarlo entre tus brazos. Dime, ¿dónde lo aguardas
cuando viene? ¿aquí, despierta, o en tu lecho? Apaga
las luces; enciende tan sólo esa linterna que está so­
bre ese mueble. Ahora, vete. Acuéstate. Espéralo; yo
también lo esperaré, oculto detrás de ese cortinado.
¡Y ya lo sabes! ¡ni una palabra si quieres vivir!”
Y sale Ginevra, dominada por el espanto. Queda
la estancia vacía un momento, envuelta en sombras y
silencio. Hay una espera que nos parece, a los espec­
tadores, la calma horrenda que precede a las grandes
tempestades. De pronto, por la entreabierta ventana,
entran levemente los sones de una serenata: debe de
ser el amador aquel de que hablaba Cintia. Cantan las
violas la era mágica de mayo y la voz fresca de un
mozo celebra el poema de la vida. En semejante ins­
tante, la música adquiere un timbre melancólico que
parece llorar sobre una pálida muerte. Mas, casi en se­
guida, el drama vuelve a cogernos. Sobre la escena ha
surgido otro fantasma, que avanza quedamente, escru­
tando las sombras, el oído tenso. Es Fazio, el ami-

— 349 —
T O R P E R E Z P E T I T

des en calles y plazas; el “parlar gentile” celebrado


por Bocaccio daba la pauta de la categoría de las gen­
tes; la sonrisa de bienvenida se pintaba en todos los
labios. Pero todos esos hombres y mujeres eran crue­
les y a las veces también feroces. Ignoraban el senti­
miento de piedad. No oían el llanto de sus víctimas;
no veían las carnes que trituraban y deshacían. Con la
impasibilidad de un carro de piedra, hollaban los cuer­
pos que se interponían en su camino; después, como
iban cargados de heno oloroso y de encendidas ama­
polas, eran celebradas tal que carros votivos. ¡Bárba­
ra humanidad que proclamaba el triunfo de la inteli­
gencia sobre la fuerza bruta y que lo hacía levantan­
do altares a la Muerte!

- 352
IRIS, de Mascagni

A pesar de las diferencias fundamentales de or­


den técnico que cualquier espíritu medianamente ver­
sado en música puede establecer entre el “Himno al
Sol” de Mascagni y ciertas páginas descriptivas de
Mendelssohn y Grieg, es evidente que existe en aquél
la misma fuerza evocadora de la naturaleza que en de­
terminados compases de la “Canción de la primave­
ra” o del “Amanecer”, por ejemplo. El grácil ritmo
onomatopéyico de algunas frases de la citada “Can­
ción”, así como la virtud sugeridora de otras de la
famosa “ Suite”, que no sólo evocan la naturaleza, si­
no que en una extraña confusión sensorial nos hacen
sentir la frescura de las gotas de rocío sobre los cam­
pos aún dormidos y los primeros chispazos de la au­
rora sobre la copa de los árboles amasados en som­
bra, pasa al través de toda la Introducción musical de
“Iris” como el más soberano aliento inspirador. Y
hecho digno de cuenta es éste: Mascagni, que ha sido
siempre, en todas sus obras, —aun en el celebrado
“Intermezzo” de “Cavalleria Rusticana”— un comen­
tador de estados de alma, se nos muestra en el “Him­
no al Sol” como un pagano contemplador de la natura­
leza, como uno de esos líricos descriptivos que saben
acallar la propia conciencia para escuchar mejor las
infinitas y variadas voces que suben de la tierra.
23 _
— 353 —
P E R E Z P E T I T

Ved ese prodigioso “Himno al Sol” . La noche


reina sobre la tierra. Ahogados en tinieblas duermen
los árboles. Temblando de frío frente a los astros,
duermen las lejanas montañas. No hay un arrullo
en los nidos ni una palpitación en las flores de los
prados. Al través de los graves instrumentos de la
orquesta aletea una nota opaca, pesada, como una ne­
gra mariposa nocturna. Y el vuelo de esa nota som­
bría persiste en los primeros compases sin aumentar de
intensidad, con la persistencia de una angustiosa pe­
sadilla. La primer sensación de susto llega así a nues­
tro ánimo, sin que nos sea dado expresar qué es lo
que la motiva. Aún otro espacio de tiempo en medio
de ese terror de las tinieblas — que sólo volveremos
a hallar francamente en el tercer acto de la obra, cuan­
do los “cienciaiuoli” andan rebuscando a la luz de sus
temblequeantes linternas, en medio de la noche, un
pedazo de trapo o la luz de una joya,— y luego una
extraña cadencia salta en medio de la orquesta. Su
tono triste y melancólico, aunque más alto que el de
la nota inicial, no es el más propicio para devolvernos
la calma. Como la pobrecilla musmé que duerme allá
en el fondo de su casita al lado del anciano piadoso
y de su muñeca de cartón, nuestro sueño se puebla
de visiones, de monstruos y de quimeras. ¿Y qué
más que visiones horripilantes y deformes trasgos han
de anidar en esa naturaleza muerta, bajo el dosel
de ébano de la impenetrable noche? Acaso, sí, hay
algo más que los monstruos de la imaginación: en el
seno de la sombra, en los abismos de la vida, suelen
surgir otros seres, con figura humana, que tienen en
el alma zarpas de dragones y gargantas inflamadas de

— 3S4 —
H E L I O P O L I S

demonios. ¿No será, acaso, uno de esos repugnantes


seres el que ahora pasa rastreando, viscosamente, en
medio del lento “crescendo” de la melodía? ¿Qué vie­
ne a hacer ese fugitivo tema informe, árido e inusi­
tado, en medio a la naturaleza dormida, si no,
evocar a algún miserable Kyoto en acecho de la vir­
tud y de la inocencia? Pero ya la penosa sensación
se desvanece, los monstruos de la pesadilla se esfuman,
y el reposo se tiende otra vez sobre la tierra.
No obstante, hay en las primeras apariciones de
las voces metálicas, que sustituyen a las cuerdas, como
una vaga inquietud — esa inquietud inconsciente que
invade poco a poco al que duerme y presto va a des­
pertar. Dijérase que la luz que está aún bajo el ho­
rizonte, y que a pesar de su lejanía va matando las
estrellas, viene a poner una palpitación en la entraña
de la noche. Es algo así como un presentimiento el
que corre por los violines; es también algo como una
aspiración lo que rebulle en los cobres. Sí, el dur­
miente experimenta la primera sensación de la luz le­
jana. Ya las tinieblas no son tan opacas, ni el silencio
tan imponente. Saliendo de esa nada, que es la ab­
soluta obscuridad, los cuerpos adquieren muy despacio
formas extrañas y sobrenaturales, pero formas al ca­
bo. Un vago aliento de vida abanica los gérmenes en
reposo. Inquietos, los cuerpos se agitan. Los mismos
árboles se desperezan los primeros sobre negruras más
transparentes.
El Sol, el padre del calor y de la vida, avanza
bajo la línea del horizonte. Aun no puede vérsele,
pero la decoloración de las tintas sombrías anuncian
su presencia. Ya la tiniebla que palpitaba en los con-

— 355 -
y J C T O R P E R E Z P E T I T
trabajos se ha desgarrado, y al través de ella hay
cabrilleos en los clarinetes y flautas. Sobre la palidez
cadavérica del Oriente corre el hálito húmedo de la
mañana. Los oboes, luego las trompas, acusan un leve
avance de la luz. Hay en toda la naturaleza un es­
tremecimiento más pronunciado. Los mil débilísimos
rumores de lo que dormía y va a cesar de dormir,
pasan a ciegas, inconscientemente, sin razón ni me­
dida. De pronto, un primer chispazo salta de los me­
tales y dijérase que de inmediato una línea anaranjada
festona el horizonte.
Entonces el avance de la luz se acusa con mayor
relieve y valentía. Con notas que tienen toda la evo­
cación de los colores, vemos apuntar la aurora. La
claridad hialina que se difunde, saca del misterio las
cosas y los seres. Es este poder de la luz, como un
poder de creación. ¿Por qué lo que antes no existía,
en la noche, es y vive apenas brota la claridad? ¿Dón­
de estaban antes esas formas que de pronto se pre­
sentan y se revelan al espectador? ¿La tiniebla las
había ahogado, o es la luz quien las crea? ¡Qué im­
porta! Lo cierto es que un alma de fuego llega, ca­
da vez más arrolladoramente, a proclamar la vida y
el amor. Ahora no puede caber duda alguna; la or­
questa vibra saludando al nuevo Sol. Y las voces del
coro, secundando el canto triunfal de los instrumentos,
prorrumpen en las grandes palabras reveladoras;

“Son lo! — Son lo, la Vita! — Son la Beltà infinita,


la Luce ed il Calor!
Amate, o Cose! — dico —< Sono il Dio novo e antico,
amate ! — Son l’Amor !
Per me gli augelli han canti — i fior profumi e incanti,

— 356 —
H E L I O P O L I S

l’albe il color di rose — e palpiti le cose.


Ne’raggi mici fulgenti
l’anime paurose
ritemprano le Genti.
Son Io, l’eterno incanto ; — Io che rasciugo il pianto
e accheto ogni dolor,
che, legge d'Eguaglianza, — dono la Gran Speranza
che avviva tutti i cor.
Dei Mondi Io la Cagione; — dei Cieli Io la Ragione!
Uguale Io scendo ai Re — si come a te, mousmé !
Pietà é l'essenza mia,
Eterna Poesia,
Calore, Luce, A m or!”

E1 alma de la mañana palpita sobre la tierra co­


mo un inmenso beso fecundante. Ya no refulgen tan
sólo las altas nieves del Fousiyama; ahora la clari­
dad invade el valle, chispea en el río, penetra en los
jardines, colora las flores, despierta los hombres y
los pájaros. Todo ríe, y todo canta. A la vera del
camino, que margina al blando arroyuelo, la casita
de Iris ríe también con sus macizos de verbenas y de
azahares. El puentecillo, que salva en un salto curvi­
líneo las aguas del río, ríe igualmente entre las fle­
chas de las espadañas y bambúes. Y allá en lo hondo
del valle, donde los cerezos florecen en risas carmí­
neas, el villorrio diminuto, de techumbres de paja,
canta la fuerza vivificadora, eternamente joven.
Y el Sol surge al cabo en la revibración estentó­
rea de los metales. Con una alegría frenética estallan
en alaridos argentinos las trompetas, redoblan los tim­
bales, atruenan las trombas, se parten en chispazos los
címbalos. Agudísima, como una lámina de acero, can­
ta la luz del sol, y a su acento heroico despierta la

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v i c t o r P E R E Z p e t i t

Natura. Vuelcan las flores sus perfumes, trinan los


pájaros, rumorean los árboles, las hierbas se conste­
lan de diamantes de rocío, los gérmenes que surcan
a miríadas el ambiente, empapado de blanca claridad,
refulgen como átomos del iris. Y entonces empieza
el hosanna de la Naturaleza, el himno triunfal de la
vida, — esa polifonía de voces de todos los seres sa­
nos, de todos los seres fuertes, de todos los seres
bellos, que saben amar, que saben querer, que sueñan,
que rien, que arden de dicha, que se acercan, se bus­
can, se confunden y se reproducen en la eterna y pri­
maveral perpetuación de la Vida.
Y he ahí todo el símbolo de la obra. Así como
de la entraña de la noche tupida y silenciosa surgió
el Sol que es la luz y los cantos, así del dolor y la
muerte de una inocente musmé surgirán las flores lu­
minosas de los iris. Tal es la ley fatal e implacable,
la suprema ley que rige los orbes.
¡Qué encantadora visión de una japonesita inge­
nua y adorable nos ofreció anoche, en la interpreta­
ción de Iris, la señorita F arn etti! Su figura leve,
serenamente candorosa, envuelta en el flotante kimo­
no, cruzó por la escena lo mismo que una estampa
de Utamaro. Desde que, soñolienta aún, surgió en
el umbral de su casita, bordeada de flores, reconcen­
tró sobre si, con todo el poder virtual de las artistas
creadoras, la atención de toda la sala. Y su voz vaga­
mente melancólica, su voz que por instantes su­
po adquirir las entonaciones rispidas del terror, em­
pezó a contarnos: “H o fatto un triste sogno pauro-
so” . . . . Embebecidos, siguiendo el vuelo de nuestros
recuerdos, nosotros también recordábamos, de la exul­
tante Introducción, el sueño todo pleno de monstruos
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H E L I O P O L I S

y de quimeras. Y una simpatía fraternal nos inclinó


súbitamente hacia ese pobre ser armado tan sólo de
su candor para afrontar las crueles acechanzas de la
vida. “H o fatto un triste sogno pauroso” ; — sí, dué­
lete, musmè, de las angustias de tu sueño y de la
enfermedad de tu muñeca de cartón: aprende presto
a sufrir y a llorar, que ya en la sombra se aproxima
Kyoto y Osaka, la Traición y el Placer, para asaltar
tu virtud, para injuriarte en la noche del Yoshiwara,
para hundirte en la desolación y la muerte.
El rol de la protagonista en la partitura de Mas­
cagni es toda una creación de la señorita Farnetti.
FI alma de la musmè, ingenua, ensoñadora, desventu­
rada, palpita ante nosotros como una luz de verdad.
Ora en la casa paterna, donde el pobre ciego reza sus
rosarios, ora en la vidriera pública de la Guesha, en
el nido de la inocencia o en el escaparate de la co­
rrupción, la Iris personificada por la inteligente can­
tante conserva todos los ragos de su psiquis. Y en
el instante decisivo, en el segundo acto, cuando el
enardecido Osaka profana con mano brutal su veste
y su cabellera, y clava sediento sus labios en los de
la musmè, rugiendo: “Io sono il piacer” , — aun en­
tonces, la señorita Farnetti conserva la línea de su
personaje, lanzándose, con brusco terror, con una fe­
bril y anhelante precipitación, al recuerdo horrendo
/jue aquella palabra acaba de suscitar en su ánimo :
“Un di, ero piccina” . . . ¡Con qué arte, con qué pro­
testa de todo su ser, con qué terror de su abomina­
ble recuerdo de niña, cantó ese dificilísimo trozo la
Farnetti :

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V I C T O R P E R E Z P E T I T

Su dal mar morto


una gran piovra intanto
il capo ergeva,
e la fanciulla
col grande occhio falcato
fuor gnatava;
questa, domata
a quel terror di sguardo,
tutta affisava!
Su dal mar morto
i viscidi tentacoli
moveva il mostro
e per le gambe,
pei reni e per le spalle,
poi per le chiome
e il fronte e gli occhi
e il petto esile ansante
e per le braccia
la stringe e allaccia!

Quella piovra é il Piacere — quella piovra é la Morte.

La música, en un ritmo de fiebre, precipitado, con


acentos semi-salvajes (disonancias caras a la inspira­
ción del músico), dice el pavor de la visión del mons­
truo evocado por el bonzo del templo para simbolizar
el Placer. Son frases breves, cortadas, que el miedo
hilvana incoherentemente, y que tienen, sin embargo,
la suficiente cohesión melódica para estructurar una
música. Si el desorden sonoro, que pudiera degene­
rar en un guirigay, alguna vez revistió una forma
armónica y bella, esa es en esta página musical de
Mascagni, — tan apartada ya de las melodías regu­
lares de Cavalleria Rusticana. Y hay que decir, en­
tonces, que será muy difícil, que será acaso imposible

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H E L I O P O L I S

que con más verdad y mayor arte, sin grandes derro­


ches de voz ni extremarse en la acción dramática,
diga otra artista lírica la frase “quella piovra é il
piacere”, que anoche nos dejó en el espíritu algo del
religioso terror que estremecía a la desdichada Iris.
Al lado de la protagonista, todos los demás in­
térpretes tenían forzosamente que esfumarse. Sin em­
bargo, sería cometer una injusticia no recordar la la­
bor del señor de Muro. Cantó con valentía su parte,
especialmente en el segundo acto, — pues fuerza es
que digamos, en honor de la verdad, y a pesar del
bis que el público exigió de la Serenata de Jor, que
no nos agradó ni mucho ni poco su “Apri la tua fi-
nestra” . Todavía nos estamos preguntando por qué
se aplaudió esa Serenata tan mal timbrada. Pero el
tenor de Muro nos indemnizó con el dúo del 2Q acto
y especialmente con el “E questo é il baccio” .
El barítono Stabile, en su papel de Kyoto, exa­
geró un poco el personaje, pero cantó en cambio con
bastante corrección.
La orquesta muy bien bajo la batuta del maestro
M arinuzzi.

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E R R A TAS

Pág. 103, línea 24, donde dice: “Amunátegui,


Reyes”, debe decir : “Amunátegui Reyes” , pues los dos
apellidos corresponden a la persona del ilustre filólogo
y gramático.
Pág. 109, línea 10, donde dice: “odontológico”,
debe decir: “odontàlgico” .
Pág. 163, verso 14, donde dice: “parfais” , debe
decir: “parfois” .
Pág. 335, línea 12, donde dice: “paisanos” , de­
be decir : “písanos” .
Pág. 337, verso 39, donde dice: “niente”, debe
decir: “mente” .

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