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Hiliópolis
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TIPOGRAFIA ATLANTIDA — ZABAIyA, 1376
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OBRAS COMPLETAS de VÍCTOR PÉREZ PETIT
C R ÍT IC A :
I Humaniores littera
II De Weimar a Bayreulh
III Los ojos de Argos
IV Lecturas
V Las tres Catedrales del Naturalismo
VI Pornokrates
VII Los Modernistas
VIII Heliópolis
IX El jardín de Pampinca
X Los Evocadores
XI En la Atenas del Plata
XII Bajo la Cruz del Sur
XIII La tierra charrúa
X IV Mnemosina
XV Palestra
X VI De viris Claris
X V II Hipomnemo.— I Salones
XVIII — II Crónicas de Httl O tro "
X IX — III Discursos
XX — IV Cartas a Cacó
XXI A la luz de mi lámpara
XXI I Rodó
CU ENTO S y N O VELA S:
XXIII Gil.—El iParque de los Ciervos
XXI V Aguas fuertes y Acuarelas
XXV La vida bravia
XXVI Del tejado al arroyo
XXVI I Entre los pastos
XXVI I I El libro de Asclepigenio Sóndcs
XXI X La Ciudad del Espíritu
— A —
I
POESIAS:
TEA TRO :
XX XIII Cobarde (3 actos)
Yorick (4 actos)
XXXIV La rosa blanca (3 actos)
El baile de Misia Goya (1 acto)
El crimen de la calle Arenales (1 acta)
XXXV Claro de luna — (1 acto)
El Esclavo-Rey — (3 actos)
La Rondalla — (3 actos)
XXXVI La Ley del Hombre — (3 actos)
Mangacha — (3 actos)
Noche Buena — (3 actos)
XXXVII Los Picaflores — (3 actos)
El Principe Asul — (3 actos)
XXXVIII Los Vampiros — (3 actos)
Las ideas del alemán — (3 actos)
XXXI X Ocaso — (3 actos)
El hijo de la Muerte (1 acto)
Intermedio cinematográfico (1 acto)
El Pueblo de Bronce — (1 acto)
Xt. Clumlecler — (4 actos) traducción
Yajá — (1 acto)
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D E D IC A T O R IA
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Bruno de Le cocu magnifique; o cuando un Eugenio
O ’Neill nos representa en Mourning Becomes Electra
todas esas corrientes indomeñables de la fatalidad que
son el incesto, el suicidio, el odio, el dolor. Deslum
bradas las pupilas con los fuegos mágicos que brotan
en arboraciones químicas dentro de las retortas y cri
soles, estamos ahora más hechos al espectáculo de los
paraísos artificiales que a la emoción sencilla del cam
po florecido con el retorno de la primavera. En pin
tura, en poesía, en música, las nuevas formas han des
terrado a las que teníamos por más avancistas y re
volucionarias. Turner, Dante Gabriel Rossetti, Bur-
ne-Jones, Whistler, Manet, Felicien Rops, Toulouse-
Lautrec, Steinlen, Léandre, Anglada Camarasa, Igna
cio Zuloaga, son artistas de museo, como quien dice,
clásicos; Van Gogh, Roussel, Matisse, Gauguin, Sig-
nac, Esmein, todos los “puntillistas” , todos los “cubis
tas”, todos los “dadaístas”, hasta los mismos “futu
ristas” amigos de Marinetti, están en desuso y apare
cen como pasatistas: las obras y pinturas que hoy pri
van — las de Braque, Nolde, Ronault, Chagall,
Modigliani, Grosz, por ejemplo, — son las que tradu
cen, con el lenguaje del color, ideas nacidas más allá
de la conciencia y sensaciones logradas en el plano de
la fenomenología irrea l. En música, Béla Bartock
ha destronado a Beethoven y el “jazz” norteamericano
a las complicaciones orquestales de Richard Strauss e
Ivor Strawinsky. En nuestro peregrinaje espiritual,
hemos pasado de los prados virgilianos a las brumo
sas selvas del septentrión, de éstas a las comarcas
exóticas, trocando el idílico primitivismo en compli
cado malstróm de refinamientos, convirtiendo lo ra-
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l e s , d e l a época decadenti
m i a i d e s u neurastenia,
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“Madame, demeurez.
On peut vous rendre encor ce fils que vous pleurez.
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Oui, je sens à regret qu’en excitant vos larmes
Je ne fais contre moi que vous donner des armes;
Je croyais apporter plus de haine en ces lieux.
Mais, madame, du moins, tournez vers moi les yeux:
Voyez si mes regards sont d’un juge sévère,
S’ils sont d’un ennemi qui cherche à vous déplaire.
Pourquoi me forcez-vous vous-même il vous trahir?
Au nom de votre fils, cessons de nous haïr.
A le sauver enfin c’est moi qui vous convie.
Faufil que mes soupirs vous demandent sa vie?”
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perjuro o le rechaza indignada inculpándole haber to
mado a la letra sus órdenes de exterminio.
Cuando Harmiona en el acto IV se convence de
que Pirrus va a desposarse con Andrómaca, hace lla
mar a Orestes, acepta el arrebatado amor que le ofrece
y le induce para que asesine al traidor que la ha enga
ñado. El ciego amigo de Píladcs se espanta ante la idea
del crimen y entonces la iracunda mujer exclama :
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“Tais-toi, perfide,
Et n’impute qu’ à toi ton lâche parricide!
Va faire ch ez'tes Grecs admirer ta fureur.
V a: je la désavoue, et tu me fais horreur.
Barbare, qu'as-tu fait? Avec quelle furie
As-tu tranché le cours d’une si belle vie?
Avez-vous pu, cruels, l’immoler aujourd’hui,
Sans que tout votre sang se soulevât pour lui?
Mais parle: de sont sort qui t’a rendu l’arbitre?
Pourquoi l'assassiner? Qu’a-t-il liait? Aquel titre?
Qui te l’a dit?”
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loso, nada más. Observad también a la sangrienta hi
ja de Jezabel, en la tragedia Athalie, haciendo traer a
sil presencia al pequeño Joas, hijo de Ochosías, rey
ile Judá. Aquella reina terrible, de visiones sombrías,
de venganzas despiadadas, de crímenes inauditos, to
do furor, todo persecución, todo exterminio, enloque
cida por los ritos sacrilegos de Baal, asediada por un
constante deseo de ver correr la sangre humeante de
las víctimas, ha hecho apuñalar la raza entera de Da
vid y ha visto expirar sobre el seno de sus nodrizas
mis propios nietos, los hijos de Ochosías. Pero un
sueño le revela que aún queda un descendiente real
y que ese descendiente la destronará. Entonces viene
al templo de Jerusalén y exígele al gran sacerdote Joad
y a su mujer la princesa Josabeth que le presenten al
niño que tienen oculto. Y el niño comparece; y sus
palabras inocentes, sus sencillas respuestas, sus cando
rosas reflexiones se abaten en un escondido rincón
del alma de aquella mujer terrible y depierta ignora
das resonancias. Es una fibra oculta que aún no había
vibrado, la fibra de la mujer. La mole granítica ha
sentido resbalar una congoja por sus entrañas y en sus
ojos fríos y duros encenderse una lágrima como una
estrella. Y por eso, porque es mujer en ese minuto su
premo, no esaítha el consejo feroz que le desliza al
oido el sacerdote impío de Baal, el apóstata Mathan,
v vuélvese a su palacio sin haber libertado las águilas
exlerminadoras de su ira. Más tarde volverá sobre
mis pasos y reclamará el niño a los judíos; pero esa
llora carnal, de debilidad, habrá bastado para revelar
nos que la sombría reina sintió latir en su pecho una
i .i faga de amor y de piedad.
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inauditas, de sus perpetuas esperanzas, no logran le
vantar en nuestro corazón el horror trágico de las al
mas tumultuarias. Sólo Mitridates, Joad y Acomat
parecen alcanzar la vibrante energía de aquellas mu
jeres y consiguen sacudir nuestros nervios con impre
siones de espanto.
Voluntades de hierro, caracteres implacables, pen
samientos atrevidos, corazones ansiosos, todo ese mun
do de seres heroicos se agita y se mueve en un espa
cio que resulta pequeño para sus furores y tempestades.
Por tal modo, la acción de la obra, apenas enunciada,
se desarrolla estrepitosamente, sin dilaciones, sin ro
deos, sin intrigas secundarias. La pasión surge, esplen
de, se desarrolla y mata: ahí está el drama. Una ma
drastra incestuosamente enamorada de Hipólito, hijo
;de su esposo Teseo, tal es Phèdre; una mujer aban
donada, haciendo apuñalear por Orcslos a su pérfido
amante, tal es Andromaque; un viejo rey rival de sus
hijos Xipharés y Pharnase en el corazón de Monima,
tal es Mithridates; una favorita haciendo ahorcar a su
amante y pereciendo ella misma en una intriga de ha
rén, tal es Bajaset; un emperador, domeñado por su
madre Agripina y esclavizado por el amor de Junia,
asesinando en un arrebato de celos a su propio her
mano, tal es Britannicus; un padre sacrificando a
sus vicios y ambiciones toda la felicidad de su hija,
tal es Iphigénie en Aulide; un hombre que abandona
a una mujer obedeciendo la voz del deber, tal es Bé
rénice; un sacerdote fanático salvando el trono de Ju-
dá contra las iras de una reina impía y sanguinaria,
tal es Athalíe. Son pasiones feroces, caprichos crueles,
osadías espantosas, amores asesinos, odios implacables,
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Dont ta vertu t’a fait partager les autels.”
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Pero los adversarios no se conforman con las ar
mas empleadas hasta entonces; para aplastar sumaria
mente al poeta, imaginan otra, que consideran como el
último extremo de su habilidad. Dos pobres hombres,
Le Clerc y Coras, se conciertan para escribir en cola
boración una nueva Iphigénie, que luego hacen repre
sentar en el teatro Gnénégaud. “ ¿Tuvieron por sí
mismos esa idea —se pregunta Larroumet— o les fue
sugerida? No se sabe; pero es de notar que obrando
así realizaban el primer ensayo de la maniobra que
iba a ser empleada contra Phèdre. El recurso no es
taba bien logrado para alcanzar su finalidad; una se
gunda tentativa logrará todo su efecto. Entretanto, la
Ifigenia de Le Clerc y Coras caía estrepitosamente. Por
toda venganza, Racine hacía circular el incisivo epi
grama tan conocido” .
El epigrama a que hace alusión Larroumet en la
precedente cita, es el siguiente:
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El duque de Nevers, la duquesa de Bouillon, Saint-
Kvremont, Le Clerc, Donneau de Visé, Pradon y de
más imbéciles, son, pues, responsables, ante la histo
ria, del torpe asesinato de un genio que es orgullo de
Francia y de la humanidad. Son indiscutiblemente cul
pables de ese silencio de doce años que guardó el poe
ta, desde el estreno de Phèdre hasta el delEsther (obra
con la cual tornó al teatro por requerimiento expreso
de Mme. de Maintenon, entonces en el favor de Luis
X IV ), — largo período de tiempo en el que nos hu
biera ofrecido quién sabe cuántas otras obras maes
tras, pues se hallaba en la plenitud de su talento. Por
que es en vano que, al modo de ciertos historiadores mo
dernos, amigos de buscar la explicación de un suceso,
no en sus causas directas, sino en las más estrafala
rias e inconexas, se den a la ímproba tarea de demos
trarnos que Racine abandonó la escena de sus triun
fos por un desengaño amoroso con la señorita Champ-
mélé. Es harto sabido, y más aún lo fue en la época,
en que vivían los actores de ese otro drama pasional
de la realidad, que la voluble comedianta brindaba sus
favores a varios amantes al mismo tiempo. Racine no
ignoraba que la Champmélé le hacía compartir sus
horas de amor con el marqués de la Fare, con el con
de de Revel, con Carlos de Sévigné, con el conde de
Clermont-Tonnerre, etc. : su mismo amigo Boileau, al
tanto de todos sus asuntos íntimos, recogiendo un di
cho de Racine, compuso el siguiente epigrama:
De six amants contens et non jaloux,
Qui tour á tour servoient madame Claude,
Le moins volage étoit Jean, son époux.
Un jour pourtant, d'humeur un peu trop chaude,
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gran hombre, cuyo genio sería locura poner en duda,
se aproximó a Segrais, que ha contado el caso, para
decirle en el mismo teatro, después de una representa
ción de Bajazet: “Je me garderois bien de le dire á
d ’autres que vous, parce qu’on diroit que j ’en parlerois
par jalousie; mais, prenez-y garde, il n’y a pas un
seul personnage dans le Bajazet qui ait les sentiments
qu’il doit avoir et que l’on a á Constantinople; ils ont
tous, sous un habit ture, le sentiment qu’on a au mi-
lieu de la France” ; cuando el gran Corneille habló así,
lo que experimentaba justamente es lo que pretendía
negar, — la pasión de los celos. El insigne y soberbio
creador de tantas obras grandes y famosas, de Le Cid,
de Polyeucte, de Cinna, de Hornee, de Rodogune, de
Mcdée, de Héraclius, de Sophonisbe, era en ese ins
tante un autor que juzgaba a otro autor, su rival, y
sus pobres sentimientos eran los mismos que los que
mueven al más pequeño de los autorcillos del día cuan
do clavan su aguijón de alacranes literarios en la fa
ma de un compañero afortunado y aplaudido. Hay que
eliminar, pues, a Corneille, y lamentar que el que tan
grande fue en la creación artística no lo fuera en el
mismo grado en el gobierno de su propia alma.
Por lo que respecta a Saint-Evremont, debo de
clarar categóricamente, y en este juicio me ratifican
muy serias autoridades, que nunca le tuve por un crí
tico literario. Escritor espiritual y descuidado, hom
bre de costumbres disolutas, cortesano de fácil mane
jo, epicureísta más convencido de tener un estómago
que un alma, y que comprendía por consiguiente mejor
las trufas y el vino que las tragedias y el verso,
fue, como Lassay y Bussy, un mundano metido a es-
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(1) Zacarías.
(2) Cautividad de Babilonia.
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(1) La Iglesia.
(2) Los Gentiles.
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ción van con ella, y tanto se familiariza con la desola
ción y la muerte, que cuando le llega el turno no tiem
bla, y grita al Dios de los judíos, cara a cara, con
fiereza sobrehumana:
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LOS COMPAÑEROS DE RODO
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Mi amigo:
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riable, que no ha empañado jamás uno de esos peque
ños roces tan frecuentes en el trato de los hombres,
aun entre los mismos hermanos.
¡Y cuán lejana se me representa ahora aquella
nuestra juventud! ¿Recuerda usted, como los recuer
do yo casi con un temblor en el ánimo, vecino de una
sentimentalidad femenina, aquellos días memorables de
la Revista Nacional, en que, con Rodó y su hermano
Daniel, soñábamos, discutíamos, trabajábamos y nos
reíamos lo mismo que muchachos, que no otra cosa éra
mos, claro está, sin sospechar que estábamos, a nues
tro modo, humilde, grandiosamente, escribiendo una
página de la historia literaria de nuestro país? ¿Recuer
da usted los días de luchas, de afanes, de aspiraciones,
y las noches pasadas en vela encima de un libraco, o
corriendo las imprentas para corregir una prueba y
enmendar un “he aquí” por un “he ahí” ? ¿Y recuerda
usted cómo, lloviera o tronara, hiciera frío o calor,
nos molestara algún mal de nuestro organismo o una
preocupación de nuestros asuntos espirituales, cogía
mos siempre el mismo rumbo al salir a la calle, que
era el de la casa suya, o el del escritorio de Rodó, o
el mío, para reunirnos, para satisfacer la necesidad de
estar juntos? Entonces usted mostraba una singular
preferencia por los estudios de lenguaje. Dedicado a
ellos, mantuvo aquellas memorables polémicas con los
insignes chilenos Eduardo de la Barra y Fidelis P .
del Solar. Alguna vez, años más tarde, me ocurrió
coger su opúsculo Sobre lenguaje y revisar sus artícu
los de la “Revista Nacional” , y puedo decirle — ya
sabe usted que no está en mi modo de ser adular a
nadie — que al releer sus trabajos me he sentido or-
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gulloso de mi compañero, así, en la medida como me
he sentido orgulloso de Rodó por sus escritos. Es
que, la verdad, pocos, muy pocos en nuestra América
latina han realizado una labor tan seria como la que
usted ha realizado en materia gramatical. ¿Por qué
no ha proseguido usted por esa senda?
Si, ya lo sé: la necesidad del yantar; el mandato
ineludible de la vida. Su talento, su grande y hermoso
talento, ha tenido usted que emplearlo en la ergástula
periodística, en la lucha diaria de su bufete de abogado,
en su asesoría letrada de los Tribunales Militares, en
qué sé yo qué otras cosas aún, que, si no dan mayor
gloria, calientan la puchera y recogen el recibo del ca
sero. Labor muy noble y muy útil también, donde us
ted ha ido dejando hoy una idea, mañana una ense
ñanza, siempre un rasgo altivo de su conciencia ciu
dadana, para adoctrinamiento del pueblo o ejemplo a
los que no saben ser hombres verticales; labor tanto
más bella y desinteresada, cuanto las más de las ve
ces la ha hecho usted anónimamente, en un país como
el nuestro, donde firman sus esperpentos hasta el cro
nista social de los diarios, o el que trasmite grazni
dos por las estaciones de radio. Pero, si desde ese pun
to de vista, su figura ha cobrado relieves y contornos
que no poseen muchos de nuestros más sonados par
lamentarios y estadistas, su labor literaria, la que to
dos esperábamos de usted, conociendo su extraordina
ria preparación, ha quedado en cierto modo mutilada.
¡Cuánto hubieran ganado las letras nacionales si un
escritor de su talla les hubiera dedicado más prefe
rente atención! Pero, está visto: en nuestro país, salvo
contadas excepciones, no escriben para el público si-
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abrazo, le envía sus más cordiales saludos su viejo
amigo.
Víctor Pérez Petit.
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gue aun en el pecho de hombres superiores. El ejer
cicio mental que exige la comprensión de la obra aje
na — he escrito yo mismo en otra ocasión, y perdone
la inmodestia de la cita, — supone, no ya tan sólo la
perfecta representación, o, mejor dicho, la re-creación
de esa obra, sino el colocar la propia inteligencia en
igualdad de condiciones con la que creó aquélla. Si ca
be, el artista, de un temperamento opuesto al del crí
tico, y de gustos y educación también opuestos, con
cibió y ejecutó su obra de un modo tan diverso a co
mo el crítico la hubiera ejecutado, puesto en el caso de
realizarla, que el antagonismo espiritual tiene fatalmen
te que originar la incomprensión, y con ésta, el repu
dio de la obra y su censura cruel. Pero, en la segun
da forma antes apuntada, no interviene esta dispari
dad temperamental <■ ideológica: aquí, lo que inter
viene, exclusivamente, es la agresividad animal, la es
tulticia de hablar de lo que no se cnl ¡ende y el placer ma
ligno de deshacer una reputación: "Non v’e anímale
piu invidioso del letleralo", dejó escrito ligo Foscolo;
y, ciertamente, si nos olvidamos de l o s cantantes ita
lianos de ópera y de los desastrados cómicos criollos,
los literatos y los que presumen de serlo, guardan en
su flaca contextura una dosis tan enorme de egolatría,
que es cosa poco menos que imposible que no amanez
can todos los días de Dios transpirando envidia por to
dos los poros, — unas veces, en forma de sátiras con
tra los compañeros; otras, en forma de maledicencia;
otras, aún, con palabras contundentes que quieren ser
golpes de piqueta demoledora: “ninguno de los compa
ñeros de Rodó fue digno de él".
Pero, ¿quién traba una lengua viperina, ni quién
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ni re scibili et quibusdam aliis”. ¿Hay que enojarse
por eso? ¡No, amigo mío! Hay que reírse. Mientras
existan hombres sobre la tierra, siempre se nos en
frentará alguno para aducirnos que una estrella es más
linda que una rosa, porque ilumina, olvidando que el
destino de la flor es aromar y no dar luz. Otros hom
bres, probos y dignos, llegarán un día y nos harán
justicia. (1)
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Un apretón de manos de su viejo amigo,
Víctor Pérez Petit.
3* C arta.
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cuenta de que un sujeto de esta toldería se ocupaba de
los que fuimos compañeros de Rodó en la Revista N a
cional para detractamos y decirnos que “no hemos si
do dignos de él”. Tal vez, con sobrada razón, podría
usted ahora redargüirme que en lugar de redactar tan
larga e insulsa epístola, atiborrada de citas y de comen
tarios manidos, mejor hubiera hecho en recordar, si
quiera fuese como un homenaje al amigo y al escritor,
lo que usted mismo dejó escrito, con tanta precisión y
gallardía, en sus Apuntes de mi Cartera: “He leído en
las Partidas, que los sabios antiguos. .. “non tovieron
que era cosa con guisa nin que podiese seer con dere
cho dar un home a otro lo que non oviese” . (Part. 2,
tít. 21, ley 11). Y esto, que era cierto en la caballe
ría, es una verdad de aplicación diaria en la literatu
ra. Para juzgar de las obras del espíritu humano y
darles el valor merecido, es necesario poseer talento y
participar de sus múltiples propósitos. No es dable a
las inteligencias vulgares ponerse al unísono con el ge
nio, ni al necio con el discreto, ni al ignorante y vul
gar con el sabio. Ni da ni quita reputación el que quie
re, sino el que puede” . Claro está que con esto sólo
quedaba maltrecho y perniquebrado nuestro censor; pe
ro, si me hubiera reducido a la transcripción de tan
juiciosos conceptos, ni fuera yo el que contestara a su
carta, dado que seria usted mismo quien se contestara,
ni demostrara en la ocasión poseer el don de la opor
tunidad para aprovecharla platicando con el buen ami
go, a la manera como lo hacíamos en aquellos leja
nos tiempos de la Revista.
Dicho lo cual a modo de introito, voy en seguida
a coger otra vez la censura aquélla — no por el que
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de que hay casos en que este pronombre no concuerda
con el nombre o cosa a que hace relación, al paso que
los posesivos mío, tuyo, concuerdan siempre con el mis
mo nombre a que se refieren? ¿Recuerda usted los
ejemplos que nos tirábamos a la cabeza, extraídos de
los clásicos y los modernos? “Aquel cuya (de quien)
fuere la viña, la cuide” ; — “Mañana es mi cumpleaños,
con cuyo motivo (en virtud de lo cual) le invito a
usted a almorzar?” Durante horas enteras discutía
mos este y otros, semejantes asuntos, porque enton
ces, para escribir medianamente, considerábamos que
debíamos saber gramática y su poquito también de grie
go y de latín. Hoy no; hoy, el primer zampatortas en
procura de notoriedad, sin cuidarse de la concordancia
ni de la ortografía siquiera, se arranca una pluma del
lomo, la mete en el tintero y da suelta a todas las in
coherencias que tiene metidas en el cuerpo, para tun
dirnos con un articulo o una poesía en los que él mis
mo no sabe lo que ha querido decir. ¡Y estos grajos,
que aprenderían muchísimas cosas útiles con sólo oír
nos hablar, son los que se erigen en nuestros censores
y dictaminan sobre nuestros escritos! ¿Qué saben ellos
si “adulón’, por “adulador” , está bien o está mal? ¿Qué
saben del “desapercibido” , por “inadvertido” ? ¿Qué
del “viva”, verbo, y del “viva” , interjección, nacido
del optativo del verbo “vivir” ? ¿No escriben corrien
temente este barbarismo: “han habido reyes concul-
cadores”, etc., por “han existido” o “hemos tenido” ,
etc.? ¿No despotrican cuando analizan nuestra persona
lidad “bajo el punto de vista” ? ¿No revelan su to
tal desconocimiento del castellano cuando para desig
nar algo que tiene su vocablo correspondiente en el
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4* C arta
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V I C T O R P E R E Z P E T I T
ya en la cual me noticiaba que alguien quería anular
nos por completo en el escenario de las letras naciona
les mediante el socorrido sistema de las comparacio
nes. No hay duda que el muchacho ese ha de tener
un talento bárbaro: invocando un nombre, suprime to
da la intelectualidad de un país. Por ejemplo: Ingla
terra es la cuna de Shakespeare, Italia la del Dante,
Alemania la de Goethe, e tc.; — ¿para qué, entonces,
ocuparse de todos esos otros ingenios que en su hora
y con sus producciones labraron la cultura de aquellos
países? Se les borra con un trazo de pluma y se dice
sencillamente: “ningún escritor inglés, italiano o ale
mán fue digno de tales genios” . La historia literaria
queda simplificada y ningún estudiante corre el riesgo
de salir reprobado en los exámenes si no sabe quién
era Shelley, Manzoni o Schiller. Ahora, a nosotros,
porque existió Rodó, no se nos permite escribir. Las
letras nacionales murieron con nuestro amigo. Parece
que fuera condición de su particular e indiscutible ta
lento el que nosotros no tuviéramos ninguno. Ese es
el criterio crítico del que no sabe que cada ser en la
vida da de sí lo que es de su naturaleza dar, y que só
lo a un imbécil de campanillas puede ocurrírsele pe
dir peras al olmo, o, lo que es igual, que ladre una ro
sa o que arome un perro. Dejémoslo quieto ahí, en
su inmovilidad de imbécil, y vayamos andando para
averiguar lo que V d. ha hecho para ser tan “indigno”
de su camarada de la Revista Nacional.
Después de Sobre lenguaje, publicó Vd. en 1900
Apuntes de mi cartera. Este librito, que hoy causaría
las delicias de los que abominan de las “cosas largas”
y quieren solamente obtener la sabiduría en píldoras.
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V I C T O R P E R E Z P E T I T
“Todo progresa y camina hacia adelante, confundido
en un vértigo arrollador: hasta las instituciones lla
madas retrógradas; hasta el calumniado cangrejo, cuan
do lo quiere; hasta los pájaros, que tienen las rodi
llas para atrás” .
El muchacho que tales humoradas escribía, era
usted, amigo mío, como puede verlo cualquiera reco
rriendo las páginas de Apuntes de mi Cartera, en cu
yas páginas, al lado de esas y otras muestras de in
genio — de que no ha dado ejemplo el criticastro, •—
hallamos agudas observaciones sobre arte, filosofía y
política; exactos y definitivos juicios como el consa
grado a aquel brillante polemista que fue el doctor
Aramburú (Byzantinus) ; críticas mordaces como la
dedicada a ciertas revistitas americana? divulgadoras
del “decadentismo” ; reflexiones atinadísimas como
aquella sobre el afán que nos mueve a hacer recaer so
bre otros lo desagradable que nos sucede. Tánta es su
prioridad en determinados comentarios, que cuando leo
en Ram ón: “ . . . esas viejas que se ven recomiendo y
masticando la boca sumida”, no puedo menos de re
memorar su dicho: “Como las bocas de algunas viejas,
hay hombres que no hallan acomodo sino en la muer
te” ; lo mismo que cuando leo: “Las dos manecillas
del reloj se reúnen para preguntarse: ¿qué hora es?”,
de inmediato acude a mi pensamiento lo que usted es
cribió hace ya tanto tiempo: “Como el horario y el
minutero de un reloj, algunos matrimonios se aproxi
man durante media hora para separarse durante la me
dia hora siguiente” . Evidentemente, si además de la
prioridad, ha de buscarse la exactitud, la gracia y el
giro original de la observación, usted, en tales casos,
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florear sobre la común vulgaridad por un destello mi
lagroso de su inteligencia o de su corazón.
Durante todo el gobierno borrascoso del señor
I(liarte Borda; en los momentos difíciles del gobierno
del señor Cuestas, y, sobre todo, durante la larga ad
ministración del señor Batlle y Ordóñez, su voz lim
pia, autorizada y recta dijo, cada día, la verdad, su
verdad, al pueblo, sin miedo, sin rodeos, sin reticen
cias. Todo un catecismo de conducta cívica se expande
en estos centenares de artículos periodísticos suyos,
vibrantes de amor al pueblo, forjados al calor de los
más nobles ideales, encendidos a veces también por la
llamarada de las cóleras santas. La juventud que hoy
busca el éxito, la nombradía o la fortuna — no siempre
por los caminos más decorosos, antes por el contra
rio, lanzándose por atajos propicios al asalto, — ten
dría que leer y releer su fecunda y altiva propaganda
periodística. Y al advertir, entonces, con cuánta lar
gueza y espontaneidad derramó usted el oro de su ce
lebro, vería más de resalte la miseria y cobardía del
gozquecillo que ha salido a ladrarle en despoblado, sa
biendo éste de antemano que en su desdén de viandan
te seguro de sí mismo, no se dignaría usted inclinarse
al suelo para recoger un pedrusco y castigar su desmán.
Advierto aquí, antes de echar la firma, que el
ex abrupto de un pobre gato en trance de literaturas
me ha conducido a expresarle algo de lo mucho que
podría decir acerca de su persona. Ya ve usted cuán
cierto es aquello de “que no hay mal que por bien no
venga” .
Su amigo de siempre,
Víctor Pérez Petit.
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II B L I O P O L I S
junios por caso, un libro de agronomía o de química
industrial, y de escribir, si de escribir le asaltan deseos,
m esos libracos comerciales que lucen en el cabezal
de sus páginas las palabras “Debe” y “Haber”, co
mo no lo remedie un ataque de parálisis fulminante,
I He pone en cuatro pies sobre la mesa de trabajo y an-
tes que otra cosa compone una tan descomunal ristra
de versos, que es cosa de preguntarse, olvidando la ca
lidad por supuesto, si Lope no los escribió con más
descuidada abundancia. Los poetas se dan en nues
tro clima cultural con la misma generosidad que la
verdolaga en el campo: tenemos poetas patrióticos a
montones, poetas amatorios por centenares^ poetas al
truistas por miríadas, poetas incoherentes de la “nue
va sensibilidad” por cúmulos o conglomerados estela
res. Naturalmente, poetas de verdad, apenas una me
dia docena.
Igual cosa acontece con los prosistas. No hay mu
chacho de veinte años que no haya perpetrado un vo
lumen de cuentos, ni ciudadano al parecer inofensivo
y honesto que no le haya puesto su firma a varios ma
motretos que él sólo llama con el nombre de novelas.
Y no deseo hacer mayor hincapié en el género dramá
tico, porque el teatro es cosa que tienta a los urugua
yos más que una mujer hermosa o una revolucionci-
ta montaraz en la que puede cada quisque voltear un
alambrado y churrasquear carne ajena sin indemnizar
pecuniariamente al dueño. No hay mozo de café, ni
guarda de tranvía, ni vigilante del orden público que
no tenga en el baúl o en el meollo su drama de tesis
o su revistita sicalíptica. A lo mejor, usted está ha
blando con un caballero, con un anciano venerable, con
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V I C T O R P E R E Z P E T I T
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H E L I O P O L I S
lis revistas literarias. Usted recorre sus veinte, cua
renta o cien páginas y no saca de ellas nada: ni una
Idea, ni un recuerdo, ni una imagen. El río de las
palabras pasa, y no queda el limo de una realización.
Se apagan las candelas multicolores del fuego de arti
ficio, y es un poco de humo sobre la negrura total de
la noche. Cuando alguien escribe porque tiene algo
que decir, y nos sugiere un pensamiento, o nos regala
con una enseñanza, es cosa de santiguarse y de creer
que Dios nos ha visitado.
He ahí por qué se me antoja obra de particular
encarecimiento la que realizan los escritores sudame
ricanos que se consagran a la crítica literaria, a los
ensayos morales o sociológicos, a los estudios del len
guaje. No son muchos, es cierto; pero los pocos que
pueden recordarse merecen la nota de eminentes con
que al nombrarles los consagramos. Domingo F . Sar
miento, Andrés Bello, Juan Montalvo, Rufino José
Cuervo, José Enrique Rodó, Miguel Antonio Caro, etc.,
son figuras de aquella alcurnia. Como flores extrañas
a la comarca — como plantas traídas de países leja
nos — lucen en nuestros jardines criollos tanto por
esa misma extrañeza cuanto por la belleza formal que
revisten sus escritos.
Evidentemnte es cosa más hacedera escribir una
oda a la Luna, una silva a los bosques ecuatoriales o
un canto a la amada, que componer un tratado sobre el
castellano en América o disertar sobre el idealismo la
tino y el materialismo yankee. Para aquéllo, basta po
seer inspiración, saber manejar el verso, idear imá
genes sugerentes y propias. Para esto otro, se requie
re meditación, estudio, buen criterio, un buen lastre
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V I C T O R P E R E Z P E T I T
de lecturas, un poco también de conciencia construc
tiva en la finalidad que se persigue. A cualquiera sal
ta a la vista que no tiene la misma enjundia — ni ha
exigido, por lo mismo, igual esfuerzo intelectual — el
Nido de Cóndores, de Olegario Andrade, no obstante
el aliento épico que anima toda la bella composición
del vate, que el Facundo, de Sarmiento, exponiendo
coU una virilidad portentosa el pleito de la civilización
y la barbarie. A nadie se le ocurrirá igualar la tras
cendencia de la novela María, de Jorge Isaacs, el idi
lio amoroso que hizo verter lágrimas a toda una ge
neración, con el tratado de Juan Montalvo Los héroes
de la emancipación de la rasa hispanoamericana, en el
que se nos presenta la figura de Simón Bolívar con tan
reveladores y geniales trazos, que más que dibujo li
terario es vivero de sugerencias e incitaciones. Y es
que si para la primera categoría de obras la virtud
creadora del escritor finca en sacar de la entraña
propia una emoción o una figura retórica, para las
obras de educación moral o de elevación del espíritu la
virtud está en un análisis y una síntesis que no se lo
gra en un rapto de inspiración, sino tras largas horas
de reflexivo examen del mundo y de la vida y después
de confesar contritamente la propia alma.
Entonces, de seguida, advertimos en las preferen
cias del público la radical diferencia entre unas obras
y o tras: los libros de imaginación, de mero deleite
espiritual, conquistan la voluntad de la inmensa ma
yoría de las gentes; los otros, los de entraña filosó
fica, los que tienden a una enseñanza, los que gravi
tan en torno de una idea de crítica trascendental, no
interesan sino a los estudiosos. Por ello, la popula-
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tillad de un Díaz Mirón, de un Asunción Silva, de
llti (¡utiérrez Nájera, de un Santos Chocano, etc., es
(llliiUdisima; y en vez, la de un Andrés Bello se cir-
niiiscribe a la de los que se dedican a los estudios
gramaticales; y la de un Juan Bautista Alberdi, a la
«Ir los que se consagran a los estudios político-sociales,
V la de un José Enrique Rodó, a los que gustan del
Plisayo moral a la manera de Montaigne. No es, co
mo se ve, el aliciente del favor público el que puede
mover a estos claros espíritus a disertar sobre graves
o áridas materias: es, antes que nada, el imperativo
«le su idiosincrasia, y después, el placer de experimen
tar, ante sí mismos, la propia superioridad. La mayor
grandeza de las montañas radica en la excelsitud de
la cumbre, oculta las más de las veces para el común
«le los mortales por la lejanía y los celajes: a sus
pies, por los hondos valles, árboles y cabañas, pedrus-
eos y charcas confunden su vulgaridad e insignifican
cia bajo el rasero nivelador de la mediocridad. La
montaña es siempre grande aunque las hormigas no
aprecien su grandeza.
Carlos Martínez Vigil, desde muy temprano, re
veló sus preferencias por los estudios gramaticales y fi
lológicos. Mientras cursaba los estudios del bachille
rato en ciencias y letras — que habría de rematar,
más tarde, con los de derecho, para graduarse de abo
gado, — consagraba todas sus horas disponibles a la
lectura de los grandes clásicos españoles de los siglos
XVI y X V II, con los que llegó a familiarizarse de
tal manera, que nadie era fuerte, ni aun el mismísimo
Rodó, a enfrentársele para discutirle una cita o con
trariarle una opinión. Puesto ya en esa vía, quiso
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■ 1 rj
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entonces conocer más a fondo la raigambre del len
guaje, y, desdeñando de momento a los poetas y prosa
dores del siglo X V III — entre los cuales, corrien
do el tiempo, habría de apartar, en su celoso aprecio,
a Cadalso y Jovellanos, a los dos Moratin y a Quin
tana, — empeñóse en el examen concienzudo de los
que podrían denominarse “los primitivos” , enfrascán
dose en la lectura de los grandes poemas relativos al
Cid (el Poema del Cid, desde luego, que data del se
gundo tercio del siglo X II, y la Crónica Rimada, de
anónimo compilador) y en la de los vetustos “miste
rios” {El Misterio de los Reyes Magos y E l Misterio
de Elche), que disputan a aquéllos la antigüedad. Cu
rioso e investigador, pese a sus cortos años, advierte
fundamentales características en la redacción de los
textos, así como la lenta evolución de los vocablos,
que al salir del latín semibárbaro en uso durante la
Edad Media van esforzándose por adquirir fisonomía
propia; y así, investigador y curioso, no confunde la
lengua romance (con algo de castellana ya en la en
traña, con no poco del catalán actual y siempre con
sus resabios del latín) con la lengua nueva que va
modelándose. Es evidente que el “misterio” catalán,
que canta:
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de Cetina, el de los madrigales arcadianos; Juan de
Lucena, el culto estilista de la Vida Beata; Juan del
Encina, Antonio Nebrija, Fernando de Rojas, el pre
sunto autor de la Celestina-, Hurtado de Mendoza, el
inimitable creador de E l Lazarillo de Tormes; Juan
de Timoneda, Juan Valdés, Antonio de Villegas, Lu-
percio Leonardo de Argensola; Fray Luis de León,
el armonioso Horacio granadino; Fernando de H e
rrera, el más alto poeta de la escuela sevillana; Santa
Teresa de Jesús, la más bella flor del misticismo; F ran
cisco de Quevedo, la alegría y el desenfado convertido
en diamante; Góngora, el retorcimiento, la inflazón,
el hipérbaton desbocado, la modernidad triunfante; Lo
pe de Vega, el río inagotable; Cervantes, el inmenso
mar sin orillas; Calderón de la Barca, el Shakespeare
hispano; Villamediana, Cadahalso, Huerta, Meléndez
Valdés, Iglesias, Álvarez de Cienfuegos, Moratín, Quin
tana, Jovellanos, el P . Feijoo, Antonio de Solís, el
P . Isla, Juan de Mariana, Rioja, Vicente Espinel, Mo-
reto, Francisco M. de la Rosa... Y así, un día, después
de muchos días, a los veinticinco años de edad, Car
los Martínez Vigil, entonces mi compañero en la “Re
vista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales’’, resul
tó ser, entre los cuatro muchachos que la dirigíamos
y redactábamos, el mejor preparado en el conocimien
to del idioma y¡ el de más sólida erudición en punto de
escritores españoles, el más firme puntal para el man
tenimiento del buen decir y la corrección de la forma
literaria.
Gramático, sí, lo fue en su hora, que tanto ma
nosear la colección “Rivadeneyra” y tanto leer y re
leer a Benot y Salvá, a Roque Barcia y Domínguez,
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del francés, logran lo que su blandura constructiva,
que no parece sino hecha con carne de mujer, tibia y
sonrosada.
¿Cómo no amar semejante idioma? ¿Y cómo no
velar, con celos de amante, por su intangible pureza?
¿Cómo no dolerse de las injurias que le imponen ma
nos torpes y no rebelarse contra los que pretenden mu
darle en otro idioma, hecho de voces robadas aquí y
allá a los inmigrantes, al italiano, al ruso, al francés,
al alemán, al sirio, al mismísimo lunfardo de los mer
cados y de los barrios marineros? ¿Cómo no poner
toda el alma para conservar tan riquísimo patrimonio?
Carlos Martínez Vigil, por lo mismo que avaloró
a la manera de Rufino José Cuervo las virtudes y ex
celencias de este lenguaje que encontramos en la cu
na como don de un hada buena, puso su mayor cui
dado desde los primeros años de su mocedad, en de
fenderlo, en prestigiarlo, en combatir contra todos aque
llos que, un poco por novelería y otro poco por igno
rancia, desnaturalizaban su recia arquitectura o infli
gían máculas y desgarrones a su regia vestimenta.
En su inolvidable polémica con don Fidelos P . del
Solar sobre acentuación ortográfica — que tuvo por
campo de liza las páginas de la Revista Nacional, y
que no ha sido recogida en libro — defendió con ar
dor el sistema acentual en uso contra las reglas dicta
das por Andrés Bello; y atreviéndose, con la autori
dad de un maestro, a corregir a este maestro indiscu
tido, con su verdad palmaria y clara, dejó sentadas
cosas como estas: “Don Andrés Bello ordena acen
tuar retahila, ahullo (que hoy se escribe sin h ), mo
híno, vahído, cahíz, contra toda razón. Olvida que en
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h b l i o p o l i s
— l.ij --
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En su ya mencionado libro Sobre lenguaje, escri
to a propósito de una obra de don Ricardo Palma,
en la que analiza a fondo la admisión o el rechazo de
una serie de neologismos y americanismos, combate
también con denuedo varias opiniones del autor; mas,
en llegando al final de su labor, escribe esto a mane
ra de disculpa: “ Si he impugnado algunas de las con
clusiones que establece autor para mí tan respeta
ble, no me ha llevado a ello otro móvil que el afán
de decir lo que siento y como lo siento; y si he acon
sejado prudencia ante el avance de neologismos que
amenazan dar por el pie nuestra hermosa, nuestra
grande lengua española, búsquese la explicación del he
cho, no en sentimientos partidarios que me son aje
nos, sino en el propósito desinteresado y sincero de
decir la verdad, lo que a lo menos es verdad para mi
espíritu. — Pero no nos ciegue el respeto a lo pasado,
ni encerremos nuestro idioma en los mezquinos mol
des de un afectado purismo. Sentiría infinito contri
buir al triunfo de escuela de tan estrechas miras.
Imitemos a los padres de familia que se esfuerzan en
legar a sus hijos mayor patrimonio que el que les
cupo en suerte; recojamos tan provechosas enseñan
zas; procuremos aumentar el acervo común; acrecen
temos la valiosa herencia, y, acrecentada y rica, pase
la hermosa lengua castellana de nuestros labios a los
labios de la posteridad.”
Estas transcripciones que he hecho con verdadera
complacencia, demuestran varias cosas a la vez: des
de luego, el acendrado amor que Carlos Martínez Vi-
gil profesaba y profesa al idioma, y que le conducía a
polemizar con gramáticos de la categoría del señor Fi-
r- 1J4 —
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tf B L I O P O L I S
]o nuevamente siguiendo un molde o patrón distinto.
Mas dejemos ya esto, que exigiría un amplísimo
desarrollo, y volvamos a la personalidad de Martínez
Vigil.
Las necesidades de la vida y del diario yantar
arrancaron muy pronto al soñador de sus amados li-
brotes y le metieron en la redacción de un diario.
No se almuerza con una oda ni se paga el alquiler
de casa con una disertación sobre gramática. Tenien
do a su cargo numerosa familia (huérfanos de padre
y madre, entre él y Daniel debían cuidar de sus her
manas y hermanos menores), acometió la ruda em
presa de convertir el oro del cerebro en oro amone
dado. Su incipiente bufete de abogado no le rendía
lo necesario; se hizo, pues, periodista. Y escribió en
El Orden; y luego en Montevideo Noticioso ', y al
cabo, y por largos años, en La Tribuna Popular. Su
mejor labor intelectual está ahí, en esas hojas volan
tes y efímeras, que se llenan con todas las energías
del espíritu durante años y años, y todos los días de
cada año, rápidamente, en inesperadas improvisacio
nes, recogiendo el asunto o el problema del momento,
para defender los intereses públicos, para combatir un
error o un desmán de los gobernantes, para decir la
palabra honrada que dicta la conciencia. En esa la
bor asidua, porfiada, de gran responsabilidad, M artí
nez Vigil resultó un maestro, dando entono a su pré
dica y autoridad a la hoja en que escribía. Puso allí
lo mejor de su juventud y de su corazón; su rectitud,
su moral, su temple caballeresco. Y cuando por una
de esas incidencias de la vida periodistica fue llamado
al terreno del honor por otro caballero, no vaciló en
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bor jurídica débense mencionar su obra Interpretación
¿el artículo 329 del Código Penal y su libro Procedi
miento Penal Militar, que ha señalado normas defini
tivas en la materia. Los que no conozcan estos dos
trabajos no pueden hablar del talento eminente de
Martínez Vigil.
Pero, no tengo por qué analizar aquí al juriscon
sulto. Mi propósito se circunscribe a tratar del escri
tor. Volviendo, entonces, a sus características, he de
señalar una que nos le presenta como poeta. Aunque
parezca reñido con su formal estructura de estudio
so y pensador, Carlos Martínez Vigil esconde tras su
continente reposado un alma de niño, y, lo que es
más desconcertador, un espiritu de poeta. Siente la
belleza, más que en la línea, en lo que tiene de armó
nica y formal. Sabe deleitarse con un ritmo, apreciar
la soltura de un consonante, definir la delicadeza de
una emoción. Y sabe, al mismo tiempo, arrancar al
genio del idioma las expresiones propias para dar real
ce a los más nobles impulsos y a los más varoniles
sentimientos. Si no escapan a su sensorio las feme
ninas dulzuras del amor, tampoco le son ajenas las
vibrantes altiveces de la masculinidad, celosas de su
“yo” y de su imperio. Allá, en los buenos tiempos de
la “Revista Nacional”, compuso una poesía que ha
quedado como muestra de lo que puede hacer un poe
ta colocado en el trance de cantar la indomeñable for
taleza del carácter. Como se trata de una poesía que
no ha sido recogida más que en el volumen que el se
ñor Raúl Montero Bustamante ha intitulado E l Par
naso Oriental, voy a consentirme el placer de repro-
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ducirla aquí. Se llama “Cave ne cadas” y dice de este
m odo:
La humanidad a comprender alcanza,
En el mar de la vida turbulento,
Que es cada acto infantil una esperanza
Y cada acción senil un desaliento.
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N o h a y qu e te m e r el m u n d a n a l b a ru llo ,
S in o p e le a r c o n ín c lita s b ra v u ra s ,
¡ P o r a lg o lle v a el h o m b re c o n o rg u llo
L a f r e n te d ir ig id a a las a lt u r a s !
L a v id a n o e s p a r a q u ie n g im e y l l o r a ;
L a v id a n o e s p a r a q u ien s u f r e y c a lla .
¡ H a y que a tu rd ir al m undo h o ra tra s h o ra 1
¡ H a y q u e a p la c a r a g r ito s la c a n a lla 1
C o n la 'v irtu d p o r ú n ic a t r in d ie r a ,
V a lie n te s c o m b a tam o s m u ch o , m u c h o .. .
¡ H a y q u e p e le a r a l p ie d e la b a n d e ra
H a s ta q u e m a r el ú ltim o c a r t u c h o !
— 143 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 144
H O O
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r-* r T n P n r r e
— 147 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
profesaba a nuestra Revista. La quería perfecta; no
se contentaba con que fuera variada e interesante. Y
tenía razón que le sobraba.
Aquella musa festiva de que he hablado antes,
aunque haya enmudecido durante mucho tiempo de
bido a la ímproba labor del periodista y del juriscon
sulto, no está muerta. Es mucha la vitalidad de este
ingenio singular para que se rinda como la de un sie
temesino cualquiera. Así que el hombre tiene una ho
ra de descanso o puede restar un momento a sus habi
tuales ocupaciones, en rápidas escapadas de colegial
vuelve al jardín funámbulo de sus mocedades para re
crearse con los farolillos de colores y las músicas ale
gres del organillo trashumante. No hace mucho tiem
po todavía, encontrándose en Río de Janeiro (donde
va a pasar el invierno, todos los años), oyó de labios
de una vecina un dicho que puso de inmediato en mo
vimiento la columna de sus ideas. Aducía aquélla que
los idiomas portugués y español son exactamente igua
les, sin duda porque hablando ella el primer idioma ad
vertía que su interlocutor la entendia y que ella misma,
a su vez, comprendía lo que éste último expresaba
en el segundo idioma. No necesitó más la musa para
despertar de su letargo. Llegóse en puntillas de pie
hasta el poeta a quien había inspirado, muchísimos
años antes, las afiladas ironías de “Desengaño” (1 ),
y le sopló estos versos:1
M a s é s ta n o es ta n sen cilla,
p o rq u e u n c a n es u n “c a c h o rro ” ,
u n a m o n ta ñ a es un “m o r r o ” ,
y “c a d e ir a ” es u n a silla .
S o n lo s p isos “ a sso a lh o s” ,
el “ p r e s u n to ” es el ja m ó n ,
la “ c aig a ” es el p a n ta ló n ,
y “a b o b o ra s ” lo s z a p a llo s ;
L a a lm o h a d a , “ tr a v e s s e ir o ” ;
el a lm o h a d ó n , “ a lm o f a d a ” ;
un m ilita r, “a n sp e g a d a ” ;
c ie rto c a r r o , el “ tin tu r e ir o ” .
H a y v o c ab lo s a m o n to n e s,
ig u a le s o s e m e ja n te s :
‘Ihom em ” , “m u lh e r”, “d e p o is” , “a n te s ” ,
q u in ie n to s, milla y millones...
P e r o el p a s to es el “c a p im ” ,
la “ v ite lla ” e s l a te rn e ra ,
y d ice n “ tr ip a le ite r a ”
a l c lá sico c h in c h u lín .
U n a “ fa c a ” es u n c u c h illo ;
u n “g a r i o ” e s u n te n e d o r ;
“ d ó r ” le lla m a n al d o lo r .
¿Q ué m ás? “ E sco v a” al c e p illo .
O t r a s r a re z a s q u e h a llo :
m o n te es “ m a tto ” ; t r a j e e s “te r n o ” ;
u n “p in to ” , u n p o llo m u y tie rn o ,
y u n g a jo d e á rb o l, u n “ g a lh o ” .
— 149 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
E s aq u ! “b o n d e ” el tr a n v ía
y es la ‘‘p ip a ” la c o m e ta ;
“g u a r d a n a p o ”, se rv ille ta ,
y “aqougue”, c a rn ic e ría .
E l c o d o es el " c o to v e llo ” ;
la m a d e ja e s la “m e a d a ” . . .
c o m o q u ien n o d ice n a d a ;
"le n c o ” lla m a n a l p a ñ u e lo .
“ R a to ” d ice n al r a t ó n ;
a las c e ja s , “so b ra n c e lh a s” ;
y so n las v ie ja s la s “ v e lh a s” ,
y “sa c a d a ” es el b a lc ó n .
C i e r to : lo s g a to s so n g a to s,
m a s lo s h e la d o s, “ so rv e te s ” ;
c o rta p lu m a s , “ c a ñ iv e te s ” ,
y ios ru m o re s , ‘^boatos” .
“ C iu m e s” lla m a n a lo s c e lo s ;
a lo s p o ro to s , “ fe ijá o ” ;
c o m id a es la " re fe iq á o ” ;
% a la s ” son lo s c a ra m e lo s .
Y a u n q u e p a re z c a n d isla te s
in v e n ta d o s p o r M a n d in g a ,
e s la se lv a la “c a a tin g a ” ,
so n lo s sa s tre s “ a lf a ia te s ” ;
“ f r a n g o ” e s p ollo, “ p e r ú ” el p a v o ,
y u n p a q u e te es u n “e m b ru lh o ” .
En fin , e s to es u n b a ru llo
q u e n a d ie lo e n tie n d e a l c a b o .
P e s e a to d o , d o ñ a R o s a
so stie n e d e sol a sol
q u e el lu s o y el esp añ o l
son lo s d o s la m is m a c o sa .
150
C i 1 o P o L I S
tí E L _______________________________ ___
Aparte el erudito, el gramático, el poeta, el pe-
'odista, el jurisconsulto, ofrece Martínez Vigil la nota
¿e narrador en prosa amenísimo, como basta a demos
trarlo su libro Por tierras amigas, en el que ha reuni
do algunas crónicas de viaje e impresiones sobre horn
e e s y lugares del Paraguay y Brasil. Con suelto es
tilo que llega hasta el de la confidencia familiar sin
relajarse un punto, cuenta sucesos, describe paisajes,
señala costumbres, dibuja alguna figura procer, todo
ello entrecomado con un comentario certero o alguna
de esas regocijantes anécdotas de las que posee una
colección inagotable. Del espíritu animador de estas
narraciones ha dicho él mismo lo siguiente: “Aunque
la suerte me deparara de continuo la visión de cosas
extraordinarias, me siento feliz observando muchas que
no lo son. Las primeras las advierten todos o casi
todos, y yo me deleito frecuentemente con detalles
indiferentes para la generalidad, obedeciendo una ten
dencia irresistible de mi espíritu, que concuerda con
mi arraigada convicción de que las circunstancias me
nudas, las ocurrencias subalternas, son el hilo con que
se teje la vida.’
Lo que da singular resalte a estas diversas activi
dades de Martínez Vigil es que detrás de cada una de
ellas se descubre un hombre. Otros, si son poetas,
nos hacen oír el cascabeleo de sus rimas, nos mues
tran el dolor que les aflige por el desdén de una co
queta o nos cantan la patria con amplias melopeas
campanudas; pero, allá, en la entraña del verso no
late un corazón humano ni se presiente la presencia
e un carácter; — si son juristas, interpretan una pa-
a ra de la ley, buscan concordancias en otras leyes,
— 151 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 1S2 —
L I O P O L I S
— 153 —
N
V I C T O R P E R E Z P E T I T
cunda su enseñanza. Es uno de esos varones-quijotes
que el arrivismo de una ideología desvergonzada podrá
mirar con su peculiar desdén, pero que las gentes de
centes saludarán siempre con admiración y respeto.
- 154 —
FRANÇOIS COPPEE
— 155 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 156 —
o
— 137
V I C T O R P E R E Z P E T I T
verdadero espíritu del nuevo prosélito. Ese algo, son
los temas o asuntos elegidos para dar curso a las frías
y marmóreas estrofas. Entre los parnasianos eran te
mas de rigor los que se referían a las edades muer
tas, a los héroes desaparecidos, a los países exóticos
y distantes, a las cosas eternas que no pueden herir
directamente nuestro corazón. Se cantaban así los si
glos helénicos de la prehistoria, los grandes guerreros
de las naciones bárbaras, el Ganges, las galeras de
Cleopatra, los paisajes nipones, las comarcas del sep
tentrión, las rutas del Asia, las frentes nevadas de los
grandes montes, los dioses mitológicos, los combates
olvidados, los conquistadores, las mujeres de nieve,
los astros de diamante perdidos en la inmensidad del
cielo; — pero nadie, entre todos aquellos vates que
habian decretado el destierro para la propia emoción,
hubiera imaginado volver los ojos hacia la vida que
crujía a su alrededor y detenerse a contemplar un
mendigo, un lisiado, un vagabundo, una desgraciada
prostituta o una viejecita enferma. Sin embargo, he
aquí que este novel adepto, proclamando su credo de
impasible, da en escogitar asuntos que nos aproximan
al sufrimiento humano, que nos hacen ver las grandes
miserias de la vida, que nos enfrentan a un humilde,
a un desdichado, malherido por un destino implacable.
Leed “Une sainte” , la historia de aquella triste solte
rona, condenada por su propia suerte a no florecer
ante el sol como las otras mujeres de la tierra para
las que el amor ha reservado un minuto glorioso, to
da ella consagrada, humilde, obscuramente, a cui
dar a su hermano enfermo, sin más norte en la vida
que sufrir y ver sufrir, y advertiréis de seguida cómo
H E L I O P O L I S
el espíritu de poeta emotivo que hay en Coppée —
ese espíritu que tuvo por escuela el amor de una ma-
jj-e v la miseria de un triste hogar, — no ha sido apa
gado por el soplo hibernal del cenáculo parnasiano.
\quí el poeta no estalla en sollozos, no se lamenta
con el adolorido pesimismo de los grandes románti
cos; tan sólo nos narra su historia cuidando la línea
retórica que ha de convertir su estrofa en un friso
o bajorrelieve marmóreo: pero lo cierto es que allá en
el fondo, muy en la entraña de su evocación, hay una
pequeña lucecilla que hiere nuestras fibras más sensi
bles, despertando una conmiseración, haciendo fluir una
lágrima.
Por otro lado, los nuevos poetas del cenáculo de
Catulle Mendés daban extraordinaria importancia a
todas las cuestiones relativas a la forma. No sólo se
preocupaban de la expresión noble, de la adjetivación
gráfica, de los tropos sugestivos, de las imágenes ori
ginales, de la cadencia rotunda del alejandrino — que
no puede subdividirse más que por la cesura media, —
sino que cuidaban particularmente de la rima y hasta
de la misma ortografía. Théodore de Banville acon
sejaba leer manuales técnicos y catálogos industriales
para enriquecer el acervo común del idioma. José M*
de Heredia se placía en escribir los nombres o voca
blos extranjeros con todas las letras que generalmente
se suprimen al trasladarlos a los modernos idiomas.
Se advierte por ello que los parnasianos no sólo pres
taban preferente atención a la eufonía, sino que hacían
el mismo cuidado de la visualidad. Con todos estos
pequeños procedimientos querían lograr la suntuosi
dad, el esplendor, la nobleza de su dicción poética, des-
— 159
V I C T O R P E R E Z P E T I T
- 160 —
Et puis se souvenant qu'en octobre la nuit
peut fraîchir, vivement et sans faire de bruit
plie met une bûche au foyer plein de flammes,
j^a mère, sois bénie entre toutes les femmes.
— 162 —
!
.or mérito de su libro; — mas, casi de inmediato,
aquella voz inicial se extinguió, se confundió en el tu-
nlUlto de las demás voces parnasianas. Coppée, to
jo lo uiás, seguía siendo uno de los colaboradores de
las revistas literarias que creaba, fugitivamente, Ca
nille Mendés.
Un año después, nuestro poeta da a publicidad una
nueva colección de poesías, Las Intimidades. Este li
bro fue una revelación y una sorpresa. Esta vez el pú
blico, interpretando aquella voz temblorosa, cargada
je oculta emoción, tan diferente a las voces heladas
Je los oficiantes del Parnaso del editor Lemerre, vol
vió la cabeza, sintiéndose atraído y dominado. Los
compañeros de cenáculo, por su lado, experimentaron
un escalofrío y presintieron un Judas en el novel poeta:
Leed en Intimidades:
— 163 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 164 —
cle arrepentimiento, doloroso y sangrante, que llenó,
con Hugo y Lamartine, una etapa del siglo.
Pero, los parnasianos se resistían a creer en esa
traición por parte del más joven y ardiente de sus
corifeos. El poeta que rendía pleitesía al Gran Pon
tífice del cenáculo, escribiendo estrofas marmóreas, de
una serenidad olímpica, esculturales a veces como los
hexámetros latinos, o armoniosamente helados como
las silvas de Stacio, no podía volver a los antiguos
cánones, a la vencida ideología, a los viejos idealistas
que ellos mismos habían destronado.
Sin embargo, después del enorme éxito de Le
Passant en 1860, ya no hubo lugar a dudas. La rup
tura de Coppée con los maestros de Le Parnasse con
te mporain fue patente y definitiva. Y entonces pudo
advertirse la impopularidad de aquellos cantores que,
encerrados en sus torres de marfil, habían desdeñado
bajar al arroyo para rozarse con sus hermanos, los
demás hombres, y escuchar sus sufrimientos, sus gri
tos de alegría, sus minúsculas pasiones. En un ins
tante, el público todo rodeó al nuevo aeda, y escuchó
emocionado sus nuevos acentos, y le rindió el tribu
to de su homenaje con las lágrimas vertidas sobre
sus poemas. En los salones literarios se recitaban ver
sos de un autor cuyo nombre no se recordaba bien
todavía. En los pequeños círculos artísticos se discu
tía animadamente aquella pieza en un acto escrita pa
ra la tragediante Agar en la noche de su beneficio,
en cuyos acentos y en cuyo espíritu, revivían más las
enseñanzas de Alfredo de Musset y de Sainte-Beuve
<lUe *as de Leconte de Lisie y Catulle Mendés.
Con Le Passant, evidentemente, el impasible ha
— 165 —
r ] C T O R P E R E Z P E T I T 'J
— 166 —
montaña, en una ascensión gloriosa, dejando tras
da uno de sus pasos un arriate de flores sencillas,
C¡e ingenuas violetas, preñadas de perfumes encanta-
(joreS Así surgieron sus Poèmes modernes-, y después
de algunas tentativas dramáticas de menor relieve
tinque Le luthier de Crémone, breve comedia en un
acto que data de 1876, puede ser vista como una jo-
ita en el género), sus mejores libros y sus grandes
éxitos, — Les Humbles, Le cahier rouge, Olivier, Les
Mois, Les Récits et les Elégies, Contes en vers, Arriè
re-saison, Les paroles sincères, etc., etc. Para el teatro
lia escrito muchas piezas, entre las que pueden recor
darse, además de las dos mencionadas antes, Deux dou
leurs, L ’Abandonnée, Le Trésor, Le Pater, Le rendez
vous, La Korrigane, Les Jacobites, Madame de Main-
tenon y Pour la couronne, — donde, mostrando una
nueva e inesperada modalidad de su numen, alcanza
la nota épica que parecía faltar en el laúd de este can
tor sencillo y familiar. En prosa, también son varios
sus volúmenes, debiéndose citar Un Idylle pendant le
siège, Contes en prose, Toute une jeunesse — novela
casi autobiográfica, — Henriette, que es una verdade-
ra joya, Les vrais riches, Mon franc-parler y varios dis
cursos y oraciones fúnebres sobre Víctor de Laprade,
Emile Augier, Casimir Délavigne, etc.
Es de notar aquí que la misma obra, Le Passant,
que sirvió para revelar al gran público un nuevo poe-
ta y abrirle el camino de la gloria, consagró a la vez
a una eximia actriz, a una de las figuras más grandes
cd h CSCena ^rancesa- En efecto; al lado de Agar, la
sij 6 re tr^ ’ca Para cuyo beneficio Coppée escribió
poema dramático, apareció caracterizando el paje
— 167 —
V I C T O R P E R E Z P E T I
Zanetto una joven desconocida entonces, una mucha
cha delgada, exótica, misteriosa, cuyo juego de esce
na singular y cuya voz de oro — esa voz de mezzo-
soprano que los hombres escuchan con la medula es
pinal — despertaron desde el primer instante la aten
ción. Los versos de Le Passant proclamaban a un
verdadero poeta, pero la manera de decirlos de la in
térprete, levantaba al público de la sala en una acla
mación delirante: al día siguiente de este triunfo en
el Odeón, el nombre de Sarah Bernhardt estaba en to
dos los labios de los parisienses.
II
— 168 —
o o
— IC9 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
170 —
I O P O L I s
A v o u s r im e r d e s a m u s e tte s
S ur des s u je ts d e p re sq u e rien ,
A v e c l ’a r t d u g a lé rie n
Q u i sc u lp te a u c o u te a u d e s n o is e tte s .
Je fa is de la d é p en se, e c ’e st
R o y a le m e n t q u e j e la paie,
C a r le p o ste a p o u r m o n n a ie
D e s é to ile s d a n s so n g o u s s e t.
- 171 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
M a is, v o ici m a p ré fa c e f a it e .
A u re v o ir c a r j ’ai m é rité
De f in ir m a ta s se d e th é
En fu m a n t u n e c ig a r e tte .
— 172 —
las palabras por sí mismas, es decir, por todo lo que
t i e n e n de maravilloso como traducción de la idea o
jg la emoción de un ser humano, — capaz de singula
rizar a un poeta. Théodore de Banville, es verdad, lle
vó a tan alto grado ese arte, que ni los mismos “sim
bolistas” llegados más tarde, no obstante sus exagera
ciones, lograron superarlo; pero bien está añadir aquí
que si el autor de Les Cariatides, en su inmoderado
afán de ser siempre sorprendente, extraordinario y des
concertante, llegó hasta la rima cómica, el trivial jue
go de palabras, lo que llamaríamos la desvertebriza-
ción de los vocablos, el autor de Les Humbles, por su
lado, eludió sistemáticamente un juego que, en el fon
do, es más ingenioso que genial. Ved cómo Banville en
“Le Critique en mal d'enfant” (Les Odes funambules
ques) rima sus calembourgs :
N i ce L esag e , h é la s ! ni c e t ab b é P r é v o s t !
N i ce v ie u x P o q u e lin s u r q ui rie n n e p r é v a u t!
N i ce R o n s a rd , ni ce M a lh e rb e !
D a n s e r to u jo u r p a re il a M a d a m e SaquV.
S acîiez-le d o n c, o L u n e, o M u se, cest ça qui
M e f a it v e r d ir co m m e d e l’h e r b e .
t
— 173 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 174 -
dado Banville: “Os ordeno leer, cuanto os sea posi
ble, diccionarios, enciclopedias, obras técnicas de to
dos los oficios y ciencias especiales, catálogos de libre
r a s y de ventas, librotes de museo, en fin, todos los
libros que pueden aumentar el repertorio de palabras
que conocéis e informaros sobre su exacta acepción.”
Es verdad que esta elección y empleo de la rima,
para dar realce y singular interés a la elocución poéti
ca, no es cosa propia del peculio de Coppée, sino que
todos sus inmediatos antecesores, a partir del mismo
Victor Hugo, fueron aportando, cada cual por su lado,
aciertos y audacias, que muy luego quedaron como re
glas y ejemplos; pero, ¿qué otro, antes que él, ha sabi
do utilizar la rima opulenta con tanto atrevimiento en
la mesura, con tanta abundancia en la oportunidad, con
mayor donosura en la misma vulgaridad?
Confrontemos a los rapsodas:
(B audelaire) .
- 175 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
(R ichepin — “ L a prière de l ’A th é e ” ) .
— 176 —
advierte la disonancia. Por ello, precisamente, exis-
la “asonancia”, forma de rimar imperfecta compa
rada con la “consonancia” . Am or y pasión suenan lo
mismo para un oído vulgar; para un afinado oído sólo
pueden sonar lo mismo “amor” y “calor” ; “pasión”
y “fusión” . Para que exista identidad es necesario
(jue las mismas vocales estén regidas por las mismas
consonantes. Y si se reemplaza una consonante por
otra, aun cuando ésta no suene mayormente, y aun
cuando sea muda, la diferencia infinitesimal que
puede existir entre uno y otro sonido propio de las dos
consonantes, basta para establecer la imperfección de
la rima. Estos son los principios. Sin embargo, ¿pue
den verse como invulnerables e insustituibles? En la
realidad, las diferenciaciones de sonido dependen del
valor propio de cada letra. “Cou” y “coup” suenan ca
si igual ; pero bien se advierte una leve diferencia, da
do que la consonante “pe” posee un sonido propio bas
tante acusado. No así en “thé” y “fatalité” : la “hache” ,
un tanto aspirada al principio de palabra, es perfecta
mente muda en medio de ella. ¿No será, entonces, la
visualidad la que establezca normas fijas?
Guyau, en su hermoso libro Les problèmes de l’es
thétique contemporaine, dice : “estamos acostumbrados
desde hace tiempo a ver rimar faim y fin, jonc y long,
fils y fis (esta última rima no es mala más que por el
sonido) ; y, ¿habrá una razón científica para detenerse
ahí y vituperar a Racine por haber rimado seing y sein,
a La Fontaine court y cour, coup y cou, a Victor H u
go long y salon, vert e hiver, etc.” Y agrega entonces
el gran maestro: “fuera de los signos distintivos del
12 _
— 177 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 178 —
B L I O P O L I S
— 179 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
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H E L I O P O L I S
— 181 —
sificación francesa frente a la castellana, italiana e in
glesa; y al par también comprenderá la ventaja que
da a sus poetas, sobre los de otro idioma, por el pro
pio esplendor de las palabras, con la sonoridad de las
desinencias y la maleabilidad del mismo verso.
La frase poética francesa no se ajusta como la
castellana, por ejemplo, a los acentos fijos e invaria
bles, pues aunque existe la cesura y los acentos tóni-
eos, solamente el ritmo gobierna todo el verso, — cuan
do no la rima, según pretende Banville, y exageran
do aún más la teoría, algunas de las sectas decaden
tes, — y así el período, en vez de ser métrico, más
bien parece un “reptil suntuoso”, que dice Julio Le-
maitre, deslizándose suavemente. Tal es la reforma
traída al verso alejandrino por el romanticismo y que
conviene analizar, siquiera sea con brevedad, a fin de
valorar debidamente la poesía de Francisco Coppée.
El verso alejandrino, que en el siglo XVI era
tan raramente empleado, fue el verso tipo del clasicis- ;
mo. En él, cada unidad métrica está en relación de
igualdad en cuanto al número de sílabas, con las uni-
dades métricas que le anteceden y siguen. Pero, no exis-
tiendo la medida rítmica que dan los acentos al verso,
como en los endecasílabos castellanos e italianos, el
verso francés de doce espacios resulta demasiado largo
para que el oído pueda alcanzar su cadencia de una
sola emisión. De ahí que se le divida en dos partes
exactamente iguales, separadas por una pequeña pau
sa, denominada cesura. Queda así el alejandrino con-
vertido en dos unidades métricas de seis emisiones, »
fracción más breve que permite al oído percibir cierta
cadencia. Ésta, sin embargo, no resulta suficiente y
— 182 —
E L J O P O L I S
]aS más de las veces escapa al oído; es necesario, pues,
una nueva subdivision, y esta es la que hace de cada
una de *as dos unidades métricas en que fue dividido
el período de doce pies, dos nuevas unidades de tres
pies cada una. Por manera que el alejandrino queda
subdividido así en cuatro fracciones, perfectamente
iguales entre sí, con un acento rítmico al fin de ca
da una de ellas y la rima final para dar la cadencia
total de la frase y separarla de la siguiente. Tal es el
alejandrino ideal del que pueden dar una idea, bas
tante aproximada, los siguientes versos del Britanni-
cns, de Racine:
— 1S3 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
cés. Cada una de las unidades métricas de seis pies lla
madas hemistiquios, fue sujeta a alteraciones rítmi
cas que dieron por resultado el cambio de la fórmu
la 3-3, que representa al alejandrino ideal, en las cua
tro fórmulas siguientes: 1-2, 2-4, 4-2, y 5-1. (1)
Estas diversas formas de verso han sido emplea
das indistintamente por todos los grandes poetas del
siglo X V II. Por lo que respecta a la cesura media,
no en todos los casos ha sido respetada, y podrían
citarse infinidad de versos de los escritores del gran
siglo clásico y del X V III en los cuales se termina el
primer hemistiquio con una tónica seguida de una
muda, perteneciente a la misma palabra. En cambio,
la cesura final es siempre observada y sólo en conta-
disimos casos se ha faltado a ella en todo el siglo de
oro.
Pero, llega el romanticismo y el alejandrino pa
dece en su contextura los asaltos reformadores de los
nuevos paladines. El gran Víctor Hugo, con toda su
furia demoledora y su enorme espíritu de sembrador
de ideas, le tira el más rudo mandoble. Según él mis
mo declara en Les Contemplations, antiguamente el
verso era un volante ornado de doce plumas que sal
taba sin cesar a impulso de la raqueta de la prosodia;
pero hoy el volante se torna en un pájaro que, esca-
— 18S —
h e l i o p o l i s
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V 1 C T p R P E R E Z P E T I T
III
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H E L I O P O L I S
— 189 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
del arroyo y en sacar a luz todas las lacras de la cria
tura humana, la poesía, por su lado, tenía por misión
olvidar toda esa abominable fealdad, y sus cultores,
caballeros en el hipogrifo Fantasía, no mostraban otro
empeño más premioso que lanzarse hacia el azul pa
ra narrarnos sus ensueños, sus visiones, sus quime
ras. ¿Cómo imaginar que un poeta, cuyas pupilas se
encendían en la lumbre de los astros y cuyas manos
destilaban la mirra de los oficiantes, pudiera coger
sus asuntos de la mezquina y torpe realidad vivida y
rematar sus armoniosas estrofas con rimas plebeyas,
tomadas del vocabulario de los palurdos?
Pues bien; llega François Coppée, y el milagro se
realiza. Les Humbles es la obra que necesaria, fatal
mente tenía que escribir más tarde o más temprano un
poeta de las características de Coppée. Sus dotes de
observador, más dado a contemplar los seres y cosas
que tiene a su lado que las visiones de sus horas
noctámbulas, llevándole a notar todos esos minúscu
los detalles y particularidades que se singularizan me
jor que las más bellas metáforas; sus preferencias por
los humildes, su amor por los desamparados, su piedad
por los miserables, todo ese torbellino de condenados
dantescos que la vida arroja por las sucias callejas del
suburbio ciudadano; su dominio extraordinario del lé
xico y su maestría en la conjunción de las rimas, que
lo convierten en un taumaturgo capaz de encender en
resplandores los vocablos más obscuros y bajos; su
sentimiento innato de la belleza, que sabe desentrañar
la de los sitios más ocultos e insospechados, en un
gesto trivial, en una actitud descuidada, en una pala
bra caída al azar; su culto por la exactitud y la justi-
— 190 —
H E L I O P O L I S
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v i c t o r P E R E Z P E T I T
— 203 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
Pourtant il brille "encore un rayon clans cette ombre.
Derrière son comptoir, seul debout, le cœur sombre,
Quand il casse du sucre avec férocité,
Parfois entre un enfant, un doux blondín, tenté
P ar les trésors poudreux du petit étalage.
Dans la naïveté du désir et de l’âge,
Il montre d’une main le bonbon alléchant
Et de l'autre il présente un sou noir au marchand.
E homme alors est heureux plus qu’on ne peut le dire
Et, tout en souriant, — s'ils voyaient ce sourire
Les autres épiciers le prendraient par un fou _
Il donne le bonbon et refuse le sou.
— 204 -
H E L I O P O L I S
J 'a v a is u n ro m a n n o ir e t b ê te to u t tr o u v é :
U n e d é v o te a v a re , u n te s ta m e n t c o u v é,
D es p a re n ts s u r la p aille, e n fin to u te s les su ites
D ’u n e m en ée a f f r e u s e e t s o u rd e d e jé s u ite s .
— 20S -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
C e f u t t r is te . — Il é ta it sa n s la q u a is ni b e rlin e,
S eu l, à p ied e t p o r ta n t ce f a r d e a u s u r ses b r a s .
M a is, scep tiq u e, il a v a it p ré v u les ro is in g ra ts ,
E t, d é c e m m e n t râ p é , sa n s m is è re a p p a ra n te ,
Il v é c u t, d a n s ce coin, d ’u n e p e tite re n te ,
E c r iv a n t, p o u r lo is ir, u n tr a ité d e b la so n .
I l a v a it ju s te m e n t ch o isi c e tte m aiso n
P a rc e q ue, d ’un c ô té , tr is te , in h o sp ita liè re ,
A v e c ses m u rs v e r d is e t so n to it n o ir d e lie rre ,
E lle c o n v e n a it f o r t à so n â p r e d é d a in ,
Et q u ’elle a v ait, d e r riè r e , u n c a r r é d e j a r d i n
O ù , so u s u n f r ê l e a rc e a u d e ja u n e s cap u c in e s,
D é ro b é e a u x r e g a r d s des fe n ê tre s v o isin es
L ’e n f a n t p o u v a it jo u e r a u soleil, d a n s les f le u r s .
— 206 -
-
H E L I O P O L I S
D e p u is lo rs , les e n fa n ts , le d im a n c h e m a tin ,
C ô te à c ô te , e t p r e n a n t to u jo u r s l a m êm e p lace
S o u s le v itr a il en fe u de la g r a n d e ro sace,
S ’a sse y a ie n t d a n s la n e f p r o f o n d e e t p ria ie n t D ie u .
T o u te en o r, to u te en n o ir, se lo n le ritu e l,
Et la n ç a n t ■vers le ciel so n c h a n t m élan co liq u e
O u so n c ri trio m p h a l, la p o m p e c a th o liq u e ,
S eu le, p e n d a n t cin q an s, c h a r m a le u rs c œ u rs n o u v e a u x .
................ U n jo u r , ils é ta ie n t d e m e u ré s ,
L u i, la ro u g eu r au f ro n t, elle, to u te in te rd ite ,
— 207 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
j P o u r to i, t u r e s te s fille , e n fa n t, e t la d e rn iè re
D e la r a c e . E t b ien d o n c, sois-en d ig n e e t p ro m e ts
D e g a r d e r le v ie u x n o m v ie rg e e t p u r à ja m a is ,
i. S i tu n e p re n d s l ’h a b it, p o in t d e m é s a llia n c e .
— 208 —
H E L I O P O L I S
14 _
— 209 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
Y el juramento implacable es pronunciado. Y desde
esa hora, los dos infortunados jóvenes ven apartarse
las sendas de sus vidas. Un blasón nobiliario ha que
brado los sutiles lazos que tejiera el amor. Ya no ha
brá sobre la tierra para sus almas desoladas un res
plandor de felicidad. Los que soñaron juntos, en los
inefables días de la niñez, son despertados bruscamen
te por la realidad cruel. Han de separarse.
Y se separan. Él va a tonsurarse y a vivir en
un pueblecillo lejano; ella, permanece en la casita que
albergó todas sus alegrías y ensueños juveniles. En
tre tanto, los años corren, la vida pasa. ¿Qué es de la
existencia de aquellos niños que concurrían todos los
domingos a misa, cogidos de la mano? El poeta no
nos lo dice; mas nosotros adivinamos esa pena solita
ria, esa inmensa tragedia de los corazones brutalmen
te apartados de la dicha para la que habían nacido.
Y adivinamos, también, las lágrimas vertidas oculta
mente; las horas de arrepentimiento y desesperación;
el largo crepúsculo, después, del alma apaciguada; la
resignación dolorosa que nieva sobre el pecho y los
cabellos. . .
Y así, poco a poco, en largos años de soledad y
melancolía, siempre iguales, implacablemente monóto
nos, llega la vejez. Ahora, aquellas dos criaturas que
las gentes veían pasar por las calles de la villa silen
ciosa, rumbo a la iglesia, como dos hermanos, como
dos flores de juventud, están ahí, resignados y dolien
tes, viviendo sus últimos días, con el recuerdo de una
felicidad que no pudo ser. Mas, encastillados en su
sacrificio, santos y puros en su dolor, ni siquiera in
tentan una evocación. Se ven todos los días, se ha-
— 210 —
H E L I O P O L I S
Et lo rs q u e du s u je t ¡honnête e t p u é ril
L ’e n tr e tie n a su iv i to u t d o u c e m e n t le fil,
S a n s u n m o t qui s ’em eut, sa n s c o r d ia le é tre in te .
C o m m e si la m é m o ire e n e u x é ta it é te in te ,
Du s a c rific e f a it ja d is à l e u r d e v o ir,
I ls é c h a n g e n t e n f in u n trè s fa ib le “A u r e v o ir ’’ .
IV
— 211 —
V I C T O R P E R H Z P E T I T
tundo éxito, consagrador y definitivo, obtenido con
la publicación de aquel volumen de versos (que en el
conjunto de su obra, hoy, libres de prejuicios y con
toda imparcialidad, diputamos como su obra maestra),
se lanzara por otras sendas, buscando para su canto,
emocionado y tierno, nuevas expresiones dentro de fór
mulas nuevas. Es así cómo le vemos entonces, ple
gado un instante a la tendencia denominada “psicoló
gica”, que iniciara en la novela Paul Bourget, escri
bir su poemita Olivier, y poco más tarde, Exiléc, otra
pieza de agudo análisis psicológico.
El asunto de Olivier es sencillísimo: un joven
poeta va a buscar al campo un poco de calma para sus
nervios fatigados por la ciudad y para su corazón tam
bién fatigado de amores frívolos. Allí, en casa de un
viejo amigo conoce a Susana, una joven provincianita,
de la que se enamora locamente. Pero he ahí que un
día, paseando a caballo con la joven, ocúrresele a ésta
querer recoger una flor y le pide a su novel amigo que
le “tenga el latiguillo” . El incidente en sí no tiene
nada de extraordinario; pero el pobre poeta, por im
portuna asociación de ideas, recuerda que esa misma
frase la oyó en otra ocasión de labios de una querida.
Una sombra invade su espíritu y, por esa manía de
raciocinar que tienen los personajes de Bourget y Pré-
vost, comienza a sufrir. En otra ocasión, la misma Su
sana, coqueteando con su compañero, se le planta de
lante y le interroga: ¿cómo me encuentra usted? Y
el desdichado poeta, como en el caso anterior, se re
presenta otra querida que le formulara idéntica pre
gunta. Estas dos evocaciones bastan para matar su
nuevo amor. Todo el pasado, que creía muerto, se ha
« 212 —
H E L I O P O L I S
levantado repentinamente ante él. Creía estar curado
de su actriz y de su marquesa, y he ahí que la virgen
provinciana, sin quererlo, las resucita en su corazón.
Ya no podrá amar a esta niña adorable, porque no
sabría amarla de modo distinto a como amó antes a
las galantes parisienses. Su vida está truncada. En
tonces, huyendo de su novel amor, regresa desesperado
a París.
El asunto, como se ve, no tiene mayor originali
dad. Tampoco es muy sólida la manera de raciocinar
del joven poeta. Cualquier persona burguesa podria
argüirle que todo ese autoanálisis a lo Claudio Lar-
cher, el personaje de Psichologie de l’amour moderne,
es neurastenia pura y que, para curarse de ella, justa
mente, le convendría olvidar sus antiguas aventuras
amorosas y consagrarse, con toda sinceridad, a su nuevo
amor con la linda provincianita. A menos, por su
puesto, que nuestro poeta sea un verdadero “detraqué”
y no sepa y no pueda amar más que a las mujercitas
fáciles y galantes. Pero, en fin, el hecho es que Coppée
ha combinado así el enredo de su historia, y así de
bemos aceptarla.
Lo que realmente existe de admirable en Olivier
es la poesía. Los diversos cuadros que se nos ofre
cen — parisienses o provincianos, la narración del via
je, el ensueño de felicidad que su nuevo amor le su
giere — están llenos de detallecitos encantadores, de
sutilezas, de verdadera emoción también. Y es por
esa delicada poesía interior por lo que Olivier merece
ser recordado.
En Exilée se nos refiere la historia de un hom
bre de cuarenta años que se enamora de una joven
— 213 —
y 1 C T O R P E R E Z P E T I T
— 214
H E L I O P O L I S
remos así, para diferenciarlo del que cultivaron los
grandes románticos. No hace abandono, naturalmen
te, de las características fundamentales de su poesía
— la sencillez, la ternura, la piedad, el cuidado deta
llista, el amor por los seres y cosas humildes, etc. ; —
pero, un propósito bien definido de apartarse de todas
las escuelas o tendencias que pretenden imponerse co
mo una moda, se revela en ese afán de hacer arte por
el arte mismo, de escribir libremente respondiendo a
los dictados de su numen. Es así cómo le vemos com
poner poemas tales que “Le Jugement de l’Epée” (Les
Récits et les Elégies) y “L’hirondelle du Bouddha”
(Récits épiques), a la vez que compone “Taches de
son” (Arrière-saison) y “Le coup de tampon” ( Les
paroles sincères) . Su inquieta sensibilidad, su versati
lidad artística, cogen el tema primero que surge y lo
tratan según el estado momentáneo del ánimo. Poesias
“color del tiempo” , — las llamaríamos nosotros. Mas
en todas va apuntando un Coppée más reposado y gra
ve; un aeda que se place en las alturas superiores,
sin cuidarse ya de las capillas e iglesias edificadas pol
los hombres. ¿Es que este poema no parece nacido
bajo la égida de Hugo? ¿Es que aquel canto no pa
rece un trasunto de la bonhomía familiar de Sainte-
Beuve? N o; Coppée sigue siendo él mismo; es senci
llo y es dramático a la vez.
Tal idealismo — no de la forma, sino fundamen
tal — es el que le ha conducido, alguna vez, a buscar
en las tragedias esa expresión estética que se denomina
“lo sublime” . Claro ejemplo de ello nos lo ofrecen
dos piezas dramáticas de nuestro poeta, que vamos a
comentar brevemente para cerrar este ensayo.
— 215 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
- 216 -
H E L I O P O L I S
nida no era el pago de una traición a sus compañeros
de causa. Por ello, todo el pueblo ha visto crecer a
Severo Torelli ansiosamente, aureolando sus jóvenes
sienes con el prestigio de un libertador. Hay muchos
que atentarían contra la vida del déspota; pero el con
senso general ha dispuesto ya que sea el hijo de Gian-
Batista el que imponga el castigo.
Ahora, al comenzar la obra, Severo Torelli acaba
de cumplir veinte años. El joven, reunido a sus ami
gos, platica de aquellos asuntos y se manifiesta dispues
to a desempeñar la misión que su patria le confía. Y
allí mismo, en un arranque de fervor patriótico, los
cuatro jóvenes se conciertan. Precisamente en ese ins
tante atraviesa la calzada un sacerdote que lleva los
santos óleos a un moribundo. Los jóvenes le detie
nen y le piden muy respetuosamente que descubra la
hostia, pues deben prestar ante ella un solemne jura
mento . El sacerdote ha comprendido: se detiene y des
cubre el símbolo sagrado. Los jóvenes desnudan sus
aceros y sobre la hostia empeñan su palabra de dar
muerte al tirano, comprometiéndose cada uno a ocu
par el puesto del compañero que pudiera caer en la
aventura. Severo Torelli queda, pues, ligado por ju
ramento a dar muerte a Barnabo Spínola.
Lleno de ardor patriótico, el joven corre a casa
de sus padres. Allí encuentra al anciano Gian-Batista,
siempre doblegado y triste por aquella afrenta que le
impuso el perdón del tirano. — “H a sonado la hora,
padre mío, de que cumpla tu promesa”, — exclama
Severo, al entrar. El viejo se yergue, fulgurantes los
ojos, todo encendido de alegría. Aquel oculto dolor
que le roía las entrañas, va a cesar: su hijo, varonil
— 217 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
mente, lo redimirá de la afrenta y salvará a la patria,
que él no pudo salvar. Entonces, patriota hasta la me
dula de los huesos, y estoico hasta el fondo del alma,
sabiendo que en aquella tremenda prueba puede per
der a su hijo querido, se vuelve hacia el joven y evo
ca la noble figura de donna Pía, su esposa. Ella es
la madre y debe ser dueña también del terrible secre
to. Sin duda el corazón de la mujer se atribulará cm
la angustia del peligro; pero, sostenida por su patrio
tismo de noble dama pisana, se enorgullecerá de tal
hijo. La llama, pues, sin dilaciones, profiriendo esta
frase, cuyo último verso, la noche del estreno de la obra,
al decir de las crónicas, levantó una clamorosa ovación:
— 218 —
H E L I O P O L I S
Barnabo Spínola y no Gian-Batista es su verdadero
padre. Anegada en lágrimas, con el acento de la de
sesperación, avergonzada de la falta que confiesa, vi
brante, enloquecida, narra entonces a su hijo, que la
oye con indecible espanto, cómo hace veinte años, por
salvar la vida de su esposo, hubo de entregarse a la las
civia del tirano. Esa es su falta, su inolvidable cri
men, que le ha amargado todos los días de su exis
tencia .
Ante la revelación de su madre, el joven estalla
como un demente. Todos los sentimientos, el asom
bro, la ira, la vergüenza, la indignación, luchan y se
revuelven en su pecho. Su boca es una catarata de
invectivas, de repugnancias, de desesperaciones. A la
vergüenza que humilla, sucede el asco que experimenta
de sí mismo, por sentir en sus venas aquella sangre
impúdica; al dolor que le causa la humillación de su
madre, reemplaza muy luego el odio que siente contra
el que se ha cobrado una vida a costa del honor de
una ilustre familia. Vuelto un instante hacia los re
tratos de los antecesores que exornan la sala, el po
bre muchacho se humilla, y con su más patético acento
les pide perdón por enlodar, con su sola presencia, aquel
hogar que no debe ser el suyo. Es una escena im
ponente, de una grandeza soberbia, de un efecto acon
gojante. Nos explicamos perfectamente que al arri
bar a esta etapa del drama, todo el público, arrebatado
por la dramaticidad del asunto y la belleza corneliana
del verso, estallara en una interminable ovación, pro
clamando el triunfo del autor: con la simple lectura
de estos dos primeros actos, nos sentimos hondamen
te conmovidos y entrevemos lo que semejante escena
— 219 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
221 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
saltarse en seguida la tapa de los sesos, cumpliendo
con su deber de padre. Es que la idea de lo sublime
no reside tan sólo en lo enorme y espantable, en lo
tétrico y angustiante, en lo calamitoso y catastrófico:
ella posee, también, las formas de la serenidad augusta,
del equilibrio mayestático, de la energía moral que ha
ce resaltar nuestra pequenez ante lo ilimitadamente
grande. Sublime es una tempestad en el océano, un
plenilunio sobre unas ruinas, las manchas de sangre
en las manos de Macbeth, la muerte del Hombre so
bre el Calvario. Para llegar a lo sublime trágico se
requiere, ante todo, poner en juego una de las gran
des y avasalladoras pasiones humanas o colocar en
pugna dos irresistibles deberes de la conciencia; alzar
luego ante el espectador figuras casi sobrehumanas, ar
quetipos de acción, héroes o demonios, verdaderas tem
pestades animadas del mundo moral; se requiere des
pués una acción cerrada, rápida, precisa, que nos asal
te y nos doblegue sin darnos tregua, que se imponga
a nuestros sentimientos sean cuales fueren, que vaya
latigueando la emoción hasta la hiperestesia; y en fin,
que el lenguaje, puro y claro como una gota de luz,
noble y elevado como un canto litúrgico, responda en
todos los momentos a la entraña de los personajes y
a la índole de las situaciones escénicas. Cualidad extre
ma de la belleza grandiosa, lo sublime no se alcanza
sino por la perfectibilidad de la ejecución.
Severo Torelli es un drama intenso, por momen
tos angustiante, que plantea una situación dramática
cara a los poetas trágicos. Esa situación del segun
do acto, conducida con habilidad extrema, desenvuelta
con gran valentía y arranque, ennoblecida por la doble
— 222 —
f j E L I O P O L I S
tragedia de la madre y el Hijo, planteando un conflic
to que sólo puede resolverse en el horror, es de una
belleza pocas veces alcanzada en el teatro. Para ha
llarle par, es menester remontarse a los grandes trá
gicos. ¡Lástima que el poeta, planeado así su asunto,
no haya arribado al fatal desenlace sino al través de
dos actos vacíos, que detienen la marcha de la acción
y nada aportan, mayormente, a su interés o engran
decimiento! Es verdad que después de semejante pun
to de partida es poco menos que imposible, si no im
posible del todo, aguzar la emoción artística del es
pectador. Todo el drama está en esos dos primeros
actos y en el final del acto quinto: el tercero y cuarto
no son, en realidad, más que actos de relleno; muy do
nosamente escritos, es cierto, pero que no responden
al aliento épico inicial.
Pour la couronne es otra tragedia, de singulares
características. En un reino de los Balkanes, hacia la
mitad del siglo XV, el trono acaba de quedar vacan
te. Un guerrero valiente y patriota, cuya fe religiosa
sería suficiente titulo para que los eslavos le dispen
saran su favor, si todavía no tuviera en su haber sus
campañas de soldado y sus resonantes victorias, es im
pulsado por su mujer a reclamar la corona. Miguel
Brancomir es un hombre bueno, un fiel creyente, un
verdadero patriota; pero ante su mujer, la ambiciosa
Bazilide, una especie de Macbeth a quien unas brujas
han predicho que un día se sentaría en un trono, es
un espíritu débil, un hombre sin voluntad. Reunida la
Dieta que ha de proceder a la elección, se decide por el
obispo de Widdin. Miguel queda en su puesto de gue
rrero, pues los jefes consideran que es en la frontera,
— 223 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
224 —
E L I O P O L I S
advertir que esta Militza, entregada como botín a Cons
tantino, ha sido salvada de la muerte por él y trata
da con toda dulzura; razón por la cual le es fiel hasta
ej sacrificio. Enterado, pues, el joven, del crimen de
lesa patria que pretende cometer su padre, decide impe
dirlo, y concurre al puesto avanzado donde Miguel
Brancomir ha tomado la plaza de centinela. La escena
que entonces se desarrolla entre padre e hijo es de in
tenso dramatismo. El hijo interroga ansiosamente a
su padre, y, al advertir su firme decisión de entregar
el suelo de su patria al enemigo, le suplica, le implora
con los acentos más conmovedores. Exaltado por su
fe patriótica, celoso del honor de su progenitor, herido
también por aquella debilidad de un noble guerrero
que es sojuzgado por las malas artes de una ambiciosa
mujer, invoca la memoria de todos los soldados muer
tos por la patria, — de esa patria que su padre va a
entregar al invasor extranjero.
CONSTANTINO
MICHEL
CONSTANTINO
tt - — 225 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
Soirs énivrants après les batailles gagnées,
Désordre du butin, drapeaux pris par poignées,
Cri de joie et d’orgueil du père triomphant,
Heureux de retrouver son page et son enfant
Et baisant sur son front la blessure encor tiède,
Vieux souvenirs de gloire et d’héroïsme, a l’aide!
Prouesses de jadis, exploits des temps passés,
Devant ce malhereux, accourez, surgissez,
Et faites-le rougir de sa trahison vile!
Dites-lui que demain, à son entrée en ville
Les étendards pendus aux portes des palais
Au passage voudront lui donner des soufflets.
Dites, oh dites donc au héros qui défaille
Ques ses soldats tombés sur le champ de bataille
Savent qu'il a rêvé ce crime exorbitant,
Qu’ils en parlent entre eux sous terre et qu’on entend,
Quand on passe le soir, vers leurs tombes guerrières,
Un murmure indigné courir dans les bruyères ! ...
Non, vous ne serez misérable a ce point,
E t vous reculerez et vous ne voudrez point
Laisser un nom maudit dans toutes les mémoires !
Ne voyez-vous donc pas vos anciennes victoires
Supliantes, les bras tendus, à vous genoux?
Les prenez-vous en haine et les chasserez-vous,
Elles que l’Occident joyeux a salués,
Ignoblement, ainsi, que des prostituées?
Non, vous ne ferez point ce crime abjet et bas !
Cela ne sera pas, cela ne se peut pas !
Je me jette à vos pieds, et je prie, et j ’espère,
E t je vais rétrouver mon héros et mon père!
Vous allez allumer ce bûcher de bois m ort;
Vous arracher du cœur, avec un mâle effort,
Le turpîde projet, la promesse honteuse,
E t les jeter au feu comme une herbe hideuse
Qu’on fait brûler avec sa racine et son fruit;
E t vous resterez pur, et le vent de la nuit
Emportera ce rêve horrible sus ses ailes
Dans un grand tourbillon de flamme et d’étincelles!
r - 226 —
E L I O P O L I S
j^ as, nada pueden los reproches, las súplicas, los apos
trofes, las amenazas. El padre, inflexible, alentado por
tina fuerza superior a su propia voluntad, rechaza a su
Pijo: está decidido a triunfar en su empeño y no hay
consideración alguna que le detenga. Puesto en seme
jante trance, Constantino cobra entonces los contornos
de un héroe trágico. Debiendo elegir entre su patria
y su padre, opta por la primera. Matará, pues, al trai
dor y evitará el crimen nefando. Después, cuando se
descubra el cadáver de Brancomir, todos creerán que
ha muerto a mano de los enemigos y su honor quedará
a salvo. Los dos hombres cruzan sus aceros y el trai
dor cae atravesado por una estocada en el pecho.
Hasta aquí, Constantino ha asumido el rol del
Orestes de Las Coéforas; en adelante será el persegui
do por las furias de Las Euménides. Asediado conti
nuamente por el recuerdo del parricidio, el joven diva
ga sombrío, llamando sobre sí la atención de los com
pañeros. Todos ignoran la verdad, naturalmente; has
ta la misma Militza que, rendida a aquel amo que le
salvara la vida y al que ha entregado su mísero cora
zón, observa la oculta pena que le roe, y le trae sus
flores, cuando duerme, para deshojarlas sobre su fren
te. Es una pequeña escena llena de profunda ternura
y de verdadera poesía. Los versos son de una incom
parable belleza:
MIUTZA
— 227 -
y 1 C T O R P E R E Z P E T I T
Ce sont celles que j'ai toujours le mieux aimées,
Nobles lis, doux œillets, roses très parfumées,
Celles qu’on reconnaît, à leur odeur, la nuit ;
Et le simple sélam de Militza traduit
Son pauvre amour pour toi, triste maître à l’œil sombre,
Son amour qui fleurit et s’exhale dans l’ombre.
J ’ignore tes chagrins, mais je sais seulement
Qu’au parfum de mes fleurs et de mon sentiment
Tu parais moins souffrir, et que tu te reposes,
Je t’apporte des lis, des œillets et des roses,
Que mon bouquet dissipe un moment ton ennui.
Laisse-moi me placer à tes pieds avec lui!
En le cueillant, de toi ma pensée était pleine ;
Daigne un peu respirer son souffle et mon haleine.
O maître, laisse-nous embaumer tes douleurs.
Souris a mon sélam. Je t’apporte des fleurs.
— 228 —
E L I O P O L 1 S
Cct infernal régret, comme avec un poignard,
Et te montrer ce meurtre et t ’en donner ta part,
Et venger la nature et les lois irritées
En secouant sur toi mes mains ensanglantées.
— 229 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 230 —
H E L I O P O L I S
1899.
RUBEN DA R I O
— 233 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
Siracusa, cantado en oda olímpica por Píndaro, el he
raldo tebano. La virtud del Numen hizo crujir las
ruedas sangrientas del carro de la Aurora; sorpren
dió las Bacantes desenfrenadas y detuvo en su galope
salvaje a los colosales Centauros; puso un lampo es
meralda sobre la frente de Minerva, un girón de es
puma en los flancos de las ninfas y una sarta de no
tas pastoriles en la cornamusa del dios Pan; y, ebrio
de claridades y de liricas mieles, encendió el falerno en
la copa de Horacio, desnudó las altiveces marmóreas
de la imperial Mesalina y derramó torrentes de her
cúlea fuerza y de resignado martirio sobre la arena
del Circo para divertir el hastío de los soberbios Em
peradores. A su conjuro colosal anímase el aire, hier
ven las ondas del Egeo y bajan de sus pedestales las
Galateas de piedra. La selva tiene cantos desconoci
dos, los montes inclinan sus barbas de plata y los to
rrentes alzan el pecho, tronando, para salpicar con es
pumas la frente de las estrellas solitarias. El hombre
escucha estremecido y anhelante esos acordes gigan
tescos que llenan el firmamento, y entrevé, en medio
de un ensueño, el perfil de Hécate y la desnudez de
Venus; siente pasar la Helena por quien París encen
dió en guerra cruenta a toda la Grecia, y la ve caer,
más tarde, en los brazos del doctor Fausto, rejuvene
cido; escucha los clamores de las Eunémides incen
diando la sangre celosa de Medea y se estremece an
te el eco salvaje que esos clamores despiertan en el
pecho del esposo de Desdémona; mira, en fin, el alma
de Pigmalión, ardiendo en deseos, y vuelve a encon
trarla, desecha y rota, a los pies del ídolo, en el jo
ven W erther.
— 234 —
H E L I O P O L I S
— 235 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 236
H E L I O P O L ___________£
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V I C T O R P E R E Z P E T I T
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y 1 C T O R P E R E Z P E T I T
----------------- <£r
so. El verdadero, aquel de oro de la Musa lírica de
que hemos hablado, merece respeto, a pesar de todos
sus errores. Pero este otro, no reinará mucho tiempo;
sólo durará lo que la anarquía que domina en todos los
espíritus fin de siglo, ahitos de sensaciones, cansados
de lo vulgar y corriente, sedientos de nuevos ideales y
de más paroxismos y estremecimientos.
Siendo esto así, ¡qué admiración no debemos al
poeta americano que, oficiando como Supremo Pontí
fice ante el altar deslumbrante del Decadentismo mili
tante, ha sabido conservar su personalidad, nos ha le
gado joyas de arte valiosísimas, nos procura todavía
sensaciones nuevas y nos regala con todas las clarida
des de su Imaginación creadora ! ¡ Qué aplausos no han
de tributarse al vate que en medio a sus orgías artísti
cas de sectario, en medio a sus lucubraciones frenéticas
y de sus desórdenes verlainianos, aun parece sensato!
Rubén Darío es un refinado, un impresionista, un
mágico; pero es, además, un espíritu sano, robusto y
cuerdo. — Tiene todas las exquisiteces, rebuscamien
tos y originalidades de un Corbière, de un Retté y de
un René Ghil; pero tiene, también, algo que aquéllos
no poseían : un sentimiento exacto de la belleza, una
noción clara y precisa de una línea griega, una concep
ción serena del arte escultural y marmóreo. Es un mo
derno, deslumbrado por auroras boreales, que va a can
tar sus versos bajo el sol que quema las crestas de las
Termopilas y dora los llanos de Platea.
Está de moda zaherir al inspirado creador de
Prosas Profanas. Los que tal hacen, no debieran olvi
dar que si este poeta usa ritmos extraños, y versos
«|ue son prosas, y frases casi jeroglíficas, es porque
_ 240 -
H E L 1 O P O L I S
— 242
Y no se nos tilde de ser una de tantas muestras
¿e aquel personaje de Remy de Gourmont, pues ya
hem°s dicho que aceptamos todas las originalidades
je los decadentes, con tal que ellos mismos sepan lo
que significan. Ahora bien: ¿qué es lo que vemos nos-
otros al respecto? ¿Se entienden entre si los retóricos
del decadentismo? No, pues mientras René Ghil asi
mila la U a la trompeta y al saxo, Arthur Rimbaud
dice que la U es amarilla, y el amarillo corresponde
a la flauta. Por otra parte, este instrumento “expresa
la ingenuidad”, según el uno, mientras que aquéllos,
el triunfo, y las sonoridades, según el otro. ¿Cuál de
los dos tiene razón? Seguramente ninguno de los dos,
y cada uno de ellos es, respecto del otro, un ilustre
Celui-qni-ne-comprend-pas. ¿Qué mucho que nosotros,
los profanos, nos quedemos en ayunas al leer una es
trofa de Kahn, Rodenbach o René Ghil, si ellos mis
mos, entre sí, no se entienden?
Por lo demás, los estados animicos del individuo
y cada una de las sugestiones e impresiones propias,
varían según el temperamento, la educación, la sen
sibilidad, la herencia, etc., de cada cual; por manera
que lo que en uno produce una idea, en otro puede pro
ducir otra muy distinta. Más a ú n : según sea la mo
mentánea disposición de ánimo, una cosa que antes nos
fue agradable, ahora nos disgusta sobremanera. Y así
hasta el infinito. Ejemplo: la palabra jazmín nos su
giere el color blanco. ¿Por qué? Porque ése es el co
lor de la flor; porque hemos visto un altar cubierto
de ellas; porque hoy acabamos de ver una niñita toda
vestida de tul y raso blanco que iba a comulgar; por
que, en fin, se nos antoja que la vocal I, la más fuerte
— 243 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 244 —
cional. Pero, ¿querrá esto decir que esas voces pue
den sugerirnos ideas distintas a las ideas que realmen
te expresan? No, de ninguna manera.
No vale, pues, declarar que no le importa al poe
ta que no le comprenda nadie. El arte es sociológico,
y si no procuramos trasmitir simpáticamente a los de
más hombres nuestras propias sensaciones, ¿para qué
escribimos y publicamos lo escrito? ¿Para darles mú
sica “a los habitantes de nuestro reino interior” ? Pues
démosles música a esos habitantes, y no a los profa
nos. Y no hay vuelta que darle.
— 245 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
nes, la marquesa Pompadour como una rosa sangrien
ta, el muslo de marfil de Diana, el blancor del cisne
que anuncia a Helena y el heraldo de Yolanda, una
paloma; sentimos en el alma toda la nostalgia de los
días brumosos y grisáceos, la risa de los cielos azules
de la Grecia antigua y los espasmos voluptuosos de
las siestas del trópico; y oímos, en fin, la risa de los
faunos sorprendiendo a las ninfas en los claros de las
selvas, el coloquio clamoroso de los centauros y las
notas perladas de la eterna Harmonía rodando des
de la cumbre del Pindó sonoro hasta el ebúrneo tri-
clinio de Horacio, desde un confín solitario de la
Arabia hasta el patio morisco de la Alhambra, desde
la tierra del sol y los claveles hasta la patria diaman
tina del cóndor de mármol, Leconte de Lisie!
Oíd cómo el poeta ofrece sus am ores:
“ ¿ V ie n e s ? m e lle g a aq u í, p u es qu e su s p ira s.
U n so p lo d e las m á g ic a s f r a g a n c ia s
Q u e h ic ie ra n los d e lirio s d e las lira s
En las G re c ia s, la s R o m a s y las F r a n c ia s .
¡ S u s p ira a s í ! R e v u e le n las a b e ja s ,
A l o lo r de la o lím p ica a m b ro s ía ,
E n lo s p e rfu m e s qu e e n el a ir e d e j a s ;
Y el d io s d e p ie d ra se d e s p ie rte y ría ,
Y e l d io s d e p ie d ra se d e sp ie rte y c a n te
La g lo r ia de los tirs o s flo re c ie n te s
E n el g e sto ritu a l d e la b a c a n te
D e r o jo s labios y n e v ad o s d ie n te s ;
246
tí
o o L I S
En la s m a n c h a d a s p ieles d e p a n te r a .
S o n e s d e b a n d o lín . E l r o jo v in o
C o n d u c e u n p a je r o j o . ¿ A m a s lo s so nes
D e l b a n d o lín , y u n a m o r flo re n tin o ?
S e rá s la re in a de los d e c a m e ro n e s.
( U n c o ro d e p o e ta s y p in to re s
C u e n ta h is to r ia s p ic a n te s . C o n m a lig n a
S o n ris a a le g re a p ru e b a n lo s s e ñ o re s ,
d e lia e n ro je c e . U na dueña se s i g n a .)
O a m o r lle n o d e sol, a m o r d e E s p a ñ a ,
A m or lle n o de p ú r p u r a s y o r o ;
A m o r q u e d a el c la v e l, la f l o r e x tr a ñ a
R e g a d a c o n la s a n g re d e los t o r o s ;
F lo r d e g ita n a , f l o r q u e a m o r re ce la ,
A m o r d e s a n g r e y lu z, p a sio n es l o c a s ;
F lo r q u e tra s c ie n d e a c la v o y a c an ela,
R o ja cu al las h e rid a s y las b o c a s .”
“ L ib r e la f r e n te q u e e l c a s c o re h ú s a ,
C asi d e s n u d a e n la g lo r ia del d ía,
A lz a su tir s o d e ro s a s la m u sa
— 247 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
B a jo el g r a n sol d e la e te r n a H a r m o n ía .
Y b a jo el p ó rtic o b la n c o de P a ro s,
Y en lo s b o sc a je s d e fre s c o s la u re le s,
P ín d a r o d ió le su s ritm o s p re c la ro s ,
D ió le A n a c re o n te su s vinos y m ie le s .
P á ja ro e rra n te , id ea l g o lo n d rin a ,
V u e la d e A r a b ia a u n c o n fín s o lita rio ,
Y v e p a s a r en su to r r e a r g e n tin a
A u n re y d e O rie n te s o b re u n d r o m e d a r io .”
— 248 —
H E L I O P O L I S
“E r a u n a ir e su av e, de p a u s a d o s g iro s ,”
249 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
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E L J O P O L I S
— 251 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 252 —
H E L I O P O L I S
fosforecentes, criaderos de gemas del pensamiento, fra
ses con perfumes de ámbar y opopónax, yacimientos de
micas con cambiantes de luces multicolores y escintila-
ciones de pedrerías ; todo ello, en fin, en una eferves
cencia de mandragoras y en un resplandor helado de
blanquísimo alabastro, una explosión de begonias de
terciopelo y de lujuriosas orquídeas, un semillero cons
telado de estrellas azules, flechas de oro, cisnes de nie
ve y aristocráticos lirios; — pero también lo hemos vis
to detenerse en la Isla de Oro,
— 253 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
— 254 —
rapsoda de Verlaine. Pero él es el único y solo: no
uede tener discípulos ni sucesores. Y esto es, preci
samente, lo que le hace más grande. Encerrado den
tro de sí mismo, parece uno de esos errantes y solita
rios astros de primera magnitud que cruzan majestuo
sos la imponente inmensidad de los espacios celestes.
Dijérase que el autor de A sid no ha hecho otra
cosa que realizar la atrevidísima idea que Charles Mo-
rice apuntaba hace algún tiempo: “Nosotros, que esta
mos llamados a hacer la síntesis del clasicismo, del
romanticismo y del naturalismo, no podemos agrupar
nos, sino que, por el contrario, debemos buscar el ais
lamiento para realizar nuestras obras” . Sí; Rubén Da
río es una síntesis de escuelas literarias que fueron en
un tiempo gloria y regocijo del arte, y, para hacerla,
se aisla de todos los artistas sus contemporáneos. “Yo
no tengo literatura mía — dice él mismo —- para mar
car el rumbo de los demás: mi literatura es mía en m í;
quien siga servilmente mis huellas, perderá su tesoro
personal” . Por eso, aunque se le considere el vexi-
lífero del decadentismo en América, se yerra al atri
buírsele el propósito de formar escuela y adiestrar dis
cípulos según sus cánones. Los decadentes son indivi
dualistas y no conciben que los rapsodas vayan por
los prados del Arte unos en pos de otros como carne
ros de Panurgo.
Prosas Profanas no es, pues, un Misal de la Igle
sia Decadente ofrecido a los fieles como devocionario
y g u ía: éstos no sabrían jamás interpretar el Enigma
del Maestro, ni concebir sus Ideas y Oraciones, ni si
quiera seguir los giros caprichosos de las líneas labe
rínticas de esas raras, góticas y revesadas Iniciales
— 255 -
V I C T O R P E R E Z P E T I T
256 —
U B L 1 O P O L I S
J7 _
- 257
RECUERDOS DE TEATRO
José Oxilia
Ermete Novelli
Sarah Bernhardt
Sem Benelli
“Iris”, de Mascagni
JOSÉ O X I L I A
I
¿Habéis visto alguna vez, desde la orilla de un
río, en la quietud de un remanso, sobre las aguas en
cendidas en un espejeo de mercurio por la luz solar
del mediodía, volar enjambres de diminutos insectos
como briznas de acero, como fibrillas iridiscentes, co
mo aristas de cristal? Son unos insectos pequeñitos
y leves, de unas seis u ocho líneas de largo, con dos
alitas membranosas de color pardusco, semitranspa
rentes, y una cola de tres filamentos, que los naturalis
tas clasifican entre los neurópteros y llaman “cachi
pollas” (el vulgo, más gráfico y exacto que los sabios,
les da el nombre de “efímeras”, porque tales insectos
apenas si alcanzan a vivir un d ía ) . Frágiles, encen
didos como trocitos de nácar bajo la lumbre solar,
volando caprichosamente de un lado para otro, viven
fugaz existencia persiguiéndose, amándose, reprodu
ciéndose, dando al observador atento la sensación de la
miseria de las cosas de la tierra ante la aplastante eter
nidad. Pero, ¿qué más importan los veinte, sesenta,
los cien años de vida de que gozan los organismos su
periores para crecer, desarrollarse y reproducirse, com
pletando en su lapso el círculo de sus placeres, de sus
261 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
afanes, de sus luchas y rivalidades, de sus deseos y
triunfos? La “efímera” hace lo mismo en veinticua
tro horas: nace, ama, irradia en un rayo de sol y des
aparece en el seno de la madre Naturaleza. De unos
y de otros seres no queda el rastro; apenas la minús
cula impresión de un levísimo resplandor que nació
repentinamente del misterio y se ahogó muy luego en
la tiniebla eterna. Si la memoria de los hombres es
mucha y el resplandor fue inusitado, acaso la idea de
la “efímera” o del “hombre” alcance en los tiempos
un círculo más dilatado que el habitual para tan de
leznables cosas. Mas, al cabo, ¿qué será de la me
moria de lo que no es, por su esencia misma, inmortal ?
El caso se agrava y asume relieves trágicos cuan
do contemplamos el que nos ofrece un “virtuoso” (ar
tista admirable del piano, verbigracia, Liszt, o del vio
lín, verbigracia, Brindis de Sala; cantante de ópera cu
yos armoniosos acentos desaparecen con la onda mu
sical; danzarina de movimientos y actitudes dibujados
en el aire, perdidos para siempre apenas enunciados).
De un escultor, de un poeta, de un dramaturgo, de un
pintor, queda la obra, y los que sobreviven y los que
vienen después de él a la vida, pueden contemplarla
y sentirla en toda su plenitud y belleza, es decir, re
sucitar la emoción estética que la engendró con sólo
sacarla de nuevo a la luz. Pero, ¿cómo hacer revivir
lo que desapareció una vez para siempre, lo que, por
no existir ya no puede caer bajo la apreciación direc
ta de nuestros sentidos? ¿Cómo evocar la imagen de
una danzarina que no hemos visto nunca, de la que no
poseemos otros informes que los que nos han dejado
otros hombres que la admiraron, desaparecidos tam-
— 262 —
e,los para siempre? ¿Cómo representarnos los
b ,„s extraordinarios de un cantante, el timbre de
acen ~ su extensión y colorido, la modalidad de su
su V<¡a su modo de frasear y de emitir las notas, etc.,
CSCU sí no nos es dable procurar a nuestro oído una
etC Vación que ha cesado de ser una sensación, que
T c a b e ya en lo posible, por lo tanto, poder juzgar por
n; o,o s mismos? Oímos hablar del Moisés de Mi-
h° An«-el, de la Gioconda de Leonardo, de los terce-
1
— 263 —
v 1 C T O R P E R E Z P E T I T
264 —
tusiasmados. — Y así, del mismo modo, hemos oído
liablar también del celebérrimo tenor sevillano Ma
nuel Vicente García, padre de la Malibrán, que ha
hecho del Almaviva de la obra rossiniana, más que
una figura escénica, un arquetipo deslumbrador, can
tando como nadie ha podido cantarla nunca la cavatina
“Ecco ridente in cielo”, esa deliciosa página musical
que tiene la frescura de unas gotas de rocío sobre la
opulenta corola de una rosa; — y así hemos oído ha
blar de Galli, cuya voz hacia temblar el teatro; — de
Tamberlick, que también visitó a Montevideo en 1859,
cantando en el Teatro Solís recién inaugurado, como
quien dice (pues lo fue el 25 de Agosto de 1856), y
de quien perdura el recuerdo de su formidable do de
pecho; — de la Malibrán, que acabamos de mencio
nar, joven soprano muerta en la flor de la edad, que
hizo delirar de entusiasmo a los públicos de Londres,
París, Milán, Bologna, Nápoles y New York; — de
la Pasta, para quien Bellini escribió Norma y que can
tó casi todas las óperas del inspirado maestro sicilia
no, — en 1827, El Pirata, con el tenor Rubini; en 1828,
La straniera, y en 1831, Sonámbula, con Rubini tam
bién; — de la Grisi, otra magnifica “virtuosa” que
estrenó en París / Puritani con Rubini, Lablache y
Tamburini (el conjunto más grandioso que haya can
tado jamás el famoso cuarteta “A te, o cara” ) ; — del
propio tenor Rubini, cuyo registro abarcaba más de
dos octavas, desde el mi bajo hasta el ja agudo, maes
tro en el arte de pasar con naturalidad de la voz de
“pecho” a la voz de “cabeza” , cantado entonces en
un “falsete” dulcísimo que hacía las delicias de los
aficionados. — Pero, llegados aquí, fuerza nos es de-
- 265 —
y 1 C T O R P E R E Z P E T I T
clarar que ya no conocemos tan bien, porque no he
mos oído hablar de ellos frecuentemente (si es que
acaso sus nombres no nos resultan desconocidos por
completo), de Jenny Lind, la magnífica rival de la Al-
boni; de Henriette Sontag, la soprano más grande al
decir de algunos críticos y maestros de música, que
recorrió Alemania, Francia, Italia y Rusia, de triun
fo en triunfo, etc. Todos esos nombres pueden vivir
en la memoria de algún entusiasta aficionado al géne
ro operístico anclado desde hace medio siglo en el “pa
raíso” del Teatro Solís, o aparecer bajo la pluma de
uno de esos curiosos eruditos que revuelven periódi
cos antiguos a la caza de noticias que ya han dejado
de interesar a las gentes. Al fin y al cabo, son los
nombres de unos “virtuosos” del canto que llenaron un
día el mundo con su fama. Pero, ¿cuántos otros nom
bres, igualmente célebres a su hora, de grandes y ver
daderos artistas permanecen olvidados? ¿Cuántos otros,
tan dignos de recordación como ésos, al ser traídos
ahora a colación sonarán a hueco, así, como suenan
los nombres desconocidos, parecerán invención del mo
mento o superchería del que habla y quiere aparecer
como bien documentado? No obstante, la verdad no
es otra que esta: nosotros no sabemos nada de los can
tantes que maravillaron a nuestros antecesores. ¡Cuán
tas glorias olvidadas! ¡cuántas noches de triunfos des
conocidos! ¡cuántas horas de purísimo deleite desva
necidas para siempre! El “divo” que arrebató de en
tusiasmo al público con sus “agudos” tremolantes lo
mismo que soles y la soprano que desgranaba de su
garganta privilegiada rosarios de perlas, han caído en
el olvido, están muertos y sepultos para todos. ¿Quién
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P L I O P O L I S
H _____________ ________ ____________ — ----------- — --------------------------------------------------------------------------
— 267
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^__ E L 1 O P O L I __ £
fta de la Gasza ladra; Mme. Medori, que dejó uni-
do su nombre al Profeta de Meyerbeer; Vignanoni,
° gran notoriedad en su época, admirable en U Agne-
‘ 1 (ie P aér; Crivelli, magnífico cantante que sobresalía
en el Pirro de Paisiello; la Borghi Mamo, de quien
se dijo que cantaba el aria de Leonor en Favorita “O,
mio Fernando” como un verdadero “angiol di Dio” ;
Bordogni, con quien se resistió a cantar en Ñapóles
la orgullosa Colbrán, considerando que una cantante de
su categoría no podía alternar con un joven entonces
desconocido, y que llegó a adquirir una nombradla más
dilatada que la de la engreída soprano, escuchando
ovaciones clamorosas en el rol de Giannetto de la Gazza
ladra, en el de Argirio del Tañeredo, en el de Paolino
del Matrimonio segretto y, sobre todo, en el brillante
dúo de LTtaliana in Algeri, “se inclinasi a prender mo-
glie”, etc.
¿Recuerda alguien los nombres de los cantantes
que escogió Mozart para el estreno de su Don Juan?
Evidentemente, hacia el fin del mil setecientos no era
cosa de exigir “divos” de condiciones vocales extra
ordinarias. Los maestros de música y directores de
conjuntos corales tenían que conformarse con los afi
cionados al arte del canto que andaban como perdi
dos por el mundo. A pesar del éxito estruendoso lo
grado por Mozart con su Idomeneo en Munich, no
podía el pobre músico mostrarse demasiado exigente
en la elección de intérpretes; pero, de todos modos, la
significación de su Don Juan y la justa fama que en
seguida conquistó en el mundo del arte, debían ha
ber influido para que la memoria del público celebra
ra, agradecida, a los intérpretes primeros de la sin
— 269
V I C T O R P E R E Z P E T I T
D on Ju an C a ta lin a B o n d in i
.
D o n O c t a v i o .. . . B a g lio n e , te n o r
L e p o r e llo F é lix P o n c ia n o , b a jo có m ico
.
— 270 —
la nómina de esos cantantes, según el señor Scudo: se
ñoras Storace, Laschi, Mandini, Russani, Gottlieb; —
señores Benucci, Mandini, Ochely y Russani. La se
ñora Storace cantó la parte de la Condesa y el señor
Mandini, barítono, la de Almaviva.
Pues bien; la gloria que ciñó un día sus laureles
a las sienes de todos estos escogidos, voluble, efímera
o desmemoriada, ha cesado de aureolar sus nombres,
pioy lanza a los vientos otros nombres para recomen
darlos a la atención de las nuevas generaciones. In
constante, lo mismo que cualquier mujercita de café-
concierto, abandona sus viejos amores por estos otros
nuevos que aparecen en su vida. Humo, al cabo, se
gún el decir de los escépticos, se desvanece en el aire,
y lo más tremendo y abominable es que con él se van
horas y recuerdos que debían vivir y perdurar en el
corazón de las gentes. Nosotros, los que hemos llega
do después, más tarde, y no los hemos conocido per
sonalmente, ni siquiera tenemos noticia de sus luchas
y afanes, de sus triunfos y momentos de gloria. ¿Qué
interés hay en conservar la memoria de algo que se
desvaneció en el aire ? ¿ Qué nos importa la vida de esos
insectos neurópteros que vuelan sobre el remanso del
no, poniendo, durante un instante, ante nuestros ojos,
una brillazón de filamentos de nácar? ¿Qué nos im
porta la “efímera” ?I
II
— 271 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
tevideo. H a vuelto algo cansado y enfermo; un po
co escéptico y no poco ofendido con sus compatriotas:
en todo caso, no cabe ningún género de duda, en con
diciones irregulares, sin el completo dominio de sus
facultades vocales, que le conquistaron, en las grandes
escenas de Europa y ante públicos exigentes y entendi
dos, la fama que aureola su nombre.
Ahora, nuestra prensa, que nunca se le mostró
muy favorable, le recibe en una postura reveladora de
nuestro antipático charruísmo, de una manera adusta,
entre hostil y conmiserativa. Para estos buenos críti
cos artísticos que por aquí tenemos con carácter de
infalibles, muy entendidos en música (que no han es
tudiado) y muy imparciales (no hay más que leer sus
artículos para apreciar su imparcialidad y el valor de
sus adjetivos), la opinión de la crítica europea, que ce
lebró la voz y el arte de nuestro compatriota con los
mayores elogios, y el aplauso con que las plateas elec
trizadas consagraron su nombre, denominando al te
nor uruguayo “el sucesor de Tamagno” , no valen ab
solutamente nada. Aquellos juicios extranjeros, for
mulados por quienes habían oído personalmente a Oxi-
lia en la plenitud de su maravillosa voz, no eran sufi
cientes para atemperar la opinión desfavorable que aho
ra nos hacíamos al oír la voz “quebrada” del cantante
en su ocaso. . . Había que castigar implacablemente al
temerario que aspiró a empinarse sobre la turbamulta
de medianías que andan maullando por nuestros esce
narios y salas de concierto, para destacar su figura en
tre los grandes cantantes; había que apagar ese res
plandor de gloria que llevaba el nombre del Uruguay
ante las cultas sociedades de Madrid y Barcelona, de
— 272 —
•m T i» y Ñapóles, porque no éramos “nosotros” , sino
' ro que nosotros” quien oficiaba de mensajero ar-
, . y asi, una vez más, nuestro inveterado cha-
uísmo se sa^‘a con ^a su>a> evidenciando ante los
Aserradores menos atentos por qué nuestro pequeño
Uruguay es tan pequeño en el concierto de las naciones
-iviHzada s- ¡Si nosotros mismos somos los que nos
encargamos de decir y propalar que no tenemos nada
propio, nada que merezca ser admirado y aplaudido!
•Si nosotros mismos somos los que nos disminuimos
y empequeñecemos! ¿Qué mucho que no tengamos
poetas, ni músicos, ni pintores, ni sabios, ni nada?
Giuseppe Oxilia está entre nosotros, y, no pudien-
do cantar una ópera completa, ha accedido a tomar
parte en un concierto que se ha organizado. El ges
to es simpático. Nada hay de reprobable en él. P a
rece que debiéramos mostrarnos agradecidos para quien,
no estando en condiciones normales, consiente sin em
bargo en prestar el concurso que se le pide, desintere
sadamente, para un festival artístico. Y bien; he aquí
el tono con que nuestra prensa, por medio de sus “au
torizados e imparciales” críticos, acoge al tenor glo
rioso: “Cuando Oxilia vino a Montevideo no valía in
dudablemente lo que se había dicho. Europa, que
había aprovechado las primicias, las galas de su voz
hermoseada por el arte, nos lo devolvía decaído para
que recogiéramos migajas, restos, que ella, vieja lú
brica y golosa, desdeñaba. Todo el entusiasmo de la
nacionalidad no pudo suplir ni disculpar lo que faltaba
en aquel cantante que estimábamos como nuestro, con
ese orgullo casi egoísta, natural en un pueblo que quie
re a sus hijos, queriendo resarcir con los recursos del
II _
— 273 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
arte la potencia de voz que le faltaba; era un consuelo,
y más bien un engaño a sí propios el decir: “está en
fermo; ya recuperará la voz; esperemos; pronto será el
gran cantante de Otello. Pocos confesaban la desilusión
que sufrían al ver aquella garganta acostumbrada a
emitir notas con todo el vigor y maestría que la ju
ventud y el estudio perfecto reunían, debilitada enton
ces, rebelde a las inflexiones fuertes. Después de un
rápido paso por la escena, en el año 1890, Oxilia se
fue, para volver más tarde humillado por la desapro
bación del público. Y esta vez no se le recibió ya
como en la primera, en grupo, ni se le acompañó co
mo a un príncipe a su alojamiento, ni se oyeron sere
natas bajo los balcones de su casa. Había desapare
cido el fanatismo producido por la trascendencia de una
fama bien ganada pero mal m antenida.”
Los párrafos que reproducimos de un artículo que
vio la luz en un diario de Montevideo, son típicos de
la malevolencia: destilan veneno. Descubren hasta el
más cerrado de entendederas la perversidad del sujeto
que los ha escrito. Evidencian el odio, la envidia, la
estulticia. Proclaman, al mismo tiempo, la salvaje ale
gría, el íntimo placer del individuo que ve el fracaso
de un semejante, la caída de un artista glorioso, el de
rrumbe de una nombradla. En ese escrito innoble, se
da en el recurso de reprochar a un triunfador su deca
dencia: es lo mismo que si se reprochara a aquel in
conmensurable bajo que fue Lablache, glorioso en su
juventud, el que tuviera que dejar de tomar parte en
espectáculos públicos por haberse puesto extraordina
riamente obeso; es como si se censurara a Tamberlick,
el gran tenor que fanatizó las plateas de los centros lí-
— 274 —
o o
275 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
cuenta que ya no era el amo absoluto de su voz co~;
mo en sus buenos tiempos, se lanzó a cantar la ro-j
rnanza del Don Carlos, de Verdi, “lo l’ho perduta” .|
La garganta, no obstante estar encauzada bien en el
registro bajo, no respondió lo mismo en el registro al
to. No es que la romanza en cuestión tenga “agudos”-«!
difíciles; apenas, aqui y allá, la voz se ve obligada a
subir en el pentagrama, sobre la palabra “Fontaine-
bleau”, por ejemplo, o en el final: “Ahimé, io l’ho
perduta” . Pero es que las cuerdas vocales enfermas,:
si alcanzan la “tesitura”, no rinden el timbre limpio!
que hace agradable el canto. El tenor alcanza la nota
que debe dar; no desafina; no “cala”, como se dice;
en la jerga del oficio; pero el sonido de la nota es.
cascado.
Oyendo esa garganta que emite un canto un si es
no es oscilante, áspero, con un resabio de madera, —-i
lo mismo que cuando oímos un “gallo” a otro cantante,;
— no se nos ocurre regocijarnos por el tropiezo o la
enfermedad de esa garganta: lamentaremos el mal o la
decadencia del artista, nada más; y si somos amigos
del pobre hombre, le aconsejaremos en privado, con
las mejores razones, “que se corte la coleta” . Para
ser un gran cantante es necesario tener voz, buena es
cuela y juventud. Cualquiera de esos atributos se
pierde; mas no es razón la de haberlos perdido para
que a nuestro turno le perdamos todo respeto al pa
ciente y encima nos alegremos de ello.
Y esto es, acaso, lo más vituperable en la ocurren
cia. Haber sido un soberano artífice, un cantante sin
igual; haber conquistado el aplauso del público y el
juicio de los más autorizados críticos; reinar un día
— 276 —
o
— 277 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
al modular la última frase de la romanza, “Una ver- ¡
gine, un angiol de Dio”, en un fiato que moría igual I
que un suspiro, fue el delirio, la ovación clamorosa, |
el tributo de la sala entera al tenor extraordiario que 1
— 278 —
o
h
que fue el otro tenor que vino con nues-
G a b r ie le s c o ,
P°f conipatriota. Bajo la dirección del maestro Giu-
tr° pomé, Gabrielesco cantó Aída, Rigoletto. Gio-
onda y Hugonotes, y Oxilia Favorita con la Kitzu,
‘ ej r0] de Leonora, Mefistofele, con la señorita Serra
el bajo Meroles, LucreAa Borgia (cantando en un
intervalo nuestro tenor la admirable romanza de II D a
ca d’Alba “Angelo casto e bel” ) y Otello, de Verdi,
con la señorita Serra y el barítono Barbiere en el papel
de Yago. Los críticos hacían sus reservas: Oxilia “no
era tan grande como se había dicho” ; indudablemente,
“el exceso de amor patrio” nos había hecho exagerar
el elogio; su voz era “un tanto áspera y sonaba a gui
tarra con las cuerdas flojas” (textual en el artículo de
m arras); no era, en fin, un tenor como para parango
narse con el enorme Tamagno. Y entretanto los pe
riódicos de Montevideo que apenas si daban noticia de
la actuación de Oxilia en breves sueltos de “gacetilla”
o sencillamente en el anuncio de la “sección espectácu
los”, reproducían con grandes titulares, columnas en
teras de los diarios argentinos consagrados a entonar
las loas a Tamagno y del barítono Maurel que, un mes
antes, habian cantado el Otello precisamente en Bue
nos Aires. Para la actuación del tenor compatriota,
la reserva o el silencio; para los cantantes extranje
ros (muy grandes, es verdad, y dignos del elogio y
el aplauso que se les tributaban), que actuaban en la
vecina capital, no en la nuestra, el generoso ofrecimien
to de la publicidad más premiosa y difundida. Se ofre
cía al público la crónica de espectáculos realizados allen-
de el río; se olvidaba escribirla sobre otros espectácu
los ofrecidos la noche antes en nuestra ciudad.
— 279 —
V I C T O R P E R E Z p e t i t
do, era dicha con una valentía y una sonoridad que ha
cía parpadear las luces del teatro. Sólo a Tamagno le
hemos oído cantar la frase así, como Oxilia, de un
solo “fiato” y demorándose a propósito en la emisión
de las notas correspondientes a las palabras ‘Tarm i”
y “l’uragano” ( 1) . Lanzar esta frase del moro ver
— 281 —
y 1 C T O R P E R E Z P E T I T
- 282 —
o
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x i E L 1 0 P O L I S
H __ Z--------------------------------------------------—-----------
j() puede hacerlo un eximio artista de gran tempera
mento. Oyéndole, nos ha parecido ver la música de
Verdi materializada.
y esto es lo que no comprenderá nunca, aun
que i™! ai^os v'va» pobre hombre que ha escrito su
diatriba contra el glorioso tenor.
- 285
lA S DOS MASCARAS DE ERMETE NOVELLI
— 288
ese <je hacer “armar” las primeras páginas. Voy a
» ‘r¡bir entre tanto mi crónica teatral.
y heme frente a las blancas cuartillas de papel.
1 jjitentar escribir las alabanzas del actor incompara
ble del actor genial, que una vez más desde el marco
de la escena levantó en peso a toda la sala, delirante
c]e entusiasmo, con la magia de sus creaciones, venían
a mí. naturalmente, sin esfuerzo, como traídas de la
mano, las palabras del filósofo, adelatándose a cual
quier objeción que pudiera formularse. “La admira
ción es una especie de telescopio que agranda las co
sas de la tierra sin que por ello las convierta en as
tros”, — escribió un día aquel espíritu refinado y un
si es no es maldiciente, tan amigo de formular parado
jas con la alquimia de las palabras, que se llamó Bár-
bey d’Aurevilly; — y la frase cruel, bastante exacta
por lo demás, y grabada en mi espíritu con caracteres
ígneos, amilanó más de una vez los arranques adustos
de mis entusiasmos. Ahora, con la pluma en la mano,
la duda se empecinaba en torcer la directriz del ar
tículo que quería escribir. ¿No será este fuego que
me anima respecto del gran actor italiano una extraña
sugestión que me induce a trocar en estrella de prime
ra magnitud lo que en su esencia misma no puede
ser otra cosa que una rutilante brasa de laboratorio?
¿No habrá detrás de todo esto su poquito de nove
lería, o acaso, ese contagio de las demás gentes, arre
batadas en una vorágine de ciega admiración? ¿No es
taremos todos un tantico mareados con el prestigio de
un nombre, con la aureola tejida allá en el extranjero
P°r una habilidosa reclame?
No. Yo sé hasta dónde me conducen mis nervios
3» —
— 289 —
i V I C T O R P E R E Z P E T I
y hasta dónde llega mi entusiasmo. El espejismo puej
de deslumbrarme, como a cualquiera que posea ojos,
y un rinconcito en el alma para acoger sueños y fan.
tasías; mas, siempre el regulador de la reflexión, que
algunos llaman “buen sentido”, está en mí vigilante
para avalorar las sensaciones, medir los datos que nos
) aporta la realidad y separar metódicamente el oro del
oropel. Si la admiración ciega, el análisis instruye!
A su tiempo, sé dejar de lado el telescopio de Barbey
d ’Aurevilly para recoger el microscopio de Aristarco]
—el viejo, sesudo y maltratado Aristarco, que conclu-
ye siempre por tener razón contra todos y contra todo;
f
Aplicado el tremendo instrumento a ese extraño fe
nómeno que durante muchas noches, a la luz de las can
dilejas, hace surgir ante los ojos atónitos de los es
I pectadores las figuras más contradictorias y opues
tas, los seres más singulares, las creaciones más extra-j
ordinarias — ora, un carácter trágico e imponente, coJ
mo una desatada tempestad del mundo m oral; ora, una
caricatura risible de ese muñeco de barro que es el hom
bre, — me es dado afirmar la realidad del fenómeno
y descubrir, a la vez, los ocultos resortes que mueven
su armadura y rigen sus palabras. Y, por tal modo,
ante la lente fría y reveladora van desfilando todos los
personajes creados por los grandes inspirados, encar
nados por Ermete Novelli: el hombre vulgar sacudido
por una ráfaga cruel del destino, ese humanísimo pro
tagonista de Aleluja; el viscoso y tentacular judío de
Sylock; el bufón trágico de Scarrón; el rostro aburgue
sado y bonachón de Papá Leonard; la estampa risible
y casi grotesca de La Zia di Cario; el ebrio épico de
Povera Gente; la marioneta desgonzada de II deputato '■
— 290 —
!
H E L I O P O L I S
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V I C T O R P E R E Z P E T I T
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eSte artista colosal que, erguido sobre sus coturnos, nos
ubyuga y nos deleita, ora con la máscara de Melpó-
ene> ora con la de Talía. Las escondidas fuentes
qe la risa y el llanto han desnudado sus misterios ante
este viajero del Arte, intrépido y soñador, que ha bús
celo las arcanas sendas de las linfas inspiradoras. Es
tudioso, sincero, observador, ha aplicado todas las ener
ólas de su espíritu a la conquista de su ideal, y aun
que las zarzas y espinas, las envidias y los desenga
ños más de una vez le han salido al paso para entor
pecerle y desanimarle, ha proseguido su ruta con la
impasibilidad de los seres fuertes, con el valor de los
que tienen fe en sí mismos. Recordemos, a este pro
pósito, cuán duros fueron los comienzos de Novelli.
Educado en la escuela de Pietriboni y Beloti Bon, su
juego de escena se resentía de los defectos inherentes
a las tentativas que rompen con el gusto habitual del
público y se salen de los moldes preestablecidos. Pero,
no era esto lo peor. Cuando un actor ha trabajado
durante algún tiempo sobre la escena cierto género
teatral (sea cómico, sea dramático), ese monstruo de
gustos y caprichos tan extraño que se llama público,
se habitúa a ver en el artista una de las dos másca
ras (la de la comedia o la de la tragedia), y es en
vano, entonces, que un talento dúctil, proteico y uni
versal se empeñe en usarlas a su antojo y voluntad.
Novelli había debutado en la comedia y con la máscara
de Talía sus oídos lograron los primeros aplausos. Des
de entonces, el público no quiso ver en él sino al actor
cómico. Por eso, cuando, consciente de su fuerza y
seguro de su talento, intentó requerir la máscara de
Melpómene y evidenciar que su temperamento también
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V I C T O R P E R E Z P E T I T
obedecía al soplo sagrado de la tragedia, el público se 1
rebeló con esa rebeldía verecunda de “los que no com- 1
prenden” . Su aparición en el Nerón de Cossa, fue re- i
cibida con risas y burlas. ¿Acaso un comediante que
ha hecho reír siempre a una sala de espectáculo, pue- |
de intentar conmoverla hasta el sublime horror y el í
plañidero llanto? La boca propicia a la mueca de la ]
risa, ¿es capaz de trocar el juego de sus músculos pa- l.j
ra producir el rictus del dolor? Y los ojos, los ojos i
que chispean en las picardihuelas de las comedias, vau- I
devilles y pochadas, los ojos conocidos del público co- |
mo histriones de la alegria, ¿lograrán nunca apagar |
aquella llama para sustituirla con las brasas azufradas J
de la pasión, con los fuegos opacos del odio, con los f
lampos cárdenos del crimen, con las agonías lunares de ,
la desesperanza y de la muerte? Pero Novell i, ya lo !
hemos dicho, creia en sí mismo: sabía que el espíritu |
que alienta en su ser, podía interpretar el Dolor como J
él Placer; y que los músculos de su rostro, obedientes
a la voluntad, pasarían de la mueca a la tensión
hierática de la tragedia. Insistió, pues, y el personaje
de La Morte Ciznle de Giacometti y el Luis X I de Ca
simir Delavigne, vinieron una noche ante las candilejas. ;
El público fue feroz. Insistió en su primer fallo; los ;j
silbidos atronaron en un teatro de Florencia. Entonces, ?
—en esa hora suprema en que las móneras tiemblan
y los pigmeos confiesan su derrota,— Novelli se cre
ció como Anteo. El agravio del público hirió su honor
de artista: aceptó el desafio. Y, poco tiempo después,
en una serie de asaltos épicos, con la valentía de un
león, replicó al agravio interpretando Hamlet, O telh
y E l Pan de los otros, de Tourgueneff. El triunfo fue
— 294 —
P o L I S
— 295 —
V I C T O R P E R E Z P E T i M
bert, Porto-Riche, Wolff, Boniface, Aicard, Fabre, mu- :
chos otros aún; y aún, con toda esta pléyade de her
mosos talentos, no logró alcanzar el triunfo sino en
un cierto circulo y en determinado ambiente. En cani-i
bio, donde quiera, fuera de Francia, que se ejercite
el arte humano y se pongan en escena obras concebi
das dentro de la realidad y la vida, tal como lo ha
ce la escuela italiana, el éxito corona el esfuerzo del
actor. Por este detalle, pues, puede valorarse debida
mente el triunfo alcanzado por Novelli en París.
El secreto de ese triunfo en la escena enemiga,'’
está en el propio arte del actor. Hay cosas que no
se comprenden, pero que se sienten muy hondo. Hay
■espectáculos cuyo análisis nos escapa, pero que nos :
deslumbran e hipnotizan. Hay bellezas que no se re- I
flexionan, que no se discuten, que no se rechazan. Tal í
cual surge el sol entre las negras nubes de tormenta, ¡j
poniendo en todos los espíritus un resplandor y una í;
emoción, así surge una manifestación de arte supre
mo del cóncavo seno milenario de la tradición para so-;«
juzgar el alma de las multitudes. Y eso logró Novelli
por la fuerza virtual de su arte.
Jamás se ha llevado a las tablas una sencillez más i
delicada de procedimientos: no esa naturalidad since- ;
ra de la Duse, que vive la vida misma de sus per- ,
sonajes y os da la exacta impresión de la realidad; •!
sino ese juego de escena que embellece la vida y borda
detalles y filigranas sobre los caracteres. A este pro
pósito ya ha dicho Larroumet la frase exacta: “La
Duse vive sus roles; Novelli representa los suyos” , i
Y, en verdad, no sabemos cuál de los dos procedimien
tos admirar más. Todo el esfuerzo de Novelli se di-
296 —
O
rfilar un carácter,
caraciei, dándole color y relieve
rigc a ¿g ¡os detalles acumulados y por la exac-
p°r ,;‘|^Ujas entonaciones y movimientos. Nadie mejor
t'tUl yjovelli lia realizado el pensamiento de Goldoni:
cllK *rte oeulta el estudio bajo la apariencia de lo na-
¿Qué suma de análisis, observaciones, estu-
]ecturas y experiencias no representa cada una de
<'^interpretaciones de Novelli? Y, sin embargo, no
se advierte el esfuerzo, no se adivina la “ficelle” , no se
descubre el trabajo. El arte lo viste todo de una su
prema belleza. Por tal modo, el tic nervioso de la
mano de Luis XI cuando, ante la muerte, aún busca
su corona; el labio caído y baboso de Osvaldo en Los
E sp ec tro s cuando reclama el sol a la señora Alving;
el gesto imprecativo de Kean al par de Inglaterra; el
silencio espantoso que circunda ciertos gestos de Ham-
let; la mirada vergonzante y miedosa de Papá Lebo-
nard; la última mueca, bufona y dolorosa de Scarron ;
el gesto con que Zakar, en la obra de Liberati, coge
el bastón y se lo echa al hombro para danzar ante el
cadáver de su hijo; la mirada turbia y de soslayo de
El Mercader de Venecia; las inflexiones de la voz y
los movimientos de las manos en el monólogo de Cha-
ponet del tercer acto de Mia moglie non ha chic; la
congestión de todo el rostro en la escena culminante de
Aleluya, resultan tan verdaderos y naturales que nos
revelan inmediatamente y por sí solos el temperamen
to y el alma del personaje caracterizado. “Los deta
lles son la fisonomía de los caracteres” , escribió La
martine, y nunca mejor que en la labor del eximio
Novelli ha podido comprobarse la exactitud de la frase
del autor de las Harmonías.
— 297 -
V I C T O R P E R E Z P E T i T 1
— 298 —
sus remordimientos, sus ambiciones, sus des-
rroreS’ y ^ tr á s del soplo trágico que sacude las
eSpera a(jv’ertjinOS un ser humano. Es el arte del ac-
3imaS’ “ j^pdemiza la idea shakespeareana e infunde
tor, fiu ' - . Es el empleo de procedi
‘ideas que andan”
vida a las
tos realistas y comunes, el que propicia esta trans-
mi'
“Nadie tiene derecho a decir que conoce toda la
hermosura que puede dar de sí un drama de Shakes
peare, una ópera de Wagner, si no los ha visto per
fectamente representados”, ha dicho Clarín en uno de
sus más razonados y bellos folletos literarios, el dedi
cado a perfilar la personalidad artística de Rafael Cal-
vo> — y la observación del eminente crítico español
tiene aplicabilidad, más que en cualquier otro caso, en
este que ahora nos ocupa. No es —fuerza es decirlo—
la interpretación que daj Novelli a las colosales creacio
nes shakespeareanas, la que más se acerca al ideal que
nosotros nos hemos formado: en otro estudio espe
cialmente consagrado al genio de Stratford, desarrolla
remos de modo amplio la idea que tenemos al respecto
y expresaremos las condiciones que en nuestro sentir
deberían poseer los actores que llevan a la escena las
furias de Hamlet, Rey Lear, Macbeth y Otello. Pero,
en honor de la verdad también, no podemos menos de
reconocer que Novelli ha hecho una creación notable
y original de esos caracteres, logrando hacernos sen
tir los héroes de la tragedia de un modo particular,
que mucho se aproxima a la exigencia formulada por
el autor de La Regenta. Si viendo y oyendo a Nove
lli no hemos sentido toda la hermosura que informa
las ‘‘tragedias épicas” de Shakespeare, por lo menos
— 299 —
V I C T O R P E R E Z P E T /T M
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L I O P O L I S
— 301 —
V I C T O R P E R E Z P ET i T
modo; tal vez es necesario suprimir las medias tinl
tas para ser comprendido y aplaudido por el público!
Este carácter, estudiado tan finamente por el poeta I
pierde, pues, con la representación; el mismo Rossi, a
pesar de la maleabilidad de su juego, no salva la pesa-i
dez: gana, por lo contrario, con la lectura que pro
cura y supone la reflexión. Es necesario ver repre
sentar Romeo y Julieta; y es preciso leer y releer el
H am let. ”
Novelli nos ha demostrado que puede representar- i
se el Hamlet, como nos lo había demostrado Sarah i
Bernhardt, aunque con distintos procedimientos. Sin
alcanzar la nota trágica, en la cual se mostraba insu- i
perable el eximio Rossi, nos ha ofrecido en la caracte- '
rización del complejo personaje, un tipo humano
vivo, con muchísimas de las “nuances” que señala Mé- j
ziéres como suprimidas por Phelps. Es un trabajo fi
no, grave, trascendental que nos ha revelado, según!
el pensamiento de Clarín, muchas de las bellezas es
condidas de la obra shakespeareana.
También la personificación de Rey Lear ha sido
una creación, aunque la voz algo opaca del actor haya
amortiguado el efecto de ciertas frases capitales. Así,
por ejemplo, en la escena en que el viejo rey expe
rimenta el primer desengaño y se convence de la in
gratitud de su hija Goneril, la formidable impreca
ción : “Atiéndeme, oh naturaleza, atiéndeme, -cara di
vinidad! Suspende tus designios, si es que te propo- |
nías hacer fecunda a esta criatura. Infunde en sus
flancos la esterilidad; deseca en ellos los orígenes de
la vida y que jamás salga de su seno desnaturalizado
un hijo que la honre con el nombre de madre!” —
— 302 —
O L 1 S
“H e a r, n a tu re , h e a r; dear g o d d e ss, h e a r !
Suspend th y p u rp o se , if th o u d id s t in te n d
To m a k e th is c r e a tu r e fru itfu l!
I n to her w om b c o u v ey s te rility !
D r y u p in h e r th e o r g a n s o f in c r e a s e ;
A nd fro m her d e ro g a te body never s p rin g
A b ab e to h o n o u r h e r !”
“ R u m b le th y b e l l y f u l ! S p r it, f i r e ! sp o u t, r a i n !
N o r ra in , w in d ,th u n d e r, fire , a r e m y d a u g h t e r s :
Y t a x n o t y o u , y o u e le m en ts, w ith u n k i n d n e s s :
Y n e v e r g a v e y o u k in g d o ra , c a ll’d y o u c h ild re n ,
Y o u o w e m e n o s u b s c r i p t i o n . .. ”
— 303 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
furias de los elementos. Y en ese instante imponente
—el momento más formidable y colosal que se ha lle
vado a la escena,—- hubiéramos deseado al actor pul
mones con aliento de fragua y garganta con paredes
de bronce para dominar con sus airados acentos los
bramidos de la tempestad. ¿Acaso la que se desata
en su corazón es menor que la que flagela a la natu
raleza ?
Pero si la voz cansada del actor no nos comunicó
en este instante la imponente sensación que surge de la
tragedia misma, ¡cuán hermosa y grande su labor en
la caracterización del mísero Lear! Desde el instan-,
te inicial de la abdicación, en que su figura enorme
de rey omnipotente se yergue altiva ante la desdichada
Cordelia, hasta su postrer instante, cuando se abate
sollozando sobre el cuerpo de la infeliz inmolada, su
figura trágica va doblegándose lentamente bajo los
rudos desengaños y dolores que le azotan. A cada nue
va afrenta de Goneril, de Regan, de Cornouailles, de
los siervos, su atlética contextura de rey bárbaro se va
achicando, aplastando; y al final, al salir de la prisión
donde han estrangulado a su única hija buena, su cuer
po es ya una ruina, un desmoronamiento de escom
bros . . . El actor nos pone de relieve la derrota de es
te nuevo Edipo, más desdichado que el de Sófocles,
más doloroso que el de Voltaire. El martirio que le
inflige el desengaño no fluye entonces solamente de
sus palabras: lo lleva clavado en el pliegue de las ce
jas, en la contracción del rostro, en sus pupilas frías
y desesperadas, en su paso vacilante y ebrio. ¡Y que
hermoso, qué infantil resurgimiento, cuando después
de tantos dolores, recobra a su hija y reconoce a sti
304 —
o o
— 306 —
tro; sus labios tienen siempre una mueca de ho-
^ ,r que ahuyenta la alegría; la palidez de su frcn-
parece el reflejo de la palidez de la muerte que ha
isto- Y así Pasa Por escena ese fantasma de la
crónica de Holinshed, temblando, sangrante, vidrio
sa la pupila, con la palidez marmórea del que ha ase
sinado al sueño.
Después, en la escena del banquete, la apari
ción de la sombra de Banquo viene a arrojar de
sU sitial al asesino. Shakespeare ha puesto en esta
obra enorme toda la gama del horror. Desde la sal
vaje escena de las brujas, hirviendo su olla repleta
de uñas, mandrágoras, sapos, venenos, cabellos de vie
ja, para lograr las pócimas del mal, hasta la tempes
tad iracunda que la ambición desencadena en el co
razón de Macbeth; desde la escena roja y brutal del
crimen, hasta la aparición del espectro de Banquo, to
do el proceso de la tragedia semeja una pesadilla. Y
esa pesadilla gravita sobre los hombros del persona
je principal; se encarna en Macbeth; está constante
mente ante los ojos del espectador. Cuando, al fin,
después de tantos horrores, no se espera otra sensa
ción violenta, porque dentro de lo humano el poeta
ha agotado todos los recursos, surge lo sobrenatural:
aparece la sombra de Banquo, salpicada de sangre. Y
entonces vemos a su victimario doblegarse, retroceder,
contraerse como una sierpe, rechazando con sus ma
nos exangües, con sus manos temblorosas, aquella vi
sión inaudita que viene a perseguirlo hasta en medio de
un festín.
No puede interpretarse mejor el espanto que lo
que lo ha hecho Novelli. Todo su cuerpo ha vocifera-
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SARAH BERNHARDT en “La Samaritaine”
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H E L 1 0 P O L I S
¿a palcos y plateas, como flores de encantamiento en
lin milagroso jardín. Los caballeros, muy tiesos y
<r¡-aves dentro de sus fracs negros, una gardenia en el
ojal, estiran los puños de su fina camisa de batista
sobre el guante blanco para lucir un botoncito de oro,
reproducción de un dibujo de De Feure. Al través
de la sala, crujiente de rumores, parpadeante de lente-
tejuelas, vibrante toda ella como en un cuento orien
tal. se cruzan saludos estudiados, sonrisas fingidas, pa
labras huecas e insustanciales, miradas que desnudan.
Más que en la escena, la intriga y la comedia está allí,
entre los espectadores. Con un mohín se juzga un
peinado, con un relámpago de unos ojos de acero una
belleza incomparable, con un gesto de la mano o una
inclinación de cabeza el mayor o menor grado de es
timación en que tenemos a un contertulio. Todos es
tán allí para exhibirse, para criticar a los demás, pa
ra evidenciar ante la galería que somos personas de
buen gusto y que frecuentamos el gran mundo. Y
acaso por eso mismo, escatimamos el aplauso, nos mos
tramos fríos en el entusiasmo, no queremos exteriori
zar francamente nuestra emoción. Una platea de fracs
es una masa refractaria a los nobles impulsos que sus
cita el arte. Una fila de palcos llenos de niñas encan
tadoras es una guirnalda de rosas sobre las que el
aplauso palpita mudo, como un cefirillo.
Y, sin embargo, allí, sobre la escena, a la luz de
la batería, las otras noches, una actriz incomparable,
una mujer prodigiosa encarnó el ensueño bíblico de
un inspirado poeta ofreciéndonos la sensación extraor
dinaria de que hablábamos al principio. Nada más
que por su “plástica”, merecía ser admirada esa mu-
— 315 - •
v i c t o r P E R E Z P E T I T
— 316 —
tación parezca la elocución del que se expresa en pro
ja y no se cuida de la marcha acompasada que propician
]oS acentos prosódicos ni de las rimas, —sin el entono
declamatorio de algunas actrices españolas de la escue
la de Calvo ni la melosidad pegajosa de los actores
italianos enamorados de su “idioma gentile” , no es
cosa fácil ni mucho menos. Y aquél es el arte de esa
actriz incomparable que, desde su primera aparición
en París, hace años ya, cuando el estreno de Le Pas
sant, de François Coppée, dando la réplica a Agar, la
genial comediante, entonces en todo su esplendor, arre
bató al público y se consagró definitivamente intér
prete excepcional.
Jamás creador alguno ha tenido más alta y sobe
rana intérprete. Edmundo Rostand puede decir que
ha impuesto su misterio bíblico al difícil público del
Théâtre de la Renaissance cuando su estreno, en un
día de la Semana Santa del año 1897; pero nosotros
no dudamos ni un momento siquiera de que buena par
te del éxito logrado lo deben sus versos a haber pa
sado por la boca de la maga de la dicción de oro.
Y después todavía de su apostura y de su dicción,,
su juego escénico, justo, equilibrado, siempre noble,
artístico, hecho de mil pequeños matices y “trovatas”
de buen gusto. Los astros agonizan derramando sus
resplandores ígneos sin lograr su materialización; las
flores se extenúan, sin conseguir dar una forma ma
terial al perfume; — pero un ensueño de poeta, un
ensueño que tiene chispazos de estrella y la ebriedad
bruja de la esencia de las flores, ha cobrado de re
pente forma humana y ha vivido toda una noche ante
centenares de espectadores : la visión incorpórea que
— 317 —
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r* T T n D r% r T C
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I O P O L I S
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v i c t o r P E R E Z P E T I T
figuras no han sido acomodadas previamente, como
en el gabinete del fotógrafo, sino que se muevan a vo
luntad, que estén sueltas, que vengan y vayan natural
mente, segúq lo hacen en la vida. Y anoche hemos
visto eso; anoche hemos presenciado la escena de to
do un pueblo exaltado, delirante, rojo de entusiasmo,
iluminado de fe, acudiendo en tropel, bajo un dosel
de palmas, para ver a su Mesías, plasmando sobre
la escena todo un cuadro vivo de una hermosura ma
ravillosa, —un cuadro que, artísticamente considerado
y establecidos los distingos que necesariamente es de
rigor hacer, en nada cede a la belleza ritual y a la
representación ideológica de las pinturas más célebres,
de la misma Cena de Leonardo.
Y bien; he ahí ahora a Photina, triunfante, con
todo Sichar detrás suyo, llegándose a Jesús. Su pa
labra arrebatada, en unos versos que a cada instan
te descubren en Edmundo Rostand el discípulo de
Víctor Hugo, traduce la situación :
Ils viennent tous ! Une foule ravie ! —
Je ne sais plus ce que j ’ai dit; ils m’ont suivie!
J ’ai couru. J ’ai perdu mes bracelets. Je ris.
N’est-ce pas que tous les lépreux seront guéris?
Si tu nous avais v u s !... Voici des jeunes filles!...
Voici des gueux avec des fleurs à leurs béquilles!...
Tout le long du chemin nous chantions, nous courions,
Et nous aurions bravé tous les centurions !
—Tiens, j ’ai cuelli pour toi cette rose de h a ie ... —
Approche-toi, vieil homme, il touchera ta plaie ! ...
— Les enfants précédaient le cortège en dansant.
Et tu vois, tiens, tu vois, j'ai mis mes mains en sang
Tellement j ’ai cassé pour eux de branches vertes!
— Ah! toutes les maisons de Sichem sont désertes!
Le premier qui voulut partir, c’est ce p etit...
— 324 —
t ¡ E L I O P O L l S
Ce jeune homme ne croyait pas, quand il partit,
Et rien qu’en nous suivant il a perdu son doute :
Oui, l’effort seulement de s’être mis en route!
—Les marchands ne pensaient qu’à leur marché perdu.
Le prêtre a raisonné. Mais moi, j’ai répondu.
Et je sentais que je parlais avec ton Verbe!
Ah! je respire avec bonheur l’odeur de l’herbe!
Je ne reconnais plus ma voix dans l’air du so ir...
Oh! les marchands, il ne faut pas leur en vouloir!
Les femmes ont été tout de suite très bonnes.
Je ris. Je suis heureuse. Il faudra que tu donnes
Ton grand manteau de laine à baiser. Nous venons
T'adorer. — Approchez! — Je te dirais leurs noms.
Toi qui vois tout, tu vois que toutes sont venues,
Et tu les reconnais sans les avoir connues.
Celle-ci, c’est Tham ar; celle-ci, Penninah.
Il arrive des gens encore1. Y y en a
Dans tous les prés voisins. La foule est très nombreuse.
J ’étouf/e un peu. Je vais pleurer. Je suis heureuse.
— 325 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
336 —
taSiábamos con tanta hermosura, éramos quizá los vul-
fr„res herejes y descreídos que había en el teatro. .
Exacto. Ante la encarnación escénica por la actriz
francesa de esa figura mística que cruza el Evange
lio de San Juan como una visión de nieve, y ante
]os cuadros que con armoniosa belleza se sucedieron
ell la escena, resucitando una hora de la vida de la
humanidad, pocos han sido los espíritus que han res
pondido a la evocación. La Samaritaine no es obra de
efectos teatrales, de grandes recursos escénicos, de
deslumbramientos y maravillas suscitados por habi
lidosos trucos. No expone un argumento movido y va
rio, interesante y conmovedor; no ofrece enconadas lu
chas, hirvientes pasiones; no tiene para recomendarse a
la atención de los psicólogos hondos estudios de carac
teres ni profundos análisis sociales. No provoca el llan
to ni estimula a reír. Es una pieza blanca; un poema
sencillo; un misterio sagrado. Todo en él es pálido,
ingenuo, e'nsoñado. Las figuras pasan como sombras.
Las palabras se disuelven en el aire como volutas de
humo. Dijérase una visión que cruza ante el durmien
te, irreal, fantasmagórica, sin sobresaltos. Vivimos,
como en la infancia, de su dulzura e inmaterialidad;
absorbemos su esencia; nos incorporamos su ingenui
dad. Y, por modo inconsciente, nos trocamos en otro
ser, aéreo, espiritual; nos volvemos más puros; nos
sentimos llenos de luz, de caridad, de amor. En nues
tra frente arde una estrella. En nuestro pecho hay un
vaso con esencia de nardo.
Pocas obras contemporáneas llegan a tanto.
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“LA CENA DELLE BEFFE” de Sem Benelli
— 330 —
r r B L I O P O L l S
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H E L I O P O L I___________ 5
nialdad. Con la “beffa”, se trata de reír a costa aje
na; pero esa risa no es la risa sana, rosada, burbu
jeante que emana (jel pensamiento como el chispazo de
un cairel; — es la risa que al mismo tiempo que cele
bra la contorsión funámbula de un cuerpo, se divierte
con la idea de que esa contorsión ha sido provocada
por los polvos purgantes que le hemos puesto a la be
bida ofrecida al amigo que agasajamos. Un sentimien
to que tiene mucho de instinto animal, que se manifies
ta por actos o •recursos extraños al sentimiento hu
mano de “piedad”, busca en lo agraviante, en lo per
nicioso, en lo que origina un dolor o un daño, diver
tirnos a costa de un semejante. Alguna vez, sin in
tención de provocar ese daño o dolor, por incultura,
por torpeza, por grosería, la mofa latiguea a la vícti
ma y la hace contorsionarse, provocando el regocijo
de los ignaros espectadores. Alguna otra también, di
simulando la venganza o el castigo que se quiere reali
zar, la mofa deja la máscara de la comedia y se co
loca la trágica de Orestes. Entonces el sentimiento
implacable del rigor priva sobre la risa y en vez de
asaltarnos una carcajada nos estremece un temblor de
pavura.
Los italianos del Renacimiento, en particular los
florentinos, rieron siempre espeso. La risa les brotaba
del estómago repleto, antes que del corazón. En sus
ideaciones, trabajaba más el hígado que el intelecto.
En su burla había, más que cosquillas, la lumbrarada
de un puñal. Leed los cuentistas, Masuccio, Cornazza-
no, el mismo Bocaccio, — el gran precursor. Una es
posa engaña a su marido y además le hace moler los
huesos a palos por su amante. Un mozalbete persi-
%
— 333 —
V I C T O R P E R E Z P E T I T
gue a una mujer casada, y es el mismo marido, ur
gido por su confesor, los criados y la madre de su
cónyuge, quien trae a escena, para que la vean bien
todos los espectadores, la bacinica de noche que ha de
comprobar que la esposa, si quiere tener la descen
dencia que desea el esposo, ha de acostarse con el mo
zalbete que no es su marido. Un cura, rechoncho y
bien cebado, para alivianar de su culpa a un pecador,
acepta un hipotético esturión que se le ofrece valién
dose de las artimañas de la astucia. Es todo un mun
do de gentes hilarantes, desorbitadas, poco menos que
incoherentes, que no parecen tener otro norte en la
vida que vivirla intensa, apresuradamente, como
si temieran que la hora que llega es la de la muer
te. Y es el constante afán de reír, de reír estrepitosa
mente, hasta las lágrimas, con un olvido total del do
lor ajeno, del pesar que puede hacer llorar a los demás.
La astucia, — sierpe de ingenio que ronda cons
tantemente a los crédulos o desprevenidos para asal
tarlos tras un cantero de flores cuando con mano des
cuidada tratan de coger la flor que los ha deslumbra
do, — está en el fondo de la psiquis de toda aquella
sociedad semiletrada y semibárbara del “cuatrocien
tos” italiano. Sutil, obscura, resbaladiza, forma la
esencia misma de las almas; y ora se denuncia en una
aparición de terciopelo, como una manta de humo que
resbala a lo largo de las paredes, ora en un relámpa
go de plata bruñida, tal como el que se enciende en un
hueco propicio de una rodela historiada. Aparece allí
donde menos se la espera, como un breve escintilar de
astro, y en seguida se anega en la sombra cómplice,
— en la sombra que es su entraña misma. Combina su
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¡j E L I O P O L I S
V I C T O R PE R E Z P E T I t
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E L 1 O P O L I
N a t u r a : u o m o p a cific o , di l e t t e r e . . .
P e r d ife n d e rm i h o p e rs o o g n i v i r tù !
L a m ia n ien te so lta n to , te m p e ra ta
com e la m a di sp a d a , o r a m ’a s s is te !
I o g io co , sch erzo , celio col p e ric o lo ;
e, q u a n to p iù m 'o f f e n d o n o p iù s o f f r o
e g o d o in siem e, p e rch è p iù s’a g u z z a
la m ia m e n te s c a ltr ita . Q u e sti d u e
f r a te lli io m e l'im m a g in o p iù fo rti
d i quel c h e so n o, p iù fe ro c i, p iù
a s tu ti, p e r p o te rli s u p e r a r e .
V o i sa p e te che, sp e c ia lm e n te N e ri,
m a e s tr o di b ra v a te , sc h e rn ito re
fie ris s im o è il t e r r o r e di F io r e n z a .
N o n r is p e tta c h e il su o f ra te llo , t r is to
q u a n to lu i. C o n tro m e q u e sti d u e d ia v o li
h a n n o se m p re g o d u to a d a c c a n irs i.
S o la m e n te col m io ris o si d o m a n o . . .
E d io rid o ! E d a f u r i a o rm a i d i rid e re
h o u c c isa la p ie tà d e n tr o di m e
e .q u a lu n q u e v i r t ù . . . E sp re g io o r a an ch e q u ella
l'a m o r e . S ì, p e r u n a fe m m in e tta
b e lla . Ma N e r i lo sc o p rì, lo d is s e
a l su o f r a t e l l o ; e f u r o n o d ’a c c o r d o .. .
E N e r i in p o co te m p o la g h e rm ì
p r im a di m e ; la m e s se in u n a c a s a
q u i p ro s s im a e la tie n c o m e u n a s tia v a
p e r il p ia c e re s u o . . . I o c h e m e n ’e r o
in c a p ric c ito , e poi p e r v e n d ic a rm i,
p e r m ezzo d ’u n a fa n te fe c i in te n d e re
a G in e v ra il m io sc o p o . E g li lo seppe,
t u tt o s a lui co l s u o f r a t e ll o p e r f i d o ;
m i c h ia m ò c o n in g a n n o a q u e lla c a s a ;
e là m ’im b a v a g lia ro n o , m i p o sero
in u n sacco ed in A r n o m i c a la r a n o
e p o i s u m i tir a r o n o e poi g iù
r ic a la r o n o ; in fin e con lo stile,
se m p re s’in te n d e c h in s o d e n tr o il sacco,
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V 1 c T O R P E R E Z P E T I T
c o m e u n tr is to b u f f o n e m i b o l l a r o n o ...
E d io . . . rid o !
P o v e r o a m o r e ! D ic o n che t u sia
f e r o c e ; m a é p u r b ella la f e r o c i a !
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V 1
C T o R P E R E Z P E T I T
Voi m i p a r e te d i q u elle f a r f a l le
che g io ca n o coi lu m i n e ll’e s ta te .
A le g g ia n o e tr e m a n o e ti p a re
c h e v o g lia n o s f u g i r la fia m m a e in v ece
la c e r c a n o : la c e rc a n o e la fu g g o n o ,
la te m o n o e la b ra m a n o e si b ru c ia n o
e m u o io n o pel g u s to di t e m e r e . . .
M a n o n h o v is to m ai q u e sto m ir a c o lo :
ch e u n a f a r f a l l a sp en g esse u n a to r c ia !
U n a f a r f a l la n o ; m a u n v ip is tre llo
sí...
— 340 —
Después de esta incidencia de la cena, y cuando
fíenos se la espera, es la escena de la apuesta. Neri,
que no ha cesado en sus bravatas al afirmar que no
existe en toda Florencia un hombre que le cause mie-
do, que asentado en sus dos pies de bronce es capaz
de hacer frente a toda esa juventud bulliciosa y esgri-
mística que rodea al Magnífico, se ve contradicho por
el insignificante Giannetto al argumentar éste que la
astucia puede competir con la fuerza y realizar hazañas
de igual volumen, y que acaso esa misma astucia, que
ya ronda al gran Neri — la advertencia del propio
burlador a su enemigo resulta trágica en tal momen
to — se sobreponga y domine al ánimo más esforza
do y a los músculos más vigorosos. Exasperado Neri,
desafía a Giannetto a que se presente en casa de una
dama amable de Florencia, la Bella Pellegrina, que
en ese instante debe estar rodeada por sus numerosos
adoradores, toda una corte de “messeri cascamorti” ,
con el rostro pintado de negro. Naturalmente, Gian
netto no recoge el guante, aduciendo con su habitual
cobardía que la aventura podría acarrearle una lluvia
de palos; mas aprovecha la oportunidad para desafiar
a su turno a Neri, apostando diez florines de oro a que
..................... non anderesti,
giusto a quest’ora, dentro la bottega
di Ceccherino, in Vacchereccia, dove
stanno appunto adunati i più notevoli
giovani di Firenze che tu dici
poter gabbare quando più ti piaccia.
E non importerà che tu li tocchi ;
basta ohe a loro ti presenti armato
d’arme bianca e recando sulle spalle
una roncola.
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Il E L 1 O P O L I S
actos subsiguientes grados de intensidad tan grandes,
que al cabo el espectador advierte la proximidad de
la tragedia. Ya en el acto segundo vemos cómo Gian
netto, que ha pasado toda una noche de amor junto
a Ginevra, en el propio lecho del coloso burlado, tiene
la temeridad de presentarse ante el propio Neri con la
voluble y traidora mujer, para que éste tenga la certeza
de su engaño y rabie y se desespere de ira y de celos.
Neri, que lia logrado desatarse de los cordeles que le
mantenían impotente para defenderse en la bodega de
Ceccherino, se presenta inopinadamente en su casa a
fin de sorprender y castigar a los amantes; pero ad
vertido a tiempo Giannetto, llama en su ayuda a los
hombres del Mèdici, y cuando éstos han rendido por la
fuerza al hombre, maniatándolo más seguramente que
antes, Giannetto, con su mofa que lastima como una
daga, con su risa helada que la astucia parece con
vertir en un movimiento de humana piedad y que en
el fondo no es otra cosa que ludibrio y sarcasmo, le za
hiere irónico, babosamente:
— “Ah, manigoldo; ah, tristo; ah, brutto viso di
cane!” — ruge Neri al verse cogido otra vez y no
poder castigar a su burlador.
— “Mio buon Neri — replica suavemente Gian
netto, — che pietà vederti pazzo nel fiore degli anni!”
Y luego, volviéndose hacia la puerta del dormito
rio de Ginevra, le dice al verla aparecer en el umbral,
aún con el desorden de su noche de amor :
— “O Madonna, venitelo a vedere; è legato.”
— “Oh, mio Dio! Mi fa pietà” — murmura com
pasivamente la mujer.
— “Carogna” — muge N eri.
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ti E L I O P O L 1 S
te loco, — así, por lo menos, se lo asegura Lisabetta,
y así parecen comprobarlo los dislates que salen de la
boca del personaje. Neri es un hombre rudo, semi-sal-
vaje, sin mayor inteligencia : finge mal su locura y
salta de un desatino a otro, tal como si todas las cla
ses de locura se hubieran albergado en su cerebro.
Giannetto, por su lado, es astuto, desconfiado; adivina
que Neri finge haberse vuelto loco (él, que estaba per
fectamente cuerdo pocos momentos antes) a fin de que
le suelten y pongan en libertad. Su inteligencia y su
miedo le tornan prudente y prevenido. Interroga a Li
sabetta, al mismo Neri, — y cada vez se cerciora más
v más de que su enemigo finge para poder cobrarse de
la “beffa”. Entonces, bruscamente, toma su decisión.
Es imposible continuar así. Libre Neri, tendrá que
huir de Florencia o morir de terror un poco cada día
hasta que las zarpas del otro lo destruyan definitiva
mente. En su cerebro encendido, la “beffa” tiene una
culminación : o Neri se le entrega, derrotado para con
certar una paz definitiva, o Neri, caído en la red que
ha tejido su venganza, se aniquilará por sí mismo.
Adelantándose un poco, hace entrar en la cueva a ocho
fornidos hombres del Mèdici, y les ordena que desa
ten a Neri. En seguida, vuelto hacia éste, le dice con
sutil ficción, en la que la astucia mantiene aún el tem
blor del miedo:
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ñas, y nosotros seguimos pensando cómo pueden estar
tranquilas en medio de aquel silencio y aquella pe
numbra. Y de improviso se abre una puerta y apare
ce Neri.
Es el horror personificado. Pálido, los ojos ma
los, todavía viste la coraza de la fatídica apuesta,
apenas recubierta por su manto verde. Pocas palabras,
pero terribles. — “¡Me has engañado, vil cortesana! Y
bien, yo lavaré con sangre el engaño. ¡Ni una pala
bra! -Si pronuncias una sola o tienes un movimiento
que denuncie mi presencia, eres muerta! Giannetto ha
de venir ahora aquí, lo ha prometido, y quiero apu
ñalarlo entre tus brazos. Dime, ¿dónde lo aguardas
cuando viene? ¿aquí, despierta, o en tu lecho? Apaga
las luces; enciende tan sólo esa linterna que está so
bre ese mueble. Ahora, vete. Acuéstate. Espéralo; yo
también lo esperaré, oculto detrás de ese cortinado.
¡Y ya lo sabes! ¡ni una palabra si quieres vivir!”
Y sale Ginevra, dominada por el espanto. Queda
la estancia vacía un momento, envuelta en sombras y
silencio. Hay una espera que nos parece, a los espec
tadores, la calma horrenda que precede a las grandes
tempestades. De pronto, por la entreabierta ventana,
entran levemente los sones de una serenata: debe de
ser el amador aquel de que hablaba Cintia. Cantan las
violas la era mágica de mayo y la voz fresca de un
mozo celebra el poema de la vida. En semejante ins
tante, la música adquiere un timbre melancólico que
parece llorar sobre una pálida muerte. Mas, casi en se
guida, el drama vuelve a cogernos. Sobre la escena ha
surgido otro fantasma, que avanza quedamente, escru
tando las sombras, el oído tenso. Es Fazio, el ami-
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IRIS, de Mascagni
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trabajos se ha desgarrado, y al través de ella hay
cabrilleos en los clarinetes y flautas. Sobre la palidez
cadavérica del Oriente corre el hálito húmedo de la
mañana. Los oboes, luego las trompas, acusan un leve
avance de la luz. Hay en toda la naturaleza un es
tremecimiento más pronunciado. Los mil débilísimos
rumores de lo que dormía y va a cesar de dormir,
pasan a ciegas, inconscientemente, sin razón ni me
dida. De pronto, un primer chispazo salta de los me
tales y dijérase que de inmediato una línea anaranjada
festona el horizonte.
Entonces el avance de la luz se acusa con mayor
relieve y valentía. Con notas que tienen toda la evo
cación de los colores, vemos apuntar la aurora. La
claridad hialina que se difunde, saca del misterio las
cosas y los seres. Es este poder de la luz, como un
poder de creación. ¿Por qué lo que antes no existía,
en la noche, es y vive apenas brota la claridad? ¿Dón
de estaban antes esas formas que de pronto se pre
sentan y se revelan al espectador? ¿La tiniebla las
había ahogado, o es la luz quien las crea? ¡Qué im
porta! Lo cierto es que un alma de fuego llega, ca
da vez más arrolladoramente, a proclamar la vida y
el amor. Ahora no puede caber duda alguna; la or
questa vibra saludando al nuevo Sol. Y las voces del
coro, secundando el canto triunfal de los instrumentos,
prorrumpen en las grandes palabras reveladoras;
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