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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Nadie le responde; nadie despega los labios; pero vuelven a mirarse unos a
EL APÓSTOL los otros, los ojos tratando de salirse de sus órbitas.

Ricardo Flores Magón -Compañeros, continúa el propagandista, la tiranía se bambolea; hombres


enérgicos han empuñado las armas para derribarla, y sólo se espera que todos,
Atravesando campos, recorriendo carreteras, por sobre los espinos, por todos sin excepción, ayuden de cualquier manera a los que luchan por la
entre los guijarros, la boca seca por la sed devoradora, así va el Delegado libertad y la justicia.
Revolucionario en su empresa de catequismo, bajo el sol, que parece vengarse
de su atrevimiento arrojando sobre él sus saetas de fuego; pero el Delgado no Las mujeres bostezan; los hombres se rascan la cabeza; una gallina pasa por
se detiene, no quiere perder un minuto. De alguna que otra casuca salen, a entre el grupo, perseguida por un gallo.
perseguirlo, perros canijos, tan hostiles como los miserables habitantes de las
casucas, que ríen estúpidamente al paso del apóstol de la buena nueva. -Compañeros-continúa el infatigable propagandista de la buena nueva-, la
libertad requiere sacrificios; vuestra vida es dura; no tenéis satisfacciones; el
El Delegado avanza; quiere llegar a aquel grupo de casitas simpáticas que porvenir de vuestros hijos es incierto. ¿Por qué os mostráis indiferentes ante la
relucen en la falda de la alta montaña, donde-se le ha dicho-hay compañeros. abnegación de los que se han lanzado a la lucha para conquistar vuestra dicha,
El calor del sol se hace insoportable; el hambre y la sed lo debilitan tanto como para haceros libres, para que vuestros hijitos sean más dichosos que vosotros?
la fatigosa caminata; pero en su cerebro lúcido la idea se conserva fresca, Ayudad, ayudad como podáis; dedicad una parte de vuestros salarios al
límpida como el agua de la montaña, bella como una flor sobre la cual no fomento de la Revolución, o empuñad las armas si así lo preferís; pero haced
puede caer la amenaza del tirano. Así es la idea: inmune a la opresión. algo por la causa; propagad siquiera los ideales de la gran insurrección.

El Delegado marcha, marcha. Los campos yermos le oprimen el corazón. El Delegado hizo una pausa. Un águila pasó meciéndose en la limpia
¡Cuántas familias vivirían en la abundancia se esas tierras no estuvieran en atmósfera, como si hubiera sido el símbolo del pensamiento de aquel hombre
poder de unos cuantos ambiciosos! El Delegado sigue su camino; una víbora que, andando entre los cerdos humanos, se conservaba muy alto, muy puro,
suena su cascabel bajo en matorro polvoriento; los grillos llenan de rumores muy blanco.
estridentes el caldeado ambiente; una vaca muge a lo lejos.
Las moscas, zumbando, entraban y salían de la boca de un viejo que
Por fin llega el Delegado al villorrio, donde-se le ha dicho-hay compañeros. dormitaba. Los hombres, visiblemente contrariados, iban desfilando de uno en
Los perros, alarmados, le ladran. Por las puertas de las casitas asoman rostros uno; las mujeres se habían marchado todas. Por fin se quedó solo el Delegado
indiferentes. Bajo un portal hay un grupo de hombres y de mujeres. El apóstol en presencia del viejo que dormía su borrachera y de un perro que lanzaba
se acerca; los hombres fruncen las cejas; las mujeres le ven con desconfianza. furiosas tarascadas a las moscas que chupaban su sarna. Ni un centavo había
salido de aquellos sórdidos bolsillos, ni un trago de agua se había orfecido a
-Buenas tardes, compañeros, dice el Delegado. aquel hombre firmísimo, que, lanzando una mirada compasiva a aquella
madriguera del egoísmo y de la estupidez, encaminóse hacia otra casita. Al
pasar frente a una taberna pudo ver a aquellos miserables con quienes había
Los del grupo se miran unos a los otros. Nadie contesta el saludo. El apóstol hablado, apurando sendos vasos de vino, dando al burgués lo que no quisieron
no se da por vencido y vuelve a decir: dar a la Revolución, remachando sus cadenas, condenando a la esclavitud y a
la vergüenza sus pequeños hijos, con su indeferencia y con su egoísmo.
-Compañeros, vengo a daros una buena noticia: la Revolución ha estallado.
La noticia de la llegada del apóstol se había ya extendido por todo el
pueblo, y, prevenidos los habitantes, cerraban las puertas de sus casas al

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acercarse el Delegado. Entretanto un hombre, que por su traza debería ser un


trabajador, llegaba jadeante a las puertas de la oficina de policía. LA JUIDA
-Señor, dijo el hombre al jefe de los esbirros, ¿cuánto da usted por la Dr. Atl (Gerardo Murillo)
entrega de un revolucionario?
El rumor blando y monótono de la lluvia sobre un bosque de huizaches. En
-Veinte reales, dijo el esbirro. silencio caminábamos uno tras otro bajo el peso de una grande tristeza,
martirizados por la horrible angustia que destroza la vida, cuando un enemigo
El trato fué cerrado; Judas ha rebajado la tarifa. Momentos después un poderoso nos persigue. El más pequeño movimiento de las ramas nos
hombre, amarrado codo con codo, era llevado a la cárcel a empellones. Caía, y sobresalta. Un pájaro que huía al aproximarnos, nos helaba de terror… y así
a puntapiés lo levantaban los verdugos entre las carcajadas de los esclavos caminábamos, entre la lluvia y la zozobra, hasta que se hizo de noche.
borrachos. Algunos muchachos se complacían en echar puñados de tierra a los
ojos del mártir, que no era otro que el apóstol que había atravesado campos, En un jacal nos dieron hospitalidad. Indalecio encendió unos leños en el
recorrido carreteras, por sobre los espinos, por entre los gijarros, la boca seca fogón y puso sobre ellos una olla húmeda. Mientras el agua hervía, iba
por la sed devoradora; pero llevando, en su cerebro lúcido, la idea de la deshaciendo con mucho cuidado unos mojados paquetes de café. Tirados sobre
regeneración de la raza humana por medio del bienestar y la libertad. el suelo, todos permanecíamos en silencio. El peso de nuestra derrota nos traía
aplastados. Indalecio echó el café en la olla y empezó a moverlo con un palo.
(De "Regeneración," del número 19, fechado el 7 de enero de 1911.)
Después de largo rato dijo con voz grave:

-¡Qué mojados estamos! ¡Pero es mejor l‘agua quel sol! Lo pior de todo es
la sé.

Nadie respondió. Los seis hombres que habíamos escapado a las balas de
los soldados de quién sabe qué ―general‖, no teníamos ganas de entablar
conversación.

-¡Álgame la balacera! Peor jué pior lótra.

-¿Cuál? –preguntó uno.

-La de po‘allá, por Saltío. Nos agarraron entre una bola. Nosotros éramos
siete y no lo habíamos visto. Nos agarraron de sorpresa, pero les hicimos juego
muy duro. Nos aguantamos un chico rato y luego a juir. Y ai vamos por aquel
llano que no se le miraba fin… y un solazo que hacía arder la tierra.
Y ai vamos cuele y cuele y cuele, y cuele y cuele, y los otros detrás, y nosotros
a paso de coyote embarrándonos en la tierra, y nomás zumbaban las balas… y
nosotros cuele y cuele y cuele…

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(La voz del indio se hacía monótona. A nuestra memoria acudían las más
amargas de nuestras desgracias.) ANUNCIOS A LÍNEA DESPLEGADA
El indio continuó: Mariano Azuela
-Todo el día caminamos al trote, hasta quial meterse el sol, devisamos una Desde la acera de enfrente, acariciando su luenga y sedosa barba, dejó
pader y corrimos a agazaparnos. Pero los otros nos echaron, y juimos pa‘lante vagar sus dulces ojos de buey en los grandes letreros del instituto:
a agarrarnos del hocico de una noria. Y aistá otra vez la balacera, pero juerte y
tupida, como granizo. Y aquí caiba una bala y allí caiba otra, y empezó a jervir Electroterapia, fisioterapia, mecanoterapia, terapia glandular
la tierra como cuando en tiempo de secas cain las primeras gotas de la llovizna.
Los otros tenían ganas de acabarnos y le tupieron juerte, y al ´poco rato nomás
oiba el esquitero y el esquitero, y el esquitero y el esquitero, como cuando mi Luego los dejó bajar —tras los gruesos lentes de oro— hacia el pórtico
vieja me tostaba maíz. huérfano del negrazo de uno ochenta, encargado de aplicar los primeros pases
magnéticos a la clientela, siempre de rigurosa etiqueta; largo y ajustado levitón
de parlo azul oscuro, con botones dorados, embetunadas las botas y brillantes
El compañero questaba junto a mí, nomás se hacía pa un lao y pa otro y yo como espejos.
le dije: no las toriés, vale, porqu‘es pior. Hasta le dieron un diablazo en la
maceta, y allí se quedó mirando p‘arriba. Y otros compañeros también se
quedaron mirando pa‘arriba. Y los que quedamos agarramos un vallado, y ai Para aliviar su pena, compró al vendedor ambulante un cartucho de
vamos de güelta, siñor, cuele y cuele, y los otros detrás, hasta que se hizo cacahuates garapiñados. Cabalmente cuando se le nublaron los ojos y le
nochi… y juimos a amanecer al pie de una sierra donde no había agua, ni qué bambolearon las piernas. ―¿Un vértigo? Pero si hace una semana no lo
comer. pruebo.‖ Miró arriba, miró abajo, y las nubes seguían bogando, borreguitos
blancos desperdigados, y sus pies se asentaban en un piso parejo y firme. No
advirtió, por tanto, la causa de su pasajero desequilibrio: que en vez de tres
El indio quitó la olla del fuego mientras agitaba el café, dijo con el tono de viles fierros (precio vil de la dictadura) había dado una sábana de Villa por un
la más profunda amargura: alcatraz de cacahuates.

-¿Y todo pa‘qué?. Tanto correr y tanto susto y tanta hambre ¿pa‘qué? ¡Pa‘ Sí se acordó de que a su negro había tenido que seguirlo el escuadrón de
que mi coronel si ande paisando en automóvil con una vieja que dice qu‘es su bellas enfermeras-ganchos, por clausura del INSTITUTO. Precisamente el día
mujer! que México amaneció poblado de negritos de guarache y calzón blanco con
sendos 30-30 en las manos.
Removió las brasas con el mismo palo que había meneado el café, y la luz
viva de la hoguera iluminó nuestros rostros con una extraña claridad. Porque a la irrupción de los bárbaros sucedió la fuga de la pintoresca
clientela: norteños de gruesos borceguíes americanos y pañuelo rojo anudado
(De Cuentos de todos colores, I, México. Botas, 1993, pp. 61-64) al cuello; charros patizambos del Bajío, con inmensos galonados y zapatones
bayos; costeños lanudos de voz cantarina y ligero panameño. Toda la provincia
atraída por el anuncio, a línea desplegada, en los grandes diarios
metropolitanos.

Extinguido, pues, el infiernito de luces policromas, chispas, estallidos,


estridentes vibradores, detonadores demoníacos; todo lo que deslumbra, ciega
y ensordece (terapéutica infalible para futuros inquilinos del limbo o del
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manicomio) el doctor Olivares de los Montes, en vez de buscar trabajo, como Por muchos días los transeúntes miraban el anuncio con el rabillo del ojo y
muchos de sus colegas honestos y tontos, concentró su pensamiento con el pasaban de largo. Pero el día que el eminente doctor socialista llegó seguido de
mayor optimismo, y le dio cuerda a la maquinita de hacer dinero que llevaba ruidoso y pintoresco cortejo de latrofacciosos –sus amigos nuevos— los
en la cabeza. No tardó mucho en estallar la salvadora idea: ―Estos pazguatos de mirones y los vagos acudieron en mosquero. Hubo banquete a la sombra de
la nueva era traen en sus manos un tesoro y ni ellos mismos lo saben. Hay que una fresca arboleda y a la hora de los brindis, por primera vez salieron a relucir
comerles el mandado.‖ ―los postulados ideológicos de la revolución‖ y ―las necesidades del obrero y
del campesino‖.
Salió corriendo a vender sus lentes de oro, se tiró su preciosa barba y luego
fue al periódico a pagar un anuncio a línea desplegada: ―El eminente doctor —Compañeros, mi compadre Emiliano y Pancho Villa me han comisionado
Olivares de los Montes salió anoche rumbo a los Estados Unidos y Europa en para que les reparta la tierra.
viaje de estudio. Visitará las clínicas más famosas de Nueva York, Berlín,
Roma y París ... etcétera.‖ Ya don Venustiano había corrido a Veracruz. —¿ Y cuánto se da ? —
preguntó el primer avorazado.
Y todavía le ajustó para comprarse un terno gris, sombrero tejano con
pluma de pavo, zapatos bayos de ojillos, todo de medio uso y a los precios de —La tierra es tuya, hermano, nosotros te la devolvemos.
Tepito.
—Pues entonces apúnteme con dos lotecitos.
En una tarde se aprendió el andar despernancado de los del interior y la
dulce tonadita de los de la frontera. Y esa misma noche dio principio a la
–Los tenemos desde cincuenta centavos hasta cinco pesos a la semana.
realización de su proyecto. Al chofer que lo condujo al restaurant le pagó con Platita, naturalmente, hermano.
una andanada de injurias, mostrándole la cacha de una pistola que ni gatillo
tenía. Convidó a comer a cuanto cuerudo encontró, y cuando le llevaron la
cuenta no dejó porcelanas ni cristales sanos. Ante demostraciones tan —Hum !
radicales, los de la familia legítima ni pestañearon siquiera cuando les dijo:
―Venustiano me ha dado la comisión de hacer el reparto de tierras.‖ Y hasta se –La tierra es tuya, compañero; pero el ingeniero que te la reparte y el
pusieron de pies, para hacerle los honores al que le hablaba de tú al ―Primer abogado que te la legaliza, también comen.
Jefe‖
Carrancistas, villistas, convencionistas y zapatistas entran y salen de la
* capital, sin soltarse de la greña; el sufrido pueblo, ahíto de beneficios, hace
interminables colas esperando un kilo de carbón o una medidita de maíz a
Allá por la polvosa y olvidada colonia de Peralvillo, muy cerca de los llanos cambio de un puñado de billetes, mientras el doctor Olivares firma recibos y
de la Vaquita, se levantó un letrero con letras tan negras y tan gordas que se bebe champaña en las mejores cantinas, con los próceres de la hora.
veían desde la Villa:
Hasta que don Venustiano, obedeciendo el mandato del pueblo, se afianzó
Gran reparto de tierras a los pobres de la presidencia y comenzaron a sacar la cabeza de sus tuceros los potentados
de la Odiosa y aun a reclamar lo que creían que era suyo.
Aquí informan
Pero todo resultó bien. El pelantrín que seguía cobrando las cuotas, sin
saber quién lo había puesto allí, fue de vacaciones a Belén; los agraciados
proletarios, a la calle con todo y chivas; mientras el doctor Olivares de los

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Montes se dejaba crecer la barba luenga y sedosa y reaparecían los grandes


letreros del INSTITUTO con su negro y sus guapas enfermeras. EL FUSILADO
Y en anuncio a línea desplegada, los grandes diarios de la mañana llevaron José Vasconcelos
la buena nueva hasta los rincones más apartados del país:
¡Cuánto tiempo llevábamos a caballo! ¡Al principio éramos un ejército;
―El eminente doctor don Fulgencio Olivares de los Montes acaba de ahora sumábamos unos cuantos! Quiénes habían muerto en los combates; otros
regresar de Europa, después de haber visitado las clínicas más famosas del quedaron prisioneros o dispersos, y los más, en seguida de los descalabros,
mundo. El doctor Olivares de los Montes ha traído los aparatos más modernos desertaron al abrigo de la noche, abandonando equipo, armas y uniforme, para
que la ciencia ha inventado en beneficio de la humanidad doliente. Cura sin confundirse con los pacíficos…
drogas ni operación las enfermedades de la cintura … etcétera.‖
Bajábamos la sierra; en la mañana clara, el temblor del ambiente suscitaba
(De Obras completas de Mariano Azuela, II. México. Fondo de Cultura Económica, 1958, pp. deseos de cantar. El camino seguía un estrecho cañón a la mitad del imponente
1103-1105. Publicado primero en la revista Hoy, 4 de diciembre 1937)
acantilado. Del fondo subía el rumor de una corriente deshecha en espuma
entre peñascos. Por la falda de los montes subían los follajes, anegándonos de
frescura, embriagándonos con el aroma intenso de las retamas… El corte sube
y baja, y las bestias avanzan resoplando; por fin alcanzamos la altura; el
camino se ensancha, se aparta de la cañada, y el cielo se abre inmenso,
luminoso. A poco andar nos internamos en un bosque. Cuesta trabajo
adelantar, porque las ramas se entrecruzan; pero, en los claros, ¡qué hermosa es
la luz!, ¡qué grata la frondosidad de los árboles y cómo tonifica el olor de las
resinas! Se siente bello el vivir.

Súbitamente resuena un grito humano; casi simultáneamente, una descarga


de fusilería; los caballos se encabritan, instantáneamente se propaga la
confusión. No podemos ver a distancia, pero escuchamos tiros y voces
extrañas, alguien exige imperioso la rendición: oímos súplicas patéticas: ―No
tire‖. ―No me mate‖. Queremos embestir y nos cierra el paso un grupo
enemigo… Recuerdo las bocas oscuras de las pistolas apuntadas a quemarropa.
Nos entregamos; se nos desarma y, después de breve deliberación, se reanuda
la marcha… Los vencidos, por delante. Avanzábamos atontados, incapaces
todavía de reflexión; únicamente recuerdo que yo repetía mentalmente:
emboscada, emboscada, palabra que viene de bosque; así es una emboscada.

Al principio no queríamos resignarnos; secretamente nos aferrábamos a la


ilusión de que sobrevendría algo imprevisto o de que, haciendo un esfuerzo,
toda la horrible y sencilla ocasión se desvanecería como un mal sueño; pero un
dolor físico, clavado fuertemente en el corazón, nos obligaba a confesar
nuestra desgracia; de adentro de nuestras conciencias salía una nube gris que
empañaba la luz del sol y la hermosura del campo. De sobra conocíamos la

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práctica brutal de ejecutar a los prisioneros; la reserva de nuestros capturadores jefe mandó hacer alto, cruzó algunas palabras con sus inferiores y en seguida
era suficiente aviso… Mientras duraba la marcha, mi imaginación estuvo nos dividieron en dos grupos. Seis más y yo, que era el jefe vencido, recibimos
trabajando con rapidez y profundidad que no me había conocido antes. Íbamos orden de permanecer allí. Todos comprendimos; se sintió pasar un escalofrío
a ser víctimas de una repugnante injusticia, y, sin embargo, no me preocupaba general, que a nosotros se nos disolvió en el cuerpo y nos entumeció los
el momento próximo, sino la totalidad de mi vida anterior. Los hombres me miembros. Los demás comenzaron a desfilar; yo me mostraba indiferente, a fin
parecían irresponsables, y todos los sucesos un tejido absurdo y cruel donde lo de dar consuelo a los compañeros, que se despedían cabizbajos. Sin embargo,
único natural e inevitable es morir. Largo sería contar lo que pensé. Al caer la no me atrevía a buscar la mirada de mi amiga; con esa rápida penetración que
tarde, las sombras de aquel último crepúsculo se me metían en el pecho, sentí se posee en los últimos instantes, me la representé ganándose amores nuevos.
frío y desaliento… De no contenerme la voluntad, me habría puesto a llorar y Se fue con su mirada dura de los últimos días, la que le observé desde que se
suplicar por mi vida, según vi hacerlo a algunos prisioneros nuestros, que inició el fracaso; pero no obtuvo la satisfacción cruel de compadecerme.
supusieron éramos también unos desalmados. No me resignaba a morir; ¡Recuerdo su silueta voluptuosa, bañada de luna!... Largo rato la miré y, al
pensaba en el desamparo de los míos y en tantas cosas que tenía proyectadas… recordar a la esclava de sólo unas semanas antes, me llené de rabia y la injurié
El botín que me arrebataban; aquella hermosa, mi compañera de los días bellacamente; pero como ella iba ya a distancia en que no podía escucharme, y
felices, ¡qué importaba!, ya la sentía yo, un poco atrás de mí, llena de aplomo, nadie la quería en la tropa, todos soltaron la risa, yo, contagiado, me reí
conversando con el capitán enemigo; pronto se las arreglaría la perra para también y recobré la calma.
salvarse; volvería al fausto de las ciudades, a despertar la codicia en todos los
ojos… De todas maneras, tarde o temprano, así había de ser, el valiente las No me quedaba odio en el pecho; nadie lo tiene cuando va a morir; todo lo
toma y las deja sin reproche. Pero la otra, la que me lloraría, y los pequeños contrario, la conciencia rebosa energía. Cierto que los miembros flaquean por
huérfanos…, huérfanos, ¡horrible palabra!, ¡y peor aún el gesto de piedad que miedo del dolor físico, pero el ánimo se pone alerta. La vida entera,
la acompaña! Y me sacudió esta idea: ―Si yo mostraba abatimiento, eso dejaría rápidamente recordada, parece un incidente de un camino muy largo.
una huella de debilidad en el alma de mis hijos; en cambio, si me mantenía Comienza a borrarse la noción del tiempo, a un grado que lo más reciente se
firme, si los entregaba, confiado en Dios, único repartidor de fortunas y penas, confunde con los sucesos remotos, y viceversa. Mejor dicho, todo aparece
entonces ellos también adquirirían un temple altivo. La muerte de su padre no renovado y luminoso; la misma idea de la muerte nos revela aspectos piadosos
sería una escena lacrimosa: iba yo a legarles un molde altanero donde podrían de redención. Y parece que todo nuestro ser implora: ―Señor, recíbenos en tu
ensayar sus almas…‖ ¡Y me erguí en los estribos! Frecuentemente me había seno, perdónanos el haber vivido y condúcenos, líbranos pronto de todo
ocurrido salir de las situaciones apuradas imaginando una actitud de audacia – esto…‖
cuando sufrimos un gran bochorno anhelamos correr, arrogantemente, a galope
de caballo–; así las penas y situaciones dolorosas se alivian al instante si nos En un momento quedamos alineados; nadie hablaba, pero sentíamos con
las representamos en panorama, si mentalmente las incorporamos a la precisión rara todos los movimientos de nuestros ejecutores. El sonido
estatuaria… Inmediatamente me entristeció pensar en lo bueno que hubiera
metálico y unísono de la preparación de los rifles nos causó un fuerte
sido dejar escrita aquella teoría; pero, reflexionando me dije que tal aflicción
estremecimiento; pero no intentamos huir; todo sucedía muy de prisa. Como en
mía no era sino un pretexto para rehusar la muerte, pues ni aquella teoría ni la
un delirio vimos que nos apuntaron los rifles; salió el fogonazo y un violento
más original de las teorías se pierden porque un hombre muera; otros la
golpe de costado nos derribó en tierra… Desde entonces ya no supe lo que fue
pensarán tarde o temprano, y todas ellas existen independientemente del azar de mis compañeros; recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho
de que alguien las descubra o se dedique a escribirlas. Otra bella teoría por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin
perdida, pero perdida para mi gloria personal, no para la riqueza del mundo.
amargura, contemplándolo casi con disgusto; igual, ni más ni menos, que
Meditando así, me puse risueño, pero sin ironía; siempre desdeñé a los
cuando se desecha un traje usado. Entré en seguida en un período de
ironistas.
somnolencia durante el cual me daba cuenta perfecta de que subsistía, aunque
de una manera extraña, sin apoyo en ningún elemento. Poco tiempo después
Una gran luna amarillenta se había levantado por el cielo crepuscular y recuerdo haber pasado, a la hora del crepúsculo, por una calle de la ciudad
ahora iluminaba el campo. A distancia comenzó a divisarse un caserío… El donde fui relativamente famoso, y esto lo digo sin vanidad, tan sólo para
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explicar la conversación que escuché: ―Pobre Fulano –aquí mi nombre–; lo las sesiones medianímicas; pero, apenas se ponían a hablar, lanzaban tal
mataron; después de todo no era malo, sino excesivamente díscolo…, por aquí cúmulo de incoherencias y dislates que me alejaba, disgustado de la máquina
viven sus hijos…‖ Ni siquiera me ocupé de ver quién era el que hablaba ni qué humana como medio de expresión. En fin, para todos los que se preocupan de
más decía: ¡desde acá se ven tan efímeras las cosas del mundo que no inspiran estos asuntos tengo un consejo: no busquen la verdad ni en las pruebas físicas
el menor interés! La mención de mis hijos me puso a pensar y advertí que no ni en el balbuceo de los médiums ni con ningún procedimiento anormal;
experimentaba aquella honda y casi dolorosa ternura que únicamente los búsquenla en la inspiración del genio y en el secreto de los sueños. Desde que
padres conocen; en seguida me lo expliqué: yo no tenía ya corazón y el dolor estaba en el mundo, yo había concebido escribir un libro intitulado Las
depende de que éste, mal hecho, se tuerce con la pena; en cambio, el espíritu hipótesis del sueño, y aquí he venido a confirmar plenamente mis atisbos; el
puro tan sólo conoce la alegría. Sin embargo, en aquellos instantes yo no misterio se ilumina en los sueños…
estaba para problemas, me dedicaba por entero a adaptarme a mi nuevo estado;
sin exageración, puedo calificarlo de delicioso: mis poderes centuplicados; en Ahora me encuentro atareadísimo en la más interesante de las ocupaciones.
mí ya no regía la ley newtoniana de la pesantez; podía ir y venir a mi antojo no ¿Cómo lo diré? Parece que rozo con la eternidad; el pasado se me va
sólo en el espacio, sino también en el tiempo; vagaba por los aires y los apareciendo tal como fue, vivo y hermoso; en seguida, me prolongo en otro
campos; no me interesaba el bullicio pequeño de las ciudades; me sentía hecho sentido y veo el porvenir, igual, ni más ni menos, que cuando ejercitamos la
como de luz de halo; rozaba ligeramente con el aire al avanzar y esto me memoria para recordar, sólo que aquí los hechos recordados se nos presentan
producía un goce delicadísimo, semejante a la impresión de ver correr el agua, intangibles, aunque realísimos, mucho más reales que en la evanescente
o a la que produce la flecha que señala la trayectoria de una fuerza en los realidad terrestre. Lo mejor de todas nuestras emociones, extendido a lo largo
diseños de los libros de mecánica. Así entraba y penetraba en el mundo, sin de una vía luminosa e infinita. ¡Allí se encuentra lo sublime de todos los
perder mi unidad… Desde el principio sentí ganas de presentarme en la tierra tiempos! Me diréis que también está allí lo monstruoso, puesto que toda acción
para informar a los hombres de la beatitud que aquí alcanzan los blandos de queda fotografiada para siempre en el panorama sin términos; sí, pero nadie lo
corazón, porque pueden penetrar el universo, en tanto que las almas duras se mira; como no hay quien lo ame, nadie lo evoca; y jamás resucita, se confunde
desmoronan como lodo seco y podrido, se confunden con el humus terrestre. con la nada. En cambio, lo hermoso y lo noble reviven sin cesar. Y aquel, mi
Necesitan pasar a la fragua de los volcanes, a la prueba del fuego, para tornar a apasionamiento excesivo, que en el mundo me causaba martirios, y la censura
convertirse, primero, en gas y, después, en aliento de vida. De aquí justamente, de las gentes, aquí transformado en afán inmenso, me sirve para abarcar más
procede el mito de los infiernos. En realidad, sucede que la conciencia perversa eternidad. Al ir descubriendo estos prodigios comprendí que no andaba muy
tarda millares de años para volver al estado humano, donde podrá intentar, una descaminado en el mundo cuando sostenía conmigo mismo la tesis de la
vez más, su liberación. En cambio, los buenos como ya lo he dicho, se ligan conducta como parte de la estatuaria; es decir, resuelta, grande, de manera que
con las fuerzas superiores e intervienen en la obra del universo. Ya lo sé, mis pueda representarse en bloques; acción que merezca la eternidad. Porque lo
revelaciones serán inútiles; la ley es que cada quien sea el autor de su propia ruin y lo mediocre no subsisten; el asco o la indiferencia lo matan.
salvación.
Antes de ir más lejos he querido dejar consignados estos avisos. Ya que en
Sin ejercitar los sentidos corpóreos, puesto que ya no tenía yo cuerpo, todo vida no pude escribir tantas teorías como se me confundían en la mente, me
lo percibía y entendía directamente con la inteligencia; sin embargo, me complazco en reparar la pérdida de unas cuantas vanidades con el lampo de
quedaba un extraordinario desarrollo del tacto, ese tacto nervioso que quizá es verdad que dejo apuntado. Los eternos incrédulos alzarán los hombros
la base de todos los sentidos corpóreos, algo como la sensibilidad que diciendo: ―¡Bah!, otra fantasía‖; pero pronto, demasiado pronto, verán que
imaginamos en la corriente eléctrica. Me daban tentaciones de usar este poder tengo razón. Descubrirán, como he descubierto yo, que aquí no rigen las leyes
a fin de comunicarme con los hombres; pero, aparte de las dificultades de corrientes, sino la ley estética, la ley de la más elevada fantasía.
procedimiento, ¡es tan difícil hacer comprender ciertas cosas a los que todavía
están metidos en cuerpos! Veía, por ejemplo, las mesas de los espiritistas, (De La sonata mágica. Madrid. Imprenta de Juan Pueyo, 1933, pp. 13-21. Publicado primero en
tartamudeantes, obtusas, ridículas; ¡no es posible rebajarse a usarlas! Pasaba Divagaciones literarias. México. Lectura selecta, 1919)
enseguida a ejercitar contactos sobre la membrana cerebral de los médiums en

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unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro —a quien nunca
LA FIESTA DE LAS BALAS detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo
barruntaba la helada de la noche. Hizo cabalgar a su caballo de anca corta,
Martín Luis Guzmán contra cuyo pelo oscuro, cano por el polvo de la batalla, rozaba el borde del
sarape gris. Iba así al paso. El viento le daba de lleno en la cara, más él no
trataba de eludirlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues
Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los
alrededor, a menudo me preguntaba yo en Ciudad Juárez qué hazañas serían pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de
las que pintaban más a fondo la División del Norte: si las que se suponían campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación
estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las que se del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso
contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad, o las que traían ya inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como
tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales. Y para lucirse en un paseo. Fierro se sentía feliz: lo embargaba el placer de la
siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más victoria —de la victoria, en la cual nunca creía hasta consumarse la completa
verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia. derrota del enemigo—, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas
que tomaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de
Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto
Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores encendidos y tormentosos.
infinitamente entre sí— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos,
después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los
cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa? trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un instante a
Verlo así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad cuya mirar por sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí, aquellos trescientos
impresión se conservaba para siempre. huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la
fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los
Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles.
Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su
grupos: de una parte los voluntarios orozquistas a quienes llamaban colorados; valor militar —y en su valer— y sintió una pulsación rara, un estremecimiento
de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de que le bajaba desde el corazón, o desde la frente hasta el índice de la mano
grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a posársele en las
mientras se mostraba benigno con los otros. A los colorados se les pasaría por cachas de la pistola.
las armas antes de que oscureciese; a los federales se les daría a elegir entre
unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a sus casas mediante Ia promesa —-Batalla, ésta —pensó.
de no volver a hacer armas contra los constitucionalistas.
Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los
Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaban más que la molestia
dedicó desde luego la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de
el ánimo de Villa, o, según decía él: de ―su jefe‖. la excitación del combate— y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata
apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía
Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba apartarse, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían
reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de
objetivo de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo
empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes: o derribaba a alguno.
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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los
descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lin-daban con el
pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía
cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los
observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio medios del corral. De esta suerte, entre el cobertizo y la valla del corral
varios pasos hasta una de las cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre dos próximo venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes
tablas, para dejar sujeto el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacia
metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo
los prisioneros. de hierro. Del brocal del pozo se elevaban dos palos secos, toscos, terminados
en hor-quetas, sobre los cuales se atravesaba otro más, y desde éste pendía la
Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y cadena de una garrucha, que también sonaba movida por el viento. En lo más
callejones angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando alto de una de las horquetas, un pájaro grande —inmóvil, blanquecino— se
el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí confundía con las puntas del palo, resecas y torcidas.
se detuvo. Su figura grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo
superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista
sarape había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar pendiente apenas de sobre la quieta figura del pájaro, y, como si la presencia de éste encajara a pelo
los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la
sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de
poniente del sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose
través de las cercas. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la
cuero de sus mitasas brillaba en la luz del atardecer. inmensidad de la tarde— y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la
funda.
A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la
tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se En aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral.
acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más próximo a Fierro. Éste Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó
caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue varios segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde
señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. estaba su amo. Fierro le preguntó, sin volver la cara:
Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el
oficial como con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en —¿Qué hubo con ésos? Si no vienen pronto, se hará tarde
una maniobra al parecer muy importante, y el oficial entonces, seguro de las
órdenes recibidas, partió al galope hacia donde estaban los prisioneros.
—Parece que ya vienen ay —contestó el asistente.

Tornó Fierro al centro del corral, y otra vez se mantuvo atentó a estudiar la
—Entonces, tú ponte allí. A ver, ¿qué pistola traes?
disposición de las cercas y cuanto las rodeaba. De los tres corrales, aquél era el
más amplio, y según parecía, el primero en orden —el primero con relación al
pueblo—. Tenía en dos de sus lados sendas puertas hacia el campo: puertas de —La que usted me dio, mi jefe. La mitigüeson.
trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores,
pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral —Sácala pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que
inmediato, y el lado restante no era una simple valla de madera, sino tapia de tienes?
adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta
metros de largo, de los cuales. veinte servían de fondo a un cobertizo o
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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

—Unas quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el
hallaron hartos, yo no. corral contiguo y dijo:

—¿Quince docenas? … Te dije el otro día que si seguías vendiendo el —Ya tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?
parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.
Fierro respondió:
—No, mi jefe.
—Sí, pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta
—No mi jefe, qué. yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres.
Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.
—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.
Volvió el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se
—Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponle vivo, para que me mantuvo alerta, fijos los ojos en el estrecho espacio por donde los prisioneros
salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que iban a irrumpir. Se había situado lo bastante próximo a la valla divisoria para
te voy a decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los colorados, te que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los colorados que todavía
acuesto con ellos. estuviesen del lado de ella: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su
proximidad a las tablas no era tanta que !os prisioneros, así que empezase la
ejecución, no descu-brieran, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola
—¡Ah, qué mi Jefe!
que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro el sol poniente convertía
el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.
—Como lo oyes.
En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces
El asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas de que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan
cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno a uno los ganado—. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de
tiros que traía en las cana-nas de la cintura. Quería hacerlo tan de prisa, que se en medio a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio
tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se le embrollaban. que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de
organismo histérico. Se oía gritar a la gente de la escolta, y, de minuto en
—¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí. minuto, los disparos de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad
de la tarde como chasquido en la punta de un latigazo.
Mientras tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral
fueron apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo, medio De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio un grupo de
busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los
largo de las dos cercas restantes. caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne
las bocas de las carabinas. -
Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del primero de los
tres corrales: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el —¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan!
asistente, en cuclillas, ordenado sobre su frazada las filas de cartuchos. ¡Eche usté p‘alla, traidor!

*** Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y
su asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el golpe de los
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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los
peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar con
veinte pasos. paso débil, y fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, de donde
regresó a poco trayendo de la brida los dos caballos —el de su amo y el suyo-
Tan pronto como aparecieron dentro de su visual. Fierro los saludó con —, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.
extraña frase —-frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:
Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba en la
—¡Ándenles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador! Ellos brincaban oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento.
como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado
tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo —Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; ya no aguanto el
de la cerca. Los otros corrieron a escape hacía la tapia: loca carrera que a ellos cansancio.
les parecería como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse
allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; —¿Aquí en este corral, mi jefe?.. . ¿Aquí?. . .
pero uno a uno fueron cayendo —Fierro disparó ocho veces en menos de seis
segundos—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un —-Sí, aquí.
extraño capricho de este mo-mento, separaban de la región de la vida la región
de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los sol-dados
desde su puesto, tiraron para rematarlos. Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la
paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de cabezal. Minutos
después de tenderse allí. Fierro se quedó dormido.
Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las pistolas de Fierro
—dos suyas, la otra de su ordenanza— se turnaban en la mano homicida con
ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis El asistente encendió su linterna, dio grano a los animales y dispuso lo
veces al descubrir— y caía después encima de la frazada. El asistente hacia necesario para que pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en
saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de su frazada y se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se
postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba casi al soltar la otra. incorporó de nuevo se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a
Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin tenderse en la paja.
vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían:
toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía entre las manos ***
y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos
sensaciones le ocupaban lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se
iba metiendo en los orificios del cilindro y el contacto de la epidermis, lisa y empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de
cálida, del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del
su jefe se entregaba al deleite de hacer blanco. pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los objetos: con todos,
menos con los montones de cadáveres. Éstos se hacinaban, enormes en medio
El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de tanta quietud, como cerros fantásticos, cerros de formas confusas,
de la muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el ansia incomprensibles.
inagotable de vivir luchaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en
silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la fra- El azul plata de la noche se derramaba sobre los muertos con la más pura
zada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los cas-quillos vacíos límpidez de la luz. Pero insensiblemente aque-lla luz de noche fue
sonaron dentro con sordo cascabeleo. convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta:
era una voz apenas per-ceptible, apagada, doliente, moribunda, pero clara en su
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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde —¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está
el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar: quejando! ¡A ver si me deja dormir!

—Ay… —¿Un tiro a quién, mi jefe?

Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz —A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?
se oyó de nuevo:
—Agua, por favor —repetía la voz.
—Ay… Ay…
El asistente sacó la pistola de debajo de la montura y, empuñándola, se
Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral seguían levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de
inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. frío. Uno como mareo del alma lo embargaba.
Pero la voz tornó:
A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba esta-ban yertos. Se
—Ay. . . Ay. . . Ay. .. detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía
venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la
Y este último ―ay‖ llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que la voz.
conciencia del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El
asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros, y el solo La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del
recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente pesebre. Fierro dormía.
del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma.
(De El águila y la serpiente. 1928. Texto tomado de Obras completas, I. México. Compañía
General de Ediciones, 1961, pp. 478-490)
—Ay. . . por favor. . .

Fierro se agitó en su cama. . .

—Por favor. . . agua. . .

Fierro despertó y prestó oído. . .

—Por favor. . . agua. . .

Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente.

—¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.

—¿Mi jefe?

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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

que sacó la tonada, que ya era un ciego definitivo. Él sirvió de maestro a los
COMO UN BLASÓN músicos improvisados que, a decir verdad, aprendieron muy pronto los
com-pases precisos para dar cima a aquella empresa, harto arriesgada por
José Rubén Romero cierto.

—Mi coronel ¿ nos deja ir a Ajuno, a cortar la vía ? Don Ignacio estaba en sus glorias a la hora de los ensayos, y nosotros
parecíamos una banda de chi-quillos traviesos que preparan una diablura. Las
cananas, bien surtidas de parque, habían hecho que los espíritus recobraran su
—No, porque el general dice que eso de asaltar trenes es de bandidos y no brío.
de revolucionarios.
Para músicos se eligieron a individuos de rumbos distantes, a fin de que no
—Entonces, ¿vamos a Jesús del Monte a quitar el agua a los de Morelia ? los conocieran al andar por las calles del pueblo con las caras descubiertas, y el
papel de maringuías lo aceptamos Nazario y yo, con otros dos mocetones
—Somos pocos … valerosos y fornidos.

—Ése es el chiste, jefe. Si no se hace algo ‗hora que andamos bien —No te pongas tanta ‗nagua que a la hora de los cocolazos te estorbarán
parqueados, acabarán por decir que tenemos miedo. hasta para correr —decía-nos Aurelio, quien hacía veces de director de escena.
Y tú, Nazario, quítate la pistola del cuadril que parece que trais polizón.
—¿ Miedo yo ? —repuso Aurelio, pelando tamaños ojos y abriendo de par
en par el portón de su boca, para lucir los dientes orificados. Me juego la vida —Yo voy con ustedes —dijo resueltamente don Ignacio.
con cualquiera a que entro en un pueblo hasta la mera plaza y les finco su susto
a los pelones. —Quédese, viejo; mire que nos estorbará.

—¿ En un pueblo que tenga guarnición ? —Déjenme ir siquiera hasta la orilla del pueblo. Me quedaré con los otros
cuidando los caballos.
—En Ario, pongo por caso.
Nos emperifollamos con miles de desfiguros: fal-das rojas, amarillas, llenas
—¿ Y cómo? de holanes y de cintas; blusas de color solferino, para dar cabida a aquello que
el hombre coge en la lactancia y viene a abandonar el la vejez. Nos rellenamos
—Ya les diré cómo, a los que quieran acompa-ñarme. con las carrilleras para fingir morbideces que no existían…

Días después Aurelio nos llamó para confiarnos su secreto. El plan era bien Descendimos de la sierra y en un lugar espeso, que llaman El Pinalito, se
sencillo: había que preparar un torito de petate, y unos tocando las guitarras, organizó la mascarada. Aurelio revelóse allí como un buen capitán y como un
otros los violines y otros disfrazados de maringuías, caer en Ario como una de férreo atleta, pues, además de no olvidar detalle y de hacer-nos oportunas
tantas comparsas en los festejos del Carnaval, ya muy cercano. Aurelio iría recomendaciones, cargó con nuestros rifles acomodados dentro de la barriga
metido dentro del animal y llevaría las armas escondidas en la panza del del toro, sin que denotara torpeza alguna en los movimientos que hacía para
to-rito. Un indio de Opopeo encargóse de conseguir vestidos de mujer y embestirnos.
máscaras pintarrajeadas para disfrazarnos; otro agente secreto compró en
Paracho dos guitarras y otros tantos violines. Pero había que ensayar el son que —De aquí no pasa usted —dijo Aurelio a don Ignacio—, y ustedes a bailar
se toca en estos pasos y don Ignacio nos pudo comprobar, por la pericia con y a cantar hasta que estemos en la plaza.
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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Con el barullo y la emoción, el pobre don Ignacio parecía más nervioso que sube a la cama y apaga la vela!
otras veces.
Pasamos frente a la cárcel. Los presos, apiñados detrás de las rejas, reían al
Era el martes de Carnaval y, por seguir los pasos de núestra comparsa, la vernos brincar y sacudir en los cuernos del toro las rojas frazadas, desteñidas
tarde se revistió también con todos sus colorines. por la lluvia y el polvo de todos los caminos.

Bajamos, tocando un son, por la calzada de Ca-nintzio, bordeada de árboles Un hombre del pueblo preguntó con curiosidad al de la bandurria.
añosos que, al desplegar su ramaje, parecían abanicos gigantescos.
—¿ De ‗ande viene la mojiganga ?
Upa!, torito, ¿quién te torea?
—De La Chuparrosa —contesté apresuradamente, temeroso de que mi
Doña Juanita con su zalea… compañero, por ser del norte, se atrojara en la respuesta.

Precedíamos mi perro, saltando alegremente. Mi perro, que ya había Mi corazón latía sobresaltado, a medida que nos acercábamos a la plaza, y
conquistado dos timbres entre los hombres de la revolución: su cariño y un al desembocar en los portales, paré de bailar sintiendo que las piernas
nombre, Centinela, porque velaba con amor nuestro sueño, y con sus ladridos, rehusaban sostenerme. ¡ Malditas piernas de niño baldado !
nos daba siempre el toque de alerta.
En la plaza no cabía ni la punta de un alfiler. Por las banquetas iban los
catrines muy serios, echando paso volado, y las señoritas principales los
De los tendajones salían gentes para vernos pasar, y los chiquillos nos seguían con el rabillo del ojo para que no las sor-prendieran con algún
rodeaban brincando y palmo-teando con regocijo. imprevisto cascaronazo. Los pelados perseguían a las criadas por entre los
pra-ditos del jardín, y aquella a quien alcanzaban y le rompían un cascarón en
¡Epa!, torito, ¿quién te agasaja? la cabeza, tambaleábase como beoda, o como si le dieran un golpe con un
martillo, que así de suaves suelen tener las manos los rancheros Mara sus
inocentes caricias.
Doña Chepita con su sonaja …

El toro pasó cerca de mí y Aurelio me dijo: —Desde el portal de las


Dos soldados, a medios chiles, se detuvieron en una esquina y, con señas
indecorosas y groseras palabras, comenzaron a azuzar al toro: ora, ca… bresto, Infantes, pero cuiden de no tirar a las gentes pacíficas.
ensarta una puta de esas.
Los músicos herían con crueldad los pechos que-jumbrosos de las vihuelas:
Al oírlos, Aurelio echóseles encima y nosotros creímos por un momento
que allí terminaba la farsa, pero contentóse con ponerles los cuernos en la ¡ Epa, torito, bríncate las trancas.
barri-ga, simulando un fiero derrote.
levántale a Chucha las enaguas blancas!
En la plazuela de Jesús María hubimos de dete-nernos para bailar el son y
cantarlo: Baila de gusto, camina de prisa,

¡Alza, torito color de canela, pa’ que le rompas también la camisa .. .

14
CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Intempestivamente, el toro se introdujo en una tienda del portal y todos —Hay que subir por la parroquia, antes de que nos corten las retirada —
nosotros le seguimos. aconsejé a mis compañeros.

Aurelio tiró la armazón, y los músicos los instru-mentos, adonde el rey Al doblar una esquina vimos a un hombre, único en la calle desierta, que
David aventó el arpa. bajaba dando traspiés y blandiendo en el aire un garrote. Mi perro al verlo,
corrió a él, agitando alegremente la cola. Aquel hombre era don Ignacio, el
Como por encanto salieron las carabinas y los primeros tiros rasgaron el ciego, que salía fatalmente al encuen-tro de los tiros federales. Todos le
aire. gritamos a la desesperada:

¡ Viva la revolución ! ¡ Mueran los asesinos de Madero ! —¡ Tírese al suelo !

Mientras las maringuías nos despojábamos de nuestras vestimentas, los —¡ Escóndase en el marco de una puerta! —¡ Estúpido !
compañeros se agruparon en el portal, decididos a arremeter a cuantos se les
enfrentaran. Los dependientes de la tienda quedá-ronse inmóviles, paralizados —¡ Loco !
por el susto, y al grito de ¡ viva la Revolución !, la multitud que invadía la
plaza se desgranó como una mazorca, dejando tal reguero de cascarones En un denodado impulso plantóse Aurelio en mitad de la calle intentando
apachurrados, de frutas y de confeti, que aquello parecía un patio de vecindad, desviar la atención de los fede-rales.
después de romperse la piñata.
—¡ Tiren aquí Collones !
Diez, en total, éramos aquellos chiflados que aco-metíamos la locura de
caer en la propia madriguera de. sesenta pelones, armados hasta los dientes y
Los tiros agujereaban el traje blanco de las pare-des, silbando a nuestro
provistos de una ametralladora que nos podía hilva-nar a tiros, como una
rededor con su trágica sire-nita.
máquina de coser, a los diez juntos; pero éramos diez voluntarios entusiastas,
exaltados por las ideas de la Revolución, dispuestos, a morir en la raya, y no
sesenta cuerdeados, tibios instrumentos de un gobierno de criminales, sin Don Ignacio descendía con lentitud, la cabeza des-cubierta, los ojos
con-vicción y sin bandera. inmóviles, como los de las escultu-ras, y un grito quebrado y ronco en la boca:

Sin convicción y sin bandera, pero, repuestos de la sorpresa, comenzaron a —¡ Abajo los ricos ! ¡ Vivan los pobres, los po. !
aparecer por las bocaca-lles y a disparar duro y macizo, no precisamente con
cascarones. Una bala dio sobre mi cabeza y el vidrio de un aparador saltó De pronto se detuvo, abrió los brazos y cayó de espaldas sobre las piedras de
hecho añicos; otra vino a paralizar el brazo de uno de los guitarristas, el más la calle.
distinguido en su breve carrera musical. Un certero disparo tocó el corazón a
uno de los nues-tros, deshojándolo como si fuera una rosa. Al pasar corriendo junto a él, lo vi tendido en forma de cruz, andrajoso,
ensangrentado, sucio, como el Cristo de todos los tiempos, clavado
También nuestros proyectiles abrieron en las car-nes enemigas grifos de estérilmente sobre la inmunda costra de la tierra.
sangre y de dolor. Mi rifle no se contentaba con herir, o matar: insultaba
ira-cundo y sus estampidos parecían fuertes blasfemias que rebotaban en los Ganamos las orillas del pueblo y nos volvimos a perder entre las sombras
progenitores de cada pelón. del monte.

Pero las carrilleras fueron quedando vacías.


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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Llegó jadeante mi perro y me besó una mano. El hocico del animal deja en
mi piel una humedad pastosa, coagulada, fría. ¡ Sangre ! Sangre de don MEJOR QUE PERROS
Ignacio, el ciego, como un blasón lacrado en rojo sobre una carta de
ultratumba . José Mancisidor
(De Mi caballo, mi perro y mi rifle, en Obras completas. Segunda edición. México. Editorial
Porrúa, 1963, pp. 314-319) La noche se nos había venido encima de golpe. El coronel ordenó hacer alto
y pernoctar sobre el elevado picacho de la intrincada serranía. Por valles y
colinas y en el fondo de cercano barranco, disparos aislados acosaban a los
dispersos. A mi lado, los prisioneros, arrebujados en sus tilmas, dejaban al
descubierto los ojos negros y expresivos que se extraviaban en insondables
lejanías.

Una racha de viento helado sacudió mi cuerpo y un lúgubre aullido hizo


crujir entre mis dientes la hoja del cigarro.

El coronel, mirándome con fijeza, me preguntó:

―¿Cuántos muchachos le faltan?

Llamé al oficial subalterno, le di órdenes de pasar lista y quedé nuevamente


de pie, sobre la cúspide pronunciada de la sierra, como un punto luminoso en
la impenetrable oscuridad de la noche.

El coronel volvió a llamarme. Me hizo tomar un trago de alcohol y me


ordenó:

―Mañana, a primera hora, fusile a los prisioneros…

Luego, sordo al cansancio de la jornada, me recomendó:

―Examínelos primero. Vea qué descubre sobre los planes del enemigo.

A poco rato, el coronel roncaba de cara al cielo, en el que una luna pálida
trataba de descubrirnos.

Los prisioneros seguían ahí, sin cerrar los ojos, sumidos en un hermetismo
profundo que se ahogaba en el dramático silencio de la noche.

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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Encima de nuestras cabezas pasaba el cantar del viento y tenue, muy tenue, El más joven de los prisioneros, aquél que había aceptado la botella, con
el susurrar de los montes que murmuraban algo que yo no podía comprender. mano temblorosa, ocultando los ojos tras los párpados cerrados, musitaba:

Se avivaron los rescoldos de la lumbre y los ojos de los prisioneros brillaron ―Es curiosa la vida… Como tú, yo también tuve sueños de niño. Y como
en un relámpago fugaz. Me senté junto a ellos y brindándoles hoja y tabaco, les tú ―¡qué coincidencia!― soñé con las mismas cosas de que has hablado. ¿Por
hablé, con el tono fingido de un amigo, de cosas intrascendentes. qué será así la vida?

Mi voz, a través del murmullo de los montes, era un murmullo también. Tornó a soplar una racha helada y el aullido se hizo más lastimero y más
Brotaba suave, trémula por la fatiga y parecía dotada de honda sinceridad. impresionante.

Los prisioneros me miraban sin verme. Fijaban su vista hacia donde yo El joven prisionero quedó pensativo para después continuar:
estaba para resbalarla sobre mi cabeza y hundirla allá, en las moles espesas de
la abrupta serranía. De sus ojos como aristas aceradas, surgía una luz viva y ―Me sentí como tú, peor que perro… Acosado por todas partes. Comiendo
penetrante. mendrugos y bebiendo el agua negra de los caminos.

―¿Por qué pelean? ―aventuré sin obtener respuesta. Calló y luego, quebrándose su voz en un gemido:

El silencio se hizo más grave aún, casi enojoso. ―Ahora seré algo peor ―dijo―. Seré perro muerto con las tripas al sol y a
las aguas, devorado por los coyotes.
Me enderecé de un salto, llegué hasta el coronel y apoderándome de la
botella que antes me brindara, la pasé a los prisioneros invitándolos a beber. ―¡Calla! ―ordené con voz cuyo eco parecía tiritar sobre el filo de la
Dos de ellos se negaron a hacerlo, pero el otro, temblándole el brazo, se noche. Guardé silencio y me tendí junto a los prisioneros que pensaban quizás
apresuró a aceptar. Después se limpió la boca con el dorso de la mano sucia y en la oscuridad de otra noche más larga, eterna, de la que nunca habrían de
me dirigió un gesto amargo que quiso ser una sonrisa. volver.

Volví a sentarme junto a los hombres como esfinges, y obedeciendo a un Poco a poco me fui aproximando a ellos y al oído del que había hablado
impulso inexplicable, les hablé de mí. De mi niñez, de mi juventud que se repetí:
deslizaba en la lucha armada, y de un sueño que en mis años infantiles había
sido como mi compañero inseparable. ―¿Por qué peleas tú?

A veces tenía la impresión de locura. De hablar conmigo mismo y de estar


―No te lo podría explicar… Pero es algo que sube a mi corazón y me
frente a mi propia sombra, descompuesta en múltiples sombras bajo la vaga luz
ahoga a toda hora. Un intenso deseo de vivir entre hombres cuya vida no sea
de la luna que huía entre montañas de nubes. Y olvidado de mis oyentes peor que la vida de los perros.
continuaba hablando, más para mí que para ellos, de aquello que de niño tanto
había amado.
Saqué mi mano de la cobija que me envolvía y buscando la suya la apreté
con emoción profunda. Y luego, acercando mi boca hasta rozar su oreja, le dije
De repente una voz melodiosa vibró a mi lado y calle sorprendido de velando la voz:
escuchar otra voz que no fuera la mía.
―¿Quieres que busquemos nuestro sueño juntos?
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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Los otros prisioneros adivinaron nuestro diálogo. Nos miraron con


interrogaciones en la mirada, y enterados de nuestros planes, se apresuraron a UNO A MEDIA CALLE
seguirnos.
Gregorio López y Fuentes
Nos arrastramos trabajosamente. Cerca, el centinela parecía cristalizado por
el frío de la hora, sobre la verde montaña. Burlamos su vigilancia y nos No es el tambor más o menos conocido en todas las columnas. Es un ruido
hundimos en el misterio de la noche. La luna se había ocultado ya y mi nuevo seco, un golpe al parecer dado en un tronco sembrado de oquedades. Es el
compañero y yo, dando traspiés, corríamos por montes y valles en busca de un tambor que sirve de guía a las corporaciones yaquis. Las tropas del Noroeste,
mundo en que los hombres, como en nuestro sueño de niños, vivieron una vida que ocupan la ciudad después de la rendición del Ejercito Federal.
mejor que la vida de los perros…
En las fisonomías de los indios yaquis no hay asombro, no hay alegría, no
(De La primera piedra. México. Editorial Stylo, 1950, pp. 73-79)
hay tristeza, no hay nada. Parece que no han vencido. Dan la idea de estar
habituados a la ciudad, que a otros llamaría la atención con sus edificios y sus
monumentos. Van desfilando con una indiferencia de piedra tallada, todos
serenos, todos inmutables, con ese entrecejo de austeridad que tanto los
identifica.

Sigue muy adelante el tambor. Ellos marchan en su seguimiento. Se detiene


por algunos instantes la columna y ellos se plantan en un lugar, ajenos a cuanto
les rodea, como si llevaran familiarmente la visión de todas las andanzas de la
raza: los que han sido enviados a las selvas chicleras de Quintana Roo. Los que
fueron a la campaña del Maya. Y cuantos han incursionado siempre en guerra
por todo el país.

Permanecen a pie firme. Al llegarles su turno, siguen caminando. La mirada


es de odio o de indiferencia. Embrazan el arma como algo muy querido,
apretada fuertemente en las manos y contra el costado. La ciudad los mira con
la admiración que siempre tiene para los vencedores. Las leyendas que los han
precedido los hacen más valientes, más estoicos, más soldados. Ya en los
cuarteles celebran a su manera los acontecimientos o acaso alguna fecha
memorable: al sonar del tambor ejecutan la ―Danza del venado‖. Tres, cinco,
diez, veinte horas. El tiempo es lo de menos. Danza de movimientos nerviosos,
los nervios propios de la cacería. Uno de los danzantes simula la presa
perseguida en los montes del Bacatete, mientras que el otro danzante
representa al cazador.

Cuando es necesario evacuar la ciudad, desfilan al son de su tambor. Van


tan indiferentes como a la entrada. Saben que no huyen, sino que salen para
regresar quién sabe cuándo. Si no regresan, saben que algún día deben

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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

encontrarse todos en el sitio designado por sus religiones a los que mueren en es el campo del combate. Algunos han quedado recargados en el mostrador,
la guerra. otros en la acera y hay uno a media calle.

Es un sonido seco, sin repercusiones … (De Tierra. México. Editorial México, 1933, pp. 119-121)

De las serranías del Ajusco bajan los zapatistas. Otros han llegado por las
calzadas que proceden de los pueblos indígenas. Cordones interminables en los
que predominan los enormes sombreros chilapeños, la blusa y los anchos
calzones. Llegan con una fama de horror.

Por el lado opuesto de la ciudad, llegan las fuerzas de la División del Norte,
una muestra de lo que es el villismo. Las dos marejadas se juntan, se mezclan.
Son las dos fuerzas aliadas. La provincia se ha concentrado en la ciudad y en la
ciudad, tímida, se entrega hecha un cuartel.

Parece que veinte regiones han enviado sus representantes en colorido, en


costumbres, en lenguaje, en todo. Los del Norte parecen más soldados. Los del
Sur, resultan como más guerrilleros. A todos ellos les han quedado fuertes
reservas de brío y se desahogan en la cantina y en el lupanar.

-¿Quién es la encargada?

-¿Quién ha de ser, lindo? Pues yo.

-Bueno. Cierre la puerta y el catarro corre por nuestra cuenta.

-Niñas, aquí están los señores.

-Pasen, muchachos.

El hombre entrega un fajo de billetes. También en la cantina hay animación.


Surgen las discusiones por los hechos de armas.

-¿Qué han hecho ustedes? ¡Correr y robar!

-¡Si será usted atascado! La gente del Sur…

Y antes que las palabras suenan los tiros, tal es la ligereza de los ―mete
mano‖. Unos cuantos zapatistas y otros tantos villistas muertos. Toda la cuadra
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CUENTOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

4 SOLDADOS SIN 30-30


Nellie Campobello
Y pasaba todos los días, flaco, mal vestido, era un soldado. Se hizo mi
amigo porque un día nuestras sonrisas fueron iguales. Le enseñé mis muñecas,
él sonreía, había hambre en su risa, yo pensé que si le regalaba unas gorditas
de harina, haría muy bien. Al otro día, cuando él pasaba al cerro, le ofrecí las
gordas, su cuerpo flaco sonrió y sus labios pálidos se elasticaron con un ―yo
me llamo Rafael, soy trompeta del cerro de La Iguana‖. Apretó la servilleta
contra su estómago helado y se fue, parecía por detrás un espanta-pájaros; me
dio risa y pensé que llevaba los pantalones de un muerto.

Hubo un combate de tres días en Parral, se combatía mucho.

—Traen muertos —dijeron— el único que hubo en el cerro de La Iguana.


En una camilla de ramas de álamo, pasó frente a mi casa, lo llevaban cuatro
soldados. Me quedé sin voz con los ojos abiertos, abiertos, sufrí tanto, se lo
llevaban, tenía unos balazos, vi su pantalón, hoy sí era el de un muerto.

(De Cartucho. México, Ediciones Integrales, 1931, 23 ed., EDIAPSA, 1940, pp. 33-34.)

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