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EL PELMAZO DEL GABÁN AZUL

Lo recuerdo con exactitud. Aquel individuo me miraba con una insistencia fiera, de oso po-
lar. Se detuvo ante mí con impertinencia y sin mediar palabra se dejó caer en el banco. Tuve
que hacerle sitio a la fuerza.
El día se había pintado de un gris caprichoso, de esos que no acaban de definirse. Miré ha-
cia el cielo y quise que aquellas nubes voluptuosas me engulleran de un solo bocado. Un frío
siniestro y conocido me tenía preso y, de pronto, me sentí solo en un mundo insignificante
habitado únicamente por el hombre del gabán azul y yo. No lo he mencionado, pero aquel
desconocido de pupilas ávidas iba envuelto en un gabán azul descolorido y hacía chocar a
cada instante sus botines puntiagudos, de un blanco sucio, como de gato callejero, convo-
cando al gentío que iba y venía con la tranquilidad que otorga la ignorancia. Yo sabía que
aquel extraño soberbio había venido a llevarme con él. Por eso me quedé quieto, clavado a la
incertidumbre.
Repasé las últimas páginas del periódico y eché un vistazo a las esquelas. Siempre me he
recreado con la muerte de los otros. Suelo leer sus nombres despacio, para adentro, masti-
cando su adiós con una satisfacción perversa, imaginando las caras de todos aquellos a los
que habría dejado atrás, el llanto inconsolable de la madre, el estupor del hermano, el dolor
antipático de una mujer que ya no está para recordarlo; y clavo en sus cruces fúnebres unos
ojos exentos de piedad en los que nace de inmediato una sonrisa ancha que me atraviesa de
arriba a abajo. En esas estaba cuando un hecho extraordinario acaparó toda mi atención. En
la columna de la derecha, justo debajo de la esquela que anunciaba elegantemente la desapa-
rición de Doña Merceditas, de ciento tres años de edad («Dios la acoja en su seno y no nos la
traiga de vuelta: sus padres que se han ido aburridos de esta vida, Don Leocadio y doña Mari-
bel Vistahermosa, sus primas Mariuchi y Teresín, y demás familiares pelmazos... que no te ol-
vidan»). Mi dedo descendió incrédulo hacia un recuadro de proporciones gigantescas, dañi-
nas. En su interior flotaba mi nombre: «Aquilino Morales, fallecido hoy, a las cinco de la tarde,
de un paro cardiaco. Descanse en paz».
Cuando alcé los ojos, el hombre del gabán azul ya no estaba. Sobre mis pies en guerra des-
cansaban sus botines de gato.
Un niño me cubrió el rostro con el periódico. A ciegas pude leer su nombre en una esquela
diminuta, justo a la derecha de la de Doña Merceditas, Dios la tenga en su gloria.

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