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Escribir alicaído, en la estela de los

bostezos
Por Diego Rosas Wellmann
(Cementerio de Temuco)

Me pesan aquellos días donde la escritura pareciese estar congelada y su rastro extraviado.
Escribir es un oficio difícil. Se pierde más de lo que se gana, responde un poeta. No
sorprende que, en el sur de Chile, el retraimiento tome cautivo al escritor. Sumemos las
presiones y deberes de ser un ciudadano común antes que un artista, estado que prevalece
con la agónica meditación de que la obra no disponga de alcance, burlando las leyes del
intercambio y terminando por servir a la nada. Y es la nada, paradójicamente, la que
robustece su ontología cuando rechaza o repele lo que no le place, porque no toda
producción, no toda acumulación, no toda novedad que implique letras o que se posicione
en un estante, gozará de valor o tendrá la oportunidad de inscribirse en la historia local.
He leído que escribir desde el sur es un acto de resistencia, mas mi convencimiento de ello
se torna nebuloso. ¿Resistir contra el olvido o la intrascendencia? ¿Estar situados en
pantanos periféricos nos garantiza contrarrestar la hegemonía del capital? Para quien
escribe, hoy la posibilidad de convertirse en anécdota o parodia puede ser lo ordinal, más
cuando constatamos nuestro desapego a las antiguas formas y abrazamos un discurso
viciado de autosuficiencia y aleccionamiento.
Comprendo generaciones de escritores que han deambulado por estas tierras, tomando un
pulso propio de lo que implica habitar el Wallmapu. Sin embargo, sospecho que los
tiempos de Los moradores de la lluvia peligran y estamos más propensos a hallar
escombros que cerezos, a hablar más de un yo que un nosotros. No guardamos un registro
decente sobre el legado y el reconocimiento de nuestros antecesores. Sus letras corren el
riesgo de volverse fantasmas y sus libros, de ser adornados por el polvo, tal cual como
sucede con las lápidas.
Estamos fragmentados, respondo cuando me preguntan por cómo es la escena literaria en
Temuco, consciente de la ceguera y la mala respiración —producto del hollín atmosférico
— que puede acarrear esa opinión. En lo que a mí me concierne, noto los senderos de la
producción literaria bifurcados, con una diversidad que no necesariamente nutre ni florece
estéticas, sino que, por el contrario, tiene más posibilidades de comulgar con las cenizas, a
desarrollar la compulsión de recordarse con nostalgia y permanecer en el reflejo.
Sospecho de la literatura y su significancia, más en tiempos donde los comentarios se
centran en la autoría y más cuando las estadísticas escriben La nueva novela, recrudeciendo
verdades sobre un estado del arte que subraya nuestra mínima importancia. Por lo mismo,
no puedo atribuirle a la literatura que resuelva o se encargue de los grandes temas, pero a
veces impresiona el distanciamiento e indiferencia a nuestro alrededor. Y por grandes
temas no he de referirme necesariamente a mitos ni épicas, como tampoco he de negar al
diablo habitando en los detalles, para quienes creen y defienden la necesidad de poetizar un
microplástico. Basta con devolver la mirada a este paisaje que se cimenta sobre un enorme
cementerio, en una ciudad que fue un fuerte y en cuya herencia reside un sistema panóptico
que vela por su propia autorreproducción y autoconservación. En la superficie, notaremos
la coexistencia y la combinación de fenómenos arraigados a nuestra historia nacional,
entrelazados con contradicciones del presente; pobreza, desempleo, conservadurismo,
obsolescencia, inmigración, negación y represión al indígena, desplazamiento de la
ruralidad, desastres ecológicos y la cultura como mecanismo de relaciones públicas.
Hacia dónde miraremos narradores, poetas, ensayistas, me pregunto. Los últimos,
probablemente, secuestrados por la entelequia académica de turno, buscarán como de
costumbre complicar el análisis de la realidad en un lenguaje rebuscado, mientras que a los
primeros les hallaremos robando en librerías u ofreciendo consejos sobre hábitos de
escritura, acompañados de un espeso hálito a alcohol. Pero también tenemos que incluir a
quienes yacen escondidos o perdidos, en una combinación de conformidad y cobardía,
desde su propio Temuco en miniatura, un refugio del que no saldrán y del que poco tienen
que decir.
Estamos fragmentados, insistiré, somos una fauna de la que cualquier imitador de Roberto
Bolaño quisiese escribir, pero cuyas intenciones no obedecen más que a la vanidad y a
deformidades en el espíritu. Porque también puede ser un despropósito tildarnos de
protagonistas y envolvernos en peripecias que quizás nunca valdrán la pena de ser contadas.
Nuestro panorama exhibe diferentes tránsitos, con lecturas y puestas en escena que
fusionan intereses discursivos y performáticos, capaces de defender que su cuerpo y su
identidad es más importante que su obra, con opiniones solubles sobre el arte, cultura y
política que morirán tan temprano cierre la taberna o haya que limpiar la mesa gastada por
los codos. También se vislumbra un nepotismo infantil, rebosante de bondad y experto en
alabanzas, elogios y favores que comprometen una entrevista, una presentación, una reseña
o una publicación en una editorial. Cobra también fama la búsqueda de redención a través
de la funa, palabra propia del mapuzungun que triunfa, produce ruido y que incluso se le
intenta musicalizar, pero que, como fin último busca —más tarde que mal— castigar a
quienes desde tiempos inmemoriales se les celebró su desenfreno, irresponsabilidad y el
aura oscura de poeta maldito, perdonada en consenso por una liviana bohemia, capaz de
rescatar las iluminaciones de los aficionados a interpretar a Rimbaud, Bukowski o Pizarnik.
Por su parte, sobran las mentes doctas que continúan el espejismo hiper-intelectual que
poco tiene que dialogar con un afuera y con la literatura libre de estandartes institucionales.
Ni idea tienen sobre los libros que se han escrito o las voces que emergen, porque disienten
de sus líneas de trabajo. Para colmo, también suscriben a la condecoración de sus
producciones, sin haberse ganado un lugar para ello.
Un amigo poeta me dijo presentir que la necesidad de expresar, de expulsar, de exhalar está
muy vigente, pero en mi opinión se requiere conducción y, por ende, referencias, bases y
posturas. Aunque todo oficio artístico en la posmodernidad exhibe su tendencia a la
degradación, en menor medida surgen iniciativas y contrapropuestas que, ya sea por
humildad o ingenuidad, desconocen sus alcances y contribuciones. Esto agrupa a escritores
que al extrañar una industria que les promueva, concentran sus esfuerzos en crear y
resucitar medios de difusión, siendo las revistas digitales el formato predilecto. Lo mismo
ocurre con un poeta que, con premura, tesón y reinversión de sus ingresos levanta su propio
taller, funda una editorial y de brazos abiertos gusta en recibir toda clase de manuscritos,
independientes de su calidad. También retornan los escritores que huyeron, que buscaron
entendimiento sobre sí mismos, forjando su Odisea personal apoyados en becas o
motivados por el etnoturismo. Regresan a Temuco, alimentados de conocimientos —al más
puro estiloOppenheimer— pero con un dudoso, pero potencial sentido del deber —porque
los exitosos dudamos en volver, pensaría Iñárritu—. Habrá también escritores que bajarán
sus conversaciones a los libros, a la edición, a las influencias, a la vida detrás del oficio y
que se mantendrán sobrios de mesianismos, victimismos, complacencias, incestos, estupros
y consumo de estupefacientes que poco tienen que ver con sus motores creativos.
El fragmento, por muy poético se lea o se imagine, simboliza la tendencia a
descomponerse, hasta el punto de desvanecerse, tal como las cenizas que se nos atascan en
los cañones, que se concentran en cada invierno y que aceleran las enfermedades
respiratorias y la tasa de mortalidad. No basta con convivir y conversar entre nosotros, peor
aún si ignoramos nuestras constricciones, fronteras geográficas y el rol del escritor, cuya
misión se dirimió mucho antes de que ocultáramos la cara en el primer libro.
Y escribir alicaído es la perpetua condición de quienes cada día más propensos estamos a
apagarnos, ya sea por extraviar el pathos o por alejarnos de la luz para parasitar en el
encierro, el aislamiento; los oscuros escenarios donde cómodamente nos alumbramos y
tenemos la última palabra, aunque esta esté quebrada. Escribir alicaído, porque el oficio
suele ser solitario y frustrante, acoplado de desánimo, en un mar de humos y una estela de
bostezos que dejan tras de ti. La invitación es a preguntarnos para qué escribir y de pasada,
poder discutirnos, acusarnos y zarandearnos. Dejar el juicio sobre lo que hacemos para
quienes nunca lo esperaremos.

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