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Erase una vez en México

Caminaba sin rumbo por las calles oscuras, absorto en su pensamiento. Era un chico
rico criado en otro país, se llamaba Jorge. Durante las vacaciones de verano, su padre lo
mandó a México para que su tío Ricardo le mostrará cómo era su barrio en Ciudad de
México.

Su primera parada, un antro de mala muerte, un giro negro de la Cuauhtémoc. Estaba


lleno de hombres viejos y apestaba a cerveza; mujeres jóvenes bailaban sobre tarimas,
eran el centro de atención de los clientes.

Jorge no decía nada, solo observaba estoico el entorno. Veía los tatuajes en la piel de la
bailarina enfrente de él, una chica casi desnuda que se movía lentamente al ritmo de la
música.

Sin quererlo fue hipnotizado por el tatuaje en forma de estrella en el pecho de la chica y
cautivado por la diamantina en su rostro.

Luego de tomar unas cervezas Carta Blanca, que su tío Ricardo compró, y que el baile
de la chica terminara, tomaron rumbo a su próximo destino.

Al lugar que llegaron no era un establecimiento, se trataba de una casa carcomida de la


colonia Centro; Ricardo no le dio más detalles a Jorge.

Entraron y se sentaron en un sillón de lo que parecía haber sido una estancia. Había dos
hombres enfrente de ellos, peleándose a golpes, sangrando, intentaban matarse el uno al
otro, eran el espectáculo de la noche.

Ricardo pidió más bebida, la cual fue llevada por una chica, tenía poca ropa, el tatuaje
de una estrella y diamantina en el rostro, era la bailarina. Se sentó junto a Jorge, sin
decir palabra, sin mirarse, tomó el brazo del chico y lo abrazo.

La pelea terminó cuando uno de los hombres reventó los ojos de su rival, quien murió al
instante.

Jorge y su tío, acompañados por la bailarina, subieron al segundo piso de la casa.


Entraron a una suerte de habitaciones improvisadas con cortinas; Ricardo, antes de irse
con dos mujeres, le susurró a Jorge “es mi regalo por tu visita, así que disfrútala, porque
es tuya”.
La bailarina y Jorge entraron a una de las habitaciones, se sentaron en el borde de la
cama. Ella se acercó lentamente a Jorge, mientras acariciaba sus manos, sus piernas, su
rostro; sin embargo, la chica seguía viendo el infinito.

Tal vez era el perfume embriagante de la bailarina o el fuerte efecto de la cerveza que
había estado tomando toda la noche, pero Jorge no podía detenerla, estaba a su merced.
Aceptó la calidez de los labios de ella, empezó a disfrutar su tacto, su calor. El joven
tenía los ojos cerrados, estaba perdido en el beso de la bailarina.

Fue sacado abruptamente del trance por un intenso dolor agudo en su estómago; la
bailarina lo había apuñalado profundamente con un cuchillo que llevaba escondido.
Jorge intento pelear, pero no encontró la fuerza para alejarla.

La bailarina empezó a meter y sacar el cuchillo del cuerpo de Jorge; tal vez le dio 20 o
30 puñaladas en el torso, el piso de la habitación terminó cubierto por litros de sangre.

Cuando Ricardo y las otras personas que estaban en la casa entraron a la habitación, se
encontraron con una escena dantesca: Jorge estaba tirando en la cama, con los ojos
abiertos y completamente cubierto de sangre; a su lado estaba una chica, pálida,
asustada y temblando de miedo con la mirada perdida en el infinito.

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