0 calificaciones0% encontró este documento útil (0 votos)
216 vistas484 páginas
Este documento es el índice y la sinopsis de una novela de 60 capítulos y dos epílogos. La sinopsis presenta al protagonista Jasha, un miembro gay de la mafia rusa que se enamora de Robert, un empresario poderoso. Jasha debe ocultar su orientación sexual para proteger a su familia, pero Robert podría ponerlos en peligro al descubrir sus secretos.
Este documento es el índice y la sinopsis de una novela de 60 capítulos y dos epílogos. La sinopsis presenta al protagonista Jasha, un miembro gay de la mafia rusa que se enamora de Robert, un empresario poderoso. Jasha debe ocultar su orientación sexual para proteger a su familia, pero Robert podría ponerlos en peligro al descubrir sus secretos.
Este documento es el índice y la sinopsis de una novela de 60 capítulos y dos epílogos. La sinopsis presenta al protagonista Jasha, un miembro gay de la mafia rusa que se enamora de Robert, un empresario poderoso. Jasha debe ocultar su orientación sexual para proteger a su familia, pero Robert podría ponerlos en peligro al descubrir sus secretos.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com). Corrección: Nina Minina. Diseño y maquetación: www.miportadadelibro.com Imágenes de portada e interior: Nightcafe y Adobe Stock www.noaxireau.com ÍNDICE Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Capítulo 39 Capítulo 40 Capítulo 41 Capítulo 42 Capítulo 43 Capítulo 44 Capítulo 45 Capítulo 46 Capítulo 47 Capítulo 48 Capítulo 49 Capítulo 50 Capítulo 51 Capítulo 52 Capítulo 53 Capítulo 54 Capítulo 55 Capítulo 56 Capítulo 57 Capítulo 58 Capítulo 59 Capítulo 60 Epílogo 1 Epílogo 2 SINOPSIS Jasha Los hay que heredan una casa, un coche o hasta una fortuna. Mi padre me legó un puesto en la Bratva, la responsabilidad de cuidar de mi madre y mis hermanas, y deudas que prefiero no averiguar de qué son. También me dio un buen consejo antes de morir, el único bueno que recibí durante mi desgraciada convivencia con él: «Jamás dejes que los hermanos descubran que no eres más que un marica sin huevos. No querrás averiguar lo que harán contigo antes de matarte». Estoy convencido de que a mi padre le habría gustado matarme él mismo si hubiese podido hacerlo. Tal vez hubiera sido mejor. Al menos así, cuando mi ex, Karl, me traicionó vendiéndome al mejor postor, mi familia no habría estado en peligro. Ahora, los mismos hermanos de la Bratva que prometieron estar a mi lado tras la muerte de mi padre están a punto de descubrir mis mentiras. Claro que todavía existe una última solución a mi problema: aceptar la propuesta de Robert Steele, el poderoso y exitoso empresario que siempre consigue lo que desea, y que ha decidido que me quiere a mí, por un mes, sin tabúes ni límites, y bajo sus propias condiciones. Un mes no parece ser mucho a cambio de mi vida y la de mi familia, o no lo sería si Robert no guardara sus propios secretos. Lo que parecía ser mi salvación ahora amenaza con convertirse en una espiral de pasión, traiciones y poder. Advertencia: Esta es la historia de Jasha, un personaje secundario de la serie Mafias de Cristal. La novela es autoconclusiva y no es necesario leer los demás libros de la serie. Ten en cuenta que se trata de un Dark Romance LGBTI+ y contiene todos los ingredientes que suelen caracterizar a este tipo de género literario. 1
Las cadencias profundas y seductoras, cargadas de emociones,
de You got a way with me retumbaban en mis oídos mientras me perdía entre el bullicio del club de estriptis. Era como si cada nota musical fuera un susurro personalizado que me guiaba a través del caos que me rodeaba, mostrándome mi camino. Sonreí al descubrir a Linda sobre el escenario central, contoneándose alrededor de la barra metálica con ese aire felino tan suyo, mezcla de la feroz confianza de una tigresa y el encanto ingenuo de una gatita de grandes ojos. Volvía locos a los clientes, quienes quedaban fascinados por su arte, atrapados por su aura y enamorados de la mujer que creaba su ardiente imaginación. Aun cuando el club tenía a las bailarinas más atractivas y talentosas de la ciudad, Linda brillaba con luz propia. No lo pensaba porque fuese mi amiga y mi cómplice, sino porque Linda poseía una esencia que traspasaba el escenario, y cualquiera que tuviera un par de ojos no podía más que apreciarlo y coincidir conmigo. Escogí un taburete en la barra y pedí un refresco mientras ella concluía su actuación. La envidia se arrastraba por mi piel, suave y sutil como un susurro. Envidiaba su audacia al dominar el escenario, su habilidad para cautivar a los hombres hasta dejarlos sin aliento y dominados por los deseos más prohibidos e inconfesables. Pero, sobre todo, estaba celoso de su libertad. La libertad de poder hacer con su cuerpo lo que quisiera, sin temor de que alguien le pegase un tiro en la sien o de recibir una paliza por no ser lo que los demás creen que eres. Ahí estaba ella, tan libre y segura, mientras yo, a su sombra, anhelaba ser yo mismo sin sentir miedo a las consecuencias. Me llevé el vaso a la frente, permitiendo que la fría condensación me humedeciera la piel y proporcionara un alivio temporal a la persistente punzada que había estado martilleando mi cabeza desde la tarde, mientras dejaba vagar la vista por el club, paseándola entre la multitud con la esperanza de distraerme. Mi corazón se saltó un latido ante la intensa mirada del hombre que se encontraba sentado con una pose relajada en una de las mesas más apartadas al fondo del local. No era su altura, más que considerable incluso sentado, ni la perfección con la que rellenaba el elegante traje hecho a medida, lo que me robó el aliento. Fueron sus ojos, esos profundos y enigmáticos pozos verdes, centrados en mí con una intensidad que me hacía estremecer. Era casi como si me atrapasen y me impidiesen apartar la mirada a menos que él me concediera permiso para hacerlo primero. Tragué saliva y, a pesar de las sombras que jugaban en su rostro, una sonrisa se insinuó en la comisura de sus labios. —Mmm… —ronroneó Linda, deslizándose en el taburete junto a mí. Su mano acarició mi muslo con un gesto tan íntimo que atrajo miradas celosas a nuestro alrededor. Se inclinó hacia mí y depositó un suave e incitante beso en mi mejilla por el que más de uno en el club habría estado dispuesto a pagar o asesinarme—. ¿Tenemos candidato para la noche? —preguntó, robándome mi vaso y tomando un sediento trago. —No creo —respondí a sabiendas de a qué se refería. —Mmm, ¿seguro? —Su mohín coqueto y el modo en que se mordió el labio inferior habrían sido suficientes para hacerme caer rendido a sus pies de ser hetero—. No me importaría si eligieras a ese tipo que no para de mirarte. Es guapo. Sí, sí que lo era. Los ojos verdes continuaban clavados en mí, provocándome esa sensación de débil aleteo en el estómago que iba a terminar convirtiéndome en una gelatina si no conseguía romper el hechizo que ejercía sobre mí. —Supongo —admití, girándome hacia la barra para ocultar el calor que se extendía por mis mejillas y orejas. —Ajá. Solo supones —se burló Linda con la diversión bailando en sus ojos—. Y, por cierto, ese tipo sigue mirando hacia aquí, y no soy yo quien llama su atención. Solo por si te interesa. —No lo conozco —protesté sintiendo otro repique de ese extraño cosquilleo en mi interior mientras me obligaba a no volverme para comprobarlo. —Deja de ser tan asquerosamente tímido. —Linda me propinó un codazo juguetón—. Deberías acercarte y hablar con él. —Sabes que no puedo —le recordé con un murmullo resignado sintiendo un peso ya conocido alojándose en mi pecho. Era muy probable que, incluso si hubiera sido libre de intentar acercarme a él, no lo haría por el simple motivo de que, tal y como bien había dicho Linda, era ridículamente tímido. No obstante, el riesgo de que mi homosexualidad quedase expuesta como miembro de la Bratva de los Volkov era una carga que jamás dejaría de asfixiarme. —¿Sabes qué? —Linda saltó del taburete—. Si no lo haces por ti, lo haré por mí. Me gusta ese tipo y tiene pinta de saber qué hacer con ese cuerpo serrano. No pienso irme sin averiguar si tengo razón o no. Antes de que pudiera detenerla o protestar, se alejó hacia la mesa del fondo y, por algún motivo, se me hizo un nudo en el estómago ante la idea de que ella pudiese seducirlo, dejándome de lado, de que él la prefiriese solo a ella y no estuviera interesado en un trío que me incluyera o… No, ni siquiera me atraía la idea del trío. Lo quería para mí solo, quería ser el único sobre el que posara su penetrante mirada y el único al que explorasen sus manos hasta adueñarse de mi cuerpo y hacerme doblegar a sus deseos más oscuros. —¡Otra! —Le mostré el vaso al camarero y les di la espalda a Linda y al desconocido misterioso, incapaz de presenciar cómo ella trabajaba su magia en él. La copa apenas había tocado la barra cuando una mano femenina me la robó de delante de las narices. —Vamos. —Linda me agarró con firmeza y me arrastró tras ella sin explicaciones, mientras mi corazón comenzaba a bombear con más y más fuerza a medida que nos acercábamos a los ojos verdes que me observaban con la paciente peligrosidad de un depredador que está estudiando a su presa antes de decidir si jugar con ella o lanzarse a por ella sin contemplaciones. Alguna parte primitiva de mi cerebro parecía no comprender el peligro, o tal vez el hombre tenía algún tipo de magia hipnótica, porque, cuando más me acercaba a su círculo de influencia, más débiles se sentían mis rodillas y más aumentaba la presión a la altura de mi entrepierna. Solo podía rezar para que nadie se diese cuenta y, en especial, que no lo hiciera él. —Robert. —Linda le ofreció una sonrisa coqueta cuando llegamos a la mesa del sexi desconocido, quien permaneció impasible en su asiento, copa en mano, observándonos—. Permíteme presentarte a mi amigo Jasha —dijo, dándome un suave empujón que casi me hizo tropezar. —Hola, encantado de conocerte —murmuré, extendiendo mi mano temblorosa, consciente de que en cuanto la cogiera se daría cuenta del sudor húmedo de mis palmas. Los ojos verdes se enfocaron en mi mano extendida, examinándola con una cautela que me hizo sentir más vulnerable de lo que ya estaba. Cuando pasaron unos segundos sin que se moviera ni hiciera nada por cogerla, mis orejas se llenaron de un bochornoso calor. ¿Se había dado cuenta de que era gay? ¿Tan evidente resultaba que estaba interesado en él? Estuve a punto de bajar la mano cuando la suya envolvió la mía en un apretón firme y cálido, manteniéndola atrapada mientras me atravesaba un extraño cosquilleo que pareció viajar a través de mí, extendiéndose desde la punta del dedo gordo del pie hasta las raíces de mis cabellos. —El placer es todo mío —respondió con una voz de tenor profunda y aterciopelada, tan contenida y controlada como parecía serlo todo en él. Una voz que prometía noches de pasión inolvidables y una muerte lenta y segura, todo envuelto en una seducción tan indolente como letal. Podía verme entregándome a él, permitiéndole poseerme, mientras sus manos se cerraban alrededor de mi garganta exprimiéndome la vida, con tal de que no dejase de mirarme así y de que me prometiera que iba a hacerme suyo para el resto de mi existencia. La ceja masculina se elevó ligeramente. —¿Me devuelves la mano? —preguntó con un atisbo de diversión en su tono, aunque su rostro permaneció tan serio que fue imposible de leer. Solté su mano como si me quemara al darme cuenta de que seguía aferrándome a ella y de que no había dejado de mirarlo ni un instante. ¡Mierda! Linda carraspeó con suavidad mientras mi rostro se inundaba con el calor de la vergüenza. —Eh… Bien… Jasha, ¿por qué no nos sentamos y le hacemos compañía a Robert? Está solo y no espera a nadie. Se me formó un nudo en la garganta y mis pies se giraron como si quisiesen ayudarme a huir lo más lejos posible de aquel lugar y del hombre que parecía convertirme en una marioneta sin cuerdas. —No creo que… —dije con la garganta reseca. —Siéntate. —Apenas fue una palabra, una invitación, pero mi cuerpo lo entendió como una orden y, antes de que supiera lo que estaba haciendo, me encontré tomando asiento en el sillón que me había indicado con un leve adelantamiento de su barbilla. —Jasha y yo somos uña y carne, inseparables —comentó Linda, sentándose a mi lado. Su brazo rodeó mis hombros y me apretó contra ella. Me moví incómodo bajo su agarre y estuve tentado de apartarla al ser consciente de los penetrantes ojos que nos observaban con detenimiento. —Inseparables… —Robert se llevó la copa a los labios sin dejar de estudiarnos—. Interesante. Linda le regaló una sonrisa llena de promesas, a la que él no reaccionó. —Entonces… —Linda le dio un sorbo a la bebida que me había robado—. ¿Qué te trae por aquí, Robert? Podría haberla estrangulado cuando dejó el vaso vacío sobre la mesa, dejándome sin nada con lo que aliviar la sensación pastosa en mi lengua. Como si me leyera la mente, Robert le hizo un gesto a la camarera para que nos trajera copas nuevas. —Negocios —respondió, dando una calada a su cigarrillo y exhalando el humo despacio. —¿Qué tipo de negocios? —insistió Linda. Conociéndola, acababa de interpretar la reticencia del hombre como un desafío. Juro que uno de los mayores errores de Dimitri Volkov y de Sokolov era no aprovechar el potencial de aquella mujer como espía. Mata Hari se habría quedado en pañales ante su persistencia. —Varios —contestó Robert sin dejarse enredar por ella, algo que me arrancó una media sonrisa. Él se percató, a deducir por la forma en la que su ceja volvió a elevarse unos milímetros. Mi corazón se aceleró. ¿Estaba insinuando que estaba aquí por negocios con la Bratva? ¡Diablos! Era lo último que me faltaba. Si Robert descubría mi secreto, las posibilidades de que mi orientación saliera a la luz eran demasiado arriesgadas. —¡Vaya! Eso suena intrigante, en especial si los negocios los haces en un lugar como este. ¡Ay! —Linda me lanzó una mirada acusatoria cuando le pisé el pie y lo apartó con un pequeño mohín—. Aunque parezca raro, es un sitio que mucha gente usa como lugar de encuentro para cerrar un negocio —se defendió. —Linda, creo que ya es hora de que nos marchemos —le indiqué, ofreciéndole a Robert una débil sonrisa de disculpa mientras pellizcaba a Linda con disimulo. —Buena idea, en especial si te unieras a nosotros, Robert —ofreció Linda con un ronroneo seductor, malinterpretándome a propósito. —Linda, no creo que Robert esté interesado en eso — gruñí, alarmado. —¿Interesado en qué exactamente? La sangre se congeló en mis venas cuando Robert ladeó la cabeza sin dejar de estudiarnos. —Un trío —soltó Linda, adelantándose a mí y cerrándome la posibilidad de huir sin dejar mi dignidad hecha trizas. —Linda —siseé sin poder retenerme, pero ella se limitó a ignorarme. —¿Qué opinas, Robert? —insistió Linda, colocándose las manos con ademán seductor en las caderas y disfrutando claramente de mi apuro—. ¿No te tienta unirte a nosotros en una de las habitaciones de arriba para pasar un buen rato? —Uh… Yo —balbuceé, incapaz de articular una respuesta coherente, mientras Robert apagaba con parsimonia su cigarro en el cenicero. —¿Y tú, Linda? ¿Qué harás mientras yo me lo follo a él? Casi me atraganté con mi propia saliva cuando sus ojos se encontraron con los míos, su mirada intensa y segura, sin el más mínimo parpadeo de duda. No necesité mirar a Linda para saber que se le estaba formando una sonrisa de gata que se comió toda la nata. —Yo miro, por supuesto. 2
El tenso silencio en el ascensor se amplificó cuando la puerta
de la habitación privada se cerró tras de mí y Linda sustituyó la iluminación blanca del techo por la tenue iluminación rojiza de la lámpara de mesa, sumergiendo la habitación en un matiz sensual. Cuando conectó el bluetooth de su móvil con el sistema de sonido y la voz dominante y ronca de Michelle Morrone, entonando Do it like that, llenó la pequeña estancia, tuve que secarme el sudor de la frente. El aire pareció volverse más espeso bajo la atenta mirada de Robert, al acomodarse en el único sillón que había en la habitación, con las piernas abiertas. Cuando, además, apoyó las manos en los reposabrazos, cualquiera lo habría confundido con un rey ocupando su trono. Linda y yo intercambiamos una mirada nerviosa. Lo habitual era que nuestro invitado de turno ya estuviera a esas alturas morreándose con ella o conmigo, pero Robert no aparentaba tener prisa por iniciar nada. Lo que nos dejaba a Linda y a mí, que no nos atraíamos nada a un nivel físico, la dura tarea de dar el primer paso. —Bien y… —Linda se humedeció los labios—. ¿Y cómo quieres que lo hagamos? Robert ladeó la cabeza como si la pregunta despertara su interés, pero su expresión permaneció indescifrable. —¿Soléis tocaros? —preguntó con calma. Linda me lanzó una mirada inquieta y a mí se me formó un nudo en el estómago, presintiendo lo que iba a venir. —Verás, Jasha y yo… Por mi mente pasaron mil escenarios. Robert perteneciendo a la Bratva o siendo uno de sus asociados. Robert haciéndome chantaje para no revelar mi sexualidad… —¿Tal vez…? —murmuré, dándome un puntapié mental por mi torpeza. —Linda, arrodíllate aquí al lado del sillón —instruyó él con una tersa calma, antes de volver a posar su intensa mirada en mí. Esperó un momento, como si intuyera que estaba planteándome encontrar una excusa para largarme. El problema era que tenía las mismas ganas de escapar como de averiguar qué era lo que se escondía tras aquellos impenetrables ojos verdes. Al ver a Linda arrodillándose obediente junto a él como un cachorrillo bien adiestrado, me detuve. Los enormes ojos femeninos destellaban de excitación y la dilatación de sus pupilas revelaba su deleite ante el curso que tomaba la situación. Podía comprenderla, a pesar de mi desconcierto y mis temores, tenía que admitir que yo también me sentía intrigado. Jamás nadie le había pedido que se arrodillara simplemente para mirar. Normalmente era ella la que dirigía la escena. —Desvístete, Jasha —me mandó Robert cuando seguí en mi sitio sin reaccionar. La piel se me puso de gallina ante la firmeza en su tono. Titubeé, debatiéndome entre el deseo de cumplir con su orden y una repentina sensación de vulnerabilidad. Robert no repitió sus indicaciones, tampoco intentó presionarme. Se limitó a observar y a esperar, hasta que acabé secándome las palmas en los vaqueros y cogí las solapas de mi chaqueta. A pesar del gemidito que se le escapó a Linda y a que fui incapaz de sostenerle la mirada a nuestro invitado mientras me deshacía de la chaqueta, toda mi atención se centró en él, en su presencia silenciosa, el magnetismo que ejercía sobre mí y las reacciones que despertaba en mi cuerpo su aura de poder sin siquiera tocarme. —Dobla la ropa y colócala con cuidado sobre la mesita de noche, procura que no tenga arrugas. Era una directriz sencilla, trivial, pero el hecho de que me dictara incluso ese detalle insignificante, de alguna manera alivió parte de la inquietud que me dominaba. El tener que doblar la camiseta con la meticulosidad de evitar arrugas, me brindó el tiempo y la distracción que necesitaba para sosegar mis nervios. Curiosamente, aquel sencillo y deliberado acto elevó la tensión sexual en el ambiente, y una ola de anticipación me recorrió pensando en lo que estaba por venir. Robert esperó con paciencia a que me quitara los zapatos y los pantalones, e incluso dejó que doblara los calcetines. Cuando me quedé de pie frente a él, por un momento pensé que iba a seguir esperando. No dijo nada a pesar de verme moviendo incómodo los brazos, sin saber muy bien qué hacer con ellos y preguntándome si lo que estaba viendo le complacía. Era delgado por naturaleza y, aunque mis músculos fuesen firmes y definidos, no eran ni de lejos comparables a otros de mis compañeros en la Bratva. Sabía cómo defenderme, pero mi especialidad residía en mi precisión con las armas y no en la fuerza bruta. —Te he dado una instrucción clara. Síguela hasta el final —exigió. Su mirada bajó hasta mi bóxer para dejar claro a qué se refería. Tragando saliva acabé de bajármelo y lo doblé para colocarlo sobre el montón con el resto de mi ropa. Fue cuestión de puro instinto, el que, al girarme hacia él, usase ambas manos para taparme. —Primero —comenzó Robert—, jamás te cubras ante mí y, segundo, mantendrás tus ojos sobre mí en todo momento a menos que yo te indique lo contrario. ¿Entendido? Quiero palabras, Jasha —exigió cuando me limité a asentir. —Sí…, ¿señor? Sus ojos se llenaron de un brillo divertido, pero no me contradijo. —Entiendo que no eres virgen, ¿me equivoco? —No, señor. —Me gusta tomar lo que deseo sin tener que retenerme. ¿Comprendes lo que eso implica? Tragué saliva y asentí. —Sí, señor —murmuré, recordando a tiempo que deseaba una respuesta verbal. —¿Y es eso lo que quieres que haga contigo? ¿Que te use como si fueras mío? ¿Sin delicadeza? No sé de dónde salió tanta sangre, pero juro que se me acumuló a partes iguales en la cara y en mi entrepierna. Por el gemido que soltó Linda mientras juntaba los muslos, a ella le iba el mismo tipo de fantasías que a mí. —No soy delicado —musité. Dudé de si me había oído cuando sus ojos verdes se clavaron en los míos, estudiándome con una intensidad que me hizo temblar por dentro. —Coge uno de los lubricantes que hay en esa cesta de la mesita de noche, luego tiéndete sobre la cama, piernas dobladas y abiertas y tus ojos siempre puestos sobre mí. Obediente, cogí dos de los sobrecitos negros de lubricante y me tendí sobre la cama con las piernas abiertas. Podría haberse ahorrado su última orden, porque en el preciso instante en que se puso de pie y se deshizo de la chaqueta, lo último que quería era apartar la vista de él. Cuando, además, se abrió la camisa, no habría podido hacerlo aunque quisiera. Sus trabajados pectorales, los abdominales definidos con precisión y la revelación de los tentadores tatuajes que adornaban su piel, eran un espectáculo que no me habría perdido por nada del mundo. Por mi glande escapaba gotita tras gotita de líquido preseminal mientras lo veía desnudarse, seguro de sí mismo, manteniéndome la mirada. Linda había comenzado a gemir de una forma cada vez más continua en el rincón en el que se encontraba arrodillada, pero ninguno de los dos le prestamos ni la más mínima atención. Mi boca se resecó cuando Robert se bajó el bóxer azul marino y se palmeó la imponente erección extendiendo las brillantes gotitas sobre su glande, pero no fue solo su tamaño lo que me llamó la atención, sino las pequeñas bolitas plateadas que sobresalían sobre su punta y justo debajo del glande. Mis ojos se abrieron como platos. ¡Caray! Antes de que pudiera decir nada más, sus fuertes dedos me rodearon la erección y con la otra mano me palmeó el escroto, haciéndome olvidar cualquier pensamiento racional que pudiera quedarme. Jamás en mi vida me sentí más pequeño y vulnerable que en aquel momento y, aun así, absolutamente sexi y deseado. Apartándome la mano, puso a prueba mi lubricación, penetrándome primero con un dedo y luego con dos. Lo único que podía hacer era jadear y apretar los músculos a su alrededor, rogándole en mi mente que no me hiciera esperar más. Aparentemente satisfecho, sacó los dedos y, cogiéndome por las caderas, me giró como si fuera un muñeco, colocándome a cuatro patas frente al enorme espejo de la pared y situándome en el filo del colchón con las piernas abiertas. Mis ojos se encontraron con los de él en el reflejo mientras se colocaba un preservativo y se cubría con otra buena cantidad de lubricante. Gemí en silencio cuando me separó las nalgas y me escupió en el agujero antes de masajearme los glúteos. Creo que me olvidé de cómo respirar, cuando se colocó en mi entrada y no pude perderlo de vista ni siquiera cuando el escozor de la penetración inicial me avisó de que había comenzado a cumplir su promesa. Fue una pequeña decepción cuando empezó despacio, tomándose su tiempo para estrecharme, en lugar de la embestida bruta que había esperado tras su advertencia inicial, pero pronto comprendí que me habría reventado de haberlo hecho. —Eso es, respira profundo… —Mis dedos se enredaron en las sábanas con cada centímetro que avanzó, con cada orden que me daba para seguir insuflando aire en mis pulmones y relajarme. Cuando su ingle chocó contra mis nalgas, ambos nos tomamos un momento en el que nos mantuvimos la mirada a través del espejo, fue entonces cuando sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa ladeada. Fue una sonrisa pícara, posesiva, casi cruel. Una sonrisa cargada de promesas y una que jamás iba a volver a olvidar. Tirándome del cabello, me incorporó y su brazo libre cruzó mi pecho mientras acercaba sus labios a mi oído con sus ojos fijos en los míos. —¿Preparado para averiguar qué se siente siendo mío, gorrioncillo? —susurró con un tono prometedor haciendo referencia al colorido pájaro que tenía tatuado en la paletilla derecha alzándose en vuelo. Gemí, incapaz de formular una respuesta coherente. Mi cuerpo entero se tensó con anticipación, ansioso por su promesa y anhelando que la cumpliera. Y entonces fue cuando empezó. Cualquier delicadeza o consideración fue relegada al olvido cuando me embistió con fuerza, como si quisiera atravesarme y estampar su marca en mi cuerpo y en mi alma. Su enorme mano me sujetó por la garganta cortándome la respiración, mientras nuestros cuerpos chocaban con violencia, sus pírsines se presionaban contra mi próstata y finas gotas de líquido preseminal iban dejando un parche húmedo sobre las sábanas. Un torrente de placer inundó mi cuerpo, electrificando cada terminación nerviosa, sensibilizando mi piel hasta que cada roce se convirtió en una oleada que sobrecargaba mis sentidos y acabó convirtiéndome en una masa de células, incapaz de sentir otra cosa que no fuera él y las sensaciones que me arrancaba casi a la fuerza. Sensaciones que parecían ahogarme en una nube de total abandono y éxtasis. Su mano me rodeó la polla y comenzó a moverse con firme exigencia, obligándome a rendirme sin posibilidad de escape al placer que fue exprimiendo de mí al tiempo que mi grito resonó ronco y desesperado por la pequeña habitación. Largos chorros de semen erupcionaron durante lo que parecía una eternidad mientras mi cuerpo se contorsionaba fuera de sí, temblando sin control, mientras él me obligaba a seguir y seguir hasta un punto que me habría parecido imposible de no ser porque lo estaba experimentando. Si no hubiese sido por la sujeción que tenía sobre mi garganta, creo que me hubiese desplomado sobre el colchón, pero lejos de soltarme, me ofreció su mano empapada de semen y esperó a que se la dejara limpia antes de besarme y compartir mi sabor con él. —Tan exquisito —murmuró contra mis labios, chupando mi lengua en el interior de su boca—. No creo que una sola noche me baste para hartarme de ti. En ese instante le habría dado cualquier cosa que me hubiera pedido, lo que fuera con tal de que convirtiera aquellas palabras en una promesa. Soltándome, empujó mi espalda contra el colchón y me alzó el trasero. Gemí cuando salió de mí. Confundido, miré cómo se quitó el preservativo y lo tiró sin cuidado sobre la mesita de noche. Habría jurado que no se había corrido y un simple vistazo al preservativo me lo confirmó. Me invadió la decepción y la vergüenza de no haber sido capaz de devolverle el placer que me había dado, pero entonces me abrió las nalgas con ambas manos. —Ábrete para mí. Sustituyendo sus manos por las mías, observé fascinado cómo se masturbaba sobre mí y cómo su rostro se contraía en una mueca casi dolorosa segundos antes de que un calor líquido me salpicara. —No te muevas. Como si eso no hubiese bastado para despertar de nuevo mi necesidad por él, cogió su móvil de la mesita de noche. Me tensé cuando hizo una foto, pero me mostró la imagen para que pudiese comprobar que no había sacado mi rostro, antes de lanzar el móvil con descuido sobre la cama. Había algo sexi en contemplar los salpicones blancos con los que me había marcado, tanto, que estuve a punto de pedirle que me enviase aquella imagen. Justo cuando fui a abrir la boca para decírselo, usó sus dedos para recoger su semen y me lo introdujo en mi interior, usándolo como lubricante y arrastrándome a un segundo orgasmo que me dejó hecho un flan sobre el colchón. No fue hasta que sonó la puerta que me di cuenta de que me había quedado dormido desnudo, con su semen en mi interior y quinientos dólares al lado de mi cabeza. —Guau, eso ha sido… —Linda se arrastró sobre el colchón y se dejó caer a mi lado, cogiendo los billetes y usándolos para abanicarse—. Alucinante. Y hasta nos ha dejado un regalito. Vamos a repetirlo, ¿verdad? —preguntó, entusiasmada. —No creo que vuelva —musité, mirando los billetes con un humillante resquemor en mis entrañas. Me había pagado por mis servicios, dejándome claro lo que significaba para él —. Ni siquiera se despidió. Había algo en esa acción, en su proceder, que escocía casi tanto como que me hubiera reducido a un simple prostituto cuando no le había pedido nada a cambio de pasar un buen rato juntos. Por mucho que lo intentaba, no conseguía precisar qué era exactamente lo que me estaba sentando mal. En especial, porque la mayoría de las veces que Linda y yo habíamos participado en un trío, siempre había deseado que nuestro invitado de la noche desapareciera cuanto antes. Ella estudió la puerta cerrada con un mohín pensativo, pero acabó sacudiendo la cabeza y mostrándome una enorme sonrisa. —Volverá. No podrá resistirse a buscarte de nuevo. —¿No te sientes humillada porque nos haya pagado? Linda estudió por un momento el fajo de billetes en sus manos con un aire pensativo en el rostro. —No. Desconozco sus motivos, pero creo que necesitaba hacerlo. Tal vez fuera su forma de… No lo sé. —Sacudió la cabeza y encogió los hombros—. No soy capaz de ponerme en el pellejo de un hombre como ese, pero tendrá sus motivos. Estoy segura de ello. 3
Como si mi estómago pretendiera castigarme por haberme
saltado el almuerzo, bastó el creciente aroma a carnes a la parrilla y una exquisita mezcla de especias y bollería recién horneada, que traía consigo el viento, para hacerlo gruñir como un dragón en plena época de apareamiento. Lanzándole un vistazo cauteloso a Liv, comprobé si había captado el traicionero sonido. Por fortuna estaba tan extasiada con la perspectiva de encontrarse con Tess en Quincy Hall para explorarlo juntas, que no me estaba prestando demasiada atención. ¿Qué clase de guardaespaldas de la Bratva asustaba a su protegida con los ruidos de su estómago? Resoplé para mis adentros. Ninguno, excepto yo, por supuesto. Aunque, claro, yo no tenía exactamente materia prima de guardaespaldas y, mucho menos, era un ejemplo de hermano de la Bratva de Dimitri Volkov. Si no hubiera sido por Sokolov que me ofreció el trabajo, probablemente ya estaría criando malvas a tres metros bajo tierra. Que el resto de los miembros de la hermandad estuviesen recordándome cada dos por tres la visión ideal y heroica que guardaban de mi padre era un fastidio, y que trataran de compararme con su fantasma, aún más. Lo que no sabía ninguno de ellos era que lo último que quería en la vida era parecerme a ese maldito hijo de puta. Mi estómago volvió a gruñir una vez más, obligándome a frotarlo con disimulo para aplacar la dolorosa sensación de vacío. No me había saltado el almuerzo a propósito, sino que más bien pasó a un segundo plano, eclipsado por los recuerdos que me hacían revivir una y otra vez los eventos del fin de semana anterior. Los intensos ojos verdes de Robert y sus facciones masculinas esculpidas con decisión y agonía mientras me sometía a su pasión parecían haberse grabado en mi retina y, lo que era aún peor, en mi mente. Ni siquiera mi intento por olvidar su nombre había servido, en especial, cuando los ecos de mis propios gritos pronunciándolo aún reverberaban en mis oídos. Agradecí la vibración de la llamada entrante y saqué el móvil de mi chaqueta de cuero. No es que no me apeteciera recordar la forma en la que el innombrable me había enseñado más sobre mi cuerpo que todos los demás amantes que había tenido a lo largo de los últimos dos años. Si hubiera dependido de mí, rememoraría cada noche los detalles de nuestro encuentro hasta que un nuevo extraño consiguiese superarlo y hacerme olvidarlo. El problema era que, junto al placer que me proporcionaban esos recuerdos, también venía la amarga sensación de abandono y humillación que los acompañaba. —¿Misha? —me aseguré de que fuera él. —Zdravstvuyte. Solo quería avisarte de que llegaremos tarde —resonó la áspera voz de uno de los guardaespaldas de Tess a través de la línea—. El imbécil de Gregori ha vuelto a coger Beacon Street a sabiendas del infierno que se lía con el tráfico en esa zona por las tardes. A veces me pregunto si en el último tiroteo del puerto no le dieron en la cabeza y sigue con una bala dentro. No me explico cómo alguien… Puse una mueca cuando al fondo se oyó una ristra de insultos en ruso. El por qué gente que había vivido toda su vida en Estados Unidos seguía discutiendo en ruso se me escapaba, pero acabé por colgar la llamada con un suspiro. —Este lugar siempre me ha parecido increíble, ¿a ti no? — Liv señaló con una sonrisa radiante los puestos callejeros y a la multitud de turistas que saturaban la plaza, convirtiendo el lugar en un mosaico vibrante de colores, etnias y culturas—. Me encanta venir aquí. Deberíamos hacerlo más a menudo. —Es una locura —admití con una sonrisa, contento de que Liv estuviera disfrutando. La chica tenía razón, estudiaba tanto que la mayor parte del tiempo se olvidaba de disfrutar. El hecho de que Sokolov la tratase como una frágil y valiosa pieza de cristal tampoco ayudaba demasiado. —Misha acaba de avisar que están atrapados en el tráfico. ¿Te apetece que entremos y los esperemos dentro? —le ofrecí, señalando el viejo edificio histórico de ladrillos rojos. En secreto crucé los dedos para que dijera que sí. Comer en Quincy Hall no era barato, pero nada me impedía picotear algo para engañar a mi estómago sin fondo. Mi mente regresó a los doscientos cincuenta dólares que tenía en mi cartera tras el reparto con Linda, pero la simple idea de usar esa pasta me hacía rechinar los dientes. Una cosa era el motivo por el que Robert me había dejado el dinero, que era suyo, al fin y al cabo, pero aceptarlo y gastarlo… ¿En qué me convertía si lo hacía? Liv alzó una ceja con un brillo divertido en los ojos. —A ver si lo adivino: ¿ya estás otra vez muerto de hambre? Sentí más que escuché el gruñido de mi estómago y le ofrecí una sonrisa avergonzada. —¿Puedes culparme? —Me metí las manos en los bolsillos—. Soy un joven en edad de crecimiento —bromeé. Liv dejó escapar un bufido burlón. —¿Edad de crecimiento? Tienes veinticinco años. —Tsss… Aguafiestas. —Eso te lo recordaré cuando pasemos por los puestos de cupcakes y manzanas caramelizadas. Me rechinaron los dientes. —No es culpa mía que Sokolov sea mi jefe y me haya dado instrucciones tan estrictas sobre tu dieta —me defendí. Liv cruzó los brazos sobre el pecho. —Cuando te interesa, no siempre sigues sus instrucciones al pie de la letra. —Cuando me interesa, no hay nadie más de la hermandad cerca y estoy seguro de que no van a trincarme —la corregí. Rodando los ojos, se enganchó de mi brazo y tiró de mí hacia Quincy Hall. —Vamos a hacer un trato —propuso. Gemí para mis adentros. Un día de estos iba a buscármela con Sokolov, y era el último de los hermanos de la Bratva con el que quería tener algún problema. —¿Por qué tengo la sensación de que voy a arrepentirme de esto? —pregunté dejándola que tirase de mí. Era su guardaespaldas, pero, excepto por los informes diarios que debía pasarle a Sokolov sobre ella, también se había convertido en una especie de hermana adoptiva. Esto decía bastante sobre mi relación con ella, considerando que ya me sobraba con mis propias tres hermanas. —No tiene por qué serlo si lo hacemos bien —siguió persuasiva—. Además, te interesa. —Adelante, soy todo oídos —mascullé sin convencimiento. —Te invito a uno de esos bocadillos de cangrejo que tanto te gustan y tú haces la vista gorda cuando me compre unos bombones y un dulce. Mi estómago dio un salto ante la imagen que pintó en mi mente y casi esperé que de un instante a otro el muy traidor fuese a abrirse paso a través de mi barriga para liberarse y saltar a la calle. —Liv, ya te he dicho que Misha… —Misha no me verá guardar los bombones en la mochila y, si viene antes de que me haya comido mi cupcake, te lo puedes terminar de comer tú. Titubeé mordiéndome los labios. Esa chica no tenía ni idea de lo que me estaba ofreciendo. Si me hubiese amenazado con sacarme las uñas con pinzas no me hubiera inmutado, pero si había algo que mi padre me había inculcado a base de tortazos, era que con la comida no se jugaba, en especial cuando se estaba tan famélico como yo lo estaba en ese momento. —Bocadillo… —repetí casi por inercia. —El menú completo, con la mayonesa picante que te gusta, refresco y sopa de marisco —afirmó, decidida. Soltando un profundo suspiro, le rodeé los hombros y aceleré el paso. —Con tres hermanas ya debería saber cómo evitar que una mujer me manipule —mascullé por lo bajo tratando de parecer más mosqueado que hambriento. No sirvió de mucho, porque, como de costumbre, vio a través de mi fachada y soltó una carcajada. —Algo me dice que solo te dejas manipular cuando te conviene. Sonreí para mis adentros. —Cierto, pero no por ello deja de ser manipulación — repliqué, dándole un apretón fraternal y lanzándole un guiño —. Anda, vamos antes de que llegue Misha y nos estropee la fiesta con su cara de amargura. Para confirmar que Quincy Hall era uno de los mercados más famosos de Boston bastaba adentrarse en sus bulliciosos pasillos. No me extrañó que Tess acudiera ese día con un escuadrón de guardaespaldas para protegerla. Dimitri no era alguien que jugara con la seguridad de su joven esposa. La idea me hizo cuestionarme si no habría metido la pata accediendo al chantaje de Liv en lugar de quedarnos en el exterior esperando al resto del equipo. Cuando se trataba de simples viajes en coche o esperar a que ella saliese de sus clases y prácticas, no había demasiado peligro, pero en un lugar como aquel, había mil cosas que podían ir mal. Apretándola un poco más contra mí, fui abriéndonos paso entre el gentío, procurando no perder de vista ni a la gente ni lo que ocurría a nuestro alrededor. Sabía que Liv estaba deseando detenerse en los puestos para admirar y tocar las mercancías, pero empezaba a ser cada vez más consciente de que, si la perdía de vista o le pasaba algo, Sokolov iba a cortarme algo más que los huevos. Sacudí la cabeza al ver cómo se le iban los ojos tras un puesto de ropa vintage. —Olvídalo. Primero, comida. Luego, ya tendrás tiempo de ponerte con Tess a mirar puestos. Soltó un suspiro, pero en cuanto nos detuvimos frente a una pastelería se olvidó del resto de los puestos. —¿Bueno? —me preguntó en cuanto el primer bocado al bocadillo me arrancó un gemido de placer. —Espectacular —farfullé con la boca llena, tapándome los labios cuando saltó un trozo de cangrejo por el aire y Liv rompió a reír—. Deberías probarlo, ¿quieres? Liv sacudió la cabeza con una mueca cuando alargué la mano ofreciéndole un bocado. —Nunca he entendido lo de comerse un cangrejo en un bocad… —Su brocheta de fresas cubiertas de chocolate se deslizó de sus dedos al mismo tiempo que sus ojos se abrían horrorizados. Un escalofrío paralizante recorrió mi columna vertebral al reconocer al hombre apostado tras Liv, pero antes de que pudiera siquiera pensar en qué hacer, alguien que apestaba a tabaco y sudor me rodeó el hombro en un agarre que, ante ojos ajenos, podía parecer amistoso, pero seguro que iba a dejarme sus dedos señalados en la piel durante varias semanas. —Va a ser que yo sí quiero. —Maldije para mis adentros cuando César Saavedra me arrebató el bocadillo de las manos. En parte fue una suerte, porque estaba seguro de que habría acabado en el suelo junto a la brocheta de Liv, y porque necesitaba las manos libres. No era ciego, no solo estábamos rodeados y aislados por los siete «víboras», que es como se hacían llamar los que pertenecían a la banda callejera de la que César era uno de los cabecillas, sino que resultaba evidente que Diego no solo había deslizado su mano debajo del chaleco de Liv, sino que la fina silueta puntiaguda debajo de la tela de algodón era sin duda una navaja militar. Me inundó un deseo visceral de sacar la pistola de mi cinturilla trasera y abrir fuego hasta que no quedara nada más que los sesos desparramados de la maldita banda callejera. Si hubiera estado solo, tal vez me habría arriesgado, a pesar de que me hubiese jugado el acabar en chirona. No obstante, con Liv en peligro, mi prioridad era sacarla de allí ilesa. Por primera vez desde que me había convertido en su guardaespaldas, comprendía el terror que sentía Sokolov con respecto al delicado estado de salud de Liv. ¿Y si el estrés de aquella situación le provocaba un fallo cardíaco? Estudié su rostro pálido. ¿Y si se asustaba tanto que su corazón dejaba de latir? Mi estómago se hundió ante la idea. Por nada del mundo quería que a ella le pasara algo por mi culpa. Necesitaba mantener la calma y sacarla de aquella situación cuanto antes y, sobre todo, sin ponerla en más peligro de lo que ya estaba. César le ofreció a uno de sus secuaces mi bocadillo y este lo mordió con gusto. —Mmm… Muy bueno —gimió César con teatralidad al darle otro bocado—. Nuestro amigo Jasha aquí tiene razón, debería probarlo, señorita… Apreté los dientes al ver cómo Diego apartaba el cabello de Liv de su cuello y tomaba una profunda inspiración al recorrerlo con la punta de la nariz. Liv se estremeció con una mueca de asco e intentó apartar la cabeza. Di un paso adelante dispuesto a partirle la cara, cuando el muy hijo de puta deslizó despacio el filo del cuchillo por su estómago, deteniéndose con la punta, justo debajo de su ombligo. —¿Jasha? —Se me contrajo el estómago ante el tono agudo y débil de Liv, cuya tez estaba adquiriendo una tonalidad cenicienta. —¡Suéltala! —rugí desesperado al ver cómo la mano izquierda de Diego presionaba contra el vientre de Liv, hundiéndose en su tierna carne en un gesto que conocía demasiado bien. No era la primera vez que alguien me sujetaba desde atrás para restregarse contra mí. Era algo que detestaba, pero que tratándose de Liv despertaba un furor primitivo y ciego que me hacía querer cortarle la polla a cachos a ese maldito cabrón. La chica era demasiado buena y no se merecía que la trataran así. Liv trató de zafarse de la sujeción, lo que provocó que la punta del cuchillo se apretase peligrosamente contra su piel. —¡No te muevas, Liv! —le rogué cercano al pánico—. No pasa nada. Esto debe de ser algún tipo de malentendido, ¿verdad, César? —pregunté al jefe de la banda fingiendo una tranquilidad y un coraje que no se correspondían con el tumulto que me consumía por dentro—. Los Víboras jamás se arriesgarían a provocar una guerra con la Bratva de Volkov sin un motivo válido, ¿no es cierto, chicos? —Mmm —César apoyó el antebrazo en mi hombro y se chupó la salsa de los dedos mirándome a los ojos, como si esperase que me derritiera ante él, en vez de revolverme de asco ante su dentadura amarillenta en la que resaltaba el brillo de un diente de oro—. Cierto, muy cierto, amigo mío. No estamos aquí para entrar en guerra. Lo único que nos interesa son los cien mil dólares que nos debes. El mundo pareció congelarse a mi alrededor. —¡¿Qué?! —balbuceé, incrédulo—. Eso será una broma, ¿no? Yo sabía que tenía que serlo, o al menos un terrible malentendido. Yo no había visto esa cantidad de dinero en mi vida y mucho menos me lo había gastado. —¡Aaah! ¿Pero lo es, mi querido Jasha? —El tono casual de César contradecía la dura sonrisa que marcaba su rostro. Me obligué a llevar aire a mis pulmones y aquietar el miedo que agitaba mi pecho. —César, ¿de qué se trata esto? —pregunté con un poco más de compostura. —Verás, amigo mío. —César se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la boca y las manos como si no tuviese un solo problema en su vida—. Resulta que tu novio te ha usado como aval para el dinero que nos debe de sus apuestas y las dro… —Dedicándole a Liv una mirada significativa carraspeó — y los productos que nos ha comprado. Ante la mención de la palabra novio, mis entrañas parecieron congelarse y el vello de la nuca se me puso de punta. —No tengo novio —afirmé con toda la dignidad y firmeza que pude reunir, que no era mucha, la verdad. —¿Seguro? —A César no pareció importarle ni lo más mínimo que lo tuviese o no. —Segurísimo —afirmé con una repentina carraspera que se llevaba mi voz. César ladeó la cabeza con un brillo burlón en sus ojos. —Y entonces, ¿por qué Karl nos ha dejado este interesante testimonio sobre lo bien que podrías hacernos ganar dinero? —César hizo un gesto algo teatrero con la mano y uno de sus amigos me colocó su móvil debajo de la nariz mostrándome la pantalla. Tardé en comprender qué era lo que estaba viendo o más bien a quién. Era como si me sonase la cara juvenil del chico rubio que aparecía en el vídeo. Había algo surrealista en la situación que mi cerebro tardó en procesar, un bloqueo en mi mente que me impedía identificar a aquel chico conmigo. Escuché los gemidos, los sonidos húmedos y hasta reconocía la voz de Karl, alabándome y pidiéndome que lo tomara más profundo en mi garganta, mientras un cosquilleo helado se adueñó de mí. —¿Karl? —fue un susurro apenas audible, pero se escapó de mis labios. César me dio un par de golpecitos amigables en la espalda. —No puedo decir que tengas buen gusto con ese tipo — opinó César como si no acabase de destrozarme la vida—, pero hasta yo, que no soy marica, puedo ver que sabes lo que te haces cuando la chupas. Karl y el vídeo pasaron a un segundo plano ante sus palabras y a mi mente regresaron imágenes del pasado, de otra persona llamándome marica entre risas y la sensación de manos sujetándome contra el suelo… —Yo… Yo no estoy con Karl —musité, luchando por mantenerme anclado en el presente—, hace meses que rompí con él. —Mmm… Eso es una lástima —dijo César, sacudiendo apenado la cabeza—, pero verás, amigo, eso no es asunto mío. Tienes hasta el viernes que viene para conseguirnos el dinero, de lo contrario… —Señaló con la barbilla al móvil, del que seguían saliendo aquellos sonidos que me levantaban el estómago mientras Karl gemía mi nombre una y otra vez como en una plegaria—. Te ayudaremos a conseguir un trabajo hasta que nos pagues lo que nos debes, aunque, he de serte sincero, puede que tengamos que coger también a tu amiguita para que te ayude —dijo, estudiando a Liv con evidente avaricia mientras se reajustaba la entrepierna—. Tal y como están los intereses, no hay quién te quite diez o quince años. Entre tú y ella, tal vez consigáis reducirlo a cinco. Mi mano tembló. Podía acabar con aquello allí mismo. Podía pegarles un tiro a todos y guardarme una última bala para mí. Lo prefería así. Cualquier cosa era mejor que la opción que César y su maldita banda de víboras me ofrecían. Karl… ¿Cómo había podido hacerme aquello? —Dimitri Volkov no tolerará que amenacéis a uno de sus hombres así sin más —espetó Liv, sacándome de mis pensamientos y recordándome que estaba allí para protegerla y que no podía arriesgarme a que le ocurriera nada. Ella era más importante que yo y lo que pudiera ocurrirme. Los hombres a nuestro alrededor rieron por lo bajo. —¿Y Dimitri Volkov sabe que nuestro querido Jasha es un marica al que le gusta ponerse de rodillas para un drogadicto y que le taladren el culo? —Con cada una de las palabras de César mi humillación y mi autodesprecio creció—. Tal vez deberías preguntarle a tu amigo qué es lo que les hacen a los maricas que se atreven a engañar a sus compañeros en la Bratva. Sus carcajadas resonaron al alejarse. —¿Jasha? —Liv se acercó a mí con el brazo estirado, pero mi estómago se negó a dar marcha atrás. Me precipité hacia la papelera más cercana y eché la bilis y la saliva que parecían consumirme desde dentro. Liv me frotó con delicadeza la espalda y me ofreció un pañuelo de papel—. Jasha, tenemos que hablar con Tess para que le explique la situación a Dimitri. —¡Liv! —De entre todos los momentos, aquel era el peor para oír la voz de Tess al acercarse excitada a nosotros. Sin mirar, atrapé la muñeca de Liv y la retuve de ir al encuentro de su amiga y la esposa de mi pakhan. —Por favor, Liv, no le cuentes nada —le rogué con urgencia. —Pero… —Por favor. No lo hagas hasta que hayamos hablado. Ella no tenía ni idea de las posibles ramificaciones de lo ocurrido. Si Dimitri y Sokolov se enteraban de lo que acababa de pasar, el hecho de ser gay iba a ser el menor de mis problemas. 4
El silencio invadió el apartamento de Liv tan pronto como
Misha cerró la puerta detrás de Tess. Me froté nervioso las manos antes de secarme las palmas sudorosas en los vaqueros. Sabía lo que estaba a punto de venir y aún no estaba preparado para ello, no cuando ni siquiera había conseguido asimilar todavía lo que había pasado y la manera en la que Karl me había traicionado, incluso más que aquella tarde en la que lo encontré liado con una de las camareras de la disco a la que solíamos acudir los fines de semana. Sin duda, la nueva traición era mucho peor. —Jasha —comenzó Liv con gravedad como si cualquier atisbo de alegría se hubiera escapado en cuanto la esposa de mi pakhan salió por la puerta—. ¿Por qué no le has contado a Tess lo que pasó con César? ¿Y por qué no quieres pedirle ayuda a la Bratva? —Sus ojos oscuros se clavaron en los míos. Liv podía ser todo corazón, pero también sabía exigir cuando la situación lo requería. —Yo… La cosa no es tan fácil como la ves. —Me pasé una mano por el cabello, consciente de que, a aquellas alturas, debía de tenerlo prácticamente de punta de las veces que me lo había manoseado en las últimas horas. —Entonces, explícamelo. Con un profundo suspiro, me desplomé sobre el sofá y cogí uno de los coloridos cojines para abrazarme a él. —Tengo miedo —decirlo fue casi como una confesión, una que me quitó parte del peso que me estaba oprimiendo. Liv se acuclilló ante mí y me cogió las manos entre las suyas. —¿Miedo? ¿De qué, Jasha? ¿Por qué tengo la sensación de que estamos hablando de mucho más que solo de esos Víboras? Necesito que me lo digas para poder entenderlo y ayudarte a encontrar una solución. —De Sokolov, de la Bratva, de lo que pueda pasarle a mi familia… No lo sé. —La miré, desesperado—. ¿A todo? No se me escapó el leve fruncido de ceño, pero como buena amiga que era asintió. —De acuerdo, vamos de uno en uno. ¿Por qué le tienes miedo a Ravil? —Ella era la única que llamaba así a Sokolov, lo que a veces me confundía, ya que incluso Tess solía llamarlo «S.». —Te he puesto en peligro, Liv. ¿Tienes idea de cómo reaccionará cuando se entere de que Diego no solo te estaba toqueteando, sino que además te estaba amenazando con una navaja? —Eso no fue culpa tuya, sino de los Víboras. Ravil lo pagará con ellos, no contigo. —Estaban ahí por mí y mi deber era protegerte, y no lo hice. —Frena ahí, Jasha. Estábamos rodeados. No había nada que pudieras hacer. Nos habrían acuchillado a los dos si hubieras intentado algo. —Pero… —Pero nada. —Me cortó con firmeza—. No puedes responsabilizarte de algo que no has hecho. —Se han fijado en ti, Liv. Te he puesto en su punto de mira y tratarán de usarte contra mí si no consigo el dinero y, créeme, no tengo ni la más mínima oportunidad de conseguirlo y menos en tan poco tiempo. Aquella era una simple certeza. No importaba si aceptaba vender mi cuerpo o mi alma convirtiéndome en un asesino a sueldo, ni lo uno ni lo otro valían lo suficiente como para que alguien estuviese dispuesto a pagarme tanto. —De Ravil me encargo yo y del tema del dinero hablaremos luego. Por ahora, vayamos paso a paso. ¿De qué más tienes miedo? Tragué saliva y aparté la mirada. —César… Imagino que te habrás hecho una idea de qué clase de vídeo tienen sobre mí. Liv me apretó las manos. —¿Uno de ti con otro chico? Asentí mientras luchaba por retener las lágrimas que me escocían en los ojos. —De mí y de mi ex, Karl. —Nunca me hablaste de él. Encogí los hombros y estudié nuestras manos unidas. —No había mucho que contar de él. Era guapo, alegre y cariñoso cuando le convenía. También era un vividor al que le gustaba el juego, el alcohol, las drogas y…, como me enteré al final, acostarse con todo lo que se meneaba sin siquiera preocuparse de usar protección. Liv se enderezó, alarmada. —¡Jasha, tú…! ¡Él…! —No, lo descubrí a tiempo. Desde que lo dejamos hace cinco meses me he hecho dos pruebas por si las moscas, y estoy limpio. Ella se relajó visiblemente. —De acuerdo. De regreso al vídeo… —El vídeo deja claro que soy gay —admití resignado—. Y que, además… —¿Y que además…? Tragué saliva y me pasé una mano por la cara. —Soy un chico rubio sumiso que aparenta ser mucho más joven de lo que soy… —Y guapo y lindo… —continuó ella despacio, entendiendo por donde iba. —Justo el tipo de chico por el que hay gente dispuesta a pagar. —Me callé que también los había acostumbrados a coger lo que querían sin pagar o sin preocuparse de si yo estaba dispuesto a acceder o no. —Entiendo que temas que los hermanos de la Bratva se enteren de que eres gay, pero necesito que seas sincero conmigo —me pidió con una repentina cautela—. ¿Crees que ellos te usarían para…? ¿Te obligarían a…? —No. La Bratva no me obligaría a prostituirme. Dimitri no lleva así la organización. —Vi el alivio reflejado en sus ojos —. Pero eso no quitaría que, una vez que el vídeo salga a la luz, llame la atención a otro tipo de gente. —Como a los Víboras. —Como a los Víboras —asentí, intentando no pensar en los viejos demonios que amenazaban con escaparse de las sombras del pasado. Con un suspiro, Liv se sentó a mi lado y se acurrucó contra mí. Agradecí su abrazo y el calor humano con el que me rodeó cuando apoyó su cabeza sobre mi hombro. —Jasha, sé que estás asustado, pero lo que me estás contando es peligroso y no solo por lo que te puedan hacer por el dinero. Tienes que enfrentarte a la situación y pedir ayuda. —Lo sé —admití mientras cerraba los ojos, tratando de encontrar el coraje para enfrentar mis temores—. Prometo que buscaré una solución. —Sabes que estoy aquí contigo, ¿verdad? Y que voy a apoyarte y ayudarte en lo que pueda. —Liv me dio un apretón y un beso en el hombro—. Aunque pienses lo contrario, no estás solo, te lo prometo. Las lágrimas que había estado tratando de retener se escaparon de mi control y estuve agradecido de que ella comprendiera que lo único que necesitaba era su abrazo y un apoyo silencioso que me dejase sacar a flote la desesperación que se había ido acumulando durante las últimas horas. 5
Delante de mi bloque de apartamentos, tomé una profunda
inspiración y recité cinco veces seguidas: «Soy fuerte y puedo con lo que me echen». No es que mi mantra funcionase de forma milagrosa, pero metí la llave en la cerradura y apreté los ojos con una maldición cuando las bisagras chirriaron anunciando mi llegada. —Jasha, ¿eres tú? —sonó el grito femenino desde la cocina, algo ahogado por el áspero ronquido de la vieja campana extractora. ¡Mierda! ¿Cuántas veces me había pedido mi madre que le pusiera aceite a la dichosa puerta? Me lo tenía bien merecido. A pesar de que lo único que quería era llegar a mi habitación y esconderme bajo las sábanas, colgué la chaqueta, me quité los zapatos y me dirigí a la cocina. —Sí, mamá, soy yo. —¡Jasha! —exclamó mi madre con su melodiosa voz, proporcionándome un cálido confort. —¿Qué ha pasado? —pregunté alarmado al ver cómo se secaba las lágrimas que corrían por sus mejillas. Mi madre hizo un gesto despectivo con la mano restándole importancia. —Las cebollas —dijo, señalando la tabla de madera desgastada en la que estaba cortándolas a la juliana. —¿Por qué no compras simplemente las cebollas congeladas ya cortadas que venden en el supermercado? — Retuve el suspiro aliviado para que ella no se percatara. —Porque recién cortadas tienen más sabor —contestó, apuntándome con el cuchillo como si acabase de soltar algún tipo de sacrilegio. Ni siquiera tuve que fingir una sonrisa cuando mis labios se curvaron con tristeza al acercarme a ella y darle un beso en la mejilla. Después de casi un año desde la muerte de mi padre, seguía llamándome la atención la calmada felicidad que emanaba cada día y la manera en la que su rostro había comenzado a brillar de nuevo lleno de vida, a pesar de que ya no existía forma de borrar las finas arrugas que la preocupación y los abusos habían dejado tras de sí. —¿Qué te cuentas hoy? —indagó sin alzar la vista de su tarea mientras tomaba asiento en la mesa de la cocina. —Nada especial. Fui con Liv y una de sus amigas a Quincy Hall y pasamos la tarde allí. —¡Dime que me has traído algo de allí! —Entorné los ojos ante la voz chillona de mi hermana Karen, quien, como de costumbre, entró como un torbellino y fue derechita a la encimera a robarle a mi madre algunas rodajas de verdura—. ¿Y bien? Exigió, mordisqueando la zanahoria con los incisivos como si fuera un conejo. Sacudí la cabeza con un suspiro. —Nada para ti hoy, ratona. Esto es para mamá. —Saqué el pañuelo en tonos verdes que había birlado de uno de los puestos de Quincy Hall antes de que ocurriera el incidente con César. Karen chilló y me lo arrebató de las manos. —Lo quiero para mí. —Nada de eso, tu hermano me lo ha regalado a mí y me encanta —advirtió mi madre, dedicándome una sonrisa agradecida. —Entonces, me lo tienes que prestar —insistió Karen. —¿Cómo el paraguas de Gucci que me perdiste? — preguntó mi madre. —Pero mamááá… —No te preocupes, seguro que Jasha te traerá otro la próxima vez que vaya a Quincy Hall, ¿verdad, cariño? —Claro. —Me forcé a sonreír. A veces no podía dejar de preguntarme si mi madre sabía que todos los regalos que les traía a ella y mis hermanas eran en realidad robados, o si de verdad creía que ganaba tanto dinero como simple guardaespaldas de la Bratva como para mantenerlas a todas y pagar las deudas que nos dejó mi padre en herencia y, además, consentirlas. —¿Y por aquí? ¿Qué noticias hay hoy? —Cambié de tema antes de que mi madre pudiera meterme en más compromisos. —¡Ufff! ¿En serio tenías que preguntarle eso? —masculló Karen entre dientes—. Sabes cómo se pone cuando empieza —me acusó en susurros, mientras mi madre ya había comenzado a hablar entusiasmada. —¡Te perdiste el escándalo que se lio hoy en el vecindario! ¿Recuerdas que te conté que la pescadera estaba contando por ahí que había visto al cartero entrando al menos dos veces a la semana en casa de la señora Popova, la que vive al final de la calle? —Mamá, todo el mundo sabe que el marido de la señora Popova le escribe al menos una vez a la semana —repliqué con condescendencia. Alexander no solo estaba enamorado como un loco de su joven esposa, sino que usaba las cartas que le mandaba como un medio de hacerle llegar información a Dimitri desde la prisión, pero claro, esa parte no se la podía contar a mi madre. Mi madre hizo otro de sus gestos con la mano para hacerme callar. —Para entregar las cartas no necesita entrar dentro de su casa durante más de una hora. —Espera, ahora viene lo interesante —me susurró Karen con tono conspiratorio. —Pues resulta —siguió mi madre— que no solo han pescado hoy a la señora Popova a través de la ventana del salón… —Dicen que la estaba montando a cuatro patas y con un bozal de perro mientras la arreaba con la correa y ella le gritaba que le diera más —susurró mi hermana excitada. —¡Karen! —la riñó mi madre, escandalizada—. No difundas rumores que no sabes si son ciertos o no. —Karen y yo nos miramos, ella rodó los ojos y yo sacudí la cabeza, sin embargo, ninguno le mencionamos a mi madre que ella también estaba relatando un rumor del que era imposible asegurar que hubiese ocurrido de verdad—. Bueno, la cosa es que… —Mi madre apartó la tapadera de la olla para remover su contenido, inundando la cocina con un sabroso aroma a guiso de carne casero— al parecer, el señor Smith reconoció al cartero y dice que es el hijo bastardo de Alexei Popov, el padre de Alexander. —O sea, el cuñado de la señora Popova —espetó Karen, mordiendo el último trocito de zanahoria que le quedaba. —Eso. —Mi madre miró a Karen como si acabase de revelar un secreto que solo ella tenía derecho a divulgar. Con un bufido, sacudí la cabeza. —Eso son pamplinas. Nadie sabe si eso es cierto. —Oh, pero yo lo vi —intervino mi hermana, cuadrando los hombros con una expresión importante—. Al cartero, me refiero. Y es cierto que se da un cierto aire a Alexander. Tienen la misma mandíbula redonda y los ojos estrechos. Aunque, si te soy sincera, el cartero es la versión más guapa del hermano. No me extraña que Anita se deje montar como una yegua en celo. —¡Karen! —volvió a chillar mi madre, escandalizada. La llegada de mis otras dos hermanas por la puerta trasera interrumpió la conversación. Donde en condiciones normales sus risas y bromas se convertían en música para mis oídos, ese día me recordó el peligro en el que las había metido y en lo que iba a ocurrir si no encontraba una solución al chantaje de César. —¡Jasha! —La cara de alegría de mi hermana mayor Irina se transformó de inmediato en una de pura travesura—. ¿No estás aquí un poco temprano? —indagó con fingida inocencia —. Me han dicho que sobre esta hora te gusta andar por cierto club de estriptis y que se te ve muy a menudo con una de las bailarinas rubias. Entrecerré los ojos. Irina sabía de sobra que a mi madre le irritaba esa información y que más tarde iba a darme uno de sus sermones. —¿Estás saliendo con una chica? —preguntó Tania, apretándose en el asiento a mi lado y enganchando su brazo en el mío—. Pensé que te gustaban los chicos y que estabas con ese tal Karl. Se me escapó una fuerte tos cuando me atraganté con mi propia saliva y me encontré con la mirada victoriosa de mi hermana mayor. —¿Y bien? —presionó Irina mientras el resto de la cocina se había quedado en un repentino silencio mientras las demás mujeres de mi familia fingían estar centradas en otras tareas, lanzándome miraditas disimuladas—. ¿No piensas contestarnos a Tania y a mí? —¿Y qué esperas que te conteste? —fingí aburrimiento—. Trabajar en el club forma parte de mi trabajo y muchas de las reuniones con mis jefes se celebran allí. Y las bailarinas del club son gente normal y corriente, muy simpáticas y me llevo bien con todas ellas. Son mis amigas, en especial, Linda, que imagino que es la chica rubia de la que te han hablado. —¿Solo amiga? —preguntó Tania. —Solo amiga —insistí. —Mmm… ¿Y Karl? Se me bajó la sangre a los pies ante la significativa mirada de Irina. No quería mentirle, no cuando podía estar a punto de salir el vídeo que me expondría, pero por el bien de la familia era mejor que ninguna supiera la verdad. —Karl está muy bien donde está, lejos de Jasha y de nuestra familia —intervino mi madre con decisión—. Ese chico solo atrae problemas. Y ahora, basta de cháchara. Lavaos las manos y poned la mesa. Mis hermanas saltaron de sus asientos y enseguida se atarearon en poner la mesa. Cuando fue mi turno de lavarme las manos, mi madre me rodeó el hombro con el brazo y me dio un pequeño apretón. Fue tan breve que no supe si me lo había imaginado o no, pero a veces sospechaba que mi madre sabía mucho más de lo que aparentaba. Solo había una cosa que tenía clara al presenciar la alegre cháchara de las mujeres de mi vida, y era que, ocurriera lo que ocurriera, no podía permitirme perder aquello ni permitirle a César y Karl arrebatármelo. Aún no sabía qué hacer, pero estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de mantenerlas a salvo y en mi vida. 6
Me gustaba la música de Britney Spears, o al menos solía
gustarme. En ese instante no hacía otra cosa más que sofocarme al igual que lo hacía el hedor de las colonias baratas mezcladas con sudor, las risas estridentes de los clientes y la oscuridad que bañaba el club de estriptis. Mis dedos tamborileaban nerviosos en la barra mientras revisaba mi móvil una vez más, esperando algún mensaje de Karl que explicara o justificara su traición. Vale que el mensaje que le envié fue escueto y directo: «Necesitamos hablar». Pero me constaba que lo había leído hacía horas y no había recibido respuesta. Karl sabía lo que había hecho, estaba seguro de ello. Era la única explicación por la cual no me cogía el teléfono y no respondía, en especial, cuando había sido él quien no había parado de acosarme durante los últimos cinco meses. Quería que se hiciera cargo de sus propias meteduras de pata, que saldara su deuda y me sacara del lío en el que me había metido, pero también quería una explicación, una excusa, cualquier cosa que me ayudase a entender por qué me había vendido a alguien como César, consciente del peligro que sus actos implicaban para mí y mi familia. —Llevas más de una hora ahí sentado. Hasta se te han derretido los cubitos de hielo. —Linda se sentó a mi lado en el taburete y, como de costumbre, me robó el vaso. De inmediato estampo el vaso sobre la barra con una mueca de asco—. Puedo perdonarte que nunca tomes alcohol, pero un refresco aguado y caliente es más de lo que puedo soportar. ¡Dios! Sabe a pipí —masculló, sacudiéndose y haciéndole una señal al camarero para que nos trajese bebidas nuevas—. Está bien, ahora suelta lo que te pasa. Moví el vaso de refresco, recreándome en el choque de los cubitos con forma de mujeres desnudas. —¿Quién dice que me pase nada? —espeté, irritado—. ¿No puedo estar simplemente así? Linda soltó un dramático suspiro. —Jasha, cariño, soy tu amiga y sé que te ocurre algo. Podemos hacerlo por las buenas o por las malas, pero al final vas a soltarme qué es lo que te pasa, de modo que tú decides. ¿Lo hacemos por las buenas o por las malas? Adoraba a Linda, pero en momentos como ese siempre acababa preguntándome por qué. —¿Si te lo cuento, prometes no contárselo a nadie? Sus ojos se entrecerraron cuando me lanzó una mirada acusatoria. —¿En serio vas a preguntarme eso? Me pasé una mano por los ojos. —Estoy metido en un lío, uno gordo, y no tengo ni idea de qué hacer. Linda me colocó una mano reconfortante en el brazo. —Soy toda oídos. Tragué saliva —Es César de los Víboras… y Karl —comencé con dificultad—. Karl le ha entregado a César un vídeo comprometido de mí… Ya sabes, estando con él. —Mierda —siseó Linda, entendiendo enseguida la tesitura en la que me encontraba. —Lo están usando para chantajearme. Quieren que les pague la deuda de Karl. Ella me miró con seriedad. —Sabes que si pagas no habrá garantías de que te dejen tranquilo. Podrían seguir chantajeándote el resto de tu vida — dijo con gravedad. —Lo sé —musité, cansado—. Pero no estamos hablando de un simple chantaje. Son los Víboras, me harán pagar de un modo u otro. Ambos permanecimos unos minutos en silencio y me quedé mirando los billetes que volaban como confeti sobre el escenario, mientras Raquel se desprendía con sensualidad del sujetador y hombres con más dinero que sesos, vitoreaban y gritaban para que se deshiciera de la última prenda que le quedaba. —¿De cuánto es la deuda? —Cien mil dólares. —¡¿Qué?! —su voz salió chillona y sus ojos casi se le salieron de las órbitas de tanto que se le abrieron—. ¡¿Se han vuelto locos?! Reí sin ganas. —Eso ni siquiera es lo más ridículo del asunto. —¿Hay más? —Me han dado una semana para pagar… —vacilé—. Teniendo en cuenta que me lo dijeron ayer, me quedan siete días para ser exactos, seis si ellos cuentan el día de ayer. —¡No puedes estar hablando en serio! —Linda me miró horrorizada. Asentí. —No creo que quieran realmente que les pague, lo que buscan es que me convierta en una de sus putas, probablemente dentro y fuera de la cama. Karl sabía que le hago algunos trabajos sucios a Volkov. Seguro que querrán usarme para lo mismo o para sacarme información sobre la Bratva. —Estás jodido si lo haces. —Y si no lo hago también. —Jasha —pronunció Linda despacio, estudiándome alerta —. ¿Qué piensas hacer? —Solo tengo dos posibilidades si no quiero que le ocurra algo a mi familia. —¿Y esas serían? —preguntó llena de sospecha. —O hago lo que sea necesario para conseguir el dinero… —¿O? —insistió. —O… —Me estudié las manos—. O arranco el problema de cuajo. —¿Cómo? Alcé la cabeza para mirarla a los ojos. —Si yo no estoy, ya no importará si soy gay o no y la Bratva seguirá protegiendo a mi familia. Su mente tardó unos segundos en procesar lo que le estaba diciendo. Cuando lo hizo, sus pupilas se dilataron y sus ojos reflejaron algo cercano al pánico. Se levantó del taburete y me sujetó con ambas manos por los hombros para sacudirme. —¡No! ¡Ah, no! ¡No puedes estar refiriéndote a lo que creo que te estás refiriendo! ¡Nop, ni de casualidad! ¡No voy a permitir que lo hagas! —Puede que sea la única solución —contesté, quitándole con calma las manos y sujetándolas entre las mías. Su reacción fue de alguna forma calmante a pesar de su ansiedad. Linda sacudió la cabeza con determinación. —No puedes dejar que esos bastardos se salgan con la suya. Eres fuerte, Jasha, mucho más que nadie a quien haya conocido antes, y volverás a serlo ahora. Tienes que luchar por ti mismo y por tu familia, ese es el único camino. —No sé cómo hacerlo —admití con pesadez. —Encontrarás la manera. Recuerda que tu madre y tus hermanas no solo necesitan la protección de la Bratva, también te necesitan a ti, dependen de ti —insistió—, y si para continuar a su lado y mantenerlas a salvo, tienes que enfrentar las situaciones difíciles; entonces, eso es lo que harás. —Lo sé. —Me llené los pulmones de aire para soltarlo despacio en un intento por aliviar la presión que ejercían los miedos y preocupaciones que se estaban acumulando en mi pecho durante las últimas veinticuatro horas. —¿Ya has hablado con Karl? Negué con los hombros caídos. —No me coge las llamadas y tampoco responde a mis mensajes. —No sé qué esperaba de esa sabandija —masculló Linda —. Lo primero que tenemos que hacer es encontrarlo. —¿Cómo? —Tú lo conoces mejor que nadie, estuviste más de un año con él. Ve a los sitios que frecuentabais y pregunta a los amigos comunes que tuvieras con él. —¿Amigos? —resoplé—. ¿Los mismos que sabían que me ponía los cuernos y que se estaba aprovechando de mí sin hacer nada? —Conocidos o lo que sea —se corrigió Linda—. Yo usaré mis propios contactos. —Imagino que podría pedirle algún favor a alguno de los hermanos —accedí sin entusiasmo. —Genial. Cuando más recursos usemos, antes lo encontraremos. Aquella afirmación debió hacerme sentir mejor, pero no lo hizo. Volver a enfrentarme a Karl después de lo que me hizo y de las cosas que me soltó cuando terminé con él era lo último que quería hacer, y eso fue antes de que les pasase el vídeo a los Víboras para que me chantajearan. —Nena —Nora se acercó a nosotros, dándome un beso en la mejilla antes de girarse hacia Linda—, tienes a Carina desesperada buscándote. La próxima canción es la tuya. —¡Mierda, mierda, mierda! —siseó Linda corriendo en dirección al pasillo, pero a los pocos pasos regresó a mí y se lanzó a mi cuello aferrándose a mí con tal fuerza que temí que fuese a estrangularme—. Todo saldrá bien, ya verás. No tengo mucho, pero los dos mil dólares que tengo en el banco son tuyos. No me dio tiempo de contestarle antes de que se marchara a toda prisa. Tampoco creo que hubiese podido decirle nada, porque su sencillo ofrecimiento me había formado un gigantesco nudo en la garganta. Nora me estudió y apoyó una de sus enormes manos sobre mi hombro para darle un suave apretón. —No sé qué es lo que te ocurre, pero quiero que sepas que puedes contar conmigo cuando lo necesites. Fue una suerte que no dijese nada más antes de marcharse, porque, esa vez, no creo que hubiese podido retener las lágrimas. Cuando volví a revisar el móvil, nada había cambiado, tampoco lo había hecho en el club, al menos no mucho. Robert no había llegado, tal vez por eso el lugar hoy se sintiese tan solo y desangelado. Me habría gustado que estuviera y, mucho más, que volviera a tomar el control sobre mi cuerpo como lo había hecho la otra noche para hacerme olvidar hasta de mí mismo y, en especial, de mi desastrosa situación. ¿Qué habría sido de mi existencia si no hubiese pertenecido a la Bratva? ¿Qué sería de mi vida si un hombre como Robert se fijara en mí de verdad y estuviera dispuesto a dejarme formar parte de su vida? Una vida normal, de esas que salen en las películas, o al menos de esas que ves cuando te tomas el tiempo de sentarte en un banco y observas a la gente que pasa por allí… Olí al tipo que se sentó a mi lado antes de verlo. No puedo decir que apestase a sucio, pero desde luego que su sudor era casi tan penetrante como el del alcohol rancio que lo rodeó cuando abrió la boca. —¿Me dejas que te invite a una cerveza? Estuve tentado de aceptar, a pesar de que no me gustaba la cerveza y que tampoco me gustase realmente el tipo, pero entonces Linda salió al escenario y recordé sus palabras. Puede que no fuera tan fuerte como ella pensaba, pero tampoco era tan débil como para entregarme a alguien que no me gustaba por pura desesperación. Aún no, al menos. —No, gracias. —Empujé el vaso y un billete de diez pavos hacia el camarero y me marché sin prestar atención a lo que el tipo balbuceó a mi espalda. Esa noche quería a Robert y, si no podía tenerlo a él, no quería a nadie. 7
Eran las diez de la mañana y la temperatura ya era tan elevada
que tuve que secarme el sudor de la frente con el antebrazo. Solo podía imaginar el calor que debían tener las varias docenas de hombres y mujeres que se encontraban en ese momento en el campo de entrenamiento, siguiendo las directrices de los instructores. Estuve tentado de participar en las luchas cuerpo a cuerpo. Me habría venido bien la distracción en lugar de estar ahí sentado observándolos, mientras mi mente regresaba una y otra vez a una habitación oscura iluminada por una tenue luz roja y al cuerpo delgado de piel perfecta que había destacado contra las sábanas de satén barato del club. Frotándome el puente de la nariz, intenté no dejarme llevar de nuevo por aquella fantasía, por la memoria del tacto de su aterciopelada piel bajo mis palmas, los suaves gemidos que acompañaban mis embestidas o la facilidad con la que el chico se abrió a mí para luego atraparme, envolviéndome en una placentera agonía que me hizo correrme a los pocos segundos de hacerlo él. ¡Joder! Aún podía recordar con todo detalle cómo mi semen erupcionó contra la sedosa piel blanca y la imperiosa necesidad de volver a hundirme en él, sin preservativo y sin protección. Me conformé con introducirle mi semen con los dedos en una extraña urgencia de hacer que conservase algo mío en su interior. Había sido una situación insólita, casi vergonzosa, pero aun así, si volvía atrás, podía verme haciendo exactamente lo mismo. Jamás me había pasado algo semejante antes, claro que tampoco nadie había tenido nunca el efecto sobre mí que había tenido aquel chico desde el mismo instante en que lo descubrí sentado en la barra de aquel club de mala muerte. Joder, si hasta me la había jugado accediendo a subir con ellos a la habitación cuando yo no era de los que asumían riesgos innecesarios y, mucho menos, exponerme a la opinión pública y a mis clientes por mis apetitos sexuales y mi bisexualidad. En un mundo como el mío, ser gay equivalía a una debilidad. Los que de verdad estábamos al pie del campo de batalla sabíamos que no era así, pero no los clientes. Y cuando eran ellos los que pagaban los millones que costaban nuestros servicios, ellos eran los que decidían lo que podíamos y lo que no podíamos mostrarle al mundo sobre nosotros mismos. El estruendo de las ráfagas de disparos y las explosiones retumbando en mis oídos se entremezcló con el olor del polvo y el de la pólvora quemada desde el campo de entrenamiento. Sin embargo, a pesar de estar rodeado de acción y adrenalina, mi mente regresaba siempre al mismo punto: el chico que me había robado mis noches de sueño y que estaba empezando a convertirse en una obsesión. Mi visión se llenó con el ruego de los misteriosos ojos azules y volví a sentirme tan vivo, desesperado y, a la vez, vulnerable como me había sentido cuando el chico comenzó a seguir mis órdenes sin rechistar. El sonido de mi móvil rompió mi ensoñación, pero me bastó un vistazo al nombre de quien llamaba para reajustarme los pantalones y devolver mi escasa atención al campo de entrenamiento. Sabía que tarde o temprano tendría que hablar con Esther y que no podía evitarla para siempre, pero era la última persona con la que quería hablar en ese momento. —¿No piensas contestar? —preguntó Mark, sentándose al otro lado de mi escritorio. —Es Esther, la llamaré luego —respondí evitando mirarlo. —Ajá. —¿Ajá, qué? —pregunté irritado cuando no dejó de observarme de lado. Mi socio encogió los hombros y miró a la zona de tiros. —¿Cuándo piensas contarme lo que pasó el sábado pasado? —¿Qué te hace pensar que pasó algo? —pregunté con rigidez. —Para empezar que estás fumando —indicó con una mirada elocuente al cigarrillo que colgaba de mis dedos. Hacía años que había dejado de fumar, aunque de cuando en cuando seguía recurriendo a aquel vicio para calmar mi agitación o aclarar mis ideas—. Y, por otro lado, que comencé a notarte distraído el domingo. La única explicación que puede haber es que el motivo que sea que te ha tenido así toda una semana, ha debido de ocurrir el sábado por la noche. Me pasé una mano por la cara antes de apoyar los antebrazos sobre mis rodillas. —No ha pasado nada, nada que deba preocuparte o que afecte a la empresa. —¿Estás seguro? Titubeé. Si alguien se enteraba de lo que había hecho, entonces, sí que podía afectar a la empresa. —Fue algo personal. Mark arqueó una ceja. —Sabes que el significado de ser amigos implica que puedes contarme lo que te ocurra tanto si está relacionado con el trabajo como si no, ¿verdad? Apagué el cigarrillo en el cenicero. —No es nada del otro mundo, digamos que solo cometí el error de acostarme con alguien. Su ceja se arqueó. —¿Y no tomaste precauciones? Bufé. —Sí, claro que las tomé. —Pues sí que tuvo que ser malo. —¿Malo? Fue el polvo del siglo —gruñí molesto. —¿Y entonces por qué te arrepientes? —Me arrepiento porque… Mierda, no me arrepiento un carajo, pero ahora no consigo sacármelo de la cabeza. —El polvo o a la mujer. Vacilé. —No hubo mujer —admití—. Bueno, sí que hubo una, pero no participó más que como voyeur. Si te soy sincero, me olvidé de ella en cuanto la dejé arrodillada en un rincón. Dicho así sonaba bastante mal, pero a él no pareció preocuparle ese detalle. —De modo que te has acostado con un hombre. ¿Qué lo convierte en diferente a las otras docenas de veces que lo has hecho desde que te conozco? Fruncí el ceño. —Lo dices como si te pasara un informe cada vez que me acuesto con uno. Miró al cielo con cara de ruego. —Rob, no solo te veo cuando abandonas una fiesta con alguien, sino que también he compartido campamentos contigo y, créeme, resulta difícil ignorarlo cuando los haces chillar como si estuvieras atravesándolos con una estaca. —¿Estás comparando mi polla con una estaca? —me mofé sin poder retenerme. Mark resopló. —Sabes a lo que me refiero. Tú no eres precisamente de los que hacen el amor de forma vainilla y calmada. Echándome atrás en el asiento, solté un suspiro. —O sea, que me estás diciendo que todo el equipo oye lo que hago o no hago cuando salimos de campamento. —Sip. —Sip, ¿qué? No vas a ponerme esa cara sin terminar de soltar lo que tengas que decir. —Que también hay una apuesta en cada salida para ver a quién te vas a follar. —Genial —repliqué con sequedad—. Justo lo que me faltaba. —Vamos, no es tan grave. Los que te conocemos sabemos que es tu forma de liberar estrés y a nadie le parece mal, más bien al contrario. —¿Qué significa más bien al contrario? —Que algunos viven su sexualidad a través de ti y que otros están deseando que los elijas para averiguar si el motivo por el que tus amantes gritan tanto y acaban levantándose al día siguiente andando raro es parte de tu marca personal. Lo miré paralizado. —Dime que me estás tomando el pelo. —Te estoy tomando el pelo —repitió con una expresión impasible que hacía difícil adivinar si lo decía en serio o si solo lo repetía porque yo se lo había dicho—. Y ahora regresemos al asunto verdaderamente importante. ¿Qué es lo que te ha conmocionado tanto de ese tipo? —¿La verdad? No lo sé. —Era una mentira a medias, porque me constaba que había sido un conglomerado de cosas y, entre ellas, la vulnerabilidad del chico, su forma de someterse a mis deseos y su mirada llena de ruego, y lo poderoso que me hacía sentir, pero eran cosas que Mark no necesitaba conocer, en especial, porque se sentía como una traición hablar de algo tan íntimo con otro hombre que no fuese… Jasha. —¿No sabes qué lo convierte en diferente? —preguntó mi amigo, escéptico. —Que me estoy obsesionando con él, eso es lo que es diferente. No puedo sacármelo de la cabeza y estoy tentado a regresar por comprobar si vuelve a ser así. —Entonces, hazlo. Regresa a donde sea que lo encontraste, repite y sácatelo del sistema. —No es tan sencillo. —¿Por qué no? —Fue en un club de estriptis que pertenece a la Bratva y, de hecho, sospecho que el chico pertenece a ella. Mark se pasó una mano por su cabello. —Ah, bien… ¡Mierda! —¿Lo ves? —Joder, macho, no te lo tomes a mal, pero cómo se te ocurrió cometer semejante metedura de pata. —Mark se frotó la barbilla con preocupación en sus ojos. Estabas allí para hacer un trabajo, no para meterte en la cama con el enemigo de nuestro cliente. ¿Tienes idea de lo que te podría haber pasado si te descubren allí con los pantalones bajados? Gemí para mis adentros. —Estaba más preocupado por cómo podía afectar a nuestra economía que el chico me reconociera y pudiera divulgar que soy bisexual, pero, ahora que lo dices, tienes razón. —La verdad es que no creo que tengas que preocuparte por eso. —¿Por? —A menos que el heredero Volkov haya dado un cambio de ciento ochenta grados desde la muerte de su padre, la sección Volkov de la Bratva es extremadamente conservadora. Ni siquiera sé cómo el chico se atrevió a acostarse contigo. Lo más suave que le pueden hacer si se enteran de que es gay es meterle un tiro en la cabeza. De alguna forma, aquello consiguió que el estómago me diese un vuelco. —Creo que eso explica por qué me ofrecieron un trío cuando el chico es homo al cien por cien. —Mmm… Eso podría ser una explicación plausible. ¿Sabes una cosa, Rob? —preguntó después de que ambos nos mantuviéramos en un distraído silencio. —¿El qué? —Que se me ocurre que podrías matar dos pájaros de un solo tiro. —¿De qué estás hablando? —De que a veces, el trabajo y el placer no son incompatibles. 8
De camino al lugar donde mi contacto me había informado
que podría localizar a Karl, mis dedos tamborileaban ansiosos sobre el volante. La mano de Liv se posó con suavidad sobre mi muslo. —¿Te encuentras bien? Solté un profundo suspiro y me forcé a sonreír. —Perfecto —mentí. No estaba preocupado por mí, sino por ella y mi familia. Quería… ¡No! Necesitaba protegerlas, y para hacerlo no podía dejar que mis emociones me dominaran. —¿Te sientes listo para enfrentarte a Karl? —Incluso sin mirarla, sabía que ella estaba observándome con atención. Asentí. —Lo estoy —respondí con un nudo en la garganta que hizo que mis palabras se escucharan ásperas y apenas audibles —. No puedo permitirle que siga poniéndonos en peligro — solté el mantra que llevaba repitiéndome desde que salimos de su apartamento. —Entonces, no te lo pienses más —dijo, dándome un suave apretón—. Cuanto antes nos enfrentemos a él, antes podremos marcharnos y olvidarnos de todo. —Era más fácil decirlo que hacerlo, pero llevaba razón. Quería superar aquella mierda lo antes posible—. Lo peor que puede pasar es que se niegue a asumir su responsabilidad —finalizó como si pudiera leerme la mente. Me invadió una profunda vergüenza. Era un cobarde. Lo sabía y no podía hacer nada por remediarlo. Lo malo no era que no supiera defenderme. Karl me asustaba y tenía que enfrentarme a él, a la posible debilidad que me provocaba cada vez que me encontraba en su presencia y la manera en que mi corazón todavía se comprimía ante el daño que me había hecho tanto en el pasado como en la actualidad. En cuanto aparqué el coche en el abandonado almacén de chatarra, respiré hondo y me concedí el lujo de cerrar un momento los ojos, tratando de enfocar mis pensamientos en la tarea que tenía por delante. La imagen de Karl, con sus atractivas facciones, su cabello oscuro revuelto y sus ojos azul hielo, se formó en mi mente. El muy cabrón siempre había sido endemoniadamente guapo y poseía ese aire sexi de chico bueno que se ha salido del sendero. La mezcla de ira, terror y desesperación que me llenaba desde mi encontronazo con César y sus hombres se inclinó en la balanza hacia la furia. Furia por su traición, furia por la situación en la que me había metido y furia conmigo mismo por no saber cómo manejar la situación. Cuando abrí los párpados de nuevo, Liv estaba estudiando el desolado entorno. Tenía que admitir que no era un sitio en el que hubiera querido estar y entendía a la perfección que ella no quisiera estar allí tampoco. Me invadió la culpabilidad. No debería haber accedido a traerla conmigo ni siquiera cuando había insistido en venir. —Quizá deberías esperarme en el coche. No creo que tarde mucho —sugerí con suavidad, tratando de ocultar mis propios nervios y, de paso, evitar que ella tuviera que atestiguar cómo me convertía en el ser patético y necesitado que solía ser ante la presencia de Karl. —Ni lo sueñes —respondió, abriendo la puerta y saliendo sin más. Mascullé una maldición mientras la seguía apresurado. ¡Maldita fuera! Si le pasaba algo a la muy cabezota, Sokolov me iba a desmembrar extremidad por extremidad, y eso sería solo el inicio de su tortura. Al abrir el vehículo, me recibió el frío aire del atardecer. Era casi como una advertencia, una que tuve que ignorar para no volver a meterme en el coche, cerrar la puerta y arrancar el motor para sacarnos pitando de allí. —Liv… —No voy a quedarme sola en este vecindario, estoy más segura contigo —insistió a pesar de que le había aparecido una ligera capa de sudor en la frente. Por más que me hubiera gustado encerrarla en el Pontiac, sabía que ya era demasiado tarde y que me tenía pillado. —De acuerdo, vamos, pero prométeme que, si ocurre algo, lo más mínimo, te largas. Toma las llaves. —Le pasé el llavero y la miré fijamente hasta que lo aceptó. —Jash… —No hay trato —la corté con firmeza, adivinando lo que estaba a punto de decir—. Si pasa algo, corres al coche y te largas sin mirar atrás. Karl no solía ser violento, al menos no cuando había testigos, pero era imposible de prever cómo reaccionaría una rata como él al verse arrinconado. En un gesto instintivo, comprobé la pistola que tenía guardada en la espalda, sujeta por el cinturón. —No va a pasar nada —me aseguró, alzando el mentón, aunque su voz tembló—. Te conozco, eres más fuerte de lo que crees y sabrás manejar lo que se nos venga encima. Sin pretenderlo, mis labios se curvaron en una media sonrisa. Era una malísima actriz, pero aun así era adorable cuando trataba de mentirme para infundirme confianza. —Cuando te pones así, me entran ganas de acogerte en adopción —bromeé, riendo un poco más cuando ella resopló fingiendo irritación. —Yo soy la hermana mayor en nuestra relación, ¿recuerdas? Como mucho sería yo la que te adoptaría, algo que no va a pasar porque ya me sobra con tener que compartir mi cuarto de baño con Sascha. Me llevé la mano al corazón con un gesto dramático. —¡Ayyy! Eso ha dolido —lloriqueé con una mueca teatrera. Liv consiguió mirarme seria durante exactamente dos segundos, antes de que se le escapara la risita que había estado tratando de retener. Mis hombros se relajaron un poco. —Pues que no te duela. Sé el tiempo que tardas en el baño cada vez que entras a peinarte. —Propinándome una palmada en el pecho, se dirigió al viejo almacén, obligándome a seguirla. Por si afuera no hiciera suficiente frío, a través del desolado cementerio de chatarra, en el que los restos abandonados de los vehículos parecían observarnos desde sus tumbas, corría una corriente de aire helado que convertía el recinto en el escenario ideal de una película de terror. A lo lejos, Karl se encontraba sentado en lo que bien podría haber pasado por un improvisado trono compuesto por retorcidas y oxidadas piezas de metal, fumando con despreocupación. Mis puños se crisparon. Ni siquiera parecía sorprendido de verme allí y, lejos de tratar de huir, sus labios se ladearon en una victoriosa sonrisa. —Jasha —musitó Liv entre dientes a modo de advertencia. Obligándome a ignorarla, controlé mi expresión y, ajustándome la chaqueta, me encaminé hacia Karl. Me detuve a unos metros de él y estudié su calmado gesto mientras se llevaba el porro a los labios. —Tengo que admitir que esperaba que vinieras antes a buscarme —me saludó con indiferencia. Apreté la mandíbula. —Entonces, ya sabes a qué he venido —repliqué con frialdad. Karl soltó una risa sarcástica, apagando su porro en el brazo metálico de su trono y, después de lanzar la colilla al suelo, me miró con una sonrisa burlona. —¿En serio crees que tengo sesenta mil dólares, guapetón? —se mofó. —Cien mil. César me ha pedido cien mil —lo corregí. Karl rio de nuevo. ¿Cómo no me había dado cuenta nunca antes de que su risa carecía de la calidez de las personas normales? Más que alegre o divertida, la suya sonaba cruel. —Ah, ya veo, el cabrón de César ha decidido sacarle provecho a los vídeos que me sonsacó. A la mención de vídeos en plural, mis entrañas se congelaron con un escalofrío. ¿Cuántos vídeos le había pasado? —¿Cómo pudiste darle algo tan íntimo entre nosotros? ¿Tienes idea de lo que puede significar si les llegan a mis hermanos de la Bratva? La sonrisa de Karl desapareció al levantarse. —¿Tienes idea tú de lo que me hubieran hecho si no les hubiera dado algo que los calmara? Me gano la vida con esta cara. No podía permitirme el lujo de que me la desfiguraran. Un sabor amargo se extendió por mi paladar. Aquella era otra de las muchas mentiras que descubrí sobre él después de dejarlo. No solo se ganaba la vida prostituyéndose, sino que usaba su cuerpo para seducir a viejos homosexuales a los que luego robaba y extorsionaba. —Pero sí podías permitirte que a mí me descuartizaran por tu culpa, ¿no? Karl rodó los ojos y saltó al suelo. —No seas tan melodramático, sigues aquí vivito y coleando. —¿Hasta cuándo? —Págales lo que quieren y se habrá resuelto el problema. Lo miré incrédulo. ¿Cómo de fácil se creía que era sacar semejante cantidad de la nada? —¡No tengo ese dinero y, además, eres tú el que debe pagarlo, es tu deuda! —¿Ves? Ahí es donde te equivocas. —Ladeó la cabeza y me estudió con sus fríos ojos—. Para empezar, casi la mitad de esa deuda es tuya, no mía. Yo solo debía sesenta, el resto te lo han endosado por ser tú o porque quieren algo de ti. Y, segundo, basta que se lo pidas a tu sugar daddy de la Bratva. Estoy seguro de que te lo dará sin pensárselo dos veces si descubre que tu lindo trasero está en juego. —¿Sugar daddy? ¿De qué diablos estás hablando? —¿Crees que no me he dado cuenta de cómo te protege ese tal Sokolov? —¿Sokolov? —parpadeé confundido—. No tengo ni idea de qué estás hablando y, de hecho, César me ha amenazado con no meter a la Bratva en esto. Karl encogió un hombro. —En ese caso es tu problema. Dales lo que quieren de ti y te dejarán tranquilo. —¡Ya te he dicho que no tengo forma de conseguir tanto dinero en cuestión de días! —Lo cierto es que dudo mucho que hubiese conseguido ese importe, aunque me hubieran dado años para reunirlo. De sus labios escapó un siseo despectivo. —Lo que quieren de ti no es el dinero. No son tontos y saben que no puedes conseguir tanto en tan poco. Te han enviado a una misión imposible para obtener lo que de verdad buscan de ti. Mi corazón retumbó con fuerza en el pecho al comprender que tenía razón. —¿Me estás diciendo que pretendes que me prostituya para pagar tu deuda? —pregunté airado. —¿Por qué no? No es la primera vez que lo haces. —¿Qué? —El tiempo pareció detenerse a mi alrededor mientras sus palabras se repetían en mi mente como un eco—. ¿Por qué no dejas de decir sandeces? La sonrisa ladeada que me dedicó me puso el vello de punta. —¿Por qué crees que me gustaba tanto participar en orgías y verte follando con otros? Vamos —dijo al verme mudo—, tuviste que planteártelo en algún momento. Todo el mundo sabía que estabas a la venta, de hecho, pagaban mejor por ti que por mí. ¿O por qué crees que mi deuda ha aparecido justo cuando me has dejado? ¿Ves? En el fondo, lo que debo es tu responsabilidad. Si siguieras conmigo, jamás nos hubiéramos visto en esta situación. Tragué saliva. ¿Cuándo iban a acabarse las traiciones de Karl? ¿Cuándo iba a llegar el momento en el que pudiera descansar con la tranquilidad de que no me esperaba otra de sus sorpresas a la vuelta de la esquina? El recuerdo de los hombres con los que me acosté junto a él formando tríos, las veces en las que él se mantenía al margen con la excusa de que solo quería ver cómo me corría, las orgías, los ojos vendados y las esposas en mis muñecas… Se me levantó el estómago mientras una sensación sucia y contaminada se extendía por mi piel y mi alma. Gente, desconocidos, habían pagado por follarme y yo jamás me había dado cuenta de ello. De hecho, rara vez me apetecía participar en esos jueguecitos de Karl, pero lo hacía para satisfacerlo y porque no quería arriesgarme a perderlo siendo un maldito puritano como él solía llamarme. —Se acabó, esto no es un juego, Karl —intervino de repente Liv, con determinación, salvándome de mi propia incapacidad de defenderme—. Es tu deuda y la pagas tú. Y si para hacerlo tienes que prostituirte, entonces, lo haces tú. Ya le has hecho pasar por suficientes mierdas. —¿Y tú quién carajos eres? —le preguntó a Liv con una mirada despectiva— ¿La niñera de Jasha o algo así? Liv alzó la barbilla y temí lo que fuera a decir antes de que se le escapara por la boca. —Soy la mejor amiga de una de las mujeres más poderosas de esta parte del país y puedo garantizarte que a ella le importa un pepino si Jasha es gay o no. De modo que si crees que el que te rajen la cara te va a joder el negocio, no te imaginas lo que te lo va a joder el que te corten a pedacitos y tiren tus restos en una granja de cochinos. —Uuuh… Qué miedo —se burló Karl, aunque en sus ojos se reflejó una repentina inseguridad. No me extrañaba. La sonrisa que le dedicó Liv me dio escalofríos incluso a mí. —Deberías tenerlo. En la Bratva todo el mundo conoce la historia de cómo le arrancó a un tipo la polla con los dientes. Es un poco psicópata, pero no duda en hacer lo más mínimo cuando se trata de sus amigos. Yo soy su amiga y Jasha es el mío. La repentina palidez de Karl fue señal suficiente de que empezaba a considerar si estaba hablando en serio. —Es una lástima, pero, como ya he dicho, no puedo ayudaros. —Sus ojos se encontraron con los míos—. A menos que quieras volver conmigo. Conozco justo los clientes que se harían cargo de tu deuda y podríamos olvidarnos de todo este asunto. —Ni en tus sueños más locos —escupí a sus pies con asco —. Prefiero morir antes de volver a estar con un desperdicio humano como tú. —En ese caso, supongo que tendrás que enfrentarte a las consecuencias —dijo, quitándose el polvo de la chaqueta como si mi presencia la hubiera contaminado. —Karl… —mi voz tembló de rabia, mis últimos trazos de control balanceándose peligrosamente al borde del precipicio —. No voy a volver contigo. Prefiero enfrentar lo que sea que César me tenga preparando antes que volver a ser uno de tus juguetes. La sonrisa segura de Karl se desvaneció. Por unos segundos creí ver en él al chico que me enamoró al principio de nuestra relación, pero tuvo que ser un simple producto de mi imaginación, porque un parpadeo después aquella versión más suave y juvenil de él había desaparecido. —Eso es lo que dices ahora —espetó Karl con desprecio —. Pero todos tenemos un precio, bonito. Tarde o temprano, lo descubrirás. Me negué a responder a su provocación. Sabía lo que tenía que hacer y había ido allí mentalizado para hacerlo. Solo había una cosa que seguía impidiéndome seguir adelante. Le eché un vistazo a Liv, pero, lejos del miedo o juicio que esperaba encontrar, me sonrió y asintió, dándome permiso para seguir adelante. Sin dudarlo ni un segundo más, saqué mi pistola de la cinturilla y apunté al chico que me prometió amor y en vez de ello me había jodido la vida. Mi corazón palpitaba con fuerza en mi pecho. Sentía tanto miedo como rabia ante la situación, pero si no aceptaba hacerse cargo de su propio error, lo último que podía permitirle era que siguiera incrementando su deuda y que me usase de forma indefinida como su moneda de pago e, incluso, involucrara a mis hermanas o a Liv en el asunto. —En ese caso —imité sus palabras anteriores—, supongo que comprenderás porqué es mejor que mueras. 9
En cuanto vi a Jasha y a Liv montándose en su viejo Pontiac
con expresiones preocupadas y hombros tensos, supe que no tenían nada bueno en mente, pero lo último que esperaba al seguirlos fue acabar en un viejo almacén de chatarra con Jasha apuntando a un guaperas moreno con una pistola. Maldije para mis adentros. El chico tenía la mano firme, todo había que decirlo y, después de lo que había escuchado de su conversación, que el tal Karl palideciese al ver el arma y que su actitud arrogante desapareciera al fin fue toda una satisfacción. De hecho, coincidía en que el muy cabrón se merecía morir, el problema era que Jasha no era consciente del tipo armado que los estaba espiando desde detrás de uno de los chasis abollados. —¡Espera! ¡Espera! —Karl alzó las manos, alarmado—. Pagaré —el miedo en su voz contrastaba con las palabras altaneras que había proferido momentos antes—. Conseguiré el dinero. Consideré acercarme a ellos, pero el peligro a exponerme era demasiado grande. Lo último que entraba en mis planes aquel día era que Jasha descubriese que había estado espiándolo y, si lo que sospechaba era cierto, no podía ni debía intervenir. —Prométemelo —le exigió Jasha a Karl, manteniendo la pistola apuntada con firmeza hacia él. Hacía bien en asegurarse de que no se echara atrás en su compromiso, aunque me temía que allí había mucho más en juego de lo que Jasha se imaginaba. —Lo prometo —la voz de Karl se quebró, demostrando que había comprendido la gravedad de la situación. ¿Sería consciente del otro tipo que estaba allí con ellos? ¿Se trataba de su colega? Era difícil saberlo. —Si no lo cumples, volveré a por ti —advirtió Jasha, bajando despacio el arma—. Y recuerda que mi familia no tiene nada que ver en esto, mantenla al margen. —Lo sé —admitió Karl con un suspiro de resignación—. Lo arreglaré. En el momento exacto en que Karl miró en dirección al francotirador oculto, supe que mentía y que aquello no había sido más que una trampa. Antes de que pudiera tomar una decisión sobre qué hacer o encontrar una forma de avisar a Jasha sin que averiguase que era yo, la enorme puerta metálica del almacén se abrió de golpe y un furgón negro entró con un notorio ronroneo, deteniéndose en seco a un metro de Jasha. Con la adrenalina corriéndome por las venas, observé cómo varios tipos con bates de béisbol y cadenas salían del vehículo y no tardé en reconocer el tatuaje de la víbora que dos de ellos mostraban en los antebrazos, dejando claro a qué banda callejera pertenecían. Si Jasha no conseguía suavizar las cosas, no iba a salir vivo de allí. La idea hizo que se me retorciera el estómago. No había ningún motivo por el que debiera sentirme así por alguien a quien apenas conocía, pero la idea de que le pasara algo no me gustaba. Si hubiera tenido dos dedos de frente, solo dos, me habría largado de allí en lugar de permanecer oculto en mi escondrijo. Maldije para mis adentros al reconocer el tipo latino que se bajaba del coche con una sonrisa siniestra en su rostro. —Vaya, vaya, vaya —dijo César, examinando la escena—. ¿Qué es lo que tenemos aquí? —César. —Jasha se interpuso entre el grupo recién llegado y la chica que iba con él. Si César tenía, aunque solo fuera la mitad de vista que yo, seguro que notaba cómo ahora sí que le temblaba a Jasha la pistola en la mano. Sus esperanzas de salir indemne eran escasas, pero si esos tipejos se daban cuenta del miedo que sentía, aún tendría menos posibilidades. Aquella pistola era la única salida que tenía, suponiendo que de verdad supiera manejarla. Por unos segundos consideré enviarle un mensaje a Mark para que me enviara uno de los equipos, pero por muy rápidos que fueran, no iban a poder llegar a tiempo. Tampoco era como si a Mark le fuese a alegrar mi decisión de ayudar a Jasha, en especial cuando se enterara de mi sospecha de que nuestro cliente estaba tras aquella emboscada. —Jasha —respondió César con desdén mientras se acercaba a él en un tranquilo paseo —. Estás bastante metido en problemas, amigo—. Sus perspicaces ojos se posaron en la chica congelada detrás de Jasha. —No hay ningún problema —le contestó Jasha con demasiada precipitación—. Karl ya ha prometido hacerse cargo de su propia deuda y pagar. —¿En serio? —César soltó una carcajada—. ¿Y dónde está Karl? Mmm… Yo no lo veo en ninguna parte. ¡Maldita fuera! Ni siquiera me había dado cuenta de cómo había escapado el muy cabrón, aunque eso dejaba claro en qué consistía la trampa que le habían montado a Jasha. —Él… Yo… —Jasha miró desesperado a su alrededor. Algo en mi pecho se removió al ver una nueva traición reflejada en su rostro. Sin importar lo que ocurriera allí ese día, Karl iba a pagar por ello, yo mismo iba a encargarme de que así fuera. No me gustaban los cobardes y, mucho menos, la gente que desconocía el significado de la palabra lealtad. —Creo que es hora de darte una lección y mostrarte por qué no se juega con los Víboras. —César se limitó a alzar la mano con un ligero gesto de llamada para que sus hombres se pusieran en marcha. —¡Alto ahí! —gritó Jasha—. Preferiría no tener que disparar, César. Sé que al final me cogeréis, pero no sin que la mitad acabéis muertos antes. Jasha fue a alzar la pistola, pero la sonrisa de César se amplió burlona. —Yo que tú me lo pensaría si no quieres perder a tu amiga. El francotirador que se había acercado a Liv desde atrás le propinó un golpe en el rostro. Su grito de dolor resonó por el almacén mientras caía al suelo, justo antes de que lo hiciera el clic del seguro de la pistola que ahora la apuntaba. —¡Liv! —exclamó Jasha angustiado, pero el titubeo apenas duró un instante antes de que soltara su pistola con cuidado sobre el suelo. En cuestión de segundos, los Víboras lo tenían rodeado y los jadeos de dolor del chico resonaron por la enorme nave, congelándome la sangre en las venas cuando comenzaron a golpearlo sin piedad. —A la mierda —mascullé cuando Jasha soltó un ahogado grito de dolor y Liv recibió un puñetazo al defenderse del brusco manoseo con el que el francotirador estaba toqueteándole los pechos. No era un héroe, pero me quedaba la suficiente humanidad para negarme a presenciar cómo mataban a palos a dos inocentes. Era consciente de que lo que estaba a punto de hacer iba a tener sus consecuencias, pero también sabía que no podría dormir por la noche si no hacía algo. 10
Conseguí arrastrarme hasta un viejo chasis justo a tiempo de
proteger mi espalda apoyándome en él, cuando llegó el primer latigazo con una de las pesadas cadenas. Casi de inmediato siguió una patada y un escupitajo. Me encogí sobre mí mismo en un intento por proteger mis órganos vitales y me tapé la cabeza con los brazos mientras me lanzaban golpes e insultos. Luchar o tratar de defenderme era inútil, no cuando ellos eran cinco y yo solo uno, y mucho menos cuando tenían presa a Liv. Era poco probable que fueran a matarme. O al menos eso esperaba. Mi vida les suponía ingresar cien mil dólares o tal vez más, pero tampoco era algo a descartar. Me preocupaba más Liv, aunque en el instante en que uno de sus golpes con la cadena irradió un agudo dolor en mi costado, incluso eso pasó a un segundo plano. Solo esperaba que Dios se apiadara de mí y que me robara la consciencia cuanto antes. Más que el sonido de sus pasos, vi un movimiento periférico entre las piernas de mis atacantes, quienes se encontraban tan entretenidos conmigo que no se percataron. Resonó el grito de uno de ellos y, por fin…, paz. Pasaron varios segundos, tal vez minutos, antes de que en mi consciencia penetrara el motivo por el que habían dejado de atacarme y por qué a través de la nave resonaban gritos y golpes. Forzándome a abrir los ojos y mirar, mi magullada mandíbula se abrió por voluntad propia al reconocer al hombre alto y musculoso, vestido de los pies a la cabeza de negro. Luchaba con destreza contra los tres tipos que aún se encontraban de pie, convirtiendo el almacén en un caótico campo de batalla. Cadenas crujían, bates de béisbol se rompían y gritos de agonía, que no eran los míos, llenaban el aire. Cada golpe que lanzaba y bloqueaba aquel hombre era un testimonio de lo peligroso que era. Era alucinante verlo luchando con aquella maestría y seguridad, pero más asombroso fue que estuviera allí, luchando por mí, cuando pensaba que jamás volvería a verlo. Robert se movía con una gracia y precisión asombrosa, bloqueando los ataques con una habilidad que me dejaba perplejo. Era evidente que sabía lo que se hacía y que manejaba al menos un tipo de arte marcial, aunque sospechaba que estaba combinando la técnica de varias. Mis ojos se encontraron con los suyos y, como si estuviéramos en una película de Hollywood y yo fuera una damisela en peligro a la que estaba salvando, me guiñó un ojo. Me habría reído de haber podido, no porque me hiciese gracia que me convirtiera en la damisela en apuros, sino porque sentí una chispa de esperanza de que podíamos salir indemnes de allí. Gemí al tratar de incorporarme. Puede que lo de salir indemnes fuese una exageración. ¡Caray! ¡Cómo dolía! —¡Sácala de aquí y largaos! Yo me encargo de ellos — ordenó Robert, derribando a otro de los atacantes sin demasiada dificultad, a pesar de que el tipo tenía una enorme navaja en las manos. Estuve por protestar y negarme a marcharme sin él, pero un vistazo a Liv, que se encontraba tirada en el suelo no muy lejos de otros dos de los secuaces que habían venido con César, me recordó que mi primera obligación era ella. Robert parecía saber cómo defenderse, a juzgar por cómo respondía con movimientos rápidos y fluidos a la ofensiva de los dos atacantes que aún quedaban en pie. Ignorando el frío que se filtraba a través de mi ropa y el dolor y la agonía que apenas me dejaban respirar, reuní las últimas reservas de fuerzas y me arrastré hasta mi pistola para recogerla. Después la agarré con determinación, sintiendo su peso familiar en mi mano. Podría haberle dado un tiro a cada uno de aquellos malditos capullos en la cabeza, pero con Robert allí como testigo, lo último que quería era arriesgarme a acabar en chirona. —¿Liv? —pregunté con voz temblorosa antes de llegar a trompicones hasta ella, evitando a los dos tipos inconscientes, un tubo de escape y un volante—. ¿Estás bien? ¿Ella sola se había deshecho de esos dos miserables? ¡Caray! Sokolov debería haberla contratado a ella para defenderme a mí y no al contrario. Liv se giró con un gimoteo. —Creo que sí —respondió, haciendo un esfuerzo por incorporarse mientras mantenía una pistola en la mano—. Me siento como una muñeca de vudú usada, pero sigo vivita y coleando. —¿Y tu corazón? —Latiendo —me sonrió con una mueca. Tenía la tez pálida, más que de costumbre, pero sus labios estaban rosados, no azulados. Aquella era una buena señal, ¿verdad? —Lo siento —repetí, abrumado por la culpa—. No había previsto que esto pudiera acabar así. Liv me fulminó con la mirada. —Ahórrame esas pamplinas ahora mismo —siseó, poniéndose a cuatro patas. Luego iba a tener que preguntarle qué había pasado con aquellos dos pandilleros que se encontraban allí tirados, pero lo primero era lo primero. —Tienes razón. No es el momento, tenemos que largarnos de aquí. —¿Y ese tipo? —Señaló con la barbilla en dirección a Robert, que seguía luchando con el único Víbora que aún permanecía en pie, pero no se me escapó que otro de los que ya había derribado estaba incorporándose algo aturdido y buscaba un arma por el suelo. —Vamos, tenemos que irnos. Robert no aguantará demasiado si esos capullos vuelven a levantarse. ¿Puedes andar? Liv resopló. —¿Puedes hacerlo tú? Solté un profundo suspiro, pero me arrepentí en cuanto el agudo dolor volvió a atravesarme. No creía que tuviera ninguna costilla rota, pero no había ninguna duda de que estaba magullado. —Apóyate en mí y luego me ayudas tú a mí —le indiqué, apretando los dientes en un intento por prepararme para el dolor que estaba por venir. Liv asintió, pero, a pesar de que colocó sus manos sobre mis hombros, no terminó de apoyar su peso sobre ellos. Luego me ayudó a levantarme. Con los dientes apretados, le eché un último vistazo a Robert antes de irnos. Me habría fascinado quedarme a observarlo. Sus movimientos me recordaban a una danza mortal, una coreografía de golpes y esquivas. Los puños se encontraban con carne y hueso y la sangre salpicaba los alrededores entremezclándose con el sudor. Mi respiración se volvió más agitada y tuve que obligarme a despegarme del hipnótico espectáculo. El silencio del exterior resultó inquietante después del tumulto de la pelea que seguía resonando en el interior. Sujeté con firmeza mi pistola mientras exploraba los alrededores con la mirada en busca de peligro. No fue hasta que llegamos a mi coche que solté una maldición. —¿Jasha? —preguntó Liv, preocupada. —Me han pinchado las ruedas. No vamos a llegar muy lejos —admití con la desesperación atenazándome garganta. ¡Mierda! ¿Es que no había nada que pudiera salir bien aquella tarde?—. Voy a llamar a Sokolov. Cuando saqué resignado mi móvil, que ahora tenía la pantalla astillada, Liv me colocó una mano sobre el brazo. —¿Estás seguro? —No nos queda otra. Prefiero que Sokolov se enfade conmigo a que te ocurra algo. Liv no tuvo la oportunidad de replicarme. Un SUV negro frenó en seco a nuestro lado y el conductor bajó la ventanilla. —Vamos, subid —ordenó Robert—. Me encargaré de que alguien os recoja el coche luego. Un vistazo al viejo almacén me dijo todo lo que necesitaba saber. Robert había dejado KO a nuestros asaltantes, pero no por mucho, y cuando se recuperaran, el ataque de antes iba a parecer una broma infantil. —Vamos, sube al coche —le indiqué a Liv sin pensármelo mucho. —¿Lo conoces? —murmuró ella reticente. —Sí —respondí, abriéndole la puerta y empujándola dentro antes de seguirla con dificultad cuando mi cadera y mi costado protestaron. Dudaba mucho que ella quisiera averiguar cuánto lo conocía en realidad. —Soy Robert Steele, de industrias Steele —replicó Robert, poniendo el coche en marcha. Liv titubeó, pero acabó por relajar los hombros. —Liv, Liv Hendricks. Gracias por ayudarnos y sacarnos de allí. —No podía no hacerlo —replicó Robert con un sencillo asentimiento. Nuestras miradas se encontraron a través del espejo retrovisor, la suya impenetrable y perspicaz, la mía… A saber, con el torbellino de emociones que me estaban arrasando por dentro. Solo tenía una certeza en ese momento: seguía vivo y esperaba seguir estándolo el tiempo suficiente para que él cumpliera la promesa que me lanzaban sus dilatadas pupilas. 11
Tengo que admitir que me sorprendió el pequeño bloque de
apartamentos en Newton frente al que estábamos aparcados. Debería haber imaginado que Jasha viviría en ese barrio, conocido por su considerable población rusa, pero supongo que esperaba algo un poco más cochambroso, dado su viejo Pontiac y sus zapatillas desgastadas. El edificio, en esencia, era encantador y reflejaba la gracia clásica de la arquitectura tradicional, con sus distintivos ladrillos rojos, los grandes ventanales y los balcones de hierro. La calle parecía tranquila y el ambiente era sosegado con los pequeños jardines comunitarios con árboles y arbustos que recorrían las aceras delante de las casas. El carraspeó de Jasha interrumpió el silencio en la cabina del Range Rover, podía notar el cansancio en su rostro y el efecto de las dos inyecciones que le había puesto el médico. Debería haberle permitido marcharse desde el momento en que aparqué frente a su casa, pero no podía hacerlo hasta tener las ideas claras sobre lo que pasaba y cómo resolverlo. Desde que había empezado mi interrogatorio sobre lo que había sucedido en el viejo almacén de despiece, Jasha no había parado de retorcerse las manos en el regazo, mientras sus ojos parecían estar cerrándose una y otra vez como si de un momento a otro fuera a quedarse dormido. Me invadió una ligera culpabilidad por aprovecharme de su estado, porque estaba claro que no era ni siquiera consciente de todo lo que me estaba contando, y apostaba a que al día siguiente se arrepentiría de su sinceridad, suponiendo que lo recordara. —Lo siento, me estoy quedando dormido. Creo que será mejor que me vaya antes de que me veas roncando — murmuró con pesadez—. Gracias por intervenir y… salvarnos el culo a mí y a Liv. —¿Qué piensas hacer con respecto al dinero y al chantaje? —No era una buena idea preguntarlo y mucho menos involucrarme más de lo que ya lo había hecho, pero la pregunta se me escapó antes de poder retenerla. —Pagarla, no me queda otra —soltó, desanimado. Entrecerré los ojos con una repentina sensación de alarma. —¿Y de dónde vas a sacar esa cantidad de dinero? Jasha apretó los labios. —¿Importa? —Preferiría no leer mañana en el periódico que te han pegado un tiro en un atraco que ha salido mal o que estás en la cárcel —mascullé entre dientes. Jasha resopló con mofa. —¿Qué clase de negocio tiene cien mil dólares en efectivo para robar hoy en día? Y mis conocimientos solo llegan a las cajas fuertes tradicionales, no tengo ni idea de cómo funcionan las que usan sistemas de reconocimiento digital. Además, tampoco tengo la autorización para atracar por mi cuenta y quedarme el dinero. Me haría falta el permiso expreso de… mis superiores. Había sido una pregunta estúpida por mi parte, aunque suponía que Jasha no era consciente de lo familiarizado que estaba con el funcionamiento de las mafias locales de Boston. —Con las actividades a las que se dedica la Bratva habría esperado que se preocupase de formar a sus hombres en las tecnologías más modernas. Jasha encogió un hombro, pero se detuvo con una mueca de dolor a mitad del movimiento. Crispé los puños. Debería haber matado a los hijos de puta que le dieron la paliza. Probablemente lo habría hecho si eso no me hubiese traído un mundo de complicaciones que prefería evitar. —Lo que sé me lo enseñó mi padre. No entré en la Bratva hasta hace unos meses y el trabajo que desempeño no implica atracos ni cajas fuertes. Sentía curiosidad por averiguar qué clase de trabajo exactamente estaba destinado a hacer Jasha en la organización, porque sospechaba que era mucho más que solo guardar a la amiga de la hija de Ravil Sokolov, pero no era el momento de desviar la conversación del tema principal. —En ese caso, repito mi pregunta: ¿De qué forma piensas conseguir el dinero? —De la única forma en la que un chico como yo puede hacerlo sin la necesidad de matar a nadie o de acabar en la cárcel —escupió, irritado. —¿Y cómo sería? —pregunté despacio, a sabiendas de que no iba a gustarme la respuesta. Apoyando la cabeza agotado en el respaldo, cerró por unos segundos los ojos y temí que se hubiese quedado dormido—. ¡Jasha! Confundido, abrió los ojos, hasta que pareció recordar de lo que estábamos hablando. —Participando en la subasta del Emporio y rezando para que el tipo que puje por mí sea lo bastante pervertido y enfermo para estar dispuesto a pagar una buena cantidad por mantenerme callado y por resarcir su culpabilidad. —¡No! —Mi ladrido airado vibró a través de la cabina, dejándonos a ambos congelados. Tomando una profunda inspiración, solté despacio el aire—. No, no participarás en la subasta. Es una locura. Ni siquiera te garantizarán que regreses vivo a tu casa. —Ya estoy muerto —musitó Jasha, cansado—. Con la subasta al menos podré asegurarme de que mi madre y mis hermanas no tengan que pagar por mi culpa. —No participarás en la subasta —decidí con firmeza. Jasha soltó una triste carcajada y tuve que obligarme a soltar el agarre que tenía sobre el volante antes de dañarlo. —¿Se te ocurre alguna otra manera de sacarme de este follón? —Tal vez —gruñí. —¿Cuál? Conté hasta diez. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era una locura, una de la que acabaría arrepintiéndome. A pesar de ello, metí la mano en la chaqueta, saqué mi monedero y cogí una de mis tarjetas y un bolígrafo. —Preséntate mañana… Mejor dentro de cuatro días a las nueve de la tarde en esa dirección. —Le escribí la calle y el número, así como la fecha y la hora en el reverso de la tarjeta por si al día siguiente no se acordaba de lo que habíamos hablado—. Sé puntual, no me gusta esperar. Jasha cogió la tarjeta con el ceño fruncido. —¿Para qué quieres que vaya? —¿No dijiste que querías encontrar otro tipo de solución que no fuera la de participar en esa subasta? —Sí, pero… —Pero nada, vendrás —le corté con un gruñido—. Y no hagas nada hasta entonces. ¿Entendido? No podía contarle algo que ni yo mismo sabía aún. Su nuez se movió al tragar saliva. —Ese día acaba el plazo que tengo. —Confía en mí. Si aceptas la solución, me encargaré del resto. —Pero… —¡Jasha! —le advertí entre dientes, más irritado conmigo mismo que con él por el estúpido lío en el que me estaba metiendo sin necesidad—. Es hora de que vayas a acostarte. Lo último que me faltaba es que te quedes dormido aquí — mascullé al ver cómo le brillaban los ojos con un tono rosado —. Espera un momento. Aproveché mientras Jasha estudiaba la tarjeta con el ceño fruncido y se la guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta para salir del vehículo y darle la vuelta para abrirle la puerta y ayudarle a bajarse. —¿Quieres que te ayude a subir a tu casa? Negó con la cabeza. —Tendría que explicarle a mi madre quién eres y… y no me quedan fuerzas para mentir ahora mismo. Mis músculos se tensaron con la necesidad de cogerlo en brazos para subirlo, no solo por las escaleras de su apartamento, sino de asegurarme de que se acostaba directamente. —Toma las pastillas. Déjalas en tu mesita de noche con un vaso de agua, así, si te despiertas, puedes tomarte un par de ellas. Y mañana ponte la crema para los cardenales. Apesta a hierbas, pero te puedo garantizar por experiencia propia que hace milagros. —Gracias —murmuró con una desesperación en los ojos que me hacía querer ponerlo sobre mi regazo y besarlo hasta que se le evaporara cualquier tipo de pensamiento irracional y preocupación de la mente. A sabiendas de que no podría controlar lo que me salía por los labios, me limité a asentir mientras se me transparentaban los nudillos de lo fuerte que tenía apretados los puños. Para mi sorpresa, Jasha se lanzó sobre mí, o más bien cayó sobre mí, y se abrazó a mí como si fuera su salvavidas. Tardé unos segundos en alzar los brazos para abrazarlo. —Hey, gorrioncillo, ya te he dicho que iba a salir todo bien. Confía en mí. —Sujetándolo por la barbilla, lo obligué a mirarme—. ¿Puedes hacer eso por mí? Asintió, pero antes de que pudiera prepararme para ello, sus labios se encontraron contra los míos, rogándome sin palabras que le ayudase a olvidar. Como si le hubiera dado a un interruptor, mi cuerpo entero cobró vida y poco me faltó para bajarle los pantalones, girarlo hacia el capó y tomarlo allí mismo, en medio de una calle residencial. Mis dedos se clavaron en sus nalgas para estrecharlo contra mi cuerpo y los dos soltamos un gemido cuando nuestras erecciones se presionaron la una contra la otra. Me tomó toda mi fuerza de voluntad separarlo de mí y terminar nuestro frenético beso con un suave roce contra su frente. —Vete antes de que te folle frente a la casa de tu familia —raspé. —Conozco un sitio tranquilo a un par de calles donde podrías aparcar —sugirió, esperanzado. ¿Cómo podía estar pensando en sexo cuando apenas podía moverse sin gemir de dolor? —Vete —le ordené con más brusquedad de la que pretendía. Me arrepentí en cuanto vi el rechazo que se dibujó en su semblante mientras agachaba la cabeza y trataba de rodearme para marcharse. ¡Mierda! —Jasha. —Lo sujeté del brazo con delicadeza para no hacerle más daño del que ya le había hecho. —¿Sí? —preguntó sin mirarme. ¡Joder! ¿Por qué cojones tenía tanta necesidad de borrar esa expresión humillada de su rostro? Con el pulgar acaricié con delicadeza el área alrededor de la hinchazón en su mandíbula. Para la paliza que acababa de recibir, había tenido suerte de que no lo lastimaran más. —No soy la solución para un polvo rápido cuando estás vulnerable y magullado. Si lloras, quiero que sea porque te estés atragantando con mi polla, porque te esté follando tan profundo en tu apretado trasero que creas que voy a partirte por la mitad o porque estés desesperado por correrte y el único que puede darte lo que necesitas sea yo. Si en nuestra próxima cita, te encuentras mejor y quieres regalarme tus lágrimas, estaré más que dispuesto a aceptarlas. Creo que ya sabes lo que tienes que hacer para venir preparado —terminé con un guiño. Sonreí para mis adentros cuando abrió y cerró los labios sin que le saliera ni un solo sonido. —¿Algo más, señor? —Un profundo tono rojizo invadió sus orejas cuando se dio cuenta de cómo me había llamado—. Eh… Robert. Había algo tan lindo en él que me entraban ganas de guardármelo en el bolsillo para protegerlo del mundo. —Sí. —Me tomé mi tiempo en terminar de hablar, a sabiendas de lo que eso le haría—. Ven bien depilado, no me gustan los pelos en la boca cuando me tomo el postre y la última vez me quedé con las ganas de él. Mi polla se puso a palpitar hambrienta con solo presenciar el modo en que sus pupilas se dilataban, el pulso en su garganta comenzó a latir de forma visible y su respiración se aceleró. Fue una suerte que Jasha afirmara en silencio y que saliera huyendo, porque había estado a punto de cambiar de opinión sobre lo de no aprovecharme de su desesperación. Se enredó tantas veces con sus propios pies mientras cojeaba todo lo deprisa que le permitía el dolor que solté un suspiro aliviado cuando alcanzó la puerta. Carcajeé por lo bajo al ver que no atinaba a meter la llave en la cerradura y en mi vientre se despertó un cosquilleo de anticipación con los planes que tenía para cuando estuviéramos a solas. Montándome en el coche, abrí la aplicación de mensajería del móvil, cuando un remolino rubio corrió escaleras arriba y abrazó a Jasha desde atrás, recordándome a un monito. —¡Dime que me has traído mi regalo! —¿Qué regalo? —preguntó Jasha sin aliento, probablemente porque la impulsividad de la chica le había causado dolor. Rechiné los dientes. —Anoche me prometiste que me regalarías un pañuelo como el que le regalaste a mamá. A la mención de su madre, relajé los músculos que no había notado que había tensado. Se trataba de una de sus hermanas, debería haberlo imaginado. La chica tenía el cabello de un rubio más oscuro que él, pero ambos compartían la misma sonrisa y los pómulos algo pronunciados. No me pasó desapercibida la expresión agotada de Jasha ante el recordatorio. —Tráeme buenas notas a casa y te prometo que tendrás uno —replicó Jasha con paciencia. —¡Jasha! ¿Qué te ha pasado? —exclamó la chica al verle el rostro—. ¡Tienes la cara hinchada! —Nada, ratona. ¿Me ayudas a subir las escaleras? —le preguntó a su hermana, rodeándole el hombro. Hubo algo tierno en el hecho de que ella, a pesar de su corta estatura, lo rodeara de inmediato por la cintura para tratar de cargar con algo de su peso. Jasha me lanzó una última mirada cuando cerró la puerta tras ellos, pero estaba claro que no pretendía llamar la atención de su hermana sobre mí. Probablemente fuese lo más inteligente que había hecho aquella tarde. Abriendo Scrivener, busqué el alias de Mark.
YO: Quiero que completes el informe que ya
tenemos sobre Jasha Novikov, incluyendo su madre y hermanas, su vinculación con la Bratva y una deuda que tiene con los Víboras. Lo necesito para pasado mañana.
SARGENTO: OK. ¿Algo en especial en lo que
quieres que profundice?
YO: Cualquier cosa que querrías saber sobre
alguien con el que vas a compartir el techo.
El tiempo que tardó en escribir su siguiente mensaje fue la
única indicación de cuanto le había llamado la atención aquella información.
SARGENTO: OK. Veré qué puedo hacer, pero es
posible que necesite unos días más. YO: Dame lo importante y cualquier bandera roja que encuentres para pasado mañana. Los detalles puedes desenterrarlos más tarde.
Tiré el móvil sobre el asiento del copiloto y cerré los ojos.
Cuando los abrí, en el segundo piso se había encendido una luz y una figura oscura se recortaba contra la ventana, sin duda preguntándose, al igual que hacía yo, por qué seguía allí y en qué me estaba metiendo. 12
Con un inquieto cosquilleo en el estómago, contemplé la
llamativa tipografía dorada del Inferno. Cada letra parecía arder, como si fuera al mismo tiempo una promesa y una advertencia para aquellos pecadores que se atrevían a acercarse al club nocturno más exclusivo de Boston, con la intención de descubrir los secretos, los lujos y la morbosa lujuria que se ocultaban en su interior. Eran solo un detalle más de la sofisticada elegancia del moderno edificio, cubierto por paneles de vidrio negro que reflejaban imponentes llamas virtuales que ascendían por sus paredes, como si la fachada entera estuviera envuelta en fuego. Que justo debajo de la palabra «Inferno» pusiera «Los jardines del Infierno» en elegantes letras cursivas, debería haber hecho correr a más de uno. Sin embargo, también era el motivo por el que una larga multitud se encontraba a las puertas del cotizado local tratando de conseguir acceso. Nunca había estado dentro. Los chicos como yo no solíamos acudir a sitios sofisticados y exclusivos como aquel, donde una simple botella de agua podía costarte unos buenos treinta pavos. Karl había soñado con visitarlo. En especial, desde que algún amigo suyo le había contado que dentro del club existían siete zonas diferentes que apelaban a cada uno de los siete pecados capitales. Pocos eran los afortunados que tenían acceso a todas esas zonas, algunas eran más exclusivas que otras. La zona de la gula solo era para aquellos que podían permitirse el lujo de pagar el sueldo de un mes a cambio de probar algunos de los extravagantes platos y cócteles exóticos. Tampoco resultaba fácil acceder al lujo desenfrenado de la zona de la avaricia, cuya leyenda decía que no solo era un área exclusiva destinada al juego de azar y las apuestas descabelladas, sino también a las subastas de objetos únicos y no siempre legales, como joyas u obras de arte robadas, piezas que deberían estar en museos, y cualquier cosa que incitase a la avaricia de aquellos que podían permitírselo. Tragué saliva al recordar el resto de información que había descubierto sobre el club, cuyos enigmáticos dueños parecían ser fantasmas, ya que nadie sabía nada de ellos. Algo que, sin duda, añadía otra capa de misterio a lo que se ocultaba tras aquellas paredes. Seguí con la mirada los buenos treinta metros de cola de gente esperando en el exterior a que alguien los dejase entrar a cambio de pagar más de lo que probablemente podían permitirse. Robert no se encontraba en aquella fila, y sospechaba que era de los que tampoco tendrían la necesidad de ponerse en ella. ¿Se había planteado ese hombre que tal vez a mí ni siquiera me dejasen entrar, incluso aunque me pusiera al final de la eterna hilera que no parecía avanzar? ¿Y cómo iba a pagar la entrada? Por lo que sabía, incluso la tarifa más básica superaba cualquier precio que me pudiera permitir. Los dos gorilas trajeados que guardaban la entrada no parecían muy dados a dejar pasar a cualquiera, aunque claro, de cuando en cuando, llegaba un coche de lujo cuyos ocupantes accedían directamente sin pasar por la lista de espera. Un vistazo a la pantalla de mi móvil me confirmó que faltaban diez minutos para las ocho. En la vida iba a llegar a tiempo para la cita con Robert si debía aguardar junto a los demás y luego estaba lo que iba a costarme la entrada. Mi estómago se hundió ante la idea. El hombre había dicho que tenía una idea para sacarme del embrollo en el que me encontraba y había sonado tan seguro de sí mismo que me lo había creído a pies juntillas, aunque sonase a locura. Si no podía entrar, ¿estaría dispuesto a salir si lo avisaba de que me encontraba allí? Sacándome la tarjeta de visita que me había entregado la noche anterior en el coche, carraspeé para deshacer el nudo que me atenazaba la garganta y marqué el número que venía en letras doradas sobre fondo marrón, luego esperé a que hiciera llamada. —¿Sí? —Hola… Eh… Soy Jasha, el chico al que rescataste el otro día. Se produjo un leve silencio al otro lado de la línea. —Sé perfectamente quién eres, Jasha. ¿Llamas para decirme que no vas a venir? —¡No! No, estoy aquí, en el exterior del Inferno. Es solo que… me preguntaba si es realmente aquí donde me habías citado o si es una confusión. —No es ninguna confusión —replicó con un leve tinte de diversión en su voz. —Mmm… Vale. Yo… ¿Y si…? —Jasha —como siempre que me llamaba por mi nombre, su profunda voz parecía vibrar a través de mi cuerpo—, acércate a la entrada. —Yo… Ummm… —Me subió un bochornoso calor por las mejillas al pensar en confesarle que no podía permitirme el lujo de pagar lo que fuera que me pidieran allí. —Solo tienes que mostrarles la tarjeta —dijo como si me hubiese leído la mente—. ¿La llevas contigo? —Sí. —De acuerdo, entonces, te espero adentro. Crucé la calle, ignorando las bocinas de los coches y algún que otro insulto que me lanzó un conductor por moverme demasiado despacio, y me acerqué a la entrada, reprimiendo mi necesidad de salir de huida. Uno de los gorilas me miró con curiosidad cuando me dirigí a él, mientras voces en la cola se quejaban de mi cara dura y otros se reían porque tuviese el valor de tratar de acceder al club creyéndome más que ellos. Mis dedos temblaron cuando le mostré al gigante la elegante tarjeta marrón con letras grabadas en dorado, pero el tipo ni siquiera hizo el intento de mirarla de cerca. —¿Jasha Novikov? —preguntó. —¿Sí? —¿De dónde carajos había sacado mi nombre completo? Jamás se lo había facilitado a Robert, ¿o sí? No podía afirmarlo con seguridad. Las dos veces que me había topado con él, mi mente parecía pasar a modo automático. Su ceja se arqueó y un brillo divertido pasó por sus pupilas antes de que se tocase el pinganillo, dirigiese la mirada a una de las cámaras que se encontraba sobre la entrada y asintiese recuperando de inmediato la compostura. —Estábamos esperándolo, señor. Me faltó poco para que se me desencajara la mandíbula. ¿Habían estado esperándome? ¿Señor? No creo que en mi vida alguien me hubiese llamado señor. —¿Sí? —grazné más que pregunté, haciendo que sus comisuras temblaran por una insignificante milésima de segundo. —¿Me permite la muñeca? Necesito ponerle la pulsera que le dará acceso a las diferentes zonas. Seguí su mirada a la caja que contenía diferentes colores de pulseras de látex y casi recé para que me diera una de las doradas o plateadas, que tenían toda la pinta de ser las que más accesos iban a permitirme. Me sentí decepcionado cuando abrió un cajón y sacó una pulsera negra. ¿Qué había esperado exactamente? Era un invitado del montón, no uno de esas celebrities o niños ricos que había visto llegar en Lamborghinis y Teslas. Al reparar en la tipografía dorada y plateada que recorría el fondo negro fruncí el ceño. —¿Qué significan esos símbolos? El tipo presionó el clic del cierre antes de contestar. —Son las zonas a las que puede acceder. Mi estómago pareció llenarse de mariposas. —Vienen nueve símbolos —dije, señalando los siete dorados y los dos últimos plateados. La comisura de sus labios volvió a temblar. —Los primeros siete son para los diferentes jardines, uno por planta, excepto el de la lujuria que ocupa tres. El octavo para acceder a cualquiera de las zonas VIP. Casi dejé de respirar ante la noticia. —¿Y el nueve? —Señala que puede pedir y acceder de forma gratuita a cualquier servicio que desee. —¿Se refiere a que puedo pedir cualquier cosa en la barra sin tener que pagar? —Lo miré boquiabierto. Aquello era una broma, ¿verdad? —Si es eso lo que quiere. —El gorila inclinó la cabeza hacia mí y bajó el tono—. Pero si fuera usted, visitaría la zona de la gula para probar uno de los menús de degustación y pediría uno de los masajes especiales en el Jardín de la Pereza. Mis ojos se pusieron como platos. —¿Dan masajes aquí? —Empezaba a sentirme como un niño al que le dan barra libre en una tienda de juguetes—. ¿En un club nocturno? —Los mejores de la ciudad y los de chocolate son toda una delicia —dijo con un guiño—. A menos que se atreva a adentrarse en la zona de la lujuria y experimentar con algo más atrevido. Sus ojos me recorrieron con una calculadora intensidad y no se me pasó por alto el interés en sus pupilas. De repente, se incorporó como si acabasen de darle una corriente eléctrica por el culo, dejándole la espalda más tiesa que una tabla. No necesitaba que me explicara lo que acababa de pasar, me ocurría exactamente lo mismo cuando Dimitri Volkov me llamaba a mi móvil personal. Estaba convencido de que un superior acababa de comunicarse con él a través del pinganillo. —El jefe lo espera en la zona VIP de la planta baja — confirmó mi sospecha de que lo había llamado su mandamás. —¿Quién es su jefe y por qué me quiere allí? —Vaya a la zona VIP, se lo explicará cuando lo encuentre. 13
Si desde la calle se ya se podía oír el sonido de la música, al
cruzar el amplio vestíbulo hasta las dos grandes puertas de vidrio que dejaban atisbar el caótico mundo del interior, los apasionados ritmos prácticamente pulsaban a través de mí. —Señor Novikov, puede usar el ascensor privado para llegar a la zona VIP del Jardín de la Ira, no necesita atravesarlo —me informó un hombre uniformado, abriendo una cortina para dejarme pasar a otro vestíbulo más reducido. El hecho de que el guarda de seguridad, apostado ante el acceso del Jardín de la Ira, me reconociera y supiera mi nombre empezó a ponerme nervioso. La elegante empleada junto a él le echó una mirada curiosa a mi pulsera, pero se limitó a sonreír con amabilidad. Sin tratar siquiera de disimularlo, busqué las cámaras y, como era de esperar, encontré dos, quedándome con la duda de cuántas más habría ocultas en el edificio. El guarda llamó el ascensor y me dejó pasar antes de pulsar el botón, junto al cual los elegantes símbolos e inscripciones confirmaban que me llevaría a la zona VIP del Jardín de la Ira. En cuanto el ascensor se puso en marcha, subiendo con un lento giro que permitía echar un vistazo al entorno a través de sus paredes de cristal, el motivo de por qué habían llamado a los diferentes espacios jardines comenzó a cobrar sentido. Con una altura que no tenía nada que envidiar a una catedral, el Jardín de la Ira estaba poblado por gigantescos árboles de cristal que llegaban hasta el techo y brillaban de forma mágica bajo las luces rojas que, en su mayoría, provenían de las manzanas que colgaban de sus intrincadas ramas. La gente se convertía prácticamente en hormigas bajo la impresionante estructura y la mayoría se movía al ritmo de la enérgica música como si necesitase desfogarse o sacar la rabia que llevaba dentro. A medida que el ascensor ascendía y giraba, además de la discoteca, iba exponiendo diferentes espacios, a cada cual más increíble. Mis ojos se abrieron al descubrir una habitación donde la gente se dedicaba a romper vajillas mientras sus rostros se transformaban con lo que solo podía interpretar como gritos a viva voz; y otra con videojuegos, donde se podía usar el avatar de alguien a quien se odiase para torturarlo a su antojo. Pero si aquello me dejó alucinado, lo hizo aún más el foso de lucha libre. ¿Qué pintaba un ring en un club nocturno elegante y sofisticado como aquel? Aunque, si lo pensaba bien, suponía que tenía su sentido si uno se guiaba por los pecados y la pasión de la gente por la violencia. Y, a juzgar por la cantidad de gente sentada alrededor de la enorme jaula, donde dos luchadores se peleaban salpicando el suelo de sangre, esa zona era tan popular como la pista de baile. El ascensor se detuvo sobre una plataforma en la que se repetía la decoración de los árboles de cristal en dimensiones más reducidas y donde algunas de las manzanas rojas convertidas en lámparas podían tocarse si uno estiraba los brazos lo suficiente. El efecto del brillo de las luces sobre el cristal configuraba una mezcla extraña, que combinaba la calma de un jardín con la sensación de una energía en constante movimiento a medida que uno atravesaba el fantástico bosque de cristal. Vislumbré a Robert en uno de los sillones que rodeaban una mesa al fondo, ubicada debajo de uno de esos árboles, y por unos segundos mis pies se detuvieron. Estaba charlando con un atractivo moreno, que me echó una ojeada sobre su hombro en cuanto Robert me vio y dejó de hacerle caso. Me obligué a acercarme a la mesa, procurando que no se me notara la cojera. Cuando el tipo se levantó, bajé los ojos ante su penetrante mirada. No solo era alto y musculoso como una mole, sino que tenía ese tipo de rostro atractivo que te hace derretirte por dentro con solo mirarlo. O eso era lo que imaginaba que hacía cuando no te estudiaba con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido como lo estaba haciendo conmigo. —Espero que no hayas venido para causar problemas — me advirtió al cruzarse conmigo y detenerse a mi lado. Dejé de parpadear. El tipo, que estaba más cerca de la edad de Robert que de la mía, parecía más imponente aún de cerca que de lejos. Podía muy bien sacarme una cabeza y media y tenía unos hombros tan anchos que, probablemente, podría haberme hecho de dos a tres trajes con la tela del suyo. —¿Por qué iba a causar problemas? —pregunté, alzando la barbilla. Sus ojos verdes destacaban brillantes sobre su piel oscura y no hacían nada por ocultar la sospecha al evaluarme. —O tal vez ya lo has causado —gruñó, y se marchó sin despedirse. Pensé en seguirlo con la mirada cuando me crucé con la de Robert y cualquier rastro de curiosidad o interés por el moreno se esfumó de inmediato. Me sentí atrapado en la intensidad de su mirada, casi como un cervatillo en medio de una carretera oscura cuando lo deslumbran los focos de un coche que se dirige a velocidad punta hacia él. Ese era exactamente el efecto que Robert tenía sobre mí. Como una ironía del destino, me di cuenta de que la canción que sonaba al fondo era precisamente la de Deer in headlights. Forzándome a poner un pie delante del otro, me obligué a ignorar el cosquilleo ansioso en mi estómago, y me acerqué a la mesa de Robert. A pesar de la seriedad de su semblante y que sus ojos se detuvieron en mi mandíbula, cuya magulladura había camuflado con algo de maquillaje con la ayuda de mi hermana Karen, su postura era relajada y, como aquella primera vez que lo encontré en el club de Linda, exudaba esa mezcla de poder y control que tanto me fascinaba. —Hola. —Le ofrecí una débil sonrisa. —Siéntate. —Robert señaló el sillón a su lado y, antes de que pudiera tomar asiento, una camarera dejó sobre la mesa una copa con un burbujeante líquido amarillo—. Espero que no te moleste que haya pedido por ti. Acercándome la copa a los labios, lo olisqueé antes de tomar un pequeño sorbo de prueba, agradecido de que no fuese más que una limonada fresca con la que humedecerme la boca reseca. —Gracias. Su persistente escrutinio consiguió que me sudaran las manos. —¿Habrías preferido algo más fuerte? —No. Sé que es ridículo para alguien de mi edad, pero prefiero los refrescos —admití, avergonzado. —Me parece una opción inteligente. —Yo… —Me moví incómodo—. Me dieron esto en la entrada. —Alcé la pulsera negra y se la mostré. —Pensé que te gustaría tener la oportunidad de explorar el lugar y no quería que dependieras de mí si deseabas algo. —Es… —fui a decir que su generosidad era desmedida, pero ya era demasiado tarde para rechazarla y habría sonado hipócrita cuando ya la había aceptado—. Gracias. —Cuando se limitó a encoger un hombro y no dijo nada más, me pasé la lengua por los labios—. Y el guarda en la entrada me dijo que su jefe me esperaba aquí, ¿conoces al dueño de este lugar? — escruté los alrededores, aliviado de tener una excusa para escapar de su mirada. —Podría decirse que sí. —¿Es él quien tiene la solución que me comentaste? Cuando volví a mirarlo, su atención seguía puesta sobre mí. —Diría que sí. —¿Dónde está entonces? ¿Y qué es lo que quiere de mí? Robert tomó un trago de su copa. —Está justo frente a ti. —Tú… —Tuve que recordarme cerrar la boca—. ¿El Inferno es tuyo? —Mío y de mis socios, sí. —Entonces, tú… —Soy tu solución, sí. Intenté tragar saliva, pero no me quedó más remedio que vaciar el vaso de refresco para deshacer la repentina sequedad en mi garganta. —¿Y qué es lo que quieres de mí? —indagué con una repentina cautela. Esta vez se tomó su tiempo en responder. —Nada. —¿No vas a ayudarme entonces? —La decepción de que me hubiese hecho ir allí para nada fue casi tan grande como el hecho de que considerase que yo no tenía nada para ofrecerle. —Pagaré los cien mil dólares que debes, con la condición de ser yo quien maneje la situación con los Víboras y con Karl. No voy a darles tanto dinero solo para que sigan chantajeándote y tratando de sacarte más dinero una vez que vean que lo has conseguido. De sopetón, mis extremidades parecieron volverse de gelatina. —No puedes arriesgarte. Son peligrosos. Robert arqueó una ceja. —¿Y yo no te parezco peligroso? —Sí, no, me refiero a que… —Abochornado me di cuenta de que estaba farfullando—. No quiero que te hagan nada por mi culpa. —Me temo que esa condición no es negociable, Jasha — avisó con firmeza—. Tendrás que confiar en que sé lo que me hago. ¿Aceptas? Me habría encantado poder lanzarme sobre él para darle las gracias, pero muy dentro de mí sabía que era demasiado bonito para ser verdad. —No me has dicho qué es lo que quieres a cambio — constaté con rigidez. —Nada, ya te lo he dicho —respondió con indiferencia. Lo estudié, congelado. —No puedes darle a alguien tanto dinero sin más sin esperar nada a cambio. —¿Por qué no? —me retó—. Es mi dinero. Puedo hacer lo que quiera con él. —Todo el mundo se te echaría encima pidiéndote dinero si se enterasen. —Pero no lo harán, ¿verdad? —Hubo una advertencia difícil de ignorar en su tono. Sacudí la cabeza. Por supuesto que no se me ocurriría ir por ahí publicitando su generosidad, excepto si eso era lo que quería, claro estaba. —Sabes a lo que me refiero. —Deja que sea yo quien se preocupe de eso. —Se produjo un largo silencio en el que los dos parecíamos estar incómodos —. ¿Qué ocurre? ¿No deberías estar feliz de haberte quitado un problema de en medio? Tenía razón, o la tendría si pudiese fiarme de lo que había dicho. No obstante, si algo había aprendido a mis veinticinco años era que los regalos no caen del cielo por simple designio divino, al menos no para chicos como yo. —¿Por qué lo haces? —Estudié su rostro en busca de una señal que me permitiese entender dónde se encontraba la trampa. Robert arqueó una ceja. —¿Necesito tener un motivo especial para ello? —Para todo hay un motivo en esta vida. Echó la cabeza atrás y estudió las ramas del árbol de cristal que se extendían sobre nosotros. —¿Quieres la verdad? —Por favor —murmuré. —No me gusta la idea de que puedas venderte a un pervertido para solo Dios sabe qué. Nadie paga tanto si no es por un buen motivo. —Tú vas a entregarme ese dinero aduciendo que solo lo quieres hacer para ayudarme. —En realidad, eso no es del todo cierto. —Robert alzó la cabeza para mirarme—. Iba a pagártelo a cambio de que seas mío durante un mes. Un repentino calor se extendió por mi estómago. —¿Y qué te hizo cambiar de opinión? —indagué despacio. —El hecho de que, si te pido eso, me convierto justo en el tipo de pervertido al que no quiero que te subasten. —¿Cuál es tu perversión? Me dedicó una larga mirada antes de contestar. —Tenerte para mí y hacer contigo lo que quiera, como quiera, cuando quiera, donde quiera y del modo que quiera. Hacerte gritar de placer hasta que te quedes ronco, jugar con tu cuerpo hasta que sea más mío que tuyo y que, cada vez que termine contigo, acabes tan exhausto que apenas puedas moverte o te quedes dormido. ¿Necesito seguir? Mi cara se llenó de calor al recordar que así era justo como había acabado la última vez que estuvimos juntos, conmigo dormido cuando él apenas se había corrido sobre mí. —Acepto. —No sé en qué pensé al decirlo. Aunque, siendo honesto, debía de admitir que no estaba pensando exactamente. Lo que no significaba que no estuviera más que abierto a aquella posibilidad. —¿Qué? —Confundido, Robert frunció el ceño. Carraspeé antes de hablar: —Acepto ser tuyo bajo los términos que estimes oportunos a cambio de que te hagas cargo de cancelar mi deuda. La pequeña arruga en su entrecejo se profundizó. —Ya te he dicho que lo haré y que no tienes que darme nada a cambio —insistió Robert. —¿Y si quiero lo que me ofreces? ¿Y si me hiciera sentir mejor pagarte por lo que me das? ¿Y si la idea de lo que propones me excita? —Las preguntas prácticamente se atropellaban al brotarme de la boca. Me estudió durante tanto tiempo que empecé a moverme ansioso en el asiento, preguntándome si habría dicho algo malo o si había metido la pata ofendiéndome a él. De repente, alzó una mano y llamó a una camarera. —¿Señor? —Un folio y un bolígrafo. —Por supuesto, señor. En los minutos que tardó la chica en regresar, ninguno de los dos habló. Cuando le cogió el folio y el bolígrafo, los empujó sobre la mesa en mi dirección. —Pon tus condiciones para que mi abogado pueda preparar un contrato para mañana. Me mordí los labios y negué. —No tengo condiciones. Sus ojos se entrecerraron. Era casi como si mi respuesta lo irritara. —Deberías tenerlas, yo las tengo. —¿Cuáles? —Firmarás un acuerdo de confidencialidad y, durante el tiempo que permanezcas conmigo, te quedarás en mi casa y a mi disposición. Los dos nos haremos un examen médico y, si estamos limpios, nos olvidaremos de los preservativos a todos los efectos. Eso significa que te comprometerás a no estar con nadie mientras permanezcas conmigo. Además de los cien mil, te pagaré tu sueldo habitual para que puedas mantener los gastos que tengas contraídos —añadió justo antes de que pudiera argumentar que necesitaba trabajar para mantener a mi familia. —¿Algo más? —musité con una repentina aspereza en la garganta —El acuerdo se iniciará ahora mismo y no podrás hablarle a nadie sobre él. —¿Ahora mismo? Pensé en mi familia, Liv y Ravil y en cómo reaccionarían cuando no apareciese a mis compromisos. —No puedo faltar así sin más y no informar a nadie. Y necesito mi ropa y… Robert cogió su copa y se echó atrás en el asiento. —Puedes enviarles un mensaje. Diles que has tenido que salir a un viaje urgente, lo que se te ocurra, siempre que no les cuentes la verdad. En cuanto a tus pertenencias y tu ropa, no necesitas nada, yo me encargaré de todo. La excitación que me invadió fue casi tan intensa como la vulnerabilidad que me atravesó ante la idea de tener que abandonar todo lo que conocía, así, sin más. La propuesta de Robert era mucho más que una proposición sensual y lo que en un principio me pareció la experiencia erótica de mis fantasías más sucias de repente se convirtió en una interpretación bastante más literal de sus palabras. Tal vez no hubiera sido la mejor de las ideas ofrecerme a él sin más. 14
Esperé con la respiración contenida las expresiones que iban
pasando por el magullado rostro del chico que, a mis treinta y siete años, me estaba convirtiendo en un adolescente hormonado nervioso e inseguro. Con cada una de aquellas expresiones de miedo y duda, las secretas esperanzas de que decidiera aceptar mi propuesta iban desvaneciéndose. Podría haberlo presionado, sabía cómo hacerlo, era un empresario exitoso al fin y al cabo, y había un truco tras cada uno de los tratos y negocios provechosos que había ido haciendo a lo largo de los años, sin embargo, reprimí la tentación de poner en práctica mis técnicas persuasivas con él. No se lo merecía y yo no podía perder la poca humanidad que me quedaba si no le dejaba tomar la decisión con total libertad. —De acuerdo, acepto —saltó de repente, sorprendiéndonos a ambos a juzgar por cómo se le abrieron los ojos. Mis pulmones se vaciaron de golpe, dejándome con una sensación de mareo. —¿Y tus condiciones? —Tomé un trago de mi copa para aliviar mi súbita ronquera. —No tengo ninguna a priori. Si no me siento bien con algo te lo dejaré saber para que decidas si es razonable o no. Su nivel de confianza en mí me pilló desprevenido. Debería haber insistido en que tomara sus propias decisiones, pero algo me decía que uno de los motivos por los que se había dejado seducir por la idea de pertenecerme era precisamente el incentivo de no tener que tomar decisiones ni por sí mismo ni por los demás. Cogiendo el móvil, le envié un mensaje a mi abogado. Luego abrí el chat con el jefe de seguridad del club.
YO: Vacíame la sala VIP del J.Ira.
RISK: ¿Camareras y seguridad?
YO: No quiero a nadie por los alrededores y
apaga el acceso a las cámaras desde la sala de seguridad. Avísame cuando esté hecho.
RISK: En ello.
Podía relajarme. No era la primera vez que había hecho
una petición como aquella, aunque normalmente los motivos solían ser bastante más turbios. —Están desalojando la sala —mencionó Jasha, mirando nervioso a la gente que se iba levantando de sus mesas a petición del personal de seguridad. —Eso están haciendo —confirmé con tranquilidad, observándolo mientras recuperaba poco a poco mi cordura. También debería haber tratado de hacer un esfuerzo mayor por recuperar el control, pero aquello era lo último en lo que pensaba con los planes que tenía en mente. —Se han ido todos —constató, perplejo—. ¿Nosotros no tenemos que irnos? —No. —¿Has sido tú? —¿Prefieres tener testigos sobre cómo vamos a cerrar nuestro trato? —¿Sobre cómo…? ¿Te refieres a… aquí? Inclinándome hacia él, le acuné con delicadeza la mejilla, evitando presionar la zona que, aun estando mucho mejor que la otra noche, seguía sin haberse curado del todo. Le mordí con delicadeza el labio inferior y casi me puse a ronronear ante la sedosidad de sus labios y la forma en que los abrió para mí con una sumisión absoluta. Gruñí de satisfacción cuando además posó su mano sobre mi pectoral para sujetarse. —Aquí… Ahora… y… contigo desnudo. —Alterné cada palabra con un beso o un mordisco. —¿Y si viene alguien? —protestó con un débil gemidito mientras sus dedos se enredaban en mi chaqueta como si quisiera sujetarme y no dejarme escapar. —¿Recuerdas eso de hacer contigo lo que quiera, como quiera, cuando quiera, donde quiera y del modo que quiera? — pregunté sin detenerme—. Solo funciona si aprendes a aceptar mis caprichos sin ponerlos en duda. ¿Crees que podrás hacerlo? Jasha tragó saliva y asintió dudoso. Sonreí para mis adentros. Que no aceptase con sencillez no era ningún problema. Más bien al contrario, significaba que iba a concederme el placer de enseñarle a ser mío y eso era justo lo que pretendía hacer. —Desnúdate. Tómate tu tiempo en hacerlo, me gusta la expectación —le indiqué antes de echarme atrás en el sillón y ponerme cómodo. Jasha siguió con la vista cómo me apreté debajo del glande en un intento por subyugar mi creciente excitación, pero, tras un breve titubeo, obedeció y se puso de pie para desnudarse. Sus gestos inseguros no se asemejaban demasiado al espectáculo que podría haber ofrecido un estríper, no obstante, sus efectos sobre mí no tenían nada que envidiarle. Con cada prenda que desaparecía de su cuerpo y cada tramo de piel que dejaba expuesto, mi corazón palpitaba con más fuerza y así lo hacía también mi erección, dejando tras de sí un creciente parche de humedad en mi bóxer. Necesité toda mi fuerza de voluntad para no apretar la mandíbula al ir viendo los enormes cardenales que iba dejando al descubierto por su cuerpo, muchos ya amarillentos y desvaneciéndose, pero otros con un tono morado tan profundo que casi se veían negros. Me maldije por dentro y estuve por abortar todo el asunto, pero la vulnerabilidad en su mirada y la notoria erección que portaba me dieron pausa. Lo último que pretendía era hacerle sentir rechazado cuando mi polla, a todas luces, hacía oídos sordos a mis reparos. Cuando al fin estuvo de pie frente a mí, desnudo, moviendo los brazos inquieto y con expresión vulnerable, cualquier buen propósito que hubiese tenido se había borrado de mi mente. Levantándome, lo rodeé hasta quedar a su espalda y le mordisqueé el lóbulo de la oreja. Se me escapó otro gruñido complacido cuando se estremeció de forma visible y se echó atrás para apoyarse contra mí. —¿Crees que podrás conmigo cuando aún estás magullado? —No duele tanto como aparenta, pero… —Jasha titubeó —, ¿podrías tener cuidado con la zona de la costilla? —Señálame dónde. —Le ofrecí la mano y él me la cogió y me la pasó por su piel al tiempo que se le ponía de gallina—. ¿Algún sitio más? —Tenía claro que no iba a sujetarlo por ninguno de los moretones, pero prefería ir a lo seguro. Me bajó la mano hasta la parte alta de su muslo, casi a la altura de la cadera. —Eso es todo. —Sabes que podemos esperar si estás demasiado dolido, ¿verdad? —¡No! —Jasha se giró rápidamente en mi abrazo—. No quiero esperar —balbuceó apresurado—. ¡Por favor! — susurró tragando saliva. —Si algo te duele o te sobrepasa, ¿me avisarás? Mordiéndose los labios, asintió. —Si algo que no sea erótico me duele, te lo diré. Pude sentir la mancha de humedad en mi bóxer cuando alcé la mano y le pasé el pulgar por los labios entreabiertos. —¿Te gusta el dolor, gorrioncillo? —Algo… Contigo. Me gustó cómo me dominaste la última vez. Mis labios se curvaron. Recordaba a la perfección sus gemidos al follarlo y lo estrecho de su trasero al abrirme paso en él. ¡Joder! Si no me lo follaba pronto iba a acabar corriéndome en los pantalones solo de la expectación. —¿Te preparaste como te indiqué? —Deslicé mis dedos entre sus nalgas para descubrir sorprendido que llevaba un dilatador—. Mmm… Parece que sí. —Deslicé mis manos entre sus piernas para tomar su escroto en mi mano y poco me faltó para gemir ante la suavidad de su piel depilada—. Y veo que también seguiste mis instrucciones para convertirte en mi postre. ¿Es eso lo que quieres, gorrioncillo? ¿Qué te devore hasta que me pidas que pare porque ya no puedes más? Sus rodillas parecieron dar de sí por un momento. —¡Robert! —jadeó cuando le masajeé las pelotas con delicadeza. —Shhh… —Sacándome un preservativo del monedero, me abrí el cinturón y los pantalones para colocármelo antes de coger también uno de los sobrecitos de lubricante con los que me había armado justo antes de acudir a nuestra cita—. El postre vendrá luego, ahora necesito comprobar primero si dijiste en serio lo de que serías mío para hacer contigo lo que quisiera. —¡Sí! Gemí en mi interior ante la desesperación en su voz. Si el chico hubiera tenido la más mínima idea del efecto que ejercía sobre mí, entonces, sería yo el que iba a acabar de rodillas. Mordiéndole el cuello, lo empujé con mi cuerpo hasta la cristalera de separación de la barandilla y lo giré. Jasha se puso rígido cuando vio a la gente bailando abajo. —Van a vernos —musitó con debilidad. Le mordí el hombro con un poco más de fuerza y repasé con la lengua el tatuaje del gorrión que cubría su paletilla derecha aleteando con sus coloridas alas. —¿Y si es eso lo que quiero? —pregunté con aspereza—. ¿Mostrarle al mundo entero que me perteneces? No volvió a protestar cuando le posé las manos sobre el cristal ni cuando le separé las piernas. Tampoco lo hizo cuando le posicioné las caderas y le extraje el dilatador o cuando me eché el lubricante en los dedos para comprobar que estaba listo para mí. Y menos, cuando le abrí las nalgas y me posicioné contra la delicada piel rosada que quedó al descubierto o presioné con suavidad, abriéndome paso en el estrecho canal. —¡Joder! ¡Eso es, Jasha! ¡Ábrete para mí! Así, sí… En el instante en que su trasero quedó pegado a mis ingles, paré para tomar una profunda inspiración y tomarme el tiempo que necesitaba para que mi glande dejase de pulsar con una furia desmedida. —¿Robert? —gimoteó Jasha con una voz que navegó directamente hacia mis pelotas. —¿Preparado? Su «sííí» fue el pistoletazo de salida que necesitaba. Mis dedos se enredaron con los suyos sobre el cristal, mientras le sujetaba con la mano izquierda su cadera sana para mantenerlo quieto mientras bombeaba contra él. Mis primeros envites fueron lentos y controlados, destinados a comprobar si de verdad estaba preparado para que lo follara, pero en el instante en que empujó su trasero contra mí con un agónico: «¡Por favor!», con una mano enredada en su cabello y la otra sujetándolo, mis embestidas se tornaron posesivas y fieras, como si se me fuera la vida en ello. La gente que bailaba frenética en la pista a nuestros pies me era tan indiferente como lo era la forma en la que el cristal vibraba con mis envites mientras los jadeos de Jasha se entremezclaban y fundían con la música a nuestro alrededor. De mi mente desapareció el dinero, el chantaje y el verdadero motivo por el que Jasha había venido a mí, y lo único que quedaba era mi necesidad de fundirme con él y hacerlo mío, de marcarlo hasta que incluso él estuviese convencido de que me pertenecía. Cuando bajó una de sus manos para masturbarse y la tensión de sus nalgas se incrementó, anunciando que estaba a punto de correrse, tuve que morderme el interior de mis mejillas hasta hacerme sangre para no adelantarme a él. —La próxima vez que estemos aquí, lo haremos sin preservativo y no pararé hasta llenarte y que mi semen se resbale por tus piernas —le advertí entre dientes. —¡Sí! —gritó Jasha, convulsionándose mientras largos chorros blancos pintaron el cristal desfigurando los rostros de los bailarines en la pista—. ¡Robert! —Mi nombre en sus labios sonó a pura gloria. Cuando sus convulsiones se detuvieron y sus rodillas cedieron bajo su peso, lo sujeté con mi brazo alrededor de la cintura y le besé con delicadeza los hombros, concediéndole unos segundos para recuperarse antes de salir despacio de él. Jasha se giró con la frente sudorosa y observó cómo me quitaba el preservativo para guardarlo en el bolsillo de mi pantalón. —Tú no… —Si no puedo tener mi semen dentro de ti al menos quiero pintarte con él. Sin decir palabra, Jasha se deslizó hasta sus rodillas, me miró con sus profundos ojos azules y abrió obediente la boca. ¡Joder! Por eso solo ya podría haberme corrido. Apoyando una mano sobre el vidrio, lo contemplé, permitiéndole tomar la iniciativa. No me decepcionó. Su boca descendió sobre mí hasta que su nariz estuvo pegada a la parte baja de mi vientre y su garganta se estrechaba convulsiva a mi alrededor. —Eso es. Así. Existía algo morboso en el hecho de que estuviéramos rodeados de gente y que aquella fuera inconsciente de lo que estábamos haciendo o de cómo él se sometía ante mí en toda la gloria de su exquisita vulnerabilidad, desconocedor del hecho de que nuestra intimidad quedaba protegida a través del vidrio espejo. Mandándolo todo al carajo, le sujeté la cabeza y me empujé una y otra vez contra sus labios, vaciándome en su garganta con un agónico y áspero grito, mientras me recreaba en su sumisión, sus enormes ojos llenos de lágrimas y el conocimiento de que, al menos durante ese instante, era mío. 15
La sensual voz de Diana Krall resonaba en el Range Rover con
su Temptation, mientras atravesábamos las bulliciosas calles de Boston. —¿Te gusta el jazz? —le pregunté a Robert en un intento por romper el silencio mientras repasaba con la mirada el perfil de su fuerte mandíbula apretada con determinación, mientras sus ojos verdes se mantenían concentrados en el tráfico. Una ola de ansiedad me invadió al pensar a dónde íbamos y por qué. ¿De verdad iba a hacerlo? ¿Iba a ser capaz de entregarme a ese hombre durante un total de treinta días y sus correspondientes noches para que hiciera conmigo lo que quisiera? —Me relaja. ¿Quieres que cambie de música? —No, no, está bien. Robert me echó una ojeada ladeada y arqueó una ceja. —Soy muy consciente de nuestra diferencia de edad. No pasa nada porque tus gustos musicales no coincidan con los míos. Me rasqué nervioso el muslo. ¿Era así como me veía? ¿Joven e inmaduro? —Tienes razón, la música es relajante. —Pues no parece que tenga ese efecto sobre ti. ¿Te estás planteando tu decisión? —No, pero debes de comprender que acojona un poco. No te conozco de nada, excepto por las dos veces que nos hemos visto, tres con la de hoy, y por lo que dicen de ti en los medios. Hasta donde sé, podrías ser un asesino en serie. —¿Eso significa que me has investigado en internet? El calor me invadió las mejillas al darme cuenta de que me había delatado a mí mismo. —¿Tú no habrías hecho lo mismo si te hubieran ofrecido una propuesta como la que me has hecho? La comisura de sus labios se curvó burlona. —Tú no sabías la propuesta que iba a hacerte —me recordó con suavidad. —No se te escapa ni una, ¿no? —gemí. Su risa profunda y algo ronca me recordó a la forma en la que me había murmurado al oído mientras me había tenido atrapado desnudo contra el cristal de separación sobre el público del Inferno. —No y no. —¿No y no? —repetí, frunciendo el ceño, confundido. —No, procuro que no se me escape nada, y no, los asesinatos en serie no son mi fuerte. —¿Por qué quieres que me quede contigo en tu casa? —le planteé la duda que llevaba haciéndome todo el trayecto—. ¿Por qué no simplemente llamarme cuando te apetezca tenerme… a tu disposición? Robert abrió los dedos sobre el volante como si hubiese estado apretándolos con demasiada fuerza y volvió a cerrarlos hasta que sus nudillos se tornaron blancos. —Primero, porque eso me asegurará que estás a salvo y, segundo, porque soy un hombre ocupado y me gusta la idea de tenerte disponible cuando y como se me antoje. Ya te he aclarado lo que quiero de ti. Tenerte cerca facilitará las cosas. Era cierto que debía de ser un hombre ocupado. Me había dejado durante unas buenas dos horas en el Jardín de la Pereza, disfrutando de masajes, cócteles de fruta y aperitivos gourmets traídos del Jardín de la Gula mientras él resolvía algún problema por el que lo habían llamado cuando estábamos juntos. Aunque también era cierto que, en cuanto regresó, cumplió su promesa de devorarme, dejándome en un estado tan gelatinoso y satisfecho que podría haberme quedado dormido allí mismo, despatarrado sobre la cama de masaje. Su actual frialdad a la hora de justificar sus motivos para instalarme en su casa me hizo removerme incómodo en mi asiento. Por lo que me había demostrado, el sexo con él iba a ser cuando menos alucinante, pero me convenía tener claro que no debía esperar nada más de él. Y justo esa era la cuestión que me preocupaba. Robert tenía razón en lo que me había dicho. A aquellas alturas, debería haberme estado planteando el trato al que había accedido, en especial, cuando me había ofrecido la opción de ayudarme sin necesidad de dar nada a cambio. Me costaba aceptar que lo hiciera así sin más. A pesar de lo que había dicho, mi experiencia personal me advertía que nadie daba tanto por nada. No podía rechazar el acuerdo de vivir con él durante un mes porque eso iba a asegurarme de no tener ninguna deuda pendiente con él cuando acabase el plazo. Solo quedaba por averiguar qué iba a costarme terminar con mi parte del contrato. La extraña conexión que sentía en su presencia era de todo menos normal, y sospechaba que mantener mi mente y mis emociones separadas en aquella situación no iba a resultar nada sencillo de conseguir. En el instante en que Robert giró en la entrada de una mansión y metió las claves de acceso para que se abrieran las rejas, mi respiración se detuvo de golpe. La moderna edificación de grandes cristaleras y diferentes volúmenes que se veía al fondo del camino era magnífica y tampoco lo eran menos los cuidados jardines a su alrededor. —¿Esta es tu… casa? —Traté de ocultar mi impresión. Llamarlo casa era un absoluto desprecio hacia la lujosa mansión. —Casa, hogar, lugar de trabajo… Básicamente, el centro de mi vida —respondió Robert, aparcando el vehículo en un lateral de la entrada. Al bajar del vehículo, el aire fresco de la noche me envolvió estremeciéndome. Robert me guio hasta la doble puerta de roble macizo e, insertando de nuevo las claves, la abrió para revelar un inmenso vestíbulo de un brillante mármol negro. A pesar de su aparente sencillez, el lujo y la exclusividad se reflejaban incluso en los más mínimos detalles, ya fueran las bolas de cristal que colgaban del doble techo o las modernas obras de arte que adornaban las paredes. —Debería haberte avisado de que mis socios viven conmigo. —Robert dejó la llave en una fuente de cerámica—. Cada cual tiene su propia ala, pero compartimos las zonas comunes. Aún no he tenido tiempo de informarles de que vivirás con nosotros durante el próximo mes, de cualquier modo, vamos a mirar si están por aquí para que pueda presentarte. No te preocupes si parecen sorprendidos, jamás he traído a nadie por más de una sola noche. —Está bien —murmuré, sintiendo una vez más la inseguridad deslizándose bajo mi piel. Hasta ahora no me había planteado lo que supondría aceptar su propuesta y que él y yo no seríamos los únicos en saber a qué me había comprometido. —¿Ocurre algo? —preguntó estudiándome de cerca. —¿Qué vas a decirles sobre mí? Su ceño se frunció. —No necesitan conocer los detalles de nuestro acuerdo. Bastará que les digamos que trabajarás para mí y que serás… mi asistente personal… en periodo de prueba. —¿Se lo tragarán? —Me costaba trabajo creerlo. ¿Qué clase de asistente personal vivía en la casa de su empleador? Además, no tenía ni la más mínima experiencia que demostrar si me preguntaban sobre el empleo. —No. Pero si eso te hace sentir mejor, me da igual. A menos que prefieras contarles la verdad. No tienes que tomar la decisión ahora —finalizó cuando me vio dudar. Nada podía haberme dejado más claro lo diferentes que eran nuestros mundos que seguirle a través de las amplias salas hasta llegar a la enorme cocina moderna. Dos hombres se encontraban sentados en taburetes frente a una encimera de un elegante granito negro, con cervezas de importación en las manos y conversando con un tono pausado. Robert se acercó decidido a ellos y yo lo seguí reticente, mi corazón latiendo con fuerza en mi pecho. —Mark, Anthony —les llamó la atención. Ambos hombres se giraron para mirarnos, sus ojos evaluándome con la rapidez con la que un halcón lo hace con su presa. Me costó no encogerme en cuanto me encontré con la fría mirada del gigante moreno que me había gruñido en la zona VIP del Inferno—. Os presento a Jasha —continuó Robert, colocándome una mano en el hombro—. Vivirá conmigo durante unas semanas y me ayudará como asistente personal. En un intento por no enfrentarme a los ojos entrecerrados de Anthony, que me estudiaban con una severa frialdad como si me estuviera juzgando, me centré en los amables ojos azules de Mark. —Bienvenido a bordo, Jasha. —Mark extendió la mano para estrechar la mía con una sonrisa que parecía genuina. —Gracias —repliqué, sintiéndome incómodo cuando su mano retuvo la mía por más tiempo del necesario. —No ha pasado por los habituales filtros de seguridad. ¿Cómo sabemos que está cualificado y que cumple con las condiciones? —exigió Anthony sin hacer el intento de darme la mano. Sus ojos verdes, oscuros y cautelosos, se clavaron en los míos mientras cruzaba los brazos sobre su pecho—. No necesitamos más problemas de los que ya tenemos. —Anthony —advirtió Robert con un tono autoritario—. Ha pasado por mi filtro, lo que es más que suficiente. Además, trabajará para mí, no para la empresa. —¿Y desde cuándo traes a los empleados a vivir aquí? —Desde que he decidido que quiero hacerlo —replicó Robert con idéntica frialdad—. Ha sido mi decisión, no la suya, y tampoco es tuya. Anthony apretó los labios sin dejar de observarme con recelo. Fue Mark quien rompió el silencio con un carraspeo. —¿Puedo ofrecerte algo de beber, Jasha? —Mark señaló su botellín—. Me encantará conocerte un poco mejor. —Gracias, yo… —Tendrás tiempo de sobra para conocerlo, pero por hoy ya es tarde —interrumpió Robert, colocándome una mano en la espalda—. Voy a enseñarle su habitación y atar algunos cabos sueltos que necesitamos aclarar antes de empezar a trabajar mañana. A duras penas, conseguí reprimir el suspiro de alivio de no tener que quedarme allí soportando la penetrante mirada de Anthony. No creía que estuviera preparado para enfrentarme a un interrogatorio con él presente y ni siquiera tenía claro qué decir o cómo interpretar el nuevo papel que Robert me había asignado. Después de la tensa presentación con sus socios, Robert me guio por los pasillos de la mansión a la primera planta hasta detenerse ante una puerta. Al abrirla, me encontré frente a una habitación que parecía sacada de una revista de decoración de las que solía encontrar en la consulta del dentista. El amplio y lujoso ambiente combinaba muebles de madera rústica con otros de estilo industrial, entre los que destacaba una enorme cama de matrimonio en el centro. —Esta será tu habitación —dijo Robert, señalando otra puerta en la pared lateral—. El cuarto de baño viene equipado con cualquier cosa que puedas necesitar, pero mañana puedes pasarme una lista si quieres algo específico que pueda hacer tu estancia más agradable. —Gracias —dije, agradecido por disponer de un espacio propio y algo de intimidad. La opulencia de la habitación en comparación con el pequeño cuartucho en mi casa resultaba sobrecogedora, pero no podía negar que la idea de vivir con aquellos lujos me despertaba una secreta anticipación. —Esta puerta de aquí comunica la habitación con mi dormitorio —comentó Robert, abriendo otra puerta y dejándome echar un vistazo a una habitación decorada en tonos grises y negros y un ambiente totalmente masculino—. Suelo tenerla cerrada, pero si necesitas algo, basta que llames. —Lo tendré en cuenta —respondí, tratando de ignorar el cosquilleo que me provocaba la idea de dormir tan cerca de él. A pesar de lo que habíamos hecho hacía menos de dos horas, mi cuerpo seguía reaccionando ante la atracción que sentía por aquel hombre y el aura peligrosa y enigmática que lo rodeaba. Cuando volvió a cerrar la puerta, me sequé las palmas húmedas en los vaqueros. Mi mirada se encontró con la de Robert y, de repente, la amplia habitación pareció haberse encogido. Se acercó a mí, despacio, dándome tiempo a alejarme y reduciendo la distancia entre nosotros hasta que pude sentir su respiración entrecortada en mi rostro y el calor de su cuerpo a través de la fina tela de mi camisa. Mis pensamientos se tornaron borrosos y confusos mientras luchaba por mantener la compostura ante la intensidad de su mirada. —¿De…? —Carraspeé para aclararme la garganta—. ¿De qué querías hablar conmigo? —Hablar es lo último que quiero hacer ahora mismo — admitió, cogiéndome por la cintura para atraerme hacia él y pasarme la nariz a lo largo de la garganta. —En la cocina recalcaste que necesitabas hablar conmigo sobre… Uh… —Una excusa para tenerte a solas para mí —murmuró, repitiendo el raspado con sus dientes en el hueco entre mi garganta y mi hombro, antes de recorrer mi piel con pequeños besos y roces de su boca hasta que nuestros labios quedaron apenas a unos milímetros de distancia—. Por algún motivo inexplicable no consigo hartarme de ti y me he quedado con las ganas de volver a probarte. —Por favor —susurré, dejándome llevar por la corriente eléctrica que recorría mi cuerpo por cualquier tramo de piel que él rozara y que acababa inevitablemente anclada en la parte baja de mi vientre. Como si no pesara nada, Robert me llevó a la cama y me tendió con cuidado. Sus manos fueron directamente a los botones de mis vaqueros y yo lo ayudé con impaciencia a deshacerse de ellos mientras me quitaba las deportivas con los pies. Cuando depositó un beso húmedo encima de mi ingle y me miró con ojos oscuros y peligrosos, jadeé lleno de un angustioso deseo que me estaba volviendo loco por más. —Te estás convirtiendo en una obsesión y no sé si eso es bueno. —Entonces, hazlo bueno —le rogué, sabiendo que si me dejaba ahora mismo iba a echarme a morir. Los labios de Robert se curvaron en una sonrisa ladeada. —Tengo toda la intención de convertirlo en algo bueno, y no cesaré hasta que acabes tan obsesionado conmigo como lo estoy yo contigo. 16
Después de aquella noche en la que todo mi mundo se puso
del revés, descomponiéndome en diminutas partículas de átomo de pura lujuria y placer, despertarme solo en una enorme cama, desnudo, con las sábanas enredadas en los pies y una pequeña mancha de baba en la funda de algodón egipcio de quinientos hilos de la almohada, resultó, cuando menos…, un crudo retorno a la realidad. Además de las agujetas en los lugares más insospechados, el sabor de Robert continuaba en mi paladar y así lo hacía también la sensación de que seguía profundamente soterrado en mi trasero. Sin embargo, su ausencia bajo la despiadada luz matutina me recordaba cuán fuera de lugar me encontraba rodeado de tanto lujo y cuál era mi función allí. No estaba en aquella cama porque un hombre sexi y atractivo me hubiese invitado a pasar la noche con él tras una cita romántica, sino porque me pagaba por estar allí, lo que básicamente me convertía en un puto, o bueno, como se llamaba ahora en los ambientes más selectos, un escort. Resoplé ante la idea. Los escorts masculinos eran tipos atractivos con aire sofisticado, mirada sensual y una sonrisa que prometía noches de pasión y un placer infinito. Tipos como Robert, o al menos así era como yo me los imaginaba. ¿Necesitaba alguna prueba más de lo poco apropiado que era yo para él y cómo desencajaba con su entorno? A eso se sumaba lo que podría ocurrirme si alguien de la Bratva se enteraba de que además de ser gay me había prostituido para un empresario adinerado y que iba a seguir haciéndolo durante los siguientes veintinueve días y, supongo que, al menos doce horas más. No tenía ni idea de cuándo había entrado en vigor el contrato. Y si se enterasen mi madre o mis hermanas… ¡Caray! ¿Cómo iba a mirarlas a la cara si lo hicieran? ¿Y qué iba a hacer cuando me topase luego con Robert? Habíamos hablado de lo que yo quería en el contrato, pero, excepto por sus ganas de tenerme a al alcance de sus caprichos para jugar conmigo cuando quisiera, no tenía ni la más mínima idea de lo que esperaba de mí o qué se suponía que debía hacer durante el tiempo que él no me necesitase a su disposición. La última palabra me dejó un sabor amargo en la boca. Con varios gemidos lastimeros y mis músculos y articulaciones chirriando como el mecanismo de una relojería oxidada, me senté en el filo de la cama y le rogué al universo que Robert estuviera al menos igual de hecho polvo que yo después de nuestra noche juntos, porque ¿qué imagen iba a dar si resultaba que él, siendo mayor que yo, no se veía afectado? A todo esto, me constaba que era más viejo que yo, algo que estaba claro por las pequeñas líneas de expresión alrededor de sus ojos y las elegantes vetas plateadas en sus sienes, que no eran muy visibles, pero estaban ahí. Pero ¿cuántos años tenía en realidad? ¿Diez años más? ¿Doce? Mi corazón se saltó un latido cuando, al buscar el móvil, descubrí el vaso de agua y las pastillas sobre la mesita de noche. La idea de que Robert se hubiera acordado de mi bienestar me dejó con una sensación que no sabía muy bien cómo interpretar: cálida y reconfortante, pero también confusa. Era casi contradictorio que me dejase claro que solo me quería para una cosa si luego se tomaba las molestias de cuidar de mí. Me tomé un par de pastillas con un trago de agua antes de coger el móvil para meterme en Google a bichear. Dudo que pasasen más de quince minutos antes de que acabara por soltarlo con un resoplido. Al parecer, que un hombre fuera supermegamillonario no lo hacía constar automáticamente en la Wikipedia, y los medios de cotilleo estaban más interesados en las modelos femeninas con las que Robert asistía a eventos o citas privadas que de los hechos reales de su vida. O tal vez fuera que, de alguna forma, Robert había conseguido mantener en privado su vida personal. Teniendo en cuenta que tampoco parecía tener cuentas en Instagram o Facebook, parecía algo factible. Intenté no pensar en las imágenes de las mujeres que había visto acompañándolo y sonriéndole embelesadas o abrazándose a él y la sensación ácida en el estómago que eso me provocaba. Pensé que podía darme con un canto en los dientes de que al menos no solía salir con otros hombres; eso hubiese sido incluso peor. Al dirigirme al baño, gemí al sentir la mullida alfombra bajo mis pies, aunque esta vez de placer. La noche anterior estaba tan centrado en Robert, su presencia y lo que me producía, que no había tenido la oportunidad ni la capacidad mental de fijarme en los detalles de la habitación. Ahora que lo hacía, no solo tenía que admitir que estaba rodeado por el mismo lujo que se reflejaba en el resto de la mansión, sino que resultaba toda una experiencia para los sentidos. Para empezar, lo único que se oía en el dormitorio era el ruido que yo mismo provocaba, nada de los bocinazos o el rugido de los coches en la calle, los vecinos peleándose en el apartamento de al lado o las sirenas en la distancia. Nada, solo yo y mi presente. Ni siquiera podía oír a los demás habitantes de la casa. Era como si estuviera solo en la mansión y, aunque en parte me hacía sentir abandonado e inseguro en aquel extraño entorno, también resultaba satisfactorio el poder escuchar por una vez mis propios pensamientos sin que fuesen distorsionados o interrumpidos por el habitual caos a mi alrededor. Era… calmante, al igual que lo eran los suaves tonos grises de las paredes y las diferentes tonalidades de melocotones y azules que se combinaban en la decoración con la calidez de las maderas nobles de los muebles. La estancia reflejaba el estilo masculino de su dueño, pero con los suficientes toques femeninos como para que se sintiera acogedora y contrarrestara el exceso de testosterona. La simple vista del cuarto de baño, que era más grande que mi habitación en casa, habría bastado para inducirme un orgasmo si Robert no me hubiera exprimido hasta el último durante la noche anterior. En cuanto usé el inodoro y me lavé las manos, me metí bajo la ducha y abrí la boca para refrescarme, cerrando los ojos para centrarme solo en el aquí y ahora y las placenteras sensaciones que me producía el momento. Al salir, con las gotas aun cayéndome por el torso y una de las esponjosas toallas azul marino atada alrededor de mi cintura, llamé a la puerta de separación del dormitorio de Robert. Mis ánimos decayeron varios grados cuando nadie respondió. Para colmo de todos los males, mi estómago comenzó a gruñir, recordándome que era la hora del desayuno. Optando por volver a ponerme la ropa de la noche anterior, bajé a la cocina rezando para que Robert estuviese allí y me salvara del bochorno de tener que enfrentarme al resto de los habitantes de la casa con el estómago gruñendo como un oso pardo. —¡Buenos días! —Mark soltó la paleta de madera en la sartén en cuanto me oyó entrar en la cocina y me dedicó una sonrisa cálida que me ayudó a relajarme—. Espero que hayas dormido bien y que estuviera todo a tu gusto. —Buenos días. —Le devolví la sonrisa con debilidad al comprobar que Robert no andaba por las cercanías y mi boca se hacía agua con el olor del bacón frito—. No recuerdo haber dormido nunca en una cama tan cómoda como esa. —Robert no suele escatimar cuando se trata de salud o comodidad —admitió, recuperando la paleta—. ¿Te apetecen unos huevos revueltos y bacón? También hay macedonia de frutas y yogur griego fresco, que nos traen dos veces por semana de la tienda de productos orgánicos. Mi estómago se me adelantó con la respuesta y no me quedó más remedio que hacer una mueca y apechugar con la vergüenza. —Te lo agradecería, estoy muerto de hambre. Mark rio de buena gana. —Echaré unos huevos más. Recuerdo lo que solía comer cuando tenía tu edad. Anthony eligió ese instante para entrar y recorrerme con los ojos entrecerrados. —Sigues aquí —dijo sin ocultar su desdén. Mark me echó una mirada de disculpa mientras se dirigía al frigorífico a coger más huevos, pero no me hizo falta responder porque, para mi alivio, Robert entró justo detrás Anthony. —Jasha es mi invitado —intervino Robert con firmeza—. Y está aquí porque quiero que esté. —Ya. —Los labios de Anthony formaron una fina línea de desaprobación—. ¿Y te has planteado la brecha de seguridad que eso supone? Apenas lo conoces. No necesitamos más complicaciones en nuestras vidas. —Lo conozco lo suficiente, y además he traído los contratos de confidencialidad para que los firme. —Robert le mostró las dos copias antes de ponérmelas delante sobre la encimera y pasarme también un bolígrafo. —¿Y de qué sirve eso si es un espía o un…? —Anthony —lo cortó Mark con una mirada de advertencia —. Deja que el chico desayune tranquilo. Robert tiene sus motivos para tenerlo aquí, y es su casa. —Puedo imaginarme esos motivos —bufó Anthony antes de salir de la cocina con un portazo. —¿Qué mosca le ha picado conmigo? —pregunté antes de darme cuenta que no tenía ningún derecho a hacer semejante comentario. Por suerte, si Robert o Mark pensaban lo mismo, se lo callaron. Me mordí los labios y titubeé al contemplar el enorme plato con huevos revueltos, bacón y tomates con aceite que Mark me colocó delante. Se me hizo la boca agua, pero mi mente no se dejó convencer con tanta facilidad como mi estómago de que lo más importante era alimentarme. Me preocupaba el hecho de que Robert les hubiese contado a sus socios que yo pertenecía a la Bratva, algo que explicaría la actitud de Anthony. ¿Los habría informado durante mi ausencia también del verdadero motivo por el que iba a permanecer en la casa con él durante el próximo mes? —No le hagas caso. —Robert se sentó en el taburete a mi lado y me puso la mano en el hombro, apretándome con suavidad los tensos músculos—. Anthony es… Digamos que tiene problemas de confianza. —No te lo tomes de modo personal —intervino también Mark—. Es así con cualquier desconocido con el que se cruza, incluso con muchos de los que conoce desde hace años. —Puede ser difícil de tratar a veces —coincidió Robert, dirigiéndole un asentimiento de agradecimiento a su compañero cuando le colocó otro plato por delante—. Pero no le des demasiadas vueltas, se acostumbrará a ti. —Esperemos —murmuré más para mí que para él, porque no quería imaginar lo que iban a ser los siguientes treinta días en la casa conviviendo tan de cerca con alguien al que le molestaba mi sola visión. Cualquier preocupación se desvaneció en el aire en el instante en que los esponjosos huevos se deshicieron sobre mi lengua. —¡Dios! Estos huevos están para morirse. ¿Qué les has echado para que te salgan tan buenos? Tienes que darme la receta. —Justo a tiempo me callé que pensaba dársela a mi madre. No es que mi madre me hubiera criado para ser un señorito, pero se me daba mejor fregar que cocinar y a ella no le importaba con tal de que yo aportase mi granito de arena en las tareas de la casa. Mark rio por lo bajo. —Basta con que le eches un poco de amor —contestó con un guiño que me hizo sonreír incómodo. 17
Uno no puede imaginar cómo vive la gente rica hasta que se
despierta cada mañana en una cama que parece formada por nubes y sábanas de algodón egipcio que se deslizan sobre tu piel desnuda como una caricia, te llevan el desayuno a la cama, te preparan baños con burbujas y te encuentras ante un vestidor lleno de ropa donde no tienes ni idea de qué probarte primero. Era casi como si cada día, desde que me encontraba en la mansión, me levantara con ganas de ronronear, contento por los ecos de placer que me recorrían de la noche anterior en brazos de Robert, y a la vez quisiera taparme hasta las orejas y esconderme ante la persistente sensación de que no era más que un intruso que no pertenecía a un mundo de caprichos y placeres como aquel. Vivir allí era como encontrarme atrapado en una encrucijada entre el exceso y la cruda realidad a la que tendría que regresar cuando mi contrato con Robert llegara a su fin. Por un lado, me superaba la necesidad de regresar a mi casa, con mi familia y lo que conocía y, por otro, rogaba para que aquella ensoñación no acabara nunca. Con una sonrisa, me levanté de la cama y me estiré a conciencia mientras sentía una a una las huellas que testimoniaban la pasión de Robert. Desnudo, con una alfombra suave bajo los pies y sin un despertador que me recordara que mi sino era trabajar hasta el día que cayese muerto (algo inevitable y próximo con mi suerte y en especial perteneciendo a la Bratva). ¿Se podía pedir algo más para empezar el día? Bueno, sí, no me habría importado despertarme con Robert a mi lado, pero, entonces, probablemente, no habría forma de que saliésemos de la cama. Tampoco era como si pudiera quejarme. Justo antes del amanecer, Robert se había ocupado de dejarme satisfecho antes de marcharse… (Mucho, mucho más que satisfecho). Podría haber sido rápido, puede que hasta brutal en algunos momentos, pero despertarme con el placer que me provocaba con su boca para, de repente, verme bocabajo y sentir cómo se adueñaba de mi cuerpo, haciéndome suyo y marcándome como tal para el resto del día, era… sublime. Sublime… no era una palabra que hubiese usado nunca, pero era la única con la que describir lo que me hacía experimentar. Y, sin lugar a duda, aquella era mi nueva manera favorita de despertarme. En especial, porque luego, sin siquiera tener que moverme, podía seguir durmiendo con la sensación fantasma de que él seguía dentro de mí y la sonrisa complacida que me provocaba que Robert se encargase de dejarme limpio, tapado y con un beso en el hombro antes de marcharse. Si no fuese porque a veces tenía la sensación de que me trataban más como una mascota valiosa a la que mimar y cuidar que como a una persona racional e independiente, mi vida en aquel lugar hubiera sido perfecta. Incluso Mark me atendía de ese modo: viniendo a mi habitación a traerme el almuerzo si no bajaba a tiempo, invitándome a ir a la biblioteca a leer algo o para que lo acompañara al gimnasio. Me pregunté si iba a empezar a rascarme detrás de las orejas para comprobar si también ronroneaba para él y no solo para Robert. La idea me provocó un estremecimiento. Mark era guapo. Bueno, siendo honesto, resultaba más que guapo. Poseía ese atractivo carismático que caracterizaba a los actores de las películas de acción. Hace unas semanas me habría emocionado que un hombre como él se interesara por mí, pero ahora, por alguna razón, la idea de que me tocase me producía un auténtico rechazo y hasta daba gracias de que Robert no hubiera dado ni la más mínima señal de pretender compartirme con sus compañeros. Claro que Anthony no se habría metido en la cama conmigo ni sobornándolo, o puede que sí, pero para desahogar sus frustraciones conmigo y hacerme pagar por lo que fuera que se le había metido en la cabeza que yo le había hecho. A veces no podía evitar preguntarme si ese hombre estaría enamorado de Robert y que por eso me odiase tanto y no se reprimiese de demostrarlo. Cuando se lo sugerí a Robert, éste se limitó a reírse y a darme un beso en la frente. —¿Estás celoso, gorrioncillo? —me había preguntado—. No necesitas estarlo, Anthony es como un hermano y a ninguno de los dos nos va el incesto. En fin, si él lo decía… Nah, yo seguía pensando que Anthony estaba enamorado de él. Era la explicación más plausible. El mundo estaba lleno de hombres gais atrapados en su armario particular y si no que me lo preguntaran a mí. Apretándome los cordones de las zapatillas, cogí una toalla para dirigirme al gimnasio y moverme un poco. La mansión podía ser todo lujo, pero llevaba tres días encerrado allí y comenzaba a sentir como si mi jaula de oro estuviera asfixiándome. Una jaula para una mascota, eso era justo lo que parecía aquel lugar, y ahí estaba yo, dispuesto a mover la colita y dar saltos de alegría cuando mi amo regresara a casa para dedicarme unos minutos de carantoñas y satisfacer mis necesidades. Echando un vistazo cuidadoso por la esquina del pasillo, me aseguré de no toparme con Anthony. Con su «No sé a qué estás jugando, pero no permitiré que pongas en peligro a esta familia», que me lanzó la tarde anterior cuando me encontró en el salón viendo una película con palomitas, ya tenía el cupo completo de lo que estaba dispuesto a aguantar de él. El gimnasio era el sueño de cualquier deportista, con su equipamiento de última generación, espejos y grandes ventanales que bañaban la sala en una luz suave y cálida y ofrecían vistas al cuidado jardín trasero con pistas de pádel y tenis. Si a eso se le añadía una sauna, duchas y un cuartito con camilla, que solo podía suponer que servía para sesiones de masajes, ¿qué más se le podía pedir? Después de una hora en la cinta, me detuve frente a una máquina de musculación y, con las manos en jarras, solté un profundo suspiro. No era aficionado al ejercicio. Mi padre me obligaba a hacerlo y, como era de esperar, odiaba mi falta de fuerza y me hacía pagar por ello con insultos y medidas más drásticas los días que se encontraba de mal humor, que eran la mayoría cuando estaba obligado a pasar tiempo conmigo. En su opinión, era bueno que fuese rápido, sin embargo, mi debilidad era una vergüenza para mi apellido. Además, según sus elocuentes previsiones, mi destino era que los propios hermanos de la Bratva se deshicieran de mí, ya que era más un estorbo que un hombre de valor, como era su caso. —¿Planteándote si vale la pena o no probarlo? —la pregunta que atravesó el silencio me hizo volverme sobresaltado, encontrando a Robert apoyado relajado en el umbral con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa relajada. —Nunca he usado realmente una de estas maquinitas tan monas y estaba preguntándome si solo las tenías aquí como decoración ostentosa o si de verdad servían para algo más — me burlé secándome el sudor de la frente y el cuello con una toalla. Una de sus cejas se arqueó burlona. —¿Maquinita mona y decoración ostentosa? Mmm… No tengo muy claro si lo que estás buscando es que te enseñe a utilizarla y hacerte tragar ese insulto con una buena dosis de agujetas, o si lo que quieres en realidad es que te ponga sobre mis rodillas para propinarte unas cachetadas por impertinente. ¡Mierda! Cómo era posible que se me inundara la cara de calor cuando, al mismo tiempo, mi sangre estaba acumulándose en mi entrepierna. Era un misterio científico digno de ser analizado. Como si pudiera leerme los pensamientos, la mirada de Robert bajó por mi cuerpo hasta el lugar en el que una creciente tienda de campaña estaba estirando la cinturilla de mi pantalón corto. Arrastré incómodo los pies. De un momento a otro mi glande iba a asomar la cabeza para saludarlo y ponerse a su disposición. ¡Mierda! Estiré la camiseta hacia abajo. ¡Ya lo estaba haciendo! La sonrisa de Robert se ladeó. Bajó los brazos como si no tuviera prisa y se aproximó a mí, induciendo a mi corazón a que pulsara con creciente intensidad con cada paso que avanzaba. —¿A alguien le pone la idea de unos azotes? —La pregunta podría haber sido una mofa si no fuese porque la voz de Robert se tornó profunda y seductora. Gemí cuando me tiró del cabello, echándome la cabeza hacia atrás, y me envolvió las pelotas con una palma, enviando una corriente de placer a través de mi cuerpo. —Solo si es con tus manos —murmuré. Cerré los ojos en rendición cuando ascendió por mi erección y presionó con suavidad debajo de mi glande, liberando varias gotas de líquido preseminal. —¿Eso descarta un cinturón o una fusta? —Me arrancó un estremecimiento al acariciarme con su aliento mientras me hablaba al oído con ese aire juguetón con el que un depredador juega con su presa. —Yo… Mi padre… solía usar el cinturón y… y otras cosas. La repentina rigidez de Robert desapareció con tanta rapidez, que no supe si me la había imaginado o no. —De acuerdo. Nada de accesorios hasta que seas tú quien quiera probarlos, gorrioncillo. Sin poder mover la cabeza por su agarre, lo estudié de reojo. —¿Y si nunca llega ese momento? —Entonces, simplemente no llega —replicó con indiferencia. Solté un suspiro de alivio hasta que me mordió el cuello. —¡Estoy sudado! —protesté alarmado. —¿Y? —Que yo… yo… prefiero que esperes a que me duche. —Yo no —su respuesta fue tan firme y concisa que me dejó sin argumento—. Sabes algo salado. ¿Y qué? Si te sientes incómodo lo respeto y no te besaré, pero recuerda que soy yo quién decide el cuándo y el cómo. El cuándo es ahora y el cómo es aquí. De modo que, si lo quieres sin besos, espero que unos buenos azotes de verdad te pongan porque ese es el único precalentamiento que vas a tener. Debería haberme escandalizado, humillado o tal vez enfadado. Mi cuerpo escogió la opción más ilógica de todas: excitarme de tal manera que pude sentir un cosquilleo instalándose en mi glande, que goteaba con total entrega, dejándome una mancha húmeda en mi bóxer, que traspasó la fina tela de los shorts deportivos que llevaba. —¿Cómo me quiere, señor? —raspé sin apenas voz. Quitándome la camiseta por encima de la cabeza, me giró hacia la estación multifunción. —Sujétate a la prensa de brazos —dijo, colocándome las manos sobre las dos barras horizontales curvas que sobresalían del aparato. Mis palmas apenas habían tocado la espuma de las barras, cuando me bajó de un solo tirón los pantalones cortos y la ropa interior hasta las rodillas. Desnudo y atrapado… ¿Por qué me ponía tanto que él siguiera vestido con su traje de chaqueta? Ni siquiera me dio tiempo de acostumbrarme al frío cuando el impacto de su palma sobre mi trasero resonó por el gimnasio, acompañado de un breve resquemor que, a medida que desaparecía, dejaba tras de sí un rastro de calor. Robert pasó su mano con reverencia por el lugar. —Eres tan blanco que incluso una leve palmada basta para dejar tu trasero de un suave tono rosado. Por la forma en la que apretó los labios en una mueca agónica estaba claro que estaba decidiéndose sobre si lo que quería era soltarse el pelo o conformarse con su intención inicial de ponerme el trasero colorado. Esperé a que nuestras miradas se encontraran a través del espejo de la pared. —Prefiero el rojo —murmuré sin estar muy seguro de por qué lo admitía cuando al que le iban a doler aquellas palmadas iba a ser a mí, aunque mi polla parecía tenerlo más claro por la forma en la que las brillantes gotitas resbalaban de la punta al suelo. —Seis entonces —dijo Robert de la nada, como si estuviera pensando en voz alta—. Tres en cada glúteo. Lo suficiente como para darte color. La semana que viene, cuando los cardenales que te quedan del otro día hayan desaparecido, pondremos a prueba qué tipo de tono rojizo te gusta más. Tragué saliva. ¿Eso significaba que iba a darme más de seis o que me daría más fuerte? Jadeé ante su segunda palmada, pero jadeé aún más cuando metió su mano entre mis piernas para pesarme y amasarme con delicadeza las pelotas. Una delicadeza que contrastaba con la fuerza con la que castigaba mi trasero. Con la tercera palmada, eché la cabeza atrás cuando me masturbó casi al tiempo exacto en el que tardó en desaparecer el dolor. La cuarta y la quinta fueron consecutivas y ninguna de ellas en el mismo lugar. Para cuando me dio la sexta, mi trasero se sentía como el de una luciérnaga y de mi glande colgaba un fino hilo transparente. Si la dureza de las erecciones pudiera medirse con algún tipo de escala como la que se usaba con los materiales, la mía tendría un diez, justo a la altura del diamante. —Buen chico, gorrioncillo —murmuró Robert al lado de mi oído, mientras acariciaba mi trasero con delicadeza—. Pero sabes que aún no hemos terminado, ¿cierto? Sujétate fuerte. Escuché más que vi a Robert abriéndose el cinturón, bajándose la cremallera y escupiéndose en las manos para lubricarse con su saliva. Y entonces fue cuando me separó las nalgas y se posicionó entre ellas, abriéndose paso despacio dentro de mí y arrancándome un largo jadeo mientras mi cuerpo trataba de ajustarse a su invasión. Claro que habría sido tonto si, después del aviso que me había dado, hubiese esperado que fuera a hacerme el amor despacio y con cuidado. ¡Gracias a todo lo que era santo! Era lo último que quería cuando estaba tan excitado y temía correrme en cuestión de minutos. En cuanto mi trasero chocó con su ingle, cualquier delicadeza se evaporó. Agarrándome del cabello, me obligó a arquear la espalda y sacar el trasero para embestirme justo como a él le gustaba y yo necesitaba: sin freno, totalmente fuera de control y haciéndome olvidar hasta de mí mismo. —Buena sesión de ejercicio —murmuró Robert casi una hora después, tirado a mi lado en una colchoneta con la camisa deshecha, el pantalón abierto y la respiración tan agitada como la mía. Sin poder evitarlo, sonreí. —Podría acostumbrarme a este tipo de ejercicios — confesé en broma. Robert resopló. —Apuesto a que sí y también a que en nada ibas a dejarme KO. —Bueno… —Me giré de lado y apoyé la cabeza en un brazo para poder verlo mejor—. Tienes que admitir que al menos es más placentero así. Su expresión se suavizó y, cogiéndome por la nuca, tiró de mí para darme un beso. —Mucho más —admitió con una voz profunda que me recorrió con un delicioso cosquilleo. Un repentino carraspeo rompió el hechizo y mis ojos se abrieron horrorizados al descubrir a Anthony en la sala, a tres metros de nosotros, no cortándose ni un pelo al recorrernos con una mirada oscura. El que yo tratase de cubrirme los genitales con ambas manos no pareció importarle demasiado para seguir estudiándome con su mueca de desdén. —¿Qué quieres? —rugió Robert, tapándome parcialmente de la vista de su socio. —Maxwell ha llamado porque no le cogías el teléfono. Dice que teníais una videoconferencia programada hacía veinte minutos. —¡Joder! —Robert se levantó malhumorado y me ayudó a hacerlo a mí antes de colocarse delante de mí, cerrarse la cremallera del pantalón y pasarse una mano por el cabello—. ¿Y no podías haber llamado a la puerta antes de entrar? A través de uno de los espejos vi a Anthony encogiendo un hombro con indiferencia. —Estáis en un gimnasio, ¿cómo iba a saber yo que pensabais crear aquí vuestro nidito de amor? No pude ver la mirada que le echó Robert a Anthony, pero sus puños se encontraban tan apretados que le podía ver el blanco de los nudillos. —Lárgate y dile a Maxwell que lo llamaré en diez minutos. —A sus órdenes, jefe —siseó Anthony sin ocultar su irritación—. Pero si piensas seguir follándotelo, mejor llévatelo contigo a tu despacho. Seguro que tu asistente personal no tiene problema con participar en la reunión desde debajo de la mesa. ¿Verdad, encanto? —Sin esperar una respuesta, se marchó. —¡Maldito cabrón hijo de puta! —gruñó Robert antes de girarse hacia mí—. Hablaré con él. Frotándome los brazos ante el repentino frío, asentí y busqué mi ropa. Robert se adelantó a mí, pero en lugar de entregármela me ayudó a vestirme. —Jamás le he contado nada sobre los términos de nuestro acuerdo —dijo, mirándome a los ojos cuando terminó. Cuando me rodeó con sus brazos y me atrajo contra su pecho, asentí con un profundo suspiro. —Tendría que estar tonto y ciego para no darse cuenta de que no hago otra cosa que estar encerrado en mi habitación y perdiendo el tiempo por la casa. —Lo hablaremos luego, gorrioncillo. Ahora ve a ducharte mientras voy a la reunión a resolver el problema. Luego igual podemos hacer algo juntos si no surgen más complicaciones. ¿Y qué tal si mañana te muestro algunas rutinas con las máquinas? Si te interesa, claro está. —Me gustaría —admití con sinceridad. Puede que la presencia de Robert lo hiciera más llevadero y, al menos, tendría algo con lo que entretenerme mientras estaba allí. Dándome un beso en la frente, se colocó frente a un espejo, se colocó bien la camisa y su rostro adoptó una máscara de concentración y autoridad, asumiendo de nuevo el papel de magnate que le ofrecía al mundo. En cuanto se marchó, me dejé deslizar sin fuerzas sobre la colchoneta y me tapé la cara con ambas manos. Odiaba que Anthony me hubiera visto desnudo, se sentía como una invasión a mi intimidad, sin embargo, lo peor era que supiera cuál era mi función allí. El hombre no era tonto. Hoy en día, un amante no necesitaba ocultarse tras un puesto de trabajo inexistente y Robert no parecía alguien que fuese a ocultarles a sus amigos con quién estaba acostándose si se trataba de una relación normal. En realidad, la culpa de aquel follón era mía. Yo había sido el que le había pedido a Robert que no contase que me pagaba por tenerme. Aunque eso, en el fondo, no cambiaba el hecho de que si la información salía de aquella mansión mi vida solo podía cambiar a peor. 18
Después de desvalijar el frigorífico, regresé a mi habitación
cargado con un sándwich, patatas fritas y un refresco. Apenas había pisado el pasillo cuando ya se oía la discusión. Aunque hubiese tratado de respetar la confidencialidad, entre las voces y la puerta entreabierta del despacho de Robert habría sido imposible. Claro que, en atención a la verdad, tampoco hice el intento de andar más rápido para no enterarme de nada, en especial, cuando reconocí la voz de Anthony. —¡Me niego a que pongas la operación en riesgo por puro capricho! —La furia contenida en el siseo de Anthony era más que evidente. Me estremecí. Si el Anthony callado o el que soltaba lo que se le pasaba por la cabeza me había parecido malo, al furioso prefería no conocerlo siquiera. —Que Jasha viva aquí no la pone en peligro. —Me detuve en seco ante la mención de mi nombre y dejé de masticar la patata que acababa de introducirme en la boca—. De modo que búscate otra excusa. Aunque, si tanto te preocupa la operación, ponte tú al mando. A ver si así, de paso, te centras en tu trabajo en lugar de meter las narices en mi vida personal. —Tu vida personal nos afecta a todos en esta casa, en especial, cuando traes a alguien como él aquí —espetó Anthony—. No puedes decirme en serio que ni siquiera te planteas la brecha de seguridad que supone. —Ya está hecho, Anthony. Si tanto te afecta, busca soluciones. Las escucharé, pero que Jasha se marche antes de que acabe el mes queda descartado —respondió Robert, cortando la discusión de cuajo—. ¿Algo más? —Sí, ya que estamos… —El repentino silencio que se produjo me puso el vello de la nuca como escarpias. Con presteza, me refugié tras la esquina y detuve el aliento al escuchar pasos acercándose. No fue hasta que la puerta del despacho de Robert se cerró de golpe que volví a respirar con tranquilidad. ¡Jesús! Lo último que quería era que Anthony pudiera acusarme de haberlos estado espiando y que encima tuviera razón. Atravesé el pasillo con rapidez y sin hacer ruido antes de que pudieran descubrirme. No tenía ni idea de qué operación estaban hablando, pero estaba claro que no querían que yo me enterase de nada y, siendo honesto, después del tiempo que llevaba en la Bratva, si algo había aprendido, era que a veces menos es más. No me interesaba conocer ningún tipo de información confidencial que pusiera mi vida en peligro. Por suerte para mí, mi curiosidad en ese aspecto era de lo más conformista. Me encontraba en mi dormitorio contemplando el jardín a través de los enormes ventanales, cuando Robert vino y me abrazó desde atrás envolviéndome con su calor y apoyó su barbilla sobre mi cabeza. De inmediato, mis músculos se relajaron. —Sé que nos escuchaste a Anthony y a mí discutiendo. Me congelé por dentro. —No escuché nada, solo que no me quiere aquí y no fue intencionado, venía para acá y la puerta estaba abierta. Lo siento. —Lo sé, gorrioncillo, además del aroma a gel de ducha, te delató el crujido de las patatas fritas que estabas devorando. Me encogí por dentro. —De verdad que espero que al pakhan no se le ocurra nunca tratar de usarme como espía. Está visto que no es lo mío. —No, yo diría que no. —Robert rio por lo bajo y me dio un beso en la coronilla. —Ahora solo hace falta que convenzas a Anthony de que soy demasiado inútil como para tratar de sacaros información para entregársela a la Bratva. —No le hagas caso. Aunque parezca un capullo integral… —¿Solo lo parece? —pregunté con sequedad. Su risa me hizo vibrar entre sus brazos. —Vale, concedido. Aunque Anthony sea un capullo, lo es porque intenta protegernos. Cuando lo conozcas un poco mejor lo comprenderás. —Si tú lo dices… Pero si te soy sincero, no sé cómo lo aguantas. Esta vez, Robert soltó un profundo suspiro. —Para él la lealtad lo es todo y no tengo ni la más mínima duda de que, si alguna vez se viera en la situación de tener que elegir entre su vida y la mía, elegiría la mía sin planteárselo siquiera. Sé que es difícil creerlo con la fachada de neandertal que suele usar en público, pero si consigues entrar en su círculo interior y te permite conocerlo, comprenderás por qué es el tipo de hombre del que estoy orgulloso de que me considere como un amigo y hermano. Apoyé la cabeza contra su pecho y observé las increíbles tonalidades del cielo mientras el sol desaparecía en el horizonte. —¿Hay alguna forma de hacer que deje de ponerse verde y me enseñe los dientes con solo verme? Sonreí a medias cuando el pecho de Robert vibró con sus nuevas carcajadas. —La única solución para que deje de enfadarse nada más verte es que desistas de huir de él y que lo obligues a soportar tu presencia. —¡Oye! —Me giré en sus brazos para lanzarle una mirada acusatoria—. A mí no tiene que soportarme nadie, no solo soy un encanto, sino que suelo caerle bien a casi todo el mundo… A todo el mundo excepto a ese ogro. —Se te ha olvidado añadir que además eres increíblemente lindo y comestible. Entrecerré los ojos para fingir irritación, aunque por dentro estuviera revolcándome como un cachorrillo en la hierba y más que dispuesto a ponerme panza arriba para que me acariciara. —¿Me estás comparando con una piruleta? Sus labios se curvaron. —Puede. Pondremos esa teoría a prueba luego, cuando regresemos. A pesar del estremecimiento que me recorrió al imaginarme la manera en la que pensaba demostrarme su teoría, no fue eso lo que me hizo alzar la cabeza. —¿Cuándo regresemos? —comprobé que no lo había oído mal—. ¿A dónde vamos? —¿Qué tal si salimos a cenar y al cine o a tomar unas copas? Tal y como estabas contemplando el jardín, parecías estar a punto de trepar por las paredes para escapar. —¡Salir! ¿Vamos a salir? —Me lancé a su cuello y lo besé sin pensármelo siquiera. Robert me sujetó por el trasero cuando prácticamente lo trepé como un koala, pero acabó por soltarme, reticente. —Vístete antes de que cambie de opinión y te amarre al cabecero de la cama —sus palabras me hicieron detenerme. Nunca me había atado a la cama, nunca me había atado a nada en realidad—. ¡Jasha! —gruñó a modo de advertencia—. Luego. Ahora vístete. Salimos dentro de media hora. Soltándome me dio la espalda y regresó a su habitación mascullando algo entre dientes que sonaba bastante a: «para qué quieren viagra si podrían clonar a esta criatura». Me mordí los mofletes para que no me viera la sonrisa de oreja a oreja antes de gritar tras él: —¿Tengo que vestirme de alguna forma especial? No era una pregunta caprichosa. En los últimos días, mi vestidor no solo se había llenado con los esenciales como ropa interior, calcetines, pijamas, bañadores, vaqueros o camisetas en una amplia gama de estilos y colores, sino con varios trajes y ropa de vestir. Y, aunque nunca me había considerado un chico de trajes de chaqueta, no podía deja de admitir que tenía ganas de estrenar alguno antes de regresar a mi vida. —Ponte guapo —gruñó sin girarse. Colocándome una mano sobre el pecho, abrí los ojos en plan dramático. —¿Estás insinuando que no estoy guapo en mi pijama del Pato Lucas? Girándose despacio, Robert me examinó de arriba abajo con los ojos entrecerrados. —Empiezo a pensar que disfrutaste de los azotes mucho más de lo que pensaba. —¿Yooo? —pregunté con mi mejor carita de inocente. —Ponte lo que te dé la gana —gruñó Robert, dándome la espalda y desapareciendo en su dormitorio—. Estás guapo te pongas lo que te pongas —masculló de forma mucho más baja, pero lo bastante alto como para que pudiera enterarme. ¡Yay! Me habría puesto a pegar saltos y piruetas sobre la enorme cama, pero Liv tenía razón sobre el tiempo que solía tardar en arreglarme, y media hora era un tiempo muy pero que muy justo. Y si Robert me había pedido que me pusiera guapo, eso era justo lo que iba a darle. Al final opté por un jersey suave y cómodo que se amoldaba a la perfección a mi cuerpo, haciéndome parecer más tonificado de lo que era, y un pantalón de vestir negro. Solo el precio que venía en la etiqueta ya me hacía sentir exclusivo y valioso y comenzaba a comprender por qué los ricos solían andar con un aire de seguridad que los distinguía de la gente corriente como yo. Fue la elección perfecta, no solo porque Robert me devoró con la mirada desde el mismo instante en que me vio, sino porque encajaba a la perfección con el pequeño y exclusivo restaurante italiano al que me llevó a cenar. El ambiente allí podía ser cálido y acogedor en apariencia, con sus paredes de ladrillos vistos, los mosaicos romanos y pinturas clásicas, sin embargo, bastaba con echarles un vistazo a los clientes para adivinar que no era un sitio al que cualquiera podía permitirse el lujo de ir. El maître nos condujo a una mesa junto a la ventana, desde donde podía verse un cuidado jardín lleno de rosales, hiedra y olivos. —¿Y bien? ¿Te gusta? —preguntó Robert cuando nos quedamos a solas después de elegir nuestros platos. —Me encanta y huele divino. Se me ha hecho la boca agua apenas pisar el local. ¿Sueles venir aquí a menudo? Robert encogió un hombro. —En ocasiones. Es un sitio tranquilo, se come bien y no me obliga a fingir ni cumplir con expectativas sociales. —¿Te refieres a que aquí no te comportas como si fueras un ogro? Con un bufido, sacudió la cabeza. —Si fueras cualquier otro, te arrancaría la cabeza solo por llamarme así. Apoyé la barbilla sobre ambas manos. —¿Ves cómo te comportas igual que un ogro? Exasperado, Robert soltó otro bufido. —Bueno, cuéntame algo. ¿Qué has hecho hoy aparte de espiar conversaciones ajenas? Entrecerré los ojos. —Ja, ja, ja. Muy gracioso. Ya te dije que no estaba espiando. Pasaba por allí y os escuché. —Rodé los ojos cuando se quedó mirándome sin parpadear—. Además, ya sabes casi todo lo que he hecho hoy. He estado un rato en el gimnasio, he visto una peli, ah, y casi le meto fuego a tu cocina. Robert se puso a toser de forma compulsiva, llamando la atención de medio restaurante, mientras se colocaba la servilleta sobre los labios. —Perdón, ¿qué has dicho? —Tenía hambre a media mañana, el cocinero había salido a comprar e intenté hacerme un huevo pasado por agua para prepararme un sándwich mixto como los que suele hacerme mi madre. —Es imposible meterle fuego a una cocina por hervir un huevo —dijo con el ceño fruncido—. Lleva demasiada agua. —Mmm…, si tú lo dices. —Vamos, no puede haber sido para tanto. —Me distraje con las noticias, el agua se evaporó y el huevo se quemó y explotó… Ah, y la alarma de incendios se puso a pitar, aunque por suerte no saltó el aspersor. —Solo de recordarlo me tapé la cara—. ¡Dios! Un puñetero huevo pasado por agua y quemé el agua. ¿Cómo me ha podido pasar algo así? —¿Talento natural? —se mofó Robert. —Debe de serlo. Ni se te ocurra contárselo a nadie. Es información confidencial. Ya le hice un chantaje al cocinero para que mantuviera la boca cerrada —bromeé. Robert alzó una mano y se colocó la otra sobre el pecho. —Juro solemnemente no sacar el tema a colación, excepto los días de Acción de Gracias, Navidad y el Cuatro de Julio. —¡Oye! —protesté, a pesar de que la idea de que me viese en su vida para celebraciones que se encontraban mucho más allá de nuestro mes juntos, me provocó un extraño calor en la zona del pecho. Los dos nos callamos cuando el sumiller le trajo una botella de tinto a Robert y se lo dio a catar. —¿Estás seguro de que no quieres al menos probarlo? — me preguntó al inspeccionar con una mueca mi habitual vaso de refresco. Negué con la cabeza. —Mi padre solía beber, mucho. Me juré que nunca acabaría como él. Robert asintió. —¿Quieres que me pida otra cosa? Su ofrecimiento me sorprendió casi tanto como que no siguiera el ritual habitual en el que la gente trataba de convencerme de que una copita no iba a hacerme daño ni convertirme en un borracho. —No es necesario. Mi padre solía beber vodka y cerveza, el vino huele diferente. —¿Seguro? —Robert parecía serio—. No me importa si te trae malos recuerdos. Quiero que estés a gusto conmigo. —No. Me gusta verte disfrutar siempre que no acabes convirtiéndote en un borracho violento. —En ese caso puedo prometerte que no pasará. —Robert se echó atrás en su asiento—. Suelo necesitar unas tres copas de vino para ponerme de buen humor y tendría que terminarme la botella completa para volverme más cariñoso. Arqueé una ceja. —¿Te pones más cariñoso cuando te emborrachas? —No sabría si llamar a ese estado de ligereza borracho, pero sí, podemos definirlo como un tanto desinhibido. Según Anthony y Mark, me vuelvo pegajosamente cariñoso, además de que se me suelta la lengua. Que es motivo más que suficiente para no pasarme de las tres copas cuando estoy en eventos sociales. —Mmm… ¿Has dicho pegajosamente cariñoso? —Ladeé la cabeza—. Creo que me gustaría verte así. Tienes mi permiso para acabarte la botella. Alzó ambas cejas. —¿No te basta con lo cariñoso que ya soy contigo? —Si con ellos lo eres más, entonces, seguro. No, segurísimo. —¿Y no te has planteado que quizá a ellos les parezca pegajoso porque no están acostumbrados a verme así? Mi corazón dio un doble latido. —¿Intentas decirme que soy especial? Robert arqueó una ceja. —¿Necesitas que te lo confirme? —¿Y si te dijera que sí? —En ese caso, me terminaré la botella, pero no te garantizo que luego vaya a estar de humor para darte azotes. No te quejes todo se vuelve tierno, romántico y lento y te resulto aburrido. Tomé un largo trago de mi refresco, arrepintiéndome por primera vez en años de no beber alcohol. —Tal vez me guste tierno, romántico y lento —raspé con una repentina ronquera—. De cuando en cuando —añadí al darme cuenta de que podría malinterpretarlo. —Imagino que es algo que averiguaremos cuando lleguemos a casa. —Robert se llevó la copa a los labios y me hizo un guiño, que consiguió que agradeciera que el mantel me tapara el regazo. Un camarero nos trajo una fuente de bruschetta al tomate con albahaca fresca y aceite de oliva para compartir y, tal y como había prometido, Robert comenzó a relajarse tras la primera copa. —¿En serio te comiste un taco de kilo y medio tú solo? — le pregunté alucinado después de que me narrara una anécdota de su juventud—. No me lo creo. —Era mucho más joven entonces y competitivo como no te puedes imaginar. Que no tuviera dinero y que la cuenta me saliera gratis si era capaz de comérmelo, también ayudó. —¿No eras un niño rico? —A los dieciséis era más pobre que una rata callejera. Mi madre apenas ganaba para mantenernos bajo un techo y a fin de mes no era raro que nuestro frigorífico estuviera vacío. —¡Guau! Cualquiera lo habría adivinado. No debió de ser fácil llegar hasta dónde estás ahora. —Suerte y un trato con el diablo, supongo —comentó Robert con un tono jocoso que contrastaba con la tristeza en sus ojos. Me habría gustado preguntarle más acerca del tema, pero algo me decía que no era ni el momento ni el lugar, y que él me lo confesaría si alguna vez estuviera preparado para hacerlo. —¿Y tu madre? —indagué un poco más. Incluso su sonrisa fingida se evaporó con la mención de ella. —Murió mientras estaba en una misión en Afganistán. Cuando regresé para su entierro, me enteré de que llevaba dos años enferma de cáncer. Alargué la mano para tocar la suya. —Vaya, lo siento. Robert estudió distraído su copa de vino. —Nunca me lo mencionó y no había tocado ni un solo céntimo del dinero que le enviaba cada mes de mi sueldo como SEAL, dejándolo en una cuenta compartida con mi nombre como cotitular. Fueron los ahorros con los que empecé mi primer negocio. —Eso fue… —¡Robert Steele! Ambos retiramos las manos con brusquedad cuando un hombre de mediana edad se detuvo junto a nosotros y le apretó el hombro a Robert, cuyo rostro se convirtió en una máscara que no dejaba traslucir nada. Escondí las manos debajo de la mesa, procurando que no se me notara mi repentina ansiedad. ¿Cómo se me había podido olvidar que nos encontrábamos en un sitio público? —George, qué sorpresa verte por aquí —lo saludó Robert con una aparente calma—. No era el tipo de sitios con el que te tenía asociado. —Ah, bueno, a mi… sobrina le gustan las pizzas, ya sabes cómo son los jóvenes de hoy en día —explicó George, señalando con la mano a la chica que se encontraba junto a él y que parecía estar deseando que se la tragara la tierra, aunque los pequeños y penetrantes ojos del hombre no se despegaron de mí. Por lo delgada que era la chica, con excepción de sus pechos y trasero, demasiado pronunciados como para ser naturales, dudaba mucho que fuese de las que comían pizza por la noche. Teniendo en cuenta que apenas debía tener los dieciocho cumplidos, algo que era mucho suponer, y que George podría tener unos buenos sesenta años con sus acentuadas arrugas, cabello teñido colocado artísticamente para taparle la calva central y una barriga más bien generosa en su curvatura, habría apostado lo que sea a que la chica no era su sobrina y que el motivo por el que se encontraba en aquel restaurante era el mismo por el que lo había elegido Robert: para esconder su sucio secreto. —Sissy, no seas maleducada, saluda a mi amigo Robert y a…, perdón, creo que no conozco a tu acompañante, amigo mío. Robert apretó la mandíbula por una milésima de segundo. —No, no creo que lo conozcas. Es mi asistente, Jasha. Aún no me lo he llevado a ninguna de las reuniones. Solo lleva unos días trabajando conmigo. —Aaah, ya veo —dijo George con un brillo de malicia difícil de obviar en sus pupilas—. En ese caso, puede ser una buena idea que te lo traigas mañana al club de campo. Si tiene que trabajar con nosotros, cuanto antes nos conozca y lo conozcamos, mejor. Fui a abrir la boca para soltar una excusa de por qué no podía ir, pero Robert me pisó el pie de forma intencionada. —Cierto. —Robert forzó una sonrisa—. Me lo plantearé. —Nada de planteártelo. Se lo diré a los demás para que se mentalicen. Ya sabes cómo son algunos cuando ven caras nuevas en nuestros círculos y, como tu asistente, imagino que tendrá que acompañarte en más de una ocasión. —Imagino que tienes razón —concedió Robert con rigidez. —Genial. Bueno, no os entretengo más. Que disfrutéis de la cena. Buenas noches, Jasha, espero tener más tiempo para hablar contigo mañana. —Gracias. Ha sido un placer conocerlo, señor. —Igualmente, muchacho, igualmente. Robert y yo lo seguimos con la mirada mientras se dirigía a la puerta sin tratar de disimular siquiera el hecho de que tenía la mano sobre el trasero respingón de la chica. —¿Por qué has dejado que te presione para llevarme mañana a ese club de campo? —le pregunté en cuanto estuve seguro de que George no podía escucharnos. Robert se pasó una mano por el cabello. —Porque al igual que nosotros no nos hemos tragado que Sissy es su sobrina, él no se ha tragado que tú eres mi asistente. No llevarte sería confirmarlo y, aunque te parezca extraño, al igual que tú, yo no me puedo permitir el lujo de que salga a la luz pública que mantengo una relación con otro hombre. 19
Cuando George anoche mencionó el club de campo, había
imaginado una restaurante amplio, tal vez con un par de plantas o algo semejante, rodeado de un parque o un campo de golf. Lo último que me había esperado era la majestuosa casa señorial de cuatro plantas, balcones llenos de gente en elegantes trajes tomándose cócteles y charlando, e increíbles columnas de mármol enmarcando la magnífica escalinata ante la que Robert aparcó su Maserati. Seguía mirando boquiabierto la inmensa casa señorial cuando un valet uniformado me abrió la puerta del coche. Robert, que se había bajado antes que yo, le entregó la llave y se ajustó los puños de su traje mientras me lanzaba una ojeada expectante. —¿Listo para conocer a los lobos que manejan los hilos en esta ciudad? —Su tono autoritario carecía del deje juguetón al que estaba acostumbrado, poniéndome más ansioso de lo que ya estaba—. Mantente a mi lado y procura hablar lo menos posible. Yo me encargaré del resto. En especial, evita a George. Me apresuré a seguirlo hacia el interior, tratando de mantener sus zancadas firmes y seguras. Robert se movía con una confianza innata y, si no fuera por lo que me había contado, jamás habría adivinado que se había criado en la calle como yo. Atravesó el elegante vestíbulo saludando a sus conocidos y clientes con palmadas en la espalda y apretones de manos, actuando como si yo no fuese más que su sombra. Aunque debería haberme sentido ofendido, en el fondo estaba agradecido de que me permitiera mantener el aparente halo de invisibilidad que parecía haberme envuelto en aquel lugar. —Robert, ¡qué gusto verte! —exclamó George nada más verlo con una sonrisa, demasiado amplia para mi gusto, abrazándolo como si fuesen amigos del alma, algo que desmentía claramente la postura rígida de Robert—. Y te has traído a tu nuevo asistente… ¿Cómo dijiste que se llamaba? Ah, sí, Jasha —dijo como si yo no estuviera presente y no pudiera preguntármelo a mí. —Un placer volver a verlo —mentí, procurando ocultar mi malestar detrás de una sonrisa educada. —Sí, tras los argumentos que me diste no me quedó más remedio que darte la razón —intervino Robert—. Le vendrá bien conocer a los clientes y colegas que pertenecéis a mi entorno, aunque la mayor parte del tiempo tendrá que trabajar con vuestros empleados, por supuesto. Si la capa de invisibilidad me gustaba, el que Robert me clasificara de empleado y me colocase a ese nivel ante sus conocidos no acabó de sentarme bien del todo. En un entorno normal y cotidiano, ser el asistente personal de un hombre importante como Robert sería motivo de orgullo, pero allí, a juzgar por la forma en que la gente me miraba, con esa mezcla de curiosidad y desprecio o ignorancia…, de algún modo, se sentía feo, convirtiéndome en un ser inferior al resto de los presentes. —Mmm… Has hecho bien trayéndolo —replicó George, echándome una mirada calculadora—. Espero que me disculpéis, mi esposa ha venido con mi suegra. Me agradará que podamos charlar un poco más luego. —Por supuesto. Nunca es bueno hacer esperar a una esposa, y menos a una suegra —bromeó Robert, más aliviado que enfadado, aunque solo alguien que estuviese observando con atención sus hombros podría haberse dado cuenta. —Aaah, mi querido amigo, —sonrió George con ese aire de malicia en los ojos que parecía caracterizarlo—, se nota que Esther te ha enseñado bien. Antes de que pudiera preguntarle a Robert quién era esa tal Esther y si había estado casado, me tomó del brazo para guiarme hacia otra conversación. A medida que la noche avanzaba, comenzó a importarme un pepino si esa tal Esther había sido una de sus múltiples amantes, novias o si había estado casado con ella. Por lo que sabía, podría haber sido incluso su madre. Viendo la forma en que los hombres acaparaban su atención y la manera en que las mujeres invadían con total confianza su espacio personal, me sentía cada vez más tentado a romper mi propia regla y pedirme una copa de algo fuerte que me dejara lo bastante atontado como para al menos poder olvidarme de las miradas curiosas y los cuchicheos a nuestro alrededor, mientras yo me mantenía al lado de Robert como una tonta y obediente mascota. El opulento salón principal del club de campo brillaba con una luz dorada que emanaba de los grandes candelabros, reflejándose en las refinadas copas de cristal que iban circulando con generosidad entre los asistentes. La atmósfera era sofocante, no solo por el calor generado por la multitud y que hacía que se me pegara la camisa a la piel húmeda y que me apretase la corbata, sino también por la densa nube de perfumes e hipocresía social que se respiraba en cada rincón. —¿Quieres algo de beber que no sea champán? —me preguntó Robert, colocándome una mano en la parte baja de la espalda para dirigirme hacia la barra que se encontraba en un extremo del salón. Asentí sin entusiasmo y dejé que me guiara, tratando de ignorar las miradas que se clavaban en mi espalda. Tenía la boca reseca. A pesar de que había paseado a ratos con una copa de champán en la mano, no le había dado ni un solo sorbo. —Un burbon para mí y un refresco de naranja para mi acompañante —le pidió Robert al camarero sin preguntarme. Agradecido, tomé el vaso y lo vacié casi de un solo trago. —¿Te importa si salgo un rato al balcón a tomar un poco de aire fresco? —le dije al descubrir a otro hombre dirigiéndose con paso firme hacia nosotros—. Creo que por hoy ya he aprendido más sobre inversiones, propiedades y escándalos políticos de lo que mi cerebro puede asimilar. Robert asintió con la mandíbula apretada al seguir la dirección de mi mirada y reconocer a quién sea que fuese ese hombre. —Ve, te buscaré en cuanto pueda escaparme. Salí al balcón, donde los tonos anaranjados de la tarde habían pasado a un paisaje nocturno que se extendía como un manto de terciopelo, salpicado por las luces lejanas de la ciudad. El aire fresco me recibió como un bálsamo y sentí cómo mis pulmones volvían a expandirse por primera vez desde que habíamos pisado aquel lugar. Me recosté contra la barandilla del rincón, dejando que la oscuridad me envolviera, y traté de olvidar por un momento dónde estaba y qué era lo que se esperaba de mí. No resultó fácil. Podía oír las risas y las voces animadas que provenían del salón y, de cuando en cuando, alguien atravesaba la terraza en su camino hacia los jardines. —Aaah, ¿conque aquí es donde te has escondido, mi querido Jasha? —comentó una voz que preferiría no haber vuelto a oír aquella noche. Mi espalda se puso rígida. No solo sabía a quién me encontraría al darme la vuelta, sino que conocía ese tipo de retintín que se escondía en su tono falso y empalagoso. Era el mismo que solía usar mi padre cuando tenía su vista puesta sobre una presa. —George —lo saludé con un rápido vistazo hacia el salón principal, cruzando los dedos para que Robert no tardara demasiado en llegar. —Justo me preguntaba dónde te habrías metido. Estaba seguro de que aquello era lo único sincero que había dicho hasta el momento. —¿Me buscabas? —pregunté con inocencia. —Por supuesto. —George se encendió con calma un cigarrillo—. Te dije anoche que estaba interesado en charlar un rato contigo. Si no hubiera sido porque parecía más centrado en estudiar el humo que se desprendía de su cigarrillo al apoyarse contra la barandilla y que dejó un respetable espacio entre ambos, habría pensado que estaba a punto de hacerme una oferta para acostarme con él. Tenía el mismo comportamiento, incluso la misma hambre en sus ojos que había sentido tantas y tantas veces dirigida hacia mí, solo que no era mi cuerpo lo que le interesaba. —Me temo que acabo de empezar con Robert y que no voy a poder ayudarlo, aunque se tratara de uno de sus negocios —repliqué con una cordial frialdad. —Mmm… Yo creo todo lo contrario —replicó George sin inmutarse—. Creo que eres la mejor persona que puede ayudarme con lo que quiero. —¿Y qué es? —pregunté con rigidez. —Un trato que nos beneficiará a ambos. —Esta vez, sus pequeños ojos, que me recordaban a los de una rata por lo diminutos y juntos que estaban, me escrutaron el rostro con avaricia. —¿Un trato? —parpadeé, confundido. —Uno que te permitiría vivir muy bien durante los próximos años si lo haces bien —prometió con ese aire de falsa superioridad que usan algunos vendedores para engatusarte con un producto que promete más de lo que realmente puede hacer. Incluso antes de indagar por más información, sabía que lo que iba a proponerme no iba a ser ni fácil ni legal, pero los chicos como yo, con deudas y familias a cargo, no nos podíamos permitir el lujo de renunciar a una oportunidad para ganar dinero si esta se presentaba. —¿Y en qué consistiría ese trato? —Aaah, ¿ves? —George me dedicó una de esas sonrisas satisfechas que avisaban que nada bueno estaba por venir para mí—, sabía que los dos nos entenderíamos—. Esperé en silencio a que continuara—: No me mires tan asustado, criatura. Te ofrezco el doble de lo que te esté pagando Robert y ni siquiera perderás el sueldo que él te da. ¿Vas a decirme que ese no es un buen trato? Estaba claro que el hombre no tenía ni idea de cuánto me estaba pagando Robert por el mes que tenía que estar con él. Lo que implicaba que tampoco conocía las condiciones de mi contrato con él. Debería haberme sentido aliviado, pero la tensión no me dejaba. —¿Y qué es exactamente lo que quiere que haga? — pregunté. —Muy sencillo. —George dejó caer la ceniza de su cigarrillo por el balcón—. Seguir trabajando para Robert — cuando me quedé mirándolo, sus labios se curvaron en una sonrisa despiadada que iba a juego con la advertencia en sus ojos—y mantenerme informado sobre lo que hace y alguna que otra información específica. Nada del otro mundo y nada de lo que tenga que darse cuenta si lo haces bien. No era una propuesta, era una exigencia que iba envuelta en papel de regalo, pero que se tornaría en un chantaje tan pronto como me negara. Me había pasado demasiado tiempo con hombres como mi padre y sus amigos como para no darme cuenta de que George era de los que aparentaban generosidad y benevolencia, pero que no aceptaban un no por respuesta y que, en cuanto alguien les denegaba algo que querían, les mostraban su verdadera cara. Alguien debería decirle a ese hombre que no era tan buen actor como se creía, pero ese alguien no sería yo. En lugar de mandarlo a la mierda y largarme de allí antes de que pudiera llegar a la parte de las amenazas, que es lo que debería haber hecho de tener dos dedos de frente, hice un cálculo mental de lo que un empresario como Robert le pagaría a un asistente personal. No podía ser una cifra demasiado alta para que George no sospechara de que trataba de aprovecharme de él o que decidiera que, después de todo, le traía más a cuenta chantajearme o amenazarme directamente, pero sí un importe lo bastante adecuado para un puesto de semejantes características y un hombre tan importante como Robert. —¿Está dispuesto a pagarme doce mil dólares al mes por espiar para usted? —Abrí los ojos como platos para darle más énfasis a mi expresión alucinada y crucé los dedos para que no me hubiera pasado en la cantidad. Se me detuvo la respiración cuando, por una décima de segundo, los labios de George se apretaron en una fina línea, pero me relajé en cuanto soltó una carcajada falsa. —Doce mil dólares al mes en efectivo y negro —prometió —. ¿Tenemos un trato? —Yo… yo… —balbuceé, agradecido de que, por una vez, mi imagen de niño bueno me diera alguna ventaja—. ¿Puedo consultarlo con la almohada? La chispa de furia en sus ojos me hizo encogerme por dentro, pero de nuevo me sorprendió cuando me regaló una de sus falsas sonrisas. —Por supuesto, chaval. Aquí tienes mi tarjeta. —Se sacó un tarjetero de oro del interior de la chaqueta y me entregó una —. Llámame mañana antes de las ocho de la tarde. No soy un hombre paciente —añadió con un tono de advertencia que me puso la piel de gallina. —Por… por supuesto…, señor —farfullé, aceptando la tarjeta. Mis ojos amenazaron con resecarse mientras miraba el número de teléfono sin pestañear para seguir con mi actuación. —Hasta mañana, chaval, y no me hagas esperar. —Apagó su cigarrillo y lo lanzó con indiferencia sobre el balcón antes de marcharse y dar la conversación por terminada. Esperé a perderlo de vista antes de guardarme la tarjeta en la chaqueta como si me quemara en los dedos. Apoyé los codos sobre la barandilla y me pasé los dedos por el cabello, soltando todo el aire retenido en mis pulmones de golpe. ¿Había pensado que el mundo de la mafia era jodido? ¿A qué clase de realidad alternativa pertenecía Robert? —Veo que no soy el único que necesita un respiro — comentó una voz desconocida a mi lado. Seguía con el corazón tan alterado que salté con un gritito ridículo. Me toqué el pecho como si con ello pudiera calmarlo, cuando me encontré con un distinguido hombre mayor que me sonrió con amabilidad y me ofreció una copa de champán, que acepté sin siquiera pensarlo. Maldito George, me tenía tan alterado que incluso me temblaban las manos. —Ho… Hola. Perdón, estaba tan metido en mis pensamientos que no le he oído acercarse. El hombre, más alto que yo, era atractivo a pesar de la cabellera plateada y las patas de gallo que delataba su edad. Su sonrisa se mantuvo calmada y señaló la copa que me había entregado. —Bebe, te vendrá bien. 20
Oculto entre las sombras de la palmera, donde había estado
desde que salí al exterior y descubrí a George charlando con Jasha en el balcón contiguo, observé con los puños apretados cómo el zorro de Richard le entregaba a Jasha una copa de champán, presionándolo con un sugestivo: «Bebe, te vendrá bien». Me tomó toda mi fuerza de voluntad quedarme justo donde estaba para seguir observándolos. Sabía de sobra lo que contenía esa copa de champán y los efectos que tendría sobre el desgraciado que tuviera la mala fortuna de bebérsela. Que Jasha fuese ese desafortunado era lo que quedaba por confirmar. Cuando el chico se llevó la copa a los labios, mirando a Richard a los ojos como si estuviera hipnotizado por él, poco me faltó para gruñir. ¿Era aquella otra de las cosas en las que me había mentido? Si después de hacerme creer que no bebía alcohol, resultaba que sí lo hacía, lo que podría pasarle al tomarlo se lo tenía más que merecido. Observé cómo la nuez de Jasha subía y bajaba varias veces al tragar. La preocupación me empujaba en su dirección para frenarlo, pero la furia por su traición me mantuvo en el sitio. No fue hasta que bajó la copa y la situó fuera de la mirada de Richard que relajé los hombros. Parecía que no le había dado el suficiente crédito al chico; el líquido burbujeante en la copa seguía en el mismo nivel que había estado un minuto antes. —Gracias, y sí, necesitaba un respiro —explicó Jasha con una sonrisa tímida. No me extrañaba que actuara de manera completamente diferente a como lo había hecho con George. Donde el segundo era una piraña a la que se le veían los dientes afilados nada más acercarse, Richard, a pesar de tener edad para ser el padre del chico, tenía esa sofisticación desenvuelta y un innegable atractivo que llamaba la atención sobre él. Además, el hombre los combinaba con la educación de un lord inglés y el encanto de un caballero de brillante armadura. Pocos conocían el monstruo que se escondía tras aquella atrayente fachada—. No estoy acostumbrado a los eventos sociales y tantas caras desconocidas me tenían mareado. Que Jasha aprovechara el momento en que Richard siguió su mirada hasta el iluminado salón para vaciar su copa por el balcón me pilló por sorpresa. ¿A qué estaba jugando? Si no conociera la inocencia que aún conservaba el chico, habría jurado que era él quien manipulaba a Richard, en lugar de ser la víctima de la víbora. ¿O acaso había estado equivocado todo ese tiempo respecto al chico al que había metido en mi casa y en mi cama? —Me llamo Richard —se presentó la serpiente venenosa, ofreciéndole la mano—. Y tú eres Jasha, por lo que me he enterado. Apreté los labios. Parecía que las noticias corrían con rapidez. Estaba seguro de no haberme cruzado con Richard esa noche y tenía la firme convicción de no haberle presentado a Jasha. El chico titubeó antes de estrecharle la mano, y no me pasó desapercibido el ligero estremecimiento que trató de ocultar enseguida. No podía decir que me extrañara. Yo evitaba darle la mano a ese hombre siempre que podía. No solo tenía unas manos extremadamente blandas, sino que eran frías y algo húmedas como las de un reptil y el que apenas te apretara la mano al dártela no ayudaba a disipar la desagradable sensación. —Encantado —murmuró Jasha, soltando su mano lo más rápido que pudo sin parecer maleducado, y le echó otro vistazo rápido a la puerta de cristal como si estuviera buscando algo. ¿Estaba tratando de localizarme? La idea me calmó un poco. —Robert habla muy bien de ti —mintió Richard con un galante descaro—. Dice que eres un joven con muchos… talentos. Tragué saliva, sintiendo la ira crecer en mi pecho mientras esperaba a descifrar sus intenciones. —Robert siempre ha sido muy generoso con sus palabras —contestó Jasha con cautela. Su sonrisa se mantuvo, pero sus ojos se movían buscando una ruta de escape, recordándome a un cervatillo asustado. Lo disimulaba bien, pero solo ante alguien que no conociera sus gestos tanto como yo. Era una suerte que no solo estuviera en el balcón contiguo, sino también protegido detrás de una maceta decorativa y sumido entre sombras. De hecho, estaba tan apartado de ellos que, aunque Jasha me hubiera visto, no podría haber sospechado que estaba oyendo su conversación a la perfección con un dispositivo de amplificación de escucha insertado en el oído. —Bueno, yo diría que, con tu apariencia, no necesitas otras recomendaciones —contestó Richard, recortando la distancia entre ellos e invadiendo su espacio personal. —Perdón, ¿qué? —En el tono de Jasha se coló algo de su repentino pánico. Ignorando la pregunta, Richard repasó con parsimonia la solapa del traje de Jasha con un dedo. —Por cierto, me ha parecido interesante la propuesta que te ha hecho George y muy generosa, por cierto. —Yo… yo… Maldije para mis adentros cuando Jasha retrocedió en un intento por apartarse de Richard, arrinconándose entre la barandilla y la pared. Cuando además acabó tras una maceta similar a la que yo utilizaba para mantenerme oculto, lo único que seguía viendo era el perfil de Richard. ¡Maldito hijo de puta! Me sentía dividido entre salir al rescate de Jasha y apartar a ese pervertido de él, o descubrir la agenda de ambos. Mi sentido práctico se impuso. Necesitaba estar seguro de con quién me acostaba y tampoco hacía daño conocer los planes de tipos tan escurridizos como Richard. —¿Me pregunto qué diría Robert si descubriera que te has vendido a George para espiarle? —¡Yo no me he vendido a nadie! No le dije que sí en ningún momento. —Mmm… ¿Y por eso llevas esa tarjeta en tu bolsillo? ¿Crees que Robert te creerá a ti, un desconocido al que apenas conoce, o a las evidencias y a la palabra de alguien con el que suele hacer negocios de forma regular? Apreté los dientes con tal fuerza que temí que fuera a hacérmelos trizas. El muy cabrón sabía cómo manipular y chantajear a la gente. —¿Qué… qué quiere de mí? La sonrisa amable de Richard cambió a una llena de despectiva malicia que reflejaba a la perfección la clase de serpiente venenosa que era. —Otro trato —contestó, divertido. —¿Qué… qué otro trato? —Voy a ser generoso. Estoy dispuesto a pagarte dos mil más a cambio de que me pases la misma información que le vas a pasar a George. —No le confirmé a George que pudiera hacerlo y tampoco sé si puedo llegar a conseguir esa información —protestó Jasha con debilidad. —Oh, pero por supuesto que lo harás. No creo que quieras descubrir lo que Robert le hace a la gente que le traiciona, ¿cierto? ¿O de verdad crees que ese hombre que has visto moviéndose con soltura aquí en el club y socializando es el auténtico Robert Steele? Y George… Bueno, puedo decirte de antemano que a él no le va a gustar que a mí me hayas cobrado mucho menos que a él y que encima le hayas estropeado sus planes con tu avaricia —se mofó Richard—. Además, piensa en el dinero que ganarás manteniéndonos a todos contentos. Veinte mil dólares mensuales entre los tres no parece una cantidad nada despreciable para un chico como tú. Si no los tiras por la ventana, te podrás hacer con un buen colchón para cuando se te acabe la buena fortuna. Por mucho que me hubiera gustado partirle la cara al hijo de puta de Richard, no podía ni siquiera dejar de darle la razón, y eso que el muy cabrón desconocía las responsabilidades familiares y las deudas que tenía el chico. Aunque me doliera y decepcionara su falta de lealtad, ni siquiera podía culpar a Jasha por caer en la trampa que le estaban poniendo esos dos jodidos hijos de puta. Sabía de dónde venía y también lo duro que era sobrevivir en un mundo así. Yo habría hecho cualquier cosa a cambio de proteger a mi madre. Por desgracia para Jasha, tratar de utilizarme no era algo que fuera a salirle nada bien, y no iba a gustarle el precio que iba a costarle su traición. —De acuerdo, lo haré —murmuró Jasha con un agotamiento y una rendición que podrían haberme dado lástima de no estar tan furioso con él. —Claro que lo harás, no tenía ni la menor duda al respecto —replicó Richard, dándole lo que sonó como un par de palmadas suaves en la cara—. Y ahora, ponte de rodillas. —¡¿Qué?! —Lo que has oído. —Cualquier traza de amabilidad y educación en la voz de Richard fue sustituida por una helada dureza—. Ahora eres mío. De modo que ponte de rodillas y haz tu verdadero trabajo. ¿O crees que no he visto cómo os miráis Robert y tú cuando creéis que nadie presta atención? Si te pones de rodillas para él, también lo harás conmigo. —Yo no… Me bastó ver la rapidez con la que alargó Richard el brazo y su expresión cruel mientras oía los jadeos trabajosos de Jasha para adivinar que lo estaba estrangulando. —Verás, bonito. Puedes ser un buen chico y hacerlo por las buenas, en cuyo caso lo tendré en consideración, o puedo esperar a que la droga que tenía esa copa haga efecto y llevarte a una de las salas de juego, donde mis amigos estarán encantados de compartir conmigo el nuevo juguete de Robert Steele. Sentiría tener que romperte tan pronto, pero eso es algo que ocurrirá tarde o temprano ahora que me perteneces. —Por favor… —la voz de Jasha se cortó con un sollozo ahogado. Mi paciencia llegó a su límite. Sin pensármelo siquiera, me quité el dispositivo del oído y lo guardé en el bolsillo para saltar con una silenciosa práctica de un balcón a otro y detenerme a unos metros de ellos. —¿Qué está pasando aquí? —exigí, escondiéndome los puños en los bolsillos. Por mucho que traté de aparentar calma, no pude conseguir que mi mandíbula se relajara. No se me escapó el repentino miedo en los ojos de Richard al apartarse de Jasha con las manos alzadas. —Nada más que unas copas de más y un poco de pasión. ¿Verdad, Jasha? —Tendría que estar ciego para no reconocer la mirada de advertencia que Richard le lanzó al chico—. Imagino que hemos estado un poco fuera de lugar cuando él ha venido esta noche aquí acompañándote, pero no lo culpes. Soy yo el que no ha podido evitar seducirlo. Creo que lo entiendes, ¿verdad, Robert? —Me ofreció una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. Tu chico es de lo más tentador. Mis nudillos crujieron de la fuerza con la que crispé los puños. —Como has dicho, Jasha está aquí para trabajar y no para emborracharse ni para intimar —repliqué con frialdad antes de girar la cabeza en dirección al chico que nos observaba lívido. Apreté los labios ante su notoria palidez. Se lo tenía merecido, pero aun así, no pude evitar que me invadiera la necesidad de protegerlo—. Es hora de irnos, vamos. —Ha sido un placer conocerte, Jasha —se despidió Richard, largándose, inconsciente de lo cerca que estaba de que le rompiera el cuello y lo dejara tirado en algún rincón oscuro del jardín—. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos en otra ocasión. Esperé a que se escabullera y desapareciera de mi vista antes de acercarme a Jasha, que seguía petrificado en el mismo sitio, temblando tanto que temí que fuera a desplomarse de un momento a otro. Cogiéndolo por la cintura, lo ayudé a bajar los escalones del balcón para marcharnos a través de los jardines, mucho más tranquilos y privados, evitándonos la atención que habría caído sobre nosotros si hubiésemos atravesado el salón. —Yo no… Yo y Richard, no… Solté un pesado suspiro ante el balbuceo incoherente de Jasha. —Lo sé, no soy ciego. Vi cómo te estaba asfixiando. Tienes su mano marcada sobre tu cuello. —La simple idea me hizo querer regresar a darle su merecido a Richard. Solo la promesa que me hice de que pensaba hacérselo pagar cuando menos se lo esperara me calmó lo suficiente como para seguir adelante y llevarme a Jasha de allí—. ¿Llegaste a probar algo de esa copa de champán? —No. —Bien. En cuanto el valet me trajo el coche, ayudé a Jasha a montarse y le coloqué el cinturón de seguridad. Apenas habíamos dejado atrás la cancela del club de campo cuando escuché su áspero susurro: —Gracias por sacarme de allí. —¿Qué pasó para que te vieras en una situación así? — mantuve un tono casual y no aparté la vista de la carretera. Jasha se tomó tanto tiempo en contestar que, lo último que esperaba cuando lo hizo, fue que me contara la verdad. —Debía de estar allí cuando George me ofreció doce mil dólares mensuales por espiarte y pasarle información. — Cuando le eché una ojeada, Jasha estaba estudiándome con cautela. —¿Eso hizo? —Sí. —¿Y aceptaste su oferta? —Atrasé la respuesta. Quería hablarlo primero contigo. —¿Por qué? —No pude más que arquear una ceja. —George me da miedo. No creo que sea de los que se conforman con un no. Y… y pensé que tal vez, si te parecía bien, podría fingir que estaba de acuerdo y pasarle alguna información falsa que a ti te interese que se crea. Eso lo calmaría y, cuando acabe el mes y me despidas, probablemente me deje tranquilo. —Y tú ganarías doce mil dólares —resumí por él. —Catorce con los dos de Richard, pero te los puedes quedar tú. Yo solo quiero que me dejen en paz y que no vengan tras de mí. Fue mi turno de mantenerme en silencio, incapaz de creer lo que me había confesado. Cualquier chico en la posición de Jasha me habría vendido sin más y se habría quedado con el dinero. La realidad de que me fuera leal se sentía como un golpe mucho más duro que el de su traición. Me hacía sentir culpable, orgulloso y confundido al mismo tiempo. —Has actuado con inteligencia —admití después de un rato—. Te quedarás con ese dinero. Será tu pago por hacerme ganar mucho dinero con ese par de idiotas. Cuando acabe tu contrato podemos ver si nos interesa mantener las apariencias de que sigues trabajando para mí durante algún tiempo más. —No puedo. Richard… —Jasha tragó saliva—. Richard quiere algo más de mí que información y no tiene pinta de conformarse con un no por respuesta. —Lo sé, pero de Richard me ocuparé yo. —Cuando no dijo nada, seguí—: Aunque es posible que, al final, tengas que conformarte solo con el dinero de George. —¿No estás enfadado conmigo? —preguntó de repente con voz temblorosa. —¿Enfadado? ¿Por qué iba a estarlo? Me has contado la verdad, ¿no? —Sí, sí, claro que sí —aseguró apresurado. —En ese caso, no veo dónde está el problema. Hiciste bien. Actuaste con perspicacia y los dos saldremos beneficiados con esto siempre que sigas siendo sincero conmigo y confíes en mí. —Lo hago —replicó sin vacilar. Alargué el brazo para descansar mi mano sobre su muslo. —Entonces, deja de preocuparte y relájate. El silencio duró poco. —¿Por qué quiere George que te espíe? —Soy la competencia. Los dos tenemos empresas de mercenarios, aunque la mía está más enfocada a la seguridad, y solo acepto otro tipo de trabajos si no conlleva una cuestión ética que envuelva a inocentes o matanzas sin sentido. La empresa de George es el sitio al que recurren los que quieren el tipo de trabajos sucios que yo no estoy dispuesto a aceptar. Eso, como comprenderás, implica que muchas veces mis hombres y los suyos estén en bandos contrapuestos. A él lo contratan para eliminar a alguien y a mí para proteger a ese alguien, a él para secuestrar y a mí para liberar a los que han secuestrado. —Vaya —la admiración en su tono me hizo sentir incómodo—. Eso te convierte en todo un héroe. Estoy seguro de que tus clientes te están eternamente agradecidos cuando salvas sus vidas o la de sus seres queridos. Ignoré la forma en la que me incrementó la presión en el pecho y evité mirarlo cuando contesté: —No te equivoques, Jasha. No tengo nada de héroe. Me pagan por hacer un trabajo y tampoco dudo en aceptar dinero de las mafias cuando me encargan una operación especial. Puedo no matar a la esposa o a los hijos de un empresario solo porque alguien quiere arruinarlo o porque su amante quiera un anillo en el dedo y no encuentre otra forma de conseguirlo, pero nada me impide aceptar el encargo de algún mafioso para eliminar a otro o para respaldar un ataque. En esos casos, lo único que decide si acepto es el importe y la seguridad de mis hombres. ¿Entiendes lo que eso significa? —Que algún día podría encontrarte en un bando contrario al mío, apuntándonos el uno al otro —susurró Jasha tan bajo que apenas lo escuché. Mis manos se apretaron con tanta fuerza alrededor del volante que me dolían los dedos, pero no había nada que pudiera contestarle a eso. No sin mentirle más de lo que ya lo había hecho. 21
Dejándome caer junto a Robert, me estiré con un lento
ronroneo sobre la cama y sonreí satisfecho cuando cerró los párpados con un gemido. —Maldita sea, vas a acabar conmigo —se quejó sin demasiado convencimiento. —Mmm… —Me coloqué de lado y dibujé un corazón con el dedo sobre el charco blanco que mi último orgasmo había dejado sobre su estómago—. Si no recuerdo mal, fuiste tú quien empezó. Robert frunció el ceño y abrió un ojo. —Hasta donde alcanza mi memoria, eres tú quien salió del baño con solo una ridícula toalla alrededor de la cintura. —Eso no significa que tuvieras que follarme —bufé, divertido. Cogiéndome por la muñeca, se llevó mi dedo manchado a su boca y lo chupó. —Significaba justo que tenía que follarte, y lo sabes de sobra. ¿O crees que no me di cuenta de que ya estabas empalmado debajo de la toalla cuando te vi? Me entraron ganas de confesarle que el simple gesto de chuparme el dedo ya me estaba poniendo duro otra vez, pero antes de que pudiera hacerlo, le echó un vistazo a la hora en su móvil, me dio un beso en la frente y se levantó para dirigirse al baño con la elegante soltura que lo caracterizaba. Casi ronroneé de nuevo cuando me ofreció una perspectiva de su espalda y sus apretados glúteos. ¡Jesús, ese hombre estaba hecho para ser adorado de rodillas! Cada músculo de su anatomía parecía moverse con propósito y control y, de repente, la temperatura de la habitación pareció subir varios grados. Gemí y me tapé la cara con el brazo. Robert estaba equivocado. Era él quien iba a acabar conmigo. ¡Caray! Desde que vivía en aquella casa, me pasaba los días empalmado y con ganas de restregarme contra él, encima, debajo, de lado y de cualquier postura posible. El agua de la ducha se detuvo y, unos minutos más tarde, regresó con el cabello mojado como único accesorio de su perfectamente esculpido cuerpo. Me incorporé sobre un codo al ver cómo elegía un traje de chaqueta y solté un pesado suspiro. —¿A dónde tenemos que ir hoy? —pregunté sin ocultar mi tedio por tener que asistir otra vez a uno de esos aburridos eventos en los que me trataban como un bicho raro y me ignoraban la mayor parte del tiempo. Entendía por qué tenía que ir. George ya me había contactado dos veces desde que le había confirmado que espiaría para él y, por lo que nos había informado Mark, Richard también había hecho sus intentos de comunicarse con el nuevo asistente de Robert. Sin embargo, comprenderlo y disfrutarlo eran dos cosas muy diferentes. —Hoy puedes relajarte, iré solo —dijo, colocándose la camisa. Debería haberme sentido aliviado, pero fue todo lo contrario. La idea de que decidiera marcharse sin mí me hizo sentir vulnerable y rechazado. No quería que se fuera solo y mucho menos sin mí. —¿Y si me ofrezco a acompañarte? —pregunté esperanzado. Los dedos de Robert se detuvieron por unos segundos en su misión de abrocharse la camisa y su semblante se tornó impenetrable. —Hoy no. Un nudo de advertencia se formó en mi estómago. —¿No? —Me incorporé de golpe—. ¿Por qué no? Dándome la espalda, escogió una corbata. —Jasha, déjalo. Estás empezando a sonar como una esposa controladora y celosa. Su respuesta me dejó congelado en el sitio, cualquier remanente del bienestar que me había regalado mientras hicimos el amor, se evaporó de sopetón. —¿Perdón? —exigí, incrédulo, tratando de mantener mi expresión bajo control para que no pudiera adivinar la forma en la que se me había encogido el corazón en el pecho. ¿A qué había venido aquella brusquedad? —No necesitas conocerlo todo sobre mí —replicó Robert, girándose en mi dirección—. Del mismo modo en que yo no tengo que hacerlo sobre ti. Cuando no respondí, terminó de colocarse la chaqueta y salió de la habitación sin mirar atrás, dejándome allí tumbado, frío y rechazado, y preguntándome si las promesas y palabras tiernas que me había susurrado al oído mientras me derretía entre sus brazos habían sido un producto de mi imaginación. Tres horas después, tras regresar del gimnasio y darme una ducha, seguía dando vueltas en la cama solo y Robert seguía ausente. Con cada minuto que pasaba, mi mente se llenaba con imágenes de lo que podría estar haciendo con otros hombres o mujeres, o preguntándome si ya estaría cansándose de mí. Finalmente, harto de darle vueltas, encendí la tele para ver qué ocurría por el mundo desde que me había convertido en el sucio secreto de Robert. La idea me daba náuseas, pero más lo hizo el ver la inesperada imagen de él en la pantalla del televisor y, en especial, a la guapísima morena de ojos azul hielo que iba a su lado, aferrándose con posesividad a su brazo. Me bastó un vistazo al texto situado a los pies de la imagen para descubrir que se trataba de una retransmisión de los famosos premios de moda de Victoria Beckett. La imagen de Robert y la desconocida desapareció de la pantalla, sustituida por otras parejas multimillonarias y famosas. Debería haberlo dejado ahí, pero como el masoquista idiota que era, cogí el móvil nuevo que Robert me había dado para que pudiera llamarme y entré en Instagram. Fue fácil encontrar las imágenes de la gala y, más aún, descubrir a Robert entre los asistentes. En todas y cada una de las fotografías en las que aparecía él, también lo hacía esa mujer. Ya fuera en primer plano o al fondo de tomas de otra gente. Ella sentada junto a él en la cena, los dos bailando, él con el brazo alrededor de su cintura… Una y otra vez los dos juntos y, por si aquello no bastase para hacerme sentir como si alguien me hubiera propinado un derechazo en el estómago con un puño de hierro, estaban los comentarios: «¿Cuándo sonarán al fin las campanas de boda de estos dos tortolitos?». «Envidia pura y dura. Son la pareja perfecta». «Adivinad al lado de qué parejita me ha tocado sentarme hoy en la cena». «Me encanta ver a Robert feliz ahora que ella ha regresado de su viaje». Con cada mensaje que leía, estaba más tentado a salir corriendo al baño a vaciar mi estómago. Mi mente daba vueltas como una ruleta, dejándome mareado y nauseabundo, ante la idea de que Robert me hubiese abandonado esa noche para citarse con una mujer. Y no solo había salido con ella, sino que la había llevado a uno de los eventos más importantes del país, no a una de esas reuniones privadas a las que solía arrastrarme a mí como su asistente personal. Hasta el último de mis temores parecía haberse vuelto realidad. Apenas una semana y pico y ya se había hartado de mí. La rabia que me invadió fue casi tan poderosa y tóxica como los celos. Me había hecho el amor antes de marcharse y lo habíamos hecho sin preservativo. ¿Quién cojones se creía que era? La misma situación que ya había vivido con Karl se repetía y, con ello, la sensación de traición, la humillación y el miedo a que me hubiese transmitido alguna enfermedad venérea. ¿Cómo de idiota podía ser una persona para volver a tropezar una y otra vez con la misma piedra como yo lo estaba haciendo? ¿Cómo podía haberme dejado engañar de nuevo de una manera tan estúpida? Se me escapó una mezcla de carcajada y sollozo. Era idiota. ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! El contrato que le había firmado lo dejaba claro. Me exigía exclusividad, pero en ningún apartado venía estipulado que él también se comprometía a lo mismo.
El despertador marcaba casi las cinco de la mañana cuando
escuché la puerta de la habitación contigua abrirse y cerrarse con suavidad. Robert había regresado. Podría haber esperado a comprobar si tenía la cara dura de meterse en mi cama, pero mi paciencia se había agotado y me producía casi tanto terror que no hiciera ni el intento de venir a buscarme como descubrir el alcance de lo que había hecho esa noche. Sin llamar entré en su dormitorio y de allí, al baño, que tenía la luz encendida y la puerta abierta de par en par. Lo encontré cabizbajo, con las manos apoyadas en el lavabo, el cabello desaliñado y ojeras bajo los ojos. Se me encogió el estómago al notar que su camisa se encontraba desabrochada y arrugada. —Vete a la cama, Jasha —me ordenó cansado y sin mirarme. Alzando la barbilla, me enfrenté a él. —¿De dónde vienes? Enderezándose, comenzó a desabrocharse el resto de los botones de la camisa y se la quitó, tirándola con descuido al bidé. —Ya eres mayorcito. No hagas preguntas sobre las que no quieres conocer la respuesta —replicó con una calma que me hizo hervir la sangre en las venas. —Tal vez eres tú el que tendría que actuar como un adulto y no meter la polla donde no debería. El brillo en sus ojos fue peligroso cuando se abrió el cinturón y el primer botón del pantalón. —¿Y el sitio donde no debería meter la polla es a ti o a otra persona? —Eres un maldito hijo de puta —susurré, incrédulo. Quise largarme, pero antes de que pudiera alcanzar la puerta, él ya me había empujado contra la pared y me sujetaba ambas manos al lado de mi cabeza. Cuando fui a rebelarme ante su agarre, usó su cuerpo para mantenerme quieto, pegándose contra mi espalda. —Tienes razón, soy un hijo de puta —dijo junto a mi oído —, pero eso no cambia que seas mío por otros diecinueve días más. —Vete a la mierda —siseé enfadado, tratando de no reparar en la forma con que su erección se endurecía contra mis nalgas. —Deberías haberme mandado al infierno, pero los dos sabemos que acabaré allí de todos modos, ¿verdad? Cerré los ojos, impotente ante el calor de su cuerpo en mi espalda y consciente de cómo me envolvía su aroma, del mismo modo en que distinguía el intenso hedor a un pesado perfume floral. —Suéltame. Se tomó su tiempo en responder. —No puedo —dijo como si fuese algo que no pudiera explicarse ni a sí mismo. Se me saltaron las lágrimas. —¿Qué es lo que quieres de mí? —Todo —afirmó con hosquedad. Se me escapó una carcajada, casi un sollozo. —No puedes tenerlo todo. —Entonces, dame lo que puedas darme —dijo al fin con un tono mucho más suave, casi como un ruego. Me habría gustado poder verle la cara para tratar de comprender qué era lo que estaba pasando. —¿Por qué lo has hecho? —susurré sin apenas voz. Dejó caer su frente sobre mi hombro, como si se sintiera vencido. —Sabes cómo es nuestro mundo y lo que debemos hacer a veces. —¿Tenías que acostarte con ella? —Ve a la cama —dijo con pesadez, apartándose de mí. Me escurrí para huir de él—. ¿Jasha? —llamó cuando ya me encontraba en mi dormitorio a punto de dar un portazo tras de mí—. No me acosté con ella —dijo cuando no contesté. Sus palabras no consiguieron refrenar las lágrimas que ya me corrían por la mejilla ni el dolor que me dominaba cuando me encogí debajo de mi edredón. ¿Importaba realmente que se hubiera acostado con ella? Me había dejado por ella justo después de hacer el amor, no, no el amor, después de follarme. Podía entender que no quisiera salir del armario en público, también que tuviera compromisos sociales a los que no era conveniente llevarme, o incluso que tuviera que mostrarse con mujeres para cumplir con las expectativas y las apariencias. Sin embargo, ninguna de esas cosas implicaba que tuviera que humillarme y tratarme como lo había hecho y, mucho menos, que tuviera que mantener su cita en secreto y regresara apestando al perfume de otra persona. Un buen rato después, la puerta de mi habitación se abrió y Robert se metió en el hueco libre de la cama y me abrazó desde atrás. Me tragué un sollozo. No me resistí, pero tampoco me acurruqué contra él como solía hacerlo. —Lo siento —murmuró después de un rato. —Has tratado de hacerme daño a propósito. —Lo sé. —¿Por qué? —Porque antes de que fuera tarde, necesitaba dejarte claro que no pueden existir compromisos ni promesas entre nosotros. Necesitaba recordárnoslo a ambos —se corrigió. Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras luchaba con mis sentimientos encontrados. Robert no había dicho más que la verdad. No podía existir nada entre nosotros, aunque eso no cambiaba que ansiara su cercanía y su ternura, ni tampoco el dolor que me producía reconocerlo. Entrelazando mis dedos con los suyos, reprimí un sollozo y me centré en la oscuridad que nos rodeaba, en un intento inútil por ahogar mi agonía. Había una cosa en la que Robert estaba equivocado: ya era demasiado tarde, al menos para mí. 22
Los primeros rayos de sol se filtraron a través de las cortinas,
pintando vetas doradas que inundaban el dormitorio con un suave halo. Un vistazo al despertador me reveló que eran las seis menos diez y que me quedaba otra media hora antes de que sonase la alarma. Con un profundo suspiro de satisfacción, rodeé el atlético cuerpo que yacía a mi lado con el brazo y cerré los ojos recreándome en el cálido confort. Sonreí ante el dulce y masculino aroma que había aprendido a asociar con Jasha. Era una mezcla del gel de ducha, del perfume que le había dejado en el baño, y que administraba como si fuera oro líquido, y de un olor que era todo él, entremezclado con la impronta algo más especiada, pero no menos atractiva, que había dejado sobre su piel nuestra maratón apasionada de la noche anterior. El recuerdo despertó una sensación fantasma de su trasero aprisionándome mientras se corría montándome. Gruñí en silencio, aún podía sentir su semen salpicándome el estómago y el pecho, y me estremecí ante la memoria del potente orgasmo que me hizo sujetarlo para embestirlo como un salvaje. Mi erección matutina respondió de inmediato, pulsando contra las nalgas desnudas de Jasha para avisarme de que estaba lista para situarse de nuevo en la posición de salida. Temía que, tras lo que había ocurrido la otra noche, la situación entre Jasha y yo hubiese sido irreversible, y seguía sin tener muy claro que me hubiese perdonado o que se le hubiese olvidado del todo, pero fue hacerle el amor a la mañana siguiente y, aunque hubo un deje agridulce en ello, fue como si se hubiera entregado a mí como nunca antes lo había hecho. Ni siquiera quería considerar si se trataba de que se hubiese dado cuenta de que nuestro tiempo juntos se estaba acabando y quería disfrutar hasta del último segundo que nos quedaba juntos, o si, por el contrario, había decidido que nuestra relación no era algo sobre lo que le valiera la pena quebrarse la cabeza. Me costaba aceptar que esa última opción fuera el caso, pero también sabía que no pensaba perder el poco tiempo que me quedase con él en arrepentimientos y comeduras de coco; eso era algo que podía dejar para luego, para el resto de mi vida. Como si el bello durmiente a mi lado tuviera conexión telepática con mi entrepierna, gimoteó, pero, en lugar de alejarse, arqueó la espalda, empujando su trasero contra mí y arrancándome mi propio gemido en el proceso. ¡Joder! Adoraba su disponibilidad y la manera en la que aceptaba mis necesidades y caprichos sin siquiera plantearse la posibilidad de denegármelos. Jamás nadie se había entregado a mí con tanta pasión y mucho menos alguien tan dulce. El chico poseía una combinación peligrosa: una ternura y vulnerabilidad que me empujaban a protegerlo y, a la vez, una inocencia que me pedía corromperlo y despertaba mis necesidades más animales y salvajes. Si en un momento me desvivía por darle placer en cualquier forma y buscaba atender hasta la más mínima de sus necesidades, en el siguiente, cada célula de mi ser me pedía poseerlo y marcarlo como mío en cuerpo y alma. A ratos conseguía dominarme lo suficiente como para ofrecerle algo de la dulzura que necesitaba y por la que me rogaban sus grandes ojos en silencio, pero rara era la ocasión en la que no acabase por embestirlo como si se me fuera la vida en ello, hundiéndome en él como si pudiera fusionarnos y, sobre todo, en que me dominaba la obsesión por inundarlo con mi semen o pintarlo con él para luego esparcirlo por su piel hasta que olía a mí. Era una urgencia animal, más bestia que humana, pero ni siquiera podía arrepentirme de ello. No cuando me constaba que Jasha anhelaba esa parte desbocada de mí de la misma manera en que se aferraba a cualquier gesto de ternura, por mínimo que fuera; y no cuando sus gritos de placer y sus ruegos de que quería más se arrastraban noche tras noche bajo mi piel y se grababan en mi memoria. Con delicadeza para no despertarlo, le aparté el mechón que le caía en el ojo. Puede que, en el fondo, ambos estuviéramos hechos el uno para el otro y que por ello nos compenetrábamos tanto y, eso, en esencia, era lo que me aterraba de él. No podía permitirme el lujo de caer más por él, no cuando nuestra convivencia tenía fecha de caducidad y no cuando una relación más allá de ese temido día era tan imposible como peligrosa. Raspé el hueco de su cuello con mi incipiente barba, arrancándole un estremecimiento mientras su cuerpo se amoldaba al mío con un suspiro de placer. Sonreí mordisqueándole el cuello. Ahí estaba otra vez. Su trasero apretándose contra mí, invitándome a hacerlo mío aun cuando seguía inconsciente. Sabía que necesitaba darle un descanso y me constaba que, si quería que el día terminase con una noche para recordar, me convenía imponernos una buena dosis de ayuno hasta entonces, pero la tentación de despertarlo con mi nombre en sus labios fue más de lo que un hombre como yo podía resistir. Girándolo con suavidad hasta acomodarlo bocarriba, recorrí su esbelta silueta con mi nariz y boca, distrayéndome con la aterciopelada piel que me guiaba sobre los valles de su firme estómago. Abriéndome un hueco entre sus piernas, recorrí su sensible ingle con la punta de mi nariz inhalando con profundidad su cálida esencia, perdiéndome en ella, antes de tomarlo entre mis labios y exigirle que acabara de despertarse prestándome atención. Mientras sobre mi paladar explotaba el sabor de sus primeras gotas de brillante líquido preseminal, en mi mente se inició una competitiva cuenta atrás que me empujaba a esforzarme a consciencia para ganar mi propia apuesta. Diez, sus músculos se tensaron. Nueve, sus caderas se alzaron como una ofrenda a un dios pagano, rogándome sin palabras que lo tomara con más profundidad. Ocho, sus dedos se enredaron en mis cabellos tratando de conseguir un agarre que resultaba casi imposible con mi corte militar, mientras él crecía y se endurecía en mi boca. Siete, un largo y ronco gemido irrumpió por la habitación en cuanto repartí mi saliva con el pulgar por la delicada piel de su escroto. Seis, el gemido se convirtió en un torturado jadeo cuando mis labios sustituyeron mis dedos y englobé sus pelotas en mi boca. Cinco, sollozos casi desesperados acompañaron su torpe movimiento para llevar mi mano entre sus nalgas, alzándolas para indicarme qué era lo que necesitaba. Cuatro, los sollozos se incrementaron cuando me negué a darle lo que quería y me limité a jugar con el diminuto agujero arrugado entre sus nalgas, embadurnándolo con saliva y acariciándolo con una lentitud, más destinada a torturarlo que a darle placer. Tres, un largo y agónico «¡Por favor!», acompañó las contracciones de su apretado ano, mientras mi boca regresaba a su glande y mi mano derecha subía y bajaba con firme parsimonia sobre su rígida erección. Dos, su cuerpo entero se contorsionó cuando lo penetré primero con un dedo y luego con dos. Uno, «¡Robert!», resonó alto y claro en el mismo instante en que mis dedos masajearon su próstata y mi garganta se contrajo alrededor de él. Cero, sus ojos me mantuvieron la mirada cuando comenzó a convulsionar boquiabierto, jadeando, a la vez que bebía de él y le exigía hasta la última gota mientras mi nombre resonaba una y otra vez en sus labios como si fuera una plegaria que no pudiese detener. Con una lenta sonrisa, me relamí los labios y gateé sobre él. Ignorando su ofrecimiento cuando abrió las piernas para dejarme sitio. Lo besé antes de alzar la cabeza. —Buenos días —murmuré con una pequeña caricia de mi nariz contra la suya. —Buenos días —replicó con una sonrisa soñolienta, tan satisfecha como feliz—. ¿Qué hora es? —Temprano. Su sonrisa se tornó divertida aunque trató de ocultarlo sin éxito al apretar los labios. —¿Eso significa que podemos seguir durmiendo? —Luego —prometí con un tipo de excitación diferente extendiéndose por mi interior—. ¿Listo para otra sorpresa? Sus mejillas se inundaron de un adorable tono rosado al tiempo que alzó las rodillas y se ofreció a mí. —¿Necesitas preguntarlo? —musitó ronco. ¡Mierda! Aquella criatura iba a ser mi fin. Gimiendo para mis adentros, me dejé caer a su lado, tomándome unos segundos antes de abrir el cajón de mi mesita de noche y coger el sobre que tenía guardado allí. Girándome hacia él, apoyé mi cabeza en una mano y se lo ofrecí. Parpadeó confundido antes de aceptarlo con un gesto inseguro y comprobar lo que contenía. La manera en que se dilataron sus pupilas al reconocer lo que había dentro compensó con creces los hilos que tuve que mover para conseguir esos asientos a última hora. —¡Esto…! ¿Has conseguido entradas para el partido de los Red Sox? —Mmm… —repliqué, tratando de no dejarle ver cómo me afectaba la adoración que se reflejaba en sus ojos y las ganas que tenía de trazar el contorno de sus facciones. —¿Para esta noche? ¿Tú y yo? —preguntó como si no se lo pudiera creer aún. Me invadió la culpabilidad. Después del desastre del restaurante, de arrastrarlo conmigo al dichoso club de campo, de lo que ocurrió la noche en que asistí con Esther a la gala, y los días y noches que lo había llevado conmigo a reuniones y eventos sociales como mi asistente para que George y Richard se creyeran nuestra patraña, lo menos que Jasha se merecía era un poco de diversión, pero él se lo estaba tomando como si acabara de regalarle un chalet en las Bahamas. Era tan fácil complacerlo y pedía tan poco a cambio de lo que daba que me hacía sentir humilde. —Solos tú y yo —confirmé. Casi me ahogué con mi propia risa cuando se lanzó sobre mí y me besó hasta dejarme sin respiración. —¿Eso es una cita? —Me miró a los ojos con seriedad, mucha más de la que podría haber esperado después de aquel beso. Me congelé ante el mensaje subliminal que parecía contener aquella sencilla pregunta, pero acabé por relajarme y le repasé los labios hinchados con el pulgar. —¿Quieres que lo sea? Sus labios se abrieron y me mordisqueó con suavidad. Mi glande pulsó como si fuese él el que estaba obteniendo acceso a su boca. —¿Y si dijera que sí? —preguntó en un susurro, moviendo su mirada por mi cara como si necesitara leer mi reacción o tuviera miedo de cuál iba a ser mi respuesta. Me forcé a sonreírle. —Entonces, eso es lo que tendrás. 23
La sonrisa me llegaba de oreja a oreja mientras nos
acercábamos a Fenway Park. Lo malo era que no podía evitarlo; lo bueno, que me importaba un bledo. Estaba excitado. Podía contar con los dedos de una mano los partidos de los Red Sox a los que había asistido en mis veinticinco años. Mi padre guardaba sus momentos de ocio para estar con sus amigos y, cuando fui mayor para ir por mi cuenta, simplemente me faltaba el dinero o tal vez el empuje. Incluso después de empezar a trabajar para la Bratva y ganar mi propio sueldo, la mayor parte del dinero estaba destinado a sufragar los gastos de la casa y la manutención de mi familia, lo que convertía las entradas para un partido de béisbol en puro capricho. Contagiado por el ambiente de las calles de Boston, con su vibrante energía y entusiasmo y las decoraciones en los comercios con los colores y banderas del equipo local, me reajusté la gorra blanca con la B bordada en rojo, impaciente por llegar. Como si le costara hacer algo a medias, Robert había regresado del trabajo con dos camisetas de los Red Sox: blanca y roja para mí y negra y roja para él. A aquellas alturas me sentía como un crío durante la tarde de Navidad y, por la forma en la que lo pescaba de cuando en cuando mirándome con una pequeña sonrisa divertida, a él le pasaba lo mismo. Supongo que lo último que Robert podía imaginar era que el partido en sí me excitaba menos que el hecho de que aquella fuera nuestra primera cita y que, por una vez, no teníamos que compartir nuestro tiempo juntos con estirados hombres de negocios, mujeres que trataban de ligárselo o tipos a los que me daba miedo darles la espalda por temor a que me apuñalasen antes de tener tiempo ni de pestañear. En cuanto el chófer detuvo el coche ante el estadio para que pudiéramos bajar, abrimos la puerta y el sonido de la multitud, las risas y los cánticos de los aficionados nos alcanzaron de lleno. No tardamos en unirnos a la marea de personas que se dirigían a la entrada del enorme recinto deportivo. El apetitoso aroma que se expandía desde los puestos de comida callejera me hizo la boca agua. Los ricos olores de perritos calientes, pretzels y palomitas de maíz me tentaban sin piedad, haciendo que mi estómago empezara a rugir. Caminamos juntos por los pasillos del estadio, dejándonos llevar por el ambiente animado que nos rodeaba. A lo lejos, se escuchaban a los vendedores ambulantes gritando ofertas de cervezas heladas y perritos calientes, mientras otros vendían gorras y camisetas del equipo. La multitud de los espectadores, por otro lado, mostraba su entusiasmo vistiendo los colores del equipo y el estadio entero parecía vibrar con las bocinas y la megafonía anunciando a los jugadores que saldrían al campo ese día. Sonreí emocionado. Resultaba difícil no dejarse contagiar por el ambiente, que era casi mejor que el partido en sí y me hacía sentir vivo. Estaba tan distraído con el bullicio que no noté el cambio gradual en la decoración y la atmósfera del lugar hasta que me di cuenta de que los amplios y bien iluminados pasillos que atravesábamos tenían cada vez menos gente y que el corredor en el que nos encontrábamos de repente estaba cubierto por imágenes históricas de los Red Sox y sus legendarios jugadores. —¿Dónde estamos? Robert me miró con una sonrisa ladeada y me guiñó un ojo. —Es una sorpresa. Tragué saliva al fijarme en las alfombras oscuras y el ambiente sofisticado que creaban las suaves luces. Ni siquiera necesité ver las enormes vitrinas que exhibían trofeos y recuerdos del equipo para deducir que ya no nos encontrábamos en la zona destinada al público general. —¿Robert? —¿Ajá? —¿Ese es el bate de Ted Williams? —mi voz escapó con un vergonzoso tinte agudo. —Mmm… Eso parece. —¡Oh, Dios! ¡Y ese es el jersey de Yaz! —grité al ver la etiqueta con el nombre de Carl Yastrzemki. La diversión en los ojos de Robert aumentó cuando corrí a la siguiente vitrina. Que se riera todo lo que quisiera. ¡Caray! ¡Aquello era historia! —. Y mira, ¡esa es una pelota de Big Papi! —Sip, ¿quieres tocarla? Mis ojos se abrieron de par en par. —¿Podemos hacerlo? —Esa en concreto no, pero ¿qué tal esta? —preguntó, sacándose del bolsillo un pequeño bulto redondo envuelto en una bolsita de terciopelo negro. Creo que mi corazón dejó de latir y las palabras formaron un nudo en mi garganta—. ¿Qué? ¿No piensas averiguar lo que es? —Robert alzó una ceja, su sonrisa estirándose aún más a la izquierda. Mis dedos temblaron cuando al fin conseguí que mis extremidades volvieran a funcionar y cogí con reverencia la bolsita de sus manos. —Es una pelota de Big Papi —susurré, estudiando la firma en tinta roja sobre el cuero. —Y es toda tuya. —Su sonrisa adquirió un tinte tierno. —Yo… ¿Por qué? —Estudié dividido la pelota en mis manos. La quería, la deseaba con locura, pero sabía que no podía quedármela, era demasiado. Ya me había dado más de lo que nunca podría devolverle. —Porque es nuestra primera cita y algo me decía que regalarte flores o joyas no iba a hacerte igual de feliz. Y no, no puedes devolvérmela. Me sentiría ofendido —finalizó como si pudiera leerme la mente. —Pero… —Nada de peros. —No tengo ningún regalo para ti. Su ceja se arqueó, pero se inclinó hacia mí antes de responderme. —Tú eres mi regalo —me susurró al oído—, y pienso desenvolverte en el coche de camino a casa y a disfrutarte durante el resto de la noche. —No sé si fue mi estremecimiento lo que me traicionó, pero sus ojos se llenaron de un brillo complacido cuando se situó de tal forma que nadie pudiera ver lo que estaba haciendo y su mano me atrapó la erección sobre los vaqueros, apretándola con suavidad y arrancándome un pequeño gemido—. Buen chico —murmuró antes de rozarme la sien con los labios, apartarse y enderezarse, dejándome con las rodillas tan débiles que apenas me sostenían—. Y ahora vamos, el partido debe de estar a punto de empezar. Mis piernas seguían temblando y mi voz seguía ausente cuando llegamos a una entrada en la que un empleado uniformado nos dio la bienvenida con una sonrisa y, después de que Robert se identificara, nos proporcionó tarjetas de acceso. No me di cuenta de que me había quedado paralizado al leer mi nombre en la tarjeta plastificada hasta que el empleado carraspeó. —Pueden pasar si quieren. Su membresía les permite acceso a cualquier zona del club. La ceja de Robert se encontraba arqueada, retándome con la mirada. Pero, aunque hubiera querido, ¿qué iba a preguntarle? ¿Por qué estábamos en la zona VIP del club? ¿O por qué me había sacado una membresía cuando apenas nos quedaban dos semanas juntos? Ya estaba hecho y no iba a montar un espectáculo delante de un desconocido, no cuando sabía que Robert lo había hecho para hacerme feliz y cuando era evidente que él se lo podía permitir. Mi corazón se infló de euforia ante la idea del esfuerzo que había hecho por mí y lo que podía significar. Cualquier sentimiento de reparo pasó a un segundo plano en cuanto atravesamos una lujosa sala con una barra y gente reunida en pequeños grupos. Prácticamente me tropecé cuando, a través de los enormes ventanales de cristal, me fijé en la espectacular panorámica sobre el campo del estadio. Con un suave empuje en la espalda, Robert me guio hasta los espaciosos sillones reclinables, saludando aquí y allá a algunos conocidos, sin detenerse hasta que llegamos a nuestros asientos. —¿Y bien? ¿No tienes nada que decir ahora? —me preguntó. Miré a nuestro alrededor, fijándome en la elegante decoración de la sala que habíamos dejado atrás, las enormes pantallas de televisión que transmitían repeticiones y estadísticas y las espectaculares vistas. Tenía tanto que decir que ni siquiera sabía por dónde empezar. —¿Podemos tener perritos calientes y palomitas? — pregunté, incapaz de decir nada más de lo abrumado que estaba. Robert rompió a reír. —¿Solo un perrito caliente? —Sacudió despacio la cabeza —. ¿Qué clase de cita sería esta si dejara que te quedases con hambre? —bromeó bajando el tono para que nadie más pudiera oírlo, inconsciente del estremecimiento que me había recorrido con la palabra cita. Robert alzó la mano para llamar la atención de un camarero y mis ojos se abrieron como platos cuando nos entregó la carta de un menú digno de un restaurante de lujo. No me quedó ni la más mínima duda de que los ricos se lo montaban bien incluso para algo tan popular como ver un partido de béisbol. Aun así, acabé pidiéndome el perrito caliente de la casa. Robert se pidió una hamburguesa y añadió algunos platos para picar y palomitas. —Esto es increíble —dije, admirando el estadio y las vistas directas que teníamos del campo—. ¿Cómo has conseguido estos asientos? No ha debido de ser fácil, la temporada ya ha empezado. —He tirado de algunos hilos —dijo, estirando el brazo para limpiarme la comisura de los labios con el pulgar. Toda mi vergüenza por haberme manchado con el kétchup desapareció cuando él se llevó el dedo a la boca y lo chupó. —¡Mierda! ¿Por qué todo lo que haces consigue ponerme caliente? —solté antes de darme cuenta de lo que estaba diciendo. Sus labios se ladearon en una sonrisa pícara mientras se inclinaba hacia mí. —Tal vez porque sabes que hoy no nos dará tiempo a llegar a casa antes de que te subas a mi regazo a montarme. Tragué saliva. De repente, el olor a césped, cerveza y palomitas fue sustituido por el amaderado perfume de Robert, la gente a nuestro alrededor desapareció y lo único que podía percibir era su cercanía, su aliento sobre mi piel y mis ganas de besarlo y devorarlo vivo ahí mismo y en ese momento. ¡Dios! ¡Hasta me habría puesto de rodillas por él sin importarme que pudiera vernos medio estadio! En el instante en que nuestros ojos se encontraron, supe que me importaba un carajo que nos vieran y que iba a besarlo sí o sí. —¿Steele? —una voz animada rompió la magia. Robert se tensó y se alejó de mí como si lo hubiera quemado, dejándome con una desagradable sensación de déjà vu. Temeroso, seguí su mirada hasta el hombre que se encontraba a su lado estudiándonos con interés a ambos. A su espalda se encontraban dos moles trajeadas, que escrutaban los alrededores con vista de lince, lo que dejaba claro que eran sus guardaespaldas, con independencia de que también llevasen armas debajo de sus chaquetas. A su lado, lo acompañaba una rubia despampanante, cuya atención estaba más centrada en inspeccionar a los ricachones que se encontraban en el palco VIP que en el campo de juegos. —Cuánto tiempo sin verte. No sabía que te gustase el béisbol, Steele. Te habría invitado alguna que otra vez de haberlo sabido. Robert se levantó con lentitud y yo seguí su ejemplo, aunque por la forma en la que se colocó me ocultó de la vista del desconocido. ¿Lo había hecho a propósito o era simple casualidad? Doblándome un poco, con el fin de ver alrededor de Robert y descubrir qué era lo que pasaba, me fijé en el cabello engominado hacia atrás del tipo, que no solo tenía una frente amplia y brillante, sino también una mandíbula exageradamente cuadrada que me resultaba familiar, aunque no supiese por qué. —Donato —Robert lo saludó con helada cordialidad, sin tratar de responder a sus preguntas. Mi estómago se contrajo y mis dedos me picaban por tener una navaja a mi alcance cuando su nombre me confirmó que no me había equivocado. Donato Bianchi era conocido en nuestros círculos por ser uno de los traficantes más importantes de diamantes en la zona. Lo que pocos sabían era que también era un psicópata sádico al que le ponían los chicos, cuanto más jóvenes mejor. Por suerte para mí, conseguí librarme de su atención en el pasado, pero no porque mi padre no intentase presentármelo. —Eres el último hombre al que esperaba encontrar aquí. —Sonrió Donato con esos aires de poder y autosuficiencia que solían exudar la mayoría de los empresarios ricos que había conocido a lo largo de la última semana—. Y menos, tan bien acompañado. —Donato bajó un escalón para inspeccionarme mejor, algo que provocó que Robert apretara la mandíbula—. ¿No vas a presentarnos? —Jasha, te presento a Donato Bianchi uno de mis mejores clientes. Donato, Jasha. Trabaja para mí —dijo Robert con firmeza. A pesar de que se me retorcía el estómago en su presencia, intenté mantener una expresión neutral en mi rostro. —Es un placer conocerte, Jasha —dijo Donato con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Es curioso, pero por algún motivo me resultas familiar —añadió, estudiándome con curiosidad. —Señor Bianchi —saludé, forzando una sonrisa respetuosa. —¿Y en cuáles de las empresas de Robert trabajas exactamente? —indagó Donato sin apartar su mirada inquisitiva de mí. Miré a Robert en busca de alguna señal, pero él se limitó a responder por mí. —Acabo de contratarlo para empezar a entrenarlo como mi asistente personal —replicó con frialdad, casi desprecio—. Es un compromiso de un viejo amigo. Intenté mantener la sonrisa, dividido entre el alivio de convertirme en un don nadie ante los ojos de Bianchi y el cansancio y la humillación que me producía que en público yo no fuese nunca más que un personaje de segunda en la vida de Robert, a veces incluso de tercera o cuarta. —Interesante —respondió Donato, entrecerrando ligeramente los ojos—. Con esa cara… —Sus ojos se abrieron de repente con un brillo triunfal y su sonrisa se tornó cruel, dejándome saber que por fin me había reconocido. De haber podido, me habría escondido debajo de los asientos con tal de escapar de su mirada—. Ciertamente interesante —murmuró, considerándome como si fuese una vaca en una subasta ganadera—. ¿Y Esther sabe que ahora tus gustos se han vuelto más… —se giró hacia Robert, pero volvió a echarme una ojeada que me hizo sentir vulnerable ante su escrutinio— eclécticos, por llamarlo de alguna manera? La mandíbula de Robert se endureció. —No sé de qué me hablas, pero imagino que mis gustos siempre han sido más bien particulares, por lo que no veo el motivo por el que deberían preocuparle a Esther. —Mmm, sí, ya veo —comentó Donato despacio—. En fin, nos vamos a perder el partido, será mejor que me siente. Disfrutad del juego —dijo con la mirada fija sobre mí. —Gracias —murmuré, desviando la mirada hacia el campo en un intento por escapar de su atención. —Encantado de haberte conocido, Jasha —dijo Donato antes de darme la espalda con una última mirada cargada de intenciones—. Estoy seguro de que volveremos a vernos en circunstancias más… adecuadas. Me entraron náuseas al entender el mensaje que ocultaba bajo sus palabras. Robert me indicó que me sentara y tomó asiento a mi lado con la espalda rígida. Ambos observamos en silencio cómo Donato ocupó junto a su acompañante y sus guardaespaldas los asientos que estaban dos filas debajo de la nuestra, desde donde me echó otra significativa mirada acompañada por una sonrisa que me estremeció. Respiré profundo, tratando de recuperar la compostura. —¿Por qué tengo la sensación de que te conoce? —Con el ceño fruncido, Robert mantuvo la vista sobre la espalda de Donato. —Tendrías que preguntárselo a él —mentí, añadiendo enseguida un: «¿Quién es Esther?», para cambiar de tema, antes de que pudiera seguir interrogándome y de paso averiguar de una vez por todas por qué todo el mundo le mencionaba a esa mujer. En cuanto se tensó, supe que su respuesta iba a ponerme en mi sitio o sería una mentira. —Es una de las principales accionistas de mi empresa. 24
El motor del lujoso Maserati rugía con suavidad mientras
Robert aparcaba frente al club nocturno. —¿El Inferno? —pregunté, sorprendido. —He pensado que tal vez podríamos combinar un poco de trabajo y diversión. Si te apetece, claro está. Casi salté en mi asiento del entusiasmo, pero de inmediato me controlé. —¿Qué clase de trabajo y qué clase de diversión? Sus cejas se elevaron con regodeo. —De la morbosamente divertida y prohibida. ¿Cuál, si no? Estamos a punto de entrar en el infierno. —¿No se supone que el infierno está lleno de torturas y penalidades? Un lado de sus labios se curvó peligrosamente, mientras sacaba la llave de la ignición y me regalaba una de esas miradas oscuras y llenas de promesas que conseguían derretirme por dentro. —¿Y quién ha dicho que las torturas no puedan ser divertidas y… placenteras? Antes de que me diera tiempo de reaccionar o cerrar la boca, Robert ya había salido del coche y le lanzaba la llave a un empleado del club. Bajando precipitado del vehículo, seguí a Robert hasta la entrada, donde el mismo segurata de la última vez nos entregó dos pulseras negras. —¿Te hace falta una pulsera en tu propio club? —pregunté extrañado mientras él llamaba el ascensor de cristal. —En eso consiste el trabajo de hoy, en hacernos pasar por clientes y pasar desapercibidos para poner a prueba la calidad y el funcionamiento del club. Ladeé la cabeza. No tenía muy claro cómo pensaba hacerse pasar por un cliente cuando sus empleados ya lo conocían más que de sobra, pero me negué a poner en jaque nuestra noche juntos. —¿El disciplinado y adicto al trabajo Robert Steele se ha buscado una excusa para escaquearse del trabajo? —me burlé. El temblor en la comisura de sus labios duró apenas un segundo. Robert se ajustó las mangas de su traje de chaqueta. —No tengo ni idea de lo que estás hablando —dijo, entrando en el ascensor; y yo bufé—. ¿No estás interesado en descubrir los secretos del Inferno? —preguntó con indiferencia. —No he dicho nada —respondí con la misma inocencia que había usado él. Esa vez no dudó en mostrarme su diversión. —Buen chico. —Pulsó un botón y el ascensor se detuvo a mitad de la primera planta, dándonos una vista sobre los cuerpos que se movían al compás de la envolvente música casi como si se encontraran en trance. El humo de las máquinas de niebla creaba una atmósfera etérea, irreal, mezclándose con las luces parpadeantes que destelleaban sobre la multitud. Colocándose a mi espalda, Robert me colocó una mano en el cristal a cada lado de la cabeza y me repasó el cuello con la punta de la nariz. Tragué saliva. No importaba lo que hiciera, en el instante en que me tocaba, mi cuerpo se convertía en suyo. —¿Recuerdas el otro día cuando te follé en la zona VIP? —Asentí con la boca reseca. ¿Cómo podría olvidar el modo en que me tuvo desnudo ante toda aquella gente, tomándome como si le perteneciera? Su lengua me rozó el lóbulo de la oreja cuando lo mordisqueó y tiró de él—. Hubo un motivo por el que nadie se quedó mirándote mientras lo hacía. — Gemí cuando su mano alcanzó mi erección y la presionó con firmeza, haciendo que mis rodillas se doblaran—. No pueden verte. Los cristales son espejos: vidrio por un lado; espejo por el otro. ¿Y sabes lo que eso significa? —Su mano bajó hasta mi escroto. —No —musité en un jadeo agónico. —Que puedo follarte como quiera y de la manera que elija mientras sigo trabajando. Antes de que supiera qué era lo que ocurría, Robert se había alejado de mí, había reiniciado el ascensor y volvió a reajustarse el traje como si nada hubiera pasado. Con manos temblorosas, lo imité, temiendo que lo que había dicho sobre la tortura y el infierno iba muy en serio—. ¿Y bien? ¿Hay alguno de los jardines por el que tengas un especial interés? —Confío en tu decisión —mentí a medias. Tenía interés en cualquier cosa que pudiera ofrecer el Inferno, aunque debía admitir que, estando con él, había un jardín que me llamaban especialmente la atención, así que crucé los dedos para que lo eligiera en nuestro itinerario sin que me obligara a decirlo. Robert sonrió con los ojos puestos sobre la gente como si ya hubiera previsto aquella respuesta. —¿Qué tal una visita al Jardín de la Gula y luego, tal vez, una visita al Jardín de la Pereza, o la Envidia o…? —Lujuria, quiero visitar el Jardín de la Lujuria —me precipité en corregirlo cuando me ofreció las opciones más aburridas—. ¿Y quizás podamos terminar en el de la gula? — añadí, inseguro. En cuanto vi su sonrisa complaciente, supe que me había tomado el pelo y que lo único que pretendía era que fuera yo quien tomase la decisión. —Tus deseos son órdenes esta noche —dijo, entregándome un antifaz negro que se había sacado del bolsillo interior de la chaqueta—. O tal vez no. El ascensor se detuvo en la sexta planta y, nada más dar un paso en su amplio vestíbulo, se notó el cambio en el ambiente y la diferencia con respecto al Jardín de la Ira. Donde en uno todo era precipitado y frenético y cargado de brillo y color, aquí se transmitía una sofisticada elegancia en la que predominaban las paredes en tonos negros, rotos solo por algunos toques rojos y dorados provenientes de las sedas y los terciopelos de las cortinas y los detalles decorativos. —Buenas tardes, ¿me permiten ver sus pulseras? — Sobresaltado, me volví hacia la exuberante chica que nos ofrecía una encantadora sonrisa. De no ser gay, habría caído a sus pies con solo ver la silueta desnuda que se adivinaba a través de las cuentas y piedras brillantes que cubrían la efímera tela de su elegante vestido largo—. Me temo que tendrán que entregarme los móviles y cualquier dispositivo de grabación audiovisual antes de entrar en esta zona del Inferno. Se trata de un área confidencial, donde queda estrictamente prohibido hacer fotos o vídeos. En vez de entregarle el móvil como hice yo, Robert le mostró un código QR en su pantalla. La mujer lo escaneó e inclinó de inmediato la cabeza. —Permiso especial concedido, señor. De todos modos, he de pedirle que solo use el móvil en zonas privadas. —¿Desean ponerse más cómodos? —Al escuchar la profunda y aterciopelada voz masculina, definitivamente estuve planteándome ponerme de rodillas, en especial, en cuanto me volví hacia su dueño. Decir que parecía un modelo salido directamente de una revista erótica era quedarse corto. Su rostro era el de un ángel caído y el caftán semitransparente mostraba un cuerpo trabajado, tatuajes que prometían un mundo por descubrir y relamer como el triángulo de tela negra que cubría sus genitales—. Disponemos de túnicas cortesía de la casa u otros ropajes especiales que pueden ser cargados a sus cuentas y enviados con posterioridad a la dirección que nos faciliten. —¿Jasha? —preguntó Robert. —Ummm… Estoy bien, gracias —grazné, nervioso. —¿Tal vez las chaquetas? —preguntó el hombre, dedicándome una sonrisa que podría haber seducido a un cadáver. Sin siquiera plantearme qué era lo que hacía, me quité la chaqueta. Creo que dejé de respirar en el instante en que el hombre se giró y dejó a la vista su trasero completamente desnudo, gracias a los elásticos del suspensorio masculino que le rodeaban la parte baja de la espalda y los muslos. —Estás aquí conmigo, ¿recuerdas? —me gruñó Robert al oído—. No me hagas recordártelo en público. Parpadeé varias veces antes de mirarlo. —No quiero estar con él —confesé con honestidad cuando la chica se dirigió a una cortina del fondo y la abrió para nosotros—. Es solo que… nunca pensé que un hombre pudiera ser tan sexi vistiendo algo así. Los oscuros ojos de Robert me estudiaron con una expresión que parecía querer meterse en mi mente y devorarme al mismo tiempo. —Tal vez sí que deberías ponerte más cómodo. —Como si pudiera leer mis ganas de aceptar a pesar de la inseguridad que me producía la idea, Robert le hizo una señal al empleado sexi —. Él se cambiará. Un caftán de los transparentes y un suspensorio masculino, además de un collar que lo señale como propiedad privada—. La mirada de Robert fue grave cuando fui a abrir la boca para protestar—. No voy a tenerte andando por aquí medio desnudo sin dejar claro que nadie puede tocarte sin mi permiso expreso. Esto no es el club normal al que estás acostumbrado. Tenemos reglas rígidas para proteger a cualquiera que entre, pero solo si se cumple con las normas. Te pondrás el collar y no te lo quitarás mientras estemos en esta planta, ¿entendido? Quince minutos después, Adán, del que no sabía si era su nombre real o solo un nombre ficticio para contentar a los clientes, me acompañó en busca de Robert a través de un jardín de cristal, compuesto por enormes plantas exóticas que brillaban como gemas bajo las tenues luces. Más de una vez Adán tuvo que detenerse a esperarme. El lugar era tan fantástico y sensual que en cada esquina me veía enfrentado a algún tipo de placer prohibido. El Jardín de la Lujuria era como un laberinto oscuro y misterioso donde las cálidas luces iluminaban el camino a través de una selva de destellos y sombras, en las que se ocultaban secretos lugares que te retaban a probar el placer con el que te tentaban o en el que podías observar a otras personas que ya habían sucumbido a la tentación. Esculturas ambivalentes que tomaban formas eróticas, juegos de luces que creaban siluetas y figuras en pleno éxtasis se exponían libremente en los rincones más inesperados. El lugar al completo jugaba con tu imaginación y despertaba tus deseos más secretos, incluso aquellos que no tenías ni idea de que poseías. Siendo sincero, la gente y lo que hacían no era ni siquiera el principal atractivo de aquel sitio, lo era su conjunto al completo, desde el ambiente a la exclusiva y creativa decoración, y la forma en que jugaba con tu subconsciente. Encontramos a Robert sentado en uno de los rincones reservados del exclusivo bar de copas, que presidía la especie de patio que giraba en torno a una fuente de cristal central de la que brotaban aguas doradas, cuyo seductor sonido al golpear el cristal se mezclaba con susurros provocativos, jadeos, gemidos y risas sugerentes, que flotaban en el aire por doquier como si fueran la música de fondo de aquel lugar. No fue hasta que sus pupilas dilatadas me recorrieron de arriba abajo que recordé lo desnudo y avergonzado que me había sentido al verme en el espejo con el caftán transparente, el suspensorio y el collar de cuero negro. Mientras nos acercábamos a Robert, explayado cómodamente en un suntuoso sofá tapizado de terciopelo rojo y cubierto de cojines con estampados orientales, traté de no dejarme distraer por los cuerpos entrelazados que nos rodeaban en una danza pasional en la que no parecía importarles que estuvieran expuestos a los ojos curiosos de los que nos aventurábamos por el decadente jardín. Dejándome caer al lado de Robert, tomé una profunda inspiración tratando de calmarme. —¿Y bien? ¿Qué te parece el Jardín de la Lujuria? Solté el aire de golpe. —Creo que deberían poner una advertencia en la entrada. —Ah, ¿sí? ¿Y qué debería poner en la advertencia? Me mordí los labios. —Adentrarse en este jardín implica liberar tus inhibiciones y exponerte a tus deseos más prohibidos. Entra bajo tu propia responsabilidad y solo si estás dispuesto a caer en el pecado. —Mmm… ¿Y cuál sería el pecado en el que estarías dispuesto a caer? —preguntó Robert, recorriéndome con una mirada que no hacía nada por ocultar el deseo en sus ojos. 25
Había algo hipnótico en los ojos de Robert, en su forma de
mantenerme la mirada con una promesa silenciosa y el modo en que me dominaba, haciéndome sentir sin siquiera rozarme. ¿Qué era lo que me había preguntado? ¿En qué pecado estaba dispuesto a caer? —En el tuyo —murmuré. Su áspera palma me envolvió la mejilla y su pulgar tentó mis labios con una caricia antes de sustituirlo por su lengua y reclamar mi boca. Fue como si cada célula de mi cuerpo respondiera a él. —¿Han decidido cuál será su recorrido? —Otro de aquellos atractivos hombres en caftán nos sonrió al situarse ante nuestra mesa. No me pasó desapercibido la forma en la que repasó mi anatomía bajo la transparente tela que me cubría o cómo sus ojos se detuvieron sobre los dedos de Robert que jugaban distraídos con mi pezón. Debería haberme sentido insultado o acosado, pero si era honesto, el calor que me recorría como un río de lava no se debía únicamente a la cercanía de Robert. —Sabe que eres mío —me susurró Robert al oído—. Tiene permitido mirar, pero no tocar ni flirtear contigo. Experimentando con mi recién adquirida libertad, recorrí la mandíbula de Robert con los labios antes de mordisquearlo de camino hacia el lóbulo de su oreja. —Me excita que me miren, pero aún más que les dejes saber que soy tuyo y que no estás dispuesto a compartirme. Su baja carcajada resonó a través de mí, anclándose en mi ingle. —Lo sé, gorrioncillo —respondió, cogiéndome por la nuca para llevar mi boca a la suya y besarme con la misma posesividad con la que englobó mi erección y me arrancó un gemido de placer. Cuando alzó la cabeza, su mirada no se separó de la mía cuando le habló a su empleado—. Déjanos aquí el menú, te avisaré cuando lo hayamos decidido. Fruncí el ceño ante su mención del menú y eché un vistazo a las pequeñas mesas a diferentes alturas que rodeaban el sofá. Estaban cubiertas por platos y bandejas, donde se exhibía de forma artística y provocativa comida que, aún sin saberlo con certeza, apostaba a que sería afrodisíaca. Combinados con flores exóticas, hojas de vid y coloridas frutas tropicales, se encontraban mariscos pelados, jugosas ostras con algún tipo de crema, langostas bañadas en mantequilla, carnes suculentas y platos vegetarianos que invitaban a probar las verduras con más acierto que cualquier anuncio de comida saludable, y, por si fuera poco, la mezcla de aromas a fruta, canela y jengibre le ponían a uno a salivar. Cuando Robert me vio contemplando la fuente de chocolate, alargó un brazo y escogió una enorme fresa antes de bañarla en él. Abrí obediente la boca cuando la acercó a mí, pero en lugar de darme de comer la fresa, la usó para pintarme los labios con el espeso chocolate y repasármelos luego con su lengua. Mordiendo la fresa, la masticó y tragó antes de besarme y compartir el dulce sabor conmigo. ¡Jesús, aquel hombre había nacido para robarme hasta el último de mis pensamientos racionales! —¿Ibas a decir? —preguntó Robert, comiéndose el resto de la fresa y ofreciéndome una nueva solo para mí. —¿Para qué vas a pedir más comida? Ni siquiera vamos a poder comer todo lo que hay aquí. Riendo, Robert me apretó la tableta en la mano y abrió la aplicación. —No menú de comer, o al menos no exactamente — bromeó con un brillo pícaro—, este menú es para que elijas lo que quieres experimentar aquí. Prácticamente, se me desencajó la mandíbula. —¿Esto es un puticlub? Perdón, un ¿prostíbulo? —No, gorrioncillo, pero no pretenderás que los clientes paguen diez mil dólares por entrada solo para que les ofrezcamos lo que podrían encontrar en cualquier otro sitio de la ciudad. —Robert me palmeó la espalda y me ofreció un cóctel sin alcohol, de color azul, cuando me atraganté al oír el precio. —¿Diez mil dólares? ¿Una sola entrada? —Por el servicio básico, sí. Mis ojos se abrieron ante la noción de que por diez mil dólares solo se recibiera lo más básico. ¿Quién demonios tenía tanto dinero para pagar semejante pastón? —¿Y no hay putas? Sus labios se curvaron divertidos. —Pueden contratarse los más lujosos escorts de la ciudad, aunque ese no es nuestro enfoque comercial, solo un servicio accesorio. —Escorts, claro —murmuré—. Los ricos no se codean con putas normales y corrientes. —¿Eso crees? —preguntó, divertido. —Lo acabas de decir tú. —Mmm, sí, es cierto que escort suena mucho más lujoso y exclusivo, pero no es el único motivo. —¿Qué otro podría haber? Robert señaló con la barbilla a otro de los rincones privados, uno igual que el nuestro, con un sofá redondo y una mesa baja. —Fíjate en lo que pone en el collar del hombre que se encuentra arrodillado ante la mujer. —¿Puta? —pregunté. —Sí. En el Jardín de la Lujuria no juzgamos a nadie por sus deseos o perversiones, permitimos a cada cual ser quien quiera ser, aunque sea puta, un cachorrillo, una zorra o cualquier otra cosa que se te pase por la cabeza o se les ocurra a ellos. Si ellos o sus dueños quieren que sean putas y eso los hace sentirse tan sucios como especiales, no vamos a robarles esa ilusión. Nuestros escorts son algo diferente y es algo que les debemos tanto a nuestros clientes como a nuestros empleados. Y ahora elige lo que más te apetezca que hagamos —finalizó, golpeando con un dedo la tableta en mis manos. Nada más empezar a leer, mis ojos se abrieron como platos. —¿Laberinto del Éxtasis? ¿El Oasis Sensual? ¿La Cueva del Placer? ¿La Sala de los Sentidos?… La lista seguía y seguía y lo malo era que no se trataba simplemente de títulos llamativos, sino de auténticas experiencias planificadas al más mínimo detalle, e iban desde las opciones más sensuales y etéreas a los más físicos y clichés como la de la Cueva del Placer en cuya descripción ponía: «Una habitación subterránea, con paredes de piedra, iluminación tenue y un ambiente misterioso, destinada a la exploración de fantasías oscuras y la entrega total al placer. Satisface la necesidad de experimentar el lado más profundo y tabú de la sexualidad. Contenido: Mobiliario erótico, elementos de dominación y sumisión, cuerdas y esposas y dispositivos de restricción. Pueden adquirirse juguetes y accesorios específicos a través del enlace, que serán llevados a la habitación elegida». Particularmente, me intrigaba el Laberinto de los Susurros, enfocado a la exploración de la voz y la comunicación erótica y a experimentar nuevas formas de interacción y excitación verbal; aunque la Sala de los Sentidos o el Salón de los Espejos tampoco se quedaban atrás, y lo mismo ocurría con las camas balinesas, jacuzzis, piscinas privadas, y los espacios al aire libre y aromaterapia del Oasis Sensual. —¿Y bien? —preguntó Robert después de un rato. —Es imposible elegir —confesé un tanto agobiado—. Me apetece probarlo todo. Riendo, Robert me quitó la tableta. —En ese caso, ¿por qué no dejamos que nos sorprenda el azar? Y el próximo día podemos elegir otra experiencia diferente. —¿Volveremos a venir? —Ilusionado, se me escapó la pregunta, aunque de inmediato me vine abajo al recordar lo que costaba—. Con diez mil pavos se pueden hacer muchas cosas. —Sip. ¿No es una suerte que nosotros estemos trabajando? —preguntó con un guiño al levantarse y ofrecerme la mano para ayudarme. —Señores, ¿han elegido su opción? —El mismo empleado que nos había atendido antes apareció a nuestro lado. —Sí, gracias. Hemos elegido el recorrido al azar —dijo Robert, devolviéndole la tableta. Tras revisar la pantalla, el hombre nos sonrió de nuevo. —Perfecto, si me permiten que los acompañe… Lo seguimos por los recovecos del Jardín de la Lujuria, a través de estancias donde los murmullos de conversaciones privadas se entrelazaban con la risa juguetona de parejas que se perdían en su propia complicidad y de otras a las que no les importaba que los demás presenciaran su pasión o sus fetiches más extraños. Ni Robert ni nuestro guía me metieron prisa mientras nos dirigíamos hasta nuestro destino, aunque el calor que me proporcionaba su cercanía, los casuales roces de nuestros dedos y la oscuridad en sus ojos cuando nuestras miradas se cruzaban eran el mayor aliciente para darme prisa y no entretenerme por el camino. Nuestro guía se detuvo ante una habitación denominada: La lente del deseo, a deducir por el elegante letrero en tipografía cursiva de la puerta. —Mi ID está asociado al suyo. Seré su guía y asistente personal durante el resto de su estancia. Cualquier cosa que necesiten, solo tienen que pulsar el botón negro de servicio que encontrarán junto a la puerta. —Sus ojos se detuvieron sobre mí en una mirada cargada de intensidad—. Estaré disponible para cualquier cosa si lo desean —insistió antes de darle a un interruptor y marcharse. —¿Acaba de ofrecerse a… a eso? —balbuceé, mirando la puerta. Robert mostró una pequeña sonrisa al repasarme el contorno de la cara con un dedo y rozarme los labios con los suyos. —¿Te extraña que le resultes tan irresistible como a mí? —Supongo que solo es su trabajo —repliqué despacio, prácticamente olvidándome de lo que hablábamos en cuanto el cálido aliento de Robert me recordó lo cerca que estaba de mí y a lo que habíamos venido. Robert arqueó una ceja. —Cobra por ser nuestro guía, no por acostarse con los clientes. Esa es una opción voluntaria y personal. Una que la empresa ni fomenta ni prohíbe. Su respuesta me sorprendió. —¿No es uno de los escorts? —No, y, aunque lo fuera, también ellos son libres de elegir con quién quieren y con quién no quieren trabajar. Asentí aliviado, pero lo miré decidido. —No me interesa. La comisura de sus labios tembló. —No pensaba permitirlo. —Muy gracioso —resoplé. Fui a decir algo más, pero un jadeo largo y agónico me hizo girarme en busca de su procedencia. Mi mandíbula se desencajó por undécima vez desde que habíamos llegado al Inferno al darme cuenta de que, lo que al entrar me habían parecido sencillas paredes negras, eran en realidad enormes pantallas de televisión, en las que aparecían en diferentes planos vídeos de personas en directo disfrutando de las diferentes salas del Jardín de la Lujuria. Nos rodeaban los susurros, los ruegos, las risas, los jadeos, los gemidos y los gritos, incluso el ruido del impacto de las paletas o la fusta al estamparse contra el trasero de un sumiso, y todos aquellos sonidos eróticos se fundían con la sensual música de tonos profundos y graves que lo acompañaban de fondo. Casi ni me di cuenta de que Robert me ayudaba a deshacerme de las zapatillas que me habían dado, o cómo me deslizó el caftán por los hombros. Consiguió recuperar mi atención por un momento mientras me bajaba el suspensorio y me mordía el hombro, pero, a aquellas alturas, podría haberme hecho cualquier cosa y le habría dejado sin dudarlo por lo caliente y necesitado que me sentía. Me besó el hueco del cuello desde atrás, haciéndome cerrar los párpados y olvidarme de los cuerpos que se contorsionaban de puro placer ante nuestros ojos. —Sigue aquello que más te atrae, yo te esperaré al final del camino. —¿Qué? —Me giré justo a tiempo de ver cómo Robert desaparecía tras una puerta de cristal opaco que no había visto antes. Cuando fui tras él y traté de empujar la puerta, se encontraba cerrada. Lleno de pánico, miré a mi alrededor para encontrar mi ropa o algo para taparme, pero lo único que había allí eran las enormes pantallas que me rodeaban y el suelo cubierto por una aterciopelada alfombra. De repente, todas y cada una de aquellas imágenes fueron sustituidas por mí y, de forma inexplicable, una réplica de mí señalaba una puerta que no había visto antes. El pánico de estar desnudo, expuesto y a solas cedió un ápice, lo justo como para seguir las instrucciones y adentrarme en lo desconocido. Cuando lo único que encontré tras la puerta fue un oscuro y estrecho pasillo, dudé por unos momentos. Robert no me habría dejado a solas de no estar convencido de que me encontraba seguro, ¿verdad? En cuanto la puerta tras de mí se cerró, corrí para intentar abrirla de nuevo. No hubo manera. El único camino era hacia delante. —Eso es, ven a buscarme, gorrioncillo. Te estoy esperando. El pasillo se llenó de imágenes de Robert quitándose la camisa, abriéndose despacio la cremallera y, después, desnudo sobre una enorme cama redonda, tocándose y mirándome a través de la cámara. ¡Mierda! El pánico se esfumó del mismo modo en que había aparecido. —¿Robert? —Encuéntrame —murmuró Robert con una voz ronca y espesa por el deseo. Mientras una imagen de él o su yo virtual desaparecía al fondo del pasillo. Decidido, empecé a seguirlo, hasta que desapareció del todo, sustituido por imágenes de hombres y mujeres haciendo el amor o follando en cualquier clase de combinación y número. Me detuve al descubrir a un chico a cuatro patas entre dos hombres y la forma en la que parecía totalmente ajeno a su entorno. —¿Es eso lo que te gustaría que pasara esta noche? — preguntó Robert tan cerca que pensé que se encontraba a mi espalda. Al girarme, no había nadie. —No, solo contigo —confesé con sinceridad. —Entonces, ven —replicó la voz a través de la oscuridad. Me detuve otras tres veces más; una, para ver cómo un hombre estaba siendo torturado con cera de vela caliente mientras colgaba como una oruga del techo y, otra, en la que dos chicos de mi edad se encontraban arrodillados ante un atractivo hombre de pelo canoso que los dirigía mientras se masturbaba observándolos. Pronto descubrí que si tocaba la pantalla tras la que aparecían aquellas imágenes accedía directamente a la habitación en la que se desarrollaba la escena, aunque nadie me prestaba realmente atención, con la excepción de una sensual mujer madura que no parecía tener suficiente con los tres amantes que ya atendían sus necesidades. Mi recorrido acabó con brusquedad al llegar a un pasillo mucho más estrecho, de cuyas paredes negras parecían salir manos enguantadas e incluso siluetas de cuerpos desnudos tras cortinas. —¿Robert? 26
—¿Qué estás dispuesto a hacer para llegar a mí?
Me estremecí ante la pregunta de Robert. ¿Qué estaba dispuesto a hacer por estar con él? La realidad me atravesó como un rayo: cualquier cosa. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de llegar a él y sentirlo a mi lado, sentir su piel y su calor contra el mío, y que sus brazos me envolvieran para poder abrazarme a él. Tragando saliva, di un paso al oscuro y estrecho pasillo. Una de aquellas manos me acarició el brazo con un dedo, poniéndome la piel de gallina. Seguí avanzando y, con cada paso que daba, las caricias se volvían más y más atrevidas. Manos me recorrían la piel desnuda, bajaban por mi estómago, acunaban mis nalgas con deseo y hasta se estiraban para acariciar mi pene erecto. —¿Robert? —Eso es, gorrioncillo, sigue adelante. Las manos pronto se combinaron con cuerpos que se rozaban conmigo a través de la sedosa tela negra, erecciones tan duras como la mía se presionaban contra mí. Diestros dedos me capturaban los pezones, pellizcándolos hasta que una corriente eléctrica me atravesaba, anclándose en mi escroto y tornando la rigidez de mi erección en pura roca. Tal vez si solo hubiesen sido las manos y los roces lo habría soportado, pero, cuando se unieron los susurros llenos de propuestas tentadoras y los jadeos junto a mi oído, las voces cargadas de deseo y mis propios gemidos, pronto mis piernas comenzaron a fallar y mi necesidad por algo más se tornó en pura agonía. Quizá por eso, cuando una de aquellas siluetas me abrazó desde atrás, aprisionándome contra la pared, no me quejé. Del mismo modo que tampoco lo hice cuando más manos salieron de todas partes para acariciarme, tocarme y explorarme, haciéndome consciente de terminaciones nerviosas que no sabía ni que existían. Cuando a través de la fina seda me rodeó una ardiente boca para chuparme en su interior, mi circuito neuronal entró en sobrecarga. —¡Robert! —chillé sin pensar—. ¡Robert! — prácticamente sollocé—. Por favor, Robert, por favor —musité con debilidad. —Ven, gorrioncillo, estoy aquí esperándote. De repente, las manos y cuerpos ocultos se esfumaron como si jamás hubieran existido y solo fueran un producto de mi imaginación y, al final del pasillo, apareció una proyección de Robert desnudo y esperándome en la cama como me había prometido. Corrí hacia él, desesperado por sentirlo. Antes de que pudiera alcanzar la puerta, esta se abrió y el Robert real, en carne y hueso, me esperaba en el umbral. Sin plantearme lo que estaba haciendo, me lancé sobre él con un sollozo y me cogió rodeándome con fuerza entre sus brazos. Cerró la puerta tras nosotros y me presionó contra la pared mientras su boca me buscó como si hubiera estado famélico y solo yo pudiera calmarle el hambre. —¡Dios, Jasha! ¿Tienes idea de lo que me haces? —Demuéstramelo —le pedí sin apenas voz. Ignorando la cama, cogió unas esposas que colgaban del techo y, alzándome los brazos mientras me tentaba con sus labios, me colocó los grilletes alrededor de las muñecas. —Mira, mira lo que me haces —me dijo casi al mismo tiempo en que las paredes a nuestro alrededor se llenaron de imágenes de mí en el pasillo, de él masturbándose con una mueca de dolor mientras me esperaba y de ese mismo instante mientras se arrodillaba ante mí para tomarme con su boca. Las sensaciones y estímulos parecían bombardearme por todos lados: la sexi imagen de los dos mientras me chupaba reflejada en las pantallas mientras las cámaras nos enfocaban desde diferentes ángulos, sus intensos ojos observándome desde abajo mientras trabajaba la magia de su boca sobre mi erección, el húmedo calor con el que me envolvía y volvía loco, las caricias de sus manos extendiendo su saliva hasta mis pelotas y más allá, mientras al fondo sonaba el «Drink me» de Michelle Morrone a cuyo son parecía vibrar mi anatomía al completo mientras me contorsionaba desesperado con un placer que parecía superarme. —Robert, ¡Jesús! Robert… De improviso, se levantó y me besó, compartiendo el sabor ligeramente salado de mi líquido preseminal antes de desaparecer a mi espalda. Fue a través de las imágenes de las paredes que lo vi coger un bote de lubricante, con el que después se cubrió su potente erección antes de acercarse a mí y usar sus dedos embadurnados para prepararme. Sin poder evitarlo, me empujé como pude contra él, buscando un mayor contacto, una mayor penetración, buscando más, buscándolo a él. Agarrándome por el cabello, me giró la cabeza para besarme mientras se presionaba contra mí. Pronto tuvo que bajar el brazo para sujetarme mientras con la otra se situaba a mi entrada. No hubo delicadezas esa vez, solo una profunda desesperación por parte de ambos, una necesidad que se había ido acumulando a lo largo de las últimas horas y que me tenía al borde de la locura. —Mira, míranos —me ordenó, mordiéndome el cuello antes de contemplar por encima de mi hombro la proyección de cómo me follaba haciéndome suyo, recordándome que lo único que importaba en aquel instante éramos él y yo. Estiró la mano para alcanzar mi erección y casi solté mi carga en ese mismo segundo, mientras coordinaba sus embestidas con los rítmicos movimientos de su mano. —Eres tan, tan sexi… —gruñó cerca de mi oído. Aquello y el enfebrecido deseo en sus ojos fueron lo que me llevó derecho al cielo, con mis sollozos resonando a nuestro alrededor, mientras mi cuerpo intentaba replegarse sobre sí mismo a pesar de que las esposas me lo impedían y los largos chorreones blancos salpicaban el suelo. Como si aquel hubiese sido también su pistoletazo de salida, sus dedos se clavaron en mis caderas manteniéndome quieto, mientras me embestía como si se le fuera la vida en ello, el sudor de su frente caía sobre mi hombro y sus sonidos guturales acompañaban el rítmico chocar de nuestros cuerpos. —¡Jasha! Cerré los párpados al sentir su calor extendiéndose en mi interior y su glande pulsando con intensidad, expulsando sus últimas gotas de semen y llenándome con él. —Jasha, por Dios —murmuró, dejando caer su frente húmeda contra mi espalda a la vez que sus brazos me rodeaban manteniéndome de pie—. ¿Qué me estás haciendo? 27
Si había pensado que estar con Robert en el Jardín de la
Lujuria había sido algo extraordinario o que lo había sido por su forma de proporcionarme aquel increíble placer, ninguna de ambas podía compararse al momento en que me preparó la bañera y se metió conmigo, abrazándome desde atrás, mientras ambos nos relajábamos en el agua que olía a una mezcla de frutas exóticas y vainilla. Con mi cabeza apoyada sobre su pecho, estudié nuestros dedos entrelazados cubiertos por espuma. —Gracias —murmuré. Robert me besó en la sien. —¿Por? —Por todo, por traerme aquí, por esto… Nunca nadie se ha tomado la molestia de tener detalles como estos conmigo. —¿Ni tu familia? Negué con la cabeza. —Mientras mi padre vivía no había mucho espacio para mostrar aprecio a menos que él no estuviera. El dinero no solía abundar tampoco. Y cuando… cuando murió, me tocó hacerme cargo de mis hermanas y mi madre. Las quiero con locura y sé que ellas a mí también, pero, a la hora de la verdad, esperan que sea yo quien se preocupe por consentirlas y satisfacer sus necesidades. Llevándose nuestras manos a sus labios, me besó los nudillos. —En ese caso, deja que yo cuide de ti. Me gusta hacerlo. —Es… —Me detuve a buscar la palabra exacta— liberador cuando no necesito preocuparme por los demás o de tomar decisiones. Gemí cuando mi estómago decidió recordarnos que nos habíamos saltado la cena. Robert rio ante mi sonrojo. —Creo que alguien tiene hambre. —Mi madre siempre se quejaba de que era como una hucha sin fondo. Nunca había forma de llenarme —admití con una mueca. —Bueno, tengo que admitir que a veces me pregunto cómo puedes comer tanto y estar tan delgado, de modo que tal vez tenga razón —bromeó. —Muy gracioso —lo acusé, mordiéndole la mandíbula como castigo—. ¿Tengo que recordarte que fuiste tú el que se comió un taco de kilo y medio? Me mordió el lóbulo de la oreja con una carcajada. —¿Te apetece terminar la noche en el Jardín de la Gula? —¿Podemos picar algo en el restaurante en el que estuvimos antes, aquí, en el de la Lujuria? —La comida arriba es mucho mejor y estoy seguro de que te encantará. —Lo sé, no es eso. —¿Entonces? —Aquí podemos ser nosotros. Me gusta no tener que ocultarnos, bueno, excepto por los antifaces, me refiero. Cogiéndome por la cintura, me giró, obligándome a ponerme de rodillas entre sus piernas abiertas. Me apartó un mechón de los ojos y me acunó la mejilla con firmeza. —Tengo que confesar que no me lo esperaba, pero a mí también me gusta poder besarte y tocarte en público, en especial, cuando llevas mi collar —acabó con un brillo de humor en los ojos, que se ganó un pellizco en la cintura que nos hizo derramar una buena parte de agua de la bañera cuando se apartó con un grito. —¿Eres consciente de que aún estamos aquí y que podría llevarte a una de las Cuevas del Placer, verdad? —me amenazó, mordiéndome la punta de la nariz. —Recuérdame de qué iban las Cuevas, tengo mala memoria. Intenté aparentar inocencia, pero fue imposible controlar la sonrisa con la que se estiraron mis labios. Robert soltó una risita grave. —Básicamente, son unas mazmorras equipadas para torturar, castigar a un sumiso rebelde, a un nene travieso o hacer rogar a la pareja. —Mmm… —Esta vez fue mi turno de provocarlo con una mirada cargada de picardía—. ¿Y cuál de esas cuatro me tocaría experimentar? Sus ojos se entrecerraron con un brillo peligroso. —Yo diría que te mereces unos buenos azotes en el trasero por tus travesuras; luego, por puro placer, te torturaría un poco para hacerte pagar por todo el sufrimiento que me has causado. Creo que al menos cuatro de las canas nuevas que me han salido son culpa tuya. —¿Y luego? —Y luego me encargaría de hacerte rogar para que te folle y dejar que te corras. —Acabo de darme cuenta de una cosa —murmuré con la sangre bombeándome con fuerza y mi erección despertándose. —¿De cuál? —Que la comida está sobrevalorada, daddy. Quiero visitar esas cuevas. Si un humano podía gruñir como un animal, entonces, aquel era el sonido que se le escapó a Robert. —Date la vuelta, gorrioncillo y ponte a cuatro patas. Me moví despacio, asegurándome de dejarle ver cuán excitado me encontraba ya, mientras me movía con cuidado dentro del agua para evitar más derrames. Apoyé las manos en el borde de la bañera y situé mis pies justo debajo de su escroto. Si pensé que iría directo al grano para follarme de nuevo, me equivoqué de lleno. Robert me separó las nalgas con ambas manos y hundió su cara entre ellas, haciéndome ver un universo entero de jodidas estrellas cuando usó su lengua para lamerme y penetrarme desde atrás. Podría haberme corrido solo de esa forma si no fuera porque sonó el puñetero móvil, haciendo que Robert se incorporara con un gimoteo para cogerlo del lavabo. —Lo siento, cielo, pero a esta hora de la noche puede ser algo importante. —No te preocupes —musité, demasiado alterado por la pérdida de su calor y el placer como para pensar con claridad. —¿Sí? ¡¿Qué?! —Robert se levantó y salió de la enorme bañera sin importarle el charco que se formó bajo sus pies—. ¿Dónde está? ¿No puedes detenerla? Haz lo que puedas por retenerla, voy a… ¡Maldita sea, ya está aquí! —maldijo al mismo tiempo que en el dormitorio sonaba una especie de timbre musical. Estampando el móvil sobre la encimera, Robert cogió una toalla y se volvió hacia mí. —Voy a cerrar la puerta, quédate aquí, no hagas ruido y por nada del mundo se te ocurra salir. —Robert, ¿qué…? Sin acabar de secarse, Robert apagó la luz, cerró la puerta tras de sí y me dejó a solas, abandonado y confundido en la oscuridad, con la única luz de una vela para adivinar los contornos del enorme cuarto de baño. En cuanto comenzaron a escucharse voces desde el dormitorio, cogí el mando que habíamos traído para que Robert pudiera enseñarme cómo funcionaba el sistema de circuitos cerrados de cámaras gestionadas por la inteligencia artificial más avanzada del mercado y mostrarme las grabaciones que había tomado. Señalando al espejo, que podía convertirse en una moderna pantalla de televisión, la encendí para descubrir quién era esa tal Esther, a la que Robert estaba exigiéndole explicaciones sobre por qué se encontraba allí. Mi respiración se detuvo de golpe ante la impactante belleza morena que se encontraba con él. Era la misma mujer con la que había estado en la gala y a la que todo el mundo mencionaba. Una desagradable sensación de celos hizo acto de presencia al fijarme no solo en sus generosas curvas, sino también en su sedoso cabello oscuro o los penetrantes y enigmáticos ojos azul hielo, tan claros que hacían imposible no fijarse en ella. —¿Que qué hago yo aquí? —Esther no parecía dejarse intimidar por Robert—. La pregunta sería más bien qué es lo que haces tú aquí. —Sabes lo que hago aquí y no tengo que justificarme por ello, llegamos a un acuerdo y tú le sacas tanto provecho como yo. —¿A dónde ha ido la fulana? ¿Está ahí en el cuarto de baño? Cuando Esther dio varios pasos en dirección a la puerta del baño, busqué frenético una toalla con la que cubrirme. Robert se interpuso en su camino y se limitó a cruzarse de brazos. —No hay ninguna fulana. Llegas tarde. Y si la hubiera, seguiría sin ser asunto tuyo. —Se te olvida que soy tu novia, Robert. Con quién te acuestas siempre será asunto mío. Me congelé en el sitio. ¿Ella era su novia? —No hasta la noche de nuestro compromiso. Es lo que estipulamos. —¿Y si quiero cambiar los términos? —¿A menos de un mes del compromiso? Ni siquiera faltan dos semanas para la dichosa fiesta que habéis organizado tú y tu padre para anunciarlo. Mi corazón pareció dejar de latir. —Lo que sea. —Esther hizo un ademán despectivo con la mano—. He decidido que quiero que seamos exclusivos. —¿Por qué ahora? —¿Debo de tener un motivo para ello? —Sí. —De acuerdo, estoy harta de que nunca tengas tiempo para mí, solo para tu trabajo y tus fulanas. Quiero que pasemos más tiempo juntos. —¿Por qué? —¡¿Cómo que por qué?! Vamos a casarnos, ¿qué clase de matrimonio vamos a ser si no conseguimos sacar tiempo siquiera para conocernos y relacionarnos? Con cada reivindicación de Esther, la estaca que me había clavado en el corazón con su mera existencia se hundía más y más. Robert no solo acababa de confirmar que ella era su novia, sino que iban a casarse y habían hablado de una fiesta de compromiso en menos de dos semanas. Que solo me hubiera pedido un mes a cambio de los cien mil dólares de repente adquiría sentido. Era demasiada casualidad como para que realmente lo fuera. —Ya nos conocemos más que de sobra, Esther. De hecho, desde hace más de dos décadas. —Sabes a lo que me refiero. Robert se pasó una mano por el cabello húmedo con un profundo suspiro. —De acuerdo, me comprometo a pasar más tiempo contigo. —Genial, vamos. —¿Vamos? —He venido expresamente a buscarte, lo mínimo que puedes hacer es acompañarme a casa, o… —Esther miró a la cama deshecha con una mueca— también podríamos quedarnos aquí si es eso lo que quieres, aunque, como comprenderás, en otra habitación. No voy a acostarme contigo en una cama en la que has estado con Dios sabe quién. Su forma de hablar sobre mí me hizo encogerme. Lo malo era que ni siquiera podía culparla por ello, porque, si lo analizaba con racionalidad, no era a mí a quién Robert había estado engañando con ella, sino a ella conmigo. Robert le lanzó una rápida mirada a la puerta del baño y mi corazón se aceleró al pensar que iba a venir y que no tenía ni idea de cómo reaccionar después de lo que acababa de descubrir. Sin embargo, se limitó a asentir. —Deja que me vista y podemos ir a tu casa. Por si la humillación de descubrir que estaba comprometido con otra persona no fuera suficiente para romperme el corazón, la forma en que se olvidó de mí para irse con ella a su casa acabó de destrozarme también el alma. 28
Me encontraba sentado en el filo de la cama, vestido con el
caftán transparente que había encontrado sobre la mesita de noche, sintiéndome barato y usado, cuando Anthony llegó media hora más tarde. Aparté la mirada, incapaz de enfrentarme a sus mofas y desprecios o a la burla de sus ojos. Fue como una patada en el estómago que, de entre todas las personas que podía enviar a recogerme Robert, precisamente fuera a Anthony. Gracias a los pequeños milagros del universo, el hombre colocó un pequeño montón de ropa a mi lado y se dirigió a la puerta. —Te espero afuera, sal cuando estés listo —dijo sin su usual tono odioso. Tal y como había prometido, se encontraba en la puerta cuando salí. Ninguno de los dos habló mientras me acompañó a través de los laberintos de zonas y habitaciones del Jardín de la Lujuria. Tampoco lo hicimos cuando nos montamos en su coche. No fue hasta que me di cuenta de que me llevaba de regreso a la mansión que empecé a salir de mi estupor y a reaccionar. —¿Podrías llevarme a mi casa? O déjame aquí mismo, ya me las apañaré para llegar. Anthony me echó una ojeada ladeada, con el rostro parcialmente iluminado por el tráfico y las luces del exterior. —No puedo hacerlo. Robert me ha ordenado que te lleve a la mansión. Al parecer también tengo que recordarte el contrato que firmaste en el caso de que intentes largarte. Apreté los labios y, por primera vez aquella noche, mis ojos comenzaron a escocer. Sabía lo que había firmado, no solo era su esclavo sexual, expresado en palabras técnicas y socialmente aceptables, sino que, en caso de romper el contrato, debía devolverle los cien mil dólares más un interés del diez por ciento. Habría dado cualquier cosa por tirarle el dinero a la cara y decirle dónde se lo podía meter, pero mis circunstancias no habían cambiado en las últimas semanas. Seguía sin tener un duro, el bienestar de mi madre y mis hermanas seguía en juego, y además debía más dinero aún que antes. Sin contar que, tal y como Robert había prometido, César y los Víboras me habían dejado tranquilo. No había tenido noticias suyas desde que estaba en la mansión, y no era como si ellos no supieran cómo hacerme llegar sus mensajes. ¿Qué pasaría cuando se enterasen de que ya no me encontraba bajo la protección de Robert? —¿Sabes? —dijo Anthony rompiendo el silencio—. Robert no es tan malo como crees ahora mismo. Dale al menos la oportunidad de que se explique. Mi resoplido sonó más bien como un extraño sollozo. —¿Explicarme el qué? ¿Que tiene novia o que me haya tratado como una puta barata? Ah, no, perdón. Eso último no me lo tiene que explicar; lo soy. —Las cosas no son lo que parecen. —¿Intentas decirme que Esther no es su novia y que no van a prometerse en lo que sin duda será una magnífica y multitudinaria fiesta dentro de dos semanas? Cuando Anthony mantuvo la vista en el tráfico sin contestar, se me formó un nudo gigantesco en la garganta, uno que apenas me dejaba respirar. Era curioso cuando lo único que estaba haciendo era confirmar algo que ya sabía. —Las cosas son más complicadas de lo que piensas —dijo después de un rato. —¿Más complicadas? —bufé—. A mí me parece bastante sencillo. Tiene una novia, las cosas con ella son lo bastante serias como para querer casarse con ella y no solo me ha usado para echar una canita al aire y ponerle los cuernos, sino que me lo ha ocultado y encima me ha dejado tirado en vuestro exquisito club con un collar de perro, en pelotas y olvidándose de mí como si no valiera ni el suelo que piso. —Me ha enviado a mí para que te lleve a casa. —Ah, genial, ha mandado al tipo que me odia y me desprecia para recogerme en la situación más humillante de mi vida. Llamarlo «la situación más humillante de mi vida» ya era algo después de la adolescencia y pubertad que me hizo pasar mi padre o lo que me había hecho Karl, pero ni siquiera era mentira. Jamás me había sentido tan usado, traicionado y despreciado como en ese momento. Puede que fuera porque en el fondo jamás esperé gran cosa de mi padre o de Karl, o porque pronto aprendí a desconfiar de ellos, o puede que fuera porque por el único por quien había sentido algo verdadero y profundo era Robert. Como si mi corazón quisiera confirmarlo, la sensación de que estaba quebrado y a punto de estallar en miles de diminutas lascas se acrecentó. —No te odio y tampoco te desprecio —murmuró Anthony, rompiendo el tenso silencio. —Ah, genial. Es bueno saberlo —espeté con sarcasmo—. Tienes una excelente forma de demostrarlo, casi me tenías engañado a mí y al mundo entero. Sus manos se apretaron alrededor del volante. —Ya te lo he dicho, las cosas son complicadas. Bufé, pero me negué a decir nada más. Tampoco podía. El nudo en mi garganta no paraba de crecer y mi voz salía más y más como un patético pito. Al llegar a la mansión, tuve que esperar a que Anthony me abriera la puerta de la entrada, demostrándome con un gesto más lo poco que significaba allí. Por no hacer, no disponía ni de las claves de acceso o una llave, después de vivir allí durante dos semanas. —Te encargué algo de comer del Jardín de la Gula. Robert me dijo que no habías cenado. He traído algo variado para que lo pruebes y escojas lo que más te guste. Miré la enorme bolsa negra con letras doradas, en la que debía de haber comida para una familia entera, pero me limité a subir con pasos pesados a mi habitación y cerré ambas puertas con pestillo antes de meterme en la cama y encogerme sobre mí mismo mientras miraba la pared con ojos resecos. ¿Cómo era posible que el mismo hombre que me había abrazado noche tras noche en aquella misma cama, el que me preparaba baños y se preocupaba de que tuviera cualquier cosa que necesitase, fuera el mismo que tenía novia y me había dejado tirado en la habitación de un burdel o lo que fuera aquella planta del Inferno? ¿Cómo era posible que yo me hubiese enamorado de un hombre así? Enamorado, la palabra ni siquiera parecía hacerle justicia a lo que sentía por él. Sonaba demasiado débil y caprichosa para emplearla para un sentimiento tan potente e inmenso que traspasaba lo físico y me ocupaba el alma, porque justo así se sentía el descomunal dolor que me dominaba en ese instante: como si se me hubiese quebrado el alma y estuviese poco a poco convirtiéndose en ceniza. Lo último que esperaba al cerrar por un momento los ojos fue que, al volver a abrirlos, por mi ventana estuviera entrando la débil luz del amanecer y que Robert se encontrase sentado en un sillón al lado de la cama, observándome con profundas ojeras y la misma ropa de la noche anterior. —Te has despertado. Me habría reído ante sus palabras señalando lo obvio de haber podido. Tenía razón, me había despertado, y lo había hecho en más de un sentido. 29
Ver a Jasha dormir con los ojos hinchados, profundas ojeras y
algunas lágrimas todavía colgando de sus pestañas, de cuando había estado llorando en sueños con el corazón encogido, era una de las cosas más difíciles que había hecho en mi vida. Aun así, no se acercaba ni de lejos a lo que sentí la noche anterior al tener que abandonarlo en la habitación para irme con Esther, sabiendo que él se había enterado de todo lo que hablé con ella. Había deseado que se despertase para tratar de explicarle lo que pasaba y a la vez temía que lo hiciera, porque, por más que trataba de convencerme de lo contrario, no había una forma racional para explicar mi comportamiento. De hecho, no podía contarle la verdad. Jasha se movió intranquilo entre sueños, parpadeó y de repente sus preciosos ojos azules se encontraban puestos sobre mí. Por unos segundos, no más de dos o tres, su sonrisa se curvó y su mirada se iluminó para apagarse poco a poco y llenarse del dolor con la acusación que había previsto que me esperaría. Anthony ya me había avisado de que iba a ser malo, lo que no esperaba fue comprobar que no estaba preparado para enfrentarme al hecho de cómo me hacía sentir ser el culpable de aquella agonía que se reflejaba en sus facciones y sus pupilas. —Te has despertado —comenté como un estúpido. Como si aquella idiotez lo acabase de espabilar del todo, cualquier rastro de sentimiento desapareció de su rostro y fue sustituido por una absoluta frialdad. —¿Qué haces aquí? —preguntó, sentándose y ajustándose el edredón sobre el regazo. Su calma me descolocó un poco. Había esperado lágrimas, exigencias e incluso que me tirase algún trasto a la cabeza, lo que no había previsto era al chico tranquilo y compuesto que me estudiaba como si no me conociera. —Tenemos que hablar. Cuando cruzó los brazos sobre el pecho con un casi imperceptible arqueo de su ceja, supe que su calma no significaba que fuera a ponerme las cosas fáciles. Carraspeé y me miré las manos antes de tomar una profunda inspiración. —La mujer que vino anoche a la habitación era… es… Esther. —Comprobé su reacción, pero no encontré nada que no fuera aquella maldita calma—. Estoy en una relación abierta con ella, una en la que ambos somos libres de acostarnos con otras personas y hacer lo que nos dé la gana, al menos fue así hasta anoche. Esta vez su ceja sí que se alzó escéptica. —Eso significa que vas a liberarme de las obligaciones que estipula mi contrato. —No —gruñí sin pensarlo siquiera. Odiaba ese maldito contrato y había querido destrozarlo una docena de veces, pero también sabía que, si lo hacía, Jasha saldría de mi vida de forma definitiva y, aunque era algo que ocurriría tarde o temprano, no estaba preparado para ello. Todavía no. —Entonces, ¿ella te ha dado permiso para tener una mascota? —preguntó como si la cosa no fuera con él. Abrí y cerré la boca, conmocionado. ¿Quién demonios era la persona que se encontraba frente a mí? Podría haberle explicado que jamás lo consideré menos que un igual, y mucho menos una mascota, pero su extraña actitud me estaba dando pausa. Echándome atrás en el asiento, lo estudié con ojos entrecerrados. —No sabe de tu existencia y tampoco tengo intención de contárselo. —Aaah —dijo despacio, rascándose el pecho—. Ya veo. —¿Qué es lo que ves? —gruñí más que pregunté. —Que piensas seguir poniéndole los cuernos en secreto, aunque ya no tengas su permiso para hacerlo Dicho así, me hacía parecer un auténtico mierda, pero, por más excusas que tuviera en mi cabeza y por más compleja que fuera la situación, en el fondo era exactamente lo que pensaba hacer. —Sí —dije, preparándome para su estallido, las acusaciones y su enfado. —Mmm… De acuerdo, ¿algo más? —preguntó, levantándose de la cama para dirigirse al baño. —¿Algo más? ¿Eso es todo? —pregunté, alucinado—. Estoy tratando de hablar contigo. Jasha se giró despacio hacía mí y me consideró como una reina consideraría a una de sus hormigas obreras. —Ya has hablado, te he escuchado y, ahora, si no te importa, voy a mear y a lavarme los dientes. Tengo hambre y me gustaría ir a comer. La puerta se cerró tras él y, mientras me concentré en oír los sonidos que provenían del baño, hizo exactamente lo que dijo que haría. No hubo golpes, ni sollozos, ni… nada. ¿Cómo podía estar tan tranquilo después de lo que había pasado? Lo encerré en el baño a oscuras mientras salía a recibir a mi novia, una novia de la que jamás le había hablado, luego me largué y, por la lucecita encendida de una de las cámaras de la habitación, estaba seguro de que no solo había escuchado que Esther y yo íbamos a casarnos en cuestión de nada, sino que también había visto cómo ella había estado restregándose contra mí como una gata en celo mientras me vestía. Anthony me contó cómo lo encontró en la habitación y lo que había ocurrido en el coche, incluso como no había hecho ni el intento por cenar antes de encerrarse en su habitación. Dudaba que Anthony me hubiese dado la lectura que me dio si no hubiese sido grave. ¡Por el amor de Dios! ¡Si hasta me había dado un puñetazo en el estómago que me dejó sin respiración nada más verme! Nada de lo que estaba pasando encajaba con el Jasha al que yo conocía. La puerta se abrió, sacándome de mis cavilaciones. Una de sus cejas rubias se alzó. —¿Aún estás aquí? —preguntó como si fuese un incordio que le aburriese con su insistencia. Levantándome de un salto, me acerqué a él. —¿Qué carajos te pasa? Suelta lo que tengas que decir. Insúltame, grítame si quieres, pero dime lo que me tengas que decir. Ladeando la cabeza, se metió las manos en el pantalón de chándal que había sustituido el pantalón arrugado con el que se había acostado la noche anterior. —¿Y qué exactamente esperas que diga? —preguntó con curiosidad—. Ya me has explicado lo que ha ocurrido. Su calma estaba empezando a tocarme los cojones. —¿Me estás diciendo que te importa un carajo que esté comprometido con otra mujer mientras me estoy acostando contigo? ¿Que no te importa que anoche te dejase tirado en el Inferno sin avisarte ni darte una explicación? Jasha encogió los hombros. —Enviaste a Anthony a por mí y, según el contrato, no me debes ninguna explicación ni aviso. —¿De qué cojones estás hablando? Soltando un profundo suspiro, Jasha se pasó una mano por el cabello. —Escucha, estoy aquí por el contrato y porque me has pagado cien mil pavos más otros beneficios. Me tienes viviendo en una mansión de lujo, me compras ropa cara y tampoco puedo quejarme por cómo me follas. Tus dramas personales son tuyos y no me incumben. Si a ti no te preocupa ponerle los cuernos a tu novia, ¿por qué iba a preocuparme a mí? Me quedan menos de dos semanas para cumplir con mi parte del trato y largarme libre de deudas. Con cada una de sus palabras, el frío que sentía en mi interior se extendía un poco más. —¿Mis dramas personales? El único motivo por el que estás aquí es por el contrato —repetí despacio, esa vez no era ninguna pregunta, y la idea de que se tratase de una constatación fue como si me clavara una estaca en las entrañas. Ignoré el dolor para que la ira corriera libre por mis venas mientras daba un paso tras otro hacia él. Por un momento pensé vislumbrar algo de miedo en sus ojos, pero se limitó a alzar el mentón y a mantenerme la mirada con indiferencia. Podía soportar muchas cosas de él, pero la indiferencia no era una de ellas. Prefería su dolor y su rabia, hasta su odio, cualquier cosa con tal de que no fuera indiferencia. Tal vez por eso hice lo único que se me ocurrió: dejar correr mi furia libre, aunque, cuando acabase, los dos nos odiáramos por ello. 30
No sé qué fue más humillante, que Robert consiguiera
hacerme gritar su nombre incluso cuando lo odiaba, los salpicones blancos que recorrían el espejo del cuarto de baño delatando que mi cuerpo seguía respondiendo a él como si le perteneciera, o que, mientras yo seguía temblando con las piernas débiles y sujetándome al mueble del lavabo para no caerme, Robert estuviera en la ducha con la cabeza bajo el chorro de agua, los ojos cerrados y una mano apoyada en la pared mientras con la otra se masturbaba dándose el placer que no había querido cogerse conmigo y demostrándome que tenía mucho más control sobre sí mismo que el que tenía yo. Por un momento me planteé en quién estaría pensando en ese instante, con quién fantaseaba mientras deslizaba la mano con frenesí sobre su erección, pero en cuanto en mi mente se coló la imagen de una impresionante morena rozando sus generosos pechos contra su bíceps, abrí el grifo para echarme agua en la cara decidido a olvidarme de ella. No tenía sentido que me torturara. No era asunto mío con quién decidía masturbarse Robert. Había tomado mi decisión y pensaba mantenerla. Diez días siendo su puto, su esclavo o lo que quisiera de mí, diez días tras los que saldría de aquella casa con la cabeza bien alta, sin deberle nada a nadie, con mi familia a salvo, y diez días en los que iba a protegerme y prepararme para olvidarme de él en cuanto la cancela de la mansión se cerrase a mi espalda. Mis planes me dieron la fuerza para mantenerle la mirada al encontrarlo con sus ojos puestos sobre mí a través del reflejo con una expresión casi agónica. De repente, Robert golpeó la pared con una maldición, cerró el grifo y salió malhumorado de la ducha, cogiendo una toalla para secarse y desaparecer por mi dormitorio en dirección al suyo. No me pasó desapercibido que su miembro seguía erecto y con un tono tan profundo que parecía casi violáceo. Cuando comprobé que en la ducha no había ni rastro de semen, me invadió una secreta satisfacción, tan buena que por unos segundos casi consiguió que me olvidara del dolor y la humillación. El desayuno en la cocina fue silencioso, por llamarlo de alguna forma. Anthony y Mark intercambiaban de cuando en cuando alguna palabra, pero la mayor parte del tiempo estaban lanzándonos ojeadas disimuladas a mí y a Robert, observándome comer tranquilamente y a Robert apartando malhumorado el bacón de su plato prácticamente sin tocar. —Eh… —Mark carraspeó mirando incómodo de Robert a mí—. Hoy tengo que ir a recoger el pedido que hicimos en la ferretería de Thompsons y me vendría bien que alguien me echara una mano. He pensado que tal vez te gustaría venir conmigo, Jasha. Podríamos ir a un nuevo restaurante tailandés que han abierto cerca de ahí y que dicen que está genial. Si te apetece, claro está. —No. Mark, Anthony y yo miramos a Robert cuando no dijo nada más. —¿No? —preguntó Mark. —No —reafirmó Robert, limpiándose la boca con una servilleta—. Jasha a partir de ahora vendrá todos los días conmigo. —¿Al trabajo? —preguntó Anthony, incrédulo. —Vendrá como mi asistente personal. Podrá tomar notas y atender el teléfono mientras estoy reunido o gestionando cosas. Me tomó toda mi fuerza de voluntad controlar mi expresión y no mostrar la sorpresa o la irritación ante su actitud prepotente e infantil. Aunque, por otro lado, al menos no iba a volverme loco pasándome el día entero en la mansión, encerrado y dándole vueltas a la cabeza. —A mí no me importaría que Jasha viniera conmigo — intervino Mark—. De verdad que me haría un favor si pudiera acompañarme y echarme una mano. —No. ¿Algún problema? —exigió Robert, desafiante. Cuando alcé la cabeza de mi plato, los tres se encontraban mirándome. Encogí un hombro y seguí comiendo. —Por mí bien, lo que queráis —dije antes de meterme otro tenedor de esponjosos huevos revueltos en la boca, a pesar de que hoy me sabían a algodón. Robert tiró la servilleta sobre la mesa con un gruñido inteligible. —Salimos dentro de media hora. Estate preparado. Cuando salió de la cocina, pasaron varios minutos antes de que Mark soltara un suspiro y se frotara la nuca. —No sé qué es lo que le has hecho, pero mejor soluciónalo. No hay quién lo aguante cuando se pone así y es de los que son capaces de estar varios días de mala hostia. Solté una carcajada reseca ante su descaro de pedirme que fuese yo quien resolviera la situación, pero una corta mirada a Anthony y a su muda negación con la cabeza me reveló que Mark no tenía ni idea de lo que había pasado la noche anterior. Algo que en parte me intrigó. Vaciando mi zumo de naranja, me limpié la boca con el reverso de la mano y llevé mis platos al fregadero. —Voy a vestirme, no queremos que se mosquee más de lo que ya está —bufé a pesar de que mi intención era hacer todo lo contrario, irritarlo hasta volverlo loco y que perdiera los estribos. 31
Después de un viaje en absoluto silencio en el asiento trasero
del Bentley, en el que Robert me ignoró a favor de su tableta, llegamos a un imponente edificio en el centro de la ciudad. Como un chico obediente, lo seguí hasta el ascensor, sintiéndome más y más incómodo a medida que Robert devolvía con amabilidad animados saludos a los empleados con los que nos cruzábamos mientras a mí seguía ignorándome. ¿Era para eso para lo que me había traído? ¿Para ponerme en mi sitio y recordarme que era un donnadie con el que podía hacer lo que le diera la gana? Cuando llegamos a la última planta y pasamos por delante de la mesa del que parecía ser su secretario, le dedicó un cordial: —Buenos días, Ethan. Estoy esperando una entrega que debería llegar a las nueve y media, pásamela en cuanto llegue. —Por supuesto, Robert. Ya tienes la agenda de hoy actualizada y los informes para la reunión con los socios sobre el escritorio. —Gracias. Lo peor de esa breve charla no fue que Robert no me presentara, o que Ethan Parker, con su traje de chaqueta marrón a cuadros y su nombre escrito en letra cursiva sobre un cartelito dorado, ni siquiera me dirigiera una mirada; lo realmente impactante fue observar cómo el rostro del joven, que probablemente rondaba los treinta años, se iluminó al abrirse las puertas del ascensor y descubrir quién salía de él. Sus ojos casi brillaban con admiración al mirar a Robert como si le salieran corazones de pura adoración. Y mientras Robert a mí me trataba como aire, a él le ofreció una sonrisa. ¡Una puta sonrisa! Cuando entramos en el amplio despacho con una cristalera de pared a pared, la cual mostraba una vista impresionante sobre la ciudad, Robert se sentó en su escritorio y yo me quedé de pie estudiando mi alrededor. No podía negar que la estancia estuviera decorada con buen gusto o que se hubiera adaptado a la perfección a la personalidad de Robert y a su función allí, reflejando su poder, energía y determinación, pero también tenía un ambiente sosegado y cálido, reforzado por el uso de maderas nobles en el mobiliario y una colección de obras de arte con efecto calmante. Y, a pesar de que era todo lujo, el despacho también reflejaba una rigurosa profesionalidad con una simplicidad ordenada y práctica, dándote la bienvenida, aunque también enviándote el claro mensaje de que el dueño prefería que fueras directamente al grano. —¿Piensas pasarte el resto de la mañana ahí de pie? — preguntó Robert con la mirada puesta en la pantalla de su ordenador. —¿Te acuestas con todos tus empleados? —exploté. Para cuando comprendí que era algo que no venía a cuento ya fue demasiado tarde, porque por fin había alzado la cabeza para mirarme. —¿Qué? —preguntó como si lo hubiese pillado completamente desprevenido y no tuviera ni idea de lo que estaba hablando. Podía hacerse el tonto, pero había visto cómo lo miraba Ethan y tampoco me pasó desapercibida la sonrisa radiante de la recepcionista o cómo la mujer en traje de chaqueta que nos acompañó en el ascensor no paraba de tocarle el brazo. —¿Te acuestas con ellos antes o después de contratarlos? —lo ataqué con amargura—. ¿O les metes una cláusula en el contrato, al igual que a mí, que lleve implícito los servicios especiales a los que se comprometen al trabajar contigo? La confusión en su semblante dio paso a la furia, y no sé si fue siquiera consciente de que había golpeado la mesa. —¿De qué carajos estás hablando? ¿Pensaba que porque me alzase la voz iba a echarme atrás? —De que, si no hubiera estado yo, Ethan tenía toda la pinta de ofrecerse voluntario para meterse bajo tu escritorio y darte los buenos días. Como si lo hubieran invocado, tras un breve golpeteo en la puerta, el susodicho asomó su cabeza y le ofreció a Robert otra de sus brillantes sonrisas. —¿Quieres que os prepare un café o que pida algo para desayunar? Robert lo miró unos segundos como si fuera la primera vez que lo veía y no lo conociera de nada, antes de girar la cabeza en mi dirección con una mirada dura. —Gracias, Ethan. Creo que no te he presentado a Jasha — dijo Robert despacio. Sin esperar una invitación, Ethan entró para ofrecerme la mano. Me habría gustado ignorarlo como la gente había hecho conmigo en los pasillos, pero mi madre me educó mejor que eso. Puede que estuviera sensible en ese instante, pero no pude evitar sentirme celoso de la suavidad de sus manos y de la perfecta manicura de sus uñas. Estaba tan centrado en comparar mis uñas irregulares con padrastros y las cuatro o cinco líneas blancas que marcaban mis manos con algún corte o arañazo del pasado con las suyas que casi ni escuché lo que decía. —Encantado, Jasha, soy Ethan Parker. ¿En qué os puedo ayudar? —En nada por ahora, Ethan —intervino Robert—. Jasha es mi nuevo asistente personal. Se encargará de mis cafés y desayunos a partir de ahora para que puedas centrarte en tu trabajo administrativo. Los ojos de Ethan se abrieron horrorizados y abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algún sonido. —Pero… A mí no me importa hacerme cargo de tu café, Robert, y tampoco… —Eso es todo, Ethan, gracias. Después de que resuelva algunos asuntos con Jasha, puedes ayudarlo a ponerse al día con algunas de las tareas de las que se hará cargo a partir de hoy. La mirada perdida de Ethan hacia Robert evocaba la súplica silenciosa de un cachorro, rogando a su dueño que no lo abandonara. Me dio lástima hasta que la presión de su mano sobre la mía se incrementó llegando a un punto doloroso y me dedicó una mirada cargada de odio. —Por supuesto, Robert, me encargaré de ayudarlo a encontrar su sitio —espetó entre dientes apretados, mostrando una sonrisa forzada. Si aquello no era una amenaza en toda regla, entonces no sabía qué podría serlo. Cuando no le respondí ni reaccioné, Ethan me soltó la mano y se la limpió en la chaqueta como si acabara de contaminarlo, alzó la barbilla y se largó del despacho dejando un tenso silencio atrás. —¿A qué carajos ha venido eso? —siseé, girándome hacia el responsable de que a partir de ese momento tuviera a otro capullo viniendo a por mí. Robert entrecerró los ojos. —¿El qué, que a partir de ahora te encargarás de hacerme el café? Eres mi asistente personal. ¿No crees que eso forma parte de tus funciones? Bufé, incrédulo. Hasta ahora, él, Mark y el cocinero eran los que me habían hecho el café a mí. Desde que había llegado a la mansión, no había tenido que mover ni una sola vez un dedo por nada, excepto si alguno de ellos no se encontraba por los alrededores. —¿Estás hablando en serio? —exigí, incrédulo. Robert me mantuvo la mirada. —Muy en serio. —¿Y también pretendes que me ponga debajo del escritorio a hacerte mamadas mientras mantienes tus videoconferencias? —lo provoqué con acidez. Por una milésima de segundo, su mandíbula se apretó. —Eso sería un plus, sí —replicó con una contenida calma —. Aunque ahora mismo me conformo con el café. Presiona ese panel de madera de ahí, detrás tienes todo lo que necesitas. Puedes prepararte uno para ti también. —Y con esas palabras finales regresó a su pantalla de ordenador olvidándose de mí, mientras yo podía sentir el sofoco de ira inundándome las mejillas. ¿Quería un café? Pues eso era justo lo que iba a tener. ¡UN-PUTO-CAFÉ! Me quité con brusquedad la chaqueta del traje que me había puesto para acompañar a Robert y la tiré sobre uno de los sillones junto a la corbata, antes de remangarme las mangas de la camisa. Me dirigí al panel de madera que me había señalado, que hasta ese momento no me había parecido más que una pared, y presioné. Cuando a la primera no pasó nada, volví a intentarlo en otro punto y luego en otro, y en otro y… —Parte derecha en el centro, cerca del filo —instruyó Robert, quien, cuando me volví irritado hacia él, tenía en apariencia toda su atención puesta sobre la pantalla. ¡Maldito cabrón engreído! Cuando presioné la siguiente vez el panel y se abrió como una puerta, me irrité aún más. ¡Podría haberme explicado cómo funcionaba desde el principio! ¿Cómo se suponía que debía saber cómo funcionaba su estúpido despacho? Mi mandíbula prácticamente se descolgó al descubrir la diminuta cocina que se escondía detrás, en especial, cuando abrí el panel de al lado dejando a la vista no solo el fregadero y la encimera, sino también una sofisticada cafetera de un negro brillante, un microondas, un frigorífico, una vitrina llena de vasos, tazas y platos y otra con una completa selección de tés, granos de café en cuyos paquetes constaban idiomas extranjeros y marcas que no había visto en mi vida, sobrecitos de azúcar de varios tipos y cápsulas de leche. Hasta tenía un minilavavajillas. ¿Quién tenía un lavavajillas en su despacho? ¿Todo aquello era solo para hacerle café a Robert u organizaba fiestas de desayuno allí? ¡Por el amor de Dios! Con lo que tenía allí podría hacerle el desayuno a la plantilla entera de empleados. Sacando dos tazas negras con el logo de la empresa y dos cucharillas, estudié la máquina de café. Solté despacio el aire. Si abrir el panel me había supuesto un mundo, la cafetera requería al menos una carrera universitaria para poder ponerla en marcha. ¿Dónde demonios estaba el manual de instrucciones? Imagino que podría haberle preguntado a Robert sobre su funcionamiento o haberle pedido ayuda a Ethan, pero mi orgullo y amor propio se impusieron. Abrí uno de los cajones para descubrir la cubertería y, en el siguiente, vasos desechables y servilletas. No fue hasta el último cajón que encontré algunos manuales de los electrodomésticos, entre ellos, los de la cafetera. Bien, genial. Sabía cómo interpretar unas instrucciones. No podía ser tan difícil, ¿verdad? Diez minutos después acabé por tirar el manual de instrucciones de nuevo en su cajón y lo cerré sin ceremonias con el pie. —Esto es ridículo —murmuré lo bastante bajo para que Robert no pudiera escucharme mientras presionaba botones al azar hasta que el maldito cacharro comenzó a zumbar y sisear como si se burlara de mi incompetencia.—. ¿Para qué hace falta tanta parafernalia para hacer un puñetero café? Cuando por fin resonó el sonido del café moliéndose, solté un suspiro de alivio, pero mi tranquilidad se desvaneció al ver que el café fluía sin que hubiera colocado una taza debajo. Mascullé una ristra de improperios cuando me quemé la mano al colocar la taza. Deprisa metí la mano bajo el chorro de agua fría, echando un vistazo rápido sobre el hombro hacia Robert, para constatar que seguía inmerso en su trabajo y que no se había dado cuenta de nada. Apreté los dientes mientras limpiaba el desastre que acababa de provocar. ¿De verdad no se había enterado o simplemente se estaba divirtiendo a mi costa? Debía de haber pasado al menos un cuarto de hora desde que me ordenó hacer café. Era imposible que no se hubiera fijado en el tiempo que estaba tardando. ¡Maldito cabrón! Coloqué mi taza y presioné nuevamente el último botón, el que parecía haber hecho el truco. Estuve a punto de delatarme con una mueca victoriosa cuando el sonido reconfortante de la molienda del café volvió a llenar el ambiente. ¿Quería reírse de mí? Pues hala. Lo había conseguido y, si algo tenía claro, era que quien se reía el último reía mejor. Deposité su taza sobre el escritorio con un golpe seco que casi hizo derramar el oscuro líquido. —Tu café —espeté con una sonrisa edulcorada y me senté en uno de los sillones de cuero marrón que había frente a su escritorio. Robert miró la taza y luego a mí y se pasó una mano por la nuca con un suspiro frustrado. —Necesitamos hablar. —Por supuesto —repliqué mientras removía mi café con fingida indiferencia. Mi respuesta tuvo que tomarlo por sorpresa, porque cogió su taza y se echó atrás en el sillón estudiándome con cautela. ¿Qué esperaba? ¿Una pataleta? ¿Que saltara de la silla y pegara voces? Sip, justo lo que pensaba hacer: montar un follón en su oficina y airear nuestros trapos sucios ante sus empleados. ¿Quién carajos se creía que era? Sin poder evitarlo, me tensé cuando se llevó la taza a los labios. ¡Caray! Debería haber sacado el móvil para grabarle la cara cuando sus ojos se abrieron con una mueca de horror y escupió el líquido sobre los documentos repartidos encima del escritorio. Yup, sonreí satisfecho para mí mismo mientras me mordía el interior de las mejillas para que no lo viera. Puede que no fuera de los que armaban escándalos públicos, pero nadie dijo tampoco que fuera de los que tragaban con todo lo que se les echara, al menos no siempre. —¡¿Qué demonios es esto?! —exigió, sacándose apresurado un pañuelo para limpiar los documentos mientras el café seguía extendiéndose por su antes inmaculada camisa. —¿Tu café? —pregunté con inocencia—. ¡Ups! —seguí con dulzura cuando entrecerró los ojos—. ¿Me he pasado con el azúcar? Ignorando la incredulidad en sus ojos, me llevé satisfecho la taza a los labios. ¿No me quería aquí con él sirviéndole como un esclavo? Pues, aunque él no lo supiera, aquello solo era el principio. Mis pensamientos se detuvieron en seco cuando el sabor de agua sucia con un toque dulce y un intenso trasfondo amargo irrumpió sobre mi paladar. Ni siquiera fue un pensamiento consciente el que me hizo escupirlo todo de golpe y soltar la taza sobre el escritorio como si estuvieran a punto de salir demonios carnívoros de ella. —¿Una servilleta? —preguntó Robert con retintín, ofreciéndome la suya ya manchada. —Muy gracioso —mascullé, yendo a la cocina a coger el paquete de servilletas del cajón mientras trataba de quitarme la mancha que me había dejado sobre la camisa. Rechiné los dientes. Era nueva y carísima, y apenas había podido disfrutarla por una hora. Después de secar los documentos sobre su escritorio lo mejor que pudo, Robert se echó atrás en el respaldo y cruzó complacido los brazos sobre el pecho. ¡Joder! En ese punto debería estar subiéndose por las paredes, no riéndose de mí. —A ver si lo adivino —dijo estirando las palabras—. Pulsaste el botón con la taza pequeña para llenar una grande. —Si me hubieras explicado cómo se hacía o hubieras dejado que Ethan se hiciera cargo, no habría pasado nada —lo acusé. Frunció ligeramente el ceño. —Mmm… Podrías haber pedido ayuda. —¿A quién? —exigí, irritado—. ¿A ti? Tenía castañas la cosa. Como si él no hubiera adivinado desde el inicio que yo no sabía usar esa monstruosidad de máquina. Cuando no contestó, dejé de frotar la servilleta húmeda contra la mancha y lo miré esperando a que soltara lo que tuviera que soltar. —Dime una vez, una sola vez en la que no te haya ayudado si me lo has pedido. Abrí la boca para recordarle que yo jamás le había pedido ayuda, pero acabé cerrándola de golpe. Nunca le había pedido ayuda porque él siempre se adelantaba a la necesidad de hacerlo. —Sabías que no tenía ni idea de cómo manejar ese trasto —espeté, negándome a darle la razón—. ¿Por qué no me ayudaste? —Porque estás enfadado conmigo y, si hubiera hecho el intento de echarte una mano sin habérmelo pedido antes, me habrías recriminado que te consideraba inferior o tonto o cualquier otra cosa que se te hubiera pasado por esa retorcida mente. —¡No tengo una mente retorcida! —Sí, sí que la tienes —me acusó, arrancándome un resoplido. —¿En serio? —Piénsalo. Desde el principio te ofrecí el dinero sin pedirte nada a cambio. Fuiste tú quien decidió que quería devolverme el favor. Dejé que establecieras tus condiciones y te negaste a ello, y ahora te has autoconvencido de que te he metido en una especie de farsa y que te estoy utilizando y humillando a mi antojo. —¿Y no lo has hecho? ¡Tienes novia! —¿Cómo era capaz de olvidar ese detalle?—. ¡Una puta novia con la que te vas a casar en unas semanas! —¿Alguna vez me preguntaste si la tenía o cuáles eran mis planes para el futuro? —¡Me exigiste exclusividad! —¡Estamos follando sin precauciones! ¿Qué clase de loco no exigiría exclusividad? —¿Y a mí de qué me sirve esa exclusividad si tú luego te acuestas con otros? —mi pregunta pareció dejarlo petrificado por unos segundos, hasta que tomó una profunda inspiración y soltó el aire despacio. —Para empezar, desde la primera noche en que nos acostamos en ese club de mala muerte con tu amiga de testigo, no he estado con nadie y mucho menos con Esther. Segundo, la única vez que no usé precauciones fue en mi primera vez a los quince años. Fue con la madre de un amigo, al menos veinte años mayor que yo, y como comprenderás pensé que un adulto sabría de aquello más que yo. Lo miré boquiabierto. —¿Te acostaste con la madre de un amigo y perdiste la virginidad con ella? Robert gimió y apartó la mirada. —Tenía quince años, las hormonas alteradas y ella me la chupó antes de montarme. ¿Crees que a esa edad era capaz de pensar en algo más que en esas tetas enormes que me dejaba tocar mientras ella me la comía como si fuera el fin del mundo? Joder —Robert se pasó una mano por el cabello—, creo que tardé unos cinco segundos en correrme en su garganta y eso fue solo porque conseguí aguantar tres segundos más de lo que hubiera necesitado. —Acabas de decir que te montó después de hacerte la mamada —me obligué a decirlo despacio para que me diera tiempo a asimilar de lo que estábamos hablando. —Tenía quince años —dijo, echándome una mirada elocuente y dando énfasis a la edad que tenía. Vale, en eso probablemente tenía razón. Yo a los quince seguía siendo virgen, pero recordaba a los otros chicos hablando de sus proezas a aquella edad. —Dime que al menos no la dejaste preñada —mascullé, poniendo los brazos en jarras. —No. Cuando me enteré de que no era el único de mis amigos con el que se acostaba, me aseguré de tener preservativos a mano para las próximas. —¡¿Te volviste a acostar con ella?! —Casi me atraganté con mi propia saliva—. ¡Era la madre de tu amigo! Robert encogió un hombro. —También se acostaba con los demás. A la mujer le gustaba la carne fresca. Te diría que mi amigo resultó no ser tan amigo a la hora de la verdad. Estuve a punto de acabar en la cárcel por culpa de ese cabrón. Pero si quieres que te sea sincero, en aquel momento pesaban más las tetas de su madre. Que la mujer me dejase experimentar lo que quisiera con ella y que siempre me tuviera preparada una fiambrera con las sobras o un bocadillo para después, también ayudó. —Está bien. —Me tapé la cara y sacudí la cabeza—. Creo que prefiero no enterarme de nada más. Con un suspiro, se encaminó hacia otro de esos paneles de madera y abrió un armario repleto de trajes, camisas y conjuntos completos con sus respectivos zapatos. Más que un despacho, parecía que aquel lugar fuera un apartamento estudiado al más mínimo detalle. —Olvidas que eran otros tiempos y circunstancias, Jasha —dijo, eligiendo una camisa—. Además, nos estamos desviando del tema. Lo que trataba de que entendieras es que, hasta que estuve contigo, ni siquiera me planteaba acostarme con alguien sin protección. —¿Ni siquiera con tu queridísima Esther? —Sobre todo con ella —gruñó, quitándose la camisa sucia. Aparté la mirada cuando dejó al descubierto su musculoso torso. —Mientras más me cuentas, menos entiendo nada — admití. —Toma, ponte esto —dijo, ofreciéndome una de las docenas de camisas idénticas que tenía colgadas en el ropero —. Aunque te quede grande, al menos estarás seco. Se produjo un incómodo silencio mientras ambos nos cambiamos de ropa. Cuando terminó de meterse la camisa en el pantalón y de cerrarse el cinturón, cogió nuestra ropa sucia y la colocó sobre uno de los sillones. —A veces, durante misiones, me he acostado con otros militares o mercenarios, pero es porque los considero más compañeros que empleados y porque en situaciones de estrés extremo el sexo me relaja y me ayuda a recuperar el control. Jamás me he acostado con ninguno de mis empleados de las oficinas ni con mis clientes y no me interesa Ethan ni lo más mínimo en ese sentido. —¿Me vas a decir que no te has dado cuenta de cómo te mira y que está colado por ti? Con la vista sobre el suelo, Robert se rascó el pecho. —Mentiría si dijera que no, pero los he tenido peores, sobre todo, mujeres. Con Ethan me basta dejar claro que no me interesan los hombres para que podamos seguir trabajando juntos sin demasiados problemas. —Pero sí que te interesan —lo corregí. —Pero eso no es algo que Ethan tenga que saber. Una vez hubo una secretaria que me esperó desnuda aquí en el despacho y, cuando la rechacé, me denunció a recursos humanos por acoso —continuó—. Por suerte, Anthony me había convencido el año anterior de mantener un circuito cerrado de videovigilancia independiente del resto del edificio en mi despacho, por lo que tuve las pruebas para demostrar que no le había puesto un dedo encima más que para apartarla de mí. ¿Te imaginas el escándalo si hubiese salido a la luz su versión de la historia y no hubiese podido defenderme? En parte por eso ahora me garantizo mi intimidad a base de contratos de confidencialidad y permisos expresos antes de mantener relaciones sexuales con alguien. —¿Y a Esther también se los hiciste firmar? —salté con amargura antes de poder retenerme. Robert titubeó como si estuviera considerando qué podía contarme y qué no. —Con ella tengo un tipo de acuerdo diferente, uno con el que lo único que puedo hacer es mantenerme lo más lejos que puedo de ella hasta que no me quede más remedio que hacerle frente. —Lo dices como si… —Jasha, escucha… —En dos zancadas estuvo a mi lado y me acunó la mejilla, obligándome a mirarlo a los ojos, unos ojos que se encontraban llenos de dolor y ruego—. Sé que no tengo justificación y que no lo entiendes, gorrioncillo, pero jamás he querido hacerte daño y he tratado de protegerte todo lo que he podido. —Entonces, deja que me vaya —murmuré. Robert me mantuvo la mirada y mi corazón se encogió no solo con mi propio dolor, sino también con la tortura que encontré reflejada en él. —No puedo, gorrioncillo. Aunque sé que sería lo mejor y quisiera tener la fuerza de hacerlo, no puedo dejarte marchar. 32
Debería haber imaginado lo que ocurriría en el mismo instante
en que Robert llamó a Ethan por el intercomunicador pidiéndole que acudiera a la oficina. Si la mirada llena de odio que me había dirigido me había hecho sentir incómodo, no fue nada comparable con el instante en que Ethan se percató de que me había puesto una camisa de Robert. Prácticamente comenzaron a salirme sarpullidos por la piel de la toxicidad que emanaba y, por la cuenta que me traía, iba a tener que evitar darle la espalda. Si a la camisa se añadía, además, que tenía las mejillas acaloradas por la cercanía de Robert al confesarme que no podía dejarme marchar, cualquier duda de cómo Ethan debió de interpretar la escena que encontró en el despacho quedó clara. Además, era poco probable que Robert pudiera volver a emplear con él la excusa de que no le gustaban los hombres. —Ethan, por favor, llévate esa bolsa de ropa sucia a la tintorería y acércate a la boutique de Ford para conseguirle a Jasha una camisa nueva que sea de su talla. Tiene más o menos la misma que tú, pero si tienes duda, compra varios modelos, y punto. No sé quién se encogió más ante las instrucciones de Robert, si Ethan o yo. ¿Es que ese hombre de verdad era tan cegato que no veía lo que tenía delante de las narices? Me costaba trabajo creer que Robert fuera tan cruel como para hacerlo a propósito. —¿No es esa una de las funciones de Jasha como tu nuevo asistente personal? —espetó Ethan sin ocultar su acidez en la palabra asistente. ¡Mierda! Robert se congeló y alzó despacio la cabeza de su escritorio. A juzgar por sus ojos entrecerrados, nada bueno estaba a punto de salir de su boca. Creo que incluso Ethan se dio cuenta de que se había pasado, porque reculó automáticamente un paso hacia atrás. —¡Claro! Puedo ir yo —intervine con más ánimos de los que sentía, dispuesto a cualquier cosa por relajar un poco el ambiente antes de que Robert acabara en la cárcel y Ethan a tres metros bajo tierra—. Me vendrá bien tomar un poco de aire fresco. Por poco yo también di un paso atrás cuando la mirada de Robert cayó sobre mí. —Tú te quedas —gruñó con una expresión adusta que dejó claro que ni se me ocurriera protestar al respecto. «Sip, bien, lo siento, Ethan, te quedas solo ante el peligro»—. Y en cuanto a las funciones de Jasha —Fue casi un alivio que la dura mirada de Robert ahora estuviese puesta sobre Ethan—, quien decide las que son y las que no soy yo. ¿Queda alguna duda al respecto? —Por supuesto que no, Robert —farfulló el chico, sobre cuya repentina palidez destacaban llamativas manchas rosadas. No me pasó desapercibido que le temblaban las manos cuando cogió la bolsa de basura con nuestra ropa manchada. Aunque no por ello los labios de Ethan estaban menos apretados. —Y otra cosa, Ethan —añadió Robert con una peligrosa tranquilidad, esperando a que este se detuviera antes de marcharse—. Creo que es mejor que de aquí en adelante te dirijas a mí como señor Steele. —¡Boom! —gesticulé con mis labios. El repentino silencio fue casi explosivo. Observar el semblante de Ethan ante aquella observación fue igual que presenciar cómo su corazón se resquebrajaba en diminutas lascas de cristal. Robert ni siquiera se dio cuenta, mientras mantuvo la mirada centrada en su trabajo, pero yo sí lo hice y me fijé en cómo la estrecha mandíbula de Ethan temblaba y sus córneas adquirieron un brillante tinte rosado. —Por supuesto, señor Steele —musitó con una voz inestable, lanzándome una mirada llena de acusación, que me hizo sentir culpable a pesar de que yo no había hecho nada. En cuanto cerró la puerta tras él, me giré hacia Robert, quien se encontraba echado atrás en su asiento observándome. ¡Sí que sabía lo que se estaba haciendo el muy cabrón! —Podrías haber sido un poco más suave con él —lo acusé —. No sé cuánto tiempo lleva trabajando contigo, pero está claro que el suficiente como para que existieran algunas confianzas. —Después de su actitud de hoy, es mejor que tenga los límites y las distancias claras entre nosotros. —Está colado por ti —solté lo evidente. —Con motivo de más. —Robert no se inmutó—. No estoy interesado en él. —No me habría importado acercarme a la tintorería — añadí—. Igual ni siquiera hace falta que me compres más ropa. A lo mejor podría haber convencido al de la tintorería para que me hiciera un servicio exprés y ponerme de nuevo la camisa. Preferí callarme que mi madre lo habría hecho gratis y en un santiamén si me dejara contactar con ella y acercarme a mi casa. La verdad es que la echaba de menos, también a las hienas de mis hermanas. —No me gusta la idea de que salgas solo a la calle y que puedas toparte con alguno de los Víboras. Se supone que está todo arreglado, pero prefiero estar cerca cuando tengas tu primer encontronazo con ellos. Rodé los ojos. —Dudo mucho que unos pandilleros de tres al cuarto frecuenten el distrito económico. Además, ¿qué quieres que haga durante el resto de la mañana mientras tú estás ocupado? ¿Sentarme a admirarte el perfil? La comisura de sus labios tembló. —Creo que eso ayudaría a mi autoestima, aunque no a mi capacidad de concentración —bromeó con una ligera sonrisa antes de que esta volviera a desaparecer—. Pero te equivocas. Tengo que pedirte un favor y es uno para el que no tengo a nadie más. Solté un bufido. —Los dos sabemos que Ethan está más que dispuesto a arrodillarse bajo tu escritorio para demostrarte cuánto siente su exabrupto —me mofé. Su sonrisa se esfumó y se incorporó en su asiento. —Ya he dejado claro más que de sobra que no me interesa Ethan. ¿Te importaría terminar de escucharme de una puta vez y comportarte como el adulto que sé que eres? ¡Mierda! Cuando se ponía así… —De acuerdo, voy a morder el anzuelo. ¿Qué es eso tan importante que nadie más puede hacer? Los hombros de Robert se relajaron lo bastante como para confirmar que no estaba bromeando. —Necesito que me acompañes a una reunión de negocios y que hagas algo por mí. Fue mi turno de ponerme tenso. —Los dos sabemos que no tengo ni idea de negocios y, si lo que me estás proponiendo es que me prostituya por ti… —¡Por el amor de Dios, Jasha! ¡¿Podrías darme un mínimo de confianza? ¡No tengo ni la más remota intención de compartirte con nadie! ¡Eres mío y punto! Vale… Imagino que debería haberme sentido ofendido de que me considerara suyo y haberle aclarado que al único al que le pertenecía era a mí mismo, pero eso no cambió que me recorriera un estremecimiento. —¿Qué quieres que haga? —indagué forzándome a aparentar calma. Robert titubeó. —Puedes negarte a hacerlo si lo prefieres. —Ve al grano. No puedo tomar una decisión si no me das los detalles. Soltando un suspiro, se pasó una mano por el cabello. —Tenemos la sospecha de que uno de los socios nos está vendiendo y que no solo graba las reuniones en secreto, sino que también le está pasando otro tipo de información a nuestra competencia. Ya hemos revisado sus ordenadores, pero el tipo obviamente no es tonto. —Bastaría con que usaras un inhibidor de señal en la sala —dije, confundido porque no hubiera llegado a esa sencilla solución por sí mismo. —Es lo que haremos, pero lo que quiero en realidad es que durante la reunión le birles el móvil, se lo lleves al informático que te estará esperando en el pasillo con una taza de café verde en la mano y luego devuelvas el móvil sin levantar sospechas. Como ya te he dicho, no te voy a obligar a hacerlo, eres libre de ayudarme o no, pero me harías un gran favor —dijo cuando permanecí callado. —¿Qué harán con el móvil? —Descargar sus datos, comprobar si nuestras sospechas son ciertas o no, y de serlas, hacernos con el control del móvil para manipular a nuestra conveniencia la discusión entre las partes implicadas. —¿Solo eso? Obviamente no era algo legal y a una persona normal le podría haber parecido algo reprensible, pero cuando uno se cría en el seno de la Bratva se aprende no solo que las acciones tienen consecuencias, sino que uno tiene más probabilidades de sobrevivir siendo el depredador que el borrego. Dudaba mucho que Robert hubiera sido nunca un borrego. —Posiblemente colocarle un chip de seguimiento para poder localizarlo a él y a cualquier persona con la que se reúna para vender la información. En mi fuero interno di las gracias de haber sido sincero con respecto a lo que me pidieron George y Richard. Dudaba mucho que hubiera podido engañarlo. —¿Nada de colocarle algún tipo de explosivo? —me aseguré. —Nada que te implique, y no, nada que lo mate directamente a través del móvil. Te lo garantizo. El único motivo por el que no lo hago yo mismo es porque no quiero que sospeche nada de lo que está ocurriendo y la mejor manera es manteniendo las distancias con él. Era evidente que el socio no escaparía impune por lo que había hecho, aunque tampoco podía negar que se lo había ganado a pulso. —¿Cómo sabes que soy capaz de ayudarte sin meterte en un lío? —Te he visto en acción y eres bueno. Muy bueno, de hecho —se corrigió—. Incluso en vídeo tuve que poner la grabación a cámara lenta y repetirlo varias veces para conseguir detectar lo que estabas haciendo cuando birlaste aquel pañuelo en Quincy Hall. ¡¿Qué?! —¡¿Me has estado vigilando?! Robert me echó una larga mirada recriminatoria. —Mi trabajo consiste en saber todo lo que pueda de la gente. La información es oro. Ni siquiera tú, eres tan inocente como para pensar que podrías entrar en mi vida sin que te investigara primero. Además, quise tener una visión más clara de lo que ocurrió aquel día entre tú y los Víboras. Fue fácil entrar en el sistema de seguridad del lugar. Se me escapó el aire de golpe. De acuerdo, tenía razón. Sería tonto esperar que me llevara a vivir con él sin asegurarse primero de quién era, y no era como si yo mismo nunca hubiera espiado a alguien para mi pakhan cuando había hecho falta. —Un momento, Anthony dijo… —El tipo de comprobaciones que suele hacer él difiere ligeramente del informe que encargué sobre ti —explicó Robert—. De todos modos, Anthony es muy exhaustivo y dudo mucho que no haya hecho ya su propia comprobación en lo que a ti concierne. Cerré los ojos y tomé una profunda inspiración. —De acuerdo. Muéstrame de quién estamos hablando. —¿Piensas hacerlo? —preguntó sorprendido como si esperara una negativa rotunda o una negociación o algo por mi parte. Resoplé. —Me salvaste el culo pagando cien mil pavos por mí cuando apenas me conocías. Es justo que te devuelva el favor. —Tú ya estás… —Robert… —Coloqué los brazos en jarras y le mantuve la mirada—. ¿Quieres ponerme nervioso antes de un trabajo tan delicado? —¡Mierda! ¡Tienes razón! Estoy actuando como un estúpido. Es solo que… —Sacudió la cabeza como si acabara de cambiar de opinión—. Gracias.
Si alguien me hubiera avisado de que la reunión iba a
prolongarse casi tres horas, me habría negado. Birlar el móvil y devolverlo a su sitio fue pan comido. Aguantar a una docena de hombres discutiendo sobre un tedioso informe de ventas del que yo no me enteraba de nada y tratar de no quedarme dormido resultó casi imposible. Las dos veces que me disculpé para abandonar la sala y entregar y recoger el móvil, tuve que aprovechar para acercarme a los aseos para mojarme la cara y la nuca a ver si así me espabilaba, sin embargo, mi renovada energía se desvaneció en el instante en que regresé al asiento y descubrí que seguían discutiendo el mismo tema que habían abordado veinte minutos atrás. Eran los mismos individuos obstinados que daban vueltas y vueltas al asunto, y hasta yo me percaté de que se trataba más de buscar protagonismo y ser inútiles que de debatir con fundamentos o aportar información relevante. Por el semblante impasible de Robert, intuía que el único motivo por el que los estaba aguantando era porque necesitaba hacer tiempo. Para cuando la reunión al fin terminó y pude levantarme, básicamente estaba tambaleándome del cansancio. Esperé junto a la puerta a que Robert nos siguiera, pero en cuanto el último de los socios se marchó, él cerró con llave y sin darme tiempo a reaccionar me atrapó contra la pared y me besó con fiereza. Parpadeé atontado cuando alzó la cabeza permitiéndome coger aire. —Gracias, gorrioncillo —murmuró, repasándome los labios hinchados con una pequeña sonrisa. —Si sabes que lo he conseguido, significa que tengo que ser más sutil en el futuro —mascullé tratando de recordarme que estaba enfadado con él. Robert soltó una suave carcajada. —Saliste dos veces de la habitación y estabas tan relajado que creo que te escuché al menos un par de veces roncando sobre la mesa. Te conozco lo suficiente como para saber que jamás te habrías quedado dormido con un trabajo pendiente. Iba a responder, pero cuando cayó de rodillas ante mí, las palabras se quedaron atragantadas en mi tráquea. —¿Qué estás haciendo? —raspé ante el electrificante cosquilleo que me provocaron sus nudillos al abrirme la cremallera del pantalón. Incluso mirándome desde abajo, el maldito hombre era magnífico y mantenía su aura de poder, en especial, cuando le bastó arquear una ceja para hacerme tragar saliva. —¿Tú qué crees, gorrioncillo? Supongo que debería haberle dicho que no era necesario y que seguía enfadado con él, pero en el instante en que su húmeda y cálida boca se adueñó de mi insubordinada erección, cualquier traza de orgullo o cordura se fue al traste. Alguien llamó con suavidad al otro lado de la puerta en la que yo me encontraba apoyado, pero Robert ni siquiera hizo el intento de parar. Me miró y, con una sonrisa pícara, posó un dedo sobre sus labios advirtiéndome que fuera silencioso antes de bajar la cabeza hasta que sentí su garganta cerrándose alrededor de mí. Mis dedos se enredaron en su cabello. Volvieron a llamar a la puerta. La mano de Robert englobó mis pelotas. Y yo… estallé. Estallé en luces y colores, mi pelvis apretándose frenética contra sus hinchados labios mientras mis piernas temblequearon tanto que apenas me mantuvieron en pie y, cuando traté de apartarme, Robert me apretó las nalgas y siguió chupando y succionando hasta que recolectó la última gota de mi esencia y me desplomé sobre él tan desinflado como un globo. Cuando además de llamar a la puerta sonó el timbre de su móvil, Robert maldijo en voz baja. Me llevó a una silla y, mojando varias servilletas con agua de una de las jarras sobre la mesa, me limpió antes de volver a colocarme bien el pantalón. Al terminar me dio un beso en la frente. El móvil volvió a sonar. —¿Todo bien, gorrioncillo? Fruncí el ceño. —Tú no te has corrido. Sonrió y me alisó la camisa. —Lo haré. —¿Cuándo? El golpeteo sobre la puerta se tornó más furioso. Con una maldición, se levantó. —Cuando ya no estés enfadado conmigo —dijo, dirigiéndose a la puerta para abrirla de golpe—. ¡¿Qué haces tú aquí?! —¡¿Que qué hago yo aquí? Soy accionista y socia de esta empresa. ¿Por qué no he sido convocada a esta reunión y por qué no me has abierto cuando he llamado? Me encogí por dentro ante la visión de una morena con ojos azul hielo irrumpiendo en la sala de reuniones como un tornado, robando el aire con su presencia—. ¿Y quién demonios eres tú? —Sus ojos se clavaron en mí y se entrecerraron mientras esperaba una respuesta con los brazos en jarras. Si la otra noche, a través de las cámaras del Inferno, Esther me había resultado imponente por su belleza, en aquel instante, en directo y con la atención puesta sobre mí, lo que realmente me impuso fue la frialdad glaciar en sus ojos, cuyo azul era tan claro que rozaba lo irreal y me ponía la piel de gallina. No sé si fueron sus ojos o su aura, pero algo me advirtió que no me convenía que ella se enterara de que yo era el otro. —Yo… —Jasha es mi asistente personal —me cortó Robert con firmeza. Los ojos femeninos no se despegaron de mí cuando replicó despacio con un tono de sospecha nada disimulado: —Sí, he oído de tu asistente personal, lo que no sé aún es por qué de repente tienes uno. Ni siquiera me atreví a pensar por temor a que ella pudiera leer mis pensamientos con aquella mirada tan penetrante. Con el aire de bruja que tenía, no me habría extrañado lo más mínimo. —Desde que mi vida no me da para más y pierdo más tiempo en repartir tareas de lo que me llevaría hacerlas yo mismo —replicó Robert, metiéndose las manos en los bolsillos —. Además, no sé de qué te extrañas. ¿No has sido tú la que durante años has tratado de convencerme para que contrate a alguien que me despeje de trabajo? ¿Y la que me ha exigido que pase más tiempo con ella? —Nunca me has hecho caso. —Bueno, pues lo he hecho ahora. Cuando Esther volvió la cabeza hacia Robert, me recordó a una serpiente venenosa a punto de atacar. —¿Por qué? Él le mantuvo la mirada. —Sabes que mi vida, tanto profesional como personal, es especial, y no cualquiera se adapta a las características de lo que necesito o es alguien a quien pueda permitirme tener a mi lado. Jasha viene de un entorno en el que lo han criado para aceptar ciertas perspectivas y acciones sin cuestionarlas. Esther ladeó la cabeza como si considerase su respuesta y le viese lógica. —¿De qué entorno? —Eso es confidencial. Esa respuesta la hizo ponerse erguida de inmediato. —Soy tu futura esposa —siseó. —Eso no me exime de la responsabilidad de mantener el contrato de confidencialidad que he firmado con él. Si lo rompo, él queda eximido de su parte del compromiso —la respuesta de Robert pareció calmarla. —¿Y por qué alguien tan joven? No tiene pinta de tener demasiada experiencia. Si no hubiera estado tan ansioso y acojonado, probablemente me habría sentido insultado por su manera de hablar de mí como si no estuviera presente. Como estaban las cosas, me sentía aliviado de que me ignorase por completo. —La experiencia se adquiere, el trabajo se aprende, pero la capacidad de mantener el silencio incluso cuando no existe la oportunidad de mirar hacia otro lado, no. Dirigiéndose despacio hacia el sillón principal en el cabecero de la mesa, Esther tomó asiento como habría hecho una reina en su trono. —¿Y por qué no me has abierto la puerta cuando llamé? Robert arqueó una ceja. —Estaba reunido con Jasha, era un tema confidencial y no tenía ni idea de que fueras tú la que estaba llamando. —Lo habrías sabido si hubieras comprobado tu móvil —lo acusó algo más sosegada. —Pero no lo hice —replicó él sin más. Cómo era capaz de mantener tanta calma bajo el suspicaz escrutinio de ella era un misterio, porque yo tuve que esconder las manos debajo de la mesa para que no se diera cuenta de cómo me sudaban. De repente, sus ojos reptilianos regresaron a mí. —Ya que eres su asistente, ponte en contacto con la mía para ayudarla con los preparativos de nuestra fiesta de compromiso y boda. Puedes llamar a mi despacho y preguntar por Clara. Su orden fue como un jarro de agua fría. Su boda. ¿Quería que la ayudara a preparar su boda con Robert? Me apreté el estómago en un intento de frenar la repentina acidez que se estaba extendiendo. —No me parece una buena idea —intervino Robert—. El mes de prueba de Jasha termina antes del compromiso y aún no he decidido si lo renovaré o no. Prefiero comprobar cómo se desenvuelve en otros aspectos más rutinarios de mi vida y estoy seguro de que, entre Clara y la organizadora de bodas, ya lo tienen todo controlado. —¿Qué aspectos rutinarios? —exigió ella con altivez—. Por lo que me ha comentado Ethan, él no parece muy contento con la nueva contratación, en especial, porque los trabajos de tu asistente parece que siguen recayendo en él. Robert soltó un resoplido despectivo. —He contratado a Jasha para que me quite trabajo a mí, no a él. Y el que te haya hablado con tanta libertad sobre lo que ha ocurrido en la oficina significa que voy a tener que replantearme su posición. —Me lo ha contado a mí. Voy a ser tu mujer. ¿Piensas tener secretos conmigo? —Eso no me da garantías de que no vaya contándole lo que ocurre en mi despacho a otra gente y, además, aún no estamos casados. Si Clara me diera toda la información que le pidiera sobre tus negocios, incluidos aquellos que no tienen nada que ver conmigo, ¿lo aceptarías sin más? —Tienes razón. Despídelo. —La indiferencia de Esther ante el despido de un empleado fue la misma que si estuviera hablando del tiempo. De repente, al levantarse, ella entera cambió, desde su expresión a sus movimientos e incluso su tono de voz se tornaron seductivos—. Entonces, ya que ahora dispones de más tiempo libre, mándale a tu asistente lo que sea que tenías planificado para hoy y acompáñame a la reunión con la organizadora de eventos para elegir las tarjetas de las invitaciones y el menú para la fiesta de compromiso. —Hoy no es un buen día para perder el tiempo, tengo que… —¿Me estás tratando de decir que yo y los preparativos de la boda somos una pérdida de tiempo? —El tono femenino se volvió tan helado que la temperatura en la sala pareció caer varios grados—. Llegamos a un trato. Acordamos que me dedicarías más tiempo y que participarías en mi vida cotidiana. El nudo en mi estómago creció. Debería haberme disculpado y haberme largado en el instante en que ella comenzó a restregar sus malditas tetas por su bíceps y acariciarle el pecho, pero temía que, cuando tratara de levantarme, mis piernas me fallaran. Con una breve ojeada en mi dirección y un tic en su mandíbula, Robert asintió. —Jasha, ve a llevar los documentos a mi despacho. Te espero con el coche en la entrada del edificio. Esther alzó la cabeza con una mueca de disgusto. —Tu asistente no necesita acompañarnos si no va a participar en los preparativos de la boda. —Sabes que no puedo apagar el móvil. Jasha podrá filtrarme las llamadas para que no nos interrumpan cada dos por tres. Además, puede darnos una perspectiva diferente y, si sigue trabajando conmigo, estará informado con respecto a esos eventos. Esther apretó los labios en una fina línea. —Está bien. Tráetelo si hace falta —siseó en dirección a la puerta—. No veo que vaya a hacer otra cosa que estorbar, pero si crees que eso te ayudará en algo, que así sea. Aligérate, te espero en el ascensor. Sin aguardar una respuesta, salió y nos dejó a solas. —No puedes pedirme que vaya contigo y tu novia — musité con debilidad—. Yo… yo no puedo… Robert se acercó en dos zancadas y se arrodilló frente a mí, posando sus manos sobre mis rodillas. —Necesito que vengas, gorrioncillo. —No puedo. —¿Prefieres pasarte la tarde imaginando lo que puedo estar haciendo con ella o darle el pretexto perfecto para que trate de llevarme a la cama? —sus palabras me hicieron titubear. Tenía razón en que sería una agonía contar los minutos del reloj mientras ellos compartían su tiempo, pero ¿iba a ser eso peor que verlos juntos? —. Ven, no te fijes en lo que hace ella, sino en lo que hago yo. Y si no lo soportas, siempre puedes esperarnos en el coche, pero al menos sabrás que estoy en un sitio público con ella y que no ha pasado nada entre nosotros —insistió Robert, cogiéndome ambas manos. —¿Y no tienes miedo de que se me pueda escapar algo o que note algo de lo que hay entre nosotros? Robert soltó despacio el aire. —Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir. Nos quedan menos de dos semanas juntos. Ya has visto el tipo de vida que me espera con ella. —No se me escapó la resignación en sus ojos, pero lo que de verdad me atrapó fue el ruego en su voz cuando siguió hablando—: Deja que forme mis recuerdos contigo para agarrarme a ellos cuando ya no me quede nada más. 33
Salir de compras nunca fue una de mis actividades favoritas.
La experiencia pierde toda la diversión cuando no dispones de dinero para hacerlo. Si además de acompañar a tu madre y a tus tres hermanas, terminas siendo su mula de carga y tienes que quedarte esperándolas mientras se prueban tropecientas prendas que no se pueden permitir, y todos acabamos deprimidos, uno termina con ganas de no regresar nunca más a un centro comercial. Si ir de compras con mis hermanas me había parecido una pesadilla, hacerlo con Robert y Esther era el colmo de las torturas. Entre Robert ignorándome a favor de esa bicha, la bicha tratándome como su siervo personal y obligándonos a seguirla tienda tras tienda para salir cargados de bolsas de prendas que probablemente no tendría ocasión de ponerse en los próximos seis meses, a juzgar con la libertad con la que pasaba la tarjetita negra por la caja, yo ya había llegado a un punto en el que comenzaba a plantearme si no me convendría tirarme bajo un coche y rezar para que mi próximo despertar fuese en un hospital, con los pies en alto y un agradable enfermero trayéndome una piña colada con una cañita. Ni siquiera entendía aún cómo había acabado recorriendo Newbury Street con sus tiendas y servicios de lujo, cuando la intención de Robert después de la reunión había sido la de acompañar a Esther a su casa y deshacerse allí de ella (en sentido figurativo, no literal, por desgracia). —Vamos, Jasha, deja de gimotear. —Esther se detuvo tan de repente que casi me tropecé con ella—. Te estás comportando como un crío consentido —espetó con una dulzura empalagosa a pesar del desdén en su mirada—. Se supone que eres el asistente personal de Robert, ¿no deberías preocuparte por ser tú quien le encuentre el traje y los zapatos para mi próxima fiesta de cumpleaños? Y ahí estaba otra vez con una de sus puyas. Si de verdad hubiese sido el asistente de Robert, a aquellas alturas ya me habría tenido que despedir por mi supuesta incompetencia, algo que ella se esmeraba en señalar con sus no tan inocentes comentarios. —Robert ya me ha dejado claro que tiene el vestidor lleno de trajes y que no quiere ninguno más —repliqué con una sonrisa tan falsa como la de ella, aunque esperaba que al menos a mí no se me notase tanto. Robert arqueó levemente una ceja, pero no lo desmintió. ¡Ja! —La función de un asistente personal es la de saber mejor que su empleador lo que necesita y ocuparse de ello —me recriminó Esther, antes de engancharse de nuevo del brazo de Robert y arrastrarlo tras ella. En serio, ¿cómo podía tener Robert la intención de casarse con esa mujer? Vale que fuera una morena despampanante, pero bastaba verle los ojos azul hielo para adivinar que era una serpiente dispuesta a abalanzarse sobre ti al menor descuido. Prácticamente gemí (de nuevo) cuando se detuvo ante el escaparate de una boutique de lencería y tocó las palmas con entusiasmo. —Mmm… Definitivamente, tenemos que entrar aquí. Me encanta esta tienda. Y sé que a ti también —ronroneó, restregándose contra el brazo de Robert que, de repente, se había quedado rígido y me lanzó una mirada velada—. Ven, ayúdame a elegir lo que me pondré para la fiesta de cumpleaños, me encanta la idea de hacerte sufrir la noche entera sabiendo lo que llevo debajo del vestido. Como si su primera insinuación de que Robert ya había estado con ella en esa tienda no hubiera bastado, su último comentario acabó de rematarme y me tomó las últimas trazas de mi fuerza de voluntad para mantener la expresión de mi semblante bajo control. —Claro —Robert le ofreció una débil sonrisa y me entraron ganas de estrangularla—, vamos. Estuve a punto de excusarme para ir en busca de un baño público, pero la idea de que él y Esther entraran a solas a un probador donde ella le mostrase la ropa interior que iba a comprarse para él era incluso más insoportable que la idea de él eligiendo con ella la ropa interior con la que pensaba seducirlo. Si al entrar había pensado encontrar algo parecido a las secciones de los grandes almacenes donde mis hermanas se consentían algún capricho ocasional, me había equivocado de punta a cabo. Estaba visto que la gente adinerada no podía conformarse con algo normal. Aquella boutique era tan extravagante que resultaba hasta abrumadora, con sus paredes cubiertas de espejos y terciopelo, los muebles vintage y las luces tenues que creaban un ambiente sensual y sofisticado que me recordaba a las fotografías de boudoir de los años cuarenta. Los detalles estaban tan cuidados que incluso el aire estaba impregnado de un aroma dulce y embriagador que recordaba a sábanas de seda y frutos rojos. —Esta tienda es simplemente maravillosa. —Esther repasó el delicado bordado de un corsé de terciopelo—. ¿No te parece, Jasha? —Me lanzó una mirada maliciosa de reojo. Asentí en silencio, intentando enfocarme en cualquier cosa que no fuera la imagen de ella luciendo aquel provocativo atuendo para Robert. —¿Qué opinas, Robert? Había perdido la cuenta de las veces que había hecho esa misma pregunta en los últimos cuarenta minutos mientras los conjuntos y prendas se iban acumulando sobre el mostrador y dos dependientas revoloteaban alrededor de ella con signos de dólar en sus pupilas. Si Robert notó mi mirada sobre él, no dio muestras de hacerlo. —Es imposible que a una mujer como tú no le quede bien —respondió con las manos metidas en los bolsillos y evitando mirar directamente el conjunto. —Mmm… Si no vas a ayudarme, tal vez deba echar mano de la ayuda de tu asistente. ¿Tú qué piensas, Jasha? Se supone que conoces a Robert mejor que nadie después de la cantidad de tiempo que pasáis juntos. —Esther me mostró dos corsés con braguitas a juego—. ¿Cuál crees que hará que pierda antes el control cuando me vea con él puesto? ¿El rojo o el negro? Se colocó primero uno delante del cuerpo y luego el otro retándome con la mirada, como si supiera a la perfección que lo único que quería era arrancárselos de las manos para tirárselos a la cara. —La verdad es que no creo que eso sea asunto mío — contesté con las mejillas ardiendo, esforzándome por mantener la mirada en su rostro y no en la lencería que sostenía—. Mis funciones no llegan a niveles tan personales e íntimos. —¡Uuuf! Eres un mojigato, lo sabes, ¿no? —se quejó, rodando los ojos antes de dirigirse a otro rincón de la tienda. Escogió un babydoll de seda color marfil para sostenerlo contra su cuerpo y admirarse en uno de los espejos—. ¿Y este, Robert? ¿No crees que sería perfecto para una noche romántica? —Supongo que sí —admitió Robert, aunque su voz sonaba tensa y su mirada se desvió hacia mí por un instante. —Venga, Jasha —insistió ella una vez más, buscando mi reacción—. Debes de tener alguna opinión sobre esto. No puedes ser tan indiferente ante algo tan tentador, a menos que seas gay, claro está. —Por si su risita no hubiera sido lo bastante aclaratoria, el brillo malintencionado en sus pupilas revelaba que sabía a la perfección lo que estaba haciendo. Por una vez en mi vida agradecí las batallas verbales a las que me habían sometido mis hermanas desde que tenía uso de razón y le sonreí de regreso con indiferencia. —Supongo que en una chica de mi edad lo consideraría de lo más sexi, sí. Hubo una cierta satisfacción tóxica en presenciar cómo se le congelaba la sonrisa en los labios y sus glaciares ojos se tornaron más fríos aún. —¿Robert? —exigió con un tono repentinamente agudo. Robert carraspeó. —Tal vez Jasha tenga razón y deberías elegir un color un poco más… ¿oscuro? —Por supuesto. —Soltando la prenda en el perchero con más énfasis del necesario, se dirigió a otra sección. Antes de que pudiera seguir torturándome usando a Robert para hacerme daño o tratar de ridiculizarme ante él, me aparté para explorar la tienda por mi cuenta. No me quedaba más remedio que admitir que algunas de las prendas colgadas en los maniquíes eran verdaderas obras de arte con bordados artesanales, delicados encajes y diseños tan elegantes como atrevidos, que hacían pensar en noches de pasión y promesas susurradas. Claro que, cuando uno les echaba un vistazo a los precios, cualquier atisbo de excitación caía en picado. ¿En serio había alguien que podía permitirse el lujo de gastarse cinco mil pavos en un simple camisón que ni siquiera poseía tela suficiente como para cubrir los muslos? Le eché un vistazo a la montaña de ropa que llevaba acumulada Esther sobre el mostrador y me estremecí. ¿Cuánto dinero debía de tener una mujer como ella para poder gastarse aquella fortuna solo en ropa para dormir y andar por casa? No quería ni conocer la respuesta a esa pregunta, porque sospechaba que me iba a ser tan imposible de asimilar como lo era el concepto infinito del universo. Comprobé que nadie me prestaba atención antes de acariciar una de las prendas de seda y gemí ante la suavidad y la forma en la que fluía entre mis dedos. Casi podía sentir aquella tela cayendo sobre mi piel desnuda, acariciándome al andar… ¡Jesús! ¿En qué demonios estaba pensando? Me aparté con rapidez de la tentación, solo para encontrarme rodeado de más. Terciopelos, sedas salvajes, satén, algodón y encajes fueron llamando mi atención, tentándome a tocarlos y repasar sus detalles con la punta de mis dedos o dejar que se deslizasen a través de mis dedos. —¿Qué opina de este? —me sobresaltó una voz femenina a mi lado. Me giré para descubrir a una empleada de la tienda, sosteniendo un conjunto de lencería de seda verde con detalles dorados. Tragué saliva mientras trataba de encontrar una respuesta adecuada. —Uh, es… bonito —balbuceé, maldiciéndome en silencio por sonar tan nervioso. —Los tenemos en varios modelos y colores si está pensando en alguien en especial. —Me sonrió con amabilidad —. Si necesita ayuda con las tallas, no dude en consultarme. Intenté devolverle la sonrisa. ¿Cómo de amable seguiría siendo si le confesaba que era a mí mismo a quien me imaginaba envuelto por aquellas prendas y la caricia de las telas sobre mi piel? —Eh… Gracias. Robert apareció a mi lado y sus ojos pasaron de la mano con la que seguía tocando la sedosa camisola a la dependienta. —¿Ocurre algo? —No, por supuesto que no —balbuceé, soltando precipitado la tela y metiéndome las manos sudorosas en los bolsillos—. Solo estaba tratando de distraerme. Una sombra de culpabilidad cruzó sus ojos. —Estaba diciéndole que, si necesita consejo para elegir alguna prenda o determinar la talla para hacer algún regalo, puede llamarme —se ofreció la dependienta, aunque su sonrisa de amabilidad había dado paso a una de pura promesa y sus ojos se habían llenado de un interés que no había estado allí cuando intentó atenderme a mí—. Estoy más que dispuesta a ayudar en lo que pueda. Por mi mente pasaron una serie de adjetivos para ella por los que mi madre me habría soltado un escandalizado coscorrón. Robert la ignoró y mantuvo su mirada sobre mí. —Ya veo —replicó, estudiándome con una mezcla de curiosidad y diversión en sus ojos. Avergonzado, bajé los míos —. ¿Estabas mirando algo que pudiera gustarle a… Linda? —Claro —respondí, agradecido por la salida que me ofreció, tratando de mantener la calma mientras buscaba un sitio en el que anclar mi atención—. A Linda le encantarían estos camisones para sus espectáculos. —¿Y qué opinas de esto? —preguntó Robert, sacando una combinación de seda azul con remates en encajes y bordados plateados. Lo sostuvo frente a mí, observando mi reacción con una intensidad inusual. Mis mejillas se llenaron de un bochornoso calor. ¿Se había percatado de que el simple hecho de tocar aquellas prendas me había puesto duro? —Es… bonito. Creo que a cualquier chica le gustaría —mi voz me traicionó con un leve temblor. No quería que Robert supiera cuán atraído me sentía hacia la lencería y, mucho menos, que sospechara lo que había estado pensando al tocarlos. —Entonces, llévatelo —sugirió Robert. —Uh, sí… Tal vez otro día —murmuré, sintiendo cómo el calor de mis mejillas se iba extendiendo a mis orejas. ¿Lo había hecho a propósito para humillarme delante de la dependienta? Robert sabía de sobra que yo no tenía dinero para comprar ni un botón en aquella tienda. ¿A qué venía aquella provocación? Apretando los labios, le di la espalda para marcharme. —Espera. —Robert me detuvo con una mano en el brazo —. ¿Qué ocurre? —Nada, ¿qué debería ocurrir? —Jasha… —¿Dónde está Esther? —cambié de tema. —En los probadores, quería comprobar cómo le quedaban algunas de las cosas que ha escogido. —¿Y no te ha pedido que entres con ella? —pregunté con más acidez de la que pretendía dejarle percibir. Un par de manchas rosadas cubrieron sus mejillas. —Estoy aquí contigo, ¿no? —Sí —admití con sorna—. Estás aquí conmigo, en una tienda de lujo, comprándole lencería a tu novia. —Jasha, escucha, yo… —Estoy cansado. ¿Te importa si os espero en la cafetería de la esquina? Creo que allí habrá algo que me pueda permitir. Me dedicó una larga mirada antes de soltarme el brazo con un suspiro y asentir. —De acuerdo, te avisaré cuando Esther haya terminado. —Gracias —susurré, largándome de allí antes de que él se diera cuenta de cómo me sentía en realidad y que su permiso para irme me dolía más que si hubiese insistido en que me quedara con él. 34
En cuanto llegamos a la mansión de Robert, salté fuera del
coche y me largué a mi habitación sin esperarlo. Puede que estuviera comportándome como un crío, pero en ningún momento de nuestro contrato habíamos establecido que tuviera que llevarme como un perrito faldero de compras con su novia. Es más, ni siquiera había mencionado que tuviera una novia. Cerré la puerta de golpe y me dejé deslizar al suelo tapándome la cara y tratando de llevar ruidosamente aire a mis pulmones, mientras mis lagrimales decidían si iban a abrir el grifo o si tendría que sollozar sin lágrimas. Odiaba aquello, odiaba la situación en la que me había metido por mi propia torpeza y falta de previsión, y odiaba el dolor que sentía cuando Robert le prestaba atención a Esther y me ignoraba a favor de ella. Lo odiaba, porque jamás había amado tanto a un hombre y sabía que, a pesar de sus palabras bonitas, nuestros días estaban contados y que jamás existiría un futuro para nosotros porque ya le pertenecía a otra. Le pertenecía a Esther. La simple idea me hizo apretar los ojos y, por fin, la primera lágrima saltó junto al siguiente sollozo. Debería haberme largado de allí en ese mismo instante, antes de que la degradación aumentara y antes de que mi estúpido yo acabara aún más enamorado de él, pero la simple idea de irme y de perderme la forma en la que Robert me hacía sentir cuando nos encontrábamos a solas entre aquellas cuatro paredes parecía el equivalente a rodearme el cuello con una soga y saltar por un precipicio sin fondo. —¿Jasha? —El suave raspado de nudillos en la puerta anexa me hizo secarme apresuradamente las lágrimas. No contesté y, tras un momento de silencio en el que él insistió con un golpeteo un poco más fuerte, se escuchó un pesado suspiro antes de que sus pasos se alejasen. Escuché un rato más el ruido de los cajones y lo que fuera que estuviera haciendo en su dormitorio, distrayéndome y calmándome de alguna manera. Fue entonces cuando mi mirada cayó sobre mi cama y la docena de bolsas sobre ella, la mayoría grabadas con el mismo nombre de la maldita boutique que Esther había usado para torturarme. Con trabajo, me levanté y me acerqué a comprobar qué era lo que contenían. Me pasé segundos, tal vez minutos, congelado ante lo que encontré en ellas. Ligueros, medias, camisolas, combinaciones, batines, babydolls y todo tipo de prendas de lencería imaginables, incluso suspensorios masculinos, se fueron acumulando sobre la cama. Todas eran prendas de extraordinaria calidad, de seda, satén, terciopelo y encaje y, desde la primera a la última, absolutamente exquisitas, pero sobre todo sexis. Incluso los tangas masculinos, que se reconocían porque, en lugar del hilo central que se metía por la raja del culo, tenían varias tiras que rodeaban la parte trasera de los muslos y dejaban el trasero libre, poseían ese aire sensual y prohibido. Tragué saliva. Me sentía tan tentado a desnudarme y tenderme sobre las prendas para restregarme contra las suaves texturas como de ponerme a chillar. ¿Qué había pensado Robert exactamente al hacer aquello? ¿Creía que, porque era gay, iba a dejar que me convirtiera en una especie de muñequita personal con la que jugar y disfrazarla? ¿O era porque lo que le gustaban en realidad eran las mujeres sofisticadas y femeninas como Esther y necesitaba que me disfrazara para él porque era la única forma de desearme de verdad? Mi cuerpo entero se tornó rígido con la humillación que me invadió ante la posibilidad. Tirando varias de las prendas con descuido en un par de bolsas, las cogí para dirigirme a la habitación de Robert. Abrí la puerta sin siquiera hacer el intento de llamar y pedir permiso para entrar. Robert se detuvo en seco ante el portazo con las manos aún en el cinturón. —¿Jasha? —¿Qué carajos significa esto? —exigí, mostrándole alterado las bolsas. Su oscura mirada pasó de las bolsas a mí, estudiándome en silencio. —¿Qué crees que significa? —preguntó con cautela. —Que pretendes convertirme en algún tipo de muñeca personal para humillarme y descubrir otras formas de usarme y satisfacer tus perversiones. ¿O es más bien que no soy suficiente como soy y que pretendes convertirme en tu puta personal, una con la que puedes hacer todas las cosas que no te atreverías a hacer con Esther? Metiéndose las manos en los bolsillos, Robert siguió estudiándome. —¿Es eso lo que crees? —¿Y qué cojones debo creer? ¡Soy gay! Eso no me convierte en un crossdresser o en un transexual. No sé cómo te ves a ti mismo, pero yo me siento hombre, un hombre al que le gustan los hombres. Robert asintió. —Entiendo —dijo despacio—. Y siento mucho que lo hayas interpretado así. No fue mi intención ofenderte y jamás pretendería convertirte en algo que no eres. —Entonces explícame qué cojones se supone que es esto —insistí con más ruego que ira en mi voz. Sentándose en el filo de la cama, apoyó los antebrazos sobre las rodillas y se estudió las manos antes de mirarme. —Sé que lo pasaste mal hoy. Fui consciente cada uno de los segundos en los que estuvimos en esa tienda de ropa interior de cómo te sentías y de cómo ella no paraba de provocarte. —Tragué saliva ante su tono sincero, lleno de remordimiento y culpabilidad—. Créeme, habría dado cualquier cosa por sacarte de allí y largarme contigo, pero Esther y su padre me tienen cogido por algo más que un compromiso matrimonial. —¿Con qué? Robert soltó un profundo suspiro y sacudió la cabeza. —Eso ahora no importa. La cuestión es que te vi admirando esas prendas y pensé que tal vez te atraía probártelas y descubrir cómo te sentías con ellas. También me acusaste de que estaba allí para comprarle ropa interior a Esther y quería demostrarte que la única persona a quien me interesaba comprarle algo tan íntimo era a ti. No elegí entrar en esa tienda por Esther, no me interesaba lo que se comprara y no pagué por ello. —Robert señaló las bolsas que llevaba en la mano—. Eso sí, lo elegí mientras ella estaba en el probador, pensé en ti cuando las compré y les ordené que lo enviaran a casa. Con las piernas demasiado débiles como para sostenerme, me dejé deslizar en el sillón al lado de la puerta. —Lo siento si te ofendí o te di la impresión equivocada, gorrioncillo. Jamás trataría de convertirte en algo que no eres. Podrías vestir harapos y seguiría sintiendo lo mismo por ti. — Robert se pasó ambas manos por la cara—. Escucha… — Negó con la cabeza— He estado con otros hombres antes, he participado en tríos, he tenido relaciones de una sola noche y hasta he tenido a alguien a quien recurrir durante misiones para desahogar el estrés, pero ni una sola vez he tenido o me he planteado tener una relación con esos hombres. Jamás he sentido el más mínimo deseo de llegar a algo más con ellos. Esto —señaló con la mano entre él y yo—, lo que hay entre nosotros, es nuevo para mí y, aunque lo disfruto, me siento totalmente fuera de lugar. Me enseñaron a seducir a una mujer, no a un hombre, pero siento la necesidad de seducirte. Quiero seducirte —se corrigió con firmeza. Asentí, pero, aunque hubiera tenido algo que decir, el enorme nudo que me atenazaba la garganta no me habría dejado hablar. —Me da igual que seas hombre, mujer, algo intermedio o algo absolutamente diferente. Me gustas tú, la persona que llevas dentro de ti, me gusta tu mirada, tu vulnerabilidad cuando te abrazo y la forma en la que encoges la nariz cuando no estás de acuerdo con algo. Me gusta tu forma de responder ante el más mínimo roce de mis dedos y cómo te entregas en cuerpo y alma cuando hacemos el amor. Hasta me gusta cómo roncas y cómo restriegas tus pies helados contra mis piernas cuando tienes frío. —Yo no ronco —protesté en un murmullo. Los labios de Robert se ladearon ligeramente. —Sí lo haces, pero solo unos ronquidos pequeñitos y son de lo más lindos. Gemí, avergonzado. —Eso no es la mejor forma de seducir a un hombre. Su sonrisa desapareció y su mirada se tornó intensa. —Entonces, enséñame. Me tomó un momento reunir el valor de sincerarme del mismo modo en que lo había hecho él. —Nunca me ha seducido nadie —admití—, al menos no más allá del objetivo de llevarme a la cama. Me arrepentí en cuanto lo solté, porque me hacía sentir barato. Robert hizo un breve asentimiento. —En ese caso, ¿qué tal si tratamos de aprender juntos? Me mojé los labios bajo su atenta mirada y deseé tener el valor de acercarme a él para sentarme sobre su regazo y besarlo. —Me gustaría. El silencio que se produjo entre nosotros fue extraño. Ni cómodo ni incómodo, solo raro. Robert se pasó una mano por el cabello mientras yo me mordía los labios. —¿Puedo hacerte una propuesta? —preguntó con cautela, sus ojos verdes buscando los míos en busca de permiso. —Adelante —respondí, sin estar seguro de qué esperar, pero más que dispuesto a cualquier cosa que sugiriera. Señaló las bolsas que seguía teniendo en las manos. —Si no te sientes cómodo con esto, está bien. Puedes devolver las prendas y comprarte otra cosa con el dinero o puedes regalárselas a tus amigas si quieres… —su propuesta hizo que mis dedos se aferraran automáticamente a las asas. Quería a Linda y Nora y a las demás chicas del club, pero no pensaba regalarles ropa interior elegida por Robert—. Pero si en algún momento cambias de opinión y decides probarte esas prendas… me gustaría vértelas puestas. No porque quiera desafiar tu masculinidad o porque pretenda convertirte en algo que no eres, sino porque, si decides hacerlo y sientes placer con ello o descubres una faceta en ti que desconocías, me encantaría compartir ese momento contigo. De hecho, me encantaría explorar cualquier cosa que quieras contigo, sin importar lo que sea. Deseo que aquí conmigo, puedas ser quien quieras ser sin necesidad de esconderte o sentir vergüenza. ¿Crees que podrías hacerlo? ¿Podía hacerlo? ¿Podía descubrir junto a él a un Jasha que ni yo mismo conocía? Cuando vio que no contestaba, Robert se levantó con un suspiro, se acercó y me dio un beso en la frente. —Tengo una reunión online en unos minutos. Estaré en mi despacho si me necesitas. 35
Tal y como colgué la videollamada me hundí en el sillón y
cerré los ojos, permitiéndome un momento para inspirar un par de veces y soltar el aire despacio. Debería haber imaginado que después de un día como aquel, el destino no iba a apiadarse de mí y darme unos minutos de descanso, porque casi de inmediato sonó el móvil que tenía guardado en el cajón, el que reservaba para los trabajos más turbios de la empresa de mercenarios y el resto de mis negocios de dudosa legalidad. —Llevas varios días sin llamarme. ¿Qué hay del chico de la Bratva? —me exigió la fría voz al otro lado de la línea. Mi mano libre se crispó en un puño. —No había nada que informar —repliqué con idéntica frialdad, fingiendo una indiferencia y una seguridad que no sentía—. Está todo controlado. —¿Y la chica? —Lo dejé muy claro al principio. No matamos ni secuestramos a gente inocente. La chica es cosa vuestra. —¿Y quién dice que es inocente? —No me habéis aportado ninguna prueba de que no lo es. —Pero la jodiste la tarde que le impediste a César y sus hombres terminar con ella. —No tengo la culpa de que elijas a amateurs para hacer el trabajo sucio. Necesitaba al chico para sacarle información— mascullé entre dientes. No era del todo mentira. Jasha se había relajado lo suficiente conmigo como para relatarme detalles de la Bratva sin darse cuenta, del mismo modo que lo había hecho sobre su tiempo como guardaespaldas de Liv Hendricks. Aunque si era honesto, ninguna de esa información era relevante o la había usado a beneficio de mi misión. —Sigue siendo una metedura de pata, pero tengo que admitir que el chico es más útil vivo que muerto. Cuando acabes con él, avísame, tengo compradores interesados en él y estoy dispuesto a repartir el dinero a medias. Mi estómago se retorció al pensar lo que eso significaba y el peligro que podía suponerle a Jasha, pero apreté los dientes. —¿Quieres algo más? Llego tarde a una reunión. —No por ahora, pero los detalles se están ultimando. Espero que tengas a tus hombres preparados cuando llegue el momento. —Lo estarán —repliqué, colgando el teléfono con un sabor amargo extendiéndose por mi boca. Me faltó poco para estamparlo con una maldición contra la pared, pero me conformé con tirarlo dentro del cajón y cerrarlo de golpe. ¡Maldita fuera! ¿Desde cuándo se había vuelto mi vida tan complicada? Me masajeé el puente de la nariz. Sabía la hora y el día exacto que ocurrió, porque fue justo la noche en la que caí en las redes de un chico rubio de ojos azules cargados de vulnerabilidad. El dolor de cabeza que empezó en la boutique de lencería, mientras Jasha me miraba con reproche y pesar y Esther no dejaba de hacer comentarios sugerentes sobre la ropa interior que sostenía entre sus manos y cómo la luciría para mí, solo se había intensificado en las últimas horas. Esther no era tonta, nunca lo había sido. De alguna forma se estaba oliendo que entre Jasha y yo existía algo más que una simple relación laboral. Era la única explicación que le encontraba al hecho de que no hubiese cesado de provocarle durante toda la tarde. Me habría bastado confesarle que Jasha formaba parte de un trabajo para que se quedase más tranquila, pero conociéndola se hubiera ofrecido ella misma a hacerlo con tal de manejar la situación, y lo último que necesitaba en ese momento era a Jasha en las manos de la auténtica Esther, de esa que solo unos cuantos conocíamos de verdad. Jasha pensaba que Esther era una víbora disfrazada. El chico no se imaginaba ni de lejos que esa descripción se le quedaba corta. Muy muy corta. Y si Esther descubriera mi verdadera debilidad por él, los comentarios tóxicos o una muerte asegurada eran el menor de sus problemas. Jasha no tenía ni la más mínima posibilidad contra ella. ¿Cuánto más iba a poder protegerlo de esa mujer? ¿Y cuánto más me iba a permitir ella estirar la cuerda antes de recordarme mi compromiso y lo que iba a pasar si lo rompía? La ironía de la situación era que, estando a mi lado, Jasha se encontraba en el lugar más seguro en el que podría encontrarse en ese momento y, también, en el más peligroso. Dejarlo libre se convertiría en su condena, pero existir bajo la sombra de mi protección solo era una solución, mientras Esther me permitiese jugar con las líneas de nuestro acuerdo, y algo me decía que estaba bastante cerca de hartarse. Por unos instantes, fantaseé con lo que pasaría si Esther y su padre no me tuviesen cogidos por las pelotas. ¿Mantendría a Jasha en mi vida? ¿Cedería a las tentaciones que día a día me costaba más trabajo controlar, como demostrarle a Jasha lo que me provocaba en público? A veces me conformaba con poder tener un gesto tierno con él, cogerlo por las manos o abrazarlo porque sí. Nunca me había planteado demostrar sentimientos en público hacia un hombre, no me convenía, y desde luego no podía ser bueno para mi negocio, pero esos no eran los auténticos motivos. Lo cierto era que jamás había conocido a nadie por quien estuviera dispuesto a enfrentarme a la crítica social y la estigmatización que podía llegar a suponer una relación con otro hombre. Con Jasha ni siquiera me planteaba esos inconvenientes. Esther era lo único que me retenía. Esther, su padre y el hombre con el que acababa de hablar por teléfono. Con un suspiro, me eché atrás en el sillón. Lo que yo quería o pudiera querer ya no importaba. En cuanto Jasha descubriera lo que había hecho, cualquier posible relación entre nosotros concluiría, incluso mi compromiso con Esther perdería relevancia en comparación con eso. Como si mi mente acabara de conjurarlo, se oyó un leve golpeteo en la puerta antes de que Jasha metiese la cabeza y recorriese mi despacho con una mirada insegura. —¿Puedo pasar? —Claro. No tienes que preguntar. —Dijiste que tenías una reunión —admitió, indeciso antes de dar un paso a la habitación sin soltar el pomo. Mi respiración se cortó de golpe cuando vi el fino batín de seda azul cobalto con los bordados plateados en las mangas. A pesar de que no lo hacía parecer en absoluto femenino, le otorgaba un cierto aire de delicadeza y vulnerabilidad que me hizo reaccionar de inmediato. No sé si lo que me afectó tanto fue aquella vulnerabilidad o el hecho de que mi subconsciente estuviera programado para relacionar lencería sexi con placer, o tal vez la idea de todo lo que podía hacer con él vestido así. —Al final te la has probado —constaté lo evidente con la boca reseca. Jasha tiró nervioso de los bajos. —¿Estoy ridículo? —preguntó, inseguro. —Por las reacciones de mi cuerpo, diría que eres la cosa más sexi que he visto en mi vida. Sus labios se curvaron en una sonrisa tímida. —Lo crees de verdad o solo lo dices para no hacerme sentir mal. Echando la silla de escritorio atrás, me rodeé la firme erección que quedó evidente a través del fino pantalón de vestir que llevaba. —¿Tú que crees? —Gemí para mis adentros cuando Jasha se mordió los labios—. ¿Y tú? ¿Cómo te sientes tú? —Diferente, avergonzado, pero… —¿Pero…? —Caliente. Es como si llevar algo tan suave y arriesgado me hiciera sentir más libre. No he dejado de estar duro desde que me lo he puesto. Me eché atrás en el sillón, obligándome a tomar una profunda inspiración y a sujetarme al apoyabrazos antes de que se me ocurriera saltar hacia Jasha para ponerlo a cuatro patas. —Enséñame qué es lo que te has puesto debajo —raspé con voz áspera. Jasha titubeó antes de abrirse el cinturón y dejar que la sedosa prenda se deslizara hasta el suelo. A simple vista, se podría pensar que la falta de curvas femeninas restaría erotismo a la camisola que llevaba puesta, pero la realidad era diferente. El profundo tono azul resaltaba la impecable blancura de su piel, mientras que la tela fina delineaba con detalle la silueta de sus pezones erguidos y un sugerente bulto en su entrepierna. Combinado con la inocencia de su expresión, el conjunto resultaba cuanto menos explosivo, y para mí, completamente irresistible. —Acabo de darme cuenta de por qué, de las muchas profesiones que podría haber elegido para justificar tu presencia aquí, la que elegí fue la de asistente personal. Jasha ladeó la cabeza. —¿Por? —Porque acabas de recordarme mi obsesión de cuando era adolescente. Era adicto a las películas porno con secretarias que se metían debajo de las mesas de sus jefes y a las que se follaban sobre el escritorio frente a un ordenador. —En cuanto lo solté, me puse rígido, dándome cuenta de lo que había dicho y de cómo podía llegar a interpretarlo, pero la sonrisa de Jasha solo se tornó más pícara. —¿Eso significa que ahora quieres comprarme una falda de tubo y una blusa blanca? —¿Lo aceptarías? —indagué con cautela. —No lo sé —admitió tras una pausa—. Me gusta el tacto y la sensación que me provocan estas prendas, no el hecho de que sean femeninas o no. Asentí. —¿Y si fuera un vestido corto de tirantes de seda, pero con flores o algún otro estampado? Jasha titubeó. —¿Puede? Sabía que dependiendo de su siguiente respuesta iba a aprovechar ese «puede» y convertirlo en un «sí». En algún momento, después de esa tarde, cuando pudiera volver a reflexionar con claridad, tendría que cuestionarme por qué me atraía la idea de ver a Jasha vistiendo prendas femeninas, algo que nunca me había interesado en una mujer. Sospechaba que mi curiosidad estaba más ligada a descubrir mis propios límites y los de Jasha que al mero aspecto de la ropa en sí. —¿Te ha molestado que tu apariencia me haya recordado a mis fantasías de oficina de adolescente? Jasha negó enseguida. —En realidad…, creo que me pone, siempre que nadie me vea así. —También podría tratarse de un secretario, siempre que sea sexi, lleve puestas gafas y se meta debajo de la mesa — bromeé en un intento por restarle presión al respecto. Carraspeó. —Ethan… —¡Jasha! —lo corté con determinación antes de que pudiera decir nada más—. Tú y yo. Estoy hablando de nosotros. Y si Ethan no ha conseguido provocarme ninguna reacción en el tiempo que lleva conmigo, no lo va a hacer por ponerse unas gafas. —Vale, vale, no he dicho nada. —Alzó ambas manos antes de dejarlas caer de nuevo—. ¿Es eso lo que quieres? ¿Que me arrodille debajo de la mesa? —indagó cohibido, aunque sus pupilas se encontraban dilatadas. —Creo que eso vamos a dejarlo para la próxima vez que tenga una videollamada. —Lo recorrí hambriento con la mirada—. Hoy lo que quiero que hagas es que seas un chico bueno y que te sientes sobre mi escritorio. Quiero descubrir qué más escondes bajo esa camisola y cómo se siente tu cuerpo con esa capa de seda y luego… —¿Y luego? —preguntó sin aliento. —Luego quiero follarte inclinado sobre la mesa, mirando a la webcam mientras te grabo chillando mi nombre. ¿Me dejarás hacerlo? Su mano se detuvo al rascarse el brazo. —¿Qué harás con esa grabación después? —Iniciar mi primer archivo pornográfico personal, uno en el que tú eres el protagonista y que pueda usar para levantarme los ánimos en los días en los que estoy estresado. —¿Tienes otros archivos de ese tipo? Fue imposible pasar por alto su repentina tensión. —No, este es el primero. Y si quieres, le pido a mi abogado un contrato en el que se establezca que me concedes el permiso de grabarnos, que el uso de dichas grabaciones es personal e intransferible y que contenga una estipulación millonaria si alguna vez los uso para otra cosa. Sus hombros parecieron relajarse un poco. —¿Y tendré acceso a ese archivo? Mis labios se estiraron. —¿Crees que no me excita la idea de ti masturbándote mientras ves el recuerdo de cómo te follaba? 36
El aire fresco de la noche acarició mis acaloradas mejillas
cuando el Bentley se detuvo ante el imponente bloque de apartamentos, cuyos vidrios relucientes reflejaban las luces de la calle. Habría dado cualquier cosa por poder huir y evitar entrar, pero, cuando los dos porteros saludaron con extremo respeto a Robert y nos abrieron las puertas, supe que ya era demasiado tarde. Como si el destino se riera de mí, el elegante y enorme vestíbulo me hizo darme cuenta de inmediato lo fuera de lugar que me encontraba, recordándome mi propia vulnerabilidad y que mi deseo por estar cerca de Robert no bastaba para pertenecer a aquel mundo de opulencia y riqueza. —¿Qué ocurre? —indagó Robert con su habitual calma. Apreté los labios. Él no tenía nada de lo que preocuparse o por lo que ponerse nervioso. No solo estaba acostumbrado a entrar en aquel edificio o a encontrarse con la gente que iba a estar en la fiesta, sino que su papel en todo aquello era el de la pareja de Esther, no el del amante ignorado. De inmediato, salió a la luz la punzada de celos que sentía cada vez que pensaba en Esther y su relación con Robert. —Jasha —presionó con voz profunda cuando nos montamos en el ascensor. —Nada. —Jasha, por favor. —Robert soltó un cansado suspiro, como si tuviese que bregar con un niño consentido—. Cuéntame qué es lo que ocurre ahora. —¿Por qué me haces pasar por esto? —pregunté entre dientes cuando el ascensor se cerró—. Es tu novia y yo tu amante, solo por eso deberías evitar llevarme a su casa. ¿No es ya lo bastante humillante ser tu sucio secreto como para que encima me humilles en público y me expongas al veneno de esa arpía? El silencio que se produjo fue tan tenso y largo que por un momento pensé que me había pasado y que Robert iba a mandarme a casa. Era lo que en el fondo quería, alejarme de allí y mantenerme lejos de la víbora de su novia, pero al mismo tiempo me aterraba la idea de que pudiera estar a solas con ella y que no volviese a casa aquella noche. De sopetón, el ascensor se paró en seco y descubrí a Robert mirándome. Con cada paso que dio en mi dirección, yo retrocedí otro, hasta que mi espalda tropezó con la pared. Con la respiración entrecortada esperé su reacción, su exabrupto, su ira, tal vez incluso sus voces, lo que no me esperaba fue la ternura pensativa con la que repasó el contorno de mi rostro, mis cejas, el puente de mi nariz y mis labios. —Tienes razón, no debería haberte pedido que vinieras aquí conmigo. Lo que estoy haciendo está mal, no solo con ella, sino también contigo. Si fuera un buen hombre dejaría que te marcharas y que rehicieras tu vida, pero no lo soy. Si tuviera que definirme ahora mismo, tendría que hacerlo diciendo que soy un hombre enfermo y obsesionado con una criatura a la que no merezco y a la que no puedo tener. — Apoyó su frente contra la mía y cerró los ojos—. Sé que debería dejarte ir, Jasha, pero es superior a mí, necesito tenerte a mi lado el tiempo que me quede, pero ten por seguro una cosa, aunque creas que no te miro en toda la noche y, aunque apenas te hable o reconozca tu presencia, estaré cada uno de los segundos que estemos ahí dentro consciente de ti y de tu cercanía. Con el corazón latiéndome en la garganta y mis emociones a flor de piel, tragué saliva. —Sabes que ella me hará la vida imposible cada vez que te des la vuelta, ¿verdad? La Esther que conoces tú y la que conozco yo son dos mujeres totalmente diferentes. Robert alzó la cabeza para estudiarme. —Te creo —admitió, sorprendiéndome aún más. —¿Me crees? —me aseguré de no haberlo escuchado mal. Sus labios se ladearon por un instante tan corto que mi cerebro apenas consiguió registrarlo antes de que se presionasen sobre los míos, demandando entrada y recordándome que mi cuerpo le pertenecía aun cuando mi mente a ratos se resistiera a ello. Prácticamente, me derretí en sus brazos, y dudo mucho que hubiese podido mantenerme en pie si su cuerpo presionado contra el mío no me hubiera sostenido contra la pared del ascensor. Gemí cuando su erección se presionó contra la mía y atrapó mi mano cuando traté de alcanzarlo y abrirle la cremallera. Aprisionándome ambas manos por encima de la cabeza, me rodeó la erección con firmeza y me mordisqueó el lóbulo de la oreja. —Te prometo que luego me hincaré de rodillas y que te haré olvidar cualquier mal rato que pases mientras estemos aquí. Puedes pedirme lo que quieras y te prometo que lo haré. —¿Cualquier cosa? —pregunté ronco, a sabiendas de que solo había una cosa que no habíamos hecho aún. Me miró con intensidad y tragó saliva. —Cualquier cosa, cualquier forma en la que quieras tenerme. Cerré los ojos con un gemido. —Deberías soltarme si no quieres que me corra en los pantalones. —Créeme, no me importaría si pudiera lamerte hasta que estés limpio de nuevo —murmuró por lo bajo. —¿Esa opción es una posibilidad real? —pregunté, encogiéndome ante el chirrido agudo con el que salió mi voz. Su risa baja vibró a través de mí cuando me dio un último beso debajo del oído. —Lo sería si no estuviéramos en un ascensor con cámara. Me erguí alarmado cuando se apartó un par de pasos de mí y revisé el techo para encontrarme la cámara tal y como él había advertido. Reajustándome apresurado el traje, me aparté de la pared y procuré mantener la mirada fija en la puerta mientras Robert reiniciaba el ascensor. —¿Cómo es que no han llamado para preguntar qué pasa o llamarnos la atención? —pregunté entre dientes, mientras un bochornoso calor inundaba mi rostro ante la idea de lo que podían haber presenciado. —¿Tú te atreverías a llamarle la atención a tu pakhan si estuvieras al otro lado de esa cámara? —preguntó Robert, ajustándose con calma las mangas de su traje. —¿Tu empresa lleva la seguridad de este edificio? —Sí, y hoy me he asegurado de que estuviesen hombres de mi confianza en el turno, de modo que relájate. Aquello era más fácil decirlo que hacerlo, pero debía admitir que era un alivio que él lo tuviera todo controlado y que no le importara besarme a sabiendas de que sus hombres podían vernos. Nada más abrirse las puertas del ascensor se oyó la música y el bullicio alegre proveniente de la fiesta. —¿Todo bien? —preguntó Robert, alisándose el traje. —Estoy bien —respondí, sabiendo que no tenía otra opción. No iba a dejarlo a solas en las manos de esa arpía y pensaba vigilarlo tan bien como me vigilaba él a mí. Tenía toda la intención de protegerlo de ella, aunque solo fuese por mi propio bien. Ocultando mis emociones tras una sonrisa forzada, lo seguí hacia la entrada principal. La puerta se abrió antes de que pudiéramos tocar el timbre, revelando a Esther en su gloriosa y deslumbrante belleza, exaltada con un vestido rojo que se amoldaba a sus sensuales curvas como una segunda piel, acentuándolas aún más, si es que aquello era posible. La mueca agria al verme bastó para dejar patente su disgusto ante mi presencia, pero su expresión cambió en cuanto detectó a Robert apostado a mi espalda. —Robert, querido, ya pensaba que no ibas a venir —soltó con un pequeño mohín, estirando la mano para tocar su brazo y obligarme a apartarme de su camino. Se me contrajo el estómago cuando presionó sus labios sobre los de Robert y mis puños se crisparon ante la idea de que estaba borrando mis huellas para sustituirlas por las suyas. Que Robert retrocediera un paso con un leve carraspeo no cambió el hecho de que sus labios no solo estuviesen hinchados por mi beso, sino que además lucieran el rojo del carmín de Esther. —Espero que no te importe que haya traído a Jasha —dijo, lanzándome una mirada insegura. Intenté no reaccionar cuando ella me lanzó una ojeada venenosa. —Tu asistente personal… ¿No deberías dejar el trabajo en casa cuando tienes una cita con tu novia? Creo que no nos hemos visto ni una sola vez esta semana sin que él haya estado presente. Durante varios segundos el aire se podría haber cortado con una navaja de lo denso que se había vuelto. —Necesito que Jasha conozca a la gente con la que me muevo y esta oportunidad es única para eso. —El hecho de que Robert encontrase una excusa racional para justificar mi presencia escoció más que alivió lo que sentía con respecto a la situación—. Además, tú estarás demasiado ocupada jugando a ser la anfitriona como para echarme cuenta. —Ajá… —Esther, mi diosa, ven a escuchar lo que me está contando Juliet —gritó una voz amanerada desde el interior. —Me aseguraré de encontrar tiempo para estar con mi hombretón —prometió Esther con un ronroneo cargado de promesas, restregándose como una gata marcando territorio contra Robert antes de marcharse y dejar la puerta abierta. Cuando aparté la mirada de su incitante contoneo de caderas, Robert se encontraba contemplándome. —¿Entramos? —preguntó como si esperase que fuera a mandarlo a la mierda. La verdad es que ganas no me faltaban. Saqué el pañuelo que llevaba en mi bolsillo y se lo entregué. —Deberías limpiarte —dije procurando mantener mi voz calmada, o al menos intentándolo. Le señalé los labios cuando se quedó mirando confundido el pañuelo de papel en mis manos. Tras cogerlo, se lo pasó por los labios y los dos nos quedamos mirando el escandaloso tono rojo que manchó el inmaculado blanco. Fue imposible leer la expresión de sus ojos cuando los alzó para mirarme. —Lo siento —murmuró, y no sé si fue mi propia imaginación o si de verdad detecté un sonido quebrado en su voz, lo que sí que sabía era que necesitaba largarme de allí y distraerme antes de que fuera demasiado tarde, porque la bola en mi garganta comenzaba a hacerse demasiado grande y mis ojos ya hacía rato que habían comenzado a escocer. Asentí, le di la espalda y seguí el ejemplo de Esther, adentrándome en la fiesta y perdiéndome entre los rostros desconocidos, el murmullo de conversaciones y el tintineo de copas de champán mientras intentaba ignorar la creciente angustia en mi pecho, al menos hasta que percibí el roce de su mano contra la mía. No fue más que una diminuta llamada de atención de su meñique envolviendo el mío y el calor de su cuerpo al detenerse junto a mí para ofrecerme una de aquellas copas de carísimo champán que, como de costumbre, acabaría vaciando en alguna maceta. No nos miramos, ni siquiera hablamos, pero aquel simple gesto era el que tenía que darme las fuerzas que necesitaba para poder soportar el resto de la noche. 37
No me quedaba más remedio que admitir que la decoración
del apartamento era exquisita, con detalles elegantes y toques creativos que reflejaban a la perfección el estilo de Esther, al menos la versión de ella que le ofrecía al mundo. Y en cuanto a la fiesta, la mujer se había esmerado en los detalles. No me veía probando esas cositas redondas cubiertas por lo que parecían huevos negros y rojos, que los camareros iban ofreciendo a los invitados, pero la verdad era que se veían sofisticados y… caros. En las fiestas que había estado con mis hermanos de la Bratva, nunca había visto tantos aperitivos de diseño y raros, claro que tampoco solía haber champán a menos que fuera Año Nuevo. La gente que yo conocía bebía cerveza y vodka y puede que alguna que otra bebida más. A mi madre le gustaba el vino, en especial, una copa con la cena o cuando veía la tele en el sofá. No siempre podíamos permitirnos la marca que a ella le gustaba, pero desde que no estaba mi padre, siempre que podía le metía una botella en el carro de la compra o en el peor de los casos procuraba birlarle alguna para que pudiera relajarse antes de dormir. Viendo las botellas expuestas detrás de la barra, suponía que valían mucho más que todas las botellas juntas que mi madre se había tomado a lo largo de sus cuarenta y seis años de vida. Me entraban ganas de extraviar alguna y llevármela para ella, y de no ser porque llevaba puesto el traje de Armani que Robert me había comprado expresamente para la ocasión, ni me lo habría pensado. Aunque dudo que a él le hubiera hecho gracia que le robara a su novia. —Disculpe, me ha dicho el señor de ahí de la ventana que le trajera esto. —Una camarera me presentó su bandeja con un solo vaso y un plato que sostenía lo que parecían cuatro minibocadillos de cangrejo, lo bastante grandes para identificar su contenido, pero lo suficientemente pequeños para pasar desapercibidos entre el resto de los aperitivos de la fiesta—. Los hemos encargado expresamente para usted. Si desea algo más, no dude en buscarme. Me encantará atenderle personalmente en cualquier cosa que necesite. Si había algo que tenía claro por la entusiasmada predisposición a servirme de la camarera era que no había sido Esther como anfitriona la que había dado esa orden, sino Robert, y que seguro que había estado acompañada por una generosa propina. —Gracias, lo recordaré. —Acepté reticente lo que parecía un refresco de limón y el plato y miré en dirección a la ventana que me había señalado la mujer. Robert se encontraba allí, de espaldas a mí, hablando con varios hombres y, por un momento, me sentí decepcionado, hasta que su mirada se cruzó con la mía a través del espejo y mi pecho se infló de calor. «… aunque creas que no te miro en toda la noche y aunque apenas te hable o reconozca tu presencia, estaré cada uno de los segundos que estemos ahí dentro consciente de ti y de tu cercanía». Aquella mirada oculta, de la que nadie más que nosotros éramos conscientes, parecía querer recordarme su mensaje. Sin poder evitarlo, me metí uno de aquellos bocadillitos entero en la boca y gemí cuando su delicioso sabor explotó sobre mi lengua. Abrí los ojos justo a tiempo de ver la leve curvatura de sus labios antes de que se volviera para contestar a uno de los hombres que tenía al lado. Por muy bien que me hicieran sentir los bocadillos, el refresco y la atención de mi camarera personal, después de dos horas en aquella dichosa fiesta de gente esnob, estaba hasta las narices. Robert me había llamado de vez en cuando y me había presentado a algunas personas, pero una vez que se apartaba, el interés de la gente por conversar conmigo se desvanecía. No podía culparlos ni me importaba en lo más mínimo. Ni siquiera aquella vez que algunos de mis compañeros de la Bratva me habían llevado a un burdel, pensando que sería un buen regalo de cumpleaños regalarme una prostituta para hacerme perder la virginidad, me había sentido más incómodo y fuera de lugar que allí. Estando en aquella fiesta, entendía todos los motivos por los que Esther era la pareja ideal para Robert y, aún más razones, para comprender por qué yo no lo era ni nunca podría serlo. Estaba tan distraído con mis depresivos pensamientos que no me di cuenta de que me había acercado demasiado al nido de víboras hasta que escuché el tono lleno de burla de Esther. —Mirad a quién tenemos aquí, al asistente personal de Robert. Mi cara se calentó ante la forma en que pronunció las palabras, pero me obligué a mantener la compostura ante el resto de los invitados que se encontraban junto a ella. —Esther… —me limité a reconocer su presencia. Uno de sus amigos me miró de arriba abajo sin ningún tipo de pudor o educación. —Bueno, admitámoslo, a mí tampoco me importaría tener a un bombón así como asistente personal. Tal vez debería darle mi tarjeta para que me llame una vez que Robert se harte de él. Mis puños se crisparon ante las risas. —O que Esther se dé traza de deshacerse de él —se mofó otra de las palmeras de Esther. —Ah, sí, yo pondría mi dinero en ella. —¿Hacemos una apuesta? Mientras los demás seguían divirtiéndose a mi costa, Esther se limitó a observarme mientras tomaba pequeños sorbos de su copa de champán. —¿Y tú? ¿Qué crees que ocurrirá antes? ¿Que Robert se harte de ti o que sea yo la que me deshaga de ti? Por una vez le mantuve la mirada. —Que no creo que estés preparada para descubrir la verdad. Su falsa sonrisa se congeló y sus ojos dejaron de ocultar sus sentimientos, exponiéndome al puro odio que sentía por mí. —Disfruta lo que te dejo tener mientras puedas. Siempre que conozcas tu lugar, no me importa demasiado. No sé qué fue lo que me enfureció más, si el hecho de que ella dejase claro que era ella la que permitía que Robert estuviera conmigo, que me considerase un mero juguete por debajo de ella, o el hecho de que tuviera razón en ambas afirmaciones. —Conozco a la perfección mi lugar —espeté fingiendo una calma que no sentía—. La cuestión es… ¿conoces tú el tuyo? Antes de que pudiera replicar, me alejé con la cabeza bien alta y los hombros echados hacia atrás. Esther podía tener razón en muchas cosas, pero lo último que iba a permitirle era que se recreara en mi miseria. —Disculpe. ¿Dónde está el aseo? —pregunté a uno de los camareros, dispuesto a encerrarme en el baño y no salir hasta que Robert estuviera listo para que nos fuéramos. —Por ese pasillo, segunda puerta a la derecha. —Gracias. Debería haber previsto que habría cola para entrar en el cuarto de baño. En lugar de colocarme al final a esperar, seguí el pasillo e inspeccioné las habitaciones lujosamente decoradas en un intento por olvidar las imágenes de Esther y Robert juntos y la mezcla de celos y miedo que me dominaban. Existía una posibilidad que ni Esther o sus amigos habían considerado: la posibilidad de que cediera a la presión de la situación y tomara la decisión de marcharme por mi cuenta. Al abrir la última puerta del corredor, me detuve en el umbral del elegante dormitorio. El aroma floral de su embriagador perfume lo marcaban como el de Esther. Sin pensar, entré en su espacio privado y cerré la puerta tras de mí. Me invadió una mezcla de curiosidad y culpabilidad por invadir su intimidad, pero mis pies se movían prácticamente en modo automático mientras recorría la habitación examinando los diferentes objetos que encontré a mi paso. La habitación en su conjunto era un reflejo perfecto de la mujer que la ocupaba: elegante, sofisticada y llena de detalles lujosos. Las paredes estaban pintadas de un azul pálido, que contrastaba con los muebles de madera oscura y las cortinas de terciopelo gris que cubrían las ventanas. En sus fotografías lucía la seguridad de una mujer que sabía lo que valía y que estaba dispuesta a exigirles a los demás que se lo dieran. Tenía que admitir que era un detalle de su carácter que admiraba, también era uno que me hacía sentir un profundo miedo. Robert ya se había dado cuenta de cuán adecuada era ella para él y lo fuera de lugar que me encontraba yo a su lado. Incluso si nuestra relación no hubiese tenido ya un plazo final e inamovible, ¿cuánto habría tardado Robert en caer en la cuenta de que no valía la pena seguir perdiendo el tiempo conmigo? Al pasar junto a la cama, deslicé la mano sobre la dorada colcha de satén y no pude evitar una punzada de celos. ¿Cuántas noches habría pasado Robert allí con ella? ¿Le hacía el amor al igual que a mí o la trataba de forma diferente? Eran pensamientos enfermizos, lo sabía, pero era una parte de mí sobre la que no poseía control, una parte de mí que detestaba. Abriendo el joyero de madera tallada que encontré junto a su carísimo perfume, me senté al descubrir los tesoros que ocultaba. Collares de diamantes y zafiros, brazaletes de oro y esmeraldas y anillos incrustados con las piedras más brillantes que jamás había visto. Aquellas joyas valían más de lo que yo podía llegar a ganar trabajando durante el resto de mi vida. Dudaba mucho que Esther hubiese pasado necesidad ni un solo día de su existencia. ¿Quién en su sano juicio dejaba cosas tan valiosas al alcance de cualquiera? No era un experto en joyas, pero a menos que aquellos diamantes fueran imitaciones, una buena parte de aquellas joyas deberían estar en una caja de seguridad, no en un simple joyero de madera, y mucho menos en una noche en la que su casa estaba llena de gente. Con reverencia, escogí uno de los pendientes de diamantes y cedí a la tentación de probármelo. Debían de ser imaginaciones mías, algún tipo de efecto placebo o como se llamase, pero el simple hecho de llevar algo tan valioso y bonito me hacía sentir especial, casi poderoso. Sin pensármelo, me puse también el otro pendiente y el collar a juego y me observé fascinado en el espejo. ¿Era así cómo se sentía Esther cuando se los ponía? ¿Diferente y poderosa? La puerta se abrió de repente, sobresaltándome en el proceso, y Robert entró en la habitación. Su presencia llenó el espacio como si un huracán hubiera estallado en medio de la calma, sus ojos oscuros se posaron en mí y su penetrante mirada pareció escrutar cada rincón de mi alma. —¿Jasha? ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —Yo… yo… —balbuceé, incapaz de encontrar las palabras adecuadas para explicar la situación. Sabía lo que debía de parecerle la escena. Mi rostro se cubrió con un bochornoso calor y las manos me temblaban al quitarme la gargantilla como si me quemase. La dejé caer sobre la cómoda con un ruido sordo, que pareció resonar como un trueno en el cuarto—. Robert, yo… lo siento —murmuré, evitando su mirada. —¿Lo sientes? —Robert frunció el ceño. —Por favor, déjame explicarte… No sé qué me ha pasado, me he dejado llevar por la curiosidad y… y la envidia — admití con la voz temblorosa—. No tenía intención de robar nada, te lo juro, solo me las estaba probando. 38
Robert me contempló varios segundos en silencio antes de
sacudir la cabeza y soltar un largo suspiro. —No necesitas disculparte conmigo por querer probarte unas joyas, Jasha. —Acercándose desde atrás, me colocó las manos en los hombros y me dio un suave apretón—. Por mí como si te las llevas, siempre que nadie te pille. —¿No estás enfadado conmigo? —¿Por encontrarte aquí? No, aunque no te aconsejo que Esther te encuentre en su dormitorio. Pero me has dado un buen susto cuando no te he visto en ningún sitio. Pensaba que te habías largado sin mí. Negué con la cabeza. —Solo estaba buscando un lugar donde esconderme de Esther. —¿En su dormitorio? —preguntó Robert con escepticismo. —Podría haberme escondido debajo de la cama si hubiese venido. Creo que aunque me hubiera metido debajo de la colcha no me habría encontrado hasta dentro de un mes — murmuré más para mí que para él al levantarme. Robert rio por lo bajo. —Te habría delatado el brillo de los diamantes. Jamás subestimes el sexto sentido de una mujer cuando se trata de esos pedruscos. —¿Crees que si me los llevo se dará cuenta? Dudo que sepa ni siquiera todo lo que tiene —mascullé, incapaz de confesarle que me gustaba la sutil sensación que me transmitían las piedras. Robert me abrazó desde atrás y me repasó el cuello con la nariz. —No necesitas sus diamantes —dijo, besándome la sien —. Quítatelos, tendrás los tuyos propios. Alcé las manos para quitarme los pendientes de diamantes y miré a Robert a través del reflejo. —Antes, en el ascensor, me dijiste que me darías lo que yo quisiera. ¿Lo recuerdas? —Claro que me acuerdo y pienso mantenerlo. —¿Y si lo que quiero es que me folles con sus diamantes puestos? Una de sus oscuras cejas se arqueó, pero sus pupilas se dilataron. —¿Es eso lo que quieres? ¿Que te folle aquí en su dormitorio, con sus joyas puestas? Alcé la barbilla, retándolo. —Sí. Pasaron dos segundos, tres, cuatro, cinco… —En ese caso, vamos a hacerlo bien. Desnúdate. Mis manos temblaron al quitarme apresurado la ropa y dejarla doblada con cuidado sobre una silla, mientras Robert inspeccionaba el joyero. —Gírate hacia el espejo y ponte esto —dijo, entregándome dos pendientes largos con dos esmeraldas rodeados por diamantes. Había algo extrañamente morboso en encontrarme desnudo mientras él seguía vestido. Puede que también resultara enfermizo el hecho de llevar puesta la joyería de la mujer por la que estaba obsesionado, la misma que afirmaba tener más derecho sobre Robert que yo. Sin embargo, si eso pasó por su mente, no demostró ningún indicio al colocarme un pesado collar a juego con los pendientes alrededor de mi cuello y cerrarlo en la nuca. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo al sentir el roce de sus dedos en mi piel. —Exquisito —murmuró Robert contra mi cuello antes de mordisquearme y arrancarme un jadeo—. Creo que ahora voy a tener que comprarte algo así solo para poder follarte en casa. No sé qué fue lo que me excitó más, si la noción de que pensaba comprarme joyas o que tuviera una visión de futuro de nosotros juntos en su casa. Me volví para rodearle el cuello con los brazos y me puse de puntillas para besarlo y hacerle saber lo que me hacía. Robert se dejó besar durante unos minutos antes de morderme el labio inferior con brusquedad, cogerme en brazos y lanzarme sobre la cama. Sin una palabra ni una protesta, recorrió mi pecho y estómago con su boca, descendiendo hasta alcanzar mi ingle. Me devoró con lametazos largos, alternados con chupetones lentos y detallados que me envolvían por completo, dibujando un arcoíris de sensaciones. Sus dedos trabajaban en prepararme para él, mientras mi cuerpo se arqueaba y mis caderas se alzaban, ofreciéndose a él, mientras mis dedos se aferraron a la colcha de satén, dejándola arrugada a su paso. —¿Es esto lo que querías? —preguntó Robert, ignorando mi gemido de protesta cuando se detuvo justo antes de que pudiese alcanzar el orgasmo. —Quiero correrme —musité ronco mientras él gateaba sobre mí todavía vestido, tentándome con la cercanía de su boca solo para alejarla cuando me estiré hacia él. —¿Lo que quieres es correrte en mi boca? —se burló con suavidad—. ¿O lo que prefieres es que te folle sobre la cama de Esther hasta que la marquemos con nuestro olor y te corras sobre ella, dejándole una marca visible de lo que hemos hecho aquí? —¡Caray! —¿Cómo carajos era posible que me conociera tan bien? Sin esperar respuesta, me cogió por las piernas y me giró, colocándome a cuatro patas en el filo del colchón de cara al espejo. Tragué saliva al vernos a los dos así de frente. Me recordaba a la primera noche en el club, con Linda de espectadora. Había llovido mucho desde entonces. Muchas cosas habían cambiado entre nosotros, pero otras seguían igual. Mi cuerpo entero vibró de necesidad mientras él se abría la cremallera, se escupía en la mano y recorría su erección con varias largas pasadas antes de abrirse camino entre mis nalgas con expresión concentrada. Cerré los párpados ante el placer. Siempre que me llenaba era como si nuestros cuerpos fueran dos piezas de un puzle destinadas a encajar. Me hacía sentir deseado y completo, convirtiendo el momento en pura perfección. —Abre los ojos, gorrioncillo, quiero tus ojos puestos en mí. Grité con su primera embestida fuerte y maldije con la segunda cuando lo único que me mantuvo en el sitio fueron sus fuertes manos y sus dedos, que se clavaban en mi cintura. Con las siguientes, murmuré una especie de plegaria al contemplarnos en el espejo. Mis ojos brillaban intensamente, mis mejillas y pecho mostraban pequeñas manchas sonrosadas. Las gemas y los diamantes centelleaban al ritmo de nuestro movimiento como si reflejaran mil luces. Era casi como si sus bruscos envites estuviesen destinados a balancearlos con violencia, pero, si lo hacía a propósito, no podía quejarme. De haber tenido una cámara a mano, nos habría grabado. Robert parecía algún tipo de dios de la guerra enfocado a ganar la batalla y yo era el arma que usaba para mostrarle su poder al mundo. Sujetándome del cabello, me obligó a arquearme hacia atrás, presionándome contra su torso, mientras seguía hundiéndose con fuerza en mi interior. —¿Listo para correrte para mí, gorrioncillo? —En lugar de una respuesta, cuando abrí los labios, salió una serie de jadeos guturales que lo hicieron sonreír con crueldad—. Justo como me gusta —murmuró, mordiéndome el cuello—. Ahora tócate. No me hice de rogar, no cuando estaba más que listo para dejar que la presión que se estaba acumulando en mis pelotas y mi bajo vientre encontrara una salida. —Eso es, gorrioncillo, eso es —raspó cuando un cosquilleo me recorrió la columna y mi trasero se apretó a su alrededor, atrapándolo en mi interior mientras me corría ordeñándolo en el proceso. Como si ver los largos chorreones salpicando la delicada tela dorada fuera algún tipo de fetiche, mi orgasmo se prolongó tanto tiempo que pensé que el mundo entero se había detenido antes de caer exhausto sobre la cama y Robert sobre mí, con su glande pulsando en mi interior, mientras su semen se desparramaba por entre mis nalgas. —Definitivamente, tengo que comprarte unos pendientes de diamantes y un collar —gruñó contra mi piel cubierta por una fina capa de sudor mientras me besaba el hombro. —Siempre podría llevarme los que llevo puesto —sugerí con una sonrisa pícara. Robert rio por lo bajo y me arrancó un estremecimiento al rasparme con sus dientes. —No voy a dejar que Esther infecte nuestro dormitorio, ni siquiera con sus diamantes. Me puse rígido y, por unos segundos, dudé si lo había escuchado bien y si se refería a lo que yo pensaba. —¿Lo dices en serio? —¿Tú la quieres allí? Negué con la cabeza. —Entonces, no hay nada más que hablar. Me habría gustado decirle que sí que había mucho de lo que hablar, pero las palabras no salieron de mi boca. Con un suspiro, Robert se apartó y fue al baño. Oí la cisterna y el grifo. Cuando regresó, lo hizo con una manopla y una toalla. —Date la vuelta y encoge las piernas. —Si lo hago, voy a manchar toda la cama. Robert arqueó una ceja. —¿Y no era esa tu intención inicial? —preguntó—. Dejar la muestra de que me tienes enredado alrededor de tu dedo meñique. Abrí la boca y la volví a cerrar. Después me giré, dejando que su semen fluyera entre mis nalgas hasta la cama, mientras él se dedicaba a limpiarme el estómago y el pene con cuidadosos toques. —¿En serio crees que tengo el poder de manipularte? — pregunté cuando al fin limpió los restos de su semen de mi cuerpo. Robert rio. —No lo creo, lo sé. —Me dio un beso en la frente antes de incorporarse—. Ahora vístete y deja las joyas en su sitio. Estaré en el salón haciendo acto de presencia antes de que nuestra anfitriona decida salir a buscarme y descubra lo que hemos hecho. Sus palabras me devolvieron a la realidad. Tenía razón, podía haber dejado mi marca, y nuestros fluidos podían estar mezclándose sobre el edredón dorado de Esther; sin embargo, a la hora de la verdad, ni ella ni nadie debía averiguar jamás que fuimos nosotros los responsables de ello. Nadie sabría que Robert era mío, porque en el fondo no lo era. Pertenecía a Esther, y yo solo lo tenía en un préstamo temporal, o más bien él me tenía a mí. 39
Robert me encontró tirado sobre la cama estudiando el techo
de mi habitación. No puedo decir que me llenara de orgullo o que no comprendiera por qué alzó una ceja, pero ¿qué esperaba? Tras una mañana de brunch con Esther y su círculo de serpientes venenosas, el silencio era lo más parecido al paraíso que podía encontrar en esa maldita mansión. —¿En esto van a consistir tus planes para el resto del día? No, claro que no. Podía bajar a buscar a Anthony y disfrutar con su alegre compañía y eterno ceño fruncido, mientras Robert se largaba para hacer lo que fuera que hacía cuando no me necesitaba a su lado como asistente. —¿Se te ocurre algo mejor? —Ni siquiera traté de disimular mi irritación—. ¿Algo que no implique que te espere de rodillas y con un collar de esclavo puesto? No estaba siendo justo, me constaba. No me trataba como su esclavo sexual, aunque el contrato dejaba bastante claro que era justo eso. Robert cruzó los brazos sobre el pecho sin apartar su mirada de mí. Negándome a ser juzgado, volví a centrarme en el techo. —Podrías al menos salir de la habitación y… —Robert titubeó— no lo sé, ver la tele o coger un libro de la biblioteca. También podrías pasear por el jardín y que te dé algo el sol o bajar al gimnasio a hacer un poco de ejercicio. Resoplé con sequedad. —Al menos el resto de los dueños sacan ellos mismos a sus mascotas a pasear. No me tomé la molestia de mirarlo cuando se mantuvo en silencio, y tampoco cuando soltó un largo suspiro y se sentó en el filo de la cama. —¿Es aburrimiento todo lo que tienes o algo más? Bufé. —Desde el partido de béisbol, para lo único que salimos es para ir a uno de esos estúpidos eventos sociales, tu trabajo, donde soy un cero a la izquierda, y a que puedas torturarme con Esther. Lo siento si hoy no estoy de humor para ser la alegría de la huerta. Y sí, estoy aburrido. Quiero hablar con mis amigos y mi familia y hacer algo que me apetezca a mí. —Lo sé y lo siento, gorrioncillo, pero en el fondo sabes que es mejor que no hables con nadie que conoces. No puedes darles las respuestas que te van a pedir porque os pondrían en peligro a ti y a ellos. —Rechiné los dientes ante su lógica. No, por supuesto que no había olvidado que nadie debía enterarse del acuerdo que había hecho con Robert, convirtiéndome en su amante. Lo último que deseaba era mentirles a las personas a las que apreciaba, lo cual, en el fondo, era la principal razón por la que no había intentado contactar con nadie en secreto. —. Sabes que nadie espera que te pases el día encerrado en tu dormitorio —continuó—. Eres libre de moverte por la casa y hacer uso de las instalaciones de las que dispone. Lo hacías al principio. ¿Por qué has dejado de hacerlo ahora? Se me escapó una carcajada irónica. —¿Por qué Anthony parece tener clones repartidos por toda la casa y esperándome en cada rincón? —exageré con sarcasmo. Me constaba que el hombre me vigilaba, pero su actitud conmigo desde el incidente en el Inferno parecía haberse suavizado. Robert soltó un pesado suspiro. —Anthony trabaja desde casa, es normal que te tropieces con él. Siento no poder tomarme la tarde libre. Los dos sabíamos el motivo por el que el poco tiempo libre que tenía, de repente, se había evaporado. Esther se había adueñado hasta del último minuto, casi como si conociera su agenda de memoria. —Te refieres a que Anthony trabaja desde casa para tenerme vigilado, ¿no? —repliqué, prefiriendo no volver a mencionar a la maldita bicha durante las próximas veinticuatro horas. Una tarea que de antemano estaba destinada al fracaso. Cuando no recibí ninguna respuesta, el asunto sobre Anthony quedó aclarado. —Vamos, levántate —ordenó Robert de pronto, dándome unas pequeñas palmadas en el muslo—. Ponte algo cómodo. Un chándal o vaqueros y zapatillas o botas de combate. —¿Ya no tienes que ir a trabajar? —Sí, pero te vienes conmigo. —Dime que no es para ir a otra de esas malditas reuniones con esos tipos estirados que se pasan más tiempo acusándose entre ellos que resolviendo los problemas. Su rostro serio se transformó con una pequeña sonrisa. —Bueno, sí que tengo una reunión, pero no, no es con los socios. La reunión de esta tarde es en el campo de entrenamiento de mi empresa de mercenarios y tengo algo de tiempo para mostrarte las instalaciones. ¿Alguna vez has estado en un campo de entrenamiento de mercenarios? Es como uno militar, solo que mejor. Me incorporé tan deprisa que tuve que sujetarme a él por el repentino mareo. —¿Tienes un campo de entrenamiento militar? ¿Uno solo dedicado a eso? ¿Y tus hombres entrenan allí? Robert se levantó con una risa baja y profunda. —La mayoría provenimos de un entorno militar, es lógico que nuestros entrenamientos se mantuvieran en esa línea. Vamos. Llego tarde y no quieres que tenga que dejarte atrás, ¿o sí? —se burló al ver cómo saltaba de la cama y salía corriendo al vestidor—. Te espero en el coche. Titubeé por un momento entre elegir el chándal y los vaqueros, pero finalmente opté por los últimos. Dudaba mucho que fueran a dejarme entrenar con ellos, aunque me moría por hacerlo, además, iba a sentirme ridículo en chándal cuando Robert llevaba pantalones cargo negros, una camiseta negra que resaltaba los bien definidos contornos de sus músculos y unas botas de combate. Tenía todo el aire de un mercenario y, si sus hombres iban a ser igual de imponentes, lo mínimo que quería era no parecer el estudiante sin experiencia en el grupo. Me vestí, cepillé los dientes y peiné en tiempo récord, aunque lo cierto es que aún iba poniéndome la camiseta cuando salí de la casa para correr hasta el SUV de Robert. Me detuve en seco al reconocer al tipo que ocupaba el asiento del copiloto. —¿En serio? —preguntó incrédulo Anthony cuando me monté en el asiento trasero. —Anthony, no empecemos —lo riñó Robert, lanzándome un guiño a través del espejo retrovisor cuando su compañero miró con el ceño fruncido por la ventana. La cosa podía haber sido peor, pero aun así, lancé un silencioso ruego al universo para que Robert soltara a Anthony en alguna parte del trayecto.
Ni siquiera la decepción de que el monstruo gruñón seguía
ocupando el asiento delantero cuando llegamos a la enorme cancela rodeada por muros de tres metros de altura y cámaras en todo el perímetro consiguió frenar la excitación que me embargaba. Mi padre me había llevado con él a bosques apartados para adiestrarme y a una cabaña que usaban los hermanos de la Bratva para sus entrenamientos, pero en ambos casos había sido más cuestión de mucha naturaleza salvaje que un campo de entrenamiento propiamente dicho. Tampoco había entrenado nunca con otro que no fuera mi padre, excepto una vez que Sokolov me pidió que le mostrara lo que sabía hacer. Después de verme y hablar conmigo, ambos llegamos a la conclusión de que por el momento era mejor mantener mis habilidades en secreto ante los demás. Jamás le confesé a Sokolov el verdadero motivo por el que no me interesaba que el resto de los miembros de la Bratva descubrieran lo que podía hacer, pero el hombre lo interpretó como mi deseo de que no me obligaran a convertirme en asesino y lo respetó. En cuanto entramos en el recinto de alta seguridad, prácticamente comencé a pegar botes en el asiento mientras trataba de absorber cada detalle. A pesar de que la primera parte de las instalaciones era básicamente un aparcamiento y un sobrio jardín, en cuyo fondo se levantaba un edificio con un diseño tan moderno como robusto de hormigón, en cuanto nos bajamos del SUV, se oyeron disparos y explosiones ocasionales, que se mezclaban con las voces disciplinadas de lo que suponía eran los instructores. —En el edificio se encuentran localizados los gimnasios, las aulas, salas de reuniones, enfermería y despachos principalmente —explicó Robert a medida que nos acercamos a la entrada principal, pasando olímpicamente de Anthony, quien nos dejó atrás en cuanto aparcamos—. La planta alta contiene dormitorios y espacios de relajación y convivencia para los hombres que viven fuera de Massachusetts, o de aquellos que están a punto de salir de misión o acaban de regresar. Le diré a alguien que te los enseñe luego mientras estoy en la reunión. Por ahora, quiero mostrarte las instalaciones exteriores. —¿Por qué tengo la sensación de que el edificio es impenetrable ante un ataque? Robert me echó una ojeada ladeada y sonrió. —Porque lo es. Nuestro trabajo nos trae muchos enemigos. Mis hombres se merecen poder dormir con tranquilidad cuando se encuentran aquí. Es nuestro lugar seguro. El sitio al que todos podemos acudir si alguna vez nos sucede algo. Miré a nuestro alrededor. Construir aquel búnker moderno debía de haber costado una fortuna, pero estaba claro que Robert creía en lo que predicaba y el hecho de que pensara en la seguridad de los hombres que arriesgaban su vida trabajando para él decía mucho de su personalidad. Atravesamos un amplio vestíbulo, que bien podría ser el de cualquier tipo de organización gubernamental o privada, solo para acabar saliendo por el otro lado del edificio. La tensión en el ambiente, el bullicio, el sonido de botas resonando en el suelo y los comandos militares que se escuchaban con absoluta claridad consiguieron que se me enderezara la espalda. Incluso esconder las manos en los bolsillos parecía un sacrilegio en aquel lugar donde el olor a pólvora y sudor impregnaba el aire, mezclado con el aroma distintivo de la hierba recién cortada y la tierra en el aire. —Y aquí estamos, en el lugar en el que mis hombres se convierten en las armas más letales del mundo —explicó Robert con tono de broma, pero bastaba ver la gravedad en sus ojos para saber que lo decía en serio. Mi mirada se dirigió instintivamente hacia el horizonte, donde una amplia extensión de terreno se desplegaba ante nosotros con estructuras metálicas dispersas aquí y allá. Si la amplitud del espacio me llamaba la atención, más lo hacía el número de hombres y mujeres que se encontraban entrenando allí. Podían ser muy bien unas ciento veinte personas, al menos las que se encontraban a la vista. ¡Caray! Más que un grupo de mercenarios era un jodido ejército. A medida que avanzábamos y Robert me iba dando las explicaciones pertinentes o se detenía aquí y allá para saludar a alguien, a mí me costaba trabajo apartar la mirada de los mercenarios profesionales entrenando en las distintas áreas designadas. Algunos corrían a través de obstáculos, mientras que otros practicaban técnicas de combate cuerpo a cuerpo con precisión militar. Mi primera impresión fue abrumadora, sin duda alguna. El ambiente rebosaba una amalgama de energía, disciplina y determinación. Era una atmósfera cargada de un sentido de propósito y audacia, muy alejada del aire más bien lúdico y dicharachero que solía imponerse en los pocos entrenamientos que había presenciado de la Bratva. Lo único que tenían en común aquellos mercenarios y los hermanos era las miradas fijas y serias de los jefes, o los instructores en este caso, que le recordaban a uno que en sitios como aquel no había cabida para la debilidad, no si querías sobrevivir. La segunda impresión que tuve fue que, a pesar de la seriedad y concentración durante sus entrenamientos, al final del día, esos hombres, al igual que la Bratva, formaban un lazo unido, y Robert se sentía como en familia entre ellos. No me di cuenta de que Robert había vuelto a detenerse para hablar con uno de los instructores hasta que escuché la burla de Anthony. —¿Impresionado niñito ruso? —Cruzó sus musculosos brazos sobre el pecho. La mofa en sus ojos dejaba claro que sabía que los hombres que estaban con él se habían detenido a estudiarme con curiosidad—. ¿Qué? ¿Ya te entraron ganas de jugar a los soldaditos con los adultos? Uno de los hombres a su lado resopló, pero no me pasó desapercibido que la curiosidad inicial de los otros tres había cambiado en un segundo a desprecio y condescendencia. Conocía aquella expresión. Era la que solían darles los hermanos más viejos y experimentados de la Bratva a los novatos o a aquellos a los que consideraban débiles y, por consiguiente, un peligro para el grupo. Yo solía ser uno de esos novatos que, incluso ese día, seguía recibiendo ese tipo de miradas. Me jodía que lo hicieran, en especial, porque sabía que no tenía nada que envidiarles. Por desgracia, tenía más que perder que de ganar si les demostraba lo contrario. —Anthony, déjalo en paz, no es más que un crío — intervino uno de sus amigos con un tono conciliador que consiguió que la humillación me ardiera en las mejillas. —¿Un crío? —preguntó Anthony con una mirada cargada de odio—. Sip, debe de ser por eso que grita y gimotea todas las noches cuando su papi Robert lo lleva a la cama. Me habían humillado muchas veces en mi vida, pero, al oír las risas de aquellos capullos que en ese momento me escrutaban como si fuera algún tipo de animal con dos cabezas expuesto en un zoo, quise que la tierra me tragara. No me avergonzaba lo que sentía ni lo que hacía con Robert, pero las palabras de Anthony habían convertido algo bello en absolutamente sucio y execrable, y lo había expuesto al público. —¿Qué ocurre? —preguntó Robert al llegar a mi lado con uno de los instructores, pasando la mirada cargada de sospecha de mí a Anthony. —Nada —mascullé entre dientes con los puños apretados. Anthony le ofreció una sonrisa perezosa. —Nuestro niño lindo tiene ganas de jugar a los soldaditos. Estábamos diciéndole que no tenemos pistolas de juguete aquí. —Bueno… —El instructor miró con el ceño fruncido a la mesa en la que estaban expuestas las armas con las que habían estado entrenando—. Supongo que podría enseñarte a disparar, si es eso lo que quieres —se ofreció, malinterpretando el gesto con el que Robert se masajeaba el puente de la nariz con un suspiro. ¿Estaba avergonzado de mí? ¿Estaba harto del hecho de que Anthony y yo estuviéramos siempre metidos en trifulcas? No era culpa mía, pero podía comprender que yo era el nuevo en su entorno y de que además venía con fecha de caducidad, mientras Anthony seguiría en su vida cuando yo me fuera. Mi estómago dio un medio giro ante la idea de que la última impresión que Robert mantuviese de mí fuera la que su compañero había hecho: la de un niño en un mundo de hombres —¿Podría probar con una de esas Sig Sauers P226 o la Beretta 92? —pregunté sin siquiera pensar en lo que estaba haciendo—. Me han hablado muy bien de ellas. —¿Conoces los modelos de las pistolas, chico? —preguntó el instructor, sorprendido. —Claro, Jasha —intervino Robert, estudiándome con atención—. Puedes elegir la que más te apetezca. —Aaah, esto se va a poner interesante —se burló Anthony, cruzando los brazos sobre el pecho mientras sus compañeros intercambiaban miradas escépticas entre ellos—. A ver qué tal le va al niñito ruso jugando a ser un adulto. Fui a la mesa y cogí la Beretta para pesarla en mis manos y ver el agarre sobre la empuñadura, solo para repetir luego el proceso con la Sig Sauer. Decidí quedarme con dos de la última y comprobé su carga antes de girarme con ellas en la mano. No se me escapó el hecho de que más de uno había alzado ambas cejas ante el hecho de que supiese comprobar la carga y volver a colocar el cartucho con facilidad. En la Bratva nos facilitaban sobre todo pistolas Makarov o Grach, bastante compactas, confiables y fáciles de conseguir en el mercado negro, pero mi padre se había asegurado de que pudiera defenderme con cualquier arma si fuera necesario, y tampoco eran tan diferentes como para necesitar un manual de instrucciones al enfrentarme a alguna que no hubiera usado antes. —¿Dianas fijas o móviles? —preguntó Robert. —Ummm… Robert —intervino el instructor—. Tal vez sería mejor darle una clase básica y repasar las medidas de seguridad antes de que lo dejes jug… Eh… Entrenar en uno de los campos de tiros con objetivos en movimiento. No queremos arriesgarnos a que le dispare a alguien sin querer o que se lesione a sí mismo. Robert lo ignoró y mantuvo la vista en mí. Cuando lo reté con una ceja elevada, asintió de forma casi imperceptible. —Kirk, comprueba que el campo B esté a cero —le ordenó al instructor antes de volver a volverse hacia mí—. El campo B tiene un sistema de tiro reactivo, donde los objetivos emergen repentinamente y se ocultan de nuevo tras ser disparados. Son los que usamos para entrenar en escenario de combate y mejorar la capacidad de reacción y puntería de los tiradores —me explico a modo de advertencia. —Rob, creo que Kirk tiene razón y sería mejor que empezara con las dianas fijas —dijo Anthony de repente serio —. Nadie quiere que se haga daño. —¿Ese es el campo B? —pregunté, dirigiéndome a la puerta metálica más cercana sin esperar una respuesta. —Espera, ponte estos cascos. —Robert me alcanzó en dos zancadas y me ofreció un casco—. Llevan auriculares con micrófono por si decides que quieres parar antes de tiempo. Aquí tienes las gafas y estos guantes tácticos deberían servirte. —Fruncí el ceño ante la cantidad de parafernalia que comenzó a ponerme—. Estuve por preguntarle para qué quería que llevara tanto si solo iba a entrar y salir, pero al final decidí callarme para no parecer más inculto de lo que ya me consideraban. —Toma, coge mi chaleco táctico —ofreció Kirk, quitándoselo para entregármelo. —Gracias, pero no lo necesito —dije, considerando que era bastante. —Te servirá para llevar encima más cartuchos y poder terminar la prueba —sugirió Robert con un tono indescifrable. —¿Hay más de treinta blancos? —pregunté a sabiendas de que cada Sig Sauer llevaba cargadores de quince cartuchos. —Veintiséis —contestó Kirk. —En ese caso no me hará falta, gracias —repliqué, decidido. 40
A medida que Jasha se acercaba al campo de tiro, hubo un
cambio en su postura y la decisión con la que daba los pasos. Su cabeza estaba más alta, sus hombros más erguidos… Era casi como si creciera con cada paso que avanzaba. —Detenlo —dijo Anthony, apareciendo a mi lado—. La adrenalina y los sustos pueden ponerlo nervioso. Podría tener un accidente. Mis puños se crisparon cuando Jasha abrió la puerta de metal para escurrirse dentro. —¿Primero lo empujas a hacerlo y ahora quieres que lo detenga? —espeté entre dientes—. ¿Pretendes que lo humille más aún de lo que has hecho tú? —Cámaras activadas —avisó Kirk con el portátil abierto sobre la mesa. Me situé a su lado y enseguida estuvimos rodeados por el resto de los hombres. Me forcé en controlar la respiración al ver a Jasha en la pantalla mirando a su alrededor con esa mezcla entre curiosidad y subidón de adrenalina que te empuja adelante, a pesar de que no tener ni idea de lo que vas a encontrar allí. No iba a confesárselo a ninguno de los presentes, pero tenía el estómago hecho un nudo y el corazón me latía tan fuerte que de un momento a otro iban a poder escucharlo. Anthony tenía razón, aunque lo pareciera, aquello no era un juego. Las balas en las pistolas eran reales y eso era algo que me preocupaba, pero también lo hacía que Jasha hubiese sobreestimado sus habilidades y que, cuando saliera de allí, se sintiera aún más humillado que antes de entrar. Jasha dio su primer paso y Kirk pulsó el botón de una de las secuencias elegidas al azar, y con ello los estallidos de las balas llenaron el aire, llegando hasta nosotros una y otra vez. Las risas y comentarios a mi alrededor se desvanecieron de repente, reemplazados por murmullos de sorpresa y asombro cuando, disparo tras disparo, las balas golpeaban el blanco sin fallar ni una sola vez y las estadísticas en la parte inferior comenzaron a dispararse. —¡Mierda! —exclamó Michael, incapaz de ocultar su incredulidad—. Ese chico sabe lo que se hace. —Joder, yo cuando hice el circuito la primera vez no llegué ni a la mitad de los objetivos y él por ahora ha alcanzado el cien por cien de los que han saltado —confirmó Smith lleno de admiración. Incluso Anthony murmuraba algunas maldiciones mientras seguía con el aliento contenido el avance impecable de Jasha. Se le notaba que carecía del entrenamiento militar que teníamos nosotros, pero su puntería era mágica y su tiempo de reacción casi un milagro. Era capaz de disparar con las dos pistolas prácticamente a la vez sin perder ni la más mínima precisión en los tiros. Sonreí para mis adentros, orgulloso de mi chico y aliviado por haber tomado la decisión correcta cuando lo dejé cumplir sus deseos de reafirmarse, en lugar de seguir mi primer instinto, que fue llevármelo lejos de allí para protegerlo. Veintiséis tiros después, el sistema nos comunicó que el cien por cien de los objetivos habían sido eliminados con éxito con un índice de supervivencia del cero por ciento. ¡Joder! No tenía ni idea de por qué Volkov había puesto a Jasha como guardaespaldas de una chica como Liv, pero estaba claro que tenía sus habilidades desperdiciadas en un trabajo como ese. Si no fuera por la idea de que enviarlo a una misión podría ponerlo en peligro y, además, sería una distracción demasiado grande para mí, habría estado seriamente tentado a contratarlo en el acto. Cuando Jasha regresó del campo de entrenamiento, mis hombres lo saludaron con palabras de admiración y palmaditas en el hombro. Los cachetes de Jasha adquirieron un lindo tono rosado y habría tenido que estar ciego para no notar que estaba más hinchado que un pavo, algo que me divertía y me producía ternura a partes iguales. Cuando llegó a la mesa y me miró expectante, reprimí mis ganas de tomarlo en brazos y besarlo hasta que me pidiera permiso para respirar. —Bien hecho —dije, guardándome las manos en los bolsillos, sabiendo que si me atrevía, aunque solo fuera a rozarlo, la poca racionalidad que todavía me quedaba se iría derecha al garete. —¿Qué tal sabes manejar uno de estos? —preguntó Kirk, empujando una Remington 700 en su dirección y señalando con la barbilla a la derecha, donde se encontraba una estructura metálica para que la subiera. Jasha ni siquiera se lo pensó. Soltó las pistolas sobre la mesa, cogió el rifle y subió las escaleras hasta la base superior del mirador artificial. Se apoyó en una de las barandas como si lo hiciera cada día y apuntó a uno de los objetivos en la distancia, apenas visibles para el ojo humano. ¡Bang! —¡La madre que lo parió! —exclamó Michael al comprobar a través de la pantalla la información de la cámara que enfocaba un agujero en el centro exacto de la Diana. De haber sido una persona el objetivo la bala habría tenido una precisión letal. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! —Esto sí que no me lo esperaba —murmuró Anthony cuando todos vimos la forma en que el mismo agujero había ido aumentando disparo a disparo—. ¿Dónde carajos ha aprendido a disparar así? —La Bratva, ¿recuerdas? —murmuré solo para él. Anthony negó con la cabeza. —Tienen algunos hombres buenos, pero no creo que tengan a ninguno como él. ¿Por qué no salió en la investigación que hicimos? Aquella era una muy buena pregunta, una que iba a averiguar. —Creo que todos estamos de acuerdo en que hemos subestimado al chico —comentó Smith, cosechándose asentimientos del resto de los compañeros. Kirk me posó una mano sobre el hombro y señaló con la barbilla en dirección a Jasha, quien estaba bajando de la plataforma. —¿Puedo darte un consejo, jefe? —Tú dirás. —No metería al chico en un campo de batalla físico, pero nos vendría bien que un francotirador así nos guardase las espaldas en algunas misiones. Deberías contratarlo. —No te creas que me faltan ganas —admití, aunque la cosa era mucho más complicada de lo que Kirk podría imaginar, en especial, porque no tenía ni idea si sería capaz de mantenerme alejado de Jasha si tenía que seguir viéndolo cada día en el trabajo. Me tensé cuando Anthony se interpuso en su camino. —Está bien —admitió a regañadientes—. Tengo que reconocerlo, tienes talento. No me lo esperaba. Jasha lo miró sorprendido, pero acabó por encoger un hombro. —Gracias —replicó sin más, aceptando la disculpa. Sin poder evitarlo, me inundó una oleada de orgullo. No solo les había demostrado a todos que no era alguien a quien debían subestimar, sino que era capaz de actuar con más cabeza que todos ellos juntos. —¿Dónde demonios aprendiste a disparar así? —preguntó uno de los hombres, todavía incapaz de creerse lo que había visto. Jasha encogió los hombros. —Mi padre —replicó sin comprometerse a nada, aunque la respuesta me resultó interesante. —Ha sido impresionante —le comenté con sinceridad cuando se me acercó con una sonrisa tan radiante que prácticamente me obligó a sonreírle de vuelta. —¿Quieres que te cuente un secreto? —murmuró lo bastante bajito para que los hombres que seguían intercambiando opiniones alucinadas entre ellos no pudieran escucharlo. —Si son tuyos, siempre. Jasha se puso de puntillas. Como si su espectáculo de destreza no me hubiera puesto ya lo suficientemente duro, su cálido aliento acariciándome justo debajo del oído casi me arrancó un gemido. —Acabo de descubrir que disparar puede ser jodidamente sexi si tienes puesto un suspensorio de terciopelo y encaje — susurró—. En especial, cuando eres consciente de que tienes el trasero descubierto y la gente te mira sin saberlo. ¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda! —A mi despacho —gruñí de una forma casi animal. —Chicos, se acabó el espectáculo, toca regresar al trabajo —anunció Kirk en voz alta, al tiempo que todos, excepto Anthony, comenzaron a dispersarse. Sin esperar una respuesta, sujeté a Jasha por el brazo y lo arrastré tras de mí. —Un placer conocerte, Jasha —gritó Kirk a nuestra espalda—. Regresa cuando quieras. Realizamos el trayecto en tiempo récord, probablemente porque ignoré a todos los que se habían detenido a saludar o hablar conmigo. —Isabel, asegúrate de que nadie me moleste hasta que te avise —instruí a mi secretaria al pasar por delante de su mesa. —Por supuesto, señor —dijo, siguiéndonos curiosa a mí y a Jasha con la mirada. —A nadie —repetí, mirando a Anthony a los ojos cuando le cerré la puerta en las narices. Cuando me giré, Jasha se encontraba delante de mi mesa de escritorio estudiándome con la cabeza ladeada. —¿Qué ocurre? ¿He hecho algo mal? —preguntó con una inocencia falsa que casi me hizo gruñir de nuevo. Pillando un cojín del sofá, se lo lancé al suelo. —Desnúdate y déjame ver qué es lo que llevas debajo. —¿Y luego? —preguntó, pasándose la camiseta por encima de la cabeza y dejando a la vista los firmes abdominales de su delgado cuerpo. Mi vista se detuvo sobre los diminutos pezones rosados. En mi mente, flotaron pensamientos sobre persuadirlo para que se pusiera piercings en un futuro. Sin embargo, detuve esos pensamientos en seco al darme cuenta de que estaba planeando eventos que se extendían mucho más allá del tiempo que me quedaba a su lado. —Luego —repetí despacio, abriéndome el cinturón y el botón del pantalón—. Creo que sabes qué es lo que quiero, ¿verdad, gorrioncillo? Jasha tragó saliva, pero se desnudó y se dejó caer de rodillas delante de mí, con tal obediencia y sumisión que casi acabé hincado de rodillas con él. —Y ahora —raspé con la garganta reseca—. Abre la boca. Se relamió los labios antes de abrir obediente la boca y sacar la lengua. Hundiendo una mano en su espesa cabellera rubia, llevé mi erección a su boca y dejé que mi glande se deslizara en el húmedo interior, mientras sus enormes ojos me miraban llenos de deseo y una emoción que no me atrevía a analizar, porque sabía que era la misma que me negaba a mí mismo también y que estaba absolutamente prohibida para ambos. Sus labios se cerraron alrededor de mi glande, atrapándome en el interior de su boca. Sujetándolo con ambas manos por la cabellera, lo mantuve quieto y me hundí en su garganta hasta que su nariz quedó aplastada contra la parte baja de mi estómago. —Algunas veces, cuando me miras así, me siento como un dios en el Olimpo. Un dios con su propio ángel particular. No sé si voy a ser capaz de dejarte marchar cuando llegue el momento, ni siquiera estoy seguro de si querré hacerlo. Retirándole una lágrima con el pulgar, retrocedí para dejarlo respirar. Y luego… Luego, me esforcé para que los dos olvidásemos lo que le había confesado. Aunque, en el fondo, muy en el fondo, sabía que sería imposible borrar de mi memoria lo que eso representaba para mí. 41
En cuanto abrí la puerta de mi despacho y me encontré a
Esther sentada detrás de mi escritorio, hasta la última de mis células entró en modo ataque. Con un esfuerzo inhumano borré toda expresión de mi rostro y me obligué a mantener una postura relajada mientras me metía una mano en el bolsillo. —¿Qué estás haciendo aquí? —exigí, cerrando despacio la puerta tras de mí. —Mmm… Sin duda te alegras de verme —se burló con aire de superioridad. —Me alegraré cuando respondas a mi pregunta. No sueles visitarme por puro placer en mi casa. —Podría decir lo mismo de ti —respondió Esther con frialdad, sus ojos de un azul hielo, que parecía casi etéreo, brillaban con el reflejo de la pantalla de mi ordenador y apreté el puño en el bolsillo ante lo que podría haber descubierto entre mis archivos—. La noche de mi cumpleaños te fuiste de mi fiesta sin despedirte. El frío helado de sus ojos penetró en mi pecho. Había sospechado que este momento no tardaría en llegar, pero había supuesto que aún me quedaba algo de tiempo. —Supuse que estabas ocupada con tus invitados, no te encontré y tampoco pensé que tuviera importancia. Además, yo también tenía unos negocios pendientes, sabes de sobra lo ocupado que estoy. —¿Ocupado? —Esther soltó un bufido irritado—. ¿Con quién? ¿Con tu asistente personal? —Su aguda mirada me retó a contradecirla. —¿Qué tienes contra él? No es más que otro de mis empleados —solté fingiendo una irritación que no sentía, pero que esperaba que pudiera ocultar el rápido latido de mi corazón. —Un empleado que está enamorado de ti —afirmó, cruzando los brazos sobre su pecho—. Vamos a dejarnos de pamplinas e historias. A estas alturas ya deberías saber que no me gusta que pretendan tomarme por tonta. Quiero saber qué está pasando entre los dos y por qué un hombre, en apariencia heterosexual, deja que un chico gay lo persiga las veinticuatro horas del día como un perrito faldero con corazoncitos en los ojos —exigió con autoridad, dejando claro que no seguiría aceptando evasivas. —Tú misma lo has dicho, él es gay, no yo. Si es cuestión de celos, puedes quedarte tranquila, no hay nada de lo que debas preocuparte —mentí con una calma que no sentía. —Creo que acabo de dejarte claro que quiero respuestas — replicó con frialdad. Soltando un suspiro, me pasé una mano por el cabello. —Está bien, si tanto quieres saberlo, lo estoy utilizando para obtener información sobre la Bratva para un cliente y el trabajo que me ha encargado —cada palabra era como clavarme un puñal en las entrañas, pero ni siquiera yo podía fingir que aquello no era la verdad—. Puedes confirmar mi respuesta con la de Mark o Anthony al salir. Te dirán lo mismo que yo. Sus ojos se entrecerraron y su mirada se tornó tan penetrante que parecía que iba a atravesarme el cráneo en busca de mis secretos más profundos. —¿Y el trabajo entraña acostarte con él? —¿No eres tú misma quien me entrenó para este tipo de trabajos? Creo recordar que lo llamabas: estar comprometida con el objetivo y estar dispuesto a hacer sacrificios por el bien de la misión —señalé sin ocultar mi sarcasmo. Echándose hacia atrás en mi sillón, juntó la punta de los dedos delante de sus labios. —¿Y por qué debería creerte? —preguntó sin perderme de vista. —Porque me conoces mejor que nadie y sabes más que de sobra que personas como tú y como yo no somos capaces de sentir emociones y vínculos estúpidos como el amor. —Le mantuve la mirada sin parpadear—. Jamás consideraría mantener a alguien tan vulnerable como ese chico en mi vida. —Aun siendo sinceras mis palabras, sonaron como una traición a mí mismo y a Jasha, pero me constaba que no tenía otra opción. —Espero que así sea —cedió finalmente Esther, aunque su expresión dejaba claro que seguía sin estar convencida del todo—. Porque no toleraré que pongas en riesgo nuestros planes por un estúpido encaprichamiento —advirtió antes de levantarse. —¿Es eso lo que confías en mí? —pregunté, forzándome a mantener mis músculos relajados a medida que ella se me acercaba despacio. Sus ojos azul hielo jamás abandonaron los míos. Su mano izquierda rozó mi brazo con delicadeza antes de posarse sobre mi pecho. Me tomó toda mi fuerza de voluntad no retroceder, su respiración entrecortada me hacía sentir como si estuviera atrapado en una telaraña. Con cada centímetro que su boca se aproximó a la mía, una parte de mi alma iba congelándose y muriendo, pero aun así no me moví mientras sus labios rozaban los míos, consciente de que aquello no era más que una prueba y que de su resultado dependía la vida y la seguridad de Jasha. —¿Cómo puedo estar segura de que no hay algo más entre tú y esa criatura? —susurró, explorando mi expresión con intensidad. —¿Qué más quieres que te diga para que me creas? — repliqué fingiendo una calma que nada tenía que ver con mi torbellino interior—. Ya te he dicho que solo es un trabajo — repetí, ignorando la agonía que me inundaba al decirlo. —Entonces, no te costará deshacerte de él —dijo, fijando sus ojos en los míos con determinación—. Tienes una semana para hacerlo, tiempo más que suficiente como para sacarle la información que necesitas —sentenció con una determinación inquebrantable. —Es posible que necesite algo más. Mi cliente tiene planes ambiciosos que necesitan una planificación detallada —intenté ganar tiempo sin caer en el terror que me atenazaba el pecho. Aún no estaba preparado para perder a Jasha y enfrentarme a una vida sin él. Sus labios se curvaron en una sonrisa casi tan cruel como sus ojos. —Entonces, aprovecha el tiempo —comentó sin ocultar la amenaza en su voz—. Tienes una semana, ni un día más. —Está bien —concedí. Sabiendo que era ella la que tenía la sartén por el mango, luché por mantener mi voz firme y calmada mientras sentía que mi mundo se desmoronaba a mi alrededor—. Tienes mi palabra —agregué para que me creyera y dejara a Jasha tranquilo, aunque en mi interior me preguntaba si sería capaz de cumplir con su ultimátum. —Me alegra oírlo —respondió Esther, sujetándome por la nuca mientras apretaba su cuerpo contra el mío y exigía que abriera mis labios a su invasión. En el pasado la había besado alguna que otra vez por voluntad propia, pero esa vez lo único que sentía era un gélido muro formándose a mi alrededor, uno que me protegía tanto de ella como de mis propios sentimientos. Cuando se separó de mí con una sonrisa satisfecha y salió de la oficina sin ningún otro comentario o despedida, supe que había sellado mi destino y que tendría que enfrentar las consecuencias de mis acciones, tanto para Jasha como para mí mismo. 42
Podía sentir el cosquilleo y la excitación que me provocaba la
anticipación cuando deslicé mis dedos por el pomo de la puerta del despacho de Robert, imaginando su reacción al verme con el vestido de delicada seda que me había dejado aquella tarde sobre la cama. La nota junto a él dejaba claro que tenía la libertad de decidir si quería ponérmelo para él o no, y debía admitir que me había costado decidirme, pero en ese momento, llevándolo puesto, no pude evitar experimentar el morbo de lo prohibido y disfrutar de la sensual caricia de la liviana tela sobre mi piel y del roce del aire en mis piernas depiladas. Que además llevase un suspensorio, dejando que mis nalgas se rozaran de forma constante contra la sedosa tela… ¡Uuuf! El simple hecho de vestirme y prepararme para él ya me había puesto a cien y no podía esperar a descubrir su reacción cuando me viera. —¿Robert? —susurré, abriendo la puerta despacio para meter la cabeza y asegurarme de que nadie más estaba con él. En cuanto eché un vistazo, mi corazón dio un vuelco. ¿Dónde se había metido? Había visto a Mark y Anthony saliendo hacía un rato con sus coches, pero no a Robert. Por las tardes siempre solía estar allí ultimando detalles para el día siguiente. Con los hombros caídos, abrí la puerta del todo y entré. No iba a quedarme allí esperándolo y arriesgarme a que regresara acompañado por alguno de sus socios, pero al menos podía dejarle una nota mientras lo aguardaba en mi habitación. Algo que debería haber hecho desde el principio en lugar de dejarme llevar por mi impaciencia y excitación. Debía haberle enviado un mensaje y esperado en mi cama, evitando que alguien más aparte de él pudiera pillarme. Sentándome en su sillón de escritorio, cogí un bolígrafo y me mordí los labios. ¿Qué era más sexi? ¿Una nota escrita sobre su mesa o un par de fotos eróticas a través de WhatsApp? Definitivamente las fotos de WhatsApp, ¿verdad? Ni siquiera sabía si al regresar se pasaría por su despacho con lo tarde que era. Aunque… con una pequeña sonrisa, abrí el cajón para coger el taco de pósits que guardaba allí. Puede que aquella noche no regresara al despacho, pero lo haría al día siguiente y, cuando lo hiciera, quería que lo primero que encontrase fuera una pequeña sorpresa. Mi sonrisa se congeló en los labios cuando descubrí la carpeta marrón en cuya etiqueta se leía, en tipografía Times New Roman, mi nombre y apellido con total claridad. Novikov, Jasha Nº de sujeto: 32.045N Nº de cliente: 7.566B Nº de operación: 16017D Destacados: Bratva/Volkov. Guardaespaldas del sujeto 32.043N Mis manos comenzaron a sudar antes de poder alargar la mano para sacar la carpeta del cajón y a temblar cuando descubrí debajo otra carpeta idéntica en la que solo variaban los datos de la etiqueta: Hendricks, Liv Nº de sujeto: 32.043N Nº de cliente: 7.566B Nº de operación: 16017D Destacados: Protegida Bratva/Volkov (Ravil Sokolov). Colocando ambas carpetas delante de mí sobre el escritorio, abrí primero la mía. Mis músculos se tensaron al encontrar, página tras página, información privada sobre mí. Desde mis números de identidad, seguridad social, cuenta bancaria o del carné de conducir, a datos más básicos, como mi fecha de nacimiento, mi dirección, la matrícula y modelo de mi coche, o información sobre mi madre, mis hermanas, e incluso de mi padre. Intenté recuperar la calma cuando mis dedos comenzaron a temblar tanto que apenas era capaz de pasar la página y mi piel se había cubierto por una capa de sudor frío. No era la primera vez que veía un informe así, había visto cientos de ellos en las manos de Sokolov, la mayoría elaborados como simple medida de seguridad con respecto a las personas que trabajaban para ellos o con las que hacían negocios. Por supuesto que otros informes eran mucho menos inocentes e inofensivos. Mi sangre se congeló de verdad cuando comenzaron a aparecer datos mucho más exhaustivos que los de mi información personal, antecedentes o conexiones y contactos. Mi vida entera se encontraba reflejada en aquel informe: rutinas diarias, información sobre mis movimientos durante los últimos dos meses, mis horarios y hasta mis patrones de comportamientos. Si no hubiera estado tan acojonado, probablemente me habría planteado lo patética que era mi vida cotidiana, pero aquello no era ni siquiera lo peor, sino el análisis de vulnerabilidades, donde constaba desde mi homosexualidad y costumbre de irme a la habitación del club a mantener relaciones íntimas acompañado por Linda y desconocidos, hasta los puntos de acceso a mi domicilio, mis rutinas predecibles, e incluso un estudio de mi relación tóxica con Karl. La última hoja del informe dejó hecha trizas cualquier esperanza de que aquello fuera una equivocación o que pudiera estar malinterpretando la situación.
Objetivo con respecto al sujeto:
1. Usarlo para llegar al sujeto 32.043N 2. Mantenerlo alejado del sujeto 32.043N 3. Sonsacarle información sobre BRATVA/VOLKOV y sujeto 32.043N El punto cuatro estaba escrito a lápiz, como si fuese un añadido posterior al informe: 4. Cliente ofrece 50% beneficios de su venta si se le mantiene con vida y estéticamente intacto al finalizar los objetivos del sujeto 32.043N
Se me escapó un sollozo al ir descubriendo una foto tras otra
conmigo como protagonista: en el club con Linda, mientras trabajaba vigilando a Liv como guardaespaldas, del incidente con César en el almacén e incluso del maldito vídeo con Karl. El almacén… ¡El puto almacén! ¿Cómo no me había planteado nunca el motivo por el que Robert se encontraba allí casualmente para salvarnos el culo a mí y a Liv? ¿Había sido todo una trampa para ganarse mi confianza y apartarme de Liv? ¡Maldita fuera! Había caído como un puto pardillo. Mi cuerpo entero temblaba de forma incontrolable y el nudo en mi estómago se tornó tan grande que tuve que acercar la papelera por si me ponía a vomitar. No quedaba ni la más mínima duda sobre la traición de Robert. No tenía ni idea de quién era su cliente, pero quedaba patente que tanto Robert como él estaban vinculados de algún modo con César y Karl, y yo no… Yo no era su amante, solo un sujeto al que estaba entreteniendo como parte de su trabajo para luego venderme cuando acabasen conmigo. ¿Cómo era posible que Robert me hubiese podido engañar hasta tal punto? ¿Cómo no me había dado cuenta antes de que solo me estaba consintiendo para mantenerme maleable y manipulable para lograr lo que quería en realidad de mí? ¿Cómo no había visto que no era a Esther a quien estaba engañando, sino a mí? Al moverme, mis muslos se quedaron pegados contra la piel del sillón, recordándome el ridículo vestido que me había puesto para él. La humillación me arrasó desde dentro. ¿Cuánto no se habría reído del pobre chico gay al que le gustaba disfrazarse con ropas femeninas creyéndose que estaba sexi? Y los vídeos… ¡Dios! ¡Los vídeos! ¿Cuántos vídeos comprometedores habría grabado de mí? Ni siquiera probé a entrar en el ordenador de Robert. Sabía que tenía clave y que me llevaría un tiempo del que no disponía el tratar de entrar en él. No podía seguir entreteniéndome, necesitaba avisar a Sokolov y largarme de allí cuanto antes. No podía permitirme el lujo de que Robert o uno de sus socios descubriera que lo sabía todo, porque, una vez que lo hicieran, los pañitos calientes conmigo se iban a terminar, y si no podía salvarme a mí, al menos necesitaba salvar a Liv. No fue hasta que cogí las dos carpetas y que me levanté, que descubrí la figura apoyada con calma en el umbral de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. Mis ojos se abrieron llenos de terror y mi corazón palpitó con fuerza ante la sonrisa cruel. —Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en descubrirlo —dijo, cerrando cualquier posibilidad de que me hiciera el tonto y tratase de fingir que no sabía lo que ocurría. 43
—¿Dónde está Robert? —pregunté con la garganta reseca.
La figura en la puerta encogió un hombro. —Con Esther, ¿con quién si no? Al final siempre regresa con ella. Diría que es patético, pero en el fondo tal vez solo sea que están hechos el uno para el otro. Si hubiera sido capaz de sentir algo tras leer el informe y descubrir las intenciones de Robert con respecto a mí, habría notado mi corazón resquebrajarse. —¿Tú estabas al tanto de estos informes? —pregunté, alzando las carpetas para mostrárselas. —Claro, soy yo quien los ha hecho. Tengo que admitir que el tuyo fue de lo más interesante, en especial, el vídeo de ese noviete tuyo. —Sus ojos se fueron a mis labios—. Tengo que admitir que envidié a Robert que le tocase a él seducirte. Intenté tragar una saliva que no tenía. —¿Lo echasteis a suerte? —Más bien hicimos una apuesta sobre si sería capaz de hacerlo. —Se metió las manos en los bolsillos—. Robert es hetero y está comprometido con Esther, ¿qué esperabas? Fue una putada que te dejases tomar el pelo con tanta facilidad por él —siguió sin esperar una respuesta—. Se te notó que estabas hambriento por un poco de atención, pero al menos recuperé el dinero cuando aposté con mi socio a que no sería capaz de convertirte en un travesti. Me tapé el escote con una mano cuando repasó el escueto vestido que llevaba puesto con una mirada que me hizo sentir desnudo y barato. —Claro que él no llegó a ver el vídeo con tu novio, ni sabía lo sumiso que eras. Podría decirse que hice trampas, pero no se lo digas. —Llama a Robert y dile que venga —musité, tratando de que no percibiera cuánto me temblaba la mano—. Lo mínimo que puede hacer es dar la cara después de lo que ha hecho. Su carcajada seca inundó el despacho. —Lo siento, chico lindo. Pero Robert ya ha cumplido con su parte del trato y me dejó muy claro que se merecía unas vacaciones. Yo no soy exactamente de su opinión y creo que se llevó la parte divertida del asunto, pero sería un mal amigo si no me encargase yo mismo del trabajo sucio, en especial, cuando está dispuesto a compartir el dinero conmigo. —¿Qué dinero? —musité sin apenas voz. —El que han ofrecido por ti, aunque ya deberías saberlo si has leído el informe hasta el final. Y lo has hecho, ¿verdad? —¿Qué piensas hacer conmigo ahora? —Buena pregunta. —Se despegó del umbral con pereza—. Si te soy honesto, no lo sé aún. —¿Renunciarías a entregarme a vuestro cliente? Soltó una carcajada divertida y negó con la cabeza, apagando de golpe la diminuta chispa de esperanza que aún conservaba. —Lo siento, chico lindo, pero estamos hablando de mucho dinero. No pienso perderme eso. —Entonces, ¿qué es lo que no sabes? —pregunté tan impaciente como aterrado. Su sonrisa desapareció y una mirada oscura y hambrienta sustituyó el brillo divertido en sus ojos. —Si entregarte directamente y ahorrarme quebraderos de cabeza, o probar la mercancía primero. Tengo que admitir que he ido aficionándome a los vídeos que Robert grabó para mostrarlo a los pujadores y sacar un mejor precio por ti. Algunas de esas grabaciones en las que te corres mientras te parten el culo son incluso mejores que el de la mamada que le hiciste a ese tal Karl. Esa vez no hubo forma de retenerlo: apenas llegué a la papelera para vaciar lo que me quedaba en el estómago. Él encogió la nariz disgustado. —¿En serio era necesario que vomitases otra vez? —¿Por qué estás haciendo esto? —Exhausto, me limpié la boca con el dorso de la mano cuando pareció que a mi estómago ya no le quedaba nada más por expulsar. —Ya te lo he dicho, por dinero. —Entonces, ¿no te pagan por violarme? Una de sus cejas se elevó. Debería haberme aliviado aquel pequeño gesto, pero contradecía la burla ácida en sus pupilas. —¿Quién ha dicho que pretenda violarte? —¿Y cómo piensas lograr lo que dices que quieres de mí? —¿Lo que dices que quieres de mí? —repitió con un bufido—. ¿Qué eres? ¿Una quinceañera virgen? Vamos, Jasha, llama las cosas por su nombre. Quiero que me la chupes y luego quiero follarte hasta que te quedes ronco de tanto gritar y tu culo rebose con mi corrida. —Cuando no contesté, soltó un suspiro y se metió las manos en los bolsillos—. Vamos, no hace falta que me mires así. Podemos llegar a un acuerdo. —¿Un acuerdo? —resoplé, escéptico. —Sí, un acuerdo —repitió—. Tú te pones de rodillas de forma voluntaria y yo, a cambio, me tomaré el tiempo de darte placer luego. Lo grabaremos. Así, cuando Robert lo vea, al menos tendrás la satisfacción de haberle dado por saco. Con lo competitivo que es, no soportará que no sea el único de nosotros con el que te has acostado y que encima lo hayas disfrutado más que con él. Yo tengo mi ratito de placer y tú, tu venganza. Me quedé mirándolo largo rato sin saber muy bien si hablaba en serio y se creía su propia fanfarronada psicótica o si me estaba tomando el pelo. Fingiendo debilidad, me sujeté a la mesa para incorporarme y me coloqué de tal manera que mi cuerpo cubriera el abrecartas que acababa de coger. —¡Vete a la mierda! No voy a dejar que me utilices. Sus labios se curvaron con una satisfecha crueldad. —Mejor. —Encogió un hombro y dio un paso hacia mí—. Será más divertido descubrir si consigo hacerte correr en contra de tu voluntad. Ah, ¿y te he confesado ya que una de mis mayores fantasías es que llores para mí mientras te follo? De modo que no te retengas, por favor. Quiero que llores como nunca lo has hecho por nadie más. Mi corazón latió en un acelerado pánico. Aquel hombre estaba enfermo, no existía otra explicación. Por desgracia para él, no era el primer tipo enfermo en mi vida, pero sí el primero al que no pensaba dejarle salirse con la suya. Me daban igual las consecuencias, ya era demasiado tarde, y había cosas por las que no pensaba volver a pasar. Prefería morir si era necesario. 44
Al entrar en la cocina, me recibieron los rostros graves de mis
compañeros mientras Anthony terminaba de desinfectar unos puntos en el costado de Mark, quien sujetaba un paquete de guisantes congelados sobre su pómulo. Tan pronto los vi supe que lo que fuera que hubiera sucedido estaba relacionado con Jasha. Ni siquiera pregunté qué era lo que había pasado. Me giré y corrí arriba a la habitación. Tanto el dormitorio de Jasha como el mío estaban intactos. Ni un solo objeto se encontraba fuera de lugar. Incluso su ropa estaba bien doblada sobre el sillón de la esquina. —¿Jasha? —grité por el pasillo, abriendo las puertas de las otras habitaciones de una en una sin que me importasen los portazos que daban contra las paredes—. ¡¿Jasha?! Con cada habitación vacía que iba dejando atrás, mi corazón se aceleraba más y más. Me bastó entrar en mi despacho y atisbar la carpeta con los papeles esparcidos por el suelo y el sillón de mi escritorio caído para adivinar lo que había pasado. —Lo siento, cuando llegué, ya era demasiado tarde — explicó Mark a mi espalda con Anthony a su lado mientras contemplábamos el desastre formado por los objetos tirados, restos de cristal y cerámica y sangre por doquier—. Intenté detenerlo y convencerlo de que te esperase para que pudieras darle una explicación, pero estaba hecho una fiera. Me atacó con un abrecartas y la única forma de retenerlo habría sido haciéndole daño. Imaginé que no querrías que llegara a eso. Algo dentro de mí se congeló, aunque no habría sido capaz de decir si fue mi corazón o mi alma. Tal vez ambos. —Dejadme a solas, por favor —pedí, enderezando el sillón. —Rob… —Necesito estar a solas —siseé, dejándome caer en el asiento. —Vamos, Mark, déjalo —intervino Anthony, colocándole una mano sobre el hombro cuando este volvió a abrir la boca —. Robert sabe que estaremos aquí si nos necesita. Ni siquiera comprobé que se hubieran marchado de verdad cuando la puerta sonó cerrándose con suavidad. Saqué el móvil, entré en la carpeta de contactos y marqué el primer número de mi lista de favoritos. —Vamos gorrioncillo, cógeme el teléfono. Grítame, mándame a la mierda, pero cógeme el teléfono —murmuré, desesperado. Cuando no me lo cogió, entré en el rastreador que le había instalado en el suyo, pero no había forma de localizarlo. Maldije para mis adentros. Jasha no era tonto, se había criado en la Bratva. Sabía que lo primero que debía hacer para que no lo siguieran era deshacerse del móvil. Me senté ante el ordenador y busqué la copia de seguridad que le había sacado al antiguo móvil de Jasha a su llegada a la mansión, abrí su carpeta de contactos y marqué sin éxito el número de Liv. Linda tampoco me lo cogió y casi estuve a punto de colgar la llamada cuando la madre de Jasha al fin descolgó. —¿Dígame? —¿Señora Novikova? —¿Sí? —Soy Robert Steele, un amigo de su hijo. —¿Sabe algo de él? —balbuceó alarmada—. ¿Ha ocurrido algo? Maldije para mis adentros al darme cuenta de que si la mujer no sabía nada, las probabilidades de que Jasha estuviese en su casa eran mínimas. —Sí —admití con sinceridad—. Ha estado viviendo conmigo, pero ha habido un malentendido y Jasha ya se había ido cuando he regresado a casa. Me gustaría tener la oportunidad de explicarle qué es lo que ha ocurrido y… y necesito hablar con él, por favor. Al otro lado de la línea se oyó un pesado silencio. —¿Solo sois amigos? —preguntó de repente, cogiéndome desprevenido. —No —confesé después de unos segundos, demasiados tal vez—. No, no somos solo amigos. —¿Tienes sentimientos por él? —Sí —contesté sin dudarlo. Su suspiro cansado resonó a través de la línea. —¿Mi hijo alguna vez te ha contado sobre su padre y lo que le hizo? Titubeé. —En realidad no, pero por sus pesadillas y otro tipo de información… Creo que me puedo hacer una idea. —Confía en mí. Nada de lo que puedas imaginar alcanza a compararse con la realidad de lo que ha pasado. Tragué saliva cuando mi boca repentinamente se resecó. Las piezas que había encajado no formaban un cuadro bonito, pero si era incluso peor… No quería ni pensarlo. —Estaré preparado para cuando decida confiar en mí y contármelo. —No lo hará —su tono fue contundente—. No al completo. Si sabe que lo quieres, evitará hacerlo para no hacerte sufrir por él. Mi Jasha es así, siempre sacrificándose por los demás y haciendo lo indecible con tal de ver felices a los que están a su alrededor. Por desgracia, las personas más importantes de su vida le han fallado, yo incluida. A Jasha no solo le cuesta confiar, sino que se valora tan poco que siempre asume lo peor y se echa la culpa de no ser suficiente. —Jasha es más que suficiente, Jasha lo es todo —musité con la voz quebrada por el nudo que se me había formado en la garganta. —En ese caso, lucha por él y házselo saber. —Quiero hacerlo. Voy a hacerlo —me corregí—. Pero necesito que me diga dónde está y que me ayude a hablar con él. Otro suspiro cruzó la línea. —No ha aparecido por aquí, aunque no me extraña. No creo que vuelva hasta que hayan encontrado a Liv. —¿Encontrado a Liv? —El corazón se me cayó a los pies y mis manos temblaron ante la respuesta que sabía que iba a llegar. —Sé que probablemente no debería contarte esto, pero si conoces a Jasha, ya sabes que trabaja como guardaespaldas de la protegida de Sokolov. Anoche la chica fue a una fiesta y no regresó. Nadie sabe dónde está. El mundo se desplomó sobre mis hombros. Podía equivocarme, pero… —Yo…, gracias. —¿Robert? —¿Sí? Ella titubeó. —¿Lo que dijiste antes era cierto? ¿Sientes algo por él? ¿Estás enamorado de mi Jasha? —Con cada célula de mi ser —confesé. —Entonces cuídamelo y no le rompas el corazón como hicimos su padre y yo. Esa criatura se merece ser feliz por una vez en su vida sin que nadie lo use en su propio provecho. Colgué la llamada antes de que se me escapara la verdad sobre cuán tarde llegaba ese consejo y, lo peor era, que había sabido desde el mismo instante en que lo conocí que acabaría rompiéndole el corazón. Sacando la botella de ron del cajón inferior del escritorio, me arrastré como pude hasta la habitación de Jasha y me tiré en su cama. Intenté llamarlo de nuevo y revisé los mensajes por si me había enviado alguna señal. Me daba igual lo que fuera, por mí como si era para insultarme y dejarme claro la clase de hijo de puta insensible que era. Me bastaba con oír su voz, saber que estaba bien. Ahora que Liv había sido secuestrada, sabía que, sin importar que me pusiese de rodillas para suplicarle por su perdón, no iba a perdonarme jamás lo que le había hecho. Iba a hacerlo de todos modos hasta que me sangrasen las rodillas si hacía falta. Si en algún momento de esas últimas semanas había pensado que sería capaz de superar su pérdida cuando llegase el momento, ahora me daba cuenta de que era algo imposible. Uno no supera la pérdida de su alma ni la de su corazón, y eso era justo lo que Jasha era para mí. Sonreí con amargura al fijarme en la bolsa de la boutique con el vestido lencero que había encargado expresamente para él. Me había pasado la mañana preguntándome si al llegar a casa lo llevaría puesto. Ahora ya… Fruncí el ceño al darme cuenta de que la bolsa estaba vacía. Levantándome, dejé la botella sobre la mesita de noche y me acerqué a comprobarlo. Nada. El vestido no estaba. Los zapatos de tacón, sí. Corrí al baño y al vestidor, luego rebusqué en los cajones y debajo de la cama. El vestido no se encontraba en ningún sitio. Mi mirada regresó al montón de ropa doblada sobre el sillón y luego metí la mano debajo de la almohada para comprobar si su pijama se encontraba allí. Mi estómago comenzó a revolverse cuando mis dedos tocaron la sedosa tela de su pantalón de pijama del pato Lucas. ¡Mierda! Me giré hacia la cámara que teníamos instalada en el rincón para cuando se nos antojaba aumentar nuestra videoteca personal. La desmonté del aparato y me senté sobre el filo de la cama para comprobar la última grabación. Y ahí estaba: Jasha poniéndose el vestido con esa mezcla de sensualidad y burla que me volvía loco, lanzándome de cuando en cuando miradas provocativas a través de la lente. El nudo que se me formó en la garganta cuando se colocó un dedo sobre los labios en un gesto conspiratorio antes de apagar la cámara me robó la capacidad de respirar. Jasha llevaba puesto el vestido e iba descalzo. Sus zapatillas se encontraban al lado de la cama y no se había puesto los zapatos de tacón. Si algo sabía sobre él era que jamás saldría en público con un atuendo como aquel. Incluso en el irreal caso de estar demasiado alterado como para darse cuenta de que iba descalzo y vestido así, habría regresado en cuanto se percatara. No solo sabía lo que le podría ocurrir si sus hermanos de la Bratva lo veían así, sino que su propio sentido del ridículo no le permitiría enfrentarse a la gente exponiendo su secreto más íntimo, no a menos que alguien lo obligase a hacerlo. Fui a mi cuarto de baño y me enjuagué la cara. Aproveché el espejo para revisar con disimulo las paredes y la decoración. En cuanto detecté lo que buscaba, fingí un exabrupto mientras lanzaba la jabonera contra el cuadro, haciendo que este cayera al suelo. Luego, lo pisoteé como por casualidad la diminuta cámara espía que se había desprendido del marco. Solo por si acaso, registré el resto del cuarto de baño antes de acuclillarme ante el mueble del lavabo. Vacié con impaciencia una de las repisas para abrir el panel del fondo y saqué varios fajos de billetes, un móvil sin estrenar, un par de navajas de combate, la pistola, la munición y las llaves de la moto que tenía escondida en el almacén de una vieja tintorería. Tras eso, recoloqué el panel y puse de nuevo los botes en su sitio. A través del móvil accedí a las grabaciones de seguridad de la casa, solo para encontrar lo que ya me había imaginado: nada. Como era de esperar habían borrado cualquier rastro de que Jasha hubiese salido de su habitación, entrado en mi despacho o salido de la casa. Ya casi había atravesado el vestíbulo de la entrada cuando Mark me alcanzó. —¿A dónde vas? —Voy a dar una vuelta a ver si encuentro a Jasha — respondí con una media verdad. —Espera que coja la chaqueta, voy contigo. Con los dientes apretados, procuré no fijarme en su pómulo hinchado. —Lo siento, pero esto es algo que necesito hacer solo. —Rob, no necesitas hacerlo a solas —insistió, acercándose y dándome un apretón en el hombro—. Para eso estamos los amigos, ¿no? Deja que vaya contigo, entre los dos lo encontraremos antes. —Te lo agradezco. —Me forcé a sonreír. Era una suerte que nadie esperase que estuviera contento—. Pero si Jasha te ha hecho eso —señalé su cara—. Lo último que necesito es que se altere al verte. Las cosas ya están bastante complicadas, pero tienes razón: me vendría bien tu ayuda. —Lo que necesites —replicó tras un corto titubeo. —Revisa los vídeos de seguridad de las cámaras por si encuentras alguna indicación de adónde ha ido. —Ya lo he hecho, pero debió de tocar algo en tu ordenador, porque solo se ve nieve y borrones cuando ocurrió todo. —Envíaselo a Richard y que mire si puede solucionarlo de alguna forma. —Claro, no sé cómo no se me había ocurrido antes — replicó con una sonrisa que no le llegó a los ojos. Asentí. —Avísame si descubres algo o si hay alguna pista de adónde ha ido. —Por supuesto. Me largué antes de que la tentación de cogerlo por el cuello y propinarle una paliza hasta sacarle la verdad sobre lo ocurrido me cegase. No perdí el tiempo en ir demasiado lejos. Aparcando el coche en un parque cercano, dejé mi móvil en el interior. Después de comprobar que tenía las llaves de la moto y del almacén, me alejé unos cien metros antes de constatar que nadie me había seguido y saqué el móvil de repuesto que había cogido de mi escondite del baño. En cuanto lo encendí, bajé el número de teléfono que me interesaba de la nube. Imaginaba que era una suerte que Esther y su padre me hubieran entrenado tan bien a lo largo de los años. —Allo? —¿Dimitri Volkov? —pregunté, yendo directo al grano. —El mismo. ¿Quién eres y cómo has conseguido este número? 45
Lo primero que sentí fue el dolor de los maltrechos músculos
de mis brazos y cuello por la incómoda postura sobre la silla a la que me habían atado. Lo siguiente fue el sabor ferroso en mi boca y el agudo pinchazo al respirar, el cual me indicaba que probablemente tenía alguna costilla rota o, como mínimo, magullada. Pasándome la lengua por los resecos labios, noté enseguida la hinchazón y el corte que me había hecho Mark cuando me pegó el puñetazo. Mark… Robert… Me habían traicionado. Lo supe en el instante en que leí los informes, pero Mark me lo había confirmado. ¡Joder! Al bajar la mirada por mi cuerpo, vi el vestido ensangrentado y rasgado, o al menos lo que quedaba de él. Me invadió la humillación al mismo tiempo que el pánico al pensar en lo que podían haber hecho conmigo una vez Mark me hubo dejado inconsciente. Después de encoger los músculos internos y revisar que no se sentían forzados, y que seguramente eran la única parte de mi cuerpo que no me dolía, respiré un poco más tranquilo. Abrí los ojos despacio, pero de inmediato mis pupilas fueron asaltadas por la tenue luz que apenas iluminaba aquel entorno. La celda en la que me encontraba era pequeña, más o menos del tamaño de mi antiguo dormitorio en casa de mi madre. El moho trepaba por las paredes, pintándolas de un enfermizo tono negro verdoso, y una única bombilla parpadeante colgaba del techo, proyectando sombras distorsionadas que bailaban sobre el sucio suelo de hormigón. El aire, denso por la humedad y el hedor, era difícil de respirar, lo que no ayudaba a mejorar la primera impresión que uno podría llevarse de aquel lugar. Me estremecí al intentar moverme, pero las bridas con las que me habían amarrado las manos a la espalda me impedían cualquier movimiento significativo. El pánico empezó a invadirme cuando noté una figura apoyada en la pared observándome con los brazos cruzados sobre el pecho. Me tomó varios segundos darme cuenta de que los ojos azules que me estudiaban no eran los de Mark. —¿Quién eres? —raspé con la garganta irritada. —¿No lo sabes? —preguntó el chico rubio, que bien podría tener mi edad, ladeando la cabeza—. Supongo que no tardarás demasiado en descubrirlo. Cuando dio un paso adelante y la luz lo iluminó un poco mejor, fruncí el ceño. Era guapo, con rasgos tan finos y femeninos que casi parecía un ángel. Casi. Porque por la fría expresión en sus ojos quedaba claro que lo que fuera que tuviese planificado para mí no iba a ser bueno. —¿Se supone que debería conocerte? —indagué. Si había algo que había aprendido con los capullos a los que me entregaba mi padre, era que, mientras más los entretuviera con palabras, menos tiempo les sobraba para hacerme daño. —Puede. —El chico se acercó a mí y se sacó sin prisas una jeringuilla del bolsillo. —Espera, ¿qué vas a hacer? —Mi pánico se acrecentó al ver cómo le quitaba el tapón protector a la aguja—. ¡No he hecho nada! ¡No necesitas echarme ninguna mierda en las venas! Cuando me tiró del pelo con una brusquedad innecesaria, mi cuero cabelludo dolió como si se clavaran mil alfileres en él, obligándome a mirarle a unos ojos que me resultaban extrañamente conocidos. —Es por tu bien. Me lo agradecerás más tarde —dijo, pinchándome en la vena del cuello, para luego acercarme los labios al oído—. O puede que no.
La siguiente vez que me desperté, al tormento de mi cuerpo
magullado, se añadió un tremendo dolor de cabeza y una sensación abotargada que enturbiaba mis pensamientos. Incluso antes de abrir los párpados sabía que el chico rubio se encontraba allí conmigo. Podía sentir sus ojos clavados en mi piel, y la simple idea ya me producía escalofríos. —¿Quién eres? —musité—. ¡¿Quién eres?! —grité, desesperado, algo que solo parecía divertirle por la forma en que rompió a reír. —A ver si lo adivino —se burló como si toda aquella situación le resultara de lo más cómica—. Te resulto conocido, pero estás seguro de no haberme visto en tu vida, ¿es eso? —Sí a lo primero, y no estoy seguro de lo segundo — admití mucho más calmado, ahora que al menos estaba dispuesto a hablar conmigo. —Mmm… —Giré el cuello a medida que me rodeaba y jadeé cuando volvió a tirarme del pelo con fuerza para obligarme a mirar al frente, a la cámara del móvil que sostenía con el brazo estirado como si fuese a sacarnos un selfi—. Mira bien —dijo con voz monótona, su aliento caliente contra mi oreja. Me enseñó la pantalla del teléfono y, aunque la iluminación de la celda era escasa, se veían con claridad nuestros rostros, el uno al lado del otro. No fue el acto en sí lo que me cortó la respiración, sino el azul idéntico de nuestros ojos, la forma en la que su estilizada nariz acababa en una punta un tanto cuadrada al igual que la mía y que nuestro cabello rubio compartía el mismo dorado en las puntas y se tornaba algo más oscuro a medida que se acercaba a las raíces, aunque el suyo fuera muchísimo más largo que el mío. El corazón se me aceleró y me retumbó en los oídos. La repentina realidad de lo que aquello podía significar me hizo luchar contra las ataduras de mis manos. Su sonrisa se tornó cruel mientras el plástico de las bridas en mis muñecas y tobillos me cortaba la piel, pero, por más que trataba de asimilarlo, solo quería escapar de aquella pesadilla, porque no había otra explicación, aquello debía de ser una pesadilla. Nadie en el mundo debería parecerse tanto a mí, y mucho menos un desconocido. Compartíamos tantos rasgos que resultaba espeluznante. —Qué carajos… —murmuré en voz baja, incapaz de apartar la mirada de la imagen. Mi capacidad pulmonar pareció disminuir, haciendo que me asfixiara, y mis pensamientos se descontrolaron. ¿Quién era ese chico? ¿Por qué se parecía tanto a mí? ¿Y qué relación tenía con mi secuestro y con Robert? —Ahora lo entiendes, ¿no? —susurró el chico, curvando los labios en una sonrisa siniestra—. No puedes seguir negándolo. —¿Negar el qué? —pregunté preso del pánico mientras intentaba comprender lo que estaba ocurriendo. Los ojos del chico parpadearon con un atisbo de locura y apartó con brusquedad el móvil como si mi respuesta lo hubiera molestado—. ¿Quién eres? —murmuré una vez más, a pesar de que conocía la respuesta, cada vez con mayor claridad. —¿Aún no lo has adivinado, hermanito? —se mofó con una dulzura que, no por empalagosa, se sentía menos amenazante. —¿Hermanito? —susurré, apenas capaz de comprender que aquello fuera una posibilidad. La sonrisa el chico se hizo más amplia y sus ojos se llenaron de un brillo inquietante—. Es imposible… ¿Cómo? —Sacudí la cabeza, negándome a creerlo. Soltándome, se colocó de nuevo delante de mí y me miró con ojos fríos y carentes de cualquier emoción. —¿Es imposible? Tragué saliva. Mis pensamientos giraban en espiral y las paredes de la celda parecían estar cerrándose a mi alrededor. —Mi pelo, ojos y nariz son de mi madre —reflexioné en voz alta—. Nadie en la familia de mi padre tiene esos rasgos. Nadie es… como tú. —Sí, supongo que en eso tienes razón —admitió, ladeando la cabeza—. Que hubiera sacado algo de un hombre que no es mi padre habría sido raro. Sus rasgos eran cuando menos llamativos, con sus pómulos altos, nariz recta y labios finos que esbozaban una sonrisa cruel. Tenía una belleza casi antinatural que se mezclaba con un rostro angelical y una mirada casi diabólica. Todo en él gritaba peligro y, sin embargo, se parecía tanto a mí que era difícil ignorar las similitudes. —¡Respóndeme! ¿Cómo podrías ser mi hermano si no eres de mi padre? —le exigí con mi frustración creciendo por momentos. Bufó, irritado. —Eres mi hermano, no deberías ser tan estúpido como para tener que preguntarme esas cosas. —Pero eres prácticamente de mi edad y eso… Mi madre… Recordaría haberla visto embarazada. —Imposible, imposible… —canturreó a modo de burla—. La verdad, no sé qué es lo que ella vio en ti. —¿Quién es ella y de qué estás hablando? —Somos más parecidos de lo que puedas imaginar —dijo con lo que apenas fue un susurro al levantarse—. Y eso es algo de lo que no puedes escapar. —¡¿A qué te refieres?! —Si no estaba loco ya, pronto iba a estarlo. —Lo descubrirás, es inevitable —replicó el chico con voz impasible mientras desaparecía en dirección a la puerta, dejando mis preguntas sin respuesta y una creciente sensación de terror. —¡Espera! —grité desesperado por obtener más información. Pero ya era demasiado tarde. Se había ido. Nada de lo que había dicho tenía sentido. Y si éramos hermanos, ¿por qué me tenía atado y encerrado allí en condiciones peores que las de un animal? La presión de mi pecho parecía estar aplastándome y mis temblores se debían más a la escalofriante sensación que se cernía sobre mí como un sudario que al frío de la celda. Solo me quedaba rezar para que aquel chico estuviera tratando de volverme loco y que no fuera realmente mi hermano, porque si lo era, entonces Robert no era el único que me había engañado, mi madre también lo había hecho. La incertidumbre me hizo apretar los puños en un intento por sofocar el miedo que amenazaba con consumirme. Necesitaba poder creer en alguien y, si no podía hacerlo ni en el hombre al que amaba ni en mi madre, ¿quién más me quedaba? 46
—¿Quién eres y cómo has conseguido este número? —Por la
irritación en la voz de Dimitri Volkov, se adivinaba que no le hacía ni pizca de gracia que alguien supiera el número de su móvil restringido. En condiciones normales ese hecho me habría divertido y hasta provocado satisfacción. Sin embargo, no ese día. —Alguien que sabe quién puede tener cautiva a Liv, pero que necesita un favor a cambio de esa información. —¿Quién y qué favor? —insistió con mayor frialdad que antes, si eso era posible. El hombre tenía fama de implacable. Eso era algo que podía creerme con facilidad. Por desgracia para él, yo no era uno de los borregos asustadizos con los que estaba acostumbrado a tratar. —Te espero en la Rainbow Rings Bakery dentro de una hora —le indiqué, ignorando su pregunta—. Busca la dirección en internet. —¿Y quién me asegura que no es una trampa? —Eres demasiado listo para hacer preguntas tan estúpidas. Me reconocerás en cuanto me veas. Eso debería bastarte. Le colgué la llamada antes de que pudiera contestarme. Puede que para dentro de una hora el mosqueo se le habría pasado, o puede que no. La verdad era que me importaba un carajo. Sabía que asistiría o que al menos enviaría a alguien y que, en cuanto me reconociera, aceptaría hablar conmigo. Eso era lo único que importaba. Anduve hasta el final del callejón y abrí la cancela de una vieja tintorería para volver a cerrarla tras de mí. Atravesé el establecimiento abandonado hasta el fondo, donde se encontraba una oficina cubierta de polvo. Me senté en el escritorio, abrí el portátil y entré en las cámaras de seguridad de la mansión en busca de la grabación de nieve que me había comentado Mark. Bufé con disgusto. ¿En serio me había tomado por tan tonto como para creer que iba a tragarme todo aquel teatro? Me conocía desde que prácticamente éramos unos críos y le salvé el culo en una misión secreta de los Navy Seals. Debería conocerme mejor a esas alturas. Copiando la grabación original, la envié a través de un programa de transferencia de archivos. Richard podría ser un genio en eso de recuperar información y probablemente era uno de los mejores de Boston, pero Shania lo superaba con creces.
YO: Necesito discreción absoluta. Solo te
comunicarás conmigo.
YO: Haz que los resultados sean inmediatos. Te
pagaré lo que haga falta.
SN: Si fueras otro, no te lo diría, pero deberías
saber que no eres el primero en enviarme este vídeo. Ya me he comprometido y el trabajo es el trabajo. Os enviaré los resultados a ambos. Quedas avisado.
No perdí el tiempo en preguntarle quién era la otra
persona. Sabía que no me lo diría. Shania era una profesional en toda regla y aquel aviso debía haberle costado lo indecible con su impecable ética.
YO: Estoy en deuda contigo. Avísame cuando se
lo hayas enviado a la otra persona. SN: 100.000$ si lo consigo para hoy. 50.000$ si es para mañana. En cuanto al resto de la deuda, estamos en paz.
Sí, imaginé que lo estábamos. El rescate de su hijo a
cambio de la información para rescatar a Jasha me parecía un precio más que justo.
YO: Gracias.
SN: Deja de hacerme perder el tiempo. Estoy
trabajando.
Sacudiendo la cabeza, cerré el portátil. Si alguien podía
descubrir la verdad, era ella. Y cuando lo hiciera, también descubriría quién era el o los traidores que tenía en mi hogar. Con un vistazo al reloj, me dirigí al garaje trasero de la lavandería y destapé la moto que tenía aparcada allí. Era la hora de enfrentarme a Dimitri Volkov.
Si hacía unos meses alguien me hubiera dicho que sería un
cliente habitual de un lugar llamado Rainbow Rings Bakery, que desde fuera parecía la típica pastelería que uno espera encontrar en un libro de fantasía infantil, con su fachada de alegres colores pastel y un escaparate que de solo de mirarlo podría provocar infartos por subidones de glucosa, probablemente habría arqueado una ceja y lo habría desechado por ridículo. Bastaron unas semanas con Jasha y mi obsesión por concederle pequeños caprichos para que, al entrar en el establecimiento, la dueña me dirigiera una amplia sonrisa y me saludara por mi nombre. —Buenas tardes, Robert. ¿Lo mismo de siempre? —me preguntó la agradable latina que regentaba el local. —Hola, Rosa. Sí. —No tenía mucho sentido comprar una docena de dónuts con glaseado de varios colores y sabores o si Jasha no estaba en casa. Sin embargo, decir no me habría obligado a enfrentarme a la posibilidad de que él no regresara conmigo, y no me sentía preparado para eso. El servicio estaría más que encantado de probarlos. Jasha se había encargado de malacostumbrarlos y ahora estaban tan condicionados que, en cuanto olían café por la tarde, hasta mis hombres se acercaban a la cocina a por una sobredosis de azúcar. Apostaba a que hasta salivaban como los perros de Pavlov al percibir el aroma. Lo curioso era que Jasha se retiraba con su merienda en cuanto los demás empezaban a llegar, como si temiera interactuar con ellos o esperase que lo rechazaran—. Ponme también un capuchino para tomar aquí. —Siéntate, ahora te lo llevo. Tomé asiento en el rincón, eligiendo un banco que resguardase mi espalda y me permitiera una vista clara de la entrada del local. Aunque podría haberme sentido ridículo en medio de esa atmósfera en tonos rosa pastel, más adecuada para una fiesta de princesas infantiles que de un hombre de negocios serio como yo, lo cierto es que el aroma de los dónuts recién horneados, combinado con el de los granos de café tostados, me resultaba reconfortante y me envolvía en una sensación acogedora, haciéndome añorar la sonrisa de Jasha cada vez que me veía llegar con una de las coloridas cajas del Rainbow Rings Bakery. —Aquí tienes el café y los dónuts para llevar. He metido un par de sabores nuevos que acaban de llegar. Asentí sin contestar y deslicé mi tarjeta sobre la mesa para que me cobrara. Aunque no hubiera estado vigilando la puerta, habría sabido el instante exacto en que llegaron Dimitri y Sokolov, ya que tanto las dos familias con niños como la parejita junto a la ventana se pusieron rígidos y les dirigieron miradas disimuladas, llenas de miedo, en un repentino silencio. Incluso Rosa, a mi lado, se quedó congelada en el sitio. —Rosa, por favor, tómales el pedido a mis invitados. No tardaremos en irnos —la tranquilicé. No podía decir que me extrañase la reacción del resto de los clientes o el alivio de Rosa ante mis palabras. Por si la imponente presencia de los corpulentos rusos y los tatuajes que asomaban por sus cuellos y las mangas de sus impecables trajes no fueran suficiente, los ojos helados de Dimitri Volkov y la expresión adusta de Ravil Sokolov, su segundo al mando, no prometían nada bueno. —¿Qué puedo ponerles, señores? —preguntó Rosa con un ligero temblor en su fingido tono animado mientras ellos se sentaban frente a mí. —Un expreso está bien —contestó Dimitri con un tono relajado, aunque su mirada no se apartó de mí. Sokolov se abstuvo de responder, limitándose a examinarme con los ojos entreabiertos. Rosa arrastró incómoda los pies y lanzó vistazos ansiosos a la barra, como si quisiera refugiarse detrás de ella. —Te recomiendo el moka caramelizado, Sokolov — intervine, compadeciéndome de ella—. El que hacen aquí está delicioso. —No lo había probado en la vida, pero era el que le llevaba a Jasha y, si algo sabía de ese brebaje, es que bastaba que se derramara una gota para que se te quedasen los dedos pegados al vaso. El ruso cabrón se lo tendría merecido si se le quedaba el culo taponado. Lo único que denotó que Sokolov sabía exactamente lo que estaba haciendo fue el tic en su ojo derecho. —Un café con leche —gruñó al fin. —Estaré de vuelta enseguida —farfulló Rosa, largándose precipitada. —¿Dónde está Liv? —exigió Sokolov sin perder el tiempo en fanfarronadas. Tenía que admitir que eso era algo que admiraba en él, aunque no me gustaba en absoluto la forma en la que me hablaba. —No conozco la localización física, pero sospecho quién puede tenerla —admití. —¿Quién? —Os lo diré en cuanto lleguemos a un acuerdo. Si el gigante ruso fue rápido en levantarse con la intención de lanzarse sobre mí, su jefe fue más rápido en detenerlo y obligarlo a mantenerse sentado. —¿Qué quieres? —preguntó Dimitri con frialdad. —Liv no es la única que han secuestrado, y sospecho que la han cogido los mismos. Dimitri se mantuvo inmóvil al estudiarme. —Te escucho. —Yo os ayudo a localizarlos y vosotros me ayudáis a liberarlos. Los tres nos callamos cuando se acercó Rosa con los cafés. —Eres el dueño de una de las empresas de mercenarios más prestigiosa a nivel mundial —dijo Dimitri en voz baja en cuanto la mujer se marchó; la desconfianza patente en su rostro esculpido—. ¿Por qué ibas a necesitarnos a nosotros? —Porque sospecho que me han traicionado y no quiero arriesgarme a que la información sobre el rescate le llegue a la persona o personas equivocadas. Dimitri y Sokolov intercambiaron una larga mirada, casi como si estuvieran teniendo una conversación telepática, antes de que Dimitri asintiera. —Me parece una petición razonable. —Hay algo más —continué. Dimitri arqueó una ceja y Sokolov soltó un gruñido—. La persona a la que quiero que me ayudéis a rescatar tendrá amnistía total por parte de la Bratva. —Miré fijamente a Sokolov—. Me debes una vida de cuando os ayudé a salvar a Liv en el Emporio. Quiero cobrarme la deuda. De hecho, quiero que lo liberéis de las ataduras que tiene con vosotros y que dejéis que, de ahora en adelante, yo me preocupe de él y de su familia. Aquello consiguió que ambos se irguieran. —¿Es uno de los nuestros? —preguntó Dimitri. No tenía muy claro si me convenía sincerarme del todo con ellos, pero no me quedaba más remedio que facilitarles al menos los datos más básicos. De todos modos, no había forma de que no acabasen por enterarse de quién estaba hablando si me ayudaban con el tema del rescate. —Jasha Novikov. Eso pareció dejarlos a ambos sin palabras. —Jasha me pidió hace tres semanas un permiso para trabajar durante un mes en un encargo especial que le habían hecho —intervino Sokolov por primera vez sin gruñidos—. No se le ha visto el pelo desde entonces. ¿Es para ti para quién trabajaba? Dimitri me estudió pensativo. —Es más o menos el mismo tiempo desde el que circulan rumores sobre ti y un supuesto asistente personal. Le mantuve la mirada sin pestañear. —Necesito la amnistía para él antes de seguir revelando más información. Dimitri soltó un suspiro y se llevó la taza de café a los labios. Se tomó su tiempo antes de soltar de nuevo la taza sobre la mesa, reajustar su posición y contestar: —Puedo comprometerme a perdonarle lo que sea que haya hecho, siempre que no haya provocado un daño irreparable a alguna de las familias pertenecientes a la hermandad. Jasha estará a salvo y le daremos protección si la necesita. Ni siquiera tienes que involucrarte en su rescate más allá de darnos la información que necesitamos. Pertenece a la hermandad. No abandonamos a los nuestros. —Mi participación en el rescate no es negociable. También quiero que lo liberéis de los lazos que lo atan a la Bratva Volkov y la hermandad —le recordé. Los penetrantes ojos de Dimitri repasaron mi rostro. —No es lo habitual, pero podría hacerse. Sin embargo, será una decisión que deberá tomar él. No pienso obligarlo a depender de ti si es eso lo que estás buscando. —Eso no es… —Mi móvil sonó con un email entrante—. Discúlpame un momento, esto puede ser importante para lo que estamos hablando. En cuanto abrí la aplicación, me encontré con dos mensajes, ambos con enlaces para bajar vídeos, uno de ellos provenía de Shania. Abrí el de Anthony primero.
ANTHONY: Lo siento, creo que debes ver esto.
Tenía mis sospechas, pero no podía confirmarlas sin conseguir primero las pruebas. Sé que ahora mismo debes de estar sospechando de todo el mundo, de mí incluido, pero tendré a Mark entretenido y no lo perderé de vista hasta que decidas qué es lo que quieres hacer.
Tragué saliva al seguir el enlace y bajarme el primer vídeo.
—¿Y bien? —exigió Sokolov. —Creo que tenemos al primer sospechoso, si tengo razón y Jasha y Liv están juntos —murmuré, dándole al símbolo de reproducción acelerada en cuanto vi que duraba más de media hora. Los tres miramos en silencio el vídeo. Mi corazón se encogió al ver la felicidad con la que Jasha salió de su dormitorio con su nuevo vestido y entró reticente a mi despacho. Aceleré el vídeo hasta el momento en que entró Mark y luego, de nuevo, hasta que Mark salió arrastrando a un Jasha inconsciente y magullado con el vestido roto y ensangrentado. Ni siquiera apretar los puños consiguió ayudarme a controlar el temblor interior que me invadió. —Ese era uno de tus socios, si no me equivoco —no fue una pregunta, sino una constatación por parte de Dimitri. —Ya no es mi socio, es un hombre muerto —espeté con dificultad, con el nudo en mi garganta doliendo de lo grande que se había vuelto. —Si no lo es hoy, lo será —gruñó Sokolov, reflejando mi sentimiento. Asentí. Incapaz de hablar, pulsé el enlace al segundo vídeo que me había enviado Anthony. —¿Esa es la hija de…? —Illir Zefi, el líder de la mafia albanesa en Estados Unidos —terminé por Dimitri—. Esther Zefi es mi supuesta prometida, y sí, está enrollándose con mi socio Mark en mi propia casa por lo que parece. —Te diría que lo siento, pero no pareces exactamente dolido. Se me escapó una carcajada seca ante el comentario del ruso. —Ella me importa una mierda, excepto por el hecho de que su padre me tiene cogido por las pelotas y me obliga a casarme con ella. Por lo demás, solo hay una cosa que me preocupe realmente de este vídeo, y es que precisamente se está enrollando con Mark. —¿Crees que ella pueda estar relacionada con el secuestro? —preguntó. Soltando el móvil sobre la mesa, sacudí la cabeza. —Es más que capaz de usar a Mark para hacerle daño a Jasha, para hacerme pagar por… —Me detuve justo a tiempo, aunque supe por la mirada de Dimitri que había comprendido a la perfección lo que había evitado decir. Suponía que ver a Jasha yendo a mi despacho con un vestido lencero dejaba las cosas claras para él—. La cuestión es, que si ella ha intervenido, ya no puedo garantizar si Jasha y Liv se encuentran retenidos en el mismo sitio. Alcé ambas manos cuando Sokolov golpeó la mesa con furia. —Lo cual no le quita valor al resto de la información de la que dispongo ni tampoco significa que no podamos interrogar a Mark para descubrir qué más sabe y qué me ha estado ocultando. —¿A qué estamos esperando? —masculló Sokolov, levantándose—. Estamos perdiendo un tiempo del que no disponemos. Tras intercambiar una mirada con Dimitri, ambos nos levantamos. —¿Lo tienes localizado? —preguntó Dimitri. —Si Anthony no es otro traidor, entonces, sí. Aunque puede no ser una buena idea que vayamos a mi casa o a cualquier otra propiedad relacionada conmigo. Desconozco el alcance de la conspiración, en especial, cuando se trata de Esther. Dimitri asintió, pero fue Sokolov el que habló: —¿Puedes atraerlo a uno de nuestros clubs? —Puedo decir que estoy allí y que creo haber encontrado una pista que conecte a la Bratva con el secuestro. Apuesto a que vendrá sin dudarlo. Le interesa que la sospecha recaiga sobre otros. —Entonces llámalo —me indicó Dimitri—. Del resto nos encargamos nosotros. 47
Me desperté con un cubo de agua helada, luchando por
respirar cuando el frío me cortó la respiración y algo de líquido me llegó a los pulmones a través de la nariz. —Espabila y vístete —gruñó uno de los dos italianos que habían entrado en la celda y me miraban con una mueca de desdén. Jadeé cuando cortaron la brida con la que me habían mantenido las manos atadas a la espalda y traté de retener un gemido de dolor cuando conseguí estirar los hombros. Debería haber supuesto que no tenían intención de marcharse para darme algo de privacidad mientras me vestía. Pero, lejos de avergonzarme, fui al lavabo y, en lugar de mear en el cubo que tenía al lado, encendí el grifo y me vacié con una mezcla de alivio y rebeldía. Podía ser una idiotez por mi parte, pero era una que me permitía reivindicarme. Cogiendo el jabón, me lavé las manos. Siseé cuando el agua entró en contacto con la piel chafada de mis muñecas, pero apreté los dientes y usé el jabón para desinfectar la zona. Y ya que me habían hecho el favor de mojarme, aproveché para asearme un poco. Para mi sorpresa, ninguno de ellos se quejó. Imagino que fue porque debía de oler como una mofeta. La camiseta y el pantalón de chándal que me dieron me estaban grandes, pero fue tal el alivio de tener algo limpio y apropiado con lo que cubrirme que no me di cuenta de que algo iba mal hasta que me sacaron de la celda y me acompañaron por un largo sótano oscuro. La último que esperé al ser empujado dentro de una angosta celda oscura, con las frías paredes de cemento indicando la ausencia de cualquier vía de escape, fue que me dejarían simplemente abandonado, cerrando la puerta tras de mí. Mis ojos se abrieron como platos al descubrir a Liv tendida sobre el penoso camastro de metal que ocupaba la esquina. Se quedó momentáneamente tan paralizada como yo, antes de levantarse de un salto y casi volcar el camastro en el proceso. —¡Jasha! —Se lanzó sobre mí, obligándome a dar un par de pasos hacia atrás para recuperar el equilibrio y apretar los dientes para acallar un gemido de dolor. —Liv, mierda, Liv, ¿desde cuándo estás aquí? —De forma instintiva, la rodeé con mis brazos y hundí la cara en su cuello, inhalando su fragancia familiar y calmante. Era como si no hubiera pasado ni un día desde que la vi por última vez—. Lo siento, lo siento, debería haber estado contigo —sollocé sin poder evitarlo. —Estás aquí conmigo ahora, eso es todo lo que importa. —Su voz era suave y se aferró a mí como si con ello pudiera llevarnos atrás en el tiempo. —Si hubiera estado contigo en lugar de comportarme como un… —No habrías podido hacer nada —terminó mis palabras, y su mirada habló volúmenes, revelando una comprensión que no me merecía—. ¿Recuerdas a Pietro? —¿El italiano guaperas? —Ese mismo. Fue él quien me secuestró. Al parecer soy una princesa perdida de la mafia italiana y ha decidido hacerse con la corona casándose conmigo. Conmocionado, levanté la cabeza para encontrarme con sus ojos brillantes. —¿Estás hablando en serio? —Sip. Increíble, ¿verdad? —Su intento de bromear resultó tan patético como el mío de mantener la compostura—. Ravil se ha pasado toda mi vida tratando de mantenerme alejada del mundo de las mafias, y resulta que yo siempre había pertenecido a él. Intenté animarla con una sonrisa, pero, en cuanto mi boca se estiró, también lo hizo el corte. Con un gemido me toqué los labios para comprobar que no me había puesto otra vez a sangrar. —Bueno, seamos sinceros —intenté bromear—. Ravil siempre te ha tratado como una princesa y ahora al menos ya no tendrá excusas para perseguirte. Cuando venga a por ti… Liv se apartó y se sentó en el camastro. Su espalda se apoyó contra la pared de cemento y su mirada reflejó el torbellino de emociones que guardaba en su interior. —Ravil se casó ayer por la mañana y, antes de eso, dejó claro que ya no tenía nada que ver conmigo. Incluso llegó a bloquearme en su móvil. No vendrá a por nosotros, Jasha. Me senté a su lado y entrelacé mis dedos con los suyos, mi cabeza encontró su apoyo en la pared. Cerré los ojos por un momento, tratando de asimilar la situación en la que nos encontrábamos. La idea de que Ravil pudiera haberse casado con otra parecía surreal. Todos sabíamos lo que el hombre sentía por Liv, por más que tratara de ocultarlo. Pero que en cuestión de semanas estuviera casado… No, no parecía ni de lejos creíble. Claro que menos lo parecía el hecho de que hubiera retirado su protección de Liv. ¿Cómo había podido cambiar mi mundo con tanta rapidez? Me habría gustado interrogar a Liv sobre ello, pero intuía que ella no se encontraba preparada aún para hablar del asunto. —¡Mierda! —exclamé. La miré para encontrar en su cara alguna de las respuestas a la batería de preguntas que se agolpaban en mi mente—. ¿Cómo estás? —Jodida —replicó con sinceridad, sin rastro de pretensión. Había un cansancio en su voz que me rompía el corazón—. Pero eso ya no importa. Ahora cuéntame cómo has llegado tú aquí. Me dijiste que estabas bien cuando hablamos por teléfono. Tragué saliva. El bochorno de todo lo que había hecho y la forma en la que Robert me había usado se agolpó en mi rostro. —Estaba bien entonces —admití, desviando mi mirada a una mancha en la pared de enfrente e incapaz de enfrentarme a sus perceptivos ojos—. Pensaba que estaba bien —me corregí en un murmullo. Ella me dio un apretón de mano, animándome a seguir hablando. —¿Qué pasó? —Noté la cautela en su voz. —Robert… Estaba con Robert Steele… Bueno, eso ya lo sabías. Pensé que… —Sacudí la cabeza con frustración y me sequé con disimulo una traicionera lágrima que me mojaba la mejilla. ¿Qué podía contarle que no implicara la confesión de mi humillante comportamiento? Confiaba en Liv, pero aún no me encontraba preparado para contarle a nadie de qué forma me había dejado usar por un hombre que no me había visto más que como un juguete—. Me traicionó. Habíamos llegado a un acuerdo. Se suponía que iba a pagarme la deuda y luego, una vez que pasase el mes que debía de estar junto a él, devolverme la libertad, pero… —encogí un hombro y sonreí con tristeza en un intento por no dejarle ver cuánto me dolía aún—. Parece que cambió de opinión y me vendió al mejor postor. Debería haber sentido rabia de solo pensarlo, pero lo cierto es que la humillación era más fuerte. Con una profunda inspiración, intenté dejar atrás mi autocompasión. No era el momento de revolcarme en la mierda. No estaba solo en esto y Liv me necesitaba. —Creo que no solo a ti. —Sus palabras me dejaron helado. Recordaba lo que ponía en el informe y cómo su objetivo había sido el de usarme para llegar a ella. ¿Lo había hecho? ¿Habían cogido a Liv por mi culpa? Si había pensado que la traición que sentí no podía doler más, me había equivocado. Iba a tener que confesárselo a Liv y contarle lo que había visto, pero no me encontraba preparado en ese momento para confesarle mi culpabilidad y enfrentarme a su condena. —Debería haber tenido los pies sobre la tierra y haber aceptado tu oferta de pagar el dinero. Ahora no sé cómo va a acabar todo esto —admití. —Huyendo —murmuró en lo que parecía una promesa. Su mirada se encontró con la mía cargada de determinación—. Es nuestra única opción. Pietro me ha descrito con pelos y señales lo que hará con nosotros tras la boda. Primero me violará, luego nos venderá a ambos en una subasta. En mi caso, tratando de vender una virginidad que ya no tengo. —¡Joder! —mascullé—. Los engaños no están bien vistos en ese tipo de subastas. Podrían… —Cerré mi bocaza en cuanto me di cuenta de lo que había estado a punto de decir. —Lo sé. No se lo he dicho a Pietro por lo mismo, porque no sé de lo que es capaz si se entera de que sus planes no le van a salir como espera. Asentí. —Has hecho bien, siempre y cuando no lleguemos a la subasta. ¿Algún otro plan del que te haya hablado? —Después de la subasta, nos mantendrá prisioneros, usándote a ti como moneda de cambio para mantenerme dócil hasta que me deje preñada. Y… aquí viene lo mejor, cuando haya cumplido mi misión de parir a su heredero, me dejará en manos de Stephen, un psicópata loco que tiene por amante, para que pueda torturarme hasta morir Su descripción me bastó para que en mi mente se formara la imagen del chico rubio de ojos azules idénticos a los míos. Debía ser de él de quien estaba hablando. —¿Stephen? —Debió de darse cuenta de cómo su nombre se me atragantó, porque posó su mirada en mí y me estudió con el ceño fruncido. —Un tipo rubio con cara de ángel, pero que parece un asesino en serie sacado de una película de terror. —Sí, sí que era mi… el chico rubio. Su sospecha se acentuó cuando inspiré con fuerza—. ¿Lo conoces? Asentí. —Tienes razón, tenemos que salir de aquí —musité. Había visto la locura en la mirada de mi… de Stephen. Sería un milagro que Liv llegara con vida al final de un embarazo, pero, si lo hacía, dudaba mucho que él se conformase con pegarle un tiro o estrangularla con rapidez. No. Si nuestra muerte dependía de él, entonces, iba a ser lenta, dura y agónica. —La boda que ha planificado Pietro es mañana —siguió Liv, ajena a mi conmoción—. Tenemos que encontrar la forma de escapar esta noche. ¿Se te ocurre alguna idea? Intenté ocultar la mezcla de incredulidad y horror que me invadió. ¿Mañana? ¿Esta noche? Sacudí la cabeza. Era una misión imposible. ¿Cómo carajos íbamos a escapar de aquella celda en tan poco tiempo y sin nada ni nadie que nos ayudase? No fue hasta que me propiné una bofetada mental y me obligué a respirar despacio que volví a pensar con más claridad o al menos a intentarlo. —Me desperté en la celda. No tengo ni idea de dónde estamos. Solo sé que tienen guardias armados hasta los dientes y que tú y yo no tenemos capacidad de deshacernos de ellos en un enfrentamiento físico. Nuestras únicas opciones serían huir tratando de pasar desapercibidos o conseguir armas, pero necesitaría al menos tres pistolas cargadas hasta los topes para poder enfrentarme a la primera tanda de ataque. Podría tratar de cubrirte las espaldas hasta que consiguieras escapar y… —Olvídalo, no voy a irme sin ti. De aquí salimos los dos —me cortó con firmeza. ¡Maldita fuera! La miré. Sabía que discutir con ella no me iba a servir de nada. Si yo era cabezón, ella me daba cuatro vueltas. —Pues dime tú cómo vamos a lograrlo —la reté, desanimado. —Durmiendo —afirmó decidida, haciendo que mis cejas se alzaran sorprendidas—. Necesitamos descansar para lo que nos espera esta noche, y las mejores ideas siempre se me ocurren antes de quedarme dormida. 48
Cuando un hombre como Ravil Sokolov promete que se
encargará de todo, la apuesta más segura es la de tomarlo en serio. Apenas había pasado media hora y Mark ya se encontraba ensangrentado de arriba abajo y cantando como un canario. Yo era el que hacía las preguntas y Sokolov el que se encargaba de que las respondiera, mientras un chiflado llamado Pearson pegaba saltos y lo animaba observando la escena ansioso por participar. —Rob, Rob, por favor, haz que paren. Ya te he dicho todo lo que sé. —Aún no hemos terminado —repliqué con frialdad. Podía estar agradecido de que fuera Sokolov quien se encargara de la tortura y no ser yo quien se manchase las manos con la agonía del hombre al que había considerado un hermano hasta esa misma mañana al levantarme de la cama, pero eso no implicaba que no quisiera que pagase por lo que le había hecho a Jasha. —¿Qué más quieres saber? —gritó con gotas de sangre y saliva escapándose de su boca—. Ya te he dicho que yo solo lo entregué en el almacén que te dije antes. No sé lo que han hecho luego con él. —¿Participaste en el secuestro de Liv Hendricks? —No. Mi parte solo concernía a Jasha. —¿Y cómo es que consiguieron sacarla del Inferno sin ser vistos? —presioné—. ¿O que se borraran los vídeos de seguridad en los que debería haber aparecido grabado el secuestro? —¡No lo sé! Podría haberlo creído de no ser por el miedo que vi cruzar sus pupilas. —Está mintiendo —le confirmé a Sokolov, quien cogió una tijera de podar antes de agarrar su mano que ya debía de tener varios huesos rotos. —¡No! ¡No! ¡Espera! El gigante ruso le cortó el dedo meñique sin pestañear antes de soltar la tijera sobre una mesa de aluminio en la que iban acumulándose las herramientas ensangrentadas. —La próxima vez contesta la verdad desde el principio y puede que conserves el siguiente dedo —le aconsejó a Mark —. Ahora responde a las preguntas que te ha hecho. —Vale, vale, lo admito. Varios de los hombres me ayudaron con los sistemas de vigilancia e hicieron la vista gorda bajo mis órdenes, pero eso fue lo único que tuve que ver en el secuestro. Lo juro. Lo juro —terminó con la cabeza caída y un agotamiento visible, indicándome que posiblemente estaba cercano a perder la consciencia. No nos quedaba demasiado tiempo. —¿Y Esther? ¿Qué tiene que ver ella en todo esto? Mark alzó la cabeza con los ojos horrorizados. —Rob, no puedes pedirme que te hable de Esther. Sabes de lo que son capaces ella y su padre, me matarán si lo descubren. Casi me dio lástima. Casi. —¿En serio aún crees que saldrás vivo de esta, después de cómo me has traicionado y de lo que le hiciste a Jasha o de participar en el secuestro de la chica Hendricks? Era una protegida de la Bratva y estás aquí con los dos hombres más importantes de la organización. Con ojos desencajados, Mark se dirigió hacia Dimitri. —Fue él, fue él el que trabajaba con el cliente, el que la traicionó y el que ordenó el secuestro —chilló, acusándome fuera de sí. —Para ser exactos y evitar malentendidos, ¿de qué él estamos hablando? —preguntó Dimitri con calma. —De él, de Robert. La culpa de todo es de él. Imagino que si me hubiera quedado algún sentimiento de culpabilidad por estar allí presente sin hacer nada e interrumpir su tortura, desapareció en aquel instante en el que me lanzó a las vías de un tren de alta velocidad. —Por desgracia para ti —contestó Dimitri sin sacarse las manos de los bolsillos—, Robert ya nos ha mostrado los mensajes en los que se negaba a participar en el secuestro de Liv y nos consta de primera mano que le salvó la vida, y no en una ocasión, sino al menos en dos, y lo mismo hizo con uno de los nuestros. Fue un alivio que se me ocurriera poner a Dimitri al día de todo lo que había ocurrido mientras conducíamos al club y luego mientras esperábamos la llegada de Mark. Aunque, por el breve tic en la mandíbula de Sokolov, no tenía muy claro que me hubiera perdonado en la misma medida en la que lo había hecho su jefe. —Deja de perder el tiempo, Mark. ¿Qué ha tenido que ver Esther en todo esto? —¿Y por qué iba a contártelo si de todos modos acabaréis matándome? —Porque podemos ahorrarte horas y horas de sufrimiento, o tal vez días —me corregí ante el brillo ansioso de Pearson, que parecía estar esperando su turno para participar en la tortura. El extraño hombrecillo de inmediato asintió entusiasmado. —Días, mejor días —confirmó. Por una vez, Mark no contestó, o al menos no lo hizo hasta que Sokolov recogió de nuevo la tijera de podar de la mesa, haciéndolo encogerse. —Esther me pidió que acelerara el proceso para deshacernos de Jasha —confesó sin fuerzas—. Temía que te estuvieras encaprichando demasiado de él y lo quería fuera de su camino. —Y decidiste apoyarla a ella en vez de a mí —constaté con una sensación de inmensa tristeza y decepción. —¿Y qué querías que hiciera? —preguntó Mark con lágrimas en los ojos—. Ella tenía razón. ¿Tienes idea de lo evidente que era que estabas enamorándote de él? Te pasabas el día pendiente de él, anulabas reuniones y negocios por él y estabas totalmente embobado. —¿Y tan malo era que me enamorase de alguien por primera vez en mi vida? —¡Sí, sí que lo era! —¿Por qué? ¿Por una víbora como Esther, cuya mayor virtud es la rapidez con la que te inyecta su veneno? —¡Esther y su padre te habrían matado por romper el pacto! —¿Y crees que eso me importa? ¿Crees que la vida que me espera con ella es mejor a acabar el resto de mis días en el infierno, solo y preso en sus garras? —Yo no te habría dejado solo, habría estado a tu lado si me hubieras dejado, te habría dado todo lo que ella te hubiera denegado y jamás se habría enterado. Habríamos sido solo tú y yo, sin que nadie se enterara jamás. —¿De qué estás hablando? —pregunté, conmocionado. —Sabes de lo que estoy hablando, Rob —contestó con un silencioso ruego en sus ojos—. Lo sabes desde hace tiempo, solo que nunca has querido reconocerlo. —Mark, yo no… —Te amo. Siempre te he amado. Creo que me tomó varios segundos recuperarme de la conmoción. Tenía que estar tomándome el pelo, o tal vez le estuviera afectando la pérdida de sangre, no había otra explicación. —¿Y por eso te acostaste con Esther? —lo acusé en un intento por exponerlo. La muestra de culpabilidad o arrepentimiento jamás llegó. —Era la única forma de que pudiéramos estar juntos sin que sospechara de nuestra relación, al menos hasta que pudiéramos deshacernos de ella. —Yo… —sacudí la cabeza y miré a Dimitri—. Lo siento, pero necesito salir de aquí. El ruso asintió y me dio una palmada en la espalda. —Vamos, te invito a una copa, deja que Sokolov se encargue de todo. —¡Rob! ¡No! ¡No te vayas! ¡No me dejes aquí! Aún tenemos una oportunidad juntos. No me dejes, por favor — acabó en un sollozo ahogado que, a pesar de mi determinación por no sentir nada por él ni su sufrimiento, me encogió el corazón. Podría haber salido de allí, dándole la espalda y que sufriera lo indecible en manos del psicópata ruso que estaba esperando su turno para ponerle las manos encima. Sin embargo, me detuve y le dirigí a Dimitri una mirada de disculpa. —No creo que le quede nada de importancia por decir. A pesar de la escasez de mis palabras, Dimitri pareció entenderme, porque tras lanzar un vistazo sobre mi hombro, asintió. —Hazlo. Sacándome la pistola de la cinturilla, regresé junto a Mark. —¿Rob? —preguntó con las lágrimas y los mocos corriéndole imparables por la cara. —Siempre te he querido como a un hermano —le confesé —. Siento que las cosas hayan terminado así. Espero que allá a donde vayas puedas descansar en paz. Algo me empujó a inclinarme y darle un beso en la frente. No sé si fue la poca humanidad que aún conservaba en mis venas o porque, a pesar de todo lo que había hecho, seguía siendo mi hermano, al menos en mis recuerdos. Como si de repente aceptara su futuro, los hombros de Mark se relajaron y con un leve asentimiento cerró los ojos. —Siempre te amaré, aunque… La explosión del disparo dejó un intenso silencio tras de sí, uno que sabía que iba a costarme trabajo borrar de mi memoria.
—¿Y ahora qué? —pregunté cansado, antes de llevarme la
copa de vodka que me había pedido Dimitri a los labios. A pesar de que nos encontrábamos en el mismo club de estriptis en el que había conocido por primera vez a Jasha en persona y que nos rodeaban mujeres semidesnudas por doquier, ninguno de los dos rusos hizo ni el más mínimo intento de mirar a ninguna de ellas. Supongo que yo no era el único idiota enamorado en la mesa. —Enfrentarnos a los italianos será una declaración de guerra de la que no habrá vuelta atrás —declaró Dimitri con pesadez—. Aunque el mayor problema es que tienen algún tipo de pacto con los armenios y la Yakuza. No tenemos capacidad para enfrentarnos a las tres organizaciones a la vez. —Iré yo solo si hace falta —intervino Sokolov con una expresión adusta. —No irás solo, pero yo no sacaría la información que tenemos de contexto. Jamás he hablado personalmente con el Don de los italianos, solo con su nieto, y, si mis sospechas son ciertas, el Don no tiene ni idea de lo que su nieto se trae entre manos y dudo que lo haga hasta que sea demasiado tarde. Cuando una de las bailarinas trató de acercarse a nuestra mesa, Dimitri le hizo un gesto brusco con la mano para indicarle que se largara. —Espera —la llamé antes de que se fuera—. ¿Conoces a una chica llamada Linda? La mujer le echó una mirada temerosa a Dimitri antes de contestar con cautela. —Sí, creo que está cambiándose en los vestuarios ahora mismo para el siguiente baile. —¿Podrías hacerme el favor de llevarle esto? —Cogí la colorida caja de dónuts y se la ofrecí—. Dile que su amigo Jasha no se ha olvidado de ella. —¿Jasha está bien? —preguntó de repente, olvidándose del miedo que le tenía al resto de los hombres en la mesa. —Regresará pronto —le prometí, jurándome a mí mismo que cumpliría con esa promesa. —¿Cómo sabías que íbamos a venir aquí? —exigió Sokolov con un tono cargado de sospecha. Le mantuve la mirada al contestarle. —No lo sabía. Se los compré a Jasha. Le encantan esos dichosos dónuts. Sokolov abrió la boca, probablemente para recordarme que Jasha se encontraba secuestrado, pero acabó por apretar los labios y asentir. —Creo que nuestro próximo paso es llamar a Don Lorenzo y organizar una reunión con él en Little Italy —decidió Dimitri. —Yo me encargo de organizar la reunión. —Sokolov se levantó de la mesa antes de que pudiera protestar, dejándonos a Dimitri y a mí solos. Los fríos ojos del ruso me estudiaron mientras se encontraba echado atrás en su sillón sujetando su copa. —Sé que no tengo ningún derecho a preguntarte el motivo por el que Illir Zefi te tiene cogido por los huevos, pero siento curiosidad por saber por qué un hombre como él querría obligarte a casarte con su hija. No es como si le hiciera falta tu dinero. En lugar de centrarme en él, miré a la gente que nos rodeaba, la mayoría hombres hipnotizados por las bailarinas, como si el contoneo de sus caderas y el delicado bamboleo de sus tetas pudiera librarlos de sus tristes vidas y llevarlos al cumplimiento de sus sueños. —Me considera su arma secreta —admití la verdad por primera vez en años. Posiblemente no debía contársela, no a un hombre que era al menos igual de poderoso y peligroso que Illir Zefi. Sin embargo, yo solo era un humano como cualquier otro y la pérdida de Jasha y lo que había pasado con Mark me habían dejado demasiado hecho polvo para que me importase —. Mi carrera en los Navy Seals terminó en un ataque sorpresa a mi pelotón en el que solo yo, Anthony y Mark sobrevivimos. Yo era el jefe de mi equipo. Dimitri asintió. —Eso tuvo que ser difícil. Tomé un largo trago de mi copa. —Lo fue. En especial, cuando descubrí que nos habían enviado a una misión suicida en la que se combinaban motivos políticos y el lucro de algunas figuras de los altos mandos. — Encogí los hombros—. Supongo que puedes imaginarte el resto. Cometí algunas locuras para acabar con esos cabrones hijos de puta, cometí un error y, como caído del cielo, Illir Zefi me sacó del marrón. Todavía era lo bastante inocente en aquella época como para pensar que la bondad humana y los cuentos de hadas existen. —Illir Zefi es un hombre acostumbrado a manipular a la gente —opinó Dimitri—. No habría llegado hasta donde está si no hubiera sabido hacerlo. —Fue una figura paterna en un momento en el que estaba metido hasta el cuello en mierda —admití—. Me volvió a dar un propósito, me ayudó a montar mi primera empresa y me ofreció trabajos que me permitían desahogar la furia y sed de venganza que tenía en mi interior. —Hasta que decidió mostrarte su verdadero semblante — adivinó Dimitri. —Hasta el día que me sentó frente a una pantalla de televisión y me dejó ver mi rostro mientras quitaba de en medio a políticos corruptos, pedófilos y otra clase de chusma de poder a los que usualmente sus soldados normales eran incapaces de acceder. —Te grabó en vídeo y lo usó para chantajearte —resumió el ruso sentado frente a mí. Alcé la copa y le envié un brindis imaginario. —Y así el imbécil de mí se convirtió en su marioneta. Al principio quiso endulzar mi cautiverio virtual y terminar de atarme a él entregándome a su hija, pero cuando Esther no consiguió seducirme como había esperado, me ofreció otro tipo de alicientes en forma de una falsa libertad y apoyo para lograr mis aspiraciones empresariales. —Illia no es tonto, sabe que el chantaje puede garantizarle la sumisión de un hombre, pero no la fidelidad. —La verdad es que ninguno de nosotros anticipó verdaderamente el éxito de mi empresa de mercenarios ni la manera en que creció y… —se me escapó un resoplido— que la benjamina Zefi se encaprichara del único hombre al que no había conseguido poner de rodillas ante ella con solo pestañear un par de veces —acabé con sequedad. Dimitri silbó. —Eso sí que puedo verlo. Básicamente, tienes un ejército que ahora está a su disposición para cuando lo necesite. —Sip, y obligándome a casarme con su hija consiguió matar dos pájaros de un tiro. —¿Dónde entran en esa historia tus socios? ¿Por qué te tiene pillado a ti y no a ellos? —Porque ellos no estaban involucrados. Los metí en mis negocios más tarde. Eran mi salvaguarda. En el caso de que Illia decida jugármela o hacerse con el control, solo podrá hacerlo con mi parte de los negocios. —Tengo que admitir que eso fue una jugada admirable — coincidió Dimitri despacio—. Pero ahora que te has quedado con un socio menos, tu vulnerabilidad se ha acrecentado. ¿Alguna vez has tratado de deshacerte de ese cabrón? —¿Crees que no lo habría hecho de haber podido sin acabar en el corredor de la muerte? Illia no tiene ni un pelo de tonto, sabe lo que se hace. También sabe cuándo apretarme y cuándo dejar que me rebele. Es su jodida hija la que no conoce esos límites y, por desgracia, es el ojito derecho de papá. La mirada en los ojos de Dimitri se intensificó. —¿Y qué estarías dispuesto a hacer por deshacerte de ella? Solté una carcajada seca. —Créeme, no hay forma de deshacerte de una víbora así sin que el nido entero se lance sobre ti para devorarte vivo. No importa lo que trates de hacer, ellos siempre van un paso por delante de ti. 49
Me desperté con el cuerpo molido, sin saber muy bien si había
dormido minutos o si habían pasado horas. ¡Joder! Por no saber, no sabía si era de día o de noche en aquella maldita celda sin ventanas. Intenté reajustar la postura para aliviar la presión sobre mis costillas sin despertar a Liv, quien seguía durmiendo a mi lado. Ella estaba bien, al menos por el momento. No había tenido corazón para confesárselo, pero nuestra situación era jodida y ni de lejos veía cómo íbamos a poder escapar de allí con vida. Tal vez si esperábamos a que nos trasladaran… No, ni siquiera entones íbamos a lograrlo. Esos tipos no eran tontos y, si Liv tenía razón y nuestros secuestradores pertenecían a la mafia italiana, entonces muchísimo menos. Necesitábamos un milagro para salir con vida de ese lugar, y ni siquiera eso garantizaba que lo hiciéramos ilesos. Si los pasos en el pasillo me pusieron tenso, el chirrido en la cerradura me heló la sangre y mi mente fue de inmediato a Stephen. Que me cogiera a solas era malo, que lo hiciera con Liv a mi lado era incluso peor. ¿Cómo iba a defenderla o a evitar que la usase en mi contra? ¿Y si me usaba a mí para obligarla a hacer algo tal y como Pietro había amenazado que harían? La idea me levantó el estómago. Liv y yo exhalamos un suspiro sincronizado cuando los hombres que entraron no eran ni Stephen ni ese tal Pietro. Aunque el alivio desapareció tan pronto me fijé en la cautela con la que actuaron los dos tipos: uno entrando en la celda con una bandeja y examinando el techo y las paredes y el otro manteniéndose en el pasillo con la mirada dirigida hacia donde solo podía suponer que existía una entrada al sótano. Tardé varios segundos en comprender que el tipo que había entrado en la celda estaba buscando cámaras. ¡Mierda! ¿Cómo no se me había ocurrido que pudieran tenernos vigilados? Era estúpido. Estúpido, estúpido, estúpido. Sin perder a los individuos de vista, le apreté el brazo a Liv a modo de advertencia. Cuando se incorporó medio adormilada en el camastro, me levanté para interponerme entre ella y los dos italianos. Me congelé en el sitio cuando los ojos castaños del tipo se cruzaron con los míos con una intensidad que reconocía de mis tiempos en la Bratva y de los pocos trabajos en los que había tenido que participar en alguna misión con los hermanos o con Sokolov. Que negara con la cabeza en un gesto apenas perceptible dejó claro que no había venido a hacernos daño. ¿Qué carajos estaba ocurriendo? Con desconfianza, me aparté de su camino, siguiéndolo con la orientación de mi cuerpo mientras esperaba comprobar qué era lo siguiente que iba a hacer aquel tipo. Cruzó la celda con pasos seguros para depositar la bandeja sobre la destartalada mesita de hierro ubicada al lado del camastro, llenando el diminuto espacio con el olor a masa tostada, tomate y orégano. El delicioso aroma me golpeó como un puñetazo en el estómago, recordándome que la última vez que había comido era… ¡Caray! Ni siquiera sabía cuándo había comido por última vez. ¿Hacía dos días? ¿Tal vez tres? Me tomó toda mi fuerza de voluntad no lanzarme sobre la comida mientras esperaba a ver qué más hacía aquel hombre. Para mi sorpresa, a la vez que se inclinaba para dejar la bandeja, con una habilidad que denotaba práctica, sacó un pequeño hatillo de tela negra de su chaqueta y lo escondió entre los cuencos y platos. —Cuatro y media de la madrugada —su murmullo me provocó un estremecimiento—. Dirigíos a la puerta norte. Nos encargaremos de despejaros el camino. Rojo significa amigos. Mi espalda se irguió. ¡Rescate! ¡Estaba hablando de rescatarnos! Tragué saliva cuando pasó a mi lado, lanzándome una última mirada y un asentimiento disimulado. Cuando la puerta de hierro se cerró con un golpe seco, me paré a escuchar el cierre del pestillo exterior, pero el chirrido jamás llegó. Mis manos temblaron mientras esperé a que se alejaran los pasos por el pasillo. ¡Blyat! Por primera vez en mi vida comprendí por qué los hermanos solían maldecir y jurar en ruso. El inglés sonaba demasiado débil para expresar emociones tan fuertes como la que se extendía por mi pecho en aquel momento. Con un significativo intercambio de miradas con Liv, ambos escudriñamos el techo y las paredes en busca de cámaras o micrófonos antes de aproximarnos cautelosamente a la bandeja. Cubrimos, de común acuerdo, nuestra actividad con nuestros cuerpos para evitar que quedara a la vista, quizá impulsados por pura paranoia. Desaté el nudo de la bolsa de tela negra con un ligero temblor en las manos y mi corazón dio varios saltos excitados ante el objeto metálico que saqué. —Ganzúa —le expliqué a Liv cuando frunció el ceño. Entregándosela, metí de nuevo la mano en la bolsa—. Para abrir la puerta. —¿Sabes cómo usarla? Arqueé una ceja y aborté la intención de sonreír en cuanto sentí el estiramiento de mis labios rajados. —¿Se te ha olvidado lo que soy? —me mofé no sin un cierto deje orgulloso. Liv resopló. —Perdone, usted. ¿Cómo se me habrá olvidado que es un hermano de la temida Bratva? Mi bufido como respuesta se quedó a medias cuando reconocí el tacto frío y el peso en mis manos. En cuanto saqué la pistola y reconocí el modelo, la presión en mi pecho se alivió. Que fuera una Grach o Yarygina, como la llamaban algunos, no era una mera casualidad, era un mensaje: la Bratva iba a venir a nuestro rescate. Ningún otro grupo residente en los Estados Unidos elegiría el arma usada por las fuerzas militares rusas de no ser ellos mismos. Comprobé que iba cargada y, por puro impulso, le di un beso antes de guardármela en la cinturilla del chándal y taparla con la camiseta. Aquel era el milagro que necesitábamos. Seguíamos sin estar seguros, pero al menos teníamos una oportunidad de salir vivos de allí. —¿Acabas de besar una pistola? —susurró Liv, lanzándome un vistazo incrédulo. —Probablemente le haría el amor si no estuvieras aquí presente —bromeé. Liv encogió la nariz y me propinó un codazo amistoso. —No quiero enterarme de tus perversiones. Sin poder remediarlo, reí por lo bajo. Apostaba a que era todo lo contrario. A Liv le encantaría descubrir mis perversiones; era yo quien no estaba preparado para confesárselas aún. La idea de que todas ellas estaban relacionadas con Robert debería haberme deprimido, pero en el instante en que saqué otra Grach de nuestra bolsa milagrosa, fue imposible que mis ánimos no se mantuvieran por las nubes. ¡Dos pistolas! ¡Teníamos dos pistolas! —¿Y tú? —le pregunté a Liv—. ¿Sabes utilizar esto? Ella me fulminó con los ojos entrecerrados y me arrebató la pistola de las manos. Después comprobó el cargador, arrancándome una sonrisa secreta. —No esperes que yo también la bese —espetó irritada. —Es lo menos que puedes hacer si va a salvarte de tener que casarte con ese capullo italiano —la provoqué y encogí un hombro—. Pero si te da vergüenza, puedo hacerlo yo por ti. —Ja, ja, ja. Muy gracioso. —Ocultó la pistola bajo la almohada junto a la ganzúa. Sacudiendo la cabeza divertido, volví a meter la mano en el saquito, ignorando el gruñido de mi estómago ante el rico olor de la sopa y la pizza. Había prioridades, y salir de allí con vida la tenía sobre aguantar un poco más el hambre. Con un gruñido satisfecho, extraje un cartucho de repuesto, una navaja plegable y un reloj inteligente y los escondí en los bolsillos del chándal y en las mangas de mi sudadera. Fue casi una decepción que la bolsa de tela ya no pesara nada cuando la inspeccioné una última vez. Sin embargo, fue una suerte que lo hiciera, ya que encontré un pequeño envoltorio de plástico con pastillas. No dije nada, porque tal vez Liv no estuviera preparada para ello, en especial, si era cierto que Sokolov estaba casado con otra mujer, pero no había mayor indicio de que él no la había abandonado. Entregándole las pastillas en silencio, abrí una de las botellas de agua y se la pasé para que pudiera tomarse su medicación. Luego, escogí un trozo de pizza y me senté sobre el ruidoso camastro, con la espalda apoyada en la pared, y saqué con disimulo el reloj de la manga para inspeccionarlo. Liv escogió uno de los cuencos de sopa y se sentó a mi lado. Mi gemido de placer al devorar mi trozo de pizza se fundió con el suyo. ¡Dios! Solo sentir mi estómago llenándose ya parecía mejorar la situación. —Vamos a salir de aquí —murmuró Liv con un leve temblor en su voz. Le cogí la mano y se la apreté. Sabía que, al igual que a mí, aún le costaba creer lo que estaba pasando, pero si había algo que me tenía convencido de que saldríamos de allí sin duda era el hecho de que Sokolov seguía protegiéndola. Y si ese hombre seguía tan enamorado como sospechaba, entonces no había nada entre el cielo y el infierno capaz de detenerlo y evitar que recuperase a Liv sana y salva. —Vamos a salir de aquí —le confirmé. —¿Y si es una trampa? —La mirada que me echó estaba llena de miedo. No sabía qué era lo que le había hecho Sokolov, pero estaba claro que la confianza ciega que ella había tenido en él se había evaporado. —¿Tenemos otra opción? —pregunté, sabiendo que, dijera lo que dijera, no cambiaría nada. Si a mí alguien me hubiera dicho que Robert seguía amándome y protegiéndome, difícilmente lo hubiera creído, de modo que la entendía—. Dudo que, si lo fuera, lo que nos espere sea peor que las perspectivas que tenemos ahora mismo. Ella asintió algo más calmada y tomó un sorbo de sopa. —¿Quién crees que nos está ayudando? —preguntó, limpiándose la barbilla con el dorso de la mano. —Imagino que la Bratva —admití con sinceridad—. Son los únicos que se me ocurren. Además, han incluido tu medicación, lo que significa que te conocen. Estudiando el cuenco en sus manos, frunció el ceño. —Han dejado dos pistolas. ¿Cómo saben que estás aquí conmigo? Fue mi turno de arrugar el entrecejo. Había estado tan contento de que la Bratva viniera a rescatarnos que no lo había considerado. Estaba convencido de que era Liv a por quien venían, pero ella tenía razón: la ganzúa y las dos pistolas indicaban que sabían que yo estaba con ella. ¿Cómo se habían enterado? —¿Tal vez porque esos tipos que acaban de estar aquí se lo han contado? —Mmm… Sip, supongo que tiene sentido —por su tono y titubeo, a ella tampoco le convencía esa teoría. —Lo único que necesitamos hacer ahora es sobrevivir hasta que sea la hora. El resto lo descubriremos cuando salgamos —decidí, zanjando el asunto. ¿Para qué quebrarnos la cabeza con suposiciones cuando no teníamos ni idea de lo que estaba ocurriendo afuera? Liv me ofreció una débil sonrisa. —¿A qué se refería con lo de: «Rojo significa amigos»? —A que nuestros aliados llevarán alguna prenda de color rojo para que podamos distinguirlos, y que no los ataquemos. Ella ladeó la cabeza pensativa antes de soltar un pesado suspiro. —Sé que es una tontería, pero creo que ahora tengo más miedo que antes. La abracé y le di un beso en la sien, al igual que habría hecho con cualquiera de mis hermanas. —Es algo normal. A mí me ocurre lo mismo. Que ahora tengamos un plan y ayuda no significa que no vayamos a encontrarnos con complicaciones. Tomándole el cuenco vacío de las manos, le cogí el otro trozo de pizza, pero cuando fui a entregárselo sacudió la cabeza. —Cómetelo tú. Tu estómago es un agujero sin fondo. Vacilé. No era como si no pudiera devorarlo de un solo bocado, porque en eso al menos tenía razón: mi estómago era un agujero sin fondo, pero también sabía que ella necesitaba comer. Al fijarme en su expresión cansada, me decidí por una opción intermedia, probablemente la única con la que conseguiría que ella comiera algo más. —Mitad, mitad —propuse. Tal y como había previsto, aceptó su porción con reticencia y la mordisqueó desganada. Aproveché el resto de la tarde explorando las funciones del reloj inteligente para intentar obtener más información sobre el rescate. Aunque estaba configurado, resultaba evidente que la persona que nos lo había enviado prefería mantener su identidad en secreto. Contactar a alguien basándome únicamente en mis sospechas suponía un riesgo considerable que podría comprometer la misión de rescate de Sokolov, en caso de que mis suposiciones sobre sus intenciones fueran correctas. Lo único bueno de aquel reloj era que podía saber la hora y que tenía la constancia de que quien fuera que estuviese dispuesto a venir a rescatarnos tenía un plan. Los guardias que vinieron por la noche no eran los del almuerzo. Y en el tiempo que tardaron en retirar la vieja bandeja y dejarnos una nueva con sándwiches y un par de plátanos, lo único en lo que podía pensar era en la posibilidad de que cerrasen el pestillo del exterior, atrapándonos dentro y sin posibilidades de escape. Cuando se fueron y no hubo señal de que hubieran tocado el pestillo, al fin me relajé. Lo único que me quedaba era tener paciencia. 50
—¿Un menú? —preguntó Liv, acurrucada contra mí en la
oscuridad mientras le contaba mi experiencia en el Jardín de la Lujuria en un intento por mantenernos a ambos despiertos hasta que llegase la hora de nuestra fuga. —Bueno, supongo que es un catálogo de servicios digital —reflexioné en voz alta—, aunque allí lo llaman menú. Te lo enseñan en un iPad y tú vas seleccionando las opciones que quieres. —¿Sabes qué? —De repente la voz de Liv se inundó con una nueva energía y determinación. —No —me burlé. —Cuando salgamos de aquí, y lo vamos a hacer —me aseguró decidida— vamos a hacer una visita a ese Jardín de la Lujuria. Sigo teniendo el dinero que conseguí para ti y, si ya no lo necesitas, creo que nos merecemos celebrar nuestra libertad. ¿Crees que nos dará para ti, Sascha, Linda y yo? —La verdad es que no lo sé. —Me moví incómodo. No estaba muy seguro de estar preparado para regresar a ese lugar, y no solo porque le perteneciera a Robert, sino por los recuerdos que conllevaba—. No tuve que pagar nada. —Bueno, pues nos enteraremos. —Liv se detuvo y me estudió con más atención—. ¿Qué ocurre? ¿No quieres regresar allí? Vacilé. ¿Qué podía decirle? ¿Que además de ser la noche más excitante de mi vida, también fue la más humillante? ¿Que mientras me había dado cuenta de que estaba enamorado de Robert, también descubrí que estaba comprometido? ¿Que me abandonó desnudo y usado mientras se iba con su novia? ¿Que después de lo que me hizo aquella noche, seguí ignorando las señales hasta acabar allí, vendido y encerrado junto a ella? —Yo… Una suave alarma musical me libró de contestar, cuando el reloj inteligente en mi muñeca irradió una tenue luz azulada. —Son las cuatro de la madrugada —murmuré ronco—. Y nos han enviado un mensaje. —¿Cuál? —Liv se pegó a mí para poder leerlo.
MISIÓN DE RESCATE: ¿Cuál es el nombre del
osito de peluche?
Parpadeé confundido. ¿Estaban tratando de tomarnos el
pelo? —¿Tú sabes algo de un osito de peluche? —le pregunté a ella. —Pon señor Smith —me ordenó en un susurro quebrado. De decirlo a hacerlo había un trecho. ¿Cómo carajo se escribía en una pantalla tan diminuta? ¿Se podía hacer siquiera? Si mi madre hubiera escuchado la ristra de maldiciones que solté mientras lo averiguaba, me habría lavado la boca con lavavajillas.
MISIÓN DE RESCATE: Estad preparados.
Intentad encontraros con nosotros tras el roble que hay en dirección norte.
MISIÓN DE RESCATE: No os arriesguéis. Si no
podéis llegar, iremos a por vosotros.
MISIÓN DE RESCATE: No os fieis de nadie que
no lleve una cinta roja en el brazo.
—Pregúntale que cómo sabemos que podemos fiarnos de
él —me indicó Liv con las uñas hundidas en mi antebrazo, aunque no se estaba dando ni cuenta de lo que hacía. Solté un suspiro. Apostaba a que era Sokolov al otro lado, pero dudaba que ella fuera a quedarse tranquila hasta que lo confirmara. ¿O quería comprobar que era él precisamente quien venía a por ella? Sin discutir, escribí el mensaje y lo envié.
MISIÓN DE RESCATE: Hazme una pregunta.
La miré esperando sus instrucciones, pero, tras un pequeño
titubeo, Liv me quitó el reloj de las manos y se sentó con las piernas cruzadas.
OBJETIVO: ¿Cuál es el motivo de que Liv
estudiase Medicina?
La respuesta tardó en llegar, pero, cuando lo hizo, Liz se
tapó la boca para acallar un sollozo.
MISIÓN DE RESCATE: Para poder salvarme el
maldito culo cada vez que me meto en problemas.
—Es Ravil —susurró—. Ravil viene a por nosotros.
No dije nada cuando escribió una respuesta, dándole un momento de intimidad mientras me permitía el lujo de envidiarla por lo que tenía con ese hombre. Podría ser una relación jodida la que existía entre Liv y Sokolov, pero también era obvio que el hombre estaba dispuesto a dar su vida por ella y que, por muchas mujeres que pasaran por su vida, la única que importaba era Liv. Mis ojos se abrieron incrédulos cuando ella me devolvió el reloj y vi el mensaje que le había enviado. ¡Dios! Sokolov iba a matarme.
OBJETIVO: Que conste que el mensaje anterior
lo ha escrito L., no quiero que me pegues un tiro por algo que no he dicho. J.
Con el rostro iluminado por la leve luz azulada del reloj,
Liv arqueó una ceja a pesar de que estaba más que dispuesto a apostar a que sus mejillas debían de haberse encendido como el trasero de una luciérnaga. —Vamos arriba, Caperucita Roja. El lobo no podrá devorarte si no conseguimos salir de aquí. —Muy gracioso —siseó, irritada, mientras se sentaba en el filo del camastro, dejándome sitio para levantarme. Apostado ante la puerta, solté todo el aire de golpe y me forcé a relajarme y a sentir la ganzúa en mis dedos. Al menos en aquello podía darle las gracias al hijo de puta de mi padre. El cabrón podría haber sido muchas cosas, un monstruo entre ellas, pero también había sido concienzudo en mi formación. —De acuerdo, allá vamos —murmuré, sintiendo cómo la adrenalina comenzaba a fluir por mis venas. Liv asintió; el ansia en su rostro visible con la débil luz del reloj inteligente. Podía imaginar lo asustada que debía de estar y sabía que, por su bien, teníamos que salir cuanto antes. Tanta tensión no podía ser buena para su corazón. Me sequé las palmas húmedas sobre el pantalón y acerqué la ganzúa a la cerradura. La introduje concentrándome en las pestañas que iban cediendo una a una con la presión que ejercía sobre ellas. Tras lo que debió de ser no más de un minuto, por fin escuché el satisfactorio clic que anunciaba que lo había conseguido. Conteniendo la respiración, abrí la puerta con cautela levantando su peso todo lo que pude para evitar cualquier chirrido y asomé la cabeza al pasillo. No puedo decir que se viera mucho con la negrura que lo inundaba, pero al menos significaba que tampoco íbamos a encontrarnos con nadie en ese primer tramo. —Ponme la mano en el hombro e intenta no hacer ruido — le indiqué, guardándome la ganzúa en el bolsillo y sacándome la pistola de la cinturilla—. Si me paro, tú te paras, y si se oyen disparos, te agachas hasta que puedas salir corriendo. Si tienes que dejarme atrás, lo harás sin pensártelo. ¿Entendido? —No pienso… —Puedo defenderme mejor solo y nuestras probabilidades de escapar indemnes aumentarán —la corté—. Además, si encuentras a Sokolov, puedes pedirle que envíe hombres para ayudarme. —Liv soltó un pesado suspiro y me colocó una mano sobre el hombro—. Liv —insistí cuando no respondió. —Vale —masculló, reticente. Asentí, cerré con cuidado la puerta tras nosotros y, con todos mis sentidos en alerta, la guie despacio por el largo pasillo con nada más que la débil luz del reloj para orientarnos. No fue hasta que subimos un tramo de escaleras y nos topamos con otra puerta que nos detuvimos. Al igual que la primera, conseguí abrirla con facilidad, aunque esa vez el pasillo al que me asomé estaba tenuemente iluminado y a lo lejos se oían voces charlando. Casi se me congeló la sangre en las venas cuando unas sombras se movieron al final del pasillo y tuve que sujetar a Liv para que no se cayera cuando la empujé sin querer al retroceder, tapándole la boca en el proceso. Los dos esperamos en un tenso silencio a que las voces se alejaran. Y esa vez me tomó más esfuerzo que antes volver a asomarme. —Se han ido —susurré—. Tenemos que movernos más deprisa desde aquí. Intenta no hacer ruido. Apenas conseguimos avanzar hasta el final del pasillo cuando las voces volvieron a acercarse. ¡Mierda! Buscando frenético a mi alrededor, abrí la primera puerta que vi y, tras comprobar que estaba llena de cajas, empujé a Liv dentro y cerré con suavidad. Los dos contuvimos la respiración cuando las voces se oyeron cada vez más cerca, hasta que pasaron de largo. —Van en la dirección de donde hemos venido —le advertí —. Como se den cuenta de que nos hemos escapado, estamos jodidos. Tenemos que llegar a la salida antes de que hagan saltar la alarma. Liv tragó saliva, pero asintió. En cuanto comprobé que todo estaba despejado, le agarré la mano y la obligué a seguirme a un ritmo acelerado. Pasamos por varias habitaciones, una cocina y finalmente un salón con cristaleras hacia una terraza iluminada. Frené en seco al divisar las cámaras en el exterior. Comprobé el reloj inteligente. —¡No! —Detuve a Liv cuando fue a abrir una de las enormes puertas de cristal—. Esta salida da al sureste. Si no han conseguido apagar las cámaras, harán saltar las alarmas y tendríamos que dar la vuelta a la casa sin un sitio en el que escondernos. —¿Por dónde entonces? —La frente de Liv se encontraba cubierta por pequeñas perlas de sudor y su rostro estaba pálido. ¡Mierda! ¡Necesitaba ponerla a salvo antes de que se desmayara o algo peor! —La cocina. —Asiéndole de nuevo la mano, tiré de ella —. Seguro que tienen puerta de servicio. Por lógica también tendrían cámaras instaladas allí, pero, a menos que me equivocara, daba al norte y la salida estaría a oscuras. Le agradecí en silencio a nuestro ángel de la guarda no haberme equivocado cuando atravesamos el lavadero y nos topamos con una puerta de exterior. Me tomó menos de un minuto abrirla y comprobar que no había nadie afuera. —El norte está hacia la derecha —expliqué—. Sokolov dijo que estarían esperando en un roble. Vamos a salir andando hasta la esquina por si hay cámaras y podemos engañar a quien sea que las esté vigilando, pero, en cuanto nos encontremos en un jardín o una explanada, empezamos a correr. Yo me mantendré a tu espalda. Si te digo que te tires, te lanzas al suelo sin pensártelo. ¿Entendido? —No pienso dejarte atrás —siseó enfadada. —Seremos objetivos más difíciles si no estamos pegados el uno al otro, y a mí me será más fácil disparar si no me estás tapando parte de la visión. Liv apretó los labios, pero asintió a regañadientes—. ¿Lista? Vamos. Sin esperar una respuesta, abrí la puerta y me adelanté. Frente a nosotros se extendía un amplio patio trasero, desde el que se divisaban altos muros en la distancia. Demasiado altos para que Liv pudiera escalarlos por su cuenta. Si Sokolov no nos ayudaba, estábamos jodidos. Me negué a pensar en esa posibilidad y preferí centrarme en estudiar nuestro alrededor mientras me llenaba los pulmones con el aire fresco de la noche, agradecido por haber dejado atrás el denso aire estancado del sótano. —¡Ahora! ¡Corre! —Le di un empujón suave a Liv para que se pusiera en marcha y respiré aliviado cuando, tras un breve titubeo, hizo exactamente lo que le indiqué. En cuanto giramos la esquina de la casa, Sokolov salió de entre las sombras de la arboleda y Liv se dirigió flechada a los brazos abiertos del imponente gigante. En el instante en que Sokolov vaciló al mirar a mi espalda y sus ojos se abrieron buscando frenético a Liv, quien seguía corriendo hacia él, supe que mi suerte se había acabado. También fue el instante en que Robert salió de entre los arbustos corriendo hacia mí y alzó su arma en mi dirección. —¡Liv, al suelo, tírate al suelo! —gritó Sokolov al mismo tiempo en que comenzaron a resonar disparos a mi alrededor —. Liv, ¡no!, ¡no lo hagas! Mi cuerpo entero pareció dejar de funcionar, como si hubiera un cortocircuito que le impidiera obedecerme. Fue entonces cuando escuché un clic y el frío metal de la boca de una pistola se posó sobre mi sien. —¿Pensabas escapar y dejarme atrás, hermanito? 51
El mundo se congeló. Aquel fue el motivo por el que dejé de
escuchar los disparos a mi alrededor, los gritos de dolor y advertencia, y se suspendió la entrada de aire en mis pulmones. El mundo se detuvo porque no podía ser de otra manera; si no lo había admitido antes, no me quedó más opción que hacerlo en el instante en que parpadeé y encontré la pistola apoyada contra la sien de Jasha. No había mundo sin él, al menos no para mí, porque para mí lo era todo. Era mi motivo para seguir respirando, el levantarme cada mañana y seguir viviendo, y el de acostarme por las noches aspirando su aroma y bañándome en el calor que desprendía su cuerpo desnudo cuando lo abrazaba. —Baja el arma o le vuelo la cabeza. No sé si oí la voz del chico rubio que se encontraba escudándose con Jasha a la vez que le apuntaba con su pistola semiautomática, o si leí sus labios. Tal vez ni siquiera eso. Puede que simplemente supiese lo que iba a decir. ¿No había pasado por aquella situación docenas de veces? El dilema radicaba en que, en esa ocasión, no se trataba de amenazar a un objetivo al que conocía solo por una foto y un número de expediente, o a un colega al que prefería mantener con vida, pero que comprendía que tarde o temprano iba a morir en una misión. No. Esta vez se trataba de Jasha, mi Jasha, la persona que en cuestión de semanas me había enseñado que el trabajo no lo era todo, que uno podía acostarse y despertarse con una sonrisa y que las pesadillas desaparecían cuando tenías a alguien a quien abrazarte. Era la única criatura en el mundo que me había dado en lugar de pedirme, la única que no esperaba algo a cambio de un poco de amabilidad o de atención por su parte. El único que había logrado que no pensara en nadie más que en él y en cómo hacerlo feliz, porque verlo sonreír me hacía feliz a mí. Había sido un idiota al pensar que podría seguir adelante y vivir sin él, porque si algo tenía claro en ese momento era que, si él moría, yo lo haría con él. —Tengo la pistola aquí, mira. —Le mostré mi Glock al chico rubio que tenía retenido a Jasha. —Te he dicho que la bajes. Al suelo, despacio. Me mordí la parte interna del labio procurando mantener mi expresión ilegible. Ambos sabíamos que, si soltaba el arma, Jasha y yo estaríamos muertos. Examiné el brazo que mantenía inmovilizado a Jasha por su cuello. O tal vez no. Puede que el chico quisiera llevarse a Jasha con él, pero si yo estaba muerto, ¿quién iba a encargarse de liberarlo? —Escucha, ¿por qué no tratamos de llegar a un acuerdo? —propuse, bajando el brazo con la Glock, pero no haciendo ningún intento por soltarla. —¿Un acuerdo? —El chico, cuyo parecido con Jasha era sorprendente, bufó—. ¿Y qué piensas ofrecerme para llegar a un acuerdo? —¿Qué tal dinero? ¿Más del que hayas visto jamás? Su carcajada sonó tan desquiciada como la mirada que me echó. Maldije para mis adentros. La promesa de dinero solía hacer titubear al sesenta por ciento de la gente y, una vez establecido que les interesaba, bastaba con añadir algunos alicientes más antes de despertar su avaricia y con ella su dejadez. Parecía que él no era una de esas personas, lo que complicaba las cosas. —Yo ya tengo acceso a todo el dinero que quiera tener — confirmó mis sospechas—. Me basta pedirlo. —¿Incluso cuando Pietro a estas alturas seguramente esté huyendo sin ti, Stephen? —aproveché que se petrificó para seguir hablando—. Ahora mismo está salvando su propio culo mientras te ha abandonado a tu suerte. —Pietro jamás me dejaría atrás. ¿Y cómo sabes mi nombre? —Él me contrató. Sería una dejadez por mi parte si no supiera para quién trabajo. Esa era una de las mejores lecciones que aprendí del padre de Esther. —¿Y así es como les pagas a tus clientes? —escupió con desprecio—. ¿Traicionándolos y vendiéndolos al mejor postor? —Me robó algo que era mío. No me gusta que me traicionen y mucho menos que me roben. Además, no sé por qué ibas a defenderlo —me adelanté a su siguiente acusación —. Después de todo, no eres su único amante y, ni mucho menos, el más importante. Recé para no estar metiendo la pata en lugar de resolver la situación. —¡Eso es mentira! —¿Lo es? —pregunté con toda la calma que fui capaz de fingir—. Entonces, imagino que ya sabes que el motivo por el que últimamente ha estado viajando tanto a Sicilia es para pasar tiempo con Cecilia, la hija de uno de los capos más importantes de la Cosa Nostra. —Eso no es cierto, solo estás tratando de confundirme. Pietro ha estado yendo para firmar acuerdos con Vittorio de Luca. —Sí, eso es cierto —confirmé—. Y uno de esos acuerdos es la mano de Cecilia en matrimonio una vez que Pietro sea el Don aquí y haya heredado el imperio de su abuelo. —¡Mientes! —Todo el que conoce a Don Vittorio sabe que no es alguien con quien se juega, y también que es bastante conservador. No creo que le guste descubrir que Pietro tiene un amante como tú. Al último de sus hombres al que descubrió en una relación gay se lo hizo pagar caro. Si lo que dicen es cierto, al amante le cortó la polla y se la hizo comer a su hombre, cruda para más inri, mientras era testigo de cómo su amante se desangraba. —Comprobé cómo Stephen se puso más y más pálido—. Luego, Don Vittorio ordenó a sus hombres que sentaran al infractor sobre una silla con estaca y lo usaron como blanco para practicar puntería con sus cuchillos. Creo recordar que el pobre tardó al menos dos horas en morir. Seamos sinceros, me cuesta creer que Pietro se exponga a que le claven una estaca por el culo. —Mientes —dijo Stephen tan bajo que lo entendí más por el movimiento de sus labios que por el sonido que salió de su boca. —¿Por qué habría de mentir en algo así? Me parece una muerte atroz para ambos. En especial, porque es evidente que se amaban. ¿Y sabes por qué lo sé, Stephen? Porque el hombre de Don Vittorio se comió la polla para evitar que su amante fuese cortado en pedacitos condenándolo a una muerte horrible. ¿Te imaginas tener que masticar y tragar una parte de la persona a la que amas mientras presencias su muerte? — Tragué saliva. Jasha estaba poniéndose más y más colorado, sujetándose al brazo de Stephen para evitar la asfixia que le estaba provocando. Le sobresalían las venas en las sienes y los ojos parecían estar empezando a salirse de sus órbitas. Se me estaba acabando el tiempo—. Tengo que admitir que he visto cosas horribles en mi vida, pero ninguna como esa. Esos italianos no se andan con chiquitas y Pietro lo sabe. Lo que significa que jamás estuvo en sus planes mantenerte en su futuro. Harías bien en aceptar el dinero que puedo ofrecerte. Te permitiría guardarte las espaldas y huir si necesitas hacerlo. Stephen bufó y empezó a andar hacia atrás, arrastrando a Jasha consigo. —Jamás tendrías la oportunidad de pagarme. No creo que a Esther le guste la idea de que estés aquí arriesgándote por tu amante. Yo que tú tendría cuidado. Apuesto a que es aún peor que ese Don Vittorio del que hablas. Fue mi momento de detenerme. Sus palabras solo podían significar una cosa. ¡Maldita hija de puta! —¿Es a ella a la que pretendes llevarle a Jasha? El sonido que soltó Stephen fue una extraña mezcla entre resoplido y carcajada. —¿Ves? Ahora lo entiendes. —Te duplico la oferta que ella te haya prometido pagarte. Sus labios se curvaron en una sonrisa cruel. —¿Me dejarás que lo torture el doble que ella? —Ladeó la cabeza—. ¿Ves? La oferta de ella es mejor. Me pagará por llevárselo y luego por jugar con él. Aún no he decidido si quiero matarlo o no, pero créeme, no pienso soltarlo. Nunca. —Acabo de ofrecerte el doble de lo que Esther esté dispuesta a pagarte, puedes aceptarlo o no. No voy a dejar que te lleves a Jasha y, mucho menos, que le hagas daño. —¿Y cómo piensas evitarlo? —exigió alzando la voz y apuntándome con su pistola—. Podría matarte ahora mismo, ¿sabes? Podría decirle a Esther que fue un accidente o que te disparó otra persona. Pero creo que no lo haré. Me gusta demasiado la idea de que sufras sabiendo lo que voy a hacerle. ¿Y sabes otra cosa más? A lo mejor me da por hacer lo que me has contado. A lo mejor le corto la polla y te la envío para que te la tengas que comer delante de una cámara. Estoy seguro de que eso le agradaría a tu novia. Creo que está deseando darte una lección y ponerte en tu sitio. ¿No te parece un final poético? Tú devorando a tu amante para que la mujer que te posee no te devore a ti. Sí, creo que me gusta esa idea — exclamó con una repentina excitación. Si no hubiera sido por la ansiedad y el miedo por la seguridad de Jasha, la ira me habría superado y me habría lanzado a por ese maldito psicópata. Cualquier muerte que pudiera imaginar para él era demasiado suave. Mis ojos se encontraron con los de Jasha, los suyos enrojecidos mientras luchaba por seguir llevando algo de aire a sus pulmones, pero de repente se llenaron de una determinación que no había visto en ellos antes. Y de pronto, supe que debía prepararme para lo que estaba a punto de ocurrir. Mi único alivio fue que Stephen ya no estaba apuntando a la sien de Jasha, sino a mí. —Stephen… —Mi intento por distraerlo se cortó en seco con el tiro que Jasha le pegó en el muslo. Un segundo disparo resonó a nuestro alrededor y me preparé para el impacto de la bala, pero nunca llegó. En el instante en que Jasha disparó a Stephen, empleó su mano libre para golpear el brazo del otro, desviando el arma. Corrí hacia ellos en cuanto Jasha cayó al suelo golpeándose la cabeza, mientras yo disparaba una y otra vez a un Stephen que no parecía sentir el dolor de su herida de bala por la forma en la que se escurrió entre las sombras de los árboles. Debería haberle seguido para asegurarme de que acababa muerto, pero lo único que me importaba en ese momento era el cuerpo inerte de Jasha tirado en el suelo y el charco de sangre que se estaba formando al lado de su cabeza, mientras a nuestro alrededor seguían sonando los disparos. —Aguanta, gorrioncillo, por lo que más quieras, aguanta —le rogué mientras lo cogía en brazos para cubrirlo con mi cuerpo y sacarlo de allí. 52
El rítmico pip pip pip que me rodeaba resultaba relajante y
tranquilizador, tanto que me resistía a abrir los ojos. Si el acompasado ruido era algún tipo de indicación, entonces significaba que seguía vivo y que ya no me encontraba en el sótano de los italianos. A pesar de que habría preferido recrearme en el calor de las sábanas, el cómodo colchón, y la seguridad y calma que experimentaba en aquel momento, mi cerebro no tuvo otra cosa mejor que hacer que sacar a relucir mis últimos recuerdos antes de que se produjera el apagón que me había llevado hasta allí: el horror en los ojos de Robert mientras corría hacía mí; el frío contacto de la pistola que Stephen posó contra mi sien; las amenazas de uno y las revelaciones del otro… Y todo mientras yo me encontraba acojonado, asfixiándome y sin saber si iba a escapar con vida del psicópata de mi hermano. No, no eran el tipo de recuerdos que quisiera revivir cada día. Aunque aquello no era lo importante, ¿verdad? Lo era el que Robert hubiese estado allí y que, el motivo por el que podía estar maldiciendo en mis adentros el jodido dolor de cabeza que amenazaba con hacerla explotar, era que me había salvado el culo. ¡De nuevo! Claro que eso también me lleva al detalle de que él hubiese sido el responsable de que estuviera allí en primer lugar. ¿Eso lo convertía en el héroe o en el villano? Tenía que hablar con él y, por una vez, iba a exigirle que me contase la verdad y que me aclarase de una puñetera vez qué era lo que quería exactamente de mí. Vale que perdiera los estribos cuando leí en aquel expediente que pretendía usarme para sacar información de la Bratva y sobre Liv, pero, siendo honesto. ¿Qué clase de información pensaba sacarme que le rendase los más de cien mil pavos que invirtió en mí? Yo no estaba en el círculo íntimo de Dimitri Volkov, de hecho, era el último mono en la hermandad. Y en cuanto a Liv… ¿De qué le servía a Robert o su cliente descubrir que le tenía el mismo cariño que a una de mis hermanas o que me divertían sus adorables intentos por manipularme? Por más que hacía memoria, no recordaba haberle comentado a Robert nada que él no hubiera podido descubrir por otros medios más sencillos y, desde luego, más baratos. ¿A qué entonces venía lo de tomarse tantas molestias conmigo? ¿Para quitarme de en medio? Eso podría haberlo hecho con una simple bala, encerrándome en algún sitio o entregándome a la policía. No, algo de la historia que me había relatado Mark no encajaba, pero el único que iba a poder aclarármelo era Robert. Solté un suspiro antes de hacer el esfuerzo de abrir los ojos y de enfrentarme a la realidad. Tal y como había previsto, y a deducir por el logotipo de las sábanas, mi camisón, y el tubo de suero conectado a mi muñeca, me encontraba en un hospital. Mis ojos acabaron por abrirse del todo al descubrir que Robert se encontraba dormido con la cabeza en una incómoda postura en un sillón al lado de mi cama. Mi corazón latió lleno de añoranza por encontrarme rodeado por sus protectores brazos y envuelto en su calor. No sabía si en el futuro iba a poder perdonarle su traición y su intento de utilizarme, pero eso no quitaba que fuera lo bastante honesto conmigo mismo como para admitirme que el dolor que se extendía por mi pecho se debía a que seguía amándolo a pesar de todo. Retrasando el momento de despertarlo lo estudié, grabándome sus rasgos en la memoria por si, cuando despertase, fuese la última vez que fuera a verlo. Sabía que era una probabilidad, de hecho, estaba convencido de que era justo así como debían de ser las cosas. Tenía que escucharlo, darnos permiso a ambos de darnos clausura y luego pedirle que se marchara y que no volviese a contactarme jamás. La simple idea ya incrementó la presión que se expandía por mi pecho. Fruncí el ceño al notar la extraña palidez de su rostro, la áspera barba de varios días y las profundas bolsas violáceas bajo sus ojos. No tenía nada que ver con el hombre al que había visto por última vez en su mansión. Sí, vale que también hubiera tenido ojeras de cansancio aquella vez, pero su traje había estado impecablemente planchado cuando llegó del trabajo, su tez había portado un tono saludable (de hecho, más que saludable después de que me pusiera a cuatro patas sobre el sofá) y su cara había tenido un brillo sosegado y satisfecho cuando se quedó dormido a mi lado en la cama. Ahora por el contrario… ¿eso de ahí era un hilillo de baba? —¿Sabes? No sé si me divierte que estés tan embobado con ese gilipollas ricachón que no te hayas dado cuenta de mi presencia o si me irrita que sigas ignorándome después del largo rato que llevo esperando por ti. —La voz fría y sin emociones bastó para que se me helara la sangre en las venas. Giré la cabeza al otro lado de la habitación y ahí estaba, la última persona a la que deseaba volver a ver, apoyado contra la ventana con una caja de mis donuts preferidos en la mano. Tenía la frente contraída en concentración mientras se relamía los dedos manchados de azúcar glasé azulado. Con su cabello corto, flequillo hacia la derecha y el traje de personal sanitario de color azul claro, parecía diferente al chico rubio que había conocido en los calabozos de los italianos. De hecho, la semejanza entre ambos se había acrecentado terroríficamente. La única diferencia real que quedaba entre ambos era que los ángulos de su rostro eran un poco más afilados y finos, y que la desquiciada maldad en sus inconfundibles ojos azules lo delataban de inmediato. —¿Stephen? —Hola, hermanito. ¿Me echabas de menos? —lanzó la caja de donuts con descuido sobre la mesilla de metal, al lado de un jarrón con un enorme ramo de coloridas flores. Mi estómago se encogió al ver el sobrecito abierto al lado de un precioso osito de peluche. Sabía por instinto que había sido Stephen quien lo abrió y se sentía como una invasión a mi intimidad. Me bastaba con el nombre de la pastelería de la que provenían los donuts para adivinar que Robert era el responsable de aquellos regalos. —¿Qué…? —Tomé una profunda inspiración y volví a intentarlo—. ¿Qué haces aquí? —¿Tú que crees? —Stephen cogió el osito de peluche de la cesta, lo inspeccionó con desprecio y acabó por girarlo hacia mí—. Tenemos asuntos inacabados —dijo con una voz distorsionada mientras movía el osito como si fuera él el que estaba hablando conmigo. —No quiero irme contigo —farfullé sin perderlo de vista y antes de caer en la cuenta de que, tal vez, no fuera buena idea ser tan sincero con él. ¿Dónde estaba el botón de alarma que debería haberse encontrado al lado de la cama? —Mmm… —Lanzó el osito a un rincón de la habitación sin prestar demasiada atención de a dónde—. Debería sentirme ofendido, pero en el fondo es bueno que pienses así. Aunque quisiera, no podría llevarte conmigo. El bastardo que tienes ahí sentado tiene a gente vigilando esta habitación y Volkov también te ha puesto algunos guardas. Por más que me gustaría que nos llegáramos a conocer un poco mejor, no va a poder ser. Al mirar en dirección a Robert y su extraña postura derrumbada, mi corazón se aceleró. ¿Estaba dormido o le había hecho algo? —Entonces… —Me humedecí los labios resecos—. ¿Qué es lo que haces aquí? —Bueno, como comprenderás… —Sacándose las manos de los bolsillos del traje de enfermero azul, se acercó a la cama con una ligera cojera. Tenía los ojos y pómulos más hundidos que la última vez y la locura en sus pupilas más pronunciada, si aquello era posible—, si no te puedo hacer pagar a ti por quitarme a nuestra madre, entonces tendré que usarte para hacerla sufrir a ella por abandonarme. Alzando su puño lo abrió y algo brillante cayó de su mano abierta quedando solo sujeto por dos de sus dedos. Tragué saliva cuando me mostró el cable de acero flexible más de cerca. Su sonrisa se intensificó. —Aunque, para hacerlo más interesante, voy a darte la oportunidad de elegir. —¿Elegir el qué? —alcé la voz en un intento por despertar a Robert, pero en cuanto Stephen me pescó echando una rápida ojeada en su dirección para comprobar si había reaccionado, soltó una risita aguda. —Puedes ahorrarte los gritos. Le he inyectado Propofol. El pobre tonto estaba tan reventado de llevarse los últimos dos días vigilándote que apenas llegó a reaccionar mientras se lo inyectaba en el cuello. Pasó del sueño a la inconsciencia en cero coma dos. —¿Lo has drogado? —pregunté alarmado. Stephen encogió los hombros. —¿Qué quieres? Estamos en un hospital. No deberían dejar los anestésicos al alcance de cualquiera. —Frunció los labios en un puchero—. Aunque voy a tener que dejar una queja. No tenían por ningún lado las instrucciones sobre las cantidades a emplear. Eso es una dejadez por su parte. Como comprenderás, he tenido que inyectarle a tu querido Robert una buena cantidad para evitar cualquier riesgo de que tardase en hacerle efecto o que pudiera despertar y defenderse. —¡¿Qué has hecho?! —Intenté incorporarme y quitarme la vía de las venas, pero Stephen me empujó atrás moviendo el dedo de un lado para otro ante mi nariz. —Eh, eh, eh, tú te quedas donde estás —me advirtió con una repentina dureza. Cuando el pip, pip, pip que provenía del monitor se alteró, volviéndose más urgente y precipitado, Stephen soltó una maldición y lo apagó. —¡Podrías haberle matado si te has pasado con la dosis! —lo acusé. Stephen le lanzó una corta mirada a Robert. —Es posible, pero mis planes de todos modos ya incluían el matarlo —soltó con indiferencia—. Solo quería que siguiera vivo para cuando despertaras para hacer las cosas más divertidas. Bueno, si somos sinceros, también le puse la inyección porque tenían botes y botes y botes de Propofol en el almacén en el que entré y estaban todos bajo llave. No iba a desperdiciar una oportunidad así. Lo comprendes, ¿verdad? —¡No! ¡No lo comprendo! —grité fuera de mí—. ¿Qué cojones quieres? Stephen se puso serio y entrecerró los ojos en mi dirección. —No vuelvas a gritarme. Lo odio. No quieres averiguar lo que voy a hacerte a ti y a él si vuelves a hacerlo. —La locura en su mirada me advirtió que decía la verdad. —Si lo que vas a hacer es matarme, hazlo de una vez, Stephen —siseé entre dientes. —Así no es como funcionan las cosas. Primero tenemos que jugar. —¿Jugar? —bufé—. ¿Jugar a qué, maldita sea? —No deberías decir tacos. A mamá no le gusta. Lo miré sin replicar. ¿Estaba hablando en serio? —El juego —le recordé. —Ah, sí, el juego. — Se pasó la mano por el pelo, poniendo una mueca irritada cuando pareció recordar que ya no tenía la melena—. Es muy sencillo. Lo que tienes que hacer es decidir si quieres que te mate primero a ti o si prefieres ganar tiempo y que lo mate primero a él. 53
No necesitaba plantearme la pregunta de Stephen. Tenía la
respuesta clara: prefería morir yo primero. La cuestión era que no quería morir aún, no cuando Robert necesitaba a alguien que lo protegiera. Si moría yo, él también lo hacía. La simple idea de que Stephen pudiera hacerle más daño del que ya le había hecho, resultaba insoportable. —¿Por qué estás haciendo esto, Stephen? Jamás te he hecho nada, ni siquiera sabía que existías hasta que te has presentado ante mí. Me entró pánico cuando se alejó de mí para acercarse a Robert. —Ves, tú mismo lo has dicho, no sabías de mi existencia. Deberías haberlo intuido. Somos mellizos. Deberíais haber sentido que te faltaba una parte de ti, pero no, claro que no. No me considerabas una parte de ti. ¿Verdad? Además, me disparaste en el muslo cuando traté de llevarte conmigo. Lo que decía no tenía ningún sentido, pero me preocupaba más el hecho de que se hubiera detenido detrás de Robert que las locuras que decía. —Vale, tienes razón. Mátame si crees que es lo justo, pero déjalo a él en paz. Él no tiene nada que ver. Por la periferia de mi visión vi un movimiento, pero Stephen eligió el momento para agarrar a Robert del cabello para alzarle la cabeza y mirarle a la cara. —Por supuesto que tiene que ver, él fue el que me jorobó los planes. Y, además, Esther se enfadó conmigo por su culpa, por dejarte escapar. Ah, y me estropeó la posibilidad de jugar contigo. ¿Tienes idea de las ganas que tenía de jugar contigo y hacerte pagar por quitarme a nuestra madre? Estaba claro que dijera lo que dijera, Stephen iba a tener su propia justificación para salir adelante con sus planes. Estaba más allá de cualquier razonamiento o empatía y no sabía cuál de esas circunstancias me aterraba más. —Entonces juega conmigo. ¿Qué te impide hacerlo? Estamos solos y no hay nadie más en la habitación. Ladeó la cabeza con una sonrisa torcida. —De modo que estás dispuesto a sacrificarte por él. Qué… heroico —pronunció la última palabra como si le dejara mal sabor de boca. Por suerte, tal y como había previsto, se acercó a la cama. Mi corazón se detuvo cuando, al seguirlo con la mirada descubrí a mi madre paralizada en la puerta de la habitación. ¡Jesús! Aquello era lo último que necesitaba. Me tomó una ingente fuerza de voluntad no volver a mirar en su dirección y comprobar si había salido en busca de ayuda. —¿Crees que es por eso por lo que nuestra madre te escogió a ti? —preguntó Stephen frunciendo el ceño—. ¿Porque pensaba que eras más heroico? —Jamás me dieron la opción de elegir —irrumpió mi madre con un tono cargado de tristeza. —¡Mamá, corre, vete! —grité alarmado—. ¡Tienes que irte! —insistí cuando, en vez de echarme cuenta cerró la puerta tras ella y entró en la habitación. —Tu padre y mi marido fueron los que tomaron todas las decisiones, jamás tuvieron en cuenta mis ruegos o mis protestas, Stephen. Mi hermano, que parecía haberse quedado paralizado en su sitio crispó los puños. —Podrías haber luchado por mí. —¿Crees que no lo hice? —El semblante usualmente calmado de mi madre estaba desfigurado por la desesperación —. Casi acabé en el hospital dejando a mi hija a solas con su abusivo padre y con Jasha recién nacido e indefenso. Tenía que estar ahí para ellos. —Para ellos sí, pero no para mí —la acusó Stephen con tal frialdad que me levantó el vello. Mi madre necesitaba largarse antes de que él fuera a por ella. —Lo habría hecho si hubiera podido —prometió mi madre. —Pero no lo hiciste. —Lo siento, Stephen, lo siento tanto. —Más lágrimas cayeron por las mejillas de la mujer que nos había dado a luz —. No sabes lo que habría dado por poder tenerte conmigo. Stephen tardó varios segundos en responder y cuando lo hizo, su voz sonaba tan dulce e inocente que no parecía ni la misma persona. —Oh, pero no te preocupes, vas a poder estar conmigo. — La inocencia desapareció en cuanto mostró una sonrisa cruel —. En cuanto acabe de matarlo, podrás venir conmigo. Te demostraré que te equivocaste al elegir y, si eres una buena madre, hasta te perdonaré lo que me hiciste. Stephen se giró hacia mí y se enrolló el alambre entre ambas manos, con una destreza que hablaba de práctica y delataba que yo no era la primera persona a la que trataba de matar así. —No puedo permitir que mates a Jasha —dijo mi madre en lo que parecía casi un ruego. —Me temo que no podrás impedirlo, mamá. —Stephen, por favor, no lo hagas. —Lo siento, pero él jamás debería haber existido. Deberíamos haber sido tú y yo desde el principio. —Stephen… Casi fue a cámara lenta cómo lo vi dando el último paso hacia mí y alzar las manos con el alambre con el que pretendía asfixiarme hasta la muerte. En el instante en el que me giré con brusquedad para lanzarme de la cama y escapar de él, mi visión se tornó borrosa, mis rodillas cedieron y el tirón hizo que se extendiera un enorme dolor en la zona de la muñeca donde había tenido insertado la aguja de la vía. —¡Jasha! —gritó mi madre llena de pánico. A duras penas conseguí sujetarme a la mesilla metálica para no impactar contra el suelo. Solo el ruido que hizo el jarrón al impactar contra el suelo y deshacerse en fragmentos ya debería haber atraído la atención de alguien para que viniera. ¿Por qué no acudía nadie? —Mamá, corre a por ayuda —le rogué. Sabía que yo ya no tenía escapatoria, pero necesitaba que al menos ella y Robert se salvaran. Robert…—. Mamá, le ha inyectado algo a Robert. Morirá por sobredosis si no conseguimos ayuda pront… —¡Stephen! —La desesperación y la histeria se entremezclaban en los ruegos de mi madre—. Stephen, no, por favor… El frío alambre se clavó en la piel de mi garganta amenazando con cortar mi carne y dejándome sin aire. Puede que si hubiese sido solo por mí, me habría dejado llevar por la espesa neblina que me envolvía, pero Robert moriría conmigo y mi madre viviría en un infierno incluso peor que el que le hizo vivir mi padre si mi hermano se salía con la suya. Con mis últimas fuerzas me solté de la mesa y busqué con mi mano derecha la herida de bala que debía haberle dejado a Stephen de la noche anterior. Encontré la venda, y le clavé mis dedos con las últimas fuerzas que me quedaban, con la esperanza de meterlos en el agujero creado por la bala. Stephen me dejó caer al suelo con un aullido. Los cristales se clavaron en mis palmas y rodillas cuando traté de amortiguar mi caída. Ignoré el dolor y con el tacto busqué un vidrio lo bastante afilado y grande para que me sirviera para defenderme. A mi espalda sonó una risa áspera. —¿Crees que un fragmento de vidrio va a liberarte de morir? Maldije mi visión borrosa y busqué con más ahínco y desesperación. Debía de haber una pieza del jarrón que fuese lo bastante grande como para servirme, no podía tener tan mala suerte como para que no lo hubiera. En cuanto detecté una forma irregular a medio metro de mí, me lancé a por ella. Apenas la había tocado cuando Stephen me pisó la mano, clavándome el cristal y rompiéndome el meñique en el proceso. —Ya está bien —dijo con frialdad—. Se acabó. Ya no me queda tiempo para seguir jugando, hermanito, tengo que irme con mamá para demostrarle que se ha quedado con el mejor de los dos, aunque creo que eso ya lo está descubriendo viendo tus patéticos intentos por defenderte. Eres débil, siempre has sido el más débil de los dos, por eso padre me escogió a mí para llevarme con él. —Stephen, basta ya. Gemí para mis adentros. Había tenido la ilusión de que hubiese aprovechado la distracción para marcharse. —Un momento, madre. —Cuando mi hermano se sacó del bolsillo una jeringuilla y le quitó el tapón de seguridad, supe que se había acabado. Hice lo único que aún podía hacer en mi estado. Me lancé sobre sus piernas y me sujeté a ellas con las últimas fuerzas que me quedaban, inmovilizándolo mientras mascullaba una maldición. —Mamá, corre, sálvate a ti y a Robert. Por favor, mamá — le rogué al sentir cómo él se inclinaba y se me acababa el tiempo. La explosión apagada de un disparo resonó por la habitación paralizándonos a Stephen y a mí. Al mirar arriba me encontré con los ojos de mi hermano abiertos de par en par, hasta que alzó el brazo y se miró la enorme mancha de sangre que fue extendiéndose por el uniforme azul, en el que la bala debía de haberse colado por sus costillas. —¡Dios! ¡Oh, Dios! —Mi madre se tapó la boca con un sollozo. —¿Madre? —Stephen se giró hacia ella como un niño pequeño, perdido y desamparado, que no supiera lo que estaba ocurriendo—. Me has disparado. —Te pedí que dejaras a tu hermano, te pedí que te detuvieras —sollozó mi madre. —Entonces, es verdad lo que ellos decían —murmuró, desplomándose sobre sus rodillas—. Lo elegiste a él. Dejando caer la pistola al suelo, mi madre corrió a su lado y lo sujetó antes de que se golpease contra el suelo. Con cuidado lo situó sobre su regazo, acariciándole las mejillas hundidas entre lágrimas. —No, mi pequeño ángel, no lo elegí a él, pero tenía que detenerte, no podía permitir que mataras a tu hermano. Los dos sois mis pequeños y siempre lo seréis. Mientras mi madre siguió hablando y mi hermano asfixiándose con su propia sangre en el suelo de un hospital sin que acudiera nadie en su ayuda, mi mirada cayó sobre Robert y el tono grisáceo de su piel. Cualquier pensamiento sobre mi hermano, mi debilidad o mis dolores desapareció y con una fuerza que no tenía, me levanté para buscar el botón rojo que sabía que debía de estar cerca del cabecero de la cama. En cuanto conseguí apretar el botón de alarma, me bamboleé hasta Robert, sujetándome a la cama y a la pared para poder alcanzarlo. La puerta de la habitación se abrió de un golpe y la última persona a la que habría esperado encontrar allí se detuvo bajo el umbral con una maldición al descubrir el caos. —¡Maldita sea! ¿Qué es lo que ha pasado aquí? — preguntó Anthony cerrando la puerta a su espalda y sacándose el móvil del bolsillo—. Gloria, necesito refuerzos en la dos, dos, tres. Que nadie entre con vosotros y no llaméis atención. —Anthony, le ha inyectado una sobredosis de Propofol a Robert. Hay que… llamar… a… a… un… Anthony estuvo a mi lado y me cogió en brazos antes de pudiera estamparme de nuevo contra el suelo. —No se te ocurra moverte de la cama. Tienes una contusión. —Pero Robert… —protesté con debilidad cuando me tendió sobre la cama. —Deja que yo me encargue de todo. —Anthony regresó junto a Robert y le tomó el pulso con una maldición baja—. Voy a llevármelo conmigo. Si entra un médico aquí solo complicaremos las cosas. ¿Tu madre es la que le ha disparado? —señaló con la barbilla a Stephen de cuya boca brotaba sangre mientras mi madre seguía acariciándole la cara y murmurándole como a un niño pequeño. Intenté no analizar lo que sentía al verlos juntos, a ella llorando por haberlo disparado y a él, el hermano al que acababa de descubrir, muriéndose en sus brazos. —Sí. Anthony me sostuvo la mirada. —Puedo llamar a un médico para que intenten salvarlo, pero… —Sus pupilas se dirigieron a mi madre—. No puedo garantizar lo que ocurra después. El mensaje era claro, si salvaba a mi hermano, mi madre podría terminar en la cárcel por intento de asesinato. Me sentí culpable, no porque Stephen estuviera muriéndose, sino porque no tenía claro que quisiera que sobreviviera. —¿Y si no llamamos a ningún médico? —pregunté. El semblante de Anthony no mostró ningún tipo de reacción. —Podemos hacer una limpieza antes de que nadie se percate de lo que ha ocurrido. Sé que esto es precipitado, pero necesito que tomes una decisión. Tengo que llevarme a Robert. —Yo… —tragué saliva. ¿Cómo podía arriesgar la vida de mi madre a cambio de la de un hermano psicótico al que no conocía y tampoco quería llegar a conocer? —Este mundo nunca estuvo hecho para Stephen —me cortó mi madre agotada—. Llévate a Robert y sálvalo, asumiré mis propios pecados. Jasha, por favor, dame una de las almohadas. Se la entregué sin rechistar, mientras Anthony y yo presenciamos conmocionados cómo ella besó con ternura la frente de Stephen. —Duerme, mi niño, es hora de que descanses —dijo con lágrimas en los ojos, antes de presionar la almohada contra su rostro, acabando de asfixiarlo mientras Stephen apenas oponía resistencia, demasiado debilitado para poder hacerlo. Creo que pasaron varios segundos antes de que Anthony volviera a reaccionar, cogió a Robert en brazos y se lo llevó a de la habitación, dejándonos a mi madre y a mí a solas en una habitación de hospital llena de sangre y cristales rotos y el cadáver de mi hermano. 54
No me quedaba más remedio que admitir que Anthony y su
equipo eran un grupo eficiente. No me extrañaba ni lo más mínimo que los mercenarios de Robert estuviesen tan cotizados. Donde, en las misiones en las que había estado, para la Bratva las voces, gruñidos y maldiciones formaban parte del trabajo, los mercenarios de Robert eran puro silencio, concentración y organización. Apenas habían pasado cinco minutos desde que Anthony se llevara a Robert, que entraron cinco personas vestidas de negro en la habitación. Gloria, que es como se presentó la mujer que pertenecía al equipo, se llevó a mi madre al baño para ayudarla a limpiarse y cambiarse de ropa. Le agradecí en silencio que se la llevase a dar un paseo para que se relajara mientras el resto seguía con su trabajo y que mi madre no tuviera que presenciar cómo se encargaban del cadáver de mi hermano. Tres de los cuatro hombres, salieron casi de inmediato de la habitación. Dos regresaron vestidos de personal sanitario, con mascarillas y una camilla, sobre la que subieron a Stephen tapándolo con una sábana como si estuviera simplemente dormido. El tercero de los hombres regresó vestido con un uniforme perteneciente al servicio de limpieza del hospital, arrastrando consigo un carrito, con cuyos utensilios se puso a limpiar cualquier rastro de sangre y destrucción que nos rodeaba. El cuarto tipo, el que se quedó conmigo, me atendió la herida que dejó la vía que se arrancó y, después de ponerme una nueva, cambió las sábanas de la cama, me ayudó a acostarme de nuevo y reinició los monitores que controlaban mis constantes vitales. Si me hubiese dicho que era un enfermero o un médico, me lo habría creído a pies juntillas. Para cuando Anthony regresó casi dos horas después, nadie podría haber adivinado que en la habitación se había cometido un asesinato o que un loco psicótico había estado a punto de hacer de las suyas. —¿Cómo está Robert? —le pregunté en cuanto asomó la cara. —Estable. Sigue en observación, pero le pasarán a habitación en cuestión de un rato. Les he indicado que lo trajeran aquí. —Anthony me estudió como si esperase una protesta por mi parte—. He aumentado el número de guardias en la puerta. El que apostamos antes lo encontramos en un almacén con el cuello roto. —Yo… Lo siento. No tenía ni idea. —No tienes la culpa y, en el fondo, fue una suerte. Tu madre tuvo que encontrar su arma tirada afuera, porque es la que usó para… defenderos —finalizó tras una breve vacilación. —Mi madre… —Ya nos hemos encargado de todo. Nadie sabrá nada si ella mantiene su secreto a salvo. —Lo hará —prometí convencido. Una mujer no sobrevivía lo que ella había pasado, si no era capaz de guardar secretos. —La he enviado a su casa para que pueda recomponerse un poco antes de regresar. —Te lo agradezco. —De acuerdo. —Anthony se rascó la nuca—. En cuanto a ti y a Robert, prefiero teneros vigilados a ambos y resulta más fácil si os encontráis en la misma habitación. —Se hizo un incómodo silencio antes de que siguiera hablando—. Además, creo que Robert y tú necesitáis hablar. Creo que después de la de veces que te ha salvado el culo, lo mínimo que puedes hacer es oír sus explicaciones y su versión de lo que pasó. Te garantizo que no estaba al tanto de los planes de Mark. —Tengo toda la intención de oírla —admití con una sinceridad que pareció cogerle desprevenido. Inhaló con profundidad y soltó todo el aire de golpe, mirando a su alrededor como si buscara algo más que arreglar. —Bien entonces. —Se sacó un móvil y un cargador del bolsillo de su chaqueta y me los dejó sobre la mesita—. Tiene mi número grabado, llámame si necesitas algo. Estaré por los alrededores. También puedes usarlo para llamar a cualquier otra persona si lo deseas. Lo he traído para ti. —Gracias, no tenías porqué. —Eres el chico de Robert. Es lo menos que puedo hacer por ti. Fue mi turno de apartar la mirada y juguetear con el filo de la sábana. —Nunca he sido el chico de Robert. Su novia es Esther. Anthony se detuvo para observarme. —Eso es cierto y nadie podrá cambiar eso excepto ella y su padre, algo que dudosamente ocurrirá. Sin embargo, eso no cambia la realidad de las cosas. Robert podrá casarse con ella sobre el papel porque lo obliguen a hacerlo, pero eso no borrará lo que siente por ti. Antes de que pudiera rebatir su teoría, la puerta se abrió y un celador y dos enfermeros entraron con Robert acostado en una cama, que colocaron a un metro de la mía, dejando un pasillo entre ambos. Mi corazón se encogió al verlo tan inerte y pálido mientras le colocaban el cable del suero, lo enchufaban a los monitores y le ponían una mascarilla de oxígeno. Era apenas una cáscara del hombre energético e intenso al que estaba acostumbrado, pero al menos su semblante volvía a tener un color más saludable. —Ahora mismo está en un estado de duermevela — explicó uno de los enfermeros—. Es posible que despierte a ratos. No se preocupen si lo que dice no tiene demasiado sentido. Es bastante habitual que en las horas posteriores a una anestesia los pacientes se encuentren algo aturdidos y cansados. —Mmm… tal vez deberías aprovechar eso —murmuró Anthony a mi lado. —¿Qué? ¿A qué te refieres? —susurré de vuelta mientras el personal sanitario recogía y se marchaba. —A que los SEAL estamos entrenados para evitar sucumbir al suero de la verdad y drogas similares, pero para hacerlo necesitamos ser conscientes de ello. Si Robert no las tiene todas consigo, es muy probable que te conteste con sinceridad a las preguntas que te atormentan. —¿Estás vendiendo a tu amigo para que yo me aproveche de su situación? —pregunté incrédulo. Anthony me dedicó una mirada dura. —Jamás vendería a Robert. Estoy dándote la oportunidad de descubrir la verdad. Su problema, al igual que el mío, es que no manejamos bien los sentimientos y solemos evitar cualquier situación en la que se requiera que los expresemos. Mientras esté atontado debería no suponerle un esfuerzo hacerlo. Imagino que no necesito advertirte que, si utilizas mal esta oportunidad o con fines dañinos, no tendré ni el más mínimo escrúpulo en matarte. Esta vez mantuve el pico cerrado. Aquella era una forma perfecta de ponerme en mi sitio. Después de varios segundos manteniéndonos las miradas en una batalla silenciosa, acabé por soltar un suspiro. —Gracias, yo también te quiero. ¿Podrías acercar mi cama a la de él? Sus oscuras cejas se elevaron, pero no se me escapó la chispa de diversión en sus pupilas. Sin preguntar por el motivo, pegó mi cama a la de Robert y movió mi suero para que no estuviera tan tirante. —Os doy un poco de intimidad. Trata de descansar si puedes y recuerda que tienes un móvil en la mesita para contactarme si necesitáis algo —dijo acercándome la mesita en cuestión. —¡Anthony, espera! —¿Sí? —El hombre se giró hacia mí. —¿Sabes algo de Liv? La chica que se encontraba secuestrada conmigo. Me sentí culpable por no haber preguntado por ella antes, aunque, la verdad, tampoco era como si hubiera tenido demasiadas oportunidades para hacerlo. — De momento creo que sigue en la UCI. Han tenido que operarla. Al parecer se interpuso entre una bala y Sokolov. Mis ánimos me bajaron a los pies. Asentí sin saber muy bien qué decir a eso. —Aprovecha para descansar. Las cosas suelen verse mucho mejor cuando uno se despierta. Y, Jasha… —¿Sí? Anthony le lanzó una ojeada a Robert y titubeó. —No seas demasiado duro con él, Mark era como un hermano para nosotros y el haber ignorado a Esther durante los últimos días tampoco le saldrá barato. Ignoré la parte que se refería a Esther, pero no fui capaz de hacer lo mismo con Mark. —¿Mark está…? —No tendrá la oportunidad de volver a traicionarlo — zanjó Anthony marchándose con la cabeza agachada y la mirada atormentada. Girándome con cuidado de no hacer saltar de nuevo mi vía, me acosté lo más cerca que pude de Robert y le cogí la mano. Cuando apretó la mía en respuesta, a pesar de seguir con los ojos cerrados, poco me faltó para ceder y ponerme a llorar. —Me alegra que sigas aquí conmigo —murmuré, consolándome con la idea de que los pip, pip, pip de nuestros monitores latían sincronizados y que eso, a pesar de todo, debía de ser una buena señal. 55
Me desperté con mi palma sobre el pecho de Robert, sintiendo
el rítmico latido de su corazón, y la suya cubriendo mi mano de forma protectora. Seguía dormido y su expresión parecía relajada, a pesar de que seguía con la mascarilla de oxígeno tapándole buena parte del rostro. Respiré aliviado. Robert seguía vivo. Eso era lo único que importaba. El resto… bueno, al resto ya me enfrentaría cuando llegase el turno de hacerlo. Por ahora prefería no pensar más allá de este momento. Fue un movimiento a mi espalda lo que me hizo girar asustado la cabeza. Me calmé en cuanto descubrí a mi madre sentada en el sillón al lado de mi cama, con los ojos aún enrojecidos de tanto llorar. —¿Mamá? —Hola, cielo. —Mi madre se inclinó hacia delante para cogerme la mano libre—. ¿Cómo estás? Cuando intenté voltearme hacia ella, Robert sujetó mi mano izquierda, manteniéndola sobre su pecho. Mi madre me sonrió con debilidad. —Parece que está empecinado en no perderte de nuevo. —¿Has llegado a conocerlo? —Me llamó cuando desapareciste y no te encontraba, y luego, cuando te recuperó y te ingresaron aquí. Es un detalle por su parte que te tuviera hecho un seguro médico. —Miró alrededor apreciando los detalles de la habitación—. Debe de ser un buen seguro. —¿Robert? —fruncí el ceño—. ¿La habitación no la está pagando la Bratva? Había cruzado los dedos porque fueran ellos, porque no tenía ni idea de cómo iba a asumir la factura de una habitación individual y los gastos médicos, sin contar que mi madre tenía razón, aquella no era una habitación cualquiera. La pared a mi espalda estaba cubierta por paneles que imitaban madera, las paredes tenían una suave tonalidad azulada y además de dos sillones que parecían bastante cómodos, había un sofá, una mesita y hasta una cafetera y los utensilios para para hacer café e infusiones. —No. Estoy segura de que lo hubieran hecho, pero Robert me llamó cuando te ingresaron. Me aseguró que estabas metido en el seguro de su empresa como el resto de sus trabajadores y me prometió que cubriría cualquier gasto que no asumiese la aseguradora. —Vaciló antes de seguir—. También me preguntó si nos hacía falta algo a mí y tus hermanas y me hizo prometerle que se lo diría si llegaba el caso. Aunque creo que no esperó a que se lo pidiese, porque esta mañana recibí un aviso del banco sobre un ingreso de cinco mil dólares en la cuenta. Creo que no he visto mi cuenta corriente tan alta desde que la abrí —bromeó con debilidad. Tras unos segundos de silencio volvió a hablar—. Imagino que también fue él quien canceló la semana pasada los préstamos que teníamos pendientes, ¿me equivoco? Parpadeé. La semana pasada habría dicho que sí sin pensarlo, pero ahora no podía dejar de preguntarme qué lo llevaría a hacerlo cuando se suponía que me estaba vendiendo. ¿Lo había hecho porque se sentía culpable o era porque deseaba hacer algo por mí? Fue fácil creer que me había traicionado y engañado, pero después de que me hubiese rescatado, ya no tenía ni idea de qué creer o pensar sobre lo que hacía Robert. —Es algo que él haría, sí —admití. —¿Estás enfadado conmigo? —preguntó mi madre con sus ojos azules, tan parecidos a los míos y los de Stephen, clavados sobre mí. Por el brillo rosado de sus ojos no necesité preguntar a qué se refería. —¿Entonces es cierto? ¿Somos… Fuimos hermanos? Mi madre sonrió con tristeza y se secó una lágrima. —Sí, eráis mellizos. Stephen nació cinco minutos antes que tú y era tan mío como lo eres tú y el resto de tus hermanas. —Su voz se quebró y tuvo que apartar la mirada, tragando con esfuerzo. —¿Cómo es posible? —musité impactado. Mi madre bajó la mirada al filo de su falda y jugueteó nerviosa con un hilo suelto. —Lo que tu padre hacía contigo… —susurró tan bajo que apenas la escuché—. No eras el único con el que lo hacía. Fue mi turno de tragar saliva. —¿Mamá? —pregunté con inseguridad. Ella tomó una profunda inspiración y alzó la cabeza mirándome de frente. —Tú aún no habías nacido y tu hermana era apenas un bebé cuando me obligó a acostarme por primera vez con sus amigos. En realidad no sé si cobró por mí como lo hacía contigo, o si simplemente disfrutaba con ver lo que me hacían o, tal vez era el hecho de que en el fondo era un sádico y lo emborrachaba el poder que poseía sobre mí. No tengo ni idea. —¿Sabías que me vendía? —comprobé sin entonación en mi voz. Ella apartó la mirada y cerró por unos momentos los ojos. —Cielo, necesito que me dejes contar la historia al completo. No tengo perdón y tampoco espero que me lo concedas, pero necesito que sepas qué fue lo que ocurrió y porqué tu hermano… porqué te odiaba como lo hacía. No tenía claro que quisiera oír su historia o la de mi hermano, ni siquiera sabía si quería averiguar porqué ella, aún a sabiendas de lo que me hacía mi padre, se limitaba a fingir que no estaba ocurriendo, pero algo me decía que si no la escuchaba hoy, tal vez jamás llegaría a conocer la verdad sobre el chico que tenía los ojos idénticos a los míos. —Te escucho —ofrecí cansado. Mi madre se aferró a mi mano, pero me faltaban las fuerzas para apartarme. —No necesito contarte lo que me hacían o el infierno por el que me hizo pasar tu pa… el hombre que se hacía pasar por tu padre —se corrigió poniendo mi mundo patas arriba una vez más. —¿Mi… él…? —No, no fue tu padre y él lo sabía —aclaró—. Tu padre biológico era uno de sus mejores amigos, igual de cabrón e hijo de puta que él, o tal vez más. Estaba… está casado, pero a su mujer la trata como a una reina, donde a mí me trataba como a una… —Mi madre sacudió la cabeza. No necesitaba que terminase aquella frase, porque lo había experimentado en carne propia, incluso podía adivinar los insultos y las vejaciones a las que seguramente la habían sometido, porque eran iguales a las que me habían sometido a mí. Mis dedos rodearon los suyos. Cuando abrí la boca para pedirle más datos sobre mi verdadero padre, ella negó con la cabeza—. Por favor, deja que te explique —rogó. —Sigue —raspé con la garganta áspera y los ojos resecos. —Cuando me quedé embarazada, tu padre no tardó en echar cuentas y llegó a la conclusión de que los mellizos no podían ser suyos. En la vida lo vi tan enfadado como el día en que se dio cuenta y pensé que iba a matarnos a todos, pero luego desapareció y no regresó hasta un par de semanas más tarde. No mencionó nada y por un tiempo pensé que aceptaría vuestra paternidad asumiendo su responsabilidad en el asunto. —Sus ojos vagaron hacia la ventana, perdidos en el pasado—. Aún estaba en el hospital, recién parida, cuando Sergei, tu padre biológico, se presentó y se llevó a tu hermano de allí. No hubo nada que pudiese hacer al respecto. Tu padre me controlaba usándote a ti y tu hermana y Sergei con tu hermano. —Mi madre se detuvo por unos segundos, como si el nudo en su garganta fuese demasiado grande como para seguir hablando. —Debió de ser terrible —murmuré en un intento por rellenar el abismo que se había creado. Mi madre asintió antes de inspirar. —Su esposa aceptó a tu hermano hasta cierto punto, más que nada de cara a la sociedad y lo hizo pasar por suyo, aunque jamás lo trató como tal en la intimidad. Y Sergei… Stephen era su único hijo oficial y, además, era un varón. Educó a Stephen como su padre lo había educado a él y lo trataba más o menos bien. En ti se interesó al principio, pero desde que tenías apenas cinco o seis años, empezó a quedar claro que no eras como los demás niños. No tenías ni un solo amigo chico en la guardería o el colegio, siempre estabas rodeado de niñas y, un día que estábamos en una de las fiestas de la hermandad, miraste a Sokolov cuando vino a hablar con tu padre, le tiraste del brazo y le preguntaste si podías casarte con él cuando fueras mayor. Un profundo bochorno me invadió la cara. Era una anécdota que no recordaba, pero encajaba con la visión un tanto romántica que había tenido del hombre durante mi pubertad. ¡Mierda! Esperaba que ya se le hubiese olvidado. Iba a costarme trabajo volver a mirarle a la cara la próxima vez que me topara con él. —Sokolov se lo tomó a broma —continuó mi madre—, pero tu padre lo consideró una humillación y esa noche te pegó tal paliza que creí que iba a matarte. Llamé a Sergei para pedirle ayuda, pero cuando se enteró del motivo por el que tu padre estaba enfadado su única respuesta fue que si eras un jodido marica, te prefería muerto. —Vaya, pues sí que eran parecidos —musité con el corazón en un puño. Una leve memoria de aquella paliza haciendo acto de presencia—. Siento que tuvieras que pasar por eso, mamá. —¿Lo sientes? —preguntó enfadada—. ¿Tú lo sientes? Tú no tienes nada que sentir, eres la mejor persona que he conocido en mi vida y no lo digo porque seas mi hijo, adoro a tus hermanas y las tres son personas maravillosas, pero ni una sola puede compararse contigo en capacidad de sacrificio y de amar. Si aún creyera en Dios, entonces diría que me regaló un ángel por todo lo que pasé. —¿A ti no te importó que fuera… que sea gay? Nunca habíamos hablado de ello abiertamente, aunque imagino que era difícil de obviar cuando, tal y como había dicho, yo siempre había sido algo diferente a los demás chicos. —Me importa un pepino lo que hagas en la cama y con quién —espetó—. Eres mi hijo. Te adoro tal y como eres y si alguien no lo entiende, que le den. Tienes derecho a ser quien quieras ser y no dejes jamás que ni yo ni nadie te digamos lo contrario. —Gracias, mamá. —Ni se te ocurra darme las gracias por decirte lo que siento. Además, —Inspiró en profundidad y soltó todo el aire de golpe—. Aún necesitas oír el resto. Sí. Sé lo que te hizo tu padre y habría dado cualquier cosa por liberarte de ello, pero tu padre me amenazó con hacerle lo mismo a tus hermanas y a Stephen. Esperaba que a ellas las dejase tranquila por ser suyas, pero cuando sucedió aquello, ya no conservaba ningún vínculo con Sergei. A lo largo de los años su amistad se había ido deteriorando hasta tal punto que temí que usara a tu hermano para vengarse de él. Imagino que fue lo que en realidad hizo contigo, aunque a Sergei jamás le afectó como él quería que lo hiciera. Y sí, sé que ahora debes de pensar que elegí a tu hermano por encima de ti, y en parte lo hice. No porque a él lo quisiera más que a ti, porque ese nunca fue el caso, sino porque me sentía culpable por haberlo abandonado en manos de Sergei y su esposa y porque, aunque fuese un consuelo de tontos, contigo sabía que, cuando te trajera de vuelta, podía estar a tu lado, dejarte saber que te quería y tratar de ayudarte a superarlo; mientras que él… Sé que no lo entiendes, pero Stephen no tenía a nadie para ayudarle a superarlo. Sergei podía ser su padre, pero su filosofía de vida se basaba en que para demostrar que eras un hombre debías superar cualquier obstáculp que se te pusiera por delante por tu cuenta. Tragué saliva y asentí. No fui capaz de mirarla, pero sabía a qué se refería con lo de que ella había estado a mi lado. Recordaba sus abrazos, la forma en la que me tapaba por las noches, sus platos especiales y sus intentos por distraerme y hacerme reír siempre que podía. Me hiciese lo que me hiciese mi padre y sus amigos, siempre sabía que al llegar a casa ella iba a estar allí y que era mi puerto seguro. No tengo ni idea de qué habría sido de mí si no hubiese tenido al menos aquel consuelo. —Lo entiendo —murmuré limpiándole una lágrima de la mejilla—. Hiciste lo correcto. —No, no lo hice. Tendría que haber sido más valiente y haberlos matado a los dos. Tendría que haberos cogido a todos vosotros y haberos llevado lejos de esos malditos hijos de putas sádicos. —Solo tenías veintiún años y tres hijos, no creo que hubieras podido llegar muy lejos —le recordé con suavidad. Mi madre se secó las mejillas y alzó la barbilla. —Bien, ya no tengo veintiuno y he hablado con Dimitri Volkov. Es verdad lo que dicen sobre él. No tiene nada que ver con su padre. —¿Qué es lo que le has dicho? —pregunté alarmado. —Le pedí que me diera el derecho a resarcirme y a matar a Sergei por violarme repetidas veces y robarme a mi hijo. —Mamá… —Dimitri ha accedido con la condición de oír primero a Sergei. Si consigo demostrar que mi historia es cierta, ni siquiera tendré que perseguirlo a escondidas. Me dejarán matarlo allí mismo, en uno de los calabozos de la hermandad. Al parecer, está prohibido violar a una esposa y hermana de la Bratva. En ningún punto del código dice que la autorización del marido le otorgue legitimidad a la violación. La estudié con cautela. Jamás la había visto tan enfadada y llena de odio. —¿Estás segura de querer matar a ese hombre? Su expresión se endureció. —Por su culpa he tenido que matar a mi propio hijo, porque él y su mujer lo convirtieron en un psicópata y lo envenenaron contra nosotros —siseó—. Sé que es tu padre biológico y que tal vez te gustaría conocerlo antes de que lo mate, pero… —Su cuerpo se sacudió de los pies a la cabeza—. Jamás podrás alcanzar a imaginar las torturas a las que sometía a tu hermano. Su mujer no tenía mayor placer que el de informarme de todas y cada una de las cosas que le hacían y a veces hasta me mandaba vídeos, para asegurarse de que estaba al tanto de la vida de mi hijo. La muy zorra lo pintaba como un acto de benevolencia cuando sabía el daño que me causaba con ello. Tragué saliva. Si a mi madre, que había vivido y presenciado lo suyo en nuestra casa, lo consideraba algo malo, entonces no me cabía la menor duda de que lo era. —Antes insinuaste que mi hermano me odiaba. ¿Por qué? Mi madre carcajeó mientras las lágrimas le corrían por la mejilla. —Sergei no solo nos usaba para hacerle daño a Stephen diciéndole que yo lo había abandonado por ti, sino que cada tortura a la que lo sometía la justificaba con uno de nosotros. Si le arrancaba una uña era para redimirse por tener una madre puta, si lo encerraba en una jaula de perro en la que apenas podía moverse, entonces era porque debía pagar por tu pecado de ser gay. Se me encogió el pecho ante la idea. ¿Qué culpa podría haber tenido mi hermano porque yo no fuera el hijo perfecto? —Pensé que dijiste que lo trataba bien —murmuré. Ella sonrió con tristeza. —Todo lo bien que un hombre enfermo como Sergei podía tratarle. Pertenecía a la vieja escuela y su obsesión era convertir a tu hermano en el soldado perfecto de la Bratva. Creo que ya sabes que eso significaba no dejarse influenciar por el dolor o los sentimientos. La visión que me había formado sobre mi hermano cambió ligeramente. —Siento que tuvieras que matar a Stephen para salvarme a mí —musité sintiéndome culpable. Mi madre apretó los labios y negó con la cabeza, pero aun así se le escapó un sollozo. —No cielo, por una vez te elegí a ti. Stephen era mi niño, al igual que tú, y siempre lo querré, pero también era un monstruo y uno obsesionado con destruirte. No podía arriesgarme a que algún día consiguiera salirse con la suya. —¿Él…? —había tantas cosas que quería preguntarle sobre mi hermano, pero ni una sola de esas cuestiones logró atravesar mi garganta—. Lo siento, mamá. Siento que tuvieras que pasar por todo eso sola y que… y que tuviera que acabar así. —No tienes que sentirlo. Stephen no estaba hecho para vivir en este mundo. Su única forma de amar fue la que le enseñó Sergei, destruyendo cualquier sentimiento hermoso y a la persona que pudiera albergarlo. Además, estoy convencida de que Robert o Dimitri lo habrían matado de todos modos. Sus traiciones y el peligro que suponía, era algo difícil de obviar. Al menos así no ha tenido que sufrir. No sé cuánto tiempo pasó mientras nos abrazábamos llorando por un hermano al que jamás tuve la oportunidad de conocer y un hijo al que arrancaron de los brazos de su madre. También lloré por ella, por mi madre, por el sacrificio que tuvo que hacer por ambos durante su vida entera, y por mí mismo, por todo lo que me perdí y todo lo que sufrí por los juegos de poder de hombres que necesitaban pisotear a los demás para sentirse grandes. Cuando al fin nos calmamos y nos secamos las mejillas, mi presente seguía siendo un desastre, pero estaba más que preparado para dejar mi pasado atrás. —Mamá… —¿Sí, cariño? —Yo también rezaré por él, pero no es suficiente. Quiero estar presente cuando condenen a Sergei a muerte y quiero apretar el gatillo contigo. Mi madre se quedó inmóvil. —No tienes por qué hacerlo, cielo. —Lo sé, pero quiero hacerlo. Ella me estudió antes de asentir con gravedad. —Esta vez lo haremos juntos. —¿A qué te refieres? —pregunté alarmado. —¿Crees que no sabía que fuiste tu? —me preguntó con una ceja arqueada cuando se me desencajó la mandíbula por la sorpresa—. Fue lo más valiente que hiciste en tu vida y te estaré eternamente agradecida por haberlo sacado de nuestras vidas. —¿Cómo descubriste que fui yo quien mató a papá? —Eres mi hijo. Te conozco. —Me dio un apretón cariñoso en el brazo—. Estaba en casa y vi tu cara cuando regresaste aquella tarde y te encerraste en tu habitación. No nos dieron la noticia de su muerte hasta dos horas después. Tendría que haber sido tonta para no encajar las piezas. —Nunca mencionaste nada. —¿Querrías haber hablado de ello? —indagó con una mirada conocedora. Sacudí la cabeza. —No. La verdad es que prefiero olvidarme de ello. —Entonces está olvidado. Ahora descansa. —Me dio un beso en la frente—. Cuando se despierte tu hombre tendréis muchas cosas de las que hablar y yo tengo que asegurarme de que tus hermanas no me desmonten la casa mientras estoy fuera. —Mamá —la detuve cuando ya estaba en la puerta. —¿Sí? —¿Qué más me estás ocultando? Su risita se entremezcló con el fantasma de un sollozo. —Nada que necesites descubrir. Aunque ahora que lo pienso, hay algo que deberías saber. Fingí un gemido haciéndola reír de nuevo. —Ese Robert tuyo. —Señaló con la barbilla a la cama a mi lado—. Me cae bien. No sé qué fue lo que pasó entre vosotros para que me llamase con tanta desesperación cuando te secuestraron, pero creo que deberías al menos escucharlo. Ah, y ve preparándote —siguió—. Esta tarde vendrán tus hermanas a verte. Aquello me arrancó un gemido de verdad. Adoraba a mis hermanas, pero algo me decía que mis pequeños demonios personales no iban a estar nada contentas conmigo por haberme dejado secuestrar y herir, e iban a estar mucho menos contentas con Robert si llegaban a enterarse de su papel en todo. De repente sonreí para mis adentros. Puede que Robert se lo tuviera merecido. 56
Fue el jaleo al otro lado de la puerta lo que me hizo ponerme
alerta de nuevo. ¿Es que los sustos no iban a acabarse nunca? Por si las moscas cogí el móvil que me había dejado Anthony y busqué en la mesita al lado de mi cama cualquier cosa que pudiera ayudarme a defenderme si se diera el caso. Por desgracia no había ni unas puñeteras tijeras infantiles que pudiera usar para ello. Estaba quitándome con cuidado la vía para que no pudiera retenerme de nuevo, cuando la puerta se abrió. —Ya le he dicho que no puede pasar, que están durmiendo y necesitan descansar —se oyó el temible rugido de Anthony al mismo tiempo que apareció su amplia espalda en mi campo de visión tapando la puerta. —¡Y yo que soy su mejor amiga! —Una cabeza rubia se asomó por el hueco entre las estrechas caderas de Anthony y el umbral—. ¡Díselo Jas! —¿Linda? —Mis labios se estiraron en una enorme sonrisa. Anthony me miró sobre el hombro sin apartarse del umbral. —¿La conoces? —comprobó con el ceño fruncido, como si estuviera planteándose porqué alguien querría juntarse con una chiflada como aquella. Imagino que el hombre nunca sería capaz de apreciar la alegría que podían traer el tipo de personas que no estaban demasiado cuerdas a tu vida. —La conozco, aunque no tengo muy claro si me conviene que sea mi mejor amiga —dije a sabiendas de que eso la picaría. Como si concordara con mi opinión sobre la gente loca, Linda aprovechó la distracción de Anthony para tratar de colarse entre sus piernas. Creo que de ser cualquier otro lo habría logrado, por desgracia para ella, Anthony superó su sorpresa con extraordinaria rapidez, cerró las piernas y la atrapó por la cintura, dejándola con el torso en la habitación y la parte baja de su cuerpo en el pasillo. Juro solemnemente, que si su cara no hubiera sido tan graciosa abriendo y cerrando la boca como un besugo bajo el agua, que la ridícula escena no me habría hecho reír. Nop, para nada. En serio. Vale, lo admito, era imposible no reír viéndola atrapada de una forma tan surrealista. —¡Oye, Bigfoot! —gritó Linda irritada—. ¡Haz el favor de soltarme! —Primero: Te advertí que no estabas autorizada a entrar —masculló Anthony, cuya cabeza inclinada indicaba que estaba estudiando la parte del cuerpo visible desde su lado de la panorámica y que no podía ser otra cosa que su trasero. ¿Era de extrañar que sonara tan distraído y que carraspeara antes de seguir hablando? Una cosa es que yo fuera gay y otra muy diferente que no supiera que el trasero en forma de corazón de Linda era como un farol en medio del campo para los ojos masculinos—. Debería tenerte así durante la próxima hora — siguió Anthony. ¿Eran imaginaciones mías o estaba algo ronco?—. Segundo: Una talla cuarenta y seis para los pies de un hombre es perfectamente normal, de modo que insultarme llamándome Bigfoot, no me parece de lo más educado. Y tercero, deja de gritar, Robert aún está durmiendo. —Un momentito, Jas. —Linda me miró desde su incómoda posición como si fuera lo más normal del mundo—. resuelvo este pequeño malentendido en un segundo. —Sin siquiera pensárselo, puso una de esas caras que solía poner cuando ensayaba acrobáticas complicadas para sus espectáculos de estriptis en la barra, se sujetó a las fuertes piernas masculinas y mordió a Anthony sin reprimirse en el muslo. —¡La madre que me…! —Anthony abrió las piernas para soltarla, pero en vez de que Linda cayera al suelo, simplemente desapareció de mi vista. Mis ojos se abrieron cuando, de repente, los pies de femeninos (con brillantes sandalias plateadas, tacones de vértigo y uñas pintadas con margaritas) aparecieron en la nuca de Anthony y se cruzaron por los tobillos para garantizar la sujeción. Me tensé con anticipación. Había visto esa posición de sus pies miles de veces alrededor de la barra. Podían pasar dos cosas: o iba a usar esa posición para liberarse de Anthony o… —¡¡¡Yeeehaaa!!! —resonó el grito victorioso de Linda. —¿Pretende asfixiarlo con su vagina? —preguntó una voz adormilada a mi lado cuando Linda apareció sentada sobre los hombros del enorme moreno Mi cabeza se giró flechada hacia el lado. —¿Robert? ¿Estás despierto? —No lo tengo muy claro —murmuró. Quitándose la mascarilla de oxígeno, sus ojos se mantuvieron confundidos en el espectáculo de Anthony, que parecía un enorme oso bailarín con su cara aplastada contra la entrepierna femenina, mientras trataba de quitarse de encima a la amazona que lo montaba. Ésta, por su parte, había apretado los muslos alrededor de su cabeza como su fuera el toro mecánico de una atracción de feria y se sujetaba a su cabello con ambas manos. Debido a la pared sobre la puerta no podía verle la cara, pero podía imaginarme a Linda a la perfección con un sombrero de vaqueros aparecido por arte de magia y una cara de excitada victoria. Yyyy… parecía estar haciendo justo lo que Robert había sugerido. —Bailar en la barra requiere agilidad y fuerza. —Fruncí el ceño cuando Linda siguió sin soltar a su presa y los guardias del exterior seguían el espectáculo con una mezcla de incredulidad, diversión y de no tener ni idea de qué hacer—. Imagino que si ella quisiera asfixiarlo esa podría ser una opción como cualquier otra. ¿Crees que debería ir a rescatarlo? —No. —De repente me elevé en el aire y acabé en la cama de Robert, aplastado contra su cuerpo, envuelto por su sábana y rodeado por su pesado brazo—. No tengo ni idea de cómo he acabado aquí contigo —dijo enterrando la nariz en mi cuello, a pesar de que acababa de ser él quien me metió en su cama—. Pero si puedo tenerte en mis brazos no quiero despertarme. Sus palabras me dejaron petrificado. ¿Lo estaba diciendo en serio o seguía durmiendo? —Robert… —susurré inseguro. —Gorrioncillo, deja que el mundo arda en el infierno, solo permíteme disfrutar un poco más. A la mención del apelativo cariñoso que solía usar conmigo, me relajé entre sus brazos. No tenía ni idea de si Robert estaba consciente o no y si sabía lo que estaba hablando, pero sí que parecía tener claro con quién estaba y eso era lo importante. Una vocecilla chillona salida de un rincón oscuro de mi mente me acusaba de ser un idiota y me recordaba que Robert me había traicionado, la otra parte de mí, sin embargo, se derretía en sus brazos y coincidía con él en que el mundo y la realidad podían esperar. —Te despertaré cuando se hayan ido —murmuré mientras él ronroneaba satisfecho contra mi piel. —Y recuérdame que contrate a Linda. —Sería una excelente adición a tu compañía —coincidí—. Apuesto a que sería una espía extraordinaria. —Mhm, y también es capaz de sacar a Anthony de sus casillas —dijo en un murmullo que se tornó cada vez más débil mientras iba quedándose dormido de nuevo. —¡Acabas de morderme el toto! Fue un testimonio de que Robert se había vuelto a quedar como un tronco el que no abriera los ojos con el grito exaltado de Linda. —¡Tú me has mordido primero! —gruñó Anthony. Como pude me giré en los pesados brazos de Robert para ver mejor qué era lo que ocurría. Anthony apareció al lado de la cama vacía con los brazos estirados, llevando a Linda en el aire, cogida por la cintura, como si fuera una olla a presión a punto de explotarle en la cara. —Mantén a esta tarada alejada de mí —exigió con un sonido gutural casi ahogado, soltándola en el suelo y largándose como si alguien acabara de meterle un petardo encendido por el culo. ¿Era normal aquel tono rojizo de sus orejas? —Esta tarada tiene nombre y es Linda, orangután sarnoso —chilló ella tras él, recibiendo un sonoro portazo como respuesta. —Creo que acabas de crearle un trauma. —Ahora que Anthony ya no estaba, ni siquiera hice el intento por reprimir mi sonrisa de oreja a oreja—. No creo que haya conocido a muchas mujeres que hayan tratado de estrangularlo con su… toto. Linda encogió un hombre. —Pues él se lo ha perdido, mi toto es precioso y huele y sabe a toto gourmet —soltó ella con las manos en las caderas. En cuanto dejó de mirar la puerta, lanzó su bolso sobre el colchón libre, trepó sobre la cama y se abalanzó sobre mí sin que le importase que Robert estuviera a mi espalda. —¡Jasha! ¡Dios! ¿Tienes idea del susto que me has dado? Cuando me dijeron que habías estado secuestrado casi me da un chungo. Y luego encima me entero de que eres un héroe y que ayudaste a Liv a escapar y, para rematar, que el famoso Robert Steele te rescató a ti y que te sacó en brazos de la zona de peligro protegiéndote con su cuerpo y pegándole voces a los médicos para que dejaran lo que sea que estuvieran haciendo para atenderte y… —Mientras ella seguía cotorreando sin parar, el brazo de Robert iba ciñéndome más y más contra él, como si temiera que ella fuera a apartarme de él y él no estuviera dispuesto a permitir que le robaran su osito de peluche favorito. No sabía si sentirme feliz o insultado. —Linda, nena, podrías tomar aire por un momento y de paso dejar que yo también respire —pregunté escupiendo un mechón de sus cabellos rubios en tanto trataba de aligerar sin éxito el agarre que Robert tenía sobre mí. ¡Dios! Ese hombre tenía brazos de hierro hasta cuando estaba inconsciente. —¡Ups! ¡Sí, claro! ¡Perdón! Es que estaba tan… un momento… —Los ojos de Linda se abrieron como platos al percatarse al fin de que la mole a mi espalda no era una joroba. No hubo nada que pudiera hacer para evitar que el calor se me acumulara en la cara cuando sus ojos regresaron a mí llenos de acusación. —Linda, escucha… —¡Ese es Robert! —siseó por lo bajo—. ¡Tu Robert! ¡Y ahora hasta estáis juntitos en la cama de un hospital! —Sip, eso parece —repliqué, olvidándome de cualquier intento de justificarme hasta que se le pasar el estado de excitación o enfado o lo que fuera que estaba experimentando. Ella frunció los labios pensativas, pasando la mirada de Robert a mí y viceversa, mientras abría su bolso, sacaba una lata de refresco de naranja, le metía una cañita y tomaba un sorbo antes de acercármela a los labios para dejarme beber. Casi gemí de placer ante el fresco dulzor que me descendió por la garganta y me invadió la boca con un estallido de sabor. ¡Caray! Sí que había echado de menos eso de beber algo con sabor en los últimos días. Tanta agua mineral no podía ser sana, al menos no para la salud mental. —Bueno, y entonces —comenzó Linda. Colocó la lata sobre la mesita a su espalda y ahuecó la almohada para ponerse cómoda en mi cama como si estuviéramos en una fiesta de pijamas y aquello fuera lo más normal del mundo—, ahora que te has convertido en el amante de un hombre rico y protector, no irás a olvidarte de mí, ¿no? Agradecí que ahora al menos mantuviera el tono bajo y confidencial. —¿De dónde has sacado esa estúpida idea? —resoplé. —¿Cuál? —Linda puso un mohín—. La de que ahora eres un niñato rico y protegido o la de que te olvidarás de mí. —Las dos. —Ahhh, bueeenooo… —estiró las palabras con una entonación cantarina—. Imagino que en la primera tendrá algo que ver eso de que delante de tu puerta haya seis guardas de seguridad y que, para dejarme pasar, no solo ha tenido que darme el visto bueno Dimtri Volkov, sino también ese Bigfoot buenorro que me ha mordido el chichi y que, supongo que trabaja para tu Robert Steele; el mismo que está acostado a tu espalda en la cama y el mismo que te hizo chillar como un cerdo el día de su linchamiento hace menos de dos meses, y sobre el que jamás me comentaste que habías vuelto a ver e intimado tanto como para compartir camas de hospital. Encogí la nariz ante su definición de cómo me había puesto a gritar aquella inolvidable noche en que lo conocí y eché una rápida ojeada sobre el hombre para comprobar que Robert seguía dormido. La descripción de cómo me había comportado aquella primera noche en el club con él era, cuando menos, humillante. Traté de ignorar el comentario para centrarme en la información relevante. —¿Hay seis guardas apostados delante de la puerta? —Dos de la Bratva y cuatro con unos uniformes negros que parecen sacados de una peli porno sobre fantasía militar. Es imposible que en la vida real haya tantos tíos buenorros en una misma unidad —explicó ante mi mirada sarcástica—. Son los que me pidieron la autorización de ese tal Anthony. Mi corazón se encogió ante la mención de los hombres de la Bratva. —¿Te ha dado la impresión de que los de la Bratva puedan estar vigilándome para que no pueda escaparme? —¿Qué has hecho? —preguntó con sospecha. El pulgar de Robert comenzó a trazar pequeños círculos sobre mi estómago, como si hubiese sentido mi alteración. Solté un suspiro. —Es complicado. —¿Tengo que preocuparme? —A pesar de su pregunta, sus ojos ya se encontraban llenos de preocupación. —No lo sé —admití. Sospechaba que sí. A aquellas alturas no solo habían averiguado que era homosexual, sino también que había estado viviendo con Robert y puede que hasta supieran que él me usó para sonsacarme información. Me callé esos datos. No iba a asustarla sin necesidad. No cuando lo que sea ya no tenía solución y yo me sentía demasiado cansado para seguir luchando. —¿Y los hombres de Robert? —insistió ella—. ¿Tampoco crees que estén ahí para protegerte? —No lo sé —repetí—. Puede que solo estén por Robert. Anthony dijo que quería tenernos protegidos a ambos, pero yo ya no sé lo que pensar. Sus hermosos ojos azules se llenaron de simpatía. —¿Y no crees que la respuesta más sencilla es la más probable? —¿Y cuál se supone que es esa respuesta «más sencilla»? —pregunté con ironía. —La de que están ahí afuera asegurándose de que nadie pueda hacerte daño o secuestrarte de nuevo. Hace dos días le habría rebatido esa teoría. Hoy no tenía nada que contestarle a eso. Había sido lo bastante importante para Robert como para que se preocupara de venir a rescatarme, de apoyar a mi familia y de guardar mi cama él en persona. ¿Qué significaba que hiciera esas cosas por mí? Esa era la parte que no terminaba por tener claro. Podía ser que me amara, que se sintiera responsable de mí o simplemente que me tuviera cariño después del tiempo que pasamos juntos. Fue casi por instinto que busqué la mano de Robert sobre mi estómago y, como si quisiera darme una respuesta, cambió la posición de su mano para englobar la mía y entrelazar nuestros dedos. ¿Era posible que en su inconsciencia tuviera ese tipo de gestos posesivos y protectores si no sentía nada real por mí? —Sigues sin haberme respondido a lo otro —presionó Linda, sacándome de mis cavilaciones. —¿A qué? —pregunté distraído. —A si me dejarás volver a participar alguna vez en una de esas sesiones sexis con tu Dios personal. Alcé ambas cejas. —¿Ves a mi Dios personal por aquí? —Sip, justo ahí a tu espalda y acaba de gruñir, por cierto. Creo que acabas de ofenderlo. Como si coincidiera con ella, Robert volvió a soltar un sonido ronco justo en el hueco de mi garganta, arrancándome un estremecimiento. Me negué a sucumbir al sentimiento que me invadió y que se parecía demasiado a la esperanza. No podía ni debía dejarme llevar por algo tan efímero como la esperanza solo porque Robert estuviera allí conmigo, no después de todo lo que me había hecho y la forma en la que me había utilizado. Además, el que estuviera allí, en aquella misma habitación, había sido cosa de Anthony. —¿No crees que es hora de que en vez de vivir tu sexualidad a través de mí empezaras a vivir tus propias fantasías? —le repliqué a Linda en un intento por cambiar la dirección de la conversación. Me arrepentí en cuanto atisbé el dolor y la humillación en sus ojos y le atrapé la mano para apretársela—. No lo he dicho como crítica o porque ya no quiera compartir experiencias contigo, solo que mi vida ahora mismo está patas arriba y, además… —Sabía que me arrepentiría de confesarle aquello, pero habría hecho cualquier cosa por borrarle aquella expresión de los ojos—. Ahora tengo un nuevo fetiche y no tengo muy claro que vaya a atraerte. Gemí para mis adentros cuando sus ojos se iluminaron y tocó las palmas. —¿Qué nuevo fetiche y por qué no me lo has contado aún? Cerré los ojos y conté hasta diez para armarme de valor. —He descubierto que me gusta la ropa interior femenina o, bueno, no necesariamente solo la femenina. Me gusta la ropa interior sexy en general y por sexy me refiero a suave contra la piel, sugerente, con transparencias, con encajes y sedas y terciopelo y… y eso. —Finalicé con brusquedad al darme cuenta, por primera vez, del hecho de que tanto Robert como yo llevábamos camisones hospitalarios, de que el mío se había abierto por detrás dejando mi trasero expuesto y que la fina tela del de Robert no hacía ni lo más mínimo por ocultar el hecho de que se había empalmado contra mis nalgas y que se estaba creando una pequeña zona húmeda sobre mi piel—. También me he probado un vestido, pero eso no acabó bien y no creo que quiera volver a probarme uno a corto plazo — balbuceé. ¿Había pensado que los ojos de Linda se habían iluminado? Ahora, abiertos de par en par, parecía que estuvieran reflejando los fuegos artificiales del cuatro de julio. Y eso que ella no tenía ni idea de que el glande de Robert había comenzado a pulsar como si tratara de transmitirme un mensaje en morse. —Cierra la boca, estás empezando a babear —mascullé tratando de parecer irritado para ocultar mi repentina agitación. —¿Babear? —espetó incrédula—. ¡Estoy a punto de tener un orgasmo! —¡Linda! —siseé para disimular un gemido cuando Robert se apretó contra mí. —¡Jesús! Entre los dos iban a acabar por provocarme un infarto. Su repentina seriedad me hizo tensarme. —Jasha, sabes que te adoro y que eres mi mejor amigo, ¿verdad? —¿Sí? —Mi tono salió casi como un silbido de agudo que era. ¿Se había dado cuenta de que estaba poniéndome duro en una habitación de hospital con un hombre que, posiblemente, siguiera inconsciente a mi espalda. —Entonces dime… ¿qué quieres a cambio de dejarme participar con vosotros aunque solo sea una sola vez más? Prometo que me limitaré a mirar y que no voy a tocar a tu maromo ni nada por el estilo, pero por favor, por favor, por favor, necesito veros juntos, en especial contigo vestido con cosas sexis. Y sí, ya sé que también tengo que encontrar mi propio escape sexual, preferentemente en la forma de un tipo cachas, guapo y rico como el tuyo. —Tragué saliva, rezando porque Linda siguiera con su diatriba de sinsentidos, al sentir cómo, al moverse Robert, su camisón parecía haberse elevado varios centímetros y que ahora podía sentir la cálida piel de sus muslos rozándose contra los míos. Empezaba a dudar de que siguiera dormido—. Aunque, pensándolo, —Linda se mordió los labios, inconsciente de lo que sucedía bajo las sábanas—, uno oscuro y gruñón como el Bigfoot de ahí afuera también me valdría. Pero hasta que lo haga, por favor, déjame presenciarlo una sola vez más. —¿Lo estás diciendo en serio? —raspé sin saber muy bien a dónde mirar para que ella no se diera cuenta de mi desasosiego y falta de aliento. —Los dos sabemos que ahora ya no podré dormir ni masturbarme con otra cosa que no sea imaginándome a los dos haciéndolo y contigo vestido con ropa interior femenina. La firme mano de Robert me apretó contra él, incendiando una hoguera en mi vientre. Nop, definitivamente ya no estaba dormido. —¡Linda! ¡Deja de decir sandeces! —grazné con un tono chillón. —Y te prometo que te presto los disfraces que me pongo para las actuaciones en el club —siguió con un mohín e ignorando cualquiera de mis protestas—. Y estoy dispuesta hasta a tomar prestado los de las otras chicas, aunque me maten si se dan cuenta. Pasándome una mano por la cara gemí. —¿Alguna vez te han dicho que eres un monstruo? Ella sonrió como si acabase de lanzarle un piropo. —Ah, pero ¿alguna vez has visto un monstruo más sexy y adorable que yo? —demandó, moviendo las cejas con un gesto cómico. Fui a contestarle a eso cuando giró la cabeza hacia la puerta, sus ojos se abrieron alarmados y de repente se puso colorada. —¿Linda? Seguí su mirada y mi corazón se saltó un latido al descubrir a Anthony mirándonos con la mandíbula apretada y, entrando detrás de él, a Dimitri Volkov. 57
—Ehmmm… —Linda gateó a tropezones fuera de la cama,
sus tacones enganchándose en las sábanas y su nerviosismo evidente—. Bueno, os dejo a solas. Tengo que… eh… hacer… cosas —farfulló recogiendo apresurada su bolso. Solo se detuvo al darse cuenta de que me había quedado paralizado. Linda miró de mí a los hombres que acababan de entrar y titubeó—. ¿Quieres… necesitas algo antes de que me vaya? Puedo quedarme si quieres. Su indecisión me sacó del trance. Aunque hubiera dado cualquier cosa porque se quedara conmigo, sabía que lo mejor era que no estuviera presente para lo que estaba a punto de suceder. Forcé una sonrisa y alargué la mano para darle un delicado apretón a la suya. —Dales recuerdos a las chicas de mi parte. —Lo haré, todas te echan mucho de menos. —Linda se inclinó a darme un beso en la mejilla—. Y no creas que se me va a olvidar eso de lo que estábamos hablando —me susurró al oído con un guiño travieso que era tan fingido como la débil sonrisa que le ofrecí. —Me preocuparías si lo hicieras. Linda asintió y, evitando la ojeada fija de Anthony, se escurrió por el lado de mi pakhan para escapar y cerrar la puerta tras ella. Tragué saliva cuando la mirada de los dos hombres se centró sobre mí. El ceño de Anthony se mantenía fruncido y la ceja de Dimitri arqueada. El calor se agolpó en mi rostro cuando traté de zafarme del abrazo de Robert y lo único que conseguí fue que me sujetara con más énfasis contra él y se moviera para recuperar su posición contra mis nalgas. Mortificado cerré los párpados, rezando porque la tierra me tragara o que al menos mi muerte fuera rápida. Para mi sorpresa, el primero que habló no fue mi pakhan como había esperado. —Llegamos a un acuerdo, Dimitri. —Las palabras de Robert retumbaron por la habitación con una exigencia y frialdad que no se parecía en nada al tono adormilado que había usado antes, a pesar de que no se movió ni me soltó— ¿Qué haces aquí? —Un acuerdo que empiezo a entender cada vez mejor — replicó Dimitri con sequedad, metiéndose las manos de forma relajada en los bolsillos—. Pero que no cambia el hecho de que Jasha sea uno de mis hombres y que siga teniendo derecho a preocuparme por él. Con un rugido que me hizo encogerme por dentro, Robert se giró, usó el mando de la cama para incorporarse hasta quedar sentado y nos reajustó al cojín y a mí, hasta dejarme sentado sobre su regazo. Si el diablo me hubiera ofrecido hacerme desaparecer en ese instante, a cambio de mi alma, habría firmado sin pensármelo. —Robert —murmuré en un intento por llamarle la atención y hacerle entender que, por muy drogado que siguiera, no era el momento de usarme como su osito de peluche personal. Como era de esperar me ignoró. —El acuerdo era la amnistía para Jasha, con independencia de las circunstancias —le dijo a Dimitri—. Siempre que no hubiera dañado de forma irreparable a nadie de la hermandad y que, a partir del rescate, quedaría libre de la Bratva. En mi ojo saltó un pequeño tic que se acompasó a los latidos de mi corazon. ¿Robert había negociado mi libertad? —Y yo accedí a la amnistía —coincidió Dimitir—, pero dejé muy claro que el salir de la hermandad era una elección que solo Jasha podía tomar. —Sentí a Robert tensarse debajo de mí, pero Dimitri se adelantó a él con determinación—. Será una decisión de la que hablaremos el y yo en privado y eso es algo no negociable y ambos respetaremos su elección. Creo que Robert habría estado dispuesto a rebatirlo, de no ser porque en el pasillo sonaron las voces airadas de una mujer fuera de sí, que me provocaba tanto ganas de esconderme como de sacarle los ojos y clavarlos en un palo y comérmelos hechos a la barbacoa… junto a su corazón… y sus entrañas… y… vale, no me las comería yo, pero se las daría a Karl o a Pietro para que se la comieran ellos y pudieran envenenarse con su toxicidad. —Esther —gimió Anthony—. Ya sabía yo que tanta calma no podía durar. —Se pasó una mano por la nuca y sacudió la cabeza con resignación—. Voy a intentar comprarte tiempo, Rob, pero no te prometo nada. Lleva días queriendo hablar contigo y está empezando a volverse agresiva. —Sus ojos se posaron sobre mí—. Aunque creo que será peor si entra ahora. —No. —El brazo de Robert se ciñó a mí como un cinturón de seguridad cuando intenté bajarme de su regazo. Anthony soltó un suspiro y se dirigió a la puerta mascullando algo inteligible, mientras mi pakhan permaneció impasible en su sitio estudiándonos. Me moví incómodo sobre el regazo de Robert, solo para que él me diera un beso en el hueco de hombro que el ridículo camisón había dejado al descubierto. —No pienso seguir ocultándome —afirmó con firmeza, no sé si para informarme a mí, a Dimitri o a él mismo. Mi pakhan se limitó a hacer un gesto con los labios que pareció más una confirmación de que lo entendía que disgusto. —Nadie os ha pedido que lo hagáis. Aunque tengo que admitir que nos haría las cosas más fáciles a todos si lo mantuvierais en privado hasta que zanjemos el asunto de si Jasha permanecerá o no en la hermandad. —Jasha no permanecerá con vosotros —declaró Robert con firmeza. —Dice el hombre que tiene a una prometida rabiosa formando un escándalo ahí afuera —contestó Dimitri con impasibilidad. Como si de repente toda la energía se hubiera esfumado de su cuerpo, Robert dejó caer sus hombres y su sujeción sobre mí se debilitó. —Tienes razón. El único que puede tomar esa decisión es Jasha. Respetaré lo que decida, siempre que tú me prometas que no tratarás de presionarlo o chantajearlo. Dimitri asintió. —Tienes mi palabra. Debería haberme sentido molesto de que estuvieran hablando sobre mí en mi presencia sin siquiera preguntarme o hablarme de forma directa ni una sola vez, pero por algún motivo, me sentía demasiado embotado para que me importara. No, eso ni siquiera era verdad. Estaba agradecido de que lo hicieran y que no me empujasen a tomar una decisión en ese momento. —¿Qué estarías dispuesto a sacrificar a cambio de deshacerte de esa mujer? Alcé la cabeza, sin estar muy seguro de a quién se había dirigido Dimitri, hasta que lo encontré manteniéndole la mirada a Robert. Mi cuerpo entero se puso rígido, preparándose para una respuesta que intuía que no iba a gustarme. —¿Si los milagros existieran? —se burló Robert con un sarcasmo apagado. —Si los milagros existieran —repitió mi pakhan sin pestañear. —Lo que me pidieran —replicó Robert sin dudarlo. —¿El Inferno? —presionó Dimitri. —Una parte es de Anthony. —Robert ni siquiera parecía alterado por la sugerencia de que entregase su empresa más rentable a cambio de liberarse de Esther. Porque de eso era de lo que estaban hablando, ¿verdad? —Tu parte y la de tu socio muerto, entonces. Una por librarte de ella y otra por el padre. —Me parecería un trato justo, suponiendo que, lo que sea que estés planificando implique efectos secundarios que puedan dañar a Jasha. Mi mandíbula prácticamente se descolgó ante la respuesta de Robert. ¿En serio estaba accediendo a aquella propuesta sin saber siquiera en qué consistía? La comisura de los labios de Dimitri se irguió de forma casi imperceptible. —¿A quién crees que preferiría Illir Zefi de yerno, a ti o a Dragan Marku? La pregunta de mi jefe hizo que Robert se sentara más erguido. —¿Tienes forma de convencer a Dragan para que se case con Esther? Dimitri encogió un hombro. —Con Esther no, pero con la hija de Illir Zefi sí, en especial si le ofreces un aliciente adicional como lo es el Inferno. —Hazlo —confirmó Robert decidido—. Pero en el trato se incluye cualquier material que Illir o ella tengan para chantajearme. —Haré lo que pueda —afirmó Dimitri antes de lanzarme una penetrante mirada a mí—. Te espero en mi casa para hablar conmigo en cuanto salgas de aquí. La rapidez con la que asentí debió de divertirlo a deducir por la expresión de sus ojos. —Pakhan, antes de que se vaya, ¿puedo preguntar por cómo se encuentra Liv? Cualquier trazo de humor desapareció de su rostro. —Estamos tratando de solucionarlo, pero es mejor que evites visitarla por el momento. Sascha o Tess pueden mantenerte informadas. Tienes sus contactos, ¿no? —Sí, gracias. —Procurad salir cuanto antes de aquí. Preferiría que los problemas empiecen a resolverse en vez de reproducirse. Y con eso, Dimitri Volkov se fue, dejándonos a Robert y a mí a solas. —Parece que Esther se ha ido —dije al darme cuenta del repentino silencio en el pasillo. Robert soltó un pesado suspiro. —Volverá, no te quepa la menor duda de ello y lo hará con refuerzos. Tu jefe tiene razón, cuanto antes salgamos de aquí, mejor. —Eso que has dicho antes, sobre que estás dispuesto a ceder el Inferno a cambio de deshacerte de ella, ¿lo decías en serio? Contuve mi aliento hasta que Robert me cogió por la barbilla y me obligó a mirarlo. —Jamás vendería mi parte del Inferno por ella —aclaró, haciendo que mi interior se llenara de humillación—. Es por ti por el que estoy dispuesto a darlo todo. Podrían haberme pedido mucho más y habría accedido sin pensármelo. —Oh. Sus labios se ladearon. —Sí, oh. —¿Porqué? —susurré tan bajo que debió de haberme leído los labios para poder entenderme. —Si eres sincero contigo mismo, lo sabes de sobras, gorrioncillo. —Pero en el informe… —Firmé un trabajo y fue antes de conocerte. Es lo que hago, y tú, siendo de la Bratva deberías saberlo mejor que nadie —explicó con suavidad—. Eras un número y una foto, nada más. No hasta que te conocí y me topé con tus ojos azules rogándome que te viera de verdad. Desde el mismo instante en el que te entregaste a mí como nadie había hecho antes, supe que te quería para mí y que, por mucho que tratara de olvidarte iba a ser imposible. Deja que termine de explicarme, gorrioncillo —me acalló antes de que pudiera hacer algo más que abrir la boca. —Vale. —Al principio me resistí. No porque no estuviera seguro de lo que sentía por ti o porque tuviera dudas sobre el hecho de que quisiera estar contigo, sino por Esther y por miedo del daño que pudiera hacerte. Parecía un callejón sin salida. Pero, excepto tú, creo que todo el mundo se dio cuenta enseguida de que me tenías reatado alrededor de tu dedo meñique. ¿Por qué crees que Anthony te recibió con tanta animosidad? ¿O porqué Esther reaccionó con tanta vehemencia contigo cuando nunca le importaron realmente las amantes que tenía? —¿Pero qué hay de ese trabajo? —pregunté antes de permitirme el lujo de dejarme llevar por la esperanza. —¿Alguna vez te pregunté algún dato realmente significativo sobre Liv o la Bratva? No pude más que negar con la cabeza. —No que yo sepa. —No lo hice por la simple razón de que no quería involucrarte en todo ese asunto. Retirarme de mi compromiso habría sido un golpe para la fiabilidad de mi empresa, pero la principal razón por la que no rompí el contrato fue porque mientras contara con la confianza de mi cliente, podía seguir recibiendo información de él, una información que me permitió salvarte a ti y a Liv en más de una ocasión. —¿Entonces no me apartaste de Liv para que fuera un objetivo más fácil? —me aseguré. —Los dos sabemos que Sokolov jamás dejaría a Liv sin protección. Te aparté de ella porque quería tenerte conmigo, pero también porque tu cercanía y amistad con ella te estaban convirtiendo en un objetivo. Los dos estabais más seguros con otros guardaespaldas a su disposición. ¿Eso tiene sentido para ti? —preguntó cuando tardé en responder. —Sí, sí que lo tiene —admití. —Entonces entiende también esto, gorrioncillo. —Robert me acunó la cara, mirándome con una mezcla de gravedad y ternura—. Te amo, y eso es algo que jamás he sentido por nadie antes. Comprendo que estés enfadado conmigo porque tuviera secretos y que no te los confiase, pero para mí eres como el aire que necesito para respirar y, ahora mismo, estoy dispuesto a rezar para que se produzca el milagro que nos ha prometido Dimitri Volkov, porque no me imagino viviendo si no es contigo en mi vida. Y si tú quedas libre de la Bratva y yo de mi compromiso con Illia Zefi, entonces ya no hay nada que nos impida estar juntos, ni siquiera los imbéciles que no comprendan que dos hombres puedan amarse igual o más que cualquier tipo de pareja hetero. Me mordí los labios con un resquemor en los ojos, pero me negué a dejarme llevar por la tentación de lanzarme sobre él para dar rienda suelta a todo el amor que me embargaba por él. —Gorrioncillo, ¿qué ocurre? —Tienes razón, tú no eres el único que tiene secretos. Y el mío… —Eh, eh, no llores, cielo. ¿Por qué lloras? —Dimitri o tú habéis mencionado las condiciones para que me deje marcharme de la Bratva. —Que no le hayas causado un daño irreparable a alguien de la hermandad —especificó por mí, sus ojos recorriéndome el rostro en busca de una respuesta. —Me temo que sí que lo he hecho —musité con mi corazón resquebrajándose por haber tenido el paraíso a mi alcance por una vez en mi vida y tener que presenciar cómo se me escurría la oportunidad entre los dedos. 58
—Siéntate, Jasha —me indicó Dimitri Volkov sin alzar la
cabeza de los documentos que estaban esparcidos sobre su mesa de escritorio. Cuando un pakhan te ordena que te sientes, te sientas y, de paso, te mantienes quieto y callado, con independencia de que prefirieras mantenerte de pie o de que tengas la urgente necesidad de agitar una pierna con un tic nervioso. Mordiéndome los labios me retorcí las manos sudorosas mientras trataba de mantener los talones pegados al suelo. Lo único que podía hacer para distraerme era estudiar el despacho, pero la verdad es que era simplemente eso, un despacho de un hombre poderoso que tenía lo típico que uno espera encontrar en ellos: muebles enormes y pesados de madera, estanterías con libros y archivos, un ordenador de marca y documentos pulcramente ordenados sobre la mesa. Solo había dos cosas que no terminaban de encajarme en aquel conjunto: una vieja regla de madera en su elegante lapicero (y cuando digo vieja, me refiero a vieja y no antigua) y una máscara de diablo colgada en la pared. —Steel quiere que te saque de la Bratva. —Me giré sobresaltado hacia Dimitri Volkov, quien ahora se encontraba echado atrás en su sillón y me contemplaba con sus inteligentes ojos azules—. Lo que me interesa descubrir ahora es si eso es lo que también deseas tú. —Señor, yo… —Antes de que continúes —me interrumpió con calma—. He de advertirte que detesto que me mientan. —Cuando me vio apretar los labios, soltó un pesado suspiro y se presionó el puente de la nariz—. De acuerdo, voy a ser yo quien va a empezar por ser sincero. —Se inclinó hacia delante y apoyó los brazos cruzados sobre el escritorio—. Después de lo que vi el otro día en el hospital, me harías un favor alejándote de la hermandad. No porque me importe a un nivel personal que mantengas una relación personal con Robert Steele, sino porque me ahorrarías un dolor de cabeza recurrente. Conoces tan bien como yo a la vieja guardia y sus ideas retrógradas y lo que eso implicará cuando se enteren. Tuve que hacer el esfuerzo voluntario de cerrar la boca después de que prácticamente se me descolgara la mandíbula. —¿Señor, me está diciendo que quiere que deje la Bratva? —me aseguré de haberlo entendido bien. Dimitri soltó una carcajada seca. —Los dos sabemos que nadie deja la Bratva, al menos no vivo. Si pudiera hacerse, yo y la mitad de la nueva generación de la hermandad ya lo habríamos dejado. —Pero entonces… —Sacudí confundido la cabeza e intenté que no se me notara en el semblante la decepción que acababa de apoderarse de mí—. No entiendo lo que quiere de mí entonces, pakhan. —Nadie puede dejar la Bratva —repitió—, pero la Bratva podría alquilarle un experto francotirador o un especialista a una empresa de mercenarios como la Robert Steele. O, lo que es lo mismo, yo podría firmarle un contrato de cesión a Steele a cambio de que en determinadas ocasiones nos prestara algún servicio o nos proporcionara información de interés. —¿Y estarían el señor Steele y usted dispuestos a llegar a un acuerdo así? —pregunté con cautela. Robert no me había comentado nada al respecto. —Sí. Siempre que tú aceptes —determinó Dimitri—. No es la libertad que probablemente desearías o esperabas, pero es lo más cercano que puedo ofrecerte teniendo en cuenta las normas por las que nos regimos. Puedo ser el pakhan, pero incluso yo tengo que respetar ciertas reglas si no quiero tener a manos una rebelión. Lo entiendes, ¿no? —Sí, sí claro. Siempre habría gente demasiado ambiciosa que quería hacerse con el puesto del pakhan. Darles una excusa para intentarlo era lo último que le hacía falta. —¿Y entonces, qué es lo que decides? —demandó mi jefe. —Yo… —tragué saliva y crucé los dedos porque nada de aquello fuera una broma de mal gusto o una trampa—. Me gustaría aceptar. Dimitri Volkov empujó unos documentos y un bolígrafo en mi dirección. —Steele y su socio ya han firmado, la única firma que falta es la tuya. —Esperó a que yo cogiese los contratos para revisarlos—. Lo primero es la declaración del perdón de cualquier posible falta que hayas podido cometer en el seno de la Bratva hasta hoy, para lo que se ha incluido una lista de esas posible faltas y un apartado expreso en el que te autorizo a ejercer tu homosexualidad con libertad. —Dimitri carraspeó incómodo—. Siento esa cláusula, pero eso garantizará que, aun en el caso de que me ocurriera algo, estarías protegido. —No, no, está bien —le aseguré. Podía ser humillante que me hiciera falta su permiso para ser quien era, pero no podía negar el alivio que me producía que no tuviera que volver a temer la reacción de la hermandad ante mis elecciones personales. Me daba igual que les desagradara o no, pero al menos no podían tratar de imponerme a mí o mi familia un castigo por ello. Cuando mi mirada repasó la lista de los delitos que se me perdonaba y aquellos que quedaban exentos de perdón, mi estómago se volteó. —El segundo documento es el de la cesión, como comprobarás estipula tu sueldo mensual y tus derechos, en los que hemos añadido una cláusula por la que puedes romper el contrato con la empresa de Steele si así lo decidieras y regresar. Quería que supieras que siempre tendrás las puertas abiertas para volver con nosotros. Más allá de una organización, la hermandad es una familia en la que les guardamos la espalda a los nuestros. En cuanto a tus obligaciones, Steele se negó a reflejarlas, aduciendo que no pensaba obligarte a hacer algo que no quisieras. —Gracias, señor —murmuré con el calor invadiéndome las mejillas. —Tus hermanas mantendrán las becas que les hemos ofertado hasta ahora. Tu madre ha rechazado la generosa mensualidad que Robert estaba dispuesto a pasarle, pero ha aceptado un puesto de atención al público en una de sus empresas. Tendrá un sueldo que le permitirá ser independiente y un seguro médico para ella y tus hermanas. Mis abogados han revisado su contrato y es impecable. —¿Mi madre ha hablado con usted y con Rob… con el señor Steele? El pakhan arqueó una ceja. —¿Pensaste que iba a arriesgarme a que alguien pudiese aprovecharse de una de nuestras viudas y sus hijas? Tal vez no estoy siempre al tanto de lo que ocurre a mi alrededor, pero cuando tengo la oportunidad de proteger a uno de los nuestros, intento hacerlo —añadió con una suavidad que me hizo preguntarme cuánto sabría de lo que había ocurrido en mi casa. —Por supuesto, señor. —Jasha, ¿por qué no estás firmando el contrato? —Su mirada se dirigió al lugar en el que mis dedos se encontraban contraídos alrededor del bolígrafo, dejando una mancha de tinta sobre el papel. Por unos segundos cerré los párpados y solté el bolígrafo como si me quemara. Cuando abrí los ojos de nuevo, me enfrenté a los ojos azules que pronto iban a dictar mi suerte. —No puedo. No estoy seguro de que cumpla con los requisitos que se requieren para mi amnistía. —Ve al grano —exigió—. ¿Qué hiciste? Fue casi imposible tragar el enorme nudo que se me formó en la garganta. Era ahora o nunca. Podía callármelo, pero no quería pasarme el resto de mi vida mirando por encima de mi hombro y temiendo que alguien me hubiese descubierto y venía a por mí. Lo había hablado con Robert, pero lo único que había dicho era que me apoyaría en lo que decidiera hacer. —Maté a mi padre —escupí las palabras como si estuvieran pudriéndome desde dentro. Dimitri me estudió con cautela. —¿A Sergei? Parpadeé. Aquella era la última pregunta que me habría esperado. Parecía que mi madre había sido exhaustiva en lo que le contó sobre nosotros. No podía decir que me disgustara, pero habría preferido mantener esa información privada. —No, a mi padre oficial —especifiqué. Los hombros de Dimitri se relajaron. —¿Tienes intención de ir difundiendo esa información por ahí? —¡No! Por supuesto que no. —Entonces, si crees que podemos mantenerlo en esta oficina, no veo cuál es el inconveniente. Estabas defendiéndote a ti y a tu familia. Considero que era tu derecho el acabar con la amenaza que representaba para todos vosotros. —¿Señor? —pregunté confundido. ¿Por qué hablaba como si no le sorprendiera siquiera? —Hijo, a tu padre lo mataron con una de nuestras balas y con una Grach —explicó como si me hubiera leído el pensamiento—. ¿Tan tontos nos crees a Sokolov y a mí como para que no pudiéramos sumar dos más dos? Nos había llegado cierta información que estábamos investigando con la intención de tomar manos en el asunto. Lo que hiciste, básicamente nos ahorró el tener que acabar con esa basura humana por nuestra cuenta. —Pero… —No eres el único que ha matado a su padre, ni serás el último. Algunos cabrones están mejor enterrados a tres metros bajo tierra. Mantén lo que has hecho en secreto, pero si alguna vez sale a la luz, yo y Sokolov asumiremos la responsabilidad y confirmaremos que actuaste bajo nuestras órdenes. Había oído rumores sobre que Dimitri había sido quien acabó con el viejo pakhan, su padre. ¿Estaba confirmándome que eran ciertos esos cuchicheos? Cuando me mantuvo la mirada, asentí, firmé y le devolví el contrato, quedándome con mi amnistía. Dimitri le echó un vistazo a los documentos y los dejó a un lado de su mesa de escritorio. —Y con eso, creo que este asunto queda zanjado. Recuérdale a Steele que yo y Sokolov ya estamos en paz con él. Salí del despacho del que había sido mi jefe hasta hoy, turbado. Debería haberme sentido libre, pero algo seguía cohibiéndome. —¡Aquí estás por fin! —¿Tess? —me paré frente a la chica que debía de tener unos buenos seis años menos que yo, a pesar de estar casada con mi pakhan. —Ven conmigo —me ordenó. Cogiéndome del codo me guio a una puerta al otro lado del pasillo. Tan pronto entré tras ella, fue fácil identificar otro despacho, pero donde el del pakhan era austero y elegante, éste era… difícil de describir. —¿Qué? —demandó Tess al darse cuenta de que me había quedado parado debajo del umbral—. ¿No te parece un despacho apropiado para la esposa del pakhan? —me retó. Repasé las paredes de un vibrante color turquesa, las frases motivacionales enmarcadas, la estantería que contenía cinco archivadores y tropecientas novelas de vivos colores y la canasta de baloncesto que tenía una papelera de gatitos justo debajo, además de las docenas de cajas decoradas que estaban amontonadas de forma desordenada por el suelo. —Ni siquiera sabía que a las esposas de los pakhan les hiciera falta un despacho —admití acercándome a la estantería para sacar un libro solo para devolverlo apresurado a su sitio después de atisbar a dos hombres besándose en la portada. —Mmm… puede que tengas razón. —Tess cruzó los brazos sobre el pecho y ladeó la cabeza con una chispa de picardía que me hizo ponerme alerta—. Creo que Dimitri pensó lo mismo que tú, o al menos lo hizo hasta que descubrió lo inconveniente que podía llegar a ser que, cada vez que le hacía falta su despacho, lo estuviera usando yo. Lo dijo tan en serio que me quedé parpadeando y, de buenas a primeras rompió a reír y me dio una palmada en la espalda. —Ya aprenderás cómo funcionan esas cosas. Pienso daros un curso acelerado a ti y a Liv, puede que a Sascha también, porque está demasiado distraída últimamente como para que no nos esté ocultando algo. —¿De qué estás hablando? —Ven, siéntate. —Empujó una silla en mi dirección y se sentó tras su escritorio, ignorando por completo mi pregunta —. Vamos a hablar de negocios. —¿De negocios? Yo no tengo negocios. Tess rodó los ojos y soltó un sufrido suspiro. —Siempre te tomas las cosas tan al pie de la letra. —Sí. No. No lo sé. —La verdad era que no solía hacerlo, pero desde que había entrado en aquella habitación el mundo de alguna forma parecía haberse vuelto del revés. —De acuerdo, vamos a empezar desde el principio. —Tess juntó las puntas de ambas manos y apoyó la barbilla sobre el vértice del triángulo—. He pescado a Robert cuando salía de hablar con Dimitri y también lo invité a venir aquí conmigo. Mi relajación voló de inmediato por los aires. —¿Robert ha estado aquí hablando contigo? ¿De dónde había sacado el tiempo de citarse con Dimitri y su mujer cuando apenas habíamos salido del hospital hacía unas horas? —Sip y he de reconocer que tienes buen gusto, me cae bien. —¿Te cae bien? —me aseguré con cautela. Después de criarme con mis hermanas y de haber vivido años rodeado de bailarinas exóticas, intuía que algo fallaba en aquella afirmación. —Sip, y ya sé que ese hombre te usó de alguna manera para sacarte información y que te mantuvo lejos de Liv, algo que no vamos a perdonarle tan pronto —me aseguró—, pero creo que deberías saber que he llegado a un acuerdo con él. —¿A qué clase de acuerdo? —indagué con rigidez. —¿Sabías que nunca tuve despedida de soltera? —¿No? —Fruncí el ceño. ¿Qué carajos tenía que ver su despedida de soltera en todo esto? —Claro que no lo sabías, ni siquiera nos conocíamos hasta que Liv nos presentó. —Cierto —murmuré, dudando mucho que pudiera afirmar que la «conocía». Había acompañado a Liv a verla al mercadillo para que se fueran de compras juntas, y me había cruzado algunas veces con ella, pero poco más. —Bueno, la cosa es que ahora que Liv va a casarse con S. he pensado que me gustaría organizarle una despedida de soltera y, ya que estoy en ello, me voy a organizar mi propia despedida de soltera también. —¿Liv va a casarse con Sokolov? —Mis últimas noticias sobre ella eran que seguía en el hospital y que la cosa no pintaba bien. —Sip, ellos aún no lo saben, pero estoy convencida de que el destino se encargará de ello. Por supuesto, eso tenía bastante sentido: ¡ninguno para ser exacto! —Tú ya estás casada —le recordé, prefiriendo cambiar de tema. Descartó mi intervención con un gesto de la mano. —Detalles. Ahora que tengo amigos para celebrarla, quiero mi despedida de soltera. Aunque… —Ladeó la cabeza y me estudió tamborileando un dedo sobre sus labios—. Tal vez deberíamos aprovechar y celebrar la tuya también de paso o… ¡Mejor aún! Podríamos celebrar cada una de forma independiente, de ese modo tendríamos tres fiestas y tres excusas para celebrar. Por mi estómago se extendió una sensación amarga. —Yo no tengo ninguna boda a la vista. Ella parpadeó dos veces. —Aja. —Y además, ¿qué tiene que ver todo eso conmigo? — pregunté cada vez más desorientado, pero también irritado. ¿Por qué todo el mundo creía saber qué era lo que quería, pensaba y sentía, sin preguntarme nunca por ello? —Que he decidido que vamos a celebrar nuestras despedidas en el Inferno. —En ese caso deberías hablarlo con Robert, él es uno de los dueño —repliqué con rigidez. —Uhmmm… Ya he hablado con él, ¿lo recuerdas? Empezaba a comprender por qué Dimitri le había puesto un despacho para ella sola aunque no le hiciera falta. Si yo hubiese sido su marido, me habría encargado de que su despacho estuviera en la otra punta de la casa. —Tess, —le pedí armándome de paciencia—, imagina por un momento que soy tonto y que necesito que me expliques mi papel en todo esto despacio y con claridad. Ella arqueó una ceja y se tomó en serio el mirarme como si fuera tonto. —De acuerdo, deja de interrumpirme y tal vez lleguemos al meollo de la cuestión. Abrí la boca, pero volví a cerrarla. —Adelante —mascullé. —Robert ha estado aquí, le he contado mis planes y lo que quiero de él. Al principio me dijo que era imposible, pero luego accedió a un trato. —Alzó la mano y me detuvo cuando fui a abrir la boca—. Le convencí de que, si conseguía que le perdonaras todas sus traiciones y manipulaciones y que te casases con él, incluirá una cláusula en el contrato de cesión del Inferno que estipule un servicio de lujo para una despedida de soltera en la fecha que decidamos. Los siguientes minutos pasaron en silencio mientras nos mirábamos el uno al otro. Me levanté despacio y apoyé ambas manos sobre el ridículamente grande escritorio y me incliné hacia ella asegurándome que nuestros ojos estuvieran al mismo nivel. —No sé quién carajos te crees que eres para meterte en mi relación con Robert, pero estoy hasta las narices de que todo el mundo se crea con el derecho a venderme al mejor postor sin consultarme o sin tener en cuenta cómo me siento. —Si Dimitri me encontrara hablándole así a su mujer, seguramente me cortaría la cabeza de cuajo, pero lo cierto era que en ese instante me importaba un carajo—. No estoy en venta, no soy un objeto y si Robert quiere que me case con él, primero que deje a su puñetera novia y luego que me lo pida él. ¿Me he expresado con claridad? Los labios de Tess se curvaron en una brillante sonrisa en la que me enseñó sus blanquísimos dientes. —Cristalina —contestó ni lo más mínimamente afectada por mi exabrupto—. Y ahora siéntate. Liv, Sascha y yo hemos decidido que deberías formar parte de las tres mosqueteras, claro que ahora serían cuatro. ¿Te importa que mantengamos el nombre en femenino? Es por no estropearlo y además somos mayoría. —¿De qué estás hablando? —¡Jesús! Empezaba a dolerme la cabeza. Gracias a Dios, Linda y ella no se conocían aún—. ¿Acabas de escuchar lo que te he dicho? Tess se puso seria, apoyó ambos codos sobre la mesa y dejó caer la barbilla sobre sus manos entrelazadas. —Te he oído a la perfección y me alegra que hayas decidido que nadie más que tú tiene derecho a usarte o venderte o a hablar en tu nombre. Es tu derecho y nadie te lo debería haber quitado jamás y eso es justo lo que le contesté a Robert cuando me propuso su trato. —¿Le dijiste eso a Robert? —¿Por qué iba a hacerle una propuesta si luego ella misma se retractaba y la consideraba fuera de lugar? —Sí. ¿Y sabes algo curioso? El también coincidía en eso —continuó cuando negué con la cabeza—. Robert no quiere que te manipule o que use mi influencia en la Bratva para que te arrastres tras él. Su comentario me dio pausa. —¿Qué es lo que te ha pedido entonces? Su semblante se iluminó con una sonrisa. —Que le ayude a ser digno de ti y que esté a tu lado para acompañarte y protegerte hasta que puedas volver a confiar en él. —Cuando cerré mi boca y sacudí la cabeza, Tess me sonrió con tristeza—. Tú eres el único que puede decidir lo que quiere hacer con su vida, pero si te soy sincera, me dio la impresión de que lo que Robert sentía por ti era sincero. —Lo sé, es solo que… ¿cómo sé que esta vez es verdad? —musité. Era cierto que Robert y yo habíamos hablado y que podía comprender las explicaciones que me había dado. Además, parecía más que dispuesto a dejar a Esther aunque eso le suponga enormes pérdidas, pero aun así, me costaba entregarme del todo a nuestra relación cuando ella seguía considerándose su novia. —No podrás averiguarlo si no te arriesgas. Y no, no te estoy diciendo que se lo pongas fácil para perdonarle, pero aquí está la cuestión: ¿Vale la pena estar con él? La respuesta obviamente era que sí. Había firmado el contrato que Dimitri Volkov me ofreció y no había vuelto a casa de mi madre al salir del hospital, sino a la mansión de Robert. Fue un acuerdo mutuo, uno que ni siquiera llegamos a discutir. Me estudié las manos. Tess parecía estar dando por entendido que yo estaba siendo demasiado fácil con Robert y nuestras circunstancias. —Me aceptó tal y como era. Me dejó ser yo y me vio cuando nadie más lo hizo —admití en un susurro, dándome cuenta de que Robert había hecho mi vida entera más fácil. ¿Por qué no podía eso incluir también mi predisposición a perdonarle? Cuando ella me dejó seguir hablando sin interrumpirme, de alguna forma algo se desbloqueó dentro de mí—. También me ha ayudado a aceptar partes de mí que desconocía. Ha normalizado cosas hasta tal punto que ya no sé lo que es extraño y lo que es «normal». ¿Es raro que me sienta hombre y que no esté interesado en ningún cambio de sexo, pero que me guste sentirme femenina y vulnerable en la intimidad? Ella se tomó su tiempo en reflexionar sobre mi pregunta. —A mí me gustan las mujeres, algunas mujeres —se corrigió—. Pero me gustan más los hombres y no me veo en una relación sentimental con una mujer. ¿Crees que eso me convierte en rara? —No lo sé —admití con sinceridad. —Yo tampoco sé si lo tuyo es raro, pero creo que las rarezas de la gente las hace hermosa y especial. Sin poder evitarlo bufé divertido. —¿Me estás llamando hermoso y especial? —Nah. —Tess me devolvió la sonrisa—. Especial sí que eres, sino no te dejaríamos formar parte de las cuatro mosqueteras, pero más que hermoso, que suena demasiado a romance medieval del cursi, creo que eres lindo. Del tipo de lindo que gusta abrazar, hacerle carantoñas y adoptarlo como hermano menor. Se me escapó un resoplido. —No soy lindo, ya tengo tres hermanas y estoy seguro de que te saco unos cuantos de años. —Sí que eres lindo —insistió Tess convencida—. Liv también lo piensa y ya no tienes tres hermanas, sino seis, ve acostumbrándote. Su afirmación me formó un nudo en la garganta. ¿Lo decía en serio? De verdad me pretendían aceptar en su pequeño círculo hasta ese punto? Sascha y Tess apenas me conocían, aunque tenía que admitir que siempre me había sentido un poco celoso de los lazos que había formada entre ellas y sobre cómo quedaban para noches de pelis y palomitas o simplemente para rajar. —Me gusta ponerme ropa interior sexy de seda y encaje y medias de liga —solté de sopetón sin venir a cuento. Ella se congeló por un momento hasta que volvió a ofrecerme una de esas enormes sonrisas. —¡Voy a ser tu hermana favorita porque a mí también me gusta y voy a ser la que se vaya contigo de compras! Su entusiasmo resultaba contagioso. —¿No estás enfadada conmigo porque no pueda ayudarte con el tema del Inferno? Cuando arqueó una ceja y puso un mohín debería haber salido corriendo. Conocía ese tipo de mirada. No me había criado con tres hermanas sin haber aprendido un par de cosas sobre mujeres; en especial cuando el mohín acababa de convertirse en una sonrisa cargada de empalagosa dulzura. —¿Ya has hecho la lista de tareas y exigencias para que Robert pueda rogarte de rodillas y arrastrarse como se merece para que le perdones? Tal vez fuese hora de confesarle que ya le había perdonado a Robert ayer tarde. —Uhmmm… Tess, no creo que… —Shhh… voy a contarte un secreto, pero jamás se lo confieses a uno de nuestros hombres. —¿De qué estamos hablando ahora? —gemí en desesperación. —De que, sin importar cuántas armas lleven ellos, nosotras siempre, siempre, contamos con más. 59
Tal y como me había prometido, Robert estaba esperándome a
las puertas de la mansión de Dimitri Volkov, sentado en su Maserati mientras revisaba su móvil. —¿Cómo ha ido todo? —preguntó nada más sentarme en el asiento del copiloto dedicándome toda su atención. —¿Tal y como lo planificaste? —pregunté con sequedad. Su ceja se arqueó. —Estas enfadado conmigo —no fue una pregunta, sino una constatación. —No sé por qué iba a estarlo —espeté sin reprimir el sarcasmo en lo más mínimo—. Solo acabo de enterarme del hecho de que me he convertido en tu empleado a menos que quiera regresar al seno de la Bratva; que mi madre ahora también depende de ti y tu buena voluntad; y que has llegado a un acuerdo con la esposa de mi pakhan para que me convenza de casarme contigo a cambio de una fiesta; y todo eso a mi espalda. El semblante de Robert se tornó neutro, con excepción de su mirada, que se volvió cautelosa. —¿Quieres añadir algo más? ¡¿Qué si quería añadir algo más?! Podía sentir el humo saliéndome por las orejas. —¡Pues claro! ¿Qué tal si le añadimos el pequeño detalle de que tú ya estás comprometido a casarte y de que es muy probable que cuando regresemos a tú casa, te esté esperando tú novia? Una que muy posiblemente esté planificando mi muerte lenta y tortuosa, al igual que intentó hacer el psicópata de mi hermano. O, a lo mejor, ella también quiera venderme al mejor postor, ya que al parecer los chicos como yo somos tan rentables, ¿verdad? Debería haberle preguntado a mi padre, o Karl o Pietro, que seguro que lo sabían. —Jasha… —probó Robert con suavidad. Sabía que trataba de frenarme, pero ya era demasiado tarde para eso. Era un tren a alta velocidad al que ya no le importaba un pepino a quién se llevaba por delante. —Y creo que se me ha olvidado mencionar a Mark y a mi verdadero padre biológico. Y, no lo sé, tal vez debería incluir en el lote a mi madre, que no solo permitió que me vendieran, sino que además me ocultó que tenía un hermano mellizo. — Me di una palmada en la frente—. Y, espera, también me he dejado fuera el contrato por el que viniste a buscarme al club y el chantaje de las Víboras y el vídeo de Karl… ¿Qué más se me ha olvidado en todo esto? —exigí airado—. Es imposible que solo sea tan poca cosa. Era consciente de que estaba volviéndome dramático y que no estaba siendo justo con mi madre y probablemente tampoco con él o con Tess, pero no podía evitarlo. Me sentía como una olla a presión a punto de reventar. —De acuerdo —replicó Robert con una calma que, por sí misma, ya me hacía querer provocarlo hasta que estuviera tan fuera de sí como lo estaba yo—. ¿Crees que podrías mantener ese enfado en stand-by durante unos cuarenta minutos? — Alzó las manos y negó con la cabeza—. No pretendo que te olvides de él, solo que me dejes llevarte a un sitio que quiero que veas y en el que podrás desahogarte conmigo a gusto. Cuando no contesté, Robert arrancó el coche. —¿Te apetece poner algo de música para el trayecto? Durante diez minutos fui capaz de no reaccionar, hasta que el silencio entre nosotros se hizo demasiado y acabé por seguir su sugerencia. Encendí el equipo de música y dejé que fluyera una de sus listas de jazz. El cambio fue inmediato, aunque no habría sabido determinar si aquello era positivo o no porque, a medida que mi furia iba evaporándose, iba sustituyéndose por agotamiento, culpabilidad y la inevitable sensación de que mi vida consistía en un bucle de desgracias del que jamás iba a lograr escapar. Cuando Robert aparcó cuarenta minutos después en el sótano de un edificio residencial cercano al puerto, lo único que sentía eran las ganas de enrollarme sobre mí mismo debajo de unas sábanas y de taparme la cabeza. —Ven, vamos —me indicó Robert con suavidad después de quitarme el cinturón de seguridad, rodear el coche y ofrecerme una mano. Ninguno de los dos hablamos mientras subíamos por el ascensor hasta la planta veintitrés, donde abrió un apartamento sin llamar y me guio hasta una pequeña terraza con vistas a un parque y al puerto de Boston. Si no me hubiera encontrado tan hecho mierda, habría tenido que admitir que el sitio, con sus sillones y sofás de madera, multitud de plantas y faroles solares tenían su encanto y que la incipiente oscuridad del atardecer acrecentaba el ambiente íntimo y acogedor. Sentándose en uno de los sillones, me colocó sobre su regazo, me tapó con una de las mantas que alguien parecía haber dejado a mano y me dio un beso en la sien. —¿Puedo decir un par de cosas antes de que acabes de desahogarte conmigo? —preguntó con docilidad. Asentí, y me acurruqué contra su pecho, demasiado cansado para discutir o enfurecerme de nuevo. —De acuerdo, empecemos por tu lista —propuso con serenidad—. Lo primero que creo que mencionaste antes era el tema del contrato de cesión que te convierte en mi empleado. Solo para dejarlo claro, no te considero mi empleado y tampoco espero que trabajes para mí. Ese documento es un paripé, una formalidad, para que Dimitri pueda justificar tu ausencia en la Bratva. Voy a serte sincero, si quisieras convertirte en uno de mis francotiradores, estaría encantado, porque eres el mejor que he conocido a fecha de hoy y eso viniendo de un tipo que ha estado en los Navy Seals, deberías tomártelo como el cumplido que es. Pero si te mantienes lejos del peligro, mi salud mental probablemente te lo agradecerá. Y si tu ilusión es convertirte en músico, pintor, en poeta o en jardinero, no seré yo quien te lo impida. Decidas lo que decidas, a mí me parecerá perfecto con tal de que te tenga cerca de mí. Es tu decisión y pienso respetarla. ¿Entendido? — Robert esperó a que asintiera—. ¿Cuál era tu segunda preocupación? ¿Tu madre? —¿Sí? —Ni siquiera recordaba todo lo que le había soltado durante mi explosión de furia. —Que conste que estamos hablando de la madre del chico del que estoy enamorado, lo que básicamente la convierte en mi suegra. —Sus palabras me hicieron acurrucarme más junto a él y frotar mi mejilla contra su pecho—. Habría estado más que dispuesto a pasarle una pensión mensual —siguió Robert —, por el simple hecho de que quería quitarte ese peso de los hombros. Sé cuánto te preocupa el bienestar de tu familia y que te consideras responsable de cuidar de tu madre y hermanas, y quería compartir esa responsabilidad contigo. Tu madre se negó a aceptar mi dinero y fue ella la que me pidió un trabajo. No creo que realmente rechazara el dinero por orgullo, sino porque de verdad quiere un trabajo, la independencia que eso conlleva y el sentirse competente y útil, capaz de cuidar de sí misma. Al menos esa es la impresión que a mí me dio. —Mi padre la convirtió en una mujer dependiente — reconocí—. La controlaba con el dinero y en lo que le permitía gastarse o no lo poco que le daba. Cuando murió, mi madre ni siquiera sabía cómo usar la aplicación del banco para controlar su cuenta. Yo tampoco había sabido hacerlo, pero aquello era una historia para otro momento. —Razón de más para apoyarla en su deseo de ser independiente y tomar las riendas de su vida —confirmó Robert—. Lo único que hice fue enviarla a mi directora de recursos humanos, a quien le pedí que le ayudara a encontrar un trabajo en mi empresa en el que encajara y le gustase. El resto lo negociaron entre ellas. —¿Me estás diciendo que no metiste mano en el tema del sueldo? —me mofé. Lo conocía lo bastante como para adivinar que su vena generosa se impuso. —Vale, lo admito. —Suspiró—. Su nómina lleva algunos pluses que la ayudarán a vivir con más soltura, pero lo hice más que nada para que no se viera obligada a pedirte ayuda. Quería que ella se sintiera capaz cuidar de sí misma. ¿Eso te molesta? —No, es más el hecho de que ahora su sensación de libertad depende de ti y no quiero que, porque nos peleemos o porque te vayas con Esther, mi madre acabe de nuevo en la calle y sus ánimos y autoestima se vengan abajo. —Eso no debería ser un problema. Tiene estipulado un mes de prueba, periodo tras el cuál pasará a ser una trabajadora con contrato indefinido. Aunque a veces no lo parezca, soy humano, Jasha. No voy a echar a tu madre porque me pelee contigo o porque una mañana me levante del lado equivocado de la cama. —Lo sé, es solo que… —Encogí un hombro, sin saber muy bien cómo explicarle lo que me pasaba sin ofenderlo. —El problema es que has perdido tu confianza en mí y ahora tienes la sensación de que tu vida entera y el bienestar de tu familia incluido, dependen de mí. ¿Es eso? —aventuró. —En parte. Supongo que sí —admití—. Lo siento. —No tienes que disculparte por ello. Me lo he buscado y lo comprendo, pero por eso también quería que tuvieras esto. —Abriéndome la mano dejó caer una llave en mi palma y me cerró los dedos a su alrededor. —¿Qué es esto? —Abrí confundido la mano para contemplar el llavero. —Son las llaves de este apartamento. Es tuyo. Solo falta tu firma para la escritura. Espera, deja que termine —me pidió cuando fui a protestar—. Mi mayor deseo es que vivas conmigo en la mansión, pero también quiero que dispongas de un espacio que sea exclusivamente tuyo, en el que puedas refugiarte cuando estés hasta las narices de mí o de Anthony, o simplemente de la vida; uno en el que te sientas seguro y protegido. Y, además, quería que tuvieras la certeza de que, pase lo que pase entre nosotros, tienes un sitio del que eres el dueño absoluto, no solo para escapar de mí, sino también en el que tienes todo el derecho legal y moral de echarme de patitas a la calle si se dan las circunstancias. —¿Lo estás diciendo en serio? —No tenía más remedio que mirarlo incrédulo. ¿Por qué iba a hacer algo así? —Puedes hacer lo que quieras con este sitio. Es tuyo. Reservarlo para organizarnos noches románticas, para calmarte, para vivir con tus hermanas o alquilarlo para sacarte un dinero extra. Es tuyo y punto. —Es demasiado. —Eché una ojeada a través de la cristalera al lujoso piso lleno de amplios ventanales y vigas de madera en el techo. —Míralo desde este punto de vista. —Robert me reposicionó sobre su regazo—. Otros regalan a sus parejas diamantes, yates o coches de lujo. Yo prefiero reglarte seguridad y estabilidad, y si eso viene en la forma de un apartamento, que así sea. Soy multimillonario, me lo puedo permitir. Y no acabo de decirte eso por presumir, sino para que comprendas que es lógico que mis regalos sean algo diferentes a los que te hayan podido hacer otros novios o seres queridos en el pasado. —Nunca he tenido a nadie que me hiciera regalos —admití —, excepto los detalles que hayan podido tener mi madre o mis hermanas conmigo. Cuando mi padre vivía, celebrar un cumpleaños o un día especial era un desperdicio. Y, aunque mi madre tratase de arrebañar cualquier céntimo que podía para ahorrar algo, raras veces conseguía juntar más de unos cuantos dólares para invertir en la decoración de unos muffins especiales o algún pequeño presente que mi padre no llegase a ver. —Entonces ya es hora de que alguien te consienta, gorrioncillo —decidió Robert con firmeza—. Deja que ese alguien sea yo. Apoyé mi frente sobre su pecho, recreándome en el dulce y algo especiado aroma de su perfume, sin embargo, por más que lo intentaba, no conseguía olvidarme de la presión que me aplastaba el pecho. —Ni siquiera sabemos aún si vamos a poder estar juntos —murmuré. Robert me estrechó contra él y me besó la coronilla. —Y ahí es justo donde te equivocas. En esa cocina que ves ahí atrás, está nuestra cena y una botella de refresco para brindar por mi recién adquirida libertad. —¡¿Qué?! —Alcé la cabeza tan deprisa que acabé golpeándole el mentón—. ¡Lo siento! Robert se frotó la barbilla con una mueca. —No tengo muy claro cómo es posible que la conmoción te la llevaras tú y no el suelo al que golpeaste. ¡Joder, sí que tienes la cabeza dura! —¡Lo siento, lo siento, lo siento! —solté estudiándolo frenético. —Estoy bien, tontito. Solo era una broma. —¿Lo de que eras libre? —Esperaba que no. Si había algo que quisiera de verdad entonces era a Esther fuera de nuestras vidas. —Me refería a lo de la conmoción, pero ahora que estamos hablando de mi libertad. Tengo que admitir que, aunque Illir Zefi me llamó esta mañana mientras aún seguías dormido, y me informó de que sentía tener que romper el contrato matrimonial por el que me entregaba a su hija, el tema de mi libertad aún sigue en el aire. 60
—¿Qué quieres decir con eso de que tu libertad aún sigue en el
aire? ¿Va a hacer que te cases con otra de sus hijas? —No. Es… —¿Has decidido que no quieres perder el Inferno después de todo? —Contuve la respiración, aterrado ante la posible respuesta. —No, no es eso tampoco. El traspaso del Inferno se firmará mañana por la tarde. Mis abogados y los de Dracan Marku ya están trabajando en ello. —¿Entonces? El que Robert me sentara sobre el espacio vacío a su lado consiguió que mi estómago comenzara a entrecerrarse y me fui preparando para lo peor. Robert se aclaró la garganta. —La idea era no decirte nada de esto hasta que tuviéramos la cena y celebráramos la libertad de ambos, pero tengo que admitir que no tengo la paciencia para seguir esperando. De repente, Robert se encontraba ante mí, hincado de rodillas, y sacó una pequeña cajita que, al abrirla, mostraba dos bandas de oro blanco, una con un símbolo del infinito conformado por diminutos diamantes y la otra con el grabado del mismo símbolo por fuera y un pájaro en el interior, que resultaba idéntico al que tenía tatuado en mi paletilla. —Sé que esto tal vez sea precipitado, teniendo en cuenta que apenas nos conocemos desde hace unos meses, pero si hay algo que he aprendido estos últimos días, gorrioncillo, entonces es que necesito que sigas iluminando mi vida y dándome un propósito para seguir adelante, aunque solo sea en la dirección a la que nos lleve el viento. —Carraspeó antes de continuar—. ¿Quieres casarte conmigo? Me tapé la boca y tomé varias inspiraciones profundas en un intento por frenar el galope desbocado de mi corazón y deshacer la repentina estrechez en mi garganta. —Eso depende —murmuré porque temía que sonaría demasiado agudo si hablaba en alto. En vez de mi anillo cogí la banda más grande y me arrodillé frente a él. —¿Crees que serás capaz de aguantar mis inseguridades y miedos y esas manías que tengo por disfrutar con las cosas más extrañas? Sus labios se curvaron con ternura. —Espero que algún día esos miedos e inseguridades desaparezcan, pero me encantaría estar ahí, contigo y recorrer el camino junto a ti hasta que eso ocurra. Y si con cosas extrañas te refieres a que te encantan esas bombas mortales de azúcar de colorines, la ropa interior sexi, espiarme en la ducha o usarme a tu antojo hasta que me dejas hecho polvo, mi respuesta es sí. —¡Oye! Que no es culpa mía que tú siempre estés en la ducha cuando yo… —Cerré la boca de golpe cuando él alzó una ceja con la mirada clavada en mí—. Vale, me encanta ver cómo te enjabonas esos pectorales trabajados y cómo se te marca esa V, señalando justo a esa parte de ti que se merece mi más sumisa adoración; pero no soy yo el que te deja hecho polvo. Eso es enteramente culpa tuya —lo acusé. —Si tú lo dices. —Claro que… —Lo que fuera que iba a decir, se esfumó de mi mente en el instante en que sus labios se presionaron sobre los míos exigiéndome que me abriera a él. Había algo en aquellos besos que convencía a mi cuerpo a responder como si le perteneciera a él en vez de a mí. Puede que fuera por su posesiva dulzura o, tal vez, su capacidad de llevarme a otra dimensión, una que era solo nuestra. El beso terminó mucho antes de que estuviera preparado para darlo por finalizado, pero Robert ignoró mis gemidos de protesta y se separó de mí para echarle un vistazo a la hora en su móvil. Sin decir palabra me colocó mi anillo y me ofreció su dedo para que yo le colocara el suyo, antes de volver a sentarse conmigo en su regazo y taparme con la manta. —Nos hemos perdido el atardecer, pero no quiero que te pierdas esto. Mira ahí abajo. Con curiosidad miré hacia la zona del puerto a la que él señaló y, de repente, del agua lisa salieron varios chorros de agua a presión que fue abriéndose como un abanico, creando un espectáculo de luces y colores al son de la canción One and Only de Adele, mientras más y más gente iba aglomerándose en el paseo del puerto para ver qué era lo que estaba ocurriendo. Mi piel se estremeció cuando Robert me cantó la letra de la canción al oído, destacando las frases que quería que entendiera, aquellas que hablaban de su miedo, las que me pedían olvidar el pasado y darle una oportunidad y, sobre todo, aquellas en las que me prometía que estaría a mi lado hasta el final. Mi corazón dio un salto y mis ojos se llenaron de lágrimas cuando sobre el chorro de agua salió con letra nítida mi nombre. «Jasha, eres el hombre de mi vida, el único. Déjame que te demuestre que soy digno de ti». —¡Jesús! ¿Has hecho eso por mí? —pregunté alucinado, con las lágrimas amenazando por derramarse. —Siempre por ti, gorrioncillo. Te mereces que te demuestre que soy tuyo. Ven. Robert me puso sobre el suelo y se levantó, ofreciéndome la mano. Ni siquiera me di cuenta de que la canción de Adele había terminado y que la que ahora sonaba era la de Thinking out loud de Ed Sheeran, hasta que Robert tiró de mi mano, me acercó a él y comenzó a balancearse conmigo al son de la música. ¡Estaba bailando conmigo! ¡Estábamos bailando! Y ni siquiera era a escondidas, sino en pleno balcón, donde cualquiera que mirase arriba podía vernos. La idea de lo que significaba irrumpió como si me embistiese un camión a toda velocidad. Éramos yo y Robert, juntos, sin importarnos quién pudiese vernos, sin la necesidad de escondernos o de mantenerme como un sucio secreto. —¿No tienes intención de seguir ocultándome? —era una pregunta de lo más estúpida, pero una a la que necesitaba una respuesta, una que confirmase que aquello no era un sueño, sino algo real. —Todo lo contrario. Quiero declararle al mundo que el chico guapo que va a mi lado está conmigo, que le pertenezco y que no me interesa nadie más que él. Me importa una mierda si eso le molesta a alguien. Pero eres tú quién tiene la última palabra sobre eso, gorrioncillo, siempre tú. De repente la presión en mi pecho desapareció y la libertad, que debería haber sentido al firmar el contrato en el despacho de Dimitri Volkov, hizo acto de presencia, pero también lo hicieron el resto de los eventos de las últimas semanas y, de sopetón, me encontré aferrado a Robert, llorando por todo aquello que me había ido carcomiendo mientras me retenía intentando ser alguien que no era. En vez de pedirme que no llorara, Robert me enclaustró contra su pecho. —Te amo, cielo. Eres la única persona que ha conseguido hacerme sentir así, como si hubiese sido creado solo para este momento, para estar contigo y te prometo que jamás me cansaré de demostrártelo y convencerte de que lo que hay entre nosotros es único y real. Con los últimos toques de la canción, Robert me cogió en brazos y me llevó al dormitorio. Me depositó con delicadeza sobre la cama, se acostó a mi lado y me secó la cara y los ojos con un pañuelo. —Te amo —musité—. Eres mi obsesión, los brazos en los que pienso cuando necesito que alguien me abrace y el sitio en el que me siento seguro. Siento haberme puesto antes así y las cosas de las que te acusé. Eres mi lugar en el mundo, aunque suena raro y tal vez para ti no tenga sentido. —Tiene todo el sentido del mundo, gorrioncillo —dijo mirándome a los ojos—. Porque tú eres, sin lugar a dudas, el mío. Sus labios rozaron los míos con suavidad, con una dulzura casi dolorosa, muy alejada de los encuentros apasionados que solíamos compartir de costumbre y, sin embargo, igual o más placentero porque la simple caricia de sus labios bastaba para llenarme de felicidad y me hablaba de amor y ternura sin necesidad de palabras. Mis manos fueron a su camisa para abrirla en busca de su piel y, como si me leyera el pensamiento, ambos nos ayudamos a desvestirnos entre caricias y besos, hasta que él solo se encontraba en su bóxer negro y yo en mi suspensorio de encaje blanco. Ninguno intentamos acabar de desvestirnos, prefiriendo usar nuestros cuerpos para compartir nuestro calor y acariciarnos, compartiendo una cercanía que resultaba mucho más íntima que cualquier confesión que pudiéramos habernos hecho entre susurros. Cuando al fin nuestros cuerpos acabaron de fusionarse y Robert comenzó a abrirse camino en mi interior con una tortuosa lentitud, nuestras miradas se mantuvieron hasta el final, más allá de nuestros gemidos de placer y nuestros orgasmos. Solo cuando Robert se dejó caer sudoroso y exhausto sobre mí y rodó conmigo hasta colocarme sobre él, volvió a hablarme al oído. —La próxima vez es tu turno de hacerme el amor, gorrioncillo. Posando mi oído sobre su pecho, me relajé y sonreí, mientras su corazón retumbaba con fuerza, recordándome cuán vivos estábamos los dos a pesar de todo lo que habíamos sobrevivido. —¿Eso significa que estás dispuesto a ser mío? —me aseguré. —Ya lo soy, pero no me importa que vuelvas a recordármelo. —Ya había cerrado los ojos con un suspiro cuando su voz hizo retumbar su pecho de nuevo—: Yo nunca… Ningún hombre me ha hecho nunca el amor. Alcé la cabeza para mirarlo a los ojos, viendo allí su vulnerabilidad y su sinceridad, pero sobre todo su amor. —Nadie me había hecho el amor hasta que llegaste tú — respondí, besándolo con suavidad antes de volver a apoyar mi cabeza sobre su pecho. Sabía que no estábamos hablando de las mismas cosas o, tal vez sí. Que me abrazase y me besase en la coronilla fue toda la respuesta que necesité. Robert me entendía, al igual que yo a él. Viniera lo que viniese después de aquella noche, encontraríamos la forma de superarlo. EPÍLOGO 1
Mientras recorríamos los amplios pasillos que nos llevarían a
la sala de reuniones en la que iba a firmarse el acuerdo de cesión del Inferno, por primera vez comenzaba a plantearme si había sido una buena idea rechazar la oferta de Robert para que me quedase a esperarlo en el apartamento. Había querido estar a su lado en una situación que, sin duda, debía de ser difícil para él. El Inferno había sido su criatura, al fin y al cabo. Apoyarlo en un momento así era mi responsabilidad como su pareja, aunque imagino que en mi decisión también había influido la euforia que me produjo que Robert me llevase a desayunar a una cafetería cercana y que paseásemos por la calle cogidos de la mano y nos besásemos en público. Ahora que la reunión se acercaba, la euforia ya se me había pasado y me regía más el temor de tener que enfrentarme a Esther o su padre durante la firma, que mi éxtasis sobre mi recién estrenada libertad. Que Esther pudiera asistir no era algo que nos hubiesen confirmado por el momento, pero podía ser una posibilidad. Robert, por su parte, parecía estar tomándose sorprendentemente bien el hecho de tener que renunciar al Inferno. —Jasha, cálmate —me dijo, apretándome la mano incluso aquí, donde podían pillarlo su ex o los nuevos dueños del Inferno—. Habrá terminado enseguida. —¿Sigues convencido de seguir adelante? —solté sin pensar y arrepintiéndome enseguida de haber dicho justo lo que se me estaba pasando por la cabeza. La ceja de Robert se arqueó burlona. —¿Ya te arrepientes de haber aceptado casarte conmigo? —¡No! ¡Claro que no! Es solo que… —Cielo, el Inferno es solo un negocio, por mucho que disfrutara creándolo, regirlo estaba convirtiéndose en una complicación. El perderlo solo es la excusa de iniciar un proyecto nuevo. Tal vez incluso podamos crear algo juntos. ¿Te gustaría? —Sería bonito, —admití reticente—, pero no sé si lo de convertirme en empresario vaya a ser lo mío. —Lo será en cuanto le pierdas el miedo —me aseguró apretándome la mano. —Señor Steele, ¡bienvenido! —La rubia que se adelantó a saludarnos (o más bien a Robert) con una sonrisa que le iluminó el rostro, podía estar rondando los treinta y pocos—. Es un placer volver a verlo. —Conté exactamente hasta cinco antes de que ella siguiera hablando sin apartar la mirada del que ahora era mi novio—. Si me hace el favor de seguirme, los señores Marku, su socio y los abogados ya se encuentran en la sala de reuniones. ¿Hay algo que pueda ofrecerle antes de entrar? ¿Un café? ¿Un té? ¿Tal vez algo más fuerte y energizante? ¿Eran imaginaciones mías o eso de «más fuerte y energizante» no había sonado precisamente a una copa? Debería haberle preguntado el motivo por el que no me lo ofrecía a mí también. —Estoy bien, gracias —replicó Robert sin prestarle demasiada atención. Debería haberme dado por satisfecho con la cara de decepción que se le quedó a ella, pero algo en mí me empujó a aportar mi propio granito de arena. —Cariño, —dije con el suficiente volumen como para que ella pudiera oírme. Enganché el pulgar en la cinturilla trasera del pantalón de Robert acercándonos en el proceso—, no me dijiste que estarían presentes más familiares de Dracan Marcu. La expresión de la rubia era para haberle echado una foto y haberla pegado en la pared de mi habitación, en especial cuando Robert me respondió con un: —No lo sabía, gorrioncillo, aunque al parecer es normal que los hermanos acudan juntos a la adquisición de nuevas empresas. Alzando la nariz en el aire, la secretaria se adelantó con la espalda rígida y los hombros echados para atrás. Robert por su parte se inclinó hacia mi oído sin dejar de avanzar. —Me gusta esta nueva faceta celosa y posesiva, cariño. Me pone jodidamente duro. Gemí para mis adentros y cuando entramos en la sala de reuniones, mis mejillas seguían ardiendo, en especial cuando todas las miradas cayeron sobre mí y estaba completamente seguro de que era imposible que no se me notara la tienda de campaña que se me había formado en los pantalones. Con disimulo solté a Robert y me coloqué detrás de él, dejando que fuese él el que tomara la iniciativa. Algo que no solo me sirvió para darle tiempo a mi entrepierna de recibir el mensaje de que no había ningún polvo en el horizonte, sino de paso escapar de la mirada de intenso odio con la que me fulminó Esther y que, de haber respetado los deseos de su dueña, sin duda me habría inducido una muerte instantánea. Los demás asistentes, por fortuna, parecían estar mucho más relajados. Los que, a todas luces, debían de ser los cuatro hermanos Marcu y los abogados nos observaban con curiosidad y Anthony apenas ocultaba su diversión. —Hola, sentimos llegar tarde —se disculpó Robert a pesar de que habíamos llegado con exactamente tres minutos de antelación—. El tráfico nos ha retenido más de lo previsto. El instante en el que se iniciaron las presentaciones y las cortesías sociales, mi mente pareció ponerse en modo de bajo consumo y apagarse, o lo hizo hasta que Esther prácticamente se abalanzó sobre la mesa hacia Robert. —¡¿Cómo te atreves a presentarte aquí con esa… esa cosa?! —le recriminó dirigiéndome un gesto de desprecio. —«Esa cosa» tiene un nombre que conoces más que de sobras, Esther, y además resulta que es mi prometido. —Tu… tu… ¡¿qué?! —La usual palidez del semblante de Esther se transformó en un furiosa tonalidad rojiza. —Prometido —repitió Robert con calma, en tanto tomaba mi mano con el anillo para mostrárselo—. Anoche le pedí que se casara conmigo y aceptó. —¡¿Hemos roto hace menos de veinticuatro horas y ya te has comprometido con él?! —chilló ella con un tono que rozaba lo histérico. —Bueno, —Robert me besó los nudillos antes de soltarme, consiguiendo que una nueva ola de calor se extendiera por mi rostro ante su falta de pudor en mostrar sus sentimientos en público—, creo que tú te comprometiste antes que yo, de modo que el récord es todo tuyo. —¡Yo no me he comprometido con nadie! ¡Habéis sido tú y mi padre los que me habéis vendido a esta banda de… de…! Tú… tú… ¡Tú tienes la culpa de todo! —me apuntó con su dedo con una expresión desquiciada en su mirada—. Vas a pagar por lo que me has hecho y voy a disfrutar descuartizándote yo misma. Me preparé para recibir su ataque en el mismo instante en el que se apoyó en la mesa con la evidente intención de subirse y lanzarse a por mí. Anthony y Robert, sentados cada uno a un lado de mí se tensaron como si estuvieran preparados para saltar si hacía falta. Sin embargo, en el último momento, Dracan la cogió por la cintura y la estampó sin ceremonias en su silla. —¡Ya basta! —espetó con una frialdad que me hizo frotarme los antebrazos debajo de la mesa—. Deja de hacer el ridículo y de actuar como una cría malcriada y patética, Esther. Estamos cerrando un negocio y nos estás dejando en mal lugar a los Marcu. —No estoy malcriada y mucho menos soy una cría — replicó ella sin ningún vigor real tras sus palabras, casi como si la atención de su nuevo novio la hubiera desinflado. Resultaba curioso verla así. Era casi como estar viendo a una impostora en el lugar de la mujer soberbia y segura de sí misma que había conocido hacía unas semanas y que solía mangonear a los hombres a su alrededor a su antojo. —Lo eres si te comportas como tal y, yo que tú, me lo pensaría antes de volver a abrir la boca para ensuciar nuestra imagen. Si nos avergüenzas en público, tu castigo también lo será. No te creas que me importa darte unas buenas palmadas en el trasero hasta que te corras como hiciste ayer, solo porque tengamos testigos. ¡Uh-oh! ¿Eso lo había dicho en serio? ¿A la marimandona Esther le ponía un poco de disciplina? ¿Quién podría habérselo imaginado? —Mmm… —intervino el hermano de Dracan más divertido que enfadado—. Creo recordar que también era claustrofóbica. Después de demostrarle lo que es la humillación pública, podrías encerrarla en ese sucio y viejo almacén atiborrado de ahí hasta que terminemos con la firma para la que hemos venido hoy aquí. Creo que eso ayudaría a reforzar el mensaje que tratas de transmitirle. La repentina palidez de Esther fue tan obvia que hasta me dio lástima. Habría jurado que incluso vi cómo le temblaba la mano antes de esconderla bajo la mesa. Robert a mi lado permaneció rígido, pero no intervino. —Hablando de compromiso. —Dracan chasqueó los dedos y su abogado sacó una caja de su maletín, que empujó hacia Robert—. Creo que esto es tuyo. —¡Son mis joyas! ¿Cómo te atreves a quitármelas? — Esther se levantó de un salto con la intención de recuperarlas. Dracan ni siquiera la miró cuando le tiró de la cinturilla de la falda y la hizo caer de nuevo sobre el asiento. —Puede quedarse con… —Robert iba a empujar la caja de regreso hasta que le quité la caja. —Ya no —contestó Dracan con firmeza, adelantándose a mí al responderle a su prometida—: como mi mujer, no llevarás las joyas de otro hombre. —Vendrán bien para donarlas en la próxima gala benéfica —dije con más ánimos de los que sentía. Comprendía perfectamente al otro hombre. Si él no quería que su mujer llevara las joyas que le hubiese regalado Robert, yo no quería que otra mujer llevara las joyas de mi novio. Era retorcido, era consciente de ello, pero no podía evitar sentirme así. Como si de repente lo comprendiera, Robert me colocó una mano sobre el muslo y me lo apretó con suavidad. Dracan firmó el contrato y se lo pasó a sus hermanos, quienes lo imitaron sin más dilaciones. —¿Y puedo saber cuándo se celebrará la boda? — preguntó Robert con una tensa cordialidad mientras el contrato pasaba a Anthony. —La semana que viene en San Petersburgo —explicó Dracan con cortesía—. Luego pasaremos una larga luna de miel en Siberia, puede que hasta que el Inferno pase oficialmente a nuestras manos dentro de dos meses —dijo lanzándole una mirada a Esther, que pareció encogerse por dentro—. Mi viborilla está deseando que pasemos tiempo juntos en un lugar tan tranquilo y aislado. ¿No es verdad, querida? —preguntó con un brillo de mofa en sus ojos, al que Esther respondió con un resoplido ahogado. Cuando Anthony deslizó el contrato hacia Robert, este pareció titubear antes de sacar su bolígrafo. —Robert, por favor, no lo firmes, te lo ruego —pidió Esther con tanta angustia que en la habitación no se escuchó ni a una mosca. ¿Qué era lo que le había hecho Dracan para que una mujer tan poderosa como ella lo temiera con tanta desesperación? Puede que yo la detestara, pero comenzaba a convencerme de que, ni siquiera ella, se merecía ciertos tipos de tratos vejatorios y tenía la sensación de que Robert coincidía conmigo. —¿Tenéis la prueba que me devuelva la libertad y me asegure que no volverán a venir a por mí? —preguntó Robert con el bolígrafo en la mano, tomándose su tiempo en firmar. Dracan le dirigió a su hermano un asentimiento. Acto seguido, el móvil de Robert sonó con tres mensajes entrantes. —El primer archivo es toda una colección de Illir — explicó Dracan—. En el segundo archivo encontraréis los datos de las víctimas, por si alguna vez os hacen falta. El tercero es sobre ella y es confidencial. Como mi futura esposa, no quiero ver ese archivo por las redes a menos que haya un motivo realmente aceptable. Un uso por simple capricho o descuido será considerado traición por mi parte y tendrá las consiguientes consecuencias. Robert pulsó el botón de inicio del vídeo. No llegué a ver su reacción o la de Anthony ante lo que vimos, pero a mí casi se me salieron los ojos de las órbitas. Cualquier duda de si Esther se merecía lo peor se esfumó cuando presencié cómo, no solo fornicaba en el charco de sangre de un hombre que estaba dando su último suspiro a su lado, sino que gritó su orgasmo sin ningún pudor. Robert adelantó el vídeo hasta su fase post-orgásmica, en la que, con una sonrisa satisfecha y sin siquiera tratar de levantarse, Esther le quitó a lo que en ese instante parecía ser ya un cadáver, el anillo del dedo anular y se lo colocó en su dedo. —Siempre he detestado a la zorra de su mujer —se la oyó decir, admirando su nueva joya—. Espero que, ahora que es viuda, aprenda su lugar. —¿Qué? ¿Qué le acabas de entregar? —chillo la Esther del presente con los ojos abiertos en horror. —Algo que esperemos que jamás caiga en manos de la policía o de un juez —replicó Dracan con absoluta calma—, porque si sale a la luz, la menor de tus preocupaciones es acabar en el corredor de la muerte. —¡¿Entonces por qué se lo has dado?! —Porque cualquiera de los que nos encontramos en esta habitación sabemos que no eres de fiar. Me pareció lógica la petición de Steel de recibir una garantía de que jamás volverás a molestarlo ni a él ni a ninguna persona vinculada a él. Estamos haciendo negocios juntos y las garantías en estos casos son importantes. —¡Acabas de traicionarme! —susurró Esther lívida—. Vas a casarte conmigo y me has traicionado. A Dracan no pareció afectarle su conmoción. —La fidelidad y la lealtad se tienen que ganar —le contestó con tranquilidad—. Un contrato de matrimonio no te da derecho a ninguno de ellos. —Informaré a mi padre de lo que has hecho —siseó. —Tu padre te ha vendido a mí. Sus únicas condiciones fueron que no podía revenderte como propiedad ni matarte antes de que hubieras tenido al menos dos herederos sanos. Tengo que admitir que, incluso a mí, me sorprendió la facilidad con la que estaba dispuesto a descartarte. —¡Eso es mentira! Solo estás tratando de manipularme. ¿Eran imaginaciones mías o la expresión que cruzó por los ojos de Dracan era lástima? —¿Cuántas veces lo llamaste anoche sin que te cogiese la llamada? Cuando Esther no contestó, Dracan se levantó y le ofreció la mano a Robert. —Ha sido un placer hacer negocios contigo. —¿Podríamos hablar un momento a solas? —preguntó Robert con una mirada significativa en dirección a Esther. —Por supuesto. Alexei, ¿podrías acompañar a mi prometida fuera? Enseguida os alcanzo. Antes de que Esther pudiera saltar y oponerse, unas intenciones que se reflejaban en su semblante con total claridad, el hermano de Dracan le habló al oído, provocándole de nuevo aquella extraña palidez. Esther se levantó sin rechistar y le lanzó a Robert una mirada llena de ruego y dolor, mientras que a mí me dedicó una de pura advertencia. Cuando la puerta se cerró tras ella, Robert se dirigió a Dracan. —Escucha, sé que ya no es asunto mío. Soy el primero que no quería casarme con ella y estoy agradecido de no tener que hacerlo, pero eso no cambia el hecho de que haya conocido a Esther desde que era una niña. A pesar de que se comporte como una niñata rica y malcriada, Esther no ha tenido una vida fácil y lo último que me gustaría es que acabe con alguien que abuse de ella y la maltrate. Dracan estudió a Robert por unos minutos en silencio. —Esa puerta de ahí —señaló a la que su hermano había hecho referencia antes—, no es un archivo, sino un despacho —dijo al fin—. La luna de miel en Siberia es un mal necesario para protegerla de sí misma y educarla para que aprenda a comportarse en público. No me importa que se rebele contra mí en privado, pero en público puede costarle la vida a ella, a mí o a uno de mis hermanos. Recibirá el respeto y el trato que se merece cuando sepa ganárselo. Mientras tanto, tendrá que aprender a adaptarse. La única seguridad que puedo ofrecerte con respecto a lo que te preocupa, es que jamás le he puesto una mano encima a una mujer por mera furia o ansias por dominarla y no tengo intención por cambiar ese hecho en un futuro cercano. Cuando Robert no contestó, Dracan nos dirigió un leve asentimiento y se marchó. Antes de que Robert pudiera decir nada, corrí hasta la puerta del supuesto almacén y la abrí. —¡Ups! ¡Disculpen! ¡Puerta equivocada! —farfullé, cerrando la puerta precipitado—. Dijo la verdad —les anuncié a Robert y Anthony—. Es una oficina. Con la mirada fija sobre el dibujo de las vetas en la madera de la mesa, pasaron varios minutos antes de que Robert se levantase y recogiera los documentos. Anthony y yo intercambiamos una mirada intranquila. —¿Sigues preocupado por Esther? —le pregunté. —En realidad —replicó despacio—. Creo que acaba de encontrar la horma de su zapato. —¿Sabías que era claustrofóbica? —preguntó Anthony. —Ahora en retrospectiva, me doy cuenta de que los síntomas estaban ahí, pero lo cierto es que nunca le di importancia a su afán por coger las escaleras o su manía de solo montarse en ascensores vacíos si no le quedaba más remedio que hacerlo. Me siento culpable. Dracan lo ha averiguado en menos de veinticuatro horas y sabe más sobre ella que lo que yo sé después de siete años de noviazgo. Me mordí los labios antes de soltar mi opinión. —¿Te has planteado que, quizás, la conociera de antes y que, en lugar de que el Inferno fuese el aliciente, no era en realidad más que la excusa para que aceptase el trato? — sugerí. —¿De dónde has sacado esa idea? —indagó Robert poco convencido. —¿La verdad? Ni idea. —Encogí un hombro—. Puede que fuese porque me diera la impresión de que estaba tratando de ocultar su preocupación por ella tras una fachada de desdén. Anthony y Robert intercambiaron una mirada. —Tengo que admitir que me ha llamado la atención desde el principio que el Inferno fuese motivación suficiente para que un hombre como Dracan se meta en un matrimonio de compromiso con una arpía como esa —confesó Anthony con indiferencia. Robert pareció considerar las palabras de su amigo por unos segundos, antes de sacudir la cabeza. —Esperemos que haya conseguido lo que quería. Ya no es asunto nuestro. Si Siberia no consigue acabar con Esther, ella acabará con Siberia. Estoy convencido de eso. Puede que Dracan no la conozca tan bien como él cree. —Robert se guardó el bolígrafo y me rodeó el hombre con un brazo—. ¿Te apetece venir a celebrar con nosotros, Anthony? Salir de la cárcel después de siete años se merece al menos eso. Anthony y yo pusimos los ojos en blanco. —¿Piensas celebrar que has dejado a tu ex, en vez del hecho de que te hayas comprometido conmigo? —me burlé, fingiendo estar ofendido. Robert me achuchó contra él y me besó la sien. —Nop, pero para la celebración importante no tengo intención de invitar a Anthony, por muy amigos que seamos. —¡Dios! Decidme que esto va a ser solo una fase pasajera o me mudo de casa —se quejó Anthony dándonos la espalda para largarse. Robert rio por lo bajo. —¿Crees que deberíamos confesarle la verdad e informarle de que esto solo va a ir a peor? EPÍLOGO 2
La grandiosa sala a mis pies se encontraba llena de vida. Las
acróbatas colgadas de brillantes telas que pendían de las ramas de los gigantescos árboles de cristal del Jardín de la lujuria convertían el cielo en puro arte y magia, mientras que, a ras de suelo, bailarinas exóticas hacían las delicias de mis invitados recorriendo el espacio en un elaborado espectáculo vintage con reminiscencias a la película de Moulin Rouge, en el que tentaban a hombres y mujeres por igual, con la dosis justa de piel y coquetería para que se sintieran felices, pero sin llegar a caer en lo chabacano. Nunca me había planteado lo extraño que iba a resultar mi despedida de soltero. No porque no estuviera a gusto con los compañeros que había invitado, ni tampoco porque hoy iba a ser oficialmente mi última noche como socio mayoritario del Inferno, sino por el hecho de que la gente ya no sabía lo que hacer conmigo. Apostaba a que más de uno incluso se preguntaba por qué tenía a mujeres desnudándose y animando mi fiesta, cuando pasado mañana iba a casarme con un hombre. Si era sincero conmigo mismo, yo me preguntaba lo mismo. No es que hubiese dejado de ser bisexual de la noche a la mañana, pero a pesar de estar rodeado de mujeres más que dispuestas a llevar las cosas más allá de lo estipulado, o incluso de tratar de convencerme de que aún estaba a tiempo de echarme para atrás; mi mente no hacía más que viajar una y otra vez hacia Jasha. Quería comprobar si seguía en la sala del Jardín de la Pereza que habíamos reservado en exclusiva para él y sus amigas, si se lo estaría pasando bien y si le estaba ocurriendo con sus invitadas lo mismo que a mí con los míos. Claro que también me preguntaba qué era lo que estaría pasándole por la cabeza y si le atraía alguno de los hombres semidesnudos que estarían paseándose por allí, sirviéndoles aperitivos y bebidas. La simple idea ya me hacía querer meterme en la sala de control para echarle un vistazo a las cámaras y comprobar qué era lo que estaba sucediendo. Incluso antes de que pudiera tomar una decisión consciente, mis pies ya se habían puesto en marcha y habrían seguido haciéndolo, a pesar de darme cuenta de lo obsesivo que era, si no me hubiera topado de frente con Dimitri Volkov y Ravil Sokolov. —¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunté irritado porque me hubieran cortado el camino y me estuvieran entreteniendo. Donde Sokolov se rascó distraído el codo con una expresión arisca, Dimitri se limitó a alzar la barbilla y a desafiarme con la mirada, como si yo fuese uno de los papanatas que se dejasen intimidar por él de esa forma. —Venir a la despedida de soltero, por supuesto —replicó Dimitri como si no acabara de colarse en mi fiesta. En condiciones normales lo habría dejado pasar, pero no me gustaba la idea de que siguieran imponiéndose en la vida de Jasha cuando el acuerdo había sido que lo dejarían libre. —No recuerdo haberos invitado —espeté cruzando los brazos sobre el pecho. —No necesitamos invitación, Jasha es como de la familia —intervino Sokolov imitando mi postura, algo que casi me hizo rodar los ojos. —Jasha decidió celebrar su despedida con las chicas, algo que sabéis más que de sobras, porque Tess y Liv están celebrando su despedida con él. —Algo que seguía sin entender cuando Tess ya llevaba más de un año casada con Dimitri y Liv se había casado en una ceremonia civil secreta y aún no tenían fecha para la gran ceremonia oficial—. ¿Sabéis qué? —dejé caer los brazos. No entendía a sus mujeres y me negaba a desperdiciar mis energías en entenderlos a ellos—. Haced lo que os dé la gana, mientras que no se os ocurra jodernos la fiesta a mí o a Jasha. —Era lo que habíamos planificado, pero gracias de todos modos —dijo Dimitri con sequedad. ¡Maldito cabrón ruso! Justo cuando iba a marcharme y dejar que se las apañaran por su cuenta, otra cara conocida más que no debería haber estado allí se asomó a la sala. —¡Esperad un momento! —me frené en seco y me giré hacia ellos—. ¿Os habéis traído al irlandés también? Si no los hubiera estudiado durante semanas, me habría perdido el ligero encogimiento de ojos de Dimitri y la fina línea que se le formó en el entrecejo a Sokolov cuando avistaron al tipo pelirrojo que venía entrando. —¿Qué haces tú aquí? —exigió Sokolov como si la fiesta fuera suya y él no se hubiera presentado también sin invitación. Liam encogió un hombro y nos regaló una brillante sonrisa. —Comprobando cómo les va la fiesta a las chicas, por supuesto. Con el historial que llevan, solo quería asegurarme de que no vuelva a pasarles nada. De vosotros está claro que no se puede uno fiar. Mi gruñido se fundió con el de Sokolov y Dimitri. ¡Maldito cabrón bocazas irlandés! —¡Tú no pintas nada en la fiesta de las chicas! — espetaron Dimitri y Sokolov al unísono. Bien, aquello estaba empezando a ponerse interesante y, de no haber sido porque seguía queriendo averiguar lo que estaba haciendo Jasha, no me habría importado quedarme a presenciar cómo les iba a aquellos tres idiotas. —De acuerdo, ya que estáis aquí, disfrutad de la fiesta. La barra es libre. Si me disculpáis, tengo un asunto que atender. —Sin esperar una respuesta salí al vestíbulo, cogí el ascensor y realicé un recorrido que ya conocía de memoria y que iba a echar de menos a partir de mañana, cuando mis visitas al Infierno iban a ser como simple cliente o el amigo de Anthony. Introduje las claves ante la puerta de monitores y entré en la alargada sala de seguridad, cuyas paredes se encontraban cubiertas por pantallas que reflejaban lo que ocurría en las diferentes salas del Inferno. —¿Anthony? ¿Por qué estás aquí y no en la fiesta? Mi amigo soltó un resoplido un tanto malogrado y, a pesar de la oscuridad de la sala, habría jurado que sus mejillas adquirieron un ligero tinte rosado. —¿La pregunta no debería ser más bien por qué estás tú aquí? —me acusó—. Es tu fiesta la que te estás perdiendo. Deberías estar abajo atendiendo a tus invitados. —Si no recuerdo mal, tú eras uno de mis invitados principales. De hecho, fuiste tú quien me incitó a invitar a tanta gente aduciendo que eran compromisos. Podía entender su razonamiento, pero tal vez habría sido mejor organizar algo menos grandilocuente y más íntimo como lo que había elegido hacer Jasha con sus amigas del club de striptease y su nuevo club de las cuatro mosqueteras. Antes de que pudiera interrogarle a Anthony sobre el porqué estaba pendiente de los monitores que enfocaban directamente a Jasha y sus amigas, los dos nos giramos alertados a comprobar quién había invadido el espacio restringido de la sala de seguridad, aprovechando que se me había olvidado cerrar la puerta a mi espalda. —¿Qué carajos hacéis aquí? —demandé cuando Dimitri y Sokolov entraron como si el edificio les perteneciera. —Lo mismo que vosotros, por lo visto —contestó el pakhan señalando las pantallas y concentrándose con el ceño fruncido en una en la que se captaba el rostro extasiado de Tess mientras retiraba con extrema cautela un aperitivo de la bandeja humana que se había preparado para ellas. —¿Qué demonios es eso? —rugió Ravil cuando era evidente que Liv no se quedaba atrás a la hora de comer del cuerpo del chico desnudo. —Han pedido aperitivos del Jardín de la Lujuria servidos en una bandeja humana, en este caso un chico —expliqué algo que debería haber sido obvio a simple vista —Pensé que habíamos acordado que la despedida no se celebraría en el Jardín de la Lujuria —masculló Dimitri. —Eso no significa que… —me detuve cuando el irlandés también entró en la estrecha sala, nos miró con ojos sorprendidos como si no se hubiese esperado encontrarnos allí y luego se limitó a encoger un hombro. —Supuse que sería más fácil vigilarlas desde aquí. Mirando al techo me coloqué las manos en la cintura y recé por paciencia. —Cierra la puerta —le ordené mientras los demás reajustábamos nuestras posiciones para dejarle sitio en el limitado espacio. —Ibas a explicarme porqué hay un tipo desnudo tendido sobre la mesa de mi mujer —exigió Dimitri exasperado cuando más y más zonas de la «bandeja» iban dejando al descubierto la bronceada piel. Resoplé irritado. —Estaba tratando de explicarte que están en el Jardín de la Pereza, pero que eso no significa que no puedan pedir platos especiales o servicios de otras zonas del Inferno. La verdad es que era algo que ni yo mismo me había planteado antes de permitir que Jasha y sus amigas compusieran su propio menú especial. —Y no es lo único que han solicitado del Jardín de la Lujuria —bufó Anthony, interviniendo en el momento menos oportuno con su apunte. Si yo me puse rígido, los demás parecieron convertirse en piedra. Para que luego Jasha me acusase de ser posesivo y celoso. ¡Ja! —¿Qué más han pedido? —indagué en un intento por seguir actuando con la cabeza fría. —Dentro de media hora tienen un estriptis con baile de cercanía para… Anthony cogió la tableta que tenía por delante y leyó: Jasha, Liv, Sascha, Tess y Linda. —¡Y un cuerno! —espetó Sokolov. —¿Por qué para Sascha? —preguntó Liam—. No es su despedida de soltera. —¿Y la de Linda sí? —masculló Anthony. —Voy a llevarme a Tess a casa —intervino también Dimitri, ignorando a los demás. —¡Está bien! ¡Alto ahí! —Alcé la voz para que me prestaran atención—. ¿Os estáis escuchando? —Me importa una mierda como suene, no voy a consentir que ningún tío se restriegue contra mi mujer, por mucho que sea un bailarín y ella esté en una despedida de soltera —gruñó Dimitri. —De acuerdo, creo que en eso coincidimos todos los afectados —dije tratando de calmarlos, aunque empezaba a preguntarme a quienes incluía ese «todos»—. La cuestión es que si les jorobamos su fiesta se mosquearán con nosotros y nos lo echarán en cara durante la próxima década. ¿Es eso lo que queréis que ocurra? —¿Y qué sugieres exactamente que hagamos? —Sokolov cruzó los brazos sobre su amplio pecho. —Bueno, admitámoslo —reflexioné—. Solo se trata de un baile y tienen prohibido tocar, tanto por parte de unos como de otros. Y no es como si en mi fiesta no hubiera mujeres semidesnudas y espectáculos ahora mismo. —Por si no te has dado cuenta, ninguno de nosotros está en tu maldita fiesta —gruñó Sokolov. —Podríamos hablar con los bailarines para que el baile de cercanía no sea tan de cercanía, ¿verdad? —le dirigí la pregunta a Anthony para que me apoyara—. Total, si lo peor que van a hacer en toda la noche es ver a un par de tíos quedarse en bóxers, la cosa tampoco es tan grave, ¿no? Por la sala resonaron varios gruñidos, pero fue Anthony el que bufó de nuevo. ¿Qué carajos le estaba pasando? —Estás dando por supuesto que eso es lo único que han pedido. —¿Qué más han ordenado? —exigió Liam esta vez. Anthony apretó la mandíbula. —La experiencia del laberinto —dijo sin consultar su tableta en esta ocasión. La maldición se me escapó antes de que pudiera darme cuenta de cómo la recibirían los demás. —¿Qué cojones es la experiencia del laberinto? — Apostaba a que si a Sokolov se le subía la tensión solo un poco más, íbamos a tener que llevárnoslo a urgencias. —Pensé que les habíamos restringidos las pulseras para que no pudieran entrar en el Jardín de la Lujuria —le reclamé a Anthony. —¿También te planteaste la posibilidad de que podían comprarse su propia entrada al Jardín? —Cuando lo fulminé con la mirada pareció calmarse un poco—. Por lo que he oído por las grabaciones, Liv parece haberlos invitado con un dinero que tenía ahorrado. —¡Maldita sea! —me pasé la mano por el cabello. Si habían pagado, eran clientes en pleno derecho y no se les podía denegar algo así como así. En especial cuando el único motivo era que sus parejas eran unos viejos celosos y posesivos. —¡¿Qué cojones es la experiencia del laberinto?! —repitió Sokolov cercano a perder el control, aunque Dimitri y Liam también parecían estar a punto de sacar sus armas. —Se trata de un laberinto, tal y como dice el nombre — expliqué—. En la entrada, a cada participante se le entrega un hilo de lana, que debe seguir para llegar a la primera parte de su recorrido. En esta fase inicial, la idea es sobre todo separar los grupos y las parejas. Una vez superan esa primera prueba, son los participantes los que deben encontrar el destino al que quieren llegar. A lo largo del camino encontrarán habitaciones en las que se está desarrollando algún tipo de juego sexual. Algunas de esas habitaciones tendrán que atravesarlas y pasar una prueba, en otras solo entrarán si así lo desean y si los que ocupan la habitación les dan acceso para hacerlo. El entretenimiento del que pueden disfrutar si consiguen llegar a su destino final es optativo y depende de cada cual. Puede ir desde un sencillo masaje sensual, a una experiencia con su pareja o un juego de autoexploración guiada por inteligencia artificial en una cápsula de realidad virtual. —Tess y Liv han elegido los juegos de realidad virtual en solitario —nos informó Anthony malhumorado—. Y Jasha ha renunciado a elegir ninguna de las posibilidades que se ofertaban en el menú. Que Jasha hubiese renunciado a la parte realmente comprometida me produjo alivio y fue evidente que Dimtri y Sokolov también se relajaron un poco al enterarse que sus mujeres solo iban a participar en un juego privado guiado por máquinas y juguetes. —Sigue estando el tema de esas pruebas intermedias del laberinto —dijo Dimitri—. ¿En qué consisten? —En realidad pueden ser tan leves como coger una pala y darle a alguien una nalgada o jugar con unos mandos a distancia para averiguar quién es el participante de esa habitación que lleva puesto el vibrador. Todo depende un poco de los límites y las fantasías que ellos hayan introducido en el formulario inicial. —No me gusta —constató Sokolov. —¿Te has dado cuenta de que tu hija ha escogido el final con «premio» —espetó Liam entre dientes. El semblante de Sokolov se oscureció. —Por desgracia —intervino Anthony—. Son mayores de dieciocho años, han pagado por el derecho de usar los servicios que han pedido y nosotros no podemos impedírselo. La situación me gusta tan poco como a vosotros —dijo sin especificar porqué habría de importarle—. Pero no puedo permitir que las saquéis por la fuerza de aquí. Va en contra de las normas y nuestros guardias están entrenados para reteneros si lo intentáis y llamar a la policía. —En realidad no necesitaríamos impedírselo —decidí, tratando de no buscarme el divorcio antes de haber recibido el sí quiero—. Bastaría que reajustemos los juegos y, sobre todo, el final. Ellos se irán contentos porque lo habrán disfrutado y nosotros nos quedamos tranquilos porque sabemos que nadie les ha puesto una mano encima. Si queréis, podemos incluso seguir su avance desde aquí, o mejor en el acceso que tengo en mi antiguo despacho. —Sigue sin gustarme la idea de lo del estriptis —opinó Sokolov. Asentí. ¿De qué servía tratar de convencerlo cuando era evidente que se había encabezonado en su postura? —Voy a asegurarme de que nadie me eche de menos en mi fiesta —decidí al fin—. También hablaré con Sonia sobre los juegos del laberinto. Luego iré a hablar con los bailarines para dejarles claros los límites y que no haya malentendidos. Nos vemos aquí dentro de un rato. Salir de la sala fue el equivalente a un soplo de aire fresco. Me sentía dividido entre sacar a Jasha del Inferno y llevármelo a casa o ser el hombre moderno y abierto de mente que me consideraba, y permitirle que disfrutara de la noche tal y como la había planificado con sus amigas. Se lo merecía. De eso no me cabía la menor duda, y también sabía que podía confiar en él y que jamás trataría de hacer algo que rozara ni de lejos los límites de la fidelidad a la que nos habíamos comprometido ambos. Con esa idea en mente, regresé a mi fiesta, en la que resultaba más que obvio que nadie me echaba de menos. Hablé con Sonia y decidí hacer mis propios planes, dándole una sorpresa a Jasha que esperaba que le gustase, mientras que a mí me daba una buena dosis de paz mental. No fue hasta que llegué a los vestuarios de los bailarines que descubrí que yo no era el único que había decidido darle a su pareja una sorpresa. Con los brazos en jarras miré de los dos hombres tirados inconscientes en el suelo a Sokolov y Liam. ¡La madre que los parió! —¿En serio era necesario dejarlos inconscientes? — pregunté incrédulo. —Es una solución rápida, efectiva y que ahorra tiempo — replicó Sokolov embutiéndose en el logrado traje de policía que parecía quedarle algo estrecho. —¿Y cuál es tu excusa? —le pregunté a Liam, quién estudió el pantalón de policía y se limitó a señalar a Sokolov. —La que él ha dado. ¡Dios! A este paso no iba a sobrevivir la noche. —¿Y sabéis bailar al menos? —pregunté. Los dos se detuvieron, intercambiaron una mirada y encogieron los hombres. —Somos de la mafia —respondió Liam—. Prácticamente nos hemos criado en clubs. No es tan difícil. Con un gemido me pasé una mano por la cara. ¡Imbéciles! Iba a dejar que hicieran el ridículo por la simple razón de que se lo merecían. —¿Y Dimitri? ¿Dónde está? —exigí. —Buscando a Tess para sacarla por la fuerza de la despedida —explicó Liam—. Cree que si se la lleva al Jardín de la Lujuria y la deja elegir algo que puedan hacer juntos, le perdonará y no le cortará las pelotas. Los dos giramos sorprendidos la cabeza ante el extraño resoplido de Sokolov. —¿Qué? —preguntó el gigante ruso—. Conozco a Tess, va a hacer algo más que cortarle las pelotas si, después de secuestrarla, no la deja participar en alguna de las opciones más atrevidas que ofrecéis aquí. Como si no hubiese tenido suficiente con los dos mafiosos, Anthony también apareció en el vestuario. Nos miró a todos, estudió a los dos chicos tirados en el suelo y se giró hacia Liam y Sokolov. —Si nos denuncian o necesitan atención médica, os pasaré la factura a vosotros. —Cuando la puerta se abrió tras él, Anthony la frenó en su avance y le bloqueó la entrada a quién sea que estuviera tratando de entrar—. Buscad a Smith para que os dé otro trabajo. Este espectáculo se ha suspendido y el vestidor estará ocupado por un buen rato. No sé quién se quedó más alucinado con la reacción de Anthony, porque Liam, Sokolov y yo nos quedamos los tres mirándolo con las cejas alzadas. —¿A qué estáis esperando? El espectáculo tiene que empezar dentro de quince minutos. ¡Terminad de vestiros! —Un momento —dije al ver cómo se abría la camisa—. ¿Tú también vas a bailar? —¿Algún problema? —me retó malhumorado. Alzando ambas manos sacudí la cabeza. —Ninguno, ninguno en absoluto —mascullé. Si el mundo se había vuelto del revés, ¿quién era yo para señalarlo? Terminé de vestirme el primero y salir al pasillo a tomar un poco de aire para tranquilizarme y aclararme las ideas. No tenía problemas en hacer un baile y desnudarme delante de gente. No iba a ser mi primera vez y, con Jasha, tampoco creía que fuera a ser la última, pero empezaba a no tener del todo claro que mi idea de darle una sorpresa hubiese sido tan acertada. No cuando Dimitri iba a encargarse de formar un espectáculo como el troglodita que era y los demás estaban dispuestos a hacer el ridículo con tal de evitar que las chicas disfrutaran de un estriptis real. —¿Robert? ¿Eres tú? Mi cuerpo reaccionó como un resorte ante la voz de Jasha, despegándose de la pared y cuadrándose ante él cuando se acercó. —Jasha, cielo. ¿Qué haces aquí afuera? —¿No es eso lo que debería estar preguntándote a ti? ¿Y qué haces vestido así? Algo en mi interior se infló ante el hambre con el que me recorrieron sus ojos. —¿La verdad? —Le eché un vistazo al uniforme que me había puesto—. No lo tengo claro. Pensaba darte una sorpresa, pero después de ver a los demás haciendo lo mismo, creo que estoy haciendo el gilipollas y comportándome como un idiota posesivo. —¿Los demás? —Sokolov, Liam y Anthony también participarán en el estriptis. Jasha frunció la nariz. —Gracias, pero creo que prefiero no ver a mi viejo jefe desnudándose. Creo que se me haría raro la próxima vez que fuera a toparme con él. —Créeme, lo comprendo. Yo no tengo claro que quiera verle el culo a ninguno de ellos. —¿Y tú? —Jasha señaló mi disfraz—. ¿Ibas a hacer un estriptis para mí? —Sip. Esa iba a ser la sorpresa. Jasha se mordió los labios y echó una ojeada sobre su hombro antes de mirarme de nuevo. —Sería una buena sorpresa, una que me encantaría. —¿Sí? —pregunté incrédulo. —Sip, pero… —Titubeó. —¿Pero? —¿Que no quiero compartirte con las demás? —preguntó inseguro—. Además, se me han colado dos de mis hermanas en la fiesta. —Frunció el ceño—. Si tratan de tocarte el culo tendría que matarlas. Cuando rompí a reír, Jasha puso los brazos en jarras. —¿Qué? ¡Ya sé que es un poco exagerado! Pero no puedo evitarlo. ¡Robert! ¡Robert! ¡¿Qué haces?! —chilló alarmado cuando me lo coloqué sobre un hombro para llevármelo de allí. —Lo que debería haber hecho desde el principio. Escoger una de las habitaciones privadas y darte una noche de soltero que no puedas olvidar jamás. Sin esperar una respuesta me dirigí con él al Jardín de la Lujuria, ignorando las miradas raras que nos echaban tanto clientes como empleados. No fue hasta que cerré la puerta de la habitación tras nosotros y que volví a bajarlo al suelo, que Jasha y yo nos miramos a los ojos, no del todo seguros sobre lo que iba a pasar ahora. —¿No tienes que estar en tu fiesta? —preguntó. —A la mierda con la fiesta, estoy donde quiero estar. ¿Y tú? Su expresión se suavizó con una sonrisa cargada de ternura. —Eres mi lugar favorito. ¿Dónde más iba a querer estar? Jasha se puso de puntillas, me rodeó la nuca con los brazos y trepó como un koala sobre mí, antes de besarme. —¿Te he dicho ya que estás muy sexi vestido de policía? Y he visto que llevas esposas. Mordisqueándole el labio inferior me lo llevé a la cama. —¿Te atrae la idea de que las use hoy? —Me atrae todo lo que tengas que ofrecerme, pero me has prometido un estriptis. —Y tus deseos son órdenes, gorrioncillo. ¿Preparado para el espectáculo de tu vida? —Contigo siempre. Sonreí para mis adentros. Siempre sonaba a paraíso, en especial si era con él. Fin.