Está en la página 1de 484

Copyright © 2024 by Noa Xireau

Todos los derechos reservados.


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus
titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita
fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
Corrección: Nina Minina.
Diseño y maquetación: www.miportadadelibro.com
Imágenes de portada e interior: Nightcafe y Adobe Stock
www.noaxireau.com
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Epílogo 1
Epílogo 2
SINOPSIS
Jasha
Los hay que heredan una casa, un coche o hasta una
fortuna. Mi padre me legó un puesto en la Bratva, la
responsabilidad de cuidar de mi madre y mis hermanas, y
deudas que prefiero no averiguar de qué son. También me dio
un buen consejo antes de morir, el único bueno que recibí
durante mi desgraciada convivencia con él: «Jamás dejes que
los hermanos descubran que no eres más que un marica sin
huevos. No querrás averiguar lo que harán contigo antes de
matarte».
Estoy convencido de que a mi padre le habría gustado
matarme él mismo si hubiese podido hacerlo. Tal vez hubiera
sido mejor. Al menos así, cuando mi ex, Karl, me traicionó
vendiéndome al mejor postor, mi familia no habría estado en
peligro. Ahora, los mismos hermanos de la Bratva que
prometieron estar a mi lado tras la muerte de mi padre están a
punto de descubrir mis mentiras.
Claro que todavía existe una última solución a mi
problema: aceptar la propuesta de Robert Steele, el poderoso y
exitoso empresario que siempre consigue lo que desea, y que
ha decidido que me quiere a mí, por un mes, sin tabúes ni
límites, y bajo sus propias condiciones.
Un mes no parece ser mucho a cambio de mi vida y la de
mi familia, o no lo sería si Robert no guardara sus propios
secretos. Lo que parecía ser mi salvación ahora amenaza con
convertirse en una espiral de pasión, traiciones y poder.
Advertencia: Esta es la historia de Jasha, un personaje
secundario de la serie Mafias de Cristal. La novela es
autoconclusiva y no es necesario leer los demás libros de la
serie. Ten en cuenta que se trata de un Dark Romance LGBTI+
y contiene todos los ingredientes que suelen caracterizar a este
tipo de género literario.
1

Las cadencias profundas y seductoras, cargadas de emociones,


de You got a way with me retumbaban en mis oídos mientras
me perdía entre el bullicio del club de estriptis. Era como si
cada nota musical fuera un susurro personalizado que me
guiaba a través del caos que me rodeaba, mostrándome mi
camino.
Sonreí al descubrir a Linda sobre el escenario central,
contoneándose alrededor de la barra metálica con ese aire
felino tan suyo, mezcla de la feroz confianza de una tigresa y
el encanto ingenuo de una gatita de grandes ojos. Volvía locos
a los clientes, quienes quedaban fascinados por su arte,
atrapados por su aura y enamorados de la mujer que creaba su
ardiente imaginación.
Aun cuando el club tenía a las bailarinas más atractivas y
talentosas de la ciudad, Linda brillaba con luz propia. No lo
pensaba porque fuese mi amiga y mi cómplice, sino porque
Linda poseía una esencia que traspasaba el escenario, y
cualquiera que tuviera un par de ojos no podía más que
apreciarlo y coincidir conmigo.
Escogí un taburete en la barra y pedí un refresco mientras
ella concluía su actuación. La envidia se arrastraba por mi piel,
suave y sutil como un susurro. Envidiaba su audacia al
dominar el escenario, su habilidad para cautivar a los hombres
hasta dejarlos sin aliento y dominados por los deseos más
prohibidos e inconfesables.
Pero, sobre todo, estaba celoso de su libertad. La libertad
de poder hacer con su cuerpo lo que quisiera, sin temor de que
alguien le pegase un tiro en la sien o de recibir una paliza por
no ser lo que los demás creen que eres. Ahí estaba ella, tan
libre y segura, mientras yo, a su sombra, anhelaba ser yo
mismo sin sentir miedo a las consecuencias.
Me llevé el vaso a la frente, permitiendo que la fría
condensación me humedeciera la piel y proporcionara un
alivio temporal a la persistente punzada que había estado
martilleando mi cabeza desde la tarde, mientras dejaba vagar
la vista por el club, paseándola entre la multitud con la
esperanza de distraerme.
Mi corazón se saltó un latido ante la intensa mirada del
hombre que se encontraba sentado con una pose relajada en
una de las mesas más apartadas al fondo del local. No era su
altura, más que considerable incluso sentado, ni la perfección
con la que rellenaba el elegante traje hecho a medida, lo que
me robó el aliento. Fueron sus ojos, esos profundos y
enigmáticos pozos verdes, centrados en mí con una intensidad
que me hacía estremecer. Era casi como si me atrapasen y me
impidiesen apartar la mirada a menos que él me concediera
permiso para hacerlo primero. Tragué saliva y, a pesar de las
sombras que jugaban en su rostro, una sonrisa se insinuó en la
comisura de sus labios.
—Mmm… —ronroneó Linda, deslizándose en el taburete
junto a mí. Su mano acarició mi muslo con un gesto tan íntimo
que atrajo miradas celosas a nuestro alrededor. Se inclinó
hacia mí y depositó un suave e incitante beso en mi mejilla por
el que más de uno en el club habría estado dispuesto a pagar o
asesinarme—. ¿Tenemos candidato para la noche? —preguntó,
robándome mi vaso y tomando un sediento trago.
—No creo —respondí a sabiendas de a qué se refería.
—Mmm, ¿seguro? —Su mohín coqueto y el modo en que
se mordió el labio inferior habrían sido suficientes para
hacerme caer rendido a sus pies de ser hetero—. No me
importaría si eligieras a ese tipo que no para de mirarte. Es
guapo.
Sí, sí que lo era. Los ojos verdes continuaban clavados en
mí, provocándome esa sensación de débil aleteo en el
estómago que iba a terminar convirtiéndome en una gelatina si
no conseguía romper el hechizo que ejercía sobre mí.
—Supongo —admití, girándome hacia la barra para
ocultar el calor que se extendía por mis mejillas y orejas.
—Ajá. Solo supones —se burló Linda con la diversión
bailando en sus ojos—. Y, por cierto, ese tipo sigue mirando
hacia aquí, y no soy yo quien llama su atención. Solo por si te
interesa.
—No lo conozco —protesté sintiendo otro repique de ese
extraño cosquilleo en mi interior mientras me obligaba a no
volverme para comprobarlo.
—Deja de ser tan asquerosamente tímido. —Linda me
propinó un codazo juguetón—. Deberías acercarte y hablar
con él.
—Sabes que no puedo —le recordé con un murmullo
resignado sintiendo un peso ya conocido alojándose en mi
pecho. Era muy probable que, incluso si hubiera sido libre de
intentar acercarme a él, no lo haría por el simple motivo de
que, tal y como bien había dicho Linda, era ridículamente
tímido. No obstante, el riesgo de que mi homosexualidad
quedase expuesta como miembro de la Bratva de los Volkov
era una carga que jamás dejaría de asfixiarme.
—¿Sabes qué? —Linda saltó del taburete—. Si no lo haces
por ti, lo haré por mí. Me gusta ese tipo y tiene pinta de saber
qué hacer con ese cuerpo serrano. No pienso irme sin
averiguar si tengo razón o no.
Antes de que pudiera detenerla o protestar, se alejó hacia la
mesa del fondo y, por algún motivo, se me hizo un nudo en el
estómago ante la idea de que ella pudiese seducirlo,
dejándome de lado, de que él la prefiriese solo a ella y no
estuviera interesado en un trío que me incluyera o… No, ni
siquiera me atraía la idea del trío. Lo quería para mí solo,
quería ser el único sobre el que posara su penetrante mirada y
el único al que explorasen sus manos hasta adueñarse de mi
cuerpo y hacerme doblegar a sus deseos más oscuros.
—¡Otra! —Le mostré el vaso al camarero y les di la
espalda a Linda y al desconocido misterioso, incapaz de
presenciar cómo ella trabajaba su magia en él.
La copa apenas había tocado la barra cuando una mano
femenina me la robó de delante de las narices.
—Vamos. —Linda me agarró con firmeza y me arrastró
tras ella sin explicaciones, mientras mi corazón comenzaba a
bombear con más y más fuerza a medida que nos acercábamos
a los ojos verdes que me observaban con la paciente
peligrosidad de un depredador que está estudiando a su presa
antes de decidir si jugar con ella o lanzarse a por ella sin
contemplaciones.
Alguna parte primitiva de mi cerebro parecía no
comprender el peligro, o tal vez el hombre tenía algún tipo de
magia hipnótica, porque, cuando más me acercaba a su círculo
de influencia, más débiles se sentían mis rodillas y más
aumentaba la presión a la altura de mi entrepierna. Solo podía
rezar para que nadie se diese cuenta y, en especial, que no lo
hiciera él.
—Robert. —Linda le ofreció una sonrisa coqueta cuando
llegamos a la mesa del sexi desconocido, quien permaneció
impasible en su asiento, copa en mano, observándonos—.
Permíteme presentarte a mi amigo Jasha —dijo, dándome un
suave empujón que casi me hizo tropezar.
—Hola, encantado de conocerte —murmuré, extendiendo
mi mano temblorosa, consciente de que en cuanto la cogiera se
daría cuenta del sudor húmedo de mis palmas.
Los ojos verdes se enfocaron en mi mano extendida,
examinándola con una cautela que me hizo sentir más
vulnerable de lo que ya estaba. Cuando pasaron unos segundos
sin que se moviera ni hiciera nada por cogerla, mis orejas se
llenaron de un bochornoso calor. ¿Se había dado cuenta de que
era gay? ¿Tan evidente resultaba que estaba interesado en él?
Estuve a punto de bajar la mano cuando la suya envolvió la
mía en un apretón firme y cálido, manteniéndola atrapada
mientras me atravesaba un extraño cosquilleo que pareció
viajar a través de mí, extendiéndose desde la punta del dedo
gordo del pie hasta las raíces de mis cabellos.
—El placer es todo mío —respondió con una voz de tenor
profunda y aterciopelada, tan contenida y controlada como
parecía serlo todo en él. Una voz que prometía noches de
pasión inolvidables y una muerte lenta y segura, todo envuelto
en una seducción tan indolente como letal.
Podía verme entregándome a él, permitiéndole poseerme,
mientras sus manos se cerraban alrededor de mi garganta
exprimiéndome la vida, con tal de que no dejase de mirarme
así y de que me prometiera que iba a hacerme suyo para el
resto de mi existencia.
La ceja masculina se elevó ligeramente.
—¿Me devuelves la mano? —preguntó con un atisbo de
diversión en su tono, aunque su rostro permaneció tan serio
que fue imposible de leer.
Solté su mano como si me quemara al darme cuenta de que
seguía aferrándome a ella y de que no había dejado de mirarlo
ni un instante. ¡Mierda!
Linda carraspeó con suavidad mientras mi rostro se
inundaba con el calor de la vergüenza.
—Eh… Bien… Jasha, ¿por qué no nos sentamos y le
hacemos compañía a Robert? Está solo y no espera a nadie.
Se me formó un nudo en la garganta y mis pies se giraron
como si quisiesen ayudarme a huir lo más lejos posible de
aquel lugar y del hombre que parecía convertirme en una
marioneta sin cuerdas.
—No creo que… —dije con la garganta reseca.
—Siéntate. —Apenas fue una palabra, una invitación, pero
mi cuerpo lo entendió como una orden y, antes de que supiera
lo que estaba haciendo, me encontré tomando asiento en el
sillón que me había indicado con un leve adelantamiento de su
barbilla.
—Jasha y yo somos uña y carne, inseparables —comentó
Linda, sentándose a mi lado. Su brazo rodeó mis hombros y
me apretó contra ella.
Me moví incómodo bajo su agarre y estuve tentado de
apartarla al ser consciente de los penetrantes ojos que nos
observaban con detenimiento.
—Inseparables… —Robert se llevó la copa a los labios sin
dejar de estudiarnos—. Interesante.
Linda le regaló una sonrisa llena de promesas, a la que él
no reaccionó.
—Entonces… —Linda le dio un sorbo a la bebida que me
había robado—. ¿Qué te trae por aquí, Robert?
Podría haberla estrangulado cuando dejó el vaso vacío
sobre la mesa, dejándome sin nada con lo que aliviar la
sensación pastosa en mi lengua. Como si me leyera la mente,
Robert le hizo un gesto a la camarera para que nos trajera
copas nuevas.
—Negocios —respondió, dando una calada a su cigarrillo
y exhalando el humo despacio.
—¿Qué tipo de negocios? —insistió Linda. Conociéndola,
acababa de interpretar la reticencia del hombre como un
desafío. Juro que uno de los mayores errores de Dimitri
Volkov y de Sokolov era no aprovechar el potencial de aquella
mujer como espía. Mata Hari se habría quedado en pañales
ante su persistencia.
—Varios —contestó Robert sin dejarse enredar por ella,
algo que me arrancó una media sonrisa. Él se percató, a
deducir por la forma en la que su ceja volvió a elevarse unos
milímetros.
Mi corazón se aceleró. ¿Estaba insinuando que estaba aquí
por negocios con la Bratva? ¡Diablos! Era lo último que me
faltaba. Si Robert descubría mi secreto, las posibilidades de
que mi orientación saliera a la luz eran demasiado arriesgadas.
—¡Vaya! Eso suena intrigante, en especial si los negocios
los haces en un lugar como este. ¡Ay! —Linda me lanzó una
mirada acusatoria cuando le pisé el pie y lo apartó con un
pequeño mohín—. Aunque parezca raro, es un sitio que mucha
gente usa como lugar de encuentro para cerrar un negocio —se
defendió.
—Linda, creo que ya es hora de que nos marchemos —le
indiqué, ofreciéndole a Robert una débil sonrisa de disculpa
mientras pellizcaba a Linda con disimulo.
—Buena idea, en especial si te unieras a nosotros, Robert
—ofreció Linda con un ronroneo seductor,
malinterpretándome a propósito.
—Linda, no creo que Robert esté interesado en eso —
gruñí, alarmado.
—¿Interesado en qué exactamente?
La sangre se congeló en mis venas cuando Robert ladeó la
cabeza sin dejar de estudiarnos.
—Un trío —soltó Linda, adelantándose a mí y cerrándome
la posibilidad de huir sin dejar mi dignidad hecha trizas.
—Linda —siseé sin poder retenerme, pero ella se limitó a
ignorarme.
—¿Qué opinas, Robert? —insistió Linda, colocándose las
manos con ademán seductor en las caderas y disfrutando
claramente de mi apuro—. ¿No te tienta unirte a nosotros en
una de las habitaciones de arriba para pasar un buen rato?
—Uh… Yo —balbuceé, incapaz de articular una respuesta
coherente, mientras Robert apagaba con parsimonia su cigarro
en el cenicero.
—¿Y tú, Linda? ¿Qué harás mientras yo me lo follo a él?
Casi me atraganté con mi propia saliva cuando sus ojos se
encontraron con los míos, su mirada intensa y segura, sin el
más mínimo parpadeo de duda.
No necesité mirar a Linda para saber que se le estaba
formando una sonrisa de gata que se comió toda la nata.
—Yo miro, por supuesto.
2

El tenso silencio en el ascensor se amplificó cuando la puerta


de la habitación privada se cerró tras de mí y Linda sustituyó
la iluminación blanca del techo por la tenue iluminación rojiza
de la lámpara de mesa, sumergiendo la habitación en un matiz
sensual. Cuando conectó el bluetooth de su móvil con el
sistema de sonido y la voz dominante y ronca de Michelle
Morrone, entonando Do it like that, llenó la pequeña estancia,
tuve que secarme el sudor de la frente.
El aire pareció volverse más espeso bajo la atenta mirada
de Robert, al acomodarse en el único sillón que había en la
habitación, con las piernas abiertas. Cuando, además, apoyó
las manos en los reposabrazos, cualquiera lo habría
confundido con un rey ocupando su trono.
Linda y yo intercambiamos una mirada nerviosa. Lo
habitual era que nuestro invitado de turno ya estuviera a esas
alturas morreándose con ella o conmigo, pero Robert no
aparentaba tener prisa por iniciar nada. Lo que nos dejaba a
Linda y a mí, que no nos atraíamos nada a un nivel físico, la
dura tarea de dar el primer paso.
—Bien y… —Linda se humedeció los labios—. ¿Y cómo
quieres que lo hagamos?
Robert ladeó la cabeza como si la pregunta despertara su
interés, pero su expresión permaneció indescifrable.
—¿Soléis tocaros? —preguntó con calma.
Linda me lanzó una mirada inquieta y a mí se me formó un
nudo en el estómago, presintiendo lo que iba a venir.
—Verás, Jasha y yo…
Por mi mente pasaron mil escenarios. Robert
perteneciendo a la Bratva o siendo uno de sus asociados.
Robert haciéndome chantaje para no revelar mi sexualidad…
—¿Tal vez…? —murmuré, dándome un puntapié mental
por mi torpeza.
—Linda, arrodíllate aquí al lado del sillón —instruyó él
con una tersa calma, antes de volver a posar su intensa mirada
en mí.
Esperó un momento, como si intuyera que estaba
planteándome encontrar una excusa para largarme. El
problema era que tenía las mismas ganas de escapar como de
averiguar qué era lo que se escondía tras aquellos
impenetrables ojos verdes.
Al ver a Linda arrodillándose obediente junto a él como un
cachorrillo bien adiestrado, me detuve. Los enormes ojos
femeninos destellaban de excitación y la dilatación de sus
pupilas revelaba su deleite ante el curso que tomaba la
situación. Podía comprenderla, a pesar de mi desconcierto y
mis temores, tenía que admitir que yo también me sentía
intrigado. Jamás nadie le había pedido que se arrodillara
simplemente para mirar. Normalmente era ella la que dirigía la
escena.
—Desvístete, Jasha —me mandó Robert cuando seguí en
mi sitio sin reaccionar.
La piel se me puso de gallina ante la firmeza en su tono.
Titubeé, debatiéndome entre el deseo de cumplir con su orden
y una repentina sensación de vulnerabilidad. Robert no repitió
sus indicaciones, tampoco intentó presionarme. Se limitó a
observar y a esperar, hasta que acabé secándome las palmas en
los vaqueros y cogí las solapas de mi chaqueta.
A pesar del gemidito que se le escapó a Linda y a que fui
incapaz de sostenerle la mirada a nuestro invitado mientras me
deshacía de la chaqueta, toda mi atención se centró en él, en su
presencia silenciosa, el magnetismo que ejercía sobre mí y las
reacciones que despertaba en mi cuerpo su aura de poder sin
siquiera tocarme.
—Dobla la ropa y colócala con cuidado sobre la mesita de
noche, procura que no tenga arrugas.
Era una directriz sencilla, trivial, pero el hecho de que me
dictara incluso ese detalle insignificante, de alguna manera
alivió parte de la inquietud que me dominaba. El tener que
doblar la camiseta con la meticulosidad de evitar arrugas, me
brindó el tiempo y la distracción que necesitaba para sosegar
mis nervios. Curiosamente, aquel sencillo y deliberado acto
elevó la tensión sexual en el ambiente, y una ola de
anticipación me recorrió pensando en lo que estaba por venir.
Robert esperó con paciencia a que me quitara los zapatos y
los pantalones, e incluso dejó que doblara los calcetines.
Cuando me quedé de pie frente a él, por un momento pensé
que iba a seguir esperando. No dijo nada a pesar de verme
moviendo incómodo los brazos, sin saber muy bien qué hacer
con ellos y preguntándome si lo que estaba viendo le
complacía.
Era delgado por naturaleza y, aunque mis músculos fuesen
firmes y definidos, no eran ni de lejos comparables a otros de
mis compañeros en la Bratva. Sabía cómo defenderme, pero
mi especialidad residía en mi precisión con las armas y no en
la fuerza bruta.
—Te he dado una instrucción clara. Síguela hasta el final
—exigió. Su mirada bajó hasta mi bóxer para dejar claro a qué
se refería.
Tragando saliva acabé de bajármelo y lo doblé para
colocarlo sobre el montón con el resto de mi ropa. Fue
cuestión de puro instinto, el que, al girarme hacia él, usase
ambas manos para taparme.
—Primero —comenzó Robert—, jamás te cubras ante mí
y, segundo, mantendrás tus ojos sobre mí en todo momento a
menos que yo te indique lo contrario. ¿Entendido? Quiero
palabras, Jasha —exigió cuando me limité a asentir.
—Sí…, ¿señor?
Sus ojos se llenaron de un brillo divertido, pero no me
contradijo.
—Entiendo que no eres virgen, ¿me equivoco?
—No, señor.
—Me gusta tomar lo que deseo sin tener que retenerme.
¿Comprendes lo que eso implica?
Tragué saliva y asentí.
—Sí, señor —murmuré, recordando a tiempo que deseaba
una respuesta verbal.
—¿Y es eso lo que quieres que haga contigo? ¿Que te use
como si fueras mío? ¿Sin delicadeza?
No sé de dónde salió tanta sangre, pero juro que se me
acumuló a partes iguales en la cara y en mi entrepierna. Por el
gemido que soltó Linda mientras juntaba los muslos, a ella le
iba el mismo tipo de fantasías que a mí.
—No soy delicado —musité.
Dudé de si me había oído cuando sus ojos verdes se
clavaron en los míos, estudiándome con una intensidad que me
hizo temblar por dentro.
—Coge uno de los lubricantes que hay en esa cesta de la
mesita de noche, luego tiéndete sobre la cama, piernas
dobladas y abiertas y tus ojos siempre puestos sobre mí.
Obediente, cogí dos de los sobrecitos negros de lubricante
y me tendí sobre la cama con las piernas abiertas. Podría
haberse ahorrado su última orden, porque en el preciso
instante en que se puso de pie y se deshizo de la chaqueta, lo
último que quería era apartar la vista de él. Cuando, además,
se abrió la camisa, no habría podido hacerlo aunque quisiera.
Sus trabajados pectorales, los abdominales definidos con
precisión y la revelación de los tentadores tatuajes que
adornaban su piel, eran un espectáculo que no me habría
perdido por nada del mundo.
Por mi glande escapaba gotita tras gotita de líquido
preseminal mientras lo veía desnudarse, seguro de sí mismo,
manteniéndome la mirada. Linda había comenzado a gemir de
una forma cada vez más continua en el rincón en el que se
encontraba arrodillada, pero ninguno de los dos le prestamos
ni la más mínima atención.
Mi boca se resecó cuando Robert se bajó el bóxer azul
marino y se palmeó la imponente erección extendiendo las
brillantes gotitas sobre su glande, pero no fue solo su tamaño
lo que me llamó la atención, sino las pequeñas bolitas
plateadas que sobresalían sobre su punta y justo debajo del
glande. Mis ojos se abrieron como platos. ¡Caray!
Antes de que pudiera decir nada más, sus fuertes dedos me
rodearon la erección y con la otra mano me palmeó el escroto,
haciéndome olvidar cualquier pensamiento racional que
pudiera quedarme. Jamás en mi vida me sentí más pequeño y
vulnerable que en aquel momento y, aun así, absolutamente
sexi y deseado.
Apartándome la mano, puso a prueba mi lubricación,
penetrándome primero con un dedo y luego con dos. Lo único
que podía hacer era jadear y apretar los músculos a su
alrededor, rogándole en mi mente que no me hiciera esperar
más.
Aparentemente satisfecho, sacó los dedos y, cogiéndome
por las caderas, me giró como si fuera un muñeco,
colocándome a cuatro patas frente al enorme espejo de la
pared y situándome en el filo del colchón con las piernas
abiertas. Mis ojos se encontraron con los de él en el reflejo
mientras se colocaba un preservativo y se cubría con otra
buena cantidad de lubricante. Gemí en silencio cuando me
separó las nalgas y me escupió en el agujero antes de
masajearme los glúteos. Creo que me olvidé de cómo respirar,
cuando se colocó en mi entrada y no pude perderlo de vista ni
siquiera cuando el escozor de la penetración inicial me avisó
de que había comenzado a cumplir su promesa.
Fue una pequeña decepción cuando empezó despacio,
tomándose su tiempo para estrecharme, en lugar de la
embestida bruta que había esperado tras su advertencia inicial,
pero pronto comprendí que me habría reventado de haberlo
hecho.
—Eso es, respira profundo… —Mis dedos se enredaron en
las sábanas con cada centímetro que avanzó, con cada orden
que me daba para seguir insuflando aire en mis pulmones y
relajarme.
Cuando su ingle chocó contra mis nalgas, ambos nos
tomamos un momento en el que nos mantuvimos la mirada a
través del espejo, fue entonces cuando sus labios se curvaron
en una pequeña sonrisa ladeada. Fue una sonrisa pícara,
posesiva, casi cruel. Una sonrisa cargada de promesas y una
que jamás iba a volver a olvidar.
Tirándome del cabello, me incorporó y su brazo libre cruzó
mi pecho mientras acercaba sus labios a mi oído con sus ojos
fijos en los míos.
—¿Preparado para averiguar qué se siente siendo mío,
gorrioncillo? —susurró con un tono prometedor haciendo
referencia al colorido pájaro que tenía tatuado en la paletilla
derecha alzándose en vuelo.
Gemí, incapaz de formular una respuesta coherente. Mi
cuerpo entero se tensó con anticipación, ansioso por su
promesa y anhelando que la cumpliera.
Y entonces fue cuando empezó. Cualquier delicadeza o
consideración fue relegada al olvido cuando me embistió con
fuerza, como si quisiera atravesarme y estampar su marca en
mi cuerpo y en mi alma.
Su enorme mano me sujetó por la garganta cortándome la
respiración, mientras nuestros cuerpos chocaban con violencia,
sus pírsines se presionaban contra mi próstata y finas gotas de
líquido preseminal iban dejando un parche húmedo sobre las
sábanas.
Un torrente de placer inundó mi cuerpo, electrificando
cada terminación nerviosa, sensibilizando mi piel hasta que
cada roce se convirtió en una oleada que sobrecargaba mis
sentidos y acabó convirtiéndome en una masa de células,
incapaz de sentir otra cosa que no fuera él y las sensaciones
que me arrancaba casi a la fuerza. Sensaciones que parecían
ahogarme en una nube de total abandono y éxtasis.
Su mano me rodeó la polla y comenzó a moverse con
firme exigencia, obligándome a rendirme sin posibilidad de
escape al placer que fue exprimiendo de mí al tiempo que mi
grito resonó ronco y desesperado por la pequeña habitación.
Largos chorros de semen erupcionaron durante lo que parecía
una eternidad mientras mi cuerpo se contorsionaba fuera de sí,
temblando sin control, mientras él me obligaba a seguir y
seguir hasta un punto que me habría parecido imposible de no
ser porque lo estaba experimentando.
Si no hubiese sido por la sujeción que tenía sobre mi
garganta, creo que me hubiese desplomado sobre el colchón,
pero lejos de soltarme, me ofreció su mano empapada de
semen y esperó a que se la dejara limpia antes de besarme y
compartir mi sabor con él.
—Tan exquisito —murmuró contra mis labios, chupando
mi lengua en el interior de su boca—. No creo que una sola
noche me baste para hartarme de ti.
En ese instante le habría dado cualquier cosa que me
hubiera pedido, lo que fuera con tal de que convirtiera aquellas
palabras en una promesa.
Soltándome, empujó mi espalda contra el colchón y me
alzó el trasero. Gemí cuando salió de mí. Confundido, miré
cómo se quitó el preservativo y lo tiró sin cuidado sobre la
mesita de noche. Habría jurado que no se había corrido y un
simple vistazo al preservativo me lo confirmó.
Me invadió la decepción y la vergüenza de no haber sido
capaz de devolverle el placer que me había dado, pero
entonces me abrió las nalgas con ambas manos.
—Ábrete para mí.
Sustituyendo sus manos por las mías, observé fascinado
cómo se masturbaba sobre mí y cómo su rostro se contraía en
una mueca casi dolorosa segundos antes de que un calor
líquido me salpicara.
—No te muevas.
Como si eso no hubiese bastado para despertar de nuevo
mi necesidad por él, cogió su móvil de la mesita de noche. Me
tensé cuando hizo una foto, pero me mostró la imagen para
que pudiese comprobar que no había sacado mi rostro, antes
de lanzar el móvil con descuido sobre la cama. Había algo sexi
en contemplar los salpicones blancos con los que me había
marcado, tanto, que estuve a punto de pedirle que me enviase
aquella imagen. Justo cuando fui a abrir la boca para decírselo,
usó sus dedos para recoger su semen y me lo introdujo en mi
interior, usándolo como lubricante y arrastrándome a un
segundo orgasmo que me dejó hecho un flan sobre el colchón.
No fue hasta que sonó la puerta que me di cuenta de que
me había quedado dormido desnudo, con su semen en mi
interior y quinientos dólares al lado de mi cabeza.
—Guau, eso ha sido… —Linda se arrastró sobre el
colchón y se dejó caer a mi lado, cogiendo los billetes y
usándolos para abanicarse—. Alucinante. Y hasta nos ha
dejado un regalito. Vamos a repetirlo, ¿verdad? —preguntó,
entusiasmada.
—No creo que vuelva —musité, mirando los billetes con
un humillante resquemor en mis entrañas. Me había pagado
por mis servicios, dejándome claro lo que significaba para él
—. Ni siquiera se despidió.
Había algo en esa acción, en su proceder, que escocía casi
tanto como que me hubiera reducido a un simple prostituto
cuando no le había pedido nada a cambio de pasar un buen
rato juntos. Por mucho que lo intentaba, no conseguía precisar
qué era exactamente lo que me estaba sentando mal. En
especial, porque la mayoría de las veces que Linda y yo
habíamos participado en un trío, siempre había deseado que
nuestro invitado de la noche desapareciera cuanto antes.
Ella estudió la puerta cerrada con un mohín pensativo,
pero acabó sacudiendo la cabeza y mostrándome una enorme
sonrisa.
—Volverá. No podrá resistirse a buscarte de nuevo.
—¿No te sientes humillada porque nos haya pagado?
Linda estudió por un momento el fajo de billetes en sus
manos con un aire pensativo en el rostro.
—No. Desconozco sus motivos, pero creo que necesitaba
hacerlo. Tal vez fuera su forma de… No lo sé. —Sacudió la
cabeza y encogió los hombros—. No soy capaz de ponerme en
el pellejo de un hombre como ese, pero tendrá sus motivos.
Estoy segura de ello.
3

Como si mi estómago pretendiera castigarme por haberme


saltado el almuerzo, bastó el creciente aroma a carnes a la
parrilla y una exquisita mezcla de especias y bollería recién
horneada, que traía consigo el viento, para hacerlo gruñir
como un dragón en plena época de apareamiento. Lanzándole
un vistazo cauteloso a Liv, comprobé si había captado el
traicionero sonido. Por fortuna estaba tan extasiada con la
perspectiva de encontrarse con Tess en Quincy Hall para
explorarlo juntas, que no me estaba prestando demasiada
atención.
¿Qué clase de guardaespaldas de la Bratva asustaba a su
protegida con los ruidos de su estómago? Resoplé para mis
adentros. Ninguno, excepto yo, por supuesto. Aunque, claro,
yo no tenía exactamente materia prima de guardaespaldas y,
mucho menos, era un ejemplo de hermano de la Bratva de
Dimitri Volkov. Si no hubiera sido por Sokolov que me ofreció
el trabajo, probablemente ya estaría criando malvas a tres
metros bajo tierra. Que el resto de los miembros de la
hermandad estuviesen recordándome cada dos por tres la
visión ideal y heroica que guardaban de mi padre era un
fastidio, y que trataran de compararme con su fantasma, aún
más. Lo que no sabía ninguno de ellos era que lo último que
quería en la vida era parecerme a ese maldito hijo de puta.
Mi estómago volvió a gruñir una vez más, obligándome a
frotarlo con disimulo para aplacar la dolorosa sensación de
vacío. No me había saltado el almuerzo a propósito, sino que
más bien pasó a un segundo plano, eclipsado por los recuerdos
que me hacían revivir una y otra vez los eventos del fin de
semana anterior. Los intensos ojos verdes de Robert y sus
facciones masculinas esculpidas con decisión y agonía
mientras me sometía a su pasión parecían haberse grabado en
mi retina y, lo que era aún peor, en mi mente. Ni siquiera mi
intento por olvidar su nombre había servido, en especial,
cuando los ecos de mis propios gritos pronunciándolo aún
reverberaban en mis oídos.
Agradecí la vibración de la llamada entrante y saqué el
móvil de mi chaqueta de cuero. No es que no me apeteciera
recordar la forma en la que el innombrable me había enseñado
más sobre mi cuerpo que todos los demás amantes que había
tenido a lo largo de los últimos dos años. Si hubiera dependido
de mí, rememoraría cada noche los detalles de nuestro
encuentro hasta que un nuevo extraño consiguiese superarlo y
hacerme olvidarlo. El problema era que, junto al placer que me
proporcionaban esos recuerdos, también venía la amarga
sensación de abandono y humillación que los acompañaba.
—¿Misha? —me aseguré de que fuera él.
—Zdravstvuyte. Solo quería avisarte de que llegaremos
tarde —resonó la áspera voz de uno de los guardaespaldas de
Tess a través de la línea—. El imbécil de Gregori ha vuelto a
coger Beacon Street a sabiendas del infierno que se lía con el
tráfico en esa zona por las tardes. A veces me pregunto si en el
último tiroteo del puerto no le dieron en la cabeza y sigue con
una bala dentro. No me explico cómo alguien…
Puse una mueca cuando al fondo se oyó una ristra de
insultos en ruso. El por qué gente que había vivido toda su
vida en Estados Unidos seguía discutiendo en ruso se me
escapaba, pero acabé por colgar la llamada con un suspiro.
—Este lugar siempre me ha parecido increíble, ¿a ti no? —
Liv señaló con una sonrisa radiante los puestos callejeros y a
la multitud de turistas que saturaban la plaza, convirtiendo el
lugar en un mosaico vibrante de colores, etnias y culturas—.
Me encanta venir aquí. Deberíamos hacerlo más a menudo.
—Es una locura —admití con una sonrisa, contento de que
Liv estuviera disfrutando. La chica tenía razón, estudiaba tanto
que la mayor parte del tiempo se olvidaba de disfrutar. El
hecho de que Sokolov la tratase como una frágil y valiosa
pieza de cristal tampoco ayudaba demasiado.
—Misha acaba de avisar que están atrapados en el tráfico.
¿Te apetece que entremos y los esperemos dentro? —le ofrecí,
señalando el viejo edificio histórico de ladrillos rojos. En
secreto crucé los dedos para que dijera que sí. Comer en
Quincy Hall no era barato, pero nada me impedía picotear algo
para engañar a mi estómago sin fondo.
Mi mente regresó a los doscientos cincuenta dólares que
tenía en mi cartera tras el reparto con Linda, pero la simple
idea de usar esa pasta me hacía rechinar los dientes. Una cosa
era el motivo por el que Robert me había dejado el dinero, que
era suyo, al fin y al cabo, pero aceptarlo y gastarlo… ¿En qué
me convertía si lo hacía?
Liv alzó una ceja con un brillo divertido en los ojos.
—A ver si lo adivino: ¿ya estás otra vez muerto de
hambre?
Sentí más que escuché el gruñido de mi estómago y le
ofrecí una sonrisa avergonzada.
—¿Puedes culparme? —Me metí las manos en los
bolsillos—. Soy un joven en edad de crecimiento —bromeé.
Liv dejó escapar un bufido burlón.
—¿Edad de crecimiento? Tienes veinticinco años.
—Tsss… Aguafiestas.
—Eso te lo recordaré cuando pasemos por los puestos de
cupcakes y manzanas caramelizadas.
Me rechinaron los dientes.
—No es culpa mía que Sokolov sea mi jefe y me haya
dado instrucciones tan estrictas sobre tu dieta —me defendí.
Liv cruzó los brazos sobre el pecho.
—Cuando te interesa, no siempre sigues sus instrucciones
al pie de la letra.
—Cuando me interesa, no hay nadie más de la hermandad
cerca y estoy seguro de que no van a trincarme —la corregí.
Rodando los ojos, se enganchó de mi brazo y tiró de mí
hacia Quincy Hall.
—Vamos a hacer un trato —propuso.
Gemí para mis adentros. Un día de estos iba a buscármela
con Sokolov, y era el último de los hermanos de la Bratva con
el que quería tener algún problema.
—¿Por qué tengo la sensación de que voy a arrepentirme
de esto? —pregunté dejándola que tirase de mí.
Era su guardaespaldas, pero, excepto por los informes
diarios que debía pasarle a Sokolov sobre ella, también se
había convertido en una especie de hermana adoptiva. Esto
decía bastante sobre mi relación con ella, considerando que ya
me sobraba con mis propias tres hermanas.
—No tiene por qué serlo si lo hacemos bien —siguió
persuasiva—. Además, te interesa.
—Adelante, soy todo oídos —mascullé sin
convencimiento.
—Te invito a uno de esos bocadillos de cangrejo que tanto
te gustan y tú haces la vista gorda cuando me compre unos
bombones y un dulce.
Mi estómago dio un salto ante la imagen que pintó en mi
mente y casi esperé que de un instante a otro el muy traidor
fuese a abrirse paso a través de mi barriga para liberarse y
saltar a la calle.
—Liv, ya te he dicho que Misha…
—Misha no me verá guardar los bombones en la mochila
y, si viene antes de que me haya comido mi cupcake, te lo
puedes terminar de comer tú.
Titubeé mordiéndome los labios. Esa chica no tenía ni idea
de lo que me estaba ofreciendo. Si me hubiese amenazado con
sacarme las uñas con pinzas no me hubiera inmutado, pero si
había algo que mi padre me había inculcado a base de tortazos,
era que con la comida no se jugaba, en especial cuando se
estaba tan famélico como yo lo estaba en ese momento.
—Bocadillo… —repetí casi por inercia.
—El menú completo, con la mayonesa picante que te
gusta, refresco y sopa de marisco —afirmó, decidida.
Soltando un profundo suspiro, le rodeé los hombros y
aceleré el paso.
—Con tres hermanas ya debería saber cómo evitar que una
mujer me manipule —mascullé por lo bajo tratando de parecer
más mosqueado que hambriento.
No sirvió de mucho, porque, como de costumbre, vio a
través de mi fachada y soltó una carcajada.
—Algo me dice que solo te dejas manipular cuando te
conviene.
Sonreí para mis adentros.
—Cierto, pero no por ello deja de ser manipulación —
repliqué, dándole un apretón fraternal y lanzándole un guiño
—. Anda, vamos antes de que llegue Misha y nos estropee la
fiesta con su cara de amargura.
Para confirmar que Quincy Hall era uno de los mercados
más famosos de Boston bastaba adentrarse en sus bulliciosos
pasillos. No me extrañó que Tess acudiera ese día con un
escuadrón de guardaespaldas para protegerla. Dimitri no era
alguien que jugara con la seguridad de su joven esposa. La
idea me hizo cuestionarme si no habría metido la pata
accediendo al chantaje de Liv en lugar de quedarnos en el
exterior esperando al resto del equipo. Cuando se trataba de
simples viajes en coche o esperar a que ella saliese de sus
clases y prácticas, no había demasiado peligro, pero en un
lugar como aquel, había mil cosas que podían ir mal.
Apretándola un poco más contra mí, fui abriéndonos paso
entre el gentío, procurando no perder de vista ni a la gente ni
lo que ocurría a nuestro alrededor. Sabía que Liv estaba
deseando detenerse en los puestos para admirar y tocar las
mercancías, pero empezaba a ser cada vez más consciente de
que, si la perdía de vista o le pasaba algo, Sokolov iba a
cortarme algo más que los huevos.
Sacudí la cabeza al ver cómo se le iban los ojos tras un
puesto de ropa vintage.
—Olvídalo. Primero, comida. Luego, ya tendrás tiempo de
ponerte con Tess a mirar puestos.
Soltó un suspiro, pero en cuanto nos detuvimos frente a
una pastelería se olvidó del resto de los puestos.
—¿Bueno? —me preguntó en cuanto el primer bocado al
bocadillo me arrancó un gemido de placer.
—Espectacular —farfullé con la boca llena, tapándome los
labios cuando saltó un trozo de cangrejo por el aire y Liv
rompió a reír—. Deberías probarlo, ¿quieres?
Liv sacudió la cabeza con una mueca cuando alargué la
mano ofreciéndole un bocado.
—Nunca he entendido lo de comerse un cangrejo en un
bocad… —Su brocheta de fresas cubiertas de chocolate se
deslizó de sus dedos al mismo tiempo que sus ojos se abrían
horrorizados.
Un escalofrío paralizante recorrió mi columna vertebral al
reconocer al hombre apostado tras Liv, pero antes de que
pudiera siquiera pensar en qué hacer, alguien que apestaba a
tabaco y sudor me rodeó el hombro en un agarre que, ante ojos
ajenos, podía parecer amistoso, pero seguro que iba a dejarme
sus dedos señalados en la piel durante varias semanas.
—Va a ser que yo sí quiero. —Maldije para mis adentros
cuando César Saavedra me arrebató el bocadillo de las manos.
En parte fue una suerte, porque estaba seguro de que habría
acabado en el suelo junto a la brocheta de Liv, y porque
necesitaba las manos libres. No era ciego, no solo estábamos
rodeados y aislados por los siete «víboras», que es como se
hacían llamar los que pertenecían a la banda callejera de la que
César era uno de los cabecillas, sino que resultaba evidente
que Diego no solo había deslizado su mano debajo del chaleco
de Liv, sino que la fina silueta puntiaguda debajo de la tela de
algodón era sin duda una navaja militar.
Me inundó un deseo visceral de sacar la pistola de mi
cinturilla trasera y abrir fuego hasta que no quedara nada más
que los sesos desparramados de la maldita banda callejera. Si
hubiera estado solo, tal vez me habría arriesgado, a pesar de
que me hubiese jugado el acabar en chirona. No obstante, con
Liv en peligro, mi prioridad era sacarla de allí ilesa.
Por primera vez desde que me había convertido en su
guardaespaldas, comprendía el terror que sentía Sokolov con
respecto al delicado estado de salud de Liv. ¿Y si el estrés de
aquella situación le provocaba un fallo cardíaco? Estudié su
rostro pálido. ¿Y si se asustaba tanto que su corazón dejaba de
latir? Mi estómago se hundió ante la idea. Por nada del mundo
quería que a ella le pasara algo por mi culpa. Necesitaba
mantener la calma y sacarla de aquella situación cuanto antes
y, sobre todo, sin ponerla en más peligro de lo que ya estaba.
César le ofreció a uno de sus secuaces mi bocadillo y este
lo mordió con gusto.
—Mmm… Muy bueno —gimió César con teatralidad al
darle otro bocado—. Nuestro amigo Jasha aquí tiene razón,
debería probarlo, señorita…
Apreté los dientes al ver cómo Diego apartaba el cabello
de Liv de su cuello y tomaba una profunda inspiración al
recorrerlo con la punta de la nariz. Liv se estremeció con una
mueca de asco e intentó apartar la cabeza. Di un paso adelante
dispuesto a partirle la cara, cuando el muy hijo de puta deslizó
despacio el filo del cuchillo por su estómago, deteniéndose
con la punta, justo debajo de su ombligo.
—¿Jasha? —Se me contrajo el estómago ante el tono
agudo y débil de Liv, cuya tez estaba adquiriendo una
tonalidad cenicienta.
—¡Suéltala! —rugí desesperado al ver cómo la mano
izquierda de Diego presionaba contra el vientre de Liv,
hundiéndose en su tierna carne en un gesto que conocía
demasiado bien.
No era la primera vez que alguien me sujetaba desde atrás
para restregarse contra mí. Era algo que detestaba, pero que
tratándose de Liv despertaba un furor primitivo y ciego que
me hacía querer cortarle la polla a cachos a ese maldito
cabrón. La chica era demasiado buena y no se merecía que la
trataran así.
Liv trató de zafarse de la sujeción, lo que provocó que la
punta del cuchillo se apretase peligrosamente contra su piel.
—¡No te muevas, Liv! —le rogué cercano al pánico—. No
pasa nada. Esto debe de ser algún tipo de malentendido,
¿verdad, César? —pregunté al jefe de la banda fingiendo una
tranquilidad y un coraje que no se correspondían con el
tumulto que me consumía por dentro—. Los Víboras jamás se
arriesgarían a provocar una guerra con la Bratva de Volkov sin
un motivo válido, ¿no es cierto, chicos?
—Mmm —César apoyó el antebrazo en mi hombro y se
chupó la salsa de los dedos mirándome a los ojos, como si
esperase que me derritiera ante él, en vez de revolverme de
asco ante su dentadura amarillenta en la que resaltaba el brillo
de un diente de oro—. Cierto, muy cierto, amigo mío. No
estamos aquí para entrar en guerra. Lo único que nos interesa
son los cien mil dólares que nos debes.
El mundo pareció congelarse a mi alrededor.
—¡¿Qué?! —balbuceé, incrédulo—. Eso será una broma,
¿no?
Yo sabía que tenía que serlo, o al menos un terrible
malentendido. Yo no había visto esa cantidad de dinero en mi
vida y mucho menos me lo había gastado.
—¡Aaah! ¿Pero lo es, mi querido Jasha? —El tono casual
de César contradecía la dura sonrisa que marcaba su rostro.
Me obligué a llevar aire a mis pulmones y aquietar el
miedo que agitaba mi pecho.
—César, ¿de qué se trata esto? —pregunté con un poco
más de compostura.
—Verás, amigo mío. —César se sacó un pañuelo del
bolsillo y se limpió la boca y las manos como si no tuviese un
solo problema en su vida—. Resulta que tu novio te ha usado
como aval para el dinero que nos debe de sus apuestas y las
dro… —Dedicándole a Liv una mirada significativa carraspeó
— y los productos que nos ha comprado.
Ante la mención de la palabra novio, mis entrañas
parecieron congelarse y el vello de la nuca se me puso de
punta.
—No tengo novio —afirmé con toda la dignidad y firmeza
que pude reunir, que no era mucha, la verdad.
—¿Seguro? —A César no pareció importarle ni lo más
mínimo que lo tuviese o no.
—Segurísimo —afirmé con una repentina carraspera que
se llevaba mi voz.
César ladeó la cabeza con un brillo burlón en sus ojos.
—Y entonces, ¿por qué Karl nos ha dejado este interesante
testimonio sobre lo bien que podrías hacernos ganar dinero?
—César hizo un gesto algo teatrero con la mano y uno de sus
amigos me colocó su móvil debajo de la nariz mostrándome la
pantalla.
Tardé en comprender qué era lo que estaba viendo o más
bien a quién. Era como si me sonase la cara juvenil del chico
rubio que aparecía en el vídeo. Había algo surrealista en la
situación que mi cerebro tardó en procesar, un bloqueo en mi
mente que me impedía identificar a aquel chico conmigo.
Escuché los gemidos, los sonidos húmedos y hasta reconocía
la voz de Karl, alabándome y pidiéndome que lo tomara más
profundo en mi garganta, mientras un cosquilleo helado se
adueñó de mí.
—¿Karl? —fue un susurro apenas audible, pero se escapó
de mis labios.
César me dio un par de golpecitos amigables en la espalda.
—No puedo decir que tengas buen gusto con ese tipo —
opinó César como si no acabase de destrozarme la vida—,
pero hasta yo, que no soy marica, puedo ver que sabes lo que
te haces cuando la chupas.
Karl y el vídeo pasaron a un segundo plano ante sus
palabras y a mi mente regresaron imágenes del pasado, de otra
persona llamándome marica entre risas y la sensación de
manos sujetándome contra el suelo…
—Yo… Yo no estoy con Karl —musité, luchando por
mantenerme anclado en el presente—, hace meses que rompí
con él.
—Mmm… Eso es una lástima —dijo César, sacudiendo
apenado la cabeza—, pero verás, amigo, eso no es asunto mío.
Tienes hasta el viernes que viene para conseguirnos el dinero,
de lo contrario… —Señaló con la barbilla al móvil, del que
seguían saliendo aquellos sonidos que me levantaban el
estómago mientras Karl gemía mi nombre una y otra vez como
en una plegaria—. Te ayudaremos a conseguir un trabajo hasta
que nos pagues lo que nos debes, aunque, he de serte sincero,
puede que tengamos que coger también a tu amiguita para que
te ayude —dijo, estudiando a Liv con evidente avaricia
mientras se reajustaba la entrepierna—. Tal y como están los
intereses, no hay quién te quite diez o quince años. Entre tú y
ella, tal vez consigáis reducirlo a cinco.
Mi mano tembló. Podía acabar con aquello allí mismo.
Podía pegarles un tiro a todos y guardarme una última bala
para mí. Lo prefería así. Cualquier cosa era mejor que la
opción que César y su maldita banda de víboras me ofrecían.
Karl… ¿Cómo había podido hacerme aquello?
—Dimitri Volkov no tolerará que amenacéis a uno de sus
hombres así sin más —espetó Liv, sacándome de mis
pensamientos y recordándome que estaba allí para protegerla y
que no podía arriesgarme a que le ocurriera nada. Ella era más
importante que yo y lo que pudiera ocurrirme.
Los hombres a nuestro alrededor rieron por lo bajo.
—¿Y Dimitri Volkov sabe que nuestro querido Jasha es un
marica al que le gusta ponerse de rodillas para un drogadicto y
que le taladren el culo? —Con cada una de las palabras de
César mi humillación y mi autodesprecio creció—. Tal vez
deberías preguntarle a tu amigo qué es lo que les hacen a los
maricas que se atreven a engañar a sus compañeros en la
Bratva.
Sus carcajadas resonaron al alejarse.
—¿Jasha? —Liv se acercó a mí con el brazo estirado, pero
mi estómago se negó a dar marcha atrás. Me precipité hacia la
papelera más cercana y eché la bilis y la saliva que parecían
consumirme desde dentro. Liv me frotó con delicadeza la
espalda y me ofreció un pañuelo de papel—. Jasha, tenemos
que hablar con Tess para que le explique la situación a Dimitri.
—¡Liv! —De entre todos los momentos, aquel era el peor
para oír la voz de Tess al acercarse excitada a nosotros.
Sin mirar, atrapé la muñeca de Liv y la retuve de ir al
encuentro de su amiga y la esposa de mi pakhan.
—Por favor, Liv, no le cuentes nada —le rogué con
urgencia.
—Pero…
—Por favor. No lo hagas hasta que hayamos hablado.
Ella no tenía ni idea de las posibles ramificaciones de lo
ocurrido. Si Dimitri y Sokolov se enteraban de lo que acababa
de pasar, el hecho de ser gay iba a ser el menor de mis
problemas.
4

El silencio invadió el apartamento de Liv tan pronto como


Misha cerró la puerta detrás de Tess. Me froté nervioso las
manos antes de secarme las palmas sudorosas en los vaqueros.
Sabía lo que estaba a punto de venir y aún no estaba preparado
para ello, no cuando ni siquiera había conseguido asimilar
todavía lo que había pasado y la manera en la que Karl me
había traicionado, incluso más que aquella tarde en la que lo
encontré liado con una de las camareras de la disco a la que
solíamos acudir los fines de semana. Sin duda, la nueva
traición era mucho peor.
—Jasha —comenzó Liv con gravedad como si cualquier
atisbo de alegría se hubiera escapado en cuanto la esposa de
mi pakhan salió por la puerta—. ¿Por qué no le has contado a
Tess lo que pasó con César? ¿Y por qué no quieres pedirle
ayuda a la Bratva? —Sus ojos oscuros se clavaron en los míos.
Liv podía ser todo corazón, pero también sabía exigir cuando
la situación lo requería.
—Yo… La cosa no es tan fácil como la ves. —Me pasé
una mano por el cabello, consciente de que, a aquellas alturas,
debía de tenerlo prácticamente de punta de las veces que me lo
había manoseado en las últimas horas.
—Entonces, explícamelo.
Con un profundo suspiro, me desplomé sobre el sofá y
cogí uno de los coloridos cojines para abrazarme a él.
—Tengo miedo —decirlo fue casi como una confesión,
una que me quitó parte del peso que me estaba oprimiendo.
Liv se acuclilló ante mí y me cogió las manos entre las
suyas.
—¿Miedo? ¿De qué, Jasha? ¿Por qué tengo la sensación de
que estamos hablando de mucho más que solo de esos
Víboras? Necesito que me lo digas para poder entenderlo y
ayudarte a encontrar una solución.
—De Sokolov, de la Bratva, de lo que pueda pasarle a mi
familia… No lo sé. —La miré, desesperado—. ¿A todo?
No se me escapó el leve fruncido de ceño, pero como
buena amiga que era asintió.
—De acuerdo, vamos de uno en uno. ¿Por qué le tienes
miedo a Ravil? —Ella era la única que llamaba así a Sokolov,
lo que a veces me confundía, ya que incluso Tess solía
llamarlo «S.».
—Te he puesto en peligro, Liv. ¿Tienes idea de cómo
reaccionará cuando se entere de que Diego no solo te estaba
toqueteando, sino que además te estaba amenazando con una
navaja?
—Eso no fue culpa tuya, sino de los Víboras. Ravil lo
pagará con ellos, no contigo.
—Estaban ahí por mí y mi deber era protegerte, y no lo
hice.
—Frena ahí, Jasha. Estábamos rodeados. No había nada
que pudieras hacer. Nos habrían acuchillado a los dos si
hubieras intentado algo.
—Pero…
—Pero nada. —Me cortó con firmeza—. No puedes
responsabilizarte de algo que no has hecho.
—Se han fijado en ti, Liv. Te he puesto en su punto de
mira y tratarán de usarte contra mí si no consigo el dinero y,
créeme, no tengo ni la más mínima oportunidad de conseguirlo
y menos en tan poco tiempo.
Aquella era una simple certeza. No importaba si aceptaba
vender mi cuerpo o mi alma convirtiéndome en un asesino a
sueldo, ni lo uno ni lo otro valían lo suficiente como para que
alguien estuviese dispuesto a pagarme tanto.
—De Ravil me encargo yo y del tema del dinero
hablaremos luego. Por ahora, vayamos paso a paso. ¿De qué
más tienes miedo?
Tragué saliva y aparté la mirada.
—César… Imagino que te habrás hecho una idea de qué
clase de vídeo tienen sobre mí.
Liv me apretó las manos.
—¿Uno de ti con otro chico?
Asentí mientras luchaba por retener las lágrimas que me
escocían en los ojos.
—De mí y de mi ex, Karl.
—Nunca me hablaste de él.
Encogí los hombros y estudié nuestras manos unidas.
—No había mucho que contar de él. Era guapo, alegre y
cariñoso cuando le convenía. También era un vividor al que le
gustaba el juego, el alcohol, las drogas y…, como me enteré al
final, acostarse con todo lo que se meneaba sin siquiera
preocuparse de usar protección.
Liv se enderezó, alarmada.
—¡Jasha, tú…! ¡Él…!
—No, lo descubrí a tiempo. Desde que lo dejamos hace
cinco meses me he hecho dos pruebas por si las moscas, y
estoy limpio.
Ella se relajó visiblemente.
—De acuerdo. De regreso al vídeo…
—El vídeo deja claro que soy gay —admití resignado—. Y
que, además…
—¿Y que además…?
Tragué saliva y me pasé una mano por la cara.
—Soy un chico rubio sumiso que aparenta ser mucho más
joven de lo que soy…
—Y guapo y lindo… —continuó ella despacio,
entendiendo por donde iba.
—Justo el tipo de chico por el que hay gente dispuesta a
pagar. —Me callé que también los había acostumbrados a
coger lo que querían sin pagar o sin preocuparse de si yo
estaba dispuesto a acceder o no.
—Entiendo que temas que los hermanos de la Bratva se
enteren de que eres gay, pero necesito que seas sincero
conmigo —me pidió con una repentina cautela—. ¿Crees que
ellos te usarían para…? ¿Te obligarían a…?
—No. La Bratva no me obligaría a prostituirme. Dimitri no
lleva así la organización. —Vi el alivio reflejado en sus ojos
—. Pero eso no quitaría que, una vez que el vídeo salga a la
luz, llame la atención a otro tipo de gente.
—Como a los Víboras.
—Como a los Víboras —asentí, intentando no pensar en
los viejos demonios que amenazaban con escaparse de las
sombras del pasado.
Con un suspiro, Liv se sentó a mi lado y se acurrucó contra
mí. Agradecí su abrazo y el calor humano con el que me rodeó
cuando apoyó su cabeza sobre mi hombro.
—Jasha, sé que estás asustado, pero lo que me estás
contando es peligroso y no solo por lo que te puedan hacer por
el dinero. Tienes que enfrentarte a la situación y pedir ayuda.
—Lo sé —admití mientras cerraba los ojos, tratando de
encontrar el coraje para enfrentar mis temores—. Prometo que
buscaré una solución.
—Sabes que estoy aquí contigo, ¿verdad? Y que voy a
apoyarte y ayudarte en lo que pueda. —Liv me dio un apretón
y un beso en el hombro—. Aunque pienses lo contrario, no
estás solo, te lo prometo.
Las lágrimas que había estado tratando de retener se
escaparon de mi control y estuve agradecido de que ella
comprendiera que lo único que necesitaba era su abrazo y un
apoyo silencioso que me dejase sacar a flote la desesperación
que se había ido acumulando durante las últimas horas.
5

Delante de mi bloque de apartamentos, tomé una profunda


inspiración y recité cinco veces seguidas: «Soy fuerte y puedo
con lo que me echen». No es que mi mantra funcionase de
forma milagrosa, pero metí la llave en la cerradura y apreté los
ojos con una maldición cuando las bisagras chirriaron
anunciando mi llegada.
—Jasha, ¿eres tú? —sonó el grito femenino desde la
cocina, algo ahogado por el áspero ronquido de la vieja
campana extractora.
¡Mierda! ¿Cuántas veces me había pedido mi madre que le
pusiera aceite a la dichosa puerta? Me lo tenía bien merecido.
A pesar de que lo único que quería era llegar a mi habitación y
esconderme bajo las sábanas, colgué la chaqueta, me quité los
zapatos y me dirigí a la cocina.
—Sí, mamá, soy yo.
—¡Jasha! —exclamó mi madre con su melodiosa voz,
proporcionándome un cálido confort.
—¿Qué ha pasado? —pregunté alarmado al ver cómo se
secaba las lágrimas que corrían por sus mejillas.
Mi madre hizo un gesto despectivo con la mano restándole
importancia.
—Las cebollas —dijo, señalando la tabla de madera
desgastada en la que estaba cortándolas a la juliana.
—¿Por qué no compras simplemente las cebollas
congeladas ya cortadas que venden en el supermercado? —
Retuve el suspiro aliviado para que ella no se percatara.
—Porque recién cortadas tienen más sabor —contestó,
apuntándome con el cuchillo como si acabase de soltar algún
tipo de sacrilegio.
Ni siquiera tuve que fingir una sonrisa cuando mis labios
se curvaron con tristeza al acercarme a ella y darle un beso en
la mejilla. Después de casi un año desde la muerte de mi
padre, seguía llamándome la atención la calmada felicidad que
emanaba cada día y la manera en la que su rostro había
comenzado a brillar de nuevo lleno de vida, a pesar de que ya
no existía forma de borrar las finas arrugas que la
preocupación y los abusos habían dejado tras de sí.
—¿Qué te cuentas hoy? —indagó sin alzar la vista de su
tarea mientras tomaba asiento en la mesa de la cocina.
—Nada especial. Fui con Liv y una de sus amigas a
Quincy Hall y pasamos la tarde allí.
—¡Dime que me has traído algo de allí! —Entorné los ojos
ante la voz chillona de mi hermana Karen, quien, como de
costumbre, entró como un torbellino y fue derechita a la
encimera a robarle a mi madre algunas rodajas de verdura—.
¿Y bien? Exigió, mordisqueando la zanahoria con los incisivos
como si fuera un conejo.
Sacudí la cabeza con un suspiro.
—Nada para ti hoy, ratona. Esto es para mamá. —Saqué el
pañuelo en tonos verdes que había birlado de uno de los
puestos de Quincy Hall antes de que ocurriera el incidente con
César.
Karen chilló y me lo arrebató de las manos.
—Lo quiero para mí.
—Nada de eso, tu hermano me lo ha regalado a mí y me
encanta —advirtió mi madre, dedicándome una sonrisa
agradecida.
—Entonces, me lo tienes que prestar —insistió Karen.
—¿Cómo el paraguas de Gucci que me perdiste? —
preguntó mi madre.
—Pero mamááá…
—No te preocupes, seguro que Jasha te traerá otro la
próxima vez que vaya a Quincy Hall, ¿verdad, cariño?
—Claro. —Me forcé a sonreír.
A veces no podía dejar de preguntarme si mi madre sabía
que todos los regalos que les traía a ella y mis hermanas eran
en realidad robados, o si de verdad creía que ganaba tanto
dinero como simple guardaespaldas de la Bratva como para
mantenerlas a todas y pagar las deudas que nos dejó mi padre
en herencia y, además, consentirlas.
—¿Y por aquí? ¿Qué noticias hay hoy? —Cambié de tema
antes de que mi madre pudiera meterme en más compromisos.
—¡Ufff! ¿En serio tenías que preguntarle eso? —masculló
Karen entre dientes—. Sabes cómo se pone cuando empieza
—me acusó en susurros, mientras mi madre ya había
comenzado a hablar entusiasmada.
—¡Te perdiste el escándalo que se lio hoy en el vecindario!
¿Recuerdas que te conté que la pescadera estaba contando por
ahí que había visto al cartero entrando al menos dos veces a la
semana en casa de la señora Popova, la que vive al final de la
calle?
—Mamá, todo el mundo sabe que el marido de la señora
Popova le escribe al menos una vez a la semana —repliqué
con condescendencia.
Alexander no solo estaba enamorado como un loco de su
joven esposa, sino que usaba las cartas que le mandaba como
un medio de hacerle llegar información a Dimitri desde la
prisión, pero claro, esa parte no se la podía contar a mi madre.
Mi madre hizo otro de sus gestos con la mano para
hacerme callar.
—Para entregar las cartas no necesita entrar dentro de su
casa durante más de una hora.
—Espera, ahora viene lo interesante —me susurró Karen
con tono conspiratorio.
—Pues resulta —siguió mi madre— que no solo han
pescado hoy a la señora Popova a través de la ventana del
salón…
—Dicen que la estaba montando a cuatro patas y con un
bozal de perro mientras la arreaba con la correa y ella le
gritaba que le diera más —susurró mi hermana excitada.
—¡Karen! —la riñó mi madre, escandalizada—. No
difundas rumores que no sabes si son ciertos o no. —Karen y
yo nos miramos, ella rodó los ojos y yo sacudí la cabeza, sin
embargo, ninguno le mencionamos a mi madre que ella
también estaba relatando un rumor del que era imposible
asegurar que hubiese ocurrido de verdad—. Bueno, la cosa es
que… —Mi madre apartó la tapadera de la olla para remover
su contenido, inundando la cocina con un sabroso aroma a
guiso de carne casero— al parecer, el señor Smith reconoció al
cartero y dice que es el hijo bastardo de Alexei Popov, el padre
de Alexander.
—O sea, el cuñado de la señora Popova —espetó Karen,
mordiendo el último trocito de zanahoria que le quedaba.
—Eso. —Mi madre miró a Karen como si acabase de
revelar un secreto que solo ella tenía derecho a divulgar.
Con un bufido, sacudí la cabeza.
—Eso son pamplinas. Nadie sabe si eso es cierto.
—Oh, pero yo lo vi —intervino mi hermana, cuadrando los
hombros con una expresión importante—. Al cartero, me
refiero. Y es cierto que se da un cierto aire a Alexander.
Tienen la misma mandíbula redonda y los ojos estrechos.
Aunque, si te soy sincera, el cartero es la versión más guapa
del hermano. No me extraña que Anita se deje montar como
una yegua en celo.
—¡Karen! —volvió a chillar mi madre, escandalizada.
La llegada de mis otras dos hermanas por la puerta trasera
interrumpió la conversación. Donde en condiciones normales
sus risas y bromas se convertían en música para mis oídos, ese
día me recordó el peligro en el que las había metido y en lo
que iba a ocurrir si no encontraba una solución al chantaje de
César.
—¡Jasha! —La cara de alegría de mi hermana mayor Irina
se transformó de inmediato en una de pura travesura—. ¿No
estás aquí un poco temprano? —indagó con fingida inocencia
—. Me han dicho que sobre esta hora te gusta andar por cierto
club de estriptis y que se te ve muy a menudo con una de las
bailarinas rubias.
Entrecerré los ojos. Irina sabía de sobra que a mi madre le
irritaba esa información y que más tarde iba a darme uno de
sus sermones.
—¿Estás saliendo con una chica? —preguntó Tania,
apretándose en el asiento a mi lado y enganchando su brazo en
el mío—. Pensé que te gustaban los chicos y que estabas con
ese tal Karl.
Se me escapó una fuerte tos cuando me atraganté con mi
propia saliva y me encontré con la mirada victoriosa de mi
hermana mayor.
—¿Y bien? —presionó Irina mientras el resto de la cocina
se había quedado en un repentino silencio mientras las demás
mujeres de mi familia fingían estar centradas en otras tareas,
lanzándome miraditas disimuladas—. ¿No piensas
contestarnos a Tania y a mí?
—¿Y qué esperas que te conteste? —fingí aburrimiento—.
Trabajar en el club forma parte de mi trabajo y muchas de las
reuniones con mis jefes se celebran allí. Y las bailarinas del
club son gente normal y corriente, muy simpáticas y me llevo
bien con todas ellas. Son mis amigas, en especial, Linda, que
imagino que es la chica rubia de la que te han hablado.
—¿Solo amiga? —preguntó Tania.
—Solo amiga —insistí.
—Mmm… ¿Y Karl?
Se me bajó la sangre a los pies ante la significativa mirada
de Irina. No quería mentirle, no cuando podía estar a punto de
salir el vídeo que me expondría, pero por el bien de la familia
era mejor que ninguna supiera la verdad.
—Karl está muy bien donde está, lejos de Jasha y de
nuestra familia —intervino mi madre con decisión—. Ese
chico solo atrae problemas. Y ahora, basta de cháchara.
Lavaos las manos y poned la mesa.
Mis hermanas saltaron de sus asientos y enseguida se
atarearon en poner la mesa. Cuando fue mi turno de lavarme
las manos, mi madre me rodeó el hombro con el brazo y me
dio un pequeño apretón. Fue tan breve que no supe si me lo
había imaginado o no, pero a veces sospechaba que mi madre
sabía mucho más de lo que aparentaba.
Solo había una cosa que tenía clara al presenciar la alegre
cháchara de las mujeres de mi vida, y era que, ocurriera lo que
ocurriera, no podía permitirme perder aquello ni permitirle a
César y Karl arrebatármelo.
Aún no sabía qué hacer, pero estaba dispuesto a cualquier
cosa con tal de mantenerlas a salvo y en mi vida.
6

Me gustaba la música de Britney Spears, o al menos solía


gustarme. En ese instante no hacía otra cosa más que
sofocarme al igual que lo hacía el hedor de las colonias baratas
mezcladas con sudor, las risas estridentes de los clientes y la
oscuridad que bañaba el club de estriptis.
Mis dedos tamborileaban nerviosos en la barra mientras
revisaba mi móvil una vez más, esperando algún mensaje de
Karl que explicara o justificara su traición.
Vale que el mensaje que le envié fue escueto y directo:
«Necesitamos hablar». Pero me constaba que lo había leído
hacía horas y no había recibido respuesta. Karl sabía lo que
había hecho, estaba seguro de ello. Era la única explicación
por la cual no me cogía el teléfono y no respondía, en especial,
cuando había sido él quien no había parado de acosarme
durante los últimos cinco meses.
Quería que se hiciera cargo de sus propias meteduras de
pata, que saldara su deuda y me sacara del lío en el que me
había metido, pero también quería una explicación, una
excusa, cualquier cosa que me ayudase a entender por qué me
había vendido a alguien como César, consciente del peligro
que sus actos implicaban para mí y mi familia.
—Llevas más de una hora ahí sentado. Hasta se te han
derretido los cubitos de hielo. —Linda se sentó a mi lado en el
taburete y, como de costumbre, me robó el vaso. De inmediato
estampo el vaso sobre la barra con una mueca de asco—.
Puedo perdonarte que nunca tomes alcohol, pero un refresco
aguado y caliente es más de lo que puedo soportar. ¡Dios!
Sabe a pipí —masculló, sacudiéndose y haciéndole una señal
al camarero para que nos trajese bebidas nuevas—. Está bien,
ahora suelta lo que te pasa.
Moví el vaso de refresco, recreándome en el choque de los
cubitos con forma de mujeres desnudas.
—¿Quién dice que me pase nada? —espeté, irritado—.
¿No puedo estar simplemente así?
Linda soltó un dramático suspiro.
—Jasha, cariño, soy tu amiga y sé que te ocurre algo.
Podemos hacerlo por las buenas o por las malas, pero al final
vas a soltarme qué es lo que te pasa, de modo que tú decides.
¿Lo hacemos por las buenas o por las malas?
Adoraba a Linda, pero en momentos como ese siempre
acababa preguntándome por qué.
—¿Si te lo cuento, prometes no contárselo a nadie?
Sus ojos se entrecerraron cuando me lanzó una mirada
acusatoria.
—¿En serio vas a preguntarme eso?
Me pasé una mano por los ojos.
—Estoy metido en un lío, uno gordo, y no tengo ni idea de
qué hacer.
Linda me colocó una mano reconfortante en el brazo.
—Soy toda oídos.
Tragué saliva
—Es César de los Víboras… y Karl —comencé con
dificultad—. Karl le ha entregado a César un vídeo
comprometido de mí… Ya sabes, estando con él.
—Mierda —siseó Linda, entendiendo enseguida la tesitura
en la que me encontraba.
—Lo están usando para chantajearme. Quieren que les
pague la deuda de Karl.
Ella me miró con seriedad.
—Sabes que si pagas no habrá garantías de que te dejen
tranquilo. Podrían seguir chantajeándote el resto de tu vida —
dijo con gravedad.
—Lo sé —musité, cansado—. Pero no estamos hablando
de un simple chantaje. Son los Víboras, me harán pagar de un
modo u otro.
Ambos permanecimos unos minutos en silencio y me
quedé mirando los billetes que volaban como confeti sobre el
escenario, mientras Raquel se desprendía con sensualidad del
sujetador y hombres con más dinero que sesos, vitoreaban y
gritaban para que se deshiciera de la última prenda que le
quedaba.
—¿De cuánto es la deuda?
—Cien mil dólares.
—¡¿Qué?! —su voz salió chillona y sus ojos casi se le
salieron de las órbitas de tanto que se le abrieron—. ¡¿Se han
vuelto locos?!
Reí sin ganas.
—Eso ni siquiera es lo más ridículo del asunto.
—¿Hay más?
—Me han dado una semana para pagar… —vacilé—.
Teniendo en cuenta que me lo dijeron ayer, me quedan siete
días para ser exactos, seis si ellos cuentan el día de ayer.
—¡No puedes estar hablando en serio! —Linda me miró
horrorizada.
Asentí.
—No creo que quieran realmente que les pague, lo que
buscan es que me convierta en una de sus putas,
probablemente dentro y fuera de la cama. Karl sabía que le
hago algunos trabajos sucios a Volkov. Seguro que querrán
usarme para lo mismo o para sacarme información sobre la
Bratva.
—Estás jodido si lo haces.
—Y si no lo hago también.
—Jasha —pronunció Linda despacio, estudiándome alerta
—. ¿Qué piensas hacer?
—Solo tengo dos posibilidades si no quiero que le ocurra
algo a mi familia.
—¿Y esas serían? —preguntó llena de sospecha.
—O hago lo que sea necesario para conseguir el dinero…
—¿O? —insistió.
—O… —Me estudié las manos—. O arranco el problema
de cuajo.
—¿Cómo?
Alcé la cabeza para mirarla a los ojos.
—Si yo no estoy, ya no importará si soy gay o no y la
Bratva seguirá protegiendo a mi familia.
Su mente tardó unos segundos en procesar lo que le estaba
diciendo. Cuando lo hizo, sus pupilas se dilataron y sus ojos
reflejaron algo cercano al pánico. Se levantó del taburete y me
sujetó con ambas manos por los hombros para sacudirme.
—¡No! ¡Ah, no! ¡No puedes estar refiriéndote a lo que
creo que te estás refiriendo! ¡Nop, ni de casualidad! ¡No voy a
permitir que lo hagas!
—Puede que sea la única solución —contesté, quitándole
con calma las manos y sujetándolas entre las mías.
Su reacción fue de alguna forma calmante a pesar de su
ansiedad.
Linda sacudió la cabeza con determinación.
—No puedes dejar que esos bastardos se salgan con la
suya. Eres fuerte, Jasha, mucho más que nadie a quien haya
conocido antes, y volverás a serlo ahora. Tienes que luchar por
ti mismo y por tu familia, ese es el único camino.
—No sé cómo hacerlo —admití con pesadez.
—Encontrarás la manera. Recuerda que tu madre y tus
hermanas no solo necesitan la protección de la Bratva, también
te necesitan a ti, dependen de ti —insistió—, y si para
continuar a su lado y mantenerlas a salvo, tienes que enfrentar
las situaciones difíciles; entonces, eso es lo que harás.
—Lo sé. —Me llené los pulmones de aire para soltarlo
despacio en un intento por aliviar la presión que ejercían los
miedos y preocupaciones que se estaban acumulando en mi
pecho durante las últimas veinticuatro horas.
—¿Ya has hablado con Karl?
Negué con los hombros caídos.
—No me coge las llamadas y tampoco responde a mis
mensajes.
—No sé qué esperaba de esa sabandija —masculló Linda
—. Lo primero que tenemos que hacer es encontrarlo.
—¿Cómo?
—Tú lo conoces mejor que nadie, estuviste más de un año
con él. Ve a los sitios que frecuentabais y pregunta a los
amigos comunes que tuvieras con él.
—¿Amigos? —resoplé—. ¿Los mismos que sabían que me
ponía los cuernos y que se estaba aprovechando de mí sin
hacer nada?
—Conocidos o lo que sea —se corrigió Linda—. Yo usaré
mis propios contactos.
—Imagino que podría pedirle algún favor a alguno de los
hermanos —accedí sin entusiasmo.
—Genial. Cuando más recursos usemos, antes lo
encontraremos.
Aquella afirmación debió hacerme sentir mejor, pero no lo
hizo. Volver a enfrentarme a Karl después de lo que me hizo y
de las cosas que me soltó cuando terminé con él era lo último
que quería hacer, y eso fue antes de que les pasase el vídeo a
los Víboras para que me chantajearan.
—Nena —Nora se acercó a nosotros, dándome un beso en
la mejilla antes de girarse hacia Linda—, tienes a Carina
desesperada buscándote. La próxima canción es la tuya.
—¡Mierda, mierda, mierda! —siseó Linda corriendo en
dirección al pasillo, pero a los pocos pasos regresó a mí y se
lanzó a mi cuello aferrándose a mí con tal fuerza que temí que
fuese a estrangularme—. Todo saldrá bien, ya verás. No tengo
mucho, pero los dos mil dólares que tengo en el banco son
tuyos.
No me dio tiempo de contestarle antes de que se marchara
a toda prisa. Tampoco creo que hubiese podido decirle nada,
porque su sencillo ofrecimiento me había formado un
gigantesco nudo en la garganta.
Nora me estudió y apoyó una de sus enormes manos sobre
mi hombro para darle un suave apretón.
—No sé qué es lo que te ocurre, pero quiero que sepas que
puedes contar conmigo cuando lo necesites.
Fue una suerte que no dijese nada más antes de marcharse,
porque, esa vez, no creo que hubiese podido retener las
lágrimas.
Cuando volví a revisar el móvil, nada había cambiado,
tampoco lo había hecho en el club, al menos no mucho. Robert
no había llegado, tal vez por eso el lugar hoy se sintiese tan
solo y desangelado. Me habría gustado que estuviera y, mucho
más, que volviera a tomar el control sobre mi cuerpo como lo
había hecho la otra noche para hacerme olvidar hasta de mí
mismo y, en especial, de mi desastrosa situación.
¿Qué habría sido de mi existencia si no hubiese
pertenecido a la Bratva? ¿Qué sería de mi vida si un hombre
como Robert se fijara en mí de verdad y estuviera dispuesto a
dejarme formar parte de su vida? Una vida normal, de esas que
salen en las películas, o al menos de esas que ves cuando te
tomas el tiempo de sentarte en un banco y observas a la gente
que pasa por allí…
Olí al tipo que se sentó a mi lado antes de verlo. No puedo
decir que apestase a sucio, pero desde luego que su sudor era
casi tan penetrante como el del alcohol rancio que lo rodeó
cuando abrió la boca.
—¿Me dejas que te invite a una cerveza?
Estuve tentado de aceptar, a pesar de que no me gustaba la
cerveza y que tampoco me gustase realmente el tipo, pero
entonces Linda salió al escenario y recordé sus palabras.
Puede que no fuera tan fuerte como ella pensaba, pero
tampoco era tan débil como para entregarme a alguien que no
me gustaba por pura desesperación. Aún no, al menos.
—No, gracias. —Empujé el vaso y un billete de diez pavos
hacia el camarero y me marché sin prestar atención a lo que el
tipo balbuceó a mi espalda.
Esa noche quería a Robert y, si no podía tenerlo a él, no
quería a nadie.
7

Eran las diez de la mañana y la temperatura ya era tan elevada


que tuve que secarme el sudor de la frente con el antebrazo.
Solo podía imaginar el calor que debían tener las varias
docenas de hombres y mujeres que se encontraban en ese
momento en el campo de entrenamiento, siguiendo las
directrices de los instructores.
Estuve tentado de participar en las luchas cuerpo a cuerpo.
Me habría venido bien la distracción en lugar de estar ahí
sentado observándolos, mientras mi mente regresaba una y
otra vez a una habitación oscura iluminada por una tenue luz
roja y al cuerpo delgado de piel perfecta que había destacado
contra las sábanas de satén barato del club.
Frotándome el puente de la nariz, intenté no dejarme llevar
de nuevo por aquella fantasía, por la memoria del tacto de su
aterciopelada piel bajo mis palmas, los suaves gemidos que
acompañaban mis embestidas o la facilidad con la que el chico
se abrió a mí para luego atraparme, envolviéndome en una
placentera agonía que me hizo correrme a los pocos segundos
de hacerlo él.
¡Joder! Aún podía recordar con todo detalle cómo mi
semen erupcionó contra la sedosa piel blanca y la imperiosa
necesidad de volver a hundirme en él, sin preservativo y sin
protección. Me conformé con introducirle mi semen con los
dedos en una extraña urgencia de hacer que conservase algo
mío en su interior.
Había sido una situación insólita, casi vergonzosa, pero
aun así, si volvía atrás, podía verme haciendo exactamente lo
mismo. Jamás me había pasado algo semejante antes, claro
que tampoco nadie había tenido nunca el efecto sobre mí que
había tenido aquel chico desde el mismo instante en que lo
descubrí sentado en la barra de aquel club de mala muerte.
Joder, si hasta me la había jugado accediendo a subir con
ellos a la habitación cuando yo no era de los que asumían
riesgos innecesarios y, mucho menos, exponerme a la opinión
pública y a mis clientes por mis apetitos sexuales y mi
bisexualidad.
En un mundo como el mío, ser gay equivalía a una
debilidad. Los que de verdad estábamos al pie del campo de
batalla sabíamos que no era así, pero no los clientes. Y cuando
eran ellos los que pagaban los millones que costaban nuestros
servicios, ellos eran los que decidían lo que podíamos y lo que
no podíamos mostrarle al mundo sobre nosotros mismos.
El estruendo de las ráfagas de disparos y las explosiones
retumbando en mis oídos se entremezcló con el olor del polvo
y el de la pólvora quemada desde el campo de entrenamiento.
Sin embargo, a pesar de estar rodeado de acción y adrenalina,
mi mente regresaba siempre al mismo punto: el chico que me
había robado mis noches de sueño y que estaba empezando a
convertirse en una obsesión.
Mi visión se llenó con el ruego de los misteriosos ojos
azules y volví a sentirme tan vivo, desesperado y, a la vez,
vulnerable como me había sentido cuando el chico comenzó a
seguir mis órdenes sin rechistar.
El sonido de mi móvil rompió mi ensoñación, pero me
bastó un vistazo al nombre de quien llamaba para reajustarme
los pantalones y devolver mi escasa atención al campo de
entrenamiento. Sabía que tarde o temprano tendría que hablar
con Esther y que no podía evitarla para siempre, pero era la
última persona con la que quería hablar en ese momento.
—¿No piensas contestar? —preguntó Mark, sentándose al
otro lado de mi escritorio.
—Es Esther, la llamaré luego —respondí evitando mirarlo.
—Ajá.
—¿Ajá, qué? —pregunté irritado cuando no dejó de
observarme de lado.
Mi socio encogió los hombros y miró a la zona de tiros.
—¿Cuándo piensas contarme lo que pasó el sábado
pasado?
—¿Qué te hace pensar que pasó algo? —pregunté con
rigidez.
—Para empezar que estás fumando —indicó con una
mirada elocuente al cigarrillo que colgaba de mis dedos. Hacía
años que había dejado de fumar, aunque de cuando en cuando
seguía recurriendo a aquel vicio para calmar mi agitación o
aclarar mis ideas—. Y, por otro lado, que comencé a notarte
distraído el domingo. La única explicación que puede haber es
que el motivo que sea que te ha tenido así toda una semana, ha
debido de ocurrir el sábado por la noche.
Me pasé una mano por la cara antes de apoyar los
antebrazos sobre mis rodillas.
—No ha pasado nada, nada que deba preocuparte o que
afecte a la empresa.
—¿Estás seguro?
Titubeé. Si alguien se enteraba de lo que había hecho,
entonces, sí que podía afectar a la empresa.
—Fue algo personal.
Mark arqueó una ceja.
—Sabes que el significado de ser amigos implica que
puedes contarme lo que te ocurra tanto si está relacionado con
el trabajo como si no, ¿verdad?
Apagué el cigarrillo en el cenicero.
—No es nada del otro mundo, digamos que solo cometí el
error de acostarme con alguien.
Su ceja se arqueó.
—¿Y no tomaste precauciones?
Bufé.
—Sí, claro que las tomé.
—Pues sí que tuvo que ser malo.
—¿Malo? Fue el polvo del siglo —gruñí molesto.
—¿Y entonces por qué te arrepientes?
—Me arrepiento porque… Mierda, no me arrepiento un
carajo, pero ahora no consigo sacármelo de la cabeza.
—El polvo o a la mujer.
Vacilé.
—No hubo mujer —admití—. Bueno, sí que hubo una,
pero no participó más que como voyeur. Si te soy sincero, me
olvidé de ella en cuanto la dejé arrodillada en un rincón.
Dicho así sonaba bastante mal, pero a él no pareció
preocuparle ese detalle.
—De modo que te has acostado con un hombre. ¿Qué lo
convierte en diferente a las otras docenas de veces que lo has
hecho desde que te conozco?
Fruncí el ceño.
—Lo dices como si te pasara un informe cada vez que me
acuesto con uno.
Miró al cielo con cara de ruego.
—Rob, no solo te veo cuando abandonas una fiesta con
alguien, sino que también he compartido campamentos
contigo y, créeme, resulta difícil ignorarlo cuando los haces
chillar como si estuvieras atravesándolos con una estaca.
—¿Estás comparando mi polla con una estaca? —me mofé
sin poder retenerme.
Mark resopló.
—Sabes a lo que me refiero. Tú no eres precisamente de
los que hacen el amor de forma vainilla y calmada.
Echándome atrás en el asiento, solté un suspiro.
—O sea, que me estás diciendo que todo el equipo oye lo
que hago o no hago cuando salimos de campamento.
—Sip.
—Sip, ¿qué? No vas a ponerme esa cara sin terminar de
soltar lo que tengas que decir.
—Que también hay una apuesta en cada salida para ver a
quién te vas a follar.
—Genial —repliqué con sequedad—. Justo lo que me
faltaba.
—Vamos, no es tan grave. Los que te conocemos sabemos
que es tu forma de liberar estrés y a nadie le parece mal, más
bien al contrario.
—¿Qué significa más bien al contrario?
—Que algunos viven su sexualidad a través de ti y que
otros están deseando que los elijas para averiguar si el motivo
por el que tus amantes gritan tanto y acaban levantándose al
día siguiente andando raro es parte de tu marca personal.
Lo miré paralizado.
—Dime que me estás tomando el pelo.
—Te estoy tomando el pelo —repitió con una expresión
impasible que hacía difícil adivinar si lo decía en serio o si
solo lo repetía porque yo se lo había dicho—. Y ahora
regresemos al asunto verdaderamente importante. ¿Qué es lo
que te ha conmocionado tanto de ese tipo?
—¿La verdad? No lo sé. —Era una mentira a medias,
porque me constaba que había sido un conglomerado de cosas
y, entre ellas, la vulnerabilidad del chico, su forma de
someterse a mis deseos y su mirada llena de ruego, y lo
poderoso que me hacía sentir, pero eran cosas que Mark no
necesitaba conocer, en especial, porque se sentía como una
traición hablar de algo tan íntimo con otro hombre que no
fuese… Jasha.
—¿No sabes qué lo convierte en diferente? —preguntó mi
amigo, escéptico.
—Que me estoy obsesionando con él, eso es lo que es
diferente. No puedo sacármelo de la cabeza y estoy tentado a
regresar por comprobar si vuelve a ser así.
—Entonces, hazlo. Regresa a donde sea que lo encontraste,
repite y sácatelo del sistema.
—No es tan sencillo.
—¿Por qué no?
—Fue en un club de estriptis que pertenece a la Bratva y,
de hecho, sospecho que el chico pertenece a ella.
Mark se pasó una mano por su cabello.
—Ah, bien… ¡Mierda!
—¿Lo ves?
—Joder, macho, no te lo tomes a mal, pero cómo se te
ocurrió cometer semejante metedura de pata. —Mark se frotó
la barbilla con preocupación en sus ojos. Estabas allí para
hacer un trabajo, no para meterte en la cama con el enemigo de
nuestro cliente. ¿Tienes idea de lo que te podría haber pasado
si te descubren allí con los pantalones bajados?
Gemí para mis adentros.
—Estaba más preocupado por cómo podía afectar a
nuestra economía que el chico me reconociera y pudiera
divulgar que soy bisexual, pero, ahora que lo dices, tienes
razón.
—La verdad es que no creo que tengas que preocuparte
por eso.
—¿Por?
—A menos que el heredero Volkov haya dado un cambio
de ciento ochenta grados desde la muerte de su padre, la
sección Volkov de la Bratva es extremadamente conservadora.
Ni siquiera sé cómo el chico se atrevió a acostarse contigo. Lo
más suave que le pueden hacer si se enteran de que es gay es
meterle un tiro en la cabeza.
De alguna forma, aquello consiguió que el estómago me
diese un vuelco.
—Creo que eso explica por qué me ofrecieron un trío
cuando el chico es homo al cien por cien.
—Mmm… Eso podría ser una explicación plausible.
¿Sabes una cosa, Rob? —preguntó después de que ambos nos
mantuviéramos en un distraído silencio.
—¿El qué?
—Que se me ocurre que podrías matar dos pájaros de un
solo tiro.
—¿De qué estás hablando?
—De que a veces, el trabajo y el placer no son
incompatibles.
8

De camino al lugar donde mi contacto me había informado


que podría localizar a Karl, mis dedos tamborileaban ansiosos
sobre el volante. La mano de Liv se posó con suavidad sobre
mi muslo.
—¿Te encuentras bien?
Solté un profundo suspiro y me forcé a sonreír.
—Perfecto —mentí. No estaba preocupado por mí, sino
por ella y mi familia. Quería… ¡No! Necesitaba protegerlas, y
para hacerlo no podía dejar que mis emociones me dominaran.
—¿Te sientes listo para enfrentarte a Karl? —Incluso sin
mirarla, sabía que ella estaba observándome con atención.
Asentí.
—Lo estoy —respondí con un nudo en la garganta que
hizo que mis palabras se escucharan ásperas y apenas audibles
—. No puedo permitirle que siga poniéndonos en peligro —
solté el mantra que llevaba repitiéndome desde que salimos de
su apartamento.
—Entonces, no te lo pienses más —dijo, dándome un
suave apretón—. Cuanto antes nos enfrentemos a él, antes
podremos marcharnos y olvidarnos de todo. —Era más fácil
decirlo que hacerlo, pero llevaba razón. Quería superar aquella
mierda lo antes posible—. Lo peor que puede pasar es que se
niegue a asumir su responsabilidad —finalizó como si pudiera
leerme la mente.
Me invadió una profunda vergüenza. Era un cobarde. Lo
sabía y no podía hacer nada por remediarlo. Lo malo no era
que no supiera defenderme. Karl me asustaba y tenía que
enfrentarme a él, a la posible debilidad que me provocaba cada
vez que me encontraba en su presencia y la manera en que mi
corazón todavía se comprimía ante el daño que me había
hecho tanto en el pasado como en la actualidad.
En cuanto aparqué el coche en el abandonado almacén de
chatarra, respiré hondo y me concedí el lujo de cerrar un
momento los ojos, tratando de enfocar mis pensamientos en la
tarea que tenía por delante.
La imagen de Karl, con sus atractivas facciones, su cabello
oscuro revuelto y sus ojos azul hielo, se formó en mi mente. El
muy cabrón siempre había sido endemoniadamente guapo y
poseía ese aire sexi de chico bueno que se ha salido del
sendero. La mezcla de ira, terror y desesperación que me
llenaba desde mi encontronazo con César y sus hombres se
inclinó en la balanza hacia la furia. Furia por su traición, furia
por la situación en la que me había metido y furia conmigo
mismo por no saber cómo manejar la situación.
Cuando abrí los párpados de nuevo, Liv estaba estudiando
el desolado entorno. Tenía que admitir que no era un sitio en el
que hubiera querido estar y entendía a la perfección que ella
no quisiera estar allí tampoco. Me invadió la culpabilidad. No
debería haber accedido a traerla conmigo ni siquiera cuando
había insistido en venir.
—Quizá deberías esperarme en el coche. No creo que tarde
mucho —sugerí con suavidad, tratando de ocultar mis propios
nervios y, de paso, evitar que ella tuviera que atestiguar cómo
me convertía en el ser patético y necesitado que solía ser ante
la presencia de Karl.
—Ni lo sueñes —respondió, abriendo la puerta y saliendo
sin más.
Mascullé una maldición mientras la seguía apresurado.
¡Maldita fuera! Si le pasaba algo a la muy cabezota, Sokolov
me iba a desmembrar extremidad por extremidad, y eso sería
solo el inicio de su tortura. Al abrir el vehículo, me recibió el
frío aire del atardecer. Era casi como una advertencia, una que
tuve que ignorar para no volver a meterme en el coche, cerrar
la puerta y arrancar el motor para sacarnos pitando de allí.
—Liv…
—No voy a quedarme sola en este vecindario, estoy más
segura contigo —insistió a pesar de que le había aparecido una
ligera capa de sudor en la frente.
Por más que me hubiera gustado encerrarla en el Pontiac,
sabía que ya era demasiado tarde y que me tenía pillado.
—De acuerdo, vamos, pero prométeme que, si ocurre algo,
lo más mínimo, te largas. Toma las llaves. —Le pasé el llavero
y la miré fijamente hasta que lo aceptó.
—Jash…
—No hay trato —la corté con firmeza, adivinando lo que
estaba a punto de decir—. Si pasa algo, corres al coche y te
largas sin mirar atrás.
Karl no solía ser violento, al menos no cuando había
testigos, pero era imposible de prever cómo reaccionaría una
rata como él al verse arrinconado.
En un gesto instintivo, comprobé la pistola que tenía
guardada en la espalda, sujeta por el cinturón.
—No va a pasar nada —me aseguró, alzando el mentón,
aunque su voz tembló—. Te conozco, eres más fuerte de lo
que crees y sabrás manejar lo que se nos venga encima.
Sin pretenderlo, mis labios se curvaron en una media
sonrisa. Era una malísima actriz, pero aun así era adorable
cuando trataba de mentirme para infundirme confianza.
—Cuando te pones así, me entran ganas de acogerte en
adopción —bromeé, riendo un poco más cuando ella resopló
fingiendo irritación.
—Yo soy la hermana mayor en nuestra relación,
¿recuerdas? Como mucho sería yo la que te adoptaría, algo
que no va a pasar porque ya me sobra con tener que compartir
mi cuarto de baño con Sascha.
Me llevé la mano al corazón con un gesto dramático.
—¡Ayyy! Eso ha dolido —lloriqueé con una mueca
teatrera.
Liv consiguió mirarme seria durante exactamente dos
segundos, antes de que se le escapara la risita que había estado
tratando de retener.
Mis hombros se relajaron un poco.
—Pues que no te duela. Sé el tiempo que tardas en el baño
cada vez que entras a peinarte. —Propinándome una palmada
en el pecho, se dirigió al viejo almacén, obligándome a
seguirla.
Por si afuera no hiciera suficiente frío, a través del
desolado cementerio de chatarra, en el que los restos
abandonados de los vehículos parecían observarnos desde sus
tumbas, corría una corriente de aire helado que convertía el
recinto en el escenario ideal de una película de terror.
A lo lejos, Karl se encontraba sentado en lo que bien
podría haber pasado por un improvisado trono compuesto por
retorcidas y oxidadas piezas de metal, fumando con
despreocupación. Mis puños se crisparon. Ni siquiera parecía
sorprendido de verme allí y, lejos de tratar de huir, sus labios
se ladearon en una victoriosa sonrisa.
—Jasha —musitó Liv entre dientes a modo de advertencia.
Obligándome a ignorarla, controlé mi expresión y,
ajustándome la chaqueta, me encaminé hacia Karl. Me detuve
a unos metros de él y estudié su calmado gesto mientras se
llevaba el porro a los labios.
—Tengo que admitir que esperaba que vinieras antes a
buscarme —me saludó con indiferencia.
Apreté la mandíbula.
—Entonces, ya sabes a qué he venido —repliqué con
frialdad.
Karl soltó una risa sarcástica, apagando su porro en el
brazo metálico de su trono y, después de lanzar la colilla al
suelo, me miró con una sonrisa burlona.
—¿En serio crees que tengo sesenta mil dólares, guapetón?
—se mofó.
—Cien mil. César me ha pedido cien mil —lo corregí.
Karl rio de nuevo. ¿Cómo no me había dado cuenta nunca
antes de que su risa carecía de la calidez de las personas
normales? Más que alegre o divertida, la suya sonaba cruel.
—Ah, ya veo, el cabrón de César ha decidido sacarle
provecho a los vídeos que me sonsacó.
A la mención de vídeos en plural, mis entrañas se
congelaron con un escalofrío. ¿Cuántos vídeos le había
pasado?
—¿Cómo pudiste darle algo tan íntimo entre nosotros?
¿Tienes idea de lo que puede significar si les llegan a mis
hermanos de la Bratva?
La sonrisa de Karl desapareció al levantarse.
—¿Tienes idea tú de lo que me hubieran hecho si no les
hubiera dado algo que los calmara? Me gano la vida con esta
cara. No podía permitirme el lujo de que me la desfiguraran.
Un sabor amargo se extendió por mi paladar. Aquella era
otra de las muchas mentiras que descubrí sobre él después de
dejarlo. No solo se ganaba la vida prostituyéndose, sino que
usaba su cuerpo para seducir a viejos homosexuales a los que
luego robaba y extorsionaba.
—Pero sí podías permitirte que a mí me descuartizaran por
tu culpa, ¿no?
Karl rodó los ojos y saltó al suelo.
—No seas tan melodramático, sigues aquí vivito y
coleando.
—¿Hasta cuándo?
—Págales lo que quieren y se habrá resuelto el problema.
Lo miré incrédulo. ¿Cómo de fácil se creía que era sacar
semejante cantidad de la nada?
—¡No tengo ese dinero y, además, eres tú el que debe
pagarlo, es tu deuda!
—¿Ves? Ahí es donde te equivocas. —Ladeó la cabeza y
me estudió con sus fríos ojos—. Para empezar, casi la mitad de
esa deuda es tuya, no mía. Yo solo debía sesenta, el resto te lo
han endosado por ser tú o porque quieren algo de ti. Y,
segundo, basta que se lo pidas a tu sugar daddy de la Bratva.
Estoy seguro de que te lo dará sin pensárselo dos veces si
descubre que tu lindo trasero está en juego.
—¿Sugar daddy? ¿De qué diablos estás hablando?
—¿Crees que no me he dado cuenta de cómo te protege
ese tal Sokolov?
—¿Sokolov? —parpadeé confundido—. No tengo ni idea
de qué estás hablando y, de hecho, César me ha amenazado
con no meter a la Bratva en esto.
Karl encogió un hombro.
—En ese caso es tu problema. Dales lo que quieren de ti y
te dejarán tranquilo.
—¡Ya te he dicho que no tengo forma de conseguir tanto
dinero en cuestión de días! —Lo cierto es que dudo mucho
que hubiese conseguido ese importe, aunque me hubieran dado
años para reunirlo.
De sus labios escapó un siseo despectivo.
—Lo que quieren de ti no es el dinero. No son tontos y
saben que no puedes conseguir tanto en tan poco. Te han
enviado a una misión imposible para obtener lo que de verdad
buscan de ti.
Mi corazón retumbó con fuerza en el pecho al comprender
que tenía razón.
—¿Me estás diciendo que pretendes que me prostituya
para pagar tu deuda? —pregunté airado.
—¿Por qué no? No es la primera vez que lo haces.
—¿Qué? —El tiempo pareció detenerse a mi alrededor
mientras sus palabras se repetían en mi mente como un eco—.
¿Por qué no dejas de decir sandeces?
La sonrisa ladeada que me dedicó me puso el vello de
punta.
—¿Por qué crees que me gustaba tanto participar en orgías
y verte follando con otros? Vamos —dijo al verme mudo—,
tuviste que planteártelo en algún momento. Todo el mundo
sabía que estabas a la venta, de hecho, pagaban mejor por ti
que por mí. ¿O por qué crees que mi deuda ha aparecido justo
cuando me has dejado? ¿Ves? En el fondo, lo que debo es tu
responsabilidad. Si siguieras conmigo, jamás nos hubiéramos
visto en esta situación.
Tragué saliva. ¿Cuándo iban a acabarse las traiciones de
Karl? ¿Cuándo iba a llegar el momento en el que pudiera
descansar con la tranquilidad de que no me esperaba otra de
sus sorpresas a la vuelta de la esquina? El recuerdo de los
hombres con los que me acosté junto a él formando tríos, las
veces en las que él se mantenía al margen con la excusa de que
solo quería ver cómo me corría, las orgías, los ojos vendados y
las esposas en mis muñecas… Se me levantó el estómago
mientras una sensación sucia y contaminada se extendía por
mi piel y mi alma. Gente, desconocidos, habían pagado por
follarme y yo jamás me había dado cuenta de ello. De hecho,
rara vez me apetecía participar en esos jueguecitos de Karl,
pero lo hacía para satisfacerlo y porque no quería arriesgarme
a perderlo siendo un maldito puritano como él solía llamarme.
—Se acabó, esto no es un juego, Karl —intervino de
repente Liv, con determinación, salvándome de mi propia
incapacidad de defenderme—. Es tu deuda y la pagas tú. Y si
para hacerlo tienes que prostituirte, entonces, lo haces tú. Ya le
has hecho pasar por suficientes mierdas.
—¿Y tú quién carajos eres? —le preguntó a Liv con una
mirada despectiva— ¿La niñera de Jasha o algo así?
Liv alzó la barbilla y temí lo que fuera a decir antes de que
se le escapara por la boca.
—Soy la mejor amiga de una de las mujeres más
poderosas de esta parte del país y puedo garantizarte que a ella
le importa un pepino si Jasha es gay o no. De modo que si
crees que el que te rajen la cara te va a joder el negocio, no te
imaginas lo que te lo va a joder el que te corten a pedacitos y
tiren tus restos en una granja de cochinos.
—Uuuh… Qué miedo —se burló Karl, aunque en sus ojos
se reflejó una repentina inseguridad.
No me extrañaba. La sonrisa que le dedicó Liv me dio
escalofríos incluso a mí.
—Deberías tenerlo. En la Bratva todo el mundo conoce la
historia de cómo le arrancó a un tipo la polla con los dientes.
Es un poco psicópata, pero no duda en hacer lo más mínimo
cuando se trata de sus amigos. Yo soy su amiga y Jasha es el
mío.
La repentina palidez de Karl fue señal suficiente de que
empezaba a considerar si estaba hablando en serio.
—Es una lástima, pero, como ya he dicho, no puedo
ayudaros. —Sus ojos se encontraron con los míos—. A menos
que quieras volver conmigo. Conozco justo los clientes que se
harían cargo de tu deuda y podríamos olvidarnos de todo este
asunto.
—Ni en tus sueños más locos —escupí a sus pies con asco
—. Prefiero morir antes de volver a estar con un desperdicio
humano como tú.
—En ese caso, supongo que tendrás que enfrentarte a las
consecuencias —dijo, quitándose el polvo de la chaqueta
como si mi presencia la hubiera contaminado.
—Karl… —mi voz tembló de rabia, mis últimos trazos de
control balanceándose peligrosamente al borde del precipicio
—. No voy a volver contigo. Prefiero enfrentar lo que sea que
César me tenga preparando antes que volver a ser uno de tus
juguetes.
La sonrisa segura de Karl se desvaneció. Por unos
segundos creí ver en él al chico que me enamoró al principio
de nuestra relación, pero tuvo que ser un simple producto de
mi imaginación, porque un parpadeo después aquella versión
más suave y juvenil de él había desaparecido.
—Eso es lo que dices ahora —espetó Karl con desprecio
—. Pero todos tenemos un precio, bonito. Tarde o temprano, lo
descubrirás.
Me negué a responder a su provocación. Sabía lo que tenía
que hacer y había ido allí mentalizado para hacerlo. Solo había
una cosa que seguía impidiéndome seguir adelante. Le eché un
vistazo a Liv, pero, lejos del miedo o juicio que esperaba
encontrar, me sonrió y asintió, dándome permiso para seguir
adelante.
Sin dudarlo ni un segundo más, saqué mi pistola de la
cinturilla y apunté al chico que me prometió amor y en vez de
ello me había jodido la vida. Mi corazón palpitaba con fuerza
en mi pecho. Sentía tanto miedo como rabia ante la situación,
pero si no aceptaba hacerse cargo de su propio error, lo último
que podía permitirle era que siguiera incrementando su deuda
y que me usase de forma indefinida como su moneda de pago
e, incluso, involucrara a mis hermanas o a Liv en el asunto.
—En ese caso —imité sus palabras anteriores—, supongo
que comprenderás porqué es mejor que mueras.
9

En cuanto vi a Jasha y a Liv montándose en su viejo Pontiac


con expresiones preocupadas y hombros tensos, supe que no
tenían nada bueno en mente, pero lo último que esperaba al
seguirlos fue acabar en un viejo almacén de chatarra con Jasha
apuntando a un guaperas moreno con una pistola.
Maldije para mis adentros. El chico tenía la mano firme,
todo había que decirlo y, después de lo que había escuchado de
su conversación, que el tal Karl palideciese al ver el arma y
que su actitud arrogante desapareciera al fin fue toda una
satisfacción. De hecho, coincidía en que el muy cabrón se
merecía morir, el problema era que Jasha no era consciente del
tipo armado que los estaba espiando desde detrás de uno de los
chasis abollados.
—¡Espera! ¡Espera! —Karl alzó las manos, alarmado—.
Pagaré —el miedo en su voz contrastaba con las palabras
altaneras que había proferido momentos antes—. Conseguiré
el dinero.
Consideré acercarme a ellos, pero el peligro a exponerme
era demasiado grande. Lo último que entraba en mis planes
aquel día era que Jasha descubriese que había estado
espiándolo y, si lo que sospechaba era cierto, no podía ni debía
intervenir.
—Prométemelo —le exigió Jasha a Karl, manteniendo la
pistola apuntada con firmeza hacia él.
Hacía bien en asegurarse de que no se echara atrás en su
compromiso, aunque me temía que allí había mucho más en
juego de lo que Jasha se imaginaba.
—Lo prometo —la voz de Karl se quebró, demostrando
que había comprendido la gravedad de la situación.
¿Sería consciente del otro tipo que estaba allí con ellos?
¿Se trataba de su colega? Era difícil saberlo.
—Si no lo cumples, volveré a por ti —advirtió Jasha,
bajando despacio el arma—. Y recuerda que mi familia no
tiene nada que ver en esto, mantenla al margen.
—Lo sé —admitió Karl con un suspiro de resignación—.
Lo arreglaré.
En el momento exacto en que Karl miró en dirección al
francotirador oculto, supe que mentía y que aquello no había
sido más que una trampa.
Antes de que pudiera tomar una decisión sobre qué hacer o
encontrar una forma de avisar a Jasha sin que averiguase que
era yo, la enorme puerta metálica del almacén se abrió de
golpe y un furgón negro entró con un notorio ronroneo,
deteniéndose en seco a un metro de Jasha.
Con la adrenalina corriéndome por las venas, observé
cómo varios tipos con bates de béisbol y cadenas salían del
vehículo y no tardé en reconocer el tatuaje de la víbora que
dos de ellos mostraban en los antebrazos, dejando claro a qué
banda callejera pertenecían.
Si Jasha no conseguía suavizar las cosas, no iba a salir
vivo de allí. La idea hizo que se me retorciera el estómago. No
había ningún motivo por el que debiera sentirme así por
alguien a quien apenas conocía, pero la idea de que le pasara
algo no me gustaba. Si hubiera tenido dos dedos de frente, solo
dos, me habría largado de allí en lugar de permanecer oculto
en mi escondrijo.
Maldije para mis adentros al reconocer el tipo latino que se
bajaba del coche con una sonrisa siniestra en su rostro.
—Vaya, vaya, vaya —dijo César, examinando la escena—.
¿Qué es lo que tenemos aquí?
—César. —Jasha se interpuso entre el grupo recién llegado
y la chica que iba con él.
Si César tenía, aunque solo fuera la mitad de vista que yo,
seguro que notaba cómo ahora sí que le temblaba a Jasha la
pistola en la mano. Sus esperanzas de salir indemne eran
escasas, pero si esos tipejos se daban cuenta del miedo que
sentía, aún tendría menos posibilidades. Aquella pistola era la
única salida que tenía, suponiendo que de verdad supiera
manejarla.
Por unos segundos consideré enviarle un mensaje a Mark
para que me enviara uno de los equipos, pero por muy rápidos
que fueran, no iban a poder llegar a tiempo. Tampoco era
como si a Mark le fuese a alegrar mi decisión de ayudar a
Jasha, en especial cuando se enterara de mi sospecha de que
nuestro cliente estaba tras aquella emboscada.
—Jasha —respondió César con desdén mientras se
acercaba a él en un tranquilo paseo —. Estás bastante metido
en problemas, amigo—. Sus perspicaces ojos se posaron en la
chica congelada detrás de Jasha.
—No hay ningún problema —le contestó Jasha con
demasiada precipitación—. Karl ya ha prometido hacerse
cargo de su propia deuda y pagar.
—¿En serio? —César soltó una carcajada—. ¿Y dónde
está Karl? Mmm… Yo no lo veo en ninguna parte.
¡Maldita fuera! Ni siquiera me había dado cuenta de cómo
había escapado el muy cabrón, aunque eso dejaba claro en qué
consistía la trampa que le habían montado a Jasha.
—Él… Yo… —Jasha miró desesperado a su alrededor.
Algo en mi pecho se removió al ver una nueva traición
reflejada en su rostro.
Sin importar lo que ocurriera allí ese día, Karl iba a pagar
por ello, yo mismo iba a encargarme de que así fuera. No me
gustaban los cobardes y, mucho menos, la gente que
desconocía el significado de la palabra lealtad.
—Creo que es hora de darte una lección y mostrarte por
qué no se juega con los Víboras. —César se limitó a alzar la
mano con un ligero gesto de llamada para que sus hombres se
pusieran en marcha.
—¡Alto ahí! —gritó Jasha—. Preferiría no tener que
disparar, César. Sé que al final me cogeréis, pero no sin que la
mitad acabéis muertos antes.
Jasha fue a alzar la pistola, pero la sonrisa de César se
amplió burlona.
—Yo que tú me lo pensaría si no quieres perder a tu amiga.
El francotirador que se había acercado a Liv desde atrás le
propinó un golpe en el rostro. Su grito de dolor resonó por el
almacén mientras caía al suelo, justo antes de que lo hiciera el
clic del seguro de la pistola que ahora la apuntaba.
—¡Liv! —exclamó Jasha angustiado, pero el titubeo
apenas duró un instante antes de que soltara su pistola con
cuidado sobre el suelo. En cuestión de segundos, los Víboras
lo tenían rodeado y los jadeos de dolor del chico resonaron por
la enorme nave, congelándome la sangre en las venas cuando
comenzaron a golpearlo sin piedad.
—A la mierda —mascullé cuando Jasha soltó un ahogado
grito de dolor y Liv recibió un puñetazo al defenderse del
brusco manoseo con el que el francotirador estaba
toqueteándole los pechos.
No era un héroe, pero me quedaba la suficiente humanidad
para negarme a presenciar cómo mataban a palos a dos
inocentes. Era consciente de que lo que estaba a punto de
hacer iba a tener sus consecuencias, pero también sabía que no
podría dormir por la noche si no hacía algo.
10

Conseguí arrastrarme hasta un viejo chasis justo a tiempo de


proteger mi espalda apoyándome en él, cuando llegó el primer
latigazo con una de las pesadas cadenas. Casi de inmediato
siguió una patada y un escupitajo. Me encogí sobre mí mismo
en un intento por proteger mis órganos vitales y me tapé la
cabeza con los brazos mientras me lanzaban golpes e insultos.
Luchar o tratar de defenderme era inútil, no cuando ellos eran
cinco y yo solo uno, y mucho menos cuando tenían presa a
Liv.
Era poco probable que fueran a matarme. O al menos eso
esperaba. Mi vida les suponía ingresar cien mil dólares o tal
vez más, pero tampoco era algo a descartar. Me preocupaba
más Liv, aunque en el instante en que uno de sus golpes con la
cadena irradió un agudo dolor en mi costado, incluso eso pasó
a un segundo plano. Solo esperaba que Dios se apiadara de mí
y que me robara la consciencia cuanto antes.
Más que el sonido de sus pasos, vi un movimiento
periférico entre las piernas de mis atacantes, quienes se
encontraban tan entretenidos conmigo que no se percataron.
Resonó el grito de uno de ellos y, por fin…, paz.
Pasaron varios segundos, tal vez minutos, antes de que en
mi consciencia penetrara el motivo por el que habían dejado
de atacarme y por qué a través de la nave resonaban gritos y
golpes.
Forzándome a abrir los ojos y mirar, mi magullada
mandíbula se abrió por voluntad propia al reconocer al hombre
alto y musculoso, vestido de los pies a la cabeza de negro.
Luchaba con destreza contra los tres tipos que aún se
encontraban de pie, convirtiendo el almacén en un caótico
campo de batalla.
Cadenas crujían, bates de béisbol se rompían y gritos de
agonía, que no eran los míos, llenaban el aire. Cada golpe que
lanzaba y bloqueaba aquel hombre era un testimonio de lo
peligroso que era. Era alucinante verlo luchando con aquella
maestría y seguridad, pero más asombroso fue que estuviera
allí, luchando por mí, cuando pensaba que jamás volvería a
verlo.
Robert se movía con una gracia y precisión asombrosa,
bloqueando los ataques con una habilidad que me dejaba
perplejo. Era evidente que sabía lo que se hacía y que
manejaba al menos un tipo de arte marcial, aunque sospechaba
que estaba combinando la técnica de varias.
Mis ojos se encontraron con los suyos y, como si
estuviéramos en una película de Hollywood y yo fuera una
damisela en peligro a la que estaba salvando, me guiñó un ojo.
Me habría reído de haber podido, no porque me hiciese
gracia que me convirtiera en la damisela en apuros, sino
porque sentí una chispa de esperanza de que podíamos salir
indemnes de allí. Gemí al tratar de incorporarme. Puede que lo
de salir indemnes fuese una exageración. ¡Caray! ¡Cómo
dolía!
—¡Sácala de aquí y largaos! Yo me encargo de ellos —
ordenó Robert, derribando a otro de los atacantes sin
demasiada dificultad, a pesar de que el tipo tenía una enorme
navaja en las manos.
Estuve por protestar y negarme a marcharme sin él, pero
un vistazo a Liv, que se encontraba tirada en el suelo no muy
lejos de otros dos de los secuaces que habían venido con
César, me recordó que mi primera obligación era ella. Robert
parecía saber cómo defenderse, a juzgar por cómo respondía
con movimientos rápidos y fluidos a la ofensiva de los dos
atacantes que aún quedaban en pie.
Ignorando el frío que se filtraba a través de mi ropa y el
dolor y la agonía que apenas me dejaban respirar, reuní las
últimas reservas de fuerzas y me arrastré hasta mi pistola para
recogerla. Después la agarré con determinación, sintiendo su
peso familiar en mi mano. Podría haberle dado un tiro a cada
uno de aquellos malditos capullos en la cabeza, pero con
Robert allí como testigo, lo último que quería era arriesgarme
a acabar en chirona.
—¿Liv? —pregunté con voz temblorosa antes de llegar a
trompicones hasta ella, evitando a los dos tipos inconscientes,
un tubo de escape y un volante—. ¿Estás bien?
¿Ella sola se había deshecho de esos dos miserables?
¡Caray! Sokolov debería haberla contratado a ella para
defenderme a mí y no al contrario. Liv se giró con un gimoteo.
—Creo que sí —respondió, haciendo un esfuerzo por
incorporarse mientras mantenía una pistola en la mano—. Me
siento como una muñeca de vudú usada, pero sigo vivita y
coleando.
—¿Y tu corazón?
—Latiendo —me sonrió con una mueca.
Tenía la tez pálida, más que de costumbre, pero sus labios
estaban rosados, no azulados. Aquella era una buena señal,
¿verdad?
—Lo siento —repetí, abrumado por la culpa—. No había
previsto que esto pudiera acabar así.
Liv me fulminó con la mirada.
—Ahórrame esas pamplinas ahora mismo —siseó,
poniéndose a cuatro patas.
Luego iba a tener que preguntarle qué había pasado con
aquellos dos pandilleros que se encontraban allí tirados, pero
lo primero era lo primero.
—Tienes razón. No es el momento, tenemos que largarnos
de aquí.
—¿Y ese tipo? —Señaló con la barbilla en dirección a
Robert, que seguía luchando con el único Víbora que aún
permanecía en pie, pero no se me escapó que otro de los que
ya había derribado estaba incorporándose algo aturdido y
buscaba un arma por el suelo.
—Vamos, tenemos que irnos. Robert no aguantará
demasiado si esos capullos vuelven a levantarse. ¿Puedes
andar?
Liv resopló.
—¿Puedes hacerlo tú?
Solté un profundo suspiro, pero me arrepentí en cuanto el
agudo dolor volvió a atravesarme. No creía que tuviera
ninguna costilla rota, pero no había ninguna duda de que
estaba magullado.
—Apóyate en mí y luego me ayudas tú a mí —le indiqué,
apretando los dientes en un intento por prepararme para el
dolor que estaba por venir.
Liv asintió, pero, a pesar de que colocó sus manos sobre
mis hombros, no terminó de apoyar su peso sobre ellos. Luego
me ayudó a levantarme. Con los dientes apretados, le eché un
último vistazo a Robert antes de irnos. Me habría fascinado
quedarme a observarlo. Sus movimientos me recordaban a una
danza mortal, una coreografía de golpes y esquivas. Los puños
se encontraban con carne y hueso y la sangre salpicaba los
alrededores entremezclándose con el sudor. Mi respiración se
volvió más agitada y tuve que obligarme a despegarme del
hipnótico espectáculo.
El silencio del exterior resultó inquietante después del
tumulto de la pelea que seguía resonando en el interior. Sujeté
con firmeza mi pistola mientras exploraba los alrededores con
la mirada en busca de peligro. No fue hasta que llegamos a mi
coche que solté una maldición.
—¿Jasha? —preguntó Liv, preocupada.
—Me han pinchado las ruedas. No vamos a llegar muy
lejos —admití con la desesperación atenazándome garganta.
¡Mierda! ¿Es que no había nada que pudiera salir bien aquella
tarde?—. Voy a llamar a Sokolov.
Cuando saqué resignado mi móvil, que ahora tenía la
pantalla astillada, Liv me colocó una mano sobre el brazo.
—¿Estás seguro?
—No nos queda otra. Prefiero que Sokolov se enfade
conmigo a que te ocurra algo.
Liv no tuvo la oportunidad de replicarme. Un SUV negro
frenó en seco a nuestro lado y el conductor bajó la ventanilla.
—Vamos, subid —ordenó Robert—. Me encargaré de que
alguien os recoja el coche luego.
Un vistazo al viejo almacén me dijo todo lo que necesitaba
saber. Robert había dejado KO a nuestros asaltantes, pero no
por mucho, y cuando se recuperaran, el ataque de antes iba a
parecer una broma infantil.
—Vamos, sube al coche —le indiqué a Liv sin pensármelo
mucho.
—¿Lo conoces? —murmuró ella reticente.
—Sí —respondí, abriéndole la puerta y empujándola
dentro antes de seguirla con dificultad cuando mi cadera y mi
costado protestaron.
Dudaba mucho que ella quisiera averiguar cuánto lo
conocía en realidad.
—Soy Robert Steele, de industrias Steele —replicó Robert,
poniendo el coche en marcha.
Liv titubeó, pero acabó por relajar los hombros.
—Liv, Liv Hendricks. Gracias por ayudarnos y sacarnos de
allí.
—No podía no hacerlo —replicó Robert con un sencillo
asentimiento.
Nuestras miradas se encontraron a través del espejo
retrovisor, la suya impenetrable y perspicaz, la mía… A saber,
con el torbellino de emociones que me estaban arrasando por
dentro.
Solo tenía una certeza en ese momento: seguía vivo y
esperaba seguir estándolo el tiempo suficiente para que él
cumpliera la promesa que me lanzaban sus dilatadas pupilas.
11

Tengo que admitir que me sorprendió el pequeño bloque de


apartamentos en Newton frente al que estábamos aparcados.
Debería haber imaginado que Jasha viviría en ese barrio,
conocido por su considerable población rusa, pero supongo
que esperaba algo un poco más cochambroso, dado su viejo
Pontiac y sus zapatillas desgastadas.
El edificio, en esencia, era encantador y reflejaba la gracia
clásica de la arquitectura tradicional, con sus distintivos
ladrillos rojos, los grandes ventanales y los balcones de hierro.
La calle parecía tranquila y el ambiente era sosegado con los
pequeños jardines comunitarios con árboles y arbustos que
recorrían las aceras delante de las casas.
El carraspeó de Jasha interrumpió el silencio en la cabina
del Range Rover, podía notar el cansancio en su rostro y el
efecto de las dos inyecciones que le había puesto el médico.
Debería haberle permitido marcharse desde el momento en
que aparqué frente a su casa, pero no podía hacerlo hasta tener
las ideas claras sobre lo que pasaba y cómo resolverlo. Desde
que había empezado mi interrogatorio sobre lo que había
sucedido en el viejo almacén de despiece, Jasha no había
parado de retorcerse las manos en el regazo, mientras sus ojos
parecían estar cerrándose una y otra vez como si de un
momento a otro fuera a quedarse dormido. Me invadió una
ligera culpabilidad por aprovecharme de su estado, porque
estaba claro que no era ni siquiera consciente de todo lo que
me estaba contando, y apostaba a que al día siguiente se
arrepentiría de su sinceridad, suponiendo que lo recordara.
—Lo siento, me estoy quedando dormido. Creo que será
mejor que me vaya antes de que me veas roncando —
murmuró con pesadez—. Gracias por intervenir y… salvarnos
el culo a mí y a Liv.
—¿Qué piensas hacer con respecto al dinero y al chantaje?
—No era una buena idea preguntarlo y mucho menos
involucrarme más de lo que ya lo había hecho, pero la
pregunta se me escapó antes de poder retenerla.
—Pagarla, no me queda otra —soltó, desanimado.
Entrecerré los ojos con una repentina sensación de alarma.
—¿Y de dónde vas a sacar esa cantidad de dinero?
Jasha apretó los labios.
—¿Importa?
—Preferiría no leer mañana en el periódico que te han
pegado un tiro en un atraco que ha salido mal o que estás en la
cárcel —mascullé entre dientes.
Jasha resopló con mofa.
—¿Qué clase de negocio tiene cien mil dólares en efectivo
para robar hoy en día? Y mis conocimientos solo llegan a las
cajas fuertes tradicionales, no tengo ni idea de cómo funcionan
las que usan sistemas de reconocimiento digital. Además,
tampoco tengo la autorización para atracar por mi cuenta y
quedarme el dinero. Me haría falta el permiso expreso de…
mis superiores.
Había sido una pregunta estúpida por mi parte, aunque
suponía que Jasha no era consciente de lo familiarizado que
estaba con el funcionamiento de las mafias locales de Boston.
—Con las actividades a las que se dedica la Bratva habría
esperado que se preocupase de formar a sus hombres en las
tecnologías más modernas.
Jasha encogió un hombro, pero se detuvo con una mueca
de dolor a mitad del movimiento. Crispé los puños. Debería
haber matado a los hijos de puta que le dieron la paliza.
Probablemente lo habría hecho si eso no me hubiese traído un
mundo de complicaciones que prefería evitar.
—Lo que sé me lo enseñó mi padre. No entré en la Bratva
hasta hace unos meses y el trabajo que desempeño no implica
atracos ni cajas fuertes.
Sentía curiosidad por averiguar qué clase de trabajo
exactamente estaba destinado a hacer Jasha en la organización,
porque sospechaba que era mucho más que solo guardar a la
amiga de la hija de Ravil Sokolov, pero no era el momento de
desviar la conversación del tema principal.
—En ese caso, repito mi pregunta: ¿De qué forma piensas
conseguir el dinero?
—De la única forma en la que un chico como yo puede
hacerlo sin la necesidad de matar a nadie o de acabar en la
cárcel —escupió, irritado.
—¿Y cómo sería? —pregunté despacio, a sabiendas de que
no iba a gustarme la respuesta. Apoyando la cabeza agotado en
el respaldo, cerró por unos segundos los ojos y temí que se
hubiese quedado dormido—. ¡Jasha!
Confundido, abrió los ojos, hasta que pareció recordar de
lo que estábamos hablando.
—Participando en la subasta del Emporio y rezando para
que el tipo que puje por mí sea lo bastante pervertido y
enfermo para estar dispuesto a pagar una buena cantidad por
mantenerme callado y por resarcir su culpabilidad.
—¡No! —Mi ladrido airado vibró a través de la cabina,
dejándonos a ambos congelados. Tomando una profunda
inspiración, solté despacio el aire—. No, no participarás en la
subasta. Es una locura. Ni siquiera te garantizarán que regreses
vivo a tu casa.
—Ya estoy muerto —musitó Jasha, cansado—. Con la
subasta al menos podré asegurarme de que mi madre y mis
hermanas no tengan que pagar por mi culpa.
—No participarás en la subasta —decidí con firmeza.
Jasha soltó una triste carcajada y tuve que obligarme a
soltar el agarre que tenía sobre el volante antes de dañarlo.
—¿Se te ocurre alguna otra manera de sacarme de este
follón?
—Tal vez —gruñí.
—¿Cuál?
Conté hasta diez. Sabía que lo que estaba a punto de hacer
era una locura, una de la que acabaría arrepintiéndome. A
pesar de ello, metí la mano en la chaqueta, saqué mi monedero
y cogí una de mis tarjetas y un bolígrafo.
—Preséntate mañana… Mejor dentro de cuatro días a las
nueve de la tarde en esa dirección. —Le escribí la calle y el
número, así como la fecha y la hora en el reverso de la tarjeta
por si al día siguiente no se acordaba de lo que habíamos
hablado—. Sé puntual, no me gusta esperar.
Jasha cogió la tarjeta con el ceño fruncido.
—¿Para qué quieres que vaya?
—¿No dijiste que querías encontrar otro tipo de solución
que no fuera la de participar en esa subasta?
—Sí, pero…
—Pero nada, vendrás —le corté con un gruñido—. Y no
hagas nada hasta entonces. ¿Entendido?
No podía contarle algo que ni yo mismo sabía aún. Su
nuez se movió al tragar saliva.
—Ese día acaba el plazo que tengo.
—Confía en mí. Si aceptas la solución, me encargaré del
resto.
—Pero…
—¡Jasha! —le advertí entre dientes, más irritado conmigo
mismo que con él por el estúpido lío en el que me estaba
metiendo sin necesidad—. Es hora de que vayas a acostarte.
Lo último que me faltaba es que te quedes dormido aquí —
mascullé al ver cómo le brillaban los ojos con un tono rosado
—. Espera un momento.
Aproveché mientras Jasha estudiaba la tarjeta con el ceño
fruncido y se la guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta
para salir del vehículo y darle la vuelta para abrirle la puerta y
ayudarle a bajarse.
—¿Quieres que te ayude a subir a tu casa?
Negó con la cabeza.
—Tendría que explicarle a mi madre quién eres y… y no
me quedan fuerzas para mentir ahora mismo.
Mis músculos se tensaron con la necesidad de cogerlo en
brazos para subirlo, no solo por las escaleras de su
apartamento, sino de asegurarme de que se acostaba
directamente.
—Toma las pastillas. Déjalas en tu mesita de noche con un
vaso de agua, así, si te despiertas, puedes tomarte un par de
ellas. Y mañana ponte la crema para los cardenales. Apesta a
hierbas, pero te puedo garantizar por experiencia propia que
hace milagros.
—Gracias —murmuró con una desesperación en los ojos
que me hacía querer ponerlo sobre mi regazo y besarlo hasta
que se le evaporara cualquier tipo de pensamiento irracional y
preocupación de la mente.
A sabiendas de que no podría controlar lo que me salía por
los labios, me limité a asentir mientras se me transparentaban
los nudillos de lo fuerte que tenía apretados los puños.
Para mi sorpresa, Jasha se lanzó sobre mí, o más bien cayó
sobre mí, y se abrazó a mí como si fuera su salvavidas. Tardé
unos segundos en alzar los brazos para abrazarlo.
—Hey, gorrioncillo, ya te he dicho que iba a salir todo
bien. Confía en mí. —Sujetándolo por la barbilla, lo obligué a
mirarme—. ¿Puedes hacer eso por mí?
Asintió, pero antes de que pudiera prepararme para ello,
sus labios se encontraron contra los míos, rogándome sin
palabras que le ayudase a olvidar.
Como si le hubiera dado a un interruptor, mi cuerpo entero
cobró vida y poco me faltó para bajarle los pantalones, girarlo
hacia el capó y tomarlo allí mismo, en medio de una calle
residencial. Mis dedos se clavaron en sus nalgas para
estrecharlo contra mi cuerpo y los dos soltamos un gemido
cuando nuestras erecciones se presionaron la una contra la
otra. Me tomó toda mi fuerza de voluntad separarlo de mí y
terminar nuestro frenético beso con un suave roce contra su
frente.
—Vete antes de que te folle frente a la casa de tu familia
—raspé.
—Conozco un sitio tranquilo a un par de calles donde
podrías aparcar —sugirió, esperanzado.
¿Cómo podía estar pensando en sexo cuando apenas podía
moverse sin gemir de dolor?
—Vete —le ordené con más brusquedad de la que
pretendía.
Me arrepentí en cuanto vi el rechazo que se dibujó en su
semblante mientras agachaba la cabeza y trataba de rodearme
para marcharse. ¡Mierda!
—Jasha. —Lo sujeté del brazo con delicadeza para no
hacerle más daño del que ya le había hecho.
—¿Sí? —preguntó sin mirarme.
¡Joder! ¿Por qué cojones tenía tanta necesidad de borrar
esa expresión humillada de su rostro? Con el pulgar acaricié
con delicadeza el área alrededor de la hinchazón en su
mandíbula. Para la paliza que acababa de recibir, había tenido
suerte de que no lo lastimaran más.
—No soy la solución para un polvo rápido cuando estás
vulnerable y magullado. Si lloras, quiero que sea porque te
estés atragantando con mi polla, porque te esté follando tan
profundo en tu apretado trasero que creas que voy a partirte
por la mitad o porque estés desesperado por correrte y el único
que puede darte lo que necesitas sea yo. Si en nuestra próxima
cita, te encuentras mejor y quieres regalarme tus lágrimas,
estaré más que dispuesto a aceptarlas. Creo que ya sabes lo
que tienes que hacer para venir preparado —terminé con un
guiño.
Sonreí para mis adentros cuando abrió y cerró los labios
sin que le saliera ni un solo sonido.
—¿Algo más, señor? —Un profundo tono rojizo invadió
sus orejas cuando se dio cuenta de cómo me había llamado—.
Eh… Robert.
Había algo tan lindo en él que me entraban ganas de
guardármelo en el bolsillo para protegerlo del mundo.
—Sí. —Me tomé mi tiempo en terminar de hablar, a
sabiendas de lo que eso le haría—. Ven bien depilado, no me
gustan los pelos en la boca cuando me tomo el postre y la
última vez me quedé con las ganas de él.
Mi polla se puso a palpitar hambrienta con solo presenciar
el modo en que sus pupilas se dilataban, el pulso en su
garganta comenzó a latir de forma visible y su respiración se
aceleró. Fue una suerte que Jasha afirmara en silencio y que
saliera huyendo, porque había estado a punto de cambiar de
opinión sobre lo de no aprovecharme de su desesperación.
Se enredó tantas veces con sus propios pies mientras
cojeaba todo lo deprisa que le permitía el dolor que solté un
suspiro aliviado cuando alcanzó la puerta. Carcajeé por lo bajo
al ver que no atinaba a meter la llave en la cerradura y en mi
vientre se despertó un cosquilleo de anticipación con los
planes que tenía para cuando estuviéramos a solas.
Montándome en el coche, abrí la aplicación de mensajería
del móvil, cuando un remolino rubio corrió escaleras arriba y
abrazó a Jasha desde atrás, recordándome a un monito.
—¡Dime que me has traído mi regalo!
—¿Qué regalo? —preguntó Jasha sin aliento,
probablemente porque la impulsividad de la chica le había
causado dolor.
Rechiné los dientes.
—Anoche me prometiste que me regalarías un pañuelo
como el que le regalaste a mamá.
A la mención de su madre, relajé los músculos que no
había notado que había tensado. Se trataba de una de sus
hermanas, debería haberlo imaginado. La chica tenía el cabello
de un rubio más oscuro que él, pero ambos compartían la
misma sonrisa y los pómulos algo pronunciados.
No me pasó desapercibida la expresión agotada de Jasha
ante el recordatorio.
—Tráeme buenas notas a casa y te prometo que tendrás
uno —replicó Jasha con paciencia.
—¡Jasha! ¿Qué te ha pasado? —exclamó la chica al verle
el rostro—. ¡Tienes la cara hinchada!
—Nada, ratona. ¿Me ayudas a subir las escaleras? —le
preguntó a su hermana, rodeándole el hombro.
Hubo algo tierno en el hecho de que ella, a pesar de su
corta estatura, lo rodeara de inmediato por la cintura para tratar
de cargar con algo de su peso.
Jasha me lanzó una última mirada cuando cerró la puerta
tras ellos, pero estaba claro que no pretendía llamar la atención
de su hermana sobre mí. Probablemente fuese lo más
inteligente que había hecho aquella tarde.
Abriendo Scrivener, busqué el alias de Mark.

YO: Quiero que completes el informe que ya


tenemos sobre Jasha Novikov, incluyendo su
madre y hermanas, su vinculación con la Bratva
y una deuda que tiene con los Víboras. Lo
necesito para pasado mañana.

SARGENTO: OK. ¿Algo en especial en lo que


quieres que profundice?

YO: Cualquier cosa que querrías saber sobre


alguien con el que vas a compartir el techo.

El tiempo que tardó en escribir su siguiente mensaje fue la


única indicación de cuanto le había llamado la atención
aquella información.

SARGENTO: OK. Veré qué puedo hacer, pero es


posible que necesite unos días más.
YO: Dame lo importante y cualquier bandera roja
que encuentres para pasado mañana. Los
detalles puedes desenterrarlos más tarde.

Tiré el móvil sobre el asiento del copiloto y cerré los ojos.


Cuando los abrí, en el segundo piso se había encendido una
luz y una figura oscura se recortaba contra la ventana, sin duda
preguntándose, al igual que hacía yo, por qué seguía allí y en
qué me estaba metiendo.
12

Con un inquieto cosquilleo en el estómago, contemplé la


llamativa tipografía dorada del Inferno. Cada letra parecía
arder, como si fuera al mismo tiempo una promesa y una
advertencia para aquellos pecadores que se atrevían a
acercarse al club nocturno más exclusivo de Boston, con la
intención de descubrir los secretos, los lujos y la morbosa
lujuria que se ocultaban en su interior. Eran solo un detalle
más de la sofisticada elegancia del moderno edificio, cubierto
por paneles de vidrio negro que reflejaban imponentes llamas
virtuales que ascendían por sus paredes, como si la fachada
entera estuviera envuelta en fuego.
Que justo debajo de la palabra «Inferno» pusiera «Los
jardines del Infierno» en elegantes letras cursivas, debería
haber hecho correr a más de uno. Sin embargo, también era el
motivo por el que una larga multitud se encontraba a las
puertas del cotizado local tratando de conseguir acceso.
Nunca había estado dentro. Los chicos como yo no
solíamos acudir a sitios sofisticados y exclusivos como aquel,
donde una simple botella de agua podía costarte unos buenos
treinta pavos. Karl había soñado con visitarlo. En especial,
desde que algún amigo suyo le había contado que dentro del
club existían siete zonas diferentes que apelaban a cada uno de
los siete pecados capitales. Pocos eran los afortunados que
tenían acceso a todas esas zonas, algunas eran más exclusivas
que otras.
La zona de la gula solo era para aquellos que podían
permitirse el lujo de pagar el sueldo de un mes a cambio de
probar algunos de los extravagantes platos y cócteles exóticos.
Tampoco resultaba fácil acceder al lujo desenfrenado de la
zona de la avaricia, cuya leyenda decía que no solo era un área
exclusiva destinada al juego de azar y las apuestas
descabelladas, sino también a las subastas de objetos únicos y
no siempre legales, como joyas u obras de arte robadas, piezas
que deberían estar en museos, y cualquier cosa que incitase a
la avaricia de aquellos que podían permitírselo.
Tragué saliva al recordar el resto de información que había
descubierto sobre el club, cuyos enigmáticos dueños parecían
ser fantasmas, ya que nadie sabía nada de ellos. Algo que, sin
duda, añadía otra capa de misterio a lo que se ocultaba tras
aquellas paredes.
Seguí con la mirada los buenos treinta metros de cola de
gente esperando en el exterior a que alguien los dejase entrar a
cambio de pagar más de lo que probablemente podían
permitirse. Robert no se encontraba en aquella fila, y
sospechaba que era de los que tampoco tendrían la necesidad
de ponerse en ella.
¿Se había planteado ese hombre que tal vez a mí ni
siquiera me dejasen entrar, incluso aunque me pusiera al final
de la eterna hilera que no parecía avanzar? ¿Y cómo iba a
pagar la entrada? Por lo que sabía, incluso la tarifa más básica
superaba cualquier precio que me pudiera permitir. Los dos
gorilas trajeados que guardaban la entrada no parecían muy
dados a dejar pasar a cualquiera, aunque claro, de cuando en
cuando, llegaba un coche de lujo cuyos ocupantes accedían
directamente sin pasar por la lista de espera.
Un vistazo a la pantalla de mi móvil me confirmó que
faltaban diez minutos para las ocho. En la vida iba a llegar a
tiempo para la cita con Robert si debía aguardar junto a los
demás y luego estaba lo que iba a costarme la entrada. Mi
estómago se hundió ante la idea. El hombre había dicho que
tenía una idea para sacarme del embrollo en el que me
encontraba y había sonado tan seguro de sí mismo que me lo
había creído a pies juntillas, aunque sonase a locura. Si no
podía entrar, ¿estaría dispuesto a salir si lo avisaba de que me
encontraba allí?
Sacándome la tarjeta de visita que me había entregado la
noche anterior en el coche, carraspeé para deshacer el nudo
que me atenazaba la garganta y marqué el número que venía
en letras doradas sobre fondo marrón, luego esperé a que
hiciera llamada.
—¿Sí?
—Hola… Eh… Soy Jasha, el chico al que rescataste el
otro día.
Se produjo un leve silencio al otro lado de la línea.
—Sé perfectamente quién eres, Jasha. ¿Llamas para
decirme que no vas a venir?
—¡No! No, estoy aquí, en el exterior del Inferno. Es solo
que… me preguntaba si es realmente aquí donde me habías
citado o si es una confusión.
—No es ninguna confusión —replicó con un leve tinte de
diversión en su voz.
—Mmm… Vale. Yo… ¿Y si…?
—Jasha —como siempre que me llamaba por mi nombre,
su profunda voz parecía vibrar a través de mi cuerpo—,
acércate a la entrada.
—Yo… Ummm… —Me subió un bochornoso calor por
las mejillas al pensar en confesarle que no podía permitirme el
lujo de pagar lo que fuera que me pidieran allí.
—Solo tienes que mostrarles la tarjeta —dijo como si me
hubiese leído la mente—. ¿La llevas contigo?
—Sí.
—De acuerdo, entonces, te espero adentro.
Crucé la calle, ignorando las bocinas de los coches y algún
que otro insulto que me lanzó un conductor por moverme
demasiado despacio, y me acerqué a la entrada, reprimiendo
mi necesidad de salir de huida. Uno de los gorilas me miró con
curiosidad cuando me dirigí a él, mientras voces en la cola se
quejaban de mi cara dura y otros se reían porque tuviese el
valor de tratar de acceder al club creyéndome más que ellos.
Mis dedos temblaron cuando le mostré al gigante la elegante
tarjeta marrón con letras grabadas en dorado, pero el tipo ni
siquiera hizo el intento de mirarla de cerca.
—¿Jasha Novikov? —preguntó.
—¿Sí? —¿De dónde carajos había sacado mi nombre
completo? Jamás se lo había facilitado a Robert, ¿o sí? No
podía afirmarlo con seguridad. Las dos veces que me había
topado con él, mi mente parecía pasar a modo automático.
Su ceja se arqueó y un brillo divertido pasó por sus pupilas
antes de que se tocase el pinganillo, dirigiese la mirada a una
de las cámaras que se encontraba sobre la entrada y asintiese
recuperando de inmediato la compostura.
—Estábamos esperándolo, señor.
Me faltó poco para que se me desencajara la mandíbula.
¿Habían estado esperándome? ¿Señor? No creo que en mi vida
alguien me hubiese llamado señor.
—¿Sí? —grazné más que pregunté, haciendo que sus
comisuras temblaran por una insignificante milésima de
segundo.
—¿Me permite la muñeca? Necesito ponerle la pulsera que
le dará acceso a las diferentes zonas.
Seguí su mirada a la caja que contenía diferentes colores
de pulseras de látex y casi recé para que me diera una de las
doradas o plateadas, que tenían toda la pinta de ser las que más
accesos iban a permitirme. Me sentí decepcionado cuando
abrió un cajón y sacó una pulsera negra. ¿Qué había esperado
exactamente? Era un invitado del montón, no uno de esas
celebrities o niños ricos que había visto llegar en
Lamborghinis y Teslas.
Al reparar en la tipografía dorada y plateada que recorría el
fondo negro fruncí el ceño.
—¿Qué significan esos símbolos?
El tipo presionó el clic del cierre antes de contestar.
—Son las zonas a las que puede acceder.
Mi estómago pareció llenarse de mariposas.
—Vienen nueve símbolos —dije, señalando los siete
dorados y los dos últimos plateados.
La comisura de sus labios volvió a temblar.
—Los primeros siete son para los diferentes jardines, uno
por planta, excepto el de la lujuria que ocupa tres. El octavo
para acceder a cualquiera de las zonas VIP.
Casi dejé de respirar ante la noticia.
—¿Y el nueve?
—Señala que puede pedir y acceder de forma gratuita a
cualquier servicio que desee.
—¿Se refiere a que puedo pedir cualquier cosa en la barra
sin tener que pagar? —Lo miré boquiabierto. Aquello era una
broma, ¿verdad?
—Si es eso lo que quiere. —El gorila inclinó la cabeza
hacia mí y bajó el tono—. Pero si fuera usted, visitaría la zona
de la gula para probar uno de los menús de degustación y
pediría uno de los masajes especiales en el Jardín de la Pereza.
Mis ojos se pusieron como platos.
—¿Dan masajes aquí? —Empezaba a sentirme como un
niño al que le dan barra libre en una tienda de juguetes—. ¿En
un club nocturno?
—Los mejores de la ciudad y los de chocolate son toda una
delicia —dijo con un guiño—. A menos que se atreva a
adentrarse en la zona de la lujuria y experimentar con algo más
atrevido.
Sus ojos me recorrieron con una calculadora intensidad y
no se me pasó por alto el interés en sus pupilas. De repente, se
incorporó como si acabasen de darle una corriente eléctrica
por el culo, dejándole la espalda más tiesa que una tabla. No
necesitaba que me explicara lo que acababa de pasar, me
ocurría exactamente lo mismo cuando Dimitri Volkov me
llamaba a mi móvil personal. Estaba convencido de que un
superior acababa de comunicarse con él a través del
pinganillo.
—El jefe lo espera en la zona VIP de la planta baja —
confirmó mi sospecha de que lo había llamado su mandamás.
—¿Quién es su jefe y por qué me quiere allí?
—Vaya a la zona VIP, se lo explicará cuando lo encuentre.
13

Si desde la calle se ya se podía oír el sonido de la música, al


cruzar el amplio vestíbulo hasta las dos grandes puertas de
vidrio que dejaban atisbar el caótico mundo del interior, los
apasionados ritmos prácticamente pulsaban a través de mí.
—Señor Novikov, puede usar el ascensor privado para
llegar a la zona VIP del Jardín de la Ira, no necesita atravesarlo
—me informó un hombre uniformado, abriendo una cortina
para dejarme pasar a otro vestíbulo más reducido.
El hecho de que el guarda de seguridad, apostado ante el
acceso del Jardín de la Ira, me reconociera y supiera mi
nombre empezó a ponerme nervioso. La elegante empleada
junto a él le echó una mirada curiosa a mi pulsera, pero se
limitó a sonreír con amabilidad. Sin tratar siquiera de
disimularlo, busqué las cámaras y, como era de esperar,
encontré dos, quedándome con la duda de cuántas más habría
ocultas en el edificio.
El guarda llamó el ascensor y me dejó pasar antes de
pulsar el botón, junto al cual los elegantes símbolos e
inscripciones confirmaban que me llevaría a la zona VIP del
Jardín de la Ira. En cuanto el ascensor se puso en marcha,
subiendo con un lento giro que permitía echar un vistazo al
entorno a través de sus paredes de cristal, el motivo de por qué
habían llamado a los diferentes espacios jardines comenzó a
cobrar sentido.
Con una altura que no tenía nada que envidiar a una
catedral, el Jardín de la Ira estaba poblado por gigantescos
árboles de cristal que llegaban hasta el techo y brillaban de
forma mágica bajo las luces rojas que, en su mayoría,
provenían de las manzanas que colgaban de sus intrincadas
ramas. La gente se convertía prácticamente en hormigas bajo
la impresionante estructura y la mayoría se movía al ritmo de
la enérgica música como si necesitase desfogarse o sacar la
rabia que llevaba dentro.
A medida que el ascensor ascendía y giraba, además de la
discoteca, iba exponiendo diferentes espacios, a cada cual más
increíble. Mis ojos se abrieron al descubrir una habitación
donde la gente se dedicaba a romper vajillas mientras sus
rostros se transformaban con lo que solo podía interpretar
como gritos a viva voz; y otra con videojuegos, donde se podía
usar el avatar de alguien a quien se odiase para torturarlo a su
antojo. Pero si aquello me dejó alucinado, lo hizo aún más el
foso de lucha libre. ¿Qué pintaba un ring en un club nocturno
elegante y sofisticado como aquel? Aunque, si lo pensaba
bien, suponía que tenía su sentido si uno se guiaba por los
pecados y la pasión de la gente por la violencia. Y, a juzgar por
la cantidad de gente sentada alrededor de la enorme jaula,
donde dos luchadores se peleaban salpicando el suelo de
sangre, esa zona era tan popular como la pista de baile.
El ascensor se detuvo sobre una plataforma en la que se
repetía la decoración de los árboles de cristal en dimensiones
más reducidas y donde algunas de las manzanas rojas
convertidas en lámparas podían tocarse si uno estiraba los
brazos lo suficiente. El efecto del brillo de las luces sobre el
cristal configuraba una mezcla extraña, que combinaba la
calma de un jardín con la sensación de una energía en
constante movimiento a medida que uno atravesaba el
fantástico bosque de cristal.
Vislumbré a Robert en uno de los sillones que rodeaban
una mesa al fondo, ubicada debajo de uno de esos árboles, y
por unos segundos mis pies se detuvieron. Estaba charlando
con un atractivo moreno, que me echó una ojeada sobre su
hombro en cuanto Robert me vio y dejó de hacerle caso. Me
obligué a acercarme a la mesa, procurando que no se me
notara la cojera. Cuando el tipo se levantó, bajé los ojos ante
su penetrante mirada. No solo era alto y musculoso como una
mole, sino que tenía ese tipo de rostro atractivo que te hace
derretirte por dentro con solo mirarlo. O eso era lo que
imaginaba que hacía cuando no te estudiaba con los ojos
entrecerrados y el ceño fruncido como lo estaba haciendo
conmigo.
—Espero que no hayas venido para causar problemas —
me advirtió al cruzarse conmigo y detenerse a mi lado.
Dejé de parpadear. El tipo, que estaba más cerca de la edad
de Robert que de la mía, parecía más imponente aún de cerca
que de lejos. Podía muy bien sacarme una cabeza y media y
tenía unos hombros tan anchos que, probablemente, podría
haberme hecho de dos a tres trajes con la tela del suyo.
—¿Por qué iba a causar problemas? —pregunté, alzando la
barbilla.
Sus ojos verdes destacaban brillantes sobre su piel oscura y
no hacían nada por ocultar la sospecha al evaluarme.
—O tal vez ya lo has causado —gruñó, y se marchó sin
despedirse.
Pensé en seguirlo con la mirada cuando me crucé con la de
Robert y cualquier rastro de curiosidad o interés por el moreno
se esfumó de inmediato. Me sentí atrapado en la intensidad de
su mirada, casi como un cervatillo en medio de una carretera
oscura cuando lo deslumbran los focos de un coche que se
dirige a velocidad punta hacia él. Ese era exactamente el
efecto que Robert tenía sobre mí. Como una ironía del destino,
me di cuenta de que la canción que sonaba al fondo era
precisamente la de Deer in headlights.
Forzándome a poner un pie delante del otro, me obligué a
ignorar el cosquilleo ansioso en mi estómago, y me acerqué a
la mesa de Robert. A pesar de la seriedad de su semblante y
que sus ojos se detuvieron en mi mandíbula, cuya magulladura
había camuflado con algo de maquillaje con la ayuda de mi
hermana Karen, su postura era relajada y, como aquella
primera vez que lo encontré en el club de Linda, exudaba esa
mezcla de poder y control que tanto me fascinaba.
—Hola. —Le ofrecí una débil sonrisa.
—Siéntate. —Robert señaló el sillón a su lado y, antes de
que pudiera tomar asiento, una camarera dejó sobre la mesa
una copa con un burbujeante líquido amarillo—. Espero que
no te moleste que haya pedido por ti.
Acercándome la copa a los labios, lo olisqueé antes de
tomar un pequeño sorbo de prueba, agradecido de que no fuese
más que una limonada fresca con la que humedecerme la boca
reseca.
—Gracias.
Su persistente escrutinio consiguió que me sudaran las
manos.
—¿Habrías preferido algo más fuerte?
—No. Sé que es ridículo para alguien de mi edad, pero
prefiero los refrescos —admití, avergonzado.
—Me parece una opción inteligente.
—Yo… —Me moví incómodo—. Me dieron esto en la
entrada. —Alcé la pulsera negra y se la mostré.
—Pensé que te gustaría tener la oportunidad de explorar el
lugar y no quería que dependieras de mí si deseabas algo.
—Es… —fui a decir que su generosidad era desmedida,
pero ya era demasiado tarde para rechazarla y habría sonado
hipócrita cuando ya la había aceptado—. Gracias. —Cuando
se limitó a encoger un hombro y no dijo nada más, me pasé la
lengua por los labios—. Y el guarda en la entrada me dijo que
su jefe me esperaba aquí, ¿conoces al dueño de este lugar? —
escruté los alrededores, aliviado de tener una excusa para
escapar de su mirada.
—Podría decirse que sí.
—¿Es él quien tiene la solución que me comentaste?
Cuando volví a mirarlo, su atención seguía puesta sobre
mí.
—Diría que sí.
—¿Dónde está entonces? ¿Y qué es lo que quiere de mí?
Robert tomó un trago de su copa.
—Está justo frente a ti.
—Tú… —Tuve que recordarme cerrar la boca—. ¿El
Inferno es tuyo?
—Mío y de mis socios, sí.
—Entonces, tú…
—Soy tu solución, sí.
Intenté tragar saliva, pero no me quedó más remedio que
vaciar el vaso de refresco para deshacer la repentina sequedad
en mi garganta.
—¿Y qué es lo que quieres de mí? —indagué con una
repentina cautela.
Esta vez se tomó su tiempo en responder.
—Nada.
—¿No vas a ayudarme entonces? —La decepción de que
me hubiese hecho ir allí para nada fue casi tan grande como el
hecho de que considerase que yo no tenía nada para ofrecerle.
—Pagaré los cien mil dólares que debes, con la condición
de ser yo quien maneje la situación con los Víboras y con
Karl. No voy a darles tanto dinero solo para que sigan
chantajeándote y tratando de sacarte más dinero una vez que
vean que lo has conseguido.
De sopetón, mis extremidades parecieron volverse de
gelatina.
—No puedes arriesgarte. Son peligrosos.
Robert arqueó una ceja.
—¿Y yo no te parezco peligroso?
—Sí, no, me refiero a que… —Abochornado me di cuenta
de que estaba farfullando—. No quiero que te hagan nada por
mi culpa.
—Me temo que esa condición no es negociable, Jasha —
avisó con firmeza—. Tendrás que confiar en que sé lo que me
hago. ¿Aceptas?
Me habría encantado poder lanzarme sobre él para darle
las gracias, pero muy dentro de mí sabía que era demasiado
bonito para ser verdad.
—No me has dicho qué es lo que quieres a cambio —
constaté con rigidez.
—Nada, ya te lo he dicho —respondió con indiferencia.
Lo estudié, congelado.
—No puedes darle a alguien tanto dinero sin más sin
esperar nada a cambio.
—¿Por qué no? —me retó—. Es mi dinero. Puedo hacer lo
que quiera con él.
—Todo el mundo se te echaría encima pidiéndote dinero si
se enterasen.
—Pero no lo harán, ¿verdad? —Hubo una advertencia
difícil de ignorar en su tono.
Sacudí la cabeza. Por supuesto que no se me ocurriría ir
por ahí publicitando su generosidad, excepto si eso era lo que
quería, claro estaba.
—Sabes a lo que me refiero.
—Deja que sea yo quien se preocupe de eso. —Se produjo
un largo silencio en el que los dos parecíamos estar incómodos
—. ¿Qué ocurre? ¿No deberías estar feliz de haberte quitado
un problema de en medio?
Tenía razón, o la tendría si pudiese fiarme de lo que había
dicho. No obstante, si algo había aprendido a mis veinticinco
años era que los regalos no caen del cielo por simple designio
divino, al menos no para chicos como yo.
—¿Por qué lo haces? —Estudié su rostro en busca de una
señal que me permitiese entender dónde se encontraba la
trampa.
Robert arqueó una ceja.
—¿Necesito tener un motivo especial para ello?
—Para todo hay un motivo en esta vida.
Echó la cabeza atrás y estudió las ramas del árbol de cristal
que se extendían sobre nosotros.
—¿Quieres la verdad?
—Por favor —murmuré.
—No me gusta la idea de que puedas venderte a un
pervertido para solo Dios sabe qué. Nadie paga tanto si no es
por un buen motivo.
—Tú vas a entregarme ese dinero aduciendo que solo lo
quieres hacer para ayudarme.
—En realidad, eso no es del todo cierto. —Robert alzó la
cabeza para mirarme—. Iba a pagártelo a cambio de que seas
mío durante un mes.
Un repentino calor se extendió por mi estómago.
—¿Y qué te hizo cambiar de opinión? —indagué despacio.
—El hecho de que, si te pido eso, me convierto justo en el
tipo de pervertido al que no quiero que te subasten.
—¿Cuál es tu perversión?
Me dedicó una larga mirada antes de contestar.
—Tenerte para mí y hacer contigo lo que quiera, como
quiera, cuando quiera, donde quiera y del modo que quiera.
Hacerte gritar de placer hasta que te quedes ronco, jugar con tu
cuerpo hasta que sea más mío que tuyo y que, cada vez que
termine contigo, acabes tan exhausto que apenas puedas
moverte o te quedes dormido. ¿Necesito seguir?
Mi cara se llenó de calor al recordar que así era justo como
había acabado la última vez que estuvimos juntos, conmigo
dormido cuando él apenas se había corrido sobre mí.
—Acepto. —No sé en qué pensé al decirlo. Aunque,
siendo honesto, debía de admitir que no estaba pensando
exactamente. Lo que no significaba que no estuviera más que
abierto a aquella posibilidad.
—¿Qué? —Confundido, Robert frunció el ceño.
Carraspeé antes de hablar:
—Acepto ser tuyo bajo los términos que estimes oportunos
a cambio de que te hagas cargo de cancelar mi deuda.
La pequeña arruga en su entrecejo se profundizó.
—Ya te he dicho que lo haré y que no tienes que darme
nada a cambio —insistió Robert.
—¿Y si quiero lo que me ofreces? ¿Y si me hiciera sentir
mejor pagarte por lo que me das? ¿Y si la idea de lo que
propones me excita? —Las preguntas prácticamente se
atropellaban al brotarme de la boca.
Me estudió durante tanto tiempo que empecé a moverme
ansioso en el asiento, preguntándome si habría dicho algo
malo o si había metido la pata ofendiéndome a él. De repente,
alzó una mano y llamó a una camarera.
—¿Señor?
—Un folio y un bolígrafo.
—Por supuesto, señor.
En los minutos que tardó la chica en regresar, ninguno de
los dos habló. Cuando le cogió el folio y el bolígrafo, los
empujó sobre la mesa en mi dirección.
—Pon tus condiciones para que mi abogado pueda
preparar un contrato para mañana.
Me mordí los labios y negué.
—No tengo condiciones.
Sus ojos se entrecerraron. Era casi como si mi respuesta lo
irritara.
—Deberías tenerlas, yo las tengo.
—¿Cuáles?
—Firmarás un acuerdo de confidencialidad y, durante el
tiempo que permanezcas conmigo, te quedarás en mi casa y a
mi disposición. Los dos nos haremos un examen médico y, si
estamos limpios, nos olvidaremos de los preservativos a todos
los efectos. Eso significa que te comprometerás a no estar con
nadie mientras permanezcas conmigo. Además de los cien mil,
te pagaré tu sueldo habitual para que puedas mantener los
gastos que tengas contraídos —añadió justo antes de que
pudiera argumentar que necesitaba trabajar para mantener a mi
familia.
—¿Algo más? —musité con una repentina aspereza en la
garganta
—El acuerdo se iniciará ahora mismo y no podrás hablarle
a nadie sobre él.
—¿Ahora mismo?
Pensé en mi familia, Liv y Ravil y en cómo reaccionarían
cuando no apareciese a mis compromisos.
—No puedo faltar así sin más y no informar a nadie. Y
necesito mi ropa y…
Robert cogió su copa y se echó atrás en el asiento.
—Puedes enviarles un mensaje. Diles que has tenido que
salir a un viaje urgente, lo que se te ocurra, siempre que no les
cuentes la verdad. En cuanto a tus pertenencias y tu ropa, no
necesitas nada, yo me encargaré de todo.
La excitación que me invadió fue casi tan intensa como la
vulnerabilidad que me atravesó ante la idea de tener que
abandonar todo lo que conocía, así, sin más. La propuesta de
Robert era mucho más que una proposición sensual y lo que en
un principio me pareció la experiencia erótica de mis fantasías
más sucias de repente se convirtió en una interpretación
bastante más literal de sus palabras. Tal vez no hubiera sido la
mejor de las ideas ofrecerme a él sin más.
14

Esperé con la respiración contenida las expresiones que iban


pasando por el magullado rostro del chico que, a mis treinta y
siete años, me estaba convirtiendo en un adolescente
hormonado nervioso e inseguro.
Con cada una de aquellas expresiones de miedo y duda, las
secretas esperanzas de que decidiera aceptar mi propuesta iban
desvaneciéndose. Podría haberlo presionado, sabía cómo
hacerlo, era un empresario exitoso al fin y al cabo, y había un
truco tras cada uno de los tratos y negocios provechosos que
había ido haciendo a lo largo de los años, sin embargo, reprimí
la tentación de poner en práctica mis técnicas persuasivas con
él. No se lo merecía y yo no podía perder la poca humanidad
que me quedaba si no le dejaba tomar la decisión con total
libertad.
—De acuerdo, acepto —saltó de repente,
sorprendiéndonos a ambos a juzgar por cómo se le abrieron los
ojos.
Mis pulmones se vaciaron de golpe, dejándome con una
sensación de mareo.
—¿Y tus condiciones? —Tomé un trago de mi copa para
aliviar mi súbita ronquera.
—No tengo ninguna a priori. Si no me siento bien con
algo te lo dejaré saber para que decidas si es razonable o no.
Su nivel de confianza en mí me pilló desprevenido.
Debería haber insistido en que tomara sus propias decisiones,
pero algo me decía que uno de los motivos por los que se
había dejado seducir por la idea de pertenecerme era
precisamente el incentivo de no tener que tomar decisiones ni
por sí mismo ni por los demás.
Cogiendo el móvil, le envié un mensaje a mi abogado.
Luego abrí el chat con el jefe de seguridad del club.

YO: Vacíame la sala VIP del J.Ira.

RISK: ¿Camareras y seguridad?

YO: No quiero a nadie por los alrededores y


apaga el acceso a las cámaras desde la sala de
seguridad. Avísame cuando esté hecho.

RISK: En ello.

Podía relajarme. No era la primera vez que había hecho


una petición como aquella, aunque normalmente los motivos
solían ser bastante más turbios.
—Están desalojando la sala —mencionó Jasha, mirando
nervioso a la gente que se iba levantando de sus mesas a
petición del personal de seguridad.
—Eso están haciendo —confirmé con tranquilidad,
observándolo mientras recuperaba poco a poco mi cordura.
También debería haber tratado de hacer un esfuerzo mayor por
recuperar el control, pero aquello era lo último en lo que
pensaba con los planes que tenía en mente.
—Se han ido todos —constató, perplejo—. ¿Nosotros no
tenemos que irnos?
—No.
—¿Has sido tú?
—¿Prefieres tener testigos sobre cómo vamos a cerrar
nuestro trato?
—¿Sobre cómo…? ¿Te refieres a… aquí?
Inclinándome hacia él, le acuné con delicadeza la mejilla,
evitando presionar la zona que, aun estando mucho mejor que
la otra noche, seguía sin haberse curado del todo. Le mordí
con delicadeza el labio inferior y casi me puse a ronronear ante
la sedosidad de sus labios y la forma en que los abrió para mí
con una sumisión absoluta. Gruñí de satisfacción cuando
además posó su mano sobre mi pectoral para sujetarse.
—Aquí… Ahora… y… contigo desnudo. —Alterné cada
palabra con un beso o un mordisco.
—¿Y si viene alguien? —protestó con un débil gemidito
mientras sus dedos se enredaban en mi chaqueta como si
quisiera sujetarme y no dejarme escapar.
—¿Recuerdas eso de hacer contigo lo que quiera, como
quiera, cuando quiera, donde quiera y del modo que quiera? —
pregunté sin detenerme—. Solo funciona si aprendes a aceptar
mis caprichos sin ponerlos en duda. ¿Crees que podrás
hacerlo?
Jasha tragó saliva y asintió dudoso. Sonreí para mis
adentros. Que no aceptase con sencillez no era ningún
problema. Más bien al contrario, significaba que iba a
concederme el placer de enseñarle a ser mío y eso era justo lo
que pretendía hacer.
—Desnúdate. Tómate tu tiempo en hacerlo, me gusta la
expectación —le indiqué antes de echarme atrás en el sillón y
ponerme cómodo.
Jasha siguió con la vista cómo me apreté debajo del glande
en un intento por subyugar mi creciente excitación, pero, tras
un breve titubeo, obedeció y se puso de pie para desnudarse.
Sus gestos inseguros no se asemejaban demasiado al
espectáculo que podría haber ofrecido un estríper, no obstante,
sus efectos sobre mí no tenían nada que envidiarle. Con cada
prenda que desaparecía de su cuerpo y cada tramo de piel que
dejaba expuesto, mi corazón palpitaba con más fuerza y así lo
hacía también mi erección, dejando tras de sí un creciente
parche de humedad en mi bóxer.
Necesité toda mi fuerza de voluntad para no apretar la
mandíbula al ir viendo los enormes cardenales que iba dejando
al descubierto por su cuerpo, muchos ya amarillentos y
desvaneciéndose, pero otros con un tono morado tan profundo
que casi se veían negros. Me maldije por dentro y estuve por
abortar todo el asunto, pero la vulnerabilidad en su mirada y la
notoria erección que portaba me dieron pausa. Lo último que
pretendía era hacerle sentir rechazado cuando mi polla, a todas
luces, hacía oídos sordos a mis reparos.
Cuando al fin estuvo de pie frente a mí, desnudo,
moviendo los brazos inquieto y con expresión vulnerable,
cualquier buen propósito que hubiese tenido se había borrado
de mi mente. Levantándome, lo rodeé hasta quedar a su
espalda y le mordisqueé el lóbulo de la oreja. Se me escapó
otro gruñido complacido cuando se estremeció de forma
visible y se echó atrás para apoyarse contra mí.
—¿Crees que podrás conmigo cuando aún estás
magullado?
—No duele tanto como aparenta, pero… —Jasha titubeó
—, ¿podrías tener cuidado con la zona de la costilla?
—Señálame dónde. —Le ofrecí la mano y él me la cogió y
me la pasó por su piel al tiempo que se le ponía de gallina—.
¿Algún sitio más? —Tenía claro que no iba a sujetarlo por
ninguno de los moretones, pero prefería ir a lo seguro.
Me bajó la mano hasta la parte alta de su muslo, casi a la
altura de la cadera.
—Eso es todo.
—Sabes que podemos esperar si estás demasiado dolido,
¿verdad?
—¡No! —Jasha se giró rápidamente en mi abrazo—. No
quiero esperar —balbuceó apresurado—. ¡Por favor! —
susurró tragando saliva.
—Si algo te duele o te sobrepasa, ¿me avisarás?
Mordiéndose los labios, asintió.
—Si algo que no sea erótico me duele, te lo diré.
Pude sentir la mancha de humedad en mi bóxer cuando
alcé la mano y le pasé el pulgar por los labios entreabiertos.
—¿Te gusta el dolor, gorrioncillo?
—Algo… Contigo. Me gustó cómo me dominaste la
última vez.
Mis labios se curvaron. Recordaba a la perfección sus
gemidos al follarlo y lo estrecho de su trasero al abrirme paso
en él. ¡Joder! Si no me lo follaba pronto iba a acabar
corriéndome en los pantalones solo de la expectación.
—¿Te preparaste como te indiqué? —Deslicé mis dedos
entre sus nalgas para descubrir sorprendido que llevaba un
dilatador—. Mmm… Parece que sí. —Deslicé mis manos
entre sus piernas para tomar su escroto en mi mano y poco me
faltó para gemir ante la suavidad de su piel depilada—. Y veo
que también seguiste mis instrucciones para convertirte en mi
postre. ¿Es eso lo que quieres, gorrioncillo? ¿Qué te devore
hasta que me pidas que pare porque ya no puedes más?
Sus rodillas parecieron dar de sí por un momento.
—¡Robert! —jadeó cuando le masajeé las pelotas con
delicadeza.
—Shhh… —Sacándome un preservativo del monedero,
me abrí el cinturón y los pantalones para colocármelo antes de
coger también uno de los sobrecitos de lubricante con los que
me había armado justo antes de acudir a nuestra cita—. El
postre vendrá luego, ahora necesito comprobar primero si
dijiste en serio lo de que serías mío para hacer contigo lo que
quisiera.
—¡Sí!
Gemí en mi interior ante la desesperación en su voz. Si el
chico hubiera tenido la más mínima idea del efecto que ejercía
sobre mí, entonces, sería yo el que iba a acabar de rodillas.
Mordiéndole el cuello, lo empujé con mi cuerpo hasta la
cristalera de separación de la barandilla y lo giré. Jasha se
puso rígido cuando vio a la gente bailando abajo.
—Van a vernos —musitó con debilidad.
Le mordí el hombro con un poco más de fuerza y repasé
con la lengua el tatuaje del gorrión que cubría su paletilla
derecha aleteando con sus coloridas alas.
—¿Y si es eso lo que quiero? —pregunté con aspereza—.
¿Mostrarle al mundo entero que me perteneces?
No volvió a protestar cuando le posé las manos sobre el
cristal ni cuando le separé las piernas. Tampoco lo hizo cuando
le posicioné las caderas y le extraje el dilatador o cuando me
eché el lubricante en los dedos para comprobar que estaba listo
para mí. Y menos, cuando le abrí las nalgas y me posicioné
contra la delicada piel rosada que quedó al descubierto o
presioné con suavidad, abriéndome paso en el estrecho canal.
—¡Joder! ¡Eso es, Jasha! ¡Ábrete para mí! Así, sí…
En el instante en que su trasero quedó pegado a mis ingles,
paré para tomar una profunda inspiración y tomarme el tiempo
que necesitaba para que mi glande dejase de pulsar con una
furia desmedida.
—¿Robert? —gimoteó Jasha con una voz que navegó
directamente hacia mis pelotas.
—¿Preparado?
Su «sííí» fue el pistoletazo de salida que necesitaba. Mis
dedos se enredaron con los suyos sobre el cristal, mientras le
sujetaba con la mano izquierda su cadera sana para mantenerlo
quieto mientras bombeaba contra él. Mis primeros envites
fueron lentos y controlados, destinados a comprobar si de
verdad estaba preparado para que lo follara, pero en el instante
en que empujó su trasero contra mí con un agónico: «¡Por
favor!», con una mano enredada en su cabello y la otra
sujetándolo, mis embestidas se tornaron posesivas y fieras,
como si se me fuera la vida en ello. La gente que bailaba
frenética en la pista a nuestros pies me era tan indiferente
como lo era la forma en la que el cristal vibraba con mis
envites mientras los jadeos de Jasha se entremezclaban y
fundían con la música a nuestro alrededor.
De mi mente desapareció el dinero, el chantaje y el
verdadero motivo por el que Jasha había venido a mí, y lo
único que quedaba era mi necesidad de fundirme con él y
hacerlo mío, de marcarlo hasta que incluso él estuviese
convencido de que me pertenecía.
Cuando bajó una de sus manos para masturbarse y la
tensión de sus nalgas se incrementó, anunciando que estaba a
punto de correrse, tuve que morderme el interior de mis
mejillas hasta hacerme sangre para no adelantarme a él.
—La próxima vez que estemos aquí, lo haremos sin
preservativo y no pararé hasta llenarte y que mi semen se
resbale por tus piernas —le advertí entre dientes.
—¡Sí! —gritó Jasha, convulsionándose mientras largos
chorros blancos pintaron el cristal desfigurando los rostros de
los bailarines en la pista—. ¡Robert! —Mi nombre en sus
labios sonó a pura gloria.
Cuando sus convulsiones se detuvieron y sus rodillas
cedieron bajo su peso, lo sujeté con mi brazo alrededor de la
cintura y le besé con delicadeza los hombros, concediéndole
unos segundos para recuperarse antes de salir despacio de él.
Jasha se giró con la frente sudorosa y observó cómo me
quitaba el preservativo para guardarlo en el bolsillo de mi
pantalón.
—Tú no…
—Si no puedo tener mi semen dentro de ti al menos quiero
pintarte con él.
Sin decir palabra, Jasha se deslizó hasta sus rodillas, me
miró con sus profundos ojos azules y abrió obediente la boca.
¡Joder! Por eso solo ya podría haberme corrido.
Apoyando una mano sobre el vidrio, lo contemplé,
permitiéndole tomar la iniciativa. No me decepcionó. Su boca
descendió sobre mí hasta que su nariz estuvo pegada a la parte
baja de mi vientre y su garganta se estrechaba convulsiva a mi
alrededor.
—Eso es. Así.
Existía algo morboso en el hecho de que estuviéramos
rodeados de gente y que aquella fuera inconsciente de lo que
estábamos haciendo o de cómo él se sometía ante mí en toda la
gloria de su exquisita vulnerabilidad, desconocedor del hecho
de que nuestra intimidad quedaba protegida a través del vidrio
espejo.
Mandándolo todo al carajo, le sujeté la cabeza y me
empujé una y otra vez contra sus labios, vaciándome en su
garganta con un agónico y áspero grito, mientras me recreaba
en su sumisión, sus enormes ojos llenos de lágrimas y el
conocimiento de que, al menos durante ese instante, era mío.
15

La sensual voz de Diana Krall resonaba en el Range Rover con


su Temptation, mientras atravesábamos las bulliciosas calles
de Boston.
—¿Te gusta el jazz? —le pregunté a Robert en un intento
por romper el silencio mientras repasaba con la mirada el
perfil de su fuerte mandíbula apretada con determinación,
mientras sus ojos verdes se mantenían concentrados en el
tráfico.
Una ola de ansiedad me invadió al pensar a dónde íbamos
y por qué. ¿De verdad iba a hacerlo? ¿Iba a ser capaz de
entregarme a ese hombre durante un total de treinta días y sus
correspondientes noches para que hiciera conmigo lo que
quisiera?
—Me relaja. ¿Quieres que cambie de música?
—No, no, está bien.
Robert me echó una ojeada ladeada y arqueó una ceja.
—Soy muy consciente de nuestra diferencia de edad. No
pasa nada porque tus gustos musicales no coincidan con los
míos.
Me rasqué nervioso el muslo. ¿Era así como me veía?
¿Joven e inmaduro?
—Tienes razón, la música es relajante.
—Pues no parece que tenga ese efecto sobre ti. ¿Te estás
planteando tu decisión?
—No, pero debes de comprender que acojona un poco. No
te conozco de nada, excepto por las dos veces que nos hemos
visto, tres con la de hoy, y por lo que dicen de ti en los medios.
Hasta donde sé, podrías ser un asesino en serie.
—¿Eso significa que me has investigado en internet?
El calor me invadió las mejillas al darme cuenta de que me
había delatado a mí mismo.
—¿Tú no habrías hecho lo mismo si te hubieran ofrecido
una propuesta como la que me has hecho?
La comisura de sus labios se curvó burlona.
—Tú no sabías la propuesta que iba a hacerte —me
recordó con suavidad.
—No se te escapa ni una, ¿no? —gemí.
Su risa profunda y algo ronca me recordó a la forma en la
que me había murmurado al oído mientras me había tenido
atrapado desnudo contra el cristal de separación sobre el
público del Inferno.
—No y no.
—¿No y no? —repetí, frunciendo el ceño, confundido.
—No, procuro que no se me escape nada, y no, los
asesinatos en serie no son mi fuerte.
—¿Por qué quieres que me quede contigo en tu casa? —le
planteé la duda que llevaba haciéndome todo el trayecto—.
¿Por qué no simplemente llamarme cuando te apetezca
tenerme… a tu disposición?
Robert abrió los dedos sobre el volante como si hubiese
estado apretándolos con demasiada fuerza y volvió a cerrarlos
hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
—Primero, porque eso me asegurará que estás a salvo y,
segundo, porque soy un hombre ocupado y me gusta la idea de
tenerte disponible cuando y como se me antoje. Ya te he
aclarado lo que quiero de ti. Tenerte cerca facilitará las cosas.
Era cierto que debía de ser un hombre ocupado. Me había
dejado durante unas buenas dos horas en el Jardín de la
Pereza, disfrutando de masajes, cócteles de fruta y aperitivos
gourmets traídos del Jardín de la Gula mientras él resolvía
algún problema por el que lo habían llamado cuando
estábamos juntos.
Aunque también era cierto que, en cuanto regresó, cumplió
su promesa de devorarme, dejándome en un estado tan
gelatinoso y satisfecho que podría haberme quedado dormido
allí mismo, despatarrado sobre la cama de masaje. Su actual
frialdad a la hora de justificar sus motivos para instalarme en
su casa me hizo removerme incómodo en mi asiento. Por lo
que me había demostrado, el sexo con él iba a ser cuando
menos alucinante, pero me convenía tener claro que no debía
esperar nada más de él. Y justo esa era la cuestión que me
preocupaba.
Robert tenía razón en lo que me había dicho. A aquellas
alturas, debería haberme estado planteando el trato al que
había accedido, en especial, cuando me había ofrecido la
opción de ayudarme sin necesidad de dar nada a cambio. Me
costaba aceptar que lo hiciera así sin más. A pesar de lo que
había dicho, mi experiencia personal me advertía que nadie
daba tanto por nada. No podía rechazar el acuerdo de vivir con
él durante un mes porque eso iba a asegurarme de no tener
ninguna deuda pendiente con él cuando acabase el plazo. Solo
quedaba por averiguar qué iba a costarme terminar con mi
parte del contrato. La extraña conexión que sentía en su
presencia era de todo menos normal, y sospechaba que
mantener mi mente y mis emociones separadas en aquella
situación no iba a resultar nada sencillo de conseguir.
En el instante en que Robert giró en la entrada de una
mansión y metió las claves de acceso para que se abrieran las
rejas, mi respiración se detuvo de golpe. La moderna
edificación de grandes cristaleras y diferentes volúmenes que
se veía al fondo del camino era magnífica y tampoco lo eran
menos los cuidados jardines a su alrededor.
—¿Esta es tu… casa? —Traté de ocultar mi impresión.
Llamarlo casa era un absoluto desprecio hacia la lujosa
mansión.
—Casa, hogar, lugar de trabajo… Básicamente, el centro
de mi vida —respondió Robert, aparcando el vehículo en un
lateral de la entrada.
Al bajar del vehículo, el aire fresco de la noche me
envolvió estremeciéndome. Robert me guio hasta la doble
puerta de roble macizo e, insertando de nuevo las claves, la
abrió para revelar un inmenso vestíbulo de un brillante mármol
negro. A pesar de su aparente sencillez, el lujo y la
exclusividad se reflejaban incluso en los más mínimos
detalles, ya fueran las bolas de cristal que colgaban del doble
techo o las modernas obras de arte que adornaban las paredes.
—Debería haberte avisado de que mis socios viven
conmigo. —Robert dejó la llave en una fuente de cerámica—.
Cada cual tiene su propia ala, pero compartimos las zonas
comunes. Aún no he tenido tiempo de informarles de que
vivirás con nosotros durante el próximo mes, de cualquier
modo, vamos a mirar si están por aquí para que pueda
presentarte. No te preocupes si parecen sorprendidos, jamás he
traído a nadie por más de una sola noche.
—Está bien —murmuré, sintiendo una vez más la
inseguridad deslizándose bajo mi piel. Hasta ahora no me
había planteado lo que supondría aceptar su propuesta y que él
y yo no seríamos los únicos en saber a qué me había
comprometido.
—¿Ocurre algo? —preguntó estudiándome de cerca.
—¿Qué vas a decirles sobre mí?
Su ceño se frunció.
—No necesitan conocer los detalles de nuestro acuerdo.
Bastará que les digamos que trabajarás para mí y que serás…
mi asistente personal… en periodo de prueba.
—¿Se lo tragarán? —Me costaba trabajo creerlo. ¿Qué
clase de asistente personal vivía en la casa de su empleador?
Además, no tenía ni la más mínima experiencia que demostrar
si me preguntaban sobre el empleo.
—No. Pero si eso te hace sentir mejor, me da igual. A
menos que prefieras contarles la verdad. No tienes que tomar
la decisión ahora —finalizó cuando me vio dudar.
Nada podía haberme dejado más claro lo diferentes que
eran nuestros mundos que seguirle a través de las amplias
salas hasta llegar a la enorme cocina moderna.
Dos hombres se encontraban sentados en taburetes frente a
una encimera de un elegante granito negro, con cervezas de
importación en las manos y conversando con un tono pausado.
Robert se acercó decidido a ellos y yo lo seguí reticente, mi
corazón latiendo con fuerza en mi pecho.
—Mark, Anthony —les llamó la atención. Ambos hombres
se giraron para mirarnos, sus ojos evaluándome con la rapidez
con la que un halcón lo hace con su presa. Me costó no
encogerme en cuanto me encontré con la fría mirada del
gigante moreno que me había gruñido en la zona VIP del
Inferno—. Os presento a Jasha —continuó Robert,
colocándome una mano en el hombro—. Vivirá conmigo
durante unas semanas y me ayudará como asistente personal.
En un intento por no enfrentarme a los ojos entrecerrados
de Anthony, que me estudiaban con una severa frialdad como
si me estuviera juzgando, me centré en los amables ojos azules
de Mark.
—Bienvenido a bordo, Jasha. —Mark extendió la mano
para estrechar la mía con una sonrisa que parecía genuina.
—Gracias —repliqué, sintiéndome incómodo cuando su
mano retuvo la mía por más tiempo del necesario.
—No ha pasado por los habituales filtros de seguridad.
¿Cómo sabemos que está cualificado y que cumple con las
condiciones? —exigió Anthony sin hacer el intento de darme
la mano. Sus ojos verdes, oscuros y cautelosos, se clavaron en
los míos mientras cruzaba los brazos sobre su pecho—. No
necesitamos más problemas de los que ya tenemos.
—Anthony —advirtió Robert con un tono autoritario—.
Ha pasado por mi filtro, lo que es más que suficiente. Además,
trabajará para mí, no para la empresa.
—¿Y desde cuándo traes a los empleados a vivir aquí?
—Desde que he decidido que quiero hacerlo —replicó
Robert con idéntica frialdad—. Ha sido mi decisión, no la
suya, y tampoco es tuya.
Anthony apretó los labios sin dejar de observarme con
recelo. Fue Mark quien rompió el silencio con un carraspeo.
—¿Puedo ofrecerte algo de beber, Jasha? —Mark señaló
su botellín—. Me encantará conocerte un poco mejor.
—Gracias, yo…
—Tendrás tiempo de sobra para conocerlo, pero por hoy
ya es tarde —interrumpió Robert, colocándome una mano en
la espalda—. Voy a enseñarle su habitación y atar algunos
cabos sueltos que necesitamos aclarar antes de empezar a
trabajar mañana.
A duras penas, conseguí reprimir el suspiro de alivio de no
tener que quedarme allí soportando la penetrante mirada de
Anthony. No creía que estuviera preparado para enfrentarme a
un interrogatorio con él presente y ni siquiera tenía claro qué
decir o cómo interpretar el nuevo papel que Robert me había
asignado.
Después de la tensa presentación con sus socios, Robert
me guio por los pasillos de la mansión a la primera planta
hasta detenerse ante una puerta. Al abrirla, me encontré frente
a una habitación que parecía sacada de una revista de
decoración de las que solía encontrar en la consulta del
dentista. El amplio y lujoso ambiente combinaba muebles de
madera rústica con otros de estilo industrial, entre los que
destacaba una enorme cama de matrimonio en el centro.
—Esta será tu habitación —dijo Robert, señalando otra
puerta en la pared lateral—. El cuarto de baño viene equipado
con cualquier cosa que puedas necesitar, pero mañana puedes
pasarme una lista si quieres algo específico que pueda hacer tu
estancia más agradable.
—Gracias —dije, agradecido por disponer de un espacio
propio y algo de intimidad. La opulencia de la habitación en
comparación con el pequeño cuartucho en mi casa resultaba
sobrecogedora, pero no podía negar que la idea de vivir con
aquellos lujos me despertaba una secreta anticipación.
—Esta puerta de aquí comunica la habitación con mi
dormitorio —comentó Robert, abriendo otra puerta y
dejándome echar un vistazo a una habitación decorada en
tonos grises y negros y un ambiente totalmente masculino—.
Suelo tenerla cerrada, pero si necesitas algo, basta que llames.
—Lo tendré en cuenta —respondí, tratando de ignorar el
cosquilleo que me provocaba la idea de dormir tan cerca de él.
A pesar de lo que habíamos hecho hacía menos de dos horas,
mi cuerpo seguía reaccionando ante la atracción que sentía por
aquel hombre y el aura peligrosa y enigmática que lo rodeaba.
Cuando volvió a cerrar la puerta, me sequé las palmas
húmedas en los vaqueros. Mi mirada se encontró con la de
Robert y, de repente, la amplia habitación pareció haberse
encogido. Se acercó a mí, despacio, dándome tiempo a
alejarme y reduciendo la distancia entre nosotros hasta que
pude sentir su respiración entrecortada en mi rostro y el calor
de su cuerpo a través de la fina tela de mi camisa. Mis
pensamientos se tornaron borrosos y confusos mientras
luchaba por mantener la compostura ante la intensidad de su
mirada.
—¿De…? —Carraspeé para aclararme la garganta—. ¿De
qué querías hablar conmigo?
—Hablar es lo último que quiero hacer ahora mismo —
admitió, cogiéndome por la cintura para atraerme hacia él y
pasarme la nariz a lo largo de la garganta.
—En la cocina recalcaste que necesitabas hablar conmigo
sobre… Uh…
—Una excusa para tenerte a solas para mí —murmuró,
repitiendo el raspado con sus dientes en el hueco entre mi
garganta y mi hombro, antes de recorrer mi piel con pequeños
besos y roces de su boca hasta que nuestros labios quedaron
apenas a unos milímetros de distancia—. Por algún motivo
inexplicable no consigo hartarme de ti y me he quedado con
las ganas de volver a probarte.
—Por favor —susurré, dejándome llevar por la corriente
eléctrica que recorría mi cuerpo por cualquier tramo de piel
que él rozara y que acababa inevitablemente anclada en la
parte baja de mi vientre.
Como si no pesara nada, Robert me llevó a la cama y me
tendió con cuidado. Sus manos fueron directamente a los
botones de mis vaqueros y yo lo ayudé con impaciencia a
deshacerse de ellos mientras me quitaba las deportivas con los
pies.
Cuando depositó un beso húmedo encima de mi ingle y me
miró con ojos oscuros y peligrosos, jadeé lleno de un
angustioso deseo que me estaba volviendo loco por más.
—Te estás convirtiendo en una obsesión y no sé si eso es
bueno.
—Entonces, hazlo bueno —le rogué, sabiendo que si me
dejaba ahora mismo iba a echarme a morir.
Los labios de Robert se curvaron en una sonrisa ladeada.
—Tengo toda la intención de convertirlo en algo bueno, y
no cesaré hasta que acabes tan obsesionado conmigo como lo
estoy yo contigo.
16

Después de aquella noche en la que todo mi mundo se puso


del revés, descomponiéndome en diminutas partículas de
átomo de pura lujuria y placer, despertarme solo en una
enorme cama, desnudo, con las sábanas enredadas en los pies
y una pequeña mancha de baba en la funda de algodón egipcio
de quinientos hilos de la almohada, resultó, cuando menos…,
un crudo retorno a la realidad.
Además de las agujetas en los lugares más insospechados,
el sabor de Robert continuaba en mi paladar y así lo hacía
también la sensación de que seguía profundamente soterrado
en mi trasero. Sin embargo, su ausencia bajo la despiadada luz
matutina me recordaba cuán fuera de lugar me encontraba
rodeado de tanto lujo y cuál era mi función allí. No estaba en
aquella cama porque un hombre sexi y atractivo me hubiese
invitado a pasar la noche con él tras una cita romántica, sino
porque me pagaba por estar allí, lo que básicamente me
convertía en un puto, o bueno, como se llamaba ahora en los
ambientes más selectos, un escort.
Resoplé ante la idea. Los escorts masculinos eran tipos
atractivos con aire sofisticado, mirada sensual y una sonrisa
que prometía noches de pasión y un placer infinito. Tipos
como Robert, o al menos así era como yo me los imaginaba.
¿Necesitaba alguna prueba más de lo poco apropiado que era
yo para él y cómo desencajaba con su entorno?
A eso se sumaba lo que podría ocurrirme si alguien de la
Bratva se enteraba de que además de ser gay me había
prostituido para un empresario adinerado y que iba a seguir
haciéndolo durante los siguientes veintinueve días y, supongo
que, al menos doce horas más. No tenía ni idea de cuándo
había entrado en vigor el contrato.
Y si se enterasen mi madre o mis hermanas… ¡Caray!
¿Cómo iba a mirarlas a la cara si lo hicieran? ¿Y qué iba a
hacer cuando me topase luego con Robert? Habíamos hablado
de lo que yo quería en el contrato, pero, excepto por sus ganas
de tenerme a al alcance de sus caprichos para jugar conmigo
cuando quisiera, no tenía ni la más mínima idea de lo que
esperaba de mí o qué se suponía que debía hacer durante el
tiempo que él no me necesitase a su disposición. La última
palabra me dejó un sabor amargo en la boca.
Con varios gemidos lastimeros y mis músculos y
articulaciones chirriando como el mecanismo de una relojería
oxidada, me senté en el filo de la cama y le rogué al universo
que Robert estuviera al menos igual de hecho polvo que yo
después de nuestra noche juntos, porque ¿qué imagen iba a dar
si resultaba que él, siendo mayor que yo, no se veía afectado?
A todo esto, me constaba que era más viejo que yo, algo
que estaba claro por las pequeñas líneas de expresión
alrededor de sus ojos y las elegantes vetas plateadas en sus
sienes, que no eran muy visibles, pero estaban ahí. Pero
¿cuántos años tenía en realidad? ¿Diez años más? ¿Doce?
Mi corazón se saltó un latido cuando, al buscar el móvil,
descubrí el vaso de agua y las pastillas sobre la mesita de
noche. La idea de que Robert se hubiera acordado de mi
bienestar me dejó con una sensación que no sabía muy bien
cómo interpretar: cálida y reconfortante, pero también confusa.
Era casi contradictorio que me dejase claro que solo me quería
para una cosa si luego se tomaba las molestias de cuidar de mí.
Me tomé un par de pastillas con un trago de agua antes de
coger el móvil para meterme en Google a bichear. Dudo que
pasasen más de quince minutos antes de que acabara por
soltarlo con un resoplido. Al parecer, que un hombre fuera
supermegamillonario no lo hacía constar automáticamente en
la Wikipedia, y los medios de cotilleo estaban más interesados
en las modelos femeninas con las que Robert asistía a eventos
o citas privadas que de los hechos reales de su vida. O tal vez
fuera que, de alguna forma, Robert había conseguido mantener
en privado su vida personal. Teniendo en cuenta que tampoco
parecía tener cuentas en Instagram o Facebook, parecía algo
factible.
Intenté no pensar en las imágenes de las mujeres que había
visto acompañándolo y sonriéndole embelesadas o
abrazándose a él y la sensación ácida en el estómago que eso
me provocaba. Pensé que podía darme con un canto en los
dientes de que al menos no solía salir con otros hombres; eso
hubiese sido incluso peor.
Al dirigirme al baño, gemí al sentir la mullida alfombra
bajo mis pies, aunque esta vez de placer. La noche anterior
estaba tan centrado en Robert, su presencia y lo que me
producía, que no había tenido la oportunidad ni la capacidad
mental de fijarme en los detalles de la habitación. Ahora que
lo hacía, no solo tenía que admitir que estaba rodeado por el
mismo lujo que se reflejaba en el resto de la mansión, sino que
resultaba toda una experiencia para los sentidos.
Para empezar, lo único que se oía en el dormitorio era el
ruido que yo mismo provocaba, nada de los bocinazos o el
rugido de los coches en la calle, los vecinos peleándose en el
apartamento de al lado o las sirenas en la distancia. Nada, solo
yo y mi presente. Ni siquiera podía oír a los demás habitantes
de la casa. Era como si estuviera solo en la mansión y, aunque
en parte me hacía sentir abandonado e inseguro en aquel
extraño entorno, también resultaba satisfactorio el poder
escuchar por una vez mis propios pensamientos sin que fuesen
distorsionados o interrumpidos por el habitual caos a mi
alrededor.
Era… calmante, al igual que lo eran los suaves tonos grises
de las paredes y las diferentes tonalidades de melocotones y
azules que se combinaban en la decoración con la calidez de
las maderas nobles de los muebles. La estancia reflejaba el
estilo masculino de su dueño, pero con los suficientes toques
femeninos como para que se sintiera acogedora y
contrarrestara el exceso de testosterona.
La simple vista del cuarto de baño, que era más grande que
mi habitación en casa, habría bastado para inducirme un
orgasmo si Robert no me hubiera exprimido hasta el último
durante la noche anterior.
En cuanto usé el inodoro y me lavé las manos, me metí
bajo la ducha y abrí la boca para refrescarme, cerrando los
ojos para centrarme solo en el aquí y ahora y las placenteras
sensaciones que me producía el momento.
Al salir, con las gotas aun cayéndome por el torso y una de
las esponjosas toallas azul marino atada alrededor de mi
cintura, llamé a la puerta de separación del dormitorio de
Robert. Mis ánimos decayeron varios grados cuando nadie
respondió. Para colmo de todos los males, mi estómago
comenzó a gruñir, recordándome que era la hora del desayuno.
Optando por volver a ponerme la ropa de la noche anterior,
bajé a la cocina rezando para que Robert estuviese allí y me
salvara del bochorno de tener que enfrentarme al resto de los
habitantes de la casa con el estómago gruñendo como un oso
pardo.
—¡Buenos días! —Mark soltó la paleta de madera en la
sartén en cuanto me oyó entrar en la cocina y me dedicó una
sonrisa cálida que me ayudó a relajarme—. Espero que hayas
dormido bien y que estuviera todo a tu gusto.
—Buenos días. —Le devolví la sonrisa con debilidad al
comprobar que Robert no andaba por las cercanías y mi boca
se hacía agua con el olor del bacón frito—. No recuerdo haber
dormido nunca en una cama tan cómoda como esa.
—Robert no suele escatimar cuando se trata de salud o
comodidad —admitió, recuperando la paleta—. ¿Te apetecen
unos huevos revueltos y bacón? También hay macedonia de
frutas y yogur griego fresco, que nos traen dos veces por
semana de la tienda de productos orgánicos.
Mi estómago se me adelantó con la respuesta y no me
quedó más remedio que hacer una mueca y apechugar con la
vergüenza.
—Te lo agradecería, estoy muerto de hambre.
Mark rio de buena gana.
—Echaré unos huevos más. Recuerdo lo que solía comer
cuando tenía tu edad.
Anthony eligió ese instante para entrar y recorrerme con
los ojos entrecerrados.
—Sigues aquí —dijo sin ocultar su desdén.
Mark me echó una mirada de disculpa mientras se dirigía
al frigorífico a coger más huevos, pero no me hizo falta
responder porque, para mi alivio, Robert entró justo detrás
Anthony.
—Jasha es mi invitado —intervino Robert con firmeza—.
Y está aquí porque quiero que esté.
—Ya. —Los labios de Anthony formaron una fina línea de
desaprobación—. ¿Y te has planteado la brecha de seguridad
que eso supone? Apenas lo conoces. No necesitamos más
complicaciones en nuestras vidas.
—Lo conozco lo suficiente, y además he traído los
contratos de confidencialidad para que los firme. —Robert le
mostró las dos copias antes de ponérmelas delante sobre la
encimera y pasarme también un bolígrafo.
—¿Y de qué sirve eso si es un espía o un…?
—Anthony —lo cortó Mark con una mirada de advertencia
—. Deja que el chico desayune tranquilo. Robert tiene sus
motivos para tenerlo aquí, y es su casa.
—Puedo imaginarme esos motivos —bufó Anthony antes
de salir de la cocina con un portazo.
—¿Qué mosca le ha picado conmigo? —pregunté antes de
darme cuenta que no tenía ningún derecho a hacer semejante
comentario. Por suerte, si Robert o Mark pensaban lo mismo,
se lo callaron.
Me mordí los labios y titubeé al contemplar el enorme
plato con huevos revueltos, bacón y tomates con aceite que
Mark me colocó delante. Se me hizo la boca agua, pero mi
mente no se dejó convencer con tanta facilidad como mi
estómago de que lo más importante era alimentarme. Me
preocupaba el hecho de que Robert les hubiese contado a sus
socios que yo pertenecía a la Bratva, algo que explicaría la
actitud de Anthony. ¿Los habría informado durante mi
ausencia también del verdadero motivo por el que iba a
permanecer en la casa con él durante el próximo mes?
—No le hagas caso. —Robert se sentó en el taburete a mi
lado y me puso la mano en el hombro, apretándome con
suavidad los tensos músculos—. Anthony es… Digamos que
tiene problemas de confianza.
—No te lo tomes de modo personal —intervino también
Mark—. Es así con cualquier desconocido con el que se cruza,
incluso con muchos de los que conoce desde hace años.
—Puede ser difícil de tratar a veces —coincidió Robert,
dirigiéndole un asentimiento de agradecimiento a su
compañero cuando le colocó otro plato por delante—. Pero no
le des demasiadas vueltas, se acostumbrará a ti.
—Esperemos —murmuré más para mí que para él, porque
no quería imaginar lo que iban a ser los siguientes treinta días
en la casa conviviendo tan de cerca con alguien al que le
molestaba mi sola visión.
Cualquier preocupación se desvaneció en el aire en el
instante en que los esponjosos huevos se deshicieron sobre mi
lengua.
—¡Dios! Estos huevos están para morirse. ¿Qué les has
echado para que te salgan tan buenos? Tienes que darme la
receta. —Justo a tiempo me callé que pensaba dársela a mi
madre.
No es que mi madre me hubiera criado para ser un
señorito, pero se me daba mejor fregar que cocinar y a ella no
le importaba con tal de que yo aportase mi granito de arena en
las tareas de la casa.
Mark rio por lo bajo.
—Basta con que le eches un poco de amor —contestó con
un guiño que me hizo sonreír incómodo.
17

Uno no puede imaginar cómo vive la gente rica hasta que se


despierta cada mañana en una cama que parece formada por
nubes y sábanas de algodón egipcio que se deslizan sobre tu
piel desnuda como una caricia, te llevan el desayuno a la
cama, te preparan baños con burbujas y te encuentras ante un
vestidor lleno de ropa donde no tienes ni idea de qué probarte
primero.
Era casi como si cada día, desde que me encontraba en la
mansión, me levantara con ganas de ronronear, contento por
los ecos de placer que me recorrían de la noche anterior en
brazos de Robert, y a la vez quisiera taparme hasta las orejas y
esconderme ante la persistente sensación de que no era más
que un intruso que no pertenecía a un mundo de caprichos y
placeres como aquel.
Vivir allí era como encontrarme atrapado en una
encrucijada entre el exceso y la cruda realidad a la que tendría
que regresar cuando mi contrato con Robert llegara a su fin.
Por un lado, me superaba la necesidad de regresar a mi casa,
con mi familia y lo que conocía y, por otro, rogaba para que
aquella ensoñación no acabara nunca.
Con una sonrisa, me levanté de la cama y me estiré a
conciencia mientras sentía una a una las huellas que
testimoniaban la pasión de Robert. Desnudo, con una alfombra
suave bajo los pies y sin un despertador que me recordara que
mi sino era trabajar hasta el día que cayese muerto (algo
inevitable y próximo con mi suerte y en especial perteneciendo
a la Bratva). ¿Se podía pedir algo más para empezar el día?
Bueno, sí, no me habría importado despertarme con Robert a
mi lado, pero, entonces, probablemente, no habría forma de
que saliésemos de la cama.
Tampoco era como si pudiera quejarme. Justo antes del
amanecer, Robert se había ocupado de dejarme satisfecho
antes de marcharse… (Mucho, mucho más que satisfecho).
Podría haber sido rápido, puede que hasta brutal en algunos
momentos, pero despertarme con el placer que me provocaba
con su boca para, de repente, verme bocabajo y sentir cómo se
adueñaba de mi cuerpo, haciéndome suyo y marcándome
como tal para el resto del día, era… sublime. Sublime… no era
una palabra que hubiese usado nunca, pero era la única con la
que describir lo que me hacía experimentar. Y, sin lugar a
duda, aquella era mi nueva manera favorita de despertarme. En
especial, porque luego, sin siquiera tener que moverme, podía
seguir durmiendo con la sensación fantasma de que él seguía
dentro de mí y la sonrisa complacida que me provocaba que
Robert se encargase de dejarme limpio, tapado y con un beso
en el hombro antes de marcharse.
Si no fuese porque a veces tenía la sensación de que me
trataban más como una mascota valiosa a la que mimar y
cuidar que como a una persona racional e independiente, mi
vida en aquel lugar hubiera sido perfecta. Incluso Mark me
atendía de ese modo: viniendo a mi habitación a traerme el
almuerzo si no bajaba a tiempo, invitándome a ir a la
biblioteca a leer algo o para que lo acompañara al gimnasio.
Me pregunté si iba a empezar a rascarme detrás de las orejas
para comprobar si también ronroneaba para él y no solo para
Robert.
La idea me provocó un estremecimiento. Mark era guapo.
Bueno, siendo honesto, resultaba más que guapo. Poseía ese
atractivo carismático que caracterizaba a los actores de las
películas de acción. Hace unas semanas me habría emocionado
que un hombre como él se interesara por mí, pero ahora, por
alguna razón, la idea de que me tocase me producía un
auténtico rechazo y hasta daba gracias de que Robert no
hubiera dado ni la más mínima señal de pretender compartirme
con sus compañeros. Claro que Anthony no se habría metido
en la cama conmigo ni sobornándolo, o puede que sí, pero para
desahogar sus frustraciones conmigo y hacerme pagar por lo
que fuera que se le había metido en la cabeza que yo le había
hecho.
A veces no podía evitar preguntarme si ese hombre estaría
enamorado de Robert y que por eso me odiase tanto y no se
reprimiese de demostrarlo. Cuando se lo sugerí a Robert, éste
se limitó a reírse y a darme un beso en la frente.
—¿Estás celoso, gorrioncillo? —me había preguntado—.
No necesitas estarlo, Anthony es como un hermano y a
ninguno de los dos nos va el incesto.
En fin, si él lo decía… Nah, yo seguía pensando que
Anthony estaba enamorado de él. Era la explicación más
plausible. El mundo estaba lleno de hombres gais atrapados en
su armario particular y si no que me lo preguntaran a mí.
Apretándome los cordones de las zapatillas, cogí una toalla
para dirigirme al gimnasio y moverme un poco. La mansión
podía ser todo lujo, pero llevaba tres días encerrado allí y
comenzaba a sentir como si mi jaula de oro estuviera
asfixiándome. Una jaula para una mascota, eso era justo lo que
parecía aquel lugar, y ahí estaba yo, dispuesto a mover la
colita y dar saltos de alegría cuando mi amo regresara a casa
para dedicarme unos minutos de carantoñas y satisfacer mis
necesidades.
Echando un vistazo cuidadoso por la esquina del pasillo,
me aseguré de no toparme con Anthony. Con su «No sé a qué
estás jugando, pero no permitiré que pongas en peligro a esta
familia», que me lanzó la tarde anterior cuando me encontró
en el salón viendo una película con palomitas, ya tenía el cupo
completo de lo que estaba dispuesto a aguantar de él.
El gimnasio era el sueño de cualquier deportista, con su
equipamiento de última generación, espejos y grandes
ventanales que bañaban la sala en una luz suave y cálida y
ofrecían vistas al cuidado jardín trasero con pistas de pádel y
tenis. Si a eso se le añadía una sauna, duchas y un cuartito con
camilla, que solo podía suponer que servía para sesiones de
masajes, ¿qué más se le podía pedir?
Después de una hora en la cinta, me detuve frente a una
máquina de musculación y, con las manos en jarras, solté un
profundo suspiro. No era aficionado al ejercicio. Mi padre me
obligaba a hacerlo y, como era de esperar, odiaba mi falta de
fuerza y me hacía pagar por ello con insultos y medidas más
drásticas los días que se encontraba de mal humor, que eran la
mayoría cuando estaba obligado a pasar tiempo conmigo. En
su opinión, era bueno que fuese rápido, sin embargo, mi
debilidad era una vergüenza para mi apellido. Además, según
sus elocuentes previsiones, mi destino era que los propios
hermanos de la Bratva se deshicieran de mí, ya que era más un
estorbo que un hombre de valor, como era su caso.
—¿Planteándote si vale la pena o no probarlo? —la
pregunta que atravesó el silencio me hizo volverme
sobresaltado, encontrando a Robert apoyado relajado en el
umbral con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa
relajada.
—Nunca he usado realmente una de estas maquinitas tan
monas y estaba preguntándome si solo las tenías aquí como
decoración ostentosa o si de verdad servían para algo más —
me burlé secándome el sudor de la frente y el cuello con una
toalla.
Una de sus cejas se arqueó burlona.
—¿Maquinita mona y decoración ostentosa? Mmm… No
tengo muy claro si lo que estás buscando es que te enseñe a
utilizarla y hacerte tragar ese insulto con una buena dosis de
agujetas, o si lo que quieres en realidad es que te ponga sobre
mis rodillas para propinarte unas cachetadas por impertinente.
¡Mierda! Cómo era posible que se me inundara la cara de
calor cuando, al mismo tiempo, mi sangre estaba
acumulándose en mi entrepierna. Era un misterio científico
digno de ser analizado.
Como si pudiera leerme los pensamientos, la mirada de
Robert bajó por mi cuerpo hasta el lugar en el que una
creciente tienda de campaña estaba estirando la cinturilla de
mi pantalón corto. Arrastré incómodo los pies. De un
momento a otro mi glande iba a asomar la cabeza para
saludarlo y ponerse a su disposición. ¡Mierda! Estiré la
camiseta hacia abajo. ¡Ya lo estaba haciendo!
La sonrisa de Robert se ladeó. Bajó los brazos como si no
tuviera prisa y se aproximó a mí, induciendo a mi corazón a
que pulsara con creciente intensidad con cada paso que
avanzaba.
—¿A alguien le pone la idea de unos azotes? —La
pregunta podría haber sido una mofa si no fuese porque la voz
de Robert se tornó profunda y seductora.
Gemí cuando me tiró del cabello, echándome la cabeza
hacia atrás, y me envolvió las pelotas con una palma, enviando
una corriente de placer a través de mi cuerpo.
—Solo si es con tus manos —murmuré.
Cerré los ojos en rendición cuando ascendió por mi
erección y presionó con suavidad debajo de mi glande,
liberando varias gotas de líquido preseminal.
—¿Eso descarta un cinturón o una fusta? —Me arrancó un
estremecimiento al acariciarme con su aliento mientras me
hablaba al oído con ese aire juguetón con el que un depredador
juega con su presa.
—Yo… Mi padre… solía usar el cinturón y… y otras
cosas.
La repentina rigidez de Robert desapareció con tanta
rapidez, que no supe si me la había imaginado o no.
—De acuerdo. Nada de accesorios hasta que seas tú quien
quiera probarlos, gorrioncillo.
Sin poder mover la cabeza por su agarre, lo estudié de
reojo.
—¿Y si nunca llega ese momento?
—Entonces, simplemente no llega —replicó con
indiferencia.
Solté un suspiro de alivio hasta que me mordió el cuello.
—¡Estoy sudado! —protesté alarmado.
—¿Y?
—Que yo… yo… prefiero que esperes a que me duche.
—Yo no —su respuesta fue tan firme y concisa que me
dejó sin argumento—. Sabes algo salado. ¿Y qué? Si te sientes
incómodo lo respeto y no te besaré, pero recuerda que soy yo
quién decide el cuándo y el cómo. El cuándo es ahora y el
cómo es aquí. De modo que, si lo quieres sin besos, espero que
unos buenos azotes de verdad te pongan porque ese es el único
precalentamiento que vas a tener.
Debería haberme escandalizado, humillado o tal vez
enfadado. Mi cuerpo escogió la opción más ilógica de todas:
excitarme de tal manera que pude sentir un cosquilleo
instalándose en mi glande, que goteaba con total entrega,
dejándome una mancha húmeda en mi bóxer, que traspasó la
fina tela de los shorts deportivos que llevaba.
—¿Cómo me quiere, señor? —raspé sin apenas voz.
Quitándome la camiseta por encima de la cabeza, me giró
hacia la estación multifunción.
—Sujétate a la prensa de brazos —dijo, colocándome las
manos sobre las dos barras horizontales curvas que sobresalían
del aparato.
Mis palmas apenas habían tocado la espuma de las barras,
cuando me bajó de un solo tirón los pantalones cortos y la ropa
interior hasta las rodillas. Desnudo y atrapado… ¿Por qué me
ponía tanto que él siguiera vestido con su traje de chaqueta?
Ni siquiera me dio tiempo de acostumbrarme al frío
cuando el impacto de su palma sobre mi trasero resonó por el
gimnasio, acompañado de un breve resquemor que, a medida
que desaparecía, dejaba tras de sí un rastro de calor.
Robert pasó su mano con reverencia por el lugar.
—Eres tan blanco que incluso una leve palmada basta para
dejar tu trasero de un suave tono rosado.
Por la forma en la que apretó los labios en una mueca
agónica estaba claro que estaba decidiéndose sobre si lo que
quería era soltarse el pelo o conformarse con su intención
inicial de ponerme el trasero colorado. Esperé a que nuestras
miradas se encontraran a través del espejo de la pared.
—Prefiero el rojo —murmuré sin estar muy seguro de por
qué lo admitía cuando al que le iban a doler aquellas palmadas
iba a ser a mí, aunque mi polla parecía tenerlo más claro por la
forma en la que las brillantes gotitas resbalaban de la punta al
suelo.
—Seis entonces —dijo Robert de la nada, como si
estuviera pensando en voz alta—. Tres en cada glúteo. Lo
suficiente como para darte color. La semana que viene, cuando
los cardenales que te quedan del otro día hayan desaparecido,
pondremos a prueba qué tipo de tono rojizo te gusta más.
Tragué saliva. ¿Eso significaba que iba a darme más de
seis o que me daría más fuerte?
Jadeé ante su segunda palmada, pero jadeé aún más
cuando metió su mano entre mis piernas para pesarme y
amasarme con delicadeza las pelotas. Una delicadeza que
contrastaba con la fuerza con la que castigaba mi trasero.
Con la tercera palmada, eché la cabeza atrás cuando me
masturbó casi al tiempo exacto en el que tardó en desaparecer
el dolor. La cuarta y la quinta fueron consecutivas y ninguna
de ellas en el mismo lugar. Para cuando me dio la sexta, mi
trasero se sentía como el de una luciérnaga y de mi glande
colgaba un fino hilo transparente. Si la dureza de las
erecciones pudiera medirse con algún tipo de escala como la
que se usaba con los materiales, la mía tendría un diez, justo a
la altura del diamante.
—Buen chico, gorrioncillo —murmuró Robert al lado de
mi oído, mientras acariciaba mi trasero con delicadeza—. Pero
sabes que aún no hemos terminado, ¿cierto? Sujétate fuerte.
Escuché más que vi a Robert abriéndose el cinturón,
bajándose la cremallera y escupiéndose en las manos para
lubricarse con su saliva. Y entonces fue cuando me separó las
nalgas y se posicionó entre ellas, abriéndose paso despacio
dentro de mí y arrancándome un largo jadeo mientras mi
cuerpo trataba de ajustarse a su invasión. Claro que habría sido
tonto si, después del aviso que me había dado, hubiese
esperado que fuera a hacerme el amor despacio y con cuidado.
¡Gracias a todo lo que era santo! Era lo último que quería
cuando estaba tan excitado y temía correrme en cuestión de
minutos.
En cuanto mi trasero chocó con su ingle, cualquier
delicadeza se evaporó. Agarrándome del cabello, me obligó a
arquear la espalda y sacar el trasero para embestirme justo
como a él le gustaba y yo necesitaba: sin freno, totalmente
fuera de control y haciéndome olvidar hasta de mí mismo.
—Buena sesión de ejercicio —murmuró Robert casi una
hora después, tirado a mi lado en una colchoneta con la camisa
deshecha, el pantalón abierto y la respiración tan agitada como
la mía.
Sin poder evitarlo, sonreí.
—Podría acostumbrarme a este tipo de ejercicios —
confesé en broma.
Robert resopló.
—Apuesto a que sí y también a que en nada ibas a dejarme
KO.
—Bueno… —Me giré de lado y apoyé la cabeza en un
brazo para poder verlo mejor—. Tienes que admitir que al
menos es más placentero así.
Su expresión se suavizó y, cogiéndome por la nuca, tiró de
mí para darme un beso.
—Mucho más —admitió con una voz profunda que me
recorrió con un delicioso cosquilleo.
Un repentino carraspeo rompió el hechizo y mis ojos se
abrieron horrorizados al descubrir a Anthony en la sala, a tres
metros de nosotros, no cortándose ni un pelo al recorrernos
con una mirada oscura. El que yo tratase de cubrirme los
genitales con ambas manos no pareció importarle demasiado
para seguir estudiándome con su mueca de desdén.
—¿Qué quieres? —rugió Robert, tapándome parcialmente
de la vista de su socio.
—Maxwell ha llamado porque no le cogías el teléfono.
Dice que teníais una videoconferencia programada hacía
veinte minutos.
—¡Joder! —Robert se levantó malhumorado y me ayudó a
hacerlo a mí antes de colocarse delante de mí, cerrarse la
cremallera del pantalón y pasarse una mano por el cabello—.
¿Y no podías haber llamado a la puerta antes de entrar?
A través de uno de los espejos vi a Anthony encogiendo un
hombro con indiferencia.
—Estáis en un gimnasio, ¿cómo iba a saber yo que
pensabais crear aquí vuestro nidito de amor?
No pude ver la mirada que le echó Robert a Anthony, pero
sus puños se encontraban tan apretados que le podía ver el
blanco de los nudillos.
—Lárgate y dile a Maxwell que lo llamaré en diez
minutos.
—A sus órdenes, jefe —siseó Anthony sin ocultar su
irritación—. Pero si piensas seguir follándotelo, mejor
llévatelo contigo a tu despacho. Seguro que tu asistente
personal no tiene problema con participar en la reunión desde
debajo de la mesa. ¿Verdad, encanto? —Sin esperar una
respuesta, se marchó.
—¡Maldito cabrón hijo de puta! —gruñó Robert antes de
girarse hacia mí—. Hablaré con él.
Frotándome los brazos ante el repentino frío, asentí y
busqué mi ropa. Robert se adelantó a mí, pero en lugar de
entregármela me ayudó a vestirme.
—Jamás le he contado nada sobre los términos de nuestro
acuerdo —dijo, mirándome a los ojos cuando terminó.
Cuando me rodeó con sus brazos y me atrajo contra su
pecho, asentí con un profundo suspiro.
—Tendría que estar tonto y ciego para no darse cuenta de
que no hago otra cosa que estar encerrado en mi habitación y
perdiendo el tiempo por la casa.
—Lo hablaremos luego, gorrioncillo. Ahora ve a ducharte
mientras voy a la reunión a resolver el problema. Luego igual
podemos hacer algo juntos si no surgen más complicaciones.
¿Y qué tal si mañana te muestro algunas rutinas con las
máquinas? Si te interesa, claro está.
—Me gustaría —admití con sinceridad. Puede que la
presencia de Robert lo hiciera más llevadero y, al menos,
tendría algo con lo que entretenerme mientras estaba allí.
Dándome un beso en la frente, se colocó frente a un
espejo, se colocó bien la camisa y su rostro adoptó una
máscara de concentración y autoridad, asumiendo de nuevo el
papel de magnate que le ofrecía al mundo.
En cuanto se marchó, me dejé deslizar sin fuerzas sobre la
colchoneta y me tapé la cara con ambas manos. Odiaba que
Anthony me hubiera visto desnudo, se sentía como una
invasión a mi intimidad, sin embargo, lo peor era que supiera
cuál era mi función allí. El hombre no era tonto. Hoy en día,
un amante no necesitaba ocultarse tras un puesto de trabajo
inexistente y Robert no parecía alguien que fuese a ocultarles a
sus amigos con quién estaba acostándose si se trataba de una
relación normal. En realidad, la culpa de aquel follón era mía.
Yo había sido el que le había pedido a Robert que no contase
que me pagaba por tenerme. Aunque eso, en el fondo, no
cambiaba el hecho de que si la información salía de aquella
mansión mi vida solo podía cambiar a peor.
18

Después de desvalijar el frigorífico, regresé a mi habitación


cargado con un sándwich, patatas fritas y un refresco. Apenas
había pisado el pasillo cuando ya se oía la discusión. Aunque
hubiese tratado de respetar la confidencialidad, entre las voces
y la puerta entreabierta del despacho de Robert habría sido
imposible. Claro que, en atención a la verdad, tampoco hice el
intento de andar más rápido para no enterarme de nada, en
especial, cuando reconocí la voz de Anthony.
—¡Me niego a que pongas la operación en riesgo por puro
capricho! —La furia contenida en el siseo de Anthony era más
que evidente.
Me estremecí. Si el Anthony callado o el que soltaba lo
que se le pasaba por la cabeza me había parecido malo, al
furioso prefería no conocerlo siquiera.
—Que Jasha viva aquí no la pone en peligro. —Me detuve
en seco ante la mención de mi nombre y dejé de masticar la
patata que acababa de introducirme en la boca—. De modo
que búscate otra excusa. Aunque, si tanto te preocupa la
operación, ponte tú al mando. A ver si así, de paso, te centras
en tu trabajo en lugar de meter las narices en mi vida personal.
—Tu vida personal nos afecta a todos en esta casa, en
especial, cuando traes a alguien como él aquí —espetó
Anthony—. No puedes decirme en serio que ni siquiera te
planteas la brecha de seguridad que supone.
—Ya está hecho, Anthony. Si tanto te afecta, busca
soluciones. Las escucharé, pero que Jasha se marche antes de
que acabe el mes queda descartado —respondió Robert,
cortando la discusión de cuajo—. ¿Algo más?
—Sí, ya que estamos… —El repentino silencio que se
produjo me puso el vello de la nuca como escarpias. Con
presteza, me refugié tras la esquina y detuve el aliento al
escuchar pasos acercándose.
No fue hasta que la puerta del despacho de Robert se cerró
de golpe que volví a respirar con tranquilidad. ¡Jesús! Lo
último que quería era que Anthony pudiera acusarme de
haberlos estado espiando y que encima tuviera razón.
Atravesé el pasillo con rapidez y sin hacer ruido antes de
que pudieran descubrirme. No tenía ni idea de qué operación
estaban hablando, pero estaba claro que no querían que yo me
enterase de nada y, siendo honesto, después del tiempo que
llevaba en la Bratva, si algo había aprendido, era que a veces
menos es más. No me interesaba conocer ningún tipo de
información confidencial que pusiera mi vida en peligro. Por
suerte para mí, mi curiosidad en ese aspecto era de lo más
conformista.
Me encontraba en mi dormitorio contemplando el jardín a
través de los enormes ventanales, cuando Robert vino y me
abrazó desde atrás envolviéndome con su calor y apoyó su
barbilla sobre mi cabeza. De inmediato, mis músculos se
relajaron.
—Sé que nos escuchaste a Anthony y a mí discutiendo.
Me congelé por dentro.
—No escuché nada, solo que no me quiere aquí y no fue
intencionado, venía para acá y la puerta estaba abierta. Lo
siento.
—Lo sé, gorrioncillo, además del aroma a gel de ducha, te
delató el crujido de las patatas fritas que estabas devorando.
Me encogí por dentro.
—De verdad que espero que al pakhan no se le ocurra
nunca tratar de usarme como espía. Está visto que no es lo
mío.
—No, yo diría que no. —Robert rio por lo bajo y me dio
un beso en la coronilla.
—Ahora solo hace falta que convenzas a Anthony de que
soy demasiado inútil como para tratar de sacaros información
para entregársela a la Bratva.
—No le hagas caso. Aunque parezca un capullo integral…
—¿Solo lo parece? —pregunté con sequedad.
Su risa me hizo vibrar entre sus brazos.
—Vale, concedido. Aunque Anthony sea un capullo, lo es
porque intenta protegernos. Cuando lo conozcas un poco
mejor lo comprenderás.
—Si tú lo dices… Pero si te soy sincero, no sé cómo lo
aguantas.
Esta vez, Robert soltó un profundo suspiro.
—Para él la lealtad lo es todo y no tengo ni la más mínima
duda de que, si alguna vez se viera en la situación de tener que
elegir entre su vida y la mía, elegiría la mía sin planteárselo
siquiera. Sé que es difícil creerlo con la fachada de neandertal
que suele usar en público, pero si consigues entrar en su
círculo interior y te permite conocerlo, comprenderás por qué
es el tipo de hombre del que estoy orgulloso de que me
considere como un amigo y hermano.
Apoyé la cabeza contra su pecho y observé las increíbles
tonalidades del cielo mientras el sol desaparecía en el
horizonte.
—¿Hay alguna forma de hacer que deje de ponerse verde y
me enseñe los dientes con solo verme?
Sonreí a medias cuando el pecho de Robert vibró con sus
nuevas carcajadas.
—La única solución para que deje de enfadarse nada más
verte es que desistas de huir de él y que lo obligues a soportar
tu presencia.
—¡Oye! —Me giré en sus brazos para lanzarle una mirada
acusatoria—. A mí no tiene que soportarme nadie, no solo soy
un encanto, sino que suelo caerle bien a casi todo el mundo…
A todo el mundo excepto a ese ogro.
—Se te ha olvidado añadir que además eres increíblemente
lindo y comestible.
Entrecerré los ojos para fingir irritación, aunque por dentro
estuviera revolcándome como un cachorrillo en la hierba y
más que dispuesto a ponerme panza arriba para que me
acariciara.
—¿Me estás comparando con una piruleta?
Sus labios se curvaron.
—Puede. Pondremos esa teoría a prueba luego, cuando
regresemos.
A pesar del estremecimiento que me recorrió al
imaginarme la manera en la que pensaba demostrarme su
teoría, no fue eso lo que me hizo alzar la cabeza.
—¿Cuándo regresemos? —comprobé que no lo había oído
mal—. ¿A dónde vamos?
—¿Qué tal si salimos a cenar y al cine o a tomar unas
copas? Tal y como estabas contemplando el jardín, parecías
estar a punto de trepar por las paredes para escapar.
—¡Salir! ¿Vamos a salir? —Me lancé a su cuello y lo besé
sin pensármelo siquiera.
Robert me sujetó por el trasero cuando prácticamente lo
trepé como un koala, pero acabó por soltarme, reticente.
—Vístete antes de que cambie de opinión y te amarre al
cabecero de la cama —sus palabras me hicieron detenerme.
Nunca me había atado a la cama, nunca me había atado a nada
en realidad—. ¡Jasha! —gruñó a modo de advertencia—.
Luego. Ahora vístete. Salimos dentro de media hora.
Soltándome me dio la espalda y regresó a su habitación
mascullando algo entre dientes que sonaba bastante a: «para
qué quieren viagra si podrían clonar a esta criatura».
Me mordí los mofletes para que no me viera la sonrisa de
oreja a oreja antes de gritar tras él:
—¿Tengo que vestirme de alguna forma especial?
No era una pregunta caprichosa. En los últimos días, mi
vestidor no solo se había llenado con los esenciales como ropa
interior, calcetines, pijamas, bañadores, vaqueros o camisetas
en una amplia gama de estilos y colores, sino con varios trajes
y ropa de vestir. Y, aunque nunca me había considerado un
chico de trajes de chaqueta, no podía deja de admitir que tenía
ganas de estrenar alguno antes de regresar a mi vida.
—Ponte guapo —gruñó sin girarse.
Colocándome una mano sobre el pecho, abrí los ojos en
plan dramático.
—¿Estás insinuando que no estoy guapo en mi pijama del
Pato Lucas?
Girándose despacio, Robert me examinó de arriba abajo
con los ojos entrecerrados.
—Empiezo a pensar que disfrutaste de los azotes mucho
más de lo que pensaba.
—¿Yooo? —pregunté con mi mejor carita de inocente.
—Ponte lo que te dé la gana —gruñó Robert, dándome la
espalda y desapareciendo en su dormitorio—. Estás guapo te
pongas lo que te pongas —masculló de forma mucho más
baja, pero lo bastante alto como para que pudiera enterarme.
¡Yay! Me habría puesto a pegar saltos y piruetas sobre la
enorme cama, pero Liv tenía razón sobre el tiempo que solía
tardar en arreglarme, y media hora era un tiempo muy pero
que muy justo. Y si Robert me había pedido que me pusiera
guapo, eso era justo lo que iba a darle.
Al final opté por un jersey suave y cómodo que se
amoldaba a la perfección a mi cuerpo, haciéndome parecer
más tonificado de lo que era, y un pantalón de vestir negro.
Solo el precio que venía en la etiqueta ya me hacía sentir
exclusivo y valioso y comenzaba a comprender por qué los
ricos solían andar con un aire de seguridad que los distinguía
de la gente corriente como yo.
Fue la elección perfecta, no solo porque Robert me devoró
con la mirada desde el mismo instante en que me vio, sino
porque encajaba a la perfección con el pequeño y exclusivo
restaurante italiano al que me llevó a cenar. El ambiente allí
podía ser cálido y acogedor en apariencia, con sus paredes de
ladrillos vistos, los mosaicos romanos y pinturas clásicas, sin
embargo, bastaba con echarles un vistazo a los clientes para
adivinar que no era un sitio al que cualquiera podía permitirse
el lujo de ir.
El maître nos condujo a una mesa junto a la ventana, desde
donde podía verse un cuidado jardín lleno de rosales, hiedra y
olivos.
—¿Y bien? ¿Te gusta? —preguntó Robert cuando nos
quedamos a solas después de elegir nuestros platos.
—Me encanta y huele divino. Se me ha hecho la boca agua
apenas pisar el local. ¿Sueles venir aquí a menudo?
Robert encogió un hombro.
—En ocasiones. Es un sitio tranquilo, se come bien y no
me obliga a fingir ni cumplir con expectativas sociales.
—¿Te refieres a que aquí no te comportas como si fueras
un ogro?
Con un bufido, sacudió la cabeza.
—Si fueras cualquier otro, te arrancaría la cabeza solo por
llamarme así.
Apoyé la barbilla sobre ambas manos.
—¿Ves cómo te comportas igual que un ogro?
Exasperado, Robert soltó otro bufido.
—Bueno, cuéntame algo. ¿Qué has hecho hoy aparte de
espiar conversaciones ajenas?
Entrecerré los ojos.
—Ja, ja, ja. Muy gracioso. Ya te dije que no estaba
espiando. Pasaba por allí y os escuché. —Rodé los ojos
cuando se quedó mirándome sin parpadear—. Además, ya
sabes casi todo lo que he hecho hoy. He estado un rato en el
gimnasio, he visto una peli, ah, y casi le meto fuego a tu
cocina.
Robert se puso a toser de forma compulsiva, llamando la
atención de medio restaurante, mientras se colocaba la
servilleta sobre los labios.
—Perdón, ¿qué has dicho?
—Tenía hambre a media mañana, el cocinero había salido
a comprar e intenté hacerme un huevo pasado por agua para
prepararme un sándwich mixto como los que suele hacerme mi
madre.
—Es imposible meterle fuego a una cocina por hervir un
huevo —dijo con el ceño fruncido—. Lleva demasiada agua.
—Mmm…, si tú lo dices.
—Vamos, no puede haber sido para tanto.
—Me distraje con las noticias, el agua se evaporó y el
huevo se quemó y explotó… Ah, y la alarma de incendios se
puso a pitar, aunque por suerte no saltó el aspersor. —Solo de
recordarlo me tapé la cara—. ¡Dios! Un puñetero huevo
pasado por agua y quemé el agua. ¿Cómo me ha podido pasar
algo así?
—¿Talento natural? —se mofó Robert.
—Debe de serlo. Ni se te ocurra contárselo a nadie. Es
información confidencial. Ya le hice un chantaje al cocinero
para que mantuviera la boca cerrada —bromeé.
Robert alzó una mano y se colocó la otra sobre el pecho.
—Juro solemnemente no sacar el tema a colación, excepto
los días de Acción de Gracias, Navidad y el Cuatro de Julio.
—¡Oye! —protesté, a pesar de que la idea de que me viese
en su vida para celebraciones que se encontraban mucho más
allá de nuestro mes juntos, me provocó un extraño calor en la
zona del pecho.
Los dos nos callamos cuando el sumiller le trajo una
botella de tinto a Robert y se lo dio a catar.
—¿Estás seguro de que no quieres al menos probarlo? —
me preguntó al inspeccionar con una mueca mi habitual vaso
de refresco.
Negué con la cabeza.
—Mi padre solía beber, mucho. Me juré que nunca
acabaría como él.
Robert asintió.
—¿Quieres que me pida otra cosa?
Su ofrecimiento me sorprendió casi tanto como que no
siguiera el ritual habitual en el que la gente trataba de
convencerme de que una copita no iba a hacerme daño ni
convertirme en un borracho.
—No es necesario. Mi padre solía beber vodka y cerveza,
el vino huele diferente.
—¿Seguro? —Robert parecía serio—. No me importa si te
trae malos recuerdos. Quiero que estés a gusto conmigo.
—No. Me gusta verte disfrutar siempre que no acabes
convirtiéndote en un borracho violento.
—En ese caso puedo prometerte que no pasará. —Robert
se echó atrás en su asiento—. Suelo necesitar unas tres copas
de vino para ponerme de buen humor y tendría que
terminarme la botella completa para volverme más cariñoso.
Arqueé una ceja.
—¿Te pones más cariñoso cuando te emborrachas?
—No sabría si llamar a ese estado de ligereza borracho,
pero sí, podemos definirlo como un tanto desinhibido. Según
Anthony y Mark, me vuelvo pegajosamente cariñoso, además
de que se me suelta la lengua. Que es motivo más que
suficiente para no pasarme de las tres copas cuando estoy en
eventos sociales.
—Mmm… ¿Has dicho pegajosamente cariñoso? —Ladeé
la cabeza—. Creo que me gustaría verte así. Tienes mi permiso
para acabarte la botella.
Alzó ambas cejas.
—¿No te basta con lo cariñoso que ya soy contigo?
—Si con ellos lo eres más, entonces, seguro. No,
segurísimo.
—¿Y no te has planteado que quizá a ellos les parezca
pegajoso porque no están acostumbrados a verme así?
Mi corazón dio un doble latido.
—¿Intentas decirme que soy especial?
Robert arqueó una ceja.
—¿Necesitas que te lo confirme?
—¿Y si te dijera que sí?
—En ese caso, me terminaré la botella, pero no te
garantizo que luego vaya a estar de humor para darte azotes.
No te quejes todo se vuelve tierno, romántico y lento y te
resulto aburrido.
Tomé un largo trago de mi refresco, arrepintiéndome por
primera vez en años de no beber alcohol.
—Tal vez me guste tierno, romántico y lento —raspé con
una repentina ronquera—. De cuando en cuando —añadí al
darme cuenta de que podría malinterpretarlo.
—Imagino que es algo que averiguaremos cuando
lleguemos a casa. —Robert se llevó la copa a los labios y me
hizo un guiño, que consiguió que agradeciera que el mantel me
tapara el regazo.
Un camarero nos trajo una fuente de bruschetta al tomate
con albahaca fresca y aceite de oliva para compartir y, tal y
como había prometido, Robert comenzó a relajarse tras la
primera copa.
—¿En serio te comiste un taco de kilo y medio tú solo? —
le pregunté alucinado después de que me narrara una anécdota
de su juventud—. No me lo creo.
—Era mucho más joven entonces y competitivo como no
te puedes imaginar. Que no tuviera dinero y que la cuenta me
saliera gratis si era capaz de comérmelo, también ayudó.
—¿No eras un niño rico?
—A los dieciséis era más pobre que una rata callejera. Mi
madre apenas ganaba para mantenernos bajo un techo y a fin
de mes no era raro que nuestro frigorífico estuviera vacío.
—¡Guau! Cualquiera lo habría adivinado. No debió de ser
fácil llegar hasta dónde estás ahora.
—Suerte y un trato con el diablo, supongo —comentó
Robert con un tono jocoso que contrastaba con la tristeza en
sus ojos.
Me habría gustado preguntarle más acerca del tema, pero
algo me decía que no era ni el momento ni el lugar, y que él
me lo confesaría si alguna vez estuviera preparado para
hacerlo.
—¿Y tu madre? —indagué un poco más.
Incluso su sonrisa fingida se evaporó con la mención de
ella.
—Murió mientras estaba en una misión en Afganistán.
Cuando regresé para su entierro, me enteré de que llevaba dos
años enferma de cáncer.
Alargué la mano para tocar la suya.
—Vaya, lo siento.
Robert estudió distraído su copa de vino.
—Nunca me lo mencionó y no había tocado ni un solo
céntimo del dinero que le enviaba cada mes de mi sueldo
como SEAL, dejándolo en una cuenta compartida con mi
nombre como cotitular. Fueron los ahorros con los que empecé
mi primer negocio.
—Eso fue…
—¡Robert Steele!
Ambos retiramos las manos con brusquedad cuando un
hombre de mediana edad se detuvo junto a nosotros y le apretó
el hombro a Robert, cuyo rostro se convirtió en una máscara
que no dejaba traslucir nada.
Escondí las manos debajo de la mesa, procurando que no
se me notara mi repentina ansiedad. ¿Cómo se me había
podido olvidar que nos encontrábamos en un sitio público?
—George, qué sorpresa verte por aquí —lo saludó Robert
con una aparente calma—. No era el tipo de sitios con el que
te tenía asociado.
—Ah, bueno, a mi… sobrina le gustan las pizzas, ya sabes
cómo son los jóvenes de hoy en día —explicó George,
señalando con la mano a la chica que se encontraba junto a él
y que parecía estar deseando que se la tragara la tierra, aunque
los pequeños y penetrantes ojos del hombre no se despegaron
de mí.
Por lo delgada que era la chica, con excepción de sus
pechos y trasero, demasiado pronunciados como para ser
naturales, dudaba mucho que fuese de las que comían pizza
por la noche. Teniendo en cuenta que apenas debía tener los
dieciocho cumplidos, algo que era mucho suponer, y que
George podría tener unos buenos sesenta años con sus
acentuadas arrugas, cabello teñido colocado artísticamente
para taparle la calva central y una barriga más bien generosa
en su curvatura, habría apostado lo que sea a que la chica no
era su sobrina y que el motivo por el que se encontraba en
aquel restaurante era el mismo por el que lo había elegido
Robert: para esconder su sucio secreto.
—Sissy, no seas maleducada, saluda a mi amigo Robert y
a…, perdón, creo que no conozco a tu acompañante, amigo
mío.
Robert apretó la mandíbula por una milésima de segundo.
—No, no creo que lo conozcas. Es mi asistente, Jasha. Aún
no me lo he llevado a ninguna de las reuniones. Solo lleva
unos días trabajando conmigo.
—Aaah, ya veo —dijo George con un brillo de malicia
difícil de obviar en sus pupilas—. En ese caso, puede ser una
buena idea que te lo traigas mañana al club de campo. Si tiene
que trabajar con nosotros, cuanto antes nos conozca y lo
conozcamos, mejor.
Fui a abrir la boca para soltar una excusa de por qué no
podía ir, pero Robert me pisó el pie de forma intencionada.
—Cierto. —Robert forzó una sonrisa—. Me lo plantearé.
—Nada de planteártelo. Se lo diré a los demás para que se
mentalicen. Ya sabes cómo son algunos cuando ven caras
nuevas en nuestros círculos y, como tu asistente, imagino que
tendrá que acompañarte en más de una ocasión.
—Imagino que tienes razón —concedió Robert con
rigidez.
—Genial. Bueno, no os entretengo más. Que disfrutéis de
la cena. Buenas noches, Jasha, espero tener más tiempo para
hablar contigo mañana.
—Gracias. Ha sido un placer conocerlo, señor.
—Igualmente, muchacho, igualmente.
Robert y yo lo seguimos con la mirada mientras se dirigía
a la puerta sin tratar de disimular siquiera el hecho de que
tenía la mano sobre el trasero respingón de la chica.
—¿Por qué has dejado que te presione para llevarme
mañana a ese club de campo? —le pregunté en cuanto estuve
seguro de que George no podía escucharnos.
Robert se pasó una mano por el cabello.
—Porque al igual que nosotros no nos hemos tragado que
Sissy es su sobrina, él no se ha tragado que tú eres mi
asistente. No llevarte sería confirmarlo y, aunque te parezca
extraño, al igual que tú, yo no me puedo permitir el lujo de que
salga a la luz pública que mantengo una relación con otro
hombre.
19

Cuando George anoche mencionó el club de campo, había


imaginado una restaurante amplio, tal vez con un par de
plantas o algo semejante, rodeado de un parque o un campo de
golf. Lo último que me había esperado era la majestuosa casa
señorial de cuatro plantas, balcones llenos de gente en
elegantes trajes tomándose cócteles y charlando, e increíbles
columnas de mármol enmarcando la magnífica escalinata ante
la que Robert aparcó su Maserati.
Seguía mirando boquiabierto la inmensa casa señorial
cuando un valet uniformado me abrió la puerta del coche.
Robert, que se había bajado antes que yo, le entregó la llave y
se ajustó los puños de su traje mientras me lanzaba una ojeada
expectante.
—¿Listo para conocer a los lobos que manejan los hilos en
esta ciudad? —Su tono autoritario carecía del deje juguetón al
que estaba acostumbrado, poniéndome más ansioso de lo que
ya estaba—. Mantente a mi lado y procura hablar lo menos
posible. Yo me encargaré del resto. En especial, evita a
George.
Me apresuré a seguirlo hacia el interior, tratando de
mantener sus zancadas firmes y seguras. Robert se movía con
una confianza innata y, si no fuera por lo que me había
contado, jamás habría adivinado que se había criado en la calle
como yo. Atravesó el elegante vestíbulo saludando a sus
conocidos y clientes con palmadas en la espalda y apretones
de manos, actuando como si yo no fuese más que su sombra.
Aunque debería haberme sentido ofendido, en el fondo estaba
agradecido de que me permitiera mantener el aparente halo de
invisibilidad que parecía haberme envuelto en aquel lugar.
—Robert, ¡qué gusto verte! —exclamó George nada más
verlo con una sonrisa, demasiado amplia para mi gusto,
abrazándolo como si fuesen amigos del alma, algo que
desmentía claramente la postura rígida de Robert—. Y te has
traído a tu nuevo asistente… ¿Cómo dijiste que se llamaba?
Ah, sí, Jasha —dijo como si yo no estuviera presente y no
pudiera preguntármelo a mí.
—Un placer volver a verlo —mentí, procurando ocultar mi
malestar detrás de una sonrisa educada.
—Sí, tras los argumentos que me diste no me quedó más
remedio que darte la razón —intervino Robert—. Le vendrá
bien conocer a los clientes y colegas que pertenecéis a mi
entorno, aunque la mayor parte del tiempo tendrá que trabajar
con vuestros empleados, por supuesto.
Si la capa de invisibilidad me gustaba, el que Robert me
clasificara de empleado y me colocase a ese nivel ante sus
conocidos no acabó de sentarme bien del todo. En un entorno
normal y cotidiano, ser el asistente personal de un hombre
importante como Robert sería motivo de orgullo, pero allí, a
juzgar por la forma en que la gente me miraba, con esa mezcla
de curiosidad y desprecio o ignorancia…, de algún modo, se
sentía feo, convirtiéndome en un ser inferior al resto de los
presentes.
—Mmm… Has hecho bien trayéndolo —replicó George,
echándome una mirada calculadora—. Espero que me
disculpéis, mi esposa ha venido con mi suegra. Me agradará
que podamos charlar un poco más luego.
—Por supuesto. Nunca es bueno hacer esperar a una
esposa, y menos a una suegra —bromeó Robert, más aliviado
que enfadado, aunque solo alguien que estuviese observando
con atención sus hombros podría haberse dado cuenta.
—Aaah, mi querido amigo, —sonrió George con ese aire
de malicia en los ojos que parecía caracterizarlo—, se nota que
Esther te ha enseñado bien.
Antes de que pudiera preguntarle a Robert quién era esa tal
Esther y si había estado casado, me tomó del brazo para
guiarme hacia otra conversación.
A medida que la noche avanzaba, comenzó a importarme
un pepino si esa tal Esther había sido una de sus múltiples
amantes, novias o si había estado casado con ella. Por lo que
sabía, podría haber sido incluso su madre. Viendo la forma en
que los hombres acaparaban su atención y la manera en que las
mujeres invadían con total confianza su espacio personal, me
sentía cada vez más tentado a romper mi propia regla y
pedirme una copa de algo fuerte que me dejara lo bastante
atontado como para al menos poder olvidarme de las miradas
curiosas y los cuchicheos a nuestro alrededor, mientras yo me
mantenía al lado de Robert como una tonta y obediente
mascota.
El opulento salón principal del club de campo brillaba con
una luz dorada que emanaba de los grandes candelabros,
reflejándose en las refinadas copas de cristal que iban
circulando con generosidad entre los asistentes. La atmósfera
era sofocante, no solo por el calor generado por la multitud y
que hacía que se me pegara la camisa a la piel húmeda y que
me apretase la corbata, sino también por la densa nube de
perfumes e hipocresía social que se respiraba en cada rincón.
—¿Quieres algo de beber que no sea champán? —me
preguntó Robert, colocándome una mano en la parte baja de la
espalda para dirigirme hacia la barra que se encontraba en un
extremo del salón.
Asentí sin entusiasmo y dejé que me guiara, tratando de
ignorar las miradas que se clavaban en mi espalda. Tenía la
boca reseca. A pesar de que había paseado a ratos con una
copa de champán en la mano, no le había dado ni un solo
sorbo.
—Un burbon para mí y un refresco de naranja para mi
acompañante —le pidió Robert al camarero sin preguntarme.
Agradecido, tomé el vaso y lo vacié casi de un solo trago.
—¿Te importa si salgo un rato al balcón a tomar un poco
de aire fresco? —le dije al descubrir a otro hombre
dirigiéndose con paso firme hacia nosotros—. Creo que por
hoy ya he aprendido más sobre inversiones, propiedades y
escándalos políticos de lo que mi cerebro puede asimilar.
Robert asintió con la mandíbula apretada al seguir la
dirección de mi mirada y reconocer a quién sea que fuese ese
hombre.
—Ve, te buscaré en cuanto pueda escaparme.
Salí al balcón, donde los tonos anaranjados de la tarde
habían pasado a un paisaje nocturno que se extendía como un
manto de terciopelo, salpicado por las luces lejanas de la
ciudad. El aire fresco me recibió como un bálsamo y sentí
cómo mis pulmones volvían a expandirse por primera vez
desde que habíamos pisado aquel lugar. Me recosté contra la
barandilla del rincón, dejando que la oscuridad me envolviera,
y traté de olvidar por un momento dónde estaba y qué era lo
que se esperaba de mí. No resultó fácil. Podía oír las risas y las
voces animadas que provenían del salón y, de cuando en
cuando, alguien atravesaba la terraza en su camino hacia los
jardines.
—Aaah, ¿conque aquí es donde te has escondido, mi
querido Jasha? —comentó una voz que preferiría no haber
vuelto a oír aquella noche.
Mi espalda se puso rígida. No solo sabía a quién me
encontraría al darme la vuelta, sino que conocía ese tipo de
retintín que se escondía en su tono falso y empalagoso. Era el
mismo que solía usar mi padre cuando tenía su vista puesta
sobre una presa.
—George —lo saludé con un rápido vistazo hacia el salón
principal, cruzando los dedos para que Robert no tardara
demasiado en llegar.
—Justo me preguntaba dónde te habrías metido.
Estaba seguro de que aquello era lo único sincero que
había dicho hasta el momento.
—¿Me buscabas? —pregunté con inocencia.
—Por supuesto. —George se encendió con calma un
cigarrillo—. Te dije anoche que estaba interesado en charlar
un rato contigo.
Si no hubiera sido porque parecía más centrado en estudiar
el humo que se desprendía de su cigarrillo al apoyarse contra
la barandilla y que dejó un respetable espacio entre ambos,
habría pensado que estaba a punto de hacerme una oferta para
acostarme con él. Tenía el mismo comportamiento, incluso la
misma hambre en sus ojos que había sentido tantas y tantas
veces dirigida hacia mí, solo que no era mi cuerpo lo que le
interesaba.
—Me temo que acabo de empezar con Robert y que no
voy a poder ayudarlo, aunque se tratara de uno de sus negocios
—repliqué con una cordial frialdad.
—Mmm… Yo creo todo lo contrario —replicó George sin
inmutarse—. Creo que eres la mejor persona que puede
ayudarme con lo que quiero.
—¿Y qué es? —pregunté con rigidez.
—Un trato que nos beneficiará a ambos. —Esta vez, sus
pequeños ojos, que me recordaban a los de una rata por lo
diminutos y juntos que estaban, me escrutaron el rostro con
avaricia.
—¿Un trato? —parpadeé, confundido.
—Uno que te permitiría vivir muy bien durante los
próximos años si lo haces bien —prometió con ese aire de
falsa superioridad que usan algunos vendedores para
engatusarte con un producto que promete más de lo que
realmente puede hacer.
Incluso antes de indagar por más información, sabía que lo
que iba a proponerme no iba a ser ni fácil ni legal, pero los
chicos como yo, con deudas y familias a cargo, no nos
podíamos permitir el lujo de renunciar a una oportunidad para
ganar dinero si esta se presentaba.
—¿Y en qué consistiría ese trato?
—Aaah, ¿ves? —George me dedicó una de esas sonrisas
satisfechas que avisaban que nada bueno estaba por venir para
mí—, sabía que los dos nos entenderíamos—. Esperé en
silencio a que continuara—: No me mires tan asustado,
criatura. Te ofrezco el doble de lo que te esté pagando Robert
y ni siquiera perderás el sueldo que él te da. ¿Vas a decirme
que ese no es un buen trato?
Estaba claro que el hombre no tenía ni idea de cuánto me
estaba pagando Robert por el mes que tenía que estar con él.
Lo que implicaba que tampoco conocía las condiciones de mi
contrato con él. Debería haberme sentido aliviado, pero la
tensión no me dejaba.
—¿Y qué es exactamente lo que quiere que haga? —
pregunté.
—Muy sencillo. —George dejó caer la ceniza de su
cigarrillo por el balcón—. Seguir trabajando para Robert —
cuando me quedé mirándolo, sus labios se curvaron en una
sonrisa despiadada que iba a juego con la advertencia en sus
ojos—y mantenerme informado sobre lo que hace y alguna
que otra información específica. Nada del otro mundo y nada
de lo que tenga que darse cuenta si lo haces bien.
No era una propuesta, era una exigencia que iba envuelta
en papel de regalo, pero que se tornaría en un chantaje tan
pronto como me negara. Me había pasado demasiado tiempo
con hombres como mi padre y sus amigos como para no darme
cuenta de que George era de los que aparentaban generosidad
y benevolencia, pero que no aceptaban un no por respuesta y
que, en cuanto alguien les denegaba algo que querían, les
mostraban su verdadera cara. Alguien debería decirle a ese
hombre que no era tan buen actor como se creía, pero ese
alguien no sería yo.
En lugar de mandarlo a la mierda y largarme de allí antes
de que pudiera llegar a la parte de las amenazas, que es lo que
debería haber hecho de tener dos dedos de frente, hice un
cálculo mental de lo que un empresario como Robert le
pagaría a un asistente personal. No podía ser una cifra
demasiado alta para que George no sospechara de que trataba
de aprovecharme de él o que decidiera que, después de todo, le
traía más a cuenta chantajearme o amenazarme directamente,
pero sí un importe lo bastante adecuado para un puesto de
semejantes características y un hombre tan importante como
Robert.
—¿Está dispuesto a pagarme doce mil dólares al mes por
espiar para usted? —Abrí los ojos como platos para darle más
énfasis a mi expresión alucinada y crucé los dedos para que no
me hubiera pasado en la cantidad.
Se me detuvo la respiración cuando, por una décima de
segundo, los labios de George se apretaron en una fina línea,
pero me relajé en cuanto soltó una carcajada falsa.
—Doce mil dólares al mes en efectivo y negro —prometió
—. ¿Tenemos un trato?
—Yo… yo… —balbuceé, agradecido de que, por una vez,
mi imagen de niño bueno me diera alguna ventaja—. ¿Puedo
consultarlo con la almohada?
La chispa de furia en sus ojos me hizo encogerme por
dentro, pero de nuevo me sorprendió cuando me regaló una de
sus falsas sonrisas.
—Por supuesto, chaval. Aquí tienes mi tarjeta. —Se sacó
un tarjetero de oro del interior de la chaqueta y me entregó una
—. Llámame mañana antes de las ocho de la tarde. No soy un
hombre paciente —añadió con un tono de advertencia que me
puso la piel de gallina.
—Por… por supuesto…, señor —farfullé, aceptando la
tarjeta. Mis ojos amenazaron con resecarse mientras miraba el
número de teléfono sin pestañear para seguir con mi actuación.
—Hasta mañana, chaval, y no me hagas esperar. —Apagó
su cigarrillo y lo lanzó con indiferencia sobre el balcón antes
de marcharse y dar la conversación por terminada.
Esperé a perderlo de vista antes de guardarme la tarjeta en
la chaqueta como si me quemara en los dedos. Apoyé los
codos sobre la barandilla y me pasé los dedos por el cabello,
soltando todo el aire retenido en mis pulmones de golpe.
¿Había pensado que el mundo de la mafia era jodido? ¿A qué
clase de realidad alternativa pertenecía Robert?
—Veo que no soy el único que necesita un respiro —
comentó una voz desconocida a mi lado.
Seguía con el corazón tan alterado que salté con un gritito
ridículo.
Me toqué el pecho como si con ello pudiera calmarlo,
cuando me encontré con un distinguido hombre mayor que me
sonrió con amabilidad y me ofreció una copa de champán, que
acepté sin siquiera pensarlo. Maldito George, me tenía tan
alterado que incluso me temblaban las manos.
—Ho… Hola. Perdón, estaba tan metido en mis
pensamientos que no le he oído acercarse.
El hombre, más alto que yo, era atractivo a pesar de la
cabellera plateada y las patas de gallo que delataba su edad. Su
sonrisa se mantuvo calmada y señaló la copa que me había
entregado.
—Bebe, te vendrá bien.
20

Oculto entre las sombras de la palmera, donde había estado


desde que salí al exterior y descubrí a George charlando con
Jasha en el balcón contiguo, observé con los puños apretados
cómo el zorro de Richard le entregaba a Jasha una copa de
champán, presionándolo con un sugestivo: «Bebe, te vendrá
bien».
Me tomó toda mi fuerza de voluntad quedarme justo donde
estaba para seguir observándolos. Sabía de sobra lo que
contenía esa copa de champán y los efectos que tendría sobre
el desgraciado que tuviera la mala fortuna de bebérsela. Que
Jasha fuese ese desafortunado era lo que quedaba por
confirmar.
Cuando el chico se llevó la copa a los labios, mirando a
Richard a los ojos como si estuviera hipnotizado por él, poco
me faltó para gruñir. ¿Era aquella otra de las cosas en las que
me había mentido? Si después de hacerme creer que no bebía
alcohol, resultaba que sí lo hacía, lo que podría pasarle al
tomarlo se lo tenía más que merecido.
Observé cómo la nuez de Jasha subía y bajaba varias veces
al tragar. La preocupación me empujaba en su dirección para
frenarlo, pero la furia por su traición me mantuvo en el sitio.
No fue hasta que bajó la copa y la situó fuera de la mirada de
Richard que relajé los hombros. Parecía que no le había dado
el suficiente crédito al chico; el líquido burbujeante en la copa
seguía en el mismo nivel que había estado un minuto antes.
—Gracias, y sí, necesitaba un respiro —explicó Jasha con
una sonrisa tímida. No me extrañaba que actuara de manera
completamente diferente a como lo había hecho con George.
Donde el segundo era una piraña a la que se le veían los
dientes afilados nada más acercarse, Richard, a pesar de tener
edad para ser el padre del chico, tenía esa sofisticación
desenvuelta y un innegable atractivo que llamaba la atención
sobre él. Además, el hombre los combinaba con la educación
de un lord inglés y el encanto de un caballero de brillante
armadura. Pocos conocían el monstruo que se escondía tras
aquella atrayente fachada—. No estoy acostumbrado a los
eventos sociales y tantas caras desconocidas me tenían
mareado.
Que Jasha aprovechara el momento en que Richard siguió
su mirada hasta el iluminado salón para vaciar su copa por el
balcón me pilló por sorpresa. ¿A qué estaba jugando? Si no
conociera la inocencia que aún conservaba el chico, habría
jurado que era él quien manipulaba a Richard, en lugar de ser
la víctima de la víbora. ¿O acaso había estado equivocado todo
ese tiempo respecto al chico al que había metido en mi casa y
en mi cama?
—Me llamo Richard —se presentó la serpiente venenosa,
ofreciéndole la mano—. Y tú eres Jasha, por lo que me he
enterado.
Apreté los labios. Parecía que las noticias corrían con
rapidez. Estaba seguro de no haberme cruzado con Richard esa
noche y tenía la firme convicción de no haberle presentado a
Jasha. El chico titubeó antes de estrecharle la mano, y no me
pasó desapercibido el ligero estremecimiento que trató de
ocultar enseguida. No podía decir que me extrañara. Yo
evitaba darle la mano a ese hombre siempre que podía. No
solo tenía unas manos extremadamente blandas, sino que eran
frías y algo húmedas como las de un reptil y el que apenas te
apretara la mano al dártela no ayudaba a disipar la
desagradable sensación.
—Encantado —murmuró Jasha, soltando su mano lo más
rápido que pudo sin parecer maleducado, y le echó otro vistazo
rápido a la puerta de cristal como si estuviera buscando algo.
¿Estaba tratando de localizarme? La idea me calmó un
poco.
—Robert habla muy bien de ti —mintió Richard con un
galante descaro—. Dice que eres un joven con muchos…
talentos.
Tragué saliva, sintiendo la ira crecer en mi pecho mientras
esperaba a descifrar sus intenciones.
—Robert siempre ha sido muy generoso con sus palabras
—contestó Jasha con cautela.
Su sonrisa se mantuvo, pero sus ojos se movían buscando
una ruta de escape, recordándome a un cervatillo asustado. Lo
disimulaba bien, pero solo ante alguien que no conociera sus
gestos tanto como yo.
Era una suerte que no solo estuviera en el balcón contiguo,
sino también protegido detrás de una maceta decorativa y
sumido entre sombras. De hecho, estaba tan apartado de ellos
que, aunque Jasha me hubiera visto, no podría haber
sospechado que estaba oyendo su conversación a la perfección
con un dispositivo de amplificación de escucha insertado en el
oído.
—Bueno, yo diría que, con tu apariencia, no necesitas
otras recomendaciones —contestó Richard, recortando la
distancia entre ellos e invadiendo su espacio personal.
—Perdón, ¿qué? —En el tono de Jasha se coló algo de su
repentino pánico.
Ignorando la pregunta, Richard repasó con parsimonia la
solapa del traje de Jasha con un dedo.
—Por cierto, me ha parecido interesante la propuesta que
te ha hecho George y muy generosa, por cierto.
—Yo… yo…
Maldije para mis adentros cuando Jasha retrocedió en un
intento por apartarse de Richard, arrinconándose entre la
barandilla y la pared. Cuando además acabó tras una maceta
similar a la que yo utilizaba para mantenerme oculto, lo único
que seguía viendo era el perfil de Richard. ¡Maldito hijo de
puta!
Me sentía dividido entre salir al rescate de Jasha y apartar
a ese pervertido de él, o descubrir la agenda de ambos. Mi
sentido práctico se impuso. Necesitaba estar seguro de con
quién me acostaba y tampoco hacía daño conocer los planes de
tipos tan escurridizos como Richard.
—¿Me pregunto qué diría Robert si descubriera que te has
vendido a George para espiarle?
—¡Yo no me he vendido a nadie! No le dije que sí en
ningún momento.
—Mmm… ¿Y por eso llevas esa tarjeta en tu bolsillo?
¿Crees que Robert te creerá a ti, un desconocido al que apenas
conoce, o a las evidencias y a la palabra de alguien con el que
suele hacer negocios de forma regular?
Apreté los dientes con tal fuerza que temí que fuera a
hacérmelos trizas. El muy cabrón sabía cómo manipular y
chantajear a la gente.
—¿Qué… qué quiere de mí?
La sonrisa amable de Richard cambió a una llena de
despectiva malicia que reflejaba a la perfección la clase de
serpiente venenosa que era.
—Otro trato —contestó, divertido.
—¿Qué… qué otro trato?
—Voy a ser generoso. Estoy dispuesto a pagarte dos mil
más a cambio de que me pases la misma información que le
vas a pasar a George.
—No le confirmé a George que pudiera hacerlo y tampoco
sé si puedo llegar a conseguir esa información —protestó
Jasha con debilidad.
—Oh, pero por supuesto que lo harás. No creo que quieras
descubrir lo que Robert le hace a la gente que le traiciona,
¿cierto? ¿O de verdad crees que ese hombre que has visto
moviéndose con soltura aquí en el club y socializando es el
auténtico Robert Steele? Y George… Bueno, puedo decirte de
antemano que a él no le va a gustar que a mí me hayas cobrado
mucho menos que a él y que encima le hayas estropeado sus
planes con tu avaricia —se mofó Richard—. Además, piensa
en el dinero que ganarás manteniéndonos a todos contentos.
Veinte mil dólares mensuales entre los tres no parece una
cantidad nada despreciable para un chico como tú. Si no los
tiras por la ventana, te podrás hacer con un buen colchón para
cuando se te acabe la buena fortuna.
Por mucho que me hubiera gustado partirle la cara al hijo
de puta de Richard, no podía ni siquiera dejar de darle la
razón, y eso que el muy cabrón desconocía las
responsabilidades familiares y las deudas que tenía el chico.
Aunque me doliera y decepcionara su falta de lealtad, ni
siquiera podía culpar a Jasha por caer en la trampa que le
estaban poniendo esos dos jodidos hijos de puta. Sabía de
dónde venía y también lo duro que era sobrevivir en un mundo
así. Yo habría hecho cualquier cosa a cambio de proteger a mi
madre. Por desgracia para Jasha, tratar de utilizarme no era
algo que fuera a salirle nada bien, y no iba a gustarle el precio
que iba a costarle su traición.
—De acuerdo, lo haré —murmuró Jasha con un
agotamiento y una rendición que podrían haberme dado
lástima de no estar tan furioso con él.
—Claro que lo harás, no tenía ni la menor duda al respecto
—replicó Richard, dándole lo que sonó como un par de
palmadas suaves en la cara—. Y ahora, ponte de rodillas.
—¡¿Qué?!
—Lo que has oído. —Cualquier traza de amabilidad y
educación en la voz de Richard fue sustituida por una helada
dureza—. Ahora eres mío. De modo que ponte de rodillas y
haz tu verdadero trabajo. ¿O crees que no he visto cómo os
miráis Robert y tú cuando creéis que nadie presta atención? Si
te pones de rodillas para él, también lo harás conmigo.
—Yo no…
Me bastó ver la rapidez con la que alargó Richard el brazo
y su expresión cruel mientras oía los jadeos trabajosos de
Jasha para adivinar que lo estaba estrangulando.
—Verás, bonito. Puedes ser un buen chico y hacerlo por
las buenas, en cuyo caso lo tendré en consideración, o puedo
esperar a que la droga que tenía esa copa haga efecto y llevarte
a una de las salas de juego, donde mis amigos estarán
encantados de compartir conmigo el nuevo juguete de Robert
Steele. Sentiría tener que romperte tan pronto, pero eso es algo
que ocurrirá tarde o temprano ahora que me perteneces.
—Por favor… —la voz de Jasha se cortó con un sollozo
ahogado.
Mi paciencia llegó a su límite. Sin pensármelo siquiera, me
quité el dispositivo del oído y lo guardé en el bolsillo para
saltar con una silenciosa práctica de un balcón a otro y
detenerme a unos metros de ellos.
—¿Qué está pasando aquí? —exigí, escondiéndome los
puños en los bolsillos.
Por mucho que traté de aparentar calma, no pude conseguir
que mi mandíbula se relajara. No se me escapó el repentino
miedo en los ojos de Richard al apartarse de Jasha con las
manos alzadas.
—Nada más que unas copas de más y un poco de pasión.
¿Verdad, Jasha? —Tendría que estar ciego para no reconocer
la mirada de advertencia que Richard le lanzó al chico—.
Imagino que hemos estado un poco fuera de lugar cuando él ha
venido esta noche aquí acompañándote, pero no lo culpes. Soy
yo el que no ha podido evitar seducirlo. Creo que lo entiendes,
¿verdad, Robert? —Me ofreció una sonrisa que no le llegaba a
los ojos—. Tu chico es de lo más tentador.
Mis nudillos crujieron de la fuerza con la que crispé los
puños.
—Como has dicho, Jasha está aquí para trabajar y no para
emborracharse ni para intimar —repliqué con frialdad antes de
girar la cabeza en dirección al chico que nos observaba lívido.
Apreté los labios ante su notoria palidez. Se lo tenía merecido,
pero aun así, no pude evitar que me invadiera la necesidad de
protegerlo—. Es hora de irnos, vamos.
—Ha sido un placer conocerte, Jasha —se despidió
Richard, largándose, inconsciente de lo cerca que estaba de
que le rompiera el cuello y lo dejara tirado en algún rincón
oscuro del jardín—. Estoy seguro de que volveremos a
encontrarnos en otra ocasión.
Esperé a que se escabullera y desapareciera de mi vista
antes de acercarme a Jasha, que seguía petrificado en el mismo
sitio, temblando tanto que temí que fuera a desplomarse de un
momento a otro. Cogiéndolo por la cintura, lo ayudé a bajar
los escalones del balcón para marcharnos a través de los
jardines, mucho más tranquilos y privados, evitándonos la
atención que habría caído sobre nosotros si hubiésemos
atravesado el salón.
—Yo no… Yo y Richard, no…
Solté un pesado suspiro ante el balbuceo incoherente de
Jasha.
—Lo sé, no soy ciego. Vi cómo te estaba asfixiando.
Tienes su mano marcada sobre tu cuello. —La simple idea me
hizo querer regresar a darle su merecido a Richard. Solo la
promesa que me hice de que pensaba hacérselo pagar cuando
menos se lo esperara me calmó lo suficiente como para seguir
adelante y llevarme a Jasha de allí—. ¿Llegaste a probar algo
de esa copa de champán?
—No.
—Bien.
En cuanto el valet me trajo el coche, ayudé a Jasha a
montarse y le coloqué el cinturón de seguridad. Apenas
habíamos dejado atrás la cancela del club de campo cuando
escuché su áspero susurro:
—Gracias por sacarme de allí.
—¿Qué pasó para que te vieras en una situación así? —
mantuve un tono casual y no aparté la vista de la carretera.
Jasha se tomó tanto tiempo en contestar que, lo último que
esperaba cuando lo hizo, fue que me contara la verdad.
—Debía de estar allí cuando George me ofreció doce mil
dólares mensuales por espiarte y pasarle información. —
Cuando le eché una ojeada, Jasha estaba estudiándome con
cautela.
—¿Eso hizo?
—Sí.
—¿Y aceptaste su oferta?
—Atrasé la respuesta. Quería hablarlo primero contigo.
—¿Por qué? —No pude más que arquear una ceja.
—George me da miedo. No creo que sea de los que se
conforman con un no. Y… y pensé que tal vez, si te parecía
bien, podría fingir que estaba de acuerdo y pasarle alguna
información falsa que a ti te interese que se crea. Eso lo
calmaría y, cuando acabe el mes y me despidas, probablemente
me deje tranquilo.
—Y tú ganarías doce mil dólares —resumí por él.
—Catorce con los dos de Richard, pero te los puedes
quedar tú. Yo solo quiero que me dejen en paz y que no
vengan tras de mí.
Fue mi turno de mantenerme en silencio, incapaz de creer
lo que me había confesado. Cualquier chico en la posición de
Jasha me habría vendido sin más y se habría quedado con el
dinero. La realidad de que me fuera leal se sentía como un
golpe mucho más duro que el de su traición. Me hacía sentir
culpable, orgulloso y confundido al mismo tiempo.
—Has actuado con inteligencia —admití después de un
rato—. Te quedarás con ese dinero. Será tu pago por hacerme
ganar mucho dinero con ese par de idiotas. Cuando acabe tu
contrato podemos ver si nos interesa mantener las apariencias
de que sigues trabajando para mí durante algún tiempo más.
—No puedo. Richard… —Jasha tragó saliva—. Richard
quiere algo más de mí que información y no tiene pinta de
conformarse con un no por respuesta.
—Lo sé, pero de Richard me ocuparé yo. —Cuando no
dijo nada, seguí—: Aunque es posible que, al final, tengas que
conformarte solo con el dinero de George.
—¿No estás enfadado conmigo? —preguntó de repente
con voz temblorosa.
—¿Enfadado? ¿Por qué iba a estarlo? Me has contado la
verdad, ¿no?
—Sí, sí, claro que sí —aseguró apresurado.
—En ese caso, no veo dónde está el problema. Hiciste
bien. Actuaste con perspicacia y los dos saldremos
beneficiados con esto siempre que sigas siendo sincero
conmigo y confíes en mí.
—Lo hago —replicó sin vacilar.
Alargué el brazo para descansar mi mano sobre su muslo.
—Entonces, deja de preocuparte y relájate.
El silencio duró poco.
—¿Por qué quiere George que te espíe?
—Soy la competencia. Los dos tenemos empresas de
mercenarios, aunque la mía está más enfocada a la seguridad,
y solo acepto otro tipo de trabajos si no conlleva una cuestión
ética que envuelva a inocentes o matanzas sin sentido. La
empresa de George es el sitio al que recurren los que quieren
el tipo de trabajos sucios que yo no estoy dispuesto a aceptar.
Eso, como comprenderás, implica que muchas veces mis
hombres y los suyos estén en bandos contrapuestos. A él lo
contratan para eliminar a alguien y a mí para proteger a ese
alguien, a él para secuestrar y a mí para liberar a los que han
secuestrado.
—Vaya —la admiración en su tono me hizo sentir
incómodo—. Eso te convierte en todo un héroe. Estoy seguro
de que tus clientes te están eternamente agradecidos cuando
salvas sus vidas o la de sus seres queridos.
Ignoré la forma en la que me incrementó la presión en el
pecho y evité mirarlo cuando contesté:
—No te equivoques, Jasha. No tengo nada de héroe. Me
pagan por hacer un trabajo y tampoco dudo en aceptar dinero
de las mafias cuando me encargan una operación especial.
Puedo no matar a la esposa o a los hijos de un empresario solo
porque alguien quiere arruinarlo o porque su amante quiera un
anillo en el dedo y no encuentre otra forma de conseguirlo,
pero nada me impide aceptar el encargo de algún mafioso para
eliminar a otro o para respaldar un ataque. En esos casos, lo
único que decide si acepto es el importe y la seguridad de mis
hombres. ¿Entiendes lo que eso significa?
—Que algún día podría encontrarte en un bando contrario
al mío, apuntándonos el uno al otro —susurró Jasha tan bajo
que apenas lo escuché.
Mis manos se apretaron con tanta fuerza alrededor del
volante que me dolían los dedos, pero no había nada que
pudiera contestarle a eso. No sin mentirle más de lo que ya lo
había hecho.
21

Dejándome caer junto a Robert, me estiré con un lento


ronroneo sobre la cama y sonreí satisfecho cuando cerró los
párpados con un gemido.
—Maldita sea, vas a acabar conmigo —se quejó sin
demasiado convencimiento.
—Mmm… —Me coloqué de lado y dibujé un corazón con
el dedo sobre el charco blanco que mi último orgasmo había
dejado sobre su estómago—. Si no recuerdo mal, fuiste tú
quien empezó.
Robert frunció el ceño y abrió un ojo.
—Hasta donde alcanza mi memoria, eres tú quien salió del
baño con solo una ridícula toalla alrededor de la cintura.
—Eso no significa que tuvieras que follarme —bufé,
divertido.
Cogiéndome por la muñeca, se llevó mi dedo manchado a
su boca y lo chupó.
—Significaba justo que tenía que follarte, y lo sabes de
sobra. ¿O crees que no me di cuenta de que ya estabas
empalmado debajo de la toalla cuando te vi?
Me entraron ganas de confesarle que el simple gesto de
chuparme el dedo ya me estaba poniendo duro otra vez, pero
antes de que pudiera hacerlo, le echó un vistazo a la hora en su
móvil, me dio un beso en la frente y se levantó para dirigirse al
baño con la elegante soltura que lo caracterizaba.
Casi ronroneé de nuevo cuando me ofreció una perspectiva
de su espalda y sus apretados glúteos. ¡Jesús, ese hombre
estaba hecho para ser adorado de rodillas! Cada músculo de su
anatomía parecía moverse con propósito y control y, de
repente, la temperatura de la habitación pareció subir varios
grados.
Gemí y me tapé la cara con el brazo. Robert estaba
equivocado. Era él quien iba a acabar conmigo. ¡Caray! Desde
que vivía en aquella casa, me pasaba los días empalmado y
con ganas de restregarme contra él, encima, debajo, de lado y
de cualquier postura posible.
El agua de la ducha se detuvo y, unos minutos más tarde,
regresó con el cabello mojado como único accesorio de su
perfectamente esculpido cuerpo. Me incorporé sobre un codo
al ver cómo elegía un traje de chaqueta y solté un pesado
suspiro.
—¿A dónde tenemos que ir hoy? —pregunté sin ocultar mi
tedio por tener que asistir otra vez a uno de esos aburridos
eventos en los que me trataban como un bicho raro y me
ignoraban la mayor parte del tiempo. Entendía por qué tenía
que ir. George ya me había contactado dos veces desde que le
había confirmado que espiaría para él y, por lo que nos había
informado Mark, Richard también había hecho sus intentos de
comunicarse con el nuevo asistente de Robert. Sin embargo,
comprenderlo y disfrutarlo eran dos cosas muy diferentes.
—Hoy puedes relajarte, iré solo —dijo, colocándose la
camisa.
Debería haberme sentido aliviado, pero fue todo lo
contrario. La idea de que decidiera marcharse sin mí me hizo
sentir vulnerable y rechazado. No quería que se fuera solo y
mucho menos sin mí.
—¿Y si me ofrezco a acompañarte? —pregunté
esperanzado.
Los dedos de Robert se detuvieron por unos segundos en
su misión de abrocharse la camisa y su semblante se tornó
impenetrable.
—Hoy no.
Un nudo de advertencia se formó en mi estómago.
—¿No? —Me incorporé de golpe—. ¿Por qué no?
Dándome la espalda, escogió una corbata.
—Jasha, déjalo. Estás empezando a sonar como una esposa
controladora y celosa.
Su respuesta me dejó congelado en el sitio, cualquier
remanente del bienestar que me había regalado mientras
hicimos el amor, se evaporó de sopetón.
—¿Perdón? —exigí, incrédulo, tratando de mantener mi
expresión bajo control para que no pudiera adivinar la forma
en la que se me había encogido el corazón en el pecho.
¿A qué había venido aquella brusquedad?
—No necesitas conocerlo todo sobre mí —replicó Robert,
girándose en mi dirección—. Del mismo modo en que yo no
tengo que hacerlo sobre ti.
Cuando no respondí, terminó de colocarse la chaqueta y
salió de la habitación sin mirar atrás, dejándome allí tumbado,
frío y rechazado, y preguntándome si las promesas y palabras
tiernas que me había susurrado al oído mientras me derretía
entre sus brazos habían sido un producto de mi imaginación.
Tres horas después, tras regresar del gimnasio y darme una
ducha, seguía dando vueltas en la cama solo y Robert seguía
ausente. Con cada minuto que pasaba, mi mente se llenaba con
imágenes de lo que podría estar haciendo con otros hombres o
mujeres, o preguntándome si ya estaría cansándose de mí.
Finalmente, harto de darle vueltas, encendí la tele para ver qué
ocurría por el mundo desde que me había convertido en el
sucio secreto de Robert.
La idea me daba náuseas, pero más lo hizo el ver la
inesperada imagen de él en la pantalla del televisor y, en
especial, a la guapísima morena de ojos azul hielo que iba a su
lado, aferrándose con posesividad a su brazo.
Me bastó un vistazo al texto situado a los pies de la imagen
para descubrir que se trataba de una retransmisión de los
famosos premios de moda de Victoria Beckett. La imagen de
Robert y la desconocida desapareció de la pantalla, sustituida
por otras parejas multimillonarias y famosas. Debería haberlo
dejado ahí, pero como el masoquista idiota que era, cogí el
móvil nuevo que Robert me había dado para que pudiera
llamarme y entré en Instagram.
Fue fácil encontrar las imágenes de la gala y, más aún,
descubrir a Robert entre los asistentes. En todas y cada una de
las fotografías en las que aparecía él, también lo hacía esa
mujer. Ya fuera en primer plano o al fondo de tomas de otra
gente. Ella sentada junto a él en la cena, los dos bailando, él
con el brazo alrededor de su cintura… Una y otra vez los dos
juntos y, por si aquello no bastase para hacerme sentir como si
alguien me hubiera propinado un derechazo en el estómago
con un puño de hierro, estaban los comentarios:
«¿Cuándo sonarán al fin las campanas de boda de estos
dos tortolitos?».
«Envidia pura y dura. Son la pareja perfecta».
«Adivinad al lado de qué parejita me ha tocado sentarme
hoy en la cena».
«Me encanta ver a Robert feliz ahora que ella ha regresado
de su viaje».
Con cada mensaje que leía, estaba más tentado a salir
corriendo al baño a vaciar mi estómago. Mi mente daba
vueltas como una ruleta, dejándome mareado y nauseabundo,
ante la idea de que Robert me hubiese abandonado esa noche
para citarse con una mujer. Y no solo había salido con ella,
sino que la había llevado a uno de los eventos más importantes
del país, no a una de esas reuniones privadas a las que solía
arrastrarme a mí como su asistente personal.
Hasta el último de mis temores parecía haberse vuelto
realidad. Apenas una semana y pico y ya se había hartado de
mí. La rabia que me invadió fue casi tan poderosa y tóxica
como los celos. Me había hecho el amor antes de marcharse y
lo habíamos hecho sin preservativo. ¿Quién cojones se creía
que era? La misma situación que ya había vivido con Karl se
repetía y, con ello, la sensación de traición, la humillación y el
miedo a que me hubiese transmitido alguna enfermedad
venérea.
¿Cómo de idiota podía ser una persona para volver a
tropezar una y otra vez con la misma piedra como yo lo estaba
haciendo? ¿Cómo podía haberme dejado engañar de nuevo de
una manera tan estúpida? Se me escapó una mezcla de
carcajada y sollozo. Era idiota.
¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota!
El contrato que le había firmado lo dejaba claro. Me exigía
exclusividad, pero en ningún apartado venía estipulado que él
también se comprometía a lo mismo.

El despertador marcaba casi las cinco de la mañana cuando


escuché la puerta de la habitación contigua abrirse y cerrarse
con suavidad. Robert había regresado. Podría haber esperado a
comprobar si tenía la cara dura de meterse en mi cama, pero
mi paciencia se había agotado y me producía casi tanto terror
que no hiciera ni el intento de venir a buscarme como
descubrir el alcance de lo que había hecho esa noche.
Sin llamar entré en su dormitorio y de allí, al baño, que
tenía la luz encendida y la puerta abierta de par en par. Lo
encontré cabizbajo, con las manos apoyadas en el lavabo, el
cabello desaliñado y ojeras bajo los ojos. Se me encogió el
estómago al notar que su camisa se encontraba desabrochada y
arrugada.
—Vete a la cama, Jasha —me ordenó cansado y sin
mirarme.
Alzando la barbilla, me enfrenté a él.
—¿De dónde vienes?
Enderezándose, comenzó a desabrocharse el resto de los
botones de la camisa y se la quitó, tirándola con descuido al
bidé.
—Ya eres mayorcito. No hagas preguntas sobre las que no
quieres conocer la respuesta —replicó con una calma que me
hizo hervir la sangre en las venas.
—Tal vez eres tú el que tendría que actuar como un adulto
y no meter la polla donde no debería.
El brillo en sus ojos fue peligroso cuando se abrió el
cinturón y el primer botón del pantalón.
—¿Y el sitio donde no debería meter la polla es a ti o a
otra persona?
—Eres un maldito hijo de puta —susurré, incrédulo.
Quise largarme, pero antes de que pudiera alcanzar la
puerta, él ya me había empujado contra la pared y me sujetaba
ambas manos al lado de mi cabeza. Cuando fui a rebelarme
ante su agarre, usó su cuerpo para mantenerme quieto,
pegándose contra mi espalda.
—Tienes razón, soy un hijo de puta —dijo junto a mi oído
—, pero eso no cambia que seas mío por otros diecinueve días
más.
—Vete a la mierda —siseé enfadado, tratando de no
reparar en la forma con que su erección se endurecía contra
mis nalgas.
—Deberías haberme mandado al infierno, pero los dos
sabemos que acabaré allí de todos modos, ¿verdad?
Cerré los ojos, impotente ante el calor de su cuerpo en mi
espalda y consciente de cómo me envolvía su aroma, del
mismo modo en que distinguía el intenso hedor a un pesado
perfume floral.
—Suéltame.
Se tomó su tiempo en responder.
—No puedo —dijo como si fuese algo que no pudiera
explicarse ni a sí mismo.
Se me saltaron las lágrimas.
—¿Qué es lo que quieres de mí?
—Todo —afirmó con hosquedad.
Se me escapó una carcajada, casi un sollozo.
—No puedes tenerlo todo.
—Entonces, dame lo que puedas darme —dijo al fin con
un tono mucho más suave, casi como un ruego.
Me habría gustado poder verle la cara para tratar de
comprender qué era lo que estaba pasando.
—¿Por qué lo has hecho? —susurré sin apenas voz.
Dejó caer su frente sobre mi hombro, como si se sintiera
vencido.
—Sabes cómo es nuestro mundo y lo que debemos hacer a
veces.
—¿Tenías que acostarte con ella?
—Ve a la cama —dijo con pesadez, apartándose de mí. Me
escurrí para huir de él—. ¿Jasha? —llamó cuando ya me
encontraba en mi dormitorio a punto de dar un portazo tras de
mí—. No me acosté con ella —dijo cuando no contesté.
Sus palabras no consiguieron refrenar las lágrimas que ya
me corrían por la mejilla ni el dolor que me dominaba cuando
me encogí debajo de mi edredón. ¿Importaba realmente que se
hubiera acostado con ella? Me había dejado por ella justo
después de hacer el amor, no, no el amor, después de follarme.
Podía entender que no quisiera salir del armario en público,
también que tuviera compromisos sociales a los que no era
conveniente llevarme, o incluso que tuviera que mostrarse con
mujeres para cumplir con las expectativas y las apariencias.
Sin embargo, ninguna de esas cosas implicaba que tuviera que
humillarme y tratarme como lo había hecho y, mucho menos,
que tuviera que mantener su cita en secreto y regresara
apestando al perfume de otra persona.
Un buen rato después, la puerta de mi habitación se abrió y
Robert se metió en el hueco libre de la cama y me abrazó
desde atrás. Me tragué un sollozo. No me resistí, pero tampoco
me acurruqué contra él como solía hacerlo.
—Lo siento —murmuró después de un rato.
—Has tratado de hacerme daño a propósito.
—Lo sé.
—¿Por qué?
—Porque antes de que fuera tarde, necesitaba dejarte claro
que no pueden existir compromisos ni promesas entre
nosotros. Necesitaba recordárnoslo a ambos —se corrigió.
Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras luchaba con mis
sentimientos encontrados. Robert no había dicho más que la
verdad. No podía existir nada entre nosotros, aunque eso no
cambiaba que ansiara su cercanía y su ternura, ni tampoco el
dolor que me producía reconocerlo.
Entrelazando mis dedos con los suyos, reprimí un sollozo
y me centré en la oscuridad que nos rodeaba, en un intento
inútil por ahogar mi agonía. Había una cosa en la que Robert
estaba equivocado: ya era demasiado tarde, al menos para mí.
22

Los primeros rayos de sol se filtraron a través de las cortinas,


pintando vetas doradas que inundaban el dormitorio con un
suave halo. Un vistazo al despertador me reveló que eran las
seis menos diez y que me quedaba otra media hora antes de
que sonase la alarma.
Con un profundo suspiro de satisfacción, rodeé el atlético
cuerpo que yacía a mi lado con el brazo y cerré los ojos
recreándome en el cálido confort. Sonreí ante el dulce y
masculino aroma que había aprendido a asociar con Jasha. Era
una mezcla del gel de ducha, del perfume que le había dejado
en el baño, y que administraba como si fuera oro líquido, y de
un olor que era todo él, entremezclado con la impronta algo
más especiada, pero no menos atractiva, que había dejado
sobre su piel nuestra maratón apasionada de la noche anterior.
El recuerdo despertó una sensación fantasma de su trasero
aprisionándome mientras se corría montándome. Gruñí en
silencio, aún podía sentir su semen salpicándome el estómago
y el pecho, y me estremecí ante la memoria del potente
orgasmo que me hizo sujetarlo para embestirlo como un
salvaje. Mi erección matutina respondió de inmediato,
pulsando contra las nalgas desnudas de Jasha para avisarme de
que estaba lista para situarse de nuevo en la posición de salida.
Temía que, tras lo que había ocurrido la otra noche, la
situación entre Jasha y yo hubiese sido irreversible, y seguía
sin tener muy claro que me hubiese perdonado o que se le
hubiese olvidado del todo, pero fue hacerle el amor a la
mañana siguiente y, aunque hubo un deje agridulce en ello, fue
como si se hubiera entregado a mí como nunca antes lo había
hecho. Ni siquiera quería considerar si se trataba de que se
hubiese dado cuenta de que nuestro tiempo juntos se estaba
acabando y quería disfrutar hasta del último segundo que nos
quedaba juntos, o si, por el contrario, había decidido que
nuestra relación no era algo sobre lo que le valiera la pena
quebrarse la cabeza. Me costaba aceptar que esa última opción
fuera el caso, pero también sabía que no pensaba perder el
poco tiempo que me quedase con él en arrepentimientos y
comeduras de coco; eso era algo que podía dejar para luego,
para el resto de mi vida.
Como si el bello durmiente a mi lado tuviera conexión
telepática con mi entrepierna, gimoteó, pero, en lugar de
alejarse, arqueó la espalda, empujando su trasero contra mí y
arrancándome mi propio gemido en el proceso.
¡Joder! Adoraba su disponibilidad y la manera en la que
aceptaba mis necesidades y caprichos sin siquiera plantearse la
posibilidad de denegármelos. Jamás nadie se había entregado a
mí con tanta pasión y mucho menos alguien tan dulce. El
chico poseía una combinación peligrosa: una ternura y
vulnerabilidad que me empujaban a protegerlo y, a la vez, una
inocencia que me pedía corromperlo y despertaba mis
necesidades más animales y salvajes.
Si en un momento me desvivía por darle placer en
cualquier forma y buscaba atender hasta la más mínima de sus
necesidades, en el siguiente, cada célula de mi ser me pedía
poseerlo y marcarlo como mío en cuerpo y alma. A ratos
conseguía dominarme lo suficiente como para ofrecerle algo
de la dulzura que necesitaba y por la que me rogaban sus
grandes ojos en silencio, pero rara era la ocasión en la que no
acabase por embestirlo como si se me fuera la vida en ello,
hundiéndome en él como si pudiera fusionarnos y, sobre todo,
en que me dominaba la obsesión por inundarlo con mi semen o
pintarlo con él para luego esparcirlo por su piel hasta que olía
a mí.
Era una urgencia animal, más bestia que humana, pero ni
siquiera podía arrepentirme de ello. No cuando me constaba
que Jasha anhelaba esa parte desbocada de mí de la misma
manera en que se aferraba a cualquier gesto de ternura, por
mínimo que fuera; y no cuando sus gritos de placer y sus
ruegos de que quería más se arrastraban noche tras noche bajo
mi piel y se grababan en mi memoria.
Con delicadeza para no despertarlo, le aparté el mechón
que le caía en el ojo. Puede que, en el fondo, ambos
estuviéramos hechos el uno para el otro y que por ello nos
compenetrábamos tanto y, eso, en esencia, era lo que me
aterraba de él. No podía permitirme el lujo de caer más por él,
no cuando nuestra convivencia tenía fecha de caducidad y no
cuando una relación más allá de ese temido día era tan
imposible como peligrosa.
Raspé el hueco de su cuello con mi incipiente barba,
arrancándole un estremecimiento mientras su cuerpo se
amoldaba al mío con un suspiro de placer. Sonreí
mordisqueándole el cuello. Ahí estaba otra vez. Su trasero
apretándose contra mí, invitándome a hacerlo mío aun cuando
seguía inconsciente.
Sabía que necesitaba darle un descanso y me constaba que,
si quería que el día terminase con una noche para recordar, me
convenía imponernos una buena dosis de ayuno hasta
entonces, pero la tentación de despertarlo con mi nombre en
sus labios fue más de lo que un hombre como yo podía resistir.
Girándolo con suavidad hasta acomodarlo bocarriba,
recorrí su esbelta silueta con mi nariz y boca, distrayéndome
con la aterciopelada piel que me guiaba sobre los valles de su
firme estómago. Abriéndome un hueco entre sus piernas,
recorrí su sensible ingle con la punta de mi nariz inhalando
con profundidad su cálida esencia, perdiéndome en ella, antes
de tomarlo entre mis labios y exigirle que acabara de
despertarse prestándome atención.
Mientras sobre mi paladar explotaba el sabor de sus
primeras gotas de brillante líquido preseminal, en mi mente se
inició una competitiva cuenta atrás que me empujaba a
esforzarme a consciencia para ganar mi propia apuesta.
Diez, sus músculos se tensaron.
Nueve, sus caderas se alzaron como una ofrenda a un dios
pagano, rogándome sin palabras que lo tomara con más
profundidad.
Ocho, sus dedos se enredaron en mis cabellos tratando de
conseguir un agarre que resultaba casi imposible con mi corte
militar, mientras él crecía y se endurecía en mi boca.
Siete, un largo y ronco gemido irrumpió por la habitación
en cuanto repartí mi saliva con el pulgar por la delicada piel de
su escroto.
Seis, el gemido se convirtió en un torturado jadeo cuando
mis labios sustituyeron mis dedos y englobé sus pelotas en mi
boca.
Cinco, sollozos casi desesperados acompañaron su torpe
movimiento para llevar mi mano entre sus nalgas, alzándolas
para indicarme qué era lo que necesitaba.
Cuatro, los sollozos se incrementaron cuando me negué a
darle lo que quería y me limité a jugar con el diminuto agujero
arrugado entre sus nalgas, embadurnándolo con saliva y
acariciándolo con una lentitud, más destinada a torturarlo que
a darle placer.
Tres, un largo y agónico «¡Por favor!», acompañó las
contracciones de su apretado ano, mientras mi boca regresaba
a su glande y mi mano derecha subía y bajaba con firme
parsimonia sobre su rígida erección.
Dos, su cuerpo entero se contorsionó cuando lo penetré
primero con un dedo y luego con dos.
Uno, «¡Robert!», resonó alto y claro en el mismo instante
en que mis dedos masajearon su próstata y mi garganta se
contrajo alrededor de él.
Cero, sus ojos me mantuvieron la mirada cuando comenzó
a convulsionar boquiabierto, jadeando, a la vez que bebía de él
y le exigía hasta la última gota mientras mi nombre resonaba
una y otra vez en sus labios como si fuera una plegaria que no
pudiese detener.
Con una lenta sonrisa, me relamí los labios y gateé sobre
él. Ignorando su ofrecimiento cuando abrió las piernas para
dejarme sitio. Lo besé antes de alzar la cabeza.
—Buenos días —murmuré con una pequeña caricia de mi
nariz contra la suya.
—Buenos días —replicó con una sonrisa soñolienta, tan
satisfecha como feliz—. ¿Qué hora es?
—Temprano.
Su sonrisa se tornó divertida aunque trató de ocultarlo sin
éxito al apretar los labios.
—¿Eso significa que podemos seguir durmiendo?
—Luego —prometí con un tipo de excitación diferente
extendiéndose por mi interior—. ¿Listo para otra sorpresa?
Sus mejillas se inundaron de un adorable tono rosado al
tiempo que alzó las rodillas y se ofreció a mí.
—¿Necesitas preguntarlo? —musitó ronco.
¡Mierda! Aquella criatura iba a ser mi fin. Gimiendo para
mis adentros, me dejé caer a su lado, tomándome unos
segundos antes de abrir el cajón de mi mesita de noche y coger
el sobre que tenía guardado allí. Girándome hacia él, apoyé mi
cabeza en una mano y se lo ofrecí. Parpadeó confundido antes
de aceptarlo con un gesto inseguro y comprobar lo que
contenía.
La manera en que se dilataron sus pupilas al reconocer lo
que había dentro compensó con creces los hilos que tuve que
mover para conseguir esos asientos a última hora.
—¡Esto…! ¿Has conseguido entradas para el partido de los
Red Sox?
—Mmm… —repliqué, tratando de no dejarle ver cómo me
afectaba la adoración que se reflejaba en sus ojos y las ganas
que tenía de trazar el contorno de sus facciones.
—¿Para esta noche? ¿Tú y yo? —preguntó como si no se
lo pudiera creer aún.
Me invadió la culpabilidad. Después del desastre del
restaurante, de arrastrarlo conmigo al dichoso club de campo,
de lo que ocurrió la noche en que asistí con Esther a la gala, y
los días y noches que lo había llevado conmigo a reuniones y
eventos sociales como mi asistente para que George y Richard
se creyeran nuestra patraña, lo menos que Jasha se merecía era
un poco de diversión, pero él se lo estaba tomando como si
acabara de regalarle un chalet en las Bahamas. Era tan fácil
complacerlo y pedía tan poco a cambio de lo que daba que me
hacía sentir humilde.
—Solos tú y yo —confirmé.
Casi me ahogué con mi propia risa cuando se lanzó sobre
mí y me besó hasta dejarme sin respiración.
—¿Eso es una cita? —Me miró a los ojos con seriedad,
mucha más de la que podría haber esperado después de aquel
beso.
Me congelé ante el mensaje subliminal que parecía
contener aquella sencilla pregunta, pero acabé por relajarme y
le repasé los labios hinchados con el pulgar.
—¿Quieres que lo sea?
Sus labios se abrieron y me mordisqueó con suavidad. Mi
glande pulsó como si fuese él el que estaba obteniendo acceso
a su boca.
—¿Y si dijera que sí? —preguntó en un susurro, moviendo
su mirada por mi cara como si necesitara leer mi reacción o
tuviera miedo de cuál iba a ser mi respuesta.
Me forcé a sonreírle.
—Entonces, eso es lo que tendrás.
23

La sonrisa me llegaba de oreja a oreja mientras nos


acercábamos a Fenway Park. Lo malo era que no podía
evitarlo; lo bueno, que me importaba un bledo. Estaba
excitado. Podía contar con los dedos de una mano los partidos
de los Red Sox a los que había asistido en mis veinticinco
años. Mi padre guardaba sus momentos de ocio para estar con
sus amigos y, cuando fui mayor para ir por mi cuenta,
simplemente me faltaba el dinero o tal vez el empuje. Incluso
después de empezar a trabajar para la Bratva y ganar mi propio
sueldo, la mayor parte del dinero estaba destinado a sufragar
los gastos de la casa y la manutención de mi familia, lo que
convertía las entradas para un partido de béisbol en puro
capricho.
Contagiado por el ambiente de las calles de Boston, con su
vibrante energía y entusiasmo y las decoraciones en los
comercios con los colores y banderas del equipo local, me
reajusté la gorra blanca con la B bordada en rojo, impaciente
por llegar.
Como si le costara hacer algo a medias, Robert había
regresado del trabajo con dos camisetas de los Red Sox:
blanca y roja para mí y negra y roja para él. A aquellas alturas
me sentía como un crío durante la tarde de Navidad y, por la
forma en la que lo pescaba de cuando en cuando mirándome
con una pequeña sonrisa divertida, a él le pasaba lo mismo.
Supongo que lo último que Robert podía imaginar era que
el partido en sí me excitaba menos que el hecho de que aquella
fuera nuestra primera cita y que, por una vez, no teníamos que
compartir nuestro tiempo juntos con estirados hombres de
negocios, mujeres que trataban de ligárselo o tipos a los que
me daba miedo darles la espalda por temor a que me
apuñalasen antes de tener tiempo ni de pestañear.
En cuanto el chófer detuvo el coche ante el estadio para
que pudiéramos bajar, abrimos la puerta y el sonido de la
multitud, las risas y los cánticos de los aficionados nos
alcanzaron de lleno. No tardamos en unirnos a la marea de
personas que se dirigían a la entrada del enorme recinto
deportivo.
El apetitoso aroma que se expandía desde los puestos de
comida callejera me hizo la boca agua. Los ricos olores de
perritos calientes, pretzels y palomitas de maíz me tentaban sin
piedad, haciendo que mi estómago empezara a rugir.
Caminamos juntos por los pasillos del estadio, dejándonos
llevar por el ambiente animado que nos rodeaba. A lo lejos, se
escuchaban a los vendedores ambulantes gritando ofertas de
cervezas heladas y perritos calientes, mientras otros vendían
gorras y camisetas del equipo. La multitud de los espectadores,
por otro lado, mostraba su entusiasmo vistiendo los colores del
equipo y el estadio entero parecía vibrar con las bocinas y la
megafonía anunciando a los jugadores que saldrían al campo
ese día. Sonreí emocionado. Resultaba difícil no dejarse
contagiar por el ambiente, que era casi mejor que el partido en
sí y me hacía sentir vivo.
Estaba tan distraído con el bullicio que no noté el cambio
gradual en la decoración y la atmósfera del lugar hasta que me
di cuenta de que los amplios y bien iluminados pasillos que
atravesábamos tenían cada vez menos gente y que el corredor
en el que nos encontrábamos de repente estaba cubierto por
imágenes históricas de los Red Sox y sus legendarios
jugadores.
—¿Dónde estamos?
Robert me miró con una sonrisa ladeada y me guiñó un
ojo.
—Es una sorpresa.
Tragué saliva al fijarme en las alfombras oscuras y el
ambiente sofisticado que creaban las suaves luces. Ni siquiera
necesité ver las enormes vitrinas que exhibían trofeos y
recuerdos del equipo para deducir que ya no nos
encontrábamos en la zona destinada al público general.
—¿Robert?
—¿Ajá?
—¿Ese es el bate de Ted Williams? —mi voz escapó con
un vergonzoso tinte agudo.
—Mmm… Eso parece.
—¡Oh, Dios! ¡Y ese es el jersey de Yaz! —grité al ver la
etiqueta con el nombre de Carl Yastrzemki. La diversión en los
ojos de Robert aumentó cuando corrí a la siguiente vitrina.
Que se riera todo lo que quisiera. ¡Caray! ¡Aquello era
historia! —. Y mira, ¡esa es una pelota de Big Papi!
—Sip, ¿quieres tocarla?
Mis ojos se abrieron de par en par.
—¿Podemos hacerlo?
—Esa en concreto no, pero ¿qué tal esta? —preguntó,
sacándose del bolsillo un pequeño bulto redondo envuelto en
una bolsita de terciopelo negro. Creo que mi corazón dejó de
latir y las palabras formaron un nudo en mi garganta—. ¿Qué?
¿No piensas averiguar lo que es? —Robert alzó una ceja, su
sonrisa estirándose aún más a la izquierda.
Mis dedos temblaron cuando al fin conseguí que mis
extremidades volvieran a funcionar y cogí con reverencia la
bolsita de sus manos.
—Es una pelota de Big Papi —susurré, estudiando la firma
en tinta roja sobre el cuero.
—Y es toda tuya. —Su sonrisa adquirió un tinte tierno.
—Yo… ¿Por qué? —Estudié dividido la pelota en mis
manos. La quería, la deseaba con locura, pero sabía que no
podía quedármela, era demasiado. Ya me había dado más de lo
que nunca podría devolverle.
—Porque es nuestra primera cita y algo me decía que
regalarte flores o joyas no iba a hacerte igual de feliz. Y no, no
puedes devolvérmela. Me sentiría ofendido —finalizó como si
pudiera leerme la mente.
—Pero…
—Nada de peros.
—No tengo ningún regalo para ti.
Su ceja se arqueó, pero se inclinó hacia mí antes de
responderme.
—Tú eres mi regalo —me susurró al oído—, y pienso
desenvolverte en el coche de camino a casa y a disfrutarte
durante el resto de la noche. —No sé si fue mi
estremecimiento lo que me traicionó, pero sus ojos se llenaron
de un brillo complacido cuando se situó de tal forma que nadie
pudiera ver lo que estaba haciendo y su mano me atrapó la
erección sobre los vaqueros, apretándola con suavidad y
arrancándome un pequeño gemido—. Buen chico —murmuró
antes de rozarme la sien con los labios, apartarse y
enderezarse, dejándome con las rodillas tan débiles que apenas
me sostenían—. Y ahora vamos, el partido debe de estar a
punto de empezar.
Mis piernas seguían temblando y mi voz seguía ausente
cuando llegamos a una entrada en la que un empleado
uniformado nos dio la bienvenida con una sonrisa y, después
de que Robert se identificara, nos proporcionó tarjetas de
acceso. No me di cuenta de que me había quedado paralizado
al leer mi nombre en la tarjeta plastificada hasta que el
empleado carraspeó.
—Pueden pasar si quieren. Su membresía les permite
acceso a cualquier zona del club.
La ceja de Robert se encontraba arqueada, retándome con
la mirada. Pero, aunque hubiera querido, ¿qué iba a
preguntarle? ¿Por qué estábamos en la zona VIP del club? ¿O
por qué me había sacado una membresía cuando apenas nos
quedaban dos semanas juntos? Ya estaba hecho y no iba a
montar un espectáculo delante de un desconocido, no cuando
sabía que Robert lo había hecho para hacerme feliz y cuando
era evidente que él se lo podía permitir. Mi corazón se infló de
euforia ante la idea del esfuerzo que había hecho por mí y lo
que podía significar.
Cualquier sentimiento de reparo pasó a un segundo plano
en cuanto atravesamos una lujosa sala con una barra y gente
reunida en pequeños grupos. Prácticamente me tropecé
cuando, a través de los enormes ventanales de cristal, me fijé
en la espectacular panorámica sobre el campo del estadio. Con
un suave empuje en la espalda, Robert me guio hasta los
espaciosos sillones reclinables, saludando aquí y allá a algunos
conocidos, sin detenerse hasta que llegamos a nuestros
asientos.
—¿Y bien? ¿No tienes nada que decir ahora? —me
preguntó.
Miré a nuestro alrededor, fijándome en la elegante
decoración de la sala que habíamos dejado atrás, las enormes
pantallas de televisión que transmitían repeticiones y
estadísticas y las espectaculares vistas. Tenía tanto que decir
que ni siquiera sabía por dónde empezar.
—¿Podemos tener perritos calientes y palomitas? —
pregunté, incapaz de decir nada más de lo abrumado que
estaba.
Robert rompió a reír.
—¿Solo un perrito caliente? —Sacudió despacio la cabeza
—. ¿Qué clase de cita sería esta si dejara que te quedases con
hambre? —bromeó bajando el tono para que nadie más
pudiera oírlo, inconsciente del estremecimiento que me había
recorrido con la palabra cita.
Robert alzó la mano para llamar la atención de un
camarero y mis ojos se abrieron como platos cuando nos
entregó la carta de un menú digno de un restaurante de lujo.
No me quedó ni la más mínima duda de que los ricos se lo
montaban bien incluso para algo tan popular como ver un
partido de béisbol. Aun así, acabé pidiéndome el perrito
caliente de la casa. Robert se pidió una hamburguesa y añadió
algunos platos para picar y palomitas.
—Esto es increíble —dije, admirando el estadio y las
vistas directas que teníamos del campo—. ¿Cómo has
conseguido estos asientos? No ha debido de ser fácil, la
temporada ya ha empezado.
—He tirado de algunos hilos —dijo, estirando el brazo
para limpiarme la comisura de los labios con el pulgar.
Toda mi vergüenza por haberme manchado con el kétchup
desapareció cuando él se llevó el dedo a la boca y lo chupó.
—¡Mierda! ¿Por qué todo lo que haces consigue ponerme
caliente? —solté antes de darme cuenta de lo que estaba
diciendo.
Sus labios se ladearon en una sonrisa pícara mientras se
inclinaba hacia mí.
—Tal vez porque sabes que hoy no nos dará tiempo a
llegar a casa antes de que te subas a mi regazo a montarme.
Tragué saliva. De repente, el olor a césped, cerveza y
palomitas fue sustituido por el amaderado perfume de Robert,
la gente a nuestro alrededor desapareció y lo único que podía
percibir era su cercanía, su aliento sobre mi piel y mis ganas
de besarlo y devorarlo vivo ahí mismo y en ese momento.
¡Dios! ¡Hasta me habría puesto de rodillas por él sin
importarme que pudiera vernos medio estadio!
En el instante en que nuestros ojos se encontraron, supe
que me importaba un carajo que nos vieran y que iba a besarlo
sí o sí.
—¿Steele? —una voz animada rompió la magia.
Robert se tensó y se alejó de mí como si lo hubiera
quemado, dejándome con una desagradable sensación de déjà
vu. Temeroso, seguí su mirada hasta el hombre que se
encontraba a su lado estudiándonos con interés a ambos. A su
espalda se encontraban dos moles trajeadas, que escrutaban los
alrededores con vista de lince, lo que dejaba claro que eran sus
guardaespaldas, con independencia de que también llevasen
armas debajo de sus chaquetas. A su lado, lo acompañaba una
rubia despampanante, cuya atención estaba más centrada en
inspeccionar a los ricachones que se encontraban en el palco
VIP que en el campo de juegos.
—Cuánto tiempo sin verte. No sabía que te gustase el
béisbol, Steele. Te habría invitado alguna que otra vez de
haberlo sabido.
Robert se levantó con lentitud y yo seguí su ejemplo,
aunque por la forma en la que se colocó me ocultó de la vista
del desconocido. ¿Lo había hecho a propósito o era simple
casualidad? Doblándome un poco, con el fin de ver alrededor
de Robert y descubrir qué era lo que pasaba, me fijé en el
cabello engominado hacia atrás del tipo, que no solo tenía una
frente amplia y brillante, sino también una mandíbula
exageradamente cuadrada que me resultaba familiar, aunque
no supiese por qué.
—Donato —Robert lo saludó con helada cordialidad, sin
tratar de responder a sus preguntas.
Mi estómago se contrajo y mis dedos me picaban por tener
una navaja a mi alcance cuando su nombre me confirmó que
no me había equivocado. Donato Bianchi era conocido en
nuestros círculos por ser uno de los traficantes más
importantes de diamantes en la zona. Lo que pocos sabían era
que también era un psicópata sádico al que le ponían los
chicos, cuanto más jóvenes mejor. Por suerte para mí,
conseguí librarme de su atención en el pasado, pero no porque
mi padre no intentase presentármelo.
—Eres el último hombre al que esperaba encontrar aquí.
—Sonrió Donato con esos aires de poder y autosuficiencia que
solían exudar la mayoría de los empresarios ricos que había
conocido a lo largo de la última semana—. Y menos, tan bien
acompañado. —Donato bajó un escalón para inspeccionarme
mejor, algo que provocó que Robert apretara la mandíbula—.
¿No vas a presentarnos?
—Jasha, te presento a Donato Bianchi uno de mis mejores
clientes. Donato, Jasha. Trabaja para mí —dijo Robert con
firmeza.
A pesar de que se me retorcía el estómago en su presencia,
intenté mantener una expresión neutral en mi rostro.
—Es un placer conocerte, Jasha —dijo Donato con una
sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Es curioso, pero por algún
motivo me resultas familiar —añadió, estudiándome con
curiosidad.
—Señor Bianchi —saludé, forzando una sonrisa
respetuosa.
—¿Y en cuáles de las empresas de Robert trabajas
exactamente? —indagó Donato sin apartar su mirada
inquisitiva de mí.
Miré a Robert en busca de alguna señal, pero él se limitó a
responder por mí.
—Acabo de contratarlo para empezar a entrenarlo como
mi asistente personal —replicó con frialdad, casi desprecio—.
Es un compromiso de un viejo amigo.
Intenté mantener la sonrisa, dividido entre el alivio de
convertirme en un don nadie ante los ojos de Bianchi y el
cansancio y la humillación que me producía que en público yo
no fuese nunca más que un personaje de segunda en la vida de
Robert, a veces incluso de tercera o cuarta.
—Interesante —respondió Donato, entrecerrando
ligeramente los ojos—. Con esa cara… —Sus ojos se abrieron
de repente con un brillo triunfal y su sonrisa se tornó cruel,
dejándome saber que por fin me había reconocido. De haber
podido, me habría escondido debajo de los asientos con tal de
escapar de su mirada—. Ciertamente interesante —murmuró,
considerándome como si fuese una vaca en una subasta
ganadera—. ¿Y Esther sabe que ahora tus gustos se han vuelto
más… —se giró hacia Robert, pero volvió a echarme una
ojeada que me hizo sentir vulnerable ante su escrutinio—
eclécticos, por llamarlo de alguna manera?
La mandíbula de Robert se endureció.
—No sé de qué me hablas, pero imagino que mis gustos
siempre han sido más bien particulares, por lo que no veo el
motivo por el que deberían preocuparle a Esther.
—Mmm, sí, ya veo —comentó Donato despacio—. En fin,
nos vamos a perder el partido, será mejor que me siente.
Disfrutad del juego —dijo con la mirada fija sobre mí.
—Gracias —murmuré, desviando la mirada hacia el
campo en un intento por escapar de su atención.
—Encantado de haberte conocido, Jasha —dijo Donato
antes de darme la espalda con una última mirada cargada de
intenciones—. Estoy seguro de que volveremos a vernos en
circunstancias más… adecuadas.
Me entraron náuseas al entender el mensaje que ocultaba
bajo sus palabras. Robert me indicó que me sentara y tomó
asiento a mi lado con la espalda rígida. Ambos observamos en
silencio cómo Donato ocupó junto a su acompañante y sus
guardaespaldas los asientos que estaban dos filas debajo de la
nuestra, desde donde me echó otra significativa mirada
acompañada por una sonrisa que me estremeció.
Respiré profundo, tratando de recuperar la compostura.
—¿Por qué tengo la sensación de que te conoce? —Con el
ceño fruncido, Robert mantuvo la vista sobre la espalda de
Donato.
—Tendrías que preguntárselo a él —mentí, añadiendo
enseguida un: «¿Quién es Esther?», para cambiar de tema,
antes de que pudiera seguir interrogándome y de paso
averiguar de una vez por todas por qué todo el mundo le
mencionaba a esa mujer.
En cuanto se tensó, supe que su respuesta iba a ponerme en
mi sitio o sería una mentira.
—Es una de las principales accionistas de mi empresa.
24

El motor del lujoso Maserati rugía con suavidad mientras


Robert aparcaba frente al club nocturno.
—¿El Inferno? —pregunté, sorprendido.
—He pensado que tal vez podríamos combinar un poco de
trabajo y diversión. Si te apetece, claro está.
Casi salté en mi asiento del entusiasmo, pero de inmediato
me controlé.
—¿Qué clase de trabajo y qué clase de diversión?
Sus cejas se elevaron con regodeo.
—De la morbosamente divertida y prohibida. ¿Cuál, si no?
Estamos a punto de entrar en el infierno.
—¿No se supone que el infierno está lleno de torturas y
penalidades?
Un lado de sus labios se curvó peligrosamente, mientras
sacaba la llave de la ignición y me regalaba una de esas
miradas oscuras y llenas de promesas que conseguían
derretirme por dentro.
—¿Y quién ha dicho que las torturas no puedan ser
divertidas y… placenteras?
Antes de que me diera tiempo de reaccionar o cerrar la
boca, Robert ya había salido del coche y le lanzaba la llave a
un empleado del club.
Bajando precipitado del vehículo, seguí a Robert hasta la
entrada, donde el mismo segurata de la última vez nos entregó
dos pulseras negras.
—¿Te hace falta una pulsera en tu propio club? —pregunté
extrañado mientras él llamaba el ascensor de cristal.
—En eso consiste el trabajo de hoy, en hacernos pasar por
clientes y pasar desapercibidos para poner a prueba la calidad
y el funcionamiento del club.
Ladeé la cabeza.
No tenía muy claro cómo pensaba hacerse pasar por un
cliente cuando sus empleados ya lo conocían más que de
sobra, pero me negué a poner en jaque nuestra noche juntos.
—¿El disciplinado y adicto al trabajo Robert Steele se ha
buscado una excusa para escaquearse del trabajo? —me burlé.
El temblor en la comisura de sus labios duró apenas un
segundo. Robert se ajustó las mangas de su traje de chaqueta.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando —dijo,
entrando en el ascensor; y yo bufé—. ¿No estás interesado en
descubrir los secretos del Inferno? —preguntó con
indiferencia.
—No he dicho nada —respondí con la misma inocencia
que había usado él.
Esa vez no dudó en mostrarme su diversión.
—Buen chico. —Pulsó un botón y el ascensor se detuvo a
mitad de la primera planta, dándonos una vista sobre los
cuerpos que se movían al compás de la envolvente música casi
como si se encontraran en trance. El humo de las máquinas de
niebla creaba una atmósfera etérea, irreal, mezclándose con las
luces parpadeantes que destelleaban sobre la multitud.
Colocándose a mi espalda, Robert me colocó una mano en
el cristal a cada lado de la cabeza y me repasó el cuello con la
punta de la nariz. Tragué saliva. No importaba lo que hiciera,
en el instante en que me tocaba, mi cuerpo se convertía en
suyo.
—¿Recuerdas el otro día cuando te follé en la zona VIP?
—Asentí con la boca reseca. ¿Cómo podría olvidar el modo en
que me tuvo desnudo ante toda aquella gente, tomándome
como si le perteneciera? Su lengua me rozó el lóbulo de la
oreja cuando lo mordisqueó y tiró de él—. Hubo un motivo
por el que nadie se quedó mirándote mientras lo hacía. —
Gemí cuando su mano alcanzó mi erección y la presionó con
firmeza, haciendo que mis rodillas se doblaran—. No pueden
verte. Los cristales son espejos: vidrio por un lado; espejo por
el otro. ¿Y sabes lo que eso significa? —Su mano bajó hasta
mi escroto.
—No —musité en un jadeo agónico.
—Que puedo follarte como quiera y de la manera que elija
mientras sigo trabajando.
Antes de que supiera qué era lo que ocurría, Robert se
había alejado de mí, había reiniciado el ascensor y volvió a
reajustarse el traje como si nada hubiera pasado. Con manos
temblorosas, lo imité, temiendo que lo que había dicho sobre
la tortura y el infierno iba muy en serio—. ¿Y bien? ¿Hay
alguno de los jardines por el que tengas un especial interés?
—Confío en tu decisión —mentí a medias.
Tenía interés en cualquier cosa que pudiera ofrecer el
Inferno, aunque debía admitir que, estando con él, había un
jardín que me llamaban especialmente la atención, así que
crucé los dedos para que lo eligiera en nuestro itinerario sin
que me obligara a decirlo. Robert sonrió con los ojos puestos
sobre la gente como si ya hubiera previsto aquella respuesta.
—¿Qué tal una visita al Jardín de la Gula y luego, tal vez,
una visita al Jardín de la Pereza, o la Envidia o…?
—Lujuria, quiero visitar el Jardín de la Lujuria —me
precipité en corregirlo cuando me ofreció las opciones más
aburridas—. ¿Y quizás podamos terminar en el de la gula? —
añadí, inseguro.
En cuanto vi su sonrisa complaciente, supe que me había
tomado el pelo y que lo único que pretendía era que fuera yo
quien tomase la decisión.
—Tus deseos son órdenes esta noche —dijo,
entregándome un antifaz negro que se había sacado del
bolsillo interior de la chaqueta—. O tal vez no.
El ascensor se detuvo en la sexta planta y, nada más dar un
paso en su amplio vestíbulo, se notó el cambio en el ambiente
y la diferencia con respecto al Jardín de la Ira. Donde en uno
todo era precipitado y frenético y cargado de brillo y color,
aquí se transmitía una sofisticada elegancia en la que
predominaban las paredes en tonos negros, rotos solo por
algunos toques rojos y dorados provenientes de las sedas y los
terciopelos de las cortinas y los detalles decorativos.
—Buenas tardes, ¿me permiten ver sus pulseras? —
Sobresaltado, me volví hacia la exuberante chica que nos
ofrecía una encantadora sonrisa. De no ser gay, habría caído a
sus pies con solo ver la silueta desnuda que se adivinaba a
través de las cuentas y piedras brillantes que cubrían la
efímera tela de su elegante vestido largo—. Me temo que
tendrán que entregarme los móviles y cualquier dispositivo de
grabación audiovisual antes de entrar en esta zona del Inferno.
Se trata de un área confidencial, donde queda estrictamente
prohibido hacer fotos o vídeos.
En vez de entregarle el móvil como hice yo, Robert le
mostró un código QR en su pantalla. La mujer lo escaneó e
inclinó de inmediato la cabeza.
—Permiso especial concedido, señor. De todos modos, he
de pedirle que solo use el móvil en zonas privadas.
—¿Desean ponerse más cómodos? —Al escuchar la
profunda y aterciopelada voz masculina, definitivamente
estuve planteándome ponerme de rodillas, en especial, en
cuanto me volví hacia su dueño. Decir que parecía un modelo
salido directamente de una revista erótica era quedarse corto.
Su rostro era el de un ángel caído y el caftán semitransparente
mostraba un cuerpo trabajado, tatuajes que prometían un
mundo por descubrir y relamer como el triángulo de tela negra
que cubría sus genitales—. Disponemos de túnicas cortesía de
la casa u otros ropajes especiales que pueden ser cargados a
sus cuentas y enviados con posterioridad a la dirección que
nos faciliten.
—¿Jasha? —preguntó Robert.
—Ummm… Estoy bien, gracias —grazné, nervioso.
—¿Tal vez las chaquetas? —preguntó el hombre,
dedicándome una sonrisa que podría haber seducido a un
cadáver.
Sin siquiera plantearme qué era lo que hacía, me quité la
chaqueta. Creo que dejé de respirar en el instante en que el
hombre se giró y dejó a la vista su trasero completamente
desnudo, gracias a los elásticos del suspensorio masculino que
le rodeaban la parte baja de la espalda y los muslos.
—Estás aquí conmigo, ¿recuerdas? —me gruñó Robert al
oído—. No me hagas recordártelo en público.
Parpadeé varias veces antes de mirarlo.
—No quiero estar con él —confesé con honestidad cuando
la chica se dirigió a una cortina del fondo y la abrió para
nosotros—. Es solo que… nunca pensé que un hombre pudiera
ser tan sexi vistiendo algo así.
Los oscuros ojos de Robert me estudiaron con una
expresión que parecía querer meterse en mi mente y
devorarme al mismo tiempo.
—Tal vez sí que deberías ponerte más cómodo. —Como si
pudiera leer mis ganas de aceptar a pesar de la inseguridad que
me producía la idea, Robert le hizo una señal al empleado sexi
—. Él se cambiará. Un caftán de los transparentes y un
suspensorio masculino, además de un collar que lo señale
como propiedad privada—. La mirada de Robert fue grave
cuando fui a abrir la boca para protestar—. No voy a tenerte
andando por aquí medio desnudo sin dejar claro que nadie
puede tocarte sin mi permiso expreso. Esto no es el club
normal al que estás acostumbrado. Tenemos reglas rígidas para
proteger a cualquiera que entre, pero solo si se cumple con las
normas. Te pondrás el collar y no te lo quitarás mientras
estemos en esta planta, ¿entendido?
Quince minutos después, Adán, del que no sabía si era su
nombre real o solo un nombre ficticio para contentar a los
clientes, me acompañó en busca de Robert a través de un
jardín de cristal, compuesto por enormes plantas exóticas que
brillaban como gemas bajo las tenues luces.
Más de una vez Adán tuvo que detenerse a esperarme. El
lugar era tan fantástico y sensual que en cada esquina me veía
enfrentado a algún tipo de placer prohibido. El Jardín de la
Lujuria era como un laberinto oscuro y misterioso donde las
cálidas luces iluminaban el camino a través de una selva de
destellos y sombras, en las que se ocultaban secretos lugares
que te retaban a probar el placer con el que te tentaban o en el
que podías observar a otras personas que ya habían sucumbido
a la tentación. Esculturas ambivalentes que tomaban formas
eróticas, juegos de luces que creaban siluetas y figuras en
pleno éxtasis se exponían libremente en los rincones más
inesperados. El lugar al completo jugaba con tu imaginación y
despertaba tus deseos más secretos, incluso aquellos que no
tenías ni idea de que poseías.
Siendo sincero, la gente y lo que hacían no era ni siquiera
el principal atractivo de aquel sitio, lo era su conjunto al
completo, desde el ambiente a la exclusiva y creativa
decoración, y la forma en que jugaba con tu subconsciente.
Encontramos a Robert sentado en uno de los rincones
reservados del exclusivo bar de copas, que presidía la especie
de patio que giraba en torno a una fuente de cristal central de
la que brotaban aguas doradas, cuyo seductor sonido al
golpear el cristal se mezclaba con susurros provocativos,
jadeos, gemidos y risas sugerentes, que flotaban en el aire por
doquier como si fueran la música de fondo de aquel lugar. No
fue hasta que sus pupilas dilatadas me recorrieron de arriba
abajo que recordé lo desnudo y avergonzado que me había
sentido al verme en el espejo con el caftán transparente, el
suspensorio y el collar de cuero negro.
Mientras nos acercábamos a Robert, explayado
cómodamente en un suntuoso sofá tapizado de terciopelo rojo
y cubierto de cojines con estampados orientales, traté de no
dejarme distraer por los cuerpos entrelazados que nos
rodeaban en una danza pasional en la que no parecía
importarles que estuvieran expuestos a los ojos curiosos de los
que nos aventurábamos por el decadente jardín.
Dejándome caer al lado de Robert, tomé una profunda
inspiración tratando de calmarme.
—¿Y bien? ¿Qué te parece el Jardín de la Lujuria?
Solté el aire de golpe.
—Creo que deberían poner una advertencia en la entrada.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué debería poner en la advertencia?
Me mordí los labios.
—Adentrarse en este jardín implica liberar tus inhibiciones
y exponerte a tus deseos más prohibidos. Entra bajo tu propia
responsabilidad y solo si estás dispuesto a caer en el pecado.
—Mmm… ¿Y cuál sería el pecado en el que estarías
dispuesto a caer? —preguntó Robert, recorriéndome con una
mirada que no hacía nada por ocultar el deseo en sus ojos.
25

Había algo hipnótico en los ojos de Robert, en su forma de


mantenerme la mirada con una promesa silenciosa y el modo
en que me dominaba, haciéndome sentir sin siquiera rozarme.
¿Qué era lo que me había preguntado? ¿En qué pecado
estaba dispuesto a caer?
—En el tuyo —murmuré.
Su áspera palma me envolvió la mejilla y su pulgar tentó
mis labios con una caricia antes de sustituirlo por su lengua y
reclamar mi boca. Fue como si cada célula de mi cuerpo
respondiera a él.
—¿Han decidido cuál será su recorrido? —Otro de
aquellos atractivos hombres en caftán nos sonrió al situarse
ante nuestra mesa.
No me pasó desapercibido la forma en la que repasó mi
anatomía bajo la transparente tela que me cubría o cómo sus
ojos se detuvieron sobre los dedos de Robert que jugaban
distraídos con mi pezón. Debería haberme sentido insultado o
acosado, pero si era honesto, el calor que me recorría como un
río de lava no se debía únicamente a la cercanía de Robert.
—Sabe que eres mío —me susurró Robert al oído—. Tiene
permitido mirar, pero no tocar ni flirtear contigo.
Experimentando con mi recién adquirida libertad, recorrí
la mandíbula de Robert con los labios antes de mordisquearlo
de camino hacia el lóbulo de su oreja.
—Me excita que me miren, pero aún más que les dejes
saber que soy tuyo y que no estás dispuesto a compartirme.
Su baja carcajada resonó a través de mí, anclándose en mi
ingle.
—Lo sé, gorrioncillo —respondió, cogiéndome por la nuca
para llevar mi boca a la suya y besarme con la misma
posesividad con la que englobó mi erección y me arrancó un
gemido de placer. Cuando alzó la cabeza, su mirada no se
separó de la mía cuando le habló a su empleado—. Déjanos
aquí el menú, te avisaré cuando lo hayamos decidido.
Fruncí el ceño ante su mención del menú y eché un vistazo
a las pequeñas mesas a diferentes alturas que rodeaban el sofá.
Estaban cubiertas por platos y bandejas, donde se exhibía de
forma artística y provocativa comida que, aún sin saberlo con
certeza, apostaba a que sería afrodisíaca. Combinados con
flores exóticas, hojas de vid y coloridas frutas tropicales, se
encontraban mariscos pelados, jugosas ostras con algún tipo de
crema, langostas bañadas en mantequilla, carnes suculentas y
platos vegetarianos que invitaban a probar las verduras con
más acierto que cualquier anuncio de comida saludable, y, por
si fuera poco, la mezcla de aromas a fruta, canela y jengibre le
ponían a uno a salivar.
Cuando Robert me vio contemplando la fuente de
chocolate, alargó un brazo y escogió una enorme fresa antes de
bañarla en él. Abrí obediente la boca cuando la acercó a mí,
pero en lugar de darme de comer la fresa, la usó para pintarme
los labios con el espeso chocolate y repasármelos luego con su
lengua. Mordiendo la fresa, la masticó y tragó antes de
besarme y compartir el dulce sabor conmigo. ¡Jesús, aquel
hombre había nacido para robarme hasta el último de mis
pensamientos racionales!
—¿Ibas a decir? —preguntó Robert, comiéndose el resto
de la fresa y ofreciéndome una nueva solo para mí.
—¿Para qué vas a pedir más comida? Ni siquiera vamos a
poder comer todo lo que hay aquí.
Riendo, Robert me apretó la tableta en la mano y abrió la
aplicación.
—No menú de comer, o al menos no exactamente —
bromeó con un brillo pícaro—, este menú es para que elijas lo
que quieres experimentar aquí.
Prácticamente, se me desencajó la mandíbula.
—¿Esto es un puticlub? Perdón, un ¿prostíbulo?
—No, gorrioncillo, pero no pretenderás que los clientes
paguen diez mil dólares por entrada solo para que les
ofrezcamos lo que podrían encontrar en cualquier otro sitio de
la ciudad. —Robert me palmeó la espalda y me ofreció un
cóctel sin alcohol, de color azul, cuando me atraganté al oír el
precio.
—¿Diez mil dólares? ¿Una sola entrada?
—Por el servicio básico, sí.
Mis ojos se abrieron ante la noción de que por diez mil
dólares solo se recibiera lo más básico. ¿Quién demonios tenía
tanto dinero para pagar semejante pastón?
—¿Y no hay putas?
Sus labios se curvaron divertidos.
—Pueden contratarse los más lujosos escorts de la ciudad,
aunque ese no es nuestro enfoque comercial, solo un servicio
accesorio.
—Escorts, claro —murmuré—. Los ricos no se codean con
putas normales y corrientes.
—¿Eso crees? —preguntó, divertido.
—Lo acabas de decir tú.
—Mmm, sí, es cierto que escort suena mucho más lujoso y
exclusivo, pero no es el único motivo.
—¿Qué otro podría haber?
Robert señaló con la barbilla a otro de los rincones
privados, uno igual que el nuestro, con un sofá redondo y una
mesa baja.
—Fíjate en lo que pone en el collar del hombre que se
encuentra arrodillado ante la mujer.
—¿Puta? —pregunté.
—Sí. En el Jardín de la Lujuria no juzgamos a nadie por
sus deseos o perversiones, permitimos a cada cual ser quien
quiera ser, aunque sea puta, un cachorrillo, una zorra o
cualquier otra cosa que se te pase por la cabeza o se les ocurra
a ellos. Si ellos o sus dueños quieren que sean putas y eso los
hace sentirse tan sucios como especiales, no vamos a robarles
esa ilusión. Nuestros escorts son algo diferente y es algo que
les debemos tanto a nuestros clientes como a nuestros
empleados. Y ahora elige lo que más te apetezca que hagamos
—finalizó, golpeando con un dedo la tableta en mis manos.
Nada más empezar a leer, mis ojos se abrieron como
platos.
—¿Laberinto del Éxtasis? ¿El Oasis Sensual? ¿La Cueva
del Placer? ¿La Sala de los Sentidos?…
La lista seguía y seguía y lo malo era que no se trataba
simplemente de títulos llamativos, sino de auténticas
experiencias planificadas al más mínimo detalle, e iban desde
las opciones más sensuales y etéreas a los más físicos y clichés
como la de la Cueva del Placer en cuya descripción ponía:
«Una habitación subterránea, con paredes de piedra,
iluminación tenue y un ambiente misterioso, destinada a la
exploración de fantasías oscuras y la entrega total al placer.
Satisface la necesidad de experimentar el lado más profundo y
tabú de la sexualidad. Contenido: Mobiliario erótico,
elementos de dominación y sumisión, cuerdas y esposas y
dispositivos de restricción.
Pueden adquirirse juguetes y accesorios específicos a
través del enlace, que serán llevados a la habitación elegida».
Particularmente, me intrigaba el Laberinto de los Susurros,
enfocado a la exploración de la voz y la comunicación erótica
y a experimentar nuevas formas de interacción y excitación
verbal; aunque la Sala de los Sentidos o el Salón de los
Espejos tampoco se quedaban atrás, y lo mismo ocurría con las
camas balinesas, jacuzzis, piscinas privadas, y los espacios al
aire libre y aromaterapia del Oasis Sensual.
—¿Y bien? —preguntó Robert después de un rato.
—Es imposible elegir —confesé un tanto agobiado—. Me
apetece probarlo todo.
Riendo, Robert me quitó la tableta.
—En ese caso, ¿por qué no dejamos que nos sorprenda el
azar? Y el próximo día podemos elegir otra experiencia
diferente.
—¿Volveremos a venir? —Ilusionado, se me escapó la
pregunta, aunque de inmediato me vine abajo al recordar lo
que costaba—. Con diez mil pavos se pueden hacer muchas
cosas.
—Sip. ¿No es una suerte que nosotros estemos trabajando?
—preguntó con un guiño al levantarse y ofrecerme la mano
para ayudarme.
—Señores, ¿han elegido su opción? —El mismo empleado
que nos había atendido antes apareció a nuestro lado.
—Sí, gracias. Hemos elegido el recorrido al azar —dijo
Robert, devolviéndole la tableta.
Tras revisar la pantalla, el hombre nos sonrió de nuevo.
—Perfecto, si me permiten que los acompañe…
Lo seguimos por los recovecos del Jardín de la Lujuria, a
través de estancias donde los murmullos de conversaciones
privadas se entrelazaban con la risa juguetona de parejas que
se perdían en su propia complicidad y de otras a las que no les
importaba que los demás presenciaran su pasión o sus fetiches
más extraños. Ni Robert ni nuestro guía me metieron prisa
mientras nos dirigíamos hasta nuestro destino, aunque el calor
que me proporcionaba su cercanía, los casuales roces de
nuestros dedos y la oscuridad en sus ojos cuando nuestras
miradas se cruzaban eran el mayor aliciente para darme prisa y
no entretenerme por el camino.
Nuestro guía se detuvo ante una habitación denominada:
La lente del deseo, a deducir por el elegante letrero en
tipografía cursiva de la puerta.
—Mi ID está asociado al suyo. Seré su guía y asistente
personal durante el resto de su estancia. Cualquier cosa que
necesiten, solo tienen que pulsar el botón negro de servicio
que encontrarán junto a la puerta. —Sus ojos se detuvieron
sobre mí en una mirada cargada de intensidad—. Estaré
disponible para cualquier cosa si lo desean —insistió antes de
darle a un interruptor y marcharse.
—¿Acaba de ofrecerse a… a eso? —balbuceé, mirando la
puerta.
Robert mostró una pequeña sonrisa al repasarme el
contorno de la cara con un dedo y rozarme los labios con los
suyos.
—¿Te extraña que le resultes tan irresistible como a mí?
—Supongo que solo es su trabajo —repliqué despacio,
prácticamente olvidándome de lo que hablábamos en cuanto el
cálido aliento de Robert me recordó lo cerca que estaba de mí
y a lo que habíamos venido.
Robert arqueó una ceja.
—Cobra por ser nuestro guía, no por acostarse con los
clientes. Esa es una opción voluntaria y personal. Una que la
empresa ni fomenta ni prohíbe.
Su respuesta me sorprendió.
—¿No es uno de los escorts?
—No, y, aunque lo fuera, también ellos son libres de elegir
con quién quieren y con quién no quieren trabajar.
Asentí aliviado, pero lo miré decidido.
—No me interesa.
La comisura de sus labios tembló.
—No pensaba permitirlo.
—Muy gracioso —resoplé. Fui a decir algo más, pero un
jadeo largo y agónico me hizo girarme en busca de su
procedencia.
Mi mandíbula se desencajó por undécima vez desde que
habíamos llegado al Inferno al darme cuenta de que, lo que al
entrar me habían parecido sencillas paredes negras, eran en
realidad enormes pantallas de televisión, en las que aparecían
en diferentes planos vídeos de personas en directo disfrutando
de las diferentes salas del Jardín de la Lujuria. Nos rodeaban
los susurros, los ruegos, las risas, los jadeos, los gemidos y los
gritos, incluso el ruido del impacto de las paletas o la fusta al
estamparse contra el trasero de un sumiso, y todos aquellos
sonidos eróticos se fundían con la sensual música de tonos
profundos y graves que lo acompañaban de fondo.
Casi ni me di cuenta de que Robert me ayudaba a
deshacerme de las zapatillas que me habían dado, o cómo me
deslizó el caftán por los hombros. Consiguió recuperar mi
atención por un momento mientras me bajaba el suspensorio y
me mordía el hombro, pero, a aquellas alturas, podría haberme
hecho cualquier cosa y le habría dejado sin dudarlo por lo
caliente y necesitado que me sentía. Me besó el hueco del
cuello desde atrás, haciéndome cerrar los párpados y
olvidarme de los cuerpos que se contorsionaban de puro placer
ante nuestros ojos.
—Sigue aquello que más te atrae, yo te esperaré al final
del camino.
—¿Qué? —Me giré justo a tiempo de ver cómo Robert
desaparecía tras una puerta de cristal opaco que no había visto
antes.
Cuando fui tras él y traté de empujar la puerta, se
encontraba cerrada. Lleno de pánico, miré a mi alrededor para
encontrar mi ropa o algo para taparme, pero lo único que había
allí eran las enormes pantallas que me rodeaban y el suelo
cubierto por una aterciopelada alfombra.
De repente, todas y cada una de aquellas imágenes fueron
sustituidas por mí y, de forma inexplicable, una réplica de mí
señalaba una puerta que no había visto antes.
El pánico de estar desnudo, expuesto y a solas cedió un
ápice, lo justo como para seguir las instrucciones y adentrarme
en lo desconocido. Cuando lo único que encontré tras la puerta
fue un oscuro y estrecho pasillo, dudé por unos momentos.
Robert no me habría dejado a solas de no estar convencido de
que me encontraba seguro, ¿verdad?
En cuanto la puerta tras de mí se cerró, corrí para intentar
abrirla de nuevo. No hubo manera. El único camino era hacia
delante.
—Eso es, ven a buscarme, gorrioncillo. Te estoy
esperando.
El pasillo se llenó de imágenes de Robert quitándose la
camisa, abriéndose despacio la cremallera y, después, desnudo
sobre una enorme cama redonda, tocándose y mirándome a
través de la cámara.
¡Mierda! El pánico se esfumó del mismo modo en que
había aparecido.
—¿Robert?
—Encuéntrame —murmuró Robert con una voz ronca y
espesa por el deseo. Mientras una imagen de él o su yo virtual
desaparecía al fondo del pasillo.
Decidido, empecé a seguirlo, hasta que desapareció del
todo, sustituido por imágenes de hombres y mujeres haciendo
el amor o follando en cualquier clase de combinación y
número.
Me detuve al descubrir a un chico a cuatro patas entre dos
hombres y la forma en la que parecía totalmente ajeno a su
entorno.
—¿Es eso lo que te gustaría que pasara esta noche? —
preguntó Robert tan cerca que pensé que se encontraba a mi
espalda. Al girarme, no había nadie.
—No, solo contigo —confesé con sinceridad.
—Entonces, ven —replicó la voz a través de la oscuridad.
Me detuve otras tres veces más; una, para ver cómo un
hombre estaba siendo torturado con cera de vela caliente
mientras colgaba como una oruga del techo y, otra, en la que
dos chicos de mi edad se encontraban arrodillados ante un
atractivo hombre de pelo canoso que los dirigía mientras se
masturbaba observándolos.
Pronto descubrí que si tocaba la pantalla tras la que
aparecían aquellas imágenes accedía directamente a la
habitación en la que se desarrollaba la escena, aunque nadie
me prestaba realmente atención, con la excepción de una
sensual mujer madura que no parecía tener suficiente con los
tres amantes que ya atendían sus necesidades.
Mi recorrido acabó con brusquedad al llegar a un pasillo
mucho más estrecho, de cuyas paredes negras parecían salir
manos enguantadas e incluso siluetas de cuerpos desnudos tras
cortinas.
—¿Robert?
26

—¿Qué estás dispuesto a hacer para llegar a mí?


Me estremecí ante la pregunta de Robert. ¿Qué estaba
dispuesto a hacer por estar con él? La realidad me atravesó
como un rayo: cualquier cosa. Hubiera hecho cualquier cosa
con tal de llegar a él y sentirlo a mi lado, sentir su piel y su
calor contra el mío, y que sus brazos me envolvieran para
poder abrazarme a él.
Tragando saliva, di un paso al oscuro y estrecho pasillo.
Una de aquellas manos me acarició el brazo con un dedo,
poniéndome la piel de gallina. Seguí avanzando y, con cada
paso que daba, las caricias se volvían más y más atrevidas.
Manos me recorrían la piel desnuda, bajaban por mi estómago,
acunaban mis nalgas con deseo y hasta se estiraban para
acariciar mi pene erecto.
—¿Robert?
—Eso es, gorrioncillo, sigue adelante.
Las manos pronto se combinaron con cuerpos que se
rozaban conmigo a través de la sedosa tela negra, erecciones
tan duras como la mía se presionaban contra mí. Diestros
dedos me capturaban los pezones, pellizcándolos hasta que
una corriente eléctrica me atravesaba, anclándose en mi
escroto y tornando la rigidez de mi erección en pura roca. Tal
vez si solo hubiesen sido las manos y los roces lo habría
soportado, pero, cuando se unieron los susurros llenos de
propuestas tentadoras y los jadeos junto a mi oído, las voces
cargadas de deseo y mis propios gemidos, pronto mis piernas
comenzaron a fallar y mi necesidad por algo más se tornó en
pura agonía. Quizá por eso, cuando una de aquellas siluetas
me abrazó desde atrás, aprisionándome contra la pared, no me
quejé. Del mismo modo que tampoco lo hice cuando más
manos salieron de todas partes para acariciarme, tocarme y
explorarme, haciéndome consciente de terminaciones
nerviosas que no sabía ni que existían. Cuando a través de la
fina seda me rodeó una ardiente boca para chuparme en su
interior, mi circuito neuronal entró en sobrecarga.
—¡Robert! —chillé sin pensar—. ¡Robert! —
prácticamente sollocé—. Por favor, Robert, por favor —musité
con debilidad.
—Ven, gorrioncillo, estoy aquí esperándote.
De repente, las manos y cuerpos ocultos se esfumaron
como si jamás hubieran existido y solo fueran un producto de
mi imaginación y, al final del pasillo, apareció una proyección
de Robert desnudo y esperándome en la cama como me había
prometido.
Corrí hacia él, desesperado por sentirlo. Antes de que
pudiera alcanzar la puerta, esta se abrió y el Robert real, en
carne y hueso, me esperaba en el umbral. Sin plantearme lo
que estaba haciendo, me lancé sobre él con un sollozo y me
cogió rodeándome con fuerza entre sus brazos.
Cerró la puerta tras nosotros y me presionó contra la pared
mientras su boca me buscó como si hubiera estado famélico y
solo yo pudiera calmarle el hambre.
—¡Dios, Jasha! ¿Tienes idea de lo que me haces?
—Demuéstramelo —le pedí sin apenas voz.
Ignorando la cama, cogió unas esposas que colgaban del
techo y, alzándome los brazos mientras me tentaba con sus
labios, me colocó los grilletes alrededor de las muñecas.
—Mira, mira lo que me haces —me dijo casi al mismo
tiempo en que las paredes a nuestro alrededor se llenaron de
imágenes de mí en el pasillo, de él masturbándose con una
mueca de dolor mientras me esperaba y de ese mismo instante
mientras se arrodillaba ante mí para tomarme con su boca.
Las sensaciones y estímulos parecían bombardearme por
todos lados: la sexi imagen de los dos mientras me chupaba
reflejada en las pantallas mientras las cámaras nos enfocaban
desde diferentes ángulos, sus intensos ojos observándome
desde abajo mientras trabajaba la magia de su boca sobre mi
erección, el húmedo calor con el que me envolvía y volvía
loco, las caricias de sus manos extendiendo su saliva hasta mis
pelotas y más allá, mientras al fondo sonaba el «Drink me» de
Michelle Morrone a cuyo son parecía vibrar mi anatomía al
completo mientras me contorsionaba desesperado con un
placer que parecía superarme.
—Robert, ¡Jesús! Robert…
De improviso, se levantó y me besó, compartiendo el sabor
ligeramente salado de mi líquido preseminal antes de
desaparecer a mi espalda. Fue a través de las imágenes de las
paredes que lo vi coger un bote de lubricante, con el que
después se cubrió su potente erección antes de acercarse a mí y
usar sus dedos embadurnados para prepararme.
Sin poder evitarlo, me empujé como pude contra él,
buscando un mayor contacto, una mayor penetración,
buscando más, buscándolo a él.
Agarrándome por el cabello, me giró la cabeza para
besarme mientras se presionaba contra mí. Pronto tuvo que
bajar el brazo para sujetarme mientras con la otra se situaba a
mi entrada.
No hubo delicadezas esa vez, solo una profunda
desesperación por parte de ambos, una necesidad que se había
ido acumulando a lo largo de las últimas horas y que me tenía
al borde de la locura.
—Mira, míranos —me ordenó, mordiéndome el cuello
antes de contemplar por encima de mi hombro la proyección
de cómo me follaba haciéndome suyo, recordándome que lo
único que importaba en aquel instante éramos él y yo.
Estiró la mano para alcanzar mi erección y casi solté mi
carga en ese mismo segundo, mientras coordinaba sus
embestidas con los rítmicos movimientos de su mano.
—Eres tan, tan sexi… —gruñó cerca de mi oído.
Aquello y el enfebrecido deseo en sus ojos fueron lo que
me llevó derecho al cielo, con mis sollozos resonando a
nuestro alrededor, mientras mi cuerpo intentaba replegarse
sobre sí mismo a pesar de que las esposas me lo impedían y
los largos chorreones blancos salpicaban el suelo.
Como si aquel hubiese sido también su pistoletazo de
salida, sus dedos se clavaron en mis caderas manteniéndome
quieto, mientras me embestía como si se le fuera la vida en
ello, el sudor de su frente caía sobre mi hombro y sus sonidos
guturales acompañaban el rítmico chocar de nuestros cuerpos.
—¡Jasha!
Cerré los párpados al sentir su calor extendiéndose en mi
interior y su glande pulsando con intensidad, expulsando sus
últimas gotas de semen y llenándome con él.
—Jasha, por Dios —murmuró, dejando caer su frente
húmeda contra mi espalda a la vez que sus brazos me rodeaban
manteniéndome de pie—. ¿Qué me estás haciendo?
27

Si había pensado que estar con Robert en el Jardín de la


Lujuria había sido algo extraordinario o que lo había sido por
su forma de proporcionarme aquel increíble placer, ninguna de
ambas podía compararse al momento en que me preparó la
bañera y se metió conmigo, abrazándome desde atrás, mientras
ambos nos relajábamos en el agua que olía a una mezcla de
frutas exóticas y vainilla.
Con mi cabeza apoyada sobre su pecho, estudié nuestros
dedos entrelazados cubiertos por espuma.
—Gracias —murmuré.
Robert me besó en la sien.
—¿Por?
—Por todo, por traerme aquí, por esto… Nunca nadie se
ha tomado la molestia de tener detalles como estos conmigo.
—¿Ni tu familia?
Negué con la cabeza.
—Mientras mi padre vivía no había mucho espacio para
mostrar aprecio a menos que él no estuviera. El dinero no solía
abundar tampoco. Y cuando… cuando murió, me tocó
hacerme cargo de mis hermanas y mi madre. Las quiero con
locura y sé que ellas a mí también, pero, a la hora de la verdad,
esperan que sea yo quien se preocupe por consentirlas y
satisfacer sus necesidades.
Llevándose nuestras manos a sus labios, me besó los
nudillos.
—En ese caso, deja que yo cuide de ti. Me gusta hacerlo.
—Es… —Me detuve a buscar la palabra exacta—
liberador cuando no necesito preocuparme por los demás o de
tomar decisiones.
Gemí cuando mi estómago decidió recordarnos que nos
habíamos saltado la cena. Robert rio ante mi sonrojo.
—Creo que alguien tiene hambre.
—Mi madre siempre se quejaba de que era como una
hucha sin fondo. Nunca había forma de llenarme —admití con
una mueca.
—Bueno, tengo que admitir que a veces me pregunto
cómo puedes comer tanto y estar tan delgado, de modo que tal
vez tenga razón —bromeó.
—Muy gracioso —lo acusé, mordiéndole la mandíbula
como castigo—. ¿Tengo que recordarte que fuiste tú el que se
comió un taco de kilo y medio?
Me mordió el lóbulo de la oreja con una carcajada.
—¿Te apetece terminar la noche en el Jardín de la Gula?
—¿Podemos picar algo en el restaurante en el que
estuvimos antes, aquí, en el de la Lujuria?
—La comida arriba es mucho mejor y estoy seguro de que
te encantará.
—Lo sé, no es eso.
—¿Entonces?
—Aquí podemos ser nosotros. Me gusta no tener que
ocultarnos, bueno, excepto por los antifaces, me refiero.
Cogiéndome por la cintura, me giró, obligándome a
ponerme de rodillas entre sus piernas abiertas. Me apartó un
mechón de los ojos y me acunó la mejilla con firmeza.
—Tengo que confesar que no me lo esperaba, pero a mí
también me gusta poder besarte y tocarte en público, en
especial, cuando llevas mi collar —acabó con un brillo de
humor en los ojos, que se ganó un pellizco en la cintura que
nos hizo derramar una buena parte de agua de la bañera
cuando se apartó con un grito.
—¿Eres consciente de que aún estamos aquí y que podría
llevarte a una de las Cuevas del Placer, verdad? —me
amenazó, mordiéndome la punta de la nariz.
—Recuérdame de qué iban las Cuevas, tengo mala
memoria.
Intenté aparentar inocencia, pero fue imposible controlar la
sonrisa con la que se estiraron mis labios. Robert soltó una
risita grave.
—Básicamente, son unas mazmorras equipadas para
torturar, castigar a un sumiso rebelde, a un nene travieso o
hacer rogar a la pareja.
—Mmm… —Esta vez fue mi turno de provocarlo con una
mirada cargada de picardía—. ¿Y cuál de esas cuatro me
tocaría experimentar?
Sus ojos se entrecerraron con un brillo peligroso.
—Yo diría que te mereces unos buenos azotes en el trasero
por tus travesuras; luego, por puro placer, te torturaría un poco
para hacerte pagar por todo el sufrimiento que me has causado.
Creo que al menos cuatro de las canas nuevas que me han
salido son culpa tuya.
—¿Y luego?
—Y luego me encargaría de hacerte rogar para que te folle
y dejar que te corras.
—Acabo de darme cuenta de una cosa —murmuré con la
sangre bombeándome con fuerza y mi erección despertándose.
—¿De cuál?
—Que la comida está sobrevalorada, daddy. Quiero visitar
esas cuevas.
Si un humano podía gruñir como un animal, entonces,
aquel era el sonido que se le escapó a Robert.
—Date la vuelta, gorrioncillo y ponte a cuatro patas.
Me moví despacio, asegurándome de dejarle ver cuán
excitado me encontraba ya, mientras me movía con cuidado
dentro del agua para evitar más derrames. Apoyé las manos en
el borde de la bañera y situé mis pies justo debajo de su
escroto. Si pensé que iría directo al grano para follarme de
nuevo, me equivoqué de lleno. Robert me separó las nalgas
con ambas manos y hundió su cara entre ellas, haciéndome ver
un universo entero de jodidas estrellas cuando usó su lengua
para lamerme y penetrarme desde atrás. Podría haberme
corrido solo de esa forma si no fuera porque sonó el puñetero
móvil, haciendo que Robert se incorporara con un gimoteo
para cogerlo del lavabo.
—Lo siento, cielo, pero a esta hora de la noche puede ser
algo importante.
—No te preocupes —musité, demasiado alterado por la
pérdida de su calor y el placer como para pensar con claridad.
—¿Sí? ¡¿Qué?! —Robert se levantó y salió de la enorme
bañera sin importarle el charco que se formó bajo sus pies—.
¿Dónde está? ¿No puedes detenerla? Haz lo que puedas por
retenerla, voy a… ¡Maldita sea, ya está aquí! —maldijo al
mismo tiempo que en el dormitorio sonaba una especie de
timbre musical.
Estampando el móvil sobre la encimera, Robert cogió una
toalla y se volvió hacia mí.
—Voy a cerrar la puerta, quédate aquí, no hagas ruido y
por nada del mundo se te ocurra salir.
—Robert, ¿qué…?
Sin acabar de secarse, Robert apagó la luz, cerró la puerta
tras de sí y me dejó a solas, abandonado y confundido en la
oscuridad, con la única luz de una vela para adivinar los
contornos del enorme cuarto de baño.
En cuanto comenzaron a escucharse voces desde el
dormitorio, cogí el mando que habíamos traído para que
Robert pudiera enseñarme cómo funcionaba el sistema de
circuitos cerrados de cámaras gestionadas por la inteligencia
artificial más avanzada del mercado y mostrarme las
grabaciones que había tomado. Señalando al espejo, que podía
convertirse en una moderna pantalla de televisión, la encendí
para descubrir quién era esa tal Esther, a la que Robert estaba
exigiéndole explicaciones sobre por qué se encontraba allí.
Mi respiración se detuvo de golpe ante la impactante
belleza morena que se encontraba con él. Era la misma mujer
con la que había estado en la gala y a la que todo el mundo
mencionaba. Una desagradable sensación de celos hizo acto de
presencia al fijarme no solo en sus generosas curvas, sino
también en su sedoso cabello oscuro o los penetrantes y
enigmáticos ojos azul hielo, tan claros que hacían imposible
no fijarse en ella.
—¿Que qué hago yo aquí? —Esther no parecía dejarse
intimidar por Robert—. La pregunta sería más bien qué es lo
que haces tú aquí.
—Sabes lo que hago aquí y no tengo que justificarme por
ello, llegamos a un acuerdo y tú le sacas tanto provecho como
yo.
—¿A dónde ha ido la fulana? ¿Está ahí en el cuarto de
baño?
Cuando Esther dio varios pasos en dirección a la puerta del
baño, busqué frenético una toalla con la que cubrirme.
Robert se interpuso en su camino y se limitó a cruzarse de
brazos.
—No hay ninguna fulana. Llegas tarde. Y si la hubiera,
seguiría sin ser asunto tuyo.
—Se te olvida que soy tu novia, Robert. Con quién te
acuestas siempre será asunto mío.
Me congelé en el sitio. ¿Ella era su novia?
—No hasta la noche de nuestro compromiso. Es lo que
estipulamos.
—¿Y si quiero cambiar los términos?
—¿A menos de un mes del compromiso? Ni siquiera faltan
dos semanas para la dichosa fiesta que habéis organizado tú y
tu padre para anunciarlo.
Mi corazón pareció dejar de latir.
—Lo que sea. —Esther hizo un ademán despectivo con la
mano—. He decidido que quiero que seamos exclusivos.
—¿Por qué ahora?
—¿Debo de tener un motivo para ello?
—Sí.
—De acuerdo, estoy harta de que nunca tengas tiempo
para mí, solo para tu trabajo y tus fulanas. Quiero que pasemos
más tiempo juntos.
—¿Por qué?
—¡¿Cómo que por qué?! Vamos a casarnos, ¿qué clase de
matrimonio vamos a ser si no conseguimos sacar tiempo
siquiera para conocernos y relacionarnos?
Con cada reivindicación de Esther, la estaca que me había
clavado en el corazón con su mera existencia se hundía más y
más. Robert no solo acababa de confirmar que ella era su
novia, sino que iban a casarse y habían hablado de una fiesta
de compromiso en menos de dos semanas. Que solo me
hubiera pedido un mes a cambio de los cien mil dólares de
repente adquiría sentido. Era demasiada casualidad como para
que realmente lo fuera.
—Ya nos conocemos más que de sobra, Esther. De hecho,
desde hace más de dos décadas.
—Sabes a lo que me refiero.
Robert se pasó una mano por el cabello húmedo con un
profundo suspiro.
—De acuerdo, me comprometo a pasar más tiempo
contigo.
—Genial, vamos.
—¿Vamos?
—He venido expresamente a buscarte, lo mínimo que
puedes hacer es acompañarme a casa, o… —Esther miró a la
cama deshecha con una mueca— también podríamos
quedarnos aquí si es eso lo que quieres, aunque, como
comprenderás, en otra habitación. No voy a acostarme contigo
en una cama en la que has estado con Dios sabe quién.
Su forma de hablar sobre mí me hizo encogerme. Lo malo
era que ni siquiera podía culparla por ello, porque, si lo
analizaba con racionalidad, no era a mí a quién Robert había
estado engañando con ella, sino a ella conmigo.
Robert le lanzó una rápida mirada a la puerta del baño y mi
corazón se aceleró al pensar que iba a venir y que no tenía ni
idea de cómo reaccionar después de lo que acababa de
descubrir.
Sin embargo, se limitó a asentir.
—Deja que me vista y podemos ir a tu casa.
Por si la humillación de descubrir que estaba
comprometido con otra persona no fuera suficiente para
romperme el corazón, la forma en que se olvidó de mí para
irse con ella a su casa acabó de destrozarme también el alma.
28

Me encontraba sentado en el filo de la cama, vestido con el


caftán transparente que había encontrado sobre la mesita de
noche, sintiéndome barato y usado, cuando Anthony llegó
media hora más tarde. Aparté la mirada, incapaz de
enfrentarme a sus mofas y desprecios o a la burla de sus ojos.
Fue como una patada en el estómago que, de entre todas las
personas que podía enviar a recogerme Robert, precisamente
fuera a Anthony.
Gracias a los pequeños milagros del universo, el hombre
colocó un pequeño montón de ropa a mi lado y se dirigió a la
puerta.
—Te espero afuera, sal cuando estés listo —dijo sin su
usual tono odioso.
Tal y como había prometido, se encontraba en la puerta
cuando salí. Ninguno de los dos habló mientras me acompañó
a través de los laberintos de zonas y habitaciones del Jardín de
la Lujuria. Tampoco lo hicimos cuando nos montamos en su
coche. No fue hasta que me di cuenta de que me llevaba de
regreso a la mansión que empecé a salir de mi estupor y a
reaccionar.
—¿Podrías llevarme a mi casa? O déjame aquí mismo, ya
me las apañaré para llegar.
Anthony me echó una ojeada ladeada, con el rostro
parcialmente iluminado por el tráfico y las luces del exterior.
—No puedo hacerlo. Robert me ha ordenado que te lleve a
la mansión. Al parecer también tengo que recordarte el
contrato que firmaste en el caso de que intentes largarte.
Apreté los labios y, por primera vez aquella noche, mis
ojos comenzaron a escocer. Sabía lo que había firmado, no
solo era su esclavo sexual, expresado en palabras técnicas y
socialmente aceptables, sino que, en caso de romper el
contrato, debía devolverle los cien mil dólares más un interés
del diez por ciento.
Habría dado cualquier cosa por tirarle el dinero a la cara y
decirle dónde se lo podía meter, pero mis circunstancias no
habían cambiado en las últimas semanas. Seguía sin tener un
duro, el bienestar de mi madre y mis hermanas seguía en
juego, y además debía más dinero aún que antes. Sin contar
que, tal y como Robert había prometido, César y los Víboras
me habían dejado tranquilo. No había tenido noticias suyas
desde que estaba en la mansión, y no era como si ellos no
supieran cómo hacerme llegar sus mensajes. ¿Qué pasaría
cuando se enterasen de que ya no me encontraba bajo la
protección de Robert?
—¿Sabes? —dijo Anthony rompiendo el silencio—.
Robert no es tan malo como crees ahora mismo. Dale al menos
la oportunidad de que se explique.
Mi resoplido sonó más bien como un extraño sollozo.
—¿Explicarme el qué? ¿Que tiene novia o que me haya
tratado como una puta barata? Ah, no, perdón. Eso último no
me lo tiene que explicar; lo soy.
—Las cosas no son lo que parecen.
—¿Intentas decirme que Esther no es su novia y que no
van a prometerse en lo que sin duda será una magnífica y
multitudinaria fiesta dentro de dos semanas?
Cuando Anthony mantuvo la vista en el tráfico sin
contestar, se me formó un nudo gigantesco en la garganta, uno
que apenas me dejaba respirar. Era curioso cuando lo único
que estaba haciendo era confirmar algo que ya sabía.
—Las cosas son más complicadas de lo que piensas —dijo
después de un rato.
—¿Más complicadas? —bufé—. A mí me parece bastante
sencillo. Tiene una novia, las cosas con ella son lo bastante
serias como para querer casarse con ella y no solo me ha usado
para echar una canita al aire y ponerle los cuernos, sino que
me lo ha ocultado y encima me ha dejado tirado en vuestro
exquisito club con un collar de perro, en pelotas y olvidándose
de mí como si no valiera ni el suelo que piso.
—Me ha enviado a mí para que te lleve a casa.
—Ah, genial, ha mandado al tipo que me odia y me
desprecia para recogerme en la situación más humillante de mi
vida.
Llamarlo «la situación más humillante de mi vida» ya era
algo después de la adolescencia y pubertad que me hizo pasar
mi padre o lo que me había hecho Karl, pero ni siquiera era
mentira. Jamás me había sentido tan usado, traicionado y
despreciado como en ese momento. Puede que fuera porque en
el fondo jamás esperé gran cosa de mi padre o de Karl, o
porque pronto aprendí a desconfiar de ellos, o puede que fuera
porque por el único por quien había sentido algo verdadero y
profundo era Robert. Como si mi corazón quisiera
confirmarlo, la sensación de que estaba quebrado y a punto de
estallar en miles de diminutas lascas se acrecentó.
—No te odio y tampoco te desprecio —murmuró Anthony,
rompiendo el tenso silencio.
—Ah, genial. Es bueno saberlo —espeté con sarcasmo—.
Tienes una excelente forma de demostrarlo, casi me tenías
engañado a mí y al mundo entero.
Sus manos se apretaron alrededor del volante.
—Ya te lo he dicho, las cosas son complicadas.
Bufé, pero me negué a decir nada más. Tampoco podía. El
nudo en mi garganta no paraba de crecer y mi voz salía más y
más como un patético pito.
Al llegar a la mansión, tuve que esperar a que Anthony me
abriera la puerta de la entrada, demostrándome con un gesto
más lo poco que significaba allí. Por no hacer, no disponía ni
de las claves de acceso o una llave, después de vivir allí
durante dos semanas.
—Te encargué algo de comer del Jardín de la Gula. Robert
me dijo que no habías cenado. He traído algo variado para que
lo pruebes y escojas lo que más te guste.
Miré la enorme bolsa negra con letras doradas, en la que
debía de haber comida para una familia entera, pero me limité
a subir con pasos pesados a mi habitación y cerré ambas
puertas con pestillo antes de meterme en la cama y encogerme
sobre mí mismo mientras miraba la pared con ojos resecos.
¿Cómo era posible que el mismo hombre que me había
abrazado noche tras noche en aquella misma cama, el que me
preparaba baños y se preocupaba de que tuviera cualquier cosa
que necesitase, fuera el mismo que tenía novia y me había
dejado tirado en la habitación de un burdel o lo que fuera
aquella planta del Inferno? ¿Cómo era posible que yo me
hubiese enamorado de un hombre así?
Enamorado, la palabra ni siquiera parecía hacerle justicia a
lo que sentía por él. Sonaba demasiado débil y caprichosa para
emplearla para un sentimiento tan potente e inmenso que
traspasaba lo físico y me ocupaba el alma, porque justo así se
sentía el descomunal dolor que me dominaba en ese instante:
como si se me hubiese quebrado el alma y estuviese poco a
poco convirtiéndose en ceniza.
Lo último que esperaba al cerrar por un momento los ojos
fue que, al volver a abrirlos, por mi ventana estuviera entrando
la débil luz del amanecer y que Robert se encontrase sentado
en un sillón al lado de la cama, observándome con profundas
ojeras y la misma ropa de la noche anterior.
—Te has despertado.
Me habría reído ante sus palabras señalando lo obvio de
haber podido. Tenía razón, me había despertado, y lo había
hecho en más de un sentido.
29

Ver a Jasha dormir con los ojos hinchados, profundas ojeras y


algunas lágrimas todavía colgando de sus pestañas, de cuando
había estado llorando en sueños con el corazón encogido, era
una de las cosas más difíciles que había hecho en mi vida. Aun
así, no se acercaba ni de lejos a lo que sentí la noche anterior
al tener que abandonarlo en la habitación para irme con Esther,
sabiendo que él se había enterado de todo lo que hablé con
ella.
Había deseado que se despertase para tratar de explicarle
lo que pasaba y a la vez temía que lo hiciera, porque, por más
que trataba de convencerme de lo contrario, no había una
forma racional para explicar mi comportamiento. De hecho, no
podía contarle la verdad.
Jasha se movió intranquilo entre sueños, parpadeó y de
repente sus preciosos ojos azules se encontraban puestos sobre
mí. Por unos segundos, no más de dos o tres, su sonrisa se
curvó y su mirada se iluminó para apagarse poco a poco y
llenarse del dolor con la acusación que había previsto que me
esperaría.
Anthony ya me había avisado de que iba a ser malo, lo que
no esperaba fue comprobar que no estaba preparado para
enfrentarme al hecho de cómo me hacía sentir ser el culpable
de aquella agonía que se reflejaba en sus facciones y sus
pupilas.
—Te has despertado —comenté como un estúpido.
Como si aquella idiotez lo acabase de espabilar del todo,
cualquier rastro de sentimiento desapareció de su rostro y fue
sustituido por una absoluta frialdad.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, sentándose y ajustándose
el edredón sobre el regazo.
Su calma me descolocó un poco. Había esperado lágrimas,
exigencias e incluso que me tirase algún trasto a la cabeza, lo
que no había previsto era al chico tranquilo y compuesto que
me estudiaba como si no me conociera.
—Tenemos que hablar.
Cuando cruzó los brazos sobre el pecho con un casi
imperceptible arqueo de su ceja, supe que su calma no
significaba que fuera a ponerme las cosas fáciles. Carraspeé y
me miré las manos antes de tomar una profunda inspiración.
—La mujer que vino anoche a la habitación era… es…
Esther. —Comprobé su reacción, pero no encontré nada que
no fuera aquella maldita calma—. Estoy en una relación
abierta con ella, una en la que ambos somos libres de
acostarnos con otras personas y hacer lo que nos dé la gana, al
menos fue así hasta anoche.
Esta vez su ceja sí que se alzó escéptica.
—Eso significa que vas a liberarme de las obligaciones
que estipula mi contrato.
—No —gruñí sin pensarlo siquiera.
Odiaba ese maldito contrato y había querido destrozarlo
una docena de veces, pero también sabía que, si lo hacía, Jasha
saldría de mi vida de forma definitiva y, aunque era algo que
ocurriría tarde o temprano, no estaba preparado para ello.
Todavía no.
—Entonces, ¿ella te ha dado permiso para tener una
mascota? —preguntó como si la cosa no fuera con él.
Abrí y cerré la boca, conmocionado. ¿Quién demonios era
la persona que se encontraba frente a mí? Podría haberle
explicado que jamás lo consideré menos que un igual, y
mucho menos una mascota, pero su extraña actitud me estaba
dando pausa. Echándome atrás en el asiento, lo estudié con
ojos entrecerrados.
—No sabe de tu existencia y tampoco tengo intención de
contárselo.
—Aaah —dijo despacio, rascándose el pecho—. Ya veo.
—¿Qué es lo que ves? —gruñí más que pregunté.
—Que piensas seguir poniéndole los cuernos en secreto,
aunque ya no tengas su permiso para hacerlo
Dicho así, me hacía parecer un auténtico mierda, pero, por
más excusas que tuviera en mi cabeza y por más compleja que
fuera la situación, en el fondo era exactamente lo que pensaba
hacer.
—Sí —dije, preparándome para su estallido, las
acusaciones y su enfado.
—Mmm… De acuerdo, ¿algo más? —preguntó,
levantándose de la cama para dirigirse al baño.
—¿Algo más? ¿Eso es todo? —pregunté, alucinado—.
Estoy tratando de hablar contigo.
Jasha se giró despacio hacía mí y me consideró como una
reina consideraría a una de sus hormigas obreras.
—Ya has hablado, te he escuchado y, ahora, si no te
importa, voy a mear y a lavarme los dientes. Tengo hambre y
me gustaría ir a comer.
La puerta se cerró tras él y, mientras me concentré en oír
los sonidos que provenían del baño, hizo exactamente lo que
dijo que haría. No hubo golpes, ni sollozos, ni… nada. ¿Cómo
podía estar tan tranquilo después de lo que había pasado? Lo
encerré en el baño a oscuras mientras salía a recibir a mi
novia, una novia de la que jamás le había hablado, luego me
largué y, por la lucecita encendida de una de las cámaras de la
habitación, estaba seguro de que no solo había escuchado que
Esther y yo íbamos a casarnos en cuestión de nada, sino que
también había visto cómo ella había estado restregándose
contra mí como una gata en celo mientras me vestía.
Anthony me contó cómo lo encontró en la habitación y lo
que había ocurrido en el coche, incluso como no había hecho
ni el intento por cenar antes de encerrarse en su habitación.
Dudaba que Anthony me hubiese dado la lectura que me dio si
no hubiese sido grave. ¡Por el amor de Dios! ¡Si hasta me
había dado un puñetazo en el estómago que me dejó sin
respiración nada más verme!
Nada de lo que estaba pasando encajaba con el Jasha al
que yo conocía.
La puerta se abrió, sacándome de mis cavilaciones. Una de
sus cejas rubias se alzó.
—¿Aún estás aquí? —preguntó como si fuese un incordio
que le aburriese con su insistencia.
Levantándome de un salto, me acerqué a él.
—¿Qué carajos te pasa? Suelta lo que tengas que decir.
Insúltame, grítame si quieres, pero dime lo que me tengas que
decir.
Ladeando la cabeza, se metió las manos en el pantalón de
chándal que había sustituido el pantalón arrugado con el que
se había acostado la noche anterior.
—¿Y qué exactamente esperas que diga? —preguntó con
curiosidad—. Ya me has explicado lo que ha ocurrido.
Su calma estaba empezando a tocarme los cojones.
—¿Me estás diciendo que te importa un carajo que esté
comprometido con otra mujer mientras me estoy acostando
contigo? ¿Que no te importa que anoche te dejase tirado en el
Inferno sin avisarte ni darte una explicación?
Jasha encogió los hombros.
—Enviaste a Anthony a por mí y, según el contrato, no me
debes ninguna explicación ni aviso.
—¿De qué cojones estás hablando?
Soltando un profundo suspiro, Jasha se pasó una mano por
el cabello.
—Escucha, estoy aquí por el contrato y porque me has
pagado cien mil pavos más otros beneficios. Me tienes
viviendo en una mansión de lujo, me compras ropa cara y
tampoco puedo quejarme por cómo me follas. Tus dramas
personales son tuyos y no me incumben. Si a ti no te preocupa
ponerle los cuernos a tu novia, ¿por qué iba a preocuparme a
mí? Me quedan menos de dos semanas para cumplir con mi
parte del trato y largarme libre de deudas.
Con cada una de sus palabras, el frío que sentía en mi
interior se extendía un poco más.
—¿Mis dramas personales? El único motivo por el que
estás aquí es por el contrato —repetí despacio, esa vez no era
ninguna pregunta, y la idea de que se tratase de una
constatación fue como si me clavara una estaca en las
entrañas.
Ignoré el dolor para que la ira corriera libre por mis venas
mientras daba un paso tras otro hacia él. Por un momento
pensé vislumbrar algo de miedo en sus ojos, pero se limitó a
alzar el mentón y a mantenerme la mirada con indiferencia.
Podía soportar muchas cosas de él, pero la indiferencia no era
una de ellas. Prefería su dolor y su rabia, hasta su odio,
cualquier cosa con tal de que no fuera indiferencia.
Tal vez por eso hice lo único que se me ocurrió: dejar
correr mi furia libre, aunque, cuando acabase, los dos nos
odiáramos por ello.
30

No sé qué fue más humillante, que Robert consiguiera


hacerme gritar su nombre incluso cuando lo odiaba, los
salpicones blancos que recorrían el espejo del cuarto de baño
delatando que mi cuerpo seguía respondiendo a él como si le
perteneciera, o que, mientras yo seguía temblando con las
piernas débiles y sujetándome al mueble del lavabo para no
caerme, Robert estuviera en la ducha con la cabeza bajo el
chorro de agua, los ojos cerrados y una mano apoyada en la
pared mientras con la otra se masturbaba dándose el placer que
no había querido cogerse conmigo y demostrándome que tenía
mucho más control sobre sí mismo que el que tenía yo.
Por un momento me planteé en quién estaría pensando en
ese instante, con quién fantaseaba mientras deslizaba la mano
con frenesí sobre su erección, pero en cuanto en mi mente se
coló la imagen de una impresionante morena rozando sus
generosos pechos contra su bíceps, abrí el grifo para echarme
agua en la cara decidido a olvidarme de ella.
No tenía sentido que me torturara. No era asunto mío con
quién decidía masturbarse Robert. Había tomado mi decisión y
pensaba mantenerla. Diez días siendo su puto, su esclavo o lo
que quisiera de mí, diez días tras los que saldría de aquella
casa con la cabeza bien alta, sin deberle nada a nadie, con mi
familia a salvo, y diez días en los que iba a protegerme y
prepararme para olvidarme de él en cuanto la cancela de la
mansión se cerrase a mi espalda.
Mis planes me dieron la fuerza para mantenerle la mirada
al encontrarlo con sus ojos puestos sobre mí a través del
reflejo con una expresión casi agónica. De repente, Robert
golpeó la pared con una maldición, cerró el grifo y salió
malhumorado de la ducha, cogiendo una toalla para secarse y
desaparecer por mi dormitorio en dirección al suyo.
No me pasó desapercibido que su miembro seguía erecto y
con un tono tan profundo que parecía casi violáceo. Cuando
comprobé que en la ducha no había ni rastro de semen, me
invadió una secreta satisfacción, tan buena que por unos
segundos casi consiguió que me olvidara del dolor y la
humillación.
El desayuno en la cocina fue silencioso, por llamarlo de
alguna forma. Anthony y Mark intercambiaban de cuando en
cuando alguna palabra, pero la mayor parte del tiempo estaban
lanzándonos ojeadas disimuladas a mí y a Robert,
observándome comer tranquilamente y a Robert apartando
malhumorado el bacón de su plato prácticamente sin tocar.
—Eh… —Mark carraspeó mirando incómodo de Robert a
mí—. Hoy tengo que ir a recoger el pedido que hicimos en la
ferretería de Thompsons y me vendría bien que alguien me
echara una mano. He pensado que tal vez te gustaría venir
conmigo, Jasha. Podríamos ir a un nuevo restaurante tailandés
que han abierto cerca de ahí y que dicen que está genial. Si te
apetece, claro está.
—No.
Mark, Anthony y yo miramos a Robert cuando no dijo
nada más.
—¿No? —preguntó Mark.
—No —reafirmó Robert, limpiándose la boca con una
servilleta—. Jasha a partir de ahora vendrá todos los días
conmigo.
—¿Al trabajo? —preguntó Anthony, incrédulo.
—Vendrá como mi asistente personal. Podrá tomar notas y
atender el teléfono mientras estoy reunido o gestionando
cosas.
Me tomó toda mi fuerza de voluntad controlar mi
expresión y no mostrar la sorpresa o la irritación ante su
actitud prepotente e infantil. Aunque, por otro lado, al menos
no iba a volverme loco pasándome el día entero en la mansión,
encerrado y dándole vueltas a la cabeza.
—A mí no me importaría que Jasha viniera conmigo —
intervino Mark—. De verdad que me haría un favor si pudiera
acompañarme y echarme una mano.
—No. ¿Algún problema? —exigió Robert, desafiante.
Cuando alcé la cabeza de mi plato, los tres se encontraban
mirándome. Encogí un hombro y seguí comiendo.
—Por mí bien, lo que queráis —dije antes de meterme otro
tenedor de esponjosos huevos revueltos en la boca, a pesar de
que hoy me sabían a algodón.
Robert tiró la servilleta sobre la mesa con un gruñido
inteligible.
—Salimos dentro de media hora. Estate preparado.
Cuando salió de la cocina, pasaron varios minutos antes de
que Mark soltara un suspiro y se frotara la nuca.
—No sé qué es lo que le has hecho, pero mejor
soluciónalo. No hay quién lo aguante cuando se pone así y es
de los que son capaces de estar varios días de mala hostia.
Solté una carcajada reseca ante su descaro de pedirme que
fuese yo quien resolviera la situación, pero una corta mirada a
Anthony y a su muda negación con la cabeza me reveló que
Mark no tenía ni idea de lo que había pasado la noche anterior.
Algo que en parte me intrigó.
Vaciando mi zumo de naranja, me limpié la boca con el
reverso de la mano y llevé mis platos al fregadero.
—Voy a vestirme, no queremos que se mosquee más de lo
que ya está —bufé a pesar de que mi intención era hacer todo
lo contrario, irritarlo hasta volverlo loco y que perdiera los
estribos.
31

Después de un viaje en absoluto silencio en el asiento trasero


del Bentley, en el que Robert me ignoró a favor de su tableta,
llegamos a un imponente edificio en el centro de la ciudad.
Como un chico obediente, lo seguí hasta el ascensor,
sintiéndome más y más incómodo a medida que Robert
devolvía con amabilidad animados saludos a los empleados
con los que nos cruzábamos mientras a mí seguía
ignorándome. ¿Era para eso para lo que me había traído? ¿Para
ponerme en mi sitio y recordarme que era un donnadie con el
que podía hacer lo que le diera la gana?
Cuando llegamos a la última planta y pasamos por delante
de la mesa del que parecía ser su secretario, le dedicó un
cordial:
—Buenos días, Ethan. Estoy esperando una entrega que
debería llegar a las nueve y media, pásamela en cuanto llegue.
—Por supuesto, Robert. Ya tienes la agenda de hoy
actualizada y los informes para la reunión con los socios sobre
el escritorio.
—Gracias.
Lo peor de esa breve charla no fue que Robert no me
presentara, o que Ethan Parker, con su traje de chaqueta
marrón a cuadros y su nombre escrito en letra cursiva sobre un
cartelito dorado, ni siquiera me dirigiera una mirada; lo
realmente impactante fue observar cómo el rostro del joven,
que probablemente rondaba los treinta años, se iluminó al
abrirse las puertas del ascensor y descubrir quién salía de él.
Sus ojos casi brillaban con admiración al mirar a Robert como
si le salieran corazones de pura adoración. Y mientras Robert a
mí me trataba como aire, a él le ofreció una sonrisa. ¡Una puta
sonrisa!
Cuando entramos en el amplio despacho con una cristalera
de pared a pared, la cual mostraba una vista impresionante
sobre la ciudad, Robert se sentó en su escritorio y yo me quedé
de pie estudiando mi alrededor.
No podía negar que la estancia estuviera decorada con
buen gusto o que se hubiera adaptado a la perfección a la
personalidad de Robert y a su función allí, reflejando su poder,
energía y determinación, pero también tenía un ambiente
sosegado y cálido, reforzado por el uso de maderas nobles en
el mobiliario y una colección de obras de arte con efecto
calmante. Y, a pesar de que era todo lujo, el despacho también
reflejaba una rigurosa profesionalidad con una simplicidad
ordenada y práctica, dándote la bienvenida, aunque también
enviándote el claro mensaje de que el dueño prefería que
fueras directamente al grano.
—¿Piensas pasarte el resto de la mañana ahí de pie? —
preguntó Robert con la mirada puesta en la pantalla de su
ordenador.
—¿Te acuestas con todos tus empleados? —exploté. Para
cuando comprendí que era algo que no venía a cuento ya fue
demasiado tarde, porque por fin había alzado la cabeza para
mirarme.
—¿Qué? —preguntó como si lo hubiese pillado
completamente desprevenido y no tuviera ni idea de lo que
estaba hablando.
Podía hacerse el tonto, pero había visto cómo lo miraba
Ethan y tampoco me pasó desapercibida la sonrisa radiante de
la recepcionista o cómo la mujer en traje de chaqueta que nos
acompañó en el ascensor no paraba de tocarle el brazo.
—¿Te acuestas con ellos antes o después de contratarlos?
—lo ataqué con amargura—. ¿O les metes una cláusula en el
contrato, al igual que a mí, que lleve implícito los servicios
especiales a los que se comprometen al trabajar contigo?
La confusión en su semblante dio paso a la furia, y no sé si
fue siquiera consciente de que había golpeado la mesa.
—¿De qué carajos estás hablando?
¿Pensaba que porque me alzase la voz iba a echarme atrás?
—De que, si no hubiera estado yo, Ethan tenía toda la
pinta de ofrecerse voluntario para meterse bajo tu escritorio y
darte los buenos días.
Como si lo hubieran invocado, tras un breve golpeteo en la
puerta, el susodicho asomó su cabeza y le ofreció a Robert otra
de sus brillantes sonrisas.
—¿Quieres que os prepare un café o que pida algo para
desayunar?
Robert lo miró unos segundos como si fuera la primera vez
que lo veía y no lo conociera de nada, antes de girar la cabeza
en mi dirección con una mirada dura.
—Gracias, Ethan. Creo que no te he presentado a Jasha —
dijo Robert despacio.
Sin esperar una invitación, Ethan entró para ofrecerme la
mano. Me habría gustado ignorarlo como la gente había hecho
conmigo en los pasillos, pero mi madre me educó mejor que
eso. Puede que estuviera sensible en ese instante, pero no pude
evitar sentirme celoso de la suavidad de sus manos y de la
perfecta manicura de sus uñas. Estaba tan centrado en
comparar mis uñas irregulares con padrastros y las cuatro o
cinco líneas blancas que marcaban mis manos con algún corte
o arañazo del pasado con las suyas que casi ni escuché lo que
decía.
—Encantado, Jasha, soy Ethan Parker. ¿En qué os puedo
ayudar?
—En nada por ahora, Ethan —intervino Robert—. Jasha es
mi nuevo asistente personal. Se encargará de mis cafés y
desayunos a partir de ahora para que puedas centrarte en tu
trabajo administrativo.
Los ojos de Ethan se abrieron horrorizados y abrió y cerró
la boca varias veces antes de que saliera algún sonido.
—Pero… A mí no me importa hacerme cargo de tu café,
Robert, y tampoco…
—Eso es todo, Ethan, gracias. Después de que resuelva
algunos asuntos con Jasha, puedes ayudarlo a ponerse al día
con algunas de las tareas de las que se hará cargo a partir de
hoy.
La mirada perdida de Ethan hacia Robert evocaba la
súplica silenciosa de un cachorro, rogando a su dueño que no
lo abandonara. Me dio lástima hasta que la presión de su mano
sobre la mía se incrementó llegando a un punto doloroso y me
dedicó una mirada cargada de odio.
—Por supuesto, Robert, me encargaré de ayudarlo a
encontrar su sitio —espetó entre dientes apretados, mostrando
una sonrisa forzada.
Si aquello no era una amenaza en toda regla, entonces no
sabía qué podría serlo. Cuando no le respondí ni reaccioné,
Ethan me soltó la mano y se la limpió en la chaqueta como si
acabara de contaminarlo, alzó la barbilla y se largó del
despacho dejando un tenso silencio atrás.
—¿A qué carajos ha venido eso? —siseé, girándome hacia
el responsable de que a partir de ese momento tuviera a otro
capullo viniendo a por mí.
Robert entrecerró los ojos.
—¿El qué, que a partir de ahora te encargarás de hacerme
el café? Eres mi asistente personal. ¿No crees que eso forma
parte de tus funciones?
Bufé, incrédulo. Hasta ahora, él, Mark y el cocinero eran
los que me habían hecho el café a mí. Desde que había llegado
a la mansión, no había tenido que mover ni una sola vez un
dedo por nada, excepto si alguno de ellos no se encontraba por
los alrededores.
—¿Estás hablando en serio? —exigí, incrédulo.
Robert me mantuvo la mirada.
—Muy en serio.
—¿Y también pretendes que me ponga debajo del
escritorio a hacerte mamadas mientras mantienes tus
videoconferencias? —lo provoqué con acidez.
Por una milésima de segundo, su mandíbula se apretó.
—Eso sería un plus, sí —replicó con una contenida calma
—. Aunque ahora mismo me conformo con el café. Presiona
ese panel de madera de ahí, detrás tienes todo lo que necesitas.
Puedes prepararte uno para ti también. —Y con esas palabras
finales regresó a su pantalla de ordenador olvidándose de mí,
mientras yo podía sentir el sofoco de ira inundándome las
mejillas.
¿Quería un café? Pues eso era justo lo que iba a tener.
¡UN-PUTO-CAFÉ!
Me quité con brusquedad la chaqueta del traje que me
había puesto para acompañar a Robert y la tiré sobre uno de
los sillones junto a la corbata, antes de remangarme las
mangas de la camisa.
Me dirigí al panel de madera que me había señalado, que
hasta ese momento no me había parecido más que una pared, y
presioné. Cuando a la primera no pasó nada, volví a intentarlo
en otro punto y luego en otro, y en otro y…
—Parte derecha en el centro, cerca del filo —instruyó
Robert, quien, cuando me volví irritado hacia él, tenía en
apariencia toda su atención puesta sobre la pantalla.
¡Maldito cabrón engreído!
Cuando presioné la siguiente vez el panel y se abrió como
una puerta, me irrité aún más. ¡Podría haberme explicado
cómo funcionaba desde el principio! ¿Cómo se suponía que
debía saber cómo funcionaba su estúpido despacho?
Mi mandíbula prácticamente se descolgó al descubrir la
diminuta cocina que se escondía detrás, en especial, cuando
abrí el panel de al lado dejando a la vista no solo el fregadero
y la encimera, sino también una sofisticada cafetera de un
negro brillante, un microondas, un frigorífico, una vitrina llena
de vasos, tazas y platos y otra con una completa selección de
tés, granos de café en cuyos paquetes constaban idiomas
extranjeros y marcas que no había visto en mi vida, sobrecitos
de azúcar de varios tipos y cápsulas de leche. Hasta tenía un
minilavavajillas. ¿Quién tenía un lavavajillas en su despacho?
¿Todo aquello era solo para hacerle café a Robert u
organizaba fiestas de desayuno allí? ¡Por el amor de Dios! Con
lo que tenía allí podría hacerle el desayuno a la plantilla entera
de empleados.
Sacando dos tazas negras con el logo de la empresa y dos
cucharillas, estudié la máquina de café. Solté despacio el aire.
Si abrir el panel me había supuesto un mundo, la cafetera
requería al menos una carrera universitaria para poder ponerla
en marcha. ¿Dónde demonios estaba el manual de
instrucciones? Imagino que podría haberle preguntado a
Robert sobre su funcionamiento o haberle pedido ayuda a
Ethan, pero mi orgullo y amor propio se impusieron.
Abrí uno de los cajones para descubrir la cubertería y, en el
siguiente, vasos desechables y servilletas. No fue hasta el
último cajón que encontré algunos manuales de los
electrodomésticos, entre ellos, los de la cafetera. Bien, genial.
Sabía cómo interpretar unas instrucciones. No podía ser tan
difícil, ¿verdad?
Diez minutos después acabé por tirar el manual de
instrucciones de nuevo en su cajón y lo cerré sin ceremonias
con el pie.
—Esto es ridículo —murmuré lo bastante bajo para que
Robert no pudiera escucharme mientras presionaba botones al
azar hasta que el maldito cacharro comenzó a zumbar y sisear
como si se burlara de mi incompetencia.—. ¿Para qué hace
falta tanta parafernalia para hacer un puñetero café?
Cuando por fin resonó el sonido del café moliéndose, solté
un suspiro de alivio, pero mi tranquilidad se desvaneció al ver
que el café fluía sin que hubiera colocado una taza debajo.
Mascullé una ristra de improperios cuando me quemé la mano
al colocar la taza. Deprisa metí la mano bajo el chorro de agua
fría, echando un vistazo rápido sobre el hombro hacia Robert,
para constatar que seguía inmerso en su trabajo y que no se
había dado cuenta de nada.
Apreté los dientes mientras limpiaba el desastre que
acababa de provocar. ¿De verdad no se había enterado o
simplemente se estaba divirtiendo a mi costa? Debía de haber
pasado al menos un cuarto de hora desde que me ordenó hacer
café. Era imposible que no se hubiera fijado en el tiempo que
estaba tardando. ¡Maldito cabrón!
Coloqué mi taza y presioné nuevamente el último botón, el
que parecía haber hecho el truco. Estuve a punto de delatarme
con una mueca victoriosa cuando el sonido reconfortante de la
molienda del café volvió a llenar el ambiente. ¿Quería reírse
de mí? Pues hala. Lo había conseguido y, si algo tenía claro,
era que quien se reía el último reía mejor.
Deposité su taza sobre el escritorio con un golpe seco que
casi hizo derramar el oscuro líquido.
—Tu café —espeté con una sonrisa edulcorada y me senté
en uno de los sillones de cuero marrón que había frente a su
escritorio.
Robert miró la taza y luego a mí y se pasó una mano por la
nuca con un suspiro frustrado.
—Necesitamos hablar.
—Por supuesto —repliqué mientras removía mi café con
fingida indiferencia.
Mi respuesta tuvo que tomarlo por sorpresa, porque cogió
su taza y se echó atrás en el sillón estudiándome con cautela.
¿Qué esperaba? ¿Una pataleta? ¿Que saltara de la silla y
pegara voces? Sip, justo lo que pensaba hacer: montar un
follón en su oficina y airear nuestros trapos sucios ante sus
empleados. ¿Quién carajos se creía que era?
Sin poder evitarlo, me tensé cuando se llevó la taza a los
labios. ¡Caray! Debería haber sacado el móvil para grabarle la
cara cuando sus ojos se abrieron con una mueca de horror y
escupió el líquido sobre los documentos repartidos encima del
escritorio.
Yup, sonreí satisfecho para mí mismo mientras me mordía
el interior de las mejillas para que no lo viera. Puede que no
fuera de los que armaban escándalos públicos, pero nadie dijo
tampoco que fuera de los que tragaban con todo lo que se les
echara, al menos no siempre.
—¡¿Qué demonios es esto?! —exigió, sacándose
apresurado un pañuelo para limpiar los documentos mientras
el café seguía extendiéndose por su antes inmaculada camisa.
—¿Tu café? —pregunté con inocencia—. ¡Ups! —seguí
con dulzura cuando entrecerró los ojos—. ¿Me he pasado con
el azúcar?
Ignorando la incredulidad en sus ojos, me llevé satisfecho
la taza a los labios. ¿No me quería aquí con él sirviéndole
como un esclavo? Pues, aunque él no lo supiera, aquello solo
era el principio.
Mis pensamientos se detuvieron en seco cuando el sabor
de agua sucia con un toque dulce y un intenso trasfondo
amargo irrumpió sobre mi paladar. Ni siquiera fue un
pensamiento consciente el que me hizo escupirlo todo de golpe
y soltar la taza sobre el escritorio como si estuvieran a punto
de salir demonios carnívoros de ella.
—¿Una servilleta? —preguntó Robert con retintín,
ofreciéndome la suya ya manchada.
—Muy gracioso —mascullé, yendo a la cocina a coger el
paquete de servilletas del cajón mientras trataba de quitarme la
mancha que me había dejado sobre la camisa. Rechiné los
dientes. Era nueva y carísima, y apenas había podido
disfrutarla por una hora.
Después de secar los documentos sobre su escritorio lo
mejor que pudo, Robert se echó atrás en el respaldo y cruzó
complacido los brazos sobre el pecho. ¡Joder! En ese punto
debería estar subiéndose por las paredes, no riéndose de mí.
—A ver si lo adivino —dijo estirando las palabras—.
Pulsaste el botón con la taza pequeña para llenar una grande.
—Si me hubieras explicado cómo se hacía o hubieras
dejado que Ethan se hiciera cargo, no habría pasado nada —lo
acusé.
Frunció ligeramente el ceño.
—Mmm… Podrías haber pedido ayuda.
—¿A quién? —exigí, irritado—. ¿A ti?
Tenía castañas la cosa. Como si él no hubiera adivinado
desde el inicio que yo no sabía usar esa monstruosidad de
máquina. Cuando no contestó, dejé de frotar la servilleta
húmeda contra la mancha y lo miré esperando a que soltara lo
que tuviera que soltar.
—Dime una vez, una sola vez en la que no te haya
ayudado si me lo has pedido.
Abrí la boca para recordarle que yo jamás le había pedido
ayuda, pero acabé cerrándola de golpe. Nunca le había pedido
ayuda porque él siempre se adelantaba a la necesidad de
hacerlo.
—Sabías que no tenía ni idea de cómo manejar ese trasto
—espeté, negándome a darle la razón—. ¿Por qué no me
ayudaste?
—Porque estás enfadado conmigo y, si hubiera hecho el
intento de echarte una mano sin habérmelo pedido antes, me
habrías recriminado que te consideraba inferior o tonto o
cualquier otra cosa que se te hubiera pasado por esa retorcida
mente.
—¡No tengo una mente retorcida!
—Sí, sí que la tienes —me acusó, arrancándome un
resoplido.
—¿En serio?
—Piénsalo. Desde el principio te ofrecí el dinero sin
pedirte nada a cambio. Fuiste tú quien decidió que quería
devolverme el favor. Dejé que establecieras tus condiciones y
te negaste a ello, y ahora te has autoconvencido de que te he
metido en una especie de farsa y que te estoy utilizando y
humillando a mi antojo.
—¿Y no lo has hecho? ¡Tienes novia! —¿Cómo era capaz
de olvidar ese detalle?—. ¡Una puta novia con la que te vas a
casar en unas semanas!
—¿Alguna vez me preguntaste si la tenía o cuáles eran mis
planes para el futuro?
—¡Me exigiste exclusividad!
—¡Estamos follando sin precauciones! ¿Qué clase de loco
no exigiría exclusividad?
—¿Y a mí de qué me sirve esa exclusividad si tú luego te
acuestas con otros? —mi pregunta pareció dejarlo petrificado
por unos segundos, hasta que tomó una profunda inspiración y
soltó el aire despacio.
—Para empezar, desde la primera noche en que nos
acostamos en ese club de mala muerte con tu amiga de testigo,
no he estado con nadie y mucho menos con Esther. Segundo,
la única vez que no usé precauciones fue en mi primera vez a
los quince años. Fue con la madre de un amigo, al menos
veinte años mayor que yo, y como comprenderás pensé que un
adulto sabría de aquello más que yo.
Lo miré boquiabierto.
—¿Te acostaste con la madre de un amigo y perdiste la
virginidad con ella?
Robert gimió y apartó la mirada.
—Tenía quince años, las hormonas alteradas y ella me la
chupó antes de montarme. ¿Crees que a esa edad era capaz de
pensar en algo más que en esas tetas enormes que me dejaba
tocar mientras ella me la comía como si fuera el fin del
mundo? Joder —Robert se pasó una mano por el cabello—,
creo que tardé unos cinco segundos en correrme en su garganta
y eso fue solo porque conseguí aguantar tres segundos más de
lo que hubiera necesitado.
—Acabas de decir que te montó después de hacerte la
mamada —me obligué a decirlo despacio para que me diera
tiempo a asimilar de lo que estábamos hablando.
—Tenía quince años —dijo, echándome una mirada
elocuente y dando énfasis a la edad que tenía.
Vale, en eso probablemente tenía razón. Yo a los quince
seguía siendo virgen, pero recordaba a los otros chicos
hablando de sus proezas a aquella edad.
—Dime que al menos no la dejaste preñada —mascullé,
poniendo los brazos en jarras.
—No. Cuando me enteré de que no era el único de mis
amigos con el que se acostaba, me aseguré de tener
preservativos a mano para las próximas.
—¡¿Te volviste a acostar con ella?! —Casi me atraganté
con mi propia saliva—. ¡Era la madre de tu amigo!
Robert encogió un hombro.
—También se acostaba con los demás. A la mujer le
gustaba la carne fresca. Te diría que mi amigo resultó no ser
tan amigo a la hora de la verdad. Estuve a punto de acabar en
la cárcel por culpa de ese cabrón. Pero si quieres que te sea
sincero, en aquel momento pesaban más las tetas de su madre.
Que la mujer me dejase experimentar lo que quisiera con ella y
que siempre me tuviera preparada una fiambrera con las sobras
o un bocadillo para después, también ayudó.
—Está bien. —Me tapé la cara y sacudí la cabeza—. Creo
que prefiero no enterarme de nada más.
Con un suspiro, se encaminó hacia otro de esos paneles de
madera y abrió un armario repleto de trajes, camisas y
conjuntos completos con sus respectivos zapatos. Más que un
despacho, parecía que aquel lugar fuera un apartamento
estudiado al más mínimo detalle.
—Olvidas que eran otros tiempos y circunstancias, Jasha
—dijo, eligiendo una camisa—. Además, nos estamos
desviando del tema. Lo que trataba de que entendieras es que,
hasta que estuve contigo, ni siquiera me planteaba acostarme
con alguien sin protección.
—¿Ni siquiera con tu queridísima Esther?
—Sobre todo con ella —gruñó, quitándose la camisa sucia.
Aparté la mirada cuando dejó al descubierto su musculoso
torso.
—Mientras más me cuentas, menos entiendo nada —
admití.
—Toma, ponte esto —dijo, ofreciéndome una de las
docenas de camisas idénticas que tenía colgadas en el ropero
—. Aunque te quede grande, al menos estarás seco.
Se produjo un incómodo silencio mientras ambos nos
cambiamos de ropa. Cuando terminó de meterse la camisa en
el pantalón y de cerrarse el cinturón, cogió nuestra ropa sucia
y la colocó sobre uno de los sillones.
—A veces, durante misiones, me he acostado con otros
militares o mercenarios, pero es porque los considero más
compañeros que empleados y porque en situaciones de estrés
extremo el sexo me relaja y me ayuda a recuperar el control.
Jamás me he acostado con ninguno de mis empleados de las
oficinas ni con mis clientes y no me interesa Ethan ni lo más
mínimo en ese sentido.
—¿Me vas a decir que no te has dado cuenta de cómo te
mira y que está colado por ti?
Con la vista sobre el suelo, Robert se rascó el pecho.
—Mentiría si dijera que no, pero los he tenido peores,
sobre todo, mujeres. Con Ethan me basta dejar claro que no
me interesan los hombres para que podamos seguir trabajando
juntos sin demasiados problemas.
—Pero sí que te interesan —lo corregí.
—Pero eso no es algo que Ethan tenga que saber. Una vez
hubo una secretaria que me esperó desnuda aquí en el
despacho y, cuando la rechacé, me denunció a recursos
humanos por acoso —continuó—. Por suerte, Anthony me
había convencido el año anterior de mantener un circuito
cerrado de videovigilancia independiente del resto del edificio
en mi despacho, por lo que tuve las pruebas para demostrar
que no le había puesto un dedo encima más que para apartarla
de mí. ¿Te imaginas el escándalo si hubiese salido a la luz su
versión de la historia y no hubiese podido defenderme? En
parte por eso ahora me garantizo mi intimidad a base de
contratos de confidencialidad y permisos expresos antes de
mantener relaciones sexuales con alguien.
—¿Y a Esther también se los hiciste firmar? —salté con
amargura antes de poder retenerme.
Robert titubeó como si estuviera considerando qué podía
contarme y qué no.
—Con ella tengo un tipo de acuerdo diferente, uno con el
que lo único que puedo hacer es mantenerme lo más lejos que
puedo de ella hasta que no me quede más remedio que hacerle
frente.
—Lo dices como si…
—Jasha, escucha… —En dos zancadas estuvo a mi lado y
me acunó la mejilla, obligándome a mirarlo a los ojos, unos
ojos que se encontraban llenos de dolor y ruego—. Sé que no
tengo justificación y que no lo entiendes, gorrioncillo, pero
jamás he querido hacerte daño y he tratado de protegerte todo
lo que he podido.
—Entonces, deja que me vaya —murmuré.
Robert me mantuvo la mirada y mi corazón se encogió no
solo con mi propio dolor, sino también con la tortura que
encontré reflejada en él.
—No puedo, gorrioncillo. Aunque sé que sería lo mejor y
quisiera tener la fuerza de hacerlo, no puedo dejarte marchar.
32

Debería haber imaginado lo que ocurriría en el mismo instante


en que Robert llamó a Ethan por el intercomunicador
pidiéndole que acudiera a la oficina. Si la mirada llena de odio
que me había dirigido me había hecho sentir incómodo, no fue
nada comparable con el instante en que Ethan se percató de
que me había puesto una camisa de Robert. Prácticamente
comenzaron a salirme sarpullidos por la piel de la toxicidad
que emanaba y, por la cuenta que me traía, iba a tener que
evitar darle la espalda.
Si a la camisa se añadía, además, que tenía las mejillas
acaloradas por la cercanía de Robert al confesarme que no
podía dejarme marchar, cualquier duda de cómo Ethan debió
de interpretar la escena que encontró en el despacho quedó
clara. Además, era poco probable que Robert pudiera volver a
emplear con él la excusa de que no le gustaban los hombres.
—Ethan, por favor, llévate esa bolsa de ropa sucia a la
tintorería y acércate a la boutique de Ford para conseguirle a
Jasha una camisa nueva que sea de su talla. Tiene más o
menos la misma que tú, pero si tienes duda, compra varios
modelos, y punto.
No sé quién se encogió más ante las instrucciones de
Robert, si Ethan o yo. ¿Es que ese hombre de verdad era tan
cegato que no veía lo que tenía delante de las narices? Me
costaba trabajo creer que Robert fuera tan cruel como para
hacerlo a propósito.
—¿No es esa una de las funciones de Jasha como tu nuevo
asistente personal? —espetó Ethan sin ocultar su acidez en la
palabra asistente.
¡Mierda! Robert se congeló y alzó despacio la cabeza de su
escritorio. A juzgar por sus ojos entrecerrados, nada bueno
estaba a punto de salir de su boca. Creo que incluso Ethan se
dio cuenta de que se había pasado, porque reculó
automáticamente un paso hacia atrás.
—¡Claro! Puedo ir yo —intervine con más ánimos de los
que sentía, dispuesto a cualquier cosa por relajar un poco el
ambiente antes de que Robert acabara en la cárcel y Ethan a
tres metros bajo tierra—. Me vendrá bien tomar un poco de
aire fresco.
Por poco yo también di un paso atrás cuando la mirada de
Robert cayó sobre mí.
—Tú te quedas —gruñó con una expresión adusta que dejó
claro que ni se me ocurriera protestar al respecto. «Sip, bien,
lo siento, Ethan, te quedas solo ante el peligro»—. Y en cuanto
a las funciones de Jasha —Fue casi un alivio que la dura
mirada de Robert ahora estuviese puesta sobre Ethan—, quien
decide las que son y las que no soy yo. ¿Queda alguna duda al
respecto?
—Por supuesto que no, Robert —farfulló el chico, sobre
cuya repentina palidez destacaban llamativas manchas rosadas.
No me pasó desapercibido que le temblaban las manos cuando
cogió la bolsa de basura con nuestra ropa manchada. Aunque
no por ello los labios de Ethan estaban menos apretados.
—Y otra cosa, Ethan —añadió Robert con una peligrosa
tranquilidad, esperando a que este se detuviera antes de
marcharse—. Creo que es mejor que de aquí en adelante te
dirijas a mí como señor Steele.
—¡Boom! —gesticulé con mis labios.
El repentino silencio fue casi explosivo.
Observar el semblante de Ethan ante aquella observación
fue igual que presenciar cómo su corazón se resquebrajaba en
diminutas lascas de cristal. Robert ni siquiera se dio cuenta,
mientras mantuvo la mirada centrada en su trabajo, pero yo sí
lo hice y me fijé en cómo la estrecha mandíbula de Ethan
temblaba y sus córneas adquirieron un brillante tinte rosado.
—Por supuesto, señor Steele —musitó con una voz
inestable, lanzándome una mirada llena de acusación, que me
hizo sentir culpable a pesar de que yo no había hecho nada.
En cuanto cerró la puerta tras él, me giré hacia Robert,
quien se encontraba echado atrás en su asiento observándome.
¡Sí que sabía lo que se estaba haciendo el muy cabrón!
—Podrías haber sido un poco más suave con él —lo acusé
—. No sé cuánto tiempo lleva trabajando contigo, pero está
claro que el suficiente como para que existieran algunas
confianzas.
—Después de su actitud de hoy, es mejor que tenga los
límites y las distancias claras entre nosotros.
—Está colado por ti —solté lo evidente.
—Con motivo de más. —Robert no se inmutó—. No estoy
interesado en él.
—No me habría importado acercarme a la tintorería —
añadí—. Igual ni siquiera hace falta que me compres más ropa.
A lo mejor podría haber convencido al de la tintorería para que
me hiciera un servicio exprés y ponerme de nuevo la camisa.
Preferí callarme que mi madre lo habría hecho gratis y en
un santiamén si me dejara contactar con ella y acercarme a mi
casa. La verdad es que la echaba de menos, también a las
hienas de mis hermanas.
—No me gusta la idea de que salgas solo a la calle y que
puedas toparte con alguno de los Víboras. Se supone que está
todo arreglado, pero prefiero estar cerca cuando tengas tu
primer encontronazo con ellos.
Rodé los ojos.
—Dudo mucho que unos pandilleros de tres al cuarto
frecuenten el distrito económico. Además, ¿qué quieres que
haga durante el resto de la mañana mientras tú estás ocupado?
¿Sentarme a admirarte el perfil?
La comisura de sus labios tembló.
—Creo que eso ayudaría a mi autoestima, aunque no a mi
capacidad de concentración —bromeó con una ligera sonrisa
antes de que esta volviera a desaparecer—. Pero te equivocas.
Tengo que pedirte un favor y es uno para el que no tengo a
nadie más.
Solté un bufido.
—Los dos sabemos que Ethan está más que dispuesto a
arrodillarse bajo tu escritorio para demostrarte cuánto siente su
exabrupto —me mofé.
Su sonrisa se esfumó y se incorporó en su asiento.
—Ya he dejado claro más que de sobra que no me interesa
Ethan. ¿Te importaría terminar de escucharme de una puta vez
y comportarte como el adulto que sé que eres?
¡Mierda! Cuando se ponía así…
—De acuerdo, voy a morder el anzuelo. ¿Qué es eso tan
importante que nadie más puede hacer?
Los hombros de Robert se relajaron lo bastante como para
confirmar que no estaba bromeando.
—Necesito que me acompañes a una reunión de negocios
y que hagas algo por mí.
Fue mi turno de ponerme tenso.
—Los dos sabemos que no tengo ni idea de negocios y, si
lo que me estás proponiendo es que me prostituya por ti…
—¡Por el amor de Dios, Jasha! ¡¿Podrías darme un mínimo
de confianza? ¡No tengo ni la más remota intención de
compartirte con nadie! ¡Eres mío y punto!
Vale… Imagino que debería haberme sentido ofendido de
que me considerara suyo y haberle aclarado que al único al
que le pertenecía era a mí mismo, pero eso no cambió que me
recorriera un estremecimiento.
—¿Qué quieres que haga? —indagué forzándome a
aparentar calma.
Robert titubeó.
—Puedes negarte a hacerlo si lo prefieres.
—Ve al grano. No puedo tomar una decisión si no me das
los detalles.
Soltando un suspiro, se pasó una mano por el cabello.
—Tenemos la sospecha de que uno de los socios nos está
vendiendo y que no solo graba las reuniones en secreto, sino
que también le está pasando otro tipo de información a nuestra
competencia. Ya hemos revisado sus ordenadores, pero el tipo
obviamente no es tonto.
—Bastaría con que usaras un inhibidor de señal en la sala
—dije, confundido porque no hubiera llegado a esa sencilla
solución por sí mismo.
—Es lo que haremos, pero lo que quiero en realidad es que
durante la reunión le birles el móvil, se lo lleves al informático
que te estará esperando en el pasillo con una taza de café verde
en la mano y luego devuelvas el móvil sin levantar sospechas.
Como ya te he dicho, no te voy a obligar a hacerlo, eres libre
de ayudarme o no, pero me harías un gran favor —dijo cuando
permanecí callado.
—¿Qué harán con el móvil?
—Descargar sus datos, comprobar si nuestras sospechas
son ciertas o no, y de serlas, hacernos con el control del móvil
para manipular a nuestra conveniencia la discusión entre las
partes implicadas.
—¿Solo eso?
Obviamente no era algo legal y a una persona normal le
podría haber parecido algo reprensible, pero cuando uno se
cría en el seno de la Bratva se aprende no solo que las acciones
tienen consecuencias, sino que uno tiene más probabilidades
de sobrevivir siendo el depredador que el borrego. Dudaba
mucho que Robert hubiera sido nunca un borrego.
—Posiblemente colocarle un chip de seguimiento para
poder localizarlo a él y a cualquier persona con la que se reúna
para vender la información.
En mi fuero interno di las gracias de haber sido sincero con
respecto a lo que me pidieron George y Richard. Dudaba
mucho que hubiera podido engañarlo.
—¿Nada de colocarle algún tipo de explosivo? —me
aseguré.
—Nada que te implique, y no, nada que lo mate
directamente a través del móvil. Te lo garantizo. El único
motivo por el que no lo hago yo mismo es porque no quiero
que sospeche nada de lo que está ocurriendo y la mejor manera
es manteniendo las distancias con él.
Era evidente que el socio no escaparía impune por lo que
había hecho, aunque tampoco podía negar que se lo había
ganado a pulso.
—¿Cómo sabes que soy capaz de ayudarte sin meterte en
un lío?
—Te he visto en acción y eres bueno. Muy bueno, de
hecho —se corrigió—. Incluso en vídeo tuve que poner la
grabación a cámara lenta y repetirlo varias veces para
conseguir detectar lo que estabas haciendo cuando birlaste
aquel pañuelo en Quincy Hall.
¡¿Qué?!
—¡¿Me has estado vigilando?!
Robert me echó una larga mirada recriminatoria.
—Mi trabajo consiste en saber todo lo que pueda de la
gente. La información es oro. Ni siquiera tú, eres tan inocente
como para pensar que podrías entrar en mi vida sin que te
investigara primero. Además, quise tener una visión más clara
de lo que ocurrió aquel día entre tú y los Víboras. Fue fácil
entrar en el sistema de seguridad del lugar.
Se me escapó el aire de golpe. De acuerdo, tenía razón.
Sería tonto esperar que me llevara a vivir con él sin asegurarse
primero de quién era, y no era como si yo mismo nunca
hubiera espiado a alguien para mi pakhan cuando había hecho
falta.
—Un momento, Anthony dijo…
—El tipo de comprobaciones que suele hacer él difiere
ligeramente del informe que encargué sobre ti —explicó
Robert—. De todos modos, Anthony es muy exhaustivo y
dudo mucho que no haya hecho ya su propia comprobación en
lo que a ti concierne.
Cerré los ojos y tomé una profunda inspiración.
—De acuerdo. Muéstrame de quién estamos hablando.
—¿Piensas hacerlo? —preguntó sorprendido como si
esperara una negativa rotunda o una negociación o algo por mi
parte.
Resoplé.
—Me salvaste el culo pagando cien mil pavos por mí
cuando apenas me conocías. Es justo que te devuelva el favor.
—Tú ya estás…
—Robert… —Coloqué los brazos en jarras y le mantuve la
mirada—. ¿Quieres ponerme nervioso antes de un trabajo tan
delicado?
—¡Mierda! ¡Tienes razón! Estoy actuando como un
estúpido. Es solo que… —Sacudió la cabeza como si acabara
de cambiar de opinión—. Gracias.

Si alguien me hubiera avisado de que la reunión iba a


prolongarse casi tres horas, me habría negado. Birlar el móvil
y devolverlo a su sitio fue pan comido. Aguantar a una docena
de hombres discutiendo sobre un tedioso informe de ventas del
que yo no me enteraba de nada y tratar de no quedarme
dormido resultó casi imposible. Las dos veces que me disculpé
para abandonar la sala y entregar y recoger el móvil, tuve que
aprovechar para acercarme a los aseos para mojarme la cara y
la nuca a ver si así me espabilaba, sin embargo, mi renovada
energía se desvaneció en el instante en que regresé al asiento y
descubrí que seguían discutiendo el mismo tema que habían
abordado veinte minutos atrás. Eran los mismos individuos
obstinados que daban vueltas y vueltas al asunto, y hasta yo
me percaté de que se trataba más de buscar protagonismo y ser
inútiles que de debatir con fundamentos o aportar información
relevante. Por el semblante impasible de Robert, intuía que el
único motivo por el que los estaba aguantando era porque
necesitaba hacer tiempo.
Para cuando la reunión al fin terminó y pude levantarme,
básicamente estaba tambaleándome del cansancio. Esperé
junto a la puerta a que Robert nos siguiera, pero en cuanto el
último de los socios se marchó, él cerró con llave y sin darme
tiempo a reaccionar me atrapó contra la pared y me besó con
fiereza.
Parpadeé atontado cuando alzó la cabeza permitiéndome
coger aire.
—Gracias, gorrioncillo —murmuró, repasándome los
labios hinchados con una pequeña sonrisa.
—Si sabes que lo he conseguido, significa que tengo que
ser más sutil en el futuro —mascullé tratando de recordarme
que estaba enfadado con él.
Robert soltó una suave carcajada.
—Saliste dos veces de la habitación y estabas tan relajado
que creo que te escuché al menos un par de veces roncando
sobre la mesa. Te conozco lo suficiente como para saber que
jamás te habrías quedado dormido con un trabajo pendiente.
Iba a responder, pero cuando cayó de rodillas ante mí, las
palabras se quedaron atragantadas en mi tráquea.
—¿Qué estás haciendo? —raspé ante el electrificante
cosquilleo que me provocaron sus nudillos al abrirme la
cremallera del pantalón.
Incluso mirándome desde abajo, el maldito hombre era
magnífico y mantenía su aura de poder, en especial, cuando le
bastó arquear una ceja para hacerme tragar saliva.
—¿Tú qué crees, gorrioncillo?
Supongo que debería haberle dicho que no era necesario y
que seguía enfadado con él, pero en el instante en que su
húmeda y cálida boca se adueñó de mi insubordinada erección,
cualquier traza de orgullo o cordura se fue al traste.
Alguien llamó con suavidad al otro lado de la puerta en la
que yo me encontraba apoyado, pero Robert ni siquiera hizo el
intento de parar. Me miró y, con una sonrisa pícara, posó un
dedo sobre sus labios advirtiéndome que fuera silencioso antes
de bajar la cabeza hasta que sentí su garganta cerrándose
alrededor de mí.
Mis dedos se enredaron en su cabello.
Volvieron a llamar a la puerta.
La mano de Robert englobó mis pelotas.
Y yo… estallé.
Estallé en luces y colores, mi pelvis apretándose frenética
contra sus hinchados labios mientras mis piernas
temblequearon tanto que apenas me mantuvieron en pie y,
cuando traté de apartarme, Robert me apretó las nalgas y
siguió chupando y succionando hasta que recolectó la última
gota de mi esencia y me desplomé sobre él tan desinflado
como un globo.
Cuando además de llamar a la puerta sonó el timbre de su
móvil, Robert maldijo en voz baja. Me llevó a una silla y,
mojando varias servilletas con agua de una de las jarras sobre
la mesa, me limpió antes de volver a colocarme bien el
pantalón. Al terminar me dio un beso en la frente.
El móvil volvió a sonar.
—¿Todo bien, gorrioncillo?
Fruncí el ceño.
—Tú no te has corrido.
Sonrió y me alisó la camisa.
—Lo haré.
—¿Cuándo?
El golpeteo sobre la puerta se tornó más furioso.
Con una maldición, se levantó.
—Cuando ya no estés enfadado conmigo —dijo,
dirigiéndose a la puerta para abrirla de golpe—. ¡¿Qué haces
tú aquí?!
—¡¿Que qué hago yo aquí? Soy accionista y socia de esta
empresa. ¿Por qué no he sido convocada a esta reunión y por
qué no me has abierto cuando he llamado?
Me encogí por dentro ante la visión de una morena con
ojos azul hielo irrumpiendo en la sala de reuniones como un
tornado, robando el aire con su presencia—. ¿Y quién
demonios eres tú? —Sus ojos se clavaron en mí y se
entrecerraron mientras esperaba una respuesta con los brazos
en jarras.
Si la otra noche, a través de las cámaras del Inferno, Esther
me había resultado imponente por su belleza, en aquel
instante, en directo y con la atención puesta sobre mí, lo que
realmente me impuso fue la frialdad glaciar en sus ojos, cuyo
azul era tan claro que rozaba lo irreal y me ponía la piel de
gallina. No sé si fueron sus ojos o su aura, pero algo me
advirtió que no me convenía que ella se enterara de que yo era
el otro.
—Yo…
—Jasha es mi asistente personal —me cortó Robert con
firmeza.
Los ojos femeninos no se despegaron de mí cuando replicó
despacio con un tono de sospecha nada disimulado:
—Sí, he oído de tu asistente personal, lo que no sé aún es
por qué de repente tienes uno.
Ni siquiera me atreví a pensar por temor a que ella pudiera
leer mis pensamientos con aquella mirada tan penetrante. Con
el aire de bruja que tenía, no me habría extrañado lo más
mínimo.
—Desde que mi vida no me da para más y pierdo más
tiempo en repartir tareas de lo que me llevaría hacerlas yo
mismo —replicó Robert, metiéndose las manos en los bolsillos
—. Además, no sé de qué te extrañas. ¿No has sido tú la que
durante años has tratado de convencerme para que contrate a
alguien que me despeje de trabajo? ¿Y la que me ha exigido
que pase más tiempo con ella?
—Nunca me has hecho caso.
—Bueno, pues lo he hecho ahora.
Cuando Esther volvió la cabeza hacia Robert, me recordó a
una serpiente venenosa a punto de atacar.
—¿Por qué?
Él le mantuvo la mirada.
—Sabes que mi vida, tanto profesional como personal, es
especial, y no cualquiera se adapta a las características de lo
que necesito o es alguien a quien pueda permitirme tener a mi
lado. Jasha viene de un entorno en el que lo han criado para
aceptar ciertas perspectivas y acciones sin cuestionarlas.
Esther ladeó la cabeza como si considerase su respuesta y
le viese lógica.
—¿De qué entorno?
—Eso es confidencial.
Esa respuesta la hizo ponerse erguida de inmediato.
—Soy tu futura esposa —siseó.
—Eso no me exime de la responsabilidad de mantener el
contrato de confidencialidad que he firmado con él. Si lo
rompo, él queda eximido de su parte del compromiso —la
respuesta de Robert pareció calmarla.
—¿Y por qué alguien tan joven? No tiene pinta de tener
demasiada experiencia.
Si no hubiera estado tan ansioso y acojonado,
probablemente me habría sentido insultado por su manera de
hablar de mí como si no estuviera presente. Como estaban las
cosas, me sentía aliviado de que me ignorase por completo.
—La experiencia se adquiere, el trabajo se aprende, pero la
capacidad de mantener el silencio incluso cuando no existe la
oportunidad de mirar hacia otro lado, no.
Dirigiéndose despacio hacia el sillón principal en el
cabecero de la mesa, Esther tomó asiento como habría hecho
una reina en su trono.
—¿Y por qué no me has abierto la puerta cuando llamé?
Robert arqueó una ceja.
—Estaba reunido con Jasha, era un tema confidencial y no
tenía ni idea de que fueras tú la que estaba llamando.
—Lo habrías sabido si hubieras comprobado tu móvil —lo
acusó algo más sosegada.
—Pero no lo hice —replicó él sin más.
Cómo era capaz de mantener tanta calma bajo el suspicaz
escrutinio de ella era un misterio, porque yo tuve que esconder
las manos debajo de la mesa para que no se diera cuenta de
cómo me sudaban. De repente, sus ojos reptilianos regresaron
a mí.
—Ya que eres su asistente, ponte en contacto con la mía
para ayudarla con los preparativos de nuestra fiesta de
compromiso y boda. Puedes llamar a mi despacho y preguntar
por Clara.
Su orden fue como un jarro de agua fría. Su boda. ¿Quería
que la ayudara a preparar su boda con Robert? Me apreté el
estómago en un intento de frenar la repentina acidez que se
estaba extendiendo.
—No me parece una buena idea —intervino Robert—. El
mes de prueba de Jasha termina antes del compromiso y aún
no he decidido si lo renovaré o no. Prefiero comprobar cómo
se desenvuelve en otros aspectos más rutinarios de mi vida y
estoy seguro de que, entre Clara y la organizadora de bodas, ya
lo tienen todo controlado.
—¿Qué aspectos rutinarios? —exigió ella con altivez—.
Por lo que me ha comentado Ethan, él no parece muy contento
con la nueva contratación, en especial, porque los trabajos de
tu asistente parece que siguen recayendo en él.
Robert soltó un resoplido despectivo.
—He contratado a Jasha para que me quite trabajo a mí, no
a él. Y el que te haya hablado con tanta libertad sobre lo que
ha ocurrido en la oficina significa que voy a tener que
replantearme su posición.
—Me lo ha contado a mí. Voy a ser tu mujer. ¿Piensas
tener secretos conmigo?
—Eso no me da garantías de que no vaya contándole lo
que ocurre en mi despacho a otra gente y, además, aún no
estamos casados. Si Clara me diera toda la información que le
pidiera sobre tus negocios, incluidos aquellos que no tienen
nada que ver conmigo, ¿lo aceptarías sin más?
—Tienes razón. Despídelo. —La indiferencia de Esther
ante el despido de un empleado fue la misma que si estuviera
hablando del tiempo. De repente, al levantarse, ella entera
cambió, desde su expresión a sus movimientos e incluso su
tono de voz se tornaron seductivos—. Entonces, ya que ahora
dispones de más tiempo libre, mándale a tu asistente lo que sea
que tenías planificado para hoy y acompáñame a la reunión
con la organizadora de eventos para elegir las tarjetas de las
invitaciones y el menú para la fiesta de compromiso.
—Hoy no es un buen día para perder el tiempo, tengo
que…
—¿Me estás tratando de decir que yo y los preparativos de
la boda somos una pérdida de tiempo? —El tono femenino se
volvió tan helado que la temperatura en la sala pareció caer
varios grados—. Llegamos a un trato. Acordamos que me
dedicarías más tiempo y que participarías en mi vida cotidiana.
El nudo en mi estómago creció. Debería haberme
disculpado y haberme largado en el instante en que ella
comenzó a restregar sus malditas tetas por su bíceps y
acariciarle el pecho, pero temía que, cuando tratara de
levantarme, mis piernas me fallaran.
Con una breve ojeada en mi dirección y un tic en su
mandíbula, Robert asintió.
—Jasha, ve a llevar los documentos a mi despacho. Te
espero con el coche en la entrada del edificio.
Esther alzó la cabeza con una mueca de disgusto.
—Tu asistente no necesita acompañarnos si no va a
participar en los preparativos de la boda.
—Sabes que no puedo apagar el móvil. Jasha podrá
filtrarme las llamadas para que no nos interrumpan cada dos
por tres. Además, puede darnos una perspectiva diferente y, si
sigue trabajando conmigo, estará informado con respecto a
esos eventos.
Esther apretó los labios en una fina línea.
—Está bien. Tráetelo si hace falta —siseó en dirección a la
puerta—. No veo que vaya a hacer otra cosa que estorbar, pero
si crees que eso te ayudará en algo, que así sea. Aligérate, te
espero en el ascensor.
Sin aguardar una respuesta, salió y nos dejó a solas.
—No puedes pedirme que vaya contigo y tu novia —
musité con debilidad—. Yo… yo no puedo…
Robert se acercó en dos zancadas y se arrodilló frente a mí,
posando sus manos sobre mis rodillas.
—Necesito que vengas, gorrioncillo.
—No puedo.
—¿Prefieres pasarte la tarde imaginando lo que puedo
estar haciendo con ella o darle el pretexto perfecto para que
trate de llevarme a la cama? —sus palabras me hicieron
titubear. Tenía razón en que sería una agonía contar los
minutos del reloj mientras ellos compartían su tiempo, pero
¿iba a ser eso peor que verlos juntos? —. Ven, no te fijes en lo
que hace ella, sino en lo que hago yo. Y si no lo soportas,
siempre puedes esperarnos en el coche, pero al menos sabrás
que estoy en un sitio público con ella y que no ha pasado nada
entre nosotros —insistió Robert, cogiéndome ambas manos.
—¿Y no tienes miedo de que se me pueda escapar algo o
que note algo de lo que hay entre nosotros?
Robert soltó despacio el aire.
—Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir. Nos quedan
menos de dos semanas juntos. Ya has visto el tipo de vida que
me espera con ella. —No se me escapó la resignación en sus
ojos, pero lo que de verdad me atrapó fue el ruego en su voz
cuando siguió hablando—: Deja que forme mis recuerdos
contigo para agarrarme a ellos cuando ya no me quede nada
más.
33

Salir de compras nunca fue una de mis actividades favoritas.


La experiencia pierde toda la diversión cuando no dispones de
dinero para hacerlo. Si además de acompañar a tu madre y a
tus tres hermanas, terminas siendo su mula de carga y tienes
que quedarte esperándolas mientras se prueban tropecientas
prendas que no se pueden permitir, y todos acabamos
deprimidos, uno termina con ganas de no regresar nunca más a
un centro comercial.
Si ir de compras con mis hermanas me había parecido una
pesadilla, hacerlo con Robert y Esther era el colmo de las
torturas. Entre Robert ignorándome a favor de esa bicha, la
bicha tratándome como su siervo personal y obligándonos a
seguirla tienda tras tienda para salir cargados de bolsas de
prendas que probablemente no tendría ocasión de ponerse en
los próximos seis meses, a juzgar con la libertad con la que
pasaba la tarjetita negra por la caja, yo ya había llegado a un
punto en el que comenzaba a plantearme si no me convendría
tirarme bajo un coche y rezar para que mi próximo despertar
fuese en un hospital, con los pies en alto y un agradable
enfermero trayéndome una piña colada con una cañita.
Ni siquiera entendía aún cómo había acabado recorriendo
Newbury Street con sus tiendas y servicios de lujo, cuando la
intención de Robert después de la reunión había sido la de
acompañar a Esther a su casa y deshacerse allí de ella (en
sentido figurativo, no literal, por desgracia).
—Vamos, Jasha, deja de gimotear. —Esther se detuvo tan
de repente que casi me tropecé con ella—. Te estás
comportando como un crío consentido —espetó con una
dulzura empalagosa a pesar del desdén en su mirada—. Se
supone que eres el asistente personal de Robert, ¿no deberías
preocuparte por ser tú quien le encuentre el traje y los zapatos
para mi próxima fiesta de cumpleaños?
Y ahí estaba otra vez con una de sus puyas. Si de verdad
hubiese sido el asistente de Robert, a aquellas alturas ya me
habría tenido que despedir por mi supuesta incompetencia,
algo que ella se esmeraba en señalar con sus no tan inocentes
comentarios.
—Robert ya me ha dejado claro que tiene el vestidor lleno
de trajes y que no quiere ninguno más —repliqué con una
sonrisa tan falsa como la de ella, aunque esperaba que al
menos a mí no se me notase tanto.
Robert arqueó levemente una ceja, pero no lo desmintió.
¡Ja!
—La función de un asistente personal es la de saber mejor
que su empleador lo que necesita y ocuparse de ello —me
recriminó Esther, antes de engancharse de nuevo del brazo de
Robert y arrastrarlo tras ella.
En serio, ¿cómo podía tener Robert la intención de casarse
con esa mujer? Vale que fuera una morena despampanante,
pero bastaba verle los ojos azul hielo para adivinar que era una
serpiente dispuesta a abalanzarse sobre ti al menor descuido.
Prácticamente gemí (de nuevo) cuando se detuvo ante el
escaparate de una boutique de lencería y tocó las palmas con
entusiasmo.
—Mmm… Definitivamente, tenemos que entrar aquí. Me
encanta esta tienda. Y sé que a ti también —ronroneó,
restregándose contra el brazo de Robert que, de repente, se
había quedado rígido y me lanzó una mirada velada—. Ven,
ayúdame a elegir lo que me pondré para la fiesta de
cumpleaños, me encanta la idea de hacerte sufrir la noche
entera sabiendo lo que llevo debajo del vestido.
Como si su primera insinuación de que Robert ya había
estado con ella en esa tienda no hubiera bastado, su último
comentario acabó de rematarme y me tomó las últimas trazas
de mi fuerza de voluntad para mantener la expresión de mi
semblante bajo control.
—Claro —Robert le ofreció una débil sonrisa y me
entraron ganas de estrangularla—, vamos.
Estuve a punto de excusarme para ir en busca de un baño
público, pero la idea de que él y Esther entraran a solas a un
probador donde ella le mostrase la ropa interior que iba a
comprarse para él era incluso más insoportable que la idea de
él eligiendo con ella la ropa interior con la que pensaba
seducirlo.
Si al entrar había pensado encontrar algo parecido a las
secciones de los grandes almacenes donde mis hermanas se
consentían algún capricho ocasional, me había equivocado de
punta a cabo. Estaba visto que la gente adinerada no podía
conformarse con algo normal. Aquella boutique era tan
extravagante que resultaba hasta abrumadora, con sus paredes
cubiertas de espejos y terciopelo, los muebles vintage y las
luces tenues que creaban un ambiente sensual y sofisticado
que me recordaba a las fotografías de boudoir de los años
cuarenta. Los detalles estaban tan cuidados que incluso el aire
estaba impregnado de un aroma dulce y embriagador que
recordaba a sábanas de seda y frutos rojos.
—Esta tienda es simplemente maravillosa. —Esther repasó
el delicado bordado de un corsé de terciopelo—. ¿No te
parece, Jasha? —Me lanzó una mirada maliciosa de reojo.
Asentí en silencio, intentando enfocarme en cualquier cosa
que no fuera la imagen de ella luciendo aquel provocativo
atuendo para Robert.
—¿Qué opinas, Robert?
Había perdido la cuenta de las veces que había hecho esa
misma pregunta en los últimos cuarenta minutos mientras los
conjuntos y prendas se iban acumulando sobre el mostrador y
dos dependientas revoloteaban alrededor de ella con signos de
dólar en sus pupilas.
Si Robert notó mi mirada sobre él, no dio muestras de
hacerlo.
—Es imposible que a una mujer como tú no le quede bien
—respondió con las manos metidas en los bolsillos y evitando
mirar directamente el conjunto.
—Mmm… Si no vas a ayudarme, tal vez deba echar mano
de la ayuda de tu asistente. ¿Tú qué piensas, Jasha? Se supone
que conoces a Robert mejor que nadie después de la cantidad
de tiempo que pasáis juntos. —Esther me mostró dos corsés
con braguitas a juego—. ¿Cuál crees que hará que pierda antes
el control cuando me vea con él puesto? ¿El rojo o el negro?
Se colocó primero uno delante del cuerpo y luego el otro
retándome con la mirada, como si supiera a la perfección que
lo único que quería era arrancárselos de las manos para
tirárselos a la cara.
—La verdad es que no creo que eso sea asunto mío —
contesté con las mejillas ardiendo, esforzándome por mantener
la mirada en su rostro y no en la lencería que sostenía—. Mis
funciones no llegan a niveles tan personales e íntimos.
—¡Uuuf! Eres un mojigato, lo sabes, ¿no? —se quejó,
rodando los ojos antes de dirigirse a otro rincón de la tienda.
Escogió un babydoll de seda color marfil para sostenerlo
contra su cuerpo y admirarse en uno de los espejos—. ¿Y este,
Robert? ¿No crees que sería perfecto para una noche
romántica?
—Supongo que sí —admitió Robert, aunque su voz sonaba
tensa y su mirada se desvió hacia mí por un instante.
—Venga, Jasha —insistió ella una vez más, buscando mi
reacción—. Debes de tener alguna opinión sobre esto. No
puedes ser tan indiferente ante algo tan tentador, a menos que
seas gay, claro está. —Por si su risita no hubiera sido lo
bastante aclaratoria, el brillo malintencionado en sus pupilas
revelaba que sabía a la perfección lo que estaba haciendo.
Por una vez en mi vida agradecí las batallas verbales a las
que me habían sometido mis hermanas desde que tenía uso de
razón y le sonreí de regreso con indiferencia.
—Supongo que en una chica de mi edad lo consideraría de
lo más sexi, sí.
Hubo una cierta satisfacción tóxica en presenciar cómo se
le congelaba la sonrisa en los labios y sus glaciares ojos se
tornaron más fríos aún.
—¿Robert? —exigió con un tono repentinamente agudo.
Robert carraspeó.
—Tal vez Jasha tenga razón y deberías elegir un color un
poco más… ¿oscuro?
—Por supuesto. —Soltando la prenda en el perchero con
más énfasis del necesario, se dirigió a otra sección.
Antes de que pudiera seguir torturándome usando a Robert
para hacerme daño o tratar de ridiculizarme ante él, me aparté
para explorar la tienda por mi cuenta.
No me quedaba más remedio que admitir que algunas de
las prendas colgadas en los maniquíes eran verdaderas obras
de arte con bordados artesanales, delicados encajes y diseños
tan elegantes como atrevidos, que hacían pensar en noches de
pasión y promesas susurradas. Claro que, cuando uno les
echaba un vistazo a los precios, cualquier atisbo de excitación
caía en picado.
¿En serio había alguien que podía permitirse el lujo de
gastarse cinco mil pavos en un simple camisón que ni siquiera
poseía tela suficiente como para cubrir los muslos? Le eché un
vistazo a la montaña de ropa que llevaba acumulada Esther
sobre el mostrador y me estremecí. ¿Cuánto dinero debía de
tener una mujer como ella para poder gastarse aquella fortuna
solo en ropa para dormir y andar por casa? No quería ni
conocer la respuesta a esa pregunta, porque sospechaba que
me iba a ser tan imposible de asimilar como lo era el concepto
infinito del universo.
Comprobé que nadie me prestaba atención antes de
acariciar una de las prendas de seda y gemí ante la suavidad y
la forma en la que fluía entre mis dedos. Casi podía sentir
aquella tela cayendo sobre mi piel desnuda, acariciándome al
andar… ¡Jesús! ¿En qué demonios estaba pensando? Me
aparté con rapidez de la tentación, solo para encontrarme
rodeado de más.
Terciopelos, sedas salvajes, satén, algodón y encajes
fueron llamando mi atención, tentándome a tocarlos y repasar
sus detalles con la punta de mis dedos o dejar que se
deslizasen a través de mis dedos.
—¿Qué opina de este? —me sobresaltó una voz femenina
a mi lado. Me giré para descubrir a una empleada de la tienda,
sosteniendo un conjunto de lencería de seda verde con detalles
dorados.
Tragué saliva mientras trataba de encontrar una respuesta
adecuada.
—Uh, es… bonito —balbuceé, maldiciéndome en silencio
por sonar tan nervioso.
—Los tenemos en varios modelos y colores si está
pensando en alguien en especial. —Me sonrió con amabilidad
—. Si necesita ayuda con las tallas, no dude en consultarme.
Intenté devolverle la sonrisa. ¿Cómo de amable seguiría
siendo si le confesaba que era a mí mismo a quien me
imaginaba envuelto por aquellas prendas y la caricia de las
telas sobre mi piel?
—Eh… Gracias.
Robert apareció a mi lado y sus ojos pasaron de la mano
con la que seguía tocando la sedosa camisola a la dependienta.
—¿Ocurre algo?
—No, por supuesto que no —balbuceé, soltando
precipitado la tela y metiéndome las manos sudorosas en los
bolsillos—. Solo estaba tratando de distraerme.
Una sombra de culpabilidad cruzó sus ojos.
—Estaba diciéndole que, si necesita consejo para elegir
alguna prenda o determinar la talla para hacer algún regalo,
puede llamarme —se ofreció la dependienta, aunque su sonrisa
de amabilidad había dado paso a una de pura promesa y sus
ojos se habían llenado de un interés que no había estado allí
cuando intentó atenderme a mí—. Estoy más que dispuesta a
ayudar en lo que pueda.
Por mi mente pasaron una serie de adjetivos para ella por
los que mi madre me habría soltado un escandalizado
coscorrón. Robert la ignoró y mantuvo su mirada sobre mí.
—Ya veo —replicó, estudiándome con una mezcla de
curiosidad y diversión en sus ojos. Avergonzado, bajé los míos
—. ¿Estabas mirando algo que pudiera gustarle a… Linda?
—Claro —respondí, agradecido por la salida que me
ofreció, tratando de mantener la calma mientras buscaba un
sitio en el que anclar mi atención—. A Linda le encantarían
estos camisones para sus espectáculos.
—¿Y qué opinas de esto? —preguntó Robert, sacando una
combinación de seda azul con remates en encajes y bordados
plateados.
Lo sostuvo frente a mí, observando mi reacción con una
intensidad inusual. Mis mejillas se llenaron de un bochornoso
calor. ¿Se había percatado de que el simple hecho de tocar
aquellas prendas me había puesto duro?
—Es… bonito. Creo que a cualquier chica le gustaría —mi
voz me traicionó con un leve temblor. No quería que Robert
supiera cuán atraído me sentía hacia la lencería y, mucho
menos, que sospechara lo que había estado pensando al
tocarlos.
—Entonces, llévatelo —sugirió Robert.
—Uh, sí… Tal vez otro día —murmuré, sintiendo cómo el
calor de mis mejillas se iba extendiendo a mis orejas.
¿Lo había hecho a propósito para humillarme delante de la
dependienta? Robert sabía de sobra que yo no tenía dinero
para comprar ni un botón en aquella tienda. ¿A qué venía
aquella provocación? Apretando los labios, le di la espalda
para marcharme.
—Espera. —Robert me detuvo con una mano en el brazo
—. ¿Qué ocurre?
—Nada, ¿qué debería ocurrir?
—Jasha…
—¿Dónde está Esther? —cambié de tema.
—En los probadores, quería comprobar cómo le quedaban
algunas de las cosas que ha escogido.
—¿Y no te ha pedido que entres con ella? —pregunté con
más acidez de la que pretendía dejarle percibir.
Un par de manchas rosadas cubrieron sus mejillas.
—Estoy aquí contigo, ¿no?
—Sí —admití con sorna—. Estás aquí conmigo, en una
tienda de lujo, comprándole lencería a tu novia.
—Jasha, escucha, yo…
—Estoy cansado. ¿Te importa si os espero en la cafetería
de la esquina? Creo que allí habrá algo que me pueda permitir.
Me dedicó una larga mirada antes de soltarme el brazo con
un suspiro y asentir.
—De acuerdo, te avisaré cuando Esther haya terminado.
—Gracias —susurré, largándome de allí antes de que él se
diera cuenta de cómo me sentía en realidad y que su permiso
para irme me dolía más que si hubiese insistido en que me
quedara con él.
34

En cuanto llegamos a la mansión de Robert, salté fuera del


coche y me largué a mi habitación sin esperarlo. Puede que
estuviera comportándome como un crío, pero en ningún
momento de nuestro contrato habíamos establecido que tuviera
que llevarme como un perrito faldero de compras con su
novia. Es más, ni siquiera había mencionado que tuviera una
novia.
Cerré la puerta de golpe y me dejé deslizar al suelo
tapándome la cara y tratando de llevar ruidosamente aire a mis
pulmones, mientras mis lagrimales decidían si iban a abrir el
grifo o si tendría que sollozar sin lágrimas.
Odiaba aquello, odiaba la situación en la que me había
metido por mi propia torpeza y falta de previsión, y odiaba el
dolor que sentía cuando Robert le prestaba atención a Esther y
me ignoraba a favor de ella.
Lo odiaba, porque jamás había amado tanto a un hombre y
sabía que, a pesar de sus palabras bonitas, nuestros días
estaban contados y que jamás existiría un futuro para nosotros
porque ya le pertenecía a otra. Le pertenecía a Esther. La
simple idea me hizo apretar los ojos y, por fin, la primera
lágrima saltó junto al siguiente sollozo.
Debería haberme largado de allí en ese mismo instante,
antes de que la degradación aumentara y antes de que mi
estúpido yo acabara aún más enamorado de él, pero la simple
idea de irme y de perderme la forma en la que Robert me hacía
sentir cuando nos encontrábamos a solas entre aquellas cuatro
paredes parecía el equivalente a rodearme el cuello con una
soga y saltar por un precipicio sin fondo.
—¿Jasha? —El suave raspado de nudillos en la puerta
anexa me hizo secarme apresuradamente las lágrimas.
No contesté y, tras un momento de silencio en el que él
insistió con un golpeteo un poco más fuerte, se escuchó un
pesado suspiro antes de que sus pasos se alejasen.
Escuché un rato más el ruido de los cajones y lo que fuera
que estuviera haciendo en su dormitorio, distrayéndome y
calmándome de alguna manera. Fue entonces cuando mi
mirada cayó sobre mi cama y la docena de bolsas sobre ella, la
mayoría grabadas con el mismo nombre de la maldita boutique
que Esther había usado para torturarme.
Con trabajo, me levanté y me acerqué a comprobar qué era
lo que contenían. Me pasé segundos, tal vez minutos,
congelado ante lo que encontré en ellas. Ligueros, medias,
camisolas, combinaciones, batines, babydolls y todo tipo de
prendas de lencería imaginables, incluso suspensorios
masculinos, se fueron acumulando sobre la cama. Todas eran
prendas de extraordinaria calidad, de seda, satén, terciopelo y
encaje y, desde la primera a la última, absolutamente
exquisitas, pero sobre todo sexis. Incluso los tangas
masculinos, que se reconocían porque, en lugar del hilo central
que se metía por la raja del culo, tenían varias tiras que
rodeaban la parte trasera de los muslos y dejaban el trasero
libre, poseían ese aire sensual y prohibido.
Tragué saliva. Me sentía tan tentado a desnudarme y
tenderme sobre las prendas para restregarme contra las suaves
texturas como de ponerme a chillar. ¿Qué había pensado
Robert exactamente al hacer aquello? ¿Creía que, porque era
gay, iba a dejar que me convirtiera en una especie de
muñequita personal con la que jugar y disfrazarla? ¿O era
porque lo que le gustaban en realidad eran las mujeres
sofisticadas y femeninas como Esther y necesitaba que me
disfrazara para él porque era la única forma de desearme de
verdad? Mi cuerpo entero se tornó rígido con la humillación
que me invadió ante la posibilidad.
Tirando varias de las prendas con descuido en un par de
bolsas, las cogí para dirigirme a la habitación de Robert. Abrí
la puerta sin siquiera hacer el intento de llamar y pedir permiso
para entrar.
Robert se detuvo en seco ante el portazo con las manos aún
en el cinturón.
—¿Jasha?
—¿Qué carajos significa esto? —exigí, mostrándole
alterado las bolsas.
Su oscura mirada pasó de las bolsas a mí, estudiándome en
silencio.
—¿Qué crees que significa? —preguntó con cautela.
—Que pretendes convertirme en algún tipo de muñeca
personal para humillarme y descubrir otras formas de usarme y
satisfacer tus perversiones. ¿O es más bien que no soy
suficiente como soy y que pretendes convertirme en tu puta
personal, una con la que puedes hacer todas las cosas que no te
atreverías a hacer con Esther?
Metiéndose las manos en los bolsillos, Robert siguió
estudiándome.
—¿Es eso lo que crees?
—¿Y qué cojones debo creer? ¡Soy gay! Eso no me
convierte en un crossdresser o en un transexual. No sé cómo te
ves a ti mismo, pero yo me siento hombre, un hombre al que le
gustan los hombres.
Robert asintió.
—Entiendo —dijo despacio—. Y siento mucho que lo
hayas interpretado así. No fue mi intención ofenderte y jamás
pretendería convertirte en algo que no eres.
—Entonces explícame qué cojones se supone que es esto
—insistí con más ruego que ira en mi voz.
Sentándose en el filo de la cama, apoyó los antebrazos
sobre las rodillas y se estudió las manos antes de mirarme.
—Sé que lo pasaste mal hoy. Fui consciente cada uno de
los segundos en los que estuvimos en esa tienda de ropa
interior de cómo te sentías y de cómo ella no paraba de
provocarte. —Tragué saliva ante su tono sincero, lleno de
remordimiento y culpabilidad—. Créeme, habría dado
cualquier cosa por sacarte de allí y largarme contigo, pero
Esther y su padre me tienen cogido por algo más que un
compromiso matrimonial.
—¿Con qué?
Robert soltó un profundo suspiro y sacudió la cabeza.
—Eso ahora no importa. La cuestión es que te vi
admirando esas prendas y pensé que tal vez te atraía
probártelas y descubrir cómo te sentías con ellas. También me
acusaste de que estaba allí para comprarle ropa interior a
Esther y quería demostrarte que la única persona a quien me
interesaba comprarle algo tan íntimo era a ti. No elegí entrar
en esa tienda por Esther, no me interesaba lo que se comprara
y no pagué por ello. —Robert señaló las bolsas que llevaba en
la mano—. Eso sí, lo elegí mientras ella estaba en el probador,
pensé en ti cuando las compré y les ordené que lo enviaran a
casa.
Con las piernas demasiado débiles como para sostenerme,
me dejé deslizar en el sillón al lado de la puerta.
—Lo siento si te ofendí o te di la impresión equivocada,
gorrioncillo. Jamás trataría de convertirte en algo que no eres.
Podrías vestir harapos y seguiría sintiendo lo mismo por ti. —
Robert se pasó ambas manos por la cara—. Escucha… —
Negó con la cabeza— He estado con otros hombres antes, he
participado en tríos, he tenido relaciones de una sola noche y
hasta he tenido a alguien a quien recurrir durante misiones
para desahogar el estrés, pero ni una sola vez he tenido o me
he planteado tener una relación con esos hombres. Jamás he
sentido el más mínimo deseo de llegar a algo más con ellos.
Esto —señaló con la mano entre él y yo—, lo que hay entre
nosotros, es nuevo para mí y, aunque lo disfruto, me siento
totalmente fuera de lugar. Me enseñaron a seducir a una mujer,
no a un hombre, pero siento la necesidad de seducirte. Quiero
seducirte —se corrigió con firmeza.
Asentí, pero, aunque hubiera tenido algo que decir, el
enorme nudo que me atenazaba la garganta no me habría
dejado hablar.
—Me da igual que seas hombre, mujer, algo intermedio o
algo absolutamente diferente. Me gustas tú, la persona que
llevas dentro de ti, me gusta tu mirada, tu vulnerabilidad
cuando te abrazo y la forma en la que encoges la nariz cuando
no estás de acuerdo con algo. Me gusta tu forma de responder
ante el más mínimo roce de mis dedos y cómo te entregas en
cuerpo y alma cuando hacemos el amor. Hasta me gusta cómo
roncas y cómo restriegas tus pies helados contra mis piernas
cuando tienes frío.
—Yo no ronco —protesté en un murmullo.
Los labios de Robert se ladearon ligeramente.
—Sí lo haces, pero solo unos ronquidos pequeñitos y son
de lo más lindos.
Gemí, avergonzado.
—Eso no es la mejor forma de seducir a un hombre.
Su sonrisa desapareció y su mirada se tornó intensa.
—Entonces, enséñame.
Me tomó un momento reunir el valor de sincerarme del
mismo modo en que lo había hecho él.
—Nunca me ha seducido nadie —admití—, al menos no
más allá del objetivo de llevarme a la cama.
Me arrepentí en cuanto lo solté, porque me hacía sentir
barato. Robert hizo un breve asentimiento.
—En ese caso, ¿qué tal si tratamos de aprender juntos?
Me mojé los labios bajo su atenta mirada y deseé tener el
valor de acercarme a él para sentarme sobre su regazo y
besarlo.
—Me gustaría.
El silencio que se produjo entre nosotros fue extraño. Ni
cómodo ni incómodo, solo raro. Robert se pasó una mano por
el cabello mientras yo me mordía los labios.
—¿Puedo hacerte una propuesta? —preguntó con cautela,
sus ojos verdes buscando los míos en busca de permiso.
—Adelante —respondí, sin estar seguro de qué esperar,
pero más que dispuesto a cualquier cosa que sugiriera.
Señaló las bolsas que seguía teniendo en las manos.
—Si no te sientes cómodo con esto, está bien. Puedes
devolver las prendas y comprarte otra cosa con el dinero o
puedes regalárselas a tus amigas si quieres… —su propuesta
hizo que mis dedos se aferraran automáticamente a las asas.
Quería a Linda y Nora y a las demás chicas del club, pero no
pensaba regalarles ropa interior elegida por Robert—. Pero si
en algún momento cambias de opinión y decides probarte esas
prendas… me gustaría vértelas puestas. No porque quiera
desafiar tu masculinidad o porque pretenda convertirte en algo
que no eres, sino porque, si decides hacerlo y sientes placer
con ello o descubres una faceta en ti que desconocías, me
encantaría compartir ese momento contigo. De hecho, me
encantaría explorar cualquier cosa que quieras contigo, sin
importar lo que sea. Deseo que aquí conmigo, puedas ser
quien quieras ser sin necesidad de esconderte o sentir
vergüenza. ¿Crees que podrías hacerlo?
¿Podía hacerlo? ¿Podía descubrir junto a él a un Jasha que
ni yo mismo conocía?
Cuando vio que no contestaba, Robert se levantó con un
suspiro, se acercó y me dio un beso en la frente.
—Tengo una reunión online en unos minutos. Estaré en mi
despacho si me necesitas.
35

Tal y como colgué la videollamada me hundí en el sillón y


cerré los ojos, permitiéndome un momento para inspirar un par
de veces y soltar el aire despacio. Debería haber imaginado
que después de un día como aquel, el destino no iba a
apiadarse de mí y darme unos minutos de descanso, porque
casi de inmediato sonó el móvil que tenía guardado en el
cajón, el que reservaba para los trabajos más turbios de la
empresa de mercenarios y el resto de mis negocios de dudosa
legalidad.
—Llevas varios días sin llamarme. ¿Qué hay del chico de
la Bratva? —me exigió la fría voz al otro lado de la línea.
Mi mano libre se crispó en un puño.
—No había nada que informar —repliqué con idéntica
frialdad, fingiendo una indiferencia y una seguridad que no
sentía—. Está todo controlado.
—¿Y la chica?
—Lo dejé muy claro al principio. No matamos ni
secuestramos a gente inocente. La chica es cosa vuestra.
—¿Y quién dice que es inocente?
—No me habéis aportado ninguna prueba de que no lo es.
—Pero la jodiste la tarde que le impediste a César y sus
hombres terminar con ella.
—No tengo la culpa de que elijas a amateurs para hacer el
trabajo sucio. Necesitaba al chico para sacarle información—
mascullé entre dientes.
No era del todo mentira. Jasha se había relajado lo
suficiente conmigo como para relatarme detalles de la Bratva
sin darse cuenta, del mismo modo que lo había hecho sobre su
tiempo como guardaespaldas de Liv Hendricks. Aunque si era
honesto, ninguna de esa información era relevante o la había
usado a beneficio de mi misión.
—Sigue siendo una metedura de pata, pero tengo que
admitir que el chico es más útil vivo que muerto. Cuando
acabes con él, avísame, tengo compradores interesados en él y
estoy dispuesto a repartir el dinero a medias.
Mi estómago se retorció al pensar lo que eso significaba y
el peligro que podía suponerle a Jasha, pero apreté los dientes.
—¿Quieres algo más? Llego tarde a una reunión.
—No por ahora, pero los detalles se están ultimando.
Espero que tengas a tus hombres preparados cuando llegue el
momento.
—Lo estarán —repliqué, colgando el teléfono con un sabor
amargo extendiéndose por mi boca.
Me faltó poco para estamparlo con una maldición contra la
pared, pero me conformé con tirarlo dentro del cajón y cerrarlo
de golpe. ¡Maldita fuera! ¿Desde cuándo se había vuelto mi
vida tan complicada? Me masajeé el puente de la nariz. Sabía
la hora y el día exacto que ocurrió, porque fue justo la noche
en la que caí en las redes de un chico rubio de ojos azules
cargados de vulnerabilidad.
El dolor de cabeza que empezó en la boutique de lencería,
mientras Jasha me miraba con reproche y pesar y Esther no
dejaba de hacer comentarios sugerentes sobre la ropa interior
que sostenía entre sus manos y cómo la luciría para mí, solo se
había intensificado en las últimas horas. Esther no era tonta,
nunca lo había sido. De alguna forma se estaba oliendo que
entre Jasha y yo existía algo más que una simple relación
laboral. Era la única explicación que le encontraba al hecho de
que no hubiese cesado de provocarle durante toda la tarde. Me
habría bastado confesarle que Jasha formaba parte de un
trabajo para que se quedase más tranquila, pero conociéndola
se hubiera ofrecido ella misma a hacerlo con tal de manejar la
situación, y lo último que necesitaba en ese momento era a
Jasha en las manos de la auténtica Esther, de esa que solo unos
cuantos conocíamos de verdad.
Jasha pensaba que Esther era una víbora disfrazada. El
chico no se imaginaba ni de lejos que esa descripción se le
quedaba corta. Muy muy corta. Y si Esther descubriera mi
verdadera debilidad por él, los comentarios tóxicos o una
muerte asegurada eran el menor de sus problemas. Jasha no
tenía ni la más mínima posibilidad contra ella.
¿Cuánto más iba a poder protegerlo de esa mujer? ¿Y
cuánto más me iba a permitir ella estirar la cuerda antes de
recordarme mi compromiso y lo que iba a pasar si lo rompía?
La ironía de la situación era que, estando a mi lado, Jasha
se encontraba en el lugar más seguro en el que podría
encontrarse en ese momento y, también, en el más peligroso.
Dejarlo libre se convertiría en su condena, pero existir bajo la
sombra de mi protección solo era una solución, mientras
Esther me permitiese jugar con las líneas de nuestro acuerdo, y
algo me decía que estaba bastante cerca de hartarse.
Por unos instantes, fantaseé con lo que pasaría si Esther y
su padre no me tuviesen cogidos por las pelotas. ¿Mantendría
a Jasha en mi vida? ¿Cedería a las tentaciones que día a día me
costaba más trabajo controlar, como demostrarle a Jasha lo que
me provocaba en público? A veces me conformaba con poder
tener un gesto tierno con él, cogerlo por las manos o abrazarlo
porque sí.
Nunca me había planteado demostrar sentimientos en
público hacia un hombre, no me convenía, y desde luego no
podía ser bueno para mi negocio, pero esos no eran los
auténticos motivos. Lo cierto era que jamás había conocido a
nadie por quien estuviera dispuesto a enfrentarme a la crítica
social y la estigmatización que podía llegar a suponer una
relación con otro hombre. Con Jasha ni siquiera me planteaba
esos inconvenientes. Esther era lo único que me retenía.
Esther, su padre y el hombre con el que acababa de hablar por
teléfono.
Con un suspiro, me eché atrás en el sillón. Lo que yo
quería o pudiera querer ya no importaba. En cuanto Jasha
descubriera lo que había hecho, cualquier posible relación
entre nosotros concluiría, incluso mi compromiso con Esther
perdería relevancia en comparación con eso.
Como si mi mente acabara de conjurarlo, se oyó un leve
golpeteo en la puerta antes de que Jasha metiese la cabeza y
recorriese mi despacho con una mirada insegura.
—¿Puedo pasar?
—Claro. No tienes que preguntar.
—Dijiste que tenías una reunión —admitió, indeciso antes
de dar un paso a la habitación sin soltar el pomo.
Mi respiración se cortó de golpe cuando vi el fino batín de
seda azul cobalto con los bordados plateados en las mangas. A
pesar de que no lo hacía parecer en absoluto femenino, le
otorgaba un cierto aire de delicadeza y vulnerabilidad que me
hizo reaccionar de inmediato. No sé si lo que me afectó tanto
fue aquella vulnerabilidad o el hecho de que mi subconsciente
estuviera programado para relacionar lencería sexi con placer,
o tal vez la idea de todo lo que podía hacer con él vestido así.
—Al final te la has probado —constaté lo evidente con la
boca reseca.
Jasha tiró nervioso de los bajos.
—¿Estoy ridículo? —preguntó, inseguro.
—Por las reacciones de mi cuerpo, diría que eres la cosa
más sexi que he visto en mi vida.
Sus labios se curvaron en una sonrisa tímida.
—Lo crees de verdad o solo lo dices para no hacerme
sentir mal.
Echando la silla de escritorio atrás, me rodeé la firme
erección que quedó evidente a través del fino pantalón de
vestir que llevaba.
—¿Tú que crees? —Gemí para mis adentros cuando Jasha
se mordió los labios—. ¿Y tú? ¿Cómo te sientes tú?
—Diferente, avergonzado, pero…
—¿Pero…?
—Caliente. Es como si llevar algo tan suave y arriesgado
me hiciera sentir más libre. No he dejado de estar duro desde
que me lo he puesto.
Me eché atrás en el sillón, obligándome a tomar una
profunda inspiración y a sujetarme al apoyabrazos antes de
que se me ocurriera saltar hacia Jasha para ponerlo a cuatro
patas.
—Enséñame qué es lo que te has puesto debajo —raspé
con voz áspera.
Jasha titubeó antes de abrirse el cinturón y dejar que la
sedosa prenda se deslizara hasta el suelo. A simple vista, se
podría pensar que la falta de curvas femeninas restaría
erotismo a la camisola que llevaba puesta, pero la realidad era
diferente. El profundo tono azul resaltaba la impecable
blancura de su piel, mientras que la tela fina delineaba con
detalle la silueta de sus pezones erguidos y un sugerente bulto
en su entrepierna. Combinado con la inocencia de su
expresión, el conjunto resultaba cuanto menos explosivo, y
para mí, completamente irresistible.
—Acabo de darme cuenta de por qué, de las muchas
profesiones que podría haber elegido para justificar tu
presencia aquí, la que elegí fue la de asistente personal.
Jasha ladeó la cabeza.
—¿Por?
—Porque acabas de recordarme mi obsesión de cuando era
adolescente. Era adicto a las películas porno con secretarias
que se metían debajo de las mesas de sus jefes y a las que se
follaban sobre el escritorio frente a un ordenador. —En cuanto
lo solté, me puse rígido, dándome cuenta de lo que había dicho
y de cómo podía llegar a interpretarlo, pero la sonrisa de Jasha
solo se tornó más pícara.
—¿Eso significa que ahora quieres comprarme una falda
de tubo y una blusa blanca?
—¿Lo aceptarías? —indagué con cautela.
—No lo sé —admitió tras una pausa—. Me gusta el tacto y
la sensación que me provocan estas prendas, no el hecho de
que sean femeninas o no.
Asentí.
—¿Y si fuera un vestido corto de tirantes de seda, pero con
flores o algún otro estampado?
Jasha titubeó.
—¿Puede?
Sabía que dependiendo de su siguiente respuesta iba a
aprovechar ese «puede» y convertirlo en un «sí». En algún
momento, después de esa tarde, cuando pudiera volver a
reflexionar con claridad, tendría que cuestionarme por qué me
atraía la idea de ver a Jasha vistiendo prendas femeninas, algo
que nunca me había interesado en una mujer. Sospechaba que
mi curiosidad estaba más ligada a descubrir mis propios
límites y los de Jasha que al mero aspecto de la ropa en sí.
—¿Te ha molestado que tu apariencia me haya recordado a
mis fantasías de oficina de adolescente?
Jasha negó enseguida.
—En realidad…, creo que me pone, siempre que nadie me
vea así.
—También podría tratarse de un secretario, siempre que
sea sexi, lleve puestas gafas y se meta debajo de la mesa —
bromeé en un intento por restarle presión al respecto.
Carraspeó.
—Ethan…
—¡Jasha! —lo corté con determinación antes de que
pudiera decir nada más—. Tú y yo. Estoy hablando de
nosotros. Y si Ethan no ha conseguido provocarme ninguna
reacción en el tiempo que lleva conmigo, no lo va a hacer por
ponerse unas gafas.
—Vale, vale, no he dicho nada. —Alzó ambas manos antes
de dejarlas caer de nuevo—. ¿Es eso lo que quieres? ¿Que me
arrodille debajo de la mesa? —indagó cohibido, aunque sus
pupilas se encontraban dilatadas.
—Creo que eso vamos a dejarlo para la próxima vez que
tenga una videollamada. —Lo recorrí hambriento con la
mirada—. Hoy lo que quiero que hagas es que seas un chico
bueno y que te sientes sobre mi escritorio. Quiero descubrir
qué más escondes bajo esa camisola y cómo se siente tu
cuerpo con esa capa de seda y luego…
—¿Y luego? —preguntó sin aliento.
—Luego quiero follarte inclinado sobre la mesa, mirando a
la webcam mientras te grabo chillando mi nombre. ¿Me
dejarás hacerlo?
Su mano se detuvo al rascarse el brazo.
—¿Qué harás con esa grabación después?
—Iniciar mi primer archivo pornográfico personal, uno en
el que tú eres el protagonista y que pueda usar para levantarme
los ánimos en los días en los que estoy estresado.
—¿Tienes otros archivos de ese tipo?
Fue imposible pasar por alto su repentina tensión.
—No, este es el primero. Y si quieres, le pido a mi
abogado un contrato en el que se establezca que me concedes
el permiso de grabarnos, que el uso de dichas grabaciones es
personal e intransferible y que contenga una estipulación
millonaria si alguna vez los uso para otra cosa.
Sus hombros parecieron relajarse un poco.
—¿Y tendré acceso a ese archivo?
Mis labios se estiraron.
—¿Crees que no me excita la idea de ti masturbándote
mientras ves el recuerdo de cómo te follaba?
36

El aire fresco de la noche acarició mis acaloradas mejillas


cuando el Bentley se detuvo ante el imponente bloque de
apartamentos, cuyos vidrios relucientes reflejaban las luces de
la calle. Habría dado cualquier cosa por poder huir y evitar
entrar, pero, cuando los dos porteros saludaron con extremo
respeto a Robert y nos abrieron las puertas, supe que ya era
demasiado tarde.
Como si el destino se riera de mí, el elegante y enorme
vestíbulo me hizo darme cuenta de inmediato lo fuera de lugar
que me encontraba, recordándome mi propia vulnerabilidad y
que mi deseo por estar cerca de Robert no bastaba para
pertenecer a aquel mundo de opulencia y riqueza.
—¿Qué ocurre? —indagó Robert con su habitual calma.
Apreté los labios. Él no tenía nada de lo que preocuparse o
por lo que ponerse nervioso. No solo estaba acostumbrado a
entrar en aquel edificio o a encontrarse con la gente que iba a
estar en la fiesta, sino que su papel en todo aquello era el de la
pareja de Esther, no el del amante ignorado. De inmediato,
salió a la luz la punzada de celos que sentía cada vez que
pensaba en Esther y su relación con Robert.
—Jasha —presionó con voz profunda cuando nos
montamos en el ascensor.
—Nada.
—Jasha, por favor. —Robert soltó un cansado suspiro,
como si tuviese que bregar con un niño consentido—.
Cuéntame qué es lo que ocurre ahora.
—¿Por qué me haces pasar por esto? —pregunté entre
dientes cuando el ascensor se cerró—. Es tu novia y yo tu
amante, solo por eso deberías evitar llevarme a su casa. ¿No es
ya lo bastante humillante ser tu sucio secreto como para que
encima me humilles en público y me expongas al veneno de
esa arpía?
El silencio que se produjo fue tan tenso y largo que por un
momento pensé que me había pasado y que Robert iba a
mandarme a casa. Era lo que en el fondo quería, alejarme de
allí y mantenerme lejos de la víbora de su novia, pero al
mismo tiempo me aterraba la idea de que pudiera estar a solas
con ella y que no volviese a casa aquella noche.
De sopetón, el ascensor se paró en seco y descubrí a
Robert mirándome. Con cada paso que dio en mi dirección, yo
retrocedí otro, hasta que mi espalda tropezó con la pared. Con
la respiración entrecortada esperé su reacción, su exabrupto, su
ira, tal vez incluso sus voces, lo que no me esperaba fue la
ternura pensativa con la que repasó el contorno de mi rostro,
mis cejas, el puente de mi nariz y mis labios.
—Tienes razón, no debería haberte pedido que vinieras
aquí conmigo. Lo que estoy haciendo está mal, no solo con
ella, sino también contigo. Si fuera un buen hombre dejaría
que te marcharas y que rehicieras tu vida, pero no lo soy. Si
tuviera que definirme ahora mismo, tendría que hacerlo
diciendo que soy un hombre enfermo y obsesionado con una
criatura a la que no merezco y a la que no puedo tener. —
Apoyó su frente contra la mía y cerró los ojos—. Sé que
debería dejarte ir, Jasha, pero es superior a mí, necesito tenerte
a mi lado el tiempo que me quede, pero ten por seguro una
cosa, aunque creas que no te miro en toda la noche y, aunque
apenas te hable o reconozca tu presencia, estaré cada uno de
los segundos que estemos ahí dentro consciente de ti y de tu
cercanía.
Con el corazón latiéndome en la garganta y mis emociones
a flor de piel, tragué saliva.
—Sabes que ella me hará la vida imposible cada vez que te
des la vuelta, ¿verdad? La Esther que conoces tú y la que
conozco yo son dos mujeres totalmente diferentes.
Robert alzó la cabeza para estudiarme.
—Te creo —admitió, sorprendiéndome aún más.
—¿Me crees? —me aseguré de no haberlo escuchado mal.
Sus labios se ladearon por un instante tan corto que mi
cerebro apenas consiguió registrarlo antes de que se
presionasen sobre los míos, demandando entrada y
recordándome que mi cuerpo le pertenecía aun cuando mi
mente a ratos se resistiera a ello. Prácticamente, me derretí en
sus brazos, y dudo mucho que hubiese podido mantenerme en
pie si su cuerpo presionado contra el mío no me hubiera
sostenido contra la pared del ascensor.
Gemí cuando su erección se presionó contra la mía y
atrapó mi mano cuando traté de alcanzarlo y abrirle la
cremallera. Aprisionándome ambas manos por encima de la
cabeza, me rodeó la erección con firmeza y me mordisqueó el
lóbulo de la oreja.
—Te prometo que luego me hincaré de rodillas y que te
haré olvidar cualquier mal rato que pases mientras estemos
aquí. Puedes pedirme lo que quieras y te prometo que lo haré.
—¿Cualquier cosa? —pregunté ronco, a sabiendas de que
solo había una cosa que no habíamos hecho aún.
Me miró con intensidad y tragó saliva.
—Cualquier cosa, cualquier forma en la que quieras
tenerme.
Cerré los ojos con un gemido.
—Deberías soltarme si no quieres que me corra en los
pantalones.
—Créeme, no me importaría si pudiera lamerte hasta que
estés limpio de nuevo —murmuró por lo bajo.
—¿Esa opción es una posibilidad real? —pregunté,
encogiéndome ante el chirrido agudo con el que salió mi voz.
Su risa baja vibró a través de mí cuando me dio un último
beso debajo del oído.
—Lo sería si no estuviéramos en un ascensor con cámara.
Me erguí alarmado cuando se apartó un par de pasos de mí
y revisé el techo para encontrarme la cámara tal y como él
había advertido. Reajustándome apresurado el traje, me aparté
de la pared y procuré mantener la mirada fija en la puerta
mientras Robert reiniciaba el ascensor.
—¿Cómo es que no han llamado para preguntar qué pasa o
llamarnos la atención? —pregunté entre dientes, mientras un
bochornoso calor inundaba mi rostro ante la idea de lo que
podían haber presenciado.
—¿Tú te atreverías a llamarle la atención a tu pakhan si
estuvieras al otro lado de esa cámara? —preguntó Robert,
ajustándose con calma las mangas de su traje.
—¿Tu empresa lleva la seguridad de este edificio?
—Sí, y hoy me he asegurado de que estuviesen hombres de
mi confianza en el turno, de modo que relájate.
Aquello era más fácil decirlo que hacerlo, pero debía
admitir que era un alivio que él lo tuviera todo controlado y
que no le importara besarme a sabiendas de que sus hombres
podían vernos.
Nada más abrirse las puertas del ascensor se oyó la música
y el bullicio alegre proveniente de la fiesta.
—¿Todo bien? —preguntó Robert, alisándose el traje.
—Estoy bien —respondí, sabiendo que no tenía otra
opción. No iba a dejarlo a solas en las manos de esa arpía y
pensaba vigilarlo tan bien como me vigilaba él a mí. Tenía
toda la intención de protegerlo de ella, aunque solo fuese por
mi propio bien.
Ocultando mis emociones tras una sonrisa forzada, lo seguí
hacia la entrada principal.
La puerta se abrió antes de que pudiéramos tocar el timbre,
revelando a Esther en su gloriosa y deslumbrante belleza,
exaltada con un vestido rojo que se amoldaba a sus sensuales
curvas como una segunda piel, acentuándolas aún más, si es
que aquello era posible. La mueca agria al verme bastó para
dejar patente su disgusto ante mi presencia, pero su expresión
cambió en cuanto detectó a Robert apostado a mi espalda.
—Robert, querido, ya pensaba que no ibas a venir —soltó
con un pequeño mohín, estirando la mano para tocar su brazo
y obligarme a apartarme de su camino.
Se me contrajo el estómago cuando presionó sus labios
sobre los de Robert y mis puños se crisparon ante la idea de
que estaba borrando mis huellas para sustituirlas por las suyas.
Que Robert retrocediera un paso con un leve carraspeo no
cambió el hecho de que sus labios no solo estuviesen
hinchados por mi beso, sino que además lucieran el rojo del
carmín de Esther.
—Espero que no te importe que haya traído a Jasha —dijo,
lanzándome una mirada insegura.
Intenté no reaccionar cuando ella me lanzó una ojeada
venenosa.
—Tu asistente personal… ¿No deberías dejar el trabajo en
casa cuando tienes una cita con tu novia? Creo que no nos
hemos visto ni una sola vez esta semana sin que él haya estado
presente.
Durante varios segundos el aire se podría haber cortado
con una navaja de lo denso que se había vuelto.
—Necesito que Jasha conozca a la gente con la que me
muevo y esta oportunidad es única para eso. —El hecho de
que Robert encontrase una excusa racional para justificar mi
presencia escoció más que alivió lo que sentía con respecto a
la situación—. Además, tú estarás demasiado ocupada jugando
a ser la anfitriona como para echarme cuenta.
—Ajá…
—Esther, mi diosa, ven a escuchar lo que me está contando
Juliet —gritó una voz amanerada desde el interior.
—Me aseguraré de encontrar tiempo para estar con mi
hombretón —prometió Esther con un ronroneo cargado de
promesas, restregándose como una gata marcando territorio
contra Robert antes de marcharse y dejar la puerta abierta.
Cuando aparté la mirada de su incitante contoneo de
caderas, Robert se encontraba contemplándome.
—¿Entramos? —preguntó como si esperase que fuera a
mandarlo a la mierda.
La verdad es que ganas no me faltaban. Saqué el pañuelo
que llevaba en mi bolsillo y se lo entregué.
—Deberías limpiarte —dije procurando mantener mi voz
calmada, o al menos intentándolo.
Le señalé los labios cuando se quedó mirando confundido
el pañuelo de papel en mis manos. Tras cogerlo, se lo pasó por
los labios y los dos nos quedamos mirando el escandaloso tono
rojo que manchó el inmaculado blanco. Fue imposible leer la
expresión de sus ojos cuando los alzó para mirarme.
—Lo siento —murmuró, y no sé si fue mi propia
imaginación o si de verdad detecté un sonido quebrado en su
voz, lo que sí que sabía era que necesitaba largarme de allí y
distraerme antes de que fuera demasiado tarde, porque la bola
en mi garganta comenzaba a hacerse demasiado grande y mis
ojos ya hacía rato que habían comenzado a escocer.
Asentí, le di la espalda y seguí el ejemplo de Esther,
adentrándome en la fiesta y perdiéndome entre los rostros
desconocidos, el murmullo de conversaciones y el tintineo de
copas de champán mientras intentaba ignorar la creciente
angustia en mi pecho, al menos hasta que percibí el roce de su
mano contra la mía. No fue más que una diminuta llamada de
atención de su meñique envolviendo el mío y el calor de su
cuerpo al detenerse junto a mí para ofrecerme una de aquellas
copas de carísimo champán que, como de costumbre, acabaría
vaciando en alguna maceta. No nos miramos, ni siquiera
hablamos, pero aquel simple gesto era el que tenía que darme
las fuerzas que necesitaba para poder soportar el resto de la
noche.
37

No me quedaba más remedio que admitir que la decoración


del apartamento era exquisita, con detalles elegantes y toques
creativos que reflejaban a la perfección el estilo de Esther, al
menos la versión de ella que le ofrecía al mundo. Y en cuanto
a la fiesta, la mujer se había esmerado en los detalles.
No me veía probando esas cositas redondas cubiertas por
lo que parecían huevos negros y rojos, que los camareros iban
ofreciendo a los invitados, pero la verdad era que se veían
sofisticados y… caros. En las fiestas que había estado con mis
hermanos de la Bratva, nunca había visto tantos aperitivos de
diseño y raros, claro que tampoco solía haber champán a
menos que fuera Año Nuevo. La gente que yo conocía bebía
cerveza y vodka y puede que alguna que otra bebida más.
A mi madre le gustaba el vino, en especial, una copa con la
cena o cuando veía la tele en el sofá. No siempre podíamos
permitirnos la marca que a ella le gustaba, pero desde que no
estaba mi padre, siempre que podía le metía una botella en el
carro de la compra o en el peor de los casos procuraba birlarle
alguna para que pudiera relajarse antes de dormir.
Viendo las botellas expuestas detrás de la barra, suponía
que valían mucho más que todas las botellas juntas que mi
madre se había tomado a lo largo de sus cuarenta y seis años
de vida. Me entraban ganas de extraviar alguna y llevármela
para ella, y de no ser porque llevaba puesto el traje de Armani
que Robert me había comprado expresamente para la ocasión,
ni me lo habría pensado. Aunque dudo que a él le hubiera
hecho gracia que le robara a su novia.
—Disculpe, me ha dicho el señor de ahí de la ventana que
le trajera esto. —Una camarera me presentó su bandeja con un
solo vaso y un plato que sostenía lo que parecían cuatro
minibocadillos de cangrejo, lo bastante grandes para
identificar su contenido, pero lo suficientemente pequeños
para pasar desapercibidos entre el resto de los aperitivos de la
fiesta—. Los hemos encargado expresamente para usted. Si
desea algo más, no dude en buscarme. Me encantará atenderle
personalmente en cualquier cosa que necesite.
Si había algo que tenía claro por la entusiasmada
predisposición a servirme de la camarera era que no había sido
Esther como anfitriona la que había dado esa orden, sino
Robert, y que seguro que había estado acompañada por una
generosa propina.
—Gracias, lo recordaré. —Acepté reticente lo que parecía
un refresco de limón y el plato y miré en dirección a la ventana
que me había señalado la mujer.
Robert se encontraba allí, de espaldas a mí, hablando con
varios hombres y, por un momento, me sentí decepcionado,
hasta que su mirada se cruzó con la mía a través del espejo y
mi pecho se infló de calor.
«… aunque creas que no te miro en toda la noche y aunque
apenas te hable o reconozca tu presencia, estaré cada uno de
los segundos que estemos ahí dentro consciente de ti y de tu
cercanía».
Aquella mirada oculta, de la que nadie más que nosotros
éramos conscientes, parecía querer recordarme su mensaje. Sin
poder evitarlo, me metí uno de aquellos bocadillitos entero en
la boca y gemí cuando su delicioso sabor explotó sobre mi
lengua. Abrí los ojos justo a tiempo de ver la leve curvatura de
sus labios antes de que se volviera para contestar a uno de los
hombres que tenía al lado.
Por muy bien que me hicieran sentir los bocadillos, el
refresco y la atención de mi camarera personal, después de dos
horas en aquella dichosa fiesta de gente esnob, estaba hasta las
narices. Robert me había llamado de vez en cuando y me había
presentado a algunas personas, pero una vez que se apartaba,
el interés de la gente por conversar conmigo se desvanecía. No
podía culparlos ni me importaba en lo más mínimo.
Ni siquiera aquella vez que algunos de mis compañeros de
la Bratva me habían llevado a un burdel, pensando que sería
un buen regalo de cumpleaños regalarme una prostituta para
hacerme perder la virginidad, me había sentido más incómodo
y fuera de lugar que allí. Estando en aquella fiesta, entendía
todos los motivos por los que Esther era la pareja ideal para
Robert y, aún más razones, para comprender por qué yo no lo
era ni nunca podría serlo.
Estaba tan distraído con mis depresivos pensamientos que
no me di cuenta de que me había acercado demasiado al nido
de víboras hasta que escuché el tono lleno de burla de Esther.
—Mirad a quién tenemos aquí, al asistente personal de
Robert.
Mi cara se calentó ante la forma en que pronunció las
palabras, pero me obligué a mantener la compostura ante el
resto de los invitados que se encontraban junto a ella.
—Esther… —me limité a reconocer su presencia.
Uno de sus amigos me miró de arriba abajo sin ningún tipo
de pudor o educación.
—Bueno, admitámoslo, a mí tampoco me importaría tener
a un bombón así como asistente personal. Tal vez debería darle
mi tarjeta para que me llame una vez que Robert se harte de él.
Mis puños se crisparon ante las risas.
—O que Esther se dé traza de deshacerse de él —se mofó
otra de las palmeras de Esther.
—Ah, sí, yo pondría mi dinero en ella.
—¿Hacemos una apuesta?
Mientras los demás seguían divirtiéndose a mi costa,
Esther se limitó a observarme mientras tomaba pequeños
sorbos de su copa de champán.
—¿Y tú? ¿Qué crees que ocurrirá antes? ¿Que Robert se
harte de ti o que sea yo la que me deshaga de ti?
Por una vez le mantuve la mirada.
—Que no creo que estés preparada para descubrir la
verdad.
Su falsa sonrisa se congeló y sus ojos dejaron de ocultar
sus sentimientos, exponiéndome al puro odio que sentía por
mí.
—Disfruta lo que te dejo tener mientras puedas. Siempre
que conozcas tu lugar, no me importa demasiado.
No sé qué fue lo que me enfureció más, si el hecho de que
ella dejase claro que era ella la que permitía que Robert
estuviera conmigo, que me considerase un mero juguete por
debajo de ella, o el hecho de que tuviera razón en ambas
afirmaciones.
—Conozco a la perfección mi lugar —espeté fingiendo
una calma que no sentía—. La cuestión es… ¿conoces tú el
tuyo?
Antes de que pudiera replicar, me alejé con la cabeza bien
alta y los hombros echados hacia atrás. Esther podía tener
razón en muchas cosas, pero lo último que iba a permitirle era
que se recreara en mi miseria.
—Disculpe. ¿Dónde está el aseo? —pregunté a uno de los
camareros, dispuesto a encerrarme en el baño y no salir hasta
que Robert estuviera listo para que nos fuéramos.
—Por ese pasillo, segunda puerta a la derecha.
—Gracias.
Debería haber previsto que habría cola para entrar en el
cuarto de baño. En lugar de colocarme al final a esperar, seguí
el pasillo e inspeccioné las habitaciones lujosamente decoradas
en un intento por olvidar las imágenes de Esther y Robert
juntos y la mezcla de celos y miedo que me dominaban.
Existía una posibilidad que ni Esther o sus amigos habían
considerado: la posibilidad de que cediera a la presión de la
situación y tomara la decisión de marcharme por mi cuenta.
Al abrir la última puerta del corredor, me detuve en el
umbral del elegante dormitorio. El aroma floral de su
embriagador perfume lo marcaban como el de Esther. Sin
pensar, entré en su espacio privado y cerré la puerta tras de mí.
Me invadió una mezcla de curiosidad y culpabilidad por
invadir su intimidad, pero mis pies se movían prácticamente
en modo automático mientras recorría la habitación
examinando los diferentes objetos que encontré a mi paso. La
habitación en su conjunto era un reflejo perfecto de la mujer
que la ocupaba: elegante, sofisticada y llena de detalles
lujosos. Las paredes estaban pintadas de un azul pálido, que
contrastaba con los muebles de madera oscura y las cortinas de
terciopelo gris que cubrían las ventanas. En sus fotografías
lucía la seguridad de una mujer que sabía lo que valía y que
estaba dispuesta a exigirles a los demás que se lo dieran. Tenía
que admitir que era un detalle de su carácter que admiraba,
también era uno que me hacía sentir un profundo miedo.
Robert ya se había dado cuenta de cuán adecuada era ella para
él y lo fuera de lugar que me encontraba yo a su lado. Incluso
si nuestra relación no hubiese tenido ya un plazo final e
inamovible, ¿cuánto habría tardado Robert en caer en la cuenta
de que no valía la pena seguir perdiendo el tiempo conmigo?
Al pasar junto a la cama, deslicé la mano sobre la dorada
colcha de satén y no pude evitar una punzada de celos.
¿Cuántas noches habría pasado Robert allí con ella? ¿Le hacía
el amor al igual que a mí o la trataba de forma diferente? Eran
pensamientos enfermizos, lo sabía, pero era una parte de mí
sobre la que no poseía control, una parte de mí que detestaba.
Abriendo el joyero de madera tallada que encontré junto a
su carísimo perfume, me senté al descubrir los tesoros que
ocultaba. Collares de diamantes y zafiros, brazaletes de oro y
esmeraldas y anillos incrustados con las piedras más brillantes
que jamás había visto. Aquellas joyas valían más de lo que yo
podía llegar a ganar trabajando durante el resto de mi vida.
Dudaba mucho que Esther hubiese pasado necesidad ni un
solo día de su existencia. ¿Quién en su sano juicio dejaba
cosas tan valiosas al alcance de cualquiera? No era un experto
en joyas, pero a menos que aquellos diamantes fueran
imitaciones, una buena parte de aquellas joyas deberían estar
en una caja de seguridad, no en un simple joyero de madera, y
mucho menos en una noche en la que su casa estaba llena de
gente.
Con reverencia, escogí uno de los pendientes de diamantes
y cedí a la tentación de probármelo. Debían de ser
imaginaciones mías, algún tipo de efecto placebo o como se
llamase, pero el simple hecho de llevar algo tan valioso y
bonito me hacía sentir especial, casi poderoso. Sin pensármelo,
me puse también el otro pendiente y el collar a juego y me
observé fascinado en el espejo.
¿Era así cómo se sentía Esther cuando se los ponía?
¿Diferente y poderosa?
La puerta se abrió de repente, sobresaltándome en el
proceso, y Robert entró en la habitación. Su presencia llenó el
espacio como si un huracán hubiera estallado en medio de la
calma, sus ojos oscuros se posaron en mí y su penetrante
mirada pareció escrutar cada rincón de mi alma.
—¿Jasha? ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—Yo… yo… —balbuceé, incapaz de encontrar las
palabras adecuadas para explicar la situación. Sabía lo que
debía de parecerle la escena. Mi rostro se cubrió con un
bochornoso calor y las manos me temblaban al quitarme la
gargantilla como si me quemase. La dejé caer sobre la cómoda
con un ruido sordo, que pareció resonar como un trueno en el
cuarto—. Robert, yo… lo siento —murmuré, evitando su
mirada.
—¿Lo sientes? —Robert frunció el ceño.
—Por favor, déjame explicarte… No sé qué me ha pasado,
me he dejado llevar por la curiosidad y… y la envidia —
admití con la voz temblorosa—. No tenía intención de robar
nada, te lo juro, solo me las estaba probando.
38

Robert me contempló varios segundos en silencio antes de


sacudir la cabeza y soltar un largo suspiro.
—No necesitas disculparte conmigo por querer probarte
unas joyas, Jasha. —Acercándose desde atrás, me colocó las
manos en los hombros y me dio un suave apretón—. Por mí
como si te las llevas, siempre que nadie te pille.
—¿No estás enfadado conmigo?
—¿Por encontrarte aquí? No, aunque no te aconsejo que
Esther te encuentre en su dormitorio. Pero me has dado un
buen susto cuando no te he visto en ningún sitio. Pensaba que
te habías largado sin mí.
Negué con la cabeza.
—Solo estaba buscando un lugar donde esconderme de
Esther.
—¿En su dormitorio? —preguntó Robert con
escepticismo.
—Podría haberme escondido debajo de la cama si hubiese
venido. Creo que aunque me hubiera metido debajo de la
colcha no me habría encontrado hasta dentro de un mes —
murmuré más para mí que para él al levantarme.
Robert rio por lo bajo.
—Te habría delatado el brillo de los diamantes. Jamás
subestimes el sexto sentido de una mujer cuando se trata de
esos pedruscos.
—¿Crees que si me los llevo se dará cuenta? Dudo que
sepa ni siquiera todo lo que tiene —mascullé, incapaz de
confesarle que me gustaba la sutil sensación que me
transmitían las piedras.
Robert me abrazó desde atrás y me repasó el cuello con la
nariz.
—No necesitas sus diamantes —dijo, besándome la sien
—. Quítatelos, tendrás los tuyos propios.
Alcé las manos para quitarme los pendientes de diamantes
y miré a Robert a través del reflejo.
—Antes, en el ascensor, me dijiste que me darías lo que yo
quisiera. ¿Lo recuerdas?
—Claro que me acuerdo y pienso mantenerlo.
—¿Y si lo que quiero es que me folles con sus diamantes
puestos?
Una de sus oscuras cejas se arqueó, pero sus pupilas se
dilataron.
—¿Es eso lo que quieres? ¿Que te folle aquí en su
dormitorio, con sus joyas puestas?
Alcé la barbilla, retándolo.
—Sí.
Pasaron dos segundos, tres, cuatro, cinco…
—En ese caso, vamos a hacerlo bien. Desnúdate.
Mis manos temblaron al quitarme apresurado la ropa y
dejarla doblada con cuidado sobre una silla, mientras Robert
inspeccionaba el joyero.
—Gírate hacia el espejo y ponte esto —dijo, entregándome
dos pendientes largos con dos esmeraldas rodeados por
diamantes.
Había algo extrañamente morboso en encontrarme
desnudo mientras él seguía vestido. Puede que también
resultara enfermizo el hecho de llevar puesta la joyería de la
mujer por la que estaba obsesionado, la misma que afirmaba
tener más derecho sobre Robert que yo. Sin embargo, si eso
pasó por su mente, no demostró ningún indicio al colocarme
un pesado collar a juego con los pendientes alrededor de mi
cuello y cerrarlo en la nuca. Un estremecimiento recorrió mi
cuerpo al sentir el roce de sus dedos en mi piel.
—Exquisito —murmuró Robert contra mi cuello antes de
mordisquearme y arrancarme un jadeo—. Creo que ahora voy
a tener que comprarte algo así solo para poder follarte en casa.
No sé qué fue lo que me excitó más, si la noción de que
pensaba comprarme joyas o que tuviera una visión de futuro
de nosotros juntos en su casa. Me volví para rodearle el cuello
con los brazos y me puse de puntillas para besarlo y hacerle
saber lo que me hacía. Robert se dejó besar durante unos
minutos antes de morderme el labio inferior con brusquedad,
cogerme en brazos y lanzarme sobre la cama.
Sin una palabra ni una protesta, recorrió mi pecho y
estómago con su boca, descendiendo hasta alcanzar mi ingle.
Me devoró con lametazos largos, alternados con chupetones
lentos y detallados que me envolvían por completo, dibujando
un arcoíris de sensaciones. Sus dedos trabajaban en
prepararme para él, mientras mi cuerpo se arqueaba y mis
caderas se alzaban, ofreciéndose a él, mientras mis dedos se
aferraron a la colcha de satén, dejándola arrugada a su paso.
—¿Es esto lo que querías? —preguntó Robert, ignorando
mi gemido de protesta cuando se detuvo justo antes de que
pudiese alcanzar el orgasmo.
—Quiero correrme —musité ronco mientras él gateaba
sobre mí todavía vestido, tentándome con la cercanía de su
boca solo para alejarla cuando me estiré hacia él.
—¿Lo que quieres es correrte en mi boca? —se burló con
suavidad—. ¿O lo que prefieres es que te folle sobre la cama
de Esther hasta que la marquemos con nuestro olor y te corras
sobre ella, dejándole una marca visible de lo que hemos hecho
aquí?
—¡Caray! —¿Cómo carajos era posible que me conociera
tan bien?
Sin esperar respuesta, me cogió por las piernas y me giró,
colocándome a cuatro patas en el filo del colchón de cara al
espejo. Tragué saliva al vernos a los dos así de frente. Me
recordaba a la primera noche en el club, con Linda de
espectadora. Había llovido mucho desde entonces. Muchas
cosas habían cambiado entre nosotros, pero otras seguían
igual.
Mi cuerpo entero vibró de necesidad mientras él se abría la
cremallera, se escupía en la mano y recorría su erección con
varias largas pasadas antes de abrirse camino entre mis nalgas
con expresión concentrada. Cerré los párpados ante el placer.
Siempre que me llenaba era como si nuestros cuerpos fueran
dos piezas de un puzle destinadas a encajar. Me hacía sentir
deseado y completo, convirtiendo el momento en pura
perfección.
—Abre los ojos, gorrioncillo, quiero tus ojos puestos en
mí.
Grité con su primera embestida fuerte y maldije con la
segunda cuando lo único que me mantuvo en el sitio fueron
sus fuertes manos y sus dedos, que se clavaban en mi cintura.
Con las siguientes, murmuré una especie de plegaria al
contemplarnos en el espejo. Mis ojos brillaban intensamente,
mis mejillas y pecho mostraban pequeñas manchas
sonrosadas. Las gemas y los diamantes centelleaban al ritmo
de nuestro movimiento como si reflejaran mil luces. Era casi
como si sus bruscos envites estuviesen destinados a
balancearlos con violencia, pero, si lo hacía a propósito, no
podía quejarme. De haber tenido una cámara a mano, nos
habría grabado.
Robert parecía algún tipo de dios de la guerra enfocado a
ganar la batalla y yo era el arma que usaba para mostrarle su
poder al mundo.
Sujetándome del cabello, me obligó a arquearme hacia
atrás, presionándome contra su torso, mientras seguía
hundiéndose con fuerza en mi interior.
—¿Listo para correrte para mí, gorrioncillo? —En lugar de
una respuesta, cuando abrí los labios, salió una serie de jadeos
guturales que lo hicieron sonreír con crueldad—. Justo como
me gusta —murmuró, mordiéndome el cuello—. Ahora tócate.
No me hice de rogar, no cuando estaba más que listo para
dejar que la presión que se estaba acumulando en mis pelotas y
mi bajo vientre encontrara una salida.
—Eso es, gorrioncillo, eso es —raspó cuando un
cosquilleo me recorrió la columna y mi trasero se apretó a su
alrededor, atrapándolo en mi interior mientras me corría
ordeñándolo en el proceso.
Como si ver los largos chorreones salpicando la delicada
tela dorada fuera algún tipo de fetiche, mi orgasmo se
prolongó tanto tiempo que pensé que el mundo entero se había
detenido antes de caer exhausto sobre la cama y Robert sobre
mí, con su glande pulsando en mi interior, mientras su semen
se desparramaba por entre mis nalgas.
—Definitivamente, tengo que comprarte unos pendientes
de diamantes y un collar —gruñó contra mi piel cubierta por
una fina capa de sudor mientras me besaba el hombro.
—Siempre podría llevarme los que llevo puesto —sugerí
con una sonrisa pícara.
Robert rio por lo bajo y me arrancó un estremecimiento al
rasparme con sus dientes.
—No voy a dejar que Esther infecte nuestro dormitorio, ni
siquiera con sus diamantes.
Me puse rígido y, por unos segundos, dudé si lo había
escuchado bien y si se refería a lo que yo pensaba.
—¿Lo dices en serio?
—¿Tú la quieres allí?
Negué con la cabeza.
—Entonces, no hay nada más que hablar.
Me habría gustado decirle que sí que había mucho de lo
que hablar, pero las palabras no salieron de mi boca. Con un
suspiro, Robert se apartó y fue al baño. Oí la cisterna y el
grifo. Cuando regresó, lo hizo con una manopla y una toalla.
—Date la vuelta y encoge las piernas.
—Si lo hago, voy a manchar toda la cama.
Robert arqueó una ceja.
—¿Y no era esa tu intención inicial? —preguntó—. Dejar
la muestra de que me tienes enredado alrededor de tu dedo
meñique.
Abrí la boca y la volví a cerrar. Después me giré, dejando
que su semen fluyera entre mis nalgas hasta la cama, mientras
él se dedicaba a limpiarme el estómago y el pene con
cuidadosos toques.
—¿En serio crees que tengo el poder de manipularte? —
pregunté cuando al fin limpió los restos de su semen de mi
cuerpo.
Robert rio.
—No lo creo, lo sé. —Me dio un beso en la frente antes de
incorporarse—. Ahora vístete y deja las joyas en su sitio.
Estaré en el salón haciendo acto de presencia antes de que
nuestra anfitriona decida salir a buscarme y descubra lo que
hemos hecho.
Sus palabras me devolvieron a la realidad. Tenía razón,
podía haber dejado mi marca, y nuestros fluidos podían estar
mezclándose sobre el edredón dorado de Esther; sin embargo,
a la hora de la verdad, ni ella ni nadie debía averiguar jamás
que fuimos nosotros los responsables de ello. Nadie sabría que
Robert era mío, porque en el fondo no lo era. Pertenecía a
Esther, y yo solo lo tenía en un préstamo temporal, o más bien
él me tenía a mí.
39

Robert me encontró tirado sobre la cama estudiando el techo


de mi habitación. No puedo decir que me llenara de orgullo o
que no comprendiera por qué alzó una ceja, pero ¿qué
esperaba? Tras una mañana de brunch con Esther y su círculo
de serpientes venenosas, el silencio era lo más parecido al
paraíso que podía encontrar en esa maldita mansión.
—¿En esto van a consistir tus planes para el resto del día?
No, claro que no. Podía bajar a buscar a Anthony y
disfrutar con su alegre compañía y eterno ceño fruncido,
mientras Robert se largaba para hacer lo que fuera que hacía
cuando no me necesitaba a su lado como asistente.
—¿Se te ocurre algo mejor? —Ni siquiera traté de
disimular mi irritación—. ¿Algo que no implique que te espere
de rodillas y con un collar de esclavo puesto?
No estaba siendo justo, me constaba. No me trataba como
su esclavo sexual, aunque el contrato dejaba bastante claro que
era justo eso. Robert cruzó los brazos sobre el pecho sin
apartar su mirada de mí. Negándome a ser juzgado, volví a
centrarme en el techo.
—Podrías al menos salir de la habitación y… —Robert
titubeó— no lo sé, ver la tele o coger un libro de la biblioteca.
También podrías pasear por el jardín y que te dé algo el sol o
bajar al gimnasio a hacer un poco de ejercicio.
Resoplé con sequedad.
—Al menos el resto de los dueños sacan ellos mismos a
sus mascotas a pasear.
No me tomé la molestia de mirarlo cuando se mantuvo en
silencio, y tampoco cuando soltó un largo suspiro y se sentó en
el filo de la cama.
—¿Es aburrimiento todo lo que tienes o algo más?
Bufé.
—Desde el partido de béisbol, para lo único que salimos es
para ir a uno de esos estúpidos eventos sociales, tu trabajo,
donde soy un cero a la izquierda, y a que puedas torturarme
con Esther. Lo siento si hoy no estoy de humor para ser la
alegría de la huerta. Y sí, estoy aburrido. Quiero hablar con
mis amigos y mi familia y hacer algo que me apetezca a mí.
—Lo sé y lo siento, gorrioncillo, pero en el fondo sabes
que es mejor que no hables con nadie que conoces. No puedes
darles las respuestas que te van a pedir porque os pondrían en
peligro a ti y a ellos. —Rechiné los dientes ante su lógica. No,
por supuesto que no había olvidado que nadie debía enterarse
del acuerdo que había hecho con Robert, convirtiéndome en su
amante. Lo último que deseaba era mentirles a las personas a
las que apreciaba, lo cual, en el fondo, era la principal razón
por la que no había intentado contactar con nadie en secreto.
—. Sabes que nadie espera que te pases el día encerrado en tu
dormitorio —continuó—. Eres libre de moverte por la casa y
hacer uso de las instalaciones de las que dispone. Lo hacías al
principio. ¿Por qué has dejado de hacerlo ahora?
Se me escapó una carcajada irónica.
—¿Por qué Anthony parece tener clones repartidos por
toda la casa y esperándome en cada rincón? —exageré con
sarcasmo. Me constaba que el hombre me vigilaba, pero su
actitud conmigo desde el incidente en el Inferno parecía
haberse suavizado.
Robert soltó un pesado suspiro.
—Anthony trabaja desde casa, es normal que te tropieces
con él. Siento no poder tomarme la tarde libre.
Los dos sabíamos el motivo por el que el poco tiempo libre
que tenía, de repente, se había evaporado. Esther se había
adueñado hasta del último minuto, casi como si conociera su
agenda de memoria.
—Te refieres a que Anthony trabaja desde casa para
tenerme vigilado, ¿no? —repliqué, prefiriendo no volver a
mencionar a la maldita bicha durante las próximas veinticuatro
horas. Una tarea que de antemano estaba destinada al fracaso.
Cuando no recibí ninguna respuesta, el asunto sobre
Anthony quedó aclarado.
—Vamos, levántate —ordenó Robert de pronto, dándome
unas pequeñas palmadas en el muslo—. Ponte algo cómodo.
Un chándal o vaqueros y zapatillas o botas de combate.
—¿Ya no tienes que ir a trabajar?
—Sí, pero te vienes conmigo.
—Dime que no es para ir a otra de esas malditas reuniones
con esos tipos estirados que se pasan más tiempo acusándose
entre ellos que resolviendo los problemas.
Su rostro serio se transformó con una pequeña sonrisa.
—Bueno, sí que tengo una reunión, pero no, no es con los
socios. La reunión de esta tarde es en el campo de
entrenamiento de mi empresa de mercenarios y tengo algo de
tiempo para mostrarte las instalaciones. ¿Alguna vez has
estado en un campo de entrenamiento de mercenarios? Es
como uno militar, solo que mejor.
Me incorporé tan deprisa que tuve que sujetarme a él por el
repentino mareo.
—¿Tienes un campo de entrenamiento militar? ¿Uno solo
dedicado a eso? ¿Y tus hombres entrenan allí?
Robert se levantó con una risa baja y profunda.
—La mayoría provenimos de un entorno militar, es lógico
que nuestros entrenamientos se mantuvieran en esa línea.
Vamos. Llego tarde y no quieres que tenga que dejarte atrás,
¿o sí? —se burló al ver cómo saltaba de la cama y salía
corriendo al vestidor—. Te espero en el coche.
Titubeé por un momento entre elegir el chándal y los
vaqueros, pero finalmente opté por los últimos. Dudaba mucho
que fueran a dejarme entrenar con ellos, aunque me moría por
hacerlo, además, iba a sentirme ridículo en chándal cuando
Robert llevaba pantalones cargo negros, una camiseta negra
que resaltaba los bien definidos contornos de sus músculos y
unas botas de combate. Tenía todo el aire de un mercenario y,
si sus hombres iban a ser igual de imponentes, lo mínimo que
quería era no parecer el estudiante sin experiencia en el grupo.
Me vestí, cepillé los dientes y peiné en tiempo récord,
aunque lo cierto es que aún iba poniéndome la camiseta
cuando salí de la casa para correr hasta el SUV de Robert. Me
detuve en seco al reconocer al tipo que ocupaba el asiento del
copiloto.
—¿En serio? —preguntó incrédulo Anthony cuando me
monté en el asiento trasero.
—Anthony, no empecemos —lo riñó Robert, lanzándome
un guiño a través del espejo retrovisor cuando su compañero
miró con el ceño fruncido por la ventana.
La cosa podía haber sido peor, pero aun así, lancé un
silencioso ruego al universo para que Robert soltara a Anthony
en alguna parte del trayecto.

Ni siquiera la decepción de que el monstruo gruñón seguía


ocupando el asiento delantero cuando llegamos a la enorme
cancela rodeada por muros de tres metros de altura y cámaras
en todo el perímetro consiguió frenar la excitación que me
embargaba. Mi padre me había llevado con él a bosques
apartados para adiestrarme y a una cabaña que usaban los
hermanos de la Bratva para sus entrenamientos, pero en ambos
casos había sido más cuestión de mucha naturaleza salvaje que
un campo de entrenamiento propiamente dicho.
Tampoco había entrenado nunca con otro que no fuera mi
padre, excepto una vez que Sokolov me pidió que le mostrara
lo que sabía hacer. Después de verme y hablar conmigo,
ambos llegamos a la conclusión de que por el momento era
mejor mantener mis habilidades en secreto ante los demás.
Jamás le confesé a Sokolov el verdadero motivo por el que no
me interesaba que el resto de los miembros de la Bratva
descubrieran lo que podía hacer, pero el hombre lo interpretó
como mi deseo de que no me obligaran a convertirme en
asesino y lo respetó.
En cuanto entramos en el recinto de alta seguridad,
prácticamente comencé a pegar botes en el asiento mientras
trataba de absorber cada detalle.
A pesar de que la primera parte de las instalaciones era
básicamente un aparcamiento y un sobrio jardín, en cuyo
fondo se levantaba un edificio con un diseño tan moderno
como robusto de hormigón, en cuanto nos bajamos del SUV,
se oyeron disparos y explosiones ocasionales, que se
mezclaban con las voces disciplinadas de lo que suponía eran
los instructores.
—En el edificio se encuentran localizados los gimnasios,
las aulas, salas de reuniones, enfermería y despachos
principalmente —explicó Robert a medida que nos acercamos
a la entrada principal, pasando olímpicamente de Anthony,
quien nos dejó atrás en cuanto aparcamos—. La planta alta
contiene dormitorios y espacios de relajación y convivencia
para los hombres que viven fuera de Massachusetts, o de
aquellos que están a punto de salir de misión o acaban de
regresar. Le diré a alguien que te los enseñe luego mientras
estoy en la reunión. Por ahora, quiero mostrarte las
instalaciones exteriores.
—¿Por qué tengo la sensación de que el edificio es
impenetrable ante un ataque?
Robert me echó una ojeada ladeada y sonrió.
—Porque lo es. Nuestro trabajo nos trae muchos enemigos.
Mis hombres se merecen poder dormir con tranquilidad
cuando se encuentran aquí. Es nuestro lugar seguro. El sitio al
que todos podemos acudir si alguna vez nos sucede algo.
Miré a nuestro alrededor. Construir aquel búnker moderno
debía de haber costado una fortuna, pero estaba claro que
Robert creía en lo que predicaba y el hecho de que pensara en
la seguridad de los hombres que arriesgaban su vida
trabajando para él decía mucho de su personalidad.
Atravesamos un amplio vestíbulo, que bien podría ser el de
cualquier tipo de organización gubernamental o privada, solo
para acabar saliendo por el otro lado del edificio. La tensión en
el ambiente, el bullicio, el sonido de botas resonando en el
suelo y los comandos militares que se escuchaban con absoluta
claridad consiguieron que se me enderezara la espalda. Incluso
esconder las manos en los bolsillos parecía un sacrilegio en
aquel lugar donde el olor a pólvora y sudor impregnaba el aire,
mezclado con el aroma distintivo de la hierba recién cortada y
la tierra en el aire.
—Y aquí estamos, en el lugar en el que mis hombres se
convierten en las armas más letales del mundo —explicó
Robert con tono de broma, pero bastaba ver la gravedad en sus
ojos para saber que lo decía en serio.
Mi mirada se dirigió instintivamente hacia el horizonte,
donde una amplia extensión de terreno se desplegaba ante
nosotros con estructuras metálicas dispersas aquí y allá. Si la
amplitud del espacio me llamaba la atención, más lo hacía el
número de hombres y mujeres que se encontraban entrenando
allí. Podían ser muy bien unas ciento veinte personas, al
menos las que se encontraban a la vista. ¡Caray! Más que un
grupo de mercenarios era un jodido ejército.
A medida que avanzábamos y Robert me iba dando las
explicaciones pertinentes o se detenía aquí y allá para saludar
a alguien, a mí me costaba trabajo apartar la mirada de los
mercenarios profesionales entrenando en las distintas áreas
designadas. Algunos corrían a través de obstáculos, mientras
que otros practicaban técnicas de combate cuerpo a cuerpo con
precisión militar.
Mi primera impresión fue abrumadora, sin duda alguna. El
ambiente rebosaba una amalgama de energía, disciplina y
determinación. Era una atmósfera cargada de un sentido de
propósito y audacia, muy alejada del aire más bien lúdico y
dicharachero que solía imponerse en los pocos entrenamientos
que había presenciado de la Bratva.
Lo único que tenían en común aquellos mercenarios y los
hermanos era las miradas fijas y serias de los jefes, o los
instructores en este caso, que le recordaban a uno que en sitios
como aquel no había cabida para la debilidad, no si querías
sobrevivir.
La segunda impresión que tuve fue que, a pesar de la
seriedad y concentración durante sus entrenamientos, al final
del día, esos hombres, al igual que la Bratva, formaban un lazo
unido, y Robert se sentía como en familia entre ellos. No me
di cuenta de que Robert había vuelto a detenerse para hablar
con uno de los instructores hasta que escuché la burla de
Anthony.
—¿Impresionado niñito ruso? —Cruzó sus musculosos
brazos sobre el pecho. La mofa en sus ojos dejaba claro que
sabía que los hombres que estaban con él se habían detenido a
estudiarme con curiosidad—. ¿Qué? ¿Ya te entraron ganas de
jugar a los soldaditos con los adultos?
Uno de los hombres a su lado resopló, pero no me pasó
desapercibido que la curiosidad inicial de los otros tres había
cambiado en un segundo a desprecio y condescendencia.
Conocía aquella expresión. Era la que solían darles los
hermanos más viejos y experimentados de la Bratva a los
novatos o a aquellos a los que consideraban débiles y, por
consiguiente, un peligro para el grupo. Yo solía ser uno de
esos novatos que, incluso ese día, seguía recibiendo ese tipo de
miradas. Me jodía que lo hicieran, en especial, porque sabía
que no tenía nada que envidiarles. Por desgracia, tenía más
que perder que de ganar si les demostraba lo contrario.
—Anthony, déjalo en paz, no es más que un crío —
intervino uno de sus amigos con un tono conciliador que
consiguió que la humillación me ardiera en las mejillas.
—¿Un crío? —preguntó Anthony con una mirada cargada
de odio—. Sip, debe de ser por eso que grita y gimotea todas
las noches cuando su papi Robert lo lleva a la cama.
Me habían humillado muchas veces en mi vida, pero, al oír
las risas de aquellos capullos que en ese momento me
escrutaban como si fuera algún tipo de animal con dos cabezas
expuesto en un zoo, quise que la tierra me tragara.
No me avergonzaba lo que sentía ni lo que hacía con
Robert, pero las palabras de Anthony habían convertido algo
bello en absolutamente sucio y execrable, y lo había expuesto
al público.
—¿Qué ocurre? —preguntó Robert al llegar a mi lado con
uno de los instructores, pasando la mirada cargada de sospecha
de mí a Anthony.
—Nada —mascullé entre dientes con los puños apretados.
Anthony le ofreció una sonrisa perezosa.
—Nuestro niño lindo tiene ganas de jugar a los soldaditos.
Estábamos diciéndole que no tenemos pistolas de juguete aquí.
—Bueno… —El instructor miró con el ceño fruncido a la
mesa en la que estaban expuestas las armas con las que habían
estado entrenando—. Supongo que podría enseñarte a disparar,
si es eso lo que quieres —se ofreció, malinterpretando el gesto
con el que Robert se masajeaba el puente de la nariz con un
suspiro.
¿Estaba avergonzado de mí? ¿Estaba harto del hecho de
que Anthony y yo estuviéramos siempre metidos en trifulcas?
No era culpa mía, pero podía comprender que yo era el nuevo
en su entorno y de que además venía con fecha de caducidad,
mientras Anthony seguiría en su vida cuando yo me fuera. Mi
estómago dio un medio giro ante la idea de que la última
impresión que Robert mantuviese de mí fuera la que su
compañero había hecho: la de un niño en un mundo de
hombres
—¿Podría probar con una de esas Sig Sauers P226 o la
Beretta 92? —pregunté sin siquiera pensar en lo que estaba
haciendo—. Me han hablado muy bien de ellas.
—¿Conoces los modelos de las pistolas, chico? —preguntó
el instructor, sorprendido.
—Claro, Jasha —intervino Robert, estudiándome con
atención—. Puedes elegir la que más te apetezca.
—Aaah, esto se va a poner interesante —se burló Anthony,
cruzando los brazos sobre el pecho mientras sus compañeros
intercambiaban miradas escépticas entre ellos—. A ver qué tal
le va al niñito ruso jugando a ser un adulto.
Fui a la mesa y cogí la Beretta para pesarla en mis manos y
ver el agarre sobre la empuñadura, solo para repetir luego el
proceso con la Sig Sauer. Decidí quedarme con dos de la
última y comprobé su carga antes de girarme con ellas en la
mano.
No se me escapó el hecho de que más de uno había alzado
ambas cejas ante el hecho de que supiese comprobar la carga y
volver a colocar el cartucho con facilidad. En la Bratva nos
facilitaban sobre todo pistolas Makarov o Grach, bastante
compactas, confiables y fáciles de conseguir en el mercado
negro, pero mi padre se había asegurado de que pudiera
defenderme con cualquier arma si fuera necesario, y tampoco
eran tan diferentes como para necesitar un manual de
instrucciones al enfrentarme a alguna que no hubiera usado
antes.
—¿Dianas fijas o móviles? —preguntó Robert.
—Ummm… Robert —intervino el instructor—. Tal vez
sería mejor darle una clase básica y repasar las medidas de
seguridad antes de que lo dejes jug… Eh… Entrenar en uno de
los campos de tiros con objetivos en movimiento. No
queremos arriesgarnos a que le dispare a alguien sin querer o
que se lesione a sí mismo.
Robert lo ignoró y mantuvo la vista en mí. Cuando lo reté
con una ceja elevada, asintió de forma casi imperceptible.
—Kirk, comprueba que el campo B esté a cero —le ordenó
al instructor antes de volver a volverse hacia mí—. El campo
B tiene un sistema de tiro reactivo, donde los objetivos
emergen repentinamente y se ocultan de nuevo tras ser
disparados. Son los que usamos para entrenar en escenario de
combate y mejorar la capacidad de reacción y puntería de los
tiradores —me explico a modo de advertencia.
—Rob, creo que Kirk tiene razón y sería mejor que
empezara con las dianas fijas —dijo Anthony de repente serio
—. Nadie quiere que se haga daño.
—¿Ese es el campo B? —pregunté, dirigiéndome a la
puerta metálica más cercana sin esperar una respuesta.
—Espera, ponte estos cascos. —Robert me alcanzó en dos
zancadas y me ofreció un casco—. Llevan auriculares con
micrófono por si decides que quieres parar antes de tiempo.
Aquí tienes las gafas y estos guantes tácticos deberían servirte.
—Fruncí el ceño ante la cantidad de parafernalia que comenzó
a ponerme—. Estuve por preguntarle para qué quería que
llevara tanto si solo iba a entrar y salir, pero al final decidí
callarme para no parecer más inculto de lo que ya me
consideraban.
—Toma, coge mi chaleco táctico —ofreció Kirk,
quitándoselo para entregármelo.
—Gracias, pero no lo necesito —dije, considerando que
era bastante.
—Te servirá para llevar encima más cartuchos y poder
terminar la prueba —sugirió Robert con un tono indescifrable.
—¿Hay más de treinta blancos? —pregunté a sabiendas de
que cada Sig Sauer llevaba cargadores de quince cartuchos.
—Veintiséis —contestó Kirk.
—En ese caso no me hará falta, gracias —repliqué,
decidido.
40

A medida que Jasha se acercaba al campo de tiro, hubo un


cambio en su postura y la decisión con la que daba los pasos.
Su cabeza estaba más alta, sus hombros más erguidos… Era
casi como si creciera con cada paso que avanzaba.
—Detenlo —dijo Anthony, apareciendo a mi lado—. La
adrenalina y los sustos pueden ponerlo nervioso. Podría tener
un accidente.
Mis puños se crisparon cuando Jasha abrió la puerta de
metal para escurrirse dentro.
—¿Primero lo empujas a hacerlo y ahora quieres que lo
detenga? —espeté entre dientes—. ¿Pretendes que lo humille
más aún de lo que has hecho tú?
—Cámaras activadas —avisó Kirk con el portátil abierto
sobre la mesa.
Me situé a su lado y enseguida estuvimos rodeados por el
resto de los hombres. Me forcé en controlar la respiración al
ver a Jasha en la pantalla mirando a su alrededor con esa
mezcla entre curiosidad y subidón de adrenalina que te empuja
adelante, a pesar de que no tener ni idea de lo que vas a
encontrar allí. No iba a confesárselo a ninguno de los
presentes, pero tenía el estómago hecho un nudo y el corazón
me latía tan fuerte que de un momento a otro iban a poder
escucharlo. Anthony tenía razón, aunque lo pareciera, aquello
no era un juego. Las balas en las pistolas eran reales y eso era
algo que me preocupaba, pero también lo hacía que Jasha
hubiese sobreestimado sus habilidades y que, cuando saliera
de allí, se sintiera aún más humillado que antes de entrar.
Jasha dio su primer paso y Kirk pulsó el botón de una de
las secuencias elegidas al azar, y con ello los estallidos de las
balas llenaron el aire, llegando hasta nosotros una y otra vez.
Las risas y comentarios a mi alrededor se desvanecieron de
repente, reemplazados por murmullos de sorpresa y asombro
cuando, disparo tras disparo, las balas golpeaban el blanco sin
fallar ni una sola vez y las estadísticas en la parte inferior
comenzaron a dispararse.
—¡Mierda! —exclamó Michael, incapaz de ocultar su
incredulidad—. Ese chico sabe lo que se hace.
—Joder, yo cuando hice el circuito la primera vez no
llegué ni a la mitad de los objetivos y él por ahora ha
alcanzado el cien por cien de los que han saltado —confirmó
Smith lleno de admiración.
Incluso Anthony murmuraba algunas maldiciones mientras
seguía con el aliento contenido el avance impecable de Jasha.
Se le notaba que carecía del entrenamiento militar que
teníamos nosotros, pero su puntería era mágica y su tiempo de
reacción casi un milagro. Era capaz de disparar con las dos
pistolas prácticamente a la vez sin perder ni la más mínima
precisión en los tiros.
Sonreí para mis adentros, orgulloso de mi chico y aliviado
por haber tomado la decisión correcta cuando lo dejé cumplir
sus deseos de reafirmarse, en lugar de seguir mi primer
instinto, que fue llevármelo lejos de allí para protegerlo.
Veintiséis tiros después, el sistema nos comunicó que el
cien por cien de los objetivos habían sido eliminados con éxito
con un índice de supervivencia del cero por ciento. ¡Joder! No
tenía ni idea de por qué Volkov había puesto a Jasha como
guardaespaldas de una chica como Liv, pero estaba claro que
tenía sus habilidades desperdiciadas en un trabajo como ese. Si
no fuera por la idea de que enviarlo a una misión podría
ponerlo en peligro y, además, sería una distracción demasiado
grande para mí, habría estado seriamente tentado a contratarlo
en el acto.
Cuando Jasha regresó del campo de entrenamiento, mis
hombres lo saludaron con palabras de admiración y palmaditas
en el hombro. Los cachetes de Jasha adquirieron un lindo tono
rosado y habría tenido que estar ciego para no notar que estaba
más hinchado que un pavo, algo que me divertía y me
producía ternura a partes iguales.
Cuando llegó a la mesa y me miró expectante, reprimí mis
ganas de tomarlo en brazos y besarlo hasta que me pidiera
permiso para respirar.
—Bien hecho —dije, guardándome las manos en los
bolsillos, sabiendo que si me atrevía, aunque solo fuera a
rozarlo, la poca racionalidad que todavía me quedaba se iría
derecha al garete.
—¿Qué tal sabes manejar uno de estos? —preguntó Kirk,
empujando una Remington 700 en su dirección y señalando
con la barbilla a la derecha, donde se encontraba una
estructura metálica para que la subiera. Jasha ni siquiera se lo
pensó. Soltó las pistolas sobre la mesa, cogió el rifle y subió
las escaleras hasta la base superior del mirador artificial.
Se apoyó en una de las barandas como si lo hiciera cada
día y apuntó a uno de los objetivos en la distancia, apenas
visibles para el ojo humano.
¡Bang!
—¡La madre que lo parió! —exclamó Michael al
comprobar a través de la pantalla la información de la cámara
que enfocaba un agujero en el centro exacto de la Diana. De
haber sido una persona el objetivo la bala habría tenido una
precisión letal.
¡Bang!
¡Bang!
¡Bang!
—Esto sí que no me lo esperaba —murmuró Anthony
cuando todos vimos la forma en que el mismo agujero había
ido aumentando disparo a disparo—. ¿Dónde carajos ha
aprendido a disparar así?
—La Bratva, ¿recuerdas? —murmuré solo para él.
Anthony negó con la cabeza.
—Tienen algunos hombres buenos, pero no creo que
tengan a ninguno como él. ¿Por qué no salió en la
investigación que hicimos?
Aquella era una muy buena pregunta, una que iba a
averiguar.
—Creo que todos estamos de acuerdo en que hemos
subestimado al chico —comentó Smith, cosechándose
asentimientos del resto de los compañeros.
Kirk me posó una mano sobre el hombro y señaló con la
barbilla en dirección a Jasha, quien estaba bajando de la
plataforma.
—¿Puedo darte un consejo, jefe?
—Tú dirás.
—No metería al chico en un campo de batalla físico, pero
nos vendría bien que un francotirador así nos guardase las
espaldas en algunas misiones. Deberías contratarlo.
—No te creas que me faltan ganas —admití, aunque la
cosa era mucho más complicada de lo que Kirk podría
imaginar, en especial, porque no tenía ni idea si sería capaz de
mantenerme alejado de Jasha si tenía que seguir viéndolo cada
día en el trabajo.
Me tensé cuando Anthony se interpuso en su camino.
—Está bien —admitió a regañadientes—. Tengo que
reconocerlo, tienes talento. No me lo esperaba.
Jasha lo miró sorprendido, pero acabó por encoger un
hombro.
—Gracias —replicó sin más, aceptando la disculpa.
Sin poder evitarlo, me inundó una oleada de orgullo. No
solo les había demostrado a todos que no era alguien a quien
debían subestimar, sino que era capaz de actuar con más
cabeza que todos ellos juntos.
—¿Dónde demonios aprendiste a disparar así? —preguntó
uno de los hombres, todavía incapaz de creerse lo que había
visto.
Jasha encogió los hombros.
—Mi padre —replicó sin comprometerse a nada, aunque la
respuesta me resultó interesante.
—Ha sido impresionante —le comenté con sinceridad
cuando se me acercó con una sonrisa tan radiante que
prácticamente me obligó a sonreírle de vuelta.
—¿Quieres que te cuente un secreto? —murmuró lo
bastante bajito para que los hombres que seguían
intercambiando opiniones alucinadas entre ellos no pudieran
escucharlo.
—Si son tuyos, siempre.
Jasha se puso de puntillas. Como si su espectáculo de
destreza no me hubiera puesto ya lo suficientemente duro, su
cálido aliento acariciándome justo debajo del oído casi me
arrancó un gemido.
—Acabo de descubrir que disparar puede ser jodidamente
sexi si tienes puesto un suspensorio de terciopelo y encaje —
susurró—. En especial, cuando eres consciente de que tienes el
trasero descubierto y la gente te mira sin saberlo.
¡Mierda!
¡Mierda, mierda, mierda!
—A mi despacho —gruñí de una forma casi animal.
—Chicos, se acabó el espectáculo, toca regresar al trabajo
—anunció Kirk en voz alta, al tiempo que todos, excepto
Anthony, comenzaron a dispersarse.
Sin esperar una respuesta, sujeté a Jasha por el brazo y lo
arrastré tras de mí.
—Un placer conocerte, Jasha —gritó Kirk a nuestra
espalda—. Regresa cuando quieras.
Realizamos el trayecto en tiempo récord, probablemente
porque ignoré a todos los que se habían detenido a saludar o
hablar conmigo.
—Isabel, asegúrate de que nadie me moleste hasta que te
avise —instruí a mi secretaria al pasar por delante de su mesa.
—Por supuesto, señor —dijo, siguiéndonos curiosa a mí y
a Jasha con la mirada.
—A nadie —repetí, mirando a Anthony a los ojos cuando
le cerré la puerta en las narices.
Cuando me giré, Jasha se encontraba delante de mi mesa
de escritorio estudiándome con la cabeza ladeada.
—¿Qué ocurre? ¿He hecho algo mal? —preguntó con una
inocencia falsa que casi me hizo gruñir de nuevo.
Pillando un cojín del sofá, se lo lancé al suelo.
—Desnúdate y déjame ver qué es lo que llevas debajo.
—¿Y luego? —preguntó, pasándose la camiseta por
encima de la cabeza y dejando a la vista los firmes
abdominales de su delgado cuerpo.
Mi vista se detuvo sobre los diminutos pezones rosados.
En mi mente, flotaron pensamientos sobre persuadirlo para
que se pusiera piercings en un futuro. Sin embargo, detuve
esos pensamientos en seco al darme cuenta de que estaba
planeando eventos que se extendían mucho más allá del
tiempo que me quedaba a su lado.
—Luego —repetí despacio, abriéndome el cinturón y el
botón del pantalón—. Creo que sabes qué es lo que quiero,
¿verdad, gorrioncillo?
Jasha tragó saliva, pero se desnudó y se dejó caer de
rodillas delante de mí, con tal obediencia y sumisión que casi
acabé hincado de rodillas con él.
—Y ahora —raspé con la garganta reseca—. Abre la boca.
Se relamió los labios antes de abrir obediente la boca y
sacar la lengua. Hundiendo una mano en su espesa cabellera
rubia, llevé mi erección a su boca y dejé que mi glande se
deslizara en el húmedo interior, mientras sus enormes ojos me
miraban llenos de deseo y una emoción que no me atrevía a
analizar, porque sabía que era la misma que me negaba a mí
mismo también y que estaba absolutamente prohibida para
ambos.
Sus labios se cerraron alrededor de mi glande,
atrapándome en el interior de su boca. Sujetándolo con ambas
manos por la cabellera, lo mantuve quieto y me hundí en su
garganta hasta que su nariz quedó aplastada contra la parte
baja de mi estómago.
—Algunas veces, cuando me miras así, me siento como un
dios en el Olimpo. Un dios con su propio ángel particular. No
sé si voy a ser capaz de dejarte marchar cuando llegue el
momento, ni siquiera estoy seguro de si querré hacerlo.
Retirándole una lágrima con el pulgar, retrocedí para
dejarlo respirar. Y luego… Luego, me esforcé para que los dos
olvidásemos lo que le había confesado. Aunque, en el fondo,
muy en el fondo, sabía que sería imposible borrar de mi
memoria lo que eso representaba para mí.
41

En cuanto abrí la puerta de mi despacho y me encontré a


Esther sentada detrás de mi escritorio, hasta la última de mis
células entró en modo ataque. Con un esfuerzo inhumano
borré toda expresión de mi rostro y me obligué a mantener una
postura relajada mientras me metía una mano en el bolsillo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —exigí, cerrando despacio la
puerta tras de mí.
—Mmm… Sin duda te alegras de verme —se burló con
aire de superioridad.
—Me alegraré cuando respondas a mi pregunta. No sueles
visitarme por puro placer en mi casa.
—Podría decir lo mismo de ti —respondió Esther con
frialdad, sus ojos de un azul hielo, que parecía casi etéreo,
brillaban con el reflejo de la pantalla de mi ordenador y apreté
el puño en el bolsillo ante lo que podría haber descubierto
entre mis archivos—. La noche de mi cumpleaños te fuiste de
mi fiesta sin despedirte.
El frío helado de sus ojos penetró en mi pecho. Había
sospechado que este momento no tardaría en llegar, pero había
supuesto que aún me quedaba algo de tiempo.
—Supuse que estabas ocupada con tus invitados, no te
encontré y tampoco pensé que tuviera importancia. Además,
yo también tenía unos negocios pendientes, sabes de sobra lo
ocupado que estoy.
—¿Ocupado? —Esther soltó un bufido irritado—. ¿Con
quién? ¿Con tu asistente personal? —Su aguda mirada me retó
a contradecirla.
—¿Qué tienes contra él? No es más que otro de mis
empleados —solté fingiendo una irritación que no sentía, pero
que esperaba que pudiera ocultar el rápido latido de mi
corazón.
—Un empleado que está enamorado de ti —afirmó,
cruzando los brazos sobre su pecho—. Vamos a dejarnos de
pamplinas e historias. A estas alturas ya deberías saber que no
me gusta que pretendan tomarme por tonta. Quiero saber qué
está pasando entre los dos y por qué un hombre, en apariencia
heterosexual, deja que un chico gay lo persiga las veinticuatro
horas del día como un perrito faldero con corazoncitos en los
ojos —exigió con autoridad, dejando claro que no seguiría
aceptando evasivas.
—Tú misma lo has dicho, él es gay, no yo. Si es cuestión
de celos, puedes quedarte tranquila, no hay nada de lo que
debas preocuparte —mentí con una calma que no sentía.
—Creo que acabo de dejarte claro que quiero respuestas —
replicó con frialdad.
Soltando un suspiro, me pasé una mano por el cabello.
—Está bien, si tanto quieres saberlo, lo estoy utilizando
para obtener información sobre la Bratva para un cliente y el
trabajo que me ha encargado —cada palabra era como
clavarme un puñal en las entrañas, pero ni siquiera yo podía
fingir que aquello no era la verdad—. Puedes confirmar mi
respuesta con la de Mark o Anthony al salir. Te dirán lo mismo
que yo.
Sus ojos se entrecerraron y su mirada se tornó tan
penetrante que parecía que iba a atravesarme el cráneo en
busca de mis secretos más profundos.
—¿Y el trabajo entraña acostarte con él?
—¿No eres tú misma quien me entrenó para este tipo de
trabajos? Creo recordar que lo llamabas: estar comprometida
con el objetivo y estar dispuesto a hacer sacrificios por el bien
de la misión —señalé sin ocultar mi sarcasmo.
Echándose hacia atrás en mi sillón, juntó la punta de los
dedos delante de sus labios.
—¿Y por qué debería creerte? —preguntó sin perderme de
vista.
—Porque me conoces mejor que nadie y sabes más que de
sobra que personas como tú y como yo no somos capaces de
sentir emociones y vínculos estúpidos como el amor. —Le
mantuve la mirada sin parpadear—. Jamás consideraría
mantener a alguien tan vulnerable como ese chico en mi vida.
—Aun siendo sinceras mis palabras, sonaron como una
traición a mí mismo y a Jasha, pero me constaba que no tenía
otra opción.
—Espero que así sea —cedió finalmente Esther, aunque su
expresión dejaba claro que seguía sin estar convencida del
todo—. Porque no toleraré que pongas en riesgo nuestros
planes por un estúpido encaprichamiento —advirtió antes de
levantarse.
—¿Es eso lo que confías en mí? —pregunté, forzándome a
mantener mis músculos relajados a medida que ella se me
acercaba despacio.
Sus ojos azul hielo jamás abandonaron los míos. Su mano
izquierda rozó mi brazo con delicadeza antes de posarse sobre
mi pecho. Me tomó toda mi fuerza de voluntad no retroceder,
su respiración entrecortada me hacía sentir como si estuviera
atrapado en una telaraña. Con cada centímetro que su boca se
aproximó a la mía, una parte de mi alma iba congelándose y
muriendo, pero aun así no me moví mientras sus labios
rozaban los míos, consciente de que aquello no era más que
una prueba y que de su resultado dependía la vida y la
seguridad de Jasha.
—¿Cómo puedo estar segura de que no hay algo más entre
tú y esa criatura? —susurró, explorando mi expresión con
intensidad.
—¿Qué más quieres que te diga para que me creas? —
repliqué fingiendo una calma que nada tenía que ver con mi
torbellino interior—. Ya te he dicho que solo es un trabajo —
repetí, ignorando la agonía que me inundaba al decirlo.
—Entonces, no te costará deshacerte de él —dijo, fijando
sus ojos en los míos con determinación—. Tienes una semana
para hacerlo, tiempo más que suficiente como para sacarle la
información que necesitas —sentenció con una determinación
inquebrantable.
—Es posible que necesite algo más. Mi cliente tiene planes
ambiciosos que necesitan una planificación detallada —intenté
ganar tiempo sin caer en el terror que me atenazaba el pecho.
Aún no estaba preparado para perder a Jasha y enfrentarme
a una vida sin él.
Sus labios se curvaron en una sonrisa casi tan cruel como
sus ojos.
—Entonces, aprovecha el tiempo —comentó sin ocultar la
amenaza en su voz—. Tienes una semana, ni un día más.
—Está bien —concedí. Sabiendo que era ella la que tenía
la sartén por el mango, luché por mantener mi voz firme y
calmada mientras sentía que mi mundo se desmoronaba a mi
alrededor—. Tienes mi palabra —agregué para que me creyera
y dejara a Jasha tranquilo, aunque en mi interior me
preguntaba si sería capaz de cumplir con su ultimátum.
—Me alegra oírlo —respondió Esther, sujetándome por la
nuca mientras apretaba su cuerpo contra el mío y exigía que
abriera mis labios a su invasión.
En el pasado la había besado alguna que otra vez por
voluntad propia, pero esa vez lo único que sentía era un gélido
muro formándose a mi alrededor, uno que me protegía tanto de
ella como de mis propios sentimientos.
Cuando se separó de mí con una sonrisa satisfecha y salió
de la oficina sin ningún otro comentario o despedida, supe que
había sellado mi destino y que tendría que enfrentar las
consecuencias de mis acciones, tanto para Jasha como para mí
mismo.
42

Podía sentir el cosquilleo y la excitación que me provocaba la


anticipación cuando deslicé mis dedos por el pomo de la
puerta del despacho de Robert, imaginando su reacción al
verme con el vestido de delicada seda que me había dejado
aquella tarde sobre la cama. La nota junto a él dejaba claro que
tenía la libertad de decidir si quería ponérmelo para él o no, y
debía admitir que me había costado decidirme, pero en ese
momento, llevándolo puesto, no pude evitar experimentar el
morbo de lo prohibido y disfrutar de la sensual caricia de la
liviana tela sobre mi piel y del roce del aire en mis piernas
depiladas. Que además llevase un suspensorio, dejando que
mis nalgas se rozaran de forma constante contra la sedosa
tela… ¡Uuuf! El simple hecho de vestirme y prepararme para
él ya me había puesto a cien y no podía esperar a descubrir su
reacción cuando me viera.
—¿Robert? —susurré, abriendo la puerta despacio para
meter la cabeza y asegurarme de que nadie más estaba con él.
En cuanto eché un vistazo, mi corazón dio un vuelco.
¿Dónde se había metido? Había visto a Mark y Anthony
saliendo hacía un rato con sus coches, pero no a Robert. Por
las tardes siempre solía estar allí ultimando detalles para el día
siguiente.
Con los hombros caídos, abrí la puerta del todo y entré. No
iba a quedarme allí esperándolo y arriesgarme a que regresara
acompañado por alguno de sus socios, pero al menos podía
dejarle una nota mientras lo aguardaba en mi habitación. Algo
que debería haber hecho desde el principio en lugar de
dejarme llevar por mi impaciencia y excitación. Debía haberle
enviado un mensaje y esperado en mi cama, evitando que
alguien más aparte de él pudiera pillarme.
Sentándome en su sillón de escritorio, cogí un bolígrafo y
me mordí los labios. ¿Qué era más sexi? ¿Una nota escrita
sobre su mesa o un par de fotos eróticas a través de
WhatsApp?
Definitivamente las fotos de WhatsApp, ¿verdad? Ni
siquiera sabía si al regresar se pasaría por su despacho con lo
tarde que era. Aunque… con una pequeña sonrisa, abrí el
cajón para coger el taco de pósits que guardaba allí. Puede que
aquella noche no regresara al despacho, pero lo haría al día
siguiente y, cuando lo hiciera, quería que lo primero que
encontrase fuera una pequeña sorpresa.
Mi sonrisa se congeló en los labios cuando descubrí la
carpeta marrón en cuya etiqueta se leía, en tipografía Times
New Roman, mi nombre y apellido con total claridad.
Novikov, Jasha
Nº de sujeto: 32.045N
Nº de cliente: 7.566B
Nº de operación: 16017D
Destacados: Bratva/Volkov. Guardaespaldas del sujeto
32.043N
Mis manos comenzaron a sudar antes de poder alargar la
mano para sacar la carpeta del cajón y a temblar cuando
descubrí debajo otra carpeta idéntica en la que solo variaban
los datos de la etiqueta:
Hendricks, Liv
Nº de sujeto: 32.043N
Nº de cliente: 7.566B
Nº de operación: 16017D
Destacados: Protegida Bratva/Volkov (Ravil Sokolov).
Colocando ambas carpetas delante de mí sobre el
escritorio, abrí primero la mía. Mis músculos se tensaron al
encontrar, página tras página, información privada sobre mí.
Desde mis números de identidad, seguridad social, cuenta
bancaria o del carné de conducir, a datos más básicos, como
mi fecha de nacimiento, mi dirección, la matrícula y modelo
de mi coche, o información sobre mi madre, mis hermanas, e
incluso de mi padre.
Intenté recuperar la calma cuando mis dedos comenzaron a
temblar tanto que apenas era capaz de pasar la página y mi piel
se había cubierto por una capa de sudor frío. No era la primera
vez que veía un informe así, había visto cientos de ellos en las
manos de Sokolov, la mayoría elaborados como simple medida
de seguridad con respecto a las personas que trabajaban para
ellos o con las que hacían negocios. Por supuesto que otros
informes eran mucho menos inocentes e inofensivos.
Mi sangre se congeló de verdad cuando comenzaron a
aparecer datos mucho más exhaustivos que los de mi
información personal, antecedentes o conexiones y contactos.
Mi vida entera se encontraba reflejada en aquel informe:
rutinas diarias, información sobre mis movimientos durante
los últimos dos meses, mis horarios y hasta mis patrones de
comportamientos. Si no hubiera estado tan acojonado,
probablemente me habría planteado lo patética que era mi vida
cotidiana, pero aquello no era ni siquiera lo peor, sino el
análisis de vulnerabilidades, donde constaba desde mi
homosexualidad y costumbre de irme a la habitación del club a
mantener relaciones íntimas acompañado por Linda y
desconocidos, hasta los puntos de acceso a mi domicilio, mis
rutinas predecibles, e incluso un estudio de mi relación tóxica
con Karl.
La última hoja del informe dejó hecha trizas cualquier
esperanza de que aquello fuera una equivocación o que
pudiera estar malinterpretando la situación.

Objetivo con respecto al sujeto:


1. Usarlo para llegar al sujeto 32.043N
2. Mantenerlo alejado del sujeto 32.043N
3. Sonsacarle información sobre BRATVA/VOLKOV y
sujeto 32.043N
El punto cuatro estaba escrito a lápiz, como si fuese un
añadido posterior al informe:
4. Cliente ofrece 50% beneficios de su venta si se le
mantiene con vida y estéticamente intacto al finalizar los
objetivos del sujeto 32.043N

Se me escapó un sollozo al ir descubriendo una foto tras otra


conmigo como protagonista: en el club con Linda, mientras
trabajaba vigilando a Liv como guardaespaldas, del incidente
con César en el almacén e incluso del maldito vídeo con Karl.
El almacén… ¡El puto almacén! ¿Cómo no me había
planteado nunca el motivo por el que Robert se encontraba allí
casualmente para salvarnos el culo a mí y a Liv? ¿Había sido
todo una trampa para ganarse mi confianza y apartarme de
Liv? ¡Maldita fuera! Había caído como un puto pardillo.
Mi cuerpo entero temblaba de forma incontrolable y el
nudo en mi estómago se tornó tan grande que tuve que acercar
la papelera por si me ponía a vomitar. No quedaba ni la más
mínima duda sobre la traición de Robert. No tenía ni idea de
quién era su cliente, pero quedaba patente que tanto Robert
como él estaban vinculados de algún modo con César y Karl, y
yo no… Yo no era su amante, solo un sujeto al que estaba
entreteniendo como parte de su trabajo para luego venderme
cuando acabasen conmigo. ¿Cómo era posible que Robert me
hubiese podido engañar hasta tal punto? ¿Cómo no me había
dado cuenta antes de que solo me estaba consintiendo para
mantenerme maleable y manipulable para lograr lo que quería
en realidad de mí? ¿Cómo no había visto que no era a Esther a
quien estaba engañando, sino a mí?
Al moverme, mis muslos se quedaron pegados contra la
piel del sillón, recordándome el ridículo vestido que me había
puesto para él. La humillación me arrasó desde dentro.
¿Cuánto no se habría reído del pobre chico gay al que le
gustaba disfrazarse con ropas femeninas creyéndose que
estaba sexi? Y los vídeos… ¡Dios! ¡Los vídeos! ¿Cuántos
vídeos comprometedores habría grabado de mí?
Ni siquiera probé a entrar en el ordenador de Robert. Sabía
que tenía clave y que me llevaría un tiempo del que no
disponía el tratar de entrar en él. No podía seguir
entreteniéndome, necesitaba avisar a Sokolov y largarme de
allí cuanto antes. No podía permitirme el lujo de que Robert o
uno de sus socios descubriera que lo sabía todo, porque, una
vez que lo hicieran, los pañitos calientes conmigo se iban a
terminar, y si no podía salvarme a mí, al menos necesitaba
salvar a Liv.
No fue hasta que cogí las dos carpetas y que me levanté,
que descubrí la figura apoyada con calma en el umbral de la
puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. Mis ojos se
abrieron llenos de terror y mi corazón palpitó con fuerza ante
la sonrisa cruel.
—Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en descubrirlo
—dijo, cerrando cualquier posibilidad de que me hiciera el
tonto y tratase de fingir que no sabía lo que ocurría.
43

—¿Dónde está Robert? —pregunté con la garganta reseca.


La figura en la puerta encogió un hombro.
—Con Esther, ¿con quién si no? Al final siempre regresa
con ella. Diría que es patético, pero en el fondo tal vez solo sea
que están hechos el uno para el otro.
Si hubiera sido capaz de sentir algo tras leer el informe y
descubrir las intenciones de Robert con respecto a mí, habría
notado mi corazón resquebrajarse.
—¿Tú estabas al tanto de estos informes? —pregunté,
alzando las carpetas para mostrárselas.
—Claro, soy yo quien los ha hecho. Tengo que admitir que
el tuyo fue de lo más interesante, en especial, el vídeo de ese
noviete tuyo. —Sus ojos se fueron a mis labios—. Tengo que
admitir que envidié a Robert que le tocase a él seducirte.
Intenté tragar una saliva que no tenía.
—¿Lo echasteis a suerte?
—Más bien hicimos una apuesta sobre si sería capaz de
hacerlo. —Se metió las manos en los bolsillos—. Robert es
hetero y está comprometido con Esther, ¿qué esperabas? Fue
una putada que te dejases tomar el pelo con tanta facilidad por
él —siguió sin esperar una respuesta—. Se te notó que estabas
hambriento por un poco de atención, pero al menos recuperé el
dinero cuando aposté con mi socio a que no sería capaz de
convertirte en un travesti.
Me tapé el escote con una mano cuando repasó el escueto
vestido que llevaba puesto con una mirada que me hizo sentir
desnudo y barato.
—Claro que él no llegó a ver el vídeo con tu novio, ni
sabía lo sumiso que eras. Podría decirse que hice trampas, pero
no se lo digas.
—Llama a Robert y dile que venga —musité, tratando de
que no percibiera cuánto me temblaba la mano—. Lo mínimo
que puede hacer es dar la cara después de lo que ha hecho.
Su carcajada seca inundó el despacho.
—Lo siento, chico lindo. Pero Robert ya ha cumplido con
su parte del trato y me dejó muy claro que se merecía unas
vacaciones. Yo no soy exactamente de su opinión y creo que
se llevó la parte divertida del asunto, pero sería un mal amigo
si no me encargase yo mismo del trabajo sucio, en especial,
cuando está dispuesto a compartir el dinero conmigo.
—¿Qué dinero? —musité sin apenas voz.
—El que han ofrecido por ti, aunque ya deberías saberlo si
has leído el informe hasta el final. Y lo has hecho, ¿verdad?
—¿Qué piensas hacer conmigo ahora?
—Buena pregunta. —Se despegó del umbral con pereza—.
Si te soy honesto, no lo sé aún.
—¿Renunciarías a entregarme a vuestro cliente?
Soltó una carcajada divertida y negó con la cabeza,
apagando de golpe la diminuta chispa de esperanza que aún
conservaba.
—Lo siento, chico lindo, pero estamos hablando de mucho
dinero. No pienso perderme eso.
—Entonces, ¿qué es lo que no sabes? —pregunté tan
impaciente como aterrado.
Su sonrisa desapareció y una mirada oscura y hambrienta
sustituyó el brillo divertido en sus ojos.
—Si entregarte directamente y ahorrarme quebraderos de
cabeza, o probar la mercancía primero. Tengo que admitir que
he ido aficionándome a los vídeos que Robert grabó para
mostrarlo a los pujadores y sacar un mejor precio por ti.
Algunas de esas grabaciones en las que te corres mientras te
parten el culo son incluso mejores que el de la mamada que le
hiciste a ese tal Karl.
Esa vez no hubo forma de retenerlo: apenas llegué a la
papelera para vaciar lo que me quedaba en el estómago. Él
encogió la nariz disgustado.
—¿En serio era necesario que vomitases otra vez?
—¿Por qué estás haciendo esto? —Exhausto, me limpié la
boca con el dorso de la mano cuando pareció que a mi
estómago ya no le quedaba nada más por expulsar.
—Ya te lo he dicho, por dinero.
—Entonces, ¿no te pagan por violarme?
Una de sus cejas se elevó. Debería haberme aliviado aquel
pequeño gesto, pero contradecía la burla ácida en sus pupilas.
—¿Quién ha dicho que pretenda violarte?
—¿Y cómo piensas lograr lo que dices que quieres de mí?
—¿Lo que dices que quieres de mí? —repitió con un
bufido—. ¿Qué eres? ¿Una quinceañera virgen? Vamos, Jasha,
llama las cosas por su nombre. Quiero que me la chupes y
luego quiero follarte hasta que te quedes ronco de tanto gritar
y tu culo rebose con mi corrida. —Cuando no contesté, soltó
un suspiro y se metió las manos en los bolsillos—. Vamos, no
hace falta que me mires así. Podemos llegar a un acuerdo.
—¿Un acuerdo? —resoplé, escéptico.
—Sí, un acuerdo —repitió—. Tú te pones de rodillas de
forma voluntaria y yo, a cambio, me tomaré el tiempo de darte
placer luego. Lo grabaremos. Así, cuando Robert lo vea, al
menos tendrás la satisfacción de haberle dado por saco. Con lo
competitivo que es, no soportará que no sea el único de
nosotros con el que te has acostado y que encima lo hayas
disfrutado más que con él. Yo tengo mi ratito de placer y tú, tu
venganza.
Me quedé mirándolo largo rato sin saber muy bien si
hablaba en serio y se creía su propia fanfarronada psicótica o
si me estaba tomando el pelo. Fingiendo debilidad, me sujeté a
la mesa para incorporarme y me coloqué de tal manera que mi
cuerpo cubriera el abrecartas que acababa de coger.
—¡Vete a la mierda! No voy a dejar que me utilices.
Sus labios se curvaron con una satisfecha crueldad.
—Mejor. —Encogió un hombro y dio un paso hacia mí—.
Será más divertido descubrir si consigo hacerte correr en
contra de tu voluntad. Ah, ¿y te he confesado ya que una de
mis mayores fantasías es que llores para mí mientras te follo?
De modo que no te retengas, por favor. Quiero que llores como
nunca lo has hecho por nadie más.
Mi corazón latió en un acelerado pánico. Aquel hombre
estaba enfermo, no existía otra explicación. Por desgracia para
él, no era el primer tipo enfermo en mi vida, pero sí el primero
al que no pensaba dejarle salirse con la suya. Me daban igual
las consecuencias, ya era demasiado tarde, y había cosas por
las que no pensaba volver a pasar. Prefería morir si era
necesario.
44

Al entrar en la cocina, me recibieron los rostros graves de mis


compañeros mientras Anthony terminaba de desinfectar unos
puntos en el costado de Mark, quien sujetaba un paquete de
guisantes congelados sobre su pómulo. Tan pronto los vi supe
que lo que fuera que hubiera sucedido estaba relacionado con
Jasha.
Ni siquiera pregunté qué era lo que había pasado. Me giré
y corrí arriba a la habitación. Tanto el dormitorio de Jasha
como el mío estaban intactos. Ni un solo objeto se encontraba
fuera de lugar. Incluso su ropa estaba bien doblada sobre el
sillón de la esquina.
—¿Jasha? —grité por el pasillo, abriendo las puertas de las
otras habitaciones de una en una sin que me importasen los
portazos que daban contra las paredes—. ¡¿Jasha?!
Con cada habitación vacía que iba dejando atrás, mi
corazón se aceleraba más y más. Me bastó entrar en mi
despacho y atisbar la carpeta con los papeles esparcidos por el
suelo y el sillón de mi escritorio caído para adivinar lo que
había pasado.
—Lo siento, cuando llegué, ya era demasiado tarde —
explicó Mark a mi espalda con Anthony a su lado mientras
contemplábamos el desastre formado por los objetos tirados,
restos de cristal y cerámica y sangre por doquier—. Intenté
detenerlo y convencerlo de que te esperase para que pudieras
darle una explicación, pero estaba hecho una fiera. Me atacó
con un abrecartas y la única forma de retenerlo habría sido
haciéndole daño. Imaginé que no querrías que llegara a eso.
Algo dentro de mí se congeló, aunque no habría sido capaz
de decir si fue mi corazón o mi alma. Tal vez ambos.
—Dejadme a solas, por favor —pedí, enderezando el
sillón.
—Rob…
—Necesito estar a solas —siseé, dejándome caer en el
asiento.
—Vamos, Mark, déjalo —intervino Anthony, colocándole
una mano sobre el hombro cuando este volvió a abrir la boca
—. Robert sabe que estaremos aquí si nos necesita.
Ni siquiera comprobé que se hubieran marchado de verdad
cuando la puerta sonó cerrándose con suavidad. Saqué el
móvil, entré en la carpeta de contactos y marqué el primer
número de mi lista de favoritos.
—Vamos gorrioncillo, cógeme el teléfono. Grítame,
mándame a la mierda, pero cógeme el teléfono —murmuré,
desesperado.
Cuando no me lo cogió, entré en el rastreador que le había
instalado en el suyo, pero no había forma de localizarlo.
Maldije para mis adentros. Jasha no era tonto, se había criado
en la Bratva. Sabía que lo primero que debía hacer para que no
lo siguieran era deshacerse del móvil.
Me senté ante el ordenador y busqué la copia de seguridad
que le había sacado al antiguo móvil de Jasha a su llegada a la
mansión, abrí su carpeta de contactos y marqué sin éxito el
número de Liv. Linda tampoco me lo cogió y casi estuve a
punto de colgar la llamada cuando la madre de Jasha al fin
descolgó.
—¿Dígame?
—¿Señora Novikova?
—¿Sí?
—Soy Robert Steele, un amigo de su hijo.
—¿Sabe algo de él? —balbuceó alarmada—. ¿Ha ocurrido
algo?
Maldije para mis adentros al darme cuenta de que si la
mujer no sabía nada, las probabilidades de que Jasha estuviese
en su casa eran mínimas.
—Sí —admití con sinceridad—. Ha estado viviendo
conmigo, pero ha habido un malentendido y Jasha ya se había
ido cuando he regresado a casa. Me gustaría tener la
oportunidad de explicarle qué es lo que ha ocurrido y… y
necesito hablar con él, por favor.
Al otro lado de la línea se oyó un pesado silencio.
—¿Solo sois amigos? —preguntó de repente, cogiéndome
desprevenido.
—No —confesé después de unos segundos, demasiados tal
vez—. No, no somos solo amigos.
—¿Tienes sentimientos por él?
—Sí —contesté sin dudarlo.
Su suspiro cansado resonó a través de la línea.
—¿Mi hijo alguna vez te ha contado sobre su padre y lo
que le hizo?
Titubeé.
—En realidad no, pero por sus pesadillas y otro tipo de
información… Creo que me puedo hacer una idea.
—Confía en mí. Nada de lo que puedas imaginar alcanza a
compararse con la realidad de lo que ha pasado.
Tragué saliva cuando mi boca repentinamente se resecó.
Las piezas que había encajado no formaban un cuadro bonito,
pero si era incluso peor… No quería ni pensarlo.
—Estaré preparado para cuando decida confiar en mí y
contármelo.
—No lo hará —su tono fue contundente—. No al
completo. Si sabe que lo quieres, evitará hacerlo para no
hacerte sufrir por él. Mi Jasha es así, siempre sacrificándose
por los demás y haciendo lo indecible con tal de ver felices a
los que están a su alrededor. Por desgracia, las personas más
importantes de su vida le han fallado, yo incluida. A Jasha no
solo le cuesta confiar, sino que se valora tan poco que siempre
asume lo peor y se echa la culpa de no ser suficiente.
—Jasha es más que suficiente, Jasha lo es todo —musité
con la voz quebrada por el nudo que se me había formado en
la garganta.
—En ese caso, lucha por él y házselo saber.
—Quiero hacerlo. Voy a hacerlo —me corregí—. Pero
necesito que me diga dónde está y que me ayude a hablar con
él.
Otro suspiro cruzó la línea.
—No ha aparecido por aquí, aunque no me extraña. No
creo que vuelva hasta que hayan encontrado a Liv.
—¿Encontrado a Liv? —El corazón se me cayó a los pies
y mis manos temblaron ante la respuesta que sabía que iba a
llegar.
—Sé que probablemente no debería contarte esto, pero si
conoces a Jasha, ya sabes que trabaja como guardaespaldas de
la protegida de Sokolov. Anoche la chica fue a una fiesta y no
regresó. Nadie sabe dónde está.
El mundo se desplomó sobre mis hombros. Podía
equivocarme, pero…
—Yo…, gracias.
—¿Robert?
—¿Sí?
Ella titubeó.
—¿Lo que dijiste antes era cierto? ¿Sientes algo por él?
¿Estás enamorado de mi Jasha?
—Con cada célula de mi ser —confesé.
—Entonces cuídamelo y no le rompas el corazón como
hicimos su padre y yo. Esa criatura se merece ser feliz por una
vez en su vida sin que nadie lo use en su propio provecho.
Colgué la llamada antes de que se me escapara la verdad
sobre cuán tarde llegaba ese consejo y, lo peor era, que había
sabido desde el mismo instante en que lo conocí que acabaría
rompiéndole el corazón.
Sacando la botella de ron del cajón inferior del escritorio,
me arrastré como pude hasta la habitación de Jasha y me tiré
en su cama. Intenté llamarlo de nuevo y revisé los mensajes
por si me había enviado alguna señal. Me daba igual lo que
fuera, por mí como si era para insultarme y dejarme claro la
clase de hijo de puta insensible que era. Me bastaba con oír su
voz, saber que estaba bien.
Ahora que Liv había sido secuestrada, sabía que, sin
importar que me pusiese de rodillas para suplicarle por su
perdón, no iba a perdonarme jamás lo que le había hecho. Iba
a hacerlo de todos modos hasta que me sangrasen las rodillas
si hacía falta. Si en algún momento de esas últimas semanas
había pensado que sería capaz de superar su pérdida cuando
llegase el momento, ahora me daba cuenta de que era algo
imposible. Uno no supera la pérdida de su alma ni la de su
corazón, y eso era justo lo que Jasha era para mí.
Sonreí con amargura al fijarme en la bolsa de la boutique
con el vestido lencero que había encargado expresamente para
él. Me había pasado la mañana preguntándome si al llegar a
casa lo llevaría puesto. Ahora ya… Fruncí el ceño al darme
cuenta de que la bolsa estaba vacía. Levantándome, dejé la
botella sobre la mesita de noche y me acerqué a comprobarlo.
Nada. El vestido no estaba. Los zapatos de tacón, sí. Corrí
al baño y al vestidor, luego rebusqué en los cajones y debajo
de la cama. El vestido no se encontraba en ningún sitio. Mi
mirada regresó al montón de ropa doblada sobre el sillón y
luego metí la mano debajo de la almohada para comprobar si
su pijama se encontraba allí.
Mi estómago comenzó a revolverse cuando mis dedos
tocaron la sedosa tela de su pantalón de pijama del pato Lucas.
¡Mierda!
Me giré hacia la cámara que teníamos instalada en el
rincón para cuando se nos antojaba aumentar nuestra videoteca
personal. La desmonté del aparato y me senté sobre el filo de
la cama para comprobar la última grabación. Y ahí estaba:
Jasha poniéndose el vestido con esa mezcla de sensualidad y
burla que me volvía loco, lanzándome de cuando en cuando
miradas provocativas a través de la lente. El nudo que se me
formó en la garganta cuando se colocó un dedo sobre los
labios en un gesto conspiratorio antes de apagar la cámara me
robó la capacidad de respirar.
Jasha llevaba puesto el vestido e iba descalzo. Sus
zapatillas se encontraban al lado de la cama y no se había
puesto los zapatos de tacón. Si algo sabía sobre él era que
jamás saldría en público con un atuendo como aquel. Incluso
en el irreal caso de estar demasiado alterado como para darse
cuenta de que iba descalzo y vestido así, habría regresado en
cuanto se percatara.
No solo sabía lo que le podría ocurrir si sus hermanos de la
Bratva lo veían así, sino que su propio sentido del ridículo no
le permitiría enfrentarse a la gente exponiendo su secreto más
íntimo, no a menos que alguien lo obligase a hacerlo.
Fui a mi cuarto de baño y me enjuagué la cara. Aproveché
el espejo para revisar con disimulo las paredes y la decoración.
En cuanto detecté lo que buscaba, fingí un exabrupto mientras
lanzaba la jabonera contra el cuadro, haciendo que este cayera
al suelo. Luego, lo pisoteé como por casualidad la diminuta
cámara espía que se había desprendido del marco. Solo por si
acaso, registré el resto del cuarto de baño antes de acuclillarme
ante el mueble del lavabo. Vacié con impaciencia una de las
repisas para abrir el panel del fondo y saqué varios fajos de
billetes, un móvil sin estrenar, un par de navajas de combate,
la pistola, la munición y las llaves de la moto que tenía
escondida en el almacén de una vieja tintorería. Tras eso,
recoloqué el panel y puse de nuevo los botes en su sitio.
A través del móvil accedí a las grabaciones de seguridad
de la casa, solo para encontrar lo que ya me había imaginado:
nada. Como era de esperar habían borrado cualquier rastro de
que Jasha hubiese salido de su habitación, entrado en mi
despacho o salido de la casa.
Ya casi había atravesado el vestíbulo de la entrada cuando
Mark me alcanzó.
—¿A dónde vas?
—Voy a dar una vuelta a ver si encuentro a Jasha —
respondí con una media verdad.
—Espera que coja la chaqueta, voy contigo.
Con los dientes apretados, procuré no fijarme en su
pómulo hinchado.
—Lo siento, pero esto es algo que necesito hacer solo.
—Rob, no necesitas hacerlo a solas —insistió, acercándose
y dándome un apretón en el hombro—. Para eso estamos los
amigos, ¿no? Deja que vaya contigo, entre los dos lo
encontraremos antes.
—Te lo agradezco. —Me forcé a sonreír. Era una suerte
que nadie esperase que estuviera contento—. Pero si Jasha te
ha hecho eso —señalé su cara—. Lo último que necesito es
que se altere al verte. Las cosas ya están bastante complicadas,
pero tienes razón: me vendría bien tu ayuda.
—Lo que necesites —replicó tras un corto titubeo.
—Revisa los vídeos de seguridad de las cámaras por si
encuentras alguna indicación de adónde ha ido.
—Ya lo he hecho, pero debió de tocar algo en tu
ordenador, porque solo se ve nieve y borrones cuando ocurrió
todo.
—Envíaselo a Richard y que mire si puede solucionarlo de
alguna forma.
—Claro, no sé cómo no se me había ocurrido antes —
replicó con una sonrisa que no le llegó a los ojos.
Asentí.
—Avísame si descubres algo o si hay alguna pista de
adónde ha ido.
—Por supuesto.
Me largué antes de que la tentación de cogerlo por el
cuello y propinarle una paliza hasta sacarle la verdad sobre lo
ocurrido me cegase.
No perdí el tiempo en ir demasiado lejos. Aparcando el
coche en un parque cercano, dejé mi móvil en el interior.
Después de comprobar que tenía las llaves de la moto y del
almacén, me alejé unos cien metros antes de constatar que
nadie me había seguido y saqué el móvil de repuesto que había
cogido de mi escondite del baño.
En cuanto lo encendí, bajé el número de teléfono que me
interesaba de la nube. Imaginaba que era una suerte que Esther
y su padre me hubieran entrenado tan bien a lo largo de los
años.
—Allo?
—¿Dimitri Volkov? —pregunté, yendo directo al grano.
—El mismo. ¿Quién eres y cómo has conseguido este
número?
45

Lo primero que sentí fue el dolor de los maltrechos músculos


de mis brazos y cuello por la incómoda postura sobre la silla a
la que me habían atado. Lo siguiente fue el sabor ferroso en mi
boca y el agudo pinchazo al respirar, el cual me indicaba que
probablemente tenía alguna costilla rota o, como mínimo,
magullada. Pasándome la lengua por los resecos labios, noté
enseguida la hinchazón y el corte que me había hecho Mark
cuando me pegó el puñetazo.
Mark…
Robert…
Me habían traicionado. Lo supe en el instante en que leí
los informes, pero Mark me lo había confirmado. ¡Joder! Al
bajar la mirada por mi cuerpo, vi el vestido ensangrentado y
rasgado, o al menos lo que quedaba de él. Me invadió la
humillación al mismo tiempo que el pánico al pensar en lo que
podían haber hecho conmigo una vez Mark me hubo dejado
inconsciente. Después de encoger los músculos internos y
revisar que no se sentían forzados, y que seguramente eran la
única parte de mi cuerpo que no me dolía, respiré un poco más
tranquilo.
Abrí los ojos despacio, pero de inmediato mis pupilas
fueron asaltadas por la tenue luz que apenas iluminaba aquel
entorno. La celda en la que me encontraba era pequeña, más o
menos del tamaño de mi antiguo dormitorio en casa de mi
madre. El moho trepaba por las paredes, pintándolas de un
enfermizo tono negro verdoso, y una única bombilla
parpadeante colgaba del techo, proyectando sombras
distorsionadas que bailaban sobre el sucio suelo de hormigón.
El aire, denso por la humedad y el hedor, era difícil de respirar,
lo que no ayudaba a mejorar la primera impresión que uno
podría llevarse de aquel lugar.
Me estremecí al intentar moverme, pero las bridas con las
que me habían amarrado las manos a la espalda me impedían
cualquier movimiento significativo. El pánico empezó a
invadirme cuando noté una figura apoyada en la pared
observándome con los brazos cruzados sobre el pecho.
Me tomó varios segundos darme cuenta de que los ojos
azules que me estudiaban no eran los de Mark.
—¿Quién eres? —raspé con la garganta irritada.
—¿No lo sabes? —preguntó el chico rubio, que bien
podría tener mi edad, ladeando la cabeza—. Supongo que no
tardarás demasiado en descubrirlo.
Cuando dio un paso adelante y la luz lo iluminó un poco
mejor, fruncí el ceño. Era guapo, con rasgos tan finos y
femeninos que casi parecía un ángel. Casi. Porque por la fría
expresión en sus ojos quedaba claro que lo que fuera que
tuviese planificado para mí no iba a ser bueno.
—¿Se supone que debería conocerte? —indagué.
Si había algo que había aprendido con los capullos a los
que me entregaba mi padre, era que, mientras más los
entretuviera con palabras, menos tiempo les sobraba para
hacerme daño.
—Puede. —El chico se acercó a mí y se sacó sin prisas una
jeringuilla del bolsillo.
—Espera, ¿qué vas a hacer? —Mi pánico se acrecentó al
ver cómo le quitaba el tapón protector a la aguja—. ¡No he
hecho nada! ¡No necesitas echarme ninguna mierda en las
venas!
Cuando me tiró del pelo con una brusquedad innecesaria,
mi cuero cabelludo dolió como si se clavaran mil alfileres en
él, obligándome a mirarle a unos ojos que me resultaban
extrañamente conocidos.
—Es por tu bien. Me lo agradecerás más tarde —dijo,
pinchándome en la vena del cuello, para luego acercarme los
labios al oído—. O puede que no.

La siguiente vez que me desperté, al tormento de mi cuerpo


magullado, se añadió un tremendo dolor de cabeza y una
sensación abotargada que enturbiaba mis pensamientos.
Incluso antes de abrir los párpados sabía que el chico rubio
se encontraba allí conmigo. Podía sentir sus ojos clavados en
mi piel, y la simple idea ya me producía escalofríos.
—¿Quién eres? —musité—. ¡¿Quién eres?! —grité,
desesperado, algo que solo parecía divertirle por la forma en
que rompió a reír.
—A ver si lo adivino —se burló como si toda aquella
situación le resultara de lo más cómica—. Te resulto conocido,
pero estás seguro de no haberme visto en tu vida, ¿es eso?
—Sí a lo primero, y no estoy seguro de lo segundo —
admití mucho más calmado, ahora que al menos estaba
dispuesto a hablar conmigo.
—Mmm… —Giré el cuello a medida que me rodeaba y
jadeé cuando volvió a tirarme del pelo con fuerza para
obligarme a mirar al frente, a la cámara del móvil que sostenía
con el brazo estirado como si fuese a sacarnos un selfi—. Mira
bien —dijo con voz monótona, su aliento caliente contra mi
oreja. Me enseñó la pantalla del teléfono y, aunque la
iluminación de la celda era escasa, se veían con claridad
nuestros rostros, el uno al lado del otro.
No fue el acto en sí lo que me cortó la respiración, sino el
azul idéntico de nuestros ojos, la forma en la que su estilizada
nariz acababa en una punta un tanto cuadrada al igual que la
mía y que nuestro cabello rubio compartía el mismo dorado en
las puntas y se tornaba algo más oscuro a medida que se
acercaba a las raíces, aunque el suyo fuera muchísimo más
largo que el mío. El corazón se me aceleró y me retumbó en
los oídos.
La repentina realidad de lo que aquello podía significar me
hizo luchar contra las ataduras de mis manos. Su sonrisa se
tornó cruel mientras el plástico de las bridas en mis muñecas y
tobillos me cortaba la piel, pero, por más que trataba de
asimilarlo, solo quería escapar de aquella pesadilla, porque no
había otra explicación, aquello debía de ser una pesadilla.
Nadie en el mundo debería parecerse tanto a mí, y mucho
menos un desconocido. Compartíamos tantos rasgos que
resultaba espeluznante.
—Qué carajos… —murmuré en voz baja, incapaz de
apartar la mirada de la imagen. Mi capacidad pulmonar
pareció disminuir, haciendo que me asfixiara, y mis
pensamientos se descontrolaron.
¿Quién era ese chico? ¿Por qué se parecía tanto a mí? ¿Y
qué relación tenía con mi secuestro y con Robert?
—Ahora lo entiendes, ¿no? —susurró el chico, curvando
los labios en una sonrisa siniestra—. No puedes seguir
negándolo.
—¿Negar el qué? —pregunté preso del pánico mientras
intentaba comprender lo que estaba ocurriendo. Los ojos del
chico parpadearon con un atisbo de locura y apartó con
brusquedad el móvil como si mi respuesta lo hubiera
molestado—. ¿Quién eres? —murmuré una vez más, a pesar
de que conocía la respuesta, cada vez con mayor claridad.
—¿Aún no lo has adivinado, hermanito? —se mofó con
una dulzura que, no por empalagosa, se sentía menos
amenazante.
—¿Hermanito? —susurré, apenas capaz de comprender
que aquello fuera una posibilidad. La sonrisa el chico se hizo
más amplia y sus ojos se llenaron de un brillo inquietante—.
Es imposible… ¿Cómo? —Sacudí la cabeza, negándome a
creerlo.
Soltándome, se colocó de nuevo delante de mí y me miró
con ojos fríos y carentes de cualquier emoción.
—¿Es imposible?
Tragué saliva. Mis pensamientos giraban en espiral y las
paredes de la celda parecían estar cerrándose a mi alrededor.
—Mi pelo, ojos y nariz son de mi madre —reflexioné en
voz alta—. Nadie en la familia de mi padre tiene esos rasgos.
Nadie es… como tú.
—Sí, supongo que en eso tienes razón —admitió, ladeando
la cabeza—. Que hubiera sacado algo de un hombre que no es
mi padre habría sido raro.
Sus rasgos eran cuando menos llamativos, con sus
pómulos altos, nariz recta y labios finos que esbozaban una
sonrisa cruel. Tenía una belleza casi antinatural que se
mezclaba con un rostro angelical y una mirada casi diabólica.
Todo en él gritaba peligro y, sin embargo, se parecía tanto a mí
que era difícil ignorar las similitudes.
—¡Respóndeme! ¿Cómo podrías ser mi hermano si no eres
de mi padre? —le exigí con mi frustración creciendo por
momentos.
Bufó, irritado.
—Eres mi hermano, no deberías ser tan estúpido como
para tener que preguntarme esas cosas.
—Pero eres prácticamente de mi edad y eso… Mi madre…
Recordaría haberla visto embarazada.
—Imposible, imposible… —canturreó a modo de burla—.
La verdad, no sé qué es lo que ella vio en ti.
—¿Quién es ella y de qué estás hablando?
—Somos más parecidos de lo que puedas imaginar —dijo
con lo que apenas fue un susurro al levantarse—. Y eso es algo
de lo que no puedes escapar.
—¡¿A qué te refieres?! —Si no estaba loco ya, pronto iba a
estarlo.
—Lo descubrirás, es inevitable —replicó el chico con voz
impasible mientras desaparecía en dirección a la puerta,
dejando mis preguntas sin respuesta y una creciente sensación
de terror.
—¡Espera! —grité desesperado por obtener más
información. Pero ya era demasiado tarde. Se había ido.
Nada de lo que había dicho tenía sentido. Y si éramos
hermanos, ¿por qué me tenía atado y encerrado allí en
condiciones peores que las de un animal? La presión de mi
pecho parecía estar aplastándome y mis temblores se debían
más a la escalofriante sensación que se cernía sobre mí como
un sudario que al frío de la celda.
Solo me quedaba rezar para que aquel chico estuviera
tratando de volverme loco y que no fuera realmente mi
hermano, porque si lo era, entonces Robert no era el único que
me había engañado, mi madre también lo había hecho.
La incertidumbre me hizo apretar los puños en un intento
por sofocar el miedo que amenazaba con consumirme.
Necesitaba poder creer en alguien y, si no podía hacerlo ni en
el hombre al que amaba ni en mi madre, ¿quién más me
quedaba?
46

—¿Quién eres y cómo has conseguido este número? —Por la


irritación en la voz de Dimitri Volkov, se adivinaba que no le
hacía ni pizca de gracia que alguien supiera el número de su
móvil restringido.
En condiciones normales ese hecho me habría divertido y
hasta provocado satisfacción. Sin embargo, no ese día.
—Alguien que sabe quién puede tener cautiva a Liv, pero
que necesita un favor a cambio de esa información.
—¿Quién y qué favor? —insistió con mayor frialdad que
antes, si eso era posible.
El hombre tenía fama de implacable. Eso era algo que
podía creerme con facilidad. Por desgracia para él, yo no era
uno de los borregos asustadizos con los que estaba
acostumbrado a tratar.
—Te espero en la Rainbow Rings Bakery dentro de una
hora —le indiqué, ignorando su pregunta—. Busca la
dirección en internet.
—¿Y quién me asegura que no es una trampa?
—Eres demasiado listo para hacer preguntas tan estúpidas.
Me reconocerás en cuanto me veas. Eso debería bastarte.
Le colgué la llamada antes de que pudiera contestarme.
Puede que para dentro de una hora el mosqueo se le habría
pasado, o puede que no. La verdad era que me importaba un
carajo. Sabía que asistiría o que al menos enviaría a alguien y
que, en cuanto me reconociera, aceptaría hablar conmigo. Eso
era lo único que importaba.
Anduve hasta el final del callejón y abrí la cancela de una
vieja tintorería para volver a cerrarla tras de mí. Atravesé el
establecimiento abandonado hasta el fondo, donde se
encontraba una oficina cubierta de polvo. Me senté en el
escritorio, abrí el portátil y entré en las cámaras de seguridad
de la mansión en busca de la grabación de nieve que me había
comentado Mark. Bufé con disgusto. ¿En serio me había
tomado por tan tonto como para creer que iba a tragarme todo
aquel teatro? Me conocía desde que prácticamente éramos
unos críos y le salvé el culo en una misión secreta de los Navy
Seals. Debería conocerme mejor a esas alturas.
Copiando la grabación original, la envié a través de un
programa de transferencia de archivos. Richard podría ser un
genio en eso de recuperar información y probablemente era
uno de los mejores de Boston, pero Shania lo superaba con
creces.

YO: Necesito discreción absoluta. Solo te


comunicarás conmigo.

YO: Haz que los resultados sean inmediatos. Te


pagaré lo que haga falta.

SN: Si fueras otro, no te lo diría, pero deberías


saber que no eres el primero en enviarme este
vídeo. Ya me he comprometido y el trabajo es el
trabajo. Os enviaré los resultados a ambos.
Quedas avisado.

No perdí el tiempo en preguntarle quién era la otra


persona. Sabía que no me lo diría. Shania era una profesional
en toda regla y aquel aviso debía haberle costado lo indecible
con su impecable ética.

YO: Estoy en deuda contigo. Avísame cuando se


lo hayas enviado a la otra persona.
SN: 100.000$ si lo consigo para hoy. 50.000$ si
es para mañana. En cuanto al resto de la deuda,
estamos en paz.

Sí, imaginé que lo estábamos. El rescate de su hijo a


cambio de la información para rescatar a Jasha me parecía un
precio más que justo.

YO: Gracias.

SN: Deja de hacerme perder el tiempo. Estoy


trabajando.

Sacudiendo la cabeza, cerré el portátil. Si alguien podía


descubrir la verdad, era ella. Y cuando lo hiciera, también
descubriría quién era el o los traidores que tenía en mi hogar.
Con un vistazo al reloj, me dirigí al garaje trasero de la
lavandería y destapé la moto que tenía aparcada allí. Era la
hora de enfrentarme a Dimitri Volkov.

Si hacía unos meses alguien me hubiera dicho que sería un


cliente habitual de un lugar llamado Rainbow Rings Bakery,
que desde fuera parecía la típica pastelería que uno espera
encontrar en un libro de fantasía infantil, con su fachada de
alegres colores pastel y un escaparate que de solo de mirarlo
podría provocar infartos por subidones de glucosa,
probablemente habría arqueado una ceja y lo habría desechado
por ridículo. Bastaron unas semanas con Jasha y mi obsesión
por concederle pequeños caprichos para que, al entrar en el
establecimiento, la dueña me dirigiera una amplia sonrisa y me
saludara por mi nombre.
—Buenas tardes, Robert. ¿Lo mismo de siempre? —me
preguntó la agradable latina que regentaba el local.
—Hola, Rosa. Sí. —No tenía mucho sentido comprar una
docena de dónuts con glaseado de varios colores y sabores o si
Jasha no estaba en casa. Sin embargo, decir no me habría
obligado a enfrentarme a la posibilidad de que él no regresara
conmigo, y no me sentía preparado para eso. El servicio
estaría más que encantado de probarlos. Jasha se había
encargado de malacostumbrarlos y ahora estaban tan
condicionados que, en cuanto olían café por la tarde, hasta mis
hombres se acercaban a la cocina a por una sobredosis de
azúcar. Apostaba a que hasta salivaban como los perros de
Pavlov al percibir el aroma. Lo curioso era que Jasha se
retiraba con su merienda en cuanto los demás empezaban a
llegar, como si temiera interactuar con ellos o esperase que lo
rechazaran—. Ponme también un capuchino para tomar aquí.
—Siéntate, ahora te lo llevo.
Tomé asiento en el rincón, eligiendo un banco que
resguardase mi espalda y me permitiera una vista clara de la
entrada del local. Aunque podría haberme sentido ridículo en
medio de esa atmósfera en tonos rosa pastel, más adecuada
para una fiesta de princesas infantiles que de un hombre de
negocios serio como yo, lo cierto es que el aroma de los
dónuts recién horneados, combinado con el de los granos de
café tostados, me resultaba reconfortante y me envolvía en una
sensación acogedora, haciéndome añorar la sonrisa de Jasha
cada vez que me veía llegar con una de las coloridas cajas del
Rainbow Rings Bakery.
—Aquí tienes el café y los dónuts para llevar. He metido
un par de sabores nuevos que acaban de llegar.
Asentí sin contestar y deslicé mi tarjeta sobre la mesa para
que me cobrara. Aunque no hubiera estado vigilando la puerta,
habría sabido el instante exacto en que llegaron Dimitri y
Sokolov, ya que tanto las dos familias con niños como la
parejita junto a la ventana se pusieron rígidos y les dirigieron
miradas disimuladas, llenas de miedo, en un repentino
silencio. Incluso Rosa, a mi lado, se quedó congelada en el
sitio.
—Rosa, por favor, tómales el pedido a mis invitados. No
tardaremos en irnos —la tranquilicé.
No podía decir que me extrañase la reacción del resto de
los clientes o el alivio de Rosa ante mis palabras. Por si la
imponente presencia de los corpulentos rusos y los tatuajes
que asomaban por sus cuellos y las mangas de sus impecables
trajes no fueran suficiente, los ojos helados de Dimitri Volkov
y la expresión adusta de Ravil Sokolov, su segundo al mando,
no prometían nada bueno.
—¿Qué puedo ponerles, señores? —preguntó Rosa con un
ligero temblor en su fingido tono animado mientras ellos se
sentaban frente a mí.
—Un expreso está bien —contestó Dimitri con un tono
relajado, aunque su mirada no se apartó de mí.
Sokolov se abstuvo de responder, limitándose a
examinarme con los ojos entreabiertos. Rosa arrastró
incómoda los pies y lanzó vistazos ansiosos a la barra, como si
quisiera refugiarse detrás de ella.
—Te recomiendo el moka caramelizado, Sokolov —
intervine, compadeciéndome de ella—. El que hacen aquí está
delicioso. —No lo había probado en la vida, pero era el que le
llevaba a Jasha y, si algo sabía de ese brebaje, es que bastaba
que se derramara una gota para que se te quedasen los dedos
pegados al vaso. El ruso cabrón se lo tendría merecido si se le
quedaba el culo taponado.
Lo único que denotó que Sokolov sabía exactamente lo
que estaba haciendo fue el tic en su ojo derecho.
—Un café con leche —gruñó al fin.
—Estaré de vuelta enseguida —farfulló Rosa, largándose
precipitada.
—¿Dónde está Liv? —exigió Sokolov sin perder el tiempo
en fanfarronadas. Tenía que admitir que eso era algo que
admiraba en él, aunque no me gustaba en absoluto la forma en
la que me hablaba.
—No conozco la localización física, pero sospecho quién
puede tenerla —admití.
—¿Quién?
—Os lo diré en cuanto lleguemos a un acuerdo.
Si el gigante ruso fue rápido en levantarse con la intención
de lanzarse sobre mí, su jefe fue más rápido en detenerlo y
obligarlo a mantenerse sentado.
—¿Qué quieres? —preguntó Dimitri con frialdad.
—Liv no es la única que han secuestrado, y sospecho que
la han cogido los mismos.
Dimitri se mantuvo inmóvil al estudiarme.
—Te escucho.
—Yo os ayudo a localizarlos y vosotros me ayudáis a
liberarlos.
Los tres nos callamos cuando se acercó Rosa con los cafés.
—Eres el dueño de una de las empresas de mercenarios
más prestigiosa a nivel mundial —dijo Dimitri en voz baja en
cuanto la mujer se marchó; la desconfianza patente en su
rostro esculpido—. ¿Por qué ibas a necesitarnos a nosotros?
—Porque sospecho que me han traicionado y no quiero
arriesgarme a que la información sobre el rescate le llegue a la
persona o personas equivocadas.
Dimitri y Sokolov intercambiaron una larga mirada, casi
como si estuvieran teniendo una conversación telepática, antes
de que Dimitri asintiera.
—Me parece una petición razonable.
—Hay algo más —continué. Dimitri arqueó una ceja y
Sokolov soltó un gruñido—. La persona a la que quiero que
me ayudéis a rescatar tendrá amnistía total por parte de la
Bratva. —Miré fijamente a Sokolov—. Me debes una vida de
cuando os ayudé a salvar a Liv en el Emporio. Quiero
cobrarme la deuda. De hecho, quiero que lo liberéis de las
ataduras que tiene con vosotros y que dejéis que, de ahora en
adelante, yo me preocupe de él y de su familia.
Aquello consiguió que ambos se irguieran.
—¿Es uno de los nuestros? —preguntó Dimitri.
No tenía muy claro si me convenía sincerarme del todo
con ellos, pero no me quedaba más remedio que facilitarles al
menos los datos más básicos. De todos modos, no había forma
de que no acabasen por enterarse de quién estaba hablando si
me ayudaban con el tema del rescate.
—Jasha Novikov.
Eso pareció dejarlos a ambos sin palabras.
—Jasha me pidió hace tres semanas un permiso para
trabajar durante un mes en un encargo especial que le habían
hecho —intervino Sokolov por primera vez sin gruñidos—.
No se le ha visto el pelo desde entonces. ¿Es para ti para quién
trabajaba?
Dimitri me estudió pensativo.
—Es más o menos el mismo tiempo desde el que circulan
rumores sobre ti y un supuesto asistente personal.
Le mantuve la mirada sin pestañear.
—Necesito la amnistía para él antes de seguir revelando
más información.
Dimitri soltó un suspiro y se llevó la taza de café a los
labios. Se tomó su tiempo antes de soltar de nuevo la taza
sobre la mesa, reajustar su posición y contestar:
—Puedo comprometerme a perdonarle lo que sea que haya
hecho, siempre que no haya provocado un daño irreparable a
alguna de las familias pertenecientes a la hermandad. Jasha
estará a salvo y le daremos protección si la necesita. Ni
siquiera tienes que involucrarte en su rescate más allá de
darnos la información que necesitamos. Pertenece a la
hermandad. No abandonamos a los nuestros.
—Mi participación en el rescate no es negociable. También
quiero que lo liberéis de los lazos que lo atan a la Bratva
Volkov y la hermandad —le recordé.
Los penetrantes ojos de Dimitri repasaron mi rostro.
—No es lo habitual, pero podría hacerse. Sin embargo,
será una decisión que deberá tomar él. No pienso obligarlo a
depender de ti si es eso lo que estás buscando.
—Eso no es… —Mi móvil sonó con un email entrante—.
Discúlpame un momento, esto puede ser importante para lo
que estamos hablando.
En cuanto abrí la aplicación, me encontré con dos
mensajes, ambos con enlaces para bajar vídeos, uno de ellos
provenía de Shania.
Abrí el de Anthony primero.

ANTHONY: Lo siento, creo que debes ver esto.


Tenía mis sospechas, pero no podía confirmarlas
sin conseguir primero las pruebas. Sé que ahora
mismo debes de estar sospechando de todo el
mundo, de mí incluido, pero tendré a Mark
entretenido y no lo perderé de vista hasta que
decidas qué es lo que quieres hacer.

Tragué saliva al seguir el enlace y bajarme el primer vídeo.


—¿Y bien? —exigió Sokolov.
—Creo que tenemos al primer sospechoso, si tengo razón
y Jasha y Liv están juntos —murmuré, dándole al símbolo de
reproducción acelerada en cuanto vi que duraba más de media
hora.
Los tres miramos en silencio el vídeo. Mi corazón se
encogió al ver la felicidad con la que Jasha salió de su
dormitorio con su nuevo vestido y entró reticente a mi
despacho. Aceleré el vídeo hasta el momento en que entró
Mark y luego, de nuevo, hasta que Mark salió arrastrando a un
Jasha inconsciente y magullado con el vestido roto y
ensangrentado. Ni siquiera apretar los puños consiguió
ayudarme a controlar el temblor interior que me invadió.
—Ese era uno de tus socios, si no me equivoco —no fue
una pregunta, sino una constatación por parte de Dimitri.
—Ya no es mi socio, es un hombre muerto —espeté con
dificultad, con el nudo en mi garganta doliendo de lo grande
que se había vuelto.
—Si no lo es hoy, lo será —gruñó Sokolov, reflejando mi
sentimiento.
Asentí. Incapaz de hablar, pulsé el enlace al segundo vídeo
que me había enviado Anthony.
—¿Esa es la hija de…?
—Illir Zefi, el líder de la mafia albanesa en Estados
Unidos —terminé por Dimitri—. Esther Zefi es mi supuesta
prometida, y sí, está enrollándose con mi socio Mark en mi
propia casa por lo que parece.
—Te diría que lo siento, pero no pareces exactamente
dolido.
Se me escapó una carcajada seca ante el comentario del
ruso.
—Ella me importa una mierda, excepto por el hecho de
que su padre me tiene cogido por las pelotas y me obliga a
casarme con ella. Por lo demás, solo hay una cosa que me
preocupe realmente de este vídeo, y es que precisamente se
está enrollando con Mark.
—¿Crees que ella pueda estar relacionada con el
secuestro? —preguntó.
Soltando el móvil sobre la mesa, sacudí la cabeza.
—Es más que capaz de usar a Mark para hacerle daño a
Jasha, para hacerme pagar por… —Me detuve justo a tiempo,
aunque supe por la mirada de Dimitri que había comprendido
a la perfección lo que había evitado decir. Suponía que ver a
Jasha yendo a mi despacho con un vestido lencero dejaba las
cosas claras para él—. La cuestión es, que si ella ha
intervenido, ya no puedo garantizar si Jasha y Liv se
encuentran retenidos en el mismo sitio.
Alcé ambas manos cuando Sokolov golpeó la mesa con
furia.
—Lo cual no le quita valor al resto de la información de la
que dispongo ni tampoco significa que no podamos interrogar
a Mark para descubrir qué más sabe y qué me ha estado
ocultando.
—¿A qué estamos esperando? —masculló Sokolov,
levantándose—. Estamos perdiendo un tiempo del que no
disponemos.
Tras intercambiar una mirada con Dimitri, ambos nos
levantamos.
—¿Lo tienes localizado? —preguntó Dimitri.
—Si Anthony no es otro traidor, entonces, sí. Aunque
puede no ser una buena idea que vayamos a mi casa o a
cualquier otra propiedad relacionada conmigo. Desconozco el
alcance de la conspiración, en especial, cuando se trata de
Esther.
Dimitri asintió, pero fue Sokolov el que habló:
—¿Puedes atraerlo a uno de nuestros clubs?
—Puedo decir que estoy allí y que creo haber encontrado
una pista que conecte a la Bratva con el secuestro. Apuesto a
que vendrá sin dudarlo. Le interesa que la sospecha recaiga
sobre otros.
—Entonces llámalo —me indicó Dimitri—. Del resto nos
encargamos nosotros.
47

Me desperté con un cubo de agua helada, luchando por


respirar cuando el frío me cortó la respiración y algo de
líquido me llegó a los pulmones a través de la nariz.
—Espabila y vístete —gruñó uno de los dos italianos que
habían entrado en la celda y me miraban con una mueca de
desdén.
Jadeé cuando cortaron la brida con la que me habían
mantenido las manos atadas a la espalda y traté de retener un
gemido de dolor cuando conseguí estirar los hombros.
Debería haber supuesto que no tenían intención de
marcharse para darme algo de privacidad mientras me vestía.
Pero, lejos de avergonzarme, fui al lavabo y, en lugar de mear
en el cubo que tenía al lado, encendí el grifo y me vacié con
una mezcla de alivio y rebeldía. Podía ser una idiotez por mi
parte, pero era una que me permitía reivindicarme. Cogiendo
el jabón, me lavé las manos. Siseé cuando el agua entró en
contacto con la piel chafada de mis muñecas, pero apreté los
dientes y usé el jabón para desinfectar la zona. Y ya que me
habían hecho el favor de mojarme, aproveché para asearme un
poco. Para mi sorpresa, ninguno de ellos se quejó. Imagino
que fue porque debía de oler como una mofeta.
La camiseta y el pantalón de chándal que me dieron me
estaban grandes, pero fue tal el alivio de tener algo limpio y
apropiado con lo que cubrirme que no me di cuenta de que
algo iba mal hasta que me sacaron de la celda y me
acompañaron por un largo sótano oscuro.
La último que esperé al ser empujado dentro de una
angosta celda oscura, con las frías paredes de cemento
indicando la ausencia de cualquier vía de escape, fue que me
dejarían simplemente abandonado, cerrando la puerta tras de
mí.
Mis ojos se abrieron como platos al descubrir a Liv tendida
sobre el penoso camastro de metal que ocupaba la esquina. Se
quedó momentáneamente tan paralizada como yo, antes de
levantarse de un salto y casi volcar el camastro en el proceso.
—¡Jasha! —Se lanzó sobre mí, obligándome a dar un par
de pasos hacia atrás para recuperar el equilibrio y apretar los
dientes para acallar un gemido de dolor.
—Liv, mierda, Liv, ¿desde cuándo estás aquí? —De forma
instintiva, la rodeé con mis brazos y hundí la cara en su cuello,
inhalando su fragancia familiar y calmante. Era como si no
hubiera pasado ni un día desde que la vi por última vez—. Lo
siento, lo siento, debería haber estado contigo —sollocé sin
poder evitarlo.
—Estás aquí conmigo ahora, eso es todo lo que importa.
—Su voz era suave y se aferró a mí como si con ello pudiera
llevarnos atrás en el tiempo.
—Si hubiera estado contigo en lugar de comportarme
como un…
—No habrías podido hacer nada —terminó mis palabras, y
su mirada habló volúmenes, revelando una comprensión que
no me merecía—. ¿Recuerdas a Pietro?
—¿El italiano guaperas?
—Ese mismo. Fue él quien me secuestró. Al parecer soy
una princesa perdida de la mafia italiana y ha decidido hacerse
con la corona casándose conmigo.
Conmocionado, levanté la cabeza para encontrarme con
sus ojos brillantes.
—¿Estás hablando en serio?
—Sip. Increíble, ¿verdad? —Su intento de bromear resultó
tan patético como el mío de mantener la compostura—. Ravil
se ha pasado toda mi vida tratando de mantenerme alejada del
mundo de las mafias, y resulta que yo siempre había
pertenecido a él.
Intenté animarla con una sonrisa, pero, en cuanto mi boca
se estiró, también lo hizo el corte. Con un gemido me toqué
los labios para comprobar que no me había puesto otra vez a
sangrar.
—Bueno, seamos sinceros —intenté bromear—. Ravil
siempre te ha tratado como una princesa y ahora al menos ya
no tendrá excusas para perseguirte. Cuando venga a por ti…
Liv se apartó y se sentó en el camastro. Su espalda se
apoyó contra la pared de cemento y su mirada reflejó el
torbellino de emociones que guardaba en su interior.
—Ravil se casó ayer por la mañana y, antes de eso, dejó
claro que ya no tenía nada que ver conmigo. Incluso llegó a
bloquearme en su móvil. No vendrá a por nosotros, Jasha.
Me senté a su lado y entrelacé mis dedos con los suyos, mi
cabeza encontró su apoyo en la pared. Cerré los ojos por un
momento, tratando de asimilar la situación en la que nos
encontrábamos. La idea de que Ravil pudiera haberse casado
con otra parecía surreal. Todos sabíamos lo que el hombre
sentía por Liv, por más que tratara de ocultarlo. Pero que en
cuestión de semanas estuviera casado… No, no parecía ni de
lejos creíble. Claro que menos lo parecía el hecho de que
hubiera retirado su protección de Liv. ¿Cómo había podido
cambiar mi mundo con tanta rapidez? Me habría gustado
interrogar a Liv sobre ello, pero intuía que ella no se
encontraba preparada aún para hablar del asunto.
—¡Mierda! —exclamé. La miré para encontrar en su cara
alguna de las respuestas a la batería de preguntas que se
agolpaban en mi mente—. ¿Cómo estás?
—Jodida —replicó con sinceridad, sin rastro de pretensión.
Había un cansancio en su voz que me rompía el corazón—.
Pero eso ya no importa. Ahora cuéntame cómo has llegado tú
aquí. Me dijiste que estabas bien cuando hablamos por
teléfono.
Tragué saliva. El bochorno de todo lo que había hecho y la
forma en la que Robert me había usado se agolpó en mi rostro.
—Estaba bien entonces —admití, desviando mi mirada a
una mancha en la pared de enfrente e incapaz de enfrentarme a
sus perceptivos ojos—. Pensaba que estaba bien —me corregí
en un murmullo.
Ella me dio un apretón de mano, animándome a seguir
hablando.
—¿Qué pasó? —Noté la cautela en su voz.
—Robert… Estaba con Robert Steele… Bueno, eso ya lo
sabías. Pensé que… —Sacudí la cabeza con frustración y me
sequé con disimulo una traicionera lágrima que me mojaba la
mejilla. ¿Qué podía contarle que no implicara la confesión de
mi humillante comportamiento? Confiaba en Liv, pero aún no
me encontraba preparado para contarle a nadie de qué forma
me había dejado usar por un hombre que no me había visto
más que como un juguete—. Me traicionó. Habíamos llegado
a un acuerdo. Se suponía que iba a pagarme la deuda y luego,
una vez que pasase el mes que debía de estar junto a él,
devolverme la libertad, pero… —encogí un hombro y sonreí
con tristeza en un intento por no dejarle ver cuánto me dolía
aún—. Parece que cambió de opinión y me vendió al mejor
postor.
Debería haber sentido rabia de solo pensarlo, pero lo cierto
es que la humillación era más fuerte. Con una profunda
inspiración, intenté dejar atrás mi autocompasión. No era el
momento de revolcarme en la mierda. No estaba solo en esto y
Liv me necesitaba.
—Creo que no solo a ti. —Sus palabras me dejaron helado.
Recordaba lo que ponía en el informe y cómo su objetivo
había sido el de usarme para llegar a ella. ¿Lo había hecho?
¿Habían cogido a Liv por mi culpa? Si había pensado que la
traición que sentí no podía doler más, me había equivocado.
Iba a tener que confesárselo a Liv y contarle lo que había
visto, pero no me encontraba preparado en ese momento para
confesarle mi culpabilidad y enfrentarme a su condena.
—Debería haber tenido los pies sobre la tierra y haber
aceptado tu oferta de pagar el dinero. Ahora no sé cómo va a
acabar todo esto —admití.
—Huyendo —murmuró en lo que parecía una promesa. Su
mirada se encontró con la mía cargada de determinación—. Es
nuestra única opción. Pietro me ha descrito con pelos y señales
lo que hará con nosotros tras la boda. Primero me violará,
luego nos venderá a ambos en una subasta. En mi caso,
tratando de vender una virginidad que ya no tengo.
—¡Joder! —mascullé—. Los engaños no están bien vistos
en ese tipo de subastas. Podrían… —Cerré mi bocaza en
cuanto me di cuenta de lo que había estado a punto de decir.
—Lo sé. No se lo he dicho a Pietro por lo mismo, porque
no sé de lo que es capaz si se entera de que sus planes no le
van a salir como espera.
Asentí.
—Has hecho bien, siempre y cuando no lleguemos a la
subasta. ¿Algún otro plan del que te haya hablado?
—Después de la subasta, nos mantendrá prisioneros,
usándote a ti como moneda de cambio para mantenerme dócil
hasta que me deje preñada. Y… aquí viene lo mejor, cuando
haya cumplido mi misión de parir a su heredero, me dejará en
manos de Stephen, un psicópata loco que tiene por amante,
para que pueda torturarme hasta morir
Su descripción me bastó para que en mi mente se formara
la imagen del chico rubio de ojos azules idénticos a los míos.
Debía ser de él de quien estaba hablando.
—¿Stephen? —Debió de darse cuenta de cómo su nombre
se me atragantó, porque posó su mirada en mí y me estudió
con el ceño fruncido.
—Un tipo rubio con cara de ángel, pero que parece un
asesino en serie sacado de una película de terror. —Sí, sí que
era mi… el chico rubio. Su sospecha se acentuó cuando inspiré
con fuerza—. ¿Lo conoces?
Asentí.
—Tienes razón, tenemos que salir de aquí —musité.
Había visto la locura en la mirada de mi… de Stephen.
Sería un milagro que Liv llegara con vida al final de un
embarazo, pero, si lo hacía, dudaba mucho que él se
conformase con pegarle un tiro o estrangularla con rapidez.
No. Si nuestra muerte dependía de él, entonces, iba a ser lenta,
dura y agónica.
—La boda que ha planificado Pietro es mañana —siguió
Liv, ajena a mi conmoción—. Tenemos que encontrar la forma
de escapar esta noche. ¿Se te ocurre alguna idea?
Intenté ocultar la mezcla de incredulidad y horror que me
invadió. ¿Mañana? ¿Esta noche? Sacudí la cabeza. Era una
misión imposible. ¿Cómo carajos íbamos a escapar de aquella
celda en tan poco tiempo y sin nada ni nadie que nos ayudase?
No fue hasta que me propiné una bofetada mental y me
obligué a respirar despacio que volví a pensar con más
claridad o al menos a intentarlo.
—Me desperté en la celda. No tengo ni idea de dónde
estamos. Solo sé que tienen guardias armados hasta los dientes
y que tú y yo no tenemos capacidad de deshacernos de ellos en
un enfrentamiento físico. Nuestras únicas opciones serían huir
tratando de pasar desapercibidos o conseguir armas, pero
necesitaría al menos tres pistolas cargadas hasta los topes para
poder enfrentarme a la primera tanda de ataque. Podría tratar
de cubrirte las espaldas hasta que consiguieras escapar y…
—Olvídalo, no voy a irme sin ti. De aquí salimos los dos
—me cortó con firmeza.
¡Maldita fuera! La miré. Sabía que discutir con ella no me
iba a servir de nada. Si yo era cabezón, ella me daba cuatro
vueltas.
—Pues dime tú cómo vamos a lograrlo —la reté,
desanimado.
—Durmiendo —afirmó decidida, haciendo que mis cejas
se alzaran sorprendidas—. Necesitamos descansar para lo que
nos espera esta noche, y las mejores ideas siempre se me
ocurren antes de quedarme dormida.
48

Cuando un hombre como Ravil Sokolov promete que se


encargará de todo, la apuesta más segura es la de tomarlo en
serio. Apenas había pasado media hora y Mark ya se
encontraba ensangrentado de arriba abajo y cantando como un
canario.
Yo era el que hacía las preguntas y Sokolov el que se
encargaba de que las respondiera, mientras un chiflado
llamado Pearson pegaba saltos y lo animaba observando la
escena ansioso por participar.
—Rob, Rob, por favor, haz que paren. Ya te he dicho todo
lo que sé.
—Aún no hemos terminado —repliqué con frialdad.
Podía estar agradecido de que fuera Sokolov quien se
encargara de la tortura y no ser yo quien se manchase las
manos con la agonía del hombre al que había considerado un
hermano hasta esa misma mañana al levantarme de la cama,
pero eso no implicaba que no quisiera que pagase por lo que le
había hecho a Jasha.
—¿Qué más quieres saber? —gritó con gotas de sangre y
saliva escapándose de su boca—. Ya te he dicho que yo solo lo
entregué en el almacén que te dije antes. No sé lo que han
hecho luego con él.
—¿Participaste en el secuestro de Liv Hendricks?
—No. Mi parte solo concernía a Jasha.
—¿Y cómo es que consiguieron sacarla del Inferno sin ser
vistos? —presioné—. ¿O que se borraran los vídeos de
seguridad en los que debería haber aparecido grabado el
secuestro?
—¡No lo sé!
Podría haberlo creído de no ser por el miedo que vi cruzar
sus pupilas.
—Está mintiendo —le confirmé a Sokolov, quien cogió
una tijera de podar antes de agarrar su mano que ya debía de
tener varios huesos rotos.
—¡No! ¡No! ¡Espera!
El gigante ruso le cortó el dedo meñique sin pestañear
antes de soltar la tijera sobre una mesa de aluminio en la que
iban acumulándose las herramientas ensangrentadas.
—La próxima vez contesta la verdad desde el principio y
puede que conserves el siguiente dedo —le aconsejó a Mark
—. Ahora responde a las preguntas que te ha hecho.
—Vale, vale, lo admito. Varios de los hombres me
ayudaron con los sistemas de vigilancia e hicieron la vista
gorda bajo mis órdenes, pero eso fue lo único que tuve que ver
en el secuestro. Lo juro. Lo juro —terminó con la cabeza caída
y un agotamiento visible, indicándome que posiblemente
estaba cercano a perder la consciencia. No nos quedaba
demasiado tiempo.
—¿Y Esther? ¿Qué tiene que ver ella en todo esto?
Mark alzó la cabeza con los ojos horrorizados.
—Rob, no puedes pedirme que te hable de Esther. Sabes
de lo que son capaces ella y su padre, me matarán si lo
descubren.
Casi me dio lástima. Casi.
—¿En serio aún crees que saldrás vivo de esta, después de
cómo me has traicionado y de lo que le hiciste a Jasha o de
participar en el secuestro de la chica Hendricks? Era una
protegida de la Bratva y estás aquí con los dos hombres más
importantes de la organización.
Con ojos desencajados, Mark se dirigió hacia Dimitri.
—Fue él, fue él el que trabajaba con el cliente, el que la
traicionó y el que ordenó el secuestro —chilló, acusándome
fuera de sí.
—Para ser exactos y evitar malentendidos, ¿de qué él
estamos hablando? —preguntó Dimitri con calma.
—De él, de Robert. La culpa de todo es de él.
Imagino que si me hubiera quedado algún sentimiento de
culpabilidad por estar allí presente sin hacer nada e interrumpir
su tortura, desapareció en aquel instante en el que me lanzó a
las vías de un tren de alta velocidad.
—Por desgracia para ti —contestó Dimitri sin sacarse las
manos de los bolsillos—, Robert ya nos ha mostrado los
mensajes en los que se negaba a participar en el secuestro de
Liv y nos consta de primera mano que le salvó la vida, y no en
una ocasión, sino al menos en dos, y lo mismo hizo con uno de
los nuestros.
Fue un alivio que se me ocurriera poner a Dimitri al día de
todo lo que había ocurrido mientras conducíamos al club y
luego mientras esperábamos la llegada de Mark. Aunque, por
el breve tic en la mandíbula de Sokolov, no tenía muy claro
que me hubiera perdonado en la misma medida en la que lo
había hecho su jefe.
—Deja de perder el tiempo, Mark. ¿Qué ha tenido que ver
Esther en todo esto?
—¿Y por qué iba a contártelo si de todos modos acabaréis
matándome?
—Porque podemos ahorrarte horas y horas de sufrimiento,
o tal vez días —me corregí ante el brillo ansioso de Pearson,
que parecía estar esperando su turno para participar en la
tortura.
El extraño hombrecillo de inmediato asintió entusiasmado.
—Días, mejor días —confirmó.
Por una vez, Mark no contestó, o al menos no lo hizo hasta
que Sokolov recogió de nuevo la tijera de podar de la mesa,
haciéndolo encogerse.
—Esther me pidió que acelerara el proceso para
deshacernos de Jasha —confesó sin fuerzas—. Temía que te
estuvieras encaprichando demasiado de él y lo quería fuera de
su camino.
—Y decidiste apoyarla a ella en vez de a mí —constaté
con una sensación de inmensa tristeza y decepción.
—¿Y qué querías que hiciera? —preguntó Mark con
lágrimas en los ojos—. Ella tenía razón. ¿Tienes idea de lo
evidente que era que estabas enamorándote de él? Te pasabas
el día pendiente de él, anulabas reuniones y negocios por él y
estabas totalmente embobado.
—¿Y tan malo era que me enamorase de alguien por
primera vez en mi vida?
—¡Sí, sí que lo era!
—¿Por qué? ¿Por una víbora como Esther, cuya mayor
virtud es la rapidez con la que te inyecta su veneno?
—¡Esther y su padre te habrían matado por romper el
pacto!
—¿Y crees que eso me importa? ¿Crees que la vida que
me espera con ella es mejor a acabar el resto de mis días en el
infierno, solo y preso en sus garras?
—Yo no te habría dejado solo, habría estado a tu lado si
me hubieras dejado, te habría dado todo lo que ella te hubiera
denegado y jamás se habría enterado. Habríamos sido solo tú y
yo, sin que nadie se enterara jamás.
—¿De qué estás hablando? —pregunté, conmocionado.
—Sabes de lo que estoy hablando, Rob —contestó con un
silencioso ruego en sus ojos—. Lo sabes desde hace tiempo,
solo que nunca has querido reconocerlo.
—Mark, yo no…
—Te amo. Siempre te he amado.
Creo que me tomó varios segundos recuperarme de la
conmoción. Tenía que estar tomándome el pelo, o tal vez le
estuviera afectando la pérdida de sangre, no había otra
explicación.
—¿Y por eso te acostaste con Esther? —lo acusé en un
intento por exponerlo.
La muestra de culpabilidad o arrepentimiento jamás llegó.
—Era la única forma de que pudiéramos estar juntos sin
que sospechara de nuestra relación, al menos hasta que
pudiéramos deshacernos de ella.
—Yo… —sacudí la cabeza y miré a Dimitri—. Lo siento,
pero necesito salir de aquí.
El ruso asintió y me dio una palmada en la espalda.
—Vamos, te invito a una copa, deja que Sokolov se
encargue de todo.
—¡Rob! ¡No! ¡No te vayas! ¡No me dejes aquí! Aún
tenemos una oportunidad juntos. No me dejes, por favor —
acabó en un sollozo ahogado que, a pesar de mi determinación
por no sentir nada por él ni su sufrimiento, me encogió el
corazón.
Podría haber salido de allí, dándole la espalda y que
sufriera lo indecible en manos del psicópata ruso que estaba
esperando su turno para ponerle las manos encima. Sin
embargo, me detuve y le dirigí a Dimitri una mirada de
disculpa.
—No creo que le quede nada de importancia por decir.
A pesar de la escasez de mis palabras, Dimitri pareció
entenderme, porque tras lanzar un vistazo sobre mi hombro,
asintió.
—Hazlo.
Sacándome la pistola de la cinturilla, regresé junto a Mark.
—¿Rob? —preguntó con las lágrimas y los mocos
corriéndole imparables por la cara.
—Siempre te he querido como a un hermano —le confesé
—. Siento que las cosas hayan terminado así. Espero que allá a
donde vayas puedas descansar en paz.
Algo me empujó a inclinarme y darle un beso en la frente.
No sé si fue la poca humanidad que aún conservaba en mis
venas o porque, a pesar de todo lo que había hecho, seguía
siendo mi hermano, al menos en mis recuerdos. Como si de
repente aceptara su futuro, los hombros de Mark se relajaron y
con un leve asentimiento cerró los ojos.
—Siempre te amaré, aunque…
La explosión del disparo dejó un intenso silencio tras de sí,
uno que sabía que iba a costarme trabajo borrar de mi
memoria.

—¿Y ahora qué? —pregunté cansado, antes de llevarme la


copa de vodka que me había pedido Dimitri a los labios.
A pesar de que nos encontrábamos en el mismo club de
estriptis en el que había conocido por primera vez a Jasha en
persona y que nos rodeaban mujeres semidesnudas por
doquier, ninguno de los dos rusos hizo ni el más mínimo
intento de mirar a ninguna de ellas. Supongo que yo no era el
único idiota enamorado en la mesa.
—Enfrentarnos a los italianos será una declaración de
guerra de la que no habrá vuelta atrás —declaró Dimitri con
pesadez—. Aunque el mayor problema es que tienen algún
tipo de pacto con los armenios y la Yakuza. No tenemos
capacidad para enfrentarnos a las tres organizaciones a la vez.
—Iré yo solo si hace falta —intervino Sokolov con una
expresión adusta.
—No irás solo, pero yo no sacaría la información que
tenemos de contexto. Jamás he hablado personalmente con el
Don de los italianos, solo con su nieto, y, si mis sospechas son
ciertas, el Don no tiene ni idea de lo que su nieto se trae entre
manos y dudo que lo haga hasta que sea demasiado tarde.
Cuando una de las bailarinas trató de acercarse a nuestra
mesa, Dimitri le hizo un gesto brusco con la mano para
indicarle que se largara.
—Espera —la llamé antes de que se fuera—. ¿Conoces a
una chica llamada Linda?
La mujer le echó una mirada temerosa a Dimitri antes de
contestar con cautela.
—Sí, creo que está cambiándose en los vestuarios ahora
mismo para el siguiente baile.
—¿Podrías hacerme el favor de llevarle esto? —Cogí la
colorida caja de dónuts y se la ofrecí—. Dile que su amigo
Jasha no se ha olvidado de ella.
—¿Jasha está bien? —preguntó de repente, olvidándose
del miedo que le tenía al resto de los hombres en la mesa.
—Regresará pronto —le prometí, jurándome a mí mismo
que cumpliría con esa promesa.
—¿Cómo sabías que íbamos a venir aquí? —exigió
Sokolov con un tono cargado de sospecha.
Le mantuve la mirada al contestarle.
—No lo sabía. Se los compré a Jasha. Le encantan esos
dichosos dónuts.
Sokolov abrió la boca, probablemente para recordarme que
Jasha se encontraba secuestrado, pero acabó por apretar los
labios y asentir.
—Creo que nuestro próximo paso es llamar a Don Lorenzo
y organizar una reunión con él en Little Italy —decidió
Dimitri.
—Yo me encargo de organizar la reunión. —Sokolov se
levantó de la mesa antes de que pudiera protestar, dejándonos
a Dimitri y a mí solos.
Los fríos ojos del ruso me estudiaron mientras se
encontraba echado atrás en su sillón sujetando su copa.
—Sé que no tengo ningún derecho a preguntarte el motivo
por el que Illir Zefi te tiene cogido por los huevos, pero siento
curiosidad por saber por qué un hombre como él querría
obligarte a casarte con su hija. No es como si le hiciera falta tu
dinero.
En lugar de centrarme en él, miré a la gente que nos
rodeaba, la mayoría hombres hipnotizados por las bailarinas,
como si el contoneo de sus caderas y el delicado bamboleo de
sus tetas pudiera librarlos de sus tristes vidas y llevarlos al
cumplimiento de sus sueños.
—Me considera su arma secreta —admití la verdad por
primera vez en años. Posiblemente no debía contársela, no a
un hombre que era al menos igual de poderoso y peligroso que
Illir Zefi. Sin embargo, yo solo era un humano como cualquier
otro y la pérdida de Jasha y lo que había pasado con Mark me
habían dejado demasiado hecho polvo para que me importase
—. Mi carrera en los Navy Seals terminó en un ataque
sorpresa a mi pelotón en el que solo yo, Anthony y Mark
sobrevivimos. Yo era el jefe de mi equipo.
Dimitri asintió.
—Eso tuvo que ser difícil.
Tomé un largo trago de mi copa.
—Lo fue. En especial, cuando descubrí que nos habían
enviado a una misión suicida en la que se combinaban motivos
políticos y el lucro de algunas figuras de los altos mandos. —
Encogí los hombros—. Supongo que puedes imaginarte el
resto. Cometí algunas locuras para acabar con esos cabrones
hijos de puta, cometí un error y, como caído del cielo, Illir Zefi
me sacó del marrón. Todavía era lo bastante inocente en
aquella época como para pensar que la bondad humana y los
cuentos de hadas existen.
—Illir Zefi es un hombre acostumbrado a manipular a la
gente —opinó Dimitri—. No habría llegado hasta donde está
si no hubiera sabido hacerlo.
—Fue una figura paterna en un momento en el que estaba
metido hasta el cuello en mierda —admití—. Me volvió a dar
un propósito, me ayudó a montar mi primera empresa y me
ofreció trabajos que me permitían desahogar la furia y sed de
venganza que tenía en mi interior.
—Hasta que decidió mostrarte su verdadero semblante —
adivinó Dimitri.
—Hasta el día que me sentó frente a una pantalla de
televisión y me dejó ver mi rostro mientras quitaba de en
medio a políticos corruptos, pedófilos y otra clase de chusma
de poder a los que usualmente sus soldados normales eran
incapaces de acceder.
—Te grabó en vídeo y lo usó para chantajearte —resumió
el ruso sentado frente a mí.
Alcé la copa y le envié un brindis imaginario.
—Y así el imbécil de mí se convirtió en su marioneta. Al
principio quiso endulzar mi cautiverio virtual y terminar de
atarme a él entregándome a su hija, pero cuando Esther no
consiguió seducirme como había esperado, me ofreció otro
tipo de alicientes en forma de una falsa libertad y apoyo para
lograr mis aspiraciones empresariales.
—Illia no es tonto, sabe que el chantaje puede garantizarle
la sumisión de un hombre, pero no la fidelidad.
—La verdad es que ninguno de nosotros anticipó
verdaderamente el éxito de mi empresa de mercenarios ni la
manera en que creció y… —se me escapó un resoplido— que
la benjamina Zefi se encaprichara del único hombre al que no
había conseguido poner de rodillas ante ella con solo pestañear
un par de veces —acabé con sequedad.
Dimitri silbó.
—Eso sí que puedo verlo. Básicamente, tienes un ejército
que ahora está a su disposición para cuando lo necesite.
—Sip, y obligándome a casarme con su hija consiguió
matar dos pájaros de un tiro.
—¿Dónde entran en esa historia tus socios? ¿Por qué te
tiene pillado a ti y no a ellos?
—Porque ellos no estaban involucrados. Los metí en mis
negocios más tarde. Eran mi salvaguarda. En el caso de que
Illia decida jugármela o hacerse con el control, solo podrá
hacerlo con mi parte de los negocios.
—Tengo que admitir que eso fue una jugada admirable —
coincidió Dimitri despacio—. Pero ahora que te has quedado
con un socio menos, tu vulnerabilidad se ha acrecentado.
¿Alguna vez has tratado de deshacerte de ese cabrón?
—¿Crees que no lo habría hecho de haber podido sin
acabar en el corredor de la muerte? Illia no tiene ni un pelo de
tonto, sabe lo que se hace. También sabe cuándo apretarme y
cuándo dejar que me rebele. Es su jodida hija la que no conoce
esos límites y, por desgracia, es el ojito derecho de papá.
La mirada en los ojos de Dimitri se intensificó.
—¿Y qué estarías dispuesto a hacer por deshacerte de ella?
Solté una carcajada seca.
—Créeme, no hay forma de deshacerte de una víbora así
sin que el nido entero se lance sobre ti para devorarte vivo. No
importa lo que trates de hacer, ellos siempre van un paso por
delante de ti.
49

Me desperté con el cuerpo molido, sin saber muy bien si había


dormido minutos o si habían pasado horas. ¡Joder! Por no
saber, no sabía si era de día o de noche en aquella maldita
celda sin ventanas. Intenté reajustar la postura para aliviar la
presión sobre mis costillas sin despertar a Liv, quien seguía
durmiendo a mi lado.
Ella estaba bien, al menos por el momento. No había
tenido corazón para confesárselo, pero nuestra situación era
jodida y ni de lejos veía cómo íbamos a poder escapar de allí
con vida. Tal vez si esperábamos a que nos trasladaran… No,
ni siquiera entones íbamos a lograrlo. Esos tipos no eran tontos
y, si Liv tenía razón y nuestros secuestradores pertenecían a la
mafia italiana, entonces muchísimo menos. Necesitábamos un
milagro para salir con vida de ese lugar, y ni siquiera eso
garantizaba que lo hiciéramos ilesos.
Si los pasos en el pasillo me pusieron tenso, el chirrido en
la cerradura me heló la sangre y mi mente fue de inmediato a
Stephen. Que me cogiera a solas era malo, que lo hiciera con
Liv a mi lado era incluso peor. ¿Cómo iba a defenderla o a
evitar que la usase en mi contra? ¿Y si me usaba a mí para
obligarla a hacer algo tal y como Pietro había amenazado que
harían? La idea me levantó el estómago.
Liv y yo exhalamos un suspiro sincronizado cuando los
hombres que entraron no eran ni Stephen ni ese tal Pietro.
Aunque el alivio desapareció tan pronto me fijé en la cautela
con la que actuaron los dos tipos: uno entrando en la celda con
una bandeja y examinando el techo y las paredes y el otro
manteniéndose en el pasillo con la mirada dirigida hacia donde
solo podía suponer que existía una entrada al sótano.
Tardé varios segundos en comprender que el tipo que había
entrado en la celda estaba buscando cámaras. ¡Mierda! ¿Cómo
no se me había ocurrido que pudieran tenernos vigilados? Era
estúpido. Estúpido, estúpido, estúpido.
Sin perder a los individuos de vista, le apreté el brazo a Liv
a modo de advertencia. Cuando se incorporó medio
adormilada en el camastro, me levanté para interponerme entre
ella y los dos italianos.
Me congelé en el sitio cuando los ojos castaños del tipo se
cruzaron con los míos con una intensidad que reconocía de
mis tiempos en la Bratva y de los pocos trabajos en los que
había tenido que participar en alguna misión con los hermanos
o con Sokolov. Que negara con la cabeza en un gesto apenas
perceptible dejó claro que no había venido a hacernos daño.
¿Qué carajos estaba ocurriendo?
Con desconfianza, me aparté de su camino, siguiéndolo
con la orientación de mi cuerpo mientras esperaba comprobar
qué era lo siguiente que iba a hacer aquel tipo. Cruzó la celda
con pasos seguros para depositar la bandeja sobre la
destartalada mesita de hierro ubicada al lado del camastro,
llenando el diminuto espacio con el olor a masa tostada,
tomate y orégano. El delicioso aroma me golpeó como un
puñetazo en el estómago, recordándome que la última vez que
había comido era… ¡Caray! Ni siquiera sabía cuándo había
comido por última vez. ¿Hacía dos días? ¿Tal vez tres?
Me tomó toda mi fuerza de voluntad no lanzarme sobre la
comida mientras esperaba a ver qué más hacía aquel hombre.
Para mi sorpresa, a la vez que se inclinaba para dejar la
bandeja, con una habilidad que denotaba práctica, sacó un
pequeño hatillo de tela negra de su chaqueta y lo escondió
entre los cuencos y platos.
—Cuatro y media de la madrugada —su murmullo me
provocó un estremecimiento—. Dirigíos a la puerta norte. Nos
encargaremos de despejaros el camino. Rojo significa amigos.
Mi espalda se irguió. ¡Rescate! ¡Estaba hablando de
rescatarnos! Tragué saliva cuando pasó a mi lado, lanzándome
una última mirada y un asentimiento disimulado.
Cuando la puerta de hierro se cerró con un golpe seco, me
paré a escuchar el cierre del pestillo exterior, pero el chirrido
jamás llegó. Mis manos temblaron mientras esperé a que se
alejaran los pasos por el pasillo.
¡Blyat! Por primera vez en mi vida comprendí por qué los
hermanos solían maldecir y jurar en ruso. El inglés sonaba
demasiado débil para expresar emociones tan fuertes como la
que se extendía por mi pecho en aquel momento.
Con un significativo intercambio de miradas con Liv,
ambos escudriñamos el techo y las paredes en busca de
cámaras o micrófonos antes de aproximarnos cautelosamente a
la bandeja. Cubrimos, de común acuerdo, nuestra actividad
con nuestros cuerpos para evitar que quedara a la vista, quizá
impulsados por pura paranoia.
Desaté el nudo de la bolsa de tela negra con un ligero
temblor en las manos y mi corazón dio varios saltos excitados
ante el objeto metálico que saqué.
—Ganzúa —le expliqué a Liv cuando frunció el ceño.
Entregándosela, metí de nuevo la mano en la bolsa—. Para
abrir la puerta.
—¿Sabes cómo usarla?
Arqueé una ceja y aborté la intención de sonreír en cuanto
sentí el estiramiento de mis labios rajados.
—¿Se te ha olvidado lo que soy? —me mofé no sin un
cierto deje orgulloso.
Liv resopló.
—Perdone, usted. ¿Cómo se me habrá olvidado que es un
hermano de la temida Bratva?
Mi bufido como respuesta se quedó a medias cuando
reconocí el tacto frío y el peso en mis manos. En cuanto saqué
la pistola y reconocí el modelo, la presión en mi pecho se
alivió. Que fuera una Grach o Yarygina, como la llamaban
algunos, no era una mera casualidad, era un mensaje: la Bratva
iba a venir a nuestro rescate. Ningún otro grupo residente en
los Estados Unidos elegiría el arma usada por las fuerzas
militares rusas de no ser ellos mismos. Comprobé que iba
cargada y, por puro impulso, le di un beso antes de
guardármela en la cinturilla del chándal y taparla con la
camiseta. Aquel era el milagro que necesitábamos. Seguíamos
sin estar seguros, pero al menos teníamos una oportunidad de
salir vivos de allí.
—¿Acabas de besar una pistola? —susurró Liv,
lanzándome un vistazo incrédulo.
—Probablemente le haría el amor si no estuvieras aquí
presente —bromeé.
Liv encogió la nariz y me propinó un codazo amistoso.
—No quiero enterarme de tus perversiones.
Sin poder remediarlo, reí por lo bajo. Apostaba a que era
todo lo contrario. A Liv le encantaría descubrir mis
perversiones; era yo quien no estaba preparado para
confesárselas aún. La idea de que todas ellas estaban
relacionadas con Robert debería haberme deprimido, pero en
el instante en que saqué otra Grach de nuestra bolsa milagrosa,
fue imposible que mis ánimos no se mantuvieran por las
nubes. ¡Dos pistolas! ¡Teníamos dos pistolas!
—¿Y tú? —le pregunté a Liv—. ¿Sabes utilizar esto?
Ella me fulminó con los ojos entrecerrados y me arrebató
la pistola de las manos. Después comprobó el cargador,
arrancándome una sonrisa secreta.
—No esperes que yo también la bese —espetó irritada.
—Es lo menos que puedes hacer si va a salvarte de tener
que casarte con ese capullo italiano —la provoqué y encogí un
hombro—. Pero si te da vergüenza, puedo hacerlo yo por ti.
—Ja, ja, ja. Muy gracioso. —Ocultó la pistola bajo la
almohada junto a la ganzúa.
Sacudiendo la cabeza divertido, volví a meter la mano en
el saquito, ignorando el gruñido de mi estómago ante el rico
olor de la sopa y la pizza. Había prioridades, y salir de allí con
vida la tenía sobre aguantar un poco más el hambre.
Con un gruñido satisfecho, extraje un cartucho de
repuesto, una navaja plegable y un reloj inteligente y los
escondí en los bolsillos del chándal y en las mangas de mi
sudadera. Fue casi una decepción que la bolsa de tela ya no
pesara nada cuando la inspeccioné una última vez. Sin
embargo, fue una suerte que lo hiciera, ya que encontré un
pequeño envoltorio de plástico con pastillas. No dije nada,
porque tal vez Liv no estuviera preparada para ello, en
especial, si era cierto que Sokolov estaba casado con otra
mujer, pero no había mayor indicio de que él no la había
abandonado.
Entregándole las pastillas en silencio, abrí una de las
botellas de agua y se la pasé para que pudiera tomarse su
medicación. Luego, escogí un trozo de pizza y me senté sobre
el ruidoso camastro, con la espalda apoyada en la pared, y
saqué con disimulo el reloj de la manga para inspeccionarlo.
Liv escogió uno de los cuencos de sopa y se sentó a mi
lado. Mi gemido de placer al devorar mi trozo de pizza se
fundió con el suyo. ¡Dios! Solo sentir mi estómago llenándose
ya parecía mejorar la situación.
—Vamos a salir de aquí —murmuró Liv con un leve
temblor en su voz.
Le cogí la mano y se la apreté. Sabía que, al igual que a
mí, aún le costaba creer lo que estaba pasando, pero si había
algo que me tenía convencido de que saldríamos de allí sin
duda era el hecho de que Sokolov seguía protegiéndola. Y si
ese hombre seguía tan enamorado como sospechaba, entonces
no había nada entre el cielo y el infierno capaz de detenerlo y
evitar que recuperase a Liv sana y salva.
—Vamos a salir de aquí —le confirmé.
—¿Y si es una trampa? —La mirada que me echó estaba
llena de miedo.
No sabía qué era lo que le había hecho Sokolov, pero
estaba claro que la confianza ciega que ella había tenido en él
se había evaporado.
—¿Tenemos otra opción? —pregunté, sabiendo que, dijera
lo que dijera, no cambiaría nada. Si a mí alguien me hubiera
dicho que Robert seguía amándome y protegiéndome,
difícilmente lo hubiera creído, de modo que la entendía—.
Dudo que, si lo fuera, lo que nos espere sea peor que las
perspectivas que tenemos ahora mismo.
Ella asintió algo más calmada y tomó un sorbo de sopa.
—¿Quién crees que nos está ayudando? —preguntó,
limpiándose la barbilla con el dorso de la mano.
—Imagino que la Bratva —admití con sinceridad—. Son
los únicos que se me ocurren. Además, han incluido tu
medicación, lo que significa que te conocen.
Estudiando el cuenco en sus manos, frunció el ceño.
—Han dejado dos pistolas. ¿Cómo saben que estás aquí
conmigo?
Fue mi turno de arrugar el entrecejo. Había estado tan
contento de que la Bratva viniera a rescatarnos que no lo había
considerado. Estaba convencido de que era Liv a por quien
venían, pero ella tenía razón: la ganzúa y las dos pistolas
indicaban que sabían que yo estaba con ella. ¿Cómo se habían
enterado?
—¿Tal vez porque esos tipos que acaban de estar aquí se lo
han contado?
—Mmm… Sip, supongo que tiene sentido —por su tono y
titubeo, a ella tampoco le convencía esa teoría.
—Lo único que necesitamos hacer ahora es sobrevivir
hasta que sea la hora. El resto lo descubriremos cuando
salgamos —decidí, zanjando el asunto. ¿Para qué quebrarnos
la cabeza con suposiciones cuando no teníamos ni idea de lo
que estaba ocurriendo afuera?
Liv me ofreció una débil sonrisa.
—¿A qué se refería con lo de: «Rojo significa amigos»?
—A que nuestros aliados llevarán alguna prenda de color
rojo para que podamos distinguirlos, y que no los ataquemos.
Ella ladeó la cabeza pensativa antes de soltar un pesado
suspiro.
—Sé que es una tontería, pero creo que ahora tengo más
miedo que antes.
La abracé y le di un beso en la sien, al igual que habría
hecho con cualquiera de mis hermanas.
—Es algo normal. A mí me ocurre lo mismo. Que ahora
tengamos un plan y ayuda no significa que no vayamos a
encontrarnos con complicaciones.
Tomándole el cuenco vacío de las manos, le cogí el otro
trozo de pizza, pero cuando fui a entregárselo sacudió la
cabeza.
—Cómetelo tú. Tu estómago es un agujero sin fondo.
Vacilé. No era como si no pudiera devorarlo de un solo
bocado, porque en eso al menos tenía razón: mi estómago era
un agujero sin fondo, pero también sabía que ella necesitaba
comer. Al fijarme en su expresión cansada, me decidí por una
opción intermedia, probablemente la única con la que
conseguiría que ella comiera algo más.
—Mitad, mitad —propuse.
Tal y como había previsto, aceptó su porción con
reticencia y la mordisqueó desganada.
Aproveché el resto de la tarde explorando las funciones del
reloj inteligente para intentar obtener más información sobre el
rescate. Aunque estaba configurado, resultaba evidente que la
persona que nos lo había enviado prefería mantener su
identidad en secreto. Contactar a alguien basándome
únicamente en mis sospechas suponía un riesgo considerable
que podría comprometer la misión de rescate de Sokolov, en
caso de que mis suposiciones sobre sus intenciones fueran
correctas. Lo único bueno de aquel reloj era que podía saber la
hora y que tenía la constancia de que quien fuera que estuviese
dispuesto a venir a rescatarnos tenía un plan.
Los guardias que vinieron por la noche no eran los del
almuerzo. Y en el tiempo que tardaron en retirar la vieja
bandeja y dejarnos una nueva con sándwiches y un par de
plátanos, lo único en lo que podía pensar era en la posibilidad
de que cerrasen el pestillo del exterior, atrapándonos dentro y
sin posibilidades de escape. Cuando se fueron y no hubo señal
de que hubieran tocado el pestillo, al fin me relajé. Lo único
que me quedaba era tener paciencia.
50

—¿Un menú? —preguntó Liv, acurrucada contra mí en la


oscuridad mientras le contaba mi experiencia en el Jardín de la
Lujuria en un intento por mantenernos a ambos despiertos
hasta que llegase la hora de nuestra fuga.
—Bueno, supongo que es un catálogo de servicios digital
—reflexioné en voz alta—, aunque allí lo llaman menú. Te lo
enseñan en un iPad y tú vas seleccionando las opciones que
quieres.
—¿Sabes qué? —De repente la voz de Liv se inundó con
una nueva energía y determinación.
—No —me burlé.
—Cuando salgamos de aquí, y lo vamos a hacer —me
aseguró decidida— vamos a hacer una visita a ese Jardín de la
Lujuria. Sigo teniendo el dinero que conseguí para ti y, si ya
no lo necesitas, creo que nos merecemos celebrar nuestra
libertad. ¿Crees que nos dará para ti, Sascha, Linda y yo?
—La verdad es que no lo sé. —Me moví incómodo. No
estaba muy seguro de estar preparado para regresar a ese lugar,
y no solo porque le perteneciera a Robert, sino por los
recuerdos que conllevaba—. No tuve que pagar nada.
—Bueno, pues nos enteraremos. —Liv se detuvo y me
estudió con más atención—. ¿Qué ocurre? ¿No quieres
regresar allí?
Vacilé. ¿Qué podía decirle? ¿Que además de ser la noche
más excitante de mi vida, también fue la más humillante?
¿Que mientras me había dado cuenta de que estaba enamorado
de Robert, también descubrí que estaba comprometido? ¿Que
me abandonó desnudo y usado mientras se iba con su novia?
¿Que después de lo que me hizo aquella noche, seguí
ignorando las señales hasta acabar allí, vendido y encerrado
junto a ella?
—Yo…
Una suave alarma musical me libró de contestar, cuando el
reloj inteligente en mi muñeca irradió una tenue luz azulada.
—Son las cuatro de la madrugada —murmuré ronco—. Y
nos han enviado un mensaje.
—¿Cuál? —Liv se pegó a mí para poder leerlo.

MISIÓN DE RESCATE: ¿Cuál es el nombre del


osito de peluche?

Parpadeé confundido. ¿Estaban tratando de tomarnos el


pelo?
—¿Tú sabes algo de un osito de peluche? —le pregunté a
ella.
—Pon señor Smith —me ordenó en un susurro quebrado.
De decirlo a hacerlo había un trecho. ¿Cómo carajo se
escribía en una pantalla tan diminuta? ¿Se podía hacer
siquiera? Si mi madre hubiera escuchado la ristra de
maldiciones que solté mientras lo averiguaba, me habría
lavado la boca con lavavajillas.

MISIÓN DE RESCATE: Estad preparados.


Intentad encontraros con nosotros tras el roble
que hay en dirección norte.

MISIÓN DE RESCATE: No os arriesguéis. Si no


podéis llegar, iremos a por vosotros.

MISIÓN DE RESCATE: No os fieis de nadie que


no lleve una cinta roja en el brazo.

—Pregúntale que cómo sabemos que podemos fiarnos de


él —me indicó Liv con las uñas hundidas en mi antebrazo,
aunque no se estaba dando ni cuenta de lo que hacía.
Solté un suspiro. Apostaba a que era Sokolov al otro lado,
pero dudaba que ella fuera a quedarse tranquila hasta que lo
confirmara. ¿O quería comprobar que era él precisamente
quien venía a por ella? Sin discutir, escribí el mensaje y lo
envié.

MISIÓN DE RESCATE: Hazme una pregunta.

La miré esperando sus instrucciones, pero, tras un pequeño


titubeo, Liv me quitó el reloj de las manos y se sentó con las
piernas cruzadas.

OBJETIVO: ¿Cuál es el motivo de que Liv


estudiase Medicina?

La respuesta tardó en llegar, pero, cuando lo hizo, Liz se


tapó la boca para acallar un sollozo.

MISIÓN DE RESCATE: Para poder salvarme el


maldito culo cada vez que me meto en
problemas.

—Es Ravil —susurró—. Ravil viene a por nosotros.


No dije nada cuando escribió una respuesta, dándole un
momento de intimidad mientras me permitía el lujo de
envidiarla por lo que tenía con ese hombre. Podría ser una
relación jodida la que existía entre Liv y Sokolov, pero
también era obvio que el hombre estaba dispuesto a dar su
vida por ella y que, por muchas mujeres que pasaran por su
vida, la única que importaba era Liv.
Mis ojos se abrieron incrédulos cuando ella me devolvió el
reloj y vi el mensaje que le había enviado. ¡Dios! Sokolov iba
a matarme.

OBJETIVO: Que conste que el mensaje anterior


lo ha escrito L., no quiero que me pegues un tiro
por algo que no he dicho. J.

Con el rostro iluminado por la leve luz azulada del reloj,


Liv arqueó una ceja a pesar de que estaba más que dispuesto a
apostar a que sus mejillas debían de haberse encendido como
el trasero de una luciérnaga.
—Vamos arriba, Caperucita Roja. El lobo no podrá
devorarte si no conseguimos salir de aquí.
—Muy gracioso —siseó, irritada, mientras se sentaba en el
filo del camastro, dejándome sitio para levantarme.
Apostado ante la puerta, solté todo el aire de golpe y me
forcé a relajarme y a sentir la ganzúa en mis dedos. Al menos
en aquello podía darle las gracias al hijo de puta de mi padre.
El cabrón podría haber sido muchas cosas, un monstruo entre
ellas, pero también había sido concienzudo en mi formación.
—De acuerdo, allá vamos —murmuré, sintiendo cómo la
adrenalina comenzaba a fluir por mis venas. Liv asintió; el
ansia en su rostro visible con la débil luz del reloj inteligente.
Podía imaginar lo asustada que debía de estar y sabía que, por
su bien, teníamos que salir cuanto antes. Tanta tensión no
podía ser buena para su corazón.
Me sequé las palmas húmedas sobre el pantalón y acerqué
la ganzúa a la cerradura. La introduje concentrándome en las
pestañas que iban cediendo una a una con la presión que
ejercía sobre ellas. Tras lo que debió de ser no más de un
minuto, por fin escuché el satisfactorio clic que anunciaba que
lo había conseguido.
Conteniendo la respiración, abrí la puerta con cautela
levantando su peso todo lo que pude para evitar cualquier
chirrido y asomé la cabeza al pasillo. No puedo decir que se
viera mucho con la negrura que lo inundaba, pero al menos
significaba que tampoco íbamos a encontrarnos con nadie en
ese primer tramo.
—Ponme la mano en el hombro e intenta no hacer ruido —
le indiqué, guardándome la ganzúa en el bolsillo y sacándome
la pistola de la cinturilla—. Si me paro, tú te paras, y si se
oyen disparos, te agachas hasta que puedas salir corriendo. Si
tienes que dejarme atrás, lo harás sin pensártelo. ¿Entendido?
—No pienso…
—Puedo defenderme mejor solo y nuestras probabilidades
de escapar indemnes aumentarán —la corté—. Además, si
encuentras a Sokolov, puedes pedirle que envíe hombres para
ayudarme. —Liv soltó un pesado suspiro y me colocó una
mano sobre el hombro—. Liv —insistí cuando no respondió.
—Vale —masculló, reticente.
Asentí, cerré con cuidado la puerta tras nosotros y, con
todos mis sentidos en alerta, la guie despacio por el largo
pasillo con nada más que la débil luz del reloj para
orientarnos. No fue hasta que subimos un tramo de escaleras y
nos topamos con otra puerta que nos detuvimos. Al igual que
la primera, conseguí abrirla con facilidad, aunque esa vez el
pasillo al que me asomé estaba tenuemente iluminado y a lo
lejos se oían voces charlando.
Casi se me congeló la sangre en las venas cuando unas
sombras se movieron al final del pasillo y tuve que sujetar a
Liv para que no se cayera cuando la empujé sin querer al
retroceder, tapándole la boca en el proceso.
Los dos esperamos en un tenso silencio a que las voces se
alejaran. Y esa vez me tomó más esfuerzo que antes volver a
asomarme.
—Se han ido —susurré—. Tenemos que movernos más
deprisa desde aquí. Intenta no hacer ruido.
Apenas conseguimos avanzar hasta el final del pasillo
cuando las voces volvieron a acercarse. ¡Mierda! Buscando
frenético a mi alrededor, abrí la primera puerta que vi y, tras
comprobar que estaba llena de cajas, empujé a Liv dentro y
cerré con suavidad. Los dos contuvimos la respiración cuando
las voces se oyeron cada vez más cerca, hasta que pasaron de
largo.
—Van en la dirección de donde hemos venido —le advertí
—. Como se den cuenta de que nos hemos escapado, estamos
jodidos. Tenemos que llegar a la salida antes de que hagan
saltar la alarma.
Liv tragó saliva, pero asintió. En cuanto comprobé que
todo estaba despejado, le agarré la mano y la obligué a
seguirme a un ritmo acelerado. Pasamos por varias
habitaciones, una cocina y finalmente un salón con cristaleras
hacia una terraza iluminada. Frené en seco al divisar las
cámaras en el exterior. Comprobé el reloj inteligente.
—¡No! —Detuve a Liv cuando fue a abrir una de las
enormes puertas de cristal—. Esta salida da al sureste. Si no
han conseguido apagar las cámaras, harán saltar las alarmas y
tendríamos que dar la vuelta a la casa sin un sitio en el que
escondernos.
—¿Por dónde entonces? —La frente de Liv se encontraba
cubierta por pequeñas perlas de sudor y su rostro estaba
pálido.
¡Mierda! ¡Necesitaba ponerla a salvo antes de que se
desmayara o algo peor!
—La cocina. —Asiéndole de nuevo la mano, tiré de ella
—. Seguro que tienen puerta de servicio.
Por lógica también tendrían cámaras instaladas allí, pero, a
menos que me equivocara, daba al norte y la salida estaría a
oscuras. Le agradecí en silencio a nuestro ángel de la guarda
no haberme equivocado cuando atravesamos el lavadero y nos
topamos con una puerta de exterior. Me tomó menos de un
minuto abrirla y comprobar que no había nadie afuera.
—El norte está hacia la derecha —expliqué—. Sokolov
dijo que estarían esperando en un roble. Vamos a salir andando
hasta la esquina por si hay cámaras y podemos engañar a quien
sea que las esté vigilando, pero, en cuanto nos encontremos en
un jardín o una explanada, empezamos a correr. Yo me
mantendré a tu espalda. Si te digo que te tires, te lanzas al
suelo sin pensártelo. ¿Entendido?
—No pienso dejarte atrás —siseó enfadada.
—Seremos objetivos más difíciles si no estamos pegados
el uno al otro, y a mí me será más fácil disparar si no me estás
tapando parte de la visión. Liv apretó los labios, pero asintió a
regañadientes—. ¿Lista? Vamos.
Sin esperar una respuesta, abrí la puerta y me adelanté.
Frente a nosotros se extendía un amplio patio trasero, desde el
que se divisaban altos muros en la distancia. Demasiado altos
para que Liv pudiera escalarlos por su cuenta. Si Sokolov no
nos ayudaba, estábamos jodidos. Me negué a pensar en esa
posibilidad y preferí centrarme en estudiar nuestro alrededor
mientras me llenaba los pulmones con el aire fresco de la
noche, agradecido por haber dejado atrás el denso aire
estancado del sótano.
—¡Ahora! ¡Corre! —Le di un empujón suave a Liv para
que se pusiera en marcha y respiré aliviado cuando, tras un
breve titubeo, hizo exactamente lo que le indiqué.
En cuanto giramos la esquina de la casa, Sokolov salió de
entre las sombras de la arboleda y Liv se dirigió flechada a los
brazos abiertos del imponente gigante. En el instante en que
Sokolov vaciló al mirar a mi espalda y sus ojos se abrieron
buscando frenético a Liv, quien seguía corriendo hacia él, supe
que mi suerte se había acabado. También fue el instante en que
Robert salió de entre los arbustos corriendo hacia mí y alzó su
arma en mi dirección.
—¡Liv, al suelo, tírate al suelo! —gritó Sokolov al mismo
tiempo en que comenzaron a resonar disparos a mi alrededor
—. Liv, ¡no!, ¡no lo hagas!
Mi cuerpo entero pareció dejar de funcionar, como si
hubiera un cortocircuito que le impidiera obedecerme. Fue
entonces cuando escuché un clic y el frío metal de la boca de
una pistola se posó sobre mi sien.
—¿Pensabas escapar y dejarme atrás, hermanito?
51

El mundo se congeló. Aquel fue el motivo por el que dejé de


escuchar los disparos a mi alrededor, los gritos de dolor y
advertencia, y se suspendió la entrada de aire en mis
pulmones. El mundo se detuvo porque no podía ser de otra
manera; si no lo había admitido antes, no me quedó más
opción que hacerlo en el instante en que parpadeé y encontré
la pistola apoyada contra la sien de Jasha. No había mundo sin
él, al menos no para mí, porque para mí lo era todo. Era mi
motivo para seguir respirando, el levantarme cada mañana y
seguir viviendo, y el de acostarme por las noches aspirando su
aroma y bañándome en el calor que desprendía su cuerpo
desnudo cuando lo abrazaba.
—Baja el arma o le vuelo la cabeza.
No sé si oí la voz del chico rubio que se encontraba
escudándose con Jasha a la vez que le apuntaba con su pistola
semiautomática, o si leí sus labios. Tal vez ni siquiera eso.
Puede que simplemente supiese lo que iba a decir. ¿No había
pasado por aquella situación docenas de veces? El dilema
radicaba en que, en esa ocasión, no se trataba de amenazar a
un objetivo al que conocía solo por una foto y un número de
expediente, o a un colega al que prefería mantener con vida,
pero que comprendía que tarde o temprano iba a morir en una
misión. No. Esta vez se trataba de Jasha, mi Jasha, la persona
que en cuestión de semanas me había enseñado que el trabajo
no lo era todo, que uno podía acostarse y despertarse con una
sonrisa y que las pesadillas desaparecían cuando tenías a
alguien a quien abrazarte. Era la única criatura en el mundo
que me había dado en lugar de pedirme, la única que no
esperaba algo a cambio de un poco de amabilidad o de
atención por su parte. El único que había logrado que no
pensara en nadie más que en él y en cómo hacerlo feliz,
porque verlo sonreír me hacía feliz a mí.
Había sido un idiota al pensar que podría seguir adelante y
vivir sin él, porque si algo tenía claro en ese momento era que,
si él moría, yo lo haría con él.
—Tengo la pistola aquí, mira. —Le mostré mi Glock al
chico rubio que tenía retenido a Jasha.
—Te he dicho que la bajes. Al suelo, despacio.
Me mordí la parte interna del labio procurando mantener
mi expresión ilegible. Ambos sabíamos que, si soltaba el arma,
Jasha y yo estaríamos muertos. Examiné el brazo que
mantenía inmovilizado a Jasha por su cuello. O tal vez no.
Puede que el chico quisiera llevarse a Jasha con él, pero si yo
estaba muerto, ¿quién iba a encargarse de liberarlo?
—Escucha, ¿por qué no tratamos de llegar a un acuerdo?
—propuse, bajando el brazo con la Glock, pero no haciendo
ningún intento por soltarla.
—¿Un acuerdo? —El chico, cuyo parecido con Jasha era
sorprendente, bufó—. ¿Y qué piensas ofrecerme para llegar a
un acuerdo?
—¿Qué tal dinero? ¿Más del que hayas visto jamás?
Su carcajada sonó tan desquiciada como la mirada que me
echó. Maldije para mis adentros. La promesa de dinero solía
hacer titubear al sesenta por ciento de la gente y, una vez
establecido que les interesaba, bastaba con añadir algunos
alicientes más antes de despertar su avaricia y con ella su
dejadez. Parecía que él no era una de esas personas, lo que
complicaba las cosas.
—Yo ya tengo acceso a todo el dinero que quiera tener —
confirmó mis sospechas—. Me basta pedirlo.
—¿Incluso cuando Pietro a estas alturas seguramente esté
huyendo sin ti, Stephen? —aproveché que se petrificó para
seguir hablando—. Ahora mismo está salvando su propio culo
mientras te ha abandonado a tu suerte.
—Pietro jamás me dejaría atrás. ¿Y cómo sabes mi
nombre?
—Él me contrató. Sería una dejadez por mi parte si no
supiera para quién trabajo.
Esa era una de las mejores lecciones que aprendí del padre
de Esther.
—¿Y así es como les pagas a tus clientes? —escupió con
desprecio—. ¿Traicionándolos y vendiéndolos al mejor
postor?
—Me robó algo que era mío. No me gusta que me
traicionen y mucho menos que me roben. Además, no sé por
qué ibas a defenderlo —me adelanté a su siguiente acusación
—. Después de todo, no eres su único amante y, ni mucho
menos, el más importante.
Recé para no estar metiendo la pata en lugar de resolver la
situación.
—¡Eso es mentira!
—¿Lo es? —pregunté con toda la calma que fui capaz de
fingir—. Entonces, imagino que ya sabes que el motivo por el
que últimamente ha estado viajando tanto a Sicilia es para
pasar tiempo con Cecilia, la hija de uno de los capos más
importantes de la Cosa Nostra.
—Eso no es cierto, solo estás tratando de confundirme.
Pietro ha estado yendo para firmar acuerdos con Vittorio de
Luca.
—Sí, eso es cierto —confirmé—. Y uno de esos acuerdos
es la mano de Cecilia en matrimonio una vez que Pietro sea el
Don aquí y haya heredado el imperio de su abuelo.
—¡Mientes!
—Todo el que conoce a Don Vittorio sabe que no es
alguien con quien se juega, y también que es bastante
conservador. No creo que le guste descubrir que Pietro tiene
un amante como tú. Al último de sus hombres al que descubrió
en una relación gay se lo hizo pagar caro. Si lo que dicen es
cierto, al amante le cortó la polla y se la hizo comer a su
hombre, cruda para más inri, mientras era testigo de cómo su
amante se desangraba. —Comprobé cómo Stephen se puso
más y más pálido—. Luego, Don Vittorio ordenó a sus
hombres que sentaran al infractor sobre una silla con estaca y
lo usaron como blanco para practicar puntería con sus
cuchillos. Creo recordar que el pobre tardó al menos dos horas
en morir. Seamos sinceros, me cuesta creer que Pietro se
exponga a que le claven una estaca por el culo.
—Mientes —dijo Stephen tan bajo que lo entendí más por
el movimiento de sus labios que por el sonido que salió de su
boca.
—¿Por qué habría de mentir en algo así? Me parece una
muerte atroz para ambos. En especial, porque es evidente que
se amaban. ¿Y sabes por qué lo sé, Stephen? Porque el hombre
de Don Vittorio se comió la polla para evitar que su amante
fuese cortado en pedacitos condenándolo a una muerte
horrible. ¿Te imaginas tener que masticar y tragar una parte de
la persona a la que amas mientras presencias su muerte? —
Tragué saliva. Jasha estaba poniéndose más y más colorado,
sujetándose al brazo de Stephen para evitar la asfixia que le
estaba provocando. Le sobresalían las venas en las sienes y los
ojos parecían estar empezando a salirse de sus órbitas. Se me
estaba acabando el tiempo—. Tengo que admitir que he visto
cosas horribles en mi vida, pero ninguna como esa. Esos
italianos no se andan con chiquitas y Pietro lo sabe. Lo que
significa que jamás estuvo en sus planes mantenerte en su
futuro. Harías bien en aceptar el dinero que puedo ofrecerte.
Te permitiría guardarte las espaldas y huir si necesitas hacerlo.
Stephen bufó y empezó a andar hacia atrás, arrastrando a
Jasha consigo.
—Jamás tendrías la oportunidad de pagarme. No creo que
a Esther le guste la idea de que estés aquí arriesgándote por tu
amante. Yo que tú tendría cuidado. Apuesto a que es aún peor
que ese Don Vittorio del que hablas.
Fue mi momento de detenerme. Sus palabras solo podían
significar una cosa. ¡Maldita hija de puta!
—¿Es a ella a la que pretendes llevarle a Jasha?
El sonido que soltó Stephen fue una extraña mezcla entre
resoplido y carcajada.
—¿Ves? Ahora lo entiendes.
—Te duplico la oferta que ella te haya prometido pagarte.
Sus labios se curvaron en una sonrisa cruel.
—¿Me dejarás que lo torture el doble que ella? —Ladeó la
cabeza—. ¿Ves? La oferta de ella es mejor. Me pagará por
llevárselo y luego por jugar con él. Aún no he decidido si
quiero matarlo o no, pero créeme, no pienso soltarlo. Nunca.
—Acabo de ofrecerte el doble de lo que Esther esté
dispuesta a pagarte, puedes aceptarlo o no. No voy a dejar que
te lleves a Jasha y, mucho menos, que le hagas daño.
—¿Y cómo piensas evitarlo? —exigió alzando la voz y
apuntándome con su pistola—. Podría matarte ahora mismo,
¿sabes? Podría decirle a Esther que fue un accidente o que te
disparó otra persona. Pero creo que no lo haré. Me gusta
demasiado la idea de que sufras sabiendo lo que voy a hacerle.
¿Y sabes otra cosa más? A lo mejor me da por hacer lo que me
has contado. A lo mejor le corto la polla y te la envío para que
te la tengas que comer delante de una cámara. Estoy seguro de
que eso le agradaría a tu novia. Creo que está deseando darte
una lección y ponerte en tu sitio. ¿No te parece un final
poético? Tú devorando a tu amante para que la mujer que te
posee no te devore a ti. Sí, creo que me gusta esa idea —
exclamó con una repentina excitación.
Si no hubiera sido por la ansiedad y el miedo por la
seguridad de Jasha, la ira me habría superado y me habría
lanzado a por ese maldito psicópata. Cualquier muerte que
pudiera imaginar para él era demasiado suave.
Mis ojos se encontraron con los de Jasha, los suyos
enrojecidos mientras luchaba por seguir llevando algo de aire a
sus pulmones, pero de repente se llenaron de una
determinación que no había visto en ellos antes. Y de pronto,
supe que debía prepararme para lo que estaba a punto de
ocurrir. Mi único alivio fue que Stephen ya no estaba
apuntando a la sien de Jasha, sino a mí.
—Stephen… —Mi intento por distraerlo se cortó en seco
con el tiro que Jasha le pegó en el muslo.
Un segundo disparo resonó a nuestro alrededor y me
preparé para el impacto de la bala, pero nunca llegó. En el
instante en que Jasha disparó a Stephen, empleó su mano libre
para golpear el brazo del otro, desviando el arma.
Corrí hacia ellos en cuanto Jasha cayó al suelo
golpeándose la cabeza, mientras yo disparaba una y otra vez a
un Stephen que no parecía sentir el dolor de su herida de bala
por la forma en la que se escurrió entre las sombras de los
árboles.
Debería haberle seguido para asegurarme de que acababa
muerto, pero lo único que me importaba en ese momento era
el cuerpo inerte de Jasha tirado en el suelo y el charco de
sangre que se estaba formando al lado de su cabeza, mientras a
nuestro alrededor seguían sonando los disparos.
—Aguanta, gorrioncillo, por lo que más quieras, aguanta
—le rogué mientras lo cogía en brazos para cubrirlo con mi
cuerpo y sacarlo de allí.
52

El rítmico pip pip pip que me rodeaba resultaba relajante y


tranquilizador, tanto que me resistía a abrir los ojos. Si el
acompasado ruido era algún tipo de indicación, entonces
significaba que seguía vivo y que ya no me encontraba en el
sótano de los italianos.
A pesar de que habría preferido recrearme en el calor de
las sábanas, el cómodo colchón, y la seguridad y calma que
experimentaba en aquel momento, mi cerebro no tuvo otra
cosa mejor que hacer que sacar a relucir mis últimos recuerdos
antes de que se produjera el apagón que me había llevado
hasta allí: el horror en los ojos de Robert mientras corría hacía
mí; el frío contacto de la pistola que Stephen posó contra mi
sien; las amenazas de uno y las revelaciones del otro… Y todo
mientras yo me encontraba acojonado, asfixiándome y sin
saber si iba a escapar con vida del psicópata de mi hermano.
No, no eran el tipo de recuerdos que quisiera revivir cada
día. Aunque aquello no era lo importante, ¿verdad? Lo era el
que Robert hubiese estado allí y que, el motivo por el que
podía estar maldiciendo en mis adentros el jodido dolor de
cabeza que amenazaba con hacerla explotar, era que me había
salvado el culo. ¡De nuevo! Claro que eso también me lleva al
detalle de que él hubiese sido el responsable de que estuviera
allí en primer lugar. ¿Eso lo convertía en el héroe o en el
villano?
Tenía que hablar con él y, por una vez, iba a exigirle que
me contase la verdad y que me aclarase de una puñetera vez
qué era lo que quería exactamente de mí. Vale que perdiera los
estribos cuando leí en aquel expediente que pretendía usarme
para sacar información de la Bratva y sobre Liv, pero, siendo
honesto. ¿Qué clase de información pensaba sacarme que le
rendase los más de cien mil pavos que invirtió en mí?
Yo no estaba en el círculo íntimo de Dimitri Volkov, de
hecho, era el último mono en la hermandad. Y en cuanto a
Liv… ¿De qué le servía a Robert o su cliente descubrir que le
tenía el mismo cariño que a una de mis hermanas o que me
divertían sus adorables intentos por manipularme? Por más
que hacía memoria, no recordaba haberle comentado a Robert
nada que él no hubiera podido descubrir por otros medios más
sencillos y, desde luego, más baratos.
¿A qué entonces venía lo de tomarse tantas molestias
conmigo? ¿Para quitarme de en medio? Eso podría haberlo
hecho con una simple bala, encerrándome en algún sitio o
entregándome a la policía. No, algo de la historia que me había
relatado Mark no encajaba, pero el único que iba a poder
aclarármelo era Robert. Solté un suspiro antes de hacer el
esfuerzo de abrir los ojos y de enfrentarme a la realidad.
Tal y como había previsto, y a deducir por el logotipo de
las sábanas, mi camisón, y el tubo de suero conectado a mi
muñeca, me encontraba en un hospital. Mis ojos acabaron por
abrirse del todo al descubrir que Robert se encontraba dormido
con la cabeza en una incómoda postura en un sillón al lado de
mi cama. Mi corazón latió lleno de añoranza por encontrarme
rodeado por sus protectores brazos y envuelto en su calor.
No sabía si en el futuro iba a poder perdonarle su traición y
su intento de utilizarme, pero eso no quitaba que fuera lo
bastante honesto conmigo mismo como para admitirme que el
dolor que se extendía por mi pecho se debía a que seguía
amándolo a pesar de todo.
Retrasando el momento de despertarlo lo estudié,
grabándome sus rasgos en la memoria por si, cuando
despertase, fuese la última vez que fuera a verlo. Sabía que era
una probabilidad, de hecho, estaba convencido de que era justo
así como debían de ser las cosas. Tenía que escucharlo, darnos
permiso a ambos de darnos clausura y luego pedirle que se
marchara y que no volviese a contactarme jamás. La simple
idea ya incrementó la presión que se expandía por mi pecho.
Fruncí el ceño al notar la extraña palidez de su rostro, la
áspera barba de varios días y las profundas bolsas violáceas
bajo sus ojos. No tenía nada que ver con el hombre al que
había visto por última vez en su mansión. Sí, vale que también
hubiera tenido ojeras de cansancio aquella vez, pero su traje
había estado impecablemente planchado cuando llegó del
trabajo, su tez había portado un tono saludable (de hecho, más
que saludable después de que me pusiera a cuatro patas sobre
el sofá) y su cara había tenido un brillo sosegado y satisfecho
cuando se quedó dormido a mi lado en la cama. Ahora por el
contrario… ¿eso de ahí era un hilillo de baba?
—¿Sabes? No sé si me divierte que estés tan embobado
con ese gilipollas ricachón que no te hayas dado cuenta de mi
presencia o si me irrita que sigas ignorándome después del
largo rato que llevo esperando por ti. —La voz fría y sin
emociones bastó para que se me helara la sangre en las venas.
Giré la cabeza al otro lado de la habitación y ahí estaba, la
última persona a la que deseaba volver a ver, apoyado contra
la ventana con una caja de mis donuts preferidos en la mano.
Tenía la frente contraída en concentración mientras se relamía
los dedos manchados de azúcar glasé azulado. Con su cabello
corto, flequillo hacia la derecha y el traje de personal sanitario
de color azul claro, parecía diferente al chico rubio que había
conocido en los calabozos de los italianos. De hecho, la
semejanza entre ambos se había acrecentado terroríficamente.
La única diferencia real que quedaba entre ambos era que los
ángulos de su rostro eran un poco más afilados y finos, y que
la desquiciada maldad en sus inconfundibles ojos azules lo
delataban de inmediato.
—¿Stephen?
—Hola, hermanito. ¿Me echabas de menos? —lanzó la
caja de donuts con descuido sobre la mesilla de metal, al lado
de un jarrón con un enorme ramo de coloridas flores.
Mi estómago se encogió al ver el sobrecito abierto al lado
de un precioso osito de peluche. Sabía por instinto que había
sido Stephen quien lo abrió y se sentía como una invasión a mi
intimidad. Me bastaba con el nombre de la pastelería de la que
provenían los donuts para adivinar que Robert era el
responsable de aquellos regalos.
—¿Qué…? —Tomé una profunda inspiración y volví a
intentarlo—. ¿Qué haces aquí?
—¿Tú que crees? —Stephen cogió el osito de peluche de
la cesta, lo inspeccionó con desprecio y acabó por girarlo hacia
mí—. Tenemos asuntos inacabados —dijo con una voz
distorsionada mientras movía el osito como si fuera él el que
estaba hablando conmigo.
—No quiero irme contigo —farfullé sin perderlo de vista y
antes de caer en la cuenta de que, tal vez, no fuera buena idea
ser tan sincero con él.
¿Dónde estaba el botón de alarma que debería haberse
encontrado al lado de la cama?
—Mmm… —Lanzó el osito a un rincón de la habitación
sin prestar demasiada atención de a dónde—. Debería sentirme
ofendido, pero en el fondo es bueno que pienses así. Aunque
quisiera, no podría llevarte conmigo. El bastardo que tienes ahí
sentado tiene a gente vigilando esta habitación y Volkov
también te ha puesto algunos guardas. Por más que me
gustaría que nos llegáramos a conocer un poco mejor, no va a
poder ser.
Al mirar en dirección a Robert y su extraña postura
derrumbada, mi corazón se aceleró. ¿Estaba dormido o le
había hecho algo?
—Entonces… —Me humedecí los labios resecos—. ¿Qué
es lo que haces aquí?
—Bueno, como comprenderás… —Sacándose las manos
de los bolsillos del traje de enfermero azul, se acercó a la cama
con una ligera cojera. Tenía los ojos y pómulos más hundidos
que la última vez y la locura en sus pupilas más pronunciada,
si aquello era posible—, si no te puedo hacer pagar a ti por
quitarme a nuestra madre, entonces tendré que usarte para
hacerla sufrir a ella por abandonarme.
Alzando su puño lo abrió y algo brillante cayó de su mano
abierta quedando solo sujeto por dos de sus dedos. Tragué
saliva cuando me mostró el cable de acero flexible más de
cerca. Su sonrisa se intensificó.
—Aunque, para hacerlo más interesante, voy a darte la
oportunidad de elegir.
—¿Elegir el qué? —alcé la voz en un intento por despertar
a Robert, pero en cuanto Stephen me pescó echando una
rápida ojeada en su dirección para comprobar si había
reaccionado, soltó una risita aguda.
—Puedes ahorrarte los gritos. Le he inyectado Propofol. El
pobre tonto estaba tan reventado de llevarse los últimos dos
días vigilándote que apenas llegó a reaccionar mientras se lo
inyectaba en el cuello. Pasó del sueño a la inconsciencia en
cero coma dos.
—¿Lo has drogado? —pregunté alarmado.
Stephen encogió los hombros.
—¿Qué quieres? Estamos en un hospital. No deberían
dejar los anestésicos al alcance de cualquiera. —Frunció los
labios en un puchero—. Aunque voy a tener que dejar una
queja. No tenían por ningún lado las instrucciones sobre las
cantidades a emplear. Eso es una dejadez por su parte. Como
comprenderás, he tenido que inyectarle a tu querido Robert
una buena cantidad para evitar cualquier riesgo de que tardase
en hacerle efecto o que pudiera despertar y defenderse.
—¡¿Qué has hecho?! —Intenté incorporarme y quitarme la
vía de las venas, pero Stephen me empujó atrás moviendo el
dedo de un lado para otro ante mi nariz.
—Eh, eh, eh, tú te quedas donde estás —me advirtió con
una repentina dureza.
Cuando el pip, pip, pip que provenía del monitor se alteró,
volviéndose más urgente y precipitado, Stephen soltó una
maldición y lo apagó.
—¡Podrías haberle matado si te has pasado con la dosis!
—lo acusé.
Stephen le lanzó una corta mirada a Robert.
—Es posible, pero mis planes de todos modos ya incluían
el matarlo —soltó con indiferencia—. Solo quería que siguiera
vivo para cuando despertaras para hacer las cosas más
divertidas. Bueno, si somos sinceros, también le puse la
inyección porque tenían botes y botes y botes de Propofol en
el almacén en el que entré y estaban todos bajo llave. No iba a
desperdiciar una oportunidad así. Lo comprendes, ¿verdad?
—¡No! ¡No lo comprendo! —grité fuera de mí—. ¿Qué
cojones quieres?
Stephen se puso serio y entrecerró los ojos en mi dirección.
—No vuelvas a gritarme. Lo odio. No quieres averiguar lo
que voy a hacerte a ti y a él si vuelves a hacerlo. —La locura
en su mirada me advirtió que decía la verdad.
—Si lo que vas a hacer es matarme, hazlo de una vez,
Stephen —siseé entre dientes.
—Así no es como funcionan las cosas. Primero tenemos
que jugar.
—¿Jugar? —bufé—. ¿Jugar a qué, maldita sea?
—No deberías decir tacos. A mamá no le gusta.
Lo miré sin replicar. ¿Estaba hablando en serio?
—El juego —le recordé.
—Ah, sí, el juego. — Se pasó la mano por el pelo,
poniendo una mueca irritada cuando pareció recordar que ya
no tenía la melena—. Es muy sencillo. Lo que tienes que hacer
es decidir si quieres que te mate primero a ti o si prefieres
ganar tiempo y que lo mate primero a él.
53

No necesitaba plantearme la pregunta de Stephen. Tenía la


respuesta clara: prefería morir yo primero. La cuestión era que
no quería morir aún, no cuando Robert necesitaba a alguien
que lo protegiera. Si moría yo, él también lo hacía. La simple
idea de que Stephen pudiera hacerle más daño del que ya le
había hecho, resultaba insoportable.
—¿Por qué estás haciendo esto, Stephen? Jamás te he
hecho nada, ni siquiera sabía que existías hasta que te has
presentado ante mí.
Me entró pánico cuando se alejó de mí para acercarse a
Robert.
—Ves, tú mismo lo has dicho, no sabías de mi existencia.
Deberías haberlo intuido. Somos mellizos. Deberíais haber
sentido que te faltaba una parte de ti, pero no, claro que no. No
me considerabas una parte de ti. ¿Verdad? Además, me
disparaste en el muslo cuando traté de llevarte conmigo.
Lo que decía no tenía ningún sentido, pero me preocupaba
más el hecho de que se hubiera detenido detrás de Robert que
las locuras que decía.
—Vale, tienes razón. Mátame si crees que es lo justo, pero
déjalo a él en paz. Él no tiene nada que ver.
Por la periferia de mi visión vi un movimiento, pero
Stephen eligió el momento para agarrar a Robert del cabello
para alzarle la cabeza y mirarle a la cara.
—Por supuesto que tiene que ver, él fue el que me jorobó
los planes. Y, además, Esther se enfadó conmigo por su culpa,
por dejarte escapar. Ah, y me estropeó la posibilidad de jugar
contigo. ¿Tienes idea de las ganas que tenía de jugar contigo y
hacerte pagar por quitarme a nuestra madre?
Estaba claro que dijera lo que dijera, Stephen iba a tener su
propia justificación para salir adelante con sus planes. Estaba
más allá de cualquier razonamiento o empatía y no sabía cuál
de esas circunstancias me aterraba más.
—Entonces juega conmigo. ¿Qué te impide hacerlo?
Estamos solos y no hay nadie más en la habitación.
Ladeó la cabeza con una sonrisa torcida.
—De modo que estás dispuesto a sacrificarte por él. Qué…
heroico —pronunció la última palabra como si le dejara mal
sabor de boca.
Por suerte, tal y como había previsto, se acercó a la cama.
Mi corazón se detuvo cuando, al seguirlo con la mirada
descubrí a mi madre paralizada en la puerta de la habitación.
¡Jesús! Aquello era lo último que necesitaba. Me tomó una
ingente fuerza de voluntad no volver a mirar en su dirección y
comprobar si había salido en busca de ayuda.
—¿Crees que es por eso por lo que nuestra madre te
escogió a ti? —preguntó Stephen frunciendo el ceño—.
¿Porque pensaba que eras más heroico?
—Jamás me dieron la opción de elegir —irrumpió mi
madre con un tono cargado de tristeza.
—¡Mamá, corre, vete! —grité alarmado—. ¡Tienes que
irte! —insistí cuando, en vez de echarme cuenta cerró la puerta
tras ella y entró en la habitación.
—Tu padre y mi marido fueron los que tomaron todas las
decisiones, jamás tuvieron en cuenta mis ruegos o mis
protestas, Stephen.
Mi hermano, que parecía haberse quedado paralizado en su
sitio crispó los puños.
—Podrías haber luchado por mí.
—¿Crees que no lo hice? —El semblante usualmente
calmado de mi madre estaba desfigurado por la desesperación
—. Casi acabé en el hospital dejando a mi hija a solas con su
abusivo padre y con Jasha recién nacido e indefenso. Tenía
que estar ahí para ellos.
—Para ellos sí, pero no para mí —la acusó Stephen con tal
frialdad que me levantó el vello.
Mi madre necesitaba largarse antes de que él fuera a por
ella.
—Lo habría hecho si hubiera podido —prometió mi
madre.
—Pero no lo hiciste.
—Lo siento, Stephen, lo siento tanto. —Más lágrimas
cayeron por las mejillas de la mujer que nos había dado a luz
—. No sabes lo que habría dado por poder tenerte conmigo.
Stephen tardó varios segundos en responder y cuando lo
hizo, su voz sonaba tan dulce e inocente que no parecía ni la
misma persona.
—Oh, pero no te preocupes, vas a poder estar conmigo. —
La inocencia desapareció en cuanto mostró una sonrisa cruel
—. En cuanto acabe de matarlo, podrás venir conmigo. Te
demostraré que te equivocaste al elegir y, si eres una buena
madre, hasta te perdonaré lo que me hiciste.
Stephen se giró hacia mí y se enrolló el alambre entre
ambas manos, con una destreza que hablaba de práctica y
delataba que yo no era la primera persona a la que trataba de
matar así.
—No puedo permitir que mates a Jasha —dijo mi madre
en lo que parecía casi un ruego.
—Me temo que no podrás impedirlo, mamá.
—Stephen, por favor, no lo hagas.
—Lo siento, pero él jamás debería haber existido.
Deberíamos haber sido tú y yo desde el principio.
—Stephen…
Casi fue a cámara lenta cómo lo vi dando el último paso
hacia mí y alzar las manos con el alambre con el que pretendía
asfixiarme hasta la muerte. En el instante en el que me giré
con brusquedad para lanzarme de la cama y escapar de él, mi
visión se tornó borrosa, mis rodillas cedieron y el tirón hizo
que se extendiera un enorme dolor en la zona de la muñeca
donde había tenido insertado la aguja de la vía.
—¡Jasha! —gritó mi madre llena de pánico.
A duras penas conseguí sujetarme a la mesilla metálica
para no impactar contra el suelo. Solo el ruido que hizo el
jarrón al impactar contra el suelo y deshacerse en fragmentos
ya debería haber atraído la atención de alguien para que
viniera. ¿Por qué no acudía nadie?
—Mamá, corre a por ayuda —le rogué. Sabía que yo ya no
tenía escapatoria, pero necesitaba que al menos ella y Robert
se salvaran. Robert…—. Mamá, le ha inyectado algo a Robert.
Morirá por sobredosis si no conseguimos ayuda pront…
—¡Stephen! —La desesperación y la histeria se
entremezclaban en los ruegos de mi madre—. Stephen, no, por
favor…
El frío alambre se clavó en la piel de mi garganta
amenazando con cortar mi carne y dejándome sin aire. Puede
que si hubiese sido solo por mí, me habría dejado llevar por la
espesa neblina que me envolvía, pero Robert moriría conmigo
y mi madre viviría en un infierno incluso peor que el que le
hizo vivir mi padre si mi hermano se salía con la suya.
Con mis últimas fuerzas me solté de la mesa y busqué con
mi mano derecha la herida de bala que debía haberle dejado a
Stephen de la noche anterior. Encontré la venda, y le clavé mis
dedos con las últimas fuerzas que me quedaban, con la
esperanza de meterlos en el agujero creado por la bala.
Stephen me dejó caer al suelo con un aullido. Los cristales
se clavaron en mis palmas y rodillas cuando traté de
amortiguar mi caída. Ignoré el dolor y con el tacto busqué un
vidrio lo bastante afilado y grande para que me sirviera para
defenderme.
A mi espalda sonó una risa áspera.
—¿Crees que un fragmento de vidrio va a liberarte de
morir?
Maldije mi visión borrosa y busqué con más ahínco y
desesperación. Debía de haber una pieza del jarrón que fuese
lo bastante grande como para servirme, no podía tener tan
mala suerte como para que no lo hubiera. En cuanto detecté
una forma irregular a medio metro de mí, me lancé a por ella.
Apenas la había tocado cuando Stephen me pisó la mano,
clavándome el cristal y rompiéndome el meñique en el
proceso.
—Ya está bien —dijo con frialdad—. Se acabó. Ya no me
queda tiempo para seguir jugando, hermanito, tengo que irme
con mamá para demostrarle que se ha quedado con el mejor de
los dos, aunque creo que eso ya lo está descubriendo viendo
tus patéticos intentos por defenderte. Eres débil, siempre has
sido el más débil de los dos, por eso padre me escogió a mí
para llevarme con él.
—Stephen, basta ya.
Gemí para mis adentros. Había tenido la ilusión de que
hubiese aprovechado la distracción para marcharse.
—Un momento, madre. —Cuando mi hermano se sacó del
bolsillo una jeringuilla y le quitó el tapón de seguridad, supe
que se había acabado.
Hice lo único que aún podía hacer en mi estado. Me lancé
sobre sus piernas y me sujeté a ellas con las últimas fuerzas
que me quedaban, inmovilizándolo mientras mascullaba una
maldición.
—Mamá, corre, sálvate a ti y a Robert. Por favor, mamá —
le rogué al sentir cómo él se inclinaba y se me acababa el
tiempo.
La explosión apagada de un disparo resonó por la
habitación paralizándonos a Stephen y a mí. Al mirar arriba
me encontré con los ojos de mi hermano abiertos de par en
par, hasta que alzó el brazo y se miró la enorme mancha de
sangre que fue extendiéndose por el uniforme azul, en el que
la bala debía de haberse colado por sus costillas.
—¡Dios! ¡Oh, Dios! —Mi madre se tapó la boca con un
sollozo.
—¿Madre? —Stephen se giró hacia ella como un niño
pequeño, perdido y desamparado, que no supiera lo que estaba
ocurriendo—. Me has disparado.
—Te pedí que dejaras a tu hermano, te pedí que te
detuvieras —sollozó mi madre.
—Entonces, es verdad lo que ellos decían —murmuró,
desplomándose sobre sus rodillas—. Lo elegiste a él.
Dejando caer la pistola al suelo, mi madre corrió a su lado
y lo sujetó antes de que se golpease contra el suelo. Con
cuidado lo situó sobre su regazo, acariciándole las mejillas
hundidas entre lágrimas.
—No, mi pequeño ángel, no lo elegí a él, pero tenía que
detenerte, no podía permitir que mataras a tu hermano. Los
dos sois mis pequeños y siempre lo seréis.
Mientras mi madre siguió hablando y mi hermano
asfixiándose con su propia sangre en el suelo de un hospital
sin que acudiera nadie en su ayuda, mi mirada cayó sobre
Robert y el tono grisáceo de su piel. Cualquier pensamiento
sobre mi hermano, mi debilidad o mis dolores desapareció y
con una fuerza que no tenía, me levanté para buscar el botón
rojo que sabía que debía de estar cerca del cabecero de la
cama.
En cuanto conseguí apretar el botón de alarma, me
bamboleé hasta Robert, sujetándome a la cama y a la pared
para poder alcanzarlo. La puerta de la habitación se abrió de
un golpe y la última persona a la que habría esperado
encontrar allí se detuvo bajo el umbral con una maldición al
descubrir el caos.
—¡Maldita sea! ¿Qué es lo que ha pasado aquí? —
preguntó Anthony cerrando la puerta a su espalda y sacándose
el móvil del bolsillo—. Gloria, necesito refuerzos en la dos,
dos, tres. Que nadie entre con vosotros y no llaméis atención.
—Anthony, le ha inyectado una sobredosis de Propofol a
Robert. Hay que… llamar… a… a… un…
Anthony estuvo a mi lado y me cogió en brazos antes de
pudiera estamparme de nuevo contra el suelo.
—No se te ocurra moverte de la cama. Tienes una
contusión.
—Pero Robert… —protesté con debilidad cuando me
tendió sobre la cama.
—Deja que yo me encargue de todo. —Anthony regresó
junto a Robert y le tomó el pulso con una maldición baja—.
Voy a llevármelo conmigo. Si entra un médico aquí solo
complicaremos las cosas. ¿Tu madre es la que le ha disparado?
—señaló con la barbilla a Stephen de cuya boca brotaba
sangre mientras mi madre seguía acariciándole la cara y
murmurándole como a un niño pequeño.
Intenté no analizar lo que sentía al verlos juntos, a ella
llorando por haberlo disparado y a él, el hermano al que
acababa de descubrir, muriéndose en sus brazos.
—Sí.
Anthony me sostuvo la mirada.
—Puedo llamar a un médico para que intenten salvarlo,
pero… —Sus pupilas se dirigieron a mi madre—. No puedo
garantizar lo que ocurra después.
El mensaje era claro, si salvaba a mi hermano, mi madre
podría terminar en la cárcel por intento de asesinato. Me sentí
culpable, no porque Stephen estuviera muriéndose, sino
porque no tenía claro que quisiera que sobreviviera.
—¿Y si no llamamos a ningún médico? —pregunté.
El semblante de Anthony no mostró ningún tipo de
reacción.
—Podemos hacer una limpieza antes de que nadie se
percate de lo que ha ocurrido. Sé que esto es precipitado, pero
necesito que tomes una decisión. Tengo que llevarme a Robert.
—Yo… —tragué saliva. ¿Cómo podía arriesgar la vida de
mi madre a cambio de la de un hermano psicótico al que no
conocía y tampoco quería llegar a conocer?
—Este mundo nunca estuvo hecho para Stephen —me
cortó mi madre agotada—. Llévate a Robert y sálvalo, asumiré
mis propios pecados. Jasha, por favor, dame una de las
almohadas.
Se la entregué sin rechistar, mientras Anthony y yo
presenciamos conmocionados cómo ella besó con ternura la
frente de Stephen.
—Duerme, mi niño, es hora de que descanses —dijo con
lágrimas en los ojos, antes de presionar la almohada contra su
rostro, acabando de asfixiarlo mientras Stephen apenas oponía
resistencia, demasiado debilitado para poder hacerlo.
Creo que pasaron varios segundos antes de que Anthony
volviera a reaccionar, cogió a Robert en brazos y se lo llevó a
de la habitación, dejándonos a mi madre y a mí a solas en una
habitación de hospital llena de sangre y cristales rotos y el
cadáver de mi hermano.
54

No me quedaba más remedio que admitir que Anthony y su


equipo eran un grupo eficiente. No me extrañaba ni lo más
mínimo que los mercenarios de Robert estuviesen tan
cotizados. Donde, en las misiones en las que había estado, para
la Bratva las voces, gruñidos y maldiciones formaban parte del
trabajo, los mercenarios de Robert eran puro silencio,
concentración y organización.
Apenas habían pasado cinco minutos desde que Anthony
se llevara a Robert, que entraron cinco personas vestidas de
negro en la habitación. Gloria, que es como se presentó la
mujer que pertenecía al equipo, se llevó a mi madre al baño
para ayudarla a limpiarse y cambiarse de ropa. Le agradecí en
silencio que se la llevase a dar un paseo para que se relajara
mientras el resto seguía con su trabajo y que mi madre no
tuviera que presenciar cómo se encargaban del cadáver de mi
hermano.
Tres de los cuatro hombres, salieron casi de inmediato de
la habitación. Dos regresaron vestidos de personal sanitario,
con mascarillas y una camilla, sobre la que subieron a Stephen
tapándolo con una sábana como si estuviera simplemente
dormido. El tercero de los hombres regresó vestido con un
uniforme perteneciente al servicio de limpieza del hospital,
arrastrando consigo un carrito, con cuyos utensilios se puso a
limpiar cualquier rastro de sangre y destrucción que nos
rodeaba. El cuarto tipo, el que se quedó conmigo, me atendió
la herida que dejó la vía que se arrancó y, después de ponerme
una nueva, cambió las sábanas de la cama, me ayudó a
acostarme de nuevo y reinició los monitores que controlaban
mis constantes vitales. Si me hubiese dicho que era un
enfermero o un médico, me lo habría creído a pies juntillas.
Para cuando Anthony regresó casi dos horas después,
nadie podría haber adivinado que en la habitación se había
cometido un asesinato o que un loco psicótico había estado a
punto de hacer de las suyas.
—¿Cómo está Robert? —le pregunté en cuanto asomó la
cara.
—Estable. Sigue en observación, pero le pasarán a
habitación en cuestión de un rato. Les he indicado que lo
trajeran aquí. —Anthony me estudió como si esperase una
protesta por mi parte—. He aumentado el número de guardias
en la puerta. El que apostamos antes lo encontramos en un
almacén con el cuello roto.
—Yo… Lo siento. No tenía ni idea.
—No tienes la culpa y, en el fondo, fue una suerte. Tu
madre tuvo que encontrar su arma tirada afuera, porque es la
que usó para… defenderos —finalizó tras una breve
vacilación.
—Mi madre…
—Ya nos hemos encargado de todo. Nadie sabrá nada si
ella mantiene su secreto a salvo.
—Lo hará —prometí convencido. Una mujer no sobrevivía
lo que ella había pasado, si no era capaz de guardar secretos.
—La he enviado a su casa para que pueda recomponerse
un poco antes de regresar.
—Te lo agradezco.
—De acuerdo. —Anthony se rascó la nuca—. En cuanto a
ti y a Robert, prefiero teneros vigilados a ambos y resulta más
fácil si os encontráis en la misma habitación. —Se hizo un
incómodo silencio antes de que siguiera hablando—. Además,
creo que Robert y tú necesitáis hablar. Creo que después de la
de veces que te ha salvado el culo, lo mínimo que puedes
hacer es oír sus explicaciones y su versión de lo que pasó. Te
garantizo que no estaba al tanto de los planes de Mark.
—Tengo toda la intención de oírla —admití con una
sinceridad que pareció cogerle desprevenido.
Inhaló con profundidad y soltó todo el aire de golpe,
mirando a su alrededor como si buscara algo más que arreglar.
—Bien entonces. —Se sacó un móvil y un cargador del
bolsillo de su chaqueta y me los dejó sobre la mesita—. Tiene
mi número grabado, llámame si necesitas algo. Estaré por los
alrededores. También puedes usarlo para llamar a cualquier
otra persona si lo deseas. Lo he traído para ti.
—Gracias, no tenías porqué.
—Eres el chico de Robert. Es lo menos que puedo hacer
por ti.
Fue mi turno de apartar la mirada y juguetear con el filo de
la sábana.
—Nunca he sido el chico de Robert. Su novia es Esther.
Anthony se detuvo para observarme.
—Eso es cierto y nadie podrá cambiar eso excepto ella y
su padre, algo que dudosamente ocurrirá. Sin embargo, eso no
cambia la realidad de las cosas. Robert podrá casarse con ella
sobre el papel porque lo obliguen a hacerlo, pero eso no
borrará lo que siente por ti.
Antes de que pudiera rebatir su teoría, la puerta se abrió y
un celador y dos enfermeros entraron con Robert acostado en
una cama, que colocaron a un metro de la mía, dejando un
pasillo entre ambos. Mi corazón se encogió al verlo tan inerte
y pálido mientras le colocaban el cable del suero, lo
enchufaban a los monitores y le ponían una mascarilla de
oxígeno. Era apenas una cáscara del hombre energético e
intenso al que estaba acostumbrado, pero al menos su
semblante volvía a tener un color más saludable.
—Ahora mismo está en un estado de duermevela —
explicó uno de los enfermeros—. Es posible que despierte a
ratos. No se preocupen si lo que dice no tiene demasiado
sentido. Es bastante habitual que en las horas posteriores a una
anestesia los pacientes se encuentren algo aturdidos y
cansados.
—Mmm… tal vez deberías aprovechar eso —murmuró
Anthony a mi lado.
—¿Qué? ¿A qué te refieres? —susurré de vuelta mientras
el personal sanitario recogía y se marchaba.
—A que los SEAL estamos entrenados para evitar
sucumbir al suero de la verdad y drogas similares, pero para
hacerlo necesitamos ser conscientes de ello. Si Robert no las
tiene todas consigo, es muy probable que te conteste con
sinceridad a las preguntas que te atormentan.
—¿Estás vendiendo a tu amigo para que yo me aproveche
de su situación? —pregunté incrédulo.
Anthony me dedicó una mirada dura.
—Jamás vendería a Robert. Estoy dándote la oportunidad
de descubrir la verdad. Su problema, al igual que el mío, es
que no manejamos bien los sentimientos y solemos evitar
cualquier situación en la que se requiera que los expresemos.
Mientras esté atontado debería no suponerle un esfuerzo
hacerlo. Imagino que no necesito advertirte que, si utilizas mal
esta oportunidad o con fines dañinos, no tendré ni el más
mínimo escrúpulo en matarte.
Esta vez mantuve el pico cerrado. Aquella era una forma
perfecta de ponerme en mi sitio. Después de varios segundos
manteniéndonos las miradas en una batalla silenciosa, acabé
por soltar un suspiro.
—Gracias, yo también te quiero. ¿Podrías acercar mi cama
a la de él?
Sus oscuras cejas se elevaron, pero no se me escapó la
chispa de diversión en sus pupilas. Sin preguntar por el
motivo, pegó mi cama a la de Robert y movió mi suero para
que no estuviera tan tirante.
—Os doy un poco de intimidad. Trata de descansar si
puedes y recuerda que tienes un móvil en la mesita para
contactarme si necesitáis algo —dijo acercándome la mesita
en cuestión.
—¡Anthony, espera!
—¿Sí? —El hombre se giró hacia mí.
—¿Sabes algo de Liv? La chica que se encontraba
secuestrada conmigo.
Me sentí culpable por no haber preguntado por ella antes,
aunque, la verdad, tampoco era como si hubiera tenido
demasiadas oportunidades para hacerlo.
— De momento creo que sigue en la UCI. Han tenido que
operarla. Al parecer se interpuso entre una bala y Sokolov.
Mis ánimos me bajaron a los pies. Asentí sin saber muy
bien qué decir a eso.
—Aprovecha para descansar. Las cosas suelen verse
mucho mejor cuando uno se despierta. Y, Jasha…
—¿Sí?
Anthony le lanzó una ojeada a Robert y titubeó.
—No seas demasiado duro con él, Mark era como un
hermano para nosotros y el haber ignorado a Esther durante
los últimos días tampoco le saldrá barato.
Ignoré la parte que se refería a Esther, pero no fui capaz de
hacer lo mismo con Mark.
—¿Mark está…?
—No tendrá la oportunidad de volver a traicionarlo —
zanjó Anthony marchándose con la cabeza agachada y la
mirada atormentada.
Girándome con cuidado de no hacer saltar de nuevo mi
vía, me acosté lo más cerca que pude de Robert y le cogí la
mano. Cuando apretó la mía en respuesta, a pesar de seguir
con los ojos cerrados, poco me faltó para ceder y ponerme a
llorar.
—Me alegra que sigas aquí conmigo —murmuré,
consolándome con la idea de que los pip, pip, pip de nuestros
monitores latían sincronizados y que eso, a pesar de todo,
debía de ser una buena señal.
55

Me desperté con mi palma sobre el pecho de Robert, sintiendo


el rítmico latido de su corazón, y la suya cubriendo mi mano
de forma protectora. Seguía dormido y su expresión parecía
relajada, a pesar de que seguía con la mascarilla de oxígeno
tapándole buena parte del rostro. Respiré aliviado. Robert
seguía vivo. Eso era lo único que importaba. El resto… bueno,
al resto ya me enfrentaría cuando llegase el turno de hacerlo.
Por ahora prefería no pensar más allá de este momento.
Fue un movimiento a mi espalda lo que me hizo girar
asustado la cabeza. Me calmé en cuanto descubrí a mi madre
sentada en el sillón al lado de mi cama, con los ojos aún
enrojecidos de tanto llorar.
—¿Mamá?
—Hola, cielo. —Mi madre se inclinó hacia delante para
cogerme la mano libre—. ¿Cómo estás?
Cuando intenté voltearme hacia ella, Robert sujetó mi
mano izquierda, manteniéndola sobre su pecho. Mi madre me
sonrió con debilidad.
—Parece que está empecinado en no perderte de nuevo.
—¿Has llegado a conocerlo?
—Me llamó cuando desapareciste y no te encontraba, y
luego, cuando te recuperó y te ingresaron aquí. Es un detalle
por su parte que te tuviera hecho un seguro médico. —Miró
alrededor apreciando los detalles de la habitación—. Debe de
ser un buen seguro.
—¿Robert? —fruncí el ceño—. ¿La habitación no la está
pagando la Bratva?
Había cruzado los dedos porque fueran ellos, porque no
tenía ni idea de cómo iba a asumir la factura de una habitación
individual y los gastos médicos, sin contar que mi madre tenía
razón, aquella no era una habitación cualquiera. La pared a mi
espalda estaba cubierta por paneles que imitaban madera, las
paredes tenían una suave tonalidad azulada y además de dos
sillones que parecían bastante cómodos, había un sofá, una
mesita y hasta una cafetera y los utensilios para para hacer
café e infusiones.
—No. Estoy segura de que lo hubieran hecho, pero Robert
me llamó cuando te ingresaron. Me aseguró que estabas
metido en el seguro de su empresa como el resto de sus
trabajadores y me prometió que cubriría cualquier gasto que
no asumiese la aseguradora. —Vaciló antes de seguir—.
También me preguntó si nos hacía falta algo a mí y tus
hermanas y me hizo prometerle que se lo diría si llegaba el
caso. Aunque creo que no esperó a que se lo pidiese, porque
esta mañana recibí un aviso del banco sobre un ingreso de
cinco mil dólares en la cuenta. Creo que no he visto mi cuenta
corriente tan alta desde que la abrí —bromeó con debilidad.
Tras unos segundos de silencio volvió a hablar—. Imagino que
también fue él quien canceló la semana pasada los préstamos
que teníamos pendientes, ¿me equivoco?
Parpadeé. La semana pasada habría dicho que sí sin
pensarlo, pero ahora no podía dejar de preguntarme qué lo
llevaría a hacerlo cuando se suponía que me estaba vendiendo.
¿Lo había hecho porque se sentía culpable o era porque
deseaba hacer algo por mí? Fue fácil creer que me había
traicionado y engañado, pero después de que me hubiese
rescatado, ya no tenía ni idea de qué creer o pensar sobre lo
que hacía Robert.
—Es algo que él haría, sí —admití.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó mi madre con sus
ojos azules, tan parecidos a los míos y los de Stephen,
clavados sobre mí.
Por el brillo rosado de sus ojos no necesité preguntar a qué
se refería.
—¿Entonces es cierto? ¿Somos… Fuimos hermanos?
Mi madre sonrió con tristeza y se secó una lágrima.
—Sí, eráis mellizos. Stephen nació cinco minutos antes
que tú y era tan mío como lo eres tú y el resto de tus hermanas.
—Su voz se quebró y tuvo que apartar la mirada, tragando con
esfuerzo.
—¿Cómo es posible? —musité impactado.
Mi madre bajó la mirada al filo de su falda y jugueteó
nerviosa con un hilo suelto.
—Lo que tu padre hacía contigo… —susurró tan bajo que
apenas la escuché—.
No eras el único con el que lo hacía.
Fue mi turno de tragar saliva.
—¿Mamá? —pregunté con inseguridad.
Ella tomó una profunda inspiración y alzó la cabeza
mirándome de frente.
—Tú aún no habías nacido y tu hermana era apenas un
bebé cuando me obligó a acostarme por primera vez con sus
amigos. En realidad no sé si cobró por mí como lo hacía
contigo, o si simplemente disfrutaba con ver lo que me hacían
o, tal vez era el hecho de que en el fondo era un sádico y lo
emborrachaba el poder que poseía sobre mí. No tengo ni idea.
—¿Sabías que me vendía? —comprobé sin entonación en
mi voz.
Ella apartó la mirada y cerró por unos momentos los ojos.
—Cielo, necesito que me dejes contar la historia al
completo. No tengo perdón y tampoco espero que me lo
concedas, pero necesito que sepas qué fue lo que ocurrió y
porqué tu hermano… porqué te odiaba como lo hacía.
No tenía claro que quisiera oír su historia o la de mi
hermano, ni siquiera sabía si quería averiguar porqué ella, aún
a sabiendas de lo que me hacía mi padre, se limitaba a fingir
que no estaba ocurriendo, pero algo me decía que si no la
escuchaba hoy, tal vez jamás llegaría a conocer la verdad sobre
el chico que tenía los ojos idénticos a los míos.
—Te escucho —ofrecí cansado.
Mi madre se aferró a mi mano, pero me faltaban las
fuerzas para apartarme.
—No necesito contarte lo que me hacían o el infierno por
el que me hizo pasar tu pa… el hombre que se hacía pasar por
tu padre —se corrigió poniendo mi mundo patas arriba una
vez más.
—¿Mi… él…?
—No, no fue tu padre y él lo sabía —aclaró—. Tu padre
biológico era uno de sus mejores amigos, igual de cabrón e
hijo de puta que él, o tal vez más. Estaba… está casado, pero a
su mujer la trata como a una reina, donde a mí me trataba
como a una… —Mi madre sacudió la cabeza. No necesitaba
que terminase aquella frase, porque lo había experimentado en
carne propia, incluso podía adivinar los insultos y las
vejaciones a las que seguramente la habían sometido, porque
eran iguales a las que me habían sometido a mí. Mis dedos
rodearon los suyos. Cuando abrí la boca para pedirle más datos
sobre mi verdadero padre, ella negó con la cabeza—. Por
favor, deja que te explique —rogó.
—Sigue —raspé con la garganta áspera y los ojos resecos.
—Cuando me quedé embarazada, tu padre no tardó en
echar cuentas y llegó a la conclusión de que los mellizos no
podían ser suyos. En la vida lo vi tan enfadado como el día en
que se dio cuenta y pensé que iba a matarnos a todos, pero
luego desapareció y no regresó hasta un par de semanas más
tarde. No mencionó nada y por un tiempo pensé que aceptaría
vuestra paternidad asumiendo su responsabilidad en el asunto.
—Sus ojos vagaron hacia la ventana, perdidos en el pasado—.
Aún estaba en el hospital, recién parida, cuando Sergei, tu
padre biológico, se presentó y se llevó a tu hermano de allí. No
hubo nada que pudiese hacer al respecto. Tu padre me
controlaba usándote a ti y tu hermana y Sergei con tu hermano.
—Mi madre se detuvo por unos segundos, como si el nudo en
su garganta fuese demasiado grande como para seguir
hablando.
—Debió de ser terrible —murmuré en un intento por
rellenar el abismo que se había creado.
Mi madre asintió antes de inspirar.
—Su esposa aceptó a tu hermano hasta cierto punto, más
que nada de cara a la sociedad y lo hizo pasar por suyo,
aunque jamás lo trató como tal en la intimidad. Y Sergei…
Stephen era su único hijo oficial y, además, era un varón.
Educó a Stephen como su padre lo había educado a él y lo
trataba más o menos bien. En ti se interesó al principio, pero
desde que tenías apenas cinco o seis años, empezó a quedar
claro que no eras como los demás niños. No tenías ni un solo
amigo chico en la guardería o el colegio, siempre estabas
rodeado de niñas y, un día que estábamos en una de las fiestas
de la hermandad, miraste a Sokolov cuando vino a hablar con
tu padre, le tiraste del brazo y le preguntaste si podías casarte
con él cuando fueras mayor.
Un profundo bochorno me invadió la cara. Era una
anécdota que no recordaba, pero encajaba con la visión un
tanto romántica que había tenido del hombre durante mi
pubertad. ¡Mierda! Esperaba que ya se le hubiese olvidado. Iba
a costarme trabajo volver a mirarle a la cara la próxima vez
que me topara con él.
—Sokolov se lo tomó a broma —continuó mi madre—,
pero tu padre lo consideró una humillación y esa noche te pegó
tal paliza que creí que iba a matarte. Llamé a Sergei para
pedirle ayuda, pero cuando se enteró del motivo por el que tu
padre estaba enfadado su única respuesta fue que si eras un
jodido marica, te prefería muerto.
—Vaya, pues sí que eran parecidos —musité con el
corazón en un puño. Una leve memoria de aquella paliza
haciendo acto de presencia—. Siento que tuvieras que pasar
por eso, mamá.
—¿Lo sientes? —preguntó enfadada—. ¿Tú lo sientes? Tú
no tienes nada que sentir, eres la mejor persona que he
conocido en mi vida y no lo digo porque seas mi hijo, adoro a
tus hermanas y las tres son personas maravillosas, pero ni una
sola puede compararse contigo en capacidad de sacrificio y de
amar. Si aún creyera en Dios, entonces diría que me regaló un
ángel por todo lo que pasé.
—¿A ti no te importó que fuera… que sea gay?
Nunca habíamos hablado de ello abiertamente, aunque
imagino que era difícil de obviar cuando, tal y como había
dicho, yo siempre había sido algo diferente a los demás chicos.
—Me importa un pepino lo que hagas en la cama y con
quién —espetó—. Eres mi hijo. Te adoro tal y como eres y si
alguien no lo entiende, que le den. Tienes derecho a ser quien
quieras ser y no dejes jamás que ni yo ni nadie te digamos lo
contrario.
—Gracias, mamá.
—Ni se te ocurra darme las gracias por decirte lo que
siento. Además, —Inspiró en profundidad y soltó todo el aire
de golpe—. Aún necesitas oír el resto. Sí. Sé lo que te hizo tu
padre y habría dado cualquier cosa por liberarte de ello, pero
tu padre me amenazó con hacerle lo mismo a tus hermanas y a
Stephen. Esperaba que a ellas las dejase tranquila por ser
suyas, pero cuando sucedió aquello, ya no conservaba ningún
vínculo con Sergei. A lo largo de los años su amistad se había
ido deteriorando hasta tal punto que temí que usara a tu
hermano para vengarse de él. Imagino que fue lo que en
realidad hizo contigo, aunque a Sergei jamás le afectó como él
quería que lo hiciera. Y sí, sé que ahora debes de pensar que
elegí a tu hermano por encima de ti, y en parte lo hice. No
porque a él lo quisiera más que a ti, porque ese nunca fue el
caso, sino porque me sentía culpable por haberlo abandonado
en manos de Sergei y su esposa y porque, aunque fuese un
consuelo de tontos, contigo sabía que, cuando te trajera de
vuelta, podía estar a tu lado, dejarte saber que te quería y tratar
de ayudarte a superarlo; mientras que él… Sé que no lo
entiendes, pero Stephen no tenía a nadie para ayudarle a
superarlo. Sergei podía ser su padre, pero su filosofía de vida
se basaba en que para demostrar que eras un hombre debías
superar cualquier obstáculp que se te pusiera por delante por tu
cuenta.
Tragué saliva y asentí. No fui capaz de mirarla, pero sabía
a qué se refería con lo de que ella había estado a mi lado.
Recordaba sus abrazos, la forma en la que me tapaba por las
noches, sus platos especiales y sus intentos por distraerme y
hacerme reír siempre que podía. Me hiciese lo que me hiciese
mi padre y sus amigos, siempre sabía que al llegar a casa ella
iba a estar allí y que era mi puerto seguro. No tengo ni idea de
qué habría sido de mí si no hubiese tenido al menos aquel
consuelo.
—Lo entiendo —murmuré limpiándole una lágrima de la
mejilla—. Hiciste lo correcto.
—No, no lo hice. Tendría que haber sido más valiente y
haberlos matado a los dos. Tendría que haberos cogido a todos
vosotros y haberos llevado lejos de esos malditos hijos de
putas sádicos.
—Solo tenías veintiún años y tres hijos, no creo que
hubieras podido llegar muy lejos —le recordé con suavidad.
Mi madre se secó las mejillas y alzó la barbilla.
—Bien, ya no tengo veintiuno y he hablado con Dimitri
Volkov. Es verdad lo que dicen sobre él. No tiene nada que ver
con su padre.
—¿Qué es lo que le has dicho? —pregunté alarmado.
—Le pedí que me diera el derecho a resarcirme y a matar a
Sergei por violarme repetidas veces y robarme a mi hijo.
—Mamá…
—Dimitri ha accedido con la condición de oír primero a
Sergei. Si consigo demostrar que mi historia es cierta, ni
siquiera tendré que perseguirlo a escondidas. Me dejarán
matarlo allí mismo, en uno de los calabozos de la hermandad.
Al parecer, está prohibido violar a una esposa y hermana de la
Bratva. En ningún punto del código dice que la autorización
del marido le otorgue legitimidad a la violación.
La estudié con cautela. Jamás la había visto tan enfadada y
llena de odio.
—¿Estás segura de querer matar a ese hombre?
Su expresión se endureció.
—Por su culpa he tenido que matar a mi propio hijo,
porque él y su mujer lo convirtieron en un psicópata y lo
envenenaron contra nosotros —siseó—. Sé que es tu padre
biológico y que tal vez te gustaría conocerlo antes de que lo
mate, pero… —Su cuerpo se sacudió de los pies a la cabeza—.
Jamás podrás alcanzar a imaginar las torturas a las que sometía
a tu hermano. Su mujer no tenía mayor placer que el de
informarme de todas y cada una de las cosas que le hacían y a
veces hasta me mandaba vídeos, para asegurarse de que estaba
al tanto de la vida de mi hijo. La muy zorra lo pintaba como
un acto de benevolencia cuando sabía el daño que me causaba
con ello.
Tragué saliva. Si a mi madre, que había vivido y
presenciado lo suyo en nuestra casa, lo consideraba algo malo,
entonces no me cabía la menor duda de que lo era.
—Antes insinuaste que mi hermano me odiaba. ¿Por qué?
Mi madre carcajeó mientras las lágrimas le corrían por la
mejilla.
—Sergei no solo nos usaba para hacerle daño a Stephen
diciéndole que yo lo había abandonado por ti, sino que cada
tortura a la que lo sometía la justificaba con uno de nosotros.
Si le arrancaba una uña era para redimirse por tener una madre
puta, si lo encerraba en una jaula de perro en la que apenas
podía moverse, entonces era porque debía pagar por tu pecado
de ser gay.
Se me encogió el pecho ante la idea. ¿Qué culpa podría
haber tenido mi hermano porque yo no fuera el hijo perfecto?
—Pensé que dijiste que lo trataba bien —murmuré.
Ella sonrió con tristeza.
—Todo lo bien que un hombre enfermo como Sergei podía
tratarle. Pertenecía a la vieja escuela y su obsesión era
convertir a tu hermano en el soldado perfecto de la Bratva.
Creo que ya sabes que eso significaba no dejarse influenciar
por el dolor o los sentimientos.
La visión que me había formado sobre mi hermano cambió
ligeramente.
—Siento que tuvieras que matar a Stephen para salvarme a
mí —musité sintiéndome culpable.
Mi madre apretó los labios y negó con la cabeza, pero aun
así se le escapó un sollozo.
—No cielo, por una vez te elegí a ti. Stephen era mi niño,
al igual que tú, y siempre lo querré, pero también era un
monstruo y uno obsesionado con destruirte. No podía
arriesgarme a que algún día consiguiera salirse con la suya.
—¿Él…? —había tantas cosas que quería preguntarle
sobre mi hermano, pero ni una sola de esas cuestiones logró
atravesar mi garganta—. Lo siento, mamá. Siento que tuvieras
que pasar por todo eso sola y que… y que tuviera que acabar
así.
—No tienes que sentirlo. Stephen no estaba hecho para
vivir en este mundo. Su única forma de amar fue la que le
enseñó Sergei, destruyendo cualquier sentimiento hermoso y a
la persona que pudiera albergarlo. Además, estoy convencida
de que Robert o Dimitri lo habrían matado de todos modos.
Sus traiciones y el peligro que suponía, era algo difícil de
obviar. Al menos así no ha tenido que sufrir.
No sé cuánto tiempo pasó mientras nos abrazábamos
llorando por un hermano al que jamás tuve la oportunidad de
conocer y un hijo al que arrancaron de los brazos de su madre.
También lloré por ella, por mi madre, por el sacrificio que tuvo
que hacer por ambos durante su vida entera, y por mí mismo,
por todo lo que me perdí y todo lo que sufrí por los juegos de
poder de hombres que necesitaban pisotear a los demás para
sentirse grandes.
Cuando al fin nos calmamos y nos secamos las mejillas, mi
presente seguía siendo un desastre, pero estaba más que
preparado para dejar mi pasado atrás.
—Mamá…
—¿Sí, cariño?
—Yo también rezaré por él, pero no es suficiente. Quiero
estar presente cuando condenen a Sergei a muerte y quiero
apretar el gatillo contigo.
Mi madre se quedó inmóvil.
—No tienes por qué hacerlo, cielo.
—Lo sé, pero quiero hacerlo.
Ella me estudió antes de asentir con gravedad.
—Esta vez lo haremos juntos.
—¿A qué te refieres? —pregunté alarmado.
—¿Crees que no sabía que fuiste tu? —me preguntó con
una ceja arqueada cuando se me desencajó la mandíbula por la
sorpresa—. Fue lo más valiente que hiciste en tu vida y te
estaré eternamente agradecida por haberlo sacado de nuestras
vidas.
—¿Cómo descubriste que fui yo quien mató a papá?
—Eres mi hijo. Te conozco. —Me dio un apretón cariñoso
en el brazo—. Estaba en casa y vi tu cara cuando regresaste
aquella tarde y te encerraste en tu habitación. No nos dieron la
noticia de su muerte hasta dos horas después. Tendría que
haber sido tonta para no encajar las piezas.
—Nunca mencionaste nada.
—¿Querrías haber hablado de ello? —indagó con una
mirada conocedora.
Sacudí la cabeza.
—No. La verdad es que prefiero olvidarme de ello.
—Entonces está olvidado. Ahora descansa. —Me dio un
beso en la frente—. Cuando se despierte tu hombre tendréis
muchas cosas de las que hablar y yo tengo que asegurarme de
que tus hermanas no me desmonten la casa mientras estoy
fuera.
—Mamá —la detuve cuando ya estaba en la puerta.
—¿Sí?
—¿Qué más me estás ocultando?
Su risita se entremezcló con el fantasma de un sollozo.
—Nada que necesites descubrir. Aunque ahora que lo
pienso, hay algo que deberías saber.
Fingí un gemido haciéndola reír de nuevo.
—Ese Robert tuyo. —Señaló con la barbilla a la cama a mi
lado—. Me cae bien. No sé qué fue lo que pasó entre vosotros
para que me llamase con tanta desesperación cuando te
secuestraron, pero creo que deberías al menos escucharlo. Ah,
y ve preparándote —siguió—. Esta tarde vendrán tus
hermanas a verte.
Aquello me arrancó un gemido de verdad. Adoraba a mis
hermanas, pero algo me decía que mis pequeños demonios
personales no iban a estar nada contentas conmigo por
haberme dejado secuestrar y herir, e iban a estar mucho menos
contentas con Robert si llegaban a enterarse de su papel en
todo. De repente sonreí para mis adentros. Puede que Robert
se lo tuviera merecido.
56

Fue el jaleo al otro lado de la puerta lo que me hizo ponerme


alerta de nuevo. ¿Es que los sustos no iban a acabarse nunca?
Por si las moscas cogí el móvil que me había dejado Anthony
y busqué en la mesita al lado de mi cama cualquier cosa que
pudiera ayudarme a defenderme si se diera el caso. Por
desgracia no había ni unas puñeteras tijeras infantiles que
pudiera usar para ello.
Estaba quitándome con cuidado la vía para que no pudiera
retenerme de nuevo, cuando la puerta se abrió.
—Ya le he dicho que no puede pasar, que están durmiendo
y necesitan descansar —se oyó el temible rugido de Anthony
al mismo tiempo que apareció su amplia espalda en mi campo
de visión tapando la puerta.
—¡Y yo que soy su mejor amiga! —Una cabeza rubia se
asomó por el hueco entre las estrechas caderas de Anthony y el
umbral—. ¡Díselo Jas!
—¿Linda? —Mis labios se estiraron en una enorme
sonrisa.
Anthony me miró sobre el hombro sin apartarse del
umbral.
—¿La conoces? —comprobó con el ceño fruncido, como
si estuviera planteándose porqué alguien querría juntarse con
una chiflada como aquella. Imagino que el hombre nunca sería
capaz de apreciar la alegría que podían traer el tipo de
personas que no estaban demasiado cuerdas a tu vida.
—La conozco, aunque no tengo muy claro si me conviene
que sea mi mejor amiga —dije a sabiendas de que eso la
picaría.
Como si concordara con mi opinión sobre la gente loca,
Linda aprovechó la distracción de Anthony para tratar de
colarse entre sus piernas. Creo que de ser cualquier otro lo
habría logrado, por desgracia para ella, Anthony superó su
sorpresa con extraordinaria rapidez, cerró las piernas y la
atrapó por la cintura, dejándola con el torso en la habitación y
la parte baja de su cuerpo en el pasillo. Juro solemnemente,
que si su cara no hubiera sido tan graciosa abriendo y cerrando
la boca como un besugo bajo el agua, que la ridícula escena no
me habría hecho reír. Nop, para nada. En serio. Vale, lo
admito, era imposible no reír viéndola atrapada de una forma
tan surrealista.
—¡Oye, Bigfoot! —gritó Linda irritada—. ¡Haz el favor de
soltarme!
—Primero: Te advertí que no estabas autorizada a entrar
—masculló Anthony, cuya cabeza inclinada indicaba que
estaba estudiando la parte del cuerpo visible desde su lado de
la panorámica y que no podía ser otra cosa que su trasero. ¿Era
de extrañar que sonara tan distraído y que carraspeara antes de
seguir hablando? Una cosa es que yo fuera gay y otra muy
diferente que no supiera que el trasero en forma de corazón de
Linda era como un farol en medio del campo para los ojos
masculinos—. Debería tenerte así durante la próxima hora —
siguió Anthony. ¿Eran imaginaciones mías o estaba algo
ronco?—. Segundo: Una talla cuarenta y seis para los pies de
un hombre es perfectamente normal, de modo que insultarme
llamándome Bigfoot, no me parece de lo más educado. Y
tercero, deja de gritar, Robert aún está durmiendo.
—Un momentito, Jas. —Linda me miró desde su
incómoda posición como si fuera lo más normal del mundo—.
resuelvo este pequeño malentendido en un segundo. —Sin
siquiera pensárselo, puso una de esas caras que solía poner
cuando ensayaba acrobáticas complicadas para sus
espectáculos de estriptis en la barra, se sujetó a las fuertes
piernas masculinas y mordió a Anthony sin reprimirse en el
muslo.
—¡La madre que me…! —Anthony abrió las piernas para
soltarla, pero en vez de que Linda cayera al suelo,
simplemente desapareció de mi vista. Mis ojos se abrieron
cuando, de repente, los pies de femeninos (con brillantes
sandalias plateadas, tacones de vértigo y uñas pintadas con
margaritas) aparecieron en la nuca de Anthony y se cruzaron
por los tobillos para garantizar la sujeción. Me tensé con
anticipación. Había visto esa posición de sus pies miles de
veces alrededor de la barra. Podían pasar dos cosas: o iba a
usar esa posición para liberarse de Anthony o…
—¡¡¡Yeeehaaa!!! —resonó el grito victorioso de Linda.
—¿Pretende asfixiarlo con su vagina? —preguntó una voz
adormilada a mi lado cuando Linda apareció sentada sobre los
hombros del enorme moreno
Mi cabeza se giró flechada hacia el lado.
—¿Robert? ¿Estás despierto?
—No lo tengo muy claro —murmuró.
Quitándose la mascarilla de oxígeno, sus ojos se
mantuvieron confundidos en el espectáculo de Anthony, que
parecía un enorme oso bailarín con su cara aplastada contra la
entrepierna femenina, mientras trataba de quitarse de encima a
la amazona que lo montaba. Ésta, por su parte, había apretado
los muslos alrededor de su cabeza como su fuera el toro
mecánico de una atracción de feria y se sujetaba a su cabello
con ambas manos. Debido a la pared sobre la puerta no podía
verle la cara, pero podía imaginarme a Linda a la perfección
con un sombrero de vaqueros aparecido por arte de magia y
una cara de excitada victoria. Yyyy… parecía estar haciendo
justo lo que Robert había sugerido.
—Bailar en la barra requiere agilidad y fuerza. —Fruncí el
ceño cuando Linda siguió sin soltar a su presa y los guardias
del exterior seguían el espectáculo con una mezcla de
incredulidad, diversión y de no tener ni idea de qué hacer—.
Imagino que si ella quisiera asfixiarlo esa podría ser una
opción como cualquier otra. ¿Crees que debería ir a rescatarlo?
—No. —De repente me elevé en el aire y acabé en la cama
de Robert, aplastado contra su cuerpo, envuelto por su sábana
y rodeado por su pesado brazo—. No tengo ni idea de cómo he
acabado aquí contigo —dijo enterrando la nariz en mi cuello, a
pesar de que acababa de ser él quien me metió en su cama—.
Pero si puedo tenerte en mis brazos no quiero despertarme.
Sus palabras me dejaron petrificado. ¿Lo estaba diciendo
en serio o seguía durmiendo?
—Robert… —susurré inseguro.
—Gorrioncillo, deja que el mundo arda en el infierno, solo
permíteme disfrutar un poco más.
A la mención del apelativo cariñoso que solía usar
conmigo, me relajé entre sus brazos. No tenía ni idea de si
Robert estaba consciente o no y si sabía lo que estaba
hablando, pero sí que parecía tener claro con quién estaba y
eso era lo importante.
Una vocecilla chillona salida de un rincón oscuro de mi
mente me acusaba de ser un idiota y me recordaba que Robert
me había traicionado, la otra parte de mí, sin embargo, se
derretía en sus brazos y coincidía con él en que el mundo y la
realidad podían esperar.
—Te despertaré cuando se hayan ido —murmuré mientras
él ronroneaba satisfecho contra mi piel.
—Y recuérdame que contrate a Linda.
—Sería una excelente adición a tu compañía —coincidí—.
Apuesto a que sería una espía extraordinaria.
—Mhm, y también es capaz de sacar a Anthony de sus
casillas —dijo en un murmullo que se tornó cada vez más
débil mientras iba quedándose dormido de nuevo.
—¡Acabas de morderme el toto!
Fue un testimonio de que Robert se había vuelto a quedar
como un tronco el que no abriera los ojos con el grito exaltado
de Linda.
—¡Tú me has mordido primero! —gruñó Anthony.
Como pude me giré en los pesados brazos de Robert para
ver mejor qué era lo que ocurría. Anthony apareció al lado de
la cama vacía con los brazos estirados, llevando a Linda en el
aire, cogida por la cintura, como si fuera una olla a presión a
punto de explotarle en la cara.
—Mantén a esta tarada alejada de mí —exigió con un
sonido gutural casi ahogado, soltándola en el suelo y
largándose como si alguien acabara de meterle un petardo
encendido por el culo.
¿Era normal aquel tono rojizo de sus orejas?
—Esta tarada tiene nombre y es Linda, orangután sarnoso
—chilló ella tras él, recibiendo un sonoro portazo como
respuesta.
—Creo que acabas de crearle un trauma. —Ahora que
Anthony ya no estaba, ni siquiera hice el intento por reprimir
mi sonrisa de oreja a oreja—. No creo que haya conocido a
muchas mujeres que hayan tratado de estrangularlo con su…
toto.
Linda encogió un hombre.
—Pues él se lo ha perdido, mi toto es precioso y huele y
sabe a toto gourmet —soltó ella con las manos en las caderas.
En cuanto dejó de mirar la puerta, lanzó su bolso sobre el
colchón libre, trepó sobre la cama y se abalanzó sobre mí sin
que le importase que Robert estuviera a mi espalda.
—¡Jasha! ¡Dios! ¿Tienes idea del susto que me has dado?
Cuando me dijeron que habías estado secuestrado casi me da
un chungo. Y luego encima me entero de que eres un héroe y
que ayudaste a Liv a escapar y, para rematar, que el famoso
Robert Steele te rescató a ti y que te sacó en brazos de la zona
de peligro protegiéndote con su cuerpo y pegándole voces a
los médicos para que dejaran lo que sea que estuvieran
haciendo para atenderte y… —Mientras ella seguía
cotorreando sin parar, el brazo de Robert iba ciñéndome más y
más contra él, como si temiera que ella fuera a apartarme de él
y él no estuviera dispuesto a permitir que le robaran su osito
de peluche favorito.
No sabía si sentirme feliz o insultado.
—Linda, nena, podrías tomar aire por un momento y de
paso dejar que yo también respire —pregunté escupiendo un
mechón de sus cabellos rubios en tanto trataba de aligerar sin
éxito el agarre que Robert tenía sobre mí.
¡Dios! Ese hombre tenía brazos de hierro hasta cuando
estaba inconsciente.
—¡Ups! ¡Sí, claro! ¡Perdón! Es que estaba tan… un
momento… —Los ojos de Linda se abrieron como platos al
percatarse al fin de que la mole a mi espalda no era una joroba.
No hubo nada que pudiera hacer para evitar que el calor se
me acumulara en la cara cuando sus ojos regresaron a mí
llenos de acusación.
—Linda, escucha…
—¡Ese es Robert! —siseó por lo bajo—. ¡Tu Robert! ¡Y
ahora hasta estáis juntitos en la cama de un hospital!
—Sip, eso parece —repliqué, olvidándome de cualquier
intento de justificarme hasta que se le pasar el estado de
excitación o enfado o lo que fuera que estaba experimentando.
Ella frunció los labios pensativas, pasando la mirada de
Robert a mí y viceversa, mientras abría su bolso, sacaba una
lata de refresco de naranja, le metía una cañita y tomaba un
sorbo antes de acercármela a los labios para dejarme beber.
Casi gemí de placer ante el fresco dulzor que me descendió
por la garganta y me invadió la boca con un estallido de sabor.
¡Caray! Sí que había echado de menos eso de beber algo con
sabor en los últimos días. Tanta agua mineral no podía ser
sana, al menos no para la salud mental.
—Bueno, y entonces —comenzó Linda. Colocó la lata
sobre la mesita a su espalda y ahuecó la almohada para
ponerse cómoda en mi cama como si estuviéramos en una
fiesta de pijamas y aquello fuera lo más normal del mundo—,
ahora que te has convertido en el amante de un hombre rico y
protector, no irás a olvidarte de mí, ¿no?
Agradecí que ahora al menos mantuviera el tono bajo y
confidencial.
—¿De dónde has sacado esa estúpida idea? —resoplé.
—¿Cuál? —Linda puso un mohín—. La de que ahora eres
un niñato rico y protegido o la de que te olvidarás de mí.
—Las dos.
—Ahhh, bueeenooo… —estiró las palabras con una
entonación cantarina—. Imagino que en la primera tendrá algo
que ver eso de que delante de tu puerta haya seis guardas de
seguridad y que, para dejarme pasar, no solo ha tenido que
darme el visto bueno Dimtri Volkov, sino también ese Bigfoot
buenorro que me ha mordido el chichi y que, supongo que
trabaja para tu Robert Steele; el mismo que está acostado a tu
espalda en la cama y el mismo que te hizo chillar como un
cerdo el día de su linchamiento hace menos de dos meses, y
sobre el que jamás me comentaste que habías vuelto a ver e
intimado tanto como para compartir camas de hospital.
Encogí la nariz ante su definición de cómo me había
puesto a gritar aquella inolvidable noche en que lo conocí y
eché una rápida ojeada sobre el hombre para comprobar que
Robert seguía dormido. La descripción de cómo me había
comportado aquella primera noche en el club con él era,
cuando menos, humillante. Traté de ignorar el comentario para
centrarme en la información relevante.
—¿Hay seis guardas apostados delante de la puerta?
—Dos de la Bratva y cuatro con unos uniformes negros
que parecen sacados de una peli porno sobre fantasía militar.
Es imposible que en la vida real haya tantos tíos buenorros en
una misma unidad —explicó ante mi mirada sarcástica—. Son
los que me pidieron la autorización de ese tal Anthony.
Mi corazón se encogió ante la mención de los hombres de
la Bratva.
—¿Te ha dado la impresión de que los de la Bratva puedan
estar vigilándome para que no pueda escaparme?
—¿Qué has hecho? —preguntó con sospecha.
El pulgar de Robert comenzó a trazar pequeños círculos
sobre mi estómago, como si hubiese sentido mi alteración.
Solté un suspiro.
—Es complicado.
—¿Tengo que preocuparme? —A pesar de su pregunta, sus
ojos ya se encontraban llenos de preocupación.
—No lo sé —admití. Sospechaba que sí. A aquellas alturas
no solo habían averiguado que era homosexual, sino también
que había estado viviendo con Robert y puede que hasta
supieran que él me usó para sonsacarme información. Me callé
esos datos. No iba a asustarla sin necesidad. No cuando lo que
sea ya no tenía solución y yo me sentía demasiado cansado
para seguir luchando.
—¿Y los hombres de Robert? —insistió ella—. ¿Tampoco
crees que estén ahí para protegerte?
—No lo sé —repetí—. Puede que solo estén por Robert.
Anthony dijo que quería tenernos protegidos a ambos, pero yo
ya no sé lo que pensar.
Sus hermosos ojos azules se llenaron de simpatía.
—¿Y no crees que la respuesta más sencilla es la más
probable?
—¿Y cuál se supone que es esa respuesta «más sencilla»?
—pregunté con ironía.
—La de que están ahí afuera asegurándose de que nadie
pueda hacerte daño o secuestrarte de nuevo.
Hace dos días le habría rebatido esa teoría. Hoy no tenía
nada que contestarle a eso. Había sido lo bastante importante
para Robert como para que se preocupara de venir a
rescatarme, de apoyar a mi familia y de guardar mi cama él en
persona. ¿Qué significaba que hiciera esas cosas por mí? Esa
era la parte que no terminaba por tener claro. Podía ser que me
amara, que se sintiera responsable de mí o simplemente que
me tuviera cariño después del tiempo que pasamos juntos.
Fue casi por instinto que busqué la mano de Robert sobre
mi estómago y, como si quisiera darme una respuesta, cambió
la posición de su mano para englobar la mía y entrelazar
nuestros dedos. ¿Era posible que en su inconsciencia tuviera
ese tipo de gestos posesivos y protectores si no sentía nada real
por mí?
—Sigues sin haberme respondido a lo otro —presionó
Linda, sacándome de mis cavilaciones.
—¿A qué? —pregunté distraído.
—A si me dejarás volver a participar alguna vez en una de
esas sesiones sexis con tu Dios personal.
Alcé ambas cejas.
—¿Ves a mi Dios personal por aquí?
—Sip, justo ahí a tu espalda y acaba de gruñir, por cierto.
Creo que acabas de ofenderlo.
Como si coincidiera con ella, Robert volvió a soltar un
sonido ronco justo en el hueco de mi garganta, arrancándome
un estremecimiento.
Me negué a sucumbir al sentimiento que me invadió y que
se parecía demasiado a la esperanza. No podía ni debía
dejarme llevar por algo tan efímero como la esperanza solo
porque Robert estuviera allí conmigo, no después de todo lo
que me había hecho y la forma en la que me había utilizado.
Además, el que estuviera allí, en aquella misma habitación,
había sido cosa de Anthony.
—¿No crees que es hora de que en vez de vivir tu
sexualidad a través de mí empezaras a vivir tus propias
fantasías? —le repliqué a Linda en un intento por cambiar la
dirección de la conversación. Me arrepentí en cuanto atisbé el
dolor y la humillación en sus ojos y le atrapé la mano para
apretársela—. No lo he dicho como crítica o porque ya no
quiera compartir experiencias contigo, solo que mi vida ahora
mismo está patas arriba y, además… —Sabía que me
arrepentiría de confesarle aquello, pero habría hecho cualquier
cosa por borrarle aquella expresión de los ojos—. Ahora tengo
un nuevo fetiche y no tengo muy claro que vaya a atraerte.
Gemí para mis adentros cuando sus ojos se iluminaron y
tocó las palmas.
—¿Qué nuevo fetiche y por qué no me lo has contado aún?
Cerré los ojos y conté hasta diez para armarme de valor.
—He descubierto que me gusta la ropa interior femenina o,
bueno, no necesariamente solo la femenina. Me gusta la ropa
interior sexy en general y por sexy me refiero a suave contra la
piel, sugerente, con transparencias, con encajes y sedas y
terciopelo y… y eso. —Finalicé con brusquedad al darme
cuenta, por primera vez, del hecho de que tanto Robert como
yo llevábamos camisones hospitalarios, de que el mío se había
abierto por detrás dejando mi trasero expuesto y que la fina
tela del de Robert no hacía ni lo más mínimo por ocultar el
hecho de que se había empalmado contra mis nalgas y que se
estaba creando una pequeña zona húmeda sobre mi piel—.
También me he probado un vestido, pero eso no acabó bien y
no creo que quiera volver a probarme uno a corto plazo —
balbuceé.
¿Había pensado que los ojos de Linda se habían
iluminado? Ahora, abiertos de par en par, parecía que
estuvieran reflejando los fuegos artificiales del cuatro de julio.
Y eso que ella no tenía ni idea de que el glande de Robert
había comenzado a pulsar como si tratara de transmitirme un
mensaje en morse.
—Cierra la boca, estás empezando a babear —mascullé
tratando de parecer irritado para ocultar mi repentina
agitación.
—¿Babear? —espetó incrédula—. ¡Estoy a punto de tener
un orgasmo!
—¡Linda! —siseé para disimular un gemido cuando
Robert se apretó contra mí. —¡Jesús! Entre los dos iban a
acabar por provocarme un infarto.
Su repentina seriedad me hizo tensarme.
—Jasha, sabes que te adoro y que eres mi mejor amigo,
¿verdad?
—¿Sí? —Mi tono salió casi como un silbido de agudo que
era.
¿Se había dado cuenta de que estaba poniéndome duro en
una habitación de hospital con un hombre que, posiblemente,
siguiera inconsciente a mi espalda.
—Entonces dime… ¿qué quieres a cambio de dejarme
participar con vosotros aunque solo sea una sola vez más?
Prometo que me limitaré a mirar y que no voy a tocar a tu
maromo ni nada por el estilo, pero por favor, por favor, por
favor, necesito veros juntos, en especial contigo vestido con
cosas sexis. Y sí, ya sé que también tengo que encontrar mi
propio escape sexual, preferentemente en la forma de un tipo
cachas, guapo y rico como el tuyo. —Tragué saliva, rezando
porque Linda siguiera con su diatriba de sinsentidos, al sentir
cómo, al moverse Robert, su camisón parecía haberse elevado
varios centímetros y que ahora podía sentir la cálida piel de
sus muslos rozándose contra los míos. Empezaba a dudar de
que siguiera dormido—. Aunque, pensándolo, —Linda se
mordió los labios, inconsciente de lo que sucedía bajo las
sábanas—, uno oscuro y gruñón como el Bigfoot de ahí afuera
también me valdría. Pero hasta que lo haga, por favor, déjame
presenciarlo una sola vez más.
—¿Lo estás diciendo en serio? —raspé sin saber muy bien
a dónde mirar para que ella no se diera cuenta de mi
desasosiego y falta de aliento.
—Los dos sabemos que ahora ya no podré dormir ni
masturbarme con otra cosa que no sea imaginándome a los dos
haciéndolo y contigo vestido con ropa interior femenina.
La firme mano de Robert me apretó contra él, incendiando
una hoguera en mi vientre. Nop, definitivamente ya no estaba
dormido.
—¡Linda! ¡Deja de decir sandeces! —grazné con un tono
chillón.
—Y te prometo que te presto los disfraces que me pongo
para las actuaciones en el club —siguió con un mohín e
ignorando cualquiera de mis protestas—. Y estoy dispuesta
hasta a tomar prestado los de las otras chicas, aunque me
maten si se dan cuenta.
Pasándome una mano por la cara gemí.
—¿Alguna vez te han dicho que eres un monstruo?
Ella sonrió como si acabase de lanzarle un piropo.
—Ah, pero ¿alguna vez has visto un monstruo más sexy y
adorable que yo? —demandó, moviendo las cejas con un gesto
cómico.
Fui a contestarle a eso cuando giró la cabeza hacia la
puerta, sus ojos se abrieron alarmados y de repente se puso
colorada.
—¿Linda?
Seguí su mirada y mi corazón se saltó un latido al
descubrir a Anthony mirándonos con la mandíbula apretada y,
entrando detrás de él, a Dimitri Volkov.
57

—Ehmmm… —Linda gateó a tropezones fuera de la cama,


sus tacones enganchándose en las sábanas y su nerviosismo
evidente—. Bueno, os dejo a solas. Tengo que… eh… hacer…
cosas —farfulló recogiendo apresurada su bolso.
Solo se detuvo al darse cuenta de que me había quedado
paralizado. Linda miró de mí a los hombres que acababan de
entrar y titubeó—. ¿Quieres… necesitas algo antes de que me
vaya? Puedo quedarme si quieres.
Su indecisión me sacó del trance. Aunque hubiera dado
cualquier cosa porque se quedara conmigo, sabía que lo mejor
era que no estuviera presente para lo que estaba a punto de
suceder. Forcé una sonrisa y alargué la mano para darle un
delicado apretón a la suya.
—Dales recuerdos a las chicas de mi parte.
—Lo haré, todas te echan mucho de menos. —Linda se
inclinó a darme un beso en la mejilla—. Y no creas que se me
va a olvidar eso de lo que estábamos hablando —me susurró al
oído con un guiño travieso que era tan fingido como la débil
sonrisa que le ofrecí.
—Me preocuparías si lo hicieras.
Linda asintió y, evitando la ojeada fija de Anthony, se
escurrió por el lado de mi pakhan para escapar y cerrar la
puerta tras ella.
Tragué saliva cuando la mirada de los dos hombres se
centró sobre mí. El ceño de Anthony se mantenía fruncido y la
ceja de Dimitri arqueada. El calor se agolpó en mi rostro
cuando traté de zafarme del abrazo de Robert y lo único que
conseguí fue que me sujetara con más énfasis contra él y se
moviera para recuperar su posición contra mis nalgas.
Mortificado cerré los párpados, rezando porque la tierra
me tragara o que al menos mi muerte fuera rápida. Para mi
sorpresa, el primero que habló no fue mi pakhan como había
esperado.
—Llegamos a un acuerdo, Dimitri. —Las palabras de
Robert retumbaron por la habitación con una exigencia y
frialdad que no se parecía en nada al tono adormilado que
había usado antes, a pesar de que no se movió ni me soltó—
¿Qué haces aquí?
—Un acuerdo que empiezo a entender cada vez mejor —
replicó Dimitri con sequedad, metiéndose las manos de forma
relajada en los bolsillos—. Pero que no cambia el hecho de
que Jasha sea uno de mis hombres y que siga teniendo derecho
a preocuparme por él.
Con un rugido que me hizo encogerme por dentro, Robert
se giró, usó el mando de la cama para incorporarse hasta
quedar sentado y nos reajustó al cojín y a mí, hasta dejarme
sentado sobre su regazo.
Si el diablo me hubiera ofrecido hacerme desaparecer en
ese instante, a cambio de mi alma, habría firmado sin
pensármelo.
—Robert —murmuré en un intento por llamarle la
atención y hacerle entender que, por muy drogado que
siguiera, no era el momento de usarme como su osito de
peluche personal.
Como era de esperar me ignoró.
—El acuerdo era la amnistía para Jasha, con independencia
de las circunstancias —le dijo a Dimitri—. Siempre que no
hubiera dañado de forma irreparable a nadie de la hermandad
y que, a partir del rescate, quedaría libre de la Bratva.
En mi ojo saltó un pequeño tic que se acompasó a los
latidos de mi corazon. ¿Robert había negociado mi libertad?
—Y yo accedí a la amnistía —coincidió Dimitir—, pero
dejé muy claro que el salir de la hermandad era una elección
que solo Jasha podía tomar. —Sentí a Robert tensarse debajo
de mí, pero Dimitri se adelantó a él con determinación—. Será
una decisión de la que hablaremos el y yo en privado y eso es
algo no negociable y ambos respetaremos su elección.
Creo que Robert habría estado dispuesto a rebatirlo, de no
ser porque en el pasillo sonaron las voces airadas de una mujer
fuera de sí, que me provocaba tanto ganas de esconderme
como de sacarle los ojos y clavarlos en un palo y comérmelos
hechos a la barbacoa… junto a su corazón… y sus entrañas…
y… vale, no me las comería yo, pero se las daría a Karl o a
Pietro para que se la comieran ellos y pudieran envenenarse
con su toxicidad.
—Esther —gimió Anthony—. Ya sabía yo que tanta calma
no podía durar. —Se pasó una mano por la nuca y sacudió la
cabeza con resignación—. Voy a intentar comprarte tiempo,
Rob, pero no te prometo nada. Lleva días queriendo hablar
contigo y está empezando a volverse agresiva. —Sus ojos se
posaron sobre mí—. Aunque creo que será peor si entra ahora.
—No. —El brazo de Robert se ciñó a mí como un cinturón
de seguridad cuando intenté bajarme de su regazo.
Anthony soltó un suspiro y se dirigió a la puerta
mascullando algo inteligible, mientras mi pakhan permaneció
impasible en su sitio estudiándonos. Me moví incómodo sobre
el regazo de Robert, solo para que él me diera un beso en el
hueco de hombro que el ridículo camisón había dejado al
descubierto.
—No pienso seguir ocultándome —afirmó con firmeza, no
sé si para informarme a mí, a Dimitri o a él mismo.
Mi pakhan se limitó a hacer un gesto con los labios que
pareció más una confirmación de que lo entendía que disgusto.
—Nadie os ha pedido que lo hagáis. Aunque tengo que
admitir que nos haría las cosas más fáciles a todos si lo
mantuvierais en privado hasta que zanjemos el asunto de si
Jasha permanecerá o no en la hermandad.
—Jasha no permanecerá con vosotros —declaró Robert
con firmeza.
—Dice el hombre que tiene a una prometida rabiosa
formando un escándalo ahí afuera —contestó Dimitri con
impasibilidad.
Como si de repente toda la energía se hubiera esfumado de
su cuerpo, Robert dejó caer sus hombres y su sujeción sobre
mí se debilitó.
—Tienes razón. El único que puede tomar esa decisión es
Jasha. Respetaré lo que decida, siempre que tú me prometas
que no tratarás de presionarlo o chantajearlo.
Dimitri asintió.
—Tienes mi palabra.
Debería haberme sentido molesto de que estuvieran
hablando sobre mí en mi presencia sin siquiera preguntarme o
hablarme de forma directa ni una sola vez, pero por algún
motivo, me sentía demasiado embotado para que me
importara. No, eso ni siquiera era verdad. Estaba agradecido
de que lo hicieran y que no me empujasen a tomar una
decisión en ese momento.
—¿Qué estarías dispuesto a sacrificar a cambio de
deshacerte de esa mujer?
Alcé la cabeza, sin estar muy seguro de a quién se había
dirigido Dimitri, hasta que lo encontré manteniéndole la
mirada a Robert. Mi cuerpo entero se puso rígido,
preparándose para una respuesta que intuía que no iba a
gustarme.
—¿Si los milagros existieran? —se burló Robert con un
sarcasmo apagado.
—Si los milagros existieran —repitió mi pakhan sin
pestañear.
—Lo que me pidieran —replicó Robert sin dudarlo.
—¿El Inferno? —presionó Dimitri.
—Una parte es de Anthony. —Robert ni siquiera parecía
alterado por la sugerencia de que entregase su empresa más
rentable a cambio de liberarse de Esther. Porque de eso era de
lo que estaban hablando, ¿verdad?
—Tu parte y la de tu socio muerto, entonces. Una por
librarte de ella y otra por el padre.
—Me parecería un trato justo, suponiendo que, lo que sea
que estés planificando implique efectos secundarios que
puedan dañar a Jasha.
Mi mandíbula prácticamente se descolgó ante la respuesta
de Robert. ¿En serio estaba accediendo a aquella propuesta sin
saber siquiera en qué consistía?
La comisura de los labios de Dimitri se irguió de forma
casi imperceptible.
—¿A quién crees que preferiría Illir Zefi de yerno, a ti o a
Dragan Marku?
La pregunta de mi jefe hizo que Robert se sentara más
erguido.
—¿Tienes forma de convencer a Dragan para que se case
con Esther?
Dimitri encogió un hombro.
—Con Esther no, pero con la hija de Illir Zefi sí, en
especial si le ofreces un aliciente adicional como lo es el
Inferno.
—Hazlo —confirmó Robert decidido—. Pero en el trato se
incluye cualquier material que Illir o ella tengan para
chantajearme.
—Haré lo que pueda —afirmó Dimitri antes de lanzarme
una penetrante mirada a mí—. Te espero en mi casa para
hablar conmigo en cuanto salgas de aquí.
La rapidez con la que asentí debió de divertirlo a deducir
por la expresión de sus ojos.
—Pakhan, antes de que se vaya, ¿puedo preguntar por
cómo se encuentra Liv?
Cualquier trazo de humor desapareció de su rostro.
—Estamos tratando de solucionarlo, pero es mejor que
evites visitarla por el momento. Sascha o Tess pueden
mantenerte informadas. Tienes sus contactos, ¿no?
—Sí, gracias.
—Procurad salir cuanto antes de aquí. Preferiría que los
problemas empiecen a resolverse en vez de reproducirse.
Y con eso, Dimitri Volkov se fue, dejándonos a Robert y a
mí a solas.
—Parece que Esther se ha ido —dije al darme cuenta del
repentino silencio en el pasillo.
Robert soltó un pesado suspiro.
—Volverá, no te quepa la menor duda de ello y lo hará con
refuerzos. Tu jefe tiene razón, cuanto antes salgamos de aquí,
mejor.
—Eso que has dicho antes, sobre que estás dispuesto a
ceder el Inferno a cambio de deshacerte de ella, ¿lo decías en
serio?
Contuve mi aliento hasta que Robert me cogió por la
barbilla y me obligó a mirarlo.
—Jamás vendería mi parte del Inferno por ella —aclaró,
haciendo que mi interior se llenara de humillación—. Es por ti
por el que estoy dispuesto a darlo todo. Podrían haberme
pedido mucho más y habría accedido sin pensármelo.
—Oh.
Sus labios se ladearon.
—Sí, oh.
—¿Porqué? —susurré tan bajo que debió de haberme leído
los labios para poder entenderme.
—Si eres sincero contigo mismo, lo sabes de sobras,
gorrioncillo.
—Pero en el informe…
—Firmé un trabajo y fue antes de conocerte. Es lo que
hago, y tú, siendo de la Bratva deberías saberlo mejor que
nadie —explicó con suavidad—. Eras un número y una foto,
nada más. No hasta que te conocí y me topé con tus ojos
azules rogándome que te viera de verdad. Desde el mismo
instante en el que te entregaste a mí como nadie había hecho
antes, supe que te quería para mí y que, por mucho que tratara
de olvidarte iba a ser imposible. Deja que termine de
explicarme, gorrioncillo —me acalló antes de que pudiera
hacer algo más que abrir la boca.
—Vale.
—Al principio me resistí. No porque no estuviera seguro
de lo que sentía por ti o porque tuviera dudas sobre el hecho de
que quisiera estar contigo, sino por Esther y por miedo del
daño que pudiera hacerte. Parecía un callejón sin salida. Pero,
excepto tú, creo que todo el mundo se dio cuenta enseguida de
que me tenías reatado alrededor de tu dedo meñique. ¿Por qué
crees que Anthony te recibió con tanta animosidad? ¿O porqué
Esther reaccionó con tanta vehemencia contigo cuando nunca
le importaron realmente las amantes que tenía?
—¿Pero qué hay de ese trabajo? —pregunté antes de
permitirme el lujo de dejarme llevar por la esperanza.
—¿Alguna vez te pregunté algún dato realmente
significativo sobre Liv o la Bratva?
No pude más que negar con la cabeza.
—No que yo sepa.
—No lo hice por la simple razón de que no quería
involucrarte en todo ese asunto. Retirarme de mi compromiso
habría sido un golpe para la fiabilidad de mi empresa, pero la
principal razón por la que no rompí el contrato fue porque
mientras contara con la confianza de mi cliente, podía seguir
recibiendo información de él, una información que me
permitió salvarte a ti y a Liv en más de una ocasión.
—¿Entonces no me apartaste de Liv para que fuera un
objetivo más fácil? —me aseguré.
—Los dos sabemos que Sokolov jamás dejaría a Liv sin
protección. Te aparté de ella porque quería tenerte conmigo,
pero también porque tu cercanía y amistad con ella te estaban
convirtiendo en un objetivo. Los dos estabais más seguros con
otros guardaespaldas a su disposición. ¿Eso tiene sentido para
ti? —preguntó cuando tardé en responder.
—Sí, sí que lo tiene —admití.
—Entonces entiende también esto, gorrioncillo. —Robert
me acunó la cara, mirándome con una mezcla de gravedad y
ternura—. Te amo, y eso es algo que jamás he sentido por
nadie antes. Comprendo que estés enfadado conmigo porque
tuviera secretos y que no te los confiase, pero para mí eres
como el aire que necesito para respirar y, ahora mismo, estoy
dispuesto a rezar para que se produzca el milagro que nos ha
prometido Dimitri Volkov, porque no me imagino viviendo si
no es contigo en mi vida. Y si tú quedas libre de la Bratva y yo
de mi compromiso con Illia Zefi, entonces ya no hay nada que
nos impida estar juntos, ni siquiera los imbéciles que no
comprendan que dos hombres puedan amarse igual o más que
cualquier tipo de pareja hetero.
Me mordí los labios con un resquemor en los ojos, pero me
negué a dejarme llevar por la tentación de lanzarme sobre él
para dar rienda suelta a todo el amor que me embargaba por él.
—Gorrioncillo, ¿qué ocurre?
—Tienes razón, tú no eres el único que tiene secretos. Y el
mío…
—Eh, eh, no llores, cielo. ¿Por qué lloras?
—Dimitri o tú habéis mencionado las condiciones para que
me deje marcharme de la Bratva.
—Que no le hayas causado un daño irreparable a alguien
de la hermandad —especificó por mí, sus ojos recorriéndome
el rostro en busca de una respuesta.
—Me temo que sí que lo he hecho —musité con mi
corazón resquebrajándose por haber tenido el paraíso a mi
alcance por una vez en mi vida y tener que presenciar cómo se
me escurría la oportunidad entre los dedos.
58

—Siéntate, Jasha —me indicó Dimitri Volkov sin alzar la


cabeza de los documentos que estaban esparcidos sobre su
mesa de escritorio.
Cuando un pakhan te ordena que te sientes, te sientas y, de
paso, te mantienes quieto y callado, con independencia de que
prefirieras mantenerte de pie o de que tengas la urgente
necesidad de agitar una pierna con un tic nervioso.
Mordiéndome los labios me retorcí las manos sudorosas
mientras trataba de mantener los talones pegados al suelo. Lo
único que podía hacer para distraerme era estudiar el
despacho, pero la verdad es que era simplemente eso, un
despacho de un hombre poderoso que tenía lo típico que uno
espera encontrar en ellos: muebles enormes y pesados de
madera, estanterías con libros y archivos, un ordenador de
marca y documentos pulcramente ordenados sobre la mesa.
Solo había dos cosas que no terminaban de encajarme en aquel
conjunto: una vieja regla de madera en su elegante lapicero (y
cuando digo vieja, me refiero a vieja y no antigua) y una
máscara de diablo colgada en la pared.
—Steel quiere que te saque de la Bratva. —Me giré
sobresaltado hacia Dimitri Volkov, quien ahora se encontraba
echado atrás en su sillón y me contemplaba con sus
inteligentes ojos azules—. Lo que me interesa descubrir ahora
es si eso es lo que también deseas tú.
—Señor, yo…
—Antes de que continúes —me interrumpió con calma—.
He de advertirte que detesto que me mientan. —Cuando me
vio apretar los labios, soltó un pesado suspiro y se presionó el
puente de la nariz—. De acuerdo, voy a ser yo quien va a
empezar por ser sincero. —Se inclinó hacia delante y apoyó
los brazos cruzados sobre el escritorio—. Después de lo que vi
el otro día en el hospital, me harías un favor alejándote de la
hermandad. No porque me importe a un nivel personal que
mantengas una relación personal con Robert Steele, sino
porque me ahorrarías un dolor de cabeza recurrente. Conoces
tan bien como yo a la vieja guardia y sus ideas retrógradas y lo
que eso implicará cuando se enteren.
Tuve que hacer el esfuerzo voluntario de cerrar la boca
después de que prácticamente se me descolgara la mandíbula.
—¿Señor, me está diciendo que quiere que deje la Bratva?
—me aseguré de haberlo entendido bien.
Dimitri soltó una carcajada seca.
—Los dos sabemos que nadie deja la Bratva, al menos no
vivo. Si pudiera hacerse, yo y la mitad de la nueva generación
de la hermandad ya lo habríamos dejado.
—Pero entonces… —Sacudí confundido la cabeza e
intenté que no se me notara en el semblante la decepción que
acababa de apoderarse de mí—. No entiendo lo que quiere de
mí entonces, pakhan.
—Nadie puede dejar la Bratva —repitió—, pero la Bratva
podría alquilarle un experto francotirador o un especialista a
una empresa de mercenarios como la Robert Steele. O, lo que
es lo mismo, yo podría firmarle un contrato de cesión a Steele
a cambio de que en determinadas ocasiones nos prestara algún
servicio o nos proporcionara información de interés.
—¿Y estarían el señor Steele y usted dispuestos a llegar a
un acuerdo así? —pregunté con cautela. Robert no me había
comentado nada al respecto.
—Sí. Siempre que tú aceptes —determinó Dimitri—. No
es la libertad que probablemente desearías o esperabas, pero es
lo más cercano que puedo ofrecerte teniendo en cuenta las
normas por las que nos regimos. Puedo ser el pakhan, pero
incluso yo tengo que respetar ciertas reglas si no quiero tener a
manos una rebelión. Lo entiendes, ¿no?
—Sí, sí claro.
Siempre habría gente demasiado ambiciosa que quería
hacerse con el puesto del pakhan. Darles una excusa para
intentarlo era lo último que le hacía falta.
—¿Y entonces, qué es lo que decides? —demandó mi jefe.
—Yo… —tragué saliva y crucé los dedos porque nada de
aquello fuera una broma de mal gusto o una trampa—. Me
gustaría aceptar.
Dimitri Volkov empujó unos documentos y un bolígrafo en
mi dirección.
—Steele y su socio ya han firmado, la única firma que
falta es la tuya. —Esperó a que yo cogiese los contratos para
revisarlos—. Lo primero es la declaración del perdón de
cualquier posible falta que hayas podido cometer en el seno de
la Bratva hasta hoy, para lo que se ha incluido una lista de esas
posible faltas y un apartado expreso en el que te autorizo a
ejercer tu homosexualidad con libertad. —Dimitri carraspeó
incómodo—. Siento esa cláusula, pero eso garantizará que,
aun en el caso de que me ocurriera algo, estarías protegido.
—No, no, está bien —le aseguré. Podía ser humillante que
me hiciera falta su permiso para ser quien era, pero no podía
negar el alivio que me producía que no tuviera que volver a
temer la reacción de la hermandad ante mis elecciones
personales. Me daba igual que les desagradara o no, pero al
menos no podían tratar de imponerme a mí o mi familia un
castigo por ello.
Cuando mi mirada repasó la lista de los delitos que se me
perdonaba y aquellos que quedaban exentos de perdón, mi
estómago se volteó.
—El segundo documento es el de la cesión, como
comprobarás estipula tu sueldo mensual y tus derechos, en los
que hemos añadido una cláusula por la que puedes romper el
contrato con la empresa de Steele si así lo decidieras y
regresar. Quería que supieras que siempre tendrás las puertas
abiertas para volver con nosotros. Más allá de una
organización, la hermandad es una familia en la que les
guardamos la espalda a los nuestros. En cuanto a tus
obligaciones, Steele se negó a reflejarlas, aduciendo que no
pensaba obligarte a hacer algo que no quisieras.
—Gracias, señor —murmuré con el calor invadiéndome
las mejillas.
—Tus hermanas mantendrán las becas que les hemos
ofertado hasta ahora. Tu madre ha rechazado la generosa
mensualidad que Robert estaba dispuesto a pasarle, pero ha
aceptado un puesto de atención al público en una de sus
empresas. Tendrá un sueldo que le permitirá ser independiente
y un seguro médico para ella y tus hermanas. Mis abogados
han revisado su contrato y es impecable.
—¿Mi madre ha hablado con usted y con Rob… con el
señor Steele?
El pakhan arqueó una ceja.
—¿Pensaste que iba a arriesgarme a que alguien pudiese
aprovecharse de una de nuestras viudas y sus hijas? Tal vez no
estoy siempre al tanto de lo que ocurre a mi alrededor, pero
cuando tengo la oportunidad de proteger a uno de los nuestros,
intento hacerlo —añadió con una suavidad que me hizo
preguntarme cuánto sabría de lo que había ocurrido en mi
casa.
—Por supuesto, señor.
—Jasha, ¿por qué no estás firmando el contrato? —Su
mirada se dirigió al lugar en el que mis dedos se encontraban
contraídos alrededor del bolígrafo, dejando una mancha de
tinta sobre el papel.
Por unos segundos cerré los párpados y solté el bolígrafo
como si me quemara. Cuando abrí los ojos de nuevo, me
enfrenté a los ojos azules que pronto iban a dictar mi suerte.
—No puedo. No estoy seguro de que cumpla con los
requisitos que se requieren para mi amnistía.
—Ve al grano —exigió—. ¿Qué hiciste?
Fue casi imposible tragar el enorme nudo que se me formó
en la garganta. Era ahora o nunca. Podía callármelo, pero no
quería pasarme el resto de mi vida mirando por encima de mi
hombro y temiendo que alguien me hubiese descubierto y
venía a por mí. Lo había hablado con Robert, pero lo único
que había dicho era que me apoyaría en lo que decidiera hacer.
—Maté a mi padre —escupí las palabras como si
estuvieran pudriéndome desde dentro.
Dimitri me estudió con cautela.
—¿A Sergei?
Parpadeé. Aquella era la última pregunta que me habría
esperado. Parecía que mi madre había sido exhaustiva en lo
que le contó sobre nosotros. No podía decir que me disgustara,
pero habría preferido mantener esa información privada.
—No, a mi padre oficial —especifiqué.
Los hombros de Dimitri se relajaron.
—¿Tienes intención de ir difundiendo esa información por
ahí?
—¡No! Por supuesto que no.
—Entonces, si crees que podemos mantenerlo en esta
oficina, no veo cuál es el inconveniente. Estabas
defendiéndote a ti y a tu familia. Considero que era tu derecho
el acabar con la amenaza que representaba para todos
vosotros.
—¿Señor? —pregunté confundido. ¿Por qué hablaba como
si no le sorprendiera siquiera?
—Hijo, a tu padre lo mataron con una de nuestras balas y
con una Grach —explicó como si me hubiera leído el
pensamiento—. ¿Tan tontos nos crees a Sokolov y a mí como
para que no pudiéramos sumar dos más dos? Nos había
llegado cierta información que estábamos investigando con la
intención de tomar manos en el asunto. Lo que hiciste,
básicamente nos ahorró el tener que acabar con esa basura
humana por nuestra cuenta.
—Pero…
—No eres el único que ha matado a su padre, ni serás el
último. Algunos cabrones están mejor enterrados a tres metros
bajo tierra. Mantén lo que has hecho en secreto, pero si alguna
vez sale a la luz, yo y Sokolov asumiremos la responsabilidad
y confirmaremos que actuaste bajo nuestras órdenes.
Había oído rumores sobre que Dimitri había sido quien
acabó con el viejo pakhan, su padre. ¿Estaba confirmándome
que eran ciertos esos cuchicheos?
Cuando me mantuvo la mirada, asentí, firmé y le devolví
el contrato, quedándome con mi amnistía. Dimitri le echó un
vistazo a los documentos y los dejó a un lado de su mesa de
escritorio.
—Y con eso, creo que este asunto queda zanjado.
Recuérdale a Steele que yo y Sokolov ya estamos en paz con
él.
Salí del despacho del que había sido mi jefe hasta hoy,
turbado. Debería haberme sentido libre, pero algo seguía
cohibiéndome.
—¡Aquí estás por fin!
—¿Tess? —me paré frente a la chica que debía de tener
unos buenos seis años menos que yo, a pesar de estar casada
con mi pakhan.
—Ven conmigo —me ordenó. Cogiéndome del codo me
guio a una puerta al otro lado del pasillo.
Tan pronto entré tras ella, fue fácil identificar otro
despacho, pero donde el del pakhan era austero y elegante,
éste era… difícil de describir.
—¿Qué? —demandó Tess al darse cuenta de que me había
quedado parado debajo del umbral—. ¿No te parece un
despacho apropiado para la esposa del pakhan? —me retó.
Repasé las paredes de un vibrante color turquesa, las frases
motivacionales enmarcadas, la estantería que contenía cinco
archivadores y tropecientas novelas de vivos colores y la
canasta de baloncesto que tenía una papelera de gatitos justo
debajo, además de las docenas de cajas decoradas que estaban
amontonadas de forma desordenada por el suelo.
—Ni siquiera sabía que a las esposas de los pakhan les
hiciera falta un despacho —admití acercándome a la estantería
para sacar un libro solo para devolverlo apresurado a su sitio
después de atisbar a dos hombres besándose en la portada.
—Mmm… puede que tengas razón. —Tess cruzó los
brazos sobre el pecho y ladeó la cabeza con una chispa de
picardía que me hizo ponerme alerta—. Creo que Dimitri
pensó lo mismo que tú, o al menos lo hizo hasta que descubrió
lo inconveniente que podía llegar a ser que, cada vez que le
hacía falta su despacho, lo estuviera usando yo.
Lo dijo tan en serio que me quedé parpadeando y, de
buenas a primeras rompió a reír y me dio una palmada en la
espalda.
—Ya aprenderás cómo funcionan esas cosas. Pienso daros
un curso acelerado a ti y a Liv, puede que a Sascha también,
porque está demasiado distraída últimamente como para que
no nos esté ocultando algo.
—¿De qué estás hablando?
—Ven, siéntate. —Empujó una silla en mi dirección y se
sentó tras su escritorio, ignorando por completo mi pregunta
—. Vamos a hablar de negocios.
—¿De negocios? Yo no tengo negocios.
Tess rodó los ojos y soltó un sufrido suspiro.
—Siempre te tomas las cosas tan al pie de la letra.
—Sí. No. No lo sé. —La verdad era que no solía hacerlo,
pero desde que había entrado en aquella habitación el mundo
de alguna forma parecía haberse vuelto del revés.
—De acuerdo, vamos a empezar desde el principio. —Tess
juntó las puntas de ambas manos y apoyó la barbilla sobre el
vértice del triángulo—. He pescado a Robert cuando salía de
hablar con Dimitri y también lo invité a venir aquí conmigo.
Mi relajación voló de inmediato por los aires.
—¿Robert ha estado aquí hablando contigo?
¿De dónde había sacado el tiempo de citarse con Dimitri y
su mujer cuando apenas habíamos salido del hospital hacía
unas horas?
—Sip y he de reconocer que tienes buen gusto, me cae
bien.
—¿Te cae bien? —me aseguré con cautela. Después de
criarme con mis hermanas y de haber vivido años rodeado de
bailarinas exóticas, intuía que algo fallaba en aquella
afirmación.
—Sip, y ya sé que ese hombre te usó de alguna manera
para sacarte información y que te mantuvo lejos de Liv, algo
que no vamos a perdonarle tan pronto —me aseguró—, pero
creo que deberías saber que he llegado a un acuerdo con él.
—¿A qué clase de acuerdo? —indagué con rigidez.
—¿Sabías que nunca tuve despedida de soltera?
—¿No? —Fruncí el ceño. ¿Qué carajos tenía que ver su
despedida de soltera en todo esto?
—Claro que no lo sabías, ni siquiera nos conocíamos hasta
que Liv nos presentó.
—Cierto —murmuré, dudando mucho que pudiera afirmar
que la «conocía». Había acompañado a Liv a verla al
mercadillo para que se fueran de compras juntas, y me había
cruzado algunas veces con ella, pero poco más.
—Bueno, la cosa es que ahora que Liv va a casarse con S.
he pensado que me gustaría organizarle una despedida de
soltera y, ya que estoy en ello, me voy a organizar mi propia
despedida de soltera también.
—¿Liv va a casarse con Sokolov? —Mis últimas noticias
sobre ella eran que seguía en el hospital y que la cosa no
pintaba bien.
—Sip, ellos aún no lo saben, pero estoy convencida de que
el destino se encargará de ello.
Por supuesto, eso tenía bastante sentido: ¡ninguno para ser
exacto!
—Tú ya estás casada —le recordé, prefiriendo cambiar de
tema.
Descartó mi intervención con un gesto de la mano.
—Detalles. Ahora que tengo amigos para celebrarla,
quiero mi despedida de soltera. Aunque… —Ladeó la cabeza
y me estudió tamborileando un dedo sobre sus labios—. Tal
vez deberíamos aprovechar y celebrar la tuya también de paso
o… ¡Mejor aún! Podríamos celebrar cada una de forma
independiente, de ese modo tendríamos tres fiestas y tres
excusas para celebrar. Por mi estómago se extendió una
sensación amarga.
—Yo no tengo ninguna boda a la vista.
Ella parpadeó dos veces.
—Aja.
—Y además, ¿qué tiene que ver todo eso conmigo? —
pregunté cada vez más desorientado, pero también irritado.
¿Por qué todo el mundo creía saber qué era lo que quería,
pensaba y sentía, sin preguntarme nunca por ello?
—Que he decidido que vamos a celebrar nuestras
despedidas en el Inferno.
—En ese caso deberías hablarlo con Robert, él es uno de
los dueño —repliqué con rigidez.
—Uhmmm… Ya he hablado con él, ¿lo recuerdas?
Empezaba a comprender por qué Dimitri le había puesto
un despacho para ella sola aunque no le hiciera falta. Si yo
hubiese sido su marido, me habría encargado de que su
despacho estuviera en la otra punta de la casa.
—Tess, —le pedí armándome de paciencia—, imagina por
un momento que soy tonto y que necesito que me expliques mi
papel en todo esto despacio y con claridad.
Ella arqueó una ceja y se tomó en serio el mirarme como si
fuera tonto.
—De acuerdo, deja de interrumpirme y tal vez lleguemos
al meollo de la cuestión.
Abrí la boca, pero volví a cerrarla.
—Adelante —mascullé.
—Robert ha estado aquí, le he contado mis planes y lo que
quiero de él. Al principio me dijo que era imposible, pero
luego accedió a un trato. —Alzó la mano y me detuvo cuando
fui a abrir la boca—. Le convencí de que, si conseguía que le
perdonaras todas sus traiciones y manipulaciones y que te
casases con él, incluirá una cláusula en el contrato de cesión
del Inferno que estipule un servicio de lujo para una despedida
de soltera en la fecha que decidamos.
Los siguientes minutos pasaron en silencio mientras nos
mirábamos el uno al otro. Me levanté despacio y apoyé ambas
manos sobre el ridículamente grande escritorio y me incliné
hacia ella asegurándome que nuestros ojos estuvieran al
mismo nivel.
—No sé quién carajos te crees que eres para meterte en mi
relación con Robert, pero estoy hasta las narices de que todo el
mundo se crea con el derecho a venderme al mejor postor sin
consultarme o sin tener en cuenta cómo me siento. —Si
Dimitri me encontrara hablándole así a su mujer, seguramente
me cortaría la cabeza de cuajo, pero lo cierto era que en ese
instante me importaba un carajo—. No estoy en venta, no soy
un objeto y si Robert quiere que me case con él, primero que
deje a su puñetera novia y luego que me lo pida él. ¿Me he
expresado con claridad?
Los labios de Tess se curvaron en una brillante sonrisa en
la que me enseñó sus blanquísimos dientes.
—Cristalina —contestó ni lo más mínimamente afectada
por mi exabrupto—. Y ahora siéntate. Liv, Sascha y yo hemos
decidido que deberías formar parte de las tres mosqueteras,
claro que ahora serían cuatro. ¿Te importa que mantengamos
el nombre en femenino? Es por no estropearlo y además
somos mayoría.
—¿De qué estás hablando? —¡Jesús! Empezaba a dolerme
la cabeza. Gracias a Dios, Linda y ella no se conocían aún—.
¿Acabas de escuchar lo que te he dicho?
Tess se puso seria, apoyó ambos codos sobre la mesa y
dejó caer la barbilla sobre sus manos entrelazadas.
—Te he oído a la perfección y me alegra que hayas
decidido que nadie más que tú tiene derecho a usarte o
venderte o a hablar en tu nombre. Es tu derecho y nadie te lo
debería haber quitado jamás y eso es justo lo que le contesté a
Robert cuando me propuso su trato.
—¿Le dijiste eso a Robert? —¿Por qué iba a hacerle una
propuesta si luego ella misma se retractaba y la consideraba
fuera de lugar?
—Sí. ¿Y sabes algo curioso? El también coincidía en eso
—continuó cuando negué con la cabeza—. Robert no quiere
que te manipule o que use mi influencia en la Bratva para que
te arrastres tras él.
Su comentario me dio pausa.
—¿Qué es lo que te ha pedido entonces?
Su semblante se iluminó con una sonrisa.
—Que le ayude a ser digno de ti y que esté a tu lado para
acompañarte y protegerte hasta que puedas volver a confiar en
él. —Cuando cerré mi boca y sacudí la cabeza, Tess me sonrió
con tristeza—. Tú eres el único que puede decidir lo que
quiere hacer con su vida, pero si te soy sincera, me dio la
impresión de que lo que Robert sentía por ti era sincero.
—Lo sé, es solo que… ¿cómo sé que esta vez es verdad?
—musité.
Era cierto que Robert y yo habíamos hablado y que podía
comprender las explicaciones que me había dado. Además,
parecía más que dispuesto a dejar a Esther aunque eso le
suponga enormes pérdidas, pero aun así, me costaba
entregarme del todo a nuestra relación cuando ella seguía
considerándose su novia.
—No podrás averiguarlo si no te arriesgas. Y no, no te
estoy diciendo que se lo pongas fácil para perdonarle, pero
aquí está la cuestión: ¿Vale la pena estar con él?
La respuesta obviamente era que sí. Había firmado el
contrato que Dimitri Volkov me ofreció y no había vuelto a
casa de mi madre al salir del hospital, sino a la mansión de
Robert. Fue un acuerdo mutuo, uno que ni siquiera llegamos a
discutir. Me estudié las manos. Tess parecía estar dando por
entendido que yo estaba siendo demasiado fácil con Robert y
nuestras circunstancias.
—Me aceptó tal y como era. Me dejó ser yo y me vio
cuando nadie más lo hizo —admití en un susurro, dándome
cuenta de que Robert había hecho mi vida entera más fácil.
¿Por qué no podía eso incluir también mi predisposición a
perdonarle? Cuando ella me dejó seguir hablando sin
interrumpirme, de alguna forma algo se desbloqueó dentro de
mí—. También me ha ayudado a aceptar partes de mí que
desconocía. Ha normalizado cosas hasta tal punto que ya no sé
lo que es extraño y lo que es «normal». ¿Es raro que me sienta
hombre y que no esté interesado en ningún cambio de sexo,
pero que me guste sentirme femenina y vulnerable en la
intimidad?
Ella se tomó su tiempo en reflexionar sobre mi pregunta.
—A mí me gustan las mujeres, algunas mujeres —se
corrigió—. Pero me gustan más los hombres y no me veo en
una relación sentimental con una mujer. ¿Crees que eso me
convierte en rara?
—No lo sé —admití con sinceridad.
—Yo tampoco sé si lo tuyo es raro, pero creo que las
rarezas de la gente las hace hermosa y especial.
Sin poder evitarlo bufé divertido.
—¿Me estás llamando hermoso y especial?
—Nah. —Tess me devolvió la sonrisa—. Especial sí que
eres, sino no te dejaríamos formar parte de las cuatro
mosqueteras, pero más que hermoso, que suena demasiado a
romance medieval del cursi, creo que eres lindo. Del tipo de
lindo que gusta abrazar, hacerle carantoñas y adoptarlo como
hermano menor.
Se me escapó un resoplido.
—No soy lindo, ya tengo tres hermanas y estoy seguro de
que te saco unos cuantos de años.
—Sí que eres lindo —insistió Tess convencida—. Liv
también lo piensa y ya no tienes tres hermanas, sino seis, ve
acostumbrándote.
Su afirmación me formó un nudo en la garganta. ¿Lo decía
en serio? De verdad me pretendían aceptar en su pequeño
círculo hasta ese punto? Sascha y Tess apenas me conocían,
aunque tenía que admitir que siempre me había sentido un
poco celoso de los lazos que había formada entre ellas y sobre
cómo quedaban para noches de pelis y palomitas o
simplemente para rajar.
—Me gusta ponerme ropa interior sexy de seda y encaje y
medias de liga —solté de sopetón sin venir a cuento.
Ella se congeló por un momento hasta que volvió a
ofrecerme una de esas enormes sonrisas.
—¡Voy a ser tu hermana favorita porque a mí también me
gusta y voy a ser la que se vaya contigo de compras!
Su entusiasmo resultaba contagioso.
—¿No estás enfadada conmigo porque no pueda ayudarte
con el tema del Inferno?
Cuando arqueó una ceja y puso un mohín debería haber
salido corriendo. Conocía ese tipo de mirada. No me había
criado con tres hermanas sin haber aprendido un par de cosas
sobre mujeres; en especial cuando el mohín acababa de
convertirse en una sonrisa cargada de empalagosa dulzura.
—¿Ya has hecho la lista de tareas y exigencias para que
Robert pueda rogarte de rodillas y arrastrarse como se merece
para que le perdones?
Tal vez fuese hora de confesarle que ya le había perdonado
a Robert ayer tarde.
—Uhmmm… Tess, no creo que…
—Shhh… voy a contarte un secreto, pero jamás se lo
confieses a uno de nuestros hombres.
—¿De qué estamos hablando ahora? —gemí en
desesperación.
—De que, sin importar cuántas armas lleven ellos,
nosotras siempre, siempre, contamos con más.
59

Tal y como me había prometido, Robert estaba esperándome a


las puertas de la mansión de Dimitri Volkov, sentado en su
Maserati mientras revisaba su móvil.
—¿Cómo ha ido todo? —preguntó nada más sentarme en
el asiento del copiloto dedicándome toda su atención.
—¿Tal y como lo planificaste? —pregunté con sequedad.
Su ceja se arqueó.
—Estas enfadado conmigo —no fue una pregunta, sino
una constatación.
—No sé por qué iba a estarlo —espeté sin reprimir el
sarcasmo en lo más mínimo—. Solo acabo de enterarme del
hecho de que me he convertido en tu empleado a menos que
quiera regresar al seno de la Bratva; que mi madre ahora
también depende de ti y tu buena voluntad; y que has llegado a
un acuerdo con la esposa de mi pakhan para que me convenza
de casarme contigo a cambio de una fiesta; y todo eso a mi
espalda.
El semblante de Robert se tornó neutro, con excepción de
su mirada, que se volvió cautelosa.
—¿Quieres añadir algo más?
¡¿Qué si quería añadir algo más?! Podía sentir el humo
saliéndome por las orejas.
—¡Pues claro! ¿Qué tal si le añadimos el pequeño detalle
de que tú ya estás comprometido a casarte y de que es muy
probable que cuando regresemos a tú casa, te esté esperando tú
novia? Una que muy posiblemente esté planificando mi
muerte lenta y tortuosa, al igual que intentó hacer el psicópata
de mi hermano. O, a lo mejor, ella también quiera venderme al
mejor postor, ya que al parecer los chicos como yo somos tan
rentables, ¿verdad? Debería haberle preguntado a mi padre, o
Karl o Pietro, que seguro que lo sabían.
—Jasha… —probó Robert con suavidad.
Sabía que trataba de frenarme, pero ya era demasiado tarde
para eso. Era un tren a alta velocidad al que ya no le importaba
un pepino a quién se llevaba por delante.
—Y creo que se me ha olvidado mencionar a Mark y a mi
verdadero padre biológico. Y, no lo sé, tal vez debería incluir
en el lote a mi madre, que no solo permitió que me vendieran,
sino que además me ocultó que tenía un hermano mellizo. —
Me di una palmada en la frente—. Y, espera, también me he
dejado fuera el contrato por el que viniste a buscarme al club y
el chantaje de las Víboras y el vídeo de Karl… ¿Qué más se
me ha olvidado en todo esto? —exigí airado—. Es imposible
que solo sea tan poca cosa.
Era consciente de que estaba volviéndome dramático y que
no estaba siendo justo con mi madre y probablemente tampoco
con él o con Tess, pero no podía evitarlo. Me sentía como una
olla a presión a punto de reventar.
—De acuerdo —replicó Robert con una calma que, por sí
misma, ya me hacía querer provocarlo hasta que estuviera tan
fuera de sí como lo estaba yo—. ¿Crees que podrías mantener
ese enfado en stand-by durante unos cuarenta minutos? —
Alzó las manos y negó con la cabeza—. No pretendo que te
olvides de él, solo que me dejes llevarte a un sitio que quiero
que veas y en el que podrás desahogarte conmigo a gusto.
Cuando no contesté, Robert arrancó el coche.
—¿Te apetece poner algo de música para el trayecto?
Durante diez minutos fui capaz de no reaccionar, hasta que
el silencio entre nosotros se hizo demasiado y acabé por seguir
su sugerencia. Encendí el equipo de música y dejé que fluyera
una de sus listas de jazz. El cambio fue inmediato, aunque no
habría sabido determinar si aquello era positivo o no porque, a
medida que mi furia iba evaporándose, iba sustituyéndose por
agotamiento, culpabilidad y la inevitable sensación de que mi
vida consistía en un bucle de desgracias del que jamás iba a
lograr escapar.
Cuando Robert aparcó cuarenta minutos después en el
sótano de un edificio residencial cercano al puerto, lo único
que sentía eran las ganas de enrollarme sobre mí mismo
debajo de unas sábanas y de taparme la cabeza.
—Ven, vamos —me indicó Robert con suavidad después
de quitarme el cinturón de seguridad, rodear el coche y
ofrecerme una mano.
Ninguno de los dos hablamos mientras subíamos por el
ascensor hasta la planta veintitrés, donde abrió un apartamento
sin llamar y me guio hasta una pequeña terraza con vistas a un
parque y al puerto de Boston. Si no me hubiera encontrado tan
hecho mierda, habría tenido que admitir que el sitio, con sus
sillones y sofás de madera, multitud de plantas y faroles
solares tenían su encanto y que la incipiente oscuridad del
atardecer acrecentaba el ambiente íntimo y acogedor.
Sentándose en uno de los sillones, me colocó sobre su
regazo, me tapó con una de las mantas que alguien parecía
haber dejado a mano y me dio un beso en la sien.
—¿Puedo decir un par de cosas antes de que acabes de
desahogarte conmigo? —preguntó con docilidad.
Asentí, y me acurruqué contra su pecho, demasiado
cansado para discutir o enfurecerme de nuevo.
—De acuerdo, empecemos por tu lista —propuso con
serenidad—. Lo primero que creo que mencionaste antes era el
tema del contrato de cesión que te convierte en mi empleado.
Solo para dejarlo claro, no te considero mi empleado y
tampoco espero que trabajes para mí. Ese documento es un
paripé, una formalidad, para que Dimitri pueda justificar tu
ausencia en la Bratva. Voy a serte sincero, si quisieras
convertirte en uno de mis francotiradores, estaría encantado,
porque eres el mejor que he conocido a fecha de hoy y eso
viniendo de un tipo que ha estado en los Navy Seals, deberías
tomártelo como el cumplido que es. Pero si te mantienes lejos
del peligro, mi salud mental probablemente te lo agradecerá. Y
si tu ilusión es convertirte en músico, pintor, en poeta o en
jardinero, no seré yo quien te lo impida. Decidas lo que
decidas, a mí me parecerá perfecto con tal de que te tenga
cerca de mí. Es tu decisión y pienso respetarla. ¿Entendido? —
Robert esperó a que asintiera—. ¿Cuál era tu segunda
preocupación? ¿Tu madre?
—¿Sí? —Ni siquiera recordaba todo lo que le había
soltado durante mi explosión de furia.
—Que conste que estamos hablando de la madre del chico
del que estoy enamorado, lo que básicamente la convierte en
mi suegra. —Sus palabras me hicieron acurrucarme más junto
a él y frotar mi mejilla contra su pecho—. Habría estado más
que dispuesto a pasarle una pensión mensual —siguió Robert
—, por el simple hecho de que quería quitarte ese peso de los
hombros. Sé cuánto te preocupa el bienestar de tu familia y
que te consideras responsable de cuidar de tu madre y
hermanas, y quería compartir esa responsabilidad contigo. Tu
madre se negó a aceptar mi dinero y fue ella la que me pidió
un trabajo. No creo que realmente rechazara el dinero por
orgullo, sino porque de verdad quiere un trabajo, la
independencia que eso conlleva y el sentirse competente y útil,
capaz de cuidar de sí misma. Al menos esa es la impresión que
a mí me dio.
—Mi padre la convirtió en una mujer dependiente —
reconocí—. La controlaba con el dinero y en lo que le permitía
gastarse o no lo poco que le daba. Cuando murió, mi madre ni
siquiera sabía cómo usar la aplicación del banco para controlar
su cuenta.
Yo tampoco había sabido hacerlo, pero aquello era una
historia para otro momento.
—Razón de más para apoyarla en su deseo de ser
independiente y tomar las riendas de su vida —confirmó
Robert—. Lo único que hice fue enviarla a mi directora de
recursos humanos, a quien le pedí que le ayudara a encontrar
un trabajo en mi empresa en el que encajara y le gustase. El
resto lo negociaron entre ellas.
—¿Me estás diciendo que no metiste mano en el tema del
sueldo? —me mofé.
Lo conocía lo bastante como para adivinar que su vena
generosa se impuso.
—Vale, lo admito. —Suspiró—. Su nómina lleva algunos
pluses que la ayudarán a vivir con más soltura, pero lo hice
más que nada para que no se viera obligada a pedirte ayuda.
Quería que ella se sintiera capaz cuidar de sí misma. ¿Eso te
molesta?
—No, es más el hecho de que ahora su sensación de
libertad depende de ti y no quiero que, porque nos peleemos o
porque te vayas con Esther, mi madre acabe de nuevo en la
calle y sus ánimos y autoestima se vengan abajo.
—Eso no debería ser un problema. Tiene estipulado un
mes de prueba, periodo tras el cuál pasará a ser una
trabajadora con contrato indefinido. Aunque a veces no lo
parezca, soy humano, Jasha. No voy a echar a tu madre porque
me pelee contigo o porque una mañana me levante del lado
equivocado de la cama.
—Lo sé, es solo que… —Encogí un hombro, sin saber
muy bien cómo explicarle lo que me pasaba sin ofenderlo.
—El problema es que has perdido tu confianza en mí y
ahora tienes la sensación de que tu vida entera y el bienestar
de tu familia incluido, dependen de mí. ¿Es eso? —aventuró.
—En parte. Supongo que sí —admití—. Lo siento.
—No tienes que disculparte por ello. Me lo he buscado y
lo comprendo, pero por eso también quería que tuvieras esto.
—Abriéndome la mano dejó caer una llave en mi palma y me
cerró los dedos a su alrededor.
—¿Qué es esto? —Abrí confundido la mano para
contemplar el llavero.
—Son las llaves de este apartamento. Es tuyo. Solo falta tu
firma para la escritura. Espera, deja que termine —me pidió
cuando fui a protestar—. Mi mayor deseo es que vivas
conmigo en la mansión, pero también quiero que dispongas de
un espacio que sea exclusivamente tuyo, en el que puedas
refugiarte cuando estés hasta las narices de mí o de Anthony, o
simplemente de la vida; uno en el que te sientas seguro y
protegido. Y, además, quería que tuvieras la certeza de que,
pase lo que pase entre nosotros, tienes un sitio del que eres el
dueño absoluto, no solo para escapar de mí, sino también en el
que tienes todo el derecho legal y moral de echarme de patitas
a la calle si se dan las circunstancias.
—¿Lo estás diciendo en serio? —No tenía más remedio
que mirarlo incrédulo.
¿Por qué iba a hacer algo así?
—Puedes hacer lo que quieras con este sitio. Es tuyo.
Reservarlo para organizarnos noches románticas, para
calmarte, para vivir con tus hermanas o alquilarlo para sacarte
un dinero extra. Es tuyo y punto.
—Es demasiado. —Eché una ojeada a través de la
cristalera al lujoso piso lleno de amplios ventanales y vigas de
madera en el techo.
—Míralo desde este punto de vista. —Robert me
reposicionó sobre su regazo—. Otros regalan a sus parejas
diamantes, yates o coches de lujo. Yo prefiero reglarte
seguridad y estabilidad, y si eso viene en la forma de un
apartamento, que así sea. Soy multimillonario, me lo puedo
permitir. Y no acabo de decirte eso por presumir, sino para que
comprendas que es lógico que mis regalos sean algo diferentes
a los que te hayan podido hacer otros novios o seres queridos
en el pasado.
—Nunca he tenido a nadie que me hiciera regalos —admití
—, excepto los detalles que hayan podido tener mi madre o
mis hermanas conmigo.
Cuando mi padre vivía, celebrar un cumpleaños o un día
especial era un desperdicio. Y, aunque mi madre tratase de
arrebañar cualquier céntimo que podía para ahorrar algo, raras
veces conseguía juntar más de unos cuantos dólares para
invertir en la decoración de unos muffins especiales o algún
pequeño presente que mi padre no llegase a ver.
—Entonces ya es hora de que alguien te consienta,
gorrioncillo —decidió Robert con firmeza—. Deja que ese
alguien sea yo.
Apoyé mi frente sobre su pecho, recreándome en el dulce y
algo especiado aroma de su perfume, sin embargo, por más
que lo intentaba, no conseguía olvidarme de la presión que me
aplastaba el pecho.
—Ni siquiera sabemos aún si vamos a poder estar juntos
—murmuré.
Robert me estrechó contra él y me besó la coronilla.
—Y ahí es justo donde te equivocas. En esa cocina que ves
ahí atrás, está nuestra cena y una botella de refresco para
brindar por mi recién adquirida libertad.
—¡¿Qué?! —Alcé la cabeza tan deprisa que acabé
golpeándole el mentón—. ¡Lo siento!
Robert se frotó la barbilla con una mueca.
—No tengo muy claro cómo es posible que la conmoción
te la llevaras tú y no el suelo al que golpeaste. ¡Joder, sí que
tienes la cabeza dura!
—¡Lo siento, lo siento, lo siento! —solté estudiándolo
frenético.
—Estoy bien, tontito. Solo era una broma.
—¿Lo de que eras libre? —Esperaba que no. Si había algo
que quisiera de verdad entonces era a Esther fuera de nuestras
vidas.
—Me refería a lo de la conmoción, pero ahora que estamos
hablando de mi libertad. Tengo que admitir que, aunque Illir
Zefi me llamó esta mañana mientras aún seguías dormido, y
me informó de que sentía tener que romper el contrato
matrimonial por el que me entregaba a su hija, el tema de mi
libertad aún sigue en el aire.
60

—¿Qué quieres decir con eso de que tu libertad aún sigue en el


aire? ¿Va a hacer que te cases con otra de sus hijas?
—No. Es…
—¿Has decidido que no quieres perder el Inferno después
de todo? —Contuve la respiración, aterrado ante la posible
respuesta.
—No, no es eso tampoco. El traspaso del Inferno se
firmará mañana por la tarde. Mis abogados y los de Dracan
Marku ya están trabajando en ello.
—¿Entonces?
El que Robert me sentara sobre el espacio vacío a su lado
consiguió que mi estómago comenzara a entrecerrarse y me fui
preparando para lo peor.
Robert se aclaró la garganta.
—La idea era no decirte nada de esto hasta que tuviéramos
la cena y celebráramos la libertad de ambos, pero tengo que
admitir que no tengo la paciencia para seguir esperando.
De repente, Robert se encontraba ante mí, hincado de
rodillas, y sacó una pequeña cajita que, al abrirla, mostraba
dos bandas de oro blanco, una con un símbolo del infinito
conformado por diminutos diamantes y la otra con el grabado
del mismo símbolo por fuera y un pájaro en el interior, que
resultaba idéntico al que tenía tatuado en mi paletilla.
—Sé que esto tal vez sea precipitado, teniendo en cuenta
que apenas nos conocemos desde hace unos meses, pero si hay
algo que he aprendido estos últimos días, gorrioncillo,
entonces es que necesito que sigas iluminando mi vida y
dándome un propósito para seguir adelante, aunque solo sea en
la dirección a la que nos lleve el viento. —Carraspeó antes de
continuar—. ¿Quieres casarte conmigo?
Me tapé la boca y tomé varias inspiraciones profundas en
un intento por frenar el galope desbocado de mi corazón y
deshacer la repentina estrechez en mi garganta.
—Eso depende —murmuré porque temía que sonaría
demasiado agudo si hablaba en alto. En vez de mi anillo cogí
la banda más grande y me arrodillé frente a él.
—¿Crees que serás capaz de aguantar mis inseguridades y
miedos y esas manías que tengo por disfrutar con las cosas
más extrañas?
Sus labios se curvaron con ternura.
—Espero que algún día esos miedos e inseguridades
desaparezcan, pero me encantaría estar ahí, contigo y recorrer
el camino junto a ti hasta que eso ocurra. Y si con cosas
extrañas te refieres a que te encantan esas bombas mortales de
azúcar de colorines, la ropa interior sexi, espiarme en la ducha
o usarme a tu antojo hasta que me dejas hecho polvo, mi
respuesta es sí.
—¡Oye! Que no es culpa mía que tú siempre estés en la
ducha cuando yo… —Cerré la boca de golpe cuando él alzó
una ceja con la mirada clavada en mí—. Vale, me encanta ver
cómo te enjabonas esos pectorales trabajados y cómo se te
marca esa V, señalando justo a esa parte de ti que se merece mi
más sumisa adoración; pero no soy yo el que te deja hecho
polvo. Eso es enteramente culpa tuya —lo acusé.
—Si tú lo dices.
—Claro que… —Lo que fuera que iba a decir, se esfumó
de mi mente en el instante en que sus labios se presionaron
sobre los míos exigiéndome que me abriera a él. Había algo en
aquellos besos que convencía a mi cuerpo a responder como si
le perteneciera a él en vez de a mí. Puede que fuera por su
posesiva dulzura o, tal vez, su capacidad de llevarme a otra
dimensión, una que era solo nuestra.
El beso terminó mucho antes de que estuviera preparado
para darlo por finalizado, pero Robert ignoró mis gemidos de
protesta y se separó de mí para echarle un vistazo a la hora en
su móvil. Sin decir palabra me colocó mi anillo y me ofreció
su dedo para que yo le colocara el suyo, antes de volver a
sentarse conmigo en su regazo y taparme con la manta.
—Nos hemos perdido el atardecer, pero no quiero que te
pierdas esto. Mira ahí abajo.
Con curiosidad miré hacia la zona del puerto a la que él
señaló y, de repente, del agua lisa salieron varios chorros de
agua a presión que fue abriéndose como un abanico, creando
un espectáculo de luces y colores al son de la canción One and
Only de Adele, mientras más y más gente iba aglomerándose
en el paseo del puerto para ver qué era lo que estaba
ocurriendo.
Mi piel se estremeció cuando Robert me cantó la letra de la
canción al oído, destacando las frases que quería que
entendiera, aquellas que hablaban de su miedo, las que me
pedían olvidar el pasado y darle una oportunidad y, sobre todo,
aquellas en las que me prometía que estaría a mi lado hasta el
final.
Mi corazón dio un salto y mis ojos se llenaron de lágrimas
cuando sobre el chorro de agua salió con letra nítida mi
nombre.
«Jasha, eres el hombre de mi vida, el único. Déjame que te
demuestre que soy digno de ti».
—¡Jesús! ¿Has hecho eso por mí? —pregunté alucinado,
con las lágrimas amenazando por derramarse.
—Siempre por ti, gorrioncillo. Te mereces que te
demuestre que soy tuyo. Ven.
Robert me puso sobre el suelo y se levantó, ofreciéndome
la mano. Ni siquiera me di cuenta de que la canción de Adele
había terminado y que la que ahora sonaba era la de Thinking
out loud de Ed Sheeran, hasta que Robert tiró de mi mano, me
acercó a él y comenzó a balancearse conmigo al son de la
música.
¡Estaba bailando conmigo!
¡Estábamos bailando!
Y ni siquiera era a escondidas, sino en pleno balcón, donde
cualquiera que mirase arriba podía vernos. La idea de lo que
significaba irrumpió como si me embistiese un camión a toda
velocidad. Éramos yo y Robert, juntos, sin importarnos quién
pudiese vernos, sin la necesidad de escondernos o de
mantenerme como un sucio secreto.
—¿No tienes intención de seguir ocultándome? —era una
pregunta de lo más estúpida, pero una a la que necesitaba una
respuesta, una que confirmase que aquello no era un sueño,
sino algo real.
—Todo lo contrario. Quiero declararle al mundo que el
chico guapo que va a mi lado está conmigo, que le pertenezco
y que no me interesa nadie más que él. Me importa una mierda
si eso le molesta a alguien. Pero eres tú quién tiene la última
palabra sobre eso, gorrioncillo, siempre tú.
De repente la presión en mi pecho desapareció y la
libertad, que debería haber sentido al firmar el contrato en el
despacho de Dimitri Volkov, hizo acto de presencia, pero
también lo hicieron el resto de los eventos de las últimas
semanas y, de sopetón, me encontré aferrado a Robert,
llorando por todo aquello que me había ido carcomiendo
mientras me retenía intentando ser alguien que no era.
En vez de pedirme que no llorara, Robert me enclaustró
contra su pecho.
—Te amo, cielo. Eres la única persona que ha conseguido
hacerme sentir así, como si hubiese sido creado solo para este
momento, para estar contigo y te prometo que jamás me
cansaré de demostrártelo y convencerte de que lo que hay
entre nosotros es único y real.
Con los últimos toques de la canción, Robert me cogió en
brazos y me llevó al dormitorio. Me depositó con delicadeza
sobre la cama, se acostó a mi lado y me secó la cara y los ojos
con un pañuelo.
—Te amo —musité—. Eres mi obsesión, los brazos en los
que pienso cuando necesito que alguien me abrace y el sitio en
el que me siento seguro. Siento haberme puesto antes así y las
cosas de las que te acusé. Eres mi lugar en el mundo, aunque
suena raro y tal vez para ti no tenga sentido.
—Tiene todo el sentido del mundo, gorrioncillo —dijo
mirándome a los ojos—. Porque tú eres, sin lugar a dudas, el
mío.
Sus labios rozaron los míos con suavidad, con una dulzura
casi dolorosa, muy alejada de los encuentros apasionados que
solíamos compartir de costumbre y, sin embargo, igual o más
placentero porque la simple caricia de sus labios bastaba para
llenarme de felicidad y me hablaba de amor y ternura sin
necesidad de palabras.
Mis manos fueron a su camisa para abrirla en busca de su
piel y, como si me leyera el pensamiento, ambos nos
ayudamos a desvestirnos entre caricias y besos, hasta que él
solo se encontraba en su bóxer negro y yo en mi suspensorio
de encaje blanco. Ninguno intentamos acabar de desvestirnos,
prefiriendo usar nuestros cuerpos para compartir nuestro calor
y acariciarnos, compartiendo una cercanía que resultaba
mucho más íntima que cualquier confesión que pudiéramos
habernos hecho entre susurros.
Cuando al fin nuestros cuerpos acabaron de fusionarse y
Robert comenzó a abrirse camino en mi interior con una
tortuosa lentitud, nuestras miradas se mantuvieron hasta el
final, más allá de nuestros gemidos de placer y nuestros
orgasmos.
Solo cuando Robert se dejó caer sudoroso y exhausto sobre
mí y rodó conmigo hasta colocarme sobre él, volvió a
hablarme al oído.
—La próxima vez es tu turno de hacerme el amor,
gorrioncillo.
Posando mi oído sobre su pecho, me relajé y sonreí,
mientras su corazón retumbaba con fuerza, recordándome
cuán vivos estábamos los dos a pesar de todo lo que habíamos
sobrevivido.
—¿Eso significa que estás dispuesto a ser mío? —me
aseguré.
—Ya lo soy, pero no me importa que vuelvas a
recordármelo. —Ya había cerrado los ojos con un suspiro
cuando su voz hizo retumbar su pecho de nuevo—: Yo
nunca… Ningún hombre me ha hecho nunca el amor.
Alcé la cabeza para mirarlo a los ojos, viendo allí su
vulnerabilidad y su sinceridad, pero sobre todo su amor.
—Nadie me había hecho el amor hasta que llegaste tú —
respondí, besándolo con suavidad antes de volver a apoyar mi
cabeza sobre su pecho.
Sabía que no estábamos hablando de las mismas cosas o,
tal vez sí. Que me abrazase y me besase en la coronilla fue
toda la respuesta que necesité. Robert me entendía, al igual
que yo a él. Viniera lo que viniese después de aquella noche,
encontraríamos la forma de superarlo.
EPÍLOGO 1

Mientras recorríamos los amplios pasillos que nos llevarían a


la sala de reuniones en la que iba a firmarse el acuerdo de
cesión del Inferno, por primera vez comenzaba a plantearme si
había sido una buena idea rechazar la oferta de Robert para
que me quedase a esperarlo en el apartamento.
Había querido estar a su lado en una situación que, sin
duda, debía de ser difícil para él. El Inferno había sido su
criatura, al fin y al cabo. Apoyarlo en un momento así era mi
responsabilidad como su pareja, aunque imagino que en mi
decisión también había influido la euforia que me produjo que
Robert me llevase a desayunar a una cafetería cercana y que
paseásemos por la calle cogidos de la mano y nos besásemos
en público. Ahora que la reunión se acercaba, la euforia ya se
me había pasado y me regía más el temor de tener que
enfrentarme a Esther o su padre durante la firma, que mi
éxtasis sobre mi recién estrenada libertad. Que Esther pudiera
asistir no era algo que nos hubiesen confirmado por el
momento, pero podía ser una posibilidad.
Robert, por su parte, parecía estar tomándose
sorprendentemente bien el hecho de tener que renunciar al
Inferno.
—Jasha, cálmate —me dijo, apretándome la mano incluso
aquí, donde podían pillarlo su ex o los nuevos dueños del
Inferno—. Habrá terminado enseguida.
—¿Sigues convencido de seguir adelante? —solté sin
pensar y arrepintiéndome enseguida de haber dicho justo lo
que se me estaba pasando por la cabeza.
La ceja de Robert se arqueó burlona.
—¿Ya te arrepientes de haber aceptado casarte conmigo?
—¡No! ¡Claro que no! Es solo que…
—Cielo, el Inferno es solo un negocio, por mucho que
disfrutara creándolo, regirlo estaba convirtiéndose en una
complicación. El perderlo solo es la excusa de iniciar un
proyecto nuevo. Tal vez incluso podamos crear algo juntos.
¿Te gustaría?
—Sería bonito, —admití reticente—, pero no sé si lo de
convertirme en empresario vaya a ser lo mío.
—Lo será en cuanto le pierdas el miedo —me aseguró
apretándome la mano.
—Señor Steele, ¡bienvenido! —La rubia que se adelantó a
saludarnos (o más bien a Robert) con una sonrisa que le
iluminó el rostro, podía estar rondando los treinta y pocos—.
Es un placer volver a verlo. —Conté exactamente hasta cinco
antes de que ella siguiera hablando sin apartar la mirada del
que ahora era mi novio—. Si me hace el favor de seguirme, los
señores Marku, su socio y los abogados ya se encuentran en la
sala de reuniones. ¿Hay algo que pueda ofrecerle antes de
entrar? ¿Un café? ¿Un té? ¿Tal vez algo más fuerte y
energizante?
¿Eran imaginaciones mías o eso de «más fuerte y
energizante» no había sonado precisamente a una copa?
Debería haberle preguntado el motivo por el que no me lo
ofrecía a mí también.
—Estoy bien, gracias —replicó Robert sin prestarle
demasiada atención.
Debería haberme dado por satisfecho con la cara de
decepción que se le quedó a ella, pero algo en mí me empujó a
aportar mi propio granito de arena.
—Cariño, —dije con el suficiente volumen como para que
ella pudiera oírme. Enganché el pulgar en la cinturilla trasera
del pantalón de Robert acercándonos en el proceso—, no me
dijiste que estarían presentes más familiares de Dracan Marcu.
La expresión de la rubia era para haberle echado una foto y
haberla pegado en la pared de mi habitación, en especial
cuando Robert me respondió con un:
—No lo sabía, gorrioncillo, aunque al parecer es normal
que los hermanos acudan juntos a la adquisición de nuevas
empresas.
Alzando la nariz en el aire, la secretaria se adelantó con la
espalda rígida y los hombros echados para atrás. Robert por su
parte se inclinó hacia mi oído sin dejar de avanzar.
—Me gusta esta nueva faceta celosa y posesiva, cariño.
Me pone jodidamente duro.
Gemí para mis adentros y cuando entramos en la sala de
reuniones, mis mejillas seguían ardiendo, en especial cuando
todas las miradas cayeron sobre mí y estaba completamente
seguro de que era imposible que no se me notara la tienda de
campaña que se me había formado en los pantalones.
Con disimulo solté a Robert y me coloqué detrás de él,
dejando que fuese él el que tomara la iniciativa. Algo que no
solo me sirvió para darle tiempo a mi entrepierna de recibir el
mensaje de que no había ningún polvo en el horizonte, sino de
paso escapar de la mirada de intenso odio con la que me
fulminó Esther y que, de haber respetado los deseos de su
dueña, sin duda me habría inducido una muerte instantánea.
Los demás asistentes, por fortuna, parecían estar mucho
más relajados. Los que, a todas luces, debían de ser los cuatro
hermanos Marcu y los abogados nos observaban con
curiosidad y Anthony apenas ocultaba su diversión.
—Hola, sentimos llegar tarde —se disculpó Robert a pesar
de que habíamos llegado con exactamente tres minutos de
antelación—. El tráfico nos ha retenido más de lo previsto.
El instante en el que se iniciaron las presentaciones y las
cortesías sociales, mi mente pareció ponerse en modo de bajo
consumo y apagarse, o lo hizo hasta que Esther prácticamente
se abalanzó sobre la mesa hacia Robert.
—¡¿Cómo te atreves a presentarte aquí con esa… esa
cosa?! —le recriminó dirigiéndome un gesto de desprecio.
—«Esa cosa» tiene un nombre que conoces más que de
sobras, Esther, y además resulta que es mi prometido.
—Tu… tu… ¡¿qué?! —La usual palidez del semblante de
Esther se transformó en un furiosa tonalidad rojiza.
—Prometido —repitió Robert con calma, en tanto tomaba
mi mano con el anillo para mostrárselo—. Anoche le pedí que
se casara conmigo y aceptó.
—¡¿Hemos roto hace menos de veinticuatro horas y ya te
has comprometido con él?! —chilló ella con un tono que
rozaba lo histérico.
—Bueno, —Robert me besó los nudillos antes de soltarme,
consiguiendo que una nueva ola de calor se extendiera por mi
rostro ante su falta de pudor en mostrar sus sentimientos en
público—, creo que tú te comprometiste antes que yo, de
modo que el récord es todo tuyo.
—¡Yo no me he comprometido con nadie! ¡Habéis sido tú
y mi padre los que me habéis vendido a esta banda de… de…!
Tú… tú… ¡Tú tienes la culpa de todo! —me apuntó con su
dedo con una expresión desquiciada en su mirada—. Vas a
pagar por lo que me has hecho y voy a disfrutar
descuartizándote yo misma.
Me preparé para recibir su ataque en el mismo instante en
el que se apoyó en la mesa con la evidente intención de subirse
y lanzarse a por mí. Anthony y Robert, sentados cada uno a un
lado de mí se tensaron como si estuvieran preparados para
saltar si hacía falta. Sin embargo, en el último momento,
Dracan la cogió por la cintura y la estampó sin ceremonias en
su silla.
—¡Ya basta! —espetó con una frialdad que me hizo
frotarme los antebrazos debajo de la mesa—. Deja de hacer el
ridículo y de actuar como una cría malcriada y patética, Esther.
Estamos cerrando un negocio y nos estás dejando en mal lugar
a los Marcu.
—No estoy malcriada y mucho menos soy una cría —
replicó ella sin ningún vigor real tras sus palabras, casi como
si la atención de su nuevo novio la hubiera desinflado.
Resultaba curioso verla así. Era casi como estar viendo a
una impostora en el lugar de la mujer soberbia y segura de sí
misma que había conocido hacía unas semanas y que solía
mangonear a los hombres a su alrededor a su antojo.
—Lo eres si te comportas como tal y, yo que tú, me lo
pensaría antes de volver a abrir la boca para ensuciar nuestra
imagen. Si nos avergüenzas en público, tu castigo también lo
será. No te creas que me importa darte unas buenas palmadas
en el trasero hasta que te corras como hiciste ayer, solo porque
tengamos testigos.
¡Uh-oh! ¿Eso lo había dicho en serio? ¿A la marimandona
Esther le ponía un poco de disciplina? ¿Quién podría habérselo
imaginado?
—Mmm… —intervino el hermano de Dracan más
divertido que enfadado—. Creo recordar que también era
claustrofóbica. Después de demostrarle lo que es la
humillación pública, podrías encerrarla en ese sucio y viejo
almacén atiborrado de ahí hasta que terminemos con la firma
para la que hemos venido hoy aquí. Creo que eso ayudaría a
reforzar el mensaje que tratas de transmitirle.
La repentina palidez de Esther fue tan obvia que hasta me
dio lástima. Habría jurado que incluso vi cómo le temblaba la
mano antes de esconderla bajo la mesa. Robert a mi lado
permaneció rígido, pero no intervino.
—Hablando de compromiso. —Dracan chasqueó los dedos
y su abogado sacó una caja de su maletín, que empujó hacia
Robert—. Creo que esto es tuyo.
—¡Son mis joyas! ¿Cómo te atreves a quitármelas? —
Esther se levantó de un salto con la intención de recuperarlas.
Dracan ni siquiera la miró cuando le tiró de la cinturilla de
la falda y la hizo caer de nuevo sobre el asiento.
—Puede quedarse con… —Robert iba a empujar la caja de
regreso hasta que le quité la caja.
—Ya no —contestó Dracan con firmeza, adelantándose a
mí al responderle a su prometida—: como mi mujer, no
llevarás las joyas de otro hombre.
—Vendrán bien para donarlas en la próxima gala benéfica
—dije con más ánimos de los que sentía.
Comprendía perfectamente al otro hombre. Si él no quería
que su mujer llevara las joyas que le hubiese regalado Robert,
yo no quería que otra mujer llevara las joyas de mi novio. Era
retorcido, era consciente de ello, pero no podía evitar sentirme
así. Como si de repente lo comprendiera, Robert me colocó
una mano sobre el muslo y me lo apretó con suavidad.
Dracan firmó el contrato y se lo pasó a sus hermanos,
quienes lo imitaron sin más dilaciones.
—¿Y puedo saber cuándo se celebrará la boda? —
preguntó Robert con una tensa cordialidad mientras el contrato
pasaba a Anthony.
—La semana que viene en San Petersburgo —explicó
Dracan con cortesía—. Luego pasaremos una larga luna de
miel en Siberia, puede que hasta que el Inferno pase
oficialmente a nuestras manos dentro de dos meses —dijo
lanzándole una mirada a Esther, que pareció encogerse por
dentro—. Mi viborilla está deseando que pasemos tiempo
juntos en un lugar tan tranquilo y aislado. ¿No es verdad,
querida? —preguntó con un brillo de mofa en sus ojos, al que
Esther respondió con un resoplido ahogado.
Cuando Anthony deslizó el contrato hacia Robert, este
pareció titubear antes de sacar su bolígrafo.
—Robert, por favor, no lo firmes, te lo ruego —pidió
Esther con tanta angustia que en la habitación no se escuchó ni
a una mosca. ¿Qué era lo que le había hecho Dracan para que
una mujer tan poderosa como ella lo temiera con tanta
desesperación? Puede que yo la detestara, pero comenzaba a
convencerme de que, ni siquiera ella, se merecía ciertos tipos
de tratos vejatorios y tenía la sensación de que Robert
coincidía conmigo.
—¿Tenéis la prueba que me devuelva la libertad y me
asegure que no volverán a venir a por mí? —preguntó Robert
con el bolígrafo en la mano, tomándose su tiempo en firmar.
Dracan le dirigió a su hermano un asentimiento. Acto
seguido, el móvil de Robert sonó con tres mensajes entrantes.
—El primer archivo es toda una colección de Illir —
explicó Dracan—. En el segundo archivo encontraréis los
datos de las víctimas, por si alguna vez os hacen falta. El
tercero es sobre ella y es confidencial. Como mi futura esposa,
no quiero ver ese archivo por las redes a menos que haya un
motivo realmente aceptable. Un uso por simple capricho o
descuido será considerado traición por mi parte y tendrá las
consiguientes consecuencias.
Robert pulsó el botón de inicio del vídeo. No llegué a ver
su reacción o la de Anthony ante lo que vimos, pero a mí casi
se me salieron los ojos de las órbitas. Cualquier duda de si
Esther se merecía lo peor se esfumó cuando presencié cómo,
no solo fornicaba en el charco de sangre de un hombre que
estaba dando su último suspiro a su lado, sino que gritó su
orgasmo sin ningún pudor. Robert adelantó el vídeo hasta su
fase post-orgásmica, en la que, con una sonrisa satisfecha y sin
siquiera tratar de levantarse, Esther le quitó a lo que en ese
instante parecía ser ya un cadáver, el anillo del dedo anular y
se lo colocó en su dedo.
—Siempre he detestado a la zorra de su mujer —se la oyó
decir, admirando su nueva joya—. Espero que, ahora que es
viuda, aprenda su lugar.
—¿Qué? ¿Qué le acabas de entregar? —chillo la Esther del
presente con los ojos abiertos en horror.
—Algo que esperemos que jamás caiga en manos de la
policía o de un juez —replicó Dracan con absoluta calma—,
porque si sale a la luz, la menor de tus preocupaciones es
acabar en el corredor de la muerte.
—¡¿Entonces por qué se lo has dado?!
—Porque cualquiera de los que nos encontramos en esta
habitación sabemos que no eres de fiar. Me pareció lógica la
petición de Steel de recibir una garantía de que jamás volverás
a molestarlo ni a él ni a ninguna persona vinculada a él.
Estamos haciendo negocios juntos y las garantías en estos
casos son importantes.
—¡Acabas de traicionarme! —susurró Esther lívida—. Vas
a casarte conmigo y me has traicionado.
A Dracan no pareció afectarle su conmoción.
—La fidelidad y la lealtad se tienen que ganar —le
contestó con tranquilidad—. Un contrato de matrimonio no te
da derecho a ninguno de ellos.
—Informaré a mi padre de lo que has hecho —siseó.
—Tu padre te ha vendido a mí. Sus únicas condiciones
fueron que no podía revenderte como propiedad ni matarte
antes de que hubieras tenido al menos dos herederos sanos.
Tengo que admitir que, incluso a mí, me sorprendió la
facilidad con la que estaba dispuesto a descartarte.
—¡Eso es mentira! Solo estás tratando de manipularme.
¿Eran imaginaciones mías o la expresión que cruzó por los
ojos de Dracan era lástima?
—¿Cuántas veces lo llamaste anoche sin que te cogiese la
llamada?
Cuando Esther no contestó, Dracan se levantó y le ofreció
la mano a Robert.
—Ha sido un placer hacer negocios contigo.
—¿Podríamos hablar un momento a solas? —preguntó
Robert con una mirada significativa en dirección a Esther.
—Por supuesto. Alexei, ¿podrías acompañar a mi
prometida fuera? Enseguida os alcanzo.
Antes de que Esther pudiera saltar y oponerse, unas
intenciones que se reflejaban en su semblante con total
claridad, el hermano de Dracan le habló al oído, provocándole
de nuevo aquella extraña palidez.
Esther se levantó sin rechistar y le lanzó a Robert una
mirada llena de ruego y dolor, mientras que a mí me dedicó
una de pura advertencia. Cuando la puerta se cerró tras ella,
Robert se dirigió a Dracan.
—Escucha, sé que ya no es asunto mío. Soy el primero que
no quería casarme con ella y estoy agradecido de no tener que
hacerlo, pero eso no cambia el hecho de que haya conocido a
Esther desde que era una niña. A pesar de que se comporte
como una niñata rica y malcriada, Esther no ha tenido una vida
fácil y lo último que me gustaría es que acabe con alguien que
abuse de ella y la maltrate.
Dracan estudió a Robert por unos minutos en silencio.
—Esa puerta de ahí —señaló a la que su hermano había
hecho referencia antes—, no es un archivo, sino un despacho
—dijo al fin—. La luna de miel en Siberia es un mal necesario
para protegerla de sí misma y educarla para que aprenda a
comportarse en público. No me importa que se rebele contra
mí en privado, pero en público puede costarle la vida a ella, a
mí o a uno de mis hermanos. Recibirá el respeto y el trato que
se merece cuando sepa ganárselo. Mientras tanto, tendrá que
aprender a adaptarse. La única seguridad que puedo ofrecerte
con respecto a lo que te preocupa, es que jamás le he puesto
una mano encima a una mujer por mera furia o ansias por
dominarla y no tengo intención por cambiar ese hecho en un
futuro cercano.
Cuando Robert no contestó, Dracan nos dirigió un leve
asentimiento y se marchó.
Antes de que Robert pudiera decir nada, corrí hasta la
puerta del supuesto almacén y la abrí.
—¡Ups! ¡Disculpen! ¡Puerta equivocada! —farfullé,
cerrando la puerta precipitado—. Dijo la verdad —les anuncié
a Robert y Anthony—. Es una oficina.
Con la mirada fija sobre el dibujo de las vetas en la madera
de la mesa, pasaron varios minutos antes de que Robert se
levantase y recogiera los documentos. Anthony y yo
intercambiamos una mirada intranquila.
—¿Sigues preocupado por Esther? —le pregunté.
—En realidad —replicó despacio—. Creo que acaba de
encontrar la horma de su zapato.
—¿Sabías que era claustrofóbica? —preguntó Anthony.
—Ahora en retrospectiva, me doy cuenta de que los
síntomas estaban ahí, pero lo cierto es que nunca le di
importancia a su afán por coger las escaleras o su manía de
solo montarse en ascensores vacíos si no le quedaba más
remedio que hacerlo. Me siento culpable. Dracan lo ha
averiguado en menos de veinticuatro horas y sabe más sobre
ella que lo que yo sé después de siete años de noviazgo.
Me mordí los labios antes de soltar mi opinión.
—¿Te has planteado que, quizás, la conociera de antes y
que, en lugar de que el Inferno fuese el aliciente, no era en
realidad más que la excusa para que aceptase el trato? —
sugerí.
—¿De dónde has sacado esa idea? —indagó Robert poco
convencido.
—¿La verdad? Ni idea. —Encogí un hombro—. Puede que
fuese porque me diera la impresión de que estaba tratando de
ocultar su preocupación por ella tras una fachada de desdén.
Anthony y Robert intercambiaron una mirada.
—Tengo que admitir que me ha llamado la atención desde
el principio que el Inferno fuese motivación suficiente para
que un hombre como Dracan se meta en un matrimonio de
compromiso con una arpía como esa —confesó Anthony con
indiferencia.
Robert pareció considerar las palabras de su amigo por
unos segundos, antes de sacudir la cabeza.
—Esperemos que haya conseguido lo que quería. Ya no es
asunto nuestro. Si Siberia no consigue acabar con Esther, ella
acabará con Siberia. Estoy convencido de eso. Puede que
Dracan no la conozca tan bien como él cree. —Robert se
guardó el bolígrafo y me rodeó el hombre con un brazo—. ¿Te
apetece venir a celebrar con nosotros, Anthony? Salir de la
cárcel después de siete años se merece al menos eso.
Anthony y yo pusimos los ojos en blanco.
—¿Piensas celebrar que has dejado a tu ex, en vez del
hecho de que te hayas comprometido conmigo? —me burlé,
fingiendo estar ofendido.
Robert me achuchó contra él y me besó la sien.
—Nop, pero para la celebración importante no tengo
intención de invitar a Anthony, por muy amigos que seamos.
—¡Dios! Decidme que esto va a ser solo una fase pasajera
o me mudo de casa —se quejó Anthony dándonos la espalda
para largarse.
Robert rio por lo bajo.
—¿Crees que deberíamos confesarle la verdad e informarle
de que esto solo va a ir a peor?
EPÍLOGO 2

La grandiosa sala a mis pies se encontraba llena de vida. Las


acróbatas colgadas de brillantes telas que pendían de las ramas
de los gigantescos árboles de cristal del Jardín de la lujuria
convertían el cielo en puro arte y magia, mientras que, a ras de
suelo, bailarinas exóticas hacían las delicias de mis invitados
recorriendo el espacio en un elaborado espectáculo vintage
con reminiscencias a la película de Moulin Rouge, en el que
tentaban a hombres y mujeres por igual, con la dosis justa de
piel y coquetería para que se sintieran felices, pero sin llegar a
caer en lo chabacano.
Nunca me había planteado lo extraño que iba a resultar mi
despedida de soltero. No porque no estuviera a gusto con los
compañeros que había invitado, ni tampoco porque hoy iba a
ser oficialmente mi última noche como socio mayoritario del
Inferno, sino por el hecho de que la gente ya no sabía lo que
hacer conmigo. Apostaba a que más de uno incluso se
preguntaba por qué tenía a mujeres desnudándose y animando
mi fiesta, cuando pasado mañana iba a casarme con un
hombre.
Si era sincero conmigo mismo, yo me preguntaba lo
mismo. No es que hubiese dejado de ser bisexual de la noche a
la mañana, pero a pesar de estar rodeado de mujeres más que
dispuestas a llevar las cosas más allá de lo estipulado, o
incluso de tratar de convencerme de que aún estaba a tiempo
de echarme para atrás; mi mente no hacía más que viajar una y
otra vez hacia Jasha.
Quería comprobar si seguía en la sala del Jardín de la
Pereza que habíamos reservado en exclusiva para él y sus
amigas, si se lo estaría pasando bien y si le estaba ocurriendo
con sus invitadas lo mismo que a mí con los míos. Claro que
también me preguntaba qué era lo que estaría pasándole por la
cabeza y si le atraía alguno de los hombres semidesnudos que
estarían paseándose por allí, sirviéndoles aperitivos y bebidas.
La simple idea ya me hacía querer meterme en la sala de
control para echarle un vistazo a las cámaras y comprobar qué
era lo que estaba sucediendo.
Incluso antes de que pudiera tomar una decisión
consciente, mis pies ya se habían puesto en marcha y habrían
seguido haciéndolo, a pesar de darme cuenta de lo obsesivo
que era, si no me hubiera topado de frente con Dimitri Volkov
y Ravil Sokolov.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunté irritado porque
me hubieran cortado el camino y me estuvieran entreteniendo.
Donde Sokolov se rascó distraído el codo con una
expresión arisca, Dimitri se limitó a alzar la barbilla y a
desafiarme con la mirada, como si yo fuese uno de los
papanatas que se dejasen intimidar por él de esa forma.
—Venir a la despedida de soltero, por supuesto —replicó
Dimitri como si no acabara de colarse en mi fiesta.
En condiciones normales lo habría dejado pasar, pero no
me gustaba la idea de que siguieran imponiéndose en la vida
de Jasha cuando el acuerdo había sido que lo dejarían libre.
—No recuerdo haberos invitado —espeté cruzando los
brazos sobre el pecho.
—No necesitamos invitación, Jasha es como de la familia
—intervino Sokolov imitando mi postura, algo que casi me
hizo rodar los ojos.
—Jasha decidió celebrar su despedida con las chicas, algo
que sabéis más que de sobras, porque Tess y Liv están
celebrando su despedida con él. —Algo que seguía sin
entender cuando Tess ya llevaba más de un año casada con
Dimitri y Liv se había casado en una ceremonia civil secreta y
aún no tenían fecha para la gran ceremonia oficial—. ¿Sabéis
qué? —dejé caer los brazos. No entendía a sus mujeres y me
negaba a desperdiciar mis energías en entenderlos a ellos—.
Haced lo que os dé la gana, mientras que no se os ocurra
jodernos la fiesta a mí o a Jasha.
—Era lo que habíamos planificado, pero gracias de todos
modos —dijo Dimitri con sequedad.
¡Maldito cabrón ruso!
Justo cuando iba a marcharme y dejar que se las apañaran
por su cuenta, otra cara conocida más que no debería haber
estado allí se asomó a la sala.
—¡Esperad un momento! —me frené en seco y me giré
hacia ellos—. ¿Os habéis traído al irlandés también?
Si no los hubiera estudiado durante semanas, me habría
perdido el ligero encogimiento de ojos de Dimitri y la fina
línea que se le formó en el entrecejo a Sokolov cuando
avistaron al tipo pelirrojo que venía entrando.
—¿Qué haces tú aquí? —exigió Sokolov como si la fiesta
fuera suya y él no se hubiera presentado también sin
invitación.
Liam encogió un hombro y nos regaló una brillante
sonrisa.
—Comprobando cómo les va la fiesta a las chicas, por
supuesto. Con el historial que llevan, solo quería asegurarme
de que no vuelva a pasarles nada. De vosotros está claro que
no se puede uno fiar.
Mi gruñido se fundió con el de Sokolov y Dimitri.
¡Maldito cabrón bocazas irlandés!
—¡Tú no pintas nada en la fiesta de las chicas! —
espetaron Dimitri y Sokolov al unísono.
Bien, aquello estaba empezando a ponerse interesante y, de
no haber sido porque seguía queriendo averiguar lo que estaba
haciendo Jasha, no me habría importado quedarme a
presenciar cómo les iba a aquellos tres idiotas.
—De acuerdo, ya que estáis aquí, disfrutad de la fiesta. La
barra es libre. Si me disculpáis, tengo un asunto que atender.
—Sin esperar una respuesta salí al vestíbulo, cogí el ascensor
y realicé un recorrido que ya conocía de memoria y que iba a
echar de menos a partir de mañana, cuando mis visitas al
Infierno iban a ser como simple cliente o el amigo de Anthony.
Introduje las claves ante la puerta de monitores y entré en
la alargada sala de seguridad, cuyas paredes se encontraban
cubiertas por pantallas que reflejaban lo que ocurría en las
diferentes salas del Inferno.
—¿Anthony? ¿Por qué estás aquí y no en la fiesta?
Mi amigo soltó un resoplido un tanto malogrado y, a pesar
de la oscuridad de la sala, habría jurado que sus mejillas
adquirieron un ligero tinte rosado.
—¿La pregunta no debería ser más bien por qué estás tú
aquí? —me acusó—. Es tu fiesta la que te estás perdiendo.
Deberías estar abajo atendiendo a tus invitados.
—Si no recuerdo mal, tú eras uno de mis invitados
principales. De hecho, fuiste tú quien me incitó a invitar a
tanta gente aduciendo que eran compromisos.
Podía entender su razonamiento, pero tal vez habría sido
mejor organizar algo menos grandilocuente y más íntimo
como lo que había elegido hacer Jasha con sus amigas del club
de striptease y su nuevo club de las cuatro mosqueteras.
Antes de que pudiera interrogarle a Anthony sobre el
porqué estaba pendiente de los monitores que enfocaban
directamente a Jasha y sus amigas, los dos nos giramos
alertados a comprobar quién había invadido el espacio
restringido de la sala de seguridad, aprovechando que se me
había olvidado cerrar la puerta a mi espalda.
—¿Qué carajos hacéis aquí? —demandé cuando Dimitri y
Sokolov entraron como si el edificio les perteneciera.
—Lo mismo que vosotros, por lo visto —contestó el
pakhan señalando las pantallas y concentrándose con el ceño
fruncido en una en la que se captaba el rostro extasiado de
Tess mientras retiraba con extrema cautela un aperitivo de la
bandeja humana que se había preparado para ellas.
—¿Qué demonios es eso? —rugió Ravil cuando era
evidente que Liv no se quedaba atrás a la hora de comer del
cuerpo del chico desnudo.
—Han pedido aperitivos del Jardín de la Lujuria servidos
en una bandeja humana, en este caso un chico —expliqué algo
que debería haber sido obvio a simple vista
—Pensé que habíamos acordado que la despedida no se
celebraría en el Jardín de la Lujuria —masculló Dimitri.
—Eso no significa que… —me detuve cuando el irlandés
también entró en la estrecha sala, nos miró con ojos
sorprendidos como si no se hubiese esperado encontrarnos allí
y luego se limitó a encoger un hombro.
—Supuse que sería más fácil vigilarlas desde aquí.
Mirando al techo me coloqué las manos en la cintura y
recé por paciencia.
—Cierra la puerta —le ordené mientras los demás
reajustábamos nuestras posiciones para dejarle sitio en el
limitado espacio.
—Ibas a explicarme porqué hay un tipo desnudo tendido
sobre la mesa de mi mujer —exigió Dimitri exasperado
cuando más y más zonas de la «bandeja» iban dejando al
descubierto la bronceada piel.
Resoplé irritado.
—Estaba tratando de explicarte que están en el Jardín de la
Pereza, pero que eso no significa que no puedan pedir platos
especiales o servicios de otras zonas del Inferno.
La verdad es que era algo que ni yo mismo me había
planteado antes de permitir que Jasha y sus amigas
compusieran su propio menú especial.
—Y no es lo único que han solicitado del Jardín de la
Lujuria —bufó Anthony, interviniendo en el momento menos
oportuno con su apunte.
Si yo me puse rígido, los demás parecieron convertirse en
piedra. Para que luego Jasha me acusase de ser posesivo y
celoso. ¡Ja!
—¿Qué más han pedido? —indagué en un intento por
seguir actuando con la cabeza fría.
—Dentro de media hora tienen un estriptis con baile de
cercanía para… Anthony cogió la tableta que tenía por delante
y leyó: Jasha, Liv, Sascha, Tess y Linda.
—¡Y un cuerno! —espetó Sokolov.
—¿Por qué para Sascha? —preguntó Liam—. No es su
despedida de soltera.
—¿Y la de Linda sí? —masculló Anthony.
—Voy a llevarme a Tess a casa —intervino también
Dimitri, ignorando a los demás.
—¡Está bien! ¡Alto ahí! —Alcé la voz para que me
prestaran atención—. ¿Os estáis escuchando?
—Me importa una mierda como suene, no voy a consentir
que ningún tío se restriegue contra mi mujer, por mucho que
sea un bailarín y ella esté en una despedida de soltera —gruñó
Dimitri.
—De acuerdo, creo que en eso coincidimos todos los
afectados —dije tratando de calmarlos, aunque empezaba a
preguntarme a quienes incluía ese «todos»—. La cuestión es
que si les jorobamos su fiesta se mosquearán con nosotros y
nos lo echarán en cara durante la próxima década. ¿Es eso lo
que queréis que ocurra?
—¿Y qué sugieres exactamente que hagamos? —Sokolov
cruzó los brazos sobre su amplio pecho.
—Bueno, admitámoslo —reflexioné—. Solo se trata de un
baile y tienen prohibido tocar, tanto por parte de unos como de
otros. Y no es como si en mi fiesta no hubiera mujeres
semidesnudas y espectáculos ahora mismo.
—Por si no te has dado cuenta, ninguno de nosotros está
en tu maldita fiesta —gruñó Sokolov.
—Podríamos hablar con los bailarines para que el baile de
cercanía no sea tan de cercanía, ¿verdad? —le dirigí la
pregunta a Anthony para que me apoyara—. Total, si lo peor
que van a hacer en toda la noche es ver a un par de tíos
quedarse en bóxers, la cosa tampoco es tan grave, ¿no?
Por la sala resonaron varios gruñidos, pero fue Anthony el
que bufó de nuevo. ¿Qué carajos le estaba pasando?
—Estás dando por supuesto que eso es lo único que han
pedido.
—¿Qué más han ordenado? —exigió Liam esta vez.
Anthony apretó la mandíbula.
—La experiencia del laberinto —dijo sin consultar su
tableta en esta ocasión.
La maldición se me escapó antes de que pudiera darme
cuenta de cómo la recibirían los demás.
—¿Qué cojones es la experiencia del laberinto? —
Apostaba a que si a Sokolov se le subía la tensión solo un poco
más, íbamos a tener que llevárnoslo a urgencias.
—Pensé que les habíamos restringidos las pulseras para
que no pudieran entrar en el Jardín de la Lujuria —le reclamé
a Anthony.
—¿También te planteaste la posibilidad de que podían
comprarse su propia entrada al Jardín? —Cuando lo fulminé
con la mirada pareció calmarse un poco—. Por lo que he oído
por las grabaciones, Liv parece haberlos invitado con un
dinero que tenía ahorrado.
—¡Maldita sea! —me pasé la mano por el cabello. Si
habían pagado, eran clientes en pleno derecho y no se les
podía denegar algo así como así. En especial cuando el único
motivo era que sus parejas eran unos viejos celosos y
posesivos.
—¡¿Qué cojones es la experiencia del laberinto?! —repitió
Sokolov cercano a perder el control, aunque Dimitri y Liam
también parecían estar a punto de sacar sus armas.
—Se trata de un laberinto, tal y como dice el nombre —
expliqué—. En la entrada, a cada participante se le entrega un
hilo de lana, que debe seguir para llegar a la primera parte de
su recorrido. En esta fase inicial, la idea es sobre todo separar
los grupos y las parejas. Una vez superan esa primera prueba,
son los participantes los que deben encontrar el destino al que
quieren llegar. A lo largo del camino encontrarán habitaciones
en las que se está desarrollando algún tipo de juego sexual.
Algunas de esas habitaciones tendrán que atravesarlas y pasar
una prueba, en otras solo entrarán si así lo desean y si los que
ocupan la habitación les dan acceso para hacerlo. El
entretenimiento del que pueden disfrutar si consiguen llegar a
su destino final es optativo y depende de cada cual. Puede ir
desde un sencillo masaje sensual, a una experiencia con su
pareja o un juego de autoexploración guiada por inteligencia
artificial en una cápsula de realidad virtual.
—Tess y Liv han elegido los juegos de realidad virtual en
solitario —nos informó Anthony malhumorado—. Y Jasha ha
renunciado a elegir ninguna de las posibilidades que se
ofertaban en el menú.
Que Jasha hubiese renunciado a la parte realmente
comprometida me produjo alivio y fue evidente que Dimtri y
Sokolov también se relajaron un poco al enterarse que sus
mujeres solo iban a participar en un juego privado guiado por
máquinas y juguetes.
—Sigue estando el tema de esas pruebas intermedias del
laberinto —dijo Dimitri—. ¿En qué consisten?
—En realidad pueden ser tan leves como coger una pala y
darle a alguien una nalgada o jugar con unos mandos a
distancia para averiguar quién es el participante de esa
habitación que lleva puesto el vibrador. Todo depende un poco
de los límites y las fantasías que ellos hayan introducido en el
formulario inicial.
—No me gusta —constató Sokolov.
—¿Te has dado cuenta de que tu hija ha escogido el final
con «premio» —espetó Liam entre dientes.
El semblante de Sokolov se oscureció.
—Por desgracia —intervino Anthony—. Son mayores de
dieciocho años, han pagado por el derecho de usar los
servicios que han pedido y nosotros no podemos impedírselo.
La situación me gusta tan poco como a vosotros —dijo sin
especificar porqué habría de importarle—. Pero no puedo
permitir que las saquéis por la fuerza de aquí. Va en contra de
las normas y nuestros guardias están entrenados para reteneros
si lo intentáis y llamar a la policía.
—En realidad no necesitaríamos impedírselo —decidí,
tratando de no buscarme el divorcio antes de haber recibido el
sí quiero—. Bastaría que reajustemos los juegos y, sobre todo,
el final. Ellos se irán contentos porque lo habrán disfrutado y
nosotros nos quedamos tranquilos porque sabemos que nadie
les ha puesto una mano encima. Si queréis, podemos incluso
seguir su avance desde aquí, o mejor en el acceso que tengo en
mi antiguo despacho.
—Sigue sin gustarme la idea de lo del estriptis —opinó
Sokolov.
Asentí. ¿De qué servía tratar de convencerlo cuando era
evidente que se había encabezonado en su postura?
—Voy a asegurarme de que nadie me eche de menos en mi
fiesta —decidí al fin—. También hablaré con Sonia sobre los
juegos del laberinto. Luego iré a hablar con los bailarines para
dejarles claros los límites y que no haya malentendidos. Nos
vemos aquí dentro de un rato.
Salir de la sala fue el equivalente a un soplo de aire fresco.
Me sentía dividido entre sacar a Jasha del Inferno y llevármelo
a casa o ser el hombre moderno y abierto de mente que me
consideraba, y permitirle que disfrutara de la noche tal y como
la había planificado con sus amigas. Se lo merecía. De eso no
me cabía la menor duda, y también sabía que podía confiar en
él y que jamás trataría de hacer algo que rozara ni de lejos los
límites de la fidelidad a la que nos habíamos comprometido
ambos.
Con esa idea en mente, regresé a mi fiesta, en la que
resultaba más que obvio que nadie me echaba de menos. Hablé
con Sonia y decidí hacer mis propios planes, dándole una
sorpresa a Jasha que esperaba que le gustase, mientras que a
mí me daba una buena dosis de paz mental.
No fue hasta que llegué a los vestuarios de los bailarines
que descubrí que yo no era el único que había decidido darle a
su pareja una sorpresa.
Con los brazos en jarras miré de los dos hombres tirados
inconscientes en el suelo a Sokolov y Liam. ¡La madre que los
parió!
—¿En serio era necesario dejarlos inconscientes? —
pregunté incrédulo.
—Es una solución rápida, efectiva y que ahorra tiempo —
replicó Sokolov embutiéndose en el logrado traje de policía
que parecía quedarle algo estrecho.
—¿Y cuál es tu excusa? —le pregunté a Liam, quién
estudió el pantalón de policía y se limitó a señalar a Sokolov.
—La que él ha dado.
¡Dios! A este paso no iba a sobrevivir la noche.
—¿Y sabéis bailar al menos? —pregunté.
Los dos se detuvieron, intercambiaron una mirada y
encogieron los hombres.
—Somos de la mafia —respondió Liam—. Prácticamente
nos hemos criado en clubs. No es tan difícil.
Con un gemido me pasé una mano por la cara. ¡Imbéciles!
Iba a dejar que hicieran el ridículo por la simple razón de que
se lo merecían.
—¿Y Dimitri? ¿Dónde está? —exigí.
—Buscando a Tess para sacarla por la fuerza de la
despedida —explicó Liam—. Cree que si se la lleva al Jardín
de la Lujuria y la deja elegir algo que puedan hacer juntos, le
perdonará y no le cortará las pelotas.
Los dos giramos sorprendidos la cabeza ante el extraño
resoplido de Sokolov.
—¿Qué? —preguntó el gigante ruso—. Conozco a Tess, va
a hacer algo más que cortarle las pelotas si, después de
secuestrarla, no la deja participar en alguna de las opciones
más atrevidas que ofrecéis aquí.
Como si no hubiese tenido suficiente con los dos mafiosos,
Anthony también apareció en el vestuario. Nos miró a todos,
estudió a los dos chicos tirados en el suelo y se giró hacia
Liam y Sokolov.
—Si nos denuncian o necesitan atención médica, os pasaré
la factura a vosotros. —Cuando la puerta se abrió tras él,
Anthony la frenó en su avance y le bloqueó la entrada a quién
sea que estuviera tratando de entrar—. Buscad a Smith para
que os dé otro trabajo. Este espectáculo se ha suspendido y el
vestidor estará ocupado por un buen rato.
No sé quién se quedó más alucinado con la reacción de
Anthony, porque Liam, Sokolov y yo nos quedamos los tres
mirándolo con las cejas alzadas.
—¿A qué estáis esperando? El espectáculo tiene que
empezar dentro de quince minutos. ¡Terminad de vestiros!
—Un momento —dije al ver cómo se abría la camisa—.
¿Tú también vas a bailar?
—¿Algún problema? —me retó malhumorado.
Alzando ambas manos sacudí la cabeza.
—Ninguno, ninguno en absoluto —mascullé. Si el mundo
se había vuelto del revés, ¿quién era yo para señalarlo?
Terminé de vestirme el primero y salir al pasillo a tomar un
poco de aire para tranquilizarme y aclararme las ideas. No
tenía problemas en hacer un baile y desnudarme delante de
gente. No iba a ser mi primera vez y, con Jasha, tampoco creía
que fuera a ser la última, pero empezaba a no tener del todo
claro que mi idea de darle una sorpresa hubiese sido tan
acertada. No cuando Dimitri iba a encargarse de formar un
espectáculo como el troglodita que era y los demás estaban
dispuestos a hacer el ridículo con tal de evitar que las chicas
disfrutaran de un estriptis real.
—¿Robert? ¿Eres tú?
Mi cuerpo reaccionó como un resorte ante la voz de Jasha,
despegándose de la pared y cuadrándose ante él cuando se
acercó.
—Jasha, cielo. ¿Qué haces aquí afuera?
—¿No es eso lo que debería estar preguntándote a ti? ¿Y
qué haces vestido así?
Algo en mi interior se infló ante el hambre con el que me
recorrieron sus ojos.
—¿La verdad? —Le eché un vistazo al uniforme que me
había puesto—. No lo tengo claro. Pensaba darte una sorpresa,
pero después de ver a los demás haciendo lo mismo, creo que
estoy haciendo el gilipollas y comportándome como un idiota
posesivo.
—¿Los demás?
—Sokolov, Liam y Anthony también participarán en el
estriptis.
Jasha frunció la nariz.
—Gracias, pero creo que prefiero no ver a mi viejo jefe
desnudándose. Creo que se me haría raro la próxima vez que
fuera a toparme con él.
—Créeme, lo comprendo. Yo no tengo claro que quiera
verle el culo a ninguno de ellos.
—¿Y tú? —Jasha señaló mi disfraz—. ¿Ibas a hacer un
estriptis para mí?
—Sip. Esa iba a ser la sorpresa.
Jasha se mordió los labios y echó una ojeada sobre su
hombro antes de mirarme de nuevo.
—Sería una buena sorpresa, una que me encantaría.
—¿Sí? —pregunté incrédulo.
—Sip, pero… —Titubeó.
—¿Pero?
—¿Que no quiero compartirte con las demás? —preguntó
inseguro—. Además, se me han colado dos de mis hermanas
en la fiesta. —Frunció el ceño—. Si tratan de tocarte el culo
tendría que matarlas.
Cuando rompí a reír, Jasha puso los brazos en jarras.
—¿Qué? ¡Ya sé que es un poco exagerado! Pero no puedo
evitarlo. ¡Robert! ¡Robert! ¡¿Qué haces?! —chilló alarmado
cuando me lo coloqué sobre un hombro para llevármelo de
allí.
—Lo que debería haber hecho desde el principio. Escoger
una de las habitaciones privadas y darte una noche de soltero
que no puedas olvidar jamás.
Sin esperar una respuesta me dirigí con él al Jardín de la
Lujuria, ignorando las miradas raras que nos echaban tanto
clientes como empleados.
No fue hasta que cerré la puerta de la habitación tras
nosotros y que volví a bajarlo al suelo, que Jasha y yo nos
miramos a los ojos, no del todo seguros sobre lo que iba a
pasar ahora.
—¿No tienes que estar en tu fiesta? —preguntó.
—A la mierda con la fiesta, estoy donde quiero estar. ¿Y
tú?
Su expresión se suavizó con una sonrisa cargada de
ternura.
—Eres mi lugar favorito. ¿Dónde más iba a querer estar?
Jasha se puso de puntillas, me rodeó la nuca con los brazos
y trepó como un koala sobre mí, antes de besarme.
—¿Te he dicho ya que estás muy sexi vestido de policía?
Y he visto que llevas esposas.
Mordisqueándole el labio inferior me lo llevé a la cama.
—¿Te atrae la idea de que las use hoy?
—Me atrae todo lo que tengas que ofrecerme, pero me has
prometido un estriptis.
—Y tus deseos son órdenes, gorrioncillo. ¿Preparado para
el espectáculo de tu vida?
—Contigo siempre.
Sonreí para mis adentros. Siempre sonaba a paraíso, en
especial si era con él.
Fin.

También podría gustarte