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San Agustín
San Agustín
(354 – 430)
Vida y obra:
Para comenzar nuestro estudio de San Agustín nos hacemos la siguiente pregunta: ese
conocimiento que persigue Agustín y que procura sabiduría, paz y felicidad, es
¿conocimiento de qué? ¿cuál es el objeto de ese conocimiento? ¿qué es lo que se conoce
en ese conocimiento?. Agustín contesta: es el conocimiento de Dios y del alma, y todo
ello en el horizonte de la verdad. Vamos a ver cómo se despliega esta pregunta.
En primer lugar, si estamos diciendo que el conocimiento que salva es el
conocimiento de Dios y del alma, estamos dando por supuesto que es posible conocer
cosas, que es posible conocer ciertas verdades. Estamos presuponiendo, en definitiva,
que el conocimiento es posible, y esto es justamente lo que habían negado los
escépticos (ver más arriba). Así pues, tendremos que mostrar que el conocimiento es
posible (de manera similar a como Aristóteles había tenido que mostrar –contra
Parménides– que el movimiento es posible). ¿Cómo demuestra San Agustín que es
posible conocer algo con certeza? Mediante un tipo de argumento que utilizará (en otro
contexto y con otros fines) Descartes mucho tiempo después y que será fundamental en
la Edad Moderna: el argumento de la autoconciencia: puesto que todo lo externo, todo
lo que pertenece al mundo de los sentidos cambia incesablemente, Agustín vuelve la
vista hacia el interior de sí mismo y descubre dentro de sí una primera certeza
fundamental, suficiente para derrotar a los críticos escépticos. Esta certeza consiste en
que, piense lo que yo piense, e incluso si estoy equivocado y estoy preso de un engaño,
sé con plena certeza que soy algo que piensa. Aunque todas las demás cosas sean
mentira y fantasías mías, sé que al menos puedo estar seguro de esto: soy una
conciencia pensante. Es pues innegable que «todas las almas se conocen a sí mismas
con certidumbre absoluta» (Agustín de Hipona: Sobre la Trinidad, X, 10, 14.).
Ya ha asegurado San Agustín que se puede conocer, que el alma puede conocer
cosas. Y lo ha mostrado dando un primer paso hacia su propio interior. Pero, ¿sólo se
conoce a sí misma el alma? Poco habríamos avanzado desde luego si sólo pudiésemos
conocer el alma. De hecho, cuando el hombre se vuelve a su interior y contempla su
alma, se tropieza con una pluralidad de conocimientos, y de hecho también en su
interior va a encontrar a Dios. Veamos cómo es el proceso.
Agustín tiene una concepción de resonancias platónicas según la cual la verdad y el ser
se dan en lo inmutable y eterno, en aquello que no cambia. En efecto, como toda la
tradición neoplatónica a la que se ha adscrito, Agustín considera que «conocimiento» es
término que designa, ante todo, información estable, captación de un objeto inmutable y
necesario. Sin embargo, lo primero que encontramos en el alma cuando nos volvemos
hacia ella son sensaciones, que son representaciones de los objetos sensibles. Los
objetos externos dejan su huella en los órganos de los sentidos y provocan la ocasión de
que el alma (que es en sí misma incapaz de dejarse afectar por algo material e inferior a
ella), genere activamente una imagen semejante al objeto exterior. Así pues, el alma
transforma inmediatamente las sensaciones en imágenes de las cosas, que pueden ser
almacenadas en la memoria. Ahora bien, los objetos de los sentidos, si alguna
característica presentan, es justamente que son cambiantes e inestables, y en ellos no
es posible encontrar, en cuanto tales, el reposo que se anhela. El buscador de
“conocimiento” propiamente dicho deberá pues dirigir su atención a otra zona de su
interior.
Y en efecto, si prestamos un poco más de atención, nos percatamos pronto de
que además de sensaciones, en el alma también hay reglas, modelos, de acuerdo con las
cuales juzgamos acerca de las sensaciones y de las cosas externas. Por ejemplo,
podemos tratar con peras o con manzanas, o con cualesquiera otros objetos sensibles, y
siempre resultará que son cambiantes, y ahora son pero pueden dejar de ser; sin
embargo, si me pongo a sumarlos, tendré siempre (independientemente de si son peras o
manzanas) que dos y dos son cuatro. Así pues, aparte de peras y manzanas, en mi alma
hay una regla que me permite ordenar y estructuras los datos sensibles, y esa regla no
cambia. Es inmutable, eterna. Este tipo de reglas no son solamente matemáticas, sino
en general metafísicas, morales, estéticas.
Así pues, cuando el hombre decide no salir al exterior, sino volverse hacia su
alma, no solo encuentra en ella las imágenes y los recuerdos de las cosas; ve también en
sí mismo una capacidad de juzgarlas de acuerdo con reglas o modelos; esto es, de
establecer entre ellas juicios de comparación que establezcan la mayor o menor
proximidad de cada una a un modelo, regla, patrón o ideal, que representa la perfección.
Con esa operación, el alma consigue un conocimiento científico, racional, de las cosas.
Ahora bien, el estadio realmente superior del conocimiento, según San Agustín, no es
propiamente el que utiliza los modelos ejemplares a los que las cosas se ajustan o no,
sino aquel que se ocupa de contemplar directamente los modelos ejemplares con
arreglo a los cuales hemos enjuiciado la condición de los entes.
En efecto, quien busque en sí mismo la verdad encontrará también a su
disposición, en segundo término, la esfera del conocimiento racional. Y en ella cabe
distinguir dos tipos, como acabamos de ver:
Una parte inferior, en la que la razón se ocupa del mundo sensible y temporal
teniendo en cuenta esos modelos o patrones ideales; con ello el hombre obtiene
ciencia (scientia) acerca del mundo y es capaz de orientarse prácticamente en él.
3. La prueba por el orden y la contingencia del mundo: «He aquí que existen el
cielo y la tierra, y claman que han sido hechos, porque se mudan y cambian»
(Agustín de Hipona: Confesiones, XI, 4, 6).
5. La Creación
Dios ha creado, en efecto, todo cuanto existe, y lo ha creado como un acto de voluntad
libre. Además, lo ha creado a partir de la nada (esta idea de creación absoluta es extraña
al mundo griego, como ya vimos). Y lo ha creado de una sola vez (no desplegándose en
el tiempo, puesto que Dios es inmutable y no sufre cambios en el tiempo). Las razones
que movieran al Dios a dar semejante paso no son, naturalmente, accesibles a la mente
finita. Fijémonos, en cualquier caso, que la doctrina agustiniana de la Creación implica
que Dios (que se identifica con lo inteligible, con lo necesario) ha creado todo el mundo
sensible porque así lo ha querido. Y puesto que Dios es infinitamente bueno, todo lo
que Él ha creado por su propia voluntad es en cierto modo “bueno”. Todo lo que es, ha
sido creado por Dios y en esa medida es bueno (y a esta idea la denominábamos
optimismo ontológico).
Ese Dios ha creado el mundo con arreglo a los modelos «pre-existentes» en su
«Verbo» desde toda la eternidad. Estos modelos eternos son ideas, increadas y
consustanciales a Dios. Dicha creación, por lo demás, debió hacerse simultáneamente,
de una sola vez. Dicho en otros términos: acabada su obra, Dios sigue actuando en ella
por vía de conservación, pero no crea nada más.
Eso significa, naturalmente, que el curso entero de la historia del mundo tiene
que haber sido previsto y creado, para siempre, desde los orígenes mismos de la
realidad. De ese modo, la historia de la creación es la historia del desarrollo de
potencialidades que Dios fijó desde el mismo momento en que tomó su decisión. Para
articular teóricamente esa posición, Agustín de Hipona acudió a la doctrina estoica de
las «razones seminales» (rationes seminales), de las «semillas» o «gérmenes»
generatrices, por cuyo desenvolvimiento se explica todo lo que acontece.
Esos «gérmenes» o «razones», explica San Agustín, fueron implantados por
Dios en la materia en el mismo instante en que sacó a esta de la nada. La acción
«formativa» de Dios sobre semejante materia «caótica» se concretó, por tanto, en la
introducción en ella de las semillas del futuro. Todos los seres han sido creados desde el
origen, pero en forma de gérmenes o semillas. Se siguen de aquí dos consecuencias:
En efecto, Agustín está convencido de que “cuando pecó Adán en el Paraíso, pecamos
todos los hombres” y estamos por tanto, y desde entonces, en un estado pecaminoso, de
caída. Esto es en cierto modo incomprensible (¿cómo es que yo he pecado mediante un
acto para el cual nadie me consultó?) y, como veremos, tiene mucha importancia en el
pensamiento de Agustín (de hecho, por ejemplo, será el problema de fondo del texto
que tenemos que leer).
Respecto del origen del alma había, en cierto modo, varias opciones disponibles:
El creacionismo afirmaba que las almas son creadas por Dios a partir de la nada
y de un modo inmediato.
El maniqueísmo, que Agustín había profesado durante algunos años, remitía todo el mal
existente en el mundo (mal físico, mal moral, etc.), como ya vimos, al principio del mal
(tinieblas), que convive con el principio del bien (luz). Esta solución, sin embargo,
terminó por disgustar a San Agustín, que se negaba a reconocer que Dios, siendo
todopoderoso e infinitamente bueno, permitía y convivía con un principio maligno.
¿Cómo explicar entonces que haya mal en el mundo, si el mundo ha sido creado
por Dios y Dios es bueno? La explicación que ofrece Agustín, y que está tomada de
Plotino, se ha hecho famosa en la historia del pensamiento: el mal, dice Agustín, no
tiene ninguna entidad, no es nada positivo, sino simplemente una privación, una
carencia de un bien que se suponía. Así, por ejemplo, la ceguera no tiene verdadero ser,
y simplemente es la privación de un bien (en este caso, la vista). Con ello Dios queda
eximido de la responsabilidad del mal. Todos los aspectos «buenos» y «positivos» de la
Creación proceden del Creador. ¿Quién entonces es el responsable del mal? El hombre,
y concretamente el hombre en cuanto que es libre. En efecto, todos elementos
«negativos», en cambio, son producto de la voluntad humana, que tiende
destructivamente, en virtud de su libertad, a apartarse del bien, el ser y la verdad (esto
es, de Dios), y así favorecer su ausencia.
Con lo cual pasamos a la cuestión de la libertad. El problema del mal, en efecto, remite
inmediatamente al problema de la libertad. El hombre ha sido creado libre. Y puede
emplear esa libertad, o bien para dirigirse hacia Dios, en el que finalmente hallará la
paz, la satisfacción y una felicidad perfectas, o bien para, como vimos, apartarse de Él y
generar el mal.
Por otro lado, ya hemos visto que el hombre está en el pecado, puesto que Adán
pecó originalmente y con él pecamos todos. El hombre, por tanto, se encuentra en
estado de caída y no podría, por sus solas fuerzas, arrancarse de ese estado. Y aquí es
donde interviene el concepto de la gracia: esto es, de aquel auxilio de Dios que permite
al hombre, con su ayuda, elevarse sobre sí mismo y alcanzar su meta sobrenatural. En
este sentido, y a lo largo de décadas de incansable polémica contra Pelagio y los
pelagianos, que negaban o limitaban la necesidad de la gracia, San Agustín sostuvo una
postura constante y muy clara: puesto que tiene debilitada, por obra de la caída, la
fuerza original de su libre albedrío, el ser humano no tiene posibilidad alguna de
alcanzar la salvación sin intervención de la gracia divina. (El pelagianismo negaba
la existencia del pecado original, y consideraba que esa falta sólo habría afectado a
Adán; por tanto la humanidad nacía libre de culpa y una de las funciones del bautismo,
limpiar ese supuesto pecado, quedaba así sin sentido. Además, defendía que la gracia no
tenía ningún papel en la salvación, sólo era importante obrar bien siguiendo el ejemplo
de Jesús).
a) La «ciudad de Dios» (civitas Dei), que se rige por el principio del amor a Dios.
Es la «ciudad» formada por personas cuya voluntad busca a Dios y acata sus
leyes, es decir, personas que anteponen el amor a Dios al amor a sí mismos.
b) La «ciudad del mundo» (civitas terrena) se rige por el principio del amor a sí
mismo. En este caso, la «ciudad» está compuesta por personas cuya voluntad se
aleja de Dios y sigue las leyes terrenales, las leyes del cuerpo que impelen al
egoísmo, el dominio y al placer. Está formado, dice Agustín, por los que se
aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios.
En cualquier caso, es muy fácil caer en la tentación de identificar la “ciudad del mundo”
con el Estado, es decir, con las instituciones políticas terrenales, e identificar la “ciudad
de Dios” con la Iglesia. De hecho, esta interpretación se ha mantenido a menudo en la
historia del pensamiento. Podría pues pensarse que San Agustín, en esta obra, fija las
bases de una teocracia; esto es, de la teoría de la subordinación del Estado «temporal» y
«terreno» («civil» y «laico») al poder «sobrenatural» de la Iglesia. Sin embargo, eso no
casa muy bien con la reflexión global de San Agustín. Pues San Agustín adopta una
postura moral frente a la historia, y considera que ambas ciudades están mezcladas en
cualquier sociedad. Lo que importa es la conducta individual. La pertenencia de una
comunidad dada, o de un individuo dado, bien a la ciudad divina, bien a la terrena, está
determinada por el principio que oriente su conducta. Es, pues, posible pensar en
sociedades civiles informadas por el principio de la caridad, así como puede darse la
posibilidad de que la Iglesia se aparte de su vocación de santidad.
En cualquier caso, ambas ciudades sólo se separarán al final de la historia. Del
mismo modo que la historia –desde el punto de vista cristiano– se abre con la irrupción
de Cristo, se cerrará igualmente con el regreso de Dios sobre la tierra para celebrar el
Juicio final. En efecto, la lucha entre ambas «ciudades» es, como decimos, tan antigua
como la historia, y de hecho esa lucha es la que constituye la historia. Lo que Agustín
de Hipona funda, pues, es una concepción teológica de la historia, una teología de la
historia, concebida como el drama cósmico del enfrentamiento entre el principio de la
caridad y el principio del egoísmo. Desplegado en seis grandes «sub-períodos», ese
drama cósmico terminará con el Juicio Final, que supondrá la separación de esas dos
«ciudades» (que hasta entonces habían coexistido) y el triunfo del bien sobre el mal.