Hoy vi un pato chocarse contra un árbol en pleno vuelo. No es
algo muy común de ver. Tal vez fuera una ensoñación. Yo estaba dando vueltas con el auto, y ahora que lo pienso, me miró antes del impacto. Debe haberse sentido muy estúpido. De todos modos, no paré para ver cómo estaba. Quería parar, pero tenía miedo de avergonzarlo. Tal vez esa mirada lo hubiera condenado. Me sentía muy mal, pero no era mi culpa. Estaba yendo al desfile por el Día de los Caídos. De repente, me habían dado muchas ganas de ver a todos esos excombatientes marchando por la calle principal con sus uniformes. Pero este pato me había mirado en pleno vuelo y ahora estaba ahí tirado, hecho un montoncito. Seguí adelante, sin mirar atrás. La policía había cerrado el tráfico en la calle principal, y tuve que doblar por una lateral para buscar en donde estacionar. Recorrí varias cuadras sin suerte hasta que al fin encontré estacionamiento. Había una gran concentración de gente en las veredas que iba al desfile. Me puse a caminar a la par de ellos. “Lindo día para un desfile”, le dije a una viejita que tenía al lado. “¿Se cree que voy a caer con ese viejo truco? Va a tener que pensar algo mejor”, me dijo. “Era una simple observación sobre el tiempo”, le dije. “No quería ofenderla”. Después de eso no le saqué conversación a nadie más. El desfile en sí era bastante modesto. Conté unos treinta y cinco excombatientes, de edades entre ochenta y cinco y dieciocho. Había varios en silla de ruedas, varios más con muletas, dos tamborileros y uno que tocaba una corneta. La multitud los miraba en silencio. La policía patrullaba las calles como si fuera a pasar la Reina. Busqué pero no vi a ninguna Reina. El tipo que tenía al lado mío me miró y me dijo, “El desfile es tan chico porque a la gente de este pueblo siempre la matan. No son aptos para el combate. No sé por qué será. Debe ser el agua. Se niegan a tirar. Es raro, ¿no? Han hecho muchos estudios y siguen sin saber cuáles son los motivos. “¿Me estás tratando de levantar? Porque en ese caso vas a tener que pensar algo mejor que eso”, le dije. “¿De qué carajo estás hablando”, me dijo. “Vine a ver a la Reina, pero parece que acá no hay ninguna Reina”, me dijo. “Hace siglos que nos libramos de esa basura de la realeza”, le dije. “Ah”, me dijo, “bueno, pero nadie me avisó”. Me di media vuelta y atravesé la multitud a los empujones y volví hasta donde había dejado el auto. El trayecto a casa transcurrió sin incidentes, salvo que no podía dejar de imaginarme al pato que volaba al lado de mi auto y me miraba. Me distraía, y me impedía estar atento al camino. Por momentos, la suya era una mirada tierna, casi amorosa, y por momentos se volvía acusadora. Casi me llevo puesto a un camión que venía de frente, y el conductor me tocó la bocina indignado. Después de eso, me despedí del pato y me concentré en manejar. Es verdad, casi nadie de este pueblo volvió de ninguna guerra. Los llaman los soldados fantasmas, muy queridos hasta por sus enemigos, y supongo que por eso fui al desfile, sólo para sentir su marcha, esa pequeña ráfaga de aire helado.
Soldados de juguete (James Tate)
Por todas partes en mi casa hay muchos soldados de juguete, pero también algunos de verdad. A veces me confunden. Estoy trenzado en una larga discusión con uno sobre la naturaleza del universo y de los bolos y de repente me doy cuenta de que era de juguete. Me enojo tanto que lo tiro a la otra punta de la habitación y le parto la cabeza. Después se la vuelvo a pegar y lo trato con dulzura. Otras veces muevo a alguno de la ventana al último estante de una biblioteca y me dice, “¿Por qué me sacaste de allá? Me gustaba la ventana”. Y yo le digo: “No importa lo que te guste a vos. Sos mío. Puedo hacer lo que quiera con vos.” “No soy tuyo. Mi tarea acá es protegerte. Eso es todo. Ahora volvé a ponerme en la ventana o vas a tener que defenderte solo”, me dijo. “Ay, perdón. Pensé que eras de juguete. Si hubiera sabido que eras un soldado de verdad no te habría tocado”, le dije. “En una casa como la suya tan llena de soldados de juguete es comprensible que de vez en cuando se produzcan errores, pero por favor tenga en cuenta que el arma es de verdad y que la puedo usar cuando yo quiera. No me gusta estar en una biblioteca en la oscuridad”, me dijo. “Lo siento muchísimo, le pido mil disculpas. Agradezco su protección. Le juro que no vuelvo a moverlo nunca más, a menos, por supuesto, que usted mismo me lo pida. Usted es nuevo para mí y para estos soldados de juguete que hace tanto que tengo. Me la paso moviéndolos”, le dije. “Lo comprendo, señor”, me dijo. “Es que son lo único que tengo”, le dije. “Qué buena persona que es usted”. “Sí, ya sé, ya sé, ya sé”, le dije. Lo levanté y lo puse en la ventana. “Mucho mejor. Ahora puedo ver las flores del jardín”, me dijo. “Son flores de juguete”, dije yo.
El vaquero (James Tate)
Alguien había hecho correr un rumor descabellado sobre mí, que tenía un extraterrestre en mi casa, y creía saber quién había sido: Roger Lawson. Roger era un bromista de la peor calaña, y hasta el momento yo no me había contado entre sus víctimas, así que supe que mi momento había llegado. La gente se agolpaba enfrente de mi casa horas y horas y sacaba fotos. Tuve que bajar todas las cortinas y salir sólo cuando se hizo estrictamente necesario. Me acribillaron a preguntas. ¿”Cómo es?” “¿Qué le das de comer?” “¿Cómo lo capturaste?” Simplemente negaba la presencia de un extraterrestre en mi casa. Y, por supuesto, eso los enardecía aún más. Llegaron periodistas y se pusieron a fisgonear en el jardín. Era muy irritante. Venían cada vez más y llenaron la calle con sus autos. Roger se había empeñado mucho en esto. Tenía que hacer algo. Al final, hice un anuncio. Dije, “El hombrecito murió tranquilamente mientras dormía anoche a las 23.02”. “A ver el cadáver”, reclamaron. “Se desintegró inmediatamente”, les dije. “No te creo”, me dijo uno de ellos. “No hay ningún cadáver en la casa, o yo mismo lo habría enterrado”, le dije. La mitad se subió cada uno a su auto y se fue. Los demás continuaron su vigilia, pero ahora con más solemnidad. Salí a comprar algunas cosas de comer. Una hora después, cuando volví, la mitad se había ido. Cuando entré a la cocina, casi se me caen las bolsas de las compras. Había una criatura casi transparente con grandes ojos de color rosado, de aproximadamente un metro de estatura. “¿Por qué les dijiste que me había muerto? Eso es mentira”, me dijo. “Hablás inglés”, le dije. “Escucho la radio. No me fue muy difícil aprenderlo. También tenemos televisión. Tenemos todos los canales de acá. Me gustan los vaqueros, sobre todo las películas de John Ford. Son las mejores”, me dijo. “¿Qué voy a hacer con vos”, le dije. “Llevame a conocer a un vaquero de verdad. Eso me haría feliz”, me dijo. “No conozco a ningún vaquero de verdad, pero tal vez podamos buscar uno. Pero la gente se volvería loca si te ve. Los periodistas nos seguirían a todas partes. Sería la noticia del siglo”, le dije. “Puedo hacerme invisible. No me resulta difícil”, me dijo. “Dejame que lo piense. En Wyoming o Montana sería lo más fácil, pero quedan lejísimos de acá”, le dije. “Por favor, no te voy a traer ningún problema”, me dijo. “Habría que planearlo bien”, le dije. Dejé las bolsas en el suelo y empecé a guardar las cosas. Traté de no pensar en el sentido cósmico de todo esto. Por el contrario, lo empecé a tratar como a uno de esos chicos demasiado inteligentes. “¿Tenés zarzaparrilla?”, me dijo. “No, pero tengo jugo de naranja. Hace bien a la salud”, le dije. Se lo tomó y puso cara. “Voy a sacar los mapas”, le dije. “A ver cómo llegamos”. Cuando volví, estaba bailando en la mesa de la cocina, una especie de ballet, pero muy triste. “Acá están los mapas”, le dije. “Ya no los precisamos. Me acaban de informar que me voy a morir esta noche. Es una ocasión para celebrar, y espero que festejemos viendo juntos Los siete magníficos”, me dijo. Me quedé helado con los mapas en la mano. Se apoderó de mí una tristeza insoportable. “¿Por qué tenés que morirte?”, le dije. “Papá decide esas cosas. Probablemente sea mi recompensa por llegar sano y salvo hasta acá y conocerte”, me dijo. “Pero te iba a llevar a conocer a un vaquero de verdad”, le dije. “Hagamos de cuenta que vos sos mi vaquero”, me dijo.
El ascenso (James Tate)
En mi vida anterior yo era un perro, un muy buen perro, y por eso me ascendieron a humano. Me gustaba ser perro. Trabajaba para un granjero pobre cuidando y arreando a sus ovejas. Los lobos y los coyotes trataban de burlar mi vigilancia todas las noches, pero jamás perdí una oveja. El granjero me premiaba con buena comida, comida de su propia mesa. Puede que fuera pobre, pero comía bien. Y sus hijos jugaban conmigo, cuando no estaban en la escuela o trabajando en el campo. Tenía todo el amor que un perro podía querer. Cuando me puse viejo, trajeron otro perro y le enseñé los gajes del oficio. Aprendió rápido, y el granjero me llevó a vivir con ellos a la casa. A la mañana le traía las pantuflas al granjero, porque él también estaba envejeciendo. Yo me estaba muriendo lentamente, poco a poco. El granjero lo sabía y me traía al otro perro de vez en cuando a visitarme. El otro perro me divertía con piruetas y caricias con el hocico. Una mañana no me levanté. Me enterraron al lado del arroyo a la sombra de un árbol. Ése fue el fin de mi vida de perro. Por momentos la extraño y me siento a llorar al lado de la ventana. Vivo en una torre de departamentos que mira a otras torres de departamentos. En el trabajo estoy en un cubículo y casi no hablo con nadie en todo el día. Ésa es mi recompensa por haber sido un buen perro. Los lobos humanos ni siquiera me registran. No me tienen miedo.
Reglas bancarias (James Tate)
Estaba haciendo la cola en el banco y el tipo que tenía adelante se puso a tararear una canción. La cola era larguísima y avanzaba muy lento y después de un rato el tarareo me empezó a irritar. Le dije al tipo, “Discúlpeme, ¿le molestaría dejar de tararear?” Y me dijo, “¿Estaba tarareando? Perdón, no me di cuenta”. Y siguió tarareando como si nada. “Señor, otra vez empezó a tararear. “¿Tararear, yo?”, me dijo. “Nada que ver”. Y siguió tarareando. Estaba al borde de explotar pero me contuve y fui a hablar con el gerente. Le dije, “¿Ve a ese tipo de ahí de traje azul”. “Sí”, me dijo. “¿Qué pasó?”. “Tararea sin parar”, le dije. “Le pedí educadamente varias veces pero no quiere parar”. “Tararear no es delito”, me dijo. Volví a hacer la cola al mismo lugar de antes y paré la oreja pero nada. Le dije, ¿Amigo, todo bien? Parecía ligeramente irritado y no me respondió. Sentí que me empezaba a encoger. El gerente del banco me vino a hablar y, enérgico, me dijo, “Señor, ¿se da cuenta de que se está encogiendo?”. Le dije que en efecto. Y él me dijo, “Me temo que ese tipo de conductas no están permitidas en esta institución. Voy a tener que pedirle que se retire”. Con un silbido, el aire se escapaba de mí, ya casi no existía.
Cómo se elige al Papa (James Tate)
Cualquier caniche de menos de treinta centímetros de altura es un caniche toy, que significa juguete. Casi siempre un juguete es una imitación de algo que usan los adultos. Los Papas con el pelo sin recortar se llaman Papas de cordel. Si no se lo cortan, el pelo de un Papa crece tan desenfrenadamente que se enmaraña en grandes mechones que parecen sogas. Cuando está más corto, se enrula en bucles apretados. Los Papas son muy inteligentes. Vienen en tres tamaños. Los más grandes se llaman Papas convencionales. Los medianos se llaman Papas en miniatura. Y así sucesivamente. Podría decir, por ejemplo: “Acá tenemos un Papa fornido, pulcro, bien proporcionado, con ademán despierto y expresión de viva curiosidad”, pero mejor no. Cuando muere un caniche todos los cardenales acuden en procesión al maxikiosco más cercano. Comen helados hasta que alguno vomita y ése es el nuevo Papa. Se lo inviste con sus armas y cabalga solo a campo abierto, día y noche sin importar qué tiempo haga. El nuevo Papa elige el nombre que va a usar en su papado, como “Bill el salvaje” o “Buffalo Bill”. Usa zapatos rojos con una cruz bordada en la puntera. A la mayoría de los Papas los apodan “Bebé” porque crecer y hacerse Papa es sumamente divertido. Sus cuerpos se hacen cada vez más grandes y más raros, pero a veces pasan cosas que les molestan. Tienen que ir al baño sin ayuda, y pasan casi todo el día durmiendo. Los padres parecen incapaces de ayudar a crecer a sus pequeños Papas. El padre les repite una y otra vez que no se asomen por la ventana, pero el cielo está lleno de Papas. Pareciera que están muy relajados, pero en realidad están aprendiendo otra cosa. No sabemos bien qué, porque no somos como ellos. Ni siquiera podemos vestirnos como ellos. Somos como bichitos rojos o ácaros comparados con ellos. Pensamos que la pasamos bien recortando los chistes del diario pero en verdad comemos miguitas de sus manos. Somos gérmenes diminutos que no se ven en el microscopio. Cuando un Papa está listo para venir al mundo, tratamos de cantarle una canción, pero la letra no encaja del todo con la música. Algunos de los Papas más corpulentos son un millón de veces más grandes que nosotros. Abren la boca a intervalos regulares. Se la pasan mascando pedazos de la cruz y escupiéndolos. Se les pegan moscas negras a los labios. No bien los eligen, les entregan un tazón de crema y les cortan el pelo como un cachorro. Las cejas ofrecen protección cuando un Papa tiene que zambullirse en los tupidos matorrales en busca de una oveja.
Atrás de la botella de leche (James Tate)
Hay un mendrugo de pan y tres vaquitas de San Antonio muertas, también una linterna y un par de curitas. Estoy preparado para cualquier corte de luz. Frotar dos vaquitas de San Antonio muertas produce una llama verde azulada a la luz de la cual se puede disfrutar del mendrugo de pan y olvidarse del huracán o de lo que sea. Tengo otra de repuesto por si explota una. Una vez que me entró un río de lava fundida por la ventana del living ya no podía acceder a mi botiquín de emergencia, mis curitas y todo eso, y tuve que salir por la ventana y dar la vuelta a la casa. El piso de la cocina era como una sartén así que salté por el aire y agarré mis cosas y volví a dar la vuelta y volví a entrar por la ventana del living, aunque esta vez al final no usé nunca las cosas de mi botiquín y la lava paró en menos de una semana. Saqueadores, piénsenselo dos veces: atrás de la botella de leche hay otra botella de leche y un nido de cintitas revoltosas y un fantasma que les ladra a los aviones.
El experto (James Tate)
habla sin parar. Por momentos, parece perdido en sus propias referencias personales, a la deriva en una embarcación solitaria. Se pasó la vida en busca de evidencia, y ahora se le pierde entre las filas de fisgones indiferentes. Se da vuelta y señala la ventana: “Ahí está”, dice con vehemencia, “a eso me refiero”. Miramos: una ardilla arquea la cola y desaparece. Después de esta sentencia inobjetable, el experto bosteza y podemos atisbar en lo profundo de su cavernoso cuerpo. Quedamos impresionados, pero también atemorizados, porque parece haber un fogón casi fuera de control en el costado izquierdo de su cueva. Pero se pone a hablar de una de sus obsesiones especiales, y volvemos a sentirnos inferiores y casi inexistentes. Ni siquiera habíamos oír hablar de este fenómeno: que algo puede estar herido y aún así crecer hasta caerse del mapa y seguir creciendo en caída libre por el espacio. Queremos pellizcarnos, pero despacio y con delicadeza. ¿Quién de acá invitó a este experto? Ahora camina de un lado a otro como si coqueteara con un borde que él sólo puede ver. Alguien le grita “¡Salte!” y vuelve a despertarse y nos mira con sospecha y tal vez seamos culpables de algún delito. No tenemos ni idea de a qué fue que le entregó su vida, pero me parece que tiene algo que ver con un monstruo debajo de la cama. Envejece ante nuestros ojos, y ahora nadie lo puede agarrar, o sea, nadie excepto la madre que perdió.
Secretos del encantamiento de serpientes
del subcontinente indio (James Tate) Estaba en un bar tomándome mi trago de siempre de las cinco de la tarde, un martini. Había sido un día de mierda en la oficina y quería aflojar un poco de tensión. “¿Me regalás la aceituna?”, me pidió un desconocido sentado al lado mío. “Ni en pedo”, le respondí irritado. “¿Y no me convidás un sorbito? Nunca probé el martini”. “Comprate uno”, le respondí. Eso lo hizo callarse. Volví a mis pensamientos. El jefe se había puesto demasiado exigente, a lo mejor buscando alguna excusa para despedirme. No sería el primero. Miré por el espejo atrás del bar. El tipo al lado mío parecía desolado. “¿Qué te pasa, papá?,”le pregunté. “No te estás comiendo tu aceituna”, respondió.
Dejé mi sillón en Tatamagouche (James
Tate) Quería limonada: hacía mucho calor y había caminado muchas horas; pero después de mucho forcejear, embestir y empujar, no pude hacer pasar mi sillón por la puerta del restaurante. Varios clientes y el dueño y hasta el hijo del dueño fueron más amables de lo que deberían haber sido, pero al final era hora de cerrar y los insté a volver cada uno a su casa: sus familias los necesitaban (qué necesita cada cual no es algo en que yo sea especialista). Esa noche, mientras dormía tranquilamente afuera de la estación de tren en mi silloncito verde conocí a una gigante que se llamaba Anna Swan. Se arrodilló al lado de mi sofá y me acarició la frente con ternura. Fue como una madre para mí durante unos instantes, bajo el cielo nocturno. A la mañana, dejé mi sillón en Tatamagouche y eso cambió todo para bien. El diario Times de Londres (James Tate) Habíamos caminado varias horas desde el hotel para encontrar el Queen Mary’s Garden. Las rosas estaban en flor hasta donde alcanzábamos a ver, cientos de variedades de rosas. Las fragancias mezcladas en el aire eran embriagadoras. Un estanque reflejaba las rosas que bordeaban sus orillas. Todas las variaciones del durazno, el rosado, el rojo, el amarillo y el blanco inflamaban nuestros ojos. Es un secreto a voces que la actual Reina orina un poco en cada rosa todas las mañanas.
Trepar como un mono entre las ramas
frondosas (James Tate) Era de madrugada y escuché que alguien cantaba por la ventana de mi living. Agarré el hacha que tenía debajo del almohadón del sofá. La canción se parecía a “I Only Have Eyes for You”, lo cual era aterrador, una amenaza directa a mi existencia. Apagué todas las luces y me tropecé con el perro. El hacha quedó trabada en el piso y me costó muchísimo soltarla, y casi termino por clavármela en la frente. La voz siguió cantando, una hermosa voz de mujer. Una voz parecida a la voz de mi mamá. Apreté el mango del hacha y la blandí en el aire. En absoluta oscuridad, me puse a bailar lentamente en círculos y a tararear la canción.
Astucia (James Tate)
Me habían mordido feo en el zoológico al aire libre ese día. En el colectivo me senté al lado de una viejita diminuta y encorvada que bajaba y subía la cabeza. No sé por qué lo hice, pero le mostré la mordedura en la mano. La miró un largo rato. Después, tomó mi mano entre las suyas, apergaminadas y surcadas de venas azules. Se la acercó a los ojos. Tenía la boca apenas entreabierta y a mí me empezó a latir fuerte el corazón. Saqué la mano justo a tiempo. Me sonrió y me mostró los dientes. “Son hermosas”, le dije. “Recién hechas”, respondió.
Cantarín, el bandido (James Tate)
Íbamos a la playa a visitar a unas ballenas que habíamos empezado a conocer, cuando de pronto el auto hizo explosión. Afortunadamente nos salvamos, o al menos algunos nos salvamos. Bodo estaba elegante como siempre, como un gato egipcio ahumado y muerto de hambre. Tal vez un terrorista nos hubiera atacado, Dios sabe que enemigos no nos faltan. Éramos el Pueblo de la Arena, comíamos arena. El viento soplaba a través de nosotros, y seguíamos andando, seguíamos cayéndonos.
Informe anual (James Tate)
Sólo se denunció a una persona revoltosa. (Nadie se tomó la molestia de denunciarme a mí.) También hubo una sola denuncia por ruidos molestos. (¿Acaso todo el pueblo puede estar tan sordo?) Y, en un año entero, hubo un único caso de exhibición indecente. (¿Nadie presta atención?) Si hablamos de romper récords, en todo 1989 hubo una sola persona perturbada. (Espero que hayan escrito bien mi nombre). Para verle el lado positivo, se denunció la desaparición de once personas, y se identificó como sospechosas otras a treinta y seis. Hubo tres vehículos abandonados. Y cinco quejas por ciervos. (Bueno perdónennos por existir). Trabajadores de la salud mental (James Tate) Casi siempre podíamos ignorar esa cosa peluda en el rincón. Parecía gotear algún líquido verde, pero éramos capaces de rodearlo. Emitía un olor desagradable, una cruza entre el queso Limburger y un zorrino en descomposición, pero jamás lo mencionábamos. No le hacía daño a nadie. Pero un día me pareció oírlo cantar. Y otro día me pareció escuchar que decía te amo. Y un día ya no estaba, se había ido antes de perderse.
Como una mantarraya (James Tate)
Puedo nadar una pileta entera sin respirar. Me gusta barrer el fondo con los ojos abiertos, y a veces encuentro cosas: una hebilla, monedas, un anillo, una cadena de oro, astronautas de plástico, un peine, nada demasiado extraordinario. Pero un día mientras nadaba vi una perla, y después otra y otra hasta tener las manos llenas de perlas, perlas de verdad. Cuando volví a subir, escuché a una mujer muy bronceada y obviamente adinerada que le gritaba al guardavidas, “Alguien se robó mis perlas”. Enseguida me metí las perlas en los bolsillos de la malla y salí de la pileta. Fui rápido al vestuario, pero una perla y después otra y luego una tercera, cayeron de mi malla y fueron rebotando por el costado de la pileta hasta un chico de tres años que había estado escuchando divertido a la señora. Se llevó un dedo a los labios y me sonrió. Las perlas no me servían para nada y tampoco las quería pero por algún motivo en ese momento no quería que ella las recobrara. La vieja Candy, la nueva Candy (James Tate) Candy estuvo como una hora arreglándose frente al espejo. Le dije, “Vamos a llegar tarde, estás hermosa”. Ella me dijo: “Tengo el pelo hecho un desastre. Parece como si tuviera ratones viviendo ahí”. Le dije: “Está igual que siempre”. Me dijo, “Ya sé, pero recién ahora me doy cuenta de que tengo ratones viviendo ahí”. Le dije, “Los ratones son lindos, me gustan los ratones”. “¿Dónde está la tijera?”, me dijo, “me voy a cortar todo”. “NO”, le dije, “ni se te ocurra”. Encontró la tijera y se empezó a cortar. Yo estaba horrorizado, pero no pude detenerla. Tijeretazo por acá, tijeretazo por allá, sus hermosos mechones caían por el piso del baño. Un ratón se salvó por un pelo de que le rebanara la cola, otros dos no tuvieron tanta suerte. Nunca le dije nada a Candy, que estaba demasiado concentrada trasquilándose. Además, disimulé las lágrimas.
Pena capital (James Tate)
Nadie podía saber el nombre del verdugo del pueblo, que andaba enmascarado todo el tiempo. Si lo veíamos haciendo los mandados, comprando alguna cosa, lo seguíamos y nos burlábamos de él. “Señor Verdugo, ¿hoy a cuántos liquidó?”. No tiene permitido respondernos, así que nos parece que lo volvemos loco. No es que nos caiga mal, es su trabajo a fin de cuentas. La verdad, no sabemos de quién recibe órdenes, probablemente sea un comité. El Sr. Verdugo está casado con la Sra. Verdugo, y ella también tiene que andar enmascarada todo el tiempo, y sus hijos también andan enmascarados. Ni siquiera saben quiénes son. El plomero (James Tate) Cuando llegó el plomero para arreglar el calefón me miró con bastante sospecha. Yo le dije cuánto le agradecía que hubiera venido pero él en respuest me gruñó. Le pregunté si quería tomar algo y me dijo, “No quiero tu agua de mierda”. Le señalé la puerta del sótano y me espetó, “¿Qué te pensás, que soy un pelotudo?”. Después escuché golpes e insultos desde el sótano por cuarenta y cinco minutos. Pensé en llamar a la policía, pero sabía que no me iban a creer. También pensé en agarrar el auto y mandarme a mudar. Mientras subía por las escaleras, escuché que lloraba, compungido. Abrió la puerta y se arrojó en mis brazos. “No lo puedo arreglar”, me dijo, “soy un desastre de plomero”. Yo lo abracé y le daba palmaditas en la espalda mientras lo acunaba parado en el lugar. Poco después se pudo ir, y su mujer llamó a preguntar si estaba bien. Yo le dije que sí, que todo bien y ella me agradeció muy gentilmente.
Tiempo sin fin (James Tate)
El burro estaba solo en el potrero sacudiendo la cola para espantar las moscas. Hacía mucho calor, pero unas nubes panzonas tapaban por momentos los rayos del sol. El burro cabeceaba y movía las orejas, abría y cerraba los ojos y de vez en cuando pateaba. A la noche, cuando no hay nadie, se eleva de un salto sobre los graneros y pega volteretas en el aire. Así relaja sus tensiones, la madre del burro le explica a la esposa del granjero.
Pena familiar (James Tate)
Estaba solo en casa leyendo el diario vespertino y tomando a sorbitos una copa de jerez cuando llegó una nota por mensajero que decía que mi hermano estaba internado. Se había caído de su caballo y había quedado paralizado. Me pareció gracioso por dos motivos: 1. yo no tengo hermano, y 2. él no tiene caballo. De todos modos, me calcé mi traje trágico y enseguida tomé un taxi. En el hospital “mi hermano” estaba pésimo, pero se alegró enormemente de verme. Le di un beso en la frente y me costó frenar las lágrimas. Después de que charlamos un ratito, la enfermera llegó y le puso una inyección que lo tiñó de verde. “Para el dolor”, me aseguró. De repente, él largaba el mismo olor que Walt Whitman, así que yo me fui gateando a casa, deteniéndome sólo en el camino para olfatear perros y policías.
Charlan ranas a orilla de algún río (James
Tate) Un libro puede ir de una habitación a otra sin que nadie lo toque. Puede subir por la escalera y esconderse debajo de la cama. Puede meterse en la cama con vos porque sabe que te hace falta compañía. Y te puede leer mientras dormís y vos después te levantás más inteligente o más triste. Está bueno vivir rodeado de libros porque nunca sabés lo que puede pasar: perdidos en el espacio interestelar entre las tazas de té la alacena, vueltos a encontrar en el pico de un mullido pájaro carpintero, los amantes que miran el vacío y después lo atraviesan de un salto, y salen volando hacia su hermoso mañana como los héroes de una tormenta.
Joven con un jamón (James Tate)
Miro por la ventana. Se aferra al jamón como si fuera una pelota que todo el mundo le quiere robar. Se la pasa mirando para atrás y frenando para asegurarse de que tiene el jamón bien agarrado. En la calle no hay nadie más que él. Pero esperen, el viejo Sr. Wilson, que vive en mi misma cuadra, apareció de repente con su sombrero tirolés y sus tiradores y está trotando lo mejor que puede atrás del joven. Salgo al porche a mirar. El joven todavía no vio al Sr. Wilson. A último momento advierte su presencia y se larga a correr. Para mi gran sorpresa, el Sr. Wilson se lanza por el aire y lo taclea. Forcejean y resoplan. El Sr. Wilson le arranca el jamón, se saca al joven de encima y sale corriendo por la calle con el jamón. Está claro que ahora ese jamón es suyo.
Valle del Caballo Blanco (James Tate)
Ahí conocí a mi futura esposa. Ella estaba parada debajo de un castaño resguardándose de un chubasco de verano. Frené y le ofrecí llevarla. Parecía que no me escuchaba. Bajé del auto y me acerqué hasta ella. A la vista y al tacto, su piel parecía de porcelana. “¿Estás bien?”, le pregunté. Abrió y cerró los ojos como si saliera de un trance. “Estaba buscando el caballo blanco”, me dijo. La llevé a un hospital donde el médico le diagnosticó que era mi futura esposa. “Sin duda alguna es su futura esposa”. Nos besamos, y así nació la Autopista Transcanadiense.
Lafcadio (James Tate)
Nunca era malo conmigo. Jamás lo escuché hablar mal de nadie. Y siempre mantenía su palabra. Si decía que iba a traer un par de perdices, ahí nomás ponías la mesa. Y lo mejor de todo: era puntual, una virtud que me encanta que tenga un perro. Y nunca aparecía de la nada, de la nada, de la nada. Mi felisberto (James Tate) Mi felisberto es más lindo que tu mergotroide, aunque admito que es posible que tu mergotroide sea más inteligente. Mientras que tu mergotroide nunca se avergüenza ni se acobarda, mi felisberto es un titán de las incoherencias. Para una noche de humor y peligro y tentaciones mi felisberto sería la elección evidente. Pero al amanecer o en el crepúsculo, cuando se requiere serenidad, no se puede ignorar a tu mergotroide. Sólo para quedarse sentado cerca de él en el jardín y ver pasar las mentiras del mundo arremolinadas, y la batimetría de las profundidades del océano que te lava los ojos, y ni hablar de los faunitos del bosque y su gimnasia chancleteada, ah, para eso y tantas cosas más tu mergotroide es infinitamente preferible. Pero hay lugar para la oscuridad y la tiniebla sin las cuales la vida a veces parece demasiado, demasiado frívola y a la vez demasiado profunda, y es ahí que se necesita a mi felisberto, se lo anhela y se lo ama, y entonces el sol puede volver a salir. La abeja y el colibrí beben del mundo, y tu megotroide desarrolla el concierto mudo que siempre siempre está por empezar.
Sigo siendo finlandés (James Tate)
Reprobé mi examen, algo difícil de entender para mí porque soy finlandés. Somos un pueblo muy inteligente, aunque tal vez un poco depresivo.
Petti Palmroth es el nombre más fuerte
del diseño de calzado finlandés; sus zapatos y botas se exportan a diecisiete países.
Dean trajo champagne para festejar
que reprobé. Dice que sabía pero que me puse nervioso. Entre 1908 y 1950, se publicaron 33 volúmenes
de la Antigua poesía del pueblo finlandés,
la obra más extensa de ese tipo publicada en cualquier idioma. ¿Entonces por qué ponerme nervioso? ¿No soy finlandés, descendiente de Johan Ludvig Runeberg (1804-1877), poeta nacional finlandés?
Ya sé que escribió en sueco, y eso
me sigue deprimiendo. Harvard Square nunca está “vacía”. Es imposible
que yo alguna vez pueda afirmar honestamente
que “esta noche Harvard Square está vacía”. Un tipo de Nigeria va a abrir
su paraguas, y una chica de Wyoming
va a cerrar el suyo. Un guerrero zulú está corriendo el colectivo y una prostituta
de Buenos Aires pintada como un puerta
se va a desmayar puntualmente. Y yo, finlandés, voy a añorar los abedules enanos del norte
que nunca vi. Durante 73 días el sol
nunca se oculta bajo el horizonte. ¡Oh, oscuridad mía! Siempre voy a ser finlandés.
Soy finlandés (James Tate)
Estoy en el correo, a punto de mandarle un paquete a mi familia, en Minnesota. Soy finlandés. Me llamo Kasteheimi (Gota de Rocío).
Mikael Agricola (1510-1557) fue el creador del finlandés.
Conocía a Lutero y tradujo el Nuevo Testamento. Cuando paro a comerme una hamburguesa con queso en el Café Classé
nadie sospecha que soy finlandés.
Miro las reproducciones baratas de Lautrec en las paredes grasientas y las parejitas de punks con miedo
de mostrar sus trémulas emociones, con la seguridad
de que mis abuelos en efecto emigraron de Finlandia en 1910: ¿por qué se estarán yendo todos de Finlandia, cientos de miles a Michigan y Minnesota, y ahora a Australia? El ochenta y seis por ciento de los varones finlandeses tienen ojos
celestes o grises. Hoy cumple cien años
Charlie Chaplin, a pesar de que no es finlandés ni está vivo: “Tu flor espera aún
en su pimpollo”. Los animales de pelaje más comunes
son la ardilla roja, la rata almizclera, la marta y el zorro. Hay unos 35.000 alces.
Pero ahora tendría que estudiar para mi examen.
Me pregunto si Dean va a festejar conmigo esta noche, si es que apruebo. La literatura finlandesa
tuvo un renacimiento en la década de 1860.
Acá, en Cambridge, Massachusetts, a nadie le importa que yo sea finlandés.
Nunca oyeron hablar de Frans Eemil Sillanpää,
ganador del Premio Nobel de Literatura en 1939. Como finlandés, eso me indigna.
Poemita con medias de rombos (James
Tate) Detrás de todo gran hombre hay una rata. Y detrás de toda gran rata hay una pulga. Al lado de la pulga hay una enciclopedia. De vez en cuando la pulga estornuda, levanta la vista y de un salto se pone a reorganizar la historia. La rata dice, “Ay, Dios, cómo odio las ironías”. A lo cual el gran hombre responde, “A ver, querida, ¿por qué no te tomás tu té?”.
Ciertos matices, ciertos gestos (James Tate)
La manera que tiene una mujer, que alberga un deseo ilícito, de tocarse el lóbulo de la oreja en una habitación llena de gente, y la manera en que esa habitación parece señalarla y desvestirla con el murmullo de una linterna; si está presente el espectador adecuado, aunque la banda esté tocando a todo volumen y el sinfín de celebrantes estén brindando por su consagración que roza la tragedia, y el Vicepresidente de un importante banco esté pensando en un asesinato, y hasta los ratones en el cuarto de calderas estén planeando saquear un paquete de galletitas rancias en el desván; aun así, este espectador percibe la humedad en las palmas de las manos de ella, siente sus pensamientos que entran y salen de la habitación cavernosa y conoce, además, su destino aproximado. A partir de ese punto se niega a seguirla. Ella está sola en el embarcadero y espera. El río de la vida sigue su curso. El espectador vuelve a su habitación, unas horas más cerca de su propia muerte o éxtasis. Escribe un par de entradas rápidas en su diario antes de apagar la luz. Y sueña, sí, pero con una gacela congelada frente a un camión a todo lo que da.
Distancia de los seres queridos (James
Tate) Cuando quedó viuda, Zita decidió hacerse el lifting que siempre había querido. En medio de la operación le empezó a bajar la presión y tuvieron que parar. Cuando Zita trató de abrocharse el cinturón en la triste vuelta a casa en coche, se sacó el hombro. De regreso al hospital, el médico la revisó y descubrió que tenía el hombro y todo el cuerpo infestado de cáncer. Después le hicieron rayos. Y ahora, Zita está pelada y se la pasa llorando en su salón de belleza. Mi madre me lo cuenta por teléfono, y yo le digo: ¿Madre, quién es Zita? Y mi madre me dice, Yo soy Zita. Me pasé toda la vida siendo Zita, pelada, llorando. Y vos, hijo mío, que deberías haberme conocido mejor que nadie, creías que era sólo tu madre. Pero, Madre, le dije, si me estoy por morir… Peggy en el crepúsculo (James Tate) Peggy se pasaba la mitad del día tratando de despertarse, y la otra mitad preparándose para dormir. A eso de las cinco, se preparaba un trago ridículo estilo años cuarenta como un Grasshopper o un Brass Monkey, para ponerle un toque de color a su derrota. Esta sombra de vida se convirtió en la suya. Siempre resplandecía; es decir, tenía un aura de inocencia, pero también de muerte. La conocí hace casi treinta años en una fiesta. Ya entonces era demasiado tarde para las mujeres trágicas, para cualquier cosa trágica. Aun así, cuando se acurrucó y se quedó dormida en un rincón, el amor se apoderó de mí. Unos menudos ángeles aurinegros se posaron en sus hombros caídos y se pusieron a cantarle el arrorró. Fui a otra habitación y le pedí al dueño de casa una frazada para Peggy. “¿Peggy?”, me dijo. “Acá no hay ninguna Peggy”. Y así empezó mi vida amorosa.
Viva la juventud (James Tate)
Yo había caído en un estado de ensoñación y eso provocaba un problema de tráfico. Me sentía solo, como si hubiera perdido el barco, o como si lo hubiera encontrado desierto. En medio de la calle relumbraba un zapato de niño. Di unas vueltas alrededor de él. Eso me despertó un poquito. El niño había desaparecido. Algunos misterios mejor dejarlos en paz. Hay otros que son aburridísimos, de mal gusto, capaces de deshacer una sombra y transformarla en un objeto de indecible belleza. ¿De quién es ese niño?
Qué felices que éramos (James Tate)
Había una espía en mi vida que no me dejaba dormir. Todos los días sin falta me torturaba con los instrumentos más sofisticados. Al principio, yo chillaba como un cerdo en el matadero. Después me volví adicto. Entre sesiones, me ponía inquieto e impaciente. Gritaba, “¿Cuánto más me vas a hacer esperar?”. Y entonces ella me hacía esperar cada vez más. Me volví un experto, un genio del aplastapulgares y del potro. En realidad ya no la necesitaba. En su última visita me lo leyó en los ojos, y eso le hizo un agujero por el que pude ver algo parecido a la eternidad y a algunos de esos angelitos cuyo único trabajo es fingir que lloran por gente como nosotros.
Los hombres de Heather (James Tate)
Un tipo me paró por la calle y me dijo, “¿Vos no sos Victor Hewitt?”. “Soy yo”, le dije, “¿cómo sabías?”. “Soy amigo de Julian”, me dijo. “No conozco a ningún Julian”, le dije. “Julian, el amigo de Heather”, me dijo. “¿Heather Eston?”, le pregunté. “Sí, creo que ése es su apellido”, me dijo. “¿Y por qué me parás?”, le pregunté. “Heather me mostró una foto tuya”, me dijo. “¿Heather tiene una foto mía? Apenas conozco a Heather Eston”, le dije. “Sí, y además era una foto graciosa. Tenías unas frutas en la cabeza o algo así”, me dijo. “Jamás me puse ninguna fruta en la cabeza”, le dije. “Yo nunca haría algo semejante. Soy un tipo serio, no me pongo frutas en la cabeza”. “Ah, bueno”, me dijo. “Heather me dijo que tal vez conocías a alguien que me podía ayudar con un trabajo”. “¿Qué tipo de trabajo?”, le dije. “Un trabajo, vos viste. Un trabajo”, me dijo. “Conozco a alguien que te podría ayudar a construir un barco. Conozco a alguien que te podría ayudar a construir una casa. Conozco a alguien que te podría ayudar a construir una mandolina”, le dije. “Qué gracioso”, me dijo, “pero yo también soy una persona seria. Y creo que vos no sos el mismo Victor Hewitt, o tal vez ni siquiera seas Victor Hewitt”. “Las dos teorías me parecen muy interesantes, Bruno. Sumamente interesantes”, le dije. “Pará, ¿cómo sabías que me llamo Bruno?”, me dijo, “si no te dije cómo me llamaba”. “Me dijo Heather”, le dije. “Guau”, me dijo, como si estuviera tratando de formular una idea muy Importante, “y yo que creía que me la había inventado”. “Así lo hiciste, Bruno. Y yo también. Cuando se asocian dos personas como nosotros, ya ves cuán efectivas pueden ser. Me interesa muchísimo hacer ese trabajo con vos. ¿Qué vamos a hacer, rescatar a unas ratas de laboratorio?”. “¡Qué hermoso que sos!”, me dijo entre risas, y casi me asfixia con su fraternal abrazo de oso. El impulso sanador (James Tate) Después del bombardeo perdí la vista. Estaba ciego. Me puse a gatear por el suelo en busca de algo. Encontré un rifle. Estaba cargado. Fui hasta la ventana y la abrí. Saqué el rifle y apunté de un lado a otro. “Chris”, oí que alguien cuchicheaba mi nombre. “No dispares, soy yo”. “Estoy ciego”, le dije. “Andá a la puerta de atrás. Vas a encontrar un burro. Te va a llevar a la clínica”, me dijo la voz. Encontré la puerta de atrás y, efectivamente, había un burro. Me monté encima y salimos. De vez en cuando, una bomba nos caía cerca. Cuando llegamos a la clínica una enfermera me ayudó a bajar y me llevó adentro. Me pusieron en una habitación que tenía una cama. Hasta donde sabía, podía estar en el hospital del enemigo. Nadie tenía cara para mí. Los juzgaba por la amabilidad de sus voces o por la falta de ella. La primera enfermera, Ruby, era muy amable. Me tocaba los ojos como si fueran la posesión más valiosa del mundo. Después vino el Dr. Rankenberg y me pidió que me sentara en la cama. “Abra los ojos. ¿Qué ve?”, me dijo. “Veo unos fantasmitas grises que flotan en un paisaje soso y gris”, le dije. “Eso está bien, está muy bien”, me dijo. Después me golpeó con el brazo en la cara con tanta fuerza que casi me desmayo. “¿Ahora que ve?”, me dijo. “Manchitas rosas que se juntan con otras manchitas rosas”, le dije. “Excelente. Vuelvo más tarde para ver cómo está”, me dijo, y se fue. “Ese hombre es un monstruo”, me dijo Ruby. “Tenemos que sacarte de acá”. Me ayudó a levantarme de la cama y me acompañó a la puerta. “Tenés que volver a subirte a tu burro”, me dijo. “Te va a llevar hasta un lugar más seguro. Ahora andá, antes de que te descubran”, me dijo. Le agradecí su ayuda. El burro anduvo y anduvo toda la noche, aunque yo no veía nada. Me imaginaba palmeras bamboleantes y jóvenes bailarinas, aunque sabía que no había nada de eso. Probablemente sólo unos viejos barriles de petróleo y algunas cajas vacías de fruta, y me acordé de un velero de juguete varado entre unas piedras en alguna parte, luchando por soltarse. Y vi a un viejo de pie entre el velero y yo gesticulando con las manos, sin que palabra alguna saliera de su boca. Algo muy adentro se había roto.
La investigación (James Tate)
Me acusaban de todo tipo de cosas. Mi acusador, que dijo que se llamaba Rogers, me dijo, “El primero de febrero alrededor de la medianoche lo vieron a la orilla del estanque de los patos. ¿Qué estaba haciendo ahí exactamente?”. “Estaba en casa, profundamente dormido. Es imposible que haya sido yo”, le dije. “Pero tenemos fotos suyas. ¿Qué me puede decir?”, me dijo. “Me dijeron que en la ciudad hay alguien que se parece a mí, aunque jamás me lo crucé”, le dije. “Incluso tocó a un pato dormido, que le mordió el dedo”, me dijo. “Eso parece un sueño mío. ¿Ahora están sacándoles fotos a los sueños?”, le dije. “Si se niega a cooperar, puede tener problemas muy serios por acá”, me dijo. “El 6 de febrero usted habló con una mujer a la salida del supermercado, que le entregó un paquete. ¿Me podría decir qué había adentro?”. “No sé qué había adentro. Yo le ofrecí mandarlo por correo, porque iba para allá”, le dije. “¿No sabe si era una bomba o si contenía ántrax?”, me dijo. “Me dijo que era un regalo para su sobrino”, le dije. “Eso es muy improbable. Era una agente nuestra, a la que luego despidieron”, me dijo. “El 9 de febrero usted llamó por teléfono a un tal Aaron Levin en Cleveland, Ohio. Le dijo que tomaría el toro por las astas y que se ocuparía de que al final se hiciera justicia. ¿Qué quiso decir con eso?”. “¿Yo dije eso? No es mi estilo decir cosas así”, le dije. “Lo tenemos grabado. Le puedo asegurar que dijo esas palabras”, me dijo. “Habrá sido una broma o algo por el estilo”, le dije. “Encendió las alarmas en la agencia. No nos pareció para nada gracioso. El 21 de febrero pasó por la comisaría e hizo un gesto con el dedo mayor levantado. ¿Qué quiso decir con eso?”, me dijo. “Seguro estaba esperando que me aterrizara un pájaro en el dedo”, le dije. “Ay, por favor, me imagino que no esperará que me crea eso”, le dije. “Usted crea lo que quiera. Soy amigo de muchos policías”, le dije. “Sí, ya sé. Eso también lo hemos estado investigando. El 5 de marzo a las 14.37 hubo un explosión atrás del banco. A usted lo vieron pasar por ahí poco antes del hecho. Hay muchos indicios que lo señalan”, me dijo. “¿Y qué motivos tendría yo para hacer eso? Tengo plata en ese banco. Y, además, no sé nada de explosivos”, le dije. “Usted es un hombre peligroso, Sr. Laganza, y lo tenemos bien investigado. Ya tendrá su castigo. Sólo es cuestión de tiempo”, me dijo. Le agradecí y salí de su oficina. Era un día precioso. Caminé tres cuadras y me senté en un banco en la plaza. El Sr. Rogers no era mala persona. Alguien tiene que estar pendiente de todas las cosas que hacemos y decimos arbitrariamente. En algún lugar de nuestras vidas, hay una trama. Sólo que no sabemos lo que significa. Él trata de descubrirlo, y por eso el suyo es un trabajo importante. Es como un dios menor y lleno de defectos, el pobre hombre.
Seguridad Nacional (James Tate)
“Quiero volver a casa”, dije yo. “Ya te dije que no tenemos casa”, dijo Anne. “¿Qué pasó con la casa?”, dije yo. “El gobierno nos la expropió”, me dijo. “¿Para qué?”, dije yo. “Dijeron que era por motivos estratégicos”, dijo ella. Y así empezó nuestro peregrinaje. Normalmente acampábamos por el camino. Teníamos una carpa y bolsas de dormir, un par de ollas y sartenes. Yo no entendía bien qué nos había pasado, pero también me gustaba la aventura. Una vez vino un tipo y nos dijo que a su mujer y a él les gustaría invitarnos a cenar. Anne le dijo que su marido no se sentía bien. Yo le dije, “Me siento bárbaro”. Nos sentamos alrededor del fogón y conversamos. El tipo nos contó que antes era dentista y ahora era minero, de los que buscan oro. “Deberías haberte dedicado a sacarle a la gente esas fundas de oro. Ahora serías rico”, dije yo. Anne me pegó un codazo en las costillas. “Estamos yendo a Klondike”, dijo la mujer. “Es mejor evitar las zonas estratégicas”, dijo Anne. Asintieron al unísono. “Pero yo todavía no sé dónde están”, dije yo. Todos me miraron, pero no dijeron nada. Comimos una carne asquerosa y extraña y un guiso de porotos, o al menos parecía que era eso. Un rato después me descompuse. A la mañana, cuando llevábamos tres horas de camino, una banda de indios empezó a cabalgar hacia nosotros. “¿Qué hacemos?”, le dije a Anne. “Se han levantado en armas por toda la nación. Están en pie de guerra. Quieren derrocar el gobierno”, me dijo ella. “¿Y nosotros qué hacemos?”, le dije yo. “Sé educado”, me dijo ella. Cuando llegaron a la par del auto, Anne frenó y bajó la ventanilla. “Buenas y santas, compatriotas”, les dijo. “¿Nos podrían decir cómo llegar a Topeka?”, dijo uno. “Por supuesto, es muy fácil”, dijo Anne, y les dio indicaciones. “Muchas gracias”, dijo el indio. “Que tengan buenos días”. Seguimos adelante bajo un sol cegador. “¿Adónde vamos?”, dije yo. “¿Te parece que sé adónde vamos? Sólo quiero alejarme lo más posible”, me dijo ella. “¿Y nuestros viejos amigos?”, le dije yo. “Vas a tener que hacer amigos nuevos”, me dijo ella. “¿Estamos yendo hacia la Patagonia?”, dije yo. “No, no estamos yendo hacia la Patagonia. No sé hacia dónde vamos”, me dijo ella. “Nos estamos quedando sin nafta y no creo que vayamos a encontrar una estación de servicio hasta dentro de mucho”, le dije yo. “Entonces vamos a tener que caminar”, me dijo Anne. Me empezaba a dar cuenta de lo trastornada que estaba ella, y eso me asustaba. “No tenemos nada para comer”, le dije yo. “Podés cazar alguna liebre”, me dijo. Más adelante había un viejo pastor que cruzaba la ruta con su rebaño. Cuando paramos, Anne me dijo, “Bajate y agarrá una de esas ovejas y metela en el asiento de atrás”. Yo le dije, “Ni loco, es imposible”. Ella me miró, abrió la puerta del auto, agarró una oveja por la cintura y trató de levantarla. Se le cayó y lo intentó de nuevo. Tuvo que usar todas sus fuerzas para arrastrarla al auto. Finalmente logró meterla en el asiento de atrás antes de que el pastor se diera cuenta. El viejo le tocó la ventanilla con su bastón y le pegó unos golpes. “Te maldigo, ahora estás maldita”, le gritó. Ella bajó la ventanilla y le gritó en respuesta, “Seguridad Nacional. Es por su propio bien”.
Dos visiones (James Tate)
“Yo veo dos figuras que atraviesan un paisaje corriendo, hechos jirones los abrigos, y las piernas que ya no les dan más”, dije yo. “Qué raro. Yo veo dos figuras bailando alrededor de una hamaca, con flores en el pelo y una canción que brota de sus labios”, dijo Nikki. “Ahora caen al suelo y empiezan a gatear. Creo que a lo mejor se están muriendo de sed”, dije yo. “Esas personas están enamoradas. Es demasiado obvio. No paran de tocarse”, dijo ella. “A ver, esperá un poco. Hay otro tipo a caballo. Va hasta donde están ellos y les ofrece un trago de su cantimplora. Se baja del caballo y también se los ofrece. Los ayuda a subir y guía el caballo”, dije yo. “Ella lo abofetea. Él dijo algo muy feo. Él le levanta la mano”, dijo ella. “Nikki”, dije yo, “¿por qué no estamos mirando la misma foto?”. “Pero sí, Harvey. Es la misma foto, lo que pasa es que vos tenés ideas raras”, me dijo. “Sólo estoy informando lo que veo”, dije yo. “Bueno, entonces seguí”, me dijo ella. “Llegan unos tipos en camello y los rodean. Debe haber unos treinta y todos llevan sables”, le dije. “Los amantes ahora se abrazan y se besan”, dijo ella. “Los tuyos son demasiado predecibles”, le dije. “¿Y qué querés que haga? Perdoname”, me dijo. “No es culpa tuya. No podés hacer nada, me parece”, le dije. “El Capitán se baja de su camello y apunta con el sable al hombre que guiaba el caballo. Les exige dinero a cambio de cruzar el desierto”. “Estoy muy preocupada por los tuyos. Yo no creo que salgan de ahí vivos”, dijo ella. “¿Y los tuyos dónde están?”, dije yo. “No los veo. No están por ningún lado”, dijo ella. “Quizá están muertos en alguna zanja. ¿Te fijaste en las zanjas?”, dije yo. “Me fijé en todas partes. Ella dejó el pañuelo encima de la hamaca”, dijo Nikki. “Seguro que se fue a comprar un helado. Va a volver enseguida”, dije yo. “¿Y los tuyos?”, dijo ella. “Mejor ni me preguntes”, dijo ella. Me arrepiento de haberme involucrado con ellos. Desde el principio no tenían la más mínima chance”, dije yo. “Pero eran gente como vos. Te caían bien”, dijo ella. Nos quedamos sentados con la mirada perdida un rato largo. Finalmente le dije, “¿Qué pasó con los tuyos?”. Ella dijo, “¿Qué pasa con los míos?”. Le dije, “¿Los mataste?”. “No quiero hablar de eso ahora. La noche está tan linda”. La tribu perdida (James Tate) Un frisbee rojo pasó volando y todos nos arrodillamos y rezamos. No tengo idea de por qué rezábamos. De hecho, ni siquiera sé qué hacía yo con ese grupo de lunáticos. Estaban todo el tiempo en busca de señales. Yo la verdad no creía en esas cosas. Pero cuando se arrodillaban a rezar, yo lo hacía también, salvo que no rezaba. “¿Qué pensás que significa esa bandada de palomas?”, me preguntó uno. “Significa que nos hemos alejado del abrazo de Dios”, le dije. “Qué tragedia, ¿no?”, me dijo. “En efecto”, le dije. Atravesamos un campo de tréboles. Había un viejo tractor todo oxidado. Una mujer se tropezó y se cayó. “Déjenla, que así nos va a estorbar”, dijo el líder. Dos ciervos nos vieron y escaparon al galope. “Son días santos, el final se acerca”, dijo mi compañero. Todos en ese instante nos hincamos y nos pusimos a rezar. “No creo que el final se esté acercando”, dijo alguien. “Está muy claro que el final se acerca”, dijo otra persona. “La señal son dos ciervos galopando, ¿no?”. “Dos ciervos galopando significa que algo prodigioso está a punto de ocurrir”, dije yo. “Yo no vi ningún ciervo. Para mí que te los imaginaste”, dijo alguien. “Mejor sigamos viaje. Dentro de poco se va a hacer de noche”, dijo el líder. Poco después, entramos en un bosque. “Me parece que esto es un error. Nos vamos a perder”, dije yo. “Sólo se pierden los de poca fe. Acordate, va a haber una señal”, me dijo. “Hay demasiadas señales en el bosque”, dije yo. Un pájaro carpintero se lanzó en picada y pasó apenas encima de nosotros. “Acá tenemos que acampar”, dijo el líder. Estaba anocheciendo cuando armamos las carpas. “No me gusta este lugar”, dije yo. “Dios no nos va a defraudar. Jamás defrauda”, dijo mi compañero. Se hizo de noche. Yo dije, “Nos tenemos que ir de acá. Va a pasar algo horrible”. Nadie me respondió. Encendí la linterna y empecé a caminar entre los árboles. Esa gente nunca me cayó bien. Eran una tribu perdida, y yo no estaba perdido, apenas confundido.
Plan B (James Tate)
Joaquin dijo que nos olvidáramos del viejo plan. Había cambiado por completo por un nuevo plan. “Está bien, ¿y cuál es el nuevo plan?, dije. “Quedan por definir algunos últimos detalles, pero pronto va a estar listo”, me dijo. “Entonces estamos entre planes, lo cual quiere decir que ahora mismo no tenemos plan”, le dije. “No lo pondría en esos términos. Vos le estás dando un sesgo negativo a un futuro que por lo demás es promisorio”, me dijo. “Voy a esperar el plan actualizado antes de empezar a hablar de un futuro promisorio”, le dije. “Ahora estamos en medio de una grieta, en cuclillas, vigilando”, me dijo. “Yo me siento perdido y vulnerable, sin mapa, y podrían liquidarme a la primera volea”, le dije. Justo Darrell entró en la habitación. “¿Y a vos qué te pasa?”, me dijo. “Estoy perdido”, le dije. “Yo vi el segundo plan y creeme que es mucho mejor que el primero”, me dijo. “¿Pero cuándo va a llegar?”, le dije. “Falta poco, ya casi lo terminan, sólo quedan unos últimos toques”, me dijo. Joaquin dijo, “Esta gente sabe perfectamente lo que hace, son los mejores”. “Yo ni siquiera sé quiénes son”, le dije. “No tenés por qué saberlo”, me dijo Darrell. “No es asunto tuyo”, me dijo Joaquin. “Pero no soy una rata de laboratorio”, le dije. “Va a estar todo bien, ya vas a ver”, me dijo Darrell. Poco después un tipo enmascarado vino y le dio a Joaquin una hoja de papel. Cuando el tipo se fue, Joaquin me dijo: “Está bien, vení conmigo”. Salimos a la calle y empezamos a caminar. Un tipo me saludó y yo le devolví el saludo. “¿Eso estuvo bien, Joaquin?”, le dije. “Muy bien”, me dijo. Un rato después una chica que conocía vino y me abrazó. “Joaquin, ¿eso fue un error?”, le dije. “No, estuvo perfecto”, me dijo. Finalmente, entramos a la heladería. Una camarera nos tomó el pedido. Una mujer se acercó a Darrel y le dijo, “¿Les molesta si me siento”. Darrell le dijo, “Por supuesto que no, sentate”. Ella le dijo, “Darrell, te extrañé. ¿Adónde estabas?”. Darrell miró a Joaquin y Joaquin asintió. Entonces Darrel dijo, “El Plan B me permitió encontrarte. Tenemos que estar siempre agradecidos.” “Alabado sea el Plan B”, dijimos todos al unísono. Empecé a lamer mi cucurucho de chocolate con un profundo aire de misterio.
El Palacio de la Memoria (James Tate)
No había ninguna luz prendida en el lugar a esa hora de la noche. Fui a la puerta de atrás y giré el picaporte. Por supuesto, estaba cerrada. Había una profusa enredadera a un costado del edificio, y traté de treparme. Estaba a punto de llegar arriba cuando se bamboleó y se empezó a soltar del edificio. Me estrolé contra el suelo y me corté la frente y los dos brazos. Adelante, encontré una escalera para incendios y me subí. Entré por la ventana del segundo piso y me sorprendió encontrar pilas y pilas de álbumes de fotos y archivos que tapizaban el suelo. Prendí una luz, aunque era consciente del peligro que entrañaba. No había ningún orden. Puse una silla y agarré un álbum: chicos disfrazados de vaqueros subidos a un pony, chicos mostrando peces que acababan de pescar, tortas de cumpleaños, fiestas, hamacas, bailes, una fascinación inextinguible con los chicos, pero de alguna forma todos parecían parte de la misma infancia. Después agarré el álbum de los agonizantes, respiradores, suero, la mirada vidriosa y extraviada de los moribundos. En el Palacio de la Memoria nada se pierde, sólo se traspapela. Me pasé ahí la mayor parte de la noche, hasta estar tan cansado que me costaba mantener los ojos abiertos. Al revisar los muchos álbumes dedicados a las parejas jóvenes, me quedé duro de repente. Había una foto de mis padres, severamente descolorida, donde se los veía con menos de veinte años, tal vez incluso antes de casarse, tomados de la mano y sonriéndole a la cámara, el mundo conteniendo su furia unos instantes, regalándoles su momento de luz, tan frágil y tan tenue. Arranqué la foto y me la metí en el bolsillo. Fui a la ventana y miré hacia abajo. Ahí parado había un viejo de uniforme. “Baje, joven, tenemos que llevarlo detenido”, me dijo. “Pero agente”, le dije, “soy un viejo”. “El Palacio de la Memoria no tiene memoria. Todo le da igual”, me dijo.
De forma humana (James Tate)
Alargué la mano en una dirección y toqué algo que parecía seda, un pañuelo de seda digno de una princesa. Alargué la otra y algo me la mordió, tal vez un mono. Por consiguiente, concluí, debo estar en la India. Alguien entró en el cuarto y me dijo, “Levántese”. Yo traté de pararme pero estaba doblado a la mitad. Traté de ponerme derecho, pero no podía. “Párese derecho”, me dijo la voz. “Señor, no puedo. Es la forma que tengo”, yo le dije. “Está bien, marche hacia acá”, me dijo. Tenía una vaga idea de dónde estaba él, pero marché hacia allá, si es que a eso se le puede decir marchar. “Deténgase”, me dijo, y me detuve. “Va a conocer al capitán, que es un hombre muy importante. Debe escucharlo y seguir sus órdenes. ¿Me comprende?”, me dijo. “Sí, señor, prometo hacer exactamente lo que se me ordene”, le dije. Abrió una puerta y después otra y otra. Y luego, finalmente, había un capitán encorvado sobre su escritorio con una luz verde que lo iluminaba. Yo seguía doblado por la cintura, pero de todos modos esperé que notara mi presencia. No dijo nada. Empecé a canturrear entre dientes. Al fin alzó la vista y me dijo: “¿Y vos qué sos, una especie de conejo contrahecho o qué?”. “Qué ocurrente, señor. Tal vez sea un conejo contrahecho, pero estoy aquí para seguir sus órdenes”, le dije. “Así me gusta. Ahora por favor saltá para mí”, me dijo. Reuní todas mis fuerzas y empecé a saltar por el cuarto. “Excelente”, me dijo. “Ahora por favor agachate un poco más y gateá por el cuarto lo más sigilosamente que puedas”, me dijo. El capitán era sólo un manchón verde para mí. Casi no lo veía. De todos modos hice lo que me pedía, y estuve a punto de chocarme con una silla que no vi. “Ahora tacleame con todas tus fuerzas y tratá de tirarme al suelo”, me dijo. “Señor, peso unos pocos kilos y soy bastante enfermizo. Creo que no sería una competencia muy leal. “¿Quién habló de lealtad? Te voy a aplastar hasta dejarte hecho una mísera bola de pelos”, me dijo. En efecto pensaba que yo era un conejo. Eso me molestó. Después de tantos años en el hospital, cómo podía ser que todavía alguien pensara que yo era un conejo. Me escabullí del cuarto con la cabeza casi golpeándome las rodillas, anhelando estar en mi cama de nuevo y sin saber si alguna vez volvería a encontrarla.
El perdedor (James Tate)
La presión aumentaba, y yo no rindo bien bajo presión. “Sos el campeón”, me dijo Jenny. “Vos siempre triunfás. Dale, Travis, vos podés”. Miré la lluvia por la ventana. “Soy un perdedor. Siempre fui un perdedor. Siento que pierdo incluso cuando gano. Cuando tenía tres años, estaba convencido de que nunca podría hacer nada bien. No culpo a nadie. Es una sensación arraigada en el fondo de mi alma”, le dije. “Pero vos podés hacer cualquier cosa, Travis. Te conozco. Sos increíble”, me dijo Jenny. “Eso es engañar a la gente. Sí, sé desarmar un auto y volverlo a ensamblar, ¿pero eso qué demuestra? Sé construir una casa para protegerte de la lluvia, pero no me engaño. Ésa es harina de otro costal”, le dije. “Sos demasiado duro con vos mismo”, me dijo Jenny. “¿Y todas las montañas que escalaste? Todo el mundo dice que sos el mejor. ¿Y toda la plata que ganaste con tu trabajo honesto, dedicado y meritorio?”. “Eso fue pan comido. Creeme, soy un perdedor. Nunca nada me sale bien”, le dije. Ya habíamos tenido cien veces esa charla. Me irritaba infinitamente, pero no lo que decía Jenny. Ella tenía las mejores intenciones, y yo lo sabía. Me irritaba mi parte. Sonaba tan ridícula. “¿Por qué tenemos que hablar de mí?”, le dije. “Vos empezaste”, me dijo. “Te pedí que me dieras un beso, y medio que te viniste abajo”. “Qué raro, no me acuerdo de eso para nada. Pensé que me habías preguntado si iba a competir en un torneo de tenis”, le dije. “No tengo idea de qué torneo de tenis me estás hablando”, me dijo Jenny. “Tenía un poco de ganas de mimos, y quería un beso”. “Con mucho gusto te doy un beso”, le dije. “No, no, se me fueron las ganas. Ahora me preocupa más tu alma, ¿por qué sentís que nunca nada te va a salir bien?”, me dijo. “¿Yo dije eso? Siempre pensé que cuando la gente empieza a hablar de su alma lo mejor es irse”, dije. “¿Querés que me vaya?”, me dijo Jenny. “No. Por supuesto que no. No estoy hablando de mi alma, ¿no? ¿O sí?”, le dije. “Hace un ratito sí, aunque sólo al pasar. Me puedo ir y volver después. O irme y no volver nunca. Como vos prefieras. Es tu alma. Tal vez te gustaría estar a solas con ella”, me dijo. “Me siento atrapado en medio de un remolino. Estoy mareado y me hundo. ¿No podemos hablar de otra cosa que no sea mi alma? Después de todo, es sólo una mariposa, un abrir y cerrar de ojos”, le dije. Jenny se metió en la cocina y empezó a hacer ruido con unas ollas y sartenes. Sacudí la cabeza y me paré. Algo andaba muy mal. En la palma de mi mano había un huevo que estaba rompiendo el cascarón, un huevo de nutria. Las nutrias no ponen huevos, pero estaba muerto de hambre.
El enemigo (James Tate)
Estuve buscando una salida, pero sin éxito. Vi en el espejo nublado los jirones de un futuro alguna vez espléndido. Sentía que había desperdiciado algo precioso e infrecuente. La amistad que otrora había conocido ya no me pertenecía. Ni siquiera el hospicio me quería. Traté de amontonarme con los sin techo pero me sacaron a palazos. Así que me alisté en el ejército y mi suerte empezó a cambiar. Enseguida me ascendieron. Era un soldado ideal. Seguía órdenes. Decía, “Sí, señor. No, señor”. No había nada que no estuviera dispuesto a hacer para complacer a mis superiores. Cavaba trincheras. Trepaba sogas. Podía pasarme el día tirando al blanco y siempre le acertaba al centro. Entonces un día entramos en guerra. Estaba loco de entusiasmo. En mi cabeza, el enemigo estaba cada vez más cerca. Me iba a llenar el pecho de medallas. El primer día que salimos a patrullar no vimos a nadie. Ah, sí, algunos chicos nos tiraron piedras, y un viejo montado en un burro hizo de cuenta que no nos veía. Se oyeron unos tiros, pero no se sabía a quién estaban dirigidos. Esa noche, en el campamento, explotó una bomba, con tres víctimas fatales. El segundo día estuve a punto de pisar una mina. El corazón me latía a mil por hora. De repente me asusté. Buscamos en edificio tras edificio sin resultados. Le dije a otro soldado de Kansas, “¿Dónde carajo están?”. Me dijo, “Están por todas partes. Nos tienen rodeados, nos vigilan, saben todo lo que hacemos”. “¿Y por qué no hacen nada, entonces?”, dije yo. “No les hace falta. Estamos haciendo exactamente lo que ellos quieren”, me dijo. Seguimos caminando, pateando la arena. El calor era insoportable y ya empezaba a ver cosas. Pero sabía bien que no tenía que abrir fuego. Un cohete nos pasó volando por encima y explotó, a punto de pegarnos. “Vino de por allá”, le dije a Kansas. “No te preocupes, no lo vas a encontrar. Desapareció”, me dijo. Una mujer estaba llenando su jarra en un aljibe. Nos dispersamos y rodeamos una vieja iglesia. “Les gusta esconderse en iglesias”, le dije a Kansas. “No te confíes”, me dijo. Abrí la puerta de golpe, con el rifle preparado. Había gente anciana rezando de rodillas. Se dieron vuelta y me miraron. “Perdón”, les dje. El capitán recibió el informe de que habían fuerzas enemigas escondidas entre los escombros no muy lejos de donde estábamos. Nos acercamos con cautela. Sonó un disparo y abrimos fuego, los rifles retumbando atronadoramente. Seguimos disparando varios minutos. Después se hizo un silencio y enviaron a un explorador para ver qué pasaba. Ahí no había nada, salvo unas latas viejas y la taza de una rueda. Esa noche cantamos alrededor del fogón. Era lindo estar en compañía de hombres de verdad. Sentía orgullo de pertenecer. A la mañana, cinco soldados aparecieron muertos en sus tiendas de campaña, con la garganta cortada. Tenía tanta rabia que sentía el sabor de la sangre en la boca. La venganza era nuestra misión. Marchamos por el pueblo, pateando puertas, aterrorizando a la gente, registrando cada habitación. Después de varias horas, no encontramos nada. Le dije a Kansas, “¿En qué estamos fallando?”. Me dijo, “Vos no entendiste nada todavía. El enemigo somos nosotros”. Me sentía confundido. Nos reagrupamos y salimos del pueblo. A un soldado le dio miedo una sombra y le tiró.
La marcha (James Tate)
Había dos o tres rezagados que no podían seguirles el paso a los demás. Le dije al capitán, “¿Qué hacemos con los rezagados?”. Me dijo, “Fusílelos. Muchas veces a los rezagados los captura el enemigo y los tortura hasta que revelan nuestro paradero. Mejor que no nos puedan delatar”. Volví hasta donde estaban los rezagados y les dije que tenía órdenes de fusilarlos. Se pusieron a correr para alcanzar a los demás. Después a un francotirador lo bajaron de un árbol de un tiro. “Buen trabajo”, dijo el capitán. Después subimos una montaña. Cuando llegamos a la cima, el capitán dijo, “Cien dólares para cualquiera que sea capaz de avistar al enemigo”. Nadie fue capaz. “Vamos a pasar la noche acá”, dijo el capitán. Me tocó el primer turno de la guardia. Me fumé un cigarrillo y me puse a mirar el bosque con mis anteojos de visión nocturna. Algo se movía, pero era difícil determinar qué era. Había mucho movimiento, pero no parecían hombres, más bien animales. Pronto me quedé dormido. Cuando Juárez me dio una palmada en la espalda para darme a entender que me iba a relevar, me dijo. “¿Estabas dormido, no?”. Yo lo miré con ojos suplicantes. “El capitán te haría fusilar, sabías, ¿no?”. No dije nada. La mañana siguiente Juárez no estaba. “Capitán, ¿quiere que organice una partida de búsqueda?”, le dije. “No, siempre sospeché que estaba con el enemigo”, me dijo. “Hoy bajamos la montaña”. “Sí, señor, sí, capitán”, le dije. Los soldados se revolcaron y rodaron, rebotaron contra árboles y piedras. Algunos se rompieron la nariz y los brazos. Yo estaba al lado del capitán al pie de la montaña. “Fusílelos a todos”, me ordenó. “Pero Capitán, son nuestros hombres”, le dije. “No, qué van a ser. “Mis hombres tienen disciplina y están bien entrenados. Mire el lío que hicieron. Éstos no son mis hombres. Fusílelos”, volvió a ordenar. Levanté el rifle y después me di vuelta y le pegué un culatazo en la cabeza. Después me agaché y lo esposé. Los soldados se congregaron a mi alrededor y emprendimos el regreso a casa. Por supuesto, ninguno de nosotros sabía adónde volver, pero teníamos nuestros sueños y recuerdos. O al menos eso creo.
¿Me escuchás, mi amor? (James Tate)
Alison se miró en el espejo y se empezó a peinar. ¡Qué hermosa que era! “Estoy horrible”, dijo. Me agaché para atarme los zapatos y me golpeé la cabeza con la mesa ratona cuando me levanté. “Ay”, dije. “¿Qué dijiste, mi amor?”, me dijo. “Dije que deberíamos comprar otro sofá”, le dije. “Pero si acabamos de comprarlo”, me dijo. “Podríamos comprar otro así tenemos uno de repuesto por si se le pasa algo a éste”, le dije. No me respondió pero siguió cepillándose el pelo. Me miré los zapatos y le dije, “Acá pasa algo raro”. “¿Qué dijiste, mi amor?”, me dijo. Le dije, “Va a ser lindo que vayamos esta noche”. “¿Adónde, mi amor?”, me dijo. “Donde sea que vayamos”, le dije. “Pero no vamos a ninguna parte”, me dijo. “Quise decir quedarnos. Va a ser lindo quedarnos esta noche”, le dije. “Una velada romántica en casa”, me dijo. ¿Qué quiso decir con “nomádica”? Una velada nomádica en casa. A veces Alison me hacía preocupar. Estaba siempre al borde, a punto de irse para el otro lado, a su mundo privado, donde nada de lo que ve o escucha se corresponde con nada del mundo conocido. Convivo todos los días con este miedo. Tengo los zapatos en el pie que no es, o al menos me parece.
Los pueblos originarios (James Tate)
“Los encontramos en el jardín de su casa esta mañana, eran unos setenta y cinco”, me dijo el agente. “¿Qué son?”, le dije. “A ver, son indígenas de algún pueblo originario, todavía no sabemos de cuál pero ya lo vamos a averiguar. Usamos un aparato eléctrico para paralizarlos, pero van a volver en sí en unas veinticuatro horas. Algunos de ellos sólo van a vivir una hora, y otros pueden llegar a vivir sesenta años. Así que enseguida vamos a empezar a reeducarlos”, me dijo. “¿Pero de dónde vienen?”, le dije. “A ver, la verdad no sabemos, pero algunos de nuestros científicos dicen que simplemente brotaron de la tierra, que se les prende una especie de alarma, como un temporizador”, me dijo. “¿O sea que todo este tiempo viví en un cementerio?”, le dije. “Parece que sí”, me dijo. “Ah, eso explica muchas cosas”, le dije. “¿Qué quiere decir?”, me dijo. “Últimamente vengo sintiendo que la casa se sacude mucho de noche, y me parece escuchar gritos a lo lejos, y me levanto empapado de sudor, y pienso que es sangre”, le dije. “¿Por qué no viene mañana a la mañana y le mostramos a algunos de esos hombres?”, me dijo. “Gracias, agente”, le dije. Por supuesto me dejó consternado que esta gente hubiera estado enterrada en el jardín de mi casa todos estos años, pero ¿qué podía hacer? El jardín era un desastre total. Iba a tener que volver a plantarlo todo de nuevo en la primavera. Me presenté en la comisaría a eso de las diez de la mañana, como me habían dicho. Ahí, tras unas puertas de vidrio, estaban unos tipos medio dormidos, gimiendo y dando vueltas por ahí. “No parecen muy peligrosos”, le dije al agente. “Por eso le pedí que viniera temprano. No quería que viera esa parte”, me dijo. “¿Y ahí cómo hacen?”, le dije. “Más electricidad. Y después empezamos lentamente a reeducarlos. Algunos consiguen logros muy destacables”, me dijo. “¿Y qué pasa con los otros?”, le dije. “Ah, los volvemos a enterrar con una descarga que los deja fuera de combate por largo rato”, me dijo. “¿En mi jardín?”, le dije. “Claro, ésas son sus tierras ancestrales”, me dijo.
Un nene y su vaca (James Tate)
Sentado en el sofá, me puse a tararear una canción. No la reconocía, pero de todos modos la seguí tarareando. Estaba entrando en trance, y me sentía mareado. Me levanté de un salto y dije, “Esto no es buena idea, nene. Ponete las pilas. Tenés responsabilidades, lugares adonde ir, cosas que ver, personas que conocer, mundos por conquistar”. Entonces caí al piso y me quedé ahí tendido con un solo ojo abierto, que me latía. Me había atacado un feroz diablito. Me costaba mover las extemidades. Le dije, “Te vas a arrepentir de esto”. Una mano me agarró y me levantó, una mano que no era de nadie. Me serví un vaso de agua y me lo tomé. El agua me empezó a gotear del cuerpo. Llamé al plomero. “Tengo una pérdida”, le dije. Tenía la esperanza de aprovechar el día, porque tenía grandes planes, cosas que siempre había querido hacer, pero nunca había podido. Algo trapaba por la pared. Era un escarabajo tigre verde de seis lunares. Seguramente eso significaba algo. ¿Buena suerte? ¿La muerte? Agarré el vaso y me apresuré a capturarlo y sacarlo afuera. Demasiado peligroso. Volví al sofá y me puse a tararear una canción que me cantaba mi mamá cuando era chico sobre un nene y su vaca. Y así la tarde le dio paso a la noche, y a la noche le cosí un botón a mi camisa, y me sentí muy bien.
Nada es lo que parece (James Tate)
“Nada es lo que parece”, me dijo Morgan el otro día. La frase sonaba profunda, pero me pareció dudosa. Es cierto que hay mucho de ilusorio en el mundo, pero la zapatería sigue siendo la zapatería, mi afeitadora sigue siendo una afeitadora, mi sombrero un sombrero. Probablemente Morgan haya estado leyendo un libro sobre zen. Él es así, le da el ataque con algo y después me viene a mí con el cuento. No me molesta. Me hace pensar. Una vez me dijo que los fantasmas existían, y que no tenía que tenerles miedo porque se sentían muy solos y nada más querían compañía. Yo le dije que nunca había visto un fantasma y me dijo que era porque no había mirado bien. No me explicó lo que era mirar bien. Sospecho que se necesita un espectrofluorímetro, algo que yo no tengo. Pero tampoco Morgan. Me gusta salir y sentarme a mirar las estrellas a la noche. Hay miles de millones en la Vía Láctea. Claro que sólo podemos ver algunos miles, y con eso me basta y me sobra. De vez en cuando alguna se cae, se queda sin hidrógeno tras veinticinco mil millones de años o más. Me pregunto a menudo adónde van a semejante velocidad. Nuestro sol se va a apagar en veinticinco mil millones de años, ¿y después qué?
Celebración de la cinta de embalar (James
Tate) Tenía un montón de cinta de embalar, pero nunca la usaba. Compré más por si acaso. Seguro se presentaría la oportunidad. Estaba siempre atento. Le dije a Tracy, “¿Te molesta si te lleno de cinta de embalar?”. “Un poco en la muñeca nada más”, me dijo. “Gracias”, le dije. Me sentía mucho mejor. “Quién sabe qué va a pasar ahora”, me dijo. “¿Por qué decís eso?”, le dije. “Cayó un satélite en la Iglesia Episcopal”, me dijo. “Qué desgracia”, le dije. “¿Hay heridos?”. “La Sra. Graves estaba ahí. Cree que fue un mensaje divino. Se estaba comiendo disimuladamente una galletita”, me dijo. Agarré un pedacito de cinta y se lo pegué en la espalda. “Bueno, me alegro de que esté bien”, le dije. “Está loca. Vos lo sabés bien”, me dijo. Agarré un pedacito de cinta y se lo pegué en el pelo. “Es una viejita inofensiva que les tiene miedo a los duendes”, le dije. “Cree que todos los chicos son duendes. Un día de éstos va a matar a alguno”, me dijo. “Anoche se escapó la boa constrictor de Andy”, le dije. “¿Qué Andy?”, me dijo. “El encargado de la ferretería Ace’s. Pensaba que lo conocías”, le dije. “Nunca fui a la ferretería Ace’s”, me dijo. “Es un lugar precioso”, le dije. “¿Qué carajo hacía con una boa constrictor?”, me dijo. “Mantenía su casa libre de cerdos”, le dije. “Sí, eso tiene sentido”, me dijo. Estiré la mano y le puse un pedazo de cinta en la cola. Estaba cada vez más linda.
La puerta equivocada (James Tate)
No era la puerta que estaba buscando, pero la abrí de todos modos. Empecé a caminar por un largo pasillo. No había nadie ahí. Había una serie de oficinas que parecían vacías. El único ruido que se oía eran mis pasos. Del otro lado del pasillo de repente apareció un hombre. Empezó a caminar hacia a mí e instintivamente pensé en salir corriendo, pero no lo hice. Paré a esperarlo. Cuando al fin llegó hasta donde estaba yo, me dijo, “Lo estábamos esperando. Le damos una calurosa bienvenida”. “Gracias”, le dije, “estoy deseoso de reunirme con ustedes”. “Sígame, caballero”, me dijo. Caminamos por el largo corredor. “Por aquí”, me dijo. Entramos en una oficina. Doce hombres, con atuendo formal, se pusieron de pie y me ovacionaron. Hice una reverencia. “Ya ve”, dijo mi guía, “todos lo aman”. “Me halaga enormemente”, dije yo. En verdad estaba desconcertado y seguro de que era un tremendo error. “Queremos que sea uno de nosotros, que sea miembro de la Santa Alianza. ¿Qué le parece, está de acuerdo?”. Todos los miembros me sonreían. “Pero la verdad es que no sé lo que es la Santa Alianza”, dije. “Bueno, creemos que Dios nos eligió para traerle orden y justicia a la comunidad, y de vez en cuando hacemos una fiesta”, me dijo. “Necesito salir y pensarlo”, dije. Fui con bastante premura a la puerta y salí corriendo por el pasillo. Llegué a la primera puerta y salí. Había una muchedumbre en la vereda y me confundí con ella y volví a salir lo más rápido que pude. Un tipo en silla de ruedas me agarró de la mano cuando traté de pasarlo. “¿Ha visto mi canario? Salió volando por la ventana esta mañana”, me dijo. “No, no he visto a su canario, pero estaré atento y si lo veo trataré de atraparlo para usted. Se lo traeré de vuelta, puede contar con ello”, le dije. “Sabía que podía confiar en usted. Que Dios lo bendiga”, me dijo. Logré zafarme y volví a salir corriendo. Poco después, de hecho vi un canario, pero estaba posado en la rama más alta de un arce altísimo, lejos de mi alcance. Lo miré fijo y traté de hipnotizarlo. Me miró a los ojos. Di un paso hacia él, después otro. Un tipo pasó por ahí y lo agarró directamente del arbusto y se lo metió en el bolsillo. “Ey, ese pájaro es mío”, le dije. Iba caminando rápido y ni siquiera me miró.
Abducida (James Tate)
Mavis decía que la habían abducido extraterrestres. Tal vez fuera cierto, no lo sé. Dijo que habían tenido sexo con ella, pero era diferente. Le habían puesto un dedo en el medio de la frente mientras emitían una especie de zumbido. Dijo que era más placentero que el sexo convencional. Le pregunté si podía probar y me dijo que no. Poco después, Mavis desapareció para siempre. No se despidió de nadie y nadie sabía adónde había ido. Empecé a soñar con ella. Con frecuencia eran sueños perturbadores, pero cuando aparecían extraterrestres eran muy reconfortantes. Creo que secretamente deseaba que me abdujeran. Por supuesto, jamás se lo confesé a nadie. No digo que le creyera a Mavis, pero creo que experimentó lo que dijo. La gente ve cosas que no están todo el tiempo. Alguna de esa gente está loca y otra no. Mavis no estaba loca. No éramos amantes, pero sí buenos amigos, y la extrañaba. Pero la vida seguía. Una o dos veces por semana me tomaba un par de cervezas con Jared. Iba a comer o al cine con Trisha de vez en cuando. Una vez toqué a la puerta del departamento donde vivía Mavis y contestó una mujer que no hablaba inglés. Había salido un artículo en el diario sobre una mujer que habían encontrado en el fondo de un lago. La policía no había podido identificarla. Fui a la morgue enseguida. “Me gustaría ver el cadáver de la mujer que se ahogó en el lago”, dije. “Disculpe, no va a ser posible”, me respondió el empleado. “Pero tal vez sea una amiga mía”, dije yo. “La policía me dio órdenes estrictas. Nadie la puede ver”, me dijo. “Pero quizá podría identificarla”, le dije. “Créame que nadie podría identificar lo que tenemos acá”, me dijo. Me fui y volví a casa. Jared vino esa noche. Le dije que me preocupaba que la mujer en la morgue pudiera ser Mavis. Me dijo, “¿Quién es Mavis?”. Le dije, “Vos sabés perfectamente quién es Mavis. Saliste varias veces con ella. Creo que hasta te estabas enamorando de ella, pero te dejó”. “No conozco a ninguna Mavis, y estoy seguro de que nunca salí con ella. No tengo tan mala memoria”, me dijo. “Te vi una noche con ella en Donatello’s”, le dije. “Nunca fui a Donatello’s”, me dijo. “Jared, ¿qué estás haciendo?”, le dije. “Te digo la verdad. Nunca conocí a ninguna mujer que se llamara Mavis”, me dijo. Cuando se fue Jared, me puse a pensar en eso. Ya ni siquiera me acordaba de la cara de Mavis. Era muy triste. La estaban borrando. Quería ponerle el dedo en la frente, pero ya no estaba.
Operaciones especiales (James Tate)
Había unos pelados en un campo que empujaban una pelota gigantesca, pero la pelota no se movía. Parecía que empujaban con todas sus fuerzas, pero la pelota no se movía. Entonces se sentaron y se pusieron a llorar unos minutos. Pero enseguida se levantaron de un salto y arremetieron contra la pelota dando un grito de guerra y la pelota se movió unos centímetros. Festejaron gritando y saltando y se abrazaron. Una mujer pasaba por ahí y paró al lado mío. “¿Qué están haciendo ahí esos tipos?”, me preguntó. “Es un ritual guerrero”, le dije. “Están resolviendo unos inconvenientes técnicos. Es para protegernos del mal, pero el plan aún está en sus primeras fases de desarrollo. “¿Esa pelota enorme representa el mal?”, me preguntó. “El mal o el bien. Todavía lo están definiendo”, le dije. “Alguna gente vive en semejante estado de exaltación, es increíble que las cosas funcionen”, me dijo. “Era un cumplido, por supuesto”, dijo. “Son pocos los elegidos”, agregué. Los tipos estaban dándole cabezazos a la pelota y pateándola. “Siempre me sorprendió que no nos caigamos del planeta y flotemos alrededor como tantos residuos espaciales. Tengo un pez dorado en la cartera que da vueltas en su bolsita de plástico. ¿Le gustaría verlo?”, me preguntó. No tenía demasiadas alternativas. “Seguro”, dije, “a ver el pececito”. Abrió la cartera y se puso a buscar. “No está”, me dijo consternada. “Se escapó, o alguien me lo robó en el colectivo”. “A lo mejor uno de los pelados lo reclutó para la guerra contra el mal”, le dije. “Un pez como ése podría ser útil en operaciones especiales”. “Pero era para mi hijo. Está enfermo, y pensé que lo iba a ayudar a sentirse mejor”, me dijo. “Las cosas cambiaron”, le dije. “Va a ver que va a ser para mejor”. “Me siento un poco débil. Ya sé que acabamos de conocernos, ¿pero sería demasiado pedir que me acompañara a casa? No vivo lejos”, me dijo. ¿Qué podía decirle? “Por supuesto, ningún problema. Por cierto, me llamo Rudy Byers”, le dije. “Y yo soy Paula Kozen”, me dijo. “¿Cuántos años tiene su hijo?”, le pregunté, para sacarle charla. “Nueve”, me dijo ella. Una bandada de palomas levantó vuelo del techo de la ferretería. Trazaron un amplio arco y volvieron a posarse en el techo, en el mismo lugar, todas excepto una, que se posó en la vereda para saborear un pedazo de pan que se le había caído a alguien. “¿Cómo se llama?”, le pregunté. “Colin”, me dijo. “¿Y qué le pasa? Me dijo que estaba enfermo”, le pregunté. “No sé”, me dijo ella, “no habla. Y no sale de la cama”. Me arrepentí de haberle preguntado. Sólo quería consolarla por lo del pez dorado. “¿Cuánto hace que está así?”, le pregunté, aunque sabía que era un error. “Desde que tengo memoria”, me dijo. “Podría comprar otro pez dorado”, le dije. “Son baratos”. “¿En serio cree que uno de esos pelados se lo robó?”, me preguntó. “Ni siquiera pudieron mover esa pelota”, le dije. “Fue un espectáculo lamentable”. “Bueno, llegamos. Le agradezco su ayuda. Desde acá yo me arreglo”, me dijo. “¿Está segura?”, le dije yo. “Sí, claro, tengo que cuidar a mi Colin. Tengo que ser fuerte para él”, me dijo. “Claro”, le dije yo. “Bueno, encantado de conocerla”. Volví caminando al centro y me senté en un banco de plaza. La bandera ondeaba en su largo mástil. Los amantes caminaban de la mano. Un camión de bomberos volvía a su estación. Un perro esperaba que cambiara el semáforo. Y enseguida cambió.
Cómo ser miembro (James Tate)
No entendía qué se esperaba de mí. Maxwell me dijo que anduviera por ahí con una orquídea en la mano y que así me tomarían en cuenta. Lo hice y salió una mujer que me dijo, “¿Dónde está tu osito de peluche?”. “Me dijeron que trajera una orquídea”, le dije. “Lo de las orquídeas es mucho después. Ahora lo que cuenta es el osito de peluche”, me dijo. Empecé a alejarme, un poco fastidiado. Maxwell me vio y vino corriendo. “¿Qué hacés con una orquídea?”, me dijo. “Vos me dijiste”, le dije. “Ahora no, por el amor de dios. Ahora es la caminata del osito de peluche”, me dijo. “Ya sé, ya sé. No sé si estoy preparado para esto”, le dije. “No tenés alternativa. Es requisito”, me dijo. Cuando volví con mi osito de peluche, la gente estaba por ahí en parejas cacheteándose los unos a los otros. No había ositos de peluche por ningún lado. Las parejas no hablaban. Había largas pausas entre cachetadas. Un tipo se acercó a mí y me dijo, “¿Dónde está tu pareja? ¿Por qué no estás cacheteando?”. Le dije, “No tengo pareja”. “Claro que tenés pareja. Todo el mundo tiene pareja”, me dijo. “Salí a buscar mi osito de peluche”, le dije. “Acá los ositos de peluche no tienen nada que ver. Ahora es la hora del cachetazo”, me dijo. Miré por todas partes. Había una nena que gateaba por el pasto, pero no quería cachetearla. Me alejé y di una vuelta a la manzana. Cuando volví estaban todos sentados en el piso en fila india. El primero se ponía a aullar, después el segundo, y así sucesivamente por turnos. Me acerqué y me empecé a sentar al final de la fila, pero el tipo me dijo, “No, no, yo soy el último. No te podés sentar acá. Es mi lugar.” Miré la fila y me di cuenta de que todos estaban clavados a sus lugares. Busqué a Maxwell. Estaba sumamente confundido. ¿Por qué era requisito estar acá si no encajaba en nada? Vi a la nena que seguía gateando por el pasto. Me acerqué y me senté al lado de ella. “¿Y vos qué sos?”, le dije. “Soy una víbora y te voy a picar”, me dijo. “Dale, picame de una vez por todas”, le dije. Así que se acercó gateando y me mordió la pierna. Me dolió. “Ahora te vas a morir”, me dijo. “Me imagino”, le dije. Los aullidos habían parado. Me di vuelta. Ahora estaban turnándose para saltar por anillos de fuego. Decidí que no quería formar parte de la raza humana, así que empecé a reptar como una víbora por el pasto. De repente, apareció Maxwell. “Fracasaste rotundamente. Yo traté de decirte qué esperar y mirá lo que hiciste”, me dijo. “Soy una víbora”, le dije. “Sos una pésima víbora”, me dijo.
La guerra de acá al lado (James Tate)
Me pareció ver a algunas víctimas de la última guerra vendadas y rengueando por el bosque al lado de mi casa. Me pareció reconocer a algunas, pero no estaba seguro. Era como un sueño difuso del que trataba de despertarme, pero seguían ahí, ensangrentadas, algunas con muletas, otras sin alguna extremidad. Este triste desfile duró horas. No podía moverme de la ventana. Al fin abrí la puerta. “¿Adónde van?”, grité. “Sólo estamos tratando de escapar”, me respondieron con un grito. “Pero la guerra terminó”, dije. “No, sigue”, me dijeron. Todos los noticieros informaron que hacía días que había terminado. No sabía a quién creerle. Mejor no hacerles caso, pensé. Se van a ir. Así que fui al living y agarré una revista. Había una foto de un muerto. Que acababa de pasar por al lado de mi casa. Y reconocí a otro muerto. Corrí de vuelta a la cocina y miré por la ventana. Había un grupo que venía hacia mí. Abrí la puerta. “¿Por qué no peleaste con nosotros?”, me preguntaron. “Les juro que no sabía quién era el enemigo”, les dije. “Está bien. Yo tampoco terminé de entender”, me dijo uno. Los otros lo miraron como si estuviera loco. “El otro bando era el enemigo, obvio, los de los ojitos brillantes”, dijo otro. “Eran crueles”, dijo otro, “terribles”. “Uno fue muy amable conmigo, me acunó en sus brazos”, dijo uno. “Bueno, ahora están todos muertos. De poco les sirvió”, les dije. “Estamos recobrando nuestras fuerzas”, dijo uno. Cerré la puerta y volví al living. Al principio escuché que rascaban la ventana, pero pronto pararon. Escuché un clarín a lo lejos, después el rugido de un cañón. Todavía no sé en qué bando estaba yo.
Querúbica (James Tate)
Llevé a mi hija Kelsey a la estación de tren. Cuando el tren arrancó, nos despedimos con la mano varias veces. No volví a verla. Fue la primera mujer en llegar a la luna. Cómo llegó nadie lo sabe. Y nunca volvió, por lo que sé. Tampoco me escribió ninguna carta y nunca me llamó. Espero que sea feliz, mi rayito de luna. Me paso las noches mirando por mi telescopio. He visto dinosaurios, leopardos de las nieves, flamencos. Vi un perro con un solo ojo que movía la cola. Vi un camión del correo. Vi un velero pero, por supuesto, no hay agua. Vi un letrero que anunciaba agua con una flecha que señalaba a la Tierra. Vi un letrero que anunciaba hamburguesas con una flecha que señalaba a la Tierra. Y vi a una nena caerse de un triciclo. Una explosión de polvo atómico naranja, y nada más. Nunca la volví a ver. Las ruedas del triciclo volcado siguieron girando. Duerme, duerme, mi niña, dije.
Grillo grillo (James Tate)
Cuando estoy solo una noche de verano y hay un grillo en la casa, siempre siento que todo podría ser peor. Tal vez está lloviendo, y truenos y relámpago sacuden la casa. Se corta la luz, y tengo que buscar a tientas en la oscuridad una vela. Al fin encuentro una, ¿pero dónde están los fósforos? Siempre los guardo en ese cajón. Tumbo un jarrón, pero no se rompe. Temiendo romper algo, vuelvo a mi silla y me quedo sentado en la oscuridad. Los rayos caen por todas partes alrededor de la casa. Y entonces me acuerdo del grillo y trato de escuchar su canto. Pronto pasa la tormenta y vuelve la luz. Mi casa se llena de un inquietante silencio verde. Me preocupa que al grillo también lo haya fulminado un rayo.
Mi hacienda ganadera (James Tate)
No me acuerdo demasiado de esa noche en concreto. Jacqueline insistía en mostrarme el ombligo. Dijo que si se lo tocaba me iba a traer suerte. No tengo idea de si se lo toqué. Dabney se jactaba de cuánto había ganado en el hipódromo. Dijo que había ganado nueve de diez carreras la semana anterior. Le dije que no le creía, y me invitó a ir al hipódromo con él. Le dije que no me gustaba apostar, lo cual era mentira. Beatrice vino y me mostró el ombligo. Parecía tener una carita adentro, lo cual me hizo reír. Le pregunté si se lo podía tocar y ella me dijo, “Por supuesto, querido.” No podía dejar de tocárselo, pero después de un rato tuvo que ir al baño. Adam me contó de su reciente operación. Me mostró la cicatriz y se me volcó la bebida. Isabel trató de venderme ganado. “Isabel”, le dije, “no soy esa clase de hombre”. Se levantó un poco la blusa y se señaló el ombligo. No me acuerdo demasiado después de eso. Sirvieron unas verduras. Rompieron unos jarrones. Otto Guttchen me mostró un fósil.
El tipo del gobierno (James Tate)
Corrí por el callejón y atravesé el estacionamiento esquivando unos autos, después subí por la colina y la volví a bajar, por la orilla del río que pegaba una curva debajo del puente, por el diamante de la cancha de béisbol detrás de la iglesia. Me trepé a la reja y caí en un cantero con flores. Me puse de pie y salí disparado por atrás de la bombonería y pasé por la licorería en el vallecito donde están las estatuas. Paré para recobrar el aliento y pegar una ojeada a mi alrededor. Después entré corriendo en el bosque y seguí por el sendero. Salté unas ramas caídas. En algún momento asusté a tres ciervos que salieron corriendo. Me tropecé y casi me caigo. Corrí hasta quedarme sin aliento. Miré hacia atrás. Un tipo había intentado cubrirme la cabeza con una red, como si yo fuera una mariposa o algo así. El tipo tenía un aire terriblemente siniestro. Por cómo estaba vestido, sospecho que era un tipo del gobierno. Sólo era un trabajo que le habían asignado, pero yo me resistí y me solté. Me siguió, por supuesto. Salí corriendo otra vez, crucé un arroyito, y subí una colina. Cuando llegué a la cima, paré y pegué una ojeada a mi alrededor. No veía ningún movimiento en el bosque y eso me reconfortaba. Cuando me di vuelta, el tipo estaba ahí parado con la red, con la que me cubrió la cabeza hasta debajo de los brazos. Después la aseguró con algo. “Es para protegerte”, me dijo. “¿Cómo que para protegerme?”, le dije. “De vos mismo. Corrés grave peligro de lastimarte”, me dijo. “¿Qué carajo decís? Nada que ver”, le dije. “Todo el mundo dice lo mismo, pero tenemos nuestras formas de darnos cuenta”, me dijo. Empezó a arrastrarme tirando de una soga. “No podés tratar así a un ser humano”, le dije. “Ya no sos un ser humano”, me dijo. “¿Y entonces qué soy?”, le dije. “Sos una alimaña sin alma”, me dijo. “¡Nada que ver!”, le dije. Tiró más fuerte de la soga. Yo aullé de dolor.
Las reglas (James Tate)
Jack me dijo que nunca revelara mi verdadera identidad. “Nunca lo haría”, le dije. “Siempre andá disfrazado, al menos parcialmente”, me dijo. “Por supuesto”, le dije. “Y nunca te enamores”, me dijo. “Demasiado peligroso”, le dije. “Nunca levantes la voz”, me dijo. “Entendido”, le dije. “Nunca corras”, me dijo. “Ni se me ocurriría”, le dije. “Nunca parezcas glotón”, me dijo. “Lo evitaré”, le dije. “Siempre sé educado”, me dijo. “Así soy, educado”, le dije. “No cantes en público”, me dijo. “Te lo prometo”, le dije. “No toques a desconocidos”, me dijo. “Está prohibido”, le dije. “Nunca infrinjas el límite de velocidad”, me dijo. “Contá con eso”, le dije. “No te pongas nada a cuadros”, me dijo. “Nada a cuadros”, le dije. “No acaricies a ningún perro”, me dijo. “Por supuesto que no”, le dije. “No saltes vallas”, me dijo. “No lo haré”, le dije. “Alejate de los niños”, me dijo. “Así lo haré”, le dije. “No entres a iglesias”, me dijo. “Por supuesto que no”, le dije. “Cuidá siempre la buena postura”, me dijo. “La buena postura es fundamental”, le dije. “Nunca levantes plata de la alcantarilla”, me dijo. “Eso no es para mí”, le dije. “Sé puntual”, me dijo. “Siempre a tiempo”, le dije. “A pie o en auto siempre cambiá de ruta”, me dijo. “Naturalmente”, le dije. “Nunca pidas la misma comida dos veces”, me dijo. “Nunca”, le dije. “Que no te vean en la calle después de medianoche”, me dijo. “Jamás”, le dije. “No les des plata a los mendigos sin techo”, me dijo. “Nada para los mendigos”, le dije. “No entables conversaciones con representantes de la ley”, me dijo. “Nada de hablar con policías”, le dije. “Nada de patinaje sobre hielo”, me dijo. “Jamás”, le dije. “Nada de esquiar”, me dijo. “Por supuesto que no”, le dije. “Cuando veas un letrero que diga NO PISAR EL CÉSPED, no lo pises”. “Así lo haré”, le dije. “Nada de mascar chicle en público”, me dijo. “No lo haré”, le dije. “Portá tu arma todo el tiempo”, me dijo. “Siempre armado”, le dije. “Obedecé lo que se te ordene”, me dijo. “Contá con eso”, le dije. “Contactá a la Central una vez por semana”, me dijo. “Contactar a la Central”, le dije. “Nada de pantalones verdes”, me dijo. “Claro que no”, le dije. “Nada de camisas naranjas o violetas”, me dijo. “No son para mí”, le dije. “Nada de sushi”, me dijo. “No, no”, le dije. “Nada de fandango”, me dijo. “Imposible”, le dije. “Nada de Dirección de Granjas”, me dijo. “No es mi estilo”, me dijo. “Cuidado con la hipnosis”, me dijo. “Siempre alerta”, le dije. “Cuidado con las sanguijuelas”, me dijo. “Un peligro a tener en cuenta”, le dije. “Evitá las góndolas”. “Instintivamente”, le dije. “Nunca le creas a una vidente”, me dijo. “Nunca”, le dije. “Eludí las cruzadas”, me dijo. “Sin duda”, le dije. “Nunca te subas a un dirigible”, me dijo. “Descartados los dirigibles”, le dije. “No persigas pavos”, le dije. “No lo haré”, le dije. “No le metas la mano en la boca a un caballo”, me dijo. “De ninguna manera”, le dije. “Nunca creas en milagros”, me dijo. “No lo haré”, le dije.
Traición (James Tate)
El tipo que me seguía parecía un agente del gobierno, así que me di vuelta y le dije, “¿Por qué me está siguiendo?”. Me dijo “No lo estoy siguiendo. Soy un corredor de seguros que camina al trabajo”. “Discúlpeme entonces, me confundí”, le dije. “¿Cometió algún delito, hizo algo antipatriótico, o sólo es paranoico?”, me dijo. “No cometí ningún delito, ciertamente no soy antipatriótico, y no soy paranoico”, le dije. “Bueno, nunca me habían confundido antes con un agente del gobierno”, me dijo. “Discúlpeme”, le dije. “¿Tiene algo que le pese en la conciencia, no?”, me dijo. “No, para nada, sólo estoy atento”, le dije. “Como buen delincuente”, me dijo. “¿Podría dejar de hablarme así?”, le dije. “No quiero tener nada que ver con usted”. “Usted cometió algún tipo de traición y lo van a agarrar”, me dijo. “Usted está loco”, le dije. “Y usted es Benedict Arnold”, me dijo. “Voy a una marcha por la paz, si no le molesta”, le dije. “Ah, pacifista, eso es lo mismo que traidor”, me dijo. “Nada que ver”, le dije. “Todo que ver”, me dijo. “No”. “Sí”. “No”. “Sí”. Llegamos a la puerta de su oficina. “Siento tanto tener que despedirme de usted. ¿Le gustaría almorzar conmigo mañana?”, me dijo. “Me encantaría”, le dije. “Perfecto. Entonces en Sadie’s Café al mediodía”, me dijo. “En Sadie’s al mediodía”, le dije.
Charla desesperada (James Tate)
Le pregunté a Jasper si sabía algo de la inminente revolución. “No sabía que fuera inminente una revolución”, me dijo. “Bueno, la gente está bastante molesta. Tal vez lo sea”, le respondí. “Ojalá te dejaras de inventarte cosas. Te la pasás tomándome el pelo”, me dijo. “Hay soldados por todas partes. Es difícil saber en qué bando están”, le dije. “Están en nuestra contra. Todos están en nuestra contra. ¿Vos no creías en eso?”, me dijo. “Todos no. Todavía quedan unos pocos trasnochados que siguen creyendo en algo”, le dije. “Bueno, eso me da esperanza”, me dijo. “Nunca pierdas la fe”, le dije. “¿Cuándo dije que tenía fe?”, me dijo. “Qué vergüenza, Jasper. Es fundamental creer en la causa”, le dije. “¿Qué causa, enterrarnos cada vez más profundo?”, me dijo. “No, la causa de luchar por nuestros derechos, nuestra libertad y todo eso”, le dije. “Bueno, eso hace mucho que no existe más. No tenemos derechos”, me dijo. Nos quedamos callados unos minutos. Yo miraba por la ventana un conejo en el patio. Finalmente, le dije, “Todo esto te lo decía para divertirte”. “Yo también”, dijo él. “¿Vos creés en Dios?”, le dije. “Dios está preso”, me dijo. “¿Qué hizo?”, dije yo. “Todo”, me dijo.
La mujer de Waylon (James Tate)
Loretta tenía un gallo que era tan arisco que ya nadie la podía ir a visitar. Loretta amaba a ese gallo, y el gallo amaba a Loretta y pensaba que era su mujer. Así que solamente veíamos a Loretta cuando bajaba al pueblo. Nos encontrábamos en Mike’s Westview Café y tomábamos cerveza con ella toda la noche. El gallo se llamaba Waylon, y ella se la pasaba hablando de Waylon toda la noche, y si uno no sabía habría creído que hablaba de su esposo. Yo sabía, y aún así creía que hablaba de su esposo. “Waylon no se sentía del todo bien esta mañana.” “Waylon estuvo tan dulce conmigo anoche.” “Waylon es tan hermoso, a veces no lo puedo dejar de mirar”. Sigue siendo divertido salir con ella, y a mí me parece totalmente normal. Cuando cierran el bar, nos despedimos y yo lo doy un beso a Loretta, apenas un piquito, porque sé que está casada con un pollo, y eso me parece digno de respeto. Waylon la hace feliz de maneras de las que yo nunca sería capaz. El cielo estrellado, la policía escondida en los arbustos, por Dios qué lindo es estar vivo, pienso, y hago pis detrás de mi auto en la oscuridad de mi propia oscuridad privada.
Día del padre (James Tate)
Mi hija hace varios años que vive en el extranjero. Se casó con un heredero de la familia real, y no le dejan comunicarse con su familia ni con sus amigos. Vive de alpiste y sorbitos de agua. Sueña conmigo todo el tiempo. Su marido, el Príncipe, la azota cada vez que la descubre soñando. No la pierden de vista unos feroces perros guardianes. Contraté a un detective, pero lo mataron cuando intentaba rescatarla. Le escribí cientos de cartas al Departamento de Estado. Me respondieron diciéndome que estaban al tanto de la situación. Yo nunca la vi bailar. Nunca la vi cantar. Siempre trabajaba hasta tarde. La llamaba Mi Princesa, para compensar mis faltas, pero ella nunca me perdonó. Alpiste era su segundo nombre. Coda (James Tate) El amor no vale tanto; me arrepiento de todo. Ahora tirados boca arriba en Fayetteville, Arkansas, las estrellas caen sobre nuestros ojos agrietados.
Tiendo mi mano hábil
hasta el cielo y desinflo la luna, sale zumbando y se arruga y se hunde en el mar.
Vos no podés llorar;
yo no puedo hacer nada que alguna vez tuviera una pizca de sentido para los dos. Te cubro de agujas de pino.
Cuando llegue la mañana,
voy a construir una catedral alrededor de nuestros cuerpos. Y los grillos, que cantan con las rodillas, van a venir a visitarla por las noches para estar tristes, cuando ya no puedan cantar.
Tocan a la puerta (James Tate)
Me preguntan si alguna vez pensé en el fin del mundo, y les respondo: “Pasen, pasen, les preparo el almuerzo, por el amor de Dios.” Después de unos bocados, sacan el tema del más allá. “Ay”, les digo, “¿vieron esa polilla del racimo de la vid?” Acto seguido, hablan de la redención y de los elegidos que se sientan a Su lado. “¿Y qué hacen?”, pregunto. “¿Se quedan ahí sentados?”. Me rodean unos zombis calcinados. “Comamos un pedazo de torta de crema de limón que compré ayer en la Confitería Los Tres Perros”. Pero quieren hablar de mi alma. Ya me está dando sueño y veo mariposas por todas partes. “Caballeros, ¿no quisieran dormir una siestita? A mí me están dando ganas”. Se ponen de pie y se alejan de mí, salen por la puerta y van caminando a lo de los vecinos, con una nube negra alrededor de la cabeza, y no ven nada que no tenga fin.
De dónde vienen los bebés (James Tate)
Muchos son de las Maldivas, al sudoeste de la India, y tienen que empezar a recoger caracoles casi inmediatamente. Los más grandes tal vez prefieren cocos. Los sobrevivientes van de isla en isla saltando el uno sobre el otro sin nunca mirar atrás. Una vez que los tifones se llevaron a algunos, y las aves de presa terminaron con los suyos, los pocos que quedan tienen que construir embarcaciones, para lo cual no tienen por supuesto experiencia, y construyen sus botes con hojas de palma y enredaderas. Cumplida la tarea, se tumban en la playa completamente exhaustos y confundidos, y una ola gigante los arrastra al mar. Y ésa es la última vez que se ven. En sus sueños, mamá y papá están de pie en la orilla por lo que parece una eternidad, y casi siempre es la orilla equivocada.
Un tipo con una pata de palo se escapa de
la cárcel (James Tate) Un tipo con una pata de palo se escapa de la cárcel. Lo atrapan. Le sacan la pata de palo. Todos los días tiene que cruzar una colina muy grande y atravesar a nado un río muy ancho para llegar al campo donde tiene que trabajar de sol a sombra en una sola pierna. Así transcurre un año. En la fiesta de Navidad le devuelven la pata. Ahora no la quiere. Tiene la fuga perfectamente planeada. No se necesita más que una pierna.
Jesucristo buena onda (James Tate)
Un día Jesucristo se despertó un poquito más tarde que de costumbre. Había estado so- ñando tan profundo que no le quedaba nada en la cabeza. ¿Con qué? Una pesadilla, cadáveres que lo rodeaban por todos lados, los ojos dados vuelta, la piel cayéndose a pedazos. Pero no tenía miedo. Era un día her- moso. ¿Me tomo un cafecito? No me voy a negar. Salgo a dar una vueltita en mi burro. Cómo quiero a ese burro. Puta madre, cómo los quiero a todos.
Enseñarle al mono a escribir poemas
(James Tate) No les costó mucho enseñarle al mono a escribir poemas: primero lo amarraron a la silla, después le ataron el lápiz en la mano (ya habían clavado la hoja a la mesa). Después el Dr. Bluespire se inclinó desde atrás y le dijo al oído: “Parecés un dios ahí sentado. ¿Por qué no tratás de escribir algo?”.