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No hay funerales en Vermedes

Dedicado a mis amigos, porque no les deseo nada más que lo contrario a lo que sucede en
este libro.

2
I
Los Ausentes

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12/05/03

Domingo comenzó a respirar de manera pesada y bucal. Una gota de sudor frío se le deslizó
desde la frente hasta los labios mientras le recorría por el cuerpo un calor que venía desde el
fondo de su estómago. Escuchó cómo su captor tragaba saliva y suspiraba con fuerza. Sus
ojos se dispararon hacia el extremo del cañón cuando el sonido metálico del seguro inundó la
sala.
-Mirá, no sé qué venís a buscar, pero…
-A vos te vengo a buscar, hijo de puta- afirmó la figura encapuchada detrás del revólver.
Desplazando el pie izquierdo ligeramente hacia atrás, se tomaba el cuidado de no apartar la
vista del rostro apenas distinguible de su captor. Se frotó los ojos con suavidad, intentando
acostumbrarlos más rápidamente a la oscuridad.
-Te dije que levantaras las manos.
-Bueno, bueno. Calmate un poco ¿Ves?- le respondió a la voz, exhibiendo las palmas abiertas.
-No te hagas el vivo.
El invasor lo registró sutilmente con la mirada y luego sacudió el arma, apuntando con ella
hacia la cocina. -Date vuelta y camina, vamos a charlar un rato al fondo.
Domingo avanzó un par de metros, tanteando los alrededores con sus pies descalzos,
guiándose gracias a la poca claridad que ingresaba por el tragaluz de la cocina.
Se detuvo al sentir el frío de la heladera -Si lo que queres es el auto, las llaves…
-Callate y camina nomás, pelotudo.
Una de sus manos se deslizó sigilosamente en la oscuridad, aferrándose al único frasco que
descansaba sobre la mesada. Sus músculos se tensaron y el corazón le latía rápidamente.
-Esperá, no veo nada.
Su secuestrador dio dos pasos y golpeó la heladera con la culata del arma -Apurate, estúpido.
Él inspiró lentamente y permaneció estático, incrustando la mirada en el suave reflejo que
proyectaba la puerta que daba al patio.
La figura se desplazó una vez más, dejando ver fugazmente un rostro grisáceo, iluminado por
unos brillantes ojos verdes. -¿Sos sordo? Te dije que…
El sonido de la vibración de la heladera quedó escondido debajo de la explosión cristalina
producida por el frasco fragmentándose contra el mentón del invasor.
El hombre trastabilló, se apretó el rostro con una mano y asestó un golpe con la otra
rápidamente, haciendo impactar la parte inferior del arma contra la sien de su rival.
Domingo se precipitó hacia el suelo, logrando sin embargo, en su desesperada caída, sujetarse
a la figura y arrastrarla consigo, desatando un combate físico sobre la incomodidad del suelo.
El arma se agitaba en medio de la disputa, alternando constantemente quien se encontraba del
lado equivocado del cañón. Los hombres se revolvían sobre el polvo de la cocina,
intercambiando puñetazos y patadas.
Desde la sala llegaba el eco de alguien bajando las escaleras a toda velocidad.
Domingo gruñó al doblarse anormalmente sus dedos, en un intento por desarmar al
desconocido.
La luz de la sala se encendió, haciendo que ambos cerraran sus ojos instintivamente.

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La mano del captor sujetó con fuerza a Domingo quien, en un intento por liberarse, golpeó
ciegamente sobre donde creía que se hallaba su rostro, para luego enterrarle las uñas en el
brazo que lo apresaba.
Un repentino estruendo llenó la casa, rebotando en las paredes varias veces antes de
detenerse.
El asaltante olvidó por un momento por qué se había presentado allí aquella noche.

5
20/07/02

El viento gélido del invierno se coló en la casa cuando se abrió la puerta. Juan Manuel entró
con los brazos cargados de leña, y cerró detrás suyo con una patada que sacudió levemente
los alrededores.
Su madre apartó momentáneamente la vista de la sartén y levantó las cejas al intercambiar
una mirada con él. -¿Era necesario?
-Perdón.
La mujer suspiró y volteó la tortilla con un movimiento rápido de muñeca. -Bauti, ayuda a tu
hermano.
-Ahí voy, déjame terminar con esto nomás -respondió el joven mientras colocaba platos y
cubiertos sobre la mesa.
El muchacho se colocó frente a la salamandra y simplemente soltó los troncos a un lado,
generando una secuencia de sonidos huecos.
-¿Qué te pasa hoy, hijo? -consultó Esperanza mientras pasaba el contenido de la sartén a un
plato y lo presentaba para el almuerzo.
Su hermano suspiró al ver el desorden que se había ocasionado. Se acercó a ayudarlo a
acomodar a un costado de la estufa los leños que se habían esparcido sobre el suelo y
aprovechó la oportunidad para alimentar el fuego con uno de los pedazos de madera. Una
ráfaga caliente se escapó del aparato al abrirlo.
Juan Manuel se sacudió el polvo de la campera y se la sacó, colocándola en el respaldo de la
silla que iba a ocupar en la mesa.
La madre se sentó en su lugar y miró a su hijo mayor mientras este se incorporaba luego de
cerrar la salamandra. -Trajiste más verduras hoy, Bauti, ¿Qué pasó? ¿El viejo nos hizo
precio?
-Le di una mano arreglando la persiana del local y me tiró un par de cosas más -le respondió
mientras se incorporaba al almuerzo. -Me contó que intentaron saquearle el local.
El menor levantó la fuente de ensalada y comenzó a servirle en el plato a su madre. -¿Pero él
está bien? ¿No le pasó nada a la familia?
-No, no, están bien. Fue un susto solamente, según me dijo.
La mujer comenzó a servirse agua lentamente de la jarra, intentando no salpicar el mantel.
-¿Y qué pasó? ¿Le patearon la persiana un poco y después se fueron?
-No, el viejo los tuvo que salir a espantar con la escopeta, dice que metió un par de tiros al
aire y los tipos salieron corriendo.
-¿Una escopeta? ¿No es un poco exagerado?
-Da lo mismo -indicó Juan Manuel mientras masticaba su comida-, podrá tener un revólver,
pero el viejo le apunta al piso y le erra de lo ciego que está.
Bautista agarró el control y encendió la televisión, procediendo a pasar los canales
rápidamente hasta llegar al de noticias locales. Las imágenes de una gran cantidad de
personas poblando la Plaza Martínez aparecieron en la pantalla, seguidas por un primer plano
de la municipalidad, que la mostró barricada y resguardada por policías.
La voz firme de la periodista presentó la noticia del día:

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“Después de que se descubriera el desvío voluntario de las provisiones de emergencia, una
multitud se organizó para presentarse frente a la municipalidad, con intención de mostrar su
descontento con la administración actual.
Si bien la manifestación se mantiene pacíficamente, el jefe de la policía nos informó que, a
causa de los recientes eventos de vandalismo que se presenciaron alrededor de la ciudad, se
tomaron medidas para garantizar la seguridad de los miembros del equipo de la intendencia.
Tenemos fuentes que nos indican que, después de la noticia del desplazamiento del auxilio
alimentario, ha aumentado la cantidad de denuncias que…”
-¿Vas a ir entonces? -consultó la mujer, sin levantar la mirada del plato.
-Si, la mitad de la facultad se comprometió a ir -le respondió su hijo mayor.
-¿Y la otra mitad?
-Ahí andan. Dicen que no quieren opinar, pero después los ves poniendo vidrio arriba de las
paredes de sus casas.
-Nunca invertir en un alambre de púas ¿no?
Bautista se limpió los labios y le dio un trago a su vaso de agua-. Un vecino de acá a dos
cuadras puso eso, se lo robaron a los dos días.
Juan Manuel apretó los labios y asintió con la cabeza, miró a Esperanza y compartieron un
silencio breve que se rompió al comenzar a reír a carcajadas ambos, contagiando
eventualmente a Bautista.
-Hay que tener maña para robarle un alambre de púas a tu vecino y que no se dé cuenta. La
verdad lo felicito.
-Dudo que haya sido un vecino, hijo. Nadie es tan boludo como para robar en su propio
barrio.
La imagen proyectada en la televisión cambió repentinamente, abandonando la multitud para
sustituirla por un delgado hombre frente a una pantalla que detallaba la información
meteorológica de la provincia.
“Coméntanos, Rodri, ¿Cómo va a estar lo que queda del día para los protestantes?” consultó
la voz de la periodista, ausente ahora de la imagen de la transmisión.
“Bueno, Mari, te cuento. Hoy tenemos un día soleado, con unos catorce grados de máxima y
unos seis de mínima. Actualmente la localidad está experimentando unos nueve grados, así
que cualquiera que vaya a salir ya está avisado. Póngase un buzo o una campera, una bufanda
no viene demás tampoco, pero yo personalmente…”
-¿Te vas en un rato entonces? -le consultó su madre, sin levantar la mirada del plato.
-Si, a las dos tengo que estar en la puerta de la universidad. Vamos a ir desde ahí hasta la
plaza.
-¿Y a qué hora pensás que vas a volver?
-No sé.

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-¿Cómo que lo demoraron a Marcos?
Los muchachos tiritaban del frío con los cuerpos pegados unos contra los otros en ronda,
intentando esconder lo que hablaban de la multitud frente a ellos. Unas delgadas negras los
separaban del campus de la universidad a sus espaldas.
-Lo pararon porque sabían que venía para acá.
-Después nos quejamos de la cana, lo importante es: ¿Quién le habla a la gente ahora?
El grupo de jóvenes posó sus ojos sobre José, quien los miró a todos y negó con la cabeza.
-No, no. Yo no. No sé qué decirles. No sé qué había planeado el Rubio.
-No importa -le respondió uno de los muchachos mientras le ponía el aparato encima. -Vos
subí y háblales, eso es lo único que necesitan.
Bautista le puso una mano sobre el hombro. -Dale, ya están acá, se merecen un par de
palabras antes de irnos.
José se subió al auto con el megáfono en la mano, provocando que el techo se doblara bajo su
peso. Un centenar de ojos lo perforaron al ponerse de frente. El joven tragó saliva, se
acomodó la bufanda y encendió el aparato, que generó un obtuso sonido en respuesta,
haciendo que las primeras dos filas se agarraran los oídos y le dirigieran un gesto de disgusto.
Se disculpó con un movimiento de mano y abrió la boca, pero no salió ninguna palabra de
ella.
Se apoyó la mano en el pecho y sintió como parecía que su corazón quería escaparse de su
propio cuerpo. Cerró los ojos un instante y la voz de Bautista le llegó desde el costado.
-Vamos, vamos.
Inspiró con fuerza y alzó la mirada, posando sus ojos en los rostros del fondo.
-Quiero que se acuerden de este día, 20 de julio de 2002, porque después de años de ineptitud
dijeron basta. Hoy se levantan en contra de la corrupción y la desigualdad.
Levantó su mano y apuntó hacia la Avenida Márquez. -No sé cuantos metros de uniformados
los separan de las oficinas de la municipalidad. Pero aunque sean diez, cien, o mil, les
prometo que su voz se va a hacer escuchar.
José tomó aire y se detuvo un instante a observar el mar de personas tembloroso delante de él.
La gran mayoría de la multitud lo ignoraba, la gente veía a otro lado y charlaba entre sí a
gritos. Se dio vuelta un momento e intercambió una mirada con sus compañeros, buscando
una respuesta.
Se incorporó nuevamente, vio a uno de los lados a un niño sobre los hombros de su padre y
suspiró. -Es como en el aula, simple o los perdés.
Se acercó el megáfono al rostro nuevamente e inspiró con fuerza antes de alzar la voz.
-Porque están cagados de hambre y de frío -la gente empezó a darse vuelta para verlo, pero el
murmullo todavía se escuchaba-, pero están acá, y no los para nadie.
Apuntó con el índice hacia el norte de la ciudad. -Hay más de cien personas que están
protestando ahora mismo en la Plaza Martínez, exigiendo por lo que les robaron. Y van a
tener que reforzar la seguridad porque hoy se juntaron todos, estudiantes, maestros,
graduados y sus familias.
Hizo una pausa y notó que la mayoría de la gente hacía silencio, pero en sus rostros veía
inseguridad. Algunas personas seguían ignorando su presencia.
-Hoy se juntaron por el bien de todos nosotros… -luego de pronunciar la última palabra hizo
una pequeña pausa y frunció el ceño ligeramente. -Nosotros nos juntamos para hacer lo

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correcto hoy. Para que se den cuenta que no se lo vamos a dejar pasar. Que nosotros sabemos
lo que queremos. Lo que nos corresponde.
Toda la multitud lo escuchaba, sus ojos se movían mientras él paseaba sobre el techo del auto.
Gritaban asintiendo entre sus oraciones.
-No sé qué pasará mañana, pero podemos estar seguros de algo. Hacemos justicia, aunque les
duela, aunque no quieran. Hoy, 20 de julio de 2002, hacemos justicia, juntos.
El joven bajó el megáfono, apoyándolo sobre el techo del automóvil y una sonrisa se le
dibujó en el rostro al escuchar a la multitud rugir una sinfonía de aplausos, gritos y chiflidos.
-Bien, Pepe, bien. Como me esperaba de vos, cabezón -lo felicitó Bautista, sacudiéndolo
cariñosamente.
-Podría haberlo hecho mejor.
-No seas boludo, estuviste bien, les dijiste lo que querías decir, y ellos escucharon lo que
necesitaban escuchar.
La multitud comenzó a desplazarse lentamente hacia el centro de la ciudad, recorriendo la
calle mientras alzaban gritos y canciones, acompañados de banderas y carteles de protesta
mal pintados. Las miradas preocupadas aparecían en los ojos de los vecinos, que salían a los
patios y balcones a atestiguar la marcha.
José abrazó a Bautista de costado mientras avanzaban. -Todavía no llego a procesar que el
cuatrimestre que viene ya te recibís.
-Sinceramente, yo tampoco. Siento que hice un montón de materias sin mirar cuál seguía y de
repente ahora miro, y no hay más.
-Bueno, supongo que vas a hacer alguna maestría ¿no?
-Si, no sé. Igual falta, tengo que cursar todavía, y dar bien todos los finales.
José apoyó su mano en el hombro de su amigo. -Y los vas a dar, ahora preocupémonos por
esto.
Un océano de personas apareció a la distancia, apretadas entre muros de azul policial.

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El sonido de un estornudo rebotó en el interior del automóvil.
El policía sacó un pañuelo de su bolsillo y se sonó fuertemente la nariz -¿Podés subir la
ventana, Figueroa? ¿Para qué tengo la calefacción prendida sino? Me hacés gastar nafta al
pedo.
-En dos minutos llegamos. Así nos vamos acostumbrando.
-Me van a hacer pararme ocho horas como un pelotudo enfrente de la plaza, ¿Vos crees que
me quiero bancar el frío en el auto también? Subí la ventana y no rompás las bolas.
El cabo suspiró, metió el brazo en el auto y subió la ventanilla. Los vidrios comenzaron a
empañarse rápidamente y ambos comenzaron a frotar el parabrisas con las manos en
respuesta.
-Ya es la tercera protesta del mes, ¿No tienen nada mejor que hacer los vagos estos?
El auto se detuvo momentáneamente en el semáforo de la calle Florida. Un hombre se acercó
al auto de adelante con un cajón lleno de flores a la ventana, pero se alejó al notar que el
conductor le negaba con la cabeza.
-Se cagan de hambre y de frío, ¿A vos qué te parece que iban a hacer?
-Trabajar, como Dios manda, Hernández. Estos se piensan que con sacar al de turno se
soluciona el problema, que les van a dar de comer gratis.
-La gente está caliente, encima de que les tocan el bolsillo, además les sacan la comida del
plato. Por mí que protesten, lo único que me molesta es que me tengan sosteniendo un escudo
durante toda la jornada para cuidar a un montón de políticos, en vez de hacer algo productivo.
-¿Te molesta hacer tu trabajo entonces? Para algo te pagan.
El policía apartó la vista del camino e intercambió una mirada con su copiloto. -Guarda
boludo, que en cualquier momento no nos pagan a nosotros tampoco. Pensá un poquito
nomás.
El hombre con las flores comenzó a acercarse a la camioneta, pero al mismo tiempo el
semáforo dio el verde. Hernández arrancó el auto y con un gesto de mano se disculpó con el
vendedor.
Figueroa rió un instante. -Sin nosotros ya los tendrían adentro de la municipalidad. Para
nosotros siempre hay plata. Que eso no te coma la cabeza.
El conductor dobló en la calle Sáenz Peña y procedió a estacionar en la esquina junto con los
demás vehículos, como le había indicado el comisario. Un uniformado sacudió los brazos,
indicándole que se acercara aún más, en un intento por consolidar la muralla del centro de
operaciones policial.
Ambos bajaron de la camioneta y, luego de consultar al hombre que los había incorporado a
la fila de vehículos, fueron hasta donde se encontraba su superior. El sonido de bombos se
hacía presente a la distancia.
Al notarlos a la distancia el oficial a cargo se acercó a recibirlos. -Bien, me faltaban ustedes
dos únicamente. Figueroa, vaya al blindado a buscarse una armadura y un escudo. Después
súmese al frente de la fila, busque a Álvarez. Usted, Hernández, quédese acá esperando a
Torres. Cuando vuelva quiero que vayan a hacer otro control del perímetro, está llegando un
grupo de gente de la avenida Márquez.
-¿Márquez? ¿Son los que vienen de la universidad?
-Sí, pero no esperábamos que fueran tantos. Me notificaron que son casi doscientos.
Una camioneta llegó desde la otra esquina y el comisario se acercó a recibirla.

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Hernández se apoyó sobre uno de los vehículos estacionados y detuvo la mirada en su
compañero. -No te mandes ninguna cagada.
Figueroa suspiró y comenzó a alejarse lentamente, dirigiéndose hacia el camión que contenía
el equipamiento.

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La mole de gente se sacudía en la plaza, escupiendo vapor y canciones poco alegres, mientras
ondeaban banderas tristemente decoradas. Algunos ojos, fijos en la municipalidad,
incomodaban a los policías de la barrera.
Uno de los uniformados golpeó en el hombro a su compañero. -¿Hasta qué hora decís que
estemos acá?
-Y, yo creo que…
La primera roca que arrojaron produjo un golpe seco mientras rebotaba en el pavimento luego
de haber impactado contra uno de los escudos. Este sonido comenzó a repetirse rápidamente.
La fila de justicieros avanzó rápidamente, acortando la distancia con los protestantes a unos
meros cinco metros. Los de adelante cubrieron la parte delantera de la fila, mientras que los
de atrás procedieron a levantar los escudos sobre la altura de sus cabezas. Una vez que la
formación se había ejecutado correctamente, desenfundaron las cachiporras.
Un muchacho con el rostro cubierto aferraba en su mano un pedazo de escombro. Su mirada
se perdía en el blanco de la municipalidad, mientras su cuerpo vibraba en un estado similar al
de un petrificado. Y así permaneció un par de segundos, hasta que una mano surgió del
montón, posándose sobre su hombro e interrumpiendo su trance, haciendo que este se
sacudiera abruptamente. El trozo de asfalto se desplomó en el suelo mientras él reingresaba a
la multitud.
Un joven arrojó un grito, salió corriendo e hizo impactar su cuerpo contra la barrera policial,
en un intento por intimidar a los uniformados.
Los azules continuaron avanzando, provocando que algunos de los protestantes dieran media
vuelta y corrieran asustados hacia el otro lado de la plaza, chocando con algunos de sus
compañeros en el camino. Unos instantes después, los oficiales rompían fila para darles caza.
Los gritos, disparos y explosiones que comenzaron en ese momento se escucharon hasta a
unas dos cuadras de distancia. Los vecinos del edificio de enfrente tuvieron que bajar las
persianas por miedo a que las piedras, los trozos de carteles y una cantidad impensada de
objetos humeantes que volaban sobre el conflicto alcanzaran sus ventanas.
El sonido de una explosión a metros de distancia golpeó a Figueroa, dejándolo sordo
momentáneamente, haciendo que pierda su posición de combate en el conflicto. En su
confusión, un protestante aprovechó para golpearlo con un fragmento de grava desde atrás,
haciendo que su casco se resquebrajara. El oficial comenzó a ver el mundo en cámara lenta.
Un pie próximo a su cuerpo se detuvo en el aire ante sus ojos, dándole tiempo de tomarlo por
el tobillo y arrojar al hombre responsable sobre el cemento. Mientras se acercaba a su agresor
dejó escapar a su cachiporra de su funda.
Un joven se materializó a su lado e impactó contra él, apartándolo del caído por una
considerable distancia.
El cabo lo tomó por el cuello y procedió a reducirlo sobre el suelo, donde lo retuvo mientras
descargaba sobre él una secuencia de golpes con su cachiporra. La defensa que proponían los
brazos del protestante era insuficiente, permitiendo que su pecho y rostro fueran golpeados
sin dificultad.
El joven pateaba el aire sin coordinación y se agitaba violentamente bajo el peso que lo
retenía mientras luchaba por no ahogarse en sus propias bocanadas arrítmicas de aire. Sus
ojos verdosos se apretaban delicadamente, luchando por no cerrarse bajo la sangre que
brotaba desde la frente y caía sobre ellos.

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Una segunda explosión, seguida por un haz de luz en la cercanía desorientó a Figueroa,
obligándolo a apartar la mirada de su víctima. Luego de unos segundos, habiéndose
recuperado de su sobrecarga perceptiva, logró ver al muchacho debajo de él.
El policía lo soltó repentinamente y lo observó por última vez. El cuerpo del joven se sacudía
suavemente, compactándose con lentitud sobre sí mismo.
El estómago se le apretó fuerte bajo el uniforme y un calor incómodo lo recorrió por dentro,
atravesando desde la parte baja de las costillas hasta el pecho. Apretó su mano sobre sus
labios y cerró la boca mientras se ponía de pie.
Avanzó un par de pasos tambaleándose y se detuvo frente a la neblina espesa ocasionada por
el disturbio, dándole tiempo a Bautista para verlo hundirse lentamente en la alborotada
multitud.

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“En las últimas dos horas hemos presenciado cómo esta protesta pacífica se convirtió en una
batalla campal. Es impresionante el grado de violencia que estamos documentando.
Se está dando un intercambio de piedras por gas lacrimógeno y balas de goma que nos ha
obligado a mantener una distancia considerable.
Actualmente, podemos notar un retroceso por parte de los protestantes pero…”
Juan Manuel apagó la televisión y abrazó a su madre, acariciándole el pelo y tapándole los
ojos con su pecho. -No mires más, Ma. Bauti está bien, no te preocupes al pedo.
El teléfono comenzó a sonar en la sala.

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12/05/03

Domingo arrastró sus temblorosos dedos sobre su cuerpo, explorando cada rincón
velozmente. Luego alzó las manos y las inspeccionó con la mirada, abriendo forzosamente
los ojos, que aún no se acostumbraban a la luz. Una suave sonrisa se le dibujó en el rostro al
descubrir que ambas estaban limpias. Alzó la cabeza y cruzó la mirada con su hija, que aún
tenía la mano sobre el interruptor de la luz. Un escalofrío recorrió su cuerpo, seguido por un
dolor repentino que escaló su espalda. Su estómago se apretó contra su diafragma y sintió
como su boca se secaba repentinamente, haciendo que su ya agitada respiración se volviera
aún más incómoda. Pero a pesar de esto, se incorporó rápidamente y salió disparado hacia su
hija, enterrando el pequeño rostro de la niña en su pecho, en un intento por esconder lo que
allí había sucedido.
La sangre se escurría debajo del cuerpo del invasor, que inhalaba con dificultad sus últimas
bocanadas de aire.
Mientras su padre la alzaba, Ana soltó su peluche y los botones de este impactaron contra la
cerámica de la cocina. Domingo se agachó, girándose ligeramente, sus ojos se detuvieron al
ver la iracunda mirada del hombre que yacía sobre el suelo.
-Figueroa -Juan Manuel inspiró con fuerza antes de continuar-, hijo de puta.
Los intensos ojos verdes del joven se volvían grises lentamente bajo la mirada de la niña.

15
28/03/03

José buscó la mirada de Juan Manuel al terminarse su abrazo. -¿Vas a estar bien vos solo acá?
-Creo que necesito un rato a solas,- respondió el joven agachando la cabeza -así que andá
nomás.
-Bueno, pero llámame si necesitas algo.
El joven asintió con la cabeza y se dio media vuelta, reingresando al parque. Comenzó a
avanzar hacia la parte norte del lugar, irónicamente rebozado de colores, deteniéndose al
distinguir un par de metros frente a él la placa metálica sobre la lápida.
Los dolientes lo dejaron atrás, escapándose por la diminuta puerta del cementerio de manera
lenta y desordenada.
El gris abundante reflejaba la luz verde de la tarde. El aroma de la corona que se deshidrataba
suavemente bajo el sol combatía con ferocidad contra el olor a tierra recientemente removida.
El joven se acercó y se arrodilló frente a ella, con la intención de acariciar la roca pulida con
sus propias manos.
Una voz aguda surgió a sus espaldas. -Mi más sentido pésame.
El joven se giró para observar a la persona que lo acompañaba, apuntó hacia la lápida a su
derecha y luego hacia la que estaba frente a él. -¿Por cuál de los dos?
-Por los dos, ninguno de los dos merecía estar acá, eran buenas personas.
Juan Manuel se incorporó y se colocó delante de la mujer. -Iban a terminar acá aunque no lo
fueran ¿No?
-Bueno, sí, pero…
-Lo único injusto es que sea ahora -el joven se llevó la mano y se acarició la frente.- ¿Le
puedo preguntar por cuál de ellos vino? No la vi hoy, ni tampoco la semana pasada.
La mujer le extendió la mano abierta. -Vine a hablar con usted. Estoy escribiendo un artículo
sobre las víctimas de la masacre de la Plaza Martínez.
-Mire -respondió, metiéndose las manos en los bolsillos-, esta es la segunda persona que
entierro en la semana, y estos fueron unos ocho meses muy largos. Ya hay mucha gente
sintiendo pena por mí -sus ojos se incrustaron en los de la periodista-, no necesito más, así
que le voy a pedir que se vaya.
-Entiendo, pero si pudiera tomarse un momento para contestar un par de preguntas
podríamos…
El cuello de Juan Manuel se enrojecía con cada palabra que la periodista pronunciaba y al
responder su voz se alzó considerablemente, atrayendo las miradas de los pocos dolientes de
los alrededores. -Váyase le dije, más de medio año de periodistas tuvimos que soportar
mientras mi hermano agonizaba, y créame que fue suficiente para nosotros-. Al finalizar
suspiró fuertemente y se dio vuelta, para encarar nuevamente las lápidas.
La mujer hizo silencio un momento, tragó saliva, y sacó de su bolsillo un sobre abultado. -La
semana pasada llegó esta carta de una fuente anónima al diario. Acá está toda la información
para llevar al responsable de la muerte de su hermano a la justicia, pero necesitamos su…
Con un rápido giro el joven se dio vuelta e interrumpió el discurso de la mujer al arrebatarle
de la mano el sobre. Con una impresionante velocidad extrajo todo su contenido y lo
inspeccionó bruscamente.
-Domingo Figueroa…

16
-Como le decía, ahí está toda información que necesita para reportarlo a las autoridades.
Aunque puede ser que el proceso sea un poco estresante para usted, y que además tome su
tiempo.
Juan Manuel alzó la vista y lanzó una risa ahogada. -¿Quiere que haga una denuncia? ¿Para
qué? Voy a perder plata, tiempo y energía. Y lo peor de todo, seguro el hijo de puta este zafa.
-Entiendo que desconfíe de la justicia -la mujer extendió la mano, solicitando el sobre de
vuelta-, pero con un abogado al menos una condena media puede conseguir.
-¿Una condena media? Sinceramente, eso no me dejaría muy satisfecho. -El joven la miró a
los ojos, metió todos los papeles nuevamente en el sobre y se lo guardó en el bolsillo.
-Además, ¿Quién me garantiza eso? Yo no puedo confiar en que ellos lo van a juzgar como
merece.
La periodista retrocedió un paso. -¿Y qué va a hacer entonces?
El joven agachó la mirada y se dio vuelta, dándole la espalda a la mujer nuevamente. -Puedo
responder a las preguntas que usted tenía, pero no hoy. Puedo darle mi número si usted
quiere.
-Está bien, ya lo tengo.
-Entonces váyase de una vez.
La periodista se acercó un par de pasos, apoyó su mano sobre el hombro del joven y lo
acarició levemente. Finalmente retrocedió un par de pasos y lo miró por última vez, antes de
alejarse en silencio hacia la salida sur del cementerio.
Juan Manuel se arrodilló frente a la tumba de su madre y frotó la inscripción, le dio un beso a
la piedra y se puso de pie. Luego, avanzó un metro a su derecha y repitió el proceso donde
descansaba su hermano. Al terminar se alejó un par de pasos y miró las lápidas un largo rato
en silencio.
-Descansen -dijo finalmente y se alejó con lentitud, dejando atrás las tumbas.

17
II
No hay funerales en Vermedes

18
Aceptación
Martin arrimó la silla más cerca de la cama donde yacía su hija y tomó su mano, intentando
sentir el poco calor que aún le quedaba en el cuerpo. Posó su mirada sobre el rostro de Elvira
y con su mano libre le acomodó un mechón de pelo que le cubría la frente.
La vecina se asomó por la puerta entreabierta de la casa y al divisar el cuerpo de la joven se
santiguó. Al verla, él le hizo una seña con la mano indicándole que ingresara y luego regresó
su mirada a su hija. -No sé por qué está menos pálida hoy.
-Debe ser porque se fue en paz.
-Ojalá tenga razón, Mercedes.
La mujer se acercó y le apoyó una mano sobre la espalda. -¿Qué va a hacer ahora?
Martin respiró hondo. -La tienen que pasar a buscar en un rato. El doctor me dijo que una vez
que él entregara el acta de defunción iban a pasar a llevarse su cuerpo y que yo tenía que ir a
finalizar el trámite.
-¿Y ya sabe que va a poner en la lápida?
-Su nombre nomás, apenas me alcanza para eso.
La señora se acercó a la ventana, descorrió las cortinas, permitiendo entrar el brillo de la
mañana a la habitación y revelando el leve color amarillento de Elvira.
Él giró la cabeza en sentido opuesto y divisó en el patio del conventillo a un par de niños
jugando a la pelota, dando gritos de alegría cada vez que alguno lograba hacer con éxito
alguna gambeta lujosa.
-Debería decirles que no jueguen hoy, no quiero que vean cuando se la lleven -al intentar
incorporarse, la vecina le apoyó una mano sobre el hombro, obligándolo a permanecer
sentado.
-Deje, quédese usted, yo les aviso.
-Gracias.
La mujer salió de la habitación dejándolo solo con su hija nuevamente. Al detener su vista
sobre el rostro de Elvira notó que el poco rubor que le quedaba en el rostro se desvanecía
rápidamente.
Desde el pasillo se escucharon un par de voces discutiendo, seguidas del sonido de un
portazo. La señora reingresó a la habitación unos segundos después; -Ya les dije a los padres
que los metan en casa hoy, que un día sin pelotear se podían aguantar.
Martin bajó la mano de su hija y volvió a apoyarla sobre su pecho.
-¿Ella se estaba por casar, no?
-Si, con el tano, el hijo de Pigliacampi.
-¿El chico de la vuelta que le traía flores?
-¿Él le traía las flores? -Sonrió un momento-. Ella me decía que las juntaba de camino a casa.
Ya me parecía que eran muy lindas para ser del costado de la calle.
-No habrá querido que usted se ponga celoso, ya sabe cómo son las hijas-. La mujer se
arrodilló junto a la cama y le pasó la mano por el brazo a la difunta -¿Ya habían acordado una
fecha?
-No, por suerte no -respondió poniéndose de pie y acercándose a la ventana-, creo que la
hubiéramos llorado más.
Mercedes acomodó las sábanas de la difunta y luego se apartó de la cama, para apoyarse
sobre el marco de la puerta. El sonido de unos cascos acercándose ingresaba desde la
ventana.
-Tenía miedo de que fuera lo mismo que en el norte, pero por suerte no.
La mujer lo miró- ¿Qué cosa?
-Irse. En la guerra cuando se moría alguien era diferente, parecía que les costaba. Tenía
miedo que ella se fuera igual. Que se le quedaran los ojos abiertos.

19
Unos pasos comenzaron a escucharse desde el fondo del pasillo, y una voz preguntó por el
señor Amparado, la vecina salió disparada de la habitación para recibirlos.
Él se acercó nuevamente a la cama, le dio un beso en la frente a su hija y apartó la silla.
Los tres hombres entraron en la habitación detrás de la vecina y dieron su pésame antes de
indicar que eran los que venían a llevarse a Elvira Amparado. Dos de ellos envolvieron el
cuerpo en las mismas sábanas sobre las que yacía mientras el tercero daba indicaciones. Al
terminar alzaron el cadáver, uno tomándolo por los pies y el otro por los hombros, y lo
sacaron de la casa.
Martin y la vecina se pusieron bajo la puerta de la casa y vieron cómo los hombres se
llevaban a la difunta hasta la carreta que estaba estacionada afuera del conventillo.
-Está muy tranquilo.
-Es que yo sabía, cuando la vi escupir sangre la semana pasada ya sabía que se iba -indicó
mientras reingresaba a la casa.
La mujer permaneció en la puerta viendo como los funebreros arrojaban a la muchacha sobre
otros que había en la carreta.
-Creo que a ella fue a la que le tomó un poco más darse cuenta. Hace unos dos días tuvo un
momento de lucidez entre sus delirios afiebrados y me dijo “perdón por no poder estar más” y
cuando le respondí que todavía estaba ella me dijo “por ahora”.

20
Depresión
Martin abrió el cajón de su escritorio y sacó sus papeles junto con los de su hija, dobló todo y
se lo calzó en el bolsillo interno del saco.
Camino a la puerta vio sobre uno de los muebles una de las cintas que Elvira usaba para
atarse el pelo, la frotó con la yema de sus dedos y se la guardó junto con los papeles.
Algunos vecinos que estaban tomando mate en el pasillo hicieron silencio al verlo salir. La
mayoría de las puertas del conventillo estaban abiertas, pero ningún ruido se escapaba de las
habitaciones.
Al salir tomó la calle Cabral, que lo llevaba directo al cementerio. El polvo que se levantaba
de la calle sin pavimentar le manchaba la punta de los pantalones.
La humedad se comía la parte baja de las pequeñas casas amontonadas en la parte norte de la
ciudad, ventanas y puertas de negocios estaban tapiadas por igual. La calle estaba desierta, las
únicas personas con las que llegó a cruzar la mirada eran aquellos que se asomaban por los
balcones de sus casas para verlo pasar.
El viento traía el aroma incómodo del pantano que había al costado de Vermedes.
Caminó un par de cuadras más y se cruzó en el camino con el cuerpo de un fallecido al
costado de la calle, tenía las ropas manchadas de sangre seca y un color amarillo espectral;
una de las moscas que revoloteaba a su alrededor se metió en el interior de su boca, que
permanecía abierta y de la cual aparentemente aún brotaba sangre.
Al divisar las puertas del cementerio a lo lejos, sus piernas comenzaron a temblar y cada paso
se hacía más difícil. Un fuerte dolor le apretó el pecho y sus ojos se empaparon. Hizo un
esfuerzo por continuar, pero se detuvo un par de pasos más adelante al romper en llanto. Se
apoyó sobre un cantero que había junto a la calle y se permitió sollozar con fuerza, haciendo
breves pausas para tomar aire y pronunciar el nombre de su hija.
Al escuchar el sonido de unos cascos acercándose hizo un esfuerzo por contenerse. Un
patrullero dobló en la esquina y se acercó al verlo. -¿Está bien, señor? No debería estar
transitando sin razón.
Sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó la cara. -Estoy bien, joven, muchas gracias por su
preocupación. Voy al cementerio.
-¿Al cementerio? -El hombre tironeó ligeramente de las riendas y el caballo se giró
ligeramente, permitiéndole ver las puertas metálicas a poco más de una cuadra.- Pero está
cerrado, señor ¿no le notificaron?
Martin miró al joven montado con desconcierto. -¿Cómo que cerrado? ¿A dónde se llevaron a
mi hija entonces?
-No sabría decirle, pero nos informaron que de las defunciones se está encargando el
organizador barrial, el licenciado Campilongo.
-¿El abogado? Pero si de las defunciones se encarga la Iglesia.
El patrullero sacó su reloj de bolsillo, ojeó la hora e hizo que el caballo se girase
nuevamente.- No desde el lunes, por órdenes del Juez Álvarez, la ciudad se hace cargo de las
muertes.
-¿Y a dónde tengo que ir entonces? ¿O es que perdí a mi hija dos veces hoy? -Sus ojos se
humedecieron ligeramente.
-El licenciado está atendiendo gente en la puerta de su casa, Avenida Rivera al dos mil veinte.
El patrullero se alejó retomando la misma calle por la que había llegado.
Martin suspiró, sacó de su bolsillo la cinta roja, la miró un poco y la devolvió a su lugar.
Luego se puso de pie y comenzó a caminar con dirección a la avenida, alejándose lentamente
de las puertas de hierro oscuro.

21
Negociación
Martin divisó la casa a una cuadra de distancia gracias a la larga fila que esperaba su turno
mientras que un hombre con un pequeño escritorio repleto de papeles los atendía uno por
uno. Un par de patrulleros montaba guardia junto a la entrada y un tercero monitoreaba la
situación desde la esquina opuesta.
Las casas del sur de la ciudad eran de corte elegante, y ocupaban una sola de ellas casi una
quinta parte de la cuadra, tenían patios frontales bien decorados, resguardados por unas rejas
altas de metal oscuro, la vereda tenía un bonito patrón de baldosas.
Al incorporarse a la fila sacó de su bolsillo los papeles y los ojeó, revisando que estuvieran
todos en orden. Una mujer comenzó a llorar cuando llegó su turno, pero nadie de la fila
abandonó su lugar para ir a conciliarla.
Algunos niños jugaban en la vereda, esperando que llegara el turno de alguno de sus padres
para irse. Una mujer detrás de él cargaba en brazos a un bebé que no paraba de llorar.
Un par de hombres delante de él discutían -Escuché que el Juez cerró la ciudad ¿Qué mierda
hago con toda mi mercancía entonces? Si todos los compradores que tengo son de Luján. No
me pueden bloquear así.
-¿Y la gente de acá no le compra? Algo de plata podrá rescatar.
-¿Acá? Imposible. El chanta de Garibaldi vende lo suyo a dos monedas. No puedo competir
contra sus precios.
-Y venda más barato usted también entonces.
-Pero tengo pérdidas así.
-Sea razonable, va a tener pérdidas igual.
Pasó más de una hora hasta que llegó el turno de Martin. El licenciado solicitó que le
entregara los papeles.
-Usted es Martín Amparado y viene por…
-Sargento Martín Amparado.
El licenciado lo miró de arriba abajo, pasó su mano sobre el lomo de algunas de las carpetas
que tenía sobre la mesa y al encontrarla la abrió, revolvió los papeles en su interior hasta que
dio con el correcto y lo inspeccionó por un par de segundos -Acá está, “Ex” Sargento
Amparado, el doctor Velazco pasó esta mañana a entregar el certificado de defunción de su
hija, entre otros,- dijo sin alzar la vista de los papeles -solo necesito su firma.
Campilongo le presentó un papel con una larga lista de nombres y le indicó con el dedo que
firmara en el espacio vacío que había entre el nombre de su hija y el sello del doctor.
Martin garabateó su firma rápidamente usando la pluma que había de su lado de la mesa y
luego le devolvió el papel al licenciado.
-¿Y entonces? ¿Cómo procedo ahora?
-Ahora se vuelve a su casa- le respondió, sellando el documento. -Pase el que sigue.
El hombre de atrás se acercó a la mesa y colocó los documentos enfrente del abogado.
Cuando estaba por abrir la boca para hablar Martin lo interrumpió.
-Espere, espere ¿Cuándo entierro a mi hija?
El licenciado alzó la mirada -No hay entierros, no desde el lunes. La ciudad se hace cargo de
la tarea de disponer de los cuerpos, usted despreocúpese.
-¿Cómo que no hay funerales? ¿Y qué van a hacer con el cuerpo de mi hija?- se acercó a la
mesa, se apoyó sobre los documentos, haciendo que algunos se desordenaran, y comenzó a
tironearse de los pelos -¿Dónde la tienen?
-No sé, no es mi trabajo saber.
-¡Esa no es respuesta! ¿Quién mierda se cree que es?

22
-Mire, señor Amparado, me está retrasando la fila. Entiendo su situación, pero estamos en
medio de una crisis ¿Se piensa que es el único en esta posición? Vea,- Campilongo apoyó su
mano sobre los papeles -acá hay al menos treinta muertos, solo hoy.
-Pero tiene que haber algo que yo pueda hacer,- se metió la mano en el bolsillo y se acercó al
licenciado -o que usted pueda hacer, podríamos llegar a un acuerdo.
El abogado levantó una ceja y luego comenzó a reír -Mire, yo no puedo hacer nada, pero si
pudiera, le aseguro que a usted no le alcanza para recibir mi ayuda,- hizo un gesto con la
mano indicándole que se fuera -así que vaya nomás, si tiene quejas hable con el Juez-. Le
dirigió su mirada al hombre que aún esperaba su turno y luego comenzó a revisar los papeles
que este le había traído.
Martin apretó los puños y se acercó a la mesa nuevamente, pero uno de los patrulleros lo
tomó por el hombro y lo empujó al otro lado de la vereda. Se acomodó la camisa y comenzó a
caminar con dirección al centro del pueblo.
La fila continuó avanzando lentamente mientras él se alejaba.

23
Ira
Las suelas de sus zapatos sonaban al impactar contra las calles bien pavimentadas que
rodeaban la plaza. Martin tropezó con el cordón de la vereda y trastabilló ligeramente,
haciendo que su mirada se posara en las coloridas baldosas de la cuadra.
Un grupo de personas bien vestidas pasó a su lado, compartiendo chistes y riendo con total
naturalidad, las señoras del grupo lo ojearon de costado y murmuraron un par de cosas entre
ellas.
Se acomodó la camisa y se dirigió hacia el grupo de patrulleros que montaban guardia frente
a la oficina del Juez. Al verlo acercarse uno de los hombres puso su mano sobre el sable e
intercambió un par de miradas con sus compañeros.
-Disculpen, vengo a ver al Juez.
-Lamento decirle que está ocupado.
-Necesito hablar con él de urgencia, es sobre un difunto, necesito respuestas.
-¿Y quién es usted para exigir nada del jefe?
Desde arriba se escuchó el ruido de una cerradura abrirse y una figura se asomó a la terraza
que había sobre la puerta. Martin alzó la mirada y vio al Juez, observando la situación de
brazos cruzados.
-Ah, señor, lo buscaba, necesito…
-Está hablando conmigo, dígame quién es y que necesita y le decimos si dispone de su
tiempo- lo interrumpió el guardia.
-Sargento Amparado, señor. Quiero saber que se va a hacer con el cuerpo de mi hija. Necesito
saber dónde está- respondió siempre mirando hacia arriba.
El Juez inspiró profundo, se dio media vuelta y reingresó a la oficina.
-Bueno, ya vio, el jefe no tiene tiempo para usted, le voy a pedir que se retire- el hombre lo
tomó por la muñeca y lo empujó hacia la calle.
Martin le golpeó la mano al patrullero y se incorporó bajo el balcón -¿Así es como se trata a
un veterano? Uno pelea por la patria y no le dan ni cinco minutos de su tiempo ¿Se olvida
quien lo puso ahí?- se golpeó el pecho con la mano abierta -¿Eh? ¿Quién mierda se cree que
es?- dijo y procedió a escupir en el primer escalón frente a la oficina.
El juez se apoyó contra el vidrio de la puerta que daba a la terraza y pudo ver como abajo se
formaba una muchedumbre a la cual se incorporaba gente a medida que el hombre alzaba la
voz, al notar que algunas de las miradas se alzaban a verlo dio media vuelta, bajó las
escaleras y se presentó a la puerta.
Al salir dio una mirada a la gente y comenzó a acomodarse las mangas del saco -Bueno, aquí
estoy, dígame cómo lo ayudo, no es necesario perder la paciencia.
Martín inspiró con fuerza y lo miró con el ceño fruncido un segundo, luego sacudió la cabeza
y sacó los papeles del bolsillo -Quiero saber dónde está el cuerpo de mi hija. Se lo llevaron
esta mañana y nadie me dice a dónde fue a parar.
El Juez tomó los papeles y comenzó a revisarlos.
-Le quiero dar entierro, como Dios manda- acotó el veterano.
El hombre le devolvió los papeles y se dio media vuelta -Disculpe, Sargento, pero eso no se
va a poder hacer, como ya le mencionaron estamos en medio de una crisis sanitaria-.
Comenzó a subir los escalones y se detuvo al llegar al último -El vomito negro nos está
matando apresurado y yo me temo que por ahora los funerales están prohibidos en Vermedes.
No podemos permitir que se junte tanta gente, y que además permanezca en cercanía de un
difunto de esta enfermedad.
Las sienes de Martin comenzaron a latir con fuerza y su cuello se tornó de un color rojizo
rápidamente -¿Tanta gente? Nos amontonan en un conventillo con todos los que vienen de

24
Buenos Aires escapándose ¿Y le preocupa que velemos a un muerto?- su voz comenzó a
alzarse nuevamente, haciendo que más transeúntes se acercaran a ver lo que sucedía.
Todavía tengo los tobillos húmedos de la última inundación y ustedes nos miran desde el
balcón. Hijo de puta, nos morimos del otro lado de la ciudad ¿Y ni un funeral nos dejan
tener?- se agachó y tomó una piedra del suelo, para luego arrojársela al Juez directo al pecho
-Toda la vida supliqué mirando para arriba y nunca me respondieron más que con mierda.
Los cuatro patrulleros se abalanzaron sobre él y comenzaron a golpearlo, hasta hacerlo caer al
piso, donde comenzaron a patearlo. Algunos hombres de la multitud comenzaron a avanzar
con intenciones de incorporarse a la pelea, pero una mirada intimidatoria de los guardias los
mantenía en el borde de la muchedumbre.
El Juez apartó la mirada de la paliza e inspeccionó los rostros horrorizados de los civiles que
presenciaban la situación, acto seguido dio el alto. Los patrulleros retrocedieron y él se
agachó junto al Sargento, quien lo escupió en el rostro cuando lo vio acercarse. Este se limpió
con su pañuelo, sacó su reloj de bolsillo y luego de revisar la hora le susurró -¿Quiere ver a su
hija? Por mí no hay problema, vaya a verla nomas, muérase usted también a que está.
Se irguió nuevamente y alzó la voz -El cuerpo de su hija lo espera en las afueras del campo
de Don Arrabales, allá en el norte del pueblo-. Al finalizar se dio vuelta y comenzó a subir las
escaleras nuevamente.
Los guardias dirigieron la mirada a los transeúntes, los cuales comenzaron a dispersarse
silenciosamente. El Juez dio un portazo detrás de sí al reingresar a la oficina. Martín se puso
de pie con dificultad, se sacudió el polvo de encima y dirigió una última mirada a los
patrulleros. Finalmente se dio vuelta y comenzó a caminar a paso rápido, con un ligero
rengueo, hacia la parte norte de Vermedes.

25
Negación
Como todas las tardes de invierno en Vermedes, las luces comenzaron a encenderse a las seis
en punto de la tarde, aunque la oscuridad de la noche no había llegado por completo aún.
Martin pasaba frente a los conventillos del norte de la ciudad y ocasionalmente se cruzaba a
alguien dejando un cuerpo sobre la vereda. El viento soplaba con fuerza, levantando polvo y
obligándolo a taparse el rostro con las manos.
Apretó el paso al ver un grupo de patrulleros montados a un par de cuadras, ignorando que
los hombres ni siquiera lo habían visto.
Un extraño aroma se intensificaba a medida que él se acercaba más y más hacia su objetivo.
Un grupo de hombres sucios cargando herramientas embarradas se acercó a él. Una botella
cambiaba de manos constantemente. Cuando estuvieron a menos de quince metros frente a
frente uno de ellos le hizo una seña para que se detuviera y alzó la voz -Señor, señor, no
avance más, órdenes del Juez. Es peligroso.
-Voy a buscar a mi hija. El Juez me dijo que podía pasar a buscarla- respondió y comenzó a
avanzar nuevamente.
Los hombres intercambiaron un par de miradas desconcertadas y cuando notaron que los
estaba por sobrepasar por el costado se pusieron frente a él.
-Señor, créame que lo entendemos, pero es peligroso, se puede enfermar. Su hija descansa,
vuelva a casa y descanse usted también.
Martin dio un paso al costado e intentó rebasarlos, pero la mano de uno de los hombres lo
sujetó por el codo.
-¿Está escuchándonos? ¿Quiere contagiarse de la fiebre?
Otro de los trabajadores le apoyó la mano en el hombro -¿Realmente piensa ir a un lugar
lleno de cuerpos? Su hija no está ahí.
El aire se hacía más denso a cada segundo que pasaba, acompañado del aroma que se volvía
más intenso. El sol arrojaba los últimos rayos de luz de la tarde.
El Sargento sacudió la cabeza y se sacó las manos de encima con un movimiento brusco -Me
van a dejar pasar.
Dio un paso al frente con la mirada clavada en el horizonte y sintió que le tironeaban las
ropas -Señor, es por su bien, vuelva a su casa.
Con un rápido movimiento de brazo obligó al hombre a soltarlo y comenzó a correr.
Al mirar para atrás vio cómo los trabajadores lo observaban estoicos. Frente a él se
terminaban las calles y los edificios, el camino se hacía más angosto y comenzaban a
distinguirse los árboles que delimitaban el comienzo de los ranchos.

26
Pérdida
El camino se volvió fangoso al salir de la zona residencial de la ciudad, y Martin corría con
dificultad, levantando exageradamente las piernas entre zancada y zancada.
Al avanzar comenzó a aparecer a su izquierda el cercado que delimitaba el terreno de la
familia Arrabales. Una pared de árboles tapaba a su vista el descampado que se encontraba
frente a la entrada este de la propiedad.
A medida que se acercaba el aire se volvía más cálido y pesado, arrojando un aroma
desagradable. Un resplandor tenue se podía distinguir entre los árboles.
Cuando el lugar ya estaba a tiro de piedra decidió cortar camino atravesando el pequeño
bosque. Frenó luego de un par de metros y se apoyó sobre un tocón, agachó la vista e intentó
recuperar el aliento antes de continuar. Sintió algo ligero caer sobre su cabeza, se pasó la
mano y un hollín grisáceo y áspero se deshizo entre sus dedos. Al alzar nuevamente la vista
pudo distinguir un danzante resplandor a la distancia.
Se puso frente al descampado y vio en la primera hilera de fogatas como unos pies
sobresalían desde el fondo de la leña ardiente.
Un humo negro ascendía lentamente hacia el cielo.
El Sargento se arrodilló frente al espectáculo de llamas. Llovían cenizas sobre Vermedes.

27
III
El Yepalgué viste de rojo

28
Inhalar

El ñandú pasó a toda velocidad a su derecha. Aré preparó la boleadora sin perder de vista a su
presa, que se alejaba en línea recta hacia el vacío pampeano. Comenzó a girar el arma sobre
su cabeza y espoleó delicadamente a su montura. El caballo comenzó a galopar tras el pájaro.
El viento le golpeaba el rostro de frente, amenazando con desarmar el nudo que le sostenía
los cabellos. Su pecho chillaba suavemente durante la cabalgata. Aré respiró hondo y clavó la
mirada en el animal. Con un rápido movimiento coordinado entre codo y muñeca procedió a
soltar la cuerda.
El cordón que mantenía las piedras unidas silbó mientras cortaba el aire. El ñandú impactó
varias veces contra el suelo antes de detenerse, levantando una polvareda que lo ocultó
momentáneamente entre la maleza.
El hombre desmontó y se detuvo a un par de metros del ave, que se revolcaba por el piso,
intentando zafarse de la atadura que le había tumbado. Agachó la cabeza, depositando su
frente contra la tierra y bendijo al animal, agradeciéndole por haber sido una buena presa. Al
acabar, desenfundó su cuchillo y se abalanzó sobre la criatura, recibiendo un zarpazo que le
dejó marcado el hombro izquierdo.
Apretado contra el suelo, el ñandú lanzó un último grito mientras la sangre se escurría de su
cuello. Sus patas se agitaron ligeramente mientras tomaba la bocanada de aire final.
-¿Se va donde los pie rosados ahora? -le consultó su compañero Uyé, aproximándose sin
desmontar.
-Sí -le indicó Aré-, con las de este son suficientes.
Luego de ver que el animal no se sacudía más procedió a desplumarlo. Comenzó
arrancándole las plumas del pecho para luego desplazarse a las alas. Sus callosos dedos
raspaban la piel del ave con brusquedad.
Al finalizar, guardó las plumas en su bolsa y le entregó el quinto ñandú de la jornada a su
compañero. Este lo tomó, lo ató a su cintura junto con el resto y comenzó a cabalgar con
dirección a las carpas grises que apenas se distinguían a la distancia.
El yepalgué dio un par de pasos y se apoyó contra el costado de su caballo, hizo una cara de
disgusto y comenzó a toser. Un sonido rasposo escapaba de su cuerpo a tandas irregulares. Se
dobló sobre sí mismo y se tapó la boca con la mano, mientras se aferraba a las riendas de su
montura con la otra.
Luego de terminar, aspiró con fuerza un par de veces y se golpeó el pecho con el puño
cerrado hasta que creyó recuperar el aliento.
El aire lo pinchaba por dentro entre bocanadas. Se subió al caballo y, tironeando con suavidad
de las cuerdas, lo hizo girar con dirección al este, alejándose de la tribu.
Las paredes amarronadas del pueblo se divisaban a lo lejos.

29
La mole de madera y cemento se aproximaba con cada paso y el aroma a humedad
patagónica desaparecía lentamente para ser reemplazado por el hedor a humo y ganado.
El pequeño vallado que rodeaba el pueblo le permitía ver los techos adoquinados a la
distancia.
Los guardias de la entrada oeste le apuntaron con los rifles al verlo. Él desmontó, alzó los
brazos y se acercó a paso ligero. Los hombres bajaron sus armas y se aproximaron,
intercambiando entre ellos una secuencia rápida de sonidos inentendibles.
Los blancos se pusieron uno a cada lado de él y comenzaron a inspeccionarlo de pies a
cabeza, primero con la mirada y luego con sus propias manos. Comenzaron a tironearle los
cabellos, desarmando su trenza y rompiendo las plumas que la mantenían firme, le tantearon
los tatuajes que tenía sobre el torso y se echaron a reír cuando el yepalgué saltó de dolor
luego de que uno de ellos le pinchara el costado con la punta del rifle.
Aré mantuvo la mirada firme al frente hasta que estos se disponían a quitarle su morral. Uno
de ellos profirió unas palabras en tono interrogatorio, mientras tanteaba la mochila con la
culata de su arma, para finalmente dirigirle una mirada absorta.
Él se sacó el mechón de pelo que le cubría la mitad del rostro, mostró las plumas y pronunció
con dificultad en español la palabra “vender”.
Uno de los hombres extrajo rápidamente un par de plumas, se las colocó en el cabello y
apretó el rostro, intentando imitar las complexiones del yepalgué. Ambos guardias soltaron
una carcajada. Cuando recuperó la compostura el hombre se sacó las plumas y las arrojó al
suelo, mientras el otro le indicaba, con un gesto de mano, que podía ingresar.
Al agacharse a levantarlas, uno de los sujetos lo pateó, haciéndolo perder el equilibrio y
caerse al suelo. Las risas se reanudaron.
Aré recogió las plumas, se levantó y comenzó a adentrarse en el pueblo sin mirar atrás. Su
pecho se hinchaba dolorosamente con cada bocanada de aire que tomaba. Inhaló hondo un
par de veces, en un intento por ralentizar su respiración. Tosió a tandas irregulares sobre su
mano mientras recorría el camino.
El sonido de la música se volvía más intenso a medida que se acercaba a la pulpería.
Un hombre salió tambaleándose y al verlo desenfundó el facón, procediendo a gritar un par
de cosas que Aré no hubiera entendido aunque dominara el español. El borracho avanzó un
par de metros sin apartar la vista de él e intentó arremeterle, pero tropezó con una piedra que
sobresalía de la calle y cayó de cara al suelo.
El yepalgué decidió ignorarlo y continuó avanzando. Ató su caballo al palenque e ingresó al
local.
La gente interrumpió sus conversaciones y se dio vuelta para verlo. Los payadores detuvieron
la música. Unos quince hombres le clavaban la mirada.
Aré tragó saliva y se acercó al blanco detrás de la barra, mostró las plumas y pronunció
nuevamente la palabra “vender”.
El hombre a su izquierda le dio un trago a su vaso de aguardiente sin quitarle los ojos de
encima y el yepalgué notó que su mano se aferraba al mango de su machete.
El pulpero tomó el saco e inspeccionó las plumas. Intercambió un par de palabras con otro de
los clientes sentados en la barra y finalmente colocó un par de monedas en el mostrador.
Aré miró las monedas e hizo un gesto interrogatorio: “¿billetes?”.

30
El sujeto le acercó las monedas, le respondió “malas, barato, poco” y procedió a colocar las
plumas en un cajón detrás de sí. El morral permaneció en sus manos.
El yepalgué hizo una mueca de desagrado, tomó las monedas y mostró la palma abierta,
apuntando con el índice a sus pertenencias. Al ver que el pulpero retrocedió un paso, él se
abalanzó sobre la barra con las manos extendidas. Tironeó con fuerza para recuperar su bolsa.
El hombre gritó y los que se encontraban sentados en la barra se apresuraron a socorrerlo,
tomando al nativo por los hombros y apretándole el cuello por detrás.
El nauseabundo aroma a alcohol que despedían sus captores hizo que el yepalgué profiriera
un par de arcadas mientras lo arrastraban camino a la entrada.
Al llegar a la puerta lo pusieron de pie y simplemente lo empujaron hacia afuera. Él se puso
de frente a los pie rosados, a los cuales les aventajaba una cabeza de altura al menos, pero
retrocedió al ver que más de uno se llevaba la mano al facón.
Aré retrocedió con la mirada gacha, desató a su caballo y comenzó a caminar hacia el sur del
pueblo.
Un repentino ataque de tos lo azotó y tuvo que sostenerse contra su montura. Se acercó a un
hombre que se encontraba montando guardia y entre bocanadas profirió con torpeza la
palabra “doctor”. El sujeto apuntó a la casa del final de la calle y se alejó sin perderlo de
vista.
El yepalgué pasó el brazo por encima de la grupa del animal y avanzó hacia donde le habían
indicado.

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Aré subió a la entrada de la casa y tocó la puerta. Mientras esperaba, se apoyó contra la pared
y respiró hondo varias veces. Su pecho silbaba con fuerza.
Un hombre robusto y patilludo abrió la puerta, lo inspeccionó de arriba abajo e hizo un gesto
de asco. Los enfermos adentro lo ojeaban, apenas alzando las cabezas de sus camas.
El sujeto lo empujó ligeramente con el brazo e indicó “indios no”. Se dio media vuelta y se
dispuso a cerrar la puerta, pero el yepalgué puso su pie en el camino, lo tomó por el hombro y
mostró las monedas que tenía apretadas en su mano. La respiración se le hacía más pesada a
cada momento.
Se pasó la mano por el pecho y dijo entre bocanadas de aire “medicina… pago”.
El hombre lo repelió nuevamente e intentó reingresar, pero Aré sujetaba la puerta con fuerza
para impedirlo.
Algunos de los pacientes se irguieron de sus camas, unos pocos se pusieron de pie, con la
intención de ver con más claridad lo que sucedía.
Comenzó a toser con violencia, dándole oportunidad al blanco para empujarlo una vez más.
Las monedas cayeron al suelo y él se arrojó a recogerlas. El sujeto, viéndolo en el suelo,
pateó algunas de las monedas hacía la calle, y cuando el yepalgué alzó la mirada, le escupió
en el medio del rostro.
Aré tomó aire lastimosamente y saltó encima del pie rosado, el cual empezó a gritar mientras
pataleaba con él en el suelo.
La gente dentro de la casa se alborotó, algunos corrían sin sentido dentro del edificio, otros
intentaban acercarse para intervenir, pero la mayoría simplemente gritaban postrados en sus
camas.
El yepalgué intercambió un par de golpes con su rival en el suelo. El aire le laceraba por
dentro cada vez que inhalaba.
Cuando logró ponerse encima del blanco, escuchó un ruido de cascos acercándose e
inmediatamente después sintió como le ponían una soga al cuello. Un repentino tirón lo puso
de pie, haciéndolo retroceder lejos del doctor. Sintió un pinchazo debajo de su nuez de adán y
un zumbido le sacudió los tímpanos. Escuchó unas riendas azotarse e instintivamente tomó la
cuerda con las manos.
El segundo tirón lo arrojó a la calle.
Aré sintió como un calor insoportable se le acumulaba en la cabeza. Su rostro enrojeció y las
venas en su garganta y sien se hincharon con violencia. Las falanges superiores de sus dedos
se pusieron violetas bajo la presión de la soga.
El yepalgué luchaba por respirar mientras lo arrastraban por el pueblo. El poco aire que
inhalaba estaba inundado del polvo que levantaba el caballo al galopar.
Su espalda ardía bajo los cientos de cortes que le provocaban las diminutas rocas de la calle.
Con su vista nublada distinguió apenas una decena de rostros que vitoreaban su arreo fuera
del pueblo.
La marcha se detuvo justo frente a la salida sur del territorio de los pie rosados. El jinete soltó
la cuerda y escupió el suelo junto a él.
Aré permaneció tirado en la tierra un par de minutos, tosiendo violentamente y retorciéndose
mientras recuperaba la sensibilidad y control de sus extremidades. La sombra del justiciero
blanco la obstruía la luz del sol.

32
El yepalgué se puso de pie penosamente, perdiendo el equilibrio y cayendo un par de veces
en el intento, y luego comenzó a caminar. El sol de verano le secaba la sangre embarrada que
le cubría la espalda entera.
Cuando el cielo comenzaba a anaranjarse pudo distinguir las carpas grises a la distancia y se
arrojó al piso. Gritó un par de veces con la poca energía que le quedaba y se desplomó.
Entre sueños, escuchó las voces de los yepalgué aproximándose.

33
Exhalar

Uyé se encargó de que su compañero fuera llevado hasta su carpa para que pudiera descansar.
Por su parte, los caciques se encargaron de su recuperación, higienizaron y cosieron sus
heridas, lo pusieron bajo una estricta dieta de vegetales y frutas, y se aseguraron de que
permaneciera en cama mientras fuera necesario.
Aré espiaba lo que sucedía en la tribu a través del pequeño espacio que quedaba abierto de la
puerta cuando iban a atenderlo.
Pasaron tres semanas antes de que pudiera ponerse de pie nuevamente, y otras tres hasta que
pudo volver a incorporarse a las salidas de caza, pero los ñandúes se le escapaban con más
frecuencia de lo que solían hacerlo antes.
El yepalgué se escondía cada vez que los blancos se acercaban a entregarles la dotación de
ganado que les correspondía por cuidar la frontera. Y aún así, todas las noches que precedía a
esa entrega, soñaba que se ahogaba en un océano de arena. Despertaba agitado y debía pasar
el resto de la noche en vela, dando vueltas sobre un suelo que se le hacía incómodamente
rocoso.
El otoño cayó sobre los hombres patagónicos, trayendo un viento frío que les sacudía las
carpas de día y se las humedecía de noche. El padecimiento de Aré, que hasta el momento
había sido esporádico, se volvió crónico.
Al principio comenzó a volver de las cacerías más temprano, pero con el tiempo su pecho
silbante lo arrojó al reposo nuevamente. Si así se lo podía llamar, pues los constantes ataques
de tos hacían que el hombre gastara toda su energía revolcándose en busca de aire que no lo
cortara por dentro cada vez que lo inhalaba.
Solo salía de la carpa por la noche, entre sueños, cuando su respiración se calmaba
brevemente y el aire era más puro.
Los caciques hundieron al yepalgué en un mar de tés, humos herbáceos y ungüentos
alquímicos en un intento por aliviar su pena, pero si alguno parecía dar resultado, no lo hacía
por más de un par de días, pues él recaía peor que antes, presa del agotamiento de las sesiones
de caza que se forzaba a tomar, temeroso de no poder levantarse la siguiente vez que
sucumbiera a la tos.
Así pasó un par de semanas hasta que Uyé llegó a su carpa con noticias:
-Escuché de un médico pie rosado en la ciudad del norte, cruzando el río, pero los caciques
no quieren que vaya, temen que usted muera.
Aré se apretó la mano contra el pecho y se enderezó antes de hablar: -Ya estoy muerto, llevo
muerto un buen rato, ¿O es que los caciques piensan que lo mío es vida? Lo que queda de un
hombre-. Hizo silencio un instante, dejando que el sonido rasposo de su cuerpo inundara la
carpa, y luego continuó. -Seguramente ya lo saben, por eso dejaron de intentar curarme.
Uyé miró a su amigo un instante y vio unas ojeras negras enmarcadas en un rostro pálido y
flaco, sostenido sobre un pecho enrojecido que se sacudía anormalmente. Sacó su cabeza por
la puerta de la carpa, inspeccionó los alrededores y al reingresar, habló; -Descanse por ahora,
lo despierto al alba.
-¿Cuántos días de caminata tengo hasta allá?
Uyé se puso de pie y abrió la puerta. -Se lleva mi caballo, en un par de horas llega -respondió
antes de retirarse.

34
Uyé le entregó las riendas de su caballo e hizo un gesto de despedida agachando la cabeza.
Él le devolvió el gesto y luego espoleó al animal, que relinchó antes de comenzar el galope.
Miró hacia atrás y vio como las carpas grises se desvanecían lentamente con cada metro que
avanzaba.
El alba escurría un cúmulo de rosados, violetas y naranjas que teñían el cielo otoñal de la
Patagonia. El rocío brillaba púrpura sobre cada helecho que se cruzaba en su camino.
Aré cabalgó por un páramo pantanoso.
El viento frío le golpeaba el pecho, haciendo que sus pulmones rugieran con violencia. Un
dolor lacerante lo atormentaba con cada bocanada de aire que tomaba. Las cicatrices de su
espalda y muslos ardían suavemente bajo el rayo del sol vespertino.
El río apareció a la distancia, luego de un par de horas, pero el yepalgué apenas lo distinguía.
Su frente hervía, y su cuello se hinchaba y entumecía con cada intento que hacía por no toser.
Las riendas se volvían más pesadas a medida que avanzaba.
Aré respiró hondo antes de azotar las riendas, haciendo que el caballo ganara velocidad. Su
tos se volvió incontenible a ese punto y debió balancearse dificultosamente sobre el animal en
movimiento mientras su cuerpo escupía, entre espesas flemas amarillentas, las últimas dosis
de oxígeno que le quedaban.
Su mirada se posó en el cielo nublado sobre su cabeza. Sus ojos comenzaron a cerrarse
mientras perdía el conocimiento. Una sensación de ligereza le recorrió el cuerpo entero al
momento de desvanecerse.

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Inhalar

Aré despertó respirando un aire pesado y denso, algo tibio le cosquilleaba el pecho. Abrió los
ojos y se vio dentro de una pequeña carpa, rodeado de un vapor espeso. Un anciano le frotaba
un bálsamo bajo el cuello.
El yepalgué intentó enderezarse, pero se encontró postrado en una cama, vendado y herido,
una vez más.
-Tranquilo, tuvo una caída dura -le indicó el hombre al ver los pobres intentos de
incorporarse que hacía su paciente.
Un aroma a pino y menta poblaba el lugar. Aré inhalaba y exhalaba con lentitud.
-¿Qué es de los yepalgué que ahora dejan que su gente se pudra por dentro y no hacen nada?
Aré alzó la mirada. -Hicieron lo que pudieron.
-Por lo que veo, no.
Por primera vez en semanas pudo alzar la voz sin problema; -¿Y quién es usted para afirmar
nada de nosotros? -Procedió a apartarle la mano de su pecho-. Un exiliado, por lo que veo.
El anciano suspiró y negó con la cabeza. -Veo que siguen siendo necios. Siguen repitiéndose
las mismas mentiras desde hace años, seguramente por eso los blancos los tienen así, como
encantados.
-Ah, también sabe mucho sobre los pie rosados, ¿Acaso es un sabio incomprendido?
-Observó Aré, sosteniendo un tono sarcástico.
-No es muy difícil entenderlos. Cualquiera que los viera de cerca puede llegar a las mismas
conclusiones. No tienen dios, no tienen ley, no tienen respeto. Solo creen en algo si se puede
matar, quemar o vender. El aire huele a sangre cuando uno se les acerca -el anfitrión le raspó
con los dedos la cicatriz de la soga que llevaba en su cuello-, pero creo que eso ya lo sabía.
El yepalgué le apartó la mano y abrió la boca para responder, pero permaneció callado,
mirando el techo con el ceño fruncido. Su estómago gruñó.
El exiliado suspiró con fuerza antes de hablar nuevamente. -Llevaba dos días dormido -se
levantó y abrió la puerta, dejando entrever una olla sobre una fogata pequeña-, pero me
imaginé que iba a despertar pronto -dijo y salió.
Aré se incorporó dolorosamente y aprovechó la ausencia del anciano para explorar con los
ojos sus alrededores. Lo único dentro de la carpa, además de él y su cama, era un pequeño
cuenco del que brotaba el vapor vigorizante del lugar. El piso se sentía tibio al tacto.
El hombre reingresó trayendo un plato cargado de caldo y se lo entregó a su huésped, que
sorbió con cuidado de no quemarse.
-Todavía me sorprende que se sigan haciendo llamar “los que caminan”, si lo único que hacen
hace treinta años es rumiar con la cabeza gacha, con la esperanza de que nadie les golpee la
nuca.
El yepalgué escuchaba atentamente las palabras del anciano y se hundía en sus ojos oscuros y
cansados cada vez que intercambiaban una mirada.
-Usted está enojado con nosotros -indicó Aré al finalizar la sopa-, por haberlo echado, y por
eso da estos discursos.
El hombre suspiró y negó con los ojos cerrados. -Siento pena y lástima por ustedes, los
jóvenes yepalgué, porque alguna vez los míos decidieron que les gustaba el sol donde estaban
y dejaron de perseguir el horizonte. -Se puso de pie y le sacó el cuenco de las manos-. Pronto

36
los tuyos van a tener que tomar una decisión, o pagar las consecuencias de las nuestras. El
atardecer no dura para siempre.
Al finalizar el exiliado salió de la carpa, dejando la puerta abierta. Aré miró el firmamento
despejado y brillante antes de volverse a recostar.

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Inclusive después de recuperado, Aré volvía con frecuencia a ver al exiliado con la excusa de
que necesitaba más dosis de su medicina, a pesar de que este le había enseñado cómo
preparársela él mismo. En su tiempo compartido, se dejaba llenar por los discursos del
anciano y con el tiempo lo comenzó a consumir una vergüenza, producto de creerse hijo de
un pueblo que se había despreocupado de su gente.
Comenzó a hacerse presente en la entrega semanal de ganado, y los pie rosados agachaban la
mirada ante su presencia porque le asustaba cómo los miraba con unos ojos llenos de ira.
El invierno se hizo presente en la Patagonia y con él vino una escasez de carne vacuna, de la
cual los blancos nunca se presentaron para disculparse, obligando a los yepalgué a racionar la
carne de ñandú y mulita que tenían a disposición.
Una semana especialmente fría de julio, durante un día de cacería, verían por primera y
última vez los carteles que los pie rosados del pueblo les dejaron al borde de su frontera.
-Indios parásitos -traduciría en voz alta Uyé para su compañero.
Los hombres volvieron a la tribu una vez finalizada y se sorprendieron al encontrar una
reunión general espontánea, producto de la llegada de un blanco que venía directamente de
Buenos Aires con un mensaje para ellos.
Uyé intercambió un par de palabras con el sujeto y se ofreció para hacer de traductor para su
pueblo. El robusto hombre sacó un par de hojas de su bolsillo y comenzó a leer,
pronunciando cada palabra en un tono apático y formal. La cinta roja en su pecho se le
sacudía mientras hablaba.
-El Gobierno Federal de Buenos Aires reconoce en el pueblo Yepalgué un aliado invaluable
ante el recientemente descubierto complot gestado por los cerdos unitarios y, por lo tanto, les
solicita apoyo armado mañana al amanecer en contra del pueblo cuya frontera previamente se
les había asignado defender. -Hizo una pausa y pasó a la siguiente hoja-. Los soldados
auxiliares deberán vestir un distintivo carmesí que les permita ser identificados como
asistentes del gobierno federal y así gozar de la protección que garantiza El Restaurador.

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Luego de la partida del federal, la tribu, alterada, creaba un alboroto donde nadie parecía
interesado en oír ninguna voz que no fuera la propia. Abrían la boca y proferían argumentos
acalorados que nadie escuchaba exceptuando a su propio emisor.
Uno de los caciques se puso de pie y chifló con todas sus fuerzas. Los más cercanos tuvieron
que taparse los oídos para protegerse del sonido punzante.
Cuando todos volvieron a hacer silencio alzó la voz: -No vamos a participar en los asuntos de
los pie rosados, si quieren matarse entre ellos que así lo hagan, pero no podemos permitirnos
caer en un fuego cruzado.
-Los pie rosados del pueblo nos han faltado el respeto más de una vez -respondió un joven
poniéndose de pie-, esta es nuestra chance de retribuirnos.
Otro de los ancianos se paró con dificultad, debiendo sostenerse sobre uno de sus colegas a su
lado-. El rencor no es suficiente razón para ir a dejarse matar. No están pensando claro. No
están pensando en los suyos, en la tribu.
Aré frunció el ceño y golpeó el suelo con fuerza, haciendo que la gente volteara a verlo.
-Hipocresía, lo dice un montón de ancianos que jamás les importó nuestro bienestar. Si
realmente les preocupara la tribu, nunca hubieran dejado que nos faltaran el respeto.
Un nuevo caos general se desató. Los ancianos intentaron recuperar el silencio una vez más,
pero no lo lograron.
Una voz en el tumulto de gente gritó: -Si tanto quieren matar a los pie rosados vayan
entonces, pero háganos el favor de no volver.
-¿Y para qué volver a un pueblo de cobardes? -Respondió una joven yepalgué.
Aré, Uyé y una veintena de otros jóvenes desarmaron sus carpas y empacaron sus cosas.
Aquellos con montura cargaron todo en sus lomos y se alejaron al galope, y los que no, los
siguieron con sus pertenencias sobre la espalda. Ninguno de ellos miró para atrás.
-¿Y si no somos más “los que caminan”, qué somos entonces? -Consultó Uyé a su
compañero.
-Yo estoy seguro de ser un yepalgué -respondió Aré-, no sé lo que serán esos que se quedaron
atrás, además de una vergüenza.
Los exiliados montaron un nuevo campamento no muy lejos del pueblo, sabiendo lo que les
esperaba a la mañana del día siguiente.
Los recibió una noche fresca y ventosa. El yepalgué respiró con lentitud el aire puro de la
Patagonia antes de irse a dormir.

39
Exhalar

Los yepalgué cabalgaron de frente a los muros del pueblo al amanecer.


Aré escuchó un trueno y luego el silbido de un proyectil que pasó próximo a su cuerpo. Le
siguió el inconfundible sonido seco de uno de los suyos cayendo del caballo a sus espaldas,
pero no se atrevió a mirar atrás para confirmar sus sospechas.
El viento le sacudía la cinta roja que le sostenía el cabello.
Preparó su lanza y azotó las riendas al ver que se aproximaban al pelotón de guardias que los
esperaba.
Sus tímpanos zumbaban y su cuerpo temblaba bajo la mirada lejana de los pie rosados. Uno
de sus compañeros lanzó un grito grave y agresivo al cual él y los demás se sumaron. Las
balas comenzaron a llover sobre ellos en respuesta.
Aré respiró hondo y se dejó llevar por sus instintos, sintió un calor que lo recorría por dentro
antes de que su consciencia se desvaneciera.
Cuando volvió en sí, se vio rodeado de un pueblo consumido por el caos. Edificios
humeantes y un suelo poblado por cuerpos inertes, blancos y yepalgué por igual. Un aroma
fétido a grasa y sal le invadía el pecho.
Se pasó las manos por el rostro y se sorprendió al verse cubierto de un carmesí viscoso y
cálido.
El yepalgué recorrió las proximidades y vio la pulpería, que ardía expulsando un amarillo
vigoroso que le secaba los ojos con solo verlo. Se oían ocasionalmente los sonidos del vidrio
quebrándose bajo el calor de las llamas.
Avanzó un poco más y vio cómo un grupo de los suyos perseguía una caravana que intentaba
escapar del pueblo. Tomó una lanza que había clavada cerca y espoleó a su caballo.

40
Aré se aproximó a las carretas y notó que sus compañeros estaban ocupados con las dos del
frente. El conductor de la última desenfundó su arma al verlo, pero el yepalgué hizo que su
caballo retrocediera, poniéndose fuera de su línea de fuego. Escuchó al hombre gritar
desesperado un montón de palabras en español que él no comprendía.
El carruaje se desplazaba a toda velocidad a su derecha. Él preparó la lanza, manteniendo la
mirada fija en el vehículo de madera que intentaba huir siguiendo el camino hacia el norte.
Alzó el arma sobre su hombro y pinchó a su montura con los tobillos, haciendo que esta
acelerara una vez más. El viento le golpeaba el rostro de frente, secándole la sangre que tenía
sobre el cuerpo.
Su pecho se hinchaba y deshinchaba de manera armoniosa.
El yepalgué respiró hondo y clavó la mirada en la parte baja del carruaje. Con un rápido
movimiento de codo y muñeca insertó la lanza entre los rayos de la rueda trasera.
Se escuchó un grito desgarrador y él detuvo a su caballo para presenciar a una distancia
segura como el vehículo rodaba por el suelo mientras se despedazaba.
El hombre desmontó y se aproximó a los restos del coche, alzó la vista para ver el cuerpo sin
vida del conductor y distinguió a lo lejos al ejército federal aproximándose al pueblo.
Sacó su cuchillo y abrió la cortina.
El doctor, ensangrentado y golpeado, comenzó a gritar al verlo, un mar de lágrimas
comenzaron a brotarle mientras se revolcaba indefenso dentro del montón de madera en que
había quedado atrapado.
A la distancia se escuchó a un soldado gritar “Viva la Federación” mientras Aré ingresaba al
carruaje caído.

41
IV
La Interpretación

42
El estreno
En el momento en el que el cuerpo de Luca Andreoli golpeó el piso el público no pudo evitar
ponerse de pie y romperse las palmas a aplausos. Y claro, es que nunca antes habían visto a
alguien llevar a cabo una interpretación tan impresionante. Lo que no se imaginaban ellos era
que el pobre inmigrante tenía un pedazo de metal en el medio del pecho.
Luego de que cayera el telón su compañero lo agarró del brazo para ayudarlo a levantarse y
notó que el protagonista estaba tieso como un saco de papas. Pensando que el italiano
solamente continuaba en personaje lo alzó y lo apoyó sobre su hombro, acomodándolo para
saludar al público una vez que el telón subiera nuevamente.
No fue hasta después de los aplausos, las reverencias, y un discurso vergonzosamente largo
de parte del director agradeciéndole hasta a la prima de la abuela, que alguien se tomó la
molestia de señalar que Andreoli estaba muerto.
Lo curioso es que esa persona no fue otra que la mujer del director, que no solo era miope
desde los ocho años, sino que, en su fama de despistada, siempre se le pasaban por alto los
chascarrillos que su marido hacía a su vida matrimonial en sus obras.
Obviamente, el público en general hizo un silencio terrible al darse cuenta de que habían
presenciado un asesinato en vivo y en directo. Hubo algún que otro desmayado, al que
tuvieron que darle aire con los abanicos emplumados de utilería, y apareció la ocasional
gritona ridícula que siempre resulta estar presente en esta clase de eventos.
En ese preciso momento, Humberto Sánchez, el crítico español de teatro que se encontraba
presente en el estreno, anotó en su libreta las palabras que se imprimirían al día siguiente en
el diario, alabando a la producción del Teatro Nacional Diaz de Solís como “la única
compañía dramática que realmente comprende el significado de la palabra inmersión”.
Pedro González, el coprotagonista, se preguntó como iba a lavar su disfraz ahora que sabía
que lo rojo con lo que se había manchado al sostener al tano era sangre real y no la salsa de
tomate teñida que usualmente usaban como sustituto, pero se alivió al recordar como en su
niñez su madre limpiaba la ropa interior de su hermana con vinagre, limón, y sal.
Era claro que, a esta altura de las circunstancias, el director considerara innecesaria la
presencia de los espectadores, así que los invitó a retirarse y se disculpó por los
inconvenientes. Una decisión que el oficial de la ciudad le reprochó, ya que había perdido
casi ciento cincuenta testigos clave cuyos nombres necesitaba para el sumario, aunque
secretamente lo alivió saber que no le iba a tener que tomar declaración a todos.

43
La utilería
Claramente, tras un evento tan excepcional, se llevó a cabo una investigación policial que
involucró interrogatorios, conjeturas, intentos de soborno, y toda la fanfarronada detectivesca
que caracteriza a las fuerzas de seguridad cuando quieren aparentar que están acostumbrados
a hacer su trabajo.
Podríamos detenernos a observar todo el circo que montaron los monos vestidos de azul, pero
es más fácil ir al punto nosotros mismos. Luca Andreoli recibió su sentencia de muerte tres
días antes del estreno, algo que muy probablemente podría haberse prevenido, pero
considerando que esta historia involucra artistas, podemos estar de acuerdo en que algo así
iba a pasar.
El director, también conocido como el turco Onur, había supervisado personalmente la
producción y adquisición de utilería para la obra hasta ese día, pero cuando decidió hacer un
listado de lo que tenían, descubrió que no había un arma, elemento crucial para la escena
final. Por un momento consideró la posibilidad de que el actor pusiera sus dedos en forma de
pistola y simplemente gritara “¡Bang!”, pero descartó la idea cuando se dio cuenta que no
tenía suficientes narices rojas para afirmar que la obra era una payasesca dramática. Y aun
así, él sabía que esa hubiera sido una mala idea teniendo en cuenta el resultado de su infame
comedia sobre el hundimiento del Titanic, la cual se había estrenado el año anterior a apenas
dos meses del evento real.
Ya que a esa altura debía enfocarse en examinar el trabajo de los actores, decidió delegarle la
tarea del arma al asistente general del teatro, un viejo amargado que más de una vez había
sido amenazado con el despido por su tendencia a llegar tarde, borracho, o ambos.
Recordando que tenía un revólver en su casa, se propuso traerlo y gastarse la plata en un
whisky escoses que había visto exhibido en la pulpería de la esquina. Su idea había sido
reemplazar las balas por salvas, algo que hizo casi a la perfección, de no haber sido por el
hecho de que justo cuando iba a reemplazar la última su compadre le pasó la botella de
whisky. Porque obvio, era completamente necesario detenerse a brindar con los amigos antes
de regresar al Diaz de Solís.
Media hora y una botella de destilado de centeno después, se presentaba en el teatro. Por
supuesto, no estaba ebrio, gracias a su hígado de bebedor de profesión, pero el aroma etílico
en su aliento fue suficiente para que Onur lo enviara de vuelta a su casa sin el sueldo del día.
Para probar que el arma funcionaba, el director no tuvo mejor idea que simplemente
acercarse a una de las asistentes de vestuario y dispararle a quemarropa. Afortunadamente
para ella, la primera bala era una de las salvas que el viejo había llegado a colocar, sin
embargo, y si bien la pobre mujer era de temple fuerte y no se desmayó del susto, debió
retirarse inmediatamente a cambiarse de ropa interior.

44
El vestuario
Temiendo que alguno de los actores hubiera cambiado de talla después de una semana
comiendo solo las empanadas de humita fritas de la mujer que pasaba a la una en punto por el
teatro, al día siguiente Onur ordenó una última prueba de vestuario antes del estreno. Esto no
hubiera tenido nada de extraordinario en sí mismo, de no haber sido por una discusión que
tuvo con el encargado de vestuario.
Verán, el primero argumentaba que el color de la corbata que usaba el personaje de González
debía ser rojo, para metaforizar acerca de la naturaleza agresiva del personaje y coincidir con
el título de la obra; mientras que el segundo aseguraba que debía ser azul, para representar su
estatus sanguíneo, económico, y social por sobre el resto del elenco.
Normalmente, esta clase de discusiones terminaban en un contundente “se hace como yo
digo” del director, pero la presencia de Daniel Stanovich, el joven ruso asistente de
escenografía no hizo esto posible. Pues, con la aprobación de la ley Sáenz Peña el año
anterior, el muchacho se había jurado a sí mismo que todas las decisiones que se tomaran a su
alrededor serían justas y democráticas. De esta manera, armó un pequeño cuarto oscuro en el
depósito de utilería y se dispuso a hacer a mano veintisiete boletas para cada opción, con la
intención de que nadie votara más de una vez.
Con trece votos por el rojo, trece por el azul, y una abstención, Stanovich propuso hacer un
ballotage, previado por un debate argumentativo entre los representantes de cada propuesta.
Algo a lo cual el director se negó rotundamente, prefiriendo cumplirle el capricho al
vestuarista antes de perder más tiempo.
Para festejar otra victoria de la democracia por sobre la opresión oligárquica, el ruso decidió
dar un pequeño discurso sobre la libertad y el socialismo, entre otros disparates políticos, y
para finalizar amenazó a aquellos que se opusieran al pueblo dando un disparo hacia el techo
con el revólver, el cual el director inmediatamente le arrebató, preguntándose en qué
momento de distracción se lo había dado.
Con el disturbio terminado y todos vueltos a sus respectivos trabajos, Onur decidió revisar la
sangre falsa, la cual, según le indicó el encargado de maquillaje, seguía siendo simple salsa
de tomate con tintura roja. La realidad era, sin embargo, que lo que realmente le interesaba al
director era llevarse las frutas sobrantes para que su mujer preparara su famosísima
mermelada de tomate.

45
El ensayo
El día anterior al estreno el director consideró que quizá era propicio hacer un ensayo de la
obra entera. Vestuario, maquillaje, y escenografía incluidos.
Se dio la orden y una hora y media de preparación después, de la cual cuarenta y cinco
minutos fueron calentamientos vocales y musculares (que por cierto eran completamente
innecesarios debido a que el drama no tenía ninguna escena que incluyera canto, baile, o
piruetas extravagantes) se desarrolló Pampa Roja.
Onur decidió que iba a dejar que la obra transcurriese como si él fuera un simple espectador y
reservarse sus observaciones para discutirlas una vez finalizado el ensayo. Una elección que,
de haber sabido qué sucedería más tarde, no hubiera tomado.
Durante los siguientes setenta minutos la obra se desenvolvió de una manera tan espectacular,
que el turco llegó a pensar que los actores podían leerle la mente, ya que se corregían los
errores en el momento en el que los cometían. Claramente lo que el inmigrante ignoraba, era
que su rostro, asombrosamente flexible, arrojaba una expresiones tan claras que el elenco
llegó a pensar que en su país seguramente hablaban sin pronunciar palabra.
Cuando llegó el desenlace, Andreoli presentó el monólogo final magistralmente, haciendo
que el director casi saltara de la alegría recordando cómo los había cagado a los de la
compañía rival cuando les arrebató al tano ofreciéndole ese sueldo que parecía ridículo de
solo pensarlo. Sin embargo, cuando el turco pensó que recuperaba su último centavo
invertido, sucedió. González disparó y Andreoli cayó al piso.
Onur respiró hondo y se preguntó si lo que acababa de ver era cierto. Se puso de pie y ordenó
que repitieran la escena. Tal y como sucedió la primera vez, parecía que se desenvolvía una
obra maestra, sonaba el disparo y… el tano caía como una señorita insolada.
Andreoli sacudía los brazos y agitaba las rodillas mientras se precipitaba al piso, mirando con
tal pasión a su coprotagonista, que los espectadores podrían llegar a difundir rumores acerca
de lo que sucedería en los camerinos una vez terminada la obra.
En toda su vida como dramaturgo el turco nunca había visto una interpretación tan ridícula.
Por un instante llegó a pensar que quizá su mujer le había contagiado la miopía, haciéndolo
poner a la ayudante de utilería a actuar en el lugar del italiano.
Frustradísimo, decidió resolver el asunto personalmente. Se subió al escenario, tomó el arma
y le apuntó a Andreoli, ordenándole que se tomara el asunto en serio. Tiró del gatillo y el tano
se arrojó al suelo otra vez, de una manera que asemejaba al intento de una muchacha por
fingir un desmayo enfrente de su amado en una obra circense barata.
El director consideró disparar otra vez, pero se dio cuenta de que solo restaba una bala, y no
estaba de humor para enviar a alguien a comprar más, así que simplemente se la devolvió al
encargado de utilería y le dijo que la guardaran. Dió la orden de que se ensayara el resto del
día sin el revólver y luego se acercó a Andreoli. Lo sacudió por los hombros mientras le
decía:
-Como una bolsa de papas tenés que caer, pelotudo.

46
V
Instrucciones para hacer una cápsula del tiempo

47
Elegir una Cápsula y su Contenido

-Date vuelta- ordenó Marcela mientras se ponía los pantalones.


-Nos vimos en pelotas los últimos noventa minutos- respondió Diego.
La música del tocadiscos ocupaba la silenciosa competencia de miradas que se dió en ese
instante.
-Vos sabes que no es lo mismo.
El joven suspiró y se giró sobre sí mismo, dejando su espalda destapada, y los ojos clavados
en los sutiles haces de luz que se colaban por la persiana baja.
-¿Hoy íbamos a ver tocar al Ruso no?- consultó ella mientras se acomodaba la remera.
-Si, vamos al antro que tanto te gusta.
La joven resopló y se dió vuelta para mirar a su novio, quien asentía sin levantar la cabeza de
la almohada -Uno de estos días tienen que tocar en algún lugar que no sea una tapera.
Diego se dió vuelta y la enfrentó -“El Pozo Ciego” es el mejor hoyo que hay, no sé de qué
hablas.
Marcela se sentó en la cama, le puso una mano sobre el pelo y le sonrió -Diego, corazón,
literalmente se llama “El Pozo Ciego”, no tenes argumentos.
-Bueno, pero es el único que todavía no encontraron.
-Porque no son tan boludos como nosotros para meterse a un saladero abandonado-. Procedió
a darle un beso en la frente y se puso de pie -Bueno dale, ahora levántate, boludo, que son las
dos de la tarde.
Él se tapó con las sábanas hasta la frente -Pero es sábado.
Su novia se calzó las zapatillas, abrió la puerta del cuarto y puso un pie en el pequeño pasillo
que daba a las escaleras -Te espero abajo- la música escondió el sonido de sus pasos mientras
descendía.
El muchacho se destapó e inspiró hondo, miró un momento el techo mientras se estiraba y
procedió a levantarse.
Se acercó a la ventana, levantó la persiana y ojeó el patio antes de recordar que seguía
desnudo. Rápidamente se puso los pantalones, miró su reloj confirmando que eran las dos y
cinco de la tarde, y frenó el tocadiscos.
Diego acarició el vinilo en silencio antes de meterlo en su caja, se puso una remera y bajó las
escaleras con el disco en la mano.
Cuando entró a la cocina vió a Marcela preparando el café para el desayuno, y se sentó en la
mesa. Agarró una de las medialunas con dulce de leche y le pegó un mordisco agresivo
manchándose la cara.
Su padre entró a la habitación y le acarició la cabellera de camino a la puerta que daba al
patio trasero. Diego notó que llevaba la pala en la mano y le consultó -¿Qué toca enterrar
hoy?
-Rusos.
Ella frunció el rostro sin entender lo que sucedía pero continuó sirviendo el café.
-Que bien,- afirmó apoyando el vinilo sobre la mesa -yo tengo uno más.
El hombre dejó la herramienta a un lado de la mesa, levantó el disco y leyó en voz alta
-Transmisión Sputnik… bueno, que lastima que no llegué a escucharlos.
-No te hubiera gustado igual.

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-Te creo- señaló mientras enseñaba la portada que mostraba a la banda entera con el torso
desnudo y la lengua afuera, revelando que en ella el vocalista llevaba pintadas la hoz y el
martillo.
Devolvió el disco a su lugar y comenzó a avanzar en dirección al living -Tratá de no ensuciar
todo cuando termines-. Avanzó un par de pasos fuera de la cocina, paró y se quedó estático
un instante, se dió media vuelta y regresó a la cocina. Procedió a abrazar a su hijo por la
espalda y le besó la cabeza, dejándolo ir un par de segundos después cuando sintió que Diego
bajaba los brazos. Saludó a la joven con un gesto de mano y salió de la habitación.
Ella lo siguió con la mirada hasta la puerta frontal, lo vió cerrar la puerta detrás de sí y
escuchó atentamente el ruido de las llaves sacudiéndose del lado de afuera, seguido de los
pasos del hombre alejándose del porche y finalmente, silencio.

49
Diego se secó la transpiración de la frente con el brazo y apoyó la pala contra el borde del
pozo. Procedió a sacarse la remera, se la arrojó a su novia, y continuó cavando.
Ella levantó la prenda del piso, la colocó sobre el apoyabrazos de su silla, y continuó leyendo
uno de los libros que había sacado del cajón que su suegro les encomendó más temprano
-¿No te da miedo pegarle a una cañería?
-No, es más probable que encuentre a alguno de los desaparecidos creo.
-Ay, no jodas con eso- respondió la joven mientras bajaba el libro para mirarlo.
-Yo más que nadie tengo derecho a joder con eso-. El muchacho soltó la pala un momento y
se hizo un silencio profundo que duró un par de segundos antes de retomar la palabra
-Además, no es el primer cajón que entierro, hay un par más por el patio. Desde el año
pasado se dedican a rescatar libros en la facultad con sus compañeros. Los escondíamos en el
sótano pero Papá se puso paranoico hace un par de meses cuando se metieron a la casa de uno
de los vecinos a hacer un chequeo sorpresa y nos contó que le dieron vuelta hasta las fundas
de las almohadas.
Luego de dos paladas más, Diego tanteó la tierra y salió del pozo, le hizo una seña a su novia
y entró a la cocina un momento.
Marcela se puso de pie, cerró el libro y lo devolvió a su lugar, agarró el vinilo y le encontró
un lugar seguro entre la amplia colección, para finalmente bajar la tapa del cajón y asegurar
la traba.
El joven volvió con dos bolsas de consorcio grandes, con las cuales envolvieron juntos el
cofre y lo metieron al agujero. La muchacha se apartó un poco y le dió espacio para que él
pudiera enterrar el tesoro con comodidad.
-Bueno, adiós Chejov, Tolstoi, Dostoyevsky…
-Hablas como si no se hubieran muerto ya como hace más de ochenta años todos.
-Porque hasta que no los saques es como si los matáramos otra vez.
Diego dió una palada más y terminó de llenar el pozo, se acercó a la mesa y tomó del vaso de
agua que le había dejado Marcela para él.
-¿A qué hora nos pasan a buscar los chicos?
-A las siete.
-Excelente,- afirmó ella y procedió a arrojarle la remera a la cara -te sobra tiempo para
bañarte, estás hecho un asco.

50
Elegir la Localización

-Agarrá por Roca, llegamos al toque- le indicó Diego a Esteban desde el asiento trasero.
-Boludo, nos llegan a parar y cagamos, tengo literalmente veinte gramos encima.
-Además hay que buscar a Luciano todavía. Si agarramos Roca hay que dar toda la vuelta-
agregó Graciela desde el asiento del acompañante.
-Cierto, cierto.
Marcela soltó una bocanada de humo por la ventana y después arrojó la colilla del cigarrillo a
la calle -¿Hoy toca solo el Ruso y los pibes o alguien más?
-Nadie más, pero no sé de donde sacaron unos amplificadores potentes así que seguro ponen
música y bajan con nosotros cuando terminen de tocar.
El auto cruzó con un par de patrulleros que iban a toda velocidad en dirección contraria, los
jóvenes los siguieron con la mirada hasta que los vieron doblar camino a la avenida principal.
Esteban bajó un poco el volumen de la radio, que les permitió saber que se estaba llevando a
cabo un robo a una concesionaria de Ford a un par de cuadras, y redujo la velocidad cuando
dobló a la calle de tierra que daba a la casa de Luciano.
Hicieron dos cuadras y no hizo falta tocar bocina, porque el muchacho los esperaba ya al
frente de su casa.
-Dale, maestro, ya son y veinte- le indicó acercándose al lado del conductor.
-No me apures, que después no pagas la nafta, idolo.
El conductor destrabó las puertas y Diego se movió hacia la derecha, dejándole el espacio de
la ventana libre a Luciano.
El auto se sacudió un poco al arrancar debido a las irregularidades de la calle.
-Bueno, ¿Por dónde enganchamos? La última vez me cagó a pedos Marcela por ir por
Rivadavia.
-Y sí, boludo, si por ahí siempre hay un par que están con el móvil esperando.
-Andá por la de atrás.
-¿Por Márquez? Pero se me ensucia todo el auto.
-Yo te lo limpio, dale, no seas berrinchudo- le respondió Diego, después de mirar el reloj, que
ya daba las siete y media.
Esteban suspiró y giró en Márquez. El auto levantaba una polvareda enorme detrás de sí, y
era golpeado por nubes de tierra cada vez que cruzaba camino con otro conductor.
La calle estaba mal iluminada y repleta de grava suelta, pero no había baches, y el tránsito era
casi nulo.
En menos de diez minutos ya estaban al borde de la ciudad. Se extendían varios campos de
cultivo extensos hacia el oeste detrás del saladero abandonado.
-Estacioná más cerca hoy, no tengo ganas de caminar tres cuadras hasta allá- le indicó
Graciela.
-Ya está todo el auto sucio, así que no veo por qué no.
Rodearon el alambrado que daba a Márquez, e ingresaron al terreno por una calle angosta que
se metía a un pequeño bosque al costado de la torre del edificio.
Buscó espacio entre los autos que ya estaban quietos y finalmente estacionó entre dos
árboles, haciendo una maniobra en reversa para poder dejarlo enfrentado a la calle.
Los jóvenes se bajaron, le quitaron las matrículas al automóvil, y las guardaron en el baúl.

51
-Todavía no entiendo por qué hacen eso.
-Porque hay cada boludo que viene a estas jodas.
-Además si tenemos que volar nadie sabe de quién es el auto.
Cerrado el vehículo, comenzaron a caminar los pocos metros que les quedaban hacia la
entrada trasera.

52
A pesar de llevar casi cien años sin uso, el edificio aún destilaba un aroma grasiento y salado
sutil. Los duros ladrillos grises, cubiertos de enredaderas por fuera, comidos por el moho por
dentro, acompañaban al agujereado techo de madera, del cual todavía colgaban un par de
candelabros de hierro oxidados bamboleándose ligeramente con el viento que se colaba por
arriba.
Mientras iban camino al sótano, los jóvenes miraron por una de las ventanas que no estaba
tableada, la cual dejaba ver un extenso campo verde llano, donde el pasto crecía sin
obstáculos sobre una tierra que alguna vez estuvo regada con sal y sangre.
-¿Habrán enterrado alguno acá?- consultó Luciano.
-No creo,- respondió Diego -sino andarían cuidando más este lugar.
Se comenzó a escuchar el bullicio de la gente cuando llegaron hasta la puerta que daba a la
escalera frontal del sótano. Un muchacho les abrió cuando llegaron y los invitó a pasar. Las
escaleras de cemento claro estaban en perfecto estado, con algunas comisuras y roturas
parchadas con relleno nuevo y limpias del musgo y plantas, a diferencia de las paredes. El
brillo leve de las luces de navidad que habían usado para decorar el lugar hacía que todo se
viera tenue y ligeramente rojizo.
Al ingresar el aroma a tabaco, marihuana, y alcohol les llenó los pulmones.
Las doscientas personas que allí se encontraban tenían poco espacio para circular, pero se
desplazaban cómodamente a empujones o escurriéndose entre los huecos de ser necesario.
Esteban sacó su bolsita donde llevaba las flores y extendió la mano, llevando a Diego a
entregarle sus papelillos. Luciano y Marcela se quedaron charlando con un conocido que les
regaló un par de cervezas a cambio de que más tarde le convidaran uno de los cigarrillos que
estaban armando.
La banda ingresó por la escalera trasera, trayendo con ellos los instrumentos, las
herramientas, los amplificadores, y todo el cablerio que ello involucra.
Ellos se fundieron con la ruidosa muchedumbre los siguientes minutos mientras esperaban
que terminara el armado y comenzara la música.
-¿Cuánto más?- consultó Graciela.
Estaban aspiró con fuerza de su cigarrillo con los ojos semiabiertos antes de responder -Ya
están todos los instrumentos, los tienen que calibrar nomás.
En ese momento el vocalista de la banda subió al pequeño escenario y tomó el micrófono, le
dió un par de golpes suaves y el sonido rebotó un par de veces contra las paredes luego de
salir de los amplificadores, bebió un sorbo de su cerveza y saludó al público -Buenas noches
gente, bienvenidos al Pozo Ciego, en breve les traemos la Transmisión de hoy.
Todos los presentes comenzaron a celebrar las noticias, ya fuera aplaudiendo, chiflando,
simplemente gritando. El baterista se colocó en su lugar y acompañó a la muchedumbre con
una seguidilla de rápidos y duros golpes a su instrumento. Algunas personas comenzaron a
sacudir los brazos en el aire y vitorear el nombre de la banda.
-Seguro que se nos cae el edificio encima hoy- comentó Marcela.
Un muchacho de la multitud, sin darse vuelta a verla siquiera, le respondió de un grito -Y que
se caiga entonces.

53
Enterrar la Cápsula

Los jóvenes saltaban al compás de la música, chocando sus cuerpos empapados unos contra
otros en un balanceo frenético. La banda parecía sumida en un trance profundo mientras
tocaban, exceptuando el vocalista que cada tanto hacía cantar a la multitud levantando el
micrófono sobre ellos, o hacía subir a alguno de los fanáticos por unos instantes para
exhibirlo.
Cuando terminaron su canción el público comenzó a vitorear pidiendo otra.
-¿Una más? Bueno, pero es la última…- se escucharon un par de chiflidos y gritos de
emoción -la última nomás… La Última Carta, muchachos.
La gente festejó y se armó un pequeño círculo donde se llevaría a cabo el pogo. El bajista
comenzó a tocar, dando pie al vocalista, quien se dedicó a narrar la historia del último día de
Rodolfo Walsh.
La canción, plagada de insultos hacia el régimen, energizaba a los espectadores, que se
arrojaban furiosamente a sus compañeros mientras bailaban. Diego, Luciano, y Esteban se
sumaron a la batalla momentáneamente, hasta que un choque tumbó al conductor al suelo y
debieron replegarse con sus amigas.
Los siguientes dos minutos saltaron, chiflaron, fumaron y bebieron, esperando el momento en
que la canción finalizara. Sus cuerpos les vibraban a la misma frecuencia que la música que
despedían los amplificadores.
El guitarrista se aceleró tocando, haciéndoles saber que seguía el estribillo final. El vocalista
se acercó al borde del escenario y sacudió los brazos, incitandolos a cantar en voz alta para él,
comenzó a cantar:
-Esta última carta, te la voy a encomendar…- extendió el micrófono al público que continuó
con la siguiente estrofa.
-Metesela en el orto
-A la Junta Militar
-Metesela en el orto
-A Videla y Villarreal- la banda continuó tocando después de la línea final.
El público comenzó a exclamar -Ruso, Ruso, Ruso.
El vocalista se limpió la cara con la mano, miró a la multitud y levantó el micrófono para
hablar -Soy Gabriel Alexeyev, somos Transmisión Sputnik, mil gracias, Fin de la
Transmisión- afirmó antes de soltar el aparato y dejar atrás el escenario, arrojándose sobre el
público, que lo sostuvo en lo alto unos momentos antes de bajarlo en medio de la pista. El
baterista continuó tocando un par de segundos a un ritmo infartante, para finalizar
abruptamente con un fuerte golpe a los platillos.
La gente gritó de manera desenfrenada y nació de ellos un espontáneo mar de aplausos y
chiflidos, que se desvaneció lentamente antes de que comenzara a reproducirse el tocadiscos
conectado a los amplificadores.
La fiesta se sostuvo un par de horas más.

54
El muchacho de la puerta bajó rápidamente las escaleras y gritó -Llegaron los rati-
provocando un caos general. Muchos de los jóvenes se apresuraron a salir usando la escalera
trasera, recurriendo a los empujones, apretandose como sardinas.
Algunos valientes se atrevieron a escalar las paredes e intentaron escapar del agujero usando
los pequeños tragaluces que daban al extenso campo deshabitado.
Se profirieron órdenes, se escuchó un sin fin de insultos a madres ajenas, e inclusive se dieron
gritos desgarradores. Se abandonó cualquier cantidad de botellas de alcohol, de hieleras, y
diferentes formas de intoxicarse.
Una avalancha a la inversa se producía sobre la única salida que no daba con los oficiales.
En medio del terror se comenzaron a escuchar los pasos de los borcegos bajando a
encontrarlos por la escalera frontal, y el vocalista se subió nuevamente al escenario, agarró el
micrófono, y se despidió -Fueron un público excelente, la próxima, nos vemos bajo tierra.
Diego, que se había dado vuelta para ver al Ruso como muchos otros, sintió un tirón al cuello
de su camisa que lo arrastraba hacia arriba. Sostuvo la mirada un breve instante más al ver
como el vocalista era reducido por los policías y luego comenzó a empujar nuevamente hacia
la salida.
Los muchachos corrieron en grupo en dirección al auto, todos tomados de la mano por miedo
a que les arrebataran a alguien en el combate desigual que se reñía entre los adolescentes y
los uniformados.
Por breves momentos, cuando la luz de alguna linterna no los cegaba, podían distinguir las
siluetas de alguien siendo reducido a cachiporrazos, a alguien siendo esposado, o
simplemente tacleado a media carrera.
Una nube de polvo cubría todo el escenario, e impedía ver claramente quien profería los
gritos que los rodeaban durante el trayecto.
Esteban destrabó las puertas e hizo subir a todos antes de meterse él mismo al auto. Encendió
el vehículo y salió a toda velocidad, sin preocuparse ante la posibilidad de pisar a un peatón,
y sin molestarse en mirar hacia atrás por los espejos.
Delante suyo algunos autos le abrían y mostraban el camino, y por detrás otros imitaban su
intento de fuga.
Transitaron Márquez casi un kilómetro, antes de hacer un giro brusco en una de las múltiples
calles sin asfaltar, por la cual siguieron un par de cuadras antes de finalmente detenerse y
apagar el auto por completo, ocultándose entre los de los vecinos.

55
Esperar

Marcela se giró mientras dormía, dándole la espalda y dejando su brazo libre.


Diego miraba el ventilador de techo girar sobre la cama, pero solo podía ver los ojos del Ruso
que lo perseguían mientras pronunciaba sus últimas palabras. Inclinó ligeramente la cabeza y
divisó el tocadiscos apagado, le pasó la mano por encima y pensó -Todavía falta mucho para
desenterrar los vinilos.

56
VI
Pedagogía para novatos

57
Zona de Desarrollo Próximo

Mariano se bajó del auto con la última caja que tenía las pocas cosas de su mujer que no se
había animado a regalar. Balanceó el peso sobre uno de sus brazos y cerró bruscamente la
puerta del vehículo con su otra mano.
Camino a la casa vio a un muchacho de cabello rizado salir de la casa de los vecinos en
bicicleta, cuando este volteó para chequear el tráfico de la calle pudo reconocer, por la
cicatriz en su mentón, que se trataba de uno de sus alumnos del Instituto Payró. El chico
comenzó a pedalear en la dirección contraria de donde él estaba, imposibilitando un saludo.
Entró y apoyó la caja en el piso del living. Se sacó los zapatos y fue directo al comedor. La
madre lo esperaba con el mate sobre la mesa.
-¿Terminaste la mudanza ya?
-Si, Má, pero me quedo dos semanas nomas, no creo que me tome mucho más tiempo
conseguirme un departamento para mí solo.
La mujer le puso la mano sobre el brazo -Yo creo que deberías haberte quedado allá.
-¿Tanto te molesta tu hijo? Me voy ya mismo eh.
Ella lo golpeó con el repasador que había sobre la mesa antes de responderle -No seas tonto,
hijo. Quédate el tiempo que quieras. Yo te lo digo porque era tu casa, estabas cerca del
trabajo, de tus amigos, del centro.
-Era nuestra casa… no me podía quedar ahí.
Ambos permanecieron callados un instante, la televisión transmitía Pasapalabra en el fondo.
La voz de los concursantes se ahogaba tras la pantalla silenciada.
Le apretó la mano con firmeza mientras le consultaba -¿Y mañana mismo tenés que volver a
trabajar? ¿No te podés tomar unos días más?
Mariano agarró una de las masas secas de la mesa, le pegó un mordisco, y después respondió
-Sí, pero no quiero. Ya me tomé tres meses de licencia, y dos semanas por duelo- hizo una
pausa y le dió un sorbo al mate, que llevaba ya más de un minuto esperando frente a él. Al
finalizar se lo pasó a su madre, y golpeó la mesa con los dedos mientras ella cebaba el
siguiente -Tu vecino es alumno mío ¿Sabías?
-¿Decís Francisco? Ay, es un muchachito re simpático. Cada tanto viene a cortarme el pasto o
limpiar la vereda, y le tengo que rogar para que me acepte la plata que le ofrezco.
-Así será con vos, en clase es un desastre, me interrumpe a mí y a sus compañeros,hace lío,
tira cosas, hace chistes groseros. Yo trato de no darle bola, pero casi todos los demás profes
se la tienen jurada.
-Tenele paciencia, es un chico nomás. Sabés cómo son a esa edad.
La mujer desmuteó la televisión y el sonido aturdió a Mariano, quien inmediatamente le sacó
el control y bajó el volumen.
-De eso te tenía que hablar, yo sé que no te gusta la idea pero me parece que deberías
considerar usar un audífono.
-¿Y para qué?- preguntó arrebatandole el control a su hijo de las manos.
-¿Cómo qué “para qué”? Te acompañé al fonoaudiólogo y la audiometría dice que ya perdiste
el treinta por ciento de la capacidad auditiva. Y el otorrino dijo que tu oído interno se está
deteriorando rápido.
-Yo escucho bien todavía, no hace falta eso.

58
-Má,- dijo alejándose dos metros de la mesa y bajando el tono de voz -ya estás muy vieja para
aprender a leer los labios.
La mujer sorbió de su mate mientras lo miraba directo a los ojos -A mi me hablas claro, pibe.
Mariano suspiró -Sos necia, Má.

59
Educación Bancaria

Revisó la hora en su celular y notó que el reloj daba las once y media de la noche. Apoyó la
lapicera sobre el escritorio, se levantó y examinó el pilón de hojas por corregir, calculando
que habría de tomarle al menos media hora más para finalizar.
Bajó las escaleras en silencio y fue directo a la cocina a prepararse un café. Decidió no
prender la luz por miedo a despertar a su madre, y optó por guiarse con la nitidez que
destilaban los botones de la cafetera.
Al alzar la vista distinguió a través de la ventana como el vecino abría la puerta de al lado.
Oyó cómo se chocaba con los muebles en su camino por la casa, hasta que llegó al living, el
cual tenía un amplio ventanal y unas cortinas tenues que dejaban entrever que el hombre se
tambaleaba estando de pie.
La luz se encendió y entraron Francisco y su madre a la habitación. El hombre se sentó en el
sillón de espaldas a la ventana. La mujer se acercó y comenzó a discutir con él en voz baja,
pero a medida que avanzaba la conversación el tono subía, dejando escuchar por momentos
algún insulto o vulgaridad.
Mariano no podía ver los rostros detrás del cortinado, pero sí podía distinguir el lenguaje
corporal energético y agresivo de la mujer.
El hombre se puso de pie y comenzó a gritar. Su voz ronca profería insultos, reclamos,
pedidos, reproches. Su hijo observaba la situación a metros de ellos.
Pasados un par de minutos la mujer lo empujó. El hombre trastabilló, cayó al sillón, y al
incorporarse le asestó un golpe en el rostro en respuesta que la arrojó al suelo
inmediatamente. Procedió a sacarse el cinto y comenzó a asestarle una serie de azotes
violentos mientras ella gritaba.
Francisco intentó intervenir, aferrándose al brazo de su padre, pero después de un par de
empujones y un forcejeo brusco, el muchacho se convirtió en el nuevo blanco de los golpes.
Recibió seis azotes antes de caer al suelo, y una vez allí, otros diez más.
Mariano abrió la ventana con cuidado de no hacer ruido y se aproximó con la oreja al frente.
La mujer, ausente a la vista, lloraba de manera ahogada. El niño, que se había arrastrado hasta
la esquina del cuarto, recibía los golpes en silencio, alzando los brazos de manera que le
cubrieran el rostro.
La respiración del agresor se volvía más y más intensa con cada movimiento, culminando
finalmente al par de minutos en un ataque de tos que hizo que detuviera los golpes -La
próxima te voy a dar con la hebilla, pendejo de mierda- se escuchó al hombre decirle a su hijo
antes de salir de la habitación.
La máquina sonó indicadole que el café estaba listo. Mariano sirvió una taza pero sus manos
temblaban tanto que derramó el resto del contenido de la pava sobre la mesada. Agarró el
repasador de la mesa, y simplemente lo apoyó sobre el charco oscuro.
Comenzó a subir las escaleras, pero sentía que con cada paso que daba el siguiente escalón se
alejara más y más a medida que avanzaba. Se aferró a la baranda y miró hacía abajo. Cuando
llegó al cuarto apoyó bruscamente la taza sobre la mesita de luz y se postró sobre el
escritorio. Respiró hondo y buscó su celular, intentó tipear varías veces el primer número,
pero el celular se le sacudía a tal punto que erróneamente presionaba algún botón equivocado.

60
Aprendizaje Significativo

Mariano pudo ver cómo los estudiantes se apretaban contra el portón lateral de la escuela, sus
uniformes grises sobresaliendo contra la pared carmesí de ladrillo barnizado del
establecimiento.
Estacionó el auto en la vereda de enfrente, apagó el motor, y abrió la puerta. Se frotó los
brazos, pensando en el ardor de cada uno de los azotes que había presenciado la noche
anterior.
Se miró en el espejo retrovisor y notó que tenía unas ojeras rojas y violetas sobre un rostro
pálido y seco. No había dormido en toda la noche.
Hacía frío esa mañana, pero su cuerpo entero estaba empapado de sudor bajo el buzo que
traía puesto.
Puso una pierna fuera del auto y se dio cuenta que lo poseía un temblor violento. Un mareo
repentino le vino cuando quiso ponerse de pie, y tuvo que apoyarse sobre el techo del
vehículo. Las rodillas se le agitaban tanto que se vio obligado a arrodillarse sobre la calle. El
corazón le latía con fuerza, retumbando en sus oídos apresuradamente, al punto que Mariano
temió que se le escapara del pecho.
Comenzó a respirar con rapidez, llegando por momentos a atragantarse en su propia saliva,
tosiendo dolorosamente, tornándose su cara roja y sus facciones hinchadas.
Se aferró al auto lo más fuerte que pudo, pero sentía como sus manos se le deslizaban por el
capó entre el sudor y el hormigueo que lo recorría de pies a cabeza.
Pensó en el instante en que había logrado tipear en su celular el número de la policía, y en
cómo estuvo a punto de llamar varias veces a lo largo de la noche, pero no lo hizo.
Y mientras volvían a él esas imágenes, lo atosigaba el miedo de caer muerto a breves pasos
de la escuela, pero que no hubiera nadie disponible para cubrir la suplencia.
Estuvo abatido en aquel lugar unos cinco minutos hasta que el bocinazo de un auto lo
devolvió a la realidad un momento. Se arrastró hasta la guantera, hurgó entre sus contenidos
un momento y finalmente encontró el blister que estaba buscando.
Una de las pastillas se disparó contra el asiento y rebotó un par de veces, amenazando con
caer a los pies del puesto del copiloto. Mariano agitó los brazos desesperado y logró atraparla
justo antes de que esta se escapara de su vista, pero en el proceso se golpeó con el parabrisas.
Se tragó violentamente el medicamento, el cual le raspó la garganta mientras recorría su
camino.
Sacó su celular de su bolsillo y mensajeó a la preceptora, informandole que iba a llegar media
hora tarde. Tiempo que pasó incómodamente postrado en la parte delantera del auto en
completo silencio, acompañado de una calefacción apagada y un frío que se colaba por la
ventana abierta.

61
Interaccionismo

La preceptora lo recibió en el pasillo que daba a las aulas del primer piso. La escuela estaba
quieta, excepto por el ocasional siseo de algún profesor pidiendo silencio.
El cuerpo de Mariano estaba tenso, al punto que el rose de la camisa contra su piel le
molestaba -Igual tengo que pasar por la oficina de Juana, necesito hablar un par de cosas con
ella.
-Está ocupada, tiene una reunión con los padres de segundo por el tema del viaje a Azul.
Al pasar frente al aula de quinto pudo ver como uno de los estudiantes dormía escondido
atrás de un compañero. La profesora de química anotaba fórmulas en el pizarrón de espaldas
a la clase.
-¿Y Betty estará libre?
-Creo que está con uno de los chicos de primero que se peleó en el recreo la semana pasada.
Mariano se mordía las uñas sin dejar de mirar la puerta del aula que se aproximaba al final
del pasillo -¿Podés estar atenta a eso y cuando se libere alguna me avisas?
-¿Pasó algo que necesitas verlas?
-Es uno de los chicos que tengo ahora que me preocupa, Francisco.
-¿Mora? Pero vos sabes como es él, si lo vivimos mandando a charlar con Betty y no pasa
nada. Se va a quedar revoltoso hasta sexto, no hay duda.
-No, no, no es eso- el cartel que decía “cuarto economía” ya se podía distinguir claramente al
costado de la puerta.
-¿Pensás que te va a interrumpir las clases porque no te ve desde principio de año? Ni te
gastes, mandalo a dirección y que se encargue Juana.
-No, no,- se detuvo frente a la puerta y puso la mano sobre el picaporte -vos avisame cuando
se libere alguna nomás ¿Si?
La joven hizo un globo con el chicle y lo explotó antes de responder, el sonido recorrió todo
el pasillo silencioso -Bueno, dale.
La preceptora se dió vuelta y comenzó a avanzar por el corredor. Mariano esperó hasta verla
llegar a las escaleras para abrir la puerta. Suspiró, y finalmente entró al aula, que se
encontraba en un desorden de mesas y sillas, pero para su suerte, ninguno de los chicos
gritaba.

62
Pansofía

Con los alumnos en sus respectivos asientos, Mariano se dispuso a comenzar la clase, una
lección sobre el periodo romano tardío.
La primera media hora transcurrió sin inconvenientes, pero ocasionalmente podía escucharse
algún que otro susurro aislado y su respuesta, o el sonido punzante de un celular que era
callado inmediatamente.
Se dió vuelta para anotar algo mientras continuaba su explicación -Es en este periodo que el
latín se convierte en una lengua muerta…
La tiza se quebró sobre el pizarrón cuando escuchó la voz de Francisco susurrar -Como su
mujer- a su compañero de banco, el cual ahogó su risa intentando no llamar la atención.
Bajó el brazo y trituró la tiza con el puño, raspando un trozo suelto con las uñas. Respiró
hondo y apretó los dientes con tal fuerza que por un momento sintió que se le estaban por
quebrar las muelas bajo la presión.
Volteó y se encontró frente a veintitrés miradas silenciosas, que lo persiguieron mientras
recorría el estrecho pasillo hasta el asiento del alumno. El sonido de sus pasos rebotaba contra
las paredes del aula.
Se inclinó, poniendo su boca junto a la oreja del niño, y le dijo con suavidad -No vuelvas a tu
casa hoy, pendejo de mierda, porque me voy a asegurar de que esta vez sí te den con la
hebilla.
Al incorporarse intentó cruzar miradas con Francisco, pero éste agachó la cabeza apenas el
profesor se levantó.
El muchacho se había puesto pálido, y su compañero notó que temblaba. Consideró por un
segundo preguntarle qué le había dicho, pero optó por mantenerse callado.
Mariano regresó al frente del aula y la clase de historia continuó la siguiente media hora.
Los niños permanecieron en silencio.

63
VII
Un día más en Vermedes

64
Indicaciones hasta la bicicletería

Hoy inauguraron la estación de Vermedes.


Un desfile ruidoso por Avenida Belgrano,
el intendente a la cabeza sobre el viejo camión de bomberos,
y una comparsa mulata del barrio norte festejando a trompetazos.
Todavía no entiendo por qué decidieron que las vías debían pasar junto al viejo fuerte.
Quizá alguna nostalgia de aquellos tiempos coloniales,
quizá alguna razón estructural que no entiendo.
Un día soleado en medio de un invierno frío y áspero,
como el del año pasado, y el de los años que le siguen.
Alfredo,
mi padre,
dice que mañana va a ser un lindo día para andar en bicicleta,
pero la abuela protesta que mañana va a llover porque le duelen las rodillas.
Yo elijo no creerle,
porque extraño andar en bicicleta como cuando era pequeño,
y que me empujen por la calle empedrada del barrio,
aunque me acuerdo que odiaba el rebote constante de esas dos cuadras largas.
Y cada vez que pedaleo me acuerdo del viejo taller de Papá,
donde los chicos llevaban a arreglar su pequeño vehículo
y él les decía que no le pagaran porque
"era una vuelta de tuerca nomas",
pero no lo era.
Paso frente a la estación,
cruzo por encima de esas vías gélidas,
ese metal insípido de aristócratas bonaerenses,
y me quedo mirando ese pedacito de suelo cemento gris,
donde alguna vez estuvo la bicicletería de Alfredo.

28 de Junio de 1932

65
VIII
La escasez de mulitas

66
Pobreza

Ayer amaneció nublado, como el día en que mataron a mi padre.


Nunca nos habíamos adentrado tanto hacia el este, pero esa mañana los ñandúes decidieron
correr en esa dirección y nosotros simplemente los seguimos.
Yo ya había visto pie rosados antes, pero esa fue la primera vez que estuve tan cerca, aunque
a día de hoy deseo que hubiera sido la última.
Cuando desmonté mi padre me ordenó que mantuviera la distancia, y me dió las riendas de su
caballo. Nunca me quedó muy claro el por qué, pero unos minutos después empezaron a
gritar. Aquellos tres hombres pálidos y pequeños, con rostros enrojecidos escupían al discutir.
Él no era un hombre tonto, mientras lo tuve conmigo supo cuando cuerpear y cuando correr.
Ese día decidió que no valía la pena.
Los blancos aún gritaban cuando él se dio vuelta hacia mí para volver a subirse al caballo.
Y por primera vez en mi vida escuché un trueno ascendente aquella mañana.
Todavía recuerdo el rostro de mi padre mientras se le escapaba la vida estando de pie.
El segundo trueno apenas logré escucharlo años más tarde cuando hice memoria de aquel día.
Yo estaba demasiado ocupado corriendo hacia ese cuerpo que se desplomaba sobre el pasto
amarillento de otoño.
El tiempo se me hacía lento y sentía que mi padre estaba cada vez más lejos, como si de
repente su figura fuera un espejismo al final de un túnel que se extiende hasta donde se
termina el horizonte.
En aquel entonces no sabía cómo sacar balas, cómo suturar heridas, cómo susurrarle a los
moribundos, lo único que logré hacer fue apretarlo fuerte contra mi pecho mientras se le
escurría el alma afuera del cuerpo.
Y no fue hasta varias horas después de que exhalara por última vez que descubrí lo pesados
que son los hombres cuando se van. Esa fue la primera vez que alcé sobre mis hombros algo
que alguna vez había sido alguien.

67
La tribu todavía esperaba la lluvia cuando me marché.
No hubo despedida, no hubo llantos, no hubo para mí palabras que me acompañaran en la
partida, solo una docena de miradas apagadas que me siguieron mientras transitaba por última
vez el campamento.
Nadie se dignó a mirarme a los ojos. Por mucho tiempo pensé que lo hacían por cobardía,
pero años más tarde logré entender que apartaban la vista porque tenían vergüenza de
permitir lo que estaba pasando.
Ya no recuerdo que dije o hice en la carpa de los caciques, pero aquellos rostros, descoloridos
y secos, ausentes de sentimiento pero “abundantes en sabiduría”, inconsecuentes a la
sentencia que se me asignaba, quedaron grabados en mi memoria. Esa mañana, sin un atisbo
de piedad, sin un silencio de duda en su discurso, me pidieron que me vaya.
Yo tenía quince años en aquel entonces, había enterrado a mi padre hacía apenas una semana,
y un par de horas más tarde yo deambulaba por la patagonia con la esperanza de verlo una
vez más, aunque fuese en los pocos momentos felices de los que me acordaba.
Recuerdo aún el momento en que dí mi último paso fuera de la tribu. El suelo era rojo, pero
también suave y húmedo, y crecía un césped dorado moribundo que esperaba con ansias el
próximo rayo de sol.
El peso de mi mochila apenas me molestaba. No había mucho que pudiera llevarme, me
había quedado muy poco, y eso poco que me correspondía no tenía ningún valor para mí.
Decidí mirar hacia atrás en un momento, y aquel montón de carpas grises, se las comía el
cielo nublado, casi como si no estuvieran ahí, perdidas en el pasado. Y los gritos de los niños,
el relinchar de los caballos, el flamear de nuestras banderas, todo quedó en silencio,
escondido tras ese horizonte agonizante de mediodía de otoño.
Había recorrido al menos diez kilómetros hacia el norte, vagabundeando, porque no sabía qué
más hacer.

68
Esa misma tarde recordé lo que me habían dicho hasta el hartazgo, y que hasta ese momento
me había negado a aceptar. Mi padre se enfriaba bajo el suelo pampeano, no había nada más
que hacer. Los pie rosados se habían ido, y yo los perdí para siempre, no eran más que
espectros blancos sin rostro en el fondo de mi mente, que se comían, con mi permiso, el poco
juicio que me quedaba.
Me detuve a mirar a mi alrededor esa verde llanura que se extiende escondida tras la
curvatura del mundo. Y me sentí tan solo, porque no me había llevado nada conmigo, más
que lo que mi propia amargura me permitió distinguir en aquel momento de debilidad,
ocultándose entre los recovecos de esa carpa fría y pequeña. Un cuchillo sin filo, una lanza
sin punta, una carpa sin puerta, un abrigo sin brazos, y pocas cosas más carentes de amor y
orgullo, carentes de fe, como si en el fondo de mi alma hubiera sabido elegir cosas igual de
rotas que mi ímpetu.
Me arrodillé y enterré mis dedos en la tierra, con la esperanza de convertirme en un árbol
como en las leyendas, para ser mecido por el viento despiadado que se avecinaba con el
invierno, y a la espera de que me fulmine un rayo en la siguiente tormenta.
Pero yo era solo un niño, perdido en medio de este páramo hostil. Y estaba enojado… y
vacío.

69
Frío

Yo nunca le temí a la tormenta, pero ese cielo oscuro se cerraba sobre mí, tragándose el
atardecer violeta, sacudiendo la pampa de pastos marchitos. Un hermoso pero insípido paisaje
a los ojos de un niño en pena.
La tempestad me mordisqueaba el cuerpo con sus agujas de agua diminutas que preceden al
diluvio. Y mientras armaba mi refugio el viento me arrancaba de las manos las estacas y las
cuerdas. Torpes mis dedos se sacudían frente a la inminente llegada del rayo a la distancia.
Encontré esa noche una cama húmeda, y un retumbar de tambores violentos e inhospitalarios
a mi abandono.
La mañana siguiente llovía.
El agua se escabullía dentro de la carpa usando el solitario agujero que había en el techo y
que, para mi mala suerte, estaba justo sobre mi rostro. Y lo único que pude hacer en aquel
momento fue girarme e intentar seguir durmiendo, pero el piso estaba helado, y las pobres
telas que me protegían no prometían ser capaces de conservar el calor por mucho tiempo si
las seguía azotando esa brisa brutal que galopa la patagonia.
Pasé todas esas horas tiritando, y rogando por un poco de sol para poder desarmar mi hogar,
si así se le podía llamar a un espacio tan funesto, y escaparme a un lugar un poco más
comprensivo.
Recuerdo haber intentado hacer un fuego, pero la yesca estaba tan húmeda que me empapaba
las manos cuando la apretaba, y lo más que pude lograr fue una pequeña bocanada de humo
grisáceo que se metió traicioneramente en mis ojos cuando le dí aliento intentando avivar la
llama.
Me miré los dedos en aquel instante y estaban azules a pesar de que me había pasado la
última media hora batallando contra ese trozo de árbol sin alma.
El agua golpeaba con fiereza la carpa y en mi hartazgo, decidí salir a enfrentarme contra el
cielo. Entonces sentí que se deshacía mi cuerpo, como si la lluvia poco a poco me convirtiera
finalmente en ese ente etéreo que yo veía reflejado en mi sombra.

70
Los siguientes días me revolqué en mi lecho, afiebrado, delirante, sacudido por escalofríos y
espasmos. Veía como el tiempo volvía hacia atrás a los días en que mi madre me daba sus
besos mágicos cariñosos en la frente, y me hacía sorber caldos calientes para aliviar mis
padecimientos de niño frágil al invierno. Mientras, los demás infantes de la tribu me espiaban
por la puerta entreabierta, a la espera de que me recuperara y me sumara a sus travesuras de
pequeños, o para atosigar a los caciques con preguntas ridículas, absurdas, o rebuscadas,
expectantes de la aparición de algún cuento divertido dedicado solo para nosotros, como un
secreto místico entre los dos extremos de la vida.
Pero todo se interrumpía cuando ella los echaba, y yo volvía a la realidad. Me quedaba solo
en esa carpa maltrecha como mi cuerpo, que ardía, pero lo atormentaba un frío irreal que ni el
calor del fuego junto a mi cama solucionaba.
Entre la tos, los estornudos, y el sudor, sentía que se me escapaba lentamente la vitalidad a
medida que despedía del cuerpo la húmedad de la vida. Me secaba como un cuero al sol.
Batallaba en mi interior aquel instinto primitivo por sobrevivir contra todos los males de mi
ser, porque aunque no me quedaba nada, aún quería vivir, o si no ¿quién recordaría a mi
padre?
Agitado, bebía agua a montones, alucinaba, me desmayaba, y al despertar volvía a empezar el
ciclo. Estaba atrapado en tal estado de locura que el cielo rebotaba contra mis ojos, y las
paredes se escurrían a mi alrededor, llenas de huesos, como arrastrados por el crecer de un río
profundo y mortal.
Mi voz, quebrada, me consultaba entre sueños cuando dejaría de llover, pero yo no respondía,
por miedo a mentirme y creerlo.

71
Hambre

Cuando la fiebre se fue yo estaba agotado, y me acosaba el deseo de saciar ese antojo
primordial que tienen los hombres en momentos de abundancia, porque en mi pobreza,
sobrevivir era lo único que podía celebrar; deseaba un festín.
Y así me arrojé contra la llanura en busca de alimento, con los músculos tiesos y las
boleadoras listas, pero la patagonia parecía un desierto. Deambulé tres días buscando alguna
bestia que no fuera aquella que me carcomía la mente, ese hambre de violencia y venganza
que me había ganado la expulsión de mi tribu.
A lo lejos, hacia el este, aparecía la causa, aquella mole de madera que refugiaba a los pie
rosados, y es que esos seres consumen lo que hay a su paso, atormentados por una gula
insaciable de poseerlo todo y quemar lo que queda en el camino.
Se escapa por sus poros un aroma a sequía y sal, que va drenando de la tierra lo poco que nos
queda para ofrecerles. Y cuando ellos aparecen, traen consigo una escasez de mulitas, que
como un monstruo corroe los vientres de todos los demás que tenemos la desgracia de habitar
bajo el mismo cielo.
Pero al alejarme veía como desangraban a su ganado, y entre la repugnancia y el desprecio, se
retorcía mi estómago, repleto de un vacío abundante de envidia. Rugía como el de un perro
en busca de sobras, pero en aquel entonces yo era demasiado orgulloso, y si mi cuerpo quería
llorar yo pensaba “que así sea”.

72
Pasaron dos días más, y yo podía sentir como mi vientre se comía por dentro, acompañado de
una lengua seca que saboreaba una saliva ácida y espesa de esperar por tanto tiempo algo de
comer.
Aquel día pude oler a la distancia el aroma a carne que se cocía sobre el fuego, y como un
animal hambriento no pude contenerme, caminé hipnotizado al acecho, escondido entre la
maleza, arrastrándome como una criatura flaca e inofensiva, pero ruin a la vista.
Cuando llegué se divisaba al borde del bosque, a un lado del camino, una carreta, un hombre,
una mujer, y un caldero que humeaba ese perfume salado que me había convertido en una
bestia.
Y mientras me acercaba oculto veía como el hombre acariciaba el vientre redondo de la
mujer, y reían juntos, pero en mi locura yo confundía su alegría por una ofensa a mi
desgracia. Y decidí hacer algo por lo que pasaría el resto de mis días arrepentido.
Cuando se miraban, embobados en su felicidad, me escabullí, y con manos presurosas, tomé
aquel pequeño recipiente y corrí. Si me vieron o escucharon no lo sé, porque estaba
desesperado y solo pensaba en encontrar algún lugar oscuro en ese pequeño bosque donde
pudiera atragantarme sin verme a mí mismo.
En el transcurso de mi carrera el caldo se derramaba y yo lamentaba aquella pérdida casi
como si estuvieran mutilando una parte de mí con cada gota que caía.

73
No saboreé la comida hasta que solo quedaban dos cucharadas. Esa feroz hambre había
consumido mi mente hasta aquel entonces, y apenas en ese instante pude ver con claridad.
La sopa de ñandú se deshacía en mi boca. Tenía un sabor agridulce y una textura suave,
cocinado con un amor que no me correspondía. Y me transportaba a lugares extraños de mi
infancia que yo creía perdidos en el fondo de mi existencia.
Cuando terminé me apoyé contra una pared de la pequeña cueva que había encontrado para
refugiarme e intenté dormir, pero me azotó la vergüenza y sentí como se me escapaban las
lágrimas a montones. Pedí perdón, arañándome el pecho con las manos, y rogué que mi padre
no estuviera viéndome, que no viera en lo que me había convertido.
Yo era una bestia de las más viles, de las más asquerosas que deambulan este mundo, y estaba
enojado porque aunque buscaba alguien a quien culpar, con ese estómago dolorido de lo lleno
que estaba, solo me veía a mí reflejado al fondo de la oscuridad, y no me reconocía.
Yo era un ladrón, y la culpa era toda mía.

74
Cansancio

Los días que siguieron yo estaba asustado, por alguna razón sentía que la llanura se había
llenado de ojos, que me perseguían, calculando el momento justo para acabar conmigo, con
mi miserable existencia.
Caminaba aterrado, escapando de los hombres, de sus figuras a la distancia, me escondía en
la constante incertidumbre de un camino que no tenía final y que no iba a parar a ningún lado.
Oculto el destino hasta a mí mismo, me creía a salvo. Y me pasaba las noches sin dormir
junto al fuego, porque sentía que estaban cerca, aunque nunca supe de quienes se trataba.
Ya era invierno, las noches se habían vuelto largas, y aunque el cielo brillaba por encima mío,
yo no lo veía, había solo para mi una oscuridad larga que no le daba refugio a mi mente. Y así
pasé varias semanas, yendo y viniendo de la locura, alucinando por la falta de sueño,
agobiado por el cansancio me tropezaba y dormitaba todo el día, pero aquel insomnio atroz
me clavaba mil agujas en el alma.
Yo me sentía un espectro invalido, privado de descanso, en espera de la muerte, pero
escapando constantemente de ella.
Y mi cuerpo me abandonaba lentamente, porque se me rasgaban los músculos, crujían mis
huesos, escuchaba mi corazón retumbar con fuerza, a una velocidad demoniaca, sosteniendo
a duras penas lo que quedaba de aquel niño atlético que yo había sido.

75
En aquel estado me encontré con los pie rosados. Un día galoparon hasta mí un grupo de
hombres, y para mi sorpresa, venían escapando como yo.
Huían hacia el horizonte patagonico, porque los querían hacer morir peleando contra otros
blancos que venían desde más allá del mar. Acobardados, corrían a esconderse a tierras
hostiles. Y cuando los miraba a los ojos podía ver que estaban tan cansados como yo, al
punto que por un instante pude sentir con aquellos hombres, a los que había decidido odiar,
un verdadero lazo de hermandad en nuestro destierro compartido.
En su breve estancia notaba como inhalaban y exhalaban un humo blanco, como si estuvieran
quemandose por dentro, consumiéndose voluntariamente su propia vida con cada bocanada
de un aire caliente y seco, pegajoso a la piel en su aroma nauseabundo.
Al marcharse cabizbajos dejaron un rastro de lástima y desesperanza, como si la vida les
hubiera elegido un destino trágico y pobre como el mío. Y mientras se convertían en destellos
a la distancia yo me preguntaba ¿qué será de esos hombres pequeños? ¿qué tan lejos llegarán
antes de morir?
Porque esos hombres ya no eran pie rosados, eran otra cosa, e iban a encontrarse al final de la
llanura.

76
Aquella noche dormí, y descansé por todas las horas que había sufrido desde ese día nublado.
Entre sueños encontré a los yepalgué, yo era uno de ellos. Me veía irme en mi destierro, y el
horizonte se tragaba mi figura, que se perdía para siempre para la tribu. Notaba que la gente a
mi alrededor volvía a sus pequeñas vidas, y a los caciques les crecían raíces de los pies, y se
sentaban inmóviles a predicar historias de lo que pasaba más allá de la curvatura del mundo.
Pero yo caminaba, sin mirar atrás esta vez.
A la mañana siguiente cuando desperté salí a tomar aire, sentí el frío contra mi piel y vi a lo
lejos el anaranjado del cielo como un lienzo, sobre el cual una familia de ñandúes corría a
favor del viento alejándose de mí. Me quedaba solo en el medio de la patagonia una vez más.
En ese momento escuché por última vez su voz, pidiéndome que viviera, y nunca más la
volví a oír, ni siquiera en mis recuerdos. Y sus palabras, las que le había heredado, las que
todo ese tiempo creí que eran mías, se las llevó el viento.
Y ese fue el día en que murió mi padre.

77
IX
Un jefe frío

78
08:37

Esa mañana del cuatro de julio todo venía bien en la vida de Ernesto Fernández, excelente
inclusive. Había tenido sexo con su esposa, había tomado un café con medialunas, el bebé no
había llorado, y no había mucho transito de camino al trabajo.
Lo insólito comenzó cuando llegó a la fábrica, pues verán, como encargado de planta él debía
ser el primero en llegar y abrir las puertas que, para su sorpresa, ya estaban abiertas. Al ver el
auto de su jefe estacionado a un par de metros del suyo, pensó que quizá este había decidido
ir un rato más temprano a hacer papeleo.
Sin darle mucha importancia, entró y se dirigió directo a su oficina, ya que debían discutir
quién quedaría como encargado suplente las siguientes dos semanas, las cuales él pasaría de
vacaciones con su mujer en Apapacho, La Pampa. Extrañamente, la puerta estaba
entreabierta, lo cual le llamó la atención considerando que el jefe solía quejarse de la
corriente de aire frío que, según él decía, “le irritaba las orejas”.
Por supuesto, como hombre de modales, Ernesto tocó la puerta antes de pasar, aunque ingresó
inmediatamente a pesar de no haber recibido ninguna respuesta. A primera vista la habitación
parecía desierta, pero al aproximarse al escritorio de roble notó que sobresalían unos pies del
otro lado. Ignorante aún de la situación, y desacostumbrado a ver la otra mitad de la oficina,
se puso en puntas de pie para mirar qué había allí.
Y así encontró a su jefe, Hugo Geist, desplomado en el piso, con media barriga afuera de la
camisa, y con medio scon de limón todavía en la mano.
Instintivamente, Fernández se acercó a tomarle el pulso, y notó que el alemán ya debía estar
tocando el arpa. Se puso de pie y levantó el teléfono, dispuesto a llamar a la policía, pero
después de marcar el primer número se detuvo, miró el cadáver nuevamente y decidió que era
mejor esperar al final de la jornada.
Ante una situación como esta, uno podría decir que esto era una insensatez, pero teniendo en
cuenta que nuestro hombre necesitaba cobrar su comisión semanal para poder pagar el hotel
extravagante que su mujer tanto le había pedido conocer, y que si él notificaba a las
autoridades sobre el fallecimiento seguramente cerrarían la fábrica, su accionar era más que
lógico.
Mientras pensaba cómo proceder, se sentó en la silla de caoba de su jefe, encendió el habano
que había sobre la mesa, y paseó sus ojos por el techo. Saboreó una bocanada de humo y miró
al obeso muerto -¿Qué vamos a hacer Don Hugo?

79
09:03

Habiendo formulado su plan con detenimiento, mientras esperaba que llegaran los cocineros
a preparar el almuerzo para los setenta empleados, Ernesto dejó que la primera media hora
laboral transcurriera como de costumbre. Los operarios llegaron y se sumaron a la línea, los
trabajadores de oficina se juntaron a chismosear en el pasillo junto a sus cubículos, los
conserjes fingieron estar ocupados para no limpiar los baños, y los repartidores se sentaron en
los camiones a rascarse los pies mientras esperaban que les den el aviso de que podían salir a
entregar la mercadería.
La llegada de María Dumont, la jefa de cocina, significó un alivio, ya que ella traía consigo
las llaves de la cámara de congelados de la fábrica, la cual, convenientemente, había sido
instalada hacía apenas dos meses atrás por el solo hecho de que a Geist le gustaba comerse un
brownie con una bocha de helado de vainilla después del almuerzo.
Para evitar que la mujer subiera a la oficina y viera al alemán desparramado sobre la
alfombra, Fernández le dijo que el jefe se encontraba mal del estómago y que no quería
comer. Luego, conociendo su debilidad, le pidió las llaves con la excusa de que quería un
poco de helado para sí mismo, y le dijo “Marie” ya que, a pesar de que la madre había vivido
toda su vida en el país, sus abuelos habían fallecido antes de que ella naciera, y ella fuera tan
argentina como el dulce de leche o el fraude electoral, le gustaba que la hicieran sentir
francesa.
Habiendo conseguido lo que quería, buscó una excusa para retirarse, pero la mujer comenzó a
charlarle de las noticias más recientes de la salud de Evita que había recibido de su última
reunión del Partido Peronista Femenino y, si bien él sabía, como la gran mayoría, que la
pobre mujer no llegaba a fin de mes; dejó que María se explayara por los siguientes diez
minutos ya que pensó que así se distraería y él podría conservar las llaves hasta el final de la
jornada.
Unos quince minutos después, nuestro hombre se encontraba frente a la hercúlea tarea de
mover al empresario fallecido. Enfrentándose por primera vez a los noventa y cinco kilos de
Geist, logró desplazarlo con dificultad hasta la escalera donde, cerciorándose primero que
nadie rondara los alrededores, simplemente lo empujó. Por supuesto, con el tamaño y peso
del aleman, era imposible que rodara como lo haría cualquier otra persona, así que lo que
terminó por suceder fue que el obeso cuerpo se deslizó golpeando con el trasero y la cabeza
todos los escalones de madera, produciendo en el descenso un sonido similar al de un
xilofono.
Luego de unos arduos diez metros de pasillo hasta la puerta de la cámara de congelados, que
por cierto estaba desierto porque era el horario fuerte de producción, Ernesto calculó
preocupado dónde escondería el cuerpo. Pero recordando que siempre enviaban al ayudante
de cocina bisco a buscar el helado, sin dudarlo arrojó al barrigón a la izquierda, y acercó un
barril de helado a la puerta por el lado contrario para asegurarse de que el ojo bueno tuviera
algo que encontrar.

80
13:45

Mientras el jefe se refrescaba, el siguiente problema a resolver era, bueno, el mismo de todos
los viernes, el recorrido de la fábrica con el inspector de planta, Alberto Demir. Por supuesto,
el turco tenía fama de amargado, y más de una vez había hecho que las comisiones se
suspendieran hasta que la planta se adhiriera a los “correctos protocolos de seguridad
empresarial”, como por ejemplo aquella vez que se contaminó la comida con el mercurio, o
cuando los resultados de arsénico en agua dieron muy alto, o la vez que una máquina se tragó
tres brazos de los empleados en una sola semana, ya saben, inconvenientes menores.
En fin, con el lanzamiento de la nueva línea de tostadoras, la serie Marilyn, según la nombró
Geist de acuerdo a una bella muchacha norteamericana que vió en una película justo unas
horas antes de la reunión con el equipo de marketing; toda la maquinaria se había renovado,
por lo que parecía imposible que hubiera algún fallo técnico. Claro, esto no significaba que se
acabara la estupidez humana, así que Ernesto debió permanecer atento a los empleados
durante el recorrido. Se volvió prioridad evitar a toda costa a Marchetti y a Díaz, quienes
solían cometer errores atroces en la línea cuando no se los supervisaba, cuando se los
supervisaba, cuando se les daba una tarea muy compleja, y cuando se les daba una tarea
simple también.
Después de una hora de idas y venidas el turco, contento con el recorrido, decidió que era
momento de llevarle los documentos a su jefe, cosa que por supuesto no iba a poder hacer ya
que el alemán era el equivalente a una tira de asado reservada en la heladera de una
carnicería. Tratando de impedir que el inspector suba a la oficina sin despertar sospechas, y
sabiendo que el hombre solía irse a las tres en punto después de tomarse un café con los
oficinistas, se le ocurrió distraerlo preguntándole sobre lo único que sabía que le interesaba a
aquel burócrata aburrido, Racing.
Obvio, como todo buen fanatico, Demir asistía religiosamente al estadio a presenciar los
partidos todos los domingos, y estaba encantado de discutir los resultados, especialmente este
año que venían de haberse hecho con el tricampeonato, y se encontraban cabeza a cabeza con
River compitiendo por el actual.
Tal y como nuestro hombre se proponía, su compañero se encontraba describiendo el remate
cruzado de Pizzuti que resultó en gol contra Lanús la fecha pasada, cuando fingió mirar su
reloj, invitando al segundo a hacer lo mismo quien, al ver la hora, levantó las cejas, se quejó
de que lo hacían trabajar más de lo que cobraba, y le dio los papeles a Fernández pidiéndole
que este se los entregara al alemán en su nombre.
Al verlo irse en su auto desde la ventana, con los papeles todavía bajo el brazo, se tocó la
cabeza y pensó que, de quedarse pelón como su compañero, quizá sería mejor opción
simplemente raparse la cabeza completa y solucionar el problema de raíz, ahorrando un poco
de shampoo en el proceso.

81
15:56

Unas dos horas antes de que terminara la jornada, como si no fuera lo suficientemente
problemático el día de por sí, Marchetti y Díaz lo mandaron a llamar. Agradeciendo que el
inspector ya se había ido, Fernández se preguntó qué habría pasado esta vez, considerando
que el tano y el catalán siempre se las arreglaban para sorprender con alguna payasada nueva.
Al llegar a su sección, se encontró con Marchetti descalzo de un pie junto a la línea, y vió los
pies de Díaz sobresaliendo del interior de la máquina de ensamblado, que por suerte estaba
apagada. En primera instancia se alegró de ver que el tano tenía el pie pegado al cuerpo y de
que, a pesar de que solo podía ver su mitad inferior, el catalán parecía estar completo,
exceptuando claro su sentido común.
Ernesto ni siquiera se molestó en pedir una explicación y se dedicó de lleno a tironear de los
pies del atorado, pero por la historia que contaba el otro operario, aparentemente el hombre se
arrojó a rescatar el zapato cuando al otro se le atoró en la cinta al intentar empujar un trozo de
metal sobrante afuera.
Después de varios intentos fallidos, se le ocurrió preguntarle a Díaz si este seguía aferrándose
a la pieza de calzado, y al recibir una respuesta positiva le ordenó que la soltara. Claramente,
esto trajo objeciones del tano, pero ante la promesa de que le regalarían un par nuevo, no solo
se calló, sino que hasta comenzó a tirar de los pies del compañero con tal fuerza, que los dos
operarios salieron disparados hacia atrás, golpeándose con otra de las máquinas y haciéndole
una abolladura que claramente el inspector iba a poner en su informe la semana siguiente.
No queriendo más problemas ese día, Fernández se sacó los zapatos, se los entregó a
Marchetti, y los envió a ambos a casa temprano.
Pensando que los estaban echando, los hombres se pusieron de rodillas a llorar y a rogar,
mencionando parientes enfermos, amigos endeudados, y esposas embarazadas, pero ante la
respuesta de que “tenían derecho a irse temprano porque habían tenido un accidente laboral”
los hombres festejaron y comenzaron a debatir sobre a cuál bar iban a ir a embriagarse.
Y así, descalzo, volvió a su oficina, y se sentó a pensar en que solo restaba una hora y media
más.

82
17:42

Cuando se acercaba la hora de cerrar, Ernesto buscó una soga, fue hasta la cámara de
congelados, y enlazó al jefe con un as de guía, cortesía de sus años como boy scout, y lo
remolcó, no sin esfuerzo, hasta la oficina.
Temiendo que alguien sospechara algo al encontrarlo, le limpió el polvo de todo el traje con
una franela que había sobre la mesa, la cual crujió al ser desplegada, haciendo que nuestro
hombre rogara por favor que fuera un pañuelo de sonarse la nariz.
Habiendo colocado al jefe en la misma posición en que lo había encontrado, se tomó un
momento para estirar, ya que el trabajo que requirió moverlo le había resentido las hernias, y
pensó que al llegar a casa debería colocarse algo caliente en la espalda si quería tener sexo
esa noche.
Buscó en el escritorio el sello oficial del jefe, se legalizó su propio cheque, y luego bajó a
buscar a María para devolverle las llaves. Fue a finalizar el papeleo del día a su oficina, y
cuando dieron las seis de la tarde, arrió a todos afuera de la fábrica, no sin recibir miradas de
extrañeza ante su falta de calzado, la cual revelaba que uno de sus dedos se escapaba por la
punta de su media derecha.
Unos diez minutos más tarde, cuando frenó con el auto en una luz roja en la avenida
Belgrano, se golpeó la frente y exclamó -Me olvidé de ponerle el scon de vuelta en la mano.

83
Epílogo:
Donde crece el trigo

84
Sangre y tierra

Hoy, habiendo transcurrido tres largas semanas desde nuestra partida del puerto, encontramos
el lugar donde se asentará nuestro fuerte. Tan solo un punto más en la frontera a los ojos de
los bonaerenses.
Cruzando una colina camino al sur lo vimos. Lo acompaña un río ancho, un bosque robusto,
y una suave tierra rojiza.
Avanzando avistamos un par de serpientes matándose a mordiscos entre sí. Algunos de mis
hombres indicaron que esto podía ser un mal augurio, bestias que matan bestias. Pero la
realidad es que la sangre hace crecer al trigo, y si la muerte y el dolor son parte de estas
llanuras, yo pronóstico campos verdes y un futuro largo para los hijos de sus colonos.

Extracto del diario personal de Fernando Antonio de Salazar y Salcedo


Capitán de exploración
Trece de Junio de 1778

85
Índice/año de la historia/página:

I. Los Ausentes - 2002/2003 - pág, 3


II. No hay funerales en Vermedes - 1871 - pág, 18
III. El Yepalgué viste de rojo - 1840 - pág 28
IV. La interpretación - 1913 - pág, 42
V. Instrucciones para hacer una máquina del tiempo - 1980 - pág, 47
VI. Pedagogía para novatos - 2018 - pág, 57
VII. Un día más en Vermedes - 1932 - pág, 64
VIII. La escasez de mulitas - 1806 - pág, 66
IX. Un jefe frío - 1952 - pág, 78
X. Epílogo: Donde crece el trigo - 1778 - pág, 84

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