En el vasto y peligroso continente de Golarion, en la árida y hostil
región conocida como Bastión de Belkzen, nació un paladín decidido a marcar la diferencia en medio del caos y la oscuridad. Su nombre era Arik Vakar, y su historia es la de un hombre cuya fe inquebrantable, determinación inigualable y permanente sonrisa lo llevaron a convertirse en un faro de esperanza en un lugar sumido en la desesperanza. Arik nació en una pequeña aldea en las estériles tierras de Bastión de Belkzen, en la costa sur del río Esk, donde las tribus de orcos y monstruos bárbaros gobernaban sin piedad. Desde joven, Arik fue criado por sus padres, quienes le inculcaron los valores de la caridad y la lealtad hacia los demás, enseñándole a amar y respetar a todos los seres vivos, sin importar su raza o creencias. Además de sus padres siempre escuchó las leyendas de Amahlia de Steyr. Así que siempre podía le llevaba comidas y ropajes a la protectora de “La batalla de la última esperanza”. Sin embargo, la paz en la aldea de Arik no duraría mucho tiempo. Las hordas de orcos y sus líderes brutales avanzaron, dejando un rastro de destrucción y muerte a su paso. La aldea de Arik no fue una excepción, y en un fatídico día, los invasores asesinaron a sus padres y saquearon todo a su paso. A pesar del dolor y la pérdida, Arik no permitió que el odio y la venganza se apoderaran de su corazón. En cambio, encontró consuelo y fuerza en la fe en la diosa Sarenrae, la diosa del sol y de la redención. Arik juró servir a Sarenrae y dedicar su vida a luchar contra la injusticia y el mal en el mundo. En una de sus muchas batallas Arik se encontró ante una mujer humana cuyos hijos habían sido atacados por los orcos. Estaban destrozados y envenenados, el veneno los dejó moribundos, a pesar de ser semi orcos parecían flojos y débiles. Arik miró a aquella mujer a los ojos y le prometió que salvaría a sus hijos. Hizo todo lo posible, incluso lo imposible por conseguir salvar a aquellos niños. No pudo, tras una semana de búsqueda recibió la noticia de que aquellos niños había fallecido. Se presentó en cuanto pudo delante de aquella mujer, y con lagrimas en los ojos pidió perdón, se disculpó, por no haber encontrado la cura, se disculpó por no haber cumplido su promesa, se disculpó por mentiroso y finalmente se disculpó porque en su interior, el era el culpable de que ya no estuvieran entre los vivos. Tras aquello miró a la mujer a los ojos e hizo su primer juramento; juró siempre ser leal; a sus amigos, a sus compañeros y especialmente a sus palabras, y desde ese mismo instante jamás volvió a pronunciar una sola palabra que no pudiera cumplir. A medida que crecía, Arik se convirtió en un defensor incansable de los oprimidos y los desfavorecidos en Bastión de Belkzen. Armado con su fe, su espada y su sonrisa, recorrió la región, enfrentándose a orcos y monstruos, liberando aldeas y protegiendo a los inocentes. Su reputación creció y muchos comenzaron a llamarlo la “Llama de esperanza". Su vida entera estuvo rodeada de guerra, sangre y masacres, y a pesar de que el hacia todo lo posible por evitarlas muchas veces el mismo era quien las causaba, pero no podía hacer más si no se rendian, si no se arrepentían, si no estaban dispuestos a cambiar. Para no perder la cabeza en una vida repleta de violencia juro ante la flor del amanecer que siempre ayudaría a quien le necesitara, para así no perderse ante la venganza o ante la ira, y para afianzar más sus promesas. Arik había oído hablar de las tres sagas que aterrorizaban Bastión de Belkzen. Eran conocidos por su crueldad y su desprecio por la vida de los inocentes. Estos grupos despiadados saqueaban aldeas, atacaban caravanas y sembraban el miedo por donde pasaban. Las historias de sus atrocidades llegaron a oídos de Arik, y una mezcla de indignación y determinación se encendió en su corazón. Un día, mientras Arik patrullaba los límites de su aldea, encontró a un grupo de sobrevivientes que habían sido atacados por las sagas. Eran hombres, mujeres y niños despojados de todo lo que tenían. Sus lágrimas y gritos de angustia resonaron en los oídos de Arik, y en ese momento supo que no podía quedarse de brazos cruzados mientras el mal seguía reinando. Con su armadura reluciente y su espada en mano, Arik juró ante el cielo que haría todo lo que estuviera en su poder para detener a las sagas y proteger así a los inocentes de Bastión de Belkzen. Sabía que enfrentarse a ellos significaba adentrarse en territorio peligroso y desconocido, pero estaba dispuesto a asumir ese riesgo por el bien de su pueblo y su juramento.