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San Ag..
San Ag..
Para San Agustín, el ser humano anhela alcanzar la felicidad llegando al bien
supremo, Dios. Pero el disfrute de la felicidad requiere conocer la verdad, que puede
buscarse por dos caminos, uno filosófico que representa el camino de la razón, y otro
religioso encarnado en la fe. Razón y fe no son incompatibles. Ambas deben colaborar: la fe
dirige nuestra inteligencia en la búsqueda de la verdad y la razón nos permite entender los
contenidos de la fe. San Agustín acaba por concluir que para alcanzar la Verdad, Dios, debe
partirse de la fe. De ahí la máxima agustiniana: entiende para creer y cree para entender.
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La teoría agustiniana del conocimiento indica un proceso que avanza de lo exterior a
lo interior, y de lo interior a lo superior. Parte del conocimiento sensible, que por su
variabilidad no garantiza ninguna certeza, y asume el escepticismo allá en donde la certeza
sea inalcanzable. Considera, sin embargo, que es la certeza indubitable la que proporciona
autoconciencia. En su búsqueda de la Verdad, el pensador fracasa en su raciocinio (dada la
divergencia en los caminos asumidos por el hombre), y es aquello lo que le garantiza su
pensamiento y, por tanto, la certeza indubitable de su existencia. Partiendo de esta certeza,
encontraremos la Verdad en el seno del hombre.
San Agustín distingue entre ciencia, que se encarga de ordenar los datos sensibles, y
sabiduría, que se logra por medio del entendimiento y de su capacidad para percibir lo que
está más allá de los sentidos, lo inteligible.
Ahora bien, ¿cómo consigue el alma obtener verdades necesarias? Puesto que no las
puede extraer de los sentidos, ya que estos no son inmutables, San Agustín recurre a la
doctrina de la iluminación que explica de la siguiente manera: una luz divina, que procede de
Dios, se extiende sobre las verdades eternas, las cuales se hacen luminosas para el intelecto.
Conocer la verdad significa comprender cómo Dios hace realidad, a partir de la nada,
sus ideas. La iluminación nos lleva al conocimiento de nuestro origen (la razón de la creación
divina) y a admitir, mediante la certeza de sí, la dependencia ontológica del hombre respecto
de Dios (existo, luego soy creación de Dios).
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que pueda dar explicación de su origen. Así pues, el conocimiento de las verdades
universales es la prueba más clara de la existencia de Dios.
La noción del alma adopta en San Agustín un doble sentido. Es el principio vital,
común a los animales y que conforma lo que denomina hombre exterior; También se habla de
alma como alma racional, que consciente de su naturaleza dependiente de Dios, busca
trascenderse a sí misma mediante el autoconocimiento y contacto con la Verdad, Dios. Por
ello, el alma toma conciencia de las limitaciones humanas y de la necesidad de la intervención
divina en el ascenso hacia Dios.
El alma aparece como una sustancia dotada de razón que se encarga de regir el cuerpo.
Su postura es abiertamente dualista, pues concibe al hombre como compuesto por cuerpo y
alma, que siendo diferentes conforman una unidad. El alma se diferencia del cuerpo material
por su espiritualidad y su inmortalidad.
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San Agustín rechaza la doctrina platónica de la reencarnación y sostiene el
traducianismo, según el cual el alma pasa de padres a hijos, transmitiendo el pecado original
que cometió Adán al desobedecer a Dios. Desde entonces el alma no puede salvarse por sí
sola y necesita de la gracia, una ayuda especial de Dios, que la impulsa evitar el amor a lo
sensible y la tendencia a amar la virtud, único camino que garantiza la salvación.
La finalidad del hombre es la unión beatífica con Dios. Por tanto, será el amor quien
animará tanto el modo de actuación con los demás, como la misma búsqueda de Dios. Pero el
hombre por sí solo no puede alcanzar esa participación en el bien inmutable que se requiere
para lograr la felicidad, y es ahí donde interviene la gracia divina.
Para San Agustín, la voluntad, a pesar de ser libre, está sujeta a una obligación moral
que hunde sus raíces en los supuestos metafísicos cristianos. La voluntad, al carecer de una
visión adecuada de Dios, está en disposición de apartarse del Bien inmutable, es decir, de
Dios, para seguir los bienes mutables, alejando su atención de la verdad para reparar en los
placeres terrenales, y en esa capacidad estriba su libertad. Existe, sin embargo, una cierta
conciencia de la existencia de leyes morales, impresas en el corazón del hombre.
El hombre, tras el pecado original y gracias a la libertad que dominan sus acciones, se
enfrenta al mal, opuesto a la perfección moral, que consiste en alejarse de la voluntad de
Dios. La causa del mal moral no es el Dios creador, sino la libre voluntad del hombre. El mal
no se entiende como cosa pues, como tal, tendría que haber sido creada de modo que la
responsabilidad recaería sobre Dios. San Agustín, en su final pensamiento abandonado el
maniqueísmo concibe el mal no como una realidad positiva, sino como privación. El mal
moral es una privación del rectitud moral en el comportamiento del hombre, una voluntad que
se aparta del camino adecuado.
San Agustín distingue entre mal físico y mal moral. Una creación en la que todo es
dado por Dios, el ser, es una creación buena, tanto más en el grado en el que se reproducen
en la materia las ideas divinas. Toda deficiencia proviene de la materia misma, inherente a
todo ser natural y finito. El mal no proviene de Dios, sino que es el no-ser. El mal es
privación de ser, no ser y, no existe como entidad positiva. San Agustín explica así el mal
físico, sin conceder mayor valor a enfermedades, epidemias o catástrofes naturales.
El mal moral, el causado por el hombre por su comportamiento injusto con sus semejantes,
es una consecuencia de la falta de Adán por la cual entró el pecado en el mundo y la
naturaleza humana cayó de su estado inicial. El mal se remonta así a la libertad de la elección
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humana (libre albedrío), a la voluntad libre, con la que el hombre elige pecar o no pecar. No
podemos, por tanto, hacer responsable a Dios del mal moral, aunque haya creado libre al
hombre, puesto que la libertad es un bien. El mal uso por el primer hombre de su libertad al
haber elegido pecar y apartarse de Dios es la causa de la entrada del mal moral en el mundo.
Es cierto que Dios sabía de antemano, dado su omniconsciencia, que el hombre produciría el
mal moral, pero estimó que de ese mal se podía extraer un gran bien, como es el castigar a los
pecadores y premiar a aquellos que han actuado virtuosamente según los designios de Dios.
San Agustín será el primero que intente analizar sistemáticamente el sentido del
desarrollo de la historia desde una perspectiva filosófica, aunque siempre en conexión con la
teología cristiana. Defiende un desarrollo lineal de la historia, necesaria para la esperanza de
salvación, frente a la visión cíclica de la cultura griega. Se trata de una noción de la historia
basada en la Providencia, pues su desarrollo está controlado por la voluntad de Dios,
encaminados a la consecución del bien universal.
San Agustín expuso esta concepción en su obra La ciudad de Dios, donde distingue
dos categorías de seres humanos, que constituyen dos ciudades diferentes: la ciudad de Dios,
formada por individuos que en el amor a Dios llegan hasta el desprecio de sí mismos, y la
ciudad terrenal, compuesta por aquellos que, partiendo del amor propio, llegan hasta el
desprecio de Dios. Éstos constituyen el llamado linaje de Caín. La historia de la humanidad
aparece como una dialéctica entre los caracteres que definen una y otra ciudad. La ciudad de
Dios es la de los elegidos y la terrenal, la de los condenados.
La teoría política
San Agustín considera que para que el Estado cumpla con su verdadero papel, la
justicia, debe guiarse por el amor a Dios y por los valores espirituales. Esta tarea compete a la
Iglesia, que es la única sociedad perfecta y supera al Estado.
Estado o Iglesia se regirán por los valores espirituales y buscarán en sus actuaciones
los intereses divinos, no los terrenales, construyendo una ciudad perfecta y justa.
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El Estado sigue la ley positiva, establecida por la autoridad, y la Iglesia, la ley natural.
Para San Agustín, la ley natural, que Dios ha puesto en el corazón humano y cuya
manifestación exterior es la doctrina cristiana, debe ser también la inspiradora de la ley
positiva establecida por el Estado. De aquí la preeminencia legislativa de la Iglesia.
Del planteamiento de que el Estado debe regirse por intereses espirituales surge el
Cesaropapismo y el Agustinismo político. Según el Cesaropapismo, dado que la Iglesia es
la comunidad de los fieles cristianos que buscan a Dios y la justicia, el Estado debería estar
sometido o, al menos, dejarse guiar por la Iglesia, por sus criterios de organización social, ya
que es una sociedad más perfecta. El Agustinismo político nace como una reinterpretación del
pensamiento de San Agustín, según la cual el poder político debe estar sometido al religioso.
La preponderancia de la Iglesia en la Edad Media reforzará dará lugar a la teoría de las dos
espadas: la espada espiritual y la espada material pertenecen a la Iglesia. La primera está en
manos del sacerdote y la segunda en manos del soldado, pero a las órdenes del sacerdote y
bajo el mando del Emperador o rey.