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San Agustín

Contexto histórico sintetizado


Agustín de Hipona se sitúa entre el clásico mundo grecorromano y la era cristiana.
Su filosofía se desarrolla durante el Bajo Impero Romano, caracterizado por una notable
decadencia de las artes, que se hacen teocéntricas. El cristianismo adquiere importancia
tras ser autorizado por el emperador Constantino con la firma del Edicto de Milán,
llegando a convertirse en religión oficial en el año 380 d.C. bajo el gobierno de Teodosio el
Grande, con la firma del tratado de Tesalónica. El cristianismo utilizó el saber filosófico
para apoyar los dogmas de la fe. Esta síntesis dio lugar a la patrística, con representantes
como Tertuliano o San Agustín. Se basaron en el neoplatonismo de Plotino y el estoicismo
de Séneca para elaborar la primera filosofía cristiana, que aborda las relaciones entre la
razón y la fe, la demostración de la existencia de Dios, etc.
Su obra
Su obra Del libre albedrío está escrita en forma de diálogo por influencia del estilo de
Platón y de Cicerón. San Agustín plantea el problema de la liberad, el mal moral y el pecado,
las relaciones entre la fe y la razón o la existencia de Dios. Se llega a plantear si no será la
libertad un mal en vez de un bien, y si ¿nos la habrá dado algún otro ser, un principio
maligno?

El pensamiento filosófico de San Agustín


Razón y fe

Para San Agustín, el ser humano anhela alcanzar la felicidad llegando al bien
supremo, Dios. Pero el disfrute de la felicidad requiere conocer la verdad, que puede
buscarse por dos caminos, uno filosófico que representa el camino de la razón, y otro
religioso encarnado en la fe. Razón y fe no son incompatibles. Ambas deben colaborar: la fe
dirige nuestra inteligencia en la búsqueda de la verdad y la razón nos permite entender los
contenidos de la fe. San Agustín acaba por concluir que para alcanzar la Verdad, Dios, debe
partirse de la fe. De ahí la máxima agustiniana: entiende para creer y cree para entender.

Teoría del conocimiento

San Agustín rechaza que la experiencia sensorial pueda fundamentar la ciencia,


dedicada a la búsqueda de la Verdad. Para alcanzarla, debemos abandonar el conocimiento de
los sentidos por divergir éstos de su naturaleza. El conocimiento sensible es relativo y su
veracidad se ve sujeta las circunstancias que lo rodean, lo cual anula su fiabilidad en dicha
búsqueda. Sin embargo, no rechaza su utilidad en el ámbito de la vida práctica.

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La teoría agustiniana del conocimiento indica un proceso que avanza de lo exterior a
lo interior, y de lo interior a lo superior. Parte del conocimiento sensible, que por su
variabilidad no garantiza ninguna certeza, y asume el escepticismo allá en donde la certeza
sea inalcanzable. Considera, sin embargo, que es la certeza indubitable la que proporciona
autoconciencia. En su búsqueda de la Verdad, el pensador fracasa en su raciocinio (dada la
divergencia en los caminos asumidos por el hombre), y es aquello lo que le garantiza su
pensamiento y, por tanto, la certeza indubitable de su existencia. Partiendo de esta certeza,
encontraremos la Verdad en el seno del hombre.

Seguidamente, ha de emprenderse un camino de ascensión espiritual. San Agustín


introduce el concepto de conocimiento intelectual. El hombre se diferencia de los animales
por poseer razón, cuya función consiste en la búsqueda de las verdades universales, eternas y
necesarias.

San Agustín distingue entre ciencia, que se encarga de ordenar los datos sensibles, y
sabiduría, que se logra por medio del entendimiento y de su capacidad para percibir lo que
está más allá de los sentidos, lo inteligible.

Ciencia y sabiduría no están separadas, ya que en último término, es la Verdad eterna,


que todo lo determina y a toda verdad engloba, la que distinguirá la verdad de la falsedad en
el ámbito de lo sensorial.

Ahora bien, ¿cómo consigue el alma obtener verdades necesarias? Puesto que no las
puede extraer de los sentidos, ya que estos no son inmutables, San Agustín recurre a la
doctrina de la iluminación que explica de la siguiente manera: una luz divina, que procede de
Dios, se extiende sobre las verdades eternas, las cuales se hacen luminosas para el intelecto.

Conocer la verdad significa comprender cómo Dios hace realidad, a partir de la nada,
sus ideas. La iluminación nos lleva al conocimiento de nuestro origen (la razón de la creación
divina) y a admitir, mediante la certeza de sí, la dependencia ontológica del hombre respecto
de Dios (existo, luego soy creación de Dios).

El tema de Dios y la Creación en San Agustín

Para llegar al conocimiento de Dios el hombre debe de la autoconciencia (certeza de


sí). La introspección agustiniana consiste en un proceso mediante el cual el alma humana,
consciente de la naturaleza incierta de las impresiones sensibles, a través de la penetración en
sí misma, puede reconocer en ella misma verdades que la índucen a buscar su fundamento
fuera de sí: no vayas fuera, vuélvete hacia ti mismo, pues en el interior del hombre es donde
habita la verdad. El principio de interioridad es el punto de partida para llegar hasta Dios.

El autoconocimiento (conocimiento del contenido del alma) es necesario para el


conocimiento de las verdades universales, eternas y necesarias. La presencia de dichas
verdades en el interior del hombre exige la existencia de un ser necesario, inmutable y eterno,

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que pueda dar explicación de su origen. Así pues, el conocimiento de las verdades
universales es la prueba más clara de la existencia de Dios.

San Agustín no intenta proporcionar una demostración sistemática de la existencia


divina, por estar más interesado en el conocimiento interior de Dios que en la especulación
filosófica de su existencia.

El lograr la prueba de Dios implica llevar la conciencia a su máxima capacidad. En


ello mostramos que hay algo más digno y perfecto que la razón humana, la percepción de la
unidad última por encima de la realidad sensible. Por otro lado, también demuestra la
existencia de Dios por el orden del universo, que requiere un supremo ordenador del mismo,
y por la teoría del consenso universal, que defiende que Dios existe porque la mayoría de los
seres humanos afirman que existe una divinidad creadora del mundo.

Con la demostración de la existencia de Dios queda determinada su esencia y sus


principales características: la inmutabilidad, la perfección, la infinitud y la estabilidad, en
contraposición con el resto de los seres.

San Agustín defiende el ejemplarismo. Dios, que es trascendente al mundo, lo ha


creado de la nada tomando como prototipos las ideas que están en su Mente y que actúan
como ejemplares a los que se adecuan los seres creados, los cuales pierden, en diferente
grado, la perfección del ejemplar divino por la incorporación de materia. Por otro lado, no
todos los seres existen desde el principio, sino que Dios implanta en la materia las razones
seminales de todos ellos, y luego van desarrollándose en el tiempo preciso que la Providencia
(la voluntad de Dios) ha dispuesto para su aparición.

La creación no es eterna, sino creada en el tiempo y, además, es divina, instantánea y


total. El relato bíblico de los seis días es una alegoría y todo es creado por Dios de modo
directo. El tiempo nace como parte de la creación y, por eso, dado que la eternidad de Dios es
ajena al tiempo, carece de sentido la pregunta ¿qué hacía Dios antes de crear el mundo?

El tema del alma en San Agustín

La noción del alma adopta en San Agustín un doble sentido. Es el principio vital,
común a los animales y que conforma lo que denomina hombre exterior; También se habla de
alma como alma racional, que consciente de su naturaleza dependiente de Dios, busca
trascenderse a sí misma mediante el autoconocimiento y contacto con la Verdad, Dios. Por
ello, el alma toma conciencia de las limitaciones humanas y de la necesidad de la intervención
divina en el ascenso hacia Dios.

El alma aparece como una sustancia dotada de razón que se encarga de regir el cuerpo.
Su postura es abiertamente dualista, pues concibe al hombre como compuesto por cuerpo y
alma, que siendo diferentes conforman una unidad. El alma se diferencia del cuerpo material
por su espiritualidad y su inmortalidad.

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San Agustín rechaza la doctrina platónica de la reencarnación y sostiene el
traducianismo, según el cual el alma pasa de padres a hijos, transmitiendo el pecado original
que cometió Adán al desobedecer a Dios. Desde entonces el alma no puede salvarse por sí
sola y necesita de la gracia, una ayuda especial de Dios, que la impulsa evitar el amor a lo
sensible y la tendencia a amar la virtud, único camino que garantiza la salvación.

La ética en San Agustín

La finalidad del hombre es la unión beatífica con Dios. Por tanto, será el amor quien
animará tanto el modo de actuación con los demás, como la misma búsqueda de Dios. Pero el
hombre por sí solo no puede alcanzar esa participación en el bien inmutable que se requiere
para lograr la felicidad, y es ahí donde interviene la gracia divina.

Para San Agustín, la voluntad, a pesar de ser libre, está sujeta a una obligación moral
que hunde sus raíces en los supuestos metafísicos cristianos. La voluntad, al carecer de una
visión adecuada de Dios, está en disposición de apartarse del Bien inmutable, es decir, de
Dios, para seguir los bienes mutables, alejando su atención de la verdad para reparar en los
placeres terrenales, y en esa capacidad estriba su libertad. Existe, sin embargo, una cierta
conciencia de la existencia de leyes morales, impresas en el corazón del hombre.

El hombre, tras el pecado original y gracias a la libertad que dominan sus acciones, se
enfrenta al mal, opuesto a la perfección moral, que consiste en alejarse de la voluntad de
Dios. La causa del mal moral no es el Dios creador, sino la libre voluntad del hombre. El mal
no se entiende como cosa pues, como tal, tendría que haber sido creada de modo que la
responsabilidad recaería sobre Dios. San Agustín, en su final pensamiento abandonado el
maniqueísmo concibe el mal no como una realidad positiva, sino como privación. El mal
moral es una privación del rectitud moral en el comportamiento del hombre, una voluntad que
se aparta del camino adecuado.

La libertad es la capacidad, en potencia, de elección que posee el hombre. Sin


embargo, el libre albedrío es la elección, en acto, entre alternativas. Es la manifestación de
nuestra libertad. De esta manera el orden moral tiene sentido.

San Agustín distingue entre mal físico y mal moral. Una creación en la que todo es
dado por Dios, el ser, es una creación buena, tanto más en el grado en el que se reproducen
en la materia las ideas divinas. Toda deficiencia proviene de la materia misma, inherente a
todo ser natural y finito. El mal no proviene de Dios, sino que es el no-ser. El mal es
privación de ser, no ser y, no existe como entidad positiva. San Agustín explica así el mal
físico, sin conceder mayor valor a enfermedades, epidemias o catástrofes naturales.

El mal moral, el causado por el hombre por su comportamiento injusto con sus semejantes,
es una consecuencia de la falta de Adán por la cual entró el pecado en el mundo y la
naturaleza humana cayó de su estado inicial. El mal se remonta así a la libertad de la elección

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humana (libre albedrío), a la voluntad libre, con la que el hombre elige pecar o no pecar. No
podemos, por tanto, hacer responsable a Dios del mal moral, aunque haya creado libre al
hombre, puesto que la libertad es un bien. El mal uso por el primer hombre de su libertad al
haber elegido pecar y apartarse de Dios es la causa de la entrada del mal moral en el mundo.
Es cierto que Dios sabía de antemano, dado su omniconsciencia, que el hombre produciría el
mal moral, pero estimó que de ese mal se podía extraer un gran bien, como es el castigar a los
pecadores y premiar a aquellos que han actuado virtuosamente según los designios de Dios.

La ciudad de Dios y el sentido de la historia. Y su obra: La ciudad de Dios

San Agustín será el primero que intente analizar sistemáticamente el sentido del
desarrollo de la historia desde una perspectiva filosófica, aunque siempre en conexión con la
teología cristiana. Defiende un desarrollo lineal de la historia, necesaria para la esperanza de
salvación, frente a la visión cíclica de la cultura griega. Se trata de una noción de la historia
basada en la Providencia, pues su desarrollo está controlado por la voluntad de Dios,
encaminados a la consecución del bien universal.

Habla de una historia de la redención, de una teología de la historia, porque su


verdadero sujeto es Dios, que lleva a cabo la salvación de los virtuosos mediante sucesivos
acontecimientos históricos que marcan el progreso hacia la meta final. Acontecimientos tales
como el pacto con su pueblo, la entrega de la ley, el envío de los profetas y el sacrificio
redentor en la cruz. De esto modo, la sucesión del tiempo es lineal, progresiva y escatológica
(tendente a un fin último).

San Agustín expuso esta concepción en su obra La ciudad de Dios, donde distingue
dos categorías de seres humanos, que constituyen dos ciudades diferentes: la ciudad de Dios,
formada por individuos que en el amor a Dios llegan hasta el desprecio de sí mismos, y la
ciudad terrenal, compuesta por aquellos que, partiendo del amor propio, llegan hasta el
desprecio de Dios. Éstos constituyen el llamado linaje de Caín. La historia de la humanidad
aparece como una dialéctica entre los caracteres que definen una y otra ciudad. La ciudad de
Dios es la de los elegidos y la terrenal, la de los condenados.

Se atribuye un papel preponderante a la Iglesia en tanto que encargada de mantener


los principios del cristianismo.

La teoría política

San Agustín considera que para que el Estado cumpla con su verdadero papel, la
justicia, debe guiarse por el amor a Dios y por los valores espirituales. Esta tarea compete a la
Iglesia, que es la única sociedad perfecta y supera al Estado.

Estado o Iglesia se regirán por los valores espirituales y buscarán en sus actuaciones
los intereses divinos, no los terrenales, construyendo una ciudad perfecta y justa.

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El Estado sigue la ley positiva, establecida por la autoridad, y la Iglesia, la ley natural.
Para San Agustín, la ley natural, que Dios ha puesto en el corazón humano y cuya
manifestación exterior es la doctrina cristiana, debe ser también la inspiradora de la ley
positiva establecida por el Estado. De aquí la preeminencia legislativa de la Iglesia.

El origen de la autoridad está en Dios, de quien se deriva todo poder. La forma de


gobierno es para San Agustín irrelevante pues, según la Providencia divina, cada pueblo se
gobierna de la forma concreta que en cada momento está en los planes de Dios. Como es Dios
quien legitima el poder, la Iglesia puede investir a los gobernantes como representantes del
poder divino en la tierra.

Aun manteniendo la separación entre ambos poderes, considera que la Iglesia


requiere el apoyo del poder del Estado para reforzar la implantación de los valores cristianos,
pues la Iglesia sólo tiene poder moral.

Del planteamiento de que el Estado debe regirse por intereses espirituales surge el
Cesaropapismo y el Agustinismo político. Según el Cesaropapismo, dado que la Iglesia es
la comunidad de los fieles cristianos que buscan a Dios y la justicia, el Estado debería estar
sometido o, al menos, dejarse guiar por la Iglesia, por sus criterios de organización social, ya
que es una sociedad más perfecta. El Agustinismo político nace como una reinterpretación del
pensamiento de San Agustín, según la cual el poder político debe estar sometido al religioso.
La preponderancia de la Iglesia en la Edad Media reforzará dará lugar a la teoría de las dos
espadas: la espada espiritual y la espada material pertenecen a la Iglesia. La primera está en
manos del sacerdote y la segunda en manos del soldado, pero a las órdenes del sacerdote y
bajo el mando del Emperador o rey.

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