Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
El Faro P. D. James 16565 Spa
El Faro P. D. James 16565 Spa
El faro
Adam Dalgliesh - 13
ePub r1.0
Pesas5802 30.03.15
Título original: The lighthouse
P. D. James, 2007
Traducción: Francisco Rodríguez de Lecea
—Puede haber sido limpiada, no por el asesino, sino por alguien que
intentaba protegerle —intervino Benton.
Sentados los tres en torno a la mesa, Dalgliesh fijó el programa para el
resto del día. Había distancias que medir, la posibilidad de que Padgett viera
desde Puffin Cottage a Oliver caminando hacia el faro y el cálculo del
tiempo que tardaría en llegar hasta el faro por el acantilado inferior; y todo
el faro debía ser examinado meticulosamente en busca de posibles pistas, y
convenía interrogar individualmente de nuevo a todos los sospechosos.
Siempre era posible que después de una noche de reflexión algún elemento
nuevo surgiera a la luz.
Ahora que la doctora Glenister había confirmado oficialmente que se
trataba de un asesinato, era hora de telefonear a Geoffrey Harkness al Yard.
No esperaba que el vicecomisionado se sintiera satisfecho con el veredicto;
tampoco él lo estaba.
—Va a necesitar soporte técnico ahora —dijo—, SOCO y expertos en
huellas digitales. Lo más razonable sería pasar el caso a Devon y
Cornualles, pero eso no gustará a determinadas personas de Londres, y por
supuesto es lógico que lleve usted el caso, ya que está ahí. ¿Qué
posibilidades hay de obtener resultados en un plazo de, digamos, los
próximos dos días?
—Es imposible decirlo.
—¿Pero no tiene duda de que su hombre sigue en la isla?
—Creo que podemos estar razonablemente seguros.
—Entonces el trabajo no le llevará mucho tiempo, con un número tan
reducido de sospechosos. Como le he dicho, tengo la sensación de que en
Londres preferirán que usted siga con el caso, pero se lo haré saber en
cuanto tomemos una decisión. Mientras tanto, buena suerte.
3
El despacho de la señora Burbridge era una habitación pequeña en el primer
piso del ala oeste, pero su apartamento privado estaba en el segundo piso.
Como solo la torre disponía de ascensor, se llegaba a él o bien por las
escaleras que arrancaban de la puerta trasera de la planta baja, o bien por el
ascensor, pasando por delante del despacho de Maycroft y cruzando
después la biblioteca. La puerta pintada de un blanco reluciente tenía una
placa de latón con el nombre y un timbre, signos ambos del estatus del ama
de llaves y de su derecho a la intimidad. Dalgliesh había concertado una
cita y la señora Burbridge acudió rápidamente al zumbido casi
imperceptible del timbre y recibió a Kate y a él como si fueran huéspedes
esperados, pero no como si estuviera deseando verles. Con todo, no se
mostró descortés. Siempre es necesario atender a las exigencias de la
hospitalidad.
El vestíbulo en el que entraron era inesperadamente amplio, y antes
incluso de que la puerta se cerrara a su espalda, Dalgliesh se dio cuenta de
que se encontraba en un territorio más personal de lo que esperaba
encontrar en Combe. Al venir a la isla, la señora Burbridge había traído con
ella las reliquias acumuladas por varias generaciones: recuerdos de familia
o de entusiasmos transitorios o más duraderos, y muebles típicos de otras
épocas en excelente estado de conservación pero colocados en aquel lugar,
no tanto porque se adaptaran a él, como por devoción familiar. Un escritorio
de caoba con cabecera en forma de arco mostraba una colección de figuras
de Staffordshire discordantes tanto en el tamaño como en el tema. John
Wesley predicaba desde el púlpito junto a un gran retrato de Shakespeare
con las piernas elegantemente cruzadas, una mano sosteniendo la amplia
frente, la otra descansando en un rimero de libros encuadernados, Las
piernas de Dick Turpin montado en un diminuto caballo bailaban sobre una
reina Victoria de sesenta centímetros con los atributos de emperatriz de la
India. Al fondo, unas sillas, dos de ellas elegantes, las demás monstruosas
por su tamaño y su forma, estaban dispuestas en una hilera poco acogedora.
Por encima de ellas, el papel descolorido de la pared desaparecía casi por
completo detrás de las pinturas: acuarelas vulgares, óleos de pequeño
tamaño con marcos pretenciosos, algunas fotografías antiguas en sepia,
grabados Victorianos de la vida rural que ninguno de los aldeanos de
aquella época habría reconocido, y un par de delicadas pinturas al óleo de
ninfas bailando con marcos dorados ovalados.
A pesar de tanta superfluidad, a Dalgliesh no le pareció encontrarse en
una tienda de antigüedades, tal vez debido a que los objetos no estaban
dispuestos en función de su valor intrínseco o de sus posibilidades de atraer
la atención de un comprador. En los escasos segundos que tardó en cruzar el
recibidor detrás de la señora Burbridge y de Kate, pensó: «La generación de
nuestros padres cargaba con su pasado plasmado en pintura, porcelana y
madera; nosotros nos deshacemos de ese pasado. Incluso nuestra historia
nacional es enseñada o recordada en función de lo peor que hicimos, no de
lo mejor». Su mente volvió a su propio apartamento a orillas del Támesis, y
a su parco mobiliario, con algo demasiado parecido a una culpabilidad
irracional para no incomodarlo. Las pinturas y los muebles familiares que
había seleccionado para conservarlos y utilizarlos eran los que le gustaban
personalmente y le resultaba agradable contemplar. La plata de la familia
estaba en la caja fuerte de un banco; ni la necesitaba, ni tenía tiempo para
limpiarla. Las pinturas de su madre y la biblioteca teológica de su padre
habían sido regaladas a unos amigos. ¿Y qué harían, se preguntó, los hijos
de esos amigos con una herencia indeseada? Para los jóvenes, el pasado es
siempre un estorbo. ¿Qué querría, en el caso de que lo quisiera, aportar
Emma a su vida en común? Y de inmediato le asaltó la misma duda
insidiosa. ¿Tendrían una vida en común?
—Estaba acabando de poner un poco de orden en mi cuarto de costura
—estaba diciendo la señora Burbridge—. Tal vez no les importe
acompañarme allí unos minutos, y en seguida nos instalaremos en la sala de
estar, donde estarán más cómodos.
Les condujo a una habitación, al fondo del pasillo, tan diferente del
abarrotado recibidor que a Dalgliesh le costó no exteriorizar su sorpresa.
Tenía unas proporciones elegantes y mucha luz, con dos grandes ventanas
orientadas a poniente. Era innegable a primera vista que la señora
Burbridge era una bordadora de gran talento, y que la habitación estaba
dedicada a ese arte. Además de dos mesas de madera colocadas en ángulo
recto y cubiertas con una pieza blanca de tela, en una pared estaba dispuesta
una hilera de cajas a través de cuyo frente de celofán podía verse relucir los
carretes de sedas de distintos colores. Junto a otra pared, un gran cofre
abierto contenía telas de seda enrolladas. Al lado, un tablero de corcho
estaba cubierto con pequeñas muestras y fotografías en color de frontales de
altar y capas pluviales y estolas bordadas. Había aproximadamente dos
docenas de diseños de cruces, símbolos de los cuatro evangelistas y
diversos santos, y dibujos de palomas que ascendían y descendían. En el
extremo más alejado de la habitación había un maniquí envuelto en una
capa de un color verde intenso, con dos franjas adornadas con bordados de
un delicado dibujo de hojas y flores de primavera.
Sentada junto a la mesa más próxima a la puerta, trabajando en una
estola de color crema, estaba Millie. Dalgliesh y Kate vieron allí a una
muchacha muy distinta de la que habían interrogado el día anterior. Llevaba
una bata de color blanco, el pelo sujeto en la nuca con una cinta también
blanca, y unas manos muy limpias con las que pasaba con delicadeza una
aguja fina por el extremo de un dibujo de seda en relieve. Dirigió una rápida
mirada a Dalgliesh y Kate, y se inclinó de nuevo sobre su labor. Su cara
aniñada de rasgos pronunciados estaba tan transformada por su
concentración que parecía casi hermosa, además de muy joven.
La señora Burbridge se acercó a ella y examinó la labor, que para
Dalgliesh era invisible. Su voz fue un suave susurro de aprobación.
—Sí, sí, Millie. Está muy bien. Bien hecho. Puedes dejarlo ahora.
Vuelve esta tarde, si te apetece.
Millie se puso de mal humor.
—Puede que venga y puede que no. Tengo otras cosas que hacer.
La estola había quedado colocada sobre un pequeño paño de algodón
blanco. Millie clavó su aguja en una esquina, dobló el paño sobre la pieza, y
luego se quitó la bata y la cinta del pelo y las colgó en un armario ropero,
junto a la puerta. Ya dispuesta, lanzó su andanada de despedida:
—Me parece que los polis no tendrían que venir a molestarnos cuando
estamos trabajando.
—Están aquí porque yo les he invitado, Millie —dijo la señora
Burbridge en voz suave.
—A mí nadie me ha preguntado. Yo también trabajo aquí. Ya tuve
bastantes polis ayer.
Millie se fue, y la señora Burbridge comentó:
—Estará de vuelta esta tarde. Le gusta la costura y se ha convertido en
una bordadora muy hábil en el poco tiempo que lleva aquí. Le enseñó su
abuela, y por lo que veo es lo más común entre las jóvenes. Estoy
intentando convencerla de que siga un curso de City and Guilds, pero es
difícil. Y por supuesto, está el problema de dónde vivirá si se marcha de la
isla.
Dalgliesh y Kate se sentaron junto a la larga mesa mientras la señora
Burbridge iba de un lado a otro de la habitación y enrollaba un patrón
transparente para lo que era sin duda un frontal de altar, guardaba los
carretes de seda en las cajas según su color, y volvía a colocar las sedas en
el cofre.
—La capa es muy bella —dijo Dalgliesh, mirándola—. ¿Es suyo el
diseño, además del bordado?
—Sí, es casi la parte más divertida de este trabajo. Ha habido grandes
cambios en el bordado eclesiástico desde la última guerra. Probablemente
recuerda usted que los frontales de altar tenían por lo general solo dos
franjas bordadas para las costuras con un motivo central estándar, sin nada
nuevo ni original. Fue en los años cincuenta cuando apareció la tendencia a
un diseño más imaginativo propio de mediados del siglo veinte. Yo estaba
haciendo entonces mis exámenes en City and Guilds, y me interesó mucho
lo que vi. Pero soy solo una aficionada. No hago más que bordados en seda.
Hay gente que hace trabajos mucho más originales y complicados. Yo
empecé cuando el frontal del altar de la parroquia de mi marido empezó a
descoserse, y el custodio del vicario sugirió que yo podría bordar uno
nuevo. Trabajo sobre todo para amigos míos, aunque desde luego me pagan
el material y las ayudas, un dinero que yo le doy a Millie. La capa es un
regalo para un obispo que se jubila. El verde, desde luego, es el color
litúrgico de la Epifanía y la Trinidad, pero me ha parecido que le gustarían
las flores de primavera.
—Esas vestiduras, cuando están terminadas, deben de ser pesadas y
valiosas —dijo Kate—. ¿Cómo las envía a los destinatarios?
—Adrián Boyde solía llevarlas. Le daba una oportunidad rara, pero creo
que bienvenida, de marchar de la isla. Dentro de una semana, espero que
pueda entregar esta capa. Creo que podemos correr el riesgo.
Dijo en voz muy baja las últimas palabras. Dalgliesh esperó.
—Ya he terminado aquí —dijo ella de pronto—. Quizá deseen pasar a la
sala de estar.
Les llevó a una habitación más pequeña y casi tan abarrotada de
muebles como el recibidor, pero sorprendentemente acogedora y
confortable. Dalgliesh y Kate tomaron asiento al lado del fuego en dos
sillones bajos Victorianos con forro de terciopelo y respaldo capitoné. La
señora Burbridge acercó un escabel y se sentó frente a ellos. Hizo el
esperado ofrecimiento de café, que ellos rehusaron dándole las gracias.
Dalgliesh no tenía prisa en abordar el tema de la muerte de Oliver, pero
confiaba en averiguar alguna cosa útil a través de la señora Burbridge. Era
una mujer discreta, pero probablemente podría contarle más cosas de la isla
y de sus residentes que Rupert Maycroft, que había llegado más
recientemente.
—A Millie la trajo aquí Jago a finales de mayo —dijo—. Se había
tomado un día libre para visitar a un amigo en Pentworthy. De vuelta del
pub, vieron a Millie mendigando cerca del puerto. Parecía hambrienta, y
Jago le habló. Siempre ha sentido simpatía por los jóvenes. En cualquier
caso, él y su amigo llevaron a Millie a un puesto de fish-and-chips; al
parecer la muchacha estaba desfallecida, entonces les contó su historia. Es
lo de siempre, me temo. Su padre se fue de casa cuando ella era muy
pequeña, y nunca se llevó bien con su madre ni con la serie de sucesivos
novios de su madre. Se marchó de Peckham y fue a vivir con su abuela
paterna en un pueblo cerca de Plymouth. Aquello funcionó, pero al cabo de
dos años la anciana empezó a sufrir de Alzheimer y fue llevada a una
residencia, y Millie se quedó en la calle. Creo que dijo a los servicios
sociales que volvía a su casa de Peckham, pero nadie lo comprobó. Después
de todo, ya no era una menor y supongo que todos estaban demasiado
ocupados. No podía quedarse en la casa de su abuela. El propietario había
intentado echarlas ya antes, y ella no tenía medios para pagar el alquiler.
Vivió como pudo durante un tiempo hasta que se le acabó el dinero, y
entonces encontró a Jago. Él telefoneó al señor Maycroft desde Pentworthy
y le preguntó si podía traer a Millie por algún tiempo. Una de las
habitaciones de los pabellones de los establos estaba vacía, y la señora
Plunkett necesitaba ayuda en la cocina. Habría sido difícil que el señor
Maycroft dijera que no. Aparte del sentimiento natural de humanidad, Jago
es indispensable en Comlic, y no había posibilidad de que tuviera un interés
sexual en la muchacha.
»Pero claro —exclamó de repente—, ustedes no están aquí para hablar
de Millie. Quieren preguntarme otra vez sobre la muerte de Oliver. Siento
haber estado un poco dura ayer, pero es que la manera como explotó a
Millie fue absolutamente típica. La estaba utilizando, des de luego.
—¿Está usted segura de eso?
—Oh, sí, señor Dalgliesh. Así es como trabajaba él, y así es como vivía.
Observaba a las personas y las utilizaba. Si quería ver a alguien descender a
su infierno particular, se aseguraba por todos los medios de verlo. Está en
sus novelas. Y si no encontraba a nadie con quien experimentar,
experimentaba consigo mismo. Así fue como creo que murió. Si quería
escribir sobre alguien que se ahorcaba, o que tal vez tenía intención de
morir de esa manera, él necesitaba representarlo de la forma más parecida
posible. Pudo llegar hasta colocarse la cuerda alrededor del cuello y pasar al
otro lado de la barandilla. Hay una cornisa de por lo menos veinte
centímetros de ancho o más, y por supuesto podía sujetarse a los barrotes.
Sé que parece una locura pero he estado pensando mucho en eso, todos lo
hemos hecho, y me parece que ésa es la explicación. Fue un experimento.
Dalgliesh podía haber comentado que habría sido un experimento
notablemente estúpido, pero no tuvo que hacerlo. Ella siguió hablando con
algo parecido a la ansiedad en su mirada, como si deseara a toda costa
convencerle:
—Seguramente se sujetó con fuerza a los barrotes. Uno puede tener en
algún momento el impulso de saltar, la necesidad de sentir la muerte
acariciándole la mejilla, y al mismo tiempo saber que todo está bajo control.
¿No es ésa la satisfacción en todos esos deportes de riesgo que practican los
hombres?
La idea no era tan caprichosa. Dalgliesh podía imaginar la mezcla de
terror y júbilo que habría sentido Oliver subido a aquella estrecha franja de
piedra con solo su mano asida al barrote para impedir su caída. Pero él no
se había hecho aquellas marcas en el cuello. Estaba muerto antes, y fue
lanzado a aquella inmensidad.
La señora Burbridge siguió sentada en silencio por un momento, y
pareció reunir sus pensamientos. Luego le miró directamente a los ojos y
dijo con cierta pasión:
—Nadie en esta isla dirá que quería a Nathan Oliver, nadie. Pero la
mayor parte de las cosas que hizo a las personas a las que irritaba eran en
realidad minucias: mal humor, grosería, quejas sobre la inutilidad de Dan
Padgett, sobre la tardanza en la entrega de su comida, sobre el hecho de que
la lancha no siempre estaba disponible cuando él quería dar una vuelta
alrededor de la isla, esa clase de cosas. Pero una cosa que hizo fue una
maldad. Es una palabra que la gente no usa aquí, comandante, pero yo sí la
uso.
—Creo que sé a lo que se refiere, señora Burbridge —dijo Dalgliesh—.
La señora Staveley me lo ha contado.
—Es fácil criticar a Jo Staveley, pero yo nunca lo hago. Adrián habría
muerto de no ser por ella. Ahora está intentando dejar eso atrás, y
naturalmente nunca lo mencionamos. Estoy segura de que usted tampoco lo
hará. No tiene nada que ver con la muerte de Oliver, pero nadie olvidará lo
que hizo. Y ahora, si me excusa, tengo cosas que hacer. Lamento no haber
podido ayudarle.
—Me ha ayudado mucho, señora Burbridge —dijo Dalgliesh—.
Gracias.
Al cruzar la biblioteca, Kate comentó:
—Ella cree que fue Jo Staveley quien lo hizo. La señora Staveley desde
luego tiene sentimientos muy fuertes en relación con lo que le ocurrió a
Adrián Boyde, pero es enfermera. ¿Por qué matarlo de esa manera? Podía
haber puesto a Oliver una inyección letal cuando le extrajo sangre. Pero eso
es ridículo, claro, ella sería la primera sospechosa.
—¿No iría una cosa así contra todos sus instintos? —dijo Dalgliesh—.
Y hemos de recordar que el crimen pudo ser impulsivo, no premeditado.
Pero desde luego, ella tiene fuerza suficiente para hacer pasar el cuerpo de
Oliver por encima de la barandilla, y pudo llegar al faro con facilidad desde
Dolphin Cottage siguiendo el acantilado inferior. Con todo, no consigo ver
a Jo Staveley como una asesina. Pero creo que nunca nos hemos encontrado
con una colección de sospechosos tan inverosímiles.
4
Como esperaba la señora Burbridge, Millie volvió a media tarde, pero no lo
hizo para seguir trabajando en la estola. Pasaron una hora colocando las
madejas de seda de colores en sus cajas en un orden más lógico y
guardando la capa en una larga caja de cartón, después de envolverla con
todo cuidado en papel tisú. La mayor parte de la operación se realizó en
silencio. Luego se quitaron las batas blancas y fueron juntas a la inmaculada
cocina de la señora Burbridge, donde ésta puso a hervir agua para el té.
Bebieron la infusión sentadas a la mesa de la cocina.
La violenta angustia que sintió Millie por la muerte de Oliver aún
duraba, y ahora, después del interrogatorio de Dalgliesh, su estado de ánimo
era el de una condescendencia malhumorada. Pero había cosas que la
señora Burbridge sabía que tenía que decirle. Sentada frente a Millie, se
forzó a sí misma a hablar.
—Millie ¿dijiste la verdad al comandante Dalgliesh, me refiero a la
verdad sobre lo que ocurrió con la nota del doctor Speidel? No estoy
diciendo que hayas mentido, pero a veces nos olvidamos de detalles
importantes, y a veces no lo decimos todo porque estamos intentando
proteger a alguna otra persona.
—Claro que dije la verdad. ¿Quién dice que mentí?
—Nadie lo ha dicho, Millie. Solo quería estar segura.
—Bueno, pues ahora ya está segura. ¿Por qué siguen todos
regañándome por lo mismo…, usted o el señor Maycroft o la policía o
cualquier otro?
—No te estoy regañando. Si me dices que dijiste la verdad, eso es todo
lo que necesito saber.
—Bueno, pues la dije ¿no es así?
La señora Burbridge se obligó a sí misma a continuar.
—Es solo que me preocupo por ti de vez en cuando, Millie. Nos gusta
tenerte aquí, pero la verdad es que no es un buen sitio para una persona
joven. Tienes toda la vida por delante. Necesitas estar junto a otros jóvenes,
tener un trabajo de verdad.
—Tendré un trabajo de verdad cuando yo quiera.