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Didascalia

Lillian Hellman o la ética del artista


Por Leticia Urbina Orduña

Hacia los años cuarenta el senador estadounidense Joseph McCarthy desató una
histérica cacería de brujas contra cualquier sospechoso de ser comunista, lo que
denominó con el eufemismo de “actividades antinorteamericanas”. En 1947 se
emitió una lista negra con los nombres de gente puesta en duda, a quienes se hizo
comparecer en los tribunales, para que —al más puro estilo del Santo Oficio—
confesaran sus crímenes y añadieran nombres a la lista.

Convencidos de que las artes escénicas podían ser vehículos de propaganda,


decenas de actores aparecieron en ellas. El nombre más entrañable de todos ellos
es el de la dramaturga Lillian Hellman. Hija de un humilde zapatero de
ascendencia judía y una madre perteneciente a la más rancia aristocracia
esclavista sureña, Hellman, nacida en Nueva Orleans, Luisiana, en 1905,
presenció las humillaciones a las que su familia materna, venida a menos pero
convencida de su superioridad a niveles casi ridículos, sometía a su padre. Ello
marcó su obra y su vida. Fugazmente casada con el agente teatral Arthur Kober
se divorció y se dedicó a la dramaturgia.

En sus obras Hellman desnudaba la miseria humana de las clases sociales altas
estadounidenses. Una de sus obras más conocidas es The Little Foxes, un retrato
de las intrigas, envidia y rivalidad en una familia sureña que podría ser la de su
propia madre. Otro de sus textos, The Children’s Hour, relata cómo una niña en un
internado destruye la reputación y la vida de dos profesoras al acusarlas de ser
lesbianas.

Su trabajo como dramaturga fue pronto llevado al cine, pero sus actividades en
contra del fascismo y su relación con Dashiel Hammett, autor de El Halcón Maltés,
la pusieron en la mira del macartismo. Hammett era un tipo alcohólico y
autodestructivo lleno de cicatrices, integrante del Partido Comunista de Estados
Unidos (PCEU), pero muy lejano a la aristocracia de la que Hellman provenía y a
la que tanto detestaba: Un hombre que respondía al estereotipo romántico del
“myself man”.

Eso explicaría la atracción que sintió la dramaturga por el hombre con el que
compartiría su lucha política y su vida amorosa de manera intermitente por treinta
años. Hammett fue llamado a declarar ante el Comité McCarthy en 1951 y terminó
encarcelado por desacato al negarse a dar nombres de los integrantes del partido,
pese a haber participado en las dos guerras mundiales y haber demostrado su
lealtad a Estados Unidos. Pocos se explicaban por qué Lillian, su pareja, no había
sido llamada a declarar.

Mientras el comité endurecía su paranoica persecución de comunistas, Hellman


había ido a la Unión Soviética en misión diplomática a petición del gobierno
estadounidense; antes fue en plena Guerra Civil Española como corresponsal a
ese país, pero con la finalidad de apoyar la causa republicana. Como resultado de
ese viaje realizó el documental The Spanish Earth, en el que también participaron
John Dos Passos, Orson Welles y Ernest Hemingway. En sus viajes a Europa
conoció, entre otros, a Louis Aragón, escritor conocido por su filiación comunista.

Todos estos antecedentes harían que el Comité McCarthy finalmente la hiciera


comparecer para obligarla a convertirse en una delatora de actores, dramaturgos,
directores y cineastas. Sin embargo, la escritora se negó a hacerlo con una frase
que hizo historia: “Calumniar a personas inocentes a las que conozco, quiero y
respeto desde hace años para salvarme, me parece inhumano, indecente y
deshonroso”. Con esa frase daba un giro de 180 grados al supuesto monopolio de
la moral por parte del macartismo.

Por más esfuerzos que hizo el comité, Hellman se sostuvo en su postura. “No
puedo y no voy a romper con mi conciencia para adaptarla a las modas de este
año...”. Por un buen tiempo, Hellman no pudo conseguir un trabajo decente, ya no
como dramaturga sino como cualquier cosa. Señalada por sus perseguidores,
llegó a tener un trabajo ínfimo en una granja, pero con un nombre falso. Luego
logró que “una dama puritana”, como ella, que estaba a cargo de los pasaportes le
concediera uno, más por empatía de clase social que por reconocer su inocencia;
así pudo ir a Europa a realizar trabajos de dramaturgia por la quinta parte de lo
que solía cobrar en su país.

Con los años llegó a la presidencia de Estados Unidos Richard Nixon, el más
destacado alumno de Jospeh McCarthy, quien había muerto a los 48 años de
edad con la reputación destruida por sus excesos en la persecución de supuestas
actividades norteamericanas y descubiertas las mentiras que usó para obtener
una condecoración como héroe de guerra. El propio Nixon se vería obligado a
renunciar a la presidencia, tras una investigación por el caso Watergate. La
extrema derecha estadounidense que se asumía como la dueña de la moral
pública terminó, para decirlo con una frase de moda, moralmente derrotada.

Hellman pudo regresar a Estados Unidos, donde se dedicó a escribir varios libros
de memorias, entre ellos Tiempo de Canallas —publicado en México por el Fondo
de Cultura Económica, en el que detalla su experiencia con el macartismo— y
recuperó poco a poco su vida. En 1977 fue llamada a participar en la ceremonia
de los Óscar para que hiciera la entrega de un reconocimiento. El gremio actoral le
otorgó el más estruendoso aplauso de esa edición.

Ni el mejor actor, ni la mejor película obtuvieron una ovación semejante. Su


postura ética fue reconocida décadas más tarde por sus colegas. La historia hizo
—aunque tardíamente— justicia: La era de Joseph McCarthy es recordada como
una de las más negras de la historia norteamericana. Lillian Hellman es, en
cambio, el paradigma de la ética y la lealtad en el mundo del teatro
norteamericano.

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