Está en la página 1de 11

Hipnotizada

Por Abner Benaim

Danny sabía hipnotizar. Su primo Isaac lo hacía siempre en los campamentos del movimiento
juvenil Macabi, en Panamá. Nos sentábamos frente a él para ver el show. Éramos unos cien
niños judío-panameños de entre catorce y dieciocho años. Él se había leído un par de libros o
había tomado un curso. No sé. Pero el show era bueno e Isaac parecía un tipo serio, inteligente
y responsable. Para mí era un adulto. Imagino que en ese momento tendría veinte o veinticinco
años. Yo tenía catorce.

La cosa iba así: alguien del público se ofrecía de voluntario. Se sentaba en una silla al lado de
Isaac, quien le hablaba al oído. Toda era gente que conocíamos más o menos de nacimiento, ¡y
que conocíamos bien! O sea, cada gesto, cada palabra, cada risa era reconocible y
especialmente la mirada. Era imposible hacer trucos de esos baratos, como ponerse de acuerdo
antes de empezar el show, o cosas por el estilo. De hecho, ahora que lo recuerdo, el ambiente
no era de show. Era solemne. Había silencio –cosa rara en Panamá, especialmente en un
campamento de niños y niñas que se conocían de toda la vida–. Isaac le decía al voluntario que
contara hacia atrás desde el diez y que con cada número que dijera iba a ir entrando en un sueño
cada vez más profundo. Cuando llegara a cero, iba a estar totalmente dormido.

Usualmente se repetía una serie de pruebas para comprobar que la persona estaba realmente
hipnotizada. Primero, Isaac le pedía que alzara la mano y la mantuviera rígida. La mano
permanecía elevada más tiesa de lo usual y la persona demostraba una fuerza sorprendente ante
otro voluntario que trataba de bajársela. Cuando ya estaba comprobado que la persona
“dormía”, empezaba la función. Uno de los trucos consistía en que el hipnotizado despertaba
temporalmente, pero olvidaba alguno de los números, por ejemplo el cuatro. Entonces, se le
pedía que contara del uno al diez y la persona contaba saltándose el cuatro. Al preguntarle
cuánto era dos más dos, no sabía la respuesta. El público, sentado en el piso y en butacas de
madera alrededor del viejo comedor del campamento, se moría de risa. Otro truco recurrente
era que la persona despertaba y veía desnudos a todos los asistentes. Abría los ojos y no lo
podía creer; se ponía realmente tímida, hasta se ruborizaba, y no hacía caso alguno a los
ataques de risa del público. Y así continuaba el show.

Año tras año, Isaac, quien probablemente ya estaba en la universidad, volvía al campamento y
lo repetía todo de nuevo. En una ocasión le hizo una sesión privada a su primo hermano Danny,
mi amigo, para que le dejara de sangrar la nariz. A mí me habían cauterizado alguna venita de
la nariz porque me sangraba casi todos los días, así que sabía del tema. Era experto, mejor
dicho. Después de la hipnosis de Isaac, a Danny no le sangró más la nariz. O por lo menos no
que yo sepa. En fin, éramos creyentes del hipnotismo. Eso no era cuento. Tampoco era magia.
Para nosotros era ciencia.
Años más tarde, Danny también empezó a hipnotizar. No sé bien cómo ni cuándo aprendió,
aunque no era tan experto como su primo, según lo decía el propio Danny cada vez que le
pedíamos que hiciera un show. Sin embargo, sabía lo suficiente para hacerlo muy divertido.
Presenciamos varias sesiones durante un viaje organizado por el mismo movimiento Macabi,
pero esta vez a Israel. Ya teníamos dieciséis años y nos reuníamos en la noche, después de que
nos mandaban a dormir. Éramos solo ocho o diez amigos, hombres y mujeres, los que sabíamos
de las sesiones privadas de Danny.

Una vez hipnotizó a Rebeca, una de las amigas del salón. Como siempre, fue bastante cómico,
pero nada fuera de lo normal. Después, con Moi, otro amigo, Danny se salió un poco del guion
que conocíamos del acto de su primo. Utilizó para un truco nuevo el póster de un mono que
servía tragos en un bar. Moi despertó con estas instrucciones: que el mono bartender era su
amigo y le iba a servir tragos, y que con cada trago que el mono le diera, Moi iba a ponerse más
y más borracho. Al final del show, Danny daba indicaciones al hipnotizado diciéndole que al
contar de diez a cero despertaría, recordaría todo con mucha tranquilidad y estaría lleno de
energía. Cuando terminaba, usualmente interrogábamos a la persona que había sido hipnotizada
para saber qué había sentido, qué había pensado, qué recordaba... Era increíble.

Unos años después estábamos en la universidad. Danny estudiaba en Boston, yo en Filadelfia.


Varios amigos de Panamá también estudiaban “afuera” (que siempre significaba Estados
Unidos). Todos nos veíamos bastante, especialmente en vacaciones. En una de esas reuniones,
Danny revivió el show. Habían pasado largos años, o eso parecía en aquel momento –aunque es
probable que fueran solo dos o tres–. Vista desde la universidad, la adolescencia se sentía ya
lejana. Danny estaba de paso por Filadelfia, lo convencimos (porque siempre había algo de esa
dinámica al estilo de los profetas que se niegan a aceptar su destino ante Dios) e hizo la
presentación. Creo que éramos unos cinco o seis. Rosy, nuestra amiga de Venezuela, resultó un
sujeto muy susceptible a la hipnosis. No sé mucho sobre la ciencia detrás del hipnotismo.
Nunca leí ni investigué a fondo (quizás ahora que estoy escribiendo esto lo haré), pero recuerdo
que había gente con la cual la cosa no salía. No llegaban a entrar en trance, no se quedaban
dormidos, pero Rosy era distinta. Danny solo empezaba a hablar y ella ya estaba ahí, a donde
había que llegar. Alguien en algún momento me explicó que lo más importante era “poder
dejarse hipnotizar”. Si te resistías, no servía. Si no confiabas, tampoco. Aunque me dijeron mil
veces que no me preocupara, que nadie podía forzarme a hacer nada que yo no quisiera hacer,
nunca me animé. Me daba miedo. Sentía el mismo temor de perder la cabeza que me provocaba
meter drogas, especialmente drogas fuertes como coca, ácido u hongos. Nunca tuve nada en
contra de ellas e incluso creo que me habría gustado tener la disposición para tomarlas y
disfrutarlas, como mucha gente que conocía, pero nunca me atreví. Ni drogas, ni hipnotismo. O
mejor dicho, solo marihuana y, hasta con eso, a veces (muchas veces), me iba mal; me daba la
pálida, o me maltripeaba –en muchísimas ocasiones terminaba con ansiedad y ataques de
pánico por haber fumado–. Pero eso es otro cuento. La cosa es que Rosy era muy buen sujeto
para hipnotizar, y además era muy divertida.
–Ella es muy querida –decía Robert, su amigovio en esa época y uno de los dueños de la casa
donde la hipnotizaron.

Estaban juntos, pero sin título. Onda liberal, abierta, tampoco era. Había un poco de secretismo,
un poco de dolor para Rosy y una buena dosis de frescura de Robert.

La sesión con Rosy en el apartamento de Robert y Rafi (su roommate) fue todo un éxito, a tal
punto que se regó la voz por todo el grupo de latinos de la universidad y la gente quería
repetirlo. Y ahí fue que entró Simón Rosenthal. Mexicano, judío y loco como él solo. Era un
cerebro criminal clásico, de esos que me encantan a mí. Yo nunca he sido de los “malos” –ni en
la escuela ni después en la vida–, pero siempre me ha encantado ser su amigo y janguear con
ellos.

Simón daba miedo por lo loco que podía ser. No lo asustaba nada, o por lo menos eso
aparentaba. Era experto en llevar a la gente hasta el borde, hasta los límites de la paciencia, y
luego, justo en el instante en que iban a detonar su ira contra él, los desarmaba con un truco, un
chiste, un gesto tan raro e inesperado que no solo los dejaba neutralizados, sino además con
ganas de ser sus mejores amigos. Por ejemplo, íbamos de vez en cuando a los casinos de
Trump, en Atlantic City, que estaban de moda en los noventa. En esos viajes, yo iba armando
mi propia película llamada Simón en Atlantic City. En una ocasión, llegábamos a la mesa de
ruleta y él le apostó al color negro. Cuando la bolita estaba a punto de caer y el dealer advirtió
“no more bets”, Simón movió sus fichas. El dealer lo amonestó con la mirada, le explicó que
eso estaba prohibido y siguió con su trabajo, dando comienzo a la próxima ronda. De nuevo,
con la misma mirada pícara Simón movió sus fichas en el último instante. El dealer, esta vez a
la mejor manera de un gringo autoritario que cree en el sistema, le dijo que la próxima vez lo
iban a tener que sacar del casino. Entonces se acercó el mánager del área, encargado de varias
mesas, y habló con el dealer que gesticulaba mirando a Simón. Se comunicaron por radio con la
gente de seguridad y, poco después, llegaron dos gigantes ensacados a pararse cerca de la mesa,
mirando directamente a Simón. Alrededor se formó un público más grande de lo usual, tenso
pero entretenido. Ya nadie miraba la ruleta ni los números, sino a Simón, especialmente las
manos de Simón. Antes de arrancar otra ronda de apuestas, el dealer miró a Simón a los ojos.
Puso la bolita a dar vueltas. La gente empezó a colocar sus fichas. Simón puso una torrecita de
fichas de cinco dólares en negro. Todos lo miraban y murmuraban entre sí. Serio, con el
cigarrillo en la boca, cambió la torrecita de fichas a rojo. El dealer lo miró amenazante. Ya iba
disminuyendo la velocidad de la bolita, cuando el dealer dijo:

–No more bets! –y clavó su mirada en Simón, que lo miró de vuelta.

La bolita empezó a tambalear, estaba a punto de caer y los ojos de unas veinte personas
alrededor de la mesa estaban clavados en la línea de tensión imaginaria que se generaba entre
Simón y el dealer, como en una escena del duelo final de un buen western. De repente Simón
movió la mano hacia las fichas y... silencio total.

–¡Ole! –gritó Simón y pasó su mano por encima de las fichas, amagando en el aire, sin tocarlas.
La mesa se vino abajo de risa, incluyendo al dealer y a los de seguridad, que inmediatamente
entendieron que no se trataba de un criminal, sino de un comediante anárquico o algo por el
estilo. Esa noche, Simón siguió haciendo trucos similares, hasta que, no recuerdo bien por qué,
lo terminaron sacando del casino, escoltado por guardias de seguridad que ya parecían quererlo,
pero que debían echarlo pues lo había ordenado el jefe. Yo podía haberme quedado, pues
veníamos en distintos carros, pero ni loco me iba a perder lo que seguía.

Esa noche nos echaron de dos casinos más y de un strip joint. Allí le dijeron que no podía tocar
a las chicas cuando les ponía un billete en el lado de la tanga. Pero claro, Simón las tocaba.
Había una en particular con la que conectó. La chica sonreía, porque él caía bien y porque tenía
cara de loco divertido, pero a los bouncers no les gustó el jueguito y después de una, dos y tres
advertencias, pa’ fuera. Y otra vez, Simón les dijo algo que los hizo reír justo en el momento en
que le iban a pegar. Ojalá tuviera yo buena memoria, porque esos detallitos son
importantísimos. Siempre decía y hacía cosas brillantes. Andar con él era como vivir escena
tras escena de una buena película, de esas que uno ve porque se enamora del personaje, sin
importar la trama.

Una última de Simón. Otra noche, de nuevo, camino a Atlantic City, le hizo señas con las luces
altas a un carro de policía. Luego lo alcanzó y les hizo señas con la mano a los oficiales para
que se detuvieran. Al parecer, o por lo menos eso contó Simón, cualquier civil puede detener a
un policía y pedirle sus credenciales; por ley tienen que mostrar sus documentos. Ahora, una
cosa son esos rumores que se escuchan por ahí y otra es que un mexicano de veinte años
detenga a un state trooper en la autopista entre Filadelfia y Nueva Jersey. Estos son los policías
federales que tienen fama de malos. En fin, la patrulla paró a un lado de la autopista, Simón se
estacionó detrás de ellos –ya no estoy seguro si yo estaba ahí viéndolo o si me contaron este
cuento ochenta mil veces y por eso tengo la sensación de haber estado ahí–, prendió un
cigarrillo con un Zippo plateado que estaba haciendo su comeback en la época y caminó con su
tumbao hacia el carro de policía estacionado. Yo estaba seguro de que le iban a disparar. Simón
se acercó, sonrió y, cuando los oficiales bajaron la ventana, les dijo:

–Good evening, gentlemen. License and registration, please.

Lo increíble es que los tipos le hicieron caso. Al parecer, la regla esa sí existe: le mostraron sus
credenciales, se cagaron de risa y se fueron. Creo que nunca habían conocido a un loquito tan
loco como Simón. Yo tampoco.

El caso es que Simón se enteró de que Danny había hipnotizado a Rosy, y que había sido todo
un éxito. Semanas después –a Simón no lo veíamos todos los días– estábamos en la casa de
Robert y Rafi otra vez, tomando algo, fumando algo. Después de un rato, Simón dijo:

–Ven, Rosy, que te voy a hipnotizar.

Corte a Rosy sentada en un sillón frente a la mirada intensa de Simón, quien le explicó que su
método era diferente al de Danny, pues él había aprendido a hacer flash hypnosis y eso
significaba que la iba a hipnotizar de una vez. Y así, sin explicaciones, ni conteo regresivo, ni
voz baja adormecedora, como si fuera un acto de magia en Las Vegas, Simón la miró a los ojos,
tronó los dedos y Rosy quedó hipnotizada inmediatamente. Si no fuera porque yo ya había visto
a Rosy hipnotizada, y porque era un creyente en la hipnosis como algo concreto y posible, todo
esto me hubiese parecido una farsa. Había sido demasiado rápido. Demasiado fácil. Entonces
Simón la puso a hacer un par de trucos: sentir calor y frío, poner la mano rígida, olvidar el
número cuatro y alguna otra tontería del género. Y después dijo:

–Bueno, ¡despierta!

Tronó los dedos y Rosy no despertó. Simón tronó los dedos otra vez y la miró, pero ella seguía
ahí sentadita, con los ojos cerrados, los músculos relajados, muy tranquilamente hipnotizada.

–¿Qué pasa? –le preguntamos a Simón.

Ahí fue cuando sacó un libro de bolsillo llamado Flash Hypnosis y empezó a pasar las páginas,
repasando algunos párrafos, y muy sonriente dijo:

–Es que me leí solo el primer capítulo, el de cómo hipnotizar. Todavía no he llegado a la parte
sobre cómo sacar a la gente del estado de hipnosis.

Parecía una escena de una película de Woody Allen. Rosy seguía ahí. La tratamos de extraer
como si estuviéramos despertando a alguien dormido, normal. Gritamos su nombre, la
sacudieron y gritaron un poco más. Rosy entreabría los ojos, nos miraba como a través de un
agujerito desde otro mundo y volvía a su estado hipnótico. Alguien dijo:

–Llamen a Danny por teléfono.

Así hicimos. Él recomendó que la acostáramos a dormir y que al día siguiente despertaría bien.
Esa noche Robert me pidió que no lo dejáramos solo con Rosy. Siempre se quedaba a dormir
con él después de las fiestas en su apartamento. Robert esa noche no quería, pero no le quedó
alternativa. Los demás nos despedimos y cada uno se fue para su casa.

Yo vivía en el mismo edificio, que parecía más bien un hotel por la cantidad de apartamentos
que había en cada nivel. Puertas y puertas en pasillos largos alfombrados wall to wall. Mi
apartamento quedaba un piso más arriba que el de Robert y Rafi, en el 19. No era exactamente
la vida de universitario que uno se imagina. Los dos años anteriores habíamos vivido en una
casa en el campus que sí era tipo Animal House. Hacíamos fiestas latinas y se formaba la
bailadera de salsa y merengue, la fumadera y la borrachera. Niñas lindas de la universidad
hacían keg stands. Las fiestas terminaban siempre con alguna pelea. Una vez alguien rompió
una ventana de un codazo. Otra vez se hundió y desplomó el piso de la sala, y un par de
personas cayeron al sótano. Por suerte nadie salió herido ni muerto.

Para Robert, la noche terminaba o agarrándose a puños con algún tipo o llevándose a la cama a
alguna tipa. Le daba igual; cualquiera de las dos opciones era un digno final. Rafi terminaba
borracho, pero más cansado que borracho. Su cuerpo se apagaba como si fuera un juguete de
baterías y se quedaba dormido en cualquier lado. Y yo siempre acababa buscando guayaba,
pero poco encontraba. Y las noches en que no tenía suerte, pues entonces comía (del verbo
“comer”, “ingerir alimentos”). Me comía mi comida, la que le sobraba a Rafi, a Robert y a
Matt, nuestro housemate gringo, que no aparece en esta historia porque ese último año de
universidad ya no vivía con nosotros. Me debo haber comido miles de cheesesteaks y cheese
fries, la comida típica de Filadelfia. Todavía no he podido bajar las treinta libras o más que
engordé en la universidad.

Al día siguiente del hipnotismo, desperté a las nueve y media o diez de la mañana y desde mi
ventana se veía el sol pleno y el cielo azul casi sin nubes. Yo nunca he sabido determinar qué
tanto frío hace y qué ropa hay que usar basándome en la temperatura. En Panamá uno se viste
igual todo el año. Incluso si usas una chaqueta o un sweater, solo es para ir al cine, porque es el
único lugar donde de verdad hace frío (especialmente si vas en la tarde cuando no hay mucha
gente pero dejan el aire acondicionado a full). Por eso, el sol de un día de invierno en Filadelfia
siempre me vacilaba. Ese día, por ejemplo, hacía mucho sol y mucho frío. Eso es lo que quería
decir, pero lo dije en muchas palabras porque estoy escribiendo esta historia en 2020 en plena
pandemia de coronavirus, desde el escritorio de mi estudio en Tel Aviv, mientras me
acompañan mis hijos: el mayor, de catorce años, está jugando PlayStation en el cuarto de al
lado; el del medio, de diez años, está en el sofá viendo algo en su teléfono, y el bebé de casi
seis meses está dormido con mi mujer, su mamá, en nuestro cuarto. Digo esto porque el
momento tan singular, tan raro, que estoy viviendo junto a gran parte de la humanidad ha
cambiado nuestra rutina completamente y, después de poco más de un mes de cuarentena, los
días y las horas han tomado un nuevo valor. Parece que tenemos tiempo para todo, pero el
tiempo nunca alcanza. Los días se pasan rápido, aunque supuestamente no hay nada que hacer.
Y bien, lo que quería decir es que en tiempos del corona lo que hay es tiempo para escribir. ¿Y
la motivación? Escribir.

Entonces Robert me llamó y me dijo:

–Broder, esta tipa sigue igual, hipnotizada. Ven pa’ acá.

Al llegar, Rafi todavía estaba dormido. Robert estaba en bóxer y sin camisa, relajado, como si
no fuera su problema.

–¿Qué verga hacemos?

–No sé.

Rosy, en efecto, seguía más o menos igual. Se había despertado, pero tenía la misma mirada
perdida. Estaba medio lenta. ¡Y se le había olvidado el número cuatro! Contaba del uno al diez
así: uno, dos, tres, cinco, seis...

Decidimos llamar a mi mamá, que era psicóloga. Psicología e hipnosis nos sonaba cercano.
Freud hipnotizaba, ¿o no? Fue mi mamá la que me dijo que le contáramos a la mamá de Rosy,
porque era demasiada responsabilidad para nosotros solos. Un par de horas después la
llamamos. Aunque primero intentamos contactar al hermano, que vivía cerca, pero no estaba, y
además era un bulto. ¿O quizás ni lo intentamos? Ya me confirmarán los demás que vivieron
esta aventura conmigo cuando lean este relato. Quizás les pida que me cuenten todo lo que
recuerdan y así lo incorporo aquí.

Luego surgió la pregunta: ¿quién le va a hablar a la mamá de Rosy? Robert era el favorito, pues
era el amigovio, así que le tocaba. Pero Robert me convenció de que tenía que ser yo, pues yo
era hijo de una psicóloga. Como si eso se transmitiera por los genes o por ósmosis. Había que
ser un poco valiente para decirle a la mamá de alguien que a su hija la hipnotizaron la noche
anterior y no sale de la hipnosis. Y que quien la hipnotizó no sabe nada sobre el tema. Y que
ahora se encuentra con el novio que no es novio y con el amigo de Panamá. Y que nos diera
instrucciones de qué hacer. Si la mamá nos hubiera dicho “esperen, no hagan nada que ya voy
para allá”, quizás no habría nada que contar y quizás yo no estaría escribiendo esta historia en
pleno momento apocalíptico. Podría haber escogido escribir sobre un tema más existencial en
tiempos del corona, quizás tratar de hacer algo profundo, importante, apto para el mood de fin
de mundo. Pero esta historia que hace tiempo he querido contar se cuenta sola porque es
divertida. La mamá me dijo algo así como:

–Estoy muy ocupada, van a tener que buscar una solución ustedes allá. Eso seguro se le pasa.

Y ahí quedó la cosa. Nos tocaba a nosotros tres encargarnos del “caso Rosy”. Había un par de
amigos más que llamaban de vez en cuando y preguntaban cómo iba la cosa, pero con el pasar
de los días –porque esta condición de Rosy duró varios días– la gente paró de preguntar.
Éramos nosotros cuatro: Robert, Rafi, Rosy y yo. Un día nos montamos en el BMW rojo de
Robert y la llevamos al Student Health, la miniclínica o enfermería para estudiantes. Allí la
examinaron y nos recomendaron llevarla a un hospital psiquiátrico afiliado al hospital de la
universidad, que era uno de los mejores del país. Lo sabía bien porque unos años antes había
sido hospitalizado ahí por un dolor que sentía al respirar. Tenía dieciocho años y era mi primer
año de universidad. Ya me había chequeado con dos doctores en Panamá y uno me había dicho
que no parecía nada serio, que si el dolor persistía fuera al doctor en Filadelfia. Finalmente fui
al Student Health un día en que la raspadera en el pulmón ya me estaba molestando con cada
respiro. Me hicieron placas y la doctora me miró con cara muy seria al ver los resultados. Con
compasión pero sin titubear me dijo:

–Abner, call your parents: tienes líquido en la cavidad torácica y un nódulo del tamaño de un
dime –diez centavos de dólar, o sea, aproximadamente un centímetro–. Esto puede ser a causa
de una tuberculosis, algún hongo o cáncer.

“Cáncer” era una de las palabras más pesadas en mi léxico. Estaba en la misma liga que
“holocausto”, “sida” (que seguía de moda) y quizás “suicidio”. Antes de empacar una ropita
para internarme en el hospital, llamé a mis padres. Eran las siete de la noche. La doctora me
había dicho que fuera al hospital a las ocho. Hablé con mi mamá –como siempre, porque era la
que mejor me entendía y yo asumía que ella sabía comunicarle todo muy bien a mi papá– y le
dije todo tal como me lo había dicho la doctora. A las siete y media de la mañana del día
siguiente ya estaban en Filadelfia. La idishe mame (mamá judía) había agarrado el vuelo de
madrugada que salía para Miami con LAB (Lloyd Aéreo Boliviano) –de eso sí me acuerdo, la
memoria es bien rara en su selectividad–. En Miami, abordaron el primer vuelo a Philly y ahí
llegaron con el desayuno, llorando frente a mi cama. Mi caso era muy raro. Resultó ser un
hongo tropical que se me habría pegado en alguno de esos campamentos a los que íbamos con
Macabi, cuando entrábamos al bosque tropical. Paracoccidioidomicosis, se llamaba la cosa, y
debido a su rareza fui atendido por el mismísimo jefe del Departamento de Neumología, el
doctor Hansen-Flaschen, alias “Flash” –ese nombre nunca se me ha olvidado y creo que nunca
se me olvidará–. Él, consciente de ser portador de un nombre extraño, nos explicó que era el
resultado de la mezcla de su apellido, Hansen, con el de su esposa, Flaschen. Al casarse, lo
convirtieron en un solo apellido compuesto que ambos usaban. La gente con nombres raros
también me ha gustado siempre, porque crecer en Panamá siendo Abner Benaim Schwartz
Russo Aizenman era súper-raro. Con Abner bastaba. Mis amigos y familia no tenían problema
con el nombre, pero los demás quedaban totalmente perdidos cuando lo oían: Abel, Anel,
Andrés, Agnes, Aner, Amner, Amnel, Adel, Abdiel, Arner, Abnel (muy cerca, pero no). Me
han llamado de todo. Cuando dejaba un recado (que en esos tiempos se estilaba si no
encontrabas a alguien en su casa), la empleada les decía a mis amigos que “llamó alguien con
‘a’ y ‘e’ ”. O sea, las vocales siempre registraban bien, pero las consonantes, olvídalo, cualquier
cosa valía para rellenar. El récord se lo llevó algún corredor de seguros, cuando ya era adulto,
que me mandó un documento que decía Aznok Benaim. En Penn, el doctor Hansen-Flaschen
traía clases enteras de medicina a estudiarme. Me miraban muy atentos mientras les hablaba de
mí. Yo tenía el pelo largo y enrulado.

–This is Abner –decía–. He’s from Panama. He has a tropical disease, a fungus...

Los alumnos de medicina me miraban como si yo fuera el “bicho raro tropical”. Al final me
recetaron por seis meses la misma medicina que antes usaba para el paño blanco –otro honguito
que siempre he alojado en mi piel–. Como resultado, el líquido en la cavidad torácica se fue y
el nódulo se calcificó. No me morí. Pero esto no lo cuento para alargar o porque tenga mucho
tiempo en corona times. El tiempo es limitado y los días se pasan rápido. No va por ahí. Es
porque yo asumí que la madre de Rosy iba a colgar el teléfono y aparecer en Filadelfia horas
después, como la mía, que también llevó a mi papá porque ellos iban juntos a todas partes. La
juzgué con prejuicio, como solo puede hacerlo un chico de veintitantos que está estudiando en
una universidad de la Ivy League. Discutí con ella en el teléfono y le hice saber que me parecía
muy serio el caso de Rosy, que debía acudir. La califiqué de irresponsable, de inmoral y de algo
más. Yo siempre he tenido ese orgullo tonto de ser muy amado por mis padres. No del todo
tonto, porque en realidad sí es importante ser amado por tus padres, pero tonto porque es una
cuestión de suerte y no algo que me gané por mi forma de ser o por algún otro mérito.
Simplemente me tocaron padres que aman, sobre todo una madre que ama con histeria, que
además le daba un lugar sagrado a las emergencias.
Entonces en el BMW de Robert llegamos al hospital psiquiátrico, que quedaba en algún lugar
de las afueras. Ya no estábamos en Filadelfia, sino en algún otro paraje del estado de
Pensilvania. Con su arquitectura gótica, parecida a los antiguos edificios de la universidad, era
una locación perfecta para una película de terror. El lugar daba miedo solo con verlo desde
afuera. Parecía una mansión embrujada gigante, un manicomio clásico. Llegamos ahí en la
tarde. Recuerdo que la luz tenue entre las nubes negras lucía como si la hubiesen planeado para
la escena. Entramos. Por algunas ventanas se veía el jardín. Había pacientes paseando con sus
acompañantes y uno que otro loquito caminando solo por ahí.

El doctor examinó a Rosy. Nosotros, los tres mosqueteros, ahí parados. Yo hablaba más porque
era el hijo de la psicóloga. El doctor miró el reloj. Serían las siete u ocho de la noche porque ya
estaba oscuro. El diagnóstico fue posthypnotic trauma. Algo serio, explicó. Recomendó que la
dejáramos allí, en observación, durante la noche. Rosy, que ya casi no hablaba, arrancó a llorar.
Nos pidió que no la dejáramos ahí. Que por favor no la dejáramos ahí. Creo que lo de ser hijo
de la psicóloga sí tenía algún valor real porque había oído a mi mamá hablar mal de las
instituciones psiquiátricas, de lo horribles que son, y criticar a los familiares de pacientes a
quienes dejan encerrados porque no quieren hacerse cargo de ellos. Ese año también había leído
a Foucault y su crítica contra las instituciones estaba demasiado fresca en mi mente como para
ignorarla. Rosy era flaca, alta, pelinegra, graciosa e inteligente de una manera rara. No era
obvio que lo fuera, pero sí lo era. En esos años yo identificaba rápido quién era inteligente y
quién no, y le prestaba atención a ese detalle como si fuera algo muy importante. Quería estar
en el grupo de los inteligentes, claramente. Y estudiando en una de las mejores universidades
de Estados Unidos te crees que lo eres. Hoy día no sé quién es inteligente. Sí sé cuando alguien
es muy bruto, pero tampoco me importa mucho.

Esa noche hablamos hasta tarde entre nosotros. Se sentía como un momento importante. No
dejamos a Rosy en el psiquiátrico, sino que los siguientes días se quedó donde Robert. No la
podíamos dejar sola. Nos turnábamos para ir a clases, pero solo si había algo muy importante,
como un examen. El tiempo pasaba lento en esos días; estábamos juntos día y noche. Las
conversaciones que no queríamos que Rosy escuchara las teníamos en mi casa. Desde ahí
llamamos a Danny. Le contamos todo. “Todavía no recuerda el cuatro”, le dijimos. Él consultó
con su primo, Isaac, y quedamos en hacer una llamada con Rosy para que Danny la hipnotizara
por teléfono desde Boston. Esto lo hicimos desde la recámara de Robert. El teléfono tenía
altavoz, era perfecto. No había celulares aún. La tecnología del teléfono fijo había llegado a su
pico absoluto en términos de calidad contra precio. Se oía todo, alto y claro. Las llamadas
nunca, nunca se cortaban. Se oía tan perfecto que a veces la gente preguntaba si estabas en el
cuarto de al lado. Y esto no cambiaba si estabas en otro país. Además, era muy barato. Las
llamadas en Estados Unidos costaban pocos centavos por hora. Y la gente hablaba por horas.

Rosy se acostó en la cama de Robert. Danny le hablaba con una voz suave, pausada. La iba
llevando poco a poco. La idea era que Danny la hipnotizara otra vez y luego la sacara
gradualmente de ese estado, como siempre lo había hecho. Pero apenas entró en la hipnosis,
apenas Danny la hizo contar de diez a cero, ella empezó a gritar. La perseguían, decía. Danny
intentaba hablarle y ella parecía escuchar, pero no reaccionaba. Ahora nos sentíamos en otra
película, tipo El exorcista. Rosy gritaba aterrada; decía que veía gente mala que la perseguía
para matarla. Nosotros estábamos dentro de su peor pesadilla. Entonces Danny la convenció de
que nadie la perseguía y que, en efecto, estaba en un cuarto con amigos. Rosy se tranquilizó por
un momento, pero luego arrancó a llorar. Se estaba quemando, decía. Sentía el calor del fuego
que la quemaba. Era horrible. El miedo de quienes estábamos ahí no era por Rosy solamente.
Ver que la mente es tan frágil y vulnerable asusta. Que las cosas cambien con tal velocidad, que
una persona que unos días atrás estaba bien ahora se esté quemando en su imaginación, da
miedo. Hasta el día de hoy veo en mi recuerdo las llamas del fuego acaparando la cama, que
tenía un comforter de esos gruesos, relleno de plumas de down.

Al final, Danny pudo manejar la situación y nuevamente la calmó. Las llamas desaparecieron y
entonces entró el frío. Esto suena como escrito por mí. Inventado, pues. Es demasiado perfecto:
del calor de las llamas a un frío que la hacía temblar. Pero así fue. Los testigos que estaban ahí
pueden constatar lo que digo y probablemente agregar muchos detalles más.

Yo preferí no hablar con nadie y escribir lo que recuerdo, por más imperfecto que sea el relato.
Aunque he contado este cuento antes, me doy cuenta de que muchos nuevos detalles han ido
surgiendo en mi memoria mientras escribo tantos años después. Quizás porque acabo de releer
o mejor dicho de escuchar Cien años de soledad en audiolibro mientras camino todos los días
por Tel Aviv, me sentí con ganas de meterle más detalle que cuando uno lo cuenta oralmente. Y
en el afán de meter detalles más finos quién sabe qué me habré inventado.

Rosy al final dejó de temblar. Le dimos sábanas para cubrirse y subimos la temperatura de la
calefacción central. Alguien le masajeó los hombros y le frotó las manos. Quizás fui yo, que
mucho me hubiera gustado que alguien como ella me buscara en las noches después de las
fiestas, así que seguro fui yo el que la froté, el hijo de la psicóloga, ayudando no más.

Danny le hizo su countdown:

–Diez, nueve, ocho... con cada palabra te vas a ir despertando poco a poco.

Le dijo que al llegar a cero abriera los ojos, que luego se fuera a dormir y que iba a descansar
bien para despertar en la mañana con los rayos del sol. Despertaría fresca y relajada, lista para
enfrentar un nuevo día.

Poco después nos graduamos. Hoy día Rosy es madre de varios hijos y corre maratones. No
estamos en contacto, aunque por ahí la tengo de amiga en Facebook. Siempre la veo con ropa
de deporte, con una familia en forma y todo bien. No lo he probado, pero quizás si les haces
zoom a sus ojos en alguna de esas fotos, aún se le vea la mirada perdida, de sonámbula, de
hipnotizada que nunca despertó.

En cuanto a Simón, la última vez que lo vi fue en Nueva York, unos años después de
graduarme. Me lo topé por casualidad en un bar a las tres de la mañana. Él tenía puesto un
overol amarillo de esos con tirantes, sin camisa debajo. Estaba feliz bailando, entonado. Me
contó que había probado casi todos los hongos alucinógenos existentes. Era un experto. Se
sabía todos los nombres científicos. Recuerdo un fuerte abrazo sudado que nos dimos. Unos
años después me contaron que se mató en su casa. Algunos decían que fue suicidio, otros que
fue un accidente. Él pintaba, y al parecer estaba colgando uno de sus cuadros con una escalera
alta, cuando se cayó y se mató. Nunca traté de investigar, de preguntar, nada. Escuché las dos
versiones y me quedé con las dos. Da igual, murió.

Hace unos días, Francesca, otra amiga de Penn que no tiene nada que ver con esta historia, me
mandó unas fotos por WhatsApp. Entre ellas había una de Simón y yo hace más de veinticinco
años. No me reconocí. No reconocí la cara ni el t-shirt de cuadros grandes azules y rojos.
Nunca me había pasado que no me reconociera en una foto. No era tan feo como pensaba. A
Simón sí lo reconocí de inmediato. Esa mirada de loco inteligente no se pierde así no más.

También podría gustarte