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Hace un siglo, la práctica de la cirugía estaba marcada por desafíos formidables,

entre ellos el dolor agudo que los pacientes experimentaban durante


procedimientos que, en muchos casos, se llevaban a cabo sin anestesia efectiva.
Además de la angustia física, la amenaza más temida era la infección, que dejaba
a los pacientes con heridas supurantes durante meses o incluso años.
La septicemia, una complicación grave de las operaciones, era el azote de las
salas de operaciones, obligando a muchos pacientes a abandonar el hospital y
restringiendo las opciones terapéuticas disponibles para los cirujanos. Enfrentados
a la realidad de una alta mortalidad debido a gangrenas y septicemias, algunos
profesionales, como el renombrado Simpson, consideraron medidas extremas,
como la posibilidad de quemar el hospital para erradicar la propagación insidiosa
de estas infecciones.
La gangrena, asumiendo proporciones epidémicas en los hospitales, llevaba a
tasas de mortalidad alarmantes, especialmente en casos de fracturas
complicadas, que a menudo resultaban en amputaciones con una mortalidad
superior al veinticinco por ciento. Los cirujanos de la época realizaban operaciones
con herramientas y métodos que hoy consideraríamos primitivos, utilizando
chaquetas manchadas y ligaduras de seda listas para la sutura, mientras que el
proceso postoperatorio involucraba la recolección de pus en bandejas de zinc,
generando un ambiente insalubre y maloliente.
La introducción de la anestesia con cloroformo, a pesar de aliviar el dolor, no
lograba contener las infecciones. La situación exigía no solo valentía extrema por
parte de los pacientes, sino también una habilidad quirúrgica excepcional por parte
de los cirujanos, quienes debían enfrentarse a condiciones que hoy nos resultan
inimaginables. Sin embargo, este sombrío panorama comenzó a transformarse
con avances significativos en antisepsia, asepsia, hemostasia y anestesia,
marcando una verdadera revolución en la cirugía y mejorando drásticamente la
seguridad y eficacia de las intervenciones quirúrgicas.
En el siglo XIX, destacados cirujanos como Roberto Liston, John Barclay y James
Syme contribuyeron significativamente al avance de la cirugía y la enseñanza de
la anatomía. Liston, reconocido por su destreza operatoria, no solo se destacó
como cirujano, sino también como un defensor de la técnica quirúrgica y el
cuidado de las heridas postoperatorias.

La fiebre puerperal, una amenaza persistente, motivó a médicos como Charles


White, Alexander Gordon y Oliver Wendell Holmes a buscar métodos para
prevenirla. White abogó por el uso de inyecciones antisépticas y una higiene
rigurosa, mientras que Gordon recomendó la desinfección de manos e
instrumentos. Holmes, aunque más conocido en círculos literarios, desafió la
resistencia de ciertos médicos al proponer medidas de desinfección en su ensayo
sobre la contagiosidad de la fiebre puerperal.

Antes de la era de la anestesia, cirujanos como Liston enfatizaban la velocidad y


habilidad manual, con procedimientos rápidos pero limitadas precauciones
antisépticas. La necesidad de reducir infecciones postoperatorias se reconocía,
pero la aplicación efectiva de la antisepsia esperaba avances tecnológicos, como
el descubrimiento del éter y el cloroformo, que transformarían la práctica quirúrgica
y mejorarían las condiciones para pacientes y cirujanos.

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