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La elocuencia del diablo

Ensayos

Juan Maveroff

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Índice

La barbarie autónoma..................................................................................................................................
Del acoso como una de las bellas artes....................................................................................................
Forjar la terrible simetría...........................................................................................................................
El abrazo imposible...................................................................................................................................
Vindicación del arte abyecto.....................................................................................................................
El testigo a contrapelo...............................................................................................................................
Íntimos desconocidos...............................................................................................................................
La cuestión del astrolabio.........................................................................................................................
La espera incandescente: Edward Hopper, Andrew Wyeth...................................................................
El engaño colorido.....................................................................................................................................
La agresión.................................................................................................................................................
Si de algo vale esta ceniza........................................................................................................................
De la violencia al perdón.........................................................................................................................
La elocuencia del diablo..........................................................................................................................
La esperanza de lo inesperado...............................................................................................................
Los hermanos y los guardianes: Atomizado Berlín, de Julia Kornberg.............................................
El derrumbe ya ha sucedido...................................................................................................................
Un Job cotidiano......................................................................................................................................
Kafka en acto y en potencia....................................................................................................................
Martín Fierro se desconoce....................................................................................................................
Doce apuntes autobiográficos................................................................................................................
Apuntes sobre llevar un diario...............................................................................................................
La verdad, más allá: El impostor de Javier Cercas y F for Fake de Orson Welles............................
Contra eso y a tu favor............................................................................................................................
El malestar cultural en M, el vampiro negro..........................................................................................
Aporía y apolítica en The Age of Innocence..........................................................................................

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… ocultar totalmente una pasión (o incluso simplemente su exceso) es
inconcebible: no porque el sujeto humano sea demasiado débil, sino
porque la pasión está hecha, por esencia, para ser vista: es preciso que
el ocultar se vea: sepan que estoy ocultándoles algo, tal es la paradoja
activa que debo resolver: es preciso al mismo tiempo que se sepa y
que no se sepa: que se sepa que no lo quiero mostrar: he aquí el
mensaje que dirijo al otro. Larvatus prodeo: me adelanto señalando mi
máscara con el dedo: pongo una máscara a mi pasión pero con un
dedo discreto (y ladino) señalo esa máscara.

- Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

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La barbarie autónoma

La pregunta “¿por qué escribir?” será siempre injusta y gratuitamente intimidante para
aquellos que consideran hacer de la escritura parte de su vida. Su traducción insultante y
auténtica sería “¿cómo justifica la escritura su vínculo con la vida?” y apunta a señalar como
debilidad lo que es precisamente su fuerza: la sencillez y economía del acto de ponerse a
escribir. Las preguntas “¿por qué pintar?” o “¿por qué bailar?” o “¿por qué filmar?” son, si
alguna vez, mucho menos proferidas por la parte de la audiencia que tantea entre la afición y el
desinterés. No cualquiera puede pintar ni bailar ni filmar, pero cualquiera puede leer y escribir
con algún grado de eficacia pasados unos pocos años de instrucción.
Pero a esta pregunta subyace de manera críptica más que un insulto, una inquietud.
Preguntar el por qué supone el desciframiento de una causa, el trazado de una cadena a partir
de un eslabón, hacer del relato que se lee otro relato genealógico con un inicio y un fin. Además
de una causa eficiente se supone la existencia de una causa suficiente: algo localizable ha
provocado un estímulo cuya influencia fue catalizada en la concreción de un objeto, el texto. La
variación “¿para qué escribir?”, a la que le debemos reconocer el mérito de disfrazar menos su
cinismo, supone la existencia de una causa final: tras la lectura del texto, originado una vez más
por una causa clara y distinta, los efectos (presumiblemente positivos) de la lectura se harán
visibles en la constitución moral e intelectual del lector una vez cerrado el libro definitivamente.
Todo se reduce a identificar, la operación binaria por excelencia: ¿qué es y qué no es escribir? Y
puede intuirse en muchos casos que lo que propulsa la pregunta es menos la necesidad de
identificar el primero y más el vértigo que el segundo, en su potencial de proliferación infinita,
puede crear.
La crítica ha mantenido (y mantiene todavía) modos de interpretación que siguen
respondiendo a la urgencia de rodear por completo un texto como si se tratara de un incendio
forestal. Un caso ejemplar es el de leer la obra de Kafka como una modulación literaria del
psicoanálisis freudiano. Kafka tenía un contacto sólido con las teorías de Freud y llegó a
explotarlas deliberadamente de manera seria o paródica según la circunstancia. El primer error
consistiría, entonces, en tratarlo como manifestante ingenuo o “latente” de un saber que Freud
transparentó en sus escritos. La lente psicoanalítica posee el indudable atractivo de darle un
espacio a lo innombrable (y esta es también su contribución más grande), conceder al móvil
oculto, al eco de la caverna interior, lo que está detrás del no que impone una sociedad, un
lugar, aún precario contingente, en donde salir a la luz. Pero su condición de posibilidad es lo
mismo que limita su alcance, el esquema binario. Lo latente no puede permanecer en su rincón
oscuro. Si no sale a la luz fría y dolorosa del lenguaje, la conciencia no puede liberarse de su
influjo y por tanto no puede gozarse. El síntoma es, en el fondo, irredento. Solo puede llegar a la
luz para morir.
Ya Adorno detectó lo que separa (o más bien supera) la obra de Kafka de la de Freud: allí
donde el psicoanálisis se detiene por miedo a caer en la doxa y el sinsentido, Kafka transgrede.
El lenguaje metafórico (desde términos aislados hasta relatos enteros) que el psicoanálisis utiliza
como andamiaje para hablar de entes esencialmente indeterminados (sombra, Edipo, etc.) se
convierte en Kafka en algo concreto y tangible, en la cosa misma que se cuenta. No hay
metáfora, por lo tanto no hay esquema binario de reino de origen (la abyección ante los
insectos) y de destino (“me siento un bicho”). Lo cierto es que la transformación de un hombre

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en un insecto indeterminado no responde a un discurso exterior: el texto no es otra cosa que sí
mismo. Escribir es por eso un acto de barbarie. Avanza en una oscuridad esencial y deliberada
(por más planeado de antemano que esté su recorrido), se utiliza una palabra, una imagen, un
sonido, por el solo hecho de ser ellos mismos, despreciando justificaciones u objetivos,
vislumbres hacia atrás o hacia adelante. Bien decía Barthes: escribir, a diferencia de comprar o
de vender, es un verbo intransitivo. No tiene una meta, no está dirigido hacia ningún objeto
particular, es un hambre que se alimenta de sí misma. Para escribir hay que ser un poco un
perro que persigue su cola, un poco bestia en el momento de correr, como le gustaba al Rosas
legendario, hacia la llanura abierta sin punto fijo.
Es por eso que las descripciones de la barbarie y la violencia en la literatura suelen
despertar un interés tanto mayor que las descripciones de la virtud, salvo que esta se halle en
peligro de extinción por la violencia circundante. La descripción de los federales en El matadero
puede leerse como un encuentro gozoso del narrador con su material en una transacción que se
consuma a sí misma una y otra vez, la identidad alterna de los federales contrapuntea a la
identidad idéntica en el plano estructural, como el grano de arena que sirve de excusa a la
creación de una perla. Por medio de ese puente de negación que impone lo otro (la Federación),
Echeverría va al encuentro de la autonomía y la identidad en su escritura. Su escopofilia es en el
fondo un narcisismo imprescindible para cualquier empeño de escritura.
El nacimiento doble o diferido de El matadero (entre redacción y publicación una
diferencia de veinticuatro años) responde espléndidamente a la cosmogonía doble de la ciudad
de Buenos Aires, a su impronta dionisíaca sellada por un origen confuso que se vuelve muy
pronto poliédrico y vertiginoso. En las páginas de El matadero no se articula el mito de un origen
sino su antesala, su incipit literalmente se niega a delimitar una genealogía y una estirpe.
Podemos decir que la literatura argentina “nació” con una proposición concesiva: “A pesar de
que…”. El texto apunta al burbujeo iridiscente del lenguaje encontrándose consigo mismo (que
Barthes diagramó tan bien en El placer del texto), traza círculos en torno a sí para encontrarse y
reconocer sus materiales hasta agotar la incertidumbre en torno al cuerpo que habita, un
ejercicio acabado y elegante de escritura autotemática. Tanto como un manojo de apuntes para
un poema narrativo se trata del afianzamiento del poder de la escritura, conferido su poder
poético en un sentido cabal (el texto no dice sino que hace). De ahí cobran su fuerza las dos
isotopías que insisten sin flaquear jamás a través de todo el texto: primero, el material
primigenio del cual brota la vida (el barro, la carne, la sangre, las vísceras); segundo, el anclaje
de las imágenes, lo “para ser visto y no para escrito”. El episodio final de la muerte del unitario
es una manifestación del texto dándose muerte a través de la extinción de su propio tragaluz, lo
mismo que el episodio del Quijote en donde el caballero andante visita una imprenta que está
haciendo copias de su libro. El castellano novelesco y rimbombante del unitario cautivo es
negado por el habla campechana de los federales, y por medio de esta negación adquiere su
estatuto de verdad testimonial mientras está (y porque está) en vías de extinción. La razón por
la cual el unitario debe estar solo en El matadero a pesar de haber otros “outsiders” que miran
la fiesta de la carne de afuera hacia adentro (el inglés atropellado) es porque mediante su
extirpación radical de su mundo amigo, el valor de sus actos cobran una autonomía esférica e
incuestionable. Su muerte arbitraria (y en cierto sentido providencial) también constituye un
acto de autonomía frente a un régimen opresor. No es casual que la sangre que borbollonea
fuera del cuerpo del unitario salga por la boca, como una traducción última y desesperada de su
palabra, hecha cuerpo finalmente ante la negación sostenida de su lenguaje. La encarnación de

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este poder destructor en la figura del toro es asimismo un prólogo o un primer ensayo del
mismo gesto: el toro de identidad plástica y esquiva, destruye a su alrededor todo lo que
encuentra en su frenesí destructor (decapita a un niño en medio de la fiesta), el narrador pone
al lector en el filo de la navaja con respecto al adentro y al afuera e intenta mantener la tensión
a máximos niveles sin excluir a ninguno de los factores. En muchos sentidos sigue los mismos
procedimientos que una pintura de Francis Bacon (también obsesionado con la carne y los
cuerpos inconclusos e indeterminados). Echeverría efectivamente se pregunta cómo hacer
visibles fuerzas invisibles (Deleuze, Francis Bacon: Lógica de la sensación) ensayando
movimientos circulares y arborescentes. Hace sistemas de cajas chinas, traza círculos dentro de
los círculos, disfraza a Buenos Aires de matadero y abre un boquete de fiesta en medio de la
Cuaresma. Cuando ante el cadáver el Juez se lamenta de que “solo querían divertirse con él,”
está lamentando un error de comunicación: lo que para los federales es un juego, para el
unitario es el asunto más solemne imaginable. El unitario está conectado a la Cuaresma de
manera directa, sin pasar por la institución eclesiástica amiga de la Federación. Los federales se
mueven en un mundo mucho más denso de apariencias que de realidades, para ellos el cuerpo
es algo para ser pavoneado, performado una y otra vez, la plasticidad es su marca distintiva y
nunca está hecho por completo. Efectivamente, no hay fiesta sin Restaurador como no hay
sermón sin San Agustín. El dueño del poder es el dueño del principio del placer y del principio de
realidad (Freud, Tótem y tabú). Hay una ausencia en el unitario que es en última instancia la
verdadera causa de su aparición y de su muerte. ¿Qué hacía asomándose a ese lugar, sabiendo
perfectamente que sus patillas y montura inglesa lo delatarían como disidente? El unitario busca
una liberación de su propio lenguaje, busca hacerse cuerpo. Pero a la manera kafkiana este
lenguaje no puede hacerse sin mediaciones, solo la mentira permite que se abra la verdad,
siquiera parcialmente. Es difícil determinar si el unitario quería la muerte o si la muerte quería al
unitario. La virilidad definitiva del toro (sus testículos enormes) solo se verifican en un cuerpo
sin vida, y la asociación que toro y unitario comparten en el opresor hace más que condenarlos
al mismo destino: la negación a la que son sometidos confirma el valor de sus actos. Su
desprendimiento del mundo de los cuerpos los hace trascender al mundo de los símbolos
(Kristeva, Sol negro: Depresión y melancolía): irradian con su muerte ecos que atraviesan toda la
percepción que los bonaerenses tenemos de entender la política. El matadero es una oblicua
madriguera con dos extremos y una estructura rizomática encerrada en su centro, en la cual las
distintas variantes entran y salen transformadas en historia. Su insistencia en el “costumbrismo”
es análogo al habla gauchesca que Hernández cinceló con tozudez a través de Fierro: su
hipérbole apunta al sabor cabal no de una época sino de un estilo, y es producto de un
“abandonarse al sueño” (Borges, “El escritor argentino y la tradición”). Porque ciertamente El
matadero es un sueño, una pesadilla, la arquitectura de un fantasma que encuentra en el
destrozo de la lógica causal el desembocamiento de una destrucción gratuita. Aun cuando del
unitario no se sabe nada es clara la sensación de que algo se aproxima y ese algo es por
supuesto la muerte, que es el fin de cualquier sueño. Lo que inquieta deja de ser si ocurrirá para
pasar a ser a quién le ocurrirá. El fluido venenoso de la federación va llegando lentamente a
pasar por el embudo del yo que el unitario representa, toca el extremo del texto y completa el
circuito de vasos comunicantes a través de los planos del texto.
El matadero persiste porque es una escritura a contraluz: en el fondo no afirma, por más
panfletarias que sean sus acotaciones, sino que legitima lo monstruoso que aborrece por el
hecho mismo de permitir su profusión. Un texto agonizante que nunca termina de morir pero

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jamás vivirá, que ve la puerta del fin frente a sí mismo pero le está vedado cruzarla para
siempre.

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Del acoso como una de las bellas artes

Todo lo anterior puede resumirse diciendo: los


hombres actúan y las mujeres aparecen. Los hombres miran a
las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mientras
son miradas. Esto determina no solo la mayoría de las
relaciones entre hombre y mujeres sino también la relación
de las mujeres consigo mismas. El supervisor que lleva la
mujer dentro de sí es masculino: la supervisada es femenina.
De este modo se convierte a sí misma en un objeto, y
particularmente en un objeto visual, en una visión.

- John Berger, Modos de ver

I.

El jueves 27 de febrero de 1975, alrededor de las tres de la tarde, agentes de la


seccional primera de San Isidro encontró mediante una pista telefónica un hombre cuyos rasgos
concordaban con el identikit de un asesinato caminando despreocupadamente en la calle Don
Bosco. Como respuesta al llamado de la policía, el hombre sacó un arma calibre 7,65 y disparó
dos veces. A eso siguió una balacera y luego una persecución durante seis cuadras combinado
con un rastrillaje asistido por vecinos armados y con la paciencia erizada a fuego de turbulencia
política y atentados terroristas frecuentes. Quien lo encontró fue la perra de un obrero, que
empezó a ladrar frente a un galpón de herramientas de jardinería en el fondo de una propiedad
en Esnaola al seiscientos. Decenas de policías lo rodearon con las armas amartilladas. En el abrir
fuego breve y repentino encontró la muerte Francisco Antonio Laureana, “el Sátiro de San
Isidro”, un artesano oriundo de Corrientes de 22 años, marido de Mercedes Romero y padre de
tres hijos, acusado de torturar, violar y matar a quince mujeres de zona norte. En una bota que
estaba en su casa encontraron sus premios de cacería, cadenitas y pulseras. Su esposa, hasta la

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muerte de su marido, nunca se había enterado de nada. Él incluso solía decirle: “No saques a los
chicos, mirá que hay degenerados dando vueltas”.
El asesino reacciona al mismo tiempo con un máximo distanciamiento y una vertiginosa
proximidad. Como una transposición diabólica del pasaje de Fragmentos de un discurso
amoroso en el que se describe el acto de mirar el cuerpo del amado:

Escrutar quiere decir explorar: exploro el cuerpo del otro como si quisiera ver lo que tiene
dentro, como si la causa mecánica de mi deseo estuviera en el cuerpo adverso (soy parecido a
esos chiquillos que desmontan un despertador para saber lo que es el tiempo). Esta operación se
realiza de una manera fría y asombrada; estoy calmo, atento, como si me encontraran ante un
insecto extraño del que bruscamente ya no tengo miedo. (Barthes, 2014, 90-1)

El femicida al mismo tiempo está dentro y fuera del crimen, contempla admirado y a la
vez no tiene miedo, porque es un objeto lo que contempla. El principio ordenador que lo
impulsa a corregir lo elusivo del deseo, lo incontrolable de la experiencia ajena, lo lleva a tomar
la posición de un arquitecto de carne, un cirujano trascendental, y el souvenir que se lleva le da
el sello del control absoluto. El linaje de asesinos modernos de mujeres que abrió con su
escalpelo Jack The Ripper la madrugada del martes 3 de abril de 1888 en Whitechapel y se
extiendió a lo largo de Edmund Kemper, Ed Gein, Issei Sagawa y Goyo Cárdenas responde a un
imperativo configurador: reconstruir lo que escapa a la realidad de las palabras, doblegar a la
naturaleza renuente a revelarse por completo. Así como el aparato judicial se esfuerza por hacer
del crimen un suceso claro y distinto para dar su veredicto, el femicida sigue un mismo
imperativo de absoluta transparencia, de imperturbable orden. El asesino, en pocas palabras, es
un narrador. Necesita al mismo tiempo el vuelo de pájaro y la ceguera de lombriz, tramitar un
paso sin obstáculos del aire al cuerpo. No es poco frecuente que este orden al que se someten
ellos mismos junto a sus víctimas venga según ellos de una fuente externa u orden superior, un
dios detrás de ellos que los sostenga. Cuando Carl Tanzler, ya radicado por oscuras razones en
Key West y trabajando como radiólogo en abril de 1930, vio a Elena Hoyos por primera vez, la
reconoció como aquella que una antepasada suya señaló en visiones como la mujer de su vida.
Esta cubano-estadounidense hija de un empresario tabacalero, muerta prematuramente a los
veintiún años víctima de una tuberculosis, sería en cambio la mujer de su obra. Después de
robar el cuerpo del mausoleo tres años después del entierro, Tanzler empezó a trabajar:
echando mano de alambre, cera y yeso se dispuso a combatir quijotescamente el paso del
tiempo y la metamorfosis del cuerpo en materia descompuesta durante siete años antes de que
sus hechos salieran a la luz pública. Los usos de formaldehído y perfume para el olor, el relleno
de cavidades abdominales e inserción de ojos de vidrio terminaron por transfigurar el cadáver
en la muñeca Olimpia de “El hombre de arena”. La confrontación con hechos tan brutales, tan
ajenos al statu quo, proveen asimismo al que lee el diario, al espectador del noticiero, la
sensación ominosa de haber descubierto la existencia de un hombre que no puede pertenecer a
este mundo, porque el hecho de que exista alguien así vuelve problemática la tranquilidad sobre
la cual reposa cada mundo particular. Los parámetros de la realidad tambalean frente a todo
tipo de violencia, incluso la noticia de una violencia. Aunque no sea más por el hecho de que el
que mira con los ojos como platos la foto del cadáver de Mary Jane Kelly o Sharon Tate
llevándose la mano a la boca jamás habría pensado en la posibilidad de un acto semejante, la
transgresión vuelve a la realidad (vuelve en sentido cabal: transforma y regresa), con sus

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muñones deshilachados y salpicaduras de sangre, un territorio en disputa, obligado a
ensancharse para peor, hundiendo las manos un poco más en el terreno anegado y pantanoso
de la sombra, que es, hasta donde es posible vislumbrar, infinito. Es unheimlich, literalmente no
puede pertenecer al lugar en el que yo vivo. Lo peor de todo es el contagio que este hombre
fuera de este mundo, por el mero conocimiento de sus hazañas agobiantes, impuso sobre mí.
Me he convertido en un cómplice de sus hechos. Yo mismo me envuelvo también en la dinámica
de la violencia que empieza con él, porque lo sucedido pasó mientras yo estaba mirando a
través de la pantalla. Lo dijo De Quincey, citando a Lactancio:

Now, if merely to be present at a murder fastens on a man the caharacter of an accomplice; if


barely to be a spectator involves us in one common guilt with the perpetrator, it follows, of
necessity, that, in these murders of the amphitheatre, the band which inflicts the fatal blow is
not more deeply imbrued in blood than his who passively look on; neither can he be clear of
blood who has countenanced its shedding; nor that man seem other than a participator in
murder, who gives his applause to the murderer, and calls for prizes on his behalf. (De Quincey,
1885, 3)

La línea entre quien narra y quien recibe lo narrado debe disolverse irremediablemente,
porque no existe el uno sin el otro. He aquí un grave problema para nuestra moral.

II.

El epígrafe de John Berger que puse al principio de este ensayo define una forma de
vincularse pero más importante (y que en el fondo forma parte de lo mismo) una forma de
representación. El hombre ostenta en su cuerpo la facultad irradiante de imprimirle su sello a
todo lo que encuentra, su reino es el espacio exterior, presto a ser dominado por él. El cuerpo
de la mujer se configura como una aduana de significado. El hombre propone, la mujer dispone.
El afán del asesino consiste en arrebatarle a la mujer la clave de acceso para la entrada y la
salida, y el esfuerzo darse de manera tanto literal como simbólica. Un afán de disciplinamiento
en el sentido que le da Foucault en Vigilar y castigar, un discurso que se impone y atraviesa un
cuerpo a tal punto que su huella puede verse en los más ínfimos detalles, que se pueda decir
finalmente: “A esta hora todos los alumnos de quinto grado de Francia están leyendo el canto
sexto de La Eneida”:

… la modalidad: implica una coerción ininterrumpida, constante, que vela por los procesos de la
actividad más que por su resultado y se ejerce según una codificación que reticula con la mayor
aproximación el tiempo, el espacio y los movimientos. A estos métodos que permiten el control

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minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y
les imponen una relación de docilidad-utilidad es a lo que se le puede llamar “disciplinas”.
(Foucault, 2014, 159)

Esto significaría dos cosas: la primera, el asesino además de narrador es un educador que toma
a su cargo la tarea de normalizar, de instituir lo permitido; la segunda, su intrusión significa, de
algún modo, un encuentro: el supervisor masculino que la mujer representada alberga en su
mente le alcanza la mano al hombre que irradia desde afuera y le pide que establezcan un
contacto mandado por la ley natural, en la que el cuerpo de la mujer sería solo un obstáculo: en
el fondo la mujer pide ser dominada, un no es en realidad un sí que todavía está verde (¿a
cuántos criminales oímos alegar que la víctima era tan culpable como él? ¿cuántos “ella pedía”
tal o cual cosa? ¿cuántos “pero cómo iba vestida”?). Frente a la resistencia a la opresión nace el
efecto ominoso y el conflicto interesante. Igual que en Peeping Tom, el momento en que la
imagen se cristaliza y queda anclada en el tiempo, ocurre la muerte, el movimiento, el escape de
Dafne, es entonces la única forma de seguir con vida. El narrador de El honor perdido de
Katharina Blum recurre al amparo de los cuerpos de agua que fluyen y encuentran remansos
que estancan el relato y se contradicen constantemente. En el tercer capítulo traza el contorno
del círculo que va a ir cerrando hasta cederle al final la palabra a la protagonista y otorgarle el
poder de definirse luego del escarnio (el lector disculpará que utilice una horrible traducción
castiza que constituye, por derecho propio, un tipo más de violación simbólica):

Los hechos que deberían conocerse, tal vez, primeramente resultan brutales: el miércoles 20 de
febrero de 1974, en vísperas de fiestas de carnaval, una mujer joven, de veintisiete años,
abandona su piso, en una ciudad, alrededor de las 18.45 para acudir a un baile privado. Cuatro
días más tarde, después de unos sucesos dramáticos —hay que llamarlos realmente así
(remitimos las obligadas diferencias de nivel, sin las cuales no existe el flujo)—, la noche del
domingo, casi a la misma hora —más exactamente a las 19.04— llama a la puerta de la vivienda
del comisario superior de policía criminal, Walter Moeding [...]. La mujer declara en persona al
asustado Moeding que ella en persona, a las 12.15 del mediodía y en su piso, acaba de matar de
un disparo al periodista Werner Tötges, y ruega al comisario que envíe a alguien a «buscarle».
(Böll, 1986, 298)

Al mismo tiempo, el hecho de avanzar en el relato, dando saltos laterales cuando una fuente se
agota y dirigirse a otra, vadear los obstáculos de los detalles que colisionan sin remedio,
configura una dinámica de acoso del cual el lector es el primer cómplice. Katharina Blum no
quiere que la miren, pero nosotros continuamos mirando, nosotros somos quienes traen el
desorden, los que distorsionamos la realidad con nuestros ojos. Lo infecto del acto de ver es lo
primero que la cámara de Polanski reconoce en Repulsión (1965). La película empieza y termina
con un primerísimo primer plano del ojo derecho de Carole, de adulta al inicio y de niña al final,
como un gesto anulador del paso del tiempo y a la vez como resaltando un gesto de fatalidad
intencionada: su destino no podía ser otro con las miradas de todos posadas sobre ella. Sus
asesinatos son justamente eso: intentos de liberarse, de sumirse en la oscuridad que tanto
anhela. Esos deslizamientos súbitos y desgarradores de la cámara al punto de vista de las
víctimas (Colin y el casero) en el momento de morir brutalmente no responde solo a un pudor
que nos ahorra cierta dosis de morbo: nosotros somos el acosador, de nosotros quiere liberarse

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la protagonista. Lo mismo representa para Katharina Werner Tötges: 1 un nódulo más o menos
representativo de una fuerza mucho más grande y mucho más imparable que un simple
periodista. El posible involucramiento que podría haber tenido en la muerte de su madre es por
lo menos dudoso, y así como su grado de influencia en aquella nunca queda claro, tampoco
sabremos, puesto que es asesinado apenas intenta tomar a Katharina del vestido, si estaba
dispuesto a pasar de ser un pesado a un criminal. Su misoginia es evidente, pero quizás no del
todo invasiva. Así como el narrador quiere mantener el flujo de información, dentro de todo, en
un cuerpo que fluye, Katharina quiere cortar el chorro discursivo que la pone en el centro de la
escena.

III.

El acosador no acepta la casualidad, el escape o reacción a un hilo narrativo, la


extensión hacia la zona opaca e imprecisa de la experiencia. Recurre entonces a la sistemática
tortura en primer plano de sus personajes, en busca de detalles que devuelvan la coherencia al
conjunto: la expresión de Katharina es “casi triunfal” cuando la policía entra violentamente a su
casa (luego de vigilarla durante horas) y no encuentra a Götten; cuando se entera de la muerte
de su madre su expresión es “casi aliviada”, y así se asegura de reportarlo el muy kafkiano
PERIÓDICO, cuya invasión a la vida privada de Katharina nunca deja de ser implacable aun
después de absuelta por el mismo Götten cuando es capturado. Si el presente no arroja la luz
necesaria, el acosador recurre al pasado: se traza una línea de progresión desde la ancestría
hasta el momento del hecho, se configura de improviso un ethos transgeneracional: de repente
el apodo que se le dio a Katharina (“la monja”), ya de por sí deshumanizante por resaltar no la
presencia de austeridad sino la ausencia de deseo, no refiere a un atributo de su carácter sino
que disfraza un encubrimiento, un criptocomunismo esperando su momento de atacar. El
disfraz, profuso en tiempos de carnaval, se le aplica con la ligereza y habilidad con que se le
puso nombre a su carácter austero fruto de una vida de privaciones. Katharina misma es incluso
muy dada a dejar constancia: tiene en su casa tres cuadernos en los que anota cada gasto que
hace y mantiene una cuenta obsesiva de su dinero. El capítulo 15 se aboca prolijamente a un
recuento detallado de su vida y la justificación de cada una de sus acciones en el ámbito laboral.
Pero no es suficiente: ¿cuántos vacíos quedaron en el sinnúmero de días que conforman una
existencia, aún una de escasos veintisiete años, cuántos encuentros fortuitos se dieron en sus
noches (se vuelve una y otra vez a la pregunta por la identidad de una “visita” que tuvo en varias
ocasiones según el testimonio de sus vecinos y al final resulta ser Alois Sträubleder), cuántos
contactos con los “subversivos” podría haber tenido sin que nos diéramos cuenta? Las
interrogantes que plantean agudamente los investigadores y el narrador quedan en gran
medida sin resolver: ¿Por dónde escapó Götten de la casa de Katharina? ¿Son reales sus viajes
en auto hacia Dios sabe dónde? ¿De dónde vienen las cartas y llamados anónimos? ¿De dónde
saca el PERIÓDICO información tan íntima de la vida de Katharina? En el capítulo 41 el narrador,
ya cansado de tener que explicar que los detalles provistos no son concluyentes ni unívocos,
descarrila su ilación en un delirio que apunta los cañones a la pormenorización anatómica de un
teléfono descompuesto, igual de confiable que el cuchicheo entre vecinos:

1 En su apellido figura la palabra “muerto” (Tot), así como en el de Götten figura la palabra “dios”
(Gott). Böll suele ser muy devoto de los aptónimos.

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Bueno, ¡suceden tantas cosas en primer plano! Pero aún más en un segundo. ¿Qué piensa un
espía inofensivo, que se limita a trabajar por su sustento cuando, por ejemplo, cierto Lüding, que
aquí ha sido mencionado ocasionalmente, llama a la redacción principal del PERIÓDICO y dice:
«Saquen a S.en seguida, pero encierren a B a cal y canto»? Naturalmente, a Lüding no le espían
porque él deba ser vigilado, sino porque existe el peligro de que reciba llamadas de chantajistas,
gángsteres, políticos, etc. ¿Cómo puede saber un espía honrado que con S. se refiere a
Sträubleder y con B. a Blorna, y que en la edición del domingo del PERIÓDICO ya no se hablará de
S. pero sí, y mucho, de B.? [...]
Etcétera. Por último, se discute pormenorizadamente sobre tortillas con semillas de
adormidera. ¡Y toda esa conversación se graba en cinta magnetofónica a cargo del
contribuyente! El que escucha la cinta y que, claro está, debe averiguar si se ha utilizado el
código secreto de los anarquistas, si tortilla quiere decir granadas de mano,y helados con
fresones tal vez signifique bombas, es posible que piense: «¡Qué preocupaciones tiene esta
gente!» O bien: «Me gustaría no tener otras cosas en que ocuparme», pues a él acaso se le acabe
de escapar de casa la hija, o el hijo sea drogadicto, o hayan vuelto a subirle el alquiler. (Böll,
1986, 344-5)

La mención de S. y B. no son inocentes y dan la señal de un altísimo grado de coherencia


estructural. Luego de que Sträubleder haga su aparición final como “amante secreto” (y para
nada correspondido) de Katharina y salga a la luz el detalle de la ubicación de Götten,
desaparece. Blorna, en cambio, adquiere entre los capítulos un protagonismo insospechado
como víctima colateral del escándalo que envolvió el grueso de la novela: su reputación es
herida de muerte, su futuro deja de ser prometedor, debe vender algunas de sus propiedades y
autos, se revela en él un amor hacia Katharina, tan absurdo como el de Sträubleder (anunciado
ya en el capítulo 38), que lo desacredita como héroe en el caos de la injusticia: igual que
Mortimer en la María Stuart de Schiller, Blorna ayuda a una mujer cautiva por las razones
equivocadas, su deber no nace de un imperativo categórico sino de la fragilidad de sus
sentimientos de hombre.2 La hombría del mismo narrador, si bien nunca se menciona, tampoco
deja de ser evidente: Cuando a Beizmenne en el capítulo 19 se le ocurre pensar en voz alta la
idea de que Katharina conoce a Götten hace más de dos años, ella lo niega con un tono que “no
era muy convincente” y luego de cansarse de que otros indaguen en su vida íntima reacciona
con una “obstinación definitiva”. Böll, con por lo menos algún grado de conciencia, explota los
lugares comunes a los que los hombres (en especial los hombres que reportan y narran) son
proclives sin siquiera notarlo. Estos saltan a la vista en las diferencias sutiles pero determinantes
en el empleo de determinadas palabras. Caso ejemplar: en el capítulo 18, la contraposición de
“caricia” e “impertinencia” (la traducción de Seix Barral que manejo, ya lo he dicho, es por
momentos espantosamente invasiva, traducciones más ajustadas serían “ternura” y “grosería”).
Frente a la esencial indiferencia de los investigadores, Katharina mantiene a sangre y fuego la
reciprocidad de la primera frente a la unilateralidad de la segunda, diferencias inconciliables.
Naturalmente, acceden a notarlas como un gesto de concesión para que siga declarando más
que como un reconocimiento de su punto de vista. El poder se mantiene en mesetas distintas.

2 En estos capítulos un poco perdidos de la novela que llevan finalmente a que Katharina tome
la voz, pueden encontrarse, tengo para mí, algunos rastros del amargor endurecido de Böll como
fruto de esos años en que una implacable campaña de la prensa federal alemana lo arrastró por
el lodo debido a sus posturas políticas, que no veían del todo con malos ojos a los grupos de
izquierda radical que la década del setenta sembró por Europa.

13
IV.

Colin está enamorado de Carole. No sabemos por qué. El amor mismo tampoco debe
saberlo. Cierto es que ella en ningún momento dio una señal de algo parecido a la
correspondencia. De algún modo, la muerte de Colin es también un suicidio de amor. Como dice
Barthes, algo de ella despierta en él la resonancia de la estructura profunda de su deseo, que
por más fosforescente no deja de ser desconocida. En Colin se da el juego de versión y reversión
que entre el amado y el amante juega el rapto en un vaivén sin reposo:

… curiosa contradanza: en el mito antiguo, el raptor es activo, quiere secuestrar a su presa, es


sujeto del rapto (cuyo objeto es una Mujer, como se sabe, siempre pasiva); en el mito moderno
(el del amor-pasión), ocurre lo contrario: el raptor no quiere nada,no hace nada; está inmóvil
(como una imagen), y el objeto raptado es el verdadero sujeto del rapto; el objeto de la captura
deviene el sujeto del amor; y el sujeto de la conquista pasa a la categoría de objeto amado. (Del
modelo arcaico subsiste sin embargo un rasgo público: el enamorado —el que ha sido raptado—
es siempre implícitamente feminizado). (Barthes, 2014, 236)

Colin, de hecho, es feminizado, pero no por Carole sino por sus amigos del pub, que previo a su
llegada al departamento donde encontrará la muerte se lo humilla durante varios minutos por
su dependencia y vulnerabilidad de amante. La inversión de los roles del acto de violencia en
Repulsión es sutil y a la vez se deja ver perfectamente: un rapto de amor sucede a un rapto de
furia, a una invasión sucede un homicidio. Forzar la puerta de entrada del departamento fue lo
mismo que firmar una sentencia de muerte. En ese momento, Colin pasó de ser una molestia
ocasional al heraldo del enemigo: la puerta que rompe (literalmente penetra el espacio de
Carole, cumple en sentido figurado sus visiones más apocalípticas para que luego el casero las
cumpla en sentido literal) y que no se molesta en cerrar hasta varios minutos después abre el
telón a un espectáculo con audiencia incluida. Y la cámara establece una línea de
correspondencia con esa espectadora inesperada y aparentemente innecesaria: los

14
protagonistas de la escena se retiran progresivamente del centro, exploran con los bordes de la
escena, juegan con el riesgo de desaparecer completamente de vista y convertirse en una voz. El
momento de cerrar la puerta es el momento de morir: Carole toma el arma más fálica que
puede encontrar y mata a Colin a martillazos. La inversión de los roles anticipada por los amigos
de Colin se consuma definitivamente por su mano justiciera. Cierto es que ambas mujeres
asesinan a sus hombres con armas muy asociadas al arquetipo masculino. El segundo asesinato
de Carole es a machetazos de sevillana, Katharina mata a Tötges con un revólver. El acto de
asesinar tiene algo de gesto de reapropiación pero también de alienación. Al cometer el crimen
terminan alineándose con la fuerza destructora que de antemano las victimizaba por
insurrectas. Visto de este modo, resulta coherente que un narrador tan obsesivo por los detalles
como el que narra el caso Blum de repente retenga la información del hecho delictivo
propiamente dicho: el episodio del asesinato y el empleo de las seis o siete horas hasta
entregarse a Moeding no pueden ser contados por otro que la propia Katharina, y ninguna otra
cosa puede cerrar el libro, a la vez como una falsa recuperación de su honor (ahora sí, para
siempre perdido) y como el atado final de todos los cabos restantes. El resultado, sin embargo,
es el siguiente: no sacamos nada de ese hecho más que el relato mismo. No hay ninguna
transparencia detrás de las palabras, no relumbra una nobleza o dignidad de mártir en el
asesinato. Después de matar a Tötges, Katharina deambula por la ciudad como si nada. El último
comentario que sale de su boca, “ese Moeding, que el otro día fue tan amable conmigo” da
muestra de una completa enajenación, Katharina se ha convertido en absoluta superficie, ha
pasado a definirse a sí misma con el criterio de los demás. La distancia que la separa de un
Blorna por completo desengañado se cristaliza en una brecha insalvable. Katharina no mata a
sus enamorados, estos tienen la decencia de no penetrar su intimidad de forma violenta (cierto
es que Sträubleder le da las llaves de su casa en las afueras, pero el grado de pasividad
voluntaria que porta este gesto no puede compararse con el de derribar una puerta por no
contestar el teléfono o no pagar la renta).

V.

Blorna pierde los estribos. No tanto como cuando se encuentra a Sträubleder en la


galería casi al final del libro, pero su paciencia está al límite. Intenta una y otra vez defender a
Katharina de un cargo que es tan difuso como la situación en la que se ve involucrada. El
capítulo 38 (que es el verdadero corazón del libro sin estar en su centro, como un corazón
tampoco está en el ombligo sino en el pecho y apuntando hacia la izquierda), Blorna y Trude
acceden a la dimensión subterránea del libro, el punto neurálgico de la madriguera cuya
arquitectura se está intentando esclarecer. Ellos también se ven completamente arrinconados
por la sospecha del público, y ya tenían una relación con él lo suficientemente mala (el apodo
Trude la Roja debería dar las necesarias insinuaciones). “Esta peste” los sigue a todas partes.
Trude admite (y admite en el nombre de Katharina, aunque en el fondo no puede hacerlo) que
estudió junto a ella el plano de su casa, y con él la información necesaria para que escapara
Götten. El camino posible entre todos está ahí, pero nunca se confirma cuál de todos recorrió el
fugitivo. Su confusión hacia adentro se complementa con su fragilidad hacia afuera. Cuando
Sträubleder llega y conversa con Blorna (con Trude no puede hablar, esta lo desprecia
demasiado) en el capítulo 40 discuten no solo la posibilidad de juntar evidencia en favor de

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Katharina sino la manera de justificar su modus operandi: Blorna no puede ir hasta la casa de
campo de Sträubleder, un destino de vacaciones, cuando acaba de interrumpir la suyas propias
y con todos los reporteros del PERIÓDICO vigilándolo. Ha ocurrido una reversión, ahora los
personajes en vez de verse desde dentro han pasado a contemplarse desde fuera de sí mismos:
se han convertido en fantasmas de sus vidas. En medio de esta discusión por la verosimilitud
interrumpe Trude, que acaba de colgar el teléfono: “Ya no se trata de muerte; gracias a Dios,
sino de vida.” Götten fue capturado. La espiral hacia la catástrofe, como en el esquema de
Freytag, se ha detenido artificialmente y de manera temporal. Ocupa la atmósfera un extraño
sentimiento de triunfo inmerecido, de conflicto que se fue tan caprichosamente como vino. Ya
sabemos que el acosador no acepta la casualidad, la mecánica del texto que nos llevó hasta este
momento exige que la indagación continúe su curso hasta desembocar, finalmente, en el
desastre.

VI.

Lo dijo Todorov: si hay un grupo demográfico que durante una guerra está condenado a
perder aunque se encuentre del lado victorioso, es el de las mujeres. Tras la liberación de París
en 1944 corrieron a mares, en pequeños pueblos rurales de Francia, los episodios de mujeres
arrastradas a una plaza pública y afeitadas (a veces también golpeadas brutalmente) como
castigo por mantener relaciones con los alemanes durante la ocupación, y luego echadas de la
comunidad, muchas veces junto a sus hijos pequeños, acusados de ser hijos del enemigo. Estos
“horribles carnavales”, como un nuevo eslabón de la cadena que incluye también a la quema de
brujas, cumplían una función ritual tanto como una función social. Responden a aquella “poética
del castigo” que Foucault menciona citando a Vico para referirse a los procesos de ejecución
durante el Antiguo Régimen: el pelo es un arma para seducir utilizado en detrimento de la patria
y en provecho personal, es lógico que este deba ser ablacionado de la delincuente. El lugar del
público, lo mismo que en las antiguas ejecuciones, también conserva su distintiva ambigüedad.
La línea que separa al cómplice del abierto opositor es, no difusa, sino difuminada
artificialmente por el verdugo y su audiencia. ¿Qué esperanza hay de no entablar aunque sea
algún tipo de relación con un soldado alemán después de cuatro años de ocupación? El curso
inclemente de la vida continúa, y con él la necesidad de ser un animal político. El castigo
desemboca entonces, no en una condena a la relación interpersonal, que es un “crimen” del que
todos los miembros de la comunidad son culpables, sino en una condena del deseo, de su
connatural extrañeza, su evasividad, su perpetua amoralidad e indisciplina. ¿Qué verdad es la
que persigue el que sostiene en su mano la afeitadora? Interviene con ella un símbolo
fundamental del ser humano, lo mismo que el agua, la tierra o los árboles, interrumpe su flujo
hacia la espalda, su alargamiento progresivo (este castigo, lo dice Beevor, existe hace milenios
en culturas que nunca tuvieron contacto entre sí). El seccionamiento del símbolo puede valer,
entonces, no como un gesto en sí sino en cuanto ausencia: no afeito a la traidora para castigarla,
sino para desviar el interés de mí mismo; no consiento con mis gritos a la humillación ni le tiro
tomates a la traidora para castigarla, sino para borrar mi ineptitud a la hora de defender a mi
patria de los nazis (cosa que también es una ausencia) junto con el resto de mi persona en el
hervidero de la multitud. Al borramiento de mí mismo debe corresponder el borramiento por la
fuerza de esta mujer. Las prostitutas, sorpresa para exactamente nadie, estuvieron entre las

16
más afectadas por este crimen contra la identidad. No tardaron en sucederse otros: la conducta
anormal en términos sexuales era asociada a la confraternación nazi con levedad admirable, las
mujeres que se rumoreaba habían tenido un aborto ipso facto habían tenido relaciones con
soldados alemanes; incluso en episodio de abuso sexual, aunque por su misma naturaleza
consiste en una sustracción de la identidad de la mujer, se le asignaba el papel de colaboradora
en la transgresión contra sí misma. El ciclo de interrupción del flujo (capilar, sexual, afectivo,
reproductivo) lleva consigo el sello del escarnio. La exhibición de las cabezas afeitadas por las
calles principales era asimismo, igual que cualquier conducta homosocial, la parte más
importante: en las mujeres humilladas recapitulaban los otros miembros de la comunidad el
gesto revolucionario de La Bastilla, su calvicie forzosa era señal del símbolo del mundo que
dejaban atrás. Al revivir las costumbres populares atávicas, que involucran sacrificios las más de
las veces, se daba entrada a un mundo nuevo. Como en cualquier revolución, refundar el tiempo
histórico significa siempre, irremediablemente, repasar una a una sus más antiguas atrocidades.

VII.

La irrupción del afuera tiene lugar en ambos textos, pero de diferente forma. A esta
altura el lector ya habrá aunque sea intuido que el punto de vista desde el cual se presentan son
diametralmente opuestos: el narrador intenta penetrar a Katharina en sus diferentes capas de
significado a partir de un desapego radical; el mundo de Carole nos es transmitido desde su
centro esquizo mirando a los extraños tocar la puerta e invadir las habitaciones en formas
fantasmales. El verdadero enemigo de Carole es ese supervisor del que Berger habla en el
epígrafe, que se transmite al contacto con los los hombres de su entorno, y a diferencia del
mundo de Katharina, en la que los azotes venidos de ninguna parte son cada vez más fuertes, en
su caso la fuerza de lo externo va cada vez más en detrimento: a la entrada contundente y
forzosa de Colin sucede el casero con su llave, entrando silencioso, casi con vergüenza, y
finalmente entran su hermana junto con Michael y poco después los vecinos del edificio, viendo
que la puerta está abierta y se oyen gritos que vienen de su interior. Lo ominoso en Repulsión
no gana por esfuerzo sino por cansancio, y esa sonrisa, condenada sonrisa final de Michael,
sujeto de las visiones más violentas y destructivas, mientras tiene en brazos a una Carole
catatónica, deja un final entreabierto que sella la sensación incómoda de no saber en qué
dimensión de la realidad estuvimos durante la última hora y tres cuartos. ¿De dónde viene esa
sonrisa? ¿Qué razón podría tener para esgrimirla después de ver dos cadáveres en el
departamento de su amante y un tercer cuerpo exánime debajo de una cama completamente a
la vista de los vecinos? Igual que con Tötges, nunca lo vamos a saber. El acto de permear entre

17
niveles de la realidad es evidente pero nunca se nos aclara cuál de todos predomina. Algo tuvo
lugar, pero no sabemos qué. Repulsión podría ser, además de una película de terror, un cuento
fantástico. Somos como la clienta del salón a la cual le dan un esmalte por otro, nunca vamos a
poder notar la diferencia. El relato final de Katharina, ¿puede ser creído sin recaudos? La hemos
visto capaz de ayudar a un criminal buscado, la hemos visto capaz de ocultar información vital,
sus actos de altruismo como entregarse o querer admitir que ya desde el jueves había planeado
matar a Tötges rivalizan con estos otros que merman nuestra confianza.

VIII.

Schleiermacher: al producir una obra, renuncio a producirme y a formularme a mí mismo,


realizándome en algo exterior e inscribiéndome en la continuidad anónima de la humanidad —
por eso la relación entre obra de arte y encuentro con la muerte: en ambos casos, nos acercamos
a un umbral peligroso, a un punto crucial en el que bruscamente somos revertidos. Asimismo,
Federico Schlegel: aspiración a disolverse en la muerte: «lo humano es siempre más alto, e
incluso más alto que lo divino». Acceso al límite. Queda la posibilidad de que, en cuanto
escribamos y por poco que escribamos —lo poco está solo de más—, sepamos que nos
acercamos al límite —el peligroso umbral— en que se plantea la reversión. (Blanchot, 1987, 14)

Lo más fascinante de la dinámica de acoso lo encuentro no tanto en la relación que el


narrador establece con los personajes sino en la que estos dos entablan con el espectador. El
disimulo de un punto de vista neutral es absolutamente imposible, y con él es también
inevitable el advenimiento de un juicio moral. La dinámica de acoso hace un llamamiento
insoslayable a la facultad de juicio y permea el modo de expresión que se emplea a la hora de
abordarla con el lenguaje. ¿Por qué me esforcé tanto por empezar con una detallada
descripción témporo-espacial del fin de un asesino? ¿Por qué mi atención se dirige a asediar
momentos, casi imágenes, que mi razón me indican revisten alguna importancia? Aproximarse
lentamente al desastre conlleva un momento de absoluta desnudez discursiva, el límite del
lenguaje lleva consigo la silueta de algo que está detrás, un desafío al fatalismo derrideano que
lo define como forjador primario de identidad en vez de una herramienta que contribuye a su
devenir. ¿Cómo puedo sucumbir a mi identidad si esta última se borra de mí al poner mis
palabras fuera de mí, por escrito, con cuidado y precisión? La materia incandescente que
maneja se distribuye en partes que pueden ser manejadas de manera autónoma, si no
simultánea. Al detener yo mismo el flujo de su ilación, impido cristalizarme y con él cristalizar mi
veredicto. Permanezco vivo aún, con cuidado de que no me encuentre jamás. Mantengo un
vacío que, como dice Saer en torno a Gombrowicz:

… si para los demás hombres la construcción de la existencia reside en rellenar esa ausencia de
contenido con diversas imágenes sociales, para el escritor todo el asunto consiste en preservarla.
La tensión de su trabajo se resume en lo siguiente: no se es nadie ni nada, se aborda el mundo a
partir de cero, y la estrategia de que se dispone prescribe, justamente, que el artista debe
replantear día tras día su estrategia. (Saer, 2014, 17)

Fijar el punto de vista es morir, entregarme a ella es someterme a la reversión de mí mismo y


perder la capacidad de hablar, convertirme en un mero personaje en vez del arquitecto de las

18
palabras. La persecución tortuosa debe continuar. La huida de Dafne es la única manera de
mantenerse vivo. Resume Blanchot: “... en cierto modo el infinito de la amenaza ha roto todos
los límites”.

Agradezco a Rocío Martínez por su labor de correctora ad honorem del presente ensayo.

Bibliografía:

BARTHES, Roland (2014), Fragmentos de un discurso amoroso, Buenos Aires, Siglo Veintiuno

BEEVOR, Anthony, “An ugly carnival” en The Guardian, 5 de junio de 2009

BERGER, John (2010), Modos de ver, Barcelona, Gustavo Gili

BLANCHOT, Maurice (1987), La escritura del desastre, Caracas, Monte Avila

BÖLL, Heinrich (1976), Die verlorene Ehre der Katharina Blum, Munich, dtv

____________ (1986), El honor perdido de Katharina Blum, Barcelona, Seix Barral

DE QUINCEY, Thomas (1885), Works, vol.IV, Edimburgo, Adam and Charles Black

“El “Caníbal” al que se lo comió la tierra”, Perfil, 9 de mayo de 2007, artículo online, link:
https://www.perfil.com/noticias/sociedad/El-Canibal-al-que-se-lo-comio-la-tierra--20070509-
0033.phtml

FOUCAULT, Michel (2014), Vigilar y castigar, Buenos Aires, Siglo Veintiuno

FREUD, Sigmund (1976), “Lo ominoso” en Obras completas, vol. XVII, Buenos Aires, Amorrortu

GUTOWSKI, Gene (prod.), POLANSKI, Roman (dir.) (1965), Repulsion [cinta cinematográfica],
Inglaterra: Compton Films

LARREA, Agustina, “Un identikit, disparos entre mansiones y un perro: el final de un asesino
serial de mujeres que aterrorizó a San Isidro”, Infobae, 25 de febrero de 2018

SAER, Juan José (2014), El concepto de ficción, Buenos Aires, Seix Barral

“Vida y muerte del sátiro asesino”, Así, 4 de marzo de 1975

19
Forjar la terrible simetría

En su Arte y belleza en la estética medieval, Umberto Eco remarca un detalle importante


acerca de la causa formal de las figuras grotescas y demoníacas que podían adornar las
catedrales:

… es interesante observar cómo tantos aspectos de este arte, estilizaciones heráldicas o


deformaciones alucinantes, no están originadas por principios de vitalidad expresiva,
sino por principios de exigencia compositiva. Y que esta intención prevalecía entre los
artistas, lo sugieren las teorías medievales del arte, que tienden siempre a ser teorías de
la composición formal y no de la expresión sentimental.

Hay un grado de la representación del mal y del caos que solo puede conseguirse
mediante lo opuesto al camino esperado: una adhesión extrema a un principio inflexible hasta
sumirlo en una lejanía que se confunde con el caos. Cuando Blake pregunta al tigre: “ What
immortal hand or eye, / Could frame thy fearful symmetry?” la yuxtaposición de “fearful” y
“symmetry” no es un accidente sino la forma más eficiente de dar el vislumbre de un abismo
riguroso. Tampoco es un accidente que el último verso de la estrofa es la que rompe con la
monorrima de los otros tres.
El libro de Eco propone una tesis escandalosa y fascinante: contrario a lo que se suele
pensar, la Edad Media no subsumió la reflexión estética a presupuestos éticos encontrados en
las Escrituras y la Patrística sino precisamente al revés, subsumió el pensamiento ético en torno
a un conjunto de presupuestos estéticos sobre una base matemática y de armonía de
proporciones. No era raro que episodios de las Escrituras fueran modificados en las catedrales
para adecuarse al orden arquitectónico preestablecido. Este seguimiento de un método ha dado
a la historia algunas de las imágenes que encarnan mejor lo horroroso y terrible en nuestro
imaginario. Las torturas de Dante siguen un razonamiento equivalente en su obsesión por la
medida. Los castigos pueden ser de dos maneras: una hipérbole del pecado mortal, como en el
caso de Paolo y Francesca, cuya lujuria se alegoriza en una perpetua tormenta de pasión que los
arrastra, o un contraste que muestra lo errado de sus visiones y la grandeza de Dios, como el
caso de los epicúreos, sepultados en tumbas ardientes por el resto de la eternidad. Cuando

20
Hamlet dice “Though this be madness, yet there is method in ‘t” no solo no está exagerando sino
que está usando un eufemismo. No hay locura que no sea metódica: esta es la geometría de un
centro fuera del alcance de los cuerdos.
No puedo evitar descender a llanuras más humildes de la existencia. Pienso en el miedo
patológico a la matemática entre el alumnado de cualquier colegio (y, casi con orgullo, me
incluyo entre las filas de temerosos penitentes). Creo que este miedo no se basa en la dificultad
misma de los número o fórmulas, sino en la naturaleza misma de los números. Cuando uno se
enfrenta con ellos parece estar enfrentándose al guardia de “Ante la ley”, que sin saña pero
ciertamente sin piedad nos dicta si hemos solapado nuestra respuesta con la respuesta correcta
que nos antecede. Recuerdo un episodio de mis tribulaciones en esta materia en el que con mi
padre estuvimos trabajando dos horas y media en su escritorio un problema antes de descubrir
que la respuesta a la que habíamos llegado la primera vez era más exacta que la que figuraba en
el libro. Nunca se nos había ocurrido que la solución fuera objetable. Así de lejos se mantiene el
error humano del ejercicio matemático en el imaginario popular. Lo que en la edad de San
Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino era un sinónimos de la constancia divina en la
Creación, en un mundo laicizado se ha traducido a una presencia innegable pero anónima cuyos
guadañazos indiferentes solo pueden, en el mejor de los casos, afectarnos de lejos. Con los
números, famosamente, no se puede dialogar. Estos nos preceden y nos sucederán por siempre,
carecen del óxido que forma el embate del tiempo. Uno de los sucesores más ilustres, si bien
renuente, de esta tradición, es la obra de Juan José Saer, cuyos personajes miran al universo sin
cuestionar su poder y sin esperanzas de remediar lo que haya de dañino en sus decisiones. Una
de sus últimas novelas, Las nubes, que relata una accidentada travesía a través de la llanura e
incluye un incendio del cual la caravana se salva de milagro, termina con la siguiente sentencia:
“... las Parcas, por esa vez, dijeron que sí.” Las ciencias naturales en general, y la matemática en
particular, establecen una asimetría fundamental entre el fenómeno y el observador en favor
del primero: aquello que el segundo descubre ya estaba en la naturaleza, nada ha cambiado en
la naturaleza misma sino en el saber del observador. Solo la muy reciente llegada (en
proporciones históricas) de la física cuántica ha derribado este parteaguas al hacer ineludible el
hecho de que el observador no está separado del fenómeno, y la observación es una manera de
participación que puede influir en el resultado tanto del experimento como del fenómeno
mismo.
El miedo se basa en lo desconocido, el terror en lo que se adivina más allá de toda duda.
El abandono de un personaje a su suerte en una película, la tortura que le aguarda a una víctima
y que no vemos, aquello que un paseante incauto encuentra en el cobertizo abandonado de una
casa y que lo lleva a la muerte. Hay un elemento severamente racional en toda experiencia
aterradora. El miedo es lo que nos acecha cuando tememos no haber estudiado lo suficiente
para una prueba. El terror es lo que nos toma por asalto cuando descubrimos que estudiamos la
unidad que no era.
Ninguno de los retablos religiosos del Bosco carece de fuentes escritas. La pintura desde
la Antigüedad hasta el siglo XVII fue enormemente libresca, y los retablos flamencos son
verdaderos tesoros de textos transpuestos al registro pictórico, desde las Escrituras, poemas
como La visión de Tundale del monje Marcos o La divina comedia hasta dichos y refranes
populares obscenos. La interpretación de las escenas se ajustaba a una metódica locura, un
contrapunto ceñido entre los límites de la palabra y la libertad del pincel. Al respecto del panel
central de Tríptico del juicio Final dice Walter Bosing:

21
La ascensión de los bienaventurados al «coelum empyreum» tiene su
contrapartida en la caída de los condenados al abismo del Infierno, que se representa en
la tercera tabla. El Bosco siguió la versión de Bouts obre este asunto, pero una vez más
transformó las imágenes prosaicas de su modelo.

La Edad Media se manejaba por medio


de una titánica red de referencias textuales.
Estas al tiempo que limitan las opciones del
artesano (la noción de artista es propia de la
modernidad) otorgan la permanente opción
de polivalencia. En el panel lateral de El
jardín de las delicias el infierno está adornado
en su extremo inferior de instrumentos
musicales. La interpretación moralista que
suelen favorecer los maestros flamencos
sugieren la idea de la música como
instrumento de condenación eterna pero
también es una posible referencia a la música
de las esferas que en la Edad Media era la
garante de la armonía de la Creación.
Pervertir o degenerar una imagen conocida
es un probado método para inducir el terror.
El choque violento entre elementos de
universos incompatibles (por ejemplo, la risa
de un niño en una institución psiquiátrica
abandonada) produce el efecto ominoso en
el que la certeza se contamina de
incertidumbre pero no se diluye en ella. El
género cinematográfico de terror cuenta muy
abiertamente con la repetición como modo
de legitimarse: sabe que aquello que va a
mostrar al espectador este ya lo ha visto en
una iteración previa. La originalidad no es el
desafío, sino la variación justa que provoque
un abismo de desconocimiento dentro de la
remanida materia familiar. Es por eso que
creo que si el género terror tuviese que ser
comparado con alguna modulación de la
literatura, elegiría la poesía. Ambos apuntan
a liberar sus materiales de los lazos que los
atan al mundo.

Solo la brutal inocencia de la repetición


matemática puede llevar a extremos

22
inimaginables. La respuesta automática de corte surrealista, la incitación deliberada al caos o
dar paso al libre impulso siempre decanta en imágenes perfectamente descifrables. Hay algo en
lo inhumano en los números que nunca deja de tener un potencial de revelación angustiosa,
similar a los estragos que la inteligencia artificial está causando en nuestra cartografía virtual
hoy en día. El horror que presenta viene del cumplimiento acrítico de sus órdenes sin desistir
ante obstáculo alguno. Como dice Byung-Chul Han: “La máquina no es capaz de detenerse. A
pesar de su enorme capacidad de cálculo, el ordenador es estúpido en cuanto le falta la
capacidad de vacilación.” Viene a la mente el problema que se encuentra MIckey en la
adaptación de Disney de El aprendiz de mago. Mickey puede insuflar a las escobas la tarea a
cumplir pero no puede darles a entender la medida en que deben cumplirla, por lo que la tarea
se convierte en una presencia dela eternidad que lo contamina todo (las escobas limpian lo que
no deben, mojan lo que no deben , invaden el laboratorio del mago). La estupidez es el aledaño
de la locura que tiene la llave de nuestra mente “sana”, por eso la contemplamos con una
mezcla indecisa que va de la burla al terror. La imagen conocida de “stultifera navis” es
traducida al castellano como La nave de los locos a pesar de que “stultitia” en latín quiere decir
literalmente “estupidez”. El ejemplo más elocuente de una estupidez trascendental sería la de
Adolf Eichmann, de quien Hannah Arendt dijo en Eichmann en Jerusalén:

… Eichmann, a pesar de su memoria deficiente, repetía palabra por palabra las mismas
frases hechas y los mismos clichés de su invención (cuando lograba construir una frase
propia, la repetía hasta convertirla en un cliché) cada vez que refería algún incidente o
acontecimiento importante para él. Tanto al escribir sus memorias en Argentina o en
Jerusalén, como al hablar con el policía que le interrogó o con el tribunal, siempre dijo lo
mismo, expresado con las mismas palabras. Cuanto más se le escuchaba, más evidente
era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para
pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era
posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba
rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de
otros, y por ende contra la realidad como tal.

El mal, entonces, es banal no porque no importe, sino porque quien ejerce el mal no da
importancia ni a sí mismo ni a sus acciones. Un oscuro comerciante de cereales holandés
llamado Willem van Blijenbergh, que nunca escribió un tratado de filosofía y solo se dedicaba a
ella en sus ratos de ocio, intercambió una serie de las cartas más elocuentes sobre el problema
del mal con Baruch de Spinoza. En una de ellas acertó a describirlo de una manera que Hannah
Arendt redescubriría tres siglos después de la peor manera posible: “He aquí cómo dejamos la
puerta abierta a todos los impíos y la impiedad: volviéndonos semejantes a los troncos y todas
nuestras acciones semejantes a los movimientos de los relojes.”

Bibliografía:

Arendt, H. (2008). Eichamnn en Jerusalén. Barcelona: Debosillo.


Bosing, W. (1989). El Bosco, 1450(?) - 1516: Entre el Cielo y el Infierno. Colonia: Taschen.
Eco, U. (2013). Arte y belleza en la estética medieval. Buenos Aires: Sudamericana.
Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

23
Spinoza, B. de (1988). Epistolario. Buenos Aires: Editor.

24
El abrazo imposible

Nunca más tolerancia ni acogida


hallará en mí tan solapada inerte
que a placeres antípodas convida

y en rigores simétricos se invierte:


muerte que forma parte de la vida.
Vida que forma parte de la muerte.

- Severo Sarduy

Alain Resnais, Hisroshima mon amour (1959)

I.

La escena de apertura en Hiroshima mon amour tiene al mismo tiempo algo de crisol y
algo de imposible. El resplandor cadencioso de la piel embadurnada en la ceniza se derrama del
reino de lo visual, alcanza un registro que no podría denominarse del todo «óptico». Como en
las alegorías que los maestros flamencos hacían a cuatro manos en el s. XVII, la evocación del
contacto se transforma en sinestesia, el sentido principal pasa de ser un fin a ser un medio y el
corrimiento al mismo tiempo confunde y asombra. Coexisten en un mismo espacio lo que fue (la
piel) y lo que será (la ceniza), el «polvo serán, mas polvo enamorado» está por hacerse y ya se
hizo en un trance sonámbulo. Hay un paso más allá de la enseñanza neorrealista según la lectura
de Deleuze, que le asigna la inserción de secuencias de imágenes puras, desengarzadas del hilo
narrativo y que hasta la irrupción de Werner Herzog no avanzaron hacia el sentido del tacto. En
el abrazo dialogan un principio y un fin, el momento en que «cuando más ardía el fuego /

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echaste agua». Toda la película puede comprenderse como un diálogo entre el futuro y el
pasado que en su choque provocaron la indecible catástrofe, y que aún después del desastre
siguen su esgrima de posiciones girando entre Nevers y Hiroshima: el presente es lo único
imposible, y el amor sin presente no es nada. Cuando el amor y la muerte se abrazan contra
toda posibilidad hay ciertas cosas no pueden evitarse. Dar cuenta del espacio insondable entre
ellos sería la primera. No es un encuentro sino un solapamiento momentáneo, el último recurso
frente a una contundente imposibilidad, el instante de plenitud que se prefiere a un futuro
resignado. En muchos textos, el haber evitado el encuentro final y definitivo, muchas veces el
prólogo a una huida conjunta (en el bosque, en la muralla, en el andén de la estación) trae
consigo la infelicidad, los amantes se convierten en vieja solterona o bachelor frustrado. En la
ficción no hay tiempo de revanchas. Todo el universo que la rige se articula en torno a un
encuentro que debe forzosamente mostrarse como irrepetible y único en su tipo, negociar con
un futuro probable sería corromper sus límites y dejar entrar el tiempo impredecible de la vida,
la corrupción del juego, renegar de lo contado. La cualidad háptica del abrazo de Eros y Tánatos
responde a esta unicidad: lo tangible de la imagen apela al espectador en calidad de testigo y
casi partícipe, como el vicario de un dios que consagra la unión definitiva. Tal es el modo más
frecuente de incluir el absoluto en el tejido del texto, su precio sería durar solo un instante,
como contemplar el brillo del sol por entre la rejilla de los dedos. Al mismo tiempo, tanto la
llamada háptica como el esquema de unión proceden a borrar las fronteras del Yo y del Otro, los
límites difusos que el placer cautivaba fuera de lugar se tornan en sentimiento de asco. Como
dice Julia Kristeva en Poderes de la perversión:

No es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que
perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las
reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto. El traidor, el mentiroso, el criminal con la conciencia
limpia, el violador desvergonzado, el asesino que pretende salvar... Todo crimen, porque señala
la fragilidad de la ley, es abyecto, pero el crimen premeditado, la muerte solapada, la venganza
hipócrita lo son aún más porque aumentan esta exhibición de la fragilidad legal. Aquel que
rechaza la moral no es abyecto —puede haber grandeza en lo amoral y aun en un crimen que
hace ostentación de su falta de respeto de la ley, rebelde, liberador y suicida. La abyección es
inmoral, tenebrosa, amiga de rodeos, turbia: un terror que disimula, un odio que sonríe, una
pasión por un cuerpo cuando lo comercia en lugar de abrazarlo, un deudor que estafa, un amigo
que nos clava un puñal por la espalda...

El encuentro íntimo de deseo y destrucción es irredento y poliédrico. Supera el choque del


binomio para convertirse en una figura extraña que reúne en la incomodidad lo más y lo menos
deseable. En él se encuentra una paradoja parecida a las que Jung en Psicología y alquimia
invitaba a abrazar con pleno conocimiento, porque solo esa formulación podía «abarcar, de
forma aproximada, la inmensidad de la vida». ¿Quiere decir esto que la muerte es parte de la
vida en vez de su fin? ¿Acaso puede ser ambos a la vez? La bestia de dos espaldas homogeneiza
todos sus miembros y orificios, todo se vuelve uno como en los cuerpos de una pintura de
Francis Bacon: todo se aúna en una respuesta a un impulso venido desde afuera y desde dentro
al mismo tiempo. El cuerpo resulta ser una ficción como todas las demás, el deseo destruye su
función y la reorienta, como se esforzaba en distinguir Foucault en relación con el BDSM: no se
trata de sacar placer del dolor, sino de involucrar a todo el cuerpo, hasta sus partes más
insospechadas, en su búsqueda.

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Zdzisław Beksiński, Sin título (1984), acrílico sobre madera

II.

El lenguaje de las imágenes es igual de fascista que el lenguaje literario. El empleo de la


metáfora visual fuerza ciertos términos a la comunicación que no pueden evitarse. En La noche
del cazador, Powell sale en auto dialogando con su Dios y llega a un teatro mientras una mujer
se desviste en la tarima. Sabemos por su boca que es un asesino, un misógino y un psicópata.
Cuando ve a la mujer contoneándose, su navaja se asoma de entre el bolsillo del saco, cercano a
la entrepierna. El deseo ha sido reemplazado por el impulso asesino, no menos hambriento que
el primero, pero cuyo sendero va en dirección contraria. Lo fálico penetra otro tipo de
superficie. Julieta se suicida con un puñal en el vientre como respuesta al cadáver de Romeo.
Igual que la ninfa Eco, Tánatos tiene siempre la última palabra: el resultado del abrazo es
siempre la extinción. Pero si la muerte es el qué, el deseo es el cómo. Aquel propone, este
dispone. El deseo es el marco, el parámetro común sin el cual el suceso no puede tener lugar. Su
asociación con el fuego impone como consecuencia un tránsito intenso y un final predecible. La
ceniza ostenta la condición incómoda de resto, el testimonio de lo que ha sido, el cimiento
calcinado de la inmensa catedral, la pregnancia todavía persistente del pasado que se niega a
retroceder: el lugar donde hubo fuego. Cuando Mauricio Babilonia es asesinado en Cien años de
soledad, las mariposas amarillas que revoloteaban sobre él y sobre Meme reemplazan su cuerpo
para consumar la relación. Una vez hecho esto, las mariposas se marchitan a sí mismas y
consuman en contrapunto la muerte de Mauricio. Esto puede retrotraerse a uno de los orígenes

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míticos de la creación poética en occidente: ¿Sería Orfeo aquel que conocemos de haber
evitado ese último vistazo a Eurídice cuando no debía? ¿No deseaba Orfeo en el fondo, no
perder a su amada, sino conocerla en tanto viva y en tanto muerta, toda ella inabarcable e
indivisible? Esa ambición, igual a la de Ícaro, tuvo como precio la pérdida de un inocente. Bien lo
dice Wilde: cada hombre mata lo que ama. No todo lo que ha terminado puede cantarse, pero
nada puede cantarse que no ha sido terminado.

Auguste Rodin, La catedral (1908), piedra

III.

Los amantes conforman siempre una especie de arquitectura. Un arco de medio punto
en el encuentro, el acercamiento de dos columnas, el edificio cambiante y delicado de la
gimnasia sexual en su transcurso, prefiguración rudimentaria del abrigo de un hogar en el
porvenir. No resulta extraño que los torsos de Hiroshima mon amour den la impresión de estar
bajo un edificio a medio derrumbarse. El reverso de esta imagen sería la ruina abandonada a la
que invaden las hiedras y enredaderas. En ella la piedra es la forma y el follaje es la sustancia
que la llena y la atraviesa. Los lugares del destructor y el creador se invierten, el hombre crea y
la flora destruye. Por esto, no es menos violenta esta imagen que la otra. Como explica Georg
Simmel en su ensayo «Las ruinas», el abandono de la construcción deja en evidencia la
hostilidad fundamental y el afán de dominio que define la relación de la naturaleza con el
espíritu humano (y la primera ganará siempre), pero también por esta violencia se llega a un

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sosiego nuevo, extraño y doloroso: la identidad de las columnas y capiteles se ha borrado, se
asoma el vértigo de una nueva anonimidad que participa de la indiferencia del universo, y con
ella llega el potencial infinito que abarca el entero abanico de posibilidades que abriga el
espectador:

… en las ruinas, sin perder este mismo encanto, agrégase otro de igual carácter, que consiste en
que la destrucción de la forma espiritual por el efecto de las fuerzas naturales, la inversión de los
rangos que ocupan el espíritu y la materia, se nos aparece como un retorno a la "buena madre",
que así llamaba Goethe a la naturaleza. El dicho de que "todo lo humano procede de la tierra y
en tierra ha de convertirse", álzase aquí por encima de su triste nihilismo. Entre el instante en
que no ha sido formado todavía y el instante en que ha vuelto al polvo, entre el "aún no" y el "ya
no", existe una posición positiva del espíritu, cuando este ya no recorre en verdad sus altas
cimas, sino que saturado de la rica opulencia de ellas desciende y regresa al seno de la tierra
madre.

Caspar David Friedrich, Las ruinas de Eldena (1825), óleo sobre tela

Los americanos estamos particularmente familiarizados con esta amalgama violenta.


Nacidos en un imaginario posicionado entre la presencia de una cultura y la imposición de otra a
hierro y fuego, la ruina muchas veces es el resultado de un fracaso mutuo, una extinción
colaborativa: aquellos que quisieron prevalecer en vida aportan por igual en la muerte con las
huellas de su sangre. Esa hambre de ser, como llamaba Octavio Paz al continente, es el deseo de
una nota que dé resolución al conflicto que nos acosa desde que el primer barco europeo llegó a
Guanahaní. Asimilarlo a la imagen de un encuentro amoroso también fuerza ciertos matices que
obnubilan aspectos importantes, desde asignarle al imperialismo europeo una posición activa y
a la cultura originaria una pasiva hasta la metáfora de la fertilidad por el proceso en que se

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involucran los cuerpos. He aquí el encanto terrible de la metáfora: impone la magia (la ficción, la
unidad, lo irrepetible) en el curso embarrado y amorfo de los sucesos.

Andrei Tarkovski, Nostalghia (1983)

«Uno más uno es igual a uno», como exclama Domenico en Nostalghia. El gran
problema es, como declama subido a la estatua de Marco Aurelio, no poder vivir al mismo
tiempo en la cabeza y en el cuerpo. El desgarro que atraviesa toda la película, simbolizado por la
aparición del mismo perro en todos los lugares (fidelidad, pero también acoso), se resuelve
solamente en el último minuto, luego de que Andrei haya podido atravesar la piscina de Bagno
Vignoni con una vela encendida en una escena de nueve minutos de duración. El pasado ruso en
blanco y negro, más real y definido que el presente agrisado y sin lustre, apresan en una tensión
permanente el corazón de Andrei (tiene una enfermedad cardíaca). El corazón siempre tuvo el
papel de centro, de mediador, el que equilibra el diálogo entre los genitales y la cabeza, entre el
deseo y la razón. La ausencia de la tierra natal hace que aquel se desboque en raptos de
memoria y este se desviva construyendo castillos en el aire. Andrei es el deseo, Domenico la
cabeza. Ambos se identifican mágicamente en la visión que tiene Andrei mientras se mira en un
espejo desgastado (hace lo mismo en la casa de Domenico cuando lo conoce). Mientras uno se
inmola a sí mismo prendiéndose fuego en Roma, el otro prende una vela. Sus viajes llevan al
mismo destino, la reconciliación y la muerte. Andrei en el baño atraviesa la distancia imposible
que existe entre el mundo que añora y el mundo en el que vive, antes de volver a empezar cada
vez se asegura de tocar un extremo del baño. Llora y tropieza, fracasa y persevera. Luego de
morir de un infarto se encuentra a sí mismo en una encrucijada imaginaria de la dacha de su
hogar y las ruinas de San Galgano.

IV.
Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados. Le abraza, le abraza y por sus mejillas
ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente

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se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto del
Mascarón.
Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río,
estrechados en una sola forma, y se hunden, inseparables, entre la fuga plateada de los
pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.

En la literatura argentina, Manuel Mujica Lainez fue el más profundo explorador del
intercambio último. El pasaje de arriba son los últimos dos párrafos del cuento «La Sirena»,
incluido en Misteriosa Buenos Aires. El encuentro de la Sirena y el Mascarón es doblemente
imposible: no solo es el mascarón un objeto inanimado sino que la Sirena encarna el principio de
autodestrucción guiada por un deseo que no se puede consumar, su naturaleza de pez (su tren
inferior) le impide concretar el encuentro con nadie, «no puede amar a un hombre que solo sea
hombre, ni a un pez que sea solo pez». Sus miembros quiméricos se interponen el uno en el
camino del otro. El sustituto por fuerza debe ser el corazón, su vecino simbólico, y el sustituto
por parte del Mascarón debe ser el tridente de madera que perfora y asesina. La Sirena es
cautivada y no puede cautivar de vuelta con su canto, la resistencia del Mascarón la saca de su
escondite y la arrastra hacia la muerte. La puñalada del tridente enreda ambos cuerpos en la
condición de inanimados: el Mascarón se desprende de la quilla y es llevado por la corriente
junto con la Sirena, imitando el movimiento que ella hacía viva en busca de su amante perdido.
El Mascarón, simbólicamente, preña a la Sirena con la semilla de lo inanimado. Su muerte
conjunta se mueve como algo vivo y lo perdemos de vista. Su unión es al mismo tiempo un fin y
un principio, el potencial de algo que no terminó de resolverse todavía. El narrador no nos priva
del momento de la herida pero tampoco explicita el momento de morir. Así como las cenizas
son las vecinas simbólicas del nacimiento y la fertilidad, el hecho mismo del encuentro de la vida
y de la muerte deja un resto del uno en el otro y no afirma como tampoco niega la posibilidad
de que ambos en un futuro puedan acallar su conflicto y hermanarse definitivamente. «Reunir el
desequilibrio», como diría Simmel, es decir: esto ha sido, aunque más no fuera por un instante.
Es posible trascender el límite inimaginable, es posible emprender hacia lo eternamente
desconocido, aquello de lo cual «ningún peregrino regresa» (Hamlet, III, I). En un sentido
extraño y momentáneo, hasta la muerte se puede remediar todavía.

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Vindicación del arte abyecto
Y si no nos tomáramos tan a pecho su muerte, digo?
si no nos riéramos entre las colas
de los pasillos y las bolas
las olas donde nosotras
no quisimos entrar
en esa noche de veinte horas
en la inmortalidad
donde ella entraba

- Néstor Perlongher, “El cadáver”

Robert Wiles, El suicidio de Evelyn McHale (1947)

I.

Hay un pasaje en Los pichiciegos de Rodolfo Fogwill que (y esto comprobado de primera
mano por un servidor) continúa poseyendo la sorprendente capacidad de despertar un
profundo asco en lectores de quinto año de secundaria. Cualquiera que haya estado cerca y
conozca en algún grado la sensibilidad de ese grupo etario conoce la magnitud de lo que estoy
intentando explicar. Por supuesto que no quiero decir que no tienen sensibilidad, sino que esta
se demora cada vez más en manifestarse, y al mismo tiempo ellos poseen menos paciencia que

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nunca para dejarse afectar por ella. Este pasaje, repito, es por el contrario sorprendente en lo
inmediato de su efecto. Es un golpe que conecta en el momento mismo en que es lanzado. Uno
de los mayores logros del modus operandi de un escritor como Fogwill, que se propuso siempre,
como él mismo decía, “escribir en pelotas”. Transcribo, pues, el texto en cuestión:

Frente al tipo, en el suelo, a la luz de una linterna caída, había un soldadito. Era un chico
escuálido. Parecía no tener ni la edad de conscripto y lloraba. El capitán gritaba:

- ¡Diga, que es un británico hijo de puta! ¡Dígalo diez veces!

Y el chico recitaba:

- Soy un británico, soy un británico hijo de puta...


- ¡Más veces, diga! –ladraba el oficial.

Y el chico repetía, con la voz cortada por el miedo y el frío.

- ¡Béseme las botas cagadas! ¡Soldado! –mandaba el perro.

Y el chico se arrastraba por la luz de la linterna y lloraba y le besaba las botas.


A todos les dio asco. Asco, rabia, todo eso. El tipo ahora amenazaba:

- A ver: ¡chúpeme la pija! ¡Soldado! –y se soltaba la bragueta con la izquierda mientras


seguía apretando la Browning en su derecha.

Este profundo asco, que de ahora en adelante llamaré por su nombre más apropiado de
“abyección”, no radica enteramente en lo que se dice. No es nada nuevo que alguien arroje un
insulto que involucre chupar una pija o besar algo embadurnado con mierda. No es la presencia
de lo asqueroso lo que vuelve abyecto a algo, sino las circunstancias en la que eso se presenta.
No estamos hablando aquí de un altercado entre dos civiles, sino dos miembros de la jerarquía
castrense en estado de irremediable asimetría, en la que la orden de uno debe ser obedecida
por el otro. Lo abyecto de esta escena viene de la falta de libertad a la que el capitán subyuga al
soldadito, la obligatoriedad de declararse un enemigo, de besarle las botas con mierda, de
hacerle sexo oral. El capitán está aquí sirviéndose del poder que le otorgó un sistema de
legitimación social (el ejército) y lo está usando para fines por completo ajenos a lo que sus
responsabilidades como capitán involucran, incluso manteniendo la formalidad en los
pronombres (“chúpeme”): ha pervertido su propia condición.
En la literatura argentina es posible rastrear toda una serie de episodios que refulgen
con este brillo oscuro, empezando por El matadero, que la famosa sentencia de David Viñas ya
ha rubricado: “La literatura argentina comenzó con una violación.” Hay un recaudo, por
supuesto, que se debe tomar en una declaración así, y es que la palabra “verga” contiene en sí
misma dos acepciones: la original, que significa “palo largo y delgado” (DLE) y el que se usa
coloquialmente. El Juez del matadero podría estar refiriéndose tanto a una escena de tortura
muy común y especialmente dolorosa, que es el azote en los glúteos (el agredido no podía
sentarse durante meses y el posterior riesgo de infección era altísimo), o una violación en
manada. El relato de la cautiva en la segunda parte del Martín Fierro involucra un lazo hecho
con las tripas de su hijo asesinado para atarla de manos; la escena final de Sin rumbo de Eugenio

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Cambaceres tiene a su protagonista Andrés abriéndose el abdomen y cortándose los intestinos
con un cuchillo, cubriéndose con su propia mierda mientras mira el incendio de su propiedad y
se dispone a morir. La escritura pareciera rebelarse contra sí misma en estos episodios, como si
se desligara de todo lo que la ataba hasta el momento y se regodeara en el placer de
autodestruirse. Yo lo considero una especie de reverso de la metaescritura. Así como hay
instancias en que un narrador da cuenta del artificio que supone narrar (por ejemplo, Martín
Fierro nos recuerda en una sextina que está cantando), también hay instancias en que hay un
esfuerzo por trascender el artificio, agujerearlo como quien entra en una madriguera para
descubrir lo que se encuentra en el fondo de esa escritura: rozar los límites de lo indecible por
medio de lo abyecto. ¿Qué mejor lectura para un texto como El fiord de Osvaldo Lamborghini,
en el que lo corrosivo de la prosa se contrasta con la intelectualidad de su alegoría?
Toda abyección es en algún grado una traición. Sin este rasgo (al que más adelante
agregaré la premeditación) no puede existir. No es raro que a un traidor se le espete, en el ardor
del momento, “me das asco” a modo de condena. Supone un algo establecido de antemano que
el traidor desobedece contra la expectativa (explícita o no) de apegarse a él a toda costa. Hay
partes de algo reconocible, sin dudas, pero el conjunto ha sido desfigurado más allá de su
origen. La abyección supone entonces, también, un punto de no retorno.

II.

La liberación depende de los traidores. He aquí la razón, irreductible en el fondo, de


defender la posibilidad de lo abyecto, como se debe defender la capacidad de sentir el dolor,
que nos indica lo que en nuestro cuerpo está dañado.
Un caso ejemplar es la apropiación de los insultos: palabras que antes cumplían la
función de denigrar son apropiadas por aquellos a los que lastima, es “desfigurada” más allá de
su condición primera, es pervertida para obedecer a otros propósitos, como el de ser una marca
de pertenencia. La palabra “ruso” entre los judíos de Argentina pasó de ser un término
peyorativo que indicaba el supuesto origen de los inmigrantes a convertirse en un término que
indica cercanía, casi intimidad entre dos personas que se tienen la confianza suficiente. Entre los
afrodescendientes de Estados Unidos, la famosa n-word que los esclavistas proferían contra lo
que consideraban su propiedad fue pervertida al punto de esta hacerse patente en su
pronunciación (hay un mundo de diferencia entre nigger y nigga). Este recurso es infalible: ¿qué
poder de insulto le queda a la herramienta que ahora los oprimidos utilizan como blasón? Es la
pulsión de vida insurrecta contra la muerte, es rebelión en carne viva. Y lo mismo que una
rebelión, es mucho más difícil determinar lo que se afirma que lo que se niega. Todos los mitos
de origen refieren a un estado de indiferenciación en la que los nombres no eran necesarios
pues no había nada que nombrar. Paradójicamente, la vida implica unión, la unión implica
indiferenciación, indiferenciación implica anulación de identidad. El mismo Freud se vio en
dificultades para definir lo que en nosotros, con el difuso nombre de “pulsión de vida”, nos
empuja a conservarnos, como explican Laplanche y Pontalis en su Diccionario del psicoanálisis:

Freud se declara incapaz de poner de manifiesto, en el caso de las pulsiones de vida, bajo qué
aspecto obedecen a lo que él definió como la fórmula general de toda pulsión, su carácter
conservador o, mejor, regresivo. «Para el Eros (la pulsión de amor) no podemos aplicar la misma

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fórmula, ya que ello equivaldría a postular que la substancia viva, habiendo constituido
primeramente una unidad, se fragmentó más tarde y tiende a reunirse de nuevo».

Dentro del Eros hay entonces una parca acusadora. Sus flechas no solamente unen sino
que dan cuenta del dolor de una separación que se le ha adelantado. La razón de sentir la
compulsión de unidad radica en la vergüenza de sabernos separados sin que nos diéramos
cuenta. Si las cosas “estuvieran como deben estar”, no habría necesidad de sentir algo. El amor
y el deseo contienen siempre este resabio abyecto: sus mecánicas son las de perturbar lo que es
y dar inequívoca cuenta de la perturbación. Los efectos de esta operación pueden trazarse en
dos rumbos paralelos que se entroncan en lo abyecto pero no necesariamente se identifican con
él: lo ominoso y la profanación.
Lo ominoso le queda muy apretado al amor. Él establece con lo abyecto la misma
relación que existe entre el miedo y el terror: el primero se origina en la incertidumbre, el
segundo en la absoluta certeza. Lo ominoso es siempre discreto, amigo de malos entendidos, de
fugacidades que dejan una posibilidad de regreso al mundo de la razón. Lo abyecto es siempre
ostentoso, notorio, hace gala de sus pecados y los hace desfilar por la conciencia. Su caricia a
contrapelo crea, más que un extrañamiento, una verdadera interrupción del flujo cotidiano. Hay
un exilio interior en el que lo que es ya no es lo que es. En el amante, el principio de identidad es
abolido: eso, de alguna manera, lo convierte en un monstruo, que en el amado ve su única
posibilidad de redención. Oscar Wilde lo dijo mejor que nadie en “La balada de la prisión de
Reading”: “cada uno mata lo que ama”. El amante es un cobarde: mata con un beso.
El deseo, especialmente el deseo sexual, tiene por objetivo principalmente manchar,
como decía Bataille. Esto es: profanar. La profanación es intrínsecamente el movimiento de
traer algo en sintonía con una dimensión trascendente de vuelta al reino de este mundo, con
toda su mugre y contingencia. Pero lo que esta dimensión trascendente puede contener es
materia de un debate que de por sí puede llegar a niveles abyectos. En rigor, todo aquello que,
siguiendo a Agamben en “Elogio de la profanación”, es sustraído del uso cotidiano (sea por
medio de iglesias, museos, representaciones artísticas, etc.) ya se circunscribe dentro de lo
sagrado. Partiendo de esta premisa llegamos a una conclusión aparentemente errónea: lo
erótico es siempre profano, lo pornográfico es siempre sagrado. El cariz erótico de una palabra,
de una imagen, de una postura, se funda sobre una ausencia que al mismo tiempo debe ser
llenada. Su espectador es siempre activo: debe hacer entrar aquello que recibe en relación con
otras cosas en aras de decodificar por completo el mensaje. Alguien sonríe y elogia mis manos:
¿a qué están atadas estas manos en la mente de mi interlocutor para provocar un comentario
semejante? ¿a qué otro texto se está refiriendo sin decírmelo, dejando el silencio en evidencia,
para que yo vaya a buscarlo y con él restaurar al mensaje su significado completo? Lo erótico,
que suele asociarse a la elegancia y la sofisticación, está anclado y es dependiente de aquello
que el cuerpo tiene de más corporal, de más innombrable. Es por eso que el silencio forma parte
integral de su despliegue. La pornografía es ostentación pura, pero carece de aquello que le
falta a la abyección, que es el intercambio. Eros en ella no puede maniobrar. Ella condena a su
espectador a la pasividad absoluta, a no llenar ningún espacio, y por ende a no entrar en
contacto con aquello que recibe. Los débiles armazones narrativos de la pornografía cumplen la
función de suplir precariamente lo que en su naturaleza carece de todo arco narrativo, y por
ende de toda posibilidad de comprensión. Se deduce entonces: no puede ser profanado aquello

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que perpetuamente se nos muestra distante, frío, impenetrable. Cito a Agamben en su ya
mencionado ensayo:

Es este potencial profanatorio lo que el dispositivo de la pornografía quiere neutralizar.


Lo que es capturado en ella es la capacidad humana de hacer girar en el vacío los
comportamientos eróticos, de profanarlos, separándolos de su fin inmediato. Pero mientras ellos
se abrían, de este modo, a un posible uso diferente, que concernía no tanto al placer del partner,
como a un nuevo uso colectivo de la sexualidad, la pornografía interviene en este punto para
bloquear y desviar la intención profanatoria. El consumo solitario y desesperado de la imagen
pornográfica sustituye, así, a la promesa de un nuevo uso.

III.

La foto que puede verse debajo del título es el retrato de una muerte. Salvo por el
detalle un poco fuera de lugar de los pies desprolijamente descalzos, el espectador casual de
esta imagen podría pensar que se trata de un anuncio vanguardista de perfume o una marca de
ropa. Evelyn McHale era una contadora que se arrojó desde el piso 86 del Empire State Building
y gracias a Robert Wiles obtuvo una fama post mortem como la suicida más hermosa del
mundo. Sería incluida en una galería de figuras femeninas que conjugaron en su último acto la
belleza y la muerte, el Eros y el Tánatos: la Lucrecia que se hunde un puñal en el pecho por el
honor de su gens; la esposa de Guillem de Cabestany, que se arrojó por la ventana luego de
comer el corazón de su amante frente a su marido; Julieta, que muere por propia mano ante el
cadáver de Romeo; la desconocida del Sena, que atrapó la obsesión de los surrealistas. Andy
Warhol luego reproduciría la imagen en serie para una de sus obras. En este encuentro
imposible puede encontrarse sin lugar a dudas lo abyecto: un cruce que engendra una quimera
cuyos elementos son identificables pero el conjunto es imposible de ensamblar completamente.
Hay una contradicción entre lo que el acontecimiento es en realidad y la manera en la que, sin el
apoyo de informaciones suplementarias, podemos interpretarlo. Es muerte disfrazada de sueño,
la apariencia de un reposo: eternidad jugando a posar como tiempo. Qué burla tan escabrosa, la
de esa imagen, qué potencial tan vasto para nuestra humildad como espectadores.

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Andy Warhol, Suicide (Fallen Body) (1962)

Los griegos de la época clásica estaban obsesionados con este encuentro imposible,
encarnado más acabadamente en la antiquísima imagen de Medusa. Así lo expone Jean-Pierre
Vernant en Atravesar fronteras:

La muerte en Grecia, Thánatos, es un nombre masculino, y la muerte heroica también.


Cuando, en los jarrones, se ve aparecer a Thánatos, a menudo con su hermano Hypnos, Sueño,
no resulta para nada horroroso. Está vestido con un casco y presenta la belleza de la muerte
juvenil. Pero están también las Keres, descritas por Hesíodo de manera terrible: ellas atrapan los
cadáveres, los devoran; y sobre todo, está la imagen misma de la muerte, que es la Gorgona,
Medusa, es decir un rostro monstruoso que petrifica. Cuando leemos los textos sobre Perseo y la
Gorgona, advertimos que ella representa el hecho de que la muerte es algo impensable para un
hombre. Esta Gorgona, de la que se nos dice que es un monstruo que no se puede ver ni
nombrar, indecible e irrepresentable, condensa lo absurdo, el no sentido, lo no humano. Alguien
que vivía y que ya no vive más; he aquí lo absurdo, lo impensable, la muerte. Y es eso impensable
lo que hay que evitar.

Eso “impensable” es lo incoherente, lo que traiciona lo que la muerte debería ser. La


muerte heroica es en todo sentido bella porque se presenta como la última consecuencia y
culminación de un modelo de hombre que se ha impuesto en el pueblo griego como la meta de
todo ciudadano. Tánatos es bello porque es perfectamente comprensible. La fama de Aquiles
contrarresta su muerte en la flor de la edad en las playas de Troya, si bien su alma es sometida

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al mismo escarnio de anonimato y difuminación de identidad que cualquier otro mortal en la
Odisea. Vernant explica que el culto heroico en el pueblo griego fue el más desesperado intento
por responder a la visión tan pesimista que tenían de la existencia después de la muerte: las
almas carecen hasta de la posibilidad de hablar, salvo que un ritual les restaure temporalmente
esa capacidad, como hace Odiseo en su viaje al inframundo con la sangre de los sacrificios.
Siguiendo la clásica ideología griega de identificar plenamente lo bueno con lo bello y lo
cognoscible, lo abyecto en Medusa se mantiene en la incapacidad de verla a la cara sin morir en
el intento. ¿Cómo puede ser bueno aquello que no puede conocerse? Antes de ser un monstruo
era una sacerdotisa del templo de Atenea bendecida con una belleza legendaria. Luego de ser
violada por Poseidón, Atenea la castigó con la forma por la cual es conocida. Es decir: su
perversión fue la consecuencia de una traición a los ojos de la diosa.

Mosaico de Medusa (s. II EC) en el museo de Palencia, España


IV.

Quiero terminar este ensayo defendiendo la postura de que lo abyecto, lo mismo que lo
gracioso, son una reacción por entero intelectual y de ningún modo relacionada con lo instintivo
o lo emocional. Irónicamente debo recurrir a un pensador que estaría en irreparable desacuerdo
conmigo, Theodor Adorno. Su postura acerca de la negatividad en el arte como única posibilidad
de arte legítimo se relaciona estrechamente con la potencia de lo abyecto: ambos muestran los
límites de nuestra capacidad de concebir, dan a la razón una lección de humildad y obstruyen su
posibilidad de hacerse mito. Aquello que Adorno veía en artistas de rematada complejidad y
sofisticación como Schönberg, Kafka o Beckett es (y aquí me separo de él) asimismo rastreable
en los maestros del mal gusto, de la irreverencia que ha quedado en la historia: John Waters,
Osvaldo Lamborghini, Kenneth Anger, Néstor Perlongher. Así como Beckett escribe a contrapelo
sabiendo lo que una obra dramática debería ser, la obra abyecta maneja en simultáneo dos
dimensiones que entreteje inseparablemente: lo que debería ser y lo que es. Esto puede
aplicarse al campo artístico, en las palabras del sociólogo Erving Goffman, en identidad virtual
(conjunto dinámico de expectativas sociales) e identidad real (lo que de una identidad

38
permanece invariable a cambiar la identidad virtual). Contrario a lo que debería esperarse, es
decir, que el estigmatizado intentara suplir sus estigmas o por lo menos esconderlos, los textos
hacen gala del abismo que los separa de las expectativas. ¿Qué otra cosa son los personajes
kafkianos sino seres que se relacionan con el mundo no en tanto lo que son, sino lo que
deberían ser? Cuando Divine come mierda frente a la cámara o el narrador de “El niño
proletario” cuenta la vejación en manada de un canillita están al mismo tiempo echando en cara
al lector una visión de lo que aquello que hacen debería ser y la negativa a cumplirlo por medio
de una arrojarse a lo impensado.
Al mismo tiempo, las operaciones de lo gracioso y de lo abyecto necesitan de una
comprensión cabal de lo que se profana para poder traicionarlo apropiadamente, darlo vuelta
sobre sí mismo, convertirlo en autoinmune: conocer su estructura global, sus puntos débiles,
aquello que no alcanza a cubrir con su manto. La traición es siempre, en alguna medida,
premeditada. John Waters expresó que hay que tener un muy buen gusto para saber apreciar el
mal gusto. Esto se puede entender como la necesidad de conocer aquello que se transgrede
para poder desobedecerlo como merece. Esto es lo que Adorno, pasado a fuego por la sinrazón
occidental, agregó a modo de coda en su ensayo “El artista como lugarteniente”: “Solo por un
más, no por un menos de razón pueden sanar las heridas que el instrumento razón inflige en el
todo irracional de la humanidad”.

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El testigo a contrapelo

Fotograma de Larga es la noche (1947) de Carol Reed

En el capítulo veintinueve de Siempre es difícil volver a casa, Ramiro, uno de los cuatro
fugitivos que asaltaron el banco de Bosque, presencia una sinécdoque de su propia existencia:
frente al lugar en donde se ocultó de los habitantes del pueblo que lo persiguen, un grupo de
niños juega a ladrones y policías. Ramiro se dispone a mirarlos “con una atención extrema,
como si de las palabras y desplazamientos de aquel grupo pudiese aflorar la solución de su
propio problema”. Ficción y ficción de la ficción se espejan. Ramiro, hasta el momento en que se
encuentra consigo mismo en el juego (un niño, Mario, que hace de único ladrón) adquiere el
estatus de espectador clandestino. La gran acción, el asalto al banco de Bosque, no fue
consumada del todo. Su trayectoria única y contundente se diseminó en múltiples líneas
frágiles, sinuosas, de episodios vagamente encadenados, en dramas ópticos que casi no
necesitan de su intervención para desarrollarse. Los cuatro fugitivos, Ramiro, Dante, Jorge y
Cucurucho han pasado de ser actores a ser espectadores, de la acción a la contemplación.
Errancia y drama óptico son producto de la de la unidad de acción aristotélica disuelta.
Ascensor para el cadalso de Louis Malle dedica sus primeros minutos a la preparación del crimen
como una minuciosa ceremonia cuyo objetivo es la puesta en escena: asesinar a un hombre y
hacerlo pasar por un suicidio. Cuando Julien Tavernier nota que olvidó su soga, su confianza en
la perfección del crimen es tanta y su apuro tan grande que hasta deja su auto al descubierto
con el motor andando. De su cautiverio en el ascensor se desprende una maraña de historias
pequeñas cuya pieza central es el vagabundeo de Florence Carala (interpretada por Jeanne
Moreau) de bar en bar luego de asumir que Tavernier la dejó plantada. En Larga es la noche de
Carol Reed el calvario que Johnny McQueen sufre al haber sido herido por una bala hacen de su
errancia por la ciudad una apertura sin distinciones. Tanto pordioseros como dueños de

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establecimientos o mujeres de familia lo acogen brevemente y lo expulsan, se lo pasan de mano
en mano como una papa caliente. En su busca se moviliza toda la maquinaria del submundo
criminal para el deslumbramiento del espectador. Este último y el protagonista se alinean
ontológicamente. Esta es una de las estrategias fundamentales del cine europeo de posguerra,
como describió Gilles Deleuze en La imagen-tiempo:

La situación puramente óptica y sonora despierta una función de videncia, a la


vez fantasía y atestado, crítica y compasión, mientras que las situaciones
sensoriomotrices, por violentas que sean, se dirigen a una función visual pragmática que
«tolera» o «soporta» prácticamente cualquier cosa, desde el momento en que participa
de un sistema de acciones y reacciones.

Desligadas del objetivo que las justificaría, estas escenas se despliegan libres de toda
censura o visión moral, puesto que no puede haber medios sin un fin. El crimen es un recurso
ambivalente, y por cierto no la única alternativa. Películas como Cleo de 5 a 7 de Agnès Varda,
La gran belleza de Paolo Sorrentino o al azar de Baltasar de Robert Bresson siguen el modelo de
la errancia sin un crimen en el caso de la primera y segunda y sin siquiera un protagonista
humano, caso de la tercera. Pero el recurso del crimen sí presenta algunas ventajas: en sí mismo
es una interrupción de la vida monótona y verosímil. Ambientar estas historias en pueblos de
vida tranquila (Siempre es difícil volver a casa de Antonio Dal Masetto, No habrá más penas ni
olvido y Cuarteles de invierno de Osvaldo Soriano, Súper policías de Edgar Wright) subraya el
contraste al explotar en pedazos una normalidad que hierve de extrañeza bajo su llana
superficie. Los cuatro delincuentes de Siempre es difícil volver a casa presencian escenas que no
son menos escandalosas, incluso menos ilegales, de lo que ellos han hecho: Cucurucho,
escondido sobre una cortina, presencia el estupro de un niño de trece años (el mismo que hizo
de ladrón ante sus amigos cuando Ramiro estaba viendo) por parte de su tía. Dante es testigo de
la historia de Susana, arrastrada al pueblo por un amante que la dejó esperando durante diez
años bajo la promesa de que dejaría a su esposa.

Fotograma de Rififi (1955) de Jules Dassin

La condición de testigo a contrapelo delata lo performativo del papel de actor. La


masculinidad es puesta en remojo. En Cuarteles de invierno no es casual que Soriano haya

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elegido a Rocha y Galván, un boxeador y un cantor de tangos, para sustraerles su potencia y
sacarlos de Colonia Vela apaleados y sin consuelo. La tragedia de Johnny McQueen encuentra su
hamartia en la ansiedad que tiene por demostrar que no ha perdido su talento criminal a pesar
de haber estado preso. De todos los ejemplos disponibles es quizás Rififi el que mejor y más
detalladamente mantiene una doctrina del macho que decanta en su propia destrucción. La
escena central de la película, el asalto a una joyería en el más absoluto de los silencios,
representa el cero absoluto contra el cual luchan los hombres por mantener su imagen. El
primero en “hablar”, César, se convierte en un traidor y es ajusticiado por Tony casi con su
consentimiento citando reglas sobreentendidas entre ladrones. El uso de las mujeres como
instrumentos de comunicación o como objetos decorativos (el personaje femenino más
importante de la cinta, Mado, funciona solo como mensajera y espía) es coherente con este uso
obsesivo de la mirada vigilante que los hombres se infligen unos a otros. El género policial
aplasta la imagen femenina hasta hacerla una oblea con su interioridad: el cuerpo femenino es
por dentro lo mismo que es por fuera. La femme fatale no está destinada al neófito sino al
espectador asiduo de film noirs. Esta debe ser reconocible a simple vista por su atuendo
llamativo y su belleza incomparable. La distribución del poder de mirar no vacila en ningún
momento: como dice John Berger, son los hombres los que miran y las mujeres quienes se
miran siendo miradas.
La ambivalencia no se aleja del espectador mismo. Su alineamiento con el protagonista
lo lleva a habitar la misma incomodidad que este. El testigo no suele abstenerse de reaccionar,
pero sus reacciones no involucran a los otros. La transgresión exterior lleva a una interior: se
escapa de su rol establecido. Jorge, uno de los criminales de Siempre es difícil volver a casa, se
deja maquillar por Adriana, con quien tiene una aventura; Cucurucho “no tuvo más remedio que
masturbarse” ante la escena de estupro; el Harry Fabian de Noche en la ciudad de Jules Dassin
es literalmente marcado por la huida cuando Kristo ofrece mil libras por su cabeza a toda la
ciudad de Londres. La mera existencia del testigo a contrapelo surge de una defraudación de las
expectativas. El espectador tiene confianza en que el crimen se consumará y el final atrapará a
los criminales en su huida, pero se mantienen ahí, esperando unos y otros a que la situación se
resuelva sola, visto que su control sobre ella ha desaparecido.
Cabe marcar la sutileza de Cuarteles de invierno, que sitúa el crimen fundamental antes
de la llegada de Rocha y Galván (este último es el narrador). Ambos personajes empiezan en una
situación precaria porque son peores que criminales: son cómplices. Aceptaron participar de las
fiestas de Colonia Vela tras la brutal represión que el lector conoce ya de No habrá más penas ni
olvido. La pareja se convierte en el emblema de un crimen que el pueblo mismo ha cometido y
también quiere olvidar. Poco a poco se les sustrae toda autonomía como personas y se los
encierra en el símbolo. Cuando Galván se dispone a llevar a un Rocha agonizante a la estación
de tren, un médico le pide un autógrafo. De la mano de Mingo, un pordiosero al que nadie
presta atención, Galván llega al centro del trauma: el viejo avión baleado y retorcido por los
yuyos que hizo llover mierda sobre Colonia Vela, siempre adornado con cruces resistentes a los
intentos de los militares por sacarlas. Luego de esto pasa sin ser reconocido por un caserón
repleto de oficiales y es confundido por uno de ellos, entabla conversaciones que solo pueden
tener los iniciados.
La razón por la que todas estas historias desembocan en alguno de los avatares de la
muerte es menos por una necesidad de cierre y más por un último recurso a la interrupción.
Aquello que ya ha sido interrumpido una vez no puede concluir como lo hubiera hecho de no

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haber sucedido la interrupción. Solo otra puede terminar con ella. Ante una nueva perspectiva
de escape y la posibilidad de continuar la agonía de McQueen indeterminadamente, Kathleen
decide morir abrazada a él disparando a la policía. Galván y Rocha escapan destruidos de
Colonia Vela, aquel en alma, este en cuerpo. Florence Carala es descubierta por la policía y se le
anticipa una cadena perpetua. Harry Fabian es atrapado, asesinado frente a la mujer que lo ama
y su cuerpo arrojado al río. Como en el mito de Acteón, el precio por ver lo prohibido es la
muerte. Y como los perro que destrozan al ciervo que antes fuera su amo, el testigo a
contrapelo sucumbe ante el orden improvisado que su transgresión ha puesto en marcha.

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Íntimos desconocidos

El tiempo está en el corazón de la imagen.

- Georges Didi Huberman

La identificación regresiva con los antepasados


humanos y animales significa psicológicamente una
integración del inconsciente.

- Carl Jung

I.

Los legados familiares suelen abrigar dentro de sí túneles a un mundo que pensábamos
ajeno.

Nunca dejó por completo de extrañarme esta sentencia de Roland Barthes en La


cámara lúcida:

La fotografía no rememora el pasado (no hay nada de proustiano en una foto). El efecto que
produce en mí no es la restitución de lo abolido (por el tiempo, por la distancia), sino el
testimonio de que lo que veo ha sido.

Siempre que la pienso termina dándose vuelta como una moneda, la delgada línea entre la
negación y la afirmación intercambian lugares constantemente en la sutil pero importante
diferencia de significado. La foto es un testimonio duro, impenetrable, abismado hacia adentro.

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No le importa lo que piense el que la vea, no es la mano de un pintor la que la hizo sino una
máquina dirigida. No es, estrictamente hablando, una composición, sino una captura luminosa.

Cuando la foto que está más arriba cayó de un robusto álbum familiar con tapas de cuero
desgastado que estaba viendo, no sabía qué pensar de ella como no se sabe qué pensar de algo
que hasta hace un momento habitaba el trasfondo opaco de lo indistinto, contradiciendo lo
esperable por el solo hecho de existir: ¿No deberían estar prohibidos los extraños en un álbum
de fotos? En ella figuran tres personas, dos hombres y una mujer, en lo que parece la sala
común de una dacha por las hojas de planta tropical que sugieren una casa de verano. No
conozco sus nombres, su probable parentesco conmigo o la época en que están, aunque por lo
poco que puedo leer de la ropa adivino un siglo diecinueve a punto de expirar. Puedo suponer
que fue tomada en el antiguo Imperio Ruso (actual Ucrania) porque de ahí son muchas de las
fotos del álbum, momentos de una rama de mi familia que dos décadas después sería
masacrada por el tumulto indomable de revoluciones y anexiones entre 1917 y 1921. La foto es
muy pequeña, de ocho centímetros de ancho por cinco centímetros de alto, como se ve en el
esquema. No tiene mucho espacio para detalles, lo que quizás impulsó la pose disparatada de
los sujetos. El fotógrafo debe haber sido por lo menos un amateur dedicado por lo sólido de la
horizontal y la vertical, si bien esta última no está centrada del todo. La disposición de los
cuerpos forman un triángulo escaleno cuyos ángulos son la cabeza del hombre en el suelo, la
cabeza de la mujer y la cadera del hombre de pie. Este último parece tener en su mano un
objeto parecido a una campana que lleva cargando al hombro, como si pregonara algo mientras

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un absoluto compromiso propio de su contorsión, el hombre de pie con la concentración que
exigen sus múltiples tareas simultáneas, la mujer con cierta incredulidad, como alguien que no
baila todavía pero con el ritmo de la música va empezando a soltarse. Todo parece una inversión
casera de una escena conocida, como si actuaran de acuerdo a un molde y no bajo la simple
improvisación de la histeria colectiva. Pienso en el triángulo que forman la Virgen desfalleciente,
Cristo y el hombre que sujeta sus piernas en El descendimiento de la cruz de Pontormo, que con
sus arrebatos anatómicos por derecho propio tambalea entre la reverencia y la burla. Los
colores pasteles de la piel y las ropas de la pintura contrastan con los trajes oscuros y los rostros
empapados en sombra de la foto.
Todos estos datos brotan de un
deslizamiento continuo por una superficie que motu proprio nada quiere decirme. Toda
información es retrospectiva, la imagen misma es una irradiación hacia dentro. Somos como el
viajero que ofrece regalos al guardián de la Ley en el cuento de Kafka, y que aquel acepta sin
conmoverse. Hay un abismo que no deja completar el circuito de la comunicación. Yo miro hacia
atrás y la imagen a sí misma solamente. Bien lo dice Barthes: hay algo que no puede ser
recobrado.

II.

FILONÚS.- ¿Supones que el


substrato de la extensión es
algo distinto de esta y que la
excluye?
HILAS.- Justamente
FILONÚS.- Dime, Hilas, ¿se
puede extender algo sin
extensión? ¿No está incluida
necesariamente la idea de
extensión en el extenderse?
HILAS.- Sí.
FILONÚS.- En resumen: todo aquello que supongas que se extiende bajo alguna cosa, tiene que
tener en sí mismo una extensión distinta de la extensión de aquella cosa bajo la cual se extiende.
HILAS.- Así tiene que ser.
FILONÚS.- Toda sustancia corpórea, por tanto, que sea el substrato de la extensión, tiene que
tener en sí misma otra extensión por la que queda calificada como substrato; y así hasta el
infinito. Y ahora, pregunto: ¿no es esto absurdo en sí mismo y contrario a lo que acabas de
admitir, a saber, que el substrato era algo distinto de la extensión y la excluía?

Mala suerte para Hilas, por creer en la materia fuera del siglo correspondiente. En los
diálogos que mantiene con Filonús, Berkeley despliega una taxonomía binaria de los cuerpos
(pasivo o activo, nada entre medio), una fisonomía de la voluntad cabalmente robótica
(androide y esclava) y un solipsismo menos conmovedor que exasperante. Los dos
interlocutores, en busca de un conocimiento objetivo, nunca plantean seriamente la posibilidad
de la representación de las cosas o el diferimiento de un estímulo. Nunca exploran la zona
intermedia entre lo subjetivo y lo objetivo, es decir, lo plural: no examinan el patrón o la
regularidad como más que el parloteo de un vulgo con el cual no quieren tener relación alguna.
En Berkeley, como en Hobbes, no hay capacidad de proyectar, solo introyectar, no hay

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totalidades orgánicas: todo conocimiento equivale a ensimismarse, porque no consiste en más
que un esfuerzo por homologar estímulos que vienen de un afuera por demás incognoscible,
impenetrable, oscuro. El tiempo se le presenta como la ola inclemente que borra la huella en la
arena por más profunda que haya sido, no se cuenta con medios para hacerla permanecer más
que unos instantes. El hombre no participa del mundo, tan solo padece su fantasmagoría. ¿Cuán
material es una idea si interactúa con otra idea y forma una nueva idea que no es ninguna de las
dos? ¿Cuán ideal es la luz si se imprime sobre papel resina usando bromuro de plata y la marca
de su paso puede ser verificable? ¿Fueron reales estas figuras que estoy viendo reír mientras
contorsionan sus cuerpos? El mundo de Berkeley es uno de dogmas, traza un ciclo de
retroalimentación entre la idea y la conciencia que la percibe: la idea solo es real si es percibida
pero la percepción no existe sin una conciencia que la capte como algo extraño para que el
estímulo tenga lugar. En algún momento debe haber una concatenación que defina lo posible,
algún elemento debe ser contrabandeado hacia la escena de la creación. El conocimiento no
puede ser simétrico a la realidad, ni puede reducirse al absurdo lo flagrante del fenómeno por lo
borroso de sus accidentes. Nada pasa, y de repente el mundo de ayer ya no existe; nada pasa, y
reyes comparecen entre el pueblo y la guillotina; nada pasa, y una pandemia se desata sobre el
mundo; nada pasa, y una foto escondida en un álbum llega hasta mis manos sin decirme de
dónde viene.

III.

Veo las sonrisas de los tres y no puedo evitar pensar: qué difícil es saber que se podía
ser feliz en otro tiempo. El velo de extinción que echan los siglos transcurridos sobre los
documentos que llegaron a nosotros hace casi inaprehensible la idea de que la vida podía ser
vivida. Las fotos que se originaron como patentes de felicidad pueden convertirse en el retrato
de un baile sobre el vacío que se cierne. Me pasa lo mismo que a John Green en este video de
The Art Assignment sobre los tres jóvenes granjeros de August Sander: veo esta foto y no puedo
evitar pensar en lo que vendrá para ellos, lo que ya les ha sucedido a sus hermanos y padres, a
mis antepasados. La memoria recurre al mito familiar como un premio consolación: la edad
dorada del sepia no responde tanto a la alegría de vivir como a la inmovilidad del paraíso
terrenal, es extraer el infinito de un instante. Si la foto es la presencia de una ausencia, estos
tres desconocidos empotrados en el seno de mis raíces son la presencia de la ausencia de una
presencia, siluetas que salieron de ninguna parte cuando deberían marcar las postas de un
camino que se dirige a mi nacimiento. Si es verdad lo que escribe Edgar Morin en El cine o el
hombre imaginario cuando proclama que las fotos son una extensión subrepticia del culto a los
antiguos dioses familiares, se impone entonces un principio mágico de identificación: yo soy
también esa desgracia y esa inconsciencia, yo soy también ese vacío que no puedo cerrar de
ningún modo. El árbol genealógico sufrió el golpe de una sierra y la rama cayó hacia la noche.

IV.

Hannah Arendt escribió en su ensayo sobre Kafka que el cuento “En la colonia
penitenciaria” no había perdido nada de su poder después de las cámaras de gas. Lo mismo
puedo decir de El jardín de los cerezos y la Revolución. En él se arriman los extremos de un
mundo agonizante y otro que labra su nacimiento venidero, que transita (cito ahora a Kafka) el

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titubeo previo a la creación. Chéjov tiene el buen tino de ahondar en las vidas y tormentos de
los trabajadores de la casa ancestral, hace a los sirvientes, institutrices y estudiantes tomar
conciencia de sí y los arma con lo necesario para afrontar el mundo que llega, mientras los
terratenientes se desesperan entre el peso de sus deudas por un lado y el peso de sus memorias
por otro. El drama concluye magistralmente con el personaje rechazado por ambas clases: el
anciano Firs, demasiado servil para los proletarios y demasiado viejo para los aristócratas,
muere en el centro del escenario y marca el fin de una tregua cansada entre explotados y
explotadores. El único que todavía recordaba un uso para el fruto de los cerezos, aunque él
mismo no supiera ponerlo en práctica. Podemos suponer que su cuerpo será derrumbado junto
con la casa que lo mantuvo en pie.
Los cuatro actos del drama articulan en un vaivén de idas y venidas, personajes que se
van del escenario para evitar encontrarse con otros, personajes que buscan precisamente a
aquellos que los evitan. No es la escenificación de un regreso, puesto que lo que busca en
realidad Liubov Andréievna no es un lugar sino un tiempo. Tiempo que se ha llevado, como el río
que ahogó a su hijo menor Grisha de 7 años, los mejores años de su vida y el esplendor de su
linaje. Gáiev, hermano de Liubov Andréievna, es el personaje que más entra y sale, siempre a la
busca de préstamos para pagar sus intereses. Al final de la obra su comportamiento no cambia,
sino su intención: comienza a devolver el dinero. Aunque la influencia del ecologismo en nuestro
tiempo y el énfasis en la protección del medioambiente puedan inclinar la interpretación del
espectador de hoy hacia lo funesto, lo cierto que la destrucción del Jardín es lo suficientemente
ambigua como para que cada personaje tenga la propia visión de su futuro. Varia, hija adoptiva
de Liubov Andréievna, consigue un puesto administrando los bienes de una familia aledaña;
Iasha, criado joven de la casa, ve para sí un futuro más acogedor en París; Pishik, también
aristócrata, renta una parcela de su tierra a unos ingleses interesados en la arcilla que hay en
ella; el estudiante Trofímov, ahora con algo de dinero, se dirige a la ciudad para empezar una
nueva vida. Después de que Epijódov, burgués descendiente de siervos de la gleba, compra el
Jardín para talar sus árboles y parcelar el terreno, los habitantes de la casa sufren un período de
intenso duelo seguido por un repunte de ánimo que Chéjov se asegura de alumbrar:

GAIEV (alegre): De verdad, ahora todo está bien. Hasta la venta del jardín de los cerezos todos
estábamos inquietos, sufríamos, y después, cuando la cuestión quedó definitivamente e
irrevocablemente resuelta, todos nos tranquilizamos, hasta nos alegramos… Yo soy un empleado
bancario, ahora soy financista… amarilla al centro, y tú,Liuba, a pesar de todo, te ves mejor, sin
ninguna duda.
LIUBOV ANDRÉIEVNA: Sí. Mis nervios están mejor, eso es verdad.

El flujo del tiempo ha entrado en la casa familiar una vez más, aunque más no sea para destruir
lo que estaba en pie hasta ese momento. Las cicatrices de la memoria son reemplazadas por un
esfuerzo necesario hacia el futuro. Creo que ahí yace la verdadera cualidad prestidigitadora de
la obra, no en las peroraciones semi anarquistas de Trofímov, sino en este develamiento más
abstracto pero más brillante: en la tierra donde los que viven se definen por lo que han muerto,
el olvido de la herencia se impondrá eventualmente para allanarle el camino a la vida y la
felicidad. La respuesta a la elección entre quedarse o irse es una síntesis de ambas, en el ir y
venir está la clave. Como escribió Saer: “De tanto viajar las huellas se entrecruzan, los rastros se
sumergen o se aniquilan y si vuelve alguna vez, no va que viene con uno, inasible, el extranjero,

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y se instala en la casa natal.” La vida verdadera siempre será, por lo menos en parte, un exilio
agridulce.

A Tamara Kulabka, última testigo


del mundo de ayer.

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La cuestión del astrolabio

Si existiera Dios, todo estaría permitido, ya que todo tendría su recompensa o su castigo, y le
correspondería a cada cual asumir sus riesgos. Al contrario, puesto que Dios no existe, puesto
que no hay riesgo alguno (o hay exactamente el mismo en todas las hipótesis: lo que ya no es el
riesgo, sino un certeza), yo no puedo permitirme hacer cualquier cosa. Uno tiene su orgullo.
En suma: puesto que ya no tenemos religión nuestra necesidad moral es absoluta.
¿Acaso les disgusta la palabra? Digamos entonces: una Ética. Y lo habremos dicho todo.

Así empieza un André Comte-Sponville de veintiséis años (la misma edad que tengo yo,
cosa absolutamente envidiable) su libro de aforismos Sobre el cuerpo. De manera lúdica vuelve
de adentro hacia afuera la conclusión desesperada contenida en Los hermanos Karamazov y la
convierte en una serena declaración de tono salomónico. La palabra Dios significa aquí menos
un ente que un punto a partir del cual todo puede ser evaluado, el límite que marca la
transgresión o la observancia de la ley, y al negarlo plantea una alternativa mucho más
aterradora: hay actos que son posibles dentro del más acá que sin embargo son inaprehensibles
para nosotros. En la era que sucede a los grandes discursos que guiaron los esfuerzos por
interpretar y moldear la historia (el cristianismo, el progreso, la razón, el socialismo, un largo
etcétera que ya Lyotard describió en La condición posmoderna) la humanidad quedó sola frente
al precario instrumental que le heredaron los siglos precedentes para evaluar sus actos. Ya
Auschwitz ha sucedido, no a pesar de la razón, guía de la humanidad hacia futuros mejores, sino
precisamente a causa de ella. El progreso y la eugenesia, el socialismo y los gulags son casos
comparables, salvando evidentes distancias: la catástrofe a la cual nos ha guiado un sueño del
futuro.
La discusión acerca de lo que es esta Ética absolutamente necesaria para Comte-
Sponville se ha convertido en una serie de manotazos de ahogado en el campo artístico,
especialmente en las artes de gran alcance en el público como las artes audiovisuales. Se fue
convirtiendo en un significante flotante que todos conocemos bien si, como dijo San Agustín
acerca del tiempo, no nos preguntan qué es. Ya sea por miedo o por políticas editoriales que no
quieren perder el tiempo de los lectores con aclaraciones previas al modo de Spinoza en su Ética
demostrada según el orden geométrico, varios comentadores trazan subrepticiamente (incluso
diría que con astucia) una línea fina entre un ellos y un nosotros que pretende englobar dentro
del segundo a la mayor cantidad de lectores. Brilla por su ausencia la respuesta a la pregunta
por el mesías que venga finalmente a encapsular el Zeitgeist y proponga un criterio objetivo que
aúne excelencia moral y calidad artística en cualquier obra de arte. Esta es una pregunta pocas
veces formulada pero hondamente sentida en las secciones de cultura de todos los grandes
diarios de habla inglesa tendientes a una izquierda liberal, atrapados entre el temor a perder
lectores y el hastío de ver su criterio reducido a un manojo remanido de términos que dictan las
redes sociales, especialmente el gallinero apocalíptico que Twitter puede ser en ocasiones
periódicas (los Oscar, por ejemplo).

No me queda más remedio en estas líneas que seguir la estela de Borges cuando dijo
que la pregunta por la tradición del escritor argentino es un falso problema. Con esto no quiero
volver a golpear el clavo de separar al artista de la obra (posición a la cual, no obstante,

50
adscribo). El arte es producto de seres humanos anclados a su cuerpo, su espacio, su tiempo y
sus vaivenes políticos. La moral no es una fuente de la que se puede abrevar o no, como
nosotros no podemos renunciar al tiempo y la sociedad en que vivimos. Aquello que sí declaro
como falso problema se localiza en el vínculo que muchas veces se da por sentado entre la obra
de arte y la forma en que consideramos la historia.
Vuelvo al aforismo de Comte-Sponville. Si Dios existe todo está permitido, puesto que
Dios es un gran Adentro que carece de exterior, el astrolabio moral supremo: nada se queda sin
evaluación, sea buena o mala. La definición de este Adentro es la gran incógnita hoy a la hora de
evaluar el contenido moral de una obra de arte. Ya no podemos recurrir a la extravagancia de un
Savonarola como árbitro moral, nos reiríamos de un Boileau que quisiera imponernos sus reglas
para la excelencia en composición poética, incluso lo tacharíamos de conservador. Sin embargo,
a la hora de leer y luego juzgar (porque no es otra cosa a lo que me refiero cuando hablo de
“evaluar contenidos morales”) por fuerza debemos recurrir a un modelo que bien nos ha sido
legado o que hemos construido de manera más o menos deliberada. ¿Cuál es el lado correcto de
la historia? Eso implicaría asumir primero que la historia es una contienda entre correctos e
incorrectos. No hablar de a dónde van los que están bien y a dónde los que están mal no quita
que vayan a lugares diferentes. Esto ya es recurrir a un modelo de historia, e intuyo que aquel
lugar al que van los incorrectos es el más hondo terror del mundo sin Dios: el olvido absoluto, la
noche de los tiempos, el basural de la memoria.

Tomo un ejemplo para llevar a un plano menos abstracto esta cuestión. Poco importó a
los críticos de todas las épocas que Nabokov explícitamente declarara que Humbert Humbert es
un monstruo y que Dolores Haze es tan solo una niña normal, quizás un poco insoportable, pero
no una nínfula, creación del propio Humbert. Su final trágico, muerta a los diecinueve años
mientras daba a luz como nos indica el proemio, nos da una pista de la corrupción a la que se vio
sometida. La muerte del propio Humbert, de insuficiencia cardíaca (literalmente un corazón
roto) también hace lo suyo. La condena a la que se vio sometido Nabokov (y D. H. Lawrence
antes que él, y Flaubert y Baudelaire antes que ellos) vino precisamente de una asociación entre
la ideología personal del autor, de antemano juzgada como perversa, y su posible traspaso a la
novela en la forma de una contaminación posiblemente nociva para el público. Se traza una
línea que va de un punto de origen (el autor explícito) a un destino (el lector explícito). En otras
palabras, un relato: el de la incubación, brote y contagio de una enfermedad. Y creo que parte
de la razón por la que se condena a una obra es por una sensación de espontaneidad que el
artista tiene en el momento de hacer su obra, como si fuera el impulso natural de su alma,
perfectamente traducida a los parámetros de una novela o de una película.
El lugar incómodo que Lolita ocupa en la literatura es el mismo de películas como Taxi
Driver (cuyo personaje Iris, interpretado por Jodie Foster, denota influencias de la novela):
cuanto más espacio se le dé al monstruo, más se humaniza. Cuanto más se humaniza, más se
entiende. Cuanto más se entiende, más gusta. El final de Taxi Driver es en sí mismo una crítica
cínica y oscura acerca de la forma en que extraemos un sentido a partir de una cronología de
hechos. Travis Bickle intenta suicidarse después de matar a cuatro hombres y falla. Este frenesí
homicida no fue el plan original, sino el premio consolación por haber fallado en asesinar al
senador Charles Palantine. Tras el hecho los diarios reportan que fue el salvador de una niña
prostituida que ya volvió con sus padres (cosa que no quería hacer). Travis, cuyo racismo a flor
de piel vemos claramente, cuyas opiniones abyectas oímos cuando conversa con los pasajeros,

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cuya lascivia por Iris vemos en su mirada, es aclamado como un héroe y un ciudadano ejemplar.
Tanto Nabokov como Scorsese entablaron una conversación con la moral de su época con una
estrategia a contrapelo: mostraron sus límites y la hipocresía del ciudadano burgués cómodo
mediante una hazaña de maestría artística. La interpretación de que Taxi Driver y Lolita son
obras morales o inmorales no depende solamente de la visión del mundo que proyectan, sino
del modelo que el lector/espectador tiene de la historia para evaluarlos. En cierto sentido, uno
podría argumentar que ambos textos despliegan una moral bastante rígida en su humor
macabro y su cinismo irreverente. La comedia, hasta hace unas pocas décadas, fue siempre un
instrumento para afianzar el statu quo, no para cuestionarlo. Ambas interpretaciones están
contenidas dentro de los textos, y ese es precisamente el punto.

No me propongo acercarme al tremedal que significa juzgar un texto. Como crítico me


resulta aprensivo hacer este ejercicio, motivado menos por un afán de relacionar, acercar (y por
ende comprender), que precisamente por su contrario: separar, alejar. Pero sí quiero establecer
una distinción que conviene a todo lector tener en cuenta: las obras de arte son en sí mismas
producto de una reflexión. Aquella parcela del universo que resaltan del trasfondo de lo
indistinto está recortada con ideas y herramientas que les dio una época y que, como bien
señala el transhumanismo, pueden tener en su génesis una intención con la que nosotros no
estamos de acuerdo hoy. Pero toda obra de arte contiene referencias, por lo menos un
vislumbre, a su propio más allá. Ninguna reflexión carece de un límite que debe reconocerse de
antemano. Ese es el mérito principal de aquel a quien Comte-Sponville burla en su aforismo. En
su libro Problemas de la poética de Dostoievski, Mijail Bajtin señaló que la cualidad
verdaderamente innovadora de las novelas del autor ruso es su impronta dialógica. Los
personajes pueden tener diversos puntos de vista que el narrador apoya más o menos, pero
ninguno es asfixiado por el otro, a todos se les permite una oportunidad de explayarse. Bajtin
señala que las novelas de Dostoievski son menos una afirmación que una búsqueda que se lleva
a cabo por medio de un diálogo. Los hermanos Karamazov ciertamente se ajusta a este molde.
Eso hace que sus personajes sean verdaderamente modernos, porque nunca están cerrados,
siempre tienen la oportunidad de virar su camino radicalmente en el último instante. Aquello
que separa al arte del panfleto es ese último paso hacia atrás, hacia la conciencia: darle lugar a
la posibilidad de que se haya tomado un camino equivocado todo este tiempo. A esto llamo yo
la esperanza de lo inesperado. Esto abre el juego de las interpretaciones: nada puede borrarse,
pero puede relacionarse con otras cosas. Lo mismo que el perdón, su meta no es el olvido sino
la transformación, no la evasión sino la trascendencia.

¿Cuál es el secreto de un buen giro argumental (o twist) en una novela de enigma,


género narrativo racional por excelencia? Que la solución al misterio esté entre las
posibilidades, pero entre las más remotas. Aquella pista que en un principio nos parecía
irrelevante se torna la clave de todo, una bomba que se hunde en el mar de nuestra memoria y
detona cuando ya se halla a muchos metros de profundidad. Provoca una conmoción absoluta
de todo lo que habíamos construido hasta entonces, lo reconfigura de una manera que no deja
nada afuera. Este principio de un policial de enigma en el siglo veinte se tornó en un mucho más
nihilista McGuffin, un objeto que se desea no por lo que es en sí mismo sino por el efecto que
ejerce sobre su entorno. Siempre habrá un afuera, el instrumentos nunca será lo
suficientemente poderoso como para abarcar todas las posibilidades. ¿No es eso un alivio? El

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diálogo ahora no es una opción sino un requisito a priori: debemos aceptar que no tenemos
todas las respuestas porque el texto mismo expresa carecer de ellas. Para demostrar que esto
no es solamente propio de la modernidad me remonto a uno de los textos más antiguos de
occidente. En el canto II de la Odisea, Telémaco adquiere algo parecido a una voluntad y
recrimina a los amantes hacerle la corte a su madre Penélope. Antínoo, portavoz de todos ellos,
toma la palabra y le responde lo siguiente:

«¡Ay, Telémaco altivo en discursos, sin freno en la ira!


¿Qué has osado decir y qué afrenta has querido afligirnos?
Los galanes no son los causante de tales dolores,
es tu madre, más bien, la mujer sin igual en astucias:
Han pasado tres años y pronto dará fin el cuarto
en que engaña el leal corazón de hombres aqueos;
Les va dando esperanzas a todos, les manda recados
y les hace promesas, mas guarda en su mente otra cosa.»

Penélope no desmiente a Antínoo. No se sabe con la palabra de quién quedarse. Fue


esta posibilidad la que Joyce explotó luego con Molly en el Ulises, que sí engaña a Leopold con
un cantante de ópera. La posibilidad de lectura ya estaba ahí. Lo mismo podemos decir de la
mayoría de los episodios de la Odisea que han quedado en la memoria colectiva. El episodio de
Polifemo, las sirenas, Circe y tantos otros son relatados no por el narrador sino por el mismo
Odiseo en primera persona. ¿Es un narrador verdaderamente confiable?

A modo de resumen y para concluir de manera ordenada, quisiera traer a colación otro
aforismo, esta vez de Nietzsche. El séptimo aforismo de El caminante y su sombra refiere a la
postura de Epicuro con respecto a los dioses, y termina de este modo:

Quien, por consiguiente, desee brindar consuelo a desgraciados, malhechores, hipocondríacos,


moribundos, recuerde las dos fórmulas apaciguadoras de Epicuro, que pueden aplicarse a un
gran número de cuestiones. En la forma más simple rezarían más o menos de este modo:
primero, supuesto que sea así, nada nos importa; segundo, puede que sea así, pero también
puede ser de otro modo.

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La espera incandescente: Edward Hopper, Andrew Wyeth

Edward Hopper, Automat (1927), óleo sobre tela

… el que espera es el que más ama.

- Andrea Köhler

I. La escopeta

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Andrew Wyeth, Turkey Pond (1944), témpera sobre tabla

En las artes plásticas lo difícil no es matar al padre sino rescatar al abuelo. ¿Cómo volver
a tomar la figuración después de alcanzar, como escribió Deleuze, un “campo puramente
óptico” después de la eclosión del impresionismo y sus movimientos herederos? Andrew Wyeth
luchó con esta pregunta toda su vida. Es célebre la anécdota que surgió con su padre N. C.
Wyeth, legendario ilustrador de Stevenson y Verne, mientras Andrew estaba pintando Turkey
Pond: casi como en presencia de un cuadro de Mark Rothko, N. C. le dijo que agregara un perro
de caza, una escopeta y una bandada remontándose en el aire. Lo que le estaba pidiendo su
padre era un contexto, una referencia que orientara la comprensión de la imagen. Wyeth se
refirió a esa anécdota con el siguiente comentario: “Lo que yo quería era pintar al hombre”. Hijo
de un maestro de las imágenes ad hoc, compuestas con sólida comprensión de su lugar y
referencia, Wyeth intenta librarse del campo que hizo la fama de su antecesor en el largo linaje
de esta familia de artistas, una de las más largas y fecundas de Estados Unidos. Pero lo cierto es
que podemos comprender las preocupaciones de N. C. El hombre de la imagen no solo está de
espaldas al espectador sino que camina con dificultad en pastizales crecidos, no sabemos a
dónde. En el horizonte que se alinea con sus hombros no hay ningún punto en el cual descansar
la mirada, ninguna casa, ningún silo, granja o iglesia, ningún accidente del terreno salvo un
tímido río que se adivina por los reflejos del agua frente a árboles apenas discernibles. El
hombre está en medio de todo y cerca de nada, el viento parece soplar hacia algún lado (¿o es el
desplazamiento lo que causa su pelo ligeramente alborotado bajo la gorra?), el sol parece estar
declinando hacia la tarde (¿pero dónde están el este y el oeste en esta pintura?), si bien los

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tonos lavados de la imagen apenas dan pistas sobre la altura del día. Llegamos, finalmente,
agotados los recursos que enmarcarían los elementos en alguna narrativa, a la ridícula
afirmación: un hombre camina hacia alguna parte. El terreno, esa pradera que es la marca
distintiva de Wyeth, mantiene con el hombre una proporción más o menos análoga a la del cielo
con el bosquecito del horizonte. El abrigo del hombre y el bosque tienen más o menos el mismo
color. Estas correspondencias convierten a la composición en un objeto esférico: responde solo
a sí misma, se contiene con la fuerza sutil de sus propios hilos. La imagen, sin embargo, parece el
gozne entre una escena importante y otra, como sacada de una película. La anulación de los
núcleos que debería conectar la convierten en un síntesis del infinito, de cualquier lugar puede
venir, hacia cualquier lugar está yendo. Mejor dicho: de todo lugar. Habita el intersticio que
conecta dos puntos distinguibles: la pintura no es un sustantivo, sino una preposición. Lo mismo
puede decirse de Morning Sun, del cual la mirada que la mujer dirige hacia afuera es lo único
que orienta nuestra lectura. Y bien extraña es esa mirada. ¿Hacia dónde se dirige en el paisaje
fabril que se boceta más allá de la ventana? Sus manos se cruzan sobre sus piernas en un gesto
de contención. El cuerpo se arquea en un ángulo que imita el marco de la ventana, la cabeza de
la mujer se posiciona justo entre el límite de luz y sombra, cortándola al medio, pero no del todo
en el centro de la composición. Nuestros personajes rehúyen el protagonismo, la toma eficiente
del poder, niegan la posibilidad de dirigirnos a algún lado. Esta mujer puede serlo todo pero
decide ser solamente eso: una mujer. Un hervidero de luz matutina da un pantallazo del sinfín
de las posibilidades. Wyeth y Hopper son maestros en retratar lo que podría ser.

Edward Hopper, Morning Sun (1952), óleo sobre tela


II. Virtud de sabios

¿Quiénes somos cuando ya no es ayer y mañana no ha llegado? El tiempo suele actuar


como una presión envolvente, nos modela a lo largo del día, nos hace adoptar toda clase de
roles de acuerdo a una función. El tiempo, hegelianamente, nos relaciona con otra cosa, nos da
una clave parcial de la identidad, reafirma o cuestiona nuestras capacidades y disposiciones,

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proporciona conocimiento. Cuando falta esa fuerza el cuerpo se distiende, cae hacia los lados o
sobre sí mismo, se deja derretir en el reposo de la existencia, en un arrojo menos punzante.
¿Qué contestar entonces, cuando nadie apura la respuesta? Nunca hubo un pagliaccio tan
sincero como el de Soir bleu. No está siendo ni haciendo absolutamente nada de importancia.
No responde a los lamentos suplicantes de Canio o la rígida depresión del payaso de Andreyev
en El que recibe las bofetadas. No se sabe si está esperando su turno de actuar o si su jornada ya
ha terminado. Su maquillaje blanco y su calvicie operan un borramiento en vez de una
personificación, como si él mismo no fuera nada. El contraste de su atuendo blanquísimo frente
al fondo azul y los colores apagados de los otros clientes señalan un centro vacío dentro de la
escena. Hopper rescata el imaginario melodramático del payaso justamente para decirnos eso:
no. El bleu del título podría incluso referir al fondo y no temperamento melancólico que se
asocia a ese color. El payaso no tiene que estar triste. Apenas si tiene que estar. La pintura evoca
y exige el descanso. Sus elementos se deslizan sobre nuestros ojos en vez de anclarse, nos dejan
pasar como una mano a través del terciopelo. Como en un cuento de Chejov, sabemos que hubo
algo antes y habrá algo después de esta escena, su vaguedad contextual nos fuerza a mantener
esa esperanza de que todo está por hacerse, que nada ha terminado aún cuando ha terminado
todo, de que dentro de poco los clientes y el payaso van a irse para recomenzar lo que hicieron
esa misma mañana. La pregunta indebida, sin remedio, surge: ¿Cuál es el sentido de pintar un
recoveco ignoto de la vida como este?

Edward Hopper, Soir bleu (1914), óleo sobre tela

Hopper suele adentrarse en los basurales del tiempo, o si se quiere, en el tiempo que no
aporta ni contribuye, el que nadie quiere habitar para su propio beneficio: el crepúsculo al final
de la jornada, la noche entre dos días hábiles, el alba de los insomnes y los sonámbulos. ¿Qué
otra cosa es Nighthawks sino un encuentro fortuito en un desierto de cuatro personas
cansadas? Al igual que en Morning Sun, las diagonales del diner establecen los patrones de
disposición de los clientes y el empleado, los sujetos se someten a la arquitectura como soporte
existencial, descansar a su vera sin preocuparse por ponerse de pie. El oasis derrocha su luz en
el silencio de la noche a través de los ventanales casi inexistentes, el adentro y afuera no están

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delineados, no por abundancia de ventanas sino por falta de una puerta, como explica este
video de Nerdwriter. No está todo cerrado: no hay una puerta. La diferencia es importante. Las
dimensiones que creemos diferentes son la misma, todo sucede en el mismo plano al mismo
tiempo, todos son todos a la vez. El conocido aspecto “esquemático” de los rostros de Hopper,
como si en vez de rasgos pintara síntesis de rasgos, esta impersonalidad conduce no a un
vaciamiento sino a algo más sensible y complejo: una bisagra del infinito, la constatación de que
no hay un secreto. Los clientes de Nighthawks no están a la espera de algo, si esperar significa
soportar el flujo amorfo del tiempo hasta el llamado del deber. No hay diferencia entre esta
vigilia y un sueño. Hay una completud en ellos que no puede ser alcanzada de otra manera. No
son individuos, sino totalidades que vinieron a encontrarse.

Edward Hopper, Nighthawks (1944), óleo sobre tela

Esto es lo que Wyeth quiso retratar en Christina’s World. “No un momento de su vida,
sino su vida entera”, dijo en una entrevista. Pero la vida entera no solo es lo que ya se hizo sino
lo que se puede hacer, lo que se puede incluso hacer de nuevo. Es por eso que la distancia la
separa de su casa familiar tras la colina. Pero no hay descanso aquí: algo ha sucedido o está a
punto de suceder, Christina retuerce su cuerpo en reacción a algo, sus dedos crispados se
hunden en la tierra, la curva de su cintura contrapuntea un triángulo que forman la casa, el
granero y la curva del pastizal con la hipotenusa invertida. Hay tiempo ardiendo como si
incendiara el horizonte, el pasto seco parece quemar el trayecto. O quizás es que la nada ya ha
sucedido. La espera es como un juego porque sus jugadores aceptan un contrato en el cual la
regla más importante es que el juego debe terminar. ¿Pero qué sucede cuando la espera nunca
termina, cuando lo que debe venir no viene o no termina de venir?

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Andrew Wyeth, Christina’s World (1948), témpera sobre tabla

Si la espera es un modo contingente, la semilla de un tiempo venidero, no puede


confiarse demasiado al cumplimiento de la promesa que encierra. Sin fin a la vista, empieza a
deformarse, arborece y se multiplica regurgitando sus propios límites, tiende a entrar en una
zona de pasaje entre la figura y la abstracción, entre el tiempo que abriga las cosas a mi
alrededor y a la abstracción geométrica y cuantificable del tiempo que desemboca en la nada.
Escribe Andrea Köhler, en El tiempo regalado:

De forma que condenar a esperar es una maldición, y el que condena nos tiene en su mano.
Alguien —una persona, una institución— nos está imponiendo una medida temporal ajena, y lo
más angustioso es que el tiempo que percibimos lo dirige otro. La espera es impotencia, y que no
estemos en situación de modificar ese estado es una humillación que hace tambalear al mundo.

Los cuervos han muerto, el significado devoró al signo y las sombras distorsionan el recorte del
plumaje. La sombra es un colchón de incertidumbre que favorece a las posibilidades más
ominosas, si bien el blanco amarillento de las tablas les impide convertirse en monopolio. Los
cuervos apuntan hacia abajo con las alas abiertas, sobrecargando la muerte hasta el ridículo,
contienen al mismo tiempo su afirmación y su burla, lo brutal y lo risible. ¿Somos nosotros los
que llegamos tarde e hicimos morir a los cuervos en el trance de la espera?

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Andrew Wyeth, Woodshed (1944), témpera sobre tabla

III. Deformación profesional

Andrew Wyeth, Sea Boots (1976), témpera sobre tabla

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¿A quién esperan estas botas? Sabemos a quién pertenecen, a Walt Anderson, pescador
de langostas de Maine y amigo de Wyeth. Todos los sujetos y lugares de sus pinturas son
localizables y están arraigados en sus afectos, habitan lo más abrigado de su intimidad. El sujeto
de Turkey Pond también es Anderson, los cuervos muertos están clavados en la granja Kuerner
en Chadds Ford, la mujer de Christina’s World es una amalgama de su vecina Anna Christina
Olson y su esposa Betsy, como explica este video, también de Nerdwriter. Sacarlos a la luz
pública, paradójicamente, no hace más que reafirmar esto. Los retratos de sus amigos y
familiares están divididos, como dice Barthes, entre el tiempo de la referencia y el tiempo de la
apelación, y el paso de una a otra comporta una suerte de tabula rasa: un puro presente. Son
peintures à clef cuyo secreto no tiene absolutamente ninguna importancia. La sabia del
escándalo se anula en la superficie. Wyeth no es un mirón sino un contemplador. Los retratos de
Helga Testorf eventualmente son salvados por esta posición ética. Aquí sus semejanzas con
Hopper encuentran una interrupción displicente. En contraste con las superficies brillantes,
siempre nuevas, siempre limpias de Hopper, los objetos para Wyeth deben tener la marca
trabajosa de su dueño, no le pertenecen si no hicieron uso de ellos para abrirse un surco en el
mundo y les quedó del mundo una huella. A ellos sí puede aplicarse la teoría estética de
Heidegger, que es en el fondo una proposición ética: la obra de arte muestra la verdad de lo que
es, su naturaleza es develarse ante un mundo opaco e incomprensible, mostrar la esencia de las
cosas. Es esta esencia el verdadero protagonista que irradia en fragmentos iridiscentes luego de
que los seres queridos suyos se convierten en desconocidos nuestros. Anderson es esas botas
desgastadas, Christina es esa casa familiar con el granero, no hay división entre el sujeto y el
objeto, como Benjamin dijo de los actores de cine. Wyeth es un pintor háptico y metafísico a la
vez: no su aldea, sino los cuartos de su casa, el patio de su vecino, los techos cubiertos de nieve
que se ven desde su ventana, son nuestro mundo. El agotamiento hiperrealista de la
representación lo salva del naufragio de un Chuck Close por esta borra trabajosa que queda,
endurecida y resistente, a lo largo y al final del proceso artístico: el calor de la intimidad es
pequeño, pero ahí está, quemándole agujeros a la imagen por los cuales se puede entrever su
propio advenimiento.

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Andrew Wyeth, Braids (1976), témpera sobre panel

Entre Braids y Lovers hay exactamente el mismo nivel de indecencia y explotación, que puede
ser mucho o poco dependiendo de quien lo vea. Hay algo oculto en estos retratos ocultos, su
secreto durante veinte años al mundo del arte no responde a una vergüenza personal de su
creador sino a una lógica interna de las obras mismas, es la realidad la que imita al arte y no al
revés El juego extremo de luz y sombra, el blanco insoportable de la nieve y el castaño
oscurísimo de la corteza del árbol, Wyeth construye un refugio de la mirada dentro de la mirada.
Y si el cuadro se llama Lovers y el otro amante no está a la vista, si Helga está siempre sola en las
pinturas, siempre aislada con un gesto vago que encuentra el infinito en una pared, es porque es
a nosotros a quien está esperando. Nosotros somos el acontecimiento que debe llegar. Ella,
mientras tanto, permanece ardiente de deseo, entre la euforia de saber lo que viene y la
impaciencia de que no haya llegado todavía.

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Andrew Wyeth, Lovers (1981), témpera sobre panel

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IV. Elogio de la persistencia

Edward Hopper, Room in New York (1932), óleo sobre tela

¿La intimidad no es tan solo aquel lugar en donde todo aún está por hacerse? La tecla
que la mujer mantiene bajo su dedo, fino y blanco como la propia tecla, siempre va a estar por
darnos su nota, sola y sin rumbo en el aire del cuarto. Decir que estos dos sujetos (matrimonio,
hermanos, primos, etc.) se llevan mal o están alienados es una lectura demasiado fácil para un
cuadro tan prolijo, tan carente de pistas. Hopper lleva a luchar contra esta decisión automática
de contextualizar, ni siquiera hay razón para afirmar que estas dos personas se conocen. La
pregunta indebida debajo de la pregunta indebida, sin remedio, surge: ¿No es aburrido este
cuadro? “Un estudio de la soledad,” “una alegoría de la alienación.” Magnífico. ¿Y? Donde
Wyeth busca huellas del mundo, Hopper se esfuerza en borrarlas. Sus escenas carecen por
completo de acción, de movimiento, de expresión, no existía un diner llamado Nighthawks antes
de que Hopper lo pintara. La perspectiva semi clandestina que adoptan sus cuadros, siempre
viendo a través de una ventana, siempre como escondido detrás de un vidrio polarizado, entra
en conflicto con lo que realmente quiere ver: alza el cuello en busca de mugre y no encuentra
sino limpieza, busca unicidad y no encuentra sino patrones. ¡Qué piedad accidental la de este
ojo, qué Ciappelletto del arte! ¿Pero no esto lo que realmente es la privacidad? Como dice
Barthes en La cámara lúcida: “La «vida privada» no es más que esa zona del espacio, del tiempo,

64
en la que no soy una imagen, un objeto. Es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de
defender.” ¿Qué es un sujeto sino lo que se encuentra en movimiento todavía? El hombre que
lee el diario no parece un hombre sino el resultado de un hombre, todos los hombres que
leyeron el diario antes que él y todos los que quizás lo leerán en el futuro, que al yuxtaponerse
van borrando sus rasgos particulares hasta alcanzar una única forma. Hopper lee sus cuadros en
vez de pintarlos, y nos exige leer con él, una y otra vez, como amontonando arena que vuelve a
su nivelarse con el soplo ligero del viento. Nada tiene que ofrecernos si no perplejidad, un
ascender de una escalera que cae en el último escalón. Invita a ver infinitas variaciones del
mismo cuadro sin que ninguna sea más verdadera que cualquiera de las otras. Lo que el mundo
tiene de cerrado e inaccesible corre por cuenta de ambas partes, del mundo y del observador,
pero la presencia incandescente de todo lo que está por venir permite ver más de un cuadro al
mismo tiempo. Las miradas a un horizonte que no aparece y a bancos de sombra que se hunden
en la incertidumbre precisa, la contemplación de la contemplación, los efectos de la persona y
no la persona misma, un arte preciso del prólogo que recarga las tintas en una promesa
gigantesca y que se cumple por el solo hecho de hacerla. El deslizamiento por la helada
superficie da lugar al Eros que según Andrea Köhler “es transitorio y se inflama en ruta, en la
agitada interferencia entre la salida y la llegada.” La espera es un viaje como cualquier otro,
porque es también una suspensión del tiempo, un destino que no puede verse hasta que se
llega. Un rumor se destila entre los óleos y la témpera: “Espera un poco, lo mejor todavía está
por venir.”

Andrew Wyeth, Watch Cap (1974), acuarela sobre papel

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El engaño colorido

Retrato de mí (2021), tinta sobre papel

I.

Desde los catorce años mantengo, con cierta regularidad, el ejercicio de


autorretratarme. Puedo decir con toda certeza que el retrato que el lector puede ver más arriba
es el único verdaderamente mío. El resto pueden ser más o menos logrados, el parecido más o
menos exitoso (debo tener por lo menos una veintena en mi perfil de Instagram), pero ninguno,
siento yo, pudo haberle acertado como este. Estos dieciocho trazos de tinta china con tres
pinceles sobre un papel de resma no capturan nada de mí, al modo de los otros retratos.
Aquello que “yo soy” se les escapa por un pelo, contornean un plasma que cambia en el
momento mismo de la contemplación, ni siquiera estoy seguro de si se proponen atrapar nada.
Esta imagen parece menos un retrato que una imagen independiente que me toma mi
parecido como herramienta. Quizás es por eso que lo llame no Autorretrato sino Retrato de mí.
Lo principal no parece ser su correspondencia con la realidad sino su propio sistema despojado y
binario. En su desobediencia a ser un retrato acierta de lleno a convocar la realidad. Dudo que
alguna vez pueda replicar este resultado en mi vida. Esta imagen es un engaño que pone los
contornos de mi rostro como carnada para sumergir al espectador en un sistema que nada tiene
de real ni de verdadero en el sentido fáctico. Comencé a pensar si el arte mismo del retrato no
consiste en un “engaño” parecido: rebalsar la convención del parecido hacia una región
autónoma. ¿Podría llegar a ser que en los retratos más “fidedignos” del arte occidental, pienso
en el Georg Gisze de Holbein, en el Monsieur Bertin de Ingres, ya radique el germen (siempre en
acto, como diría Spinoza) del arte abstracto? La cuestión de los fondos, tan instrumentalizados

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en el contexto de un retrato, quizás fueran la puerta de entrada. Ver el Juan de Pareja de
Velázquez o El pífano de Manet es ver una figura contenida en una especie de tabula rasa. La
vanguardia, en más de un sentido, se esforzó por concebir como un fin lo que en edades
anteriores se consideraba un medio, y consecuentemente traerlo al primer plano.
En resumidas cuentas: un buen retrato designa a más de una persona, pero menos de
dos. En atravesar el umbral hacia ese punto incierto de la realidad consiste el arte verdadero del
retratista.

II.

Francis Bacon, Tres estudios de Isabel Rawsthorne (1965), óleo sobre tela

Francis Bacon llamaba al acto de hacer un retrato “la herida” (the injury) y se cuidaba
mucho de prescindir de modelos vivos. Con asombrosa unanimidad prefirió el uso de
fotografías, tanto de desconocidos (el manual de Muybridge) como de amistades íntimas (las
sesiones con John Deakin). Invierte el proceso tradicional del retrato en más de un sentido: no
solo es transgresor en su preferencia antiplatónica por las fotografías por sobre el modelo vivo.
Aquello que un retrato debería ser (una figura reconocible en el mundo) en Bacon está
completamente borrado. Su proceso consiste en utilizar las figuras de las fotografías como
soportes del azar que es el motor verdadero de su arte. En más de una entrevista repitió como
un mantra la frase de Paul Valéry que dice que el arte moderno quiere “la sonrisa sin el gato”. La
apariencia en Bacon está destinada a ser diluida en pos de lo que realmente se busca. Cuarenta
años antes, en 1921, el joven Wittgenstein había declarado en su Tractatus Logico-Philosophcus
(proposición 6.54) una postura parecida en el ejercicio de la filosofía:

Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; que quien me comprende acaba por
reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas
fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido.)

Las armas del artista o del filósofo se utilizan como un medio cuyo fin incluye la propia
desaparición. La obra es real en el sentido de que es una cosa en sí misma, que no debe referir a
otra para ser entendida. Un sacrificio artístico que la propia vida de los autores refleja y quizás
posibilita (las excentricidades espartanas de Wittgenstein son harto conocidas; Bacon, en su
tormenta de pasiones y excesos, encierra una especie de destino ejemplar a su modo). La

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pintura, según Bacon, es un modo de recuperar lo real, y solo puede consumarse en el
abandono al artificio, un artificio tan grande que se convierte en su propia realidad al regresar y
presentarse ante los ojos de un espectador. La recurrencia de la palabra “herida” solo aplica en
el sentido ilustrativo o verosímil de la cuestión. Dice a David Sylvester, en The Brutality of Fact:

You may say it's damaging if you take it on the level of illustration. But not if you take it on the
level of what l think of as art. One brings the sensation and the feeling of life over the only way
one can. l don't say it's a good way, but one brings it over at the most acute point one can.

[Podés decir que es dañino si lo considerás en el aspecto de la ilustración, pero no en el aspecto


de lo que yo considero arte. Uno trae a colación la sensación y el sentimiento de vida del único
modo que puede. No digo que sea un buen modo, pero uno lo trae a colación del modo más
intenso de que es capaz.].

Es importante recalcar esta insistencia en lo inabordable, lo inconcluso, lo imposible.


Tanto para Bacon como para Wittgenstein la tarea no es complicada sino de antemano
condenada al fracaso en sus objetivos. Bacon siempre dispuso de un mismo manojo de palabras
nebulosas para sus títulos: figura, estudio, pintura, tríptico. Para el filósofo hablar de lo que
importa es imposible. El silencio es la única forma de incandescencia accesible a nuestro
conocimiento, y en ello es sobradamente pobre. El lenguaje no solo es opaco sino que su
opacidad es imperceptible. Dos personas dicen la palabra “mesa” y pueden tardar años de
medrosamente explicarse la una a la otra lo que se imaginan cuando dicen esa palabra para
llegar a la conclusión de que en rigor no se refieren a lo mismo. La representación no puede ser
un puente hacia los referentes, la dirección del proceso debe cambiarse: los referentes mismos
deben acercarse a la representación, ver en ella la traducción, necesariamente precaria, de
alguna zona de interés de sí mismos.

III.

68
Alberto Giacometti, Jean Genet (1954-55), óleo sobre tela

La partícula elemental de los retratos de Giacometti es el impasto, una intensa


yuxtaposición de pinceladas en torno a zonas de interés, generalmente la cabeza. Es importante
recalcar que su pincel no se acumula en grumos que luego entablan relación con otros, sino que
se mantienen lo más atomizados posible, porque Giacometti no se propone hacer una imagen
unificada, sino dar constancia de la multiplicidad en un instante. Es extraño ver sus cuadros y
prestar atención a sus declaraciones, en las que ensalza sin ningún pudor lo que él llama “la
realidad”. Fiel alumno de Cézanne, recomienda empezar a los jóvenes pintores por copiar una
manzana. Giacometti pone a su obra por debajo de la realidad, respetando la escala que Platón
impuso en el décimo libro de la República. No se propone, por tanto, llegar a ella, sino hacer un
giro: concentrarse en el registro de la percepción. En este punto se posiciona dentro de la vieja
cuestión de los empiristas y los racionalistas. En una posición análoga a Kant, Giacometti hace
un giro hacia la subjetividad: si la realidad está ahí, yo no puedo competir con ella, solo puedo
dejar un registro de qué es lo que veo. Y lo que Giacometti ve son fuerzas contradictorias,
luchando por ocupar su espacio de visión en un punto privilegiado.

Los rostros que yo pinto o esculpo hoy, trato de hacerlos de modo que no tengan ninguna
relación con la visión fotográfica. Si se busca ver de manera no fotográfica, todo deviene nuevo y
desconocido; y por consiguiente para darme cuenta de lo que veo, debo pintar y esculpir. No me
importa en absoluto el problema de hacer un bello cuadro o de terminarlo. Veo la persona que
está frente a mí, como una cosa compleja, contradictoria: por eso, para comprenderla, debo
copiarla; así la veré mejor, la descubriré un poco más; y por consiguiente sigo copiándola.

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Mis pinturas son copias no logradas de la realidad. Cada vez que trabajo recuerdo que la
distancia entre lo que hago y esa cabeza que quiero representar, es siempre la misma.

Genet, (retomo el vocabulario de Bacon) también asocia el arte de Giacometti con una
herida, lo define como la búsqueda de una herida en todas las cosas, a través de la cual irradia el
trasfondo cuántico de la apariencia. Es por eso que innumerables retratos y esculturas están
inconclusas (James Lord lo cita diciendo “cuanto más se trabaja en una pintura, más imposible
es terminarla”). La conclusión es siempre falsa, porque el cambio nunca puede detenerse.
Giacometti es el artista que no solo no se baña dos veces en el mismo río sino que se ahoga en él
una y otra vez. Lo obsesionan los estados schröedingerianos de imposibilidad perceptual. Estaba
obsesionado con los suicidios de los bonzo que habían sido fotografiados en Vietnam del Sur, la
contención de la vida y la muerte en un espacio que los aúna. El pincel compite como Jacob con
el ángel en una lucha que no puede ganar, porque la realidad siempre debe estar un paso más
adelante para que haya una percepción. Lo único que el artista puede hacer en esta lucha
imposible es despejar el camino de asunciones heredadas y lugares comunes para que aquello
que se percibe de hecho sea lo más cercano a la realidad objetiva. La vida no alcanza para un
rostro, pintar una cabeza es imposible. Giacometti pide a sus modelos que se mantengan en una
pose incómoda por su mudez. Siempre en la misma incómoda silla de mimbre, siempre mirando
hacia el frente, con las manos caídas, como quien se está por sacar la foto para un documento.
James Lord ha pasado por este trance y lo registró en su libro A Giacometti Portrait, en la cual
sus conversaciones paradójicamente ligeras y dramáticas (Giacometti no tiene ningún pudor en
mencionar cuán a menudo piensa en el suicidio, por ejemplo) están acompañadas por
necesarias aclaraciones de contexto. El motor que subyace a cualquier empresa artística es de la
siguiente magnitud:

In order to go on, to hope, to believe that there is some chance of his actually creating what he
ideally visualizes, he is obliged to feel that it is necessary to start his entire career over again
every day, as it were, from scratch. He refuses to rely on past achievements or even to look at
the world in terms of what he himself has made of it. This is one reason why he often feels that
the particular sculpture or painting on which he happens to be working at the moment is that
one which will for the very first time express what he subjectively experiences in response to an
objective reality.

[Para continuar, tener esperanza, creer que hay alguna posibilidad de crear de hecho lo que
idealmente visualiza, está obligado a sentir la necesidad de empezar su carrera de cero una y
otra vez. Se niega a apoyarse en logros pasados o siquiera ver el mundo en términos de qué
marca ha dejado en él. Esta es una razón de por qué siente tan a menudo que tal escultura o
pintura en la cual se encuentra trabajando es la que, por primera vez, expresará lo que
subjetivamente siente frente a una realidad objetiva.]

A cada realidad le pertenece una nueva fundación. Pintar un retrato parece menos la
creación de una imagen y más la sustracción de todo lo que se interponga en su camino.
Giacometti no usa pinceles sino escobillas impregnadas de óleo. El problema es que aquello que
quiere alejar al mismo tiempo constituye la imagen que debe copiarse. Creación y eliminación
no se diferencian. El río del tiempo se hace y deshace en el mismo momento.

70
IV.

La Fotografía no rememora el pasado (no hay nada de proustiano en una foto). El efecto que
produce en mí no es la restitución de lo abolido (por el tiempo, por la distancia), sino el
testimonio de que lo que veo ha sido.
La clave es “restitución de lo abolido”. Ahí es donde el imperio de la fotografía alcanza
un muro infranqueable. La mano puede no limitarse al recorte de la silueta, puede entrar en el
mundo cuántico de las variaciones infinitas dentro de un rostro. Un retrato puede elevarse al
futuro, incluso persistir en un largo presente, porque no se preocupa por el solapamiento de las
apariencias. El retrato siempre será parte del artista y del sujeto más como un hijo que como
una iteración de sí mismos. Un hijo es y no es el padre, crece separado pero debe volver para
entenderse. El tiempo no pasa una vez que se pinta, está en el proceso mismo de pintarlo. El
retrato no guarda el tiempo en su corazón, lo lleva en la manga. Él mismo es el tiempo abierto
en todas direcciones.

Bibliografía:

Barthes, R. (2016). La cámara lúcida. Buenos Aires. Paidós.

Giacometti, A., Entrevista con Antonio del Guercio, Hoy en la cultura (Noviembre 1962)

Lazare, G. Thief in the Studio: Genet and Giacometti. En Inventory, vol. 2 n° 3 (1996), pp. 43-47.

Lord, J. (1965). A Giacometti portrait. Nueva York: Doubleday.

Sylvester, D. (1975). The Brutality of Fact. Interviews with Francis Bacon. Nueva York: Thames
and Hudson.

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La agresión
What if I look upon a man
As though on my beloved,
And my blood be cold the while
And my heart unmoved?
Why should he think me cruel
Or that he is betrayed?

- W. B. Yeats

Exceptuando el caso de algunos historiadores del arte, casi nadie conoce el nombre de
Henry Tonks. La causa de esto es un oscuro puente interdisciplinario. Así como la teología
cristiana toma su forma de la retórica del derecho romano y la novela moderna de los
documentos legales, Tonks, el último gran retratista del siglo diecinueve, se desempeñó como
cirujano en su juventud y retratista de la clase alta londinense de manera separada, y del
encuentro de estos dos oficios nacieron los retratos que mejor encarnan al mismo tiempo la
decadencia restante del siglo diecinueve y la emergencia tortuosa del veinte.
Tonks fue empleado en el Queen Mary’s Hospital en Sidcup por el cirujano plástico
Harold Gillies para documentar las técnicas de reconstrucción facial en soldados de la Primera
Guerra Mundial entre 1916 y 1917. Este puesto tan específico le dio la libertad de no tener a la
vista los parámetros idealizadores de la propaganda y el arte bélicos, titánico esfuerzo que solo
muy pocos, como Sargent, podrían afrontar solo después de terminado el conflicto, caso de la

tela Gassed de 1919. La recepción restringida y la necesidad de exactitud de los cuadros


proporcionó la razón de su significancia y la de su ocultamiento. En toda su correspondencia
oficial, su autor solo se refirió a ellos como “temas espantosos para el espectáculo público”.
Eligió el pastel, usualmente vinculado a escenas femeninas y a ambientes “frívolos”, como
medio predilecto. Este no solo era su medio favorito sino que suplía la necesidad de color: la
fotografía no daba cuenta de la evolución en los procesos regenerativos del rostro, en buena

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medida evidenciada por la coloración del tejido. Tonks era poseedor tanto de la capacidad de
representar como del bagaje anatómico para elegir los tonos necesarios. Su influencia de los
impresionistas lo empujaba a tratar la luz como creadora de nuevos colores y a despreciar el
llamado “color local”, contradiciendo el método ilusionista de los maestros del Renacimiento.
Como dice Suzannah Biernoff en Portraits of Violence: War and Aesthetics of Disfigurement, sus
armas como dibujante fueron hechas en salas de disección y pabellones de hospital. Haciendo
uso de toda su capacidad elaboró una serie de retratos para estricto uso informativo que dieron
registro de los albores de la cirugía estética. La elección de Tonks no podría haber sido más
acertada, puesto que fue en ese momento en que la noción de cirugía aliada al campo estético
empezaba a tomar legitimidad. La cirugía se había convertido, según Reginald Pound, en un
“extraño arte” cuyas fronteras no estaban delimitadas, y en el que la carne se había convertido
en materia prima de nuevas posibilidades de representación. Dice Biernoff:

The images and accounts of facial injury that have survived bear witness to physical and
psychological trauma, but they also violently disrupt the cultural ideal of embodied
masculine subjectivity. They are personal, empirical, and symbolic in equal measure. The
complexities become apparent if one compares Tonks’s pastel studies with other, more
usual, forms of medical representation: graphic illustration and photography.

En años posteriores los retratos de Tonks fueron materia de debate en torno a la recepción: ¿a
quién están destinadas estas imágenes ahora? ¿Pertenecen al archivo médico o a una galería?
Esta indecisión topográfica era la traducción específica de un problema más genérico: el límite
que se había revelado como difuso no era otro que el que puede haber entre naturaleza y
artificio en el más literal de los planos, el de la piel. El nuevo protagonismo de lo estético al
mismo tiempo, y como reacción contraria, da cuenta de su volatilidad. ¿Hasta qué punto es la
belleza un artificio? ¿Cuál es la profundidad de los lazos de los cuales depende? ¿Por qué serían
menos naturales las cicatrices de los soldados que sus intervenciones o más naturales que sus
prótesis? La identidad y la apariencia habían perdido su último nexo común, y bello ya no quería
decir comunicable, ni comunicable quería decir legítimo. El ideal griego de apariencia exterior
como expresión de entereza en el carácter ya había sido dañado por el cristianismo, que se
dedicaba a la adoración de un cuerpo tensionado por la tortura y ahora se decantaban por
rumbos independientes. Al mismo tiempo, en esta separación se resiente la necesidad de su
vínculo: los estudios de Lombroso y la eugenesia de Francis Galton volvían a traer legitimidad
científica a la noción de que por el solo hecho de nacer ya se es de una u otra manera, la
aplicación del darwinismo social y los escritos apocalípticos de Malthus daban una explicación al

73
imperialismo que había desencadenado la Gran Guerra en primer lugar. Los retratos de jóvenes
heridos a menudo carecen de la información que un espectador moderno necesitaría, como el
nombre o la edad del sujeto. La anonimia propia del entorno médico se traslada al mundo del
arte en la forma de una nueva experiencia que ha dejado atrás los parámetros del siglo anterior.
La imagen de un rostro exige por sí misma una idea de identidad, en especial estos rostros
heridos que nos dan un vislumbre de su interior, de su fondo cuántico a la vez igual e
indescifrable, y más aún los rostros que miran directamente al espectador. La nota principal de
las imágenes es la vulnerabilidad, como dice Suzannah Biernoff. Y esta vulnerabilidad está ligada
a la identidad por medio de la pregunta: ¿quiénes son estos soldados ahora, que ha quedado en
el campo lo que habían sido al enlistarse? La indecisión de la imagen traduce la indecisión del
todo, y los retratos de Tonks dan cuenta de esta indecisión en el momento en que son hechos.
De ellos podría decirse en un sentido ridículamente literal lo que Gilles Deleuze dice de las
cabezas de Francis Bacon:

… la extraordinaria agitación de esas cabezas no viene de un movimiento que la serie


supondría recomponer, sino mucho antes de fuerzas de presión, de dilatación, de
contracción, de aplastamiento, de estiramiento, que se ejercen sobre la cabeza inmóvil.
Son como fuerzas que afronta en el cosmos un viajero transespacial inmóvil en su
cápsula. Es como si fuerzas invisibles abofeteasen la cabeza desde los ángulos más
diferentes.

Estas fuerzas serían, por supuesto, los obuses, las balas, la metralla y los culatazos, que mucho
después de disparados o detonados continúan ejerciendo su efecto en la víctima. Sin embargo,
apunta Biernoff, la diferencia fundamental entre los cuadros de Picasso o Bacon y los retratos de
Tonks es la intención. Las obras de los dos artistas se configuran como esfuerzos por establecer
parámetros estéticos nuevos, en cambio Tonks parte de una poética realista que configura
alrededor de las mutilaciones de los heridos. Picasso y Bacon dan cuenta de una creación, Tonks
da cuenta de una transgresión. Picasso dice que no busca sino que encuentra, Bacon se somete
a la “brutalidad del hecho”, como le dijo a David Sylvester, el azar del caos que conjura en su
estudio. Tonks interroga la naturaleza de la imagen que tiene frente a sí.
La vulnerabilidad necesita más que la visión. Lo mismo que la cualidad de erótico, Tonks
necesitaba recurrir al sentido más próximo del cuerpo, que es el tacto, para un retrato que
valiera la pena. La cualidad háptica de los rostros es producto de una reconstrucción sensorial
completa. Tonks ha empezado la labor de reconstrucción en el mismo momento de hacer un
retrato, o como dice Josephine Tipper, representan el esfuerzo del médico de reconstruir el

74
rostro y el esfuerzo del artista por reconstruir la identidad. Concientemente o no, sus imágenes
habían encontrado la forma, quizás la primera del nuevo siglo, de “hacer visibles fuerzas
invisibles” (Deleuze). Hay una línea de correspondencia de Harold Gillies que la bibliografía
resalta una y otra vez, en la que describe las apariencias de los soldados que llegaban al hospital:
“Men without half their faces; men burned and maimed to the condition of animals.” El uso de la
palabra “animales” no deja de ser enigmática y acertada al mismo tiempo. Si entendemos la
palabra en el sentido aristotélico sería algo así como “calcinados al punto de retroceder en la
escala de la creación”. Sin embargo, el simbolismo animal nunca deja de tener su ambivalencia
en cuanto a que al mismo tiempo representan en su integridad un nivel de creación inferior al
del hombre pero en sus cualidades lo sobrepasan en amplia medida. En el seno mismo del
lenguaje contemporáneo al hecho junto con la visión del desastre el potencial de la renovación.
Vuelvo a Bacon en un pasaje compatible con la experiencia de mutilación:

En lugar de correspondencias formales, lo que la pintura de Bacon constituye es una


zona de indiscernibilidad, de indecibilidad, entre el hombre y el animal. El hombre
deviene animal, pero no lo viene a ser sin que el animal al mismo tiempo no se convierta
en espíritu, espíritu del hombre, espíritu físico del hombre presentado en el espejo
como Euménide o Destino. No es nunca combinación de formas, es más bien el hecho
común: el hecho común del hombre y del animal.

El uso de la palabra “animal” tampoco puede ser casual. En su ensayo sobre El desierto y su
semilla, Pablo Maurette llega a un conclusión parecida en torno a la transmutación que el rostro
de Eligia atraviesa a lo largo de los meses: “Por un instante creemos estar frente a un
renacimiento gestado en el núcleo más íntimo de la vida animal, allí donde nos percibimos como
puro movimiento y como organismo compuesto de partes.” El cuadro de Arcimboldo que
aparece en la novela y en la portada de la primera edición es una encarnación literal de esto.
La mutilación de los rostros, principal índice de información social en la interacción,
pone de relieve otro problema, que es el de la desviación del parámetro. ¿Qué sucede cuando lo
que debería comportarse según reglas establecidas por la experiencia social no se sujeta a ellas?
Este es un problema que Marjorie Gehnhardt señaló en su libro The Men with Broken Faces:
Gueules Cassées of the First World War:

… wounded faces have not often been depicted, not least because they challenge
traditional conceptions of beauty. The canonical aesthetic notion of order and symmetry
is defied, as scars disrupt the distinctive traits and common contours usually associated

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with the face. Not only do gueules cassées unsettle this ‘objective’ understanding of
beauty, but in preventing the viewer from recognizing the men, and even more from
identifying with them, the disfigured faces also threaten human relationships.

El sociólogo Erving Goffman establece en su libro Estigma: La identidad deteriorada el sistema


interno de la apariencia que da a luz al estigma social. Cada individuo forma una identidad ad
hoc que se adapta al entorno social en que debe incurrir, llamado identidad virtual, y luego un
sedimento de aquello que el individuo es independientemente de la variación del entorno es
llamado identidad virtual. El estigma surge cuando entre la identidad virtual y la real, cuyo
solapamiento debería ser más o menos invisible, se abre una brecha que deja al descubierto la

distancia insalvable entre las dos. Esta brecha es el estigma. Ahora bien, para que haya un
estigma es necesario interpretar esta diferencia entre las dos identidades en términos de una
falta. El estigma varía en su visibilidad directa (Goffman habla de estigmas desacreditados, es
decir inocultables, como la amputación de un miembro, y de desacreditables, que pueden
ocultarse pero de ser descubiertos desacreditarían al individuo, como ser madre soltera o haber
estado en una institución psiquiátrica), pero igualmente importante es la interpretación que se
hace de la disonancia social lo que puede legitimar el estigma y redimirlo del fantasma de la
falta para convertirlo en una diferencia de vida. Henry Tonks utilizó el pastel, medio asociado a
la femineidad, para emprender una labor de reconstrucción de la identidad de sus pacientes.
Ante la falta de lo que habían sido, comenzó la búsqueda de nuevas formas de identidad que

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empezaran por, como dice el doctor Calcaterra en El desierto y su semilla, “darle a la tragedia su
propia naturaleza, su camino para expresarse”, en primer lugar porque estos pacientes debían
volver a reconstruir sus vidas civiles luego de volver del hospital y sin duda enfrentarían el
desprecio de la población que habían querido proteger al enlistarse. El regreso a la población
general planteaba para estos hombres mutilados un problema tan inevitable como insoluble: el
de pasar por “gente normal”. La necesidad de aparentar un cuerpo no estragado por los
horrores de la guerra representaba una lucha contra un cero que nunca iba a dar el brazo a
torcer, simbolizado por el uso de una prótesis que podía cubrir más de la mitad del rostro. Una
nueva noción de normalidad se había hecho necesaria, y fue esto lo que verdaderamente afectó
a la población que había visto volver a sus hijos mutilados y amputados: la sola existencia de
estos cuerpos hace que los suyos, los “normales”, se vuelvan problemáticos en su legitimidad. El
motivo de superioridad numérica había perdido gran parte de su territorio. Lo mismo podía
hallar su traducción en el conflicto entre los roles de género: las guerras, que suelen movilizar a
gran parte de la población masculina hacia el frente, viene aparejada de una instancia de
progreso social para las mujeres, porque su inserción en la fuerza laboral la falta de trabajadores
se hace necesaria. Como sucede con la dialéctica del amo y el esclavo, la población femenina
podía constatar la huella de su paso en el entorno por medio del trabajo, y terminado el
conflicto la regresión a un estado anterior era imposible. El caso del soldado con secuelas es una
instancia privilegiada de este concepto, puesto que el cuerpo masculino que ha perdido su
“normalidad” ha sido simbólicamente emasculado. ¿Quién merece entonces una mayor
predominancia social? ¿La mujer entera o el hombre a medias? Esta tierra de nadie social era el
campo de cultivo de nuevas lectura de la sociedad y su relación con el individuo.
El último problema, y al mismo tiempo el que yace en la raíz de todos los otros, es el
problema de la representatividad. La vía apofática es sencilla, se sabe lo que es falso y no
traduce con fidelidad la experiencia del soldado, por ejemplo la propaganda oficial. Sin embargo
la pregunta permanece, y no en cuanto a los medios de expresar la experiencia, sino en cuanto a
si esta puede ser representada en absoluto. El mismo problema, y con mucha mayor
repercusión, se dio en torno a los campos de exterminio nazis. Los textos del momento en que
fueron descubiertos y aún muchos de los contemporáneos se atrincheran en una isotopía de lo
incomunicable, del horror que trasciende a las palabras. Esto, según Georges Didi-Huberman en
su libro Imágenes pese a todo, es no solo un error sino un acto de irresponsabilidad, puesto que
si una matanza fue planificada y ejecutada, puede y debe ser explicada. Lo mismo puede decirse
de los rostros mutilados de los soldados que volvieron. La palabra es el único derecho y el único
deber.

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Las primeras dos cosas que resaltan en la descripción que Mario, el narrador de El
desierto y su semilla, hace del rostro desfigurado por el ácido de Eligia, su madre, es el desapego
del tono y una lectura original del conjunto. Desde el primer momento la isotopía de la falta es
reemplazada por la isotopía de la metamorfosis. El primer rasgo que resalta es el único rasgo
“artificial” del rostro: la nariz que Eligia se hizo operar. Este rasgo es el único que se mantendrá
firme a lo largo de un tratamiento que mantendrá en un rostro que dejará de reconocerse a
intervalos diarios. Lo “artificial” es lo constante, cualidad que desde Platón se suele adscribir a la
naturaleza y a la idea. En la descripción del terrible trayecto hasta el hospital Mario menciona
los ojos de Eligia cinco veces al tiempo que desconfigura el ensamblaje de su rostro. El acto de
mirar y lo mirado se hacen dependientes uno del otro. La relación que la nariz operada tiene
para con el resto del rostro encuentra su contrapunto en la relación que los ojos tienen para con
el cuerpo de Eligia. Mientras el auto debe detenerse ante grupos de peatones que cruzan la
calle, ojos curiosos se asoman a la ventana para ver si lo que estaba sucediendo dentro era “algo
erótico o funesto”, y a pesar de que se trata de lo segundo el narrador describe la lucha terrible
del cuerpo por deshacerse de las ropas empapadas en ácido como un “strip-tease ardoroso”
mientras gime en voz baja, sin gritar. “La agresión” es enmarcada como un proceso en el que
Cupido toma parte. Pero este creador, como apunta Pablo Maurette, es “un Cupido
hiperkinético en el laberinto movedizo de la carne que hurga, que abre caminos y que expande
el espacio. En síntesis, la devastación es la promesa de regeneración”. Lo único que para este
movimiento poderoso está fuera de las posibilidades es la intervención de una voluntad. El mal,
uno de sus efectos, no es la excepción. Mario dice, en sus cavilaciones filosóficas, que es
“involuntario, total y ausente, como en los desiertos de rocas”. En El jurista, pintura que ostenta
el padre de Sandie en su casa, Mario reconoce “una materia tan atenta al mal que había perdido
conciencia de sí misma y exhalaba esa misma cualidad maligna de no poder reconocerse.” El
padre de Sandie está de acuerdo: del cuadro lo que más le llama la atención es su falta de
voluntad.
El desierto y su semilla es la novela de una serie de pasiones (el placer, el dolor) que los
actores solo pueden padecer o pararse a contemplar, no sin cierta “mórbida fascinación”, igual a
la que Henry Tonks mencionaba acerca de sus retratos. Esta fascinación es lo que justifica que el
relato continúe, mirar como “desde otro mundo”, como el espectador imprevisto que Mario
encuentra al principio de la novela. Las menciones a ojos propios o ajenos atraviesan toda la
novela (hay más de veinte menciones) y se cristalizan en instancias privilegiadas que son
también los momentos más bellos del texto. El “blanco del ojo” de Eligia lo atormenta en su

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desnudez de párpados, que hacen incierto si está en estado de sueño o de vigilia. Los ojos de
Arón, en cambio, carecen de mirada en la reconstrucción que Mario hace de ellos en su
memoria. La única vez en que un personaje cierra los ojos, que es Dina en el momento de
entregarse a Mario, este saca su navaja y le hace dos cortes en la cara. Mirar es una obligación,
dejar de hacerlo implica el daño o la muerte. Estas instancias del mirar están asociadas a la
interpretación. Por medio de la descripción que Mario hace de sus modos de mirar, el lector
obtiene pistas acerca de cómo debería él mismo leer el texto. Mario se concentra en los
espacios vacíos del rostro de Eligia cuando está dormida, su lectura no es global sino
microscópica, localizada en grado sumo. Cuando contempla El jurista, atestigua maravillado
cómo en el ojo de la cabeza conformada por pollos y pescados la convergen dos miradas
antitéticas que representan “a la vez, la inocencia más despojada y el cálculo frío y despiadado.”
Las menciones al cine, arte visual antes que sonoro, se esparcen por toda la novela, en especial
como fuente de información. Mario aprendió italiano mirando películas del neorrealismo
italiano, y cuando le falta una palabra menciona que en las películas no estaban; el padre de
Sandie, en su elogio al fascismo, le pide a Mario que “no crea aquello que ve en las películas de
hoy”.
A través de la agresión al cuerpo de Eligia se evidencia el desperfecto en sí mismo que
es un cuerpo. ¿No es la indefinición última lo que caracteriza su posesión? En su Discurso de la
dignidad del hombre, Pico della Mirandola dice por boca de Dios: “No te he hecho ni celeste, ni
terrestre, ni mortal, ni inmortal, a fin de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen
pintor o de un hábil escultor, remates tu propia forma.” La inconclusión del cuerpo es el
producto de la lucha y colaboración de todos sus fantasmas, la condición de abierto es lo que
posibilita su vida y lo hace producto de la fascinación. El desierto y su semilla es una novela que
observa el famoso escolio de la tercera parte, proposición II, de la Ética de Spinoza:

… nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha


enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de
las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea, y qué es lo que
no puede hacer salvo que el alma lo determine. Pues nadie hasta ahora ha conocido la
fábrica del cuerpo de un modo lo suficientemente preciso como para poder explicar
todas sus funciones, por no hablar ahora de que en los animales se observan muchas
cosas que exceden con largueza la humana sagacidad, y de que los sonámbulos hacen
en sueños muchísimas cosas que no osarían hacer despiertos; ello basta para mostrar
que el cuerpo, en virtud de las solas leyes de su naturaleza, puede hacer muchas cosas
que resultan asombrosas a su propia alma.

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Es imposible concebir el paisaje que el cuerpo formaría librado a su propia merced.
Eligia, privada de todo contacto visual o táctil con su propio rostro, solo lo conoce “a través de la
imaginación.” Mario, de alguna manera, se propone documentar el propósito imposible de un
cuerpo sin otra directriz que su propio impulso “incomprensible y regenerador”, estar a la par
del cuerpo de Eligia sin jamás sobrepasarlo. Esto tiene sus repercusiones en el lenguaje de la
novela. Con el tiempo de los injertos en el rostro de Eligia, Mario sentencia: “para mí, había
terminado la ilusión de las metáforas”. Y ciertamente Mario adopta un estilo transparente que
no deja lugar a adivinar intenciones ocultas, salvo mínimas ocasiones como la vez que anudan
sus dedos. El personaje de Sandie, con quien Mario establece una breve relación de tono
irónico, despliega un rejunte de lugares comunes que los intelectuales de los años sesenta
establecían entre las teorías de Freud y una difusa “sabiduría ancestral” que involucra la
astrología y los arquetipos de Jung. Sandie translitera de la manera más burda la frase de Freud
“la anatomía es el destino” y deduce de ella que una rinoplastia (operación a la que Eligia
también se sometió) es la mejor manera de mejorar su destino. Sobre esta frase apunta
Alexandra Kohan en su libro Un cuerpo al fin:

Se trata de la diferencia y también se trata del corte. Fue en esa clave que Lacan leyó la
frase de Freud: la anatomía en sentido de corte, el corte es el destino. Porque no hay
cuerpo sin corte. El 15 de mayo de 1963, Lacan se ocupa de esta frase de Freud y dice
que se convierte en verdadera si le damos al término “anatomía” su sentido
etimológico, es decir, la función de corte…

El corte es lo que definió la relación entre Arón y Eligia (Mario lo llamó “apasionado divorcio
infinito”). Una retahíla de veintiocho años constituida por separaciones, reuniones y nuevas
separaciones que alimentaban un deseo incomprensible por ambas partes. El suicidio de Arón y
la “agresión” (palabra que Mario utiliza invariablemente para referirse al episodio por lo menos
ocho veces) son el último intercambio de cortes que la pareja hizo, un intercambio de vida y
muerte. Al aspecto devastado de Eligia lo contrapuntea el cuerpo muerto pero inmaculado de
Arón, del cual el forense dijo que “podría haber vivido mil años más” y cuyo paralelo es el
cuerpo embalsamado de Evita, acérrima enemiga de Eligia a quien sin embargo le debe todo. El
mecanismo que habían iniciado no se detiene: Arón, al quemar la carne de Eligia, en vez de
destruirla la había “sublimado por demolición”. La danza de creación y destrucción, como la de
los ejércitos patrios que hacen una danza y contradanza en el artículo que Mario le lee a Eligia,
no termina ni con la muerte. En el pabellón de la clínica Mario contempla a las pacientes que

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acuden allí buscando ser más bellas. Contempla, desapegado de sus palabras, los rasgos de los
que esas mujeres quieren deshacerse, pero fatalmente y sin posibilidad de evitarlo transmitirán
a sus hijos. Arón también transmitió su legado a su hijo: el momento en que Mario incurre en su
propia “agresión” se confirma el legado paterno y se adivina el destino de sus acciones. Al final
de la novela reconoce que no puede
quedarse en un distanciamiento frío si quiere
dar vuelta su destino: debe responsabilizarse
por aquello que Arón es y que fue parte de su
origen. Esa es la última frontera de la
reconciliación que cierra la novela.
La literalidad del daño, apunta
Maurette, borra la posibilidad de la
transferencia necesaria de un reino a otro,
mecanismo primordial de la metáfora. El
cuerpo de Eligia es “una sola negación”. El
relato no puede aventurarse más allá del
hecho verificable. “La carne horadada no es
como la roca, es roca.” Esto hace imposible,
también, la traducción. Los diálogos de
personajes que no hablan castellano, como
Dina, son transliterados tanto en el vocabulario como en la sintaxis: “... puedes tirarla vía, si
quieres”; “no sé cosa”; “vienes de nosotros”. La composición “YO ESTOY ORGULLOSO DE ESTA
COLEGIO” que se adjunta en el texto desde el título apunta la transliteración de la palabra
“colegio” en el artículo, que en castellano es masculino (el) y en alemán femenino (die). Los
sustantivos comunes mantienen sus mayúsculas alemana, y la sintaxis que debe poner el auxiliar
al principio y el verboide al final se mantiene constantemente: “... quiero a través de esta
Composición mi Agradecimiento expresar.” La virtud compositiva del alemán se mantiene en
palabras como “Díalectivo” (Schultag) o “Mundialguerra” (Weltkrieg). El turista australiano le
pregunta a Mario si puede traducir lo que dice en esa “bellezallena” (beautiful) lápida. La
composición en sí misma relata en un tono político (o lo que un adolescente puede entender de
política) ese “vaivén de las tinieblas” que menciona el epígrafe, cosa que luego el relato del
soldado que oscila ridículamente entre un bando y otro de una batalla en el siglo XIX. Este es
repetido luego en el vago y anónimo contexto político que Mario describe: actores de un partido
que se unen al partido rival. En efecto, el vaivén es el movimiento fundamental de la novela:

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idas y venidas del hospital, idas y vueltas del extranjero, entradas y salidas de la cárcel, las idas y
venidas del cuerpo de “la esposa del General”. La recursividad del movimiento es una especie de
remedio empírico a la incertidumbre del cuerpo de Eligia, que va por caminos inexplorados e
inasibles. Alrededor de una estricta rutina amoldada al tratamiento de Eligia, Mario recurre a
Dina como “una cuota de acontecimientos imprevisibles”. Toda su relación se construye sobre la
base de un resentimiento que apenas es cobrado en la forma de venganza se termina. El relato
de Mario incurre en imágenes parecidas o análogas para cosas distintas. Cuando ve el pubis
desnudo de Dina, utiliza la imagen de hormigas con patas enruladas, que es la misma que
apareció en su último sueño: “hormigas negras, de patas muy largas y enrolladas, como rizos.”
Contempla el rostro descarnado de Eligia con la misma fascinación con la que miró el fuego que
consumía el cuerpo de Arón, reacción que empezó a contaminar y yuxtaponer sus imágenes:
Mario comienza a imaginar la vida de Arón en la clínica de Milán y debe reconcentrar su
aversión para mantener su distancia de él, se mezclan “lo intacto y lo herido” hasta hacer toda
distinción imposible. La última oración: “Es de reconciliación de lo que estoy hablando”, es un
eco del sermón del cura que habla acerca de las tentaciones de la carne y con el que Mario está
muy de acuerdo: “Nos alegraremos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual
hemos conseguido la reconciliación”. El texto de la batalla fratricida sacado de una revista de
estudios históricos se ve repetida, mutatis mutandis, por el enfrentamiento de dos bandas de
barrabravas durante el festejo en el San Silvestro. Los distintos niveles de realidad se ponen en
contacto en círculos excéntricos.
La aparición de El jurista puede leerse como la transliteración de las fuerzas animales
que gobiernan un rostro, en este caso carne animal, pollos y pescados. El resto del cuerpo es de
libros y tapados de piel. El dueño de la pintura en cuanto a recepción: “Una cabeza de materias
consumibles por el diente y un cuerpo que se consume con los ojos”. El amuleto que lo anuncia
a modo de prolepsis es la navaja, en cuyo mango de pasta de hueso se yuxtaponen las imágenes
de un pez y una mujer desnuda, que Mario utiliza para comer carne en el avión. La pintura
parece decir algo parecido al poema “Brisa marina” de Mallarmé (que Gorbea tradujo para una
antología): “¡La carne es triste y ya leí todos los libros!” Hay una cierta incompatibilidad entre
cuerpo y escritura, la melancolía del yo lírico se define solo por la negativa, no puede de hecho
afirmar en el sentido de hacer contacto: “¡Oh noches!, ni la claridad desierta de mi lámpara /
Sobre el papel vacío que la blancura veda, / Y ni la joven madre que amamanta a su hijo.” Mario
se define a sí mismo de la misma forma en relación con Arón: “Decidí rehacerme por oposición,
ser todo lo contrario: nada de violencia, nada de resentimiento, nada de ira.” Mario, se dice a sí
mismo, es el anti-Arón: “No iba a permitirme esas afinidades.”

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Arcimboldo fue tanto poeta como pintor, y sus composiciones originales, caso parecido
a las del Bosco y Brueghel, suelen remitirse de manera más o menos directa a fuentes escritas,
como Las metamorfosis de Ovidio. Su pintura está estrechamente ligada a lo discursivo en la
forma de adivinanzas, bromas y refranes transliterados. Del pasaje de una disciplina a otra
resulta un crepúsculo en el que los monstruos aparecen. Digno hijo del Renacimiento, no podía
no creer en la correspondencia del micro- y macrocosmos, el hombre y el mundo. El profesor
Calcaterra, a pesar de ser consciente de que está lidiando con una “nueva realidad”, adjudica el
progreso de los injertos a que Eligia es “un ser en armonía”. En su libro Arcimboldo: Visual Jokes,
Natural History and Still Life Painting, Thomas DaCosta Kaufman explica su postura
epistemológica:

The relations between man and nature found in Arcimboldo’s work operate not only on
the metaphorical level but also on the metaphysical level. Both poetry and natural
philosophy can inform his imagery. Consequently the macrocosm of nature,
particularized by the personification of an element or season, may also be paralleled by
the microcosm of man. Thus a composite head in human form may stand for a
conception of nature. This way of thinking relies on a metaphysical system of
correspondences according to which what is above is also below and the macrocosm of
the universe parallels the microcosm of man. This system supplies the basis for the
poetics of correspondence found in Arcimboldo’s witty images.

Como Dionisio el Areopágita, parece proponer la configuración del hombre de los elementos
más dispares y contradictorios, como llamar a Dios Oso, Águila o Gigante, para evidenciar que
aún entre ellas Dios ha dispuesto un vínculo que se liga al todo. Una vez más encuentro una
diferencia velada pero fundamental en las intenciones que yacen entre el cuadro y el mundo
que propone la novela. Ahí donde Arcimboldo apunta a confirmar, apuntalar un orden en sus
extremos más dramáticos, Barón Biza desencadena la materia “dejando atrás toda cultura”,
hacia la tierra yerma del desierto. El mismo Mario expresa esa diferencia:

Tuve la vaga sensación de haber visto algo parecido a esa superposición de frutos y cara
en algunas imágenes de arte. Pero ahora era testigo involuntario de los caprichos de una
sustancia torpe y descontrolada que no se molesta en borrar o pulir sus propios
esbozos.

Lejos de toda relación, la escritura apunta contra sí misma, el último vaivén es de escritura y
meta-escritura (la “hornacina sin tallas ni estatuas”). La imagen de la sábana blanca, intersección

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de los tres fluidos fundamentales de la novela, sangre, semen y tinta, aparece varias veces.
Mario tiene fobia a las manchas propias o ajenas, tanto de la sangre de Eligia como el semen de
sus poluciones nocturnas, y recurre a la tinta en un intento de disimular (vacía tinta sobre la
mancha de semen). Cuando en el último encuentro con Dina le abre la cara de dos cortes, eco
de la traición de la azafata que le regaló la navaja, su reacción es el contrapunto del
ofrecimiento que ella le hace de su cuerpo desnudo. Se cumple en cierto modo el pedido del
cliente: la sangre aparece en vez de semen. Esto es especialmente relevante teniendo en cuenta
que el sexo oral que Dina le hizo a Mario en esa misma ocasión no dio resultado.
Aquello que encuentra también de involuntario en el diseño de la navaja, lo expande a
todo su entorno. La navaja se convierte en un amuleto de la verdad en la cual vive inmerso y a la
cual se ha acostumbrado demasiado como para soltar. Mario siente que los ojos de Eligia lo
siguen a todas partes. En una ocasión sale a caminar “librado a sus pasos” por primera vez, y en
su entorno neblinoso de ciudad solo ve “una sucesión de fragmentos que nunca se reunían”.
Antes de que el cuerpo de Dina se ofreciera a Mario en su totalidad, él se había acostumbrado a
“mirar fragmentos de ella”.

En su libro, Kohan solo puede aproximarse al cuerpo por tanteos que deben resaltar lo
desconocido al tiempo que afirman algo:

Sucede que el cuerpo está por venir, que resulta un destino incierto. El cuerpo:
esa guerra de pulsiones, esa superficie donde se libran las batallas de las escrituras
trágicas, pero también cómicas; el cuerpo: esa superficie donde se traman las historias
sin un sentido con las que se hace una vida.

El cuerpo de Eligia, nos dice Mario, también es un campo de prolegómenos, también es “algo
que no existe, sino que está preparándose para existir.” La última frontera que El desierto y su
semilla, y como en el caso de la representatividad está en la raíz de todo el texto, es la que
separa la realidad y la ficción. Las respuestas que Mario recibía de su madre en sus
conversaciones de infancia eran siempre “figuras incompletas”, un espacio en el cual podían
cohabitar varias interpretaciones. Su vínculo varias veces es confundido por otro: tanto las
pacientes del hospital como Dina le preguntan a Mario si está acompañando a su esposa, y a las
primeras las corrige y a la segunda le miente; Sandie le pregunta incluso si tenía “el Edipo mal
resuelto”. Esta línea tenue de la novela parece tomar un tono más farsesco que serio, dada
cuenta de la opinión jocosa que Mario tiene de las tesis freudianas. Siempre hubo una brecha
entre ambos que solo la ficción puede remediar, el texto que Mario se ha puesto a escribir

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después de que Eligia se suicidara. No así el caso de Arón, con quien Mario a su pesar sigue
teniendo un vínculo vivo (“Mi fracaso por comprenderlo me ata a él.”) y que sigue tironeando de
él más allá de la escritura de la novela que escribe en el departamento abandonado de sus
padres.
Tanto el cuerpo como el lenguaje son máquinas de ficciones. El ácido que Raúl Barón
Biza arrojó a Clotilde Sabattini no es más real que el que Arón arrojó a Eligia. Jorge Barón Biza
puede insistir (como hizo hasta su muerte) en que El desierto y su semilla es una obra de ficción
en el sentido en el que la realidad es una sola y solo puede adoptar distintas modalidades de
manifestarse. Cuando en el capítulo final Mario lee la última novela de Arón, reconoce en su
resentimiento “un espacio en el que es imposible reconocer un límite”. Los límites son la ficción
que el cuerpo y el lenguaje se imponen a sí mismos para poder extraer un sentido a las cosas.
Pero estos no son garantía de nada, porque como dice Juan José Saer en su novela Cicatrices:
“No se puede apostar al caos. Y no porque no se pueda ganar, sino porque no es uno el que
gana, sino el caos el que consiente.”

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Bibliografía:

Barón Biza, J. (1999) El desierto y su semilla. Buenos Aires: Simurg.

Biernoff, S. (2017). Portraits of Violence: War and Aesthetics of Disfigurement. Ann Arbor:
University of Michigan Press.

DaCosta Kaufman, T. (2009). Arcimboldo: Visual Jokes, Natural History and Still-Life Painting.
Chicago: The University of Chicago Press.

Deleuze, G. (2009). Francis Bacon: Lógica de la sensación. Madrid: Arena Libros.

Goffman, E. (1970). Estigma: la identidad deteriorada.. Buenos Aires: Amorrortu.

Kohan, A. (2022). Un cuerpo al fin. Buenos Aires: Paidós.

Maurette, P. (2018). Historia natural de la autodestrucción. En La carne viva. Buenos Aires:


Mardulce.

Spinoza, B. de (1983). Ética demostrada según el orden geométrico. Buenos Aires: Hyspamerica.

Tipper, J. (2016). Reconstructing men from the operating table to the gallery: A study on the
shifting context of Henry Tonks' pastel portraits of wounded soldiers [Tesis de maestría no
publicada]. Universidad de Edimburgo.

86
Si de algo vale esta ceniza

Nos contamos entonces, en aquel momento


decisivo, cosas que entre vivientes no se
dicen. Nos despedimos, y fue breve; los dos
al hacerlo, nos despedíamos de la vida. Ya
no teníamos miedo.

- Primo Levi, Si esto es un hombre

Käthe Kollwitz, Las madres (1921-22), xilografía sobre papel, Tate Collection

Louise (I).— Louise Weber se acerca a su espejo salpicado de mugre una mañana de invierno
mientras prepara su jornada laboral. Ni por asomo es feliz, pero el haber habitado el barril sin
fondo de la miseria más agria durante años mientras veía su piel cuartearse por la intemperie y
su talle abultarse sin consuelo le impiden protestar (en orden descendente de dinero: dueña de
una compañía de baile, domadora de leones, vendedora de flores en caravanas de cartón, actriz
minúscula en teatros de mala muerte, alcohólica, viuda, madre de un hijo muerto). Quizás no
quiere mirar hacia arriba para no ver su pelo irremediablemente gris, quizás no quiere abrir la
boca para no ver los dientes que le faltan. El hambre estará para siempre a la vista, lo sabe bien,
pero aunque sea solo por la distancia de un dedo meñique, no le puede dar alcance ahora.
Louise Weber llega a la esquina de Montmartre, al que volvió luego de dos décadas, como

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vendedora de maníes y cigarrillos. Espera con llana indiferencia, vencida por el peso de su
ancianidad precoz, acostumbrada al frío y a un paisaje urbano limpio y respetable que no es
suyo, la venida de clientes apurados que le compren algo de camino a donde sea que quieren
llegar. Ya hace años se endureció en Louise Weber la esperanza de que alguien le pague con la
paciencia de escuchar lo que en sus años peores le gritaba a las turbas de borrachos en las
fondas sofocantes de Neuilly-sur-Marne mientras la enorme trinchera le arrebataba a su marido
para siempre. ¿Qué pensaría la esposa de un taxidermista junto a sus hijos regordetes si Louise
Weber le describiera el honor, verdadero y legítimo, de haber tenido una legión de prostitutas
parisinas adosadas a su apodo para atraer más clientes a sus camas? Ya ni siquiera se molesta
en recorrer las cuadras que la separan del lugar en donde estremeció los bajos fondos de la
ciudad con su latigazo vertical, cuando el mundo todavía era elástico e informe y la materia viva
de las noches no se molestaba en saludos ni en dar las gracias, cuando empinar de un codazo los
tragos de sus patrones era tan solo una adición de picante a su personalidad feroz. Ya hasta dejó
de recordar la ocasión en que ella, judía hija de una lavandera alsaciana, le voló de una patada el
sombrero de copa al futuro Eduardo VII de Inglaterra en una noche de soberbia y se salió con la
suya. Si quería seguir viviendo, debía borrar la memoria a golpes de ron y de aguardiente. El
olvido llegó incluso a permitirle redimir a las rivales que en sus años de gloria acosaba a golpes y
dentelladas de insulto, en parte fogoneada por un odio personal, en parte para entretener al
público que le había dado su nombre, ese público que incluso durante la cúspide de su fama ya
había empezado a desvanecerse y ahora estaba oculto en el lado prohibido de su memoria. Ella
bailaba, en realidad, para otros iguales a ella, que a la sombra del imponente mármol oficial de
la república se escurrían durante la noche hacia su único refugio resistente: prostitutas,
ladrones, homosexuales, artistas mediocres, segundones de una aristocracia cadavérica y
obstinada, inmigrantes de Argelia expulsados por traidores y judíos atosigados por el orgulloso
antisemitismo francés que todavía estaba gestando su eclosión. Louise Weber descubrió,
demasiado tarde quizás, que salir de la aldea es condenarse a prescindir de un rostro, y que si
tuviera otra oportunidad (aunque ya es tarde hasta para lamentos) de desprenderse del Moulin
Rouge, lo haría mucho antes de convertirse ella misma en sinónimo de aquel lugar. El tiempo de
una artista del escenario es siempre el enemigo y los errores son, ya no inaceptables, sino
directamente inconcebibles. Ella pagó bien caro el precio de vivir en el mundo que ayudó a
construir, que es siempre nuevo porque se arroja con alegría inconsciente a la costumbre de
olvidar. Louise Weber empaca todo y vuelve a su casa sin detenerse en ninguno de los lugares,
acorazada frente al embate de los recuerdos. Espera, víctima de un hábito cruel, llevar adelante
un continuum de días grises perfectamente iguales al que acababa de pasarle por encima. Es
poco probable que algún incidente los haya ondulado hasta la muerte que se topó con ella el 30
de enero de 1929, apenas un año después de su regreso poco triunfal. Quizás esperaba sin
sobresaltos a ser llevada un día cualquiera, quizás abrigaba alguna vergonzosa impaciencia que
nunca se hubiera admitido frente al espejo. Algunos periodistas escribieron al día siguiente,
como recordando el perfume de un sueño: ha muerto La Goulue, ha muerto la reina de
Montmartre.

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Noticia del fallecimiento de Louise Weber

Paralizados, huimos de la inmovilización hacia una parálisis mayor, huimos de la soledad


para caer en una soledad más devastadora aún. Estamos paralizados por la soledad. La
comunidad humana, nuestro sueño hasta ahora, el sueño de entregarnos unos a otros, ha dejado
de ser un sueño. Las revoluciones se han pronunciado siempre en favor de un atrevido despertar,
pero solo han conseguido, con mayor o menor éxito, variar la postura del dormido.

- Hermann Broch, Los inocentes

Confesión/Muerte.— “¡El idiota fue! ¡El idiota fue!” clama desesperado El Mosco colgado de los
pulgares, su cuerpo enterrado en el aire a la altura del cinto (le faltan ambas piernas) frente al
Auditor de Guerra. El Mosco, a diferencia de los otros vagabundos torturados, es el único que
dice la verdad. El asesinato azaroso de Parrales Sonriente por el Pelele, suceso que dispara la
trama de El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, ha condenado a muerte al Mosco por su
naturaleza discursiva: en una dictadura el azar no tiene cabida bajo ningún término. La mentira
siempre es verdad porque la verdad y la conveniencia son la misma cosa; la verdad siempre es
mentira porque la verdad no existe en monolito. El Mosco, irremediablemente, debe ser
encasillado como un mentiroso (después de todo, tiene las patas cortas), ya sea porque si
miente está mintiendo, y si dice la verdad está hablando en parámetros inadmisibles para sus
interlocutores. Confesar se convierte entonces en parte de la tortura, el lenguaje participa al
proferirse de su propia destrucción. Describe Elaine Scarry en The Body in Pain:

As the torturer uses the immediate physical setting in a direct deconstruction of the smallest unit
of civilization, and as his actions allude to and subvert larger units of civilization, two of its
primary institutional forms, so his words reach out, body forth, and destroy more distant and
more numerous manifestations of civilization. Amid his insistent questions and exclamations, his

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jeers, gibberish, obscenities, his incomprehensible laughter, his monosyllables, his grunts —for
just as a person in pain reverts to sounds prior to language, the cries and screams of human hurt,
so the person inflicting pain reverts to a pre-language, uncaring noises remembered in the
accounts given by former political prisoners [...] —there are words, random words, names for
torture, names for the prisoner's body, and his idiom continually moves out to the realm of the
man-made, the world of technology and artifice.

[Mientras el torturador usa el entorno físico inmediato en una deconstrucción de la mínima


unidad de civilización, y mientras sus acciones refieren y subvierten unidades de civilización más
grandes, dos de sus formas instituciones primarias, sus palabras se alargan, se corporizan y
destruyen manifestaciones de civilización más distantes y numerosas. Entre sus preguntas y
exclamaciones insistentes, insultos, galimatías, obscenidades, su risa incomprensible, sus
monosílabos, sus gruñidos, para un sufriente se revierten a sonidos anteriores al lenguaje, los
gritos y aullidos del dolor humano, la persona infligiéndolo se revierte a un pre-lenguaje, sonidos
indiferentes recordados en los informes de los prisioneros políticos [...], hay palabras azarosas,
nombres de torturas, nombres del cuerpo de los prisioneros, y su idioma se mueve
continuamente fuera del reino de lo humano, de la tecnología y el artificio.]

En efecto, el Mosco es muerto a palos por los hombres del Auditor de Guerra, y es solo el
primero de tres que vemos en el transcurso de la novela. La respuesta correcta no es clave de
salvación, mucho menos lo es la ignorancia. Tras su captura, Niña Fedina es torturada siéndole
privado amamantar a su hijo recién nacido. Ante la pregunta del paradero del general Canales,
Niña Fedina tiene menos que una respuesta falsa: no tiene ninguna. La fuerza irrefrenable del
discurso oficial empieza a apretar el cuerpo de su hijo hasta asfixiarlo de inanición. Es separado
de la madre durante horas y horas mientras la madre se vuelve loca (repite una y otra vez que
no sabe nada esperando que la reacción sea distinta, definición proverbial de la locura), se le
untan las tetas de cal viva para que el niño no pueda alimentarse, se la encierra en un calabozo
mientras afuera las fiestas oficiales hacen gloria y honor al gobierno del Señor Presidente. Niña
Fedina se convierte en una tumba viva (así se llama el capítulo que retrata su estadía en el
calabozo hasta ser vendida por el Auditor al prostíbulo El Dulce Encanto), aprieta el cuerpo de su
hijo como queriéndolo volver a colocar dentro de sí para, inútilmente, darlo a luz de nuevo. El
régimen interrumpe el flujo natural de la vida, mutila la esfera de la experiencia maleable para
reducirla a un espejismo doliente de los documentos escritos. Es por eso que muchas muertes
ocurren por medio de escrituras o a causa de ellas. Lucio Vásquez admite, sin ningún
remordimiento ni miedo, haber matado al Pelele luego de haberlo visto rondar por el Portal del
Señor. Su razón de no temer: el aval del Presidente. Declara sin vacilar haber recibido una orden
directa suya para llevar a cabo el asesinato. El Auditor, impasible, le dice: “¿Dónde está la
prueba? El Señor Presidente no está loco para dar una orden así. ¿Dónde está el papel en que
consta que se le ordenó a usted proceder contra ese infeliz en forma tan villana y cobarde?”
Naturalmente, Vásquez no tiene respuesta puesto que una de las condiciones de la orden era
ser firmada y devuelta al momento de ser cumplida. El documento está destinado a regresar al
lugar de poder, garantiza la impunidad de quien ordena y archiva a través del intermediario
abandonado a su suerte en la trinchera confusa entre el yo y los otros. La genealogía del mal se
vuelve cercana a lo ininteligible, verba volant es el mejor amigo del operador clandestino. Los
caudales de información son tan escuetos o tan caudalosos que cualquier intento de establecer
un patrón coherente conlleva una labor titánica. En esa oscuridad lingüística el Auditor de

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Guerra, encarnación del espinazo de El Señor Presidente, transita las muchas aristas de la
opresión, reduciendo y expandiendo a su placer, cercando la materia fosforescente de la
experiencia en una sucesión verosímil y cristalina. Para todos los personajes de este mundo vale
lo que bien piensa el hermano de Eusebio Canales: “De nada le servía ser inocente.”

Como le advertí, no se trata de disimular, tapar, ocultar. Es necesario aceptar que ha sido
inventada una nueva realidad. Su padre ha creado alguna cosa de nuevo. No podemos negarlo:
entonces solo nos resta darle a la tragedia su propia naturaleza, su camino para expresarse.
Quitar las viejas ruinas, para que la cara se forme en libertad, sin laberintos engañosos. La vida
nos sorprende: con partículas mínimas, casi sin sentido, la creación multiplica la sustancia.
Mandar vía los rebordes y quelonios, quitar toda esa cachivachería humana. Dejar lo esencial,
para que el fabricante haga su obra sin desviarse ni entretenerse.

- Jorge Barón Biza, El desierto y su semilla

Sagrada profanación.— Sarah Schulman ha visto a sus seres queridos en masa desayunar con
sus familiares y cenar con sus antepasados, a una edad en la que la muerte debería estar a dos
generaciones de distancia. Se ha convertido, según sus propias palabras, en testigo de una
camada incómoda de artistas que ha dejado de existir, y como consecuencia, de una Nueva York
que ha perdido una batalla cultural. La experiencia genocida que el guadañazo inclemente del
VIH ha dejado entre los marginados por su orientación sexual, por su color de piel, por su
estatus económico, la define como la experiencia americana quintaesencial del siglo veinte. Los
espacios vacíos que quedaron en los departamentos, en las pequeñas y medianas empresas, en
los emprendimientos culturales, permitió a la ola gentrificatoria de los yuppies a finales de los
ochenta tomar la ciudad por asalto con sus rascacielos uniformes y boutiques de lujo. Nueva
York pasó de un hervidero multicultural heterotópico, en la que cada uno contaba con su
pequeño espacio para vivir bajo sus propias reglas, a una monotonía de vidrio y andamiajes
desnudos. La escritura de Schulman emprendió con los años una parcial metamorfosis hacia una
herramienta de resistencia: en su libro The Gentrification of the Mind se arroja contra viento y
marea a la tarea imposible de salvaguardar la memoria de sus amigos muertos por la negligencia
del estado y la moralina estadounidense. La tarea es imposible porque la naturaleza salvaje de
una amistad (especialmente una amistad entre artistas) no se puede reconstruir, quizás siquiera
evocar, cabalmente. Schulman decide en su defecto tomar una alternativa en profundidad:
escribir acerca de lo hediondo. Contra la uniformidad, decide restaurar a sus muertos la mugre y
la bajeza que los caracterizaba cuando estaban vivos, empasta el mecanismo de la memoria que
naturalmente se inclina hacia el ennoblecimiento y la destilación de los buenos momentos.
Tomemos por ejemplo las anécdotas de su amigo el escritor David Feinberg:

I remember when David threw a "dying party" in his Chelsea condo. He invited his closest friends
and had us standing around eating and drinking while we watched him, emaciated, lying on the
living room couch, dying in front of us. Then he had diarrhea accidentally on the couch and ran
screaming to the bathroom. Stan Leventhal was there, very sick. After David shit his pants, Stan
left. That's when I realized the cruel nature of David's act. He wanted to force everyone else who
had this in his future to stare it down right now. No denial. No mercy. He forgot that we have
responsibilities to other people until the moment that we are dead. Or as Jim said, "David didn't
realize he wasn't the only one losing something."

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[Recuerdo cuando David hizo una “fiesta de muerte” en su condominio de Chelsea. Invitó a sus
amigos más cercanos y nos hizo estar de pie, comiendo y bebiendo, mientras lo veíamos ahí,
demacrado, recostado sobre el sillón de su living, muriendo frente a nosotros. De repente tuvo
diarrea sobre el sillón y corrió hacia el baño, gritando. Stan Leventhal, muy enfermo, estaba ahí.
Se fue después de que David se cagara encima. Fue entonces cuando comprendí la naturaleza
cruel del acto de David. Quería forzar a todos los que tenían esto en su futuro a verlo ahora
mismo, sin poder negarlo, sin piedad. Olvidó que tenemos responsabilidades para con los otros
hasta el momento de nuestra muerte. O como dijo Jim, “David no se dio cuenta de que no era el
único que estaba perdiendo algo.”]

Esta bajeza no se limita solamente a la conducta frente a la muerte más que segura en esos
años. Schulman abre un espacio de confesión en el que acepta, incluso resalta, la mediocridad
del trabajo de muchos de los artistas con los que compartió noches y copas. Escritores que no
solo no lograron madurar sino que incluso de haber sobrevivido probablemente nunca hubiesen
escrito un gran texto, sujetos con un exquisito gusto como editores de revistas y de propuestas
originales de publicación pero con un “oído de plomo” a la hora de sentarse a enhebrar
oraciones. El dolor latente en The Gentrification of the Mind tiene infinitas aristas, pero
principalmente dos: la primera y obvia, la ausencia de los afectos, y la segunda, la crueldad
autoimpuesta que supone hacerle justicia al legado de alguien que ya no está para hablar y
defenderse. Un salto de fe, sin dudas: la enorme mayoría de estos artistas salieron del circuito
de publicación hace años, sus obras han sido marginadas en pos de otros más cercanos al
circuito mainstream o, quizás hasta justamente, olvidadas. Schulman recuerda y evoca el tejido
vibrante de artistas en constante comunicación del cual las grandes obras pueden salir y la
forma injusta en que debió verse a sí mismo incendiado y hecho cenizas sin dejar huellas
profundas en el imaginario. Solo una escritora es descrita como verdaderamente buena: Kathy
Acker, muerta por complicaciones durante el tratamiento de un cáncer. Su legado es también
incluido entre los que murieron por el VIH porque forma parte del mismo contexto que los
otros. Se la coloca en la genealogía de Burroughs y de Ginsberg, pero al hacerlo lo que más
resalta es el contraste de su oscuridad frente al reconocimiento de sus maestros. The
Gentrification of the Mind es ante todo un documento que ilumina el legado de la última
generación perdida, que no murió en las trincheras de Francia ni defendiendo su país de lo nazis
sino por el cono de sombra que el estado cercó a su alrededor en pos de preservar inmaculada
una palabra intercambiable: Dios, nación, patria, cultura, naturaleza. Verlo como un catálogo de
genios perdidos es no entender el propósito de su existencia. Este lo encuentro resumido en un
pasaje breve del igual de sombrío Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt:

Actualmente, en Alemania, esta idea de los judíos «prominentes» todavía no ha sido


olvidada. Y así vemos que mientras los judíos excombatientes y los demás grupos de judíos
privilegiados ni siquiera se mencionan, todavía se lamenta el sino de los judíos «famosos», con
total olvido de los restantes. No son pocos, especialmente en minorías cultas, quienes todavía se
lamentan públicamente que que Alemania expulsara a Einstein, sin darse cuenta de que
constituyó un crimen mucho más grave dar muerte al insignificante vecino de la casa de
enfrente, a un Hans Cohn cualquiera, pese a no ser un genio.

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Such a Darling Shellshock Smile.— El diablo tiene la cara de un hombre cansado de estar en lo
cierto. En la trinchera del lazareto hay un soldado. Está en cuclillas frente a unos vendajes
usados en el piso, mira a la cámara sin rastro alguno de vergüenza y sonríe. Este hombre está
loco, pensamos. Este hombre no está en cuclillas, sino agazapado. Este hombre podría matarme
si quisiera. ¿Es posible envolver esta sonrisa en un contexto propicio para su eclosión? Decir que
se encuentra en la batalla de Flers-Courcelette a mediados de septiembre de 1916 es no decir
nada. Decir que en esa batalla se dio la aparición primera e infinitamente defectuosa de tanques
de guerra británicos que no sirvieron de mucho en el barro francés (pero sí despertaron la
desesperación de los amasijos de carne que peleaban con sus huesos y poco más) ya se va
acercando al desfiladero de caos que amerita su expresión. Pero lo mismo podría decirse de las
pilas y pilas de muertos que sirvieron para ganar tres (no trescientos, tres) kilómetros cuadrados
de terreno en julio del mismo año en el Somme. Lo mismo podría decirse de la aparición de
balas rellenas de fósforo que explotaban al contacto con el hierro, ni que hablar con la piel
carcomida por el pie de atleta y mordiscos de ratas. Ir pelando las capas de una guerra, de ahí a
una batalla, pasar por los cadáveres amontonados en el barro y alambre de púas para llegar a
los cuerpos vivientes, de ahí a un solo cuerpo viviente para terminar en un rostro particular
equivale a reconstruir la carrera de la tortuga con Aquiles. El mal y la locura no pueden
entenderse sin la ausencia violenta de algo. El brillo de la cámara en los ojos de este hombre le
ha borrado las pupilas, no tiene alma que agujerear, su casco inclinado a su izquierda es una
confesión involuntaria de desequilibrio. La obscena falta de contexto que vive un soldado a la
espera de su muerte de alguna manera promete encerrar la respuesta, de igual modo que
promete mantenerla para siempre en el más profundo secreto. Un tambalear constante entre
los más cercano y lo más ajeno a quien le devuelve la mirada es la estrategia que cautiva de esta
imagen. Su forma coincide radicalmente con su fondo: una foto es siempre, mal que bien,
presencia de una ausencia y ausencia de una presencia. El eslabón que nos debe la imagen para
llegar a comprenderla con la razón (el chiste que hizo un médico al momento de sacar la foto,
ver a un soldado resbalar y caerse de culo, el proverbial “Say cheese!” que esgrimiría un
fotógrafo cualquiera) fuerza a la luz de la percepción algo que no solo no puede explicarse del
todo, sino que la única manera que tiene de expresarse es a través de la falta. Una sonrisa en
una guerra nos obliga a rozar con la yema de los dedos lo absolutamente otro, como un agujero
en un fotograma similar al que contienen sus pupilas. Y hay que esforzarse para verlo: la foto
entera en la que se encuentra el soldado contiene otros siete cuerpos a distintas distancias unos
de otros y en distintas posiciones de impotencia según la gravedad de sus heridas. El rostro del
soldado es, asimismo, una herida en la propia foto. No es un punctum barthesiano porque no es
una clave de acceso sino un punto de fuga. Abre la imagen a un sinfín de posibilidades con

93
respecto a lo que está pasando en ella. Se ha vuelto incoherente con el flujo de expectativas que
la envuelve, va como rengueando a través de los libros de historia. Hay una verdad tangible
irradiando de esta cara: la herida absurda de una vida capturada en la trinchera de un lazareto.

Me asombro ahora, ante lo que yace,


de lo simple que es tronchar una
existencia. Todo parece natural: lo
que se movía, dejó de moverse; la voz
enmudeció en la bocanada de sangre
que ya viste, como un esmalte
compacto, el mentón sin rasurar; todo lo que pudo sentirse fue sentido, y la inmovilidad solo ha
roto un ciclo de reiteraciones. “Era necesario” —dicen todos, con la conciencia en diálogo,
buscándose en la Historia. Y se dispersan en la noche, sin tener ya que esconderse, que
desconfiar de las sombras, pues los tiempos cambiaron, repitiendo con tono cada vez más alto
que “eso” era necesario para entrar con mayor pureza en los tiempos que cambiaron.

- Alejo Carpentier, El acoso

Coena cypriani.— Por el feroz testimonio del obrero gráfico Víctor Melchor Basterra el 22 de
julio de 1985 nos llegó esta noticia imposible: en la Nochebuena de 1979, diecisiete prisioneros
recluidos en la ESMA, incluido el propio Basterra y algunos de sus compañeros, fueron
conducidos por el capitán D’Imperio a un salón repleto de vajilla decente y comida bien
dispuesta. Les habían sacado los grilletes y las capuchas que usaban para transportarlos.

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Apareció de pronto y sin anunciarse el capitán de navío Supisiche (alias “El jinete”), director de
la ESMA en aquel momento y coordinador infatigable de sus torturas. También se hicieron
presentes el teniente de navío Miguel Ángel Cavalo (alias “Marcelo”), el segundo jefe de
Inteligencia del grupo de tareas Juan Carela (alias “Palanca”) y el segundo jefe de inteligencia
Horacio Pedro Estrada. Supisiche se dirigió a los prisioneros y dijo con tono solemne: “Señores,
buenas noches; les deseo una feliz Navidad” antes de irse del cuarto sin esperar una respuesta
que ellos, de puro estupor, igualmente no hubiesen podido darle. Durante hora y media vivieron
un sueño grotesco decorado con jirones podridos de felicidad: la comida no estaba envenenada,
ni siquiera en mal estado, el alcohol tenía gusto a alcohol y en ningún momento llegó la tan
esperada interrupción de las culatas que revelara de un plumazo lo que realmente sucedía.
Pasada la cena, volvieron las capuchas, las torturas y los grilletes. Basterra, creador insurrecto
de un archivo fotográfico de más de ochenta represores bajo el pleno ardor del cautiverio, no
podía explicarse lo que había sucedido al momento del juicio, ni sé si pudo intuirlo en algún
momento hasta su muerte el 20 de noviembre de 2020. Se había visto confrontado por azar con
la verdad más desgarradora de las masacres: que no son un producto del odio, sino de la
indiferencia. Ilumina Pilar Calveiro en Poder y desaparición:

La existencia de los campos de concentración-exterminio se debe comprender como una acción


institucional, no como una aberración producto de un puñado de mentes enfermas o de
hombres monstruosos; no se trató de excesos ni de actos individuales sino de una política
represiva perfectamente estructurada y normada desde el Estado mismo. De hecho, ya se habló
del funcionamiento de los campos en medio de las instalaciones y las jerarquías militares,
actuando a un tiempo como política oficial pero no reconocida, aparentemente clandestina, y
entrelazando las modalidades legales y subterráneas de la represión. El intercambio de
prisioneros entre campos de concentración y cárceles legales, la complicidad de la justicia y una
serie de manejos que revelan la desaparición como una política de Estado, que combinó las
formas legales con las clandestinas.

Lo personal nunca es político para el victimario. Esto no es decir que un militar no pueda odiar a
un cierto sector político o individuos particulares, sino que su sistemática opresión y
acribillamiento no pueden ser fogueados por afectos personales si quieren llevarse a cabo con
eficiencia. ¿Cómo podría entender una víctima, la madre de un hijo sin cuerpo, el obrero cuya
familia es mantenida bajo amenaza, esta nada fantasmal que mueve la empresa de su
desaparición? Como una pantomima de la cual se toman un descanso de dos horas, una Tregua
de Navidad declarada de un solo lado. El genocidio es una ficción para los opresores, en la cual
ellos mismos son personajes secundarios; para las víctimas no hay relato posible, su muerte
ataca en redondo y abre sus posibilidades a extremos que no se pueden entender ni por tanto
alcanzar. Morir es la única palabra aceptable: ausencia de absolutamente todo, causas,
consecuencias, efectos colaterales. Para Basterra no hubo mundo posible hasta su liberación en
agosto de 1984, cuando los últimos oficiales dejaron de hacerle visitas periódicas a su casa,
descendiendo de los mismos autos robados y armados hasta los dientes.

¿Auschwitz sobrepasa todo pensamiento jurídico existente, toda noción de falta y de justicia? Es
necesario, pues, pensar de nuevo por completo la ciencia política y el derecho. ¿Auschwitz

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sobrepasa todo pensamiento político existente, incluso toda antropología? Es necesario, pues,
pensar de nuevo hasta los fundamentos de las ciencias humanas como tales.

- Georges Didi-Huberman, Imágenes pese a todo

La película imposible, la elocuencia del diablo.— A veces el flujo indiferente de las circunstancias
se retuerce en ribetes de un grotesco sentido del humor: el infierno terrestre fue filmado por un
director de comedias ligeras. George Stevens llegó a Normandía como teniente coronel bajo el
mando de Dwight D. Eisenhower para documentar el esfuerzo de guerra aliado junto a otros
directores (entre ellos John Ford, que luego del sangriento desembarco se encerró en la cantina
de oficiales por tres días consecutivos y quedó completamente fuera de combate). Recibió
órdenes directas de moverse hacia el sur con su unidad hacia territorio bávaro, casi rozando la
frontera. Cuando el 29 de abril de 1945 cruzó la entrada de Dachau junto a sus fotógrafos y
camarógrafos para explorar lo que creía era un campo de prisioneros políticos, descubrió por
accidente la garganta oscura y sin fondo de la experiencia humana. En el campo había treinta
mil sobrevivientes. De ese encuentro quedó un metraje imprescindible para los juicios de
Núremberg, imposible de mirar con ojos desafectados. En vano intenta uno alejarse de estas
sombras de cuerpos terribles, de estas esculturas industriales forjadas con andamiaje de piel
tensa y huesos protuberantes, como una película expresionista de Fritz Lang revestida de
insoportable realidad: todo el circuito de comunicación se ve comprometido. Escribe Didi-
Huberman en Imágenes pese a todo:

Como bien ha analizado Hannah Arendt, los nazis «estaban totalmente convencidos de
que una de las probabilidades de éxito de su empresa residía en el hecho de que nadie del
exterior podía creérselo». Y es esta terrible constatación sobre las informaciones recibidas en
determinadas ocasiones pero «rechazadas debido mismamente a su enormidad» lo que habrá
perseguido a Primo Levi hasta en la intimidad de sus pesadillas: sufrir, sobrevivir, contarlo —y
entonces no ser creído porque resulta inimaginable. Como si una injusticia fundamental siguiera
persiguiendo a los propios supervivientes en su vocación de dar testimonio.

Hablar de una masacre en primera persona es, en cierta medida, hablar en un idioma
desconocido. La comunicabilidad no es imposible, pero sin dudas debe medirse con dificultades
que van más allá de la rígida idiotez de un negacionista. A diferencia de los héroes de Auschwitz
que lograron arrancarle cuatro retratos certeros al infierno, Stevens filma y hace filmar
disciplinadamente, tomándose el tiempo necesario, pero a duras penas sabe lo que ve. Hay una
enorme laguna, en parte producida por el aparato de propaganda nazi, en parte por la desidia
de los Aliados que no se molestaron en leer los mensajes de la Resistencia polaca ni las muy
claras señales de antisemitismo insitucionalizado que el NSDAP había lanzado a partir de 1936,
que le impide comprender a las muchedumbres de muertos y apenas vivos que su cámara capta,
como toda máquina, sin hacer preguntas. Hay un perpetuo estado de agonía en sus imágenes: lo
mismo que los sujetos encapsulados en ese tiempo (más allá de que hayan sobrevivido después
de la liberación del campo, se entiende), el metraje se ha encerrado en un eterno limbo
fantasmal, los demonios fundamentales del cine que habían combatido Méliès y George Albert
Smith se han escapado del tártaro en el cual los habían encerrado el montaje y el advenimiento
del sonido, vuelven a llenar abrumadoramente la pantalla de preguntas sin contestar, de tiempo
fluyendo caudalosamente a ninguna parte (porque, ¿qué montaje se puede hacer de esta

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horrible monotonía?), de muñones ardientes de contexto: ¿Cómo pudimos llegar a una cosa
semejante? Y la primera plural no es en modo alguno una señal de inocencia. La misma
naturaleza de la comunicación supone la participación de un receptor, la presencia de una
ausencia clama a gritos ser llenada por quien está recibiendo este mensaje entrecortado.
Escribe Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario:

Las propiedades que parecen pertenecer a la foto son las propiedades de nuestro espíritu que se
fijan en ella y que ella nos devuelve. En lugar de buscar la cosa fotográfica la cualidad, tan
evidente y profundamente humana de la fotogenia, es preciso remontarse hasta el hombre… La
riqueza de la fotografía reside no en lo que está en ella, sino en lo que nosotros fijamos o
proyectamos sobre ella.

Más allá de alguna exageración rimbombante que este punto de vista pueda tener, es innegable
el estado de crisis que el yo se ve obligado a confrontar frente a una foto, ni que hablar de una
imagen de un tiempo congelado que corre una y otra vez como una pesadilla embalsamada. Una
mina de presión detona algo profundo en nuestro subconsciente, la palida mors en blanco y
negro de Dachau reduce el acontecimiento de iluminación individual (“puedo estar tranquilo, en
última instancia soy igual a los demás hombres”) a un grano anónimo, inhallable en un médano
de muerte amontonada cuerpo sobre cuerpo, igual al camión cargado de cadáveres dispuestos a
ser enterrados por otros sobrevivientes. La horizontalización de la experiencia es llevada a su
límite más cruel: el tiempo no solo termina, no hay tiempo anterior a la liberación, los
sobrevivientes parecen haber caído de un meteorito a la tierra. Lo más lejano de mí y lo más
cercano intercambian lugares en un vaivén vertiginoso, sin saber dónde anidar, sin siquiera
saber si soy digno de ver lo que estoy viendo. Sin embargo, esta aplastante impresión de
“indecible” que evoca el metraje radica en dos emboscadas de representación: la primera
(detectada primero por Agamben), una herencia subrepticia del discurso que fabricaron los
propios nazis, con variados acentos en la isotopía de la imposibilidad; la segunda, una
compulsión del espectador de verse involucrado, cautivado en lo más hondo de la propia
insignificancia. En donde comienza este cansancio es donde, dice Didi-Huberman, empieza la
tarea más difícil de reconocer y de cumplir: que no podamos hablar sobre esto no significa que
esto sea indecible, sino que carecemos de los instrumentos necesarios para dar cuenta de sus
dimensiones más o menos auténticas, y por tanto debemos evaluar nuevamente el alcance de
dichos instrumentos. Esta dificultad, agrego por mi parte, reside también en la posición que
toma el sujeto diciente, no solo en la distancia que piensa es apropiada, sino también en la que
es capaz mantener sin naufragar en el discurso. La evocación de imágenes infernales,
demoníacas, religiosas, vinculan incómodamente la “adoración mística de Auschwitz” que critica
Agamben y la plena (¿y por qué no decir legítima?) necesidad de decir algo, como revirtiéndose
sin remedio a un pre-lenguaje que reemplace el silencio mediante la referencia a una materia
universal. Un camino sin salida, indudablemente. No siempre un emisor recurre a determinado
vocabulario porque adhiere a él como militante, sino porque es el único modo de acceso a
determinada parcela de un universo conocida solo a medias; Baudelaire no usa palabras de la
liturgia y la confesión en Las flores del mal porque desea reafirmar su fe, sino porque no
encuentra otra manera de representar las dificultades de una París en medio de una
metamorfosis complicada e irreversible. En algún momento, sin embargo, nuevas palabras, más
poderosas y flexibles que las anteriores, deben llegar al encuentro del saber. Este momento

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para Stevens no llegó nunca. Luego de los juicios guardó todo el material oficial (que no sus
filmaciones particulares) en un depósito lejos de su casa, donde no tuviera que mirarlo. Catorce
años después, en 1959, intentó usarlos como inspiración para adaptar el Diario de Anne Frank.
Duró un minuto antes de apagar el proyector y guardar de nuevo los rollos para mantenerlos
lejos de él por el resto de su vida.

Lo más horroroso de esta visión a largo plazo no es la imagen en sí misma (la más
extrema presencia de una ausencia jamás conocida por el hombre) sino lo que su aparición
estremecedora significa para nuestro alrededor: ¿Cuántos exterminios sí fueron olvidados, es
decir, consumados en su grado más definitivo e inalcanzable? ¿Cuántas de estas víctimas
jamás van a poder ser conducidas a la luz dolorosa de la lengua?

George Stevens en Dachau, 1957

Desde un punto de vista pictórico, estamos aquí ante una prueba superlativa. Se trata
de dar forma y color a lo irrepresentable concebido no como una profusión erótica (tal como
aparece en el arte italiano hasta en la representación de la pasión de Cristo y particularmente en
ella) sino de lo irrepresentable concebido como eclipse de los medios de representación en el
umbral de su extinción en la muerte. El ascetismo cromático y compositivo de Holbein traduce
esa competencia de la forma con la muerte ni esquivada ni embellecida sino fijada en su
visibilidad minimalista, en su manifestación límite constituida por el dolor y la melancolía.

- Julia Kristeva, Sol negro

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Louise (II).— El enemigo natural de la señora Brooks, por una miríada de causas que entrelazan
el tumulto de los años de esplendor y la oscuridad inclemente, es la palabra. Los últimos treinta
años de su vida los dedicó a esta lucha incomprensible contra el ángel. Es incapaz de expresarse
por escrito como un motociclista es incapaz de caminar sobre la ruta del desierto. Las tracciones
que corrió su vida agitada son ajenas por completo a las del cuerpo apoltronado sobre una mesa
junto a la solemne Underwood. La señora Brooks, en definitiva, es una escritora hecha y
derecha, porque como dice Thomas Mann: escritor es a quien escribir le resulta casi imposible.
Asedia su propio relato, lo circunda con violenta severidad, vigila obsesivamente cada detalle de
las más de mil palabras que construyen su imagen escrita, rechaza de manera sistemática, salvo
contadas excepciones, toda oferta que
pueda reducir su control en algún grado
(documentales, entrevistas, biopics, etc.).
Desde su departamento en Rochester,
Nueva York, se esfuerza en destruir de
alguna manera lo que pasó una década de
su juventud destilando con esmero, con
resultados no serían apreciados sino hasta
veinte años después de lanzarse y ser
lanzada a la ignominia: una clase muy
particular de silencio. Tras sus comienzos en
la más muda de las artes danzando en
Denishawn junto a Martha Graham, hizo
una transición pendular de la imagen al
movimiento que se detuvo en medio con lo
mejor de ambos mundos: de los Scandals de
George White a los Ziegfeld Follies neoyorquinos durante los años locos hasta los estudios de
Paramount. El ritmo sin constricciones de su vida, su gusto erudito por el alcohol, la amistad y el
sexo la llevó a una industria que no estaba lista para su llegada disruptiva y tempestuosa. “La
chica del casco negro” abrió en el mundo del cine mudo una nueva forma actoral de presencia,
moderna y geométrica, depurada hasta sus rasgos conceptuales, abundante en líneas rectas y
superficies lisas muy ajenas al maquillaje de los comediantes burlescos con los que solía trabajar
en sus primeras incursiones. En el cénit de sus capacidades, como dice Roger Ebert, parece
tanto reaccionar a los sucesos que están ocurriendo dentro de la película como hacer acuse de
recibo de la reacción que está teniendo el espectador. Lulu no habla, pero bien podría hacerlo.
Callar no es solo una elección sino la mejor elección, dejar abierto el arco de la interpretación
con el respeto que se le debe a quien mira y entiende. Como dice Lotte Eisner en La pantalla
diabólica:

¿No será que Lulú y Las tres páginas de un diario tienen que ver con el milagro de Louise Brooks,
cuya intuición profunda pasa inadvertida al espectador poco avisado, pero que sin duda estimuló
al máximo el talento de un director desparejo? La notable evolución de Pabst habrá de reducirse
al hallazgo de una actriz que evolucione sobre la pantalla sin que sea necesario dirigirla, cuya
sola presencia baste para concretar la esencia de la obra. Louise Brooks existe con una presencia
anonadante, atraviesa esas dos películas siempre enigmáticamente impasible. (¿Se trata de una
gran artista o es sólo una criatura deslumbrante cuya belleza inclina al espectador a otorgarle
una sutileza que le es completamente ajena?) [subrayado mío]

100
Esta última parte, como corregiría la propia Eisner más adelante, es parte de la pose, no
producto de una esperada naïveté. La mudez ha hecho su propia cosecha de complicidad en una
cadena que alarga sus eslabones tanto a través de la cámara como detrás del escenario. Sus dos
roles más icónicos en La caja de Pandora (1928) y Tres páginas de un diario (1929) abundan en
decisiones del director que conciernen solamente a los actores, pero cuya irradiación afecta
indirectamente el resultado de lo que se ve en la pantalla:

Pabst chose all my costumes with care, he wanted the actors working with me to feel my flesh
under a dancing costume, a blouse and skirt and nightgown. The morning of the sequence in
which I was to go from my bath into a love scene with Franz Lederer, I came on the set wrapped
in a gorgeous negligée painted yellow silk. Carrying the bathrobe I refused to wear I approached
Mr. Pabst to receive the lash: “Louise, you must wear the bathrobe, and be naked under it”.
“Why? I hate it!” I said, “Who will know that I’m naked under that wooly white bathrobe?”
“Lederer”, he said. Stunned by such a reasonable argument I retired, without another word, and
changed into the bathrobe.

[Pabst elegía todo mi vestuario con cuidado, quería que los actores que trabajaban conmigo
sintieran mi piel bajo un atuendo de baile, una blusa con falda y un vestido de noche. La mañana
en la que tenía que ir de mi baño a una escena amorosa con Franz Lederer, aparecí en el set con
un hermoso negligé pintado amarillo seda. Llevando conmigo la bata que me negaba a usar me
acerqué al señor Pabst para recibir un latigazo: “Louise, debes usar la bata y estar desnuda
debajo.” “¿Por qué? ¡La odio!” dije, “¿Quién va a saber que estoy desnuda debajo?” “Lederer”,
dijo él. Perpleja ante un argumento tan razonable, me fui sin decir palabra y me puse la bata.]

El quehacer artístico para Louise Brooks era, a diferencia de muchos otros actores, también un
proceder ético. En las pocas entrevistas que dio, ya resarcida en parte, nunca pudo describir su
modo de actuación como otra cosa que una transparencia de sí misma, su relación con los
personajes bordeaba, sino directamente entraba, en la plena identificación. La línea
performática que separa la vida del trabajo y el ocio del negocio no se borra tanto como se
derrite, como en Teorema de Pasolini, por la fuerza subrepticia y movilizante del deseo. La
atmósfera enrarecida que produce la falta de palabras enunciadas, un acento obligado y
refinadísimo de la imagen, sirven a Brooks para desenvolverse como una flor de invernadero.
Cuando el aire frío del sonido llegó para quedarse y ese ambiente pasó a tornarse una
imposibilidad, la rápida burla en que cayó el cine mudo quemó consigo el campo de maniobras
que Brooks apenas había empezado a abrir apenas unos años antes en Estados Unidos. Su
temperamento mercurial le prohibió, en un gesto de intransigencia, adosarle a su última película
unos diálogos con la poca gracia que permite cambiar a mitad de camino la naturaleza de toda
una obra. Era especialmente sensible a la mecánica demoníaca que describe Morin:

Otro tipo de experiencia autocinematográfica es el de la «estrella». Esta tiene dos vidas:


la de las películas y la suya propia. La primera tiende a dominar o poseer a la otra. Las «estrellas»,
en su vida cotidiana —ya volveremos a esto—, están como condenadas a imitar su vida de cine
dedicada al amor, a los dramas, a las fiestas, a los juegos y las aventuras. Sus contratos les
obligan a imitar su personaje de la pantalla, como si este fuera el auténtico. Las «estrellas» se
sienten entonces reducidas al estado de espectros que engañan el aburrimiento con parties y

101
diversiones, mientras que la cámara absorbe la verdadera sustancia humana: de ahí el tedio
hollywoodense.

El exilio de Hollywood fue para Brooks tanto una desgracia como una dolorosa salvación a largo
plazo. El destino que su legado tuvo, diferente del de Clara Bow o Mary Pickford,
completamente absorbidas por el fantasma del silencio y la afectación pantomímica, radica en la
distancia del acto que los años difíciles le proveyeron y del uso encarnizado de la escritura que
supo desarrollar una vez la oportunidad se le apareció con los nombres de James Card y Henri
Langlois en 1955: un testimonio permanentemente renovado y cambiante en forma de breves
chispazos de elocuencia a lo largo de tres décadas sin respiro. Brooks logró ver su cabellera
antes negra alargarse, ondulada y gris, en una segunda vida que reorganiza y enriquece a la
primera. Brooks aprendió a escribir para vivir y vivir para escribir, de la misma manera que logró
burlar la barrera entre vida y ficción, puede ahora abocarse a cristalizar los recovecos de su
memoria. Sabe que nunca va a terminar su tarea. En cierto modo también, entonces, ha
alcanzado la inmortalidad sin proponérselo.

He olvidado hoy, y lo siento, sus palabras directas y claras, las palabras del que fue el sargento
Steinlauf del Ejército austro–húngaro, cruz de hierro en la guerra del 14–18. Lo siento porque
tendré que traducir su italiano inseguro y su razonamiento sencillo de buen soldado a mi
lenguaje de incrédulo. Pero este era el sentido, que no he olvidado después ni olvidé entonces:
que precisamente porque el Lager es una gran máquina para convertirnos en animales, nosotros
no debemos convertirnos en animales; que aun en este sitio se puede sobrevivir, y por ello se
debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio; y que para vivir es importante
esforzarse por salvar al menos el esqueleto, la armazón, la forma de la civilización. Que somos
esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero
que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la
última: la facultad de negar nuestro consentimiento. Debemos, por consiguiente, lavarnos la cara
sin jabón, en el agua sucia, y secarnos con la chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos no
porque lo diga el reglamento sino por dignidad y por limpieza. Debemos andar derechos, sin
arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para
no empezar a morir.

- Primo Levi, Si esto es un hombre

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De la violencia al perdón

Escultura de Némesis, Agorácrito, ca. 140-150 d. C.

En su conferencia “Sobre el mecanismo psíquico de fenómenos histéricos” pronunciada


en 1893, Freud retoma una frase que no se atribuye (pero deja huérfana) acerca de la relación
entre lenguaje y violencia:

… un autor inglés lo señala con chispa: el primero que en vez de arrojar una flecha al enemigo le
lanzó un insulto fue el fundador de la civilización; de ese modo, la palabra es el sustituto de la
acción, y en ciertas circunstancias (confesión) el único sustituto.

La observación me parece certera, luminosa, pero mucho más relevante en un contexto de


reflexión filosófica que en una conferencia dirigida a un público especializado en busca una
verdad legitimada por la ciencia. Esta desobediencia a los formatos académicos es quizás lo que
ha salvado a Freud de quedar relegado a los oscuros anaqueles de los especialistas en historia
de la psicología. La frase resalta como una hernia entre los esfuerzos de historiar, contextualizar

103
y catalogar la investigación sobre la histeria tanto del propio Freud como de sus maestros
Breuer y Charcot. Puede vislumbrarse un filón de la gran mente omniabarcadora que sería en su
última veintena con sus obras de metapsicología, en donde se deleita volviendo al movimiento
primigenio del psicoanálisis: extraer de una genealogía filosófica y artística exquisitamente
curada los retazos necesarios para un nuevo edificio del pensamiento. Su vocabulario está
fuertemente permeado por la isotopía de carga y descarga: a una reacción traumática cargada le
corresponde una reacción de descarga que alivia al sujeto del trauma potencial que podría
formarse de no ser evacuada la carga recibida (un ejemplo: un hombre golpea a otro, este otro
deberá a su vez aliviarse con una reacción que descargue el afecto contenido en ese golpe, es
decir, devolverlo). Este es el mecanismo que sigue toda venganza. La razón por la cual las
historias de venganza desde la Odisea hasta nuestros días nos resultan de un enorme atractivo
es por la redundancia en su prolegómeno: la estoica preparación, el minucioso plan a seguir, la
reflexión acerca de la pena que cabe a semejante afrenta y con ella una reflexión acerca del acto
mismo de la responsabilidad y el destino individual y colectivo. Para Odiseo vengarse de los
pretendientes que quieren casarse con su esposa y quedarse con su reino no tiene ya mucho
que ver con la indignación. Durante los veinte años que pasó fuera de Ítaca se ha convertido en
un hombre vacilante y meticuloso, siempre presto a negarse a cualquier alternativa de
seducción a corto plazo para ganar la recompensa al final del sendero que le señala el destino:
recuperar su justo lugar. Joseph Campbell retoma en El poder del mito una anécdota que en su
deontología podría ser una variante japonesa de la Odisea: un samurai convertido en ronin
persigue durante años al asesino de su amo. Cuando lo tiene acorralado y en el suelo, este
hombre le escupe la cara en un último acto de insolencia. El samurai se enfureció tanto que
guardó su katana y se alejó del hombre. La venganza es el gran acto que devuelve el balance al
universo, y como tal debe ser ejercido por una conciencia en plena posesión de su estado
emocional. La venganza es un plato que se sirve frío porque la furia en sí misma es un estado de
desbalance. Una vez conseguida la venganza de Odiseo, el statu quo ha sido restablecido y el
mismo Zeus suspende con la mayor arbitrariedad la concatenación infinita de venganzas y
contravenganzas que estaba a punto de florecer entre el rey y los familiares de los
pretendientes. El nuevo pacto ha sido sellado entre dioses y hombres, el oyente del rapsoda
puede ir en paz. La consecución de la venganza es uno de los non plus ultra de la literatura, igual
que el beso que confirma a los amantes reticentes. Intuyo que una de las razones de ser tan
definitiva es lo mismo que señala Freud en la cita con la que comencé este ensayo: el insulto es
sustituto del flechazo. La brecha insalvable entre significado y significante, entre desearle a
alguien que lo atropelle un tren y el arrojarlo a las vías, es una relación del estilo idea/objeto.
Freud responde a un platonismo que lo caracteriza en más de un aspecto en su fase temprana:
representación equivale a degradación, en sí misma no es suficiente, sino en el mejor de los
casos una medida consoladora. El ensamblar una venganza en un relato provee, por eso, dos
beneficios fundamentales: el primero, más inmediato y evidente, es la promesa. La palabra que
augura venganza no se agota en sí misma porque a esta le sigue otra en crecientes niveles de
extensión: a la palabra la oración, a la oración el párrafo, al párrafo el capítulo. El consuelo se
transforma en un agregado de demoras que deleitan al lector mientras ven la consumación del
acto acercarse más y más. El segundo es menos evidente y, aunque no parezca, contrario y
trascendente al postulado de Freud: el relato da un sentido a la venganza, la plenifica, la
encierra en un conjunto plenamente ordenado de reglas de común acuerdo que no excluye a los
actos violentos. La genialidad de “Emma Zunz” de Borges es la de dejar al desnudo los móviles

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en última instancia incognoscibles, a-lingüísticos, que impulsan a la violencia (“la cosa horrible”)
y la naturaleza ordenadora, discursiva, de la venganza: el relato de Emma Zunz se impone a
pesar de su falta de cohesión lógico-causal porque esencialmente era cierto, es decir:
comunicable.
La diferencia fundamental entre un flechazo y un insulto no es el decreciente nivel de
violencia ejercida literalmente sobre el cuerpo de alguien. La cuestión debe ser encarada desde
su otro extremo. En vez de empezar por el flechazo y seguir por el insulto, se debe empezar por
el insulto y seguir por el flechazo. La diferencia yace en el nivel de intelección de ambas.
Transformar un acto violento del cuerpo en un acto violento del lenguaje conlleva un proceso
mucho más complejo de lo que se cree: el hablante somete (de la manera más cabal que le es
posible en el ardor del momento) su violencia a una serie de reglas socialmente aceptadas y
comprendidas por todos. El nivel de violencia ejercida sobre el cuerpo no es tan importante. Hay
culturas en las cuales la dignidad de una persona es una extensión de sí misma tan real como su
cuerpo, y perderla por medio de ataques lingüísticos de otro equivale a ser una no-persona que
solo puede recuperar su honor a cambio con la muerte. El insulto es en sí mismo proponer la
violencia como un juego en el que el otro jugador (el ofendido), si es capaz de mantener la
calma, puede responder con un nuevo pase utilizando las mismas reglas que fueron usadas para
atacarlo. A esto responden las muy ricas tradiciones del albur mexicano, las Yo Mama Jokes
estadounidenses, las payadas gauchescas y las batallas de gallos en el conurbano bonaerense.
Son, en todo sentido, una forma de civilización, porque son una forma, aún violenta y en
ocasiones encarnizada, de ejercer un código transparente y (aún más importante) de
intencionalmente no transgredirlo.
Encuentro la relación que entabla el lenguaje hablado y escrito con la violencia menos
parecida a una degradación y más a una demora. Pasar de los insulto a los golpes no es raro. El
límite que separa a un acto de otro, dependiendo del contexto, puede ser más o menos difuso.
La violencia ejercida con y sobre el cuerpo es fundamentalmente amorfa, infinita, irresoluta.
Con ella, como dice Byung-Chul Han, no hay mediación posible. La violencia es demasiadas cosas
en simultáneo y sin diferenciación, ante ella se yergue solo la posibilidad de un absoluto no o un
absoluto sí: rendirse o responder de igual manera. La idea de von Clausewitz de que la guerra es
la continuación de la política por otros medios es repugnantemente falsa. La política no tiene por
objeto a la violencia, esta es solo una herramienta, sino al poder, que (cito de nuevo a Byung-
Chul Han) seduce y organiza, jerarquiza, ordena, da un sentido y una cohesión a la comunidad en
la que se ejerce. La guerra no se comprende, solo se libra, se gana o se pierde. La guerra es pura
pérdida y como dice Levinas en el prefacio a Totalidad e infinito, puro presente sin ambages. El
lenguaje es dependiente del concepto de tiempo, tanto para referirse a la concatenación de los
hechos como para extraer el sentido de sus palabras en las palabras que vinieron que vino
antes. La venganza, curiosamente, también lo es. Aún en el infinito presente de la ofensa se
entabla una relación con el tiempo basada en la perduración y se pone en un futuro que no se
conoce el propio fin, como se hace con la vida misma. El relato da sentido a la venganza y la
venganza da sentido a la vida: la ruta a seguir, los actos a cometer, la meta final que se debe
alcanzar. No hay un después de la venganza como no hay un después de la muerte. Ya sea en la
contemplación extática del cielo infinito o la del cadáver del hombre que asesinó a mi esposa,
yace el sentido último de la existencia: lo que se deseaba lograr se ha logrado.
La venganza es potencialmente el punto medio que separa a la violencia del perdón y su
punto nodal es el apego. El mito griego de las coéforas que se transforman en euménides

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adquiere en la versión de Esquilo un tinte de la animalidad a la humanidad aunque siempre se
esté hablando de criaturas más allá del poder y conocimiento de los mortales, el paso al nomos
objetivo y cognoscible. En la Antígona de Sófocles justicia y venganza son representados por la
protagonista y por Creonte, ambos conducidos por móviles distintos si bien con actitudes igual
de persistentes: Antígona transgrede la ley de los hombres para cumplir con la ley de los dioses,
Creonte transgrede la ley de los dioses para mantener la paz entre los hombres. Una es
desapegada, fiel, universal y trascendente, el otro involucrado, traidor, particular e
intrascendente. Esta oscilación se mantiene flotando entre los límites de la inteligibilidad en
varios frentes simultáneos.
El perdón es la máxima hazaña del tiempo y de la reflexión. Es llamar al pasado al
rescate del presente, extraer de las sombras todas las aristas que la venganza ha exiliado por
irrelevantes del proscenio de la identidad para idear una alternativa ética. El perdón es
necesariamente un principio, o por lo menos una continuación, no un fin. No se intenta borrar la
afrenta traumática, ni siquiera se intenta curarla, sino de restarle protagonismo mediante la
ilación con otros acontecimientos que cambian su significado y por ende el curso de acción a
partir de él. No sorprende en este sentido que una religión que proclama la aparición de Dios en
la tierra como el cristianismo le dé tanta importancia. El perdón es siamés de la comprensión: el
vislumbre hacia los costados que descarta en la visión de túnel, como por ejemplo los móviles
del victimario, van sumergiendo el solipsismo de la venganza en un desapego doloroso pero
saludable, como una apuesta a largo plazo. Cristo en la cruz comprende que aquellos que lo
condenan “no saben lo que hacen”, por eso pide ante su Padre por ellos. Su vida itinerante y su
prédica a los marginados dan la marca de un hombre ajeno al proscenio aun sabiendo que es
Dios encarnado.
Todo se reduce, sea cual sea la alternativa elegida, a una noción de relato. El principio es
siempre el mismo, pero su fin difiere enormemente, y es siempre el fin el punto más
problemático de un relato, puesto que condensar su sentido en un solo momento nunca es una
tarea fácil.

106
La elocuencia del diablo

Es terrible que el silencio pueda llegar a ser culpable.

- Marguerite Yourcenar, Alexis o el tratado


del inútil combate

I.

La siguiente leyenda no carece de múltiples variantes y permutaciones (toda leyenda las


tiene), pero esta sería su cáscara de nuez: El rey Salomón pidió una vez a su joyero una nueva
pieza con un propósito especial. Estas fueron sus demandas particulares: “Quiero un anillo que
en tiempos de soberbia me devuelva la humildad, y en tiempos de angustia me devuelva la
esperanza.” El joyero no vaciló ante el pedido. Poco tiempo después el rey recibió su anillo, cuya
inscripción rezaba un simple mensaje: “Esto también pasará.”
Me resulta intrigante la elección de la palabra para la devolución del equilibrio. No
siempre es este el caso. Las imágenes (más que mil palabras) suelen ser un vehículo de
transporte al recuerdo o la memoria más poderoso de acuerdo con nuestra tradición, ni que
hablar de su economía. Me interesa esta elección justamente por la poca practicidad de elegir
un mensaje lingüístico para devolver al rey de las cimas o valles inenarrables de su propia
magnificencia. La soberbia y la angustia se parecen en su proximidad a la locura: ambos son
estados de conciencia cerrados que no admiten contacto con el exterior, un encerramiento
esférico en la subjetividad. El uso de este tempus fugit incluido en la palabra más importante del
mensaje (“también”) obliga a la comparación, arroja el suceso particular hacia sus relaciones
con la cadena de hechos anteriores y subsiguientes. El ejemplo de un estado más allá de las
palabras lo encuentro en el ensayo “De la tristeza” de Montaigne:

Se cuenta que Psamético, rey de Egipto, derrotado y cautivado por Cambises,


rey de Persia, vio pasar a su hija, prisionera también, vestida como sirvienta y yendo a
buscar agua. Mientras los amigos del cautivo gemían y lloraban a su alrededor, él
permanecía impertérrito y silencioso con los ojos fijos en la tierra. Cuando vio pasar a su
hijo camino de la muerte mantuvo el mismo talante, pero divisando luego a uno de sus
domésticos conducido entre los cautivos, el rey comenzó a golpearse la cabeza y a
mostrar extrema aflicción.
[...] [L]a historia añade que, preguntando Cambises al rey de Egipto el motivo
de que no lo conmoviera la suerte de sus hijos, mientras llevaba con tal impaciencia la
de un amigo, el cautivo respondió: “Este último sinsabor se puede expresar con lágrimas
y los dos primeros sobrepasan con mucho todo medio de expresarlos.”

Es imposible pensar una respuesta de Psamético porque es también imposible pensar


una continuación de su vida. El final de las palabras corresponde al final de la existencia de
Psamético. Pero la introducción del tiempo es justamente lo que permite a la palabra ir
encontrando sus nuevos cauces para expresarse. En el clásico Los romanos de R. H.Barrow se
incluye una carta de Plinio a un amigo, sobre la muerte de la hija de Fundano, un amigo común,
que rezuma y expresa bellísimamente esta idea:

107
Ha perdido una hija que reflejaba tanto su carácter como sus facciones y expresión. Con
una notable semejanza, ella encarnaba de nuevo la personalidad de su padre. Si le
escribes acerca de esta pena, procura no instarle a recobrar la calma, y no te expreses
con excesiva energía; escríbele una carta dulce y afectuosa. Un intervalo de tiempo
contribuirá mucho a que se encuentre en disposición de aceptar tus consuelos. Una
herida en carne viva huye del contacto de la mano del médico; después puede
soportarlo y más tarde lo necesita; de la misma manera el dolor, cuando está reciente,
rechaza y rehúye cualquier intento de consuelo, pero pronto se desea y finalmente se
acepta si se hace con dulzura.

Para definir la elocuencia del diablo que acuño Hannah Arendt sería entonces necesario
agregar un paso más al fantasma que ya se conoce, el que Wittgenstein resume al final de su
Tractatus: «De lo que no se puede hablar hay que callar.» La imposibilidad de hablar está
intrínsecamente ligada a esto, la discontinuidad. Y el precio a pagar por negarle su ilegítimo
lugar en el discurso es uno que a nuestra época le duele como a ninguna (o de una manera
personal, nunca sentida antes): renunciar al solipsismo del presente. Es un golpe severo a
nuestra identidad aceptar la idea de que el presente es el producto de manos que nos
precedieron. Sus complicaciones sobrepasan lo logístico: significa ser responsable de una
herencia y también resignarse a no perseguir la palabra más allá de lo que aquella ha trazado
con sus herramientas duramente forjadas a través de los siglos. Incluso un ensayista como
Borges sobreestima la voluntad soberana del escritor para elegir la tradición de entre la
vastedad de “occidente”. Dentro del mismo “El escritor argentino y la tradición” se menciona un
triunfo literario producto de no seguir conscientemente esta tradición ensamblada a golpe de
astucia. La historia de “La muerte y la brújula” adquirió su sabor de las afueras de Buenos Aires,
según Borges, justamente por haberse “abandonado al sueño” en lugar de abundar en
argentinismos que evocaran una pátina de color local. Como dice Antoine Compagnon, el
escritor debe ser un poco bestia. Este abandonarse al sueño requiere una confianza ciega en la
tradición que, más allá de haberse elegido anteriormente o no, ahora debe ponerse en juego
irreflexivamente para posibilitar la escritura, debe usarse como una máscara en el rostro: quien
la lleva sobre la piel y representa su papel no puede al mismo tiempo contemplarla.
En nuestra época esta voluntad soberana es más sobrevalorada que nunca, al punto de
la ingenuidad peligrosa. Internet es una herramienta discursiva posicionada en la imposible
bocacalle entre intimidad y publicidad. Internet carece de tiempo y no es un espacio. La
verborragia que la internet abriga en su vientre titánico es impensable sin un sentido de la
temporalidad claramente distorsionado y una falta de clasificación. Una monstruosa planicie
discursiva da igual valor a dichos de distinta antigüedad (ya internet es escenario de
expediciones arqueológicas, no nos engañemos) y la autoridad o la honestidad intelectual, si
bien nunca despreciadas ni acalladas, no pueden competir con la necesidad de interacción,
venga de la fuente de la que venga (y a menudo las fuentes son, cuando menos, dudosas). No
puedo más que especular al preguntarme si en la historia de internet vendrá alguna vez un gran
cogito que imponga un criterio epistemológico. Esto muy probablemente llevaría a catástrofes
similares a las de un proyecto político que se propusiera una utopía. Sin embargo, de entre esta
anarquía de información que recuerda a la del viejo humanismo renacentista regido por
principios de corte mágico (que ya Foucault analizó en Las palabras y las cosas) ciertamente hay
un campo de cultivo para medidas desesperadas. El resurgimiento de avatares de extrema
derecha y conspiraciones de corte racista o antisemita a través de plataformas como Reddit y

108
4Chan se valen de una nefasta tradición (anterior a internet misma, esto es de suma
importancia) de la cual se consideran orgullosos representantes. Los algoritmos de las redes
sociales, que apuntan no a cuestionar el gusto del usuario sino a confirmarlo más allá de sus
preferencias, conducen a precipicios ideológicos con consecuencias drásticas en la configuración
política de una sociedad. La poca sutileza de los versos de Yeats, “The best lack all conviction,
while the worst / Are full of passionate intensity”, puede aplicarse aquí en la entrega sin
ambages a una continuidad que un lado abraza con una fe angustiante y el otro cuestiona con la
minucia de una aporía. Lo que el neófito radicalizado a través de foros encuentra como un alivio
fatal es el tormento de quien quiere mantener una distancia crítica: el límite de la cosmovisión.
Ambos incurren en el mismo pecado con consecuencias opuestas, que es la sacralización de la
información. El primero carece de cuestionamientos para la palabra de otros, el otro la anula
con una sobreabundancia de estos hasta que es empujada a un silencio sagrado: de lo que no es
posible hablar, mejor callar. La humildad del fanático (todas las ideologías totalitarias,
irónicamente, insultan al feligrés y ensalzan al enemigo) delega en otra autoridad lo que él no
puede hacer por sí mismo, que es leer. El crítico, como Giacometti empezando un nuevo retrato,
siente sobre sus hombros la abrumadora responsabilidad de reinventar la tradición intelectual
del género humano para poder amoldarla satisfactoriamente al problema puntual que quiere
tratar. Como el antisemita y el demócrata que Sartre enumeraba en Reflexiones sobre la
cuestión judía, ambos incurren en una eliminación del otro, el primero al definirlo por la
enemistad y el segundo al licuar su otredad en un sinfín igualitario que equivale a la nada
misma, a un significante vacío.

II.

Dice Georges Didi-Huberman en Imágenes pese a todo:

Las críticas de Primo Levi a las especulaciones sobre la «incomunicabilidad» del


testimonio concentracionario también van dirigidas en este sentido. La propia existencia
y posibilidad de un testimonio de esta índole —su enunciación pese a todo— refutan,
pues, esa gran idea, la idea limitada de un Auschwitz indecible. El testimonio nos invita,
nos obliga a trabajar en el seno mismo de la palabra: un duro trabajo, puesto que lo que
genera es una descripción de la muerte en el trabajo, con los gritos inarticulados y los
silencios que ello supone. Hablar de Auschwitz en los términos de lo indecible no implica
acercarse a Auschwitz, sino al contrario, alejar Auschwitz a una región que Giorgio
Agamben ha definido bastante bien en los términos de adoración mística, incluso una
repetición inconsciente del propio arcanum nazi.

La noción de continuidad también se proyecta hacia el futuro. No resignarse al silencio


significa también trabajar en palabras cuyo florecimiento se encuentra muy lejos de nuestra
generación. Este trabajo implica una profanación de la palabra, y para esto me valgo también de
Agamben para definirla: devolver las palabras al uso cotidiano, negarles la separación del flujo
temporal que llevan a cabo museos e iglesias. Contraria a las expectativas, la sacralización de la
información no desapareció tras el advenimiento de internet, último eslabón del proceso que
Gutenberg inició. En ciertos aspectos pasó exactamente lo contrario: se negó al pese a todo su

109
necesidad (incluso su existencia), y de ese modo el usuario se enfrentó a una decisión
catastrófica: o negarlo todo o aceptarlo todo. Fenómenos anti-intelectualistas como el
terraplanismo o los antivacunas no pueden entenderse sin este bastardo mal traducido de la
navaja de Ockham. Negarse a trabajar “en el seno mismo de la palabra” significa tomar una de
estas dos posturas, ellas mismas indecibles (esto por voluntad propia, no por limitación), para
hablar. En cualquier caso se rehúsa a la palabra el cambio que invariablemente ocurre en su
interior con cada proferición. El lenguaje es temporal, y el cambio es su naturaleza. El espacio
cibernético carece de cambio en sí mismo (sus cambios son los que le implementan los usuarios
o programadores) porque carece de consciencia de sus propios límites. Byung-Chul Han dice en
La sociedad del cansancio: “La máquina no es capaz de detenerse. A pesar de su enorme
capacidad de cálculo, el ordenador es estúpido en cuanto le falta la capacidad de vacilación.”
Esta falta de dudas y vacilaciones es entendida como la falta de un defecto. La tercera ley de
Clarke, que él mismo había enunciado solo en un contexto de ficción, ahora se ha vuelto una
pesadilla real: la tecnología, demasiado compleja ahora para el usuario de a pie, es indistinguible
de la magia. Los gritos inarticulados y los silencios de los que habla Didi-Huberman también son
parte del testimonio, y una muy importante, en alarmante peligro de extinción. En su libro Dios
y Golem S. A., Norbert Wiener extrae de mitos y leyendas la incorruptible literalidad de los
comandos que se dan a las máquinas, y el riesgo de que los silencios que afloran
necesariamente del habla humana sean rellenados con la catástrofe:

Puede esperarse que, similarmente, la magia de la automatización, y en


particular la magia de una automatización en la que los dispositivos aprenden, sea de
interpretación literal. Si está usted jugando un juego con ciertas reglas y dispone a la
máquina jugadora para jugar para la victoria, si consigue usted algo sería la victoria, y la
máquina no prestaría la más mínima atención a cualquier consideración aparte de la
victoria, de acuerdo con las reglas. Si está usted jugando un juego bélico con una cierta
interpretación convencional de la victoria, la meta podría ser la victoria a cualquier
costo, incluso el de las exterminación de sus propias líneas, a menos que esta condición
de sobrevivencia esté explícitamente contenida en la definición de victoria de acuerdo
con la cual usted programe la máquina.

Estamos aquí, indudablemente entonces, ante el mayor de los peligros: el


silenciamiento del silencio. Esta supremacía asfixiante de la literalidad son fantasmas cotidianos
en redes sociales, y son frecuentes las expresiones de desprecio ante tamaña superficialidad del
enunciado. El fundamentalismo de cualquier clase, que sobrevive asimismo gracias a una lectura
literal del texto al que se entrega la vida, es muy compatible con estas nuevas plataformas. Se
identifica la seguridad con la autoridad, la vacilación con la ignorancia, se compartimentaliza el
proceso de aprendizaje intelectual en una serie de estamentos rígidos que no admiten la
inestabilidad, avances y retrocesos en el tiempo. Al mismo tiempo, la máquina, para ser
mantenida a raya y que no degenere sus comandos en desastres como la escoba que va a buscar
el agua en el Aprendiz de brujo, nos obliga a una guardia permanente: la máquina no puede
humanizarse, entonces el hombre debe maquinizarse a sí mismo para entender a la máquina.
Para limitar el potencial vasto de la máquina dentro del alcance humano es necesario
deshacernos de nuestras propias limitaciones, o por lo menos ocultarlas de la manera más
exitosa posible. En suma: tomar la apariencia de la objetividad, de la verdad inmutable (siempre
asocia verdad a permanencia, como si la verdad y el cambio fuesen incompatibles). La

110
elocuencia del diablo asienta su dominio gracias a aquellos que retroceden al encuentro de la
incertidumbre: de lo que no se puede hablar es mejor callar. Es preciso, entonces, ir en dirección
contraria: humanizar a la máquina. Su configuración debe trazar un espacio en el que el vacío o
el silencio se mantengan sin erradicarse y que puedan transformarse en palabra o volver a
revertirse en silencio.
Incluso el Dios de la Biblia nunca da respuestas a aquellos que tienen preguntas, ni
siquiera cuando estas están justificadas, puesto que estas preguntas son siempre incorrectas.
Dios apunta a las preguntas correctas con sus intervenciones y ofrece tiempo fuera de la
narración para que el lector pueda contestarlas. Cuando ve a Caín apesadumbrado por no
aceptar su sacrificio y sí el de su hermano Abel, le dice

¿Por qué estás enojado, y por qué se ha demudado tu semblante? Si haces bien, ¿no
serás aceptado? Y si no haces bien, el pecado yace a la puerta y te codicia[, pero tú
debes dominarlo. (Gn 4:6-7)

El lugar de Dios en el discurso es el de movilizar y descentralizar, no el de concluir. Dirige


la atención de Caín fuera de los efectos y la enfoca en las causas. Las acciones de Caín deben
haber sido malas (no se le dice cuáles) para que este sacrificio no fuera aceptado. Un
razonamiento parecido rige el del primer discurso de Elifaz en el libro de Job. Ningún mortal está
limpio de culpa ante Dios:

¿Es el mortal justo delante de Dios?


¿Es el hombre puro delante de su Hacedor?
Dios no confía ni aún en sus propios siervos;
y a sus ángeles atribuye errores.
¡Cuánto más a los que habitan en casas de barro,
cuyos cimientos están en el polvo,
que son aplastados como la polilla! (Job 4:17-19)

El hecho de que Dios mantenga su inocencia es lo que lo distingue de Caín. Sin embargo,
el destino de ambos es parecido en su continuidad. Dios no mata a Caín y prohíbe a la
humanidad entera poner sobre él un dedo. Su condena es el exilio perpetuo y la fundación y
refundación de ciudades. Caín preferiría la muerte: “Mi castigo es demasiado grande para
soportarlo.” (Gn 4:13) . Al igual que con Caín, Dios desoye los pedidos de muerte de Job y
restaura sus haberes y descendencia, pero no sin antes desplegar un verdadero arsenal de
preguntas retóricas transidas por el sarcasmo:

Entonces el Señor respondió a Job desde el torbellino y dijo:


¿Quién es este que oscurece el consejo
con palabras sin conocimiento?
Ciñe ahora tus lomos como un hombre,
y yo te preguntaré, y tú me instruirás.
¿Dónde estabas tú cuando yo echaba los cimientos de la tierra?
Dímelo, si tienes[a] inteligencia.
¿Quién puso sus medidas?, ya que sabes,
¿o quién extendió sobre ella cordel?
¿Sobre qué se asientan sus basas,

111
o quién puso su piedra angular
cuando cantaban juntas las estrellas del alba,
y todos los hijos de Dios gritaban de gozo? (Job 38: 1-7)

Visto de este modo, no sorprende la proliferación incansable de comentarios y


comentarios de comentarios que ha elaborado la tradición teológica judía. Podría incluso
decirse que estos comentarios obedecen al designio de la propia Escritura, y que este designio
contiene dentro de sí la polémica y la contradicción. En La estrella de la redención, Franz
Rosenzweig describe al mundo como “metalógico”, lo cual no quiere decir que es ilógico sino
que incluye la lógica y el delirio dentro de sí. ¿Por qué un texto no llevaría dentro de sí la
inmensidad del mundo en la forma del conflicto de interpretaciones? ¿No es el desacuerdo un
desvelamiento en sí mismo?

III.

Cualquier docente de humanidades está forzado a saber lo siguiente: el aprendizaje no


se da tanto en repetir y concretar como en relacionar de manera significativa, especialmente
entre el contenido a explicar y la vida del alumno. La propiedad relacional de nuestro lenguaje
que encadena los sonidos en palabras y las palabras en frases se da en todos los sentidos.
Cuando queremos denostar una cosa y decimos que es una mierda no estamos diciendo (por lo
menos casi nunca) que su estructura consiste de materia fecal. La operación que nuestro
cerebro lleva a cabo es compleja y requiere la vinculación de dos objetos (lo detestable en
cuestión y la imagen de abyección más pura que conocemos: la mierda) en una simbiosis que
deja traslucir un mensaje claro por convencional y no por literal. Un filósofo como Thomas
Hobbes aborrecía el uso de metáforas precisamente por su potencial de multiplicación. En su
Leviatán las llama mentiras y engaños porque, en la esfera política transida por la guerra y la
muerte en la que le tocó vivir, la mala interpretación de un mensaje o la posibilidad de su
múltiple interpretación podía tener consecuencias funestas. Pero lo cierto es que en la relación
se encuentra el desfasaje necesario que conjuga silencio y palabra y contagia al uno del otro en
una palabra que acepta sus propias limitaciones (el uso del Leviatán en sí mismo es una
metáfora del contrato social). Cuando Sor Juana dice que no estudia para saber más, sino para
ignorar menos, se refiere a esta vindicación de la ignorancia: es ella la que impulsa y da vida a su
intelecto. La lección de Sócrates debe volver a ser aprendida: conocer los límites del saber es
parte integrante del saber. Pero eso tampoco es suficiente. Los límites del saber deben ser
traspasados y la incertidumbre debe ser experimentada. Esa emulsión indecible de saber e
ignorancia es lo único que puede hacer frente a la elocuencia del diablo.

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Bibliografía:

Barrow, R. H. (1970). Los romanos. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.

Biblia de América (1997). Madrid: La Casa de la Biblia.

Didi-Huberman, G. (2004). Imágenes pese a todo: Memoria visual del Holocausto. Buenos Aires:
Paidós.

Han, Byug-Chul (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

Montaigne, M. de (1984). Ensayos I. Buenos Aires: Hyspamérica.

Wiener, N (1988): Dios y Golem S. A.: Comentario sobre ciertos puntos en que chocan cibernética
y religión. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.

113
La esperanza de lo inesperado
o Elogio de la interrupción

Vivir quiero conmigo,


gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

- Fray Luis de León, “Oda a


la vida retirada”

Nunca más voy a acceder a la bajeza de defender mi trabajo. He aquí todo argumento
que deberé esgrimir de ahora en más: la realidad y la ficción no son lo mismo, pero están hechas
del mismo material, que es el lenguaje. Me ahorraré la fatigosa enumeración de figuras
literarias, de versos famosos y episodios de bronce que han quedado en el imaginario popular.
Intuyo que hacerla debilitaría mi argumento en vez de darle impulso. Lo único que en el fondo
diferencia a la realidad de la ficción es el tipo de vínculo que establecemos con ellas. Un
estafador no es un estafador solo porque nos roba con una sonrisa, sino porque nos traiciona al
no explicarnos que está actuando y que sus intenciones no son las que dice. Cuando uno va al
teatro las reglas están claras: más allá del rectángulo iluminado no existen ni Hamlet ni la Nona
ni Madre Coraje. La capacidad (inmoral hasta cierto punto, pero las cosas son más complicadas)
de manipular el tipo de contrato que se establece con un público es la gran cuestión técnica de
la política. El caso más ilustre entre nosotros (y no por apócrifo menos verdadero) es la famosa
frase atribuida a Carlos Menem: “Si yo decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. Todo se
reduce a la estipulación de los términos de un acuerdo a la vez tácito e imprescindible para la
vida, en lo cotidiano y lo trascendental, tanto así que ha adquirido la ubicuidad de lo invisible.
Este contrato también se hace notar prima facie: la literatura jamás podría mostrarse como algo
dado, algo “natural”. La realidad sí tiene esa posibilidad de enmascararse, y nuestro horizonte
socio-histórico, al sumergirnos tan hondamente unas circunstancias en las que nacimos y de las
cuales nos alimentamos, puede tomar el cariz de una cierta eternidad, aparentar que las cosas
así han sido siempre. Insistir hasta el cansancio y la extinción que la realidad no es algo dado es
el gran mensaje que la literatura, a fuerza de separarse de la realidad de la que se origina, nos
entrega. Ella nos dice “apártense”, “tomen distancia”, “renueven su contrato con el mundo”.
En mi trabajo como docente he visto el desmedro de esta capacidad. No pretendo
engañarme: también lo veo en mí mismo. No solo las circunstancias de mi vida docente en
numerosos colegios me ha enfrascado en una mismidad un tanto asfixiante (entre la exigencia
física, correcciones interminables y viajes de un lado a otro de la Ciudad). Sé que, como
consecuencia de mis decisiones libres, he ido cortando con desidia y paciencia involuntaria los
canales que antes podía tender hacia una otredad estimulante. Los años pandémicos, por obvias
razones, hacharon en su raíz a esta fuente de salud. Durante todo el 2020 creo poder contar los
abrazos que di con los dedos de ambas manos, y la circunstancia de haber tenido una madre con
un transplante muy reciente no hizo más que aguzar mi proclividad a recluirme en la biblioteca
o los servicios de streaming. Yo era demasiado para mí, y no podía soportarme en mi aire
viciado. Hoy por hoy creo haber salido en gran parte de aquel berenjenal, aunque la inercia del

114
repliegue hacia mi caverna continúa asediándome. Debí volver a educarme en el arte de ser mi
tábano además de mi caballo. De esos años hondos he aprendido el valor de la alteridad, y ese
aprendizaje solo han agravado el contraste que encuentro en mi entorno con respecto a
refugiarse no en el silencio, sino en la inundación del propio murmullo incesante.
Porque esto también es, si se quiere, una pequeña traición de orden moral: yo me doy
por sentado a mí mismo, me concibo como algo dado (y quizás aún peor, algo dado sub specie
aeternitatis). Y en esto también me ha corregido moralmente la literatura. Un texto narrativo de
cualquier orden plantea un contrato al que nunca puede faltarle una cláusula vacía. Es lo que me
gusta llamar la esperanza de lo inesperado. Todo aquel mundo que vemos trazado en las
páginas, todo esos personajes cuyo carácter vemos reflejado con coherencia, por virtud de sus
silencios estratégicos se reservan la posibilidad de implosionar y re ensamblarse en un abrir y
cerrar de ojos. ¿Qué es un plot twist si no ese mínimo detalle que, porque no lo podemos
percibir al principio, anuncia y concreta un reordenamiento radical de todo el texto leído hasta
ese momento? Hay contratos que incluso llegan al reino de lo inesperado al cumplir a rajatabla y
hasta el absurdo con sus propias cláusulas. Tómese el ejemplo de La metamorfosis: vistos por
separado su inicio y su final es imposible intuir qué relación podría haber entre ambas escenas.
Hay una escena de Solaris de Stanislaw Lem que ilustra no solo ese encuentro con una zona
difusa entre la mismidad y la alteridad, sino que encapsula la imposibilidad de ir más allá de uno
mismo. El psicólogo Kris Kelvin, ya instalado en la estación del planeta Solaris, ha despertado
junto a una materialización del recuerdo de su novia, Harey. En un momento se decide a
tomarle una muestra de sangre e investigarla a niveles subatómicos. Así les comunica sus
hallazgos a los otros dos cosmonautas en la estación, Snaut y Sartorius:

- Todo verifica, pero es un camuflaje. Una máscara. En algún sentido es


una super copia: una recreación más exacta que el original. Es decir, que
allí donde en un ser humano nos encontramos con el límite de la
divisibilidad estructural, ¡allí continúa gracias a la utilización de
materiales subatómicos!

Kelvin no solo sabe (con su juicio, su deseo lo empuja hacia otra parte) que Harey no es
la verdadera. Puede determinar hasta qué punto la realidad termina y la ficción empieza. A lo
largo de la novela se nos dan varias pistas de que la estructura de Harey responde a los límites
de la memoria de Kelvin: su vestido no tiene cierre en la espalda ni botones, no sabe cocinar si
no lo que el propio Kelvin sabe: abrir latas. Kelvin es al mismo tiempo sometido a la proyección
de su deseo más culpable (Harey se suicidó al él abandonarla) y la conciencia de que ella es una
ilusión. El enemigo de la novela, que en el fondo no es tal, son los procesos incomprensibles que
llevan al planeta a obrar de la manera en que lo hace. El planeta en sí mismo es transmoral,
como todo aquello que nos sobrepasa infinitamente. El daño lo causa la falta de vacilación que
el planeta tiene para con sus testigos. En esto Lem toma muy al pie de la letra la sentencia de la
física cuántica: el observador no puede evitar alterar el resultado del experimento. El propio yo
se convierte en un obstáculo para la comprensión, que es el verdadero tema de la novela (y sus
adaptaciones fílmicas confundieron con un amor que flota en el espacio, para disgusto de Lem).
El planeta es ese Otro que jamás se resignará a someterse. El personaje de Snaut es el más
consciente de la hipocresía que alimenta los viajes interespaciales hacia galaxias inexploradas:
“No necesitamos otros mundos, necesitamos espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos.

115
Alcanza ese solo y ya nos asfixiamos con él.” Solaris es pariente de Bartleby, el escribiente: no se
conquista lo incomprensible, este da vuelta el tablero y empieza a indagar en el conquistador.
Los que miran al abismo se dan cuenta de que este los mira a ellos mejor y más profundamente.
O aún más grave: descubren que estuvieron viéndose a sí mismos todo el tiempo. Esta confusión
del Yo y el Otro es una condición sine qua non de los cuerpos políticos que pretenden erigirse en
guías y redentores de la humanidad: los imperios, los sistemas totalitarios, necesitan de la
negación y supresión del Otro para tener credibilidad. Incluso llegar a defender el argumento de
que un Otro es inconcebible. El régimen debe ser una lisa superficie que no denuncie arrugas ni
grietas, es decir, todo lo que haría entrar en contacto con un otro. Es por eso que un pueblo
como el judío, como tan acertadamente expresa Blaise Pascal, contiene dentro de su historia
todas nuestras historias. Los judíos no eran el enemigo perfecto para un sinnúmero de otros
pueblos por las razones políticas fáciles de explotar: la “no pertenencia”, la “falta de identidad”,
la “conspiración de su raza”, todos atributos que desde la acusación de la muerte de Cristo hasta
Los protocolos de los sabios de Sión se repiten incansablemente, como ha investigado Norman
Cohn en Warrant for Genocide. El pueblo judío es el pueblo del Otro, cuya raigambre religiosa
los ha confrontado una y otra vez con los límites de las propias capacidades. Incluso Dios es el
Dios del otro. Esto pone en evidencia simultáneamente varias experiencias límites (en el sentido
de Karl Jaspers): las limitaciones del Yo, la propia insignificancia ante el despliegue del Dios vivo,
la conciencia de que aquello que se recibe no lo es todo, sino solo lo que puede recibirse. El
Pueblo del Libro tiene muy en cuenta que la Torá que Moisés ha transcrito es una mera
manifestación material de la Torá Eterna que es Dios y está en Dios. Porque el pueblo judío en
rigor carece de una mitología: todo responde a un devenir histórico. Los grandes
acontecimientos como la construcción del arca de Noé y liberación de Egipto están
perfectamente ubicados en su calendario (en esto el cristianismo es un fiel sucesor: el
nacimiento de Jesús es el punto central de la historia). Así lo explica brillantemente Stéphane
Mosès en su libro El Eros y la Ley:

Al moldearse en un contexto histórico siempre diferente, el “Yo” divino se vela


como ser y se devela como parecer, develamiento que también es ocultación: el
“Yo” divino se envuelve en uno de sus nombres, que responde en cada caso a
una de las formas de la experiencia humana. Éste es el sentido preciso, en el
relato bíblico, de la fórmula “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de
Jacob”: el término “Dios” se define aquí a partir de las tres experiencias
humanas en cuyo contexto fue percibido por los tres patriarcas.

Eros junta, la Ley separa. En este vaivén infinito de unión y separación se establece el
aliento natural del universo. Cuando Dios descansó al séptimo día, lo hizo (entre muchas otras
razones) para que otros siguieran su ejemplo. Luego de seis días en que el hombre es servidor
de sus necesidades, posee un día para ser solo dueño de sí mismo, dedicarse al descanso y al
estudio. En otras palabras, librarse a sus propias posibilidades de ser. La cesura, el corte, la
interrupción, son necesarios no solo para que el empuje de la molicie material no nos arrolle,
sino también para toparnos con aquello que por falta de tiempo no nos es posible contemplar.
No hay otra solución que el detenimiento para seguir siendo fieles a lo que nuestro deseo nos
empuja a ser. La reflexión entre los actos es imprescindible.

116
La inteligencia (y por ende el conocimiento) no es posible sin la vacilación y la duda.
Ellas evidencian el reconocimiento de la presencia de lo otro, el pequeño choque con lo que no
nos pertenece. El afirmar anula, el vacilar da espacio, como una respiración del universo
personal, que se toma el trabajo de no darse por sentado. Es por eso que en rigor el nombre
inteligencia artificial es un oxímoron. Bien lo explica Byung-Chul Han en La sociedad del
cansancio: si el burnout y la depresión son los males característicos de esta época como en otras
lo fue la lepra o el cáncer, es por la falta sistemática de un respiro, por el esfuerzo capitalista en
pos de rendimiento y ganancia de asimilarnos al modus operandi de una máquina:

Quizás el ordenador hace cálculos de manera más rápida que el cerebro


humano y admite sin rechazo alguno gran cantidad de datos porque se halla
libre de toda otredad. Es una máquina positiva. Precisamente por su
egocentrismo autista, por su carencia de negatividad, el idiot savant obtiene
resultados solo realizables por una calculadora. En el marco de la positivización
general del mundo, tanto el ser humano como la sociedad se transforman en
una máquina de rendimiento autista. También puede decirse que justamente el
esfuerzo exagerado por maximizar el rendimiento elimina la negatividad porque
esta ralentiza el proceso de aceleración.

La máquina es de por sí estúpida. No porque no reconoce lo otro, sino porque lo


instrumentaliza como obstáculo para un determinado fin. Ya en 1964, cuando la Guerra Fría aun
permitía concebir una alternativa al capitalismo posindustrial, el filósofo y matemático
estadounidense Norbert Wiener nos prevenía contra los peligros de la automatización:

La gente con inclinaciones artificiosas, con frecuencia tiene la ilusión de


que un mundo altamente automatizado haría menos demandas a la inventiva
humana que las que hace el actual y tomaría por su cuenta nuestra necesidad
de pensamiento complejo, tal como un esclavo romano que también fuese
filósofo griego podría haberlo hecho con su amo. Esto es palpablemente falso.
Un buscador de metas no necesariamente perseguiría nuestras metas a menos
que lo diseñásemos para ese propósito, y en ese diseño deberemos prever
todas las etapas del proceso para el que está diseñado, en lugar de
experimentar con previsión tentativa que llegue hasta cierto punto, y pueda ser
continuada desde ese punto a medida que surjan nuevas dificultades. Las
sanciones por errores de previsión, tan grandes como son ahora, pueden ser
muchísimo mayores en la medida que la automatización llegue a usarse
plenamente.

Pedir direcciones a un desconocido, preguntar por la hora, hablar en un café, solo son
ahora ocasiones dignas de observación porque hay más posibilidades que nunca de evitarlas.
Hay un alejamiento de los microencuentros con lo desconocido que antes vertebraban el día a
día y hoy son medidas desesperadas u ocasiones más o menos especiales. Hay un otro que está
difuminándose de nuestras vidas. No niego las evidentes ventajas de utiliza una app para
encontrar el camino más rápido a un lugar o evitar un embotellamiento. Solo me detengo a
preguntar si esa necesidad es algo tan dado como queremos creer. Si el tiempo aprovechado es

117
tan valioso como creemos en todas las facetas de nuestra existencia. Si este no se puede
recobrar por el recuerdo, el sueño, si no puede perderse con alegría, felizmente gastar pólvora
en chimangos, como quien dice. Sé, por ejemplo, que ninguna app podrá automatizar una fiesta.
¿Cómo programar a una máquina, cuyo propósito es llegar a un determinado objetivo de la
manera más eficiente, para que desperdicie los recursos en un goce que no es vital para la
supervivencia? A lo sumo podrá administrar las posibilidades de este desborde, pero ante el
hecho mismo la máquina se queda del otro lado del umbral. En su artificialidad, en su inversión
de las reglas de la vida, la fiesta también se muestra como algo que no está dado, sino que hay
que construir. La fiesta es un contrato, y el que mira a los otros bailar es quien hace el ridículo
frente a los que bailan. Si es un lugar común de nuestras series y películas que un hecho violento
o delictivo ocurra durante una fiesta es justamente por estas razones. No solo el asesino puede
ocultarse en la multitud y el color de las luces de neón, la fiesta misma es la máxima vida que
necesita de una muerte para equilibrar su fulgor insoportable. La fiesta es la vida más desnuda y
brillante que nunca. Hay una razón por la cual, según Pascal Quignars en El sexo y el espanto, la
escena favorita de los lupanares es el develamiento del cuerpo: “Levantar el velo es separar lo
que separa. Es la efracción silenciosa.” Sin separación no hay visión, no hay luz sin sombra. Hay
como un miedo en nosotros a desvelar lo que la vida de indeterminado, el fondo cuántico que
no está consolidado a priori. El capitalismo ha recurrido cada vez más a moldes
predeterminados de referir al placer y al goce, que Herbert Marcuse en Eros y civilización llamó
“principio de actuación”:

El principio de actuación, que es el que corresponde a una sociedad


adquisitiva y antagónica en constante proceso de expansión, presupone un
largo desarrollo durante el cual la dominación ha sido cada vez más
racionalizada: el control sobre el trabajo social reproduce ahora a la sociedad en
una escala más amplia y bajo condiciones cada vez más favorables [...]. La libido
es desviada para que actúe de una manera socialmente útil, dentro de la cual el
individuo trabaja para sí mismo solo en tanto que trabaja para el aparato, y está
comprometido en actividades que por lo general no coinciden con sus propias
facultades y deseos.

El cuerpo es, en el fondo, un fantasma a contraluz. Nuestros asuntos pendientes jamás


van a estar concluidos. El descanso, la interrupción, la celebración, son en sí mismas forma de
una costosa sabiduría. Hacer de cuenta que no hay ningún deber de ser prudente, ninguna
prohibición que exige la supervivencia. Irradiar sin propósito lo que de nosotros resplandece por
sí mismo. En esta ausencia de reglas el otro nos enfrenta como un ser igual de indeterminado.
No hay metas a lograr, por tanto no hay motivos de enemistad. Es claro que el shabat va a
terminar, como es debido. La presión del tiempo volverá a sentirse y moldear nuestro día a día,
pero por un determinado período hemos ejercido el derecho necesario de no solo sentir sino
saber que algo más es posible. Quisiera concluir con una hermosa observación de Rabí Menajem
Mendel de Rimanov (1745 - 1815) que Martin Buber recopiló en sus Cuentos jasídicos:

Rabí Mendel a menudo se quejaba:


"Cuando no había buenos caminos, uno tenía que interrumpir el viaje al
caer la noche. Entonces se disponía de tanto tiempo como pudiera desearse

118
para recitar los salmos en la posada, abrir un libro y tener una buena
conversación con otro. Pero ahora se puede viajar por estos caminos día y
noche y ya no hay paz.''

119
Bibliografía:

Buber, M. (1983). Cuentos jasídicos: Los maestros continuadores I. Paidós.


Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Herder.
Lem, S. (2008). Solaris. Edhasa.
Marcuse, H. (1985). Eros y civilización. DeAgostini.
Mosès, S. (2007). El Eros y la Ley: Lecturas bíblicas. Katz.
Wiener, N. (1975). Dios y Golem S. A.: Comentario sobre ciertos puntos en que chocan
cibernética y religión. Siglo Veintiuno.

120
Los hermanos y los guardianes: Atomizado Berlín, de Julia Kornberg

Madre, padre, hermano

fueron con el tiempo


perdiendo el yugo
del pronombre posesivo
que los unía a mí.

- Mirta Rosenberg

Hablar de alguien encierra en su núcleo una tensión irresuelta y dolorosa. ¿Cómo


apaciguar esta enorme paradoja del Otro, en la que reconocerlo como otro implica al mismo
encerrarlo en etiquetas conceptuales que pertenecen a mi mirada, ajena a la suya propia? El
lenguaje trae al proscenio al Otro que se presenta ante mí, le da una posibilidad de que yo lo
reconozca, lo salva del trasfondo opaco de lo indistinto, pero al mismo tiempo lo agota en su
posibilidad de sorprenderme, pasa de persona a personaje. Emmanuel Levinas ilustra en
Totalidad e infinito esta lucha del lenguaje con la presencia del otro, pura irradiación que
significa todo y nada al mismo tiempo y que el discurso mutila en su incandescencia cuando no
es una palabra verdadera, pero que bien empleada siempre enriquece al Otro en vez de
ahogarlo:

Tener un sentido es situarse con relación a un absoluto, es decir, venir de esta alteridad
que no se suprime en esta percepción. Tal alteridad solo es posible como una abundancia
milagrosa, sobreabundancia inagotable de atención que surge en el esfuerzo siempre
recomenzado del lenguaje con el objeto de aclarar su propia manifestación. Tener un sentido, es
enseñar o ser enseñado, hablar o poder ser dicho.

Después de asesinar a Abel, Dios le pide a Caín que le diga en dónde está. Caín se rehúsa: niega
ser el responsable de definir a su hermano. En esta ambivalencia violenta y amorosa, homicida y
liberadora (Caín mató, pero se aleja del crimen como Flaubert de su obra), está el enigma del
vínculo fraterno y también la esencia del respeto al otro en tanto otro y no en tanto producto de
una percepció. Nina Goldstein no necesita matar a su hermano Mateo. Este sabe que va a morir
pronto de un aneurisma y el secreto de su deseo, tan hermético como inequívoco, lo lleva a vivir
una vida de magra abundancia y de belleza inclemente en Israel. La antesala de la muerte de
Mateo es contada por Nina, que la reconstruye con la perpetua ansiedad de estar perdiéndose
de algo, de haber sumido alguna parte imprescindible de la vida de su hermano en un cono de
sombra. El dolor que el abusivo Ossip ve manifestarse en pozos depresivos y gestos de locura al
final de la novela aquí está convertido en tabú, una prohibición fulminante. Si el luto es el ardor
de la ausencia, solo puede expresarse a través del silencio. Nina retrae sus palabras de duelo,
encuentra la fuerza de desplazar ese dolor para celebrar la felicidad que Mateo pudo encontrar
al final de su vida, por breve que esta haya sido. Julia Kornberg mutila la lógica cainita,
desprende al asesino de su crimen y sin él solo nos queda el amor encarnizado por el otro que
siempre se estaba yendo porque irse es lo que le permite ser feliz. Incluso con esto, sin
embargo, la tensión no se resuelve. La debacle etílica y farmacológica de Nina cuando llega a la

121
treintena podrá haberse desatado por las fotos que Angélica le ha pedido tomar de cuerpos y
cadáveres, pero es solo el último eslabón de una larga cadena de padecimientos cuya única
respuesta parece ser siempre la huida: Acepté, como destino inevitable, darme a la fuga como lo
hacían todos los demás. Los personajes de Atomizado Berlín no huyen para encontrar un hogar
sino para buscar posibilidades, que es una meta más sofisticada que la nebulosa libertad. Huyen
de Buenos Aires porque no toleran su esclerosis artificial de lagos construidos y barrios privados,
pero en las otras ciudades que habitan solo ven espejismos de este problema: el aire respirable
se está agotando para el prójimo, el Viejo Mundo cierra sus fronteras a la bienvenida universal,
un mal momento para tener quince años y ojos de cualquier color más que celestes. La lógica del
mundo, la agonía orgánica de la ciudad, se decanta por el bombardeo intestino producto del
lenguaje de los desoídos y la respuesta de los que quieren mantener el orden.
Siempre que los narradores hablan lo hacen por medio de los otros. La mayoría de los
monólogos aplazan durante páginas la revelación de su nombre, nos enteramos primero de
quién es el que no está hablando que de quién habla, la lengua choca con el prójimo y para
mitigar parte del daño borra el origen del golpe. Este amor por el otro que los obliga a
permanecer siempre en puntas de pie al hablar de él cuando son alguien que importa (no así los
amantes de segunda, no así los encuentros de una noche, el amor romántico en la novela tiene
mala prensa y el sexo es tan mundano como atarse los cordones) se resuelve en la huida: no
puedo sostener más esta palabra, no puedo arriesgar una respuesta sin dañar a quien quiero,
debo cambiar la conversación, debo asesinar a la pregunta. Es por eso que es difícil contestar si
en las voces de los narradores existe el registro irónico. La ironía implica una escisión entre el
plano locutivo (lo que se dice) y el ilocutivo (la función que cumple decirlo), por lo general
hiriente o por lo menos picante. Cuando se relatan las vergüenzas de la intimidad, la
incomodidad de los encuentros, los efluvios corporales involuntarios, se los ensalza como algo
tan valioso como un acto de valentía sin dejar de hallar lo reprobable en ellos. Nina y Tomás
discuten cómo vivirían la vida de haber nacido cincuenta años atrás: Tomás se condena
hipotéticamente a morir de sida y no por jocoso deja de ser sincero, acuerdan que la vida de
reprimidos sociales y un matrimonio-pantalla hubiese sido una aventura sin dejar de reírse pero
tampoco de asumir una realidad que no hubiese permitido su existencia. Los taxistas son
verdaderos caballeros a pesar de ser, algunos, cocainómanos empedernidos o usar sandalias
pegadas con gotita. Candelaria, la amiga de Tomás y Nina, tiene una vida de apariencias vacías y
banalidades pero no deja de tener la vida más honesta de los tres. La contradicción no supone el
alejamiento de los opuestos: es la regla, no la excepción. Cuando Jeremías y Timo conocen a Riz
Hassan aceptan de buen grado su risa ante la reverencia que le declaran pero se quedan en
jaque cuando este rompe a llorar. Los personajes de Kornberg mantienen a sangre y fuego la
esperanza de lo inesperado. Lo mismo puede decirse del ennui constante de las voces. No se
puede decir que es un artefacto si no hay otras opciones, los narradores no pueden elegirlo
porque elegir implicaría una alternativa: No era una pose, sino más bien una melancolía
homogénea que había contagiado durante la última década a toda la ciudad.
Nina, Mateo, Jeremías y Angélica son Caínes a la inversa: viajan por siempre de ciudad
en ciudad, pero en vez de construirlas estas se vienen abajo. Nina renuncia literalmente a la
carrera de arquitectura. St. Jacques, astrónomo de cuarta que perora entre los clochards
parisinos, encarna el principio de disolución del universo. El texto está repleto de construcciones
en llamas y pedazos de edificios históricos saltando por el aire. El aplastamiento que sufre
Jeremías en el concierto de Los Ratones, del cual salió casi ileso de milagro, se resuelve en la

122
noche fatídica del 30 de diciembre de 2004. La experiencia que más se asemeja a una disolución
de las fronteras del Yo y el Otro, en la que la masa indistinta de cuerpos se mueve al unísono por
fuerza, roza el encuentro con la muerte y los tres amigos, Jeremías, Tobías y Lili, supieron
detenerse y arrancarse de ese mundo antes de que su curso natural descarrilara en tragedia.
Jeremías pasa de un género musical a otro, pero el halo de catástrofe sigue tras él. En París la
destrucción es más violenta y azarosa, el affair de seis miembros que era su banda en los
comienzos termina en ensayos de un rejunte de gente alienada de sí misma, un distanciamiento
progresivo que la música puede paliar solo apenas. Durante la seguidilla inicial de las
explosiones, Marlene y Jeremías se dan cuenta: iba a ser algo imposible la comunicación. La
música, lo mismo que las drogas, los cómics, el fútbol, la cultura popular, las redes sociales, los
lineamientos para levantar o los memes no son un instrumento de nostalgia sino intentos de un
parámetro común, medidores de comunicación entre las personas. La unión intensa de Nina con
Angélica, con la que termina el libro, se inaugura con una interpretación íntima y secreta del
disco Discovery. En este año de 2021 Facebook y Tumblr no pertenecen al pasado pero tampoco
son parte importante del paisaje digital de alguien menor de cuarenta años. En ese uncanny
valley del pasado, el cadáver no del todo frío del presente, se busca una comunicación
rudimentaria entre dos: siempre nos quedará internet, dice Jeremías, destripando la frase de
Rick Blaine. Nina se entiende con Ossip y esto le provoca un alivio, su manejo del arte, del cine o
de los partidos de la Champions League se parece lo suficiente. Comprender al otro es lo
principal, y es imposible hacerlo sin un mediador que traduzca sus palabras. Aquí viene a cuento
recordar que todo el libro es una traducción que una Angélica ya envejecida manda a hacer del
alemán como un último gesto de amor a aquella gente que habita su memoria, a los fantasmas
de su generación.
Si la primera parte del libro es de los hermanos, la segunda es de los guardianes. En ella
se cierra lo que aquella se esforzó en abrir. Angélica destaca por contraste, se lanza a una
empresa de la primera parte a tres cuartos de la segunda. Paga caro el precio de su transgresión,
pero obtiene como recompensa la última palabra, los bordes del libro, sus límites entre interior
y exterior. Angélica siempre estuvo en los márgenes, y el proyecto hacker de intervenir todas las
computadoras del mundo con imágenes terribles de la guerra obtiene su paralelo en el trabajo
de intervención que ella hace en el libro, sus pocas notas al pie son un recordatorio de que todo
ha pasado por sus ojos. El máximo guardián, en cambio, es Ossip. En él aparecen los últimos
reflejos distorsionados de lo que en la primera parte del libro auguraba promesa: ve la
necesidad de escaparse de Nina por medio de drogas y amantes como antes lo hacía viajando de
ciudad en ciudad, quema parte de sus cosas cuando sabe que no va a volver a su lado como
antes la misma Nina hacía con las fogatas caseras de Mateo en los años de adolescencia. Ossip
no le rehúye a definir a Nina, la violencia que le inflige no se traduce solamente en puñetazos
sino en la forma de describirla, repleta de verbos copulativos y aseveraciones inamovibles. El
momento de mayor seguridad en las afirmaciones, paradójicamente, trae consigo la mayor
desrealización del sujeto: nunca Nina fue tan elusiva, nunca la conocimos menos que ahora. Así
como Marlene, Timo y Jeremías abrían las ventanas sin pudor para que todos los vieran
teniendo sexo, la revelación tiene el efecto de exponer el negativo de un rollo a la luz solar. Lo
que queda es la nada misma, pura superficie lisa que podría ser cualquier cosa. Algo parecido
pasa en el encuentro con Riz Hassan en el hospital. Timo y Jeremías hacen una especie de doble
con sus canciones de lo que habían hecho antes Jeremías y Tobi con Los Tallarines Explosivos de
Villa Real, Agustín con la “Cantata de puentes amarillos” de Spinetta y Nina y Angélica con

123
Discovery, pero la elucidación del misterio trae un resabio de banalidad, un cierto gusto
agradable por lo amable que era el hombre que estaban conociendo, pero carente por completo
de la grandeza que esperaban. No hay que conocer a los ídolos. La muerte de Mateo, que definió
su vida breve, mantuvo la grandeza de su persona por haber sucedido justamente en la soledad
del desierto, lejos de las miradas inoportunas.
En “El escritor argentino y la tradición”, Borges saca a relucir un poco frecuente costado
autobiográfico relacionado con la escritura de “La muerte y la brújula”:

…hará un año, escribí una historia que se llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de
pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la
pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rue de Tolon, pienso en la quintas de Adrogué y
las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían
encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires.

La exageración, el desborde y lo grotesco tienen la capacidad de llevar el fantasma al proscenio,


no solo lo que ya es sino lo que en sí mismo contiene las posibilidades del futuro, lo que es y no
es a la vez. Esto solo es posible mediante un grandioso ensimismamiento, difuminar los límites
de la perspectiva individual al punto de hacerle adquirir la ubicuidad de lo invisible, un verosímil
que envuelve con su profundidad. Como bien explica Lotte Eisner:

Por una parte, el expresionismo representa un subjetivismo llevado al extremo; y, por otra, esta
afirmación de un yo totalitario y absoluto, forjador del mundo, se aproxima a un dogma que
implica la abstracción completa del individuo.

Los fantasmas de una generación no pueden vivir sino en la mente individual. Exagerar es lo
propio de quien percibe antes que nadie lo que está por venir, como hace Li con todos sus
amigos. La expansión del Yo a niveles peligrosos produce la fascinación de una lengua poética,
lengua que hace tanto como describe. Quizás el libro no sea más que una serie de profecías
autocumplidas. Lo cierto es que en la posibilidad de salvarse de la catástrofe reside su encanto.
Cito de nuevo, finalmente, a Levinas: Un ser capaz de otro destino que el suyo, es un ser
fecundo.

124
El derrumbe ya ha sucedido

… cuando un suceso interno no se hace consciente,


entonces acaece externamente como destino; es
decir, si el individuo se mantiene unitario y no hace
conscientes sus antítesis internas, entonces el
mundo tiene que representar ese conflicto y quedar
partido en dos.

- Carl Jung, Aion

La “espantosa sensación de fatalidad” que Amanda siente cuando David se acerca a


Nina dentro de la casa es la emulsión que enhebra la historia de Distancia de rescate. La
fatalidad del mito corroe la superficie del texto hasta agotarlo en lo inevitable. El movimiento
que hizo que el padrillo escapara hasta el arroyo contaminado y acercó a David al agua es el
mismo que hizo a la serpiente matar a Eurídice de una mordida. En un mundo que se plantea a
sí mismo como totalidad, es decir, un mundo mágico (la “energía” de la que habla la mujer de la
casa verde), no puede existir el libre albedrío. El mundo que la novela plantea es uno en donde
no existe, en última instancia, lo distinto, porque todo pertenece a lo mismo. El aura de
emboscada que tiñe al pueblo con su carácter cada vez más ominoso y la casa verde, en la que
una mujer ejerce la transmigración de almas en cuerpos distintos, contrasta explícitamente con
la razón de Amanda para estar relatando sus vivencias a David. ¿Por qué existe el relato, si este
mundo no concibe lo distinto? Cuando Amanda ya pasó el punto en que su envenenamiento y el
de su hija ha comenzado, que es el de sentarse sobre pasto regado de pesticida, le pregunta a
David por qué el relato continúa. Este le responde: “Porque todavía no estás dándote cuenta.
Todavía tenés que entender.” El meollo de Distancia de rescate no estriba en si Amanda o Nina
se salvarán, sino en la revelación que Amanda debe obtener para que su conciencia se disuelva
en la muerte, que es la de su pertenencia a este mundo mágico y brutal: así como Amanda
concibe a Nina como parte de sí misma, el pueblo concibe a Amanda y a Nina como parte de sí.
El epígrafe de Toque de queda de Jesse Ball refiere justamente a la toma de conciencia en la
situación paradójica de mirar las propias manos, en la que al mismo tiempo una parte del propio
cuerpo pertenece al sujeto que mira pero es cosificado por la mirada.
La conciencia y el diálogo son lo que la mantiene viva porque ambos son productos de
una escisión y una demora. En Las mil y una noches Sherezade interrumpe y recomienza su
relato estratégicamente para evitar su muerte en la mañana; Amanda despliega su relato de
manera ambivalente, por un lado para defenderse de lo que no reconoce como suyo y por otro
para poder finalmente morir. David, el interlocutor que oscila entre guiar y forzar el relato,
constantemente pone la atención en los detalles, cuanto más minúsculos mejor. Esta dinámica
de rumiación se acopla con exactitud al concepto de “miedo al derrumbe” que Donal Winnicott
desarrolló y aparece en el primer volumen de sus Exploraciones psicoanalíticas:

… el miedo al derrumbe se vincula con la experiencia previa del individuo y con factores
ambientales aleatorios. Al mismo tiempo, cabe suponer que hay en este miedo un
común denominador que indicaría la existencia de de fenómenos universales; son
estos,en verdad, los que vuelven posible para cualquiera de nosotros conocer
empáticamente lo que siente un paciente cuando presenta este miedo de forma aguda.

125
(De hecho, lo mismo puede decirse de cada detalle de la locura de una persona loca.
Todos lo conocemos, aunque tal vez ese detalle particular no nos moleste.)

Todo se debate a un nivel microscópico: los detalles que David dice son importantes,
como la primera mención de la distancia de rescate, el perro que sale del pastizal, la mención de
sus ojos cuando se había metido en la casa de Amanda y Nina, el sueño con la lata de arvejas y
finalmente los bidones que los hombres descargan del camión son los pequeños abismos a
través de los cuales la revelación última es posible. La imagen del perro que sale del pastizal es
retribuida por la del pato y el perro que David entierra con disciplina; los ojos de David son los
de Nina que el marido no reconoce una vez hecha la transmigración; durante el sueño Nina dice
“Soy David”. Por último, el pesticida que derrama el bidón y que Amanda toca junto con Nina es
el principio del vínculo entre cuerpo y relato. Para Amanda es el momento en que su muerte
comenzó, para el lector es el momento en que se revela la dependencia entre cuerpo y relato. El
primer signo de su decadencia final es un temblor en las manos, guiño explícito al epígrafe: “Por
primera vez en mucho tiempo, bajó la vista y se miró las manos. Si han tenido esta experiencia,
sabrán a qué me refiero.” Al terminar, Amanda finalmente sentencia: “Las cosas ya no suceden,
solo está mi cuerpo.”

El texto obtiene su movimiento de una serie intransigente de separaciones en cuyo


fondo yace una “agonía primitiva” (Winnicott) y que desembocan en una catástrofe al entrar en
contacto: campo/ciudad; hombre/mujer; maternidad/paternidad; madre/hija;
cuerpo/conciencia. El uso de verbos en presente suscita no un recuerdo sino una reactualización
en constante peligro de extinguirse. El encuentro de los dos maridos coincide con la separación
definitiva de sus mujeres, ya sea por la muerte o el abandono. En los maridos hay también una
demora que mantiene un vínculo imprescindible con el relato, es el reverso de la distancia de
rescate que Amanda calcula obsesivamente: en vez de calcularse para la cercanía, se calcula
para el alejamiento. El marido de Amanda está ausente durante el desastre, y el llamarlo por
teléfono mientras Amanda está agonizando resalta el hecho de que no está ahí. La distancia
geográfica de este se complementa con la distancia emocional de Omar, que teme a su hijo y lo
encierra en su cuarto durante las noches. Carla dice de su rol de padre: “Cuando pasó lo de la
mujer de la casa verde y los días de fiebre él no hizo preguntas. Por ahí es que simplemente no
le interesaba.” Amanda calcula la distancia para “salvar” a Nina sin entender que eso que ella
llama salvar es fagocitar, anexionar o asimilar un Otro, por lo que su instinto materno se basa
secretamente en la muerte, en una regresión. Su marido, por otro lado, ni siquiera reconoce los
gestos y mirada de su hija en el cuerpo de David, que ahora intenta de manera inútil “atarlo
todo” con hilo sisal.

El miedo al derrumbe es una instancia de regresión en el desarrollo de la conciencia.


Winnicott sostiene que el paciente “hereda un proceso de maduración”. Amanda resalta en
varias ocasiones lo hereditario de la distancia de rescate: “Mi abuela se lo hizo saber a mi
madre, mi madre me lo hizo saber a mí, toda mi infancia, a mí me toca ocuparme de Nina.” Hay
una sucesión generacional de regresiones que solo puede interpretar la sucesión del tiempo
como una decadencia, como la estatua del sueño de Nabucodonosor. Sus consecuencias ya
podían verse en Amanda desde antes de llegar al pueblo:

126
… últimamente siento que mantenerme en pie implica un gran esfuerzo. Se lo dije una
vez a mi marido, y él dijo que quizás estaba un poco deprimida, eso fue antes de que
Nina naciera. Ahora el sentimiento es el mismo, pero ya no es lo más importante.

La identidad de Amanda se vale principalmente de la relación y la permutación: ella es madre,


como su madre lo fue, y la madre de esta lo fue. La maternidad es la nota principal y fuera de
ella hay un desierto. Hay una instancia de separación que ella no consuma para liberarse de las
ataduras de la maternidad, de ahí surge una noción subrepticia de que el mundo está vacío. La
depresión es una enfermedad de ceguera, su síntoma es la falta de nombre para el mal que
aqueja al enfermo. Amanda recapitula con esfuerzo de detalles el relato de lo que sucedió como
un último esfuerzo por finalmente liberarse del ente anónimo que la persiguió toda su vida, para
aceptar su pérdida al darle cabida en el mundo de los signos. Dice Julia Kristeva en Sol negro:
depresión y melancolía:

El deprimido es su otros testigo, al revés, cuando renuncia a significar y se hunde en el


silencio del dolor o el espasmo de las lágrimas que conmemoran los reencuentros con la
Cosa.
Trans-poner, en griego metaphorein: transportar; el lenguaje es desde el inicio
una traducción, pero en un registro heterogéneo a aquel que en que se opera la pérdida
afectiva, la renuncia, la rotura. Si no consiento en perder a mamá, no puedo ni
imaginarla ni nombrarla.

Amanda nunca deja de utilizar verbos en presente. Aquello que ve desplegarse, si bien ya
sucedió, se aloja en ella como un carbón prendido. Es necesario que la historia se repita para
poder asimilarla a lo ya-sido: “la experiencia original de la agonía primitiva no puede convertirse
en tiempo pasado a menos que el yo sea capaz primero de recogerla dentro de su experiencia
presente” (Winnicott). La sucesiva degeneración de las identidades por medio de la
sobreprotección de la madre desemboca en catástrofe. El vínculo entre Amanda y Nina podría
ser solamente el punto en el cual la distancia de rescate se ha hecho insostenible, y cualquier
momento de libertad que Nina puede obtener basta para que se venga abajo. En el momento en
el que Nina y Amanda están viendo juntas la descarga de los bidones, David no se conforma con
la escena:

¿Qué más,mientras tanto?


No recuerdo mucho más, eso es todo lo que pasa.
No,hay más. Alrededor, cerca. Hay más.
Nada más.
La distancia de rescate.
Estoy sentada a diez centímetros de mi hija, David, no hay distancia de rescate.
Tiene que haber, Carla estaba a un metro de mí la tarde que se escapó el padrillo y casi
me muero.

En el seno mismo de la relación entre madre e hija se siembra la muerte. Al final es la cercanía la
que la desata, no la distancia. Lo mismo ocurre en el episodio que David menciona en la cita,
que sirve como puesta en abismo de todo el texto. El amor de una madre es lo que mueve la
muerte y transmigración. El amor es lo que define a Amanda desde su mismo nombre: en latín,

127
los gerundivos solían cargar la connotación de deber u obligación, como en la frase final de
Catón el Viejo: “Carthago delenda est” (Cartago debe ser destruida). Amanda debe ser amada,
valga la redundancia, lo necesita para ser. Las raíces que ese amor encuentra para expresarse
recurre a un vocabulario de la ausencia y la frustración que se acopla a la separación de los
maridos y la separación de cuerpo y conciencia. Esta última es patente en la casa verde: David es
separado en cuerpo y conciencia para que en esa separación el veneno no pueda abatirlo. David
es un ser que depende de la separación para seguir existiendo. El objeto de deseo de Amanda,
igualmente frustrado, es Carla, y las barreras que se presentan entre ellas, principalmente los
hijos, son lo que al mismo tiempo previene la concreción y aumenta el deseo. La tentativa de
escape de Amanda es luego concretada por Carla sin ella, pero en un principio quería incluirla
(“Carla vendría si yo se lo propusiera”). Hay una libido que al mismo tiempo vivifica por la
separación y mortifica por la unión. La imagen de gusanos con la que empieza el texto es una
buena síntesis. En su Diccionario de símbolos, Juan-Eduardo Cirlot define al gusano de este
modo:

Jung lo define como figura libidinal que mata en lugar de vivificar. Débese a su frecuente
carácter subterráneo, a su inferioridad, a su relación con la muerte y con los estadios de
disolución o primariedad biológica. Así es muerte relativa (para lo superior, organizado)
lo que simboliza, pues, en el fondo —como la serpiente— es un exponente de la energía
reptante y anudada.

El padrillo que Omar pidió prestado, caballo cuya función es inseminar yeguas, se escapa en un
descuido de este, que “lo seguía como un zombi para contabilizar cuantas veces se subía a cada
yegua.”. Carla aclara: “Es raro, pero a veces pasa.” Cirlot aclara que, entre los muchos
significados de la figura del caballo, este simboliza el instinto, las fuerzas inferiores y lo cíclico
del orden universal. No sorprende entonces que la fuga del caballo aparezca de nuevo hacia el
final del texto, esta vez en tropilla: todos los caballos de Omar y Carla se escaparon durante la
noche, probablemente liberados por David. Todos los personajes de Distancia de rescate
deambulan en una ceguera que confunden con el destino. La única que puede salvarse, y eso a
costa de abandonarlo todo a un tiempo, es Carla. Ese veneno que según David “estuvo siempre”
es también el amor. No es nada excepcional su asociación con una isotopía médico/química que
incluye las palabras “intoxicar” o “envenenar”. Aquello que selló el destino de Amanda y Nina
fue un último encuentro con Carla a modo de despedida, el cuerpo de amanda deja de
responderle mientras está con ella. En la novela Eros destroza todo a su paso mientras Agape no
puede reconstituirse (los esposos están separados). En su libro El amor y Occidente, denis de
Rougemont establece las diferencias entre ellos:

Eros se somete a la muerte porque quiere exaltar la vida por encima de nuestra
condición finita y limitada de criaturas. Así, el mismo movimiento que hace que
adoremos la vida nos precipita en su negación. Es la profunda miseria, la desesperación
de Eros, su servidumbre inexpresable; expresándola, Agape lo libera de ella. Agape sabe
que la vida terrenal no merece ser adorada, ni siquiera matada, sino que puede ser
aceptada en la obediencia a lo Eterno. Pues, después de todo, es aquí abajo donde
nuestra suerte se juega.

128
El efecto de ominosidad aplastante en Distancia de rescate no yace en las imágenes
macabras de niños con deformidades o rituales de dudosa procedencia religiosa, sino en el
cuestionamiento de una identidad que sabemos perdida de antemano. Todo acto narrativo
necesita de una escisión, y esta presupone una fractura en la identidad del narrador, hacer un
espacio dentro de sí mismo para que el lector pueda habitar el texto. Concluyo con una última
cita de Julia Kristeva en su libro Poderes de la perversión que sintetiza muy eficazmente la
atmósfera de la novela:

No es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello
que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites,
los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto. El traidor, el mentiroso, el
criminal con la conciencia limpia, el violador desvergonzado, el asesino que pretende
salvar ... Todo crimen, porque señala la fragilidad de la ley, es abyecto, pero el crimen
premeditado, la muerte solapada, la venganza hipócrita lo son aún mas porque
aumentan esta exhibición de la fragilidad legal. Aquel que rechaza la moral no es
abyecto —puede haber grandeza en lo amoral y aun en un crimen que hace ostentación
de su falta de respeto de la ley, rebelde, liberador y suicida. La abyección es inmoral,
tenebrosa, amiga de rodeos, turbia: un terror que disimula, un odio que sonrie, una
pasión por un cuerpo cuando lo comercia en lugar de abrazarlo, un deudor que estafa,
un amigo que nos clava un puñal por la espalda ...

Bibliografía:

Cirlot, J.-E. (1994). Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor.

Kristeva, J. (1988). Poderes de la perversión: Ensayo sobre Louis Ferdinand Céline. Buenos Aires:
Siglo Veintiuno.

_________ (2015). Sol negro: Depresión y melancolía. Buenos Aires: Waldhuter.

Rougemont, D. de (1978). El amor y Occidente. Barcelona: Kairós.

Schweblin, S. (2015). Distancia de rescate. Buenos Aires: Random House.

Winnicott, D.(2006). Exploraciones psicoanalíticas I. Buenos Aires: Paidós.

129
Un Job cotidiano

¿Hasta cuándo, señor, a mi flaqueza


Suspendes el perdón y no consientes
Que trague mi saliva con dureza?

- Job (trad. Fray Luis de León)

“El tribunal no quiere nada de ti. Te recibe cuando entras y te despide cuando te vas.”
Estas palabras son las últimas que el sacerdote le dice a Josef K. antes de abandonar la catedral.
En este no querer nada de X reside la diferencia entre la justicia y la venganza. Y no otra cosa
hizo el sacerdote a lo largo de su conversación con K.: remarcar el solipsismo de su postura para
con el tribunal. Lo que K. concibe como venganza por un acto cometido es para el sacerdote
justicia que pone todo en su debido lugar. El continuo reproche que le hace a K. de
malinterpretar se fundamenta en que, más allá de si su lectura de “Ante la ley” sea o no
correcta, su enfoque es a todas luces erróneo, porque es uno que asegura que la Ley puede ser,
en última instancia, comprendida. “Te engañas con respecto al tribunal”, dice el sacerdote, justo
antes de narrar la leyenda. El sacerdote justifica su celo ante la leyenda, su necesidad de
relatarla “tal como aparece textualmente” por lo que dice después de contarla: “la comprensión
correcta de una cosa y la comprensión errónea de esa misma cosa no se excluyen mutuamente
del todo.” Es aquel estado de emulsión que abriga la totalidad lo que el sacerdote, lo mismo que
el guardián, quiere proteger ante todo. En esto lo sigue Jung en un pasaje de Psicología y
alquimia: “Sin la experiencia de lo contradictorio no existe experiencia alguna de la totalidad”. El
sacerdote se aboca en mantener el equilibrio frágil y sin embargo persistente que K. quiere
decantar en una decisión tomada. En él perdura la amarga queja de Job, que apunta al nudo
ardiente que encierra sus tormentos:

¿Qué es el hombre para que te ocupes de él, para que pongas en él tu atención, para
que cada mañana lo revises, y sin cesar lo pongas a prueba? ¿Hasta cuándo seguirás
vigilándome, sin darme descanso ni siquiera para tragar saliva? (Job 8:17-19)

El parentesco profundo de K. y Job no radica en la imagen de un hombre piadoso cuyas


circunstancias ponen a prueba su carácter (esta lectura es errónea en ambos casos). El núcleo
que los hermana es, en esencia, un problema de traducción: Job es movido por el dolor a la
empresa imposible de comprender lo que no puede ser comprendido, porque la comprensión
supone la existencia de límites a partir de los cuales construir una cartografía. Una y otra vez la
insignificancia del hombre es remarcada, lo mismo que la eterna vigilancia de Dios. ¿Cómo
pueden confluir estas dos cosas? Job se ampara, tímidamente al principio, y al final con toda
contundencia, en un Dios que lo hace “blanco de su ira” (Job 16:12). Y no es la única
contradicción que forma una totalidad. Lo mismo que en el caso de Job, la inmaculada
reputación de K. es ratificada con la primera oración, pero a contraluz: “Alguien debió de haber
difamado a Josef K.”. La palabra verleumden (difamar), que Kafka utiliza en el incipit, implica la
falsedad de la acusación. Esto sin embargo, y siguiendo la lógica de El proceso, no excluye que K.
haya cometido alguna acción indebida. Acción e inacción no son mutuamente excluyentes. Lo
mismo que el sueño intranquilo que desbordó la vigilia de Gregor Samsa para empotrarse en la

130
realidad, que como un vidrio polarizado puede verlo a él pero él no acceder a ella, el lugar de la
falta que K. ha cometido yace encerrado tras un abismo que al mismo tiempo no puede acceder
y ya se ha instalado en él. El argumento de Elifaz ante Job hace vacilar su entereza al considerar
que sus acciones, por buenas que hayan sido, son igualmente malas si las alimenta un móvil
impiadoso: “El que concibe miseria y da a luz maldad, lleva en su vientre la mentira” (Job 16:34).
Los pecados de K. pueden no ser sus acciones, sino el hecho de haber sido estas motivadas por
la mala fe (en un sentido existencialista). Elifaz se hace eco de las palabra del Satan al principio
del libro: “¿Crees que Job teme a Dios desinteresadamente?” (Job 1:9). Al principio del capítulo
“En la catedral” el narrador explica que haber aceptado el encargo de guiar al cliente italiano
viene del temor:

Habría podido rechazar sin dificultad la mayoría de los encargos, pero no se atrevía,
pues si su temor poseía aunque más no fuera el menor fundamento, el rechazo del
encargo significaba el reconocimiento de su temor. Por esa razón, aceptaba tales
encargos con aparente indiferencia; e incluso, cuando tuvo que hacer un agotador viaje
de negocios de dos días, no dijo que tenía un serio resfrío, a fin de no exponerse al
peligro de que, en vista del lluvioso clima otoñal que entonces reinaba, se le impidiera
viajar.

La presencia de una ausencia es una contradicción en sí misma, y es también lo único


que mantiene a K. con vida hasta su ejecución, en la que él mismo siente la necesidad de
clavarse el cuchillo. El crimen de K. es quizás no haberle dado espacio a su deseo. Quizás la
misma falta de reproche es lo mismo que lo condena. El argumento de Elifaz es mostrado en su
reverso: “¿Es justo ante Dios algún mortal? ¿Es intachable algún hombre ante su creador?” (Job
4:17). Esta es la espina en la existencia de K. a la que Miguel Vedda llamó “la existencia como
fachada”. En esto es locuaz el segundo discurso de Elihu: “Es a ti mismo a quien afecta tu
maldad; a ti, que eres hombre, a quien beneficia tu rectitud” (Job 35:8).

Hablar del judaísmo de Kafka es más que un asunto complejo: es casi imposible definirlo
como asunto particular, porque el judaísmo en su siglo y en este es infinitamente más que una
palabra reductible a los ámbitos de la teología, la política, la historia o (más dañinamente) la
etnología. El uso de la palabra “colectividad” es el signo persistente de la dificultad de una
definición, incluso del sentido de hallarla. El contexto en que Kafka vivió casi toda su vida es el
de una ciudad imperial de segundo orden (Praga, “madre con garras”), asolada por doquier por
paradojas socioculturales insolubles (hijo por parte de padre de trabajadores rurales y por parte
de madre de eruditos citadinos, perteneciente a una minoría germanohablante que sin embargo
ocupaba los cargos jerárquicos en la administración imperial, una enorme y afamada comunidad
judía que era atacada con virulencia creciente por las nuevas corrientes nacionalistas, etc.).
Reproduzco para esto la cita de Günther Anders que Miguel Vedda eligió para su estudio
introductorio:

En cuanto judío, no pertenecía enteramente al mundo cristiano. En cuanto judío


indiferente —pues eso era originariamente— no pertenecía enteramente a los judíos.
Como germanoparlante, no pertenecía enteramente a los checos. Como judío
germanoparlante, no pertenecía enteramente a los alemanes de Bohemia. Como
bohemio, no pertenecía enteramente a Austria. Como funcionario de una empresa

131
aseguradora de riesgos de trabajo, no pertenecía enteramente a la burguesía. Como hijo
de burgueses, no pertenecía enteramente a los trabajadores. Pero tampoco pertenecía
a la oficina, pues se sentía un escritor. Pero tampoco es un escritor, pues sacrifica sus
fuerzas a manos de la familia. Pero «vivo en la familia como alguien más extraño que un
extraño».

No voy a detenerme en cuestiones biográficas que por otra parte el mismo Kafka veló
con esmero en sus textos salvo raras excepciones. Lo que me interesa del entorno cultural a su
disposición es el uso que hizo de él y, más importante, de las elogiosas desobediencias que le
infligió para producir imágenes de una potencia inaudita. A este respecto encuentro muy a tono
una cita de La poéticas de Joyce de Umberto Eco a propósito del “catolicismo” del escritor
irlandés, que muy bien puede aplicarse al caso de Kafka:

El término es válido, sin duda, para indicar la actitud de quien, habiendo


rechazado una sustancia dogmática y habiéndose desarraigado de una experiencia
moral determinada, conserva como hábito mental las formas exteriores de un edificio
racional y mantiene una disposición instintiva, no pocas veces inconsciente, a la
fascinación de las reglas, ritos, imágenes litúrgicas.

La tradición judía que en el caso de El proceso suscita más la fascinación de Kafka es sin
duda la del comentario a las Escrituras. El sacerdote funciona como cortafuegos a la posible
proliferación de comentarios que brotan de la pregunta que K. hace aún acostado en su cama:
“Warum denn?”, “¿A causa de qué?”. K. dirige su pregunta a las causas que, quizás desde el
comienzo, intuye que nunca develará. La estrategia del sacerdote es mantenerse a ras del texto,
no ir más allá de lo que este plantea en una literalidad desesperante. “No tienes suficiente
respeto por el texto y alteras la historia” dice ante las interpretaciones de K. Sin embargo la
batalla está perdida de antemano: oír una historia ya es interpretarla. El libro de Job no es otra
cosa que un comentario al Levítico cotejado con las acciones de un Dios que le ha arrebatado
todo y lo ha puesto al borde de la muerte. Sin ir más lejos, la tácita acusación que pesa sobre K.
y la estructura de capítulos autoconcluyentes de El proceso obliga al lector a interpretar un texto
cuyo motor profundo está velado. Al mismo tiempo, el sacerdote pide a K. que no sea el lector
que el texto sí pide al lector de El proceso que sea. En el caso de Job, la respuesta no llega del
mismo Dios sino en la forma de un arsenal de preguntas que quitan el protagonismo a su
sufrimiento antes de proceder a restaurar sus bienes:

¿Dónde estabas tú cuando cimenté la tierra?


Habla, si es que sabes tanto.
¿Sabes tú quién fijó su tamaño y midió sus dimensiones?
¿En qué se apoyaron sus columnas?
¿Quién puso su piedra fundamental,
mientras cantaban a coro las estrellas
del alba y exultante todos los seres celestes?
¿Quién encerró con doble puerta al mar
cuando salía a borbotones del seno de la tierra,
cuando le puse las nubes por vestido,
y los nubarrones por pañales;
cuando le señalé un límite, con

132
puertas y cerrojos,
y le dije: «No pasarás de aquí, aquí se
romperá la soberbia de tus olas?» (Job 38: 4-11)

De una manera tolerable a los ojos de un mortal, Job obtiene un panorama general de la
creación que restituye su centro a través del consuelo que le da saber su lugar dentro de ella. K.
se pierde en la marea fluctuante de inocentes y culpables. No puede aceptar ser de los que
acuden a la absolución aparente o la postergación que describe el pintor Titorelli en su
conversación con él. K. no quiere cargar con sus culpas, sean impuestas desde afuera o desde
dentro. Como dice Vedda, su intención se obstina en regresar a un estado de inconsciencia e
inocencia anterior a su acusación. Job mantiene durante su suplicio la contradicción, como
expresa bellamente Jung en su Respuesta a Job:

En esto reside sin duda la grandeza de Job: en no dudar, ante esta dificultad, de la
unidad de Dios, sino ver claramente que Dios se encuentra en contradicción consigo
mismo, y esto, además, de manera tan total, que Job está seguro de encontrar en Dios
un protector y un abogado contra Dios mismo.

No fue sino hasta 1929 que el cabalista Franz Rosenzweig dio en su libro La estrella de la
redención el nombre de “metalógico” a esta condición del universo. Este no carece de sentido,
está más allá de él. Justicia e injusticia, verdad y mentira, pecado y piedad están juntas en una
totalidad que todo lo abarca. No es posible comprender esto desde las Escrituras sin hacer
hincapié en la diferencia entre los planes de Dios mismo y las Escrituras que oscura y
tangencialmente lo plasman. Los hagiógrafos no son una herramienta intercambiable del saber
sino su condición sine qua non para traducir la voluntad divina en el lenguaje de los mortales. En
ese pasaje oscuro e incierto brota el trabajo de la teología. Es necesario recordar que el
hagiógrafo, persona de un determinado lugar y tiempo, utiliza los recursos literarios que tiene a
mano para expresar una voluntad infinita. De ahí las muy frecuentes antropomorfizaciones de
Dios en el Génesis, e incluso las persuasiones a las que Moisés lo somete cuando, visto que
habían erigido el becerro de oro, Dios quiso castigar al pueblo de Israel: “Y el Señor se arrepintió
del mal que había querido hacer a su pueblo” (Éxodo 32:14). ¿Cómo puede Dios arrepentirse?
Jung menciona en su Respuesta la incongruencia de que Dios se arrepienta de haber creado al
hombre si en su omnisciencia sabía perfectamente lo que iba a pasar con él. Los “escritos” a los
cuales el sacerdote en la novela de Kafka acude como un escudo argumental sirven menos como
una garantía y más como una medida preventiva que compite contra un cero siempre ganador.
Es por eso que, por un lado, no se atreve a aventurarse más allá de ellos en las rutas sinuosas de
la interpretación y, por otro, admite todas las interpretaciones como posiblemente valiosas por
el solo hecho de haber partido de los escritos. El sacerdote piensa en términos transmorales y
metalógicos, lo mismo que el tribunal, lo mismo que el propio Kafka. El mantra imborrable de
sus textos es “ha sucedido, a pesar de todo”. Y este esquema es también adoptado en el libro de
Job. Si Dios en su omnisciencia conocía la probidad de su siervo, ¿por qué someterlo al
tomento? Una vez más, junto con el sacerdote, con el Dios de las Escrituras y con Kafka
debemos responder de dos maneras: la primera, no es esa la pregunta que importa; la segunda,
porque esta contradicción forma parte también de la totalidad.

133
La leyenda “Ante la ley” funciona como un diorama de El proceso. Hay un circuito que
nunca se consuma: el campesino nunca accede a la ley, a pesar de su justa opinión de que esta
“debería ser accesible para todos en todo momento” y de que esta le estuviera explícitamente
destinada. Esta falta de consumación es lo que lo convierte en una síntesis de la novela que la
encierra. Pero la leyenda también se ocupa de ir a contrapelo de la novela, objetar su
funcionamiento, incomodar el ya muy precario equilibrio que la sustenta. “Ante la ley” apunta
directamente a sus propias lagunas y con ello a las del texto. La pregunta final del campesino y
la respuesta del guardián es aquello que, mediante el sentimiento de lo perdido para siempre,
dona al lector una revelación: la conciencia. Mediante el sacrificio del campesino la lectura de la
conciencia como algo terrible de lo que K. quiere prescindir cobra ahora una nueva cara, más
amable, o por lo menos más fructífera que la explorada hasta ese momento. Su “moraleja” no
es la de una respuesta sino la de un método dúctil. En esto el sacerdote se muestra como un
alumno ejemplar que no ha perdido la humildad que toda enseñanza conlleva. El haberle
relatado la leyenda fue quizás el último intento de salvar a K., de hacerlo ver a más que “dos
pasos de distancia”. A través de una aceptación de aquello que no ve como suyo, que es la
conciencia de sí mismo, aceptar aquello que le es ajeno (toda conciencia tiene algo de ajenidad)
como parte de una pequeña totalidad que abarca su persona, K. podría haber finalmente
comprendido el funcionamiento del tribunal. Este ejercicio incluye la exploración de lo
inexplorable, es decir, especular contrafácticamente o emitir juicios de valor suplidos por
criterios que son ajenos al texto mismo. Uno podría pensar en los ríos de tinta que corrieron en
torno a resolver la cuestión de si Job fue o no una persona real. La existencia misma de esta
discusión no solo trae a la luz distintos aspectos de la forma en que la tradición rabínica leía la
Torá sino que evidencia una enriquecedora contaminación mutua entre texto y mundo. Job es
una figura que ante todo apunta al límite de la vida y de la muerte, de escritura y de realidad. La
elección de un mal que se manifiesta, de todos los lugares, en su piel, no puede entenderse sin
tener esto en cuenta. Es una figura que se ubica en la superficie o en la frontera para
dolorosamente erosionar el límite entre los extremos que interviene. Tanto el sacerdote como
K. se internan con algún deleite en ese berenjenal, y de él extraen lecturas miopes, un poco
delirantes, pero no menos valiosas. El sacerdote interpreta que el guardián, sumido en la rutina
de su trabajo, es en realidad un subordinado del campesino (lo cual es coherente si la puerta
que guardaba estaba destinada a él):

Ante todo, aquel que es libre está por encima de aquel que está atado. Ahora bien, el
hombre se encuentra efectivamente libre, puede ir a cualquier parte, solo el ingreso a la
ley le está prohibido y, además, solo por un individuo, por el guardián.

A la manera de un Edén a contraluz, el campesino es un hombre cuyo espacio de acción


se abre al infinito excepto por un lugar, que es al que precisamente quiere ir. Quiere entrar en la
ley como K. quiere regresar a la inconsciencia. Esta división es en última instancia irrelevante: al
campesino el mundo le está permitido y la ley le estaba destinada, todo es suyo. El sí y el no
están juntos en su vida. En 1917, quizás en un eco de esta escena de El proceso, Kafka escribió
su aforismo 64/65, que expresa resumidamente este razonamiento:

La expulsión del paraíso es, en lo fundamental, eterna: pues la expulsión del paraíso es
por cierto definitiva, la vida en el mundo es inevitable; pero la eternidad del

134
acontecimiento (o expresado temporalmente, la eterna repetición del acontecimiento)
hace sin embargo posible que no solo podamos permanecer constantemente en el
paraíso, sino que de hecho estemos allí permanentemente, sin que importe que aquí lo
sepamos o no.

Bibliografía:

Biblia de América (1997). Madrid: La casa de la Biblia.


Eco, U. (2013). Las poéticas de Joyce. Buenos Aires: Sudamericana.
Jung, C. (1964). Respuesta a Job. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
_______(1977).Psicología y alquimia. Barcelona: Plaza y Janés.
Kafka, F. (1988). Aforismos. Buenos Aires: Editor.
_______(2012). El proceso. Buenos Aires: Colihue.

135
Kafka en acto y en potencia

¿Quién se atrevería a confesar que quiere la


Muerte, que detesta la Luz que le ofusca,
que espera con todo su ser la aniquilación
de su ser?

- Denis de Rougemont

Cuadro de Kafka, de Robert Crumb y David Mairowitz

Hay una línea de Paris is Burning que no puedo dejar de resaltar en calidad de
espectador desprevenido: en el segmento titulado REALNESS Dorian Corey da una explicación
amena y experimentada de esta etiqueta en términos que uno justamente no asociaría con la
realidad. Ella subraya el hecho de que dicha realness es un esfuerzo que no apunta a la sátira o a
la imitación, el objetivo mismo va más allá de la simple verdad o la mentira: es un constructo
ficcional en el que se solapan lo veraz y lo verosímil. Dorian Corey prosigue con una línea
deslumbrante por su desenfado: “It’s really a case of going back into the closet.” Esta sola frase
revela que la imagen remanida de un ball, siempre tendiente a la extravagancia, al desborde y al
derroche, no es más que una manifestación más de un fenómeno con un cimiento mucho más
complejo, que no pertenece solamente a la cultura LGBT sino a una raigambre filosófica propia
del s. XX. Dentro de los mismos balls hay categorías que no tienen nada que ver con la
extravagancia: lucir ropa de oficina, uniforme militar, traje de secretaria o bibliotecario eran
categorías corrientes y esperadas. Lo queer en este sentido no es lo que se desvía de la
cisheteronorma sino lo que traviesa distintos niveles de realidad y contagia a unos de otros:
hacer de la potencia y el acto una amalgama indistinguible. Ser real es también asignar su libra
de carne al sueño que nos acompaña en silencio. En este sentido me fue imposible pasar por
alto la acentuada identidad queer de una obra como la de Kafka, en la que los personajes nunca
comercian unos con otros en términos de lo que ellos mismos son sino, como diría Don Quijote,
de lo que pueden ser o de lo que podrían haber sido. Me remito a un bosquejo del contexto
para dar apoyo a mi tesis.

136
El mundo germánico de fines de siglo y hasta la abdicación de Guillermo II estuvo
plagado de estigmas referentes a la sexualidad que luego el nazismo explotaría para su beneficio
de una forma ambivalente. La atmósfera alemana, como dice Barbara Tuchman en The Proud
Tower, era de un nacionalismo asfixiante que mediante su denso confort burgués y
omnipresente tamiz belicista excluía toda otra forma de entablar relaciones sociales por otra
forma que no fuera el fatal binomio amigo/enemigo. A esto se suma la criminalización de la
homosexualidad tras la unificación de Bismarck, que forzó a dar estimaciones realistas acerca de
la cantidad de homosexuales en la población. De este ambiente, luego del punto de ebullición
que significó el escándalo Eulenburg, en el que se pusieron al descubierto las rutinas sexuales
del amigo más antiguo del Kaiser, surgieron reacciones sistematizadas como la Psychopatia
Sexualis de Krafft-Ebbing, que funcionaría para los artistas como un diccionario de perversiones
para explotar en sus textos, especialmente los dramáticos. En Viena, el escándalo del hermano
más joven del emperador Franz Joseph, Ludwig-Viktor (Luzi-Wuzi) con un masajista emparentó a
los dos imperios como cuevas podridas de degenerados y pederastas. Como menciona Eugenio
Monjeau, se llegó a formar la clave en forma de pregunta “¿Habla usted alemán?” a modo de
santo y seña de los homosexuales. Por supuesto que en otros países ocurrían sucesos de igual
difusión, por ejemplo los juicios de Oscar Wilde o el activismo de Edward Carpenter, pero estos
no involucraban a figuras del alto mando y de una manera tan imbricada en sombrías
estrategias de encubrimiento, soborno, extorsión y difamación como en los hermanos
germánicos, entre los cuales tampoco faltaban rencillas por determinar quién era el mayor y
quién el menor. La cuna del psicoanálisis, un refugio donde el cuerpo y la conciencia podían
desconocerse a sí mismas sin riesgo de ser criminalizadas, no podía ser otra que Viena, donde el
cuerpo de sus habitantes había sido pasado por un protocolo arborescente y fastidioso fuera del
cual no podía haber nada. La ya conocida tesis de Foucault en Historia de la sexualidad no es
que la represión es producto del silencio: no se deja de comprender del cuerpo por dejar de
hablar de él, sino por no dejarlo hablar por sí mismo. El sexo brilla por su ausencia verdadera: no
dispone para expresarse de un arte, sino de una ciencia. La persistencia del estigma continuó
después de la Gran Guerra. En De Caligari a Hitler, Siegfried Kracauer menciona que los
primeros años de la UFA, matriz generadora del expresionismo alemán, abundó en
producciones de corte didáctico sobre diferentes modos de la sexualidad, con títulos como
Anders als die andern (Diferente a los demás) o Ich möchte kein Mann sein (Yo no quería ser
hombre), bajo el auspicio de Magnus Hirschfeld, colosal y olvidado defensor de la diversidad.
Irónicamente, las formas del silencio forzaron a la sociedad a hundirse en un concepto de
performatividad identitaria que los marginados sexuales luego retomarían en sus distintos
avatares, desde el fetiche castrense, el travestismo del “Baile de los 41” a las caricaturas de Tom
of Finland o la película Scorpio Rising, cuyos usos del cuero son descendientes directos de la
estética nazi (sobre este tema volveré más adelante). La lengua de Kafka, según Deleuze y
Guattari, es política en todo sentido, la sensibilidad lingüística del nacionalismo balcánico obliga
a leerla como un instrumento político, especialmente el alemán depurado y cuidadoso que
adopta, a contracorriente de los modismos heredados del ídish. Contra esta fuerza, como contra
todas las fuerzas, Kafka lucha y se resigna a su derrota magistralmente en la performance de
una veracidad ajena a cualquier particularismo.

Estos conflictos y parámetros cambiantes surgieron en sus primeros tiempos, apunta


Tuchman, como una reacción a la influencia de Nietzsche y su concepto de superhombre. El

137
énfasis en ir a una región “más allá del bien y del mal” encarnada en Así habló Zaratustra
necesariamente debía provocar no solo un cuestionamiento de los parámetros sociales en boga
sino la forma misma de crear esos parámetros. Instituciones como la religión o la monarquía
primero, el comercio y la ostentación material después, eran las formas corrientes de
legitimación, pero poco a poco el potencial oscuro que estas instituciones dejaban afuera fue
resintiéndose y aflorando en sinuosas manifestaciones. Una de ellas era la posibilidad del valor,
consecuencia de un redescubrimiento de la Grecia antigua, de las relaciones sexoafectivas entre
hombres. Eve Kosofski Sedgewick, en Epistemology of the Closet, define así la escritura de
Nietzsche, que yo solo puedo analogar a la interpretación de una letra de The Village People:

Nietzsche offers writing of an open, Whitmanlike seductiveness, some of the loveliest


there is, about the joining of men with men, but he does so in the stubborn, perhaps
even studied absence of any explicit generalizations, celebrations, analyses, reifications
of these bonds as specifically same-sex ones. Accordingly, he has been important for a
male-erotic-centered anarchist tradition, extending from Adolf Brand and Benedict
Friedlander through Gilles Deleuze and Félix Guattari, that has a principled resistance ro
any minoritizing model of homosexual identity.

Surgieron artistas interesados por el reino de la sombra, a veces traducida en la forma


más pueril del sexo ligado a la muerte, como Frank Wedekind, Alfred Kubin y el naturalismo en
general, y posteriormente otros, más esforzados y benévolos en su interpretación, como un
símbolo de autorrealización que haga al individuo impermeable a los embates del destino y la
sociedad, caso del Demian de Hermann Hesse y La montaña mágica de Thomas Mann. En el
imperio austrohúngaro a estos parámetros ya mencionados se agregaban el antisemitismo
instituido en el centro del discurso político y una indiferencia hacia la política por parte de las
clases medias, cuyo símbolo por excelencia sería el Ulrich de El hombre sin atributos.
Constantemente, las medidas de un imperio que reina sobre una inabarcable cantidad de
culturas y pueblos con diferencias inconciliables producen consecuencias contrarias a las
esperadas, como explican Janik y Toulmin en La Viena de Wittgenstein:

Después de estudiar la historia decimonónica de los Habsburgo, difícilmente se puede


negar el encanto de la dialéctica hegeliana como modo de explicación histórica, pues en
ella uno ve continuamente situaciones que engendran sus propios contrarios. El
esfuerzo por introducir el alemán en sustitución del latín como línea de flujo de la
administración imperial dio lugar por reacción al nacionalismo cultural húngaro y checo,
y este, siguiendo el debido curso, se desarrolló en forma del nacionalismo político. El
nacionalismo eslavo político y económico dio a su vez lugar al nacionalismo económico y
político alemán; y éste a su vez dio lugar al antisemitismo, con el sionismo como natural
reacción judía. Todo en todo, con esto es suficiente para que la cabeza empiece a dar
vueltas. La idea de la Hausmacht de los Habsburgo se centraba en torno al control
imperial absoluto sobre la milicia y su financiación. «Se gastaban tremendas sumas en el
ejército», escribe Musil, «pero sólo lo preciso para asegurar que continuase siendo la
más débil potencia de segundo orden entre las grandes potencias»; y la intransigencia
de los Habsburgo a este respecto dio lugar a la intransigencia de los nacionalistas
húngaros, los cuales insistían en que lo único que podían concebir era la «gran Hungría».

138
El nacionalismo de principios de siglo es la traducción política de varias sociedades a un
tiempo descubriendo sus propias potencias legitimadoras. En esto el lenguaje es una
herramienta imprescindible para asir el vago ser nacional que se perfila en el horizonte. Los
judíos, como población ajena al ser nacional y nunca completamente asimilados, no podían
transmitir lo que los idealistas alemanes de principios del s. XIX llamaban Volksgeist o espíritu
del pueblo. Kafka, sus antepasados y su entorno en general, posee un lenguaje para el cual no
hay una identidad asignada: un checo cuya judeidad y cuyo uso del alemán excluyen del devenir
histórico tal como los nacionalismos lo definen. Su idioma no nació de seno alguno, es pura
potencia que existe a pesar de su indecisión genealógica. Él mismo solía alternar su firma entre
las formas germana y checa de su nombre de pila, Franz y František. Marek Nekula lo define
sucintamente en Kafka and his Prague Contexts:

… Kafka rightly identifies German as his ‘mother tongue’, albeit with the significant
relativisation that ‘I have never lived among Germans’. The case for German being
Kafka’s mother tongue is also made by the contexts in which he learned and used
German. Therefore, his use of categories such as ‘half-German’ or ‘un-German mothers’
is bout something else, namely the organic, nativist connection between the
Volkssprache and Volksgeist, the essentialist conception of linguistic identity, derived
from one’s belonging to the national body from which those who mauscheln are
excluded.

Hay en la obra de Kafka una constancia en no ahondar en la historia personal de sus


protagonistas. De Karl Roßmann solo sabemos que sus padres lo mandaron a América porque
fue seducido por una sirvienta a la cual embarazó. De Josef K. sabemos que tiene un tío y una
sobrina. Del agrimensor K. solo sabemos que está casado y tiene un hijo. Sus pasados son
siempre relativos, nunca surgen de por sí. Solo son respuestas contingentes a una situación por
la cual específicamente se ha preguntado. Su identidad es una performance. El agrimensor K. es
agrimensor, luego amante, luego bedel, luego un paria, luego nada. Karl atraviesa una miríada
de empleos antes de ser acogido en el impreciso Teatro Natural de Oklahoma. Huelga la
pregunta: ¿acaso no puede darse la posibilidad de que no sean más que lo que aparece en la
superficie del texto? ¿No puede haber, en vez de una profundidad aludida y sospechada sobre
base de la vaguedad del personaje, simplemente nada? Los personajes de Kafka actúan en
cuanto son llamados. No hay en ellos instancias de desahogo en las cuales toman la palabra para
relatar su historia como no lo haría tampoco el Charlot de Chaplin. No hay en ellos frontera
entre lo interno y lo externo. En esto reside un sentido del humor agrio y trabajoso, pero no
menos efectivo. Una distancia permanente priva al lector de la identificación con el
protagonista, no por medio del antiilusionismo que usaría Brecht, sino por el método contrario:
un solapamiento tan perfecto no puede hacerse otra cosa que insoportable. Hay un movimiento
subrepticio de invasión en Kafka, una violencia que se expresa por actos de gentil parsimonia o
de suave indiferencia. Cuando Josef K. exige saber quién lo acusa y de qué, el oficial en vez de
ejercer su autoridad hace el movimiento contrario, confiesa su falta: no puede decirle quién lo
acusa porque no está autorizado. En el flujo y reflujo de los acontecimientos, a la larga, estos
forman una nebulosa que dependiendo del criterio pueden ser configurados en parte, pero
nunca organizados por completo. Como expresa al final el zapatero de “Un viejo papel”: “Esto es
un malentendido, y por eso nos perderemos.” Toda la trayectoria literaria de Kafka puede
entenderse como una progresión hacia un reino en donde la realidad se empobrece

139
paulatinamente y la posibilidad se expande sin sosiego. Su relato póstumo “La construcción” es
la descripción pormenorizada de un enorme preparativo para una invasión enemiga que nunca
llega, mientras un animal inidentificable pasa revista a sus infinitas variantes posibles.

La categoría de “arte degenerado” propulsada por el nazismo apuntó a destruir el lado


de sombra al que los artistas hacían justicia en la sociedad alemana y austríaca. Tres cosas
llaman la atención. La primera: el término “degenerado” no deja de tener un impacto
contradictorio teniendo en cuenta que su autor, Max Nordau, era un médico judío de origen
húngaro. La segunda: en vez de organizar un contexto institucional que asegurara la recepción
peyorativa, por lo general al aire libre y sin restricciones a la reacción del público (eso hicieron
con los libros de autores proscritos), la exposición de 1937 cumple en general con los estándares
de las exhibiciones artísticas, salvo por acomodar toscamente los cuadros y aclaraciones
insultantes en las paredes. Está claro que para obtener las obras llevaron a cabo una expoliación
inclemente de museos y colecciones privadas, y que luego se inició una masacre artística que
sigue teniendo consecuencias hasta hoy, pero es digno de atención el solo hecho de haberlas
tratado una vez como material de exposición siendo todo lo que el nazismo concebía como
decadencia. La tercera: la bien documentada proclividad del nazismo a lo esotérico y a los reinos
de la noche bien podrían ser calificadas como “degeneradas”: la búsqueda de Otto Rahn del
Santo Grial, si bien a regañadientes, fue aprobada por el régimen; la concepción de la raza aria
tiene una difusa pero evidente raigambre en mitos solares de varias culturas; hay abundantes
documentos fotográficos de pequeños carnavales en los que soldados se disfrazaban de mujeres
y bailaban con otros hombres. En el mismo devenir histórico del totalitarismo hay una
conciencia de la necesidad de su contrario. Los famosos Flüsterwitze, chistes compartidos a
media voz, muchas veces resaltan lo poco que los jerarcas del régimen se adaptan al ideal
estético que ellos mismos promueven con su aparato de propaganda (compárese la apariencia
física de un Goebbels o un Göring con la estatuaria viviente de Leni Riesfenstahl). La obra de
Wagner, cuya nazificación lo convirtió en compositor emblema del espíritu alemán, era en su
contexto de estreno un vocabulario de “significantes homosexuales” cubierto de una capa de
legitimación social en la Baviera de Ludwig II, como dice Kosofsky Sedgewick:

… the Wagnerian opera represented a cultural lodestar for what Max Nordau, in
Degeneration, refers to as "the abnormals"; the tireless taxonomist Krafft-Ebing quotes
a homosexual patient who is "an enthusiastic partisan of Richard Wagner, for whom I
have remarked a predilection in most of us [sufferers from "contrary-sexual-feeling"]; I
find that this music accords so very much with our nature.” Thus when Nietzsche refers
to Wagner's "íncredibly pathologícal sexuality" [...], he can characteristically tap into and
refresh the energies of emergent tropes for homosexuality without ever taking a reified
homosexuality itself as a subject.

Lo que Susan Sontag explora en su ensayo “Fascinante fascismo” es el potencial erótico


inherente a los códigos estéticos de los uniformes hechos por Hugo Boss para la SS. En su
manifiesta intención de masculinidad exuberante (el cuerpo masculino era “el” cuerpo), pelo
rubio, contextura muscular y quijadas de ángulos rectos permanece, escondida pero ineludible,
la potencia de un mensaje de atracción hecho por y destinado a miembros de un mismo género,

140
quizás producto del ensalzamiento de Nietzsche, a quien Hitler consideraba el protoideólogo del
nazismo:

In contrast to the asexual chasteness of official communist art, Nazi art is both prurient
and idealizing. A utopian aesthetics (physical perfection; identity as a biological given)
implies an ideal eroticism: sexuality converted into the magnetism of leaders and the joy
of followers. The fascist ideal is to transform sexual energy into a "spiritual" force, for
the benefit of the community. The erotic (that is, women) is always present as a
temptation, with the most admirable response being a heroic repression of the sexual
impulse [...]. Fascist aesthetics is based on the containment of vital forces; movements
are confined, held tight, held in.

La insistencia en la anonimia a través de la elegancia, la homogeneización, la


subyugación hacia un ideal más grande es de un obvio potencial erótico. En su clásico El amor y
occidente, Denis de Rougemont establece los lazos inequívocos entre el amor cortés y el gusto
por la retención, la obstaculización voluntaria de lo que se quiere, el despliegue de un
prodigioso arsenal cuyo objetivo es hacer durar el deseo por medio de la demora. La raíz de este
gusto es pagana y se basa en un culto al ideal cuya obtención implica la negación de la carne.
Para el deseo último, el cuerpo es un estorbo: no hay un prójimo en las religiones de los celtas y
la antigua Grecia porque la diferencia es una marca del mal que aqueja a los seres humanos: el
crimen de nacer. El deseo sería entonces la clara evidencia de los cuerpos hacia la trascendencia
del yo, y negarle al cuerpo ese potencial es dar cuenta de él. Semejante acto trae al proscenio, y
para citar el documental de Riefenstahl, el triunfo de la voluntad: el deseo se convierte en una
dependencia de la mente. He ahí su atractivo. Las operaciones del sadomasoquismo no se basan
en la violencia sino en la estrategia. Como dice Foucault, no se trata de obtener placer por
medio del dolor sino de involucrar zonas insospechadas del cuerpo en la obtención de placer.
Esto implica premeditación, conocimiento, especialización, insistencia. Retomo a Sontag:

The rituals of domination and enslavement being more and more practiced, the art that
is more and more devoted to rendering their themes, are perhaps only a logical
extension of an affluent society's tendency to turn every part of people's lives into a
taste, a choice; to invite them to regard their very lives as a (life) style. In all societies up
to now, sex has mostly been an activity (something to do, without thinking about it). But
once sex becomes a taste, it is perhaps already on its way to becoming a self-conscious
form of theater, which is what sadomasochism is about: a form of gratification that is
both violent and indirect, very mental.

El sexo que ofrece el sadomasoquismo es el más sexual porque es el menos humano, y


es el menos humano porque la intervención de la estratagema conciente reduce al mínimo la
posibilidad de exabruptos y episodios inesperados en los que el cuerpo cobra vida propia.
Quizás es por eso que la obra de Kafka en la que la deshumanización es más contundente, La
metamorfosis, su protagonista Gregor, ya convertido en insecto, se esfuerza por cubrir con su
cuerpo la imagen de una mujer con un tapado de piel mientras su madre y hermana se
deshacen de todo el mobiliario del cuarto. Esta es una clara referencia a la Venus de las pieles de
Sacher-Masoch, y junto con el escritorio (curiosamente abandonado) serán las dos herramientas
fundamentales de la labor literaria de Kafka.

141
El deseo en Kafka es una fuerza tan omnipresente como defraudada. Si no hay obstáculo
a la realización del deseo, no se vacila en inventarlo. El lector nunca será capaz de dilucidar por
qué el agrimensor K. no pude trasladarse físicamente hasta el castillo. El narrador no hace más
que enfatizar la dificultad y abandonar el intento. Sus textos leídos desde Aristóteles no tienen
sentido alguno. Deben ser leídos, como señaló de Rougemont en torno al poema de Tristán e
Iseo, desde la pasión. La vida de Kafka no adoleció de menos: las dos rupturas de su compromiso
con Felice Bauer hablan de una negativa a rescindir las posibilidades que le otorgaba la soltería;
el tiempo breve en que tuvo que trabajar en la fábrica textil familiar lo vio como un calvario. Dos
de las estrategias más recurrentes son la expansión de distancias y la inserción de la barbarie. En
“Una confusión cotidiana” no se aclara la razón por la que A tarda diez horas en llegar hasta H, y
cuando está por encontrarse con B el narrador dispone de un desgarramiento de tendón para
que A no pueda concretar el encuentro. Tanto en “La denegación” como en “Un viejo papel”
llegan al pueblo apacible un contingente de hombres con los cuales la comunicación es
completamente imposible y sus intenciones nunca reveladas se adivinan cada vez más
escabrosas.
Roberto Calasso se pregunta en K. acerca de dos pañuelos de mujer que aparecen al
principio y al final de “En la colonia penitenciaria”. En un ambiente teatral abandonado, que
apunta al disciplinamiento de la muerte mediante la escritura, la presencia de un elemento
femenino es interpretada por el oficial que escolta al explorador como un obstáculo a la pureza
del procedimiento, producto de la decadencia presente. Contrario a esta imagen está la del
antiguo comandante, wagneriano artista total gracias a quien la máquina existe. “Las damas del
comandante llenan al hombre hasta el gaznate de golosinas antes de que se lo lleven” se queja
ante el vómito del prisionero, que no puede tolerar el hediondo tapón de fieltro de la máquina.
Sin embargo, continúa Calasso, el oficial le quitó los pañuelos al prisionero para usarlos antes de
devolvérselos al tomar su lugar en la máquina. Apenas devueltos, el guardia intenta quitárselos
al prisionero como un trozo de carne entre perros. Podría decirse que entre la demora de la
ejecución y los pañuelos hay un vínculo. Del modo de ejecución mismo podría decirse otro
tanto. Las sesiones de escritura de la máquina sobre la espalda del condenado son de doce
horas, de modo que la víctima pueda apreciar el mensaje, adorarlo incluso, en un éxtasis previo
a la muerte que lo atraviesa de lado a lado. Para justificar que el condenado no supiera de su
condena, que al explorador le parece un acto de barbarie, el oficial explica: la culpa nunca se
pone en duda. Esta culpa es, por supuesto, la de haber nacido, y es paralela a los evidentes
desperfectos de la máquina. A pesar de la fanfarria con la que el oficial anuncia su perfección, en
el momento de la ejecución el explorador descubre que “su silencioso funcionamiento era un
engaño”. La derrota de la máquina es la derrota de la vida misma. El entorno tropical,
vagamente parecido al de la prisión de Alfred Dreyfus, se asocia al arquetipo femenino. El oficial
no toma conciencia de que el statu quo que añora en realidad era una excepción.
Las mujeres en Kafka son portadoras del espíritu del suelo, del tiempo que pasa, de lo
que se mueve,vive y muere. Explica Calasso:

Las mujeres se sienten atraídas por Josef K. tal como «el tribunal es atraído por la
culpa». Desde el momento del arresto, dondequiera que vaya K. está rodeado por un

142
halo erótico. Todas sus relaciones con el tribunal y con sus representantes, oficiales o
no, están entretejidas de sexo.

Mientras está siendo escoltado a su muerte, Josef K. se encuentra con la señorita


Bürstner, presencia femenina que inicia la novela, aunque no está del todo seguro que sea ella.
Ella aparece luego del arresto y justo antes de la muerte. La trabajosa castidad de Josef K. era,
quizás, lo que lo había mantenido con vida hasta ese entonces. Cumplir con el contacto,
decidirse al encuentro, significa el fin. Escribir, entonces, no se trata de buscar respuestas sino
de mantener vivas las preguntas.

Bibliografía:

Calasso, R. (2018). K. Barcelona: Anagrama.

Janik, A., Toulmin, S. (1974). La Viena de Wittgenstein. Bogotá: Taurus.

Kafka, F (2004). Relatos completos. Buenos Aires: Losada.

______ (2012). El proceso. Buenos Aires: Colihue.

Kracauer, S. (1985). De Caligari a Hitler. Buenos Aires: Paidós.

Kosofsky Sedgewick, E. (1990). Epistemology of the Closet. Berkeley: University of California


Press.

Livingston, J. (1990). Paris Is Burning. Off White Productions Inc.

Nekula, M. (2016). Kafka and His Prague Contexts. Praga: Karolinum Press.

Rougemont, Denis de (1978). El amor y Occidente. Barcelona: Kairós.

Sontag, S. (1981). Fascinating Fascism. En Under the Sign of Saturn. Nueva York: Vintage Books.

Tuchman, B. (1967). The Proud Tower: A Portrait of the World Before the War (1890 - 1914).
Nueva York: Macmillan.

143
Martín Fierro se desconoce

I. La frontera en todas partes

En distintos sociolectos bonaerenses de las clases media y trabajadora se suele utilizar la


palabra “desconocerse” a modo de prolegómeno a un altercado, como los gatos cuando se
erizan el lomo antes de entrar de lleno con las garras. Dos personas con una relación
preexistente se “desconocieron”, esto es, la relación se ha roto o borrado (por lo menos
temporalmente) y entra en acción una hostilidad que podría haber entre dos extraños. La
elección de esta palabra revela el vínculo que hay entre violencia e identidad, y cómo el
retroceso de esta significa una avanzada estratégica de aquella. Es esto lo que Martín Fierro,
que a modo de presentación dedica una buena cantidad de sextinas a presentarse, tiene en
cuenta al recitar lo siguiente (vv. 103-114):

Y sepan cuantos escuchan


De mis penas el relato,
Que nunca peleo ni mato
Sinó por necesidá,
Y que a tanta alversidá
Solo me arrojó el mal trato.

Y atiendan la relación
Que hace un gaucho perseguido,
Que padre y marido ha sido
Empeñoso y diligente,
Y sin embargo la gente
Lo tiene por un bandido.

Mil versos más tarde se emborrachará en una peña y asesinará a un negro, cuyo único
pecado será defender a la mujer con la que había entrado y que Martín Fierro acosará para el
deleite de sus amigos. Todo esto, naturalmente, es sabido por el Fierro narrador. No nos está
contando las cosas que suceden, sino las que han sucedido. Un velo de fatalidad se imprime en
el poema y ya los hechos no pueden permutarse o alterarse, solo las justificaciones o motivos de
estos. Esto no muestra la hipocresía de Fierro al contar su historia. ¿Qué sentido tendría para él
delatarse a sí mismo de este modo tan conspicuo? El momento de narrar es necesariamente, en
el siglo diecinueve por lo menos, el momento de la adhesión a una norma según lo estipulado
en el pacto de lectura. Fierro, en el momento de narrar que mata, lucha y odia, no está
confesando sus pecados, describiendo lo polifacético de su identidad o justificándose, sino
dando entidad a un vacío de sí mismo, que es lo que lo convirtió en el emblema de una
Argentina que nunca terminará de morir. Nada más alejado de Hernández que Arthur Rimbaud.
Sin embargo, Martín Fierro experimentará, con estupor y de distintas maneras, el significado
profundo de la sentencia “Yo es otro”.
Podemos afirmar que todo el género gauchesco se basa sobre un absurdo que cubre de
sombra el pacto de lectura, o dicho más llanamente, que todos los narradores gauchos son
traidores. Como toda clase letrada que imagina a otra más cercana a la miseria y a la “vida

144
intensa”, caso de los poetas cortesanos españoles con la vida pastoril, por ejemplo, ante los
autores gauchescos se presentó más temprano que tarde el abismo que mediaba entre vida (o
más bien imaginario social) y literatura. Como dice el propio Lugones: “El gaucho es, así, un
pobre diablo, mezcla de filosofastro y de zumbón, como en las caricaturas del rapabarbas
modelo”. La culminación de este absurdo es el mejor poema del género, el Fausto de Estanislao
Del Campo, en el que un gaucho entra por error al viejo teatro Colón, presencia en su totalidad
la ópera Fausto de Charles Gounod (con libreto en italiano) y la comprende lo suficiente como
para contarla de nuevo a otro gaucho en redondillas. En una proeza extraña de comprensión
inconsciente, que como los buenos censores juzga mala una cosa y al mismo tiempo capta su
núcleo verdadero, Lugones caracteriza este poema:

Facilidad, y hasta algún colorido superficial, tenía Del Campo: otro ensayista
infortunado que, desde luego, insistió en el mismo género. Su conocida composición es
una parodia, género de suyo pasajero y vil. Lo que se propuso, fue reírse y hacer reír a
costa de cierto gaucho imposible, que comenta una ópera trascendental cuyo
argumento es un poema filosófico. Nada más disparatado, efectivamente, como
invención. Ni el gaucho habría entendido una palabra, ni habría aguantado sin dormirse
o sin salir, aquella música para él atroz; ni siquiera es concebible que se le antojara a un
gaucho meterse por su cuenta a un teatro lírico.

¿No es esta condición imposible solo un caso extremo de todos los narradores
gauchescos, que a fuerza de contar sus penurias son arrastrados a la reflexión y el recurso a la
filosofía y las artes como consuelo? Las necesidades del narrador desembocan siempre en una
calle sin salida para esta clase hombres rudos, cuyo imaginario en la mente de los lectores es
incompatible con la calma y el reposo de los versos y la declamación. La enorme y esforzada
apuesta que Hernández hizo por crear un lenguaje para Fierro (que en rigor nada tenía que ver
con el vocabulario de los peones de campo de su época, ni hablar con los jinetes ganaderos
llamados gauchos, que ya no existían) es la mejor arma de su arsenal poético. Este lenguaje
excede el color local, su función no es la de extrañar, sino la contraria de sumergir en una
atmósfera cuyas reglas el lector porteño del tercer cuarto del siglo diecinueve desconoce por
completo y que, si quiere orientarse, debe tomar a Fierro en su palabra. Tanto es así que puede
pasar groseramente inadvertido el enorme caudal de referencias y guiños al canon de la
literatura occidental: los poemas homéricos, la Biblia y la Divina comedia. Digo “inadvertido” no
en el sentido superficial de la percepción directa, que la crítica supo ver tempranamente, sino en
negar lo que de intencional y de imprescindible tienen para el texto y la tradición literaria a la
que Hernández responde. La porosidad entre estas “alta” y “baja” cultura, o el contrabando
entre una cultura europea enmascarada y una literatura de tradición política argentina son la
piedra fundante del poema. Pongo algunos ejemplos:

● La invocación a los santos al principio del poema son calcos cristianizados de la


invocación a las musas que el rapsoda lleva a cabo en pos de auxilio en los poemas
horméricos (vv. 7-18):

Pido a los Santos del Cielo


Que ayuden mi pensamiento;
Les pido en este momento

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Que voy a cantar mi historia
Me refresquen la memoria
Y aclaren mi entendimiento.

Vengan Santos milagrosos,


Vengan todos en mi ayuda,
Que la lengua se me añuda
Y se me turba la vista;
Pido a Dios que me asista
En una ocasión tan ruda.

● Los consejos que Fierro da como padre (el ejemplo es de los vv. 6935-6940) imitan los
modos de libro de los Proverbios (3:5-8): “Confía en el Señor con todo tu corazón y no te
fíes de tu inteligencia./ Cuenta con él en todos tus caminos, y él enderezará tus sendas./
No te las des de sabio, respeta al Señor y evita el mal;/ será salud para tu cuerpo y
medicina para tus huesos.”

Su esperanza no la cifren
nunca en corazón alguno;
en el mayor infortunio
pongan su confianza en Dios;
de los hombres, sólo en uno,
con gran precaución, en dos.

● El segundo hijo de Fierro, en la Vuelta, cuenta acerca de su estancia en la cárcel. Este


fragmento (vv. 4131-4142) es una referencia directa a la inscripción que reza en la
puerta del infierno en Inf. III, v. 9: “Dejad toda esperanza los que entráis.”

Inora el preso a qué lado


Se inclinará la balanza;
Pero es tanta la tardanza
Que yo les digo por mí:
El hombre que dentre allí
Deje afuera la esperanza.

El espacio de la frontera, al cual Fierro es destinado por un juez de paz, no hace más que
encarnar esta zona de absoluta indeterminación y tránsito constante que recorre toda la
superficie del texto. Los indios cruzan para robar ganado y vuelven a salir sin que siquiera los
soldados, harapientos y mal equipados como están, puedan seguirles las huellas. Estos raptos
irrefrenables de un personaje colectivo que nunca será humanizado (el indio) son en el exterior
lo que Fierro experimentará en su interior con sus ataques de ira y episodios de violencia
criminal. Es cierto, sin duda alguna, que hay episodios de un realismo pasmoso y de carácter
netamente documental, como el de la paga que a Fierro se le niega (vv. 625-762):

Del sueldo nada les cuento,


Porque andaba disparando;
Nosotros de cuando en cuando
Solíamos ladrar de pobres:

146
Nunca llegaban los cobres
Que se estaban aguardando.

[...]

Pa sacarme el entripao
Vi al Mayor, y lo fí a hablar;
Yo me lo empecé a atracar,
Y como con poca gana
Le dije: “Talvez mañana
Acabarán de pagar.”

“-¡Qué mañana ni otro día!-,


(Al punto me contestó):
“La paga ya se acabó,
Siempre has de ser animal!”
Me rái y le dije: “Yo...
No he recebido ni un rial”.

Se le pusieron los ojos


Que se le querían salir,
Y ahí no más volvió a decir
Comiéndome con la vista:
-”Y que querés recibir
Si no has dentrao en la lista!”

“-Esto sí que es amolar-,


(Dije yo pa mis adentros);
-Van dos años que me encuentro
Y hasta aura he visto ni un grullo;
Dentro en todos los barullos
Pero en las listas no dentro.”

El motivo del dinero demorado es recurrente en la gauchesca. En el Fausto de Del


Campo es motivo de deserción, como también en el caso del propio Fierro: “Con el cuento de la
guerra/ Andan matreros los cobres,/ -Vamos a morir de pobres/ Los paisanos de esta tierra/ Yo
cuasi he ganao la sierra/ De puro desesperao…”. En el capítulo VIII de La guerra al malón de
Manuel Prado encuentro un episodio grotescamente similar:

De tal manera estaban atrasados los pagos del ejército en esa época, que el 80,
después de la revolución, nos liquidaron, abonándose de golpe treinta y seis meses de
sueldo... ¡Tres años juntos y cabales!
Me acuerdo bien de aquel pago memorable en que me tocó intervenir.
Fue una lista pasada a la puerta del cementerio.
- ¡Fulano de tal! -llamaba el pagador; y para uno que no contestaba presente,
exclamaba el sargento de la compañía en que había revistado el llamado:
- Muerto por los indios.
- Fallecido en tal parte.
- Desertó.

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- Se ignora su destino.
- Perdido en la expedición de tal año, etcétera.
Y volvían al tesoro los sueldos de aquellos pobres mártires cuyos huesos se
pudrían en la pampa, o cuyos cuerpos mutilados y deshechos rodaban por ahí, en la
miseria y el dolor.

La falta de paga es el emblema no solo de pobreza y miseria sino, en términos


existenciales, del abandono de un sistema y la incomprensión de otro. En la existencia del
soldado hay una fuerza imparable contra un objeto inamovible: el gobierno argentino muestra
su falta de reconocimiento y el indio atenta contra su vida. En el “desierto” pampeano se abre
un territorio de movilidad indomable que no permite a nada sostenerse mucho tiempo. La
conciencia desprovista de un marco que la encauce sucumbe a un vaciamiento en el que solo
puede sufrir los embates arbitrarios del exterior. El caso fallido de la zanja de Alsina,
contemporánea a la Vuelta, es el símbolo siempre agonizante de este comercio a la vez
prohibido e inevitable. Dice Juan José Saer en El río sin orillas, emparentando este esfuerzo inútil
con el universo de Kafka:

La zanja de Alsina no sólo previó De la construcción de la muralla china y, sino


incluso El castillo y El proceso. El nepotismo, la burocracia y la especulación retardaron
varias veces sus comienzos y, semejante en eso al universo en expansión, su conclusión
queda relegada a u futuro hipotético [...]. Los funcionarios gubernamentales no se
privan de comerciar con los víveres y las mercancías asignadas por la administración a
los soldados; la proximidad de los territorios indios produce un efecto paradójico en los
soldados, ya que en vez de acelerar la excavación de la zanja que se supone impedirá las
invasiones, a causa de las condiciones terribles de trabajo a la intemperie, optan por
desertar para ir a traspapelarse con los indios cuyo contacto estaban tratando de evitar.

Desde este punto de vista, la supuesta hipocresía de Fierro no es más que la


consecuencia natural de un entorno en el que nada puede mantenerse, y las identidades están
forzadas a darse media vuelta y cambiar brutalmente de dirección. Las instancias de vaciado de
sí mismo no son sino un método imprescindible para la propia supervivencia.

II. Padecer el mundo

El fervor nacionalista de Lugones abrió su lectura a un acierto muy oscuro y descifrable


solo a medias, que en el contexto del Centenario podría haber tomado solamente la forma del
delirio para expresarse. En las conferencias de El payador abunda eufóricamente en las
comparaciones entre el Martín Fierro y el mundo homérico en clave política. Lugones, en una
serie de anacronismos discretamente ocultos, asocia la idea moderna de estado nación con la
creación de un poema que represente “la vida superior de la raza” y adjudica este propósito a
priori tanto a Hernández como a Homero. Lejos de desalentarse ante el hecho palmario de que
“el mundo helénico” jamás obtuvo algo parecido a la unidad política y que Martín Fierro no
guarda para la ley y el estado sino palabras de odio en ambas partes, interpreta la acogida del
lectorado como toda la evidencia necesaria para declarar ambos textos los emblemas de una
difusa noción de cultura. Yo creo que hay una intuición en estas conferencias que Lugones,

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lector abundoso e indiscriminado, no podría haber extraído de sus propias profundidades como
crítico, pero que sí hermana a los textos de Homero con el de Hernández. Sin embargo, lejos de
ser esta una “empresa[] inspirada[] por la justicia y la libertad”, esta hermandad se apoya en una
meditación sobre la existencia frágil y la pobreza de la voluntad del hombre, que Glauco define
certeramente en el canto VI de la Ilíada (vv. 145-150):

Cual la generación de las hojas, así también la de los hombres. Esparce el viento las
hojas por el suelo y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual
suerte, una generación humana nace y otra perece.

El asedio de Troya consiste en un juego de ajedrez para los dioses. Estos mueven las
piezas de la voluntad ajena, tanto de altos mandos como de soldados de a pie, para obtener lo
que quieren. El poema de Homero, y las distintas fases de la cultura griega en general hasta la
llegada del cristianismo, carecían de un concepto parecido a lo que nosotros llamamos
interioridad o inconsciente. Las acciones impulsivas eran siempre interpretadas como resultado
de una mano sobrenatural que mueve el cuerpo a una situación peligrosa o catastrófica sin que
este pueda hacer nada al respecto. Claro ejemplo es la telemaquia al principio de la Odisea, en
la que Atenea disfrazada de Mentes, rey de los tafios, induce a Telémaco a buscar información
sobre su padre, o el episodio de la flecha de Pándaro en la Ilíada (IV, vv. 85-110):

La diosa, transfigurada en varón —parecíase a Laódoco el Antenórida, esforzado


combatiente—, penetró por el ejército teucro buscando a Pándaro. Halló por fin al
eximio y fuerte hijo de Licaón en medio de las filas de hombres valientes, escudados,
que con él habían llegado de la orillas del Esepo; y deteniéndose cerca de él, le dijo estas
aladas palabras:
“¿Querrás obedecerme, hijo valeroso de Licaón? ¿Te atreverías a disparar una
veloz flecha contra Menelao? Alcanzarías gloria entre los teucros y te lo agradecerían
todos, y particularmente el príncipe Alejandro; este te haría espléndidos presentes, si
viera que a Menelao, belicoso hijo de Atreo, le subían a la triste pira, muerto por una de
tus flechas [...].”
Así dijo Atenea. El insensato se dejó persuadir, y asió en seguida el pulido arco
hecho con las astas de un lascivo buco montés, a quien él había acechado y herido
cuando saltaba de un peñasco [...].

De igual modo, el mundo del Martín Fierro es un mundo de pasiones. Todo se padece y
todos hacen padecer a todos. En el momento de asesinar al negro en la peña Fierro estaba
borracho, famoso estado en el que uno está fuera de sí, desconocido para sí mismo. El
abandono, característica esencial de su vida, lo convierten en un espacio vacío que invade
cualquier impulso y toma control de sus acciones. Desde la familia que se fue y la casa que se
derrumbó hasta la paga que le prometió el estado se han retirado de su vida, dejando el campo
libre a la aparición del menor estímulo para transformarse en un hombre “más malo que una
fiera”. Vale decir que esto no excluye de Fierro el arrepentimiento. Entre los consejos que
imparte a sus hijos y en presencia del hermano de su víctima, declama versos como estos (vv.
7055-7066):

La sangre que se redama


no se olvida hasta la muerte;

149
la impresión es de tal suerte,
que a mi pesar, no lo niego,
cái como gotas de fuego
en la alma del que la vierte.

Es siempre, en toda ocasión,


el trago el pior enemigo;
con cariño se los digo,
recuérdenló con cuidado:
aquél que ofiende embriagado
merece doble castigo.

Sin embargo, el arrepentimiento de Fierro no es el de una crisis de identidad, sino el de


un grave desliz del carácter. Fierro no ve el crimen que cometió como una consecuencia natural
de su ética, sino la consecuencia de no haber sabido ser un “padre y marido empeñoso y
diligente” en todo momento.
La sabiduría estoica que Fierro imparte resuena perfectamente con las doctrinas griegas
del estoicismo, en la que todo tipo de pasiones, desde la furia hasta el amor, deben rehuirse
como de un amo tiránico. El consejo más infame de Fierro (vv. 7035-7036): “Obedezca el que
obedece/ Y será bueno el que manda”, que contradice todas las acciones de la Ida, no debe
comprenderse como una vejez conservadora que sucede a una juventud rebelde (esta lectura es
anacrónica) sino a un método seguro para no comprometer la propia identidad: obedecer es
atenerse a algo, atenerse a algo es permanecer siendo uno mismo.
En su clásico Los griegos y lo irracional, E. R. Dodds explica la visión de los personajes
homéricos en cuanto a voluntad y destino cuando la ate, un “estado de mente, un anublamiento
o perplejidad momentáneos de la conciencia normal” irrumpe de repente:

El preguntar si los personas de Homero son deterministas o creen en la libertad es un


fantástico anacronismo; jamás se les ha ocurrido la cuestión y si se les propusiera sería
muy difícil hacerles comprender su significación. Lo que sí reconocen es la distinción
entre acciones normales y acciones realizadas en un estado de ate. Estas últimas las
hacen remontar indistintamente a su moira o a la voluntad de un dios, según miren la
cosa desde un punto subjetivo u objetivo.

Al leer este pasaje no puedo más que pensar en esta sextina particular de la Vuelta (vv.
6797-6802):

Yo no sé lo que vendrá,
Tampoco soy adivino;
Pero firme en mi camino
Hasta el fin he de seguir:
Todos tienen que cumplir
Con la ley de su destino.

El éxito perdurable de lecturas posteriores del poema como las de Borges brotan de la
comprensión de esta postura. La permutación de identidades entre Cruz y Fierro en “Biografía
de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)” y entre Fierro el y el hermano del negro en “El fin” nacen de

150
la comprensión de la identidad como un campo de variables infinitas en la que, desprovistos de
todo punto de referencia o sistema encauzador de conciencias, Yo puede ser otro. El final tan
inconcluso del poema, que Borges se vio obligado a corregir por otros medios, cumple con su
función de resaltar la indeterminación por sobre la conclusión. Martín Fierro no ha muerto, pero
se diluye lo mismo que sus hijos en la apertura infinita de la pampa.

Bibliografía:

Biblia de América (1997). La Casa dea Biblia: Madrid.


Dodds, E. R. (1980). Los griegos y lo irracional. Madrid: Alianza.
Hernández, J. (1960). Martín Fierro. Buenos Aires: Eudeba.
Homero (2014). Ilíada. Buenos Aires: Losada.
Lugones, L. (2009). El payador. Buenos Aires: Biblioteca Nacional.
Prado, M. (1960). La guerra al malón. Buenos Aires: Eudeba.
Saer, J. J. (2020). El río sin orillas. Buenos Aires: Seix Barral.

151
Doce apuntes autobiográficos

Fahrelnissa Zeid, Problemas resueltos (1948), óleo sobre tela

(Textos escritos durante el taller De la hoja en blanco a la edición de Virginia Cosin)

Apunte sobre el acto de empezar

14. Saber que será mala la obra que nunca estará acabada. Peor, empero que ella, será la que
nunca se empiece a escribir. La que se inicia queda, al menos, iniciada. Será pobre pero real,
como la planta mezquina en la maceta única de mi vecina inválida. Esa planta es su única alegría,
y a veces también la mía. Lo que escribo, aún sabiendo que es malo, puede sin embargo dar unos
momentos de distracción de lo peor a uno u otro espíritu apenado o triste. Eso me basta o no me
basta, pero de algún modo sirve, y así es toda la vida.

Fernando Pessoa, Libro del desasosiego

Quizás saber que ya se ha empezado, que siempre se está empezando, sea otra razón para
encontrar difícil empezar. Precaria fundación, queja de recién nacido con la cabeza sin coser.
¿No es peor que entre la literatura y la vida no haya nada? Que estamos todos corriendo en el
mismo andarivel, que todo se remonta y amontona hacia lo mismo. Empecé, estoy empezando,
estoy empezando a empezar, estoy empezando a empezar a empezar empezando, como la
aporía de Zenón pero hacia atrás, en una continua retrotracción hacia el absurdo. ¿Por qué
escribir? Porque no escribir es peor. No quiero usar con la literatura la misma lógica que uso
para votar. Porque no soy lo suficientemente fuerte como para no escribir. Para no hacer nada
tuve siempre un talento extraordinario. Porque si no me pego un tiro. ¿Para tanto, m’hijo? La

152
gente pierde hijos y casas y negocios y cónyuges sin suicidarse y otros se suicidan porque se
pincharon el dedo con un alfiler. No escribir no es más ni menos válida que otras razones, ni que
hablar de confiable para causar un derrumbe emocional. Como dice Pessoa, escribir me basta o
no me basta, es en el algún donde se juega el todo por el todo. Ayer escribí un ensayo sobre
Atomizado Berlín de Julia Kornberg sin que nadie me pidiera, lo hice porque sí, porque estaba
harto de traducir textos de otros, porque no quería planificar otra clase sin saber si iba a poder
darla por algún motivo. Me mandó un mensaje diciéndome que lo había leído y le había
parecido muy bueno, que yo había encontrado cosas que ni siquiera se le habían ocurrido en el
momento de escribir la novela. No me sentí feliz sino elated, que me parece una palabra mucho
más holgada y poderosa para describir la felicidad. Me sentía liviano, que había hecho un trazo
limpio en un bastidor, un golpe certero a la sombra que me hace dudar. Algo había sucedido.
Luego me pregunté si eso era suficiente. Escribir es comerciar con las fronteras infinitas de lo
imaginario, y su resultado suele ser bastante pobre comparado con lo que se planea o se espera
de uno mismo. A la larga habrá que elegir entre el infinito inexistente o el pobre pero real, la
planta mezquina que sin embargo existe.

Apunte sobre las mariposas

A poco dieron los relojes la hora del amanecer, pero no amaneció. Extrañados, salimos todos a la
calle, a los patios. El cielo estaba cerrado, en donde debía alzarse el sol, por una extraña nube
rojiza, como de humo, como de cenizas candentes, como de un polen pardo que subiera
rápidamente, abriéndose de horizonte a horizonte. Cuando la nube estuvo sobre nosotros,
comenzaron a llover mariposas sobre los techos, en las vasijas, sobre nuestros hombros. Eran
mariposas pequeñas, de un amaranto profundo, estriadas de violado, que se habían levantado
por miríadas y miríadas, en algún ignoto lugar del continente, detrás de la selva inmensa, acaso
espantadas, arrojadas, luego de una multiplicación vertiginosa, por algún cataclismo, por algún
suceso tremendo, sin testigos ni historia. El Adelantado me dijo que esos pasos de mariposas no
eran una novedad en la región, y que, cuando ocurrían, difícil era que en todo el día se viese el
sol. El entierro del padre se haría, pues, a la luz de los cirios, en una noche diurna, enrojecida de
alas. En este rincón del mundo se sabía aún de grandes migraciones semejantes a aquellas,
narradas por cronistas de Años Oscuros, en que el Danubio se viera negro de ratas, o los lobos,
en manadas, penetraran hasta el mercado de las ciudades.

- Alejo Carpentier, Los pasos perdidos

La gente suele olvidar que antes de las mariposas amarillas que García Márquez mandaba a
perseguir a Mauricio Babilonia y a Meme estaban las mariposas rojas de Los pasos perdidos.
Estas aparecen luego del entierro de un padre (el de Rosario, interés amoroso del narrador),
enloquecen sin razón pero con concierto, cubren el sol y lo vuelven una ausencia que arde, que
no es otra cosa que el duelo mismo. El entierro del padre de Rosario se convierte en una noche
diurna, a plena vista, la desenvoltura de la naturaleza no teme a contradecir el orden del cosmos
para expresar lo que la comunidad del Valle transita en ese momento, responde exteriormente
a su inquietud interior. Las mariposas crean oscuridad con su mero revuelo copioso, pero no
cualquier clase de oscuridad: esta noche artificial está enrojecida de alas, un velo cárdeno
envuelve la atmósfera de la poca luz que habita el día. En el movimiento del racimo también
está inscrito el mecanismo del duelo, un vacío que encuentra en el fondo de sí mismo el deseo

153
como lejano contrapeso, la promesa de una vida que volverá a crecer eventualmente (en efecto,
poco después del episodio y siguiendo cierta lógica eléctrica, Rosario empieza una relación
sexual con el narrador). La mariposa carga consigo ese peso simbólico que aúna el esplendor y la
brevedad, el paso hermético de la muerte y el renacimiento. El Diccionario de símbolos de Cirlot
lo explica bien:

Entre los antiguos, emblema del alma y de la atracción inconsciente hacia lo luminoso. La
purificación del alma por el fuego, que en el arte románico se expresa por el carbón encendido
que el ángel pone en la boca del profeta, se ve representada en una pequeña urna de Matti por
la imagen del Amor, que tiene en su mano una mariposa a la que acerca una llama. El ángel de la
muerte era representado por los gnósticos como pie alado pisando una mariposa, de lo cual se
deduce que asimilaban esta a la vida, más que al alma en sentido de espíritu y ente trascendente.
Esto explica que el psicoanálisis conceptúe la mariposa como símbolo del renacer. En China,
aparece con el sentido secundario de alegría y felicidad conyugal.

Cuando Rilke dice que debemos dejar que nos pase lo bello y lo horroroso implica que uno y
otro no pueden darse por separado, no solo en términos de riesgo (eso ya lo había expresado
Hölderlin: “donde hay peligro está también lo que nos salva”) sino principalmente en términos
de dependencia: ¿cómo podemos saber lo que es bello si no conocemos el horror y cómo
podemos saber lo que es el horror sin conocer la belleza? Ambos son pasiones, atraviesan el
cuerpo, no podemos elegirlos o cortarlos a placer, son vivos recuerdos de la impotencia, y
buscarlos consciente o inconscientemente no nos da más poder sobre ellos. El desperdicio, la
frustración y las largas temporadas sin señal de éxito también son una expresión de esto, un
regusto amargo de que queremos que aparezca alguno de ellos (pasado cierto tiempo, hasta el
horror es mejor que la nada). La mariposa carga ambos con entera ligereza, los lleva con una
velocidad mayor a nuestra capacidad de percibirlos, su revoloteo es tan ágil como contundente
la quietud marchita que sucede a su muerte. Su vuelo no es un rastro de vida, no deja en el aire
nada que pueda ser calificado de huella o sedimento salvo sus crías tan breves como ella. No por
pequeña su vida es menos vida, no es una opción para ella adentrarse en el flujo imparable del
tiempo.

Apunte sobre el oficio de escribir

154
Atribuido a Peter Brueghel el Viejo, Paisaje con la caída de Ícaro (ca. 1560), óleo sobre lienzo
Es un divertimento interesante buscar sin éxito durante un rato en este cuadro el cuerpo que se
precipita desesperado hacia el mar. Pronto la ridiculez de no encontrarlo habla más fuerte que
el mérito nimio de hacerlo. Brueghel (o quien sea), hijo de la fiebre de la Reforma, lo mismo que
el resto del cristianismo europeo, encapsula el tiempo mítico en una cáscara de nuez, y
alrededor no está el vacío, sino la horizontal normalidad, la rutina y ciclicidad de lo mismo. El
mensaje de este cuadro (si es que uno cree en tales cosas) puede resumirse en una sola palabra:
“¿Y?”. Es una ambivalente falta de respeto, al mismo tiempo invitación y amenaza. “Quiero
más” y “no es suficiente”; “me interesa” y “estás perdiendo mi atención”. La altura de Ícaro, el
milagro de su vuelo, no estaba exenta en modo alguno de fracasar, lo admirable de su ambición
no lo ponía al abrigo del riesgo. Como dice Saer, sin saña pero sin clemencia, la vida, a pesar de
todo, sigue. Todos son testigos involuntarios en el cuadro, presencian algo que no eligieron ver y
no les importa descifrar, apenas si atisbamos un pequeño interés en el hombre que se asoma
hacia la orilla, pero su actitud es incierta por estar de espaldas. El espectador se siente
incómodo como alguien que resalta en una multitud, busca la caída de un hombre (encima una
caída, ni siquiera algo digno de mención) entre toda esta gente que tiene mejores cosas que
hacer, el campesino con el arado, el pastor de ovejas, los marineros y el pescador. Un
protestante: hay que ocuparse. Mi timidez de escribir tambalea entre el tamaño abrumador de
mi tarea y la vergüenza humilde de saber que ya otros se están ocupando mientras yo miro
alrededor, preocupándome. El momento de escribir no tiene nada de sagrado, el tiempo no se
detiene ni dejamos de envejecer, el viento que sopla puede muy bien llevarnos puestos en la
cúspide de la inspiración que se muestra invencible por el solo hecho de ser espontánea. Nadie
vino a ordenarnos esto, ¿por qué alguien debería voltear la cabeza para vernos hacer?

Apunte sobre dioses sin abrigo

155
Tondo de dos hermanos o amantes (Antinoopolis, s. I d.C.)

¿Cómo puede un dios abrigar una ausencia bajo sus alas? El Tondo de los amantes ciertamente
no nos lo explica. Eso es, de una manera, la mejor forma de mostrarlo. Se cree que la figura a la
derecha del hombre vestido de rojo es Harpócrates (Ἁρποκράτης, interpretación alejandrina del
dios Horus), dios del silencio, de los rumores y los secretos. La figura a la izquierda del otro es
Hermanubis (Ἑρμανοῦβις), fascinante solapamiento de dos dioses guías y mensajeros, Hermes y
Anubis. ¿Cómo puede un dios abrigar un exilio bajo sus alas? La única respuesta es borrar la
ausencia como fundamento: el silencio es tan espeso como el habla, el exilio es un hogar en otra
parte. El estilo deja de ser el espolón derrideano, ariete precario que embiste contra la materia
amorfa del mundo permanentemente reconcentrado sin orden ni concierto. Harpócrates es el
silencio, o por lo menos es su rostro visible, el primer punto de un continuum que empieza en el
silencio y termina en la palabra sin interrumpirse. El secreto no es localizable, está esparcido a
través de todo, es en todas las cosas, no tanto una cuestión de localización como de óptica:
develar el misterio es mantenerse en movimiento.

Apunte sobre la razón cuando no alcanza

Abandonarse, ¿quién de nosotros es capaz de ello? Quiero decir verdaderamente, por una vez en
la vida, sin reserva… Abandonarse supone un otro al cual abandonarse, otro que no pide tanto,
que tiene miedo y también se protege. Abandonarse es encarar el abandono, ese miedo
agazapado en el fondo de nosotros que nos acecha sin soltar prenda. Ilusión, ¿pero de qué? ¿De

156
las promesas del “para siempre”, de la fidelidad? Sí. De la vida tranquila, del olvido, de la
violencia contra la familia, sí. La pasión tortura, en ella la espera adquiere cualidades infernales,
la demora se presta a mil imaginarios, todo incumplimiento del otro es un terror posible donde
ya se filtra la traición. Pero la vivencia que ofrece tiene este precio: exorbitante.

- Anne Dufourmantelle, Elogio del riesgo

Ese afuera que está dentro de uno, la traición que empieza en el mismo punto en que termina.
Desvío, interrupción, tartajeo del yo mezclado con la arena de la ajenidad. La melancolía es la
respuesta a la pasión, un pensamiento circular tirado de manera equivalente por el ansia de
liberarse y el deseo de sucumbir. La melancolía es eso: la imposibilidad de un abandono, el
querer dos cosas a la vez y no tener ninguna. Un rostro hermoso pasa por la calle sin avisar; la
incompetencia de un gobernante causa un incendio entre la gente; una tropa de cosacos llega a
un pueblo sables en mano. La pasión es invitarse a uno mismo al olvido de lo que fue y la
especulación de lo que será. No existe algo como la pasión racional. El intelecto solo llega a la
pasión a través del contraluz, su proximidad ya lleva en sí mismo la frustración de no entender
completamente. La razón, como dice Cortázar en “Relaciones sospechosas”, es sobre todo
defensa. ¿Qué hacer cuando se inhala ese aire enrarecido que distorsiona la percepción de
todas las cosas? ¿Cómo defenderse de lo que uno necesita para seguir vivo?

Apunte sobre la ilusión de intimidad

Todo lo que escribo se retrotrae hasta mí, irradia el horizonte de mi visión sesgada por el
tiempo, las instituciones, los vínculos, la urgencia quemante de lo que todavía me falta. La
escritura es como los hijos: son y no son quien los creó, eventualmente se alejan del origen del
que nunca pueden separarse del todo. No cabe duda de que soy yo quien escribió esto, como no
hay duda de que sos vos quien lo está leyendo. No es mi identidad el problema sino la tuya. En
esta soledad diferida que es la condición del escritor yace el fondo de un rostro que abre el libro
por primera vez, y que de abajo hacia arriba ilumina las palabras insuflándoles una nueva
identidad. Yo soy vos ahora mismo, y esta solidaridad a veces asusta. No hay otra razón para
tachar a los libros de inmorales: su juicio es en el fondo el juicio a nuestras propias simpatías, la
vergüenza de pensar que somos eso que queremos tener lejos. Yo soy más que yo (estas
palabras no dependen de mí para que vos las recibas) pero menos que vos, nos encontramos en
un cruce de caminos en el que yo voy a quedarme quieto y vos eventualmente pasarme de
largo. En tu subjetividad está irradiando un elemento ajeno que con algo de suerte va a iluminar
un nuevo pliegue de tu identidad. Vos somos yo, por decir algo.

Apunte sobre el dolor

157
Käthe Kollwitz, Las madres (1922–1923), xilografía sobre papel

11.1914

¡Querida señora Schröder y querida Dore! La linda bufanda ya no puede calentar a nuestro
muchacho. Está muerto, bajo tierra. Fue de los primeros en morir en su regimiento, en Dixmuda.
No necesitó sufrir.

Al amanecer lo enterraron, sus amigos lo llevaron hasta la tumba. Luego, volvieron a su terrible
oficio. Le agradecemos que Dios lo haya llevado con tanta delicadeza de esta carnicería.

Por favor, no nos visiten. Agradecemos el dolor que sabemos que sienten.

Karl y Käthe Kollwitz y Hans

El primer anuncio de la muerte del hijo de Käthe Köllwitz llega a los ojos del lector por medio de
una carta. Resulta raro al principio pensar que una declaración así podría ofrecerse antes al aire
frío de la esfera pública antes que al abrazo cálido e incondicional del diario íntimo. Sin
embargo, no carece de sentido el hecho de que decir una verdad semejante suele ser, no más
fácil, pero sí más imperioso cuando involucra la comunicación a un tercero. La declaración
terrible se convierte en deber cívico, un servicio a la comunidad, rebasa un límite que la
flexibilidad del yo muy raras veces logra imponerse. De ahí que se hagan libros de las cosas más
insospechadamente terribles, catástrofes personales y colectivas. Pienso en la belleza

158
inclemente de Primo Levi al relatar su cautiverio en Auschwitz, en Abel Posse cuando dedicó un
volumen al suicidio de su hijo, en Vanessa Springora al momento de adentrarse en el berenjenal
del consentimiento en sus memorias sin desdeñar lo que de deseoso tuvo para ella ser abusada
sexualmente por Gabriel Matzneff a los trece años. Cuando digo “servicio” no me refiero a un fin
ejemplar, a un exemplum vitanda, un “en mí se ve patente el reflejo del vicio”. Yo diría que el
relato de una catástrofe cumple una función más nebulosa pero, apreciada en su justa medida,
fundamental: el de borrar el límite entre sociedad e individuo. Iluminar estas esferas de la
experiencia impone un nuevo límite a lo que es aceptable traer a la conversación, llama a las
legiones de condolientes a cristalizar su historia, intenta reventarle unas astillas de hielo a lo
imposible. Recuerdo el ejemplo maravilloso que trae Montaigne en su ensayo “De la tristeza”:

Se cuenta que Psamético, rey de Egipto, derrotado y cautivado por Cambises, rey de Persia, vio
pasar a su hija, prisionera también, vestida como sirvienta y yendo a buscar agua. Mientras los
amigos del cautivo gemían y lloraban a su alrededor, él permanecía impertérrito y silencioso con
los ojos fijos en tierra. Cuando vio pasar su hijo camino de la muerte mantuvo el mismo talante,
pero divisando luego a uno de sus domésticos conducido entre sus cautivos, el rey comenzó a
golpearse la cabeza y a mostrar extrema aflicción.

La respuesta a esta conducta se nos da pocos renglones después el mismo rey derrotado: “Este
último sinsabor se puede expresar con lágrimas y los dos primeros sobrepasan con mucho todo
medio de expresarlos.”

Hablar sobre nuestro dolor no es importante porque es nuestro sino porque podría ser de
cualquier otro. Nos resta importancia como testigo y nos la agrega como portavoz, conjura los
“males que conocen todos / pero que naides contó.” Para nuestra desgracia, el dolor es
casuístico, solo a través de un agregado de circunstancias diversas puede finalmente llegarse a
trazar un camino posible, solo caminar hace el camino.

Apunte sobre las horas que no son de llegar

Edward Hopper, Automat (1927), óleo sobre tela

159
Recorrer una ciudad en una noche a mitad de camino da cuenta de la irrealidad que gobierna
tras apagarse el esfuerzo por ser un rostro en la multitud. Cuando el tiempo no ejerce su presión
en forma de muchedumbres que corren con el reloj entre las manos (el celular) ni en colectivos
que insisten en predecir los cambios del semáforo con arranques que se quedan en partidas, los
componentes del universo se abomban y convierten en una escena expresionista sin actores,
resaltan por la forma convexa que imprimió aquello que falta: los escalones hundidos por
pisadas acumuladas durante siglos, las tetas desgastadas de las estatuas de bronce, el baile
desinteresado de los papeles que escaparon de la basura. El compromiso verdadero solo ocurre
durante la noche. Atravesar el desvelo prueba la solidez del armazón que somos cuando la
inercia no está ahí para llevarnos con ella en un impulso continuo y estable; es mantenerse con
brasas tibias de vigilia, estirar el orden, cubrir la vigilancia de lo múltiple. La guardia nocturna es
todas las guardias a un tiempo, el guardia es todos los hombres sin falta.

Apunte sobre las palomas

En la estación de Retiro, justo cuando el tren, ya con las puertas cerradas, había dado el
empujón inaugural, llegué a notar de reojo, justo antes de abandonar el andén, el arrastre
incómodo de una paloma picoteando migas. Observé que en lugar de pata izquierda tenía un
muñón envuelto en una tira de cinta o papel blanco. Es tan poco probable que algún samaritano
se la haya puesto como que ella misma se haya vendado por su cuenta. El plumaje gris era casi
del mismo color del piso, y de no haber sido por el pico rojo y brillante que tenía, el agachar la
cabeza a juntar migas lo hubiese percibido como una decapitación momentánea hasta alzar la
cabeza de nuevo al nivel del aire. Su cuerpo vivo estaba en plena descomposición, como
asimilándose al suelo que la sostiene antes de morir. La ciudad moderna le ha hecho un mal
inmenso a las palomas. De Espíritu Santo a rata con alas, de heraldo de Venus a plaga volátil de
cemento que caga las estatuas y les da conjuntivitis. El revuelo momentáneo de un palomar
cuando alguien lo pasa corriendo se parece a la disolución de una capa de polvo que antes
reposaba sobre un mueble. La paloma pasó a ser un sustantivo colectivo, ya no vale por unidad.
Es el zombi de los pájaros, mantiene en sí misma la tensión irresuelta entre lo sagrado que el
hombre le da al acto de volar y su afición voluntaria a la calle sucia y a jacksonpollockear los
techos de los autos y los restos sin limpiar de las recibidas de médicos y licenciados en
administración de empresas. Lo ominoso de un cuervo, de un buitre o de un carancho no
comercian con la mugre. Lo que tienen de temible se mantiene en la limpieza de la altura y el
descenso solo sucede cuando es necesario o inevitable. La paloma es tan peatón como cualquier
habitante de la ciudad. En ocasiones las he visto incluso usar el transporte público. Su contacto
estrecho con nosotros las desgasta como objeto de belleza y como signo de algo más: pasa a ser
signo de todo. Y si la ciudad está mal, la paloma es mala. Solemos ser proclives a asignarle a un
animal recurrente la condición de sinécdoque del espacio: para los mexicas era el jaguar, para
los londinenses el cuervo, para Buenos Aires (y muchas otras ciudades) es la paloma.

Apunte sobre amores perdidos

En el rincón aquel, donde dormimos juntos

160
tantas noches, ahora me he sentado

a caminar.

César Vallejo inicia el poema XV de Trilce capturando en menos de tres versos la ligazón
subterránea entre amor perdido, memoria y errabundeo. Pone en tensión el verbo principal
(intransitivo) agregando movimiento donde no debería haberlo, así como el reposo del amante
abandonado no es tal, se desplaza el significado junto con la sintaxis. El amor es pura presencia.
Si se va, el abandono frotado por su lenguaje como una piel (parafraseo a Barthes) irradia una
arenilla de significado. La soledad se muestra a contraluz. La falta de un otro que valide la
existencia del solitario lo insta a centrarse en el momento en que la compañía se disuelve. El
rincón de Vallejo es lo que alguna vez estaba en todas partes, el islote que antes de ser arrasado
por el río era una inmensa montaña. Si el amor, el estar fuera de sí, es un exilio musical, el
perderlo es un hogar que suena horrible. El amante rechazado se refugia en la ceniza, se
entierra en sí mismo y sus recuerdos, atesora los rastros ahora visibles porque el animal que
anidaba en ellos se ha escapado, circunda obsesivamente sobre el mismo espacio que vuelve a
explorar justamente porque no es nuevo. El movimiento no es una opción, ya sea literal o
afantasmado por el recuerdo. Quizás por eso suena tan a tono con la verdad el poema cristalino
y afilado de Macedonio Fernández:

Amor se fue; mientras duró

de todo hizo placer.

Cuando se fue

nada dejó que no doliera.

Apunte sobre uno de los trípticos negros de Francis Bacon

Francis Bacon, Tríptico mayo-junio, 1973, óleo sobre tela

161
La lámpara en el centro no podría ser más irónica. Una sombra viva y densa (quizás una réplica
invertida de la imagen número cinco del Test de Rorschach, deformada como la calavera de Los
embajadores de Holbein) envuelve el cuerpo de George Dyer hasta tragarlo por completo. A
ambos lados, los extremos de su cuerpo (el ano y la boca, que excretan y reciben dolor y placer,
comida y sexo) forman una especie de óvalo simbólico que atrapa el panel central y se pregunta
qué es lo que queda del cuerpo que estaba vivo hasta hace poco. El inodoro, instrumento del
trauma en la imagen que Bacon recibió del suicidio de su amante mientras conversaba con el
primer ministro de Francia en su retrospectiva parisina, desaparece bajo el aura de la sombra,
ausente en los otros dos paneles (incluso las flechas blancas denotan esta ausencia). Ausencia
sobre ausencia, presencia de una ausencia, el ardor de lo que falta, dolor fantasma intermitente.
¿Es la sombra central lo que George Dyer tenía dentro, el cóctel de alcohol y drogas que lo

llevó a la muerte? La lámpara ilumina el negro absoluto, la absorbe por completo y la vuelve
inútil. La fuerzas invisibles que Deleuze hace notar en su estudio sobre Bacon se abroquelan y
rehúyen todavía más la superficie de la representación. No hay más allá, la lámpara no ilumina
el fondo del baño ni más allá del umbral de la puerta que no existe. En el fragmento más famoso
de su entrevista con David Sylvester, Bacon explica que prefiere trabajar en sus retratos a partir
de fotos, porque “prefiere practicar la herida [the injury] en privado.” Ante el hecho de nombrar
la creación de un retrato como en términos de daño, de sustracción y puesta en crisis, responde
con la frase ya famosa de Oscar Wilde: “uno mata aquello que ama.” ¿Es Dyer muerto el más
real que se ha conocido, aquel que ha entrado en la memoria para siempre cristalizada de Bacon
porque la muerte impide la mutabilidad de la imagen? La sombra central es lo que se ha
perdido, el derecho de Dyer a ser un sujeto, es decir, a tener una intimidad. Ha pasado a ser la
presencia permanente de una herida en la memoria de quien lo posee.

Apunte sobre lo inexplicable del deseo

… exploro el cuerpo del otro como si quisiera ver lo que tiene dentro, como si la causa mecánica
de mi deseo estuviera en el cuerpo adverso (soy parecido a esos chiquillos que desmontan un
despertador para saber lo que es el tiempo).

162
- R. Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

Desmontar el reloj equivale a perder el tiempo de vista; rearmarlo no significa invocar el tiempo,
sino parcelarlo en minutos. La razón se queda tras la puerta del deseo no porque lo invada (el
deseo es intocable en sentido extendido, su única interpelación posible es el abrazo, como el
vampiro al que se le abre la puerta) sino porque tiene su origen en él. El deseo mantiene su
propio principio de incertidumbre: puede saberse por dónde ha pasado pero nunca en dónde
está, si tiene algo en común con un dios es que su centro está en todas partes y su
circunferencia en ninguna. Es el hilo que se extiende del orgasmo creador al reposo que
consiente al cuerpo aquejado de la conciencia, sin ninguna interrupción visible.

163
Apuntes sobre llevar un diario

Un diario no tiene punto de partida. La escritura del diario es como el origen de un


bosque. Aun en sus inicios solo es continuación. Es por eso que tampoco tiene un fin. El diario es
el tipo de escritura más cercano a la existencia de Dios.

Un diario es un deambular en el vacío, un remojo de agua fría para la vida caliente. En el


poema XV de Trilce, César Vallejo lo define mejor: “En el rincón aquel/ donde dormimos juntos
tantas noches/ ahora me he sentado a caminar.”

El diario no es un diálogo. Diría más: se cuenta con que lo escrito sea olvidado. El diario
devuelve al olvido su dignidad perdida en la era de la memoria.

Un diario no tiene unidad de acción. A lo sumo tiene andamiajes que el diarista


aprovecha como una excusa fructífera. Un diario es pura aceptación, pero también silencio
absoluto del otro lado del horizonte, es falta de criterio.

La escritura que abriga un diario es más que humana, es corporal. Como los vasos de
agua fría que uno toma a la mañana, o las veces que se sienta en el inodoro. El diario es una
herramienta del bienestar lingüístico como una rutina lo es para el bienestar corporal. (No
hablemos de psicología. La confesión es una de las modulaciones más peligrosas y
malentendidas de un diario.)

Hay diaristas que entran a su diario para suplir la falta de veces que pronunciaron su
propio nombre durante el día. Los hay también que solo pueden escribir cuando se trata de
otros. La constante misteriosa que reside en el diario es barajar de otro modo las relaciones que
hay entre el adentro y el afuera.

Para los escritores el diario es el submundo criminal de la literatura, la heterotopía sucia


e impiadosa donde todo es posible, de la que salen las fachadas limpias y marmóreas de los

164
escritos. Es por eso que escritores de lo más plomizos pueden tener diarios absolutamente
fascinantes: hacen allí lo que se niegan a hacer frente al editor.

El diario no pertenece al presente. El tiempo que habita solo puede ser descrito con la
preposición entre. O como dijo Quevedo: “Ayer se fue; mañana no ha llegado”. En ese
crepúsculo incierto es donde la escritura del diario surge.

El alcance del diario no puede ser reducido a un género como el placer del cuerpo no
puede ser reducido a sus genitales. En la continua liberación de sus propias ataduras reside su
aporte inconfundible.

El diario no es un espejo del alma, sino la destilación lingüística de una materia viva. No
hace falta estar triste para escribir sobre cosas tristes, como tampoco hace falta haber matado a
alguien para escribir una novela policial. El diario permite tallar una máscara que dice su verdad
discreta y humilde.

Llevar un diario durante años no es garantía de nada. Haberlo empezado ayer tampoco
es condena alguna. El diario es siempre continuación, pero solo se lo escribe empezando una y
otra vez.

La entrada de un diario es un remolino en el río: en el gran fluir de las cosas se toma un


pequeño centro y se lo pone a prueba hasta disolverse. El diario mismo puede concebirse
también de esta manera. Esa coherencia recursiva le da la firmeza que otros modos de escribir
deben hallar en criterios mucho más costosos.

Ninguna forma de escritura es compatible con la intimidad. El diario es la plataforma de


la extimidad, aun los diarios resguardados bajo siete llaves. Esto no por el hecho de escribir
sobre algo íntimo, sino porque hacerlo es asimismo darle un orden, darle un orden es darle un
sentido, y darle un sentido es hacerlo comunicable. La intimidad es lo que carece de sentido, es
el reino del porque sí.

165
El diario no es el lugar en donde todo tiene algo de fantasía, sino donde todo es real. El
diario nunca dice otra cosa que la verdad, porque no puede fallar en dar entidad a lo escrito. Y
como decía Saer: por el solo hecho de existir, todo relato es verídico.

El diario es un desfiladero infinito de nombres.

La escritura de un diario solo existe cuando se la lee, y al hacerlo la invade una tibieza
cóncava de hogar. Antes y después de eso vuelve a remolonearse en el más delicioso olvido.

El diario no es el formato predilecto de la confesión, sino el de la irresponsabilidad.

Aun si no empezaste un diario lo llevás a cuestas. La memoria y el olvido son las fuerzas
que chocan en el diario y que gobiernan nuestra vida. Entonces, una de dos: o ya llevás un diario
o estás muerto y todavía no te diste cuenta.

La representación definitiva de un diarista está en “Funes el memorioso”. A esto traigo


un pasaje de Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida de Nietzsche que
perfectamente podría funcionar como epígrafe:

Pensad en el ejemplo más extremo, un hombre que no poseyera en absoluto la facultad


de olvidar, que estuviera condenado a ver en todas partes un devenir: tal hombre no
creerá más en su propio ser, verá desintegrarse todo en puntos móviles y se perderá en
la corriente del devenir: como verdadero discípulo de Heráclito apenas si osará levantar
el dedo.

El diarista es aquel que escribe para olvidar, el que se sienta a no osar ni levantar el
dedo (mucho menos el culo de la silla) hasta que el recuerdo haya sido despejado y el olvido
pueda volver de su exilio. Esto es arbitrario, sin duda. Cualquier fin en sí mismo es arbitrario. Ni
la muerte es el fin verdadero, mucho menos podría serlo levantar la birome de la hoja. Nunca
hay conclusión, solo abandono suficiente.

166

El diario en su conjunto es siempre salomónico. A fin de cuentas no se escribe en él para


empezar, ni para lidiar, ni para concluir, sino para obtener una demostración empírica de que la
vida continúa a pesar de todo.

Con la próxima entrada el diario no habrá aumentado mucho en longitud. Pero:

1. No es relevante la longitud del diario.


2. Qué sería del diario sin esa próxima entrada.

Lo único que el diario no admite es la interrupción. Y no por caprichoso, sino por


imposible. Como si nosotros no aceptáramos morirnos algún día.

167
La verdad, más allá: El impostor de Javier Cercas y F for Fake de Orson
Welles

Por su parte, el tramposo permanece en el universo del


juego. Si bien infringe las reglas, por lo menos lo hace
fingiendo respetarlas. Trata de engañar. Es deshonesto, pero
hipócrita. De suerte que cuida y proclama mediante su
actitud la validez de las convenciones que viola, pues al
menos tiene necesidad de que los demás las obedezcan.

- Roger Caillois, Los juegos y los hombres

… los tres nos inclinamos sobre el escritorio para comparar ambos documentos. La verdad salió a
la vista en seguida. Marco había hecho una obra maestra: en el libro de registro no habían escrito
«Moner» sino «Moné», y nuestro hombre había aprovechado aquel acento providencial para
construir con él una «c»; luego, fácilmente, había convertido la «o» en «a», la «n» en «r» y había
terminado la palabra con una «o», de tal manera que, después de repasar con cuidado el
nombre, era como si en el libro no hubiesen escrito «Moné» ni «Moner» sino «Marco»...

Javier Cercas concluye los últimos párrafos de El impostor con una recompensa. La
novela se apresura a su cierre con la imagen de un documento adulterado que sirvió para
otorgar condición material al inmenso y laberíntico entramado de mentiras que Enric Marco
elaboró a lo largo de cuatro décadas de apariciones públicas, charlas, reportajes y artículos
periodísticos. Esta escena es especialmente significativa porque por fin la inmensa proyección
de palabras que construyó el relato (y más importante, sus lagunas de silencio) encuentran un
contrapunto físico. En sí el documento nada dice, es justamente la constatación de que no es
auténtico lo que le otorga su valor de prueba. La dicotomía entre mentira y verdad encuentra al
fin un punto en el que puede apoyarse para ser distinguidas. Ciertamente una visión
esperanzadora, por lo menos en parte. Aún a pesar de su contaminación, incluso gracias a ella,
el documento encuentra una forma de ser útil a la verdad.
Con este pasaje se cristaliza definitivamente la serie de dicotomías que rige el libro, tales
como verdad/mentira, hecho/relato, Marco/Cercas, ficción/no ficción, arte pleno/arte kitsch,
etc. La premisa que la novela nos pide de antemano (y en esto se centra su principal dificultad,
en esto se centra el grueso de su esfuerzo narrativo) distinguir entre los hechos en sí mismos y la
percepción que de ellos se tiene. Por eso el narrador se toma tantas veces el trabajo de poner
entre paréntesis proposiciones adversativas: (o dice que dijo…), (o cree que hizo…). El fondo
trágico del caso Marco, y esto lo dice el narrador al principio de la historia, radica en el hecho de
que aquel hizo uso y abuso de un episodio en la historia esencialmente imposible de
comprender, como fue el Holocausto, sumado al temor del Cercas agens de ser acusado como el
cómplice de un fraudulento:

… el miedo a que me acusasen de estar haciéndole el juego a Marco, de estar intentando


entenderle y por tanto disculparle, de ser cómplice de un hombre que se había burlado de las
víctimas del peor crimen de la humanidad. Recordaba las palabras admonitorias de Teresa Sala:
«No creo que tengamos que entender las razones de la impostura del Señor Marco»; también

168
recordaba las palabras equivalentes de Primo Levi: «Tal vez lo que ocurrió no deba ser
comprendido, en la medida en que comprender es casi justificar». (Cercas, 2015, 53)

El terreno pantanoso y huidizo de aquellos sucesos devastadores y además malamente


documentados son el terreno fértil para edificar una estructura ficticia sobre la base de la
ignorancia y el pacto de silencio de sus partícipes. Es por eso que el libro termina en
Flossenbürg, el lugar de origen de la ficción que se desentramó en 2005, como un hachazo que
llega a la raíz profunda del problema. Nunca como en el caso de los campos de concentración se
había hecho en el siglo pasado de manera tan patente la fractura entre los hechos y las palabras
que las proveen de sentido. Tras la fractura epistemológica que Foucault menciona en Las
palabras y las cosas, que relata a partir del siglo diecisiete y con presagios literarios como el
Quijote, el solapamiento inicial de la palabra y la cosa se rompe a partir del descubrimiento que
hace el hombre: a ambas las rigen historicidades distintas, y que al mismo tiempo estas cosas no
refieren en su conjunto a un Todo universal en el cual el hombre encaja perfectamente sino que
la relación entre palabra y objeto, esto es, la representación, necesariamente remite a un
horizonte transido de axiomas (temporal, social, etario, etc.). Si la historia, como explaya el
filósofo francés, debió verse reducida al acto de “poner en relación un episodio cultural con
otro” (Foucault, 2014, 381), ¿cómo, o más bien con qué relacionar a la empresa que
transformaba sistemáticamente al hombre, al dilucidador de la historicidad, en el propio objeto,
esto es, un cadáver? ¿Cómo envolver con un relato pleno de sentido aquello que principalmente
constituye una experiencia incomunicable, dado que aquellos que sobrevivieron a ella, mientras
esta duró les fue privada su función de significar, que es la que separa al sujeto del objeto? De la
misma manera, ¿cómo juzgar luego, en esta misma línea, a un hombre que fue creándose una
identidad al calor de un tiempo en que “cualquier vida normal era un simulacro de vida normal”
(Cercas, 2015, 104), esto es, el sujeto se hacía a sí mismo objeto, alternando entre ambos de
manera indistinguible? Todo lo que persiste en el imaginario pero escapa a la razón se
constituye de este modo en un mythos que se extiende al discurso y por ende a sus
representaciones artísticas, como un agujero negro y sin fondo que la mente puede circunvalar
con libertad, pero nunca cruzar sin perderse a sí misma en el intento frente a la abrumadora
densidad de significado.
La palabra no puede bastarse a sí misma en El impostor, no solo porque trata de un
suceso real, desnudo de toda ficción (una non-fiction) sino porque el lenguaje mismo está
puesto en jaque: el lenguaje es el arma que usó Marco para cometer un crimen, por tanto cada
oración, cada palabra, se encuentra en estado de sitio. A pesar de sus recurrentes
comparaciones con Alonso Quijano, el narrador sabe que la diferencia fundamental entre su
protagonista y el manchego es que aquel no puede proponerse descubrir la “[r]ealidad que solo
debe al lenguaje y que permanece por completo en el interior de las palabras” (Foucault, 2014,
65) porque lo ata una responsabilidad de ser fiel a la referencia y la coyuntura que le dio la
fama: la mentira de Marco es una ficción dependiente de los hechos, lo cual ciertamente no
previene que este insista en permanecer en su ficción una vez expuesto. Sin embargo, Cercas
acierta al unir estos dos personajes en cuanto a su meta, al fondo común que narrativamente
los mantiene atados al lector:

Antes dije que quizá Don Quijote y Marco sean dos novelistas frustrados y que, si hubiesen
escrito lo que habían soñado, tal vez no hubiesen intentado vivirlo; también dije o insinué que lo

169
que Don Quijote y Marco quieren no es convertir la realidad en ficción sino la ficción en realidad:
no escribir una novela, sino vivirla. (Cercas, 2015, 231-2)

La verdad que no responde al relato de los protagonistas del Quijote y El impostor es el


enemigo, como un magma indiferenciado que los rodea y que ellos deben desesperadamente
mantener a raya mediante un entramado cada vez más ridículo y kitsch, cada vez acercándose
más al punto sin retorno de la absoluta exageración. Este aspecto de la novela de Cercas tiene
mucho de saeriano, cuyos personajes también adolecen de una relación alienada con un
universo indiferente y las más de las veces amenazante.
Javier Cercas agens se constituye así como el mediador entre la palabra (el relato de
Marco) y la cosa (los hechos históricos comprobables), asumiendo esta crisis de la
representación en miniatura y narrar la relación tormentosa que entre ellos existe. Para ello
debe recurrir a referencias externas, notas periodísticas, entrevistas y artículos, para instalar
una especie de “metarrealema” que traspasa la dimensión del texto y asegura que no está
interviniendo en la peripecia, que no está siquiera interpretando los hechos sino hilándolos
como un collar. Se convierte a sí mismo en la máscara del relato, aquello que siempre se
interpone entre el objeto mismo y la percepción que se tiene de él (y más de un aspecto
pirandelliano tiene esta novela). La respuesta ante esta crisis estructural se resuelve
desplazando su centro hacia un nuevo parámetro: los objetos, independientes de Marco, con
una historicidad separada y confiable, que aún siendo trastocada por la mano dañina del falsario
son lo suficientemente autónomos para aseverar o desmentir su palabra.
Este estatuto casi sagrado que tiene el objeto en la obra de Cercas se invierte en el caso
de la película F for Fake (1973) de Orson Welles. En ella, el objeto mismo (o más bien su
condición aurática) es el centro del problema: la obra de arte. Y en un movimiento contrario a
El impostor, Welles asume el carácter fluido y difuminado de la línea entre mentira y verdad
para constituirla como un centro irradiante que permea la estructura formal del largometraje y
lo vuelve absolutamente inclasificable en cuanto a género, además de altamente metaficcional.
El discurso fílmico es el más adecuado para tal hibridación, puesto que históricamente se lo ha
catalogado como el arte no aurático por excelencia, aquel que rechaza por su misma naturaleza
la idea de un “original” irreproducible. Incluso dentro del propio largometraje se encuentran
entremezclados fragmentos de considerable extensión cuya autoría no es del estadounidense
sino de un documental de François Reichenbach hecho en 1968 sobre el mismo tema. Pero igual
que Cercas, Welles nunca deja de borrar del todo la existencia de un relato creado por
falsificadores y mentirosos confrontado con una realidad objetiva, aún siendo esta indistinguible
de aquel. Este es el centro que los une. De esta manera van decantando, a medida que los
relatos avanzan, una serie de “reglas del juego” que los narradores establecen para ganarse la
confianza del receptor, que luego pueden decidir obedecer o (aparentemente) romper. El caso
de Welles es el más explícito y lo enuncia en los primeros minutos de la cinta: “This is a promise.
During the next hour, everything you hear from us is really true, based on solid facts”. Cercas es
más ambiguo. Al tiempo que nos relata su convicción de no poder escribir el libro que estamos
leyendo empieza a narrar, en la página siguiente, la historia de la madre de Marco. La afirmación
a la que llega al final del primer capítulo de la primera parte contrasta de manera casi simétrica
con el final del último capítulo del libro:

170
Así que era imposible contar la historia de Marco; o, por lo menos, era imposible contarla sin
mentir. Entonces, ¿para qué contarla? ¿Para qué intentar escribir un libro que no se podía
escribir? ¿Por qué proponerse una empresa imposible? (Cercas, 2015, 24)

En términos de Caillois, Cercas empezaría bajo una estructura de juego corrompido para
terminar en un juego restaurado y Welles recorrería exactamente el camino contrario:
empezaría bajo el marco de un juego perfectamente definido para luego subrepticiamente (y al
final abiertamente) romper sus reglas, como bien lo muestra la transición sin costuras del relato
factual de Elmyr de Hory al relato ficticio del “abuelo” falsificador de Oja Kodar, cuya presencia
en la cinta se justifica como una analepsis del principio.
Análogo a la disputa entre palabra y cosa en la novela de Cercas, se instala en el centro
de F for Fake una obsesión por develar la relación equívoca entre la forma cinematográfica y el
objeto-referente que trae a los ojos del espectador. El tratamiento que hace de sus personajes
(el principal de ellos, Elmyr De Hory, el mejor falsificador de arte del siglo veinte, sí estuvo en un
campo de concentración) pone de continuo al espectador en una situación incómoda: mientras
el narrador en off relata los embustes de De Hory, se lo ve al propio Welles compartiendo con él
una velada festiva y hablándole de buena gana. Se lo ve en múltiples ocasiones a De Hory en el
acto de hacer falsificaciones de Matisse y Modigliani para luego quemarlas, y por boca de
aledaños a este el espectador recibe la información no solo de que innumerables falsificaciones
del húngaro se han vendido y se encuentran en colecciones y museos de todo el mundo junto a
originales, sino que el propio autor de esas falsificaciones es el único que posee la “llave
secreta” para distinguir sus creaciones de las obras auténticas. El relato se amplifica a partir de
aquí, cuestionando la naturaleza misma del mercado artístico como un campo trazado por
fronteras distinguibles, llegando al punto de cuestionar si siquiera vale la pena el acto de
legitimar una obra como auténtica. Tanto es así que la primera declaración que el espectador
oye de boca de Clifford Irving, autor de una biografía sobre De Hory y también de una falsa
autobiografía de Howard Hughes, es “the important distinction to make when you’re talking
about the genuine quality of a painting is not so much whether it’s a real painting or a fake. It’s
whether it’s a good fake or a bad fake”.
Ante la turbulencia inabarcable de los años de guerra y posguerra al calor de la
instalación de la llamada “memoria histórica” y asimismo el carácter incierto y huidizo del
mundo del arte, ambos acontecimientos demasiado intensos, demasiado brillantes para los ojos
de un solo individuo, la comunidad de hombres se ve forzada a limitarlos por medio de reglas,
como si se tratara de un juego. Estos dos mythos, domesticados gracias a la función podadora
de la razón, pasa al discurso de manera inteligible, un principio ordenador puede ser impuesto.
Pero esto no quita a ambos su calidad de acontecimiento ni mucho menos el poder de aquellos
aspectos que se decidieron silenciar, excluir al margen. Elmyr de Hory y Enric Marco son
tramposos y también monstruosos no solo por el admirable empeño que pusieron en construir y
mantener sus respectivas fachadas, sino por el innegable conocimiento que tenían de estas
lagunas de silencio alrededor del juego para usarlas en su provecho, imitando las formas
socialmente aceptadas. Todos los especialistas en verificación de los discursos (los peritos de
arte, los sobrevivientes del Holocausto, los historiadores en general excepto uno, Benito
Bermejo) se vieron obligados a exponer la falibilidad de sus métodos y convenciones, a mostrar
los límites de lo que puede ser verdaderamente conocido. El uso de los objetos (documentos,

171
fotos, cuadros, actas y biografías) resulta, entonces, para estas dos obras la bisagra entre los
polos que separan a la realidad del sujeto que la percibe.

De este doblez fundamental que tanto El impostor como F for Fake se ven obligados a
dar en su relato, esta vuelta hacia sí mismo que hace el lenguaje para hablar del lenguaje, no
deja de ser, por lo menos hasta cierto punto, una falsificación: la obsesiva insistencia de ambas
composiciones en establecer un relato ficticio y una realidad perentoria no deja de ser una
ficción, porque para dar cuenta de esta realidad hay que pasarla por el filtro del lenguaje, ya sea
escrito, ya sea filmado. No puede haber no-referentes en una composición estructurada a partir
de la visión de un autor, los objetos reales no pueden adherirse a una pantalla. Conforme a esto
es relevante mencionar la distinción que hace Deleuze entre imagen orgánica (por ej. un callejón
de un barrio precario en Londres durante una noche de Diciembre) e imagen cristalina (la
imagen del actor pasando por un espacio sucio y oscuro, lleno de bolsas de basura, nieve sucia y
gatos callejeros). La forma de la verdad y la forma del discurso no pueden fundirse en la
escritura para hacer un caligrama de revelación contundente y luminosa, por lo que Cercas
rompe esta unidad ideal y mantiene constantemente sobre aviso al lector de su separación para
que no naufrague su relato. Welles no procede de la misma forma. Su principal interés en F for
Fake no es dar los pormenores de un fraude (eso ya lo habían hecho Clifford Irving y François
Reichenbach) sino desafiar al espectador a distinguir entre ilusión y realidad, de ahí su
presentación como un mago y un charlatán al principio de la cinta, de ahí sus encuadres en una
sala de edición, las escenas de cámaras enfrentando espejos y el relato del propio Welles acerca
de sus inicios en Irlanda como un joven pintor, su fraudulenta entrada al mundo escénico y el
episodio en el Mercury Theater cuando hizo una emisión basada en La guerra de los mundos de
H. G. Wells. Ambas composiciones construyen con recursos más o menos análogos una imagen
opuesta de receptor: el de Cercas, pasivo y prolijo; el de Welles, activo y en permanente
incertidumbre. Ambos autores, sin embargo, dejan ver en la distinción entre vida y narración
que aquella tiene una inevitable “inocencia del devenir” según el propio Welles. Los juicios son,
en última instancia, imposibles, puesto que el interés de ninguno debería ser otro que el del
deseo que forma el carácter individual, enteramente subjetivo, también intransferible. Si la
verdad existe, muda su centro cada vez que se intenta encontrarla de manera inteligible, por
tanto, quizás la solución sea volcarse desde la narración hacia la vivencia, en pos de una nueva
hermenéutica que llegue a la verdad verdadera de las cosas.

Bibliografía

BENAMOU, Catherine L., “The Artifice of Realism and the Lure of the “Real” in Orson Welles’s F
for Fake and other T(r)eas(u)er(e)s” en JUHASZ, Alexandra y LERNER, Jesse (eds.) (2006), F is for
phony: fake documentary and truth’s undoing, Minneapolis, University of Minnesota Press.

BENJAMIN, Walter (2011), La obra de arte en la era de su reproducción técnica, Buenos Aires, El
cuenco de plata.

CAILLOIS, Roger (1986), Los juegos y los hombres, México D. F., Fondo de Cultura Económica.

172
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CERCAS, Javier (2015), El impostor, Buenos Aires, Literatura Random House.

DELEUZE, Gilles (1985), La imagen-tiempo: Estudios sobre cine 2, Barcelona, Paidós.

FOUCAULT, Michel (2014), Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas,
Buenos Aires, Siglo Veintiuno.

________________, (2012), Esto no es una pipa: Ensayo sobre Magritte, Buenos aires, Eterna
cadencia.

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fake, Estados Unidos: Janus films [disponible en línea, link: https://www.youtube.com/watch?
v=gIVgUjj6RxU].

SEVILLA, María U. H. et. al., “El mito: la explicación de la realidad” en Revista de educación, año
12, n° 21 (2006).

173
Contra eso y a tu favor
… nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

- Francisco de Quevedo

Heloïse mira a Marianne

I. El infinito posible

La novena sección de La obra de arte en la era de su reproducción técnica concluye con


una observación que plantea una de las grandes maldiciones del cine:

«La última tendencia» apunta Arnheim en 1932, consiste en tratar al «actor como si
fuera un objeto de utilería que se elige por sus características y… se hace aparecer en el
momento pertinente». Este hecho tiene que ver con otro fenómeno. El actor que actúa
sobre un escenario encarna un papel; al actor de cine suele negársele esa opción.

Benjamin introduce la cuestión del aura dentro del cine mismo (no en relación con las
otras artes) y lo traduce en la atrofia del trabajo actoral producto de la cámara que invade.
Equipara al actor cinematográfico con la utilería, niega (quizás arbitrariamente) la posibilidad de
una nueva autenticidad distinta a la que se manejaba hasta ese momento. Esto es algo que
Morin retoma implícitamente en El cine o el hombre imaginario desde el lado opuesto: el cine es
el arte que cosmomorfiza al hombre y antropomorfiza el universo. El monismo de Morin
convierte en euforia e incertidumbre lo que en Benjamin es melancolía y fatalidad, y ambas
visiones aciertan a dar una explicación a la preferencia de los fascismos por el medio
cinematográfico: la totalización (política, estética, etc.) del cuerpo, ya sea en los términos
materialistas de Benjamin o los deístas de Morin, está más a mano que nunca.
La cuestión del cine como arte de la totalidad plantea una nueva cuestión que ha sido el
tema de innumerables películas: frente a la totalidad, ¿puede caber la posibilidad de un infinito?
Con esto se entiende, siguiendo a Levinas, “una excedencia siempre exterior a la totalidad, como

174
si la totalidad objetiva no completara la verdadera medida del ser”. De buenas a primeras la
respuesta parecería ser no. Después de todo, las películas terminan, aunque duren catorce
horas, como se ha hecho. Necesitan de un fin, y con este fin conformarse como objetos para
poder ser vistas. Sin embargo, esto que es una condición de posibilidad de cualquier texto no
puede ser un impedimento, puesto que las palabras también terminan y gracias a ellas la idea
de un infinito es concebible. Debe haber en la estructura interna del infinito algo que establezca
un contacto, por más efímero y precario, que dé paso a un vislumbre de su trascendencia: entra
en juego la búsqueda de la revelación. Vuelvo a Levinas:

La idea de lo infinito es el modo de ser —la infinición de lo infinito—. Lo infinito no es


primero para revelarse después. Su infinición se produce como revelación, como una
puesta en mí de su idea. La infinición se produce en el hecho inverosímil en el que un ser
separado, fijado en su identidad, el Mismo, el Yo contiene sin embargo en sí lo que no
puede contener, ni recibir por la sola virtud de su identidad. La subjetividad realiza estas
exigencias imposibles: el hecho asombroso de contener más de lo que es posible
contener. (subrayado mío)

Si el ser humano es capaz en su subjetividad limitada tener una experiencia del infinito,
no es imposible plantear la representación (de nuevo, limitada) del infinito en un marco
artístico. Pero he aquí la cuestión: esta representación nunca podrá ser comprobada, como el
infinito en sí mismo tampoco puede nunca ser comprobado. Se nos traza aquí un cometido no
predestinado a fallar sino más allá de todo éxito o fracaso, en el que los parangones dejan de
funcionar. Levinas aclara: “acontecimientos cuya última significación [...] [la conciencia] no llega
a develar.”
La clave es la palabra que esconde en su simplicidad lo verdaderamente complejo:
“excedencia”. Esta es la palabra más importante porque semánticamente no vale por sí misma.
Una excedencia lo es solamente en relación con algo. El quid es esto entonces: la relación, y no
en el aislamiento entre las partes. Y en esto Benjamin decididamente incurre en un error: hace
hincapié en que el cine “[segmenta] la interpretación del actor en una serie de episodios
compaginables” sin tener en cuenta que, en términos hegelianos, estos segmentos no
conforman una totalidad mecánica (mera suma de partes) sino que la trasciende en totalidades
orgánicas. El acto de crear una película es, en sí mismo, un esfuerzo comunitario.
La relación es un infinito con dos cabos: se mueve entre los que la mantienen sin estar
en ninguno de ellos. Es antigua la noción de personificar los vínculos mismos. Dante explica la
traición como el asesinato de una tercera persona que vivía de la existencia de las otras dos
personas físicas. La traición, es decir, romper la relación, es un pecado tan terrible que se paga
en vida: un demonio ocupa instantáneamente el cuerpo del traidor y el alma de este baja
directamente al Cocito a ser torturado por el hielo y el viento incesante de las alas de Lucifer.
Martin Buber, uno de los maestros de Levinas, dice en su ensayo Yo y Tú “en el principio está la
relación”. Incluso ejemplifica su postura con casos de culturas “primitivas” de (supuesto) valor
antropológico:

Consideremos el lenguaje de los “primitivos”, o sea, el de los pueblos que son


pobres en objetos y cuya existencia se construye en un estrecho círculo de actos
cargados de fuerte presencia. Los núcleos de este lenguaje, los vocablos, las estructuras
pre-gramaticales de las que emergerán los diversos tipos de palabras, en su mayor parte

175
indican la totalidad de una relación. Nosotros decimos “muy lejos”, mientras que los
zulúes utilizan una frase que significa “allí donde uno grita ‘oh, madre, estoy perdido.”, y
los fueguinos dejan muy atrás nuestra sabiduría analítica con un término de siete sílabas
cuyo sentido exacto es: “los dos se miran, y cada uno espera que el otro se ofrezca a
hacer lo que ambos desean, pero no pueden hacer”.

Entre los pliegues de la relación, entonces, podemos vislumbrar aquello que trasciende
el tejido frágil que se arma entre los actos y las palabras.

II. Libertad, igualdad

Retrato de una mujer en llamas no oculta sus marcos, hace abundante gala de ellos en la
primera mitad para luego dedicarse a desbordarlos en la segunda. Límites de una u otra clase
son visibles a través de toda la cinta. El primero de todos es un racconto que nos lleva al
principio de una historia cuyo desenlace, deducimos inmediatamente, fue fatídico. Esta historia
se desarrolla en un espacio cuyas playas y acantilados ambientan una variedad de escenas, sin
mencionar el motivo constante de los varios cuadros que deben capturar el parecido de Heloïse.
Los espacios y las funciones están bien delimitadas. Pero esta segmentación del espacio y las
relaciones inoculan el germen de su propia destrucción: Marianne se entera por la madre de
Heloïse de que esta se negó a mostrarse al último pintor. La madre de esta le propone entonces
disfrazarse de dama de compañía para capturar su rostro en largas caminatas. Al marco del
recuerdo se le suma el marco del engaño, ambos proverbiales en la tradición cinematográfica. A
la cuestión del muy cuidado develamiento del rostro de Heloïse volveremos más tarde. Por
ahora nos quedaremos con esta gran división que separa los polos de la historia en el cuerpo de
la retratada: a Marianne le es negada la comodidad asimétrica del artista y su modelo, debe ir al
llano para encontrarse cara a cara con ella. Por otro lado, debe dividir su atención y sus
esfuerzos en tratar a Heloïse como un sujeto y como un objeto, como una persona y como una
imagen. A esto le sigue un juego de sustituciones y permutaciones continuas que la cámara
acompaña minuciosamente: durante su segundo paseo, Heloïse pide prestado a Marianne su
libro y mientras aquella sigue a esta última, la cámara oculariza la espalda de Marianne, nos
muestra el punto de vista de Heloïse. A una escena en la que Marianne se pone el vestido verde
de Heloïse con un espejo para obtener una referencia le sigue la propia Heloïse posando
exactamente en el mismo lugar y con la misma pose; en el punto álgido de su relación,
Marianne se autorretrata en el libro que le ha prestado a Heloïse usando un espejo colocado en
el entrepierna de esta. Este libro aparecerá por última vez en el retrato de Heloïse con su hija, y
su mano se hunde en la página intervenida por Marianne (número 28). Al ver este cuadro,
Marianne sonríe con una amarga satisfacción.

176
La mano retratada de Heloïse con el índice en la página 28

Se despliegan las dos palabras básicas que describe Buber: por una parte, el Yo-Tú, por
la otra, el Yo-Eso. En sus encuentros con Heloïse, Marianne accede a un presente que irradia
frente al encuentro con el Otro, en su estudio debe formar una imagen del pasado reciente,
porque así, según Buber, funcionan las dos palabras. El Tú no puede vivir más que en el
presente, mientras que el Eso vive solo en el pasado. Y este, al parecer, es quien gana la partida.
Marianne en su estudio parisino vive permanentemente en el pasado, recordando la historia
que vivió con Heloïse. Pero la decisión de empezar la película con las cenizas del hecho posee la
cualidad de hacer que la transgresión del límite se lleve la última palabra. La película termina
con el recuerdo de una contemplación: el rostro de Heloïse, viviente y transido de pasiones al
escuchar el Verano de Vivaldi. El recuerdo es más que feliz, es extático: Marianne se ha
deshilvanado por completo de sí misma vaciándose en la visión de Heloïse (la cámara apenas se
sirve del efecto Kuleschov, apenas muestra la nuca de Marianne para sumergirse de lleno en el
objeto de su visión). La edición de la película nos dice que el pasado no es menos real que el
presente. Y es esta igualación el verdadero tema de la película. Por eso llamé a los cuadros un
motivo, y por eso me atrevería a llamar al amor de la misma manera: propulsan la historia, pero
no son su médula, la llevan adelante en el tiempo, pero no la justifican. Toda la secuencia que
sucede entre el viaje de la madre a Milán y su regreso son muy pocas las escenas que involucran
el retrato de Heloïse (aunque sí hay una escena muy importante de pintura) y en cambio las tres
mujeres, Marianne, Heloïse y la criada Sophie, se abocan a una prolija igualdad y a una
liberación del potencial de las imágenes, todas con el motivo explícito o implícito del aborto de
esta última. Encuentro muy sofisticada la elección de este motivo lo que anuda las escenas
siguientes, ya que el hecho mismo de abortar es considerado un proceso contranatura, causa de
delito, infamia, o por lo menos de un dolor monumental en el cuerpo de la mujer. De estas
imágenes puedo dar cuatro ejemplos puntuales:

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Sophie cuelga del techo

1. Mientras el brebaje abortivo se prepara en una marmita, Sophie se cuelga con las
manos sobre una viga fuera de campo. Cuando Marianne va a alcanzarle el tazón para
que lo beba, la cámara se mantiene a la altura de Marianne y solo muestra los pies de
Sophie. En el lenguaje cinematográfico la imagen de dos pies colgantes es sinónima de
suicidio por ahorcamiento. La cámara le quita a la imagen las ataduras de la asunción y
la resemantiza: en vez de quitarse la vida, Sophie está haciendo con ella lo que quiere,
no es muerte sino vida la razón por la que cuelga.

Las lugareñas se juntan a cantar

2. Sophie conduce a las mujeres a una congregación nocturna en la cual solo hay mujeres
alrededor de un fuego (Sophie debe consultar con una comadrona sobre le estado de
sue embarazo). La asociación con el aquelarre a medianoche de las brujas es inevitable.
Es por eso que cuando descubrimos que la razón de juntarse es meramente la de
ponerse a cantar (Heloïse deja en claro que nunca escuchó otra música que la de las
iglesias, “música de muertos” según Marianne) la disonancia cognoscitiva contrapuntea
a la música melodiosa de las mujeres. Es mediante ella también que Marianne obtiene

178
la imagen que será el tema del cuadro que se muestra al principio: Heloïse caminando
mientras su vestido se prende fuego.

La mano de Marianne se hunde en su axila. Georgia O’Keeffe, Black Iris (1926), óleo sobre tela

3. La cámara en Retrato de una mujer en llamas no ignora que el soporte fantasmático de


la historia debe mantenerse en todo momento. Slavoj Žižek explica cómo la pornografía
padece una tragedia insoluble, que es la de “mostrarlo todo” a costa de sacrificar la
fantasía, que es lo que mantiene el compromiso emocional del espectador en la
película. La concreción de la escena sexual esfuma el deseo como el sol a la niebla. En
una posible alusión a las flores de Georgia O’Keeffe, se permutan los labios vaginales por
la axila izquierda (luego se permutarán de nuevo por el dedo hundido en la página del
libro en el retrato de Heloïse con su hija). Esto no tiene la función de ser una metáfora
del poder de la genitalidad sino lo contrario: una exploración del poder erótico de las
axilas, la liberación del potencial erótico en todo el cuerpo. En su afán de igualdad
absoluta, las mujeres eliminan las jerarquías del placer.

Heloïse propone la idea de retratar el aborto de Sophie

4. Esta última es quizás la más compleja de las cuatro, puesto que no trata solamente de la
exposición de las imágenes, sino también de producir, dentro de la ficción, imágenes
nuevas. Mientras Sophie intenta conciliar el sueño, Heloïse propone a las otras dos
retratar la imagen que presenciaron horas antes: una comadrona (la misma de la
ocasión anterior) le indujo a Sophie un aborto de manera manual. Se legitima por medio
del arte un costado muy oculto de la vida de las mujeres y la mirada que legitima es
asimismo la mirada de una mujer. Aquí, más que en el retrato de Heloïse, cuyo
destinatario es su futuro esposo, se conforma un circuito en el que emisor (Marianne en

179
la ficción, Céline Sciamma en la dirección), mensaje y lector ideal son exclusivamente
mujeres. Esta escena es un probable eco de otra obra de arte controversial en su época,
el Tríptico de Paula Rego.

Paula Rego, Tríptico (1998), pastel sobre papel

Las imágenes que se producen en esta parte de la película parecen desligarse de la


trama principal, pero lo que hacen es lo contrario: no solo posibilitan la afloración del amor
entre Marianne y Heloïse, posibilitan que la película entera sea lo que intenta ser, de manera
prospectiva y retroactiva. Un espíritu de liberación atraviesa el resto de las escenas, una euforia
efervescente contagia los muros de la narración cinematográfica. El amor sucede no como causa
secreta que se revela al final, como en la estructura de casi todas las comedias románticas, sino
como efecto: en el principio es la relación de igualdad, de Tú a Tú, luego sucede le deseo, luego
el amor. Este último nunca supera en importancia a la propia elaboración de imágenes, indicada
desde el título de la cinta.
Finalmente la madre vuelve y el retrato definitivo es terminado. El lento retroceso de la
liberación al plegamiento se traduce dos varios motivos que aparecen por primera vez o cierran
su circuito de significado luego del regreso, a saber: el motivo órfico y el tema del traspaso de la
energía vital a la obra de arte. Estos aparecerán en el próximo apartado como afluentes del
motivo del desvelamiento.
La sección recién analizada lleva a cabo una operación que es la sinécdoque de toda la
película, que es la superación de una paradoja que surge en el momento de conocer a una
persona: conocerla más equivale a encerrarla en un manojo de comportamientos y costumbres
predeterminados, conocer más es asimismo negar más el beneficio de la duda. Retrato de una
mujer en llamas propone claramente un vislumbre de su propia apertura, y con eso es suficiente
para no darse a sí misma por sentado. Es la diferencia que Buber explicita entre la persona y el
ego:

La persona se hace consciente de sí como alguien que participa en el ser, como alguien
que coexiste, y por lo tanto, como alguien que es. El ego se hace consciente de sí como alguien
que es como es y no de otro modo. La persona dice “yo soy”; el ego, “así soy yo”. Para la
persona, “conócete a ti mismo” significa “conócete como ser”; para el ego, “conoce tu ser así
como eres”. En la medida en que el ego se separa de los demás, se aleja del ser.

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III. El corrimiento del velo: Orfeo y el retrato oval

La escena erótica más insistente en los frescos es la del momento en que se retira el
velo.
La escena que constituye el centro de los misterios es el develamiento del falo (el
anásyrma del fascinus). Levantar el velo es separar lo que separa. Es la efracción silenciosa.
Plutarco dice que Alétheia es un caos de luz. Que su propio resplandor borra su forma y
vuelve imperceptible su rostro. Pero —añade extrañamente Plutarco— eso no quiere decir que
Alétheia esté velada: está desnuda. Los velados somos nosotros. Solo los muertos ven lo que no
está oculto.

El valor del velo es siempre complejo, como el valor de la sombra. No vale simplemente
por lo que obtura sino también por lo que resalta, su papel no es el de agregar o restar
elementos al conjunto, sino el de intervenir el orden de las proporciones, cambiar las
estructuras. El velo revela que no somos capaces de aprehender sin asimismo ignorar, no
podemos ver sin algún grado de ceguera. La visión total equivale al aniquilamiento, como señala
este fragmento de El sexo y el espanto de Pascal Quignard. La cara de Heloïse, la primera vez
que la vemos, está encapuchada. Su cuerpo corre, se niega a revelarse, corre hacia el umbral (un
acantilado), coherente con el motivo de Orfeo que luego se expone abiertamente. Varias veces
su cara aparece oculta por un trozo de tela. La primera vez que Marianne y ella se besan, los
rostros de ambas deben deshacerse primero de un velo que se interpone entre los labios. Opino
que este cuidado en el ocultamiento anterior a la revelación no es una metáfora del orden
social, “superar las barreras del orden establecido” (eso sería una interpretación superficial, que
la propia cinta no parece cuidar mucho), sino que el ocultamiento juega un papel tan activo
como la consecuente revelación. Toda historia necesita de la omisión para ser contada, como el
gracioso episodio del Quijote en el que este dice al ventero, durante su primera salida, que no
tenía dinero ni camisas limpias porque nunca había leído en las novelas de caballería que los
caballeros empacasen ninguna de ambas cosas. La prevalencia del misterio, aquello que
necesita de la negatividad para expresarse, permite entonces legitimar el peso propio de la
negación y la omisión, no solo concebirlas como una carencia. Explorar la omisión, invertir la
positividad de la narración, es una posibilidad que se plantea en Retrato de una mujer en llamas.
Es lo que Byung-Chul Han definió como “potencia negativa” en La sociedad del cansancio, que
defiende nuetra capacidad de decir “No” ante la incandescencia de los estímulos para asilar uno
solo, elegido voluntariamente, del trasfondo atronador de la existencia:

Hay dos formas de potencia. La positiva es la potencia de hacer algo. La negativa es, sin
embargo, la potencia del no hacer, en términos de Nietzsche, de decir No. Se diferencia, no
obstante, de la mera impotencia, de la incapacidad de hacer algo. La impotencia consiste
únicamente en ser lo contrario de la potencia positiva, que, a su vez, es positiva en la medida en
que está vinculada a algo, pues hay algo que no logra hacer. La potencia negativa excede la
positividad, que se halla sujeta a algo. Es una potencia del no hacer. Si se poseyera tan solo la
potencia positiva de percibir algo, sin la potencia negativa de no percibir, la percepción estaría
indefensa, expuesta a todos los impulsos e instintos atosigantes. Entonces, ninguna
«espiritualidad» sería posible.

181
En esto Sciamma se pone en la estela de Bresson, que dedica gran parte de sus Notas
sobre el cinematógrafo a desmarcar el cine de las otras artes (especialmente el teatro) y aboga
por la creación de un cine que consistiera en una experiencia fundada sobre el despojamiento y
lo inexplicable: “Nada de psicología (de aquella que solo descubre lo que puede explicar)”. Este
ir más allá del sí se expresa por medio de la historia de Orfeo. Al terminar de leerle el mito a
Sophie, esta expresa su descontento con el desenlace de la historia. Tras una breve discusión, en
la que Marianne plantea que Orfeo “no eligió como amante, sino como poeta”, Heloïse plantea
la hipótesis menos plausible y con más potencial: “Quizás ella le dijo: date vuelta”. El
desplazamiento de los cuerpos de Marianne y Heloïse emulan con disciplina los de Orfeo y
Eurídice para luego incluir también su inversión. Marianne busca a Heloïse continuamente. A su
primera gran discusión sucede una persecución por parte de Marianne que termina en la playa,
frente al mar, y toma de espaldas a Heloïse antes de pedirle perdón. Más allá de que en el mito
la voz de Eurídice está completamente acallada, suponer que usaría su voz para contradecir el
propósito de su amado significaría una desobediencia en relación con todo lo que vino antes. El
primer sí de Heloïse a ser retratada, es decir, su asentimiento a que el artista “se dé vuelta” para
mirarla siembra la primera semilla de su eventual separación. Asimismo, Marianne incurre en la
tentación de “dejar de mirar” destruyendo los cuadros, porque siente que “está entregando” a
Heloïse. Pero lo cierto es que es tarde y el trabajo está hecho. La fluidez de la vida ha sido
transportada al plano de la imagen fija. Esto es simbolizado por el arreglo floral que Sophie
intenta copiar en un bordado y que termina cuando el florero solo exhibe flores caídas y
marchitas. En su partida final, Marianne oye una voz fuera de campo que le dice: “Date vuelta”.
Al hacerlo se encuentra con la visión que la ha hechizado de por vida: Heloïse vestida de blanco,
en un vislumbre de fantasmagoría.

Paso del Tú al Eso simbolizado por el arreglo floral junto al bordado de Sophie

182
Marianne abraza a Heloïse por la espalda

IV. La realidad del suceso

Un espectador en la galería ve con curiosidad el Orfeo y Eurídice que Marianne ha


expuesto bajo el nombre de su padre. Se toma el trabajo de notar su excentricidad: contrario a
la forma tradicional, es decir, antes o después de que Orfeo se dé vuelta, en esta versión
“pareciera que se están saludando”, es decir, el durante. El cuadro es el remanente de la lección
aprendida por Marianne: habitar un amor es habitar un presente. Ya los límites que ha
transpuesto han vuelto a emplazarse y no se arrepiente por ello. La separación es condición
necesaria para poder reconocer aquello que desnudaron durante las sesiones de pintura.
Marianne parece vivir feliz con eso. Vuelvo una última vez a Buber: “sin el eso, el ser humano no
puede vivir, pero quien solo vive con el eso no es un ser humano.”

Bibliografía:

Benjamin, W. (2011).La obra de arte en la era de su reproducción técnica. Buenos Aires: El


Cuenco de Plata.6

Bresson, R.(1979). Notas sobre el cinematógrafo. México D.F.: Era.

Buber, M. (2013). Yo y Tú. Buenos Aires: Prometeo Libros.

Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

Levinas, E. (2002). Totalidad e infinito: Ensayo sobre la exterioridad. Salamanca: Sígueme.

Morin, E. (1972). El cine o el hombre imaginario. Barcelona: Seix Barral.

183
Quignard, P. (2005). El sexo y el espanto. Barcelona: minúscula.

Sciamma, C. (dir). (2019). Retrato de una mujer en llamas [largometraje]. Francia:


Bénédicte Couvreur productora.

184
El malestar cultural en M, el vampiro negro

We are what we pretend to be, so we must


be careful about what we pretend to be.

- Kurt Vonnegut

I. La fantasía totalitaria

M, el vampiro negro de Fritz Lang es una ilustración especialmente brillante de que los
sueños de la razón producen monstruos. Su historia es la de un estigma individual incorregible y
una movilización social a gran escala impulsada por un sentido del deber internalizado. Muchos
historiadores del cine han expresado estupefacción ante el hecho de que el aparato de censura
nazi instalado poco antes no sacara de ella ni una sola toma, especialmente tras la anécdota
muchas veces repetida (y, como todas las anécdotas de Lang, de veracidad cuestionable) de un
roce agresivo con un director de estudios.3 Esto se convierte en una consecuencia natural y
coherente de los acontecimientos si se tiene en cuenta que la película trae a colación una de las
grandes fantasías políticas del partido nacionalsocialista alemán: la unificación de todos los
estratos de la sociedad en pos de eliminar un enemigo interno que perturba su correcto orden.
El mismo Goebbels, después de verla, anotó el agrado que le causó en su diario, el 21 de mayo
de 1931: “¡Fantástica! En contra de la sentimentalidad humanista. Bien hecha. Lang será
director nuestro algún día.”4 Es obvio que el aparato censor y el creciente fantasma totalitario
que se cernía sobre el imaginario alemán vio en la sutileza de la cinta lo que en ella quería ver,
que es el poder conciliador que se le atribuye solo a la fantasía. Esto supone desestimar partes

3 La anécdota es la siguiente, consta en el clásico De Caligari a Hitler de Siegfried Kracauer:


“Fritz Lang me relató que, en 1930, antes de que M entrara en producción, apareció en la prensa
un breve anuncio del título provisional de su nuevo film Mörder unter uns (Los asesinos están
entre nosotros). Pronto recibió numerosas cartas amenazadoras, y lo que es aún peor, se le
negó rotundamente el permiso para usar los estudios de Staaken para hacer esta película.
«Pero, ¿por qué esta incomprensible conspiración acerca de Kürten, el asesino de niños de
Düsseldorf?», preguntó desesperadamente al director de los estudios. «Ach! Ya veo», dijo el
director. Suspiró como aliviado e inmediatamente le dio las llaves del estudio de Staaken. Lang
también comprendió; mientras discutía con el hombre, lo había agarrado de las solapas y visto la
insignia nazi en su revés.”
4 Todas las citas en cuanto al contexto histórico fueron extraídas del libro Fritz Lang: The Nature
of the Beast, de Patrick McGilligan.

185
importantes del film, como la escena final, que pone en voz de las madres de las víctimas que
todo ha sido en vano, refiriendo específicamente al aparato estatal (las mujeres están en la
corte mientras los jueces dictan la sentencia de Hans Beckert). El inspector Karl Lohmann, en la
reunión de las autoridades, expresa abiertamente su repulsa a que el público ayude a atrapar al
asesino: “¡La ayuda del público no trae pistas! ¡Solo un montón de cartas con las más
disparatadas acusaciones!”. Esta opinión es acordada por el resto. Es claro que el peso de una
escena como la del tribunal (y la anterior yuxtaposición de los criminales y las autoridades
mientras planean cómo atrapar a Beckert) hizo prevalente la lectura de que, mediante una
causa justa, es posible una reconciliación entre los átomos individuales de la sociedad en un
majestuoso tapiz armónico. La escena en la que un hombre es agredido en la calle por
sospechoso no debe haber hecho daño, especialmente teniendo en cuenta que su apariencia
respondía al estereotipo de judío asimilado centroeuropeo. Así describe Herbert Marcuse la
fantasía en Eros y civilización:

La imaginación visualiza la reconciliación del individuo con la totalidad, del deseo con la
realización, de la felicidad con la razón. Aunque esta armonía haya sido convertida en
una utopía por el principio de la realidad establecido, la fantasía insiste en que puede y
debe llegar a ser real, en que detrás de la ilusión está el conocimiento.

Esta lectura fue facilitada asimismo por sus omisiones estratégicas. Beckert es un
pedófilo y asesino tras la fachada de un perfecto everyman. La figura autoridad en psiquiatría
que aparece en la reunión menciona especialmente la fachada inocua de Beckert, de cuán
importante es para pasar inadvertido, dando casos de famosos asesinos en serie alemanes (Carl
Grossman, Fritz Haarman) que también se valieron de ella. Esto ahorra al espectador primario el
disgusto de ver las fotos de las víctimas al ser comparado con estas dos figuras anteriores,
motivo de grandes titulares en la prensa de la época cuyas atrocidades se hicieron públicas. Esta
es una de las muchas “tecnologías de la verdad” 5 que Lang junto con (su entonces esposa) Thea
von Harburg incluyeron para crear una experiencia más envolvente en el espectador. McGilligan
remarca el celo con el que la pareja se esforzó por extraer de la realidad datos importantes para
la película, en cuanto a ambientes, conformación de personajes (Lang era muy afecto a los
escritos de Cesare Lombroso) y ubicaciones.
El propio Beckert ayudaría en su propia cacería si no fuera él el apresado. En su discurso
frente al tribunal recurre a la escisión de sí mismo para eximirse de responsabilidad: “¿He hecho
yo eso? Pero no sé nada de esto. Lo detesto… yo debo abominarlo… debo… ya no puedo más…”.
Al igual que en otras obras ideológicamente encauzadas, como Los invertidos de José González
Castillo o El embajador del miedo de John Frankenheimer, la víctima es asimismo añadida como
un miembro más del orden mediante su supresión. Él también ha adquirido el sentido de la
autoridad moral que todos los otros personajes ejercen sobre él. El título original de la cinta, Ein
Mörder unter uns (Un asesino entre nosotros) resalta la cercanía de que la M que le imprimen a
Beckert es de Mörder (asesino) pero también de Mann (hombre). Kracauer explica que su
apariencia infantiloide es el indicador de “una falta de madurez que también explica la
hipertrofia desenfrenada de sus instintos criminales”. Beckert no es un criminal sino un hombre
que por falta de madurez comete crímenes. Es definido, muy literalmente, por la falta. El

5 Tomo este término acuñado por Josefina Ludmer en el capítulo “Los Moreira” de su libro El
cuerpo del delito.

186
resultado de sus crímenes nunca es mostrado. En el inicio de la película la ronda de niños canta
sobre él sin su presencia. Este razonamiento totalitario se asemeja en el plano teológico al de un
Pseudo Dionisio Areopagita, que explica que ni siquiera los diablos son ajenos al orden de Dios.
La destreza con la que Lang ha manejado esa falta es la que hace a Beckert un personaje
conmovedor en su marco siniestro. Sus pedidos de ayuda ante el tribunal, sus reclamos de
ciudadano legítimo ante un orden que no reconoce se basan en su reconocimiento del orden
establecido. La razón por la que los criminales se lo niegan no reside tanto en sus reacciones
instintivas sino en la estructura moral que estas reacciones transparentan. Sus pedidos de
muerte para Beckert son precisamente la reacción moral más justificable del imperativo
categórico inscrito en sus corazones. Este imperativo es fogueado, precisamente, por la muerte,
como explica Marcuse:

La destructividad interiormente dirigida, sin embargo, constituye el centro


moral de la personalidad madura. La conciencia, la más apreciada institución moral del
hombre civilizado, sale a la luz atravesada por el instinto de muerte; el imperativo
categórico, que el superego refuerza, permanece como un imperativo de
autodestrucción, al tiempo que constituye la existencia social de la personalidad.

El final de la cinta no solo niega la validez de los esfuerzos de policías y criminales por
atrapar al asesino, sino que perfilan un futuro sombrío para aquello que sucederá a la
conclusión de la cinta. Aquel grano de arena que perturbaba el orden público ha sido suprimido.
Ya no hay razón para que la armonía del pueblo se mantenga sin un enemigo común. ¿Qué
pasará ahora que este período de claridad ideológica ha concluido con el mejor resultado
posible, o por lo menos con un cese al tormento en que se veía inmersa la ciudad? La cinta, al
cerrarse en la ficción, también se abre a la incertidumbre de la realidad. Sigmund Freud, en El
malestar en la cultura, publicado el año anterior al estreno de M, pudo prever la utilidad política
del enemigo interno para la cohesión de la sociedad y también preguntar por las consecuencias
una vez agotado ese recurso:

[No] fue por incomprensible azar que el sueño de la supremacía mundial


germana recurriera como complemento a la incitación al antisemitismo; por fin, nos
parece harto comprensible que la tentativa de instaurar en Rusia una nueva cultura
comunista recurra a la persecución de los burgueses como apoyo psicológico. Pero nos
preguntamos, preocupados, qué harán los soviets una vez que hayan exterminado
totalmente a sus burgueses.

¿Pero cuál es la forma de esa ausencia que constituye la ley de M?

II. Restricción y falso raccord

“I wanted to make a psychological film." With this film, the acknowledged master of
scope and spectacle needed something elemental—not thousands of extras, but one man who
could hold a mirror up to humanity and reveal the torments of the inner soul.

187
Este pasaje de McGilligan explica claramente que el costado psicológico de la película
fue uno de los motores principales detrás de M. La imagen de la sociedad con la que se abre la
película está permeada de una agresividad siempre a punto de explotar. Verdaderamente, no
hay cohesión social: se impone una enemistad profunda entre estos policías y criminales que
persiguen una meta común. Cuando Beckert es ubicado, los criminales contratados por Der
Schränker deben abatir primero a los policías que vigilan el edificio. La razón por la cual estos
empiezan a perseguir a Beckert en primer lugar es porque la policía interviene demasiado en sus
asuntos usando como excusa la investigación de los crímenes. Der Schränker se ríe de la petición
de Beckert de ser entregado a la policía: no quiere que alguien como él sea declarado un loco e
institucionalizado cuando lo que merece es morir. Asimismo la policía solo puede llegar hasta
Beckert a través de un violento interrogatorio a uno de los secuaces de Der Schränker, y en
escenas anteriores se los ve en redadas gratuitas entre los lumpen. Esta visión de la sociedad
concuerda profundamente con la que Freud ilustró en El malestar en la cultura:

Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve


constantemente al borde de la desintegración. El interés que ofrece la comunidad de
trabajo no bastaría para mantener su cohesión, pues las pasiones instintivas son más
poderosas que los intereses racionales. La cultura se ve obligada a realizar múltiples
esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus
manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas.

La vida civilizada se define por la restricción. Beckert es aquel que en el exterior sigue
todas las restricciones a rajatabla y en su interior es incapaz de seguirlas, cuando el resto de la
sociedad va en sentido contrario: no siguen las restricciones en el exterior (son corruptos,
borrachos, soberbios, despiadados) pero en su interior mantienen un arraigado sentido de lo
que significa ser un miembro de la sociedad. Son seres reaccionarios, y su reacción es retratada
por el uso abundante de planos detalle de manos que examinaré más adelante. La aparición del
asesino motiva la alineación de sus creencias con sus actos, y por ello en parte la enormidad de
su esmero ambivalente por atrapar a Beckert: por un lado quieren volver a ser quienes eran, y
por el otro quieren mantenerse en ese estado excepcional de ejemplaridad civil. La restricción
llega también a ellos. Los parlamentos que los criminales y los policías llevan a cabo en
simultáneo por la edición son en realidad, como apuntó Deleuze en La imagen-tiempo,
monólogos cuyo solapamiento se disfraza de unidad, “una interacción problemática de las
partes, ellas mismas independientes, en función de las «circunstancias»”. Lang aprovecha el
recurso gestáltico que e inclina hacia la simplificación y unificación de las imágenes, cuenta con
que el espectador organizará la percepción en torno a la menor cantidad de principios
organizadores. Este consiste en uno de los pocos casos en los que el cine se adelantó a la
literatura. Para una muestra literaria que haría gala de este recurso habría que esperar hasta
1940, cuando Albert Camus publicó El extranjero. La escena en la que Franz es arrestado es una
sinécdoque de este recurso: cuando pide que le alcancen la soga para subir no hay razón para
pensar que ha pasado tiempo suficiente para que llegue la policía, sin embargo es arrestado. El
desencuentro es de este modo un elemento estructurante. Esto es lo que en la crítica
cinematográfica se llama falso raccord, y M pertenece a uno de los pocos films que utilizan este
recurso en los años treinta, y que será explotado sistemáticamente por la nouvelle vague
veinticinco años más tarde.

188
III. La vita activa

Beckert es marcado dos veces

La búsqueda es comenzada y recomenzada: la cámara recurre a la forma del círculo una


y otra vez para figurar un contorno sobre el cual se encontraría una respuesta al enigma. Estos
círculos son siempre móviles: la niña de la ronda gira sobre su propio eje; los comensales en la
redonda circular discuten entre ellos; el compás traza el área donde se encontraría el asesino;
en la vidriera de la librería gira una espiral. Justo antes y poco después de ser ubicado Beckert, el
círculo comienza a desligarse del contorno para usar su centro: la lupa agranda la letra sobre la
madera; Franz, que ha hecho un agujero en la pared se asoma para pedir la soga que lo hará
caer en manos de la policía. La indiferenciación que el espectador termina encontrando entre la
ley del hampa y la ley del estado es producto también de la inutilidad de sus búsquedas. Hay
una falta de criterios absoluta en torno a lo que se debería estar buscando. Los cuerpos están al
ras del suelo, todos son en esencia los indigentes que contrata Der Schränker, ellos son la
partícula elemental de M. La película sigue una lógica de disección en la que para construir un
razonamiento fructífero se debe reducir la sociedad a sus átomos y organizarlos en torno a un
objetivo general. Siguiendo el principio de la aguja hipodérmica (muy de moda en el ámbito
sociológico de la época) se inocula falsamente en el tejido social un super-yo monolítico, se
introyecta la autoridad:

Sólo se produce un cambio fundamental cuando la autoridad es internalizada al


establecer un super-yo. Con ello, los fenómenos de la conciencia moral son elevados a
un nuevo nivel, y en puridad solo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia
moral y de sentimiento de culpabilidad.

Si asesino está “entre nosotros”, la culpa también es de la sociedad por dejarlo andar
libremente, aterrorizando a la población e interrumpiendo los negocios del hampa. Pero esto es
solo la mitad de la solución. Estar abierto a todo estímulo, toda pista por más delirante que sea
solo llevará a callejones sin salida, es necesario recurrir a una vita contemplativa que haga de
contrapunto a la vita activa de los policías e investigadores.

189
Planos detalle de manos en M

Ante el tribunal, Hans Beckert exige la presencia de “doctores en leyes”. Der Schränker
le señala un banco repleto de ex convictos. Mientras la cámara muestra esos rostros gastados
en travelling, la voz de Gründgens dice: “Tenemos todo tipo de especialistas en leyes, desde seis
semanas en Tegel hasta quince años en Brandenburg.” Se ha sustituido la lectura y comprensión
de la ley por la experiencia y padecimiento de ella. La película mantiene un perpetuo llamado a
la acción en detrimento de la contemplación. Es crucial que todo el mundo participe. El sentido
del tacto es preconizado a lo largo de toda la película (es notable también que el jefe del
submundo criminal lleve guantes, que simbolizan una especie de distancia de la zona de
contacto). Beckert es marcado dos veces: la primera cuando un marcan en la espalda con tiza; la
segunda cuando el ciego vendedor de globos lo reconoce tocándole el hombro luego de
escuchar su silbido. Planos detalle de manos atraviesan la totalidad de la película, las manos se
electrizan en una apertura positiva permanente, siempre susceptibles a los estímulos del
entorno, la materia a su alrededor, el mundo que pueden intervenir. La desorientación de la
sociedad es tal que para atrapar al asesino deben estar abiertos a todo, obedecer ciegamente al
impulso que los lleva a recorrer los lugares más impensados en busca de pistas insignificantes.
Solo vendedor de globos, debido precisamente a su ceguera (está impedido de abrirse a los
estímulos de su alrededor) puede separar la paja del trigo para dar el toque final, reconocer de
entre todos los hombres alienados de la ciudad al que están realmente buscando.
Beckert también dispone de esta potencia negativa. Para atrapar a su víctima la
envuelve en una danza de regalos y espectáculos, lleva a cabo una ceremonia en la que víctima y
victimario traban una relación profundamente aislada del resto de la sociedad. Esta inocencia,
quizás producto de la preocupación de Lang y von Harbou de corresponder a la realidad, ocurrió
en varias ocasiones, especialmente entre las víctimas de Peter Kürten, como explica Cortázar en
“Relaciones sospechosas”:

190
En el estudio de Charles Franklin sobre Kürten se recuerda que varias mujeres habían
sufrido el mismo tratamiento que por alguna razón no llegaba a completarse, pero que
ello no les había impedido encontrarse en otras ocasiones con Kürten, desde luego sin
sospechar que se trataba de vampiro. Maria Butlies no solamente sobrevivió a la
tentativa de estrangulación, que debió tomar como un capricho estimulante, sino que
aceptó ir a casa de Kürten donde éste hubiera podido asesinarla como ya lo había hecho
con Rudolf Scheer. Pero el consentimiento inconsciente va todavía más allá; Maria,
impresionada por la conduct de Kürten, escribió a una amiga describiéndole la aventura
en el parque y el miedo que había tenido. La amiga comprendió inmediatamente que se
trataba del vampiro y llevó la carta a la policía.

La magia del asesino consiste en una operación de aislamiento, una ablación del tejido
social. Es por eso que los nazis estaban tan dispuestos a ver al personaje de Lorre como un
enemigo. Entrar en ese espacio interior asimismo priva de la cognición cotidiana, se entra en un
mundo de fantasía regido estrictamente por la lógica del deseo. Es necesaria la intervención de
un ente externo para disipar la niebla. Es por eso que el ciego, agente externo por excelencia de
los relatos fundamentales, es quien puede finalmente dar con Beckert. Y no es por el contacto
que encuentra la pista sino por uno de los sentidos nobles, el oído, que se vale de la distancia
para funcionar. La toma de los jueces que dictan sentencia es extremadamente distante, en
cambio las madres de las víctimas están muy cerca y podemos oír perfectamente cada inflexión
de su voz quebrada y sus llantos constantes.

Los círculos configuran varias escenas de M

IV. Conclusión

En el mismo texto que mencioné, Cortázar habla de lo que él llamó un “Encuentro con el
mal”. Un hombre de sobretodo y sombrero negros, completamente inocuo por su aspecto, se
subió al bus en el que estaba. De inmediato ese cuerpo comenzó a irradiar un aura espeluznante
para la cual no había justificación ni defensa, porque como dice Cortázar:

191
… la locura puede darse como una cosa así, que de pronto un lápiz sea la muerte o la
lepra sin dejar de ser nada más que un lápiz en una contradicción que anula toda
defensa, y la razón es sobre todo defensa.

La locura está en el centro de M porque también lo está la contradicción, en la forma de


separación solapada de los estratos sociales. Esa apariencia de unidad es en el fondo la
verdadera locura. Beckert no es menos loco que los otros, su locura solo es inversamente
proporcional a la de los otros. La locura hizo que las madres perdieran a los hijos, y si no
reconocen los esfuerzos de la policía es porque los locos siguen sueltos: están por todas partes.

Bibliografía:

Cortázar, J. (2010). Relaciones sospechosas. En La vuelta al día en ochenta mundos. México D. F.:
rm.

Deleuze, G. (2016). La imagen-tiempo: Estudios sobre cine 2. Buenos Aires: Paidós.

Freud, S. (1999). El malestar en la cultura. Madrid: Alianza.

Kracauer, S. (1985). De Caligari a Hitler. Barcelona: Paidós.

Marcuse, H. (1985). Eros y civilización. Barcelona: Planeta-De Agostini.

McGilligan, P. (2013): Fritz Lang: The Nature of the Beast. Minneapolis: University of Minnesota
Press.

192
Aporía y apolítica en The Age of Innocence

My Lady lies apparent; and the deep


Calls to the deep; and no man sees but I.

- Dante Gabriel Rosetti

Es muy difícil defender seriamente en nuestro tiempo la noción de que puede existir una
obra de arte apolítica. Suele ser el caso general que aquellos autores que desprecian o
directamente prohíben una lectura política de su obra radica en el hecho de que lo hacen por
conveniencia o que la han internalizado al punto de adquirir esta la ubicuidad de lo invisible.
Este es el caso de la franquicia Call of Duty, por dar un ejemplo. La postura de la empresa que la
desarrolla sistemáticamente rechaza la idea de que en sus juegos predomine una ideología
específica, cuando bien se ve que esto es imposible a la hora de tratar temas como misiones
militares de escuadrones extranjeros, golpes de estado orquestados por representantes de
intereses económicos o la Segunda Guerra Mundial desde la perspectiva de un soldado
estadounidense. El arte no puede no ser político, pero esta condición está muy lejos de algo de
vuelo tan rasante como un caso de propaganda. Si bien Käthe Kollwitz, Bertolt Brecht y Sergei
Eisenstein son casos extremos de buen arte que tiene la revolución del proletariado a flor de
piel, el costado político ineludible de una obra no necesita ir tan lejos para ser descubierto:
radica siempre en la visión del mundo que se expresa entre sus líneas. La novelística del siglo
diecinueve es famosa por esto, en la que el final de determinado personaje o el destino de cual
pareja de amantes ratifica o desengaña al lector de la posibilidad de un mundo que prometen
sus primeras líneas, tanto en Little Women como en La regenta o Rojo y negro. Es por esto que
el crítico a la hora de analizar debe tener muy en cuenta la diferencia tan sutil como importante
que separa lo perjudicial de lo ausente. Claro está que la ausencia puede ser en sí misma
perjudicial, como incesantemente nos lo viene diciendo la crítica norteamericana desde hace
cuarenta años de todas las formas posibles, pero caso sutilmente distinto (e infinitamente más
interesante) encuentro en aquello que es mencionado, incluido dentro del texto y tratado de
manera lacónica, haciendo de la falta su rasgo más característico. Pongo un ejemplo
grotescamente ilustrativo de una representación perjudicial: Mickey Rooney en Breakfast at
Tiffany’s, caricatura de un hombre japonés construida con un nivel de racismo sofocante que
persiguió a su actor como un fantasma durante el resto de su carrera. Ejemplo de una
representación ausente: las mujeres en las películas de Scorsese. Su más reciente eslabón fue el
personaje de Anna Paquin en The Irishman, cuyas siete líneas totales en una cinta de tres horas
cuarenta causaron revuelo en un Hollywood tamizado por el #MeToo. Ya he mencionado en
otro ensayo cómo este silencio que atraviesa su personaje tiene una razón de ser: Peggy
Sheeran cumple la función de confidente frustrada de su padre, es a quien Frank quisiera
contarle todos sus secretos si no fuera porque ella le teme y lo desprecia, lo cual nos da un lugar
a nosotros como confidentes sustitutos. Su personaje necesita de ese silencio para tener una
función dentro del film. Las mujeres de Scorsese suelen ser mucho más portadoras o
representantes de algo que agentes que intervienen el mundo que habitan, proverbialmente
gobernado por hombres cuya masculinidad tóxica a niveles estrafalarios nos resulta fascinante.
Decir que Scorsese no tiene una visión particularmente feminista del cine no es sorpresa para
nadie, pero tan cierto como ello es que su crítica a las maneras de ser hombre, de mostrarse

193
hombre, poseen un filo y una profundidad que pocas personas han sabido imprimirle a cualquier
obra de cualquier arte en cualquier época. Herencia inamovible de Hitchcock, la mujer en
Scorsese suele ocupar el lugar de objeto de deseo del protagonista masculino análoga a cómo el
director tiene por objeto de deseo al mismo cine (el pelo rubio también viene con la promo).
Esto quizás tiene que ver con su gusto particular para los cameos: fotógrafo, iluminador,
observador. Enter Ginger McKenna en Casino, Vickie LaMotta en Raging Bull, Betsy en Taxi
Driver (Scorsese incluso encarna uno de sus dos cameos dentro del film como un transeúnte que
se detiene a contemplarla mientras pasa caminando). Es importante tener en cuenta estas ideas
antes de abordar The Age of Innocence, para entrar en su atmósfera con la conciencia de que no
es, como se suele pensar, una rara avis dentro de su filmografía, si bien presenta rasgos
inusuales que van más allá de la ambientación. Esto lo dice el propio Scorsese en una entrevista
cuya cita pueden encontrar en Wikipedia: “pretty much covers all the themes I usually deal with”
[“básicamente aborda todos los temas que normalmente trato”]. Olenska es (discutiblemente)
el personaje femenino de Scorsese con más espacio para respirar y desarrollarse; a diferencia de
otras mujeres su marca distintiva es la elusividad y el movimiento, la crisis permanentemente
irresuelta, el divorcio que la empuja sin remedio a una modernidad a la que la Nueva York de las
élites todavía no ha llegado, siempre está con un pie dentro de la sociedad y el otro afuera,
mientras que Newland (nombre cuyo significado goza de la ambivalencia de ser serio o irónico
según el momento en que se encuentre) es quien se queda clavado en el suelo y a la espera de
que ella responda a su llamado silencioso y suplicante. Newland es ante todo un pusilánime
irredento, desde el plano secuencia que sucede luego de la escena inicial en la ópera y concluye
(nos damos cuenta) con un contraplano que revela que estuvimos usando sus ojos todo ese
tiempo, se lo declara como un contemplador de la realidad, no su agente. La distancia y la falta
de opinión (él sí es un hombre apolítico, en sus propias palabras “un hombre que se casó con
una mujer porque otra mujer le dijo que lo hiciera”) le son tan connaturales como el lujo en el
que vive. Lejos estamos del transgresor, del delincuente o el furioso. El mundo que presenta The
Age of Innocence es un mundo por completo diferido en capas de cosas, alienado de sí, que no
acepta la contundencia del arrebato o la violencia sin mediaciones: todo se articula, como dice
la narradora en off al principio, a través de signos arbitrarios que diluyen la potencia del impulso
que va del deseo a su objeto. Esta distancia insoportable es la verdadera protagonista. Newland
no es alguien que se podría llamar real. Olenska es aquella que tiene la vida y el tiempo a flor de
piel, que rechaza la hojarasca de los modos no con un gesto irreverente sino casi de
condescencia. May incluso le dice a Newland, “a veces pienso que siempre la aburrimos”. Viaja
sola, dice lo que nadie más piensa (como su opinión de la casa Van der Luyden), desdeña las
modas y a la vez decora su hogar con objetos de exóticos y obras impresionistas y
posimpresionistas, frutos de una filosofía que se propone acortar la distancia entre la
percepción y el objeto percibido, colores brillantes, superficies planas. Es un (irónicamente)
refrescante giro del tópico del extraño que llega (o más bien regresa) a la isla: Olenska, mujer de
mundo y con calle, es vista por el más complaciente de los isleños con ojos de promesa, como
quien encuentra un pasaje para el ferry. Es una mujer hecha, diametralmente opuesta a May
Welland que, por paradójico que suene, a la vez evoca el tópico pigmaliónico (ella es la donna
dello schermo de la inocencia del título, que al final nos enteramos no era ni muy muy ni tan tan)
y a la vez su camino está trazado de antemano por completo: su futuro es un cálculo igual de
previsible que las funciones de ópera a las cuales asisten más con resignación que con
entusiasmo.

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La lógica del coitus interruptus domina The Age of Innocence, su derrotero es el de una
aporía que se asemeja al tiempo suspendido del infierno: detrás de las convenciones hay más
convenciones, detrás de las máscaras hay más máscaras. Poco importa que Newland, en un
arrebato, sea el primero en romper la superficie cordial que enmarcaba (legitimaba, podríamos
incluso decir, porque su deseo de verla nunca es algo que cobra peso propio) su contacto con
Olenska; poco importa que le diga “you gave my first glimpse of a real life” [“vos me diste el
primer vistazo de una vida real”]; incluso la escena de la carreta plena de referencias a Madame
Bovary y Un amor de Swann termina por ser en vano. La pasión no funciona como un nombre, la
decepción no se puede evitar frente a acecho constante de la opinión pública (son numerosas
las escenas en las que los chismes y rumores corren como el vino en la mesa, esparcidos en
todas direcciones). Una vez May y Newland se casan se ven envueltos en un maremagnum de
objetos que ocultan la ausencia de lo que este realmente quiere, un forrado de irrealidad hecho
de cuero, monogramas de pañuelos y hebillas de plata. La narradora nos dice, a quemarropa: “A
curtain dropped in front of an emptiness” [“una cortina cayó frente a un vacío”]. Crece la
semejanza de los recién casados con el corazón viviente del microcosmos en el que viven. Mrs.
Mingott, abuela de May y Mamá Grande de esta Nueva York microcósmica, sin cuyo
consentimiento nada sucede o deja de suceder, es una mujer obesa que vive en una enorme
mansión en medio de la nada, de la cual solo se molesta en habitar la planta baja. Es el centro
inmóvil, el panóptico: su perspicacia llega al punto de intuir el amor de Newland por Olenska y
reprimirlo con sutilísimas consignas morales sin recurrir a ningún tipo de coerción, como sí debe
hacerlo en el caso de Regina Townsend luego de la muerte de su marido infiel, Julius Beaufort,
amante y benefactor de Olenska. Mrs. Mingott es quien dicta las reglas del juego y nadie osa
levantarse en armas contra ella. Newland, abúlico como es, tampoco se propone hacerlo. Busca,
en cambio, los signos de otro orden aún más grande, que con pelos y señales le declare que él y
Olenska deben estar juntos (en su encuentro en Boston, Newland incluso le dice a Olenska:
“¿Ves cómo todo está predestinado?”). Literalmente está a la espera de un milagro, que Leibnitz
en su Monadología definió como la suspensión de las leyes naturales para no contradecir una
ley trascendental más importante. ¿Qué otro sentido podría tener la bellísima escena del
muelle, en la cual se dicta a sí mismo, como si fuera un niño, que si Olenska vuelve la cabeza
antes de que el bote que pasa llegue a cruzar el faro de Lime Rock él iría hasta ella para
hablarle? Este Dios detrás de Dios no solo no responde a sus expectativas arbitrarias sino que
muchas veces le da indicios en el sentido contrario: Cada vez que Newland logra acumular
(milagrosamente) el coraje para hacer un acto acorde a sus deseos una circunstancia externa lo
detiene en seco y lo vuelve a encaminar en la senda del deber: el parasol que encuentra en la
escena del caballo termina siendo de otra mujer; pensando encontrar a Olenska descubre que
se fue a Boston sin avisar; cuando va hasta allá esperando tener por fin un momento de
verdadera privacidad con ella descubre que su razón de estar ahí es considerar una propuesta
de su marido; cuando ella le cuenta que sabía que él estaba en Lime Rock le cuenta también que
no se dio vuelta a propósito; durante la despedida de Olenska ansía llevarla a casa para tener un
último momento con ella pero los Van der Luyden (a quienes Newland mismo recurrió al
principio para restituir a Olenska a la sociedad) le ganan de mano y le niegan ese placer, incluso
se resigna a conformarse con un último vistazo de Olenska desde el carro hacia él que no sucede
nunca; cuando se dispone a viajar al extranjero para buscar una vez más a Olenska May le
anuncia su embarazo. La “Supreme Surrender” que Newland estaba leyendo junto a la nota de

195
Olenska que lo invita a su casa (y del cual saqué el epígrafe) se aleja imperceptiblemente en un
océano de cordialidad y burocracia afectiva.
No se puede decir que esta película tenga algo parecido a un enemigo de los amantes.
Julius Beaufort, si bien socarrón y algo condescendiente, no le desea el mal a Newland ni mucho
menos. Pero así como el verdadero protagonista es un concepto más que una persona, el
antagonista principal es asimismo otro concepto: el escándalo. El escándalo es todo lo que la
inocencia no es, conciencia y totalidad. Nada se vuelve escandaloso sin despertar la conciencia
de una sociedad, sin arrastrar dolorosamente al proscenio la arbitrariedad del tejido que la
compone. Al mismo tiempo, si algo es escandaloso, lo es completamente: divide las aguas de la
opinión pública sin lugar a ambigüedades, medias tintas o indiferencia. El escándalo no es para
apolíticos. Este es el punto en el que Newland y Olenska no pueden conciliarse: él como
abogado recomienda, para evitar justamente el escándalo, dejar las cosas como están, que ella
viva separada de su esposo pero que no se divorcie de él. Olenska no está de acuerdo. Su
libertad no puede ser solamente bajo palabra. Newland le pregunta qué podría ganar que
justifique el escarnio, ella dice: “Mi libertad”. Él le pregunta: “¿No sos libre ya?” y la termina
convenciendo. No es arbitrario que justamente el argumento principal de Newland se dé en la
forma de una pregunta. Hay una ausencia, un acorde en séptima que necesita el reposo del
siguiente, una respuesta que Olenska nunca provee. No existe la inocencia en esta sociedad,
justamente porque lo que todos quieren es evitar el escándalo. May Welland no adivina que
Newland está enamorado de Olenska como él quiere pensar, lo percibe y lo sabe. Le da un
tiempo alargado de compromiso para que lo acepte pero nunca lo hace, permanentemente se
están explotando los límites de las maneras legítimas de articular el deseo para no quedar al
descubierto, desnudos de toda la indumentaria literal y metafórica que necesitan para poder ser
alguien. Hay un momento en el cual los amantes hablan con total sinceridad pero lo hacen de
manera apresurada y brusca, como intentando darle apenas el aire suficiente para que vuelva al
lugar en donde no moleste con los modales. La sinceridad viene soldada al dolor, no existe
declaración sincera que no sea una protesta o un reclamo, una acción que reviste consecuencias
irremediablemente políticas.
No me equivoco al afirmar que May Welland es la donna dello schermo de esta película.
Esta mujer es siempre dos mujeres a la vez. Su realidad está partida entre un cuerpo real y una
proyección del amante. Cuando al final de la cinta un Newland ya envejecido viaja junto a su hijo
mayor a París y se les da la oportunidad de ser recibidos por Olenska, aquel regresa por última
vez a su juego de niños: mirando la ventana de su departamento, implícitamente se hace la
promesa de entrar al edificio si ella llega a asomarse a la ventana. No lo hace. De esa imagen
extática solo rescata un brillo que por un momento lo retrotrae a la escena del muelle en clave
de “what if”, con la cabeza de Olenska dándose vuelta como él quería, y la silueta de un
mayordomo que luego cierra los batientes. May ha sido la mujer que sirvió de pantalla al amor
de Newland, y Olenska la mujer real que nunca se asomó a la ventana. En esta dicotomía
irresoluble navegamos durante dos horas y cuarto. De la misma manera podríamos nosotros
preguntarnos qué hubiese pasado si en vez de, una vez más, la ausencia, de hecho hubiese
ocurrido el encuentro. Probablemente hubiese arruinado el final. The Age of Innocence recurre,
como innumerables textos antes que ella, a la exposición como consuelo. El mostrar algo sirve
como validación del sufrimiento, una justificación de lo que no fue, porque de haber sido
aquello que se desea no habría existido la película en primer lugar. Este final, bellisimamente,
exquisitamente desolador, me recuerda al último párrafo de la mejor novela que nos dio el siglo

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diecinueve: las Memorias póstumas de Brás Cubas de Machado de Assis. Reza este, en el
capítulo que se llama justamente “De negativas”:

Este capítulo es todo de negativas. No alcancé a la celebridad del emplasto, ni fui ministro, no fui
califa, no conocí el matrimonio. Verdad es que , al lado de esas faltas, me cupo la buena fortuna
de no comprar el pan con el sudor de mi frente. Más aún: no padecí la muerte de Doña Plácida ni
la demencia de Quincas Borba. Sumadas unas cosas a otras, cualquier persona imaginará que no
hubo mengua ni sobra, y, en consecuencia, que salí mano a mano con la vida. E imaginará mal,
porque al llegar a este otro lado del ministerio, me encontré con un pequeño saldo, que es la
postrer negativa de este capítulo de negativas: no tuve hijos, no transmití a ninguna criatura el
legado de nuestra miseria.

Igual que para Brás Cubas, la renuncia de Newland ha sido tan extensa que se convirtió
en la marca distintiva de su amor. Su partida final, en la que la cámara nos deja clavados en el
piso, implica a la vez una enorme tristeza y una pequeña (muy pequeña) felicidad: A Newland le
es dado mantener la imagen idealizada de la mujer que amó, ha emprendido por primera vez,
en calidad de esclavo patético de su vida desperdiciada, un movimiento libre. Descubrimos que
el recuerdo de Olenska no solo es el del final sino que siempre fue el mismo a lo largo de todo el
film (si un recuerdo no es intempestivo entonces no es nada). Newland no debe vivir con las
consecuencias, el legado, de haber dado ese salto de fe que tanto le aterraba, ahora puede
atesorar en silencio la imagen muerta de una mujer que nunca conoció de otra forma que como
una extensión de sí mismo. Newland puede ser un hombre apolítico, esta vez con toda
propiedad.

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