Iba a su casa un caminante. El hombre estaba cansado de tanto caminar y
además tenía hambre. Llegó a una aldea y llamó a la primera casa que encontró. Abrió la puerta una anciana. -¡Buenas noches, buena señora! ¿Podría dar alojamiento a este caminante? -Pasa, buen hombre. -¿No tendrás, buena ama, algo para matar el hambre? Tenía la anciana de todo, pero era mezquina y para no dar de comer a su alojado, se fingió muy pobre. - ¡Ay, buen hombre, yo misma no he probado bocado en todo el día! - En fin de donde no hay no se puede sacar dijo el hombre, pero al ver una piedra debajo de una banca, añadió: - si no tienes ninguna otra cosa, se podría hacer un caldo de piedra. La anciana quedó sorprendida. -¿un caldo de piedra? -Pues, claro. Trae una olla. La anciana le dio una olla. El hombre lavó la piedra y la metió en la olla, luego le echó agua y la puso al fuego. La anciana no quitaba el ojo. Sacó el hombre de su bolsa una cuchara, se puso a remover el caldo y lo probó: -Pronto estará lista –dijo el caminante –aunque es un pena que no tengamos el sal. -Tengo un poco de sal, échale. Echó el hombre sal a la olla y volvió a probar el caldo. -Si se añadiera un puñado de maíz molido… La vieja sacó una bolsa de maíz y lo molió apresuradamente. -Toma. Échale lo que haga falta. El hombre removió el caldo largo rato y luego lo probó otra vez. La vieja lo miraba, incapaz de apartar de allí los ojos. -El caldo estaba bueno –comentó el caminante –si se le echa un poco de grasa y alguito de carne; se pondría como para chuparse los dedos. La anciana trajo la grasa y un minúsculo pedacito de carne, y el caminante aderezó con ellas el caldo. -¡Vamos, sírvete buena ama! Tomaron el caldo disfrutando su buen sabor. -Nunca creí que de una piedra pudiera hacerse un comida tan sabrosa decía asombrada la vieja. El hombre comía feliz, riéndose para sus adentros.