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Alter Ego

Iñaki Santamaría
© 2006: Iñaki Santamaría.

© Del texto: Iñaki Santamaría.

© Fotografía de portada: Iñaki Santamaría.

La difusión de esta obra será permitida, excepto con fi-


nes lucrativos, siempre que se acredite a su autor origi-
nal. Esta obra no podrá ser reproducida, ni parcial ni to-
talmente, sin el permiso escrito del autor. Todos los de-
rechos reservados.
A todos aquéllos que hayan amado alguna vez en
su vida, les deseo que no hayan perdido el tiempo.
A Sabine, por su último día
Iñaki Santamaría

Oh, misericordia.

B LANCA NIEVE caía sobre las calles londi-


nenses. La capital inglesa llevaba bajo un
manto de fría pureza hacía ya tres semanas.
El río Támesis recorría toda la ciudad con sus
aguas heladas, a varios grados bajo cero. Mientras,
aquella mañana, la del 22 de abril del 2006, la nie-
ve seguía cayendo desde un cielo azul, con espon-
josas nubes blancas, en grandes y gruesos copos.

La campana del Big Ben sonó, dando las doce del


mediodía. Era domingo, y pocos comercios perma-
necían con sus puertas abiertas. Lo que no era nin-
gún obstáculo para que un nutrido grupo de niños
y adolescentes llenasen cada esquina de Trafalgar
Square con muñecos de nieve, batallas de bolas de
nieve, y los ángeles que dibujaban en la abundante
capa de nieve que cubría hasta el último centímetro
cuadrado de un Londres tan blanco, tan puro, que
parecía haber limpiado con toda aquella nieve to-
dos los asesinatos que sus callejones habían presen-
ciado en toda su larga historia.

En toda esta estampa no faltaba quien, de espaldas


a la National Gallery, y bajo la mirada escrutadora,
victoriosa e inmortal del general Lord Nelson, se
arrodillaba y daba gracias a Dios por haber derra-
mado sus bendiciones y su perdón sobre la ciudad.

Por supuesto, tampoco faltaba en la helada ciudad


quien veía en este blanco milagro negros augurios

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de terribles sucesos que estaban destinados a suce-


der en este día, y no en ningún otro. Había la segu-
ridad casi absoluta de que, si algo tenía que pasar,
iba a ser en este día, y nunca en otro.

Melissa Ackland suspiró, y echó un vistazo por la


habitación: desde la ventana de su dormitorio, en su
casa del 274 de Eversholt Street, justo donde la ca-
lle se juntaba con Euston Road y Upper Woburn
Place, la City se extendía, blanca y silenciosa, co-
mo un fantasma dormido; esperando la menor
oportunidad que se le presentase para despertar.

Pasó unos segundos con sus ojos de color verde es-


meralda perdidos, mirando más allá de donde la
ciudad londinense se perdía en el horizonte. Negó
con la cabeza, varias veces, y se alejó de la venta-
na. Cruzó la habitación de un extremo a otro, y se
detuvo enfrente del enorme espejo de la pared.

Ataviada con un vestido blanco, que le dejaba al


descubierto los hombros, complementado con un
par de guantes blancos que le llegaban hasta el an-
tebrazo, y una chaquetilla blanca, decorada con flo-
res, y con el borde de color granate, y que ahora
descansaba sobre el edredón de color rosa claro de
la cama, no pudo evitar dejar escapar una lágrima
de sus ojos al observar la fotografía que había so-
bre el cristal, en la que la hermosa joven morena
era abrazada por un chico rubio, con ojos grises y
con perilla.

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El joven de la imagen era Erich Hindelsheimer, de


quien había sido novia hasta hacía dos años; tiempo
en el que no había sabido nada de su ex novio ale-
mán, originario de Munich.

Unas horas la separaban de su boda, y ahora se en-


contraba llorando un amor ya perdido, recordando
promesas de amor de los viejos tiempos; tan viejos
como para que pudieran calificarse de buenos.

En la calle, la bocina de un coche sonó, haciendo


que Melissa volviese de forma abrupta a la reali-
dad. Y la realidad era simple: era el día de su boda,
y en dos años no había podido olvidar a Hindelshe-
imer.

Así de fácil; así de cruel.

Un segundo bocinazo la apremió. Se secó las lágri-


mas de su rostro, se puso y abrochó la chaquetilla
blanca con flores, recogió el ramo de rosas y lirios,
y, tras calzarse los zapatos blancos, corrió hacia la
puerta de su dormitorio. La abrió, y, antes de salir,
se giró, y miró la habitación tan sólo una vez más
antes de salir y cerrar la puerta a sus espaldas.

Toda la estancia pareció quedar envuelta por la os-


curidad. Tan sólo permanecían iluminadas la foto-
grafía en el espejo y las dos cortinas blancas que
colgaban a ambos lados de la ventana.

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De pronto, el viento sopló con tanta fuerza que


abrió la ventana con un fuerte golpe. El aire mecía
con gran violencia las dos cortinas blancas, que se
movían con el sedoso ondular del fantasma que ca-
mina. Aquellos dos blancos fantasmas la miraban,
y parecían alargar sus brazos para querer cogerla.

Ackland pestañeó dos veces, y tragó saliva. El vi-


ento cesó de forma tan abrupta como había empe-
zado, los fantasmas que la miraban con burlescas
sonrisas se tornaron en dos inertes cortinas, la ven-
tana se cerró, y todo el dormitorio volvió a quedar
iluminado. La bella joven negó con la cabeza, y
abandonó su habitación; cerrando la puerta a sus
espaldas.

Enfrente de la puerta de la casa, aguardaba un Audi


RS4 V8 4.2 420 CV quattro de color negro. Junto
a la puerta delantera derecha permanecía, mirando
su reloj, Isabel Ackland, la hermana mayor de Me-
lissa.

Isabel Ackland llevaba un vestido de color amarillo


oro, mate, con unos zapatos negros de tacón, y un
bolso de color negro, que descansaba en el asiento
trasero del coche.

Transcurridos unos segundos, Melissa salió de su


casa. Su hermana le señaló el reloj con el dedo ín-

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dice. La joven morena no dijo ni una palabra; se li-


mitó a mirarla, seria, y a entrar en el coche. Apartó
el bolso de Isabel de forma bastante brusca, dejó el
ramo de flores sobre el asiento trasero, a un lado,
bastante enfadada, y miró por la ventanilla. Su her-
mana subió al coche, cerró la puerta, y, tras arran-
car, se pusieron en camino hacia la catedral de Ely,
en Cambridgeshire; donde tendría lugar la boda.

Todo el trayecto se produjo en el más sepulcral y


absoluto de los silencios. Isabel miraba de vez en
cuando a su hermana a través del espejo retrovisor.
Las pupilas de color verde de la novia no dejaban
de mirar por la ventanilla de la puerta. El coche no
iba muy deprisa, debido a la fina capa de hielo que
cubría la carretera, y las cadenas de las ruedas; por
lo que Melissa pudo disfrutar de las vistas de Lon-
dres como si estuviera en un recorrido turístico por
la ciudad.

El Audi RS4 giró, y enfiló por todo el lateral de


Hyde Park. La joven morena observó a la gente pa-
tinando sobre el hielo que cubría The Serpentine y
Round Pond, los dos estanques del gran parque. Le
divirtió ver a los niños tirándose bolas de nieve, y,
luego, ir corriendo hacia sus madres, y tomar una
taza caliente de chocolate. Por primera vez desde
que había comenzado el día, esbozó una sonrisa en
su rostro.

Sonrisa que se tornó en la más extrema de las preo-


cupaciones, al ver a una silueta que resaltaba sobre

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manera entre la nieve de su alrededor.

Aquel extraño personaje iba vestido por completo


de negro, unos guantes de piel cubrían sus manos, y
un largo abrigo le cubría toda su figura. Su rostro
se hallaba cubierto con una máscara blanca, excep-
to en la zona de la nariz y la boca, de color negro,
junto con la línea que le rodeaba el color rojo de la
zona de los ojos ; de cuyos extremos salían dos lí-
neas, una hacia la izquierda a modo de lágrima, y
otra hacia la derecha, en media espiral.

Lo que hizo que Melissa cambiase la expresión de


su bello rostro fue, aparte de su aspecto siniestro,
percatarse del hecho de que, sin importar cuánto
avanzase el coche, la silueta seguía allí, de pie, jus-
to enfrente de ella, mirándola con espectral silencio
y frialdad.

El trayecto por Kensington Road fue una larga pe-


sadilla. El hombre enmascarado seguía mirando a
Melissa, y ésta, por alguna extraña razón, no podía
apartar su mirada de él. Durante unos segundos, to-
do quedó sumido en la oscuridad. Tan sólo estaban
ellos dos en el Mundo.

El vehículo pilló un bache, y el bote de la rueda


volvió al Mundo a la luz del día. Melissa parpadeó,
incrédula: el extraño personaje de la máscara blan-
ca ya no estaba. Miró hacia atrás, y vio cómo Hyde
Park se iba alejando detrás suyo. Volvió a mirar por
la ventanilla, y suspiró, aliviada; pero, también, con

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Iñaki Santamaría

ligera pena en su ánimo.

El Audi negro se detuvo con un chirrido de neumá-


ticos. Isabel bajó del vehículo. Melissa bajó tam-
bién al de unos segundos. Sus pupilas miraron ha-
cia arriba: cientos de cuervos estaban posados, in-
móviles, sobre las ramas de los árboles próximos
a la catedral. La hermosa novia tragó saliva, cogió
a su hermana del brazo, y se dirigieron hacia la Ca-
tedral de Ely; bajo la atenta y silenciosa mirada de
los centenares de cuervos que vigilaban con sumo
cuidado cada paso que las dos hermanas Ackland
daban.

A medida que se iban dirigiendo hacia el magnífico


edificio, Melissa cada vez estaba más segura de
que algo malo iba a pasar. No podía quitarse de la
cabeza a su ex novio, Erich Hindelsheimer, ni a
aquel misterioso personaje enmascarado que había
visto a lo largo de Hyde Park. Luego, miró a los
cuervos sobre los árboles, mirándolas con gran fije-
za, y en un silencio total, y el velo de niebla que
comenzaba a formarse detrás de la catedral. Todos
estos aspectos, junto con la nevada de las tres últi-
mas semanas, y que todo hubiese coincidido el día
de su boda, hacían imposible pensar en que pudie-
ra pasar algo bueno.

Salvo la acertada decisión de que su vestido


de novia le llegase hasta las rodillas.

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Por fin, se detuvieron en la puerta. Melissa sonrió


al ver a un perro atado en la puerta, esperando fue-
ra, que sólo podía pertenecer a los McDermott;
uno de los matrimonios más pedantes y petulantes
que había conocido. La marcha nupcial, originaria
de Félix Mendelsshon (1809 – 1947), y compuesta
para su magnífica obra “A Midsummer Night´s
Dream”, comenzó a sonar al de unos pocos segun-
dos, y las dos chicas entraron en la catedral de Ely.

La catedral de Ely es una de las mayores iglesias


románicas que se conservan en Inglaterra. El tem-
plo fue consagrado a la Santísima Trinidad. El
obispado de Ely (Cambridgeshire, en la zona orien-
tal de Inglaterra) se fundó en 1109, aunque ya exis-
tía un monasterio desde el año 670, que en un prin-
cipio fue convento y más tarde estuvo ocupado por
monjes benedictinos, expulsados en 1540. El edifi-
cio normando - nombre genérico del románico bri-
tánico e irlandés - se construyó entre 1083 y 1130,
aunque aproximadamente entre los años 1174 y
1197 se añadieron el transepto y la única torre en
la parte occidental. El coro y el ábside oriental se
reformaron en la década de 1240, pero el hundimi-
ento de la torre central en 1322 obligó a otra re-
construcción, caracterizada por el llamado Octágo-
no, una obra maestra de las estructuras de madera
sin parangón en toda la arquitectura gótica inglesa,
con toda probabilidad proyectada por el monje
Alan de Walsingham.

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Iñaki Santamaría

En el interior de la catedral, los asistentes, que lle-


naban los tres cuartos del aforo del edificio, mur-
muraban entre sí, nerviosos y expectantes. Atavia-
do con un traje de color granate oscuro, con bri-
llos, del mismo color que el chaleco y la corbata, y
con una camisa blanca y unos zapatos de color ne-
gro, Bernard Elder aguardaba en el altar, junto con
el cura, Monseñor Broadbent, la llegada de la no-
via.

Cuando, al fin, la marcha nupcial comenzó a sonar,


Elder suspiró aliviado. La puerta se abrió, y todos
los presentes se giraron para ver a Melissa entrar
en la catedral, del brazo de su hermana, y, detrás
de ellas, a su sobrina de once años, Michelle, lle-
vando los anillos sobre un almohadón de terciopelo
púrpura, con ribetes dorados.

Bernard observaba, sonriente, a su radiante novia


caminando por el largo pasillo que conducía hasta
el altar. Todo su porte se relajó cuando Isabel se
sentó en la primera fila de asientos, Melissa se de-
tuvo a su lado, y Michelle sostenía el almohadón
con los anillos entre los dos, un par de pasos más
atrasada. La marcha nupcial dejó de sonar, y Mon-
señor Broadbent se dispuso a dar comienzo a la ce-
remonia.

Un denso velo de niebla envolvía toda la catedra l


de Ely. A su alrededor, todos los árboles estaban

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poblados por miles de cuervos, que aguardaban en


el exterior, silenciosos y respetuosos, sobre las ra-
mas.

Una silueta se acercó al edificio envuelta por la nie-


bla. Sus zapatos negros hacían crujir la nieve a cada
paso que daba. El perro de los McDermott, nervio-
so, comenzó a ladrar. Los ladridos del apestoso
animal fueron haciéndose más altos a medida que
aquel hombre se iba acercando a la puerta de la Ca-
tedral.

Monseñor Broadbent guardó silencio de repente.


Un enorme estruendo en el exterior había obligado
a interrumpir la ceremonia. Melissa levantó la ca-
beza, sobresaltada. Sabía que aquel estruendo era
causado por los cuervos de afuera, que ahora ha-
bían levantado el vuelo, graznando todos al uníso-
no. La hermosa joven morena miró a Bernard, tragó
saliva, y giró la cabeza muy despacio, posando toda
la atención de sus ojos en la puerta del otro extremo
del pasillo.

Un fuerte viento abrió la puerta con un violento


golpe. Todos los asistentes se giraron, expectantes.
Una silueta de color blanco y rojo atravesó la puer-
ta por el aire, y se deslizó por el pasillo varios me-
tros, hasta que se detuvo. Los McDermott palideci-
eron de horror: aquél era el cuerpo ensangrentado
y sin vida de su perro. Desde la puerta, un reguero
de sangre conducía hasta el cuerpo inerte del ani-

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Iñaki Santamaría

mal.

Acto seguido, unos pasos se oyeron sobre la made-


ra. Un hombre rubio, vestido por completo de ne-
gro, y con la cabeza bajada, cruzó la puerta, y se
quedó allí, de pie, inmóvil, bajo la mirada de todos.
Un cuervo se posó sobre su hombro.

El rostro de Melissa palideció al ver aquella figura


tétrica en el interior de la catedral, el día de su bo-
da. No le había visto todavía la cara, pero no necesi-
taba hacerlo. Sabía de sobra que aquel extraño y si-
niestro hombre no era otro que Erich Hindelshei-
mer, su ex novio.

Con un rápido vuelo, el cuervo se dirigió desde el


hombro derecho del joven alemán hasta la parte
más alta del altar, donde se posó de nuevo, y graz-
nó.

Pasados unos breves segundos en silencio, Hindel-


sheimer levantó la cabeza. Desde su rostro serio y
salpicado de sangre, sus ojos grises abarcaron toda
la estancia, y se detuvieron sobre Melissa. Sus dos
manos, cubiertas por guantes negros, empuñaron
con fuerza las dos dagas que llevaba, ambas con la
hoja manchada de sangre.

Erich Hindelsheimer -. Yo me opongo.

Con paso calmado, comenzó a andar por el pasillo


hacia el altar. Se detuvo unos segundos donde yacía

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el perro muerto, y lo apartó, con desprecio, con el


pie, a un lado, y continuó su camino hacia la pa-
reja de novios.

Al llegar a la primera fila de asientos, Daniel Ack-


land, el hermano de Melissa, le salió al paso; cor-
tándole el avance. Las pupilas grises de Erich se
despegaron de la hermosa morena, y se posaron so-
bre el hombre que le cortaba el paso.

Daniel Ackland -. ¿Dónde te crees que vas?

Hindelsheimer le miró, serio, con un gesto despec-


tivo en su cara ensangrentada.

Erich Hindelsheimer -. ¿Y tú, hombrecillo?

Con un rápido movimiento, el joven muniqués le


clavó una de las dagas en el pecho, y con la otra le
cortó el cuello. Tras desclavar la daga del pecho, le
propinó un profundo corte en el abdomen, y la otra
daga se clavó con fuerza en la espalda. Bañado en
sangre, el cuerpo de Daniel se desplomó sobre el
suelo de la catedral. Erich volvió a empuñar las
dos dagas, y se detuvo al lado de la pequeña Mi-
chelle.

Mientras, en la catedral, cundía el


pánico entre todos los presentes .

El joven rubio se agachó, y se puso a la altura de la


pequeña. Le acarició con ternura las mejillas, y le

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Iñaki Santamaría

puso la mano sobre la cabeza.

Erich Hindelsheimer -. Bien, pequeña. Esto es sólo


entre tu tía, Bernard y yo. ¿Qué te parece si vas
donde tu madre, y nos dejas hablar a los tres?

Michelle McGill -. Vale, tío Erich.

La rubia niña dejó el almohadón púrpura con los


anillos en el suelo, y fue andando con calma hacia
Isabel Ackland, quien la estrechó entre sus brazos.
Hindelsheimer se incorporó, y suspiró.

Erich Hindelsheimer -. Buena niña.

El cuervo graznó desde la parte más elevada del al-


tar, y Erich dio un par de pasos, hasta detenerse
junto a Melissa. El almohadón púrpura con ribetes
dorados tembló un poco, y los dos anillos cayeron
al suelo, rodando sobre el suelo hasta perderse de
vista. La joven tenía su rostro pálido, y sus grandes
ojos verdes clavados en su ex novio.

Bernard Elder -. ¿Qué demonios estás haciendo tú


aquí, Erich?

Sin dejar de mirar a la hermosa chica morena que


tenía ante él, Hindelsheimer se cambió la daga de
la mano derecha de lado, y le soltó un fuerte puñe-
tazo a Elder; rompiéndole la nariz. La sangre man-
chó el rostro del joven escocés.

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Alter Ego

Erich Hindelsheimer -. No he venido a hablar con-


tigo. No interrumpas.

Melissa Ackland -. No sabía que tuviéramos más


cosas de las que hablar.

Erich Hindelsheimer -. Mi querida Melissa. ¿Estás


intentando convencerme a mí, o a ti?

Melissa Ackland -. ¿De veras importa eso ahora?

Erich Hindelsheimer -. Todo importa, ahora y en


cualquier momento, ya que todo influye en los de-
más.

Melissa Ackland -. Ignoraba tener tanto poder de


influencia.

Erich Hindelsheimer -. Ninguno de nosotros lo tie-


ne. No obstante, nuestras decisiones, sí.

Melissa Ackland -. Tomé mi decisión hace ya mu-


cho tiempo, Erich. Asúmelo de una vez.

Erich Hindelsheimer -. Es por esa decisión que hoy


estoy aquí, Melissa.

Ackland miró a Bernard, quien seguía sangrando de


la nariz. Luego, observó la catedral vacía, salvo por
los cuerpos sin vida del perro y de su hermano,
Daniel. Por último, miró las dos dagas en las manos
de Erich.

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Iñaki Santamaría

Melissa Ackland -. ¿Has venido a matarme?

Erich Hindelsheimer -. ¿Qué? ¡No! Sabes que nun-


ca te haría daño. Pero hay cosas que ni el cielo pue-
de perdonar.

Con un gesto apartó a la chica hacia un lado, agarró


con fuerza las dos dagas, y se dirigió con paso fir-
me y decidido hacia Bernard.

Elder lanzó un quejido al colocarse de nuevo el ta-


bique nasal en su sitio. Cuando se hubo recuperado,
vio a Erich, que venía hacia él. Intentó detenerle
propinándole un puñetazo, pero las dos hojas de
las dagas detuvieron la mano. Hindelsheimer le
miró sonriente, mientras el chico moreno negaba
con la cabeza.

Las dos dagas unieron sus filos, y la mano cercena-


da de Elder flotó, etérea y cerrada, unos intermina-
bles segundos, hasta que cayó sobre el ensangrenta-
do suelo. Bernard chillaba y se retorcía de dolor.
Melissa le suplicaba a Erich que parase, mientras
éste cogía de los pelos al joven escocés, y le tiraba
al suelo, boca arriba. Le puso un pie sobre el pecho,
y cruzó las dos dagas, haciendo una X con ellas.
Luego, las bajó con fuerza.

Melissa se desplomó sobre el suelo, destrozada. Se


oyó un ligero ruido por el suelo, hasta que la cabe-
za cortada se detuvo al lado de la joven morena,

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Alter Ego

mirándola con su mirada vacía, fija y muerta. Erich


sintió el tacto cálido y espeso de la sangre en su ca-
ra, se agachó, y recogió las dos dagas. Al girarse,
vio a la preciosa joven llorando desconsolada.

Erich Hindelsheimer -. ¿En serio crees que alguien


merece tantas lágrimas? Y, sobre todo, ¿las merece
él?

Melissa Ackland -. ¿Acaso… acaso tú no llorarías


por mí?

Erich Hindelsheimer -. Dime: ¿Cuántas lágrimas


derramaste tú por mí, Melissa? Yo ya he derramado
demasiadas. Sólo me quedan dos lágrimas por de-
rramar. Y no las derramaré hoy.

Melissa Ackland -. Dijiste que nunca me harías da-


ño. Pero, al matarle a él, me has matado a mí tam-
bién.

Erich Hindelsheimer -. Yo morí antes que los dos


cuando me dejaste, Melissa. No lo olvides. No te
atrevas a olvidarlo.

Melissa Ackland -. Espero que no te atrevas a espe-


rar mi perdón después de esto.

Erich envainó las dos dagas, y las guardó en los


bolsillos interiores de su abrigo negro. Sacó una
pistola plateada, puso una bala en el tambor, y lo
cerró.

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Iñaki Santamaría

Erich Hindelsheimer -. ¿Tu perdón? ¿Yo? Oh, no.


Este día no esperaré tu perdón. Ni ningún otro día.
Porque, ¿sabes qué? Yo no hice nada. No soy yo
quien tiene que pedir perdón. Yo soy el que tiene
que concederlo.

Melissa Ackland -. Y eso, ¿Cuándo sucederá?

Ante la atónita mirada de la chica, Hindelsheimer


se apuntó con la pistola a la cabeza.

Erich Hindelsheimer -. En otra vida.

Acto seguido, su dedo apretó el gatillo, el tambor


giró, y una bala salió rauda y veloz; atravesándole
la cabeza de un extremo a otro, y salpicando el ves-
tido de Melissa de sangre. El cuerpo sin vida del jo-
ven muniqués se desplomó, pero Ackland lo cogió
entre sus brazos y lo depositó con cuidado sobre el
suelo. El cuervo graznó, y, con un rápido vuelo,
abandonó la catedral.

Melissa se quedó mirando a Erich. Los ojos sin vi-


da del joven alemán miraban fijos a la hermosa chi-
ca, que, arrodillada junto a él, y estrechándole entre
sus brazos, le seguía mirando. Con sus zapatos dio
un ligero golpe a la cabeza de Elder, que cayó ro-
dando por las escaleras que conducían al altar.

Ackland no dijo nada; tan sólo se quedó allí, inmó-


vil, mirándole; mientras las velas que iluminaban

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Alter Ego

el interior de la catedral de Ely fueron apagándose;


hasta quedar todo envuelto por la oscuridad.

Dos años y medio antes, a finales de octubre del


2003, Erich regresaba a su casa de Londres, des-
pués de una larga jornada de trabajo. Cerró la puer-
ta a sus espaldas, dejó las llaves sobre la mesilla
del recibidor, cruzó el pasillo de madera, y subió
las escaleras hacia la planta superior.

Arriba, el pasillo conducía a tres puertas: la de la


izquierda llevaba al cuarto de baño; la del medio
era el dormitorio; y la de la derecha llevaba a su es-
tudio. El joven muniqués entró en su estudio, y ce-
rró la puerta.

El amplio estudio constaba de dos altas y alargadas


estanterías de madera. Una tenía sus baldas llenas
de discos de música, la mayoría de ellos de música
clásica. La otra, justo al lado de la anterior, conte-
nía centenares de libros, en los que se mezclaban
los grandes autores clásicos, junto con libros de ci-
tas, poesías, mitologías, e históricos. Entre estos
últimos destacaban siete anchos tomos sobre dife-
rentes aspectos del Tercer Reich, adquiridos, no
por simpatía ni identificación con la ideología nazi,
sino para ser usados a modo de documentación para
la escritura de un próximo libro.

Enfrente de las estanterías había una cama; hecho


éste muy útil cuando la escritura de un libro se de-

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Iñaki Santamaría

moraba hasta altas horas de la noche. Al lado de la


cama, una vitrina con puertas de cristal guardaba
variadas y diversas curiosidades coleccionadas por
Erich: unas decenas de pistolas antiguas, distintas
dagas, espadas y hachas, una colección de figuras
mitológicas, representando a distintos dioses y hé-
roes de la antigüedad…

A la altura de donde acababa la vitrina, en una es-


quina de la pared de enfrente, una pequeña mesa
de madera sostenía un monitor plano, y un alargado
escáner. En la repisa de abajo, había un teclado y
un ratón, ambos de color negro, e inalámbricos.
Debajo de ellos, una impresora y la CPU. Sobre el
monitor se alzaba un mueble con dos baldas: en la
inferior, estaba la cadena de música; en la superior,
distintos programas informáticos, y varios discos
para grabar.

Justo enfrente de la puerta, al otro extremo de la


habitación, se erigía, orgullosa y majestuosa, una
alargada mesa de madera oscura. Sobre esta mesa
se hallaban una pila de libros, uno de los cuales es-
taba abierto, un pisapapeles en forma de calavera,
una figura representando a la Muerte, un cuaderno
abierto con un bolígrafo negro encima, y un marco
de madera con una foto de Melissa Ackland, su no-
via, en su interior.

Hindelsheimer caminó hasta la cama, y dejó sobre


ella la bolsa azul marino que llevaba colgada al
hombro. La abrió, y sacó de su interior una cámara

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Alter Ego

Nikon Coolpix 7900 de color negro; tras lo cual fue


hacia la mesa del ordenador.

Tras poner en marcha la cadena de música, donde


empezó a sonar la obra “Enigma Variations; Pomp
And Circunstance – Macrches Nos. 1 – 5” de Ed-
ward Elgar, se sentó en la silla que había enfrente
de la mesa, encendió el ordenador, y, tras varios
segundos hasta que terminó de arrancar, sacó la tar-
jeta de la cámara digital, la introdujo en el lector de
tarjetas, y las volcó en el disco duro.

Pasadas varias horas, Erich terminó de retocar la


última foto. Tras guardar los cambios efectuados en
el archivo, cerró el programa, y apagó el ordenador.
Se levantó de la silla, se estiró, se colocó el cuello
en su sitio con dos movimientos que le hicieron
crujir todas las cervicales, y miró el reloj: eran casi
las once y media de la noche. Frunció el ceño, y
volvió a mirar la hora: las once y media. Suspiró y
guardó silencio, expectante, como si estuviese es-
perando a que algo sucediese.

Al de unos segundos, sonó su teléfono móvil. En su


rostro se dibujó una sonrisa mientras su Siemens
SF 65, con tapa, de color negro, seguía sonando.
Cogió el teléfono, abrió la tapa, y contestó.

Erich Hindelsheimer -. Hola, mi niña bonita. Ya


pensaba que no me ibas a llamar.

Melissa Ackland -. Hola, Erich. ¿Qué tal te ha ido

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Iñaki Santamaría

el día?

Erich Hindelsheimer -. Pues he llegado a las ocho y


media a casa, y acabo de terminar hace nada con
las fotos. ¿Y tú qué tal?

Melissa Ackland -. Oh, muy bien. Hoy he hecho


cinco contratos simples, y tres dobles.

Erich Hindelsheimer -. Eso está muy bien. Me ale-


gro por ti. ¿Con quien te han mandado hoy?

Melissa Ackland -. Con Ethan y Bernard Elder, y


con Jessica Ryack, la novia de Ethan.

Erich Hindelsheimer -. El clan Elder al completo,


más una. Qué algarabía.

Melissa Ackland -. ¿Son cosas mías, o en esa frase


hay cierto tono sarcástico? Ya sabes que los tres
son muy majos.

Erich Hindelsheimer -. Todas las personas lo son,


hasta que les conoces, y puedes ver cómo son en
realidad.

Melissa Ackland -. Suenas como un novio celoso,


Erich.

Hindelsheimer dejó escapar una sonora carcajada.

Erich Hindelsheimer -. Ya sabes, mi querida Meli-

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Alter Ego

ssa, que yo nunca tengo envidia. De nada, ni de na-


die. Soy una persona muy sana. Lo que sí tengo es
mucha experiencia en tratar con el ser humano, y
éste es muy proclive a decepcionarme.

Melissa Ackland -. Con el que mejor me llevo es


con Bernard. Es muy majo, y coincidimos en mu-
chas cosas. Si no estuviese contigo, me liaría con
él.

Unos heladores segundos en silencio siguieron a


esta frase. Al otro lado de la línea no se oía el más
mínimo ruido.

Erich Hindelsheimer -. Perdona el silencio. Estaba


recordando las monumentales broncas que me si-
gues echando por haber dicho, hace ya mucho ti-
empo, esa frase, que tú acabas de decir, de una chi-
ca. Nada más. Tan sólo lo menciono como una cosa
curiosa.

Melissa Ackland -. Ya, bueno. Es que me hizo mu-


cho daño aquella frase.

Erich Hindelsheimer -. Bueno, dejemos un tema ya


zanjado, y explicado. Me alegro de que te lleves
bien con Bernard.

Melissa Ackland -. Confío en que no te importe.

Erich Hindelsheimer -. No, para nada. Mientras no


haya nada más…

30
Iñaki Santamaría

Melissa Ackland -. ¿Y si lo hubiera? ¿Qué harías?

Erich Hindelsheimer -. Pues, lo más seguro es que


haría aquello que considerase oportuno hacer. Tan
sencillo como eso.

Melissa Ackland -. ¿Incluiría eso dejarme?

Erich Hindelsheimer -. Tendría que analizar la si-


tuación antes de tomar una decisión.

Melissa Ackland -. No has respondido a la pregun-


ta.

Erich Hindelsheimer -. Acabo de hacerlo, Melissa.


Otra cosa es ya lo que tú quieras creer. Además, es
ya muy tarde. Si quieres, seguimos con esta charla
mañana. O, si quieres, damos el asunto por zanjado.
Eso ya como tú quieras.

Melissa Ackland -. Vale; hasta luego.

La hermosa joven colgó antes de que su novio pu-


diera despedirse. Erich se quedó mirando la panta-
lla del teléfono móvil, con la profunda sensación de
que a su alrededor pasaba algo, y no terminaba de
enterarse muy bien de qué era.

Miró su reloj: eran casi las doce de la noche, y su


cabeza estaba llena de preguntas, teorías y suposici-
ones, de tal forma que un lacerante dolor le cruzó

31
Alter Ego

de una sien a la otra. Caminó con dificultad hasta


la cama, dejó la bolsa de la cámara en el suelo, y
se dejó caer sobre la cama.

Estuvo unos minutos repasando, pensando y dándo-


le vueltas a la charla que había tenido con Melissa.
El dolor de cabeza pareció multiplicarse por cien.
Pensó que, si aquello duraba un solo segundo más,
la cabeza le estallaría. Cerró los ojos un momento,
para ver si se le pasaba, y lograba pensar con ma-
yor claridad.

Para cuando la campana del Big Ben había sonado,


dando las doce de la noche, Erich yacía sobre la ca-
ma, sumido en un profundo sueño.

Las cuatro semanas que siguieron a aquella noche


pasaron como cuatro eternidades. El Siemens SF
65 guardó silencio durante el mes entero, y al otro
lado de la línea la única voz de mujer que se pudo
oír fue la que comunicaba que el teléfono de Meli-
ssa estaba apagado, o fuera de cobertura. Llamando
a su casa tampoco obtuvo respuesta. La voz de
Ackland al salir del contestador, se convirtió en un
chirriante estruendo en los oídos de Hindelshei-
mer, quien apenas durmió en esas treinta y un no-
ches.

Cuando el mes de noviembre tocaba a su fin, la sor-


presa fue en busca de Erich.

32
Iñaki Santamaría

Tumbado en el sofá del salón, boca arriba, con los


brazos colgando sin fuerzas en el aire; el joven mu-
niqués pasaba así los días enteros desde la última
vez que había tenido noticias de su novia. Las pare-
des parecían desmoronarse sobre él a cada segundo
que pasaba.

De pronto, sus ojos grises se movieron, dejando de


mirar por unos instantes el techo de la estancia. Se
levantó, salió del salón, y se quedo de pie, inmóvil,
mirando a la puerta principal. Bajó un poco la mira-
da, y sus pupilas se clavaron en el sobre que había
sobre el suelo, a escasos centímetros de la puerta.

Durante aquellos interminables segundos, sus ojos


no dejaron de mirar aquel sobre blanco, con su
nombre escrito en el reverso con letra de trazo fino,
allí, en el suelo, enfrente de él. Tragó saliva, suspi-
ró, dio un par de pasos, y recogió el sobre del suelo.

Erich Hindelsheimer -. Temo a los griegos, sobre


todo cuando traen regalos.

Hindelsheimer abrió el sobre, sacó la carta de su in-


terior, y la leyó con gran detenimiento. Sus ojos le-
yeron de forma escrutadora cada letra que confor-
maba todas y cada una de las palabras que sobre
aquella hoja de color rosa claro había escritas.

Una vez hubo terminado de leerla, el joven germa-

33
Alter Ego

no se quedó inmóvil, de pie, enfrente de la puerta


principal. Ni habló, ni se movió. Tan sólo se quedó
allí de pie, quieto, con la carta en su mano derecha,
sus ojos inundados en lágrimas, y el alma deshecha.

De sus ojos cayó una lágrima, al tiempo que su ma-


no derecha se abría. La lágrima le bajó por la meji-
lla y flotó etérea en el aire unos segundos, junto
con la carta. Ambas cayeron sobre el suelo al mis-
mo tiempo.

Y fue en ese preciso instante cuando Erich sintió


cómo su alma se separaba de su cuerpo, y desapare-
cía, esfumándose en el aire; lanzando un escalofri-
ante grito de dolor y furia.

Transcurrieron unos minutos hasta que las piernas


del joven rubio se movieron, se giró y subió, con la
cabeza bajada, el ánimo derruido, el alma desapare-
cida, el corazón llorando y el espíritu sangrando,
las escaleras que conducían hacia la planta supe-
rior.

Cuando hubo llegado arriba, entró en su estudio, y,


tras cerrar con un fuerte portazo, se encerró con lla-
ve.

Transcurrió casi un año hasta que Melissa Ackland


volvió a tener noticias de Erich Hindelsheimer.

34
Iñaki Santamaría

La mañana del 20 de octubre del 2004 amanecía


con un sol radiante en lo alto de un cielo de un co-
lor azul intenso, jalonado con esponjosas y sedosas
nubes.

Eran las doce del mediodía. Ataviada con una blusa


granate, una falda negra y unas botas de cuero de
color marrón, Melissa cruzaba, con una bolsa en su
mano izquierda, Camden High Street, en dirección
a su casa, en el número 264 de Eversholt Street.

Las botas de tacón de color marrón se detuvieron


de pronto. Una brisa gélida había atravesado su al-
ma al soplar en su nuca, y había congelado su alma
y su cuerpo.

Ackland observaba inmóvil, con su rostro pálido,


cómo ante ella pasaba un coche fúnebre. El sinies-
tro vehículo giró a la derecha, y se perdió de vista
al de poco de entrar en Hamstead Road. Una vez
recuperada, la hermosa morena reanudó la marcha
hacia su casa.

Nada más entrar en Eversholt Street, le aturdió un


poco ver un coche detenido a la altura de su casa.
Según iba avanzando, se percató de que el coche
estaba justo enfrente del 264.

Melissa se detuvo a escasos metros del primer esca-


lón de la media docena que conducían hasta la pu-
erta principal. Una mujer rubia y con ojos azules
salió del vehículo, un Rover 620 SDI de color gra-

35
Alter Ego

nate intenso, y se dirigió hacia la joven. Al llegar a


su altura, se presentó como la detective Erika Sil-
ver.

Ackland miró a la detective de arriba a abajo: lleva-


ba una falda vaquera, una camisa blanca, anudada
a la mitad, dejando al descubierto su plano abdo-
men y el piercing de su ombligo, unas botas de ta-
cón negras, y una gabardina.

Melissa Ackland -. Dígame, detective Silver. ¿Pue-


do ayudarle en algo?

Erika Silver -. Eso espero. ¿Conoce a Erich Hindel-


sheimer?

Melissa Ackland -. Por supuesto. Es… quiero de-


cir, era mi novio. Cortamos hace tiempo.

Erika Silver -. Espero que por lo menos se sigan


hablando.

Melissa Ackland -. Verá, detective Silver. Hace ya


casi un año que no sé nada de él.

Erika Silver -. Por lo menos se habrán visto alguna


vez en este año.

Melissa Ackland -. No sé si no me entiende, o no


me explico todo lo bien que debiera. En casi un año
no he sabido nada de Erich. Ni le he visto, ni he ha-
blado con él, ni nada. No he sabido nada en absolu-

36
Iñaki Santamaría

to de él.

Silver frunció el ceño, y se apartó un mechón riza-


do de pelo de la cara.

Erika Silver -. Cuando cortaron, ¿cómo diría usted


que se lo tomó?

Melissa Ackland -. Teniendo en cuenta que no sé


nada de él desde hace casi un año, diría que peor de
lo que me imaginaba.

Al notar cierta sorpresa en la detective, le explicó la


carta que le había mandado a Erich una fría mañana
de noviembre de hace un año, y que, desde enton-
ces, no había tenido noticias del joven germano.
Luego, le preguntó a Erika por la caja que llevaba
bajo el brazo.

Erika Silver -. Verá, señorita Ackland. Esta caja es


la causa de que yo esté ahora con usted enfrente de
su casa, haciendo preguntas sobre su ex novio.

Melissa Ackland -. No me diga que se la ha dado


Erich, y le ha dicho que me le entregue usted.

Erika Silver -. En cierto modo, sí. Me dio instrucci-


ones para que esta caja le fuera entregada cuanto
antes.

La bella detective miró a la joven, y calló de repen-


te. Un nudo se le hizo en la garganta, y las palabras

37
Alter Ego

tardaron varios segundos en terminar de salir.

Erika Silver -. Las dejó escritas en el reverso de la


carta que usted le escribió. Dejó la hoja sobre el es-
critorio, al lado del pisapapeles con forma de cala-
vera. La dejó antes de quitarse la vida, disparándo-
se en la cabeza. Lo siento.

Las pupilas de los verdes ojos de Melissa se dilata-


ron al máximo, y se sintió cayendo a plomo por un
abismo de oscuridad. El Mundo dejó de girar de
repente, y muy pocas cosas parecían ya tener senti-
do.

Pero el tiempo y el Mundo reanudaron de nuevo su


marcha, y Ackland se encontró de nuevo en la rea-
lidad. Algo que no podía creerse; algo que, tan só-
lo, no quería creerse, pero algo a lo que no quedaba
más remedio que enfrentarse. Y es que la realidad,
por dolorosa que le resultara, era sencilla en una
forma extrema: Erich, su ex novio, al que ella había
dejado por Bernard, se había suicidado en su estu-
dio, pegándose un tiro en la cabeza.

Su rostro recobró de nuevo el color, aunque no de


forma completa, cuando pudo comenzar a asimilar
esa realidad que ahora estaba por todo su derredor,
queriendo envolverla. Sus sedosos labios abrieron
una pequeña ranura, y las palabras, tras varios in-
tentos, salieron de forma apagada y sesgada; casi
imperceptibles.

38
Iñaki Santamaría

Melissa Ackland -. ¿Se… se sabe qué hay en la ca-


ja?

Erika Silver -. En las indicaciones de Erich Hindel-


sheimer se exponía, de forma explicita, que la caja
y su contenido eran, de forma exclusiva, incumben-
cia suya. Le traigo la caja tal y como fue encontra-
da sobre el escritorio. Ni se ha abierto, ni se ha sa-
cado nada de su interior. Si la quiere, es toda suya.

Melissa Ackland -. Se lo agradezco.

Erika le entregó la caja a la hermosa morena, y ésta


se quedó mirándola con incredulidad: Erich quería
que ella tuviera esa caja. Sus últimas instrucciones,
antes de suicidarse, habían sido asegurarse de que
aquella caja le llegara a ella. Y, ahora que lo sabía,
y, sobre todo, ahora que la tenía, le parecía tan fue-
ra de lugar, que se había quedado sin palabras.

Erika Silver -. Aquí tiene mi número. Si quiere co-


mentarme algo, llámeme.

Melissa Ackland -. Le agradezco las molestias, de-


tective Silver. De verdad.

Erika Silver -. Es mi trabajo, señorita Ackland. No


hay nada que agradecer.

Silver se giró, y se dirigía hacia su coche, cuando


Ackland detuvo su marcha, y le hizo darse media
vuelta.

39
Alter Ego

Melissa Ackland -. Perdone que le moleste, pero


necesito saberlo. ¿Llevaba mucho tiempo muerto
cuando le encontraron?

Erika Silver -. Unos seis meses, día arriba, día aba-


jo. Alguien denunció el olor que desprendía la casa.
Le encontramos sentado en su escritorio, con la
puerta cerrada con llave desde dentro, y se hallaba
en avanzado estado de descomposición. No fue
agradable, la verdad. Aunque la muerte nunca lo es.

Melissa Ackland -. No podría estar más de acuerdo


con usted. De nuevo, le agradezco las molestias
que se ha tomado.

Las dos chicas se despidieron con un apretón de


manos. Silver subió a su coche, y Ackland entró en
su casa, con la caja debajo del brazo.

Una vez dentro, cerró la puerta a sus espaldas, dejó


la caja sobre la mesilla del recibidor, y, mientras la
más terrible de las soledades se cernía sobre ella,
no pudo aguantarlo más, y se derrumbó. Cayó de
rodillas sobre la moqueta que cubría el suelo de
madera, y se tapó la cara con las dos manos mien-
tras lloraba con gran amargura.

Melissa Ackland -. ¡Maldito seas, Erich! ¡Para una


vez que tomas el camino fácil, tienes que dejarme
sin ti en mi vida! ¡Maldito el momento que has
elegido para renunciar a tus principios!

40
Iñaki Santamaría

Cuando se hubo calmado, se incorporó, cogió la ca-


ja, y se dirigió hacia el salón. Se sentó en el sofá,
abrió la caja, y la dejó a un lado. Retiró la tapa, y
miró en su interior, para ver qué contenía.

Lo primero que sus aterciopeladas manos extraje-


ron fue un sobre cerrado, con su nombre escrito en
el reverso. Nerviosa, lo abrió presurosa, y sacó la
hoja que había en su interior. En ella apenas había
unas pocas líneas escritas. Las leyó a toda veloci-
dad.

“Melissa:

Aquí te devuelvo estos recuerdos tuyos, acompaña-


dos, en el momento de su entrega, con tan amables
palabras y promesas, que acrecentaron en gran mane-
ra su valor.

Pero, ahora que su perfume se ha desvanecido, tóma-


los de nuevo; porque, para un corazón noble, el más
precioso de los dones se hace insignificante cuando se
ha perdido el afecto de quien nos lo ofreció.

Tómalos; aquí los tienes.

Erich.”

Melissa volvió a guardar la hoja en el sobre, y si-


guió buscando en la caja. Sólo encontró un paquete

41
Alter Ego

que, una vez abierto, reveló su contenido: más de


doscientas fotografías de la hermosa joven británi-
ca, que Erich le había hecho desde que habían co-
menzado a salir. La chica miró las fotos sin com-
prender, hasta que vio una hoja que las acompaña-
ba. La cogió y la leyó.

“Siempre te he dicho que, para mí, tú eras el mejor


regalo que me podías haber hecho. Por eso, te devu-
elvo tu regalo, convertido más en una dolorosa tortu-
ra.

Erich.”

La hermosa morena se desplomó en el sofá, espar-


ciendo las fotos por el suelo. Aquello superaba to-
do lo que podía ser capaz de asimilar en un mismo
día. No sólo Erich se había suicidado, si no que sus
últimas palabras hacia ella eran un severo repro-
che.

Un reproche del Infierno.

Terrorífico y frío era el velo de oscuridad que cu-


bría con su manto la noche de Londres. Melissa
dormía sobre el sofá del salón, con las fotos que
Erich le había devuelto todavía por el suelo.

Sus ojos de color verde esmeralda se abrieron de


golpe. Le había parecido oír un ruido en el piso in-
terior. Se levantó del sofá, y sintió una extraña sen-

42
Iñaki Santamaría

sación de calidez y frescor en sus pies. Miró hacia


abajo, y observó sus pies descalzos sobre la moque-
ta. Además, se vio vestida tan sólo con un camisón
de color rosa claro.

Oyó el sonido de las gotas de la lluvia al golpear


sobre el cristal de la ventana. Oyó, también, el rui-
do de los truenos que retumbaban majestuosos en el
oscuro cielo. Luego, proveniente de arriba, oyó có-
mo la puerta de su dormitorio se cerraba con un fu-
erte golpe.

Tras armarse de valor, subió las escaleras, y, al lle-


gar a la planta de arriba, se detuvo enfrente de la
puerta de su dormitorio. Asió el pomo con la mano
y, tras suspirar, la abrió.

Desde la puerta, sin pasar dentro de la habitación,


pudo ver, justo enfrente suyo, a dos siluetas, ambas
vestidas de negro. La primera pertenecía a Erich
Hindelsheimer, quien tenía su cabeza girada hacia
un lado, ocultando su rostro.

La segunda se encontraba mirándola de frente, aun-


que su rostro se encontraba oculto por una máscara
blanca, salvo en la zona de la boca y de la nariz, de
color negro, junto con la línea que le rodeaba el
color rojo de la parte de los ojos; de cuyos extre-
mos salían dos líneas negras: una a modo de lágri-
ma, y otra en forma de media espiral.

El cuerpo de la hermosa morena se quedó petrifica-

43
Alter Ego

do al observar a aquellas dos siluetas en su dormi-


torio. Esa petrificación desapareció cuando Erich
giró la cabeza, y sus ojos grises se clavaron en las
pupilas verdes de la chica, que retrocedió unos pa-
sos, asustada.

Con el rostro serio, Hindelsheimer alargó su brazo


izquierdo, y le señaló con el dedo índice. La mano
derecha subió la pistola que empuñaba a la altura
de la cabeza con un rápido movimiento, y apretó el
gatillo. La bala que salió del cañón del arma le
atravesó la cabeza a toda velocidad, salpicando to-
do de sangre.

Profiriendo un grito de horror, Melissa intentó co-


rrer hacia el cuerpo de su ex novio, que ya se había
empezado a desplomar hacia el suelo. Pero sus pi-
ernas no se movieron ni un milímetro de donde es-
taban. Miró al hombre enmascarado, y le vio con
una de sus manos extendidas, con la que le estaba
frenando, y negando con la otra.

El cuerpo inerte de Erich cayó sobre el ensangren-


tado suelo. El extraño le miró de nuevo a la chica,
y chasqueó los dedos. Al instante, un fuerte viento
comenzó a soplar, abriendo con un violento golpe
la ventana de la habitación; haciendo que la joven
inglesa girase la cabeza unos segundos.

El viento terminó de soplar, y la ventana del dormi-


torio volvió a cerrarse. Melissa giró de nuevo su ca-
beza, y observó, perpleja, que los dos, tanto el cu-

44
Iñaki Santamaría

erpo sin vida de Hindelsheimer, como el hombre


enmascarado, habían desaparecido. Estuvo pensati-
va unos segundos, y se giró, encogiéndose de hom-
bros; convencida de que toda aquella escena había
sido producto de la imaginación inquieta de su
mente, maltrecha por tantas malas noticias recibi-
das en un solo día. Dio media vuelta, apagó la luz,
y cerró la puerta. El golpe de ésta al cerrarse hizo
que, de un agujero de la pared, cayese un pequeño
objeto de metal.

El objeto metálico sonó al impactar contra el suelo


de madera, y fue rodando hasta que se detuvo al
llegar debajo de la cama: era el casquillo ensan-
grentado de una bala. El calor que aún desprendía
había hecho unas quemaduras en la madera del sue-
lo al ir rodando sobre ella.

Mientras, abajo, Melissa recogió las fotos del suelo,


las metió en la caja, y la cerró. Se acomodó en el
sofá, y cerró los ojos: quedándose dormida en bre-
ves ins tantes.

Mayo del 2006. El primer día del mes amanecía


con grandes nubes grises cubriendo todo el cielo.
Melissa se hallaba en su dormitorio, oyendo mien-
tras las gotas de lluvia caían golpeando los cristales
de la ventana. La joven inglesa suspiró: desde la
ventana de su habitación apenas sí podía ver más
allá de la Universidad de Londres. La niebla lo cu-
bría todo con su frío y denso velo, y un escalofrío

45
Alter Ego

le recorrió la espalda al venir a su mente recuerdos


de tiempos pasados, dedicados a amores olvidados.

Volvió a suspirar, y, mientras su aliento se desva-


necía en el cristal de la ventana, dio media vuelta, y
se alejó.

Lejos de Londres, en Cambridgeshire, en la zona


oriental del país, un Rover granate se detuvo en-
frente de la puerta de entrada a la catedral de Ely.
La puerta delantera derecha se abrió, y la detective
Erika Silver bajó del vehículo. Cerró la puerta, y
observó el impresionante edificio, mientras parpa-
deaba, sintiendo la lluvia cayendo en pesadas gotas
que martilleaban sobre la cabeza y los hombros de
la detective.

La puerta de la catedral de Ely estaba rodeada por


el cordón policial, que cortaba el paso, y un agente
de policía se aseguraba de que no entrase nadie que
no debiera estar allí.

Silver resopló, y caminó hacia donde estaba e l


agente, quien se hizo a un lado; permitiéndole en-
trar.

En el interior del edificio religioso, una media do-


cena de agentes registraban el lugar. Mientras, Ka-
theryne O´Connor, quien estaba al mando del equi-
po de forenses, sacaba fotos al cadáver que yacía a
pocos metros del púlpito. La detective cruzó el pa-

46
Iñaki Santamaría

sillo de madera, y se detuvo junto a la forense.

Erika Silver -. Erika Silver. Homicidios.

Katheryne O´Connor -. Katheryne O´Connor, fo-


rense. Perdone que no le dé la mano, pero tengo
que ultimar las fotos del cuerpo antes de que se lo
lleven al depósito.

Erika Silver -. Tranquila; no seré yo quien le mo-


leste. ¿Algo que pueda decirme del retratado?

Katheryne O´Connor -. Varón de raza blanca, trein-


ta y pocos años. Aún no sabemos quién es.

Erika Silver -. ¿Alguna pista sobre la causa de la


muerte?

Katheryne O´Connor -. Presenta cuatro heridas de


arma blanca. Lo más probable es que sea una daga,
o un puñal. Tiene dos incisiones: una en el cuello
y otra en el abdomen; y dos heridas más profundas:
en el pecho y en la espalda.

Erika Silver -. Parece que quien lo hizo le tenía ga-


nas. ¿Algo más sobre las heridas?

Katheryne O´Connor -. Un detalle extraño: las cua-


tro heridas están cauterizadas.

Silver observó el charco de sangre reseca que cu-


bría el cadáver, y frunció el ceño.

47
Alter Ego

Erika Silver -. ¿Cauterizadas? ¿Con toda esta san-


gre?

Katheryne O´Connor -. Ya le dije que era algo ex-


traño. Por lo normal, con la herida cauterizada, no
se pierde apenas sangre. Parece como si la cauteri-
zación hubiera tenido lugar después de la muerte.

Erika Silver -. ¿Qué sentido tendría eso?

O´Connor se encogió de hombros.

Katheryne O´Connor -. No puedo decírselo aún. En


cuanto lo sepamos, se lo haremos saber.

Erika Silver -. Así lo espero. ¿Quién encontró el


cuerpo?

Katheryne O´Connor -. Fue el cura: Monseñor


Broadbent. Lo encontró a primera hora de la maña-
na, y nos avisó de inmediato.

Erika Silver -. Hace ya demasiado tiempo que no


entro en una iglesia. ¿Es habitual ese olor?

Katheryne O´Connor -. A decir verdad, esto es una


catedral. Pero el olor viene del cuerpo. Pese a lo
bien conservado que lo hemos hallado, a juzgar por
el rigor mortis, y el color que había empezado a ad-
quirir, llevará aquí más de una semana.

48
Iñaki Santamaría

Erika Silver -. ¿Y lo han encontrado hoy? ¿Qué de-


lirio es éste?

Katheryne O´Connor -. Monseñor ha estado enfer-


mo unos cuantos días. Hasta los siervos del Señor
sufren enfermedades. Son cosas que pasan.

Erika Silver -. ¿Alguien ha tocado algo de la escena


del crimen?

Katheryne O´Connor -. Todo está según lo encon-


tramos. No hemos tocado nada.

Erika Silver -. Perfecto. Muy bien. Lo dicho: le


agradecería que me informase en cuanto encontra-
sen algo.

Katheryne O´Connor -. Yo también se lo agradece-


ría, detective Silver.

Erika Silver -. Bien. Estaremos en contacto.

La detective dio media vuelta, y abandonó la cate-


dral de Ely. Por su parte, la forense siguió sacando
fotos.

Al salir de la construcción religiosa, Erika se quedó


unos instantes pensativa, intentando entrelazar los
datos que tenía por el momento. Al de un rato, un
cuervo graznó, y abandonó su lugar entre las ramas
de los árboles que rodeaban la zona.

49
Alter Ego

La rubia detective sacudió la cabeza, y caminó ha-


cia el coche. Subió al Rover 620 SDI de color gra-
nate, y se alejó del lugar.

En el interior del edificio, un agente le entregó una


cartera ensangrentada a O´ Connor. La chica la
abrió, y la observó con detenimiento. Le dio las
gracias al agente, sacó su teléfono móvil de uno de
sus bolsillos, y marcó un número.

La pantalla del móvil de Erika se iluminó, y en ella


apareció un número de teléfono. El vehículo se de-
tuvo a un lado de la carretera, y la detective contes-
tó.

Erika Silver -. No esperaba tener noticias suyas tan


pronto.

Katheryne O´Connor -. Hemos encontrado la carte-


ra del cadáver. Alguien parece haberla querido es-
conder. Estaba en uno de los confesionarios.

Erika Silver -. No creo que al asesino le entrara un


repentino ataque de conciencia. ¿Falta algo?

Katheryne O´Connor -. Dinero, tarjetas de crédito,


permiso de conducir… Está todo. No falta nada.

Erika Silver -. ¿Cómo se llamaba nuestro descono-


cido amigo?

50
Iñaki Santamaría

Katheryne O´Connor -. Un momento… Ah, sí.


Aquí está: Daniel Ackland, del número 24 A de Gt.
Eastern Street.

El rostro de Silver adoptó un tono de seria preocu-


pación.

Erika Silver -. ¿Ha dicho Daniel Ackland?

Katheryne O´Connor -. Sí. ¿Por qué?

Erika Silver -. Yo conozco a alguien con ese apelli-


do. Luego le llamo.

La detective colgó, arrancó el coche y se dirigió a


toda velocidad hacia Londres.

O´Connor miraba el teléfono, perpleja.

Katheryne O´Connor -. Me ha colgado.

Melissa Ackland se levantó del sofá, y miró por la


ventana del salón. Pudo ver cómo un coche de co-
lor granate cruzaba la calle a toda velocidad, y se
detenía con un chirrido de neumáticos enfrente de
su casa; dejando la marca de las ruedas grabada en
el asfalto. Observó a la detective Silver bajar del
vehículo, y dirigirse hacia la puerta principal. La
joven morena dejó de mirar por la ventana, y fue

51
Alter Ego

corriendo a abrir la puerta; donde ya estaba Erika


preparada para llamar.

Erika Silver -. Perdone que le moleste de nuevo, se-


ñorita Ackland.

Melissa Ackland -. Ha pasado ya bastante tiempo,


detective Silver. Usted dirá.

Erika Silver -. ¿Tiene usted un hermano llamado


Daniel Ackland?

Melissa Ackland -. Sí, aunque hace tiempo que no


sé nada de él. No teníamos una buena relación, la
verdad. Se mudó a Gt. Eastern Street hará como un
par de años, y eso fue lo último que supe de él.

Erika Silver -. Hasta hoy, me temo. Han encontrado


su cuerpo en el interior de la catedral de Ely. Lo si-
ento.

Melissa Ackland -. ¿Daniel, muerto? Parece que las


desgracias nunca vienen solas.

Erika Silver -. No se ofenda, pero no parece muy


afectada.

Melissa Ackland -. Ya le he dicho antes que no te-


níamos una relación muy estrecha. No me malin-
terprete: era mi hermano, y me apena que haya mu-
erto. Pero no demasiado. La verdad, era algo que se
veía venir. No era la mejor persona del Mundo, ni

52
Iñaki Santamaría

tampoco el mejor hermano.

Erika Silver -. No tiene usted que darme explicaci-


ones. Era tan sólo una observación. Por cierto, no
me ha preguntado de qué ha muerto.

Melissa Ackland -. No soy tan macabra, detective


Silver. Además, tampoco es una persona de la que
me interese saber mucho.

Erika Silver -. Bueno, como usted quiera. Ya tiene


mi número. Si cambia de idea, o quiere contarme
algo, ya sabe.

Melissa Ackland -. Se lo haré saber. De nuevo, le


agradezco las molestias que se ha tomado.

Erika Silver -. Es mi trabajo, señorita Ackland. Si


no hubiera venido yo, otra persona hubiera venido
a decírselo.

Las dos chicas se despidieron. Melissa entró en ca-


sa, mientras que Erika caminó hacia su coche.
Cuando llegó al Rover granate, su teléfono volvió a
sonar. Lo sacó, y, tras ver que era O´Connor, res-
pondió.

Erika Silver -. Le dije que le llamaría.

Katheryne O´Connor -. Es una pésima muestra de


educación dejarle a alguien con la palabra en la bo-
ca. Sobre todo, si es una chica. Y, sobre todo, si

53
Alter Ego

esa chica soy yo. ¿Se puede saber a qué venía tanta
prisa?

Erika Silver -. He ido a ver a Melissa Ackland, la


hermana del fiambre que tiene ahí.

Katheryne O´Connor -. Ya no. Se lo han llevado al


depósito. Así que la hermana. ¿La conocía de an-
tes?

Erika Silver -. Hace tiempo, tuve que ir a verla, pa-


ra comunicarle que su novio… que su ex novio se
había suicidado.

Katheryne O´Connor -. Oh; vaya. Y, ¿Qué tal se ha


tomado la buena nueva?

Erika Silver -. Ha estado muy entera. Hacía tiempo


que no sabía nada de él. Eso ayuda. Por cierto, le
oigo como con eco. ¿Sigue en la catedral?

Katheryne O´Connor -. Pues sí, la verdad. Segui-


mos buscando las armas.

Erika Silver -. ¿Las armas? ¿Desde cuándo son más


de una?

Katheryne O´Connor -. Desde que los cortes del


cuello y del abdomen son diferentes. Además, van
en distinto sentido. El del cuello va de izquierda a
derecha. El del abdomen, por el contrario, va de de-
recha a izquierda.

54
Iñaki Santamaría

Erika Silver -. Manténgame informada de todo lo


que averigüe. Ya le llamaré.

Katheryne O´Connor -. Eso dicen todas.

Silver colgó y subió al vehículo. Arrancó, y aban-


donó Eversholt Street.

Ataviado con un traje de color marrón claro, Ber-


nard Elder abrió la puerta, y entró en la casa. Eran
cerca de las siete y media de la tarde, y acababa de
salir de su trabajo como comercial de una impar-
tante empresa de energía.

El joven moreno miró a su alrededor unos instan-


tes.

Bernard Elder -. ¿Melissa? ¿Estás en casa?

Hubo unos segundos en silencio.

Melissa Ackland -. En la cocina, Bern.

Elder se aflojó la corbata, y se dirigió hacia la coci-


na.

Melissa y Bernard eran novios desde hacía ya más


de dos años. En concreto, desde noviembre del año
2003, cuando ella decidió abandonar a Erich Hin-
delsheimer por su actual pareja.

55
Alter Ego

Pese a llevar ya bastante tiempo saliendo, los senti-


mientos de culpa de la joven pesaban sobre su áni-
mo como la lápida de mármol que señalaba, en el
cementerio de Highgate, el lugar donde descansaba
el cadáver del joven muniqués. Era por ello que
Ackland y Elder no vivían juntos aún.

Lo que no quitaba para que la atractiva morena re-


cibiese en su hogar la visita de su novio cuando és-
te disponía de tiempo libre después de una agotado-
ra jornada de trabajo.

Son cosas que pasan.

En la memoria, siempre pesan más


los muertos que los vivos.

Bernard entró en la cocina, y vio a su novia sentada


en la silla que había enfrente de la mesa de madera.
Se encontraba leyendo un libro, con un vaso de vi-
no lleno hasta la mitad, y una botella medio vacía a
un poco más de distancia.

Bernard Elder -. Buenas tardes, mi niña.

Melissa dejó el libro abierto sobre la mesa, y se gi-


ró.

Melissa Ackland -. Buenas tardes, Bern. ¿Qué tal


hoy en el trabajo?

56
Iñaki Santamaría

Bernard Elder -. Bastante bien, aunque estoy agota-


do. Ha sido una tarde muy larga. Encima, un coche
casi me atropella al salir de la calle.

Melissa Ackland -. Sería la detective Silver. Ha es-


tado aquí esta tarde.

Bernard Elder -. ¿La detective Silver? Y, ¿Qué que-


ría?

Melissa Ackland -. Nada. Informarme de que han


encontrado a mi hermano Daniel muerto en la cate-
dral de Ely.

Bernard Elder -. Vaya. Lo siento, Mel. En serio.

Melissa Ackland -. No pasa nada. Tampoco nos lle-


vábamos tan bien. Ni tan mal. Tan sólo no nos lle-
vábamos.

Bernard Elder -. A pesar de ello, te reitero mi pésa-


me. Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme.

Melissa Ackland -. Gracias, Bernard. No te lo to-


mes a mal, pero necesito estar sola un rato. Tengo
que asimilar un par de cosas que me han pasado.

Bernard Elder -. ¿Qué más ha pasado?

Melissa Ackland -. Cierto. No te lo conté. El otro


día tuve una pesadilla. Era el día de nuestra boda,
y nosotros estábamos en el altar. Entonces, apare-

57
Alter Ego

ció Erich, con una daga en cada mano, y un cuervo


sobre el hombro. Fue bastante angustioso, la ver-
dad.

Su novio la miraba boquiabierto.

Bernard Elder -. Ah. Y, ¿Cuándo tenías pensado


contármelo?

Melissa Ackland -. Como tú comprenderás, no ha


sido un sueño que me guste estar rememorando una
y otra vez.

Bernard Elder -. No, si lo entiendo. Sólo digo que


creo que tenías que habérmelo contado. Nada más.

Melissa Ackland -. Intentaré tenerlo en cuenta para


posteriores ocasiones.

Bernard Elder -. Se te agradecerá. Bueno, con tu


permiso, no quiero robarte más tiempo. Procura
calmarte un poco.

Melissa Ackland -. Se intentará. Hasta la vista.

Elder se levantó de la silla, y salió de casa de su no-


via. Ésta volvió a coger el libro, y, después de be-
ber un trago de su vaso de vino, lo continuó leyen-
do.

Fue a una hora ya avanzada de la noche cuando se


metió en la cama. A solas en la oscuridad de su

58
Iñaki Santamaría

dormitorio, y en la soledad de su alma, una lágrima


de amor brotó de sus verdes ojos, le recorrió el ros-
tro, y cayó desde la punta de su hermosa y respin-
gona nariz.

Melissa Ackland -. Te necesito. Si tan sólo estuvie-


ras aquí…

Suspiró, cerró los ojos, y se durmió.

Un denso velo de niebla cubría toda la ciudad de


Londres aquella fría y estrellada noche, del 4 de
mayo del 2006. Todas las calles de la capital ingle-
sa yacían, a excepción de deshonrosas excepcio-
nes, desiertas. Las bajas temperaturas y la niebla
no acompañaban a hacer un recorrido turístico por
los suburbios de la ciudad londinense.

Pese a ello, no faltaban pequeños grupos de turis-


tas, fotografiando la imponente belleza nocturna de
la ciudad; borrachos dando tumbos por las calles y
entablando animadas charlas con las farolas y los
cubos de basura; prostitutas ofreciendo a sus clien-
tes, y, mediante éstos, también a ellas mismas, un
poco de calor en aquella helada noche; y un buen
número de pobres desgraciados, paseando a sus es-
túpidos perros; de los que, con un poco de suerte,
alguno morirá de frío esta noche.

La campana que da nombre al reloj más sublime de


toda Gran Bretaña sonó, dando las doce de la no-

59
Alter Ego

che. En uno de los árboles del bosque que rodeaba


la catedral de Ely, un cuervo graznó, remontó el
vuelo, y, con rápido batir de alas, cruzó los cielos
atravesando la niebla, y se posó, con suavidad, so-
bre una lápida en un cementerio.

El ave ladrona picoteó varias veces la marmórea lá-


pida, y remontó el vuelo. Al de unos instantes, unos
fuertes temblores comenzaron a sacudir la tierra.
Unas grandes nubes grises cubrieron el cielo, y una
fuerte lluvia comenzó a caer sobre el cementerio.

Un rayo brilló en el cielo, siendo visto su resplan-


dor de un extremo de la Tierra al otro, y golpeó de
pleno contra la lápida; haciéndola añicos. Los tem-
blores que sacudían con violencia la tierra aumen-
taron en su intensidad.

De pronto, de las mismas entrañas de la tierra sur-


gió una mano, con la palma abierta por completo.
La mano buscó a ciegas por su alrededor, hasta
que, por fin, halló donde poder agarrarse. Una vez
se asió con fuerza, su compañera salió a la superfi-
cie, y se apoyó sobre el lado opuesto.

Los diez dedos se clavaron con fuerza en la húme-


da y verde hierba, y, haciendo un esfuerzo sobrehu-
mano, un hombre salió de su propia tumba; lanzan-
do un fuerte grito.

La verja que servía de entrada al cementerio se


abrió con un fuerte golpe, y por ella entró una chica

60
Iñaki Santamaría

con un vestido negro que le llegaba por encima de


las rodillas, una larga y rizada melena morena que
le caía por toda la espalda como una enredadera, y
unos ojos de color azul intenso en su pecoso rostro.

Sus botas de tacón, que le llegaban hasta la rodilla,


se deslizaron sobre la hierba, entre la que crecían
las lápidas, y se detuvo junto al hombre que había
abandonado su tumba. Las pupilas azules de la
preciosa chica lo observaron con detenimiento: co-
mo ella, iba vestido por completo de negro. Al lle-
gar a sus manos, toda su atención se centró en el
anillo en forma de serpiente que llevaba en uno de
los dedos de su mano izquierda.

La lluvia se detuvo de repente. Las aterciopeladas


manos de la mujer se deslizaron sobre los dorados
cabellos de aquel hombre, que yacía boca abajo, a
un lado de los todavía humeantes trozos de la des-
truida lápida. Se agachó, acercó sus sedosos labios
al oído de su inconsciente acompañante, y, con la
más suave de las voces jamás oídas por hombre al-
guno en la Historia de la Humanidad, le susurró un
nombre: Neoldian.

El extraño se giró, y la miró con fijeza: su rostro es-


taba cubierto por una máscara blanca, con la zona
de los ojos en color rojo fuego, y la zona de la boca
y la nariz, junto con la lágrima y la media espiral
que le rodeaban los ojos, en color negro. La joven
morena sonrió de forma amplia, enseñando los di-
entes, cuando el misterioso enmascarado pronun-

61
Alter Ego

ció, con una voz sesgada, casi hecha jirones, su


nombre mientras la miraba: Elbony.

La lluvia volvió a caer con fuerza. Bajo las pesadas


gotas que martilleaban sobre sus cabezas, Neoldian
y Elbony se fundieron en un cálido abrazo.

Era una hora ya avanzada en la noche del 5 de ma-


yo. La niebla cubría por completo toda la ciudad
del Támesis, aunque, todo hay que decirlo, ya no
llovía.

La puerta del número 22 de Gt. Queen Street se


abrió, y por ella salió Lizza Dussollier, precedida
de un perro de pelaje claro. El animal bajó los pel-
daños que conducían a la calle. Su dueña se abro-
chó los botones de la chaqueta de color morado
que llevaba, y, tras resoplar resignada, comenzó a
pasear a la molesta mascota.

Dussollier llevaba residiendo en Londres desde ha-


cía unos seis meses; poco después de que conociera
a su actual novio, Samuel Powell, un abogado nor-
teamericano afincado en Londres desde hacía tres
años.

La feliz pareja había estado disfrutando de un tran-


quilo día juntos. Después de un apacible paseo por
Regent Park al atardecer, habían pasado la tarde ha-
ciendo compras, y una apacible cena en casa había
marcado el final de la velada. Una vez que Powell

62
Iñaki Santamaría

se hubo despedido de su novia, la joven francesa


se disponía a descansar de un día tranquilo, pero
agotador.

Pero, antes, tenía que sacar a pasear a su perro.

El Big Ben marcó las once de la noche con sus agu-


jas, y su enorme campana sonó, dando las once
campanadas. Dussollier entró con el animal en la
calle donde estaba su casa. El velo de niebla que
cubría la calle había desaparecido, estando por
completo despejada.

Ama y mascota comenzaron a andar hacia el núme-


ro 22. No habían pasado sino escasos segundos,
cuando la marcha del can se detuvo por imperativo
de su dueña.

Con la tensión al máximo en todo su cuerpo, Lizza


miraba, recelosa, a la media docena de palomas que
había enfrente suyo; a escasos veinte metros de
distancia. El perro, como corresponde a su especie,
miraba a las aves sin comprender, viendo su mar-
cha interrumpida por la correa que tiraba de él ha-
cia atrás con fuerza.

Un cuervo se posó, revoloteando, sobre una de las


farolas de la calle, y graznó una vez. El cánido la-
dró, asustando a las palomas, que, en su retirada, se
abalanzaron sobre la chica francesa; quien las es-
quivó como pudo; viéndolas pasar sobre su cabeza,
a escasos centímetros de ella. Una vez que las ratas

63
Alter Ego

aladas se hubieron perdido de vista, Dussollier re-


sopló, aliviada, y ambos reanudaron la marcha, ba-
jo la atenta mirada del cuervo.

Lizza se detuvo de nuevo al de unos pocos metros.


Había oído un ruido, que rechinaba en sus oídos, y
que se aproximaba hacia allí desde Kingsway.

Al final de la calle, surgido de la nada, había apare-


cido un denso manto de niebla.

De manera repentina, el animal comenzó a ladrar


con gran fuerza. Su dueña apenas podía sujetar la
correa para evitar que se fuera hacia la niebla.

Mientras, el ruido iba en aumento. Debía estar a


punto de abandonar Kingsway, y entrar en Gt.
Queen Street.

La correa se escurrió de entre los dedos de Dusso-


llier. Libre de sus ataduras, el perro emprendió rá-
pida carrera, adentrándose en la niebla ladrando.

Su dueña aguardó unos minutos, expectante. El rui-


do había desaparecido, y tan sólo se oían los ladri-
dos de su perro. Pronto, tan sólo hubo silencio. La
joven francesa permaneció inmóvil, esperando ave-
riguar qué pasaba.

La niebla desapareció de pronto. Con una mueca de


horror en su rostro, pudo ver a un hombre vestido
de negro, de rubios cabellos, con la cabeza bajada,

64
Iñaki Santamaría

y agachado detrás del cuerpo ensangrentado del


animal; del que sobresalían las empuñaduras de dos
dagas.

El hombre levantó la cabeza, pudiéndose ver con


claridad su blanca máscara salpicada de sangre. Ex-
tendió sus manos, y, tras sacar las dos dagas del
cadáver del perro, dirigió sus pasos hacia donde
estaba la chica; paralizada de terror, e incapaz de
dar un solo paso; con dos manos surgidas de las
sombras agarrándole con fuerza de las piernas.

Mientras caminaba hacia ella con las dagas en sus


manos extendidas, pudo, por fin, averiguar que el
ruido que había estado rechinando en sus tímpanos
era la hoja de una de las armas al arrastrarse contra
los ladrillos de las casas, y de la otra al rayar las fa-
rolas de la calle.

También averiguó que era a ella a quien buscaba


aquella noche; sólo a ella, y a nadie más, y que no
había nada que pudiera hacer para escapar; y, al ho-
rror del descubrimiento de esa sombría inevitabili-
dad, le sucedió un deseo final de que todo acabara
pronto.

Los pasos se detuvieron, y el ruido que los había


acompañado cesó. Lizza Dussollier vio a aquel
hombre de pie, enfrente suyo, mirándole desde de-
trás de aquella máscara blanca salpicada de sangre.
No dijo nada; tan sólo la miró unos segundos. Una
gota de sudor frío recorrió el rostro de la chica.

65
Alter Ego

El hombre enmascarado agarró con fuerza las em-


puñaduras de sus dos dagas, y, con un rápido mo-
vimiento, se las clavó a la chica francesa en el pe-
cho. Mientras la sangre recorría el cuerpo de Du-
ssollier, el hombre de la máscara blanca salpicada
de sangre sacó las dos armas, y, tras guardarlas en
los bolsillos interiores de su embarrado abrigo ne-
gro de cuero, señaló con el dedo índice a la joven,
y se acercó a ella hasta tocar con su dedo en su
frente.

Una “E” se grabó con fuego en la parte de la frente


donde el dedo del hombre había tocado. El cuerpo
sin vida de la chica se derrumbó sobre el frío y hú-
medo suelo de Gt. Queen Street. La niebla avanzó
por la calle, cubriéndola por completo. El cuervo
graznó, dispersando la niebla. Cuando se hubo di-
seminado, el extraño ya había desaparecido.

Los curiosos se agolpaban al final de Kingsway, a


la altura del cordón policial que cortaba la calle. El
Rover 620 SDI granate de la detective Silver se de-
tuvo de un frenazo. Erika bajó del vehículo, y par-
padeó varias veces bajo el sol. Observó el cadáver
que yacía ensangrentado en la acera, y luego vio a
Katheryne acercándose hacia ella, con su cámara
Nikon colgando del cuello.

Katheryne O´Connor -. Buenos días, detective Sil-


ver. ¿Ha dormido bien?

66
Iñaki Santamaría

La detective miró a la forense por encima de las ga-


fas de sol.

Erika Silver -. ¿Tengo cara de haber dormido bien?

Katheryne O´Connor -. Será mejor para las dos que


no me haga decirle de qué tiene cara.

Erika Silver -. ¿Por qué no se deja de zarandajas, y


me dice qué demonios ha pasado?

Katheryne O´Connor -. Tan agradable como siem-


pre. Si me acompaña, la pondré al día.

Erika Silver -. Después de usted.

O´Connor condujo a Silver hasta el cuerpo sin vida


que yacía en la acera.

Katheryne O´Connor -. La muerta respondía al


nombre de Lizza Dussollier. Francesa. No llegaba a
los treinta años de edad. Vivía en el número 22.

Erika Silver -. ¿Causa de la muerte?

Katheryne O´ Connor -. Dos heridas por arma blan-


ca en el pecho.

Erika Silver -. Heridas que casan con las del cuerpo


encontrado en la catedral de Ely, imagino.

67
Alter Ego

Katheryne O´Connor se encogió de hombros.

Katheryne O´Connor -. Tanto como eso aún no le


puedo decir.

Silver se quitó las gafas de sol, y se agachó a exa-


minar el cadáver de Dussollier.

Erika Silver -. Las dos heridas cauterizadas.

Katheryne O´Connor -. En eso sí coinciden. Como


también coinciden en la exagerada cantidad de
sangre que rodeaba los dos cuerpos. Resulta excesi-
va en los dos casos, teniendo en cuenta la cauteriza-
ción de las heridas.

Erika Silver -. Las dos heridas están a escasos cen-


tímetros la una de la otra.

Katheryne O´Connor -. Pero no llegan a tocarse.

Erika Silver -. Exacto.

Katheryne O´Connor -. ¿Dos armas?

Erika Silver -. De hoja afilada, y usadas las dos a la


vez. Bien, imaginemos un poco. Alguien, por las
razones que sólo él sabe, quiere cargarse a esta
chica. La espera por la noche, acechándola; se acer-
ca a ella, y le clava dos dagas, o puñales, en el pe-
cho.

68
Iñaki Santamaría

La detective se incorporó, se puso las gafas de sol,


y miró el cuerpo sin vida que tenía ante ella. Luego,
dirigió su mirada unos metros hacia abajo, hacia
donde estaba la casa de la joven francesa, y, luego,
al perro muerto que yacía al final de la calle.

Erika Silver -. Doy por supuesto que todo está co-


mo se ha encontrado.

Katheryne O´Connor -. ¿Por el perro? Está justo


donde lo hemos encontrado. Era de la fallecida.
Hay unas marcas de sangre en las paredes de las ca-
sas y en las farolas, como de rozaduras con sangre.
En el laboratorio las están analizando, pero, dado
que vienen desde el final de la calle hasta aquí, es
casi seguro que, después del perro, haya ido a por
la dueña.

La mente de Erika Silver trataba de ir encajando to-


das las piezas que tenía en la calle. Dussollier esta-
ba muerta a pocos metros de haber entrado en Gt.
Queen Street, a varios metros de su casa; su perro,
muerto al final de la calle; las heridas del pecho de
la chica francesa, cauterizadas; y una especie de ro-
zaduras en las farolas y en las paredes, junto con
sangre, que iban desde el animal hasta su dueña.

Erika Silver -. Partamos de esa teoría. La chica se


dirigía ya hacia su casa. De pronto, en el otro extre-
mo de la calle, aparece el atacante. Ella le suelta al
perro, o, más seguro, se le escapa; llegando hasta
el extraño. Éste se carga al animal con las dos da-

69
Alter Ego

gas, o puñales, y, luego, se dirige hacia la chica,


arrastrando las hojas de las armas por las paredes y
las farolas, se detiene enfrente de ella, y se las clava
en el pecho.

Katheryne O´Connor -. Y, entonces, surge la pre-


gunta…

Erika Silver -. Si le vio matar al perro, o, como po-


co, al animal ya muerto; si, además, le vio acercar-
se hacia ella con las dos armas, arrastrando sus ho-
jas contra las paredes y las farolas; si le vio dete-
nerse enfrente suyo… ¿Por qué demonios se quedó
ahí quieta?

Katheryne O´Connor -. Puede ser que le conociera,


pero eso no es excusa. Además, tampoco había
pruebas de que se defendiera del ataque. Ninguna
de las manos presenta marcas de que se hubiera
defendido.

Erika Silver -. Así que se limitó a quedarse quieta


en medio de la calle, mientras el desconocido venía
desde el otro extremo después de haberse cargado
al perro, se detenía a su lado, y le clavaba dos da-
gas en el pecho.

Katheryne O´Connor -. No creo que hubiera hecho


nada que le hubiera inducido a pensar que debía
merecer semejante castigo. Eso, partiendo de la ba-
se de que le conociera.

70
Iñaki Santamaría

Erika Silver -. Aquí está pasando algo que nos su-


pera. Hay algo en toda esta historia que no sabe-
mos; y nos lleva justo donde estamos ahora.

Katheryne O´Connor -. O eso, o es tan tonta como


aparenta. ¡Mire que llevar una blusa rosa! ¿Quiere
que investigue algo de la “Pantera Rosa” ésta, a ver
si tiene novio, y nos cuenta algo?

Erika Silver -. Claro que tiene novio. Es el oso hor-


miguero. Investigue si tiene algún familiar por Lon-
dres, a ver qué más nos pueden contar de ella.

Katheryne O´Connor -. Le avisaré en cuanto sepa


algo. Ah, el cuerpo de Daniel Ackland está en el
depósito. Puede pasarse, si quiere. Igual el doctor le
cuenta algo que sea de interés sobre él.

La detective frunció el ceño.

Erika Silver -. Habíamos quedado en que me avisa-


ría si había alguna novedad.

Katheryne O´Connor -. Si hay que ponerse técni-


cos, me dijo que la llamara si encontrábamos algo
en la catedral. Y así lo hice.

Erika no dijo nada; tan sólo dio media vuelta, y sa-


lió de la calle. Katheryne se encogió de hombros, y
se dirigió hacia el cuerpo sin vida del perro.

71
Alter Ego

Una radiante y esplendorosa Luna llena brillaba en


lo alto de un cielo jalonado de una alfombra de es-
trellas. Una suave brisa nocturna mecía con suavi-
dad las hojas en las ramas de los árboles, y desliza-
ba las gotas de rocío sobre las verdes briznas de hi-
erba.

La puerta del restaurante se abrió, y Melissa Ack-


land y su novio, Bernard Elder, salieron. La joven
llevaba un vestido de color azul oscuro, con unos
dibujos de flores de color blanco. El chico, por su
parte, llevaba un traje de color gris oscuro y una ca-
misa blanca. Los zapatos de ambos eran de color
negro.

Melissa Ackland -. Muchas gracias por la invita-


ción, Bernard. He pasado una velada muy agrada-
ble.

Bernard Elder -. No hay por qué darlas. Después de


tan mala serie de catastróficas desdichas, sienta
bien desconectar de vez en cuando.

Melissa se abrigó con una chaqueta de color blan-


co.

Melissa Ackland -. La verdad es que lo necesitaba.


Tenía el á nimo destro za do.

Bernard Elder -. Me alegra ver que ya estás mejor.

Melissa Ackland -. Creo que tan sólo necesitaba

72
Iñaki Santamaría

dormir unas cuantas noches; recuperar horas de su-


eño perdido. Espero que la racha no se corte ahora,
que he vuelto a poder dormir.

Un escalofrío recorrió la espalda de Elder cuando


sintió el aire frío soplándole en el cogote.

Bernard Elder -. Está empezando a refrescar. Será


mejor que vayamos a casa.

Melissa Ackland -. Buena sugerencia. Vamos.

La pareja de novios se cogió del brazo, y abandona-


ron Middlesex Street.

El Big Ben sonó, dando las once de la noche. Tras


algo más de una hora caminando, Ackland y Elder
llegaron a Guilford Street.

Melissa Ackland -. Teníamos que haber cogido un


taxi.

Bernard Elder -. ¿Qué? ¿Y habernos perdido este


paseo? Además, ya casi estamos llegando a casa.

Melissa Ackland -. Sí, pero a mi casa. La tuya está


casi en la otra punta. Y no son horas muy prudentes
para ir caminando desde Eversholt Street hasta Old
Bond Street. ¿Puede saberse cómo demonios vas a
ir a tu casa, Bernard?

Bernard Elder -. Muy fácil: cogeré un taxi.

73
Alter Ego

La hermosa morena rió, y le dio un manotazo a su


novio en el brazo.

La risa de Melissa paró de repente. Sus oídos ha-


bían captado un ruido. Giró la cabeza hacia el otro
extremo de la calle, sobresaltada.

Melissa Ackland -. Escucha.

Bernard Elder -. Créeme, la oigo.

Melissa Ackland -. No… ¡Escucha!

Y, entonces, lo pudieron oír: otro sonido, mezclado


con las primeras gotas de la lluvia que había co-
menzado a caer. El sonido tenía un tono melódico,
a la vez que cortaba el aire, y se expandía por toda
la calle.

Melissa Ackland -. ¡Alguien está tocando el violín!

El sonido era ya audible a la perfección. Una meló-


dica y desgarradora música llenaba ahora toda la
calle. Preguntándose quién podía estar tocando
aquella maravillosa, y, a la vez, rompedora Melo-
día, Melissa echó a correr hacia el final de Guilford
Street; donde estaba sonando el violín. Bernard sa-
lió corriendo detrás de ella.

Bernard Elder -. Melissa. ¡Espera! ¡Melissa!

74
Iñaki Santamaría

Los pies de la chica se deslizaban con gran sutileza


sobre la calle, mientras sentía en su rostro cada gota
de lluvia que le caía, y cada nota que escuchaba le
envolvía el alma con un velo de calidez y paz.

Sus pasos cesaron. Sus ojos de color verde captaron


una silueta recortada contra el velo de niebla del fi-
nal de la calle. La silueta tocaba el violín de espal-
das a ella.

Elder se detuvo al lado de su novia. Ambos estuvie-


ron escuchando, de forma tranquila y sosegada, a
aquella silueta de cabellos dorados, y vestida con
un traje de color marrón oscuro, que tocaba el vio-
lín de espaldas a ellos.

Los ojos de la chica morena se llenaban de paz, y


brillaban, radiantes, mientras oía en silencio cada
nota que llenaba toda aquella calle; en cuyo final la
niebla era mecida por la brisa, y en ella iban adqui-
riendo forma distintas aves, como cuervos, halco-
nes y águilas; animales, como tigres, lobos y leo-
nes; y grotescas criaturas surgidas del lado más os-
curo de la imaginación del hombre.

El violinista callejero terminó su interpretación, y,


con los brazos extendidos, sujetaba en lo alto el
violín con la mano izquierda, y el arco en la mano
derecha; mientras sus dos espectadores le brinda-
ban una fuerte ovación de varios segundos.

De pronto, el rostro de la hermosa morena cambió

75
Alter Ego

por completo su expresión, y palideció a tal extre-


mo que se confundía con una calavera. Sus ojos
verdes miraban, desorbitados, al brillo dorado mate
del extremo inferior del arco del violín. Sus labios
se abrieron, y de su garganta salió tan sólo una pa-
labra, en un tono sesgado y desgarrado; como la
melodía del violín que hace unos minutos habían
estado escuchando; y que le había atravesado el al-
ma.

Melissa Ackland -. Erich.

El violinista se giró, y la luz de la Luna llena le ilu-


minó el rostro de forma parcial. Melissa sintió có-
mo todas las criaturas formadas por la brisa aban-
donaban la niebla, y se abalanzaban sobre ella con
un feroz rugido; atravesándola de un lado a otro.
Enfrente de ella, a pocos metros de distancia, Erich
Hindelsheimer, su ex novio, empuñaba el arco con
la mano derecha, y el violín en la izquierda, vestido
con un traje de color marrón oscuro y con una
mueca grotesca en su rostro adornado con una pe-
rilla, desde donde sus ojos grises la miraban con
gran fijeza; fijos en ella como dos afiladas flechas
grises listas para ser disparadas en cualquier mo-
mento.

Sin articular palabra alguna, Hindelsheimer cerró


su mano derecha sobre el extremo dorado del arco,
que, en realidad, era una daga, y la lanzó. El afila-
da daga voló recta en el aire, hasta que su hoja se
clavó hasta la empuñadura en el pecho de Elder. El

76
Iñaki Santamaría

cuerpo del joven moreno se desplomó hacia atrás


salpicado de sangre, ante la mirada horrorizada de
Ackland.

El cuerpo sin vida de Bernard aterrizó con la espal-


da sobre el frío suelo de Guilford Street. Erich dejó
el violín sobre el suelo, y se acercó hasta el ensan-
grentado cadáver. Pisó con su pie el abdomen, y,
con su mano derecha, agarró la empuñadura de la
daga, y, con un violento grito, la extrajo del pecho
del fallecido. Limpió con la palma de la mano la
sangre de la hoja, que cayó sobre el cuerpo del que
había salido, y se giró con gran rapidez hacia
Melissa, apuntándola con el arma.

Melissa Ackland -. ¿Vas a matarme a mí ahora,


Erich?

El chico germano guardó el arma en uno de los bol-


sillos interiores de la chaqueta.

Erich Hindelsheimer -. Cada uno debe vivir con las


consecuencias de sus decisiones. No creas que te
será tan fácil librarte de la culpa de lo que hiciste.

Melissa Ackland -. No es fácil perdonarte lo que hi-


ciste, Erich.

Una sonora carcajada resonó en la calle.

Erich Hindelsheimer -. Otra vez equivocada. Yo no


soy el que tiene que recibir tu perdón, Melissa. Yo

77
Alter Ego

no te hice nada. Yo soy el que tiene que otorgar el


perdón; perdón por aquello que hiciste tú, Melissa.
Algo tan sencillo como eso.

Melissa Ackland -. ¡¿Cómo te atreves, Erich?! Ha-


ce tiempo que tomé mi decisión. Asúmelo de una
vez.

La mano derecha de Hindelsheimer sacó, con rapi-


dez, una daga con una empuñadura plateada. La
empuñó con fuerza en lo alto, y miró con gran in-
tensidad a Melissa.

Erich Hindelsheimer -. Y tú, Melissa, asume las


consecuencias de tus decisiones.

La daga bajó a toda velocidad, clavándose en el co-


razón del rubio alemán. Mientras su cuerpo caía,
volando ingrávido en el aire, la morena chica se de-
jaba caer sobre el suelo, y rompía a llorar, des-
consolada; mientras las gotas de lluvia caían de for-
ma pesada sobre su rostro.

Erika Silver abrió la puerta, y entró en la morgue.


En el centro de la estancia, de un color blanco in-
maculado que hacía daño a la vista, había, dispues-
tas una al lado de la otra, tres mesas de operacio-
nes. La mesa del extremo derecho estaba salpicada
de sangre, que se extendía como un macabro to-
rrente a los pies de la mesa.

78
Iñaki Santamaría

Erika Silver -. ¿Doctor Trapt? Soy la detective Eri-


ka Silver. ¿Tiene un momento?

Un ruido sordo se oyó más allá del arco de piedra


que servía de entrada a las cámaras frigoríficas.
Unos pasos caminaron hacia el arco, hasta que el
doctor David Trapt salió de la habitación contigua.
Llevaba unos guantes cubriendo sus manos, y la
bata blanca salpicada de sangre.

David Trapt -. ¿Detective Silver, ha dicho? La que


ayuda a O´Connor en el caso de los asesinatos, su-
pongo.

La detective se apartó un mechón de la cara, y sus-


piró.

Erika Silver -. Es una forma en verdad curiosa de


decirlo. O´Connor me dijo que tenía información
relativa al cadáver de Dussollier que puede serme
de interés.

David Trapt -. Acabo de guardar el cuerpo en la ne-


vera. ¿Quiere echarle un vistazo?

Erika Silver -. Ya lo vi en la escena del crimen, y


no fue agradable. ¿Qué puede decirme usted de
ella?

Trapt le entregó una carpeta de color marrón.

David Trapt -. Ésa es una copia del informe de la

79
Alter Ego

autopsia, hecha para usted por petición de la foren-


se O´Connor.

Erika Silver -. Cuando le vea, le daré las gracias.


Aparte de las heridas en el pecho, ¿Qué puede de-
cirme del cadáver de Dussollier?

David Trapt -. Poca cosa. Las heridas estaban cau-


terizadas, lo que no quita para que no le quedase
mucha sangre dentro.

Las pupilas de la detective miraron de reojo la ca-


milla ensangrentada.

Erika Silver -. Al parecer, ya la tiene toda fuera.


¿Qué encontró en la autopsia?

David Trapt -. Un excesivo calor en el interior de l


cuerpo, la verdad. Parecía un horno recalentado sie-
te veces, como el de Nabucodonosor.

Erika Silver -. ¿Afectó ese calor a lo que encontró


en el examen de los órganos internos?

David Trapt -. No lo creo, aunque no encontré na-


da.

Erika Silver -. ¿Ni una pista?

David Trapt -. No; ni un órgano.

Silver frunció el ceño, incrédula.

80
Iñaki Santamaría

Erika Silver -. Perdone. ¿Cómo dice?

David Trapt -. Justo lo que ha oído. El cuerpo de


Dussollier vino completo: músculos, venas, arte-
rias, ojos, orejas, labios, pelos… Pero ni un solo ór-
gano interno.

Erika Silver -. ¿Cómo puede ser eso posible? En la


calle en la que fue encontrada, no le faltaba nada.

David Trapt -. Aquí vino sólo con las dos marcas


del pecho. Cuando le realicé la incisión, salió un lí-
quido rojizo, como la sangre, pero más fluido. Era
como si algo hubiera derretido los órganos internos.

Erika Silver -. Lo que cauterizó las heridas, e hizo


que tuviera ese calor dentro.

David Trapt -. Puede ser. Aunque, si es eso, tene-


mos un nuevo problema.

Erika Silver -. ¿Por qué?

David Trapt -. Todo lo demás que sí tenía el cadá-


ver estaba en perfecto estado. No había ni una sola
quemadura. Ni en las heridas del pecho. Contando
con que no había ni un solo hueso que tuviera si-
quiera la más leve fisura.

Erika Silver -. Eso es imposible. ¿Con la profundi-


dad de los dos cortes? Debieron clavarle las dos da-

81
Alter Ego

gas, lo menos, hasta la empuñadura. ¿Y no tiene ni


una fisura en el esternón?

David Trapt -. Exacto. Salvo por el inmenso calor


del interior del cuerpo, la total ausencia de órganos
internos, y las heridas cauterizadas en el pecho, es
un cadáver en perfecto estado.

Erika Silver -. Gracias por su tiempo, doctor.

David Trapt -. Usted hace su trabajo, y yo el mío.


Antes de irse, ¿quiere saber algo sobre la “D” que
le grabaron en la frente?

Erika Silver -. Por el momento, ya tengo demasia-


das cosas que asimilar. Ya lo leeré en el informe.
De nuevo, gracias por su tiempo.

La rubia joven dio media vuelta, y salió de la mor-


gue.

Un resplandeciente sol brillaba en lo alto del cielo.


Erika montó en su coche, y puso las llaves en el
contacto. Se puso las gafas de sol, y se quedó unos
instantes pensativa, mientras hojeaba el informe
que el doctor Trapt le había dado.

En la carpeta de color marrón oscuro que apoyaba


sobre el volante se adjuntaba el informe comparati-
vo de la autopsia de Daniel Ackland. El examen
del cuerpo del hombre hallado en la catedral de
Ely presentaba numerosas similitudes con el de la

82
Iñaki Santamaría

mujer hallada en Gt. Queen Street. Las cuatro heri-


das del primero estaban cauterizadas, como las de
la segunda, lo que en ambos casos no había impe-
dido una importante pérdida de sangre; en el mo-
mento de ser abiertos para su observación, ambos
cuerpos presentaban en su interior un elevado ca-
lor, así como la ausencia total y absoluta de órga-
nos internos; y, pese a la gravedad y profundidad
de las heridas, ninguno de los dos presentaba le-
sión ósea alguna: todos los huesos de sus cuerpos,
incluidos aquéllos de las zonas que habían sufrido
las heridas, estaban intactos.

Pero toda la atención de Erika se centraba en las di-


ferencias. En particular, en la ausencia de cualquier
letra grabada en el cuerpo de Ackland. Todos los
demás detalles apuntaban hacia un único asesino
en los dos casos. Pese a lo cual, su mente sabía a la
perfección que aquella “D” en la frente de Dusso-
llier era de vital importancia para quien la había
puesto allí. Lo que indicaba que el otro asesinato
era, sin lugar a dudas, obra de otra persona.

Un fuerte dolor le cruzó la cabeza de una sien a la


otra. Intentar explicar cómo los cuerpos tenían se-
mejantes heridas, y ni un solo hueso fuera de su si-
tio, era algo que escapaba a su comprensión. No
había forma humana posible de poder explicarlo.

Silver abrió la guantera del vehículo, cogió un bo-


tellín de agua, y echó un largo trago. Luego, dejó
la carpeta con los dos informes encima del asiento

83
Alter Ego

trasero, y giró la llave del contacto. El Rover 620


SDI arrancó, y se puso en movimiento.

Jessica Ryack terminó de maquillarse, y se puso


unos zapatos blancos, de tacón. Miró el reloj de la
pared de su dormitorio: las ocho y treinta y seis mi-
nutos. Se recogió el pelo rubio en una coleta no
muy larga, y dirigió sus pupilas de color marrón ha-
cia el espejo del tocador: vestía una falda hasta la
rodilla de color blanco, a juego con la chaqueta, y
una blusa de color rosa claro.

Se miró de forma coqueta en el espejo, y se dirigió


hacia el tocador, de donde cogió una pulsera dora-
da, y dos pendientes a juego. Se puso la pulsera en
la muñeca izquierda, y los pendientes en los lóbu-
los de las orejas; con la inoportunidad de que uno
de ellos cayera sobre el enmoquetado suelo.

Jessica Ryack -. ¡Maldición! Basta que una tenga


prisa…

La chica se agachó, y recogió el pendiente del sue-


lo; tras lo cual se sentó enfrente del espejo del toca-
dor, para volver a ponérselo.

De pronto, dos manos, una de las cuales llevaba un


anillo en forma de serpiente, surgieron del interior
del espejo, y agarraron con fuerza a la joven de las
solapas de la chaqueta, y, sin darle tiempo a tener
ningún tipo de reacción, tiraron de ella. La cara de

84
Iñaki Santamaría

Ryack chocó con enorme violencia contra el cris-


tal, reventándolo en mil pedazos.

La fuerza del impacto fue tal que, con su rostro en-


sangrentado, cayó sobre la moqueta del suelo, a va-
rios metros de distancia del tocador; quedando su
cuerpo rodeado de los fragmentos de cristal que se
habían desprendido como consecuencia del golpe.

En algún lugar de Londres, un cuervo graznó.

Ethan Elder suspiró, y miró el reloj de pulsera, que


llevaba en la mano izquierda, con desesperación:
eran casi las diez de la noche, y Jessica Ryack, su
novia, todavía no había llegado. La reserva en el
restaurante hacía media hora, junto con la cena de
tercer aniversario, que iba a tener lugar aquella no-
che del 17 de mayo del 2006, se iba esfumando
con cada minuto que marcaban las agujas del Big
Ben.

Sacó el móvil del bolsillo, y marcó con rapidez un


número. Una suave voz femenina contestó.

“El número al que llama no se encuentra disponi-


ble”.

Colgó, y volvió a mirar el reloj, desesperado.

La campana del Big Ben sonó, dando las diez de la


noche. Un cuervo atravesó con un vuelo rápido el

85
Alter Ego

velo de niebla, y se posó, inmóvil, sobre una farola,


graznó, y le clavó la mirada a Elder, quien miró el
reloj una vez más, y dio media vuelta.

La niebla cubría con su velo todo Lower Thames


Street. Los pasos de Ethan Elder cruzaron toda la
calle, y se detuvieron a la altura del número 33. Sa-
có las llaves del bolsillo del pantalón del traje, y
abrió la puerta.

El joven moreno había entrado ya en su casa, y,


después de cerrar la puerta principal a sus espaldas,
había entrado en el salón, donde había pasado la
última media hora intentando contactar con su no-
via, Jessica Ryack; quien seguía inconsciente, y ro-
deada de los fragmentos del espejo roto, sobre la
moqueta de su dormitorio; mientras, abajo, el tele-
fono sonaba de una forma continuada.

Ethan se dejó caer sobre el sofá, desesperado. Tenía


el presentimiento de que algo grave le pasaba a Je-
ssica. Y saberlo. y no poder hacer nada, le estaba
volviendo loco.

Dejó el teléfono a un lado, y se tapó con las dos


manos la cara. Intentó respirar de forma acompasa-
da, para intentar calmarse. Sabía que algo le pasaba
a su novia, y no podía hacer nada al respecto.

¡Diablos! Ni tan siquiera sabía qué era lo que le ha-


bía podido pasar.

86
Iñaki Santamaría

Transcurridos unos instantes, todo su porte se fue


calmando. Su respiración se hizo más acompasada,
su corazón fue calmando sus latidos, un agradable
velo de frío envolvió su cuerpo, y sus ojos se fue-
ron cerrando poco a poco.

Hasta que se abrieron de golpe. Sus manos se cla-


varon con fuerza en el sofá, y sus dientes rechina-
ban al apretarlos. Un ardor insoportable se iba
abriendo camino entre las cervicales y las lumba-
res. Una gota de sudor frío le recorrió el rostro, de-
sencajado de dolor.

De repente, tan pronto como había venido, aquel


insoportable dolor se esfumó. Ethan respiró el aire
en grandes bocanadas, y suspiró aliviado.

Dos violentos espasmos convulsionaron su cuerpo,


envuelto de nuevo por aquel terrible ardor en el cu-
ello y en la parte inferior de la espalda. Su cuerpo
se retorcía de dolor, y sus ojos observaron, desor-
bitados, una ensangrentada y afilada hoja saliéndo-
le del abdomen.

Ethan Elder gritó de dolor, hasta que sus gritos se


convirtieron en unos gorjeos sanguinolentos, por
una hoja que le atravesaba la garganta de dentro a
fuera.

Las convulsiones cesaron. La sangre salpicaba todo


el cuerpo, y la mayor parte del sofá, y goteaba so-
bre el suelo.

87
Alter Ego

Las dos hojas se retorcieron una vez más, y desapa-


recieron. Surgiendo de detrás del sofá, Neoldian
limpiaba la sangre de las dos dagas que sostenía en
sus manos. Su blanca máscara, salpicada de sangre,
miraba con fijeza el cuerpo sin vida de encima del
sofá. A su lado apareció Elbony. Ambos se mira-
ron.

Elbony -. Creo que cada vez disfrutas más.

Neoldian guardó las dos dagas, y, tras suspirar, ha-


bló con una voz profunda y magnifica.

Neoldian -. ¿Y por qué no debería hacerlo? El dis-


frute de matar a alguien viene dado por el grado de
merecimiento del castigo.

Elbony -. ¿Elder se lo merecía más que Dussollier?

Neoldian -. Ambos se lo merecían por igual. Otra


cosa ya es el grado de muerte que se merezca cada
uno. Dussollier era tonta, así de fácil. No es poco,
pero tampoco mucho.

Elbony -. ¿Y Elder?

Neoldian -. Un hombrecito sin personalidad, que se


limitaba a pasar por la vida bailando al son que le
marcaban los demás. Una persona que marchaba
por este Mundo con enormes ansias de dar una
imagen favorable de sí mismo, pero que se desmo-

88
Iñaki Santamaría

ronaba cuando se enfrentaba a una mínima perso-


nalidad marcada.

Elbony -. De la que aún tienes que encargarte, por


cierto. ¿O tienes pensado dejarla inconsciente du-
rante toda la eternidad?

Neoldian -. Cada cosa a su debido tiempo, Elbony.


Ahora hay asuntos más urgentes que merecen mi
atención, y que no pueden esperar.

Erich Hindelsheimer cerró la puerta de su estudio


con llave. En sus manos llevaba una caja.

Se giró, y miró al infinito trecho que le separaba de


la larga mesa de madera que tenía enfrente. Suspi-
ró, cogió la caja con una sola mano, y fue recorri-
endo cada una de las estanterías que poblaban la es-
tancia, metiendo en la caja libros, discos, ador-
nos… En definitiva, cada cosa que le había sido re-
galada por Melissa.

Cuando hubo terminado con las estanterías de am-


bos lados, dejó la caja sobre la mesa, y se dejó caer
sobre la silla que había enfrente de la alargada me-
sa de madera. Abrió varios cajones, y volcó las fo-
tos que contenían sobre la caja. También cogió una
pistola, y la situó al lado del pisapapeles en forma
de calavera.

Los cajones vacíos volaron por el aire varios me-

89
Alter Ego

tros, antes de romperse al chocar contra el suelo.


Furioso, Hindelsheimer cogió una hoja y una plu-
ma, y comenzó a escribir a toda prisa. La pluma ca-
si desgarraba el papel al pasar sobre él. A medida
que las palabras iban siendo escritas, el rostro del
joven germano se iba llenando de furia, enojo y
desconsuelo.

Una vez que hubo terminado de escribir, arrojó la


pluma por los aires, clavándola de forma muy pro-
funda en una de las paredes, cerró la caja, y pegó
la hoja de papel en la parte superior, y agarró la
pistola con su mano derecha. Llenó el cargador de
balas, hasta que ya no cupo ni una sola más, le
quitó el seguro, y se apoyó el cañón del arma sobre
una de las sienes. Resopló, y posó sus ojos grises
sobre la foto de Melissa que había a un lado de la
calavera. La miró, serio, casi furioso. Luego, cerró
los ojos, y apretó el gatillo.

Erich Hindelsheimer -. Nunca sin ti.

El disparo resonó en toda la casa como cien trae-


nos, y Melissa, quien se encontraba sentada en el
sofá tomando un vaso de agua, se levantó, sobresal-
tada; tirando el vaso de agua, que estalló en una in-
finidad de trozos al golpear contra el suelo, y salpi-
có de agua unas fotos esparcidas por el suelo.

La hermosa morena subió las escaleras a toda velo-


cidad, y se dirigió hacia la puerta del estudio de
Erich. Cogió el pomo con las dos manos, e intentó

90
Iñaki Santamaría

abrirla. Su rostro palideció al ver que estaba cerra-


da. Temiéndose lo peor, comenzó a golpear sobre
la puerta.

Melissa Ackland -. Erich. Abre la puerta. ¡Por el


amor de Dios, Erich! ¡Abre de una maldita vez!
¡Abre, te digo!

Transcurrieron unos instantes hasta que se oyó un


pequeño chasquido, y Ackland pudo, por fin, abrir
la puerta.

En el interior del estudio pudo distinguir dos voces


hablando en la oscuridad. Una de ellas era de
Erich, y la otra pertenecía a Bernard Elder. Las pu-
pilas de la chica inglesa se dilataron al máximo,
para poder moverse en la oscura habitación, donde
la única luz que había se encontraba en la alargada
mesa de madera del otro extremo, detrás de la cual
estaba sentado Erich hablando con Bernard, quien
no paraba de ir de un lado de la mesa al otro.
Ackland escuchó con atención la charla entre los
dos hombres.

Erich Hindelsheimer -. Entonces, ¿esperas que me


desentienda de todo?

Bernard Elder -. No. Tan sólo te pido que lo soluci-


onemos como hombres civilizados que somos.

Erich Hindelsheimer -. ¿Tú, un hombre? ¿Y civili-


zado, además? Por favor, no me hagas reír. Un ver-

91
Alter Ego

dadero hombre no habría actuado como tú lo hicis-


te. Nunca.

Bernard Elder -. Cualquiera hubiera hecho lo que


yo. Seguro que hasta tú lo habrías hecho.

Erich Hindelsheimer -. No me vuelvas a insultar


comparándome contigo, Elder. Yo nunca, repito:
nunca hubiera hecho lo que tú hiciste. Ni me lo hu-
biera planteado.

Bernard Elder -. Seguro que no. Dios nos libre.

Hindelsheimer se levantó como un resorte de la si-


lla, y agarró a Elder por el cuello con las dos ma-
nos. Ackland retrocedió unos pasos, asustada.

Erich Hindelsheimer -. Escúchame bien, pedazo de


mierda: lo que tú hiciste fue interponerte entre Me-
lissa y yo. El único motivo que me retiene de co-
gerte por el pelo y reventarte la cabeza a golpes
contra la mesa, está abajo, tomando un vaso de
agua en el salón. Vuelve a compararme contigo, y
te juro que ni ella podrá detenerme. ¿Ha quedado
claro?

Bernard Elder -. Cristalino.

Erich Hindelsheimer -. Bien. Ahora, coge tus fingi-


das disculpas, métetelas por el culo, y sal de mi es-
tudio. O lo siguiente que verá Melissa de ti será a
mí con tu asquerosa cabeza en mi mano.

92
Iñaki Santamaría

Las manos del escritor muniqués se abrieron, y su


contertulio tosió varias veces, antes de recobrar el
aliento.

Bernard Elder -. ¡Maldito loco! ¡Casi me ahogas!

Erich Hindelsheimer -. Da gracias a que has venido


con Melissa. Si no, te aseguro que ahora mismo es-
tarías muerto. Ahora, lárgate, antes de que cambie
de idea.

Elder se giró, y caminó hacia la puerta del estudio.

Bernard Elder -. Así vas a tener muy difícil recupe-


rarla, Erich. Ella es demasiado sensible para tu
abrupto carácter bávaro.

El puño cerrado de Hindelsheimer golpeó con furia


contra la mesa, partiéndola en dos. Elder se giró,
desafiante.

Erich Hindelsheimer -. ¡Lárgate!

El joven escocés puso una sonrisa burlona en su ca-


ra, y continuó andando hacia la puerta, llegando
hasta donde estaba Melissa, quien había presencia-
do toda la escena.

Erich, mientras tanto, había abierto un cajón de la


mesa partida, y había sacado dos dagas; con las
que ahora se dirigía hacia Elder; quien ya había

93
Alter Ego

llegado a la altura de su novia. La hermosa morena


observaba, con su rostro pálido, a Erich, dirigién-
dose hacia Bernard con una daga en cada mano, y
sus ojos fijos en ella, como si fueran dos afiladas
flechas grises, que le atravesaban el alma. La chica
intentó advertir a su novio, pero fue incapaz de arti-
cular palabra alguna.

Las pupilas del hombre alemán se situaron justo en-


frente de las de Ackland, quedando Elder entre los
dos. El hombre moreno cerró los ojos, y las dos
dagas se levantaron en lo alto. Sin apartar su mira-
da de la preciosa dama, Erich bajó las dos armas a
toda velocidad, causando unos profundos cortes en
los músculos de las piernas, y haciendo que Ber-
nard cayera de rodillas al suelo.

Sin dejar de mirar a su ex novia en ningún momen-


to, el rubio germano alzó de nuevo las dos dagas,
y, casi al instante, las bajó como dos centellas. Las
dos afiladas hojas atravesaron el cuello del hombre
arrodillado ante ellos de un extremo al otro; que-
dando cruzadas en diagonal, clavándose hasta la
empuñadura, y asomando los dos filos ensangrenta-
dos en la parte inferior del cuello.

Las manos de Hindelsheimer agarraron las empu-


ñaduras de las armas, y las desclavaron. La cabeza
de Elder se desplomó sobre el suelo, y se detuvo a
pies de la chica; con sus ojos marrones mirándola
sin vida desde el suelo.

94
Iñaki Santamaría

Con su rostro pálido, Melissa vio a su ex novio gu-


ardando las dos dagas, girándose, y caminando de
nuevo hacia su escritorio.

Erich Hindelsheimer -. ¡Maldito seas, Elder! ¡Mira


lo que me has hecho hacer! ¿Cómo quieres que le
cuente esto a Melissa? ¿Cómo voy a mirarle a sus
lluviosos ojos verdes, y explicárselo? Cuando los
muertos llegan, tormentosa experiencia se torna la
vida de los que quedan. Hasta que deciden irse.

Mientras el joven alemán se sentaba tras su escrito-


rio, Melissa pasó por encima de la cabeza cercena-
da de Bernard, y caminó hacia la alargada y parti-
da mesa de madera. Pero se detuvo en seco cuando
le vio empuñar una pistola y llevársela a la sien.

Melissa Ackland -. No lo hagas, Erich. No te atre-


vas a volver a dejarme. No tienes por qué hacerlo.

Un silencio sepulcral inundó toda la estancia. Todo


el cuerpo de Ackland se puso en una tensión extre-
ma cuando Erich quitó el seguro del arma.

Erich Hindelsheimer -. Hay que afrontar las conse-


cuencias de nuestras decisiones. Cada una de ellas
influye en nuestra vida. Y hay que hacerles frente.

Melissa Ackland -. No tienes por qué hacer esto.


He visto todo lo que ha pasado, y, la verdad, me cu-
esta más perdonarle a él que a ti.

95
Alter Ego

Erich propinó golpe tal con sus dos puños a lo que


quedaba de la mesa, que la partió en cuatro partes
más. Melissa retrocedió un par de pasos, asustada.
El escritor se levantó, furioso, pero, luego, se de-
rrumbó de nuevo sobre la silla; llevándose el rubio
cabello hacia atrás con las dos manos, y negando
repetidas veces con la cabeza.

Erich Hindelsheimer -. No. Yo no soy el que debe


pedir perdón. No; yo no soy. Yo soy el que debe
otorgar el perdón; no recibirlo.

Su mano derecha cogió con fuerza de nuevo la pis-


tola, y la llevó hasta la sien. La joven británica in-
tentó ir hacia él, pero una especie de fuerza invisi-
ble le impedía avanzar. Sus vidriosos ojos verdes
observaron cómo el dedo apretó el gatillo, y cómo
la bala le atravesaba la cabeza, y su cuerpo sin vida
se desplomaba sobre lo que quedaba de la mesa.

Melissa se enjugó las lágrimas de sus mejillas, y


suspiró. De pronto, toda su atención se centró en el
ruido de la puerta del estudio al abrirse, y una terri-
ble angustia se le clavó en el pecho al verse a sí
misma entrar en la habitación, mirar unos segun-
dos, y salir de nuevo; cerrando la puerta.

La chica frunció el ceño, y miró extrañada hacia la


mesa. El cuerpo de Erich había desaparecido ya, y
la oscuridad envolvía toda la sala, menos una tenue
luz, que la iluminaba a ella, y a la mesa.

96
Iñaki Santamaría

De entre las sombras de la pared surgió el brillo


resplandeciente de la máscara blanca que cubría el
rostro de Neoldian. El atuendo negro del hombre y
la oscuridad del estudio hacían que la máscara bri-
llase como la Luna llena en el oscuro cielo estrella-
do. Melissa se sobresaltó ante la visión del hombre
enmascarado, quien, al percibir la sorpresa de la
chica, le saludó con una pequeña reverencia.

Neoldian -. Saludos, bella Melissa.

Melissa Ackland -. ¿Cómo sabe mi nombre?

Neoldian -. Yo sé muchas cosas, Melissa. Más de


las que serías capaz de asimilar.

Melissa Ackland -. ¿Y qué está haciendo en casa de


mi novio?

Neoldian -. Querrás decir en casa de tu ex novio.

Melissa Ackland -. ¿Tanto importa una palabra de


dos letras más o menos?

Neoldian -. No lo sé, la verdad. Hagamos una prue-


ba: diré una frase, y luego la repetiré, añadiendo
una pequeña palabra de dos letras. Tu novio, Ber
nard Elder, respira. Ahora, si dijera que tu novio,
Bernard Elder, NO respira, la frase cambia de for-
ma importante su significado.

Melissa Ackland -. ¿Tiende a tener razón siempre?

97
Alter Ego

Neoldian -. Cuando expreso una opinión, o planteo


una observación. Sólo entonces.

Melissa Ackland -. ¿No lo encuentra algo irritante?

Neoldian -. La verdad, no me importaría equivocar-


me alguna vez. Cada acierto obtenido es un paso
atrás en mi confianza en el ser humano. Claro que
peor fue lo de Erich Hindelsheimer.

El rostro pecoso de la chica morena adoptó un ric-


tus serio en su expresión.

Melissa Ackland -. ¿Conocía a Erich?

Neoldian -. Yo lo conozco a él, y a todos, Melissa.


Yo soy Neoldian, el vigilante.

Melissa Ackland -. ¿Y por qué dice que peor fue lo


de Erich? ¿Qué le pasó?

Neoldian -. Algo tan sencillo como que vio cumpli-


do su deseo. Se equivocó una sola vez en su vida.
Lo malo es que fue contigo, y acabó con el corazón
destrozado y la cabeza reventada.

Una furtiva lágrima escapó de los ojos de Melissa.

Melissa Ackland -. ¿No he purgado ya mi culpa, te-


niendo que ver todo lo que pasó? ¿Teniendo que

98
Iñaki Santamaría

vivirlo? ¿No ha sido ya suficiente castigo el que he


recibido?

Neoldian -. Mi querida Melissa. Esto que acabas de


presenciar no es ni la mitad de lo que sucedió. Ni
de lo que aún ha de suceder.

Melissa Ackland -. ¿Cómo? ¿Ha de pasar más toda-


vía?

Neoldian -. Me temo que nos volveremos a ver más


adelante. Por desgracia para ti, cuando esta serie
de sucesos estén tocando a su final, tú los habrás
olvidado.

Melissa Ackland -. ¿Hasta cuándo tendré que estar


pagando por mis actos?

Neoldian -. Hasta que aquél al que hiciste sufrir te


otorgue su perdón. Sólo tienes que pedírselo.

Melissa Ackland -. ¿Cómo lo haré, si está muerto?

Neoldian -. Eso ya no depende de mí. Bien, mi ti-


empo contigo se ha acabado. Despierta, y olvida lo
que te he dicho. Olvida mi existencia, y mi nom-
bre. Y olvida a aquél que murió por tu culpa.

Neoldian desapareció entre las sombras. La luz fue


disminuyendo, hasta que la oscuridad envolvió por
completo a Melissa.

99
Alter Ego

Jessica Ryack abrió los ojos, y miró, desconcertada,


a su alrededor: todo estaba en completa oscuridad.
Miró hacia arriba un instante, y pudo ver una bom-
billa colgada de un delgado cable sobre su cabeza.
Pudo suponerse sentada en una silla, e intentó le-
vantarse; no pudiendo por estar atada a la misma
de pies y manos. Trató de gritar, pero tenía la boca
amordazada.

Sus pupilas marrones miraban nerviosas en todas


direcciones. No sabía dónde estaba, y tenía un fortí-
simo dolor de cabeza. Sintió cómo una gota de
sangre le resbalaba desde la frente, y le recorría to-
do el rostro; cayendo, al final, al suelo.

Trató de recordar lo que había pasado. Recordaba


que se le había caído uno de los pendientes, y que,
una vez que lo hubo cogido, se sentó enfrente del
espejo del tocador; de donde surgieron dos manos,
que la agarraron de la solapa de la chaqueta, y tira-
ron de ella. Lo último que podía recordar era un
tremendo golpe contra el cristal, y los breves se-
gundos que estuvo flotando, casi como a cámara
lenta, en el aire, hasta que cayó sobre el suelo, y
los fragmentos del espejo caían, rodeando su cuer-
po.

Todo su porte se alteró. Enfrente de ella escuchó


unos pasos que se iban aproximando. Sucedieron
unos angustiosos segundos, hasta que pudo ver, ilu-
minada por la luz de la bombilla, la máscara que

100
Iñaki Santamaría

cubría el rostro de Neoldian justo delante de ella.

El hombre enmascarado se quedó mirándola unos


segundos, y, luego, retrocedió, hasta que la máscara
quedó fuera del campo de luz.

Neoldian -. Sé bienvenida a esta estancia, Jessica


Ryack. Disfruta de tus últimos instantes en el Mun-
do de los vivos.

Grandes gotas de sudor recorrieron el rostro de la


chica. Sus ojos captaron la impresionante presencia
de Neoldian con una daga en cada una de sus ma-
nos. Luchó con todas sus fuerzas por liberarse de
sus ataduras, pero fue inútil.

Neoldian -. No te esfuerces. Estás en un lugar del


que no puedes escapar. Tu destino se aproxima a ti
de manera inexorable, y no hay nada que puedas
hacer. Tan sólo rezar para que sea lento e indoloro.
Y te aseguro que no lo será.

Ryack observó horrorizada cómo las dos dagas se


iban acercando, hasta que notó un pinchazo en cada
mejilla. Sus ojos de color marrón prorrumpieron
en un torrente de lágrimas cuando sintió cómo las
puntas de las dos armas se posaban sobre sus dos
pómulos.

Neoldian -. ¿Ya te duele, Jessica? Ni siquiera he


empezado. Aprieta los dientes con fuerza, que esto
va a doler. Y mucho. Tienes mi palabra.

101
Alter Ego

Los dos filos de las dagas se fueron hundiendo de


forma lenta, dolorosa y sangrante en la carne. Las
uñas de Jessica se clavaban con fuerza en la silla a
medida que sentía las dagas cortando y adentrándo-
se en la carne.

Neoldian retiró las dagas del rostro de Ryack, y re-


trocedió un par de pasos. La chica aprovechó para
recobrar el aliento. Pero no tardó más que unos se-
gundos en volver a ver las dos armas enfrente suyo.
Las blandió con gran habilidad, y, luego, fue propi-
nando una serie de cortes en el rostro de la joven.

No se tomó ninguna prisa. Si bien el primer corte


se lo produjo de improviso, los siguientes llegaron
de manera escalonada. Después del primero, cami-
nó unos pocos pasos hacia el lado derecho, y le
propinó un segundo tajo; esta vez usando la daga
de la otra mano.

Sus pasos volvieron hacia el lado izquierdo, y per-


maneció unos segundos inmóvil, de espaldas a
Ryack; para, luego, girarse y hacer dos nuevas inci-
siones, una con cada daga. Una vez que se tomó
unos instantes de reposo, las dos afiladas hojas
acribillaron de cortes el rostro de la chica; cuyos
ensordecedores gritos, lloros, gemidos y lamentos
quedaban enmudecidos por la mordaza que le tapa-
ba la boca.

Cuando Neoldian se hubo detenido, no había ni un

102
Iñaki Santamaría

solo rincón del rostro de Jessica que no tuviera un


corte. La sangre había salpicado la máscara en una
parte importante, y brotaba de forma fluida por las
dos afiladas hojas.

Jessica lloraba con gran amargura. Neoldian negó


con la cabeza, decepcionado.

Neoldian -. Pobrecita Jessica. Tan segura de sí mis-


ma, tan confiada en sus capacidades… tan decepci-
onante. Y tan decepcionada, pues has descubierto,
de una forma ejemplar y efectiva, que, a fin de cu-
entas, nadie es más que un simple humano. Por
muy elevada opinión que uno tenga de sí mismo,
tan sólo es un mero humano. Uno más de los que
pueblan la Tierra.

La blanca y ensangrentada máscara se aproximó


hacia el ensangrentado rostro lleno de cortes. Un
escalofrío recorrió la espalda de la rubia chica al
sentirla junto a su lado.

Neoldian -. Hora de morir.

Con un rápido movimiento, Neoldian le clavó las


dos dagas, una en el pecho y otra en el abdomen,
hasta la empuñadura. Su cuerpo se convulsionó
unos instantes, para, luego, quedarse inmóvil. Las
pupilas de sus ojos marrones se dilataron al máxi-
mo, y su cabeza cayó hacia un lado, sin aliento.

Las manos de Neoldian cogieron las dagas del cu-

103
Alter Ego

erpo sin vida de Jessica Ryack, y las guardaron en


el bolsillo interior del abrigo negro. Luego, rodea-
ron la bombilla que colgaba sobre el cuerpo de la
chica, y la reventaron; quedando todo envuelto por
la oscuridad.

Katheryne O´Connor se agachó al máximo, con la


punta de la nariz a escasos centímetros del cadáver,
que yacía sobre el suelo del dormitorio, boca abajo,
y rodeado de cristales. La forense fotografió los
fragmentos de cristal, y, seguido, miró el espejo
destrozado del tocador. Tomó fotografías de las
marcas que rodeaban los tobillos y las muñecas de
la víctima, y fijó su atención en la silla de enfrente
del tocador. Con mucho cuidado, le giró la cabeza
a la chica. Su rostro palideció.

Katheryne O´Connor -. ¡Santo Dios!

El rostro de la joven estaba acribillado a cortes.


Con un poco de esfuerzo, consiguió voltear el cuer-
po, y realizó fotografías del rostro y de las dos he-
ridas que presentaba el cuerpo: una en el pecho y
otra en el abdomen. Cuando hubo recuperado el co-
lor en sus mejillas, se incorporó, y resopló.

Katheryne O´Connor -. ¿A quién cabreaste tanto,


hermosa?

Los ojos azules de la hermosa chica rubia se posa-


ron en la pantalla de su cámara digital Nikon, don-

104
Iñaki Santamaría

de se podían ver las fotos realizadas. Llamaba la


atención la cauterización de las heridas, así como
la frescura que presentaban los cortes de la cara;
algunos de los cuales todavía se encontraban ema-
nando sangre.

Las pupilas de sus ojos se dilataron al máximo al


ver cómo los cortes de la cara seguían sangrando
mientras tenía la foto en la pantalla de la cámara, y
pudieron captar la presencia de una “A” grabada en
la frente de Jessica Ryack. Asustada, O´Connor
apagó la cámara, y salió del dormitorio, bajo la ató-
nita mirada de los agentes de policía que la acom-
pañaban.

Un KIA Opirus de color plateado se detuvo al lado


del Rover 620 SDI de color granate de Erika Silver,
que esperaba apoyada sobre el capó. Del coche
plateado bajó O´Connor, quien se aproximo a Sil-
ver, que llevaba una carpeta marrón en la mano.

Katheryne O´Connor -. He venido lo antes posible.


¿Qué es eso que tiene que decirme?

Erika Silver -. Le veo un poco pálida. ¿Se encuen-


tra bien? ¿Qué le ha pasado?

Katheryne O´Connor -. Si se lo cuento, no se lo va


a creer.

Erika Silver -. Pruebe a ver. Igual le sorprendo.

105
Alter Ego

Katheryne O´Connor -. Mejor otro día.

Erika Silver -. Como quiera. Vengo de hablar con


el doctor David Trapt de la autopsia practicada a un
cadáver, encontrado en el número 33 de Lower
Thames Street.

O´Connor frunció el ceño.

Katheryne O´Connor -. ¿Lower Thames Street? A


esa fiesta no me invitaron.

Silver le entregó la carpeta. La forense comenzó a


hojearla.

Erika Silver -. Se ha perdido más de lo mismo: dos


heridas cauterizadas: una en la zona lumbar, y otra
a la altura de las cervicales. Le atacó por detrás.
Los dos filos entraron por la espalda y atravesaron
la garganta y el abdomen en su salida.

Katheryne O´Connor -. ¿Alguna letra grabada en la


frente?

Erika Silver -. Sí, una “E”.

Katheryne O´Connor -. Esto es estupendo. Tene-


mos cuatro fiambres, y tres de ellos forman una
palabra.

Erika Silver -. A decir verdad, tenemos cuatro fi-

106
Iñaki Santamaría

ambres que forman una palabra.

La forense cerró la carpeta, y miró con fijeza a la


detective.

Katheryne O´Connor -. No me irá a decir que Da-


niel Ackland también tenía una letra grabada en la
frente, ¿verdad?

Erika Silver -. En la frente, si hay que ser precisos,


no. La tenía grabada en el torso.

Katheryne O´Connor -. ¿En el torso? No entiendo.

Erika Silver -. La conformaban las cuatro heridas


que tenía.

Katheryne O´Connor -. Y eso lo hemos sabido…


¿Cuándo?

Erika Silver -. Yo acabo de enterarme. Viene en los


informes de la carpeta.

Katheryne O´Connor -. Llevamos casi un mes con


este caso. ¿Por qué no nos hemos enterado antes?

Erika Silver -. El doctor Trapt dice que, cuando le


trajeron el cadáver, tan sólo tenía las heridas.

Katheryne O´Connor -. Entonces, surge la pregun-


ta…

107
Alter Ego

Erika Silver -. ¿Cómo demonios ha podido aparecer


esa “D” de la nada?

Katheryne abrió la carpeta de nuevo, y leyó el in-


forme relativo a la autopsia de Daniel Ackland.

Katheryne O´Connor -. Aquí no dice nada. Sólo


que se le practicó la autopsia sin ninguna novedad,
salvo por la completa ausencia de órganos internos,
y que, un mes después, las cuatro heridas han for-
mado una “D” enorme en el torso.

Erika Silver -. Es como si las heridas estuviesen vi-


vas.

Katheryne O´Connor -. Como las de la cámara.

Erika Silver -. ¿Cómo dice?

Katheryne O´Connor -. Esta mañana estaba miran-


do las fotografías de los cortes del rostro de Jessica
Ryack, y ahí mismo, en la pantalla, han comenzado
a sangrar.

Erika Silver -. ¿Está segura?

Katheryne O´Connor -. Por completo.

Erika Silver -. Qué cosa más rara.

108
Iñaki Santamaría

Katheryne O´Connor -. Todo este caso lo lleva si-


endo desde el principio. Estoy deseando que se aca-
be.

Erika Silver -. Aún hemos de encontrar a los asesi-


nos.

Katheryne O´Connor -. Perdone; creo que no he oí-


do bien. ¿A “los asesinos”, ha dicho?

Erika Silver -. Está más que claro que el asesino de


Daniel Ackland es diferente al de Dussollier, Ryack
y Elder.

Katheryne O´Connor -. Para usted, puede ser. Yo


necesito una explicación detallada, y una mayor
imaginación.

Erika Silver -. En el primer asesinato, el de Ack-


land, la letra grabada ocupa, como acabamos de en-
terarnos, todo el torso de la víctima.

Katheryne O´Connor -. En eso estamos las dos de


acuerdo.

Erika Silver -. En los otros tres asesinatos, la letra


aparece grabada en la frente de las víctimas.

Katheryne O´Connor -. Hasta ahí, por completo de


acuerdo. Pero aquí yo ya me descoloco. ¿Por qué
ese cambio a la hora de grabar las letras? ¿Puede
ser que en el primer caso se haya dejado llevar por

109
Alter Ego

los nervios del momento?

Erika Silver -. Lo dudo horrores. Éstos no son ase-


sinatos de alguien que se deje llevar por los ner-
vios. Son obra de una, mejor dicho, de dos personas
que tienen una enorme calma con lo que hacen, y
que saben a la perfección lo que hacen. Y, por lo
visto, a quién se lo hacen.

Katheryne O´Co nno r -. Que ésa es otra. ¿Qué


relació n hay entre las víct imas?

Erika Silver -. Ninguna, al menos entre las cuatro.


Ryack y Elder eran novios. Y ahí se pierde todo.
Daniel Ackland era hermano de una chica que dejó
a su novio, que se suicidó, por otro. Y de Lizza Du-
ssollier no sabemos nada.

Katheryne O´Connor -. Esto va de mal en peor. Es-


tamos más liadas que al principio, tenemos más
muertos que al principio, y, lo que es peor, tenemos
más asesinos que al principio. Este caso se nos es-
capa entre los dedos; medio ángel; medio cruel.

Erika Silver -. Ethan tenía un hermano en el núme-


ro 28 de Old Street. Iré a darle la buena nueva.

Katheryne O´Connor -. Que le sea leve. Yo tengo


que asimilar muchas cosas todavía.

La detective y la forense se despidieron con un fu-


erte apretón de manos. Cada una subió a su coche,

110
Iñaki Santamaría

y se fueron por direcciones opuestas.

Melissa Ackland leía un libro tumbada sobre el so-


fá del salón, cuando oyó el sonido del timbre de la
puerta principal. Se levantó del sofá, dejó el libro
abierto sobre la mesilla que tenía al lado, y cruzó
el pasillo, en dirección a la puerta principal.

El Rover 620 SDI de color granate se detuvo en-


frente del número 28 de Old Street. Silver bajó del
vehículo, se dirigió hacia la puerta principal, y lla-
mó al timbre. Pasaron unos segundos hasta que la
puerta se abrió. Sus ojos se clavaron en Melissa
Ackland, quien salió a su encuentro. La morena jo-
ven se sorprendió al ver a la detective enfrente de
su puerta.

Melissa Ackland -. Buenos días, detective Silver.


¿En qué puedo ayudarle esta vez?

Erika Silver -. Perdone mi sorpresa al verla aquí,


señorita Ackland. Venía a hablar con Bernard El-
der.

Melissa Ackland -. Ah, sí. Es mi novio. Ésta es su


casa. Vive aquí.

Erika Silver -. Oh. Ya veo. Bueno, me alegra ver


que ya va superando la pérdida de su anterior pare-
ja.

111
Alter Ego

Melissa Ackland -. La vida debe seguir, detective


Silver. Por mucho que nos duela.

Erika Silver -. Imagino que no será fácil. Pero es


un primer paso. Y muy importante, por cierto. ¿Es-
tá Bernard Elder en casa?

Melissa Ackland -. No; ha salido de la ciudad para


asistir a una convención. Estará fuera unas dos se-
manas.

Erika Silver -. Bueno, preferiría decírselo a él en


persona. Pero, siendo usted su pareja, creo que pue-
de decírselo usted misma.

Melissa Ackland -. Bien; usted dirá de qué se trata.

Erika Silver -. Se trata de su hermano, Ethan Elder.


Hemos encontrado su cadáver en su casa. Lo sien-
to.

Melissa Ackland -. Oh. Bueno, seguro que a él le


afecta más que a mí.

Erika Silver -. Confío en que pueda explicarme esa


frase.

Melissa Ackland -. Verá. Los hermanos Elder te-


nían una relación muy estrecha entre sí. Tendían a
contárselo todo. Yo, de manera personal, no tenía
mucha relación con Ethan, ni con su novia.

112
Iñaki Santamaría

Erika Silver -. ¿Se refiere a Jessica Ryack?

Melissa Ackland -. Sí. ¿Por qué? ¿También la han


hallado muerta?

Erika Silver -. Sí. También en su casa. En concreto,


en su dormitorio. Su cuerpo estaba rodeado de frag-
mentos de cristal roto.

Melissa Ackland -. Obsesionada con su aspecto


hasta el final. Lo que hay que ver. No me da espe-
cial pena lo que les ha pasado. Se creían más de lo
que eran en realidad.

Erika Silver -. Ya veo que les tenía usted gran esti-


ma.

Melissa Ackland -. Todo el mundo es majo al prin-


cipio, detective Silver. Hasta que les conoces, y
averiguas cómo son en realidad.

Erika Silver -. “Todo el mundo debería ser lo que


parece, o no parecer nada”, decían en Hamlet. No
es un tema nuevo. Por desgracia.

Melissa Ackland -. Lo peor de todo es que Erich


me advirtió sobre ellos. Me dijo que desconfiase de
ellos. ¿Sabe? Se le daba bien opinar sobre la gente.
Era como si pudiera ver que las personas iban a
cambiar a peor antes de que pasara. Siempre acerta-
ba. Era bastante irritante, la verdad. Sobre todo, pa-

113
Alter Ego

ra él.

Erika Silver -. Las personas sólo pueden mantener


una imagen falsa durante un tiempo. Pasado ya ese
tiempo, su verdadera personalidad se abre camino,
y sale a relucir sin que nadie pueda evitarlo. Confío
en que Hindelsheimer no le advirtiera sobre su ac-
tual novio.

Melissa Ackland -. O, al menos, que hubiera empe-


zado a equivocarse por una vez en su vida.

Erika Silver -. Le voy a ser sincera, señorita Ack-


land: cuando resuelva el caso, echaré de menos es-
tas charlas tan animadas con usted.

Melissa sonrió, enseñando los dientes.

Melissa Ackland -. Seguro que sí. Muchas gracias


por las molestias, detective Silver. Se lo agradezco.

Erika Silver -. No tiene importancia. Espero que la


próxima visita que le haga sea cuando el caso ya
haya acabado.

Melissa Ackland -. Yo también lo espero, la ver-


dad.

Silver asintió con la cabeza, y, tras despedirse, ca-


minó de regreso hacia su coche.

114
Iñaki Santamaría

Ackland cerró la puerta, caminó por el pasillo de


madera hasta entrar de nuevo en el salón, y se dejó
caer sobre el sofá. Sus ojos verdes miraron hacia
el libro de encima de la mesilla, ahora cerrado, y
sintió una enorme desgana de cogerlo de nuevo. Se
llevó las dos manos a la cabeza, y se comenzó a
masajear las sienes. Un terrible dolor de cabeza le
sobrevino de repente. El dolor le iba en aumento a
medida que se iba percatando de que, siempre que
la detective Silver le comunicaba una nueva muer-
te, terminaba rememorando la época, lejana ya, en
que Erich Hindelsheimer era su novio.

Una terrible sensación de desánimo se apoderó de


ella. Toda la habitación le daba vueltas, y sentía un
fortísimo mareo. Se fue recostando en el sofá, y
sus ojos se fueron cerrando poco a poco, hasta que
se acabaron de cerrar por completo.

Samuel Powell se encontraba en su despacho, en el


último piso del rascacielos de Pall Mall. El moreno
abogado norteamericano, afincado en Londres, ulti-
maba el caso en el que se encontraba trabajando
su bufete. Un caso complicado, pero que, de llevar-
se a buen término, proporcionaría al bufete una bu-
ena cantidad de dinero. Por no hablar de la fama
que le reportaría a él de manera individual.

Era ya una hora avanzada en la noche. La campana


del Big Ben sonó. Melissa dio un par de vueltas
en el sofá, dormida. Y Powell puso la fecha, 30 de

115
Alter Ego

mayo del 2006, en el documento que tenía enfren-


te, en el monitor, y apagó el ordenador.

Se levantó de la silla, y se estiró varias veces. Miró


el reloj: las doce menos cuarto de la noche. Sus
ojos de color marrón miraron a su alrededor: no ha-
bía nadie más en el bufete. No era la primera vez
que se quedaba hasta tan tarde trabajando. Al fin y
al cabo, “para lograr avanzar en este mundo, se re-
quiere hacer sacrificios”.

De pronto, todo su porte se alteró. Un ruido de pa-


sos corriendo de forma acelerada captó toda su
atención. Los pasos sonaban por todo el despacho,
pero, debido a que todas las luces, salvo una, se en-
contraban ya apagadas, Powell no pudo ver nada.
Sólo pudo oír el ruido de unos pasos que seguían a
los primeros, siendo estos segundos calmados y re-
posados. Por encima de estos dos, oyó un ruido
chirriante, que le taladraba los oídos; algo afilado,
arrastrándose sobre la pared; acompañando a los
pasos tranquilos y acompasados.

El abogado norteamericano encendió todas las lu-


ces del despacho, pero siguió sin poder ver nada.
Tan sólo oía los pasos presurosos, como alocados,
que se iban acercando hacia él, huyendo del ruido
chirriante.

Todo el despacho quedó a oscuras. Las luces se


apagaron de forma simultánea, y Powell suspiró
aliviado cuando todos los ruidos cesaron. Recogió

116
Iñaki Santamaría

su maletín de encima de la mesa, y, a tientas, se pu-


so a caminar hacia la puerta.

Estaba ya a pocos metros, cuando, surgiendo de en-


tre las sombras, una mano le agarró el brazo. Se gi-
ró, sobresaltado, y pudo ver a Bernard Elder, mi-
rándole, con el rostro desencajado, y empapado de
sudor.

Bernard Elder -. ¡Powell! ¡Tienes que ayudarme!


¡Me persigue! ¡Quiere matarme!

Samuel Powell -. Cálmate, Bernard. ¿Quién te per-


sigue? ¿Quién quiere matarte?

Bernard Elder -. Es él. Ha venido. Ha vuelto de en-


tre los muertos, para hacernos pagar por nuestros
pecados. No hay escapatoria. ¡Todos moriremos!

Samuel Powell -. ¿Quién ha venido, Bern? ¿Quién


es el? ¿Cuál es su nombre?

La única respuesta que el abogado obtuvo fue el


ruido de la afilada hoja de una daga atravesando la
cabeza de Elder de lado a lado, hasta clavarle en la
pared. Sintió el tacto cálido de la sangre al salpicar-
le el rostro, y una horrible sensación de ardor que le
llenaba todo el pecho, desde el cuello hasta más
allá de la región intestinal.

Con su máscara blanca manchada de sangre, Neol-


dian surgió de entre las sombras del despacho.

117
Alter Ego

Agarró con su mano derecha la daga que clavaba a


Bernard a la pared a través de la cabeza, y tiró de
ella. El cuerpo inerte se desplomó, y dos afilados y
ensangrentados filos apuntaban ahora a Powell.

Neoldian -. La noche eterna se cierne sobre ti. Pur-


ga tus pecados durante toda la eternidad. Muere.

El moreno abogado intentó huir de allí, pero un te-


rrible pinchazo le recorrió todo el torso. Se llevó
las manos hacia la parte donde sentía el dolor, y
palpó algo líquido, cálido y espeso.

Sangre.

Palpó a tientas, y descubrió que le habían hecho


una incisión que se extendía desde el cuello hasta el
abdomen. Se tambaleó unos instantes, y se desplo-
mó sobre el charco de sangre que se había formado
bajo él. Fue entonces cuando pudo ver que le ha-
bían abierto en canal. También supo lo que iba a
pasar cuando vio al hombre de la máscara con las
dos dagas venir, de forma lenta y pausada, hacia
donde él estaba sentado, ahogándose en su propia
sangre.

Cerró los ojos con aire de inevitabilidad, y, al ho-


rror de esta comprensión, le sucedió un deseo final
de que todo acabara pronto.

Melissa abrió los ojos de golpe. Su cuerpo estaba

118
Iñaki Santamaría

empapado en sudor, y su corazón latía a gran velo-


cidad. Miró el reloj de la pared, y se sobresaltó: ha-
bía estado durmiendo todo el día. Permaneció unos
instantes en silencio, escuchando en sus oídos,
donde aún resonaban como un clamor melancólico,
las sangrantes notas de violín que le acababan de
despertar.

Cuando el violín calló, su corazón se fue calmando,


hasta que recuperó la normalidad. Se levantó del
sofá, y sintió la calidez de la moqueta bajo sus pies
desnudos, y la frescura de la brisa nocturna subién-
dole con suavidad por las piernas. Miró un momen-
to hacia abajo, y se vio vestida con un camisón ne-
gro. Frunció el ceño, extrañada, y centró toda su
atención en la puerta principal, donde alguien esta-
ba llamando ahora.

Un rayo centelleó en el cielo, iluminando de forma


parcial el exterior. Una silueta seguía aporreando
la puerta desde el exterior, y Melissa estaba inmo-
vilizada, de pie, enfrente del sofá.

La puerta se abrió con un fuerte golpe, y el viento


soplaba con violencia. Otro rayo brilló en el cielo,
y su resplandor iluminó al visitante nocturno. El
corazón de la hermosa joven morena pareció des-
bocársele en el pecho cuando vio a Bernard Elder
enfrente de la puerta. Lucía un aspecto deplorable:
una descuidada barba de varios días le poblaba la
cara; su pelo estaba graso, descuidado, despeinado;
grandes ojeras le rodeaban sus ojos de color marrón

119
Alter Ego

inyectados en sangre; su ropa estaba arrugada, su-


cia, harapienta, y desaliñada.

Parecía como si le hubiera pasado un camión por


encima varias veces.

Bernard Elder -. Melissa. ¡Tienes que ayudarme!


¡Me persigue! ¡Quiere matarme!

Melissa tardó unos segundos en reaccionar.

Melissa Ackland -. ¿Quién quiere matarte, Ber-


nard? ¿Quién te persigue?

Bernard Elder -. Es él. Ha vuelto. No hay escapato-


ria posible.

Melissa Ackland -. Bien. Pasa, cálmate un poco, y


cuéntamelo todo.

Elder atravesó la puerta, y entró en la casa. La pu-


erta se cerró a sus espaldas. Se dirigía hacia su no-
via, cuando en los oídos de la chica volvieron a re-
sonar las notas del violín. En su rostro se dibujó
una sonrisa, que apenas le duró un parpadeo.

Melissa Ackland -. Erich.

Surgiendo de las sombras de un lado de la puerta,


vestido por completo de negro, con la mirada baja y
sus brazos extendidos en diagonal hacia los lados,
con cada una de sus manos empuñando una daga,

120
Iñaki Santamaría

Erich Hindelsheimer se abalanzó sobre Elder, tirán-


dole al suelo. La hermosa morena retrocedió unos
pasos, y apartó la mirada, teniendo una fugaz visión
de las dos afiladas armas al alzarse hacia arriba, y
bajar a toda velocidad.

El ruido de las puntas de las dagas golpeando la


madera al atravesar la moqueta sobre la que estaba
echado Bernard boca abajo, se repitió, como poco,
una docena de veces, por cada una de las dos ar-
mas. Con grandes gotas de sudor en su frente,
Erich guardó las dos dagas en el bolsillo interior de
su abrigo negro, y se incorporó. Al haber cesado
ya el ruido, Melissa abrió los ojos de nuevo, y los
clavó sobre la ensangrentada silueta de su ex novio;
quien la miraba, también, con gran fijeza.

Erich Hindelsheimer -. Buenas noches, Melissa. Es


un gran placer verte de nuevo. Ya hacía tiempo. Te
echaba de menos.

Melissa Ackland -. Me gustaría poder decir lo mis-


mo, Erich.

Erich Hindelsheimer -. Vaya. ¿Y cómo puede ser


eso?

Melissa Ackland -. ¿Acaso necesitas una explicaci-


ón? La primera vez que te veo desde que te suici-
daste, y matas a Bernard. ¿Te parece una buena
manera de presentarse?

121
Alter Ego

Hindelsheimer se echó el rubio cabello hacia atrás


con las dos manos, y suspiró.

Erich Hindelsheimer -. Una mala presentación; pre-


cedida, no obstante, de una pésima despedida.

Melissa Ackland -. Ya veo que hay cosas en la vida


que nunca cambiarán.

Erich Hindelsheimer -. La atmósfera se ha vuelto


un poco metálica. Hay un olor a cadena oxidada; a
un amor que desaparece como un aeroplano.

Melissa Ackland -. ¿Sabes, Erich? Hay algo que no


consigo terminar de asimilar, por mucho que me
esfuerzo en ello.

Erich Hindelsheimer -. Prueba a plantear ese pro-


blema ahora que me tienes en tu compañía. A ve-
ces, viene bien analizar las cosas desde distintos
puntos de vista.

Melissa Ackland -. Es algo muy sencillo, Erich:


con todo lo que tú eras para ese tipo de cosas, ¿Por
qué te cuesta tanto pedirme perdón por dejarme sin
ti en mi vida? ¿Tanto me odias, como para volver
de entre los muertos, a recordarme todo lo malo
que hice?

Erich Hindelsheimer -. Algo muy sencillo de dar


respuesta, mi querida Melissa. Aunque, antes, de-
bes permitirme que te corrija un poco. Sí, tienes ra-

122
Iñaki Santamaría

zón. He vuelto de entre los muertos para recordarte


todo lo malo que hiciste. Y, sí, también te odio. Por
una sencilla razón: tú lo eras todo para mí, y, cuan-
do te perdí, lo perdí todo. Y no resulta muy difícil
odiar a quien te lo ha quitado todo. Hasta ahí, y no
más, llega toda tu razón en este asunto.

Melissa Ackland -. ¿Cómo que “hasta ahí”? ¿En


qué me tienes que corregir?

Erich Hindelsheimer -. En lo de que el que tiene


que pedir perdón sea yo. Sabes que nunca he tenido
ningún problema en pedirte perdón cuando he he-
cho, o dicho, algo que no debía. Incluso cuando no
se daba tal supuesto, lo hacía, por si acaso. Pero
eso ya pasó. Se acabaron esos tiempos de psicosis
lingüística, de andar pidiendo disculpas por cada
frase que decía, por si acaso te había molestado.
No, Melissa. Ahora estamos en tiempos en que só-
lo deben pedir perdón quienes tienen que hacerlo.
Por eso no te he pedido perdón por marcharme de
tu vida; no, ni lo haré. Por eso estoy ante tu presen-
cia. De nuevo.

Ackland frunció el ceño, sorprendida en grado su-


mo.

Melissa Ackland -. No entiendo. ¿Has dicho “de


nuevo”?

Erich Hindelsheimer -. Sí, Melissa. Eso mismo. De


nuevo. De nuevo estoy ante ti. De nuevo te recuer-

123
Alter Ego

do que el que tiene que otorgar el perdón soy yo.


De nuevo. De nuevo, otra oportunidad perdida.

Melissa Ackland -. ¿Acaso hemos tenido ya esta


charla antes?

Erich Hindelsheimer -. Y nos hemos visto más ve-


ces. El día de tu boda, por ejemplo. O en tu dormi-
torio. O en el callejón del violín. O en mi estudio.
O ahora mismo, en tu casa.

Melissa Ackland -. Terribles pesadillas, que ator-


mentan mis noches de sueño, y las tornan en largos
desvelos.

Erich Hindelsheimer -. No me hables de largos des-


velos, Melissa. Ni te atrevas. Tu imagen en mis
pensamientos ha interrumpido mi descanso eterno.
Ahora, compara desvelos, y dime, en derecho y en
conciencia, quién tiene que reprochar qué a quién.

La chica morena no contestó; tan sólo se limitó a


bajar la mirada, y a girar de forma leve la cabeza;
intentando evitar la mirada de Erich.

Erich Hindelsheimer -. Me lo imaginaba.

El chico alemán sacó una pistola, y le quitó el segu-


ro. Miró a Melissa, que seguía con la mirada apar-
tada, le puso el seguro de nuevo al arma, y la guar-
dó.

124
Iñaki Santamaría

Erich Hindelsheimer -. No; esta noche no se des-


pertará a nadie más de su tumba.

Hindelsheimer sacó las dos dagas, y se las clavó


hasta la empuñadura en el pecho. Su cuerpo se tam-
baleó de un lado a otro, hasta que se desplomó, en-
sangrentando todo el suelo.

Todavía con la mirada apartada, de los ojos verdes


de Ackland comenzaron a brotar amargas lágrimas
de pena y dolor; mientras, fuera, la lluvia había co-
menzado a caer con gran fuerza, y las gotas marti-
lleaban sobre el cristal de la ventana.

Un radiante sol brillaba en lo alto de un cieloazul


intenso, y despejado.

Erika Silver bajó del coche, y miró hacia arriba,


parpadeando varias veces detrás de sus gafas de
sol: en la gran concavidad azul del cielo, no había
ni una sola nube. Pequeñas gotas de sudor salieron
de los poros de su epidermis, salpicando de forma
parcial su frente.

Bajó la mirada, y sus ojos azules captaron el ajetre-


ado movimiento de agentes de policía yendo y vini-
endo de un lado a otro, cortando la calle con el cor-
dón policial. Al de unos segundos, tuvo una fugaz
visión de una bala gris que cruzaba como una ex-
halación a su lado, deteniéndose con un chirrido de
neumáticos.

125
Alter Ego

Vio por encima de las gafas a Katheryne O´Connor


bajando de su vehículo. Llevaba una camiseta ne-
gra, y unos pantalones vaqueros. La forense cerró
la puerta delantera derecha, y saludó a la detective
con la mano, y con una amplia sonrisa en su cara.
Silver la miraba, atónita.

Erika Silver -. ¿Siempre llega de tan buen humor a


la escena de un crimen?

Katheryne O´Connor -. La vida tiene distintas for-


mas de presentarse. La seriedad viene en la investi-
gación. Antes y después, hay que tener vida propia.
Si no, acabas mal.

Erika Silver -. Lo que usted diga. ¿Qué tal si vamos


yendo, y me pone al día?

Katheryne O´Connor -. Cojo la cámara, y le sigo.

O´Connor abrió el maletero, cogió la cámara Ni-


kon, y se dirigió con la detective a la entrada del
rascacielos; donde los policías intentaban mantener
alejados a los curiosos.

Llovía de forma torrencial aquella noche, la del 14


de febrero del 2004. Durante el día, todos los ciu-
dadanos londinenses habían estado ocupados con
los preparativos del Día de San Valentín. Regalos,
tarjetas, poesías, cenas románticas… Cualquier co-

126
Iñaki Santamaría

sa era una buena excusa para conmemorar la muer-


te de un sacerdote romano, muchos siglos atrás.

La puerta principal del número 247 de Leidenhall


Street se abrió, y una chica con una larga melena
morena, de pecoso rostro y ojos azules, y vestida
con un vestido negro, que le llegaba por encima de
las rodillas, y unas botas altas de color negro, en-
tró, y cerró la puerta tras de sí.

Un rayo brilló en el cielo, e iluminó el interior de la


casa, perfilando la silueta de Elbony. Sus ojos azu-
les miraron a su alrededor: una vez se fue atenuan-
do la luz del rayo, la casa quedó por completo a
oscuras. Con paso firme y decidido, se dirigió hacia
las escaleras, y subió hacia la planta superior.

Elbony abrió la puerta del estudio de Erich, y entró.


A diferencia del resto de la casa, en esta dependen-
cia había una fulgurante luz. De inmediato, toda su
atención se centró en la cabellera rubia que sobre-
salía entre los dos brazos que la rodeaban; descan-
sando los tres sobre el escritorio.

La hermosa morena se dirigió hacia el escritorio. A


medida que se iba acercando, se iba fijando en las
estanterías vacías, y en los libros abiertos que po-
blaban la superficie del suelo.

Sus tacones se detuvieron enfrente de la mesa de


madera. Encima del mueble había una caja cerrada,
con una hoja de papel escrita a mano, encima. Al

127
Alter Ego

otro lado estaba el pisapapeles en forma de calave-


ra, cubierto de sangre. Miró la pistola que sostenía
en su mano derecha: aún estaba humeante.

Su aterciopelada mano asió el rubio cabello del jo-


ven germano, y le levantó la cara de la mesa: tenía
un agujero enorme en el lado izquierdo de la cabe-
za, y la faz cubierta de sangre. La carne putrefacta
colgaba fláccida en los pómulos.

De pronto, sus dos ojos grises se abrieron de golpe.


Miraron a la hermosa morena con gran fijeza e in-
tensidad, y su boca profirió una única palabra, que
salió en sesgados susurros.

Erich Hindelsheimer -. Ven… ganza. Venganza.


¡Venganza!

Sin dejar de sujetarle la cabeza con la mano, Elbo-


ny desenvainó una enorme espada, cuya hoja estaba
cubierta por un abrasador fuego. Clavó sus pupilas
azules en las de color gris de Erich, mientras varios
cientos de mariposas violetas revoloteaban a su al-
rededor. Como si de un sueño se tratase, la hermosa
dama se agachó ante Erich, y le acarició el rostro.

Elbony -. A cambio de tu alma.

Hindelsheimer se limitó a asentir con la cabeza. La


hermosa chica blandió el filo llameante un par de
veces en el aire, hasta clavarlo hasta la empuñadura
en el pecho del rubio alemán. Su grito de dolor re-

128
Iñaki Santamaría

sonó por toda la ciudad como un enorme torrente


acuoso que inundase todas las calles.

Cuando el silencio volvió a imperar, desclavó la es-


pada, y el cuerpo del chico se desplomó sobre la
mesa. Elbony envainó la espada, y caminó de nue-
vo hacia la puerta del estudio; deteniéndose unos
instantes, y girándose.

Elbony -. Empiece lo que nunca debió comenzar, y


no se detenga hasta quedar finalizado.

Apagó la luz del estudio, y salió.

Erika y Katheryne caminaban por un impecable su-


elo de mármol hacia el ascensor.

Erika Silver -. ¿Le importa volver a repetírmelo?

O´Connor pulsó el botón de llamada, y las dos se


detuvieron.

Katheryne O´Connor -. Desconocía que tuviese tan


mala memoria.

Erika Silver -. No la tengo. Es que me gusta el so-


nido de su voz.

Katheryne O´Connor -. Seguro que sí. En el último


piso han encontrado el cadáver de un abogado, de
nombre Samuel Powell.

129
Alter Ego

Erika Silver -. Imagino que no, pero tengo que pre-


guntárselo: ¿Alguna idea sobre quién fue el asesi-
no?

Katheryne O´Connor -. Claro. El asesino dejó una


foto con su nombre, su dirección y una confesión
firmada.

Erika Silver -. Con un simple “NO” ya hubiera bas-


tado.

Katheryne O´Connor -. Quizás sí, pero hubiera sido


menos divertido, y mucho menos gratificante a ni-
vel personal. ¡Cuánto tarda este ascensor! Pues no,
no se sabe quién ha podido ser. Al parecer, le mata-
ron por la noche, mientras trabajaba.

Erika Silver -. Nunca entenderé tal grado de dedi-


cación al trabajo.

Katheryne O´Connor -. En el manual nos advertían


ya de este tipo de situaciones. Creo recordar que las
llamaban “cosas de hombres”.

Un pitido señaló la llegada del ascensor. Las puer-


tas se abrieron, y las dos chicas rubias entraron.
Silver pulsó el botón del último piso. Las puertas
se cerraron, y el ascensor comenzó a subir.

Día 4 de junio del 2006. Melissa Ackland se encon-

130
Iñaki Santamaría

traba en su dormitorio, secándose el pelo con una


toalla. Cuando hubo terminado, dejó la toalla sobre
la cama, y se sentó enfrente del tocador; donde co-
menzó a cepillar su morena melena. Junto a la toa-
lla, sobre la cama, descansaba un elegante vestido
de noche, de color rojo intenso. A los pies de la ca-
ma, había unos zapatos de tacón de color negro.

La atractiva joven estaba terminando de prepararse


para la cena a la que su novio, Bernard Elder, le
iba a invitar. La ocasión, desde luego, lo merecía:
Elder iba a ser ascendido en su puesto de trabajo,
un puesto en el que tendría el doble de responsabi-
lidades, y recibiría el doble de dinero.

También, todo hay que decirlo, tendría la mitad de


tiempo para estar con Melissa.

Pero eso a ella no le importaba. Era demasiado bue-


na persona como para que eso le molestase. Lo im-
portante era las nuevas oportunidades que a su no-
vio se le presentaban de ahora en adelante. No en
vano, Erich Hindelsheimer, su ex novio, siempre le
repetía que era demasiado buena para este mundo.

El cepillo detuvo su movimiento deslizante sobre el


pelo de la chica. Sus ojos estaban llenos de lágri-
mas, y su cuerpo se hallaba en tensión. Acababa de
recordar que ese domingo era día 4 de junio. Lo
que significaba que el martes, dentro de sólo dos
días, sería seis. 6 de junio.

131
Alter Ego

El día que Erich le pidió para salir.

¿Crueldad del Destino recordar tal suceso dos días


antes, faltando pocas horas para una romántica ve-
lada, o mero azar?

Ackland se enjugó las lágrimas de su rostro, y si-


guió cepillándose el pelo.

La campana del Big Ben sonó, dando las ocho y


media de la noche. Melissa estaba deslumbrante
con el vestido rojo, y tan sólo le quedaba ponerse
los pendientes.

Cogió dos pequeños pendientes dorados, de perla,


del joyero dorado que tenía sobre el tocador, y se
puso uno en el lóbulo de la oreja izquierda. Cuando
fue a ponerse el de la oreja derecha, se le resbaló
de entre los dedos, cayó al suelo, y fue rodando so-
bre la madera del suelo, hasta detenerse debajo de
la cama.

Melissa resopló, molesta por su torpeza, se levantó


del tocador y fue hasta los pies de la cama. Duran-
te el trayecto, se fijó en las pequeñas marcas que
había en el suelo, como de quemaduras.

Se detuvo enfrente de los pies de la cama, se aga-


chó, y buscó con la mano extendida el pendiente.
Estuvo buscando unos segundos, hasta que se topó
con un pequeño objeto cilíndrico y caliente. Lo co-
gió con cuidado, y lo sacó.

132
Iñaki Santamaría

Melissa Ackland -. No puede ser. Es imposible.

Casi con los ojos fuera de sus órbitas, observó, allí,


entre sus dedos, un ensangrentado casquillo de ba-
la. Su mente se llenó de las imágenes de la visión
de Erich suicidándose, y de Neoldian deteniendo
su carrera hacia su ex novio. Apretó el casquillo
con fuerza en su mano, ahora cerrada, y se incorpo-
ró.

Melissa Ackland -. Así que todo era real.

Un enorme reloj de madera de ébano sonó, dando


las doce de la noche. Ackland se giró con rapidez,
sobresaltada: ese reloj había aparecido de la nada
en su dormitorio. Los pulmones del reloj sonaban
de forma hueca con cada campanada que sonaba.

Aunque no era lo único que


había cambiado en su cuarto.

Toda la habitación presentaba ahora un color negro


en cada una de las paredes que la conformaban, así
como en todos los muebles. Salvo la enorme vidrie-
ra de color rojo intenso que había en la parte central
de la puerta. En el exterior, delante de la puerta,
había un brasero, que, cuando se encendió, proyec-
tó sobre todo el cuarto una macabra iluminación, de
color rojo sangre.

De al lado del reloj de madera de ébano surgió, con

133
Alter Ego

su máscara blanca e inmaculada, brillando, reful-


gente, como una gran Luna llena, en medio del co-
lor sanguinolento del cuarto, Neoldian. Las pupilas
verdes de Melissa captaron la magnifica presencia
del hombre enmascarado, con su vestuario de color
negro entero, y con la máscara que le cubría el ros-
tro irradiando una fulgurante luz blanca.

Neoldian -. Buenas noches, Melissa. Un nuevo pla-


cer volver a verte.

Melissa Ackland -. Como en anteriores ocasiones,


Neoldian, quisiera decirle lo mismo. Pero me temo
que su presencia aquí no va a ser augurio de nada
bueno.

Neoldian -. No he venido esta noche ante ti para


responder tus preguntas, Melissa. Si quieres respu-
estas, tendrás que venir conmigo.

Melissa Ackland -. ¿Cómo sé que puedo confiar en


ti?

Neoldian -. Por la misma razón que te hace estar


tan segura de que no puedes confiar en mí.

Melissa cogió con fuerza la mano de Neoldian.

Neoldian -. Hemos de darnos prisa. Sólo tenemos


esta noche.

Melissa Ackland -. ¿Para qué? ¿Adónde me llevas?

134
Iñaki Santamaría

Neoldian -. Ya lo verás.

Ackland sintió cómo Neoldian tiraba de ella, y se


dejó llevar. Ambos abandonaron el dormitorio. El
brasero se apagó, y el reloj de ébano se detuvo.

La puerta del ascensor se abrió, y O´Connor y Sil-


ver entraron en el despacho de Powell, donde se en-
contraron con el cadáver del abogado, y con el doc-
tor David Trapt examinando la incisión que presen-
taba a lo largo de todo el torso. El doctor se incor-
poró, y fue al encuentro de las chicas.

David Trapt -. Buenos días, señoritas. Confío en


que no les moleste mi presencia aquí.

Erika Silver -. En absoluto. Siempre que no toque


nada. ¿Ha tocado algo ya?

David Trapt -. En absoluto. Tan sólo estaba exami-


nando la incisión del torso.

Katheryne O´Connor -. Tengo que sacar fotos para


el informe. ¿Me acompaña, y me pone al día?

David Trapt -. Como quiera. ¿Viene usted, detecti-


ve Silver?

Erika Silver -. Prefiero mirar un poco por ahí. Pero


hablen en voz alta; así me enteraré de algo.

135
Alter Ego

Silver se giró, y comenzó a investigar la estancia.

O´Connor encendió la cámara, y comenzó a tomar


fotografías, con cuidado de no pisar el enorme
charco de sangre que rodeaba al abogado muerto.

Katheryne O´Connor -. ¿Qué puede decirnos del


fiambre que no sepamos?

David Trapt -. Poca cosa, aparte de lo evidente. Le


abrieron en canal, y se desangró. Luego, le cortaron
las manos, la lengua, y le sacaron los ojos. Así de
fácil.

Katheryne O´Connor -. En este caso, muy pocas


cosas están siendo “así de fácil”, doctor. ¿Qué pue-
de decirme de las heridas?

David Trapt -. Un corte que va desde el cuello al


abdomen. Por lo que he podido averiguar, en reali-
dad son dos cortes. Uno empieza en el cuello, y
otro en el abdomen; hasta que ambos se juntan y se
convierten en uno.

Katheryne O´Connor -. Doy por supuesto que todas


las heridas están cauterizadas.

David Trapt -. En efecto. Y, al igual que en los an-


teriores casos, desprende un calor tremendo. No
puedo constatarlo, pero imagino que lo que lo ro-
dea será su sangre, mezclada con los demás órga-

136
Iñaki Santamaría

nos internos derretidos.

Katheryne O´Connor -. Sobre eso, quería pregun-


tarle: ¿Cómo sabe que le arrancaron los ojos y la
lengua? Pueden haberse derretido junto con los de-
más órganos.

Trapt señaló a los cortes que presentaban las cuen-


cas de los ojos, y los dos labios.

David Trapt -. Por esos cortes de ahí. ¿Los ve? Por


el ángulo de inclinación de estos cortes, diría que
utilizó las dos armas como palancas para extraer
los globos oculares. Metió la punta, dio un golpe
seco en la empuñadura, y… ya está.

Katheryne O´Connor -. Lo imagino. Mejor no me


cuente có mo le cortó la lengua.

Los ojos de Katheryne recorrieron todo el cadáver,


en busca de alguna letra grabada en alguna parte,
pero no encontraron nada. Tras deambular unos se-
gundos más por el cadáver de Powell, de forma sú-
bita se quedaron fijos.

Katheryne O´Connor -. ¿Sabe, doctor? Hay algo en


esta escena que lleva tiempo preocupándome.

David Trapt -. ¿En serio? ¿El qué?

Katheryne seguía con la mirada fija en los cortes a


la altura de las muñecas.

137
Alter Ego

Katheryne O´Connor -. ¿Dónde demonios están sus


manos?

Erika iba investigando cada rincón del despacho


del abogado norteamericano. Ficheros llenos de do-
sieres, casos antiguos, pruebas, precedentes, libros
de derecho… Todo estaba lleno de artículos muy
interesantes desde el punto de vista jurídico y legal,
pero que, para el caso, no ayudaban mucho, la ver-
dad.

Uno de sus pies resbaló, y tuvo que apoyarse con


las manos en la puerta que tenía enfrente para no
caerse. Cuando logró recuperar la verticalidad, mi-
ró hacia abajo, para ver con qué había resbalado, y
descubrió un rastro de gotas de sangre que condu-
cía hasta la puerta que tenía justo delante.

Cogió el pomo de la puerta con la mano, tragó Sali-


va, lo giró, y abrió la puerta.

Erika Silver -. ¡Santo Dios! ¡O´Connor! ¡Trapt!


¡Vengan aquí ahora mismo! ¡He encontrado al oso
hormiguero!

La forense y el doctor dejaron el examen del cuer-


po de Powell, y corrieron hacia donde estaba la de-
tective. Sus ojos miraban atónitos lo que ante ellos
había.

138
Iñaki Santamaría

Katheryne O´Connor -. ¡No puede ser!

David Trapt -. Me temo que sí. Ahí tiene lo que an-


daba buscando.

Encima de la mesa del ordenador, donde Powell


había estado trabajando la noche anterior, sus ma-
nos ensangrentadas sujetaban, formando una “I”
con ella, una foto de Lizza Dussollier. O´Connor
negó con la cabeza, y Silver apuntó la nueva letra
en su libreta.

Katheryne O´Connor -. ¡Mierda! ¡Justo cuando ya


pensaba que había acabado, tiene que pasar esto!
¡Éstas son las cosas que me cabrean! ¡Maldita sea!

La rubia detective miró la libreta, pensativa. Hasta


ahora, tenía cinco letras: D, E, A, D, I. Contó con
los dedos y en voz baja, y, luego, le miró a O´Co-
nnor, que parecía estar a punto de subirse por las
paredes.

Erika Silver -. ¡O´Connor, por Dios! ¿Quiere cal-


marse de una vez? ¡Le va a dar un sincope!

Katheryne O´Connor -. Tan cerca como lo tenía-


mos. ¡Mierda! ¡Este caso va a acabar conmigo!

Erika Silver -. Yo misma acabaré con usted si no se


calma. Ahora, trate de hacer memoria: ¿Qué cuerpo
fue descubierto antes: el de Jessica Ryack, o el de
su novio, Ethan Elder?

139
Alter Ego

Katheryne O´Connor -. Ahora mismo no estoy para


recordar muchas cosas. Doctor Trapt, ¿Qué fiambre
le llegó primero a la morgue?

David Trapt -. El de Jessica Ryack. Aunque hice


constar en mis informes que Ethan Elder había sido
dado muerte antes.

Katheryne O´Connor -. ¿Por qué? ¿Qué tiene eso


que ver?

Erika Silver -. Mucho; puede creerme.

David Trapt -. Es por las letras, ¿cierto?

Silver asintió co n la cabeza.

Erika Silver -. Cierto. Las cinco letras, puestas tal


como han sido muertas las víctimas, es decir, en el
mismo orden en el que han sido descubiertas, va-
rían de forma sustancial si las ponemos en el mis-
mo orden en que han sido descubiertos los cuerpos.

Katheryne O´Connor -. ¿Cómo de sustancial es la


variación?

Erika Silver -. Partiendo de la base de que el asesi-


no haya querido que descubriéramos primero el
cuerpo de Ryack que el de Elder, pasamos de no te-
ner nada, a saber que tan sólo le quedan dos asesi-
natos.

140
Iñaki Santamaría

Cogida de la mano por Neoldian, Melissa llevaba


ya varias horas caminando. Habían atravesado un
bosque lleno de árboles de tronco nudoso y ramas
retorcidas, y estaban ahora en una cueva, en cuyo
interior apenas se podía ver algo. La hermosa mo-
rena se limitaba a seguir a Neoldian, quien marcha-
ba con paso firme y seguro. Parecía como si se co-
nociera aquel sitio de memoria.

A pesar de no verse nada, notaba ya desde hacía un


rato cómo la pendiente de la cueva iba en declive.
No sabía dónde la llevaban; tan sólo estaba conven-
cida de que la cueva iba en declive, y de que iban
adentrándose más y más, mientras iban descendi-
endo hacia lo desconocido.

Transcurrieron unos instantes hasta que, por fin, se


pudo vislumbrar algo de luz, en un tono anaranjado
intenso. Neoldian se detuvo, y Melissa hizo lo pro-
pio, aunque pasaron unos segundos más antes de
que le soltase la mano.

Las pupilas verdes de la chica tardaron en asimilar


la tonalidad anaranjada que tenía aquella estancia.
Cuando se hubieron habituado, pudieron captar va-
rios miles de caras grabadas en las paredes de roca,
emitiendo lastimeros quejidos y gemidos. Del sue-
lo surgieron unas esqueléticas manos, que le aga-
rraban con fuerza de los tobillos. Melissa gritó, y
miró a Neoldian, quien se había alejado ya a varios

141
Alter Ego

metros de distancia.

Melissa Ackland -. ¿Qué clase de sitio es éste?


¿Dónde estoy?

Neoldian -. Es el lugar donde las almas de los con-


denados purgan sus pecados toda la eternidad.
Aquí pasan los siglos llorando y clamando por jus-
ticia.

Melissa Ackland -. ¿Y logran aquello por lo que


claman?

Neoldian -. Casi nunca lo logran. Pasan el resto de


la eternidad encerrados en la piedra, sin poder salir.

Melissa Ackland -. ¿Ha logrado alguien salir de es-


ta cueva?

Neoldian -. Sólo se tiene constancia de dos perso-


nas que hayan conseguido tal cosa. Una de ellas se
llama Elbony, un autentico ángel de chica.

Melissa Ackland -. ¿Y la otra?

El hombre de la máscara blanca no contestó; se li-


mitó a permanecer allí, de pie, inmóvil, en silencio.

Melissa Ackland -. ¿Y la otra, Neoldian? ¿Quién es


la otra persona que ha logrado salir de este lugar?

De forma súbita, las manos del suelo soltaron a

142
Iñaki Santamaría

Melissa, y desaparecieron bajo tierra. Neoldian de-


sapareció, envuelto por un velo de fuego. Ackland
se quedó allí sola, hasta que las caras de las paredes
dejaron de lamentarse y de clamar.

Un fuerte temblor comenzó a sacudir la superficie


del suelo, haciendo que todo temblara. Las caras de
piedra reanudaron sus lamentos, esta vez con ma-
yor fuerza e intensidad. Los pies de la hermosa
chica intentaron aguantar firmes sobre la tierra,
aunque en más de una ocasión tuvieron que mo-
verse de su ubicación original para que Melissa pu-
diera aguantar sin caerse.

A escasos centímetros de donde ella se encontraba,


se abrió una grieta en la superficie del suelo. Allí,
la tierra comenzó a temblar con mayor intensidad.
Sus pupilas se contrajeron al máximo cuando vie-
ron, emergiendo de la tierra, justo delante de ella, a
Erich Hindelsheimer.

La tierra cesó de moverse. Las caras de las paredes


desaparecieron. Casi petrificada, Melissa seguía
con la mirada fija en su ex novio, quien tenía la ca-
beza bajada, y el largo abrigo negro manchado de
tierra y sangre resecas. Pasaron unos angustiosos
segundos en silencio, sin que ninguno de los dos se
atreviera a dirigirse la palabra. Por fin, Erich alzó
la cabeza, y sus ojos se clavaron como dos flechas
grises en el alma de la joven.

Erich Hindelsheimer -. Resulta peligroso andar des-

143
Alter Ego

pertando a los muertos, Melissa. Sobre todo, a los


que muriero n por ti.

Melissa Ackland -. ¿Tú qué haces aquí?

Erich señaló al techo de la cueva.

Erich Hindelsheimer -. Lo mismo que todos ellos:


clamar por mi justicia.

La roca que cubría cada pared de la cueva comenzó


a resquebrajarse, y a caer. La luz anaranjada se tor-
nó en una intensa luz blanca. Ackland tuvo que ta-
parse los ojos con las dos manos. El brillo blanco
lo inundó todo, y una sensación de frío envolvió su
cuerpo.

Cuando la luz hubo desaparecido, la atractiva mo-


rena retiró las manos del rostro, y se vio en medio
de un pasillo, largo y de un radiante color blanco,
con dos paredes llenas de espejos a los lados. Cuan-
do sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz, se
giró, y miró hacia donde empezaba el pasillo; vien-
do a Neoldian y a E ich rodeando a Bernard Elder.

Todo su cuerpo se puso en tensión cuando vio a los


dos hombres vestidos de negro sacando dos dagas,
y clavándoselas a Elder repetidas veces; hasta que
se desplomó sobre el frío y blanco suelo, ahora sal-
picado de sangre. Cuando el cuerpo sin vida del jo-
ven moreno hubo tocado el suelo, los otros dos que
le habían apuñalado habían desaparecido. Melissa

144
Iñaki Santamaría

estuvo un rato buscándoles, hasta que los vio den-


tro de los espejos, uno a cada lado, y viniendo ha-
cia ella. Sus dos voces se unían en una sola cuando
hablaban.

Neoldian -. Durante demasiado tiempo ya se ha llo-


rado con las lágrimas de los sufrientes. Se acabó ya
el sufrimiento; se acabó ya el llorar.

Erich Hindelsheimer -. Muerto bajo la condena de


los que eligen, por propia voluntad, quitarse la vi-
da; ahora sólo queda el arrepentimiento. Se acabó
la justicia; persiste la venganza. La justicia misma
ha acabado por convertirse en venganza. En la ma-
yor venganza de todas.

Neoldian -. Un alma clamando por la justicia; una


noche preparada para la venganza. Hoy acaba lo
que nunca debió comenzar.

Erich Hindelsheimer -. Muerte en condena; muertes


para la salvación. La muerte siega la vida; la muer-
te trae la vida.

Neoldian -. Quien muere por amor, vive por la eter-


nidad, pese a condenar su alma; pues, ¿Qué es el al-
ma sin amor?

Erich Hindelsheimer -. Tú diste comienzo a esta


venganza, Melissa. Ahora, te toca a ti, y a nadie
más, ponerle fin.

145
Alter Ego

La hermosa chica se vio con un hombre a cada la-


do, uno enfrente del otro. Los dos la miraban de
manera fija e intensa. Un escalofrío le recorrió la
espalda cuando les observó blandir sus dagas en el
aire, amenazantes. Cerró los ojos, y tragó saliva.

Melissa Ackland -. Perdón.

Las dos dagas se detuvieron. Neoldian se tapó los


oídos con las dos manos, mientras negaba con la
cabeza.

Neoldian -. Silencio.

Erich Hindelsheimer -. ¿Qué has dicho, Melissa?

Neoldian -. Silencio.

Melissa Ackland -. Perdóname, Erich.

Neoldian -. ¡Silencio!

Todos los espejos comenzaron a estallar en mil pe-


dazos. Empezando por el inicio del pasillo, fueron
estallando todos, primero los del lado izquierdo, y,
seguido, los del lado derecho. Ahora, sólo queda-
ban en pie los espejos en los que estaban Neoldian
y Erich. El joven germano guardó las dos dagas, y
le miró a Melissa.

Erich Hindelsheimer -. Te perdono, Melissa.

146
Iñaki Santamaría

El cuerpo del hombre de la máscara blanca comen-


zó a retorcerse de dolor. Sus gritos resonaron por
todo el pasillo, hasta que el espejo donde estaba
estalló en mil trozos. Hindelsheimer y Ackland cru-
zaron sus miradas.

Erich Hindelsheimer -. ¿Ves como no era tan fifí-


cil? Y sólo he tenido que matarle seis veces para
que te terminaras de dar cuenta.

Melissa Ackland -. ¿Ha acabado ya, Erich? ¿Ha


acabado ya todo?

Erich Hindelsheimer -. En lo que a mí concierne,


no tengo ya motivo para seguir. Ya he cumplido mi
venganza; ya he obtenido mi justicia.

Melissa Ackland -. Siento lo que te hice, Erich.


Ojalá nada de esto hubiera pasado.

Erich Hindelsheimer -. Eso ya no importa; ya no


importa nada.

Mientras Hindelsheimer se giraba, la chica morena


observó a su lado a Elder. Con lágrimas de alegría
en sus ojos, los dos novios se fundieron en un cáli-
do y fuerte abrazo.

Melissa Ackland -. Gracias a Dios, ya ha terminado


todo.

Erich se giró, y una lágrima cayó de sus ojos grises.

147
Alter Ego

Erich Hindelsheimer -. Ya sólo queda una lágrima


por derramar. Pero no será esta noche.

Melissa soltó a Bernard. Había sentido unas gotas


de un líquido cálido y espeso al caerle sobre la ca-
beza. Elevó la mirada, y vio a su novio con una ho-
ja afilada y ensangrentada saliéndole de la frente, y
otra atravesándole la garganta.

Retrocedió asustada, y, mientras el cuerpo sin vida


de su novio caía al suelo, se giró y, furiosa, le miró
a Hindelsheimer. Éste se encogió de hombros.

Melissa Ackland -. Erich. ¡Me has engañado! Me


habías dicho que esto había terminado.

Erich Hindelsheimer -. Te dije que yo no iba a in-


tervenir más. No soy responsable de las decisiones
de los demás. Tú me jor que nadie deberías saberlo.

El chico rubio se dio media vuelta, dándole la es-


palda. A espaldas de la joven morena, Neoldian gu-
ardó las dos dagas, y desaprecio del pasillo, evapo-
rándose en el aire. Ackland miró el cuerpo ensan-
grentado de su novio, mientras Erich volvía a em-
puñar sus dos dagas.

Melissa Ackland -. ¿Vas a matarme tú ahora?

Erich Hindelsheimer -. Mi querida y muy bella Me-


lissa. Cuántas veces me has hecho esa pregunta. Y

148
Iñaki Santamaría

todas equivocadas. No tengo ninguna intención de


matarte. Pese a todo lo que pasó. No soy digno de
ello. No contigo. No pasa como con los demás.

Melissa Ackland -. ¿Cómo que “los demás”? ¿A


quiénes te refieres?

Erich Hindelsheimer -. A todos los demás, Melissa.


¿Has estado durmiendo desde el 22 de abril? Acu-
érdate de la detective Erika Silver.

Melissa se esforzó por recordar, pero no lograba re-


cordar ni una sola de las visitas que Erika Silver le
había hecho después de cada crimen.

Melissa Ackland -. No conozco a nadie con ese


nombre. ¿De qué me hablas?

Erich Hindelsheimer -. De algo que, al parecer, no


ha sucedido. Y, la verdad, tampoco importa.

Golpeó el cristal con las dos dagas, hasta que se


rompió en una infinidad de pedazos. Hindelsheimer
se esfumó de entre los cachos de espejo del suelo, y
Melissa siguió de pie, inmóvil, allí donde estaba.

De pronto, se giró. Había oído un ruido, que prove-


nía del otro extremo del pasillo. Mientras el ruido
iba en aumento, se quedó escuchando, expectante.

Con un rápido vuelo, un cuervo atravesó el pasillo


como una estrella fugaz cruzando el cielo. Los ojos

149
Alter Ego

de la negra ave se clavaron en el alma de Melissa,


quien se quedó petrificada.

El cuervo estaba a escasos metros de la chica, cuan-


do una llameante luz le rodeó. Ante la mirada ató-
nita de la hermosa morena, el ave adquirió forma
humana. Una preciosa chica morena, con ojos azu-
les, rostro pecoso, un vestido negro que le llegaba
por encima de las rodillas, unas botas negras, y dos
enormes alas negras en su espalda, desenvainó una
espada de filo de fuego, y atravesó con ella a Meli-
ssa de un lado a otro.

Elbony posó sus pies en el suelo, y, extendiendo


sus negras alas, levantó el cuerpo ensartado de Me-
lissa en lo alto; sintiendo cómo la sangre le salpica-
ba el rostro.

Elbony -. Pero hay cosas que ni el cielo puede per-


donar.

Ackland cayó sin vida al suelo, al lado del cadáver


de Elder. Elbony envainó su espada, y sintió el tac-
to calido de la sangre en su pecoso rostro. La chica
pecosa se agachó ante los dos cadáveres, y plegó
sus alas sobre los dos cuerpos; tapándolos por com-
pleto.

Todo quedó a oscuras.

Erika se acercó a Katheryne, una vez que esta últi-

150
Iñaki Santamaría

ma hubo terminado de fotografiar los dos cuerpos


sin vida que yacían sobre el suelo, rodeados de tro-
zos de cristales rotos. Sobre sus frentes, tenían gra-
badas una “A” y una “L”.

Erika Silver -. ¿Ha terminado ya de sacar fotos?

Katheryne O´Connor -. Sí. El cuerpo con la letra


“A” en la frente es de Bernard Elder. La chica mo-
rena se llama Melissa Ackland. Su amiga, creo re-
cordar. Parece ser que eran pareja.

La detective se quedó unos instantes mirando el cu-


erpo sin vida de Melissa. Parecía fuera de lugar.
Después de tantas charlas con ella, ahora tenía su
cadáver allí enfrente, sobre el suelo cubierto de
cristales rotos. Cuanto más lo pensaba, más incon-
gruente le parecía la escena.

Erika Silver -. Hay cristales rotos como para llenar


varias vidas de mala suerte. Y las plumas negras de
cuervo no me ayudan mucho.

Katheryne O´Connor -. Elder tiene tajos por todo el


cuerpo. En número suficiente como para haber mu-
erto siete veces seguidas. Quien quiera que lo hizo,
se quedó a gusto.

Erika Silver -.¿Y qué se sabe de la chica?

Katheryne O´Connor -. Ataque frontal. Atravesada


de un lado a otro. Le dejó un boquete de considera-

151
Alter Ego

ble tamaño. Como siempre, todas las heridas caute-


rizadas, y todo manchado de sangre.

Erika Silver -. Mande los cuerpos a Trapt, a ver si


averigua algo. Páseme el informe por fax.

Katheryne O´Connor -. ¿Ya se va del caso? ¿No


quiere saber quién es el asesino?

Erika Silver -. En este caso hay muchas cosas que


me superan. Necesito un poco de tiempo libre para
asimilarlas.

Katheryne O´Connor -. ¿Está segura de que no ha-


brá más muertes?

Erika Silver -. Estos dos eran los últimos. Todo está


“deadial”; completo. No hay razón para más muer-
tes.

Katheryne sonrió, y apagó la cámara.

Katheryne O´Connor -. Ha sido muy interesante


trabajar con usted, Silver. Le pediré de compañera
para el próximo asesinato.

Erika Silver -. Lo mismo digo. Ya me pasará los in-


formes cuando pueda. Suerte.

La detective dio media vuelta, y salió de la estan-


cia. O´Connor rió, y negó con la cabeza.

152
Iñaki Santamaría

La lluvia caía con gran fuerza sobre Londres. Eran


las doce y treinta y cinco minutos de la madrugada
del día 11 de junio del 2006. Dos siniestras siluetas
caminaban entre las lápidas del cementerio de
Highgate, hasta que se detuvieron enfrente de la
que estaba al lado de un montón de tierra removida,
entre la que había trozos humeantes de una lápida
hecha añicos.

La luz de un rayo brillando en el oscuro cielo ilu-


minó a las dos siluetas: Elbony y Neoldian se mira-
ron. El hombre con la máscara blanca en su rostro
se agachó, y, con la mano en la que llevaba el ani-
llo en forma de serpiente, dejó una rosa roja bajo la
lápida que señalaba la tumba de Melissa Ackland.
Con la otra mano, se quitó la máscara blanca ensan-
grentada, y la arrojó al suelo; rompiéndola en dos.
Elbony miró, sorprendida, a Erich, mientras la últi-
ma lágrima que le quedaba por derramar le resbala-
ba por el rostro, y caía al suelo.

Erich Hindelsheimer -. Ya no la voy a necesitar. Se


acabó ser Neoldian. Sólo se necesitan siete muertes
para alcanzar la redención, y yo ya he muerto de-
masiadas veces.

Se incorporó, y miró a la chica morena, quien tenía


sus alas negras extendidas.

Elbony -. Somos dos almas condenadas. Sólo nos


tenemos el uno al otro.

153
Alter Ego

Erich Hindelsheimer -. Por toda la eternidad. Sólo


tú y yo.

Elbony clavó sus ojos en la lápida de Melissa.

Elbony -. El amor ya es demasiado complicado por


sí mismo. Malditas sean las almas de los que lo
complican más.

Ambos se fundieron en un cálido abrazo. Las alas


de Elbony les rodearon, y se esfumaron en el aire;
en medio de un bosque de ángeles de mármol que
lloraban desconsolados su marcha.

Del cielo seguían cayendo lágrimas de tristeza, y la


niebla había comenzado a hacer acto de presencia;
confiriendo a aquella última estampa final un aire
mágico y melancólico; a la vez que la puerta del
cementerio chirriaba al abrirse y cerrarse al suave
son que le marcaba la última brisa de la última no-
che de nuestras vidas.

Finis.

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