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EL DIAMANTE NEGRO

por Carlos Gardini

Hace mucho tiempo cayó en Vendavalia una gran piedra que venía del espacio. Al
cruzar el cielo, empujada de aquí para allá por los fuertes vientos, se puso caliente y
roja. Se puso tan caliente y roja que se convirtió en cristal. El cristal cayó en el Lago
Negro de Frondaria y se incrustó en la tierra. Evaporó las aguas con su calor y se tiñó
del color negro del Lago Negro. Dejó en el cielo una estela incandescente que durante
siglos brilló como un arco iris.

Pueblos enteros siguieron ese arco iris para buscar el cristal. Cruzaron bosques, selvas y
pantanos hasta encontrarlo. Lo llamaron Diamante Negro y lo rodearon con una
muralla. Pensaban que el Diamante los protegería de todo mal, pero el Diamante no los
protegió sino que atrajo a otros pueblos codiciosos y la ciudad presenció muchas
guerras. Diez pueblos la sitiaron, destruyeron y construyeron diez veces. Cada nuevo
invasor alzaba una nueva muralla sobre la que había derribado, pero siempre había
nuevos invasores. Los últimos terminaron por creer que el Diamante Negro era una
maldición y abandonaron la ciudad. Muchos poetas cantaron la historia de la Ciudad de
las Diez Murallas y su diamante. Alrededor del Diamante Negro creció una leyenda
negra.

Sólo descubren desgracias

buscando la piedra oscura:

quien quiere el Diamante Negro

encuentra sólo negrura.

Un hombre muy sabio, un hombre que había leído todos los poemas sobre la Ciudad de
las Diez Murallas, un hombre que se sabía de memoria la historia de los héroes, reyes y
rufianes que habían luchado por el Diamante Negro, estudió las crónicas y reconstruyó
el camino que conducía a la ciudad. Ya nadie creía en la Ciudad de las Diez Murallas, y
muchos lo llamaron loco. Pero el sabio al que llamaban loco cruzó bosques, selvas y
pantanos y llegó a un claro inmenso, y por el claro llegó a un puente, y por el puente a
una ciudad en ruinas, y entre las ruinas descubrió el líquido destello del cristal por el
que tantos hombres habían peleado durante tantos siglos.
El sabio desandó pantanos, selvas y bosques y llegó al puerto de Susumur, donde
abordó un barco-tortuga para volver a su tierra.

Mientras el barco-tortuga surcaba el Mar del Corcho Hundido entre tormentas y


vendavales, el sabio dibujó un plano con instrucciones que indicaban cómo llegar a la
Ciudad de Las Diez Murallas. Se proponía buscar gente que extrajera el Diamante
Negro, algo que él no podía hacer solo porque el Diamante era enorme y pesado. Pero,
entre tormentas y vendavales, el sabio pensó que era verdad que el Diamante Negro sólo
traía desgracias. Él se daba por contento con saber que los poemas no mentían y la
belleza del Diamante Negro era algo más que una leyenda. Pero esa belleza no
necesitaba dueño, así que decidió tirar el plano y guardar el secreto.

El sabio subió a la cubierta del barco-tortuga y entre tormentas y vendavales se despidió


del plano. Iba a romperlo, pero el viento le arrancó el papel de las manos.

El papel subió al cielo y voló hacia el sur. Cruzó el Mar de la Pereza y cayó en un
pueblo de Turquemacia.

Este pueblo se llamaba Tintinal. Su gente vivía del cultivo y la venta de las flores de
cristal, pero ese año la cosecha había fallado. Los tintinalios no podían vender sus flores
y se morirían de hambre. El papel cayó en el sombrero del alcalde, que en ese momento
se rascaba la cabeza pensando cómo resolvería el problema del hambre. Como era
calvo, siempre se rascaba la cabeza con el sombrero puesto, para tener algo que rascar.
Esta vez notó algo raro en el sombrero. Vio que ese algo raro era un papel, y después
vio que el papel tenía un dibujo, y después vio que el dibujo era un plano de la Ciudad
de las Diez Murallas. Pensó Diez Murallas y pensó Diamante Negro, y pensó que el
Diamante Negro podía salvarlos de la miseria.

El alcalde reunió a los tintinalios y pidió un voluntario para el viaje. Muchos querían ir,
pero en Tintinal no había plata para costear el viaje de muchos. Eligieron por sorteo a
un joven bonachón llamado Tobaldo, y todos los ahorros de Tintinal se invirtieron en el
viaje de Tobaldo. El alcalde organizó una ceremonia en la plaza mayor de Tintinal. Puso
el plano en una bandeja de cristal y le alcanzó la bandeja a Tobaldo. El joven, muy
emocionado, tropezó e hizo caer la bandeja. Atajó la bandeja a tiempo, pero el viento le
arrebató el papel de las manos. Por suerte, el alcalde había memorizado el plano y las
instrucciones.

El papel voló hacia el norte sobre el Mar de la Pereza. Un viento lo arrastró, una brisa lo
detuvo, y una ráfaga lo enganchó en la cola de la Isla del Mago Dragón. La Isla del
Mago Dragón era un mago que era una isla con forma de dragón. Como era un dragón,
era todo verde. Como era una isla no podía moverse de donde estaba. Como era un
mago, podía hacer cosas imposibles para otros. Pero su magia, como todas las magias,
tenía sus limitaciones: el Mago Dragón podía desatar grandes lluvias pero era incapaz
de reparar un paraguas.

Cuando leyó el papel, el Mago Dragón quiso tener el Diamante Negro, pero para eso
necesitaba ayuda. Lanzó un rugido para llamar a Petrambol, un famoso malhechor que
se había dedicado toda la vida al robo y la piratería pero siempre andaba en la vía. Tenía
gustos caros, y no había asalto que le alcanzara para llegar a fin de mes. Una gran
cicatriz le cruzaba la frente, dándole un aspecto temible. Se rumoraba que la cicatriz era
el recuerdo de una cruenta batalla contra otro pirata famoso, pero las malas lenguas
decían que era apenas el recuerdo de un golpe que se había dado contra la pared cuando
era chico, por su eterna costumbre de caminar mirando al suelo para encontrar monedas.
Petrambol llegó a la Isla Dragón, y el Mago le mostró el plano y le dio una formula
mágica que debía utilizar cuando encontrara el Diamante Negro. El Mago prometió que
si conseguía el diamante le daría la fórmula de la Riqueza Inagotable, pero que si lo
traicionaba le echaría la maldición de la Desdicha Interminable. Petrambol aceptó el
desafío. Alzó el papel con una mano y declaró con solemnidad:

—Yo, Petrambol el pirata, juro por todos los…

Nunca sabremos por todos los qué, pues un ventarrón le arrancó el papel de la mano y le
dejó la boca llena de puntos suspensivos. Por suerte, el Mago había memorizado el
plano y las instrucciones.

El papel voló hacia el sur sobre el Mar del Corcho Hundido. Un huracán lo elevó, un
tifón lo envolvió y un soplido lo posó en la ciudad de Laxaria.

En esa capital del lujo, Melania, una hermosa muchacha cuya única fortuna eran su pelo
negro y sus ojos negros, trataba de ganarse la vida entre ricos. Trabajaba de mesera en
una taberna, y en ese momento iba de aquí para allá llevando bandejas de comida, entre
los gritos del patrón y los gritos de la clientela. El patrón gritaba "Aquella mesa está sin
atender" o "Este pedido era para la mesa diez y no para le mesa veinte". La clientela
gritaba "Esta sopa está fría" o "Esta sopa está caliente" o "Esta sopa está tibia".

El papel cayó en la bandeja de Melania. Ella lo leyó y pensó: Con esto podría ser rica.
Un gordo protestó porque el guiso no tenía sal, no tenía pimienta, no tenía sabor. Antes
había protestado porque tenía demasiado condimento. Melania, sin soltar el plato ni la
bandeja, descargó el salero y el pimentero en el guiso del gordo. El patrón la amenazó, y
ella le plantó la bandeja en la cara y salió a la calle. Con un grito de alegría, lanzó el
papel al aire para festejar. Pero el papel no cayó al suelo, porque el viento lo arrebató.
Por suerte, Melania había memorizado el plano y las instrucciones.

6
El papel voló hacia el este sobre el Mar del Corcho Hundido y el Mar de la Pereza. Un
vendaval lo empujó, un huracán lo frenó y un airecito lo depositó en el pueblo de
Molaria.

Allí había un joven llamado Laconio que picaba piedras para ganarse la vida. No
hablaba nunca. El capataz lo trataba a grito pelado, pero él callaba, picando y picando
piedras. No escuchaba los gritos, sólo sudaba y se ensuciaba de polvo, porque era pobre
y con refunfuñar no ganaba nada. Estaba picando piedras cuando el papel se le
enganchó en el pico. Lo tomó con la mano para secarse la transpiración, pero vio que
había un dibujo con instrucciones. Los dibujos le gustaban, y miró el plano con
atención. Leer no le gustaba tanto, pero igual leyó las instrucciones. Laconio no sabía
nada de planos ni de historia antigua, pero algo sabía de piedras. Cuando vio Diez
Murallas y vio Diamante Negro, pensó que podría salir de pobre. El capataz lo vio
leyendo y le preguntó qué cuernos leía en vez de picar piedras. Laconio no dijo nada.
Arrojó al suelo el pico y el plano. El pico rebotó en el dedo gordo del pie del capataz y
volvió a las manos de Laconio, pero el papel fue arrebatado por el viento. Por suerte,
Laconio había memorizado el plano y las instrucciones

El papel voló hacia el sur sobre el Mar de la Pereza. Una tromba lo impulsó, un
temporal lo atajó y una racha lo soltó en Ciudad Miau. Un gato de Ciudad Miau lo tocó
con la pata y se puso a jugar con él. Pronto más gatos saltaron sobre el papel y
terminaron por destrozarlo.

En Vendavalia casi todos viajan en barco-tortuga para no llegar pronto a ningún lado.
Los excéntricos que quieren llegar pronto toman una de esas naves voladoras llamadas
avispones y atraviesan el aire zumbando. Para llegar al Diamante Negro, había que
llegar primero al puerto de Susumur. Melania y Laconio, una en Laxaria y el otro en
Molaria, compraron un pasaje a Susumur y cada cual tomó un barco-tortuga. Querían
viajar despacio para pensar en todo lo que harían cuando tuvieran el Diamante Negro.
Petrambol y Tobaldo, uno en Tunebraria y el otro en Turquemacia, compraron sus
pasajes y cada cual tomó un avispón. Uno tenía apuro porque era codicioso. El otro
tenía apuro porque su gente tenía hambre. Pero como había pocos avispones, y menos
que recorrieran la misma zona al mismo tiempo, los pilotos eran muy distraídos. Cerca
de Susumur estos dos chocaron en el aire, y pilotos y pasajeros cayeron al mar.

Flotaron largo tiempo en el oleaje, aferrados a los restos de los avispones. Los pilotos,
tragando agua, se culpaban uno al otro por el choque, mientras Petrambol y Tobaldo
suspiraban de impaciencia. Pasaron días y días, y cuando ya se les terminaban las
raciones los recogió un barco-tortuga. En ese barco viajaba Laconio.

Al desembarcar, los tres viajeros se alojaron en la Posada del Pájaro-Nube. El plano


indicaba que para encontrar la Ciudad de las Diez Murallas había que tomar por el
Camino de las Cruces. El Camino de las Cruces, llamado así porque estaba lleno de
encrucijadas para desorientar a los viajeros despistados, era una ruta antigua. Ya nadie
la usaba, pues la cubrían malezas que después se volvían bosque y después selva.
Petrambol preguntó al posadero dónde quedaba el Camino de las Cruces.

—Me interesa la historia antigua, y quisiera ver si allí hay inscripciones —explicó.

Más tarde, Tobaldo le hizo la misma pregunta.

—Me interesan los caminos, y quisiera ver cómo los construían en otros tiempos —
explicó.

El posadero se extrañó de que dos personas preguntaran el mismo día por un lugar
adonde nunca iba nadie. Más tarde, Laconio le hizo la misma pregunta, pero no dio
ninguna explicación.

El posadero, atando cabos, recordó las viejas leyendas. Nunca había creído en ellas,
pero si tres extranjeros preguntaban el mismo día por lo mismo, algo tenía que haber.
Llamó a una pandilla de bandidos que él capitaneaba en secreto. El negocio del
posadero consistía en averiguar cuáles clientes viajaban con más dinero encima, y los
bandidos los asaltaban apenas se iban de la posada.

—Esos tres deben saber algo sobre la ciudad perdida —dijo el posadero—. Consigan la
información.

—¿Podemos pegarles? —preguntó un bandido que tenía un anillo con forma de garrote.

—Claro que sí, Amoroso —suspiró el posadero, palmeándole la cabeza.

Amoroso sonrió y besó el garrote del anillo.

Melania, que había llegado en otro barco, se alojó en la Posada del Pájaro-Avispa y
compró provisiones para el viaje. Antes de partir, gastó sus últimos ahorros en un
delicioso desayuno en el comedor de la posada. Habló con la mesera y le contó que ella
también había sido mesera. Intercambiaron anécdotas, y Melania preguntó por el
Camino de las Cruces. La mesera explicó que ya nadie usaba ese camino. Estaba en el
linde de la ciudad, en un parque abandonado. Era un lugar desierto lleno de ruinas y
estatuas antiguas. Melania le dio las gracias y le dejó una buena propina.

Mientras ella salía de la posada, Petrambol, Tobaldo y Laconio llegaban al Camino de


las Cruces. El principio del camino era un gran arco con dos pilares. Luego se
prolongaba en losas de piedra que se perdían en una maleza oscura. En los pilares había
inscripciones antiguas, llenas de nombres altisonantes: Por aquí pasó el emperador
Fulano o Aquí inició su gloriosa campaña el general Mengano. También había
inscripciones no tan antiguas, como Viva yo y mueran los otros, y Te amo dentro de un
corazón atravesado por una flecha.

Petrambol, Tobaldo y Laconio se pusieron a leer las inscripciones. Todos simulaban no


conocerse, pero Petrambol y Tobaldo habían sufrido juntos el accidente de los
avispones y Laconio los había visto a ambos en el barco-tortuga. Los tres se miraban de
reojo con desconfianza. Cada cual empezó a sospechar que los demás no estaban allí
haciendo turismo. Los bandidos los observaban ocultos entre las ruinas.

—El jefe tiene razón —dijo uno—. Esos tipos saben algo.

—A lo mejor son sabios que estudian las inscripciones y las estatuas —dijo Amoroso.

Y sus compañeros le explicaron amablemente:

—Los sabios no llevan pico, idiota.

—Los sabios no tienen cicatrices en la frente, tarado.

—Los sabios no tienen ese aire bonachón, imbécil.

—Esos saben algo —insistió el primero—, y será mejor que lo averigüemos pronto.

—¿Podemos pegarles? —preguntó Amoroso, acariciándose el anillo con forma de


garrote.

—Claro que sí —dijeron sus compinches, palmeándole la cabeza.

Y sin decir agua va, atacaron por sorpresa a los tres viajeros.

Melania llegó al Camino de las Cruces pensando que no habría nadie y en cambio se
encontró con una trifulca de padre y señor mío. Los tres viajeros, por instinto, habían
hecho causa común contra los bandidos, que los superaban en número. Petrambol se
defendía con su garrote y su cuchillo, Tobaldo con uñas y dientes y Laconio con el pico
de picapedrero. Pero no podían contra todos ellos. Petrambol quiso huir, abandonando a
sus compañeros de lucha, y al dar la espalda recibió un mazazo en la nuca que lo dejó
tendido. Tobaldo quiso ayudar a Laconio pero tropezó, y Laconio sin querer lo golpeó
con el pico. Melania pensó en internarse en el camino aprovechando la distracción de
todos, pero había visto muchas tremolinas en la taberna y no le gustaban las peleas
desiguales. Usando la técnica que había aprendido para arrojar los platos sucios al
mostrador, tomó cascotes y empezó a tirarlos contra los bandidos. Los bandidos se
dieron vuelta y sólo vieron estatuas.

—Las estatuas antiguas se han ofendido porque las molestan —gritó uno.

—¿Podemos pegarles? —preguntó Amoroso.

Y sus compañeros le explicaron amablemente:

—Son dioses, papanatas.


—Son poderosos, mentecato.

—Son invencibles, descerebrado.

Y todos echaron a correr. Amoroso se quitó el anillo con forma de garrote para correr
más rápido y los siguió. Cuando se perdieron de vista, Melania salió de su escondite y
se acercó a Laconio.

—Gracias —dijo Laconio—. Te debo una.

—Ajá —dijo Melania.

Señaló a Petrambol y Tobaldo y preguntó quiénes eran. Laconio se encogió de hombros.

—De pronto hay mucha gente en este lugar desierto —rezongó Melania. Le preguntó a
Laconio qué hacía allí.

—Soy picapedrero —dijo él, como si eso fuera una explicación.

—Ya veo —dijo Melania, y le pidió prestado el pico. Laconio se lo dio con orgullo—.
Muy lindo pico —comentó Melania, y añadió—: Sospecho que todos buscamos lo
mismo, pero quiero ser la primera en llegar.

Y descargó el pico en la cabeza de Laconio, atontándolo con el golpe. Gritó adiós y


echó a correr riendo por el Camino de las Cruces.

10

Cuando los tres viajeros se repusieron de los golpes, Tobaldo hizo un llamado a la
conciliación.

—Creo que todos queremos llegar al mismo lugar. Buscamos la Ciudad…

—De las Diez Murallas… —añadió Petrambol de mala gana.

—Y el Diamante Negro —concluyó Laconio a regañadientes.

—Ya hemos visto lo que pasó —dijo Tobaldo—. Yo creo que nos conviene ayudarnos.

—Es verdad —dijeron los otros.

Tobaldo pensaba que un solo Diamante Negro bastaría para saciar el hambre de su gente
y enriquecer a sus compañeros. Petrambol pensaba que cuando encontraran el Diamante
Negro sólo él tendría la fórmula que le había dado el Mago Dragón. Laconio pensaba en
Melania.

Los tres echaron a andar por el Camino de las Cruces.

Al principio la marcha fue fácil, pero la vegetación era cada vez más densa. Petrambol
limpiaba las malezas con el garrote y el cuchillo, Tobaldo con uñas y dientes, Laconio
con el pico. Cada vez que llegaban a una encrucijada, se consultaban ("Las
instrucciones decían a la izquierda" o "Las instrucciones decían a la derecha") y seguían
adelante. Pero Laconio se retrasaba cada vez más, porque buscaba una flor para
Melania. Aunque le guardaba cierto rencor por el golpe, le gustaban sus ojos negros.
Pero los otros no sabían nada de Melania y le preguntaban por qué se demoraba.

—Busco una flor —decía Laconio.

—Qué ocurrencia —protestaron los otros, y decidieron no esperarlo más.

Laconio encontró al fin una flor grande, roja y carnosa. Quiso arrancarla y no pudo.
Porque no era una flor, sino una boca de pulpogro, una de las fieras más fieras de las
selvas de Frondaria. En cuanto Laconio tironeó, el pulpogro se le echó encima para
devorarlo con esa boca que parecía una flor.

Laconio no pidió ayuda: normalmente hablaba poco, y el miedo le había trabado la


lengua. Los otros dos estaban demasiado adelantados para verlo. La boca tragó a
Laconio hasta la cintura. Laconio, desesperado, se puso a golpear una rama con el pico.
La rama cayó sobre el pulpogro, que escupió un quejido y de paso escupió a Laconio,
quien aprovechó para escapar.

Avanzó medio mareado por la selva cada vez más densa. El miedo le había borrado
momentáneamente el recuerdo del plano, pero decidió guiarse por las ramas rotas por
sus compañeros. Al llegar a una encrucijada, encontró a Tobaldo tendido en el suelo.

—Nos acostamos a descansar —le explicó Tobaldo—, pero cuando desperté Petrambol
ya no estaba, y mis provisiones tampoco.

Laconio no dijo nada. Le dio agua y algo de comer. Mientras Tobaldo se reponía,
Laconio vio otra flor y quiso arrancarla. Ésta era plumosa y blanca, pero tampoco era
una flor sino una cola de pájaro-nube. El pájaro-nube se asustó, chilló y echó a volar.
Laconio, agarrado de la cola, sólo entonces comprendió que era un pájaro. Al principio
tuvo miedo de la altura, pero después notó que desde arriba el Camino de las Cruces se
veía mejor. Usó la cola del pájaro como timón y lo obligó a seguir el camino. Mientras
se entretenía admirando el verdor (y buscando una flor para Melania) divisó dos figuras
humanas en el follaje: Petrambol había alcanzado a la muchacha y la había atado a un
tronco. Laconio soltó la cola del pájaro y cayó en la copa de un árbol. Bajó despacio, sin
hacer ruido, rama por rama, para sorprender al hombre de la cicatriz. De paso, en una de
las ramas encontró una flor azulada. La miró con desconfianza, pero olió el perfume y
comprobó que era una verdadera flor. La arrancó y siguió bajando para acercarse a la
muchacha maniatada y a Petrambol, que la amenazaba con el garrote y el cuchillo.

—Somos muchos los que buscamos el Diamante Negro —le decía Petrambol a Melania.

—Demasiados —convino Laconio, lanzándose sobre el pirata. Petrambol reaccionó de


inmediato descargando una lluvia de garrotazos y cuchillazos sobre Laconio.
Sorprendido de su propia agilidad, Laconio los esquivaba todos. Sorprendido de su
propia fuerza, logró pegarle a Petrambol y lo hizo rodar por el aire. Mientras ataba a
Petrambol a un árbol, sintió una languidez y un mareo. Entonces comprendió: era la
flor, cuyo perfume producía un efecto vigorizante que ahora se disipaba. La olió de
nuevo, pero la flor azul, una vez arrancada del tallo, era totalmente inocua.

—En vez de oler flores, podrías desatarme —protestó Melania.

Laconio se le acercó y le puso la flor en la oreja.

—Estamos a mano —le dijo.

—Te lo agradezco. Pero más te agradecería que me liberaras de una buena vez.

—Lo haría con gusto —dijo él—, pero preferiría llegar primero. Te dejaré el cuchillo de
nuestro amigo.

Y mientras Melania, rezongando, cortaba las cuerdas que la sujetaban, Laconio dijo
adiós y se internó riendo en el Camino de las Cruces, que cada vez era menos camino y
más selva.

11

Laconio se internó en la vegetación picando árboles como si picara piedras. Se enredó


en unas lianas y mientras se desenredaba comprendió que sería más fácil avanzar
saltando de liana en liana. Trepó por un tronco caído y se colgó de una liana peluda y
multicolor. Algo chilló allá arriba y la liana se agitó con fuerza. Laconio alzó los ojos y
vio que no era una liana sino la cola de un animal peludo y multicolor. El animal peludo
y multicolor lo lanzó hacia atrás y hacia arriba con un fuerte coletazo. Mientras volaba
sobre las copas de los árboles, Laconio lamentó perder parte del camino recorrido. Por
suerte aterrizó sobre una cosa blanda. Irguió la cabeza, aturdido, y vio a Melania delante
de él.

—Gracias, te debo una —dijo Melania, señalando la cosa blanda.

Laconio, aún mareado por el vuelo acelerado y el aterrizaje forzoso, miró lo que tenía
debajo. Parecía una flor roja. Tiritando de miedo, comprendió que había derribado otro
pulpogro.

—No podía dejarte sola —alardeó, disimulando el miedo y levantándose con orgullo.
Observó complacido que Melania aún llevaba en la oreja la flor azul que él le había
dado.

—Sigamos juntos —propuso.

Y siguieron juntos por la selva enmarañada, bajo las lunas azules y el sol rojo, en el
calor del día y el frío de la noche, entre los cotorreos, rugidos, rumores, bramidos y
susurros que poblaban los árboles. El suelo era pegajoso y blando, y lo pisaban con
cuidado por temor a los pantanos, pero al fin empezó a endurecerse.
—Ahora el suelo es más duro —dijo triunfalmente Laconio—. Sin duda hemos pasado
la zona de los pantanos.

Avanzó resueltamente y de golpe quedó hundido hasta la cintura en un líquido barroso:


una ciénaga lo engullía rápidamente. Mejor no repetir la exclamación de Laconio, que
aludía con cierta crudeza a la blandura del suelo. Melania, acostumbrada a oír cosas
peores en la taberna, le tendió una mano. Tiró con todas sus fuerzas, pero no lograba
sacarlo. Laconio vio una flor azul y la señaló.

—Ya tengo una flor azul —dijo ella.

—No —tartamudeó Laconio—. Hay que olerla.

—No es momento para oler flores —contestó ella, lagrimeando mientras se esforzaba
por salvarlo. El agua barrosa ya llegaba al cuello de Laconio.

—La flor… —balbuceaba él—, la flor… quiero que huelas la flor. —Y al decir "flor"
soltó un gorgorito porque el agua barrosa ya le cubría la boca.

Ella pensó: Pobrecito, es su último deseo. Sin soltarlo, olió la flor azul, y cuando tiró de
nuevo para sacarlo, ya sin esperanzas, Laconio salió despedido de la ciénaga y fue a dar
contra un árbol.

—¿Pero qué pasó aquí? —preguntó Melania mirándose el brazo, admirada de su fuerza.

—De nuevo estamos a mano —dijo Laconio.

Le explicó el efecto que surtía la flor azul y arrancó la flor para ponerla en la oreja de
Melania, pues la otra ya estaba marchita. Al ponerle la flor en la oreja, le acarició el
pelo con ternura. Ambos suspiraron y evitaron mirarse, y pronto reanudaron la marcha.

12

Laconio y Melania rodearon la ciénaga y llegaron a un río donde Laconio aprovechó


para limpiarse. Al cruzar el río, no encontraron más rastros del Camino de las Cruces.

—Estamos perdidos —dijo ella.

—No, no estamos perdidos —dijo él—. Tiene que haber alguna señal, algún rastro del
Camino. —Miró, y tanteó el suelo con el pico, pero no encontró nada. Al fin tuvo que
admitir—: Sí, estamos perdidos.

Temblaron, amenazados por los ruidos de la selva. Las tres lunas asomaban sobre las
copas de los árboles. La negrura del anochecer se pobló de azul, volviéndose más
amenazadora y fantasmagórica. Melania rompió a llorar. Laconio quiso llorar pero no
pudo porque no estaba acostumbrado.
De pronto, a poca distancia, vieron sobre los árboles un resplandor líquido y negro que
se confundía con el resplandor líquido y azul de las tres lunas. Caminaron hacia el
resplandor y la selva terminó de golpe. Ante ellos se extendía un claro inmenso. Había
una superficie de roca blanca que terminaba en un reborde. El reborde daba a un
precipicio, y sobre el precipicio había un puente de piedra. El puente llegaba a una
ciudad en ruinas, rodeada por construcciones que en un tiempo habían sido murallas y
ahora eran piedras amontonadas. En el centro de la ciudad, los rayos de las lunas
rebotaban sobre una superficie lustrosa: el Diamante Negro, en el corazón de la Ciudad
de las Diez Murallas. Felices, decidieron descansar para cruzar el puente al romper el
alba.

Cuando cantó el pájaro del amanecer, empezaron a cruzar el puente. En la roja luz del
día, ya no se distinguía el resplandor del diamante. El fondo del precipicio, opaco en la
noche, brillaba como un tendal de carbones encendidos. Cientos de armaduras rotas
relucían en el polvo.

Entraron en la ciudad. El viento barría las calles y sus quejidos parecían los quejidos de
mil fantasmas. Laconio y Melania, asustados, se tomaron las manos. En algunas partes
se notaban las diferencias entre las sucesivas murallas, construidas una encima de la otra
para defender la ciudad contra los sucesivos invasores. Gigantescos ídolos de piedra,
cascados y descascarados, los miraban con sus ojos ciegos. Atrás, más allá del puente,
un resplandor humoso colgaba sobre la selva. En la ciudad, el aire era limpio y caliente.

Atravesaron corredores, subieron escaleras, treparon paredes. Llegaron al corazón de la


ciudad. Allí vieron una laguna negra. Se acercaron y tocaron el agua. Era agua dura, fría
como cristal. Comprendieron que esa laguna inmensa no era una laguna, sino el
Diamante Negro, incrustado en la tierra. En el aire caliente, los reflejos temblaban como
agua. Se abrazaron con alegría. Y también comprendieron, con repentina tristeza, que
no podrían cargar con ese diamante.

13

Laconio golpeó el diamante con rabia, y el pico se le partió. Melania arrojó una piedra
al centro del Diamante Negro, y la piedra se astilló. Cansados y desalentados, se
durmieron. Laconio tuvo una pesadilla donde picaba piedras con el pico roto. Melania
tuvo una pesadilla llena de bandejas y clientes gordos. Los despertó el vozarrón de
Petrambol, un trueno entre las paredes de la ciudad en ruinas. Junto a él estaba Tobaldo.

—Nos volvemos a ver —dijo Petrambol—. Por suerte, este joven me encontró en medio
de la selva y tuvo la generosidad de desatarme.

—Así es —dijo Tobaldo de buen humor—. A cambio de la devolución de mis


provisiones, y de un trato justo para todos.

Melania y Laconio miraron intrigados a Tobaldo.

—El trato —explicó Tobaldo— consiste en que cada cual tendrá su parte. Hay para
todos. —Y sonrió satisfecho.
—Creo que es un trato justo —comentó Petrambol, caminando sobre el Diamante
Negro. La cicatriz de la frente le brillaba como azabache en el resplandor—. Es más,
creo que es demasiado justo para que yo lo respete. —Y rugió, amenazándolos con el
garrote—: El diamante es de mi amo el Mago Dragón.

—¿Y cómo lo llevarás? —preguntó cansadamente Melania, sin levantarse.

—Es una buena pregunta —dijo Petrambol—. Y tengo una buena respuesta. Cuando
diga la fórmula mágica que me ha dado mi amo, el Diamante Negro se reducirá al
tamaño de una nuez. Y cuando diga la segunda parte de la fórmula, el Diamante Negro
volará al lugar que yo nombre y allí recobrará su tamaño natural.

Sin dejar de blandir el garrote, caminó hacia el borde del diamante. Tobaldo rompió a
llorar.

— Lo habías prometido —sollozó.

—Claro que sí —dijo Petrambol—. Y jamás cumplo mis promesas. No pretenderás que
falte a mis principios.

—No llores —dijo Laconio—. Ya seremos ricos en otra ocasión.

—Y le romperemos la crisma a ese energúmeno —dijo Melania.

—Yo no quería ser rico —lloriqueó Tobaldo—. Yo vine aquí porque mi gente se muere
de hambre. —Y contó la historia del fracaso de la cosecha en Tintinal.

—Una historia conmovedora —rió Petrambol—. A mí me la contó en el camino. En


realidad, es triste que haya pobres. Pero si no hubiera pobres, ¿qué gracia tendría ser
rico?

14

Sin dejar de reír, Petrambol recitó la primera parte de la fórmula. Las palabras sonaron
como mazazos entre las paredes derruidas. El Diamante Negro se achicó hasta reducirse
al tamaño de una nuez, perdiéndose de vista en el pozo donde estaba incrustado. La risa
de Petrambol se cortó de golpe: la ciudad estaba construida alrededor del diamante, y al
achicarse la gema, cayeron vigas, paredes y contrafuertes. Hubo temblores y sacudones,
y donde estaba el gigantesco diamante quedó un gigantesco boquete con un guijarro
negro en el fondo.

Llovían cascotes y polvo. Laconio se aferró de una columna, Melania se aferró de


Laconio, Tobaldo de aferró de Melania. Petrambol, que estaba lejos de los tres, no tuvo
de donde aferrarse y cayó por el boquete. Atinó a clavar los dedos en el borde y quedó
colgando sobre el abismo. El miedo le cerraba la garganta, pero se puso a recitar la
segunda parte de la fórmula mágica. Cuando cesaron los temblores, Laconio se le
acercó con el pico roto.
—No te apures tanto —le dijo, amenazando con golpearle los dedos.

—Cuando termines de recitar la fórmula, repetirás el nombre que digamos nosotros —


dijo Melania—. A menos que prefieras viajar sin escalas hasta el fondo del pozo.

Tobaldo, sentado en una estatua caída, maldecía contra la codicia de la gente. Petrambol
terminó de recitar e interrogó a Laconio y Melania con los ojos. Ambos se miraron y
dijeron al unísono:

—Tintinal.

—Tintinal —repitió Petrambol con resignación.

El guijarro diminuto que era el Diamante Negro se elevó desde el fondo del pozo y se
perdió velozmente en el cielo. Tobaldo, sin creer lo que veía, saltaba de alegría y
gratitud. Entre los tres sacaron a Petrambol del pozo. El pobre pirata estaba tan abatido
que ni siquiera se le veía la temible cicatriz. Una gran voz estalló en el cielo.

—¡imbécil! —dijo un rugido de dragón. Y los tres vieron cómo Petrambol se volvía
muy chiquito y salía despedido al cielo como el Diamante Negro, aunque en otra
dirección.

—No sé cómo agradecerles —dijo Tobaldo.

—Yo sí —dijo Laconio, señalando la flor azulada y marchita que Melania llevaba en la
oreja—. Quiero para Melania una flor que no se marchite, una flor de cristal.

Tobaldo prometió que la primera flor de la próxima cosecha sería para Melania, y los
tres festejaron entre las ruinas brindando con agua, porque vino no tenían. Al día
siguiente cruzaron el puente de piedra y emprendieron el regreso por la selva,
alejándose de esa ciudad y sus fantasmas. En el fondo del precipicio, las armaduras
rotas relucían al sol.

15

Más allá de la selva, y más allá del mar, el Diamante Negro cayó cerca de Tintinal y
recobró su tamaño. Los tintinalios vendieron el Diamante Negro al emperador de
Salpicondia, que buscaba algún tesoro importante para poder ocultarlo y tener miedo de
los ladrones. Nunca más pasaron hambre, pero siguieron cultivando sus flores de cristal.

Y más allá de la selva, en medio del mar, Petrambol cayó en la isla del Mago Dragón,
que le echó la maldición de la Desdicha Interminable. Esa maldición consistía en
aguantar las aburridas historias que el Mago Dragón inventaba en su soledad de Isla
Dragón. Porque el Mago Dragón, con toda su magia, jamás pudo inventar una historia
entretenida, y dicen que el pobre Petrambol se aburrió tanto que juró por todos los
puntos suspensivos del mundo que nunca más le robaría nada a nadie. Fiel a sus
principios, jamás cumplió esa promesa.
Y en Susumur, en la Posada del Pájaro-Nube, el posadero lloraba por las riquezas que
había perdido y los chichones que se había ganado. Le había dado un coscorrón a
Amoroso como castigo por perder el anillo con forma de garrote. Los bandidos salieron
en defensa de su compañero, molieron al posadero a golpes y se fueron a buscar un
trabajo honesto. Amoroso era el único que no le había pegado, pero también se había
ido con ellos.

Y en medio de la selva, en el Camino de las Cruces, Tobaldo soñaba con los honores
que recibiría, y Melania y Laconio con nuevas aventuras.

Y mientras ellos buscaban nuevos rumbos, la Ciudad de las Diez Murallas se


derrumbaba poco a poco, empujada por los fuertes vientos. Así se cumplía la predicción
de una canción antigua:

Sopla el viento, sopla el viento

y la ciudad se derrumba:

ya no oculta más tesoros,

ahora es su propia tumba.

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