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posguerra
Rafael Narbona
14 agosto, 2018
El primer centenario del nacimiento de Antonio Buero Vallejo pasó de puntillas. Sus obras apenas
pisaron los escenarios y la prensa se limitó a cumplir sumariamente con su obligación de evocar a
una de las grandes figuras del teatro español del siglo XX. La obra de Buero Vallejo ha soportado la
hostilidad del periodista, ensayista y crítico teatral Eduardo Haro Tecglen, que describió su teatro
como “un canto a la costumbre, a la monotonía, a lo agotado”, y del profesor, escritor y crítico literario
Miguel García Posada, que escribió un obituario particularmente despiadado, afirmando que sus
textos se caracterizaban por “un prosaísmo verista nunca cargado de trascendencia poética”. Ambos
juicios me parecen injustos y, por su ferocidad, insinúan la intervención de emociones personales que
se despreocupan de cualquier pretensión de ecuanimidad. La obra dramática de Buero Vallejo, con
sus cimas y sus caídas, sí posee trascendencia poética, pues aborda con originalidad y voz propia
cuestiones esenciales, como el sentido de la vida, la angustia ante la muerte, el absurdo, la libertad
frente al poder político, el compromiso, los diferentes rostros del mal, la fraternidad, las ensoñaciones
románticas, el miedo, la soledad, la utopía de un mundo sin injusticias ni agravios.
La herida de la Guerra Civil palpita en todas las obras de Buero Vallejo. Su oposición a la
dictadura franquista no es complaciente u oportunista, sino honesta y airada, pero con la generosidad
necesaria para superar un trauma colectivo mediante el diálogo y la reconciliación. Alfonso Sastre
acusó a Buero de posibilismo, de transigir con el régimen, enarbolando una disidencia domesticada.
Aunque ambos dramaturgos simpatizan con el socialismo, difieren en su forma de plantear la acción
política. Sastre entiende que es legítimo recurrir a la violencia para transformar el orden social. Por
el contrario, Buero cree firmemente en las vías democráticas. Su experiencia personal le ha enseñado
que la confrontación cruenta sólo perpetúa los conflictos. Su disidencia inteligente, meditada, no
es un guiño al régimen, sino al futuro. Sus personajes conocen la tortura, el encierro, la humillación,
el miedo, pero luchan para no ceder al odio y el rencor. Saben que es el único camino para preservar
su dignidad. Sastre nunca apoyó la Transición, pues opinaba que sólo era una maniobra reformista
orquestada por las élites franquistas. En cambio, Buero saludó el cambio con alegría y optimismo.
Paradójicamente, los nuevos tiempos no favorecieron a su teatro. Miembro de la Real Academia
desde 1971, obtuvo el Premio Cervantes en 1986 y el Premio Nacional de las Letras Españolas en
1996. Los reconocimientos corrieron paralelos a un progresivo alejamiento del público, que
demandaba fórmulas nuevas y quería romper drásticamente con el pasado. Las últimas obras de
Buero intentaron adaptarse al cambio de sensibilidad, pero su escritura, firmemente anclada
en el teatro de ideas de Ibsen y, en menor medida, en el teatro dialéctico de Bertolt Brecht, no
congeniaba con la nueva idea del teatro como espectáculo total y desafío provocador. Buero
asimiló las enseñanzas del teatro del absurdo, concediéndole la palabra a locos, visionarios, lisiados
y soñadores, pero siempre mantuvo un clasicismo formal que se asoció equivocadamente a lo caduco
y agotado.
Antonio Buero Vallejo nació el 29 de septiembre de 1916 en Guadalajara. Su padre, Francisco Buero
García, era un militar gaditano con una mente abierta y nada dogmática. Fue profesor de matemáticas
e inglés en la Academia de Ingenieros. Su mujer, María Cruz, nunca ocultó su escepticismo religioso.
En 1934, la familia se traslada a Madrid y Antonio manifiesta su deseo de estudiar en la Escuela de
Bellas Artes de San Fernando. Por entonces, ya era un joven aficionado al teatro y a la pintura,
que había ganado un concurso escolar con su relato ‘El único hombre’, cuya edición se
demoraría hasta 2001. Su padre apoya su vocación y respeta sus ideas políticas, próximas al
marxismo. Cuando se produce la rebelión militar, Antonio quiere alistarse, pero su familia le quita la
idea de la cabeza. Su padre es detenido y encerrado en la Cárcel de Porlier, pese a no participar en la
sublevación. Sería fusilado el 7 de diciembre de 1936. Se ha especulado que fue una de las víctimas
de las matanzas de Paracuellos. Antonio siempre conservó un recuerdo entrañable de su padre.
Entrevistado en 1976 por Joaquín Soler en el programa A fondo de RTVE, el dramaturgo destacó que
su progenitor nunca le propinó un azote y que siempre dialogó abiertamente con él, razonando sus
posturas. Su talante moderado y comprensivo no evitó que se convirtiera en una de las
incomprensibles víctimas del “terror rojo”. A pesar de la tragedia, Antonio se incorpora a un
batallón de infantería del ejército republicano y realiza labores de propaganda, dibujando y
escribiendo para La Voz de la Sanidad. Conoce a Miguel Hernández en Benicasim y se afilia al
Partido Comunista. El fin de la guerra le sorprende en la Jefatura de Sanidad de Valencia. Será
recluido en la plaza de toros y pasará un mes en el campo de concentración de Soneja, Castellón.
Liberado con la autorización de volver a Madrid, empieza a trabajar clandestinamente en la
reorganización del Partido Comunista, del que se distanciaría años más tarde. Incumple su obligación
de presentarse periódicamente ante las autoridades. Detenido de nuevo, es juzgado por “adhesión
a la rebelión” y condenado a muerte. A los ocho meses, se conmuta la sentencia por una pena de
treinta años. Comienza su peregrinaje por distintas cárceles. En Conde de Toreno, coincide con
Miguel Hernández. Se hacen amigos íntimos y dibuja su famoso retrato. Se implica en un intento de
fuga, que años después le inspirará algunos pasajes de La Fundación, estrenada en 1974. Los traslados
son continuos: El Dueso, Yeserías, Santa Rita, Ocaña. Durante ese tiempo, dibujará sin parar y
escribirá notas y apuntes, casi siempre sobre el arte pictórico. En 1946 se le concede la libertad
condicional, pero se le destierra de Madrid. Se instala en Carabanchel Bajo y dibuja para revistas para
ganar algo de dinero. Poco a poco, la escritura desplaza al dibujo. En una semana de agosto de 1946,
escribe su primer drama, En la ardiente oscuridad. Entre 1947 y 1948, escribe Historia de una
escalera, que recibe el Premio Lope de Vega en unas condiciones bastante pintorescas (el jurado
desconocía su identidad y su historial como preso político). Se estrena el 14 de octubre de 1949 en el
Teatro Español, logrando un éxito colosal. Por fin, sube a escena la posguerra. Historia de una
escalera no habla abiertamente de política, pero todo el mundo advierte que sus personajes
encarnan la tragedia de un país postrado, amordazado y dividido.