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UNIVERSIDAD DE MURCIA
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
Daimon. Revista Internacional de Filosofía
Suplemento 8 (2020)
Mabel Campagnoli (Universidad de La Plata), Alfonso García Marqués (Universidad de Murcia), Ricardo Gutiérrez Aguilar
(Universidad Complutense de Madrid), Manuel Liz Gutiérrez (Universidad de La Laguna), María Teresa López de la Vieja de la
Torre (Universidad de Salamanca), Claudia Mársico (Universidad de Buenos Aires), Miriam Molinar Varela (Instituto Tecnológico
y de Estudios Superiores de Monterrey, México), Eugenio Moya Cantero (Universidad de Murcia), Diana Pérez (Universidad de
Buenos Aires), Ángel Puyol González (Universidad Autónoma de Barcelona), Luisa Paz Rodríguez Suárez (Universidad de Zara-
goza), Salvador Rubio Marco (Universidad de Murcia).
Florencia Dora Abadi (Universidad de Buenos Aires y CONICET), Atocha Aliseda Llera (Universidad Nacional Autónoma de
México), Mauricio Amar Díaz (Universidad de Chile), Diego Fernando Barragán Giraldo (Universidad de La Salle, Bogotá),
Eduardo Bello Reguera (†), Noelia Billi (Universidad de Buenos Aires), Antonio Campillo Meseguer (Universidad de Murcia),
Germán Cano Cuenca (España), Cinta Canterla González (Universidad Pablo de Olavide, Sevilla), Fernando Cardona Suárez
(Colombia), Adelino Cardoso (Universidade Nova de Lisboa), Salvador Cayuela Sánchez (Universidad de Murcia), Luz Gloria
Cárdenas Mejía (Universidad de Antioquia, Medellín), Pablo Chiuminatto (Chile), Jesús Conill Sancho (Universidad de Valencia),
Adela Cortina Orts (Universidad de Valencia), Kamal Cumsille (Universidad de Chile), Juan José Escobar López (Colombia),
Ángel Manuel Faerna García-Bermejo (Universidad de Castilla-La Mancha), Hernán Fair (Universidad Nacional de Quilmes y
CONICET), María José Frápolli Sanz (Universidad de Granada), Àngela Lorena Fuster (Universidad de Barcelona), Domingo
García Marzá (Universitat Jaume I, Castellón), Mariano Gaudio (Universidad de Buenos Aires), Juan Carlos González González
(Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México), María Antonia González Valerio (Universidad Nacional Autónoma de
México), María José Guerra Palmero (Universidad de La Laguna), Valeriano Iranzo Garcia (Universidad de Valencia), Rodrigo
Karmy Bolton (Universidad de Chile), Elena Laurenzi (Università del Salento y Universidad de Barcelona), Juan Carlos León
Sánchez (Universidad de Murcia), Gerardo López Sastre (Universidad de Castilla-La Mancha), José Lorite Mena (Universidad
de Murcia), Alfredo Marcos Martínez (Universidad de Valladolid), António Pedro Mesquita (Universidade de Lisboa), Marina
Mestre Zaragoza (ENS de Lyon), Javier Moscoso Sarabia (Instituto de Filosofía, CCHS-CSIC, Madrid), Paula Cristina Mira Bo-
hórquez (Universiad de Antioquia, Medellín), Jose María Nieva (Universidad Nacional de Tucumán), Laura Nuño de la Rosa (KLI,
Austria), Patricio Peñalver Gómez (Universidad de Murcia), Angelo Pellegrini (Italia), Francisca Pérez Carreño (Universidad
de Murcia), Manuel de Pinedo García (Universidad de Granada), Miguel Ángel Polo Santillán (Universidad Nacional Mayor
de San Marcos, Lima), Hilda María Rangel Vázquez (Universidad Pontificia de México), Jacinto Rivera de Rosales Chacón
(Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid), Antonio Rivera García (Universidad Complutense de Madrid), Con-
cha Roldán Panadero (Instituto de Filosofía del CSIC, Madrid), Adriana Rodriguez Barraza (Universidad Veracruzana, México),
Miguel Ruiz Stull (Chile), Vicente Sanfélix Vidarte (Universidad de Valencia), Merio Scattola (Università degli Studi di Pado-
va), Francisco Vázquez García (Universidad de Cádiz), José Luis Villacañas Berlanga (Universidad Complutense de Madrid).
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Presentación. Ortega y el exilio, una relación frustrada pero fecunda. Antolín Sánchez
Cuervo....................................................................................................................... 5
Artículos
José Ortega y Gasset y María Zambrano: el intento fallido de establecer una relación
intelectual bidireccional. Beatriz Caballero Rodríguez............................................ 71
Impacto y memoria de Ortega y Gasset en Ferrater Mora. Carlos Nieto Blanco.......... 137
Los órganos amiboides de Ortega y García Bacca. Alberto Ferrer García................... 153
Carlos Astrada frente a la tercera visita de Ortega a la Argentina. Martín Prestía....... 183
Reseñas
Presentación.
Ortega y el exilio, una relación frustrada pero fecunda
Presentation.
Ortega and exile, a frustrated but fruitful relationship
Resumen: El presente suplemento ofrece una Abstract: This special issue presents an elemen-
cartografía elemental del legado filosófico de tary cartography of the philosophical legacy of
Ortega y Gasset en el exilio republicano español Ortega y Gasset in the 1939 Spanish republican
de 1939. A lo largo de once contribuciones, se exile. Throughout eleven articles, the main topics
exploran los que podrían ser sus cuatro núcleos are explored, in particular: the supposed exile oh
principales: el presunto exilio del propio Ortega Ortega himself or his problematic relationship
o su relación problemática con el mismo; las dos with it; the two main references of his legacy in
grandes referencias de su proyección en el exilio, the 1939 Spanish exile, namely María Zambrano
a saber, María Zambrano y José Gaos; otras dos and José Gaos; two other references, of great
referencias, de gran importancia aunque aún no lo importance but not yet sufficiently explored and
suficientemente exploradas y cuya relación con el whose relationship with exile was also late, such
mundo del exilio fue además tardía, como las de as Antonio Rodríguez Huéscar and Manuel Gra-
Antonio Rodríguez Huéscar y Manuel Granell; la nell; Ortega’s presence in other authors of exile
presencia de Ortega en otros autores del exilio, en in a more diffuse and less explicit sense or focu-
un sentido más difuso y de formas menos explí- sed on specific aspects, such as the case of García
cita o focalizada en aspectos específicos, como Bacca, Ferrater Mora and Francisco Ayala
fuera el caso de García Bacca, Ferrater Mora y Keywords: Ortega y Gasset, republican exile,
Francisco Ayala legacy, Spanish philosophy
Palabras clave: Ortega y Gasset, exilio republi-
cano, legado, filosofía española
* Científico Titular del Instituto de Filosofía del CSIC, en donde forma parte del grupo de investigación Filosofía
social y política. Es Investigador Principal del proyecto El legado filosófico del exilio español de 1939: razón
crítica, identidad y memoria (FFI2016-77009-R) y autor de más de un centenar de publicaciones sobre filosofía
iberoamericana, especialmente sobre el exilio intelectual republicano de 1939.
1 “Redes intelectuales en Europa y América a través de los epistolarios de José Ortega y Gasset” (FFI2016-76891;
“Redes intelectuales y políticas: la tradición liberal en torno a José Ortega y Gasset” (FFI2016-76891-C2-2-P);
“El legado filosófico del exilio español de 1939: razón crítica, identidad y memoria” (FFI2016-77009-R)
6 Antolín Sánchez Cuervo
razones obvias y sin infravalorar por ello las estancias de Ortega como conferenciante en
Estados Unidos, Alemania y Suiza en la última etapa de su vida. No es necesario caer en
ningún estereotipo reduccionista que haga de la España del interior un páramo intelectual
y exagere la obra cultural del exilio para reconocer que esta última tuvo un mayor peso
y se caracterizó por una mayor complejidad, por sus cifras, sus aportaciones y su disemi-
nación geográfica. En el exilio, la impronta de Ortega quedará solapada, no ya con otras
influencias, sino también con las discusiones y los debates de centros académicos muy
diversos, dotados de condiciones institucionales desiguales pero mucho más proclives
a la circulación del saber, que aquellos otros inhibidos bajo la disciplina de un régimen
entre fascista y clerical, con todos los huecos, resquicios y meritorios contrapuntos que
se quieran salvar y dignificar.
Está aún por hacer una cartografía transnacional del pensamiento del exilio en general
y del legado orteguiano en particular, que nos permita identificar sus principales núcleos,
redes y constelaciones de referencias. Por lo pronto, cabría trazar una primera aproximación
en función de autores, obras y contextos concretos, y ése es, precisamente, el objeto de las
páginas siguientes. En ellas se intenta ofrecer una cartografía elemental del orteguismo del
exilio republicano que dé cuenta de sus nombres, conceptos y contextos fundamentales, en
base a la que puedan articularse en el futuro otras aproximaciones mucho más ambiciosas.
A lo largo de once contribuciones, se exploran los que podrían ser los cuatro núcleos prin-
cipales de este monográfico: el presunto exilio del propio Ortega o su problemática relación
con el mismo, con todo lo que ellos implica; las dos grandes referencias de su proyección
filosófica en el exilio o al menos las más conocidas, a saber, María Zambrano y José Gaos;
otras dos referencias, de gran importancia aunque aún no lo suficientemente exploradas y
cuya relación con el mundo del exilio fue además tardía, como las de Antonio Rodríguez
Huéscar y Manuel Granell; la presencia de Ortega en otros autores del exilio, en un sentido
más difuso y de forma menos explícita o focalizada en aspectos específicos, como fuera el
caso de García Bacca, Ferrater Mora y Francisco Ayala. Obviamente, podrían incorporarse
muchos más autores, perfiles y líneas de discusión hasta conformar un legado casi inabarca-
ble, sobre el que sólo queremos llamar la atención señalando sus referencias fundamentales,
o por lo menos algunas de ellas.
¿Fue entonces Ortega un filósofo del exilio?
El debate que puede suscitar esta pregunta –y otras en ella implícitas- sigue abierto
y a mi modo de ver cabría una respuesta afirmativa aunque muy matizada. La violencia
incontrolada que se desató en Madrid como respuesta al golpe militar del 18 de julio
motivó, como se sabe, la huida de numerosos intelectuales que, sin manifestarse a favor
de dicho golpe, se habían mostrado muy críticos y distantes hacia la República, buscando
una difícil si es que no imposible equidistancia, finalmente escorada hacia la derecha en
la mayoría de los casos. Tal fue el destino de García Morente, Zubiri, Marañón, Pérez de
Ayala, Azorín Baroja y el propio Ortega, entre otros, quienes, pasada la guerra, buscarán
acomodo en la España de Franco –lo cual no significa, necesariamente al menos, que
lo encontraran. Hubo por tanto un exilio de 1936, tal y como unos cuantos trabajos han
venido señalando desde hace ya algún tiempo6. En todo caso, la duración de este exilio
6 Lo han planteado, entre otros, Kamen (2007, 273-336) y Giustiniani (2006, 2009).
previo no se extendió más allá del fin de la guerra, de manera que sus integrantes pudieron
regresar inmediatamente después sin temer por la integridad de sus vidas –y dicho sea
de paso, sin sufrir el horror de los campos de concentración-, salvo aquellos que, por su
clara afinidad anterior a la cultura político-educativa de la República, pasarán a engrosar
el exilio del 39 –por ejemplo, Américo Castro, Juan Ramón Jiménez o institucionistas
moderados como Luzuriaga.
Es obvio que, en estas coordenadas elementales, la posición de Ortega resulta incómoda,
tanto para él mismo como para sus simpatizantes y detractores, y hasta para los estudiosos de
su obra. De 1939 a 1942 reside en Buenos Aires, pero permanece distante de la comunidad
exiliada y, por lo tanto, también de los círculos intelectuales y académicos argentinos afines
a ella. No es que Ortega apoyara al régimen de Franco, pero su silencio al respecto, ligado al
que allí mismo mantenía en relación con la Segunda Guerra Mundial, sería inevitablemente
interpretado como una señal de conformismo y resignación. Ello le supondría la frialdad de
intelectuales y de medios que habían sido muy cercanos a él a raíz de sus viajes anteriores
a Argentina como Francisco Romero o el entorno de la revista Sur, y la crítica abierta e
incluso ácida del propio Borges, de Guillermo de Torre y del intelectual argentino de origen
judío León Dujovne, entre otros. Tampoco es casual que, junto a estas muestras de distancia
y rechazo fueran precisamente intelectuales del mundo reaccionario y católico, incluso sim-
patizantes del nazi-fascismo, quienes procuraran apropiarse de la figura de Ortega, aunque
fuera a costa de retorcer su pensamiento o de subrayar, de manera sesgada, su proyección
anti-comunista (Medin, 1994: 123-137)7.
Estas y otras cuestiones afines se abordan en los tres primeros trabajos del presente
monográfico. “El último Ortega y el horizonte del exilio”, “Ortega en búsqueda de la cir-
cunstancia liberal (1936-1955)” y “Ortega y Gasset en su exilio argentino”, a cargo de Eve
Fourmont Giustiniani, Juan Bagur Taltavull y Marta Campomar respectivamente, aportan
conocimientos y claves hermenéuticas para reflexionar sobre la visión orteguiana de la Gue-
rra Civil, su experiencia como presunto exiliado, su tercer viaje a Argentina y su regreso a
la España de Franco.
De lo primero podría destacarse el peso que en dicha visión llegó a desempeñar el
anticomunismo, hasta el punto de distorsionar, en buena medida, la realidad misma: Ortega
identificaba la República con el comunismo, la acción directa y el mismo peligro de las
masas que había diagnosticado algunos atrás en su célebre libro, un reduccionismo que a su
juicio justificaba su opción –no sin reservas y como mal menor- por la rebelión franquista,
y también su simpatía hacia la política de “appeasement” y de no intervención liderada
por su admirado Reino Unido en su versión más conservadora. Aún es más, ello también
justificaba, según él, la alarmante alianza provisional entre totalitarismo y liberalismo que
había sugerido en su ya mencionado texto “En torno al pacifismo”. Todo ello en base a un
presunto realismo político que quedará en evidencia tras el comienzo de la Segunda Guerra
Mundial, cuando el enemigo común a batir ya no sea el comunismo sino el nazi-fascismo.
7 Para una amplia, rica y matizada contextualización de este episodio en el marco de la presencia española en
Argentina durante los años de la Guerra Civil y de la postguerra, desde las gestiones realizadas por la Institución
Cultural Española a favor de los exiliados de 1936 hasta el regreso del propio Ortega, pasando por la reper-
cusión de sus obras, gestos y silencios, así como por la interlocución de otros intelectuales desplazados como
García Morente, María de Maeztu o el ya mencionado Lorenzo Luzuriaga, véase Campomar (2016).
Ortega se quedaría así fuera de juego, en una situación tan incómoda que no podía encontrar
otra salida que el exilio. Pero un exilio un tanto en falso o demasiado forzado, que de hecho
motivará una reflexión sobre el mismo que Eve Fourmont presenta de manera novedosa,
apoyándose, en parte, en material inédito. Una reflexión que dispondrá a la razón histórica
hacia una razón autobiográfica –algo, por cierto, que su gran discípulo Gaos llevará después
hasta sus últimas consecuencias-, y que descubrirá en la vivencia radicalizada de soledad
y desarraigo no sólo una fuente insustituible de inspiración para elaborar, por esas mismas
fechas, su concepto de ensimismamiento, sino también un síntoma de la violencia propia
de los tiempos actuales. Lo primero no era necesariamente negativo, pues esa vivencia de
soledad puede comportar también la serenidad necesaria para asumir la soledad ontológica
del ser humano y encontrar en la escritura filosófica un nuevo arraigo, exclusivo de mino-
rías egregias y muy a tono con el silencio político que Ortega llevaba años practicando.
Lo segundo, la conciencia de la violencia actual, acercaría a Ortega al que será un lugar
común en la reflexión del exilio del 39 –no tanto del 36- como es la barbarie consumada
bajo las lógicas totalitarias incubadas bajo el manto progresista de la Modernidad. En este
caso, el abismo insuperable que a su juicio se abría entre emigrados y autóctonos, incluso
siendo unos y otros hablantes de una misma lengua, daba pie a una analogía con el conflicto
actual entre los estados y su exacerbación nacionalista, con la consiguiente necesidad de
crear un estado supranacional.
Pero no olvidemos que desde 1939 Ortega residía en Buenos Aires, en donde de hecho
acababa de publicarse Ensimismamiento y alteración y en donde se acercará a otro lugar
común del pensamiento exiliado como es la identidad iberoamericana. Ese será, precisa-
mente, el tema de algunas de sus conferencias en Amigos del Arte, que Marta Campomar
comenta en su contribución y que le dan pie a plantear una apertura al conjunto del exilio
en Argentina; un exilio muy heterogéneo y no exento de desencuentros, en el que conflu-
yen intelectuales, escritores y científicos tanto del 36 como del 39, sobre el trasfondo de
unas relaciones institucionales entre ambos países que habían sido fluidas durante el primer
tercio de siglo. La breve y apenas conocida reseña crítica de Carlos Astrada “El centauro y
los centauristas. La originalidad del Señor Ortega y Gasset”, introducida y comentada por
Martín Prestía en el apartado de “Materiales”, constituye una muestra del eco que Ortega
suscitó durante su tercera y última estancia en Buenos Aires, además de una pequeña apor-
tación documental.
Del regreso de Ortega a España puede decirse algo análogo a su exilio, a saber, que tuvo
algo de forzado y de frustrado, como resultado de esa ecuación imposible entre su intimidad
y su circunstancia, su ideario supuestamente liberal y su cripto-franquismo anticomunista.
Una ecuación cuyos elementos no podían arrojar un resultado del todo coherente ni dentro
ni fuera, y que por eso mismo se saldarían con una situación que no dejaba de tener algo de
anómalo: residencia en Lisboa desde 1942 y un “semi-regreso” –apunta Bagur recordando
una expresión de Juan Pablo Fusi- a España en 1945, en donde Ortega no logrará romper
el cerco de la marginalidad académica pese a la afluencia de público en sus intervenciones
y en donde su presencia se verá entrecortada por sus viajes a Alemania y a Estado Unidos.
¿Exilio interior? Reservemos este término, de suyo contradictorio y del que tanto se ha
abusado, para otros casos, quizá el de su discípulo Antonio Rodríguez Huéscar, al que más
adelante nos referiremos.
Una historia bien diferente fue la de algunos discípulos de Ortega cuya opción por la
legalidad y legitimidad republicanas primero, por el exilio después, fue inequívoca. Tales
fueron los casos de María Zambrano y de José Gaos, los más conocidos y también, pro-
bablemente, los que ofrecen una mayor complejidad en lo que a recepción intelectual se
refiere.8 Buena prueba de ello es que, tanto en un caso como en el otro, no es en los escritos
dedicados de una manera explícita al antiguo maestro, sino en la obra de carácter más per-
sonal, en donde puede apreciarse mayormente esa asimilación creativa, aunque a menudo
haya que rastrearla entre líneas.
Zambrano es todo un ejemplo de discipulado heterodoxo, el cual se remonta a su tem-
prano y programático ensayo Hacia un saber sobre el alma (1934), en el que radicaliza y al
mismo tiempo amplia la noción orteguiana de vida hasta el punto de asimilar todo aquello
que el canon occidental había excluido siempre de cualquier definición de razón, a saber,
las pasiones, los anhelos, la esperanza, el temor, la intuición, el mundo del sentir y sus
lenguajes… Llevaba así a la razón vital más allá de sí misma, por veredas que el maestro
había entrevisto sin llegar a recorrerlas, en busca de una razón íntegra o de la “razón de
toda la vida del hombre” (Zambrano 2016, 440); de “un saber más amplio” (435) en el que
filosofía, poesía y religión no llegan a distinguirse con total nitidez, o un saber, precisamente,
sobre el alma entendida como la entraña de la vida; o como dirá a partir de 1937 en plena
guerra civil y sobre el trasfondo de una interpretación del fascismo de mayor calado que la
de Ortega, “razón poética” (Sánchez Cuervo 2017).
El largo exilio de Zambrano no será sino una búsqueda incesante de ese alma perdida
de Occidente, en el que la continuidad entre la “razón vital” y la “razón poética” siempre
podrá apreciarse, si bien de una manera cada vez más tenue. La “circunstancia” –apuntará
Zambrano en un ensayo de madurez como Los bienaventurados- se transformará entonces en
la apariencia de toda una realidad velada y latente, largamente avasallada por las categorías
del racionalismo occidental y aprehensible sólo mediante un saber transcendente -o como
ella dirá, condescendiente-, más allá de toda razón discursiva e incluso narrativa (Zambrano
2018, 424-425).
El exilio de Zambrano será la búsqueda incesante de esa realidad incógnita y oculta
bajo la claridad de la razón vital, recorriendo para ello escenarios bien diversos. Primero
el México de la recién fundada Casa de España y de la Universidad Michoacana, en donde
residirá el primer año del mismo y en donde publicará dos libros cuya distancia de las
tesis orteguianas será ya muy palpable como Pensamiento y poesía en la vida española
y Filosofía y poesía -si el primero identificaba lo más genuino de dicho pensamiento
con una tradición olvidada y enraizada en el ámbito popular, el segundo daba cuenta, en
su mismo título, de cómo y en qué sentido Zambrano estaba reconduciendo la tensión
orteguiana entre razón y vida-. Después, durante la década de los cuarenta, en la Cuba de
su gran amigo Lezama Lima y el grupo poético Orígenes, y también en la vecina Puerto
Rico, uno de los principales focos, por cierto, del orteguismo en el exilio, gracias en parte
a la presencia del que fuera rector de la Universidad de Puerto Rico desde 1942, Jaime
Benítez.9 La propia Zambrano había sido invitada para impartir allí conferencias y cursos
de verano, siendo incluso nombrada Catedrática asociada para el curso 1941-42, pero
no llegaría a consolidar su puesto debido, seguramente, a la influencia del franquismo
en el ámbito académico y cultural de la isla. En todo caso, allí publicaría Isla de Puerto
Rico. Nostalgia y esperanza de un mundo mejor (1940), cuyos planteamientos influirán
en la Constitución de Puerto Rico como Estado Libre Asociado (Zambrano 2016, 1-51;
581-614) y en donde el simbolismo racio-poético de la insularidad -representación de
un logos embrionario o de una realidad auroral aún incipiente- distará ya mucho de las
metáforas orteguianas, empezando por la tan célebre del naufragio. Dos figuras, símbolo
y metáfora, y dos semánticas que, sin dejar nunca de tocarse, se irán distanciando cada
vez más, durante los años romanos de Zambrano, en plena inmersión, ya, en el mundo de
los sueños, durante su retiro en La Pièce, en un bosque del Jurá francés, y en su precaria
residencia en Ginebra, para regresar a España en 1984, pocos años antes de su muerte
y sin renunciar nunca a su condición vital, existencial y simbólica de exiliada. Su exilio
logrado, tal y como ella misma lo denominó alguna vez, tocará realidades incomprensibles
desde el exilio frustrado de Ortega.
En su contribución “José Ortega y Gasset y María Zambrano: una relación intelectual
bidireccional”, Beatriz Caballero Rodríguez identifica los hitos y las claves de esta hetero-
doxia en torno a conceptos como razón, lenguaje y política, y cuestiones como el alcance
de la reforma de aquella o de la crítica de la Modernidad, precisa complicidades y diver-
gencias, y dialoga con algunos intérpretes de referencia. Pero también se pregunta acerca
de la tan mentada influencia de Ortega en Zambrano, la cual, sin dejar de ser obvia, cabe
relativizar, ponderar e incluso invertir para rastrear el posible sentido bidireccional que en
algún momento pudo tener la relación entre ambos intelectuales. Esa es precisamente la nota
de originalidad que aporta esta contribución, a propósito sobre todo de las tres cartas que
Zambrano dirigió a Ortega a comienzos de los años treinta y de sus presuntos ecos en este
último, en medio, siempre, de una relación asimétrica por definición.
Sin llegar a la heterodoxia de Zambrano, Gaos radicalizó con sentido crítico las princi-
pales tesis del maestro, señalando además, sin titubeos, su fracaso como filósofo en sentido
estricto –es decir, con pretensiones sistemáticas- (Gaos 1999, 231-384). Por otra parte, fue el
discípulo del exilio que más escribió sobre el maestro (Gaos, 1992: 43-184; 1999: 177-384;
2013) e incluso elaboró la primera periodización de su obra, a propósito de sus “profecías”
(1992, 43-112).
9 Desde su llegada al rectorado de la Universidad en 1942, Benítez proyectó una ambiciosa renovación de la
institución como paso previo a posibles reformas posteriores a nivel nacional, encaminadas a un reforzamiento
político de la identidad puertorriqueña. Promulgó así una nueva ley que propiciara la apertura a todos los
saberes, la internacionalización y la colaboración de profesores extranjeros de prestigio; la ampliación de las
facultades y la creación de otras nuevas –entre otras, las de Humanidades y Ciencias Sociales-, el acceso a la
enseñanza de todas las clases sociales mediante sistemas de becas, el desarrollo de la investigación y la forma-
ción de una ciudadanía comprometida con los valores democráticos y con la cultura puertorriqueña. Para este
empeño, el propio Benítez reconocía la influencia intelectual de Ortega y Gasset, especialmente de Misión de la
Universidad (1930). El reformismo de la Generación del 14, liderado por Ortega y potenciado por las iniciativas
institucionistas de la Junta para la Ampliación de Estudios, había llevado además algunas de sus radiaciones a
la isla antes de la Guerra Civil, lo cual favorecería la recepción del exilio republicano del 39.
Rodríguez Huéscar plasmó esa tesis sobre todo en tres libros: Perspectiva y verdad,
resultado de su tesis doctoral y publicado en 1966 por la Revista de Occidente; La inno-
vación metafísica de Ortega. Crítica y superación del idealismo (1982) y Ethos y logos,
publicado póstumamente en 1966 y resultado de un curso impartido en la Universidad de
Puerto Rico en 1967-68, sin olvidar una larga lista de artículos y escritos de la que no es
posible dar cuenta ahora. En esta universidad fue docente universitario e impartió varios
cursos de clara impronta orteguiana, alguno de ellos sobre la relación entre vida y narración.
Pero, para entonces, los tiempos de Benítez y de su reforma universitaria, tan propicia para
los profesores e intelectuales del exilio republicano, ya se habían quedado muy atrás y las
dificultades para consolidar una nueva vida profesional en la isla motivarían su regreso
(véase Lasaga 2011; Díaz Álvarez et al).
“La rebelión contra el tiempo” despliega una cierta panorámica de esta trayectoria a pro-
pósito de un ensayo de Rodríguez Huéscar de 1951 sobre el paisaje de su tierra manchega,
y de su reflexión, en tono pesimista, sobre el rechazo a la realidad histórica y la peculiar
obsesión por la eternidad supuestamente arraigadas en la tradición intelectual y literaria
española; algo que habría conducido a la España actual a una nueva “tibetanización”, según
el conocido término orteguiano, caracterizada por el desprecio a la vida, el gusto por las
glorias del pasado, la “philosophia perennis” y, en definitiva, una “existencia alucinada”.
Brillante escenificación de todo ello sería el propio Quijote, al que Rodríguez Huéscar
dedicó algunas páginas casi desconocidas en las que, curiosamente, se distancia de la inter-
pretación canónica de su maestro, en la medida en que la figura cervantina, al igual que la
tradición barroca por ella inaugurada, personificaría el rechazo sistemático de la realidad.
Un perfil hasta cierto punto análogo al de Rodríguez Huéscar, que además nos remite
a un ámbito diferente del orteguismo en el exilio como el venezolano, es el de Manuel
Granell, quien se auto-exiliará en Caracas en 1950, incorporándose a la Facultad de Filo-
sofía y Letras de la Universidad Central de Venezuela a raíz de una invitación que ésta
le había hecho el año anterior. Precisamente en dicha universidad se había publicado en
1958 un Homenaje a Ortega y Gasset, que recogía las ponencias de una sesión académica
dedicada al filósofo en diciembre de 1955, con motivo de su muerte. Una de ellas llevaba
por título “El sistema de Ortega”, en donde Granell resumía una tesis que desarrollaba
en algunos de sus libros, en cierto sentido compartida por Rodríguez Huéscar, como era
la de la condición sistemática de la filosofía orteguiana, aun cuando se trate de una sis-
tematicidad construida “desde el hecho” o desde “la prioridad cognitiva de lo fáctico”,
a partir de lo contingente, versátil y observable o, sencillamente, “desde abajo” (AAVV,
1958, 21). La vida como realidad radical sería entonces la “idea placentaria” que articula,
cohesiona y dota de “trabazón íntima”, no sin tensiones, a esta constelación de elementos
primarios. Sería la “infraestructura” o la estructura ontológica en la que se alojarían los
dos grandes conceptos de la metafísica tradicional, encontrando una reciprocidad inédita y
original: el realismo y el idealismo, los cuales, liberados de sus clásicos reduccionismos,
descubren su “mutua inmanencia” en medio de un “doble proceso activista, por el cual
ambas partes del todo primigenio van siendo, no son, se forjan en la alteración misma.
Es decir, no se realizan con independencia, sino que un aspecto nace del otro.” (22) En
este sentido, Ortega habría descubierto “un nuevo promontorio metafísico”, que hubo de
explorar largamente antes de llegar a culminación alguna y cuyo proyecto dejó esbozado
en su Aurora de la razón histórica. La invitación a realizarlo sería su gran herencia.
Ahora bien, desde otro punto de vista, la interpretación de Granell sería más bien alter-
nativa a la de Rodríguez Huéscar y otros orteguianos como Marías, en el sentido de que
rescataría –frente a estos últimos, aunque sin llegar a confrontarse con ellos- la presunta
vocación fenomenológica del pensamiento orteguiano. Este es, precisamente, el principal
hilo conductor de la contribución de Noé Expósito Ropero “Manuel Granell: filósofo, dis-
cípulo y lector de Ortega. El camino fenomenológico de la Estimativa a la Ethología”, en la
que se rastrea dicha vocación a partir de la incipiente reflexión de Ortega sobre el mundo
de los valores, que su discípulo retomará y desarrollará. Fruto de ello serán sus libros, aún
poco explorados, La vecindad humana. Fundamentación de la Ethología (1969), Ethología
y existencia (1977) y Humanismo integral (1983), en los que se da cuenta de la relevancia
de la ética y de la estética dentro de este marco interpretativo, así como del sentir amoroso
y de la vida afectiva en el acceso al mundo del valor. En todo caso, se reaviva el debate
hermenéutico en torno a la filosofía de Ortega, cuya pluralidad de opciones siempre será
fiel índice de su necesidad.
Ese mismo Homenaje a Ortega y Gasset se abría, por cierto, con el capítulo “Pidiendo
un Ortega y Gasset desde dentro” (en obvia alusión al ensayo de este último “Pidiendo un
Goethe desde dentro”), firmado por otro de los protagonistas del presente monográfico como
Juan David García Bacca, cuyos modos orteguianos son revisados por Alberto Ferrer. Con
su contribución, titulada “Los órganos amiboides de Ortega y García Bacca”, y las de Carlos
Nieto Blanco y Alessio Piras, respectivamente tituladas “Impacto y memoria de Ortega y
Gasset en Ferrater Mora” y “Francisco Ayala. Un intelectual orteguiano de vuelta a casa”,
se completa el monográfico en cuestión, conformando estos tres textos lo que podría ser una
cuarta sección dedicada a autores en los que la huella de Ortega fue mucho más difusa que en
los anteriores (García Bacca, Ferrater) o en la que se canalizó hacia saberes más específicos,
como el sociológico (en un sentido muy amplio) en el caso de Ayala.
En “Pidiendo un Ortega y Gasset desde dentro”, García Bacca encontraba la expresión
más humana, racional y auténtica de la proyección de todo sujeto en su propia circunstancia
en la tarea misma de pensar, entendida como un quehacer, una tarea inagotable y siempre
pendiente de completarse –especialmente, afirmaba, en circunstancias como la española…
En pleno exilio y en un ambiente de homenaje luctuoso, García Bacca subrayaba la faceta
más pedagógica y liberal de Ortega, aquella que le había convertido en supuesto reformador
de la nación española, a contrapelo de sus inercias irreflexivas e inquisitoriales, siempre
dispuestas a paralizar la iniciativa de la razón crítica. “España es la tierra del miedo a pensar
y a dejar que se piense” (AAVV 1958, 11), de las “verdades que se dan por don y gracia”
(12), por imperativos de la fe o de la gana más que de la razón, por muy vital que sea, y
contra ello se había rebelado Ortega reivindicando la tarea de pensar en términos de “dar
razón a la verdad” (13) o de dar sentido al vivir. García Bacca pedía así un Ortega adaptado
a la circunstancia del exilio republicano.
García Bacca, uno de los filósofos más singulares e inclasificables, no ya del exilio
republicano del 39, sino también de todo el pensamiento español contemporáneo, no era
precisamente orteguiano, pero sí estuvo influido por su raciovitalismo y su historicismo
de una manera palpable; en concreto en libros como Invitación a filosofar (1940), en los
que planteaba este último en términos de una tarea vital, en línea con lo que resumiría
más tarde en su escrito de homenaje.
Si bien García Bacca pasó la mayor parte de su exilio en Venezuela (en concreto de 1946
a 1971, fijando desde entonces su residencia en Ecuador), había residido previamente en
México (1942-1946) para ocupar la cátedra de Metafísica de la Universidad Nacional Autó-
noma de México. De ese periodo data un curso universitario sobre filosofía contemporánea
impartido en 1944 en la Universidad de Nuevo León (Monterrey), que incluye precisamente
uno de los comentarios más densos del exilio del 39 dedicados al pensamiento de Ortega,
publicado en 1947 en Caracas bajo el título Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus
temas. Bergson, Husserl, Unamuno, Heidegger, Scheler, Hartmann, W. James, Ortega y Gas-
set, Whitehead. La presencia de Ortega en este elenco se justificaría por su potente reforma
de la razón, o como dice el título del largo capítulo a él dedicado, por el “poder vitamínico”
de su filosofía. En este sentido, Ortega sería el máximo artífice de una filosofía de la vida,
que García Bacca expone apoyándose en analogías y paralelismos con la ciencia física, que
él tan bien conocía desde sus años de formación y en polémica, siempre, con la filosofía
especulativa. Frente a la jerarquía ontológica de esta última, que análogamente a la “vulgar
física de altura inversa a la densidad” discurre de lo universal a lo particular, lo general a
lo especial y lo formal a lo concreto, pulverizando así la realidad mediante análisis y divi-
siones, Ortega planteará una estratigrafía radicalmente opuesta, inspirada en la razón vital.
Un orden inverso, por tanto, en el que las ideas, lejos de definirse en función de su estatuto
ontológico, se subordinan a las “vivencias y haciendas interiores”, transformándose así en
“víveres” (García Bacca 1990, 294) y en cuya cúspide –afirma, citando algunos textos de
Ortega de resonancias nietzscheanas- no radica el ser abstracto, sino la vida en su actividad
biológica primigenia e irreductible.
De éstas y otras cuestiones se ocupa Alberto Ferrer en su mencionado trabajo, en el que la
metáfora de lo amiboide expresa la vocación dinámica y creativa del pensamiento orteguiano,
irreductible a cualquier quietismo ontológico o epistemológico. Si pensar es un quehacer, no
puede ser algo estático, ni tampoco algo repetitivo o imitador de modelos preestablecidos o
ajenos. De ahí la relevancia del estilo, la escritura y la metáfora, que en el caso de Ortega no
están reñidos con la exigencia reflexiva e incluso sistemática, lo que le convierte en el gran
artífice, o autor al menos, de una filosofía en castellano propiamente dicha.
Una conclusión análoga es la que parece destilar la lectura de “Impacto y memoria de
Ortega y Gasset en Ferrater Mora”: Ortega, el autor que elevó el castellano a la altura de una
lengua filosófica o que supo plantear la pregunta acerca de qué significa pensar en español,
entendido siempre como un ejercicio de fidelidad a la realidad temporal, compleja y versátil,
como un compromiso de insertar racionalidad en la vida sin domeñarla o reducirla a concepto.
Tras una amplia y completa semblanza del pensador catalán, Carlos Nieto recorre, de manera
muy documentada, los diversos escritos que Ferrater dedicó a un maestro del que nunca fue
discípulo, pero de cuya influencia nunca escapó. Así lo muestran su brevísima pero significa-
tiva correspondencia con el propio Ortega en 1936, en la prehistoria del que será su célebre
Diccionario de filosofía; un buen número de artículos y referencias contenidas en libros,
desde el temprano Cóctel de verdad (1935) hasta artículos periodísticos de los años ochenta,
pasando por colaboraciones en revistas emblemáticas del exilio como La Torre o del interior
como Ínsula, y por supuesto, Ortega y Gasset, an outline of his philosophy (Yale University
Press, 1957), primer libro sobre Ortega en inglés y uno de los primeros en cualquier otra
lengua, varias veces reeditado tanto en versión original como en su traducción al español.
Ofrecía una visión evolutiva y narrativa del pensamiento de Ortega, dividido en tres etapas
(objetivismo, perspectivismo y raciovitalismo), y salía al paso de la manida objeción según
la cual Ortega es un ensayista o un pensador versátil, de circunstancias, sin llegar nunca a
formular una filosofía verdaderamente sistemática pese a su empeño en ello. La postura de
Ferrater en contra de este tópico puede recordar la de otros orteguianos antes mencionados,
pero su respuesta es al mismo tiempo más flexible y menos comprometida de lo que podrían
serlo las de Rodríguez Huéscar o Granell. Siguiendo sus planteamientos, quizá podría resultar
excesivo hablar de un sistema en Ortega, pero no de un método riguroso, de carácter narrativo
o biográfico, inspirado en la estructura peculiar de la vida humana y sus realizaciones histó-
ricas. El libro en cuestión daba buena cuenta, por lo demás, de la presencia de Ortega en el
pensamiento de Ferrater, incluso tras su “giro lingüístico” una vez instalado en el Bryan Mawr
College de Pennsylvannia, a partir de 1947. Si durante su exilio en Chile (1941-1947) dicha
presencia podría resultar casi obvia por los temas que allí cultivó, no pocos de ellos ligados a
la tradición cultural española (por ejemplo, el encaje entre España y Europa en medio de un
mundo convulso, en el que nunca dejó de incorporar a Catalunya con una voz propia bajo la
tesis del federalismo), durante su residencia en Estados Unidos nunca llegará a desaparecer,
tal y como se documenta en este trabajo.
Una visión de Ortega como el pensador cuyo legado siempre debe actualizarse puede
encontrarse también en la obra de Francisco Ayala, cuestión a la que Alessio Piras dedica
el último artículo de este número monográfico. “Francisco Ayala. Un intelectual orteguiano
de vuelta a casa” se centra en el que probablemente sea uno de los aspectos más relevantes
de dicho legado, como es el papel del intelectual, cuya actualización desde la publicación
de La rebelión de las masas hasta los años de la transición en España, que Ayala quiso vivir
con un protagonismo responsable, pasa por un equilibrio entre el pasado como referencia
(el proyecto cívico de la República) y el futuro como oportunidad (el nuevo estado demo-
liberal surgido de la transición).
La referencia de Ayala a La rebelión de las masas no es gratuita ni era, ni mucho menos,
nueva. Tal y como recordara en su día Tzvi Medin (1994, 158-161), en su Introducción a
las ciencias sociales, resultante de un curso impartido en la Universidad de Puerto Rico en
1951, se planteaba una meditación sobre la crisis actual en clave sociológica, a propósito
de la formación de la sociedad de masas. En el capítulo X, dedicado a la “formación de la
sociedad de masas”, Ayala hacía de hecho un elogio explícito de La rebelión de las masas
(Ayala 1952, 264-265), advirtiendo al mismo tiempo su inevitable desfase veinticinco años
después, con acontecimientos tan traumáticos de por medio como la experiencia totalitaria,
la Segunda Guerra Mundial y el nuevo capitalismo de masas. En este sentido, rectificaba
algunos aspectos de la tesis central del libro, aunque valiéndose de los propios enfoques
orteguianos o llevándolos a la práctica de manera consecuente. Ayala no fue un heterodoxo
como Zambrano, pero sí proyectaría esos enfoques en un ámbito específico como el socio-
lógico, que desarrollará de manera compleja y bajo su propia impronta.10
10 En relación con la tesis orteguiana del hombre-masa, objetará su supuesta intemporalidad, al margen de las
circunstancias históricas que la han gestado y que se remontarían a la revolución industrial y a las revolucio-
nes burguesas del siglo XVIII. Es decir, se trataría de una figura o una mentalidad estrechamente ligada al
desarrollo del capitalismo e incluso propiciada y hasta necesitada por él, cuyo protagonismo actual vendría a
culminar un proceso en cierto sentido negativo. A juicio de Ayala, los principios igualitarios y demo-liberales
enarbolados por las revoluciones burguesas habrían ido derivando, bajo la presión de la lógica capitalista,
hacia una especie irreflexiva de uniformidad y un colectivismo irracional que, habiendo alcanzado su zenit
bajo los regímenes totalitarios, seguiría vigente en la actual industria cultural y de consumo, e incluso aupada
por ella. El declive del individualismo burgués y el acceso a cierto bienestar por parte del proletariado habría
propiciado la conformación del hombre-masa, favorecida además por otros factores tales como el crecimiento
demográfico, el desarrollo de grandes núcleos urbanos o la implementación de la propaganda y otras técnicas
de manipulación psico-social y emocional, con fines no sólo comerciales sino también políticos. El hombre-
masa sería por tanto la expresión de un gran “vacío vital” (309), dirá Ayala empleando un término de claras
resonancias orteguianas.
Bibliografía citada
Resumen: Este artículo se interroga sobre la Abstract: This article asks about the way in
forma en que el último Ortega y Gasset, exiliado which José Ortega y Gasset, exiled from 1936
de 1936 a 1946, vivió, percibió y teorizó su pro- to 1946, lived, perceived and theorized his own
pio exilio; no sólo a través de su obra publicada, exile; not only through his published work, but
sino también de su correspondencia personal y also through his personal correspondence and
sus notas de trabajo inéditas. Después de recorrer his unpublished work notes. After reviewing the
los principales factores condicionantes de este main conditioning factors of this exile and its
destierro y su significado en términos éticos, se ethical signification, the paper proposes a reading
propone una lectura de la interpretación histórica of Ortega’s historical interpretation of the phe-
que esboza Ortega del fenómeno del exilio en sus nomenon of exile as it stands out of his works,
trabajos, antes de volver sobre su definición del before analyzing his definition of philosophical
ensimismamiento filosófico, como metáfora de la “ensimismamiento” as a metaphor for the condi-
condición exílica. tion of exile.
Palabras clave: Ortega y Gasset, exilio, soledad, Keywords: Ortega y Gasset, exile, solitude,
retorno, silencio político, ensimismamiento. return, political silence, ensimismamiento.
José Ortega y Gasset (1883-1955) es uno de los pocos intelectuales españoles exiliados
desde el inicio de la Guerra civil; por ello se ve generalmente excluido de los estudios sobre
el exilio republicano español de 1939. Sin embargo, el filósofo madrileño vivió diez años
de destierro y sin duda, como cualquier refugiado, compartió con la diáspora republicana
el dolor del desarraigo, el estigma de ser un outsider, así como la añoranza de la patria
perdida (Mandolessi, 2010). Pero por haber regresado “temprano” a la España franquista, y
por no haber dejado testimonio autobiográfico ni obra teórica dedicados exclusivamente a la
cuestión del exilio —como pudieron hacerlo varios de sus discípulos como María Zambrano
o José Gaos—, se suele obviar la dimensión exílica de su figura y su pensamiento, para
Para entender el significado que el filósofo confirió a la experiencia del destierro, con-
viene en un primer lugar volver sobre sus principales coordenadas existenciales y éticas.
1 Para conocer todos los detalles de esta trayectoria biográfica, y leer más información acerca de lo expuesto en
el presente artículo, el lector puede referirse a mi tesis doctoral (Giustiniani, 2008).
a) ¿Refugiado o expatriado?
El hecho de que Ortega hubiera elegido salir de España desde el mes de agosto de 1936
lleva generalmente a considerar su expatriación como el fruto de una decisión propia, y no
como un destierro impuesto por las circunstancias políticas. De hecho no figura entre las
personalidades reseñadas en el reciente Diccionario biobibliográfico de los escritores del
exilio republicano (Aznar Soler y López García, 2016), en el que sí aparecen algunos autores
exiliados desde el año 1936, tal como su amigo Lorenzo Luzuriaga.
Para explicar la temprana salida de España de Ortega, y aducir la categoría de exilio para
designar este tramo de su vida, los biógrafos del pensador suelen insistir en su frágil estado
de salud en aquel momento, así como en las amenazas que habría recibido por parte de ambos
bandos. El episodio más famoso al respecto es el de la firma de un manifiesto de apoyo a
la República, que un grupo de jóvenes milicianos hubiera sacado por la fuerza a un Ortega
enfermo, refugiado en la Residencia de Estudiantes en agosto de 1936. Este relato, en realidad,
se ciñe a la narración que el propio pensador, en cartas privadas (y en parte en el Epílogo para
ingleses de 1938) hizo del episodio del manifiesto y de su repentina salida de España2. Pero su
sentimiento de amenaza fue suficientemente acuciante como para irse del país y de hecho, su
mala salud le impuso dos operaciones quirúrgicas “a vida o muerte” en París, efectuadas por
sus amigos los doctores Gregorio Marañón y Teófilo Hernando, y el francés Docteur Gosset,
durante el otoño 1938. Sus recurrentes problemas de salud le impusieron temporadas de des-
canso en Holanda (1937), Portugal (1938) y Vichy (1939), y de cierta forma su recuperación
nunca fue total. Ortega siempre sufrió altibajos de salud y moral y en algunas ocasiones, como
en Buenos Aires en 1941, etapas de profunda depresión. Factores vitales que, evidentemente,
no hay que pasar por alto a la hora de valorar su trayectoria biográfica.
Este exilio también plantea, ya que el filósofo llegó a formar parte del pequeño grupo de
los exiliados del 36 en París —entre los que se encontraban también Azorín, Pérez de Ayala,
Pío Baroja, Manuel García Morente o el propio Marañón—, la cuestión del posicionamiento
de Ortega respecto a la República en armas y de su inserción en la discutible categoría de
la “Tercera España” (Giustiniani, 2009). Dejando de lado esta cuestión, notemos que estos
exiliados de primera hora constituyeron una red de sociabilidad a la que acudió para satisfacer
su necesidad de informarse y que sin duda, por una especie de “efecto de arrastre”, influyó
en sus propias tomas de posición política. Pero Ortega huía más bien de la compañía de los
demás refugiados; tal como lo escribía a la Condesa de Yebes poco después pasar a Francia,
el 15 de octubre de 1936, “...temo a todo sitio donde haya muchos compatriotas hacinados. Se
produce, en estas situaciones, por el simple contacto una nerviosidad que no beneficia nada
a la actuación útil, antes bien suele llevar a visiones alucinantes de las cosas” (CD-Y/14).
El haber salido voluntariamente de España quizás también explique que sintiera la cul-
pabilidad del superviviente que se destaca de su primer artículo publicado después del inicio
de la Guerra civil, en ocasión de la muerte de Unamuno: “Han muerto en estos meses tantos
2 Todas las biografías de Ortega retoman al respecto los relatos de sus propios hijos, Soledad, Miguel y José Ortega
Spottorno, los cuales están casi copiados de cartas de su padre en las que cuenta el famoso episodio del manifiesto,
como la misiva a Victoria Ocampo el 24. X. 1936, conservada en el Archivo Ortega y Gasset, fondo “Cartas de
Ortega” (del que provienen todas las cartas citadas, en adelante CD-), signatura O/31. Las relaciones más comple-
tas de este mes de agosto de 1936 se encuentran en Zamora Bonilla (2002, 408-416) y Gracia (2014, 515-521).
compatriotas que los supervivientes sentimos como una extraña vergüenza de no habernos
muerto también. A algunos nos consuela un poco lo cerca que hemos estado de ejecutar esa
sencilla operación de sucumbir”3. A Ortega también le “dolía España”, aunque no hubiera
muerto de ello como Unamuno, cuyo deceso le parecía significativo de la “muerte innumerable
que es hoy la vida española”. Temía que al cesar la voz del maestro para siempre, “padezca
nuestro país una era de atroz silencio”. La solemne compostura de Ortega ante el desastre
que se desprende de este artículo es, a nuestro parecer, la primera y fundamental razón de su
silencio frente a la Guerra civil.
No por ello le resultó menos doloroso el desarraigo; como lo escribía a Victoria Ocampo
al llegar a Francia, el 21 de octubre de 1936, “cuando pasa en un país lo que pasa en España,
es como si te cortaran las raíces y te quitasen el suelo bajo los pies” (CD-O/30). El destierro
acarrea para el que lo padece una profunda tristeza y una tremenda soledad, consecuencia
del quebrantamiento de todos los anteriores vínculos familiares y de amistad. “Es increíble
como la vida se ha convertido en una trama tan apretada de dificultades que siendo cinco de
familia resulto solitario”, escribió por ejemplo Ortega a Justino de Azcárate el 24 de junio de
1939 (CD-A/64)4. El destierro también supone drásticos problemas económicos; en varios
momentos el filósofo tuvo que vigilar estrechamente las cuentas familiares y recurrir a la
ayuda de amigos para su supervivencia. Estas dificultades materiales, combinadas con sus
problemas de salud, contribuyen a explicar sus recurrentes y profundas fases depresivas, que
podrían verse como una somatización de su condición de desarraigo.
Sin duda el pensador experimentó lo que Edward Saïd llama el “pathos del exiliado”,
llegando el intelectual palestino a definir la personalidad de los exiliados por unos rasgos
comunes de “tozudez, exageración, insistencia” y hasta de cierto “masoquismo narcisista”.
Este juicio no aminora el sufrimiento que padece todo desterrado: el exilio, recuerda Saïd,
“es la grieta imposible de cicatrizar, impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre
el yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza” (2005, 179). Pero
por ello mismo, el exiliado tiende a instalarse en la provisionalidad, convirtiendo su propio
exilio en fetiche. Ortega, en este sentido, pudo escribir varias veces en cartas privadas, como
en la que dirige a su amigo José Ramón de Arana el 9 de marzo del 1937, que “la última
etapa de mi vida será una peregrinación inacabable por la redondez del planeta” (CD-B/3);
contrastaba con su situación la de un Lorenzo Luzuriaga que a su parecer rodaba “sobre
ciertos carriles de relativa normalidad —si es que no resulta caricaturesco hablar ahora de
normalidad”, según le escribía el 26 de octubre de 1941 (CD-L/80).
La instalación duradera en el exilio puede verse así como el fruto de la necesidad vital
de estabilidad, algo que a ojos de Ortega era casi imposible dada la situación mundial. A la
3 “En la muerte de Unamuno”, La Nación, 4. I. 1937; Obras Completas, vol. V, pp. 409-411 (en adelante citare-
mos en el texto el tomo y la página de esta edición, salvo necesarias precisiones).
4 El apartamento de la calle Gros que Ortega alquiló en París llegó a albergar hasta una veintena de personas. Se
destaca de su correspondencia que la presencia de familiares a su alrededor le proporcionaba un gran sostén
moral y que sufrió mucho de la ausencia de sus hijos. Ésta, y la dificultad para comunicarse con ellos fueron de
hecho unas de las razones por las que Ortega y su esposa volvieron a Europa en 1942, y a España en 1946.
altura de 1946, en un artículo que dejó sin publicar, el pensador describía la “angustia” de las
vidas privadas y colectivas actuales, derivada de la situación de incertidumbre radicalmente
nueva en la que todos se veían sumergidos. Hecho inédito en la historia, no había forma
de escapar de esta situación angustiosa: “El Planeta entero se ha convertido en gigantesca
ratonera, en sideral prisión”, estimaba5. No quedaba lugar en el que sentirse “en casa”; cada
cual se convertía en exiliado.
Como tantos otros refugiados, Ortega vivió la nostalgia de su país perdido en clave ética,
como si en ella hubiera una suerte de redención (Faber, 2017); pero la convirtió, vitalmente,
en una reticencia a integrarse a la comunidad nacional de sus países de acogida, e incluso
a compensar su destierro por el reagrupamiento con otros españoles refugiados. ¿Fue su
sentimiento de soledad vivido durante el exilio fruto de un retraimiento deliberado o de una
exclusión involuntaria ?
Las circunstancias vitales del exilio fueron, para una persona sedentaria y sociable como
lo era Ortega, asoladoras. “De mi vida aquí podría decirse que es un incesante otoño”, le
escribía a María Luisa Caturla el 2 de abril de 1941; “en vida intelectual no hay que pensar
y en vida sentimental tampoco porque [...] los corazones han caído en parálisis” (CD-C/114).
En una nota de trabajo sin duda coetánea, escribía que sería posible concebir una “arqui-
tectura de la amistad”, representando “gráficamente la articulación que formaban [antes]
las amistades. Frente a esto habría que representar la situación actual como una ciudad
bombardeada, desarticulada de amistades”6. En carta del 21 de marzo de 1943 escrita desde
Lisboa a su discípulo Antonio Rodríguez Huéscar, el pensador reflexionaba también sobre el
“extraño fenómeno de la dispersión de las amistades” (CD-R/58): su sentimiento de soledad
atravesó, sin duda alguna, todas las etapas de su exilio.
Pero sobre todo, para el caso particular de los trabajadores intelectuales de la España
de la “Edad de Plata”, el destierro supuso una irreversible alteración de las condiciones de
oficio. Ortega, como muchos otros, tuvo que irse dejando atrás sus pertenencias personales
y, más grave aún, sus archivos, notas y biblioteca. En numerosas ocasiones subrayó la difi-
cultad que para él suponía el hecho de viajar sin libros y no tener ningún apoyo profesional
ni institucional: “Desde hace casi un lustro — explicaba al público argentino que asistía a
sus clases en la Facultad de Filosofía y Letras en 1940—, ando por el mundo peregrino y
sin libros, lo cual viene a ser como si ustedes invita[se]n a la tortuga a que se pase[ara] sin
caparazón” (IX, 478). Al año siguiente, en un prólogo, anotaba que debería el “lector futuro
[tener] en cuenta las condiciones materiales y morales en que escribimos durante estos años
los que aún seguimos en serio escribiendo” (VI, 163).
Varias veces, como en este prefacio, acudió a la excusa de la desnudez intelectual que
suponía su expatriación para justificar el hecho de que dejara inconclusas unas obras magnas
que pensaba escribir, cuyos proyectos gestaba en realidad desde mucho antes de la Guerra
5 Artículo titulado póstumamente “Llevo doce años de silencio”, inédito hasta la publicación del tomo IX de las
nuevas Obras Completas en 2009, IX, 703-706, la cita en p. 702.
6 AOG, fondo Notas de Trabajo (en adelante NT-), carpeta “Autobiografía”, subcarpeta “Recomendaciones”,
NT-20/12/13, fº14 (subrayado suyo).
y nunca llegó a concretar sino bajo forma de cursos o artículos de prensa7. Más allá de la
dosis de auto-complacencia que hay en estas excusas, cabe notar que en sus escritos del
exilio, surge una veta autobiográfica casi inédita hasta la fecha bajo su pluma. Este interés
por los condicionantes vitales de la creación intelectual condujo Ortega a desarrollar su razón
histórica hacia una “razón biográfica”, a través de diversos trabajos realizados durante el
exilio sobre Juan Luis Vives, Velázquez o Goya.
La guerra y el exilio supusieron también para muchos intelectuales la quiebra de sus
canales habituales de difusión (en la prensa cotidiana, las revistas, las editoriales) tanto como
la pérdida su público natural, lector o estudiantil. Lo mismo constataría Francisco Ayala
preguntando, en un famoso artículo, “Para quién escribimos nosotros” (Ayala, 1949)8. Estas
circunstancias fueron difíciles de vivir para un líder cultural como lo fue Ortega antes de la
Guerra, no sólo por sus consecuencias pecuniarias, sino porque le afectaba sobremanera la
ausencia de interlocutores intelectuales y de público receptor. De ello se quejó numerosas
veces, privada o públicamente. A los exiliados españoles, les reprochaba alimentar la “intriga
internacional” con su propensión a difundir rumores infundados; a los franceses no les per-
donó que le ninguneasen; de los argentinos no toleraba la suficiencia, y a los portugueses
los consideraba mediocres. Es difícil determinar si este desprecio hacia sus coetáneos fue
causa o consecuencia de su aislamiento intelectual durante el exilio…
Aún así, conoció durante su exilio etapas de intensa actividad; su producción de estos
años no es nada desdeñable en cantidad y en calidad y hace difícil el ejercicio de estable-
cer un balance intelectual de este exilio. El propio autor manifestaba cierta ambigüedad al
respecto: alternaba entre la más profunda desesperación y un optimismo vital incansable,
cuando le parecía que por fin iba a poder asentarse en un nuevo país. Pero este optimismo,
en gran medida, dependía de la perspectiva de un eventual retorno.
El rico fondo de escritos inéditos y notas de trabajo conservados en el archivo Ortega deja
constancia de la reflexión que el pensador dedicó a la condición del exiliado, empezando
por la cuestión del retorno.
7 Por ejemplo en el “Prólogo [a Ideas y creencias]” (1940), V, 657, donde imputaba al exilio sus dificultades para
terminar sus dos “mamotretos”, Aurora de la razón histórica y El hombre y la gente, que de hecho serían obras
póstumas, reconstituidas a partir de manuscritos de clases y conferencias.
8 Pero Ayala, con más distancia sobre el exilio, percibía su aspecto positivo: “No hay en esto anomalía, ni daño,
y tal vez haya una ventaja en cuanto a la formación del escritor, afinada y completada siempre mediante el
fecundador viaje al extranjero, que le proporciona nuevas perspectivas y que, aun en el supuesto de ausencia
indefinida, le permitirá ligar su creación a ese fondo de vivencias” (1949, 53).
mente a su país de acogida si considera su exilio como definitivo, o por lo menos duradero;
pero le resulta muy difícil si concibe su destierro como una situación provisional. En todo
caso, la posibilidad del retorno siempre está presente en la mente del exiliado, aunque fuese
como un horizonte siempre postergado, nunca actualizado, tal como nos aparece un espe-
jismo en el horizonte de un paisaje desértico.
En este aspecto también Ortega mostró apreciaciones cambiantes a lo largo de su exilio.
Si bien en 1936 o 1937 pudo dejar entender en su correspondencia que concebía su salida de
España como definitiva, dos años después se planteaba seriamente la cuestión del “reingreso”.
En el momento en que la victoria franquista aparecía ya indudable, Ortega sopesaba así, en
cartas y notas, sus posibilidades de actuación dentro del “Nuevo Estado” que se perfilaba.
El pensador apareció en algún momento dispuesto a ciertas concesiones respecto al
régimen franquista, en nombre de su teoría de la “depuración del liberalismo por el auto-
ritarismo” expuesta en los textos de la Guerra civil, que no pasó desapercibida en España
ni fuera (Giustiniani, 2006). Pero lo que más temía del nuevo régimen era el trato que le
reservaba a la clase intelectual. Los testimonios que había podido recoger de represión y
depuración de intelectuales o profesores universitarios (Claret Miranda, 2010; Otero Car-
vajal, 2006) tales como Julián Besteiro o Manuel García Morente le parecían redhibitorios.
“En un movimiento hecho al grito de ¡muera la inteligencia! al intelectual no le queda otro
papel que la agonía, ni otra manifestación literaria que el estertor”, dejó apuntado en una
nota (NT-26/6/1, f°10). La noticia del nombramiento de Enrique Suñer a la cabeza del Tri-
bunal de responsabilidades políticas, poco después de la promulgación de la Ley epónima9,
le pareció asimismo “la más penosa que en el último año y medio he recibido de España”.
Le escribía así a Marañón el 13 de marzo de 1939 “que un hecho como ése a estas alturas
me llevaría a adoptar, sin frases ni gestos, resoluciones muy enérgicas respecto al futuro
de mi persona” (CD-M/36); se refería, claro está, a la decisión de permanecer en el exilio.
En una misiva redactada poco después de la victoria franquista, el 28 de abril de 1939,
el pensador explicaba a Justino de Azcárate, el cual encaraba la posibilidad de volver a
España, la necesidad para cada cual de sopesar “1°- como va a ser esta atmósfera para con
él ; 2°- hasta qué punto se siente capaz de aguantarla”. Las informaciones de las que dispo-
nía Ortega (en particular de cara a la actitud para con él de Nicolás Franco, embajador de
España en Portugal, desde donde escribía) le llevaban a suponer que el Gobierno deseaba
ver regresar a los exiliados, por lo menos a algunos de ellos, pero que ello “le plantearía tal
cantidad de problemas espinosos que, muy naturalmente, tiende a eludir planteárselos y se
encuentra mejor con que, sea una u otra la causa, el hecho de nuestro reingreso no se halla
producido” (CD-A/63). Por su parte, el filósofo esperaba una clarificación de la situación
internacional para decantarse por el regreso o la permanencia en el destierro; el estallido de
la Segunda Guerra mundial le llevó a elegir la segunda opción.
En un “Cuaderno de bitácora” inédito conservado en su Archivo, cuyo tenor permite
suponer que fue en parte escrito en el barco que le llevaba hacia Buenos Aires, en agosto de
1939, Ortega apuntó algunos argumentos para justificar su decisión de no volver a España.
El primero era su negativa tajante a aceptar la represión impuesta por el nuevo régimen:
“Pensar que iba a adherir solamente y en blanco a un movimiento que todavía en marzo 39
9 Ley de Responsabilidades Políticas, Boletín Oficial del Estado, 13. II. 1939.
Yo no puedo escribir ahora nada en serio y a fondo –(el Prólogo para franceses lo he
escrito para en todos sentidos tomar altura y mostrar que mi franquismo no modi-
ficaba mi liberalismo) porque la lucha en España hace que yo no puedo ir a fondo
contra el totalitarismo so pena de parecer dar la razón a los rojos cuyo totalitarismo
repugno todavía más10.
Este fragmento resume bastante bien la posición de Ortega durante la guerra civil: “él no
está tanto a favor de Franco como en contra del gobierno de la República”, como lo resume
Jordi Gracia (2014, 546). Posición expuesta, en manifiesta ruptura de su voto de silencio
político, en sus textos redactados durante la guerra alrededor de las ediciones francesa e
inglesa de La Rebelión de las masas, escritos con una voluntad de propaganda velada a
favor de la sublevación franquista (Gracia, 2014, 532-541; Giustiniani, 2006). Pero que una
vez terminada la guerra, se revelaba difícil de sostener concretamente.
En otro fragmento autobiográfico, probablemente escrito durante la guerra, anotaba así:
“Yo soy liberal. Yo no digo que la libertad sea posible ; digo que yo no soy posible sin
libertad”11. Con estas premisas, no le quedaba otra opción que prolongar su exilio: “Al inte-
lectual debe tragárselo la tierra... y vivir en las catacumbas”, concluía en su citado “Cuaderno
de bitácora” (f°13). De modo que en adelante Ortega asociaría el exilio al silencio político,
renunciando a aclarar públicamente su postura, la cual seguiría siendo interpretada como
crípticamente pro-franquista por los exiliados del 39 que en este mismo momento salían
masivamente de España y le condenarían a un doloroso ostracismo12.
Estas notas de trabajo aclaran sin embargo no sólo su voluntad de justificar a posteriori
el hecho de no regresar a España, sino también su decisión de arraigarse en Argentina, al
estilo de un José Gaos en el México de su “transtierro” (Muguerza, 2010; Sánchez Vázquez,
2003). Este anhelo de estabilidad explica su posterior decepción respecto al público y la
clase intelectual porteña, y esta decepción aclara a su vez su decisión de volver a Europa;
primero, en 1942, a Portugal, que por su neutralidad y proximidad con España le parecía
un perfecto observatorio; y por fin a España, poco después del final de la Segunda Guerra
mundial, para vivir allí un largo “insilio” (Aznar Soler, 2002, 21). Como muchísimos otros
exiliados, Ortega fundaba en aquel momento esperanzas en una intervención de los aliados
en la llamada “cuestión española” como vía hacia una transición política, que a su entender
debía tomar la senda monárquica.
Desgraciadamente, el regreso tan comentado de Ortega a España en 1946, que en nuestra
opinión se debe a su incansable voluntad de “salvar su circunstancia”, contribuyó a anclar
entre los exiliados del 39 la convicción de su traición. Y el hecho de que este exilio no
hubiera sido definitivo, contrariamente al de muchísimos otros españoles (entre los cuales la
mayoría de sus discípulos), constituye una característica que lo diferencia fundamentalmente
de la diáspora republicana. Le da su peculiar sentido, que sólo puede entenderse desde la
perspectiva de conjunto de la infatigable pasión española del maestro.
En este fragmento vemos que el filósofo percibía las modalidades inéditas que tomó
la violencia política en la “edad de los extremos” (Hobsbawm, 1994), entre cuyas con-
secuencias se perfilaba el desplazamiento masivo de poblaciones civiles (Groppo, 2002).
Se posicionaba implícitamente a favor del respecto de los derechos del individuo y de los
códigos que rigen el sino de los prisioneros de guerra. Pero más que estos aspectos jurídicos
le interesaba la situación individual de los desarraigados, como consta en este fragmento :
Vida en la emigración.
Es una situación que se ha dado repetida[mente] en la historia hasta el punto de ser
como una “categoría” de la vida humana. Pero tiene bien dos formas: una —el des-
terrado, el huído [sic], fuor’uscito, — otra, el que se va voluntaria[mente] porque la
13 En particular la carpeta titulada “Veinte años después” que recoge las subcarpetas “Emigración”, NT-26/3/4;
“Emigración y Contrarrevolución”, y “Rebelión”, NT-26/1/1/1 y 2. Estas notas, reunidas póstumamente por su
hija Soledad, también fueron nombradas por ella.
14 Como los de Dampmartin (1825), Daudet (1904), o Sénac de Meilhan (1904), conservados en su biblioteca.
15 NT-26/3/4/f°1. La obra citada es de Fernand Baldensperger (1924, 64). La cita en francés se refiere a “un cartel
que decía: aquí no se dejan pasar a judíos, ni vagabundos, ni gentes sin Dios ni ley, ni emigrados”.
16 Pero por otro lado el recurso a este término es congruente con el uso de la palabra que se hacía en aquel
momento, en el que el término de “exilio” era más bien un cultismo. Los exiliados del 39, para referirse a sí
mismos, utilizaban las palabras de “desterrados”, “refugiados” o “emigrados”; pero la de “exiliados”, como lo
apuntó Vicente Llorens en 1976, sólo se impuso alrededor de los años 50, por influencia, mediante la prensa, de
los términos inglés y francés de exile y exil (Montiel Rayo, 2017, 43-44). Por ello también nos permitimos dar
como equivalentes, en el presente artículo, los términos de “exiliado”, “refugiado” y “desterrado”, de acuerdo
con su uso sinonímico en aquella época.
La llegada a Buenos Aires, en agosto de 1939, significó para Ortega una bocanada de
aire fresco y una nueva esperanza. Sus dos precedentes viajes a Argentina le habían dejado
una excelente impresión y contaba con sólidas amistades que le permitían planear un arraiga-
miento profesional concreto en la capital porteña. Por consiguiente, entró en una “fase vital
ascendente” y su concepción del exilio cambió sustancialmente, aunque por poco tiempo.
Al llegar a tierras argentinas por tercera vez, Ortega ya no era un simple viajero, ni
tampoco un inmigrante. Su condición de exiliado le ponía en una especie de no-lugar, una
postura marginal: “El trato con el descolocado es muy difícil. Es mareante. No hay modo de
acertarle porque el descolocado está colocado a la vez en dos lugares: el que en efecto ocupa
y el que propiamente le correspondería” (NT-20/12/13/f°6). Pero la situación de desarraigo
le ofrecía asimismo un punto de vista renovado sobre su circunstancia.
Las condiciones del exilio actualizaban así la definición orteguiana de la vida humana
como naufragio (Tejada, 2003), que tomaba repentinamente acentos autobiográficos ; en
una conferencia de noviembre de 1939, llegó a decir que la condición de desterrado se
había convertido en “un símbolo en cierta dimensión de [su] vida”. La condición exílica le
era casi consustancial, “porque ya no sé bien si mis dos breves viajes anteriores a Buenos
Aires fueron, en efecto, viajes a un país forastero; o más bien, si esas ausencias larguísimas
mías de esta ciudad, no habrán sido el efectivo destierro” (IX, 347). El vínculo que le unía
a Argentina era tan fuerte que, como lo escribía ya en 1930, “no podría escribirse mi bio-
grafía — dado que ella tuviese algún interés — sin dedicar algunos capítulos centrales a la
Argentina” (IV, 302).
Llegaba así a Buenos Aires en tierra conocida y con un indudable halo de prestigio. No
dejaba por ello de ser el eterno visitante, el irremediable forastero. Dedicó varios párrafos
de sus primeras conferencias porteñas de 1939 a agradecer a su público argentino por
rodearle del “prestigio del extranjero” y brindarle la acogida agasajadora que los atenienses
reservaban a sus convidados. Ya que, mientras el extranjero “es el enemigo nato cuando se
presenta en tropel y en colectividad” —insinuaba el pensador evocando implícitamente tanto
a tropas armadas como a flujos de inmigrantes—, es, “cuando llega señero o en mínimo
grupo, una criatura como superior, que suscita emociones casi religiosas y que parece un
poco divina” (V, 441-442). Suficientemente conocedor estas tierras como para sentir que,
de alguna manera, les pertenecía, también estaba en la mejor posición para hacerles a los
argentinos “las confidencias más radicales” sobre lo que eran, aún cometiendo el inevitable
“error del viajero”, este juicio demasiado rápido sobre las cosas vistas, que sin embargo
acierta porque un transeúnte puede percibir a primera vista lo que los autóctonos han dejado
de ver (Blanco Alfonso, 2005, 203-211).
Estos párrafos, que combinaban optimismo y gratitud, repetidos con variantes en diversas
ocasiones, tomaban a contrasentido el tópico habitual del exiliado acongojado. Pero hay que
matizarlos, primero con la prudencia que demostraba el pensador en sus cartas privadas, y
también con la progresiva decepción que experimentó respecto a los intelectuales argentinos,
que a pesar de sus promesas, nunca le dejaron un hueco institucional.
conferencias y círculo tertuliano (Giustiniani, 2014). La depresión mayor que sufrió Ortega
durante el año 1941 se debió en gran parte a sus interminables altercados con la editorial
Espasa para recuperar los títulos del catálogo de la Revista que le había cedido, con la
censura española para asegurar la difusión de sus publicaciones en la península, y con los
bancos para financiar su nuevo proyecto (Campomar, 2016).
De modo que Ortega experimentó de nuevo en aquel momento el sentimiento de sole-
dad extrema ya vivido en París, y sus escritos dejan constancia este cambio de perspectiva
vital. En Buenos Aires, y más tarde en Lisboa, el filósofo retomó reflexiones sobre el
oficio del intelectual (y más precisamente del filósofo) emprendidas ya antes de la guerra,
cuando decidió retirarse de la actividad política. “Ensimismamiento y alteración” y “El
intelectual y el otro”, primeros textos que publicó después de llegar a Argentina, en 1940,
retomaban y actualizaban las teorías expuestas en dos textos de anteguerra: “Reforma
de la inteligencia”, de 1925 (V, 205-211), y “Sobre ensimismarse y alterarse”, de 1933
(OC V, 251-264); y profundizaban en ideas expresadas en varios textos escritos durante
la Guerra civil17.
Cada vez más convencido de que el ruido y la furia no eran nada propicios al ejercicio
de la inteligencia, Ortega, durante el exilio, no dejó de vituperar contra los falsos intelec-
tuales, “empresarios de la agitación” (V, 546), que ponían sus dotes al servicio de la “intriga
internacional” y la “demagogia” (IV, 367), haciendo gala de una culpable “frivolidad” (IV,
358) y de una “irresponsabilidad” (V, 328) de funestas consecuencias. Todo compromiso
político, juzgaba Ortega, los llevaba a “alterarse”, “enajenarse”; en cambio, los auténticos
intelectuales “son los solitarios, los que ni en un partido ni en una intriga se apoyan: los que
no tienen a su servicio ni los cañones ni las multitudes” (IX, 383).
En cambio, el verdadero menester del filósofo, su “responsabilidad intelectual” supone,
sobre todo en tiempos de guerra, abandonar toda veleidad de intervención política, o sea,
adoptar el más riguroso silencio político para dejar paso a la “poda” de la inteligencia (V,
637). Ésta, de una radical urgencia, consiste en dar la espalda a las “creencias” de la mayoría
para bucear en las profundidades de la verdad, en busca de auténticas “ideas” (VI, 10; VI,
159-161): “el filósofo es un retirado del mundo”, resumía Ortega en 1940 (IX, 489). Sólo
en el “ensimismamiento”, repliegue fecundo en la interioridad del ser, puede encontrar la
serenidad necesaria para la auténtica e independiente creación (V, 537-539). El filósofo
es el que asume, más que nadie, la soledad ontológica del ser humano y su intransferible
punto de vista sobre el mundo. Y por manejar la paradoja contra la doxa (V, 714 ; IX, 650),
su iconoclasia choca necesariamente contra la opinión pública; hace de él “un paria y un
malhechor” (V, 629). El intelectual se ve así condenado a ser un “profeta”, incomprendido
e impopular: una “vox clamantis in deserto” (IX, 632).
Por supuesto, estas líneas enlazaban con sus distingos sociológicos entre “ideas y creen-
cias” y “el hombre y la gente” (Ferreiro Lavedán, 2005), su diferenciación ética entre la
minoría selecta y el hombre-masa (Sánchez Cámara, 1986), así como su concepción de la
vida auténtica como fruto de la articulación entre responsabilidad y vocación (Cerezo Galán,
1984). No hay en este sentido mucha novedad en sus textos del exilio sobre estos temas,
17 Tales como las series de 1937 “Bronca en la Física” y “Miseria y esplendor de la traducción” redactadas para La
Nación de Buenos Aires, así como varios fragmentos y notas del mismo periodo.
pero sí una aferrada voluntad de darlos a conocer y probar su dimensión profética. Por ello
Ortega desarrolló estas ideas en unas y otras ocasiones, y planeaba la redacción de diversos
artículos para exponerlas, tales como el nonato “Discurso de la responsabilidad” concebido
para la Revue de Paris en 1938, o el tratado “Del silencio en política” que pensaba insertar
en un posible noveno volumen de El Espectador18.
De este breve resumen de los múltiples textos del exilio al respecto, destaquemos algu-
nas constantes. Primero, su extrema coherencia: aunque haya que reconstruir el propósito
de Ortega a partir de muy diversas fuentes, es notable la perdurabilidad de su concepción
de la misión del intelectual y su relación con la política. Luego, cabe recalcar la ironía, el
recelo y la amargura crecientes que manifestó el pensador hacia aquel “hombre-masa” que
por pereza y falta de formación no consigue entender al verdadero intelectual y se muestra
más seducido por los halagos de los “demagogos”. Paralelamente, Ortega fustigó sin cesar a
los intelectuales “comprometidos”, culpándoles de las derivas de la modernidad (es decir de
todo lo que venía condenando desde los años 1910 como productos del idealismo raciona-
lista ilustrado). Por fin, es difícil no ver en estos juicios una dimensión de auto-justificación
por parte de un pensador que fue objeto de tantos ataques, durante su exilio, por parte de
sus coetáneos; y una tentativa de defensa articulada alrededor de una lección de deontología
dirigida a sus homólogos españoles, franceses o argentinos (Lasaga Medina, 2018). Ortega
dedicó asimismo líneas a justificar la propia actividad, como parte integrante del modus
operandi de la filosofía19.
¿Acaso no pueden considerarse estos textos como glosas sobre la condición exílica ? La
soledad, el recogimiento, el retraimiento de toda actividad pública aparecen no tanto como
el producto de una decisión voluntaria, como condiciones impuestas al desterrado Ortega.
Él mismo relacionaba íntimamente exilio y silencio político, como en su texto inédito de
1945: “Hay, pues, dos cosas, dos humildes cosas a las que nadie puede enseñarme: a callar y
a emigrar” (IX, 703). Su definición de la misión del intelectual puede entenderse como una
legitimación de su postura de silencio, una teoría destinada a entender y justificar la falta de
receptividad de su público y su propio fracaso en hacerle llegar su mensaje.
El aislamiento del pensador durante su exilio puede verse, pues, como el fruto de su sen-
timiento de inadecuación ética al mundo que le rodeaba, que exigía de cada cual una posición
franca y un compromiso claro. Ortega se sentía rechazado, pero se aisló; se veía apartado
de cierta clase de intelectuales, pero los despreciaba. La soledad intelectual, que le fue tan
dolorosa, constituía a la vez para él un motivo de orgullo: la vivió como una consecuencia
de su voluntad de protegerse, preservar su independencia y dedicarse a la auténtica reflexión
filosófica. Y el ensimismamiento al que le condenaba el exilio era al mismo tiempo para él
la condición sine qua non de una serena producción intelectual.
18 El primero, en la carpeta “Et quand [sic] au pacifisme” [abril de 1938], AOG, fondo Manuscritos, B-145/2; el
segundo en “Espectador IX. «Del silencio en política»”, NT-18/7/4.
19 “Apuntes sobre el pensamiento, su teurgia y demiurgia. Crisis del intelectual y crisis de la inteligencia”, Logos
[Buenos Aires], nº1, 1941, pp. 11-39; VI, 24. La misma idea, relacionada con el silencio político, en dos carpe-
tas de las notas de trabajo: “Justificación” y “El intelectual hoy – Razón de su silencio”, NT-26/1/1 y 26/2/2.
“El intelectual es el desesperado náufrago que se pasa la vida echando botellas al mar”,
escribía en 1939 un Ortega abocado por su destierro a una gran soledad espiritual (IX, 361).
Lo original de su postura es que llegó a teorizarla como condición de posibilidad de la
actividad intelectual; no se sabe si por inveterado optimismo o por algún mecanismo psico-
lógico de denegación de la realidad. De allí sus líneas sobre la exclusión social del auténtico
intelectual cuya iconoclasia choca contra la opinión pública, o del viajero que revela a los
autóctonos intolerables verdades sobre sí mismos. Ortega encuentra en su vocación filosófica
un refugio para hacer frente a esta radical soledad que concibe a la vez como una verdad
ontológica absoluta y una consecuencia irremediable del exilio, evidenciada por la “incomu-
nicabilidad” entre naciones. Este retraimiento en la torre de marfil del menester intelectual
pudo ser visto como una prueba de su “traición” a la causa republicana; de este ataque
precisamente se destinaba a defenderle, y de su condición de “paria” llegó a enorgullecerse
como prueba de su incorruptibilidad y del acierto de sus profecías. Así llegó a teorizar, en
su corpus de notas de trabajo, la filosofía como esencial “escapismo”20 y el silencio político
como garantía de la pertinencia de toda actividad intelectual:
Intelectuales hoy.
Por lo que me pasa a mi y a otros colegas, a todos los buenos intel [ectuales] del
mundo, les pasa que obligados a la retracción sobre sí mismos están ahora creando
lo mejor de su obra y generando un formidable porvenir. Cada cual elige su actitud.
La mía no consiste en hacer historia sino en aguantar la que se hace y pensar sobre
la hecha para inventar la que se hará (NT-26/2/2/f°1-2).
20 En esta nota de trabajo: “Fil.[osofía] y escapismo. Una filosofía es algo que [puede] no se puede fusilar y si se la
fusila se la propaga. Más allá de su vida y de su muerte, de su Fil.[osofía] personal pervive su Fil.[osofía] como
un inmortal «escapismo»”. NT- 26/1/1/f°1.
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La Guerra Civil española 70 años después: panorama multidisciplinar, Circunstancia,
Resumen: El artículo explica la evolución de Abstract: The article explains the evolution of
la actitud de Ortega durante la Guerra Civil y el Ortega´s attitude from the Civil War to the Fran-
Franquismo, atribuyéndola a factores ideológicos coism, relating it to ideological factors and the
y de percepción del contexto político. Buscó la perception of the political context. He looked for
circunstancia más propicia para la implantación the most favorable circumstance for the imple-
del liberalismo, huyendo de planteamientos idea- mentation of the Liberalism, fleeing from idea-
les que no tuvieran en cuenta la realidad socio- listic approaches that did not take into account the
política. En este sentido, el anticomunismo le socio-political reality. In this sense, the anti-com-
llevó a preferir a Franco durante la guerra, y el munism led him to prefer Franco during the war;
contexto internacional, a aprovechar durante la and the international context, to take advantage
dictadura los “espacios de libertad” que le permi- of the “spaces of freedom” that allowed him to
tieron salvaguardar sus ideas sin comprometerse safeguard his ideas without committing himself
directamente con ella. directly to it.
Palabras clave: Ortega, liberalismo, comunismo, Keywords: Ortega, Liberalism, Communism,
utopía, circunstancia, exilio. Utopia, Circumstance, Exile.
Estas dos ideas se entienden precisamente desde la definición orteguiana del liberalismo.
A pesar de la evolución de su pensamiento al respecto, un elemento permanente es el de
considerar que su razón de ser fundamental es la limitación del poder. Algo que lo distingue
de la democracia, referida a los orígenes del mismo; y que implica que, aunque no fuera lo
ideal, en la práctica las dos nociones pudieran ir por separado1. A esto conduce otra cons-
tante del pensamiento orteguiano, que Pedro Cerezo (1994, 62) llamó la “política de base
fenomenológica”: desde que abandonó el neokantismo en 1914, hizo de la aceptación de los
límites de la realidad un elemento fundamental de su posición política. El “yo soy yo y mi
circunstancia” de 1914 es la clave de su pensamiento, hasta el punto de que en 1934 escri-
biría que “el resto de mi producción, que iba ser una batalla incesante contra el utopismo,
está, pues, ya preformado en este mi primer libro” (Ortega, 2017b, 152).
En consecuencia, el liberalismo orteguiano fue siempre reformista, y se fundamentó en la
expresión de que “solo debe ser lo que puede ser, y solo puede ser lo que se mueve dentro
de las condiciones de lo que es” (Ortega, 2012, 487): planteaba que para limitar el poder era
fundamental partir de las alternativas reales de cada momento, desechando construcciones
ideales. En este sentido, escribe de Haro (2008, 95) que el proyecto que desarrolló era el de
una “política realista o de realización de condición fenomenológica”, que pretendía construir
una España vertebrada y vital. Es la lógica que hay detrás de su apoyo al Partido Reformista
en 1914, al republicanismo conservador de Maura en 1932, y, por los motivos que veremos,
a Franco durante la Guerra Civil.
También es la actitud que se encuentra detrás de su firme oposición al comunismo.
Ortega había sido socialista hasta el contexto de 1914, e incluso durante la II República
defendió la labor del PSOE. Pero su socialismo fue siempre aristocrático, ético, y nacional;
considerándolo un ideal que podía servir a las minorías selectas para vertebrar a la socie-
dad, integrando a los obreros en la nación2. Era un proyecto liberal y humanista, cercano
al de Julián Besteiro y alejado del de Largo Caballero (López Frías, 1985, 109). Por ello,
la “bolchevización” del PSOE durante la II República no hizo sino alejarle todavía más del
socialismo español, considerándolo más cercano al comunismo que al liberalismo nacional.
En este marco, el comunismo –que prefería llamar bolchevismo– y el socialismo antilibe-
ral eran definidos como paradigma de la rebelión de las masas. Ya en España invertebrada
(1922) dedicó un capítulo al “sindicalismo”, con el que se refería a los movimientos obreros
particularistas. Según su pensamiento, una sociedad moderna debía estar nacionalizada, esto
es, integrados todos sus miembros y clases en un proyecto sugestivo de vida en común.
Como los nacionalismos periféricos, el bolchevismo era antinacional por su condición
exclusivista. En La rebelión de las masas (1930) Ortega (2017a, 431) profundizaría en esta
lectura, hablando del bolchevismo –y el fascismo–, como paradigma de la regresión anti-
1 Ortega (2012,541) expuso esta tesis en “Notas del vago estío” (1927), y la mantuvo en textos de los años cua-
renta y cincuenta. Historia como sistema y Del Imperio romano (1941) pueden entenderse desde esta clave, y
por tanto como una crítica larvada al Franquismo, pues entonces Ortega ya se había distanciado de él. Así lo
hizo la revista Time al reseñar su traducción al inglés, provocando la indignación de ABC (11 de junio de 1946).
2 El proyecto socialista de Ortega en torno a 1914 es definido por De Haro (2008, 110) como “un socialismo no
utópico ni abstracto y encabezado por una minoría de cabezas claras”, que fundamentaría una “gran comunidad
espiritual de trabajadores libres” que buscarían, junto con lo material, “el sentido (o logos) de lo que les rodea
para salvarse a sí mismos de su propio naufragio vital”.
Ortega había sido uno de los principales impulsores de la II República. Pero pronto se
decepcionó con ella, debido a que consideraba que había caído en el mismo error que la
Restauración: el particularismo político y social. Desarrolló esta visión desde 1931, y la
mantenía a la altura de 1935. En esta fecha, según rememoraría María Zambrano (2011,
170-176), estaba “cada día más ensimismado y aún angustiado” porque no veía sino “el
hermetismo creciente del ánimo de los españoles”. Por ello, fraguó el plan de publicar un
artículo que removería la opinión pública. Pero alguien filtró la noticia, y el filósofo decidió
no actuar porque consideraba que el efecto sorpresa era clave del éxito. Inauguró así una
actitud que aparecería durante la guerra, consistente en renunciar a actuaciones públicas que
consideraba inútiles.
Acontecimientos como el exclusivismo religioso de la CEDA, la huelga revolucionaria
de 1934, o la creciente violencia desde 1936, fueron vistos por Ortega como ejemplo del
particularismo que venía denunciando desde hacía años. El estallido de la guerra entre las
dos Españas era su culmen, y por ello no podía comprometerse con entusiasmo con ninguno
de los dos bandos. Sin embargo, consideró que la opción por el bando franquista era un
mal menor. No solamente porque su teoría política fuera más compatible con alguna de sus
facciones, sino también como consecuencia de factores personales: sus hijos combatieron
con las tropas de Franco, y personas que habían sido importantes en su biografía política
–como Melquíades Álvarez o Manuel Rico Avello– fueron asesinadas (Gracia, 2014, 518).
Él mismo firmó un manifiesto pro-republicano bajo amenazas, en unos momentos en los
que el presidente José Giral tomaba la polémica decisión de armar a los milicianos: con este
hecho, la acción directa, también analizada en España invertebrada, llegaba a su máxima
expresión a través del particularismo obrero. La percepción orteguiana era que la rebelión
de las masas estaba materializándose en su versión más violenta en el Madrid republicano.
El que la clave interpretativa del libro de 1922 estaba plenamente en su percepción, lo
demuestra una carta que mandó a la Condesa de Yebes (10 de abril de 1938) a los dos años
del inicio del conflicto. En ella aludía a un discurso de Ramón Serrano Suñer, que tildaba
de “excelente” y del que destacaba que “sin ocultarlo dos tercios del discurso proceden de
España invertebrada”. En este discurso, el cuñado de Franco hablaba efectivamente de crear
un Estado basado en la “selección de los mejores”, y también de cumplir el “destino” de
España desde la integración de todas las clases de la nación. Además, apostaba por sustituir
al Estado liberal por otro autoritario, y exaltaba el catolicismo como elemento esencial de
la identidad española (Azul, 3 de abril de 1938).
Este apoyo decidido de Ortega a Franco –en la carta, además, señala que no le cabe la
menor duda de que esa “excelente” intención de Serrano Suñer es de acuerdo con “el de más
arriba”–, se explica por su anticomunismo. Anticomunismo que, al contrario del de Franco
y su cuñado, no se basaba en el catolicismo sino en el liberalismo; según puede deducirse
de otras cartas. Por ejemplo, una que había escrito cuando al poco de estallar el conflicto la
Comisión Depuradora Universitaria borró su nombre de la lista de profesores, tachándole de
“contrarrevolucionario”. Ortega (15 de octubre de 1936) no solamente no se lamentó por este
apelativo y el suceso que provocó, sino que dijo a la Condesa de Yebes que “me satisface
tan sabia determinación”. Un año después, le escribió otra epístola (25 de julio de 1937)
muy significativa porque resume el carácter del apoyo que en 1938 expresó hacia Serrano
Suñer: “en la España blanca hay cada vez más orden si bien a costa de ir recayendo todo
bajo el poder de las fuerzas más habituales”. Es decir, apoyaba al bando franquista en sentido
negativo: por su anticomunismo, y no por su defensa del nacionalcatolicismo.
Por otro lado, es importante tener presente que escribió esto desde el exilio, circuns-
tancia que explica otro elemento de su interpretación de la Guerra Civil: la perspectiva
europea. Mientras que la mirada que trascendía la frontera española llevó precisamente a
personas como Azaña o Negrín a no entender por qué Gran Bretaña y Francia no intervi-
nieron en favor de la República, para Ortega confirmaba una opinión que compartía con
los conservadores de estos dos países. El fascismo y el nazismo, sin ser de su agrado, no
le parecían tan peligrosos como el comunismo, y pensaba que había que supeditar todo a
su derrota. Significativa es al respecto una epístola que mandó a Victoria Ocampo (21 de
septiembre de 1936), en la que hablaba de una “discordia interna” que amenazaba con llevar
a la guerra civil a Francia, porque “el comunismo ruso está haciendo su máximo esfuerzo
–tal vez su esfuerzo postrero–, por descomponer toda Europa”. Desde esta convicción, y
de nuevo muy en contra de lo que buscaban los republicanos, elogió la política de apaci-
guamiento de Chamberlain. Según otra carta a la Condesa de Yebes (11 de marzo de 1938),
el líder británico hacía bien en cambiar su política ante Italia y Alemania, supeditando la
política exterior británica a la derrota del comunismo, que tildaba de “causa inmediata de
todos los desastres del continente”.
Por tanto, Ortega se encuentra entre quienes redujeron la complejidad de los componen-
tes del bando republicano a una revolución comunista, y desde su temor a la expansión de
este movimiento se explica su apoyo al bando franquista; en el plano internacional, incluso
a costa de aceptar el fascismo y el nazismo como aliados. Los documentos arriba expuestos
son privados, pero coinciden en su intención con el “Epílogo para ingleses” (1937), escrito
también desde su exilio parisino. Aquí vaticinaba la nueva articulación de Europa en torno
a Estados liberales y totalitarios, asumiendo que “el «totalitarismo» salvará al «liberalismo»,
destiñendo sobre él, depurándolo, y gracias a ello veremos pronto a un nuevo liberalismo
templar los regímenes autoritarios” (Ortega, 2017a, 528). Aunque había criticado el fascismo
y el nazismo durante la década anterior, identificándolos con la rebelión del hombre-masa,
en este texto hace patente que los comunistas eran quienes encarnaban la peor manifesta-
ción del proceso. Desde esta perspectiva dedicaba a los británicos un texto incluido en su
obra magna, en lo que supone un claro respaldo al proyecto del Appeasement. De hecho,
cuando Chamberlain y Hitler firmaron el Pacto de Múnich, escribió entusiasmado a Gregorio
Marañón (30 de septiembre de 1938) porque lo veía como la confirmación de su profecía:
“el acuerdo es un primer paso hacia lo que en mi Epílogo llamaba yo una «articulación pro-
visoria» entre los Estados totalitarios y los liberales”. Además, es relevante el hecho de que
“En torno al pacifismo”, incluido en el “Epílogo”, estuviera escrito a partir de un artículo
que antes intentó publicar, sin éxito, en el Times. En 1937 le había dado forma, después de
contactar para ello con los propagandistas de Franco en Londres (Gracia, 2014, 536).
La defensa de un liberalismo anticomunista no tendría que haber llevado necesariamente
a Ortega a apoyar al bando franquista, puesto que podría haberle vinculado a la “Tercera
España”. En el mismo año de la publicación del “Epílogo para ingleses”, tuvo un interesante
intercambio epistolar con Lorenzo Luzuriaga, donde éste hablaba de la creación de “un tercer
partido, una minoría de gente inteligente y liberal”. Consideraba que la victoria de cualquiera
de los dos bandos en liza supondría “la desaparición para mucho tiempo en nuestro país del
liberalismo”, y por ello era menester seguir el modelo de Gran Bretaña (Luzuriaga a Ortega,
15 de julio de 1937). Allí gobernaba una coalición de conservadores y liberales, que propo-
nía imitar en España desde la colaboración entre moderados de los dos bandos (Luzuriaga
a Ortega, 1 de octubre de 1937). En estas cartas exponía que, como Ortega, veía en Gran
Bretaña a la “nurse” de Europa. Era el modelo que, con su tradición parlamentaria, encarnaba
los principios del liberalismo y la nacionalización que el filósofo defendía desde 1914. Pero
Ortega, si bien podía simpatizar con el modelo británico, no aceptaba la vinculación con la
“tercera España” porque lo consideraba utópico. De nuevo, el realismo político emanado de
la aceptación de la circunstancia explica su actitud.
El filósofo contestó a Luzuriaga (2 de agosto de 1937) que su postura era la misma que
ya había manifestado en una reunión en París, cuando expuso “mi extrañeza de que crea
Vd. y crean otros que podemos tener una intervención pública según las cosas están hoy;
los que nos encontramos fuera de España”. Era factible, seguía, trabajar por uno de los dos
bandos, pero carecía de sentido “pretender, hoy por hoy, representar una Tercera España”.
Afirmaba que “la cosa es deplorable pero a mi juicio, inevitable, por ahora”, y sostenía
que seguir la propuesta de Salvador de Madariaga era ridículo y contraproducente porque
mostraría la “inanidad” de la “tercera posición”. Madariaga había planteado, aconsejado
por el Quai d´Orsay, que él mismo y Ortega lanzaran un manifiesto por la paz. El filósofo
lo rechazó, también cuando Zubiri (15 de junio de 1937) le escribió intentando en vano
hacerle cambiar de opinión.
En la carta a Luzuriaga (2 de agosto de 1937), Ortega sostenía que apostaba por el
“triunfo de un liberalismo de tipo nuevo”, y como él y Madariaga, sabía que eso era impo-
sible con la existencia de las dos Españas. Pero a diferencia de ellos, hacía un análisis
peculiar de la situación: “yo no creo que se trate de dos mitades sino más bien de esto: dos
minorías extremas que luchan entre sí y el gran torso de la nación que por una determinada
circunstancia se encuentra más cerca de Franco que de Valencia”. Siendo más concreto, decía
después que esta situación consistía en que “una parte de la clase obrera, alcoholizada por los
eternos demagogos, ha querido hacer una revolución total”. Incluso llegaba a escribir que la
mayoría de los españoles simpatizaban con el liberalismo, cuyo modelo volvía a identificar
con Inglaterra, y que la realidad española estaba falsificada en el extranjero.
Esta carta refleja una característica de Ortega: su anglofilia política. En muchas oca-
siones, por ejemplo con ocasión de la Primera Guerra Mundial, había manifestado su
admiración por el modelo político británico, según seguiría haciendo entre 1936 y 1939. Es
significativo al respecto que en 1938 escribiera una carta a Winston Churchill ([marzo] de
1938). Aunque no llegó a mandarla, es conveniente aludir a ella porque allí expuso algunas
ideas muy significativas. Para empezar, la escribía en agradecimiento por unas palabras que
sobre España expuso el Primer Ministro en la Cámara de los Comunes. Con toda proba-
bilidad, se refiere a la propuesta que lanzó a los europeos para aislar a Alemania y evitar
una Guerra continental, señalando que España podría unirse porque “es cosa bien clara que
el estilo vital de mis paisanos y la situación geopolítica de la península conspiran en una
misma dirección”: la amistad con Inglaterra. Ortega se había dado cuenta de lo equivocado
que había estado al creer posible el apaciguamiento de Hitler, aunque esto en ningún modo
implicara –como tampoco en Churchill– la aceptación del comunismo. Lo que había cam-
biado era la situación geoestratégica, que parecía caminar hacia un bloque liberal que terciara
entre comunismo y nazismo/fascismo. Tal vez la razón por la que Ortega no llegó a enviar
esta carta es que su intuición no se cumplió.
Por otro lado, comparaba a Winston Churchill con Edmund Burke, señalando que el
segundo definió “el alma política inglesa” en su análisis sobre la Revolución francesa. Con
sus Reflexiones de 1790 definió una tradición de pensamiento político basada en “temperar
la rigidez de la «raison» con la elasticidad de la [ilegible] de la historia” (Ibid.). No en vano,
el filósofo español había criticado en muchas ocasiones la Revolución francesa por ser un
ejemplo de política utópica, basada en aplicar ideales sin tener en cuenta la circunstancia
histórica. Si apreciaba el pensamiento de Burke, la actitud de Churhill, y la constitución de
Inglaterra, es porque encarnaban las características de la Razón histórica3.
Hasta el año 1938, Ortega creía que no existía alternativa entre el comunismo y un
totalitarismo/autoritarismo conservador que a la larga daría pie al desarrollo del liberalismo;
no solamente en España, sino también en una Europa donde intuía la creación de un bloque
que opondría a Estados liberales y fascistas contra la URSS. Pero al estallar un año después
la II Guerra Mundial, los acontecimientos fueron en una dirección muy distinta: liberales
y fascistas se enfrentaron, y desde 1941, la Rusia comunista se alió con los primeros. El
análisis de Ortega –lo que en 1938 llamó “profecía”– había fallado totalmente, y Franco
no solamente no dio pie a la integración de sectores liberal-conservadores en su Gobierno,
sino que se comprometió con el Eje nazi-fascista rodeándose de falangistas. No existió un
equilibrio con el totalitarismo, sino una alineación con el mismo. Franco reivindicó abier-
tamente el concepto, y la Resolución 39 (1) de 1946 de la ONU declaró que el impuesto
en España era un régimen totalitario cuyos orígenes se encontraban en la intervención de
Alemania e Italia. Los países cuyo modelo liberal admiraba Ortega, quedaban enfrentados
a la España dictatorial.
Esto le habría llevado a cambiar su percepción, como ocurrió con su amigo Gregorio
Marañón. De manera temprana, le había dicho en una carta (8 de abril de 1940) que los
hechos mostraban que la “lucha anticomunista, la llevan ahora, no los países dictatoriales,
3 En el Epílogo de 1937, Ortega (2017a, 512) había definido la Commonwealth como “el fenómeno jurídico más
avanzado que se ha producido hasta la fecha en el planeta”. Lo decía porque no era una construcción de la Razón
utópica, sino basada en la experiencia histórica. Era la proyección del derecho consuetudinario al que, con el
nombre de “poder público europeo”, daría también una gran importancia en su apuesta por los Estados Unidos
de Europa. En “Meditación de Europa” (1949), donde también expondría su admiración por Burke, Ortega
(2010,119) sostendría que solamente Inglaterra y Roma habían asumido este principio político fundamental.
sino los liberales”, y que por ello muchos republicanos españoles estaban abandonando el
comunismo en favor de una “ilusión liberal”. Esto lo escribía cuando el Pacto Ribbentrop-
Mólotov de 1939 mantenía aliados a comunistas y nazis, y por tanto a Francia y Gran
Bretaña en contra de ambos –y en guerra con los segundos. Pero la lógica de la afirmación
se haría más evidente desde 1945, cuando efectivamente muchos republicanos del exilio
formaron parte de proyectos culturales que se enmarcan en la Guerra Fría contra la URSS.
Sin embargo, pese al distanciamiento ideológico con la dictadura, Ortega volvió a
España en 1945. No es casual que esperara hasta el final de la II Guerra Mundial, puesto
que, tal y como había dicho en carta a Marañón (1 de enero de 1943), era necesario aguar-
dar a “la conclusión de este juego a cara o cruz de la humanidad” para decidir el lugar
de establecimiento. Recelaba, según se ve en esta epístola, de la deriva filo-fascista de la
dictadura; y aunque se le acusó de complicidad con el régimen, hay que tener presente las
condiciones y características de su retorno. Para empezar, no se integró en la vida oficial,
a pesar de tener posibilidades para ello –Ruiz-Giménez, por ejemplo, le propuso como
ministro de Educación–, y las intervenciones públicas que hizo se desarrollaron casi siem-
pre desde iniciativas privadas. Además, realizó numerosos viajes por Europa y América,
que incluyeron largas temporadas en Alemania, Suiza y Portugal; país este último donde
mantuvo una residencia en Lisboa4. El suyo fue por tanto “un semirregreso, un regreso
discreto e intermitente” (Fusi, 2017,16). Por otro lado, en la capital lusa se había asociado
con el círculo monárquico de don Juan, en quien muchos exiliados vieron una alternativa
viable frente a Franco (Gracia, 2014, 575).
Con todo, Ortega se relacionó con personas del régimen, aunque fuera a título personal,
y tomó parte de algunas actuaciones que algunos interpretaron como muestra de apoyo a la
España franquista. Por ejemplo, cuando inauguró el curso del Ateneo en 1947, con las con-
ferencias que luego serían publicadas bajo el título “Introducción a Velázquez”. Aunque no
trató un tema político, el hecho de que aceptara esta intervención en un espacio de la cultura
oficial podría verse como una señal de aceptación de la dictadura. Así lo daría a entender
la revista falangista Destino (7 de junio de 1947), que refería este episodio como supuesta
prueba de que Franco era un “gobernante de minorías”.
Pero no volvió a España porque apoyara al dictador, sino por motivos vitales e intelec-
tuales. En relación con lo primero, necesitaba anímicamente estar en España. Ya en 1936
le había dicho a Victoria Ocampo (carta, 21 de septiembre de 1936), que se sentía como
una planta sin raíces, pues era de los que se veían “aniquilados” por no poder vivir sin ellas
como las orquídeas. Además, volvía con 62 años, habiendo sido operado, y necesitando en
los próximos años otras intervenciones médicas. No obstante, Julián Marías (2008, 275)
recuerda que no retornó a España para morir: “vino a vivir –y vivió diez años– en ella y
para ella, lleno de proyectos y de entusiasmos”. Estos proyectos se entienden desde la razón
intelectual de su regreso, esto es, a partir de la perspectiva que le llevó a ver que en España
podía seguir defendiendo el liberalismo. De nuevo, la aceptación de la realidad y el rechazo
del utopismo son la clave.
4 En 1947, Ortega habría dicho en una entrevista que el Gobierno de Franco no le molestaba, “pero yo vivo en
Lisboa”. Aunque pueda darse por literal esta afirmación, pertenece no obstante a una entrevista que le hizo el
mexicano Armando Chávez Camacho, sin tomar notas durante su transcurso. Alfonso Reyes (2016, 73-78) se la
mandó a Ortega indignado, porque esta situación había provocado un malentendido en la relación entre ambos.
5 En este y otros textos fundamenta lo que José Lasaga (2017, 62) llama “liberalismo comunitario”. De hecho, un
trabajo que lo compone, “Meditación del saludo”, ha sido interpretado como una crítica al saludo fascista.
régimen mixto –en lo que podemos ver una defensa del sentido histórico de los regímenes
liberales basados en el equilibrio del poder, en la estela de las reflexiones orteguianas sobre
el Imperio romano–, o Caro Baroja al tratar las “sociedades parciales españolas” –como
también había hecho Ortega en los años veinte, exponiendo el fundamento geográfico de
las regiones; aunque ahora frente a un Estado fuertemente centralista. Asistían a estos semi-
narios intelectuales como Alfonso García Valdecasas, Valentín Andrés Álvarez o Paulino
Garragori (ABC, 30 de noviembre de 1949).
Pero a pesar de que las amplias reseñas de ABC parezcan indicar un desarrollo nor-
mal del proyecto, la tolerancia era relativa. Según Marías, desde el principio encontraron
la hostilidad del régimen, a lo que se unió la escasez de personas adecuadas para llevar
a cabo la misión. En 1950 cesaron las actividades, aunque no porque Ortega se sintiera
forzado a abandonar su proyecto. Marías (2008, 279-280) insiste en que su maestro quiso
interrumpir los cursos, sin suspenderlos6, pero decidió viajar a Alemania. Un escenario
fundamental, porque desde allí había pronunciado una de sus conferencias más notables
en 1949: “De Europa Meditatio Quaedam”. El año 1949 fue clave en la Guerra Fría: se
fundó la República Popular China, la URSS desarrolló la bomba atómica y nació la OTAN.
Además, se creaba el Consejo de Europa, en lo que algunos querían ver un primer paso
hacia la federalización de los Estados del Viejo Continente. Ortega era un firme defensor
de la unidad europea desde hacía décadas, y por ello no podía sino mirar con simpatía
los movimientos europeístas de la Postguerra mundial. Pero en la práctica, la pretendida
unidad europea se integraba en el bloque liderado por EEUU, y no era una tercera vía ante
el comunismo de la URSS. Salvando las distancias, era tan poco realista como la “tercera
España” de la Guerra Civil. Por ello, el propio filósofo formó parte de iniciativas en las
que EEUU estuvo muy presente, destacando la creación del Instituto de Humanidades de
Aspen, y la Universidad de Puerto Rico.
A Aspen (Colorado) fue invitado en 1949, con ocasión del bicentenario de Goethe. En
su conferencia defendió las mismas ideas que ya había lanzado en Alemania, apostando por
el citado pensador como paradigma de una Alemania liberal. Como en ocasiones anteriores
–1908, o durante la Gran Guerra–, hablaba de dos Alemanias: una etnicista, que era la que
había sido derrotada en 1945; y otra moderna. Mientras que en Europa y EEUU los vence-
dores seguían teniendo sospechas frente a los alemanes, Ortega (2010, 51) en sus conferen-
cias de ambos lados del Atlántico los presentaba como ejemplo de reconstrucción de una
federación de Estados-nación. No hablaba abiertamente de política, pero dejaba bien claro
que estaba lejos de defender, como antiguamente, un liberalismo “atemperado”, y optaba
por el que encarnaban la República Federal Alemana y EEUU.
El Instituto de Aspen había sido fundado por un gran admirador del filósofo: el empresa-
rio de origen germano Walter Paepcke. Tenía intención de “salvar” la cultura alemana frente
a los prejuicios que tenían sus compatriotas, pero también de hacer lo propio con EEUU
y Occidente. En 1949 mandó al filósofo un interesante artículo que en 1945 había escrito
Robert T. Hutchins –presidente entonces de la Universidad de Chicago– en el que hablaba
6 Ortega había terminado las doce lecciones del curso “El hombre y la gente”. Según reseñó ABC, aseguró que
las interrumpía, pero no finalizaba. Se despidió del público “prometiéndole reanudar sus lecciones quizá esta
primavera” (ABC, 23 de febrero de 1950).
del gran papel de las Universidades en la “atomic age”. Según él, era el de configurar una
síntesis humanística que pudiera dotar de dirección moral a la técnica. Para lograrlo había
que unir a los “leader thinkers of our time” en una “continuing conference” (Paepcke a
Ortega, 5 de octubre de 1949). Por tanto, veía que el gran problema de la Guerra Fría no
era la amenaza comunista como tal, sino la posibilidad de destrucción del mundo como
consecuencia de la carrera armamentística. Ortega también había meditado mucho sobre la
técnica7, y era considerado uno de esos intelectuales que debían liderar la búsqueda de la
solución. Paepcke se había entusiasmado al leer “Misión de la Universidad” –texto cuya
tesis es, grosso modo, que esta institución es la única capaz de constituir el poder espiritual
vertebrador de una sociedad–, y escribió al filósofo (2 de diciembre de 1949) para asegurarle
que tanto él como Hutchins estaban totalmente de acuerdo con sus postulados.
Estas cartas de Paepcke nos dan pistas interesantes acerca de la intención de Ortega al
fundar el Instituto de Humanidades de Madrid: si su interpretación era cierta, el filósofo no
pretendía crear un simple centro de conferencias, sino una auténtica Universidad alternativa
a la oficial de España. Pero entendiendo Universidad precisamente desde la concepción
orteguiana: no tanto un centro oficial de investigación y enseñanza –aunque también debiera
serlo en condiciones normales–, como un poder espiritual que fuera capaz de vertebrar a
la sociedad, a través de la formación de su minoría selecta. Un elemento de continuidad en
el pensamiento orteguiano es, desde sus primeros años como intelectual, la defensa de la
Universidad en tanto que elemento nacionalizador. Leyendo a Renan desde joven, asumió
esta interpretación que plasmaría en “Misión de la Universidad”, y que hacía por tanto de la
política directa algo secundario. Si era fiel a su teoría, Ortega durante el franquismo podía
estar apartado de la política directa, pero no de la vida pública. Combinaba una acción en
el segundo ámbito compatible con el silencio en lo primero, que se debe, como hemos visto
anteriormente, a su creencia de que había que aceptar la circunstancia para poder actuar.
Y esa circunstancia era un régimen que, por mucho que no fuera de su agrado, le ofrecía
espacios de libertad que, creía, en un sistema comunista no tendría.
No obstante, no podía sino sentirse constreñido en Madrid. Y siendo defensor de unos
Estados Unidos de Europa, consideraba que su labor en pro de esta entidad podía llevarla a
cabo desde Alemania. Era un país que admiraba, en el que tenía gran popularidad y, sobre-
todo, en el que existía libertad política. Por ello quiso trasladar allí el Instituto de Humani-
dades: en 1953 se instaló en Múnich, financiado por la Fundación Ford después de haberse
reunido con su presidente Robert Hutchins en Londres8, pero en 1954 volvió a España al
sentirse enfermo (Gracia, 2014, 638). Este episodio refuerza dos argumentos ya señalados:
primero, que Ortega había asumido plenamente su condición de intelectual puro, esto es, que
7 Ortega trató la relación entre técnica y guerra, fundamental en la Postguerra mundial, en diversos momentos.
Es significativo que en 1954 diera una conferencia sobre este tema en la Reunión Europea de Empresarios
celebrada en Torquay (Inglaterra). En ella se mostró optimista, según transcribe ABC (24 de octubre de 1954),
porque partía de la base de que el peligro de destrucción mundial podía implicar la renuncia a emplear la guerra.
Se abría “la posibilidad de la muerte de la guerra, lo que sería algo completamente nuevo en la historia de la
humanidad”; y con ello, la necesidad de buscar “un concepto de justicia social y principios sociales enteramente
nuevos”.
8 Según ABC (5 de mayo de 1953), Ortega viajó a la capital inglesa para “participar en la articulación del plan
educativo de la Institución Ford, como consejero de este nuevo organismo”. Era la segunda reunión, después de
la primera que había ocurrido en Chicago, y en ella Ortega figuraba junto con otros once sabios.
incluso en un país con libertad política prefería vertebrar la sociedad desde la formación de
las minorías selectas y no con la implicación política directa. Segundo, el factor fundamental
que supone el estado vital de Ortega en estos años para entenderle: estaba enfermo y amaba
España. Prefirió volver allí a pesar de haber logrado financiación de una Fundación tan
importante como la Ford: la circunstancia existencial pesaba más que el proyecto intelectual.
Antes, había participado en la configuración de otra entidad importante: la Universidad
de Puerto Rico. Tenía en común dos cosas con los Institutos: asumía las tesis de “Misión
de la Universidad”, y formaba parte de una red intelectual que se entiende desde la Guerra
Fría. Su impulsor, y presidente desde 1942, fue Jaime Benítez. Era amigo de Hutchins, quien
también tuvo un papel importante en la creación de esta entidad; pero especialmente era
admirador de Ortega. Había viajado a Aspen para conocerle, y trató de atraerle para lograr
lo que era el proyecto de su vida: reformar la Universidad desde las tesis orteguianas. En
1949 le dijo por carta (18 de mayo de 1949) que ya era una de las mayores influencias in
absentia; y desde entonces quiso consolidar esta autoridad. Según contaría Benítez (1964,
113) más tarde, al conocerle le propuso que se trasladara a Puerto Rico, y consiguieron que
la Fundación Ford les financiara.
Ortega pensó seriamente en trasladarse a la antigua colonia española, según se desprende
de otras cartas. En una, Benítez (18 de mayo de 1949) hablaba de que estaban preparando
las cosas para “tomar residencia en esta Isla y cátedra o sala de seminario en esta Universi-
dad”. Y en otra que unos meses después le mandó Ortega (12 de agosto de 1949), decía que
acababa de hablar con Julián Marías acerca del “proyecto nuestro, es decir, que el Instituto
de Humanidades vuele de Madrid a San Juan de Puerto Rico en febrero próximo”. Para
hacerlo posible, ya se había reunido con Berrien, de la Fundación Rockefeller. Solamente
un año, parece ser, duró la ilusión del Instituto de Humanidades de Madrid, puesto que no
tenían reparos en hablar de un traslado de este espacio a un lugar con verdadera libertad.
Si no llegó a materializare este hecho, fue seguramente por lo que ya se ha indicado más
arriba: el apego del filósofo a su patria, y su salud. Pero todavía en 1955 Benítez le insistió
para que le visitara, y “Ortega contestó en principio entusiasmado”. No indica si se trataba
de un viaje corto o una estancia prolongada, como el exilio del que ya habían hablado. Pero
probablemente sería algo más cercano a lo segundo, porque el puertorriqueño iba a despla-
zarse hasta Madrid para arreglar los detalles con la Fundación que en esta ocasión iba a
financiarles, la Ford. Lo que ocurrió fue que el día en el que iba a viajar, le llegó la noticia
de la muerte del filósofo (Benítez, 1964, 114).
No sabemos que habría ocurrido si Ortega no hubiera fallecido entonces, pero lo que
es seguro es que la misión que desempeñó en España se circunscribió a salvar la cultura
liberal aprovechando los estrechos espacios de libertad. Esta misma táctica siguió su discí-
pulo Julián Marías, también gracias a la ayuda norteamericana. La Fundación Ford impulsó
algunas de las iniciativas con las que mantuvo el legado del maestro: su presidente Wal-
demar Nielsen, que luego dirigiría el Instituto de Aspen, financió la Sociedad de Estudios
y Publicaciones; y en 1960, el Seminario de Humanidades. Con esta entidad pretendía
continuar la labor del Instituto, estudiando la estructura socio-histórica de España. Laín
Entralgo o Aranguren se encuentran entre sus integrantes, evidenciando que los proyectos
culturales de Ortega fueron importantes para forjar la red de la oposición intelectual del
interior (Marías, 2008, 385 y 409).
Conclusión
En las páginas anteriores se ha visto que existe una lógica dentro de la actuación de
Ortega entre 1936 y 1955, a pesar de que existan tres fases que puedan invitar a pensar en
una contradicción. Esta lógica está condicionada por el pensamiento político y filosófico
de Ortega: por un lado, su apuesta por el liberalismo, y por otro, la convicción de que era
necesario aceptar la circunstancia dada y rechazar la utopía para que el primero pudiera
implantarse. Si la utopía es identificada siempre por Ortega con el comunismo, la circuns-
tancia varió notablemente, y esto explica sus cambios de actitud.
En un primer momento, que se identifica con la Guerra Civil, Ortega creyó que sus
ideales políticos estaban mejor representados en el bando franquista. Minusvaloró el peligro
del totalitarismo fascista y llegó a apostar por una alianza de las democracias occidentales
con Alemania e Italia. La II Guerra Mundial evidenció lo errado de esta posición, al aliarse
las democracias liberales con el comunismo. Desde entonces, Ortega ya no aceptará una
alianza con el fascismo, pero tampoco con el comunismo, y tendrá que moverse desde
1945 en un contexto con tres elementos: la dictadura de Franco, el proceso de integración
europea, y la Guerra Fría. En esa circunstancia, vio que podía aprovechar los espacios que
dejaba el Franquismo para llevar a cabo sus empresas culturales, fundando el Instituto de
Humanidades. Pero sus ideales políticos estaban vinculados a Europa y Occidente, y por ello
nunca llegó a identificarse del todo con España. Participó en la creación de otros Institutos
en Alemania y Aspen –y una Universidad, la de Puerto Rico–, que se comprenden desde el
conflicto intelectual de la Guerra Fría.
Por otro lado, se ha de tener presente que en la actitud de Ortega pesó mucho su situación
personal, tanto física como anímica. No creía posible su felicidad fuera de España, y además,
su salud en estos años evitó en más de una ocasión que viajara. Esto también explica su
relación ambigua con España: hasta 1945 se mantuvo fuera, pero más que porque se hubiera
exiliado, porque esperaba a la resolución de la II Guerra Mundial. Desde entonces, mantuvo
su domicilio en Lisboa, pensó en establecerse en Puerto Rico, y vivió largas temporadas en
países de Europa. En definitiva, el suyo fue, según podemos decir de modo similar a Juan
Pablo Fusi, un “semiexilio” caracterizado por dos polos que le atraían hacia España: el
apego a su patria y la convicción de que podía prestar un servicio a la cultura liberal. Para
ello, aprovechó los pequeños espacios que dejaba una dictadura con la que solamente había
compartido una cosa: su aversión al comunismo.
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MARTA CAMPOMAR*
Resumen: El exilio argentino de Ortega y Gas- Abstract: The period of exile (1939-1942) of
set (1939-1942) responde a una realidad distinta Ortega y Gasset in Argentina responds to a diffe-
a lo ocurrido en 1939 en México, ya que desde rent context in relation to events in Mexico in
1912 existía un intercambio científico-cultural 1939. In Argentina, since 1912, the Institución
entre la Junta para Ampliación de Estudios y la Cultural Española established a cultural and
Institución Cultural Española. Por su cátedra en scientific exchange with the Junta para Amplia-
la Universidad de Buenos Aires pasarían muchos ción de Estudios, through which many prominent
profesionales que luego se exiliaron o pasaron por professionals became familiar with the cultural
Argentina buscando otros destinos. Ortega fue un environment of Argentina. Between two World
protagonista importante en este intercambio en Wars and the Spanish Civil War, Ortega became
sus diálogos con discípulos, oyentes y lectores de an important protagonist in contact with Argen-
la sociedad porteña a quienes estimuló a buscar tine intelectuals readers and disciples. Through
las raíces de su identidad continental desde sus his dissertations he influenced a society seeking
orígenes inmigratorios e hispano-coloniales. its own identity and its insertion within a conti-
Palabras clave: Exilio argentino, Institución Cul- nental Hispanic colonial heritage.
tural Española, Autenticidad, Raíces de la argen- Keywords: Argentine exile, Institución Cultural
tinidad, Filosofía antropológica y sociológica, Española, Authenticity, Roots of “argentinidad”,
Discípulos y seguidores de Ortega Anthropological and sociological philosophy,
Disciples and followers of Ortega
en palabras del científico español Julio Palacios, ansiosos de retornar a sus labores intelec-
tuales “con toda calma y sosiego”.1 La primera dispersión de profesionales, muchos de ellos
vinculados a cátedras universitarias, tuvo que abandonar España por los excesos, despojos y
amenazas de ambos bandos de la contienda. El impacto fue muy notorio y significativo en
instituciones científicas y de alta cultura como la Junta para Ampliación de Estudios, dirigida
por Ramón y Cajal; la Residencia de Estudiantes, y la Residencia de Señoritas dirigida por
María de Maeztu. Estas entidades se disolvieron en 1936, dejando a la deriva a profesores y
becarios que se encontraban estudiando en centros de investigación europeos. No obstante,
el intercambio con la Junta de Cajal fue clave entre 1914 y 19362 en la recepción de varios
españoles que se refugiaron en Argentina en los inicios de la contienda española.
La desintegración del andamiaje científico cultural de la Junta de Madrid afectó direc-
tamente a la Institución Cultural Española de Argentina. La Cultural, tanto la de Argentina
(1912) como la del Uruguay (fundada en 1919), fue un exitoso proyecto iniciado y finan-
ciado por las colectividades españolas del Río de la Plata. Esta iniciativa se vio obstaculizada
por la Guerra Civil Española. Al respecto, es interesante el comentario del presidente de
la Cultural, Luis Méndez Calzada en su viaje por Europa, quien salió al cruce de aquellos
exiliados que llegaban a París con escasos recursos. Comentó desde el diario La Nación de
Buenos Aires del 11 de noviembre de 1936, el alcance devastador para la ciencia de España
y Argentina, al colapsar el intercambio científico-cultural puesto en marcha por Avelino
Gutiérrez3, Cajal y Castillejo desde 1912, con más de veinte años de exitosa duración. Es
interesante el testimonio de Méndez Calzada al contemplar el escenario que presenció en
París con la primera diáspora de profesionales a la deriva:
1 Carta de Julio Palacios del 14 de septiembre de 1936, Fondos de la Institución Cultural Española. Esta corres-
pondencia puede ser consultada en la Fundación Ortega y Gasset de Argentina.
2 Para medir la envergadura del intercambio entre Cajal y Avelino Gutiérrez, hay que enumerar quiénes dejaron
sus huellas intelectuales en la sociedad argentina de aquellos años: Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, Julio Rey
Pastor, Augusto Pi y Suñer, Blas Cabrera, Adolfo Posada, Eugenio D´Ors, Américo Castro, Amado Alonso,
Manuel Gómez Moreno, Gonzalo Rodríguez Lafora, Sebastián Recasens, Luis y Felipe Jiménez de Asúa, Agus-
tín Millares Carló, José Casares Gil; los jesuitas Eduardo Vitoria, Luis Rodes y José Laburu; Hugo Obermeier,
Luis Olariaga, Manuel Montoliú, Andrés Ovejero, Pío del Río Hortega, María de Maeztu, Lorenzo Luzuriaga,
Ángel Cabrera, Gustavo Pittaluga, Pedro Ara, Esteban Terradas, Enrique Moles, Eduardo García del Real, Ots
Capdequí, Claudio Sánchez Albornoz, Gregorio Marañón, y Julio Palacios.
3 Médico de origen santanderino que apostó por la ciencia española e hispanoamericana a partir del Premio Nobel
de Ramón y Cajal (1905). Este científico fue el verdadero inspirador de la Institución Cultural Española en su
intercambio con la Junta para Ampliación de Estudios.
toda agrupación humana, aparece muy lejana cuando todavía las armas no han cesado
en su obra destructora. La primera será tolerarse, convivir, no ver eternamente un
enemigo en el habitante de la acera de enfrente. La dura experiencia de la lucha, al
precio de tantos sacrificios, traerá una comprensión más clara de problemas que no
se plantearon allí con más o menos agudeza que en otras partes, sino porque fueron
deformados por el odio.
España que conocía ya muchas veces la hora máxima de la depresión, tendrá que
realizar ahora, para resurgir, el esfuerzo mayor de su historia”.
En ese mismo esfuerzo colaboró en 1937 el científico Bernardo Houssay (Premio Nobel
de Ciencias, 1946) desde su Instituto de Biología, quien organizó una colecta desde Argen-
tina para financiar a jóvenes científicos que se encontraban a la deriva en el extranjero, sin
recursos o becas de estudio.4 El propio Houssay recordaba en el documento que acompañaba
la colecta, que junto a nombres ilustres, se encontraban figuras menos conocidas quienes
con gran esfuerzo habían levantado la ciencia española moderna, que peligraba en esa situa-
ción extrema. “Hoy, dice el redactor, por la terrible guerra desencadenada sobre España, la
mayor parte de esos hombres, los de nombres ilustres y los modestos investigadores están
desperdigados por el mundo, abandonados sus laboratorios y las bibliotecas donde tantos
años han trabajado, sin recursos, sin perspectivas ni para su obra ni para su vida, amenaza-
dos de quedar irreparablemente quebrantados en su moral y en su fe en la ciencia y en los
hombres. Nunca acentuaremos demasiado el gravísimo peligro que corre la ciencia española
de interrumpirse y perecer repentinamente”. Y añade Houssay un dato no menor: la ayuda
“es ajena en absoluto a todo bando político”.
En los festejos para las Bodas de Plata de la Cultural en noviembre de 1939, según relata
Ortega en su intervención en el evento, Houssay habría rememorado “con fértil sobriedad”
los méritos de esa institución. En palabras de Ortega, la Cultural resultó ser una máquina
creada para destacar los logros de la producción científica, artística y literaria de España “y
no puede desconocerse que su eficiencia fue fulminante”. El secreto de su rendimiento, ase-
guraba Ortega, es porque estaba bien hecha y la vigilancia sobre su funcionamiento se debía
sobre todo “a un gran español, a la vez un gran argentino” que fue Don Avelino Gutiérrez.
Pero también homenajeaba a quienes se habían agrupado en torno a él, colaboradores que
siguieron su designio. No se mencionaba a la Junta en dispersión, pero sí se alentaba a la
Cultural a seguir adelante bajo un nuevo formato con nuevos proyectos5.
Lo que no se dice es que la Institución sufrió los efectos de la gran debacle al no poder
organizar sus cursos, y debió recurrir a los exiliados en el extranjero para ocupar su cátedra
en la Universidad de Buenos Aires. En esta situación, en 1936, Méndez Calzada le ofreció
a Américo Castro en París, dar cursos sobre la España Medieval; y a Estaban Terradas,
ocupar el vacío que había dejado Julio Palacios, a quien el gobierno republicano le negó la
4 Bernardo Houssay logró crear un fondo de emergencia económica que se denominó Junta Argentina de Ayuda
a los Universitarios Españoles.
5 Discurso en la Institución Cultural Española de Buenos Aires. Este discurso tuvo lugar el 11 de noviembre de
1939 en el Museo de Arte Decorativo, para las Bodas de Plata de la Cultural. Fue publicado como “Brindis en
la Institución Cultural Española de Buenos Aires”, Obras Completas, Tomo V, Editorial Taurus, p. 445.
salida de España invitado por la Cultural.6 Todo ello pone en evidencia el efecto devastador
del colapso científico transatlántico que marcó el exilio de muchos profesionales, físicos,
químicos, médicos, juristas, filósofos, pedagogos, lingüistas, historiadores, gentes de activi-
dades docentes y periodísticas que la fatalidad trágica de la guerra española, como la definía
Houssay, dejó sin sustento económico. Hubo inclusive quienes recurrieron a la Cultural para
sobrevivir interinamente, como fue el caso de María de Maeztu, para luego quedarse en el
país el resto de su exilio.
Américo Castro, Francisco Ayala, Pío del Río Hortega, Lorenzo Luzuriaga, García
Morente, Sánchez Albornoz, Jiménez de Asúa, fueron algunas de las personalidades que
eligieron el exilio argentino en distintas etapas y circunstancias. Conocían su sociedad y las
colectividades como también el nivel académico de sus universidades, al haber dictado en
los años 20 y 30 distintos cursos en la Cultural. Este no fue el caso de Ortega y Gasset, ya
que, a pesar del éxito rotundo que significó su gira en 1916 para los incipientes estudios
de filosofía en el país, en sucesivos viajes prescindió de la Cultural, hasta que en 1939 fue
convocado nuevamente para los festejos de sus Bodas de Plata en representación de los
profesores españoles que habían ocupado su cátedra. El colapso de la Junta de Madrid fue
la primera gran ruptura que dejaría pendiente la continuidad del proyecto. Tal como expresó
el propio Ortega en su discurso, “saber seguir, señores es virtud pareja a saber guiar”, dando
a entender que se iniciaba otra etapa en el intercambio científico.
Al respecto, es interesante el comentario del diario El Mundo de Buenos Aires, del 16
de noviembre de 1939. En sus columnas, se hace referencia a que se ha malogrado con el
golpe de Estado el esfuerzo transatlántico establecido con Cajal. “La Junta para Ampliación
ha sido borrada de la vida española y los hombres que representan la ciencia y el saber de
España andan dispersos por el mundo”. Esta misma fuente periodística daba a entender que
las Bodas de Plata de la Cultural se llevaban a cabo “en la amargura de ver aniquilado en
estos instantes el esfuerzo creador producido en tierras de España y que determinó en la
Argentina el nacimiento de la Institución”.
Cada exilio es, indudablemente, una trayectoria personal. En la vida de Ortega, su
largo exilio deambulando por el mundo europeo comenzó con las amenazas de sectores
extremistas del Frente Popular y de estudiantes exacerbados que, según le cuenta él mismo
minuciosamente a Victoria Ocampo en una carta del 21 de septiembre de 1936, lo habrían
forzado a firmar un manifiesto a favor de la República, en total desacuerdo con sus pro-
puestas ideológicas. Los detalles de su partida a Francia son conocidos por sus biógrafos:
su hermano Eduardo, militante republicano, logró sacarlo de la Residencia de Estudiantes
donde se había refugiado con su familia, y lo condujo con custodia al puerto de Alicante
desde donde se embarcó a Francia. En Grenoble se instaló por unos meses, hasta tomar
contacto con Victoria Ocampo a quien le pidió un préstamo; y otra colecta, a ser devuelta
en el futuro viaje a Argentina, a sus seguidores de Amigos del Arte. A Victoria Ocampo
incluso le comentó que, si se quedaba en Madrid un día más, posiblemente hubiera corrido
la suerte de otros colegas que fueron ajusticiados; ya fuese de un lado o del otro, alguien
hubiese acabado con su vida.
6 Cartas de Julio Palacios a los miembros de la Cultural. Estos Archivos de la Cultural se encuentran preservados
en la Fundación Ortega y Gasset de Argentina.
Cuando llegó la ayuda monetaria de Argentina, los Ortega se mudaron a París, a ese
mundillo que describió Méndez Calzada. En 1937, ante la insistencia de Bebe Sansinena de
que viajara a Buenos Aires a dictar cursos bien pagados en Amigos del Arte, él postergó su
viaje a América y se retiró a dar conferencias en Holanda. Luego de una delicada operación
en París que casi le costó la vida, en 1938 decide tomarse un descanso en Portugal. En todo
su recorrido por Europa seguía vigente la invitación de Elena Sansinena de Elizalde, la que
por varios motivos personales y por el ambiente desapacible que se vivía en Argentina a raíz
de la Guerra Española, se postergó hasta 1939. Ortega no se alejó de Europa hasta que el
destino de sus hijos se solucionó con la integración de los dos varones al frente nacionalista.
Después de muchos esfuerzos diplomáticos, Soledad que no se había apartado de sus padres
durante el exilio, partió para una escuela de Gales a ocupar un puesto de lectora de español.
A su regreso en 1939, la familia decidió definitivamente retornar a Francia para emprender
desde allí el viaje a Sudamérica.
Con el avance de Hitler sobre Europa, y sobre París, muchos exiliados se desplazaron
hacia otros escenarios, lejos de la violencia y destrucción del ambiente bélico europeo. Los
Ortega (Rosa, Soledad y el filósofo) desembarcaron en el puerto de Buenos Aires cuando
sirenas portuarias ya anunciaban el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Hay que tener en cuenta que el desplazamiento de profesionales de diversas ideologías
entre 1938 y 1940 hacia Buenos Aires no se debió únicamente a la diáspora de republicanos,
una vez perdida la guerra en España. Luzuriaga, María de Maeztu, y García Morente, entre
otros, se encontraban en Argentina desde 1938, intercambiando con Ortega corresponden-
cia sobre la posibilidad de subsistir en la vida académica del país. Desde esta perspectiva,
Ortega estaba sumamente interesado en la situación de las editoriales, en especial su casa
de toda la vida, Espasa Calpe, radicada en Argentina. Venía al país con un proyecto de alta
cultura con esa casa editorial, con la idea de publicar una colección de libros, dar cursos, y
recrear un Boletín que sirviera para reorientar al lector en el caos ideológico y demagógico
que se desató en ambos bandos, justificando las matanzas de la guerra civil. Para unos (el
sector católico de derechas), era guerra “santa”; para sus opositores los republicanos, guerra
legítima. El cronista hispanoargentino Fernando Ortiz Echagüe, corresponsal del diario La
Nación de Buenos Aires en el extranjero, los rotula como “rebeldes” y revolucionarios a los
nacionalistas, y los leales a la República como “gubernamentales”.7
Al margen de estas u otras interpretaciones, algunas con matices de propaganda exacer-
bada, la realidad es que de uno u otro lado, el profesional buscaba en el extranjero modos de
solucionar sus necesidades económicas. Para los que vivían de la pluma o de la cátedra, la
prioridad laboral era dificultosa ante la competencia del profesional local. En ese ambiente
competitivo, Ortega entendió que el papel que debían jugar las editoriales españolas en
Sudamérica era trascendental. En el triángulo Espasa Calpe-Losada-Sudamericana, que se
formó dentro de los negocios relacionados con el libro español, estas empresas ejercieron un
papel importante en el mantenimiento de los exiliados ya que la publicación y difusión de
sus obras dependía de su funcionamiento en la sociedad argentina. En la crisis interna de su
editorial, Espasa-Calpe, de la cual se hicieron eco María de Maeztu, Manuel García Morente,
7 Para mayores detalles, ver Ortiz Echagüe, F. (2018) Crónicas de la República y la guerra civil, recopilación de
Luis Sala González, Madrid: Editorial Espuela de Plata.
“Y parejamente ninguno de los argentinos tiene una idea ni remota de quién soy yo
entre y para mis compatriotas: para todos ellos para los que son amigos, como para
los que me son hostiles…por mucho que les hayan oído hablar de mí sobre todo
a estos últimos, a los hostiles … Y no es que sea imposible conocerse... es muy
sencillo –con una condición que conviviésemos en tiempo bastante largo”. Y añade:
“Cuando un argentino oye a uno de estos hostiles enumerar contra mí las mayores
8 Ortega y Gasset, J. “Meditación del Pueblo Joven”, Obras Completas, Tomo IX, p. 262.
9 Ibidem, p. 267.
tremebundeces, no sospecha hasta qué punto las malentiende porque ignora todo lo
que al expresarse así da ese enemigo mío por supuesto, lo que silencia acerca de mi
persona, pero está actuando en él junto a su enemistad, junto a su aparente odio y
tremebundez. Porque yo he convivido con la vida de ese hostil como él ha convivido
con la mía: Nuestras existencias íntegras, están inscriptas mutuamente en nosotros
– nos sabemos bastante bien y sabemos por qué decimos lo que decimos y sabemos
que no decimos mucho que callamos…De ahí que me haga tanta gracia y me traiga
tan sin cuidado toda esa hostilidad. Conozco su secreto que el argentino ignora”.10
Esta teoría de lo personal que comienza con “la impenetrabilidad de las naciones”, y
acaba con una confesión íntima de lo consabido con sus pares los exiliados, anticipando
hostilidades de estos últimos, da como resultado que el extraño es el argentino, e incluye
en esta categoría a residentes españoles con más de veinte años en el país, “porque esos,
claro está, no tienen tampoco la menor idea viva y exacta de lo que ha pasado en España
en el último cuarto de siglo”. Amargamente se queja de que el de fuera, que podría ser el
lector de Sur o de la revista Nosotros, o el de La Nación o del diario La Prensa o aquellos
que lo han escuchado desde la cátedra universitaria, no entienden “el aparato registrador de
nuestro ser”. Esto mismo incluye a esos españoles residentes que le son hostiles, “fingen
ante ustedes saber cuál es mi situación política, pero en verdad es que no lo saben, y que yo
sé que no lo saben, y así hasta el infinito”.
A pesar de este exabrupto de sinceridad ante un público joven de la Universidad de La
Plata que casi no lo conoce, Ortega en su última estancia en el país, entre rupturas y des-
encuentros personales, con amistades erosionadas por la guerra, continuó con su docencia
filosófica desnudando sus ideas ante un público atento como fue el de Amigos del Arte de
donde provienen muchos de los discípulos más cercanos a su pensamiento.
En el contexto histórico argentino, hablar de “discípulos” entre los exiliados del 39 o de
la democratización del libro español por exiliados republicanos en la cosmopolita Buenos
Aires, es una tarea imposible de dilucidar. En primer lugar, la cultura literaria argentina
estaba bien desarrollada con escritores y editores que buscaban su propia identidad literaria,
independiente de la tradición y creatividad española. En cuanto a la situación de los “discí-
pulos” españoles, solamente tres personas cercanas a Ortega siguen de cerca su pensamiento
en Argentina: Manuel García Morente, Lorenzo Luzuriaga y María de Maeztu. Esta última
es la más interesante porque María tiene su propio público femenino, mujeres de élite para
las cuales ella da cursos a nivel privado. Atrapada entre la razón histórica de Ortega, a quien
admira, y el ideario católico de su hermano Ramiro de Maeztu, María no concibe el silencio
de Ortega respecto de la guerra como si ésta no existiera; pero le irrita aún más su empeder-
nido laicismo. Para María, la razón histórica del maestro adolece de la dimensión cristiana,
en la cual la historia no solo de España sino de Occidente sería más humana y unificadora11.
10 Ibidem, p. 267.
11 Maeztu, M. de (1941), Historia de la cultura europea, la Edad Moderna. Grandeza y servidumbre, Buenos
Aires: Juventud Argentina. El libro de María en la portada explica que es “un intento de ligar la historia pretérita
a las circunstancias del mundo presente para hallar una explicación a los conflictos de la hora actual”. La obra
está dedicada a las mujeres de la República Argentina y Santiago de Chile que asistieron al curso de sus confe-
rencias.
12 Vinculado a esta editorial en la persona de Rafael Vehils, la ICE (Institución Cultural Española) publicó en los
años 40 y 50 los cinco tomos de los Anales de la Institución, significativo registro histórico de las actividades
científicas y culturales entre 1912 y 1930.
13 Palabras de su discurso que se realizó en el Teatro Politeama, publicadas en el diario La Nación del 2, 16 y 23
de junio de 1942, con el título de “La hora de América en el dramático discurso de Alcalá Zamora”.
14 Etchecopar, M. (1983), Ortega en la Argentina, Buenos Aires: Institución Ortega y Gasset. Etchecopar, M.
(1946), Con mi generación, Buenos Aires: Editorial Nuestro Tiempo.
Estados Unidos.15 En Salta, Roberto García Pinto16, junto a uno de los hijos de Bebe Sansi-
nena de Elizalde, también fueron fieles comentaristas de la obra de Ortega. Publicaron libros
sobre interpretaciones históricas derivadas de conferencias o conversaciones con el propio
Ortega en sus incursiones sobre la razón histórica en la Argentina.17 Ellos quisieron retomar
el negocio editorial con el filósofo para revertir el fracaso de Ortega con Espasa Calpe
de Argentina por órdenes del gobierno y directorio de Madrid, que le abortó su colección
Conocimiento del Hombre y la alta docencia a que aspiraba Ortega entre su público. Por
último, no podemos dejar de mencionar al sacerdote jesuita Ismael Quiles, eximio orienta-
lista18, quien habiendo escuchado a Ortega disertar sobre “Ensimismamiento y Alteración”
en su apertura en Amigos del Arte, dedicó un estudio profundo a su pensamiento filosófico,
mientras sus correligionarios franquistas lo destituían de la docencia en España.
Los vaticinios del “fracaso” intelectual de Ortega entre argentinos (que, entre otros, con
la ayuda de Guillermo de Torre, divulgó José Gaos desde Méjico sin haber pisado territorio
nacional), no concuerdan con los testimonios periodísticos de la época donde se menciona el
interés del público porteño quien atentamente siguió su docencia sociológica, desde Amigos
del Arte aplicándola a la búsqueda de la “argentinidad”. Esta docencia orteguiana presentaba
desafíos insoslayables a una sociedad apoltronada en su mito de eterna prosperidad que
no quiso o no supo evaluar a fondo sus decires y advertencias sobre todo en el resurgir de
masas que conducirán al peronismo populista. Sus conferencias en Amigos del Arte en 1928
sobre La rebelión de las masas19 fueron, en este sentido, un gran impulso reflexivo para
movilizar la conciencia liberal porteña. Fragmentos de esta obra aparecieron en La Nación20
y hubo una edición argentina de 1929. El asunto fue de tal importancia que Ortega, en su
última docencia, encaró la crisis del liberalismo argentino en su artículo de La Nación “Del
Imperio Romano”21.
Además de El hombre y la gente en Amigos del Arte, sus conferencias sobre la Razón
histórica en la Universidad de Buenos Aires, y su Meditación del pueblo joven en la Uni-
versidad de La Plata donde disertó sobre el fenómeno del colonialismo (asunto que ya había
aplicado al colono de Estados Unidos)22, Ortega retomó sus reflexiones sobre la identidad
argentina. Las completó en su discurso de la Cultural donde insistió en el polémico tema de
15 Perriaux, J. (1970), Las generaciones argentinas, Buenos Aires: Editorial Universidad de Buenos Aires.
16 García Pinto, R. (1989), Al paso de las ideas, Salta: Fundación de Canal 11.
17 Elizalde, L. (1977), Estudios de Historia Argentina, Buenos Aires: Editorial DEA.
18 Quiles, I (SJ) (1991), Estudios sobre Ortega y Gasset, Obras Completas, Vol. II, Buenos Aires: Editorial
Depalma.
19 Institución Cultural Española (1953), Anales, T. III, 1926-1930, Segunda parte, Buenos Aires. En el capítulo
XXXII, titulado Segunda visita a la Argentina de don José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas aparece
bajo los títulos de “La edad de nuestro tiempo”, “El sexo de nuestro tiempo”, “El nivel de nuestro tiempo”, “El
peligro de nuestro tiempo”, pp. 192-207.
20 La Nación, “La rebelión de las masas I”, 1° de diciembre de 1929; y “La rebelión de las masas II”, 8 de diciem-
bre de 1929.
21 Ortega y Gasset, J., “Del Imperio Romano”, La Nación, 30 de junio, 28 de julio, 11 de agosto y 25 de agosto de
1940.
22 Ortega y Gasset, J., “Los nuevos Estados Unidos”, La Nación, 22 de marzo de 1931; “Sobre los Estados Uni-
dos”, La Nación, 6 y 8 de agosto y 16 de septiembre de 1932.
la herencia española sintetizada en su célebre frase de “La España que la Argentina fue”,
gigantesca trayectoria de un pasado común que Ortega deja para futuros investigadores.
Ortega era plenamente consciente de que en el espinoso asunto de “la argentinidad” había
detractores y defensores del colonialismo hispano. La discusión fue un proceso de larga data
entre intelectuales y periodistas. Antes de su llegada a Argentina en 1916, José María Ramos
Mejía, Carlos Octavio Bunge, José Ingenieros, Joaquín V. González y Ricardo Rojas, desde
distintas perspectivas ideológicas, habían planteado el dilema de la historicidad hispana y la
transformación de la sociedad argentina desde las multitudes revolucionarias de origen crio-
llo o del aluvión inmigratorio transformador de la herencia española en el Río de la Plata.
Antonio Atienza y Medrano, ex-krausista republicano, había iniciado en 1903, desde la revista
de las colectividades españolas España, un intenso diálogo con el historiador español Rafael
Altamira respecto del dilema identitario argentino y el problema de la decadencia española
marcado por el desastre del ´98. Ortega se había manifestado al respecto en varios artículos
del diario La Prensa de Buenos Aires (1911-1913), cuestionando la matriz de América. En
otros viajes sucesivos, aludió al problema de la argentinidad con nuevos protagonistas que
emergen de su crítica a las idiosincrasias argentinas en sus dos ensayos de 1929 “El hombre
a la defensiva” y “La Pampa promesa”. De esta gran polémica suscitada desde El Especta-
dor surgen reacciones críticas desde el periodismo y la literatura argentina, cuestionando sus
insinuaciones sobre el proceso de formación de la nación argentina. Entre los participantes
de esta polémica desde el punto de vista criollo mencionamos a Raúl Scalabrini Ortiz en su
libro El hombre que está solo y espera (1931), con un análisis incisivo sobre el porteño de
la calle Corrientes y Esmeralda. Roberto Giusti, director de la Revista Nosotros, en “Los
ensayos argentinos de Ortega y Gasset”, hace hincapié en el factor geográfico-económico,
citando la obra de Juan Agustín García “La ciudad indiana”y los ensayos sociológicos de José
Ingenieros, puntualizando que los ensayos de Ortega eran sólo “otro ligero intento de definir
el alma argentina ya hecho por Sarmiento, Ingenieros o Bunge”.
Completa este panorama crítico Historia de una pasión argentina (1937), de Eduardo
Mallea, quien se refiere a la Argentina invisible que, a su entender, Ortega escasamente
percibió. Le siguió Radiografía de La Pampa (1942) de Ezequiel Martínez Estrada, quien
cuestiona el mito pampeano del gaucho y de la eterna prosperidad. El crudo análisis de Mar-
tínez Estrada profundiza en esos otros mitos del crisol de razas, conquistas e inmigraciones
que conforman la turbulenta conciencia nacional. Es, además, crítico del Estado argentino,
“aparato insensato” en un país hipotecado por fortunas mal habidas. Sugiere este autor que
Ortega fue demasiado benevolente con las élites agroganaderas de La Pampa como promesa.
Las repercusiones de este encendido debate que también se dio en la prensa nacional
con la intervención de innumerables protagonistas, llega hasta el Adán Buenosayres (1948)
de Leopoldo Marechal, quien se mofa allí del estatus del neo-criollo. De estos pincelazos
nacionales provocados por los ensayos de Ortega emerge una literatura introspectiva,
burlona y ácida que socava la búsqueda de lo hispano en la identidad argentina vista por
Borges. No solo la literatura; también la convulsionada historicidad y la sociología de
los argentinos se vieron afectadas por este aluvión de críticas. En los años 30, se pone en
marcha una dura polémica sobre la historia del derecho colonial y el caciquismo hispano,
entre otros temas, en los cuales intervinieron el historiador español Rafael Altamira y el
historiador argentino Ricardo Levene.
29 Compañero del viaje de Ortega en 1916. Noé, J. (s/f), “Ortega y la Argentina”, Revista de la Universidad de
Buenos Aires, 5° Época, Año II, p. 176.
conducta, y sobre esta base, afrontar el porvenir que se nos viene encima incontenible, pero
hacerlo con los instrumentos que nos brinda un saber plenamente apoyado sobre la realidad.
Ortega ha señalado el camino. Todavía es hora de recoger y asimilar su mensaje” 30.
Referencias
30 Pucciarelli, E. (1983), “Ortega y el conocimiento absoluto” en Ortega y Gasset y el destino de América Latina,
Buenos Aires: Fundación Banco de Boston, p. 17.
Resumen: Es bien sabida la influencia que José Abstract: Ortega’s influence on Zambrano is
Ortega y Gasset ejerció en María Zambrano, well-known. She always considered herself as her
quien siempre se consideró su discípula, pese a disciple, despite the fact that her thought diverged
que los senderos de su pensamiento pronto diver- from the path of her maestro. The purpose of this
gieron de la ruta trazada por el maestro. El propó- article is to shed light on Zambrano’s –failed–
sito de este artículo es arrojar luz sobre el intento attempt to influence Ortega’s ideas and political
–fallido– de Zambrano de influenciar las ideas y action between the years 1930-36. In order to
actuación política de Ortega, lo cual ocurrió par- do this, particular attention will be paid to their
ticularmente entre los años 1930-36. Para ello, se correspondence during this time.
prestará especial a la correspondencia que tuvo Keywords: José Ortega y Gasset; María Zam-
lugar entre ambos durante estas fechas. brano; Spanish Second republic; political thought;
Palabras clave: José Ortega y Gasset; María political integration
Zambrano; segunda república española; pensa-
miento político; integración intelectual
1. Introducción1
Es bien sabida la influencia que José Ortega y Gasset ejerció en María Zambrano, quien
siempre se consideró su discípula, pese a que los senderos de su pensamiento pronto diver-
gieron de la ruta trazada por el maestro. En contraste, rara vez se contempla la posibilidad de
que esta relación intelectual haya podido adquirir algún carácter bidireccional. El propósito
del presente artículo es ahondar en el lazo intelectual existente entre ambos yendo más allá
de la consabida (y a veces incluso exagerada) influencia que el filósofo madrileño ejerciera
sobre la pensadora, para arrojar luz sobre el intento de Zambrano por influir en las ideas y
actuación políticas de su maestro, particularmente entre los años 1930-36, tal y como revela
la correspondencia que se conserva.
La polémica y la controversia continúan girando en torno al nombre de Ortega y Gasset.
Sin embargo, no cabe duda de que ha sido uno de los pensadores españoles más influyentes
del siglo XX. En 1914, fecha en la que publicó Meditaciones del Quijote, Ortega ya contaba
con un reconocido perfil público. Fue también ésta la fecha en la que presentó la Liga de
Educación Política (LEP) que había fundado un año antes y cuyo objetivo era, como indica
Haro Honrubia, “hacer pedagogía social como programa político”, lo cual se llegó a con-
vertir en uno de los motores de su pensamiento (2008, 105). Desde este punto en adelante,
y ya hasta el estallido de la Guerra Civil, su perfil público fue en aumento.
El primer contacto de Zambrano con el pensamiento orteguiano –según ella misma nos
recuerda en su artículo “Ortega y Gasset, filósofo español” (1949)– fue precisamente a través
de la lectura de Meditaciones del Quijote que, al estar en posesión de su padre, leyó todavía
siendo niña; lo que explica que en su día creyera que fue escrito por el propio Alonso Quijano.
En 1921, Zambrano comenzó sus estudios en la Universidad Central de Madrid, aunque
por libre, pues por entonces vivía en Segovia. No se mudó a la capital hasta 1924. Dos años
después, terminó la carrera de filosofía por la Universidad Central. Entre sus profesores, con-
taban Manuel García Morente, Julián Beistero, Manuel Bartolomé Cossío y Xabier Zubiri. A
Ortega lo conocería en un tribunal de exámenes, pero no entró en contacto directo con él hasta
1927, año en el que Zambrano comenzó sus estudios de doctorado (Moreno Sanz, 2014, 51).2
El escenario histórico era el de una España todavía sumida en la dictadura de Primo de
Rivera, cuyo fracaso no tardaría en hacerse evidente y en arrastrar con él a la monarquía.
Por aquel entonces, 1927, el autor de La deshumanización del arte (1925) se encontraba en
plena madurez filosófica y gozaba de un influyente perfil público como intelectual a través
de sus facetas de columnista, escritor, conferenciante y catedrático. Por su parte, a Zambrano,
una de las pocas mujeres que por entonces cursaba estudios de filosofía –de postgrado– en
España, le precedía la reputación de su padre, Blas Zambrano, reconocido pedagogo que
había sido, además, aunque de manera fugaz, presidente del Partido Socialista.
A su llegada a la capital, la joven pensadora no tardó en integrarse plenamente en la vida
cultural e intelectual de la ciudad, dando clases en la Universidad Central, asistiendo a tertulias
(como las organizadas por el Lyceum Club, la Residencia de Señoritas, e incluso la reputada
tertulia de la Revista de Occidente); así como también mediante sus diversas publicaciones,
que incluían una ristra de artículos en los periódicos madrileños Libertad y El Liberal. En
1930 vio la luz su primer libro: Horizonte del liberalismo, de corte político a la vez que utó-
pico. Además, entre 1933 y hasta el final de la Guerra Civil colaboraría con varias revistas,
incluyendo la propia Revista de Occidente. Paralelamente, incrementaron sus actividades
político-educativas, desde su ingreso en la Federación Universitaria Española (FUE) a finales
2 Véase la detallada cronología bio-bibliográfica publicada por Jesús Moreno Sanz en el volumen VI de las
Obras completas (2014, 47-126). La información biográfica sobre Zambrano para el presente estudio ha sido
extraída en su mayoría esta fuente.
de 1927, pasando por ser miembro cofundador de la Liga de Educación Social (LES) en 1928
y del Frente Español (FE) en 1932 (casi inmediatamente disuelto), hasta su participación en
las Misiones Pedagógicas en 1933. En consonancia con este compromiso socio-educativo,
íntimamente ligado a la política, mostró siempre su apoyo a la Segunda República tanto antes
de su proclamación como frente al desencadenamiento de la Guerra Civil.
Entre tanto, la relación intelectual entre Ortega y Zambrano se fue consolidando desde
finales de la década de los años 20 hasta los 30. Sin embargo, el distanciamiento entre
ambos fue en paralelo al declive de la República, hasta desembocar en una ruptura uni-
lateral y definitiva poco después del estallido del conflicto bélico. Pese a todo, no cabe
duda de que el pensamiento de Ortega tuvo un gran peso en la España de su tiempo y en
Zambrano en particular, aunque en ambos casos el alcance de dicha influencia sigue siendo
fuente de debate. Son numerosas y exhaustivas las publicaciones que rastrean y analizan la
influencia de Ortega en Zambrano. Entre ellas, cabe destacar el estudio pormenorizado de
Luis Miguel Pino Campos (2004, 187-308), del cual nos brinda una versión ligeramente
ampliada y mejorada –aunque sin índice de citas ni bibliografía– en su libro Estudios
sobre María Zambrano (2005, 33-124).3 Además, conviene resaltar el capítulo que Pedro
Cerezo Galán le dedica a este tema (2005, 19-50); así como también el libro de Ricardo
Tejada, María Zambrano. Escritos sobre Ortega (2011), donde hace una cuidada edición e
introducción a su recopilación de cartas y textos que la pensadora le dirige a Ortega o que
versan en alguna medida sobre él.4
Dado que se trata de un aspecto ampliamente estudiado, no me extenderé mucho en
él, aunque sí es necesario sintetizar el alcance y el ámbito de la influencia del autor de La
rebelión de las masas (1929) en la pensadora que se convertirá en la creadora de la razón
poética, para poder así sentar las bases que nos permitirán abordar el tema que nos ocupa:
el intento de Zambrano de a su vez influenciar a Ortega.
En mi opinión, las líneas principales de la influencia del filósofo madrileño sobre Zam-
brano se pueden observar principalmente a tres niveles: la integración en varios círculos
intelectuales (networking), la actuación sociopolítica y el pensamiento. A continuación,
indagaremos brevemente en cada uno de ellos.
3 De especial utilidad resulta el “Índice de citas orteguianas en libros de María Zambrano”, que recoge citas
directas e indirectas (2004, 298-300).
4 Para una lectura freudiana, en clave de complejo de Edipo, de la relación de Zambrano hacia Ortega, léanse
a Félix Duque Pajuelo (1994, 282-309) y a Armando Savignano (2005, 348-360), aunque Tejada argumenta
convincentemente en contra de tal relación edípica (2011, 41).
recibir ese mismo año la invitación para asistir a la tertulia de la Revista de Occidente era
de por sí una distinción que evidenciaba la opinión favorable que Ortega tenía por entonces
de la pensadora veleña.5
Su asistencia a la afamada tertulia, así como la invitación que le seguiría más adelante para
colaborar en la renombrada revista que comparte su nombre, constituyen un reconocimiento y
una fuente de prestigio para Zambrano, lo que sin duda le facilitó el acceso a diversos círculos
intelectuales de Madrid. Además, en 1931, su cercanía presencial e intelectual al maestro se
incrementó al convertirse esta en auxiliar de la cátedra de metafísica, es decir, en ayudante
de cátedra de Ortega –constatando a su vez la estima del catedrático hacia la valía de la doc-
toranda–. Otro indicio lo constituye el hecho de que, según testimonio de Zambrano, él había
pensado en ella como sucesora de María de Maeztu en la Residencia de Señoritas (2002, 62).
Esto no quiere decir que la creciente presencia intelectual y perfil público de Zambrano
se deban exclusivamente al apoyo de Ortega, pues ella también estaba inmersa en numerosas
actividades sociales, culturales y políticas al margen de este. Se movía entre varios círculos
intelectuales aparte de la Revista de Occidente que, como Moreno Sanz indica, giraban en
torno a Hoja Literaria, Cruz y Raya y Cuatro vientos (2014, 58). Por otro lado, además de sus
clases, charlas públicas y su compromiso político, también organizaba su propia tertulia domi-
nical en su domicilio, que llegado 1935 ya se celebraba regularmente y atraía a un nutrido
grupo de la intelectualidad de la llamada Edad de Plata.6 Pese a todas estas conexiones, no
se puede desdeñar el impacto que le supuso pertenecer a la órbita del carismático filósofo.
El joven Ortega consideraba que la solución al problema de España pasaba por un pro-
grama de pedagogía social de alcance político que debía ser liderado por los intelectuales,
empezando por él mismo. Esta convicción le llevaría en 1913 a la creación de la LEP. Sin
embargo, este nivel de implicación política no duró en el tiempo.
La trayectoria de Ortega estuvo marcada por sus idas y venidas del escenario político,
motivadas, en primer lugar, por su convencimiento de la necesidad de un profundo cam-
bio político, el cual expone en su discurso “Vieja y nueva política” (1914), pero también
por un exceso de confianza en el alcance de su propia influencia y en la capacidad de
cambio de los mecanismos sociopolíticos del país. Pese a su carisma y talento para la
divulgación, Ortega se encontraba muy lejos de alcanzar sus metas políticas. El desajuste
5 La Revista de Occidente, lanzada en 1923, constituía nada menos que “la principal puerta de entrada en las
letras españolas de la literatura, la creación y el pensamiento de su tiempo.” (Gracia, 2014, 373) La tertulia
que se celebraba en la sede de la revista se puso en marcha al año siguiente, reuniendo alrededor de Ortega a
consolidados intelectuales como García Morente o Fernando de los Ríos, al igual que también pasaron por allí
jóvenes cuyos nombres estaban empezando a resonar, como Julián Marías, José Antonio Maravall, Francisco
Ayala, y otras mujeres como Maruja Mallo y Rosa Chacel. Para mayor detalle sobre la fundación y desarrollo
de la Revista de Occidente, véase la biografía de Ortega escrita por Jordi Gracia (2014, 369-370) y también la
obra conmemorativa, Desde Occidente: 70 años de Revista de Occidente (1993).
6 Sus participantes habituales incluían a Enrique Azcoaga, José Bergamín, Rosa Chacel, Rafael Dieste, Ramón
Gaya, Manuel Gil, Ricardo Guñón, Salvador Lissarrague, Maruja Mallo, José Antonio Maravall, Antonio Sánchez
Barbudo, Arturo Serrano Plaja y, más esporádicamente, a Rafael Alberti, Camilo José Cela, Luis Cernuda, Fede-
rico García Lorca, Miguel Hernández, Pablo Neruda, Luis Rosales, entre otros (véase Moreno Sanz, 2014, 61).
No cabe duda de que Zambrano compartía este sentido militante de la pedagogía que pri-
mero se plasmó en LES y que, en 1933, impulsó su participación en las Misiones Pedagógi-
cas. Pero, a diferencia de Ortega, ella no abandonaría ya jamás este compromiso pedagógico
como herramienta de cambio social y político, el cual llegará a vertebrar el resto de su obra. 7
7 Para ahondar en la relación entre pedagogía y política en Zambrano a lo largo de su obra, véase el libro María
Zambrano: A life of poetic reason and political commitment, (Caballero Rodríguez, 2017).
2.3. El pensamiento
La influencia más sonada –aunque no indiscutida– que ejerció Ortega sobre Zambrano
fue en el ámbito de la filosofía, aunque su alcance es debatible.
Siguiendo a Cerezo Galán (2005, 26-27), la principal herencia orteguiana observable en
Zambrano se localiza en tres hallazgos presentes ya desde Meditaciones del Quijote, que
son: en primer lugar, que la vida es la realidad de trasfondo, es decir, realidad radical; en
segundo lugar, que se necesita un nuevo logos, que Ortega articula como razón vital ligada
a las circunstancias que ha de salvar; y tercero, la vinculación de la vocación personal con
una tarea de salvación. Son estos los tres puntos clave sobre los que recae la reflexión filo-
sófica de Ortega. Partiendo de estos mismos ejes, Zambrano comparte con este –al igual que
con Unamuno– el papel central que le otorga a la vida; el sentido de urgencia histórica y el
convencimiento de la necesidad de la intervención del pensamiento en la realidad de la vida
para modelar la circunstancia. Como Ortega, también acomete un programa de reforma de
la razón, de profunda aspiración sociopolítica, a través de su propia versión de la pedagogía
social. Ambos desarrollan su pensamiento como crítica a la modernidad e intentan articular
una razón que supere las limitaciones del racionalismo –tan evidentes ya a principios del
siglo xx–, aunque para ello Zambrano no siga los pasos de la razón histórica y, realice, en
palabras de María Luisa Maillard, “el salto” desde la razón vital a la poética (2000, 60). En
definitiva, como veremos a continuación, la de Ortega no es la única y, posiblemente, ni
siquiera la más decisiva de las influencias sobre el pensamiento de la filósofa.8
3. Divergencias
Zambrano siempre se consideró discípula de Ortega, incluso tras las importantes dis-
crepancias intelectuales y políticas que los fueron separando desde principios de los años
30. El alejamiento entre ambos se hizo cada vez más obvio; por un lado, en el ámbito del
pensamiento: el incipiente desarrollo de la razón poética por parte de Zambrano en contraste
con la razón vital e histórica del maestro; y, por otro, en el ámbito de la actuación política: el
apoyo activo de Zambrano a la República antes y durante la Guerra Civil, frente a la tibieza
de Ortega y a la actitud de silencio que adoptó a partir de 1932.
Aunque sus divergencias son demasiadas para listarlas todas, para los propósitos de este
análisis, sus divergencias se pueden agrupar en tres grandes campos: la razón, el lenguaje
y la acción política.
3.1. La razón
Tal y como explica sucintamente Tejada, “Zambrano siguió apegada, a lo largo de su vida,
a las promesas que albergaba la razón vital, por así decirlo ‘en bruto’, y consideraba que su
transformación en forma de razón histórica había sido un error filosófico de Ortega.” (2011,
27) En definitiva, Zambrano partió de la razón vital, trazando un camino muy diferente al
orteguiano; llevándola más allá mediante su razón poética, aunque tardaría todavía varias
décadas en desplegarla.
Su progresivo alejamiento de la filosofía orteguiana se puede apreciar a través de su cola-
boración con la Revista de Occidente, que comenzó en enero de 1933, año en el que publicó
dos artículos. Su participación más intensa tuvo lugar al año siguiente, en el que salieron a
la luz en esta revista un total de seis artículos suyos; el último de los cuales, “Hacia un saber
sobre el alma” (diciembre 1934), le costó la reprimenda del maestro por cultivar –de manera
todavía inadvertida para ella– otro tipo de razón, lejana de la línea raciovitalista marcada
por él. De modo que Ortega le espetó el conocido: “No hemos llegado todavía aquí y usted
de un salto, se planta más allá” (Zambrano, 2014, 740).9 Fue entonces cuando Zambrano se
hizo consciente por primera vez de la escisión entre su pensamiento y el de Ortega. Por ese
motivo, no deja de ser significativo que al año siguiente publicase allí tan solo un artículo,
“Un libro de Ética” (agosto 1935), el cual se convirtió en su última colaboración con la
primera encarnación de la Revista de Occidente.
Pasarían muchos años todavía hasta que Zambrano formulara su razón poética, cuya prác-
tica no alcanzaría su madurez hasta la segunda mitad de la década de los 60. No obstante, la
escisión con el maestro ya estaba clara desde este desencuentro de 1934, cuando al salir entre
lágrimas de su despacho iba diciéndose a sí misma por la Gran Vía “‘No saben que don José
ha muerto’, y lo que había muerto era mi fatal discipulado con él.” (Zambrano, 2014, 740)
Tejada está en lo cierto cuando subraya que “Seguramente, se ha sobrevalorado […] la
deuda de Zambrano con respecto a Ortega, cuando muchos rasgos singulares del pensamiento
de la filósofa saltan a la vista desde sus inicios.” (2011, 52) A esto hay que añadir que el ger-
men de la razón poética no se encuentra tanto en la razón vital y razón histórica orteguianas
como sugiere Pino Campos (2014, 220), sino más bien en la metafísica machadiana.10
La propia Zambrano, aunque siempre mostró su respecto y agradecimiento hacia Ortega,
también reivindicó repetidas veces la independencia de su pensamiento. En su prólogo a
Hacia un saber sobre el alma fechado en 1986, explica como su pensamiento recorre “luga-
res donde el de Ortega y Gasset no aceptaba entrar” (2016, 430). Más explícita todavía es
en De la aurora:
La senda que yo he seguido, que no sin verdad puede ser llamada órfico-pitagórica,
no deber de ser, en modo alguno, atribuida a Ortega. Sin embargo, él, con su con-
cepción del logos (expresa en el “logos del Manzanares”) me abrió la posibilidad de
aventurarme por una tal senda en la que me encontré con la razón poética (1986, 123).
9 Véase también la cronología de Moreno Sanz, donde contextualiza este artículo junto con otros tres a los cuales
identifica como “el arranque de su filosofía” (2014, 60).
10 En su introducción a la edición de Trottta de Los intelectuales en el drama de España, Moreno Sanz señala
un primer vínculo entre la razón poética y la obra machadiana, pues es al hilo de esta que Zambrano acuña el
término “razón poética” (1998, 14). Se trata de un vínculo que recalca y expande en publicaciones posteriores
(véanse por ejemplo 2004, 523; 2008, 146). Véase también Pérez (1999).
3.2. El lenguaje
Ortega ejerció una intensa –aunque peculiar– actividad política durante su juventud.
Ya a partir de 1912 los artículos de Ortega perfilan una concepción de política que se
caracteriza por ser, como acertadamente la describe Gracia, “más ideológica y conceptual
que práctica y tacticista, más pedagógica e ilustrada que ejecutiva o gubernamentativa.”
(2014, 171) Al año siguiente esta visión se plasmó en la LEP, la cual constituiría su pri-
mera incursión en la acción política. Su actividad política también se reflejaría en muchos
de sus discursos de esta época, que luego encontrarían un eco en los artículos recogidos
en El Espectador (1915-34), cuyo objetivo era formar a la opinión pública para que se
abandonara el quijotismo y misticismo, en su opinión característicos hasta entonces del
espíritu español (Velázquez Delgado, 2007, 108). Sin embargo, pese a sus llamamientos a
una mayor involucración política del pueblo, Ortega sufría de un pesimismo y conserva-
durismo que fueron en aumento, especialmente desde 1919, fecha en la que se dio cuenta
de la imposibilidad de llevar a cabo su tarea política, es decir, la creación de una España
moderna (véanse Elorza, 1984 y Gracia 2014).
La primera vez que decidió en firme apartarse de la política fue en torno a 1921-22. En
el primer número de la Revista de Occidente, de julio 1923 (escasos meses antes el golpe
de Estado y dictadura de Primo de Rivera), no cabía duda de que decidió cambiar la acción
política por la filosófica. No obstante, ilusionado con la promesa de lo que supondría el
nacimiento de la República, volvió a pronunciarse públicamente sobre política en 1929.
Tanto Ortega como Zambrano coincidían en que el liberalismo decimonónico era incapaz
de llevar a cabo el proyecto de regeneración nacional necesario para superar los lastres de la
dictadura, pero mientras que Zambrano apostaba en Horizonte del liberalismo (1930) por un
liberalismo de corte espiritual, el de Ortega era un liberalismo moderado, de tendencia con-
servadora, que pronto se tornaría impaciente con la República. Él achacaba las deficiencias
tanto culturales como políticas del país a la falta de hombres egregios y a la incapacidad
de la masa para seguirlos y apoyarlos, tal y como se recoge en La rebelión de las masas
(1930). No obstante, volvió a intentarlo y en 1931 fundó, junto con Gregorio Marañón y
Ramón Pérez de Ayala, la Agrupación al Servicio de la República, desde la cual ejerció como
diputado de las Cortes Constituyentes de la Segunda República entre julio de 1931 y julio
de 1932. Sin embargo, le faltaban apoyos y no podía aspirar a ser un factor importante en
la política parlamentaria. Por otro lado, la actuación de la República no estuvo a la altura de
sus expectativas, lo que le condujo una vez más al desengaño y a su retirada política. Esta
vez, su negativa a volver a entrar en el ruedo político resultó ya definitiva.
En contraste, aunque la experiencia de Zambrano también estuvo marcada por la desilu-
sión ante la política de partidos, especialmente tras su desacierto con el FE, su compromiso
para con la República fue en aumento hasta el final de Guerra Civil. El desatino del FE
en 1932 y el desencuentro tras la publicación de “Hacia un saber sobre el alma” en 1934
son tan solo manifestaciones concretas de la distancia filosófica e ideológica que los iba
separando y que pronto se traduciría en serias fracturas, incluso incompatibilidades, entre
la visión política de ambos.11
Ante el golpe de Estado que desembocaría en guerra fratricida, Ortega –movido por su
decisión de guardar silencio político– se negó a pronunciarse a favor de cualquiera de los dos
bandos, no por su apoyo a la causa franquista, sino por su desaprobación de la ideología y
actuación de ambas partes. En cambio, el apoyo de Zambrano hacia la República fue férreo:
ella siempre se identificaría como republicana y, seguidamente, exiliada.
4.1. Mediación
Según Moreno Sanz, Zambrano actuó como mediadora entre Ortega y los escritores de
una generación más joven, como Antonio Sánchez Barbudo, José Antonio Maravall y Enri-
que Azcoaga (2014, 51). Sin embargo, dado que para cuando la Revista de Occidente y su
correspondiente tertulia están en marcha, “la población flotante del entorno de Ortega es ya
incontable” y, como dice Gracia, además de nombres consolidados también incluye “jóvenes
ávidos de prosperar” (2014, 374), la descripción que hace Moreno Sanz de Zambrano como
mediadora entre Ortega y los jóvenes quizá pueda parecer exagerada.
11 Resulta iluminador el artículo de Antolín Sánchez Cuervo, “Dos interpretaciones del fascismo: Ortega y Gasset
y María Zambrano”, en el que identifica la postura que cada uno adopta ante el fascismo como una de las raíces
que subyacen a la creciente bifurcación entre ambos (2017, 61-75).
12 Ejemplos de esto son su entrevista con Valle-Inclán y Azaña en 1928, en la que promovió el encuentro que tuvo
lugar en junio de ese mismo año en el merendero madrileño de “La Bombilla”, en el que los maduros, es decir,
Luis Jiménez de Asúa, José Giral, Sánchez Román, Gregorio Marañón, Ramón del Vallé-Inclán, Ramón Pérez
de Ayala, Eduardo Gómez de Baquero, Nicolás Salmerón, Manuel Azaña e Indalecio Prieto, se reunieron con
Zambrano y otros miembros de la FUE (véase Moreno Sanz, 2014, 52). Otros ejemplos son también su redac-
ción de manifiestos y recogida de firmas tras el golpe de estado.
13 Véase, por ejemplo, el artículo de Laureano Robles Carcedo (1991, 231-247).
estas cartas como testimonio del intento de Zambrano de influenciar a Ortega, al tiempo que
indica la conveniencia de explorar la relación entre ambos en mayor detalle (1996, 121-136).
ni aristocrática.” (Pino Campos, 2004: 203) Zambrano carecía de la potestad e incluso del
ánimo de coaccionar a Ortega, aunque sin duda buscaba influenciarlo. Lo que sí se revela
es, de un lado, la impaciencia política de la joven Zambrano (de esta carta rezuma un ines-
capable sentido de urgencia) y, de otro lado, la percepción del deber moral del intelectual de
intervenir en la vida política española con el propósito expreso de derrocar a la monarquía
para instaurar una república. Por eso le pide apoyo a Ortega, para que como intelectual com-
prometido lidere no solo a la nueva generación, a la juventud, sino a la conciencia histórica
nacional. Para Zambrano, el advenimiento del régimen republicano es nada menos que una
“exigencia ineludible” (1991, 14). En definitiva, demanda que Ortega sea un “intelectual de
vanguardia”, un “intelectual revolucionario”, y que su labor no se limitara a salvaguardar
la cultura establecida. Llega incluso a exhortarle directamente: “Debe y puede usted hacer
más, señor Ortega y Gasset; su misión con España está más alta.” (1991, 15)
5. Conclusión
Como discípula, Zambrano nunca pretendió ser una continuadora de Ortega, sino seguir
pensando con originalidad e independencia a partir de él. En España, sueño y verdad Zam-
brano alude a las divergencias y distanciamiento respecto del maestro como un proceso no
solo deseable, sino también necesario para la madurez del pensamiento propio. En palabras
de la autora: “Hemos de pensar desde nosotros mismos y, al hacerlo, no es con los pensa-
mientos del maestro, sino desde el orden y la claridad que ellos dejaron; desde la autenticidad
para la que nos habían preparado” (2014, 731). En definitiva, la relación intelectual entre
ambos estuvo marcada por un progresivo alejamiento, no solo filosófico, sino crucialmente
político, que se manifestó con mayor crudeza en sus respuestas divergentes a las encrucijadas
históricas, que para ellos culminaron en julio de 1936. Por otro lado, también es cierto que
pese a haber transitado su propio camino filosófico, Ortega siempre estuvo presente en ella,
como avalan las referencias –no frecuentes, pero sí recurrentes– al maestro.
A lo largo de este artículo, espero haber demostrado que Zambrano se esforzó en repeti-
das ocasiones por influenciar a Ortega, especialmente en relación a su actuación política. Los
intentos de la pensadora fueron claros y siempre marcados por dos demandas recurrentes:
una mayor implicación política y el apoyo a la República. Aunque el peso que Zambrano
pudiera ejercer sobre Ortega a todas luces no fue determinante, tampoco debería desesti-
marse por completo. Pese a la cercanía e insistencia de la pensadora, no se puede constatar
una influencia directa, ni tan siquiera progresiva; el resultado de sus esfuerzos, aunque sutil,
sumado a otras influencias y presiones a las que sin duda también estaba sometido Ortega,
parece haberse visto reflejado en alguna de las publicaciones que sucedieron a las cartas
aludidas (especialmente, como se ha señalado, en el caso de la segunda misiva).
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Resumen: Este artículo trata de mostrar la forma Abstract: This article tries to show how three
en que tres destacados filósofos del siglo XX –– leading philosophers of the twentieth century
Edmund Husserl, José Ortega y Gasset y José ––Edmund Husserl, José Ortega y Gasset and
Gaos–– han lidiado con la diversidad cultural. José Gaos–– have addressed the issue of cultural
Ligados entre sí por fuertes vínculos intelec- diversity. Linked to each other by strong intel-
tuales, los protagonistas del texto plantean tres lectual relations, the protagonists of the text will
modos diferentes de acercarse a este crucial y offer three different ways of approaching this
espinoso asunto en donde el papel asignado a la crucial and thorny issue where the role assigned
razón resulta de especial relevancia. Husserl con- to reason is of special relevance. Husserl will
fiará plenamente en ella. Ortega, incluso el Ortega fully trust her. Ortega, even the most Husser-
más husserliano, abajará considerablemente tales lian one, will lower such claims considerably.
pretensiones. Y Gaos, radicalizando las tesis pers- And Gaos, radicalizing the perspectivist theses
pectivistas de su maestro, considerará que es mejor of his teacher, will consider that it is better to
asumir su impotencia. El juego de espejos que el assume her impotence. The game of mirrors that
ensayo pretende crear con el cruce de las tres pro- the essay tries to recreate with the crossing of
puestas quiere poner en valor la pertinencia de la the three proposals wants to value the relevance
filosofía hecha en español en los debates más acu- of the philosophy made in Spanish in the most
ciantes del presente. pressing debates of the present.
Palabras clave: Diversidad cultural, racionalidad, Keywords: Cultural Diversity, Rationality, Histo-
razón histórica, Europa, Husserl, Ortega, Gaos. rical Reason, Europe, Husserl, Ortega, Gaos
Dios, con mayúsculas2. ¿Cómo saber, entonces, que cuando estamos tildando algo de “mala
diversidad”, de intolerable, no estamos proyectando nuestros prejuicios más acendrados e
insostenibles o, simplemente, nuestras propias creencias particulares, y conculcando la liber-
tad de los demás? ¿Cómo evitar que la necesaria defensa de la riqueza y variedad culturales
se solape con el puro e insostenible relativismo? ¿Cómo orientarse, en fin, en el creciente
laberinto cultural en el que se han convertido nuestras sociedades tardomodernas?
En las páginas que siguen, trataré de mostrar algunos de los mapas que para moverse
en este laberinto dibujaron tres importantes filósofos del siglo XX: Edmund Husserl, José
Ortega y Gasset y José Gaos. Tales mapas tendrán como protagonista a la razón y las posi-
bilidades que ella nos ofrece para andar nuestro camino. Husserl confiará plenamente en su
poder. Ortega, por lo menos hasta los años 30, tocará una melodía de tonalidades husser-
lianas, aunque abajará su fuerza con grandes dosis de historicidad y contingencia. Y Gaos
desarrollará de modo radical algunas de las tesis perspectivistas de su maestro y proclamará,
en una línea que se me antoja en ciertos aspectos muy parecida a la emprendida por Rorty
o Vattimo, que es mejor asumir su impotencia3.
2 El muy querido y recientemente fallecido Javier Muguerza insistió en numerosas ocasiones en la necesidad de
“apear de las mayúsculas a esas grandes palabras heredadas”. En su opinión, que hago mía, esa era, quizá, la
gran enseñanza que nos habían dejado las múltiples y sin par atrocidades del siglo XX. A este respecto, creo
que cabe decir sin forzar mucho las cosas, que todo el pensamiento de este decisivo filósofo de la España
contemporánea ha girado sobre cómo es posible seguir hablando razonablemente y a escala humana, es decir,
en minúsculas, de las grandes palabras de la filosofía. Para estos asuntos, cf., Muguerza, 1998b, 207-208, y de
modo más específico, Muguerza, 1991, 9-36.
3 La progresión historicista del autor de Meditaciones del Quijote me parece que es clara a medida que baja, entre
otras cosas, su influencia husserliana. En este sentido, y teniendo en cuenta que no es fácil establecer períodos
rígidos a la hora de leer su obra ––por eso prefiero hablar de ‘preponderancias’––, creo que es posible defender
que por lo menos desde mediados de los años 30 en adelante cabe hablar de un giro historicista en su pensa-
miento que lo acercará en muchos aspectos a Gaos. Sobre el mencionado giro, que supone un alejamiento de la
fenomenología husserliana y una aproximación a tesis hermenéuticas, ver Díaz Álvarez/Brioso, 2018, 373-386.
4 Sobre este asunto y sobre la temática de esta parte he escrito unos cuantos trabajos. De modo general me per-
mito remitir a Díaz Álvarez, 2003 y Días Álvarez, 2015, 81-105. También se leerán con gran provecho, y me
limito solo al ámbito español, los trabajos de Javier San Martín, Agustín Serrano de Haro, Miguel García-Baró,
Francesc Pereña, Carmen López o Alicia de Mingo. Cf., por ejemplo, y entre muchos otros, San Martín, 2007;
Serrano de Haro, 2011, 9-22; García-Baró, 2015, 7-84; De Mingo, 2017; Pereña, 2012, 177-191; López Sáenz,
2015, 117-138.
es lo que comúnmente se comprende como una categoría espiritual, una forma peculiar
de mirar el mundo que, en efecto, nació en semejante zona geográfica, de la que recibe su
nombre, pero que en absoluto es exclusiva, propia o solo representativa del humano europeo.
Pero, ¿qué puede ser aquello que ha nacido en Europa y, a la vez, no representa solo un
modo de vivir particularmente europeo? ¿Qué mirada “europea” trasciende la particularidad
de Europa? A juicio de Husserl, la que inaugura la filosofía alrededor del siglo VI antes de
Cristo. Para el autor de Meditaciones cartesianas, igual que para muchos otros filósofos
antes que él, filosofía y Europa, como categoría espiritual, van íntimamente ligadas porque el
surgimiento de aquella en el viejo continente opera una transformación radical en la manera
de vivir y pensar que llevaban hasta la fecha los europeos ––tan particular por entonces como
cualquier otra. ¿Y qué incorpora la mirada filosófica que la hace absolutamente nueva? Pues
algo muy sencillo de enunciar y complicado de articular: conducir la vida según un ideal de
racionalidad universal, de razón común válida para cualquiera por el mero hecho de ser un
humano. En suma, al decir de Husserl, es esa idea de racionalidad que se quiere “neutra”
e inclusiva de todo lo verdaderamente humano, que supuestamente descarta cualquier tipo
de apellido o particularidad, lo que emerge de modo inaugural en Grecia de la mano de la
filosofía y lo que distingue a la cultura europea de cualquier otra, pues solo en ella se ha
convertido en tradición, bien es verdad que de modo quebrado y a veces con grandes retro-
cesos, este afán “ilustrado-racional”.
Contemplado de esta forma, el Kulturwelt europeo sería el único en el que se daría, en
efecto, la curiosa paradoja de pretender trascender de modo absoluto y hasta sus últimas con-
secuencias el propio marco espacial y temporal, al querer descartar todo lo particular, todo lo
que está ligado al tiempo (Zeitgebunde). Encarnaría, así, un tipo peculiar de tradición hasta
ese momento desconocida, “la tradición de la in-tradición”, como señala Ortega en una bella
y lúcida frase (Ortega y Gasset, 2006b, 159). Por eso, en esta forma mentis algo no adquiere
validez por ser tildado de europeo sin más. El criterio de legitimidad no está vinculado a un
grupo, época o conjunto de creencias no sometidas a examen en las que se vive de modo más
o menos confortable y tradicional, sino que algo se valida como verdadero, bueno, bello o justo
porque es el fruto de los mejores argumentos que pueden ser asumidos por cualquiera en el
ejercicio honesto y publico de la razón, como diría Kant. En tal sentido ––y permítaseme que
insista en esta idea ya esbozada, pues es capital en la argumentación husserliana–– la cultura
europea no se ajustaría al patrón observado en cualquier otra y se diferenciaría completamente
del resto. Su modo de articularse, al menos en un sentido ideal, no sería hacia dentro, hacia
el grupo, pueblo, nación o colectividad que posee de modo reverencial un conjunto de creen-
cias, sino hacia afuera. Es decir, no se trata de proteger o apuntalar a toda costa los “dogmas”
heredados, sino de mantenerlos abiertos y en permanente revisión, dejando persuadirse por un
constante dar y recibir razones, un permanente logon didonai nunca cerrado pero que tesau-
rizaría saberes teóricos y prácticos y desvelaría de modo asintótico un telos sobre la totalidad
normativa y veritativa de lo humano.
Por lo visto hasta aquí, no es de extrañar que Husserl designe a la cultura europea ––en
este sentido normativo, categórico-espiritual–– no sólo como cultura de la idealidad, de
aquello que no está ligado al tiempo, de la theoria o la crítica, sino también, y en íntima
relación con ello, como la cultura de la autonomía y la absoluta responsabilidad del sujeto
(cf., Husserl, 1976, 314-348).
José Ortega y Gasset. La diversidad cultural ante los dos movimientos de la razón
histórica (lectura mínima de Las Atlántidas)
En un excelente texto de 1924 titulado Las Atlántidas7, José Ortega y Gasset sigue una
estrategia parecida a la de Husserl a la hora de enfrentarse a la diversidad cultural. Tal estra-
tegia consiste en abordar este tema a partir de la realización de un diagnóstico de la cultura,
“alma” o identidad europea.
Según el pensador madrileño, en los siglos XVIII y XIX, y de la mano del racionalismo
en sus diferentes variantes, se impone la idea de que la cultura europea es la encarnación
de lo humano y que el resto de formas de vida son sólo relevantes en la medida en que han
contribuido a llegar al cenit europeo. Los siglos XVIII y XIX son, dice Ortega, “unitaristas”
(Ortega y Gasset, 2005, 762), sin sensibilidad para la diferencia y la pluralidad. Esto es tan
así, que una ciencia como la historia, destinada, entre otras cosas, a registrar los cambios,
fracasó completamente en ese empeño porque los historiadores estaban imbuidos de una idea
que el filósofo va a tildar como falsa. A saber, que la humanidad se declina en singular, que
existe algo así como un concepto homogéneo y a priori de lo que sea la humanidad y que
Europa está en posesión del mismo. La radicalidad orteguiana en este punto es tal que llega
5 Sobre este punto ha insistido mucho, entre nosotros, Javier San Martín. Ver, por ejemplo, San Martín, 2007,
221-238.
6 El ‘Proyecto de Europa’ ha sido tildado de eurocéntrico e incluso de racista. Jacques Derrida en su obra De
l’esprit: Heidegger et la question lanzó un fortísimo ataque a la idea husserliana en este sentido. En España,
Reyes Mate recogió la tesis en su libro Heidegger y el judaísmo. Y sobre la tolerancia compasiva. Por mi parte
me ocupé del tema en varios textos (cf., por ejemplo, Díaz Álvarez, 2007, 157-169). En el momento presente,
sigo pensando que, pese a los problemas que pueda presentar la idea de Europa como categoría y poder espi-
ritual ––entre ellos, por ejemplo, el que afecta a su supuesta neutralidad o a su también supuesta capacidad de
totalización de lo humano––, es profundamente injusto acusar a Husserl de eurocéntrico, no digo ya de racista,
si por tal se entiende un tipo de ideología que podría amparar o legitimar de algún modo el dominio sobre los no
occidentales o cualquier negación o minusvaloración de su humanidad.
7 La reflexión que ahora realizo sobre la diversidad cultural en Ortega se centrará exclusivamente en una lectura
interpretativa y bastante libérrima de Las Atlántidas. En otros lugares he ofrecido narraciones sobre el particular
articuladas de un modo diferente, aunque complementario. Cf., Díaz Álvarez, 2012, 109-128. Para una edición
reciente, informativa y recomendable del escrito orteguiano cf., Ortega y Gasset/Carriazo, 2016. Resulta tam-
bién de interés, De Haro Honrubia, 2012, 217-240.
a sostener que el gran fallo de los pensadores liberales, marxistas o darwinistas, es decir, de
aquellos que han acuñado las creencias matriz de la cultura europea del momento, consiste
en sostener que “la estructura esencial de la vida humana ha sido siempre idéntica” (Ibídem.,
768), que las categorías de la mente humana han sido siempre las mismas (cf., Ibídem., 770);
en suma, que el africano, el hindú o el habitante de la antigua Roma son esencialmente igual
que nosotros, sólo que en un estadio inferior de desarrollo técnico y moral. Pensar de tal
modo es un profundo error y renunciar a entender verdaderamente al otro.
Parece, pues, que Ortega igual que alguna de la mejor filosofía contemporánea8, no nos
quiere ahorrar la incomodidad del diferente, el confrontarnos con la perplejidad que supone
que una cultura distinta impugne de modo radical nuestras creencias más profundas y evi-
dentes. En fin, no quiere pasar de puntillas sobre el hecho bruto de la diversidad humana,
cuya negación ha estado no pocas veces en la raíz de la violencia que hemos ejercido sobre
los no occidentales. El caso del colonialismo y sus desastrosas consecuencias así lo atesti-
gua. Semejante posición le lleva a propugnar el interesante concepto de “historia universal
policéntrica” (Ibídem., 764-766), una nueva forma de practicar esta ciencia que se encarga-
ría, al modo que lo hace la antropología cultural en la actualidad, de reconstruir el sentido
producido por las culturas no europeas. O lo que es lo mismo, de entender sus sistemas de
creencias desde sí mismas y no como un medio para o un escalón hacia el tipo superior de
cultura que sería occidente.
Hay que reconocer sin ambages que esta historia universal policéntrica, esta recons-
trucción del sentido, que también calificará como primera dirección o movimiento de la
razón histórica, dignifica, ciertamente, a las otras culturas, las trata de igual a igual; es,
ciertamente, policéntrica. Es decir, no hay aquí jerarquías; no hay unas producciones de
sentido que se juzguen como mejores que otras; simplemente son diferentes. Las diversas
tradiciones mandan, constituyen las identidades de los individuos y los pueblos y sólo desde
ellas es posible emitir juicios. Este movimiento de la razón histórica, el propio Ortega así lo
expresa, es claramente relativista (cf., por ejemplo, Ibídem., 769).
Sin embargo, el interés que presenta el planteamiento de Ortega, igual que el de Hus-
serl, es que, tras este reconocimiento irrestricto de la diversidad, no se queda en ese primer
movimiento reconstructivo de la razón histórica, sino que intenta desarrollar una segunda
dirección de la misma, un segundo movimiento que aun haciéndose cargo del carácter
contingente e histórico de los humanos, de ese estar enmarcados en diversas culturas y
tradiciones, trata de superar la pura relatividad, la pura diferencia, la mera pluralidad que
iguala sin más a todas las culturas.
En Las Atlántidas, Ortega enuncia el segundo movimiento de la razón histórica del
siguiente modo: “Pero no basta, para acercarse a su plenitud, con que el sentido histórico
perciba esas profundas diferencias que ha presentado el alma humana a lo largo del tiempo.
Cuando hayamos entendido agudamente cada época y cada pueblo en su personalidad dife-
rencial, no habremos agotado la posible perfección de la sensibilidad histórica. Es menester
8 Cf., al respecto, Muguerza, 1998a, 7-41. Este escrito de Muguerza, que lleva por significativo título El puesto
del hombre en la cosmópolis, es una brillante discusión propositiva de algunas de las tesis filosóficas contem-
poráneas más relevantes sobre la “incomodidad del otro”. A este respecto, y del mismo autor, es también muy
recomendable, Muguerza, 2009, 9-25. Sobre Muguerza y Ortega, con José Gaos entre medias, cf., Muguerza,
2010, 56-81.
que de esta fina comprensión se saquen consecuencias de orden estimativo. [Y un poco más
adelante sostiene enfáticamente] La valoración de las distintas culturas, su jeraquización en
una escala de rangos, supone la previa comprensión de todas ellas” (Ibídem., 771).
Tenemos entonces que estimar, que emitir un juicio sobre las diferentes culturas, pero,
¿cómo hacerlo, desde dónde? ¿Cómo evaluar desde una perspectiva −en el fondo una mani-
festación particular de lo humano− el resto de puntos de vista? ¿No se está postulando con
ello algo de lo que Ortega siempre renegó, a saber, el ojo de Dios, la para él imposible pers-
pectiva absoluta? En este punto, la apuesta del pensador madrileño pasa ––y en esto muestra,
como en muchos otros aspectos centrales de su filosofía, ser un buen fenomenólogo–– por
mirar detenidamente la realidad, mejor dicho, las diversas realidades que nos muestran las
diferentes culturas. Y qué descubrimos cuando hacemos tal ejercicio. Primero, que “cada
cultura ha gozado de alguna genialidad sobresaliente para algún tema vital” (Ibídem., 771).
Las culturas asiáticas, por ejemplo, han desarrollado un profundo sentido de la compasión y
técnicas para el control y ordenamiento de los deseos que no tienen parangón en occidente.
Su aspiración a la eliminación del individuo, siendo un proyecto completamente opuesto al
europeo, no deja de tener aspectos positivos de los que deberíamos aprender en sociedades,
las nuestras, en las que el paroxismo individualista se ha transformado muchas veces en puro
e irracional capricho. Destacando la genialidad de las diferentes culturas, Ortega vaticinará
un “nuevo clasicismo” (Ibídem., 771), uno de verdad y no impostado, construido con las
aportaciones de las diferentes tradiciones. Cada pueblo, sostendrá, se convertirá en un clásico
al tocar de modo verdadero sucesivas porciones de lo real.
Ahora bien, teniendo esto presente, una pregunta se hace inevitable, ¿cuál es la caracte-
rística más sobresaliente de Europa en esa mirada policéntrica?, ¿cuál es la gran aportación
de occidente al mundo? Pues precisamente el reconocimiento de la pluralidad y lo que
ella supone. Dice el pensador madrileño: “La Historia [y aquí hay que tener en mente que
historia es razón histórica] al reconocer la relatividad de las formas humanas, inicia una
forma exenta de relatividad. Que esta forma aparezca dentro de una cultura determinada
y sea una manera de ver el mundo surgida en el hombre occidental no impide su carácter
absoluto. El descubrimiento de una verdad es siempre un suceso con fecha y localidad
precisas. Pero la verdad descubierta es ubicua y ucrónica. La Historia es razón histórica,
por tanto, un esfuerzo y un instrumento para superar la variabilidad de la materia histórica”
(Ibídem., 772). ¿Pero por qué es el descubrimiento de la pluralidad humana el inicio de un
tipo de mirada exenta de relatividad? Pues porque sólo a partir de ella, sólo sintiendo la
punzada del otro, puedo darme cuenta de los límites de mi propia tradición; puedo empezar
a pensar que quizá yo o mi comunidad estemos equivocados, en suma, puedo experimentar
el filosófico fastidio de que para una misma pregunta las múltiples tradiciones hayan dado
diferentes respuestas no compatibles entre sí. Para llegar a eso, es necesario hacerse cargo
de la pluralidad. Esto es, por otra parte, lo que jamás podrá experimentarse desde una
posición netamente relativista. El representante de esta tradición no parece sentirse perplejo
o mostrar inquietud ante la diversidad; no tiene ningún problema con ella, y Ortega, muy
lúcidamente, parece decir que ello es así porque este tipo de mirada no es sino un unita-
rismo dogmático multiplicado por el número de culturas que podamos encontrar. Desde esta
óptica, cada cultura se considera la cultura que siempre verá a las demás exclusivamente
en función de sí misma.
Occidente ha cometido muchas veces ese error, asume el autor español, pero hasta donde
sabemos parece ser la única perspectiva que ha intentado trascender de modo sistemático
y articulado esa limitación y acoger la incómoda mirada del otro. Y eso, precisamente, es
lo que la haría “superior” a las demás. El pensador madrileño lo expresa de la siguiente
forma: “Hay una cultura china y una cultura malaya y una cultura hotentote, como hay una
cultura europea. La única superioridad definitiva de ésta habrá de ser reconocer esa esencial
paridad antes de discutir cuál de ellas es superior. El hotentote, en cambio, cree que no hay
más cultura que la hotentote” (Ibídem., 757).
En definitiva, la inteligente tesis que Ortega está sosteniendo es que no tenemos que salir
del ámbito de la experiencia para iniciar ese segundo movimiento de la razón histórica, el
que se ocupa con la jerarquización de las culturas. Sin recurrir, en principio, a supuestos
metafísicos, seríamos capaces de percibir que el genio del mejor occidente termina siendo
una actitud, una perspectiva que se muestra más englobante que las anteriores porque acoge
de un modo peculiar el resto de perspectivas ––y la suya propia–– y las termina poniendo
en diálogo, en fricción; es decir, las termina considerando desde un punto de vista crítico.
Resumamos lo esencial. Tenemos en Ortega dos movimientos, o como él manifiesta,
dos direcciones de la razón histórica. El primero es de reconocimiento de la pluralidad, la
famosa “historia universal policéntrica”, en la que reconstruimos sin jerarquizarlo el sentido
humano de todas las culturas. El segundo tiene carácter estimativo, jerarquizador, evaluativo,
y se construye a partir de la puesta en práctica de ese primer movimiento y de la actitud
que lo alienta. Si en un primer momento la razón histórica es “relativista”, en el segundo es
propiciatoria de una tensión necesaria y constante entre la unidad y la pluralidad.
Si reparamos brevemente en lo dicho por Ortega, su melodía suena en pasajes impor-
tantes parecida a la husserliana. Ambos consideran a occidente una vara con la que medir la
diversidad cultural. Pero una vez más, el occidente del que hablamos es un occidente filosó-
fico, un occidente que cuaja en una actitud, en una forma de mirar el mundo que se asienta
en la posibilidad de razonar, de argumentar, en la crítica, en la autonomía, en la libertad.
Dejo alguna de las diferencias entre la racionalidad husserliana y la orteguiana, incluso la
del Ortega más fenomenólogo, para el apartado final de este ensayo.
José Gaos, como es de todos conocido, ha sido uno de los más destacados discípulos
de Ortega y Gasset y uno de los integrantes, junto con Manuel García Morente, Xavier
Zubiri, María Zambrano, Manuel Granell, Antonio Rodríguez Huescar o Julián Marías,
entre otros, de la así llamada ‘Escuela de Madrid’, una generación de brillantes filósofos
españoles que se constelaron entorno a la figura de Ortega y que quedó trágicamente rota
por la cruel y desgraciada Guerra Civil española de 1936. Esta ruptura impidió una recep-
ción normalizada de sus respectivos pensamientos en las generaciones posteriores ––como
le sucedió al mismo Ortega––, algo que parece que empieza a paliarse, aunque de un modo
más lento del que sería deseable. Y digo esto porque la lectura de estos clásicos hispanos
encierra tesoros inesperados sobre algunos de los debates más importantes de la filosofía
contemporánea. Ese es el caso, me parece a mí, de la posición que cabe atribuir a José
9 He tratado de hacer una lectura “debilitante” de Gaos en Díaz Álvarez, 2016, 137-156. Sobre la relación Gaos-
Ortega, cf., Lasaga, 2013, 9-55. Esa misma relación, en una perspectiva distinta, en Díaz Álvarez, 2018, 37-53.
Para una breve presentación canónica de la filosofía de Gaos, cf., Zirión, 2009, 535-544. Otra apretada síntesis
de la obra gaosiana, pero que incide en la línea del debilitamiento de la razón que aquí se defiende, puede verse
en Díaz Álvarez, 2011b, 55-66. Una biografía intelectual imprescindible es la de Aurelia Valero, José Gaos en
México. Una biografía intelectual 1938-1969 (cf., Valero, 2015). Y un libro que conserva una gran fuerza es el
de Vera Yamudi, José Gaos. El hombre y su pensamiento (Yamudi, 1980). Para una penetrante reactualización
de su pensamiento llevada a cabo por uno de nuestros mejores filósofos contemporáneos recientemente falle-
cido ver, Muguerza, 2001, 183-218 y el ya citado Muguerza, 2010, 56-81. Por último, una buena colección de
artículos sobre diversos aspectos del pensamiento del ilustre transterrado en Sevilla, 2008.
10 Sobre esta crucial tesis del pensamiento gaosiano es preciso recomendar el texto de Agustín Serrano de Haro
“Autobiografia e ricerca filosofica. Il caso di José Gaos” (Serrano de Haro, 2016, 125-135).
11 Eso es lo que pensaron muchos de sus más destacados discípulos. Un documento enormemente esclarecedor de
lo que acabo de afirmar es la introducción que Alejandro Rossi pone a la antología de Gaos que él mismo edita
y que lleva por título “Una imagen de José Gaos” (Rossi, 1989, 11-17).
12 No puedo entrar en el presente texto en la genial vinculación que Gaos hace entre filosofía, en sentido metafí-
sico ––fundacionalista––, y violencia. Simplemente me gustaría señalar que para el pensador hispano el origen
de aquella hay que situarlo en la soberbia, en el afán arcóntico de dominio derivado, en el fondo, de la idea de
que podemos superar la finitud y la contingencia y alcanzar, o estar en disposición de alcanzar ––aunque sea
de modo ideal––, un saber “científico” sobre la realidad. Pero si la soberbia se conecta con la superación de la
finitud, la razón última para querer superarla y no convivir con ella es la angustia que nos genera asumir nuestra
inalienable individualidad, la radical soledad que es nuestra vida. Sobre estos asuntos y sobre una posible lec-
tura debilitante del filósofo hispano pueden verse los textos del presente autor recogidos en la nota 9.
definitiva, para Gaos, el límite a la diversidad cultural estaría en el respeto que nos debemos
unos humanos a otros, un respeto derivado de la conciencia de nuestra propia finitud: “Y
contra la voluntad de poder [de la soberbia metafísica] cabe sentir en la luminosidad de la
evidencia el valor de la plural riqueza del universo, comprensiva de la rica pluralidad de las
personalidades individuales y colectivas, razas, pueblos, culturas. Quien siente tal valor no
puede menos de sentir la repugnancia ante toda dominación de los demás y, muy en primer
término la dominación de nadie por él mismo, correlativa en la complacencia de aquella rica
pluralidad, y de aquella plural riqueza del universo, que siente que le enriquecen a él mismo
por lo menos con el atisbo de las diferencias vagamente insinuadas en lo más hondo de las
intimidades ajenas. Quien tal siente tampoco puede menos de concebir como ideal una única
unanimidad en el valor del respeto de cada ser humano para cada uno de los demás, el gozo
de todos en la comunión de tal unanimidad” (Ibídem., 47).
En los apartados precedentes he intentado mostrar, espero que con una cierta fortuna,
alguna de las formas en que tres grandes filósofos del siglo XX, con evidentes conexiones
intelectuales entre sí, han tratado de hacer frente al laberinto de la diversidad cultural. Per-
mítaseme, ya para terminar, hacer una pequeña valoración conjunta de los tres mapas que
he pretendido dibujar.
Como indiqué en su momento, el modelo husserliano y el orteguiano contenido en Las
Atlántidas tienen, en principio, bastantes cosas en común. No en vano Ortega estudió y
conoció bien la fenomenología de Husserl, al que consideraba uno de sus maestros, y saludó
la aparición de las dos primeras partes de La crisis de las ciencias europeas, las únicas que
conoció, como un trabajo en la línea de lo que estaba haciendo con su filosofía de la razón
histórica13.
En efecto, tanto Ortega como Husserl creen que la mirada crítica que nace con la filosofía
es el meollo de “occidente” y que tal mirada, con sus ideales de libertad, autonomía y razo-
nabilidad, coagula un aspecto esencial de lo humano que garantiza que podamos discriminar
entre buena y mala diversidad. Nada que conculque, como diría Husserl, la Urstiftung, la
fundación originaria de ese ideal podrá ser aceptado como válido. Sin embargo, Ortega,
incluso el Ortega más husserliano, es un filósofo cuya idea de racionalidad está ampliamente
horadada por la contingencia. Es una razón, podríamos decir, sometida a una amplia cura
de adelgazamiento hecha a base de finitud e historicidad; es una razón histórica. Por eso le
fascinó e influyó profundamente, como a tantos “discípulos” de Husserl, la lectura de Ser y
13 Sobre este asunto, cf., Ortega y Gasset, 2006a, 24-29. Para la relación de Ortega y la fenomenología husserliana
son imprescindibles los trabajos de Javier San Martín. La summa de esa investigación se encuentra en San Mar-
tín, 2012. También es preciso mencionar los excelentes textos de Miguel García-Baró. Véase, por ejemplo, los
recogidos en Sentir y pensar la vida. Ensayos de fenomenología y filosofía española (García-Baró, 2012). Asi-
mismo, son de gran profundidad filosófica los múltiples y pioneros escritos de Pedro Cerezo. Ver, entre otros, el
ya clásico Voluntad de aventura (Cerezo, 1984, 191-338). Por mi parte, he abordado la lectura orteguiana de La
crisis en Díaz Álvarez, 2003, 44-46. Y la relación de Ortega y la fenomenología husserliana en Díaz Álvarez,
2013, 3-18 y Díaz Álvarez/Brioso, 2018, 373-386.
tiempo de Heidegger. Dicho de otro modo, la razón orteguiana se comprende como mucho
menos poderosa que la del viejo maestro alemán. En el pensador madrileño no hay la asun-
ción explicita, que parece haber en Husserl, de que la fuerza de la razón debería, idealmente
al menos, deshacer las discrepancias o desacuerdos humanos si hacemos un ejercicio pulcro,
cuidadoso y honesto de nuestro preciado don racional. En resumen, la razón común que
descubre occidente con la filosofía es para Ortega una razón que discrimina entre buena o
mala diversidad porque siempre rechazará las diferencias que conculquen el espacio en el
que se desarrolla la propia labor de la vida racional, ese ámbito donde entran en conflicto
razonado las diversas perspectivas sobre lo humano, pero tal razón carece de la dirección y
la potencia teleológica que está presente en la Vernunft husserliana14.
En cuanto a Gaos, parece claro que todavía fue más allá que su maestro en el debilita-
miento de la razón filosófica, por lo menos en lo que respecta al Ortega más influenciado
por la fenomenología que aquí he contemplado. Si en el autor de Las Atlántidas podíamos
ver una racionalidad mucho más trufada de contingencia que en Husserl, en Gaos no queda
prácticamente nada de la vieja potencia de la razón como medio para orientarnos en la
inmensa diversidad personal y cultural que nos rodea. Gaos radicaliza el perspectivismo de
su maestro, la pluralidad últimamente no reconciliable. Por eso hace de la necesidad virtud,
y convierte la impotencia de la razón o, mejor dicho, la conciencia de la impotencia de la
razón, en el instrumento que establece la diferencia entre buena y mala diversidad.
Expresado de un modo muy simple, si Husserl pensaba que la razón podía trazar un
mapa nítido y bien perfilado en el que la racionalidad filosófica iluminaría con claridad
meridiana la resolución de los problemas planteados por la diversidad cultural, Ortega ––
incluso el más husserliano–– creyó que tal mapa era bastante más difuso y la luz mucho
menos fuerte de lo que pensaba su maestro. Quizá podríamos resolver bastantes conflictos
con su ayuda, pero otros muchos quedarían sin esclarecer. En cualquier caso, la apertura
del espacio de la vida racional y su no conculcación por ninguna de las perspectivas, era
la garantía máxima que teníamos para descartar la mala diversidad. Por fin, para Gaos, el
mapa iluminado por la razón no puede resolver, en el sentido estricto del término, prácti-
camente ninguno de los conflictos dignos de tal nombre. Pero es precisamente de aquí de
donde extraemos la lección. La impotencia de la razón debería producir, paradójicamente,
el salto evolutivo que Husserl achaca al descubrimiento del ejercicio de la racionalidad y
volvernos más tolerantes.
La pregunta lógica después de la cartografía realizada es ¿qué mapa resulta más fiable?,
¿cuál permitirá alcanzar el objetivo para el que lo diseñaron sus autores? En suma, ¿cuál
nos orientará mejor en el laberinto de la diversidad cultural? Después de años de claras
simpatías husserlianas y de confianza en la potencia de la razón y la idea de fundamenta-
ción racional, me inclino cada vez más a pensar que el viejo y gran maestro alemán quizá
subestimó la fuerza de la contingencia y la pluralidad. Cada vez albergo más dudas no
sobre la idea de Europa como ejercicio crítico de la razón, como defensa de la libertad,
la autonomía y el diálogo, sino sobre el hecho de que montados en su noble ejercicio los
humanos honestos puedan alcanzar acuerdos incontestables en su “verdad”. Creo, al res-
14 Esta tendencia va a acentuarse más y más a lo largo de los años treinta con la aparición de lo que en la nota 3 he
considerado como “giro historicista”.
pecto, que es bueno tener siempre presente la advertencia de Ortega, que Gaos radicaliza,
de que no estamos hechos para lo eterno, de que no podemos alcanzar el punto de vista de
Dios. Y que cuando lo hemos intentado las cosas nunca terminaron bien. De todas formas,
y en tiempos cada vez más idolátricos culturalmente, no deberíamos dejar de darle vueltas
a la propuesta husserliana, una propuesta, tampoco debe olvidarse nunca, que alcanza toda
su profundidad y potencia con respecto a estos temas en la época en que los nazis dominan
Alemania y arrastran al que probablemente fue el pueblo más culto del momento a la mayor
ignominia moral de la historia de la humanidad. Un fiel y destacado discípulo de Husserl,
Aron Gurwitsch, expresó en más de una ocasión que semejante barbarie se había podido
producir precisamente por la renuncia de la filosofía ––una filosofía dominada a la sazón
por la obra de Martín Heidegger–– a la idea de fundamentación racional15. Y aunque ya
no creo en la alternativa o fundamento o barbarie, no seré yo quien desaconseje el volver
a mirar una y otra vez el mapa husserliano.
Referencias
15 Un documento ejemplar y especialmente revelador de la tesis gurwitschiana es el intercambio epistolar que este
fiel seguidor de Husserl mantiene con otro fenomenólogo no menos cercano al maestro alemán, Dorion Cairns.
Las cartas fueron recogidas en su día por el añorado Lester Embree, albacea de ambos en “Two Husserlians
Discuss Nazism: Letters between Dorion Cairns and Aron Gurwitsch in 1941” (cf., Embree, 1991, 77-105). Por
su parte, me he ocupado de este brillante y revelador intercambio en Díaz Álvarez, 2011a, 119-139.
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Resumen: Se trata de reflexionar sobre la expe- Abstract: This essay is a reflection about the
riencia de los exilios que vivió Rodríguez Hués- many exiles that Rodríguez Huéscar lived since
car desde el final de la guerra civil. Para ello llevo the end of the Spanish Civil War. This reflec-
a cabo el análisis de un texto redactado en 1951 tion is done through an analysis of one of his
sobre el paisaje de su tierra manchega, interpre- texts from 1951 where Huéscar writes about the
tado como metáfora de su vivencia ante un pai- Manchegan landscape which he interprets as a
saje devastado por una guerra. Y, en paralelo, se metaphor for his experience against a landscape
narran las circunstancias de la vida de Huéscar devastated by a war. At the same time, I explore
que justifican el uso de la expresión “exilio inte- the circumstances in Huéscar’s life that justify the
rior” junto al exilio o emigración a Puerto Rico use of the expression “interior exile” along with
que llevó a cabo desde 1956 a 1971. his exile or immigration to Puerto Rico that lasted
Palabras clave: Exilio interior, paisaje, Ortega y from 1956-1971.
Gasset, don Quijote, Keywords: interior exile, landscape, Ortega y
Gasset, Don Quixote.
1951 no fue un año con una significación especial en la vida de Rodríguez Huéscar. Por
el contrario, las fechas que despuntan en su trayectoria biográfica en relación con los exi-
lios o destierros o emigraciones, de que me propongo hablar, son 1938, 1956, 1971 y 1990.
Y son estas porque marcan los hitos de sus alteraciones existenciales: 1937: herido en el
frente republicano, una convalecencia prolongada le permite no reincorporarse. El final de la
guerra civil le sorprende en un pequeño pueblo de Ciudad Real, Torre de Juan Abad, donde
era maestro. 1955 es la del comienzo de su emigración a Puerto Rico. Debió empezar a dar
clase en enero del 56. 1971, es la fecha de su regreso a España y de su incorporación como
catedrático de instituto de enseñanzas medias. 1990, el año de su muerte2.
1951, sin embargo, me interesa porque es el año en que redacta “Homo Montielensis.
La rebelión contra al tiempo” aunque no será publicado, y fuera de España, hasta 19583.
Aunque la guerra civil está lejos cronológicamente, algo más de una década, quizá no
esté del todo ausente en la intencionalidad de su autor, aunque el asunto en principio no lo
sugiere: una reflexión sobre el paisaje y el hombre que lo habita. El paisaje es su paisaje, el
del Campo de Montiel, al sur de la Mancha, cerca ya de las estribaciones de Sierra Morena.
El autor es consciente de que va a decir cosas intensas, duras, provocadoras y se disculpa
por ello. Habla de
La lectura que me propongo hacer del ensayo sobre el hombre de Montiel se articula en
tres niveles: el biográfico, el político y el metafísico. Espero mostrar que la diferencia ana-
lítica de los planos mencionados queda subsumida en una única perspectiva sintética que,
a mi juicio, refleja exactamente el punto de vista desde el que fue contemplado el paisaje
manchego, un día del verano de 1951, a una hora determinada que obviamente no puedo
precisar: desde el extrañamiento de un exilio no solo material o político sino metafísico.
Es el paisaje de la infancia y la juventud definitivamente dañado por una guerra que
destruyó no solo oportunidades vitales y esperanzas razonables, sino el ser mismo de aquel
mundo al que ya nunca se podría volver, por más que uno hiciera el gesto de regresar.
Acaso el verdadero desastre de una guerra no es destruir el futuro, que de alguna forma se
rehace, sino el pasado, y no el pasado lejano, sino el más próximo a la circunstancia pre-
sente, el que, en condiciones normales, le sirve de suelo desde el que poder vivir. Porque
el superviviente descubre pronto que el mundo para el que vivía y para el que forjó planes,
ha dejado de existir.
Comenzaré por el plano biográfico: se trata del paisaje familiar de su infancia y pri-
mera adolescencia hasta que marcha a estudiar a Madrid, de donde vuelve periódicamente
a la casa familiar, en Fuenllana, a pocos kilómetros de Villanueva de los Infantes. Este
pueblo, donde terminó sus días Francisco de Quevedo, aparece mencionado en su escrito.
El plano metafísico es la razón de ser del texto, y donde se resuelve su intención más
profunda, como espero mostrar. Huéscar desarrolla una teoría del tiempo vital basado en
2 Agradezco a Eva Rodríguez Halffter la lectura del manuscrito y la precisión sobre algunas de las fechas men-
cionadas.
3 Primera edición en La Torre, Revista de la Universidad de Puerto Rico, año VI, nº 22, abril-junio, 1958. Cita-
mos por Rodríguez (1964, 311-336), con las siglas HM seguidas del número de página.
la metafísica de su maestro Ortega. Merece la pena señalar que no estamos ante un mero
ejercicio escolar, pues no se limita a presentar una teoría ya envasada, sino que realiza
un aventurado ejercicio de especulación a medio camino entre la metafísica y la filosofía
de la historia y, apurando un poco, la psicología de los pueblos. En cuanto al plano de
lo político, es lo que no se declara, presencia aludida e implícita. El texto permanecerá
inédito hasta que pueda ser publicado lejos del paisaje físico y humano que lo inspiró, al
otro lado de un océano.
Quien escribe es alguien implicado, incluso afectado, por el paisaje, al que reacciona
no solo de forma intuitiva y sensible, sino sobre todo intelectual. Quien escribe es un
filósofo o espera serlo. Si, como se suele decir, el estilo revela al hombre, detengámonos
un momento en las pocas líneas citadas al comienzo: el paisaje contiene una entraña, es
decir una intimidad que lo es de significados, esto es, de sentidos que le corresponde al
filosofo desvelar; y lo que habrá que desvelar son esencias de españolidad traducidas, es
decir, trasladadas desde el particular paisaje manchego hasta un sentido general sobre el
ser de España, su realidad histórica.
Reparamos en que Rodríguez Huéscar se preocupa por usar con precisión el lenguaje,
con una voluntad que promete no quedarse en la superficie de las cosas. Por eso, porque ha
sido siempre la tarea de la filosofía ir al fondo de las cosas, comencé por señalar que el autor
del texto era o pretendía ser filósofo. Es cierto que en cada época ha sido distinta la forma
en que se ha enfrentado esa tarea de desvelar lo oculto. Pero la tarea ha sido la misma desde
que la emprendieron los presocráticos y que aquí retoma nuestro autor con toda humildad
pero también con toda decisión.
¿Estamos ante una confesión? ¿Habla Huéscar consigo mismo sobre la mitad de su
constitución vital, lo otro de su yo, un paisaje habitado? Es la mitad que no ha elegido, el
lote que le ha tocado en suerte para hacer su vida, como lo fue su cuerpo, su lengua y su
familia, y la fecha de su nacimiento, que determinaría que al cumplir 24 años estallaría una
guerra, es decir, lo que llama Ortega “circunstancia”.
Es verano, probablemente agosto, y eso explica que el paisaje padezca bajo la “terrible
solanera”, pero no es difícil advertir que hay una segunda intención en la descripción. Huéscar
piensa ya en el hombre que habita el paisaje y lo que es más importante, piensa en el sentido
oculto de ese paisaje manchego que es parte de España. Declara la intención: ha tomado la
pluma para evocar su paisaje familiar acuciado –para emplear su término— “por esa nece-
sidad que cada español padece de desentrañarse su propia sensación de España” (HM, 311).
Un profesor que enseña filosofía en un colegio privado, el colegio Estudio4, que terminó
unos brillantes estudios de filosofía en la mejor Facultad de Filosofía y Letras de la historia
de España, que aprobó un curso-oposición a cátedras de instituto en junio de 1936; que fue
movilizado como soldado de la Segunda República, que terminó la guerra convaleciente en
un hospital de Valencia de una herida en la pierna y que tardó en curar, más de las heridas
del alma que de las del cuerpo5.
Después de la guerra no se le reconoció la oposición y con escasos medios de vida mar-
chó de Madrid a Tomelloso para hacerse cargo de la dirección de un colegio de segunda
enseñanza y de un montón de materias. Así las cosas, no podía retomar sus estudios de filo-
sofía. Su ambición era iniciar un doctorado para profundizar en la filosofía de Ortega. Pero
con los profesores de su facultad o muertos o exiliados, con los compañeros, aislados unos
de otros, era prácticamente imposible pensar en reanudar estudios. Por otro lado estaban las
necesidades familiares. Antonio estaba casado y tenía una hija, Elena. Conocemos algunos
detalles de la cotidianidad de Antonio y su familia en los cuarenta por una carta que dirigió
a Ortega cuando le llegó la noticia de su regreso a Europa y su instalación en Lisboa:
Creo que esta es la primera vez que acudo a Vd. en actitud casi de suplicante; por lo
menos, en actitud de desnuda angustia, presentándole abierta mi intimidad personal. (…)
Han transcurrido años preñados de acontecimientos que han modificado profundamente
la posición en el mundo, la vida de cada cual. Y después de todo esto sería ridículo que
yo intentase ahora reanudar una de aquellas conversaciones de “discípulo”. (…)
Si quisiera expresarle con una sola palabra el precipitado vital que han dejado en mí
estos años azarosos y terribles, creo que la más adecuada sería ésta: descenso. Así es
como siento este trozo de mi vida: como un descenso o una depresión. Estos años no
han tenido para mí ninguna fecundidad; los siento tan estériles que propendo siempre a
pensarlos bajo la imagen de un paréntesis — paréntesis que todavía no se ha cerrado—,
imagen que comprendo que no puede ser exacta. (…) Mi temple, que no debe ser muy
4 “El Colegio Estudio quiso ser y fue en efecto, en el Madrid de la posguerra continuador de las tradiciones edu-
cativas de la Institución Libre de Enseñanza. (…) A comienzos de 1940, tres mujeres, Jimena Menéndez Pidal,
Ángeles Gasset —sobrina de Ortega— y Carmen García del Diestro, pusieron en pie, al principio con dimensiones
modestísimas, el Colegio Estudio. La misma modestia del proyecto hizo que durante bastante tiempo pasara des-
apercibido.
(…) Estudio fue de hecho durante muchos años un islote de liberalismo, al que un número cada vez mayor de
intelectuales y familias cultas de clase media enviaban a sus hijos, y al que en muchos casos proporcionaban
también profesores. Muchos y muy destacados dirigentes estudiantiles de los años 50 y 60 pasaron por sus
aulas. No es extraño pues que durante los altercados estudiantiles de febrero de 1956 el Colegio Estudio fuera
saqueado por un grupo de falangistas” (Padilla, 2004: 41).
5 Un testimonio indirecto de la convalecencia de Antonio en la entrevista con A Mindán (2001: 68). Evocando
el regreso de José Gaos a España cuando hubo terminado su misión como director del Pabellón de España en
la Exposición internacional de París, escribe: “Volvió a España desilusionado sobre la suerte de la guerra. Su
pesimismo sobre la guerra se hizo definitivo en una conversación que tuvo en Valencia con el amigo Antonio
Rodríguez Huéscar. Este había sido herido en el frente republicano y fue a convalecer a Valencia. En la visita a
Gaos le transmitió su convicción de que la guerra estaba perdida; le aseguró que en los frentes no había moral
de lucha, ni siquiera de resistencia”. Esta conversación, precisa Mindán, tuvo lugar en la primavera de 1938.
El lector apreciará que el interés de la cita justifica su extensión. En efecto, pocas veces
es posible concretar una fórmula abstracta, como todas las que remiten a experiencias de
vida, en sus contenidos más reales y auténticos. Ahora es posible hacerse una idea de qué
puede significar la expresión “exilio interior”, si no como experiencia universal, sí en el
caso de la generación de los que perdieron la guerra y se quedaron en España. Inseguridad,
interinidad, auto-desprecio y mala conciencia, vacío existencial, aislamiento, más que sole-
dad, resentimiento, impresión de fracaso... Pero está el hecho mismo de la carta y de que
esta fuera enviada; es decir, está la voluntad de hacer algo para poner fin a la situación de
frustración e indefensión. Como observa Eva Rodríguez Halffter, el tono de la carta es de
firmeza, y hasta conminatorio…7. Ello solo puede significar que Antonio se dispone a dar
la batalla a pesar de la inhospitalidad del panorama que tiene ante sí.
6 La carta fue editada por mí y José E. Esteban en el monográfico “Antonio Rodríguez Huéscar: una vocación
filosófica” (Esteban, Lasaga, 2015: 26-36). En rigor se trata de tres cartas: una primera, de donde hemos tomado
las citas, sin fecha, aunque con toda probabilidad remitida en la primavera de 1942; la respuesta de Ortega a
Huéscar fechada en Lisboa, 21 de marzo, 1943; y una segunda de Antonio a Ortega desde Tomelloso, 24 de
abril 1943. Véase para más detalles la introducción.
7 “Pero a mí me sorprende el tono (…) que es a veces hasta conminatorio. Y modifica en cierto modo mi imagen
de mi padre con respecto a Ortega. Antonio, en principio, se dirige a Ortega como «un áncora de salvación»,
que no es poco. Pero también le dice «quiero salirme de mi papel de discípulo» y dirigirme a él como «hombre
concreto»…” (Rodríguez, 2015: 38).
8 Santos Juliá (2004: 355) recuerda que a comienzos de la década de los 50 había cierta unanimidad sobre el
hecho de que en España “todos los intelectuales eran católicos” y atribuye dicho acuerdo a Rafael Calvo Serer y
a Aranguren. Este tomaba nota del cambio de clima que se había producido en España a raíz de la guerra civil.
Las generaciones anteriores “habían creado obras admirables sin tomar en cuenta para nada a Dios”, a partir de
la República las cosas cambiaron radicalmente. “Durante un cuarto de siglo España había asistido a una verda-
dera ‘primavera católica’. Prácticamente todos los escritores de su generación que se quedaron aquí después de
la guerra, pero también muchos de los que se fueron ‘hemos sido católicos’”. La pregunta elemental es: ¿Qué
espacio público podía quedar para aquellos que, orteguianos o no, no se sentían identificados con los ideales
católicos? La respuesta es: ninguno. Huéscar podía escribir sus reflexiones sobre el hombre de Montiel pero no
iba a tener donde publicar, al menos no aún por varios años.
9 Aunque el tono era “prudente”: Así se refería a la posible recuperación de Ortega uno de sus grandes adalides,
Pedro Laín, (1955: 74) que deseaba “una España en que, bajo la suprema y consoladora verdad en Cristo (…)
convivan de manera eficaz y amistosa el pensamiento de St. Tomás y el pensamiento de Ortega…”.
Y llegamos, conducidos por esta afirmación, al plano metafísico del texto que por lo
demás, Huéscar declara con precisión en el subtítulo: la rebelión contra el tiempo.
A primera vista tenemos que seguir extrañados. ¿Quién puede rebelarse contra el tiempo?
¿Acaso no está en la textura más íntima de nuestra vida? Es más, ¿no descubre Ortega que
la realidad radical y última de las cosas depende de que aparezcan en nuestra vida?, ¿y no es
la temporalidad lo más constituyente de ella? En algún sitio ha dicho Ortega que la fecha de
nacimiento es media biografía de la persona. Huéscar no lo ignora. Pero precisamente porque
sabe bien que la vida humana tiene en su entraña una estructura y una dinámica temporales,
es por lo que, al ver a esos paisanos suyos del Campo de Montiel viviendo como figuras
cuasi legendarias de un retablo anclado en el pasado, no puede por menos que extrañarse
y, como él mismo explica en otro texto12, en el extrañamiento está el origen de la filosofía.
12 “Sobre el origen de la actitud teorética” (Rodríguez Huéscar: 1964). El autor fecha el trabajo en 1939 aunque
no aparece publicado en la Revista Theoria (Madrid) hasta 1952. Es junto con “Aspectos del magisterio
orteguiano” (1953) y el ensayo que nos ocupa, lo único que escribe Huéscar en este primer exilio interior.
La vida humana en su tensión dinámica hace que el presente, en el que cada uno de
nosotros vivimos y estamos, sea no más que una tensión entre el pasado y el futuro, una
fina arista en la que se cortan las dos dimensiones temporales que conforman la realidad de
nuestra vida. Es más, el humano es el único viviente que experimenta el tiempo en sus tres
dimensiones articuladas. El animal habita un presente circular ordenado por el ciclo de la
necesidad. Por eso ha podido decir Milan Kundera que el animal no ha abandonado el paraíso:
porque ignora el tiempo: apenas tiene pasado pero, sobre todo, carece de futuro y eso puede
que se parezca a la eternidad13. El pasado es el ya-no y el futuro el todavía-no. Ambos son
simultáneamente “irreales” pero lo que da su profundidad al presente actual. La vida es un
perpetuo ir del pasado al futuro, del nacimiento a la muerte; sin marcha atrás: vivir es hacer
cosas a partir de lo que somos y tenemos, en vista de lo que necesitamos, deseamos, queremos
o aspiramos. Esto lo resume Ortega diciendo que la vida humana es proyecto y futurición. De
ahí el asombro de Huéscar: “Imagínese entonces la extraña condición de una vida que intenta
sustituir esta proyección hacia el futuro por una retro-yección hacia el pretérito” (HM, 316). Y
a continuación saca las consecuencias de este absurdo, porque el sentido temporal de la vida
De este análisis cuelgo mi lectura política del texto. ¿Pues no había sido el propósito
de la dictadura legitimarse hablando de las grandezas del pasado después de 1945, cuando
las fuerzas del Eje fueron derrotadas? ¿No se puso en marcha la operación de congelar el
tiempo, de dislocar su estructura temporal? Pedro Laín Entralgo aún había escrito un libro
titulado España como problema, lleno de citas de Ortega, de Unamuno, incluso de Antonio
Machado. A lo que contestó Calvo Serer con otro titulado: España sin problema. ¿La solu-
ción? Traer al presente las glorias pasadas. Había que vivir en filosofía de Tomás de Aquino
y de Suárez, es decir, de una filosofía que se llamó a sí misma —con orgullo— philosophia
perennis. Habían refutado a Kant, a Hegel y no digamos a Marx. A Ortega lo había impug-
nado Menéndez Pelayo antes incluso de que comenzara a escribir Meditaciones del Quijote
(1914). Y la mitología para consumo popular iba, como es sabido, de los Reyes Católicos y
el Gran Capitán a Agustina de Aragón y, por supuesto, Santiago y cierra España. En efecto,
cerrar España había sido el sueño del dictador. Ortega había diagnosticado el síndrome de
decadencia en la España de los Austrias hablando de tibetanización, de una especie de aisla-
miento del resto del mundo que entonces había sobrevenido. Huéscar se sirve de la metáfora
para aplicarla a su presente: segunda tibetanización entrevista en el paisaje del Campo de
Montiel. El texto se puede leer como una alegoría del español que experimenta su exilio
interior, en 1951, condenado a la alucinación o a la melancolía.
13 Aunque sea de pasada, observemos que Heidegger fue impreciso al deslindar la vida humana de la animal. El
animal no es pobre en mundo (dimensión espacial de nuestra vida) sino pobre en tiempo, especialmente en la
dimensión del tiempo que atañe a la libertad, el futuro.
Pero regresemos a lo que importaba a Huéscar, que no era sino el problema humano,
histórico, metafísico de aquella forma de vida. No ignoraba una objeción obvia: ¿acaso no
había llegado al Campo de Montiel la aspirina y el motor de explosión, es decir, no se habían
hecho allí realidad los avances de la civilización técnico-industrial? La respuesta es que sí,
pero que eso operaría en un plano de la existencia más bien superficial, que no afectaría a las
zonas profundas del alma, descrita por Antonio como “alma hermética e inerte”, propicia a
la alucinación que surge cuando la realidad es rechaza y negada, sustituida por el imposible
de habitar en un pasado destruido precisamente por el trabajo del tiempo.
De la Mancha hablamos y eso significa que no puede estar lejos don Quijote, el gran
alucinado.
Huéscar vincula el alma del hombre de Montiel con el alma quijotesca. El análisis del alma
de don Quijote es quizá la parte más ambiciosa e interesante del texto. Nuestro autor reconoce
en toda su amplitud la complejidad del problema. Por de pronto, hace una primera distinción:
hablamos de don Quijote, el personaje, no de la novela, es decir, no de la perspectiva de Cer-
vantes sobre su personaje; segunda: se trata de admitir en el alma de don Quijote dos dimensio-
nes: la del alucinado incapaz de tocar la realidad que Huéscar interpreta como resultado de un
alma inercial. Chocará esta descripción, opuesta a la usual interpretación romántico-idealista
(y unamuniana) que juzga al Caballero por su esfuerzo, alma perpetuamente excitada por una
voluntad que no se conforma con lo real en afirmación de un ideal. Pero atendamos al matiz:
don Quijote va embalado por la inercia de su propio ensueño, incapaz de corregir la trayectoria,
es decir, incapaz de interpretar los desafíos que la vida le impone. No se discute que se esfuerce
y luche, pero siempre en el sueño. El efecto cómico de la novela reside precisamente en que
don Quijote hace todo lo posible para defenderse de lo real, no importa lo violento y enérgico
que se muestre ni el ridículo en que incurra. De ahí su conclusión anti-romántica: “Don Quijote
es solamente el sueño de un héroe albergado en el cerebro de un loco” (HM, 323).
Esto no es incompatible con la intensa admiración que despierta don Quijote y que
Huéscar no le regatea: “La gracia y la grandeza están en ese empeño trágico y honroso de
imponer a la brutal realidad un canon de perfección ideal” (HM, 324). Pero es su voluntad
lo heroico, no su razón enajenada. Y por eso está condenada a reconocer, cuando finalmente
la terca realidad lo obliga a sanar, que es poca cosa lo que consigue con sus esfuerzos. El
propio caballero parece darse cuenta cuando exclama: “Y yo hasta agora no sé lo que con-
quisto a fuerza de mis trabajos”14.
Huéscar prueba la coincidencia entre un rasgo decisivo del alma del hombre montielense
y don Quijote, el de su insania, el de su existencia alucinada. Pero, ¿qué pasa con la otra
esencia la digna de admiración de don Quijote, su voluntad, su esfuerzo por aproximar este
14 La afirmación de don Quijote, tantas veces citada, anuncia la transformación del ímpetu de hazañas en melan-
colía realista, aunque Cervantes, en su infinita inteligencia, hará que esta le llegue poco a poco. Don Quijote
acaba de encontrarse con unos labradores que llevan unos bultos cubiertos. La curiosidad del caballero le lleva
a preguntar qué hay debajo de las sábanas. Y comprueba que son estatuas de santos. El Caballero manda que
las vuelvan a cubrir y comenta: “Por buen agüero he tenido hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos
santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay
entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos
conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto
a fuerza de mis trabajos…” (Segunda parte, cap. 58).
15 En la “Meditación preliminar en el parágrafo titulado precisamente “El héroe” afirma Ortega (2004: I, 816):
“¿Cómo hay modo de que lo que no es —el proyecto de una aventura— gobierne y componga la dura realidad?
Tal vez no lo haya, pero es un hecho que existen hombres decididos a no contentarse con la realidad. Aspiran los
tales a que las cosas lleven un curso distinto: se niegan a repetir los gestos que la costumbre, la tradición y, en
resumen, los instintos biológicos les fuerzan a hacer. Estos hombres llamamos héroes. Porque ser héroe consiste
en ser uno, uno mismo”.
16 Citado por Huéscar (HM, 329). La cita completa reza: “Toda supuesta restauración del pasado es hacer porvenir, y
si el pasado ese es un ensueño, algo mal conocido…, mejor que mejor. Como siempre, se marcha al porvenir…”.
muno comparte con el hombre de Montiel un cierto apetito de eternidad. Ese es el aspecto
ideal y heroico de una existencia, sin embargo ciega para una dimensión constituyente de la
realidad humana: la dimensión de la expectativa. Huéscar describe la vivencia de lo presente
en el hombre de Montiel como “el pasado indefinido de lo que siempre fue o bien el futuro
perfecto de la supervivencia ultramundana” (HM, 332).
Si lo comparamos con otra vivencia del presente, por ejemplo, la que escenifica Samuel
Beckett en su famosa obra Esperando a Godot, advertimos que hay aquí también una espe-
cie de negación de la dinámica temporal, de la vida vaciada de futuro. La conversación
interminable entre Vladimiro y Estragón va y viene sin llegar a ninguna parte. Es como si
caminaran sobre una cinta móvil que se deslizara en sentido contrario al de sus pasos, de
modo que siempre están en el mismo lugar, como ocurre en la representación. Por más que
lo intentan no se pueden alejar del árbol muerto. Estamos ante una metáfora del nihilismo
moderno. Nada tiene sentido, nada tiene valor. Sabemos que Godot, el dueño de los nombres
de las cosas, no llegará. Pero no es el caso del hombre de Montiel, que no espera a nadie;
por el contrario, sabe adónde va y lo que quiere. Solo que lo que quiere es imposible: la
eternidad, la quietud. Y entonces la vida se le convierte en una larga serie de negaciones y
silencios. El hombre de Montiel se vuelve místico.
El ensayo termina como empezó, sintiendo en palabras su paisaje:
Tempo lentísimo el de este paisaje del Campo de Montiel, como el de la vida de sus habi-
tadores. Las agrias lomas calvas, cauterizadas; las glebas pardas, bermejas o cárdenas,
tendiéndose apenas ondulantes, hasta remotas lejanías; los desiertos abertales; el reposo
ensordecido de la unánime paramera, donde la soledad se cuaja en angustia de tierra
pura; todo habla aquí con la voz del sueño, de la ausencia y de la muerte (HM, 335).
Pero no fue solo negación de este mundo lo que Huéscar entrevió ante el Campo de
Montiel. Quizá el texto admita otra lectura. Quizá pueda ser interpretado como un metafó-
rico conjuro contra aquel paisaje de posguerra. Por eso prefirió dejar colgando del gancho
de una interrogación una esperanza: ¿de qué no será capaz este hombre de Montiel cuando
despierte de su ensueño? (HM, 336).
4. Emigración17
Como dije, en 1956 Antonio se decide a probar suerte, como tantos españoles, antes y
después de la guerra, en América. El destino elegido es la Universidad de Puerto Rico, en
(Unamuno, 2005: 504). La presencia de Unamuno en la parte final del texto es muy notable, hasta el punto de que
puede afirmarse que la filosofía del “hombre de Montiel” y la del Unamuno que rechaza frontalmente la moderni-
dad es una y la misma. Aunque Huéscar no la juzga, es evidente que considera necesario despertar. Ahora el sueño
barroco del XVII se ha convertido en la modorra que la dictadura favorece en el español medio.
17 A mi juicio, Huéscar no se fue a Puerto Rico por razones políticas, independientemente de lo que pensara del
régimen franquista y de la cultura nacional-católica, que había decretado la negación de cualquier cosa que sonara
a “orteguismo”. No hay gran diferencia entre los términos “exilio” o “emigración” porque ambos consisten en que
pierdes por una violencia exterior, sea política, económica o cultural, la oportunidad de ejecutar tu proyecto de
vida en el lugar, en la tierra que habías elegido —o aceptado cordialmente. La diferencia es más bien de vivencia
interior, salvo que lo político sea determinante, en cuyo caso, “exilio” viene a coincidir con “destierro”.
Río Piedras, fundada en 1942 sobre planta orteguiana por Jaime Benítez. Eso quiere decir
que se prestaba especial atención a las Humanidades y se cuidaba la formación de especia-
listas —abogados, ingenieros, etc.— en materias ajenas a su campo como la filosofía o la
historia, evitando así la figura del hombre-masa que Ortega identificó como “el especialista”.
Huéscar impartió docencia en dicha Facultad de Humanidades. Entre sus cursos podemos
citar “Las dimensiones ético-metafísicas del problema de la verdad”, “Los modos de acceso
a la realidad, “Tiempo y posibilidad”, “Ficción y realidad”, entre otros. Es fácil detectar la
orientación que Huéscar imprimió a su docencia, en correspondencia con el sesgo que dio
a su investigación y profundización en la teoría de la razón vital: la dimensión de lo real,
es decir, la metafísica —entendida como filosofía primera— de la vida humana. La primera
aproximación al núcleo de la metafísica orteguiana fue su tesis doctoral sobre El problema de
la verdad en Ortega defendida en 1961 y dirigida por José Luis López Aranguren. Apareció
publicada en 1966 con el título Perspectiva y verdad (Madrid: Revista de Occidente). Gaos
(1999, 399), en una carta sin fecha, de 1969, acusa recibo del libro en los siguientes términos:
De Perspectiva y verdad le diré ahora una sola cosa de las muchas que me ha hecho
pensar, pero que resume estas en un juicio de valor. La satisfacción que habría sentido
nuestro común maestro al encontrar respondido de tal forma (…) aquella pregunta suya
de si nos damos sus discípulos cuenta de todo lo que había entrañado en su razón vital18.
Huéscar decidió regresar en 1971. Mientras tanto se habían suavizado las formas de la
dictadura, existía una cierta sociedad civil que podía hacer vida al margen de las instituciones.
Juan Pablo Fusi (2017, passim) ha descrito en su Espacios de libertad los dos momentos en que
se articuló la cultura española, primero bajo vigilancia de las instituciones franquistas y luego
al margen de ellas y aun contra ellas, desde finales de los sesenta y principios de los setenta.
Un gesto de normalización fue el reconocimiento del curso-oposición que Huéscar apro-
bara en 1936 y su ingreso en el cuerpo de catedráticos de Instituto de Enseñanza Media,
lo que decidiría el principal de su actividad como profesor de filosofía hasta su jubilación.
18 Para apreciar el elogio conviene recordar que Gaos se refiere a una queja que Ortega (2004: V, 128) formulara a
sus discípulos, observando que no se enteraban de todo lo que contiene su proyecto de razón vital: “¿Ha habido
alguien que haya intentado, no ya extraer las consecuencias más inmediatas de esa frase, sino simplemente
entender su significación? Se ha hablado siempre, no obstante mis protestas, de mi vitalismo; pero nadie ha
intentado pensar juntas —como en esa fórmula se propone— las expresiones «razón» y «vital». Nadie, en
suma, ha hablado de mi «racio-vitalismo». Y aun ahora, después de subrayarlo, ¿cuántos podrán entenderlo —
entender la Crítica de la razón vital que en ese libro [El tema de nuestro tiempo] se anuncia?”.
Si cabe hablar de segundo exilio, aunque la España a la que regresó era muy otra que la que
dejó en 1956, es porque su destino habría sido el de acceder a alguna institución universitaria
o de investigación, o haber tenido expedito el campo para publicar en revistas y editoriales
y recibir invitaciones a seminarios y congresos. Pero el orteguismo siguió siendo ajeno a la
universidad, aunque ahora por otras razones, con otros sujetos, aunque con los mismos argu-
mentos: Ortega no era filósofo; se quedaba en literato con ideas19. Y Huéscar siguió cantando
su canción con lealtad inconmovible. En un país en el que el más tonto se cree capaz de ser
ministro, Huéscar tuvo el atrevimiento de declararse discípulo y aspirar a estudiar y esclarecer
la obra de su maestro. Naturalmente su gesto fue ignorado cuando no despreciado. Prueba
fehaciente de lo que digo es que tuvo muchas dificultades para publicar. Desde su vuelta, solo
publicó un libro, La innovación metafísica de Ortega porque ganó un concurso convocado
por el Ministerio de Educación para conmemorar el centenario del nacimiento de su maestro.
Con motivo de dicho centenario en 1983 hubo cierta actividad más social que intelectual
en torno a Ortega. Me refiero a que se creó la Fundación José Ortega y Gasset gracias al
empeño de doña Soledad, la hija del filósofo, y a la generosidad del gobierno socialista de
Felipe González. Mi impresión es que aquella efeméride no cambió nada esencial en cuanto
a la situación de Ortega en el horizonte de la filosofía en lengua española. Así lo percibió
Huéscar que dejó constancia en varios artículos redactados aquellos años, cuyos títulos
son suficientemente significativos: “Ortega clásico prematuro” o “Presencia y latencia de
Ortega”. Lo que venía a constatar Huéscar es que la recepción anómala de una filosofía
tan relevante, tan a la “altura de los tiempos”, seguía sin corregirse. Sí, se hacía de Ortega
“un clásico”, pero a condición de no tener que leerlo. Al fin y al cabo se le entendía todo20.
Tenía dos libros listos para publicar para los que no halló editor y que aparecerían pós-
tumamente, Semblanza de Ortega y Ethos y logos21. El primero recogía todos los artículos
que había dedicado a glosar la figura y la filosofía de su maestro; el segundo contenía su
obra más ambiciosa y original, ya que trascendía los límites de la razón vital, ofreciendo
una solución distinta al problema de la verdad.
En el momento en que le sorprende la muerte preparaba un curso de verano en El Escorial
con Ferrater Mora sobre un tema que les había interesado mucho a ambos: las relaciones
entre filosofía y novela22.
Referencias
Esteban, E. (2015) “Antonio Rodríguez Huéscar y José Ortega y Gasset: tres cartas” en Bajo
palabra. Revista de Filosofía, 2015, época II nº 11: 19-39.
19 Me he ocupado a fondo de esta cuestión en (Lasaga: 2011 y 2015). Muy resumida, la cuestión reside en que la
izquierda cultural compró, sin revisar ni criticar, los lugares comunes que sobre Ortega y sus discípulos había
elaborado el nacional-catolicismo.
20 Huéscar mantenía el mismo juicio que había formulado en la “Carta abierta a José Antonio Maravall en el dece-
nario de la muerte de Ortega en 1965, aparecido en Cuadernos Hispanoamericanos.
21 Rodríguez Huéscar 1994 y 1996.
22 La correspondencia que sirvió como inspiración al mencionado curso fue publicada póstumamente en
“Correspondencia Ferrater Mora - Antonio Rodríguez Huéscar” (1993).
Resumen: Nuestro trabajo persigue cuatro obje- Abstract: The aim of our work is to address four
tivos. Primero, recuperar la figura filosófica de points. First, to recover the philosophical figure of
Manuel Granell (Oviedo, 1906 - Caracas, 1993), Manuel Granell (Oviedo, 1906 – Caracas, 1993),
uno de los grandes discípulos de Ortega, olvidada one of the great disciples of Ortega, unfortunately,
en la actualidad. Segundo, mostrar que la recu- forgotten. Second, to show that the recovery of
peración del pensamiento de Granell nos ofrece Granell´s work offers some keys for an alternative
algunas claves fundamentales para una lectura interpretation of Ortega´s work considering the
alternativa de la obra de Ortega a partir de la tra- phenomenological tradition started by Brentano
dición fenomenológica inaugurada por Brentano and Husserl, as a counterpart from the interpre-
y Husserl, distanciándose así, en este punto, de tation of other eminent disciples of Ortega like
otros eminentes discípulos de Ortega, como Anto- Antonio Rodríguez Huéscar or Julián Marías.
nio Rodríguez Huéscar o Julián Marías. Tercero, Third, to address such problem following the
abordar esta problemática al hilo de la ciencia Science of Estimation developed by Ortega in
Estimativa propuesta por Ortega en 1916, mos- 1916, and forth, to show the close relation bet-
trando, en cuarto lugar, la estrecha relación entre ween such science and the so called “Ethologia”
ésta y la Ethología de Granell. developed by Granell.
Palabras clave: Manuel Granell; José Ortega y Key words: Manuel Granell, José Ortega y Gasset, Escuela
Gasset; Escuela de Madrid; Teoría del valor; Ética de Madrid, Madrid School, Value Theory, Vocational
de la vocación; Fenomenología. Ethics, Phenomenology.
1 Y esto a pesar de que sus obras están disponibles en internet y son de acceso de público desde que la Fundación
Manuel Granell las editara digitalmente en 2008, de modo que pueden descargarse en el siguiente enlace: http://
www.fundacionmanuelgranell.com/manuelGranell.swf [visitado por última vez el 21.5.2019]. En lo que sigue,
si no se indica lo contrario, citaremos las obras de Granell por esta edición digital.
2 Véase la “Entrevista a Manuel Granell” realizada en 1980 por Luis Javier Álvarez y Alberto Hidalgo, donde
afirma lo siguiente: “Dicho esto, me ciño al preguntar sobre mi caso: ¿exilio o elección? Ambas cosas, res-
pondo, pues he sufrido ambos exilios, el material y el de conciencia” (1980, 56). Para más detalles sobre la
biografía de Granell nos remitimos tanto a esta entrevista como al citado estudio de Abellán.
3 Hasta donde sabemos, y así nos lo recuerda José Lasaga (Lasaga, 2016: 121; San Martín, 2016: 260), fue Gra-
nell quien empleó por primera vez el rótulo “La Escuela de Madrid” en un artículo con ese mismo título, donde
afirma, refiriéndose a la filosofía incipiente en la Facultad madrileña durante la República como “una misteriosa
incitación” que, “desde ella, precisamente, pudiera resumirse lo más vivo y mejor del especial espíritu filosó-
fico de la que me complazco en llamar Escuela de Madrid” (cursivas del propio Granell). Esta cita procede,
insistimos, de un escrito titulado “La Escuela de Madrid”, recogido posteriormente, como es sabido, en su libro
Ortega y su filosofía (1959), pero el dato relevante nos lo frece Granell en nota al pie afirmando que este texto
fue “Publicado en Caracas, Mayo de 1953, como homenaje a los setenta años del maestro Ortega. Se había
escrito para un Congreso Internacional de Filosofía a celebrarse en La Habana, luego suspendido. Refiero el
dato como justificación de su estilo” (Granell, 2008, 61, nota 42). El hecho de que el propio Granell escribiera
“me complazco en llamar Escuela de Madrid” nos indica, muy presumiblemente, que no tenía noticia previa
del empleo de tal rótulo, de ahí que se atribuya al filósofo ovetense esta primicia. Por nuestra parte, no hemos
encontrado tal referencia en el escrito de Gaos al que nos remite Scotton cuando afirma que “La invención del
lema Escuela de Madrid se debe muy probablemente a José Gaos que la utilizó por primera vez en un artículo
de 1939” (Scotton, 2018, 498, nota 4).
4 Sobre esta y otras temáticas relacionadas con la “Escuela de Madrid” nos remitimos, entre otros, a los ya clási-
cos estudios de Marías (1959), Abellán (1978), Abellán y Mallo (1991), así como a los más recientes de Padilla
sí nos parece innegable es que difícilmente podrá narrarse la historia del legado filosófico de
Ortega en el “exilio del 39” sin atender a la figura de Granell. Y más aún cuando se trata de
establecer las “continuidades y rupturas” de este legado.
En lo que sigue intentaremos justificar estas aseveraciones, persiguiendo, fundamental-
mente, cuatro objetivos: primero, recuperar y contextualizar la figura filosófica de Manuel
Granell; segundo, ofrecer una exposición crítica del pensamiento de Granell en relación con las
claves fundamentales –según insistió el propio filósofo ovetense– de una alternativa de lectura
del legado de Ortega en relación con su influencia e inserción en la tradición fenomenológica
inaugurada por Franz Brentano y Edmund Husserl, frente a la interpretación de otros discípulos
de Ortega, como Antonio Rodríguez Huéscar o Julián Marías.
En este sentido, nuestra tesis principal es que Granell resulta una figura clave para sope-
sar las “continuidades y rupturas” del legado orteguiano, ya que, continuando su legado,
rompe, sin embargo, con una de las tesis nucleares de la interpretación de Marías, quien era,
según Abellán, “el intérprete oficial de Ortega en España” (1978, 72). Tercero, mostrar la
continuidad de Ortega con la fenomenología al hilo de la ciencia Estimativa que nos presenta
en 1916 y desarrolla en escritos como el Discurso para la Real Academia de Ciencias Mora-
les y Políticas de 1918 (inédito hasta 2007) o su “Introducción a una Estimativa: ¿qué son
los valores” de 1923.5 La reivindicación de esta ciencia Estimativa, prácticamente olvidada
por los intérpretes de Ortega hasta hoy, nos revelará aspectos fenomenológicos de la filoso-
fía orteguiana que resultan imprescindibles para la formulación de conceptos tan decisivos
como el de “ethos”. Cuarto, mostrar la intrínseca relación entre la Estimativa orteguiana
y la Ethología propuesta por Granell como “la única ciencia que cuadraría al estudio del
hombre”, según sostuvo el filósofo ovetense. De este modo, la unidad de la interpretación
que proponemos aquí descansa en destacar cómo el camino que va de la Estimativa de
Ortega a la Ethología de Granell puede entenderse como un desarrollo original de la senda
abierta por Husserl. A nuestro juicio, tanto Ortega como posteriormente Granell cosecharán
enormes frutos, en medio de otras influencias, como la axiología de Scheler y la filosofía
de Heidegger, cuya raíz se encuentra en última instancia en los ejes cardinales de la ética
y la teoría del valor, menos estudiados, planteada entre 1908 y 1914 por el fundador del
movimiento fenomenológico: Edmund Husserl.6
Así, en lo que sigue dividiremos nuestro trabajo en tres apartados. En el primero nos
ocuparemos de Granell como filósofo, intentando ofrecer una síntesis de las líneas generales
de su propio proyecto intelectual. En el segundo incidiremos en la importancia de Granell
en tanto que discípulo de Ortega, mostrando algunas continuidades y rupturas en relación
con el legado orteguiano tal y como ha sido transmitido “oficialmente” por otros discípulos
(2007), García Gómez (2009), o los recogidos en el Boletín de estudios de filosofía y cultura Manuel Mindán de
2011 dedicado a La Escuela de Madrid.
5 Recogidos en los tomos VII y III de las Obras completas, 10 vols. Fundación José Ortega y Gasset/ Taurus,
Madrid, 2004-2010, pp. 703-738 y 531-549 respectivamente. En lo que sigue incluiremos las referencias a las
Obras completas de Ortega en el cuerpo textual principal indicando, como es habitual, el volumen en números
romanos y las páginas en arábigos.
6 Puesto que un desarrollo minucioso de estas líneas de investigación desbordaría los límites de nuestro trabajo,
nos limitamos en lo que sigue a esbozar los que serían, a nuestro juicio, los puntos más importantes a tratar. Con
todo, consideramos que estas cuatro líneas temáticas están intrínsecamente relacionadas, de ahí la pertinencia
de presentarlas conjuntamente en un mismo trabajo.
directos, tales como Marías o Rodríguez Huéscar. En tercer lugar, destacaremos la rele-
vancia de la lectura de Ortega que nos ofrece Granell, ya que, a nuestro juicio, con ella se
inicia la lectura fenomenológica desarrollada posteriormente por Javier San Martín, en la
que enmarcamos nuestro propio trabajo. Finalmente, a modo de conclusión, esbozaremos
algunas reflexiones en torno a todas estas problemáticas.
El primer hecho que llama la atención a quienes nos hemos dedicado mínimamente al
estudio de la obra de Manuel Granell quizás sea, antes que nada, la escasa atención que el
filósofo ovetense ha merecido entre nuestros contemporáneos. No se comprende cómo una
obra de la densidad y complejidad de La vecindad humana. Fundamentación de la Ethología
(1969), publicada nada menos que en Revista de Occidente, ha pasado prácticamente des-
apercibida hasta nuestros días. Esta es, según nos dice retrospectivamente el propio Granell
en Ethología y existencia (1977), su “obra más cabal”, advirtiéndonos expresamente que el
resto de sus escritos “giran en torno a ella, unas veces como introducción, otras a manera de
complemento, siempre en búsqueda de verificación y de precisiones” (Granell, 2008, 31).
Por tanto, insiste Granell, sus escritos se nos ofrecen, en cierta medida, como “calas diversas
de lo mismo, aunque realizadas en diferentes ámbitos humanos –pues la ethología tiende de
suyo a fundamentar todas las ciencias humanísticas” (ib.). Tal es, pues, la primera aproxima-
ción que cabría hacer al filósofo Manuel Granell, es decir, a su propia obra filosófica, con
independencia de su condición discipular de Ortega. Sin embargo, hasta donde hemos podido
investigar, carecemos todavía de nada parecido a un estudio más o menos crítico o sistemático
de su obra. Tras las citadas páginas que Abellán le dedica en su libro de 1998, parece que
solo Paolo Scotton se ha ocupado con cierto detenimiento de nuestro filósofo, ofreciéndonos
una panorámica general de su filosofía en su reciente estudio titulado “La formación del ser
humano. Sobre el humanismo de Manuel Granell” (2018). Scotton insiste, sobre todo, en la
dimensión humanista de su pensamiento, pues, efectivamente, el propio Granell nos dice en
Ethología y existencia que su posición filosófica cabría “filiarla bajo una etiqueta. Propondría:
Humanismo integral. Humanismo a todo lo ancho y de abajo arriba; el ente biológico llamado
hombre como artífice exclusivo de lo humano. De otro modo: evolución segunda. Con acento
más propio: fundamentación ethológica” (2008, 10). No es de extrañar, pues, que su última
antología filosófica publicada llevara por título, precisamente, Humanismo integral (1983).
Análogamente enfatiza Scotton, acertadamente a nuestro juicio, la dimensión “pedagógica”
del pensamiento de Granell –por más, también ha de advertirse, que el término “pedagogía”
apenas aparezca en el conjunto de su obra. Por ello, sin entrar a discutir aquí la tesis de Sco-
tton según la cual “para Granell la ethología sería una extensión sustantiva de la pedagogía en
cuanto ciencia formadora del hombre” (2018, 506, nota 32), sí que nos parece que para com-
prender a fondo su proyecto filosófico hemos de atender, según la propia cita de La vecindad
humana que toma Scotton para mostrar su tesis (cfr. ib.), a la dimensión ontológica del mismo.
Y esto porque, como afirma allí Granell, la ethología “aspira a ser técnica reformadora del
hombre mismo desde su originaria raíz ontológica. No apunta, pues, a los individuos de carne
y hueso, al menos directamente, sino a la viva nostridad del ethos-morada”, concibiéndola,
prosigue, como “Técnica de segundo grado, fautora o protectora de esta técnica originaria del
vivir, la ethología pretende llegar con su escalpelo hasta el pálpito cordial de la ontológica
superación” (cfr. Granell, ib., 576-577). Advertimos, pues, y esto es lo decisivo, cómo la obra
de Granell merece y exige por sí misma una detenida confrontación filosófica, más allá de su
condición discipular de Ortega, de ahí que la primera reivindicación que pretendemos hacer
en nuestro trabajo sea, precisamente, la recuperación de Granell como filósofo con nombre
propio y una obra original. El propio Granell nos ofrece en Ethología y existencia (1977) una
magnífica síntesis retrospectiva de su posición filosófica, de modo que merece la pena repro-
ducir aquí el siguiente pasaje:
Naturalmente, estoy iluminando con luces actuales el viejo sentir. Hasta muchos años
después no logré apresar con plenitud mi oscuro afán. Hoy puedo definirlo –contra el
pretendido axioma– con estas palabras: la realidad es tercera. Y lo es, precisamente
por derivarse del hecho radical que nos enmarca: la “ex-sistencia”. El detenido
análisis de ésta –desde el cual arranca mi construcción filosófica– pone al aire dos
instancias contrapuestas, en constante lucha, la “in-sistencial” y la “re-sistencial”,
pero con tan cambiado y alternado ejercicio, que todo funciona en cierto “entre” de
sí mismas, pues aparecen en mutua inmanencia, una dentro de la otra, pasándose
–podría decirse– al enemigo. El humano ímpetu creador de hoy deviene pétrea resis-
tencia mañana, justo porque hubo de obyectarse fuera del hombre para cobrar vida en
su ahí. El “ahí-mostrenco” –donde el ethos mora sobre corrientes sintagmáticas– se
constituye, en efecto, como un desembocar desde instancias pugnantes y en base al
conjugado esfuerzo del “aquí-propio” y del “allí-vocado”. Sólo cabe mencionar en
estas líneas esos tres existenciarios estructurales y los conceptos anexos, que el lector
verá más adelante, y sobre todo en La vecindad humana” (ib., 12).
A estos escritos nos remitimos, pues, para una mayor profundización en la obra filosófica
de Manuel Granell, donde encontraremos el desarrollo de las líneas generales de su pensa-
miento que hemos intentado sintetizar en las líneas precedentes.
En segundo lugar, y no de menor importancia, Granell nos interesa también por ser,
efectivamente, uno de los más eminentes discípulos de Ortega. Y esto, dicho sea de paso, por
más que su lectura del texto orteguiano haya quedado ensombrecida por la que ha sido, hasta
la fecha, la “interpretación oficial” de Ortega mantenida y transmitida, fundamentalmente,
por Julián Marías y Antonio Rodríguez Huéscar. 7 Es de sobra conocida la afirmación orte-
guiana, expuesta retrospectivamente en La idea de principio en Leibniz (1947), según la cual,
escribe nuestro filósofo, “abandoné la Fenomenología en el momento mismo de recibirla”
(IX, 1119). Como sabemos, la “lectura oficial” de Ortega asumió completamente esta afirma-
ción, de ahí que Marías la intentara justificar en su trabajo de 1957, “Conciencia y realidad
7 En otro trabajo hemos intentado distinguir y clasificar las distintas “lecturas de Ortega” que los intérpretes
han mantenido desde su muerte hasta la actualidad, incidiendo en la problemática relación de Ortega con la
fenomenología (cfr. Expósito Ropero, 2019), pues ya sabemos la compleja recepción de Husserl en el ámbito
hispanohablante (cfr. Serrano de Haro, 2009; Díaz Álvarez, 2009).
El nombre que en Madrid resumía “la” filosofía era el del primer Husserl. Entonces
no se sospechaba siquiera su posterior arrepentimiento. Y con Husserl, el primer
8 Como es sabido, este “Prólogo” no fue incluido en la reedición que del mismo libro se publicó en 2002, siendo
sustituido por una “Semblanza de Antonio Rodríguez Huéscar” firmada por Javier Muguerza (2002, 11-16).
9 Cfr. San Martín, J. (2012), especialmente el capítulo 1. “La fenomenología como llave para entender a Ortega”,
pp. 17-50, donde nos ofrece un detallado análisis del estado de la cuestión desde los años 70 hasta la actualidad.
Scheler, algo del primer Heidegger –tan diversos al segundo Scheler, al segundo
Heidegger, y estos a su vez tan opuestos entre sí–. Al fondo del escenario, a veces
ante las candilejas, otras dos figuras: Brentano y Hartmann. Todo se iluminaba bajo
esta luz: fenomenología. Las Investigaciones lógicas se estudiaban con Gaos al
dedillo, analizando sus entresijos en cada página, desmontando el encaballamiento
argumental. Me hallaba otra vez ante otro esfuerzo de pureza. Su distinguir y encajar
lo lógico puro era apabullante. ¡Aquel ejemplo de la máquina de calcular! Y luego, las
reducciones, la apodicticidad… Husserl me atraía y repelía de consuno. Su influjo me
era tan fuerte como mi reacción. Cierta vez –muchos años más tarde, ya en Caracas–
confesé a Gaos el propósito de escribir otras investigaciones lógicas sobre el modelo
de las husserlianas, al modo que Leibniz hizo con Locke, para replicarle así paso
a paso. Por fortuna, curó mi afán la simple confesión del propósito. En la Facultad
madrileña resonaba por añadidura esta terrible frase: el absolutismo de los valores.
Era sobrecogedor. Los valores planeaban majestuosos por el cielo sin mácula de Pla-
tón. Paradójicamente, los valores me daban cierto respiro. “Aquí abajo”…, me decía.
No sin alguna trampa, podía acentuarse el estimar, galvanizando los valores. Pero el
respiro máximo lo hallaba en las clases de Ortega (2008, 16, cursivas en el original).
10 Algunas excepciones serían, efectivamente, Ignacio Sánchez Cámara (2010), Diego Gracia (2011), Javier San
Martín (2013) y Jorge Acevedo (2015, 167-186).
11 De especial relevancia resulta, igualmente, el estudio de presentación de estos materiales, “La Estimativa de
Ortega y sus circunstancias” (2017), firmado por Javier Echeverría y Sandra García. Para un estudio crítico
Más allá de los objetos empieza el mundo de los valores; más allá que el mundo de
lo que es y de lo que no es, el mundo de lo que vale y de lo que no vale, el mundo de
la ética y el mundo de la estética. Todo ello reunido en una ciencia peculiar distinta
de todas las demás, sería lo que yo propongo llamar ciencia estimativa (VII, 663).
Pues bien, la tesis que mantenemos aquí es que en ella encontramos, a nuestro juicio, el
vaso comunicante que nos conduce a la Ethología de Granell. Y es que, como nos recuerda
el filósofo ovetense, junto a la fenomenología, “en la Facultad madrileña resonaba por aña-
didura esta terrible frase: el absolutismo de los valores”. Ahora bien, Granell advirtió muy
perspicazmente que, por paradójico que pudiera parecer, el discurso fenomenológico sobre
“los valores” nos mantenía “aquí abajo”, añadiendo, eso sí, el siguiente matiz decisivo: “No
sin alguna trampa, podía acentuarse el estimar, galvanizando los valores”. ¿A qué trampa se
refiere Granell?, ¿de qué modo se estaban galvanizando, esto es, cubriendo o recubriendo
los valores mediante la acentuación del estimar? Para responder a esta pregunta tampoco
carece de interés la frase que cierra la citada narración de Granell: “Pero el respiro máximo
lo hallaba en las clases de Ortega”. Conviene recodar en este preciso momento lo que nos
dice Granell en la citada entrevista realizada en 1980, cuando, ante la pregunta de “cómo se
inició su vocación filosófica”, responde: “Se centra en el curso académico 1924-25, durante
el cual viví en Madrid y que considero fundamental en mi vida” (1980, 48). Pues bien, como
sabemos, uno de los conceptos centrales en la filosofía de Granell es el de ethos, a partir del
cual construye su Ethología. Este concepto aparece por primera vez en Ortega en un artículo
publicado en 1926 en El Sol, cuyo título reza “Destinos diferentes” (II, 616-618), donde
parece disculparse, incluso, por la introducción de tal recurso terminológico:
Siento emplear el vocablo ethos, que es demasiado académico para no ser desagra-
dable. Pero urge inculcarlo en el uso banal, porque, de una parte, no es fácil susti-
tuirlo, y de otra, se refiere a cuestiones sobre que cada día será forzoso hablar más.
Entiendo por ethos, sencillamente, el sistema de reacciones morales que actúan en la
espontaneidad de cada individuo, clase, pueblo, época. (II, 616, cursivas de Ortega).
Hasta ahora, este artículo de 1926 ha sido el que los intérpretes han tenido como referencia
para el estudio de este concepto. Sin embargo, en el tomo VII publicado en 2007 encontramos
un borrador titulado “[Militares y clases mercantiles]” que resulta decisivo para esta problemá-
tica. En primer lugar, porque es, sorprendentemente, en este manuscrito inédito donde Ortega
se ocupa con mayor intensidad de este concepto, donde aparece hasta en 18 ocasiones en sus
tres páginas y media, mientras que en el resto de las Obras completas solo tenemos noticia del
concepto en siete ocasiones, la mayoría de pasada y sin más elaboración técnica.12 En segundo
de este trabajo cfr. Expósito Ropero, “La Estimativa de Ortega: de sus circunstancias a sus bases fenomeno-
lógicas” (2019b)..
12 Aparte de los dos textos citados, el conceptos solo aparece en los siguientes escritos: una vez en “La interpre-
tación bélica de la historia” (II, 636); una vez en La rebelión de las masas (IV, 496); dos veces en “Prólogo a
Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes” (VI, 307); una vez en Papeles sobre Velázquez (VI, 709); una
vez en “[Apuntes para un comentario al Banquete de Platón]” (IX, 735, nota 1); una vez en De Europa medita-
tio quaedam (X, 117).
Ahora bien, eso que vagamente llamamos temperamento íntimo y que nuestros
antepasados denominaban la índole del sujeto, consiste meramente en una estructura
de simpatías y antipatías nativas, de preferencias y posposiciones, de estimaciones
y repulsiones. Más allá del plano en que se mueven nuestras ideas operan ocultas
nuestras personales valoraciones. Cada uno de nosotros es, en definitiva y antes que
nada, un sistema de valoraciones, un preferir ciertas cosas y posponer otras, un amar
esto y odiar aquello. En mis lecciones universitarias suelo llamar a esta primaria acti-
vidad de nuestro espíritu «función estimativa»; ella es la raíz de la persona y de ella
depende la función intelectiva y la volitiva y cuantas pueda distinguir la psicología
en nuestra vida mental. Conviene, para entendernos, dar algún nombre específico a
ese «carácter estimativo» y, por ello, siguiendo la noble tradición del pensamiento
griego le llamaremos ethos. Cada persona, pues, está primariamente constituida por
un ethos individual, un sistema peculiar de amores y odios, de preferencias y negli-
gencias. A su vez, un pueblo, una época, se caracterizan en última instancia por un
ethos determinado. El derecho, la ciencia, la economía, el arte, de un pueblo o de
una época dependen de su ethos (VII, 755).
Se comprende ahora la trampa a la que hacía alusión Granell al decirnos que, “No sin
alguna trampa, podía acentuarse el estimar, galvanizando los valores”. Tal era, con todo, “el
respiro máximo” que el filósofo ovetense hallaba en las clases de Ortega. Creemos, pues,
que no hay que arriesgar grandes hipótesis hermenéuticas para sostener la intrínseca rela-
ción entre la Estimativa orteguiana y la Ethología de Granell, materializada, por ejemplo,
en el “Proyecto de investigación conjunta del ethos venezolano” que presenta en 1973 a los
restantes Institutos de la Facultad de Humanidades en la Universidad Central de Venezuela,
según queda esbozado en Ethología y Existencia (cfr. ib., 9-10; 177-186). Por lo demás,
conviene recordar que el propio Ortega concebía la Estimativa, no como una mera ciencia
13 Una excepción sería, sin embargo, Parra Ferreras, quien alude a él en su Tesis Doctoral (2015, 76-78), aunque
asume, con los editores de las Obras completas (cfr. VII, 900-901), que el escrito data de 1920. Los editores
arguyen que, efectivamente, el comienzo de este borrador coincide con otro texto de ese mismo año, a saber,
“Particularismo y acción directa” (cfr. III, 435 y VII, 754). Sin embargo, bien pudiera ser, como postulamos
nosotros, que Ortega retomara en 1926 el artículo de 1920 para arrancar su escrito “[Militares y clases mer-
cantiles]”, por lo que este dataría de la primera fecha, y no de la segunda. Una mínima comparación entre este
borrador y el publicado en 1926 donde aparece por vez primera el concepto de ethos, “Destinos diferentes”, nos
revela que Ortega trata en ambos los mismos temas a propósito de la situación política en Barcelona (cfr. II, 617
y VII, 754) –recuérdese el intento de golpe de Estado en junio de 1926, al que alude Ortega expresamente. Esta
coincidencia temática y, sobre todo, que es en ambos textos donde encontramos, insistimos, la más detenida y
profunda elaboración orteguiana del concepto de ethos, sobre todo en el manuscrito inédito, nos hace postular
que este no era sino el borrador del escrito publicado en 1926, “Destinos diferentes”.
teórica, formal y abstracta, sino que ya en su Discurso para la Real Academia de Ciencias
Morales y Políticas de 1918 (inédito también hasta 2007) afirma expresamente lo siguiente,
ofreciéndonos un interesantísimo esquema programático que merece la pena reproducir para
mostrar tanto el alcance como la intrínseca relación entre ambos proyectos:
Estamos, pues, como muy bien advirtió Granell, ante un fecundísimo campo de inves-
tigación todavía por explorar. Recordemos que este esquema data de 1918, pero Ortega lo
reprodujo, aunque no en forma esquemática, sino redactado, en el texto sobre Estimativa
de 1923, donde añade, por ejemplo, las figuras de Dostoyewsky (sic.) o Stendhal,14 lo cual
indica que nunca dejó de tenerlo presente durante el trascurso de estos años. Tampoco
es, por lo demás, ninguna hipótesis aventurada afirmar que tal era el esquema con el que
14 “Cada raza, cada época parecen haber tenido una peculiar sensibilidad para determinados valores, y han pade-
cido, en cambio, extraña ceguera para otros. Esto invita a fijar el perfil estimativo de los pueblos y de los
grandes períodos históricos. Cada uno se distinguiría por un sistema típico de valoraciones, último secreto de
su carácter, de que los acontecimientos serían mera emanación y consecuencia. Asimismo, fuera en extremo
interesante estudiar desde este punto de vista las grandes figuras cuya obra ha sido principalmente la invención
genial de nuevos valores –así Budha, Cristo, San Francisco de Asís, Maquiavelo, Napoleón. En fin, aquellos
otros espíritus soberanos que no han tenido un carácter específico de hombres «prácticos», esto es, de religio-
sos, moralistas, políticos, pero han descubierto en el universo valores antes latentes: Miguel Ángel, Cervantes,
Goya, Dostoyewsky, Stendhal” (III, 549).
Ortega pudo emprender sus propios estudios sobre los distintos personajes históricos a los
que dedicó monografías y biografías, tales como Goethe, Vives, Velázquez o Goya, pues,
de hecho, estos mismos aparecen recogidos en el esquema anterior. Queda claro, por tanto,
que tal proyecto de investigación hunde sus raíces en la ciencia Estimativa, cuya finalidad
no es sino “el examen de las valoraciones humanas, de la evolución de la conciencia de los
valores”, de ahí el importante recorrido que todo ello tuvo en su obra posterior. “Todo esto
–escribía Ortega concluyendo el texto de 1923– y mil atractivas cuestiones más que sugiere
la increíble fertilidad del gran tema «Valor» vendrían a componer el pendant histórico a la
Estimativa o ciencia a priori del valor, cuyas leyes son de evidencia perfecta, al modo de las
geométricas” (III, 549). Podrá discutirse, pues, y creemos que ello deberá ser objeto de futu-
ras investigaciones, en qué puntos concretos se distancia Granell del proyecto orteguiano,
en qué tesis y conceptos concretos discrepan,15 pero nos resulta difícilmente discutible la
intrínseca relación existente entre la Estimativa orteguiana y la Ethología de Granell. Tal es,
pues, la fecundísima línea de investigación emprendida por el filósofo ovetense; siempre,
empero, reivindicando su condición privilegiada de discípulo de Ortega.
Como apuntamos al comienzo, Manuel Granell, además de elaborar una obra filosófica
propia y original, siempre bajo el magisterio orteguiano, nos ofrece una lectura alternativa
de Ortega en la línea de la fenomenología, lectura que solo recientemente, gracias a los
trabajos de San Martín, ha sido sistematizada con toda precisión. Sin embargo, hasta donde
hemos podido investigar, esta importante contribución ha pasado completamente desaper-
cibida hasta hoy, ya que Granell la presentó, digámoslo así, de un modo discreto y, por
supuesto, sin entrar en directa confrontación con sus colegas. Ya sabemos la concepción de
la fenomenología que seguían manteniendo Marías y Huéscar a la altura de 1982. Pues bien,
15 Como es sabido, uno de los conceptos centrales en la filosofía orteguiana es el de “creencia”, de ahí que Gra-
nell insista, ya desde su Lógica (1949), en la importancia de analizar con toda precisión este concepto: “Por
consiguiente, si queremos enunciar la más inmediata y primaria relación de hombre y cosas, por fuerza hemos
de referirnos a ese contar con las creencias. Este es el básico estrato de la vida, de ese estar el hombre en el
mundo, por el cual hombre y mundo quedan trabados en radical conexión. Más allá de esta capa pueden pen-
sarse abstractamente sus elementos ingredientes; pero tales elementos ya no son realidad, sino abstracciones,
entes de razón. Por eso, todo meditar que se enfrente directa y audazmente con lo humano debe reducirse ante
todo a este básico y radical estrato. Sólo después, una vez aclarado y aprehendido en su mismidad, será posible
ascender sin riesgos de extravíos a estratos superiores” (2008, 551-552). Ahora bien, y esto es lo decisivo, como
bien advierte Granell, y en ello ha insistido ampliamente Javier San Martín (2008), nuestro primer y más radical
anclaje racional en la realidad nos remite, precisamente, a las creencias básicas u originarias, sobre las cuales
se fundan y sostienen todas las demás “ideas” y “creencias” (siguiendo la terminología orteguiana). Se torna
necesaria, pues, una jerarquización entre las creencias, motivo en el que insiste explícitamente Granell –“Es
comprensible de suyo que las creencias implican una jerarquía” (ib., 549)–, así como el reconocimiento, y en
esto corrige expresamente a su maestro, de “la existencia de creencias individuales”, y no meramente colectivas
(ib., 550, nota 10). Por ello, advierte Granell en este punto que “las líneas siguientes se desvían del pensamiento
de Ortega” (ib.). Esta corrección nos parece sintomática de la formación fenomenológica de Granell, quien,
como ya nos advirtió, había estudiado las Investigaciones lógicas “al dedillo”. No estamos, pues, ante un lector
“venerativo”, por emplear la expresión de Cerezo, sino crítico en el mejor sentido del término, sin que ello le
impidiese reconocerse y reivindicarse discípulo de Ortega.
frente a ella, Granell escribe en 1987 un estudio introductorio de casi cincuenta páginas a El
tema de nuestro tiempo publicado en la editorial Espasa Calpe,16 que, hasta donde sabemos,
no ha sido tenido en cuenta hasta hoy por los intérpretes de Ortega. Este estudio introducto-
rio tampoco aparece recogido en la citada edición digital que la Fundación Manuel Granell
realizó en 2008 de sus obras. Con todo, creemos que estamos ante uno de los estudios más
importantes que Granell dedica a su maestro, un escrito de madurez, y de los últimos que
escribe, puesto que muere en 1993, ofreciéndonos allí una de las mejores hojas de ruta, si
se nos permite la expresión, para abordar el tema de la Estimativa orteguiana, tanto por
los textos a los que hace referencia como por las intuiciones esbozadas. Sin poder analizar
aquí este escrito con el detenimiento que merece, sí que nos detendremos, al menos, en el
siguiente pasaje como muestra fehaciente de lo que pretendemos mostrar:
Poco puede añadirse a este bellísimo, al tiempo que preciso y riguroso, análisis feno-
menológico de un lúcido Granell que ha cumplido ya, no se olvide, los 81 años. Si, de
acuerdo con Ortega, uno de los más acuciantes “temas de nuestro tiempo” es, precisa-
mente, la Crítica y superación del idealismo, según reza el subtítulo del citado libro de
Rodríguez Huéscar de 1982, es patente que Granell nos ofrece una vía alternativa a la
16 En lo que sigue citaremos esta “Introducción” por la edición de 2010, pp. 9-56.
“oficial”, incluso rupturista, pues, ciertamente, entre la asunción de que “el tramo final del
idealismo”, de acuerdo con el primero, “estaba representado por Husserl y su fenomeno-
logía”, viendo en ella su último “canto de cisne”, y la tesis fenomenológica del segundo
según la cual “La conciencia así está abierta al mundo; pero éste, a su vez, en entrega
al sentir del hombre”, existiendo entre ambas tesis un abismo filosófico difícilmente
conciliable. Por ello consideramos que Granell nos ofrece una de las claves decisivas a
la hora de analizar, como pretendemos aquí, “El legado de Ortega y Gasset en el exilio
republicano del 39. Continuidades y rupturas”. Para comprender el alcance y la actualidad
de esta lectura fenomenológica, merece la pena dedicar un breve comentario a este pasaje
a la luz de las propias investigaciones husserlianas.
Así, en este prólogo de Granell encontramos algunas alusiones claras a una temática
central de la reflexión en torno a la vida afectiva en la tradición fenomenológica: la inten-
cionalidad de los sentimientos. Esta cuestión no sólo encuentra una concordancia con la
estimativa de Ortega, sino que guarda sorprendentes similitudes con el proyecto de la ética
y la teoría del valor de Husserl.
Como señala Granell, en realidad es Brentano quien restituye los derechos de la sensi-
bilidad como experiencia de sentido: “Brentano supo definir todos los fenómenos psíquicos
por la intencionalidad (de intentio, a su vez de tendere, tener a). La actividad intelectual y
la volitiva son muy claramente intencionales, «tienden-a», se «refieren-a». Por ellas está la
conciencia abierta al mundo” (ib., 36-37). Aunque Granell solo se refiere de forma explícita
en este pasaje a Brentano, iniciador de esta tradición en la psicología descriptiva, para el
lector atento de la tradición fenomenológica la descripción de la vida afectiva aquí presen-
tada está en clara consonancia con el pensamiento de Husserl.
De acuerdo con la caracterización de Granell, los fenómenos afectivos no sólo son inten-
cionales, pues “no hay amor sin objeto amado” (ib., 37), sino que entrañan un involucra-
miento de la subjetividad en la que “el sentir amoroso no sólo tiende a su término, sino que
retorna a su íntimo goce” (ib.). Así, la intencionalidad de los afectos, como señala Mariano
Crespo en relación al mismo tema en Husserl, “No se trata de la intencionalidad «neutral»
característica de los actos dóxicos, sino de un tipo peculiar de intencionalidad en la que el
sujeto se ve, por así decir, especialmente «implicado» en su correlato” (Crespo, 2012, 19).
Esta implicación o involucramiento se manifiesta en la forma de una auto-afección en la
que el sujeto no solo capta su objeto, sino que lo siente, involucrándose subjetivamente con
él. Así, el acto que en Granell se llama fenómeno afectivo de carácter intencional se distingue
sutilmente, en la misma vivencia, del íntimo goce que manifiesta en este caso el amor, en
la forma de una tesitura sensible, el gozo, que en lenguaje de Husserl se llama sentimientos
sensibles. Así, en su ejemplo de Investigaciones Lógicas señala que la alegría ante algo
favorable, que es un acto intencional, no comprende solo la nota de intencionalidad como
acto ejecutado por el yo o “carácter de acto”, sino que, como vivencia concreta, involucra
tanto al acto con su respectivo objeto como a la representación enlazada “con una sensación
de placer, que es apercibida y localizada como excitación afectiva del sujeto psico-físico
sensible y como propiedad objetiva”, y luego agrega inmediatamente: “el suceso aparece
como recubierto por un resplandor rosado.” (Husserl, 1997, 510). Así, el sujeto siente su
propio placer y localiza la excitación afectiva en su cuerpo. Al mismo tiempo, apercibe y
localiza el goce mismo como relativo a una “propiedad objetiva” a la manera de un “resplan-
17 Sobre el asunto de Lessing cfr., además, el estudio de (Baron, 1983) y la referencia explícita del propio Husserl
en Lógica Formal y Lógica Trascendental (2009, 192/1974, 142, n.1). Advirtamos, además, que Lessing se
refiere explícitamente a Husserl en la edición que cita Ortega, de modo que, aunque es claro que Ortega no
sigue a Lessing, y en consecuencia tampoco a Husserl en el énfasis formal de la axiología (cfr. VII, 733, nota 1),
sabemos que Ortega conocía el proyecto de Husserl, así sea indirectamente, vía Lessing. Y lo sorprendente es
que el mismo Husserl avanzará en su proyecto axiológico en una dirección completamente afín a la Estimativa
de Ortega, con clarísimas resonancias, como hemos visto, en la Ethología de Granell.
18 Esto dio lugar a lo que Melle llama el “Lessing-Affäre”, ya que Husserl denunció el supuesto plagio, lo cual
obligó a Lessing a retractarse y reconocer que su trabajo se inspiraba en las investigaciones inéditas de Husserl
(cfr. Melle, ib., xxv-xxvii).
19 Husserl y Ortega tuvieron un estrecho contacto personal años después de aquellas lecciones en Gotinga, y des-
pués de las conferencias sobre Estimativa. Aunque, hasta donde sabemos, no se conserva correspondencia entre
Nadie vive sin ella, aunque no todos la tienen dentro de sí subrayada con la misma
claridad. Contiene nuestra actitud primaria y decisiva ante la realidad total, el sabor
que el mundo y la vida tienen para nosotros. El resto de nuestros sentires, pensares,
quereres, se mueve ya sobre esa actitud primaria y va montado en ella, coloreado con
ella (Ortega, citado por Granell, ib. 40/ V, 503).
En sus últimos años, como lo demuestran investigaciones recientes, así como la publi-
cación póstuma de sus manuscritos tardíos20, Husserl tuvo un serio interés por el énfasis
en la motivación y la vocación como centro de su reflexión ética (cfr. Peucker, 2008, 322).
Ya desde sus lecciones de ética de la década de los años veinte la formación de la persona
humana y la auto-constitución moral de la subjetividad adquieren un lugar central (cfr.
Melle, 2007, 10; San Martín, 2013b), con sorprendente afinidad tanto con los escritos de
Ortega sobre Estimativa, como con el proyecto de la Ethología desarrollada por Granell.
Advertimos, pues, la potencialidad de esta lectura fenomenológica del texto orteguiano que
nos ofrece Manuel Granell.
ambos filósofos, debemos recordar, y en ello ha insistido San Martín (cfr. 2012, 34), que Ortega visitó a Husserl
en Freiburg en 1934, tal y como recoge este último en su correspondencia con Roman Ingarden (cfr. Briefwech-
sel, III, 298), donde Husserl nos informa de que, según sus palabras, lideraba “una escuela fenomenológica” en
España.
20 Cfr. Husserl, 2014, 265-527, especialmente el texto 28, “Vocación individual a la vida en autenticidad personal;
vida auténtica como vida en el amor y en el deber absoluto; ser infiel a sí mismo; vida auténtica ante el destino,
la enfermedad y la muerte”.
5. Algunas conclusiones
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Resumen: En esta contribución se expone por Abstract: For the first time, is exposed in this
vez primera la interpretación que José Ferrater contribution the interpretation that José Ferrater
Mora hizo de la obra del filósofo José Ortega y Mora made of the work of the philosopher José
Gasset. Tras ofrecer una breve semblanza inte- Ortega y Gasset. After offering a brief intellectual
lectual del pensador catalán, se estudia a conti- semblance of the Catalan thinker, his correspon-
nuación su correspondencia con Ortega y Gasset, dence with Ortega y Gasset is then studied, also
analizando también todos los escritos de Ferrater analyzing all the writings of Ferrater on Ortega,
sobre Ortega, para concluir que, en opinión de to conclude that, in the opinion of Ferrater Mora,
Ferrater Mora, Ortega y Gasset es un “pensador Ortega y Gasset is a “living thinker”, that always
vivo”, que siempre vuelve. comes back.
Palabras clave: exilio, federalismo, futuro, inte- Keywords: exile, federalism, future, integra-
gracionismo, ironía, raciovitalismo, ser, universa- tionism, irony, rationalism, being, universality,
lidad, vida humana. human life.
Introducción
madrileño José Ortega y Gasset, el cual fue uno de los estímulos que contribuyó a despertar
su vocación como escritor y como filósofo. Lo haré dando los siguientes pasos. En primer
lugar, acercándome a algunas de las claves de la personalidad de José Ferrater Mora, para
pasar a examinar, en segundo lugar, la correspondencia cruzada entre ambos, continuar,
en tercer lugar, con los comentarios a su libro sobre Ortega, concluyendo con un análisis
interpretativo de los últimos textos que Ferrater Mora nos ha dejado sobre Ortega y Gasset.
José Ferrater Mora nació en Barcelona el 30 de Octubre de 1912, ciudad donde pasó
parte de su juventud, trabajando para ganarse la vida en varios oficios de carácter manual y
administrativo, al tiempo que realizaba sus estudios de Bachillerato, y cursaba la carrera de
Filosofía en la Universidad. El destino quiso que un 31 de Enero de 1991, su ciudad natal
fuera también el lugar donde lo sorprendió la muerte, cuando se preparaba para presentar su
última novela, La señorita Goldie, cerrando de este modo su círculo vital en el mismo punto
geográfico en que se abrió. Los otros puntos sobresalientes de esta circunferencia, a modo
de jalones de su existencia, están formados por los países en que le tocó vivir.
Tras la caída del Frente del Este y la derrota del Ejército republicano en el que había
combatido, Ferrater Mora cruzó la frontera hispano-francesa camino del exilio en 1939,
y lo hizo en compañía de su amigo el pedagogo Herminio Almendros -introductor de la
imprenta escolar en España, como método para el aprendizaje de la lectura, siguiendo
las orientaciones del pedagogo francés Célestin Freinet-, teniendo París como primera
estación provisional de su destierro, según el testimonio de su amigo (Almendros, 2005).
En dicha fecha ambos se embarcaron hacia Cuba, donde Ferrater vivió hasta 1941, una
estancia que se le hizo insoportable a causa del clima y debido a su mala salud, pero que
dejó huella oral y escrita en la cultura de la isla, como se ha puesto de manifiesto en una
investigación reciente (Gutierrez Coto, en Ferrater, 2007, 9-24), y cuyo fruto intelectual
más importante sería, como luego veremos, la confección y publicación, ese mismo año,
de la primera edición de la obra por la que Ferrater Mora sería universalmente conocido,
su Diccionario de Filosofía.
Entre 1941 y 1947 -año en que se trasladó a los Estados Unidos de América- se instaló
en Chile, una estancia que hemos ido conociendo tanto por el testimonio de personas que
compartieron con Ferrater Mora el exilio chileno, así sus amigos Joan Oliver [Pere Quart]
(1981; 1988) y el escritor José Ricardo Morales (2000, passim), o su paisano Xavier Bengue-
rel (1982), como por las informaciones de escritores como Josep Pla (1970, 126-176) y las
investigaciones de Julio Ortega (1992; 2007, 53-74). Allí entró en contacto con el exilio cata-
lán, participó en la fundación de la Editorial Cruz del Sur, dirigiendo las colecciones “Tierra
firme” y Razón y vida” (Morales, 2000, 196-201; Terryn, 2007) y profesó en la Universidad
chilena, siendo protagonista de una actividad intelectual desbordante, pues entre 1940 y 1947,
Ferrater Mora dará a la luz nada menos que diez libros y más de cincuenta artículos.
Con la ayuda de una beca de estudios de la Fundación Guggenheim -cuya petición
contó con el apoyo de Américo Castro y Pedro Salinas y con la gestión del embajador
norteamericano en Chile Claude G. Bowers, que sentía particular simpatía por la España
republicana-, se trasladó a Estados Unidos, desempeñando varios puestos docentes en el
Bryn Mawr College, Pensilvania, desde el año 1949 hasta su jubilación en 1981. Esta era
una de tres opciones que según José R. Morales aguardaban a los derrotados en la Guerra
Civil, pues si no habían quedado “enterrados”, solo les fue dado vivir “aterrados” o “des-
terrados” (Morales, 2000).
En el año 1943, el filósofo español José Gaos, desde su exilio en México, había propuesto
el neologismo transterrados para denominar a aquellos españoles que cambiaron de tierra
contra su voluntad, pero no de patria, si por esta se entendía la cultura, siendo la lengua su
divisa más importante. Gaos (1949) pensaba no sólo en sí mismo, sino en los que como
él encontraron la misma patria, pero en las tierras hispanoamericanas. Durante los años en
que Ferrater Mora vivió en Latinoamérica fue un filósofo transterrado, en lo que al caste-
llano se refiere. Pero desde finales de 1947, perdió la condición de tal para adquirir la de
simple exiliado. Ahora bien, en la medida en que Ferrater Mora fue una persona bilingüe,
siguió siendo un exiliado de su lengua catalana desde que salió de España, pues aunque su
obra filosófica se haya fraguado fuera, el pensador catalán mantuvo siempre un contacto
permanente con la cultura de su país, primero en el exilio y, a partir de los años cincuenta,
con algunas personalidades del interior. Su condición de catalán fue uno más de los rasgos
de su identidad personal, como se puso de manifiesto en la correspondencia cruzada con su
amigo el poeta Joan Oliver –que firmaba con el seudónimo de Pere Quart-, unidos ambos
en torno a su catalanitat (Oliver / Ferrater Mora, 1988), una catalanidad que en el caso de
Ferrater la vivió siempre como catalán universal.
De igual modo que sucedió con otros intelectuales que corrieron su misma suerte, para
los que el exilio en los Estados Unidos fue una circunstancia que benefició a sus respectivas
carreras, salvada la desgracia de la expatriación, Ferrater lo vivió como una oportunidad
que la voluble fortuna le había brindado. Por ese motivo no deploró carecer de una lengua
“propia”, como si no tuviese ninguna, si ello le permitía poder desenvolverse en varias, a
tenor de esta lúcida confesión, publicada en catalán, que traducimos:
[...] he considerado que estas páginas podían tener todavía algún interés. En todo
caso, constituyen el testimonio de que algunas de mis ideas fueron pensadas en cata-
lán antes de adoptar las formas castellana e inglesa en que han madurado. Supongo
que el interés por mi biografía intelectual es escaso, si no es inexistente. Pero estas
transformaciones pueden resultar objetivamente curiosas como uno de los “casos”,
ya no tan excepcionales en nuestra época, de autores que han pasado –que han tenido
que pasar- por diversos avatares lingüísticos. Hoy hay un cierto tipo de escritores
y de pensadores que pueden ser calificados de esencialmente “desterrados”: yo soy
un ejemplo. He de decir que no lo deploro. No tener un lengua “propia”, no quiere
decir necesariamente no tener ninguna lengua: puede querer decir tener varias. En
un mundo cada día más universal como el nuestro no es una mala solución (Ferrater
Mora: 1961, 8-9).
Y eso fue lo que realmente sucedió, pues sin abandonar nunca su lengua catalana, en
la que se expresó sin dificultad hasta el final de sus días, Ferrater Mora fue un políglota,
tanto en la expresión oral como escrita. El conocimiento de lenguas extranjeras lo desa-
rrolló siendo muy joven, al tener que hacer de traductor para poder costearse sus estudios,
y aunque el castellano haya sido la lengua en la que viera la luz la mayoría de sus nume-
rosos escritos, en ocasiones existió una primera versión catalana, inglesa o francesa, que
él mismo se encargó de traducir.
Escritor, intelectual, Ferrater Mora es esencialmente un pensador, sin duda el filósofo
español más universal de la segunda mitad del siglo XX, y uno de los más destacados de
todo el siglo, cuyo nombre habría que añadir a una lista no muy larga formada por Miguel
de Unamuno, José Ortega y Gasset, Xavier Zubiri y María Zambrano. Ferrater Mora nos ha
legado un estilo de pensar solidario con la riqueza de la realidad, lo que requiere una acti-
tud capaz de comprender y de hacer dialogar a autores y tradiciones diferentes, integrando
posiciones y conceptos opuestos para que funcionen de forma complementaria -de manera
conjuntiva y no disyuntiva-, una fórmula que hoy sería saludada como tributo a la comple-
jidad de lo real. Y junto a ello, de manera inseparable, nos regala con una escritura diáfana,
que fluye con maestría analítica, sutil y transparente.
Las obras de mayor enjundia filosófica son las formadas por la tetralogía El ser y la
muerte, 1962, El ser y el sentido, 1967, De la materia a la razón, 1979, y Fundamentos
de Filosofía, 1985, que sustituye parcialmente a la de 1967. Esos libros integran el núcleo
filosófico más genuino de nuestro autor, cuya elaboración está presidida por el propósito
de edificar una obra original, extendiéndose por todas las disciplinas filosóficas, pero des-
cansando en una filosofía fundamental u ontología. De estas obras, la más atractiva me
sigue pareciendo El ser y el sentido, escrita en una prosa filosófica brillante, que Ferrater
abandonaría para reemplazarla por otra más austera. Sin embargo, la más completa de las
cuatro lo es De la materia a la razón, por cuanto que, sin abandonar el marco teórico de la
obra anterior, en esta completa su discurso filosófico con un repertorio formado por nuevas
categorías ontológicas. Por otra parte, se trata de una obra más explícita, en cuanto a la
autodefinición teórica de su autor, en los términos de un naturalismo de base, desarrollando
un materialismo emergentista, al tiempo que nos ofrece también una filosofía moral, o una
ética, así como una reflexión metafilosófica (Nieto Blanco, 1985; 1994; 2005).
En Ferrater Mora no hay propiamente una filosofía política, aunque su pensamiento se
haya ocupado con frecuencia de la política, con especial referencia en su obra periodística
(Ferrater, 1971;1986b; 1994). La manera de adentrarse en esas cuestiones comenzó ya en
los primeros años de su estancia Chile, por lo que no es de extrañar que sus escritos más
tempranos sobre este asunto arranquen de la doble vivencia que representaba ser exiliado
y ser catalán. Y desde esa atalaya, Ferrater Mora, a tono con el proceder ensayístico de los
intelectuales españoles de generaciones anteriores, levantará una reflexión de corte histórico-
culturalista, ideal-típica, que se despliega sobre los Tres mundos: Cataluña, España, Europa,
como reza el título de la obra publicada en 1963, y que deja bien a las claras la identidad
múltiple de su autor: catalana, española y europea. En éste y en otros escritos de naturaleza
similar, el pensador catalán se muestra contrario a cualquier tipo de nacionalismo –fenó-
meno al que atribuye algunos de los mayores desastres sufridos por Europa a lo largo de
su historia-, defiende el bilingüismo para Cataluña, y propone una fórmula federal como
organización territorial del Estado español (Nieto Blanco, 2010a).
Semejante propuesta aparece en un ensayo del año 1967 titulado “Unidad y pluralidad” –
incorporándose a nuevas ediciones del libro anterior y recogido en el volumen primero de sus
Obras Selectas (Ferrater, 1967b)-, descrita como la mejor manera de articular la convivencia
de quienes vivimos en España, un espacio social que la historia nos ha legado como unidad
en la diferencia. De acuerdo con el pensador español, el modelo de Estado federal respeta
mejor que ningún otro la realidad española, sorteando las dificultades que presentan otras dos
fórmulas, a las que también pasa revista. La primera es la secesionista, que conduciría a la
independencia de una comunidad territorial, descartada en virtud de la larga historia de convi-
vencia común entre españoles de todas las lenguas y territorios; la segunda es la autonomista,
cuya aplicación está amenazada por el límite impreciso que arrastra consigo el propio con-
cepto de autonomía política, fuente de permanente inestabilidad. La propuesta federalista la
juzga mucho más consistente teórica y operativamente que el actual Estado de las Autonomías
salido de la Constitución de 1978, el cual malamente disimula su naturaleza federal, rasgo
que Ferrater Mora caracterizó como “el subyacente federalismo español” (Ferrater, 1983b).
En el libro del año 1944 Les formes de la vida catalana, justamente celebrado y muchas
veces reeditado, tanto en catalán como en castellano, Ferrater Mora consideró que la conti-
nuidad, el seny, la mesura y la ironía, con todas las cautelas del caso, constituían los cuatro
rasgos específicos del modo de ser catalán. Con independencia del valor de esta conjetura,
en su momento pensé que tales características bien podrían ser de aplicación a la aportación
intelectual del propio Ferrater Mora (Nieto Blanco, 1985, 110-112; 2010a, 149-152), entre
la cuales sobresale la ironía, rasgo de su personalidad, a la vez que crisol de los variados, y
hasta heterogéneos, materiales de que está formada su obra.
Para concluir esta breve semblanza, podemos señalar que la universalidad es el rasgo
que mejor nos puede ayudar a identificar el legado del pensador catalán, la cual puede
predicarse de cuatro maneras. En primer lugar, tomando en consideración su condición
de exiliado, a la que ya nos hemos referido, que le ofrece la posibilidad de sumergirse
en un mundo diverso en formas de vivir, decir y pensar, que Ferrater Mora se apresura
a asimilar. En segundo lugar, su universalidad enciclopédica, representada sobremanera
por el Diccionario de Filosofía, lo que indujo Juan Marichal a expresar su admiración
por este trabajo y sostener que “Ferrater es el español con más lecturas de todo el siglo
XX” (Marichal: 1984, 222). Una tercera manifestación del universalismo ferrateriano
viene determinada por el propio modo que Ferrater tiene de concebir y de ejercer el
pensamiento filosófico, por lo que la denominaré universalidad sistemática, por cuanto
que hace referencia a lo que en alguna ocasión el pensador catalán llamó su “sistema”,
que se va armando en el devenir de la tetralogía formada por sus cuatro grandes obras
filosóficas anteriormente citadas. El resultado es una manera de afrontar, exponer y resol-
ver los problemas filosóficos que el propio Ferrater caracterizó desde el principio como
“integracionista” (Nieto Blanco, 1985, 87-112). Finalmente, el cuarto y último signo de
esa universalidad en la contribución de Ferrater Mora, a la que llamaré universalidad
creativa, destaca a nuestro autor como un creador singular, que se desenvolvió, a la vez,
en el universo filosófico, literario, y cinematográfico, habiendo cultivado la escritura en
géneros tan diversos como la enciclopedia, el tratado, el ensayo, el articulo periodístico,
y el relato, tanto en el cuento, como en la novela. En efecto, además de las obras estric-
tamente filosóficas y de los ensayos de carácter sociopolítico y cultural, junto a su obra
periodística (Nieto Blanco, 2016a), en los últimos años de su actividad intelectual Ferrater
Mora puso en pie un obra narrativa compuesta por tres libros de relatos (Ferrater, 1979c;
1985c; 1991c) y cinco novelas (Ferrater, 1982; 1986c; 1988; 1989; 1991b), lo que hado
lugar a algunos estudios específicos sobre el tema (Nieto Blanco, 2015; Bardera, 2015).
La incursión de Ferrater Mora en el experimento narrativo tiene un precedente dentro de
su propia obra, cuando ensaya el género cinematográfico como realizador de una decena
de películas de corto o mediometraje entre 1969 y 1973, cuyos guiones dará a la luz en
1974 en un libro titulado Cine sin filosofías (Romaguera Ramió, 1999).
El interés de José Ferrater Mora por el pensamiento de José Ortega y Gasset data de los
años 30 del pasado siglo, de sus tiempos de estudiante. Es especialmente significativo que
desde esa época, en la que predomina una mezcla de curiosidad y admiración por la figura
de Ortega, el pensamiento orteguiano haya acompañado a nuestro autor hasta el final de su
vida, adoptando su influencia fórmulas diversas.
Disponemos del testimonio de una persona que lo trató hacia 1932 en una las tertulias
que se celebraban en Barcelona, frecuentada por Ferrater Mora. Esta persona fue un maes-
tro segoviano, llamado Norberto Hernanz y Hernanz, que pasó algún tiempo destinado en
la Ciudad Condal, fundando posteriormente la revista Escuelas de España, en la que, por
cierto, apareció alguna colaboración de Ferrater Mora en el año 1934. En unas memorias
todavía inéditas, a las que he podido acceder gracias a la cortesía del Profesor José Luis
Mora, el maestro segoviano refiere lo siguiente:
Solía asistir de vez en cuando a una peña que presidía el inspector de Primera Ense-
ñanza Herminio Almendros. Esta era de mayor categoría. Allí se reunían Inspectores,
profesores y algún maestro como yo. Almendros era un individuo de acusada perso-
nalidad. Serio y concienzudo, certero en sus juicios, sobrio de palabra y cuyas ideas
políticas pasaban por muy avanzadas.
A esta peña acostumbraba a asistir un joven, casi imberbe, de unos veinte años,
muy fino de modales, pero que a todos nos tenía asombrados por sus conocimientos
y erudición. A sus veinte años dominaba el inglés, el francés, el alemán, el latín y
el griego. Su memoria era fabulosa. Nos recitaba, cuando venía al caso, párrafos
enteros de alguna obra de Ortega y Gasset [la cursiva es mía]. Sus conocimientos
de literatura y filosofía sobrepasaban lo corriente. Y lo que era más notable, este
chico no tenía otros estudios oficiales que los de la escuela primaria. Yo tuve varias
conversaciones con él y creía encontrarme ante una caso como el que había leído
de Menéndez Pelayo.
Trabajaba como auxiliar administrativo en una oficina. A todos nos parecía una
lástima que se malograra un talento tan extraordinario en tareas burocráticas. Yo
tenía alguna amistad con el Sr. Santillana y sabía que desempeñaba algún cargo en
la Junta de Ampliación de Estudios, y tuve la pretensión y me atreví a gestionar
la concesión de una beca para ayuda de estudios. No conseguí nada, como puede
suponerse, dada mi escasa habilidad para estos menesteres. Sin embargo, con el
apoyo de Almendros y otros personas generosas, pudo dejar la oficina y cursar los
estudios oficiales en la Universidad.
Hoy aquel joven es el gran filósofo Ferrater y Mora, autor del gran diccionario de
filosofía y de buen número de ensayos en los que ha ido exponiendo su teoría del
integracionismo (Hernanz, 146-147).
Por aquellos años, el joven Ferrater había recibido el encargo de la Editorial Labor de
Barcelona de traducir del alemán al castellano un diccionario de filosofía, que entonces
gozaba de cierto renombre, titulado Philosophisches Wörterbuch, cuyo autor era Heinrich
Schmidt, publicado en Leipzig (Alfred Kröner Verlag, 1ª ed., 1912), cuya octava edición, de
1931, hemos podido consultar, y consta de un volumen en cuarto de 476 pp, precedido de un
prólogo del autor, así como de un apéndice cronológico, seguido 52 fotografías de filósofos.
A través de las cartas que Ferrater Mora cruzó antes de salir de España con el filósofo
argentino de origen español Francisco Romero, recuperadas por una estudiosa también
argentina, ahora podemos saber que, además de la traducción propiamente dicha, el pen-
sador catalán se ocupaba de incorporar y actualizar algunas entradas de filósofos latinoa-
mericanos para el Philosophisches Wörterbuch, agradeciendo a su corresponsal, en carta
fechada en Barcelona el 2 de Mayo de 1936, la información que recibía de algunos de estos
pensadores, según nos comenta la investigadora en cuestión (Jalif de Bertranou, 2013).
Todo ello nos traslada hasta los mismos orígenes de lo que sería el propio Diccionario
de Filosofía de Ferrater Mora, como nuestro autor ha confesado en más de una ocasión
(Maresma, 1990), dando la impresión de que nos encontramos ante una obra que nace
al mismo tiempo en que su autor se convierte en escritor. Aquí es donde entra en escena
por vez primera el nombre de “Ortega y Gasset, José”, así, entrecomillado, pues estaba
previsto que fuera una de las nuevas voces que habría de incorporar dicha enciclopedia
filosófica, de modo que cuando tiene lista la redacción del artículo decide enviárselo al
mismo Ortega para que le transmita su opinión, dando comienzo a una brevísima -y frus-
trada- correspondencia entre ambos.
El Archivo de Ortega que custodia la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón
contiene las tres cartas que Ferrater Mora dirigió a Ortega y Gasset en el primer Trimestre de
1936, sobre las que se ha llamado la atención en tiempos recientes (Gràcia, 2012, 136-137).
En la primera, fechada en Barcelona el 10 de Enero de 1936, le informa de su proyecto de
trabajo sobre la novena edición del Diccionario del erudito alemán, y le remite el documento
de tres páginas redactado, “con carácter provisional”, sobre su pensamiento, rogándole que,
“con la mayor celeridad”, se lo devuelva con las correcciones o modificaciones que estime
oportunas. Dicho texto ha sido recientemente editado -junto con la entrada sobre Ortega
Gasset que figura en la primera edición del Diccionario de Filosofía de Ferrater- por la
investigadora Esmeralda Balaguer (2017, 199-205), que lo ha acompañado de un interesante
estudio introductorio, informando sobre la relación que Ferrtaer Mora mantuvo posterior-
mente con los hijos de José Ortega y Gasset.
Como el joven Ferrater no encuentra respuesta por parte del filósofo consagrado vuelve
a la carga un mes después por medio de una misiva más breve, fechada el 3 de Febrero del
mismo año, recordándole la petición anterior, al tiempo que le participa su preocupación por
la entrega urgente del original. Ante el reiterado silencio de Ortega, Ferrater, en nueva carta
de fecha 5 de Marzo, le agradece que, si sus ocupaciones le impiden satisfacer su petición,
“por lo menos, se sirva devolvérmelas [las notas], pues no teniendo copia y haciéndome
mucha falta me vería precisado a reconstruirlas”. En este momento Ortega y Gasset decide
responder a su joven corresponsal catalán el 7 de Marzo en una carta de la que, lamenta-
blemente, solo disponemos del comienzo. Pero por la importancia que pueda tener para
la relación entre ambos pensadores, poniendo fin a esta malhadada relación epistolar, me
permito transcribir la única e incompleta respuesta conservada que Ortega y Gasset traslada
a Ferrater Mora. Dice así:
Muy señor mío: Mi estado de salud me ha impedido contestar a sus cartas y atender
a su amable deseo, pero la urgencia que su última carta me manifiesta reclama por
mi parte un esfuerzo para de alguna manera corresponderle.
Su nota me parece en general bien y lo que en ella encuentro de materia a algún
ligero reparo no debe ponerse en cuenta ni responsabilidad de usted sino a causas
generales sobre las que nunca he querido decir una sola palabra y que por ahora
seguiré silenciando.
El espíritu con que está redactada su nota me parece limpio y por eso rompe mi
costumbre de no intervenir para nada en lo que los demás digan de mí, sea bueno o
sea malo, y me decido a enviarle a usted algunas indicaciones por si cree usted que
tuviera algún sentido aprovecharlas. 1º [y aquí se interrumpe la carta] (Ferrater, 1936).
Es una lástima que nos quedemos sin conocer las observaciones que Ortega había for-
mulado al redactado de Ferrater que, por lo que sabemos, si alguna vez fueron expedidas
y este las recibió, no se han encontrado entre su correspondencia. Según propia confesión
de Ortega, la “limpieza” con que la nota ferrateriana estaba redactada, debió de actuar de
acicate para romper la costumbre de no responder a las críticas, aunque nos quedemos sin
saber a qué se refería el filósofo madrileño cuando atribuía a unas misteriosas “causas gene-
rales” alguna supuesta incomprensión de su doctrina. Sin duda tales observaciones tenían
que expresar algún desacuerdo con la presentación que Ferrater le trasladó de su propio
pensamiento.
Hay un ejercicio que roza casi el territorio de la historiografía- ficción con el que cali-
brar la recepción que habrían podido tener por parte de Ferrater los comentarios de Ortega
sobre el trabajo de aquel, que nunca sabremos si logró completarlos. Como también desco-
nocemos, caso de haberlo logrado, si fueron remitidos a su destinatario, de la misma forma
que ignoramos si, dados los dos supuestos anteriores, Ferrater Mora los recibió alguna vez.
En lugar de pisar ese terreno pantanoso nos limitaremos a comparar la redacción
“provisional” sobre el pensamiento de Ortega y Gasset que Ferrater le envía en 1936,
como parte de una de las voces que debería incorporar la versión castellana del Diccio-
nario de Schmidt, con el siguiente texto en orden cronológico que Ferrater Mora escribe
sobre el filósofo madrileño y que, casualmente, es también una voz -la voz “Ortega y
Gasset (José)”-, en esta caso formando parte de la primera edición del Diccionario de
Filosofía de José Ferrater Mora, escrito en Cuba, como ya hemos dicho, y publicado en
la Editorial Atlante de México en 1941. Fue dicha Editorial una fundación del PSUC
en el exilio, dirigida desde sus orígenes por Juan Grijalbo, quien conocía el trabajo de
Ferrater en Barcelona, por lo que le encargó la elaboración de la obra con que iba a ser
mundialmente conocido. La primera edición del Diccionario de Filosofía consta de 598
páginas a doble columna, y la entada a la que vamos a referirnos sobre Ortega y Gasset
(Ferrater, 1941, 404-406) ofrece importantes diferencias con relación al texto “provisio-
nal” enviado en 1936.
El texto de este año, comparado con el de 1941, parece un bosquejo, embrión o borrador
del que publicará cinco años más tarde. Tiene toda la frescura del descubrimiento, la ilusión
o el entusiasmo por el pensamiento del autor estudiado, pero es limitado para hacerse una
idea cabal del conjunto del pensamiento de Ortega y Gasset. Hay tres referencias de la
redacción “provisional” que han sido descartadas de la entrada en su Diccionario. Una es
una remisión interna a la voz “futurición”; otra, una cita de la interpretación del pensamiento
de Ortega Gasset debida a Fernando Vela; y, sobre todo, la “prioridad” de Ortega sobre
Heidegger en la formulación de algunas conjeturas sobre la vida y la existencia humanas,
sobre la que Ferrater insiste en dos momentos.
La entrada sobre Ortega y Gasset que Ferrater Mora incorpora a la primera edición de
su Diccionario de Filosofía presenta una gran madurez, demostrando que el intérprete está
al cabo de la calle de la totalidad del pensamiento de Ortega hasta esa fecha, cuya doctrina
se expone con aplomo y claridad, sin dejarse seducir por la prosa orteguiana, con estilo
propio, por tanto. Los tres ejes sobre los que se vertebra el artículo son los siguientes: (i)
la superación del idealismo; (ii) las categorías de la vida humana; (iii) el historicismo. Al
estar fechada en 1941, Ferrater da como lugar de residencia de Ortega y Gasset la ciudad
de Buenos Aires, donde, efectivamente, cumplió una de sus etapas del exilio entre 1936 y
1945. A diferencia del trabajo anterior, no se apoya en ningún intérprete del pensamiento
orteguiano, y no insiste en la “prioridad” de Ortega sobre Heidegger, poniendo al mismo
nivel las categorías de vida de aquel y el concepto de existencia de este. Al destacar la
enorme influencia que ha ejercido el pensamiento de Ortega, Ferrater Mora menciona al
final de la entrada los nombres y las obras de los “discípulos” de Ortega, a quienes cita
por el siguiente orden: María Zambrano, Xavier Zubiri, José Gaos, Luis Recasens Siches,
Manuel García Morente, y Joaquín Xirau, el cual había sido profesor de Ferrater Mora en
la Facultad de Filosofía y Letras de Barcelona.
Teniendo en cuanta la fecha en que nos encontrábamos, 1941, el estudio de la figura de
Ortega que Ferrater condensa en su entrada de la primera edición del Diccionario es una
contribución de primer orden al conocimiento del filósofo español en el mundo hispánico,
no solo por su contenido, sino por la oportunidad de darla a la imprenta en fecha tan tem-
prana, lo que marcará la relación constante que Ferrater va a tener con la obra orteguiana.
Por ello no es de extrañar que Ferrater Mora otorgase a Ortega y Gasset, junto a Unamuno
y D’Ors, el título de “Tres maestros”, cuando reunió los estudios a ellos dedicados en sus
Obras selectas (Ferrater, 1967b, I, 35-197).
3. Los textos publicados por Ferrater sobre Ortega y Gasset hasta la aparición de su
libro
Desde el comienzo de su actividad literaria, Ferrater Mora publicó una serie de ensayos
sobre su maestro, que posteriormente incorporó a su libro sobre Ortega y Gasset en sus
sucesivas ediciones, razón por cual no he creído oportuno citarlos en la Bibliografía. Son los
siguientes: “José Ortega y Gasset”, en Cóctel de verdad, Madrid, Literatura, 1935, 69-70;
“Ortega y la idea de sociedad”, Ínsula, 119, 1955, 13-20; “De la filosofía a la ‘filosofía’”,
Sur, 241, 1956, 21-24; “Una fase del pensamiento de Ortega: El objetivismo”, Clavileño,
40, 1956, 11-15, reimpreso en La Torre, 15-16, 1956, 119-126; “Ortega y el concepto de
razón vital”, Ciclón, 2/1, 1956, 10-16; “Ortega y la idea de la vida humana”, Cuadernos del
Congreso por la Libertad de la Cultura, 18, 1956, 33-39; “Ortega y Gasset. 1883-1955”,
International Institute of Philosophy, Philosophy in the mid-century, ed. de R. Klibansky,
4, Firenze: Nuova Italia, 1959, 215-217; “Dos obras maestras españolas”, Cuadernos del
Congreso por la Libertad de la Cultura, 42, 1960, 47-54; “A Forma radical do saber em
Ortega y Gasset”, Revista brasileira de filosofía, 11, 1961, 313-321, reimpreso con otro
título el mismo año; “On a radical form on thinking”, Texas quarterly, 4/1, 1961; “Ensaio
introdutório as etapas da filosofía de Ortega y Gasset”, in José Ortega y Gasset, Origem e
epílogo da filosofía, Rio de Janeiro: Livro Iberoamericano, 1963, 11-145.
Cóctel de verdad fue el primer libro que Ferrater Mora publicó, demostrando con ello una
precoz vocación de escritor, y se compone de una serie de ensayos escritos con anterioridad.
Uno de sus apartados se titula “Filósofos de hoy, en España”, y está integrado por fugaces
semblanzas de una galería de pensadores españoles vivos en ese momento. Lo que escribe
sobre Ortega y Gasset creo que es significativo porque puede orientar el futuro de su relación
con el pensamiento del maestro, como muestra el siguiente párrafo:
En 1955 muere José Ortega y Gasset. Justo un año después, en 1956, Ferrater Mora dará
a conocer al mundo de habla inglesa el pensamiento del filósofo español, siendo el autor del
primer libro de conjunto sobre Ortega, escrito en esa lengua, y uno de los primeros publica-
dos en cualquier otra. Ortega y Gasset: An outline of his philosophy, será su título. Tendrá
dos ediciones en inglés, la de 1956 y 1963, y cuatro en castellano: una en Buenos Aires
(1958) y tres en España: 1958, 1967 y 1973. Confinaré mi comentario a la última version
castellana publicada (Ferrater, 1973).
Quizá una de las novedades más importantes que aporta este libro sea la organiza-
ción de la hermenéutica ferrateriana sobre la obra de Ortega, subrayando la perspectiva
evolutiva de su pensamiento- como así consta en el subtítulo-, para lo cual establece tres
etapas; objetivismo, perspectivismo, y raciovitalismo, estadio este último al que otorga la
máxima relevancia.
La obra tiene una clara vocación pedagógica. Ferrater prescinde de la bibliografía secun-
daria y ofrece una interpretación personal hecha desde la lectura directa de los textos de
Ortega, centrada en el legado estrictamente filosófico (ontología, metafísica, epistemología).
Para acercar al lector la filosofía de Ortega, Ferrater rechaza situarse dentro de lo que tacha
de “pedantería académica”, traicionando el espíritu vivo del pensamiento orteguiano. Se
propone aplicar a la obra de Ortega el modo narrativo de pensar que el filósofo madrileño
propusiera para el tratamiento de la vida humana, con lo cual se convierte en un método
biográfico que tiene en cuenta tanto las partes o etapas de su evolución como el todo o el
conjunto de su pensamiento desde las cuales estas adquieren sentido. Una fórmula, aunque
Ferrater no lo mencione, que nos recuerda lo que hoy conocemos bajo la expresión de “cír-
culo hermenéutico”. La aproximación que Ferrater Mora hace del pensamiento de Ortega se
basa en una lectura “analítica”, -“limpia”, según sus propias palabras- que permita transitar
por la complejidad de una obra como la de Ortega. Está hecha desde una hermenéutica
comprensiva, que revela el interés y el aprecio por su filosofía, dialogando con él, tanto en
lo que dice como en lo que sugiere. Aunque rehúse el planteamiento expresamente crítico,
su análisis es penetrante e incisivo.
Además de destacar la existencia de una etapa “objetivista” en la evolución filosófica
de Ortega, llamaría la atención sobre la última parte de su libro, que Ferrater Mora titula
“Pensamiento y realidad”, con especial referencia al capítulo 2, “La idea del ser” (Ferrater,
1973, 125-140). Este capítulo se adentra en el corazón de la filosofía orteguiana, pues
desciende hasta su núcleo ontológico, que es donde se encuentra una de las innovaciones
más relevantes de su filosofía, en línea con las revoluciones teóricas que tuvieron lugar
a comienzos del siglo XX en el seno del pensamiento europeo continental, pue, si bien,
como recuerda Ferrater, la filosofía de Ortega no fue ajena a la de Heidegger, Husserl,
Dilthey, Scheler o Bergson, sostiene que se ha desarrollado de un modo independiente
(Ferrater, 1973, 128). Tras señalar la deconstrucción orteguiana de la idea de Ser, quizá
el legado más antiguo de la tradición filosófica occidental, perdiendo el respeto a tan
venerable concepto, Ferrater Mora presenta el giro radical de la ontología orteguiana en
los siguientes términos:
Con ello Ortega nos anuncia un “jaque mate” a toda la tradición filosófica. Con-
siste en negar que el Ser sea tal o cual cosa, o todas las cosas en conjunto: que sea
permanente o cambiante, material o espiritual, real o ideal. En rigor, el Ser no “es”
nada. No porque sea la Nada, o una nada, sino solo porque no es ninguna entidad,
de cualquier especie que sea o pueda concebirse. Lo que llamamos “Ser” no es algo
que las cosas tengan de por sí; es más bien algo que “hay que hacer”. El Ser es, en
suma, quehacer (Ferrater, 1973, 135).
Todo ello remite a un tipo de ontología en la que Ferrater ve la utilización del concepto
de ser por parte de Ortega y Gasset como una hipótesis, o como una invención humana, con
el fin de dar respuesta a una pregunta que nos hacemos para “salvar las apariencias”, con la
que capturar la regularidad que ostentan los fenómenos naturales.
El impacto que el joven Ferrater recibió de la obra de Ortega, a modo de un fuego que
puso en combustión su personalidad intelectual, nunca logró apagarse a lo largo de su trayec-
toria vital, razón por cual, una vez desaparecido el maestro, y cesada la influencia personal
más cercana, Ferrater Mora cultivó la memoria de su obra, como un ejercicio de fidelidad
a la realidad, entre la que siempre se encuentra el valor y el cuidado, si no de las ideas, sí
del “estilo” y las “maneras” orteguianas, como nos recordaba en su evocación del año 1935.
A la hora de concluir, pues, me importa hacer con nuestro autor un ejercicio de memoria
sobre Ortega y Gasset, a quien Ferrater Mora siempre otorgó el mérito de haber elevado el
castellano a la altura de lengua filosófica.
En el Prefacio a la obra sobre Ortega y Gasset que acabamos de comentar Ferrater viene
decirnos algo así como que donde menos te lo esperas salta la libre orteguiana, subrayando
que su pensamiento se halla más próximo al actual de lo que muchas veces se cree, por
muy diferentes que sean sus presupuestos, y como muestra de ello nos recuerda su propia
experiencia. Cuando se hallaba preparando un libro, que finalmente aparecería 1974 -una
obra que se reveló como una suerte de ajuste de cuentas con la filosofía analítica titulada
Cambio de marcha en filosofía-, sin buscarlo, Ferreter Mora volvió a encontrase con el
pensamiento orteguiano. En efecto, en su discusión de la filosofía de Feyerabend introduce
una larguísima nota, la nota 37 (Ferrater, 1974, 41-45), en la que de pronto aparece Ortega
para aprovechar su distinción entre ideas y creencias a propósito de la presencia de marcos
conceptuales y/o culturales que se alejan del empirismo estricto. Por supuesto que Ortega
y Gasset sigue presente en las sucesivas ediciones de su Diccionario de Filosofía, hasta
ocupar una dilatada extensión en la sexta y última edición que publicó (Ferrater, 1979b, III,
2661-2665).
Veamos ya los últimos escritos sobre Ortega.
“Ortega, el filósofo que siempre vuelve”, título con el que hemos encabezado esta
sección de nuestra investigación, es un artículo periodístico. Se publica con motivo del
veinticinco aniversario de la muerte de Ortega. Su argumento viene a justificar la tesis de
que la obra de Ortega, como obra abierta que es, está viva y se mueve con el tiempo, por lo
cual aparece y reaparece desafiando al pensamiento actual. De pronto nos sorprende en un
recodo del camino con una intuición o una idea que sale a nuestro encuentro, iluminando el
presente. Y concluía de este modo, confesando que la obra de Ortega:
[…] una compleja masa de pensamientos que nos orienta sin que necesitamos por ello
seguirla. Es ella la que viva, alerta y latiente, nos sigue (Ferrater, 1980).
“Tres actitudes ante Ortega”, es también otro artículo de periódico, una de las muchas
facetas en que se prodigó la escritura de Ferrater Mora, y que en este caso conmemora el
centenario del nacimiento de Ortega. Confiesa que fue un mentor espiritual para la gente de
su generación, o un guía indispensable para orientarse en el pensamiento contemporáneo.
Las tres actitudes son la reverente, la hostil y la crítica, que es la defendida por Ferrater.
Dice de ella:
En rigor, se sitúa ante el filósofo críticamente sólo porque estima que las ideas y
los argumentos son de suficiente valor como para que sean sometidos a escrutinio
(Ferrater, 1983c).
“Ortega, filósofo del futuro”, es un artículo de Revista que reproduce el texto leído en la
Biblioteca del Congreso de Washington (EE.UU.) en un acto dedicado a honrar su memoria,
durante los días 29 de septiembre a 1 de Octubre de 1984.
Ferrater Mora plantea una hipótesis contrafáctica sobre lo que hubieran respondido
Ortega y Unamuno caso de ser interrogados sobre su inmortalidad. Sugiere que el primero
hubiera guardado silencio, mientras que el segundo se hubiese prodigado en la respuesta.
Centrándose en Ortega, Ferrater repasa su concepción de la vida humana –especialmente
“las categorías de la vida” que se encuentran en la obra ¿Qué es filosofía?-, destacando
la presencia del tiempo futuro como condición de posibilidad de la necesidad decidir, lo
Ortega y Gasset categorizó con el neologismo futurición. Haciendo en este caso que prime
una ontología del futuro frente a la del pasado, Ferrater sugiere que Ortega se sirve de una
lógica modal tomada en sentido informal, lo que explica del siguiente modo:
Hay muchas cosas entre las que Ortega declaró que son todavía harto interesantes
[…] En rigor, Ortega dijo una serie de cosas muy iluminadoras sobre asuntos no
estrictamente filosóficos […] Pero como no pocas de las cosas, filosóficas o no filo-
sóficas que dijo en cualquier momento, pueden ser distintas de las que dijo, o hubiera
podido decir, luego, es más razonable y, de hecho, más “orteguiano” no preocuparse
por la letra y empezar a interesarse por el espíritu de la letra. […] Puesto que Ortega
recomendaba constantemente estar a la altura de los tiempos, sería poco fiel a su
espíritu permanecer atado a un tiempo que ya pasó (Ferrater, 1984, 131).
Es a este espíritu al que, con independencia de las tesis filosóficas que cada uno defendió,
Ferrater Mora permaneció siempre fiel, cuidando o “salvando” -como hubiera dicho Ortega-
la realidad, comprometido con la tarea de insertar la racionalidad en la vida humana, del
mismo modo que su maestro llevó la vida a la razón, lo que produjo el temprano impacto
que Ferrater Mora fue transformando en memoria a lo largo de su vida.
Bibliografía
Ortega Villalobos, J. (1992), “Entrevista con Ferrater Mora sobre su estancia en Chile”,
Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, 15, pp. 87-89.
Ortega Villalobos, J. (2007), “L’estada de Ferrater Mora a Xile: Filosofia i exil”, en Terri-
cabras, J. Mª. (ed.), La filosofía de Ferrater Mora, Girona: Documenta Universitaria,
pp. 53-74.
Pla, J. (1970), Homenots. Segona Sèrie, en Obra completa, XVI, Barcelona: Destino, 1970,
pp. 127-176.
Romaguera Ramió, J. (1999), “Josep Ferrater i Mora: escriptor cinematográfic: cineasta”,
Revista de Catalunya, 145, pp. 53-73.
Terryn, N. (2007), “Josep Ferrater Mora, José Ricardo Morales i l’Editorial Cruz del Sur a
Xile”, en Terricabras, J. Mª. (ed.), La filosofía de Ferrater Mora, Girona: Documenta
Universitaria, pp. 75-92.
Resumen: El presente artículo pretende expo- Abstract: This article aims at analyzing the pos-
ner la posible influencia que la filosofía de José sible influence that the philosophy of José Ortega
Ortega y Gasset ejerció sobre el filósofo español y Gasset exerted on the Spanish philosopher of
del exilio republicano Juan David García Bacca, the Republican exile Juan David García Bacca in
con el fin de poder determinar hasta qué punto, y order to determine the extent to which he was key
de qué modo, fue clave en la gestación del pro- in the gestation of Bacca’s metaphysical project.
yecto metafísico garcíabacquiano. Keywords: Juan David García Bacca; Ortega y
Palabras clave: Juan David García Bacca; Gasset; Spanish Philosophy; Ontology; Meta-
Ortega y Gasset; filosofía española; ontología; physics.
metafísica.
Supongo que a la vejez –y, tras cerca de cuarenta años, pudiendo pisar suelo natal
después del Sueño y mentira de Franco– uno siempre tiende a idealizar a quienes, en un
momento dado, fueron sus «maestros» o uno los entendió como tales; otra cosa es la huella
efectiva que estos pudieron dejar en nosotros. Y, desde luego, en el giro «vital-historicista»
que en un momento dado pudiera llegar a sufrir la filosofía garcíabacquiana hay mucho más
de Bergson –¡hasta de Dilthey!7– que de Ortega.
Las ciento quince páginas –en la edición más reciente8– que dedica García Bacca a
Ortega en sus Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas (1947)9 no me parecen
el acento más pronunciado del orteguismo garcíabacquiano. Si me lo perdonan ustedes –y
me lo perdonase García Bacca si pudiera leerme– aquellas páginas las considero un intento
de ciencia rigurosa, seca y árida fruto del poso tomista que siempre perduró –y de tanto en
tanto reverberaba– en sus líneas:
«Los odres guardan siempre el sabor y aroma del primer vino que en ellos se vertió».
En el odre de mi mente, de mi inteligencia, el primer vino filosófico que se vertió fue
la filosofía aristotélico-tomista. Y sinceramente, que ese aroma y sabor continuará
afectando internamente mi pensamiento […]. Qué y cuánto de su aroma perdure en
mis obras es punto tratado ya aquí. Sabrán –si no continuamente, sí de cuando en
cuando– al sabor, al aroma del primer vino.10
5 Izuzquiza, I. (1984), El proyecto filosófico de Juan David García Bacca, Barcelona: Anthropos, p. 165.
6 [García Bacca, J.D.] Gurméndez, C. (1977), «La filosofía española surgirá de una reflexión sobre la poesía», El
País, n.º 432, p. 27.
7 Nadie se escandalice por los signos de exclamación: simplemente García Bacca nunca dedicó un capítulo a
Dilthey, frente a los sendos dedicados a Bergson y Ortega.
8 (1990), Barcelona: Anthropos. En adelante citaré por esta edición.
9 Vol. ii, Caracas: Ministerio de Educación Nacional de Venezuela. El ensayo dedicado a Ortega ya lo había
publicado un año antes: (1946), «Ortega y Gasset o el poder vitamínico de la filosofía», Universidad: Órgano
de la Universidad de Nuevo León, n.º 6, pp. 25 ss. Todos los ensayos incluidos en este volumen formaban parte
de un curso dictado, en 1944, en la Universidad de Nuevo León (Monterrey).
10 García Bacca, J.D. (2000), Confesiones: autobiografía íntima y exterior, Barcelona–Caracas: Anthropos–Uni-
versidad Central de Venezuela, pp. 15, 50.
Con aspereza de lengua y un agrio regusto en la boca, creo que el acento recae más bien
–o merece la pena hacerlo recaer; y, además, con tilde– en unos pocos ensayos publicados
entre Caracas y Montevideo a mediados de los cincuenta, con motivo de la muerte del
maestro: «La filosofía de Ortega y Gasset» (1955)11, «El estilo filosófico de José Ortega y
Gasset» (1956)12 y «Pidiendo un Ortega y Gasset desde dentro» (1956)13; de qué tanto de
orteguismo garcíabacquiano haya en aquellos trataré de ocuparme en las próximas líneas.
No creo que andemos lejos de dar con la mella que realverdaderamente dejó la lectura de
Ortega en nuestro filósofo si la pregunta que desde ahora resuene –cual basso ostinato– sea
la de: ¿por qué el pensar de Ortega le deslumbró por su belleza devolviéndole el contacto
con la realidad y con la vida?
La primera devolución a la realidad es, si se quiere, de cariz telúrico: la falla que abre la
posibilidad de poder pensar en lengua materna; algo hasta entonces impensado e impensable.
Es con Ortega cuando, al fin y propiamente, podemos hablar de una filosofía en castellano.
Al entender de García Bacca, y también del propio Ortega, quien accede a un estilo
accede a la identidad de quien lo produce: entonces, la pregunta –la tarea– por la filosofía
española no tiene únicamente un cariz identitario sino que también es, esencialmente, una
faena estética. «El auténtico filósofo español no puede ni debe ser solamente ontólogo
regional de lo físico, sino esteta, –que el simple y mondo gusto a ser tal vez resulte espa-
ñolamente desabrido»15.
Ya había apuntado Ortega –y es la piedra angular sobre la que edificará García Bacca–
que todo estaría logrado con ser capaces de acceder al estilo de Cervantes: «porque en
estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo
una filosofía y una moral, una ciencia y una política»16. De lo uno se sigue lo otro: de una
estética puede derivarse una ontología, una axiología, una ciencia y una política…; «que
11 El Nacional, 24 de noviembre. Citaré por la edición posterior en (1975) Ensayos y estudios, Milano: Vanni
Scheiwiller, pp. 65-74.
12 Revista Nacional de Cultura, n.º 114, pp. 27-36.
13 Entregas de La Licorne, n.º 8, pp. 69-77.
14 García Bacca, J.D. (1956), «El estilo filosófico…», p. 27. El subrayado es mío.
15 García Bacca, J.D. (1964), Introducción literaria a la filosofía, Caracas: Universidad Central de Venezuela, p. 275.
16 Ortega y Gasset, J. (1966), «Meditaciones del “Quijote”» [1914], en: Obras Completas, tomo i, p. 363. El
subrayado es mío.
sólo se entiende bien qué nos es algo […] si paramos mientes en lo que representa para el
hombre la poesía y acertamos valerosamente a ver la ciencia sub specie poieseos»17.
La metáfora es, dice García Bacca siguiendo a Ortega, la forma más favorable para hacer
ciencia. Y lo selló por escrito, pocos años después del Ideas y creencias (1940) de Ortega en
«La concepción poética del universo físico» (1944)18, al tratar de responder a una cuestión
que deberíamos sumar a la que ahora ya nos ocupa: «¿qué no será la realidad en su fondo
poética, es decir, metafórica?»19.
Entonces, ¿por qué el pensar de Ortega le deslumbró por su belleza devolviéndole el
contacto con esa realidad, en su fondo poética –metafórica–, y con la vida?
La respuesta no se alejará de la cuestión de la lengua –de una lengua que piensa o quiere
pensar– que primeramente esbozábamos: «Ortega es el quehacer español de pensar. Y el
primero y la primera vez en la historia en que un español, dentro de su patria, nos hizo sentir
el pensar como quehacer, no como pensamiento»20. Ortega es pionero y por serlo merecerá,
por parte de García Bacca, el eminente título de presocrático de nuestra lengua, que «en
los presocráticos el pensar era aún un quehacer. Por eso se ve surgir, manar, brotar en ellos
no sólo los pensamientos, sino el pensar mismo»21; por eso Ortega lo es, y por ello «a él
tenemos que volver, a tal manantial, tanto o más, y con mayor probabilidad de inspiración
e inteligibilidad, que a los presocráticos griegos»22.
Con todo ello, además, vamos ya haciéndonos a la idea de que el acento del orteguismo
garcíabacquiano va a ir por los derroteros de lo inasible, que la tilde de Ortega –como lo
será posteriormente la de Machado– es ser un manantial. De digerirlo terminaríamos por
ahogarnos, y al propio García Bacca termina por empalagársele aquella manía orteguiana
de la metafísica de la razón vital: «Salgámonos antes de que nos arrastre el remolino»23.
¿Entonces, qué vida fue la que le deslumbró sino esta del raciovitalismo? ¿o el problema
estaba en volver a hacer metafísica de ella? «¿Será la Vida, la Razón vital, el “élan vital”
(Bergson), el detonador que desencadene la reacción en serie, y ponga las cosas en ser, el
ser en pensar, el pensar en Absoluto?»24.
Para Ortega la vida es el hecho radical y el fundamento de su filosofía. Para García Bacca
que la vida es ese hecho radical y que a su vez esta es circunstancia son las dos «verdades»
fundamentales que le permiten articular ese polémico binomio siemprevivo del élan vital. A
ese deslumbre inicial de Ortega le atraviesan un rayo heraclíteo y otro bergsoniano que le
suspenden en ese éxtasis amiboide. Trataré de explicarme.
Hay que hacer nuestro quehacer. El perfil de este surge al enfrontar la vocación
de cada cual con la circunstancia. Nuestra vocación oprime la circunstancia, como
ensayando realizarse en esta. Pero esta responde poniendo condiciones a la vocación.
¿De qué tipo de órgano precisa entonces el castellano para tener palabra filosófica? ¿Y
quién se lo dará? Ortega es el ojo de España –y «el ojo se abre a idea, mientras y a pesar
de estar expuesto a realidad»29–, pero no su boca ni la mano que sostiene su pluma. ¿Quién,
entonces, la será? En este punto y ocasión, García Bacca, es rotundo: «El equivalente de
Kritik der reinen Vernunft o de la Phaenomenologie des Geistes no existe en castellano»30.
25 Ortega y Gasset, J. (1964), «Prólogos (1914-1943)», en: Obras Completas, tomo vi, p. 350. El subrayado es
mío.
26 García Bacca, J.D. (1956), «Pidiendo un Ortega…», p. 70.
27 García Bacca, J.D. (1970), «Filosofía y lengua» [1966], en: Ensayos, Barcelona: Península, p. 25.
28 Ibid., pp. 27-29.
29 García Bacca, J.D. (1956), «Pidiendo un Ortega…», p. 75.
30 García Bacca, J.D. (1970), «Filosofía y lengua» [1966], p. 29.
El órgano que Ortega engendra a España –y que no le da boca pero sí unos singulares
pies– carece de estructura: el pseudópodo. Un órgano que le permitirá filosofar en forma
amiboide: pensar prescindiendo de los símbolos fijos en favor de los dinámicos.
El pseudópodo es […] un órgano que solo existe en tanto y mientras es útil, que es
útil para la traslación, sin las limitaciones y condiciones a que está sometido el pie
humano y, más que el pie humano, la bicicleta industrial.
[…] El andar de la amiba es, a un tiempo, creación del órgano adecuado y empleo de
él. No queda resto de mecanismo. En cambio, el andar humano es relativamente mecá-
nico. Todo órgano estable en la medida que es estable, con forma fija y funcionamiento
predeterminado, tiene el carácter de una máquina, y su uso, de una función mecánica.31
«El filosofar de Ortega es a un tiempo creación del órgano adecuado y empleo de él. No
queda resto de mecanismo. No hay modo de hacer de su filosofar una filosofía»32. Esa será
justo la mella más honda que Ortega deje en el organismo garcíabacquiano; siéndole por
ende imposible –a aquel que lo pretendiera– hacer de su filosofar una filosofía. Ni Ortega,
ni García Bacca, escribirán tratados de nada. Su contextura mental no se los permite: toda
sistematización les resulta una carga insoportable para su vida mental, y siempre huyen
despavoridos de ella, haciéndonos creer «a veces que nos [han] defraudado o escamoteado
a Kant, o Hegel, o Dilthey, o Scheler, o Leibniz; es que íbamos con la secreta intención, e
inconfesada exigencia, de que nos [dieran] pie o bicicleta: tratados, sistema»33. Íbamos –y
todavía vamos– con la secreta exigencia de que nos dieran cualquiera de las Críticas, o nos
entregaran su Fenomenología…
Y García Bacca está convencido de que, cuando la circunstancia le pide –casi le exige,
diría yo– a Ortega una exposición detallada sobre Dios sabe qué cariz, aquello hacia donde
la amiba de su mente avanza protoplasmáticamente para luego difuminarse y desaparecer,
no es mera literatura –y menos aún periodismo– sino honda filosofía. Sin embargo, con
perdón de Ortega, aquí la filosofía sí es entonces una aventura. Filosofar en forma amiboide
exige colocarse en ese tercer tipo de actividad espiritual al que Ortega daba el nombre de
espontaneidad –los ímpetus originarios de la psique: coraje, curiosidad, amor, odio, agi-
lidad intelectual, gozo, triunfo, confianza en sí y en el mundo, imaginación, memoria…
«Funciones espontáneas de la psique, previas a toda cristalización en aparatos y operaciones
específicas, [que] son la raíz de la existencia personal»34: de la vida. Los dos tipos de acti-
vidades espirituales restantes son la cultura –andar a pie– y la civilización –ir en bicicleta.
«Sin ciencia no hay técnica, pero sin curiosidad, agilidad mental, constancia en el esfuerzo,
no habrá tampoco ciencia»35.
La filosofía de Ortega, como la de García Bacca, carecen –como la amiba– casi por
completo de estructura –ni quieren ni pueden tenerla. No tienen órganos especializados –
tratados sistemáticos–; y sin embargo son filosofía. Una forma muy peculiar de filosofía,
31 Ortega y Gasset, J. (1963), «El espectador III [1921]», en: Obras Completas, tomo ii, p. 277.
32 García Bacca, J.D. (1955), «La filosofía de Ortega…» [1975], p. 68.
33 Ibid., p. 68.
34 Ortega y Gasset, J. (1963), «El espectador III [1921]», en: Obras Completas, tomo ii, p. 278.
35 Ibid., loc. cit.
sí; pero filosofía –al menos así lo cree nuestro Juan David. Sus filosofías manan de aquellos
ímpetus originarios de su psique; son su filosofar: las raíces de su existencia personal. «Por
eso el filosofar de Ortega [y el de García Bacca] da la sensación de manantial, de naci-
miento, de frescura, transparencia, suelta gracia, inocencia, simplicidad»36. A un germano
le nace la filosofía casi en sistema, al francés se le modula en meditaciones, pero al español
ha de brollarle cual «“surtidor de novedades”, estreno de originalidades, improvisación
de espontaneidades»37, quedando libre así de todo el mecanicismo que impone la clásica
ontología: que, recordémoslo, «el auténtico filósofo español no puede ni debe ser solamente
ontólogo regional de lo físico, sino esteta, –que el simple y mondo gusto a ser tal vez resulte
españolamente desabrido»38. Vivir y filosofar será entonces apertura a creatividad; aunque
aquellos ímpetus dejen, necesariamente, «tras sí una estela de productos sedimentados y
solidificados en especie»39, que «la vida histórica, o la historia viviente, está integrada, o se
va integrando, rellenando, de inventos [cultura] –cuyos caracteres son novedad, originalidad,
irrupción [espontaneidad]– que, una vez surgidos, estrenados, irrumpidos pasan a “obso-
letos” [civilización], usados, desmodados, antiguos o antiguallas, formando, no obstante,
estela con sus novedades, originalidades, espontaneidades»40.
Ya lo habíamos señalado con anterioridad: filosofar en forma amiboide implica filosofar
prescindiendo de los símbolos fijos –carne de obsolescencia– en favor de los dinámicos –de
aquellos ímpetus originarios de la psique. Es por ello que Ortega toma distancia del quietismo
ontológico clásico –desde Platón, pasando por Kant y llegando hasta Hegel– y defiende un ver
activo –en plan y estado de ojo viviente– que le lleva a afirmar: «Vida española, digámoslo
lealmente, señores, vida española, hasta ahora, ha sido posible sólo como dinamismo»41, pues
al no disponer el hombre de una categoría que le revele todas las cosas bajo el aspecto univer-
salísimo de ser, debe él ponerse a esa función dinámica que, más allá de una mera metafísica
de la razón vital, ponga en marcha una auténtica técnica ontológica. Ese es el provechoso
cariz de la ontología orteguiana que interesa a García Bacca: que «sólo cuando nos ponemos
a pensar, comienza la vida filosófica a ser posible como dinamismo. Cuando nos ponemos a
pensar, no cuando simple y directamente pensamos, ponemos a las cosas en ser, ponemos el
ser de las cosas»42. La categoría central ontológica reside entonces en ese poner –verbo de
virtud filosófica que, al parecer de García Bacca, no hay Dios que traduzca a lengua extraña.
Y el gran logro de Ortega ha sido el de ponernos a pensar a los españoles –que, no lo olvi-
demos, las «realidades superiores […] sólo existen para quien tiene la voluntad de ellas»43.
El Pensar pone a la cosa en ser. Si ser y cosa fueran, directamente y a la par, lo mismo
[…]; si […] pensar y ser fueran exactamente lo mismo, […] no valdría la pena […]
de intentar una transformación de cosa en ser, o de pensar en ser, o sus contrarias.
Pero si cosa y ser difirieran en un altísimo coeficiente, si entre pensar y ser valiera
una ecuación de transformación parecida a la einsteiniana en que al pasar de ser
a pensar ganáramos inmensamente en tipo de realidad, valdría la pena de estudiar
la técnica ontológica que hiciera efectivos tales cambios, transustanciaciones más
bien.44
Ahora estaríamos en disposición de entender por qué al denso ensayo sobre Ortega en
sus Nueve grandes filósofos… le precede el dedicado a William James y su voluntad de
introducir esa verdad a la que él llama «real»: «la verdad como invento para descubrir,
dominar, transformar lo real»45. No es lugar ni momento para ocuparnos del singular
trinomio –W. James-Ortega y Gasset-A.N Whitehead46– que García Bacca traza en aquel
segundo volumen, pero sí para plantearnos de nuevo la cuestión de si «será la Vida, la
Razón vital, el “élan vital” (Bergson), el detonador que desencadene la reacción en serie,
y ponga las cosas en ser, el ser en pensar, el pensar en Absoluto»47.
La amiba, decíamos, improvisa sus órganos a medida de sus circunstanciales necesida-
des y García Bacca entiende que «el amiboide filosofar de Ortega es un caso modélico en
la historia de la filosofía –no veo otro caso desde Sócrates–, en que la función de filosofar
se ha mantenido en su fase de creación, de surgimiento, de invención, de jaillisement de
nouveauté»48, y no se ha cristalizado en ningún aparato o imperativo cultural, ni ha decaído
en instrumento obsoleto de una civilización. No le sucedió así a Bergson, que, al entender
de García Bacca, «estuvo a punto, y de cuando en cuando daba en el punto, de filosofar a lo
amiboide»49, de filosofar a lo manantial, hacerlo en estilo equivalente al de Ortega –aunque
en el suyo y en su lengua.
maestro Ortega, Bergson o él mismo–, «en actos discontinuos, en oficios diversos, so pena
de que [–y la advertencia es del propio García Bacca–], si se lo [hiciera] en un acto continuo,
en un rato permanente, en un oficio irrenunciable, [quedaría] pasmado, suspenso»51. «Las
improvisaciones [–continúa García Bacca en otro lugar–] son, por constitución, breves, a
ratos sueltos, en casos especiales. No se puede estar largo rato asustado, insultando, sospe-
chando… Se decae –por el influjo de las leyes físicas– […] en hábitos, costumbres, rutina,
hastío, tibieza»52... Del mismo modo decaería ese filosofar en amiboide si quedara suspenso
y no aconteciese a chispazos o centelleos, a ocurrencias, por modo de gana o de desgana,
sin quedar preso por ninguno de aquellos ratos sueltos. «No es luz continua; durable horas,
días. Y menos aún, durable a voluntad»53.
Entonces, no creo que haya distinción real entre el estilo de filosofar a lo fuente, venero
o manantial, de Ortega y el de Bergson. Tampoco con el de García Bacca. Los tres coinciden
en filosofar, a ratos sueltos, con los ímpetus originarios de la psique. Uno no puede vivir,
ni vivirse, dándose órganos a diario; necesita andar por su propio pie y, de tanto en tanto,
cuando estos ya no dan más de sí, echar mano de la bicicleta o incluso del automóvil –y
hasta del taxista. Los órganos también precisan de aquellas vacaciones morales que James
nos sugería tomarnos; aunque «el filosofar amiboide [lleve] fabulosas ventajas sobre el pie
y la bicicleta, sobre el filosofar sistemático»54.
El paradigma que se encarna en Ortega y se repite tanto en Bergson como en García
Bacca –y también en Santayana– es el de aquel que sufre esas tres transformaciones que
nos remiten, irremediablemente, a las ya clásicas con las que Nietzsche abre su Así habló
Zaratustra:
Tampoco uno puede pasar la vida entera en aquella rueda, movida por sí misma, del
santo decir sí: en el inocente olvido de la infancia; ni rugiendo el «yo quiero» de la bestia;
ni arrodillado como el camello que quiere que se le cargue bien.
Como el Zaratustra nietzscheano Ortega va a predicar a los españoles, como señor en
su propio desierto, que se debe «templar la Verdad con sinceridad, atemperar Bondad con
51 García Bacca, J.D. (2003), Tres ejercicios literario-filosóficos sobre verdad, Caracas: Los libros de El Nacional,
p. 135.
52 García Bacca, J.D. (2001), Divertimientos y migajas, Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión,
p. 19.
53 García Bacca, J.D. (1984), Infinito, transfinito, finito, Barcelona: Anthropos, p. 80.
54 García Bacca, J.D. (1955), «La filosofía de Ortega…» [1975], p. 74.
55 Ibid., p. 70.
impetuosidad; poner a tono Belleza con deleite»56; completar los imperativos objetivos con
los subjetivos.
Ortega atemperó, en su persona y obras, con incitante ejemplaridad […] los impera-
tivos culturales con los vitales. Verdad con sinceridad. No afirmar nada, por sublime,
hierático, patente que sea, si no se lo puede sostener con sinceridad. La Verdad no
tiene derecho alguno por serlo, a no ser que pueda arrebatar, por las buenas, nuestro
sincero sentimiento.
[…] El Bien tiene que ser, y es su primer deber, aperitivo para la vida. Bien que no
sea capaz de hacerse valer ante la vida y para la vida, no es bueno. […] Ética vital,
sentida y sentible.
Ejemplarmente también para nosotros templó el imperativo cultural puro y absoluto
de Belleza con el vital de Deleite. Bello-y-bueno-de-ver, la kalo-kai-agathia, cons-
tituyó la fusión normativa, de belleza y bondad, característica de la época auroral,
heroica y típica del heleno. Bello-y-bueno-de-vivir, todo a la una y en uno, fue el ideal
de Ortega, en Moral, en Estética. Y por el atemperamiento de Belleza con deleite
resultan tan deliciosas las obras de Ortega, deliciosas de leer, deliciosas de pensar,
deleitables al gusto literario que sepa paladear y regodearse en las palabras, y no se
las trague de un golpe.57
No basta […] que una idea científica o política parezca por razones geométricas
verdadera para que debamos sustentarla. Es preciso que, además, suscite en nosotros
una fe plenaria y sin reserva alguna. Cuando esto no ocurre, nuestro deber es distan-
ciarnos de aquella y modificarla cuanto sea necesario para que ajuste rigorosamente
con nuestra orgánica exigencia.58
Verdad, Bondad, Belleza, viven por gracia de mi Libertad. Nuestro deber, dice Ortega
y recalcará García Bacca, es la distancia con aquello que nos resulta invivible y, actuando
en consecuencia, modularlo por virtud de nuestra voluntad hasta que acople con nuestra
orgánica exigencia. «La Verdad será tan verdadera cuanto quiera; mas no tiene razón, si
no se la damos. La verdad cobra razón por gracia nuestra, por don nuestro. […] El hombre
es racional, por naturaleza; pero da razones y la razón a la verdad, por gracia; y a ratos y
a veces por gana, o la niega por desgana»59. No basta con que uno tenga razón, hace falta
que se la den. Y aquí William James jugará un papel determinante; pero es ahora Ortega
quien nos ocupa.
Si Ortega es, decíamos líneas más arriba, el ojo de España es porque, a un país que sólo
sabía ver, le dio la facultad de mirar. Frente a una contemplación pasiva de ese caos que
son las ideas, frente a un detener la vista en ese orden ideal en el que todo está hecho desde
siempre y para siempre, Ortega nos enseñó a mirar activamente, a sernos ojos vivientes, a
sentirnos conocedores, en activo y eficaz sentido de la palabra. Esa fue la verdadera voca-
ción de Ortega: enseñarnos a mirar. Y de ahí brolló esa ontología que se nos brinda como
plan de trabajo para una metafísica de la razón vital, de la que, ya lo vimos, García Bacca
huía. Me pregunto, llegados a este punto, si tal metafísica resulta compatible con ese órgano
amiboide del filosofar. García Bacca no lo debió sentir así y por ello prefirió, llegado el
momento, echar el freno donde lo creyó oportuno. Él tampoco andaba libre de obsesiones,
y la suya era la de una metafísica de la creación y de la novedad. Cuando afirma: «Sólo
Ortega filosofa siempre, y escribe continuamente en filosofante estilo amiboide: en fase de
surtidor bien surtido de novedades, en evolución creadora»60; se pone al descubierto. Sus
íntimos anhelos se vuelcan en la idílica figura del maestro. De Ortega quiso aprender esa
ontología que es, en realidad de verdad, creación de la mente humana; de sus ímpetus. Quiso
aprender a mirar, que «si no hubiera más que un ver pasivo quedaría el mundo reducido
a un caos de puntos luminosos. Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que interpreta
viendo y ve interpretando; un ver que es mirar»61.
Acabo con una impertinencia plástica: a finales de los setenta, justo el año en que
García Bacca pisa de nuevo España tras su exilio forzoso en 1938 –1977–, Manuel Her-
nández Mompó inaugura, en la Galería Juana Mordó de Madrid, Alarós; circunstancias de
metacrilato que «ponen los colores y las formas en el aire, aire de la vida en libertad»62.
Permítanme imaginar por un momento –a modo de cierre visual para estas líneas; confiando
sea en realidad una apertura– que García Bacca detuvo sus pasos ante el escaparate de
la célebre galería madrileña, y allí, con los ojos clavados en un alaró, sintió deslizarse el
hálito del maestro. Mompó había dado aquel nombre a esas urnas amiboides de metacrilato
por el pueblo mallorquín en el que por entonces, rodeado de olivos milenarios, habitaba:
Alaró. «Son objetos para ver todos sus lados y para ser colocados en espacios abiertos, para
acompañar a la naturaleza»63.
Ortega nos enseñó que sólo unas pocas cosas de este mundo, además de estar patentes
a todas, están abiertas a todas; y que estar abierto «implica recibir una realidad, desco-
nectando y neutralizando su causalidad; admitirla de visita, no de invasora»64. No otra, a
mi entender, es la función de aquellos alarós. No otra es la función del filosofar, ya no en
amiboide, sino en mediterráneo: ser «meros soportes de los órganos de los sentidos»65. Es
la exigencia de nuestro mar interno. Encontrar, como lo hiciera Mompó, «un soporte que
[anule] el blanco pintado de la superficie, viéndose sólo los colores y formas en el aire,
quedando liberados del espacio limitado»66.
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65 Ortega y Gasset, J. (1966), «Meditaciones del “Quijote”» [1914], pp. 348-349. El subrayado es mío.
66 H. Mompó, Manuel (1991), «Un poco de mi vida», p. 38.
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ALESSIO PIRAS**
Resumen: Después de la muerte de Franco, Fran- Abstract: After Franco’s death, Ayala back per-
cisco Ayala volvió definitivamente a España y se manently to Spain and integrated into the intellec-
integró en la vida intelectual del país. En este artí- tual day life of the country. The main goal of this
culo se pretende repasar cómo interpretó el grana- article is to study how did Ayala interpret his role
dino su papel de intelectual comprometido en la of compromised intellectual and in which way did
sociedad y de qué manera ha reinterpretado una he renew a part of José Ortega y Gasset politi-
parte del legado orteguiano en el periodo de la cal legacy during Spanish Transition. This paper
Transición. Se estudiará, pues, su labor intelectual is going to study, then, the intellectual work of
en el marco del periodo transitorio a la democra- Francisco Ayala during the Spanish Transition to
cia, enfocando este último con un planteamiento democracy, and it will focus this historical period
que rehúya las celebraciones enfáticas al igual from a neutral point of view, avoiding both epic
que las críticas a priori. and catastrophic accounts.
Palabras clave: Transición, Ortega y Gasset, Keywords: Transition, Ortega y Gasset, Fran-
Francisco Ayala, Regreso, intelectual, Europa cisco Ayala, Intelectual, Europe, Back Home
Al hablar de Realidad, la revista que, entre otros, Francisco Ayala lanzó en Buenos Aires
en 1947, Francisco José Martín afirma que «En propiedad, la deuda de Realidad no es con
Ortega, sino con Revista de Occidente» (Martín, 2013, 172). Ahora bien, algo parecido se
puede decir de Ayala: la deuda no es con Ortega (a pesar de haber estado personalmente
vinculado a él), sino con sus ideas y con su espíritu. Ayala es orteguiano pero no es un clon
de Ortega. Y orteguiano implica un horizonte posiblemente más abierto que Ortega: lo que
me propongo aquí es trazar continuidades en el sentido más amplio posible. La tesis que
trataré de demostrar es que Ayala no se limita a recoger el magisterio de Ortega, sino que lo
actualiza, mejora, desarrolla y, finalmente, lo hace suyo. De orteguiano a ayaliano, se podría
casi decir. Pero sin que en lo ayaliano se agote y comprenda todo lo que lo orteguiano (o el
orteguismo) implica y supone.
De hecho, me ocuparé aquí de una minúscula parte del legado orteguiano en las ideas de
Francisco Ayala, articulado en dos ejes fundamentales: la política y el papel del intelectual
en la sociedad.
Los dos ejes están estrechamente vinculados entre sí. De alguna manera, sería imposible
ser un pensador del ámbito político sin mantener un firme compromiso con la sociedad en
la que se vive y de la que se habla. Tal vez al pensador sobre asuntos políticos le tocan las
mismas cadenas que atan a quien la política la practica en los parlamentos y en las admi-
nistraciones locales: no puede permitirse el lujo de la soledad. Al igual que un político sin
electores es un político acabado, un pensador político sin lectores está condenado a ser la
sombra de sí mismo, a mirarse en un espejo sin salir de su cuarto de espadas.
En lo político el intelectual orteguiano1 recoge el principio de no imponerse cadenas
ideológicas, de no someter las ideas al dogma de cualquier color y bando. La libertad como
responsabilidad y bien supremo. En estos raíles deja que las ideas avancen y se integren en
un diálogo constante y perpetuo con la realidad, que no es algo fijo e inmutable, sino que
es un continuo devenir que no se ajusta a las barreras y los compartimentos estancos de las
ideologías y las religiones. En esta praxis, el intelectual orteguiano asume un compromiso
con la sociedad preciso, que es el de proporcionarle siempre un punto de vista pulido y lo
más objetivo posible, fundamentando sus conclusiones en el estudio, análisis y observación
del mundo real, de la sociedad en la que se mueve. Rehuyendo de las utopías y decidiendo,
por esto, la mayoría de las veces, dirigir sus palabras a una minoría, la misma a la que Juan
Ramón Jiménez (2000) dedicaba su Segunda Antolojía poética en 1918.
El periodo histórico conocido como Transición sufre una indefinición temporal, debido al
hecho de que los cambios en la sociedad española fueron tantos y tan rápidos que cada uno
de ellos podía tener el valor de marcar un antes y un después definitivo. Por esta razón a la
hora de hablar de uno de los intelectuales más destacados de esta contingencia, es debido
aclarar cuál es mi perspectiva sobre la Transición democrática española.
Desde un punto de vista jurídico stricto sensu la Transición es el periodo que va de
la muerte de Francisco Franco en noviembre de 1975 al referéndum constitucional del 6
de diciembre de 1978. O sea, el lazo temporal en el que se disuelve el Estado franquista
1 Una cartografía del universo orteguiano no ha sido realmente trazada. En este contexto me limito a añadir los
nombres de María Zambrano, en representación del exilio, y el de Julián Marías, en representación del interior.
Con matices, representan dos salidas diferentes del orteguismo, prueba de su fecundidad y pluralidad. Por otra
parte, es bastante curioso el hecho de que Francisco Vázquez García en su mapa filosófico de la transición no
incluya abiertamente el legado orteguiano y tampoco incluya a Francisco Ayala entre los filósofos de la época.
Si por un lado es verdad que el granadino ha sido un pensador sui generis, debería ser innegable su adscripción
a los filósofos políticos de este periodo, siendo tal vez el que más ha contribuido en la reflexión e interpretación
del momento y del inmediato futuro.
y se crea el Estado democrático. Sin embargo, lo jurídico no puede ser siempre categoría
histórica, política o social. De hecho, para entender cuándo acaba la Transición habría que
preguntarse cuándo España es efectivamente una democracia liberal, abierta y plenamente
integrada en el panorama internacional, tanto formal como sentimentalmente.
Al mismo tiempo, la muerte del dictador no ha cambiado del día a la noche las exigencias
y peticiones de una sociedad entera. Sostener que la Transición empieza el 21 de noviembre
de 1975 sería, además de reduccionista, injusto. El mismo Ayala (2018, 127-129) subraya
en la primera edición de 1965 de España, a la fecha que la sociedad española ya había
empezado a moverse, ya había puesto en marcha una demanda clara y sin ambigüedades de
mayor abertura y democracia. El granadino, es más, identifica en el Plan de Desarrollo de
1957 y en la consiguiente apertura económica, el primer paso hacia una evolución que habría
desembocado en la liquidación del régimen franquista y su suplantación por una democracia
liberal (2018, 138). Esto se debe a la indudable mejora de las condiciones de vida de las
clases obreras y medias españolas, que han vuelto a tener conciencia de su sitio en el mundo
y, sobre todo, de dónde iba Europa por aquel entonces. La oposición interna ya no era un
asunto reservado a los vencidos, sino que los hijos de los vencedores tomaron partido junto
a ellos y la ola de descontento junto a la demanda de libertad crecieron de forma paralela a
la economía. Esta relación, bien subrayada por Ayala (2018, 132-134), sigue siendo menos-
preciada y considerada de segundo orden en el debate en torno a la Transición2. Retroceder
el comienzo de este periodo y ampliar, de esta manera, el horizonte temporal permitiría
2 La posición de Ayala, y el marco interpretativo dentro del cual lee la realidad española, está arraigado en la
perspectiva sociológica que ya desde los albores de la actual democracia, intentaba enfocar la Transición con
un horizonte más abierto –véase, por ejemplo López Pintor (1981) y, más reciente pero igualmente relevante,
Santos Juliá (1994)–. Este marco no rechaza a priori las interpretaciones de otro signo, explicadas con eficacia
por Francisco Vázquez (2009, 5): «Se ha hablado de “evolución pactada” y de “ruptura pactada”; unos han pre-
tendido dar cuenta del fenómeno viéndolo como consecuencia directa del proceso de modernización económica
y de renovación social […]. Otros rechazan este argumento tildándolo de economicista y hacen hincapié en la
presión ejercida por la oposición antifranquista, especialmente por la contestación obrera, estudiantil e intelec-
tual». Al mismo tiempo, Juan Pecourt subraya que «Tanto las interpretaciones políticas como las económicas
[de la transición], en sus versiones más crudas, muestran tendencias claramente reduccionistas» (2008, XII).
Asimismo, Pecourt agrega (id.) que para entender la complejidad de este periodo es imprescindible estudiar
los contornos de la inteligencia española y lamenta la escasez de investigaciones en este sentido. Baby (2018,
21) habla abiertamente de pactos políticos, sellados la mayoría de las veces oralmente, entre tres partes bien
precisas: las oposiciones, los franquistas reformistas y los inmovilistas. La estudiosa francesa subraya que «la
transformación del Estado franquista en un Estado democrático obedece a un conjunto de reformas paulatinas
que no implican una ruptura radical con la legalidad anterior, simbolizándose la continuidad de los hombres y
las instituciones mediante la presencia en la cima del Estado de un monarca que el proprio Caudillo había desi-
gnado sucesor». Esta interpretación la considero acertada y no es excluyente, sino que manifiesta la consecuen-
cia de la evolución de la sociedad española que se había producido a lo largo de las dos décadas que precedieron
la muerte del Dictador y que Ayala cristalizó en una serie de ensayos re-editados con el título de Transformacio-
nes. Escritos sobre política y sociedad, 1961-1991 (Ayala, 2018). Finalmente, cabe tener en cuenta el concepto
de “larga Transición” o “Transición cultural” cuyos orígenes se puede remontar a los años 50 y que, entre otros,
desgranan Olga Glondys y Giulia Quaggio (2017: 2918-2924). Este concepto es particularmente relevante a la
hora de sustentar la idea ayaliana de una Transición con horizontes temporales anchos y que describiría mejor la
evolución que se produjo en el mismo seno de la sociedad española a partir del final de los años 50 y comienzo
de los 60. Glondys y Quaggio subrayan la importancia de la Tercera España, «la de la reconciliación y difícil
consenso entre los vencedores y los vencidos, con sus respectivas narrativas culturales» (Glondys y Quaggio,
2017: 2919), de la que Francisco Ayala fue protagonista.
ver con mayor perspectiva los movimientos estudiantiles, obreros y de la burguesía liberal,
devolviéndole el papel que, en la realidad, han tenido para que la sociedad española diera
los pasos necesarios para estar preparada para un proceso transitorio, aunque defectuoso y
criticable, pacífico.
Sin embargo, si se ha asumido casi por defecto que la Transición empieza con la muerte
de Franco, diferentes y más variadas son las opiniones sobre cuándo habría acabado. No es
este el momento ni el lugar para decidirlo, pero lo que sí es importante para mis objetivos
es dejar claro que a la hora de hablar de Transición no me refiero simple y llanamente a lo
jurídico, sino a una época que va desde los años 60 y se extiende hasta, por lo menos, la
mitad de los 80: solo de esta forma, creo, sin la presunción de tener la razón, es posible tener
constancia de la complejidad e inevitabilidad de un proceso demasiadas veces puesto en tela
de juicio, o alabado épicamente, de forma superficial, ideológica y dogmática3.
Dicho esto, podemos avanzar en nuestro recorrido y ver qué significaba ser intelectual
en un momento histórico tan delicado y marcado por un cambio político y social tan con-
tundente. Este apartado podría ocupar no solo un artículo entero, sino un libro. O una tesis
doctoral. Por eso, ruego se me disculpe la síntesis y superficialidad de mi aproximación.
Remitiré, para mayores detalles, al artículo de Paul Aubert «Teoría y práctica de la Transi-
ción: el papel de los intelectuales», que considero un punto de partida imprescindible, y al
libro de Juan Pecourt Los intelectuales y la transición política: un estudio del campo de las
revistas políticas en España.
Aubert sostiene que a partir de la muerte de Franco se requiere a los intelectuales que
vuelvan a desarrollar su función de proporcionar claves de lectura del presente y una visión
del porvenir más inmediato, en un proceso transitorio que, como señala Aubert (2016, 128),
acabó siendo constituyente. Hay que reconstruir la razón: cuatro décadas de Franco han
conllevado que el intelectual llegara a ser casi irrelevante4.
3 Me refiero aquí tanto a los partidarios del relato épico, como a los detractores más endiablados. A este próposito
Carme Molinero y Pere Ysàs (2018, 243-285) desmontan ambos relatos y, lo que es más importante, advierten
al lector del uso político que se hizo y se hace de ambas lecturas distorsionadas para legitimar discursos y
conductas que, de otra forma, no tendrían justificación. En la misma línea se pone Santos Juliá (2017, 13-16)
cuando escribe que en este siglo XXI cuando se habla de la Transición muy a menudo no se está hablando de
historia, de un acontecimiento histórico, sino de política, de la política del presente. De esta manera, la Tran-
sición perdería su significado y su lectura resultaría distorsionada e incorrecta. Asimismo, hay que considerar
que España entra en la OTAN en 1982 y en la UE el 1 de enero de 1986. La adhesión del país a dichos tratados
internacionales, de manera particular el segundo, supone un cambio social de enorme impacto, ya que a partir
de entonces los Gobiernos tienen que encauzar sus políticas fiscales, industriales y financieras en pautas preci-
sas y establecidas en un ámbito supranacional para garantizar la convivencia en todo el continente europeo.
4 Esto no significa que la figura del intelectual público no existiera antes de la muerte de Franco. Como ya
señalado anteriormente, la perspectiva intelectual sobre la Transición permite ensanchar el horizonte temporal
de esta última. Lo que aquí quisiera remarcar es que hasta la muerte de Franco, es decir hasta el final de la
Dictadura, el impacto de la figura del intelectual público era, en la mayoría de los casos, reducido a una élite.
Como señalado de forma casi pictórica por Francisco José Martín: «Más que las ideas y la crítica de oposición
al régimen, importantes sin duda, en el paulatino socavamiento de la mentalidad franquista pesaron más las
turistas nórdicas en toples correteando por las playas de Málaga o Alicante y el espíritu desenfadado y alter-
nativo a las formas tradicionales de compromiso que acompañaba al despliegue de la nueva música pop y sus
conciertos. Era algo que afectaba a la raíz misma de las formas de vida dominantes» (Ayala, 2018: 12-13). Fue
solo después de recuperada una convivencia liberal y sin censuras que el intelectual ha podido tener la ocasión
de una audiencia masiva y, por eso, ser de alguna forma influyente y relevante.
Con la muerte del dictador, la recobrada libertad de expresión, la vuelta de los exilia-
dos y el fin de la clandestinidad para muchos opositores, se multiplican las tribunas desde
las cuales un intelectual puede lanzar sus reflexiones y, en apariencia, ser influyente en la
circunstancia en la que se mueve. Se trata de revistas y diarios de todo color político que
reclaman democracia y en cuyas columnas se debate sobre qué forma y aspecto deberá
de tener5. Algunas de estas realidades fueron de pura contingencia, es decir, que agotaron
su razón de ser con la Transición misma, como por ejemplo Triunfo, que se convirtió en
referente de opinión política en los años 60 y que perdió su función opositora al faltar el
objeto mismo de oposición: Franco6. Otras, como El País, lograron estabilizarse heredando
la batalla de convertir la cultura en vector de militancia antifranquista y pro-democrática. Se
restablece en pocas palabras la normalidad de un debate de ideas en torno a la res pública que
debería tener el objetivo de explicar la realidad y desvelar, cuando es el caso, los engaños
del poder. Porque el hecho de que el poder sea democráticamente elegido no le exime de
un análisis crítico. Sin embargo, los años de la Transición corresponden también a los años
en que los grandes relatos que sustentan las ideas se vienen abajo, o, por decirlo de otra
manera, es esta la época del ocaso de las ideologías, como escribió en varias ocasiones el
mismo Francisco Ayala. El ocaso de las ideologías deja a los intelectuales huérfanos de un
corpus de ideas, de uno u otro signo, que sustente su discurso. Esto produce inevitablemente
la fragmentación y la personalización del debate político que ya no se aglutina alrededor de
un marco ideológico definido y reconocible, provocando en algunos casos una sensación de
desorientación. Las ideologías construyen mundos teóricos y utópicos, que en la mayoría
de los casos se alejan de la realidad efectiva. El riesgo es que el intelectual condicione su
mirada y su punto de observación con el prisma ideológico hasta el punto de no ser capaz
de dar una interpretación del mundo que le rodea coherente y realista. Por ello, al faltar el
escudo de las grandes ideologías utópicas, el intelectual de aquella época debe enfrentarse
con una realidad posmoderna, despolitizada y acostumbrada a referencias que ya no le valen.
Aubert subraya (2016, 149) que Ayala se situaba fuera del esquema clásico del intelec-
tual de izquierdas antifranquista y simpatizante comunista. Sus conclusiones se fundamen-
taban en un análisis y estudio pragmático de la realidad española en el contexto europeo,
heredando un método de estudio que había desarrollado en su profesión de sociólogo y
que le permitía prescindir del relato ideológico para basarse únicamente en la realidad que
observaba. Con un horizonte más amplio del español, ya en los años 60 el granadino estaba
convencido de que el proceso de Transición se habría llevado a cabo sin rupturas ni grandes
enfrentamientos sangrientos. Esta era la posición de Ayala, que deriva de su decenal filiación
liberal y que choca frontalmente con la posición más intransigente de la oposición marxista,
que concibe la Transición no como tal, sino como ruptura neta con el pasado franquista. Esta
opción era inviable porque el mundo que dibuja el marxismo ha sido, en opinión de Ayala,
derrotado por la misma Historia (Ayala, 2018: 149).
5 Para un estudio completo de las revistas y publicaciones que se ocupaban de política en la época de la Transi-
ción, véase Juan Pecourt (2008).
6 Muy enfáticamente, Aubert (2019, 139) apunta que ni Triunfo ni Cuadernos para el diálogo pudieron sobrevivir
al triunfo de las mismas ideas que había propugnado.
Hay que añadir, tal y como subraya Moreno Pestaña (2012, 295),7 que el legado orte-
guiano fue el que más padeció el olvido durante los casi 40 años de dictadura. Es decir,
que los intelectuales discípulos de Ortega no tuvieron más opciones que el exilio (inclusive
interior) frustrante, a pesar de algunas excepciones ilustres como Julián Marías. Por lo tanto,
ser un intelectual orteguiano en la Transición coincidía de forma casi paradójica con la
condición de fiel in partibus infidelium que ya Ortega y Gasset (2008, 11) señalaba en las
Meditaciones del Quijote como condición peculiar del pensador en España.
En el contexto político, social y filosófico que se acaba de describir, que por un lado
requería a los intelectuales que marcaran las pautas morales e ideológicas del nuevo Estado,
y por otro coincide con un cambio en la función del intelectual en la sociedad, se eviden-
cia la desaparición de esta figura tal y como Ortega la había en cierta manera definido. Es
más, Francisco Umbral en 1983, como recuerda Aubert (2016, 149-150), lamenta la postura
esencialmente apolítica de los intelectuales del exilio de vuelta a casa, que en cierta manera
eran los que habrían tenido que heredar la tradición intelectual liberal y en los que los
intelectuales del interior reponían grandes expectativas. Ayala pide explicación a Umbral
de su comentario y el escritor le contesta con una carta de asombroso desencanto8. En esta
conyuntura de Transición, Ayala logró con cierto pragmatismo encauzar el magisterio de
Ortega en una praxis intelectual que tal vez no haya realizado nada material, pero que por lo
menos ha sabido delinear el futuro inmediato de España. Este proceso, sin embargo, empieza
ya en pleno exilio cuando Ayala decide empezar a volver, ver con sus ojos y tocar con sus
manos la realidad española9.
7 Véase también sobre este mismo tema Valera (1984) y Sesma Landrín (2001).
8 En su carta, Francisco Umbral escribe a Ayala que «ustedes fueron nuestra vida durante muchos años y, ahora
que están aquí, apenas emergen ustedes (por decisión personal, claro, y raramente colectiva) de los suplementos
literarios». La carta se conserva en la Fudanción Francisco Ayala de Granada.
9 Tal y como recuerda Aubert (2016, 129), Francisco Ayala llegó a compartir mesa con Manuel Fraga el 1 de
julio de 1963. En dicha ocasión, el granadino le aconsejó al Ministro que Franco se quedara con el encargo de
Jefe de Estado y que se nombrara un Presidente de Gobierno, para separar formalmente el poder Ejecutivo de
las funciones representativas del Estado. Este, para Ayala, era el primer paso hacia la fragmentación del poder
franquista y la disolución del estado dictatorial. El consejo no fue tenido en cuenta por Fraga, que, de hecho, se
opuso a la Ley Orgánica del Estado de 1967 que separaba la jefatura del Estado del Gobierno de la Nación en
los títulos II y III. El rechazo de Fraga para este proyecto está breve y eficazmente resumido por Gallego (2008,
9-17), el cual hace remontar el proceso de transición al momento en que esta parte de la Ley Organica de 1967
se pone en práctica, es decir en 1973, cuando Francisco Franco nombró Presidente del Gobierno Luis Carrero
Blanco. Como es bien sabido, este mismo año Carrero Blanco es asesinato por ETA y, en su lugar, se nombra
Presidente del Gobierno a Carlos Arias.
trabajos y a pesar de afirmar que escribía en ese 1949 «Para todos y para nadie. […] Nuestras
palabras van al viento: confiemos en que algunas de ellas no se pierdan» (Ayala, 2007, 207).
Con el regreso a España, es consciente Ayala de que la situación poco cambia. La prueba
la tenemos en el mismo artículo de 1949 en el cual afirma que «En resumidas cuentas, todo
el que no sea un resuelto partidario del gobierno atrae la sospecha de pertenecer, dentro de
la nación, al partido nefando e impreciso de la antipatria» (2007, 206). El intelectual, tal y
como lo concibe Ayala, nunca es partidario resuelto del gobierno y, en cierta forma, siem-
pre vive una forma de exilio, según donde físicamente se encuentre. Es esta la condición
primordial del intelectual que deriva directamente del magisterio orteguiano, como ya he
mencionado, de pensador in partibus infidelium. Y es este magisterio lo que determina el
cauce de la actividad intelectual ayaliana a lo largo de su vida y en particular después de
haber regresado definitivamente a España.
El mismo Francisco Ayala proporciona las coordenadas de su relación con Ortega y
Gasset en 1983, cuando, con motivo del centenario del nacimiento del maestro, escribe:
(…) hacia 1925 o 1926, (…) empezaron a aparecer en el diario El Sol los ensayos
que compondrían La rebelión de las masas, donde está descrito con lúcida profecía lo
que este fenómeno vendría a cumplir del modo más espectacular y más atroz; lo que
desde entonces, no ha cesado de desplegarse en maneras diversas y lugares distintos
de nuestro mundo. Así, el libro de Ortega (…) presenta una actualidad inmarcesible,
independientemente del momento en que fuera escrito y las concretas e inmediatas
circunstancias sobre las que el autor apoyara su observación de una realidad en
marcha. (…) la presencia en el terreno político de las masas que asombrarían y ate-
rrorizarían al mundo ni se había comenzado a manifestar, ni era apenas previsible; y
ahora, a la vista de ello, tiene que admirarse la gente, en España y fuera de España,
de la perspicacia casi adivinatoria con que Ortega formuló hace cincuenta años el
análisis y el pronóstico de lo que se nos venía encima. (2013, 354-355)
Las palabras de Francisco Ayala, además de subrayar la universalidad del legado orte-
guiano10, representan una declaración muy clara de una deuda intelectual que el granadino
contrajo en sus años juveniles con Ortega. Y más, un magisterio, el del filósofo, que Ayala
recoge y acoge, modula y personaliza, para nunca abandonarlo, aunque sí matizarlo con los
años. Creo que no hay que insistir en lo acertado que es declarar la actualidad de un texto
como La rebelión de las masas, al igual que el 1 de febrero de 1994 José Luis Abellán11, en su
columna del El País, trajo a cuenta España invertebrada para advertir del peligro de los nacio-
nalismos (tanto español como vasco y catalán), en la época tan solo una velada amenaza, hoy
un problema acuciante que ha paralizado la actividad legislativa del Parlament catalán de los
últimos años y cuyas recaídas no tenemos exacta percepción de la intensidad que puedan tener.
10 Si aceptamos la definición que de un clásico proporciona Italo Calvino (1992), es decir un texto que no tiene
barreras temporales y espaciales y cuyo mensaje siempre es válido en cualquier tiempo y época, La rebelión de
las masas es a su vez un clásico de la ensayística en lengua española y un texto ejemplar en la confluencia entre
filosofía y sociología, cauce este último en el que se mueve el mismo Ayala.
11 El artículo de Abellán se puede leer en la hemeroteca digital del periódico: <https://elpais.com/dia-
rio/1994/02/01/opinion/760057207_850215.html> (última consulta el 1 de abril de 2019).
La deuda de Ayala arraiga precisamente en los años en que Ortega escribía los artícu-
los que iban a componer La rebelión de las masas. Como bien sabemos en esa época el
joven granadino se integra a la tertulia de la Revista de Occidente y toca con la mano el
pensamiento político y social que vertebra el célebre ensayo. El concepto de hombre-masa,
que se escapa de cualquier categorización social y económica, y el consecuente papel que
Ortega y Gasset encomienda a las élites, esas minorías selectas, que plasman sus ideas alre-
dedor de la razón vital12, constituyen las bases y los fundamentos intelectuales del futuro
novelista, sociólogo y filósofo Francisco Ayala. Es este el legado de Ortega que sustenta la
obra político-social de Ayala y que le confiere excepcional coherencia, continuidad y poder
casi adivinatorio, cuando ya en la primera mitad de los años 60 veía como única salida del
franquismo una Transición pacífica que desembocara en una monarquía parlamentaria en
un contexto democrático liberal.
A la vuelta de su exilio, Ayala pone en marcha una praxis intelectual exquisitamente
orteguiana. Es más, esta praxis ya se podía percibir a lo largo de su destierro, cuando, a
partir de los años 60, el granadino empieza a viajar a España porque para poder escribir,
opinar y aportar soluciones necesitaba ver las cosas. Es esta una deuda que Ayala atribuye
a su trabajo académico de sociólogo. De estos viajes surge la primera edición de España,
a la fecha, texto sobre el que volveremos más adelante. La praxis intelectual Ayala no la
entiende única y solamente vinculada a la esfera académica. Rechaza, como Ortega, ence-
rrarse en su Torre de Marfil y decide bajar a la calle, ser un escritor público, como afirmará
en 1990 (2013, 17). Se da cuenta de que la única manera para que su voz pueda de alguna
manera tener peso, para que su formar parte de una minoría selecta pueda tener sentido, es
asegurarse una plaza pública. Al igual que en los años 20, la España de la Transición era una
tierra de infieles para el intelectual, el cual «estaba llamado a predicar, y que debía predicar
a la intemperie, en la plaza pública, en las páginas del noticiero cotidiano» (Ayala, 2013:
358). Estas palabras las dedica Ayala a Ortega, pero tienen relevancia para el mismo autor
granadino. Por lo tanto, empieza a publicar con frecuencia en las tribunas de Informaciones
y de El País. Desde las columnas de este último lanza cinco largos artículos que vertebrarán
la segunda edición de España, a la fecha, publicada en 1977. Creo que es bastante evidente
que el recurso de utilizar un periódico para “estrenar” las piezas que van a componer un
ensayo es de clara raíz orteguiana13.
Con respecto a los contenidos, en cambio, la deuda de este texto es más bien con
España invertebrada: ¿qué era el ensayo de 1921, sino el intento de poner un punto sobre
la actualidad de España en la época, individuar sus dolencias y proponer una vía para
encontrar la cura? Que es bien diferente de indicar cuál es esta cura; de hecho, el papel
del intelectual no es cuidar al enfermo, sino dar al médico (el político, en este caso) las
herramientas para hacerlo.
12 En el mismo texto citado, «Ortega y Gasset: su imagen, su estilo», Ayala escribe a propósito de la razón vital:
«(…) procura un equilibrio de razón y vida que, contrapuestas como lo estaban en el pensamiento de Unamuno,
se integran ahora para hacer de aquélla una función de ésta, y por cierto la que sería función principal en la
peculiarísima vida humana» (Ayala, 2013: 359)
13 No ha de extrañar que a la prensa escrita Francisco Ayala dedique su discurso de entrada en la RAE, La retorica
del periodismo.
Lo que escribe Ayala con referencia a la esfera política y social tiene como punto de
partida una posición despojada de ideología y que se sustenta en una profunda conciencia
liberal14. Ayala actualiza durante toda su vida el discurso liberal orteguiano que, en cierto
momento, se había estancado en los pantanos de la Historia de Occidente. En el «Prólogo
para franceses» de 1937 de La rebelión de las masas, Ortega (1998, 135) no esconde que
la democracia liberal, en la que bajo el amparo de la ley las minorías podían actuar y vivir,
había dejado paso a «una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley».
Cuatro décadas y media más tarde, en 1981, en el famoso artículo «¿Libertad, para qué?»,
Ayala avisa de que la democracia solo es el sistema menos malo, pero «el que mejor garan-
tiza la convivencia general, aquel en que la autoridad, sin abdicar de sí misma, reduce a lo
indispensable la coacción del poder público, permitiendo así que cada cual, según el propio
talante, se edifique su propio paraíso o su propio infierno privado» (Ayala, 2013: 140). La
democracia liberal es el sistema que mejor garantiza la menor intervención del Estado en la
vida del individuo, al que se garantiza el máximo desarrollo de sus aspiraciones y propósi-
tos y en el que puede gozar del don supremo de la libertad. Sin embargo, la libertad es tal
porque está reconocida y limitada por el Estado liberal, y «comporta una responsabilidad
exigente en grado sumo» (Ayala, 2013, 139). Es este un punto fundamental del pensamiento
liberal de Ayala porque remite directamente a la razón vital orteguiana y, en concreto, a La
rebelión de las masas.
Cabe preguntarse en qué se evidencia esta «responsabilidad»: en el hecho de que ejercer
la libertad significa decidir y decidir significa en última instancia vivir. Tal y como escribía
Ortega (1998, 163): «Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo
que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad.
Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido
no decidir». «¿Libertad, para qué?» solo es uno de los ejemplos de cómo Ayala actualizó
el discurso político de Ortega sin rechazarlo nunca. Hijo de otro tiempo, entre otras cosas
Ayala ya no considera América como la hijastra de Europa y hace de su experiencia de vida
en Estados Unidos un valor añadido a su reflexión sobre la democracia liberal. Tal vez,
fue precisamente un excesivo ensimismamiento en Europa lo que no le permitía a Ortega
ver en América una posible salida del infierno de finales de los años 3015. En la relación
con América reside una de las más evidentes diferencias entre maestro y discípulo y, sobre
todo, uno de los ámbitos en que mejor se aprecia el alcance del magisterio orteguiano y sus
potencialidades como herramientas para interpretar el tiempo que se está viviendo16.
14 En el prólogo al VI volumen de las Obras completas de Ayala, Santos Juliá (Ayala, 2013, 17-18) recuerda el
legado de otro pensador liberal español, tal vez el primero de su estirpe, Mariano José de Larra.
15 El eurocentrismo ciego de Ortega y Gasset constituye uno de sus límites más evidentes y ha proporcionado
a sus detractores un espacio de crítica a priori ampliamente disfrutado (véase el demoledor artículo de Faber
(2015)). Sin embargo, en la época en que Ortega escribía La rebelión de las masas, ya era un clásico casi
universal de las ciencias políticas el ensayo de Toqueville (1993) sobre EEUU y la calidad de la democracia
americana, con sus estrechos vínculos con el pensamiento de Stuart Mill (1970) contenido en Sobre la libertad.
Esto para decir que la superioridad moral de Europa era algo indudablemente anacrónico y que ha limitado
enormemente el horizonte de Ortega, pero no el alcance del orteguismo, como demuestra el mismo Ayala.
16 Son numerosas las columnas que Ayala, regresado a España, dedica a EEUU con el claro objetivo de dar a
conocer los mecanismos (y los límites) de uno de los regímenes democráticos más sólidos del mundo. Véase
Ayala (2013).
17 Véase como fuente primaria Ortega y Gasset (2015) y como fuente crítica: Sebastian Lorente (1994), Fioraso
(2005) y García Fernández (2017).
18 La conferencia está publicada en Ayala (1931). Se leyó en el marco de los trabajos de la Asamblea de la Socie-
dad de las Naciones de 1931, llamada a debatir, entre otras cosas, el Memorandum sur l’organisation d’un
régime d’union fédérale européenne presentado en el mayo de 1930 por el Ministro de Exteriores francés, Ari-
stide Briand. En el memorando los 27 Estados europeos miembros de la Sociedad de las Naciones reconocen la
necesidad de constituir «entre peuples d’Europe, d’une sorte de lien fédéral qui établisse entre eux un régime de
costante solidarité» (9). A pesar de no haberse concretado en la década de los 30, el memorando de Briand fue
retomado y utilizado como punto de partida en la segunda posguerra mundial para la creación de la CEE (hoy
UE), que nació en Roma en 1957.
Pues solo hemos conseguido en este trabajo brindar al público unas cuantas sugestiones
acerca de las grandes directrices sobre que debe marchar la opinión y la acción espa-
ñola ante el Memorándum Briand para la organización de un régimen de Unión federal
europea, cuyo proyecto ha de ser, sin duda, eje de la política internacional en los años
venideros, y cuya decisión –según afirma en su último libro José Ortega y Gasset–, es
lo único que «volvería a entonar la pulsación de Europa». (Ayala, 1931, 21)
[…] para España la admisión a ese club ha sido, no hay duda, un hecho de gran
alcance histórico, cuya importancia apenas si podemos calcular todavía, por cuanto
que, sacando a este país nuestro del prolongado aislamiento y marginación en que
se ha mantenido desde que perdiera la hegemonía imperial, lo sitúa otra vez en el
terreno de las realidades contemporáneas. (Ayala, 2013, 920)
Esto implica que España «entra a compartir de lleno las decisiones históricas» (2013,
917), hecho de gran importancia para un país que hasta 10 años antes vivía en el más antihis-
tórico régimen dictatorial europeo. Asimismo, Ayala ve en la adhesión de España a la Comu-
nidad Europea la superación definitiva no solo del nacionalismo español, sino también de los
nacionalismos locales, ya que el centro de las decisiones se movería de Madrid a Bruselas
y, por eso, desaparecerían por completo «los recelos de imposición cultural ejercida desde
el centro de la Península» (Ayala, 2013, 919). Creo que no hace falta decir que, leídas hoy
estas palabras, nuestro pensador haya cometido pecado de excesivo optimismo y confianza.
4. ¿Se pueden definir continuidades y rupturas con Ortega y la etapa del exilio?
Según la muy conocida ley de la conservación de la masa, nada se crea y nada se des-
truye, sino que todo se transforma. El pensamiento de Ortega sobrevive al mismo Ortega,
se hace orteguiano y se transforma en otra cosa por medio de sus discípulos. Entre ellos,
Francisco Ayala. Más que de continuidades, habría que hablar de desarrollo y actualización,
de una puesta al día de una manera de pensar e interpretar el mundo y el papel del intelectual
en la sociedad. Los medios a disposición en los años 20 no eran los mismos que en los años
70 y 80. Sin embargo, la importancia de la élite, de las minorías selectas sigue vigente. El
intelectual tiene que adaptar su discurso a la Historia y a la tecnología. Era algo que Ortega
en su tiempo, y Ayala en el suyo, sabían perfectamente. El granadino, por lo tanto, se puede
definir como un intelectual orteguiano de vuelta a casa, por dos razones:
1) en la praxis nunca renuncia a su compromiso y a lanzar su voz en la plaza pública para
iluminar el camino de sus lectores, incluso cuando sus ideas pueden encontrar el desacuerdo
de la mayoría: Ayala sabe que no es un político y, por eso, puede prescindir del consenso;
Bibliografía
MARTÍN PRESTÍA*
Resumen: El presente trabajo tiene como pro- Abstract: This paper aims to highlight an aspect
pósito poner de relieve un aspecto de la tercera of Ortega y Gasset’s third visit to Argentina, still
visita de Ortega y Gasset a la Argentina aún des- unknown by critics: the reception of the lessons
conocido por la crítica: la recepción de las lec- he dictated in Amigos del Arte by Carlos Astrada
ciones que el español dictara en Amigos del Arte (1894-1970), one of the most important Argen-
por parte de Carlos Astrada (1894-1970), quien tine philosophers of the twentieth century, the
fuera uno de los mayores filósofos argentinos main introducer of Martin Heidegger’s philo-
del siglo XX, introductor de la filosofía de Mar- sophy to Argentina, and a spreader of Edmund
tin Heidegger a la Argentina y difusor del pen- Husserl and Max Scheler’s thought. The review
samiento de Edmund Husserl y Max Scheler. La of the lessons appeared in an article published in
recensión de las lecciones por parte de Astrada the nationalist newspaper El Pampero under the
apareció en un artículo publicado en el diario title “El Centauro y los Centauristas. La origina-
nacionalista El Pampero bajo el título de “El Cen- lidad del señor Ortega y Gasset” on November
tauro y los Centauristas. La originalidad del señor 23, 1939, which I have found in the course of
Ortega y Gasset” el 23 de noviembre de 1939, que my investigations. It shares the general tone of
hemos encontrado en el curso de nuestras inves- “marginalization” with which Ortega was recei-
tigaciones y que presentamos a continuación. La ved by the Argentine intellectual and academic
misma siguió el tono general de «marginación» environment. Likewise, this reception is one of
con el que Ortega fue recibido por el ambiente the instances of a complex philosophical rela-
intelectual y académico argentino. Asimismo, tionship between the Argentine philosopher and
esta recepción es una de las instancias de una Ortega, which in the present work I can only
compleja relación filosófica del argentino con la aspire to briefly point out.
figura del español, que en el presente trabajo sólo Keywords: José Ortega y Gasset, Carlos Astrada,
podemos aspirar a apuntar brevemente. Argentinian Philosophy, existentialism.
Palabras clave: José Ortega y Gasset, Carlos
Astrada, filosofía argentina, existencialismo.
El tercer viaje de Ortega y Gasset a la Argentina es, como puede inferirse del célebre tra-
bajo de Tzvi Médin (1994, 123 ss.), un viaje ambiguo. La disciplina filosófica argentina, que
tanto le debía en su despliegue —fundamentalmente a raíz de la visita inaugural, de 1916—,
recibe al madrileño con la sospecha de que su palabra no tiene ya el ademán creador que le
reconocía antaño. La que una vez fuera «la nueva generación» americana, portadora de una
«nueva sensibilidad» y protagonista de la Reforma universitaria de 1918, no lo admite ya en
la galería triunfal de sus «maestros». En contraste, mientras los ambientes específicamente
intelectuales prácticamente no recogen el eco de su visita, la popularidad orteguiana crece
sostenida y ampliamente, lo cual se comprobó en sucesivas reediciones de algunos de sus
libros de años anteriores. De ese modo, “a pesar de la marginación que sufrió Ortega espe-
cialmente por parte de los círculos académicos profesionales, su obra continuó siendo parte
esencial de la cultura argentina en esos años flacos para el autor en lo personal” (Médin,
1994, 131). El trabajo de Médin tiene la virtud de mostrar que, para comprender ese doble
aspecto del tercer viaje orteguiano —de «marginación» al mismo tiempo que de «vigencia»,
si bien en dos ámbitos distintos—, es necesario considerar tanto los motivos que hacen a la
estricta disciplina filosófica como los políticos y, en sentido amplio, “culturales”.
En las lecciones de 1939 pronunciadas en Amigos del Arte Ortega tiene que aclarar —
una vez más— que lo que él hace es, ante todo, filosofía, y no literatura, y la defensa de esa
acusación es un claro síntoma del lugar en que los filósofos argentinos, en pleno proceso
de profesionalización, lo han colocado1. Así, en la cuarta lección decía: “[p]erdónenme
que les diga —y lo saben quienes de antiguo me leen o me escuchan—, yo no hago nunca
sólo literatura. No porque me parezca mal la literatura sino porque ella no es mi quehacer”
(Ortega y Gasset, [1939] 2009: 310). Y reforzaba esa idea al finalizar la sexta y última de
las lecciones impartidas en 1939 en aquella institución, recurriendo a su célebre imagen del
«centauro» y con un dejo irónico:
[y] por eso me importan tan poco discusiones como esa discusión que se discute, no
en los pueblos creadores pero sí en los otros, discusión que durante toda mi vida me
acompaña humilde y caricaturesca como si fuera una sombra, […] la discusión, seño-
res, de que si soy literato o filósofo. […] ¿Por qué no de ser, en definitiva, imposible
saber si soy lo uno o lo otro? ¿Por qué no había de ser centauro de ambos? Se trataría
no más de una especie nueva, suponiendo que fuera nueva —que no lo es ni mucho
menos—, pero no quiero ampararme en nombres demasiado famosos; se trataría en
1 Sobre la profesionalización de la filosofía argentina, cf. Alberini (1949), Oviedo (2005), Pró (1965), Romero
(1950; 1952), entre otros.
todo caso de una especie insólita. Y como el espíritu, cualquiera sea su dosis genial
o modesta, es siempre fecundo, quiere decirse que, centauro yo, mi influjo suscitaría
algunos centauritos, a quienes tal vez no les fuese del todo mal en la vida… (Ortega
y Gasset, [1939] 2009, 362).
2 Apenas desatada la guerra, la revista dirigida por Victoria Ocampo dedicará un número especial a la conflagra-
ción, tomando una activa posición militante a favor de los aliados, lo que contrastaba con la postura indefinida
de Ortega.
3 Para una exposición exhaustiva de la tercera visita de Ortega a la Argentina y sus diversas intervenciones
públicas, como así también la recepción de las mismas por parte de diversos periódicos y revistas culturales, cf.
Campomar (2016).
4 El texto es también desconocido por la crítica astradiana; lo hemos encontrado en el curso de nuestras investi-
gaciones en torno a la obra y vida del filósofo argentino.
como un eslabón más a la compleja relación del argentino con la figura del español, que
aquí sólo podemos aspirar a apuntar brevemente5.
Como sugeríamos algunos renglones más arriba, Ortega y Gasset fue, junto a Miguel
de Unamuno y, en menor medida, Eugenio D’Ors, parte de aquella serie de maestros que la
generación reformista «se dio a sí misma», según el célebre pasaje del Manifiesto Liminar
de 19186. De esas jornadas formó parte activa Astrada, integrando el ala libertaria, romántica
y vitalista de la Reforma, que buscó impugnar la hegemonía que la Iglesia católica tenía
en Córdoba sobre la cultura y la educación —en términos amplios, no sólo universitaria7.
Asimismo, la formación juvenil de Astrada tuvo lugar en el ámbito de una reacción contra
el positivismo, la filosofía e ideología dominantes en el país. En ese sentido, el ala de la
Reforma que integraba nuestro autor también alzó la bandera de lo que se pretendía una más
amplia y adecuada concepción de la tarea científica y el pensamiento humanos.
El problema del positivismo era medular en Buenos Aires y La Plata, donde dominaba
los claustros universitarios. La importancia que desde el decanato y la cátedra tuvieron los
filósofos Alejandro Korn y Coriolano Alberini en la devaluación del positivismo —desde
antes, incluso, de la Reforma universitaria— no puede subestimarse (Velarde Cañazares,
2013: 65), como así tampoco la actuación de Rodolfo Rivarola, decano de la facultad de
Filosofía. El primer viaje de Ortega a la Argentina se engarzó a la reacción contra el posi-
tivismo que estamos describiendo8. La impugnación que Ortega realizara del positivismo le
valió entreverarse en una disputa pública con Alberto Palcos, que defendía posiciones cer-
canas a las de José Ingenieros —que era el principal destinatario de los ataques de Ortega y
decidió no entrar en la polémica de manera directa9. No obstante, la importancia del primer
5 Más allá de la presencia textual de Ortega en los escritos astradianos, falta aún un estudio que pueda mostrar las
posibles influencias del madrileño en el argentino y, aún, las afinidades temáticas entre ambos.
6 “La juventud vive siempre en trance de heroísmo. Es desinteresada, es pura. No ha tenido tiempo aún de conta-
minarse. No se equivoca nunca en la elección de sus propios maestros. Ante los jóvenes no se hace mérito adu-
lando o comprando. Hay que dejar que ellos mismos elijan sus maestros y directores, seguros de que el acierto
ha de coronar sus determinaciones. En adelante solo podrán ser maestros en la futura república universitaria los
verdaderos constructores de alma, los creadores de verdad, de belleza y de bien” (Roca, 1918, 79).
7 Para una mirada de la relación de Carlos Astrada con el movimiento reformista universitario de 1918, en la que
se incluye una serie de breves consideraciones en torno a la influencia de Ortega entre la «nueva generación»,
cf. Prestía (2018).
8 José Ortega y Gasset llegó a la Argentina en julio de 1916 y permaneció hasta finales de año, pasando por
varias ciudades: la capital del país, La Plata, Rosario, Mendoza, Tucumán y la propia Córdoba, por nombrar
las principales escalas de su viaje. Para una exposición exhaustiva del primer viaje de Ortega y sus diversas
intervenciones públicas —conferencias, cursos, artículos—, como así también la recepción de las mismas por
parte de diversos periódicos y revistas culturales, cf. Campomar (2009).
9 En un curso dictado durante los primeros meses de 1916, antes de la llegada del madrileño al país, Ingenieros
menciona a Ortega, colocándolo a la cabeza del grupo de “los neokantianos españoles” que “cultivan el derecho
y no desdeñan las matemáticas”, “no profesan las ciencias naturales” y “entienden ejercer una función moral y
política”. Ingenieros admite además que, aunque no se ha “exteriorizado aún en obras filosóficas, su influen-
cia cultural es ya muy apreciable”. Como parte del grupo destaca, además del “distinguidísimo profesor José
Ortega y Gasset”, a “Manuel G. Morente, Luis de Zulueta, Domingo Barnés, Francisco Rivera y Pastor, De los
Ríos y otros jóvenes”. La mención de Ortega, halagüeña, es en realidad ambigua, dada la caracterización gene-
viaje del español no se limitó a ello. Ortega dictó una serie de conferencias fundamentales
para el despliegue de la filosofía en nuestro país, introduciendo, entre otros autores alema-
nes, a Edmund Husserl, Max Scheler y Heinrich Rickert, al tiempo que dedicó un curso a la
Crítica de la razón pura de Kant. Asimismo, Ortega legó una serie de términos que se harían
verbo y carne en el movimiento reformista: la «nueva generación» y la nueva sensibilidad,
que venían a ensamblarse con el modernismo latinoamericano y el juvenilismo romántico
de Ariel10. Como habrían de reconocer muchos años después los propios Korn (1936: 280)
y Alberini (1949: 73) recordando la visita de 1916, Ortega y Gasset resultó, entre nosotros,
«más que un hombre, un acontecimiento». Su presencia en la obra juvenil astradiana es
innegable: durante la década de 1920 el argentino lo cita copiosamente, e incluso toma
parte de su lenguaje para desarrollar sus propias ideas, siempre con sentido crítico11. En sus
textos juveniles celebra en el madrileño al hombre preclaro de la «nueva sensibilidad», al
“espíritu de vanguardia y fino avizor de las variaciones que se insinúan en la sensibilidad
contemporánea” (1924, 185), a “una de las mentes más calificadas de esta hora ortal de la
sensibilidad de nuestro tiempo” (1926, 2).
En 1927 el filósofo argentino gana una beca para el perfeccionamiento de sus estudios
en Europa y parte hacia Alemania en busca de recibir de primera mano la formación filo-
sófica que, hasta ese momento, había cultivado en gran parte de manera autodidacta. En su
primer semestre en Colonia asiste, en la Facultad de Filosofía, a las determinantes lecciones
de Max Scheler sobre Antropología filosófica. Con él pronto traba una relación de amistad
y discipulazgo, hasta que la muerte arrebata al maestro el 19 de mayo de 1928, segando la
órbita vital de un pensador que, con tan sólo 53 años, se encontraba en la plenitud de sus
posibilidades, perfilándose como una de las mentes más poderosas y penetrantes de Alema-
nia. Tras el deceso de Scheler, Astrada se radica en Friburgo, donde se produce el encuentro
determinante con la filosofía «existencial» de Martin Heidegger, que estaba en el centro de
las discusiones filosóficas a raíz de la publicación de Sein und Zeit [Ser y tiempo] (1927),
su obra señera. A partir de entonces, y hasta el final de sus días, la producción astradiana
no abandonó la senda abierta por el filósofo de Messkirch: incluso las críticas que desliza
—al «segundo» Heidegger, por ejemplo— son realizadas bajo la órbita de su pensamiento.
También en Friburgo estudia con Edmund Husserl —con quien entabla una relación de
ral que hace Ingenieros del neokantismo y de la labor del grupo: “[a]lgunos universitarios jóvenes, convencidos
de que no hay tradición filosófica española han creído de provecho introducir en España una de las escuelas
que están de moda en Europa. Dado el profundo sentimiento antifrancés de los españoles, en vez de acudir a
Bergson optaron por el neokantismo de Marburgo, su equivalente alemán como filosofía ecléctica, equidistante
de la atrasada escolástica española y del naturalísimo científico muy resistido en España” (Ingenieros, [1916]
1957: 93). Precisamente este “naturalismo científico” era la posición que encarnaba Ingenieros.
10 La bibliografía en torno a este tema en la obra de Ortega y Gasset es muy numerosa; para una síntesis del modo
en que esos y otros conceptos fueron apropiados por la vanguardia cultural latinoamericana, cf. Médin, T (1994:
16 ss.). Asimismo, prácticamente toda la bibliografía especializada en torno a la generación reformista coincide
en señalar, junto al español, los afluentes arielista y modernista.
11 Una mirada rápida a los títulos de algunos trabajos de la época —y también de años posteriores— lo confirma:
“La deshumanización de Occidente” (1925); “Imperativo de Plasticidad” (escrito en 1926 y publicado en
1927), “Meditación de Rumipal” (escrito en 1935 y publicado en 1939); “Para un Programa de Vida Argentina”
(1943). A ello hay que sumarle la utilización de algunos términos típicamente orteguianos, tales como «nueva
sensibilidad», «nueva generación», «fondo insobornable», entre otros.
amistad—, Nicolai Hartmann, Helmuth Plessner, Oskar Becker, Martin Hönecker y Fritz
Kauffmann. En diciembre de 1930 retorna a Colonia y se matricula en la Universidad de
Bonn, donde asiste a un curso de Estética con Friedrich Behn hasta que debe emprender el
regreso a su país, en 1931, impelido por las condiciones económicas desfavorables. En sus
cuatro años de estadía Astrada estrechó vínculos, dentro y fuera de los claustros, con filó-
sofos de la talla de Hans-Georg Gadamer, Otto Bollnow, Herbert Marcuse, Ernesto Grassi,
Karl Löwith, Eugen Fink, Richard Kroner y Wilhem Szilazi, entre otros12.
Aún radicado en Alemania, y en los años siguientes a la muerte de Max Scheler, hasta
1931, Astrada dedica tres artículos a las últimas direcciones de la filosofía de quien fuera su
maestro. De ellos destacamos “Max Scheler y el problema de una antropología filosófica”
(1928) en el cual, tras presentar los lineamientos esenciales de la concepción scheleriana
del ser humano y su «puesto en el cosmos», menciona las indagaciones de “otros filósofos
representativos” tales como Simmel y Ortega y Gasset —de quien cita “Vitalidad, alma,
espíritu” (1924)—, que confirmarían la necesidad de establecer una antropología filosófica
como punto de partida de toda otra indagación filosófica. En ese sentido, uno de los puntos
interesantes de estos artículos reside en la inicial impugnación de las posiciones heidegge-
rianas de Sein und Zeit, amparado en las críticas y objeciones que desliza el propio Scheler.
La analítica existencial heideggeriana recorre una senda del pensar divergente a la de una
antropología filosófica, que por esos años nuestro autor creía el desarrollo necesario de una
filosofía «a la altura de los tiempos». Así, en las primeras líneas de su artículo “La proble-
mática de la filosofía actual” (1929) —en lo esencial, una recensión del célebre debate de
Davos protagonizado por Martin Heidegger y Ernst Cassirer— menciona la “fundamentación
de la metafísica” y la “antropología filosófica” como las “dos direcciones básicas” del pensa-
miento filosófico alemán contemporáneo. De esa relación afirma: “[l]a interrogación sobre la
metafísica se funda en la interrogación acerca del hombre. La Metafísica por tanto ha de ser
referida a la antropología filosófica” (Astrada, 1929, 115). Estas lecturas tentativas hallaron
su “criba ontológica” —según feliz expresión de Guillermo David (2004, 79)— recién en El
juego existencial (1933), primer libro de Carlos Astrada, en el que saluda a Heidegger como
“el filósofo de más significación de occidente, en la hora actual” (Astrada, 1933a, 9). En él
realiza un ajuste de cuentas, en nombre de la analítica existencial del Dasein, con toda su
formación filosófica previa: Max Scheler, Georg Simmel, Edmund Husserl, Wilhem Dilthey
y José Ortega y Gasset.
En lo que concierne a nuestro tema, en el capítulo III, “Coexistencia y oposición sujeto-
objeto”, Astrada expresa que el punto de vista de Ortega en torno a la relación del «yo»
y los «otros» “no es más que el inoperante de la «Einfühlung»”, esto es, “la «proyección
sentimental» o «endopatía» de los psicólogos alemanes” (Astrada, 1933a, 92). Para Astrada,
tal visión queda alejada de toda posibilidad de dar con la estructura ontológica de la exis-
tencia que, en tanto «estar en el mundo», es siempre un existir con otros, un «coexistir». En
ese sentido, “[l]a endopatía, tal como nos dice Heidegger, no constituye el coexistir, sino
inversamente es a base de este último que aquella es posible, siendo motivada (y aún más,
justificada) por obra de los modos deficientes y predominantes del coexistir” (Astrada, 1933a,
12 Para una rica exposición biográfica de los años de estadía europea de Carlos Astrada, ilustrada con numerosas
piezas de su correspondencia personal, cf. David (2004, 45-78).
91). Y ya comentando directamente a Ortega dice que de sus afirmaciones “está ausente la
menor sospecha de la verdadera estructura ontológica de la existencia; vale decir, de que la
comprensión de los «otros» yace implicada en la comprensión del ser de la propia existen-
cia” (1933a, 92). Por último, Astrada apunta también, siempre en línea con la problemática
desplegada por Heidegger y de manera crítica, que en el “escritor español” —y el uso de esa
expresión para caracterizar a Ortega no es casual— “no hay estricta discriminación entre vida
y existencia” (1933a, 92). Que en su primer libro dedique tanto espacio a la impugnación de
una visión a la que considera “inoperante” —y a un “escritor”— nos habla, en verdad, de la
importancia de la figura de Ortega y Gasset y del influjo que su palabra irradiaba sobre el
público filosófico local.
En el mismo 1933 realiza otro ataque a la filosofía orteguiana. Aparece en el marco de
la edición de la conferencia de Astrada “Heidegger y Marx. La historia como posibilidad
fundamental de la existencia humana”, dictada en el año anterior, y en la que apuntaba a
establecer un vínculo entre el “el más grande metafísico occidental de esta hora”, y “el
economista teórico y revolucionario práctico de tan hondo influjo en el área histórica de
las discusiones y luchas del presente” (1933b, 1053). Esa línea, interrumpida durante las
décadas de 1930 y 1940, habría de ser, en definitiva, la indagación a la que dedicó buena
parte de su filosofía política final, tras su viraje al marxismo, y que sintetizó bajo el nombre
de «humanismo de la libertad». En una nota a pie de página de la edición de la conferencia
citada critica, un tanto apresuradamente —cosa que, lamentablemente, fue en Astrada una
práctica habitual que resintió parte de sus desarrollos—, la noción de «circunstancia» de
Ortega, al considerarla ajena a una indagación ontológica como las que alcanzan Marx y
Heidegger y, como tal, insuficiente (1933b, 1058).
Creemos, sin temor a incurrir en una exageración, que lo que está detrás de estas críticas
es, a un tiempo, cierta pretensión de «liderazgo» filosófico en el ámbito hispanoparlante,
como así también una disputa por la autonomía intelectual de Latinoamérica, particularmente
de Argentina13. De algún modo, la impugnación se trata de un secreto «parricidio», gesto
y proceder ante el que prácticamente todo filósofo de fuste se encuentra en su vida. No
obstante, más allá de las modulaciones de carácter personal —donde entra a jugar incluso
la vanidad—, estos movimientos pueden leerse como otros tantos episodios del proceso de
profesionalización de la disciplina filosófica argentina.
Las líneas que planteamos se ven confirmadas al año siguiente, en junio de 1934, cuando
Astrada escribe una violenta diatriba con motivo de la publicación del trabajo de Ortega
“Guillermo Dilthey y la idea de la vida” en Revista de Occidente14. En su ensayo, Ortega
menciona al filósofo Francisco Romero15 como el primer autor que ha presentado una expo-
sición sobre el pensamiento diltheyano en habla castellana:
13 Cabe destacar que, por estos años, Astrada comienza a elaborar su pensamiento en torno al “ser nacional”
argentino, con el artículo “La existencia pampeana” (1934).
14 El ensayo de Ortega fue publicado originalmente en los números 125, 126 y 127 de la Revista de Occidente en
noviembre, diciembre y enero de 1933 y 1934 respectivamente.
15 Francisco Romero y Carlos Astrada aún mantenían vínculos por esos años, que se romperán hacia el final
de la década por motivos políticos. Un testimonio de esa relación es la carta que José Babini, matemático e
historiador de la ciencia, le envía a Romero el 27 de abril de 1934, en la que menciona el ensayo de Ortega y
refiere haber comentado con Astrada “el desconocimiento de Ortega respecto a las contribuciones americanas
[a]l corregir estas pruebas veo el anuncio de un ciclo de tres lecciones que sobre
Dilthey habrá dado a estas horas D. Francisco Romero en la Facultad de Filosofía y
Letras de Buenos Aires. Tal curso habrá sido la primera contribución hispánica —el
autor nació en España— al estudio de Dilthey, y es seguro que, además, será muy
estimable trabajo, dadas la serenidad y cuidadosa información de este excelente pro-
fesor (Ortega, [1933] 2004, 249).
El artículo de Astrada, “Contribución argentina y española sobre Dilthey. El caso del filó-
sofo español Ortega y Gasset”, pretende responder al juego de «precursiones» que plantea
Ortega. Así, tras criticar la tan declamada “originalidad” de Ortega y realizar un comentario
sobre la explicación —y justificación— del “retardo” de éste en llegar al pensamiento de
Dilthey, termina por reclamar la «paternidad» en la introducción de Dilthey al español.
Aunque la cita es algo extensa, vale la pena reponerla para poner de manifiesto el carácter
virulento, francamente irónico, de la pluma astradiana:
[e]l señor Ortega dice, en una de las notas a la primera parte de su trabajo, que “no
ha sido traducida al español, que yo sepa, ni una sola línea de Dilthey” y que “no
habrá más de cuatro o cinco personas, si las hay, en el mundo de habla española,
que conozcan su obra”
[…] Habrá sido, sin duda, una sorpresa para el escritor español que una de las “cua-
tro o cinco personas” que conocen a Dilthey se le haya anticipado en contribuir a su
estudio. Pero se consuela haciendo constar que el señor Romero es español. Para el
señor Ortega tenía suma importancia dar a entender que, en lo que a labor intelectual
respecta, España es la metrópoli y la Argentina y los demás países latinoamericanos
sus colonias. Digamos que el señor Romero no sólo se ha anticipado a su compatriota
con ese ciclo de tres clases sobre Dilthey (iniciadas el 22 de noviembre), sino que
en 1930 publicó un artículo sobre “Guillermo Dilthey” en [la revista] Humanidades
de La Plata. En dicho artículo el señor Romero se refiere al carácter de la labor de
Dilthey y hace algunas consideraciones en torno a la concepción de la psicología
de éste. Hasta aquí la contribución española sobre Guillermo Dilthey. Ahora vamos
a documentar una contribución argentina al estudio y conocimiento de la obra del
ilustre creador de las “Ciencias del espíritu” (Astrada, 1934, 9).
sepamos, quien primero se ocupó de Guillermo Dilthey” (1934, 9)16. El artículo de Astrada
continúa —no sin cierto patetismo y pedantería— con una crítica de la labor de traducción
llevada adelante por la biblioteca de Revista de Occidente, que Ortega dirige. Una vez más,
lo que se disputa con ello es la autonomía intelectual del continente americano; sus filósofos,
en trance de profesionalización, pueden acudir a las fuentes originales, y ello “sin vernos
obligados a acudir a las traducciones no siempre cuidadas y a veces malas que publica la
biblioteca de esa revista” (1934, 9).
Astrada repetirá algunos de estos gestos en la tercera y última visita de Ortega a nuestro
país, en el texto que presentamos a continuación, “El Centauro y los Centauristas. La origi-
nalidad del señor Ortega y Gasset”. El artículo fue publicado con el pseudónimo de “Brau-
lio Marín” en el diario nacionalista El Pampero el día 23 de noviembre de 1939, es decir,
algunas semanas después de la última de las lecciones pronunciadas por Ortega en Amigos
del Arte ese año, que el argentino comenta. El Pampero defendía posiciones neutralistas en
la guerra, que se combinaban con abiertas simpatías por el Eje. Por ese entonces Astrada
colaboraba aún con la revista Sur y el diario La Nación, medios aliadófilos y tradicionales
tribunas de pensamiento orteguiano —lo que puede explicar, en parte, el uso de pseudónimo.
No obstante, su última colaboración con la revista de Victoria Ocampo será, precisamente,
en noviembre de 1939 (Sur, n°62, Año IX), con el artículo “La antropología filosófica y su
problema”, mientras que el último ensayo publicado en el diario de la familia Mitre será
“Rilke y la muerte propia”, el 14 de abril de 1940. Presumiblemente, la interrupción de las
colaboraciones se deba a la posición que ambos medios adoptan en la conflagración bélica,
que contrastará con la participación de Astrada en diversas publicaciones periódicas y cír-
culos político-culturales «neutralistas», algunos de ellos germanófilos, durante los primeros
años de la década de 1940.
En efecto, el filo de las décadas de 1930 y 1940 encuentra a Astrada desempeñando
actividades de «militancia» nacionalista, compartiendo espacios con intelectuales de similar
tendencia, muchos de ellos católicos —él, que desde su juventud había sido rabiosamente
anti-clerical y ya en sus años de reformista había impugnado el tomismo. Incluso publica
algunos artículos en medios afines a esa cosmovisión, que muchas veces se completaba
con una posición hispanista —como el periódico Cabildo y la revista Nueva Política.
Asimismo, en el trienio 1940-1942 firma varios manifiestos y proclamas junto a los ya
citados Máximo Etchecopar, Marcelo Sánchez Sorondo y César Pico —además de Homero
Guglielmini, Nimio de Anquín, Leonardo Castellani, Ramón Doll y Leopoldo Marechal,
entre otros. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial y con un gobierno nacional
fraudulento y de tendencia aliadófila los debates específicamente filosóficos quedan en
un segundo plano y gana lugar la proclama por la neutralidad en el conflicto bélico y la
«defensa de la soberanía». En ese sentido, son también los años previos al surgimiento del
16 En honor a la verdad, quien primero se ocupó del pensamiento de Dilthey en español fue Francisco Giner de los
Ríos, en 1913 (Anderson Imbert, 1935, 144).
peronismo, movimiento político que catalizará a buena parte de esos grupos y, ya desde el
Estado, los colocará bajo su égida —incluyendo al propio Astrada17.
En “El Centauro y los Centauristas. La originalidad del señor Ortega y Gasset”, Astrada
continúa sus furibundas críticas al español, sin ahorrar denuestos a sus colegas sudamerica-
nos. En las lecciones dictadas en Amigos del Arte, Ortega había abordado, principalmente,
algunas dimensiones de su sociología filosófica —como los conceptos de «lo social»,
«uso», «hecho social» y las distinciones entre el «hombre» y la «gente»—, como así
también consideraciones más vastas en torno a la vida humana sobre las que aquellas se
emplazan —la vida como «realidad radical» y «quehacer incesante» y el ser humano como
faciendum antes que factum. Como lo sugiere el título del texto astradiano, las críticas,
antes que específicamente filosóficas, están dirigidas contra los “alardes de originalidad”
de Ortega; según Astrada, en sus conferencias el madrileño no habría hecho sino repetir
algunas líneas de la filosofía heideggeriana, en particular las relativas al “mundo humano
circundante”18.
Astrada le concede a Ortega ideas originales, de vuelo filosófico —aunque aclara, mor-
daz, que son de filosofía “chica”. Entre ellas destaca la noción de «proyecto vital», también
llamada «programa de vida» en estas conferencias, de líneas afines a la problemática hei-
deggeriana de la «autenticidad» o «propiedad» desplegada en Sein und Zeit —aunque en
Heidegger ello tomará prontamente el carril de la «decisión anticipadora de la muerte», del
todo ajena a Ortega19.
En su segunda conferencia, Ortega introduce su idea de «proyecto vital» del siguiente
modo:
[e]l hombre no puede dar un solo paso sin anticipar, con más o menor claridad,
dado su porvenir, todo lo que va a ser, se entiende —lo que ha resuelto ser en su
vida entera. De modo que sobre el más sencillo de nuestros actos gravita íntegro el
programa o proyecto general de nuestra vida que, claro está, puede cambiar —lo
que digo es que cada acto va inspirado o informado por un programa integral de
vida tal vez hoy distinto del de ayer. De modo que antes de hacer algo está ya ahí,
en nuestra mente, una figura previa, un personaje imaginario que inspira a ser: un
17 Si bien la presencia de Astrada en el peronismo en el plano de la cultura es innegable —y puede especularse
quizás sin demasiado temor a equivocarse que intentó ser una línea rectora del plano ideológico de tal movi-
miento político—, su labor filosófica no puede reducirse sin más a la de un “legitimador” del proyecto político
justicialista. El peronismo, creemos, conmocionó de raíz su labor vital, en él advirtió las posibilidades de reden-
ción humana —como antes le había ocurrido con la Revolución Rusa y más tarde con la Revolución China— y
a él se encolumnó desde el lugar que le estaba dado existencialmente, por temperamento y temple anímico, en
función de una serie de «afinidades electivas» con su pensamiento y aspiraciones que el movimiento parecía
desplegar. Para una mirada en torno a las diversas aristas de la compleja relación de Astrada con el peronismo,
cf. David (2004: 141 ss.).
18 Es interesante notar que el propio Astrada identifica que existe un problema con la forma orteguiana de conce-
bir la originalidad, constatación que invalidaría las pretensiones del español —como apunta el argentino—…
como asimismo las críticas de Astrada, quien también ha bebido de las «fuentes germánicas» para calmar su sed
filosófica.
19 Astrada seguirá a su maestro de Friburgo en este punto; su libro El juego metafísico. Para una filosofía de la
finitud (1942) será depurada síntesis de más de una década de reflexiones en torno a la problemática mentada,
siempre bajo la inspiración de Heidegger.
plan de existencia. Y este plan de vida, esto que yo llamo programa o proyecto vital,
gravita sobre el más sencillo de nuestros actos, siendo él quien lo resuelve, quien lo
determina (Ortega y Gasset, [1939] 2009, 288; énfasis original).
Tras la noción de «proyecto vital» se despliega la idea de que, arrojada hacia el futuro,
la vida es “quehacer incesante” ([1939] 2009, 296). Ello compone un llamado a la identifi-
cación del quehacer que es, en cada caso individual, el auténtico —en vistas de la realidad
radical que es «mi vida», «la vida de cada cual»— y a la creación —que es, antes que
nada, creación de uno mismo, de esa “imagen o idea que en nosotros se ha formado del
que tenemos que ser” ([1939] 2009, 297). En ese sentido, aclara Ortega, “cuál sea nuestro
quehacer no nos es impuesto, sino que tenemos que elegírnoslo nosotros. Y eso —«tener
que elegir»— es el quehacer de los quehaceres” ([1939] 2009: 296; énfasis original). Claro
que ello no se despliega sobre un terreno infinito, sino que es la circunstancia la que traza,
en definitiva, el perfil de nuestro quehacer, de nuestras posibilidades inmanentes. El ser
humano “es siempre descendiente y heredero” ([1939] 2009, 355), vive en un mundo social
que está ya labrado y nace a un conjunto de «usos» que son, precisamente, los que permiten
que “el individuo vulgar tenga, en efecto, una vida, no genial, no personal, no plenamente
auténtica, pero algo así como una vida; y logran, impiden que se anule él y se pierda en su
propia inanidad” ([1939] 2009, 354; énfasis original).
El imperativo de autenticidad que propone Ortega tiene sus «afinidades electivas»
con el pensamiento astradiano. Su aquilate está dado en la consigna pindárica «llega a
ser el que eres», tan cara a ambos. En el caso de Astrada, sin embargo, el imperativo de
autenticidad se ve prontamente referido, a lo largo de toda la década de 1940, a una inda-
gación filosófico-política en torno al ser nacional y el establecimiento de las bases de un
«programa de vida» argentino, que cristalizará en El mito gaucho (1948), una de sus obras
más célebres. En ella describe, primeramente, la particularidad ontológica de la existencia
argentina; según Astrada, el ser humano argentino tiene a la pampa como paisaje origina-
rio, que “no es exclusivamente el medio físico” sino “una definida modalidad o estructura
existencial del hombre argentino”, “constituto de su estructura ontológica” (1948, 14).
Si el ser humano, por “la estructura esencial de su existencia […] es primariamente un
ser distante, excéntrico, es decir que, para él, el ser de su existencia es lo más lejano, al
contrario de su vida psico-física, que es lo más próximo e inmediato” —y leemos en esta
línea argumental la influencia heideggeriana en lo que respecta a la analítica existencial
del Dasein—, el ser humano argentino, en razón del paisaje al que se ve arrojado en su
existencia, la desolación telúrica de la pampa, es “doblemente excéntrico”, un “ser de la
lejanía”, “una sombra en fuga y dispersión sobre su total melancolía, correlato espiritual
de la infinitud monocorde de la extensión” (1948, 11). Por ello, si la revelación y posesión
de su existencia están dadas al hombre por un retorno, por “un retomar o asir su ser desde
ese alejamiento ontológico”, el hombre argentino, en cambio, no puede en principio recu-
perarse, disperso en la melancolía totalizadora de la extensión pampeana (1948, 11). En
El mito gaucho, Astrada traslada la caracterización de la peculiaridad ontológica del ser
humano argentino al decurso histórico-político nacional. Según el pensador argentino, la
inclinación del hombre pampeano a la dispersión estaría plasmada históricamente en una
generación —la del ‘80—, desertora de su propio destino y vicaria de modos de existencia
Siendo Astrada por ese entonces un intelectual que brinda su apoyo al peronismo, el
comentario debe considerarse también en el marco de las discusiones libradas con los sec-
tores que, al interior de ese movimiento político, defendían posiciones confesionales, en la
disputa por su dirección cultural. El comentario fue quitado por Astrada de la edición de
1964 —es cierto: Ortega había muerto en 1955— y, según Guillermo David (2004, 88), su
hijo Rainer tenía órdenes expresas de su padre de remover toda referencia a José Ortega y
Gasset, Miguel de Unamuno y Gabriel Marcel de futuras reediciones de El juego existencial,
por haber perdido esos autores “toda relevancia filosófica”.
Carlos Astrada, como tantos otros filósofos argentinos que se formaron por los años
en que el influjo orteguiano fue mayor y que luego participarían del proceso de profesio-
nalización e institucionalización de la filosofía, menospreció, a la postre, los alcances del
pensamiento del español. Más sincero —y, francamente, también más justo— fue, por ejem-
plo, Luis Juan Guerrero (1899-1957), quien, en el prólogo a su Estética operatoria en sus
tres direcciones, su obra señera, tras acusar la influencia, entre otros, de Vico y Hegel, de
Husserl, Heidegger y Szilazi, estampó las emotivas palabras: “...y por detrás de todos estos
reconocimientos, la proteica figura de Ortega y Gasset, de quien se podría decir como de
Herder, al final de la época de Goethe y Hegel, que ya lo hemos olvidado a fuerza de estar
presente en todos nosotros” ([1956] 2008, 14).
Referencias
CARLOS ASTRADA**
Con una insistencia monótona, rayana en el mal gusto y en la aspereza del papel de lija,
el señor Ortega y Gasset, en las seis conferencias de “Amigos del Arte”, ha dejado asomar,
entre las construidas metáforas de su estilo barroco, las puntas y aristas de un fastidio, de
un enojo, cuya exteriorización llegó a fatigar al auditorio. El escritor español está enojado, a
lo que dejan sospechar sus palabras, por opiniones vertidas irreverentemente entre nosotros
acerca de su persona, de su oratoria, de sus ideas filosóficas, y de la presunta originalidad de
estas. Le preocupa demasiado lo que dice “la gente”, la cháchara anónima, el chisme oficioso.
El ex profesor de la Universidad Central parece que está muy disgustado con sus
modestos colegas argentinos, que se habrían mostrado remisos en reconocer y acatar su
infalibilidad filosófica; en proclamar arrodillados, turulatos ante la pujanza creadora de su
“genios”, que recién con él se hace algo que valga la pena en filosofía. Porque debemos
tomar nota de que nadie, ningún filósofo o sociólogo del pasado ni del presente ha sido
capaz de decirnos, ni aproximadamente, lo que es “el hecho social”. Tampoco nadie lo
dirá o repetirá después de haber escuchado al señor Ortega, porque éste, tan lleno de pen-
samientos “propios”, de atisbos geniales, de comprobaciones extraordinarias (como esa de
que los ingleses enseñaron a leer el latín a los europeos continentales y aquella de que un
dandy, naturalmente inglés, inventó el impermeable... y míster Chamberlain el paraguas)
tenía tantas cosas “novísimas” que decir, y era tan escaso el tiempo de que disponía, que “la
gente” salió en ayunas en lo que respecta a la naturaleza y estructura del “hecho social”. Y
esto, a pesar del empeño con que él nos previene: “atención, sed todo oídos, porque esto que
voy a decir, tan importante, tan esencial, se enuncia por primera vez desde que los hombres
filosofan”. No cabe mayor irreverencia que permitirse discutir o meramente suponer si el
* Publicado en el diario El Pampero, Buenos Aires, 23 de noviembre de 1939, con el pseudónimo “Braulio
Marín”, que Astrada retomará más de veinte años después, en la revista Kairós que publicara junto a su
discípulo Alfredo Llanos. Se trata del primer artículo conocido en que utiliza tal pseudónimo.
** Carlos Astrada (1894-1970), es considerado uno de los mayores filósofos argentinos del siglo XX, introductor
de la filosofía de Martin Heidegger a la Argentina y difusor del pensamiento de Edmund Husserl y Max Scheler.
198 Carlos Astrada
señor Ortega es literato o filósofo, o más literato que filósofo, o más filósofo que literato
(o menos filósofo que original) cuando en realidad él es ambos a la vez, es —según pro-
pia y modesta confesión— el “Centauro”. Es decir, es literato para los filósofos, filósofo
para los literatos... y unidad original (la entelequia del Centauro) para sí mismo y el vulgo
que le quema incienso. Pero el “Centauro”, como nos hizo saber desde muy arriba en un
alarde de jactanciosa fecundidad, ha procreado aquí “centauritos”, escindidos, imperfectos
que, por la mañana son profesores en la Facultad de Filosofía y Letras y, por la tarde,
aspirantes a cracks en el Hipódromo. Es evidente que el señor Ortega está decepcionado
de algún discípulo, de algún “centaurito” —uno de los muchos con que nos ha obsequiado
su “logos espermático”— cuya pezuña equina ha confundido el prado florido con la pista...
Error explicable en un ejemplar de la progenie del “Centauro”, es decir, de un ser cuya
unidad está hecha de dualidad, de duplicidad. Esta doble esencia del “Centauro” explica
también ciertas actitudes... El señor Ortega nos confesó que desde su segundo viaje al país
se siente un desterrado de nuestra ciudad (“de esta tierra porteña”), ¡hasta tal punto se había
identificado con Buenos Aires! Era tan sincero y conmovedor su afecto a nuestro país, que
en sus seis “clases” no pudo ocultar su encono contra los porteños. Y todo porque le han
dicho (“se dice”) que se lo ha discutido.
Discutirlo a él, sobre todo si él, el “Centauro”, es filósofo o literato, tales discusiones,
son propias —nos lo dijo hinchado de “genio”— de “países no creadores” (quiso decir
“inferiores”). Efectivamente, todavía (y del todo en ciertos círculos de rastacueros) somos
un país de asimilación, curioso, plástico, y porque lo somos, y sin crítica, vienen a hacer su
agosto los Marañón, los Almagro de San Martín, los Ludwig, y otros Ludwigs para uso y
fruición de las horteras internacionales, de las masas cosmopolitas dementalizadas. Por este
camino tan fácilmente abierto llega también el señor Ortega (amén de innúmeros cómicos
de la lengua) con un bazar de “novedades” que quiere hacer pasar como de propia fabrica-
ción. De creerle, se dedica a crear ex-nihilo nada menos que la filosofía. Con él, algún día,
con los textos en la mano, tendremos que arreglar cuentas, exhibiéndolo como lo que es: un
repetidor de los verdaderos filósofos creadores.
Aquí, en la Argentina, se expone filosofía, se repiensan problemas, pero se cita a los
filósofos que se expone, discute y critica. En cambio el señor Ortega presenta concepcio-
nes e ideas filosóficas ajenas como propias, disfrazándolas, envolviéndolas, para que los
incautos o semi-informados no las reconozcan, en las imágenes de su barroquismo tan
lleno de circunloquios, de digresiones tendientes a despistar... Así, literalmente, ha des-
pojado a Simmel, a Bergson, a Scheler, a Dilthey y, ahora, a Heidegger. En sus recientes
clases de “Amigos del Arte” se ha andado, haciendo piruetas literarias, por las ramas de la
filosofía existencial heideggeriana, pues su tema fue el del mundo humano circundante, ya
magistralmente analizado e interpretado por Heidegger (“la co-existencia de los otros y el
cotidiano estar con otro”). Pero el señor Ortega, muy suelto de cuerpo, dijo que las ideas
que enunciaba no tenían nada que ver con eso que “algunos, por ahí, habían dado en lla-
mar filosofía existencial”. Naturalmente, que no se trataba de esta como testimonio válido
para su concepción de la “voluntad de poderes”. Parodiando filosofía puesto que a tales
elucubraciones le faltaban las raíces y el tronco. El “Centauro” andaba a horcajadas sobre
las ramas, flotantes, llevadas y traídas por el viento de las metáforas, de las digresiones,
de los alardes de originalidad.
http://dx.doi.org/10.6018/daimon.381461
SÁNCHEZ CUERVO, A. (ed.) (2017), Liberalismo y socialismo. Cultura y pensamiento
político del exilio español de 1939, Madrid: CSIC, 190 págs.
A lo largo de la obra Liberalismo y socia- aquella influencia sea recíproca. Sus propias
lismo, editada por Antolín Sánchez Cuervo, posiciones teóricas, así como sus cosmovi-
se presentan un conjunto de contribuciones siones filosóficas, establecieron los patrones
filosóficas e históricas especialmente nove- semánticos a través de los cuales estos auto-
dosas, cuyo objetivo fundamental radica en res metabolizaban los desafíos históricos de
aportar claridad conceptual en torno a los su tiempo.
dos conceptos políticos que aparecen en su Como plantea Antolín Sánchez Cuervo
título y que con demasiada frecuencia han al inicio de la introducción a esta obra, la
sido malinterpretados o simplificados. En pertinencia de este trabajo deriva del abuso
este sentido, lo que esta obra ofrece es una semántico al que se han visto sometidas las
miríada de perspectivas que permiten analizar categorías de liberalismo y socialismo en el
en qué medida la obra de multitud de filóso- ámbito de la historia del pensamiento polí-
fos y pensadores exiliados, tras la guerra civil tico. Contrarrestar dicha tendencia y estable-
española, permiten enriquecer y apreciar la cer las bases conceptuales que permitan su
evolución conceptual de ambas categorías. implementación rigurosa exige interpretarlas
Fue precisamente la experiencia de la extra- en el contexto del conflictivo siglo XX. Al
territorialidad la que generó las tensiones a fin y al cabo, las tensiones políticas agonísti-
partir de las cuales una larga lista de autores – cas que se desarrollaron a mediados de siglo
Ortega y Gasset, Ferrater Mora, José Medina amenazaron, precisamente, con desdibujar las
Echavarría, Fernando de los Ríos… - redefi- bases éticas y políticas de ambas posiciones.
nirán sus posiciones en torno a las categorías En el caso del liberalismo, por adaptarse a
que dan el título a esta obra colectiva. Por una estrategia de moderación demasiado per-
este motivo, el objetivo que subyace a estos misiva con la expansión del nazismo durante
trabajos explica la perspectiva que adquiere los años treinta, cuyo total fracaso sería cer-
su enfoque. Todas las aportaciones apare- tificado con el estallido de la Segunda Gue-
cidas en esta obra conjugan el análisis filo- rra Mundial. En el caso del socialismo, por
sófico más teórico con el estudio biográfico su permanente tendencia a radicalizarse y
más histórico. Al fin y al cabo, es necesario desdibujar sus límites con los movimientos
atender a las particularidades vitales de cada revolucionarios soviéticos. Dentro de estas
uno de estos intelectuales para determinar tensiones y fricciones a través de las cuales
en qué medida su posicionamiento respecto las ideologías, las cosmovisiones y las posi-
a los diferentes agentes históricos en liza, ciones teóricas personales interactúan entre
condicionó la evolución de sus posiciones sí, la obra que tenemos entre manos se pro-
filosóficas. Pese a ello, la presencia de los pone enriquecer el debate histórico a partir
aspectos biográficos en el pensamiento de los de las contribuciones del pensamiento y la
autores en cuestión no obsta para negar que filosofía española.
como matriz teórica del análisis en torno al cias al pasado político español por parte
socialismo español durante el exilio, ofrecido del autor cántabro no obedecen, desde su
por García Santesmases. En un texto que punto de vista, a una obsesión melancólica
sintetiza muchas de las tendencias aparecidas y nostálgica con el pasado, completamente
a lo largo del libro, “El socialismo español anacrónica y obsoleta. Al contrario, refle-
en el exilio: Derrota, esperanza, frustración” jan un interés crítico ante la necesidad de
elabora un análisis de la evolución de las acudir, tras el trauma que supone la guerra
organizaciones socialistas en el exilio en civil española, a los rasgos del pretérito con
base a las siguientes condiciones históricas. el objetivo de elaborar una explicación del
En primer lugar, el período en el que su presente. Este nuevo marco interpretativo
actividad estaba condicionada por la herida, obliga a trasladar las coordenadas desde las
la sombra y la memoria de su propia derrota. que se integra su obra. Ya que nos obliga a
Aquella no incluía sólo el fracaso estraté- apreciar tanto el carácter transnacional de
gico militar. También la conciencia de su sus aportaciones, al integrarse en debates
incapacidad para formar parte de un frente que trascienden el espacio español, como su
unido contra el fascismo, dadas los conflictos compromiso práctico con la transformación
permanentes entre las fuerzas que apoyaron de la realidad a través del análisis político
a la República. En segundo lugar, inmedia- y filosófico.
tamente después del fin de la segunda guerra De la misma forma, es el compromiso
mundial, la actividad de estas organizaciones práctico con la realidad de su época la que nos
estaba condicionada por la esperanza ante sirve de hilo conductor a la hora de interpre-
un cambio político en España. No obstante, tar la obra de Adolfo Sánchez Vázquez. En su
aquellas expectativas se vieron finalmente ensayo “Adolfo Sánchez Vázquez. Filosofía
frustradas. Los acontecimientos posteriores y praxis”, Pedro Ribas Ribas desarrolla la
a aquel conflicto, así como la propia lógica influencia que la filosofía marxista ha tenido
geopolítica de la guerra fría, apuntaban a la en la obra del filósofo español. La asunción
consolidación del franquismo en una España de la identidad entre la teoría y la praxis
que constituiría una anomalía anti-democrá- característica del marxismo sirve de marco
tica en Occidente. Perosu pervivencia certi- para trazar la evolución biográfica e histórica
ficaría el fracaso del socialismo español en de Sánchez Vázquez. De joven, debido a su
el exilio durante décadas. inconformismo político, asumió la concien-
Es especialmente controvertida y suge- cia revolucionaria de su época. Entre otras
rente la aportación de Mari Paz Balibrea en muchas consecuencias, aquella influencia se
torno a la interpretación de la idiosincrasia tradujo en el establecimiento de una identi-
y proyección del pensamiento político de ficación entre la filosofía y la ideología. No
Luis Araquistán. En su texto “Desde “la obstante, esta premisa no debe conducirnos a
madriguera siempre cómoda de la revisión constatar la imposibilidad de abstracción del
marxista” Reivindicación de El pensamiento pensamiento filosófico respecto a los cuerpos
español contemporáneo (1962) de Luis Ara- doctrinarios de su tiempo. Ya que, en la obra
quistáin”, Mari Paz Balibrea realiza una de Sánchez Vázquez, la ideología no tiene el
exégesis respecto a esta obra que difiere sentido doctrinario al que habitualmente se
radicalmente respecto a ciertas corrientes la asocia. Refiere, más bien, a la conciencia
interpretativas que tienden a menoscabar siempre práctica de los interese presentes en
la aportación de Araquistán. Las referen- la sociedad.
También se dedica a la influencia del nes de los autores exiliados basculan entre la
marxismo en otro exiliado español, la apor- esperanza y la frustración, ante la posibilidad
tación que cierra este libro. En su “La pre- de implementar sus planteamientos teóricos
sencia de Marx en la obra de García Bacca”, en la sociedad que han tenido que abandonar.
Sergio Sevilla desarrolla de forma detallada Por supuesto, los capítulos que componen
la lectura por parte del filósofo español del este libro no abarcan ni todas las temáticas
pensamiento marxiano. Si bien García Bacca ni todos los autores posibles. Por este motivo,
ha realizado una interpretación de varias debemos interpretar los contenidos de este
corrientes del pensamiento filosófico, desde libro como una muestra caleidoscópica de
la filosofía griega hasta la fenomenología y el un proyecto mucho más amplio, al que el
existencialismo, su interpretación de la obra proyecto de investigación1 en el que muchos
de Marx adquiere una especial resonancia, de los autores del libro participaron estaba
en la medida en que termina desencadenando vinculado. A través de este recorrido múltiple
un nuevo concepto de praxis especialmente e interdisciplinar es posible recuperar una
original. Aquel se traducirá en un proceso tradición de pensamiento político que, pese
de recreación constante del hombre en el a haber estado fuera de nuestra geografía
mundo, en el que la técnica, lejos de quedar durante décadas, todavía contiene un poso
demonizada en el interior de un análisis sim- del que extraer elementos para ayudarnos a
plista, juega un rol fundamental. pensar nuestro presente.
En definitiva, es posible percibir en qué
medida las aportaciones de Liberalismo Rafael Pérez Baquero
y socialismo dibujan un panorama rico e (Universidad de Murcia)
interesante que revela la potencialidad del
pensamiento exiliado español para repensar
1 El proyecto de investigación es El pensamiento del
categorías del pensamiento político que en exilio español de 1939 y la construcción de una
ningún caso pueden quedar fosilizadas. Esta racionalidad política (FF12012-30822). IP: Antolín
obra nos permite constatar las contribucio- Sánchez Cuervo.
http://dx.doi.org/10.6018/daimon.379931
AZNAR, H., ALONSO, E. y MENÉNDEZ, M. (eds.) (2018), Ortega y el tiempo de las
masas, Madrid: Plaza y Valdés, 220 págs.
tienen hoy más vigencia que en los tiempos y los pueblos. La aparición del naciona-
para los que fueron escritos, de nuevo el lismo hacia adentro, el regionalismo que
filósofo madrileño tiene un rasgo profético aspira a fragmentar la nación-estado de la
que lo acerca al Zaratustra nietzscheano, que forma parte, comenzaba entonces a ser
porque habló para un tiempo que aún no un problema acuciante. Después de precisar
era el suyo.
conceptualmente estos términos, se releen
El quinto capítulo, escrito por el propio
Hugo Aznar y por Marcia Castillo-Marín en un segundo momento a la luz de las
ahonda en la aporía de la “Antropología de teorías de Ortega; y descubrimos cómo las
la libertad” orteguiana frente al “destino mismas soluciones que presentaba Ortega
de las mujeres”. Mientras que el Ortega para la vertebración de España podrían
filósofo estaba embarcado en una antropo- considerarse hoy como válidas para la ver-
logía de la libertad individual que no hacía tebración de Europa.
distinción de géneros y era y es perfecta- Ignacio Blanco Alfonso estudia la crí-
mente aprovechable para todos, el Ortega tica a la sociedad de masas y la función
articulista y espectador se dejaba influir por
social del periodismo comparando a Ortega
los tópicos naturalizantes y biologizantes
y Gasset con Walter Lippmann. La sociedad
ambientales en torno a la mujer. Algunos
autores de la época asimilaban el espíritu de masas no puede entenderse al margen
de la mujer al espíritu de la masa, por lo del desarrollo de los medios de comuni-
que en Ortega su papel parece reducirse al cación; por eso interesa comparar a estos
de ser acompañante del varón. Sorprende dos periodistas, que tomaron su labor como
que Ortega no tuviera aquí la independen- una vocación conformadora de una opi-
cia de juicio que muestra en otros campos, nión pública a la altura de los tiempos. Sin
más aún teniendo en cuenta la labor de guía embargo, apunta acertadamente el autor, el
que tuvo con algunas mujeres que brillan contexto de comunicación unidireccional ha
con nombre propio en la filosofía espa-
cambiado profundamente desde la irrupción
ñola. Añadiríamos que quizá de Nietzsche
de los medios de comunicación social, espe-
no solo obtuvo un benéfico influjo como
veíamos en el anterior capítulo, puesto que cialmente en Internet, donde las identidades
para el filósofo del martillo “La felicidad se han vuelto líquidas y no siempre queda
del hombre se llama: yo quiero. La felici- claro quién está detrás del mensaje.
dad de la mujer se llama: él quiere” (De las Como hemos visto, esta colección de
viejecillas y las jovencillas, Primera parte estudios reunidos en torno al concepto de
de Así habló Zaratustra). masa y a su máximo teorizador, Ortega y
Ainhoa Uribe estudia en el sexto capí- Gasset, tienen hondas repercusiones políti-
tulo la relación entre la sociedad de masa cas, morales y comunicativas. Volver a dis-
y nacionalismo, y actualiza de modo nove-
cutir viejas ideas en un mundo nuevo es el
doso el tema de la España invertebrada
para hablar de una Europa invertebrada. De modo de alumbrar nuevas posibilidades; y
un modo muy acertado, se presenta el cre- este libro es una invitación a ello.
cimiento de los nacionalismos en Europa
como una reacción a la homogeneización Jaime Vilarroig Martín
que el hombre masa somete a los hombres (Universidad Cardenal Herrera)
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