A PESAR de su minoría de edad y de contar apenas con un
gorrito azul confeccionado con lo mejor de su imaginación, ignoraba si era típico de aviador civil, comercial o militar, Leo, nombre de cariño que usaban sus íntimos del cole, asumió la responsabilidad de alzar vuelo y remontarse hacia la comunidad de Cerro Nuevo, establecer ahí su centro de operaciones y luego partir, vía terrestre, a explorar las interioridades del país, hasta llegar a Montaña Siniestra, su destino final, en aras de cumplir una difícil misión.
El primer tramo de su viaje lo realizaría por vía aérea,
por lo que se propuso diseñar su propia aeronave, una que le permitiera superar turbulencias y afrontar pistas de aterrizaje de corto recorrido.
En sus momentos de planificación desecho de plano los
tremendos Boeing, más adecuados para vuelos comerciales de muchos pasajeros, apretujados. En filas de hasta ocho asientos y dos pasadizos.
Pensó entonces en naves trirreactores para dieciséis personas
que, no obstante, su tamaño, podrían cubrir grandes distancias. También imagino un modelo de doble turbohélice de excelente tren de aterrizaje, adecuado para pistas de terreno afirmado y poca longitud. Finalmente supuso que mejor sería un avión utilitario con dos motores propulsados por hélices, con capacidad para un mínimo de tripulantes.
Con esas ideas iniciales puso en juego su dominio del
arte del plegado de papel sin usar pegamento ni tijeras, que sus profes de la escuela llamaban origami, arte que le permitió elaborar diversos modelos de aeronaves destinados a su travesía, hasta conseguir uno que le fuera el ideal. Usó muchísimas hojas de papel, de las llamadas A4. Las doblaba por el medio, en diagonal, al revés y al derecho, presionaba, seguía doblando por aquí y por allá y pudo armar el avión dardo, el velocista, el acrobático, el ala cruzada, la paloma blanca, avión de agua y otros modelos sobre los cuales e había informado en libros y revistas en cuyas páginas abundaban dibujos y fotografías, por tanto, eran más para ver que para leer.
Cuando tuvo ideas claras acerca de lo que le venía
armonizo algunos diseños conocidos con los que imaginaba, impuso su criterio creativo y le salió el avión ave picuda, al que podría considerar de su propia invención y denominación, pues no figuraba en ninguno de los catálogos que reviso en la biblioteca del abuelo.
Con todos sus proyectos confeccionados elegantemente
llenó de avioncitos de papel su casa, y los coloco a la manera de muestras escultóricas en exposición para la familia, sin que ninguno de sus integrantes supiera cuales eran realmente sus intenciones. Posteriormente tuvo que convertir su rincón favorito en un hangar, con la intención de tenerlos ahí en reserva, por si se presentara la ocasión. A fin de cuentas, el conocía sus interioridades y los podría pilotar fácilmente.
Fue así que un día emprendió vuelo y llego a Cerro
Nuevo. Su cielo estaba despejado y todo le hacía presagiar que no habría novedad en el descenso y la llegada. Sin embargo, su pedido de autorización de aterrizaje no tuvo respuesta inmediata. Al parecer no había ningún controlador aéreo de servicio en la torre. Se vio en la necesidad de sobrevolar en círculos a la espera de respuesta, rogando que no se le agotara el combustible y que desapareciera el ruido extraño que había empezado a emitir uno de sus motores, el que trabajo rápidamente, apremiado por el tiempo. Los moradores de Cerro Nuevo contemplaron a la nave volando y volando en círculos. Clavados en el suelo seguían con la mirada las vueltas que daba el aparato, hasta quedar mareados de tanto mover el cuello, unos siguiendo la dirección de las agujas del reloj; otros, dándole la contra como si se pudiera detener el tiempo. Algunos imaginaban que algo grave le podría estar sucediendo. No por gusto un avión vuela de esa manera, sin animarse a descender, como si tamaña maquina pudiera sostenerse en el aire todo el tiempo, venciendo sueño y cansancio.
Otros sospechaban que al piloto no le gustaría la
superficie afirmada de tierra y ripio, que tenía la estrecha pista de aterrizaje, por lo que estaría dudando si le convendría o no descender en ese lugar.
Solo los más juiciosos pensaban que el hombre
encargado del pilotaje esperaba autorización de la torre de control, mientras un hombrecito de mameluco raído corría de arriba abajo arreando a los animales de pastoreo que invadían el lugar.
Y justo cuando el motor del sonido aquel, en lugar de
mejorar empeoro, y la aguja roja marcaba un mínimo de combustible, una voz salió por el parlante de su radio. “Soy el controlador”, fue lo que escucho. “Está bien”, correspondió él. Luego se presentó informándole su grado, nombres y apellidos y repitió la fórmula del caso para que le permitiera el descenso. La respuesta fue un confuso discurso.
Entretanto, el motor traqueteaba insistentemente y la dichosa
aguja del combustible se afanaba en legar hasta el final de su recorrido, en donde el semicírculo azul sereno del reloj cambiaba a rojo peligro.
El hombre de la torre aclaró la voz y trató de explicarle
las dificultades con las que tendría que enfrentarse en la maniobra. La yerba crecida en la pista de despegue y aterrizaje, así como en la pista de carreteo; lo estrecho de la plataforma de estacionamiento, la ausencia de los servicios y equipos de salvamiento y extinción de incendios, así como de área de maniobras. Y tantos otros problemas, tales como intensidad y dirección del viento y la presencia de vientos cruzados, mientras el ave picuda y su piloto planeaban y planeaban en círculos cada vez más pequeños, a la espera de alguna noticia alentadora.
Hasta que la nave no pudo resistir más y se inclinó en
señal de rendición para lanzarse en picada y clavarse en la tierra, siquiera hasta su medio cuerpo, antes de explotar. Eso es lo que hacía pensar los tantos pies de altura que la distanciaban de la tierra. Según unos fue a la quinta vuelta; según otros, a la sexta. Pero, en realidad ambos habían perdido la cuenta, mareados de tanto girar la cabeza mirando al cielo. Lo cierto es que la aeronave inclino su pico Y apuntó hacia la tierra, convertida en lanza guerrera, dispuesta a precipitarse perpendicularmente en ese mismo instante, sin esperar la señal de En sus marcas, listos, ¡ya!
Y empezó a descender en violenta picada según los
caprichos del viento de la tarde. Su caída en espiral semejaba un enorme tirabuzón que agujereaba el espacio, abriéndole un hueco invisible. Y mientras el piloto se volvía loco para enderezarse él y enderezar su avión, la gente de abajo veía que, detrás de la nave, una línea de humillo gris iba manchando el celeste claro del cielo.
El terror se dibujó en el rostro de la niñez aglomerada
en el perímetro del campo de aterrizaje. Cabeza arriba, boca abierta, ojos desorbitados, piernas tembleques, sudor en la frente, manos en la cintura, ansiedad por el final. Pero al cabo de un tiempo, aquella sensación envolvente de fatalidad fue reemplazada por el desencanto. Los niños dieron una patada de coraje al suelo y soltaron una mala palabra, cada cual de acuerdo con la edad que tenían dentro de su infancia, porque ya no verían lo que querían ver: el ritual del aterrizaje de un avión en su comarca.
Es que, en los lugares desolados como este, los niños siempre
se hacen la ilusión de asombrarse contemplando de cerca, colgados en los alambrados que tienen los aeropuertos pueblerinos, la llegada de, por lo menos, un monoplano, más todavía si se tratara de uno que tuviera una forma extraña como la de un ave picuda.
Les encanta seguir con la mirada el descenso gradual
de la nave, resbalándose gozosa sobre un tobogán invisible instalado en el aire, luego de haber hecho algunas maniobras para evitar que una de sus alas roce la falda del cerro aledaño. Y, finalmente, el encuentro solemne son la pista. A continuación, el recorrido veloz en tierra firme, feliz por la buena llegada, hasta que se detiene y libera el ultimo sonido de sus motores, en una confusión de resoplido y silbido. Recién entonces sueltan el suspiro retenido en sus adentros, a punto de asfixiarles.
Eso es lo que ellos querían ver: la llegada de una
maquina voladora a las quinientas para guardarla como el más grande recuerdo de su infancia.
El drama lo llevaban en el alma los mayores y si
después del grito de horror que soltaron, se dedicaron a guardar silencio, se debía a que la procesión iba por dentro. Porque era inevitable que el avión misterioso que vino a destrozar la tranquilidad del pueblo sobrevolando su cielo en círculos, de un momento a otro se estrellaría en la colina principal o en alguna ladera de sembrío. Y ocasionaría tal explosión que remecería la tierra, echaría fuego y ensuciaría el celeste límpido del cielo con humo negro. ¿A qué se parecería más, a un terremoto por el ruido o a la erupción de un volcán por el fuego que se elevaría desde el suelo?, se preguntaban lo más rápido que les permitía el cerebro, porque el avión caía y caía irremediablemente y no dejaba tiempo para alargar el pensamiento.
Sin embargo, en un soplo inmedible de tiempo, a
peligrosísimos instantes de producirse la desgracia, no se sabe qué es lo que habría hecho el piloto en medio de su loquerío, boca abajo y batiendo sus manos en busca de controles, porque la nave escapo del propio torbellino que había creado. Increíblemente se apartó de la espiral, aleteó desesperada cual ave herida, levantó el pico, se enderezó, recuperó altura y reanudo su vuelo con planeo nervioso.
Volvió a la rutina de vuelos en círculos que había
interrumpido, realizo dos más de reconocimiento y emprendió el descenso en la forma en que acostumbraban descender los aviones que llegan a su destino, sin haber tenido mala novedad en el aire.
Aun así, aterrizo dando tumbos, como si se hubiera
tropezado con un terreno lleno de altos y bajos. Luego ganó estabilidad y prosiguió su recorrido terrestre en medio de vaivenes ondulantes, de acuerdo con la amortiguación de su tren de aterrizaje. Se desplazaba a velocidad que bajaba de alta a media y moderada, hasta llegar al final de recorrido, pasando frente a los ojos asombrados de los muchachos, quienes realizaban grandes esfuerzos por retener la imagen en el pensamiento con el objeto de poder repetírselas a cada rato, sin que les falle la memoria.
De ahí para adelante prosiguió su maniobra con un
pequeño giro a fin de colocarse en posición de regreso a la zona de aparcamiento. Luego avanzó en ritmo pausado y de sonido diferente, hasta soltar el último suspiro de sus motores y por fin dar descanso a sus hélices con sus vueltas desfallecientes. Niños, hombres y mujeres también suspiraron y les dieron un descanso a sus temores.
- ¡Milagro, milagro! - Fue el grito de la gente. Las
señoras juntaron sus manos a la altura del pecho, hicieron un gesto de desahogo, miraron al cielo, agradecieron a Dios con el pensamiento y no pocas usaron la mano derecha para marcarse puntos sagrados en la frente, en el pecho, en los hombros y en la boca, en señal de gratitud y fe religiosa.
Ciertamente, tenía que tratarse de un milagro.
Pero como a Dios rogando con el mazo dando, es bueno reconocer que el aviador que pilotaba la nave no se había resignado a su suerte. En su momento decisivo resolvió cumplir con los dos preceptos al mismo tiempo. Resultado de su ruego y de su esfuerzo, se le avivo la pericia ganada en sus buenas horas de vuelo, gracias a El aviador, Vuelo nocturno, Piloto de guerra y El principito, libros que les leyera el abuelo en sus preámbulos al sueño.
No obstante, a su escasa edad, supo ejecutar las
maniobras pertinentes a fin de, primero, soltar el tren de aterrizaje, y luego estabilizar las alas al nivel horizontal, según lo indicara el tablero de control.
Todo esto le permitió descolgar el aparato poco a poco y realizar
el empalme con tierra firme.
Para efecto, fue importante, asimismo, poseer temple de
acero. Este aviador al mando de la nave supo reponerse de la desesperación y recuperar serenidad, justo cuando se alocaban las luces de emergencia por los cuatro costados de la cabina, y todo indicaba que, el final de la caída libre en picada, era inevitable.
Esos curtidos hombres de campo se limpiaron
tímidamente las gotillas que les resbalaban por las mejillas, cuyo brote de sus ojos no pudieron controlar. Los niños restablecieron la emoción en sus corazones, saltaron, gritaron y aplaudieron, y cada uno le contaba al otro su impresión sobre el evento.
Entonces bajó el aeronauta, algo adolorido, sudoroso y
mareado. Se despojó de su gorrito azul, coloco las manos en la cintura y contemplo su aeronave, admirado de que tuviera tan pocas averías, pese a las piruetas y samaqueadas que sufrió en el aire. Inflo su pecho y suspiro. Luego soltó sus primeras palabras en esta comarca: –Menos mal que te diseñé con la mejor papelería que tuve a mi alcance. – Se dirigió a la maquina palmoteándole la parte ventral, procurando que no le escuchara la gente que se le arremolinaba, los mayores para preocuparse por su integridad y mirarlo de cuerpo entero; los niños, para asombrarse frente al avión, también de cuerpo entero y aun vibrando, acaso correspondiéndoles la emoción.
–Bienvenido – le dijo un hombre de camisa blanca y
chaleco negro, mientras le alcanzaba la mano -. Soy el administrador del aeropuerto. Y usted es el capitán…
–Leonardo Miguel – Completo el piloto.
–Sí, si claro, capitán, usted me lo dijo cuando estaba en
la torre de control – reaccionó el hombre.
El administrador se puso nervioso al notarle algo
molesto. Es que le vino a la memoria el dialogo que sostuvieron, el con su lenguaje entrecortado, y el capitán Leonardo Miguel con los apremios por controlar su nave.
–No se preocupe – habló el capitán, en tono conciliador
para calmarle su sentimiento de culpa.
A continuación, poniéndole la mano en el brazo, le
contó que la nave estaba diseñada por él mismo, y lo había hecho especialmente para surcar rutas aéreas difíciles por la turbulencia y poder descender en aeropuertos peligrosos por sus cerros aledaños. Es que tenía que cumplir una misión que se había comprometido. Le informó que su ave picuda era la primera en su especie dentro de la aviación nacional y que, por sus cualidades, le pareció ideal para el cumplimiento de su objetivo, al menos en esta primera etapa.
Y ahí estaba su obra, su avión, su ave picuda, frente a
ellos, a la muchachada y a los vecinos notables del lugar.
Habiéndole devuelto tranquilidad y colmado de
asombro, le solicito que le cuidara la nave, le abasteciera de combustible y que la guardara en el único hangar que tenía el aeropuerto La reparación de las averías en el fuselaje, ajuste de motores, así como la rectificación de los plegados, correrían por su propia cuenta, que para eso le serviría su destreza en el origami. Pronto volvería para volar de retorno a casa sin problemas en el despegue.
El administrador jamás había hablado tanto con un
capitán de avión o, al menos escuchado, como en esta oportunidad. Los pocos que llegaban, ni bajaban de su cabina. Desde la ventanita le hacían un adiós, adiós, con la mano, y en eso consistía toda su amistad con ellos.
-Por supuesto, capitán. A sus órdenes, lo que usted
mande – expresó emocionado. Leonardo Miguel giró y empezó a retirarse del campo. Llevaba en su hombro la mochila de la escuela, a la que no había asistido para poder emocionarse con esta historia y, en su rostro, la alegría por haber salido bien librado de la aventura. Sonreía al entender que, según sus saberes sobre aviones y pilotos, las peripecias del vuelo, las fallas mecánicas, el aterrizaje forzoso y otras ocurrencias de su autoría, quedarían almacenadas en la caja negra o registrador de vuelo. Él, por su parte, los pondría en su diario personal.
Ahora debía de reservar un poco de sus fantasías para
mañana, cuando reemprenda su recorrido, esta vez por peligrosos caminos de herradura, con destino a Montaña Siniestra.
La fábula de hoy le había salido perfecta gracias a su
pasión por los aviones y sus aventuras, su buena imaginación y al sueño que ya soñaba para cuando fuera piloto de verdad.