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Red de la Gente Grande

HABLEMOS DE LAS PAREJAS ANCIANAS


Una de las más grandes bendiciones en mi vida, son mis padres. Me gusta saber que están, que están juntos y
que se aman. Me alegro cuando los veo salir juntos a la calle, especialmente cuando se ponen guapos. Sé de
sus apapachos, los he visto besarse y prodigarse tiernas caricias. Como a veces los veo y oigo tratarse con
picardía, supongo que han aprendido a disfrutarse mutuamente. Admiro su distinción, su porte, su elegancia.
Sobre todo, admiro el que resulte tan natural verlos juntos. Después de todo, así ha sido toda la vida.
Con frecuencia, al llegar por la noche a casa, me encuentro a una pareja diferente sentada en la banqueta. Son
dos muchachitos, ella de quince y él de ¿catorce o dieciséis? También me gusta verlos. Los observo como se
van descubriendo uno al otro, veo las manos atrevidas que hacen “lo que no se debe hacer”. No tienen
distinción, ni porte, mucho menos elegancia. Pero, a fuerza de verlos juntos, por lo pronto parece natural que
sean pareja.
La pareja, al inicio y al final de la vida. Más aún, la pareja: inicio y final. Así como la relación de pareja marca el
inicio de nuestra vida, todavía en la mayoría de los casos, la vejez, o parte de esta etapa, se vive en pareja. Las
parejas ancianas tarde o temprano descubren que empezaron siendo pareja y terminan de igual manera. En no
pocos casos, aún cuando haya habido abandono y/o separación, no es raro que al final de la vida los esposos
vuelvan a estar juntos.
Siempre he creído que esto es así porque la familia la hace la pareja. Que la familia es la pareja. No los hijos, ni
los yernos, ni las nueras, ni siquiera los nietos. Todos ellos son solo circunstancia, compañeros del camino de la
pareja a la que acompañan por algún tiempo, antes de convertirse ellos mismos en pareja, en familia. Sí, por
más que los amemos y que nos resulten tan importantes, nuestros hijos y demás descendientes, solo son
circunstancia, accesorios amados y valiosos, pero, al fin y al cabo, accesorios.
La vejez libera de lo accesorio. Recuerdo un caso simpático en casa de mis padres, cuando yo era un
adolescente. Comía con nosotros el hermano Cándido, un anciano fuerte, un caballero, un buen hombre. En
algún momento, la conversación derivó hacia la cuestión de los dentistas. El hermano Cándido presumió que el
suyo era muy bueno, bien hecho, además de no ser carero. Como alguien más habló en iguales términos de
otro dentista, el hermano Cándido dio por terminada la discusión cuando, sin recato alguno, simplemente se
sacó la dentadura postiza y, aún llena de restos de alimentos, nos la presumió orgulloso. Sí, la vejez libera de
muchas cosas, aún del pudor, de las buenas maneras, de la prudencia.
Creo que para las parejas de ancianos, la vejez les brinda mucho más que la libertad de decir lo que quieran,
bañarse o no hacerlo, portarse como les de la gana, etc. Para las parejas, la vejez les brinda la oportunidad de
ser ellos mismos. De descubrir esa nueva persona en la que se convirtieron cuando “dejaron padre y madre”.
Sobre todo, de descubrir en qué se ha convertido esa nueva persona ahora que, además de dejar padre y
madre, han dejado atrás también a los hijos.
La libertad que confronta a las parejas de ancianos puede ofrecerles tanto la plenitud de su realización como
pareja; o, también existe el riesgo, de que tal libertad se convierta en un espacio para la ansiedad, el conflicto,
para la violencia de lo desconocido. Recuerdo el caso de una mujer que pocos meses antes de que su marido se
jubilara, inició los trámites del divorcio. Cuando se le preguntó por qué lo hacía si su marido la amaba y
respetaba, simplemente respondió que aún cuando ella también lo amaba, tenía mucho miedo de lo que iba a
pasar con tanto tiempo libre para estar juntos. Le aterraba preguntarse si tendrían suficientes temas para
platicar.
Las parejas ancianas tienen, enfrentan, la posibilidad del reencuentro. Esto significa que en la vejez se les da la
oportunidad, no de recuperar lo que perdieron o que simplemente no fue en su relación, sino de redescubrirse a
sí mismo como individuo y replantear un nuevo modelo de relación que sea expresión de la riqueza de su
experiencia, que les enriquezca mutuamente y que se convierta en una extraordinaria herencia para sus
descendientes. En la vejez a las parejas se les da la oportunidad de desarrollar modelos y espacios de amor
pleno, por cuanto ya no tienen que vivir más que en función de ellos mismos.

Pastor Adoniram Gaxiola + Teléfono 5528-8650 y 044 55 4822-9024 + Correo: casadepan@yahoo.com


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Lograr esto implica la necesidad de seguir algunos pasos y pagar otros tantos precios. Aquí quiero plantearles
algunos de ellos:
Primero, hay que aligerar los pesos que no son propios de la vejez. Me gusta ver las bolsas que usan las
mujeres en las cenas y eventos elegantes. Son tan pequeñas. ¡No les cabe nada!... más que lo que es propio
llevar a una fiesta. Atrás se quedan los frascos, las llaves, el celular, las medias de repuesto, etc. Solo
conservan lo que es propio del momento. Las parejas llegan a la vejez llenas de cosas que no son propias de su
edad y circunstancia. Sobre todo, llegan cargando los éxitos y fracasos de los hijos, de los nietos, etc. Asumen
cargas económicas, se consideran responsables del humor y carácter de las nueras y los yernos; creen que es
su tarea proteger al hijo de “esa mala mujer que le tocó”, o viceversa. Por favor, no lo hagan. Ocúpense de
ustedes mismos. Sean sabios y aprendan de aquella pareja que, cuando le preguntan sobre su hijo, responde
sabia, prudente y respetuosamente: “pregúntenle a él, edad tiene para responder”. En la vejez, sobre todo,
tenemos que dejar ir. Tenemos que limpiar la casa, que regalar los pájaros, que reducir nuestra exigencia de
limpieza y orden. No todo cabe, ni se necesita, en la bolsa de nuestra vejez.
En segundo lugar, y no podremos hacerlo bien si no hemos cumplido satisfactoriamente con el paso anterior,
tenemos que reaprender a ocuparnos de nosotros mismos. Ello implica que aprendamos a valorarnos, a
apreciarnos y a respetarnos. A aceptar que tenemos derecho, que nos es propio el trato digno, de parte de los
otros pero también de parte de nosotros mismos. Si su Mamá es como la mía, en no pocas ocasiones habrá
desviado la cuchara que llevaba a su boca para ofrecérsela a ustedes. Es que las mamás viejitas no han
aprendido a que es propio, que tienen derecho, que está bien, que se coman ese taco sin sentirse culpables,
malas o egoístas.
Como en ello, en muchas otras cosas tenemos, los viejos, que aprender a ocuparnos de nosotros mismos. Es la
vejez el tiempo de recoger las velas. Ya no podemos llevarlas extendidas pues cualquier viento puede volcar
nuestra frágil embarcación. Solo quienes se ocupan de sí mismos están en condiciones de ocuparse de su
pareja, de su relación, de su matrimonio. Así como de jóvenes era un problema que los hijos durmieran con
nosotros en la misma cama, ¡a veces en medio!; en la vejez hay que aprender que la cama de la pareja es
matrimonial. Es decir, en ella solo caben dos. Antes de acostarte, baja de la cama a los que están de más y que
no te dejan dormir en paz y estar en paz con tu pareja.
Finalmente, la vejez es un tiempo propicio para el perdón. Las alegrías más memorables se las debo a mi
mujer… lo mismo que las heridas más profundas. Ella puede decir lo mismo de mí, como todos podemos decir
lo mismo de nuestra pareja. No conozco a pareja alguna que llegue a la vejez con la armadura intacta. En las
parejas ancianas todas las armaduras están desgastadas. Por eso es que es necesario aprovechar la
oportunidad que la vejez nos ofrece para el perdón: a nosotros mismos y al otro.
Perdón, que no olvido ni negación. Perdonar tiene que ver primero con nosotros mismos, antes que con el otro.
Porque el perdón o la falta del mismo primero nos afecta a nosotros. Perdonar nos libera, no hacerlo nos
mantiene cautivos de la ofensa del otro. El perdón consiste en la renuncia al derecho que tenemos de que el
otro nos pague por el daño causado. Tenemos derecho a exigir, a castigar, a ser recompensados. Pero en tanto
el otro no puede o quiere restituir nuestra pérdida, seguimos estando sujetos a su mala acción. Entonces se da
un ciclo de reclamo, frustración, mayores heridas. Por eso nos volvemos impacientes, exigentes e intolerantes.
Como tantos viejos que van por la vida persiguiendo a su pareja, amargándose con y por ella, reclamando lo
que el otro ya no está en condiciones de dar.
Perdonar es renunciar, aún cuando no olvidemos. En algunos casos esto significa dejar de esperar, aceptar
nuestra pérdida. En otros, significa poner tierra de por medio. A veces literalmente, en otros casos,
relacionarnos de tal modo que no puedas volver a lastimarme como lo hiciste. Hay que aprender a protegernos
como lo hacemos cuando nos machucamos un dedo. Hay situaciones extraordinarias en las que el perdón pasa
por el castigo, del dejar que el otro enfrente y sufra las consecuencias de sus errores. Porque lo importante es
que no le demos a la acción que nos ha lastimado el poder para limitar nuestra paz, nuestra libertad para ser
nosotros mismos.
Estar en paz, recuperar la paz con nuestra pareja, nos permite irnos libres y en paz al encuentro de la vida
plena. Nos permite abundar en la comunión presente: con Dios, con nosotros mismos, con nuestro ser amado.

Pastor Adoniram Gaxiola + Teléfono 5528-8650 y 044 55 4822-9024 + Correo: casadepan@yahoo.com


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Sobre todo, nos permite ir de comunión a comunión. De lo poco a lo todo. Y, aunque en el cielo “ni se casan, ni
se dan en matrimonio”, podremos entregar las buenas cuentas de una relación que no iniciamos nosotros, la
inició el mismo en el que culmina en la eternidad: Dios, nuestro Señor.

Pastor Adoniram Gaxiola + Teléfono 5528-8650 y 044 55 4822-9024 + Correo: casadepan@yahoo.com

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