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Lograr esto implica la necesidad de seguir algunos pasos y pagar otros tantos precios. Aquí quiero plantearles
algunos de ellos:
Primero, hay que aligerar los pesos que no son propios de la vejez. Me gusta ver las bolsas que usan las
mujeres en las cenas y eventos elegantes. Son tan pequeñas. ¡No les cabe nada!... más que lo que es propio
llevar a una fiesta. Atrás se quedan los frascos, las llaves, el celular, las medias de repuesto, etc. Solo
conservan lo que es propio del momento. Las parejas llegan a la vejez llenas de cosas que no son propias de su
edad y circunstancia. Sobre todo, llegan cargando los éxitos y fracasos de los hijos, de los nietos, etc. Asumen
cargas económicas, se consideran responsables del humor y carácter de las nueras y los yernos; creen que es
su tarea proteger al hijo de “esa mala mujer que le tocó”, o viceversa. Por favor, no lo hagan. Ocúpense de
ustedes mismos. Sean sabios y aprendan de aquella pareja que, cuando le preguntan sobre su hijo, responde
sabia, prudente y respetuosamente: “pregúntenle a él, edad tiene para responder”. En la vejez, sobre todo,
tenemos que dejar ir. Tenemos que limpiar la casa, que regalar los pájaros, que reducir nuestra exigencia de
limpieza y orden. No todo cabe, ni se necesita, en la bolsa de nuestra vejez.
En segundo lugar, y no podremos hacerlo bien si no hemos cumplido satisfactoriamente con el paso anterior,
tenemos que reaprender a ocuparnos de nosotros mismos. Ello implica que aprendamos a valorarnos, a
apreciarnos y a respetarnos. A aceptar que tenemos derecho, que nos es propio el trato digno, de parte de los
otros pero también de parte de nosotros mismos. Si su Mamá es como la mía, en no pocas ocasiones habrá
desviado la cuchara que llevaba a su boca para ofrecérsela a ustedes. Es que las mamás viejitas no han
aprendido a que es propio, que tienen derecho, que está bien, que se coman ese taco sin sentirse culpables,
malas o egoístas.
Como en ello, en muchas otras cosas tenemos, los viejos, que aprender a ocuparnos de nosotros mismos. Es la
vejez el tiempo de recoger las velas. Ya no podemos llevarlas extendidas pues cualquier viento puede volcar
nuestra frágil embarcación. Solo quienes se ocupan de sí mismos están en condiciones de ocuparse de su
pareja, de su relación, de su matrimonio. Así como de jóvenes era un problema que los hijos durmieran con
nosotros en la misma cama, ¡a veces en medio!; en la vejez hay que aprender que la cama de la pareja es
matrimonial. Es decir, en ella solo caben dos. Antes de acostarte, baja de la cama a los que están de más y que
no te dejan dormir en paz y estar en paz con tu pareja.
Finalmente, la vejez es un tiempo propicio para el perdón. Las alegrías más memorables se las debo a mi
mujer… lo mismo que las heridas más profundas. Ella puede decir lo mismo de mí, como todos podemos decir
lo mismo de nuestra pareja. No conozco a pareja alguna que llegue a la vejez con la armadura intacta. En las
parejas ancianas todas las armaduras están desgastadas. Por eso es que es necesario aprovechar la
oportunidad que la vejez nos ofrece para el perdón: a nosotros mismos y al otro.
Perdón, que no olvido ni negación. Perdonar tiene que ver primero con nosotros mismos, antes que con el otro.
Porque el perdón o la falta del mismo primero nos afecta a nosotros. Perdonar nos libera, no hacerlo nos
mantiene cautivos de la ofensa del otro. El perdón consiste en la renuncia al derecho que tenemos de que el
otro nos pague por el daño causado. Tenemos derecho a exigir, a castigar, a ser recompensados. Pero en tanto
el otro no puede o quiere restituir nuestra pérdida, seguimos estando sujetos a su mala acción. Entonces se da
un ciclo de reclamo, frustración, mayores heridas. Por eso nos volvemos impacientes, exigentes e intolerantes.
Como tantos viejos que van por la vida persiguiendo a su pareja, amargándose con y por ella, reclamando lo
que el otro ya no está en condiciones de dar.
Perdonar es renunciar, aún cuando no olvidemos. En algunos casos esto significa dejar de esperar, aceptar
nuestra pérdida. En otros, significa poner tierra de por medio. A veces literalmente, en otros casos,
relacionarnos de tal modo que no puedas volver a lastimarme como lo hiciste. Hay que aprender a protegernos
como lo hacemos cuando nos machucamos un dedo. Hay situaciones extraordinarias en las que el perdón pasa
por el castigo, del dejar que el otro enfrente y sufra las consecuencias de sus errores. Porque lo importante es
que no le demos a la acción que nos ha lastimado el poder para limitar nuestra paz, nuestra libertad para ser
nosotros mismos.
Estar en paz, recuperar la paz con nuestra pareja, nos permite irnos libres y en paz al encuentro de la vida
plena. Nos permite abundar en la comunión presente: con Dios, con nosotros mismos, con nuestro ser amado.
Sobre todo, nos permite ir de comunión a comunión. De lo poco a lo todo. Y, aunque en el cielo “ni se casan, ni
se dan en matrimonio”, podremos entregar las buenas cuentas de una relación que no iniciamos nosotros, la
inició el mismo en el que culmina en la eternidad: Dios, nuestro Señor.