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ARQUIDIÓCESIS DE BARQUISIMETO

PASTORAL LITÚRGICA
BARQUISIMETO-EDO. LARA

RITUAL DE BENDICIÓN DE
LA CORONA DE ADVIENTO
EN FAMILIA.

Subsidio litúrgico preparado, para ayudar a las familias en la


Celebración del Adviento.
N°1. Tiempo Litúrgico de Adviento 1
1. La «Corona de Adviento» o «Corona de las luces
de Adviento» es un signo que expresa la alegría del
tiempo de preparación a la Navidad. Por medio de la
bendición de la corona se subraya su significado
religioso.

2. La luz indica el camino, aleja el miedo y favorece


la comunión. La luz es un símbolo de Jesucristo, luz
del mundo. El encender, semana tras semana, los
cuatro cirios de la corona muestra la ascensión
gradual hacia la plenitud de la luz de Navidad. El
color verde de la corona significa la vida y la
esperanza.

3. La corona de Adviento es, pues, un símbolo de la


esperanza de que la luz y la vida triunfarán sobre las
tinieblas y la muerte. Porque el Hijo de Dios se ha
hecho hombre por nosotros, y con su muerte nos ha
dado la verdadera vida.

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Una costumbre significativa y de gran ayuda
para vivir este tiempo es la corona o guirnalda de
Adviento, que constituye como el primer anuncio de
la Navidad.

Origen.- La corona de adviento encuentra sus


raíces en las costumbres pre-cristianas de los
germanos (Alemania). Durante el frío y la oscuridad
de diciembre, colectaban coronas de ramas verdes y
encendían fuegos como señal de esperanza en la
venida de la primavera. Pero la corona de adviento
no representa una concesión al paganismo sino, al
contrario, es un ejemplo de la cristianización de la
cultura. Lo viejo ahora toma un nuevo y pleno
contenido en Cristo. El vino para hacer todas las
cosas nuevas.

Evolución.- Los cristianos supieron apreciar la


enseñanza de Jesús: Juan 8,12: «Yo soy la luz del
mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad,
sino que tendrá la luz de la vida.». La luz que
prendemos en la oscuridad del invierno nos
recuerda a Cristo que vence la oscuridad. Nosotros,
unidos a Jesús, también somos luz: Mateo 5,14

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«Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse
una ciudad situada en la cima de un monte.»

En el siglo XVI católicos y protestantes


alemanes utilizaban este símbolo para celebrar el
adviento: Aquellas costumbres primitivas contenían
una semilla de verdad que ahora podía expresar la
verdad suprema: Jesús es la luz que ha venido, que
está con nosotros y que vendrá con gloria. Las velas
anticipan la venida de la luz en la Navidad: Jesucristo.

La corona de adviento se hace con follaje


verde sobre el que se insertan cuatro velas. Tres
velas son violeta, una es rosa. El primer domingo de
adviento encendemos la primera vela y cada
domingo de adviento encendemos una vela más
hasta llegar a la Navidad. La vela rosa corresponde al
tercer domingo y representa el gozo. Mientras se
encienden las velas se hace una oración, utilizando
algún pasaje de la Biblia y se entonan cantos. Esto lo
hacemos en las misas de adviento y también es
recomendable hacerlo en casa, por ejemplo antes o
después de la cena. Si no hay velas de esos colores
aún se puede hacer la corona ya que lo más
importante es el significado: la luz que aumenta con
la proximidad del nacimiento de Jesús quien es la Luz
del Mundo. La corona se puede llevar a la iglesia para
ser bendecida por el sacerdote.
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Simbología de la corona de Adviento
La forma circular: El círculo no tiene principio
ni fin. Es señal del amor de Dios que es eterno, sin
principio y sin fin, y también de nuestro amor a Dios
y al prójimo que nunca debe de terminar.

Las ramas verdes: Verde es el color de


esperanza y vida. Dios quiere que esperemos su
gracia, el perdón de los pecados y la gloria eterna al
final de nuestras vidas. El anhelo más importante en
nuestras vidas debe ser llegar a una unión más
estrecha con Dios, nuestro Padre.

Las cuatro velas: Nos hacen pensar en la


obscuridad provocada por el pecado que ciega al
hombre y lo aleja de Dios. Después de la primera
caída del hombre, Dios fue dando poco a poco una
esperanza de salvación que iluminó todo el universo
como las velas la corona. Así como las tinieblas se
disipan con cada vela que encendemos, los siglos se
fueron iluminando con la cada vez más cercana
llegada de Cristo a nuestro mundo. Son cuatro velas
las que se ponen en la corona y se prenden de una
en una, durante los cuatro domingos de adviento al
hacer la oración en familia.

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4. El Padre o la Madre, al comenzar la celebración,
dice:
Nuestro auxilio es el nombre del Señor.

Todos responden:
Que hizo el cielo y la tierra.

Al comenzar el nuevo año litúrgico vamos a


bendecir esta corona con que inauguramos también
el tiempo de Adviento. Sus luces nos recuerdan que
Jesucristo es la luz del mundo. Su color verde
significa la vida y la esperanza. El encender, semana
tras semana, los cuatro cirios de la corona deben
significar nuestra gradual preparación para recibir la
luz de la Navidad.

5. Uno de los presentes, lee un texto de la sagrada


Escritura:
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 5, 13-16
En aquel tiempo Jesús dijo a sus discípulos:
“Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde
su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve
para nada, sino para ser tirada y pisada por los
hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede
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ocultar una ciudad situada en la cima de una
montaña. Y no se enciende una lámpara para
meterla debajo de un cajón, sino que se la pone
sobre el candelero para que ilumine a todos los que
están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los
hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos
vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que
está en el cielo.
Palabra del Señor

6. Reflexión: (El Padre o la Madre, pueden leer el siguiente


comentario)
Nos dice Jesús: “Ustedes son la luz del mundo”.
Como haciéndole eco, nos dice san Pablo: “Ustedes
ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz“(Ef.
5, 8).

Dios mismo es luz. Exclama el Salmista: “¡Señor,


Dios mío, qué grande eres! Estás vestido de esplendor y
majestad y te envuelves con un manto de luz” (Sal 104
(103), 1-2). A Dios se aplica radicalmente el simbolismo
de la luz. Declara san Juan en su Primera Carta: “Dios es
luz, y en él no hay tinieblas” (1 Jn 1, 5). Y en el prólogo
de su evangelio dice que Cristo es “la luz verdadera que,
al venir a este mundo ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9).
El anciano Simeón en la presentación del Niño Jesús en
el Templo de Jerusalén cuarenta días después de su
nacimiento, afirma que él vino como “luz para iluminar
a los gentiles” (Lc 2, 32).
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Jesús en persona dio este testimonio de sí mismo:
“Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Y a
sus discípulos no vaciló en decirles: “Ustedes son la luz
del mundo”. Y añadió: “Así debe brillar ante los ojos de
los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos
vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está
en el cielo”.

Iluminados por Cristo, nos convertimos, pues, en


iluminadores de los demás. Todos necesitamos que
alguien nos ilumine, nos aconseje oportunamente,
responda a nuestras dudas. La luz que debe brillar en
nuestras vidas es la luz del testimonio, de la palabra
acertada, de la entrega generosa.

Jesús completa la metáfora de la luz con dos


comparaciones. Una ciudad debe ser visible, en la cima
de una montaña, para orientar a los viajeros
transeúntes. “Y no se enciende una lámpara para
meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el
candelero para que ilumine a todos los que están en la
casa”.

Los cristianos somos invitados formalmente a ser


luz para los demás. Se trata de que seamos luz con
nuestra vida, para los que nos rodean y nos ven. Se trata
de que seamos testigos de esperanza y del verdadero
sentido de la vida, en medio de una sociedad
secularizada en la que se está perdiendo el sentido de
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Dios. Que seamos luz para tantas personas
desorientadas, que viven en crisis, en la oscuridad o en
la penumbra existencial.

Siguiendo a Cristo, somos hijos de la luz. Nos dice


san Pablo: “despojémonos, pues, de las obras de las
tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en
pleno día, procedamos con decoro… Revístanse del
Señor Jesucristo” (Rom 13, 12-14).

El Evangelio nos hace responsables de irradiar a


Cristo-luz. Somos luz para el mundo, no para ocultarla
en nuestro interior, volviéndola invisible.

Semejante luz no es entonces para el propio uso


solamente, para la autocomplacencia, sino para
alumbrar el camino de los otros, para la sociedad, para
el mundo. A fin de iluminar las cosas y los hechos
humanos, puntualizando su medida, su sentido, su
valor.

Una homilía patrística hace esta reflexión: la Iglesia


-nosotros- no somos propiamente la luz, porque solo
Cristo es la luz. Pero la Iglesia debe ser el candelabro que
sostiene en alto a Cristo-luz. Toda nuestra vida ha de
hacer brillar la luz de Cristo, ayudando a los demás para
que no se pierdan en la noche. El pasaje evangélico deja
al símbolo “luz” todo su horizonte de sentido abarcador:
toda la verdad, todo el bien, todo el amor, la vida
resucitada. Todo ello, personificado en Cristo, y
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transferido a sus seguidores, que han de proyectarlo al
mundo.

Aparte de la comparación de la luz, que podría


entenderse simplemente en sentido poético, ¿qué
significa que un creyente debe ser luz del mundo, luz
para los demás? Las lecturas de hoy orientan el lenguaje
hacia la vida concreta, hacia el efecto que produce en
los demás nuestro estilo de vida.

En labios de Isaías, “así habla el Señor: ‘Si


compartes tu pan con el hambriento y albergas a los
pobres sin techo, si cubres al que ves desnudo…
entonces despuntará tu luz como la aurora… Si eliminas
de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra
maligna; si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que
vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas”.

Los ejemplos de la lectura profética son obras de


misericordia, y estas no pierden nunca actualidad. Solo
podría variar su denominación, su enumeración. Pero
siempre hay que tender al amor fraterno, a la
misericordia. San Pedro, por ejemplo, nos recomienda
precisamente practicar el amor fraterno y ser
misericordiosos. En su primera carta expresa
textualmente: “En fin, vivan todos unidos, compartan
las preocupaciones de los demás, ámense como
hermanos, sean misericordiosos y humildes. No
devuelvan mal por mal, ni injuria por injuria: al
contrario, retribuyan con bendiciones”. También
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exhorta a guardar la propia lengua del mal y los propios
labios de palabras mentirosas… a buscar la paz y seguir
tras ella (cf 1 Ped 3, 8-11).

Dice a su vez san Juan: “Si caminamos en la luz,


como él mismo (Dios) está en la luz, estamos en
comunión unos con otros y la sangre de su Hijo Jesús nos
purifica de todo pecado” (1 Jn 1, 7).

Jesús nos dice también: “Ustedes son la sal de la


tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la
volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser
tirada y pisada por los hombres”.

El cristiano, a la vez que luz, tiene que ser, pues, sal


de la tierra. Alguna reflexión ahora sobre este símbolo.

La sal condimenta y da sabor a las comidas. Según


un dicho popular, una comida sin sal es como un día sin
sol. La sal también preserva de la corrupción. Lo que
ahora hace la heladera o refrigerados para conservar los
alimentos, lo ha hecho desde siempre la sal.

Desde siempre se ha visto en la sal una dimensión


simbólica respecto a la vida, a la sabiduría, al gusto, a la
purificación. En el Antiguo Testamento se prescribía que
toda oblación a Dios fuera sazonada con sal. También ha
sido siempre la sal símbolo de la hospitalidad y acogida:
ofrecer el pan y la sal era acoger amablemente en casa
al forastero. Otras veces se interpreta en la Biblia la sal
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como ese sabor o gracia que debe existir en nuestra
convivencia fraterna: “Que haya sal en ustedes mismos
-dijo Jesús- y vivan en paz unos con otros” (Mc 9, 50).
Como comentando, nos dice san Pablo: “que la
conversación de ustedes sea siempre amena, sazonada
con sal, sabiendo responder a cada cual como conviene”
(Col 4, 6).

Por lo expuesto, podemos decir que Cristo nos


quiere de veras luz del mundo y sal de la tierra. Que
el mismo nos ayude a serlo y a serlo cada vez más.

7. Sigue la plegaria común:


Nosotros que somos la arcilla mientras Dios,
nuestro Padre, es el alfarero a él, que modela en
nosotros la nueva humanidad suplicamos con
confianza

1. Para que la Iglesia, celebrando el adviento de Jesús


se manifieste como el lugar de encuentro entre Dios
y los hombres, roguemos al Señor

2. Por el Papa Francisco para que sea un instrumento


de Dios para contribuir a la paz entre las naciones y
las religiones, roguemos al Señor.

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3. Para que la próxima venida del Señor en el
misterio de la celebración de la Navidad, renueve los
corazones y haga brotar alegría en nuestro mundo,
roguemos al Señor

4. Para que nunca dejemos de tener presentes a los


necesitados y que con nuestra oración reciban el
consuelo del Espíritu Santo, roguemos al Señor.

5. Para que nuestra familia sea fuerte y


evangelizadora, roguemos al Señor

Se pueden añadir otras peticiones libres


Dios nuestro Padre, que rasgaste los cielos
cuando tu Hijo Jesús vino hasta nosotros, despierta
el poder de tu amor y ven a salvarnos Por Jesucristo
nuestro Señor.

Terminemos nuestras peticiones rezando la


oración de los hijos de Dios: Padre Nuestro.

8. Luego el Padre o la Madre, con las manos juntas, dice la


oración de bendición:

Oremos.

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La tierra, Señor, se alegra en estos días, y tu
Iglesia desborda de gozo ante tu Hijo, el Señor, que
se avecina como luz esplendorosa, para iluminar a
los que yacemos en las tinieblas de la ignorancia, del
dolor y del pecado. Lleno de esperanza en su venida,
tu pueblo ha preparado esta corona con ramos del
bosque y la ha adornado con luces. Ahora, pues, que
vamos a empezar el tiempo de preparación para la
venida de tu Hijo, te pedimos, Señor, que, mientras
se acrecienta cada día el esplendor de esta corona,
con nuevas luces, a nosotros nos ilumines con el
esplendor de aquel que, por ser la luz del mundo,
iluminará todas las oscuridades. Él que vive y reina
por los siglos de los siglos.R. Amén.

Y se enciende el cirio que corresponda según


la semana de Adviento.

9. El padre o la madre concluye el rito, diciendo:


Cristo, el Señor, que se ha hecho luz del mundo
y está presente en medio de nosotros nos bendiga y
nos guarde en su amor.
Todos responden.
Amén.

En el nombre del padre, del hijo y del Espíritu


Santo. Amén
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