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CONTENIDO

13 Agradecimientos

15 Introducción
CAPÍTULO 1
19 Los espejos en el posclásico mesoamericano
CAPÍTULO 2
65 El orden simbólico del universo humano
CAPÍTULO 3
79 Metáforas y metonimias del tezcacuitlapilli
CAPÍTULO 4
97 Discusión final

105 Bibliografía

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Por mi parte, creo que Ammi describía una
especie de gas sometido a leyes físicas que
no son las que conocemos. No de las leyes
que rigen en las estrellas y los planetas que
podemos ver con nuestros telescopios o en
las placas fotográficas que se obtienen en los
observatorios. Era una entidad de los cielos
cuya diabólica energía y dimensiones eran
demasiado vastas para nuestros astrónomos.
No era más que un color transespacial,
un terrible mensajero de un infinito que
supera la capacidad de comprensión de la
que dispone nuestra naturaleza, un vestigio
de zonas cuya sola existencia nubla nuestro
entendimiento con nociones tales como
abismos extracósmicos y que nada más
pueden producirnos terror.
H. P. Lovecraft. El color que cayó del espacio

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Para mi amada familia. A mi hijo Emilio y
a mi esposa Alma, por el tiempo arrebatado
en la redacción del libro. También dedico el
ensayo a mis amados padres,
Patricia y Fernando.
Stephen

A la pequeña Eloise Bertina.

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AGRADECIMIENTOS

Esta investigación no hubiera salido a la luz sin la


ayuda de algunas personas. Entre ellas se encuentra Daniel
Juárez, quien accedió a leer el manuscrito desde sus etapas
iniciales y cuyas observaciones sirvieron para mejorar el
producto final. A él debemos la sugerencia de ampliar el
artículo original para convertirlo en un ensayo más extenso.
También agradecemos las puntuales sugerencias y acla-
raciones de Guilhem Olivier. Asimismo, reconocemos la
detallada revisión de estilo efectuada por Antonio Saborit,
director del Museo Nacional de Antropología. El mismo
Antonio nos apoyó con los trámites para publicar el libro.
Mil gracias por el apoyo logístico y académico. También
reconocemos a Vanessa Fonseca, responsable del proyecto de
digitalización de las colecciones del Museo Nacional
de Antropología por proporcionarnos algunas imágenes
requeridas.

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INTRODUCCIÓN

Esta investigación tiene su génesis en una serie de


inquietudes que comenzamos a tener en torno de los enig-
máticos espejos precolombinos del Centro de México. Sobre
todo, dilucidar si la semántica del tezcacuitlapilli tolteca
tiene la misma carga o sentido que los grupos mexicas
asignaron a los espejos solares, más que nada porque son
escasos los espejos mexicas, aunque estos se encuentran
representados en diferentes esculturas y en algunos códi-
ces. Un avance de este ensayo fue presentado en la última
edición de la Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de
Antropología (Olmedo y Castillo, 2014). Esto nos orilló
a escribir un artículo tocante a este tema. Sin embargo, el
manuscrito final quedó demasiado largo como para canali-
zarlo a alguna revista especializada. Estas páginas ahondan
nuestras inquietudes iniciales en torno del simbolismo del
tezcacuitlapilli entre los toltecas y los mexicas.
La investigación se divide en tres capítulos. En el primero
“Los espejos en el Posclásico mesoamericano”, adentramos
al lector en los espejos dorsales o tezcacuitlapilli del México
antiguo. Se define a esta clase de objetos, tanto desde las
fuentes como a partir de la cultura material arqueológica.

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Asimismo, se discuten las características morfológicas de


los espejos y de los discos con la finalidad de diferenciarlos,
pues en mucha literatura especializada se homologan sus
significados cuando en realidad son diferentes. También
ahondamos en las propiedades físicas y químicas de la pirita,
mineral reflejante empleado en la confección de espejos. El
primer capítulo cierra con la ubicación contextual de algunos
espejos posclásicos del Centro de México, destacando los
toltecas y los mexicas. Sin embargo, también contextuali-
zamos otros espejos de temporalidades afines a la tolteca,
destacando los hallados en la ciudad maya de Chichén Itzá
y en la lejana región de Casas Grandes, Chihuahua.
En “El orden simbólico del universo humano”, desarro-
llamos los anclajes teóricos que nos permiten avanzar, poste-
riormente, algunas de nuestras interpretaciones. Adoptamos
algunas de las ideas que Phillipe Descola ha venido desa-
rrollando desde hace tiempo, sobre todo las tocantes a las
ontologías que han gobernado no sólo las cosmogonías de
las sociedades tradicionales sino incluso la contemporánea.
Destaca el tratamiento que el antropólogo francés le da al
animismo, una de las categorías centrales de la antropología
que nos permite postular la existencia de esencias anímicas
que se asociaron con los espejos solares nahuas, las cuales
permitían “matar”1 a estos objetos arqueológicos. También
abordamos la discusión gestada entre el utilitarismo an-
tropológico y el simbolismo, con la finalidad de vertebrar
analíticamente algunas de nuestras reflexiones.
1
Cuando hablamos de “matar”, estamos haciendo alusión al hecho inten-
cional de destruir, ya sea completa o parcialmente a determinado objeto.
Lo anterior con la finalidad de desacralizarlo o para permitir que sus
propias esencias anímicas pudieran fluir fuera de él.

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INTRODUCCIÓN

En el tercer capítulo, “Metáforas y metonimias del tezca-


cuitlapilli”, realizamos un análisis simbólico de los espejos
dorsales nahuas, vinculándolos con una entidad fantástica
y real: la xiuhcóatl. Aquí estudiamos el papel cosmogó-
nico de los discos solares, en donde convergen diferentes
concepciones tocantes al fuego, la generación de este, los
mitos primigenios, la bóveda celeste, el Sol, los cometas,
así como la legitimidad de los dirigentes mexicas y, pro-
bablemente, toltecas.

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CAPÍTULO 1
LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO
MESOAMERICANO

Cuando el tlatoani Motecuhzoma II se enteró que se


aproximaban unos navíos a la costa oriental, mandó a cinco
principales para recibir a quien suponían era el esperado dios
Quetzalcóatl, que regresaba como lo había prometido al inmo-
larse siglos antes en ese mismo lugar. Como regalo de bienve-
nida, Motecuhzoma le envió espléndidas joyas y atavíos que los
sacerdotes utilizaban para personificar a sus dioses principales
Xiuhtecuhtli, Tezcatlipoca, Tláloc y Quetzalcóatl: máscaras,
penachos de plumas preciosas, pecheras formadas por sartales
de cuentas de jade y cascabeles de oro, escudos y banderas con
plumas de quetzal, adornos y vestimentas de concha, sandalias
y “una medalla grande hecha de obra de mosaico que se llevaba
atada y ceñida sobre los lomos” (Sahagún, 1989, vol. 2: 822).
Todos estos regalos le presentaron los mensajeros a Hernán
Cortés, capitán general de las embarcaciones que llegaron a las
costas mexicanas en el año “1 ácatl” (1519). En la versión en
náhuatl de este pasaje, que podemos leer en el Códice Florentino,
la medalla grande hecha de mosaico se llama tezcacuitlapilli,2
2
Término náhuatl formado por la raíz de la palabra tezcatl que se traduce
como “espejo para mirarse en él”, y la palabra cuitlapilli que quiere decir
“cola o rabo de animal o de ave” (Molina, 1977: 112v y 27r).

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que aquí traduciremos como “espejo dorsal”. Los informantes


de Sahagún lo describen como un espejo para ser usado en la
espalda baja, con un colgante de plumas de quetzal, provisto
con un escudo de turquesas –incrustado con turquesas, con
turquesas adheridas (Sahagún, 1950-1982, 12: 11).

Figura 1. Mensajeros enviados por Motecuhzoma II presentan regalos


a Cortés. Códice Florentino, Libro 12, folio 8v.

Esta descripción permite identificar algunos objetos ar-


queológicos como tezcacuitlapilli, ya que se trata de discos

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compuestos por una superficie reflejante en el centro, ro-


deada por un ancho anillo cubierto con teselas de turquesa.
De la misma manera, aquellos discos representados en la
escultura también pueden relacionarse con estos espejos
por la posición que ocupan, amarrados a la parte baja de
la espalda de los personajes que los portan. Nuestro in-
terés al desarrollar este trabajo ha sido adentrarnos en el
simbolismo que tuvieron estos espejos en la cosmovisión
de los pueblos antiguos del Centro de México durante el
Posclásico (900-1521 d.C.), aun cuando es sabido que la
presencia de estos objetos no se circunscribe a esta área,
sino que se manifiesta en varias culturas, desde el norte de
México hasta la zona maya, a lo largo de un amplio periodo
de la tradición mesoamericana.
Este primer capítulo persigue varios objetivos. Para
empezar, se distinguirán de manera breve los tezcacuitlapi-
lli, o espejos dorsales, de otros discos decorados también
con labor de mosaico de turquesa, pero cuyo significado
y función parece ser diferente, y se explicitarán las ca-
racterísticas morfológicas de los espejos, así como los
criterios de clasificación que se han realizado de los tipos
de espejos en Mesoamérica. En un segundo momento,
se definirán las características físicas y químicas de la
pirita, mineral empleado comúnmente como superficie
reflejante en los tezcacuitlapilli. Por último, ubicaremos
espacial y cronológicamente a los espejos y discos pos-
clásicos del México antiguo. Nuestro análisis abarca
alrededor de 650 años, esto es, del Posclásico Temprano
(900-1250 d.C.) al Posclásico Tardío (1250-1521 d.C.),
centrándonos en dos poderosas entidades políticas del
Centro de México: Tula y México-Tenochtitlán. También

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contextualizaremos arqueológicamente a los espejos dor-


sales recuperados en la ciudad maya de Chichén-Itzá, así
como otro hallado en la región de Casas Grandes, ambos
contemporáneos al apogeo del Estado tolteca durante el
Posclásico Temprano.

Hacia una definición homogénea de los discos

De acuerdo con Javier Urcid (2010: 183), se conocen


al menos cuatro tipos diferentes de discos de madera
con decoración de mosaico de turquesa en Mesoamérica:
unos pequeños, como de cinco centímetros de diámetro
que podrían clasificarse como orejeras; otros, de entre
27 y 34 centímetros de diámetro, que llama pectorales;
otros más los escudos de guerreros de alto rango, con
un diámetro entre 30 y 40 centímetros, caracterizados
por tener pequeñas perforaciones en todo el borde, usa-
das probablemente para amarrar colgantes de plumas,
piel o adornos de metal. Y por último, los escudos de
entre 20 y 30 centímetros de diámetro, provistos con
frecuencia de un borde almenado y un espejo de pirita
en el centro en donde hay perforaciones que sugieren
su uso como los espejos dorsales o tezcacuitlapilli que
portaban los guerreros de alto rango y las imágenes de
ciertos dioses. Estos últimos son a los que dedicaremos
nuestro estudio.

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Figuras 2 y 3. Pequeño disco con mosaicos de turquesa, concha y otros


minerales (Archivo de digitalización de las colecciones arqueológicas del
Museo Nacional de Antropología. conaculta-inah-Canon, Sala Mexica) y
pectoral de arenisca del Templo de los Guerreros de Chichén Itzá; nótense las
horadaciones en los bordes inferiores (tomado de Morris et al., 1931: 181).

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Figuras 4 y 5. Escudo de guerrero (tomado de Feest, 2012: 108) y tezcacuitlapilli


(Archivo de digitalización de las colecciones arqueológicas del Museo Nacional
de Antropología. conaculta-inah-Canon, Sala Maya).

Los espejos cautivaron a las sociedades tradicionales.


Permiten reflejar elementos de la realidad de una manera

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LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO MESOAMERICANO

fidedigna, aunque también deformarlos ópticamente. Al


igual que las máscaras, los espejos muestran y ocultan a la
vez. En Mesoamérica fueron manufacturados básicamente
de minerales como la pirita, en tanto que también se ela-
boraron con obsidiana, el vidrio volcánico más utilizado
por las sociedades prehispánicas.
De acuerdo con Gordon Ekholm (1972: 133-135; ci-
tado en Olivier, 2004: 428), los espejos empleados en el
México antiguo fueron de tres tipos: los espejos cóncavos
realizados por los olmecas, los espejos de pirita y los es-
pejos de obsidiana. Los de los olmecas remiten hasta las
épocas del periodo Formativo (1700-300 a.C.). Los objetos
de pirita, siguiendo al mismo Gordon Ekholm, caracte-
rizarían a los periodos mesoamericanos del Clásico y del
Posclásico, en tanto que los de obsidiana “generalmente
datan de la época posclásica” (Ídem). Estos últimos objetos,
con base en las fuentes escritas, fueron empleados para
actividades adivinatorias, “pues es imposible utilizarlos
para encender fuego” (Olivier, 2004: 429). Por otro lado,
Guilhem Olivier (Ibídem: 430) apunta que los informantes
de Sahagún describieron

[…] el uso de dos tipos de piedra: una blanca con la que fabri-
caban los espejos de los nobles (tecpiltezcatl), los espejos de los
gobernantes (tlatocatezcatl), en los cuales se reflejaba su rostro; y
una piedra negra, mala (amo qualli), que se utilizaba para hacer
espejos deformantes, espejos que combatían con el rostro de las
personas (teixavanj).

Es muy probable que estos testimonios den cuenta de los


espejos manufacturados con pirita y obsidiana. Su utilización

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dio inicio en el Formativo y se prolongó incluso hasta


después del ocaso del mundo precolombino.

Los espejos mesoamericanos.


A propósito de la pirita

Las rocas y los minerales fueron utilizados por las dife-


rentes colectividades del México precolombino. Destaca, en
el caso de las rocas, la explotación minera de yacimientos
de obsidiana (Cobean, 2002; Pastrana, 1998, 2007) para
abastecerse de materias primas susceptibles de convertirse
en utensilios, armas y ornamentos. Los minerales tampoco
se quedaron atrás. Objetos de carácter suntuario y de lujo
como máscaras, discos o pendientes fueron elaborados o
decorados con diversos minerales como la turquesa, el cina-
brio, la pirita. Se recurrió a los minerales hasta para obtener
pigmentos de diversa índole, destacando, por ejemplo, los
utilizados en las pinturas murales precortesianas.
El descubrimiento de las propiedades, usos y bondades
de las rocas y minerales se potenció a partir de una ciencia
de lo concreto, parafraseando a Claude Lévi-Strauss (2001),
esto es, por medio de una metodología inductiva de en-
sayo y error que, indudablemente, no difiere de algunas
formas contemporáneas de obtención de saberes. En este
sentido Adolphus Langenscheidt (1997: 7) advierte con
justa razón que:

El hombre mesoamericano no tenía el concepto de mineral ni


en la acepción mineralógica ni en la acepción económica que
ahora tiene; solamente tenía el concepto de piedras con carácter

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un tanto mágico, piedras que podía diferenciar por su color, su


peso relativo, su resistencia relativa al impacto, la compresión
y la rayadura y, también, por su dureza relativa, su brillo y su
forma, en el caso de los cristales.

Las propiedades naturales de estos elementos de la


naturaleza les permitieron a los antiguos pobladores de
Mesoamérica beneficiarse de ellos, ya que con estos se
realizaron y decoraron objetos de diversas clases. Pero las
mismas características de las rocas y los minerales, des-
de una mirada inductiva, potenciaron que algunas de sus
propiedades materiales adquirieran valor simbólico. Estas
concepciones se desarrollaron en virtud de que una de las
condiciones básicas del ser humano es la simbolización de
los componentes de la realidad, ya que de esa forma se le-
gitima en el Universo. Los sujetos sociales, antes que nada,
somos animales simbólicos (Cassirer, 2006). En efecto, el
brillante reflejo de la pirita, así como las deformantes imá-
genes reflejadas por la obsidiana tendieron a impregnarse
de significados nutridos desde las cosmogonías precolom-
binas. El primer elemento mineral aludía al sol, brillante
y claro, en tanto que el segundo material evocaba a un sol
nocturno (Olivier, 2004), enigmático, oscuro y deformante.
Por lo regular los espejos dorsales se manufacturaron con
placas muy delgadas de pirita y teselas de turquesa y, con
mucha probabilidad, fueron configurados sobre una base de
madera y de piedra arenisca, pizarra o esquisto. En ocasiones
se llegaron a utilizar minerales como la malaquita, o se in-
cluyeron incrustaciones de concha o pizarra para realzar los
motivos del mosaico que rodea al espejo. Aunque se conocen
muy pocos ejemplares, sabemos que nuestros antepasados

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también emplearon otro tipo de elementos metálicos para


elaborar estos objetos, como el cobre o incluso el oro, cuyo
brillo y color se asemejan a los de la pirita. Dediquemos
unas cuantas líneas a la pirita, mineral reflejante cargado
de un profundo simbolismo precolombino.
La pirita es un mineral que forma parte de la familia
de los sulfuros y que se compone básicamente de fierro y
sulfuro (FeS2). Es un mineral bastante común que presenta
“cristales cúbicos estriados, octaédricos y pentadodecaédri-
cos, a veces maclados en forma de cruz de hierro; agregados
compactos, granulares; concreciones, nódulos mamilonares
y estalactíticos” (Mottana et al., 1980: Ficha 31). La pirita
nunca es exfoliable y presenta un brillo metálico intenso;
es insoluble en ácido clorhídrico, pero en polvo es soluble
en ácido nítrico. Una de las propiedades características
de la pirita, por ser básicamente un mineral ferroso, es la
capacidad de producir chispas y, eventualmente, fuego. De
hecho la palabra pirita, de origen griego, significa literal-
mente “piedra de fuego”. En efecto, al ser:

golpeada con un martillo produce chispas y al calentarse arde a


temperatura moderada y funde fácilmente produciendo vapo-
res sulfurosos y dejando un glóbulo magnético. Las variedades
microgranulares se alteran con el tiempo y se resquebrajan con
la producción en primer lugar de productos sulfáticos y más
adelante limoníticos (Ídem)3.

3
La limonita es un término empleado para designar a una roca conformada
por minerales y elementos amorfos. A decir de Annibale Mottana et al.,
(1980: Ficha 93): “El principal constituyente es la goethia microcrista-
lina o criptocristalina, seguido de la lepidocrocia e hidróxidos de hierro
no cristalizados”. Por otro lado, el término limonita es utilizado como un
genérico conceptual para todos los hidróxidos de hierro que no son defini-

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LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO MESOAMERICANO

Finalmente, la pirita se puede formar en diferentes am-


bientes. De hecho, es un mineral bastante común en todo
el actual territorio nacional, en yacimientos de sulfuros
metálicos y en la mayoría de las rocas plutónicas, volcánicas,
sedimentarias y metamórficas. También es factible encon-
trarla como accesorio de las rocas ígneas extrusivas y como
consecuencia de las segregaciones magmáticas riolíticas o
basálticas. Esta es la razón por la que sería muy laborioso
conocer la procedencia de la pirita pues, como ya dijimos,
dicho mineral es bastante común en las escorrentías mag-
máticas. En efecto, se puede conocer la composición mineral
de un objeto de pirita precolombino mediante un estudio
mineralógico. La cuestión es hallar el yacimiento en donde
pudo haberse formado, lo que requeriría una búsqueda
minuciosa de yacimientos y de muestras de pirita que se
acercaran a la composición de la empleada por los antiguos
sujetos precolombinos. Laborioso, más no imposible.4

bles sino “al cabo de elaborados exámenes” (Ídem). Se encuentra de manera


frecuente sobre minerales de hierro como la pirita e incluso sobre restos
orgánicos como conchas (Ídem). La limonita, al ser un producto de disgre-
gación mineral, es semidura, frágil y fácilmente disgregable; “traslúcida
y semiopaca con brillo entre vítreo y terroso; polvosos y estrías de color
pardo claro” (Ídem).
4
En un reciente estudio, Emiliano Melgar et al. (2014: 44) mencionan
que se han identificado siete yacimientos o minas prehispánicas de las
que se infiere se extraía pirita junto con otros materiales: las minas de
Chalchihuites en Zacatecas, las de la Sierra Gorda en la Huasteca, la
cuenca del Río Balsas en Guerrero, las áreas de Huehuetenango, Agua-
catlán y Quetzaltenango en Guatemala y las Cockscomb Mountains en
Belice. Los mismos autores señalan que seguramente no fueron los únicos
yacimientos explotados.

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

Los espejos en el Centro de México

La palabra espejo, en náhuatl tezcatl, remite, al menos en


el centro de México, a Tezcatlipoca, señor de los destinos
de los hombres, dios-hechicero, de los guerreros, comple-
mento y rival de Quetzalcóatl, dios de las transgresiones,
personaje mítico fundamental en la cosmogonía mexica,
cuyas imágenes primigenias aparecen en Tula. Guilhem
Olivier (2004) ha realizado un profundo estudio sobre este
numen y no pretendemos aderezar sus palabras. A pesar
de ello, es necesario remarcar que el espejo humeante que
forma parte de las representaciones de Tezcatlipoca tiene
connotaciones interesantes que vale la pena desarrollar. En
efecto, los espejos se insertaron en prácticas de adivinación
(Villa, 2010), pero también denotaron saberes y poderes
simbólicos, pues los gobernantes y sujetos adscritos a las
élites eran los encargados de “ver” a través de ellos para
comunicarse con las deidades, para conocer los destinos de
las personas o incluso para acceder a los conocimientos de
los antepasados.

El espejo es, pues, a la vez un símbolo de conocimiento y un


medio de perpetuar la herencia de una comunidad. Las perso-
nas menores, los niños pero también, como veremos, la gente
del pueblo, deben mirarse y dejarse guiar por este instrumento
que es, asimismo, un símbolo de los antepasados y de los diri-
gentes (Olivier, 2004: 446)5.
5
El vínculo entre los espejos y el poder real de los dirigentes queda
demostrado nuevamente cuando Guilhem Olivier (2004: 448) advierte
que “el espejo de Tezcatlipoca debía guiar al rey por el camino recto, el
que habían seguido sus predecesores […] ¿Acaso los antiguos reyes no
se inspiraban en el ‘Señor del espejo humeante’, que se insinuaba en sus

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LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO MESOAMERICANO

Los espejos, en general, eran asociados con el inframun-


do, con el agua y con la tierra. Pero la superficie reflejante
también permitía vincular a estos objetos con el Sol o con
el reflejo de este. Como vuelve a apuntar Guilhem Olivier:

El espejo resplandeciente puede representar a la vez una ima-


gen del Sol y también, a través del humo o las llamas que de
él escapan, la expresión de la función adivinatoria del instru-
mento de Tezcatlipoca. Cuando se desencadena, la luminosi-
dad del espejo significa la apertura de una comunicación con
los hombres, la promesa de una revelación ante los ojos de los
mortales del elemento luminoso inherente al speculum […] El
espejo de Tezcatlipoca era considerado un objeto de obsidiana
asociado con el agua, la tierra y el aspecto nocturno del univer-
so […] El espejo representa el aspecto “nocturno y acuático”
del Sol, cuyo calor atenúa, evitando así un mundo quemado
[…] Como objeto de obsidiana, el espejo negro pertenece al
inframundo. Atrapa al astro en su reflejo y lo atrae hacia la
tierra. Componente femenino, nocturno y telúrico del astro, el
espejo negro de Tezcatlipoca provoca la caída del Sol (Ibídem:
466-467).

Por otro lado, las características de la pirita, como su


color dorado resplandeciente y su capacidad para producir
fuego, hacen pensar que los espejos elaborados con este
mineral se asociaban con el Sol diurno.
cuerpos y hablaba a través de ellos? ¿Este no tenía en sus manos el ‘Gran
Espejo’?”. Ahora bien, si en un pasaje mítico el dios posee un objeto
adivinatorio que le permite desentrañar los enigmas de la realidad, en-
tonces este es codiciado por los hombres-gobernantes. Así, “el rey poseía,
simbólica o realmente, un espejo en el cual veía a sus súbditos. En ese
sentido, el tlatoani actuaba como verdadero sustituto de la divinidad que
observaba a los mortales en su espejo” (Ídem).

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

Deidades, guerreros y personajes de las elites mesoame-


ricanas iban ataviados con espejos dorsales o tezcacuitlapilli.
Algunos de estos discos fueron sustituidos simbólicamente
por cabezas de aves o, en el caso de Mictlantecuhtli u otras
deidades inframundanas y terrestres, por cráneos humanos.

Figura 6. El dios de la muerte, Mictlantecuhtli, porta un cráneo humano


atado a la parte baja de la espalda. Códice Telleriano-Remensis, fol. 15r.

En la escultura tolteca, los discos siempre se ubican en la


espalda baja de los personajes, ceñidos a la cintura mediante
cintas (Jiménez, 1998: 370), en reiteradas esculturas se
encuentran plasmados junto a sus caderas, con la finalidad

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de que el espectador los percibiera, pues estas creaciones


eran de dos dimensiones. Del centro de estos elementos
emergen “divisiones a manera de radios. El exterior del
círculo mayor está compuesto por numerosas secciones de
forma trapezoidal que la rodean por completo” (Acosta,
1956: 97). Estas divisiones internas tienen por motivo
emular rayos solares o indicadores calóricos. En ocasiones
estos discos son decorados con líneas ondulantes ubicadas
al exterior de estos, lo cual los torna humeantes. En el
caso de Tula, los discos esculpidos del Palacio Quemado
están pintados de azul sobre un fondo rojo, en tanto que
las volutas u ondulaciones son de color amarillo (Acosta,
1957: 127), metonimia evidente de fuego.

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Figuras 7 y 8. Lápidas del Palacio Quemado de Tula. Vemos un espejo solar


o tezcacuitlapilli (Archivo de digitalización de las colecciones arqueológicas
del Museo Nacional de Antropología. conaculta-inah-Canon, Sala “Los
toltecas y el Epiclásico”). En la segunda imagen se aprecia a un dignatario
recostado que porta un disco dorsal (Tomada de Acosta, 1957: 126).

En Tula los discos de mosaicos hasta el momento re-


cuperados, se vinculan muy probablemente con el Sol o
con alguna deidad asociada con el astro rey. Solo que en
la misma ciudad hasta ahora no se ha detectado alguna
deidad que se vincule directamente con Xiuhtecuhtli,
deidad nahua del fuego, aunque algunos de sus atributos

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como el pectoral de mariposa estilizada y el tocado de ave


descendente se encuentran presentes en algunas represen-
taciones escultóricas toltecas (Cobean et al., 2012). A este
respecto, Elizabeth Jiménez ha advertido que los atributos
escultóricos en Tula de Tezcatlipoca y Xiuhtecuhtli “se
encuentran estrechamente relacionados, como si correspon-
dieran a una sola deidad que aún no se diferenciara en las
entidades concebidas posteriormente con individualidad
propia” (1998: 472-473). Es por ello que proponemos
que, para el caso tolteca y el mexica, los discos dorsales se
podían relacionar con deidades calóricas y estelares, pero
también con los oficios de la guerra. Como veremos para
el caso tolteca, los discos se vinculan con los guerreros, con
el fuego solar y con la realeza de esa antigua civilización.
En este sentido, algunas lápidas recuperadas en el Palacio
Quemado muestran discos solares de los que emergen fuego
o humo; lo mismo sucede con algunos otros que formaban
parte del ajuar de guerreros o gobernantes de la antigua
Tula, plasmados en la escultura. Lo anterior nos permite
postular que los discos toltecas con representaciones de
humo no sólo se vinculan con el fuego, sino también con
Tezcatlipoca, siendo identificado metafóricamente como
un espejo humeante. Por esto se pone de relieve que una
parte de la semántica de los tezcacuitlapilli fue la guerra, ello
por su relación con el “señor del espejo humeante”, al ser
concebido este como un dios guerrero. Ahora bien, si los
espejos se vinculan con el fuego solar, entonces sus repre-
sentaciones materiales deberán ser brillantes y reflejantes.
De ahí que supongamos que los discos de pirita y obsidiana
deberían contener parte de esta semántica. Es bien sabido
que muchos mosaicos de este tipo fueron manufacturados

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con teselas de turquesa, aunque proponemos que para que


estos sean considerados como la representación concreta
de un tezcacuitlapilli, entonces deberán poseer superficies
reflejantes, ya sea de pirita u obsidiana, pues la primera
alude al sol diurno, en tanto que la obsidiana hace lo
propio con el sol nocturno. Siguiendo con esta línea ar-
gumentativa, si un disco se compone en su totalidad de
elementos opacos como teselas de turquesa, entonces no
estaríamos frente a un tezcacuitlapilli, sino más bien frente
a un disco, a secas.

El tezcacuitlapilli entre los toltecas

El Palacio Quemado es una estructura arquitectóni-


ca compleja ubicada en el costado oeste de la Pirámide
B, también conocida como Pirámide de los Atlantes. La
Estructura C o Palacio Quemado comenzó a ser explorada
por Jorge Acosta entre 1955 y 1960. La estructura consta
de tres grandes salas que se encontraban techadas mediante
columnas circulares y pilastras rectangulares, además de que
presentaban impluvios para captar agua y luz. Se conoce a
esta construcción como el Palacio Quemado en virtud de
que al momento de ser excavada por el arqueólogo men-
cionado se encontraron evidencias de un incendio, proba-
blemente intencional, pues se recuperaron vigas calcinadas
que formaban el alma de las columnas y de las pilastras del
edificio, así como restos de adobes cocidos (Acosta, 1956;
Gamboa, 2007; Castillo, 2012).

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Figura 9. El Palacio Quemado de Tula, al costado de este se encuentra


la Pirámide B, famosa por sus colosales atlantes (Tomada de Cobean et
al., 2012: 80).

Este complejo arquitectónico, de acuerdo con Jorge Acosta


(1961: 56-57):

Se trata de una estructura rectangular que mide 75 m de


oriente a poniente y 38 m de norte a sur […] el conjun-
to arquitectónico se compone básicamente de tres enormes
salas cuadrangulares situadas una al lado de la otra. Cada
una es independiente, con su propia entrada. Solamente en
la Sala 2, hay complicaciones, la que es sin duda la más
importante por varias razones. Primera porque ve hacia la
Plaza Central; segunda, porque la banqueta que la rodea
está profusamente decorada y policromada, lo que no suce-
de en las otras salas.

El mismo arqueólogo supuso que el Palacio Quemado


sirvió como residencia de las élites toltecas o como un

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almacén de bienes de lujo, ello tras el descubrimiento de


numerosas vasijas rotas derivadas del colapso del techo
del edificio. Sin embargo, exploraciones subsecuentes
le permitieron descartar la hipótesis de que el edificio
tuviera funciones residenciales, pues no se detectaron
elementos para la preparación de alimentos ni habitacio-
nes lo suficientemente amplias para que ciertos actores
sociales vivieran ahí. Las tres grandes salas del Palacio
Quemado se encontraban decoradas con banquetas po-
licromadas que presentaban procesiones de guerreros,
siendo las de la Sala 2 las mejor conservadas. A decir de
Hugo Moedano (1947) y de Jorge Acosta, estas proce-
siones rituales representaban a caciques o dignatarios
toltecas, dada la riqueza de sus tocados o armamentos,
tal como lo desglosa Elizabeth Jiménez (1998), quien
identifica al personaje que dirige la procesión investido
con atributos de un Tláloc guerrero.6

6
La representación de Tláloc en la banqueta de la Sala 2 del Pa-
lacio Quemado de Tula ha permitido a Karl Taube (Cobean et al.,
2012: 85) postular que las ofrendas contenidas en el mismo espacio
se vinculan con esta deidad, la cual es una resemantización del Tláloc
guerrero de filiación teotihuacana. Cynthia Kristan-Graham (1993),
por su parte, propuso que la banqueta no representa a dignatarios
toltecas, sino más bien a comerciantes o pochtecas.

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Figura 10. Detalle de una banqueta de la Sala 2 del Palacio Quemado,


donde dirige la procesión un personaje investido con atributos de Tláloc
(Tomado de Cobean et al., 2012: 87).

Durante las exploraciones en el Palacio Quemado se recupe-


raron diferentes lápidas, caracoles cortados de mampostería y
tamborcillos de la misma materia prima. Según Jorge Acosta
(1956: 103), los frisos del Palacio Quemado se encontraban
decorados con tres tipos de lápidas, sobre las cuales se asentaban
tamborcillos de color azul y rojo y coronados con mampostería
de caracoles cortados. Las lápidas constituyen los elementos
más importantes del recinto, y las más recurrentes son las
que representan a personajes recostados, ricamente atavia-
dos y que, en la mayoría de las ocasiones, portan cuchillos,
armas curvas, flechas o lanzadardos, así como discos solares
en la espalda baja. El otro tipo de lápida está conformada por
vasijas con corazones humanos en su interior y en ocasiones
atravesados por cuchillos lanceolados7. Estas vasijas se conocen
7
“Otros son las representaciones de vasijas sagradas (cuauhxicallis), que a
veces están decoradas en el borde con plumas de águila. En el interior se
ven tres cañas ceremoniales pintadas de azul, clavadas dentro de objetos
esféricos amarillos que posiblemente representan corazones humanos. Del
mismo color son las volutas de fuego que llenan los espacios vacíos. El
fondo es siempre rojo y de igual manera las vasijas” (Acosta, 1956: 98).

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como cuauhxicalli, objetos que contenían ofrendas divinas.


Los discos solares, consistentes de círculos decorados con va-
riados diseños internos y líneas onduladas alusivas a humo
al exterior de estos, conforman el último tipo de lápidas. Los
discos presentaban ciertas variaciones, consistentes en las líneas
internas del disco esculpido, así como las líneas ondulantes
ubicadas al exterior de estos y que emulaban rayos solares o
humo. Asimismo, estos discos se encontraban decorados con
pigmentos rojos y azules (Acosta, 1957).

Figura 11. Lápidas, caracoles cortados, chalchihuites y clavos arquitectónicos


que decoraban las salas del Palacio Quemado de Tula (Tomado de Acosta,
1956: 96).

Como las lápidas más recurrentes son las de las figuras


recostadas, se puede inferir que la mayoría de las que

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decoraban el Palacio Quemado eran de este tipo. Para


algunos estudiosos (Cobean, 2007; Cobean et al., 2012;
Kristan-Graham, 2011) las figuras recostadas pueden
hacer alusión a antiguos dignatarios toltecas caídos
en batalla o también permiten fortalecer el mensaje
de un espacio que rememoraba y evocaba un pasado
glorioso, pues también han sido recuperadas lápidas
de este estilo en Tula Chico (Suárez et al., 2007). Bajo
esta mirada, pareciera ser que los discos solares tienden
a vincularse con los rituales de sacrificios humanos y
con las dinastías de la antigua Tula. Pero los mensajes
simbólicos en los cuales se incorporaron los tezcacuit-
lapilli no quedan ahí, pues otros hallazgos en la Sala 2
del Palacio Quemado los vinculan con las artes de la
guerra y el sacrificio.
En la parte este de la Sala 2 del Palacio Quemado,
Jorge Acosta (1957) descubrió una escultura completa de
Chac-Mool, muy relevante debido a que la mayoría de estas
fueron decapitadas y desacralizadas por los “destructores”
de Tula que reocuparon la ciudad una vez colapsada. El
arqueólogo no quedó satisfecho con el hallazgo y decidió
efectuar una cala debajo de la escultura para detectar
alguna ofrenda. Así, se puso de relieve “una masa com-
pacta de tierra amarillenta y numerosas plaquitas de jade
y turquesa” (Acosta, 1964: 53). El investigador había
encontrado los restos de un mosaico de piedras preciosas,
aunque en precario estado de conservación. Este último
autor escribe que:

De los objetos recuperados los más importantes, aunque tam-


bién los más destruidos, fueron varios discos de piedra arenisca

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que estuvieron recubiertos en un lado con pirita, y en el otro


con un mosaico de plaquitas de jade y turquesa. En vista de
que estas piezas miden apenas 8 cm de diámetro y que tienen
dos perforaciones en el centro, para colgarse, no parecen que
fueran espejos, sino un adorno que se llevaba sobre el pecho
(Ibídem: 74).

Estos materiales se enviaron entonces al Museo de


Historia Natural de Nueva York, con la esperanza de
que allá pudieran ser restaurados. Lamentablemente los
objetos ni pudieron ser reintegrados con las técnicas de
la época ni Jorge Acosta solicitó el regreso de esos ma-
teriales a México.
Por otro lado, en el pilar 2 del Edificio B de Tula se
representó a Tláloc, y su hallazgo fue importante. Este
Tláloc porta un espejo de pecho con dos orificios para
colgarse, el cual “podría equipararse a los espejos planos
de pirita, de color amarillo como el oro, encontrados en
las ofrendas de la Sala 2 del Palacio Quemado” (Cobean
et al., 2012: 170)8.

8
La comparación semántica entre los espejos de pecho y los dorsales
constituyen un tema que desarrollaremos en otro ensayo.

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Figura 12. Pilares de la Pirámide B de Tula. Se aprecian a los dioses
Tláloc, Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, así como un dirigente tolteca. Nótese
el disco de pecho que porta Tláloc, en la esquina superior izquierda
(Tomada de Cobean et al., 2012: 162).

Entre 1992 y 19949 se encontró otro espejo de turquesa


y pirita en la Sala 2 del Palacio Quemado, sobre el piso que
9
“During the 1990´s, a conservation Project […] found under the floor
in the centre of Sala 2 […] massive offerings of marine materials which
included an elaborate ceremonial garment […] made of hundreds of fine-
ly carved shell plaques, and in a subsequent offering at the same central
point, a large pyrite mirror with turquoise mosaic fire serpents (that is,
a solar disk or Tezcacuitlapilli like the disks sculptured on the fallen roof
panels of Salas 1 and 2)” (Cobean y Mastache, 2003: 55).

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sellaba una caja de adobe que guardaba como ofrenda los


fragmentos de la coraza de Tula. Este último ornamento de
fina manufactura, que se vincula con los oficios de la guerra
y el estatus social (Cobean, 1994; Cobean y Mastache, 2003:
56) presentaba en su parte superior un disco de arenisca,
quizá decorado anteriormente con teselas de turquesa, lo
cual ha potenciado la hipótesis de que la ofrenda de conchas
y coraza se dedicó a Tláloc, por la similitud del disco con la
imagen del Pilar 2 de la Pirámide B (Cobean et al., 2012;
Mastache et al., 2009).

Figura 13. Esquema de las ofrendas del impluvio de la Sala 2 del Palacio
Quemado (Tomado de Cobean et al., 2012: 86).

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El mensaje simbólico del tezcacuitlapilli es diferente. Las


teselas de turquesa se encontraban fragmentadas, pero un
oportuno trabajo de restauración logró darle vida al espejo
(Meehan y Magar, 2012). La parte central del objeto tenía
una incrustación de roca arenisca, la cual estaba cubierta
con teselas de pirita, sin embargo estas últimas han des-
aparecido, no así los motivos en forma de flor ubicados a
los extremos del espejo, al igual que las teselas de turquesa
que decoran mayoritariamente al objeto.

Figura 14. Tezacuitlapilli de la Sala 2 del Palacio Quemado de Tula


(Archivo de digitalización de las colecciones del Museo Nacional
de Antropología. conaculta-inah-Canon, Sala “Los toltecas y el
Epiclásico”).

Los mosaicos de turquesa y pirita excavados por Jorge


Acosta, Robert Cobean y colaboradores no son otra cosa que
la representación objetiva de los discos esculpidos en las

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lápidas del Palacio Quemado. Robert Cobean y Guadalupe


Mastache (2003: 57) argumentan que:

Los mosaicos de turquesa y pirita del disco representan cua-


tro serpientes de fuego (Xiuhcóatl), y en el centro del disco
se encuentra un espejo redondo de pirita. Este objeto proba-
blemente es un Tezcacuitlapilli, espejo ritual que fue parte de
la indumentaria de guerreros de alto rango en varias culturas
mesoamericanas, durante los periodos Clásico y Posclásico.

A finales de los años noventa, Osvaldo Sterpone (1997)


realizó diferentes labores de mantenimiento en el Palacio
Quemado de Tula, afinó la cronología de la antigua ciu-
dad de los atlantes y propuso una secuencia estratigráfica
hipotética del edificio (cf. Sterpone, 2000-2001, 2000).
Destaca la ofrenda recuperada debajo del impluvio de la Sala
1, en donde se halló un posible disco de turquesa y pirita,
contenido en una matriz de tierra solidificada. Actualmente
dicho objeto se encuentra en resguardo del Museo Nacional
de Antropología y esperamos que atraviese por una correcta
restauración para ser exhibido eventualmente. Por obvias
razones, tendremos que esperar para estudiar con mayor
detalle este probable disco o espejo tolteca.

Los discos de la “tollan gemela”

Mucho se ha hablado de las influencias culturales entre


Tula y Chichén Itzá, dos entidades políticas que sobresa-
lieron en el cosmos mesoamericano durante el Posclásico
Temprano (900-1250). No entraremos en un debate que,

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a nuestros ojos, es superfluo. Toda colectividad se vincula


con otras, sintetizando pautas identitarias para integrarlas
en las propias, aunque es más evidente la imaginería tolteca
y propia del Centro de México en gran parte de la cultura
material de Chichén Itzá (cf. Stocker, 2001)10.
Las exploraciones realizadas en el Templo de los Guerreros
y en el Castillo de Chichén Itzá permitieron recuperar
interesantes ofrendas, así como entender la complejidad
arquitectónica de las construcciones. Interesan para fines
de este trabajo los discos de arenisca, así como los tres es-
pejos hallados en las entrañas de las construcciones; estos
últimos se exhiben actualmente en la Sala Maya del Museo
Nacional de Antropología.
En la esquina noreste del Templo de los Guerreros se loca-
lizó una ofrenda propiciatoria de la construcción, consistente
de “la totalidad de fragmentos de un disco de arenisca, de
25 cm de diámetro por 1 de espesor. El disco es plano de
un lado” (Morris et al., 1931: 181). Este disco de arenisca
presentaba en sus extremos dos perforaciones cónicas, con
la finalidad de ser utilizado como espejo de pecho. Otro
disco similar se halló en la esquina noroeste del mismo
edificio. “Los excavadores detectaron una cavidad de 40 cm
de profundidad y de 35 cm de diámetro. En su interior, se
recuperó otro disco de arenisca, aunque este de 29 cm de
diámetro por 1.1 cm de espesor” (Ibídem: 182). Este disco
también presentaba dos orificios, aunque ubicados en su
10
Al respecto conviene mencionar el trabajo de Lindsay Jones (1995), en
el que se resumen las diferentes visiones que los académicos han tenido
sobre las relaciones entre Tula y Chichén Itzá. En su ensayo, Lindsay
Jones avanza la hipótesis de que las élites de Chichén Itzá, en su afán
de tornarse cosmopolitas ante los ojos de sus gobernados, tendieron a
importar parte de la imaginería del Centro de México.

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centro. Finalmente, otros dos discos de arenisca aparecieron


en la columnata norte del Templo de los Guerreros. De simi-
lares dimensiones, estos discos volvían a tener orificios para
ser colgados como discos de pecho, aunque dichos objetos
estaban acompañados de otros elementos, consistentes de
“11 pequeñas piezas de jadeíta, 4 cuentas de concha rosáceas
y 3 fragmentos de cuentas de concha” (Ibídem: 184).

Figura 15. Disco de arenisca recuperado de la esquina noroeste del


Templo de los Guerreros de Chichén Itzá (Tomadas de Morris et al.,
1931: 181 y 183).

Estas ofrendas nos recuerdan de inmediato al disco de


arenisca que encontró Jorge Acosta debajo del Chac Mool
de la Sala 2 del Palacio Quemado de Tula. Estos espejos de
pecho, que quizás en algún momento tuvieron teselas
de turquesa, como sugiere Jorge Acosta (1964) para el caso tol-
teca, fueron dotados de una importancia simbólica manifiesta al
emplearse como ofrendas propiciatorias de diferentes edificios11.
11
Samuel Lothrop (1937: 102-103) reporta discos de arenisca similares
en el sitio de Coclé, en las lejanas tierras de Panamá. Los discos repor-

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El primer espejo que se recuperó en la ciudad de Chichén


Itzá proviene del altar del Templo del Chac Mool. El objeto
fue hallado en 1931 dentro de una caja cilíndrica de piedra.
Cuando los arqueólogos retiraron la tapa que cubría el caché
encontraron una “bola subesférica de jadeíta y un fragmento
irregular de la misma piedra que representaba un rostro
humano, con una cuenta globular a cada lado del objeto,
por lo que la pieza debió ser parte de un peto” (Morris et
al., 1931: 186). Debajo de estos elementos se encontraban
los restos de un espejo decorado con teselas de turquesa.

El centro consistía de un disco delgado de arenisca amarilla


grisácea, con un aspecto ligeramente rosáceo. Parece que fue
cubierto con una capa de grandes láminas de una sustancia
afectada por la descomposición natural. Rodeando este cen-
tro había un continuo anillo de mosaicos de turquesa. Hacia
afuera, había una grande banda que era dividida en ocho pane-
les iguales por líneas radiales […] El borde del objeto fue un
mosaico compuesto de catorce divisiones en forma de pétalos
(Ibídem: 191).

tados por el investigador presentaban orificios en la parte central de los


mismos, así como en sus extremos. A decir de este autor, son abundantes
en Coclé las teselas de pirita, las cuales con seguridad decoraron alguna
de las caras de estos discos de arenisca. El mismo investigador (Lothrop,
1979: 94-95) describe brevemente otro tipo de discos recuperados en la
Península de Nicoya, Costa Rica, región con la que los antiguos toltecas
entablaron contactos comerciales, tal como lo demuestra la cerámica de
esta región hallada en la ciudad de Tula (cf. Diehl, 1974). Estos discos
presentaban orificios que, según Samuel Lothrop, pudieron servir “para
insertar plumas o cascabeles”.

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

Figura 16. Espejo del Templo del Chac Mool, Chichén Itzá (Archivo de
digitalización de las colecciones del Museo Nacional de Antropología.
conaculta-inah-Canon, “Sala Maya”).

El disco, de alrededor de 22 centímetros de diámetro,


también fue decorado con cuatro cabezas de serpientes es-
tilizadas. Es probable que el material que haya decorado
en su momento el centro del disco haya sido un mineral
con atributos reflejantes, como la pirita.
En El Castillo de Chichén Itzá se recuperaron otros dos
discos con mosaicos de turquesa. Uno apareció en 1934,
cuando los arqueólogos exploraban el interior de El Castillo.
Al pie de la escalinata de la última subestructura se halló
otra caja de piedra y dentro de ella “dos joyeles en forma
de disco con figuras de serpientes formadas en mosaicos de
turquesas, collares y figuras de jade” (Cirerol, 1947: 83).
Al igual que el primer disco de Chichén Itzá, este último
también presenta un centro elaborado de arenisca que, con

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LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO MESOAMERICANO

mucha probabilidad, se encontraba decorado con láminas de


pirita. En 1935 se halló otro disco de turquesa, ahora sobre
el lomo de un jaguar que resguardaba la Cámara Sur de El
Castillo. Como argumenta Manuel Cirerol (1947: 133),
“encima del lomo de la figura estaba asentado un enorme
joyel de turquesas, idéntico en su dibujo y ejecución de
finísimo mosaico a los hallados anteriormente al pie de
la escalinata, así como en el “Templo de los Guerreros””
(Véase Figura 5). Es conveniente mencionar que esta estética
obra muy probablemente fue “matada” para incorporarla
como ofrenda de la subestructura de El Castillo. Al respecto
Manuel Cirerol argumenta que este disco “denotaba haber
sido intencionalmente sacrificado por medio de una bola
de “copal”, colocada en el círculo central del joyel a la que
se le dio fuego al momento del enterramiento” (Ídem). Una
muerte simbólica por fuego.

Figura 17. Espejo de la Subestructura de El Castillo, Chichén Itzá (Archivo


de digitalización de las colecciones del Museo Nacional de Antropología.
conaculta-inah-Canon, “Sala Maya”).

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

De las tierras del sur hacia Aridoamérica

Charles Di Peso (1974:517) reporta un disco de cobre


recuperado en Paquimé, dentro de la región cultural de
Casas Grandes. Este espécimen, a pesar de haber sido
manufacturado sobre metal, sigue guardando la semántica
de los tezcacuitlapilli del centro de México. El disco, de
alrededor de 24 centímetros de diámetro, presenta un
primer círculo concéntrico con cuatro horadaciones, dos
en cada extremo, así como ocho paneles que subdividen
la circunferencia del disco. De acuerdo con Charles Di
Peso: “las ocho divisiones quizá representan segmentos
temporales de los sistemas calendáricos locales [y] los
cuatro paneles alternados […] con decoraciones incisas
representan a la Xiuhcóatl, la serpiente de turquesa” (Ídem).
El mismo investigador argumenta la posibilidad de que
este disco haya sido producto de la influencia cosmogónica
tolteca. En efecto, el disco fue “usado como los escudos
traseros, posterior a la moda de los guerreros atlantes de
Tula” (Ídem).
No sabemos si el centro del disco de cobre se encontraba
decorado con teselas de pirita, aunque es muy probable en
función de que las representaciones de serpientes estiliza-
das que decoran los extremos del ejemplar nos hablan de
una imaginería y simbolismo compartido con los espejos
del centro de México y del lejano sureste mexicano. Charles
Di Peso indica que dos de los paneles sin decoración
estuvieron decorados con teselas de turquesa, en tanto
que los otros dos con un mosaico de hematita especular
(Ibídem: 520). Al parecer, el complejo simbólico del tez-
cacuitlapilli alcanzó latitudes lejanas, desde el sureste,

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LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO MESOAMERICANO

el centro de México y la septentrional Aridoamérica.


Los especímenes mencionados hasta el momento, que
datan básicamente del Posclásico Temprano (900-1250
d.C.), presentan símbolos dominantes, invariables, como
la superficie reflejante, el uso de teselas de turquesa y las
representaciones naturalistas o abstractas de serpientes
míticas. Cada uno tiene elementos identitarios, pero en
esencia siguen transmitiendo un metamensaje que más
adelante abordaremos. Veamos qué pasa con estos ele-
mentos materiales en la última etapa del México preco-
lombino, atestigüemos qué ocurre con el tezcacuitlapilli
en el mundo mexica.

Figura 18. Disco de cobre de Casas Grandes, Chihuahua (Archivo de


digitalización de las colecciones del Museo Nacional de Antropología.
conaculta-inah-Canon, “Sala Culturas del Norte”).

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

El tezcacuitlapilli entre los mexicas

Entre las piezas mexicas elaboradas con la técnica de


mosaico de turquesa, podemos encontrar ejemplos que po-
drían corresponder a cada uno de los tipos mencionados
por Javier Urcid (2010).
En una ofrenda del Templo Mayor de Tenochtitlan,
conocida como ofrenda de Santa Teresa, se encontraron
pequeños discos de madera decorados con teselas de tur-
quesa y malaquita formando precisamente el glifo de la
turquesa; por su tamaño podrían clasificarse en el primer
tipo (véase Figura 2).
Dos infantes que fueron sacrificados en honor al dios
Tláloc, fueron encontrados dentro de una cista del Templo
Mayor portando sendos discos en el pecho hechos de madera
con mosaicos lisos de turquesa y de carapacho de tortuga
(Figura 19). Por su posición contextual y tamaño (27 y
34 centímetros de diámetro), estos discos conforman el
segundo tipo cuya función era la de pectorales. Estos úl-
timos, a reserva de sus dimensiones, guardan semejanzas
con la representación arcaica de la deidad en el Pilar 2 del
Edificio B de Tula.

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LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO MESOAMERICANO

Figura 19. Dibujo de uno de los niveles de la Ofrenda 48 del Templo


Mayor en el que pueden observarse dos grandes discos formados de teselas
de turquesa y carapacho de tortuga (tomado de López Luján, 1994: 197).

En cuanto a los discos de gran tamaño identificados por


Javier Urcid como escudos de guerreros (tercer tipo de su
clasificación), existen ejemplares en varias colecciones de
Europa y Estados Unidos. Son piezas de una gran calidad
en la manufactura y en el diseño artístico logrado mediante
incisiones practicadas en las teselas de turquesa, las cuales
fueron recortadas para dar la forma de los elementos que
deseaban representar. Destacaremos dos de ellos: uno con
la representación del Sol y varios guerreros, registrado en
el inventario del castillo de Ambras en 1596 e identificado

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

como escudo por Zelia Nuttall en 189112. El disco mide 42


centímetros de diámetro y está cubierto en su totalidad con
teselas de turquesa que forman una escena en la que se repre-
sentaron cinco niveles celestes en cuyo centro está la imagen
del Sol, flanqueada por estrellas y guerreros; se observa un
personaje dentro del Sol y otro que cae hacia otro disco en la
parte inferior que parece representar la entrada a una cueva
en cuyo interior está otro personaje. En la parte más baja se
representaron las fauces espinosas del monstruo de la tierra.

Figura 20. Escudo de mosaicos de turquesa con el tema del culto de los
guerreros al Sol (tomado de Feest, 2012: 106).

12
Parece ser que este escudo, junto con otros 15, formaba parte de los re-
galos que Motecuhzoma II dio a Cortés y que este a su vez envió a Carlos
V en 1519. El emperador pudo haberlo regalado a su hermano Fernando
I de Habsburgo, padre del Archiduque Fernando del Tirol, quien lo con-
servó dentro de sus colecciones del castillo de Ambras en Austria (Feest,
2012: 107-108).

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LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO MESOAMERICANO

El segundo ejemplo es un disco de aproximadamente 38


centímetros de diámetro, localizado en el interior de la ofrenda
99 del Templo Mayor de Tenochtitlan, depositada frente a la
escalinata del templo del dios de la guerra, Huitzilopochtli.
Se trata de un disco cubierto por teselas de turquesa en su
mayoría, con algunas de malaquita verde-azul y calcita blanca.
Con estos colores lograron diferenciar varios círculos con-
céntricos y siete personajes en actitud dinámica distribuidos
alrededor. De acuerdo con el interesante estudio de Adrián
Velázquez et al. (2012), los personajes representan guerreros
cautivos, destinados al sacrificio y ataviados para personificar
dioses estelares como Huitzilopochtli, el dios solar de los
mexicas, Tlahuizcalpantecuhtli que es Venus como estrella
de la mañana, o Mixcóatl, identificado con la Vía Láctea.

Figura 21. Disco de turquesas con la representación de dioses ataviados


como guerreros. Ofrenda 99 del Proyecto Templo Mayor (tomado de
Pohl et al., 2012: 38).

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

Como sucede en una gran cantidad de ofrendas del Templo


Mayor, los niveles de elementos recrean los distintos ni-
veles cósmicos; en este caso, el disco fue depositado en
el nivel más profundo de la ofrenda, correspondiente al
inframundo, asociado a materiales calcáreos quemados y
cubierto por elementos marinos, cuentas de piedra verde
y una gran cantidad de puntas de proyectil, así como por
otros elementos que representan los niveles terrestres y
celestes del depósito. Por el contexto en que fue encontrado
este disco de turquesa y los personajes representados en su
superficie, los autores antes citados (Ibídem: 84) proponen
que la escena simboliza el viaje cíclico de las estrellas por
el inframundo y relacionan la ofrenda con los rituales de la
veintena Quecholli en la que se conmemoraba el momento
mítico de la creación del mundo y el descenso de las estrellas
a la tierra. Los elementos asociados con el disco del Templo
Mayor guardan semejanzas con el disco de turquesa y pirita
del Palacio Quemado de Tula, en donde se depositaron
debajo de él materiales marinos, incluyendo corales, lo
cual los asocia con el inframundo acuático.
En el Tetzacoalco, área rectangular ubicada en la cumbre
del Cerro Tláloc, Víctor Arribalzaga (2006: 15) propone ini-
ciar una serie de excavaciones pues en superficie se habían
detectado “una gran cantidad de mosaicos de turquesas con
grabados incisos que forman imágenes similares al disco for-
mado por cientos de estos mosaicos recuperados en una de
las ofrendas del Templo Mayor” (Ibídem: 15-16). Este autor,
como sospechará el lector, hace alusión al disco que acabamos
de describir. En una temporada posterior, el mismo arqueó-
logo indica que en el Pozo 3 apareció una fuerte cantidad de
teselas de turquesa (Arribalzaga, 2008: 25). Incluso, a decir

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del autor seguido, “actualmente tenemos 1822 teselas de


turquesas, de las cuales algunas presentan líneas incisas que
por los antecedentes existentes en Templo Mayor, compo-
nen una imagen en algún mosaico” (Ibídem: 35). Las teselas
se encontraron asociadas con fragmentos de pizarra, copal,
cuentas de piedra verde, así como con fragmentos de concha
y de madera (Ibídem: 19). Con base en lo anterior y a reserva
de que se realicen los pertinentes trabajos de restauración de
las teselas de turquesa, muy probablemente este disco guarde
semejanzas con el descrito por Adrián Velázquez et al. (2012).
No se ha tenido igual suerte con el descubrimiento ar-
queológico de espejos dorsales mexicas que constituirían
el cuarto tipo de la clasificación y el interés central de este
trabajo. Solamente se conocen espejos de pirita con perfo-
raciones bicónicas para ser colgados. Pero afortunadamente
contamos con su representación, tanto en pictografías como
en esculturas asociadas al mundo mexica. Mencionaremos
algunos ejemplos en los que identificamos la imagen del
espejo dorsal, comparando sus elementos con aquellos iden-
tificados en los tezcacuitlapilli toltecas, a saber: un pequeño
anillo al centro que representa el lugar donde se incrusta el
espejo, seguido por otro anillo concéntrico más ancho en
cuyo interior se figuran varios espacios de forma trapezoi-
dal separados por divisiones radiales. Finalmente, el borde
externo que en ocasiones presenta un diseño almenado.

Guerreros toltecas

Se trata de cinco esculturas de guerreros, conocidas como


“atlantes”, de estilo tolteca pero de manufactura mexica.

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Fueron encontradas cerca de la cancha principal de juego


de pelota frente al Templo Mayor de Tenochtitlan. Los
personajes, cuatro hombres y una mujer, se representaron
muertos, con los ojos cerrados y, casi todos, con un agujero
en el pecho donde se colocaba el corazón de piedra; están
ataviados con elementos que desde el mundo tolteca se
relacionaban con el simbolismo de la turquesa asociado
al gobierno y a la guerra y que en el Posclásico Tardío se
expresó concretamente, o fue personificado, en la deidad
del fuego, Xiuhtecuhtli. Con esto nos referimos al pec-
toral en forma de mariposa, insecto asociado al complejo
fuego-luz-calor y a las almas de los guerreros muertos en
batalla que acompañaban al Sol en su recorrido desde el
amanecer hasta el cenit, y al espejo dorsal, o tezcacuitlapilli.

Figuras 22 y 23. Atlante mexica (Archivo de digitalización de las


colecciones del Museo Nacional de Antropología. conaculta-inah-
Canon, “Sala Mexica”).

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LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO MESOAMERICANO

Disco de Chalco

Si atendemos al diseño de los espejos dorsales que


portan los “atlantes” mexicas que mencionamos arriba,
debemos incluir en esta categoría los monolitos que re-
presentan el glifo del tianquiztli o mercado (López Luján
y Olmedo, 2011), los cuales se fijaban sobre pequeñas
plataformas dentro de los tianguis en el área consagrada
al culto del dios de los mercados y ferias. En el ejemplo
que aquí presentamos, el borde almenado característico
de los espejos dorsales toltecas está ocupado por conjun-
tos de cuatro barras y se añade un círculo formado por
pequeños discos.

Figura 24. Disco de Chalco (Archivo de digitalización de las colecciones


del Museo Nacional de Antropología. conaculta-inah-Canon, “Sala
Mexica”).

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Relieve Tonatiuh

En un conocido fragmento de relieve esculpido en Texcoco,


se observa la figura de un hombre ricamente ataviado y en
actitud dinámica, que lleva atrás de la cintura un disco con
la imagen del Sol con un colgante de plumas que recuerda la
descripción de los tezcacuitlapilli en la obra de Sahagún y
un diseño con figuras geométricas similar al de los espejos
dorsales que hemos visto. Varios investigadores opinan que
se trata de la representación del dios del Sol, Tonatiuh,
llevando la imagen del astro unida a su cintura.13 El objeto
cónico que se desprende del centro del disco solar, cuya
base está rodeada de un torzal, se ha interpretado como un
símbolo de muerte que indicaría que la imagen corresponde
al Sol del ocaso.
El diseño de estos discos representados en la escultura,
consta de dos o tres círculos concéntricos y un borde alme-
nado, sustituido en ocasiones por grupos de pequeñas barras
verticales. Si imaginamos distribuidas radialmente en su
superficie elementos en forma de puntas o rayos, tendremos
la base de la imagen estandarizada del Sol mexica, en cuyo
centro se encuentra una superficie reflejante (espejo), o bien
el rostro de un personaje. Como trataremos de mostrar, este
diseño sugiere que el astro ocupa la parte central de la ima-
gen que irradia en un espacio que representa el firmamento.
El culto al Sol, asociado con los guerreros y el viaje cíclico
de los astros al inframundo, parecen ser la esencia temática
13
El investigador Michel Graulich (2005) interpreta, de manera muy su-
gerente, que el personaje representado en esta escultura es Coyolxauhqui,
quien, como mujer muerta en la guerra contra su hermano Huitzilopo-
chtli, carga al sol desde el cenit hasta el ocaso.

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LOS ESPEJOS EN EL POSCLÁSICO MESOAMERICANO

de escudos de turquesa y espejos dorsales mexicas. Pero


antes de adentrarnos en nuestras propuestas interpretativas
del tezcacuitlapilli tolteca y mexica, es menester explicitar
los asideros intelectuales que nos permiten construir sig-
nificados simbólicos.

Figura 25. Relieve Tonatiuh (Archivo de digitalización de las colecciones


del Museo Nacional de Antropología. conaculta-inah-Canon, “Sala
Mexica”).

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CAPÍTULO 2
EL ORDEN SIMBÓLICO DEL UNIVERSO
HUMANO

El razonamiento humano acude a las dicotomías para


abstraer las características del mundo o simplemente para
tornarlas inteligibles. En términos ontológicos o de teoría
de la realidad, por ejemplo, se habla de realistas o mate-
rialistas contra idealistas; en filosofía de la ciencia pasa
lo propio con los uniformistas metodológicos y con los
separatistas metodológicos, o con los positivistas lógicos
y los posmodernistas; en las disciplinas sociales o del espí-
ritu también se habla de funcionalistas frente aquellos que
apuestan al simbolismo y a la interpretación de códigos
metafóricos; en la antropología sociocultural siempre ha
existido la dicotomía entre la naturaleza y la cultura. Incluso
en la tradición de oficio arqueológica se habla de arqueó-
logos de campo y de arqueólogos de gabinete o inclusive
de arqueólogos teóricos, como dos entidades académicas
irreparables y antagónicas entre sí.
Para efectos de nuestro trabajo es menester profundizar
en algunas de estas oposiciones analíticas fundamentales
que nos permitirán vertebrar ulteriores interpretaciones en
torno del complejo simbólico asociado con el tezcacuitlapilli
en el mundo nahua del Posclásico. Lejos de enfrascarnos en

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

una disputa territorial entre diferentes posiciones teóricas


trataremos de iluminar nuestras propuestas mediante algu-
nas discusiones celebradas en el marco de la antropología.
Incluso, consideramos mucho más viable sintetizar algu-
nos planteamientos de la antropología “simbólica”14 que
hacer uso de lecturas erróneas y relativistas extremas como
las construidas desde la arqueología posprocesual de Ian
Hodder (1994) y sus seguidores. Es hora de aceptar que la
mayoría de las construcciones teóricas en arqueología son
readaptaciones de las diferentes teorías antropológicas. Este
mismo ejercicio nos permitirá proponer a los espejos dorsales
no solamente como objetos de carácter utilitario, sino que
trataremos de deconstruir sus metamensajes asociados con
la existencia de fuerzas incorpóreas que, probablemente, le
fueron asignadas a estos estéticos mosaicos de minerales.
Trataremos, entonces, de adentrarnos en el pensamiento
arcano nahua, una labor titánica e inferencial que, desde
nuestro punto de vista, debe efectuarse desde un enfoque
interpretativo-simbólico, no causal, y que abreva de la sub-
jetividad de los autores de estas líneas. Por supuesto, y al
contrario que varios apuntes relativistas irracionales, en las
posteriores interpretaciones “no todo será posible” como de-
cía el fundador del posprocesualismo (Hodder, 1994: 189),
sino que nuestras lecturas no escaparán de determinado
campo semántico de acción, lo cual nos aleja del relativismo
interpretativo que no permite comparar ni evaluar saberes.
Precisamente una de estas discusiones tiene que ver con las
ontologías que probablemente han gobernado el razona-
miento no sólo de las sociedades tradicionales, sino de las

14
En virtud de que todas las interpretaciones antropológicas son simbólicas.

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EL ORDEN SIMBÓLICO DEL UNIVERSO HUMANO

mismas colectividades contemporáneas. La otra discusión


versa en torno del utilitarismo-funcional antropológico que
ve a las sociedades y a sus productos culturales como adapta-
ciones funcionales gobernadas por el ser social económico u
homeostático de los sistemas humanos; una visión influida
fuertemente por el razonamiento marxista y durkheimiano.
De hecho, los objetos son objetos en función de su oposición
con algo, lo cual los torna en elementos sígnicos y simbólicos,
capaces de accionar en determinados campos semánticos.
Así, los componentes materiales de estos objetos, al igual
que sus contextos arqueológicos de hallazgo, nos permiti-
rán “leer” hipotéticamente sus significados. Pero antes de
hacerlo debemos poner en marcha este apartado.

Naturaleza y cultura, por una interpretación


animista del universo cosmogónico mesoamericano

La dicotomía más célebre entre la antropología sociocul-


tural es la de naturaleza y cultura. Al lector le vendrá a la
mente el tratado de Mitológicas I de Claude Lévi-Strauss
(2005), que retrata cómo la naturaleza se “culturaliza” a
través de la lengua, uno de los universales culturales del ser
humano. Estas oposiciones conceptuales “paradigmáticas”,
tendieron a dividir a la antropología bajo el supuesto de
que esta disciplina debía abocarse estrictamente al estudio
de la cultura, en tanto que las Ciencias Naturales debían
hacer lo propio con los fenómenos de la naturaleza o de la
realidad. El positivismo del siglo xix generó esta distinción
disciplinaria, así como los ámbitos de acción de las diversas
disciplinas del conocimiento.

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

La distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias de la


cultura que en ese periodo se establece va a definir entonces
el campo en el cual podrá desplegarse la etnología, al mismo
tiempo que se la condenaba desde sus comienzos a no poder
aprehender el entorno físico sino como ese marco exterior de
la vida social cuyos parámetros definen las ciencias naturales
(Descola, 2003: 27-28).

Como bien argumenta Eduardo Viveiros (2010: 34), la


oposición cultura y naturaleza representa el enfrentamiento
entre lo “universal y particular, objetivo y subjetivo, físico
y moral, hecho y valor, dado e instituido, necesidad y es-
pontaneidad, inmanencia y trascendencia, cuerpo y espíritu,
animalidad y humanidad”. Sin embargo, el estudio de los
idearios de una colectividad, tanto contemporánea como
pretérita, no debe dejar de lado el ámbito de la naturaleza,
pues esta es naturalmente simbolizada por los actores sociales
para incorporarla en sus propias taxonomías. Más que separar
a la naturaleza de la cultura, se debería interrogar cómo la
naturaleza es incorporada en el dominio de lo social y cómo
estos dos elementos de la realidad tienden a imbricarse
en las distintas clases de pensamientos. Bajo esta óptica,
es muy probable que desde los albores de la humanidad
los actores sociales no pudieran explicar a cada uno de los
fenómenos del mundo. Nada más desesperante. Quizá la
primera forma en la que los seres humanos comenzaron a
volver inteligible el mundo fue a través de lo que en an-
tropología se conoce como animismo15 que, en palabras de
15
Bajo la óptica de algunos antropólogos poscolonialistas, la utilización
de términos emanados de la antropología, como disciplina social que
abreva del Colonialismo iniciado en Europa, implica un criterio de auto-
ridad sobre los sujetos de estudio, pues hablamos de ellos desde nuestro

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Jack Eller (2007: 43), da cuenta del pensamiento en el que


se cree en la existencia de diferentes fuerzas “impersonales
que no necesariamente están asociadas con una entidad o
cosa particular ni con una “mente” o “deseo” individual.
Esas fuerzas comúnmente existen y fluyen a través de la
naturaleza otorgándoles las cualidades que nosotros en-
contramos aquí”. Así las cosas, el pensamiento animista
no puede desarrollarse sin los vínculos simbólicos entre la
cultura y la naturaleza.
Phillipe Descola ha propuesto la existencia de cuatro
ontologías que han gobernado el pensamiento cosmogónico
humano, tanto en sociedades tradicionales como contempo-
ráneas: totemismo, animismo, analogismo y naturalismo.
En otro trabajo (Castillo y Berrocal, 2013), uno de nosotros,
trató de aplicar los postulados del antropólogo francés en
parte de la cultura material tolteca, por lo que nos limi-
taremos a resumir brevemente algunas de las propuestas
de Phillipe Descola que podrían nutrir posteriores inter-
pretaciones en torno del tezcacuitlapilli. Este último autor
menciona, a propósito del animismo que este:

punto de vista, con categorías ajenas a la colectividad bajo escrutinio.


Por ejemplo, si bien en la obra de Eduardo Viveiros de Castro (2010),
muchas de sus interpretaciones hacen alusión a fuerzas anímicas incor-
póreas entre diferentes grupos amazónicos, dicho autor prefiere hacer
uso de otro concepto, como el del Perspectivismo Amerindio, que bus-
ca otorgarle su legítimo lugar a las taxonomías clasificatorias indígenas,
como verdaderas teorías cosmogónicas que han nutrido históricamente a
la antropología sociocultural. “¿No sería posible proceder a un desplaza-
miento de la perspectiva que muestre que los más interesantes entre los
conceptos, los problemas, las entidades y los agentes introducidos por las
teorías antropológicas tienen su origen en la capacidad imaginativa de
las sociedades (o los pueblos, o los colectivos) que se proponen explicar?”
(Viveiros, 2010: 14).

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Dota a los seres naturales de disposiciones sociales. Así, los sis-


temas animistas son una inversión simétrica de las clasifica-
ciones totémicas: no explotan las relaciones diferenciales entre
especies naturales para dar a la sociedad un orden conceptual,
sino que más bien utilizan las categorías elementales que es-
tructuran la vida social para organizar en términos conceptua-
les las relaciones entre los seres humanos y las especies natura-
les. En los sistemas [animistas] los no humanos […] son vistos
como términos de una relación (Descola, 2001: 108).

El animismo puede entenderse como la creencia de que


existen entidades espirituales que conectan los mundos de los
humanos con los de los no humanos. Phillipe Descola (2003:
37-38) argumenta que “muchas sociedades conceden a las
plantas y animales un principio espiritual propio y estiman
que es posible mantener con estas entidades relaciones de
persona a persona –de amistad, de hostilidad, de seducción,
de alianza o de intercambio de servicios-“. Son precisamente
las almas el vehículo conductor que enlaza a las entidades
humanas con las no humanas (Descola, 2012). En efecto,
la condición para que se geste la conexión entre entidades
humanas y no humanas es la humanidad como cultura.
“Los humanos y todas las clases de no humanos tienen
materialidades diferentes en el sentido de que sus esencias
internas idénticas se encarnan en cuerpos de propiedades
contrastadas, cuerpos a menudo descritos localmente como
simples “vestidos” para subrayar mejor su independencia
de las interioridades que los habitan” (Descola, 2003: 40-
41). Así, las relaciones que los sujetos le otorgan a los
integrantes de la naturaleza o a los no humanos, deviene
lógicamente de las relaciones culturales que ellos mismos
han construido. Lo anterior hace que los no humanos sean

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cargados de una manifiesta humanidad. En consecuencia,


la naturaleza es filtrada y vuelta inteligible por la cultura.
Otra de las ontologías desarrolladas por Phillipe Descola
es la del analogismo. Bajo esta percepción se asume que
“las propiedades, los movimientos o las modificaciones
de estructura de ciertas entidades del mundo ejercen una
influencia a distancia sobre el destino de los hombres o son
influencias por el comportamiento de estos” (Ibídem: 43-44).
Siguiendo al antropólogo francés, el nagualismo, creencia
bastante común en la América Central en donde se asume
que cada persona posee un álter ego animal, podría ilustrar
este tipo de ontología cosmogónica. No existe una relación
directa entre los humanos y los no humanos a través del
alma, como sí ocurre en el animismo, sino que más bien en
el analogismo impera una similitud de efectos, donde cada
uno afecta al otro, es una causalidad de acontecimientos.
En la cosmogonía mesoamericana, las entidades que
forman parte del Universo se encuentran dotadas de una
intencionalidad y de un espíritu propio o alma, por lo que
nos hallamos frente a un sistema cosmogónico animista.
No obstante, la creencia en la existencia de contrapartes o
desdoblamientos animales de los actores sociales, terrenales
y supraterrenales, como las diversas deidades, ponen de
relieve la deuda que la religión mesoamericana tuvo con
el pensamiento analogista. Así, las entidades del mundo
se vincularon con los seres humanos por medio de almas
innatas o espiritualidades, pero también estas esencias in-
corpóreas se encapsularon simbólicamente en álter egos,
tanto en animales como en entidades fantásticas. No cabe
la menor duda de que las advocaciones de diversas deidades
mesoamericanas dan cuenta de esta ontología de carácter

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

analogista. Y el hecho de asumir que los integrantes del


mundo detentaban un espíritu o alma innata torna a este
razonamiento como animista, aunque también naturalista,
con la existencia de entidades supraterrenales que gobier-
nan el accionar de los actores mundanos. Más adelante
retomaremos estas concepciones, sobre todo para tornar
inteligible el papel del tezcacuitlapilli en el mundo nahua
del Posclásico de Mesoamérica.

Toda la iconografía mesoamericana está llena de figuras de


animales que aparecen completos, solos o con algunos de sus
elementos, como pueden ser las garras, la cabeza o las orejas,
que aportan ciertas características a los dioses o a lo que están
transmitiendo. Esta tendencia de tomar como fuente de inspi-
ración las cualidades que tienen o que se atribuyen a los ani-
males es universal […]. Uno de los aspectos más importantes
de la relación de los hombres con los animales está dada por la
utilidad que se obtiene de estos, esencialmente como alimento,
ya sea en sociedades cazadoras, pastoras o agricultoras (Descola,
2001: 110).

Finalmente, Phillipe Descola define al naturalismo co-


mo otra de sus ontologías fundamentales. Bajo la mirada
de este autor, “constituye la creencia de que la naturaleza
efectivamente existe, de que ciertas cosas deben su exis-
tencia y su desarrollo a un principio ajeno tanto a la suerte
como a los efectos de la voluntad humana” (Ibídem: 108).
Deidades y potencias supraterrenales forman parte de este
tipo de ontología, a la cual añade Descola al mismo razo-
namiento científico, el cual separa las concepciones de lo
humano y los dominios de la naturaleza. Así, las leyes de la
naturaleza “dictaminan nuestras relaciones con el dominio

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EL ORDEN SIMBÓLICO DEL UNIVERSO HUMANO

natural, alejado de la capacidad humana que como especie


detentamos” (Castillo y Berrocal, 2013: 17).

Otras oposiciones. El utilitarismo


contra el simbolismo

En esta sección nos centraremos en las oposición gestada


entre el utilitarismo y el simbolismo, así como su impacto
en la práctica antropológica, la cual, dicho sea de paso, tam-
bién ha permeado en la praxis interpretativa arqueológica.
En efecto, las visiones teóricas de Lewis Morgan (1980) y
E. B. Tylor (1903), influidas por la propuesta hipotética
de Charles Darwin, permitieron explicar la evolución de
las sociedades humanas por medio de un hilo conductor:
la eficacia tecnológica de las sociedades arcaicas y la uni-
versalidad del pensamiento humano. Así, las concepciones
míticas y cosmogónicas eran consideradas como supercherías
o como supervivencias arcaicas de un pensamiento ajeno a lo
racional donde, para E. B. Tylor, la cumbre sería la ideología
judeocristiana. Posteriores desarrollos teóricos como los de
A.R. Radcliffe-Brown (1986) o los de Bronislaw Malinowski
(1995) apostaron por el estudio de las estructuras sociales,
mismas que, a sus ojos, regularían la homeostasis de los siste-
mas sociales. En estos esfuerzos analíticos, las construcciones
religiosas serían un componente más del sistema social global,
el cual reproduciría las características globales de la cultura.
La analogía de lo social con lo biológico se puso de relieve
en estos planteamientos, potenciándose la forma-función
de las instituciones sociales, así como la instauración del
funcional-estructuralismo británico.

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

Si bien estos autores estudiaron algunas manifestaciones


religiosas o simbólicas de las sociedades tradicionales, con-
sideramos que no se les otorgó un papel significativo en la
estructuración de las sociedades. Cosa similar ocurre con
el materialismo histórico, donde lo simbólico e ideacional,
reducido al ámbito de la superestructura, se supeditaba
al dominio del ser social productivo, esto es, al modo de
producción y anexos. Empero, si partimos del supuesto de
Ernst Cassirer (2006) de que el ser humano es, ante todo,
un animal simbólico, en consecuencia debemos entender
que la condición humana fundamental radica en simbolizar
los componentes naturales y culturales del mundo. No
deben malentenderse nuestras palabras. Tampoco podemos
considerar que la estructuración de los sistemas sociales
pretéritos y contemporáneos radique únicamente en el
simbolismo, pues es necesario comer. En otras palabras, el
utilitarismo o funcionalismo es estrictamente necesario en
la construcción, mantenimiento y decadencia de todos los
sistemas sociales; en consecuencia, las condiciones materiales
son objetivas y necesarias, pero también los mecanismos
simbólicos y cosmogónicos tienen la capacidad de incidir en
las colectividades de diferentes maneras, pues de otra forma
pareceríamos autómatas sin posicionarnos en el cosmos.
En una crítica a la antropología de carácter marxista, Marshall
Sahlins (2006: 166) indica que “al concebir la creación y el
movimiento de bienes exclusivamente sobre la base de sus
cantidades pecuniarias (valor de cambio), se ignora el código
cultural de propiedades concretas que gobierna a la “utilidad”
y, en consecuencia, se sigue incapacitado para dar cuenta de
lo que, de hecho, se ha producido”. El mismo antropólogo
añade que “el utilitarismo, empero, es la forma en que se vive

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EL ORDEN SIMBÓLICO DEL UNIVERSO HUMANO

la economía occidental, y por cierto toda la sociedad occidental:


la forma en que el sujeto vivencia estar participando de ella y
en la cual piensa el economicista” (Ibídem: 167). La cuestión es
simple: el ser humano no solo se limita a sobrevivir, sino que
le imprime significado a su existencia a través de diferentes
acciones, siendo la simbolización una de sus consecuencias. Así
las cosas, la producción de bienes, tanto en el pasado como en el
presente, no es un proceso mecánico exento de simbolización.
Incluso la finalidad de la producción, bajo la óptica materia-
lista histórica, es la creación de bienes de uso y de satisfactores
sociales, por lo que los sujetos producen objetos para sujetos
sociales, “en el curso de la reproducción de los sujetos mediante
objetos sociales” (Ibídem: 168). Marshall Sahlins demuestra
que el valor de uso de los objetos se determina en función de
lo que simbólicamente evocan en los sujetos:

Para dar una explicación cultural de la producción, es decisivo


advertir que el significado social que hace de un objeto algo
útil para cierta categoría de personas no se torna patente en
sus propiedades físicas más allá de lo que se hace palpable al
valor que se le puede asignar en el intercambio […] En efecto,
la “utilidad” no es una cualidad del objeto, sino un significado
de sus cualidades objetivas […] lo que pone el sello de mas-
culino a los pantalones y el de femenino a las faldas no tiene
relación necesaria con las propiedades físicas de esas prendas o
las relaciones que se derivan de ellas. Los pantalones son pro-
ducidos para los hombres y las faldas para las mujeres en virtud
de sus correlaciones en un sistema simbólico, antes que por
la naturaleza del objeto per se, o por su capacidad para satisfa-
cer una necesidad material; así, también, se debe a los valores
culturales de los hombres y de las mujeres que normalmente
sean aquellos y no estas quienes emprenden esta producción.

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

En la sociedad humana, ningún objeto o cosa tiene existencia


ni movimiento salvo por el significado que los hombres pueden
asignarle (Ibídem: 169-170; las negritas son nuestras).

Esta larga cita de Marshall Sahlins nos da la pauta para


sugerir que, al igual que en la sociedad contemporánea,
las sociedades tradicionales o arqueológicas se rigieron
por patrones similares, pues la capacidad de simbolizar
el mundo es parte de la condición humana. Un objeto es
sólo eso, hasta el momento en que entra en juego en el
dominio de las significaciones culturales. Los artefactos
arqueológicos, por ejemplo, no son simples receptáculos
materiales de funciones o utilidades pretéritas, sino que,
con seguridad, se encontraron cargados de diversos con-
tenidos subjetivos por parte de sus “usuarios”. Una vasija
de alabastro no solo debe ser vista como un bien utilitario
(función simbólica-reforzadora del sistema ideológico), sino
como un objeto capaz de aglutinar diferenciales significados
en función de lo que proyectaba simbólicamente para su
espectador. Como reflejo de poderío, por manufacturarse
con materias primas exóticas o lejanas para ciertas colec-
tividades, esta vasija se inscribió en un meta-mensaje que
evocaba fuerza, capacidad o preponderancia por parte de
ciertos actores. Una producción social para sujetos sociales,
quienes la dotaron de diversos significados en función de
los sistemas cosmogónicos y económicos de su época. El
sistema de valores, entonces, también es una construcción
simbólica o imaginaria; no existe objetivamente en la reali-
dad, no es palpable, pero impacta en esta a través de lo que
suscita en los sujetos en un tiempo y espacio determinado
(Castoriadis, 1989, 2005).

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EL ORDEN SIMBÓLICO DEL UNIVERSO HUMANO

Un sistema simbólico opera a partir de elementos indi-


solubles, únicos y capaces de ser percibidos por los sujetos
participantes del sistema cultural, lo cual abre la puerta a
la diversidad cultural. Estos elementos, asimismo, operan
mediante su mutua diferenciación y complementariedad.
Así, los actores perciben, entre otras cosas, objetos. Marshall
Sahlins (2006: 178) nos advierte que “los bienes sirven de
código-objeto para la significación y valoración de personas
y ocasiones, de funciones y situaciones. Al operar sobre una
lógica específica de correspondencia entre contrastes sociales
y materiales, la producción es por lo tanto la reproducción
de la cultura en un sistema de objetos”. Con base en lo
anterior, es factible indicar que los objetos, así como sus
componentes, fungen como una especie de tótem, el cual
permite identificar a un “yo” de un “otro”. El antropólogo
hasta el momento seguido demuestra estas tesis anti-utilita-
rias con la sociedad norteamericana contemporánea, donde
el sistema alimentario y el de vestimenta se encuentran
condicionados a una lógica completamente simbólica.
Con base en todas estas ideas, trataremos de reconstruir
los mensajes simbólicos asociados con los espejos dorsales o
tezcacuitlapilli del mundo nahua posclásico. En este sentido,
dichos materiales serán vistos no como objetos estéticos en
sí, sino como receptáculos simbólicos que fueron cargados
de una significación manifiesta y cuyos campos semánti-
cos de acción se posibilitaron en función de determinados
contextos de utilización, así como a través de la disposi-
ción espacial que guardaron en determinados contextos
arqueológicos. Por ende, los espejos dorsales son signos que
pueden decodificarse como si fueran un texto, susceptible
de leerse a través de sus asociaciones contextuales, las cuales,

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

a su vez, fungen como límites interpretativos. Pero estos


objetos, como veremos más adelante, también estuvieron
imbuidos de una profunda carga animista, pues si bien
no los consideramos como representaciones concretas de
alguna deidad calórica o solar, si detentaban una esencia
incorpórea innata, la cual los enlazaba con la humanidad a
través del alma. Esta alma dejaba de existir cuando dichos
objetos eran “matados” ritualmente.

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CAPÍTULO 3
METÁFORAS Y METONIMIAS DEL
TEZCACUITLAPILLI

Recordemos algunas de las ideas que se han expresado


sobre los tezcacuitlapilli como metáforas solares.
En dos interesantes trabajos, Karl Taube (2000 y 2012) trata a
profundidad la evolución del simbolismo de la turquesa desde el
periodo Clásico hasta el Posclásico Tardío, analizando materiales
elaborados con la técnica del mosaico, o bien representaciones
y descripciones de los mismos, correspondientes a las culturas
teotihuacana, tolteca y mexica. Destaca la importancia de este
mineral en el pensamiento religioso del Posclásico del Centro
de México cuando se le asociaba con conceptos tan importantes
como la guerra, el fuego, los meteoros y las almas de heroicos
guerreros y reyes. El origen de este complejo simbólico puede
remontarse a Teotihuacán, pero fueron los toltecas quienes
lo articularon con el uso de elementos hechos con turquesa,
además de crear toda una variedad de objetos elaborados con
este material, como la diadema real o xiuhuitzolli, la nariguera
azul, el pectoral en forma de mariposa y los “espejos dorsales
bordeados con serpientes de fuego o xiuhcocoa” (2012: 132).
Más tarde en la historia, los mexicas sintetizaron este complejo
simbólico en la deidad del fuego que llamaron Xiuhtecuhtli,
el señor de la turquesa y del año.

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

Es importante destacar aquí la relación de los tezcacuitla-


pilli con la xiuhcóatl, la cual también ha sido comentada por
otros autores,16 quienes opinan que su imagen se encuentra
representada en espejos dorsales recuperados en Tula y en
Chichén Itzá. Aquí veremos que también fue plasmada en
los tezcacuitlapilli mexicas.
La xiuhcóatl, literalmente “serpiente de turquesa”, se co-
noce comúnmente como serpiente de fuego. Los mexicas la
representaron como un animal fantástico en forma alargada
como de serpiente, con dos pequeñas patas al frente y el
cuerpo segmentado en secciones trapezoidales;17 la cola es
una especie de manojo amarrado con cintas de papel, for-
mado por un elemento puntiagudo en forma de rayo que
sale de un trapecio -el cual constituye el glifo del año-, y
una planta que se ha identificado como la hierba aromática
llamada yauhtli o pericón. La lectura de estos elementos
nos da los significados de la palabra náhuatl xiuhcóatl que
contiene el vocablo cóatl, serpiente, y la raíz de la palabra
xihuitl que tiene los significados de turquesa, año y hierba.
Pero también quiere decir “cometa”; como veremos, este
significado puede tener alguna relación con la impresio-
nante trompa característica de este ser mitológico que se
curva hacia atrás y que está coronada por esferas que se han
identificado con estrellas.

16
Véase Jorge Acosta (1943), Guadalupe Mastache et al., (2009) o Ro-
bert Cobean et al., (2012).
17
Con base en estas dos últimas características –el cuerpo segmentado y
las patas delanteras, Karl Taube (2000: 287) identifica a la xiuhcóatl como
una oruga sobrenatural antes de metamorfosearse en mariposa.

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METÁFORAS Y METONIMIAS DEL TEZCACUITLAPILLI

Figura 26. Xiuhcóatl descendente. Museo Británico (tomado de Nicholson,


1983: 46).

¿Qué lugar ocupaba este ser fantástico en la cosmovisión


mexica? Recordemos que los antiguos nahuas dividían el
cosmos en nueve o trece pisos celestes, de acuerdo con la
fuente consultada, y nueve pisos del inframundo. Cada uno
de estos pisos o estratos estaba habitado por diversos dioses y
seres naturales. De acuerdo con la Historia de los mexicanos por
sus pinturas, en el quinto cielo “había culebras de fuego, que
hizo el dios del fuego; y de ellas salen las cometas y señales
del cielo” (Tena, 2011: 81). Las estrellas que aparecen en la
trompa de la xiuhcóatl probablemente se asocian de alguna

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

manera a estas señales del cielo que Karl Taube identifica con
meteoritos. Recordemos que estos últimos son material que las
estrellas desechan y que ocasionalmente caen en nuestro planeta
como cuerpos luminosos incandescentes, en ocasiones con
gran estruendo y causando destrucción. Al respecto Ferdinand
Anders, Maarten Jansen y Gabina Pérez Jiménez (1992:15)
comentan “que la Serpiente de Fuego corresponde a un naual
peligroso que hoy en día en la Mixteca se describe como una
bola de lumbre, que es en lo que se convierte una ‘bruja’
cuando va a chupar la sangre de los recién nacidos”. Es muy
probable que el vínculo entre las bolas de fuego, la xiuhcóatl
y las míticas brujas haya tenido un referente precolombino.
Alfredo López Austin nos dice que este quinto cielo “es
el más bajo de los verdaderos cielos, más allá del ámbito del
dominio solar, el verdadero cielo, el cielo del fuego azul, desde
donde descienden los seres sobrenaturales, el cielo donde está el
giro, el primer cielo verdadero” (López Austin, 1984, t. I: 60-
61). Esta descripción pone de relieve la importancia del color
azul-turquesa, vinculado con el fuego sagrado y los dominios
cósmicos. No solamente los mexicas consideraban este nivel
celeste como el lugar del fuego; en el Ritual de los Bacabs de los
mayas yucatecos, el quinto nivel se describe como el lugar de
las Pléyades, donde nace el fuego por la fuerza de la fricción.
De acuerdo con Karl Taube (2000: 291) hay grupos que
tienen la creencia de que los espejos caen del cielo como co-
metas; son materia o excremento de estrellas que la xiuhcóatl
dispara como dardos. Por otra parte, Gordon Ekholm (1972:
134) propuso que la función primaria de los espejos pudo haber
sido la de encender fuego por medio del reflejo y concentración
de rayos solares en su superficie. A este respecto, Karl Taube
presenta la imagen de Xiuhtecuhtli sacando fuego de un espejo

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METÁFORAS Y METONIMIAS DEL TEZCACUITLAPILLI

que se encuentra en el dorso de una serpiente de fuego y otra


muy interesante en la que dos chichimecas están ejecutando la
misma acción, lo que es un indicador de la antigüedad de este
complejo simbólico.18 Una escultura de piedra que representa
a la serpiente de fuego enroscada y con el cuerpo tachonado con
espejos de los cuales emana humo, sería otro ejemplo de esta
relación de la xiuhcóatl con los espejos y la producción del fuego.

Figuras 27 y 28. Xiuhtecuhli encendiendo un fuego (Códice Borgia, lám.


2) y chichimecas efectuando la misma labor (Mapa de Cuauhtinchan 2).

18
La pirita es un sulfuro de hierro que tiene la capacidad de producir
chispas cuando es frotada con un objeto tenaz. Si se golpea o frota un blo-
que de pirita con un material tenaz como el pedernal, el resultado sería
la aparición de una chispa. El golpe realizado sobre la pirita desprenderá
fragmentos de sulfuro de hierro que, acompañados por el calor del golpe
de la roca y el oxígeno, inicia la combustión del sulfuro de hierro. Las
chispas generadas por este fenómeno no saltan, sino que se mantienen
en la zona de percusión, las cuales pueden ser empleadas para iniciar un
fuego con ayuda de ramas secas o abono orgánico.

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

En estos casos, los espejos sobre la xiuhcóatl hacen la


función del palo o tizón en el cual se encendía el fuego, es
decir, forma parte del mamalhuaztli, el instrumento con-
sistente de dos maderos con el que se producía el fuego.
La otra parte, el palo duro y tenaz que es el que taladra
sobre esta superficie, se representaba como una flecha,
cuya punta, seguramente de pedernal, podía producir la
chispa sobre la superficie reflejante de la pirita. Se cuenta
que los antiguos mexicanos conocieron este instrumento
durante su migración, al encontrarse dos tlaquimilolli, o
bultos sagrados, en uno de los lugares donde se asentaron
provisionalmente. Uno de ellos contenía los dos maderos
para hacer el fuego y el otro una piedra preciosa de jade. La
adjudicación de cada bulto provocó una profunda separación
en el grupo mexica itinerante: los que se quedaron con
el jade fueron los que más adelante fundarían Tlatelolco
y los que se quedaron con la posibilidad de encender el
fuego fueron sus adversarios, los tenochcas. De acuerdo con
Patrick Johansson (2007: 34-36), el bulto con los palos
para hacer fuego apareció en el cerro de Coatepec, lugar
del nacimiento portentoso de Huitzilopochtli. En un inte-
resante y esclarecedor estudio, Guilhem Olivier concluye
que el tlaquimilolli del dios tutelar de los mexicas, el que
da identidad fundadora a este pueblo, estaba compuesto
precisamente por la xiuhcóatl, su arma representativa, y su
flecha, objetos relacionados con el encendido del Fuego
Nuevo (Olivier, 2007: 297). Estos elementos indicaban
también el destino guerrero que les tenía deparado su dios.
Al describir a Huitzilopochtli, los informantes de Sahagún
nos dicen que él arrojaba sobre la gente la Xiuhcóatl y el
mamalhuaztli, metáfora del agua sagrada y el fuego, es

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METÁFORAS Y METONIMIAS DEL TEZCACUITLAPILLI

decir, de la guerra, de la que fue gran instigador (Sahagún,


1950-1982, 1: 1)19.

Figura 29. Escultura de diorita que representa a la xiuhcóatl. Nótese los


espejos que cubren su piel (Archivo de digitalización de las colecciones
del Museo Nacional de Antropología. conaculta-inah-Canon, “Sala
Mexica”).

La producción del fuego es un acto de creación y, sin


lugar a dudas, el nacimiento del Sol que nos alumbra
sería el acto creador por excelencia. A lo largo de la his-
toria, los pueblos nos han legado narraciones que reflejan
19
La versión original en náhuatl de este pasaje es: “ca itechpa mjtoaia, tepan
qujtlaca yn xiuhcoatl, in mamalhoaztli, q. n. iaoiutl, teuatl, tlachinolli”.

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

su interés por explicar la génesis del astro que nos da


vida. Es bien conocida la leyenda nahua de la creación
del Quinto Sol en Teotihuacán que surgió del sacrificio
de Nanahuatzin, un dios pobre y enfermo que se arrojó
a la gran hoguera encendida por los dioses cuando todo
estaba en tinieblas. En la lámina 46 del Códice Borgia se
observa una gran hoguera en la que hierve una olla colo-
cada sobre un tezcacuitlapilli azul; dentro de este fuego se
encuentra un personaje y el espacio está rodeado por cuatro
serpientes de fuego. Diversos autores han interpretado
esta imagen como la gran hoguera cósmica en la que los
hombres-dioses se transforman en astros por medio del
fuego, como sucedió con Nanahuatzin20. El espejo donde
se encendió el fuego en la imagen del Borgia representa-
ría el lugar de creación del Sol y este espejo forma parte
de la xiuhcóatl, como lo sugieren el exterior segmentado
en secciones trapezoidales y el borde almenado; en esta
ocasión, se pintó del color azul de la turquesa, pero casi
siempre los pintaban de rojo y amarillo, los colores del
fuego, quizá emulando la caída de cuerpos incandescentes
a la superficie de la tierra.
20
Elizabeth H. Boone (2007: 208-209) interpreta esta escena como la
hoguera cósmica representada como un fuego encendido sobre un disco de
turquesa en el centro de un recinto rodeado por cuatro serpientes de fuego
coloreadas de acuerdo a los rumbos del universo. En la olla que hierve so-
bre esta hoguera se encuentra Quetzalcóatl, quien al salir del fuego trans-
formador, enciende un fuego nuevo sobre Xiuhtecuhtli/xiuhcóatl; un acto
que establece el tiempo y espacio que pertenecerá a los humanos. A su vez,
Susan Milbrath (2013) nos dice que es Quetzalcóatl, desprovisto de sus
atavíos divinos, el que se inmola en la olla hirviente para transformarse en
la resplandeciente estrella vespertina y encender el fuego de los rituales
de Panquetzaliztli. Karl Taube (2000: 314) interpreta esta escena como la
creación del Quinto Sol en la hoguera cósmica encendida en Teotihuacán.

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METÁFORAS Y METONIMIAS DEL TEZCACUITLAPILLI

Figura 30. Códice Borgia, lám. 46.

Este evento de creación cósmica se recreaba cada 52 años con


la ceremonia del Fuego Nuevo. Cuando las Pléyades estaban
en el cenit, se apagaban todas las luces de ciudades y pueblos
y los sacerdotes de Xiuhtecuhtli subían a lo alto del cerro
Huixachtécatl donde encendían un fuego nuevo en el pecho
de un cautivo de guerra. Este fuego era repartido por todos los
rincones del imperio y el éxito de la ceremonia les aseguraba
que el mundo no se acabaría en los siguientes 52 años.
Cabe recordar que el nacimiento del Sol particular de
los mexicas en el cerro de Coatepec se vincula con los

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

elementos para producir el fuego sagrado, simbolizando


con ello el inicio de una nueva era, la del predominio de
este pueblo sobre gran parte de Mesoamérica. Este acon-
tecimiento se celebraba anualmente durante la veintena
de Panquetzaliztli, pero también cada 52 años cuando se
encendía el Fuego Nuevo, como apunta Guilhem Olivier
(2007: 301).
Por lo menos dos monumentos mexicas muestran la
vinculación del Fuego Nuevo encendido en tiempos de
Motecuhzoma II, con la xiuhcóatl. Una cabeza monumental
de la serpiente de turquesa que se exhibe en el Museo del
Templo Mayor lleva inscrita la fecha “4 acatl”, nombre
calendárico del fuego y del día en que se encendió el de
1507 (Chimalpáhin, 2003, vol. 2: 143). La otra pieza es
una escultura que representa a la xiuhcóatl enroscada, la cual
tiene labrado en la base el glifo onomástico de Motecuhzoma
II y la fecha del año “2 acatl” que corresponde al año de
1507, cuando se encendió el último Fuego Nuevo antes
de la Conquista21.

21
La ceremonia del Fuego Nuevo se realizaba en diversas ocasiones y no
solamente para conmemorar la atadura de 52 años que iniciaba una nue-
va era. Se encendía también cuando se inauguraba un edificio importan-
te, al fundar una nueva ciudad, al inicio de una migración, al conquistar
un área o para celebrar la entronización de un gobernante.

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METÁFORAS Y METONIMIAS DEL TEZCACUITLAPILLI

Figura 31. Parte posterior de la cabeza monumental de xiuhcóatl con la


fecha “4 ácatl”. (Foto cortesía del Museo del Templo Mayor).

Figuras 32 y 33. Xiuhcóatl enroscada y base de este monumento en


donde se aprecia la fecha “2 ácatl” y el antropónimo de Motecuhzoma II
(tomada de Evans, 2010: 64).

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

Aun cuando en los espejos dorsales toltecas es más cla-


ra la relación de ellos con la xiuhcóatl, en los mexicas su
presencia es mucho más sutil. En los ejemplos que aquí
estamos considerando (Atlantes mexicas, disco de Chalco
y relieve Tonatiuh), el patrón de figuras trapezoidales y
también, en algunos casos, el anillo formado por pequeños
discos, son los elementos que proponemos como símbolos
de la xiuhcóatl.

Figura 34. Tezcacuitlapilli del atlante de Tula. Nótese cómo cuatro xiuhcóatl
rodean la cabeza del personaje central (Tomado de Jiménez, 1998: 36).

En el primer caso, las figuras trapezoidales forman los seg-


mentos del cuerpo de la xiuhcóatl como se observa claramente
en la figura de un personaje que representa a Xiuhtecuhtli
vestido con el “disfraz” de la serpiente de fuego (Figuras 35
y 36). En este extraordinario monumento, posiblemente
un altar en el que también se representó a Tezcatlipoca,

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METÁFORAS Y METONIMIAS DEL TEZCACUITLAPILLI

podemos ver que además de portar un tezcacuitlapilli, en


la parte baja de la espalda, en los lugares donde se doblan
las rodillas y en el hombro visible del personaje, se puede
observar que el cuerpo de la serpiente da la vuelta formando
la figura clásica del espejo dorsal.

Figuras 35 y 36. Altar con relieves que representan a Xiuhtecuhtli y


a Tezcatlipoca (Archivo de digitalización de las colecciones del Museo
Nacional de Antropología. conaculta-inah-Canon, “Sala Mexica”).

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

Figura 37. Cabeza monumental de xiuhcóatl (Archivo de digitalización


de las colecciones del Museo Nacional de Antropología. conaculta-
inah-Canon, “Sala Mexica”).

En cuanto al anillo formado por pequeños discos, también


es un elemento que se asocia a las representaciones mexicas de
la serpiente de fuego. En la figuras de la xiuhcóatl enroscada
y en las cabezas monumentales se observa que la piel y las
encías de esta serpiente fantástica están formadas por tres
bandas sucesivas, cada una con un diseño particular: una
constituida por una especie de escamas rectangulares, seguida
por otra que representa una sucesión de pequeños discos y
finalmente, la piel del cuerpo presenta una banda decorada con
grupos de barras. Las bandas están colocadas de tal manera,
que si extendiéramos la piel de la serpiente y formáramos un
círculo con algún fragmento de ella, tendríamos el diseño de

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METÁFORAS Y METONIMIAS DEL TEZCACUITLAPILLI

un tezcacuitlapilli como el del disco de Chalco (véase Figura


24). Estos mismos elementos pueden verse claramente en
los espejos que cubren el cuerpo de la xiuhcóatl de diorita
que vimos anteriormente (véase Figura 29).
La posición que guarda el disco solar en la parte baja de la
espalda del personaje representado en la figura 25, además
del colgante de plumas con que está adornado, sugiere que
se trata de un tezcacuitlapilli. Si, como se ha propuesto, el
espejo central corresponde al lugar donde fue creado el Sol
y por ende donde se representa su imagen, los rayos que
se incluyen en las imágenes solares son el resplandor que
emite y el fondo de turquesas sería el lugar del firmamen-
to, representado por el cuerpo de la xiuhcóatl, por donde
viaja el astro, el “encierro de turquesas” al que se refiere
Sahagún. Las esferas en su trompa, generalmente entre
cinco y siete, podrían ser la imagen de las Pléyades que
forman parte de este espacio cósmico por donde se mueve
la serpiente. Las Pléyades son un cúmulo abierto en el que
son visibles a simple vista siete estrellas muy brillantes (a
veces más, a veces menos), por lo que reciben también el
nombre de las Siete Hermanas o las Siete Cabrillas. Como
mencionamos arriba, la ceremonia del Fuego Nuevo debía
realizarse de acuerdo con el paso cenital de este grupo de
estrellas (Sahagún, 1950-1982, 4: 143).

Y tenían prenóstico o oráculo que entonces había de cesar el


movimiento de los cielos, y tomaban por señal al movimiento
de las Cabrillas la noche desta fiesta, que ellos llamaban toxim-
molpilía. De tal manera caía que las Cabrillas estaban en medio
del cielo a la media noche, en respecto deste horizonte mexica-
no (Sahagún, 1989, vol.1: 281).

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

Los mexicas llamaban “Tianquiztli” (tianguis o mercado)


a las Pléyades y quizá por ello el glifo que colocaban en los
altares de los mercados y ferias era la representación de la
xiuhcóatl que carga en su trompa a este grupo de estrellas
(Figura 24). Por otro lado, en Mesoamérica tanto las Pléyades
como el Cinturón de Orión se vincularon estrechamente
con la caída de meteoritos.

Figura 38. Las Pléyades.

El diseño básico de la Piedra del Sol es similar al de los


otros espejos dorsales mexicas que hemos considerado en
este estudio: un disco central que en este caso presenta el
rostro de la deidad solar, seguido de círculos concéntricos
y un borde cubierto por grupos de barras verticales que
en este caso son parcialmente cubiertas por las llamas que

94

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METÁFORAS Y METONIMIAS DEL TEZCACUITLAPILLI

despiden los cuerpos de dos enormes serpientes de turquesa


que rodean el gran disco solar.22
Así pues, entre los mexicas la turquesa se relacionaba
con el ámbito celeste23 y con el fuego, por lo que los atavíos
elaborados con este material se asociaban con deidades as-
trales y, por supuesto, con el dios del fuego, Xiuhtecuhtli.
Los espejos dorsales forman parte del atavío de estos dioses
cuando se representan en su papel de guerreros, como lo
vimos en el disco de turquesa del Templo Mayor en el
que guerreros estelares como Mixcóatl, Huitzilopochtli
o Tlahuizcalpantecuhtli, llevan como uno de sus atavíos
principales el tezcacuitlapilli. El dios del Sol lleva su ima-
gen a manera de espejo dorsal, que en algunas pictogra-
fías es sustituido por la cabeza de un quetzal; el mismo
Tezcatlipoca, identificado con el cielo nocturno, se representa
en algunas pictografías portando el tezcacuitlapilli de turquesa
(Códice Borgia: 17). En cambio, las deidades asociadas con
la tierra, la luna y la muerte, como Tlaltecuhtli, Coatlicue,
Coyolxauhqui o Mictlantecuhtli, llevan atado un cráneo
en la parte baja de la espalda.
Por lo visto hasta ahora, algunos de los discos de tur-
quesa que pudieron haber tenido la función de escudos o
pectorales, tienen una temática que se relaciona con eventos

22
Es probable que este glifo formado por grupos de barras verticales o
diagonales se refiera a la cualidad de luminoso que tienen los astros, por
lo cual podemos verlo asociado a deidades solares como Xochipilli o a
otros tezcacuitlapilli en los que se representa el lugar donde habitan los
cuerpos celestes. Su posición sugiere que sustituyen al elemento alme-
nado de los espejos dorsales toltecas que quizá representen plumas de
colores brillantes.
23
El cielo también era conocido como el “lugar de la turquesa” (López
Austin, 1984, t.1: 67).

95

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EL COSMOS Y SUS ESPEJOS

en los que los principales protagonistas son el Sol y sus


guerreros (Feest, 2012: 106,108) y los espejos dorsales
contienen la esencia del Sol en su relación con la xiuhcóatl,
la “serpiente de turquesa”.
Los guerreros que vemos representados en las pictografías,
esculturas y relieves toltecas y mexicas, llevan consigo los
elementos del tlaquimilolli para encender el Fuego Nuevo
que rememora la creación del Sol: sus flechas y un tezca-
cuitlapilli amarrado a sus espaldas.

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CAPÍTULO 4
DISCUSIÓN FINAL

El tezcacuitlapilli constituye en el mundo nahua la


representación idealizada del firmamento y de la posición
que en este guardaba el astro rey, aunque es menester hablar
en torno de los símbolos asociados con estas creencias. A
este respecto conviene ahondar en la condición humana
del sujeto social. En efecto, existen autores que indican
que lo que le imprime humanidad al ser humano es su
capacidad de simbolización. Eso no se pone a discusión
aquí, sino que consideramos, al igual que otros estudiosos
como Dan Sperber (1988), lo que verdaderamente cobra
sentido es explicar cómo se desarrolla y funciona el dispo-
sitivo simbólico.
El dispositivo simbólico de todo actor social existe a
través de la mente humana y no debe su génesis a la se-
miología. Esto es, “el uso ordinario del lenguaje utiliza las
categorías para enunciar proposiciones acerca del mundo.
El pensamiento simbólico, por el contrario, utiliza propo-
siciones acerca del mundo para establecer relaciones entre
categorías” (Sperber, 1988: 28). En efecto, el simbolismo
requiere de un sistema de signos y, por ello, de una lengua,
pero no surge de este. Esto se debe a que los signos significan
algo, en tanto que el símbolo no significa por sí mismo,

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sino que más bien constituye un referente de alguna enti-


dad o fenómeno del mundo, pues estos son multívocos24.
El dispositivo simbólico se activa para hacer frente a lo
incomprensible o desconocido por la mente humana, por
lo cual forma parte de las estructuras cognitivas innatas,
pero este no puede ser generalizable, lo cual se evidencia
a partir de la diversidad cultural emanada en este planeta.
Lo anterior se puede entender mejor a partir de las palabras
de Dan Sperber (Ibídem: 50):

Las motivaciones simbólicas se parecen, en su forma, a moti-


vaciones técnicas. Así como se dice que tal producto es bueno
para tal uso porque tiene tales cualidades, igualmente puede
decirse que tal objeto es bueno para simbolizar esto o aquello
porque tiene tales propiedades. Pero lo que caracteriza a una
motivación técnica (o a toda motivación racional, por lo demás)
es que se basa en un principio general: si se dice que el vidrio
es bueno para hacer botellas porque es transparente y no da
ningún sabor o gusto al contenido, se sobreentiende que estas
cualidades son de desear para una botella.

Es por todo esto que los símbolos ocultan, explican y


muestran algo a la vez, y por ello los criterios simbólicos
pueden llegar a ser verdaderos o falsos, pues las asunciones
simbólicas y ordenadoras de la realidad casi nunca se someten
a prueba con la realidad, simplemente se asumen, “por el
costumbre” o porque “nuestros ancestros siempre lo han
24
Si un símbolo emanase de la semiología o de la lengua, en consecuencia
podría intercambiarse un símbolo por un signo lingüístico, significando
siempre lo mismo. Sin embargo, sabemos que todo símbolo opera en
función de determinados campos semánticos y contextos situacionales,
por lo que no puede equipararse a la lengua, universal para una colecti-
vidad determinada.

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DISCUSIÓN FINAL

hecho así”. El pensamiento simbólico contemporáneo no


puede desprenderse de estas asunciones “ontologizantes”,
donde un ejemplo de ello sería la ideología judeocristiana,
por lo que es evidente que en el pasado remoto nuestros
antepasados transitaran por los mismos caminos. El proceso
de significación del mundo, así como la simbolización de
este se potenció a través de diversos universales del raciocinio
humano: la distinción entre el yo y el otro; la ordenación
de la realidad a través de pares opuestos y complementarios
y la causalidad que permitía realizar predicciones.
El lector paciente podrá darse cuenta de que la simbolo-
gía asociada con el tezcacuitlapilli en la cosmogonía tolteca
y mexica se ubica en estos universales del pensamiento
humano.

La ordenación cromática del universo nahua y


el papel del tezcacuitlapilli

La concepción del cosmos en el centro de México durante


la época precolombina se efectuó con base en la oposición
y complementariedad de contrarios. A decir de Alfredo
López Austin (1984: 59): “Cielo y tierra, calor y frío, luz
y oscuridad, hombre y mujer, fuerza y debilidad, arriba y
abajo, lluvia y sequía, son al mismo tiempo concebidos
como pares polares y complementarios, relacionados sus
elementos entre sí por su oposición como contrarios en uno
de los grandes segmentos, y ordenados en una secuencia
alterna de dominio” (Ídem).
Esto vuelve a poner de relieve la estructura cognitiva
innata que permite simbolizar a través de las distinciones

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entre uno y otro, las cuales, evidentemente, forman parte


de los pares de opuestos configurados por una colectividad
para hacer frente a esa extraña cosa llamada realidad.
No deseamos reescribir lo ya abordado por Alfredo López
Austin, cuyos trabajos son mucho más minuciosos que el
nuestro, pero bastará para nuestro fin argumentar que:

La superficie de la tierra era concebida como un rectángulo o


como un disco rodeado por las aguas marinas, elevadas en sus
extremos para formar los muros sobre los que se sustentaba el
cielo […] La superficie de la tierra estaba dividida en cruz, en
cuatro segmentos. El centro, el ombligo, se representaba como
una piedra verde preciosa, horadada, en la que se unían los cua-
tro pétalos de una gigantesca flor, otro símbolo del plano del
mundo. A cada uno de los cuatro segmentos de la superficie
terrestre se le asignaba un color […] En el Altiplano Central,
la división más frecuente daba al norte el color negro, blanco al
oeste, azul al sur y rojo al este. El color verde estaba relacionado
con el centro, con el ombligo del mundo (Ibídem: 65).

Si los rumbos de la tierra estaban vinculados con de-


terminados colores y potencias supraterrenales, es fac-
tible asumir, en caso de que el tezcacuitlapilli fuera la
representación simbólica del Sol dentro del Universo,
que estos discos guarden relación con esta visión de com-
plementariedad y asociación cromática. En ese sentido,
la configuración morfológica del tezcacuitlapilli podría
descomponerse en rumbos y, por ende, podrían analizarse
los colores de esta abstracción nahua desde una perspec-
tiva simbólica.
Las asociaciones cromáticas del tezcacuitlapilli son evi-
dentes a partir de la cultura material arqueológica, donde

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resaltan las manifestaciones toltecas, en tanto que estas


son más modestas para el caso mexica, aunque las fuentes
escritas subsanan esta carencia.
El centro del tezcacuitlapilli del Palacio Quemado de
Tula fue brillante, reflejante, de pirita. Su color es neutro,
pues en algún momento fue gris. Cuando la pirita se des-
compone por procesos posdeposicionales adquiere un tono
amarillento, aunque este es característico de la limonita, la
consecuencia de la degradación de la pirita. No obstante,
es interesante notar que esta degradación natural fue muy
caprichosa, pues únicamente afectó el centro de pirita del
tezcacuitlapilli, dejando intactos otros segmentos del objeto
que también contenían elementos de pirita. Como vimos,
otros tezcacuitlapilli recuperados en Chichén-Itzá guardan
asombrosas semejanzas con el del Palacio Quemado de Tula.
En efecto, los tezcacuitlapilli de Chichén-Itzá presentan un
espejo de pirita, cuyos círculos concéntricos fueron decorados
con teselas de turquesa y diseños de serpientes estilizadas.
Lo interesante es que también los espejos de pirita se en-
cuentran deteriorados por procesos naturales. La cuestión
es simple ¿la degradación de la pirita de estos discos fue
natural o cultural? Consideramos que estos paralelismos nos
abren la posibilidad de pensar que estas afectaciones de la
pirita fueron intencionales. Si estos objetos constituían la
representación simbólica del astro rey, así como las esencias
anímicas de la xiuhcóatl, la serpiente de turquesa, eliminar
el brillo de este pudo significar la muerte simbólica del
Sol. Si esto es cierto, entonces estos tezcacuitlapilli fueron
“matados”, constituyéndose en soles muertos que habían
perdido la capacidad de reflejar o transmitir la luz o el calor.
El Sol, simbólicamente encapsulado en la representación

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de un tezcacuitlapilli, constituye una entidad de la realidad


que posee un alma o algún elemento “cultural”, la cual es
similar a la de los seres humanos y que, en consecuencia,
se puede “matar”. Este es un principio completamente
animista. Quizás estos objetos, dispuestos en cachés de
edificios importantes, constituyeron las reliquias de dis-
tintas ceremonias de Fuego Nuevo. Esto, por supuesto,
es una aproximación hipotética, pero en este escrito se
ha indicado que la xiuhcóatl se vincula con este tipo de
actividades, al menos para el caso mexica. De acuerdo con
lo anterior, cabría la posibilidad de que sobre un espejo
se haya encendido un Fuego Nuevo, celebrándose así la
entronización de algún dignatario o como parte de cierto
ritual propiciatorio de un edificio. Posiblemente lo ante-
rior sucedió con el tezcacuitlapilli de la Sala 2 del Palacio
Quemado de Tula.
Sigamos hablando del tezcacuitlapilli de Tula. El anillo
concéntrico que rodea al espejo de pirita fue realizado con
teselas de turquesa, decorado con ocho trapecios y cuatro
flores estilizadas de pirita que aluden a la trompa de la
xiuhcóatl, la serpiente de fuego. La turquesa, el color ver-
de-azulado alude al cielo, pero al cielo cósmico, más allá
del Sol: “Más allá del ámbito del dominio solar, distante,
quedaba el verdadero cielo, el cielo del fuego azul, que
seguía gobernado por el Padre, a cuya morada no llegaban
los astros” (Ibídem: 61). Los colores del tezcacuitlapilli ex-
cavado por Robert Cobean y colaboradores en Tula no son
antagónicos, esto es, no enfrentan a dos colores primarios,
como sería el rojo con el azul o el verde con el amarillo.
Quizás esta monocromía se deba a que la semántica del
tezcacuitlapilli ofrendado en la Sala 2 del Palacio Quemado

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se encuentra en el dominio del Universo, estable, eterno.


En efecto, en otras representaciones materiales del disco
dorsal se pueden apreciar otros colores. Las lápidas con
representaciones de tezcacuitlapilli del Palacio Quemado
presentan tonalidades rojas y azules. Los pigmentos ro-
jos se ubican fuera del disco, en asociación directa con
ondulaciones que emulan humo. El rojo, alusivo al fuego
se opone al azul, elemento cósmico del tezcacuitlapilli. El
fuego que acompaña al tezcacuitlapilli puede hacer alusión a
la caída de cuerpos cósmicos incandescentes a la superficie
de la Tierra e incluso a los piroclastos expulsados por las
erupciones volcánicas.
Pero también el tezcacuitlapilli se vincula con la idea de
centralidad, pues pone de relieve al astro rey en medio del
Universo. Así, el Sol se vinculó con la legitimidad de los
regímenes políticos toltecas y mexicas, por eso los atlantes
constituyen al guerrero solar tolteca y por ello los grandes
dignatarios de esa antigua cultura portaron este tipo de
ornamentos. Por esa misma razón Xiuhtecuhtli, dios del
fuego mexica, se relacionó fuertemente con la turquesa y con
las ceremonias de entronización de tlatoanis. El portador de
un tezcacuitlapilli era parte del Universo, por lo que su uso
era propio de los “elegidos”, tanto deidades como dignata-
rios. Por eso el tezcacuitlapilli se forma de colores primarios
encontrados: lo rojo vinculado con el poder, la sangre, lo
caliente, contra el orden cósmico y reflexivo del Universo
estelar, representado por lo azul. Esto vuelve a poner de
relieve el papel de los símbolos, pues operan mediante su
oposición, pero al mismo tiempo se complementan: el papel
calórico y frío del Universo y su vinculación con las dinastías
toltecas y mexicas. La xiuhcóatl, la serpiente de fuego estelar

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que representa el dominio cósmico del Universo legitima


a deidades, dignatarios y colectividades. El tezcacuitlapilli,
en consecuencia, no es la encarnación de un dios, pero sí da
cuenta de una entidad sobrenatural: la xiuhcóatl. Asimismo,
el tezcacuitlapilli constituye un elemento sagrado y animado
que imaginariamente otorgó vida a los antiguos nahuas:
el cosmos, en cuyo seno se depositó el Sol, el cual aún nos
abraza y permite nuestra existencia.

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