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MARTHA C. NUSSBAUM
LA COSIFICACIÓN
En:
Philosophy and Publics Affairs, 24 (1995), págs. 249-91
(trad. de Damián Salcedo Megales; se han omitido las notas,
pero se han incorporado las referencias bibliográficas al texto)
agua”, queriendo decir que no solo la cosificación está alrededor de las mujeres, sino
que además se han convertido en tal clase de seres que extraen alimento y sustento de
ella. Pero las mujeres no son peces y para Catharine MacKinnon la cosificación es mala
porque le quita a las mujeres la propia expresión y la propia autodeterminación, es
decir, su humanidad.
Pero, la palabra “cosificación” también se la puede utilizar, un poco
confusamente, en un sentido más positivo. Ciertamente, se puede encontrar estos dos
usos aparentemente contradictorios en los escritos del jurista Cass Sunstein, quien ha
apoyado a MacKinnon en su crítica de la sexualidad. A lo largo de sus primeros escritos
sobre pornografía, Sunstein habla del trato de las mujeres como cosas que usan y
controlan los hombres como lo fundamentalmente malo de la pornografía (1992; 1993).
Por otra parte, en un comentario –más bien negativo- del libro reciente de Nadine
Strossen (1995) en el que defiende la pornografía, Sunstein (1995) escribe:
además, en ciertas circunstancias, es posible que sean –como dice Sunstein- necesarias
o, incluso, maravillosas como parte de la vida sexual. Para percibirlo así es necesario
que, entre otras cosas, veamos cómo podría ser posible la supuestamente imposible
compatibilidad entre una forma de cosificación y la “igualdad, el respeto y el
consentimiento”.
Empiezo con una serie de ejemplos, a los que volveré en lo que sigue. Todos son
ejemplos de lo que podríamos llamar razonablemente la cosificación de una persona por
parte de otra, el ver o el tratar a alguien como una cosa. En todos los casos la persona
cosificada es un compañero sexual real o potencial, aunque el contexto sexual no es
igual de destacado en todos ellos. Con toda la intención he elegido ejemplos de una
amplia variedad de estilos y no me he limitado a la cosificación masculina de las
mujeres, porque es necesario que indaguemos el modo en que influyen en los juicios los
factores propios del contexto social y del poder social.
sí porque él debió venir 3 ó 4 veces con esa tremenda cosa grande roja y
brutal que tiene yo creí que la vena o como demonios se llame le iba a
estallar aunque no tiene la nariz tan grade después que me lo que quité
yodo con las cortinas echadas después de tantas horas arreglándome y
perfumándome y peinándome eso como hierro o como alguna barra gorda
de pie todo el tiempo debía haber comido ostras creo que varas docenas
estaba muy en voz para cantar no nunca en toda mi vida he notado ninguno
que tuviera una de ese tamaño para hacerla a una sentirse llena debía de
haberse comido una oveja entera qué ocurrencia hacernos así con ese gran
agujero en medio de nosotras como un garañón metiendotelo dentro porque
eso es lo único que quieren de una con esa mirada decidida y maligna en
los ojos tuve que entornar los ojos sin embargo no tiene una cantidad tan
tremenda de esperma dentro cuando se la hice sacar y hacérmelo encima (J.
Joyce, Ulises, trad. J. M. Valverde, Barcelona, Bruguera, 1983, vol. 2, pág.
380)
dentro, los nudillos duros contra los nudillos y, luego, hundidos hasta las
palmas en ella. Un grito submarino surge de la profundidad verde de su
sueño y comienza a despertarse, apenas despierta, medio dormida, carente
de sentido alguno de sí misma (...) y un dolor punzante en sus entrañas.
(...). Isabelle abre los ojos, todavía sin saber dónde o qué o por qué, la cara
aplastada contra la pared agrietada (...) cada vez que Macrae la penetra
removiendo sus entrañas y le golpea la cabeza contra la pared (...) y las
manos agarran las palmas de Macrae aún fuertemente apretadas al culo,
amasándoselo, con una violencia nacida de la desesperación y del deseo,
deseo de poseerla completamente (...) que parece como si fuera a
desgarrarle la carne para cogerla, aplastarla, mezclarla con las propias
manos (...). Isabelle escucha una voz -“no pares, no pares”-, una voz que la
llama desde un pasado remoto, una voz ancestral de un tiempo en el que el
mundo era joven –“no pares, no pares”-. Ahora, esa voz primigenia está
mucho más cerca; y, de pronto, con sorpresa, la siente saliendo de la boca,
entre los labios que la pronuncian, y es su voz. (Laurence St. Clair, Isabelle
and Veronique: Four Months, Four Cities, New York: Blue Moon Books,
1989: 2-4)
¿Por qué nos gusta el tenis? (Titular para tres fotografías de la actriz
Nicollette Sheridan mientras juega con Chris Evert en el Torneo de Tenis
“Pro-Celebrity”, la faldita levantada muestra las bragas negras, (Playboy,
abril, 1985)
Maggie había pasado su brazo por debajo del de su padre, y los restantes
objetos que había en la estancia, los otros cuadros, los sofás, las sillas, las
mesas, las arcas, las piezas “importantes”, supremas cada cual en su estilo,
destacaban a su alrededor, conscientemente, para ser reconocidas y
alabadas. Los ojos de padre e hija se fijaban juntos, a la par, en las diversas
piezas, una tras otra, apreciando su nobleza, y el señor Verver lo hacía
como si de esta manera midiera la sabiduría de antiguas ideas. Las dos
nobles personas conversaban sentadas ante la esa del té, quedando así
incluidas en el espléndido efecto y en la general armonía, ya que la señora
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igualmente rechazables; que la valoración que hagamos de ellos nos exige una
valoración cuidadosa del contexto y de las circunstancias; y que, una vez que hayamos
hecho las distinciones necesarias, veremos cómo al menos algunos de ellos podrían ser
compatibles con el consentimiento y la igualdad; e incluso que es posible que sean
partes “maravillosas” de la vida sexual.
Monet; ni tampoco como si fuera una propiedad (el Gran Cañón, el desierto del
Mohave) y, está claro, sin que tampoco lo veamos como algo inerte (mi procesador de
textos). Si uno trata una cosa como algo cuyos sentimientos y experiencias no tiene que
tener en cuenta, ¿es eso coherente con tratarlo como autónomo? Creo que lo más
probable sea que no. Aquí, otra vez, nos encontramos con una vinculación conceptual.
De hecho, lo que estamos descubriendo es que, en un cierto sentido, la
autonomía es la más exigente de las nociones de nuestra lista. Parece difícil, sino
imposible, imaginar un caso en el que una cosa inanimada sea tratada como autónoma,
aunque podamos ciertamente imaginar excepciones a todas las demás características. Y
el tratar a algo como autónomo implica tratarlo como si no fuera un instrumento, como
si no fuera inerte, como si no fuera una propiedad y como si no fuera algo cuyos
sentimientos no hay que tener en cuenta. El único tipo de cosificación que parece
claramente coherente con tratarlo como autónomo, de hecho, parece ser el tratarlo como
sustituible y eso en el sentido limitado de tratarlo como sustituible por otros agentes
autónomos. Esto parece apropiado para el caso de Hollinghurst y en el de la ideología
sobre la promiscuidad homosexual, tal y como la defiende Richar Mohr en Gay Ideas
(1992), donde la cosificación de la sustituibilidad se vincula con la igualdad
democrática. Pero este asunto lo trataré después. El tratar como violable o como carente
de integridad también puede ser coherente con tratar como autónomo y es una tesis
importante de los que defienden el sadomasoquismo entre adultos que consienten (por
ejemplo, los autores homosexuales Gayle Rubin (1983) y Richard Mohr (1992)). Lo
curioso es que la misma tesis la ha defendido el filósofo conservador Roger Scruton
(1986) con una argumentación elocuente y sorprendente. (De hecho, el análisis de
Scruton aporta mucho a las personas que tratan de pensar sobre este asunto y es,
ciertamente, el intento filosófico más interesante de poner al día el trabajo en el ámbito
moral sobre el modo de tratar a las personas como compañeros sexuales.)
Por otra parte, hay un modo en que la instrumentalidad parece ser la noción
moralmente más exigente. Podemos pensar en muchos casos en los que es permisible
tratar a una persona o a un objeto como carente de autonomía (el cuadro de Monet, los
animales domésticos, los hijos pequeños) y, no obstante, no ser apropiado tratarlo como
solo, o primariamente, un instrumento para nuestros fines. Como he dicho, sería una
mala actitud ante un cuadro, aunque el cuadro no pueda ser autónomo. Lo que es
interesante es darse cuenta que la decisión de no tratar como un instrumento a una cosa
excluye muy pocas de las restantes formas de tratamiento cosificador. De hecho, ¿qué
es lo que implica la decisión de tratar a un objeto –utilizando la expresión kantiana-
como un fin en sí mismo? Como ya he dicho, el no tratarlo como autónomo, aunque
esto no excluya la posibilidad de que tratarlo como autónomo fuera una característica
necesaria del tratamiento no instrumental de los seres humanos adultos. No tratarlo
como no inerte, en el caso del cuadro, aunque así mismo, es defendible que la no
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personas como cosas, modo inherente a la institución, lleva –como sucedió con
frecuencia- el sentimiento de que se tiene el derecho a utilizar el cuerpo del esclavo de
cualquier modo que se desee. Una vez que uno trata a una persona como una
herramienta y le niega su autonomía, es difícil decir por qué sería incorrecta la violación
y el apaleamiento, excepto en el sentido de que conlleva una pérdida de eficacia de la
herramienta. Por último, no siempre se niega la subjetividad a los esclavos; uno puede
imaginárselos como seres mentalmente bien dotados para lo que tienen que hacer; y
pensar con una cierta empatía en sus placeres y sufrimientos. Por otra parte, la sola
decisión de tratar a una persona no como un fin en sí mismo y solo como una
herramienta, lleva de forma natural a dejar de utilizar la imaginación con esa persona.
Una vez que uno se pone en este punto de vista es muy fácil dejar de hacerse las
preguntas que normalmente la moral nos dicta: ¿qué va a pensar esa persona si le hago
x?, ¿qué quiere esta persona y cómo le afectan a sus deseos el que yo haga x?, etc..
Estos ejemplos nos preparan para el análisis de la sexualidad que hacen
Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin, porque nos muestra cómo una cierta clase de
uso instrumental de las personas, el cual les niega la autonomía que les es propia,
también les despoja de la humanidad y las deja listas para otros usos también a los ojos
del “cosificador” –para negarles la imaginación que implica la negación de la
subjetividad, para negarles la individualidad que impla la sustituibilidad e incluso para
su violación física y espiritual, si eso es lo que le parece mejor a la voluntad del
“cosificador” y de sus fines. La moraleja a sacar parece ser que hay algo difícil de
aceptar en la instrumentalización de los seres humanos, algo que implica negarles lo que
les es fundamental como seres humanos, a saber, su condición de seres que son fines en
sí mismos. Cuando se hace esta primera negación, el resto de las formas de cosificación
parece fluir de modo natural.
No obstante, hemos de notar que la instrumentalización no parece igual de
inaceptable en todos los contextos. Si yo estoy durmiendo con la persona que amo y uso
su estomago como almohada, no parece que haya nada de malo en ello, dado que lo
hago con su consentimiento (o si duerme, con una creencia razonable en que no le
importa) y sin causarle un dolor no previsto, además de que también lo hago en el
contexto de una relación en que, en general, la trato como algo más que una almohada.
Esto indica que lo que es inaceptable no es la instrumentalización per se, sino el tratar a
alguien solo o primariamente como un instrumento. El contexto global de la relación se
convierte de este modo en fundamental. Volveré a este asunto después.
incompatible con una capacidad de actuar, con tener una personalidad característica, o
con no ser una propiedad. Pero es importante subrayar que todas estas ideas son
lógicamente independientes. Se puede negar la autonomía a un hijo sin que se dé todo lo
demás. De modo que lo que pretendemos averiguar es cuáles son las relaciones entre
todas estas condiciones y en qué se funda la creencia de que el modo típico en que un
varón trata -negando la autonomía- a una mujer lleva implícito también el resto de las
condiciones. (Porque está claro, como la nota sobre el anillo de bodas indica, que, para
Dworkin, Historia de O es un paradigma de un tipo de relación dominante en nuestra
cultura.) Si deseamos un cambio institucional y/o un cambio moral, tenemos que
entender estas vinculaciones claramente.
Creo que lo que vincula todos estos aspectos del concepto es un cierto modo
característico de instrumentalización y uso que se supone que subyace a la negación
masculina de la autonomía de las mujeres. Para Sir Stephen, O existe solo como algo a
utilizar para obtener placer (y, como Dworkin ve agudamente, como un sustituto de
René -un varón- a quien ama, pero con el que no se le ocurre tener contacto físico).
Además de que ella es O, cero. De modo que no es como el caso del hijo al que
negamos la autonomía, pero no la individualidad y la capacidad de actuar. O es solo un
conjunto de partes corporales, en concreto un coño y un ano en el que entrar y usar, y
nada más que destaque por encima de eso, ni siquiera la individualidad y actividad de
esas partes. De este modo, Dworkin (y, a veces, MacKinnon) de los conceptos centrales
de instrumentalización y negación de la autonomía deduce los demás aspectos del
concepto de cosificación. Están convencidas de que las relaciones entre todos esos
aspectos del concepto de cosificación son ubicuas y que reflejan el modo total en que
las mujeres son bajo el dominio masculino. Pero una vez que nos hemos dado cuenta de
que dichas relaciones no están tan fuertemente anudadas como ellas creen, podemos
preguntarnos si realmente están en todas partes y si -y en qué medida- las mujeres y los
hombres pueden mezclar estas características de modos diferentes en sus vidas,
separando la pasividad de la instrumentalidad, por ejemplo, o la sustituibilidad de la
negación de autonomía.
cuando se refieren a una narración, creen que el contexto no tiene importancia (C.
MacKinnon, 1989: 202).) A ellas le interesa más la lucha política que los matices y
detalles del contexto. Pero, a nosotros sí que nos interesan, puesto que en muchos, si no
en todos los casos, la diferencia entre una utilización de la cosificación criticable o
benigna se establece en virtud del contexto global de la relación humana en cuestión.
Podemos verlo fácilmente si pensamos en un ejemplo sencillo. W es una mujer
que tiene que marcharse fuera de la ciudad para realizar una importante entrevista de
trabajo. M es un conocido que le dice: “No tienes por qué ir; envíales unas fotografías
tuyas”. Si M no es un amigo íntimo de W, estamos ante un caso claro de comentario
cosificador ofensivo. Reduce a W a sus partes corporales (y faciales), sugiriendo,
además, que su curriculum profesional y otros méritos personales no cuentan. El
comentario, ciertamente, parece un desprecio a la autonomía de W; la trata como una
cosa inerte, a quien se la podría representar adecuadamente en una fotografía; y,
además, puede que indique también alguna clase de sustituibilidad. Dependiendo del
contexto, también podría indicar instrumentalización: a W se la trata como un objeto de
disfrute de la mirada masculina. Ahora bien, supongamos que M es el amor de W y él le
hace el comentario en la cama. Eso cambia las cosas, aunque no sepamos realmente en
qué sentido, porque no sabemos lo suficiente. No sabemos para qué es la entrevista (¿es
para trabajar como modelo o como profesora?). Y tampoco sabemos mucho sobre esas
dos personas. Si M habitualmente rebaja los méritos de ella, su comentario es entonces
mucho peor que si lo hiciera un extraño y apuntaría mucho más hacia la
instrumentalización. Si, por otro lado, existe entre ellos un respeto mutuo y M
sencillamente le está diciendo lo guapa que es y quizás que no quiere que deje la ciudad,
entonces todo el asunto es diferente. Todavía puede ser una cosa ofensiva, mucho más
que si hubiera sido W la que le hubiera hecho el comentario a M, dada la historia social
que colorea tales relaciones. Con todo, hay un sentido en que la observación de M no es
degradante, porque lejos de quitarle algo a W, el cumplido le da algo. (Depende mucho
del tono de voz, el gesto y el sentido del humor.) Por último, pensemos en el mismo
comentario, pero que esta vez se lo hace a W un amigo íntimo. W sabe que este amigo
respeta sus méritos profesionales y tiene una gran confianza en su actitud hacia ella en
todos los aspectos que permiten una amistad; pero a ella además le gustaría que, por un
momento, él se diese cuenta de su cuerpo. En este caso, el comentario cosificador se
convierte en una sorpresa agradable para W, un cumplido envuelto en un gesto de
humor que W agradece. Aunque tendríamos que saber más cosas sobre la entrevista y
sobre qué tiene que ver con las capacidades de W (y aunque pudiéramos pensar que
sería muy raro, dada la realidad de la sociedad en vivimos, que tal comentario se lo
hiciera W a M), bien puede parecerle a W que el comentario le ha dado algo sin quitarle
nada. Naturalmente, es posible que W reaccione de este modo, porque haya erotizado su
sometimiento. Tales juicios, como todos los juicios sobre la falsa conciencia, son
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difíciles de rebatir. Pero me parece que no es verosímil que estemos ante casos de este
tipo. A mí me parece que a Dworkin y a MacKinnon con frecuencia les falta
sensibilidad ante las complejidades humanas.
de la vida sexual, aunque Lawrence cree -de un modo más razonable- que tal abandono
del control no es ubicuo y que, de hecho, es más bien insólito que se dé en una cultura
como la nuestra tan dada a la reserva autoconsciente y a la represión de los
sentimientos.
Merece la pena notar que la cosificación lawrenciana con frecuencia está
relacionada con un cierto tipo de reducción de las personas a sus partes corporales y la
atribución a tales partes del cuerpo de un cierto tipo de actividad independiente. Veamos
la siguiente escena de Lady Chatterley:
-¡Déjame verte!
Él dejó caer la camisa y se quedó quieto frente a ella. El sol, a través de
la ventana baja, emitía un rayo que iluminaba sus muslos, su esbelto vientre
y el falo erecto, que se alzaba oscuro y caliente entre la pequeña nube de
pelo de un rojo vivo dorado. Ella estaba admirada y asustada.
-¡Qué extraño! –dijo lentamente- ¡Qué extraño parece! ¡Tan grande, tan
oscuro, con su seguridad de polla! ¿Es de verdad así?
El hombre echó una mirada hacia la parte baja de su cuerpo blanco y
esbelto y se rió. Entre los hombres estrechos su pelo era oscuro, casi negro.
Pero, en la raíz del vientre, donde surgía el falo rígido y en arco, era de un
dorado rojizo, formando una pequeña nube brillante.
-¡Tan orgullosos! –murmuró ella inquieta-. ¡Y tan señorial! ¡Ahora se
por qué son los hombres tan jactanciosos! ¡Pero es realmente encantador!
¡Como un ser aparte! ¡Un tanto aterrador! ¡Pero encantador realmente! ¡Y
viene a mí!
Se mordió el labio inferior entre los dientes con miedo y excitación.
El hombre miró en silencio el falo tenso, invariablemente erecto.
-¡Sí! .dijo al fin con voz baja en el más cerrado dialecto- ¿Sí, muchacho!
Ahí estás muy bien. ¡Sí, puedes ir con la frente bien alta! Eres tu propio
dueño, ¿eh?, y no debes nada a nadie. Eres mi jefe, John Thomas. ¿Jefe
mío?. Bueno, tienes más cojones que yo y hablas menos. ¡John Thomas!
¿La quieres para ti? ¿Te quieres quedar como mi Lady Jane? Eres tú quien
me ha hecho caer de nuevo, tú. Ah, ¿y te ríes? ¡Cógela! ¡Coge a Lady Jane!
Di: dejad los dinteles de vuestras puertas y que entre el rey de la Gloria.
¡Ah, descardo! ¡Coño es lo que estás buscando! Dile a Lady Jane que
quieres coño, John Thomas, el coño de Lady Jane.
-¡Oh, no le tomes el pelo! –dijo Connie reptando de rodillas sobre la
cama hacia él y echando los brazos en torno a sus tiernas caderas,
atrayéndolo hacia sí de modo que sus pechos colgados y oscilantes tocaron
la punta del falo vibrante y erecto y captaron la gota de humedad. Se apretó
contra el hombre. (D. H. Lawrence, El amante de Lady Chatterley, trd. B.
Fernández, Madrid, Turner, 1979, págs. 265-6)
uno al otro a sus partes corporales me parece incorrecta, lo mismo que la creo incorrecta
en mi ejemplo de la fotografía. La atención absorta en las partes corporales parece una
afirmación y no una negación; y la escena de pasión que Constance carga con un
sensación de terror, así como de temor a ser aplastada por el poder del varón, se vuelve
benigna y amorosa, de hecho se vuelve liberadora por la manera en que Mellors realiza
la cosificación, con esa mezcla de humor y pasión.
¿Por qué la cosificación lawrenciana es benigna? La respuesta la encontramos
percatándonos, sobre todo, de la ausencia total de instrumentalización y al hecho, al que
está muy unida, de que la cosificación es simétrica y mutua; y que en ambos casos se
realiza en un contexto de respeto mutuo y de igualdad social. El abandono de la
autonomía e incluso de la condición de agente, así como de la subjetividad, son
gozosos, lo que representa una cierta victoria sobre la prisión de la respetabilidad
inglesa. Tal abandono constituye una fuga de la prisión de la autoconciencia que –según
lo ve, razonablemente, Lawrence- nos aísla a los unos de los otros e impide una
verdadera comunicación y receptividad. En la voluntad de permitir que la otra persona
esté tan íntimamente cerca, en una posición en la que el peligro de ser dominada y
aplastada es, como Constance sabe, omnipresente, uno ve, además, una magnifica
confianza, una confianza que sería imposible en una relación que no se caracterizase por
algún tipo de respeto e interés mutuo (aunque en las descripción de Lawrence se
encuentra una variedad de relaciones entre hombre y mujer, más o menos tortuosas, que
nos hace pensar que todo es muy complejo.) Cuando se da una pérdida de autonomía en
la relación sexual, el contexto revela –o, al menos, puede revelar- que, en conjunto, la
autonomía se respeta y se favorece; el éxito de la relación sexual puede desembocar,
como en el caso de Constance, en una realización y liberación más general. No tenemos
por qué estar de acuerdo con todas las ideas que Lawrence tiene sobre la sexualidad
para ver en la escena algo que tiene un valor auténtico. Asimismo, cuando hay una
perdida de subjetividad en el momento de la relación amorosa, se puede deber a un
interés profundo en la subjetividad del compañero, porque el amante está centrado en
los humores y deseos de esa persona, cuyos estados significan tanto para él mismo o
ella misma. La obsesión de Brangwen con los humores cambiantes de su esposa lo
muestra muy claramente.
Por último, vemos que la clase de aparente sustituibilidad que conlleva el reducir
a las personas a partes de su cuerpo no tiene por qué ser deshumanizadora en absoluto,
sino que puede coexistir con una profunda consideración respecto a la individualidad de
la persona, lo cual se puede expresar en una personalización e individualización de los
órganos corporales mismos, como en la relación entre Mellors y Constance. El dar un
nombre apropiado a los órganos genitales de cada uno es un modo de mostrar la manera
particular y conspicua en que se desean el uno al otro, el carácter insustituible en que se
desean el uno al otro, el carácter insustituible de la intención sexual de Mellors. Es la
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ubicua de los roles de género. No es el objetivo de este ensayo resolver esta discusión,
pero indicaré cuales son mis ideas sobre ella. Estoy de acuerdo en que la retórica
romántica de Lawrence sobre la naturaleza y el conocimiento de la sangre es ingenua y
que subestima el poder de la socialización -y, en general, de la conciencia cognitiva-
sobre la vida sexual. Tampoco a mí me gustan mucho las ideas de Lawrence de que la
sexualidad cuanto más libre sea tanto de cultura como de pensamiento, mejor. Por otra
parte, pienso que su defensa del valor de un cierto tipo de abandono del control y de la
receptividad emocional y corporal, no depende de esas otras tesis y que se puede
defender un tipo de sexualidad lawrenciana (como, en efecto, la propia Dworkin hace en
los primeros capítulos de Mercy y en su ensayo sobre Baldwin) sin tener que aceptarlas.
Ello implica el que aceptemos que nuestra cultura es más heterogénea (y que nos deja
más espacio para la negociación y la construcción personal) de lo que MacKinnon y
Dworkin admiten habitualmente
Volvamos ahora a Molly Bloom. Molly ve a Blazes Boylan como una colección
de partes corporales de gran tamaño. Y lo hace con humor y gracia, aunque al mismo
tiempo con una cierta cautela sobre la calidad humana de Boylan. Su cosificación de
Boylan no tiene mucho que ver ni con la negación de su autonomía ni con su
instrumentalización y uso –ciertamente, no con la condición de inerte ni con la
propiedad ni con la violabilidad. Se centra en características que niegan la subjetividad
(nunca a lo largo del monólogo se interesa por lo que siente como sí lo hace por lo que
siente Poldy), la sustituibilidad (solo es un pene grande “para pasar un buen rato con él
como con un juguete”, casi intercambiable con un garañón o una palanca inanimada).
No se trata en ningún sentido de una experiencia lawrenciana profunda. Es un poco
frustrante su falta de profundidad hasta para la propia Molly –cuyo uso ambiguo de la
palabra “agallas” como equivalente tanto de “semen” como de “carácter” nos muestra a
través del monólogo su propia confusión sobre la importancia de este disfrute físico en
comparación con su insatisfactoria relación física, pero amorosa, con Poldy. Por otra
parte, parece que el disfrute de Molly con los aspectos físicos del sexo (que ha suscitado
la crítica mojigata de la novela) es al menos una parte de lo que Lawrence y Lorde
quieren que las mujeres sean libres de experimentar y me parece incorrecto denigrarlo a
causa de su incompletitud. (Ciertamente, se podría decir que el tema de la novela en
conjunto es la aceptación de la incompletitud y a lo que Joyce más profundamente se
opondría es al moralismo romántico del estilo de el de Lawrence que denigra el placer
de Molly debido a que no hace temblar las entrañas de la tierra (M. C. Nussbaum,
1994)). De modo que aquí tenemos una manera -bastante diferente- de ver la
cosificación como una parte gozosa de la vida sexual y quizás esta clase de mitificación
de las partes corporales sea una característica habitual o necesaria de ella, aunque la
exageración cómica de Molly no lo sea.
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obras, ni siquiera del tipo de regulación que ellas proponen, porque creo que en la
práctica sería mal administrada y supondría un peligro para la libertad de expresión que
creo importante que se proteja. Yo creo que el que se pueda publicar esta obra tiene un
valor moral, porque nos permite aprender mucho sobre el sexismo estudiándola. Pero
ciertamente se la quitaría a cualquier menor que conociera, protestaría en contra de su
inclusión en una lista de lecturas obligatorias –excepto si es para leerla al modo en que
yo lo he hecho aquí- y pensaría que una crítica ética –que hay que hacer y seguir
haciendo- forma parte, ciertamente, como dice Andrea Dworkin en la cita inicial, del
núcleo de “nuestra lucha”.
La revista Playboy es más educada, pero al final es lo mismo. Estoy de acuerdo
con MacKinnon y Dworkin quienes han subrayado repetidamente el fundamental
parecido entre las industrias pornográficas, da igual si son de porno duro o blando. El
mensaje que transmiten tanto las fotografías como el título es: sea lo que sea que la
mujer sea o haga, para nosotros es un objeto de disfrute sexual. Asimismo, se le dice al
lector masculino que, en efecto, él es el único que tiene autonomía y subjetividad, y que
el resto son objetos atractivos sexualmente, los cuales están ahí, en el escaparate, para
que los consuma, como piezas de fruta apetitosas que existen primordialmente para
satisfacer sus deseos (A. Assiter, 1988). El mensaje es más benigno, porque –como
parte de la “filosofía” de Playboy- se retrata a las mujeres como seres hechos para el
placer sexual en lugar de para inflingirles dolor y se les da una cierta clase de somero
reconocimiento a su autonomía y subjetividad. Se podría decir que Playboy es parte del
movimiento de liberación de las mujeres en el sentido sugerido por Lawrence y Lorde.
En la medida en que la represión y la negación de su sexualidad entorpecen la plena
autonomía de las mujeres (y siendo optimista), se podría decir que Playboy es feminista.
Sin embargo, la cosificación en Playboy es, de hecho, una traición profunda no
solo al ideal kantiano de respeto humano, sino también, y quizás en particular, al
programa de Lawrence/Lorde. Playboy retrata la completa sustituibilidad y
mercantilización de las mujeres y en el proceso le quita al sexo cualquier vínculo con la
expresión o la emoción personal. Lorde argumenta razonablemente que esta
deshumanización y mercantilización del sexo no son sino la cara moderna del antiguo
puritanismo y que el aparente feminismo de esta clase de publicaciones es solo una
máscara de una actitud profundamente represiva hacia las pasiones de las mujeres reales
(A. Lorde, 1984: 54). Ciertamente, Hankinson podría argumentar que Playboy es peor
que su novela, porque su novela al menos vincula la sexualidad con los sueños y deseos
profundos de las personas (tanto varones como mujeres) y de ese modo evita el que se
reduzcan los cuerpos a mercancías intercambiables, mientras que en Playboy el sexo es
una mercancía y las mujeres son como automóviles o trajes, a saber, propiedades caras
que sirven para marcar la condición social en el mundo de los hombres.
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Otra cosa que hay que señalar sobre las imágenes de Playboy es que, en su
mundo, es más atractivo sexualmente (porque está más vinculado con la posición social)
tener una mujer de mérito y talento que una cualquiera, al igual que es más atractivo
sexualmente tener un Mercedes que un Chevrolet -y del mismo modo que Agamenón le
asegura a Aquiles que los caballos que le va a dar son caballos de raza que tienen
muchas victorias y que las mujeres son bellas y tejedoras expertas. Pero una mujer
elegante es incluso más atractiva sexualmente que un automóvil elegante, puesto que a
éste realmente no se lo puede domar, porque no es más que una cosa. De modo que lo
que Playboy dice continuamente a su lector es: quienquiera que sea esta mujer y
cualquiera que sea su mérito, para ti ella es un coño, todas sus pretensiones
desaparecerán ante tu poder sexual. Puede que sea una jugadora de tenis, pero en tu
mente puedes dominarla y convertirla en un coño. Éstas son estudiantes de la
Universidad de Brown; pero, para ti, querido lector, son “las mujeres de la Ivy League”
(un tema que aparece regularmente y de intenso debate en las Universidades en las que
se eligen las modelos). Da igual quien seas tú, estas mujeres gemirán (en tus fantasías
masturbatorias) de placer ante tu poder sexual. Ése es el gran atractivo de Playboy en
realidad, que satisface los deseos de los hombres de sentirse especiales y poderosos,
diciéndoles que también pueden poseer los signos de una posición social elevada que,
en la vida real, son el privilegio de personas como Donald Trump. Naturalmente,
Lawrence vería esto como la búsqueda desesperada y estéril de posición social de
Clifford Chatterley al modo moderno.
Playboy es una mala educación para los hombres, lo cual no es una conclusión
sorprendente. Yo no saco ninguna conclusión jurídica de este juicio; pero, como en el
caso de Hankinson, creo que deberíamos reflexionar sobre el asunto al educar a los
niños y a los jóvenes y tratar críticamente el predominio de ese estilo de cosificación, la
forma más poderosa, como señala Andrea Dworkin, de afirmación de la propia
humanidad de una en todas las épocas.
Hollinghurst es un caso de una ambigüedad fascinante. A primera vista, esta
escena, como muchas de la novela, muestra la inmersión exuberante en la sustituibilidad
sexual que caracterizaba a parte de la subcultura homosexual de antes del SIDA. Parece
como un tipo muy diferente de erotización de las partes corporales del que se hace en
Hankinson y en Playboy; y se parece más al que hace Molly Bloom, de hecho, en su
regocijo con el tamaño de los órganos, unido a una actitud alegre y no explotadora, a
pesar de ser superficial, hacia las personas a las que pertenecen. Richard Mohr ha
escrito elocuentemente de este tipo de sexualidad promiscua que incorpora una cierta
idea de democracia, porque la cópula en los baños públicos anónimos no repara en
distinciones de clase y jerarquía social. En un estallido de entusiasmo á la Whitman
concluye: “La sexualidad gay del tipo al que me estoy refiriendo simboliza a la vez que
genera un tipo fundamental de igualdad; el tipo de igualdad fundamental que
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Por último, llegamos a La copa dorada. En mi opinión, se trata del texto más
siniestro de la lista que les he presentado, si nos ajustamos a la conducta de los
personajes y no nos preocupamos del autor implícito; y se trata, además, del que retrata
más claramente una instrumentalización moralmente rechazable de las personas, aunque
naturalmente la novela como conjunto lo que hace es criticar esa conducta. El tratar a
sus respectivos esposos como antigüedades preciosas es para Adam y Maggie un modo
de negarles su condición humana y de afirmar sus derechos al uso permanente de
aquellos cuerpos espléndidamente elegantes. Este uso implica la negación de la
autonomía –a Charlotte se la enviará fuera, al museo de Norteamérica para ocultarla,
mientras que se convierte al Príncipe en un objeto doméstico elegante, aunque
agrietado- y también la negación de la subjetividad. El concebirlos como si fueran
antigüedades equivale a decir que no tenemos que preocuparnos por lo que sienten. Solo
tenemos que contemplarlos y no hacer caso de sus peticiones. Los esposos se han vuelto
inertes, moral y emocionalmente; y, en un sentido, sustituibles –desde el principio
Maggie se da cuenta de que tratar a su marido como una obra de arte es desentenderse
de su individualidad personal única. De hecho, vemos en funcionamiento todos los
elementos de nuestra lista, excepto la violabilidad –pero la violación emocional está
ampliamente atestiguada.
Lo que ello debería decirnos es que la cosificación y deshumanización de las
personas tiene muchas formas. No es evidente que el “núcleo” de tal cosificación sea
sexual o que su medio primario sea la educación específicamente erótica de hombres y
mujeres. Mill nos dice que la entera educación de los hombres en su sociedad les enseña
la lección de la dominación y la utilización; no censura específicamente la educación
sexual. Ello nos recuerda que se puede dar una cosificación siniestra sin que ello tenga
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que ver con el sexo o incluso con los roles de género. Maggie y Adam aprendieron sus
actitudes hacia las personas de ser ricos coleccionistas. Sus actitudes tienen efectos
sobre la sexualidad, pero tienen sus raíces en otra parte, en una actitud hacia el dinero y
otras cosas que James relaciona con los Estado Unidos. En el mundo de los ricos
norteamericanos, todo se ve como si tuviera un precio, como si fuera controlable y
utilizable, a condición de que uno sea bastante rico. La aparición escéptica del narrador,
con su “mirada más detenida, una mirada más penetrante de lo que la ocasión requería”
señala que lo que realmente observamos aquí es el “ejemplo concreto” de un “insólito
poder adquisitivo”.
Todo ello complica nuestro tema, porque nos dice que tendríamos que dudar de
la tesis de Kant, Dworkin y MacKinnon de que la deformación del deseo sexual es
anterior y es causa de otras formas de cosificación del compañero sexual. También
parece posible que en muchos casos una deformación anterior de las actitudes hacia los
objetos y las personas infecte y envenene el deseo.
iguales desde el punto de vista social tales problemas desaparecen, aunque no esté claro
que no surjan otros.
Con respecto a la etiología de la cosificación, tenemos razones para dudar de la
teoría de Kant, según la cual es inherente al deseo y a la actividad sexual el ser una
utilización degradante. Tenemos razones para adoptar la teoría de MacKinnon y
Dworkin, según la cual es la jerarquía social lo que está en el origen de la deformación
del deseo; pero Lorde y Lawrence nos muestran que la deformación es más compleja y
que opera no solo a través de la pornografía, sino también a través del puritanismo y la
represión de la experiencia erótica femenina. En este sentido, parece razonable la
opinión de Lawrence de que un cierto tipo de atención cosificadora a las partes
corporales es un elemento importante para corregir aquella deformación del deseo y
para promover una igualdad erótica auténtica. Por último, debemos aceptar que no
sabemos en qué sentido el deseo sexual, en todos estos problemas de cosificación y de
mercantilización, es más fundamental, por ejemplo, que las normas y motivos
económicos que de una forma muy potente construyen el deseo en nuestra cultura.
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