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MARTHA C. NUSSBAUM
LA COSIFICACIÓN

En:
Philosophy and Publics Affairs, 24 (1995), págs. 249-91
(trad. de Damián Salcedo Megales; se han omitido las notas,
pero se han incorporado las referencias bibliográficas al texto)

Es muy cierto, y eso es lo fundamental, que las


mujeres son cosas, mercancías, algunas más caras
que otras; pero solo cuando se afirma la propia
humanidad en todo momento, en toda situación, una
deja de ser cosa y se convierte en persona. Al final,
en eso se resume nuestra lucha.
Andrea Dworkin, Woman Hating

La de la cosificación sexual es una idea ya popular. Antes era una palabra


relativamente técnica de la teoría feminista, relacionada con los trabajos de Catharine
MacKinnon y Andrea Dworkin; pero ahora ha entrado en la vida de muchas personas.
Es corriente oírla cuando se critica la publicidad, las películas y otras representaciones;
también para expresar dudas sobre las actitudes y las intenciones que tiene una persona
con relación a otra o de uno mismo hacia otra persona. En general se la utiliza como una
palabra peyorativa, la cual connota un modo de hablar, pensar y actuar que el hablante
encuentra criticable desde un punto de vista moral o social, normalmente –aunque no
solo- en el ámbito sexual. Así, Catharine MacKinnon (1987) escribe de la pornografía:
“La admiración por la belleza física natural se convierte en cosificación. Lo que no hace
daño se convierte en dañino”. La imagen de las mujeres “deshumanizadas como objetos,
cosas o mercancías sexuales” es, de hecho, la primera categoría de material
pornográfico que es perseguible en las ordenanzas de Minneapolis propuestas por
Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin (MacKinnon, 1987: 262n). Esta misma clase
de uso peyorativo se da en las discusiones habituales sobre personas y sucesos.
El pensamiento feminista ha presentado la cosificación sexual de las mujeres por
parte de los hombres como un problema que no es banal, sino fundamental en las vidas
de las mujeres y la oposición a la misma como el núcleo fundamental de la política
feminista. Para Catharine MacKinnon (1989), la “experiencia íntima de la cosificación
sexual por parte de las mujeres (...) es categórica y sinónimo de las vidas de las mujeres
como género femenino”. Se dice que produce una existencia en la que las mujeres
“pueden tener una subjetividad solo en tanto que cosas”. Además esta experiencia
funesta es –según Catharine MacKinnon- inevitable. En una brillante metáfora, dice que
“todas las mujeres viven dentro de la cosificación sexual lo mismo que peces en el
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agua”, queriendo decir que no solo la cosificación está alrededor de las mujeres, sino
que además se han convertido en tal clase de seres que extraen alimento y sustento de
ella. Pero las mujeres no son peces y para Catharine MacKinnon la cosificación es mala
porque le quita a las mujeres la propia expresión y la propia autodeterminación, es
decir, su humanidad.
Pero, la palabra “cosificación” también se la puede utilizar, un poco
confusamente, en un sentido más positivo. Ciertamente, se puede encontrar estos dos
usos aparentemente contradictorios en los escritos del jurista Cass Sunstein, quien ha
apoyado a MacKinnon en su crítica de la sexualidad. A lo largo de sus primeros escritos
sobre pornografía, Sunstein habla del trato de las mujeres como cosas que usan y
controlan los hombres como lo fundamentalmente malo de la pornografía (1992; 1993).
Por otra parte, en un comentario –más bien negativo- del libro reciente de Nadine
Strossen (1995) en el que defiende la pornografía, Sunstein (1995) escribe:

La imaginación de las personas no está reprimida (...). Se puede


argumentar –como algunos hacen- que la cosificación y ciertas formas de
utilización son parte intrínseca de la vida sexual, partes maravillosas de la
vida sexual o partes inextirpables de la vida sexual. En un contexto de
igualdad, respeto y consentimiento, la cosificación –que no es un concepto
fácil de definir- quizás no sea un problema.

Sunstein se expresa con mucha prudencia, hablando solo de un argumento que se


podría presentar y no manifestando que él apoye tal argumento. Sin embargo, a
MacKinnon y Dworkin, típicas representantes de la política feminista de rechazo de la
cosificación, este texto de Sunstein les debe parecer insólito. Ellas se preguntarían por
qué tendríamos que ver la “cosificación y ciertas formas de utilización” como partes
“maravillosas” o incluso “inextirpables” de la vida sexual; o por qué tendríamos que
hacer una excepción a la regla de que siempre es malo utilizar a las personas como si
fueran cosas; o, quizás, por qué tendríamos que suponer que es compatible la
cosificación con la “igualdad, el respeto y el consentimiento”, si siempre se ha mostrado
imposible reconciliarlas.
Seguiré la corazonada que tengo de que dichas confusiones provienen de que no
nos hemos aclarado con el concepto de cosificación y que, cuando lo hagamos,
descubriremos que no sólo es un concepto escurridizo, sino también múltiple.
Ciertamente, argumentaré que hay siete modos distintos de comportarse a los que el
término se refiere, los cuales no se implican entre sí, aunque haya muchas conexiones
entre ellos. En algunas concepciones, la cosificación siempre parece moralmente
rechazable. Pero en otras, tiene características que la hacen buena o mala según el
contexto global. (Creo que Sunstein tenía razón al subrayar la importancia del contexto
y luego me extenderé sobre este particular.) Ciertas características de la cosificación,
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además, en ciertas circunstancias, es posible que sean –como dice Sunstein- necesarias
o, incluso, maravillosas como parte de la vida sexual. Para percibirlo así es necesario
que, entre otras cosas, veamos cómo podría ser posible la supuestamente imposible
compatibilidad entre una forma de cosificación y la “igualdad, el respeto y el
consentimiento”.

Empiezo con una serie de ejemplos, a los que volveré en lo que sigue. Todos son
ejemplos de lo que podríamos llamar razonablemente la cosificación de una persona por
parte de otra, el ver o el tratar a alguien como una cosa. En todos los casos la persona
cosificada es un compañero sexual real o potencial, aunque el contexto sexual no es
igual de destacado en todos ellos. Con toda la intención he elegido ejemplos de una
amplia variedad de estilos y no me he limitado a la cosificación masculina de las
mujeres, porque es necesario que indaguemos el modo en que influyen en los juicios los
factores propios del contexto social y del poder social.

Su sangre latía en oleadas de deseo. Quería acercarse, encontrarla. Estaba


allí, si podía llegar a encontrarla. La realidad de su persona, fuera de su
alcance, le absorbía. Ciego y destruido, siguió adelante, más cerca, más
cerca para recibir la consumación de sí mismo, ser recibido en la oscuridad
que le engulliría y entregaría después a él mismo. ¿Si pudiera penetrar
realmente en el resplandeciente núcleo de oscuridad, si realmente pudiera
ser destruido, consumido hasta arder con ella en una sola consumación que
fuera suprema, suprema! (D. H. Lawrence, El arco iris, trad. De P. Giralt,
Barcelona, Bruguera, 1980, págs. 95-6)

sí porque él debió venir 3 ó 4 veces con esa tremenda cosa grande roja y
brutal que tiene yo creí que la vena o como demonios se llame le iba a
estallar aunque no tiene la nariz tan grade después que me lo que quité
yodo con las cortinas echadas después de tantas horas arreglándome y
perfumándome y peinándome eso como hierro o como alguna barra gorda
de pie todo el tiempo debía haber comido ostras creo que varas docenas
estaba muy en voz para cantar no nunca en toda mi vida he notado ninguno
que tuviera una de ese tamaño para hacerla a una sentirse llena debía de
haberse comido una oveja entera qué ocurrencia hacernos así con ese gran
agujero en medio de nosotras como un garañón metiendotelo dentro porque
eso es lo único que quieren de una con esa mirada decidida y maligna en
los ojos tuve que entornar los ojos sin embargo no tiene una cantidad tan
tremenda de esperma dentro cuando se la hice sacar y hacérmelo encima (J.
Joyce, Ulises, trad. J. M. Valverde, Barcelona, Bruguera, 1983, vol. 2, pág.
380)

Colgando en pliegues sobres sus curvas, la sabana le cubre el cuerpo. Está


inmóvil. Podría estar muerta, piensa Macrae (...). De pronto, como una
descarga eléctrica, irrumpe en todo su cuerpo el deseo de violarla, seis mil
voltios de violencia, de sacrilegio, la lujuria de la profanación, la
destrucción. Los pulgares unidos entran en la raja del culo, uñas hacia
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dentro, los nudillos duros contra los nudillos y, luego, hundidos hasta las
palmas en ella. Un grito submarino surge de la profundidad verde de su
sueño y comienza a despertarse, apenas despierta, medio dormida, carente
de sentido alguno de sí misma (...) y un dolor punzante en sus entrañas.
(...). Isabelle abre los ojos, todavía sin saber dónde o qué o por qué, la cara
aplastada contra la pared agrietada (...) cada vez que Macrae la penetra
removiendo sus entrañas y le golpea la cabeza contra la pared (...) y las
manos agarran las palmas de Macrae aún fuertemente apretadas al culo,
amasándoselo, con una violencia nacida de la desesperación y del deseo,
deseo de poseerla completamente (...) que parece como si fuera a
desgarrarle la carne para cogerla, aplastarla, mezclarla con las propias
manos (...). Isabelle escucha una voz -“no pares, no pares”-, una voz que la
llama desde un pasado remoto, una voz ancestral de un tiempo en el que el
mundo era joven –“no pares, no pares”-. Ahora, esa voz primigenia está
mucho más cerca; y, de pronto, con sorpresa, la siente saliendo de la boca,
entre los labios que la pronuncian, y es su voz. (Laurence St. Clair, Isabelle
and Veronique: Four Months, Four Cities, New York: Blue Moon Books,
1989: 2-4)

¿Por qué nos gusta el tenis? (Titular para tres fotografías de la actriz
Nicollette Sheridan mientras juega con Chris Evert en el Torneo de Tenis
“Pro-Celebrity”, la faldita levantada muestra las bragas negras, (Playboy,
abril, 1985)

Al principio solía azorarme cuando experimentaba una erección en la


ducha, pero en el Carry había mucho enjabonamiento de pollas con fines
estimulantes, y una serie de miembros tenían allí sus erecciones habituales
todos los días. Si bien las mías eran menos reglares, creo que mis
compañeros confiaban ñeque ocurrieran y las esperaban (...). Aquella
mescolanza de hombres desnudos que constituía un núcleo ritual de la vida
del club, producía sus propias incitaciones inadecuadas a enlaces ideales,
así como improvisados espectáculos poliándricos que no podrían sobrevivir
en el mundo de las chaquetas, las corbatas, las abrazaderas de ciclistas y los
tres cuartos con capucha. Y qué difíciles resultan las distinciones sociales
en la ducha ... ¿Cómo podría sonreir ahora a mi enorme vecino africano, el
cual respondía de un modo elefantino a mi propia erección, y al mismo
tiempo mirar ceñudo al calamitoso tipo aniñado que sonreían
presuntuosamente bajo la ducha al otro lado? (Alan Hollinghurst, La
biblioteca de la piscina, trd. de J. Fibla, Barcelona, Anagrama, 1990, pág.
30)

Maggie había pasado su brazo por debajo del de su padre, y los restantes
objetos que había en la estancia, los otros cuadros, los sofás, las sillas, las
mesas, las arcas, las piezas “importantes”, supremas cada cual en su estilo,
destacaban a su alrededor, conscientemente, para ser reconocidas y
alabadas. Los ojos de padre e hija se fijaban juntos, a la par, en las diversas
piezas, una tras otra, apreciando su nobleza, y el señor Verver lo hacía
como si de esta manera midiera la sabiduría de antiguas ideas. Las dos
nobles personas conversaban sentadas ante la esa del té, quedando así
incluidas en el espléndido efecto y en la general armonía, ya que la señora
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Verver y el Príncipe habían quedado, aunque fuera involuntariamente,


como altas expresiones de aquella clase de muebles humanos que,
estéticamente, el escenario exigía. La fusión de su presencia con los
elementos decorativos, su contribución al triunfo de la selección, era
completa y admirable, aunque ante una mirada más detenida, ante una
mirada más penetrante de lo que la ocasión requería, también hubieran
podido figurar como ejemplos concretos de un insólito poder adquisitivo.
En parte, esto quedó expresado en el tono en que Adam Verver volvió a
hablar, sin que se pueda saber a qué punto llegaron sus pensamientos:
- Le compte y est. Tienes unas cuantas cosas buenas.
(H. James, La copa dorada, trad. De A. Bosch, Barcelona, Planeta, 1981,
pág. 556)

La mayoría de las obras y de los autores son conocidos. La novela de


Hollinghurst sobre el Londres homosexual anterior a la época del SIDA fue aclamada
como una de las obras más importantes de la literatura erótica de la década de los 80.
Para aquéllos que no conozcan la oeuvre de St Clair, quizás baste decir que St Clair es
el pseudónimo de James Hankinson, un estudioso de la filosofía griega antigua, profesor
de filosofía en la Universidad de Tejas, en Austin, y que escribió esta novela para una
colección literaria de porno duro, aunque posteriormente ya se publicitó como su autor.
De modo que tenemos cinco ejemplos de conducta que, de alguna manera,
parecen merecer el nombre de “cosificación”. En cada uno de los casos, se ve o se trata
a un ser humano como cosa en el contexto de las relaciones sexuales. Tom Brangwen ve
a su esposa como una fuerza natural misteriosa e inhumana, un “resplandeciente núcleo
de oscuridad”. Molly reduce a Blazes Boylan a sus genitales, viéndolo no como un
hombre, sino como al garañón al que compara entre bromas. Macrae, el héroe de
Hankinson, trata a Isabelle, mientras duerme, como un ser anterior a la humanidad y a la
conciencia, dispuesto para la invasión y la destrucción, y cuyas expresiones apenas
humanas confirman su disponibilidad para que se le inflija dolor. El titular de Playboy
reduce a la joven actriz, una buena tenista, a un cuerpo dispuesto para el uso masculino.
Dice, en efecto, que es una atleta de alto nivel, pero el modo en que realmente y en todo
momento se muestra a nuestra mirada es como objeto sexual. El héroe de Hollinghurst
se representa a sí mismo como alguien que es capaz de ver a sus conciudadanos
londinenses como cuerpos intercambiables; o, incluso, desde el punto de vista sexual
del baño, un punto de vista supuestamente independiente de prejuicios de clase o de
condición social, solo como partes de cuerpos. Maggie y Adam contemplan a sus
respectivos esposos como antigüedades preciosas que han coleccionado y dispuesto
para su exposición.
En todo análisis de obras literarias, tenemos que distinguir la cosificación de un
personaje por otro de la cosificación de las personas por un texto, visto en su conjunto.
Ambas cosas me interesan como ejemplos de conducta humana moral y, dadas las
relaciones de mi análisis con el debate sobre la pornografía, me interesa tanto la
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moralidad (de la conducta) de la representación como la moralidad de la conducta


representada (M. C. Nussbaum, 1990). Es posible juzgar ambos tipos de conducta, pero
hay que mantenerlos separados. A menudo no es fácil; pero se tiene que hacer, dado que
hay temas morales importantes que dependen de esa diferencia y, al tratar con ejemplos
literarios, tenemos que intentar resolverla. Afortunadamente, la crítica ética de la
literatura ha elaborado un rico conjunto de distinciones que nos ayudan. Especialmente
útil es la distinción establecida por Wayne Booth entre (1) el narrador de un texto (y/o
sus otros personajes); (2) el autor implícito, es decir, el sentido de la vida incorporado
en el texto considerado en su totalidad; y (3) el autor real, quien tiene muchas
propiedades que le faltan al autor implícito y que también es posible que carezca de
otras que el autor implícito tiene (W. Booth, 1988). Booth argumenta –y yo estoy de
acuerdo- que la crítica ética de la acción representada en un texto es una cosa y otra la
crítica de un texto como conjunto; para realizar la segunda hemos de fijarnos en el autor
implícito, preguntándonos qué tipo de interacción promueve el conjunto del texto con
nosotros como lectores, qué clases de deseos y proyectos suscita y construye. De este
modo, la crítica ética de textos será sensible a la forma literaria, a la vez que compatible
con la apreciación ética de las personas (W. Booth, 1988: cpt. 3).
Entonces, lo que deberíamos decir es que el modo de ver a su esposa de
Brangwen es un ejemplo de las actitudes que Lawrence defiende en el conjunto de su
texto y en otros textos relacionados; que la actitud de Molly Bloom hacia Boylan no es
la única actitud hacia las relaciones sexuales de la que habla Joyce, incluido el retrato
que hace de las ensoñaciones de Molly; que el texto completo de Hankinson cosifica a
las mujeres al modo en que lo hace el trozo reproducido, que no es sino el principio de
una serie de escenas cada vez más violentas que, una vez pegadas, constituyen el
conjunto de la “novela”; que la manera típica de Playboy de presentar los cuerpos y los
logros de las mujeres está bien captada en mi ejemplo; que la novela de Henry James,
por el contrario, suscita una critica moral seria de sus protagonistas, al retratarlos como
“cosificadores”. El ejemplo de Hollinghurst es el más difícil y no tengo claro qué
actitud quiere el conjunto del texto que tenga hacia sus protagonistas y sus fantasías.
Para darles una idea de mi actitud ante los textos, les diré que, aunque creo que a
ninguno le falta complejidad moral y que no todos serán del gusto de todo el mundo,
hay dos ejemplos de conducta en ellos –quizás tres- que me parecen particularmente
siniestros. (Es a los personajes de James a los que estaría más dispuesta a aplicarles el
adjetivo de “malvados”.) Al menos uno de los textos muestra el modo en que cierto tipo
de cosificación podría ser bastante inofensivo e incluso placentero; y al menos uno,
quizás otro más, muestra lo que alguien podría pensar que es una parte maravillosa de la
vida sexual. Vistos, en conjunto, los ejemplos pretenden que distingamos varias
dimensiones de la cosificación y nos demos cuenta de que son independientes entre sí.
Cuando lo hayamos hecho, descubriremos que no todos los tipos de cosificación son
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igualmente rechazables; que la valoración que hagamos de ellos nos exige una
valoración cuidadosa del contexto y de las circunstancias; y que, una vez que hayamos
hecho las distinciones necesarias, veremos cómo al menos algunos de ellos podrían ser
compatibles con el consentimiento y la igualdad; e incluso que es posible que sean
partes “maravillosas” de la vida sexual.

Siete modos de tratar a una persona como si fuera una cosa


Comienzo el análisis. Mi idea es que en todos los casos de cosificación lo que
está en cuestión es si se trata a una cosa como si fuera otra: se está tratando como si
fuera una cosa lo que en realidad no lo es, lo que en realidad es un ser humano. La
noción de humanidad implícita es la que utiliza Dworkin en la cita que abre este artículo
y que tiene un sabor bastante kantiano (y que creo que es la que subyace a la mayoría de
las críticas de la cosificación que han seguido la estela de MacKinnon y Dworkin). Sin
embargo, de lo que se trata es de averiguar en qué consiste tratar a una persona como si
fuera una cosa. Mi opinión es que, al menos, las siguientes siete nociones están
relacionadas con esa idea:
(i) La instrumentalización: El “cosificador” trata a la cosa como
instrumento para sus fines.
(ii) La negación de la autonomía: El “cosificador” trata a al cosa como si
careciera de autonomía y audeterminación.
(iii) La condición de inerte: El “cosificador” trata a la cosa como si careciera
de capacidad de actuar y, quizás, como pasiva.
(iv) La sustituibilidad: El “cosificador” trata a la cosa como intercambiable
(a) con cosas del mismo tipo y/o (b) con cosas de otro tipo.
(v) La violabilidad: El “cosificador” trata a la cosa como si careciera de
integridad, como algo que puede golpear, maltratar, violar.
(vi) La propiedad: El “cosificador” trata a la cosa como algo que no se
pertenece a sí misma, como algo que es propiedad de otro, quien la
puede comprar, vender, etc..
(vii) La negación de la subjetividad: El “cosificador” trata a la cosa como
algo cuya experiencia y sentimientos (si los tiene) no hay que tener en
cuenta.
Cada una de ellas es una característica del modo de tratar a algo, aunque
naturalmente no lo tratemos de todos esos modos. El tratar a algo como una cosa no es
cosificación, porque, como he indicado, la cosificación implica tratar como si fuera una
cosa a algo que no lo es. Sin embargo, si pensamos por un momento en los modos
habituales en que tratamos a las cosas, entenderemos que esas siete características se
dan, pero que son distintas entre sí. Vemos a la mayoría de las cosas inanimadas como
herramientas para nuestros fines, aunque a algunas las juzguemos dignas de respeto por
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su belleza, antigüedad o naturalidad. Vemos a la mayoría de las cosas inanimadas como


carentes de autonomía, aunque a veces a algunas cosas naturales o a algunas máquinas
le atribuyamos vida propia. Muchas cosas son inertes y/o pasivas, aunque no todas.
Muchas son sustituibles por otras de un tipo parecido (un bolígrafo por otro) y, a veces
también por objetos de un tipo diferente (un lápiz por un procesador de textos), aunque
muchas no lo sean. Algunas cosas se las trata como violables o como si carecieran de
integridad, aunque no todas: permitimos que un niño rompa y destroce relativamente
pocas cosas en la casa. Muchas cosas son propiedades y se las trata como tales, aunque
muchas otras no. (Es interesante que entre las cosas que no son propiedades se
encuentren aquéllas -partes de la naturaleza sobre todo- a las que atribuimos una cierta
autonomía y un valor intrínseco.) Por último, a la mayoría de las cosas se las trata como
entes cuyas experiencias y sentimientos no hay que tener en cuenta, aunque a veces se
nos apremie a pensar de un modo diferente sobre ciertas partes del entorno natural,
normalmente con una ilegítima antropomorfización. En cualquier caso, la lista pretende
reflejar un conjunto de actitudes hacia las cosas, las cuales juegan algún papel en la
teoría feminista de la cosificación de las personas. La cosificación consiste, pues, en
tratar a un ser humano de uno o varios de estos modos.
¿Deberíamos decir que cada una es una condición suficiente para que haya una
cosificación de las personas? ¿O necesitamos que haya un conjunto mínimo de
características para que se dé una condición suficiente? Prefiero no responder a estas
preguntas, porque creo que el uso del término “cosificación” no está muy claro.
Globalmente, parece que “cosificación” es una palabra ambigua y que a veces pensamos
que para que se pueda aplicar basta con que se den algunas de esas características,
aunque lo más frecuente es que se den varias de ellas cuando la aplicamos. Hay, claro
está, otros modos en que tratamos a las cosas –tocar, ver- que no conllevan cosificación
cuando damos el mismo trato a las personas. De modo que es razonable pensar que
estas siete características son, al menos, marcas de lo que muchas veces queremos
criticar. Y hay algunos elementos de la lista –en particular, la negación de la autonomía
y de la subjetividad- que enseguida nos llaman la atención, porque son modos de
tratamiento sobre los que no habría mucha discusión en el caso de los meros objetos (los
cuales no plantean cuestiones de autonomía ni de subjetividad) y que parecen más
apropiadas cuando tratamos a las personas como si fueran cosas. Esto indica que son
esos elementos los que en principio nos interesan más, no olvidando que nos importa
tanto el trato que niega algo como el trato que concede algo a las personas.
¿Qué relación tienen entre sí estas características? Puede ser útil que veamos dos
ejemplos del mundo de las cosas: un bolígrafo y un cuadro de Monet. El modo en que
un bolígrafo es una cosa implica todos los elementos de la lista, con la posible
excepción de la violabilidad. Es decir, se podría pensar que es inapropiado o, al menos,
derrochador, romper bolígrafos; pero, no creo que la preocupación que ello nos
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produjera se elevara a altas cimas morales. Ciertamente, el tratar el bolígrafo como un


instrumento, como carente de autonomía, como inerte, como sustituible (por otros
bolígrafos o, a veces, por otros instrumentos), como propiedad y como falto de
subjetividad, todo eso es exactamente el modo normal y apropiado de tratar a un
bolígrafo. Por otro lado, el cuadro, ciertamente, carece de autonomía, es una propiedad,
es inerte (aunque no pasivo) y le falta subjetividad; no es sustituible por otros cuadros ni
por ninguna otra cosa, excepto en el sentido limitado de que se puede comprar y vender;
sus límites físicos son preciosos y uno se puede preguntar si es auténticamente solo una
herramienta para los fines de aquéllos que lo utilizan o lo disfrutan. Lo que esto nos dice
es que las cosas son de muchas clases. Algunas cosas son preciosas y normalmente no
son sustituibles, además de poseer una integridad (inviolabilidad). Otras no son
preciosas, son sustituibles y se las puede destruir sin problemas.
Los elementos de la lista se desligan de otras maneras también. Vemos en el
caso del cuadro que la falta de autonomía no necesariamente implica instrumentalidad,
aunque el tratar a algo como un instrumento implique tratarlo como si no tuviera
autonomía; el hecho de que la mayoría de las cosas sean inertes no implica que el ser
inerte sea una condición necesaria para la ausencia de autonomía o para la
instrumentalidad. Precisamente, lo que es útil de mi procesador de textos, lo que hace
que sea un buen instrumento para mis fines, es que no es inerte. Tampoco la
instrumentalidad implica una falta de consideración hacia los sentimientos y la
subjetividad, puesto que el utilizar una herramienta para los propios fines puede exigir
que nos interesemos por sus experiencias (como el caso de la pornografía muestra).
Como pasa con la violabilidad que no viene implicada, como parecería, por los demás
elementos de la lista. Incluso a los objetos sustituibles no se le ve como cosas que se
puedan golpear o romper sin más, aunque las cosas que se pueden golpear o romper sin
más sean habitualmente sustituibles, quizás porque parece que se les puede reemplazar
por otras del mismo tipo.
Asimismo, el hecho de que la mayoría de las cosas sean propiedades no deberían
ocultarnos el hecho de que la propiedad no viene implicada por ningún otro elemento de
la lista. ¿Implica a otros elementos? No a la sustituibilidad, como muestra el caso del
cuadro. Ni a la violabilidad ni a la condición de inerte ni probablemente a la
instrumentalidad, como muestran claramente las actitudes que tenemos con los animales
de compañía, incluso con las plantas,. (No pensamos que sean solo herramientas para
nuestros propósitos.) Pero posiblemente la propiedad implique falta de
autodeterminación y autonomía; parece, ciertamente, ligada conceptualmente a su falta,
aunque el objeto pueda carecer de autonomía sin ser una propiedad.
Por último se puede tratar a un objeto como algo cuyas experiencias y
sentimientos no hay que tener en cuenta sin que lo tratemos solo como un instrumento,
sin que lo tratemos como sustituible ni violable como muestra el caso del cuadro de
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Monet; ni tampoco como si fuera una propiedad (el Gran Cañón, el desierto del
Mohave) y, está claro, sin que tampoco lo veamos como algo inerte (mi procesador de
textos). Si uno trata una cosa como algo cuyos sentimientos y experiencias no tiene que
tener en cuenta, ¿es eso coherente con tratarlo como autónomo? Creo que lo más
probable sea que no. Aquí, otra vez, nos encontramos con una vinculación conceptual.
De hecho, lo que estamos descubriendo es que, en un cierto sentido, la
autonomía es la más exigente de las nociones de nuestra lista. Parece difícil, sino
imposible, imaginar un caso en el que una cosa inanimada sea tratada como autónoma,
aunque podamos ciertamente imaginar excepciones a todas las demás características. Y
el tratar a algo como autónomo implica tratarlo como si no fuera un instrumento, como
si no fuera inerte, como si no fuera una propiedad y como si no fuera algo cuyos
sentimientos no hay que tener en cuenta. El único tipo de cosificación que parece
claramente coherente con tratarlo como autónomo, de hecho, parece ser el tratarlo como
sustituible y eso en el sentido limitado de tratarlo como sustituible por otros agentes
autónomos. Esto parece apropiado para el caso de Hollinghurst y en el de la ideología
sobre la promiscuidad homosexual, tal y como la defiende Richar Mohr en Gay Ideas
(1992), donde la cosificación de la sustituibilidad se vincula con la igualdad
democrática. Pero este asunto lo trataré después. El tratar como violable o como carente
de integridad también puede ser coherente con tratar como autónomo y es una tesis
importante de los que defienden el sadomasoquismo entre adultos que consienten (por
ejemplo, los autores homosexuales Gayle Rubin (1983) y Richard Mohr (1992)). Lo
curioso es que la misma tesis la ha defendido el filósofo conservador Roger Scruton
(1986) con una argumentación elocuente y sorprendente. (De hecho, el análisis de
Scruton aporta mucho a las personas que tratan de pensar sobre este asunto y es,
ciertamente, el intento filosófico más interesante de poner al día el trabajo en el ámbito
moral sobre el modo de tratar a las personas como compañeros sexuales.)
Por otra parte, hay un modo en que la instrumentalidad parece ser la noción
moralmente más exigente. Podemos pensar en muchos casos en los que es permisible
tratar a una persona o a un objeto como carente de autonomía (el cuadro de Monet, los
animales domésticos, los hijos pequeños) y, no obstante, no ser apropiado tratarlo como
solo, o primariamente, un instrumento para nuestros fines. Como he dicho, sería una
mala actitud ante un cuadro, aunque el cuadro no pueda ser autónomo. Lo que es
interesante es darse cuenta que la decisión de no tratar como un instrumento a una cosa
excluye muy pocas de las restantes formas de tratamiento cosificador. De hecho, ¿qué
es lo que implica la decisión de tratar a un objeto –utilizando la expresión kantiana-
como un fin en sí mismo? Como ya he dicho, el no tratarlo como autónomo, aunque
esto no excluya la posibilidad de que tratarlo como autónomo fuera una característica
necesaria del tratamiento no instrumental de los seres humanos adultos. No tratarlo
como no inerte, en el caso del cuadro, aunque así mismo, es defendible que la no
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instrumentalidad entre adultos implica el reconocimiento de la capacidad de actuar. No


tratarlo como sustituible o, al menos, no claramente así. Puedo ver cada una de mis
muchas piezas de la vajilla de plata como preciosas por sí mismas y, sin embargo, como
intercambiables entre sí. El no tratarlo como teniendo subjetividad o no de forma
general (el cuadro otra vez); aunque, asimismo, pudiera ser que el tratar a un ser
humano adulto como un fin en sí mismo implicase un reconocimiento de su
subjetividad. Y, por último, requiere verlo como inviolable, Todo esto parece depender
de la naturaleza de las cosas. (Algunas obras de arte experimentales invitan, por ejemplo
a que se las rompa.) En conjunto, sin embargo, puede darse un vínculo conceptual entre
tratar como un fin en sí mismo y tratar como inviolable en el sentido de que golpear o
maltratar una cosa es usualmente utilizarla de acuerdo con los propósitos de uno en
modos que niegan el desarrollo natural y pueden llegar a poner en peligro la existencia
de la cosa.
Dejo a un lado el tema fascinante de la cosificación que se produce en el trato de
las plantas y de los animales y pasamos al trato entre seres humanos. Evitemos de
momento el ámbito sexual. Y pensemos en primer lugar en las relaciones entre padres e
hijos. El trato que a los hijos pequeños dan sus padres casi siempre implica la negación
de la autonomía; implica en algunos aspectos un trato de propiedad, aunque no de un
modo pleno. Por otro lado, en casi cualquier época y lugar se ha juzgado malo que los
padres traten a sus hijos como si no tuvieran integridad física (la agresión y el abuso
sexual, aunque frecuentes, son más o menos universalmente rechazados). No es fácil
encontrar que se trate a los niños como inertes y carentes de actividad. Por otro lado, el
grado en que los padres pueden usar a los niños como instrumentos para sus fines, como
seres cuyos sentimientos no hay que tener en cuenta e, incluso, como sustituibles, ha
variado mucho dependiendo del lugar y de la época (G. Vlastos, 1981). Las ideas
modernas en Estados Unidos sobre la crianza de los niños juzgan todas estas formas de
cosificación como graves formas de maltrato moral; pero en otras épocas y lugares no
se las ha juzgado del mismo modo.
Pensemos en la teoría de Marx de la cosificación de los trabajadores en el
capitalismo (dejando a un lado la cuestión de su verdad) (C. MacKinnon, 1989: 124,
138-9). La falta de autonomía es esencial en este análisis, como también la
instrumentalidad y la falta de interés por las experiencias y sentimientos –aunque Marx
parece no dudar que a los trabajadores se les trata como poseedores de una conciencia
básica de su humanidad y no se les considera totalmente como herramientas o animales.
También se los trata como completamente sustituibles, tanto por otros trabajadores
como, a veces, por máquinas. Sin embargo, no se les trata como inertes: su valor para el
empresario capitalista consiste precisamente en su actividad. Ni piensa Marx que se les
trata como físicamente violables -cualquiera otro defecto que tenga, según él, el sistema
capitalista. Al menos nominalmente, se protege la seguridad física de los trabajadores,
12

aunque no lo sea realmente y la degradación progresiva de la salud, dadas las


condiciones miserables en que viven, se la puede considerar como un tipo de violación
física lenta. La violación espiritual, por otro lado, es el núcleo de lo que Marx cree que
les pasa a los trabajadores cuando se les despoja del control de los medios esenciales de
su definición como humanos. Por último, los trabajadores no son propiedades y tienen
una condición moral diferente a los esclavos; pero, en un sentido profundo, la relación
es la de propiedad, a saber, en el sentido de que lo que la mayoría de los trabajadores
posee, el producto de su trabajo, es aquello que se les quita. MacKinnon ha escrito que
la sexualidad es para el feminismo lo que el trabajo es para el marxismo: en un caso,
aquello que es más de uno y, en el otro, nuestra posesión más propia es de lo que, según
la teoría, se nos despoja (C. MacKinnon, 1987: 48; 1989: 124, 138-9). Tendremos que
recordar esta analogía cuando tratemos el ámbito de la sexualidad.
Pensemos ahora en la esclavitud. La esclavitud se define como una forma de
propiedad. Esta forma de propiedad implica una negación de la autonomía y también el
uso del esclavo como una herramienta para los propósitos del propietario. (Aristóteles
define al esclavo como una “herramienta animada”.) Tal cosa es verdad en la medida en
que tratamos de la institución y (como incluso Aristóteles admite) no lo niega el hecho
de que a veces se pueda establecer una amistad no instrumental entre el esclavo y el
propietario. (Como Aristóteles dice, en el caso de la amistad, no es con el esclavo qua
esclavo, sino con el esclavo qua ser humano, queriendo decir que la relación construida
por la institución misma no puede ser de amistad, aunque a veces se pueda vislumbrar al
ser humano a pesar de los condicionamientos de la institución.)¿Por qué sucede así, si
antes hemos visto que en el caso de los cuadros, las plantas y los animales domésticos el
tratarlos como propiedades no conlleva el que se los trate como instrumentos? Yo creo
que se debe a una característica del tipo de propiedad que se da en la esclavitud y de su
relación con la humanidad del esclavo, la que establece esa vinculación. Una vez que
uno trata a un ser humano como una cosa que puede comprar y vender, está tratándola
también como una herramienta para los propios fines. Quizás se deba a que el trato no
instrumental de seres humanos adultos conlleva el reconocimiento de su autonomía,
cosa que no se da en el caso de los cuadros y las plantas, y la propiedad es por
definición incompatible con la autonomía.
Por otra parte, a los esclavos no se les trata como inertes ni mucho menos. Como
tampoco se les trata necesariamente como sustituibles, dado que pueden ser
especialistas en ciertas tareas. Por otro lado, el trato instrumental propio de la institución
implica un cierto tipo de sustituibilidad en el sentido de que se reduce a una persona a
un conjunto de partes corporales que ejecutan una cierta tarea y, así entendida, se le
puede sustituir por otro cuerpo parecido o por una máquina. Lo esclavos no se les ve
necesariamente como violables; incluso es posible que haya leyes contra la violación y/
o los abusos corporales de los esclavos. Por otro lado, es fácil ver que tratar a las
13

personas como cosas, modo inherente a la institución, lleva –como sucedió con
frecuencia- el sentimiento de que se tiene el derecho a utilizar el cuerpo del esclavo de
cualquier modo que se desee. Una vez que uno trata a una persona como una
herramienta y le niega su autonomía, es difícil decir por qué sería incorrecta la violación
y el apaleamiento, excepto en el sentido de que conlleva una pérdida de eficacia de la
herramienta. Por último, no siempre se niega la subjetividad a los esclavos; uno puede
imaginárselos como seres mentalmente bien dotados para lo que tienen que hacer; y
pensar con una cierta empatía en sus placeres y sufrimientos. Por otra parte, la sola
decisión de tratar a una persona no como un fin en sí mismo y solo como una
herramienta, lleva de forma natural a dejar de utilizar la imaginación con esa persona.
Una vez que uno se pone en este punto de vista es muy fácil dejar de hacerse las
preguntas que normalmente la moral nos dicta: ¿qué va a pensar esa persona si le hago
x?, ¿qué quiere esta persona y cómo le afectan a sus deseos el que yo haga x?, etc..
Estos ejemplos nos preparan para el análisis de la sexualidad que hacen
Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin, porque nos muestra cómo una cierta clase de
uso instrumental de las personas, el cual les niega la autonomía que les es propia,
también les despoja de la humanidad y las deja listas para otros usos también a los ojos
del “cosificador” –para negarles la imaginación que implica la negación de la
subjetividad, para negarles la individualidad que impla la sustituibilidad e incluso para
su violación física y espiritual, si eso es lo que le parece mejor a la voluntad del
“cosificador” y de sus fines. La moraleja a sacar parece ser que hay algo difícil de
aceptar en la instrumentalización de los seres humanos, algo que implica negarles lo que
les es fundamental como seres humanos, a saber, su condición de seres que son fines en
sí mismos. Cuando se hace esta primera negación, el resto de las formas de cosificación
parece fluir de modo natural.
No obstante, hemos de notar que la instrumentalización no parece igual de
inaceptable en todos los contextos. Si yo estoy durmiendo con la persona que amo y uso
su estomago como almohada, no parece que haya nada de malo en ello, dado que lo
hago con su consentimiento (o si duerme, con una creencia razonable en que no le
importa) y sin causarle un dolor no previsto, además de que también lo hago en el
contexto de una relación en que, en general, la trato como algo más que una almohada.
Esto indica que lo que es inaceptable no es la instrumentalización per se, sino el tratar a
alguien solo o primariamente como un instrumento. El contexto global de la relación se
convierte de este modo en fundamental. Volveré a este asunto después.

Kant, Dworkin y MacKinnon


Estamos empezando a captar el sentido de este concepto y a ver lo escurridizo y
vario que es. Estamos, creo, empezando también a captar la idea fundamental de los
análisis de Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin. Como Barbara Herman (1993) ha
14

argumentado en un artículo notable, esa idea fundamental es kantiana. Lo esencial del


análisis de Kant de la sexualidad y el matrimonio es la idea de que el deseo sexual es
una fuerza muy poderosa que desemboca en el tratamiento de las personas como cosas,
con lo que quiere decir, sobre todo, el tratamiento de las personas no como fines en sí
mismos, sino como medios o instrumentos para la satisfacción de los propios deseos (I.
Kant, 1988: 204). Esa clase de instrumentalización de las personas está estrechamente
vinculada tanto con la negación de la autonomía (se desea dictar el comportamiento de
la otra persona a fin de garantizar la propia satisfacción) como con la negación de la
subjetividad (uno deja de interesarse por lo que siente o piensa la otra persona,
buscando asegurarse la propia satisfacción). Parecería que a Kant solo le interesan estas
tres nociones. La condición de inerte, la sustituibilidad, la propiedad y hasta la
violabilidad no parece que le interesen, aunque es fácil ver cómo la instrumentalización
que él describe podría llevar, aquí como en el caso del esclavo, a la idea de que se puede
abusar y violar el cuerpo del otro, en la medida en que de ese modo se asegure uno el
propio placer. Ciertamente, Andrea Dworkin, siguiendo a Kant, vincula todas estas
nociones relacionando el abuso sexual y la violencia sádica con el acto inicial de negar
la autonomía y la condición de fin (A. Dworkin, 1987: 122-3).
¿Por qué cree Kant que el sexo produce tal situación? Su argumento es bastante
oscuro, pero podemos intentar dilucidarlo. La idea parece que consiste en que el deseo y
el placer sexual causan formas muy altas de sensación en el cuerpo de la persona; que
estas sensaciones expulsan, temporalmente, cualquier otro pensamiento, incluido el
pensamiento de respeto por la humanidad que es característico de la actitud moral hacia
las personas. Parece que también cree que dichas sensaciones excluyen cualquier
consideración como fin en sí mismo del placer o experiencia del compañero sexual y lo
encierran a uno en los propios estados corporales. En esa condición mental no se puede
ver a la otra persona sino como un instrumento de los propios intereses, un conjunto de
partes corporales que son instrumentos útiles para el propio placer; y la urgencia
poderosa que uno tiene de asegurarse la propia satisfacción sexual asegura que la
instrumentalización (y, por tanto, la negación de la autonomía y de la subjetividad)
continúe hasta que el acto sexual haya llegado a su término. Al mismo tiempo, el
funesto interés que ambas partes tienen en la satisfacción sexual les lleva a permitir el
ser tratados como cosas por el otro, a prestarse con ansia a ser deshumanizados a fin de
deshumanizar a la otra persona a su vez. Kant piensa que ésta es la característica de la
sexualidad en general y no solo de la sexualidad masculina; y no relaciona su análisis a
tema alguno de jerarquía social o de formación social de la desigualdad del deseo
erótico. Parece pensar que en un acto sexual típico, ambas partes desean frenéticamente
tanto ser “cosificadores” como ser cosas.
MacKinnon y Dworkin en un sentido siguen a Kant, pero en otro se apartan de
él. Como Kant, parten de la idea de que se debe respeto a todos los seres humanos y que
15

dicho respeto es incompatible con tratarlos como instrumentos y negarles la autonomía


y la subjetividad (A. Dworkin, 1987: 140-1). A diferencia de Kant, sin embargo, no
creen que esta negación sea intrínseca al deseo sexual. No dicen mucho sobre el modo
en que el deseo sexual puede eludir estos problemas, pero las partes más claramente
eróticas de las obras de ficción de Andrea Dworkin indican que es posible una
experiencia sexual mutuamente satisfactoria en que ambas partes temporalmente
abandonen la autonomía sin que se instrumentalice al otro ni se sea indiferente a sus
necesidades (un modo que favorece la receptividad y sensibilidad hacia la otra persona).
Dado que en ella ha influido mucho Lawrence, volveré a este asunto cuando hable de él.
En sus discusiones con James Baldwin, en Intercourse, Dworkin deja claro que ella cree
que la conducta homosexual de los hombres puede, en nuestra sociedad, ejemplificar
estas buenas características, porque sus relaciones no tienen por qué estar deformadas
por la jerarquía social. El problema surge no de la torpeza del deseo sexual, sino de la
forma en que hemos sido socializados eróticamente en una sociedad sofocada por la
jerarquía y la dominación. Los hombres aprenden a experimentar deseos asociándolos a
situaciones paradigmáticas de dominación e instrumentalización. (El hecho de que la
pornografía sea –tanto para MacKinnon como para Dworkin- una fuente fundamental de
esas situaciones paradigmáticas es lo que explica la importancia que para ellas tiene en
sus discusiones.) Las mujeres aprenden a experimentar el deseo asociándolo a estas
mismas situaciones, lo que significa que ellas aprenden que el erotismo consiste en ser
dominadas y en ser convertidas en cosas. Así la cosificación para MacKinnon y
Dworkin es asimétrica. Por un lado, el “cosificador”; por otro, el que participa
voluntariamente en ser cosificado. Y esto significa que es solo para la mujer para la que
el sexo implica perder la humanidad, en ser convertida en cosa. MacKinnon y Dworkin
a veces indican que esta cosificación implica los elementos de sustituibilidad, de ser
inerte y de propiedad (C. MacKinnon, 1989: 124, 138-9, 198); pero me parece claro que
el núcleo fundamental del concepto, tal y como ellas lo utilizan, es de hecho el de la
instrumentalidad, vinculada (al modo kantiano) con la negación de la autonomía y la
subjetividad, así como también con la posibilidad de la violación y el abuso (S.
Haslanger, 1993: 111).
La solución de Kant al problema de la cosificación sexual es el matrimonio (B.
Herman, 1993: 62-63). Argumenta que se puede convertir en inocua la cosificación solo
si las relaciones sexuales se limitan a una relación estructurada institucionalmente, de
modo que promueva y -al menos jurídica, sino moralmente- garantice el respeto y la
consideración mutua. Si las dos partes están obligadas a apoyarse mutuamente, ello
asegura un cierto tipo de respeto por la personalidad, el cual saldrá invicto de los
ardores de la sexualidad. Aunque lo que parece que Kant cree es que este respeto y
“amor práctico” nunca puede colorear o condicionar la relación sexual (C. MacKinnon,
1989: 138-9). Característicamente, a Kant no le preocupa ni la naturaleza asimétrica o
16

jerárquica del matrimonio ni sus aspectos de propiedad y negación de la autonomía.


Dichos aspectos, para él, son los apropiados y nunca indica que la cosificación sexual
pueda verse reforzada por el modo en que dicha institución está organizada.
Para Dworkin y MacKinnon, por el contrario, la jerarquía está en la raíz del
problema. La falta de respeto que muchos relaciones sexuales muestran no es, como ya
se ha argumentado, una característica de la sexualidad misma; la crean las estructuras
asimétricas de poder. El matrimonio, con sus connotaciones históricas de propiedad y
falta de autonomía, es una de las estructuras que hacen que la sexualidad sea mala.
Vemos esto, por ejemplo, en Mercy de Dworkin, donde las relaciones sexuales
apasionadas entre Andrea y el joven revolucionario se vuelven desabridas tan pronto
como se convierten en marido y mujer. Animado por la institución, comienza a
necesitar afirmar su dominio sexualmente y la relación degenera en una terrible saga de
sadismo y abuso. Con este cuento moral Dworkin ilustra su creencia en que las
instituciones nos mutilan, a pesar de las buenas intenciones que tengamos, al erotizar
formas de conducta sexual que deshumanizan y embrutecen. El remedio para este
estado de cosas, se sugiere, no es acabar con una única institución, sino la gradual
destrucción de las instituciones que llevan a los hombres a erotizar el poder. De esta
manera las críticas al acoso sexual, a la violencia doméstica y a la pornografía quedan
vinculadas dentro de un programa único de reforma moral y política de carácter
kantiano.
El origen de la confusión de esta crítica de Dworkin y MacKinnon se encuentra
en su incapacidad para distinguir entre los diferentes aspectos del concepto de
cosificación. Veamos, como ejemplo, el siguiente texto del análisis que hace Dworkin
de Historia de O:

O es poseída completamente. Es decir, ella es una cosa que no tiene control


sobre su propia movilidad, incapaz de afirmar su personalidad. Su cuerpo
es un cuerpo del mismo modo en que un lápiz es un lápiz, un cubo es un
cubo o, como Gertrude Stein decía, una rosa es una rosa. También significa
que la energía, el poder de O como mujer, como Mujer, ha sido anulado ...
Los anillos en el coño de O que llevan el nombre y el escudo heráldico de
Sir Stephen y la marca a fuego en el culo son como anillos de boda
permanentes puestos en su sitio. La marcan como a una propiedad y en
ningún sentido simbolizan el paso a la madurez y la libertad. Y lo mismo se
puede decir de los anillos de boda tradicionales. (A. Dworkin, 1974: 58,
62)

Aquí se dan la condición de inerte, la sustituibilidad y la propiedad, tratadas todas como


si fueran consecuencias inevitables de una negación originaria de autonomía (mezclada,
claro, con la instrumentalidad). Puede que sea cierto que la novela establece estas
relaciones y que el modo particular en que Sir Stephen posee a O sea de hecho
17

incompatible con una capacidad de actuar, con tener una personalidad característica, o
con no ser una propiedad. Pero es importante subrayar que todas estas ideas son
lógicamente independientes. Se puede negar la autonomía a un hijo sin que se dé todo lo
demás. De modo que lo que pretendemos averiguar es cuáles son las relaciones entre
todas estas condiciones y en qué se funda la creencia de que el modo típico en que un
varón trata -negando la autonomía- a una mujer lleva implícito también el resto de las
condiciones. (Porque está claro, como la nota sobre el anillo de bodas indica, que, para
Dworkin, Historia de O es un paradigma de un tipo de relación dominante en nuestra
cultura.) Si deseamos un cambio institucional y/o un cambio moral, tenemos que
entender estas vinculaciones claramente.
Creo que lo que vincula todos estos aspectos del concepto es un cierto modo
característico de instrumentalización y uso que se supone que subyace a la negación
masculina de la autonomía de las mujeres. Para Sir Stephen, O existe solo como algo a
utilizar para obtener placer (y, como Dworkin ve agudamente, como un sustituto de
René -un varón- a quien ama, pero con el que no se le ocurre tener contacto físico).
Además de que ella es O, cero. De modo que no es como el caso del hijo al que
negamos la autonomía, pero no la individualidad y la capacidad de actuar. O es solo un
conjunto de partes corporales, en concreto un coño y un ano en el que entrar y usar, y
nada más que destaque por encima de eso, ni siquiera la individualidad y actividad de
esas partes. De este modo, Dworkin (y, a veces, MacKinnon) de los conceptos centrales
de instrumentalización y negación de la autonomía deduce los demás aspectos del
concepto de cosificación. Están convencidas de que las relaciones entre todos esos
aspectos del concepto de cosificación son ubicuas y que reflejan el modo total en que
las mujeres son bajo el dominio masculino. Pero una vez que nos hemos dado cuenta de
que dichas relaciones no están tan fuertemente anudadas como ellas creen, podemos
preguntarnos si realmente están en todas partes y si -y en qué medida- las mujeres y los
hombres pueden mezclar estas características de modos diferentes en sus vidas,
separando la pasividad de la instrumentalidad, por ejemplo, o la sustituibilidad de la
negación de autonomía.

¿Una parte maravillosa de la vida sexual?


Antes de volver a los textos, hemos de observar un punto fundamental: en el
asunto de la cosificación, el contexto lo es todo. Dworkin y MacKinnon lo creen cuando
insisten, correctamente, en que valoremos las relaciones entre los géneros a la luz de un
contexto social más amplio, a la luz de la historia de sometimiento de las mujeres, e
insisten en diferenciar el significado de la cosificación en tales contextos del que
adquieren en las relaciones entre hombres o entre mujeres. Pero, rara vez van más allá,
examinando las historias y las psicologías de las personas. (De hecho, al juzgar las
obras literarias normalmente se abstienen de apelar a la obra como conjunto; incluso
18

cuando se refieren a una narración, creen que el contexto no tiene importancia (C.
MacKinnon, 1989: 202).) A ellas le interesa más la lucha política que los matices y
detalles del contexto. Pero, a nosotros sí que nos interesan, puesto que en muchos, si no
en todos los casos, la diferencia entre una utilización de la cosificación criticable o
benigna se establece en virtud del contexto global de la relación humana en cuestión.
Podemos verlo fácilmente si pensamos en un ejemplo sencillo. W es una mujer
que tiene que marcharse fuera de la ciudad para realizar una importante entrevista de
trabajo. M es un conocido que le dice: “No tienes por qué ir; envíales unas fotografías
tuyas”. Si M no es un amigo íntimo de W, estamos ante un caso claro de comentario
cosificador ofensivo. Reduce a W a sus partes corporales (y faciales), sugiriendo,
además, que su curriculum profesional y otros méritos personales no cuentan. El
comentario, ciertamente, parece un desprecio a la autonomía de W; la trata como una
cosa inerte, a quien se la podría representar adecuadamente en una fotografía; y,
además, puede que indique también alguna clase de sustituibilidad. Dependiendo del
contexto, también podría indicar instrumentalización: a W se la trata como un objeto de
disfrute de la mirada masculina. Ahora bien, supongamos que M es el amor de W y él le
hace el comentario en la cama. Eso cambia las cosas, aunque no sepamos realmente en
qué sentido, porque no sabemos lo suficiente. No sabemos para qué es la entrevista (¿es
para trabajar como modelo o como profesora?). Y tampoco sabemos mucho sobre esas
dos personas. Si M habitualmente rebaja los méritos de ella, su comentario es entonces
mucho peor que si lo hiciera un extraño y apuntaría mucho más hacia la
instrumentalización. Si, por otro lado, existe entre ellos un respeto mutuo y M
sencillamente le está diciendo lo guapa que es y quizás que no quiere que deje la ciudad,
entonces todo el asunto es diferente. Todavía puede ser una cosa ofensiva, mucho más
que si hubiera sido W la que le hubiera hecho el comentario a M, dada la historia social
que colorea tales relaciones. Con todo, hay un sentido en que la observación de M no es
degradante, porque lejos de quitarle algo a W, el cumplido le da algo. (Depende mucho
del tono de voz, el gesto y el sentido del humor.) Por último, pensemos en el mismo
comentario, pero que esta vez se lo hace a W un amigo íntimo. W sabe que este amigo
respeta sus méritos profesionales y tiene una gran confianza en su actitud hacia ella en
todos los aspectos que permiten una amistad; pero a ella además le gustaría que, por un
momento, él se diese cuenta de su cuerpo. En este caso, el comentario cosificador se
convierte en una sorpresa agradable para W, un cumplido envuelto en un gesto de
humor que W agradece. Aunque tendríamos que saber más cosas sobre la entrevista y
sobre qué tiene que ver con las capacidades de W (y aunque pudiéramos pensar que
sería muy raro, dada la realidad de la sociedad en vivimos, que tal comentario se lo
hiciera W a M), bien puede parecerle a W que el comentario le ha dado algo sin quitarle
nada. Naturalmente, es posible que W reaccione de este modo, porque haya erotizado su
sometimiento. Tales juicios, como todos los juicios sobre la falsa conciencia, son
19

difíciles de rebatir. Pero me parece que no es verosímil que estemos ante casos de este
tipo. A mí me parece que a Dworkin y a MacKinnon con frecuencia les falta
sensibilidad ante las complejidades humanas.

Volvamos a los ejemplos de cosificación que presentamos al comienzo de este


artículo. Lawrence se centra –aquí, como en el resto de su obra- en el abandono
voluntario de la autonomía y, en un sentido, de la subjetividad. En su opinión, se
experimenta de una forma más auténtica el poder de la sexualidad cuando las personas
se separan de su facultad consciente de decisión e, incluso, de su pensamiento articulado
y autoconciencia, permitiéndose a sí mismas ser, en un sentido, como cosas, como
fuerzas naturales que se encuentran en lo que él llama “el conocimiento de la sangre”.
De este modo, Brangwen siente crecer su sangre de un modo que eclipsa la facultad de
la deliberación y que le “ciega y le destruye”. Su esposa aparece, en ese momento, ante
él como una presencia misteriosa –en la llamativa metáfora, “el resplandeciente núcleo
de oscuridad” (lo que indica que la iluminación que proviene de la sexualidad requiere,
antes que nada, la ceguera del entendimiento). Esta presencia misteriosa, casi de cosa, le
convoca; pero no a una utilización instrumental, sino a un tipo de rendición de la propia
personalidad, un tipo que produce la negación de la contención y la suficiencia de uno
mismo. Esta clase de cosificación tiene sus raíces, pues, en una negación recíproca de la
autonomía y de la autoconciencia subjetiva. Se vincula con el ser inerte, entendido
como pasividad y receptividad, como una rendición de la condición de agente ante el
poder de la sangre. También se vincula a la sustituibilidad, puesto que, en un cierto
sentido, la individualidad característica de Lydia se desvanece ante su deseo, en la
medida en que se vuelve una encarnación de algo más primario; y él abandona sus
modos habituales de identificación, sus propias características particulares ante la
oscura presencia que lo convoca. Y también se da un vínculo con la violabilidad, puesto
que, en el avance del deseo, ya no se siente claramente distinto de ella, siente que sus
límites se vuelven porosos, siente el anhelo de “destruirse” como individuo, de
“consumirse”. Lawrence como Schopenhauer (e influido por él), ve una relación entre
el ascenso de la pasión y la pérdida de los límites, la pérdida de lo que Schopenhauer
llama el principium individuationis.
Todo eso es cosificación. Y tanto si a uno le gusta como si no le gusta la prosa
de Lawrence o sus ideas, parece innegable que capta algunas de las características
profundas de al menos ciertas experiencias sexuales. (Como he dicho, es esta misma
idea de la sexualidad la que inspira las obras de ficción de Andrea Dworkin y ella
rechaza el sexismo porque destruye esta maravillosa posibilidad.) Si quisiéramos
comprender qué quiere decir el comentario de Sunstein de que la cosificación puede ser
una parte maravillosa de la vida sexual, podríamos empezar por estas reflexiones.
Ciertamente, podríamos sostener con Schopenhauer que es una característica necesaria
20

de la vida sexual, aunque Lawrence cree -de un modo más razonable- que tal abandono
del control no es ubicuo y que, de hecho, es más bien insólito que se dé en una cultura
como la nuestra tan dada a la reserva autoconsciente y a la represión de los
sentimientos.
Merece la pena notar que la cosificación lawrenciana con frecuencia está
relacionada con un cierto tipo de reducción de las personas a sus partes corporales y la
atribución a tales partes del cuerpo de un cierto tipo de actividad independiente. Veamos
la siguiente escena de Lady Chatterley:

-¡Déjame verte!
Él dejó caer la camisa y se quedó quieto frente a ella. El sol, a través de
la ventana baja, emitía un rayo que iluminaba sus muslos, su esbelto vientre
y el falo erecto, que se alzaba oscuro y caliente entre la pequeña nube de
pelo de un rojo vivo dorado. Ella estaba admirada y asustada.
-¡Qué extraño! –dijo lentamente- ¡Qué extraño parece! ¡Tan grande, tan
oscuro, con su seguridad de polla! ¿Es de verdad así?
El hombre echó una mirada hacia la parte baja de su cuerpo blanco y
esbelto y se rió. Entre los hombres estrechos su pelo era oscuro, casi negro.
Pero, en la raíz del vientre, donde surgía el falo rígido y en arco, era de un
dorado rojizo, formando una pequeña nube brillante.
-¡Tan orgullosos! –murmuró ella inquieta-. ¡Y tan señorial! ¡Ahora se
por qué son los hombres tan jactanciosos! ¡Pero es realmente encantador!
¡Como un ser aparte! ¡Un tanto aterrador! ¡Pero encantador realmente! ¡Y
viene a mí!
Se mordió el labio inferior entre los dientes con miedo y excitación.
El hombre miró en silencio el falo tenso, invariablemente erecto.
-¡Sí! .dijo al fin con voz baja en el más cerrado dialecto- ¿Sí, muchacho!
Ahí estás muy bien. ¡Sí, puedes ir con la frente bien alta! Eres tu propio
dueño, ¿eh?, y no debes nada a nadie. Eres mi jefe, John Thomas. ¿Jefe
mío?. Bueno, tienes más cojones que yo y hablas menos. ¡John Thomas!
¿La quieres para ti? ¿Te quieres quedar como mi Lady Jane? Eres tú quien
me ha hecho caer de nuevo, tú. Ah, ¿y te ríes? ¡Cógela! ¡Coge a Lady Jane!
Di: dejad los dinteles de vuestras puertas y que entre el rey de la Gloria.
¡Ah, descardo! ¡Coño es lo que estás buscando! Dile a Lady Jane que
quieres coño, John Thomas, el coño de Lady Jane.
-¡Oh, no le tomes el pelo! –dijo Connie reptando de rodillas sobre la
cama hacia él y echando los brazos en torno a sus tiernas caderas,
atrayéndolo hacia sí de modo que sus pechos colgados y oscilantes tocaron
la punta del falo vibrante y erecto y captaron la gota de humedad. Se apretó
contra el hombre. (D. H. Lawrence, El amante de Lady Chatterley, trd. B.
Fernández, Madrid, Turner, 1979, págs. 265-6)

He aquí el sentido en el que ambas partes abandonan su individualidad y se hacen uno


con sus órganos corporales. Se ven el uno al otro en función de tales órganos. Y, sin
embargo, la idea de Kant de que, en tal modo de centrarse en las partes, hay una
negación de la humanidad parece incorrecta. Incluso la idea de que se están reduciendo
21

uno al otro a sus partes corporales me parece incorrecta, lo mismo que la creo incorrecta
en mi ejemplo de la fotografía. La atención absorta en las partes corporales parece una
afirmación y no una negación; y la escena de pasión que Constance carga con un
sensación de terror, así como de temor a ser aplastada por el poder del varón, se vuelve
benigna y amorosa, de hecho se vuelve liberadora por la manera en que Mellors realiza
la cosificación, con esa mezcla de humor y pasión.
¿Por qué la cosificación lawrenciana es benigna? La respuesta la encontramos
percatándonos, sobre todo, de la ausencia total de instrumentalización y al hecho, al que
está muy unida, de que la cosificación es simétrica y mutua; y que en ambos casos se
realiza en un contexto de respeto mutuo y de igualdad social. El abandono de la
autonomía e incluso de la condición de agente, así como de la subjetividad, son
gozosos, lo que representa una cierta victoria sobre la prisión de la respetabilidad
inglesa. Tal abandono constituye una fuga de la prisión de la autoconciencia que –según
lo ve, razonablemente, Lawrence- nos aísla a los unos de los otros e impide una
verdadera comunicación y receptividad. En la voluntad de permitir que la otra persona
esté tan íntimamente cerca, en una posición en la que el peligro de ser dominada y
aplastada es, como Constance sabe, omnipresente, uno ve, además, una magnifica
confianza, una confianza que sería imposible en una relación que no se caracterizase por
algún tipo de respeto e interés mutuo (aunque en las descripción de Lawrence se
encuentra una variedad de relaciones entre hombre y mujer, más o menos tortuosas, que
nos hace pensar que todo es muy complejo.) Cuando se da una pérdida de autonomía en
la relación sexual, el contexto revela –o, al menos, puede revelar- que, en conjunto, la
autonomía se respeta y se favorece; el éxito de la relación sexual puede desembocar,
como en el caso de Constance, en una realización y liberación más general. No tenemos
por qué estar de acuerdo con todas las ideas que Lawrence tiene sobre la sexualidad
para ver en la escena algo que tiene un valor auténtico. Asimismo, cuando hay una
perdida de subjetividad en el momento de la relación amorosa, se puede deber a un
interés profundo en la subjetividad del compañero, porque el amante está centrado en
los humores y deseos de esa persona, cuyos estados significan tanto para él mismo o
ella misma. La obsesión de Brangwen con los humores cambiantes de su esposa lo
muestra muy claramente.
Por último, vemos que la clase de aparente sustituibilidad que conlleva el reducir
a las personas a partes de su cuerpo no tiene por qué ser deshumanizadora en absoluto,
sino que puede coexistir con una profunda consideración respecto a la individualidad de
la persona, lo cual se puede expresar en una personalización e individualización de los
órganos corporales mismos, como en la relación entre Mellors y Constance. El dar un
nombre apropiado a los órganos genitales de cada uno es un modo de mostrar la manera
particular y conspicua en que se desean el uno al otro, el carácter insustituible en que se
desean el uno al otro, el carácter insustituible de la intención sexual de Mellors. Es la
22

manera de Mellors de decirle a Constance lo que no sabía antes (y lo que MacKinnon y


Dworkin a veces parece que tampoco saben), que al ser reducida a los órganos genitales
no se convierte necesariamente en carne deshumanizada lista para ser victima del abuso,
sino que puede ser un modo de contemplarnos más plenamente humano. Es un
recordatorio de que los órganos genitales de las personas no son realmente sustituibles,
sino que tienen su propio carácter y son en efecto partes de la persona, si uno los mira
bien y sin vergüenza.
Ahora ya podemos entender algo bastante interesante sobre la concepción de
Kant. Él piensa que cuando nos centramos en los órganos genitales, estamos
cometiendo una falta de consideración hacia la personalidad, porque cree que la
personalidad y la humanidad y, junto con ellas, la individualidad, no están en los
órganos genitales; los órganos genitales son cosas no humanas sustituibles, como
muchas herramientas. Lawrence dice que esa concepción nos deshumaniza, al reducir a
algo infrahumano lo que es más bien una parte principal de la humanidad que hay en
nosotros y de nuestra individualidad también. Ciertamente, somos un cierto tipo de
animal y la animalidad es parte de nuestra personalidad, entremezclada de un modo
complejo con la individualidad y la personalidad. Tenemos que aprender a llamar a
nuestros órganos genitales por sus nombres propios, ese sería el modo de comenzar o
darnos una consideración debidamente humana los unos a los otros.
La reflexión sobre las ideas de Lawrence nos permite interrogarnos sobre la
teoría de la deformación de la sexualidad que nos ofrecen MacKinnon y Dworkin.
Lawrence sugiere que la desigualdad y, en un sentido, la deshumanización de las
mujeres en Gran Bretaña -de la que trata con frecuencia y no solo en Lady Chatterley-
se funda y deriva su fuerza de la negación de la potencialidad erótica de las mujeres, de
la insistencia en que las mujeres sean objetos sin sexo y de que se disocien de sus
órganos sexuales. Al igual que Audré Lorde (1984) entre las feministas actuales,
Lawrence muestra cómo es posible que un cierto tipo de cosificación –no, ciertamente,
un tipo comercial, sino un tipo totalmente contrario a la comercialización del sexo (A.
Lorde, 1984: 54)- sea un vehículo de autonomía y expresión propia de las mujeres. Lo
mismo que el abandono de la autonomía en una cierta clase de acto sexual puede liberar
energías que, luego, se pueden utilizar para realizar y completar la propia personalidad
(A. Lorde, 1984: 57). En efecto, Mellor es el único personaje de la novela que ve a
Connie como un fin en sí mismo; y esta falta de instrumentalización -con la
correspondiente promoción de su autonomía- deriva directamente de su interés sexual.
MacKinnon y Dworkin posiblemente replicarían que, tanto Lawrence como
Lorde, son ingenuos al creer que hay un ámbito de la sexualidad “natural”, más allá de
las construcciones culturales, que se podría liberar en una relación sexual correcta.
Argumentarían que esto es subestimar la profundidad con la que los roles y deseos
sexuales están culturamente configurados y, por tanto, contaminados por la presencia
23

ubicua de los roles de género. No es el objetivo de este ensayo resolver esta discusión,
pero indicaré cuales son mis ideas sobre ella. Estoy de acuerdo en que la retórica
romántica de Lawrence sobre la naturaleza y el conocimiento de la sangre es ingenua y
que subestima el poder de la socialización -y, en general, de la conciencia cognitiva-
sobre la vida sexual. Tampoco a mí me gustan mucho las ideas de Lawrence de que la
sexualidad cuanto más libre sea tanto de cultura como de pensamiento, mejor. Por otra
parte, pienso que su defensa del valor de un cierto tipo de abandono del control y de la
receptividad emocional y corporal, no depende de esas otras tesis y que se puede
defender un tipo de sexualidad lawrenciana (como, en efecto, la propia Dworkin hace en
los primeros capítulos de Mercy y en su ensayo sobre Baldwin) sin tener que aceptarlas.
Ello implica el que aceptemos que nuestra cultura es más heterogénea (y que nos deja
más espacio para la negociación y la construcción personal) de lo que MacKinnon y
Dworkin admiten habitualmente

Volvamos ahora a Molly Bloom. Molly ve a Blazes Boylan como una colección
de partes corporales de gran tamaño. Y lo hace con humor y gracia, aunque al mismo
tiempo con una cierta cautela sobre la calidad humana de Boylan. Su cosificación de
Boylan no tiene mucho que ver ni con la negación de su autonomía ni con su
instrumentalización y uso –ciertamente, no con la condición de inerte ni con la
propiedad ni con la violabilidad. Se centra en características que niegan la subjetividad
(nunca a lo largo del monólogo se interesa por lo que siente como sí lo hace por lo que
siente Poldy), la sustituibilidad (solo es un pene grande “para pasar un buen rato con él
como con un juguete”, casi intercambiable con un garañón o una palanca inanimada).
No se trata en ningún sentido de una experiencia lawrenciana profunda. Es un poco
frustrante su falta de profundidad hasta para la propia Molly –cuyo uso ambiguo de la
palabra “agallas” como equivalente tanto de “semen” como de “carácter” nos muestra a
través del monólogo su propia confusión sobre la importancia de este disfrute físico en
comparación con su insatisfactoria relación física, pero amorosa, con Poldy. Por otra
parte, parece que el disfrute de Molly con los aspectos físicos del sexo (que ha suscitado
la crítica mojigata de la novela) es al menos una parte de lo que Lawrence y Lorde
quieren que las mujeres sean libres de experimentar y me parece incorrecto denigrarlo a
causa de su incompletitud. (Ciertamente, se podría decir que el tema de la novela en
conjunto es la aceptación de la incompletitud y a lo que Joyce más profundamente se
opondría es al moralismo romántico del estilo de el de Lawrence que denigra el placer
de Molly debido a que no hace temblar las entrañas de la tierra (M. C. Nussbaum,
1994)). De modo que aquí tenemos una manera -bastante diferente- de ver la
cosificación como una parte gozosa de la vida sexual y quizás esta clase de mitificación
de las partes corporales sea una característica habitual o necesaria de ella, aunque la
exageración cómica de Molly no lo sea.
24

Lo que es importante, para nuestras finalidades, es que el modo en que


reaccionamos ante la cosificación que hace Molly de Boylan está condicionada por el
contexto. Molly es una persona, excepto por el poder de seducción que tiene, carente de
poder social y personal. Es consciente de que tampoco Boylan la tiene en mucho, él la
usa, como muchos otros hombres, como un objeto sexual, “porque eso es lo único que
quieren de una”. Cuando le niega la subjetividad a Boylan, está desquitándose para
protegerse a sí misma, lo cual nos parece correcto y justo en un modo en que no nos lo
parecería si estuviéramos juzgando el pensamiento de Boylan sobre Molly.
La “novela” de porno duro de Hankinson es un ejemplo típico del género que
atacan MacKinnon y Dworkin y, al mismo tiempo, un caso bastante interesante por sus
aspectos pseudoliterarios. Si se pone este texto al lado del de The Rainbow –como no
suele hacer el lector medio de los libros de la Editorial Blue Moon-, nos damos cuenta
de lo que Hankinson ha tomado prestado de Lawrence y lo que ha incorporado a su
narrativa de violencia y abuso de las características del “conocimiento de la sangre” de
Lawrence, así como de negación de la autonomía, lo que utiliza de mecanismo
legitimador de la violencia que la acompaña. Dijimos que la sexualidad lawrenciana
implica el abandono de la individualidad y una cierta clase de porosidad de los límites
que puede confundirse con la violabilidad. Lawrence, ciertamente, retrata la voluntad de
ser penetrado como un aspecto valioso de la receptividad. La cuestión, entonces, es (1)
¿pueden los actos sexuales sadomasoquistas tener un carácter lawrenciano y no un
carácter siniestro?; y (2) ¿es la novela de Hankinson un caso benigno de ese tipo de
sexualidad? (No podré decir mucho sobre los personajes y su conducta sin fijarme en el
modo en el que el “autor explícito” ha estructurado el conjunto de la narración, porque
la “novela” es excesivamente esquemática y carece de una caracterización compleja.)
No parece que haya una razón a priori por la que la respuesta a (1) no pueda ser
que sí. No tengo intuiciones claras sobre este asunto y me tropiezo con los límites de mi
propia experiencia y deseo; pero parece imposible que podamos atribuir un carácter
lawrenciano a algunas formas de la actividad sadomasoquista, siempre que se den den-
tro de un acuerdo voluntario, en las que la voluntad de ser vulnerable al dolor (en
algunos aspectos un estímulo más profundo que el placer) revela una confianza y
receptividad más complejas de lo que habitualmente se puede encontrar en otras
relaciones sexuales. El inquietante relato de Par Califia Jenny (en Macho Sluts: Lesbian
Erotic Fiction) es un ejemplo de esto. Y ciertamente Hankinson produce una narración
que se sitúa en ese punto, indicando que hay un deseo mutuo profundo que arrastra a los
dos agentes a buscar la falta de individuación. La “voz atávica” de Lawrence que habla
en lo profundo de Isabelle pide que continúe la violación y Hankinson sugiere que, al
pedirla, ella se está poniendo en contacto con algo profundo en su ser que está más allá
de la personalidad. Todo esto es Lawrence y Schopenhauer encuadernado al estilo de la
Editorial Blue Moon.
25

Lo que los diferencia, claro está, es el contexto y la intención. Por eso la


respuesta a (2) es claramente que no. No solo el personaje de Macrae, sino el conjunto
del libro de Hankinson, representa a la mujer como una criatura cuya autonomía y
subjetividad no importa en absoluto, en la medida en que se dedique a la satisfacción de
los deseos del varón. Sea cual sea el signo de humanidad que tengan las mujeres, solo
sirven para ser objetos sexuales en cualquier modo en que a los varones les parezca. La
erotización de la condición inerte de la mujer, de su falta de autonomía, de su
violabilidad –y la ficción tranquilizadora de que esto es lo que ellas quieren, que de esa
manera las ha hecho la naturaleza -, todas esas características que lo convierten en un
caso de libro de los que utiliza MacKinnon para explicar sus puntos de vista, también lo
hacen fundamentalmente diferente de Lawrence, para quien la vulnerabilidad y el riesgo
se asumen mutuamente y no se da ninguna intención maligna o destructiva. En la obra
de Lawrence, el ser tratada como un coño es un permiso para agrandar la esfera de la
propia actividad y realización. En la de Hankinson, el ser tratada como un coño es ser
tratada como algo cuyas experiencias no importan nada. En ninguna parte de la novela
(que no es nada, sino una sucesión de situaciones parecidas) aparece, ante la mirada del
lector, la subjetividad de las mujeres, construyéndolas como cosas para uso y control de
los varones. Se da un modo espantoso de tratar la subjetividad, puesto que el deseo de
Macrae es un deseo de “violar,..., profanar, destruir”. Es un deseo que no se puede
satisfacer en una relación sexual con un cadáver, ni siquiera con un animal. Lo que se
convierte en atractivo sexual aquí, precisamente, es el acto de convertir a una criatura
(que, en un oscuro rincón de la propia mente, uno sabe que es humana) en un objeto,
algo y no alguien. Y poder hacer esto a un ser humano semejante es sexualmente
atractivo, porque es una vertiginosa experiencia de poder.
John St. Mill describió con brillantez la educación monstruosa de los hombres en
Inglaterra, a quienes se enseñaba todos los días que son superiores a la otra mitad del
género humano, aun cuando al mismo tiempo tengan delante de sus ojos los altos
méritos y naturaleza de las mujeres. Aprenden que, por el solo hecho de ser varones,
son superiores a la mujer más eminente y con más talento, estando deformados por esa
creencia (J. St. Mill, 1988: 86-7). Piénsese, desde este punto de vista, en la educación
del lector de Hankinson, quien aprende (al modo visceral en que la pornografía deja su
huella, formando pautas de conducta y respuesta) que solo por el hecho de ser varón
tiene derecho a violar a la mitad de la raza humana, cuya humanidad al mismo tiempo
queda oscurecida a sus ojos. En la medida en que está inmerso en tales obras y
regularmente encuentra fácilmente satisfacción en las mujeres que le construyen,
probablemente se forme ciertas expectativas con respeto a las mujeres (que son para su
placer, que está hechas de este modo). La obra como conjunto, la cual no contiene
ningún episodio que no sea de este tipo, refuerza claramente dichas pautas. A diferencia
de MacKinnon y Dworkin, no estoy a favor de ninguna prohibición jurídica de tales
26

obras, ni siquiera del tipo de regulación que ellas proponen, porque creo que en la
práctica sería mal administrada y supondría un peligro para la libertad de expresión que
creo importante que se proteja. Yo creo que el que se pueda publicar esta obra tiene un
valor moral, porque nos permite aprender mucho sobre el sexismo estudiándola. Pero
ciertamente se la quitaría a cualquier menor que conociera, protestaría en contra de su
inclusión en una lista de lecturas obligatorias –excepto si es para leerla al modo en que
yo lo he hecho aquí- y pensaría que una crítica ética –que hay que hacer y seguir
haciendo- forma parte, ciertamente, como dice Andrea Dworkin en la cita inicial, del
núcleo de “nuestra lucha”.
La revista Playboy es más educada, pero al final es lo mismo. Estoy de acuerdo
con MacKinnon y Dworkin quienes han subrayado repetidamente el fundamental
parecido entre las industrias pornográficas, da igual si son de porno duro o blando. El
mensaje que transmiten tanto las fotografías como el título es: sea lo que sea que la
mujer sea o haga, para nosotros es un objeto de disfrute sexual. Asimismo, se le dice al
lector masculino que, en efecto, él es el único que tiene autonomía y subjetividad, y que
el resto son objetos atractivos sexualmente, los cuales están ahí, en el escaparate, para
que los consuma, como piezas de fruta apetitosas que existen primordialmente para
satisfacer sus deseos (A. Assiter, 1988). El mensaje es más benigno, porque –como
parte de la “filosofía” de Playboy- se retrata a las mujeres como seres hechos para el
placer sexual en lugar de para inflingirles dolor y se les da una cierta clase de somero
reconocimiento a su autonomía y subjetividad. Se podría decir que Playboy es parte del
movimiento de liberación de las mujeres en el sentido sugerido por Lawrence y Lorde.
En la medida en que la represión y la negación de su sexualidad entorpecen la plena
autonomía de las mujeres (y siendo optimista), se podría decir que Playboy es feminista.
Sin embargo, la cosificación en Playboy es, de hecho, una traición profunda no
solo al ideal kantiano de respeto humano, sino también, y quizás en particular, al
programa de Lawrence/Lorde. Playboy retrata la completa sustituibilidad y
mercantilización de las mujeres y en el proceso le quita al sexo cualquier vínculo con la
expresión o la emoción personal. Lorde argumenta razonablemente que esta
deshumanización y mercantilización del sexo no son sino la cara moderna del antiguo
puritanismo y que el aparente feminismo de esta clase de publicaciones es solo una
máscara de una actitud profundamente represiva hacia las pasiones de las mujeres reales
(A. Lorde, 1984: 54). Ciertamente, Hankinson podría argumentar que Playboy es peor
que su novela, porque su novela al menos vincula la sexualidad con los sueños y deseos
profundos de las personas (tanto varones como mujeres) y de ese modo evita el que se
reduzcan los cuerpos a mercancías intercambiables, mientras que en Playboy el sexo es
una mercancía y las mujeres son como automóviles o trajes, a saber, propiedades caras
que sirven para marcar la condición social en el mundo de los hombres.
27

¿Quién es cosificado en Playboy? En el contexto inmediato, es cosificada la


mujer representada y, derivadamente, la actriz cuya fotografía aparece. Pero las
características del método generalizador de Playboy (“por qué nos encanta el tenis” o
“mujeres de la Ivy League”), ayudado en una medida no pequeña por la utilización de
mujeres reales en lugar de dibujos o ficciones, apunta directamente a que las mujeres de
la vida real, que se parecen a la jugadora de tenis, podrían estar fácilmente en el lugar
que Playboy pone a las pocas elegidas. De ese modo, construye para el lector una
fantasía de cosificación de una clase de mujeres reales. Usadas como una ayuda para la
masturbación, alienta la idea de que es posible obtener una satisfacción fácil de este
modo sin problemas, sin la dificultad de prestar atención al reconocimiento de la
subjetividad y autonomía de las mujeres en un mundo real (A. Assiter, 1988: 66-69).
Ahora podemos darnos cuenta de una característica de Lawrence que lo
distingue del pornógrafo. En la obra de Lawrence, a los hombres, cuya conducta sexual
se aprueba, no les importa nada la posición y el honor social. La última cosa en la que
pensarían es en tratar a una mujer como una posesión preciada, un objeto cuya presencia
en sus vidas y cuyo interés sexual en ellos, eleva su posición en el mundo de los
hombres. (Ciertamente, el tipo de actitud hacia las mujeres que se fija exclusivamente
en la posición social Lawrence lo asocia con la impotencia en el personaje de Clifford
Chatterley.) Una no se puede imaginar siquiera a Mellor jactándose en el vestuario del
“polvo” de la noche anterior o tratando las tetas y el culo o la conducta sexual de
Connie como elementos de vanagloria en el mundo masculino. Lo más característico de
Mellor (y de Tom Brangwen) es una indiferencia profunda hacia los signos mundanos
de prestigio y a ello se debe en parte que tanto Connie Chatterley como el lector tengan
confianza en que la cosificación que sufre aquélla no termine en una mercantilización
(o, en mi terminología, en una instrumentalización y apropiación).
Playboy es igual que una revista de automóviles, solo que con personas en lugar
de automóviles, que hacen las cosas un poco más atractivas sexualmente (en el sentido
de Hankinson de que es más atractivo sexualmente utilizar a un ser humano como a una
cosa que simplemente tener una cosa, porque manifiesta mayor control, muestra que
uno puede controlar lo que es de una naturaleza tal que elude el control). La revista va
de la competición entre los hombres y su mensaje es la disponibilidad de un flujo de
oferta siempre renovable de más o menos sustituibles mujeres para los hombres que han
conseguido un cierto nivel de prestigio y dinero –o, más bien, la fantasía de que las
mujeres de este tipo están disponibles, en la revista, para aquellos que fantasean que han
conseguido esa posición social. En ese sentido, no es muy diferente de la idea de la
antigua Grecia de que el guerrero victorioso tendría por recompensa siete trípodes, diez
talentos de oro, veinte calderos, doce caballos y siete mujeres (Homero, Iliada, IX, 121-
30). La cosificación equivale a una cierta clase de exhibición de respeto hacia uno
mismo.
28

Otra cosa que hay que señalar sobre las imágenes de Playboy es que, en su
mundo, es más atractivo sexualmente (porque está más vinculado con la posición social)
tener una mujer de mérito y talento que una cualquiera, al igual que es más atractivo
sexualmente tener un Mercedes que un Chevrolet -y del mismo modo que Agamenón le
asegura a Aquiles que los caballos que le va a dar son caballos de raza que tienen
muchas victorias y que las mujeres son bellas y tejedoras expertas. Pero una mujer
elegante es incluso más atractiva sexualmente que un automóvil elegante, puesto que a
éste realmente no se lo puede domar, porque no es más que una cosa. De modo que lo
que Playboy dice continuamente a su lector es: quienquiera que sea esta mujer y
cualquiera que sea su mérito, para ti ella es un coño, todas sus pretensiones
desaparecerán ante tu poder sexual. Puede que sea una jugadora de tenis, pero en tu
mente puedes dominarla y convertirla en un coño. Éstas son estudiantes de la
Universidad de Brown; pero, para ti, querido lector, son “las mujeres de la Ivy League”
(un tema que aparece regularmente y de intenso debate en las Universidades en las que
se eligen las modelos). Da igual quien seas tú, estas mujeres gemirán (en tus fantasías
masturbatorias) de placer ante tu poder sexual. Ése es el gran atractivo de Playboy en
realidad, que satisface los deseos de los hombres de sentirse especiales y poderosos,
diciéndoles que también pueden poseer los signos de una posición social elevada que,
en la vida real, son el privilegio de personas como Donald Trump. Naturalmente,
Lawrence vería esto como la búsqueda desesperada y estéril de posición social de
Clifford Chatterley al modo moderno.
Playboy es una mala educación para los hombres, lo cual no es una conclusión
sorprendente. Yo no saco ninguna conclusión jurídica de este juicio; pero, como en el
caso de Hankinson, creo que deberíamos reflexionar sobre el asunto al educar a los
niños y a los jóvenes y tratar críticamente el predominio de ese estilo de cosificación, la
forma más poderosa, como señala Andrea Dworkin, de afirmación de la propia
humanidad de una en todas las épocas.
Hollinghurst es un caso de una ambigüedad fascinante. A primera vista, esta
escena, como muchas de la novela, muestra la inmersión exuberante en la sustituibilidad
sexual que caracterizaba a parte de la subcultura homosexual de antes del SIDA. Parece
como un tipo muy diferente de erotización de las partes corporales del que se hace en
Hankinson y en Playboy; y se parece más al que hace Molly Bloom, de hecho, en su
regocijo con el tamaño de los órganos, unido a una actitud alegre y no explotadora, a
pesar de ser superficial, hacia las personas a las que pertenecen. Richard Mohr ha
escrito elocuentemente de este tipo de sexualidad promiscua que incorpora una cierta
idea de democracia, porque la cópula en los baños públicos anónimos no repara en
distinciones de clase y jerarquía social. En un estallido de entusiasmo á la Whitman
concluye: “La sexualidad gay del tipo al que me estoy refiriendo simboliza a la vez que
genera un tipo fundamental de igualdad; el tipo de igualdad fundamental que
29

encontramos en el fundamento de la justificación de la democracia y que le es


necesaria” (R. Mohr, 1992: 196). La idea es que la cópula anónima establece que, en un
asunto fundamental, todos realmente somos iguales a todos. Mohr deja claro que esto
puede suceder entre hombres, porque ya se les reconoce socialmente como mucho más
que solo cuerpos; porque el significado de la cosificación entre hombres es
completamente diferente al que tiene en la relación entre hombres y mujeres. Si es así,
entonces el sexo anónimo y promiscuo puede ser un ejemplo de un principio de
igualdad.
Mohr ha captado algo importante sobre la democracia, algo sobre el papel moral
de la sustituibilidad de los cuerpos, que es importante tanto en la tradición liberal
utilitarista como en la kantiana. Ciertamente, el hecho de que todos los ciudadanos
tengan cuerpos similares sujetos a situaciones similares ha tenido un papel importante
en el pensamiento de teóricos de la democracia tan distintos como Rousseau y Walt
Whitman. Una tal idea igualitaria impulsa a Hollinghurst también en algunos
momentos. Por otra parte, es un poco difícil saber si realmente la escena sexual en
cuestión muestra la clase de consideración igualitaria por la necesidad corporal que
subyace a esta tradición democrática. Notemos el modo en que las distinciones de clase
y jerarquía social son omnipresentes, incluso en la prosa que trata de excluirlas, El
narrador es intensamente consciente de las diferencias raciales que tiende –aquí como
en otras partes- a asociar con estereotipos sobre el tamaño de los órganos genitales Ni
son las abrazaderas de ciclista ni los tres cuartos con capucha lo que distingue a la clase
media baja totalmente ausente, ni siquiera cuando no se los ve -y la descripción
desdeñosa de los genitales pequeños del vecino “calamitoso” indican el desprecio de los
de “chaqueta y corbata” hacia esos signos de inferioridad. De hecho, nos damos cuenta
de que todos los genitales descritos son estereotipos y ninguno tiene la personalidad que
Mellors concede al “coño de Lady Jane”.
La pregunta que una se hace entonces es: ¿y todo esto cómo se relaciona con la
sustituibilidad? Posiblemente Mohr diría que no hay ninguna relación, que el narrador,
un inglés de clase alta, no ha logrado compenetrarse completamente con el espíritu
democrático de los baños públicos. Pero seguimos sospechando que es posible que
exista una relación entre el espíritu de sustituibilidad y este centrarse en los aspectos
superficiales de la raza, la clase y el tamaño del pene, lo cual deshumaniza y convierte a
las personas en instrumentos potenciales. Ya que a falta de cualquier desarrollo
narrativo con la persona, ¿cómo puede el deseo acompañar a algo que no sea incidental?
¿y cómo puede haber otra cosa que un uso del cuerpo del otro como instrumento de los
propios deseos? Las fotografías que Mohr utiliza para ilustrar su idea se centran
intencionalmente en las características supermasculinas del tamaño de la musculatura y
de los penes, que podemos suponer que no están distribuidas igualitariamente entre
todos los ciudadanos de este mundo; y, ciertamente, una se imagina que un mundo
30

construido de este modo sería probablemente un mundo en el que características


moralmente insignificantes lo fueran todo, un mundo radicalmente jerárquico y no un
mundo sin jerarquía. Es posible que esto signifique que realmente no se trata a las
personas como sustituibles y que si se las tratase así, entonces las cosas serían mejores.
Pero lo que me preocupa de tal escenario es que, para construir tal sustituibilidad, se
niega todo acceso a características de la personalidad que están en el núcleo de la
igualdad democrática auténtica de las personas y no es fácil pensar en como se podrían
cambiar las cosas. No se trata de un argumento decisivo que muestre que el ideal
whitmaniano de Mohr sea un error. La vinculación entre sustituibilidad e
instrumentalidad ya no es conceptual, sino que se ve relajada y se vuelve casual. Pero
yo creo que hay una duda que compartirían MacKinnon y Dworkin con Lorde y
Lawrence: ¿se puede realmente tratar a una persona con el respeto y el interés que exige
la democracia, si uno tiene una relación sexual con ella al modo anónimo de las
descripciones de Hollinghurst?

Por último, llegamos a La copa dorada. En mi opinión, se trata del texto más
siniestro de la lista que les he presentado, si nos ajustamos a la conducta de los
personajes y no nos preocupamos del autor implícito; y se trata, además, del que retrata
más claramente una instrumentalización moralmente rechazable de las personas, aunque
naturalmente la novela como conjunto lo que hace es criticar esa conducta. El tratar a
sus respectivos esposos como antigüedades preciosas es para Adam y Maggie un modo
de negarles su condición humana y de afirmar sus derechos al uso permanente de
aquellos cuerpos espléndidamente elegantes. Este uso implica la negación de la
autonomía –a Charlotte se la enviará fuera, al museo de Norteamérica para ocultarla,
mientras que se convierte al Príncipe en un objeto doméstico elegante, aunque
agrietado- y también la negación de la subjetividad. El concebirlos como si fueran
antigüedades equivale a decir que no tenemos que preocuparnos por lo que sienten. Solo
tenemos que contemplarlos y no hacer caso de sus peticiones. Los esposos se han vuelto
inertes, moral y emocionalmente; y, en un sentido, sustituibles –desde el principio
Maggie se da cuenta de que tratar a su marido como una obra de arte es desentenderse
de su individualidad personal única. De hecho, vemos en funcionamiento todos los
elementos de nuestra lista, excepto la violabilidad –pero la violación emocional está
ampliamente atestiguada.
Lo que ello debería decirnos es que la cosificación y deshumanización de las
personas tiene muchas formas. No es evidente que el “núcleo” de tal cosificación sea
sexual o que su medio primario sea la educación específicamente erótica de hombres y
mujeres. Mill nos dice que la entera educación de los hombres en su sociedad les enseña
la lección de la dominación y la utilización; no censura específicamente la educación
sexual. Ello nos recuerda que se puede dar una cosificación siniestra sin que ello tenga
31

que ver con el sexo o incluso con los roles de género. Maggie y Adam aprendieron sus
actitudes hacia las personas de ser ricos coleccionistas. Sus actitudes tienen efectos
sobre la sexualidad, pero tienen sus raíces en otra parte, en una actitud hacia el dinero y
otras cosas que James relaciona con los Estado Unidos. En el mundo de los ricos
norteamericanos, todo se ve como si tuviera un precio, como si fuera controlable y
utilizable, a condición de que uno sea bastante rico. La aparición escéptica del narrador,
con su “mirada más detenida, una mirada más penetrante de lo que la ocasión requería”
señala que lo que realmente observamos aquí es el “ejemplo concreto” de un “insólito
poder adquisitivo”.
Todo ello complica nuestro tema, porque nos dice que tendríamos que dudar de
la tesis de Kant, Dworkin y MacKinnon de que la deformación del deseo sexual es
anterior y es causa de otras formas de cosificación del compañero sexual. También
parece posible que en muchos casos una deformación anterior de las actitudes hacia los
objetos y las personas infecte y envenene el deseo.

Para concluir, volvamos a las siete formas de cosificación y resumamos el


argumento. Kant, Dworkin y MacKinnon aciertan en su intuición fundamental: el trato
instrumental de los seres humanos, el tratamiento de los seres humanos como
instrumentos de los propósitos de los demás, es siempre moralmente rechazable; si no
se da en un contexto general de consideración hacia la humanidad, es una forma
fundamental de lo rechazable desde un punto de vista moral. También es una
característica habitual de la vida sexual, en particular, aunque no exclusivamente, del
tratamiento masculino de las mujeres. Como tales, está estrechamente vinculado a otras
formas de cosificación, en concreto a la negación de la autonomía, la negación de la
subjetividad y varias formas de violación de la integridad física. En ciertas variedades,
está además conectada con la sustituibilidad y la propiedad: con la noción de
“mercantilización”.
Por otro lado, no parece que haya ningún otro elemento en la lista que sea
siempre moralmente rechazable. La negación de la autonomía y de la subjetividad son
rechazables si perduran a lo largo de una relación adulta; pero si solo son una fase en
una relación caracterizada por la consideración mutua, pueden ser completamente
correctas o incluso bastante maravillosas al modo en que lo entiende Lawrence. En el
mismo sentido, puede a veces ser espléndido tratar a la otra persona como pasiva o,
incluso, inerte. La penetración de los límites emocionales parece potencialmente una
parte muy valiosa de la vida sexual y algunas formas de penetración física también,
aunque esté menos claro cuáles son. El tratar a una persona como sustituible es
sospechoso si la persona en cuestión pertenece a un grupo al que normalmente se lo
trata como una mercancía, se lo usa como una herramienta y se le pone precio; entre
32

iguales desde el punto de vista social tales problemas desaparecen, aunque no esté claro
que no surjan otros.
Con respecto a la etiología de la cosificación, tenemos razones para dudar de la
teoría de Kant, según la cual es inherente al deseo y a la actividad sexual el ser una
utilización degradante. Tenemos razones para adoptar la teoría de MacKinnon y
Dworkin, según la cual es la jerarquía social lo que está en el origen de la deformación
del deseo; pero Lorde y Lawrence nos muestran que la deformación es más compleja y
que opera no solo a través de la pornografía, sino también a través del puritanismo y la
represión de la experiencia erótica femenina. En este sentido, parece razonable la
opinión de Lawrence de que un cierto tipo de atención cosificadora a las partes
corporales es un elemento importante para corregir aquella deformación del deseo y
para promover una igualdad erótica auténtica. Por último, debemos aceptar que no
sabemos en qué sentido el deseo sexual, en todos estos problemas de cosificación y de
mercantilización, es más fundamental, por ejemplo, que las normas y motivos
económicos que de una forma muy potente construyen el deseo en nuestra cultura.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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