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Delia Cifuentes Gava

Mael
Mael
Delia Cifuentes Gava

Primera edición, Lima, junio 2023

© 2023, Delia Cifuentes Gava


© 2023, Mesa Redonda Editorial y Librería S.A.C.

Editado por: MESA REDONDA EDITORIAL Y LIBRERÍA S.A.C.


para su sello editorial Liwru
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Diagramación: Leslie Arellán
Diseño de carátula e ilustraciones interiores: Lea Cárdenas Hintze
Corrección de textos: Bertha Martínez Castilla
Cuidado de edición: Mesa Redonda Editorial y Librería
Marketing y publicidad: Ferddmarz S.A.C.
Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú
N.º: 2023-xxx
ISBN: 978-612-xxx

Impreso en Perú por E. Apogeo E.I.R.L


Av. Javier Prado Este 4921 Int. 07 Urb. Camacho, La Molina
R.U.C. 20602290353
Tiraje: 300 ejemplares

Prohibida, su total o parcial reproducción por cualquier medio de impresión o


digital en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro
idioma, sin autorización expresa de la casa editorial.
A Alejandro, siempre con amor
A mis hijos y nietos, que compartirán esta historia con emoción y
hondo cariño
A mi madre que fue tan buena y amorosa como mamama Dolores
A mi hermana Irma que nos cuidó como solo una madre sabe hacerlo
A Betty Martínez, por su apoyo de amiga y hermana
Y a todas las abuelas del mundo,
que son como mamama Dolores
Índice

Prólogo 9
Mael 21
Mamama Dolores 25
La casa de mamama 30
Mamama tenía una tienda 32
Mamama hablaba sola 34
Cuando mamama no estaba en casa 36
Cuando a Mael se le ocurría dar lata 38
Nada mejor que las comidas de mamama 39
Mamama tenía remedio para todo 40
Mamama elogiaba sus ideas por locas que podían parecer 42
Sus planes de diversión eran mostros 43
Sus berrinches a veces le traían consecuencias 45
A mamama le gustaba el fútbol 47
A veces las cosas no iban bien y mamama se enfadaba 49
Ni en los momentos más álgidos perdía la cordura 51
Compartiendo tareas 54
Cuando mamama le pescaba una mentirilla 56
Cirilo “Uñas largas” 59
Los pichones 63
La navidad 66
Semana Santa 71
El abuelo Honorio 81
Leonor 83
Mamama está triste 86
Mael tiene que entrar en la escuela 88
Llegó el día 90
La casa de la tía Albuina 93
En la escuela 95
La maestra Eloísa 97
La espina 98
El chunchito 101
Las encomiendas de mamama 105
Las competencias deportivas 107
El tamborilero 109
Las mazorcas de maíz 112
Una Navidad diferente 114
Infancia esquiva 115
Y llegó el día 118
Treintipico años después 120
Epílogo 125
PRESENTACIÓN

El sol bañaba el jardín, y sus rayos se filtraban por la ven-


tana de la pequeña biblioteca que hasta ahora guarda in-
tacto su legado. Había entrado solo a quitar el polvo de
los muebles, prosaicos menesteres que hacía una o dos
veces a la semana, pero ese día sentí como una necesidad
de quedarme, de bucear entre la inmensidad de documen-
tos antiguos y también de los últimos que se quedaron es-
perando ahí en ese su inseparable maletín de color negro,
libros de consulta, recortes de periódicos con reseñas de
su vasta obra, cientos de planos y fotografías de caminos,
puentes, irrigaciones, el último contrato de obra que no
llegó a firmar, fotografías de sus viajes por el Perú y el
mundo, fotografías de su vida, de nuestra vida, que aún
están allí desde hace más de una década, como callado
testimonio de sus pasos. Fui hojeando, examinando uno
a uno con detenimiento, con hondo cariño y dedicación,
después de aproximadamente dos horas, un poco cansa-
da, fui revisando distraídamente, mientras mis hallazgos
se acumulaban de manera desordenada –sobre el escrito-
rio, sobre una silla y finalmente en el piso–. Cuando me
di cuenta de que el lugar se estaba transformando en un

9
caos decidí que era momento de poner todo en su sitio, y
de pronto llamó mi atención un manojo de manuscritos a
lápiz y enumerados, donde estaba escrito:

Lima, 11. 11. 2009

Mi nombre: Ismael

Nací en Omate, capital de la provincia de Sánchez Cerro, departa-


mento de Moquegua un veintiséis de febrero de mil novecientos treinta y
ocho, mi madre Carmen, mi padre Saul, mi abuela Dolores, mi abuelo
Honorio…

10
Su caligrafía inconfundible, clara, armoniosa, distribuida
en renglones perfectamente alineados guardando equidis-
tancia pese a que el papel era blanco sin rayas. Es difícil
describir lo que sentí en ese momento, solo abracé el ma-
nojo de papeles y lo apreté fuertemente contra mi pecho,
no quise leerlo en ese momento, esperé a estar más tran-
quila y completamente sola.
Había cumplido la promesa que un día me hizo de
contarme su vida. No tuvo tiempo de terminarla, pero
escribió sobre sus años infantiles, aquellos muy felices al
lado de su mamama, su querida mamama Dolores, que no
se cansaba de contarme con ojos iluminados por la ternu-
ra y el amor que ella le inspiraba, y que le habían dejado
hondas huellas que marcaron su vida para siempre, pero
también sus momentos amargos cuando lo alejaron de
ella. En Mael, mi nuevo libro, traslado su tierna, amorosa
y a veces dolorosa historia.

11
“Las abuelas nunca mueren, solo se vuelven invisibles. Siguen
contigo, solo tienes que escucharlas con el corazón”
Anónimo

“Ella me daba la mano, y no hacía falta nada más”


Mario Benedetti
Mael
Las abuelas sostienen nuestras manos por un momento,
pero nuestro corazón para toda la vida”
PRIMERA PARTE
Abrígales la infancia
y no pasarán frío el resto de sus vidas

Dibujo 1
MAEL

El amor de su mamama le duró para toda la vida

Mael, era un chibolo bien bacán, inteligente, travieso, as-


tuto, siempre tenía la respuesta en la punta de la lengua y
un corazón tan, pero tan grande que parecía
que siempre estaba a punto de salírsele del pecho,
tenía una carita redonda de mejillas sonrosadas y mirar
diáfano y angelical; sus cabellos de color castaño oscuro
le caían sobre la frente altiva, espaciosa, sus ojos negros
y vivarachos le daban un aire de picardía sana y dulce, en
su figurita había algo tan especial que, hasta el más des-
pistado se paraba a mirarlo detenidamente para sentir una
infinita ternura. Todo en él era encantador.
Conocía la vida y costumbres de todos sus amigos y la
de sus vecinos, tenía un trato muy especial con cada uno
de ellos y les ponía sobrenombres: así, a doña Zelmira que
tenía un horno para hacer pan la llamaba “Señora bizco-
chuelo”, a su amigo Arturo le decía “Corvacha” por sus
piernas medio arqueadas, a Lito le puso “Cabezón”, al se-
ñor Zacarías dueño de la bodega que quedaba en la plaza
de Omate al lado de la iglesia, que tenía una cara inexpre-
siva, una espesa barba bruna y un prominente abdomen,
lo llamaba “El señor tripón”, a Felipe que hablaba como
graznando le puso “Ganso”. Se ufanaba de los apelativos

21
que se inventaba, con una risilla traviesa y de poco ruido,
pero nadie se enfadaba con él, lo querían mucho por su
dulzura y sus ocurrencias que todo el mundo celebraba.
Era el capitán del equipo de fútbol de su barrio y ju-
gaba de centro delantero, con su endiablado dribleo le
sacaba ronchas al equipo contrario, esta destreza le servía
para escapar de su abuelo cuando lo perseguía con el san
martín en la mano, por alguna travesura, su astucia lo lle-
vaba a gritar a voz en cuello
- ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Que me matan!
Sabiendo que toda la gente del barrio saldría de sus
casas para socorrerlo, mientras su abuelo avergonzado
desaparecía como alma que lleva el diablo. A veces echa-
ba de menos a su mamá Carmen y la tristeza se adueñaba
de su corazón y se escondía bajo la cama para llorar muy
bajito para que nadie lo escuchara, otras veces asomado a
la ventana de su dormitorio, se sentía enormemente solito
con la mirada perdida durante largas horas, ensimismado
como escuchando sonidos imaginarios, que en realidad
eran los sonidos de su corazón, y se quedaba mirando las
estrellas, pues Leonor le había dicho: ¿No ves allá donde
hay muchas estrellas? Hay una que es más brillante que las
demás, es la estrella que escogió tu mamá para poder ver-
te; eso le consolaba y se abrazaba a su mamama Dolores
que lo entendía tan bien y lo sentaba en su falda, le pasaba
sus pequeñas, finas y cálidas manos por sus cabellos, en-
volviéndolo con su aroma de almizcle y de todas las frutas
de la huerta musitándole lindas canciones con su voz dul-
ce y suave como el susurro de la paloma.

22
Dibujo 2
Las abuelas sostienen nuestras manos por un momento, pero
nuestro corazón para toda la vida
MAMAMA DOLORES
Por tantos momentos amorosos que compartimos
Los ratones, pollitos, patos y conejos de harina que horneamos juntos en
Navidad
Mis lágrimas que enjugaste y tus tiernos besos
Tus cantos y cuentos de todas las noches para hacerme dormir
Tus apretados abrazos que envolvían mi corazón
Cuando pienso en ti mamama, puedo sentir tu calor en esos días fríos y
lluviosos
Ayudándote a envolver la lana con que tejías mis calcetines
El dulce y obstinado aroma de las frutas de la huerta cercana
El café recién pasado y el pan de tres puntas recién horneado
Tantos recuerdos que alcanzarían para envolver muchas veces el mundo
entero.
Los años a tu lado son como los cimientos que sostuvieron mi vida.
Si quisiera definir lo que es el amor solo escribiría tu nombre.

Mamama Dolores era la persona que más le quería y a


quien él más quería, le decía “mamama”, “mamita”, a ve-
ces” “mamina” y cuando estaba enojado le decía “abuela”.
Desde la primera vez que lo tuvo en sus brazos, supo que
había atrapado su corazón para siempre. A su lado pasó los
primeros cinco años de su vida, los más felices, tanto, que le
duró para toda la vida, que le ayudó a resistir el abandono,
la indiferencia y sobre todo la falta de cariño que tuvo que
pasar desde que lo separaron de su querida mamama Do-
lores cuando apenas tenía poco más de cinco años y fue a
vivir con una tía que solo podía atender a sus tres hijos y no
le alcanzaba nada o casi nada de nada para darle a él.

25
Su figura alta, delgada, algo pálida, su rostro amable
de expresión reposada y de sosegada alegría, unida a una
aguda inteligencia y un gran corazón hacían de mamama
Dolores una persona muy querida, respetada y admirada,
todos la llamaban Mamá Dolores, los vecinos, el bodegue-
ro de la esquina, los chicos del barrio la querían mucho.
Amaba a su nieto más que a nada en el mundo, en
su voz había a veces un dulce acento de reconvención
en complicidad con el más musical de la ternura cuando
alguna de sus travesuras alteraba la rutina diaria.
Lo cuidaba y lo protegía sobre todo del mal carácter
de su abuelo Honorio que parecía estar siempre enfadado
con todo el mundo y hasta consigo mismo. Cuando Mael
se refugiaba en sus faldas, no osaba ni mirarle, era como
una fortaleza inexpugnable. Por las noches lo acostaba a su
lado, le juntaba las manitos y rezaban: “Cuatro ángeles tiene
mi cama / Juan, Mateo, Tomás y Gabriel / cuatro ángeles que la
guardan / y Jesús en mi corazón”, y luego lo pasaba a su camita.
A veces le costaba dormirse con el ruido que hacía
su abuelo que roncaba horrible como una locomotora,
entonces ella le contaba cuentos, le hacía arañitas en la
espalda y en los brazos y le cantaba con su voz linda, un
poco apagada, pero hermosa.
A mi burrito, a mi burrito
Le duele la cabeza
Y el médico le ha dado
Una gorrita gruesa
Una gorrita gruesa
Mi burrito enfermo está

26
A mi burrito, a mi burrito
Le duele las orejas
Y el médico le manda
Que las ponga muy tiesas
Una gorrita gruesa
Mi burrito enfermo está

A mi burrito, a mi burrito
Le duele el corazón
Y el médico le ha dado
Jarabe de limón
Una gorrita gruesa
Mi burrito enfermo está (1)

Hasta que se quedaba totalmente dormido o eso parecía,


lo que no sabía es que a veces fingía dormir para espiar a
sus abuelos y escuchar sus conversaciones, pero si ellos se
daban cuenta, comenzaban a hablar en jeringonza inter-
calando algunas vocales o consonantes entre sílabas rei-
teradamente como nopo quieporopo para decir no quiero, o
copo-menpe-zópo-apa-llopo-verpe para decir: comenzó a llover,
y eso sí que le parecía muy difícil de entender, era muy
aburrido y no le quedaba más que dormirse de verdad.
(1) Autor desconocido

27


La casa de mamama Dolores

La casa de mamama quedaba en el mismo centro del pue-


blo, en una esquina de la plaza entre las calles San Ignacio
y San Martín, frente a la iglesia. Era muy grande siem-
pre estaba pintada de blanco, tejas rojas en el techo y con
una puerta muy alta de madera provista de un llamador
de metal en forma de puño. Al lado derecho había otra
puerta más pequeña que daba a la tienda que se cerra-
ba por dentro con enormes picaportes y un candado. La
casa tenía un solo piso, al patio empedrado le seguía un
corredor sostenido por dos columnas de madera en las
que se enredaba una madreselva con su aroma suave y
silvestre, la puerta de la sala también muy alta y dos venta-
nas protegidas por barrotes labrados. Alrededor del patio
se ubicaban los espaciosos dormitorios, más al interior
se ubicaba la cocina y el comedor por donde se accedía
a la huerta que era lo más lindo que tenía la casa con su
increíble variedad de frutas: chirimoyas, uvas, naranjas, si-
dra, limón dulce, peras, manzanas, ciruelas, pacae, moras
y muchas más; era el lugar preferido de Mael porque ahí
había una frondosa higuera con sus hojas gigantes y sus
frutos carnosos y su aroma dulzón donde se guarecía para
hablar solo y en voz alta con su mamá cuando estaba tris-

30
te o para contarle sus cosas, como él decía. Al fondo de la
huerta había una especie de casita aparte que su mamama
destinaba a los peones o pongos para que descansaran
después de las faenas; a Mael le gustaba curiosear cuando
no había nadie porque ahí su abuelo guardaba monturas,
espuelas, herrajes, botas altas y mil cosas más como la
cabeza disecada de un toro que lo impresionaba por sus
enormes y temibles cuernos.
El dormitorio de su mamama era un poco oscuro a
pesar de tener una alta y ancha ventana de dos hojas de
madera, por eso de día siempre estaba abierta una de ellas
por donde se asomaba el sol y se filtraba el aroma de la
madreselva que se abrazaba a las columnas que sostenían
el techo del corredor. A Mael le gustaba mucho la cama
de su mamama que era bastante alta y dejaba espacio para
que pudiera esconderse las veces que le venía la tristeza
y lloraba en silencio recordando a su mamá Carmen, y a
veces también cuando se le ocurría dar lata a su mamama
con sus pataletas.

31
Mamama tenía una tienda

Mamama Dolores era una excelente comerciante, discipli-


nada, ordenada, llevaba la contabilidad con mucha solven-
cia, guardaba el dinero en un baulillo de madera que tenía
unos compartimientos, -donde colocaba las monedas de
acuerdo con su denominación: centavo, medio, real, me-
dio sol y sol, en otro compartimiento iban los billetes: cin-
co, diez, cincuenta soles-. Todos los días antes de cerrar
la tienda hacía un arqueo de caja y anotaba los saldos en
una libretita de color azul con hojas cuadriculadas, tenía
una caligrafía hermosa, escribía como dibujando las le-
tras y los números ni qué decir, guardaba el baulillo con
su respectivo candado en uno de los cajones que tenía
el mostrador y colgaba la llave que tenía un llaverito con
la imagen de la virgen de Chapi en una pequeña percha
colocada en una de las puertas de su ropero. Sus clientes,
que eran muchos, la querían y respetaban, porque ella no
solo les daba la mejor atención, sino que a la vez escu-
chaba sus dificultades, aconsejaba, consolaba y muchas
veces hacía de juez para zanjar alguna desavenencia en los
hogares y también entre los vecinos. Vendía una amplia
variedad de artículos traídos desde Arequipa en camiones
hasta donde había carretera y de ahí en burros, mulos y

32
burdéganos cargados con cestas rebosantes en sus formi-
dables y resistentes lomos. También vendía muchísimas
golosinas como caramelos Chaplín, toffee’s de leche, peritas
de color amarillo y rojo, caramelos que parecían canicas
de colores, chupetes que eran la delicia de los chibolos;
cuando Mael iba a la tienda con ella le advertía que se
estuviera muy tranquilo, pero pedirle que se mantuviera
quieto era algo que no podía soportar, y al menor descui-
do ya estaba haciendo travesuras, por eso un día lo sentó
sobre el mostrador y exagerando su enfado y con sus ojos
brillantes y amenazadores le advirtió:
—¡Muévete no más y verás lo que te pasa!
Ni corto ni perezoso se bajó del mostrador. Esta vez
sí que la sacó de sus casillas y le reprendió:
—¿Por qué me desobedeces?
—Es que tú me has dicho que me mueva no más,
respondió con una carita inocente haciendo pucheritos de
esos que le hacían encoger el corazón, tanto, pero tanto,
que le brotaban lágrimas y lo abrazaba con toda su alma.

33
Mamama hablaba sola

Después del almuerzo y hasta las tres menos cuarto hora


en que regresaba a la tienda, solía ir a la huerta que que-
daba detrás de la casa, paseaba por entre los paltos, los
mangos, las chirimoyas, los limoneros, las mandarinas y
las limas, a veces cantando bajito, otras silbando, mamama
silbaba lindo imitando a los pajaritos y, Mael trataba de
imitarle, pero por más que se esforzaba no le salía nada,
era muy difícil. Pero lo que más le llamaba la atención era
verla cuando hablaba sola: que le dije… y me dijo… que
había sido… que salga pata o gallareta… que ya verá no
más…, acompañando sus palabras con gestos y movien-
do sus manos y su cabeza. Mael pensaba que su abuelita
conversaba con las almas, al menos eso le había hecho
creer Leonor, pero a Mael no le convencía eso, pensaba
que tal vez su mamama podría estar volviéndose loca y se
fue a buscar al padre Cristóbal que era muy leído, además
él mismo decía que él curaba las heridas del alma y a veces
también las del cuerpo. El padre Cristóbal le explicó que
conversar con uno mismo es muy normal y eso se llama
soliloquio, que su mamama no estaba loca ni mucho me-
nos que se estaba enloqueciendo, que algunas personas lo
hacían cuando tenían problemas que solucionar, también

34
cuando se sentían solas, o en momentos de grandes emo-
ciones, que también lo hacían las personas con elevada
inteligencia emocional, y que hablar solo ayuda mucho a
enfrentar problemas de mejor manera. Mael, tan cando-
roso como era le dijo al padre Cristóbal que él también
aprendería a “hablar solo” como su mamama (lejos estaba
de imaginar que más tarde muy a menudo lo recordaría y
lo haría también).

35
Cuando mamama no estaba en
casa

Mael a veces se aburría en la casa, otras veces se sentía


solo, entonces daba vueltas por la huerta, salía a la puerta
de la casa a cada momento para ver si su mamama apa-
recía, y cuando le veía venir iba a la carrera a darle el en-
cuentro dando saltitos y tropezando y se colgaba de su
cuello respirando fuerte por la nariz y pegando sus cache-
titos húmedos y suaves a su cara. Su día se iluminaba y se
disipaba todo el aburrimiento, su mamama lo abrazaba
y le cubría de besos, no necesitaba preguntarle cómo se
sentía, lo conocía tanto que de una sola mirada llegaba
mansamente a su corazón. Una vez reunidos, todo a su
alrededor desaparecía, hasta el abuelo, y el almuerzo por
simple que fuera resultaba un convite a su lado.
Después del almuerzo lo llevaba a la tienda de los
Pamo a comer queso helado que era una delicia y a ella le
gustaba mucho, era una de sus golosinas favoritas. A ve-
ces llegaban cuando estaban en pleno procesamiento, era
divertido ver cómo la vasija con la leche a la que se había
agregado una generosa cantidad de azúcar rubia, vainilla
y canela, daba vueltas y vueltas dentro de un cubo de ma-
dera que previamente habían llenado con hielo en cubos
y sal gruesa hasta que poco a poco se iba solidificando y

36
tomando un color crema que le hacía relamerse antes de
siquiera haberlo probado. Se sentaban en una mesita de
madera pintada de amarillo y verde y unas sillas también
de madera muy cómodas, el ambiente era muy agradable
y el dueño muy amable, a veces les daba una yapa por-
que eran sus asiduos clientes y decía que le daban suerte
porque cuando ellos iban tenía mucho público que hasta
hacían cola. Salir con su mamama, sentir su mano suave,
pequeña y cálida apretando su manita y de vez en cuando
acariciándole la cabeza como ordenando sus cabellos casi
siempre despeinados, bastaba para sentirse el niño más
feliz de la tierra.

37
Cuando a Mael se le ocurría
dar la lata

Mamama no se hacía problemas cuando Mael muy de vez


en cuando daba la lata, es decir que se comportaba mal,
pataleaba, gritaba a todo pulmón, o incluso se tiraba al
suelo cuando lo mandaba a ordenar su ropa que a veces
dejaba tirada por todas partes, o cuando no cumplía con
la pequeña tarea de apañar los higos que se caían de ma-
duros de la enorme y frondosa higuera que había en la
huerta, y ponerlos en una canasta para que se secaran para
la preparación del chimbango –deliciosa bebida a base de
higos secos y fermentados–. Ella no se alteraba, sino que
se ponía a silbar, a hablar en jerigonza con Leonor, otras
veces se ponía a enrollar y desenrollar su ovillo de lana
con que le tejía sus calcetines, pero los mejores resultados
los obtenía cuando empezaba a cantar: “yo tengo un burro
socarrón/ que no le gusta trabajar/ y si lo ponen a trabajar/ se
tira al suelo y empieza a rebuzbar/… Avergonzado, dejaba el
alboroto y se abrazaba a ella, y su olor a almizcle y a fru-
tas de la huerta le envolvían, le calmaban y aunque no se
disculpaba, ella sabía que estaba arrepentido y le devolvía
el abrazo como solo ella sabía hacerlo, es decir, con todo
su corazón.

38
Nada igual a las comidas de
mamama

Cuando Mael pasaba por la tienda del señor Tripón, es de-


cir el señor Zacarías, que entre otras cosas vendía unas bu-
tifarras con mucha cebolla, y salchichas de cerdo, se veían
tentadoras y a pesar de que se le hacía agua la boca no las
compraba, porque, su mamama le había dicho que tenían
mucha grasa y podía hacerle daño; además, comparadas
con las que ella hacía, estas no le llegaban al zapato. Ma-
mama le ponía magia a sus comidas, nadie podía resistirse a
sus sanguches de sangrecita, su cauchi de queso paria ade-
rezado con ají amarillo, leche fresca y su ramita de huacatay,
el adobo de cerdo acompañado de pan de tres puntas y
sus buñuelos preparados con harina, huevos, una copita de
anisado y bañados con miel de chancaca. Eso sí que era un
manjar para chuparse los dedos, y ni qué decir de la calaba-
za asada con mucha azúcar morena y a veces con chanca-
ca, prepararla era toda una ceremonia, primero había que
buscar en la huerta la calabaza más madura, la que tenía un
color ambarino, se cortaba en la parte superior una tapita
redonda, se sacaban las semillas y se rellenaba con azúcar
morena o con chancaca, canela molida y esencia de vainilla,
se volvía a poner la tapita y se llevaba al horno por 1 hora,
el resultado era irresistible. Era una de las especialidades de
mamama.

39
Mamama tenía remedio para
todo

Si le picaba un zancudo, nada mejor que un poquito de sa-


liva y asunto arreglado. Si de puro travieso al encender un
fósforo se chamuscaba los dedos, untarlos con un poco de
clara de huevo y el ardor y el dolor desaparecían, y lo mejor
era que no se formaba la espantosa ampolla que al reven-
tarse producía un horrible ardor. Cuando volvía con el to-
billo hinchado después de jugar fútbol, mandaba a Leonor
a hervir unas hojas de llantén y le hacía un emplasto que se
lo ponía cuidadosamente diciéndole que no se mueva –ya
sabemos que pedirle eso a Mael era la peor de las torturas–
,y esta vez sí tenía que obedecer o no volvería a jugar por
mucho tiempo y eso sí que le era insoportable. Para el dolor
de oído envolvía un papel en forma de embudo, le ponía la
parte más angosta dentro del oído y encendía la parte más
ancha para sacarle el aire que salía en forma de bocana-
das de humo, eso le daba mucho miedo, pero su mamama
siempre sabía lo que hacía. Para bajar la fiebre nada mejor
que pañitos de vinagre rosado, siempre tenía a mano unos
pañitos de algodón que los confeccionaba con retazos de
ropa blanca que dejaban de usarse, resultaban muy suaves
y con gran capacidad de absorción. Mamama era una ex-
traordinaria maestra del “saber vivir”, siempre tenía los re-
cursos necesarios en el momento preciso.

40
Dibujo 4
Mamama elogiaba su
creatividad

Mamama elogiaba sus ideas por


locas que podían parecer

Mamama jamás lo criticaba, nunca le decía que sus ideas


eran tontas ni nada de eso, por el contrario, lo animaba
cuando lo veía en la huerta con las manos llenas de tierra
y barro haciendo caminos, puentes y casas, o cuando hacía
dibujos en la vereda o se le ocurría dibujar en las paredes
del dormitorio, cosa que para su abuelo eran malcriadeces
y le mandaba a que los borrara y limpiara de inmediato. En
cambio, su mamama le preguntaba primero que era lo que
había dibujado y elogiaba su creatividad, su imaginación so-
bre todo cuando dibujaba edificios muy altos, cosa que no
se veían en el pueblo, y le decía a su mamama que constru-
yendo una casa sobre otra se podría obtener muchas casas
y habría muchas huertas y jardines. Después lo ayudaba a
limpiar y le compraba un cuaderno de puras hojas blancas y
muchos lápices de colores, sobre todo esos que se mojaban
para pintar porque salían más intensos, le decía que mejor
era hacer sus dibujos en un cuaderno, así los podría guardar
y quién sabe le podrían servir de inspiración para cuando
fuera grande y tuviera que elegir una profesión, por ejem-
plo, ser un arquitecto, o un ingeniero.

42
Sus planes de diversión eran
mostros

A veces hacían planes de diversión para los domingos en


que no estaba el abuelo. Primero irían a la misa de las 9.00
a.m. que era la más bonita porque había más cantos que
rezos, y el padre Cristóbal era muy ameno y amaba a los
niños, a la hora de la comunión se distribuía un pan de
trigo integral muy sabroso que guardaban para llevar a la
casa y compartir con todos, al final de la misa les bendecía
con agua bendita. Daban vueltas por la plaza, se encontra-
ban con parientes y amigos, mientras mamama charlaba
amenamente con sus amigas, Mael jugaba con sus amigos
a las canicas que siempre llevaba en los bolsillos; llegado
el mediodía se iban a la picantería de doña Albertina Pa-
lomino, una señora bonachona, siempre con la sonrisa a
flor de labios, comunicativa, alegre como un cascabel. Su
tienda siempre estaba llena de tope a tope, en cada mesa
le esperaba al comensal una jarra de chicha de jora, una
canasta con panes de tres puntas y un potecito de barro
lleno hasta el borde con maíz tostado crujiente y el infal-
table llatan de rocoto. Doña Albertina conocía a la mama-
ma Dolores y ya sabía lo que le gustaba pedir cuando iba
con su nieto, no les hacía esperar, al rato ya se acercaba
Filito, un muchachito delgadito y ágil como una liebre con

43
dos humeantes platos de adobo de cerdo que hacían agua
la boca; Mael disfrutaba de lo lindo, no tenía que cuidar
mucho sus modales cuando no estaba en presencia de su
abuelo, así que remojaba el pan en el jugo caliente y sabro-
so del adobo y se chupaba los dedos con infinito placer,
su mamama lo contemplaba con ternura y también daba
cuenta con mucho entusiasmo del exquisito manjar. Aún
faltaba rematar el día con el consabido queso helado que
era la golosina preferida por mamama Dolores. Mael re-
cordaría estos momentos con alegría y nostalgia a la vez
cuando se tuvo que ir a vivir con su tía Albuina.

44
Sus berrinches a veces le traían
consecuencias

Las pataletas bajo la cama le traerían consecuencias a Mael.


Un día que se había enojado con su mamama, como era
su costumbre se refugiaba debajo de su cama a lloriquear,
pero esta vez nadie le hizo caso por lo que se disponía
a abandonar el escondite, pero no se había dado cuenta
que un ratón pequeñito, astuto, con sus ojillos vivísimos,
saltones y cargados de malicia lo observaba. No supo qué
hacer, si salir corriendo, gritar, llamar a Leonor o a su ma-
mama, pero no, a ella no, porque eso sería claudicar acep-
tando que su pataleta no tenía ningún asidero, de modo
que se quedó inmóvil con la esperanza de que la pequeña
alimaña se cansara y se fuera. Como esto no sucedía y
ya le estaba entrando un miedo terrible, cerró los ojos,
hasta que sintió un cosquilleo en la nariz, al abrirlos vio
que eran los largos bigotes del animalito, lo tenía prácti-
camente cara a cara. Se preguntó qué haría, si le mordería
con esos dientecitos filudos y diminutos, y volvió a cerrar
los ojos esperando el posible ataque, sin moverse, casi sin
respirar, el corazón empezó
a latirle tanto que parecía que se le iba a salir del pecho
y gritó con toda su alma, pero no le salía la voz, le faltaba
el aire, se movían sus labios, pero no le salía una sola pala-

45
bra, como cuando se quiere hablar en sueños y da la sen-
sación de estar mudo. Lo intentó varias veces, hasta que
le salió un grito que más parecía un alarido, su mamama
y Leonor no demoraron en aparecer, ya que habían esta-
do aguaitando muy de cerca en previsión que se pudiera
quedar dormido, como ya había sucedido otras veces. Ma-
mama Dolores no perdió la ocasión para sentenciar con
uno de sus famosos refranes: “Tanto va el cántaro al agua,
que termina con las asas quebradas”. Lo abrazó como siempre,
con toda su alma.

46
A mamama Dolores le gustaba el
fútbol

Mael jugaba estupendamente el fútbol, su amigo Lito


un muchacho alto y larguirucho era el mejor portero del
barrio, y a los dos se les ocurrió formar un equipo con
sus amigos del barrio San Sebastián, para jugar contra el
barrio Santa Cruz. A Mael lo pusieron de líbero porque
dribleaba de lo lindo y era el que repartía pelota a sus
compañeros, y porque para eso tenía que ser muy inteli-
gente y veloz, eso lo había escuchado a los reporteros en
la radio. Acordaron entrenar en el parque cerca del moro
(árbol de mora que alguien había plantado hace muchísi-
mos años en una esquina del parque). Cuando se lo contó
a su mamama ella puso algunos reparos, temía que pudie-
ra caerse y darse un buen golpe, pero Mael prometió que
se cuidaría, que no se preocupara, así y todo, mamama le
dijo que mejor esperara a que sea un poco más grande,
pero el chico insistió tanto que lo dejó ir. El papá de Lito
que entendía muy bien de fútbol les enseñó a parar la
pelota con el pecho o con el pie, a chutar con la puntera
o con el empeine, Mael prefería el juego de cabeza, y en
eso también era el mejor, se tiraba al aire y aterrizaba a
veces en el barro con tal de parar la bola. Mamá Dolores
entonces se dio tiempo para ir a verlo jugar, y quién iba

47
a decir que le empezó a gustar el fútbol tanto como el
vóley, hacía barra al equipo de Mael, y con lo inteligente
que era aprendió rápido las reglas del juego y hasta hizo
de árbitro cuando faltaba el titular, pitaba y alzaba la voz
y sancionaba las faltas con mucha autoridad y lo hacía tan
bien que se ganó la admiración y el respeto de los chicos
y del barrio entero.
Uno de esos sábados en la tarde en que entrenaba,
Mael se lesionó el tobillo y se le hinchó mucho y le do-
lía un montón. Su mamama lo llevó cargado a la casa y
mandó a Leonor a que buscara en la huerta unas hojas de
llantén, las puso a hervir y luego de enfriarlas un poco, las
extendió sobre el tobillo que no solo estaba hinchado sino
que había tomado un color violáceo, le advirtió que se
estuviera tranquilo y sin moverse, aunque pedirle eso era
como pedir peras al olmo, pero esta vez sí que se estuvo
muy quieto.

48
A veces las cosas no iban bien y
mamama se enfadaba.

Las más de las veces se entendían muy bien, pero muy


bien, pero cuando Mael se iba a jugar fútbol sin el consen-
timiento de su mamama y desaparecía por horas mientras
ella estaba muy ocupada en la tienda y al llegar a casa no lo
encontraba, primero resondraba a Leonor y la mandaba
de inmediato a buscarlo, el chico llegaba malhumorado:
—Pero mamama si a ti también te gusta el fútbol
—Me gusta sí, pero cuántas veces te he dicho que no
vayas sin mi permiso, yo debo saber dónde estás, y si te pasa
algo, si te caes y te magullas la pata o te rompes la crisma.
—Yo me cuido y no me pasa nada. Tú no me dejas,
porque no puedes ir también
—Yo tengo que trabajar y debo estar tranquila sabien-
do que estarás bien, además yo te he puesto reglas que tú
te comprometiste a cumplir y eso se cumple sí o sí
—Tú no me entiendes, eres mala como la bruja Ce-
lestina
— Ve a tu cuarto y no salgas hasta que yo lo ordene
— Tú eres mala abuela —así la llamaba cuando estaba
enojado.
— Y tú eres desobediente Ismael. — así lo llamaba
cuando se enojaba.

49
Mael se iba refunfuñando, con ganas de decir pala-
brotas zzzxvdexrr que había escuchado a los chicos del
barrio, sollozando de rabia se metía a su cama y empeza-
ba con la letanía de siempre “Mamita Carmen, por qué
te fuiste, por que tenías que morirte”. Mamama Dolores
no lo podía soportar y por más que se proponía no ceder
al chantaje, le secaba las lágrimas y le limpiaba la carita
llorada, pensaba en su hija que había partido tan joven
dejándolo tan pequeño, lo estrechaba con toda su alma y
lo consolaba.

50
Ni en los momentos más álgidos,
mamama perdía la cordura

Aunque Mael era bueno como el pan, a veces sus travesu-


ras la sacaban de quicio. Sobre todo cuando lo veía entrar
en la huerta, se ponía en alerta y no le quitaba el ojo, pues
ya lo había visto perseguir a las lagartijas para quitarles la
cola y contemplar cómo el pequeño reptil seguía movién-
dose; claro que no sabía que esto ocurría por el comple-
jo sistema neuromuscular que posee, tampoco sabía que
después de un tiempo esta se regenera, de modo que se
quedaba espantada; o cuando hacía volar a los escarabajos
peloteros atándoles a una de las patitas un hilo suficiente-
mente largo; o cuando pescaba renacuajos en los charcos
que se formaban en la huerta después de un fuerte chapa-
rrón y los metía en las botellas de vidrio que su mamama
guardaba para fermentar el chimbango, y las escondía en el
ropero, y las dejaba olvidadas hasta que el mal olor llegaba
a las narices de Leonor que lo reprendía muy seriamente y
lo amenazaba con acusarlo. Una vez se le metió el diabli-
llo en la cabeza, y junto con Felipe sacaron un paquete de
cuetecillos de la tienda de mamama y se fueron a la huerta
donde armaron una tremenda trifulca reventando todo
el paquete de cuetecillos a la vez, que Felipe terminó con
los dedos chamuscados y gritando a todo pulmón; el rui-

51
do fue tan grande que espantados corrieron a esconderse
bajo la cama como ratones asustados que vuelven a sus
agujeros después de una fechoría. Mientras tanto, los ve-
cinos acudieron a la casa, crispados unos, molestos otros.
Esta vez sí que mamama lo miró con una cara terrible, le
brillaban tanto los ojos que parecía que se le iban a salir
de sus órbitas, y que tuvieron el efecto de unas palmadas
bien dadas, pero todo el enojo se le pasaba cuando Mael
se echaba a llorar recordando a su mamá:
-Mamita Carmen ¿Por qué me has dejado?, ¿Por qué
tenías que morirte?
Su mamama con todo el arrepentimiento de su alma lo
abrazaba, lo llenaba de besos y con suave voz le cantaba:

Mi dulce wawita
mi corazón de pan
mi Maelito
ven a mi abrazo
déjame mirarte
déjame quererte
mi dulce wawita
mi corazón de pan.

Otras veces le cantaba en quechua y sonaba muy lindo:

Miski wawachay
tanta songollay
Maelitullay

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qamuy rikrayman
saqeway gawaykita
saqeway kuyaikita
miski wawachay
tanta songollay (2)

(2) Traducción al quechua: Ruth Alarcón Guzmán

53
Compartiendo tareas

Cuando se despertaba con buen ánimo ayudaba a su ma-


mama en las labores de la huerta transportando la fruta
madura en su pequeña carretita que le había construido su
padrino Otoniel, en la que apenas cabía un melón y que
fue uno de los juguetes que más le gustaba, después cla-
ro está de su querido e inseparable trompo con su punta
muy afilada y esmerilada como de plata, y de su huaraca
bien encerada con cera de abeja.
Una tarea que no le gustaba hacer, pero ayudaba era
apañar los higos que se desprendían de la higuera de puro
maduros que estaban, y permanecían regados en el suelo
por muchos días y los depositaban en canastos para que
terminen de secarse, para elaborar el chimbango, bebida típi-
ca de Omate, que su mamama hacía fermentar en tinajas de
barro por varios días, y luego las envasaba en damajuanas
que eran unos botellones de vidrio, esperando la semana
santa en que se consumía en grandes cantidades, en esta
época todo el pueblo olía y sabía a esa deliciosa y dulce
bebida que se vendía en las conocidas tiendas de los Pamo,
los Villanueva, la tienda de doña Luzmila Baldárrago que
destacaba de las demás por sus paredes pintadas de amari-
llo limón, sus puertas blancas y su techo de tejas rojas.

54
Una tarea que Mael hacía con cierta dedicación y que
le divertía un montón, era ayudar a su mamama a escar-
mentar la lana de oveja con la que le tejía sus abrigadores
calcetines para los días fríos. Primero lavaban la lana con
agua fría, la dejaban secar al sol, para luego escarmentar-
las estirando con los dedos hasta que se pareciera a la tela
de araña. A veces Mael se cansaba y agarraba las peinetas
de su mamama para continuar escarmentando, ella no se
molestaba y lo dejaba hacer, contemplándole con inmen-
sa ternura.

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Cuando mamama le pescaba una
mentirilla

Cierto día, su mamama lo mandó a que fuera a llamar a


Nicanor, uno de los peones que laboraba en “La Cata”
que era uno de los terrenos de cultivo que tenían cerca
de la casa (Los otros eran “La Huerta” y “Santa Cruz”)
donde las altas plantas de maíz se doblaban con el soplo
del viento, haciendo ruidos semejantes a los que hacen los
pájaros nocturnos, y que le daban miedo de solo pensar
que tendría que cruzar en medio de los surcos sintiendo
el roce áspero de las largas hojas en sus manos y su carita.
Entonces ideaba una manera de no hacerlo: se paraba a
la entrada de la chacra frente a las plantas de maíz que se
movían de acuerdo a la dirección en que soplaba el viento,
a veces de adelante hacia atrás, y otras de un lado al otro
y les preguntaba:
—¿Está el Nicanor?
Como la planta se movía de un lado a otro, para él era
una señal de que no estaba y volvía a la casa volando más
que corriendo y con el corazón que se le salía del pecho.
—Mamama, el Nicanor dice que no está.
Cierto día lo mandó a la casa de doña Isabel Guarda-
mino para recoger un encargo y en el camino se encontró
con Felipe que se ofreció a acompañarle, y se fueron jun-

56
tos. Andando un trecho se encontraron con Lito, Alfredo
y Arturo, que estaban jugando trompo frente a la casa del
último. Llevaban buen tiempo jugando, y la competencia
estaba muy reñida, tan absortos estaban que ni siquiera se
dieron cuenta cuando ellos se acercaron.
—¿Podemos jugar? —preguntaron.
—¿Han traído su trompo?
—Siempre lo llevamos en el bolsillo -respondieron.
—Pero jugamos a rajar, y pueden perder su trompo -
les advirtieron.
Mael, además de ser bueno con la pelota, era muy
bueno con el trompo y aceptó las condiciones. Cuando
le tocó tirar, se frotó las manos, besó su trompo peque-
ño y fuerte y de buena madera, con una punta muy afila-
da y esmerilada como de plata, le enrolló la huaraca bien
apretada como le había enseñado Felipe, adelantó el pie
derecho, levantó la manito ágil y lanzó con maestría. El
trompo libre de la huaraca que lo aprisionaba bailaba tan
bonito, levantando polvo y con tal velocidad, que parecía
imposible que ningún otro lo podría alcanzar, que estaba
a salvo de ningún quiñe, menos aún de una rajada. Enton-
ces vino lo imprevisto: Lito que era un chico más grande y
con más experiencia lanzó su trompo más grande pero no
tan bonito como el de Mael, y en un abrir y cerrar de ojos
partió en dos su lindo trompo, su querido trompo que su
mamama le había regalado en una Navidad. Mael sintió
que se le hacía astillas el corazón, sus lágrimas pugnaban
por salir, pero se aguantó, su abuelo le había dicho que

57
los hombres no lloran, y Felipe le decía que solo lloran los
mariquitas.
Con el fragor del juego, había olvidado casi por com-
pleto recoger el encargo de su mamama de la casa de
doña Isabel Guardamino, se había hecho tarde, ya el sol
alumbraba sus últimos rayos, había que inventar alguna
disculpa y Mael recordó los cuentos de condenados y apa-
recidos que le contaba Leonor, y se inventó que habían
visto una señora muy delgada y con los ojos hundidos
que andaba por la calle con sus siete hijitos calatitos que
lloraban y que seguramente tenían hambre, eran tan, pero
tan flaquitos que se les podía contar las costillas. Mama-
ma juntó ropa y comida y se fue con la mamá de Felipe
a buscarlos, y claro que nunca los encontraron. Pero a
mamama no se les escapaba una, lo miró muy seria y algo
enfadada le reprochó su mentira, y como era su costum-
bre apeló a los refranes: “Para hilar una mentira, siempre hace
falta madeja”, “La mentira tiene patas cortas”, “La mentira no
tiene larga vida”, “Al que mucho miente, le huye la gente”, “Al que
miente, se le coge en la vereda de enfrente”, y cuando ya estaba
por empezar a contarle “Pinocho”, Mael la abrazaba y con
los ojos húmedos le prometía no volver a mentir.

58
Cirilo “Uñas largas”

Una tarde, cuando mamama Dolores ya estaba a punto


de cerrar la tienda llegó Cirilo o Chilo como lo llama-
ban, era un petiso falaz, siempre se metía en problemas,
su mamá estaba cansada de tantas quejas de los vecinos.
Saludó muy animadamente chocando palmas con Mael, y
un “tardes, abue”, para mamama Dolores, a quien no le
gustaban sus visitas porque andaba fisgoneando por toda
la tienda, y además porque tenía malas costumbres.
—¿Jugamos a las canicas? —dijo sacando un puñado
de las que traía en el bolsillo del pantalón.
—¿Son tuyas? —le preguntó Mael
—Claro que sí, las gané ayer al Lito
—Bueno, pero yo tiro primero —dijo Mael
Se frotó las manitos, como dándose importancia, se
acomodó poniendo una rodilla en el suelo y le ganó cinco
canicas a la primera chuzada.
—Ahora tiro yo —dijo Cirilo
Haciendo alarde de gran jugador, acomodó las cani-
cas y disparó, pero las cosas no le salieron bien, y le acertó
a una sola canica
—Mejor no seguimos, porque tú siempre ganas —
protestó Cirilo de mala manera

59
—Entonces sanseacabó —finalizó Mael, guardándo-
se las cinco canicas.
Iban a dar las seis de la tarde, hora en que mamama
cerraba la tienda. Cirilo hizo como que se despedía, pero
mientras mamama hacía el arqueo de caja como todos
los días al finalizar las ventas, se escabulló tan bien que
pensaron que se había ido y cerraron la puerta con llave y
apagaron la lámpara.
No bien se fueron, Cirilo salió de su escondite y lo
primero que hizo fue atragantarse de cuanta golosina en-
contró, luego con cautela y asegurándose de no tropezar
en la oscuridad, fue tanteando el mostrador hasta dar con
el cajón donde mamama Dolores guardaba el baulillo que
contenía las ganancias del día. Abrir el candadito del cajón
no fue problema, pues ya lo había hecho otras veces; lo
que no pudo hacer es abrir el baulillo, por lo que lo cogió
y regresó a su escondite y se acurrucó lo más que pudo.
Las horas pasaban tan demoradas y el frío apretaba tanto
que le hacía tiritar y castañetear los dientes, que se vio
obligado a salir del escondite y buscar a tientas un lugar
más abrigado, y no se le ocurrió mejor cosa que entrar
sigilosamente al dormitorio de mamama y escurrirse bajo
la cama y se quedó dormido. Casi al amanecer se escu-
charon sus ronquidos. Después de una buena regañina,
mamama lo depositó en su casa, no sin antes recomendar
a su mamá, doña Armida Santos, que corrigiera al des-
caminado de su hijo. Decían que de tantas quejas de los
vecinos que asiduamente iban a su casa para reclamar sus

60
pertenencias que habían sido sustraídas por el chico, doña
Armida lo había llevado a donde don Benito el curandero
del pueblo, quien después de azotarlo con ortiga en las
manos y hacerle rezar diez avemarías y diez padrenues-
tros, le recomendó atarlo a su cama hasta que se le quitara
la mala costumbre; pero no se le quitó. Al no saber qué
más hacer, doña Armida lo llevó a donde el padre Cris-
tóbal, párroco de la iglesia, de quien se decía que era una
persona que sabía mucho sobre psicología.
—Dígame doña Armida ¿Desde cuándo tiene esa
costumbre Cirilo?
—Creo que desde que aprendió a caminar.
—Y, ¿Qué hace con lo que roba?
—Lo esconde debajo de su cama padrecito.
—¿Le ha dicho que eso no se hace, que es una mala
costumbre?
—Estoy cansada de repetírselo, y hasta lo he amarrado
a la pata de la cama para que no salga, promete que no lo
hará más, pero al rato los vecinos están tocando mi puerta
para devolverles sus cosas. Ya no sé qué hacer padrecito.
El padre Cristóbal se rascó la cabeza pensativo, la
miró con preocupación, y le dijo que lo que tenía Cirilo
era una enfermedad de la mente que se llama cleptomanía
y que no se podía curar, pero que conversar mucho con él
y darle mucho cariño podría ayudarle.
Mamama Dolores estuvo de acuerdo con el sacerdo-
te, y desde entonces miró al chico con ojos compasivos y
alentó a doña Armida a que siguiera sus consejos.

61
Dibujo 5
Mamama le enseñó cómo
alimentar a los pichones

Los Pichones

Era domingo como a las cinco menos cuarto, el sol ya


había comenzado a esconderse, un ruido persistente que
provenía de la huerta llamó su atención. Al asomarse vio
que de uno de los árboles de chirimoya colgaba un nido y
dentro había unos polluelos que piaban fuerte, pero tanto
que casi se quedaban sin voz.
—Mamama, unos pichones están llorando, parece
que están solitos, deben tener hambre y frío y nadie los
escucha. ¿Dónde estará su mamá?
—Debe haber salido a buscarles alimento y hasta que
vuelva ellos seguirán piando.
—¿Por qué no los bajamos y les damos de comer?
—Mejor esperamos hasta la noche, si su madre no
aparece los bajaremos.
La espera fue angustiosa, por momentos los pichones
dejaban de piar, más al rato volvían a piar con más fuerza.
Era el comienzo del anochecer y la madre de los pi-
chones no aparecía.
—¡Están llorando, ya bájalos o se morirán! —suplica-
ba Mael.
Su mamama con cuidado bajó el nido, encontraron
tres pichones muertos de

63
hambre, sus escasas plumas que más parecían pelusas
de algodón cubrían sus lánguidos cuerpecitos. Los pusie-
ron en una cajita de cartón que encontraron en el baúl de
cachivaches, como ella decía a una caja de madera donde
guardaba miles de cosas, luego colocaron la cajita cerca
del fogón donde la leña ardía como lámpara bendita du-
rante todo el día, y en la noche las brasas seguían conser-
vando el calor del ambiente. Con paciencia infinita mama-
ma le enseñó como debía alimentarlos, y lo primero que
hicieron fue ir a la huerta y allí con un palito comenzaron
a escarbar la tierra húmeda hasta que encontraron unos
gusanitos rosados y frescos, que pusieron con cuidado en
una latita y regresaron al lugar donde estaban los picho-
nes. Mamama cogió al que piaba con más fuerza y con
los dedos índice y pulgar le abrió delicadamente el pico e
introdujo el gusanito, el pichoncito no se hizo de rogar y
engulló rápidamente, satisfecha su necesidad dejó de piar,
luego le pidió a Mael que diera de comer a los otros
dos, al principio no se sintió capaz de hacerlo, los veía tan
frágiles que cuando puso a uno de ellos en su mano lo
sintió tan suave como si fuera todo de algodón, tembla-
ba y piaba con fuerza, le abrió el pico como pudo y por
poco aplastó al gusano antes de dárselo; cuando le tocó
alimentar al más pequeño lo hizo con tanta destreza, que
su abuelita lo felicitó, luego los pusieron en su nido y los
volvieron al árbol. Poco a poco la noche se fue cerrando
mansamente en los corredores, a lo lejos se escuchaba el
canto de los grillos

64
—Veremos qué pasa mañana. —dijo mamama Dolo-
res y se fueron a dormir.
El cielo estaba aclarando, el olor dulzón de las fru-
tas de la huerta se esparcía en el ambiente, pronto el sol
asomaría por las ventanas, y Mael casi no había dormi-
do, estaba atento a los ruidos que venían de los árboles,
se preguntaba si habría regresado la madre, ojalá no los
abandone para siempre, recordaba lo que le dijo Leonor,
que cuando alguien tocaba el nido y agarraba los picho-
nes, su madre los dejaba morir de hambre. Pero no, las
mamás no hacen eso, mi mamá me quería mucho y si no
se hubiera ido al cielo, estaría conmigo y me ayudaría a ali-
mentar a los pichones; pero su impaciencia era tan grande
que no esperó a que mamama se levantara y buscó a Leo-
nor y se fueron a ver el nido. Cuál no sería su decepción al
verlo vacío ¿Qué habría pasado?, ¿Se los habría llevado?,
¿Los habrá abandonado en otra parte?, ¿Los dejará morir
de hambre?, las lágrimas mojaron su rostro, el corazón le
dolía de tan grande tristeza.
—Nunca más, nunca más bajaré un nido del árbol —
se decía apesadumbrado.
Ese día fue horrible y para empeorarlo más, por la
tarde el cielo se abrió en copioso aguacero, nadie hablaba
sobre lo ocurrido, la tristeza se había instalado en la casa y
era tanta que hasta la huerta toda parecía respirar dolor, el
recuerdo de los tres pichones que piaban tan fuerte hasta
quedarse sin voz permanecería por mucho tiempo en la
memoria de todos.

65
La Navidad

Mamama Dolores días antes de Navidad mandaba a mo-


ler trigo al molino de los Baldárrago que quedaba en las
afueras del pueblo. La noche anterior a la elaboración del
bizcocho navideño preparaba la levadura, en un recipien-
te ponía media taza de cerveza negra, una cucharadita de
azúcar y tres cucharaditas de harina de trigo, mezclaba
con una cuchara de madera y luego cubría el recipiente
con un mantel blanco y lo dejaba reposar cerca del peque-
ño horno que había en la cocina. Al día siguiente ya estaba
lista para preparar la masa a la que agregaba pasas, un
poco de manteca, higos secos y cáscara de lima confitada.
En el amasado intervenían también Leonor y Mael, que se
divertía a lo grande moldeando con la masa toda clase de
animalitos como patitos, pollitos, conejos y ratones, ma-
mama lo dejaba hacer, lo miraba complacida y horneaba
los animalitos junto a los bizcochos de Navidad. Luego se
entregaba a la tarea de preparar pequeños sacos de tela de
colores verde y rojo que llenaba con caramelos, galletitas,
canicas de muchos colores y también estampitas del naci-
miento del Niño Dios y un bizcocho; lo mismo hacían en
otras casas esperando la visita de los niños que a eso de las
seis de la tarde del día veinticuatro irrumpían en las calles

66
vestidos de fiesta, bailando alegremente, con las manos
en la cintura, avanzando y retrocediendo con menudos
pasitos, haciendo cruces y cantando:

Al niño recién nacido


todos le ofrecen un don
yo como nada tengo
le ofrezco mi corazón

Huachi-to torito
torito del corralito
huachi-to torito
torito del corralito

Del árbol nació la rama


de la rama nació la flor
de la flor nació María
de María el Redentor

Huachi-to torito
torito del corralito
huachi-to torito
torito del corralito (3)

A cambio, en las casas les daban panecillos de maíz, pe-


ritas dulces, a veces les hacían pasar a la sala y les servían
chocolate y bizcocho, en otras casas les daban una mo-
neda de diez céntimos. Faltando minutos para las ocho

67
de la noche volvían a sus hogares y las calles quedaban
vacías.
Los preparativos para armar el nacimiento eran meticulosos,
mamama unas semanas atrás sembraba cebada en unas ollitas de
arcilla y las dejaba germinar y crecer. Limpiaba el polvo de las
figuritas de pastores, animalitos, Reyes Magos, la Virgen y San
José hechas de yeso y algunas de arcilla que salían de las manos de
Leonor con la ayuda de las diestras manitos de Mael. No había
árbol de Navidad. Pero lo mejor de todo ese preparativo era escribir
la carta al Niñito Dios con la lista de regalos que querían que les
pusiera bajo la cama a la media noche. Mael escribía su carta con
ayuda de Leonor y a veces la adornaba con dibujitos.
Mamama Dolores, después de disponer la mesa con
sabrosas comidas, se abocaba a dar los últimos toques al
nacimiento, colocaba la cuna de paja, la Virgen y San José
a los lados de la cuna, los Reyes Magos: Baltazar, Mel-
chor y Gaspar, los pastorcitos, las ollitas con la cebada ya
crecida y verde, los animalitos que Mael le alcanzaba con
sumo cuidado, había corderitos, vacas, asnos y un gallo,
finalmente colocaban la estrella de Belén.
El abuelo llegaba en la tarde noche trayendo vino que
compraba en la bodega de los Pamo. Si bien no había ár-
bol de Navidad, siempre había regalos para todos, inclu-
yendo a Leonor, pues el Niño Dios no olvidaba a nadie.
Se cenaba en silencio, antes el abuelo bendecía la mesa y
daba gracias a Dios. Antes de la media noche mamama
Dolores, Leonor y Mael iban a la misa de gallo que oficia-
ba el padre Cristóbal, casi todas las veces Leonor volvía

68
cargando en sus brazos a Mael que se quedaba dormido a
media misa. Al amanecer del día de Navidad, Mael se le-
vantaba de un brinco y se deslizaba bajo la cama para ver
el regalo que le había dejado el Niño Dios. En los cinco
años que vivió al lado de su mamama siempre encontró
algún juguete ya veces también una moneda de plata.

(3) Autor desconocido

69
Dibujo 6: Posas de semana santa en Omate.
Las posas de Semana Santa,
eran altares de veinte
metros de altura

Semana Santa

La profunda religiosidad del centro poblado San Lino de Omate, se


formó tempranamente ya que, de los pueblos del Corregimiento de los
Ubinas, éste era un curato desde 1586 cuando Arequipa todavía
formada parte de la diócesis del Cusco. El 14 de febrero de 1600,
un intenso terremoto sacudió la región y fue seguido por la violenta
explosión del volcán Huaynaputina. La erupción duró más de un
mes en su fase explosiva con flujos de piroclastos, la caída de pómez
y bombas volcánicas que sepultaron diversos poblados en la zona.
Los poblados de indígenas de las inmediaciones fueron sepultados
y entre ellos se hallaban Omate, Lloque, Tarata, Colaña, Chec y
Quinistacas. La erupción se sintió hasta 800 km de distancia. En
la ciudad de Arequipa, que se ubica a 129 km. hacia el oeste del
pueblo de Omate, el cielo se oscureció durante días y cayó abundante
ceniza y pómez, acompañados por relámpagos en la columna erup-
tiva, globos de fuego que surcaban el firmamento, así como extrañas
luces que parecían “estrellas errantes”. Esta grave situación con
movimientos telúricos, erupciones de piroclastos, lluvias de pómez y
ceniza, que podía superar un metro de espesor, continuaron hasta
el 15 de marzo del mismo año. La pluma de ceniza se registró por
entonces hasta en Nicaragua, a más de 3,000 km. de distancia del
Huaynaputina. En la actualidad y a partir de estudios realizados
por la Universidad de California en Davies, sabemos que la erup-

71
ción tuvo un severo impacto en el clima de todo el planeta con graves
consecuencias que llegaron hasta Europa, generando alteraciones en
el clima global. Habiéndose producido este fenómeno en tiempos de
Cuaresma, esta se asoció con la ira y los castigos divinos como re-
sultado de los pecados cometidos por los habitantes de la región. La
reacción de los miembros de la Iglesia y de los pobladores se tradujo
en un amplio conjunto de rituales y ceremonias religiosas, así como
confesiones, rogativas, procesiones de sangre, Via Crucis, misas can-
tadas, repique de campanas y disciplinantes, que se azotaban por
las calles pidiendo perdón a Dios por los pecados cometidos e invo-
cando la clemencia divina. En el valle de Omate, los supervivientes
se agruparon en torno al culto de Cristo Crucificado —localmente
denominado Señor de las Piedades de Quinistacas— clamando mi-
sericordia. Esta es la imagen que protagoniza los significativos e im-
perecederos rituales de Semana Santa hasta el presente en el pueblo
de san Lino de Omate y su anexo San Bernardo de Quinistacas.
El 30 de junio de 2010, la celebración de la Semana Santa de
Omate fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación, mediante
RDN 1434/INC-2010 en la clasificación de fiestas y celebracio-
nes rituales, por su riqueza de contenidos y originalidad, que contri-
buyen a la afirmación de la identidad colectiva regional y nacional.
(4)

(4) Extraído del artículo “Tradición y pervivencia de la semana


santa en Omate” escrito por Sandra Negro y publicado por el
Instituto de Investigación del Patrimonio Cultural de la Univer-
sidad Ricardo Palma.

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La semana santa en Omate era una época de recogi-
miento para los mayores, en cambio los chicos, si bien
acompañaban a sus padres a los diferentes oficios religio-
sos, tenían sus propias expectativas.
El Domingo de Ramos se levantaban temprano, se
vestían con lo mejor que encontraban, iban llegando uno
a uno a la plaza: Mael, Felipe, Lito, Alfredo y Arturo el
corvacha que era el más tardón. Subían la cuesta por un
camino de tierra distante unos doscientos metros de la
plaza de Omate hasta llegar a la capilla de la Cruz, donde
ya estaba esperando Julián, el sacristán de la parroquia,
con el burrito blanco de ojos negros y aterciopelados, el
mismo de todos los años en el que Jesús iba aupado. Se
repartían las tareas: Mael y Felipe se encargaban de cepi-
llarlo con mucho cuidado, hasta dejarlo tan suave que pa-
recía de algodón. Lito le limpiaba las orejas, lo alimentaba
y le daba agua suficiente como para que resista la larga
caminata que le esperaba. Alfredo y Arturo colocaban en
el lomo del pollino la montura de seda bordada sobre la
que aupaban la imagen de Jesús, tarea que resultaba bas-
tante complicada, había que sujetarlo muy bien para que
no sucediera lo de otros años que a medio camino había
amenazado con caerse.
Una vez listo, le ataban en el pescuezo dos cintas blan-
cas anchas y fuertes que servían para conducirlo a través
de camino, las cintas eran llevadas por las autoridades del
pueblo. A lo largo del camino las señoras devotas coloca-
ban muchos arcos de flores blancas, los chicos acompa-

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ñaban cantando y dando vivas hasta la entrada triunfal en
la plaza, simulando la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén,
daba la vuelta a la plaza y entraba a la iglesia donde el pa-
dre Cristóbal celebraba la misa del Domingo de Ramos y
bendecía las palmas tejidas en forma de cruz, de estrella,
y combinadas con ramas de olivo que llevaban los fieles y
que luego de bendecidas las colocaban en un lugar prefe-
rencial de su casa hasta el próximo año.
Como en esta época se suspendían las clases escola-
res, los chicos estaban sueltos y participaban a su manera
de las actividades.
El Miércoles Santo iban con sus padres a la procesión
del encuentro de Jesús con su madre la Virgen María, ha-
bía tanto realismo que era sobrecogedor ver a Jesús con
la cruz a cuestas, camino al calvario, escoltado solo por
varones, mientras la Virgen iba escoltada solo por mujeres
y avanzaba en sentido contrario al de Jesús. El encuentro
de las dos imágenes se daba en la plaza mayor, era tan
conmovedor que grandes y chicos no ocultaban lágrimas
de dolor cuando la virgen acercaba su rostro al de su hijo
y simulaba besarlo.
Este era el preámbulo de lo que se viviría el Jueves
Santo que era un día de oración y arrepentimiento, pero
también uno de los días más esperados por Mael y su co-
llera que se tomaban muy en serio eso del dolor y del arre-
pentimiento. Desde muy temprano se reunían en la huer-
ta del corvacha Arturo, muy escondidos entre los árboles
frutales fundían las velas que antes habían comprado en

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la famosa cerería de don Arnulfo. Armaban una especie
de honda con una pita gruesa y le ponían en un extremo
una bolita de cera del tamaño de una canica y la dejaban
secar hasta que se endurecía tanto que parecía una canica
de verdad, aparte compraban pita delgada que ensartaban
en agujas gruesas, estaba claro que nadie sabía de sus dia-
bluras que eran guardadas en absoluto secreto.
Llegaban temprano a la iglesia y se sentaban en las
últimas filas. A eso de las ocho de la noche comenzaba la
misa y se escenificada el lavado de pies a doce venerables
ancianos del pueblo, la gente asistía vestida de color os-
curo, las mujeres llevaban largos mantos que les cubrían
desde la cabeza a los pies y los varones iban con paleto-
nes -abrigos largos-, durante el sermón que duraba como
media hora el párroco los fustigaba por sus pecados que
eran la causa de los grandes sufrimientos padecidos por
Jesús, y los instaba a arrepentirse y sentir verdadero dolor
de corazón, a tal punto que en un momento dado man-
daba apagar todas las luces y así en la oscuridad los fieles
desinhibidos se daban golpes de pecho, confesaban sus
pecados a voz en cuello, lloraban a gritos, se flagelaban
y en ese momento Mael y parte de los muchachitos co-
menzaban a pegar a diestra y siniestra con la honda que
habían preparado y que los fieles recibían con resignación
y merecido castigo, mientras otro grupo se entregaba a la
tarea de unir los paletones de los señores con los manto-
nes de las señoras cosiéndolos con pabilo, terminada su
tarea y antes que se volvieran a encender las luces volvían

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a sus lugares con un aire de la inocencia más grande del
mundo, esperando que la misa termine, que era cuando
para ellos empezaba segunda parte de la diversión, con los
tremendos líos que se armaba entre los “cosidos” cuan-
do a la salida de la parroquia intentaban separarse para
irse cada cual a su destino, y se sentían atrapados el uno
con el otro, entonces llovían imprecaciones culpándose
mutuamente que iban desde “pisaverde”, “mentecato”,
“bellaco”, “chusuñawi”, “majadera”, “sanguijuela”, “za-
rrapastroso” y otros más floridos, mientras Mael y sus
amigos no cabían de risa. Era uno de sus momentos más
esperados y hasta el cura Cristóbal apenas si podía disi-
mular una sonrisa.
Llegando a casa los padres reprendían a sus hijos, a
Mael su mamama lo llevaba a su cuarto le amonestaba
muy seria, serísima, pero Mael con ese pucherito que la
desarmaba toda le decía: pero mamama el padre Cristóbal
dijo que deberíamos castigarnos por cometer tantos pe-
cados y eso es lo que hemos hecho, y cuando empezaba a
hacer sus pucheritos, como siempre su mamama termina-
ba por abrazarlo con toda su alma, y por su puesto para
sus adentros no dejaba de sonreír.
Después de la misa los mayordomos encargados de
construir las “posas”, enormes altares construidos a base
de madera y sogas y en las que se expresaba la tradición y
la fe del pueblo, empezaban a plantar los postes de made-
ra que alcanzaban los veinte y veinticinco metros de altura
haciendo huecos profundos en cada esquina de las calles

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principales, en total eran siete posas, trabajaban casi toda
la noche armando los escalones de estos colosales altares,
y se daban fuerzas bebiendo sendos vasos de chimbango,
y como no era posible terminarlos de armar continuaban
al día siguiente, ésta tarea requería de mucha habilidad y
grande esfuerzo.
Cada “posa” era una estación donde se posaban las
andas del santo sepulcro para un momento de plegarias,
cánticos y sahumerios antes de continuar el recorrido
procesional.
Para el armado de cada posa se utilizaba entre doscien-
tos y trescientos palos de madera de molle, de huarango
o de eucalipto que eran atados con cientos de metros de
cabuya y de veinte a treinta tablones o bancos de madera
para formar las gradas en forma de escalera ascendente.
Concluido el armado se procedía a vestirlas con telas de
color negro y blanco en señal de luto por la muerte de
Jesús. En cada grada se colocaban cuadros con las imá-
genes de Jesús, la Virgen María y los santos, esta era una
tarea en la que participaban los niños, que por su agilidad
y poco peso podían subir los veinte metros que tenían
las posas y colocar los cuadros en los escalones. Todos
los años Mael y sus amigos estaban en primera línea con
entusiasmo desbordante, y felices de ser útiles y que les
dieran tal responsabilidad, se afanaban en hacer las cosas
bien, a veces les daban un real de propina, pero igual si no
les daban más que refrescos y bizcochos podían llegar a
colocar entre cien y doscientos cuadros, pues terminaban

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en una posa y pasaban a otra, a veces lo hacían en las siete
posas. Aparecían en bandada ofreciendo su apoyo, era lin-
do verlos trepados en las gigantescas posas como abejas
tejiendo ese enjambre de cuadros y flores. Se completaba
el armado con una mesa de altar en la base, arcos de flores
y alfombras también de flores y se iluminaban con faroles
a la espera del paso de la procesión del Santo Sepulcro.
El viernes santo, era un día de ayuno para toda la fa-
milia incluyendo los niños. Una sola vez al día se comía
la sopa de las siete yerbas que contenía muña, paico, hua-
catay, chincho, culantro, hierbabuena y orégano, molidas
con queso fresco además de papa y que se servía al medio
día. Ese día estaba prohibido hacer ruidos, cantar, reírse,
silbar, hablar fuerte, escuchar música, excepto la música
sacra; la campana de la iglesia tocaba cada hora con un
sonido tan lúgubre que estremecía. Durante todo el día
la iglesia entraba en duelo, todo resultaba extraño y con-
movedor en la vastedad del templo en penumbra, en esa
inmensidad sombría y quieta que inducía al recogimiento
y la reflexión.
A las ocho de la noche salía la procesión del Santo Se-
pulcro. La Hermandad de Caballeros del Santo Sepulcro,
vestidos de luto, cargaba el anda con el Cristo yacente;
era una procesión de profundo recogimiento, y los fieles
también de luto acompañaban la procesión en su recorri-
do deteniéndose en cada una de las siete posas; mientras
una banda de músicos interpretaba la “Marcha fúnebre a
Morán”, creando un ambiente de honda consternación y

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recogimiento; algunos devotos hacían el recorrido descal-
zos, otros lo hacían de rodillas. En las primeras horas de la
madrugada del sábado ingresaba la procesión a la iglesia.
El Sábado de Gloria era la antesala de un Domingo
Santo de alborozo, de fiesta, el mejor domingo del año,
el más esperado por grandes y chicos, pues se recordaba
el paso de Jesús entre la muerte y la resurrección. Por la
mañana la Virgen Dolorosa recorría de posa en posa para
borrar los pasos de su hijo. A la media noche echaban a
volar las campanas con su voz sonora, alegre y solemne
a la vez, que invitaban al regocijo anunciando la resurrec-
ción de Jesús. Inmediatamente los poseros retiraban las
telas negras que cubrían las posas y las cambiaban por
telas de color rojo encendido que simbolizaba la resu-
rrección. En medio de una explosión de júbilo, cánticos,
aplausos, olor a incienso y pétalos de flores rociadas con
profusión por los niños ataviados de querubines, salía en
procesión Jesús resucitado “Pascualito”, recorría las sie-
te posas bendiciendo cada una de ellas, así como a los
poseros. A las diez de la mañana cuando el sol cálido y
luminoso se aposentaba sobre la devota muchedumbre,
la procesión entraba la iglesia donde el padre Cristóbal
celebraba la misa pascual.
Afuera de la iglesia, como todos los años, se vendían
las famosas “wawas” que tenían forma de bebés, y eran
elaboradas con harina de trigo, azúcar y manteca, decora-
das con abundante grageas, pasas negras y caramelos en
forma de estrellas.

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Concluida la celebración de la misa las autoridades re-
corrían las posas siendo recibidas por los poseros y los
nuevos mayordomos que se harían cargo de las posas del
próximo año, firmando el acta de compromiso, en cere-
monia que se llevaba a cabo con sendos brindis de chim-
bango y comida típica, amenizada por una banda de mú-
sicos. Finalizada esta ceremonia se iniciaba el desarmado
de las posas. Para los niños el Domingo de Resurrección
era un día de fiesta, no tenían que hacer mandados, ni ta-
reas; ese día había almuerzo especial a base de cerdo o ave
horneada, compota de frutas y queso helado.

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El abuelo Honorio

Le enseñó que debía llamarlo “Papá Honorio”, no abuelo,


y él no lo llamaba Mael sino Ismael que era su nombre de
pila. Lo veía como un gigante de cabellos y bigotes blan-
cos, vestido siempre con su paletón y camisa muy blanca
y tiesa, su voz le daba miedo, siempre hablaba gritando y
para todo decía carajo, todos temblaban menos mamama
Dolores que jamás se doblegó ante su carácter atrabiliario.
De ella, Mael aprendió a no bajar la cabeza cuando le re-
prendía por alguna cosa que le molestaba, y eso encendía
su cólera, y su mirada era tan terrible que sentía que le pe-
netraba tan adentro que parecía hurgar sus pensamientos
más ocultos, y sentenciaba: “son astillas del mismo palo”.
Tenía la sensación de que todo en él le molestaba, una
vez le preguntó a su mamama si su abuelo era así con él
porque tal vez tuvo la culpa para que su mamá Carmen
se muriera tan joven, ella le abrazaba y le decía que sacara
esos pensamientos de su cabeza, que su mamá se murió
de una neumonía y él no tuvo culpa de nada.
En el comedor su abuelo tenía sus ojos clavados en él,
le corregía todo, que se levantara el cabello que siempre se
le caía en la frente, que no debía masticar haciendo ruido,
que para recoger el último bocado de comida utilizara el

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cuchillo y el tenedor y no usara el dedo pulgar —costum-
bre que no podía evitar pese a sus gritos; en el fondo lo
hacía en rebeldía por su trato tan áspero— siempre que
le llamaba la atención, para asegurarse que le había com-
prendido le decía: ¿En-ten-di-do?
Algunas veces, muy pocas en verdad, lo llevaba al es-
tablo montado en su hermoso caballo bayo, eso sí que le
gustaba porque se olvidaba de él escuchando el trino de
los pajaritos que le parecía música de la más hermosa y
pensaba en su mamá, la imaginaba oculta en alguna nube
y que le acompañaba diciéndole cosas lindas. A veces Mael
quería conversar con él, hacerle preguntas, pero optaba por
permanecer callado, porque solo recibía respuestas breves
y acres. No recordaba una caricia, una palabra amable; sal-
vo el día que contrajo una neumonía por haberse quedado
dormido después de llorar tanto junto al tronco herido de
su querida higuera que era el árbol más bonito de la huerta,
su mejor compañera en sus días tristes y que había sido
cortada por su abuelo, como castigo a una desobediencia,
y que le dejó una herida tan grande que quedó abierta por
mucho tiempo; aquella vez creyó ver en sus ojos húmedos
un brillo efímero de algo parecido a la ternura y sintió que
tal vez muy en el fondo lo quería, y le dijo:
— Papá Honorio no te pongas triste, yo te había bo-
rrado de mi corazón, pero voy a ponerte otra vez.
Como su abuelo siempre estaba tan ocupado en los
establos, en las chacras y viajaba constantemente a Are-
quipa no le quedaron muchos recuerdos.

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LEONOR

Leonor fue parte de su cimiento y fortaleza para no su-


cumbir en la vida, lo cuidaba con cariño, con ternura, lo
llevaba a la misa los domingos, y llegó a quererla tanto que
no estaba dispuesto a compartirla con nadie. Cuando no
estaba su mamama, ella lo acunaba en su regazo, jugaban
a las escondidas y a veces participaba en los domingos de
fútbol con sus amigos. Uno de esos domingos después
del partido lo llevó a la casa y fue a arreglarse, se puso su
vestido con el que iba a misa, uno con flores amarillas y
azules que le quedaba lindo, el pelo destrenzado negrísi-
mo le caía como una cascada sobre los hombros, se puso
color en los labios y algo alrededor de los ojos que los
hacía más negros y profundos que le daban un aire miste-
rioso. La tarde invitaba a soñar con su tibieza, su modorra
y el aroma dulzón que venía de los árboles frutales de
la huerta. Mael la contemplaba impaciente, preocupado,
intuía que lo iba a dejar, que saldría sola, pero, a dónde y
por qué y con quién, tenía muchas preguntas que hacerle,
hasta que no pudo más y le dijo:
—¿A dónde vas Leonor?, ¿Por qué te pusiste tu vesti-
do de los domingos? Ella divertida le respondió:
—A dar un paseo

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—¿Con quién?
—Pues sola
—¿Puedo ir contigo?
—No chicuelito, hoy no.
Fingió que lo aceptaba y se quedó aparentemente
tranquilo, esperó que la muchacha saliera y la siguió de
lejos. Leonor caminaba dando saltitos de vez en cuando,
alegre, desenvuelta, liberada, hacia el río. El viento batía
sus faldas dejando ver sus medias blancas con filo azul, sus
cabellos alborotados como olas al viento. Alguien estaba
esperándola sentado en la hierba a la orilla del río, miran-
do su rostro reflejarse en el agua cristalina. Un beso fugaz
selló el encuentro. Permanecieron abrazados mucho rato.
Mael los miraba desde su escondite, inquieto, urdiendo
qué hacer para que Leonor volviera a casa, después de
todo, ella era “su Leonor”, solo debía estar a su lado, solo
debiera quererle a él y a nadie más. Pasó largo rato, cuan-
do no soportó más retornó a su casa, iba refunfuñando
mientras caminaba, con mucha desolación y rabia en su
corazón, por eso cuando volvió Leonor encendida toda,
con una luz en su mirada que se filtraba por entre sus lar-
gas pestañas, le dijo:
—Te acusaré a mi mamama que saliste con tu amigo y
ella te castigará, ya verás, nunca más te dejará salir–, había
una encantadora indignación en el fuego de sus ojos.
—Pero si solo conversamos un rato —respondió
Leonor.
—¿Qué te hizo?

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—Pues cositas —contestó ella, risueña, divertida.
—¿Le quieres?
—No, yo solo te quiero a ti tontito, mi chicuelito y lo
abrazó como solo ella y su mamama sabían hacerlo.
Pero algo quedó en su corazón, un desasosiego, un
presentimiento de que se alejaría algún día.

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Mamama Dolores está triste

Faltaba poco para que Mael cumpliera los seis años y de-
bía ir a la escuela, su padre le había manifestado a mama-
ma Dolores su intención de mandarlo a la escuela fiscal
243 que quedaba a varios kilómetros de distancia y para
eso tenía que dejarlo en casa de su tía Albuina. Desde
entonces se le veía como ausente, reía menos, casi no iba
a ver los partidos de fútbol donde participaba su nieto,
como que quisiera ir acostumbrándose a su ausencia.
Mael lo notó y se preguntaba qué estaría pasando con su
mamama, su querida mamama. Pensaba que tal vez estaba
enojada por algo que él habían hecho, o que estaba enfer-
ma y eso sí que no podía ser, no quería ni pensar en que
podría sucederle lo mismo que a su mamá Carmen y que
también lo dejaría solo, y quién le iba a cuidar, quién le iba
a cantar en las noches para que se durmiera, quién le iba a
dar esos abrazos apretados, tanto que podía escuchar los
latidos de su corazón, quién lo defendería de las rabietas
de su abuelo que tanto miedo le daban, de sus gritos que
le hacían temblar como las hojas de los árboles cuando
arrecia el viento.
En su expresión generalmente apacible pareció de
pronto filtrarse una expresión de desasosiego, ahora can-

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taba bajito, ya no silbaba, la veía con más frecuencia ha-
blar sola en la huerta después del almuerzo, en la penum-
bra del anochecer podía adivinar sus ojos brillantes y hú-
medos como siempre le pasaba cuando algo la angustiaba.
Tan preocupado estaba que un día le preguntó:
—¿Qué tienes mamama?
—Nada hijito, solo un poco cansada, a veces me abu-
rre un poco estar tanto tiempo detrás del mostrador.
—Pero el otro día estabas llorando.
—Te pareció, lo que pasa es que se me había metido
polvo al ojo, ya no te preocupes y anda juega con tu lindo
trompo con su púa muy afilada y esmerilada que parece
de plata.
Pero Mael se quedó preocupado y también triste, algo
le está pasando, se decía, y claro que no se fue a jugar con
su trompo, sino que se sentó a su lado y se abrazó a ella
para sentir los latidos de su corazón y sentir su aroma a
almizcle y a todas las frutas de la huerta. Cuando mama-
ma Dolores dejó un día de ir a la tienda se alarmó, eso no
había sucedido nunca, y entonces a él también le dieron
ganas de llorar, pero se escondió bajo la cama para que
su mamama no lo viera, se moría de pena y también de
miedo, qué sería de él si su mamama se muere, eso no
podía suceder, su mamama era muy fuerte la más fuerte
de todas las mamamas, lloró tanto que se quedó dormido.
Leonor lo encontró y lo llevó a su cama, lo acostó, le aco-
modó el alborotado cabello y secó sus lágrimas.

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Mael tiene que entrar a la
escuela

Faltaba poco para que fuera a la escuela, una escuela de


verdad, la del Estado. Su mamama lo iba preparando para
la separación.
Un día le dijo:
—Mael, pronto cumplirás seis años, es la edad para
entrar en la escuela
—Eso me gustará mucho mamama, a mí me gusta
mucho asistir a la escuela de la maestra Ercilia. (Mael asis-
tía como alumno libre al jardín de infancia de la maestra
Ercilia Castellanos).
—Esta vez irás a una escuela fiscal donde estudiarás
con muchos niños y aprenderás muchísimas cosas.
—En la escuela de la maestra Ercilia también me en-
señan muchas cosas, además me quieren y están mis ami-
gos con quienes juego fútbol y tú puedes ir a verme jugar
y puedes ser árbitro.
—Tu papá dice que la Escuela fiscal es mejor.
—Entonces tu irás conmigo, como siempre, y Leonor
me recogerá como siempre.
—La escuela fiscal queda a muchos kilómetros de
aquí y no podré ir contigo, tampoco Leonor.
—Eso no —dijo Mael, a punto de llorar.

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—Verás que te gustará, además estarás en la casa de tu
tía Albuina y jugarás con tus primos.
—Yo no quiero ir sin ti, y no conozco a la tía Albuina
y no quiero jugar con mis primos, yo quiero quedarme
contigo y con Leonor.
—Será bueno para ti —dijo Mamama Dolores, disi-
mulando lo mejor que pudo su tristeza.
Mael comprendió que poco podría hacer, se abrazó a
su mamama y se echó a llorar con mil sentimientos que
abrumaban su corazón.

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Y Llegó el día

Como les pasa a casi todos en este mundo, un día su vida


cambió, apareció su papá para llevarlo a la casa de su tía
Albuina que vivía muy lejos a varios kilómetros de dis-
tancia, —Ya dijimos que estaba por cumplir seis años y
seguía siendo un chibolo vivaz y encantador— este día se
le quedaría grabado para toda la vida, lloró tanto que los
ojitos se le quedaron enrojecidos por muchos días, su ma-
mama también tenía los ojos anegados en lágrimas, mien-
tras alistaba el pequeño equipaje con su ropa y algunos
juguetes entre ellos su querido trompo con punta muy
fina y esmerilada que brillaba tanto que parecía de plata.
Leonor ayudaba sacando las cosas del armario, incluso
esas cosas que eran un secreto entre ella y Mael.
—Ve a despedirte de tus amigos —le dijo su mama-
ma– solo por un tiempo, ya los volverás a ver en tus va-
caciones.
— ¿Despedirme de ellos?, ¿Despedirme de Lito, de
Felipe, de Arturo?, pero ¡Si ellos son mis mejores amigos!
dijo llorando y a viva voz.
— Tendrás nuevos amigos, muchos amigos.
— No quiero otros amigos, además ya habíamos pen-
sado hacer muchas cosas

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— Lo siento, eso tendrá que esperar.
Felizmente Mael llevaba en su mochila grandes can-
tidades del mucho amor que le dio su mamama Dolores
y que le valdrían para recoger los pedazos de su corazón
cada vez que se le hicieran trizas.
La noche anterior a su viaje durmió en los brazos de
su mamama que lo consolaba hasta que sus sollozos se
disolvían en el sueño.
No volvió a ver a su padre ni tampoco a su mamama,
ni a sus amigos por los cinco años siguientes, aunque ella
le mandaba de vez en cuando una encomienda y una carta
que él la leía y releía y casi siempre terminaba llorando,
luego la guardaba bajo su almohada.
Aquella mañana que se iba para siempre, partía de su
mundo de sueños hacia un mundo real, duro, indiferente,
que le dejó honda tristeza.

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SEGUNDA PARTE

Somos dueños de la mejor riqueza: la de nuestro corazón.


Mi corazón; ojalá el corazón les bastara como a mí me basta. Ojalá
pensaran del mismo modo que yo pienso. Pero no, mejor será que no pien-
sen…así no tendrán en su memoria la tristeza de sus olvidos.
De mi parte “Ordenaré mis actos para que el presente sea toda la
vida y me parezca el recuerdo, para que el sereno porvenir me deje el pasado
del tamaño de una violeta y de su color, tranquilo en la sombra y de su olor
suave”

Juan Ramón Jiménez


La casa de la tía Albuina

Cuando Mael vio la casa en la que pasaría ¡cinco años!,


se le encogió el corazón, era todo lo contrario a la casa
de su mamama, no podía creer que de verdad viviría ahí.
La casa de la tía Albuina no se parecía en nada a la de su
mamama, primero que estaba pintada de un color ocre
que la hacía más pequeña y poco vistosa, era más austera,
menos espaciosa, tenía una salita, una cocina que tam-
bién servía de comedor, un patio empedrado con algu-
nas macetas de geranios, al fondo tres dormitorios, uno
era de su tía, otro de su primo mayor y el tercero de sus
dos primas, la huerta también era más pequeña que la de
mamama y no tenía muchas frutas. El día que llegó el sol
era apenas un halo que se desvanecía de lo alto; se sentía
cansado, triste, dolorido, habían viajado por una carretera
polvorienta, estrecha, sinuosa. Esta casa lo entristecía, ex-
trañaba a su mamama, a Leonor, a sus amigos. Le acomo-
daron en el pequeño dormitorio de sus primas, un tanto
sombrío, las paredes casi desnudas, apenas dos retratos
un tanto descoloridos de la primera comunión de ellas, le
habilitaron una camita estrecha que cuando la vio sintió
una desolación muy grande, recordó su cama confortable
con almohadones y cobijas de lana de alpaca pegadita al

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imponente catre de bronce de su mamama, y esta camita
en la que apenas cabría no podría ni moverse sin peligro
de caer al suelo como le sucedió muchas veces en los cin-
co años que tuvo que pasar en ella, además de las muchas
veces que no podía conciliar el sueño por el frío que se
colaba en las noches de invierno y tenía que acurrucarse
hasta tener las rodillas juntas y pegadas a su naricita, eso
le daba una sensación de calor que hacía más tolerable el
frío, mientras que a sus primas les calentaban los pies con
bolsas de agua caliente. Echaba tanto de menos su cama
caliente cerca de la de su mamama Dolores, donde casi
siempre dormía cogido de su mano mientras ella le conta-
ba cuentos y le cantaba tan suave como un susurro hasta
que le llegaba el sueño.
De grande, cada vez que pensaba en esa casa sentía
una opresión en el pecho, los años que vivió ahí fueron
los más tristes de su vida.

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En la escuela

En su primer día de escuela fue sin nada, sin cuadernos,


sin lápiz, sin libros, no le habían comprado los útiles es-
colares, solo le matricularon y nada más. Doña Matilde
Zevallos, su maestra, le proporcionó unos cuadernos, de
esos que enviaba el Estado a las escuelas públicas, que
tenían pocas hojas y la pasta era de papel muy delgado
con el escudo del Perú y en la parte posterior tenía la
tabla de multiplicar. Con el uso, las esquinas se doblaban
y se estropeaban rápidamente, por eso Mael los forra-
ba con papel cometa de varios colores para distinguir-
los por cursos, también le proporcionó un lápiz amarillo
con borrador en un extremo que también tenía el escu-
do nacional, el libro lo compartía con su compañero de
carpeta. Le fascinaba el olor del lápiz, de los cuadernos
y los libros nuevos, le encantaba escribir en los cuader-
nos de doble raya porque las letras le salían redonditas
y no había peligro de que le salieran las líneas torcidas.
Aun así, en medio de esa precariedad Mael se alegraba
y cuidaba lo mejor que podía sus pocos útiles. Desde el
primer día llamó poderosamente su atención la tabla de
multiplicar, no le costó trabajo aprendérsela al revés y al
derecho, aunque nadie en su casa se alegraba de sus lo-

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gros. Nunca le preguntaban si había realizado sus tareas o
si necesitaba algún libro, tampoco preguntaban si estaba
asistiendo regularmente a la escuela o si se “hacía la vaca”,
pero cuando tenía que cumplir con las tareas de la casa, sí
que estaban muy atentos al cumplimiento de estas y hasta
a veces lo regañaban.
Un día que había actuación en la escuela y les habían
dicho a los alumnos que fueran bien vestidos, como pudo
se las arregló con unos pantalones y una camisa, pero sus
zapatos estaban bastante gastados, por lo que echó mano
a un par de botitas de color negro con pasadores que ha-
bía guardado como recuerdo de su mamá que tenía los
pies tan menudos que le calzaron muy bien y como tenían
planta de crepé eran muy suaves y no hacían ruido al an-
dar, eran como mágicas, se sentía como en la nubes y sus
compañeros fascinados lo seguían por todas partes, no
faltaron algunos que le rogaban para probárselas.

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La maestra Eloísa

Andaba por el segundo año y no iba nada bien en la escuela,


no hacía las tareas, no tenía suficientes cuadernos, no tenía
la comodidad y el tiempo libre después de las clases porque
tenía muchas tareas que cumplir en la casa, debía dar el pien-
so a los animales del establo o recoger leña para el horno de
pan que tenía su tía.
Su maestra, doña Eloísa Oviedo, que había observado
que Mael había demostrado una excelente habilidad con las
matemáticas lo ayudó para que pasara de año. En esa época
era una disposición del Ministerio de Educación que los exá-
menes de fin de año debían ser tomados por un jurado espe-
cial conformado por el inspector provincial de educación y
maestros de otros colegios. El examen al que se sometía a los
alumnos era de forma oral con preguntas y respuestas y el de
matemáticas era en la pizarra, su maestra lo presentó ante el
jurado que le planteó un problema de multiplicación y divi-
sión combinada, Mael se sintió como pez en el agua, tomó la
tiza blanca escribió la operación que debía resolver, con sufi-
ciencia y como si estuviese jugando en pocos minutos tenía
la respuesta, dejando boquiabiertos a los jurados. Este fue el
comienzo de una nueva etapa en su vida, los años siguientes
se las ingenió para sacarle tiempo al tiempo, llevaba sus cua-
dernos cuando iba a regar las chacras, se sentaba en la hierba
o en alguna piedra para hacer sus tareas.

97
La espina

Asomaban los primeros rayos del sol sobre la copa de


los árboles, era un poco más de las cinco de la madruga-
da, justo cuando empezaban a cantar los gallos, Mael se
levantó dando un brinco y se vistió como pudo. Agustín
lo esperaba en el zaguán y juntos emprendían el camino
hacia los sembríos de maíz.
Mael tenía como tarea diaria antes de ir a la escuela
regar los sembríos de maíz, iba acompañado por Agustín
un muchachito que tendría unos diez años, robusto y algo
más grande de lo que correspondía a su edad, pero era un
poco lerdo en su razonamiento, lo quería entrañablemen-
te, talvez porque él también era huérfano de madre y su
padre lo había puesto al servicio de la casa de la tía Albui-
na sin compromiso de mandarlo a la escuela, y aunque le
gustaba charlar con él, poco provecho sacaba , no le ponía
interés más que en cuidar el ganado y trabajar la chacra,
después de todo su padre y su abuelo habían hecho lo
mismo toda su vida.
Caminaban agarrados de la mano, de trecho en tre-
cho Agustín lo cargaba, los perros ladraban a su paso y
eso les daba mucho miedo, sobre todo el perro de don
Israel Apaza que parecía un oso grande, negro y peludo y

98
cuando abría el hocico para ladrar se le veía una enorme
lengua colorada y unos dientes grandes y filudos. A me-
dida que iba aclarando, el día se ponía alegre, los pajaritos
silbaban y saltaban de mata en mata, los gorriones canta-
ban en festivo concierto; Mael disfrutaba mucho de es-
tos momentos y silbaba tratando de imitarlos, en cambio
Agustín se dedicaba a destruir los nidos que se alojaban
en los árboles, sacaba una honda que siempre llevaba en el
bolsillo de sus pantalones y disparaba contra ellos; eso le
disgustaba mucho a Mael, le parecía muy malo, muy cruel,
por eso se adelantaba para no ver. Un día de esos se alejó
demasiado y le dio miedo y volvió a la carrera para buscar
a Agustín con tan mala suerte que tropezó y fue a caer
sobre una mata de espinas. Al escuchar sus gritos, Agustín
se apareció corriendo, se asustó mucho al ver sus manitas
llenas de espinas; le decía que no llore, que aguantara, que
le sacaría las espinas y sobre todo que no le cuente a nadie.
Con infinita paciencia y mucha habilidad le fue sacan-
do las espinas una a una, por cada espina que sacaba
brotaba una gotita de sangre, Mael sentía ganas de llo-
rar a gritos porque le dolía mucho, pero se contenía para
que Agustín no le dijera que era un mariquita, luego se
fue a buscar entre los arbustos una planta llamada matico
que tenía de hojas largas de color verde intenso y flores
amarillas -Agustín había visto a su madre curar las heridas
masticando las hojas y colocándolas encima en forma de
emplasto- cogió unas cuantas hojas se las puso en la boca
masticando hasta formar una masa verdosa que colocó en

99
cada una de sus heridas y lo dejó sentado a un costado del
camino cerca de la acequia por donde corría el agua que
servía para el riego, mientras él hizo la tarea de regar los
sembríos de maíz. Sobre las siete de la mañana empren-
dieron la vuelta a la casa, Agustín lo llevaba cargado sobre
sus espaldas, por trechos lo bajaba y le decía que caminara
despacio sin mover las manos; faltando poco para llegar,
se sentaron sobre unas piedras y le fue sacando uno a
uno los emplastos, las heridas habían cerrado y no había
ni rastro de sangre. Mael no lo podía creer, le preguntó
si se trataba de cosas de magia, Agustín se rio de buena
gana y le explicó que el matico era una hierba que usaba
su mamá para curar las heridas y otras cosas más. Mael
nunca le contó a nadie lo sucedido ¿Para qué? Total, ya
sabía que no les importaría, por el contrario, tal vez reci-
biría una reprimenda por no hacer las cosas con cuidado,
casi siempre era así; mejor era guardarse su dolor, ya en la
noche cuando estuviera solo “se lo contaría a su mamá”
como siempre solía hacerlo cuando tenía alguna pena en
su corazón.
Mucho tiempo después cuando fue a vivir a la casa
de su madrastra vio cómo ella salvó de morir a Fido, su
perrito pekinés, que había sido atropellado por un carro,
todos lo daban por muerto, pero ella le puso emplastos de
matico en sus múltiples heridas de la misma forma con que
Agustín había curado las suyas, Fido estuvo sin moverse
por dos días y al tercero se levantó como nuevo movien-
do la cola y bebiendo mucha agua.

100
El chunchito

Era lunes, y el día anterior había ido a recoger la leña para el


horno, con Agustín y no había tenido tiempo para hacer
su tarea, a Mael no se le ocurrió mejor idea que hacerse la
vaca, total, nadie se daría cuenta y se fue a vagabundear cerca
del río para atrapar sapos, de esos de color amarillo, peque-
ñitos y saltarines expertos en cazar insectos, se los ponía en
los bolsillos y los soltaba en la huerta de la casa. Jamás pensó
que se toparía de manos a boca con doña Otilia Flores vecina
de su barrio que se apareció con su atado de ropa que llevaba
para lavar en el río, lo miró muy seria y le dijo:
—Oye chicuelo ¿Qué haces a estas horas aquí?, ¿No
debieras estar en la escuela?
—Es que la maestra no vino, porque tenía dolor de
dientes -respondió Mael
Doña Otilia no le creyó. Ya le avisaría a su tía Abuina
para que lo cuide mejor. Ignoraba doña Otilia que su tía
Albuina no se daba tiempo para cuidarlo y que no era la
primera vez que Mael faltaba a la escuela, no sabía tampo-
co que nadie en su casa se ocupaba de él, a no ser cuando
tenía que hacer las tareas de la casa, como levantarse muy
temprano para regar las chacras y recoger leña; y siguió su
camino hacia el río.

101
Eran cerca de las diez de la mañana, cuando a lo lejos
divisó un grupo de chicos, que haciendo alboroto venían
en dirección al río, se ocultó como pudo detrás de unos
arbustos, dejó que pasaran, y antes de que se alejaran de-
masiado se incorporó al grupo y se fue con ellos a la casa
de la maestra donde estaban ensayando un baile del fol-
clor de la selva, que iba a ser presentado en los juegos flo-
rales de la escuela. Nadie se dio cuenta en qué momento
Mael se había integrado al grupo. Los ensayos se dieron
durante varias semanas y el que más destacaba del grupo
era Mael, tenía mucha gracia y desenvoltura para ejecutar
los pasos y los brincos que formaban parte de la coreo-
grafía, no solo ensayaba en la casa de la maestra sino en
su casa, en la calle, en el parque. Se sentía muy feliz de
participar. Cuando llegó el día de la actuación, como no
tenía el disfraz de chunchito que se requería, la maestra
le improvisó uno y resultó ser el más lindo de todos. Lo
demás vino como llovido del cielo: su gracia, su destreza
para ejecutar los más intrincados pasos, su ingenio para
disimular las inevitables metidas de pata de sus compañe-
ros y las suyas también y su don de líder conduciendo al
grupo destacó tan claramente que al final fue premiado
con tantísimos aplausos del público que tenía la sensación
de que hubieran durado no minutos sino horas. Cuando
llegó a su casa todavía el sonido de los aplausos resonaba
en sus oídos. Y, claro, que nadie de su casa fue a verlo, por
eso se cuidó mucho de comentarlo para no sufrir una de-
cepción más, que a esas alturas eran tantas que habían cre-

102
cido como una montaña. Pero contaba con el cariño de
sus amigos, de las mamás de sus amigos y de los vecinos
del barrio que le celebraban con efusión, lo abrazaban, le
daban palmaditas en la espalda, algunos lo cargaban y se
ganó el apelativo de “chunchito” que le duró hasta que
terminó la primaria.

103
Dibujo 7
Mamama le enviaba
encomiendas con dulces y
siempre una carta

Las encomiendas de mamama Dolores

Las encomiendas de mamama Dolores, eran como palomas mensajeras que


de vez en cuando volaban desde su mundo de sueños y amores que dejó, ha-
cia su mundo de amarga realidad, vistiéndola momentáneamente de colores,
amores y sabores.

Cuando Mael fue llevado por su papá a la casa de su tía


Albuina para estudiar la primaria en una escuela del Es-
tado, dejó un vacío tan grande en la casa y en el cora-
zón de su mamama Dolores, que no pudo llenarse con
nada, pero ella trataba de seguir manteniendo ese lazo de
amor que existía entre los dos, así de vez en cuando y
aprovechando los viajes que hacía su compadre Arnulfo,
para proveerse los insumos necesarios para la elaboración
de las hermosas ceras que vendía en su cerería, en su ca-
mioncito Ford pintado de anaranjado y verde, le enviaba
una encomienda en una cajita de cartón forrada con tela
blanca y cosida con pabilo, “Para Mael” escribía encima
con letras mayúsculas, adentro ponía alfajores con miel,
dulce de calabaza, rosquillas de manteca y siempre una
carta que doblaba con cuidado y colocaba en un sobre en
el que escribía: “Para mi wawita” con su linda letra redon-
da y con letra cursiva al inicio y en la despedida. Siempre

105
empezaba diciéndole: te quiero mucho mi wawita, pórtate
bien con tu tía y con tus primos, estudia mucho, no olvi-
des llevar siempre una piedrita apretada en tu mano, eso
te dará seguridad y serenidad en la época de exámenes
o en alguna situación que se te presente difícil; es lo que
yo hacía cuando era chiquita como tú, y hasta ahora lo
hago cuando necesito tranquilidad ante la inminencia de
un problema que debo solucionar de la mejor manera,
sigue con esa costumbre de caminar pegadito a los muros
pasando el dedo como trazando una línea muuuuuy larga
e invisible, eso te hará sentir que estás acompañado cuan-
do vayas solo a la escuela.
Cuando sientas la necesidad de llorar, pues llora, aun-
que para eso tengas que esconderte bajo la cama o en la
huerta como lo hacías acá, para evitar que te molesten con
eso de que “los hombres no lloran”, o que “solo lloran los
mariquitas”, porque tú sabes que eso no es así, que todos
tenemos derecho a llorar, así como a reír, o a enojarnos y
hasta decir alguna mala palabra, pero no muy grande.
Recuerda tus oraciones de la noche antes de acostarte
y sigue dibujando tus sueños en el cuaderno ese que te
compré, es muy posible que se te cumplan, ¡ah! y no te
olvides de decirle a mi compadre Arnulfo que baje de su
camión todos los abrazos y besos que te mando.
Acababa de leer con lágrimas en los ojos, no lo podía
evitar, y guardaba la carta dobladita bajo su almohada.

106
Las competencias deportivas

En el mes de setiembre –Mael estaba cursando el tercer


grado– se realizaban muchas actividades en la escuela,
Mael se inscribió en la competencia de carrera de cien
metros planos, su maestra le había dicho que mejor com-
pitiera en juegos de mesa como el ajedrez debido a su
agilidad mental y su predilección por las matemáticas.
Si bien, y como siempre, nadie de su casa iría a verlo,
se había hecho de buenos amigos y su maestra lo quería
mucho. Como no tenía zapatillas, para el día de la com-
petencia se prestó unas de su primo, y como le quedaban
grandes, se hizo unas plantillas de cartón, se puso dos
pares de medias y ajustó muy bien los pasadores.
Eran cinco los chicos que iban a competir. Ya en el
marcador se sentía tranquilo, se había entrenado solo, to-
das las mañanas a la hora de ir a regar los cultivos de
maíz, corría con Agustín y a veces cuando no tenía alguna
tarea que cumplir los domingos corría con los chibolos
del barrio alrededor de la plaza. A la voz de ¡A sus mar-
cas! Apoyó sus dos manos en el suelo, con el dedo pulgar
formando una V como los demás, una rodilla en el suelo
y la otra pierna adelante, cuando sonó el pitazo, él salió a
un ritmo moderado, mientras los otros partieron veloces.

107
Mael sabía que ellos antes de llegar a la meta se iban a
cansar, en cambio él en ese momento tomó velocidad y
llegó a la meta con amplia ventaja sobre los demás. Esa
táctica siempre le había dado buen resultado. Nadie le ha-
bía dicho que ese el mejor recurso para ganar una carrera;
sagaz e inteligente como era, se las ingeniaba para sacar
el máximo provecho no solo en las competencias depor-
tivas, también en las matemáticas y en el ajedrez era el
mejor.
Ese día que ganó la carrera su corazón daba tantos
saltos y tan fuertes que tenía miedo de que se escucharan
hasta muy lejos, más aún cuando le dieron su medalla do-
rada con la cinta bicolor. La llevó colgada de su cuello y
poco antes de llegar a su casa se la quitó y la guardó en el
bolsillo de su pantalón, ya en su cuarto procuró colgarla
en el lugar más visible, por si alguien la pudiera ver, pero
si la vieron nunca lo supo, pues a nadie le importaban
sus hazañas, le dolía sí, pero ya se estaba acostumbran-
do, aunque a veces se sentía como un paria, un arrimado.
Pero poco le duraba el desaliento, trataba de pensar en los
días felices que pasó al lado de su mamama, su querida
mamama, y el día volvía a vestirse de color y sabor a
trofeo, a éxito.

108
El tamborilero

Estaba por el cuarto año, y si bien su situación era la mis-


ma desde que llegó a la casa de su tía, inteligente como era
y junto a sus reservas de amor que guardaba, el desaliento
no le duraba mucho, siempre estaba buscando una opor-
tunidad para aprender. Un día decidió entrar en la banda
de la escuela. El director de la banda que a la vez era el
profesor de música, lo puso a prueba y le asignó como
instrumento musical, un tambor. El profesor era joven y
bastante bajito y fortachón, con los pelos engominados y
una cara cuadrada y como disgustada en la que destacaba
como pintada con grafito unos bigotitos a lo Cantinflas,
su destreza para mover la batuta era fascinante, imposible
de imitar siquiera. Mael lo admiraba y ponía mucho ahín-
co para manejar las baquetas, y por eso tenía que quedarse
una hora después de clases para ensayar, no se lo dijo a
nadie en la casa, solo su fiel compañero Agustín lo sabía
y a veces cuando sus tareas se lo permitían iba a verlo
ensayar “pareces un renacuajo pegado a un tambor” le
decía, y claro, el tambor era más grande que él; marcaba
el paso pegándole fuerte en el vientre amarillento de piel
de oveja. Al principio era un tamborilero más que andaba
medio escondido porque no acompasaba tan bien como

109
los otros que tenían más experiencia, pues habían tocado
en la banda por varios años y dominaban diestramente
los palitos. Le costó mucho trabajo, pero nunca se des-
alentó cuando descompasaba y el profesor le llamaba la
atención.
Se acercaban las fiestas patrias y los ensayos eran más
continuos y exigentes, pero necesitaba practicar más, por
eso se preparó dos baquetas con palitos de madera que
encontraba en el depósito de cachivaches que tenía su tía,
y con la ayuda de Agustín se construyó un tamborcito.
Todos los días antes de dormir se escondía en la huerta
para ensayar, pero no pudo evitar el ruido que hacía al
darle duro al tambor y su tía le prohibió, entonces se le
ocurrió irse al parque, pero al poco tiempo los vecinos le
pidieron que se fuera a otra parte porque no soportaban
la bulla. Entonces tomó valor y un día después del ensayo
con la banda se le acercó al profesor y le dijo:
—¿Puedo quedarme a practicar un tiempo más?
—He visto que pones mucho interés en aprender a
tocar el tambor, y claro, te enseñaré a manejar las baquetas
porque ahí está el quid del asunto.
El día del desfile escolar por fiestas patrias, se sentía
muy emocionado y un poco nervioso; el profesor le ha-
bía aconsejado que durante el desfile se concentrara en
el tambor y que mantuviera la mirada hacia adelante, sin
detenerse a ver a la gente, porque un gesto o una pala-
bra de alguien podría distraerlo y eso sería fatal, porque
de seguro perdería el compás. Así lo hizo, pese a que es-

110
cuchaba los aplausos y los gritos de ¡Bravoooo Mael!. A
decir verdad, acaparó la atención del público apostado a
los lados, y eso lejos de distraerlo le dio más bríos, lo que
le valió para ganarse su puesto en la banda de la escuela
hasta terminar la primaria.

111
Las mazorcas de maíz

Era domingo, como las dos de la tarde - estaba cursando


el quinto año- su tía Albuina les dio la tediosa tarea a Mael
y a su primo Pablo, de despancar maíz. A Mael le tocó lle-
nar 10 canastas de las veinte que había que llenar, le puso
el mayor interés, además se divertía separando las mazor-
cas por colores, habían las de granos blancos y carnosos,
los plomo azulados especiales para tostar, los morados
que había que separarlos para hacer la chicha morada, las
de granos amarillos y pequeñitos que se destinaban como
alimento de las gallinas. Tanto interés le puso que terminó
antes de las cuatro, con lo cual quedó libre, pero en lugar
de quedarse en la casa para hacer “otras tareas” se fue a
ver el campeonato de básquet que se desarrollaba en el
patio de la escuela, ahí estaban sus ídolos: Vidaurre, Pe-
ñaloza, el gordo del Valle; pero tuvo la mala suerte de ser
pillado por alguien que le fue con el cuento a su tía -Mael
está en el básquet hace ya bastante rato- le dijo una veci-
na medio cizañera, y claro, como acostumbrados estaban
a verlo sino en el establo, en la chacra o ayudando en la
casa, cosa que no pasaba con sus primos, que sí tenían
derecho, por decirlo así, de divertirse o simplemente de
vagabundear por las calles. Ese día recibió una reprimen-

112
da de su tía. De nada había servido haber despancado el
maíz con tanta rapidez y haberlo hecho bien, casi en la
mitad del tiempo que le llevó a Pablo. Si bien, habituado
estaba al maltrato, no podía evitar sentir el sabor amargo
de la injusticia.

113
Una Navidad diferente

De esa casa no tenía casi nada que recordar de las navida-


des, no fue de los niños que tenían alguien que les dejara
un regalo bajo la cama en la nochebuena, se contentaba
con contemplar el trompo que en alguna Navidad le había
regalado su mamama Dolores y le sacaba lustre a la punta
tanto así que brillaba como si fuera de plata. A sus primos
les regalaban alguna ropa, para él no alcanzaba nada. Era
triste recordar que nadie pensara en él.
Felizmente su infancia se nutrió del mucho amor que
le había prodigado su querida mamama. Se juntaba con
los niños que como él tampoco sabían de regalos, pero
que no les faltaba una pelota o las canicas y lo más impor-
tante no les faltaba alegría en el corazón para guarecerse
de la inminente realidad.

114
Infancia esquiva

Lo peor que le puede pasar a un niño es la indiferencia de su entorno

Para Mael, los cinco años que vivió en casa de su tía Al-
buina fueron los más amargos de su vida, experimentó lo
que es la injusticia, el abandono, la indolencia, la tristeza,
el abuso, la soledad.
Nada de lo que hacía les parecía bien, le hacían sentir
como si siempre estuviera en falta, para él no había ni una
palabra de estímulo, todo lo que hacía era una obligación,
como una deuda que había de pagar, claro, lo poco que
tenía como una cama y un plato de comida se los debía a
ellos. Su padre no se hizo cargo en los cinco largos años
que pasó en la casa de su tía Albuina, no lo vio sino unas
pocas veces de paso para Arequipa. En ese lapso de su
vida fue un total desposeído, material y afectivamente sin
contar con la mínima oportunidad, sin tiempo para dedi-
carse al estudio.
A veces, sentado en su cama, miraba la vida con una
dolorosa tristeza, abrumando su corazón de sentimientos
que le hacían daño, sentimientos que procuraba ocultar en
lo más profundo de su ser para que nadie los viera. Tenía
la sensación de que el tiempo pasaba con insoportable
lentitud, como que se hubiera detenido, los días le pare-
cían larguísimos, las tareas a las que estaba obligado en la

115
casa eran de nunca acabar, se extendían a los sábados en
la tarde y a veces los domingos, y hasta los feriados, tanto
así que hasta había perdido la huella de los días; el fin de
semana no difería del inicio de la siguiente, era tan gran-
de el abandono que a veces pensaba que si le pegaran le
dolería menos que su indiferencia; si en algún momento
deslizaba un hilo de amargura le recordaban que él estaba
ahí de gorrero. Nunca supieron llegar a su corazón sin he-
rirle, y hasta se hubiese olvidado de su cumpleaños si no
fuera por la encomienda que su mamama, su querida ma-
mama, le enviaba con las golosinas que a él le gustaban,
sobre todo la riquísima calabaza al horno que derramaba
una deliciosa miel y los alfajores con dulce de chirimoya
que compartía con sus primos, aunque ellos no hacían
lo mismo con él. Cuántas veces había sorprendido a su
primo Pablo comiendo huevo pasado con una cucharita
de madera, mientras él aguaitaba de lejos antojándose,
pasándose la saliva, recordando que su mamama y Leo-
nor después de los partidos de fútbol le hacían esperar
un té aromatizado con canela, clavo de olor y cáscara de
naranja, un huevo pasado y pan de tres puntas.
A sus seis años tuvo que aprender a lavar su ropa,
claro que nadie se lo enseñó. Aprendió a peinarse como
pudo, ordenaba sus cabellos con la ayuda de un peine de
gruesos dientes y a veces solo con sus dedos. En la casa
de su mamama le peinaba Leonor poniéndole al final
unas gotas de limón para que el cabello le quedara quieto
y permaneciera así por más tiempo. Nadie se preocupaba

116
si hacía sus tareas escolares o si asistía a la escuela. Los
primeros años fueron muy difíciles y por poco reprobó el
segundo año, si no hubiera sido por su maestra Eloísa que
había descubierto su habilidad para las matemáticas, y que
por eso lo ayudó con las demás materias.
Su papá nunca supo la vida que llevaba en la casa de
su tía, sus visitas eran ocasionales, apenas una o dos veces
al año que sumadas no llegaron a las ocho o nueve veces
en los cinco años que pasó en esa casa.

117
Y llegó el día

Muy diferente fue ese día al de hace cinco años cuando se


separó de su querida mamama para ir a la casa de su tía
Albuina, cuando su tristeza fue tan grande que le acompa-
ñó por mucho tiempo. Estaba por cumplir los once años,
había culminado su educación primaria. Esta vez, si bien
no sentía mucho entusiasmo de ir a la casa de su padre
donde encontraría a una mamá que no era su mamá y a
unos hermanos que no conocía, sí sentía un alivio muy
grande de salir de esa casa donde no tuvo nada o casi nada
de nada, que si no hubiera tenido muy guardado en su co-
razón el amor de su mamama, tal vez habría sucumbido al
abandono, como le pasó a Agustín su compañero de obli-
gaciones, cuyo destino fue el de servir toda su vida en casa
ajena, y pastar cabras para sobrevivir cuando fue mayor.
Esta vez su padre cuando fue a recogerlo le dijo que
iba a vivir con él y sus hermanos y que debía llamar mamá
a la señora que era ahora su nueva esposa; le dijo que ya
estaba matriculado en el colegio Salesiano donde estudia-
ban también sus hermanos. Mael no dijo nada, solo se
dejó llevar, no quiso pensar en nada, no esperaba nada, era
mejor así, había aprendido que hacerse ilusiones podían
conducirlo a grandes decepciones, felizmente se sentía

118
abrigado por dentro con el mucho amor de su mamama.
En los cinco años que estuvo en casa de su tía Albui-
na, aprendió todo el lado amargo de la vida, por eso sin
más abandonó la casa, en esa tarde lluviosa de diciembre,
en la que hasta los árboles que bordeaban el camino le pa-
recieron tristes, sin el canto de los gorriones; pero el solo
hecho de irse para siempre de ese lugar le hacía sentirse
libre y casi feliz. Cuando llegó a su nueva casa todavía le
acompañaban el miedo y la tristeza que demoraron en
disolverse.

119
Treintipico años después

Era casi mediodía, un sol muy claro iluminaba el pequeño


recibidor; sentado en una banca de madera de esa buena
madera de antes, estaba Mael esperando la llegada de Ar-
turo, su amigo de infancia, mientras Nicolasa con la que
Arturo tenía muchos años conviviendo y en la que tenía
dos hijos, lo acosaba con preguntas, que dónde había esta-
do en tan largos años, que no se había asomado por ahí, y
que había corrido mucha agua bajo el puente, que muchas
cosas habían cambiado, algunas para bien, otras no tanto,
que siempre se acordaban de él, pero el ingrato ni una pa-
labra, ni una carta, nada de nada, que se había olvidado de
su tierra y de sus amigos, sus travesuras, sus promesas de
volver para jugar un partido de fulbito; al mismo tiempo
le preparaba una taza de aromático té recién pasado con
cáscara de naranja, canela y clavo de olor, acompañado de
una fuentecilla de pan de tres puntas.
Ismael recordaba a Mael, el niñito de carita redonda
de mejillas sonrosadas y mirar diáfano y angelical que iba
en las tardes a buscar a Arturo para el consabido partido
de fulbito que en las tardes tenía lugar en la plaza al pie
del moro. Nicolasa interrumpía sus recuerdos con tantas
atenciones y tanto parloteo, que sintió un alivio enorme

120
al ver llegar a Arturo en traje de campo, pantalones arre-
mangados y sombrero de paja de anchas alas, - vengo de la
huerta- dijo- hablando con voz cansada. Por un momento
vio al chico de 11 años que tenía las piernas ligeramente
arqueadas, lo que le había valido el apodo de “corvacha”,
y que era uno de los mejores arqueros del equipo de fút-
bol ¿cuánto tiempo había pasado?, debe estar bordeando
los cincuenta años, algunas canas asomaban en sus sienes y
algunas arrugas en la frente altiva y noble, su sonrisa era la
misma, amplia y franca mostrando sus blanquísimos dien-
tes. Un abrazo apretado, largo, fraternal, sincero, con sono-
ras palmadas, fue el preludio de un reconocimiento lleno de
afectos guardados en el tiempo, se miraban sin decir pala-
bra, midiendo recuerdos, gestos, habían cambiado mucho
claro está, pero el cariño que siempre los unió permanecía
intacto y afloró en nuevos abrazos y palabras atropelladas,
risas y algunas lágrimas que brotaron espontáneas y dulces
reproches por el olvido de tantos años, ni una carta, ni una
llamada, abrazados se sentaron en la misma banca del pe-
queño y soleado recibidor, abundante en macetas de gera-
nios y madreselvas. Nicolasa los contemplaba complacida
esperando alguna indicación de su compañero; no había
podido cambiar su actitud de cuando ella trabajaba en la
casa de los padres de Arturo cuidando de la casa y de los ni-
ños. Al pasar los años, se habían enamorado y formado su
hogar. Tampoco había variado mucho su vestimenta, pues
siempre conservaba puesto el mandil y el cabello sujeto en
dos hermosas trenzas que realzaban su graciosa redondez.

121
– Nicolasa, saca el pisco, ese que tienes guardado para
las ocasiones especiales, -dijo Arturo.
– Ya lo tengo listo, dijo ella-, contenta, risueña, re-
donda, y al rato se apareció con su andar rápido, siempre
apurada como si el tiempo se le escurriera de las manos,
trayendo una botella de pisco puro con su etiqueta verde
y dos copas de antiguo cristal que habían quedado de la
reliquia de la familia, bebieron larga y pausadamente, con
deleite, saboreando gota a gota ese néctar que solo en
Omate se producía. Después de un corto silencio se mi-
raron todavía sorprendidos y agradecidos a la vida que los
volvió a juntar después de tan largo tiempo.
– Deberías regresar a la tierra, aunque solo sea para
volver a trazar y pavimentar la carretera de entrada, tengo
entendido que estás haciendo muchas obras en otros lu-
gares -dijo Arturo.
– Ojalá pueda hacer algo por nuestro pueblo -contes-
tó Mael.
– Quieres ver algo? -dijo Arturo- y entró en aquel
cuartito que guardaba tantos recuerdo de su infancia feliz,
y volvió con una especie de ovillo de pelo apolillado de
muñeca vieja que se cae al pasar la mano en una polvoro-
sa tristeza; Mael tardó unos minutos en reconocer aquel
objeto de color indefinido, era la pelota de trapo, la misma
que tantas veces había apretado contra su corazón y había
besado con emoción con cada gol que había metido al
arco contrario, la tomó en sus manos la apretó emociona-
do luego la puso al suelo y simuló meterle un gol a Arturo

122
que secundando la iniciativa respondió; una nube de pol-
vo llenó la estancia, rieron a más no poder con esa risa de
niños de antes; la conversación se centró en esa pelota de
trapo que tantos recuerdos les traía a los dos.
– Tú eras el más grande Arturo, por eso te fastidiaba
el cabezón Corino, y el chato Pamo que se tiraba cuan lar-
go era con tal de no dejar pasar la pelota a su arco.
– ¿Te acuerdas -dijo Arturo- la vez que a Corino se
le rompió el tirante del pantalón y se le cayó, se escondió
detrás del moro y se puso a llorar como un mariquita has-
ta que vino su mamá y nos corrió a todos con ese palo de
escoba que tenía siempre preparado detrás de su puerta
para espantar a la pandilla?
Mientras la conversación se hacía más animada y los
dos reían como chibolos; Nicolasa tendía la mesa con la
vajilla que guardaba para las visitas especiales, de esa que
tenía grabados de paisajes y carretas tiradas por caballos,
el mantel blanquísimo y almidonado, iba y venía entre la
cocina y el comedor trayendo sendos platos humeantes
y olorosos de chupe de camarones, la canastilla de pan
de tres puntas, el llatan de rocoto y la deliciosa chicha
de jora en grandes vasos con asa, no faltó la cancha o
tostado crocante y para redondear el apetitoso banquete
sirvió el queso helado que despertó en Mael recuerdos
de aquellos momentos de infinita ternura pasados con su
mamama Dolores cuando iban a la tienda de los Pamo a
degustar su golosina favorita. Antes de despedirse le pidió
a Arturo que lo llevara a la tumba de su mamama Dolores

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que él había buscado infructuosamente en el cementerio
antiguo sin lograr ubicarlo. Se despidió de Nicolasa con
la promesa de volver pronto, y salieron juntos, hicieron el
camino en silencio, ensimismados, cada cual en sus pro-
pios sentimientos y recuerdos; caminaron entre tumbas,
algunas ya sin nombre, el tiempo lo había borrado sin que
nadie que se preocupara de volverlo visible. Mael sentía
que su infancia regresaba a su corazón con la fuerza de
la nostalgia de los años vividos al lado de su mamama, su
querida mamama Dolores que sostuvo sus manos y atra-
pó su corazón para siempre. La voz de Arturo lo sacó de
sus pensamientos:
–Hemos llegado -dijo.
La pequeña tumba olvidada por muchos años, y me-
dio descolorida, había conservado muy claramente su
nombre: Dolores Pamo Baldárrago 1888 – 1955. Como
único adorno tenía una paloma llevando en el pico una
ramita. Se arrodilló y dejó brotar su dolor contenido por
tantos años, recordó su infancia a su lado, aquellas tardes
demoradas en la huerta bajo la sombra de la opulenta y
acogedora higuera. La noche se asomaba mansamente so-
bre el camposanto, el olor a tierra húmeda y a flores de
cementerio lo sacó de su aflicción y sus lágrimas que aún
bañaban su rostro dolorido; antes de ponerse en pie besó
la tumba y musitó bajito, pero hondamente: solo Dios
sabe cuanta falta me hiciste.
Regresaré -–e dijo a Arturo– se abrazaron como her-
manos presintiendo tal vez que era su despedida.

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EPILOGO

Nadie hubiera dicho que Mael llegaría a ser un tipazo a


todo dar, querido y admirado, un ciudadano a carta cabal,
un tipo súper chévere, un self made man.
Llegó a ser lo que más quiso en la vida: un gran cons-
tructor, no solo de puentes y carreteras sino un construc-
tor de sueños, de cariños verdaderos, de amistades, sus
amigos fueron incontables, su conversación la más inge-
niosa, sus bromas inteligentes sin dañar nunca a nadie, era
la personificación del compañerismo, la lealtad, su caris-
ma atraía a todos los que estuvieran cerca de él. A veces
sentía que no había dejado de ser niño, que en cualquier
momento iba a ver aparecer a su mamama Dolores ha-
ciéndole arañitas para dormir, cantándole “Mi wawita”;
ella fue quien le enseñó la ternura de la vida, porque la
vida sin ternura, sin amor no vale la pena; otras veces se
le encogía el corazón cuando recordaba la casa de su tía
Albuina donde pasó los años más amargos de su vida;
pero ese pasado le quedaría solo como una canción triste.

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Mael se terminó de imprimir en junio de 2023 por
encargo de
Mesa Redonda Editorial y Librería.

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