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Mael
Mael
Delia Cifuentes Gava
Prólogo 9
Mael 21
Mamama Dolores 25
La casa de mamama 30
Mamama tenía una tienda 32
Mamama hablaba sola 34
Cuando mamama no estaba en casa 36
Cuando a Mael se le ocurría dar lata 38
Nada mejor que las comidas de mamama 39
Mamama tenía remedio para todo 40
Mamama elogiaba sus ideas por locas que podían parecer 42
Sus planes de diversión eran mostros 43
Sus berrinches a veces le traían consecuencias 45
A mamama le gustaba el fútbol 47
A veces las cosas no iban bien y mamama se enfadaba 49
Ni en los momentos más álgidos perdía la cordura 51
Compartiendo tareas 54
Cuando mamama le pescaba una mentirilla 56
Cirilo “Uñas largas” 59
Los pichones 63
La navidad 66
Semana Santa 71
El abuelo Honorio 81
Leonor 83
Mamama está triste 86
Mael tiene que entrar en la escuela 88
Llegó el día 90
La casa de la tía Albuina 93
En la escuela 95
La maestra Eloísa 97
La espina 98
El chunchito 101
Las encomiendas de mamama 105
Las competencias deportivas 107
El tamborilero 109
Las mazorcas de maíz 112
Una Navidad diferente 114
Infancia esquiva 115
Y llegó el día 118
Treintipico años después 120
Epílogo 125
PRESENTACIÓN
9
caos decidí que era momento de poner todo en su sitio, y
de pronto llamó mi atención un manojo de manuscritos a
lápiz y enumerados, donde estaba escrito:
Mi nombre: Ismael
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Su caligrafía inconfundible, clara, armoniosa, distribuida
en renglones perfectamente alineados guardando equidis-
tancia pese a que el papel era blanco sin rayas. Es difícil
describir lo que sentí en ese momento, solo abracé el ma-
nojo de papeles y lo apreté fuertemente contra mi pecho,
no quise leerlo en ese momento, esperé a estar más tran-
quila y completamente sola.
Había cumplido la promesa que un día me hizo de
contarme su vida. No tuvo tiempo de terminarla, pero
escribió sobre sus años infantiles, aquellos muy felices al
lado de su mamama, su querida mamama Dolores, que no
se cansaba de contarme con ojos iluminados por la ternu-
ra y el amor que ella le inspiraba, y que le habían dejado
hondas huellas que marcaron su vida para siempre, pero
también sus momentos amargos cuando lo alejaron de
ella. En Mael, mi nuevo libro, traslado su tierna, amorosa
y a veces dolorosa historia.
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“Las abuelas nunca mueren, solo se vuelven invisibles. Siguen
contigo, solo tienes que escucharlas con el corazón”
Anónimo
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que se inventaba, con una risilla traviesa y de poco ruido,
pero nadie se enfadaba con él, lo querían mucho por su
dulzura y sus ocurrencias que todo el mundo celebraba.
Era el capitán del equipo de fútbol de su barrio y ju-
gaba de centro delantero, con su endiablado dribleo le
sacaba ronchas al equipo contrario, esta destreza le servía
para escapar de su abuelo cuando lo perseguía con el san
martín en la mano, por alguna travesura, su astucia lo lle-
vaba a gritar a voz en cuello
- ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Que me matan!
Sabiendo que toda la gente del barrio saldría de sus
casas para socorrerlo, mientras su abuelo avergonzado
desaparecía como alma que lleva el diablo. A veces echa-
ba de menos a su mamá Carmen y la tristeza se adueñaba
de su corazón y se escondía bajo la cama para llorar muy
bajito para que nadie lo escuchara, otras veces asomado a
la ventana de su dormitorio, se sentía enormemente solito
con la mirada perdida durante largas horas, ensimismado
como escuchando sonidos imaginarios, que en realidad
eran los sonidos de su corazón, y se quedaba mirando las
estrellas, pues Leonor le había dicho: ¿No ves allá donde
hay muchas estrellas? Hay una que es más brillante que las
demás, es la estrella que escogió tu mamá para poder ver-
te; eso le consolaba y se abrazaba a su mamama Dolores
que lo entendía tan bien y lo sentaba en su falda, le pasaba
sus pequeñas, finas y cálidas manos por sus cabellos, en-
volviéndolo con su aroma de almizcle y de todas las frutas
de la huerta musitándole lindas canciones con su voz dul-
ce y suave como el susurro de la paloma.
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Dibujo 2
Las abuelas sostienen nuestras manos por un momento, pero
nuestro corazón para toda la vida
MAMAMA DOLORES
Por tantos momentos amorosos que compartimos
Los ratones, pollitos, patos y conejos de harina que horneamos juntos en
Navidad
Mis lágrimas que enjugaste y tus tiernos besos
Tus cantos y cuentos de todas las noches para hacerme dormir
Tus apretados abrazos que envolvían mi corazón
Cuando pienso en ti mamama, puedo sentir tu calor en esos días fríos y
lluviosos
Ayudándote a envolver la lana con que tejías mis calcetines
El dulce y obstinado aroma de las frutas de la huerta cercana
El café recién pasado y el pan de tres puntas recién horneado
Tantos recuerdos que alcanzarían para envolver muchas veces el mundo
entero.
Los años a tu lado son como los cimientos que sostuvieron mi vida.
Si quisiera definir lo que es el amor solo escribiría tu nombre.
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Su figura alta, delgada, algo pálida, su rostro amable
de expresión reposada y de sosegada alegría, unida a una
aguda inteligencia y un gran corazón hacían de mamama
Dolores una persona muy querida, respetada y admirada,
todos la llamaban Mamá Dolores, los vecinos, el bodegue-
ro de la esquina, los chicos del barrio la querían mucho.
Amaba a su nieto más que a nada en el mundo, en
su voz había a veces un dulce acento de reconvención
en complicidad con el más musical de la ternura cuando
alguna de sus travesuras alteraba la rutina diaria.
Lo cuidaba y lo protegía sobre todo del mal carácter
de su abuelo Honorio que parecía estar siempre enfadado
con todo el mundo y hasta consigo mismo. Cuando Mael
se refugiaba en sus faldas, no osaba ni mirarle, era como
una fortaleza inexpugnable. Por las noches lo acostaba a su
lado, le juntaba las manitos y rezaban: “Cuatro ángeles tiene
mi cama / Juan, Mateo, Tomás y Gabriel / cuatro ángeles que la
guardan / y Jesús en mi corazón”, y luego lo pasaba a su camita.
A veces le costaba dormirse con el ruido que hacía
su abuelo que roncaba horrible como una locomotora,
entonces ella le contaba cuentos, le hacía arañitas en la
espalda y en los brazos y le cantaba con su voz linda, un
poco apagada, pero hermosa.
A mi burrito, a mi burrito
Le duele la cabeza
Y el médico le ha dado
Una gorrita gruesa
Una gorrita gruesa
Mi burrito enfermo está
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A mi burrito, a mi burrito
Le duele las orejas
Y el médico le manda
Que las ponga muy tiesas
Una gorrita gruesa
Mi burrito enfermo está
A mi burrito, a mi burrito
Le duele el corazón
Y el médico le ha dado
Jarabe de limón
Una gorrita gruesa
Mi burrito enfermo está (1)
27
La casa de mamama Dolores
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te o para contarle sus cosas, como él decía. Al fondo de la
huerta había una especie de casita aparte que su mamama
destinaba a los peones o pongos para que descansaran
después de las faenas; a Mael le gustaba curiosear cuando
no había nadie porque ahí su abuelo guardaba monturas,
espuelas, herrajes, botas altas y mil cosas más como la
cabeza disecada de un toro que lo impresionaba por sus
enormes y temibles cuernos.
El dormitorio de su mamama era un poco oscuro a
pesar de tener una alta y ancha ventana de dos hojas de
madera, por eso de día siempre estaba abierta una de ellas
por donde se asomaba el sol y se filtraba el aroma de la
madreselva que se abrazaba a las columnas que sostenían
el techo del corredor. A Mael le gustaba mucho la cama
de su mamama que era bastante alta y dejaba espacio para
que pudiera esconderse las veces que le venía la tristeza
y lloraba en silencio recordando a su mamá Carmen, y a
veces también cuando se le ocurría dar lata a su mamama
con sus pataletas.
31
Mamama tenía una tienda
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burdéganos cargados con cestas rebosantes en sus formi-
dables y resistentes lomos. También vendía muchísimas
golosinas como caramelos Chaplín, toffee’s de leche, peritas
de color amarillo y rojo, caramelos que parecían canicas
de colores, chupetes que eran la delicia de los chibolos;
cuando Mael iba a la tienda con ella le advertía que se
estuviera muy tranquilo, pero pedirle que se mantuviera
quieto era algo que no podía soportar, y al menor descui-
do ya estaba haciendo travesuras, por eso un día lo sentó
sobre el mostrador y exagerando su enfado y con sus ojos
brillantes y amenazadores le advirtió:
—¡Muévete no más y verás lo que te pasa!
Ni corto ni perezoso se bajó del mostrador. Esta vez
sí que la sacó de sus casillas y le reprendió:
—¿Por qué me desobedeces?
—Es que tú me has dicho que me mueva no más,
respondió con una carita inocente haciendo pucheritos de
esos que le hacían encoger el corazón, tanto, pero tanto,
que le brotaban lágrimas y lo abrazaba con toda su alma.
33
Mamama hablaba sola
34
cuando se sentían solas, o en momentos de grandes emo-
ciones, que también lo hacían las personas con elevada
inteligencia emocional, y que hablar solo ayuda mucho a
enfrentar problemas de mejor manera. Mael, tan cando-
roso como era le dijo al padre Cristóbal que él también
aprendería a “hablar solo” como su mamama (lejos estaba
de imaginar que más tarde muy a menudo lo recordaría y
lo haría también).
35
Cuando mamama no estaba en
casa
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tomando un color crema que le hacía relamerse antes de
siquiera haberlo probado. Se sentaban en una mesita de
madera pintada de amarillo y verde y unas sillas también
de madera muy cómodas, el ambiente era muy agradable
y el dueño muy amable, a veces les daba una yapa por-
que eran sus asiduos clientes y decía que le daban suerte
porque cuando ellos iban tenía mucho público que hasta
hacían cola. Salir con su mamama, sentir su mano suave,
pequeña y cálida apretando su manita y de vez en cuando
acariciándole la cabeza como ordenando sus cabellos casi
siempre despeinados, bastaba para sentirse el niño más
feliz de la tierra.
37
Cuando a Mael se le ocurría
dar la lata
38
Nada igual a las comidas de
mamama
39
Mamama tenía remedio para
todo
40
Dibujo 4
Mamama elogiaba su
creatividad
42
Sus planes de diversión eran
mostros
43
dos humeantes platos de adobo de cerdo que hacían agua
la boca; Mael disfrutaba de lo lindo, no tenía que cuidar
mucho sus modales cuando no estaba en presencia de su
abuelo, así que remojaba el pan en el jugo caliente y sabro-
so del adobo y se chupaba los dedos con infinito placer,
su mamama lo contemplaba con ternura y también daba
cuenta con mucho entusiasmo del exquisito manjar. Aún
faltaba rematar el día con el consabido queso helado que
era la golosina preferida por mamama Dolores. Mael re-
cordaría estos momentos con alegría y nostalgia a la vez
cuando se tuvo que ir a vivir con su tía Albuina.
44
Sus berrinches a veces le traían
consecuencias
45
bra, como cuando se quiere hablar en sueños y da la sen-
sación de estar mudo. Lo intentó varias veces, hasta que
le salió un grito que más parecía un alarido, su mamama
y Leonor no demoraron en aparecer, ya que habían esta-
do aguaitando muy de cerca en previsión que se pudiera
quedar dormido, como ya había sucedido otras veces. Ma-
mama Dolores no perdió la ocasión para sentenciar con
uno de sus famosos refranes: “Tanto va el cántaro al agua,
que termina con las asas quebradas”. Lo abrazó como siempre,
con toda su alma.
46
A mamama Dolores le gustaba el
fútbol
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a decir que le empezó a gustar el fútbol tanto como el
vóley, hacía barra al equipo de Mael, y con lo inteligente
que era aprendió rápido las reglas del juego y hasta hizo
de árbitro cuando faltaba el titular, pitaba y alzaba la voz
y sancionaba las faltas con mucha autoridad y lo hacía tan
bien que se ganó la admiración y el respeto de los chicos
y del barrio entero.
Uno de esos sábados en la tarde en que entrenaba,
Mael se lesionó el tobillo y se le hinchó mucho y le do-
lía un montón. Su mamama lo llevó cargado a la casa y
mandó a Leonor a que buscara en la huerta unas hojas de
llantén, las puso a hervir y luego de enfriarlas un poco, las
extendió sobre el tobillo que no solo estaba hinchado sino
que había tomado un color violáceo, le advirtió que se
estuviera tranquilo y sin moverse, aunque pedirle eso era
como pedir peras al olmo, pero esta vez sí que se estuvo
muy quieto.
48
A veces las cosas no iban bien y
mamama se enfadaba.
49
Mael se iba refunfuñando, con ganas de decir pala-
brotas zzzxvdexrr que había escuchado a los chicos del
barrio, sollozando de rabia se metía a su cama y empeza-
ba con la letanía de siempre “Mamita Carmen, por qué
te fuiste, por que tenías que morirte”. Mamama Dolores
no lo podía soportar y por más que se proponía no ceder
al chantaje, le secaba las lágrimas y le limpiaba la carita
llorada, pensaba en su hija que había partido tan joven
dejándolo tan pequeño, lo estrechaba con toda su alma y
lo consolaba.
50
Ni en los momentos más álgidos,
mamama perdía la cordura
51
do fue tan grande que espantados corrieron a esconderse
bajo la cama como ratones asustados que vuelven a sus
agujeros después de una fechoría. Mientras tanto, los ve-
cinos acudieron a la casa, crispados unos, molestos otros.
Esta vez sí que mamama lo miró con una cara terrible, le
brillaban tanto los ojos que parecía que se le iban a salir
de sus órbitas, y que tuvieron el efecto de unas palmadas
bien dadas, pero todo el enojo se le pasaba cuando Mael
se echaba a llorar recordando a su mamá:
-Mamita Carmen ¿Por qué me has dejado?, ¿Por qué
tenías que morirte?
Su mamama con todo el arrepentimiento de su alma lo
abrazaba, lo llenaba de besos y con suave voz le cantaba:
Mi dulce wawita
mi corazón de pan
mi Maelito
ven a mi abrazo
déjame mirarte
déjame quererte
mi dulce wawita
mi corazón de pan.
Miski wawachay
tanta songollay
Maelitullay
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qamuy rikrayman
saqeway gawaykita
saqeway kuyaikita
miski wawachay
tanta songollay (2)
53
Compartiendo tareas
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Una tarea que Mael hacía con cierta dedicación y que
le divertía un montón, era ayudar a su mamama a escar-
mentar la lana de oveja con la que le tejía sus abrigadores
calcetines para los días fríos. Primero lavaban la lana con
agua fría, la dejaban secar al sol, para luego escarmentar-
las estirando con los dedos hasta que se pareciera a la tela
de araña. A veces Mael se cansaba y agarraba las peinetas
de su mamama para continuar escarmentando, ella no se
molestaba y lo dejaba hacer, contemplándole con inmen-
sa ternura.
55
Cuando mamama le pescaba una
mentirilla
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tos. Andando un trecho se encontraron con Lito, Alfredo
y Arturo, que estaban jugando trompo frente a la casa del
último. Llevaban buen tiempo jugando, y la competencia
estaba muy reñida, tan absortos estaban que ni siquiera se
dieron cuenta cuando ellos se acercaron.
—¿Podemos jugar? —preguntaron.
—¿Han traído su trompo?
—Siempre lo llevamos en el bolsillo -respondieron.
—Pero jugamos a rajar, y pueden perder su trompo -
les advirtieron.
Mael, además de ser bueno con la pelota, era muy
bueno con el trompo y aceptó las condiciones. Cuando
le tocó tirar, se frotó las manos, besó su trompo peque-
ño y fuerte y de buena madera, con una punta muy afila-
da y esmerilada como de plata, le enrolló la huaraca bien
apretada como le había enseñado Felipe, adelantó el pie
derecho, levantó la manito ágil y lanzó con maestría. El
trompo libre de la huaraca que lo aprisionaba bailaba tan
bonito, levantando polvo y con tal velocidad, que parecía
imposible que ningún otro lo podría alcanzar, que estaba
a salvo de ningún quiñe, menos aún de una rajada. Enton-
ces vino lo imprevisto: Lito que era un chico más grande y
con más experiencia lanzó su trompo más grande pero no
tan bonito como el de Mael, y en un abrir y cerrar de ojos
partió en dos su lindo trompo, su querido trompo que su
mamama le había regalado en una Navidad. Mael sintió
que se le hacía astillas el corazón, sus lágrimas pugnaban
por salir, pero se aguantó, su abuelo le había dicho que
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los hombres no lloran, y Felipe le decía que solo lloran los
mariquitas.
Con el fragor del juego, había olvidado casi por com-
pleto recoger el encargo de su mamama de la casa de
doña Isabel Guardamino, se había hecho tarde, ya el sol
alumbraba sus últimos rayos, había que inventar alguna
disculpa y Mael recordó los cuentos de condenados y apa-
recidos que le contaba Leonor, y se inventó que habían
visto una señora muy delgada y con los ojos hundidos
que andaba por la calle con sus siete hijitos calatitos que
lloraban y que seguramente tenían hambre, eran tan, pero
tan flaquitos que se les podía contar las costillas. Mama-
ma juntó ropa y comida y se fue con la mamá de Felipe
a buscarlos, y claro que nunca los encontraron. Pero a
mamama no se les escapaba una, lo miró muy seria y algo
enfadada le reprochó su mentira, y como era su costum-
bre apeló a los refranes: “Para hilar una mentira, siempre hace
falta madeja”, “La mentira tiene patas cortas”, “La mentira no
tiene larga vida”, “Al que mucho miente, le huye la gente”, “Al que
miente, se le coge en la vereda de enfrente”, y cuando ya estaba
por empezar a contarle “Pinocho”, Mael la abrazaba y con
los ojos húmedos le prometía no volver a mentir.
58
Cirilo “Uñas largas”
59
—Entonces sanseacabó —finalizó Mael, guardándo-
se las cinco canicas.
Iban a dar las seis de la tarde, hora en que mamama
cerraba la tienda. Cirilo hizo como que se despedía, pero
mientras mamama hacía el arqueo de caja como todos
los días al finalizar las ventas, se escabulló tan bien que
pensaron que se había ido y cerraron la puerta con llave y
apagaron la lámpara.
No bien se fueron, Cirilo salió de su escondite y lo
primero que hizo fue atragantarse de cuanta golosina en-
contró, luego con cautela y asegurándose de no tropezar
en la oscuridad, fue tanteando el mostrador hasta dar con
el cajón donde mamama Dolores guardaba el baulillo que
contenía las ganancias del día. Abrir el candadito del cajón
no fue problema, pues ya lo había hecho otras veces; lo
que no pudo hacer es abrir el baulillo, por lo que lo cogió
y regresó a su escondite y se acurrucó lo más que pudo.
Las horas pasaban tan demoradas y el frío apretaba tanto
que le hacía tiritar y castañetear los dientes, que se vio
obligado a salir del escondite y buscar a tientas un lugar
más abrigado, y no se le ocurrió mejor cosa que entrar
sigilosamente al dormitorio de mamama y escurrirse bajo
la cama y se quedó dormido. Casi al amanecer se escu-
charon sus ronquidos. Después de una buena regañina,
mamama lo depositó en su casa, no sin antes recomendar
a su mamá, doña Armida Santos, que corrigiera al des-
caminado de su hijo. Decían que de tantas quejas de los
vecinos que asiduamente iban a su casa para reclamar sus
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pertenencias que habían sido sustraídas por el chico, doña
Armida lo había llevado a donde don Benito el curandero
del pueblo, quien después de azotarlo con ortiga en las
manos y hacerle rezar diez avemarías y diez padrenues-
tros, le recomendó atarlo a su cama hasta que se le quitara
la mala costumbre; pero no se le quitó. Al no saber qué
más hacer, doña Armida lo llevó a donde el padre Cris-
tóbal, párroco de la iglesia, de quien se decía que era una
persona que sabía mucho sobre psicología.
—Dígame doña Armida ¿Desde cuándo tiene esa
costumbre Cirilo?
—Creo que desde que aprendió a caminar.
—Y, ¿Qué hace con lo que roba?
—Lo esconde debajo de su cama padrecito.
—¿Le ha dicho que eso no se hace, que es una mala
costumbre?
—Estoy cansada de repetírselo, y hasta lo he amarrado
a la pata de la cama para que no salga, promete que no lo
hará más, pero al rato los vecinos están tocando mi puerta
para devolverles sus cosas. Ya no sé qué hacer padrecito.
El padre Cristóbal se rascó la cabeza pensativo, la
miró con preocupación, y le dijo que lo que tenía Cirilo
era una enfermedad de la mente que se llama cleptomanía
y que no se podía curar, pero que conversar mucho con él
y darle mucho cariño podría ayudarle.
Mamama Dolores estuvo de acuerdo con el sacerdo-
te, y desde entonces miró al chico con ojos compasivos y
alentó a doña Armida a que siguiera sus consejos.
61
Dibujo 5
Mamama le enseñó cómo
alimentar a los pichones
Los Pichones
63
hambre, sus escasas plumas que más parecían pelusas
de algodón cubrían sus lánguidos cuerpecitos. Los pusie-
ron en una cajita de cartón que encontraron en el baúl de
cachivaches, como ella decía a una caja de madera donde
guardaba miles de cosas, luego colocaron la cajita cerca
del fogón donde la leña ardía como lámpara bendita du-
rante todo el día, y en la noche las brasas seguían conser-
vando el calor del ambiente. Con paciencia infinita mama-
ma le enseñó como debía alimentarlos, y lo primero que
hicieron fue ir a la huerta y allí con un palito comenzaron
a escarbar la tierra húmeda hasta que encontraron unos
gusanitos rosados y frescos, que pusieron con cuidado en
una latita y regresaron al lugar donde estaban los picho-
nes. Mamama cogió al que piaba con más fuerza y con
los dedos índice y pulgar le abrió delicadamente el pico e
introdujo el gusanito, el pichoncito no se hizo de rogar y
engulló rápidamente, satisfecha su necesidad dejó de piar,
luego le pidió a Mael que diera de comer a los otros
dos, al principio no se sintió capaz de hacerlo, los veía tan
frágiles que cuando puso a uno de ellos en su mano lo
sintió tan suave como si fuera todo de algodón, tembla-
ba y piaba con fuerza, le abrió el pico como pudo y por
poco aplastó al gusano antes de dárselo; cuando le tocó
alimentar al más pequeño lo hizo con tanta destreza, que
su abuelita lo felicitó, luego los pusieron en su nido y los
volvieron al árbol. Poco a poco la noche se fue cerrando
mansamente en los corredores, a lo lejos se escuchaba el
canto de los grillos
64
—Veremos qué pasa mañana. —dijo mamama Dolo-
res y se fueron a dormir.
El cielo estaba aclarando, el olor dulzón de las fru-
tas de la huerta se esparcía en el ambiente, pronto el sol
asomaría por las ventanas, y Mael casi no había dormi-
do, estaba atento a los ruidos que venían de los árboles,
se preguntaba si habría regresado la madre, ojalá no los
abandone para siempre, recordaba lo que le dijo Leonor,
que cuando alguien tocaba el nido y agarraba los picho-
nes, su madre los dejaba morir de hambre. Pero no, las
mamás no hacen eso, mi mamá me quería mucho y si no
se hubiera ido al cielo, estaría conmigo y me ayudaría a ali-
mentar a los pichones; pero su impaciencia era tan grande
que no esperó a que mamama se levantara y buscó a Leo-
nor y se fueron a ver el nido. Cuál no sería su decepción al
verlo vacío ¿Qué habría pasado?, ¿Se los habría llevado?,
¿Los habrá abandonado en otra parte?, ¿Los dejará morir
de hambre?, las lágrimas mojaron su rostro, el corazón le
dolía de tan grande tristeza.
—Nunca más, nunca más bajaré un nido del árbol —
se decía apesadumbrado.
Ese día fue horrible y para empeorarlo más, por la
tarde el cielo se abrió en copioso aguacero, nadie hablaba
sobre lo ocurrido, la tristeza se había instalado en la casa y
era tanta que hasta la huerta toda parecía respirar dolor, el
recuerdo de los tres pichones que piaban tan fuerte hasta
quedarse sin voz permanecería por mucho tiempo en la
memoria de todos.
65
La Navidad
66
vestidos de fiesta, bailando alegremente, con las manos
en la cintura, avanzando y retrocediendo con menudos
pasitos, haciendo cruces y cantando:
Huachi-to torito
torito del corralito
huachi-to torito
torito del corralito
Huachi-to torito
torito del corralito
huachi-to torito
torito del corralito (3)
67
de la noche volvían a sus hogares y las calles quedaban
vacías.
Los preparativos para armar el nacimiento eran meticulosos,
mamama unas semanas atrás sembraba cebada en unas ollitas de
arcilla y las dejaba germinar y crecer. Limpiaba el polvo de las
figuritas de pastores, animalitos, Reyes Magos, la Virgen y San
José hechas de yeso y algunas de arcilla que salían de las manos de
Leonor con la ayuda de las diestras manitos de Mael. No había
árbol de Navidad. Pero lo mejor de todo ese preparativo era escribir
la carta al Niñito Dios con la lista de regalos que querían que les
pusiera bajo la cama a la media noche. Mael escribía su carta con
ayuda de Leonor y a veces la adornaba con dibujitos.
Mamama Dolores, después de disponer la mesa con
sabrosas comidas, se abocaba a dar los últimos toques al
nacimiento, colocaba la cuna de paja, la Virgen y San José
a los lados de la cuna, los Reyes Magos: Baltazar, Mel-
chor y Gaspar, los pastorcitos, las ollitas con la cebada ya
crecida y verde, los animalitos que Mael le alcanzaba con
sumo cuidado, había corderitos, vacas, asnos y un gallo,
finalmente colocaban la estrella de Belén.
El abuelo llegaba en la tarde noche trayendo vino que
compraba en la bodega de los Pamo. Si bien no había ár-
bol de Navidad, siempre había regalos para todos, inclu-
yendo a Leonor, pues el Niño Dios no olvidaba a nadie.
Se cenaba en silencio, antes el abuelo bendecía la mesa y
daba gracias a Dios. Antes de la media noche mamama
Dolores, Leonor y Mael iban a la misa de gallo que oficia-
ba el padre Cristóbal, casi todas las veces Leonor volvía
68
cargando en sus brazos a Mael que se quedaba dormido a
media misa. Al amanecer del día de Navidad, Mael se le-
vantaba de un brinco y se deslizaba bajo la cama para ver
el regalo que le había dejado el Niño Dios. En los cinco
años que vivió al lado de su mamama siempre encontró
algún juguete ya veces también una moneda de plata.
69
Dibujo 6: Posas de semana santa en Omate.
Las posas de Semana Santa,
eran altares de veinte
metros de altura
Semana Santa
71
ción tuvo un severo impacto en el clima de todo el planeta con graves
consecuencias que llegaron hasta Europa, generando alteraciones en
el clima global. Habiéndose producido este fenómeno en tiempos de
Cuaresma, esta se asoció con la ira y los castigos divinos como re-
sultado de los pecados cometidos por los habitantes de la región. La
reacción de los miembros de la Iglesia y de los pobladores se tradujo
en un amplio conjunto de rituales y ceremonias religiosas, así como
confesiones, rogativas, procesiones de sangre, Via Crucis, misas can-
tadas, repique de campanas y disciplinantes, que se azotaban por
las calles pidiendo perdón a Dios por los pecados cometidos e invo-
cando la clemencia divina. En el valle de Omate, los supervivientes
se agruparon en torno al culto de Cristo Crucificado —localmente
denominado Señor de las Piedades de Quinistacas— clamando mi-
sericordia. Esta es la imagen que protagoniza los significativos e im-
perecederos rituales de Semana Santa hasta el presente en el pueblo
de san Lino de Omate y su anexo San Bernardo de Quinistacas.
El 30 de junio de 2010, la celebración de la Semana Santa de
Omate fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación, mediante
RDN 1434/INC-2010 en la clasificación de fiestas y celebracio-
nes rituales, por su riqueza de contenidos y originalidad, que contri-
buyen a la afirmación de la identidad colectiva regional y nacional.
(4)
72
La semana santa en Omate era una época de recogi-
miento para los mayores, en cambio los chicos, si bien
acompañaban a sus padres a los diferentes oficios religio-
sos, tenían sus propias expectativas.
El Domingo de Ramos se levantaban temprano, se
vestían con lo mejor que encontraban, iban llegando uno
a uno a la plaza: Mael, Felipe, Lito, Alfredo y Arturo el
corvacha que era el más tardón. Subían la cuesta por un
camino de tierra distante unos doscientos metros de la
plaza de Omate hasta llegar a la capilla de la Cruz, donde
ya estaba esperando Julián, el sacristán de la parroquia,
con el burrito blanco de ojos negros y aterciopelados, el
mismo de todos los años en el que Jesús iba aupado. Se
repartían las tareas: Mael y Felipe se encargaban de cepi-
llarlo con mucho cuidado, hasta dejarlo tan suave que pa-
recía de algodón. Lito le limpiaba las orejas, lo alimentaba
y le daba agua suficiente como para que resista la larga
caminata que le esperaba. Alfredo y Arturo colocaban en
el lomo del pollino la montura de seda bordada sobre la
que aupaban la imagen de Jesús, tarea que resultaba bas-
tante complicada, había que sujetarlo muy bien para que
no sucediera lo de otros años que a medio camino había
amenazado con caerse.
Una vez listo, le ataban en el pescuezo dos cintas blan-
cas anchas y fuertes que servían para conducirlo a través
de camino, las cintas eran llevadas por las autoridades del
pueblo. A lo largo del camino las señoras devotas coloca-
ban muchos arcos de flores blancas, los chicos acompa-
73
ñaban cantando y dando vivas hasta la entrada triunfal en
la plaza, simulando la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén,
daba la vuelta a la plaza y entraba a la iglesia donde el pa-
dre Cristóbal celebraba la misa del Domingo de Ramos y
bendecía las palmas tejidas en forma de cruz, de estrella,
y combinadas con ramas de olivo que llevaban los fieles y
que luego de bendecidas las colocaban en un lugar prefe-
rencial de su casa hasta el próximo año.
Como en esta época se suspendían las clases escola-
res, los chicos estaban sueltos y participaban a su manera
de las actividades.
El Miércoles Santo iban con sus padres a la procesión
del encuentro de Jesús con su madre la Virgen María, ha-
bía tanto realismo que era sobrecogedor ver a Jesús con
la cruz a cuestas, camino al calvario, escoltado solo por
varones, mientras la Virgen iba escoltada solo por mujeres
y avanzaba en sentido contrario al de Jesús. El encuentro
de las dos imágenes se daba en la plaza mayor, era tan
conmovedor que grandes y chicos no ocultaban lágrimas
de dolor cuando la virgen acercaba su rostro al de su hijo
y simulaba besarlo.
Este era el preámbulo de lo que se viviría el Jueves
Santo que era un día de oración y arrepentimiento, pero
también uno de los días más esperados por Mael y su co-
llera que se tomaban muy en serio eso del dolor y del arre-
pentimiento. Desde muy temprano se reunían en la huer-
ta del corvacha Arturo, muy escondidos entre los árboles
frutales fundían las velas que antes habían comprado en
74
la famosa cerería de don Arnulfo. Armaban una especie
de honda con una pita gruesa y le ponían en un extremo
una bolita de cera del tamaño de una canica y la dejaban
secar hasta que se endurecía tanto que parecía una canica
de verdad, aparte compraban pita delgada que ensartaban
en agujas gruesas, estaba claro que nadie sabía de sus dia-
bluras que eran guardadas en absoluto secreto.
Llegaban temprano a la iglesia y se sentaban en las
últimas filas. A eso de las ocho de la noche comenzaba la
misa y se escenificada el lavado de pies a doce venerables
ancianos del pueblo, la gente asistía vestida de color os-
curo, las mujeres llevaban largos mantos que les cubrían
desde la cabeza a los pies y los varones iban con paleto-
nes -abrigos largos-, durante el sermón que duraba como
media hora el párroco los fustigaba por sus pecados que
eran la causa de los grandes sufrimientos padecidos por
Jesús, y los instaba a arrepentirse y sentir verdadero dolor
de corazón, a tal punto que en un momento dado man-
daba apagar todas las luces y así en la oscuridad los fieles
desinhibidos se daban golpes de pecho, confesaban sus
pecados a voz en cuello, lloraban a gritos, se flagelaban
y en ese momento Mael y parte de los muchachitos co-
menzaban a pegar a diestra y siniestra con la honda que
habían preparado y que los fieles recibían con resignación
y merecido castigo, mientras otro grupo se entregaba a la
tarea de unir los paletones de los señores con los manto-
nes de las señoras cosiéndolos con pabilo, terminada su
tarea y antes que se volvieran a encender las luces volvían
75
a sus lugares con un aire de la inocencia más grande del
mundo, esperando que la misa termine, que era cuando
para ellos empezaba segunda parte de la diversión, con los
tremendos líos que se armaba entre los “cosidos” cuan-
do a la salida de la parroquia intentaban separarse para
irse cada cual a su destino, y se sentían atrapados el uno
con el otro, entonces llovían imprecaciones culpándose
mutuamente que iban desde “pisaverde”, “mentecato”,
“bellaco”, “chusuñawi”, “majadera”, “sanguijuela”, “za-
rrapastroso” y otros más floridos, mientras Mael y sus
amigos no cabían de risa. Era uno de sus momentos más
esperados y hasta el cura Cristóbal apenas si podía disi-
mular una sonrisa.
Llegando a casa los padres reprendían a sus hijos, a
Mael su mamama lo llevaba a su cuarto le amonestaba
muy seria, serísima, pero Mael con ese pucherito que la
desarmaba toda le decía: pero mamama el padre Cristóbal
dijo que deberíamos castigarnos por cometer tantos pe-
cados y eso es lo que hemos hecho, y cuando empezaba a
hacer sus pucheritos, como siempre su mamama termina-
ba por abrazarlo con toda su alma, y por su puesto para
sus adentros no dejaba de sonreír.
Después de la misa los mayordomos encargados de
construir las “posas”, enormes altares construidos a base
de madera y sogas y en las que se expresaba la tradición y
la fe del pueblo, empezaban a plantar los postes de made-
ra que alcanzaban los veinte y veinticinco metros de altura
haciendo huecos profundos en cada esquina de las calles
76
principales, en total eran siete posas, trabajaban casi toda
la noche armando los escalones de estos colosales altares,
y se daban fuerzas bebiendo sendos vasos de chimbango,
y como no era posible terminarlos de armar continuaban
al día siguiente, ésta tarea requería de mucha habilidad y
grande esfuerzo.
Cada “posa” era una estación donde se posaban las
andas del santo sepulcro para un momento de plegarias,
cánticos y sahumerios antes de continuar el recorrido
procesional.
Para el armado de cada posa se utilizaba entre doscien-
tos y trescientos palos de madera de molle, de huarango
o de eucalipto que eran atados con cientos de metros de
cabuya y de veinte a treinta tablones o bancos de madera
para formar las gradas en forma de escalera ascendente.
Concluido el armado se procedía a vestirlas con telas de
color negro y blanco en señal de luto por la muerte de
Jesús. En cada grada se colocaban cuadros con las imá-
genes de Jesús, la Virgen María y los santos, esta era una
tarea en la que participaban los niños, que por su agilidad
y poco peso podían subir los veinte metros que tenían
las posas y colocar los cuadros en los escalones. Todos
los años Mael y sus amigos estaban en primera línea con
entusiasmo desbordante, y felices de ser útiles y que les
dieran tal responsabilidad, se afanaban en hacer las cosas
bien, a veces les daban un real de propina, pero igual si no
les daban más que refrescos y bizcochos podían llegar a
colocar entre cien y doscientos cuadros, pues terminaban
77
en una posa y pasaban a otra, a veces lo hacían en las siete
posas. Aparecían en bandada ofreciendo su apoyo, era lin-
do verlos trepados en las gigantescas posas como abejas
tejiendo ese enjambre de cuadros y flores. Se completaba
el armado con una mesa de altar en la base, arcos de flores
y alfombras también de flores y se iluminaban con faroles
a la espera del paso de la procesión del Santo Sepulcro.
El viernes santo, era un día de ayuno para toda la fa-
milia incluyendo los niños. Una sola vez al día se comía
la sopa de las siete yerbas que contenía muña, paico, hua-
catay, chincho, culantro, hierbabuena y orégano, molidas
con queso fresco además de papa y que se servía al medio
día. Ese día estaba prohibido hacer ruidos, cantar, reírse,
silbar, hablar fuerte, escuchar música, excepto la música
sacra; la campana de la iglesia tocaba cada hora con un
sonido tan lúgubre que estremecía. Durante todo el día
la iglesia entraba en duelo, todo resultaba extraño y con-
movedor en la vastedad del templo en penumbra, en esa
inmensidad sombría y quieta que inducía al recogimiento
y la reflexión.
A las ocho de la noche salía la procesión del Santo Se-
pulcro. La Hermandad de Caballeros del Santo Sepulcro,
vestidos de luto, cargaba el anda con el Cristo yacente;
era una procesión de profundo recogimiento, y los fieles
también de luto acompañaban la procesión en su recorri-
do deteniéndose en cada una de las siete posas; mientras
una banda de músicos interpretaba la “Marcha fúnebre a
Morán”, creando un ambiente de honda consternación y
78
recogimiento; algunos devotos hacían el recorrido descal-
zos, otros lo hacían de rodillas. En las primeras horas de la
madrugada del sábado ingresaba la procesión a la iglesia.
El Sábado de Gloria era la antesala de un Domingo
Santo de alborozo, de fiesta, el mejor domingo del año,
el más esperado por grandes y chicos, pues se recordaba
el paso de Jesús entre la muerte y la resurrección. Por la
mañana la Virgen Dolorosa recorría de posa en posa para
borrar los pasos de su hijo. A la media noche echaban a
volar las campanas con su voz sonora, alegre y solemne
a la vez, que invitaban al regocijo anunciando la resurrec-
ción de Jesús. Inmediatamente los poseros retiraban las
telas negras que cubrían las posas y las cambiaban por
telas de color rojo encendido que simbolizaba la resu-
rrección. En medio de una explosión de júbilo, cánticos,
aplausos, olor a incienso y pétalos de flores rociadas con
profusión por los niños ataviados de querubines, salía en
procesión Jesús resucitado “Pascualito”, recorría las sie-
te posas bendiciendo cada una de ellas, así como a los
poseros. A las diez de la mañana cuando el sol cálido y
luminoso se aposentaba sobre la devota muchedumbre,
la procesión entraba la iglesia donde el padre Cristóbal
celebraba la misa pascual.
Afuera de la iglesia, como todos los años, se vendían
las famosas “wawas” que tenían forma de bebés, y eran
elaboradas con harina de trigo, azúcar y manteca, decora-
das con abundante grageas, pasas negras y caramelos en
forma de estrellas.
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Concluida la celebración de la misa las autoridades re-
corrían las posas siendo recibidas por los poseros y los
nuevos mayordomos que se harían cargo de las posas del
próximo año, firmando el acta de compromiso, en cere-
monia que se llevaba a cabo con sendos brindis de chim-
bango y comida típica, amenizada por una banda de mú-
sicos. Finalizada esta ceremonia se iniciaba el desarmado
de las posas. Para los niños el Domingo de Resurrección
era un día de fiesta, no tenían que hacer mandados, ni ta-
reas; ese día había almuerzo especial a base de cerdo o ave
horneada, compota de frutas y queso helado.
80
El abuelo Honorio
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cuchillo y el tenedor y no usara el dedo pulgar —costum-
bre que no podía evitar pese a sus gritos; en el fondo lo
hacía en rebeldía por su trato tan áspero— siempre que
le llamaba la atención, para asegurarse que le había com-
prendido le decía: ¿En-ten-di-do?
Algunas veces, muy pocas en verdad, lo llevaba al es-
tablo montado en su hermoso caballo bayo, eso sí que le
gustaba porque se olvidaba de él escuchando el trino de
los pajaritos que le parecía música de la más hermosa y
pensaba en su mamá, la imaginaba oculta en alguna nube
y que le acompañaba diciéndole cosas lindas. A veces Mael
quería conversar con él, hacerle preguntas, pero optaba por
permanecer callado, porque solo recibía respuestas breves
y acres. No recordaba una caricia, una palabra amable; sal-
vo el día que contrajo una neumonía por haberse quedado
dormido después de llorar tanto junto al tronco herido de
su querida higuera que era el árbol más bonito de la huerta,
su mejor compañera en sus días tristes y que había sido
cortada por su abuelo, como castigo a una desobediencia,
y que le dejó una herida tan grande que quedó abierta por
mucho tiempo; aquella vez creyó ver en sus ojos húmedos
un brillo efímero de algo parecido a la ternura y sintió que
tal vez muy en el fondo lo quería, y le dijo:
— Papá Honorio no te pongas triste, yo te había bo-
rrado de mi corazón, pero voy a ponerte otra vez.
Como su abuelo siempre estaba tan ocupado en los
establos, en las chacras y viajaba constantemente a Are-
quipa no le quedaron muchos recuerdos.
82
LEONOR
83
—¿Con quién?
—Pues sola
—¿Puedo ir contigo?
—No chicuelito, hoy no.
Fingió que lo aceptaba y se quedó aparentemente
tranquilo, esperó que la muchacha saliera y la siguió de
lejos. Leonor caminaba dando saltitos de vez en cuando,
alegre, desenvuelta, liberada, hacia el río. El viento batía
sus faldas dejando ver sus medias blancas con filo azul, sus
cabellos alborotados como olas al viento. Alguien estaba
esperándola sentado en la hierba a la orilla del río, miran-
do su rostro reflejarse en el agua cristalina. Un beso fugaz
selló el encuentro. Permanecieron abrazados mucho rato.
Mael los miraba desde su escondite, inquieto, urdiendo
qué hacer para que Leonor volviera a casa, después de
todo, ella era “su Leonor”, solo debía estar a su lado, solo
debiera quererle a él y a nadie más. Pasó largo rato, cuan-
do no soportó más retornó a su casa, iba refunfuñando
mientras caminaba, con mucha desolación y rabia en su
corazón, por eso cuando volvió Leonor encendida toda,
con una luz en su mirada que se filtraba por entre sus lar-
gas pestañas, le dijo:
—Te acusaré a mi mamama que saliste con tu amigo y
ella te castigará, ya verás, nunca más te dejará salir–, había
una encantadora indignación en el fuego de sus ojos.
—Pero si solo conversamos un rato —respondió
Leonor.
—¿Qué te hizo?
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—Pues cositas —contestó ella, risueña, divertida.
—¿Le quieres?
—No, yo solo te quiero a ti tontito, mi chicuelito y lo
abrazó como solo ella y su mamama sabían hacerlo.
Pero algo quedó en su corazón, un desasosiego, un
presentimiento de que se alejaría algún día.
85
Mamama Dolores está triste
Faltaba poco para que Mael cumpliera los seis años y de-
bía ir a la escuela, su padre le había manifestado a mama-
ma Dolores su intención de mandarlo a la escuela fiscal
243 que quedaba a varios kilómetros de distancia y para
eso tenía que dejarlo en casa de su tía Albuina. Desde
entonces se le veía como ausente, reía menos, casi no iba
a ver los partidos de fútbol donde participaba su nieto,
como que quisiera ir acostumbrándose a su ausencia.
Mael lo notó y se preguntaba qué estaría pasando con su
mamama, su querida mamama. Pensaba que tal vez estaba
enojada por algo que él habían hecho, o que estaba enfer-
ma y eso sí que no podía ser, no quería ni pensar en que
podría sucederle lo mismo que a su mamá Carmen y que
también lo dejaría solo, y quién le iba a cuidar, quién le iba
a cantar en las noches para que se durmiera, quién le iba a
dar esos abrazos apretados, tanto que podía escuchar los
latidos de su corazón, quién lo defendería de las rabietas
de su abuelo que tanto miedo le daban, de sus gritos que
le hacían temblar como las hojas de los árboles cuando
arrecia el viento.
En su expresión generalmente apacible pareció de
pronto filtrarse una expresión de desasosiego, ahora can-
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taba bajito, ya no silbaba, la veía con más frecuencia ha-
blar sola en la huerta después del almuerzo, en la penum-
bra del anochecer podía adivinar sus ojos brillantes y hú-
medos como siempre le pasaba cuando algo la angustiaba.
Tan preocupado estaba que un día le preguntó:
—¿Qué tienes mamama?
—Nada hijito, solo un poco cansada, a veces me abu-
rre un poco estar tanto tiempo detrás del mostrador.
—Pero el otro día estabas llorando.
—Te pareció, lo que pasa es que se me había metido
polvo al ojo, ya no te preocupes y anda juega con tu lindo
trompo con su púa muy afilada y esmerilada que parece
de plata.
Pero Mael se quedó preocupado y también triste, algo
le está pasando, se decía, y claro que no se fue a jugar con
su trompo, sino que se sentó a su lado y se abrazó a ella
para sentir los latidos de su corazón y sentir su aroma a
almizcle y a todas las frutas de la huerta. Cuando mama-
ma Dolores dejó un día de ir a la tienda se alarmó, eso no
había sucedido nunca, y entonces a él también le dieron
ganas de llorar, pero se escondió bajo la cama para que
su mamama no lo viera, se moría de pena y también de
miedo, qué sería de él si su mamama se muere, eso no
podía suceder, su mamama era muy fuerte la más fuerte
de todas las mamamas, lloró tanto que se quedó dormido.
Leonor lo encontró y lo llevó a su cama, lo acostó, le aco-
modó el alborotado cabello y secó sus lágrimas.
87
Mael tiene que entrar a la
escuela
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—Verás que te gustará, además estarás en la casa de tu
tía Albuina y jugarás con tus primos.
—Yo no quiero ir sin ti, y no conozco a la tía Albuina
y no quiero jugar con mis primos, yo quiero quedarme
contigo y con Leonor.
—Será bueno para ti —dijo Mamama Dolores, disi-
mulando lo mejor que pudo su tristeza.
Mael comprendió que poco podría hacer, se abrazó a
su mamama y se echó a llorar con mil sentimientos que
abrumaban su corazón.
89
Y Llegó el día
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— Lo siento, eso tendrá que esperar.
Felizmente Mael llevaba en su mochila grandes can-
tidades del mucho amor que le dio su mamama Dolores
y que le valdrían para recoger los pedazos de su corazón
cada vez que se le hicieran trizas.
La noche anterior a su viaje durmió en los brazos de
su mamama que lo consolaba hasta que sus sollozos se
disolvían en el sueño.
No volvió a ver a su padre ni tampoco a su mamama,
ni a sus amigos por los cinco años siguientes, aunque ella
le mandaba de vez en cuando una encomienda y una carta
que él la leía y releía y casi siempre terminaba llorando,
luego la guardaba bajo su almohada.
Aquella mañana que se iba para siempre, partía de su
mundo de sueños hacia un mundo real, duro, indiferente,
que le dejó honda tristeza.
91
SEGUNDA PARTE
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imponente catre de bronce de su mamama, y esta camita
en la que apenas cabría no podría ni moverse sin peligro
de caer al suelo como le sucedió muchas veces en los cin-
co años que tuvo que pasar en ella, además de las muchas
veces que no podía conciliar el sueño por el frío que se
colaba en las noches de invierno y tenía que acurrucarse
hasta tener las rodillas juntas y pegadas a su naricita, eso
le daba una sensación de calor que hacía más tolerable el
frío, mientras que a sus primas les calentaban los pies con
bolsas de agua caliente. Echaba tanto de menos su cama
caliente cerca de la de su mamama Dolores, donde casi
siempre dormía cogido de su mano mientras ella le conta-
ba cuentos y le cantaba tan suave como un susurro hasta
que le llegaba el sueño.
De grande, cada vez que pensaba en esa casa sentía
una opresión en el pecho, los años que vivió ahí fueron
los más tristes de su vida.
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En la escuela
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gros. Nunca le preguntaban si había realizado sus tareas o
si necesitaba algún libro, tampoco preguntaban si estaba
asistiendo regularmente a la escuela o si se “hacía la vaca”,
pero cuando tenía que cumplir con las tareas de la casa, sí
que estaban muy atentos al cumplimiento de estas y hasta
a veces lo regañaban.
Un día que había actuación en la escuela y les habían
dicho a los alumnos que fueran bien vestidos, como pudo
se las arregló con unos pantalones y una camisa, pero sus
zapatos estaban bastante gastados, por lo que echó mano
a un par de botitas de color negro con pasadores que ha-
bía guardado como recuerdo de su mamá que tenía los
pies tan menudos que le calzaron muy bien y como tenían
planta de crepé eran muy suaves y no hacían ruido al an-
dar, eran como mágicas, se sentía como en la nubes y sus
compañeros fascinados lo seguían por todas partes, no
faltaron algunos que le rogaban para probárselas.
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La maestra Eloísa
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La espina
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cuando abría el hocico para ladrar se le veía una enorme
lengua colorada y unos dientes grandes y filudos. A me-
dida que iba aclarando, el día se ponía alegre, los pajaritos
silbaban y saltaban de mata en mata, los gorriones canta-
ban en festivo concierto; Mael disfrutaba mucho de es-
tos momentos y silbaba tratando de imitarlos, en cambio
Agustín se dedicaba a destruir los nidos que se alojaban
en los árboles, sacaba una honda que siempre llevaba en el
bolsillo de sus pantalones y disparaba contra ellos; eso le
disgustaba mucho a Mael, le parecía muy malo, muy cruel,
por eso se adelantaba para no ver. Un día de esos se alejó
demasiado y le dio miedo y volvió a la carrera para buscar
a Agustín con tan mala suerte que tropezó y fue a caer
sobre una mata de espinas. Al escuchar sus gritos, Agustín
se apareció corriendo, se asustó mucho al ver sus manitas
llenas de espinas; le decía que no llore, que aguantara, que
le sacaría las espinas y sobre todo que no le cuente a nadie.
Con infinita paciencia y mucha habilidad le fue sacan-
do las espinas una a una, por cada espina que sacaba
brotaba una gotita de sangre, Mael sentía ganas de llo-
rar a gritos porque le dolía mucho, pero se contenía para
que Agustín no le dijera que era un mariquita, luego se
fue a buscar entre los arbustos una planta llamada matico
que tenía de hojas largas de color verde intenso y flores
amarillas -Agustín había visto a su madre curar las heridas
masticando las hojas y colocándolas encima en forma de
emplasto- cogió unas cuantas hojas se las puso en la boca
masticando hasta formar una masa verdosa que colocó en
99
cada una de sus heridas y lo dejó sentado a un costado del
camino cerca de la acequia por donde corría el agua que
servía para el riego, mientras él hizo la tarea de regar los
sembríos de maíz. Sobre las siete de la mañana empren-
dieron la vuelta a la casa, Agustín lo llevaba cargado sobre
sus espaldas, por trechos lo bajaba y le decía que caminara
despacio sin mover las manos; faltando poco para llegar,
se sentaron sobre unas piedras y le fue sacando uno a
uno los emplastos, las heridas habían cerrado y no había
ni rastro de sangre. Mael no lo podía creer, le preguntó
si se trataba de cosas de magia, Agustín se rio de buena
gana y le explicó que el matico era una hierba que usaba
su mamá para curar las heridas y otras cosas más. Mael
nunca le contó a nadie lo sucedido ¿Para qué? Total, ya
sabía que no les importaría, por el contrario, tal vez reci-
biría una reprimenda por no hacer las cosas con cuidado,
casi siempre era así; mejor era guardarse su dolor, ya en la
noche cuando estuviera solo “se lo contaría a su mamá”
como siempre solía hacerlo cuando tenía alguna pena en
su corazón.
Mucho tiempo después cuando fue a vivir a la casa
de su madrastra vio cómo ella salvó de morir a Fido, su
perrito pekinés, que había sido atropellado por un carro,
todos lo daban por muerto, pero ella le puso emplastos de
matico en sus múltiples heridas de la misma forma con que
Agustín había curado las suyas, Fido estuvo sin moverse
por dos días y al tercero se levantó como nuevo movien-
do la cola y bebiendo mucha agua.
100
El chunchito
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Eran cerca de las diez de la mañana, cuando a lo lejos
divisó un grupo de chicos, que haciendo alboroto venían
en dirección al río, se ocultó como pudo detrás de unos
arbustos, dejó que pasaran, y antes de que se alejaran de-
masiado se incorporó al grupo y se fue con ellos a la casa
de la maestra donde estaban ensayando un baile del fol-
clor de la selva, que iba a ser presentado en los juegos flo-
rales de la escuela. Nadie se dio cuenta en qué momento
Mael se había integrado al grupo. Los ensayos se dieron
durante varias semanas y el que más destacaba del grupo
era Mael, tenía mucha gracia y desenvoltura para ejecutar
los pasos y los brincos que formaban parte de la coreo-
grafía, no solo ensayaba en la casa de la maestra sino en
su casa, en la calle, en el parque. Se sentía muy feliz de
participar. Cuando llegó el día de la actuación, como no
tenía el disfraz de chunchito que se requería, la maestra
le improvisó uno y resultó ser el más lindo de todos. Lo
demás vino como llovido del cielo: su gracia, su destreza
para ejecutar los más intrincados pasos, su ingenio para
disimular las inevitables metidas de pata de sus compañe-
ros y las suyas también y su don de líder conduciendo al
grupo destacó tan claramente que al final fue premiado
con tantísimos aplausos del público que tenía la sensación
de que hubieran durado no minutos sino horas. Cuando
llegó a su casa todavía el sonido de los aplausos resonaba
en sus oídos. Y, claro, que nadie de su casa fue a verlo, por
eso se cuidó mucho de comentarlo para no sufrir una de-
cepción más, que a esas alturas eran tantas que habían cre-
102
cido como una montaña. Pero contaba con el cariño de
sus amigos, de las mamás de sus amigos y de los vecinos
del barrio que le celebraban con efusión, lo abrazaban, le
daban palmaditas en la espalda, algunos lo cargaban y se
ganó el apelativo de “chunchito” que le duró hasta que
terminó la primaria.
103
Dibujo 7
Mamama le enviaba
encomiendas con dulces y
siempre una carta
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empezaba diciéndole: te quiero mucho mi wawita, pórtate
bien con tu tía y con tus primos, estudia mucho, no olvi-
des llevar siempre una piedrita apretada en tu mano, eso
te dará seguridad y serenidad en la época de exámenes
o en alguna situación que se te presente difícil; es lo que
yo hacía cuando era chiquita como tú, y hasta ahora lo
hago cuando necesito tranquilidad ante la inminencia de
un problema que debo solucionar de la mejor manera,
sigue con esa costumbre de caminar pegadito a los muros
pasando el dedo como trazando una línea muuuuuy larga
e invisible, eso te hará sentir que estás acompañado cuan-
do vayas solo a la escuela.
Cuando sientas la necesidad de llorar, pues llora, aun-
que para eso tengas que esconderte bajo la cama o en la
huerta como lo hacías acá, para evitar que te molesten con
eso de que “los hombres no lloran”, o que “solo lloran los
mariquitas”, porque tú sabes que eso no es así, que todos
tenemos derecho a llorar, así como a reír, o a enojarnos y
hasta decir alguna mala palabra, pero no muy grande.
Recuerda tus oraciones de la noche antes de acostarte
y sigue dibujando tus sueños en el cuaderno ese que te
compré, es muy posible que se te cumplan, ¡ah! y no te
olvides de decirle a mi compadre Arnulfo que baje de su
camión todos los abrazos y besos que te mando.
Acababa de leer con lágrimas en los ojos, no lo podía
evitar, y guardaba la carta dobladita bajo su almohada.
106
Las competencias deportivas
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Mael sabía que ellos antes de llegar a la meta se iban a
cansar, en cambio él en ese momento tomó velocidad y
llegó a la meta con amplia ventaja sobre los demás. Esa
táctica siempre le había dado buen resultado. Nadie le ha-
bía dicho que ese el mejor recurso para ganar una carrera;
sagaz e inteligente como era, se las ingeniaba para sacar
el máximo provecho no solo en las competencias depor-
tivas, también en las matemáticas y en el ajedrez era el
mejor.
Ese día que ganó la carrera su corazón daba tantos
saltos y tan fuertes que tenía miedo de que se escucharan
hasta muy lejos, más aún cuando le dieron su medalla do-
rada con la cinta bicolor. La llevó colgada de su cuello y
poco antes de llegar a su casa se la quitó y la guardó en el
bolsillo de su pantalón, ya en su cuarto procuró colgarla
en el lugar más visible, por si alguien la pudiera ver, pero
si la vieron nunca lo supo, pues a nadie le importaban
sus hazañas, le dolía sí, pero ya se estaba acostumbran-
do, aunque a veces se sentía como un paria, un arrimado.
Pero poco le duraba el desaliento, trataba de pensar en los
días felices que pasó al lado de su mamama, su querida
mamama, y el día volvía a vestirse de color y sabor a
trofeo, a éxito.
108
El tamborilero
109
los otros que tenían más experiencia, pues habían tocado
en la banda por varios años y dominaban diestramente
los palitos. Le costó mucho trabajo, pero nunca se des-
alentó cuando descompasaba y el profesor le llamaba la
atención.
Se acercaban las fiestas patrias y los ensayos eran más
continuos y exigentes, pero necesitaba practicar más, por
eso se preparó dos baquetas con palitos de madera que
encontraba en el depósito de cachivaches que tenía su tía,
y con la ayuda de Agustín se construyó un tamborcito.
Todos los días antes de dormir se escondía en la huerta
para ensayar, pero no pudo evitar el ruido que hacía al
darle duro al tambor y su tía le prohibió, entonces se le
ocurrió irse al parque, pero al poco tiempo los vecinos le
pidieron que se fuera a otra parte porque no soportaban
la bulla. Entonces tomó valor y un día después del ensayo
con la banda se le acercó al profesor y le dijo:
—¿Puedo quedarme a practicar un tiempo más?
—He visto que pones mucho interés en aprender a
tocar el tambor, y claro, te enseñaré a manejar las baquetas
porque ahí está el quid del asunto.
El día del desfile escolar por fiestas patrias, se sentía
muy emocionado y un poco nervioso; el profesor le ha-
bía aconsejado que durante el desfile se concentrara en
el tambor y que mantuviera la mirada hacia adelante, sin
detenerse a ver a la gente, porque un gesto o una pala-
bra de alguien podría distraerlo y eso sería fatal, porque
de seguro perdería el compás. Así lo hizo, pese a que es-
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cuchaba los aplausos y los gritos de ¡Bravoooo Mael!. A
decir verdad, acaparó la atención del público apostado a
los lados, y eso lejos de distraerlo le dio más bríos, lo que
le valió para ganarse su puesto en la banda de la escuela
hasta terminar la primaria.
111
Las mazorcas de maíz
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da de su tía. De nada había servido haber despancado el
maíz con tanta rapidez y haberlo hecho bien, casi en la
mitad del tiempo que le llevó a Pablo. Si bien, habituado
estaba al maltrato, no podía evitar sentir el sabor amargo
de la injusticia.
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Una Navidad diferente
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Infancia esquiva
Para Mael, los cinco años que vivió en casa de su tía Al-
buina fueron los más amargos de su vida, experimentó lo
que es la injusticia, el abandono, la indolencia, la tristeza,
el abuso, la soledad.
Nada de lo que hacía les parecía bien, le hacían sentir
como si siempre estuviera en falta, para él no había ni una
palabra de estímulo, todo lo que hacía era una obligación,
como una deuda que había de pagar, claro, lo poco que
tenía como una cama y un plato de comida se los debía a
ellos. Su padre no se hizo cargo en los cinco largos años
que pasó en la casa de su tía Albuina, no lo vio sino unas
pocas veces de paso para Arequipa. En ese lapso de su
vida fue un total desposeído, material y afectivamente sin
contar con la mínima oportunidad, sin tiempo para dedi-
carse al estudio.
A veces, sentado en su cama, miraba la vida con una
dolorosa tristeza, abrumando su corazón de sentimientos
que le hacían daño, sentimientos que procuraba ocultar en
lo más profundo de su ser para que nadie los viera. Tenía
la sensación de que el tiempo pasaba con insoportable
lentitud, como que se hubiera detenido, los días le pare-
cían larguísimos, las tareas a las que estaba obligado en la
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casa eran de nunca acabar, se extendían a los sábados en
la tarde y a veces los domingos, y hasta los feriados, tanto
así que hasta había perdido la huella de los días; el fin de
semana no difería del inicio de la siguiente, era tan gran-
de el abandono que a veces pensaba que si le pegaran le
dolería menos que su indiferencia; si en algún momento
deslizaba un hilo de amargura le recordaban que él estaba
ahí de gorrero. Nunca supieron llegar a su corazón sin he-
rirle, y hasta se hubiese olvidado de su cumpleaños si no
fuera por la encomienda que su mamama, su querida ma-
mama, le enviaba con las golosinas que a él le gustaban,
sobre todo la riquísima calabaza al horno que derramaba
una deliciosa miel y los alfajores con dulce de chirimoya
que compartía con sus primos, aunque ellos no hacían
lo mismo con él. Cuántas veces había sorprendido a su
primo Pablo comiendo huevo pasado con una cucharita
de madera, mientras él aguaitaba de lejos antojándose,
pasándose la saliva, recordando que su mamama y Leo-
nor después de los partidos de fútbol le hacían esperar
un té aromatizado con canela, clavo de olor y cáscara de
naranja, un huevo pasado y pan de tres puntas.
A sus seis años tuvo que aprender a lavar su ropa,
claro que nadie se lo enseñó. Aprendió a peinarse como
pudo, ordenaba sus cabellos con la ayuda de un peine de
gruesos dientes y a veces solo con sus dedos. En la casa
de su mamama le peinaba Leonor poniéndole al final
unas gotas de limón para que el cabello le quedara quieto
y permaneciera así por más tiempo. Nadie se preocupaba
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si hacía sus tareas escolares o si asistía a la escuela. Los
primeros años fueron muy difíciles y por poco reprobó el
segundo año, si no hubiera sido por su maestra Eloísa que
había descubierto su habilidad para las matemáticas, y que
por eso lo ayudó con las demás materias.
Su papá nunca supo la vida que llevaba en la casa de
su tía, sus visitas eran ocasionales, apenas una o dos veces
al año que sumadas no llegaron a las ocho o nueve veces
en los cinco años que pasó en esa casa.
117
Y llegó el día
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abrigado por dentro con el mucho amor de su mamama.
En los cinco años que estuvo en casa de su tía Albui-
na, aprendió todo el lado amargo de la vida, por eso sin
más abandonó la casa, en esa tarde lluviosa de diciembre,
en la que hasta los árboles que bordeaban el camino le pa-
recieron tristes, sin el canto de los gorriones; pero el solo
hecho de irse para siempre de ese lugar le hacía sentirse
libre y casi feliz. Cuando llegó a su nueva casa todavía le
acompañaban el miedo y la tristeza que demoraron en
disolverse.
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Treintipico años después
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al ver llegar a Arturo en traje de campo, pantalones arre-
mangados y sombrero de paja de anchas alas, - vengo de la
huerta- dijo- hablando con voz cansada. Por un momento
vio al chico de 11 años que tenía las piernas ligeramente
arqueadas, lo que le había valido el apodo de “corvacha”,
y que era uno de los mejores arqueros del equipo de fút-
bol ¿cuánto tiempo había pasado?, debe estar bordeando
los cincuenta años, algunas canas asomaban en sus sienes y
algunas arrugas en la frente altiva y noble, su sonrisa era la
misma, amplia y franca mostrando sus blanquísimos dien-
tes. Un abrazo apretado, largo, fraternal, sincero, con sono-
ras palmadas, fue el preludio de un reconocimiento lleno de
afectos guardados en el tiempo, se miraban sin decir pala-
bra, midiendo recuerdos, gestos, habían cambiado mucho
claro está, pero el cariño que siempre los unió permanecía
intacto y afloró en nuevos abrazos y palabras atropelladas,
risas y algunas lágrimas que brotaron espontáneas y dulces
reproches por el olvido de tantos años, ni una carta, ni una
llamada, abrazados se sentaron en la misma banca del pe-
queño y soleado recibidor, abundante en macetas de gera-
nios y madreselvas. Nicolasa los contemplaba complacida
esperando alguna indicación de su compañero; no había
podido cambiar su actitud de cuando ella trabajaba en la
casa de los padres de Arturo cuidando de la casa y de los ni-
ños. Al pasar los años, se habían enamorado y formado su
hogar. Tampoco había variado mucho su vestimenta, pues
siempre conservaba puesto el mandil y el cabello sujeto en
dos hermosas trenzas que realzaban su graciosa redondez.
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– Nicolasa, saca el pisco, ese que tienes guardado para
las ocasiones especiales, -dijo Arturo.
– Ya lo tengo listo, dijo ella-, contenta, risueña, re-
donda, y al rato se apareció con su andar rápido, siempre
apurada como si el tiempo se le escurriera de las manos,
trayendo una botella de pisco puro con su etiqueta verde
y dos copas de antiguo cristal que habían quedado de la
reliquia de la familia, bebieron larga y pausadamente, con
deleite, saboreando gota a gota ese néctar que solo en
Omate se producía. Después de un corto silencio se mi-
raron todavía sorprendidos y agradecidos a la vida que los
volvió a juntar después de tan largo tiempo.
– Deberías regresar a la tierra, aunque solo sea para
volver a trazar y pavimentar la carretera de entrada, tengo
entendido que estás haciendo muchas obras en otros lu-
gares -dijo Arturo.
– Ojalá pueda hacer algo por nuestro pueblo -contes-
tó Mael.
– Quieres ver algo? -dijo Arturo- y entró en aquel
cuartito que guardaba tantos recuerdo de su infancia feliz,
y volvió con una especie de ovillo de pelo apolillado de
muñeca vieja que se cae al pasar la mano en una polvoro-
sa tristeza; Mael tardó unos minutos en reconocer aquel
objeto de color indefinido, era la pelota de trapo, la misma
que tantas veces había apretado contra su corazón y había
besado con emoción con cada gol que había metido al
arco contrario, la tomó en sus manos la apretó emociona-
do luego la puso al suelo y simuló meterle un gol a Arturo
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que secundando la iniciativa respondió; una nube de pol-
vo llenó la estancia, rieron a más no poder con esa risa de
niños de antes; la conversación se centró en esa pelota de
trapo que tantos recuerdos les traía a los dos.
– Tú eras el más grande Arturo, por eso te fastidiaba
el cabezón Corino, y el chato Pamo que se tiraba cuan lar-
go era con tal de no dejar pasar la pelota a su arco.
– ¿Te acuerdas -dijo Arturo- la vez que a Corino se
le rompió el tirante del pantalón y se le cayó, se escondió
detrás del moro y se puso a llorar como un mariquita has-
ta que vino su mamá y nos corrió a todos con ese palo de
escoba que tenía siempre preparado detrás de su puerta
para espantar a la pandilla?
Mientras la conversación se hacía más animada y los
dos reían como chibolos; Nicolasa tendía la mesa con la
vajilla que guardaba para las visitas especiales, de esa que
tenía grabados de paisajes y carretas tiradas por caballos,
el mantel blanquísimo y almidonado, iba y venía entre la
cocina y el comedor trayendo sendos platos humeantes
y olorosos de chupe de camarones, la canastilla de pan
de tres puntas, el llatan de rocoto y la deliciosa chicha
de jora en grandes vasos con asa, no faltó la cancha o
tostado crocante y para redondear el apetitoso banquete
sirvió el queso helado que despertó en Mael recuerdos
de aquellos momentos de infinita ternura pasados con su
mamama Dolores cuando iban a la tienda de los Pamo a
degustar su golosina favorita. Antes de despedirse le pidió
a Arturo que lo llevara a la tumba de su mamama Dolores
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que él había buscado infructuosamente en el cementerio
antiguo sin lograr ubicarlo. Se despidió de Nicolasa con
la promesa de volver pronto, y salieron juntos, hicieron el
camino en silencio, ensimismados, cada cual en sus pro-
pios sentimientos y recuerdos; caminaron entre tumbas,
algunas ya sin nombre, el tiempo lo había borrado sin que
nadie que se preocupara de volverlo visible. Mael sentía
que su infancia regresaba a su corazón con la fuerza de
la nostalgia de los años vividos al lado de su mamama, su
querida mamama Dolores que sostuvo sus manos y atra-
pó su corazón para siempre. La voz de Arturo lo sacó de
sus pensamientos:
–Hemos llegado -dijo.
La pequeña tumba olvidada por muchos años, y me-
dio descolorida, había conservado muy claramente su
nombre: Dolores Pamo Baldárrago 1888 – 1955. Como
único adorno tenía una paloma llevando en el pico una
ramita. Se arrodilló y dejó brotar su dolor contenido por
tantos años, recordó su infancia a su lado, aquellas tardes
demoradas en la huerta bajo la sombra de la opulenta y
acogedora higuera. La noche se asomaba mansamente so-
bre el camposanto, el olor a tierra húmeda y a flores de
cementerio lo sacó de su aflicción y sus lágrimas que aún
bañaban su rostro dolorido; antes de ponerse en pie besó
la tumba y musitó bajito, pero hondamente: solo Dios
sabe cuanta falta me hiciste.
Regresaré -–e dijo a Arturo– se abrazaron como her-
manos presintiendo tal vez que era su despedida.
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EPILOGO
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Mael se terminó de imprimir en junio de 2023 por
encargo de
Mesa Redonda Editorial y Librería.