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Leopoldo González
Rosario Covarrubias
DIEZ NARRADORES MEXICANOS
MÁS ALLÁ DE LA PANDEMIA
MUJERES DE MI PAÍS
Mujeres de mi país
Rosario Covarrubias
D. R. © Rosario Covarrubias
D. R. © Letra Franca Ediciones
Editorial Morevalladolid
Tlalpujahua 208, Felícitas del Río
CP 58040, Morelia, Michoacán
ISBN: 978-607-424-740-4
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Para Iliana Rodríguez Zuleta,
por ser mi familia
AMANDA
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le dolía todo. Pensaba en sus plantas y, sobre todo, en su ángel.
Su nuera le aseguraba que iban cada tercer día a cuidar de sus
macetas y la casa. Ella sospechaba que le mentían. Lloraba en
silencio. Su nieto menor llegó una tarde hasta su cama y sacó de
su mochila la figurita de barro. “Te la traje, abuelita, sé que te
gusta mucho”. Ella la tomó en sus manos y comenzó a sollozar.
Su nieto la besó y la dejó sola, impresionado. Se quedó dormida,
la cara húmeda y tranquila.
Amanda despertó a un día fresco y soleado, sentía un aire ti-
bio en la cara, miró al frente y el rostro más hermoso que hubiera
visto en su vida le sonrió, tenía la cabeza coronada de sol, emana-
ba una luz brillante. Amanda escuchó claramente un ruido acom-
pasado, como su corazón cuando estaba tranquilo, se incorporó
–pudo hacerlo– y miró dos grandes alas níveas. Todo era altura y
bienestar. Abajo, a una enorme distancia, sus hijos lloraban.
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MI PUEBLO MÁGICO
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No todo es tan tranquilo como suena. En los días previos,
muchos de nosotros recibimos llamadas telefónicas en casa,
invitándonos a votar, en todos los tonos: del más amable al
muy amenazante (si se enteran que quieres votar por otro).
El terror comenzó a meterse a nuestras casas como un mal
olor. En estas temporadas se enrarecen todos nuestros espa-
cios, pensamientos y palabras. Sobrevivimos las campañas, las
comemos y cenamos por un largo, ilegal e indigesto período.
Solo queremos que termine.
Por la tardecita, cuando la única casilla que seguía abierta era
la especial, llegó mi hija con el miedo pintado en su carita, venía
llorando porque se espantaron mucho quienes vieron, al pasar
frente a las oficinas del otro partido, cómo, de una camioneta,
comenzaron a arrojar cabezas de cerdo a la banqueta, frente a sus
puertas, cayendo con un ruido húmedo, pesado y pegajoso, de
esos sonidos que dan escalofríos. Cabezas manchadas de sangre,
con los hocicos abiertos y la lengua salida, ojos de grandes
pestañas albinas; parece que sonríen o están a punto de decir
algo, destinadas a dejar algún obscuro mensaje de advertencia.
Nos quedamos preguntando qué tan grande es la necesidad de
recibir un pago por hacer eso; por qué hay quien vende su voto,
por qué alguien vota en nombre de los muertos… No piensan en
su país, en su familia, en sí mismos, los han vuelto mercancía que
se ofrece a cualquier precio.
Dicen mis vecinos que va a ganar el partido del tiburón;
desalentados, por tener que contemplar la fiesta cínica de esos
votantes. La tarde transcurre lenta hacia la noche. Al conjuro
del café de mi abuela los vecinos han comenzado a sacar sus
bancos y sus sillas. Entre ellos, los amigos designados como
funcionarios de casilla que no se presentaron a cumplir su
labor por miedo a las amenazas recibidas. Esperaremos a que
se comiencen a pegar las listas de resultados por casilla. Nos
espera la larga faena de padecer la segunda campaña del triunfo.
La pesadilla se acerca a su próxima estación: la de la normalidad.
Nos espera también buscar la forma de combatirla; en nuestro
grupo, alegre, eso sí, vamos inventando un juego: el de saber cómo
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se llama la cosa que nos atormenta, es el primer paso para vencer,
y tal como se dice “amén” en la misa coreamos: ¡corrupción! Ese
es el nombre del enemigo de todos nosotros. ¿Con qué arma se
combate esa cosa? –pregunta la abuela, desafiante–, díganme
ustedes…
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GRACIAS
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todos juntos. Nos curamos creciendo como personas; en me-
dio de nuestra fragilidad juntamos nuestra fortaleza para vivir.
¡Estaba tan feliz! Quedé agradecida con todos. Comencé a dar
mis nuevos primeros pasos por mi casa, despacito; me puse a
caminar también por mi patio. Primero, con muletas; luego,
con bastón. Qué lejanos me parecían los días en que tenía que
desplazarme con la silla de ruedas que me prestó mi vecina
auxiliadora. Llegó el día en que me dieron de alta. ¡Qué bien se
siente caminar sin necesidad de apoyo!
La felicidad es egoísta. Al volver a andar me olvidé de dar
las gracias a mi vecina, la primera que acudió cuando más lo
necesité. Ella, la que convocó a la mitad de mi mundo. Aver-
gonzada por esta omisión, esa mañana caminé directamente
a la casa de enfrente. Toqué la reja y no salió nadie. Estaba
abierto, así que entré. Toqué a la puerta y, al fin, salió una de
sus hijas que me sonrió tristemente. En sus ojos, la pregunta;
en mi mudez, mi ignorancia. Ella verbalizó ese momento in-
comprensible: “¿No se ha enterado? Mi mamá murió a los po-
cos días que a usted se la llevó la ambulancia”. Dejé el plato de
frutas que llevaba como agradecimiento para mi vecina en las
manos de la joven y regresé a casa con una herida nueva en el
alma. Me explicaron, al verme llorando, que no me informaron
de su muerte para no afectar mi rehabilitación. No estoy segu-
ra de que hayan hecho bien. En mi mente y corazón le di las
gracias por haber estado a mi lado cuando más me hizo falta.
Aprendí que la solidaridad no es “te doy y me das”. No: es “te
doy y darás… a quien sea”, como ella lo hizo por mí.
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CONFUSIONES
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LA OTRA
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Mujeres de mi país
de Rosario Covarrubias
se imprimió durante el mes de octubre
de 2021 en los talleres gráficos de
Editorial Morevalladolid S. de R. L. de C. V.
Tlalpujahua 208, Felícitas del Río,
CP 58040, Morelia, Michoacán,
con un tiraje de 100 ejemplares.
Contacto: rosariocg56@icloud.com
Formación y diseño editorial: René Villegas Silva
Portada: Constanza Casamadrid y Camilo León
Cuidado de la edición: Raúl Casamadrid