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En Mujeres de mi país el recuerdo amotinado crea la

sinfonía verbal del corazón; la sangre se agolpa en el ser y


se adentra en el ritmo del mundo mágico de la literatura.
Mujeres de mi país
Rosario Covarrubias evoca en un suspiro el relato
costumbrista de la abuela, las singulares vivencias de un
pueblo mágico y la transparencia única de una lección de
gratitud; ilumina por contraste la ciudad sin políticos ni
contiendas electorales y finaliza su escritura en la noche
infinita, donde la luna es mujer que danza y enigma que
abrasa.

Leopoldo González

Rosario Covarrubias
DIEZ NARRADORES MEXICANOS
MÁS ALLÁ DE LA PANDEMIA

Letra Franca Ediciones Letra Franca Ediciones


Rosario Covarrubias Gutiérrez nació en Naucalpan de Juárez, Estado de México,
hace 64 años. Estudió en la Escuela de Escritores de la Sociedad General de
Escritores de México. Fue parte del Consejo Editorial de la Revista Electrónica de
Literatura Mexicana (relim), que recibió el premio iBest por ser una de las diez
mejores revistas electrónicas de arte y cultura en México en el año 2000. Ha
colaborado como cuentista, por espacio de diez años, en el Suplemento Cultural
del periódico Unión, órgano informativo del Sindicato de Trabajadores de la unam.
Actualmente trabaja en la preparación de su libro de cuentos.
Rosario Covarrubias

MUJERES DE MI PAÍS
Mujeres de mi país

Rosario Covarrubias

Primera edición, 2021

Letra Franca Ediciones

D. R. © Rosario Covarrubias
D. R. © Letra Franca Ediciones

Editorial Morevalladolid
Tlalpujahua 208, Felícitas del Río
CP 58040, Morelia, Michoacán

ISBN: 978-607-424-740-4

Diseño de cubierta: Constanza Casamadrid y Camilo León


Diseño de interiores: René Villegas Silva
Editores: Leopoldo González y Raúl Casamadrid

Impreso en México - Printed in Mexico

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Para Iliana Rodríguez Zuleta,
por ser mi familia

AMANDA

La abuela había bebido su cuarto vaso de charanda, estaba sola en el


patio, mirando cómo el sol barría las sombras de su mundo; el espa-
cio aquel, lleno de plantas y sueños pospuestos. Le gustaba estar
sola, porque sola había aprendido a domar su soledad, ahí trama-
ba la continua defensa de sus últimos años. Defensa a ultranza
contra la preocupación amorosa e irritada de sus hijos y nietos
que para tranquilizar sus angustias proponían una y otra vez su
internado en una de esas casas de retiro. Amable eufemismo, se
decía Amanda. Sabía que más allá de los cuidados que necesitara
estaba la molestia silenciosa de la familia por su afición a la bebi-
da, vieja costumbre que, sin conducirla a borracheras bochorno-
sas, ocasionaba airadas discusiones entre todos, nunca con ella
de manera directa. Por mucho tiempo compartió con su difunto
esposo el ritual de los cuatro vasos de charanda en su jardín. A
la muerte de su compañero se negó firmemente a abandonar su
casa, rechazó en todos los tonos las invitaciones de sus hijos para
vivir con cualquiera de ellos. Cuando una se queda sola a esta
edad, decía, ha de traer a su vida todos los recuerdos que una vez
vivió haciendo la vida, y se cobijará con ellos cuando sienta frío
y no haya otra cosa qué hacer que recordar. Punto.
Además, tenía una obsesión secreta. Entre la modesta
variedad de sus plantas que comenzaban a trepar por las
paredes de su jardín y con una viva inmovilidad susurraban
aromas y cantaban colores, tenía un ángel de barro, con sus alas
extendidas, colgado del muro; brazos y piernas cruzadas y sin
pintar. Amanda adoraba aquella figura. Había visto los ángeles
de las iglesias; algunos, de tamaño natural –es decir, del tamaño
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de una persona– eran preciosos. Siempre se preguntó en qué se
inspirarían los artistas si, seguramente, como ella, jamás habrían
visto uno, ¿o sí?... Ella pudo haber tenido el suyo en casa, pero
el de barro le gustó. En sus tiempos de mujer joven y casada,
ya con hijos, jugaba con su esposo a que algún día ese ángel de
barro ganaría color y movimiento. Ella sola continuaba con ese
juego más o menos esperanzado porque, en lo más profundo de sí
misma, esperaba que algo sucediese; así que no abandonó su juego.
Hablaba con su marido –ya viuda–, brindaba con él, le mostraba
el crecimiento de sus plantas y se ponía a mirar intensamente la
figura. Los juegos de sol con las horas le gustaban y le inquietaban.
En un momento del día se iluminaba la cabeza del ángel y, si se
concentraba, parecía percibir algún movimiento. Ella sabía que
eran solo efectos ópticos y de luz, pero le procuraban esa ilusión.
Era su pasatiempo favorito.
Un día, como casi todos los domingos, llegaron sus hijos y
sus nietos. Amanda se encargó de esconder su vaso y su botella
donde nadie los viera. Era un esfuerzo inútil, una costumbre.
Los veían y cruzaban entre sí aquellas miradas que siempre
odió. Hubo uno de esos silencios incómodos. Para romperlo,
Amanda se dirigió a su nieto más pequeño e inquieto. Olvidando
sus limitaciones, quiso cargarlo. Lo alzó algunos centímetros del
piso y al intentar pasar su brazo bajo las piernas del niño, algo le
crujió como una rama seca. Una punzada brillante, casi eléctrica,
le atravesó la mitad del cuerpo y se desplomó. Su nuera alcanzó
a sujetar al niño.
Amanda despertó en un cuarto de hospital. Estaba rodeada
por sus hijos que la miraban preocupados. Antes de abrir la boca,
el mayor sentenció: “Cuando salgas de aquí, te llevaré a mi casa y
vivirás con nosotros. Te rompiste la cadera, ya estás anciana, ¡en-
tiéndelo! Nos has asustado a todos. ¡Y se acabó la charanda!” Lo
miró salir dolido y furioso. Los demás asintieron y comenzaron
las preguntas: “¿Cómo te sientes?, ¿se te ofrece algo?” La abruma-
ron. Decidió callar.
Algunas semanas después, Amanda salió del hospital en
camilla. Ya no podía valerse por sí misma, extrañaba su casa y

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le dolía todo. Pensaba en sus plantas y, sobre todo, en su ángel.
Su nuera le aseguraba que iban cada tercer día a cuidar de sus
macetas y la casa. Ella sospechaba que le mentían. Lloraba en
silencio. Su nieto menor llegó una tarde hasta su cama y sacó de
su mochila la figurita de barro. “Te la traje, abuelita, sé que te
gusta mucho”. Ella la tomó en sus manos y comenzó a sollozar.
Su nieto la besó y la dejó sola, impresionado. Se quedó dormida,
la cara húmeda y tranquila.
Amanda despertó a un día fresco y soleado, sentía un aire ti-
bio en la cara, miró al frente y el rostro más hermoso que hubiera
visto en su vida le sonrió, tenía la cabeza coronada de sol, emana-
ba una luz brillante. Amanda escuchó claramente un ruido acom-
pasado, como su corazón cuando estaba tranquilo, se incorporó
–pudo hacerlo– y miró dos grandes alas níveas. Todo era altura y
bienestar. Abajo, a una enorme distancia, sus hijos lloraban.

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MI PUEBLO MÁGICO

En mi pueblo la pesadilla de la comunidad siempre comienza


igual: todo parece normal, amanece como todos los días; canta
el gallo, ladra el perro, suena la campana de la iglesia y las aves
saludan al sol. El trajín cotidiano se repite puntualmente y, como
sucede cada tres años, hay elecciones. Entre cientos de turistas-
votantes se cuelan los muertos que vuelven para cumplir con la
tarea de votar.
Cuenta mi abuela, entre sorprendida e indignada, que
en la elección anterior votaron sus hermanos y mi abuelito;
todos, muertos antes –claro está– de esas elecciones. Y así,
en el transcurso de esas horas de comicios, van saliendo a
votar los vecinos, sus familiares y los difuntos dotados de gran
conciencia cívica. Entre los comentarios rabiosos de mis vecinos
vamos observando cómo se cumple con el guion electoral de
los compradores del voto; conociendo los precios que, bajo
el principio de “según el sapo es la pedrada”, se ofrecen de los
cincuenta, a los mil o dos mil pesos por “apoyar” al partido.
Mientras, observamos el desfile de gente que no pertenece a
nuestro pueblo; van en grupo, como almas en pena, errando de
casilla en casilla y algunos aún cargando su desayuno embolsado.
Caminan embobados por todo el pueblo y se detienen en las
tienditas a comprar el refresco, la botella de agua, chicles y
cigarros; comienzan a gastar su paga. Unos nos divierten porque
pasan justo como lo que son: desconocidos que votan por los
muertos y no saben que allí, en la callecita de piedras de río,
no deben de pasar porque el perro de doña Felipa es bravo
y mordelón. Se arma cada corretiza que no pueden frenar ni
arrojándole las tortas a medio comer que llevan en las manos.
Claro que el Mollete, cuando decide volver a casa, se detiene para
dar cuenta de la comida que le ofrecieron, moviendo la cola de
puro contento. Allá lejos se ven los camiones estacionados en
fila; se retirarán más tarde para visitar otro pueblo mágico.

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No todo es tan tranquilo como suena. En los días previos,
muchos de nosotros recibimos llamadas telefónicas en casa,
invitándonos a votar, en todos los tonos: del más amable al
muy amenazante (si se enteran que quieres votar por otro).
El terror comenzó a meterse a nuestras casas como un mal
olor. En estas temporadas se enrarecen todos nuestros espa-
cios, pensamientos y palabras. Sobrevivimos las campañas, las
comemos y cenamos por un largo, ilegal e indigesto período.
Solo queremos que termine.
Por la tardecita, cuando la única casilla que seguía abierta era
la especial, llegó mi hija con el miedo pintado en su carita, venía
llorando porque se espantaron mucho quienes vieron, al pasar
frente a las oficinas del otro partido, cómo, de una camioneta,
comenzaron a arrojar cabezas de cerdo a la banqueta, frente a sus
puertas, cayendo con un ruido húmedo, pesado y pegajoso, de
esos sonidos que dan escalofríos. Cabezas manchadas de sangre,
con los hocicos abiertos y la lengua salida, ojos de grandes
pestañas albinas; parece que sonríen o están a punto de decir
algo, destinadas a dejar algún obscuro mensaje de advertencia.
Nos quedamos preguntando qué tan grande es la necesidad de
recibir un pago por hacer eso; por qué hay quien vende su voto,
por qué alguien vota en nombre de los muertos… No piensan en
su país, en su familia, en sí mismos, los han vuelto mercancía que
se ofrece a cualquier precio.
Dicen mis vecinos que va a ganar el partido del tiburón;
desalentados, por tener que contemplar la fiesta cínica de esos
votantes. La tarde transcurre lenta hacia la noche. Al conjuro
del café de mi abuela los vecinos han comenzado a sacar sus
bancos y sus sillas. Entre ellos, los amigos designados como
funcionarios de casilla que no se presentaron a cumplir su
labor por miedo a las amenazas recibidas. Esperaremos a que
se comiencen a pegar las listas de resultados por casilla. Nos
espera la larga faena de padecer la segunda campaña del triunfo.
La pesadilla se acerca a su próxima estación: la de la normalidad.
Nos espera también buscar la forma de combatirla; en nuestro
grupo, alegre, eso sí, vamos inventando un juego: el de saber cómo

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se llama la cosa que nos atormenta, es el primer paso para vencer,
y tal como se dice “amén” en la misa coreamos: ¡corrupción! Ese
es el nombre del enemigo de todos nosotros. ¿Con qué arma se
combate esa cosa? –pregunta la abuela, desafiante–, díganme
ustedes…

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GRACIAS

Para mi querida hermana


Raquel Covarrubias

La última vez que la vi tenía el sol a su espalda y su mano en mi


mano, consolándome. Estaba en mi patio, con la pierna rota. Me
caí, fue un resbalón por causa del agua y una cáscara de plátano.
Estaba sola en mi casa y por más que grité, primero de dolor y
después por miedo, nadie se acercó a mi reja para ver qué su-
cedía; la pierna adormecida por el golpe y el hueso cantando su
blancura como un diente a media espinilla, pegada mi planta al
muro en un ángulo imposible. Nadie. Hasta que salió, caminando
despacio pero aprisa mi vecina de enfrente, a la que solo saludaba
de lejos desde que la conocí. Abrió la reja, enfrentando la fiera
fidelidad de mi perro, reduciéndolo con caricias en sus orejas y
cuello; estaba encantado con ella. Consiguió, no supe nunca de
dónde, unas buenas tablas, una venda y cinta adhesiva. En unos
minutos me entablilló. Durante este procedimiento me informó
que era enfermera, jubilada hacía poco. Se aseguró de no dejar-
me sola ni un instante enviándome a la vecina de junto a su casa.
Localizó a mi marido; y, con él, a mis hijos. Luego llegó la ambu-
lancia. Me operaron en el hospital. Con la movilización que ella
originó vino la inesperada solidaridad del vecindario. Algunas
vecinas se ocuparon de cocinar para mis hijos; otras, de hacerse
cargo de la limpieza de mi casa. Alguien se encargó de alimentar
y asear el espacio de mi perro que, por cierto, desde ese día dejó
de morder a medio mundo. En el hospital desfilaron mis familia-
res, mis amigas, más vecinos.
Gracias a esta dolorosa fractura física mi familia redefinió
su convivencia. En mi ausencia pactaron el respeto que nos
hacía falta. Para mí, supuso un avance que no habría podido
siquiera soñar. Nos cambió la vida. Convalecimos en mi casa,

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todos juntos. Nos curamos creciendo como personas; en me-
dio de nuestra fragilidad juntamos nuestra fortaleza para vivir.
¡Estaba tan feliz! Quedé agradecida con todos. Comencé a dar
mis nuevos primeros pasos por mi casa, despacito; me puse a
caminar también por mi patio. Primero, con muletas; luego,
con bastón. Qué lejanos me parecían los días en que tenía que
desplazarme con la silla de ruedas que me prestó mi vecina
auxiliadora. Llegó el día en que me dieron de alta. ¡Qué bien se
siente caminar sin necesidad de apoyo!
La felicidad es egoísta. Al volver a andar me olvidé de dar
las gracias a mi vecina, la primera que acudió cuando más lo
necesité. Ella, la que convocó a la mitad de mi mundo. Aver-
gonzada por esta omisión, esa mañana caminé directamente
a la casa de enfrente. Toqué la reja y no salió nadie. Estaba
abierto, así que entré. Toqué a la puerta y, al fin, salió una de
sus hijas que me sonrió tristemente. En sus ojos, la pregunta;
en mi mudez, mi ignorancia. Ella verbalizó ese momento in-
comprensible: “¿No se ha enterado? Mi mamá murió a los po-
cos días que a usted se la llevó la ambulancia”. Dejé el plato de
frutas que llevaba como agradecimiento para mi vecina en las
manos de la joven y regresé a casa con una herida nueva en el
alma. Me explicaron, al verme llorando, que no me informaron
de su muerte para no afectar mi rehabilitación. No estoy segu-
ra de que hayan hecho bien. En mi mente y corazón le di las
gracias por haber estado a mi lado cuando más me hizo falta.
Aprendí que la solidaridad no es “te doy y me das”. No: es “te
doy y darás… a quien sea”, como ella lo hizo por mí.

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CONFUSIONES

En estos días llenos de miedo, con las campañas en ristre de esos


partidos que rugen en los oídos de la gente, caminamos mirando
los postes indefensos que se llenan de carteles con rostros com-
pletamente sucios pero sonrientes. Nosotras nos vamos riendo o
algo parecido cuando platico que, de un tiempo a este día, ya no
leo correctamente la palabra cartel, leo cártel. Siempre me doy
cuenta, después, claro. El cártel de los partidos, el de los sindica-
tos, de las televisoras, qué sé yo. El acento se lo coloca este tiem-
po. Este andar desamparados por los días. Sigue insistiéndome,
por favor, que no olvide sonreír. Aunque hayan sacado a Carmen
Aristegui de su noticiero junto con todo su equipo; con todo, no
lograrán silenciarla. Sonreír a pesar del horror cotidiano de las
calles; la furiosa carrera de los destartalados micros; la vivencia
cercana al accidente; las mentadas de madre; la virulencia por
avanzar con riesgo. Un auto atropella a otro auto, se lanza como
sea hacia adelante, pasándose los altos, estúpidamente veloz para
llegar a tiempo a un accidente seguro. Arrollar para avanzar. Me
niego a acostumbrarme a esta violencia de todos contra todos.
Me pregunto cada día cómo es que llegamos al punto de permi-
tirnos el bullying en todos nuestros espacios. Incluyendo a toda
esta basura electoral que nos insulta cuando prometen lo que no
pueden cumplir. Peor, cuando pretenden comprar nuestro voto
corrompiéndonos con unos pesos. Allá el que se deje. Pero, her-
mana, recuerda que si uno saluda a los corruptos siempre te de-
jarán un gusano retorciéndose en tu mano y en tu alma… ¡Qué
caminata hemos dado! Y, lo que son las cosas de ahora: a los que
pusieron estos cárteles, ¡perdón!, carteles, les pagaron. A noso-
tras nos pagarán por retirarlos de postes, árboles y mobiliario
urbano; algunos nos darán las gracias. Con eso nos alcanza, ¿no
es cierto?

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LA OTRA

La luna no deja de mirarme, se asoma por la ventana con su risa


de metal. Nos miramos cara a cara, un olor a rosas se ha colado y
deambula por mi cuarto perfumando el insomnio. Se mece con
las pausas de una respiración que no es la mía. La noche danza
con sus velos oscuros y blancos, contemplo el canto mudo de las
estrellas, me levanto lentamente, no quiero hacer ruido, el piso
frío lame mis plantas, un estremecimiento helado me envuelve
en un abrazo de cristal. Camino hacia la ventana, hay tanta luz
que puedo ver al fondo del jardín, el naranjo canta sus notas ama-
rillas y las hojas y las flores murmuran una brisa de verdes len-
tejuelas. Gotas de mercurio destellan en el pasto. Extiendo mis
manos hacia fuera, ¡qué blancas se ven!, parecen de mármol. Es
por la luna. Percibo ahora el aroma de gardenias y jazmines, ¡qué
blanca y perfumada es esta vigilia! Siento que me llama tanta luz
y tanta paz. Alguien suspira conmigo, quizá comparte este so-
siego silencioso. Volteo alegre hacia el fondo de mi cuarto. Hay
penumbra ahí, avanzo despacio, sonriente. Detengo mis pasos
justo en donde acaba la luz y llamo con voz bajita a quien yace
en la cama. La llamo con las manos, no responde. Me aproximo
y trato de recordar quién puede ser, trato de tocar su rostro, casi
no veo nada, pero adivino un movimiento. De entre las sábanas
surge una mano, pienso que busca la mía, sonrío de nuevo, quiero
tocarla pero no se dirige hacia mí, sino al buró, encenderá una
lámpara, intento detenerla, quiero invitarle a la ventana. Una rá-
faga de luz me ha deslumbrado. Contrariada, enceguecida, trato
de apagarla, fracaso. Mi mano choca contra una superficie fría,
la toco, la palpo y al fin miro un rostro y unos ojos, iguales a los
míos. Están abiertos, me miran fijamente. Trata de tocarme y cae,
vencido, un brazo débil que se queda inmóvil.

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Mujeres de mi país
de Rosario Covarrubias
se imprimió durante el mes de octubre
de 2021 en los talleres gráficos de
Editorial Morevalladolid S. de R. L. de C. V.
Tlalpujahua 208, Felícitas del Río,
CP 58040, Morelia, Michoacán,
con un tiraje de 100 ejemplares.

En su composición tipográfica se utilizó la fuente


Gandhi Serif de 12 pts.
La impresión digital fue en papel Bond ahuesado de 90 gr
en interiores y cartulina reciclada de 250 gr en portada.

Contacto: rosariocg56@icloud.com
Formación y diseño editorial: René Villegas Silva
Portada: Constanza Casamadrid y Camilo León
Cuidado de la edición: Raúl Casamadrid

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