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LOS MERENGUES

De Julio Ramón Ribeyro

Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído
pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se
hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en
una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una
por una las monedas —había aprendido a contar jugando a las bolitas— y constató,
asombrado, que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su
lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora
tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa.
En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los
vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la
calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el
recuerdo de los merengues —blancos, puros, vaporosos— lo decidieron por el gasto
total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una
salivación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería
de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre
que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
—¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas,
lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un
día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el
colegio, si tenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un
merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la
hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
—¡Empara! —dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un
gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó
súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de
un salto las emparaba en sus colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo
amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la
imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve,
ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador.
Esperó que se despejara un poco el escenario pero no pudiendo resistir más, comenzó
a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de
cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de
mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
—¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte
soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo
un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto
sorprendente ver a un rapaz de esa calaña comprar tan empalagosa golosina en
tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico
quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en
tono imperativo:
—¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó
despachando a los otros parroquianos.
—¿No ha oído? —insistió Perico excitándose—. ¡Quiero veinte soles de
merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
—¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
—¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El
dependiente contó el dinero.
—¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
—Sí —replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos
circunstantes.
—Buen empacho te vas a dar —comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco
lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
—Deme los merengues. —Pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico
comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un
favor.
—¿Vas a salir o no? —lo increpó el dependiente.
—Despácheme antes.
—¿Quién te ha encargado que compres esto?
—Mi mamá.
—Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo
escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue
retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriería, renació su
deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:
—¡Deme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió
conmovedoramente:
—¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho
acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
—¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los
ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la
playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y
maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las
piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en
ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos
hombres, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que
graznaban indiferentes a su alrededor.

(Lima, 1952)

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