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Jesús en vitrina

En un zaguán había tres jóvenes sentados. Uno a uno fueron llegando silenciosos y con el ceño
fruncido. Cuando el último se dejó caer en la mecedora, los otros dos exclamaron:
—¡Romance sin palabras!
—¿Eh? –gruñó el recién sentado.
Pero tan sin palabras era el romance que los tres pensamientos se hicieron trizas en una misma
carcajada.
Eran tiempos de pascuas; de cielo azulísimo, profundo y denso. El aire, un airecillo fisgón y frío,
metía su nariz impertinente en la intimidad de todos. En unos, duplicándoles la alegría de vivir, y en
otros, hincándoles más en el alma la espina de la vida.
Los tres jóvenes se miraron.
—Riámonos de nosotros mismos –insinuó Wenceslao–. Después de todo, burlarse de la vida es ya
vivir.
La más morena de las dos muchachas agregó:
—Sí y se llora por dentro. No –profirió con mayor severidad–, no, ¿sacia el hambre alimentarse de
su propia sangre? ¡Por Dios Santo, que si la comida no mejora, cambio de pensión!
—Emelina tiene razón –opinó la otra–, es como si lo hicieran de propósito. Han escogido el mes de
diciembre para afearnos más la existencia, como si no tuviéramos ya bastante con trabajar en días
tan bellos como éstos, y con el cheque que no alcanza, y las deudas, y las penas y la fatiga, las
precauciones y la salud.
¡Trabajar y exprimirnos la vida para mantenernos vivos y nada más!
—¡Y nada más! –Emelina parecía soñar–. ¡Nada más!
Wenceslao reventó.
—Si esto sigue así, habrá que ponerle remedio. Y lo peor es que uno se muda y se topa con otra
pensión igual. Bueno, yo al menos como demonio asado que me den, pero tú, Niní, no comiste nada
hoy. Te volverás un espárrago.
—Pero no pelirrojo –observó Emelina.
Por esta alusión al patrón volvieron a reír los tres. Eran jóvenes. Podían reír de sus propios males.
Había aún esperanza en los tres, y además era diciembre:
¡Quién pudiera reír mucho en diciembre!
La sirena del cuarto para las dos deshizo el trío. Wenceslao comenzaba su trabajo a las dos. Sus
compañeras lo vieron partir apretándose la correa otra vez grande.
Emelina miró el gorro azul del cielo, liso como un añil sobre las altas paredes coloniales de la
pensión.
—Un cielo para ser feliz –pensó, y algo muy hondo le comenzó a llorar.
Toda la tarde trabajó Emelina con la mente en el estómago. Momentos tuvo de odiar su máquina
porque en el tablero oía el pregón del mes: ¡Pascuas! ¡Pascuas! y ella tenía hambre. Hambre en
vísperas de nochebuena, ¡qué ironía! En la calle reventaban las vitrinas de golosinas, de presentes,
de joyas y de juguetes. Si todo eso no estuviese al alcance de todos, ¿lo mostrarían acaso? Pero
Emelina es de lo más incomprensivo que pueda darse. Se gasta su cheque en mala comida que no
come y les pasa a las vitrinas provocativas como rameras, sin gastarse un centavo. Y después echa
pestes contra todo. Actitud injusta y de mal tono. Lo elegante sería comprar de todo sin haber
sudado el dinero.
Rumiando malas ideas se pasa la tarde y espera la noche. Wenceslao, primero, y luego, Niní, la
encuentra en el zaguán y aquí se van quedando.
—Después de cena –propone Niní–, iremos a ver las vitrinas.
Emelina se eriza.
—¿Para qué?
—Hija, para perder una hora de estas noches tan largas.
—Y hasta podemos tomarnos un helado –dice el compañero, contándose las monedas en la palma
de la mano–. Por suerte que el lunes pagan. ¿No dices nada, Emelina?
—Estoy pensando en la cena. Si hay albóndigas me suicido. Los otros ríen.
Como no hubo albóndigas fue posible salir juntos por la noche. En el fondo de la calle, una luna
grande y risueña lamía con su lengua blanca el rostro del mar. La gente como mosca se iba pegando
a las vitrinas y exponían sus preferencias y sus proyectos de compras, entre bromas, exclamaciones
y risas.
—¡Ay, papi! –exclamaban los niños–. ¡Mira este tren, y aquel revólver, y el carro, y el billar!
—¡Yo quiero esa muñeca!
—¡Y yo el velocípedo!
—¡Y yo el ajedrez!
Emelinda comenzaba a distraerse, pues hay un no sé qué en las proximidades de las Pascuas que
aligera el espíritu.
—Vamos a recorrer la calle entera –indicó Wenceslao–, para luego tomarnos los helados con más
gusto.
Sus compañeras aceptaron. Caminaban momentáneamente despreocupadas y deteniéndose aquí y
allí, donde la exhibición atraía más.
Maravillados ante la vitrina del italiano había dos chiquillos curtidos de ropa y de cuerpo. El
mayorcito vendía maní y allí estaba boquiabierto, su lata colgándole tristemente del bracito moreno.
—¿Tú no oyes que te llaman? –dijo Niní.
Pero el niño no existía para el mundo, no oía, no entendía, no le interesaba nada fuera del bello
revólver con su rico cinturón de cápsulas. Unos cuantos estallaron en la esquina sin importarle un
comino al morenito.
Wenceslao lo sacudió por el hombro.
—Te han llamado dos veces ya –advirtióle–, y lo que es el maní ese no te lo van a comprar pasmado.
El chiquito tuvo un sobresalto doloroso.
—¿Eh?
Tenía los ojos quietos como los de un pez. A Niní le hizo gracia y preguntó:
—¿Qué le vas a pedir a los Santos Reyes?
El más pequeño se animó y atropelladamente, con los ojos, la boca, las manos, el cuerpecito todo,
abrió su corazón.
—Yo –decía –yo… mire…., yo….., esa guitarra….. y esa pelota colorá… y ese revólver….
—¿Ese? –interrumpió el manicerito despreciativo–. ¿Ese revólver de palo?
—Sí, y la macana y las balas.
—¿Todo eso muchacho? –rió Wenceslao.
—Sí –el niño jadeaba de esperanza–. ¡Los reyes son muy buenos!
—Los reyes son malos.
El manicerito estrujaba sus mana morenas y sucias contra la vitrina.
—Los reyes son malos –repitió sombríamente.
—¡No! –chilló el otro pequeño–. ¡No, son buenos!
Emelina tendió las manos hacia los niños en un impulso irresistible.
—¡Ah! –lamentóse– ¡No lo soporto más!
Esto diciendo se apartó del grupo a grandes zancadas y no paró hasta el zaguán colonial de la
pensión.
¡Pascuas…Pascuas…..! ¡No sabía Jesús que había nacido para ser exhibido en las vitrinas de las
ciudades y hacer sufrir a los niños pobres…!
Hilma Contreras, diciembre de 1942

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