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KEKO

Los bajos retumban por toda la casa. Esa vibración es la que se transmite con mayor

facilidad por la estructura de los edificios. Está sonando “Won't Get Fooled Again” de The Who.

Desde el umbral de la puerta cerrada no es difícil imaginar la escena. Apuntes de economía

desordenados sobre la mesa de estudio, la silla fuera de su lugar, ligeramente escorada hacia la

derecha, restos de un bocadillo de queso y mortadela encima de la cama … Keko, de pie, enmedio

de la estancia, en lo que él imagina un escenario, haciendo molinetes a lo Townshend, sostiene un

micro imaginario que hace girar agarrándolo por el cable a lo Daltrey y aporrea la imaginaria

batería como un poseso, tal como lo haría el difunto Keith Moon. Solo la falta de carisma de John

Entwistle impide la encarnación del mismo en un Keko desmelenado.

Keko es hijo de Enrique, inspector de hacienda, y de Marisa, ama de casa. Tiene un hermano

menor, Julio, que goza de la música tanto como él. No es alto, tampoco delgado, más bien tiene un

pelín de sobrepeso, pero su sonrisa es magnética. Un par de hoyuelos en sus carrillos al reír lo hacen

irresistible. Conocí a Keko en 2º de B. U. P., en la frontera que separa los quince de los dieciséis

años. Que él estudiara inglés y yo francés supuso una especie de “apartheid” al principio para

nuestra amistad, pero tras los ejercicios espirituales de ese curso nos hicimos amigos y empezamos

a compartir muchos momentos en los recreos y fuera de ellos. Nuestra amistad se intensificó al

curso siguiente cuando nos movilizamos contra un postre con el que nos castigaban de forma

sistemática en el colegio, el deplorable “Camy-Kong”. Un polo que llevaba regaliz y plátano junto a

una combinación imposible de sabores que nos era suministrado, casi siempre, en la misma fecha de

caducidad del producto. Economía sostenible llevada a cabo por los Hermanos de las Escuelas

Cristianas. La movilización se sustanció en la realización de una manifestación por el patio del

colegio al grito de “No volem, no volem, no volem Camy-Kong …!” mientras nuestras camisetas

mostraban unas escarapelas de cartulina, al estilo de las populares “¡Nuclear no. Gracias!”,

coloreadas a mano y con la imagen del deleznable polo en el centro. Tras aquello, las

conversaciones sobre música, cine, y las columnas sobre política de “El País” pasaron a ocupar el
ocio de nuestros recreos. Fuera de ellos, los fines de semana, la acción se trasladaba a la zona de

“las tascas”, en pleno centro de la ciudad, donde calle arriba, calle abajo, bebíamos y hablábamos

del presente y el futuro. Solíamos dejarnos caer por Gestalguinos, tomar algo en la hamburguesería

Cómic, esporádicamente ver alguna película en el AEC Xerea y, fundamentalmente, encontrarnos

con otra gente como nosotros. Ya en C. O. U. nuestra amistad se estrechó, aparecieron las cenas

multitudinarias en Casa Eliseo y las salidas de allí borrachos de vino barato a ritmo de conga. Antes

habíamos dado cuenta de un plato combinado, siempre el mismo: huevo frito, embutido y patatas,

junto a unas natillas o un flan Danone. Los concursos para ver quien era capaz de tomarse de un

solo bocado el flan constituyeron uno de los hitos de una juventud a la que cada vez honramos con

más fe y tesón. También las carreras de meadas en el callejón que Casa Eliseo tenía enfrente

supusieron grandes dosis de goce y diversión. Todo sumaba. Nos sentíamos los protagonistas de

nuestra película; estábamos en el lugar correcto y en el momento adecuado. ¿Para qué? ¡Vaya usted

a saber! Nosotros queríamos empezar a comernos la vida, aún a sabiendas de que desconocíamos su

verdadero sabor e ignorábamos si sentaba bien al estómago o era indigesta. No nos importaba.

Hasta ahí llegaba nuestra ingenuidad.

Algunos viernes por la tarde (y, esporádicamente, algún sábado por la mañana) me pasaba

por su casa. Me gustaba ir porque estaba frente a Mestalla. Un lugar sagrado para mí. Allí jugaba mi

Valencia C. F., pero sobre todo allí jugaba Kempes. Aunque no hubiera partido, la mera vista de la

fachada y los recuerdos de tantas tardes pasadas allí junto a mi padre me estremecían. También me

gustaba ir porque Marisa, su madre, nos hacía unos bocadillos fantásticos para merendar a media

tarde. Recién salidos del colegio entrábamos en su habitación, dejábamos las carteras en el suelo y

nos abalanzábamos sobre su magnífico equipo de música. Era un mueble que contenía un

tocadiscos, un sintonizador de radio y una pletina de cassette; se podía cerrar y el altavoz tenía una

potencia y calidad para mí desconocidas. Yo aún escuchaba la música en un tocadiscos portátil

“Faro” con los bafles desmontables. Uno que gané en un concurso de redacción de Coca-Cola

cuando cursaba 8º de E. G. B..


La familia de Keko provenía de Zaragoza y acabaron en Valencia al ser destinado su padre a

la delegación de Hacienda como inspector. La cercanía de Discos Oldies al lugar de trabajo de

Enrique hacía mucho más sencillo que Keko pudiera ir ampliando su colección de discos. Esa era

otra razón que me llevaba regularmente a su casa. Además de su amplia discografía de The Who,

los últimos discos de Eric Clapton, Cream, Pat Benatar, AC/DC, Pat Buchanan o Meat Loaf siempre

llegaban antes a su habitación que a la mía. La eclosión del punk nos había puesto a todos las pilas

para intentar estar al tanto de lo que pasaba en el apasionante universo de la música, y Keko era uno

de los paladines del rock, un sacerdote, un chamán, nuestro guía espiritual en ese negociado.

El tiempo pasó y el colegio quedó atrás. La vida universitaria, con su eterna promesa de

conocimiento, desmadre y descubrimiento, se abría delante de nosotros como una flor. En la

incipiente democracia española, junto a los estudios de Medicina y Derecho, Económicas era la

tercera vedette. Keko optó por bailar con ella. La carrera de Ciencias Económicas tenía muy buena

prensa. Unos estudios que combinaban el conocimiento científico con las ideas políticas para la

mejora, o todo lo contrario, de las sociedades. Los segundos parciales se adivinaban en el horizonte

tras la tardía Pascua de ese año, y por esta razón Keko se impuso el estudio como disciplina una vez

pasado el Domingo de Resurrección. Bien es cierto que el tiempo de estudio lo sazonaba con

guitarrazos y alaridos de su banda favorita para su disfrute y resignación de su sufrido vecindario.

Keko tenía una virtud digna de elogio: siempre estaba listo para la acción. Fue con él con quien

primero comenté la jugada, y su respuesta fue la correcta. ¡Cuenta conmigo!

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