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EL PAÍS
Hace dos semanas, de visita en San Sebastián para participar en unas jornadas sobre
nanotecnología, aproveché un rato libre para acercarme a La Concha. Era una de esas mañanas
gloriosas de principio de otoño, en que no hay una nube en el cielo, la luz es pura y el sol calienta, y
la bahía se exhibe en todo su esplendor.
Hace dos semanas, de visita en San Sebastián para participar en unas jornadas sobre
nanotecnología, aproveché un rato libre para acercarme a La Concha. Era una de esas mañanas
gloriosas de principio de otoño, en que no hay una nube en el cielo, la luz es pura y el sol calienta, y
la bahía se exhibe en todo su esplendor. Cautivado por la belleza de la escena, saqué mi cámara e
hice fotos por doquier. Por la noche, ya en el hotel, seleccioné las mejores, conecté mi ordenador
portátil y se las envié a mi hija en San Francisco, que había visitado la ciudad no hacía mucho. Dos
minutos después tenía de vuelta sus nostálgicos comentarios, y no pude dejar de pensar en la magia
de la técnica, que me había permitido capturar un momento irrepetible, compartirlo con alguien a
8.000 kilómetros de distancia, y recibir sus impresiones de inmediato. No podía imaginar que cinco
días después la Academia Sueca de Ciencias honraría con el premio Nobel de Física a Charles Kao,
Willard Boyle y George Smith, tres figuras clave en el desarrollo de las comunicaciones ópticas y la
fotografía digital que habían hecho posible mi experiencia.
En realidad, las comunicaciones ópticas no son nada nuevo. El primer sistema telegráfico moderno,
desarrollado en Francia a finales del siglo XVIII, consistía en una serie de torres de observación, en
cada una de las cuales un operador con un telescopio avistaba la señal que recibía de la torre
anterior y la retransmitía a la siguiente mediante un sistema de banderas. El telégrafo eléctrico y el
teléfono acabaron con ese primitivo método de comunicación. A mediados del siglo XIX se
empezaron a instalar cables telegráficos; en pocos años se podía recibir un mensaje sencillo al otro
lado del océano en cuestión de minutos y, a principios del siglo XX, en tan sólo unos segundos. El
primer cable telefónico transatlántico, tendido en 1956, podía transmitir 36 llamadas a la vez.
Las fibras ópticas actuales son verdaderas autopistas de la información entre ciudades y continentes,
por las que circulan a la vez millones de conversaciones telefónicas y un ingente volumen de datos
a una velocidad equivalente a la transmisión de varios miles de fotos de alta resolución por
segundo.
El impacto del CCD va mucho más allá de nuestras cámaras digitales de bolsillo, que sobrepasan
los diez millones de píxeles. Los detectores digitales de imagen son indispensables en medicina,
cartografía, astronomía y microscopía. Las increíbles imágenes que, gracias a los detectores CCD,
recibimos de Marte o del telescopio Hubble nos llevan a descubrir mundos nuevos, y sin duda
muchos más aparecerán cuando se consiga extender esa tecnología a más regiones del espectro
electromagnético.
Kao, un visionario y un gran vendedor de sueños luego hechos realidad, tenía puesto los ojos en el
Nobel desde hacía mucho tiempo, mientras que Boyle y Smith, apasionados por la vela y jubilados
desde hacía más de 20 años, parecían haber perdido la esperanza del premio. Por fin les ha llegado a
los tres el reconocimiento de la Academia Sueca, bastante después de que la sociedad sintiera el
extraordinario impacto de sus contribuciones, hechas 40 años atrás.