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Intentaremos ahora reunir algunos de los ingredientes principales del ministerio misionero de Jesús y

la Iglesia primitiva.
1. Primero y primordialmente, la misión cristiana primitiva involucraba a la persona misma de Jesús.
Es imposible, sin
embargo, ubicar a Jesús en un marco circunscrito claramente. Schweizer lo denomina
correctamente: «el hombre que
elude cualquier fórmula» (1971:13). Lo que dijo e hizo, afirma Schweizer (1971:25s.),
sacudió a todos sus contemporáneos. Habrían comprendido y tolerado a un asceta que diera por
perdido el mundo, esperando el futuro Reino de Dios. Habrían entendido y tolerado a un profeta
apocalíptico que viviera en función de la esperanza y totalmente indiferente a los asuntos del
mundo… Habrían comprendido y tolerado a un fariseo que urgentemente llamara a la gente a
aceptar el Reino de Dios aquí y ahora en obediencia a la ley, para participar en ese Reino futuro.
También habrían podido comprender y tolerar a un realista o un escéptico con convicciones firmes y
ambos pies en la tierra que se declarara agnóstico en términos de cualquier expectativa futura. Pero
no podían comprender a un hombre que [página 70] afirmaba que el Reino de Dios llegaba a las
personas por medio de lo que él mismo decía y hacía, al mismo tiempo que rehusaba, con una
prevención incomprensible, hacer milagros decisivos; que sanaba a individuos, pero rehusaba poner
fin a la miseria de la lepra o de la ceguera en general; que hablaba de destruir el antiguo templo y
edificar uno nuevo, pero ni siquiera boicoteaba el culto en Jerusalén, como hicieron los de la secta
de Qumrán, para inaugurar un culto nuevo y purificado en el claustro del desierto; y, sobre todo, que
hablaba de la impotencia de los que solamente pueden matar al cuerpo, al tiempo que se negaba a
expulsar a los romanos del país.
Cualquier discusión acerca de la misión de Jesús debe tomar en cuenta esta perspectiva.
2. La misión cristiana primitiva era política; en efecto, revolucionaria. Ernst Bloch, el filósofo marxista,
dijo una vez que sería difícil llevar a cabo una revolución sin la Biblia. A esto Moltmann (1975:6)
añade, refiriéndose a Hechos 17:6s.: «Es aún más difícil no provocar una revolución con la Biblia».
En su estudio definitivo de la metafísica política, que abarca en tres volúmenes el período que va
desde Solón (siglo 6 a.C.) hasta Agustín (siglo 5 d.C.), el jurista alemán Arnold Ehrhardt ha sacado a
la luz la naturaleza subversiva de la fe y los documentos cristianos de la época inicial (1959:5–44).
Como autoridad especializada en jurisprudencia romana y griega en la antigüedad, Ehrhardt pudo
identificar muchos dichos y actitudes cristianos que eran abiertamente sediciosos en su época,
aunque hoy día no los percibamos así. Esto se puede decir no sólo del movimiento de Jesús en
Palestina, alrededor del año 30 d.C., sino también de los manuscritos de Pablo, Lucas y otros
escritores del Nuevo Testamento. El movimiento cristiano de los primeros siglos fue un movimiento
radicalmente revolucionario «y así debe ser hoy», añade Ehrhardt. Debemos recordar, sin embargo,
que las revoluciones no se deben evaluar en términos del terror que producen ni de la destrucción
que causan, sino en términos de las alternativas que ofrecen (:19). Como parte de su proyección
misionera al mundo grecorromano, la Iglesia primitiva presentaba tales alternativas. Al rechazar
todos los dioses, demolió los fundamentos metafísicos de las teorías políticas corrientes. De
maneras variadas y múltiples, todas fácilmente entendibles para el contexto político religioso de la
época, los cristianos confesaban a Jesús como Señor de todos los señores. No se puede concebir
una demostración política más revolucionaria, bajo el Imperio Romano de los primeros siglos de la
era cristiana, que semejante declaración. Concebir la religión como «un asunto individual» o
divorciar lo «espiritual» de lo «fí- sico» sería impensable a la luz de la naturaleza abarcadora del
Reino de Dios inaugurado por Jesús.
3. [página 71] La naturaleza revolucionaria de la misión cristiana primitiva se manifestó, inter alia,
en las nuevas relaciones que se formaron en la comunidad. Judío y romano, griego y bárbaro,
esclavo y libre, rico y pobre, mujer y hombre aceptaban al otro como hermano y hermana. Fue un
movimiento sin analogía, una verdadera «imposibilidad sociológica» (Hoekendijk 1967a:245). No es
de extrañarse que las primeras comunidades cristianas causaran tanto asombro en el Imperio
Romano y aun fuera de él, aunque la reacción no siempre fue positiva. De hecho, la comunidad
cristiana y su fe eran tan diferentes de todo lo conocido en el mundo antiguo que a menudo carecía
de sentido para las personas comunes y corrientes. Suetonio describió al cristianismo como una
«superstición nueva y maligna»; Tácito lo calificó de «vano y loco», acusó a los cristianos de «odiar
a la raza humana» y se refirió a ellos como «personas réprobas» porque menospreciaban los
templos como si fueran depósitos de cadáveres, despreciaban a los dioses y se burlaban de lo
sagrado (referencias en Harnack 1962:267–270; una visión general excelente de la opinión pagana
sobre los cristianos durante los primeros siglos se obtiene en Wilken 1980: passim). Los actos y la
manera de pensar de los cristianos simplemente no cabían en el marco de referencia de muchos de
los filósofos del período. Al mismo tiempo, recordemos que durante el primer siglo los cristianos
recibieron más críticas por razones sociales que políticas. Únicamente cuando los cristianos
comenzaron a asumir una identidad distinta —la de un poderoso movimiento— se tomaron medidas
políticas en su contra (cf. Malherbe 1983:21s.).
Sin embargo, muchos de sus contemporáneos empezaron a percibir aspectos positivos en los
cristianos. Tertuliano menciona el hecho de que se referían a ellos como la «tercera raza» después
de los romanos y griegos (primera raza) y los judíos (la segunda). Después del año 200, la
designación de «tercera raza» era común en la boca de los paganos de Cartago, y pronto se
convirtió en un término de honor entre los mismos cristianos (Harnack 1962:271–278); es posible
que haya sido la noción más revolucionaria de su época (Ehrhardt 1959:88s.). Los cristianos, según
la Carta a Diogneto, del siglo 2, no se distinguen del resto de la humanidad por su forma de
hablar, ni por sus costumbres, ni por el lugar donde habitan. Sin embargo, se percibe una distancia
crítica entre ellos y la realidad que los rodea. Viven en el mundo como si fuera una casa-cárcel y, no
obstante, mantienen al mundo unido.
Su manera de preservar el mundo consistía fundamentalmente en su práctica de amor y servicio
hacia todos. Harnack dedica un capítulo entero de su libro sobre la misión y la expansión de la
Iglesia primitiva a lo que llama «el evangelio de amor y caridad» (1962:147–98). Su meticulosa
investigación revela un cuadro admirable del compromiso de los primeros cristianos con los pobres,
huérfanos, viudas, enfermos, mineros, prisioneros, esclavos y viajeros. En resumen, «el nuevo
lenguaje en los labios de los cristianos fue el lenguaje del [página 72] amor. Pero era más que un
lenguaje, era cuestión de poder y acción» (:149). Esto fue un «evangelio social» en el mejor sentido
de la palabra y no se practicó como una estrategia para atraer adeptos para la Iglesia sino como una
expresión natural de la fe en Cristo.
4. La misión de los primeros cristianos no alcanzó ninguna utopía y tampoco pretendían hacerlo. Su
invocación «¡Marana ta!» («¡Ven Señor!») expresaba una intensa esperanza todavía por
cumplirse. La injusticia no se había desvanecido, la opresión todavía no se había eliminado, y la
pobreza, el hambre y aun la persecución seguían siendo parte del orden del día.
Lo mismo sucedió, por supuesto, con el ministerio terrenal de Jesús. No sanó ni liberó a todos los
que se le acercaron. En palabras de Ernst Käsemann (1980:67):
De ninguna manera el paraíso terrenal empezó con él, y lo que sí logró lo llevó finalmente a la cruz.
Por medio de él el Reino de Dios penetró en el reino demoníaco, pero no completó definitiva y
universalmente su obra allí. Jesús estableció señales que demuestran la cercanía del Reino y el
comienzo de la lucha con los poderes y potestades de este tiempo.
A través de su ministerio terrenal, su muerte y resurrección, y por medio del derramamiento del
Espíritu Santo el día de Pentecostés, las fuerzas del mundo futuro comenzaron a irrumpir. Pero
también irrumpieron las fuerzas contrarias —las fuerzas destructivas de alienación y rebelión
humana— e intentaron impedir la irrupción del nuevo mundo de Dios. El reinado de Dios no vino en
toda su plenitud.
La Iglesia primitiva emuló el ministerio de Jesús en el sentido de plantar señales del incipiente Reino
de Dios. Los cristianos no habían sido llamados a algo más que erigir señas, pero tampoco a algo
menos.
5. Según Lucas, en la presentación del niño Jesús a Dios en el templo de Jerusalén el anciano
Simeón lo bendijo diciendo a María: «He aquí, éste está puesto … para señal que será contradicha»
(Lc. 2:34). Así que las señales erigidas por él, y aun la señal de su misma persona, fueron ambiguas
y controvertidas. Fue imposible convencer a todos de la autenticidad de Jesús. Ministró en debilidad,
como si estuviera bajo una sombra. Sin embargo, esta es siempre la manera en que se presenta la
misión auténtica: en debilidad. Como dice Pablo, desafiando toda lógica: «…cuando soy débil,
entonces soy fuerte» (2 Co. 12:10).
Los discípulos identificaron al Jesús resucitado, se nos dice, por las marcas de su pasión (Jn. 20:20).
Sucedió de nuevo la semana siguiente, dice Juan, cuando Tomás se encontraba con ellos. Pasó lo
mismo con Cleofas y su amigo: reconocieron a Jesús porque vieron sus manos cuando partió el pan
[página 73] (Lc. 24:31s.). El Señor resucitado todavía carga en su cuerpo las cicatrices de su
pasión. La palabra «testigo» en griego es martys, de la cual viene nuestra palabra «mártir», porque
en la Iglesia primitiva el martys muchas veces tenía que sellar su martyria (testimonio) con su
sangre. «El martirio y la misión —dice Hans von Campenhausen (1974:71)— se pertenecen. El
martirio se siente en casa en el campo de la misión.»

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