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B EYO N D
Philippe Descola ocupa la cátedra de antropología y dirige el Laboratoire d'Anthropologie Sociale del Collège de
France. También imparte clases en la École des hautes études en sciences sociales. Entre sus anteriores libros publicados en
inglés figuran In the Society of Nature y The Spears of Twilight. Janet Lloyd ha traducido del francés más de setenta libros
de autores como Jean-Pierre Vernant, Marcel Detienne y Philippe Descola.

The University of Chicago Press, Chicago 60637


The University of Chicago Press, Ltd., Londres

2013 por La Universidad de Chicago

Todos los derechos reservados.

Publicado en 2013. Impreso en los

Estados Unidos de América.

22 21 20 19 18 17 16 15 14 131 2 3 4 5
ISBN-13: 978-0-226-14445-0 (tela)
ISBN-13: 978-0-226-14500-6 (libro electrónico)

Publicado originalmente como Philippe Descola, Par-delà nature et culture (París: Éditions Gallimard, 2005). ©
Éditions Gallimard, París, 2005.
Esta obra ha recibido el apoyo de los Programas de ayuda a la publicación del Instituto Francés.

Esta obra, publicada en el marco de un programa de ayuda a la publicación, recibió el apoyo financiero del

Instituto Francés. Esta obra, publicada en el marco de un programa de ayuda a la publicación, recibió apoyo

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American Cultural Exchange).

Obra publicada con el apoyo del Centro Nacional del Libro, Ministerio francés de Cultura.

Esta obra se publica con el apoyo del Centro Nacional del Libro, Ministerio de Cultura de Francia. Biblioteca

del Congreso Cataloging-in-Publication Data


Descola, Philippe, autor.
[Par-delà nature et culture. Español]

Más allá de la naturaleza y la cultura / Philippe Descola ; traducido por

Janet Lloyd. páginas cm

"Publicado originalmente como Philippe Descola, Par-delà nature et culture (París: Éditions Gallimard, 2005).
Éditions Gallimard, París, 2005"-verso de la portada.

Incluye referencias bibliográficas e índice.

ISBN 978-0-226-14445-0 (tela : papel alcalino) 1. Filosofía de la naturaleza. 2. Ecología humana. I. Lloyd, Janet
(traductora), traductora. II. Título.

BD581.D3813 2013

304.2-dc23
2012036975
Este papel cumple los requisitos de la norma ANSI/NISO Z39.48-1992 (Permanencia del papel).
Más allá de la
naturaleza y la
cultura

PHILIPPE DESCOLA

Traducción de Janet Lloyd

Prólogo de Marshall Sahlins

The University of Chicago Press

Chicago y Londres

Para Léonore y Emmanuel


Contenido

Prólogo Prefacio

Agradecimientos

I Trompe-l'Oeil Naturaleza

1 Configuraciones de continuidad

2 Lo salvaje y lo domesticado

Espacios nómadas

El jardín y el bosque El

campo y el arrozal Ager y

Silva

Pastores y cazadores

El paisaje romano, el bosque hercínico y la naturaleza romántica

3 La Gran Brecha

La autonomía del paisaje La

autonomía de Phusis

La autonomía de la

creación La autonomía de

la naturaleza La autonomía

de la cultura La autonomía

del dualismo La autonomía

de los mundos

II Las estructuras de la experiencia

4 Los esquemas de la práctica

Estructuras y relaciones

Comprender los esquemas

familiares
Diferenciación, estabilización, analogías

5 Relaciones con el yo y relaciones con los demás

Modos de identificación y modos de relación El

otro es un "yo"

III Las disposiciones del ser

6 El animismo restaurado

Formas y patrones de

comportamiento Las variaciones

de la metamorfosis Animismo y

perspectivismo

7 El totemismo como ontología

Soñar

Un inventario australiano

Semántica de las taxonomías

Variedades de híbridos

Retorno a los tótems algonquinos

8 Las certezas del naturalismo

¿Una humanidad irreductible?

¿Culturas y lenguas animales?

¿Humanos sin mente?

¿Los derechos de la naturaleza?

9 Las vertiginosas perspectivas de la analogía

La cadena del ser

Una ontología

mexicana Ecos de

África

Emparejamientos, jerarquía y sacrificio

10 Términos, relaciones y categorías

Acoplamientos y simetrías
Diferencias, semejanzas, clasificaciones

IV Los caminos del mundo

11 La institución de los colectivos

Un colectivo para cada especie

Naturaleza asocial y sociedades exclusivas

Colectivos híbridos que son a la vez diferentes y

complementarios Un colectivo mixto que es a la vez inclusivo y

jerárquico

12 Metafísica de la moral

Un yo invasor El

junco pensante

Representar a un colectivo

La firma de las cosas

V Una ecología de las relaciones

13 Formas de vinculación

Dar, tomar, intercambiar Producir,

proteger, transmitir

14 El tráfico de almas

Depredadores y presas

La simetría de las

obligaciones La unión del

compartir El ethos de los

colectivos

15 Historias de estructuras

Del Hombre-Caribú al Señor

Toro Caza, doma,

domesticación La génesis del

cambio
Epílogo: El espectro de posibilidades
Notas

Bibliografía

Índice
3

La Gran Brecha

La autonomía del paisaje

Por arbitrario que sea, no me resisto a asociar la aparición del concepto moderno de naturaleza con un pequeño
dibujo que observé hace unos años a la fría luz de una galería del Louvre. Una exposición había hecho que lo desenterraran
brevemente del armario de los dibujos, al que ha vuelto, no sin adquirir una notoriedad a corto plazo, ya que también
aparecía en la portada del catálogo de la exposición.1 El dibujo muestra un barranco austero y rocoso que se abre, al fondo,
en un amplio valle, donde, entre bosquecillos y granjas aparentemente acomodadas, un río serpentea en amplios meandros
(fig. 1). Una figura, vista desde atrás, está sentada en la esquina inferior izquierda, diminuta entre los enormes bloques de
piedra caliza. Ataviado con una capa y un sombrero de plumas, se dedica a dibujar al natural la vista que tiene ante sí. Se
trata de Roelandt Savery, artista de origen flamenco que, hacia 1606, se representó a sí mismo dibujando un paisaje en
Bohemia occidental. Oficialmente clasificado como "pintor paisajista" en la corte de Praga, donde trabajó primero al
servicio del emperador Rodolfo II y después al del hermano de Rodolfo, Matías, Savery recibió el encargo de recorrer los
Alpes y Bohemia y esbozar sus notables parajes en estado natural.2 El aspecto de las formaciones rocosas, la exactitud de
los diversos planos del relieve y la situación de los campos, caminos y casas sugieren que este dibujo reproduce una vista
real, vista en perspectiva, aunque posiblemente un poco escorzada para acentuar el carácter vertiginoso de la montaña.
El Paisaje montañoso con artista de Savery no fue, desde luego, la primera representación de un paisaje en la
historia de la pintura occidental. Los historiadores del arte sitúan el origen del género en la primera mitad del siglo XV, con
la invención, por los artistas del norte, de la "ventana interior" que enmarca una vista del paisaje lejano.3 En ella, el tema
principal del cuadro sigue siendo generalmente una escena sagrada situada en el interior de algún edificio, pero la ventana o
arcada del fondo aísla un paisaje profano, situado dentro de las dimensiones de un cuadro pequeño, y le confiere una
unidad y autonomía que lo separa del tema religioso encarnado por las figuras del primer plano. Los pintores medievales
trataban los elementos extraídos del entorno como otros tantos iconos dispersos en un espacio discontinuo, subordinándolos
a los fines simbólicos y edificantes de la imagen sagrada. En cambio, una veduta interior organiza estos elementos como
un todo homogéneo que adquiere una dignidad casi igual a la del episodio de la historia cristiana representado por el artista.
Bastaba entonces con aumentar el tamaño de la ventana hasta las dimensiones de un lienzo entero para que el cuadro dentro
del cuadro se convirtiera en el verdadero tema de la representación y, eliminada la referencia religiosa, floreciera en un
verdadero paisaje.
Roelandt Savery, Valle extendido, vista entre dos altos acantilados. Louvre, París, Francia. Fotografía de Michèle
Bellot.
Cortesía de Réunion des Musées Nationaux/Art Resource, NY.
Durero fue probablemente el primero en desarrollar plenamente este proceso en las acuarelas y aguadas de su
juventud, pintadas hacia la década de 1490.4 A diferencia de su contemporáneo Patinir, cuyos famosos paisajes siguen
incorporando escenas sagradas como una especie de pretexto para representar con virtuosismo el escenario natural de su
acción, Durero pinta entornos reales de los que han desaparecido las figuras humanas. Pero las acuarelas de Durero eran
ejercicios privados de estilo. Eran desconocidas para sus contemporáneos y no ejercieron ninguna influencia inmediata en
la manera de aprehender y representar el paisaje. Durero fue también el primer pintor del mundo germánico en dominar las
bases matemáticas de la perspectiva lineal que Alberti había codificado cincuenta años antes. La aparición del paisaje como
género autónomo se debió a su organización según las nuevas reglas de la perspectiva artificial. La posición de los objetos
y el campo en el que se desplegaban estaban ahora regidos por la mirada del espectador, que se sumergía, como a través de
un cristal transparente, en un espacio exterior a la vez infinito, continuo y homogéneo.
Panofsky, en un famoso ensayo, mostró cómo la invención de la perspectiva lineal, en la primera mitad del siglo
XV, introdujo una nueva relación entre el espectador y el mundo, entre el punto de vista del espectador y un espacio ahora
convertido en sistemático, en el que los objetos y los intervalos que los separaban no eran más que variaciones
proporcionales en un continuo sin fisuras5. Las técnicas de escorzo utilizadas en la Antigüedad pretendían restablecer la
dimensión subjetiva de la percepción de las formas mediante una deformación metódica de los objetos representados, pero
el espacio en el que éstos se situaban seguía siendo discontinuo y, por así decirlo, residual. Por el contrario, la perspectiva
moderna pretende restablecer la cohesión de un mundo perfectamente unificado en un espacio racional, construido
matemáticamente para eludir las limitaciones psicofisiológicas de la percepción. Y esta nueva "forma simbólica" de
aprehensión del mundo presenta una paradoja que Panofsky puso hábilmente de manifiesto.6 El espacio infinito y
homogéneo de la perspectiva lineal se construye, sin embargo, sobre ejes que parten de un punto arbitrario, el de la
dirección de la mirada del observador. Así pues, una impresión subjetiva sirve de punto de partida para la racionalización
de un mundo de experiencia en el que el espacio fenoménico de la percepción se transpone a un espacio matemático. Tal
"objetivación de lo subjetivo" produce un doble efecto: crea una distancia
entre el hombre y el mundo, al hacer depender del hombre la autonomía de las cosas; y sistematiza y estabiliza el universo
exterior, al tiempo que confiere al sujeto el dominio absoluto sobre la organización de esta exterioridad recién
conquistada.7 De este modo, la perspectiva lineal estableció en el dominio de la representación la posibilidad del tipo de
confrontación entre el individuo y la naturaleza que iba a convertirse en característica de la ideología moderna y de la que
la pintura de paisaje se convertiría en la expresión artística. Se trata realmente de una confrontación, de una nueva posición
desde la que mirar, ya que el plano proyectivo aleja las cosas pero no promete un verdadero desvelamiento. Como observó
Merleau-Ponty, "por el contrario, remite a nuestro propio punto de vista; y en cuanto a las cosas, huyen hacia un
distanciamiento al que no puede seguir ningún pensamiento".8
Savery fue un heredero de esta revolución, que comenzó varias generaciones antes de su época; pero en dos
puntos, su dibujo es innovador. Tanto su tema como su técnica reflejan la influencia de Pieter Bruegel, famoso ya en la
segunda mitad del siglo XVI por sus paisajes montañosos. Con la excepción de las acuarelas de Durero, que no tuvieron
una influencia inmediata, y de uno o dos grabados sorprendentes de Altdorfer, las vistas alpinas de Bruegel el Viejo se
cuentan entre las primeras representaciones pictóricas que borran a los seres humanos del paisaje o atestiguan su presencia
remitiéndose únicamente a sus obras. Pero mientras que muchos de los paisajes de Bruegel eran composiciones imaginarias
que interpretaban libremente bocetos realizados a partir de la naturaleza, el dibujo de Savery parece ser una representación
bastante fiel de una escena real. Y, lo que es quizá más importante, Savery parece haber llevado a su conclusión lógica la
paradoja de la perspectiva formulada por Panofsky. Allí donde Bruegel, al omitir a los seres humanos de un paisaje, se
limita a llamar la atención sobre la exterioridad del sujeto que impregna de sentido y coherencia la naturaleza objetiva,
Savery reintroduce a este sujeto en la representación pictórica, representando la acción misma por la que objetiva un
espacio diferente de aquel en el que se encuentra, que a su vez es diferente del espacio que se ofrece a la mirada del
espectador. En efecto, la vista en perspectiva que se presenta a este último no es la misma que la que el artista, desplazado a
la izquierda del dibujo pero situado en el eje mismo del barranco, se ocupa de dibujar sobre el papel. Este paisaje presenta
así una doble objetivación de la realidad y, por así decirlo, una representación reflexiva de la operación mediante la cual la
naturaleza y el mundo se producen como objetos autónomos, gracias a la mirada que un ser humano dirige sobre ellos.
Tal vez incluso deberíamos hablar aquí de una triple articulación, si adoptamos la distinción establecida por Alain
Roger entre "artialización" in situ y "artialización" in visu. La primera define la reordenación de un fragmento de naturaleza
con fines recreativos y estéticos, generalmente el arte del paisajismo, mientras que la segunda caracteriza la representación
de un paisaje en un cuadro.9 El paisaje que Savery ofrece a nuestra mirada no es ciertamente un ejemplo de paisajismo
inglés, y su elegancia casi arcádica debe sin duda tanto a la habilidad del artista como a las intenciones de sus habitantes.
Sin embargo, es seguro que éstos sabían muy bien lo que hacían cuando colocaron un bosquecillo de olmos jóvenes por
aquí, un manzano en medio de un campo por allá y, en otro lugar, un árbol que proporciona fresca sombra en el patio de
una casa. Así pues, es muy posible que el Landschaftsmahler (paisajista) del emperador tuviera toda la intención de
combinar en el primer plano y en el fondo de su vista en perspectiva representaciones tanto de una formación rocosa
característica de las montañas silúricas de Bohemia como de la organización del hábitat rural igualmente típico de la región.
La unión de la naturaleza salvaje y el campo domesticado efectuada por la pluma del artista crea el genius loci. Y aunque
no fuera así, la composición del dibujo es lo suficientemente original como para satisfacer la fantasía de contemplar en él
una notable representación de los inicios de una producción moderna de la naturaleza.
En un periodo de unos ciento cincuenta años, desde la época de Patinir y Durero hasta la de Ruysdael y Claude
Lorrain, la pintura de paisaje alcanzó un dominio total del espacio. La representación de escenas en las que una sucesión de
planos evocaba aún una escenografía teatral dio paso a una impresión de profundidad homogénea que enmascaraba el
artificio de una construcción en perspectiva, haciendo así parecer que el sujeto se había retirado de la escena natural que
pintaba. Esta forma de representar el entorno humano en toda su exterioridad era, por supuesto, indisociable del
movimiento de matematización del espacio que en esa misma época impulsaban la geometría, la física y la óptica, desde el
descentramiento del cosmos por Copérnico hasta la res extensa de Descartes. Como señaló Panofsky, "la geometría
proyectiva del siglo XVII [...] es [...] un producto del taller del artista".10 La invención de nuevas herramientas para hacer
visible la realidad -no sólo la perspectiva lineal, sino también el microscopio (1590) y el telescopio (1605)- permitió
establecer una nueva relación con el mundo al circunscribir algunos de sus elementos dentro de un marco perceptivo
estrictamente definido que les confería una relevancia y una unidad hasta entonces desconocidas. El estatuto privilegiado
concedido a la vista, en detrimento de otras facultades sensibles, hizo que la extensión adquiriera un estatuto autónomo que
la física cartesiana iba a explotar y que también se vio favorecido por la ampliación de los límites del mundo conocido que
resultó del descubrimiento y la cartografía de nuevos continentes. La Naturaleza, ahora muda, sin olor e intangible, había
quedado desprovista de vida. La gentil Madre Naturaleza había sido olvidada, y la Naturaleza, la cruel madrastra, había
desaparecido; todo lo que quedaba era un muñeco de ventrílocuo, del que el hombre podía hacerse, por así decirlo, dueño y
señor.*
La dimensión técnica de la objetivación de la realidad era, por supuesto, esencial en esta revolución mecanicista
del siglo XVII que representaba el mundo como una máquina cuyos engranajes podían desmontar los eruditos, y no como
una totalidad compuesta de seres humanos y no humanos dotados de significado intrínseco por creación divina. Robert
Lenoble ha asignado una fecha a esta ruptura: 1632, año de la publicación de los Diálogos sobre los dos sistemas mundiales
de Galileo, de
que la física moderna surgió en una discusión en el Arsenal de Venecia entre ingenieros formados en las artes mecánicas,
muy lejos de cualquier disputatio de filósofos sobre la naturaleza del ser o la esencia de las cosas.11 ¡Ahora sí que había
comenzado la construcción de la Naturaleza! Es cierto que se trata de una construcción social e ideológica, pero también
práctica, gracias a la pericia de los relojeros, vidrieros, amoladores de lentes y de todos los artesanos que hicieron posible la
experimentación en el laboratorio. En efecto, esa experimentación se tradujo en un esfuerzo permanente por disociar y
reconstruir los fenómenos que producían los objetos de la nueva ciencia. Este proceso adquirió entonces autonomía a costa
de olvidar las condiciones de la objetivación de los fenómenos. Liberados, gracias a la razón, del oscuro embrollo de la
experiencia ajena y convertidos en trascendentes por la ruptura de los vínculos que los unían a los desórdenes de la
subjetividad y a las ilusiones de continuidad, los "factishes" de la modernidad (tomando prestado el práctico neologismo de
Bruno Latour, faitiches) hacían ahora su aparición12. El dualismo del individuo y del mundo se hizo irreversible: era la
piedra angular de una cosmología que oponía, por un lado, las cosas regidas por leyes y, por otro, el pensamiento que las
organizaba en conjuntos significativos: por un lado, el cuerpo -considerado ahora como un mecanismo- y, por otro, el alma
que lo gobernaba, como pretendía la divinidad. La naturaleza, despojada de sus maravillas, se ofrecía ahora al niño-rey,
quien, desmontando su funcionamiento, se deshacía de su poder sobre él y la esclavizaba para sus propios fines.
Este golpe maestro por el que la naciente modernidad liberó por fin al ser humano de la matriz de los objetos
animados e inanimados puede parecer excepcional en la historia de los pueblos humanos, pero en realidad este momento no
fue, después de todo, más que una fase. El proceso se había iniciado muchos años antes y no culminó hasta siglo y medio
después, momento en que la naturaleza y la cultura, cada una ya sólidamente establecida con su propia temática y
metodología, delimitarían el espacio en el que podría operar la antropología moderna. Los historiadores de la ciencia y la
filosofía han dedicado suficientes obras a esta particularidad de Occidente como para que no sea necesario, en este
momento, presentar más que una breve imagen de este largo proceso de maduración que acabó por establecer, por un lado,
un mundo de cosas dotado de una facticidad intrínseca y, por otro, un mundo de seres humanos regido por significados
arbitrarios. Si, a pesar de todo, hago este breve ejercicio, es para subrayar que, contrariamente a la impresión que dan
muchos excelentes estudios sobre la historia de la idea de naturaleza,13 ésta no ha revelado su esencia gracias a los
esfuerzos combinados de una cohorte de grandes mentes e ingeniosos artesanos. Más bien, se ha ido construyendo poco a
poco como una herramienta ontológica de un tipo particular, diseñada para servir de fundamento a la cosmogénesis de la
modernidad. Vistos desde el punto de vista de un hipotético historiador de la ciencia jívaro o chino, Aristóteles, Descartes y
Newton no parecerían tanto los reveladores de la objetividad distintiva de los no humanos y de las leyes que los rigen, sino
más bien los artífices de una cosmología naturalista del todo exótica en comparación con las opciones tomadas por el resto
de la humanidad para clasificar las entidades de este mundo y establecer jerarquías y discontinuidades entre ellas.

La autonomía de Phusis

Como de costumbre, todo empieza en Grecia. Pero al principio el progreso fue lento. Es cierto que en la Odisea
aparece una vez el término que más tarde se utilizó para designar la naturaleza: phusis; pero allí se utiliza para referirse a
las propiedades de una planta, es decir, en el sentido limitado de lo que produce el desarrollo de una planta y caracteriza su
"naturaleza" particular.14 Ése es el sentido que más tarde aclara Aristóteles en una visión general de todos los seres vivos:
todo ser se define por su naturaleza, concebida como principio, como causa y también como sustancia.15 Pero Homero no
se ocupa de ningún principio de individuación propio de entidades particulares del mundo. Pero Homero no se ocupa de
ningún principio de individuación peculiar de entidades particulares del mundo. Tampoco, a fortiori, se le ocurre que las
cosas con una "naturaleza" particular puedan formar un conjunto ontológico: a saber, la Naturaleza misma, independiente
de las obras de los humanos y también de cualquier decreto del Olimpo.16 En este punto, Hesíodo apenas difiere de
Homero. Sus poemas trazan los orígenes de deidades y héroes, sus genealogías y las circunstancias de sus metamorfosis, y
si alguna vez menciona rasgos del mundo físico, es -como a la manera amerindia- para explicar mejor los atributos de las
figuras mitológicas.
Es cierto que, en sus Trabajos y días, Hesíodo menciona brevemente una diferencia que distingue a los humanos de ciertas
especies animales tomadas en su conjunto. Mientras que los peces, los animales salvajes y las aves se devoran unos a otros,
los humanos han recibido justicia de Zeus y nunca lo hacen. Sin embargo, esto nos deja aún muy lejos de cualquier
distinción, incluso embrionaria, entre naturaleza y cultura, ya que los animales que menciona sirven principalmente como
contrapunto a los humanos, a los que se insta a no comportarse como depredadores. Es también una forma de recordar el
papel desempeñado por los dioses en la génesis de la moral cívica. El atributo especial de los humanos, dikē, es más un
efecto de la benevolencia divina que de una naturaleza original totalmente distinta de la de otras especies vivas.17
Cuando los primeros filósofos se aventuraron a proponer explicaciones naturalistas para los relámpagos, el arco
iris y los terremotos, lo hicieron como reacción contra las interpretaciones religiosas sancionadas por la tradición, en
particular la tradición de Homero y Hesíodo, que consideraban la mayoría de los fenómenos inusuales o aterradores como
intervenciones personales por parte de una deidad caprichosa o enfurecida. Los filósofos y los médicos hipocráticos
también se comprometieron a sugerir causas físicas para los fenómenos atmosféricos, los fenómenos cíclicos y las
enfermedades, causas apropiadas para cada tipo de fenómeno, es decir, causas que se derivaban de sus respectivas
"naturalezas", no de algún capricho de Apolo, Poseidón o Hefaistos. De este modo,
fueron asentando la idea de que el cosmos es explicable y está organizado según leyes que se pueden descubrir y que la
intervención divina arbitraria ya no tiene cabida, como tampoco las supersticiones de la Antigüedad. Se trataba, por
supuesto, de convicciones de una élite, expresadas con cautela para evitar las graves consecuencias de una acusación de
impiedad. Sin embargo, para Hipócrates y sus discípulos, así como para algunos filósofos jonios y sofistas, el dominio de la
naturaleza comenzó a configurarse como un proyecto y una fuente de esperanza. Este nuevo régimen de los seres, que
abarcaba todos los fenómenos físicos y los organismos vivos y estaba marcado con el sello de lo regular y previsible, se
distanciaba del residuo de las intenciones divinas, las creaciones azarosas y las producciones humanas, todas ellas efectos
del artificio.
Como sabemos, correspondió a Aristóteles sistematizar este emergente objeto de investigación, establecer sus
límites, definir sus propiedades y enunciar los principios por los que funcionaba. Su objetivización de la naturaleza se
inspiraba en la organización política y en las leyes que la regían, aunque formuló esta idea de manera retrospectiva: propuso
que la Ciudad se ajustara a las leyes de la phusis, reproduciendo lo más fielmente posible la jerarquía natural. Es
significativo que el teatro en el que tuvo lugar esta revolución fuera la turbulenta y atribulada Atenas, que, tras la brillantez
de la época de Pericles, vio mermado su poder y cuestionado su papel, de modo que la adversidad la obligó a examinar las
condiciones en las que podía ejercerse la soberanía que se le escapaba. La reflexión sobre el derecho como obligación
libremente aceptada y medio de convivencia, no afectado por la urgencia de las decisiones inmediatas, permitió captar los
rasgos más abstractos que iban a servir de prototipo a las leyes de la naturaleza.18 Phusis y nomos se hicieron indisociables:
toda la multiplicidad de las cosas operaba dentro de una totalidad sujeta a leyes identificables, del mismo modo que la
comunidad de los ciudadanos se regía por reglas de acción pública no afectadas por intenciones particulares. Constituían
dos dominios paralelos de legalidad, uno de los cuales, sin embargo, estaba dotado de una dinámica y finalidad propias,
pues la Naturaleza carecía de la versatilidad de los hombres.
Sin duda, la naturaleza de Aristóteles no es tan omnicomprensiva como la de los Modernos. Se limita al mundo
sublunar, el de los fenómenos y seres familiares. Más allá se extienden los cielos incorruptibles, en los que se mueven los
astros divinos, sin duda también según reglas regulares y previsibles; pero la perfección de esos cielos es tal que están
exentos de accidentes naturales. En cambio, en el reino de aquí abajo, las cosas de la naturaleza están ahora dotadas de una
innegable alteridad: "Algunas cosas existen, o llegan a existir, por naturaleza; y otras de otro modo. Los animales y sus
órganos, las plantas y las sustancias elementales... decimos que éstas y sus semejantes existen por naturaleza".19 Al
examinar el régimen ontológico peculiar de estas entidades que existen por naturaleza, Aristóteles proporciona una base
teórica para uno de los significados actuales de la palabra "naturaleza". Es el principio que produce el desarrollo de un ser
que contiene en sí mismo la fuente de su movimiento y de su reposo. Es el principio que hace que se realice de acuerdo con
un tipo particular. Pero la Física de Aristóteles se complementa con un sistema natural, un inventario de las diferentes
formas de vida y de las relaciones estructurales que comparten dentro de un todo organizado. Aquí, Aristóteles se ocupa de
la Naturaleza como suma total de seres ordenados por leyes y sometidos a ellas. Se trata de un concepto nuevo que, después
de él, iba a gozar de una influencia duradera. Su proyecto consiste en especificar cada clase de seres a partir de las
variaciones de las características que posee en común con otras clases de seres dentro de la misma forma de vida. A su vez,
cada forma de vida se caracteriza por el tipo de órganos especializados que le permiten realizar una función vital:
locomoción, reproducción, nutrición, respiración. De este modo, una especie puede definirse precisamente por el grado de
desarrollo de sus órganos esenciales, que son propios de la forma de vida a la que pertenece. Las alas de las aves, las patas
de los cuadrúpedos y las aletas de los peces son órganos que cumplen una misma función en diferentes formas de vida. Pero
el tamaño de los picos, las alas y los órganos de nutrición y locomoción que caracterizan a las aves proporcionaría, a su vez,
un criterio para distinguir las especies según sus modos de vida. Esta clasificación de los organismos sobre una base de
colección y división se apoya en la "naturaleza" particular de cada ser, para construir un sistema de la Naturaleza en el que
las especies quedan desconectadas de sus hábitats particulares y despojadas de los significados simbólicos que se les
atribuían, de modo que pueden existir únicamente como complejos de órganos y funciones que forman parte de un cuadro
de coordenadas que abarca todo el mundo conocido.20 Se había dado así un paso decisivo. Al descontextualizar las
entidades de la naturaleza y organizarlas en una taxonomía exhaustiva de tipo causal, Aristóteles conjuró una materia
original que a partir de entonces daría cuenta de muchos de los rasgos peculiares del pensamiento occidental.

La autonomía de la creación

En el pensamiento griego y, en particular, en el de Aristóteles, el ser humano sigue formando parte de la


naturaleza. Su destino no está disociado de un cosmos eterno, y es en virtud de que son capaces de acceder al conocimiento
de las leyes que lo rigen como pueden encontrar su lugar en él. Así pues, para que la naturaleza de los Modernos llegara a
existir, era necesaria una segunda operación de purificación: los humanos debían hacerse exteriores a la naturaleza y
superiores a ella. El cristianismo fue responsable de este segundo trastorno, con su doble idea de la trascendencia del
hombre y de un universo creado de la nada por voluntad de Dios. La Creación da testimonio de la existencia de Dios y de
su bondad y perfección, pero sus obras no deben confundirse con él, ni las bellezas de la naturaleza deben apreciarse por sí
mismas. Proceden de Dios, pero Dios no está presente en ellas. Dado que el ser humano también es una creación, su
significado se deriva de ese acontecimiento fundador. Su lugar en la naturaleza no es, pues, el de un elemento como los
demás; no es, por naturaleza, como las plantas y los animales; se ha hecho trascendente en
del mundo físico; su esencia y su llegada a ser son asuntos de la gracia de Dios, que está más allá de la naturaleza. La
fuente del derecho y la misión del ser humano de administrar la tierra es su origen sobrenatural, ya que Dios formó al ser
humano el último día del Génesis para que ejerciera su control sobre la Creación, organizándola y disponiéndola a su
medida. Así como Adán, al recibir el poder de dar nombre a los animales, fue autorizado a introducir su orden en la
naturaleza, también sus descendientes, al multiplicarse sobre la faz de la tierra, realizan la intención de Dios de imponer
por doquier el dominio de la Creación. Pero la naturaleza sólo se confía a los humanos de forma temporal. Ahora bien, el
mundo no sólo tiene un origen, sino también un fin, una extraña noción que el cristianismo heredó de la tradición judía y
que está en desacuerdo no sólo con las ideas de la antigüedad pagana, sino también con la mayoría de las cosmologías que
la etnografía y la historia han registrado. La Creación es una escena provisional de una obra que continuará cuando
desaparezca el decorado, cuando la naturaleza ya no exista y sólo queden los protagonistas principales: Dios y las almas
humanas, es decir, los seres humanos bajo otra forma.
Aunque obsesionada por la idea de la Creación y sus consecuencias, la Edad Media también conservó algunas
enseñanzas de la Antigüedad. Esto produjo una plétora de síntesis sobre la unidad de la naturaleza, que combinaban la
exégesis bíblica con elementos de la física griega, sobre todo a partir del siglo XII, cuando se redescubrieron las obras de
Aristóteles. La exterioridad del mundo adquiere un carácter manifiesto a través de una metáfora que recorre toda la Edad
Media: la naturaleza, en toda su diversidad y armonía, es como un libro en el que se pueden descifrar pruebas de la creación
divina. El libro de la naturaleza es ciertamente inferior a las Sagradas Escrituras, ya que Dios, ser trascendente, sólo se
revela imperfectamente por sus obras. Así pues, el mundo debe leerse como una ilustración, un comentario que
complementa la palabra de Dios. No obstante, muchos escritores medievales concedieron gran importancia a esta fuente de
edificación, pues era todo lo que estaba al alcance de quienes, por carecer de educación, no tenían acceso directo al texto
sagrado: "Incluso el más simple de los hombres puede leer el mundo", declararía San Agustín.21 Cabe señalar que este
optimismo bucólico sigue siendo favorecido por ciertos misioneros que parecen no dudar de que las tribus que intentan
convertir son capaces de reconocer en su entorno la naturaleza armoniosa celebrada por San Basilio y San Francisco. Tal
vez haya que ver en ello una de las primeras formulaciones de la idea, tan querida en Occidente, de que la naturaleza es
universalmente autoevidente y ningún pueblo, por salvaje que sea, puede dejar de percibir su unidad.
El tema del libro de la naturaleza sustenta el desarrollo de una teología natural que tiene su eco en una particular
visión cristiana de la ética ecológica.22 Este tipo de teología, que examina los efectos de las intenciones divinas en la
Creación, no es, ciertamente, más que un auxiliar de la teología revelada, pero constituye sin embargo un precioso
complemento para la interpretación de la naturaleza y el conocimiento de Dios, en el que se inspiró Santo Tomás de
Aquino. Su teología natural se apoya en la autoridad de Aristóteles para mostrar los efectos respectivos de las causas finales
(el intelecto de Dios) y de las causas eficientes (los agentes naturales) en la organización del mundo. Recoge asimismo la
idea aristotélica de que la naturaleza no hace nada por casualidad y se compromete sin reservas con su finalismo: todo
atestigua que las formas y los procesos de los objetos naturales son los que mejor se adaptan a sus funciones; todo indica
también que los descendientes de Adán están destinados a ocupar la posición suprema aquí abajo en el mundo y a gobernar
sobre la jerarquía de las criaturas inferiores, pues "la subordinación de los animales al hombre es natural."23 Sin duda, el
Génesis justifica literalmente tal dominio, pero también apoya la idea de una medida común entre Dios y los seres
humanos. Dado que la inteligencia de Dios estaba en el origen de la creación de los seres vivos, era conveniente que
algunos de ellos pudieran participar de esta facultad y así poder aprehender, en la perfección del universo, la bondad del
designio de Dios. Los seres humanos, dotados por tanto de razón y conocimiento, se distinguen así del resto de la Creación,
gozando de una supremacía que procede del plan divino y, en consecuencia, exige humildad y responsabilidad. En su
Interpretación literal del Génesis, San Agustín ya había subrayado que en la Creación sólo el ser humano constituye un
género único que contrasta con todas las especies animales. Con el apoyo de la autoridad de esta exégesis, los teólogos del
siglo XVI iban a afirmar que el género humano es único.24 Así pues, la Edad Media no había demostrado ser indigna: con
la trascendencia divina, la unicidad del género humano y la exterioridad del mundo, todas las piezas del mecanismo estaban
ya juntas en su sitio, lo que permitió a la época clásica del siglo XVII inventar la naturaleza tal como la conocemos.

La autonomía de la naturaleza

El surgimiento de la cosmología moderna es el resultado de un proceso complejo en el que se entremezclan


inextricablemente numerosos factores: la evolución de una sensibilidad estética y de las técnicas pictóricas, la ampliación
de los límites del mundo, el progreso de las habilidades mecánicas y el mayor dominio de ciertos entornos que ello hizo
posible, la progresión desde un conocimiento basado en la interpretación de semejanzas hacia una ciencia universal del
orden y la medida: todos ellos son factores que han hecho posible la construcción no sólo de una física matemática, sino
también de una historia natural y de una gramática general. Los cambios en la geometría, la óptica, la taxonomía y la
semiología han surgido de una reorganización de la relación de la humanidad con el mundo y de las herramientas analíticas
que la han hecho posible, más que de una acumulación de descubrimientos y de un perfeccionamiento de las habilidades.
En resumen, citando a Merleau-Ponty, "no son los descubrimientos científicos los que han provocado un cambio en la idea
de la Naturaleza. 25 La Revolución Científica del siglo XVII legitimó la idea de una naturaleza mecánica en la que el
comportamiento de todos los elementos es el mismo.
puede explicarse mediante leyes, dentro de una totalidad vista como la suma de sus partes y de las interacciones de esos
elementos. Para ello, no era necesario invalidar las teorías científicas rivales, sino únicamente eliminar el finalismo de
Aristóteles y de la escolástica medieval, relegarlo al ámbito de la teología y hacer hincapié, como Descartes, en una única
causa eficiente. Por supuesto, ésta seguía vinculada a Dios, pero a Dios sólo en el sentido de una fuerza en movimiento, a la
vez fuente original de un movimiento concebido en términos geométricos y garante de su conservación constante. La
intervención divina se hizo más abstracta, menos dependiente del funcionamiento de los engranajes de la máquina del
mundo, y se limitó a los misterios de la fe o a la explicación del principio de inercia. Sin embargo, junto a Bacon, Descartes
y Spinoza, que rechazaban la ilusión de una naturaleza intencional, una corriente de pensamiento más discreta seguía
apegada a las convicciones finalistas y a la idea de una naturaleza organizada según un plan global, cuya comprensión
permitiría explicar mejor la acción de los elementos que la componían. Kepler, Boyle y Leibniz no fueron en absoluto
insignificantes defensores de esta concepción de la naturaleza como totalidad y unidad equilibradas y, como sabemos,
acabaron sucediéndoles Buffon, Alexander von Humboldt y Darwin. Y el legado de estos últimos pensadores, a su vez,
contribuyó sin duda poderosamente a las orientaciones teleológicas de un tipo particular de biología contemporánea
caracterizada por una visión cuasi providencial de la adaptación de los organismos y la homeostasis de los ecosistemas. Sin
embargo, en el siglo XVII, tanto entre los partidarios de un mundo mecanicista como entre los de uno organicista, se
impuso la separación entre naturaleza y humanidad. Spinoza se encontró bastante solo cuando rechazó tal separación, instó
a considerar el comportamiento humano como un fenómeno regido por un determinismo universal y condenó los prejuicios
de quienes imaginaban el plan de la naturaleza por analogía con el autoconocimiento. Pues estos últimos, que eran mayoría,
no dudaban de que los efectos naturales servían a un fin determinado por alguna intención divina, de que el hombre, "virrey
de la Creación", era totalmente distinto de la realidad que intentaba comprender, y de que Dios "había investido al hombre
de poder, autoridad, derecho, dominio, confianza y cuidado... para preservar la faz de la Tierra en belleza, utilidad y
fecundidad", como dijo floridamente el jurista inglés Matthew Hale.26 Lo que surgió entonces fue una noción de la
Naturaleza como un dominio ontológico autónomo, un campo de investigación y experimentación científica, un objeto que
había que explotar y mejorar; y muy pocos pensaron en cuestionarlo.
Si la idea de naturaleza adquirió tal importancia en el siglo XVII, no fue ciertamente porque la poderosa vibración
de la vida del mundo fuera súbitamente percibida por ojos ahora desprecintados que en el futuro no cesarían de esforzarse
por desentrañar sus misterios y definir sus límites. Pues esa noción de naturaleza era indisociable de otra, a saber, la de
naturaleza humana, que la primera había engendrado mediante una especie de fisión cuando, para determinar un lugar en el
que pudieran discernirse los mecanismos y las regularidades de la naturaleza, se desprendió una pequeña porción del ser
para que sirviera de punto fijo. Como ha mostrado Michel Foucault, esos dos conceptos funcionan como un par para
reforzar el vínculo recíproco entre las dos dimensiones de las representaciones en esa época: la primera era la imaginación,
que se veía como el poder, atribuido a la mente humana, de reconstituir el orden a partir de impresiones subjetivas; y la
segunda era la semejanza, la propiedad que poseen las cosas y que presenta al pensamiento todo un campo de semejanzas
apenas esbozadas sobre el que el conocimiento puede superponer su labor de establecimiento del orden.27 Gracias a la
amplia generalidad de sus significados, Naturaleza y naturaleza humana permiten sintetizar nítidamente la nueva
posibilidad de efectuar un reajuste entre la incesante pullulación de la multiplicidad analógica de los seres y el mecanismo
de la inducción, con todo su desfile de imágenes y reminiscencias.
La comprensión y el control de los no humanos se asignan a un sujeto que sabe o a uno que actúa, el científico en su
habitación caldeada* o el ingeniero drenando pantanos, el físico manipulando su bomba de aire o el administrador de los
bosques de Colbert. No eran responsabilidad de la humanidad como un todo organizado, ni mucho menos de colectividades
particulares diferenciadas entre sí por sus respectivas costumbres, lenguas y religiones. La naturaleza está ahí, por supuesto,
emparejada con la naturaleza humana, pero todavía no hay rastro de la sociedad como concepto y campo de análisis.
Desde la obra de Foucault Les mots et les choses (traducida al español como El orden de las cosas), se ha
convertido casi en un tópico decir que el nacimiento de un concepto de "hombre" y el de las ciencias que exploran sus
"positividades" fueron acontecimientos que no se produjeron en la cultura europea hasta bastante tarde y que no tienen
parangón en la historia de la humanidad; y también decir que esos acontecimientos fueron instigados, en las postrimerías
del siglo XVIII, por un gran trastorno en la episteme occidental, que asistió ahora a la aparición de un espacio que reunía
sistemas organizados y comparables entre sí gracias a su contigüidad en una cadena de sucesiones históricas, en sustitución
de un esquema general de representación que, simultáneamente, ponía en orden toda una red de identidades y diferencias.
Otra idea comúnmente aceptada es que, en consecuencia, las ciencias humanas no le debían nada a algún dominio vacante
más o menos similar al que antaño ocupó la naturaleza humana, ahora en barbecho pero bien delimitado, en el que lo único
que habrían necesitado era sembrar algunas semillas de conocimiento positivo y, utilizando las herramientas más eficaces
que ahora poseían, hacerlas fructificar. En resumen, citando la enfática declaración de Foucault: "Ninguna filosofía,
ninguna opción moral o política, ninguna ciencia empírica de ningún tipo, ninguna observación del cuerpo humano, ningún
análisis de las sensaciones, de la imaginación o de las pasiones, había encontrado jamás, en el siglo XVII, nada parecido al
hombre; porque el hombre no existía".28 Los resultados de las investigaciones arqueológicas de Foucault sobre los
sustratos de las ciencias humanas son ya tan conocidos que resulta innecesario hacer más comentarios. Sin embargo,
debemos tener en cuenta un punto que es relevante para el presente estudio. Si hasta el siglo XIX no empezó a tomar forma
el concepto de sociedad como totalidad organizada y si, por tanto, sólo entonces pudo contraponerse tal concepto a la
naturaleza, entonces la génesis de, respectivamente, cada una de esas nociones, y su progresiva maduración dentro de un
campo operativo en el que pudieran combinarse, junto con la
vislumbres de la realidad que sus discontinuidades emparejadas hacían posibles; todo ello debe ser el resultado de un
proceso tan largo y excepcional de múltiples filtraciones y rupturas que es difícil ver cómo podría haber sido compartido
por culturas distintas de la nuestra.
Pero en este punto parece necesario un breve comentario sobre Rousseau. Sabemos que Lévi-Strauss le atribuyó
un papel importante en la anticipación de la etnología moderna. Atribuyó al autor del Discurso sobre el origen de las
desigualdades haber prefigurado el método de esta ciencia que estaba por nacer cuando recomendó observar las diferencias
entre los humanos, para descubrir mejor las propiedades que tenían en común. Lévi-Strauss declaró también que Rousseau
había basado su programa en un examen concreto del problema de las relaciones entre naturaleza y cultura, viéndolo no
como una separación irreversible, sino en una búsqueda nostálgica y a menudo desesperada de lo que, en el ser humano, le
autoriza y le incita a identificarse con todas las formas de vida, incluso las más humildes29. A pesar de las críticas que se le
dirigen, el rousseaunismo militante del fundador de la antropología estructural no puede considerarse, pues, como un
intento de extraer del pensamiento de la Ilustración los inicios de un dualismo entre naturaleza y sociedad que luego asumió
la propia antropología del siglo XX. Al fin y al cabo, para Rousseau, la asamblea de ciudadanos no constituye en modo
alguno una sociedad en el sentido convencional del término en la sociología moderna, es decir, una unidad superior y
externa a los individuos, por así decirlo, una entidad moral cuyas necesidades y fines difieren de los de los miembros que la
componen; en otras palabras, un todo autónomo animado por un interés colectivo específicamente social que equivale a
algo más y distinto que la suma de los deseos de los individuos. Además, Durkheim no se equivocó al comparar su propia
concepción de la utilidad colectiva, determinada por un ser social considerado en su unidad orgánica, con el interés común
tal como lo expresaba Rousseau: "Hay algo más que una diferencia de grado y un énfasis diferente entre la sociedad
trascendente de Durkheim y la agregación de individuos mutuamente vinculados por una convención cuyas condiciones de
legitimación se detallan en el contrato social. La primera es una entidad ontológica de nuevo tipo, y es ilusorio buscar en
Rousseau una promesa o prefiguración de la misma, aunque su teoría del vínculo social ofrezca una fértil fuente de
analogías a quienes, como Lévi-Strauss, han sabido detectar tras el poder que Rousseau concede al sentimiento y su defensa
de la idea de virtud una manera original de pensar las formas de llevarse bien con los demás.

La autonomía de la cultura

Pero nuestro relato genealógico del dualismo no se completa con el advenimiento del concepto de sociedad; pues
la etnología contemporánea debe su razón de ser a una noción establecida más recientemente: a saber, la noción de cultura,
con la que define el campo propio de sus indagaciones y con la que expresa concisamente todo aquello que, en los seres
humanos y en sus realizaciones, se distingue de la naturaleza y le impone un sentido. Tal vez fuera también inevitable que
términos tan vagos como "naturaleza" y "cultura", tan dispuestos a prestarse a los sucesivos significados que se les han ido
encontrando, tan bien adaptados para reunir en una sola expresión tal o cual región de la maraña de aspiraciones, procesos
y fuerzas que presenta el abigarrado espectáculo del mundo, tal vez fuera inevitable que esos términos acabaran
encontrando en su mutua oposición una definición de sus cualidades positivas y, al mismo tiempo, una significación
aparentemente evidente que se ve enormemente incrementada por su conjunción. Es cierto que la idea de cultura se formó
más tarde que la de naturaleza, pero su desarrollo no fue menos contingente, y el movimiento en el curso del cual la gama
de sus significados llegó a restringirse fue igualmente complejo.
Todos los etnólogos están familiarizados con el famoso inventario crítico en el que Alfred Kroeber y Clyde
Kluckhohn anotaron la mayoría de las definiciones de cultura.31 De las 164 acepciones aceptadas que enumeran, escogeré
sólo dos, para exponer mi punto de vista. La primera, que califican de "humanista", concibe la cultura como una
característica distintiva de la condición humana. Su formulación canónica, por Edward B. Tylor en 1871, se considera
tradicionalmente, por así decirlo, el certificado de nacimiento del campo de la antropología moderna: "La cultura o
civilización, tomada en su sentido etnográfico amplio, es ese conjunto complejo que incluye el conocimiento, la creencia, el
arte, la moral, la ley, la costumbre y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la
sociedad".32 Aquí, la cultura no se distingue de la civilización, en el sentido de una aptitud para la creación colectiva regida
por una búsqueda progresiva de la perfección. Esta fue la visión adoptada por los antropólogos evolucionistas del último
tercio del siglo XIX. Acepta la posibilidad y la necesidad de comparar una serie de sociedades ordenadas según el grado de
desarrollo de sus instituciones culturales, que son expresiones más o menos elaboradas de una tendencia humana universal a
superar las limitaciones naturales y las fuerzas instintivas. El concepto estrictamente antropológico de cultura no apareció
hasta más tarde. Sólo a finales del siglo XX, en la obra etnográfica de Franz Boas, surgió la idea de que cada pueblo
constituye una configuración única y coherente de rasgos materiales e intelectuales sancionados por la tradición, siendo esa
tradición típica de un determinado modo de vida, arraigada en las categorías específicas de una lengua y responsable de la
especificidad del comportamiento individual y colectivo de sus miembros.33 La visión boasiana, reelaborada y elaborada
de forma más sistemática por sus discípulos, iba a constituir la matriz de la antropología norteamericana y a definir de
forma duradera su carácter "culturalista". En esta segunda definición, la cultura adopta una forma plural, como una multitud
de
realizaciones; deja de ser singular, significando el atributo por excelencia de la humanidad. La clasificación de los pueblos
según su proximidad al Occidente moderno es suplantada por un cuadro sincrónico en el que todas las culturas son
igualmente válidas. El universalismo optimista de los teóricos de la evolución deja paso a un método relativista centrado en
un enfoque monográfico intensivo y en la revelación de toda la riqueza de lo peculiar. El énfasis teleológico pasa de la fe en
un progreso continuo de los usos y costumbres a la suposición de que cada cultura se inclina hacia su propia conservación y
la perpetuación de su propio Volksgeist (espíritu del pueblo).
Antes de alcanzar un estatus más o menos especializado en etnología, cada uno de estos conceptos de cultura
cristalizó en contextos nacionales particulares y de acuerdo con un proceso de diferenciación, cuyos ecos aún son
perceptibles en las tendencias teóricas de diversas tradiciones eruditas. La cultura, en sentido universal, no se distinguía,
como hemos visto, de la civilización. Hasta principios del siglo XX, ambos términos siguieron utilizándose indistintamente
en antropología, incluso por Boas. La palabra civilización es relativamente reciente. Apareció por primera vez en francés en
1757, escrita por Victor Riqueti de Mirabeau, y unos diez años más tarde en Inglaterra, utilizada por Adam Ferguson con un
sentido equivalente.34 Significaba el estado de sociedad civilizada, resultado de un progreso constante en virtudes y
aptitudes cívicas, en contraste con la mera urbanidad de los modales o el comportamiento civil, cualidades superficiales y
estáticas. Sin embargo, como ha demostrado Norbert Elias, "civilización" iba a adquirir en Alemania un significado
completamente distinto, de hecho un significado más cercano a aquello a lo que se oponía originalmente, es decir, las
costumbres regidas por convenciones que expresaban la posición social de cada uno, saber presentarse bien y hablar bien,
en definitiva las actitudes de una nobleza cortesana que imitaba el gusto francés. La "cultura" era lo contrario de una
civilización de las apariencias concebida de este modo.35 El término "cultura" evocaba el carácter propio de ciertos
productos de la actividad humana que atestiguaban el genio de un pueblo, revelando su valor particular y permitiéndole
considerarlo como algo de lo que sentirse orgulloso. En Alemania, la antinomia entre cultura y civilización adquirió
inicialmente una dimensión social. Al menos, ése fue el polémico argumento utilizado por una intelectualidad burguesa,
alejada de cualquier responsabilidad económica y política real por una aristocracia cortesana que se gloriaba de sus
privilegios pero a la que se reputaba incapaz de cualquier iniciativa creativa. Tras la Revolución Francesa, el antagonismo
entre los valores que encarnaban estas dos nociones (civilización y cultura) comenzó a adquirir un carácter nacional: los
ideales de la clase media culta se convirtieron en emblema de la cultura alemana, en contraste con la idea de civilización
que una Francia expansionista y confiada transmitía a los cuatro puntos cardinales de Europa.
Lo que siguió es tan conocido que no necesito detenerme en ello. Sabemos cómo reaccionó Alemania ante la
Ilustración; cómo Herder, Fichte y Alexander y Wilhelm von Humboldt se apartaron de la búsqueda de verdades
universales y, en su lugar, hicieron hincapié en la inconmensurabilidad de las peculiaridades colectivas, los estilos de vida
y las formas de pensamiento, y los logros concretos de tal o cual comunidad. Sabemos hasta qué punto un pueblo al que se
le negaba la unidad política se obsesionó con la cuestión de las bases de su propio carácter; y hasta qué punto su deseo de
clasificar, delimitar y consolidar las características específicas de una nación aún naciente contribuyó a establecer la idea
de cultura como uno de los valores centrales de la Alemania del siglo XIX. También sabemos lo mucho que Boas, que
emigró a Nueva York a los veintinueve años, debía a sus años de Bildung (educación) en el crisol de la vida universitaria
alemana, al igual que sus principales discípulos, la primera generación de la antropología estadounidense, la mayoría de los
cuales habían recibido una educación germánica; Sapir nació en Pomerania, Lowie en Viena y Kroeber en medio de la élite
germanoamericana de Manhattan.36 Así pues, las raíces de la concepción estadounidense de la cultura se hundieron
profundamente en el historicismo alemán, en el Volksgeist (espíritu del pueblo) de Herder, el Nationalcharakter de
Wilhelm von Humboldt y las Völkergedanken (ideas populares) de Bastian.
Aunque sacudida por el fracaso del evolucionismo, la noción de cultura, en singular, no desapareció sin embargo
de la etnología del siglo XX. Así ocurrió incluso en Estados Unidos, donde Kroeber, distanciándose de Boas, pronto se
dedicó a definir el carácter específico de la cultura como una entidad "superorgánica" de un tipo particular, una hipóstasis
que tomaba forma a medida que trascendía las existencias individuales y definía sus orientaciones.37 Pero fue sobre todo en
la antropología francesa y británica donde la cultura siguió existiendo como atributo distintivo del conjunto de la
humanidad. Sin embargo, lo hizo de forma casi subterránea debido al predominio de la escuela durkheimiana y a la
preeminencia que ésta atribuyó a la noción de sociedad para cumplir la misma función. Esta creencia en la "cultura" era en
realidad una convicción irreflexiva que chocaba con el particularismo de los seguidores de Boas: se pensaba que era posible
y deseable encontrar regularidades e invariantes -por no hablar de universales- en la condición humana que pudieran dar
cuenta de una unidad de la cultura que subyacía a la multiplicidad de sus manifestaciones particulares. Expresiones de esta
aspiración se encuentran no sólo en la poco convincente "teoría científica de la cultura" de Malinowski, en la insistencia de
Radcliffe-Brown en definir la antropología como una disciplina nomotética, y también en el proclamado proyecto de Lévi-
Strauss de una ciencia del "orden de los órdenes". De hecho, este último proyecto ilustra hasta qué punto las dos nociones
de cultura, como realidad sui generis distinta de una Naturaleza que era a la vez la condición originaria de la humanidad y
también un dominio ontológico autónomo que proporcionaba al pensamiento simbólico una fuente inagotable de analogías,
procedían de la formación filosófica de Lévi-Strauss y de su apego al racionalismo de la Ilustración. Sin embargo, gracias a
su estancia en Estados Unidos y a su relación con Boas, tuvo en cuenta las lecciones del relativismo: la idea de que nada
justifica la jerarquización de las culturas según una escala moral o una serie diacrónica.
No cabe duda de que la noción de cultura (en singular) deriva gran parte de su fertilidad de su oposición a
naturaleza. Las culturas (en plural), por su parte, sólo tienen sentido en relación consigo mismas; y aunque el entorno en el
que se han desarrollado constituye ciertamente una dimensión importante en las peculiaridades que se les atribuyen, desde
un punto de vista culturalista su manera de adaptarse a la naturaleza no es más que un medio entre otros que nos ayudan a
comprenderlas, un medio no más legítimo o expresivo de una visión del mundo que el lenguaje, un sistema de rituales, la
tecnología o los modales en la mesa. Así pues, en sí misma, una idea holística de la cultura no evoca la naturaleza como su
contrapartida automática. Sin embargo, tal como se inició en Alemania y se desarrolló en Norteamérica, ésta fue la idea que
iba a solidificar el dualismo contemporáneo, no por la difusión de su uso especializado en antropología, sino por la labor de
purificación epistemológica que era necesaria para que la idea de cultura como totalidad irreductible ganara autonomía
frente a las realidades naturales.
La génesis de esta idea es indisociable de los intensos debates que, en la Alemania de finales del siglo XIX,
intentaron precisar los métodos y objetos respectivos de las ciencias naturales y las ciencias del espíritu. Luchando tanto
contra la filosofía idealista como contra el naturalismo positivista, historiadores, lingüistas y filósofos intentaban asentar
sobre bases firmes la pretensión de las humanidades de convertirse en ciencias rigurosas, dignas de tanto respeto como el
que recibían la física, la química y la fisiología animal. En apenas veinte años se publicaron varios textos fundamentales
sobre esta cuestión. El primero de ellos fue Principien der Sprachgeschichte (1880; traducción castellana 1890), en el que
el historiador de las lenguas Hermann Paul establecía una distinción entre las "ciencias que producen leyes" y las "ciencias
históricas", que se atienen a la individualidad de los fenómenos como producto de la contingencia histórica. El segundo
texto fue el famoso Einleitung in die Geisteswissenschaften (1883; traducción inglesa 1989), en el que Wilhelm Dilthey
contraponía las ciencias de la naturaleza a las Geisteswissenschaften, que proceden según la "comprensión", es decir, según
la aptitud del investigador para revivir, por empatía, la situación concreta de un actor histórico. El tercero fue el artículo
"Geschichte und Naturwissenschaft" (1894; traducción inglesa 1980) de Wilhelm Windelband, quien, desarrollando una
distinción propuesta unos años antes por Otto Liebmann, estableció un contraste entre el método nomotético de las ciencias
de la naturaleza y el método idiográfico de las ciencias históricas. Tal vez incluso Boas deba incluirse en este debate
epistemológico, pues en 1887 escribió un pequeño ensayo, titulado "El estudio de la geografía", en el que establecía una
oposición entre el método de, por un lado, un físico (su formación inicial en Heidelberg fue en física) que estudia
fenómenos que poseen una unidad objetiva y, por otro, un cosmógrafo (aquí Alexander von Humboldt era su modelo) que
se esfuerza por comprender fenómenos cuya conexión se establece de manera subjetiva.38
Sin embargo, fue Heinrich Rickert, en particular en su Kulturwissenschaft und Naturwissenschaft (1899;
traducción inglesa 1962), quien elaboró la clasificación más completa de las ciencias, la que distinguía entre sus respectivos
métodos y objetos con el mayor rigor lógico. En cualquier caso, esta clasificación fue la que ejerció una influencia más
contundente no sólo sobre los contemporáneos de Rickert, en primer lugar su amigo Max Weber, sino también sobre
grandes figuras de la filosofía alemana del siglo XX, desde Heidegger hasta Habermas.39 En primer lugar, a Rickert le
correspondió sustituir la expresión "ciencias de la cultura" por la más habitual en la época, a saber, "ciencias de la mente".
Se trataba de una novedad más que simplemente terminológica. La expresión "ciencias del espíritu" podía inducir a
confusión y, como en el caso de Dilthey, sugerir que las humanidades sólo se ocupaban de la vida mental o de la dimensión
espiritual de los fenómenos, como si ésta fuera una realidad intrínseca que se nos presentara independientemente de las
cosas que eran objeto de las ciencias naturales. Como buen kantiano, Rickert sostenía que vivimos y percibimos la realidad
como un continuo dispar cuya segmentación en distintos dominios sólo se produce como resultado del modo de
conocimiento que le aplicamos y de las características que seleccionamos. El mundo se convierte en naturaleza cuando lo
contemplamos en su aspecto universal; se convierte en historia cuando lo examinamos en su aspecto particular e individual.
Así pues, en lugar de distinguir entre un enfoque nomotético y otro idiográfico, deberíamos considerar toda actividad
científica como una misma cosa: actividad que se centra en un objeto que es en sí mismo único, pero que lo hace según dos
métodos diferentes: (1) la generalización, propia de las ciencias naturales, y (2) la individualización, prerrogativa de las
ciencias culturales. Por ello, la psicología, que los historiadores reivindican, lejos de constituir un medio privilegiado de
acceso al comportamiento humano, pertenece legítimamente a las ciencias naturales en la medida en que su objetivo es
descubrir las leyes universales que rigen las funciones mentales. Entonces, ¿con qué criterios debemos identificar lo que, en
la profusión indiferenciada del mundo, puede conducir a generalizaciones y lo que, por el contrario, lleva a reducir las cosas
a sus peculiaridades? La respuesta de Rickert es que las ciencias de la cultura pretenden estudiar lo que adquiere significado
para toda la humanidad o, al menos, lo que es significativo para todos los miembros de una comunidad. En otras palabras,
desde el punto de vista de su tratamiento científico, es en su relación con los valores donde los procesos culturales se
distinguen de los naturales.
Al distinguir, por una parte, los objetos sin sentido cuya existencia está determinada por leyes generales y, por otra,
los objetos que aprehendemos en toda su individualidad en virtud del valor contingente que se l e s a t r i b u y e , Rickert
asestó un golpe a los fundamentos del dualismo ontológico. Más o menos toda la realidad puede ser aprehendida a través de
uno u otro de sus aspectos, según se la considere en su facticidad bruta y obstinada o desde el punto de vista de los deseos y
usos de que la han investido quienes deliberadamente la han producido o preservado. Pero tal clarificación se hace al precio
de una separación epistemológica implacable entre dos campos de investigación y dos modos de comprensión que ahora
son perfectamente heterogéneos. Esta separación es sin duda más impermeable que la que supone simplemente clasificar las
entidades del mundo en dos registros independientes de existencia. Entre lo humano y lo no humano ya no existe la
discontinuidad radical de la trascendencia ni las rupturas introducidas por la mecanización
del mundo. Sólo a nuestros ojos se diferencian, y se diferencian según el modo en que decidamos objetivarlas, pues "esta
antítesis entre naturaleza y cultura, en la medida en que se refiere a una diferencia entre dos grupos de objetos reales, es la
base real de la clasificación y división de las diversas ciencias."40 En resumen, la oposición no reside en las cosas mismas;
está construida por un mecanismo que hace posible discriminar entre ellas, un mecanismo que será cada vez más eficaz a
medida que las ciencias humanas abandonen la especulación sobre los orígenes en favor de las investigaciones empíricas y,
a medida que acumulen conocimientos positivos, comiencen a aportar pruebas de su legitimidad. Poco importa aquí que
Rickert, como muchos de sus contemporáneos, se inclinara por clasificar el estudio de los Naturvölker (pueblos primitivos)
entre las ciencias naturales, pues la norma general que estableció fue la de tallar el espacio en el que podría operar la
antropología del siglo XX. Sería un estudio de las realidades culturales, por oposición al estudio de las realidades naturales.

La autonomía del dualismo

La antropología iba a recoger los frutos del largo periodo de maduración que acabamos de presentar, lo que la
colocaría en una posición bastante embarazosa. Veamos qué ha hecho de la situación. Por feroces que parezcan las
controversias que alimentan esta disciplina a quienes la observan desde lejos, se apoyan sin embargo en un amplio consenso
en cuanto a su misión. Del mismo modo que cualquier altercado privado implica un fondo común que define la naturaleza y
las formas de expresión del desacuerdo, también las disputas antropológicas presuponen un fondo de hábitos de
pensamiento y referencias compartidas a partir del cual pueden surgir las oposiciones. Ese fondo común de intereses se
origina en los propios términos en que la antropología define su objeto, a saber, la Cultura, o las culturas, entendidas como
un sistema de mediación con la Naturaleza que los seres humanos han logrado inventar. Esto constituye un atributo
distintivo del Homo sapiens e implica habilidades técnicas, lenguaje, actividades simbólicas y la capacidad de organizar a
los individuos en comunidades que, en cierta medida, no están constreñidas por continuidades biológicas. Cualesquiera que
sean las divergencias teóricas que atraviesan la disciplina, existe realmente un consenso sobre el hecho de que el campo
delimitado por la antropología es un campo en el que se entremezclan y afectan mutuamente las limitaciones universales de
la vida y las normas contingentes de la organización social: la necesidad de los seres humanos de existir como organismos
en entornos que ellos mismos han modelado sólo parcialmente y su capacidad de atribuir una miríada de significados
particulares a sus interacciones con otras entidades del mundo. Todos los objetos concretos de la investigación etnológica se
encuentran en esta zona de solapamiento entre las instituciones colectivas y los factores biológicos y psicológicos que
confieren a la vida social su sustancia pero no su forma. La autonomía que reivindica la antropología dentro del mundo
erudito se basa, pues, en la creencia de que todas las sociedades constituyen compromisos entre Naturaleza y Cultura y que
su tarea consiste en examinar las múltiples expresiones singulares de este compromiso y, si es posible, tratar de descubrir
las reglas de su formación y destrucción. En resumen, la dualidad del mundo se ha convertido en el desafío original (en
ambos sentidos) al que ha intentado responder esta ciencia de la antropología, desplegando un rico fondo de ingenio para
reducir la brecha entre los dos órdenes de realidad que encontró esperándola en su cuna. Las implicaciones que conllevaba
la definición inicial del objeto estaban destinadas a influir en la forma de captarlo. Si se admite que la experiencia humana
está condicionada por la coexistencia de dos campos de fenómenos accesibles a través de dos modos de comprensión
distintos, es inevitable abordar su interfaz desde el punto de partida de uno de los aspectos y no del otro. Este punto de
partida pueden ser las determinaciones resultantes de la utilización, el control o la transformación de la naturaleza, que son
universales en sus efectos pero diferenciadas según los distintos entornos, técnicas y sistemas sociales, o se puede partir de
las particularidades de los modos simbólicos de tratar una naturaleza que es homogénea dentro de sus propios límites y
modos de funcionamiento, particularidades que son recurrentes debido a la universalidad de los mecanismos movilizados y
a la unidad del objeto al que se aplican.
Por eso el monismo naturalista y el relativismo culturalista siguen prosperando en enfrentamientos que se
legitiman mutuamente. Constituyen los dos polos de un continuo epistemológico a lo largo del cual deben situarse quienes
tratan de dar sentido a las relaciones entre las sociedades y su entorno. Por haberse endurecido en el curso de las polémicas,
las posiciones extremas revelan de forma depurada todas las contradicciones en las que se ha visto atrapada la antropología
a causa de su adhesión al postulado de que el mundo puede dividirse entre dos tipos de realidad cuya interdependencia es
preciso demostrar. Cuando se aprehende en sus formulaciones más excesivas, la elección adquiere así un valor pedagógico:
o bien la cultura es modelada por la naturaleza, ya esté ésta compuesta por genes, instintos y redes neuronales o por
condicionantes geográficos, o bien la naturaleza sólo adquiere forma y relieve como reserva potencial de signos y símbolos
de los que puede nutrirse la cultura. Formulada crudamente, tal oposición puede evocar ciertos rasgos de la vieja distinción
escolástica entre una natura naturans y una natura naturata, a la que Spinoza dio nueva vida. Para Spinoza natura naturans
es la causa absoluta, constituida por un número infinito de atributos infinitos, y se identifica con Dios, como fuente de toda
causalidad. Mientras tanto, natura naturata abarca todo el conjunto de procesos y objetos y también las formas de
aprehenderlos que se derivan de la existencia de natura naturans.41 Como pronto descubrieron los contemporáneos de
Spinoza, no hay nada cristiano en tal Dios: como sustancia causal impersonal, a la vez definición y suma de todas las
posibilidades, natura naturans es simplemente la hipóstasis de una Naturaleza lógicamente anterior expresada en la frase
"Dios o la Naturaleza" (Deus sive natura). En esto, los materialistas de los siglos posteriores iban a encontrar un sustituto
conveniente del primer motor divino. Por otra parte
Puede objetarse que la natura naturata de Spinoza tiene muy poco que ver con la idea moderna de la autonomía de la
cultura como conformación distintiva, diferente según las lenguas y los usos de los pueblos, de los organismos y de los
objetos que sólo cobran existencia en virtud de los códigos por los que se objetivan. Sin querer llevar demasiado lejos la
transposición ni caer en el anacronismo, es importante señalar que, para Spinoza, la natura naturata está constituida ante
todo por modos -modos de ser, de pensar, de actuar y de relaciones entre las cosas-, algunos de los cuales son ciertamente
universales pero inconmensurables con la causa que los produce. Por tanto, pueden estudiarse en sí mismos, dejando de
lado aquello que los determina.
Frente a la utilización analógica del par natura naturans y natura naturata, también podría objetarse que los
términos de tal distinción se excluyen mutuamente y no admiten ningún estado intermedio. Numerosos autores -
antropólogos, sociólogos, geógrafos y filósofos- han intentado encontrar una vía intermedia entre el "determinismo craso"
(le déterminisme crasse) y el "imaginario aéreo" (imaginaisme aérien), según la expresión de Augustin Berque42 ; una
salida dialéctica permitiría evitar el choque frontal entre ambos dogmatismos. Estos autores pretenden situarse a la misma
distancia de los positivistas militantes, por un lado, y de los defensores de una hermenéutica inflexible, por otro; se
esfuerzan por combinar lo ideal y lo material, lo concreto y lo abstracto, las causas físicas y la producción de sentido. Pero
tales esfuerzos de mediación están condenados al fracaso mientras se basen en las premisas de una cosmología dualista y
supongan la existencia de una naturaleza universal a la que se adaptan o que codifican múltiples culturas. A lo largo de un
eje que va de la cultura totalmente natural a la naturaleza totalmente cultural, no es posible encontrar un punto de equilibrio.
Uno se ve reducido a compromisos más cercanos a uno u otro polo. En cualquier caso, el problema es tan antiguo como la
propia antropología; como dice gráficamente Marshall Sahlins, la antropología es, por así decirlo, una prisionera obligada
desde hace más de un siglo a andar de un lado para otro en su celda, atrapada entre los muros de las limitaciones mentales y
las causas prácticas.43
Estoy dispuesto a admitir que tal prisión tiene sus ventajas. El dualismo no es un mal en sí mismo y es ingenuo
estigmatizarlo por razones puramente morales a la manera de las filosofías ecologistas del medio ambiente o culparlo de
todos los males de la era moderna, que van desde la expansión colonial a la destrucción de los recursos no renovables,
pasando por la cosificación de las identidades sexuales y las distinciones de clase. Al menos tenemos que reconocerle al
dualismo no sólo su apuesta de que la naturaleza está sujeta a leyes propias, sino también su formidable estímulo al
desarrollo de las ciencias naturales. También estamos en deuda con él no sólo por la creencia de que la humanidad se
civiliza gradualmente aumentando su control sobre la naturaleza y disciplinando sus instintos con mayor eficacia, sino
también por ciertas ventajas, en particular políticas, engendradas por la aspiración al progreso. La antropología es hija de
estas tendencias y del pensamiento científico y de la creencia en la evolución; y no tenemos por qué avergonzarnos de las
circunstancias de su nacimiento ni condenarla a desaparecer en expiación de sus errores juveniles. Sin embargo, esta
herencia obstaculiza su función, que consiste en comprender cómo pueblos que no comparten nuestra cosmología llegaron a
inventar realidades distintas de las nuestras, manifestando así una creatividad que no puede juzgarse según los criterios de
nuestros propios logros. Y esto es algo que la antropología no puede hacer mientras dé por sentada nuestra realidad como
un hecho universal de la experiencia, junto con nuestras formas de identificar discontinuidades y discernir relaciones
constantes en el mundo y nuestra manera de distribuir entidades y fenómenos, procesos y modos de acción, en categorías
que se cree que están predeterminadas por la textura y la estructura de las cosas.
Por supuesto, no percibimos otras culturas como completamente análogas a la nuestra, ya que esto sería poco
probable. Pero las vemos a través del prisma de no más que una parte limitada de nuestra propia cosmología, como otras
tantas expresiones singulares de la Cultura, que se contrapone a una Naturaleza única y universal. Así, las consideramos
como culturas muy diversas pero que encajan todas en el canon de lo que esta doble abstracción significa para nosotros. Al
estar profundamente arraigado en nuestros hábitos, este etnocentrismo es muy difícil de erradicar. Como señala
acertadamente Roy Wagner, en opinión de la mayoría de los antropólogos, las culturas de la periferia del Occidente
moderno "no contrastan con nuestra cultura ni ofrecen contraejemplos a ella, como sistema total de conceptualización, sino
que invitan a la comparación como 'otras formas' de abordar nuestra propia realidad".44 Al convertir el dualismo moderno
en la norma para todos los sistemas mundiales, nos vemos forzados a una especie de canibalismo bienintencionado, ya que
incorporamos repetidamente la objetivación que los no modernos hacen de sí mismos a nuestra propia objetivación de
nosotros mismos. Durante mucho tiempo se consideró que los pueblos primitivos eran radicalmente "otros" y, en
consecuencia, se utilizaron como enemigos de la moral cívica o como modelos de virtudes ya desaparecidas. Pero ahora se
les considera vecinos casi transparentes, ya no los "filósofos desnudos" alabados por Montaigne, sino esbozos preliminares
de ciudadanos, protonaturalistas, cuasi historiadores y economistas incipientes: en resumen, precursores que tantean una
forma de aprehender las cosas y los seres humanos que nosotros mismos creemos haber descubierto y codificado mejor que
nadie. Por supuesto, ésa es una forma de expresarles respeto, pero amalgamarlos en las categorías a las que pertenecemos es
también la forma más segura de borrar su contribución distintiva a la inteligibilidad de la condición humana.
Tal etnocentrismo no hace injustificable el estudio del parentesco o de los sistemas técnicos utilizando nuestros
propios términos, pero sí se convierte en un obstáculo formidable para una comprensión precisa de ontologías y
cosmologías cuyas premisas difieren de las nuestras. Dado su dualismo esencial, la antropología estaba obligada a tratar
este grado de objetivación de lo real que los no-modernos parecían no haber logrado alcanzar como una torpe
prefiguración o un eco más o menos convincente de la objetivación que nosotros mismos hemos perfeccionado, una
mezcla abigarrada de inferencias sin fundamento, lógica a medias y expresividad.
proyecciones que atestiguan la infancia de la razón y las fuentes contemporáneas de la superstición; en resumen, un residuo
de conocimiento positivo que, para nosotros, sólo adquiere forma y significado cuando se coloca junto a la masa sólida de
la que se ha desprendido. Desde Frazer, este residuo de conocimiento sobre la naturaleza ha sido la carne y la bebida de la
antropología religiosa; y nada es más sintomático del estatus consecuente de los fenómenos que le interesan que el epíteto
"sobrenatural", con el que se les sigue calificando. En efecto, aunque se esté atento a ello, es difícil evitar la ilusión de que,
para muchos pueblos, lo sobrenatural es la parte de la naturaleza que no han podido explicar, y que la intuición de una
causalidad sobrenatural anticipa la idea de una causalidad natural que podría corregir esa intuición. Después de todo, es una
ilusión seductora conjeturar que cuando el "pensamiento mágico" interpreta un arco iris, una inundación o una enfermedad
como el resultado de alguna fuerza invisible dotada de intencionalidad, está apostando por un determinismo universal que
puede identificar por sus efectos, pero sin discernir sus verdaderas causas. Sin embargo, como vio Durkheim, parece más
plausible todo lo contrario: "Para poder llamar sobrenaturales a ciertos fenómenos, hay que tener ya la sensación de que
existe un orden natural de las cosas, es decir, que los fenómenos del universo están conectados entre sí según ciertas
relaciones necesarias llamadas leyes. Una vez establecido este principio, todo lo que viola estas leyes parece
necesariamente estar más allá de la naturaleza y, por tanto, más allá de la razón".45 Como subraya Durkheim, estas
aclaraciones sólo son posibles en una etapa tardía de la historia de la humanidad, ya que son el resultado del desarrollo de
las ciencias positivas emprendido por los modernos. Lejos de indicar un determinismo incompleto, lo sobrenatural es una
invención del naturalismo, que lanza una mirada complaciente sobre su génesis mítica, una especie de receptáculo
imaginario en el que se pueden verter todas las significaciones excesivas producidas por mentes que se dicen atentas a las
regularidades del mundo físico pero que, sin la ayuda de las ciencias exactas, aún no son capaces de formarse una idea
precisa de ellas.
La tendencia a pasar los conocimientos legítimos y los residuos simbólicos por un tamiz naturalista queda
ilustrada por la manía taxonómica de escoger campos de investigación especializados a los que se da el nombre de una
ciencia reconocida precedida del prefijo "etno-". Los dos primeros fueron la etnobotánica y la etnozoología, pero a ellos se
han unido ahora la etnomedicina, la etnopsiquiatría, la etnoecología, la etnofarmacología, la etnoastronomía, la
etnoentomología y muchos otros. Este procedimiento permite reificar ciertos bloques de conocimientos autóctonos a fuerza
de hacerlos compatibles con la división moderna de las ciencias, pues las fronteras de cada dominio se establecen a priori
en función de las clases de entidades y fenómenos que las disciplinas correspondientes han ido seleccionando del tejido del
mundo como sus objetos particulares. Una vez que cada una de estas etnociencias ha conquistado su autonomía
institucional, con sus propias revistas, congresos, cátedras y controversias, resulta cada vez más difícil escapar a la ilusión
de que la objetivación de la realidad se organiza en todas partes siguiendo una tendencia natural similar cuyo progreso se
ve bloqueado aquí y allá por grandes bloques de pensamiento mágico, conmovedores testamentos de un reconocimiento
aún imperfecto de las regularidades del mundo físico y de una ambición por ejercer un control más firme sobre él. Llegados
a este punto, la distribución del trabajo antropológico se hace inevitable. Los especialistas en etnociencias se encargan de
revelar clasificaciones y conocimientos "populares" que constituyen variantes aproximadas de las disquisiciones eruditas de
las que son prototipos; mientras, los especialistas en "cultura" se apropian del estudio del simbolismo, las creencias y los
rituales, la preciada espuma superficial que confiere a un pueblo un estilo propio e inimitable.
Sin embargo, los múltiples y enmarañados vínculos que cada individuo teje constantemente con su entorno
difícilmente autorizan una distinción tan tajante entre conocimiento práctico y representaciones simbólicas, al menos si se
concede cierto crédito al significado que los miembros de una colectividad atribuyen a sus acciones. Cuando un cazador
achuar se encuentra a poca distancia de su presa y le canta un anent, un ruego diseñado para ganarse al animal y calmar su
desconfianza mediante promesas engañosas, ¿está pasando de repente de la racionalidad a la irracionalidad y del
conocimiento instrumentalizado a la fantasía? ¿Ha pasado a un registro muy distinto, tras el largo periodo de acecho al
animal, en el que ha movilizado toda su pericia etológica, su profundo conocimiento del entorno y todas sus dotes de
rastreador: todas las cualidades que le han permitido, casi por instinto, enlazar multitud de pistas y crear un hilo conductor
que le lleve hasta su presa? En resumen, ¿debe interpretarse la canción mágica como una representación ilusoria
introducida inútilmente en una cadena de operaciones moldeada a partir de una combinación de saber hacer, conocimientos
efectivos y reflejos automáticos confirmados? En absoluto. Porque si considero a un animal como una persona dotada de
facultades análogas a las mías, un ser intencional atento a lo que yo le diga, no es más anormal hablarle con toda la
apariencia de urbanidad que dotarme de los medios técnicos para sacrificarlo. Ambas actitudes forman parte del tejido de
relaciones que establezco con él, y cada una tiene un papel que desempeñar en la configuración de mi comportamiento
hacia él.
¿Remite esto a una idea intelectualista que podría explicar la magia de caza por una creencia particular de quienes
recurren a ella, a saber, una teoría del mundo en la que tales acciones están investidas de una eficacia operativa? En
absoluto. Ningún Achuar afirmaría que el anent, por sí solo, permite hacer salir a su presa y estar seguro de matarla. El
anent no es más que uno de los elementos que establece el estatus ontológico de un animal en particular, en combinación
con toda una colección de otros criterios igualmente relevantes relacionados con su comportamiento habitual, su hábitat, y
lo que uno sabe acerca de las circunstancias que, en un momento particular, han hecho posible que este animal se asocie
con la biografía del cazador y sus encuentros pasados con otros miembros de la misma especie. El encantamiento mágico
no es operativo porque sea performativo o porque pueda producir el resultado que sugiere o hacer que éste parezca posible
a los ojos del cantor. Es operativo porque contribuye a caracterizar y, por tanto, a hacer efectiva la relación que se establece
en un momento determinado entre un hombre y un animal concretos; recuerda los vínculos entre el
cazador y otros miembros de la especie animal, describe esos vínculos utilizando el lenguaje del parentesco, y subraya los
lazos de solidaridad entre las dos partes presentes; en definitiva, escoge de entre los atributos de cada parte aquellos que
impartirán a su enfrentamiento una mayor realidad existencial. Así pues, una cacería anent no puede aislarse como una
escoria simbólica que acompaña a un proceso técnico. Obtener un resultado útil no es su finalidad primordial; no es ni un
aditivo ni un paliativo; lo que hace es posibilitar la instauración de un sistema de relaciones ya virtualmente existente, de
tal manera que dé sentido a una interacción fortuita entre el hombre y el animal al entregar un recordatorio inequívoco de
sus respectivas posiciones. En la Amazonia, como entre nosotros, un organismo se establece como una entidad significativa
en el entorno no sólo por la fuerza de los atributos materiales y cognitivos que hacen posible identificarlo, matarlo y
comerlo, sino también teniendo en cuenta toda una colección de propiedades que se le atribuyen y que, a cambio, exigen
tipos particulares de comportamiento y mediación que son apropiados para la naturaleza que se le atribuye. ¿Son realmente
tan diferentes los vegetarianos de un cazador achuar cuando se niegan a comer ternera pero no espinacas, y las
organizaciones internacionales cuando prohíben la captura de delfines pero no la de arenques? ¿Acaso las diferencias en el
trato que damos a las distintas especies no se basan también en el tipo de relaciones que creemos haber establecido con tal
o cual segmento del mundo viviente? En lugar de considerar las primeras como supersticiones evidentes y las segundas
como supersticiones encubiertas, vinculadas de forma más o menos razonable a un sistema de conocimiento positivo, ¿no
sería preferible tratar la dimensión "simbólica" de nuestras acciones en el mundo simplemente como un medio, entre otros,
de distinguir, entre toda la red de cosas, ciertas formas de proceder que, como veremos más adelante, son menos aleatorias
de lo que puede parecer?

La autonomía de los mundos

Ahora que nos acercamos al final de este esbozo, ¿qué más queda por decir? ¿Sigue siendo plausible clasificar
como universal transcultural una oposición entre naturaleza y cultura que se introdujo hace poco más de un siglo?
¿Debemos seguir recorriendo los cuatro puntos cardinales del planeta para descubrir cómo los pueblos más diversos han
expresado esa oposición, olvidando las circunstancias excepcionales en las que nosotros mismos la forjamos tardíamente?
¿Es realmente tan chocante reconocer que los jivaros, los samoyedos y los papúes pueden no ser conscientes del hecho de
que los humanos son clasificados como diferentes de los no humanos por los sistemas de análisis que ahora se les aplican,
cuando nuestros propios bisabuelos no eran conscientes de ello? En resumen, ¿debemos aferrarnos a una forma tan
determinada históricamente de dividir el mundo para dar cuenta de cosmologías que claramente siguen muy vivas en
multitud de civilizaciones o que, ahora relegadas a los estantes de nuestras bibliotecas, sólo esperan nuestra curiosidad
para volver a cobrar vida? Como estoy seguro de que ya debe estar claro, yo mismo no lo creo.
Una objeción que puede surgir en la mente de los lectores es la siguiente: mi crítica del dualismo puede ser
ingenua o sofística; parece rozar la superficie del tejido insustancial de las palabras y confundir la ausencia de conceptos
con la inexistencia de las realidades que designan. El hecho de que la oposición entre naturaleza y cultura no haya
adquirido su forma definitiva y su eficacia operativa hasta principios del siglo XX no implica necesariamente que las
personas de antes y de otros lugares fueran incapaces en la práctica de discriminar entre los dos órdenes de realidad que
clasificamos utilizando esos términos. En resumen, no he logrado resistirme a una variante ingenua de la perversión
nominalista. Sin embargo, la ambición del presente libro es mostrar que no es así en absoluto y que el rechazo del dualismo
no conduce ni al relativismo absoluto ni al retorno a modos de pensamiento que el contexto actual ha vuelto obsoletos, y
que es posible reflexionar sobre la diversidad de costumbres del mundo sin sucumbir ni a la fascinación por lo excepcional
ni al rechazo de las ciencias positivas. Me limitaré, por el momento, a una breve declaración de fe.
Es poco probable que alguien no se haya dado cuenta de que los no humanos no suelen utilizar el lenguaje, que es
imposible mantener relaciones sexuales productivas con ellos y que muchos son incapaces de moverse por sí mismos o de
crecer y reproducirse. Quizás incluso deberíamos dar crédito a los psicólogos del desarrollo cuando nos dicen que todos los
niños, sea cual sea el entorno en el que se crían, tienden muy pronto a establecer distinciones entre entidades que perciben
como dotadas de intencionalidad y otras que no lo están.46 En resumen, con toda probabilidad un observador idealmente
alejado de cualquier influencia cultural podría acumular muchos signos que indicaran que, entre él y lo que habitualmente
llamamos objetos naturales, existe toda una serie de diferencias -diferencias en apariencia, en comportamiento y en la forma
de estar presente en el mundo. Sin embargo, los signos que indican una continuidad gradual son igualmente numerosos y no
han dejado de llamar la atención de un puñado de espíritus rebeldes que, de Montaigne a Haeckel, pasando por Condillac y
La Mettrie, no han cesado de oponerse a la doctrina dominante.47 ¿Por qué habría de trazarse la frontera en el lenguaje o la
poiesis y no en la independencia del movimiento? ¿O en la independencia del movimiento y no en la vida? ¿O en la vida y
no en la solidez material, la proximidad espacial y los efectos acústicos? Como observa Whitehead, ciertamente en un
contexto diferente, "la naturaleza tal como se percibe siempre tiene un borde irregular".48 El terreno etnográfico e histórico
que hemos cubierto hasta ahora muestra con suficiente claridad que la conciencia de ciertas discontinuidades entre humanos
y no humanos no basta por sí misma para crear una cosmología dualista. La multiplicidad de formas de existencia que
presenciamos a nuestro alrededor puede ofrecer un terreno más fértil para las discriminaciones ontológicas que el
minúsculo quantum por el que nos distinguimos de lo que Merleau-Ponty llama "cuerpos asociados" (les corps
associés).49 El mundo se nos presenta como un continuo proliferante, y uno podría
hay que adherirse a un realismo verdaderamente miope de las esencias para considerarla troceada de antemano en dominios
discontinuos que el cerebro está diseñado, siempre y en todas partes, para identificar de la misma manera.
Los lectores podrían argumentar además que la gran división es una ilusión, ya que los Modernos nunca se han
ajustado en la práctica a la distinción radical en la que se basa su representación del mundo. Esta hipótesis original,
propuesta por Latour, es la siguiente: desde la revolución mecanicista del siglo XVII, la actividad científica y técnica nunca
ha dejado de crear mezclas de naturaleza y cultura en redes de estructura cada vez más compleja en las que los objetos y los
humanos, y los efectos materiales y las convenciones sociales, coexisten en una situación de "traducción" mutua; tal
proliferación de realidades mixtas sólo fue posible a través de un esfuerzo paralelo de "purificación" crítica diseñado para
garantizar la separación de los humanos y los no humanos en dos regiones ontológicas herméticamente selladas.50 En
resumen, los Modernos ni hacen lo que dicen ni dicen lo que hacen. Lo único que los distingue de los premodernos es la
presencia de una "constitución" dualista diseñada para acelerar la producción de híbridos y hacerla más eficaz, ocultando al
mismo tiempo las condiciones en las que se lleva a cabo. En cuanto a los premodernos, se afirma que concentraron sus
esfuerzos en la conceptualización de los híbridos, impidiendo así que éstos se multiplicaran. En conjunto, el argumento es
muy convincente. El hecho de que el dualismo enmascare una práctica que lo contradice no elimina su papel directivo en la
organización de las ciencias, ni borra el hecho de que la etnología se inspire constantemente en una oposición de la que la
mayoría de los pueblos que describe e interpreta prescinden perfectamente. Lo que me interesa ante todo son los efectos
deformadores de esta perspectiva sobre la etnología, pues es aquí donde su creación de ilusiones es más perniciosa. Un
sociólogo de las ciencias bien puede incurrir en la crítica de Latour si cree que los humanos y los no humanos existen en
dominios separados, pero sin embargo permanecerá fiel a una dimensión de su objeto. En cambio, un etnólogo que piense
que los makuna y los chewong creen en esa dicotomía estaría traicionando el pensamiento de aquellos a quienes estudia.
Sé que la idea de la gran brecha tiene mala prensa desde hace algún tiempo. Desde que la etnología se liberó de los
grandes esquemas evolucionistas del siglo XIX bajo la influencia combinada del funcionalismo británico y el culturalismo
norteamericano, ha persistido en considerar la magia, los mitos y los rituales de los no modernos como prefiguraciones o
tanteos del pensamiento científico, como intentos -justificables y plausibles, dadas las circunstancias- de explicar los
fenómenos naturales y garantizar el control sobre ellos y, al mismo tiempo, como expresiones, extrañas en su forma pero
básicamente razonables, de la universalidad de las limitaciones fisiológicas y cognitivas de la humanidad. Sus intenciones
eran honorables: se trataba de disipar la niebla de prejuicios que rodeaba a los "primitivos" demostrando que el sentido
común, la capacidad de observación, la aptitud para inferir propiedades y el ingenio y la inventiva forman parte de un
patrimonio humano igualmente compartido. Como resultado, ahora es difícil referirse a cualquier diferencia entre Nosotros
y los Otros sin encontrarse a uno mismo acusado de arrogancia imperialista, racismo incipiente o nostalgia impenitente del
pasado, resurgimientos del pensamiento tanto malignos como retrógrados que deberían ser consignados prontamente al
olvido de la historia, allí para unirse a los fantasmas de Gustave Le Bon y Lucien Lévy-Bruhl. Estoy de acuerdo en que
puede haber sido útil, en un período determinado, declarar que los pueblos considerados durante mucho tiempo "salvajes"
no eran, sin embargo, esclavos de la Naturaleza, ya que, al igual que nosotros, eran capaces de conceptualizar su alteridad.
El argumento era eficaz cuando se utilizaba contra quienes dudaban de la unidad de la condición humana y de la igual
dignidad de sus diversas manifestaciones culturales. Pero ahora ganamos más intentando situar nuestro propio exotismo
como un caso particular dentro de una gramática general de cosmologías, en lugar de seguir atribuyendo a nuestra propia
visión del mundo el valor de un patrón con el que juzgar el modo en que miles de civilizaciones han logrado adquirir algún
oscuro atisbo de esa visión.

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