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COMPETENCIAS PARENTALES PARA EL
DESARROLLO POSITIVO DE LA INFANCIA
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Documento de trabajo para el Diplomado Online

Dr(c) Esteban Gómez Muzzio


Julio, 2016. Santiago de Chile.
COMPETENCIA PROTECTORA

El área de competencias parentales protectoras, se define como el conjunto de


conocimientos, actitudes y prácticas cotidianas de crianza dirigidas a cuidar y proteger
adecuadamente a los niños y niñas, resguardando sus necesidades de desarrollo humano,
garantizando sus derechos y favoreciendo su integridad física, emocional y sexual. Esta
concepción de "protección" aporta una mirada amplia, respetando la necesaria integración del
enfoque de necesidades, el enfoque de desarrollo humano y el enfoque de los derechos de la
infancia en un mismo ámbito: necesidades, derechos y desarrollo, entonces, son tres ángulos de
una misma figura.

Los procesos identificados en la literatura en esta área de competencia parental se


organizan nuevamente en cinco componentes: (a) el logro de garantías de seguridad física,
emocional y psicosexual (como opuestos a la negligencia, maltrato o abuso sexual), en los
distintos nichos ecológicos de desarrollo en que habita el niño/a (Barudy & Dantagnan, 2005;
2010; Cyr, Euser, Bakermans-Kranenburg y van IJzendoorn, 2010); (b) la construcción de
contextos bien tratantes; (c) la provisión de cuidados cotidianos que permitan la satisfacción
de las necesidades básicas de un niño/a; (d) la organización de la vida cotidiana de tal forma
que aporte con ciertos ámbitos de predictibilidad y rutina en sus vidas (ej., vivienda, pareja,
etc.) como condiciones que reducen la presencia de estrés tóxico en el desarrollo infantil
(National Scientific Council on the Developing Child [NSC], 2011); y (e) la conexión con redes y
la búsqueda de apoyo social (emocional, instrumental o económico) según resulte necesario en
los distintos momentos de la crianza (Rodrigo et al., 2007; 2010).

3. Protectoras 3.1 Garantías de seguridad (física, emocional y psicosexual)


3.2 Construcción de contextos bien-tratantes
3.3 Cuidado y satisfacción de necesidades
3.4 Organización de la vida cotidiana
3.5 Conexión con redes de apoyo

El componente de garantías de seguridad se define como la capacidad parental para


proteger el desarrollo físico, emocional y psicosexual del niño/a. Hoy sabemos con certeza
incuestionable los efectos devastadores que el abuso infantil en todas sus formas (físico,
emocional, sexual, social) puede llegar a producir en el desarrollo de un niño (Katz y
Windecker-Nelson, 2006; Cyr, Euser, Bakermans-Kranenburg y van IJzendoorn, 2010; Kim-
Spoon, Cicchetti y Rogosch, 2013), de no mediar mecanismos protectores, sanadores y
generadores de procesos de resiliencia personal y familiar (Masten y Obradovic, 2006; Rutter,
2007; Gómez y Kotliarenco, 2010).

Por ello, las competencias protectoras consisten en primer lugar en construir un espacio

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vital físicamente seguro para el cuerpo y fisiología del niño, libre de riesgos vitales evidentes,
contaminantes, productos tóxicos o agentes patógenos, peligros en la vivienda (como muros
con posible derrumbe, balcones poco firmes, escaleras empinadas sin reja de seguridad,
ventanas sin malla protectora en un edificio de mucha altura, etc.), o peligros al desplazarse por
el vecindario (como canales de riego sin barreras, vías muy transitadas por automóviles a gran
velocidad, sectores con riñas y balaceras habituales), entre otros. Pero también se trata de
ofrecer garantías de seguridad física en términos de protección frente al maltrato físico, a los
golpes de familiares o terceros, a conflictos sociales o armados, entre otras posibilidades.

El padre o madre competente en estos términos, también se asegura de garantizar la


indemnidad emocional del niño, monitoreando activamente el trato que éste recibe por parte
de familiares, amigos, vecinos, educadoras y otros agentes de contacto cotidiano o regular, sea
de forma presencial o virtual (por ejemplo, a través de chats, redes sociales, etc.). Finalmente,
las garantías de seguridad incluyen el ámbito sexual y psicosexual, cuidando el cuerpo y psique
del hijo o hija, formando activamente al niño o niña en estas temáticas, preparándolo para una
vida sexual plena y realizada, en función de su autonomía progresiva y evaluando críticamente
aspectos de género, cultura, época histórica y creencias religiosas, de tal manera de enriquecer
las posibilidades protectoras para el niño, niña o adolescente. La organización de estas
garantías de seguridad física, emocional y psicosexual se relacionan además fuertemente con la
promoción de un apego seguro, al construir un mundo seguro desde el cual el niño pueda
explorar, aprender, relacionarse y crecer sintiéndose protegido y acompañado en cada etapa.

Otro aspecto muy específico de esta competencia, tiene relación con la capacidad del
padre o la madre de otorgar al niño o niña propuestas de acciones que son acordes a su etapa
de desarrollo y de medir el riesgo en ello. En este sentido se relaciona también en términos
generales con el componente reflexivo de la parentalidad que se desarrolla más adelante, pues
implica evaluar y medir qué tan peligroso puede ser alguna acción o conducta que realice el
niño o niña por el mismo, o que el mismo adulto propone hacer, por ejemplo qué tan pertinente
resulta regalar un juguete o elemento que puede ser potencialmente peligroso, o invitar al niño
o niña a andar en bicicleta una distancia que pudiese implicar una sobreexigencia física para él
o ella, entre otros.

El componente de construcción de contextos bien-tratantes se define como la


capacidad parental para comprender la importancia de los buenos tratos en el desarrollo,
trabajar activamente por ofrecer un clima familiar positivo, y monitorear permanentemente la
calidad de los tratos que el niño, niña o adolescente recibe de su entorno. Esta capacidad se
relaciona íntimamente con la de ofrecer garantías de seguridad física, emocional y psicosexual,
pero va más allá de la lógica preventivo-remedial de dicho componente, para incluir un esfuerzo
de corte promocional, proactivo y propositivo, que instala en la familia una filosofía de respeto
y dignidad en el trato, en coherencia con un enfoque de derechos humanos (Barudy y
Dantagnan, 2005). Mientras que el componente anterior tiene por objetivo garantizar un
“mundo seguro” para el niño, este componente tiene por objetivo construir un “mundo amable”
para el niño, en que se aprende a resolver conflictos por medio del lenguaje y no de la violencia,

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en que se aprende a pedir disculpas y reparar el error, a dar las gracias y ofrecer ayuda cuando
otro integrante del sistema familiar así lo requiera.

El componente de provisión de cuidados cotidianos se define como la capacidad


parental para organizar un conjunto de acciones y prácticas de crianza que permitan satisfacer
las necesidades básicas del niño/a; corresponden a lo que Bornstein (2012; Bornstein y
Putnikc, 2012) ha denominado prácticas de crianza “nutricias”. Entre estas se incluye la higiene
y aseo personal del niño/a, su vestuario y abrigo apropiado a la estación, su alimentación
balanceada, y el cuidado de su salud física y psicológica. El cuidado es uno de los ejercicios que
más tiempo y energía consume en la crianza, en todos los países y culturas del mundo; así, el
proceso de cuidar inicia desde la gestación misma (alimentación de la embarazada, ejercicio
físico, no consumir alcohol, drogas o tabaco, evitar estrés tóxico, etc.) y continúa intensamente
en los primeros meses pos parto, demandando toda una logística cotidiana que permita
responder en forma adecuada y oportuna a las múltiples necesidades del infante.

Aunque se adscriben a las competencias parentales protectoras, los cuidados cotidianos


son también la plataforma concreta sobre la cual se despliegan las competencias vinculares; por
ejemplo, la lactancia materna exclusiva los seis primeros meses, permite suplir necesidades de
alimentación y fortalecimiento del sistema inmune del bebé, pero al mismo tiempo deviene en
una maravillosa oportunidad para la sincronía (Feldman, 2012), la sintonía afectiva, la
observación y conocimiento sensible y la calidez emocional. Sin duda alguna, el proceso
también opera de forma inversa, por cuanto una red de vínculos más fuerte y afectuosa, llevará
a un mayor involucramiento en la crianza –ya sea por parte de la madre y/o del padre- y ese
mayor involucramiento hará más fácil y probable el otorgamiento de cuidados sensibles sobre
una base regular y confiable.

El logro de un balance integral en los cuidados supone un profundo conocimiento de las


características, necesidades, ritmos y preferencias del hijo, así como formación en
conocimientos oportunos y de calidad respecto a alimentación saludable, higiene del sueño,
cuidados de salud, entre otros temas relevantes. Asimismo, la provisión de cuidados irá
variando en función de la edad y demandas y oportunidades de contexto, viéndose
particularmente afectada por las limitaciones impuestas por ambientes de pobreza
multidimensional (Evans y English, 2002; Evans, 2004), convocando a terceros en la
configuración de un sistema de cuidados bientratantes, que facilite otras funciones parentales
relevantes.

El enfoque de la parentalidad positiva hoy realiza un poderoso llamado a la conquista


de una paternidad activa, que incorpore decididamente a los padres en las tareas de cuidado
cotidiano, desde la muda de pañales, a la alimentación, el acompañamiento a un sueño regulado
y la atención en situaciones de enfermedad. En este proceso de profunda transformación social
que hoy estamos iniciando, es clave que las mujeres apoyen y faciliten la incorporación activa
de los padres en la crianza, evitando el cuestionamiento crítico de las prácticas de crianza
paternas, neutralizando las críticas del contexto interpersonal más amplio, y elaborando a nivel
personal las tensiones de identidad y rol que puedan surgir como consecuencia de un mayor
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protagonismo paterno en la crianza. Finalmente, resulta fundamental que exista una mayor
conciencia social de la importancia de los cuidados en cada etapa del ciclo vital (pero con mayor
fuerza aún en la primera infancia), diseñando e implementando políticas y campañas públicas
que faciliten y apoyen a las familias en estas tareas, mediante la disposición de centros de
cuidado diario de excelencia, programas de formación en competencias parentales, permisos
de cuidado posnatal extensos, y políticas de conciliación trabajo-familia que sean sensibles a las
necesidades de cuidado oportuno en la vida cotidiana (por ejemplo, facilitando permisos para
cuidar un hijo enfermo, etc.).

El cuarto componente de las competencias protectoras es la organización de la vida


cotidiana, definida como la capacidad parental para estructurar un entorno ecológico que
aporte elementos de predictibilidad, rutina y rituales a la vida del niño/a (Evans y English,
2002; Gershoff, Aber, Raver y Lennon, 2007). La capacidad parental de organización de la vida
cotidiana supone definir procedimientos en la vida doméstica para manejar la resolución de las
tensiones habituales de cada día: iniciar el día, desayunar, ir al jardín infantil o colegio,
almorzar, regresar a casa, cumplir con los deberes escolares, asegurar momentos para la
recreación, salir de compras o paseo, visitas a familiares o amigos, cenar, bañarse, acostarse y
dormir/descansar. Pero también supone tener la flexibilidad para responder a contingencias
que rompen estos arreglos habituales: enfermedades, exigencias laborales o escolares no
planificadas, visitas inesperadas, crisis familiares, accidentes, entre otras. El objetivo
fundamental de esta capacidad parental, ya sea frente al manejo de los desafíos cotidianos como
frente al abordaje de las crisis no esperadas, es el mismo: reducir las fuentes de estrés tóxico
para el desarrollo del niño, favorecer un curso positivo del desarrollo y proteger su bienestar
subjetivo actual.

El quinto y último componente de las competencias protectoras es la conexión con


redes y búsqueda de apoyo social, definida como la capacidad parental para identificar,
acceder y utilizar fuentes de conocimientos o de soporte emocional, instrumental o económico
según resulte necesario para el logro óptimo de los objetivos actuales de la crianza,
comprendiendo el sentido y necesidad real de hacerlo. Recuérdese que el enfoque de la
parentalidad positiva nos invita a comprender el desafío de la crianza desde una óptica
ecológica y sistémica, que va más allá de una mirada centrada en la responsabilidad del
individuo para interrogarse respecto a la distribución de recursos y oportunidades en la
comunidad (Rodrigo, Martín, Máiquez y Rodríguez, 2007; Barudy y Dantagnan, 2010). La
protección de un niño o niña resulta de la acción responsable y concertada del conjunto de
actores de una comunidad (incluyendo la Escuela, el Municipio, el Centro de Salud, la Junta de
Vecinos, entre otros), quienes asumen su rol como garantes de los derechos de la niñez, y
visualizan claramente su compromiso con apoyar a las familias en el ejercicio de su
parentalidad. La comunidad se convierte progresivamente en una “comunidad sensible”, que
complejiza la densidad de su oferta programática, la calidad de sus servicios y la madurez de
sus instituciones, articulando dichos servicios, programas e instituciones en un “sistema de
alerta temprana”. Este sistema de alerta temprana –característico de una comunidad sensible-
detecta a tiempo indicadores tempranos de riesgo y necesidad de apoyo, poniendo

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oportunamente a disposición de las familias recursos y posibilidades de crecimiento parental y
familiar, por sobre la crítica, aislamiento, prejuicios y desvalorización del rol parental.

Al evaluar competencias parentales protectoras, el profesional considera la capacidad


del/los responsable(s) parental(es) para visualizar con claridad y oportunidad el tipo de apoyo
que requiere, la forma de acceder a ese apoyo y el uso que realiza de los recursos disponibles
en su comunidad, la aceptación de ayuda cuando se le ofrece, y la apertura a generar cambios
en función de lo anterior. La conexión con redes –aún cuando no se requieran en lo inmediato-
se constituye en un factor de protección para el núcleo familiar, y el caso contrario se considera
un factor de riesgo que puede llevar fácilmente a la condición de crisis y multi-estrés
característica de las familias multiproblemáticas (Gómez, Muñoz & Haz, 2007; Rodrigo, Martín,
Máiquez y Rodríguez, 2007; Meunier, Boyle, O´Connor y Jenkins, 2013). Es importante además
que esta red de la familia esté equilibrada en sus funciones (emocional, instrumental,
económica), en su tamaño, y en su tipo (institucional o informal) (Rodrigo y Byrne, 2011).

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