Está en la página 1de 2

J.M. † J. T.

«¿DONDE ESTA EL PROBLEMA?»


Eran docena y media. Jóvenes. Decididos. Serios. Viriles. Enhiestos. Con una jocunda
madurez. In fieri, pero madurez. Sin actitudes pueriles o feminoides. Limpios. En sus frentes, el
reverbero de una pureza conservada o regenerada en el fragor de la batalla cotidiana, sin
concesiones a la autocompasión o la flojera, al capricho o la sensiblería, a la untuosidad mojigata
o la soberbia torpemente disfrazada de buenismo.
Estos eran hombres. Hombres de diecinueve, veinticinco, treinta y dos años. Hombres de
Alemania, Austria, Francia, Gran Bretaña, Portugal, España, Méjico… Estaban arrodillados ante
un Altar imponente: ese barroco germánico cuyo abigarramiento no abruma, sino que serena y
aligera el ánimo. Vestidos de lo que eran: señores. Entre ellos, incluso, algún uniforme militar.
En sus manos, vertical como ellos, una candela prendida iluminaba sus ojos, brillantes ya de por
sí… «Adsum!», pudimos oír, dieciocho veces, los muchos centenares de personas que pasamos,
como un suspiro, tres horas en la iglesia de Santa María de Lindau. «Adsum!» «¡Heme aquí!» Y
adelantándose con resuelta gallardía, el paso al frente de cada uno de ellos cruzaba miles de
leguas, dejando atrás el Rubicón, viendo a sus lados, como columnas, las olas del Mar Rojo, dando
un mentís perpetuo al Faraón.
«Adsum!» Y un Obispo, orondo y seguro de sí, solemne y paternal, hierático y sonriente,
¡como los Obispos de toda la vida!, les fue cortando a cada uno cinco mechones de cabello: con
gesto grave y dueño de sí, aquellos donceles se estaban carcajeando del mundo, poniéndolo, al
decir de la Santa, «debajo de los pies». La tonsura clerical significaba eso: «vana vanis»: lo vano
para los vanos.
Luego, los muchachos desaparecieron. Y volvieron, minutos después, a dejarse ver, ya
vestidos con la sotana. Otro signo de elegancia. No sólo humana, porque evitarán parecer
mamarrachos o, en el mejor de los casos, luteranos; sino, sobre todo elegancia espiritual e
intelectual. Porque si, etimológicamente, elegante es el que elige, estos caballeros de Cristo Rey
estaban eligiéndole a Él, con tan hidalga bizarría, que necesitan proclamarlo siempre, aun sin
palabras. «Dominus pars hereditatis meae» «¡Sólo el Señor es la parte de mi heredad!» Y sobre
la veste talar, negra, uniforme, austera, la sobrepelliz, cándida y sobria como el alma de un niño.
Y el Obispo recordándoles: «Indue me Domine, novum hominem, qui secundum Deum creatus
est in iustitia et sanctitate veritatis». Para eso estaba aquí este puñado de jóvenes: para vestirse
del hombre nuevo, creado según el sueño de la ilusión eterna de Dios: en la santidad de la Verdad.
Siguió la Misa. Sobrecogedora. Transida de ternura. Acariciando el alma con el cálido
escalofrío de una Belleza señorialmente atemporal. La Misa de nuestros abuelos. La de todos los
santos y todos los siglos. La que odió con rabia luciferina el heresiarca de la tierra en que
estábamos. La que derretía con dulzura de fuego el corazón del pobre fraile de Pietrelcina. La
Misa de siempre. La que renueva mística, sueva, dolorosamente, el sacrificio único del Único
Sacerdote. La Misa del silencio y la adoración. La del temblor y las lágrimas. La de la humildad
del Cenáculo y el Amor del Calvario. La Misa de la centralidad ineluctable de una Cruz que «stat,
dum volvitur orbis». La Misa de los misereres, por nuestros pecados, y los golpes de pecho y las
rodillas dobladas del publicano, sin prestar atención a los venablos lanzados desde la orilla
farisaica. La Misa de la paz, precisamente porque no se interrumpe para «darla» ni se vulgariza
lo sublime. La Misa del latín y el gregoriano, del órgano y la polifonía, vehículos de la beldad
terrena que elevan el ánimo y el ánima a esa «Hermosura que excedéis a todas las hermosuras».
La Misa del desdibujamiento del sacerdote para delinear nítida, intensamente, la Faz del Ungido.
La Misa en que no hay cabida para iniciativas o creatividades humanas, porque toda la acción es
de Dios. De ese Dios que bajó al Altar, en medio de un silencio atronador, pacificador,
restaurador…
Y entonces, todo fue Paz. Una ventana del cielo se había abierto sobre la tierra y por la
escala de Jacob los ángeles bajaban y subían. Y el Pan celestial se repartió, en torrenteras de
delites. Y volvimos, volvimos… del cielo a la tierra. Y hubo un estallido de abrazos, una lluvia
de sonrisas. Era cierto: se trataba de una Fraternidad. La única posible. La que hunde sus raíces
en el Corazón del Hermano Mayor, Jesucristo.
¿Quién habló de rigidez? ¿Quién de elitismo? ¿Quién dijo mentes cerradas o recovecos
impenetrables? ¿Quién, posturas de inmovilismo museístico, efluvios de naftalina trasnochada?
Hemos convivido, varios días del «terribile quotidianum», con estos dieciocho jóvenes, y con
varias docenas más, hasta casi un centenar. Eran «partos, medos y elamitas, de Mesopotamia,
Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto y la parte de Libia fronteriza con
Cirene». Y no hemos escuchado más que un idioma. No era el alemán o el francés, según cada
una de las dos secciones en que se organizan. No. Era la lengua del Espíritu Santo. La de la
caridad, que construye la única aldea global posible y hace que haya flores y frutos merced al aire
puro de una autentica ecología. Hemos visto trabajo, abnegación, compañerismo, austeridad,
desprendimiento, alegría, silencio, orden, limpieza, estudio, todo envuelto en una patente libertad,
una esponjosa naturalidad, una consoladora virilidad.
Este casi centenar de jóvenes reza. Reza mucho. ¡Y con qué unción! ¡Con qué sentido del
Sacrum! ¡Con qué tierna y recia piedad! Una piedad, rotunda, contundentemente varonil. La
piedad de un monje que canta con la voz ardorosa de un soldado.
Este casi centenar de jóvenes se forma, con adulta y convencida seriedad, en la fe de
siempre, en la moral de siempre, para predicar mañana la doctrina de siempre y administrar los
Sacramentos de siempre. Los esperan muchas familias, de siempre: matrimonios unidos, abiertos
a la vida, que crían para el cielo hijos con los que rezan a diario y de entre los cuales habrá nuevos
sacerdotes.
En fin, «lo de siempre». ¿Aburrido? ¿Obsoleto? Si no hay envidia ni prejuicios, si somos
libres de la dictadura del relativismo y de lo políticamente correcto, el corolario no es sino:
Belleza. Y con ella: Verdad, Bondad y Unidad. La de la Iglesia, Santa, Católica, Apostólica y
Romana. La de siempre.
Perdido en un rincón de la amable y serenante Baviera, Wigratzbad es un pedazo de cielo.
El paisaje es paradisiaco; la paz, honda y sabrosa. La Esperanza, dulce y risueña, llevando de sus
manecitas a sus dos hermanas mayores, la Fe y la Caridad. Y el aroma de María, Reina Inmaculada
de la Victoria, envolviéndolo todo.
Aquel paraíso de deleites, aquella juventud limpia y hermosamente enamorada tiene una
Fuente de donde brota toda la felicidad que es posible en este mundo, nunca sin la Cruz. Ese
manantial es el Altar, contacto imprescindible para para que el joven Anteo no muera nunca. El
Altar, donde los gorriones encuentran casa, y nido las golondrinas. El Altar, desde donde sólo se
puede mirar a Dios. El Altar, donde se aprende de Jesús Hostia a inmolarse por la salvación de
los hombres, cuya peor, incalculable, absoluta pobreza es el pecado.
Del Altar, de la Misa de todos los siglos y todos los Santos, la que jamás podría ser
perjudicial si fue santa y sagrada para nuestros abuelos, ¡brota todo!
Entonces, yo me pregunto: ¿dónde está el problema..?

También podría gustarte