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SEXO EN LA JAULA DE LOS GORILLAZ

Por: Susy Q

Gorilllaz hace sonar “Rock the house” mientras bailamos con los ojos
cerrados detrás de la consola de sonido. Nos besamos con las lenguas
fuera de nuestras bocas, luchando entre ellas como espadas o como dos
corrientes que se enredan a la orilla del mar.
X mete su mano bajo mis jeans y comienza a apretar mis nalgas
con un ímpetu lascivo, que por unos instantes no reconozco y me mira
con esa mirada tan semejante a la que el lobo usaba para seducir a
Caperucita, que se traduce en una especie de “Te quiero comer… ya”.
Entonces me doy la vuelta sobre su cuerpo y él se pega a mis nalgas y
me hace sentirlo como una catapulta a punto de soltarse de su cuerda en
llamas y aprieta mis pezones como si sus dedos fueran decenas de pirañas
golosas y me muerde el cuello como un primate en primavera. La voz
juguetona y sensual de Damon Albarn parece meterse entre mis piernas,
junto a esa mano salvaje que me domina sin detenerse y ese cuerpo que
me arrastra lentamente hacia el exterior del palacio. En un descuido de
los Lobos, logramos subir a la parte desocupada del lugar, mientras la
música se transforma en no sé qué monstruo nebuloso y la oscuridad se
apodera de todo.
Estamos bañados en sudor, completamente olorosos y ebrios. X
abre sus labios y se acerca a mi oído y me dice: “Bájate los calzones”.
Obedezco al instante. Minutos después, fornicamos como verdaderos
gorilas en celo, con las nalgas pelonas, como mandriles y gritando a todo
volumen, apoyados sobre las gradas, dándole la espalda al show,
despertando a la bestia del placer, que es como esos toros mecánicos y
lúbricos y poderosos.
Damon gime como un primate oculto entre las pantallas y nosotros,
como esos dos simios llamados Eva y Adán, hacemos la parte porno de la
película, ocultos también del resto de la manada, mas no de Dios, que
hace hecho de este mundo su eterno Big Brother. Por momentos no
encuentro motivos para diferenciarme de una bestia peluda, movida por
sus más básicos instintos. Al contrario, en el fondo de mí, ahora tocado
por una hermosa extremidad, descubro poderosos sentimientos, que me
liberan de la tiranía de ser una mujer humana, profesionista, histérica,
analgésica, veleidosa, simuladora y Celestina, chantajista, independiente,
triunfadora, casada, divorciada, quedada y todo el resto de posibilidades
maravillosas que tiene una mujer en este mundo para desperdiciar su
vida.
Conectados a la intemperie, en el interior de esa cúpula de cobre,
me siento iluminada no sólo por esa explosión de colores, que emana del
suelo del escenario, sino por esa sensación animal de libertad emocional,
de entrega total del placer en donde sea, como sea, justo en el instante
en el que se te hinchan los ovarios y deseas coger salvajemente, como
para parecer un día en la programación del Discovery Channel o Animal
Planet.
Un flash nos saca del limbo orgásmico. Un ruido. Un tipo que se
levanta cerca de nosotros y se aleja llevándonos semidesnudos en su
cámara. X grita “¡Hey, tú!” El tipo no se detiene, pero antes de bajar las
escaleras, voltea entre tinieblas, nos mira por última vez y se despide.
Todavía extasiada por el acto transgresor y por la súbita impresión de ver
su rostro, le grito: “¡Damon Albarn!”, pero el tipo no regresa. ¿Era él?
¿Acaso habíamos estado escuchando a su clon mientras él se divertía
fotografiando parejas excitadas por el efecto “Gorillaz”? ¿A tanto ha
llegado el cinismo en el show bussines? ¿Llegaremos algún día a ver
nuestra foto publicada en el Hustler? Y la pregunta más terrible de todas:
si el tipo que nos miraba hacer el amor como Gorillaz era Damon Albarn,
¿por qué diablos no se nos unió?
No se vale.

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