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El Cuerpo de La Nadería
El Cuerpo de La Nadería
Salió de allí a paso sosegado, pero, por mucho que el ritmo de su marcha
pudiera indicar cierto estado de relajación o incluso desasosiego, la sangre
le ardía. ‘Estaba pre-ocupado por lo que acab-aba de hacer’; así lo
describiría él mismo, no sin cierta complacencia por el lamentable juego
(que más bien era una simple errata) con el tiempo verbal y el prefijo.
Un hombre había muerto entre sus brazos. Tenía aún manchada la
gabardina. El viejo se abalanzó sobre él, y él, “el buen samaritano”, lo había
sujetado por un momento; justo antes de que el anciano le escupiera una
mezcla de sangre, alcohol y bilis en el pecho de la gabardina.
Entonces estaba abrochada. Ahora no. Llevaba la gabardina abierta aun con
un viento que la agitaba de forma violenta, pero era esa mucho mejor opción
que sentir la sangre de un muerto penetrar la gabardina y llegarle al pecho.
La camisa de lino se habría empapado, de esta manera solo se marchaba
ocasionalmente por los impredecibles arrebatos del viento.
Caminado, cada vez más acelerado, aun estando cada vez más lejos de
aquel bar de mala muerte en el que planeaba pedir algo de comer (no
tomaba bocado desde que, en un cine que ahora recordaba en ruinas, ‘no
sólo era el hecho de la falta de techo y las sillas roídas y vacías, lo más
decadente del sitio era la proyección, con medio cascote delante del
abandonado proyector y una mala película en una lengua que no entendía’).
Allí había cogido un trozo de carne abandonado, acá no le había dado
tiempo ni ha pensar en lo que comería. Ese viejo le escupió, y el buen
samaritano lo soltó de inmediato. Al anciano, con unos huesos tan
endurecidos como sorprendentemente tiernos y frágiles, le bastó un simple
golpecito contra el pico de la barra para que la parte occipital del cráneo se
le plegara hacia dentro mientras se partía en cientos de trozos.
‘Nadie más en el lugar se dio cuenta’, lo cual podría parecer difícil, pero no
había más que un camarero y otro viejo que jugaba a las cartas. Aún así los
dos miraban fijamente al viejo mientras hacía aspavientos hacia la puerta
que hacía como que se abría, y al buen samaritano cuando este entró a
través de ella y lo sujetó al moribundo. ‘Él anciano se me resbaló (lo solté), y
quedó encajado en el pico de la barra’, con una precisión matemática, como
si ese lugar hubiera estado reservado para él.
Entonces el camarero; que limpiaba unos vasos tan llenos de arañazos, cal e
incluso óxido, lo cual hacía su labor más un pasatiempo que una tarea ‘de
esas que llamaban productivas, el camarero ese’ dejó de mirar la escena en
lo que fue un (des)acierto premonitorio. Pero el samaritano creía que ‘aquel
tipo paliducho de detrás de la barra me hubiera atacado si llego a entrar en
su bar, sin viejo muerto ni nada, no le hacía falta’.
El otro viejo, el que estaba sentado y jugando con unas cartas a vete a saber
qué; ese sí que lo miraba; pero si le preguntaran el samaritano negaría haber
visto jamás a un hombre como él; y menos en ese bar y en esas
circunstancias. El viejo de las cartas lo miraba, pero no lo veía. Llevaba unos
lentes que, aun muy bien cuidados, no ayudaban en más que en imprimirle
dos marcas de presión en su arrugada nariz.
Pero ya estaba muy lejos el samaritano del bar de mala muerte, del de las
cartas y del de las jarras, aunque no de la muerte; la cual aún olía. Era una
fragancia que le entraba casi sin noticia previa en las fosas nasales, y sin
embargo conseguía quedarse impregnada en todo el paladar; de forma que
prácticamente podía saborear el aroma de la oxidada sangre del viejo,
mezclado con un tanto de la suya propia ‘que eché de puro asco’ (o quizás
por una empatía inconsciente propia de los seres finitos) y bilis. La bilis era
irreconocible. A diferencia de la sangre, la bilis ‘sabía y olía la de todos
igual’.
Sentada sobre una gran mesa, una vieja camarera que era más gorda que
una res pequeña reposaba las nalgas sin ningún tipo de pudor al lado de
unas jarras de licor que parecían cervezas, pero que de seguro no lo eran; y
alrededor de ella se posaban dos tipos y una chica un poco joven, y que al
samaritano le pareció que era ‘lo suficientemente atractiva como para
intentar hacerle lo que los eruditos hacían a los niños jóvenes’, pero
realmente era una demacrada que ni la juventud podía hacer bella. Lo que
nublaba la vista del samaritano era que no había podido observar una chica
desde las madres primerizas que amamantaban, tanto a infantes suyos
como otros que gustaban, no solo de beber leche, sino también de sentir el
tacto de firmes pezones en sus bocas. Eso se remontaba a ‘quizá años
antes de empezar mi viaje hacia el oeste, porque si aún hubiera quedado
alguna mujer que no estuviera esperando a la muerte, seguramente no me
hubiera ido de la villa’, al menos no con tanta celeridad como lo hizo.
No se fijó demasiado más en esa mesa; pues seguía al bastardo de la garra
a través de las mesas. El viejo deformado se había sentado en la más
pequeña y recóndita mesa de la amplísima (y porque no decirlo, de amplitud
innecesaria ni aunque todos los viajeros del desierto se unieran a algún tipo
de fiesta orgiástica. Uno podría quedarse a un lado sin siquiera ser
molestado, incluso en esa situación) fonda. Por pequeña que fuera la mesa,
el modesto mobiliario se veía como un enorme obstáculo delante del
cuerpecito retorcido y encogido del bastardo, que ni siquiera llegaba con los
pies al suelo.
Aun sin mirarla, de la otra mesa le llegaban voces e incluso alguna carcajada
forzada que lo distraían de alcanzar la mesa hasta la que el hombrecito de la
garra se había anclado con una agilidad que parecía ser incompatible con
esa demacrado cuerpo, por pequeño que fuera.
Fue entonces cuando entré en contacto con ellas: una decena de miles
piedras, cada una con una inscripción completamente diferente a la anterior.
El danés, que me había llevado a la buhardilla de la pequeña casita que
tenía como anticuario para intentar venderme una edición de los poemas
impares de Holderlin, y es que sin diéresis lo nombraba la portada de un
libro que solamente simulaba ser antiguo. La errata parecía fascinar al
entendido en lenguas germánicas, pero más allá de esa particularidad el
tomo no tenía ningún valor sustancial. La escasa calidad del ejemplar no me
disuadió de tratar de comprarle el montón de rocas, que estaba reposado
contra la pared de forma desordenada. Las grafías parecían jónicas, pero
habían en ellas símbolos que no sé correspondían con ningún idioma del
Peloponeso ni de los archipiélagos adyacentes. Debía haber cerca de un
centenar, que compré inmediatamente y llevé a la habitación del hostal en el
que me hospedaba en un saco. La carga era pesada, la gente no daba
crédito a mi paseo con ese pesado saco por las calles de la pequeña villa
alemana, que encontró en mis diarios paseos con cargamento una fuente de
cotilleo que rompió la rutinaria ruleta temática de la buena gente que se
paseaba sin demasiado que hacer. Y es que volví a hacer el recorrido a la
tienda del danés, que me recibía nada más abrir, siempre con otro centenar
de piedras inscritas reposadas contra la pared de la buhardilla. A la
centésima jornada de visita al establecimiento, el hombre me recibió con
una sonsirsa inusual bajo su poblado bigote: me dijo que ya no había más
piedras griegas. Me invitó con un gesto y una cifra en danés a pagar una
cifra que estimaba exacerbada, a juzgar por su falsa amabilidad, pero sin
embargo a mi me pareció razonable, incluso baja, para el descubrimiento
que había hecho en las inscripciones que él tan gratamente me había
vendido.
El hombre de Quíos debió de recórrer todas las Islas Cícladas, si es que mi
análisis de las rocas es correcto.
Entre estas dos sentencias se suceden los hechos más diversos, pero lo
increíble es que son escritos de forma cronológica y dan como resultado a
un relato coherente de más de diez mil versos por escrito. Separado, claro
está, en unas frases espacialmente inconexas; pero que en su naturaleza
misma se crea la primera historia jamás escrita. Antes del hijo de Íos, o el
que sea que fuere que escribió el libro de ida y de vuelta, ya lo hizo el
desconocido Quionida. Su naturaleza fragmentada, aunque no fragmentaria,
puede desacreditarla para algún historiador; pero no hay dudas de la
coherencia narrativa y, el único argumento que se puede esgrimir contra el
Quionida como el primer escritor, aunque sea endeble, es el no aceptar la
interpretación de la variante singular del lenguaje jónico aquí utilizado: el
qónico (pronunciado como quiónico o kiónico). El estudio sobre tan poco
conocido personaje y su obra no está acabado, pero confío en que en su
finalización, pues este debe ser un paso de gigante en la concepción de la
historia de la literatura, una vez hecha una transcripción completa.
III
El navahero solía pasearse sin demasiada preocupación por ser notado. Iba
por la plaza siguiendo a quien se le antohara, asta que uno u otro torcía la
esquina y se llevaba una puntada en el ihar. En la villa ya estaban
acostumbrados; pocos eran los que se molestaban por ese tipo que
trabahaba de sol a sol siguiendo a los forasteros y pinxándolos en el
costado, pues ya todos los del pueblo lo conocían y saludaban; no doblaban
la esquina estando él en la plaza y de ese modo no abía conflicto alguno. La
incisión nunca era demasiado profunda en los visitantes dobla esquinas,
porque éstos eran los únicos que no estaban apercibidos del ábito del
navahero, y el resto del pueblo detestaba a los forahidos que venían a esos
montes sólo a refuhiarse, y por si fuera poco pagaban poco, si es que lo
acían, y se le llevaban a uno el retrato del tatarabuelo de la mesita de noxe.
Pero ubo un día en que la suerte no estuvo del lado de Pedro Pérez, que se
enteró por un telegrama que le abía tocado un boleto de lotería alemán que
compró ya ace años cuando rondaba por Europa. No se supo nunca si tal
premio era cierto: el mensahe iba firmado por alguien que nadie de la villa
conocía, y es que nadie de esa villa conocía a más gente que los vecinos de
la cuadra de Martínez y los de la plaza. Dicen las malas lenguas que lo envió
un amigo bromista de la Europa al que El Pedrillo le abía ganado una beca
de estudio, otros mantienen que es cierto y que el boleto estaba premiado,
con la prueba coincidente de un periódico alemán que está en danés y que
ninguno de los lugareños a logrado entender nunca. Pérez, que así se acía
llamar en el pueblo El Pedrillo no se sabe muy bien por qué, fue a tomar a la
taberna de la plaza, donde los labradores no bebían más que jugo de lima
embotellado que traían cada tanto de la aldea del llano y un poco de cerveza
que destilaba el tabernero cuando había cebada sobrante de la cosexa.
Cuentan los jornaleros del cacique Martínez que El Pedrillo se lo acabó todo,
la cerveza y el jugo, y que no invitó a nadie aunque animaba a la fiesta. El
resto de campesinos dicen que toda la cerveza que había era apenas tres
botellines, que bebió reposadamente e invitó a los compadres que le
llamaban Pérez a un poco de lima. Debió irse a antes de las nueve, aunque
en esto tampoco se pongan de acuerdo, porque sino se abría evitado
cruzarse con el navahero. Este lo vio llegar a la plaza alegre, lo saludó con
una sonrisa al pasar por su lado y se metió en el callejón de entre la casa de
María Concepción y la acienda auxiliar del cacique Martínez a mear. El
navahero no daba crédito de la imprudencia de Pérez, que conocía muy bien
la aldea y se llevaba mucho con el navahero, con el que ablaba largas horas
los días que el sol era misericorde.
Muchos del pueblo dicen que lo vieron, los más estaban entonces ya en el
catre o seguían en la taberna, desde donde la tarea era imposible. Entre la
casa de María Concepción y ala auxiliar del caserón de Martínez debía aber
lo más dos zancadas, pues se sabe que el terrateniente la mandó a llamar
un par de veces para que la pasara con él donde sus criados, que abían
despehado, previsores, la estancia. Pero ella aún era una mocilla, aun más,
ella era iha de su madre: Santa Concepción. No se sabe a ciencia cierta
cuando surgió el apodo, cuando subió los cerros con una xiquilla en el
vientre parecía llevarlo consigo como la cruz. Nadie lo usaba en su
presencia, para llamarla siempre lo acían por Concepción. No era un
desprecio cuando usaban el epíteto; era más una muestra de respeto por
aquella mujer que cargaba con el mundo a sus espaldas y no decía palabra
más alta que otra. A su iha la diho como ella. Nació el día de la madre de
Dios, las lavanderas la gritaban por María y nadie nunca se opuso, ni
siquiera la madre de la criatura. La madre fue muy recelosa con las
compañías de la xiquilla, aunque ésta tenía en la falda de su madre la
centralidad de su existencia. Allí donde la Santa iba, le seguía la niñita de
ojos claros. Se metió a segar, luego a sembrar, y acabó comandando una
cuadrilla de jornaleros del Dr. Martínez; un médico que en algún momento
fue militar y había empleado toda la renta en acer de toda esa tierra invisible
des del llano una zona de cultivo. Cuando llegó a moza su iha, María se abía
conseguido una casilla que pasaba de chabola. Se la mandó construir
gracias al Doctor, que tenía así baho mando toda la cuadra frente del
consistorio, que ya de por sí se veía xica en comparación con la casa que
capitaneaba la finca del Doctor, que era la única en la villa, con toda una
plantación a las espaldas. El iho del doctor volvió de la capital, donde estaba
estudiando, coincidiendo con la quinceañera de María; estaba el luto por su
madre. El Dr. Martínez llevaba entonces enfermo, lo que justificó la llegada
del primogénito a la aldea: Don Martínez le llamaban, ya tenía edad de aber
servido. Enterró al doctor no más que un mes después. Algunos decían que
el pibe traía la parca consigo, los más fanfarrones del lugar le empezaron a
llamar el gafe. No duró mucho el intento de mote: en efecto el nuevo cacique
abía servido a la nación aun con su corta edad, y manejaba los fusiles y las
pistolas que daba miedo. Se empezó a pasear en un paso fino que sabe
Dios de donde se lo abía traído, y los murmullos de los jornaleros se
acallaron de golpe. Aún así no pudo evitar las miradas de reprobación al
empezar a cotejar a la mocilla uérfana de Concepción, a la que ahora
llamaban María Concepción.