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II

Salió de allí a paso sosegado, pero, por mucho que el ritmo de su marcha
pudiera indicar cierto estado de relajación o incluso desasosiego, la sangre
le ardía. ‘Estaba pre-ocupado por lo que acab-aba de hacer’; así lo
describiría él mismo, no sin cierta complacencia por el lamentable juego
(que más bien era una simple errata) con el tiempo verbal y el prefijo.
Un hombre había muerto entre sus brazos. Tenía aún manchada la
gabardina. El viejo se abalanzó sobre él, y él, “el buen samaritano”, lo había
sujetado por un momento; justo antes de que el anciano le escupiera una
mezcla de sangre, alcohol y bilis en el pecho de la gabardina.
Entonces estaba abrochada. Ahora no. Llevaba la gabardina abierta aun con
un viento que la agitaba de forma violenta, pero era esa mucho mejor opción
que sentir la sangre de un muerto penetrar la gabardina y llegarle al pecho.
La camisa de lino se habría empapado, de esta manera solo se marchaba
ocasionalmente por los impredecibles arrebatos del viento.
Caminado, cada vez más acelerado, aun estando cada vez más lejos de
aquel bar de mala muerte en el que planeaba pedir algo de comer (no
tomaba bocado desde que, en un cine que ahora recordaba en ruinas, ‘no
sólo era el hecho de la falta de techo y las sillas roídas y vacías, lo más
decadente del sitio era la proyección, con medio cascote delante del
abandonado proyector y una mala película en una lengua que no entendía’).
Allí había cogido un trozo de carne abandonado, acá no le había dado
tiempo ni ha pensar en lo que comería. Ese viejo le escupió, y el buen
samaritano lo soltó de inmediato. Al anciano, con unos huesos tan
endurecidos como sorprendentemente tiernos y frágiles, le bastó un simple
golpecito contra el pico de la barra para que la parte occipital del cráneo se
le plegara hacia dentro mientras se partía en cientos de trozos.
‘Nadie más en el lugar se dio cuenta’, lo cual podría parecer difícil, pero no
había más que un camarero y otro viejo que jugaba a las cartas. Aún así los
dos miraban fijamente al viejo mientras hacía aspavientos hacia la puerta
que hacía como que se abría, y al buen samaritano cuando este entró a
través de ella y lo sujetó al moribundo. ‘Él anciano se me resbaló (lo solté), y
quedó encajado en el pico de la barra’, con una precisión matemática, como
si ese lugar hubiera estado reservado para él.
Entonces el camarero; que limpiaba unos vasos tan llenos de arañazos, cal e
incluso óxido, lo cual hacía su labor más un pasatiempo que una tarea ‘de
esas que llamaban productivas, el camarero ese’ dejó de mirar la escena en
lo que fue un (des)acierto premonitorio. Pero el samaritano creía que ‘aquel
tipo paliducho de detrás de la barra me hubiera atacado si llego a entrar en
su bar, sin viejo muerto ni nada, no le hacía falta’.
El otro viejo, el que estaba sentado y jugando con unas cartas a vete a saber
qué; ese sí que lo miraba; pero si le preguntaran el samaritano negaría haber
visto jamás a un hombre como él; y menos en ese bar y en esas
circunstancias. El viejo de las cartas lo miraba, pero no lo veía. Llevaba unos
lentes que, aun muy bien cuidados, no ayudaban en más que en imprimirle
dos marcas de presión en su arrugada nariz.
Pero ya estaba muy lejos el samaritano del bar de mala muerte, del de las
cartas y del de las jarras, aunque no de la muerte; la cual aún olía. Era una
fragancia que le entraba casi sin noticia previa en las fosas nasales, y sin
embargo conseguía quedarse impregnada en todo el paladar; de forma que
prácticamente podía saborear el aroma de la oxidada sangre del viejo,
mezclado con un tanto de la suya propia ‘que eché de puro asco’ (o quizás
por una empatía inconsciente propia de los seres finitos) y bilis. La bilis era
irreconocible. A diferencia de la sangre, la bilis ‘sabía y olía la de todos
igual’.

Conforme se fue alejando, se dio cuenta. Y es que era claro ahora en su


mente: sabía que la sangre tenía el sabor de la salsa que quedaba en el
fondo de los platos que llevaban algo de tomate (y, sobretodo, carne;
aunque eso no lo sabía) tras unas semanas de “reposo”, de no tirarlos a su
debido tiempo.
Algunos aún hablaban de radicalizar las cosas, devolverlas a su estado
original, de no tirar los platos y en su lugar tratar de recuperarlos de las
tinieblas del uso y las almondigas; ‘pero eso no son más que habladurías.
Las cosas dejan mancha; lo que pasa ha pasado necesariamente. Los
hechos pasan tan innecesaria como innegablemente’. Ese sentido de la
“innecesidad” de las cosas le venía de largo.
Por mucho que intentara recordar, no lograba a acertar si él realmente había
estado alguna vez en Samaria, o si él lugar siquiera existía; pero su primer
recuerdo era ser llamado “samaritano”. Le llamó samaritano un erudito, que
así es como llamaban en la tierra de su primer recuerdo a un hombre de
barbas blancas que tenía como afición pasar el tiempo con los muchachos
que por allí pasaban, explicándoles toda clase de historias y enseñándoles
todo aquello que, según él, aprenderían a apreciar con él tiempo.
No tuvo el samaritano tiempo que gastar con el erudito, pues debía
emprender el camino hacía el oeste. Cuando topó con el inacabable agua,
que parecía no acabar, le entraron unas repentinas ganas de desandar el
camino; volver al Este. Pero este no era su destino, pues encontró a otro
erudito ‘o quizá fuera él mismo. Solo reconocí que lo era por las barbas
blancas. El tipo me dijo que fuera al norte’.
No se planteó en ese momento el samaritano otra cosa que no fuera ir hacía
donde el Sol se veía más arriba, pero aun así el erudito, que debía ser medio
ciego, le dijo que lo dejara estar; que él no se iba a ir del lado del agua por
mucho que el muchacho lo arrastrase por todas las arenas que había en la
Fenicia. El samaritano, entonces también muchacho, ni entendió porque lo
decía ni a qué se refería con “Fenicia”; pero no dudó un instante de la
decisión de seguir al Sol.
Dejó, así, al erudito del agua a que se ahogara solo con la misma arena que
lo iba cubriendo, por culpa propia; sus pataleos y movimientos
espasmódicos eran lo que mataría al erudito, y así el erudito se mató por no
querer moverse, se mató por no querer la inercia de la vida; por ser anti-vital;
o lo que es lo mismo, un intento intelectual, racional, lógico. Lo lógico era
una fuerza que movía a los eruditos y a al resto de los que no se movían;
pero el samaritano se movía siguiendo los preceptos de los inmovibles.
No sabía del todo que ruta había seguido, pero le había servido para estar
con vida; lo cual no era tan común como podría sugerir la enorme cantidad
de viejos con los que se encontró en su caminar, la cosa es ‘que los niños se
esconden. No hay muchos, y los pocos que hay se esconden de los eruditos
y demás viejos que quieren aprovecharse de sus mentes’, pero sobre todo
de sus cuerpos, jóvenes ‘y con aún alguna esperanza’.
No sabía lo que le había llevado hacía el oeste en el principio de su andada,
y lo que le había llevado hacía el norte no eran más que palabras de un
hombre que no tenía la suficiente fuerza como para mantenerse a flote en el
mar de arena que era la “Fenicia”. Ese nombre se refería, supuso, a ‘los
lugares donde todo el suelo es de arena fina, en los que no se puede sino
respirar, oler, comer, tocar y ver arena a cada rato y a cada paso’.
Cuando ya su bello facial empezó a ser tan poblado que la arena le quedaba
entre las barbas, haciéndole aún más persistente lo de respirar y comer la
interminable arena; empezó a salir de ese océano arenoso que él
denominaba “Fenicia”. Con eso ya no le era de tan extrema urgencia el
afeitarse o cortarse la barba; pero de igual manera consiguió en esos
tiempos deshacerse de las barbas, que aun tenían restos de la arena fina de
la recién abandonada “Fenicia”.
Fue cuando la arena gruesa se empezó a juntar cada vez más entre sí,
formando un suelo cada vez más sólido y donde los pies ya no se le
hundían. Por allí llegó a vislumbrar, en la lejanía, una pequeña edificación;
tan sola que parecía a sus ojos ‘una roca grande que se fue erosionando,
conforme avanzaba, para transformarse en un taberna en la que ‘hice algo
de fortuna’; aunque lo de hacer fortuna quizás sería una exageración para
las modestas hazañas que consiguió acometer en ese lugar.
Al entrar, y en gran parte gracias a sus barbas, ninguno de los beodos,
errantes y demás gente con el culo sobre cuatro patas se volvió a verlo; ni
siquiera el mismo camarero, al que allí se referían como “barman”: el hombre
del bar. No fue hasta que llegó a una pequeña barra de madera llena de
vasos, platos y algún que otro pequeño resto de comida en un estado
terrible que el hombre-bar se dio cuenta de su presencia. Pero, antes de que
el samaritano pudiera intercambiar palabra con él, se le posó en la espalda
una vieja y pequeña mano, que de arrugada parecía una garra. Se giró y vio
al deformado bastardo al que pertenecía esa mano que ya le empezaba a
hacer daño al clavársele en la carne.

Sentada sobre una gran mesa, una vieja camarera que era más gorda que
una res pequeña reposaba las nalgas sin ningún tipo de pudor al lado de
unas jarras de licor que parecían cervezas, pero que de seguro no lo eran; y
alrededor de ella se posaban dos tipos y una chica un poco joven, y que al
samaritano le pareció que era ‘lo suficientemente atractiva como para
intentar hacerle lo que los eruditos hacían a los niños jóvenes’, pero
realmente era una demacrada que ni la juventud podía hacer bella. Lo que
nublaba la vista del samaritano era que no había podido observar una chica
desde las madres primerizas que amamantaban, tanto a infantes suyos
como otros que gustaban, no solo de beber leche, sino también de sentir el
tacto de firmes pezones en sus bocas. Eso se remontaba a ‘quizá años
antes de empezar mi viaje hacia el oeste, porque si aún hubiera quedado
alguna mujer que no estuviera esperando a la muerte, seguramente no me
hubiera ido de la villa’, al menos no con tanta celeridad como lo hizo.
No se fijó demasiado más en esa mesa; pues seguía al bastardo de la garra
a través de las mesas. El viejo deformado se había sentado en la más
pequeña y recóndita mesa de la amplísima (y porque no decirlo, de amplitud
innecesaria ni aunque todos los viajeros del desierto se unieran a algún tipo
de fiesta orgiástica. Uno podría quedarse a un lado sin siquiera ser
molestado, incluso en esa situación) fonda. Por pequeña que fuera la mesa,
el modesto mobiliario se veía como un enorme obstáculo delante del
cuerpecito retorcido y encogido del bastardo, que ni siquiera llegaba con los
pies al suelo.
Aun sin mirarla, de la otra mesa le llegaban voces e incluso alguna carcajada
forzada que lo distraían de alcanzar la mesa hasta la que el hombrecito de la
garra se había anclado con una agilidad que parecía ser incompatible con
esa demacrado cuerpo, por pequeño que fuera.

— Todo lo que nazca de ti es antinatural —se pensó unos instantes como


seguir su discurso, otros tantos instantes porque lo había empezado, hasta
reprenderlo instantáneamente—. De ti no nace nada, no es el verbo
adecuado; de ti todo se desprende. Con lo cual no has de extrañarte cuando
la gente se desprende de tu compañía, creyendo que la misma es inútil o,
simplemente, no creyendo en ella; pues la compañía es un concepto y no un
hecho material, y a veces algún avispado se da cuenta de ello y no le hace
falta mucho revoloteo para alejarse hacía otros de más vigorosos pétalos. O
incluso hacia la nada. Y es que la nada es preferible a algo, sobre todo
cuando no se sabe lo que es ese algo: despierta este fenómeno algo en la
gente que podría describirse como miedo o asco. O un miedo asqueado, o
un asco miedoso. Por eso me encapullo, en la ilusión de que si no me
ofrezco no podré ser rechazado; pero eso está tan lejos de la realidad que
más que mi inteligencia pone en duda mi cordura: por supuesto que se
puede rechazar algo nunca ofrecido.
Así, él declino sus opción de conociérale. Y muchas gracias y viento fresco y
un capullo sería haciéndolo ser así.
— De nada.

Era sorpresiva la educación que demostró. El hombrecillo, el bastardo, el


demacrado le había ofrecido una silla para sentarse. Lo hizo con un gesto
que, aunque algo torpe, al samaritano le pareció un esfuerzo y muestra de
consideración admirables.
— Gracias.
El asqueroso demacrado le acercaba el cuchillo, ya olvidándose de todo tipo
de cortesía anteriormente mostrada, pues el mango lo sujetaba él y lo que al
samaritano ofrecía era la hoja cortante de una daga de dos filos. El
samaritano lo miró, algo desconcertado, sin obtener reacción ni cambio
ninguno por parte del inmundo viejo enano; pero con eso tuvo un tiempo
para fijarse en el hombre que le tendía un cuchillo con una actitud
amenazadora.
O al menos así seria si el decrépito anciano no le gotearan incesantemente
las comisuras de la boca. Su enjuta cara, no demasiado arrugada, pero
metida en sí misma como si le hubieran intentado hacerla una con la parte
trasera de su cráneo, iba en perfecta sintonía con todo su enjuto ser, que
también parecía devorarse a sí mismo con una hambre canina. Pero aun con
su poca carne, su fisionomía era terriblemente irregular: tenía una pierna
más larga que la otra (aun siendo ambas muy cortas, aun teniendo en
cuenta su estatura), lo que hacía que un hombro le sobre saliera de su
jorobada espalda en lo que parecía una aleta dorsal de algún animal marino.
Finalmente reaccionó el samaritano, después de un tiempo que a ninguno
de los dos hombres que se sentaban alrededor de la mesa se les hizo
demasiado largo. Preguntó por las intenciones del viejo, el cual respondió
que era la de siempre y calló, acercándole de seguido el cuchillo por la parte
de la hoja, y es que el enajenado seguía sin darse cuenta de lo que hacía, ‘y
es que el estúpido creyó que con eso ya se daba por concluida toda
explicación. Ni siquiera iba a preguntarle nada más, me iba a levantar sin
más, ya no por hacerle un desplante, sino porque creía que el tipo se había
olvidado por completo de mi; que ya ni sabía que tenía a alguien delante’, y
en todo caso si el viejo era consciente de que tenía alguien delante, no era
consciente de que aquel alguien era el samaritano.
Sin embargo, y sorprendiendo al samaritano y a todo que allí había, reanudó
la charla con un grito estridente:
— ¿Cómo puedes olvidar el juego, hombre? ¡No te se habré explicado
veces! Y aun así no se decuerda, ¿no es así, eso? ¡El hombre no se
decuerda! —gritó ya para todas las gentes del local, que ni con el estruendo
abandonaron por un momento sus triviales intercambios de palabras,
miradas y otras cosas más simples de entender—. Pues el juego del
cuchillo, ¡el jueguito del cuchillo! El de los dedos, en jueguecito de los dedos
y esas cosas. —Mientras decía lo del cuchillo casi llega a a tocar a la
andrajosa “camisa” del samaritano, de la violentas que eran las indicaciones
de su iluminadora explicación. Antes, ‘cuando grito por lo de los dedos dejó
caer el cuchillo-daga (que ahora le parecía más un puñal) sobre la mesa; y
justo después de soltarlo movió los dedos’ de su mano derecha, como para
ilustrarle lo de los ‘“dedos”, al menos los que le quedaban’.
Explicó el viejo el juego, entre una especie de alaridos que de nada servían,
con gestos que ya ni le sorprendieron (ya lo había aturdido el subirse en la
silla) de lo precisos que eran, ‘porqué ya había visto subirse a ese maldito a
la silla como sí nada. El enajenado tenía maña’: eso le preocupó hasta que
no acabó de explicarle exactamente de qué se trataba, el bendito jueguito:
acertarse entre los dedos con un cuchillo que maneja (o, incluso, a veces, es
manejado) la otra mano, o algo por el estilo. Esa agilidad súbita que parecía
ser un espasmo inconsciente asustó un poco al samaritano, pero lo mismo
agarró el cuchillo, para jolgorio del bastardo, que se puso a dar palmas y
hacer extraños ruidos que sólo por un instante capturaron la atención difusa
de la camarera gorda y de los dos tipos de su alrededor; la chica seguía a lo
suyo, que no era nada. Mirada al cielo, sonrisa de mongólica perdida que al
samaritano le engatusó por un instante, forzando el límite de los trapos
andrajosos que llevaba a modo de pantalones ‘¿Pourquoi il plural di los
cojones? Menuda una lengua inventada, que nada más usan algunos’,
algunos los eruditos, usaban unas lenguas que denominaban ‘carlomagnias
o algo por el estilo, a saber, entre tanto acercarse a los niños’ y el
acercándose el puñal a entre los dedos, que ahora se le hacían todo
membrana mientras seguía poniendo a prueba la resistencia de los trapos
mal urdidos y aun peor hilvanados que le cubrían de la cintura a los pies, en
una pensamiento que se le mezclaba un tanto con lo vivido y otro tanto con
lo estaba por no venir: hubiera querido entrar en esa chica, desgarrarla cual
cuchillo al dedo de un despistado juguetón o un erudito juguetón a un
despistado jovencillo como el había sido en aquello que recordaba por
Samaria. Se sentía desgarrado, su primer recuerdo era el desgarro; la sangre
saliendo de él a borbotones, la daga bajando, un dolor indecible, el cuchillo
rozándole el dedo, la sangre bailando con el semen en un rítmico vals de
colores tristes, entrando por la minúscula obertura del dedo un oleaje de
recuerdos, dolor, sangre (que no sabía si entrar o salir, había llegado la última
a la fiesta) y líquido casi incoloro y viscoso que en el sólo había entrado y
ahora sólo quería sacar. Lo demás todo bien, lo demás olas de costa
arenosa, ir y volver, ejercicio realizado con una fluidez envidiable. El viejo no
se dio cuenta del tajito inicial, y al haber completado el buen samaritano
varias rondas a una velocidad razonable, se consideró adecuado que fuera
el turno del viejo. Eso parecía querer el samaritano y la camarera más gorda
que una res pequeña y el hombre-bar y los dos tipos ‘con caras
indistinguibles. Quizá no se parecieran, pero eran intercambiables’; la chica
no. Ella a lo suyo, a la nada. Lleno de entusiasmo, agarró el cuchillo el viejo,
que cada vez se crecía más, aunque seguía siendo enano, que aun ni
levantándose sobre la silla hubiera llegado su chepa más que a la altura del
samaritano de pie. Aprovechó el momento el samaritano para asegurarse de
que le faltaban dedos, ‘le faltaban dedos, sí. Le faltaban dedos: parte de uno
y de otro de la mano, de la que se jugaba’; carecía de un par de falanges del
corazón y otra del meñique, sumado esto a una desagradable membrana
entre pulgar e índice que lucía una vieja cicatriz aún palpitante. La tensión no
se presentó a la cita: el bastardo se atizó en la mano con una caída clavada
del cuchillo y al instante se sorprendió, gritó de dolor, cuchillo en mano, que
no mano en cuchillo como antes; puro matiz sintáctico. Sin tacto, el
samaritano le desgarró la mano por completo al apoderarse de la daga, y
guardándosela ocultándola como si el escándalo no fuera tal entró a una
estancia que acababa de intuir en el tugurio. Puerta cerrada, la luz lo cegó
por un momento y en el siguiente casi se saca un ojo al ir a frotarse ambos.

La gracia de este relato no se le escapa a nadie, es una suerte de


cuentecito, con un inicio renquean y un final del todo eludible, sobre la
violencia, o lo que es lo mismo para su autor, el estado natural del hombre.
Sin embargo, el texto parece no tener en cuenta que aquello que es natural y
lo que es mutación o accidente no son, oxímoron; si acaso la misma cosa.
Ya no de sorprende que se recurra tan poco al diálogo, acaso las más de las
novelas han pasado a ser una descripción, inconcebible la velocidad que
pensamos los hombres, que rellena el espacio entre los supuestos brotes de
genio que el escritor ya se ha esforzado en remarcar. Es casi normal que
todas las críticas hablen de los mismos dos o tres aspectos de la narración,
porque no se lee el resto; en estos fragmentos intermedios (cuando no
ocupan el espacio central de la obra) los ojos interpretan las palabras como
signos individuales y no como una sucesión que forma un signo con sentido,
pues a todas luces estas palabras vacuas carecen de él más que en su
concepción más superficial. Esto está escrito como una novela, no sé si ha
sido encontrado como fragmento o realmente es un cuento como me decís,
pero tanto como cuento o novela es impublicable. Vos tenés en las manos
soltarlo a la impresión masiva, sólo a vos os corresponde esa
responsabilidad. Pero como cuento muestra una terrible propensión a las
peores técnicas novelescas, y siendo un fragmento (mi sospecha es cada
vez más grande en lo que a esta hipótesis se refiere) no podés esperar a que
el pibe te la acabe, y quizás ni un con eso tendría demasiado interés. Pero
ya sé que lo imprimirá, sin ni siquiera editarlo porque a vos nunca se le dio
bien esa mediación tan redundante ahora que la gente lee con los ojos y no
con la cabeza. Le sobra papel, siempre le sobra papel, y tratás de metérselo
por la boca a presión a cualquiera, porque es un libro más y que mal va a
hacer leer y la gente inteligente lee y yo soy inteligente no-lo-vaya-a-ser-
usted. Se lo leerán seguro, encantados incluso; sobre todo por ese halo de
misticismo que envuelve hasta el escritor más mediocre una vez muerto, y
mucho más si joven.
Es un ardua tarea, pero es estéril. Es un trabajo, supongo que lo acabaré
haciendo: la gente tiene que comer y yo no escapo del aforismo que debe
remontarse a antes de la antigüedad y ser fruto de todos los hombres para
justificar todo aquello que hacemos mal. O quizá sea cierto y punto, lo que
es seguro es que es cierto. Los capítulos son flojos, pero tienen los
suficientes elementos como para que una palabra lleve a la otra en un fluir
constante hacia ningún lugar; lo que los benevolentes llaman lugar común
sin tener en cuenta que, de ser cierto, ese debería ser el más grande de los
elogios y no un empuje amigable en dirección a la mediocridad. Tener que
rellenar los huecos entre un hecho y otro, debe ser acaso un procedimiento
que empleaban los dioses para gobernar de la vida a la muerte o los
hombres que ya cantaban antes que los aedos. Y es que incluso entre ellos,
y hablo antes de que escribiera el hijo de Quíos, alguien ya dejó algo escrito,
aunque no guste a los más porque no parece narrar nada. Yo no hubiera
podido saber esto si no fuera por mi compadre El Rubio, que hace ya que
anda muerto. Fue él quien me introdujo a unas marcas en ciertas piedras
ciudades latinas, que todos los historiadores de los Egeos habían
identificado como monumentos rudimentarios a hazañas particulares,
seguramente anacrónicos a su fecha, hasta él: veía en unas frases sueltas
sobre los más conocidos hechos de la historia de la Cícladas la primera
muestra de narrativa escrita. El Rubio defendía que las misma frases, sólo
que alteradas por anacronismos propios de la adaptación, podían
encontrarse en las referencias de los rapsodas el archipiélago. Como él
sabía de todo, identificó una forma muy particular en la escritura de Sigma
en medio de palabras, una forma que se distinguía, si bien en poco, de la
usada al inicio de las mismas. Esta letra, que no tiene nombre, debía de
empezar a pronunciarse ya como taf, adelantándose en ya a los áticos. Esto
hace suponer o bien la posibilidad de una tribu oculta en la historia que
habría tenido contacto con algunos comerciantes del cabo de Sunión, lo que
parece improbable por la falta de muestras de plata de Laurion en ninguna
de la Cíclicas, o bien que son obra todos de una misma persona. Éste
hombre, que debemos de figurarnos como un aedo errante, dejaba en las
rocas de las aldeas donde cantaba una inscripción, lo cual ya es de por si
destacable, pero no sólo eso. El “poeta violeta”, que de tan mala gana
bautizó este supuesto hijo de Íos El Rubio después de lustros hinque nadie
hiciera caso a su teoría, escribió cerca de unos diez mil versos, cada uno en
una piedra distinta y cada uno siguiendo la historia del anterior. Mi amigo El
Rubio estaba convencido de que dejaba tales inscripciones con el afán de
encontrar un discípulo digno entre aquél que descifrara sus intenciones,
cosa que no hay forma de comprobar. Yo debo decir que, ya tres años
desde que dejé la tierra y al compadre allí enterrado, estoy en desacuerdo.
Más probable me parece que se tratara de un aedo proscrito, de esos que
no tienen permitido ya el canto, que en su vejez escribió la más larga de las
epopeyas que recordaba en aquello que iba encontrando, y que más tarde
fue saqueado por multitud de aedos que tomaban sus versos como
referencia para empezar su canto y luego tiraban la piedra allí donde con
éste habían triunfado a modo de ofrendas. Pero con esto hay millares de
posibilidades, alargándolo al infinito podríamos llegar a la fatal conclusión
que todos los hechos realmente importantes de nuestras narraciones vienen
de la cueva de un viejo de Íos, y que llevamos más tiempo ya del
recomendable bifurcando los caminos de uno a otro sin llegar jamás a
conectarlos. Menos El Rubio, pero ése ya se le ha comido los ojos la tierra.
El resto estamos escribiendo relleno para una historia que no sabemos,
nada más si me acordara del nombre del museo de vasijas indígenas que
dijo El Rubio que acabaron con las piedras por error, se podría empezar una
nueva historia, o al menos acabar ésta. Pero parece que estamos
condenados a la amnesia y a los relatos-cinta-adhesiva-de-doble-cara, que
unen un fragmento y otro sin más intención que eso. ¿Cómo llega el
condenado a su propia ejecución huyendo precisamente de sus carceleros?
No lo sé, pero algo me van a dar si lo escribo y el hambre manda. El autor,
quien quiera que sea, se ve que ha arrancado de cuajo del manuscrito el
penúltimo capítulo. La cosa está en el porque: si no lo sé, todo lo que
escriba caerá en el mismo error aun sin conocerlo.
VII
En su momento se entendió que eran piezas insustanciales: la descubierta
desesperada de una relíquia que justificara los gastos de la expedición del
señor Birdwhistle. Se creía que eran unas baratijas, unas rocas inscritas por
artesanos a prisas para no volver de las islas con las manos vacías: fue
calificado de monumental intento de estafa. El exánime esfuerzo del señor
Birdwhistle por poner en valor su descubierta se apagó en cuanto el
presidente de la Geographical Society, Sir Roderick Murchison, impelido
ante la posibilidad de recibir el apoyo de la corona, desvinculó a la sociedad
de la empresa emprendida por el señor Birdwhistle, si bien la habían
financiado. En cuanto lo publicó The Times, no hubo nada que hacer.
Birdwhistle quedó en el ostracismo y mal vendió sus hayazgos a un museo
etnológico de poca inversión. En quebrar éste, y aún se desconoce como,
las numerosas piedras que en Birdwhistle trajo de las Islas Cícladas
acabaron en manos de un anticuario danés.

Fue entonces cuando entré en contacto con ellas: una decena de miles
piedras, cada una con una inscripción completamente diferente a la anterior.
El danés, que me había llevado a la buhardilla de la pequeña casita que
tenía como anticuario para intentar venderme una edición de los poemas
impares de Holderlin, y es que sin diéresis lo nombraba la portada de un
libro que solamente simulaba ser antiguo. La errata parecía fascinar al
entendido en lenguas germánicas, pero más allá de esa particularidad el
tomo no tenía ningún valor sustancial. La escasa calidad del ejemplar no me
disuadió de tratar de comprarle el montón de rocas, que estaba reposado
contra la pared de forma desordenada. Las grafías parecían jónicas, pero
habían en ellas símbolos que no sé correspondían con ningún idioma del
Peloponeso ni de los archipiélagos adyacentes. Debía haber cerca de un
centenar, que compré inmediatamente y llevé a la habitación del hostal en el
que me hospedaba en un saco. La carga era pesada, la gente no daba
crédito a mi paseo con ese pesado saco por las calles de la pequeña villa
alemana, que encontró en mis diarios paseos con cargamento una fuente de
cotilleo que rompió la rutinaria ruleta temática de la buena gente que se
paseaba sin demasiado que hacer. Y es que volví a hacer el recorrido a la
tienda del danés, que me recibía nada más abrir, siempre con otro centenar
de piedras inscritas reposadas contra la pared de la buhardilla. A la
centésima jornada de visita al establecimiento, el hombre me recibió con
una sonsirsa inusual bajo su poblado bigote: me dijo que ya no había más
piedras griegas. Me invitó con un gesto y una cifra en danés a pagar una
cifra que estimaba exacerbada, a juzgar por su falsa amabilidad, pero sin
embargo a mi me pareció razonable, incluso baja, para el descubrimiento
que había hecho en las inscripciones que él tan gratamente me había
vendido.
El hombre de Quíos debió de recórrer todas las Islas Cícladas, si es que mi
análisis de las rocas es correcto.

El Quionida fue un aedo, o es ésta la categoría que seguramente le


atribuyeron sus contemporáneos. En el ágora debían de verlo como otro
cantor cualquiera, un autor que seguía los cánones de la historia oral,
siempre referida a unos hechos pretéritos y maquillados por la intervención
de las deidades olímpicas. Pero lo cierto es que, a diferencia de sus
camaradas, este aedo no recordaba simplemente los pasajes más
importantes y los hilaba mediante el noble arte de la improvisación oral; en
cambio resumía los hechos más importantes en un aforismo gravado en una
piedra. Hasta allí, la anécdota sería interesante; hay aun más que
diferenciaba al Quionida de sus coetáneos. El aedo cíclada no sólo escribió
unos versos a modo de sentencia en varias piedras que en el ejercicio de su
profesión encontraba, sino que lo hizo haciendo un uso del lenguaje greigo
arcaico en el que las palabras intercanviaban su sentido mediante
parónimos, que dan como resultado unas frases incoherentes que sólo él
podía entender en su sentido verdadero, ocultando así sus axiomas al resto
de aedos que al ágora iban a recitar epopeyas. El Quionida empezó por un
axioma que reza así, traducida y interpretada a en sus substituciones
paronímicas: "Euritión esgrimió la broncínea pica contra el de largos
colmillos, pero Artemisa no quiso que así fuera". El final está así escrito,
siguiendo el mismo proceso de interpretación textual: "Y así el gerenio Peleo
dió en su aliento último, como el Cronida había dictado, sus fértiles tierras a
Héleno".

Entre estas dos sentencias se suceden los hechos más diversos, pero lo
increíble es que son escritos de forma cronológica y dan como resultado a
un relato coherente de más de diez mil versos por escrito. Separado, claro
está, en unas frases espacialmente inconexas; pero que en su naturaleza
misma se crea la primera historia jamás escrita. Antes del hijo de Íos, o el
que sea que fuere que escribió el libro de ida y de vuelta, ya lo hizo el
desconocido Quionida. Su naturaleza fragmentada, aunque no fragmentaria,
puede desacreditarla para algún historiador; pero no hay dudas de la
coherencia narrativa y, el único argumento que se puede esgrimir contra el
Quionida como el primer escritor, aunque sea endeble, es el no aceptar la
interpretación de la variante singular del lenguaje jónico aquí utilizado: el
qónico (pronunciado como quiónico o kiónico). El estudio sobre tan poco
conocido personaje y su obra no está acabado, pero confío en que en su
finalización, pues este debe ser un paso de gigante en la concepción de la
historia de la literatura, una vez hecha una transcripción completa.
III
El navahero solía pasearse sin demasiada preocupación por ser notado. Iba
por la plaza siguiendo a quien se le antohara, asta que uno u otro torcía la
esquina y se llevaba una puntada en el ihar. En la villa ya estaban
acostumbrados; pocos eran los que se molestaban por ese tipo que
trabahaba de sol a sol siguiendo a los forasteros y pinxándolos en el
costado, pues ya todos los del pueblo lo conocían y saludaban; no doblaban
la esquina estando él en la plaza y de ese modo no abía conflicto alguno. La
incisión nunca era demasiado profunda en los visitantes dobla esquinas,
porque éstos eran los únicos que no estaban apercibidos del ábito del
navahero, y el resto del pueblo detestaba a los forahidos que venían a esos
montes sólo a refuhiarse, y por si fuera poco pagaban poco, si es que lo
acían, y se le llevaban a uno el retrato del tatarabuelo de la mesita de noxe.
Pero ubo un día en que la suerte no estuvo del lado de Pedro Pérez, que se
enteró por un telegrama que le abía tocado un boleto de lotería alemán que
compró ya ace años cuando rondaba por Europa. No se supo nunca si tal
premio era cierto: el mensahe iba firmado por alguien que nadie de la villa
conocía, y es que nadie de esa villa conocía a más gente que los vecinos de
la cuadra de Martínez y los de la plaza. Dicen las malas lenguas que lo envió
un amigo bromista de la Europa al que El Pedrillo le abía ganado una beca
de estudio, otros mantienen que es cierto y que el boleto estaba premiado,
con la prueba coincidente de un periódico alemán que está en danés y que
ninguno de los lugareños a logrado entender nunca. Pérez, que así se acía
llamar en el pueblo El Pedrillo no se sabe muy bien por qué, fue a tomar a la
taberna de la plaza, donde los labradores no bebían más que jugo de lima
embotellado que traían cada tanto de la aldea del llano y un poco de cerveza
que destilaba el tabernero cuando había cebada sobrante de la cosexa.
Cuentan los jornaleros del cacique Martínez que El Pedrillo se lo acabó todo,
la cerveza y el jugo, y que no invitó a nadie aunque animaba a la fiesta. El
resto de campesinos dicen que toda la cerveza que había era apenas tres
botellines, que bebió reposadamente e invitó a los compadres que le
llamaban Pérez a un poco de lima. Debió irse a antes de las nueve, aunque
en esto tampoco se pongan de acuerdo, porque sino se abría evitado
cruzarse con el navahero. Este lo vio llegar a la plaza alegre, lo saludó con
una sonrisa al pasar por su lado y se metió en el callejón de entre la casa de
María Concepción y la acienda auxiliar del cacique Martínez a mear. El
navahero no daba crédito de la imprudencia de Pérez, que conocía muy bien
la aldea y se llevaba mucho con el navahero, con el que ablaba largas horas
los días que el sol era misericorde.

Muchos del pueblo dicen que lo vieron, los más estaban entonces ya en el
catre o seguían en la taberna, desde donde la tarea era imposible. Entre la
casa de María Concepción y ala auxiliar del caserón de Martínez debía aber
lo más dos zancadas, pues se sabe que el terrateniente la mandó a llamar
un par de veces para que la pasara con él donde sus criados, que abían
despehado, previsores, la estancia. Pero ella aún era una mocilla, aun más,
ella era iha de su madre: Santa Concepción. No se sabe a ciencia cierta
cuando surgió el apodo, cuando subió los cerros con una xiquilla en el
vientre parecía llevarlo consigo como la cruz. Nadie lo usaba en su
presencia, para llamarla siempre lo acían por Concepción. No era un
desprecio cuando usaban el epíteto; era más una muestra de respeto por
aquella mujer que cargaba con el mundo a sus espaldas y no decía palabra
más alta que otra. A su iha la diho como ella. Nació el día de la madre de
Dios, las lavanderas la gritaban por María y nadie nunca se opuso, ni
siquiera la madre de la criatura. La madre fue muy recelosa con las
compañías de la xiquilla, aunque ésta tenía en la falda de su madre la
centralidad de su existencia. Allí donde la Santa iba, le seguía la niñita de
ojos claros. Se metió a segar, luego a sembrar, y acabó comandando una
cuadrilla de jornaleros del Dr. Martínez; un médico que en algún momento
fue militar y había empleado toda la renta en acer de toda esa tierra invisible
des del llano una zona de cultivo. Cuando llegó a moza su iha, María se abía
conseguido una casilla que pasaba de chabola. Se la mandó construir
gracias al Doctor, que tenía así baho mando toda la cuadra frente del
consistorio, que ya de por sí se veía xica en comparación con la casa que
capitaneaba la finca del Doctor, que era la única en la villa, con toda una
plantación a las espaldas. El iho del doctor volvió de la capital, donde estaba
estudiando, coincidiendo con la quinceañera de María; estaba el luto por su
madre. El Dr. Martínez llevaba entonces enfermo, lo que justificó la llegada
del primogénito a la aldea: Don Martínez le llamaban, ya tenía edad de aber
servido. Enterró al doctor no más que un mes después. Algunos decían que
el pibe traía la parca consigo, los más fanfarrones del lugar le empezaron a
llamar el gafe. No duró mucho el intento de mote: en efecto el nuevo cacique
abía servido a la nación aun con su corta edad, y manejaba los fusiles y las
pistolas que daba miedo. Se empezó a pasear en un paso fino que sabe
Dios de donde se lo abía traído, y los murmullos de los jornaleros se
acallaron de golpe. Aún así no pudo evitar las miradas de reprobación al
empezar a cotejar a la mocilla uérfana de Concepción, a la que ahora
llamaban María Concepción.

Ya no estaba estudiando para entonces, pero seguía estando en París


intentando buscarme la vida. Frecuenté durante un tiempo los círculos de
emigrados, que por mi fluido castellano me aceptaban con los brazos
abiertos y me invitaban a café con pastas. Entré, aunque no de forma oficial,
en un círculo de recuperación de los autores latinoamericanos. Nunca llegué
a decirle a nadie de qué pueblo era, y parecía no interesarles demasiado: su
patria era la literatura en español, o eso decían, pero la sensación de no ser
un extraño en una tierra extranjera era lo que más los reconfortaba. La última
vez que me reuní con ellos estaban cargando un colectivo de la empresa del
primo segundo de un aspirante a poeta que se había pasado del francés al
castellano, cuya lengua natal debía ser una tercera, germánica seguramente.
Me invitaron a ir con ellos: el viaje se alargó mucho más de lo que era de
esperar. Llegamos a la Bretaña ya entrada la noche, la pasamos en un
hostal. Al día siguiente fuimos a la finca de un poeta emigrado que se había
ganado cierta fama años atrás con unos sonetos sobre el amor y la pérdida
mediante el paisaje. Sus transmutaciones fascinaban al poeta germano, que
en toda la conferencia que nos dio en su casa no dejó de apuntar cada
palabra que salía de la boca del literato emigrado. Yo, que iba de improviso,
no llevaba ni papel. La pluma la llevaba en el bolsillo de la camisa, como
siempre, pero hacía tanto que no la usaba que debía de tener la tinta seca.
Indalecio, que así se llamaba el poeta que nos recibió para la charla, ofreció
su propia casa como lugar de encuentro. Nos sacó unas sillas más bien
modestas, que contrataban con de la construcción de dos pisos que
presidía la villa. Discurrimos en el amplio jardín. No presté demasiada
atención: un hombre que parecía ser el mayordomo sirvió trajo al jardín unos
entremeses, de los cual me ocupé sin demasiado reparo. Después de la
cháchara, cuando ya salían de la villa los más de los afiliados al círculo, pero
el poeta germano seguía insistiendo a Indalecio, que debía llegar a la
cincuentena. El literato le pidió que le llamara por Martínez, o Sr. Martínez, o
Don Martínez; tratamiento erróneo que me recordó a una historia que me
contó el compadre Torres de su tierra. En ella a un pibe se lo ventilaban en
una esquina de la casa de un terrateniente altivo al que los villanos del lugar
llamaban de forma homónima al literato que tenía allí delante. Le empecé a
preguntar a Indalecio Martínez, que pareció encantado de recibirme en su
estudio con tal de deshacerse del germano, aduciendo unas raíces comunes
que no eran ciertas.

“Discúlpeme el habérmelo llevado así, es que el pibe se estaba poniendo


pesado y ya se sabe.” “Si, mi padre era de ese pueblo, al menos tenía allí
una plantación, no recuerdo haber pasado demasiado tiempo en el lugar.”
“Claro, fue un incidente muy desafortunado.” Se quedó callado después de
eso. Se había levantado a servirse una copa de bourbon y, tras haberme
ofrecido, se había sentado a jugar con el líquido como un chiquillo
chapoteando donde el mar no cubre. Me miraba directo a los ojos con los
ojos casi cerrados, no tenía casi pupila entre esos párpados en tensión que
no dejaban ver nada. Contrastaba con su palabra, ligera, si bien precisa
como un tez, que parecía tener cada pliego prefigurado. “De eso ya hace
mucho”. “Son cosas que suelen pasar en esos pueblos”. “Por entonces yo
aún era jóven”. Venga, viejo, que podéis inventarte una excusa mejor, no
jodás más con la dialéctica de inspiración estoica, que ambos sabemos que
estás a un vuelco de que se te inunden las cuencas. No parecés ni escritor
de publicitarios con esas respuestas refritas a mala baba para que se los
coma uno cualquiera, yo te pregunto porque no sé, che, pero eso tú no lo
sabés. Una pregunta más y te tiemblan las pantorrillas. ¿Acaso querés que
me apiade de ti? Ni siquiera estás tan viejo, de seguro me echarías a
patadas si tuvieras la conciencia limpia o una excusa chabacana, pero ni eso
se te viene. ¿Qué ha de escribir alguien como tú? Incapaz de decir la
verdad, incompetente en la mentira, tus poemas deben ser una
concatenación de palabras que no llega a lugar alguno. “Mi padre era un
hombre un tanto excéntrico, sobretodo para un nuevo rico. Hizo fortuna
haciendo la vista gorda con los contactos adecuados en las fronteras; total,
en ese entonces a nadie le parecía que eso fuera a hacer daño si eran
compadres. Cuando salió del ejército lo intentaron reclutar para un pequeño
grupo paramilitar que luego se tornaría una verdadera milicia, pero eso no
tiene gran importancia. Había dejado su puesto de sargento cuando ya
estaba enterado de todas las partes del proceso: era por su habilidad para
los cortes que le llamaban el doctor. Él era extranjero, cruzó la frontera que
antaño tan mal había salvaguardado para ir a una nación con mucha
demanda y poca producción. Allí se casó con mi madre, me tuvieron en la
capital, pero allí los mismos que había dejado pasar años atrás tenían tal
control que no le permitieron hacer la competencia. Se desplazó a los cerros
donde se encuentra la ya infame aldea a la que te refieres. La plantación era
fructífera y los del llano se engancharon rápido, los villanos de allí arriba
apenas sabían lo que cultivaban. Era un sitio muy tranquilo, allí vivía a
cuerpo de rey, pero fingía. Supo, antes que muchos otros, que la
ostentación desmesurada sólo le traería problemas: no se salía de su
territorio, cooperaba con aquel que le ofrecía tratos y no debía usar a los
jornaleros, de los cuales comenzó a entrenar a un pequeño grupo, como
fuerza disuasoria. Creo que lo pasó realmente bien. Unos años que debieron
parecerle dorados. Se comportaba como un cacique cualquiera, no más ni
menos altanero que cualquier otro terrateniente.” Por fin bebió. “Eso fue así
hasta que forzó a una del llano, debía ir borracho; fue un descuido, de allí
fue para abajo. La del llano subió embarazada, empezó a trabajar en cuanto
tuvo la niña: era eficaz con los labradores y no abrió la boca ni siquiera en
privado, por lo que me dijo el viejo. Él quiso compensarla, le dio una
casucha, mucho más que los aldeanos, en su cuadra; pero su indiferencia,
su estoicidad que le valía el apodo de Santa aumentaba la angustia de mi
padre. Una vez muerta, se culpaba de los esfuerzos de que habían llevado a
la Santa al sepulcro, según me dijo en una misiva en la que me pedía que
fuera para allá: en la plantación hacía las veces de cacique, las otras de jefa
de operaciones del grupo de jornaleros entrenados conocidos en adelante
como la Inquisición (Oo la Santa Inquisición, si se quería hacer referencia la
grupo y a su comandante), que se establecieron como grupo represivo de
los cada vez más clérigos que se quejaban de la malicia del producto,
aunque lo que realmente demandaban era tajada. La Santa impuso su mano
de hierro sobre la Iglesia, contra sus convicciones, si es que tenía alguna.
Trabajó hasta el agotamiento, mi padre se murió de nadería. Yo tuve que
imponerme, no podía dejar que la Inquisición se escindieran en su propio
grupo en el llano. No, me impuse. No quise camelarme a la muchacha de la
Santa, aunque algunos lo creyeron y ya me estaba bien. La convencí: se
quedó la plantación, a la Inquisición y todo ese quilombo, yo me fui de allí.”
El pobre Pedro Pérez no había salido aún en la xarla, el viejo mantenía la
compostura. El viahante le preguntó por el tipo del boleto que se dejó la vida
en la esquina de su acienda. Martínez, Don Martínez, entonces sí se le
quebró la cara. Sus arrugas se agruparon y se multiplicaron como los surcos
de la tierra. “El muxaxo era maho, se llevaba bien con el nuestro en la plaza.
Nadie sabía muy bien porque les navahero estaba allí y cortaba a los
forasteros; era parte de lo que se tenía que acer si no quería que los del
llano se icieran con los Jornaleros o que por su influencia éstos se
escindieran. Medida disuasoria, un ombre de mano rápidas; la sesera floja.
No me lo avisa nadie, es un puesto secundario, pero el pibe sigue las
consignas tan a rajatabla que sucede lo que no debía. El que se ponga en un
sitio apartado, le pinxas, le diho el encargado de plaza. No debía saber
problema: los vecinos estaban apercibidos, los más de ellos trabahaban de
una forma u otra para la plantación. No era el caso de Pérez. Realmente, no
me dio tiempo a saber a ciencia cierta a que se dedicaba; quizá a nada.
Nunca hablé con él, pero aun fuera de la ermética sociedad que el pueblo se
abía vuelto, no presentaba ningún problema. Todos le ablaban con
confianza, su perspectiva se volvió más completa de cualquiera de los que
para mí trabahaban. María Concepción lo veía como peligroso, quería
quitarlo de en medio como condición para aceptar el puesto de mando.
Rexacé la propuesta, la menos la inicial; iba a decirle al tal Pérez que yo lo
podía devolver a las Europas, y que de paso me iría con él. El viahe para
cobrar la participación en la loto alemana se presentó como la oportunidad
perfecta: a lo sumo creería que estaba interesado en el dinero, pero no
sospexaría los motivos reales de mi partida. Pasé toda la hornada buscando
a un Pérez, un tipo que apenas abía visto de espaldas. Volví a la acienda a
eso de las nueve y media, me dormí de pura fatiga. Aún en ayunas, no se
me ocurre otra que asomarme ya de mañanapor la ventana para tratar de
convencer a María Concepción de la alternativa de emigrar con él, me lo
encontré en el callehón entre las dos casuchas. Lo mismo, ya no servía de
nada; convencido estaba de la autoría de la Inquisición. Los llamé a pura
voz, eso alertó al navahero, que se dio a la fuga de inmediato; los
inquisidores, lehos de atender a mi alaridos, fueron a por aquel que corría.
Identificado como traidor antes de empezar siquiera la desorganizada
batida, creían que se abía vendido a algún párroco que quedría presionarnos
sacando a la luz información, quizá llegara a las imprentas recién llegadas y
eso no. Todo porque corrió gritando ‘¡Por Dios! ¡Por Dios!’. Todo motivado
por el pibe Pedro Pérez, que era el más informado de todos sobre el modus
operandi de todo el tinglado.

Pero esa noche dobló la esquina. Se encontró a Pérez a la mañana


siguiente. El navahero abía dejado el pueblo para entonces, pero no acía
tanto que salió y se perdió por lo cerros, que parecían extenderse a modo de
mandala respecto la aldea. Los hombres de Don Martínez, que encabezaban
la batida, dieron con él cerca del arroyo por donde iban a parar todas las
aguas que la aldea excretaba. No era mucho, un tahito bastó para que la
rivera se tornara purpúrea como el vino de los hombres. El navahero abrió
los ojos, queriendo tragarse con ellos todo esa extensión ilimitadas de ohas
arhenteadas que ya no iba a ver nunca.

P.D.: Los poemas de Indalecio Martínez se han rebelado buenos, no caen en


la exageración, su lenguaje es más bien contenido, y no suelta un palabro a
no ser que la expresividad no llegue, y en ese caso deshace el poema y lo
vuelve a empezar. Parece tener muy claro lo que quiere, está centrado sobre
manera en sus actividades literarias, aunque sigo sin saber qué objetivo
tienen. Por la noche, cuando ya duermen los demás, él está en el estudio
escribiendo sin pauta alguna signos y letras que jamás ha conocido. El dice
que son la base, de donde luego traduce el texto en un poema que pueda
llegar a la gente y, de paso, ser entendido por el mismo autor. La forma era
el soneto, y él decía que en el fondo todo lo que escribía por la noche
debían de ser sonetos, sino métricamente, si en su concepción nuclear. Le
propuse la mandala como ejemplo de su proceso creativo, no pareció
disgustarle demasiado. Me dejó pasar con él una larga temporada. Allí fue
donde aprendí el valor de la restricción, incluso si ésta es fundamentalmente
verborreica y, en mi caso, muta en intervalos mucho más frecuentes de lo
que Indalecio podía llegar a asimilar. Con el primer poema que le enseñé,
dijo que eso era un destrozo: no le encontraba el centro. Yo pensé que el
punto central debe estar, si la poesía son símbolos, fuera del poema mismo.

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