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Ser adolescente y no morir en el intento.

Víctor Bermúdez Torres.

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura (2023, 28 de febrero).

Los jóvenes y adolescentes españoles sufren de muchos más trastornos psíquicos que hace
una o dos décadas. Las estadísticas (suicidios incluidos) son para echarse a temblar.
¿Cuáles son las causas de esta oleada de «problemas mentales» (un término ambiguo que
no se limita solo a las patologías psíquicas)? El absurdo «tecnocratismo» que
religiosamente cultivamos tiende a hacernos creer que se trata solo de problemas
psiquiátricos. Y si bien es cierto que algunos trastornos requieren de asistencia médica, y
que muchos pueden ser parcialmente tratados con terapias psicológicas y fármacos, la
mayoría no tienen una raíz neurológica ni son reducibles a meros problemas de conducta.

En mi opinión, los problemas mentales de jóvenes y adolescentes obedecen, en su


mayoría, a un estado crónico de desorientación y confusión a todos los niveles, y a la
inevitable zozobra, por no decir profunda angustia que este estado genera, especialmente
cuando, a la vez, se les exige adaptarse (con éxito) a un mundo cada vez más complejo e
incierto, en el que todos los horizontes (desde el laboral hasta el que atañe al destino
global de nuestras sociedades) se presentan claramente desdibujados.

Y ante esto, de poco sirve aumentar el número de terapeutas por habitante. Los jóvenes
no necesitan talleres de atención plena o sesiones de control de la frustración; lo que
necesitan son referentes culturales, herramientas intelectuales, modelos morales y
espacios de sociabilidad y diálogo desde los que reorganizar sus ideas y poder hacer frente
por sí mismos, y sin volverse locos, a un entorno muchísimo más complejo e incierto que
el que tuvieron que afrontar sus padres o abuelos.

A los más mayores nos gusta imaginar un pasado glorioso en el que heroicamente tuvimos
que esforzarnos por salir adelante con una entereza de la que carecerían las nuevas
generaciones. Pero esta estupidez – falsa y síntoma habitual de senilidad – se derrumba
en cuanto uno se percibe de la diferencia abismal que hay entre sus circunstancias y las
nuestras. Nadie duda de que los jóvenes de ahora disfruten – aunque no siempre – de una
vida materialmente más desahogada, pero sufren, a cambio, de una existencia mucho más
compleja e incierta, un periodo mucho mayor de indefinición personal (por el que ni viven
como niños ni pueden permitirse una vida adulta), y un grado difícilmente soportable de
precariedad laboral y (por lo mismo) de inestabilidad social y afectiva.

Sabemos que la adolescencia ni es ni ha sido nunca una ganga, sino una época a menudo
turbulenta y repleta de dudas e inseguridades, en la que se derrumban las creencias
infantiles y toca reinventar un mundo nuevo de ideas, valores, actitudes y relaciones, a
veces traumáticas, con las que uno se juega una identidad aún titubeante y una autoestima
casi siempre precaria. Imaginen ahora este estado prolongado agónicamente durante
quince o veinte años y sin visos de una resolución clara o definitiva (no son pocos los
jóvenes que han de volver al hogar familiar tras ver frustradas, una y otra vez, sus
expectativas laborales).

Y este problema no se resuelve, insistimos, con talleres de resiliencia, sino con medidas
políticas mucho más ambiciosas (becas, viviendas accesibles, reparto del trabajo, rentas
universales) y, sobre todo, con una educación que sirva para prever y afrontar realmente
los conflictos mentales que aquejan a nuestros jóvenes (y no solo a ellos). Una educación
que, más allá de llenarles las cabezas de información especializada, o empujarles
obsesivamente (cada vez a más temprana edad) a cualificarse para competir en un
mercado alocadamente impredecible, se ocupe de los problemas que verdaderamente nos
atañen como personas. Problemas que los adolescentes se toman muy a pecho, y que
tienen que ver con la necesidad de conformar su identidad, tener una visión coherente del
mundo, estructurar el maremágnum informativo en el que viven, o gestionar la suma de
ideas, creencias, valores, emociones y estímulos de los que depende todo lo que hacen,
desde la forma de afrontar un conflicto hasta la consideración del valor de la propia vida
antes de hacer algo irreparable.

Por ello, en un mundo como el presente, en el que el marco de socialización y referencia


más estable y estructurado que tienen muchos jóvenes es la escuela, esta ha de
comprometerse activamente con la orientación y formación personal, con la educación
ética y en valores, y (siento la deformación profesional) con la experiencia de la filosofía
como esa suma de conceptos, herramientas y hábitos diseñados desde hace siglos para
domar al angelical demonio que llevamos dentro. Sin esta experiencia formativa, y en un
mundo y tiempo cada día más líquido, abierto y globalmente desmadejado, nuestros
jóvenes estarán, de raíz, completamente perdidos.

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