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Cuando hace 6 años me convocaron para realizar una tarea de contención psicológica
institucional en AMIA-Comunidad Judía de Bs. As., para todo el personal del área
Sepelios y Cementerios, tuve grandes dudas en aceptar el desafío. Temía quedar
definitivamente pegado a la condición de especialista en la temática de la muerte, con la
cual me habían empezado a identificar en el ambiente gerontológico a partir de un
artículo que escribí en el año 1987 con el título LA DIFICIL TAREA DE MORIR, el
cual retomo en este espacio, con retoques y recortes y algunas líneas introductorias.
Mis dudas se fueron despejando en la medida que tomé consciencia que estas
expresaban mis propios temores frente a la muerte y mis fantasías de quedar atrapado en
la temática. Finalmente decidí encarar la tarea y durante dos años, en reuniones
semanales de una hora y media, pude ayudarles a convivir más saludablemente con esta
tarea de contacto cotidiano con la muerte y a mejorar la calidad del servicio prestado.
El pedido de ayuda institucional había surgido a partir del impacto que en este grupo de
personas había causado el entonces reciente atentado en la embajada de Israel y el
consecuente involucramiento personal y profesional que le significó tener que hacerse
cargo del servicio comunitario de tanta muerte masiva, brutal e inesperada. Gran parte
de mi tarea inicial se centró en ayudarles a diferenciar aquella muerte violenta producto
del terror, de aquella otra muerte cotidiana que forma parte de la vida y nos conecta
entre otras cosas con nuestra propia condición de mortales. Poco a poco logramos
desprendernos de la sombra omnipresente del atentado y crecimos juntos en nuestra
comprensión del fenómeno de la muerte y en la manera de encarar el trabajo… Hasta
que el lunes 18 de julio de 1994 una nueva bomba, impensable, cruel e inesperada mató
de un solo golpe al grupo de siete personas que se reunían conmigo todos los viernes
durante una hora y media. Yo les había insistido una y otra vez en nuestros encuentros
que hablar de la muerte no era llamarla, que por el contrario, cuando podemos nombrar
y compartir nuestros fantasmas nos fortalecemos. A mi dolor y a mi angustia frente a la
tragedia se agregaba también mi confusión: “¿Entonces era cierto que no hay que hablar
tanto de la muerte!?”.
Si bien estos dos atentados son hechos excepcionales, inscriben sin duda dentro de una
cultura cotidiana caracterizada por la violencia impune, y dentro de una sociedad que
sigue desvelada por sus desaparecidos que aún no descansan en paz. ¿Con qué
contenidos terroríficos se asocia entonces al fenómeno de la muerte en nuestro
imaginario colectivo? ¿En qué medida esta presencia de la muerte en sus formas más
aberrantes no nos hace aún más difícil conciliar nos con nuestra condición de mortales y
aceptar la muerte - nuestra propia muerte y la de nuestros seres queridos – como parte
natural de la vida?
¿Cuáles son los modelos que nos ofrece una cultura en la que nadie está dispuesto a
renunciar a nada sino por el contrario abundan los deseos de perpetuidad? La tan
saludable capacidad de renuncia es una virtud absolutamente devaluada en nuestros
tiempos, que se confunde con sentimientos de derrota o fracaso personal Estamos
regidos por un individualismo competitivo, voraz y posesivo, que nos aleja del sentido
comunitario y solidario de la vida, y en el cual se termina pervirtiendo hasta el mismo
fenómeno de la muerte y su sentido.
Los que trabajamos cotidianamente con hombres y mujeres que envejecen, tenemos la
posibilidad y también la necesidad de confrontarnos con la temática de la muerte y de
esta manera crecer personalmente en la aceptación y comprensión de este fenómeno
central de la vida humana.
No cabe duda que todo viejo se enfrenta con la tarea de morir y es en relación a esta que
nos que se nos abren múltiples interrogantes respecto al cómo, cuándo, dónde y para
qué de nuestra intervención terapéutica. Acerca de estas cuestiones versarán las
reflexiones que vuelco en este trabajo.
Como vemos, el modo de morir adquiere un carácter personal, con contenidos propios,
que por lo general mucho tiene que ver con los modos de haber vivido. Pero la muerte
individual es también un hecho social. Como todo acto humano acontece en
determinado contexto socio-cultural que le otorga formas y contenidos específicos. Los
cambios enormes que experimentó el hombre en los últimos dos años siglos, a través de
la Revolución Industrial, los avances de la ciencia y de la técnica y las transformaciones
demográficas, fueron modificando profundamente su actitud frente a la muerte si
comparamos al hombre de las sociedades arcaicas con el de nuestra sociedad industrial
actual, observamos lo siguiente:
En este contexto los viejos son valorados socialmente, ya que su proximidad a la muerte
los transforma en intermediarios privilegiados entre los vivos y los muertos. Su
concepción escatológica le permite aceptar la muerte e integrarla al ciclo vital. Se siente
protegido y acompañado a través de los ritos y mitos compartidos, que le confieren
significado y dirección a los actos de su vida, incluyendo el acto de morir.
El culto al individualismo refuerza su vez una concepción del proyecto vital en términos
personalistas, en detrimento de los proyectos de alcance familiar o comunitario. Los
sueños de inmortalidad o supervivencia se agotan en los intentos de una trascendencia
individual, la cual se hace difícil de lograr en esta sociedad fracturada. El viejo que se
está muriendo se pregunta “¿y quién toma la posta…?”, y muchas veces no hay
respuesta.
Respecto a la experiencia de contacto con la muerte -que sin duda influye en el modo de
afrontar la propia muerte- se han dado también cambios notables y significativos. Al
respecto son ilustrativos los datos que presenta Louis Vincent Thomas en su libro
“Antropología de la muerte”: “A fines del siglo XVIII, la vida de un padre de familia
medio, casado por primera vez a los 27 años, podía ser esquematizada de la siguiente
manera: nacido en una familia de cinco hijos sólo vio a la mitad de ellos alcanzar la
edad de 15 años. Tuvo él mismo cinco hijos, de los cuales dos o tres estaban vivos a la
hora de su muerte. Este hombre que vivió en promedio hasta los 52 años vio así morir
en su familia directa (sin hablar de tíos, sobrinos y primos) un promedio de nueve
personas, de las cuales uno solo de sus abuelos (los otros tres habían muerto antes de su
nacimiento), sus dos padres, dos o tres hermanos y dos o tres de sus hijos.
Hoy la situación del hombre medio que tiene 50 años es la siguiente: Nacido en una
familia de tres hijos, se casó a los 26 años con una joven de 24. Sus únicos duelos
fueron los de sus cuatro abuelos, y tiene además la expectativa de vivir otros 26 años
más.
Ahora bien, lo interesante es señalar que los viejos de hoy comparten aún muchos
aspectos del primer ejemplo, pero al mismo tiempo fueron testigos y protagonistas de
todos estos cambios mencionados.
Un hombre de 86 años, en vísperas de ser bisabuelo por primera vez, relata durante una
sesión grupal como la tristeza y el vacío de la muerte de su hijo -precisamente el abuelo
del niño por nacer- acontecida hace un año y medio, interfería en la alegría que este
evento implicaba. A partir de este comentario despliega a continuación su largo
itinerario de contacto con la muerte siendo un niño de 8 o 9 años, volviendo de las
afueras del pueblo para su casa, los sorprende el anochecer y una tormenta. Para llegar
más de prisa toma un atajo y corre bajo la lluvia. De pronto tropieza y cae abrazado a
una cruz, dándose cuenta que se encuentra en un viejo cementerio. Huye corriendo aún
más deprisa, aterrado, hasta llegar a su seguro hogar. A partir de ese episodio traumático
desarrolla una fobia a todo lo relacionado con la muerte, lo cual se ilustra con su
costumbre de palpar el arma que portaba cada vez que pasaba delante del cementerio.
Cuando tiene 21 años fallece en sus brazos su hermano menor de 19 años. Al respecto
dice: “no tuve más remedio que enfrentarme con la muerte cara a cara y a partir de allí
me familiarizo bastante con ella”. Dos años más tarde muere la madre a los 52 años en
su casa, rodeada del cuidado de sus 5 hijos restantes y del marido. Un hermano y una
hermana son víctimas del nazismo a la edad aproximada de 40 años, cuando él ya había
emigrado de Europa a la Argentina. El padre, que se había quedado en Europa, “murió
de viejo”.
Concluyendo podemos decir que en la vida de este hombre la muerta aparece en todas
sus formas: los fantasmas y los temores infantiles, la muerte inesperada injusta y
prematura, la muerte cruel de la violencia humana, la muerte natural y aceptable de la
vejez y la muerte antinatural y desgarradora del propio hijo, experiencias todas que lo
acercaron de algún modo a la aceptación de su propia muerte.
El contacto con la muerte que caracteriza a los niños y jóvenes de hoy es la muerte-
violencia, que se consume como espectador detrás de una pantalla. Esto explica la
pregunta de un hijo al padre al enterarse de la muerte del abuelo: “¿Quién lo mató,
papá?”.
Un hombre de 91 años, muy alto y delgado, que sostuvo siempre con tremenda
convicción que viviría hasta los 125 años, utilizaba todos los recursos posibles para
confirmar su creencia de súper-longevidad inclusive sus conocimientos de quiromancia.
Llegó sin embargo el momento en que sus fuerzas comenzaron a flaquear y claudicaron
sus rodillas. Él no podía aceptar esta realidad y montado sobre su omnipotencia se
resistía a dejar de caminar sin asistencia. Fue así que sufrió reiteradas caídas que le
lastimaron y deformaron el rostro: La cara cortada, la nariz hinchada, la pérdida de
varios dientes (en muy mal estado pero propios), no parecían haber debilitado sus
mecanismos de negación. Sentado en una silla de ruedas en una habitación de la
enfermería me cuenta que descubrió una nueva línea en su mano derecha que no figura
en los libros, y que significaba que iba a vivir hasta los 135 años. Con sus mecanismos
de negación parecía haber neutralizado incluso sus dolores físicos. Unos días más tarde
me comenta: “La muerte no existe, no somos nuestro cuerpo, sólo hacemos uso de él.
En realidad no sabemos nada, estamos apenas en la infancia de la humanidad. Esto se ve
comparando las estaturas de los hombres de antes con los de ahora, fíjese en las
armaduras de los museos…”. A continuación recita un poema sobre una niña que lleva
un cántaro de leche sobre su cabeza, haciendo cuentas de todo lo que podía comprar con
ello, hasta que de tanta alegría el cántaro se cae y se hace añicos y con él las ilusiones.
Intento acercarlo a las evidentes alusiones de su propia fragilidad corporal y al temor a
que se le rompen sus ilusiones de longevidad… pero no me da cabida y se reinstala en
su “armadura”. Para comprender las razones de tamaña actitud negadora deberíamos
rastrear las en su historia de vida. En este sentido resultan interesantes algunos
recuerdos infantiles que me confío aproximadamente un año antes de su muerte: él era
el menor de cinco hermanos, y había nacido el mismo día que el segundo mayor de sus
hermanos, qué le llevaba 10 años y con quién tenía un gran parecido físico. Este
hermano enfermo de pequeño de tuberculosis y quedó con una salud muy delicada. Una
vidente anticipó que esté hermano moriría muy joven y solo, y se cumplió su vaticinio.
La intensa identificación con esta hermano muerto y el consecuente temor de correr
igual destino, más la culpa de haberlo “reemplazado” y junto con ellos los miedos de un
a un ataque retaliativo, configuran probablemente la base de su construcción defensiva
negadora.
Por otra parte cuenta que de chico jugaba “hacerse el muerto” y también al “doctor”,
sentado sobre las rodillas de su padre a quién le auscultaba el corazón. Si bien se trata
de juegos bastante universales, llama la atención el lugar privilegiado que éstos ocupan
en el registro de sus recuerdos.
Vivió un 3 meses, durante los cuales se fue acentuando su deterioro general, hasta que
se hizo imposible la comunicación verbal con él, en las últimas semanas. Estuvo
intranquilo y molesto y resultó difícil su cuidado para el personal de enfermería. No
sabemos en realidad si sufrió mucho o si sintió mucha angustia, pero seguramente no
fue lo que llamamos una buena muerte.
Sin duda existen distintas calidades en el proceso de morir, pero cómo vive un viejo su
muerte es algo que en realidad sólo podemos inferir, y nuestra impresión está muy
impresionada por la proyección de nuestros propios deseos y temores. A veces
pretendemos del viejo que muera “dignamente” es decir que nos legue una muerte
serena y aceptada, afrontada con estoicismo, resignación y silencio. Con esta actitud
prejuiciosa y egoísta podemos bloquear o referir la exteriorización de las complejas e
intensas emociones, tales como la rabia, la tristeza, y el miedo y la esperanza, que
acompañan mayormente el proceso de morir. Cada cual debería tener el derecho de
morir con su propio estilo. Al respecto decía R.M. Rilke: “quiero morir de mi propia
muerte, no de la muerte de los médicos.”