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El 4 de septiembre de

1882 Arequipa fue declarada “Capital de la República”.


En el Congreso reunido en Arequipa, en 1883, “los guerreros” se negaron a firmar
la paz con cesión de territorio. Los arequipeños organizaron la resistencia contra el
invasor extranjero. Sus autoridades contrariamente se negaron a luchar.

Desterrado a Chile el Presidente Francisco García Calderón, por negarse a firmar la paz
con cesión de territorio, asumió el poder el Vicepresidente Contralmirante Lizardo
Montero.
Por razones estratégicas Montero instaló su gobierno en Arequipa, a la cual llegó por
tren procedente de Juliaca el 30 de agosto de 1882, siendo objeto por parte del pueblo
arequipeño de una afectuosa bienvenida, que se cerró con un desfile militar, que
Montero revistó desde las ventanas de la prefectura, que hizo las veces de Palacio de
Gobierno.

Arequipa, en virtud de un decreto del 4 de septiembre, fue designada como capital de la


República, y Montero, a su vez, se rodeó de algunos distinguidos arequipeños, como
Mariano Nicolás Valcárcel y Ladislao de la Jara, quienes integraron el Consejo de
Ministros hasta que Montero abandonó la ciudad.

Era, por entonces, prefecto del departamento Francisco Ballón y alcalde accidental José
Moscoso Melgar, quien, en la “Memoria” que leyó ante la Junta General de la
Municipalidad en diciembre de 1882, dijo que las señoras de la población solícitas
aceptaron confeccionar, con el tocuyo que les repartió la prefectura, camisas para el
ejército, que ascendió a 7000 más o menos.
No queda allí, por cierto, la contribución de Arequipa a la resistencia contra el invasor
extranjero. Armando de La Fuente en la “Memoria” de sus labores como alcalde, había
dicho en octubre de 1881 que el vecindario arequipeño obsequió sus alhajas para la
compra de un buque blindado.

Esta actitud -según Luis Guzmán Palomino- fue interpretada por dos publicaciones de la
época: el “Diario de Arequipa” y “El Eco del Misti” que proclamaron la resistencia del
pueblo de Arequipa al enemigo invasor y la no cesión territorial, en caso de producirse
un acuerdo. Este, sin embargo, no fue el temperamento del Congreso Extraordinario que

convoca Montero, y que se instala


en abril de 1883. Al contrario, lo autorizó por una ley del mes de junio a negociar la paz con
Chile sobre la base de la cesión de Tarapacá. Prueba de ello es el acta de la sesión del
Consejo de Ministros del 3 de octubre de 1883. Allí se dice que el Ministro de Relaciones
Exteriores, Mariano Nicolás Valcárcel, leyó la circular que debía dirigirse al cuerpo
diplomático extranjero residente en Lima, donde se anunciaba la buena disposición de su
gobierno de avenirse a un arreglo decoroso con el de Chile, “cediendo (a éste) parte de su
territorio”.

De otro lado, Montero, ante el avance chileno sobre Arequipa por Moquegua,
contrariamente ordenó a las fuerzas del Coronel Francisco Llosa a replegarse. Esta
medida, sumada al desoír del pueblo que pedía la guerra, significó (para Juan Guillermo
Carpio Muñoz) una traición, y, en relación a la reacción de los arequipeños en contra del
gobierno de Montero, según Armando Nieto Vélez, un trágico malentendido.

El 25 de octubre, y así consta en el “Libro de Actas” que publicara Nieto Vélez, el


Consejo de Ministros, atendiendo a las razones expuestas por Montero de que no era
posible repeler al enemigo sin desmedro de la propia población, acordó emprender la
retirada del ejército hacia Puno. Lo que se verificó furtivamente al día siguiente.

Hay necesidad, sin embargo, de aclarar algunos puntos:


En primer lugar, que el pueblo arequipeño sí quiso luchar. Así lo demuestra el artículo
“Vencer o morir” de Hipólito Sánchez Trujillo, publicado en “La Bolsa” el 15 de marzo
de 1880. Allí decía lo siguiente: “¡Armas! ¡Armas! pide Arequipa con la desesperación
del león aprisionado, del águila que en cadena ve despedazar a sus hijos, vengan ellas y
servirán no sólo de égida invulnerable de nuestro suelo sino de poderosa ayuda contra el
infame invasor que aprovecha de nuestra situación indefensa”.
En segundo lugar, que fueron los intereses de ciertos notables, representados por el
alcalde accidental Diego Butrón, los que se opusieron a la guerra.

En tercer lugar, que la decisión del gobierno de Montero de retirarse a Puno obedecería
no a un acto de cobardía sino a un concebido plan con el aliado país de Bolivia para
impedir la incursión de las fuerzas chilenas en Puno. Al respecto, Daniel Parodi
Revoredo sostiene que el plan secreto seguido por Montero fue un acuerdo conjunto
planteado inicialmente por el presidente boliviano Narciso Campero. Es decir, que fue
“la táctica

propuesta por Narciso Campero la


que habían aplicado las autoridades peruanas”, con el objeto de unirse a las fuerzas bolivianas en Puno, e
inutilizar en su tránsito la línea férrea.

Poco antes, el Congreso que se reunió en Arequipa, dio una ley -el 23 de junio de 1883-
por la cual se facultaba al gobierno a negociar la paz sobre la base de cesión de territorio.
“Los guerreros”, así llamados los congresistas que se resistieron a firmar la paz en tales
términos, solían reunirse en la casa del diputado Andrés Meneses. Abelardo Gamarra,
“el tunante”, que también formó parte de dicha asamblea, cuenta que la casa del
Diputado Meneses fue entonces el centro de reunión de quienes, como él, se oponían a
lesionar integridad territorial del país.
Los días 27 y 28 de octubre de 1883 la angustia de la población que no avizoraba un
desenlace fue, en algo amainada, por la indesmallable labor de Armando de la Fuente y
José Domingo Montesinos, quienes en agitadas cabalgatas recorrían los barrios de la
ciudad y hasta fueron a Cayma y Yanahuara para informar a los vecinos que las tratativas
para la entrada pacífica de los chilenos estaban en buen camino.

El 29, a eso de las 9 de la noche, entró el ejército chileno a la ciudad de Arequipa y


acampó en la Plaza de Armas.

La correspondencia todavía inédita de José Domingo Montesinos describe con caracteres


trágicos los sentimientos de impotencia y frustración que experimentaron los
arequipeños cuando los chilenos entraron a la ciudad.

Francisco Mostajo dijo “en honor de Montesinos, que, con su carácter entero, salvó a
Arequipa del horror de la matanza caótica, indistinta y sin objeto ya, entre paisanaje e
invasores, y en honor de la Fuente, que con su carácter afable la salvó de las bárbaras
durezas de la ocupación”.
Esto dio origen a la “leyenda negra” que intentó presentar a Arequipa como una ciudad
que no ofreció resistencia al invasor chileno. Con ello se quiso demostrar el escaso valor
de los arequipeños, poniéndose en duda el título de caudillo colectivo del país, con que
fue reconocida durante el siglo XIX. Jorge Basadre había dicho que Arequipa fue la
pistola que apuntaba al corazón de Lima hasta 1867.

Esta supuesta actitud de miedo o


temor que se atribuye a Arequipa, no corresponde –por cierto- a la realidad, ya que el pueblo
arequipeño sí estuvo moralmente preparado para la resistencia. Pero como dice el artículo
periodístico de Hipólito Sánchez Trujillo, el león aprisionado necesitaba de armas para
defenderse. Aunque tampoco dudamos que los intereses de la elite comercial de Arequipa
hayan influido bastante en la decisión de no ofrecer resistencia dentro de la ciudad. El
pueblo en cabildo abierto se había pronunciado a favor de la resistencia, pero sus autoridades
finalmente decidieron lo contrario. La muerte trágica del Alcalde Diego Butrón, a manos del
pueblo, fue quizás la reacción más lógica que siguió a la supuesta huída de Montero a Puno.

Además, la indecisión de su gobierno, para ordenar que el ejército regular se enfrente al


ejército chileno, posiblemente haya obedecido a la estrategia diseñada por los
presidentes Montero y Campero, de reunir sus tropas en la zona de Puno. Lo cierto es
que, en Arequipa, se organizó un ejército, que no sólo estuvo integrado por soldados
regulares sino también por miembros de la sociedad civil, que formaron sus propios
batallones.

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