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Línea erótica

Primera edición: febrero 2022


Copyright @ Yanira García, 2022
Diseño de portada: Yanira García
Corrección: Raquel Antúnez
Maquetación: Raquel Antúnez

Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización escrita de los titulares


del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones
establecidas por ley.
Para Tamara Marín.
Esta fue la primera novela que te envié, con ese miedo en el cuerpo, para que la
leyeses antes que nadie y en ese momento te prometí que, cuando viese la luz, te
la dedicaría.
Qué bonito que Bruno y Violeta hayan marcado un antes y un después.
Qué bonito que nosotras hayamos convertido eso en una amistad.
Qué bonito que esa amistad podamos hacerla infinita.
Índice
Prólogo
1 ¿Por qué, señor? ¿Por qué?
2 La fiesta de las pollas
3 El extraterrestre
4 Os presento a Tara
5 Necesito una vía de escape
6 Seguiremos informando
7 La polla radiactiva
8 Te comería entero, nene
9 Quiero que te corras
10 Esto no puede estar pasando
11 Una sonrisa que vale más que mil palabras
12 La tensión se palpa en el ambiente
13 Se masca la tragedia
14 ¿Otra vez tú?
15 Sin acritud, chicos
16 Cacao maravillao
17 En un oscuro callejón
18 Oh, my god
19 ¿Cómo me enfrento yo a esta semana?
20 La reunión
21 Correr es de cobardes y huir también
22 Una llamada anormal
23 Y yo la veo, joder, la veo
24 No puedo argumentar nada contra esa lógica
25 Sinceridad o sincericidio
26 Reunión de pastores, ovejas muertas
27 Las emociones a flor de piel
28 Serrucho, serrucho
29 No tienes escapatoria posible
30 La he cagado
31 Lo que ha quedado pendiente
32 Esto no puede ser cierto
33 Perdido en Violeta
34 Puñetero lunes de mierda
35 Escapadas que salvan un martes
36 La hermandad de las descerebradas
37 La abuela Tara en acción
38 ¿Qué opina usted, Míster B?
39 Un nuevo comienzo
40 ¿Qué me dices?
41 Empezar de cero
42 Ding, ding
43 El deber o el querer
44 Buena onda
45 Lo que soy. Lo que somos
46 ¿El amor es una locura?
47 Unai, estás hecho un lío
48 ¿Socializamos en el archivo?
49 ¡Que no cunda el pánico!
50 La temible cena
51 La chica de los secretos
52 Punto y final
53 Tenía que ser él
54 El principio del fin
55 Mentalidad de tiburón
56 Jugando al tres en raya
57 Cada oveja con su pareja
58 Gilipolleando
Epílogo
Agradecimientos
Prólogo

—¿Qué llevas puesto?


Si me pagasen un euro cada vez que me formulan esta pregunta,
y que una servidora la responde, probablemente no sería tan pobre
como soy. Ya sabéis, pobre como una rata, pero rica de espíritu… o
eso creo.
La respuesta sincera sería: pantuflas de gatito, pijama roído de
rayas azules y verdes, bragas del Primark —pilladas de oferta, que
las gangas hay que aprovecharlas— y una maraña de pelos que no
sé si podrá solucionarse sin tener que raparme la cabeza al cero.
—Cariño, llevo unas braguitas tan minúsculas que tu entrepierna
sufriría un infarto solo con verlas.
Esa suele ser mi respuesta o una de ellas, porque una debe
innovar si quiere mantener las expectativas de sus clientes en el top
ten.
Y esta soy yo, o mi «yo» temporal. Digamos que esta es en la
que me transformo cuando recibo una de esas llamadas, laborales,
claro, que esto de la línea erótica no lo hago por placer o no del
todo, pues debo reconocer que me lo paso bomba casi siempre.
Está feo que os lo diga, ya sabéis: moralmente inaceptable por la
Ley de Protección de Datos o porque no debería contar la cantidad
de cosas que ellos me cuentan a mí, que lo de decirles que me la
tragaría hasta quedarme sin aire, pues les gusta, obvio que sí, sin
embargo, hay muchos otros casos en los que me llaman como paño
puntual de lágrimas. Fácil y sencillo: creen que el sexo lo resuelve
todo y resulta que, una vez que estoy contándoles con todo lujo de
detalles cómo les estimularía el perineo —que, ojo, no sabéis lo
cachondos que les pone— o cómo les mearía —que me da asco
total, pero hay cada petición que fliparíais, en fin, que tendremos
tiempo de eso—, fuera del plano sexual, hay muchas muchas
carencias y, a veces, solo necesitan un hombro sobre el que llorar,
aunque no sea literal. Así que, además de pajas, mamadas y
deditos por el culo, hago de psicóloga, consejera, ayudante y hasta
bróker si hace falta. Ojalá mi jefe, el de verdad, valorase tanto mis
cualidades como las valoran los hombres que acuden a mí en busca
de mis servicios.
—Vamos a llegar tarde, Violeta. —La voz de mi hermana irrumpe
en la habitación cuando el chico, que en este caso se llama «Rabo
Grande 69» —poco original, la verdad—, está contándome lo que
me haría. Y yo… lo escucho sin apenas intervenir. Este va a ser fácil
y sencillo porque lo está haciendo todo él, y yo me limito a gemir.
—Ohhh, sí, nene, eso justamente quiero que me hagas… —La
cara de asco absoluto que pone mi hermana es lo que se dice
bastante cortarrollo—. Ni que a estas alturas no supieras a lo que
me dedico.
—A lo que te dedicas a media jornada y son… poco más de las
ocho de la mañana y tenemos que estar en el centro en una hora.
¿O es que hoy tu querido jefe del alma se ha apiadado de ti y te ha
dado el día libre?
—Ya, claro, mi jefe. Puede que Bruno lo hiciese, porque es un
cachito de pan, en cambio Ferran… Parece que todas esas charlas
en las que te he contado la variedad de útiles que usaría para
cortarlo en cachitos y la infinidad de posibilidades donde esconder
un cadáver han quedado relegadas al olvido en alguna parte de tu
cerebro, Celeste —le reprocho y por varias cosas; una, por su gesto
de desaprobación y, dos, porque siempre defiende a mi jefe. En
realidad, Celeste, a pesar de ser mi hermana, defiende a todo el
mundo, no hay más que verla con Unai.
—Puede que el malo no sea Ferran, sino tú —me acusa con su
dedo, ese que también le cortaría.
También pienso que Celeste adoptó el papel de madre cuando la
nuestra decidió irse de vacaciones —infinitas— con su nuevo novio.
Y, aunque mi hermana tiene un carácter bastante parecido al mío,
somos muy opuestas.
—Y puede que Unai no pase de tu culo, sino que tú no le dejes lo
suficientemente claro que babeas allá por donde pisa.
—Ese no es el tema —me corta con contundencia.
—Que defiendas a Ferran tampoco es el tema. Oh, sí, cariño,
métemela toda, así, así —improviso al darme cuenta de que hace
bastante que no intervengo en la conversación—. Estaré lista en un
rato, déjame acelerar el proceso y que se corra a gusto el hombre,
que para algo paga.
—Estaré haciendo café —indica antes de cerrar la puerta con
bastante poca sutileza.
—Si, cuando quieres, eres buena hermana… —Intuyo que
escucharme, lo que se dice escucharme, no lo ha hecho.
—Pienso follarte ese culito prieto que tienes y me pedirás más y
más. No querrás que pare. —Rabo Grande 69 es bastante directo.
Me pondría cachonda si no fuese porque tengo la certeza de que
todo lo que está de mi abdomen hacia abajo lleva muerto algún
tiempo, aunque eso también es otra historia que no procede
contarse en este preciso instante.
—Mmmm, cariño, claro que sí, me pondré a cuatro patitas para ti
y dejaré que me des unos azotes por portarme mal.
—Voy a correrme, Lilah, dime más guarradas. —Por mi cabeza
pasan las siguientes palabras, como siempre que me dicen esta
frase: calcetín sudado, roña bajo las uñas, caspa en una camiseta
negra, pelo graso, aliento fétido… Eso sí, termino cerrando el pico y
diciendo lo que les gusta de verdad—: Vamos, cariño, córrete,
córrete y mánchame toda la carita de guarra que tengo.
Y, voilà, se hace la magia cuando escucho al chico en cuestión
gemir alto, muy alto, y lo imagino retorciéndose de puro placer en su
cama, silla del ordenador, en la ducha o donde quiera que esté el
chico. Imaginación…, otra cosa no, pero este trabajo si algo me ha
dado es imaginación.
—Ha sido la hostia… ¡Madre mía, Lilah! Volveré a llamarte,
seguro.
—Cuando quieras, mi tanguita mojado y yo te estaremos
esperando ansiosos, Rabo Grande 69.
—Me encantaría que nos viésemos. —Hombre, mira, este me lo
ha dicho en lo que se llama «la primera cita».
—Las normas… —le explico echándole la culpa a algo que no
sea mi poco entusiasmo por encontrarme con este tío sin conocerlo
de nada y dándome igual que así sea.
—Las normas están para saltárselas —me suelta intentando
convencerme.
—Claro que sí, sin embargo…, es trabajo, y yo nunca tengo citas
con mis clientes. Esto es una línea erótica, bomboncito. —Intento no
sonar cortante, borde ni arisca, porque así es como me pongo
cuando hay alguno que va de listo. Tampoco me interesa perder a
un cliente, por lo que tengo que suavizar mi genio y parecer delicada
y tiernecilla, aunque hasta hace apenas unos segundos le estuviese
pidiendo que se corriera en mi cara y tal—. Para temas más
carnales y contacto físico, hay otras compañeras que se dedican a
eso y, si quieres, te puedo poner en contacto con ellas.
—Me lo pensaré —me dice cediendo finalmente.
—Tengo que dejarte. Te espero otro día, con el rabo grande —
argumento a modo de provocación.
Me he hecho una experta en este tipo de cosas, ya sé lo que
quieren y cómo lo quieren y, si mi intención es la de mantener mi
nivel de ingresos, tengo que comportarme como se espera de mí.
—Por supuesto. Espérame con las piernas abiertas.
—Aún no las he cerrado, sigo exhausta —murmuro con voz de
depravada sexual.
Pongo fin a la llamada antes de dar pie a nada más. Ya sabéis, la
entrada está bien que sea por la puerta grande, en cambio, la salida,
en esta profesión, debe ser aún mejor.
Apago el teléfono por si recibo alguna que otra llamada más, no
siempre lo hago, hay ocasiones en las que me despisto y lo dejo
encendido. En la web donde me anuncian, junto a mis otras
compañeras, se especifica el horario en el que puedo atender las
llamadas, básicamente, porque tengo otro empleo, uno presencial y
al que tengo que acudir cada día de nueve de la mañana a tres de la
tarde y que cubre parte de mis gastos y, en ese tiempo, no atiendo a
clientes que no sean los de Válcarcel&Co.
Eso es lo más extraño de todo, os preguntaréis: ¿cómo es que
tengo dos trabajos y uno de ellos tan extraño? La crisis, hijas mías,
la crisis y las facturas que pagar. Y lo poco que me pagan por ser
publicista, eso también.
En fin, la situación se puso complicada cuando Celeste, mi
hermana, decidió matricularse en Bellas Artes. Quería estudiar y sé
que se sentía mal por no poder permitirnos que lo hiciese.
Ella trabaja, claro, no obstante, le pasa exactamente como a mí:
el sueldo es pésimo porque su trabajo en la pastelería no es de lo
mejor que hay. Mi madre se fue con su nuevo novio, como ya os he
dicho, y como consideraba que teníamos edad de buscarnos la vida,
no miró atrás cuando se largó. Lo digo sin resentimiento ni
resquemor alguno, porque, aunque ella y yo tenemos nuestros más
y nuestros menos, Celeste la adora, y yo adoro a mi hermana, así
que… sumad uno más uno y encontraréis el resultado a esa
operación matemática.
Tomé la decisión de buscar algo en lo que ganase dinero, que
fuese relativamente fácil —que tener sexo telefónico con cualquiera
no es sencillo, claro que no, ahora bien, no contemplaba la opción
de tenerlo de forma presencial, lo respeto, aunque no es lo mío— y
encontré un anuncio en el periódico de los domingos, llamé y el
resto ya lo sabéis o lo intuís.
Ahí llevo ya seis meses. Seis meses en los que parte de mi día
soy Violeta y la otra parte soy Lilah, mi avatar. Normas de empresa.
Salgo de la habitación sin mi pijama, mi pelo ya en orden y sin
rapar, y firme, y me encamino hacia la cocina. Allí se encuentra
sentado Unai, otro daño colateral de la partida de mi madre y
nuestro compañero de piso, ese por el que mi hermana de
veinticuatro años bebe los vientos —a niveles extremos—, y que él
pasa de su culo —a niveles extremos también—.
—Buenos días —murmuro antes de sentarme al lado de Unai.
—Buenos días, Violeta, o debo decir… Lilah.
—Paso de tus provocaciones, Unai —le corto antes de que
empiece a meterse conmigo.
Mi hermana resopla, y los dos alzamos la vista y la enfocamos en
ella.
—Lleva así un rato. No suelta prenda —murmura Unai dándome
un codazo amistoso.
Yo sé que lo que le pasa a Celeste no es otra cosa sino que le
fastidia sobremanera esa relación tan buena que tenemos Unai y yo.
Relación puramente fraternal, especifico. Aun así, a mi hermana le
molesta, vaya que si le molesta.
—Os dejo, tengo consulta a primera hora —nos explica Unai
depositando su taza gigante de café en el lavavajillas—. Luego
pasaré por el supermercado, así que actualizad la lista de la compra
por si no está todo.
Asiento antes de abrir la app que tenemos en común los tres para
revisar las cosas que hay apuntadas en ella.
Somos organizados, nivel máximo, y tenemos los gastos
repartidos y las funciones asignadas por semanas. Y nos resulta
efectivo. Eso fue cosa de Celeste, que es un poco maniática y no
soportaba vivir con dos desastres con patas como somos Unai y yo.
Así que, para no matarnos en el intento de convivencia,
establecimos unas normas básicas: nada de sexo entre nosotros —
y os juro que mi hermana se está arrepintiendo de eso cada
segundo, de cada minuto, de cada maldito día—, cada uno se
encarga una semana de la colada, la habitación es personal y la
recoge su dueño y hay turnos de cocina de lunes a jueves; viernes,
sábados y domingos al libre albedrío. Para limpiar tenemos a
Menchu, porque el tiempo que tenemos es escaso para todos, y
Menchu supone otro duro golpe en mi economía ya de por sí frágil
—insisto: pobre como una rata—.
Alzo la vista y veo a mi hermana descansando en la madera de la
isla de la cocina, con la mandíbula apoyada en las manos y mirando
fijamente a Unai —y a su trasero portentoso—.
—¿Cuándo piensas decirle algo? —inquiero.
Celeste separa la mirada de las vistas y la centra en mí.
—No puedo decirle nada, Vi… —Cuando mi hermana me llama
«Vi», sé que tiene las defensas bajas.
—Sí que puedes, Ce…
Ella niega en varias ocasiones antes de soltar lo que siempre
suelta por esa boquita.
—Mírame y míralo.
—Ese es el problema, Ce, que yo te veo. Tú no.
1
¿Por qué, señor? ¿Por qué?

Hacemos el trayecto subidas, como siempre, en Winnie. Os tengo


que decir que Winnie es de la familia, es más, nunca jamás me ha
decepcionado y diría que es el mejor regalo que mi abuela me ha
hecho jamás. Winnie es mi Vespa y, como intuiréis, es de color
amarillo mostaza, de ahí su nombre. Por el parecido al oso Pooh:
adorable, como él.
Dejo a Celeste en la puerta del local y observo cómo se baja con
el gesto aún contrito. Si la conozco como creo que la conozco, diría
que se siente mal por lo de esta mañana. Ha sido imposible hablar
con ella porque suele pecar de cerrarse en banda cuando hay algo
que no encaja. Anoto mentalmente la posibilidad de hablar del tema
en unos días, cuando las aguas se hayan calmado un poco.
Finalmente, nos despedimos como siempre, con un: «Que tengas
un buen día», a lo que ella me responde: «Intenta que no te
despidan». Cualquiera diría que soy una provocadora nata o algo
por el estilo.
La realidad es bien distinta. No es que sea una provocadora ni
que refunfuñe por lo bajo, tampoco escondo mi arsenal de armas en
el primer cajón de mi escritorio o en el bolso, aun así, procuro no
permitir que nadie me joda la vida o me intente pasar por encima y
esto lo he tenido que ir aprendiendo a base de curarme heridas.
Diría que progreso adecuadamente o que lo intento, aunque no
siempre el resultado es tan visible como esperas.
Es entonces cuando llega el momento en el que os tengo que
hablar de él. De la persona que consiguió que me hiciese pequeñita
intentando imponer su opinión frente a la mía. Él, Dani, compañero
de trabajo —del trabajo presencial, matizo— y con el que estuve a
punto de irme a vivir hasta hace poco más de seis meses. Dani, el
capullo sin corazón que me jodió la vida durante el año que
estuvimos juntos. Y el culpable también de que mi sexo esté
hibernando, como dicen Unai y Aina, mi mejor amiga y compañera
de trabajo —del presencial y no presencial—. Y, como lo que no te
mata te hace más fuerte, yo debo de ser la jodida Hulk de la
empresa porque tengo el «dis-gusto» de verlo todos los días
pasearse como si fuese el último pez del mar y estuviese
perdiéndome la oportunidad de mi vida. Pobre, no sabe que yo
prefiero la carne y que los gilipollas cuanto más lejos mejor.
Mi teléfono suena justo cuando voy a fichar mi entrada. He
dejado a Winnie aparcada en el garaje comunitario. Lo ojeo
momentáneamente y veo en la pantalla que es un mensaje de mi
señora madre en el grupo que tenemos mi hermana, ella y yo, el
típico de la familia.

Mamá:
¿Podemos hacer video-llamada hoy? ¿Sabéis
algo de la abuela?
He intentado llamarla y no logro contactar con
ella.

Vuelve a sonar tras guardarlo y estoy convencida de que es


Celeste.
Saco mi tarjeta, la paso por el lector y accedo por el ascensor del
personal. Subo hasta la quinta planta y veo que no soy la última en
llegar. Dejo el bolso en la silla, guardo el teléfono en el bolsillo de mi
chaqueta y me dirijo hasta la pequeña cocina donde se encuentra la
máquina del café.
—¡Cuidado!
El grito de mi amiga me hace dar un bote y se me cae al suelo la
magdalena que acababa de coger/robar/pedir prestada sin vista a
posterior devolución.
Me giro con mala cara y la apunto con el dedo índice. Lo bajo en
cuanto me doy cuenta de su sonrisilla y de que me va a reprochar
que ese gesto lo hace mi hermana, que me saca de mis casillas, y
en este momento lo estoy usando yo con ella. Maldita pécora del
inframundo.
—Tus bromas mañaneras solo te hacen gracia a ti.
—Uhhhh —suelta con ese tono tan suyo—, yo sé de una que se
ha levantado con mal pie.
—No seré yo —me defiendo de su acusación.
—Yo tampoco porque me he levantado con un orgasmo brutal…
—Pongo los ojos en blanco ante su comentario y le dedico un
pequeño gesto con mi dedo corazón, que guardo rápidamente
cuando en la sala entra Ferran. El odioso y arrogante Ferran. Socio
de esta agencia de publicidad y jefe de Aina—. Buenos días —
musita ella sin perder la sonrisilla.
Suerte la de ella porque yo soy incapaz de hacerlo teniendo en
cuenta la animadversión que nos tenemos ambos.
—Buenos días —susurra con tono cortante.
Ferran se acerca hasta la máquina de café y se sirve una taza,
acabando con las existencias de ese líquido que hasta hace nada la
que puso en marcha fui yo y que va a ser él quien disfrute, si lo sé,
escupo dentro y me quedo tan pancha.
—Buenos días —murmuro por educación.
La voz de mi hermana y de mi abuela resuenan en mi cabeza:
«Sé educada y que no te pueda reprochar absolutamente nada».
Ya, claro, como si fuese sencillo hacerlo, no te jode. Que nadie diga
que no lo estoy intentando.
Ferran baja la mirada y se encuentra con la magdalena que hay a
mis pies. Alza la vista y veo reflejado en sus ojos el reproche:
«Recoge eso, ¡ya!». Sin embargo, no dice absolutamente nada,
sencillamente se marcha de la sala sin mediar palabra con nosotras.
—Definitivamente, cada día es más gilipollas —murmuro cuando
se ha ido.
—Definitivamente, se me han pasado los efectos del orgasmo
mañanero y me tiemblan las piernas y no por los espasmos, que
Tomás es un crack del sexo y lo sabemos.
—Lo sabes tú —la interrumpo mientras recojo la magdalena, la
dejo en el cubo de la basura y pongo en marcha otra cafetera, esta
mejor que sea triple de cafeína.
—Bien lo sé yo —argumenta Aina con cara de lela.
—Cualquiera diría que estás loca por él.
Mi amiga me dedica un gesto reprobatorio y ahora es ella la que
me enseña el famoso dedo.
—Eso será porque estoy loca por él. He estado espiándolo,
¿sabes? —insinúa. Asiento y dejo que se explique porque después
de esas cuestiones retóricas siempre hay una explicación que no la
deje como una puñetera chalada mental o, peor aún, como una
psicópata de campeonato—. Sigo sin encontrar el anillo de
compromiso. Me lo va a pedir, ¿verdad? Dime que sí, miénteme,
aunque no lo pienses.
—No entiendo el porqué de tu obsesión con el matrimonio —le
reprocho, a sabiendas de que le va a molestar mi comentario.
—Eso lo dice la que hasta hace seis meses bebía los vientos por
el capullo de Daniel, que te anuló como persona e hizo de ti lo que
quería. Hasta imponerte el vestuario.
—Eso es pasado y el pasado queda en el olvido —matizo con
una contundencia que pretendo que se crea.
—Ya, claro. Y dime, señora contundencia, ¿cuánto hace que no
te corres? —Y esa es la pregunta del millón.
—¿De qué tipo de corridas hablamos? —Intento ganar algo de
tiempo, porque ella y yo sabemos que hace mucho mucho tiempo.
—De las de: te la meten tan adentro que te dejan sin respiración.
—Medito, para ganar tiempo de nuevo—. A las amigas no se les
miente, Violeta.
—Pues no preguntes si ya sabes la respuesta —me defiendo.
—Entonces no me digas que has pasado página porque ambas
sabemos que no es así. ¿Una cita?
—Paso.
—¿Un kiki?
—Paso.
—Parece que vas por buen camino —me recrimina Aina.
—Lo dice la psicópata que revisa los bolsillos y cajones de su
novio para saber si se va a dignar a pedirle matrimonio de una vez
por todas.
—No te metas conmigo, es la ilusión de mi vida.
—Y yo lo respeto, de la misma forma que tú debes respetar que
para mí los hombres estén en un segundo plano y no me interese
ninguno —admito con vehemencia.
—Yo lo que quiero —dice Aina justo antes de acercarse a coger
una taza del café que acabo de hacer de nuevo y una magdalena—
es que pases página y que cada vez que te cruces con él por los
pasillos no huyas como un ratón asustadizo.
Ya os dije que mi intención es la de que nadie me pase por
encima y haga conmigo lo que quiera, sin embargo…, cuesta. Vaya
si cuesta.
—Yo no huyo —me defiendo con un entusiasmo que brilla por su
ausencia.
—Un poco sí —me dice ella llena de empatía.
—Un poco sí —admito tras escucharla.
—Y no ocurre nada. Todo pasa, todo deja de doler, todo se
olvida.
Aina choca su taza de café contra la mía, que aún sigue vacía, y
se marcha de allí en dirección a su mesa.
Aina y yo nos conocimos hace ya un par de años, cuando
comencé a trabajar en Valcárcel&Co como publicista. Ella ya estaba
en la empresa, y nos cruzábamos cada mañana en este mismo sitio.
Siempre la misma sonrisa, siempre la misma forma de saludarme y
todos los viernes una invitación para ir al bar de enfrente a tomar
algo, por eso que ellos llaman hacer piña y por criticar a los jefes,
que siempre están invitados, no obstante, no siempre acuden
porque: «Ellos son de la alta alcurnia, y nosotros somos la plebe»,
palabras textuales de Aina. Sobre todo, Ferran, que se cree un
jeque árabe o Rocco Siffredi, por el ego que tiene, quiero decir. Aún
sigo pensando que en Cuarto Mileno deberían estudiar el famoso
caso sobre cómo Bruno, mi jefe, es socio de Ferran, el déspota del
jefe de Aina, y, más allá de eso, cómo ella se lleva tan bien con él, a
pesar de lo capullo que es.
Dicho esto, Aina y yo comenzamos a intercambiar más palabras,
frases y conversaciones. Me sumé a las copas de los viernes e
hicimos equipo de verdad y allí, en esa ecuación y en esos viernes,
conocí a Dani. El primer polvo del baño. El primer tío que me rompió
el corazón porque pretendía que escondiese a la Violeta que he sido
siempre y hacer un muñeco de trapo con ella. Mi primera relación
formal y mi primera desilusión total. Desilusión con él y yo conmigo
misma. En fin…
Me atrevo a decir que Aina fue la primera en darse cuenta de
todo ello y la primera en decirlo abiertamente. Y yo fui la primera en
disculparlo y restarle importancia a algo que me hacía sentir cada
vez más pequeña.
Suspiro, café en una mano y magdalena en la otra, y salgo del
pequeño office.
—Buenos días.
Los buenos días mueren en sus labios cuando le vierto sobre su
impoluta camisa blanca parte del contenido de mi taza.
—Upsss.
—Ya no son tan buenos —musita mi jefe mirando el estropicio
que he causado y mi estado catatónico.
—Lo siento —murmuro. Otra de mis frases tan ensayadas.
Debería hacer un listado de frases que te salven el día cuando ya
comienza como el culo.
Bruno me hace a un lado y entra en la pequeña cocina. Si
hubiese sido Ferran, estaría despedida porque lo desea más que
ser Rocco Siffredi, en esta ocasión, por la polla y lo follador que es.
—Venía a por un café y ya me lo llevo puesto. —No suena
enfadado ni mucho menos, aun así, sigo sintiéndome culpable—. No
pasa nada —me consuela—. Tendrás que lavarme la camisa y
solucionado.
Me quedo con la boca abierta cuando me dice eso. Mi jefe. Su
camisa. Mi café. Lavar.
Seguro que es de los que tiene treinta camisas y cuarenta y cinco
corbatas guardadas en un armario secreto en su despacho y no
necesita que yo le lave nada.
—¿Quiere un café?
¿Os acordáis de las frases preparadas para salvarte el culo?
Pues mejor no escribo ese libro porque esta es la peor frase que
puedes pronunciar cuando le acabas de echar una taza de café
hirviendo a tu jefe por encima.
—Vaya, si veo que hoy tu sentido del humor es arrollador —me
dice sonriendo. O riéndose de mí, a saber. Que lo mismo lo de la
camisa también es coña. No le pillo el punto a Bruno. A veces es
encantador y a veces es raro, diría que taciturno.
—Soy una caja de sorpresas. —Y lo digo en serio, sin ir más
lejos, publicista y trabajadora de una línea erótica… ¿Quién da
más?
—Pues espero que la caja de sorpresas —suelta con retintín— se
haya preparado para una reunión.
—¿Qué reunión? No había ninguna reunión en la agenda ayer
cuando me fui.
Hiperventilo, en serio, hiperventilo porque odio improvisar casi
tanto como lavar las camisas de los jefes.
—No, no la había porque la incluí yo, esta mañana, temprano —
matiza mirando su reloj caro, fijo que caro—. Son unos clientes
nuevos, así que puedes respirar.
—¿Qué quieren vender?
—Juguetes eróticos.
Casi vierto sobre sus zapatos el poco contenido que queda en mi
taza. Juguetes eróticos.
Definitivamente, esta va a ser la fiesta de las pollas.
Anda, mirad, si ya tengo eslogan.
2
La fiesta de las pollas

De pie, frente a la mesa, me tomo lo que queda en mi taza de café.


Recibo un mensaje por el chat interno de Bruno, en el que me pide
que pase por su despacho. Antes paro en la mesa de Aina.
—Le he echado el café encima al jefe —suelto como el que
saluda al entrar en el ascensor el último.
—¿Qué jefe? —murmura haciéndose la despistada—. ¿El mío o
el tuyo?
—El mío —respondo.
—¡Qué pena!
La sonrisilla malvada aparece reflejada en su cara y me hace un
pelín de gracia el asunto.
—Tenemos una reunión para una campaña de juguetes sexuales.
Voy a flipar —protesto enfurruñada.
—Ese tema lo controlas —me sigue susurrando mi amiga.
—Calla —la chisto por lo bajini.
—Miss Guarrilla. —Se ríe de mí.
Me voy con toda la dignidad que puedo cargar en mi cuerpo y
cagándome en lo que se dice finamente: su estampa.
Miss Guarrilla, sí, ese es el apodo tan chulo que me han puesto
mis amigos, incluida Aina, compañera de trabajo, de ambos
trabajos, por si es necesario matizar, que trae cola el asunto,
precisamente ella…
Mi avatar real es Lilah, eso lo sabéis. Hace ya unos meses,
cuando en una reunión de esas que hacemos en casa conté que
trabajaba en una línea erótica, se armó la marimorena, aunque, en
esa ocasión, a mi costa.
Que si era una putilla, que por qué me vendía, que si era
necesario llegar a esos límites y todo ese repertorio del tres al
cuarto. Obviamente, es muy distinto tener contacto sexual telefónico
que cuerpo a cuerpo. Esto es como un intercambio de intereses: yo
los escucho y finjo que me ponen cerda mientras me corto las uñas
de los pies, relleno unas berenjenas y las meto al horno o veo
alguna película subtitulada. A veces me esfuerzo algo más e
intervengo un poco, dependiendo de si me cae bien el cliente y de
mi estado de ánimo.
Y me pagan bien, cojones. Ea, ya lo he dicho.
Así que, retomando el tema, lo conté y llevo seis meses
arrepintiéndome de ello porque a Celeste no le hace ni puta gracia,
Unai me llama todos los días y me dice que se le ha puesto
morcillona por escucharme gemir en la habitación, y Aina se
descojona a mi costa porque, en un ranking de clientes extraños, yo
me llevo la palma. Miss Guarrilla soy yo desde ese día. Y Miss
Guarrilla seguiré siendo hasta el fin de mi existencia porque ya
sabéis que, una vez os ponen un mote, es jodido que te lo quiten y
menos si da tanto de sí como el de una servidora.
Tenía yo una compañera de clase a la que llamaban Betty
Espagueti porque sus piernas parecían dos patas de flamenco y
creo que hoy, con veintiséis años, sigue llamándose así. Es más, no
recuerdo su nombre. Tomad, crueldad absoluta.
Ya lo he asumido sin problema alguno, lo que pasa es que no por
ello me fastidia menos. Que conste en acta que yo me defiendo con
mi lengua afilada y viperina y, si eso no funciona, pellizco, que se
me da la hostia de bien.
Incisos aparte. Toco en la puerta de Bruno. Una invitación a
entrar me llega a lo lejos y cuando accedo al despacho me
encuentro a Ferran, alias la Reencarnación del Demonio, sentado
frente a él.
—Buenos días —susurro cuando entro y cierro. Como tarde
mucho en decirme algo, me derretiré y me convertiré en una
mancha en la moqueta.
—Acércate, Violeta —me pide Bruno.
Ferran permanece taciturno sin decir nada, eso sí, sin apartar sus
ojos de mí.
Cabeceo afirmando y hago lo que me dice. Tomo asiento tras su
invitación a hacerlo y me deja sobre la mesa un catálogo.
«Pollas». Guardo silencio, eso sí, es lo que se ve en primera
plana. Pollas de colores, con diferentes grosores y texturas.
—Ajá…
Moriría de vergüenza o debería hacerlo, sin embargo, me entra la
risa estúpida al ver eso ahí, frente a mi cara, y encima ponen una
rugosa y verde que parece el descendiente de un extraterrestre. Si
hasta los huevos son de ese color. He visto gelatinas de manzana
más apetecibles, lo juro.
—¿Qué ves ahí? —cuestiona mi jefe.
Arqueo una ceja.
—¿Es una pregunta trampa? —respondo. He pasado de
descojonarme al estupor en cero coma cero segundos—. ¿Una
troleada?
—Es nuestro nuevo producto —aclara Bruno.
—Yo con ese color no me la comería —suelto sin ponerme ni
roja.
Ferran flipa en colores, lo sé por la carraspera tonta que le ha
entrado. Bruno, en cambio, no dice nada, eso sí, me mira raro. Que
ya estoy acostumbrada a que lo haga porque, aunque él no lo crea,
lo he pillado en varias ocasiones.
—Bien… —Tose Ferran—. Pues queremos que la gente se las
coma. —¿Bromea o lo dice en serio? Que es una polla, no un dónut
relleno de crema pastelera.
—No todo es comerla.
Agacho la cabeza porque mirarlos en este momento, dicho esto,
es extraño.
—Da igual, queremos que se venda el producto —añade Ferran.
—Con ese color… —insisto echando abajo la cosilla en cuestión.
—Eso no puedes decirlo en la reunión —exclama Ferran y se
pone de pie. Está frustrado y no hay que ser muy listos para saber
que es por mi culpa—. Tenemos que vender el producto y que
nuestros clientes entiendan que lo conseguiremos.
—Con ese color no hay manera de venderlo —insto una vez más.
—Ella que no vaya a la reunión. No tenías que haberla dejado
ocupar este puesto —declara Ferran en un tono que no da pie a
réplica.
Este es otro tema a analizar. Yo no trabajaba para Bruno. Es
decir, sí trabajaba para él, aunque no en sus campañas. Otro daño
colateral de que su última ayudante se fuese. Y la anterior y la
anterior… Seguramente, yo esté en el puesto de la muerte y sea la
próxima a la que le corten la cabeza, es probable. En mi defensa
diré que necesitaba ese aumento de sueldo y me presenté
voluntaria. Y aquí estoy, negando en rotundo que esa gelatina de
manzana no se va a vender porque nadie querría ser penetrado por
algo que tiene color de extraterrestre. Fin.
—Ferran… —lo apacigua Bruno—. Por favor…
Bruno me mira con ojitos de cordero degollado, y yo le dedico un
alzamiento de hombros.
—No se va a vender porque tiene un color horrendo.
—Me olvidaba de que las mujeres quieren penes de color rosa —
ironiza Ferran.
—No. Las mujeres buscan placer, eso está claro y también algo
que sea mono.
—¿Mono? ¿Qué pretendes? ¿Que venga engarzado con
cristales de Swarovski? —me recrimina con ese tono tan suyo de
«estoy perdiendo la jodida paciencia».
—No… —me defiendo—, no hablo de eso, hablo de algo que con
solo mirarlo no dé repelús. ¿Tú te lo comerías?
Ferran me dedica la peor mirada que jamás me haya podido
dedicar y no exagero cuando digo que me odia por encima de todas
las cosas y que, si por él fuese, formaría parte de la larga lista de
desempleados que hay en este país. Lo que me distrae es la risilla
que suelta Bruno.
—No te rías, joder, mira lo que me ha dicho tu ayudante.
—Ayudante adjunta —aclaro. Por cuestiones de pasta y tal, que
no es la misma categoría.
Mi jefe, el de verdad, retoma la compostura esperando a que
digamos algo uno de los dos.
—Es la hora de la reunión. Vamos a ver qué nos explican y qué
productos tenemos que vender.
—Pero… ¿hay más?
No tengo suficiente con vender una polla radiactiva. Seguro que
me tocan unas pinzas de pezones con carga eléctrica o el puño de
Hulk para meterlo por…, por el chiquito que dejará de serlo.
—Hay más, claro, ¿qué esperabas?
—Vender otra clase de productos, no sé, aceites de masajes,
preservativos con sabor a plátano que no sepan a plástico, velas…
—¿Velas? ¿Acaso crees que vamos a una reunión de
aromaterapia? —interviene Ferran de nuevo.
No hay nada a lo que no le ponga una pega. El susodicho se
incorpora y se marcha dejándonos allí plantados.
—Ferran es buen chico —me dice Bruno tras el sonoro portazo
que debe de estar retumbando en el bar de enfrente, ese en el que
nos reunimos los viernes. Buen chico, dice—. Solo es un poco
intenso.
Con intenso quiere decir gilipollas, seguro. Nuevo sinónimo,
apuntadlo.
—Claro, claro —le disculpo yo también—. Todos tenemos un mal
día —aunque a él su mal día le dure 365.
—Acompáñame a la reunión y esperemos a ver qué nos dicen.
Nos interesa vender este producto, es una buena cuenta con la que
podemos crecer. Tenemos que hacerlo bien.
Asiento porque Bruno, por lo menos, es una persona cabal y no
suena como el imbécil de su amigo y, para más inri, socio.
Regreso a la mesa con el catálogo en la mano y me pongo a
ojear su línea erótica, que no la mía, claro. Y no hay nada,
absolutamente nada, que me llame la atención. O mi sentido del
gusto para las pollas es pésimo, o de verdad que estoy muerta de
cintura para abajo.
Segundo café del día y varias notas en una libreta, me dispongo
a ir a la sala de reuniones. Entro y veo que no soy la última.
Minipunto para mí.
Entiendo que mi jefe llegará de un momento a otro acompañado
de los directivos de Orgasmic, que así es como se llama la empresa.
Green Orgasmic es el nombre del pene verde, porque Vómito de
Extraterrestre no era nada comercial.
Aina se sienta a mi lado cuando llega.
—¿Lo has visto?
—¿El producto? —le respondo a su pregunta con otra.
—Sí.
—Como para no verlo. Me voy a pillar uno solo para guardarlo
dentro de Winnie, me vale como baliza si algún día me quedo tirada
en la autovía.
—Mira que eres… —Se descojona mi amiga.
—No sé cómo en los aeropuertos no sustituyen sus luces en la
pista por un Green Orgasmic.
Nos descojonamos a nuestras anchas hasta que vemos entrar a
Bruno acompañado de otro chico.
Debe de tener la misma edad que mi jefe y que Ferran. Sobre
unos treinta años. Ambos son rubios, aunque Bruno es más guapo.
Tiene el mentón mucho más marcado, el pelo más corto y los rasgos
más acentuados. Bruno es guapo —¿lo he dicho ya?—, mucho,
tanto como lo es de inalcanzable. Se dice, se cuenta y se rumorea
que tiene novia. Me imagino a una chica tan guapa como él y con un
porte altivo y elegante. No sé. Le pega esa clase de personas.
—No lo mires como si no hubieses desayunado —me provoca
Aina.
—Lo he hecho, sin embargo, aunque no fuese así, ten claro que
no lo miraría como si fuese mi primer café del día —la contradigo—,
Bruno es mi jefe.
—Y guapo —sentencia.
—Mucho. E inalcanzable —añado a ver quién da más.
—O no —me interrumpe—. Nunca se sabe.
—Se sabe…
Lo dejamos ahí porque es el momento de las presentaciones.
El gerente de Orgasmic se llama Michel y diría que tarda
demasiado tiempo en soltar mi mano en la presentación. Tarda tanto
que Bruno carraspea un par de veces.
—Es guapo —susurra Aina en mi oreja para que nadie lo
escuche.
—Cualquiera diría que me quieres vender la mercancía —
bromeo.
—Cualquiera, claro. —Se ríe mi amiga.
3
El extraterrestre

Un mensaje interno de Bruno arruina los que iban a ser mis cinco
mejores minutos de la semana. Cinco mejores minutos porque eran
los que pensaba tomarme para recoger mis cosas e irme.
—Joder —protesto—. No tienes un momento mejor, ¿no?
Me levanto de mala gana. Cuanto antes resuelva lo que quiera
que sea que tenemos que resolver, antes acabaremos con este
infierno.
Toco en la puerta y espero a que me diga, de nuevo, que puedo
pasar. Entro tras su consentimiento y lo observo con la camisa de
botones remangada hasta los codos, sin su habitual corbata y con
gesto cansado. Veo que la semana no ha sido mala solo para mí,
salvando las distancias, seguro que él no ha tenido que provocar
orgasmos por teléfono. O sí. Que una ya no sabe.
—¿Pasa algo?
Por un momento, la frase de mi hermana retumba en mi cabeza
como la explosión de una bomba nuclear: «Que no te despidan». ¿Y
si es eso? ¿Y si he dicho algo que no debería haber dicho?
—Sé que es hora de salir ya. Necesito que este fin de semana
analices algo en casa y que el lunes me digas ideas.
—¿Ideas sobre…? —Bruno sonríe de medio lado y por un
momento creo que mi hemisferio sur se despierta hasta que frente a
mis ojos se materializa mi peor pesadilla—. ¿Eso…?
—Sí —finaliza—. Eso.
—¿El fin de semana?
—Sí —insiste de nuevo.
—¿Tengo que…? —Como me diga que tengo que probar al
extraterrestre, pido un aumento de sueldo. Bruno se ríe. Siento
decirlo, espero que sea conmigo y no de mí. Maldito—. ¿Te estás
riendo de mí?
—Un poco solo. Tendrías que verte la cara. Estás entre la
estupefacción y el asco absoluto.
—Es una mezcla —admito, porque la verdad es que es lo mejor,
ser sincera—. No pienso probar eso.
La carcajada resuena en el despacho y juraría que Bruno
rejuvenece diez años cuando se ríe. Diez no, que exagero, unos
pocos solo.
—No es para que lo pruebes, es solo para que lo analices.
Suelto el aire que hasta ese momento no sabía que había
contenido y sujeto el juguete entre mis manos.
—Me da grima, lo juro.
Bruno me mira con intensidad mientras le doy vueltas al falo y
calculo la textura y grosor del aparato que tenemos que vender.
Carraspea y desvía la vista cuando nuestros ojos se encuentran.
—Necesitamos ideas para venderlo. Algo que haga que guste, no
que dé asco.
—Es que da asco. O lo mismo es a mí a la que le da asco. —Mi
jefe se recuesta en la silla y me echa un vistazo detenidamente.
¿Me está dando un repaso?—. ¿Qué haces? —le pregunto sin
entender.
—¿Yo? —me interroga clavando su mirada en la mía.
Miro hacia abajo, por si se me ha pegado un moco en la camisa y
ese brillo malicioso es el precedente a un chiste de los buenos. No
veo nada más allá que mi ropa, que, dicho sea de paso, sigue
impoluta.
—¿Qué tengo? —curioseo acojonada.
—¡Qué no tienes!, diría yo… —musita Bruno apartando la mirada
—. En fin, aprovecha el fin de semana y, cualquier cosa, te escribiré
por el chat interno.
—Es fin de semana y dijiste el lunes.
—Lo sé. He cambiado de idea —me rebate.
—Los fines de semana implican descanso. —Por lo menos de
este trabajo.
—Lo sé…
—¿Entonces?
—Cualquier duda…
—Ante la duda, lo hablamos el lunes —sentencio sin dar pie a
nada más. A ver si se va a pensar que por ser su nueva ayudante yo
voy a hacer horas extra.
Cojo el vómito de extraterrestre y me encamino hacia la salida del
despacho sin siquiera despedirme. Os juro que estoy a esto —
imaginaos el dedo pulgar e índice con una separación máxima de
medio centímetro— de girarme y darle el repaso yo a él.
Es mi jefe. Mi jefe que está bueno, pero mi jefe. Mi jefe
inalcanzable y con el que fantaseo al imaginar que me miraba como
si yo fuese su magdalena. Mi jefe.
—Violeta. —Mi nombre dicho con esa sensualidad con la que lo
hace suena a puro pecado. Y me giro. Me ha dado la excusa
perfecta para hacerlo—. Te olvidas de algo.
Su camisa desabrochada, sus puños remangados, sus
antebrazos fuertes, la barba de unos días…
Si me da un beso, tal vez vuelvo a la vida.
Su mano me roza ligeramente y, cuando pienso que me va a
acariciar, coge una bolsa y la sitúa frente a mí.
—¿Ehhh? —balbuceo sin entender nada.
—Más trabajo.
—¿Qué es eso? —pregunto buscando la coherencia a mis
palabras.
—Mi camisa.
—¿Qué camisa?
—La que me manchaste el lunes —sentencia sin perder la
sonrisa. Cojo la bolsa como una autómata cuando debería decirle
que no y entonces sí que salgo del despacho—. Buen fin de
semana, Violeta.
—Buen fin de semana…, capullo. —Esto, obvio, lo suelto una vez
he cerrado la puerta.
Bajo en el ascensor con esa cosa guardada en el bolso. Temo por
mi vida, básicamente, por si le da por despertar de la muerte y me
ataca, haciéndome una llave con sus dos huevos rugosos. Sí, he
dicho rugosos.
Llego a la plaza de garaje en la que hay cabida para varias
motos, me acerco a Winnie y la acaricio, es mi compañera desde
hace mucho tiempo. Tiene más años que una momia y es regalo de
mi abuela Tara, la madre de mi madre, esa que se supone que está
desaparecida y por la que íbamos a hacer una videollamada que
nunca hicimos porque mi madre tenía no sé qué cena o reunión o
vete a saber qué y lo pospusimos.
Le he prometido a Celeste que, tras recogerla en la pastelería,
pasaríamos por su casa. Así que guardo mi bolso en el
compartimento y me encamino hacia la zona de La Sagrada Familia
para recoger a mi hermana. Mi abuela vive en el barrio de Gracia, y
nosotras estamos en el centro. Vivimos en San Martín, cerca de la
Avenida Diagonal. No podemos quejarnos, puesto que la ubicación
es magnífica y tenemos todo a mano. Es una zona muy transitada,
aunque nos hemos acostumbrado a ello.
El piso es propiedad de mi madre, una de las herencias que mi
abuelo le dejó antes de fallecer. Mi abuela se quedó en el barrio en
el que vivían y de allí no hay quien la mueva, como Chanquete de
su barco, pues igual Tara con su casa.
Llego puntual a recoger a mi hermana y la espero, apeada en un
lado. Ventajas de viajar en Vespa, puedes parar donde te dé la gana
sin interrumpir demasiado el tráfico y evitando que te den bocinazos
a diestro y siniestro. Que la gente de Barcelona es muy maja, ahora,
paciencia, lo que se dice paciencia… O quizá soy yo la que carece
de ella.
Miro el reloj y saco el teléfono para ver si he recibido alguna
llamada en este tiempo y para escribirle a mi madre y comentarle
que no me he despistado de pasar por casa de la abuela.
Escribo un escueto mensaje en el grupo familiar y veo a mi
hermana salir con el teléfono en la mano y leyendo mientras se
acerca a mí.
—¿Qué tal el día? —me pregunta al llegar a mi altura.
—No me han despedido —susurro para sacarle una sonrisa.
—Bien —finaliza dándome su consentimiento—. Acabo de
recordar lo de abuela, ya me había despistado.
—¿En qué tendrás la cabeza? —le suelto a la vez que se pone el
casco—. ¿Será en alguien cuyo nombre empieza por U y termina
por I?
—Ni me hables.
—¿Qué ha pasado?
—Que me siento como una gilipollas de campeonato —se sincera
colocándose a mi espalda.
—¿Qué ha hecho? —pregunto temerosa. No me gustaría tener
que pegarle porque Unai me cae bien.
—¡Qué no ha hecho! —finaliza mi hermana.
—¿Quieres que hablemos de ello? —¿Una vez más?
—Luego —me pide.
—Es viernes —aclaro.
—¿Y? —inquiere sin percatarse de lo que le quiero decir.
—¿Reunión de trabajo?
—Vaya. Pues, ¿mañana?
—Le escribo a Aina.
—Hecho —finaliza.
No decimos nada más. Pongo a Winnie en marcha y me dirijo
hacia Gracia con Celeste a mi espalda.
Aina, Celeste y yo hemos hecho piña. O coco. O arándanos, que
me encantan. Parece que siempre utilizamos esa fruta para decir
que somos buenas amigas. Somos diferentes y no lo somos tanto.
Mi hermana puede que sea la más tranquila de todas o que
aparente serlo, sin embargo, debajo de esa figura de niñita tranquila
que no rompe un plato, con su pelo moreno al viento y sus ojos
claros, se esconde una pequeña fierecilla malvada, y Unai se la está
buscando.
En fin, que mi hermana está colada por Unai desde el mismo día
en el que se plantó frente a la puerta de casa con el periódico en la
mano diciendo que venía por el anuncio que habíamos puesto,
porque nuestro barrio mola, nuestro piso mola y nosotras molamos,
ahora, nuestra economía es pésima, mucho más desde que mi
hermana ha vuelto a estudiar, y desde que mi madre se fuera y nos
dejara con un piso la leche de bueno y bonito en el centro.
Dicho esto, y sin lloriquear ni decir que somos pobres como ratas
—aunque lo somos—, mi hermana Celeste subió al cielo desde que
se cruzó con el canalla de Unai, con su mirada de devorador de
mujeres y su culo de infarto. Lástima que haya tenido que bajar a la
tierra cuando nos dimos cuenta de que su lista de conquistas era tan
larga como su poca vergüenza y que le daba exactamente igual
gemir en su habitación mientras nosotras nos hacíamos un maratón
de Harry Potter en el salón.
Hasta que dejé a Dani, empecé en la línea erótica y ahora
gemimos los dos.
Y Celeste cree que Unai pasa de ella. Triste, pero cierto. Eso sí,
mi hermana sigue pillada, no puede evitarlo y ya no sé cómo decirle
que tiene que pasar de él. Aina también se lo dice, y ella nos da la
razón, claro, porque la tenemos, sin embargo, todo eso de boca
para afuera porque bien sabemos que donde manda el corazón no
entra la razón.
4
Os presento a Tara

Llegamos a casa de mi abuela en silencio, cosa lógica y normal


porque hablar con el casco y el viento es bastante complicado hasta
para nosotras.
Doy un par de vueltas para pillar un aparcamiento y a la tercera
va la vencida.
—¿Tienes la llave? —me pregunta mi hermana al percatarse de
que hemos llegado.
—En mi bolso. —Mi hermana asiente y me dedica una pequeña
sonrisilla. Saco las llaves y nos encaminamos hablando de cómo
nos ha ido el día a ambas en el trabajo. Omito toda la información
referente a Orgasmic, porque eso mejor mañana, cuando estemos
medio bebidas y podamos vacilar a gusto—. ¿Has hablado con
mamá? —le inquiero sabiendo que es la que más la llama y tiene
contacto con ella.
—Sí. Sin novedades, sigue en Boston. No saben cuándo se irán
de allí, ya sabes que ella vive al día, y Peter también.
Haciendo las oportunas presentaciones, Peter es el novio de mi
madre. Jugador de fútbol. Viajan mucho y, según cambie de equipo,
modifican su residencia. De ahí que ella diga que su vida está
dedicada a viajar, como si fuese la nueva Willy Fog.
Subimos al segundo piso y nos cruzamos en el rellano con una
de las vecinas.
—Por fin venís. Tenéis que darme vuestro teléfono. He tocado
varias veces esta semana en casa de vuestra abuela y nada de
nada.
Mi hermana intercambia una mirada conmigo y veo en su gesto la
preocupación.
—Tranquila —le digo al percatarme de lo que puede estar
imaginando.
—No me abre la puerta y no se escucha ruido dentro. Esta
semana no ha ido a clase de croché y tu abuela no se pierde una
clase. Que ella es la primera.
Por un momento dudo de si hemos hecho mal en no darle el
contacto a ningún vecino, no obstante, nos hemos limitado a seguir
las indicaciones de nuestra abuela sin pensar que la edad no pasa
en vano para nadie y que ella sigue viviendo sola «porque quiere y
porque puede», cito sus palabras textuales, no os vayáis a pensar
que somos unas desalmadas sin corazón porque os equivocáis.
—Gracias —responde mi hermana con vocecilla de corderito
asustadizo.
Me dispongo a abrir la puerta y nos giramos unos segundos para
confirmar que la vecina, equipada con su albornoz a pesar de que
no son más de las cuatro de la tarde, sigue asomada a la puerta,
esperando el chisme que le alegre la tarde.
Entramos y cerramos sin dar pie a mucho más.
—¿Abuela? —cuestiono al no percibir sonido alguno en la
vivienda.
—No huele mal. No puede estar muerta.
—¡Joder contigo, Celeste! Se te va un poco la cabeza, ¿no
crees?
—La vecina ha dicho cosas que… —se defiende.
—Y a ti te ha faltado poco y nada para darle nombre al asuntillo,
¿no?
Mi hermana se siente culpable, lo sé porque la conozco lo
suficiente y sé leer sus gestos como ella hace con los míos, ahora
bien, no le quito razón a sus elucubraciones porque hasta yo lo he
pensado, aunque me he puesto de digna.
—¿Tara? —pregunto de nuevo, aunque esta vez citando su
nombre.
—A mí no me llames Tara, que te crujo —responde saliendo de la
cocina con un paño en la mano. Si hubiese sido un cuchillo, me
haría falta un baño.
—Y ahí está —le digo mirando a Celeste a la vez que señalo a mi
abuela y restándole importancia a la amenaza y a la supuesta
desaparición—, nada como llamarla por su nombre de pila para que
reaccione. Seguro que regresa del infierno para darnos una colleja
si la llamamos así después de muerta.
—Cuenta con ello.
—No entiendo qué diversión le veis vosotras a eso de hablar de
la muerte porque maldita gracia me hace a mí —nos recrimina mi
hermana.
—Ah, mira, lo dice la que acaba de enterrar a la abuela de golpe
y porrazo —me defiendo.
—Ha sido culpa de la vecina.
—Chismosa esa, lleva toda la jodida semana tocándome a la
puerta. ¿No entiende que no abro porque no me da la real gana? Y,
cariño —le dice mi abuela con tono conciliador a Celeste—, la
muerte forma parte de la vida, mejor reírse de ella que temerle, ¿no
te parece?
—No —sentencia mi hermana con una firmeza que no da pie a
réplica.
Mi abuela alza los hombros y se mete de nuevo en la cocina.
A ver, a ver, a ver, que nos expliquemos. O bueno, mejor, puestos
a hacer presentaciones de todos, os diré que mi abuela Tara es muy
especial. Mucho. Es rara, casi tanto como yo. O más. Mucho más
que yo.
No es que sea antisocial, y esto lo tengo que decir porque la
vecina de enfrente es una pesada, y mi abuela es una mujer parca
en palabras. Es sociable selectiva, como yo la llamo o, lo que es lo
mismo —y la cito textualmente—, «habla con quien le sale de los
cojones». Hala, ya lo he dicho. Y Celeste es igual a ella en ese
aspecto porque, si mi hermana se pone borde, no la gana nadie.
Pero es antipática selectiva porque con Unai es un corderito. Lo que
no consiga un culazo…
—¿Qué os trae por aquí? —indaga desde la distancia.
—Mamá dice que te llama cada día y que no contestas.
—¿Os manda de espías? —inquiere cuestionando nuestras
reacciones.
—No —dice Celeste.
—Sí —me aventuro a afirmar con sinceridad.
—Tu madre cuando quiere también se las trae —especifica.
—Como si no la conocieras —le recuerdo, eso sí, sin acritud ni
nada de eso (ojitos en blanco aquí, por favor).
—Estoy en semana de reflexión —nos cuenta.
Ahh, vale, me deja más tranquila.
—¿Qué es eso? —interroga Celeste, menos mal que lo hace ella.
—Que no me apetece hablar ni salir. Estoy bien en casa, veo las
noticias, camino por el pasillo para que no se me entumezcan las
piernas y como lo que me da la gana de lo que me queda en la
nevera.
—Y digo yo…, ¿en todo ese proceso te has planteado que
nosotras nos podemos preocupar por ti, Tara?
La llamo Tara, a pesar de que tal vez me suelta un guantazo que
la cabeza me da tantas vueltas como un trompo cuando lo lanzan
bien.
—Le vamos a dar una copia de la llave a la vecina —insinúa mi
hermana.
Que la llame Tara le ha molestado, no obstante, lo que ha dicho
Celeste… Niña del exorcista en tres, dos, uno…
—Si haces eso, le diré a tu compañero de piso que estás loca por
sus huesos y que te molesta que traiga cada día una amante nueva
—No es cada día —se defiende mi hermana.
Abro el cajón de las galletas y saco el paquete. Bien, se avecina
salseo.
—Me da igual la afluencia, lo que te molesta es que se acueste
con otras que no seas tú.
—Uy, lo que ha soltado por la boca. ¡Eres mi abuela!
—Empezaste con las amenazas tú.
Relleno un vaso de agua por si se me hace bola tanta masa y por
el dulzor.
—¿Y a ti quién te ha contado eso? —Celeste me pone en el
blanco de su objetivo. Mucho había tardado yo en alcanzar—. ¡Tú!
—me acusa.
Me alzo de hombros y le resto importancia.
—¿Sabes que tu nieta trabaja en una línea erótica? —El dardo de
mi hermana va directo a la yugular.
—Me lo contó la última vez que estuvo aquí. ¿Te ha vuelto a
llamar el tartamudo?
—No. Lo echo de menos. Me lo paso bien con él.
—¿Se lo has contado? —cuestiona mi hermana atónita.
—Claro. ¿Por qué no? —me defiendo con otra pregunta.
—¿Y te parece bien? —le pregunta a mi abuela.
—Claro. ¿Por qué no? —contesta la susodicha con la misma
respuesta que he dado yo segundos antes. Sonrisilla al canto,
chicas.
—Dios las cría, y ellas se juntan —bufa mi hermana, que, aunque
ella no quiera, lo será siempre.
Mi hermana deja la cocina y se va al salón.
—Dale un margen, se le pasará en breve. Está molesta. Diría que
ha tenido una semana de pena.
—Y el chico ese sigue pasando de ella, ¿verdad?
—Así es —admito.
—Pobre. Debería rehacer su vida. ¿Cuánto lleva así?
—Meses o años, ya he perdido la cuenta. Desde que Unai vive
con nosotras y de eso hace ya…, pues bastante; desde que mamá
se fue a recorrer el mundo con Peter.
—Tu madre también ha cometido errores.
Mi abuela se sienta a mi lado, y ambas comenzamos a dar buena
cuenta del paquete de galletas.
—Ya se me ha pasado —dice mi hermana segundos después. Se
sienta a nuestro lado y nos imita—. Las galletas de arándanos son
las mejores —matiza como si minutos antes no hubiesen montado la
Tercera Guerra Mundial en esta misma cocina.
—Ahora que ya hemos hablado de lo que teníamos que hablar…
Sabes que no está bien que no contestes al teléfono ni a mamá —le
explico—. Tienes una edad, y nos preocupamos si no logramos
comunicarnos contigo.
—Pues mira qué fácil ha sido hoy. Venís a verme y listo. —
Argumento sólido donde los haya, claro que sí.
—Tienes razón, pero teniendo en cuenta el trabajo, las clases y
demás… —se justifica mi hermana.
—Vale, vale. Lo que faltaba, que me echéis una bronca con mi
edad. A esto se le puede considerar rejuvenecer, ¿verdad? —
bromea.
—Claro —afirmo dándole la razón—. A esto se le puede llamar
como quieras.
Y nos acabamos el paquete de galletas, lo malo…, lo malo es
que abrimos otro.
5
Necesito una vía de escape

Me gustan los viernes noche, me gustan las reuniones entre


compañeros en el bar de enfrente del trabajo. Eso sí, me gustan
mucho más cuando no está Dani entre los asistentes.
—Vaya, vaya, ¿has venido? Pensaba que hoy tendrías mejores
cosas que hacer. —Ese tonito, justo ese tonito tan suyo, me crispa.
—La verdad es que tengo mejores cosas que hacer siempre y
cuando tu careto no entre en la ecuación —le respondo con asco.
Dani, mi ex, el gilipollas más grande que pisa la faz de la tierra,
más incluso que Ferran, y eso ya es decir, está frente a mí,
plantado, como si le debiese algo, no sé, la vida, por ejemplo. Y me
provoca. Desde que lo he dejado me provoca más y más y no solo
eso, cree que tarde o temprano regresaré a él, como si no hubiese
tenido suficiente dosis de dominantes y controladores en mi vida. El
cupo lo llenó y con creces.
—Siempre me ha puesto esa faceta tuya. —Lo deja en el aire y
sé que es un desafío más de los suyos—. Cuando te pones fiera me
gustas más porque es cuando más ganas me entran de domarte.
¿Domarte? ¿Ha dicho domarte? ¡Esto es nuevo!
Hasta hace bien poco, lo que le gustaba de verdad, lo que le
motivaba era hacer de mí lo que quisiera; es decir, quería que fuese
una copia en tres dimensiones de lo que para él era una mujer
perfecta o lo que él consideraba como tal porque, ¿quién es
perfecto? ¿Y quién quiere serlo?
Durante mucho mucho tiempo, creí que realmente estaba llena
de taras, de fallos, de matices que nadie querría ver en una chica.
Mi forma de hablar, mis tics, mi manera de comportarme o de
vestirme, nunca nada encajaba con el modelo que Dani tenía en su
mente y era frustrante porque, cuando quieres a alguien, solo
deseas ser eso que haga que beba los vientos por ti y en eso no
entran los fallos.
Dani supo hacerlo bien y todavía, a día de hoy, hay momentos en
los que me planto frente al espejo y me veo mal, veo a una chica
que no me gusta o que no gusta y puede que ese sea uno de los
motivos por los que no me planteo ningún tipo de relación ni física ni
emocional porque implicarse tiene consecuencias que quizá no
estoy preparada para afrontar.
Intento no pensar en ello, en lo que han causado en mí sus
palabras y lo que siguen provocando y no es más que una realidad:
dudas, miedo, incertidumbre, desgana… y así podría seguir hasta
mañana. No hay nada peor que no quererse una tal y como se es,
aceptar las taras y quererlas también, porque eso, al fin y al cabo,
forma parte de lo que somos.
«Mentalidad de tiburón, Violeta». Las palabras de mi abuela
resuenan en mi cabeza con fuerza.
—Dani, piérdete —finalizo con desdén, intentando que no vea
que me sigue afectando, que si estoy lejos de él controlo mis
inseguridades, no obstante, cuando lo tengo revoloteando alrededor,
sigo recordando a esa Violeta que tiene alguna que otra estría, que
frunce el ceño cuando algo no le gusta o que dice las cosas tal cual
las piensa y ya se verá qué sucede después.
—Entre tus piernas hace tiempo que no me pierdo.
Su mano se acerca peligrosamente a mí. Recuerdo como si no
hubiese pasado nada de tiempo la forma en la que golpeaba mi
autoestima sin pudor alguno y luego prodigaba una caricia suave en
mi oreja, como el que intenta domar de verdad a un animal salvaje y
le da una de cal y otra de arena. Triste, pero cierto. Y más triste
reconocer que funcionaba.
—¿Interrumpo algo?
Aina hace acto de presencia sujetando mi mano con fuerza,
recordándome eso que se me olvidaba por completo, que Dani es
pasado, un pasado doloroso que dio forma y vida a una Violeta que
se prometió no volver a caer en sus redes por muy guapo, sexi y
divertido que pareciese. Porque no a todos los lobos se les ve venir
de lejos ni insinúan los colmillos cuando te los cruzas y ese es Dani.
Una réplica exacta de esa definición.
—Violeta y yo estábamos teniendo una animada y cálida charla…
—ronronea.
Lo intenta, con ella también, pretende que Aina caiga en las
garras de su encanto lobuno. Ese es su patrón. Su modus operandi.
Sabe qué decir en cada momento y lo hace a la perfección.
—Violeta tiene mejores cosas de las que charlar, conmigo, por
ejemplo —indica Aina, dando a entender que con ella no hay nada
que rascar.
—¿Y cuáles son esas cosas?
La mirada, el gesto que muestra como si le restase importancia a
sabiendas de que sí se la da, la sonrisa perenne, el porte altivo y
elegante y la sensualidad que le caracteriza. Eso es lo que me
conquistó.
—Chicos —suelta Aina.
La miro durante unos segundos que se me tornan eternos, eso sí,
he conseguido apartar la vista de Dani.
—¿Chicos? —pregunta él asombrado. Supongo que de todas las
respuestas plausibles esa no se la esperaba.
—Chicos, citas, rolletes, sexualidad… Ya sabes, cosas de chicas.
—Mmmm, cosas de chicas… —Lo deja en el aire clavando la
vista en mí, buceando en mis ojos, para intentar encontrar cuánto
hay de realidad en las palabras de Aina y cuánto hay de ficción.
—Te dejamos, he venido a buscarla.
—¿No os quedáis? —interroga buscando algo más de
información.
—No, ya sabes. —Le guiña un ojo Aina—. Cosas de chicas.
Me dejo arrastrar hacia la salida aún de la mano de mi amiga sin
mediar palabra con ella. No sé si estarle agradecida o dejarme caer
al suelo.
Frenamos los pasos cuando Aina distingue a Winnie aparcada en
la esquina del trabajo. Me quedo parada en seco cuando suelta mi
mano y espero a que ella diga algo, que rompa el silencio y que
haga que todas esas palabras que siguen resonando en mi cabeza
dejen de hacerlo: miedo, temor, confusión, inseguridad…
—Respira. —Es lo único que me pide—. Respira —insiste una
vez más.
Me acuclillo, y ella baja hasta colocarse a mi altura.
Parece mentira cómo es capaz de romper toda mi coraza y mi
fuerza, esa que tanto me cuesta reconstruir en tan pocos minutos.
—No entiendo cómo lo hace —musito ahogada
—Da igual cómo, lo que importa es por qué —farfulla
exasperada.
Alzo la vista y me quedo mirando a mi amiga.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué quiere joderte de esa forma? ¿Qué gana con ello? —
Aina medita unos segundos antes de proseguir—. Supongo que la
razón está intrínsecamente ligada a su ego: lo dejaste y le duele en
su orgullo de machote.
—¿Ocurre algo?
Ambas pegamos un pequeño bote, y yo casi me caigo al suelo de
culo. Alzo la vista y me encuentro con la mirada de mi jefe. Me había
olvidado de que la cafetería en la que nos reunimos los viernes está
situada frente al trabajo.
—Se me ha perdido una lentilla —musita Aina llevándose un
dedo al ojo—. Dudo que la encuentre, así que, Violeta, cielo, te toca
llevarme a casa.
Nos incorporamos ambas, y Aina se coloca junto a Winnie.
—Sí, yo te llevaré —le digo rebuscando las llaves en el bolso.
Abro el pequeño compartimento y le tiendo a Aina el casco que
utiliza Celeste, total, ella ha venido en metro, seguro.
Bruno parece no entender nada y me imagino que duda de
nuestra vieja y más que utilizada excusa. Termina asintiendo cuando
coloco las llaves en el arranque de mi querida amiga del alma.
—¿Es tuya? —me pregunta con el semblante lleno de curiosidad
y sorpresa.
—¿Winnie? —indago para asegurarme de que se refiere a ella.
—Sí —afirma sin perder la sonrisa y ¡joder!, lo único que pienso
es que en la oficina no sonríe así y que me gusta ese gesto—.
¿Winnie, has dicho?
—Claro. Es mi niña mimada. Y, como tal, le he puesto un nombre.
—Acorde a su color —explica Aina interviniendo—. ¿A que mola?
Bruno solo cabecea afirmando, sin señalar nada más.
—¿Estáis bien? —objeta Bruno de nuevo.
—Claro. Es viernes, ¿quién no estaría bien un viernes? —Intento
sonar convincente, ¿qué otra cosa puedo hacer? No creo que sea
plan contarle mi patética vida y, siendo sincera, dudo que le interese
escucharla.
Bruno nos escruta de nuevo y me doy cuenta de que
probablemente no se lo haya tragado, aun así, asiente y nos deja ir.
—¿No vais con el resto? —Una última pregunta. Dirige la mirada
hacia la cafetería tras formularla.
—Hoy no —contesto.
—La compañía no es del todo grata —añade Aina.
Bocazas.
—¿Por qué? —inquiere Bruno. Mi jefe baja las manos y apoya la
chaqueta en el bolso del portátil mientras espera una respuesta.
—En realidad, me duele la cabeza —finalizo.
—Mucho trabajo —especifica Aina, a la que decido darle un
codazo porque cada vez que abre la boca sube el pan.
Bruno sonríe de nuevo.
—Pues buen fin de semana y espero que descanséis.
—Buen fin de semana —responde Aina.
—Espera —le pido—, ¿por qué nunca vas los viernes con el
grupo? —Ni siquiera me he parado a pensar el motivo por el que he
formulado semejante cuestión.
Percibo en el gesto de Bruno la sorpresa ante mi pregunta,
inmediatamente se recompone y sonríe de nuevo. EM-BO-BA-DA,
así me hallo.
—¿Acaso te gustaría que fuese?
Aina comienza a darme leves toques con su pie, suaves e
imperceptibles, salvo que mires, y yo, al instante, me pongo tensa.
—No, no, es mera curiosidad —especifico restándole importancia
—. Como va casi todo el mundo…
—Incluido Ferran —apostilla Aina intentando ayudarme.
De nuevo, Bruno me mira con lentitud, me recorre con una calma
extrema y me siento como una niña pequeña cuando estrena las
zapatillas rojas con pompones de colores y las pasea frente a sus
amigas.
—Buenas noches —finaliza.
Nos quedamos allí paradas, las dos, solo observando el
deambular de Bruno. Yo esperando a que se gire, y Aina…, Aina
mirándole la retaguardia como hace siempre.
—En este preciso instante puedo decir que no exageras un ápice
—musita en un tono bajo, apenas perceptible.
—¿En qué exactamente?
—En decir que tienes muerto el cuerpo de cintura para abajo.
Chica, a mí me miran así y juro que me chorrea el…
—Para —la corto antes de que prosiga con su frase. Bien
sabemos lo que mi amiga va a soltar por esa boca.
—Chirri —termina.
—Es mi jefe —termino.
—Es un chico —contrataca.
—Ese es un gran argumento. Es un chico —especifico.
—No todos son Dani —me rebate sabiendo por dónde van mis
tiros.
Nos quedamos en silencio porque esta conversación la hemos
tenido mil veces, y siempre llego a la misma conclusión: soy yo.
—Anda, vamos a casa, necesito tomarme algo fuertito.
Aina se coloca el casco, y nos subimos en Winnie.
Puede, y solo puede, que tenga que reconocer que mi hemisferio
sur, quizá, no está muerto del todo.
Ahora bien, esto mejor no se lo digáis a nadie.
Seguiremos informando.
6
Seguiremos informando

Bruno
El encuentro de anoche sigue presente en mis pensamientos, a
pesar de que he intentado obviar en todas las ocasiones la mirada
perdida de Violeta.
Es una chica extraña, una chica fuera de lo común en muchos
sentidos y eso me tiene… ¿obnubilado?
Trabajo con ella hace relativamente poco tiempo, ya sabéis, una
vacante, un puesto a cubrir, promoción interna, entrevistas y,
aunque Ferran no estaba de acuerdo en que fuese Violeta quien lo
ocupase, las referencias que me habían dado de ella desde el
departamento que ocupaba me hicieron decidirme. Eso, y la
cantidad de veces que la he observado a hurtadillas desde la
escalera. Un auténtico patán, si queréis ponerle nombre al asunto.
Ferran y yo somos socios desde hace años. Fundamos juntos
Valcárcel&Co. Ambos compartimos apellido y, aunque no nos une
ningún lazo de consanguinidad, lo que sí lo hace es una amistad.
Somos muy diferentes y tenemos distintas formas de gestionar
nuestros proyectos. Que seamos socios no quiere decir que
tengamos la misma filosofía ni la misma manera de trabajar, ni
siquiera de relacionarnos, por eso supongo que no quería que
Violeta fuese mi nueva ayudante adjunta y quizá por eso el resto de
ayudantes se han marchado sin mediar palabra, porque Ferran es
bastante exigente y termina metiendo las narices en mis asuntos y
encontrando pegas a todas y cada una de mis empleadas.
Me sirvo una copa de bourbon en un vaso lleno de hielo y lo
remuevo, dejando que el líquido ambarino se enfríe y se mezcle.
Abro la cortina y, mientras agito por inercia la copa, me apoyo a
observar la ciudad.
Desde mi apartamento hay unas vistas increíbles de Barcelona.
La Sagrada Familia se otea desde mi posición y, aunque es una
zona ruidosa, me he acostumbrado al bullicio y sería incapaz de
cambiarlo por algo más tranquilo.
El portero suena. Debe de ser Ferran.
Le doy un trago a la copa y me encamino hacia la puerta para
abrirle.
Pulso el botón sin siquiera preguntar quién es, entreabro mi
puerta y me vuelvo hacia la ventana.
—Cualquier día entra alguien y te atraca —saluda Ferran al
acceder al salón de mi casa—. ¿Has empezado sin mí?
—Sírvete —le digo.
Ferran se encamina hacia la cocina, y escucho cómo trastea en
ella.
—Hoy ha habido jaleo en la cafetería. He apostado con Daniel a
que no era capaz de llevarse a la cama a la tía esa de Recursos
Humanos.
—¿Apostado? —pregunto desviando la mirada hacia él.
—Claro. El dinero lo hace todo mucho más interesante.
Trescientos pavos más rico voy a ser.
—¿Has ganado? —inquiero dándole un trago a la copa.
—Tiene una semana para conseguirlo, hasta el próximo viernes.
Dudo que la chica caiga, Daniel es bueno en lo que se propone,
pero la de Recursos Humanos, que, dicho sea de paso, no sé ni
cómo cojones se llama, es más seca que un esparto.
Niego con la cabeza, asqueado, porque eso no me gusta de él,
esa parte de Ferran en la que cree que toda persona tiene un precio
y que el dinero lo arregla todo no encaja con mi filosofía. Muchas
veces lo dejo hablar y no me enzarzo en trifulcas que no van a llegar
a ningún sitio.
—Daniel es…
Me contengo antes de decir lo que realmente pienso de él.
Porque he visto determinadas cosas que no me convencen en su
carácter, sin contar con las que Ferran me ha contado. No obstante,
Ferran opina todo lo contrario, es un hacha en lo suyo y eso no se lo
puedo negar, lleva las ventas en la sangre y vende cualquier
campaña publicitaria. Creo que sería capaz de vender pan a alguien
que no tenga dientes y por eso sigue en plantilla, sin contar con que
Ferran lo defiende a capa y espada.
—Lo sé, lo sé, es un puto crack.
—Claro, claro.
—En fin, nos lo hemos pasado bien, según parece, Daniel tuvo
alguna movida con tu ayudante, porque me comentó que no estaba
de humor y que era por ella.
—¿Movida? ¿Qué movida? —indago buscando más datos que
me den pistas del motivo por el que la encontré fuera del local con la
cara desencajada y acuclillada. Lo de la lentilla no tenía sentido
alguno y esto lo reafirma.
—Ni lo sé ni me interesa. Ya sabes que la chica no es de mi
agrado. Tiene algo que me da mala espina.
—No la conoces. —Mi voz suena excesivamente cortante y me
doy cuenta de ello al momento. Ferran me mira con cara de no
entender nada y una leve sonrisilla aparece en su rostro.
—¿Te la quieres follar? ¿Es eso? Ya sabes que me lo puedes
contar, Bruno. Somos colegas.
Doy un largo trago y vacío el contenido de mi copa. Me encamino
hacia la cocina para añadir hielo al vaso y rellenarlo de nuevo en un
intento de hacer algo más de tiempo.
Regreso al salón, y Ferran se ha tumbado en el sofá biplaza y
sus piernas reposan en la mesa de centro.
—No me gusta que hagas eso —le recrimino.
—No me has contestado, Bruno. ¿Te la quieres follar?
—No me la quiero follar, Ferran, no todo pasa por follar. Es algo
más sencillo, tan fácil como que no la conoces y no sabes nada de
su vida.
—¿Acaso tú sí? Daniel dice que la tía es una aprovechada y una
arpía.
—Vaya, al final sí que habéis hablado de ella —le reprocho.
—No, no hablamos de ella. La ha mencionado en alguna ocasión
y me ha contado el rollo que se traían entre ellos.
—Que no te caiga bien no quiere decir que no trabaje bien.
No quiero que me cuente nada más del tema porque, además de
que Daniel no es de mi agrado, tengo serias dudas de que lo que
cuente sea todo cierto y no hablo solo de Violeta, sino de él en
general.
—Vale —concede—, si no atañe a tu vida privada, me parece
genial. Y Bruno, si quisieras follártela, te doy mi beneplácito, porque
yo no la tocaría ni con un palo.
Quizá debería contestarle alguna frase de esas manidas, algo
que haga que Ferran deje de comportarse como un gilipollas porque
lo es en cuanto a mujeres se refiere, y puede que deba dejar de
preguntarme por qué seguimos siendo amigos cuando no tenemos
nada que ver el uno con el otro. Y puede, una vez más, que en su
defensa y en la mía deba decir que es el hermano de mi exmujer y
que, además de Valcárcel&Co, eso nos unió en su día y lo sigue
haciendo hasta hoy, a pesar de que me he divorciado y de que mi
ex, su hermana, se ha vuelto a casar.
—¿Qué tal va la campaña publicitaria? —le pregunto.
—¿En serio vamos a hablar de trabajo?
—Cierto —admito.
—Eres un obseso del trabajo, en serio, necesitas divertirte,
necesitas hacer algo que te distraiga del día a día y lo bueno es que
tengo una idea cojonuda, pero cojonuda de verdad.
Le doy otro sorbo a la copa para, posteriormente, mover el vidrio
y dejar que el líquido dance a sus anchas. Esto está peligrosamente
cerca de convertirse en un acto reflejo cuando no tienes nada que
decir o que aportar. Tomo asiento frente a Ferran y espero en
silencio a la vez que él busca algo en su teléfono. Lo veo sonreír
complacido cuando lo encuentra. Amplía la pantalla y la coloca
frente a mis ojos, de forma que lo pueda leer.
Alzo la vista y espero una explicación al respecto.
—¿Una línea erótica? —inquiero entre estupefacto y divertido. A
ver, que la cosa tiene su aquel.
—Son putas por teléfono. Ya sabes, te la ponen dura sin que les
veas la cara.
—Ya, ya, lo he entendido, a ver… Y, digo yo, ¿para qué cojones
quiero yo una línea erótica?
—¿De verdad quieres que te lo explique? —me demanda con la
ironía y el sarcasmo reverberando en su tono.
—La teoría me la sé, Ferran —le cuento—, lo que no entiendo es
qué clase de locura se te ha ocurrido ahora.
—Es fácil, llamamos, nos lo pasamos bien, nos reímos un rato,
disfrutamos del momento y nos corremos. Tiene su punto, ¿sabes?
Porque puedes fantasear con cómo será la persona que esté al otro
lado y lo mismo es fea como un horco, eso sí, no nos vamos a
enterar porque no las conoceremos ni ellas a nosotros. Yo veo
ventajas y solo ventajas.
—Ya… Ventajas.
Vacío de nuevo el contenido del vaso y el calor del alcohol
desciende por mi garganta. Puede que sea fruto de las dos copas
que me he tomado en cuestión de poco tiempo o del lapso que hace
que no mantengo relaciones sexuales con una tía, puede que sea
una idea cojonuda que no implique nada más que un desahogo,
algo físico y que, el no tener que entablar una conversación para
conseguir follar, sin citas, sin florituras y sin esa parafernalia,
retumba en mi cabeza diciéndome que es una opción de puta
madre, y que Ferran, por fin, ha propuesto algo que no me
desagrada del todo.
—¿Llamamos o qué?
Me incorporo y coloco la copa sobre la mesa.
—¿Cuál es el plan?
Mi amigo asiente, satisfecho con mi respuesta, y se bebe el resto
de su copa, dejando su vaso al lado del mío.
—Llama y prueba —sentencia con firmeza.
—¿Y tú? —le pregunto.
—Yo también, eso sí, casi que prefiero hacerlo en privado. No me
pones, tío, lo siento en el alma.
Sonrío y le tiendo su teléfono para que lo desbloquee y poder
releer el anuncio en cuestión.

Línea erótica.
Hacemos realidad todas tus fantasías sexuales sin necesidad de
moverte de casa.
Rubias, morenas, tetonas, culonas, ¿qué necesitas? ¡Lo tenemos!
Te correrás de gusto…

—Como publicistas son pésimos —añado jocoso.


—Ese es otro tema. Podemos hacerle una oferta, si eso, no
obstante, otro día, ahora lo que nos interesa es lo que nos interesa
—especifica Ferran.
Y no sé por qué, pero me dejo convencer.
7
La polla radiactiva

—¡Esto es lo que me trae de cabeza este fin de semana!


Seis pares de ojos estupefactos, dos ojipláticos, otros dos entre
jocosos y alucinados, y los dos últimos, intentando calcular el largo y
el ancho de la polla que acabo de dejar sobre la encimera de
nuestra cocina americana.
—Por si queda alguna duda, y sin ánimo de sonar como el
enterado de la clase, eso es…
—¡Una polla verde! —grito convencida de que Unai va a hablar
de sus características específicas y, con ellas, hago referencia al
color, que es lo que me trae de cabeza.
—Yo, definitivamente, eso no lo compro. ¿Verde? ¿En serio? ¿Es
que no había otro color? —cuestiona Aina descojonada.
—¡Si es que tiene hasta los huevos rugosos! —exclamo
acongojada y señalándolos.
—Los huevos no son rugosos —protesta Unai.
—Haberlos haylos —matiza Aina sin perder la sonrisa.
—Los míos, desde luego, no.
—Los de mi chatín tampoco, obvio, que yo a veces los lamo.
—Por favor.
Me llevo la mano a la cabeza intentando evitar que la vergüenza
que siento al escucharla hablar de esa manera me mate.
—Que él se los rasura, ehh, que conste en acta. ¿Y tú?
Obviando el gesto de asco absoluto que pone mi hermana, Aina
la increpa porque, de todas las cosas que se han pronunciado en
esta barra, ella ha sido la única que ha permanecido en total y
absoluto silencio sin decir ni mu.
—Tal vez ella también se rasura —interviene Unai.
Celeste frunce el ceño porque sabe que Unai lo dice de broma y
la realidad es que a ella le encantaría que él lo descubriese bajando
sus braguitas y haciéndole cochinadas varias.
—Si me rasuro o no, no es asunto vuestro —sentencia.
Yo carraspeo con fuerza intentando mostrarle mi desacuerdo. Lo
hemos hablado mil veces, si se comporta como una colega y le
corta el juego a Unai, lo normal y lógico es que él entienda que para
ella no significa nada y que pase de su culo peludo.
—Se lo rasura —añade Aina señalando a mi hermana.
—Mentira —intercede—, me hago el láser.
—Y digo yo, así, como nota informativa y tal, ¿qué hacemos
hablando del chirri de mi hermana cuando deberíamos estar
analizando las ventajas y desventajas de lo que yo he denominado
con clase y estilo «La polla radiactiva»?
—Que a ti te paguen por esto no tiene precio —argumenta mi
hermana.
—Te recuerdo, bonita, que tu hermana recibe dinero por las
pollas, sí, y no solo de goma.
—Si es que… —Deja mi hermana en el aire la queja que todos
vemos venir.
—¿Y no me pueden contratar a mí para eso también?
—¿Acaso entre turno y turno en el consultorio del centro de salud
piensas ponerte a atender llamadas? Yo lo visualizo. —Y le doy voz
—: Espere, señora Concha, un minuto solo. La señora Concha,
tumbada en la camilla mientras Unai coge el teléfono, pone voz de
chulo de playa y contesta: ¿Qué llevas puesto, nena? Sea lo que
sea, pienso arrancártelo con los dientes y comerme todo tu
apetitoso y jugoso centro.
—¿Me creéis si os digo que me he puesto cachondo? —Se
descojona Unai a mandíbula batiente.
—Ya esto es el colmo.
Mi hermana se incorpora de un salto, tira a la basura los restos
de una tosta a medio comer y deja el vaso en el fregadero para,
posteriormente, irse con una mosca de tres pares de cojones.
—¿A esta qué le pasa? —pregunta Unai al ver la forma en la que
Celeste, la dulce y complaciente Celeste, abandona la estancia y da
un sonoro portazo.
—Nada, nada —la disculpo.
Aina y yo intercambiamos una triste mirada y evitamos que se
nos note en el gesto que nos preocupa la situación de Celeste y su
amor por Unai. Si es que yo ya sabía que esto no iba bien y que
Celeste lo iba a pasar mal.
—Explícame un poco el asunto, que yo de publicista tengo lo
mismo que de economista, sin embargo, intentaré visualizar el
producto —me anima Unai.
—Tranquilo, si quieres visualizar el producto, solo tienes que
mirar hacia abajo. Ahí, ahí —le indica Aina cuando le echa un
vistazo de nuevo el aparato en cuestión.
—Es una campaña publicitaria que han aceptado, supongo que
porque ofrecen pasta, porque estamos flojos de curro o por pena.
No encuentro otro argumento que avale este trabajo, de verdad —
me disculpo. Mi compañero de piso y mi amiga asienten dándome el
beneplácito para que continúe con el «asunto»—. Se llama Green
Orgasmic.
—Pffff —bufa Unai.
—Caca de la vaca. Quizá si lo llaman «Pollatronic» venden más.
—Y nos descojonamos, pero le veo la lógica a las palabras de Aina.
—La empresa se llama Orgasmic y lo de Green, pues es el
añadido y dicen que va a revolucionar el mercado de los juguetes
eróticos.
—Eso quiero verlo yo —se burla Aina.
—¿Y qué hace? —cuestiona Unai.
—¿Aparte de lo evidente? —le respondo con una pregunta.
—Algo tendrá de especial, ¿no?
—Su color —añado poco convencida.
—¿Lleva pilas? —inquiere Unai. Sujeta la polla radiactiva en la
mano, y ambas lo miramos a la vez que le da la vuelta. Esa cosa se
mueve de un lado al otro como si fuese una gelatina cuando la
sacas del envase plástico—. ¡Aquí está! —finaliza como si hubiese
encontrado el tesoro que llevábamos tiempo buscando—. Se puede
cargar y utilizar. Como un móvil.
—Patético —me recrimina Aina porque yo no he pensado ni en si
lleva pilas, si se carga o no, la verdad.
—¡Joder! —me defiendo—. Error de principiante.
—Imposible, has tenido que tener pollas de esas en las manos —
se burla mi amiga.
—Jamás verdes y menos que me den tanta repulsión —me
defiendo.
—Vamos a ver qué hace —añade Unai. Cualquiera diría que está
hasta emocionado.
—Ojo, Unai, a ver si te va a gustar —lo pincha Aina.
—Lo mismo sí y lo incluyo entre mi arsenal.
—Guarda un arsenal en su habitación. Le tiene prohibido a
Menchu siquiera acercarse —me chivo.
—Lo limpio yo —especifica antes de que le digamos de todo
menos bonito.
Miro hacia la habitación de mi hermana, que sigue encerrada
dentro, y en cierto modo hasta agradezco que se haya marchado
porque no creo que sea plato de buen gusto que escuche a Unai
jactándose de lo que usa y no usa, sumando a todo eso que no es
con ella. Ya bastante tenemos con escuchar gemir a sus conquistas.
Aina alza los hombros, y yo doy por zanjada esa conversación
poco interesante para mi gusto.
—Vamos a probarla —anuncio.
Unai se levanta y se acerca al mueble del salón para enchufarla.
Aina y yo aprovechamos el tiempo para cuchichear entre nosotras.
—Flipa con tu hermana —me dice Aina.
—La pobre —musito.
—Ya, la pobre. Lo hemos hablado cientos de veces y no puede
seguir en ese plan si es que ni siquiera se le insinúa.
—Ya, ya. Es que Celeste es muy reservada y le cuesta —la
defiendo.
—Tenemos que hacer algo.
—Claro, claro, no te jode —protesto—, ¿encerrarlos en una
habitación te parece bien?
—Cojonudo —admite.
—Era una coña, Aina, que te veo capaz.
—Capaz o no, hay que hacer algo.
—Hablar con Celeste.
Aina asiente de nuevo y cierra el pico cuando escuchamos los
pasos de Unai acercarse de nuevo.
—Observad y aprended de papi. —Finjo unas arcadas, y Aina se
descojona en alto—. Malvadas —nos acusa Unai entre risas,
entretanto va moviendo la silicona esa antes de darle al botón—.
¿Esto no trae mando?
—¡Y yo qué sé! —me defiendo—. Mi jefe solo me dio el manubrio
y me dijo que tenía que buscar ideas y eso.
—¿Y de probarlo no te dijo nada? —cuestiona Aina.
—Paso —resuelvo antes de que insista.
—Yo lo pruebo y te lo cuento. Lo limpio al acabar, seguro que
Unai me dice qué producto utiliza él.
—Lejía —añado sin ponerme ni roja.
Mientras nos echamos rollos en cara, y bromeamos entre
nosotros, mi compañero de piso se pone a juguetear con el artilugio.
—Esta mierda no funciona.
—Anda, mira, lo que yo he dicho. Quizá ese eslogan es el que le
voy a presentar a Bruno el lunes.
—Probablemente, te despida —zanja Aina.
—Ferran se alegraría —ironizo.
—Sí, quizá hasta me sube el sueldo.
—Gilipollas ese, qué puñetero asco le tengo —especifico.
Unai coloca la polla radiactiva sobre la mesa de un golpe, como si
hubiese perdido la poca paciencia que le quedaba y ya se hubiese
aburrido de juguetear con el aparatito y de buscar el botón de
encendido.
Cuando la golpea contra la mesa, la cosa esa comienza a dar
botes y cae, quedando tumbada, por el movimiento, la vibración y
todo el pack ese de lo que hace. El asunto es que nos quedamos en
estado de estupefacción porque lo que parece es el gusano gordo
de la película Bichos, ¿la habéis visto? Y se mueve por la mesa
como si estuviese reptando por ella.
—Joder, ya no es la polla radiactiva —se queja Unai apartándose
—, es la polla asesina.
Aina la sigue mirando horrorizada y seguro seguro que yo no lo
hago mucho mejor que ella.
—Definitivamente, yo eso no lo llevo a mi casa. A mi Tomás le
puede dar un jamacuco si le enseño lo que hace esa cosa, que lo
mismo te limpia el polvo de los muebles si lo envuelves en una
bayeta.
—Probemos —dice Unai entusiasmado.
—Ni de coña, que, si se rompe, me la hacen pagar y seguro que
es tan cara como fea —especifico antes de que el juego se nos vaya
de las manos y busquemos otra polla radiactiva para hacer una
carrera en el pasillo de casa.
Mi teléfono comienza a sonar y me siento como en Salvados por
la campana. Cojo la gelatina de manzana y, aunque sigue vibrando
en mi mano y retorciéndose como si fuese la hija de la niña del
exorcista, me voy hacia mi habitación.
—La polla y yo nos vamos a trabajar —me despido.
—Que disfrutes —me provoca Unai.
—Chao, pescao. —Aina me lanza un beso desde la barra y me
encierro en mi habitación.
—Línea erótica, ¿dígame?
8
Te comería entero, nene

—Buenas noches.
¿Dónde ha quedado el habitual: «¿Qué llevas puesto?». Algo
pasa.
—Buenas noches, nene. Mi nombre es Lilah. ¿Con quién tengo el
gusto de hablar? —Pongo la voz más seductora posible y espero a
que me responda—. Recuerda que no podemos dar nuestros
nombres reales, norma de la empresa, ya sabes.
—Soy… Soy… —balbucea.
—Tranquilo. —Intento que se calme. Puede que sea un novato—.
Empecemos por el principio. ¿Cuáles son tus gustos?
Me he encontrado con muchos muchos hombres diferentes,
incluso alguna mujer, pero siempre, todos, han tenido claro lo que
buscan, lo que desean, su nombre y, aunque es verdad que puedes
ponerte algo nervioso, jamás se han dado los silencios incómodos
como en este caso.
—Me gustan las tetas —finaliza con un tono bajo, apenas
perceptible.
—¿Las tetas? —pregunto por si me ha fallado mi sistema
auditivo.
—Sí —me confirma.
—Pues tengo unas tetas enormes y gordotas aquí esperándote
para que te las comas —le suelto.
La verdad, la pura verdad, es que, si me miro ahora mismo, con
este sujetador deportivo, con mi pantalón de andar por casa más
que roído y mis pies sin zapatos, sin calcetines, sin tacones, sin
medias, sin encaje y con unas uñas que debería pensar en cortar
porque en breve puedo abrir latas con ellas, lo de las tetas ni
siquiera sería algo a tener en cuenta. Que, vamos, de delantera
tampoco puedo presumir, no es que sea una tabla de planchar.
Tampoco una vaca lechera. Ya sabéis: mano que teta no cubre, no
es teta, sino ubre. Pues tengo unas tetas estupendas para una
mano.
La persona al otro lado del teléfono emite un pequeño sonido que
no llego a entender.
—¿Te ponen los susurros? —le interrogo con un tono bajo, que, a
ver, yo estoy aquí para cumplir las fantasías de cualquiera y nadie
me ve.
Con el tiempo he aprendido a que, cuanto más desparpajo
tengas, mejor te irá. Y más dinero ganarás.
Comienzo a darle golpes a la polla asesina para que se apague,
que como melodía de fondo la vibración pega y mola, ahora bien, a
mí me está volviendo loca la cabeza.
—No puedo hablar muy alto —finaliza.
—Vale, bien, no hay problema. ¿Te gustaría que te pusiera las
tetitas en la boca? ¿Que te obligase a chuparme y morderme los
pezones? ¿Colocar tus manos sobre ellas y apretarlas mientras me
coloco a horcajadas sobre tu polla gorda, grande y dura como una
barra de acero? ¿Eso te gusta?
—Sí —gimotea.
Escucho sonidos al otro lado y sé que se está tocando, que ha
empezado la fiesta.
Me tiro sobre la cama y me quedo boca arriba, mirando el techo.
La polla ha dejado de vibrar, he descubierto que se apaga con los
golpes. Eso no sé si es un punto a su favor o en contra, no le
encuentro la gracia, sin embargo, tal vez la tiene.
—Voy a incorporarme despacio, dejándote con ganas de más, de
seguir chupando mis tetas y me voy a levantar para pasear mi dedo
por tu polla. Deslizaré mi índice por la cinturilla de tu pantalón y lo
bajaré, llevándome también tus calzoncillos y la veré. Veré las ganas
que tienes de metérmela toda…
—Ahhhh —me interrumpe.
—Pedrito Arteaga, ¿puedes, por favor, decirme qué cojones estás
haciendo en esta habitación? ¿No te he dicho mil veces que las
pajas en el baño, que se queda oliendo a cerrado?
—Mamááááá —protesta el susodicho.
—¿Qué cojones haces?
La hostia puta. Separo el teléfono de mi oreja y miro en todas las
direcciones habidas y por haber, a ver si resulta que Unai y Aina me
están gastando una broma de mal gusto y me han puesto una
cámara oculta y saldré en los vídeos chistosos del YouTube. No, no
hay nada fuera de lugar ni veo ningún objetivo.
Acerco de nuevo la oreja y me quedo en silencio escuchando,
espiando, analizando para entender.
—No es nada, no sé a qué te refieres.
—¿Por qué estás con el teléfono de tu padre?
¿Padre? Padrenuestro que voy a tener que rezar.
Escucho ruidos al otro lado, como si estuviesen restregando el
auricular con un trapo o algo que consigue que haya interferencias.
—¿Hola?
Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. ¿He dicho mierda?
—Hola. —Educación ante todo, Violeta.
—¿Quién coño eres? ¿Una pervertida?
Podría serlo, claro, pero no.
—Una amiga —me apresuro a añadir.
—¿Del instituto?
—Sí, sí.
—Por una tarea, mamá.
—¿Te estabas pajeando con una compañera de instituto? No me
lo puedo creer, Pedrín. Pide disculpas ahora mismo y dime qué
compañera es, que voy a mandarle un audio a la madre para
disculparme.
—No, mamá, no —grita el chiquillo, que para tener que proteger
los datos ya sé su nombre y apellido. Y que es un adolescente y
está en el instituto.
Mierda. He estado a punto de detallarle una mamada a un menor.
Voy a ir a la cárcel de las guarrillas. Si es que me he ganado el
apodo que me han puesto mis amigos.
—¿Quién eres? —inquiere.
—¿Eso es a mí?
—Claro, ¿quién es tu madre?
—¡Mamá! —grita el chiquillo.
No soy una asaltacunas. No soy una asaltacunas. No soy una
asaltacunas.
—Una amiga.
—Eso ya me ha quedado claro —sigue erre que erre la mujer.
Separo el teléfono de mi oreja de nuevo y entonces lo escucho.
—He llamado a una línea erótica —confiesa Pedrín.
Silencio absoluto y sepulcral.
—¿Me estás diciendo que has utilizado el teléfono para llamar a
una putilla de tres al cuarto y pajearte, Pedro Artiles Monforte?
Silencio de nuevo. Di algo, Pedrín, que un silencio es como una
afirmación.
Y ya se arma la de San Quintín porque empiezo a escuchar grito
tras grito tras grito y cuelgo con rapidez antes de que me caiga una
buena, que yo culpa no tengo de que el chaval me haya llamado, no
obstante, al final la que la paga soy yo.
Me levanto de un salto y salgo de la habitación.
—No os vais a creer lo que me acaba de pasar.
Unai está sentado en el sofá con un bol lleno de palomitas, y
Celeste ha salido ya de su habitación y está al lado, dando buena
cuenta del bol. Aina está con el teléfono, chateando, fijo.
Les relato lo sucedido y se descojonan todos, incluida Celeste.
Algo bueno tenía que tener esta situación surrealista.
—Eres Miss Guarrilla Asaltacunas —especifica Unai comiendo
como si no hubiese un mañana.
—Nadie puede decir que no nos lo pasamos bien —añade Aina
—. A mí me tocó una vez un adolescente. Eso sí, tenía morbo
porque era un lanzado. ¿No te ha pasado nunca que te toque uno
que quiera que te corras tú también?
Niego.
—No —añado frustrada.
—Pues esos son los mejores porque te lo pasas bomba y el
trabajo deja de ser trabajo.
—¿Y Tomás qué dice de eso? —la increpa mi hermana con
maldad.
—Tomás no puede saber eso. —Aina se yergue tras las palabras
de mi hermana, y la susodicha la mira con cara de culpa—. No
querrá casarse con una chica que tenga un trabajo como el que yo
tengo.
Mi amiga baja la cabeza, avergonzada, y creo que es la primera
vez que la veo reaccionar así cuando hablamos de la línea erótica.
—Si te quiere te aceptará como eres. Con lo bueno y con lo malo
—le digo colocándome a su altura.
—Eso es verdad —secunda Unai.
Ambas miramos a Celeste, que baja la cabeza una vez más,
esperando a que reaccione, a que haga algo, a que le diga lo que
sea, pero que no termine permaneciendo en silencio.
—¿Puedo hablar un momento contigo, Celeste? —le pregunto al
ver que no hace nada.
Ella asiente, se levanta y se encamina a su habitación.
—Secretitos, secretitos son de mala educación —grita Unai
llevándose otro puñado de palomitas a la boca sin apartar la vista de
la pantalla.
Entro tras Celeste, y Aina es la encargada de cerrar la puerta tras
de sí cuando accede a la habitación.
—Ya sé lo que me vais a decir —se aventura a verbalizar antes
de que seamos nosotras las que la sermoneemos—. No soy capaz,
¿vale? No lo soy. Porque Unai es un dios inalcanzable, y yo soy una
tía de lo más normal. Ni siquiera tengo tetonas, como la que trajo
ayer.
—De tetonas parece ir la cosa —bromea Aina, que ha dejado a
un lado lo que todas sabemos que le preocupa y que tampoco
quiere afrontar.
Y es triste, ¿vale? Es triste saber que las tres cargamos una losa
invisible que nos aplasta continuamente y que los consejos se nos
dan a la perfección, ahora bien, cuando toca centrarnos y decir
«¡basta!», ya no somos tan buenas y tan expertas.
Celeste y su complejo de inferioridad, su miedo a mostrar lo que
siente y sus inseguridades.
Yo, la Violeta que conocéis, que es muy segura tras el teléfono,
sin embargo, que no es capaz de tener una cita, darse un revolcón
con cualquier chico o dejarse llevar porque sigue pensando que no
vale lo suficiente como para que alguien se enamore de ella. Porque
Dani supo hacerlo, supo hacerme pequeña y esconderme tras un
teléfono se me da genial, lo del contacto es otra historia.
Y Aina, esa chica segura, que también teme. Teme a que la dejen
por lo que es, por su trabajo, por algo que para ella no es importante
y a la vez sí que lo es.
Triste. Todo es triste, pero cierto.
—Ce… —murmuro para que alce la mirada—. Unai no es un
dios. Es un tío normal y corriente, una persona, y entre personas se
suele hablar.
—Pasa de mí como de comer mierda —sentencia con una
rotundidad abrumadora.
—No lo sabes porque no le muestras nada. Estoy convencida de
que no sabe siquiera que te gusta —le rebate Aina.
—No seré yo la que se lo diga —se protege.
—¿Y quién quieres que lo haga? ¿Pretendes escribirle una carta
como cuando teníamos trece años y estábamos en el instituto? —le
pregunto con sarcasmo.
—Ahora se mandarían wasaps —se defiende mi hermana.
—Tienes que decírselo o, por lo menos, insinuárselo, que él sepa
a lo que atenerse, no sé. No puedes decir que no le gustas porque
ni siquiera lo sabe.
—¿Tú crees que tendría una cita conmigo si se lo digo? Porque
yo lo que veo es que estoy en la friendzone y que de ahí no voy a
salir jamás de los jamases —añade abatida mi hermana.
—Unai no es mucho de tener citas, ¿no crees? —matiza Aina.
—Y yo no soy una tía solo para follar —especifica Celeste.
—Tal y como yo lo veo, y sin pecar en caer en lo mismo de
siempre, deberías darle pistas o decírselo y, si no, pasar de él, salir
con otros chicos, darte una oportunidad. Ese chico que está en
clase contigo… te ha enviado señales miles de veces, sabes que se
muere por una cita, quizá deberías replanteártelo —le aconsejo.
—Adri es buen chico.
—¿Pero…? —cuestiona Aina, a sabiendas de lo que va a decir
Celeste.
—A mí me gusta Unai.
Aina y yo asentimos.
—Piensa bien lo que quieres, lo que sí sé es que así no puedes
seguir porque te enfadas con cada situación que se da. Si trae una
chica, si bromea con otra, si nos hace algún comentario sexual…
—No lo puedo evitar.
—Abuela te diría…
—Mentalidad de tiburón —me corta.
—Pues mentalidad de tiburón, Celeste.
—Tenemos que ser el depredador y no la presa —aclara Aina.
Qué bonita queda la frase y qué difícil es llevarla a cabo.
9
Quiero que te corras

El teléfono comienza a sonar de nuevo cuando eso que tenía


nombre de sermón ya no lo es y se ha convertido en una charla
pacífica, obviando, por supuesto, los temas de los cuales ninguna
quiere hablar.
Me disculpo y me encamino hacia mi habitación dejando a mi
hermana y a Aina juntas.
—Miss Guarrilla al teléfono. —Se carcajea Unai mientras camino
por el estrecho pasillo.
Me detengo un segundo y le lanzo una zapatilla de conejo, al
que, por cierto, le falta un ojo. Pleno al quince porque le doy un
filetazo en la nuca.
—Minipunto para la guarrilla.
Unai me hace una peineta, y cierro la puerta. Contesto con
rapidez por si cuelgan. Una llamada es igual a dinero. Cálculo
matemático básico.
—Línea erótica, ¿dígame?
—Mmmm. —Una voz masculina e intensa parece dudar al otro
lado del teléfono.
—Soy Lilah, ¿y tú eres…? Recuerda que no puedes decirme tu
nombre, normas de la empresa.
—¿Tengo que pensar un nombre? —me cuestiona. Percibo un
deje entre la diversión y la duda al otro lado de la línea.
—Claro. Un avatar. Yo soy Lilah. Te toca —lo animo a continuar.
—A ver… ¿Machote?
—¿Machote? —le pregunto entre carcajadas.
—¿En serio no lo ha utilizado nadie nunca?
—Jamás —sentencio entre risas.
—¿Y qué es lo habitual? —averigua.
—Eres nuevo en esto, ¿verdad?
—¿Tanto se me nota?
—Para nada —le miento a modo de consuelo.
—Mentirosa.
—Un poco —finalizo. Y me doy cuenta de que no he perdido la
sonrisa desde la primera frase—. A ver, lo habitual es: Pollaman,
Pollagorda 69, Rabotieso…
—Entiendo —me corta cuando interpreta por dónde van los tiros.
—¿Y cuál es tu favorito?
—¿Machote? —le respondo con una pregunta y refiriéndome a
su primera opción para hacerlo sentir mejor.
—Buen intento —finaliza—. Ahora de verdad.
—Mmmm. —Dudo unos segundos porque lo cierto es que nunca
jamás me he planteado qué nombre me gusta más o cuál me gusta
menos. Es trabajo—. No tengo ni idea, supongo que los más
normales.
—Bien… —El chico en cuestión parece meditar un poco también
—. ¡Ya sé! ¿Qué opinas de Míster B?
—Diría que es sencillo a la par que elegante.
—Bien. Me vale como respuesta. Digamos que soy Míster B y
que, teniendo en cuenta que soy nuevo, ya sé la primera norma,
nada de nombres reales, ¿qué es lo siguiente?
—Eso es básico, lo siguiente es que me preguntes: «¿Qué llevas
puesto?». Es lo normal.
—No me gusta lo normal —sentencia con decisión.
Sonrío de nuevo. Siempre me lo paso bien cuando recibo una
llamada, es decir, una vez he asumido que esto es trabajo, que me
proporciona unos ingresos extras con los que ayudar en la
economía familiar y que nadie me va a ver la cara ni me van a
tachar de guarra o puta, la mejor filosofía —y el mejor consejo que
me ha dado jamás Aina— es divertirse, porque, al fin y al cabo, si te
lo pasas bien, el trabajo es menos trabajo.
—Vale. Acepto pulpo como animal de compañía.
El tipo al otro lado se carcajea y me contagia del gesto.
—Me da vergüenza, lo admito. ¿Eso también te lo ha dicho
alguien alguna vez?
—Nadie —le confieso—. Lo normal es que, esto que hacemos,
nos lo saltemos y vayamos directos al meollo de la cuestión.
—Bien. Por esta vez solo, y sin sentar precedente, te preguntaré
qué llevas puesto.
—Ajá… Veamos. —El pijama roído sigue ahí. Tengo una sola
zapatilla, pero, mira, no hay mal que por bien no venga, el conejo de
la que tengo puesta sí que tiene los dos ojos. Las uñas siguen
grandes como las garras de Lucifer, el pelo alborotado (y las medias
de color…). Lo de la canción es porque la he recordado nada más.
En fin, que doy asco y no pondría palote ni al más necesitado del
mundo—. Tengo un conjunto de ropa interior de encaje negro con
unas ligas a juego. Zapatos de tacón alto con suela roja, ¿quieres
chupármelo? Y el zapato también… —ronroneo buscando caldear el
ambiente.
Míster B carraspea levemente y, al final, tose con suavidad,
intentando aclararse la garganta. Lo he dejado KO.
—Quiero, claro que quiero, es más, es lo que pienso hacer ahora
mismo, mientras te tumbo en la cama, abro tus piernas aún con los
tacones puestos y comienzo a ascender por ellas con mi dedo
índice, dejando a su paso tu piel completamente erizada.
Hostia puta. Miro mi cama buscando mi cuerpo ahí tumbado. Me
estoy poniendo cachonda. Yo. La chica que tiene el hemisferio sur
completamente muerto, o hibernando, o de vacaciones en Honolulu,
cualquier cosa menos latente, como en este momento.
Me incorporo ahogando un leve jadeo y me apresuro a cerrar la
puerta con llave. Recuerdo la frase que dijo Aina antes en el salón
cuando nos comentaba que había tenido en alguna ocasión clientes
que se preocupaban de su placer también, ¿y si Míster B es de
esos? ¿De los que se preocupan porque una mujer se corra
siempre?
Regreso a la cama, coloco la almohada, lanzo la otra zapatilla y
me recuesto.
—Mientras haces eso, apoyaré mi zapato sobre tu polla y
presionaré con la suficiente fuerza como para que ahogues un
gemido, una queja que me indique que te gusta, que te ponen los
límites, que necesitas follarme tanto como yo que lo hagas.
—Mi mano llega a ese encaje que sé de buena gana que está
mojado, húmedo gracias a mis caricias, a ese deseo que veo
reflejado en tus ojos y que no es más que una muestra de lo que se
atisba en los míos.
—Me incorporo y me quedo sentada frente a ti, con mi cuerpo
entre tus piernas y llevo mi boca hasta donde se encuentra la
cremallera, esa que esconde un bulto prominente, donde yo también
sé que, si metiese la mano, encontraría la punta húmeda por la
excitación y presiono con mi boca el tronco, arrancándote un
gemido.
—Alzo tu barbilla y te obligo a que me mires a la vez que saco del
pantalón mi camisa de vestir blanca, desabrocho el botón del mismo
y bajo la cremallera dejando que este caiga. Coloco tus manos
sobre mi bóxer negro y te invito a que lo dejes caer, a que liberes mi
erección, una vez lo haces…
—Una vez lo hago, aparece frente a mí tu polla, más dura de lo
que pensaba, más gorda de lo que imaginaba, preparada para que
juegue con ella. Coloco mis manos tras la espalda y dejo que hagas
con mi boca lo que quieras. Sonríes de medio lado mientras paseas
tu pulgar por mis labios y te muerdo en un intento de saciar el
hambre que tengo.
—Y, entonces, entonces abro tu boca, meto mi polla en ella y dejo
que la saborees, que te la tragues completa, que te llenes de ella
como pretendo llenar otras partes en breve.
—Lo hago, lo hago con premura, con ansia viva, con ganas,
como si necesitase eso para estar completa, para sentirme llena. Es
mi premio gordo. Y gimes, alto, fuerte, ronco, dejando caer la
cabeza hacia atrás preso del deseo extremo, de mi boca, mi lengua,
de la forma en la que abarco todo el tronco. Los movimientos
comienzan a ser cada vez más desbocados, más primarios y
obscenos y somos una mezcla de suspiros, gemidos y ganas, ganas
de más, de que este momento sea eterno y que dure horas.
—Lo noto, noto lo cerca que estoy y las ganas que tengo de
derramarme en tu boca, sin embargo, no me dejo ir, porque primero
quiero saborearte, quiero probarte y que sientas eso que me has
dado a mí segundos antes. Te tumbo con fuerza y me arrodillo frente
a ti. El olor a la excitación me inunda y salivo lleno de ansia viva, de
las ganas de comerte entera. Lo hago. Sin demora. Con apuro.
Aparto las bragas a un lado y acerco mi boca a tu centro. Saqueo
con mi lengua tu coño empapado y gimes, te remueves entre
espasmos. Coloco mi mano en tu abdomen para inmovilizarte y
seguir chupándote con fruición hasta que te corres en mi boca.
Siento tus espasmos en mi lengua, sin embargo, no soy capaz de
parar. Necesito seguir chupándote, a pesar de que estás
desmadejada sobre la cama y suplicas que pare.
—Y haces caso, el caso justo como para darme la vuelta,
ponerme a cuatro patas y llenarme con tu polla. Sin dilación, de una
estocada me llenas con ella, y grito por la invasión, por el placer de
ser follada como nunca antes lo había sido. Tu mano sujeta mi
coleta y tira de ella para embestirme. Con cada acometida un tirón y
con cada tirón un grito ahogado de placer que me acerca más y más
al límite y, entonces, entonces los movimientos se vuelven más
rítmicos, más necesitados, más cadentes, más primarios y se
escucha, la banda sonora en la habitación somos nosotros, nuestra
carne entrechocando y nuestros sexos unidos por el hambre voraz.
—Y me corro, llenándote toda. Me corro, Lilah. Quiero que te
corras. Dámelo, Lilah, dámelo todo mientras yo lo hago también en
tu coño prieto.
Y lo hago. Me corro como hace tiempo que no me corría. Me
corro por primera vez desde hace mucho.
El orgasmo más intenso que he sentido nunca y con un completo
y total desconocido.
10
Esto no puede estar pasando

Si no sintiese una vergüenza total y absoluta por lo que acaba de


pasar hace escasos minutos, tras despedirnos con un leve jadeo
porque ninguno de los dos sabía qué decir después de lo sucedido;
él, porque era su primera vez, y yo, porque llevo mucho tiempo sin
saber lo que es un orgasmo en todo su esplendor, ahora mismo
estaría calzándome el conejo que tiene dos ojos y plantándome en
la habitación de Celeste para informar a mi hermana y a mi amiga
de lo ocurrido, omitiendo los detalles, claro, tan ingenua no soy. Sin
embargo… ¿Cómo se explica lo que acaba de suceder? ¿Cómo lo
hago sin morirme de vergüenza?
No me molesto siquiera en subir mi pantalón, quito el cierre de la
puerta de mi habitación, por si hay sospecha de algo, y me dirijo al
baño rauda y veloz, esperando que el agua de la ducha se lleve la
vergüenza que siento por lo sucedido y el sudor que ha dejado en
mi cuerpo el acontecimiento. El ACONTECIMIENTO, señoras y
señores.
Una cosa es provocar orgasmos a la vez que te depilas el bigote,
te haces un arroz con leche, envías un correo electrónico o colocas
la colada que tienes pendiente desde hace días esperándote en una
silla. Y otra bien distinta es que el chico con el que hablas te haga
partícipe de la conversación y te metas tan dentro de ella que no
puedas evitar introducir tus manos bajo tu pijama, tus bragas de
algodón de Snoopy y comiences a masturbarte porque eres incapaz
de pensar con la cabeza.
Y ¿para qué mentir? ¡Ha sido la hostia!
Salgo envuelta en una toalla y veo a Aina y a Celeste sentadas al
borde de la cama. Me quedo perpleja porque temo que la vergüenza
se vea reflejada en mi rostro.
—Veo que ya has dado con uno.
Celeste asiente. Yo no me inmuto.
—No entiendo nada. —Intento evitar lo inevitable, patético.
—La que sabe hacerse la boba soy yo —sentencia con firmeza
Celeste.
—Eso es porque lo eres, pero, oye, que asumirlo es el primer
paso y está bien. Veo que la charla de antes ha dado resultado.
—No dará resultado hasta que le diga a Unai que está pillado por
él —zanjo con firmeza.
—No vamos a hablar de eso de nuevo. Asunto zanjado —
resuelve mi hermana.
Lo dejo pasar porque definitivamente tiene razón. Le hemos
soltado la charla hace nada y no es plan venir a lanzar el rollo de
nuevo.
—Cuéntamelo todo —me pide Aina antes de dejarse caer en la
cama boca arriba, mirando el techo.
—Te hemos escuchado —añade mi hermana entre risitas.
—Ha sido la hostia —decreto con total y absoluta sinceridad.
Aina se incorpora lo suficiente para quedarse apoyada en los
codos y me escudriña con la mirada.
—¿Te has corrido? —me pregunta yendo directa al meollo de la
situación. Y vaya meollo.
—Sí —admito—. Al principio fue divertido, no la típica llamada
que recibo siempre, aunque la del adolescente tampoco lo fue. Lo
que quiero decir es que era su primera vez y, al fin y al cabo,
también la mía porque no me esperaba nada de esto.
—Por norma general, mis llamadas son patéticas, siempre lo
mismo, siempre la misma historia, no hay cambios. Aunque siempre
hay excepciones, como la del adolescente que te conté.
—Es trabajo, ¿no? —explica Celeste.
—Lo es —especifica Aina—. Lo que pasa es que tengo que
replantearme mi situación y mi vida —nos cuenta—. No obstante,
eso luego, ahora, más detalles.
Dejamos pasar todas su última confesión, y nos centramos en mi
llamada.
—Estuvo guay, me hizo reír y me lo pasé bien… en todos los
sentidos —matizo para que me entiendan.
—Bien. ¿Tu hermana se ha corrido después de cuánto?
—Mucho —apostilla Celeste.
—Era hora de dejar pasar al gilipollas de Daniel y centrarnos en
otra cosa.
—En otra cosa que es trabajo —anota mi hermana como quien
no quiere la cosa.
—Obvio —la secundo.
—Nos toca el siguiente paso —insiste Aina.
—Sorpréndeme —murmuro porque me lo veo venir.
—Una cita, en persona y que te den mandanga de la buena. No
es lo mismo un dedo que un fiambre, no sé si me explico.
—Alto y claro —admite Celeste riéndose.
Mi hermana es muy seria, quizá la más seria de las tres, es así,
aunque siempre que hay que tramar maldades para otro es la
primera en la fila para planearlas. La cosa cambia cuando el
epicentro es ella.
—Paso de las citas. Los tíos no valen la pena, es más, estoy
segura de que Míster B…
—¿Míster B? —pregunta Celeste atónita.
—Claro —suelta Aina—, el avatar.
—Míster B y Miss Guarrilla. —Se parte de risa mi hermana.
—Soy Lilah… —objeto.
—Lo sabemos, nos costó mucho elegirte el nombre y fue
perfecto. Unai tuvo una gran idea —lo defiende mi hermana.
—Unai tuvo una gran idea —la remedo para hacerla sentir mal—.
El caso es que Míster B es un tío más, lo que implica que,
probablemente, sea gracioso y divertido y quizá tenga hasta chispa,
eso sí, estoy segura de que si lo conociese se perdería toda la
magia —les explico.
—¿Quién coño habla de conocerlo? Yo hablo de follar y no con él
—especifica Aina con vehemencia.
Y me doy cuenta de que tal vez en mi cabeza he imaginado una
cita con un tío al que no conozco por el simple hecho de que me ha
hecho reír y me ha proporcionado un orgasmo. Aunque, para ser
específicos, me lo he proporcionado yo y lo de la risa, pues…, pues
puede ser pura casualidad.
—O con otro —añade Celeste.
—Lo dice la que debería tener citas y pasar de Unai. O, mejor
aún —la increpo y eso que dije que dejaría el tema—, intentar algo
con Unai y, si pasa de tu culo, buscar a otro. Yo por lo menos tengo
una excusa y es que me destrozaron la vida durante mucho tiempo,
pero tú…
—Ya sabes que no me siento preparada.
—¡Un cojón de pato! —interviene Aina gritando—. Deja esa
estupidez de que Unai es un dios inalcanzable porque no es así, es
un tío más y si no sale bien, pues a por otra cosa. ¿Acaso no es
hora de que nos demos cuenta de que la vida no es perfecta, sin
embargo, no por ello hay que dejar de vivirla?
Permanecemos en silencio unos segundos porque esa pregunta
camuflada es una realidad. Y todas y cada una de nosotras
deberíamos meditar sobre ello porque no le falta razón.
Yo me he escudado durante seis meses en un fracaso
sentimental para evitar seguir adelante y darme determinadas
oportunidades, y esa es la realidad. Lo que pasa es que la mía no
está escondida tras nada que no sea dolor. El dolor de haberme
perdido por el camino y la consecuencia directa de no querer que
eso vuelva a suceder. Porque si algo he aprendido con Daniel es a
tener claro que quererse a uno mismo es lo primero y que las
decisiones que quieres tomar te pueden sonar a broma o chiste, sí,
claro que sí, no obstante, hay que llevarlas a cabo si estás segura
de ellas. Y a respetar, eso también.
Aina abraza a Celeste cuando se percata de que eso que se
refleja en la cara de mi hermana no es otra cosa que el miedo a
sufrir por alguien, lo que ella debe entender, y eso lo tiene que hacer
sola, es que ya está sufriendo sin intentarlo.
—Bueno… —Me sumo al abrazo en busca de algo de cariño y de
demostrar que estamos aquí para lo que haga falta—. Todas
debemos intentar luchar y avanzar, y cada una debe respetar el
espacio de la otra.
—Yo debo contarle a Tomás lo que hago… —murmura cabizbaja.
—Deberías —admito—. No obstante, cuando tú quieras y te
sientas preparada, de la misma forma que Celeste debe saber lo
que quiere y ser consecuente con ello. Y yo… porque yo también
tengo lo mío —sentencio.
Asentimos tras mis palabras. Termino de vestirme con un nuevo
pijama y desconecto el teléfono. Ni quiero ni me siento preparada
para otra llamada y menos si es tan intensa como esta.
—¿Míster B de qué puede ser? —pregunta Aina dejándose caer
de nuevo en la cama.
—¿Míster Buenorro? —cuestiona Celeste.
—¿Míster Berga Grande? —inquiere Aina riéndose.
—Eres consciente de que verga va con uve, ¿verdad? —le
recrimino entre risas. Si hasta mi hermana se está partiendo el culo.
—Ya, lo sé. Lo mismo él no, puede que no tenga ni idea y lo
usase por eso —se excusa.
—O puede que sea Míster Boxers Negros.
—Eso es soso —apostilla Aina—. Yo diría que es algo más
guarro y cerdo que eso. Algo sobre su rabo.
—Para ti todo gira en torno a los rabos —le reprocha mi hermana.
—Y así me va. Quizá deberías tomar ejemplo.
—No, gracias. Yo ya con uno solo tengo. Al fin y al cabo, cuando
vosotras me contáis las cosas es como si lo viviese yo. Dejadme
vivir en la ignorancia —se defiende.
—Dejaos de elucubrar. Tengo que analizar este tema —les digo
señalando hacia la polla radiactiva—. Vamos en busca de Unai, a él
se le suelen ocurrir buenas ideas.
Y salimos de la habitación como si nada hubiese pasado.
11
Una sonrisa que vale más que mil
palabras

Bruno
He estado todo el jodido fin de semana sumido entre montañas de
papeles. Las cuentas de la empresa no están como deberían estar,
y Ferran parece restarle importancia al asunto cada vez que saco el
tema. Somos totalmente opuestos en la vida y eso lo tengo
asumido, pero en el trabajo tenemos que remar ambos en la misma
dirección porque, si uno toma una trayectoria y el otro una bien
distinta, la consecuencia directa no es otra que el hundimiento o lo
que es lo mismo: el fracaso empresarial.
Y, a pesar de que no he dejado de trabajar, de que le he robado
horas a la noche y que en los últimos meses me he convertido en un
ave nocturna; tengo una jodida sonrisa en los labios y sé bien el
motivo de ello.
Alzo la cabeza cuando Ferran toca en la puerta y entra tras
hacerlo.
—¿Qué? ¿Todo bien? —me pregunta y sé que no hace
referencia precisamente al trabajo.
—Tenemos que hablar —le advierto.
—Eso es justamente lo que quiero —me dice poniendo una
sonrisilla pícara—. ¿El sábado qué? —añade.
—De lo que quiero hablar no es del sábado.
Me recuesto en la silla y comienzo a subir las mangas de la
camisa y eso que aún no son ni las nueve de la mañana.
—Si es de trabajo, eso puede esperar —me indica—. Primero
quiero saber qué tal te fue con la guarrilla.
Pongo los ojos en blanco por la forma tan despectiva que tiene de
dirigirse a la chica. Ferran es así, piensa las cosas y las suelta, lo
malo es que sus comentarios, aunque carezcan de filtro, muchas
veces también carecen de educación.
Claudico como siempre suelo hacer y apoyo los codos encima de
la mesa.
—Fue bien. Al principio algo raro porque no sabía bien qué debía
decir, si tenía que ir al lío o presentarnos. Me resultó fácil. La chica
lo supo hacer bien, no sé, le quitó hierro al asunto y solo me dejé
llevar.
—¿Te dejaste llevar? —me pregunta repitiendo mi última frase
con un brillo del que ambos conocemos la intención.
Asiento sin entrar en detalles porque el morboso en esto es él. El
que cuenta sus escarceos sin importarle la intimidad de la otra
persona, el que se lía con cualquier chica sin necesidad de
conocerla o conectar… ese es Ferran.
—La mía fue la hostia. —Sonrío porque esa es la forma en la que
yo lo definiría también y por lo que no logro borrar cierta sonrisilla de
la cara—. Juro que me dio la sensación de que me la estaba
chupando sin tener sus labios alrededor de mi polla.
Trago saliva porque no quiero rememorar, no por lo menos en mi
despacho, las cosas que Lilah y yo nos dijimos, la forma en la que
nos dejamos llevar y la manera en la que me corrí como un jodido
adolescente pajillero.
—¿Vas a volver a llamar? —le inquiero directamente.
—No lo sé. Puede —admite—, primero necesito meter de verdad,
ya sabes, contacto, piel con piel y esas cosas. Necesito una víctima
para ello.
Llaman a la puerta cuando Ferran ha pronunciado las últimas
palabras. Tras un simple y sencillo «pase», Violeta aparece con una
carpeta y una bolsa de papel blanco, sonrío porque sé lo que
contiene.
Me quedo parado mirándola. Está… distinta. Violeta es guapa. Es
sexi sin querer serlo y es una chica bonita, morena, de pelo largo,
con buenas curvas y unos labios carnosos que muchas veces he
pensado que no debería mirar y que termino haciéndolo. Sin
embargo, lo que más me obnubila de ella son sus ojos castaños y
sus enormes pestañas. Hacen…, no sé, que cuando la miro a los
ojos no sea capaz de apartar la vista de allí, parecen dos pozos sin
fondo. Dos pozos en los que dan ganas de perderse, aunque luego
no encuentres la salida hacia la superficie.
Por si todo eso no fuese suficiente, es cercana y sencilla y se
implica en lo que hace.
Me fijo en que no solo yo la estoy mirando con atención,
demasiada, sino que Ferran la recorre de arriba abajo sin pudor
alguno.
—Buenos días —susurra bajito al darse cuenta de que la
estamos observando con demasiada atención.
—Buenos días —profiere Ferran, que recupera la compostura y
su tono habitual hace acto de presencia, eso sí, sin dejar de mirarla
como si fuese un postre apetecible. Apetecible de verdad la
encuentro…
Me recompongo y comienzo a bajar los puños de mi camisa
blanca para entretenerme en algo que no sea mirarla con fijeza. Veo
que la conversación la tendré que posponer de nuevo.
—¿Interrumpo algo? —me pregunta directamente, obviando a
Ferran.
—Nada importante —musito y la invito a acercarse.
Ferran se incorpora y, tras un último vistazo hacia mi ayudante y
un leve cabeceo dirigido a mí, se dirige hacia la salida. Se para en la
puerta y su mirada se dirige a la retaguardia de Violeta, y me siento
violento por ello. No me gusta que sea de esa forma y no entiendo el
motivo y menos me gusta que sea con ella.
Dejo de hacer suposiciones y de plantearme nada más allá.
Decido que lo mejor es pasar de ese asunto y centrarme de nuevo.
Violeta me escruta con la mirada y, cuando se da cuenta de que
Ferran ya ha salido por el leve ruido de la puerta al cerrarse, se
sienta con total naturalidad y coloca sobre la mesa la carpeta y la
bolsa.
—No lo he probado —se defiende antes de nada—. He tenido
que abrirlo porque…, ¿tú sabías que se parece a un gusano y que
repta sobre la mesa? Porque ha sido muy heavy cuando lo he
descubierto. —Sonríe y eso me distrae. ¿La habré visto sonreír así
alguna vez?
Violeta me mira sorprendida, y no entiendo el motivo.
—Confío en lo que dices —murmuro recortando la distancia y
acercándome cada vez más a ella—. Ahora bien —la provoco—, si
lo hubieses probado, ¿me lo dirías?
Violeta casi que tartamudea, comienza a balbucear y duda en
varias ocasiones de su respuesta.
—Por supuesto… que no. —Se ríe emitiendo una sonora
carcajada.
Me recuesto de nuevo sobre la silla y la observo esperando a que
prosiga.
—No esperaba menos de ti. Cuéntame tus conclusiones.
—No me gusta —zanja con resolución y sin atisbo de duda en
sus palabras—. Es feo, se mueve como si estuviese dando vueltas
sin parar en la pista de baile y repta como una oruga si cae al suelo.
Y estos —me dice señalando los testículos— tienen mucha arruga y
dan repelús. —Me tiende el aparatejo y espera mis reacciones—.
Esto es trabajo en equipo —argumenta—, así que necesito saber
qué opinas porque va a ser muy complicado vender algo que no me
gusta. Le he puesto nombre.
Alzo la vista tras sus palabras y la miro con atención.
—¿Es en serio?
—Claro. Eso sí, siento decirte que, si por tu cabeza pasa la idea
de que el nombre valga para la campaña, te digo ya que te olvides
de eso.
—Soy tu jefe y lo debo saber para valorar.
—Bien —resuelve una vez más—. Por mi cabeza pasan los
siguientes nombres: Pollatronic, Vómito de Minotauro, Gelatina de
Manzana, Polla Radiactiva y puedes cortarme cuando quieras
porque tengo para rato.
Me río. Me río con ganas ante las reacciones espontáneas y
directas de Violeta. Hace poco que trabaja conmigo y sé que, a
pesar de que el producto no es el esperado —eso sin yo decirlo,
pero lo sabemos todos—, ella se va a implicar al cien por cien
porque lo hace con cada proyecto y en cada departamento en el que
ha estado. Por eso tuve claro que era una gran elección para ser mi
ayudante adjunta. Por eso, ¿y para qué mentirnos?, porque me
encantaba la idea de tenerla cerca.
—Lo he entendido —profiero volviendo a la conversación que nos
atañe en este momento.
—Dime que no estoy loca.
Recorto la distancia un poco más y sonrío. Una mezcla del buen
humor que tengo desde el sábado y otra pizca de lo que Violeta
consigue con su cháchara incansable.
—Los jefes no deberían decir mentiras a sus empleados —le
suelto con condescendencia.
Ella me mira de nuevo y, por un momento, veo la misma diversión
que debo de tener yo reflejada en sus ojos, esos ojos que tanto me
gustan. Tan expresivos y oscuros, tan tenebrosos y cercanos a la
vez. Tan llenos de incógnitas y con tanto que contar para
resolverlas.
—Sería un buen chiste. En serio, Bruno, es mejor que digamos
que no. Ni el mejor publicista sería capaz de vender esta gama.
Necesita mejorar, adaptarla a lo que una mujer quiere y necesita. A
la satisfacción.
Y entonces…
—¿Y si hacemos eso justamente?
—¿El qué?
—Venderlo así —le explico.
—¿Cómo? Mí no entender —finaliza.
—Como que no todo es la estética. La belleza está en el interior
—cito.
—Eso es de Disney, nos denuncian y no vas a tener dinero en la
vida para pagarles.
Sonrío de nuevo. Dinero no tenemos ya, imagínate si tuviésemos
que enfrentarnos a una demanda de ese estilo.
—Era un ejemplo, Violeta. Hablo de que vendamos lo que
satisface, no lo bonito que es. La idea ha sido tuya con lo que has
dicho.
—Queremos un pack completo —añade intentando tirar abajo mi
hipótesis.
—Será el juguete sexual que no merece una etiqueta.
—De la misma forma que nadie lo merece —sentencia llena de
vehemencia, como si algo hubiese hecho clic en su cabeza y lo
hubiese soltado sin pensar.
—Exacto. Y solo tenemos que buscar un eslogan por el cual no
nos denuncien. Algo que gire en torno a eso, ¿me explico?
—Sí —finaliza.
—Buen trabajo, para no haberlo probado, y odiarlo a muerte —
me burlo—, lo has hecho de miedo.
—Solo he dicho que no me gusta. —Alza los hombros y le resta
importancia al comentario.
—Has hecho tu tarea y muy bien, además.
Violeta se sonroja y baja la vista, como si no estuviese
acostumbrada a que nadie la felicite por su labor, por su esfuerzo y
por haber trabajado un fin de semana sin tener obligación de
hacerlo.
—Pensaré en ello y, si se me ocurre alguna otra idea, te la diré,
jefe —me suelta antes de incorporarse. Tras recomponerse y volver
a colocar su máscara profesional en el gesto.
—¿Tuviste un buen fin de semana? —le inquiero.
Me digo que no es importante y que, a pesar de que normalmente
no indago sobre la vida privada de mis empleados, justamente
porque respeto su tiempo fuera de aquí, siento curiosidad por saber
más de ella. Violeta es diferente…
Ella expulsa el aire contenido, baja la vista y se mira las manos.
Una vez la alza de nuevo, ese pequeño y leve sonrojo aparece de
nuevo.
—Mejor de lo que esperaba —sentencia—. El mejor desde hace
mucho.
En mi boca mueren las ganas de preguntarle el motivo, porque el
viernes la vi allí, en el suelo acuclillada, y sentí que nadie se merece
estar roto, porque eso era justamente lo que reflejaba su rostro:
dolor y resentimiento. El mismo que sentí yo cuando mi exmujer me
dejó sin previo aviso porque había aparecido el amor de su vida, y
ese, por supuesto, no era yo.
—Me alegro.
—¿Y el tuyo? —cuestiona casi al mismo tiempo que yo le
respondía con cordialidad.
—Mejor que bueno, diría yo.
Nos miramos. Sonreímos. Y es imposible no pensar que esa
chica, Violeta, tiene más color del que su nombre indica.
12
La tensión se palpa en el ambiente

Salgo del despacho hecha un completo lío. Y confieso que, tras


cerrar la puerta, siento cierto alivio en el cuerpo. Ha habido un
momento —un ínfimo, diminuto e insignificante momento— en el
que he imaginado a Bruno, mientras recortaba la distancia que nos
separaba, acercándose levemente, posando su dedo en mi labio
inferior y recorriéndolo con mimo y devoción antes de besarme con
codicia.
Y he bajado la cabeza ciertamente avergonzada por ello. Sí, por
tener esos pensamientos.
Salgo disparada hacia la mesa de Aina. La veo tecleando sin
cesar con la vista fija en la pantalla, abstraída por completo de todo
lo que la rodea.
Apoyo el mentón sobre la pantalla para que su atención se fije en
mí.
—Te necesito con urgencia.
—¿Urgencia nivel Pollatronic o urgencia nivel se me ha acabado
el papel higiénico y me estoy cagando viva?
—Urgencia nivel: acaba de pasar algo que se escapa de mi
entendimiento.
—Bah, eso no es nada, todos los días pasan miles de cosas así.
Si tenemos que pararnos a analizar cada una de ellas… —espeta
moviendo la mano para quitarle importancia al asunto y fijando de
nuevo la vista en la pantalla.
—He imaginado que Bruno me besaba.
Aina se incorpora de un salto. Mira hacia el despacho vacío de
Ferran y sonríe.
—Pitillo en el archivo. Allí en un minuto.
Asiento.
Me dirijo hacia mi mesa para dejar la carpeta en ella. Observo el
despacho de Bruno de reojo y lo veo allí, sumergido entre papeles,
calculadora en mano. Siento la preocupación en su cuerpo.
Paso por el office antes de ir al archivo y preparo dos cafés. Sé
que tardo más de un minuto en llegar y que lo mismo Aina se va a
mosquear porque odia la impuntualidad, en eso se parece a su jefe,
pero necesito algo que me caliente y que no sea la boca de Bruno y
su mirada.
Una vez entro, haciendo malabares entre los cafés y mi codo,
cierro con el pie la puerta, Aina mira su reloj y luego a mí,
imperturbable.
—Te dije que no tardases. Por tu culpa me he fumado un cigarro
y es probable que tenga que encenderme otro.
—¿Sabes que todos los que quieren dejar de fumar buscan
excusas para no hacerlo?
—Bla, bla, bla… No necesito ayuda para dejarlo. Fumo porque
quiero y, en este caso, por necesidad. La que me has creado tú —
continúa mi amiga.
Le tiendo el café sin añadir nada más a eso.
—No sé qué coño ha pasado en el despacho antes, lo juro. He
tenido ganas de que se levantase y me besase y ¡es Bruno!
—Es guapo —resuelve como si ese fuese el mejor argumento
para entender el problema y no me lo hubiese dicho en más de una
ocasión; sin ir más lejos, la semana pasada, en la reunión con
Orgasmic—. Y no follas desde hace mucho. Tu chichi se hace
pesicola, ¿me explico?
—¿Me estás diciendo que es por necesidad?
—Puede que sí o puede que no —responde antes de encenderse
un nuevo pitillo—. Puede que tu hemisferio sur se haya despertado
después de lo del sábado y quiera mambo o puede…
—¿Puede…? ¿Puede qué, Aina? —le pregunto exasperada.
—O puede que Bruno te guste y no te hayas dado cuenta hasta
ahora.
—Claro. Mi jefe, no te jode, ¡no me puede gustar mi jefe! Es más,
no me puede gustar nadie. Yo paso de eso porque la última
experiencia en estos menesteres fue pésima y me sigue doliendo lo
pequeña que me hizo sentir día tras día, lo que dejé atrás por su
culpa. Lo que cedí, el terreno que me dejé comer…
Aina se incorpora de un salto y abre un poco más la pequeña
ventana que da a la calle antes de volver a subirse a la silla y, de
ahí, al archivador. Entonces me mira y sé que su frase va a ser
importante, porque se está tomando su tiempo para exponerla.
—El amor no se elige. El amor no tiene etiquetas. El amor es libre
y aparece cuando y donde quiere.
—Yo no siento amor —la corto antes de que siga con un discurso
muy lejano a lo que yo pretendo—. Yo hablo de atracción. De que
he deseado que me besase.
—Y si me dejas terminar… —me corta con tono borde—. Bruno
es un chico. Bruno no es Daniel. Tú ni siquiera eres la misma de
hace seis meses, por lo que deberías tener bastante claro que las
personas cambiamos y evolucionamos. Todas. Y está mal por tu
parte que taches a personas porque consideres qué son o no son.
—No, no digo que Bruno sea o no sea… Digo que Bruno es mi
jefe y tiene implicaciones técnicas liarme con él.
—Yo no he hablado de que te líes con él —suelta con una sonrisa
taimada en su rostro.
—Yo tampoco —balbuceo sintiéndome culpable por haberlo dicho
sin pensar.
—Solo te digo que da igual qué puesto o cargo ocupe, lo
importante es la sensación que despierta. La necesidad. Las ansias,
¿me explico? —Asiento—. Y Bruno me cae bien —finaliza.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que no me importaría que entre vosotros haya algo.
Niego en un par de ocasiones.
—En el hipotético caso de que a mí me gustase Bruno lo
suficiente como para tener un rollo con él, pongamos que,
efectivamente, mi hemisferio sur revive y vuelve a latir —musito
sonriendo mientras Aina acaba su cigarrillo, dándole una última
calada al mismo—, tendría que haber algo por la otra parte y
créeme, Aina, Bruno pasa de mí. Trabajamos juntos desde hace
poco y es la primera campaña publicitaria que vamos a llevar
ambos. Es cortesía.
—Puede o puede que no —corea con la provocación reflejada en
sus ojos.
—Puede o puede que no, vale, venga, que quizá tienes razón y
no quiero ser de esa clase de tías que niega las cosas porque sí y
sin más. Ya sabes que yo intento razonar y entender lo que sucede.
Esto lo hemos hablado cientos de veces delante de Celeste, porque
ella también está chafada por los tíos y no razona lo que le
explicamos.
—A ver —media Aina, para que deje de hablar y hablar sin parar
—, Celeste es otro asunto, sin embargo, ambas compartís la misma
raíz de la ecuación.
—Tú dirás —concedo.
—El miedo.
—¡Ja! A ver, Aina, que yo te quiero mucho y ya sabes que por ti
donaría un riñón, el que peor tenga de los dos, obviamente, no
obstante, no creo que seas la más indicada para hablar de miedos.
—Yo no he dicho que no tenga miedo. Tampoco estamos
hablando de mí —zanja resolutiva—. Hablo de que te da miedo lo
que te puedas encontrar una vez vuelvas a darte la oportunidad.
—Yo no quiero darme ninguna oportunidad. ¿Sabes lo que creo?
—Tú dirás —me apremia a que prosiga hablando.
—Lo que creo es que lo del sábado me resultó raro y excitante y
ese juego me hizo pensar en alguien, en tíos, ¿me explico? Y el
primer tío que no es gilipollas que se me ha cruzado por delante ha
sido Bruno y de ahí viene todo.
—¿Ahora eres tú la que insinúa que el orgasmo del sábado
noche te ha hecho fijarte en Bruno?
—Podría ser Bruno o podría ser cualquiera, ¿entiendes?
—En cambio, no fue cualquiera —contrataca ella buscándole los
tres pies al gato.
«No fue cualquiera». Me quedo en completo silencio barajando
las distintas opciones de esas palabras que acaba de pronunciar
Aina. Cualquiera… No se trata de si es cualquiera o no lo es y quizá
ni siquiera se trata de que sea mi jefe, esto puede que vaya un paso
más allá y se trate de mí misma, de mi propia evolución, de volver a
reencontrarme y a confiar, ya no en nadie, en mí misma porque, si
no confías en ti, ¿qué clase de personas estás hecha para los
demás?
Me apoyo en una de las grandes puertas que esconden bajo ellas
los proyectos, documentos, normativas y demás papeleo de la
empresa.
—No estoy preparada para nada aún —confieso. Mi voz sale más
como un quejido y una súplica silenciosa que una afirmación
contundente y devastadora.
—Ya. Diría que todas cargamos algo de eso, ¿no? El mejor que
se lo monta es, sin duda alguna, Unai.
—Le va a romper el corazón a mi hermana, lo sabes, ¿verdad?
—Puede que sí o puede que no. Tu hermana es complicada, es
un quiero y no puedo. Esa frase de tu abuela de «mentalidad de
tiburón» queda jodidamente genial, eso sí, llevarla a cabo…
—No puedo argumentar nada contra esa lógica —finalizo citando
a mi abuela también. Diría que esa es su frase favorita del mundo—.
Gracias —le digo a mi amiga.
—¿Por qué? Si yo no he hecho nada.
—Me has escuchado, ¿te parece poco?
—Te escucho todos los días y no me das las gracias.
—Pues gracias por todos los días también —indico sonriendo.
La puerta se abre con decisión y Aina sigue sentada sobre el
archivador. Nos quedamos en silencio y estoy convencida de que,
en este momento, ambas deseamos ser invisibles. Contenemos la
respiración esperando pasar inadvertidas, pero… carne de burro no
es transparente.
—¿Qué…? —la pregunta de Bruno muere en sus labios cuando
es consciente de la presencia de ambas, el silencio y estoy segura
de que sabe que el corazón se nos va a salir por la boca de un
momento a otro.
—Estaba buscando unos informes —suelta Aina posando una
pierna en la silla y dando un pequeño salto para llegar hasta el suelo
—. Volveré luego, diría que he escuchado que me llaman. Ah, sí, me
llaman —dice llevándose la mano a la oreja como si hiciese eco con
ella. Entre esto y lo de la lentilla queda más que descartada su
capacidad y futuro como actriz.
La rastrera de mi amiga sale de allí como alma que lleva el
diablo, dejándome sola ante mi inexistente capacidad inventiva, que
yo para las conversaciones telefónicas erótico festivas soy buena,
pero, para mentir alegremente en la cara de alguien —llámese jefe
—, soy lo peor del mundo.
—¿Y tú? —cuestiona Bruno sonriendo, sabedor de la mentira de
Aina y en busca y captura de la mía.
—Yo… —No puedo balbucear, se notaría demasiado, tengo que
concentrarme en decir las cosas con tranquilidad, no me conoce, no
sabe si miento o no—. Yo he venido a ayudarla —suelto de
carrerilla. Demasiado rápido, demasiado entusiasmo. Huele a
mentira en kilómetros a la redonda.
—Oh —murmura—, una buena compañera… —replica sin perder
la sonrisilla.
Bruno recorta la distancia que nos separa, cierra la carpeta y doy
un pequeño bote ante el sonido de la misma. Me ha pillado, lo sé, lo
presiento. Me ha pillado y quizá me despide o, peor aún, me manda
con Ferran para que me fustigue a todas horas como solo él sabe
hacerlo.
—Ya ves… —me defiendo sin añadir nada más para no engordar
la bola que lleva nombre de mentira cochina y putrefacta en un
cartel lleno de neones.
Los pasos de Bruno son gráciles. Se acerca con esa pose que
tiene, tan guapo, con esa barba cuidada, ese mentón cuadrado,
esos ojos que parecen verlo todo y me juego lo que sea a que sabe
exactamente lo que hacíamos aquí dentro.
Se coloca justo a mi altura y pone su mano descansada en la
puerta en la que me encuentro apoyada, incapaz de moverme del
sitio.
—Tal vez yo puedo ayudarte a encontrar lo que buscas —finaliza.
Su voz llena el espacio y se hace eco entre lo que nos rodea. Su
voz, su cuerpo, su forma de mirarme… Todo me supera. Y, de
nuevo, ese recuerdo acecha despiadado indicándome que las ganas
siguen ahí, aunque pretenda esconderlas tras el telón en una tarde
de teatro. Sus dedos de nuevo recorriendo mis labios, sus ojos fijos
en ellos, ansiosos, y tiemblo. De ganas, de anhelo y de anticipación
por algo que no va a suceder.
—No, no —consigo decir—. No es necesario.
La mano de Bruno sigue peligrosamente cerca de mi cara y su
olor me impacta. Es como una tarde en la feria, rodeada de olores a
dulces, chuches y palomitas, todos explosivos e irresistibles cuando
llenan el ambiente.
Se inclina hacia un lado quedando cerca, muy cerca de mí, y su
nariz prácticamente roza mi cuello cuando giro la cara para evitar
que me vea sonrojarme. Presiono las piernas y rezo todo lo que sé.
—Esto es justamente lo que buscaba —musita.
Por un momento dudo de si hace referencia a mí, a nuestro
contacto, a la cercanía, al juego que nos traemos o a la mezcla de
olores de la feria.
Un libro se coloca frente a mis ojos y entonces siento cierta
desazón cuando se separa.
—Ajá —titubeo una vez más.
Bruno se hace a un lado, coloca la carpeta sobre el archivador en
el que estaba sentada mi amiga hace unos minutos y comienza a
hojear el libro en cuestión. De repente, es como si yo hubiese
desaparecido del mapa.
Me hago a un lado. Bajo mi falda y me toco el pelo, buscando
indicios de que algo no esté donde debe estar. Llevo mis piernas a
la salida y coloco la mano en el pomo de la puerta dispuesta a irme
pitando de allí con la vergüenza que me carcome y las ansias que
me devoran.
—Oye, Violeta… —murmura Bruno, haciéndome frenar en seco.
Traslado, despido, nuevo jefe, buscar empleo…, ¿qué será?—. ¿Te
han dicho alguna vez que hueles a arándanos? —Me giro, me
quedo frente a él, lo observo buscando algo que me repela, lo que
sea, algo a lo que agarrarme para irme de ahí sin mirar atrás y sin
recordar las ganas de que me bese. Niego. No es mentira—. Los
arándanos son mi fruta favorita y ahora me han entrado unas ganas
inmensas de…
Guarda silencio, no termina la frase, solo me escruta con la
mirada y estoy segura de que sabe leer en mí a la perfección.
—¿De? —Ni siquiera sé de dónde saco las fuerzas de formular
dicha pregunta.
—De comerte —finaliza.
No respondo. Solo salgo de allí dispuesta a olvidar eso que
acaba de pasar en este archivador.
Recordadme que nunca jamás vuelva a ese lugar. Y, de paso,
recordadme que Bruno es mi jefe. Gracias.
13
Se masca la tragedia

Los jueves por la noche tenemos una costumbre desde hace años.
Hay cena familiar en casa de la abuela. Las tradiciones de ese estilo
siempre pasan por una estampa similar. Mismos entrantes, mismos
platos principales, mismo lugar de reunión, solemos ser las mismas
personas salvo que Aina se apunte o Unai no tenga plan o guardia y
las sobras se vienen a casa con nosotras.
Ese plan ha sido inamovible desde que mamá se fue. Digamos
que es una forma de vernos cada semana, de pasar tiempo juntas y
de mantenernos unidas las tres.
—¿Has hablado con tu madre? —inquiere la abuela nada más
entrar por la puerta.
Sabe que la más reacia a ello soy yo.
—No. Lo último que supe fue que estaba haciendo la maleta para
irse a no sé dónde.
—Le prestaste mucha atención si no recuerdas siquiera el sitio
que te dijo.
—Estaba a punto de entrar en una reunión. Ya sabes que Celeste
suele estar mucho más pendiente de esas cosas y me las cuenta.
¿Por qué lo preguntas?
Celeste entra tras de mí, llevando el casco en la mano. Por si lo
dudáis, hemos venido en Winnie y he dejado el teléfono apagado
por si las moscas. Que mi abuela y mi hermana sepan lo de la línea
erótica no quiere decir que tenga que atender llamadas con ellas
presentes. Lógica aplastante.
—¿Qué pasa? —indaga Celeste al ver nuestras caras.
—Tara se está haciendo la interesante.
—¿Interesante con qué, abuela?
—¿Has hablado con tu madre en estos días? —le cuestiono a mi
hermana.
—Ayer. Me dijo que tenía novedades y que se estaba planteando
venir unos días para vernos.
—¿En serio te dijo eso? —intervengo asombrada por el giro
inesperado de los acontecimientos. Sí que estoy fuera de honda, sí.
—Sí —afirma Celeste mientras se dispone a entrar en la cocina
para comenzar a colocar la mesa. Esa es otra costumbre. La abuela
cocina, Celeste pone la mesa, y yo la recojo.
—¿Qué sabes tú que nosotras no sepamos? —la interrogo con
curiosidad.
—Saber, saber…, nada. Ahora bien…, si tu madre, después de
unos años sin venir, tiene intención de volver será por algo.
Por un momento siento cierto temor ante las palabras de mi
abuela. Recelo quizá, a que pase algo y que mi madre no nos lo
haya dicho.
Nos tuvo muy joven. Ese es el resumen de la historia. Aunque, si
le preguntáis a mi abuela, os contaría en detalle que era inexperta,
que se enamoró del tipo equivocado y que este supo subirle la falda
no una, sino dos veces, acertando de lleno en su puntería. Puede
que ese sea uno de los motivos que hizo que, años después, mi
madre comenzase a salir con un tipo y con otro, buscando el amor
de alguna forma, el no sentirse sola y estaba claro que nosotras no
fuimos lo suficiente como para llenar ese vacío.
No la culpo o puede que un poco sí que lo hago. No he sido
capaz de entenderlo en todo este tiempo.
—Si se vuelve a separar no pienso ir a la siguiente boda —suelto
a bocajarro y en voz alta, obviando el gesto reprobatorio de mi
abuela y la cara de mi hermana, que asoma tras la puerta de la
pequeña cocina.
—Tienes la sensibilidad en el culo, hija mía —me reprende mi
abuela.
—Estoy cansada de eso, ya lo sabes.
—Es tu madre.
—No veo por qué tengo que ceder, aunque lo sea.
—Tal vez no se vuelve a casar de nuevo —añade Celeste.
—Tal vez no tenía que haberse casado la segunda ni la tercera,
tampoco la cuarta, y mira —añado con desdén.
—Es tu madre —insiste mi abuela, por si no la escuché la primera
vez.
Bufo mosqueada. Tomo asiento en mi sitio y me cruzo de brazos
en la mesa a lo niña pequeña con berrinche, ¿y qué?
—Abuela…
—No —contrataca antes de que suelte algún discurso barato
sobre todo eso—. Ya sabemos todas que siempre has estado
enfadada por las decisiones que ha tomado y me atrevo a decir que
es injusto por tu parte, por no decir egoísta, no pararte un segundo a
entenderla. Tu padre…
—Ni lo nombres —la corto antes de que siga como la defensora
que es.
—Tu padre —continúa obviando por completo mis advertencias—
se fue y no es culpa de tu madre. No sé si te has parado a pensar
en que, si él no hubiese aparecido, lo mismo tú y Celeste no
estaríais aquí cenando conmigo. Sé que te fastidia que ella haya
seguido adelante y que…
—Te equivocas —intervengo una vez más—. No es eso, no me
fastidia que siguiese adelante.
—¿Hubiese sido mejor que se conformase? —pregunta mi
hermana haciendo acto de presencia con una cesta de pan, tomates
y jamón serrano, y una tortilla de patatas en la otra.
—Lo que me fastidia de todo este asunto es que ella siguió
adelante. Se le olvidó que su vida había cambiado.
—¿Te refieres a que nosotras la habíamos cambiado?
—Sí. —Asiento.
—Es injusto, Violeta —me reprocha mi abuela—. Todos tenemos
derecho a nuestra felicidad y a luchar por ella.
—No me malinterpretéis. No quiero decir que ella no tuviese
derecho a ello, aunque, sinceramente, la forma en la que lo hizo no
fue la adecuada. Se casó varias veces, cosa que entiendo y en la
que no me meto, sin embargo, la última vez ya no fue solo un
matrimonio, fue dejarlo todo por él e irse. E, insisto, Peter me cae
bien.
—Se fue por amor —la defiende Celeste.
—Por lo que veo, no tenemos la misma visión. Porque ella se fue,
sí, por amor, sí, y dejando todo atrás sin pensar, sí. Una hija que
estudiaba y que también tenía sueños, otra hija que tuvo que
hacerse cargo de todo o por lo menos intentarlo, ¿o acaso pensáis
que empecé a trabajar en la línea erótica por placer y gusto? ¡Fue
para ayudarte a cumplir tu sueño, uno en el que tendría que haber
estado tu madre presente! —finalizo gritando y exponiendo mis
pensamientos sin pensar.
La cara de asombro de Celeste y su gesto compungido me
indican que he hablado más de la cuenta y que quizá tenía que
haber aprendido a interiorizar ese recelo que siento por mi madre,
no porque haya luchado por su felicidad y la haya perseguido, más
bien porque en medio de ese viaje no estábamos incluidas nosotras
como mochila, sino ella y solo ella, apenas rompiendo con lo que la
unía a eso que llamamos hogar.
—Entonces es eso —murmura Celeste.
—Cariño… —la consuela mi abuela.
—No eres ninguna carga para mí, Celeste —me apresuro a
añadir preocupada por el gesto contrito de mi hermana.
—No es lo que acaba de parecer.
Celeste se quita la servilleta, la deja sobre la mesa y se dirige
hacia la salida sin siquiera mirar atrás. Mi abuela se incorpora al ver
lo que va a hacer y con las manos encogidas en el pecho suspira
abatida.
Agacho la cabeza cuando la puerta resuena en la estancia. Solo
se ha cerrado, pero para mí ha sido como un puñetero golpe seco
en medio del pecho.
—Abuela…
—Deja que se tranquilice y que recapacite.
—No he querido hacerle entender que es una carga para mí
porque no lo es.
—Lo sé —murmura ocupando el sitio de Celeste y colocando una
mano sobre mi pierna, que no para de moverse nerviosa.
—Yo no quería crecer tan rápido, ¿sabes? Necesitaba disfrutar
de ciertas cosas, vivirlas sin pensar en que había alguien que
necesitaba de mí porque estábamos solas.
—Me duele que digas que estáis solas porque no es así.
—Celeste es responsabilidad mía, abuela, no tuya.
—Ambas sois responsabilidad mía porque ambas sois mis nietas
y os quiero y adoro.
—Y, mientras nosotras tenemos que lograr que este barco salga a
flote, mamá está por ahí viviendo la vida loca.
—Tu madre tiene sus propios miedos e inseguridades —recalca
mi abuela.
—Ya. Pues no debería tenerlos porque su único miedo e
inseguridad debería ser que sus hijas estén bien y sean felices.
Dejo la servilleta sobre la mesa y me dispongo a salir.
Me giro y observo la mesa con más culpabilidad de la que traía
porque, si bien Celeste debe ponerla, yo retirarla, lo único que
deseo es perderme entre las calles de Barcelona, olvidarme de todo
lo que me rodea y no pensar en que mi vida es como un puñetero
castillo de naipes que se derrumba con cada pequeño movimiento o
soplo de aire que le roza.
Mi madre, Daniel, mi pluriempleo, la preocupación de mi
hermana, mis miedos, los suyos, los de Aina, la soledad y las ganas
de que sean felices y que no haya problemas para ellas porque no
se los merecen.
Y, ahora mismo, solo siento que todo, todo, está mal, muy mal y
no es que vea una luz al final del túnel.
14
¿Otra vez tú?

Conduzco durante lo que me parecen horas por las calles de


Barcelona, sumida en el ruido de la noche, el tráfico cada vez más
inexistente y con una música de fondo que solo me recuerda lo
jodidamente mal que lo estoy haciendo todo.
Winnie es el mejor compañero de viaje que se puede tener
porque escucha y guarda secretos sin juzgarme por mis malas
acciones, por ninguna.
Regreso a casa cuando han pasado las tres de la mañana. Al
entrar en el piso, la puerta de Unai está completamente cerrada y la
de Celeste igual. No sé qué esperaba encontrar, ¿un recibimiento
con globos y confeti?
El silencio envuelve toda la estancia haciéndose eco en la misma,
y yo, ahora que, supongo, he pisado tierra firme, me siento peor de
lo que debería.
Me debato entre lo correcto y lo que siento. Lo correcto sería
entrar en la habitación de mi hermana y decirle abiertamente que
me he equivocado y que eso que dije en la mesa, mientras
hacíamos un intento de cena pacífica, era solo un ataque absurdo
de pensamientos incoherentes, fruto de la semana de mierda que
llevo. Y en cuanto a Bruno, siento que empieza a convertirse en una
incógnita para mí y, no sé si muy a mi pesar o también pretendo
engañarme un poco con este tema, hay algo que inevitablemente
me hace observarle a hurtadillas y me descubro sonriendo como
una auténtica lela. Por no hablar de la idea de un beso furtivo que se
cruza por mi cabeza cada vez que le doy cabida o que me detengo
a mirar sus labios. Apetecibles labios…
Eso sería lo sencillo y lo fácil, lo rápido y lo que haría que mi
hermana guardase ese resquemor que sé que en este momento le
recorre el cuerpo porque es su madre… y la mía. Y no es que no la
quiera, porque quizá mis palabras sonaron a eso; a una melodía que
resuena en el vacío silencioso antes de la colisión de un barco. Y no
es así, no es eso. No es que no haya amor o cariño, lo que me falta
es entender el motivo por el cual una persona deja todo atrás por
amor cuando se supone que ya lo tienes y por partida doble.
Me meto en la ducha y me enfundo en un pijama calentito. Bajo la
intensidad de las luces y me sumo en la oscuridad de la noche, con
un pie fuera de la cama y otro dentro, tapado por las sábanas
frescas con un olor a almizcle que tanto me gusta, fruto, cómo no,
de mi hermana, que cuida minuciosamente todos los detalles. Como
sus postres o sus cuadros.
Somos la antítesis una de la otra, por si no os habéis dado cuenta
en este tiempo que llevamos juntos. Celeste es madura, inteligente,
perspicaz y cabezota. Mucho. También es insegura, aunque de eso
tenemos las dos carga compartida. En el reparto de la personalidad
quisimos hacernos frente la una a la otra a ver quién era capaz de
tener menos confianza en sí misma.
Recuerdo, de pequeñas, nuestras tardes de diversión en casa de
la abuela Tara. Jugábamos a cualquier cosa que se nos ocurriese,
daba igual si era material o inventado. Nos poníamos de acuerdo los
días en los que la abuela hacía escudella para fingir algún dolor de
tripa, de cabeza, de muelas o de lo que fuese, con tal de quedarnos
ambas en la casa y poder aprovechar los restos de la verdura que
utilizaba para hacer nuestros propios caldos y guisos, que
sacábamos a la terraza para que el sol hiciese el trabajo de cocción.
Qué fácil y sencilla era nuestra vida por aquel entonces. No
echábamos de menos a nadie, la ausencia de nuestro padre era
algo que tratábamos con total normalidad y no nos suponía ningún
problema.
Hasta que fuimos creciendo, yo primero. Y empecé a ser
consciente de las miradas de pena que nos dedicaban algunos
compañeros en clase o en el instituto cuando había alguna
actuación o festival a los que acudían las familias al completo y en la
que todos esos terminaban en pie aplaudiendo, por muy absurdo y
bochornoso que resultase el acto. Y nosotras, con suerte,
contábamos con la presencia de Tara y, si los planetas se alineaban,
de Rosa, nuestra madre.
Comencé a darme cuenta de que lo que no quería era que esa
conciencia que yo había tomado sobre la soledad también calase en
la vida de Celeste, que seguía siendo un alma pura, dedicando
amplias sonrisas sinceras y cálidas a todo el mundo sin percatarse
de las ausencias porque para ella era suficiente con los que
estábamos allí y puede que eso fuese lo que me faltase a mí: el
conformarme con lo que tenía y dejar de ansiar lo que poseían mis
amigos y compañeros.
Así llegó ese resquemor constante por culpa de las ausencias, de
la poca participación, de la lejanía, de las faltas de conversación…
Coronado por la primera boda, que fue un fiasco; la segunda, que
duró al menos un año y que tampoco acabó bien; la tercera, que fue
un visto y no visto, y la cuarta, que ha sido la más duradera, pero no
por ello nos ha convertido en familia, sino que nos ha distanciado
más aún si cabe.
Celeste supo adaptarse a todo eso; a los cambios, a las
ausencias y a las faltas, y seguía siendo feliz y entendiendo a una
madre que no estaba y que se anteponía ella a nosotras mismas.
Me dije que no dejaría que Celeste sufriese por ello y así, de esa
forma, hemos ido recorriendo un camino lleno de piedras en el que
mi meta siempre ha sido que para Celeste sea simple arena.
Me incorporo de nuevo y decido que hacerme una infusión es una
gran idea, porque, desde esta noche y a pesar de que no hace frío,
mi cuerpo no está del todo de acuerdo con esa afirmación
meteorológica.
Pongo agua en el hervidor eléctrico y, mientras la lleva a
ebullición, saco una bolsita de té con frutos rojos, mi favorita.
Observo de nuevo la habitación de Celeste, sin luz. En cambio, la
de Unai sí que emite algo de iluminación cálida por debajo de la
puerta. Medito durante unos segundos la opción de ir a hacerle una
visita, sin embargo, la descarto sobre la marcha porque sería una
compañía pésima y no me apetece nada soltarle un rollo dramático
sobre cómo la he liado parda con mi hermana y mi abuela esta
noche.
Infusión en mano, me dirijo hacia mi habitación de nuevo. Una
vez entro, percibo el temblor del teléfono en la mesilla de noche y el
inconfundible sonido de la vibración contra la madera. Y son más de
las tres de la mañana.
Juraría que lo había apagado, como cada jueves.
Quizá debería no contestar puesto que los jueves es mi día libre,
no obstante, algo tira de mí y lo hago. Puede que sea una mezcla de
la necesidad de hablar con alguien y dejar a un lado mis
pensamientos o de evitar el silencio a toda costa que se instala en
mi pecho.
Carraspeo e intento sonar lo más convincente posible dadas las
circunstancias.
—Línea erótica, ¿dígame?
—¿Lilah? —Un suave escalofrío me recorre entera al escuchar
su voz al otro lado.
—¿Eres tú? —le pregunto directamente, yendo al grano.
Suspira al otro lado.
—¿Está muy mal que te diga que llevo un rato intentando dar
contigo sin que lo consiguiese? Me han dado largas en un par de
ocasiones y suelo ser muy persistente en mis fines.
Sonrío. Nuestra línea erótica tiene una forma de organización
muy práctica. Las llamadas, antes de ser derivadas a una de las
chicas, suelen ser filtradas por una centralita.
—Imagino que debe de ser porque es mi día libre y ya sabes…
—Lo siento —se disculpa apresuradamente—. No lo sabía. Te
dejo… —me dice atropelladamente.
—Tranquilo —añado con rapidez—. Ya he contestado, no te
preocupes. Pensaba que había desconectado el teléfono…, veo que
no.
—Yo también lo veo —musita al otro lado, nervioso—. O lo intuyo
—añade divertido.
—Dime, Míster B, ¿en qué puedo ayudarte?
Le doy un suave y largo sorbo a la infusión antes de que pierda el
calor que me hizo preparármela.
—La verdad es que no sé qué responder a eso.
Sonrío, una vez más, cómplice.
—Veamos… —Me adelanto y tomo las riendas como he
aprendido a hacer—. ¿Te gustaría que me acercase, contoneando
mis caderas con extrema lentitud, y me sentase a horcajadas sobre
ti?
Escucho un leve suspiro al otro lado y lo imagino recreando la
escena tal cual lo hago yo en este momento.
—Eso, definitivamente, me gustaría y complacería. También lo
haría algo más.
Intuyo sus intenciones, nada caballerosas y muy picantonas, y, de
inmediato, mi cuerpo reacciona ante ese hecho.
—Quizá… un dedo paseando por el contorno de tu pecho,
siguiendo la línea de vello que me lleva hasta esa zona, justo esa,
que tanto desea ser protagonista.
—¿Intentas llevarme al huerto, Lilah?
—Solo hago mi trabajo… —ronroneo juguetona.
—Hoy… —murmura con un leve hilo de voz—, ¿podemos solo
hablar?
Me quedo en silencio, perpleja, intentando racionalizar sus
palabras, esas que acaba de formular como una pregunta y que
resuenan en mi mente como un ruego.
Le doy otro largo sorbo a mi infusión, que ya pierde la potencia de
su calor, y me tumbo en la cama con el teléfono en la mano.
—¿Hablar?
—Sí, ya sabes, como dos personas normales que tienen una
conversación y se conocen.
—Sin sexo.
—Sin sexo. Aunque suene tentador y lo del otro día haya sido
una pasada.
Ahora sí que sonrío con ganas. Es un cumplido y me ha gustado
que para él también haya sido algo…, dejémoslo en «algo».
—Entiendo…, pero que sepas que no lo hago normalmente —le
advierto.
—¿Hablar? ¿Acaso no sabes hablar? ¿Es una de esas
grabaciones que te ponen cuando te llama un operador para darte la
lata?
Me carcajeo ante su comentario sarcástico.
—La fina ironía se te da muy bien, por lo que veo.
—Soy una caja de sorpresas —argumenta sin perder la simpatía.
—No lo dudo —especifico y, de inmediato, por mi cabeza cruza la
sorpresa que me asoló el otro día cuando fue capaz de conseguir
que me invadiese el calor hasta tal punto que tuve que llevar mis
socorridas manos hacia esa zona para aliviar el ardor pulsante que
sentía.
—¿Qué tal ha ido tu semana? —averigua.
Pienso que lo hace más por romper el silencio y evitar que se
instale entre nosotros una incomodidad que por otra cosa. Como si
me preguntase qué tal el clima en mi ciudad o qué me gusta hacer
en mi tiempo libre, además de atender llamadas guarras y
cachondonas.
—¿Es necesario que seamos sinceros? —cuestiono—. Lo digo
por sentar unas bases. Ya te he dicho que no estoy acostumbrada a
este tipo de llamadas. No con un desconocido —añado.
—No soy un desconocido —se defiende—, soy Míster B e hiciste
que me corriese el otro día. Técnicamente, es intimar e intimar
implica cercanía y la cercanía, conocernos. Fíjate, en un pispás ya
puedo decir que somos amigos.
Me ahogo con mi propia saliva cuando finaliza su frase y mi
cerebro la asimila.
—Entendido. —Sujeto la taza y le doy un último sorbo. Apenas
queda contenido y de inmediato me arrepiento por no haberme
hecho dos o tres tazas más que me alivien la sequedad que se
instala en mi garganta ante esta conversación del todo inesperada
—. Y bien justificado, por lo que veo.
—Soy una caja de sorpresas —resume de nuevo, utilizando la
misma frase de antes.
—Y dime, señor Caja de Sorpresas… —Su carcajada al otro lado
hace que corte mi frase.
—¿Ahora nos tratamos de usted? —inquiere dejándome
confundida—. Hasta hace nada nos tuteábamos, ¿y pasamos a los
formalismos? Chica mala —me acusa insolente.
—Cierto —claudico dándole la razón muy a mi pesar—, eres
Míster B, casi como de la familia —ironizo—. Ahora bien, puesto que
vamos solo a hablar… —y lo digo con cierto retintín apreciativo—,
permíteme la licencia de tutearnos de nuevo —rectifico.
—Entonces…, ¿puedo yo hacer lo mismo? —cuestiona
buscándome las cosquillas.
—Por supuesto —concedo—. Es lo que has hecho siempre,
¿verdad? —No espero respuesta y continúo—: Puedes llamarme
Lilah —le provoco.
—Bonito nombre, Lilah, ¿eso te lo han dicho alguna vez?
—Ciertamente, no —finalizo—. Lo normal es hablar de otras
cosas y señalar otras partes como bien preciado, no sé si me
explico —musito dejando la provocación en el aire y que nos ronde
a ambos.
—Estoy seguro de que esas partes a las que haces referencia
bien merecido tienen ese piropo y, si quieres, de eso podemos
hablar largo y tendido en otra ocasión. Hoy solo quiero que
hablemos, que nuestros avatares sigan siéndolo por protocolo, pero
que, por un corto espacio de tiempo, dejemos de pensar en esta
llamada como un intercambio sexual y que sea un trueque de
información —argumenta.
—Bien —claudico—, dado que mi experiencia en este tipo de
intercambio con alguien a quien debo considerar trabajo, y que no lo
es, es escaso, dime, Míster B, ¿qué tal tu semana? —interpelo
utilizando su frase, esa que antes se formuló, aunque nadie le haya
hecho caso—. Y recuerda el principio básico de la sinceridad.
—Yo pregunté antes —me reta al otro lado.
Puede que sea la comodidad que siento hablando con un
completo desconocido, la seguridad que me proporciona que eso
sea así, que no me juzgue porque no me conoce, las inmensas
ganas que tengo de hablar con alguien, la necesidad de
desahogarme por lo sucedido esta noche o la carga que llevo sobre
los hombros, por lo que, esta noche, Míster B se convierte en mi
paño de lágrimas y, entretanto, yo suelto todo, él se limita a
escucharme y, ese sencillo gesto, convierte una noche de mierda en
una noche de calma.
15
Sin acritud, chicos

Nueve de la noche. Nuestro local favorito. Winnie aparcado en un


callejón cercano y mentando a mi abuela Tara, a la que, por cierto,
le debo una llamada de teléfono: «Mentalidad de tiburón». Hasta
eso se lo conté a Míster B y no se rio de mí como supuse en un
principio.
La actitud suele marcar un antes y un después en las cosas de la
vida —y del querer— y esa fue una de las conclusiones a las que
llegué anoche cuando yo hablaba sin parar, evitando dejar nada en
el tintero, y él se limitaba a escuchar. Hubo un momento en el que
me dijo que me tendría que cobrar él a mí por la consulta, ya que
sus intervenciones estaban limitadas a monosílabos, alguna
pregunta aclaratoria sobre cosas de las que no se enteraba porque
mi narración no iba a empezar por diez años atrás cuando todo
explotó y alguna risa por las estupideces que soltaba para destensar
el ambiente.
Me sentí algo culpable cuando, poco después de las cuatro de la
mañana, le propuse colgar el teléfono con cierto pesar porque, esa
noche, un completo desconocido se había convertido en alguien que
me había proporcionado justo lo que necesitaba.
Así que el plan fue muy sencillo: envié esta mañana unos
mensajes lloriqueando al grupo que tenemos Aina, Celeste, Unai y
yo para proponer una quedada como si fuese una emergencia de
nivel uno en un ataque nuclear. Que quizá eso no existe y me lo
estoy inventando. Tenía que tirar de toda la artillería para que
Celeste acudiese al encuentro, así que Unai fue la primera opción a
la hora de organizar esta noche de cena/copas/sinceridad, a ver
cómo acabamos y si no nos matamos por el camino.
Que todas sabemos que existen grupos, subgrupos y
subsubgrupos, y en este caso no iba a ser menos.
Está el grupo al que os hago referencia, donde estamos todos.
Luego el grupo con Aina y Celeste y ya la conversación individual
que bien podría ser el subsubgrupo porque nos dedicamos a
comentar jugadas sin malicia. Lo normal es que Aina y yo hablemos
por privado de trabajo, de la línea erótica o de los pocos avances
entre Unai y Celeste, y mi hermana y yo comentemos las locuras de
Aina con Tomás y su búsqueda del tesoro escondido a lo que bien
podríamos llamar «en busca del anillo de compromiso». Entiendo y
me juego una mano —que no sea la derecha, que soy diestra y
entonces la liamos parda— a que ellas harán lo propio conmigo. Sin
acritud ninguna, por supuesto.
Nueve y diez, sigo sola y estoy al borde del colapso por si resulta
que mi plan ha salido como el culo y me veo bebiendo hasta olvidar
lo triste que resulta todo.
Pido una cerveza para entrar en calor y evitar comerme la cabeza
y ojeo la pantalla del teléfono para ver si tengo alguna llamada
perdida de alguno de ellos.
El pequeño bolso de Aina se abre paso en mi campo de visión y
su sonrisa me tranquiliza. Unai llega al minuto, apenas con tiempo
para levantarnos y saludarnos como si no nos hubiésemos visto en
meses y no hace nada más que unas tristes horas que lo hicimos.
Esto de quedar por las noches funciona como reseteo.
—Pensaba que sería el último —se disculpa Unai con cierta
tranquilidad. El último siempre es el primero en pagar la ronda.
—¿Y Celeste? —pregunta Aina—. ¿No viene?
—Dijo que vendría. Es más, estaba en casa. Toqué en su puerta
antes de salir en dirección a casa de mis padres, y me dijo que nos
veríamos aquí en un rato —narra Unai.
—¿Tus padres, bien? —averigua Aina.
Unai asiente y da el tema por zanjado.
—¿Y Tomás? —indago yo.
—Vendrá en un rato, estaba reunido con no sé qué rollo. Ya
sabes que su trabajo me parece un muermo y evito hablar de eso.
—Ser enfermero no es un rollo —se defiende Unai alzando la
mano para llamar a la camarera.
Hemos decidido matar dos pájaros de un tiro. Por un lado,
reunirnos los cuatro —o cinco, si al final viene Tomás— y, por otro
lado, hacerlo en el local donde siempre nos juntamos los viernes
con la gente del trabajo. Que, a todas estas, es nuestro garito
favorito porque nos encanta la cerveza artesanal y las tapas que
ofrecen.
—No digo que sea un rollo, no obstante, es aburrido —matiza
Aina.
Yo aquí solo veo que se avecina tormenta, storm is coming, o
moriremos todos de una pelea de amigos, como si una de hermanas
no fuese suficiente drama ya.
—Ya, claro, se me olvidaba que trabajar en una línea erótica sí
que lo es —replica Unai sin perder la sonrisa.
—¿Sabes? —intervengo—, a veces no sé cuándo estás de coña
y cuándo dices la verdad porque siempre tienes esa puñetera
sonrisa en los labios que confunde a todo el que habla contigo.
—Es mi arma de destrucción masiva —explica—, con esto —dice
señalando a su sonrisa—, consigo eso —añade señalando a las
chicas del local.
—Ya. Y, digo yo, ¿no hay ninguna que te interese de forma
especial?
La llegada de mi hermana se hace eco de pronto en la mesa y
alterna la vista entre Aina y Unai, lo que me da a entender que ha
escuchado la pregunta y se ha quedado esperando la respuesta.
—No —sentencia Unai a la vez que ayuda a mi hermana a
quitarse la chaqueta y a colocarla en la silla—. Pregúntame si los
escarceos amorosos son especiales para mí.
Bufo en respuesta y, entonces, la mirada de Celeste se cruza con
la mía.
—No empieces con tu rollito de macho alfa porque no nos gusta
y… —le advierte Aina sonriendo— estás en minoría.
Unai choca el hombro con mi hermana, entonces le pasa el brazo
por encima en actitud amistosa y la acerca a su cuerpo.
Puedo ver a mi hermana, derritiéndose en sus brazos y
esperando a que ese gesto signifique algo más que amistad o el
cariño propio de ese mismo sentimiento fraternal.
—¿A que tú me entiendes, Celeste? —Ella asiente—. A ella no le
dices nada y también pasa de los tíos.
Bebo. Un trago largo que haga que ese nudo de la garganta que
tiene Celeste ahora mismo sea bien digerido por mí. Una vez más,
intento ser yo la que lo sufra y no ella, ojalá fuese tan sencillo.
—Celeste también se lleva mis reprimendas —contesta Aina
intercambiando una mirada cómplice entre ella, el brazo de Unai, la
cercanía y la tensión que se respira en el ambiente.
—¿Qué hacemos aquí un viernes noche? —cuestiona mi
hermana por fin, eso sí, evitando mirarme de nuevo, como si esa
tregua que tuvimos hace segundos se hubiese acabado de pronto.
—Matamos dos pájaros de un tiro. Por un lado, nuestro local; por
otro, una reunión y, como colofón final, es el sitio donde se reúnen
los compañeros de trabajo para evitar que nos tachen de
desertoras, aunque lo seamos, porque esto —les digo haciendo un
círculo con mi dedo índice alrededor de la mesa— es una tapadera
como no ha habido antes.
Alzo la vista cuando un leve y quejoso escalofrío me recorre, uno
ya conocido. De inmediato sé quién lo provoca porque esta semana,
toda esta jodida semana, lo he sentido cada vez que hemos tenido
que pasar un mínimo de tiempo juntos. Por suerte, he echado todas
las bombas de humo posibles para que no perciba la tensión que
siento cuando lo tengo cerca y… para no confesar que en más de
una ocasión me han dado ganas de comérmelo yo a él también.
«¿Te han dicho alguna vez que hueles a arándanos? Y ahora me
han dado ganas de comerte…».
Ambas frases revolotean en mi cabeza sin cesar.
¿Cómo he llegado a este punto? ¿Por una leve caricia? ¿Por su
risa? ¿Por la conversación con Aina? ¿La falta de sexo? ¿Sus
palabras en ese archivo? ¿La cercanía? O puede que sea porque
estoy empezando a atisbar que debajo de esa cara bonita se
esconde alguien inteligente, divertido y… provocador.
—Y por ahí entra tu jefe… —finaliza Aina alzando la mano para
saludarlo. Como si yo no hubiese sido ya consciente de su estelar
aparición.
Mi hermana gira la cabeza, y Unai también clava su vista en él.
—¿Ese es el que te pone cachonda? —me pregunta el
susodicho.
El muy bastardo hace de las suyas. Deja a mi hermana
desamparada y su brazo se coloca sobre mi hombro, atrayéndome
hacia su cuerpo.
Celeste lo percibe, clava su vista en su brazo y pone una mueca
de desencanto. Le pongo ojitos para que me disculpe.
—¿Se puede saber qué haces? —increpo a Unai, reafirmando la
disculpa hacia Celeste, porque ya bastante movida tengo como para
acrecentarla con celos y esas cosas.
—Te estoy echando un cable, nada más, Miss Guarrilla —se
justifica.
Si no supiese que debajo de esa fachada de niño santo y devoto
se encuentra un malvado villano, hasta le creería.
—Eso, eso —lo secunda Aina—. ¿Le has dicho lo de la charla del
otro día a este? —cuestiona refiriéndose a Unai, y su acertado e
inoportuno comentario, y lo mismo sucede con el mote.
—¿Qué charla? —inquiere Celeste, que no sabe nada,
básicamente, porque no lo he contado.
—Eso, eso, ¿qué charla? —apostilla Unai sumándose al
desconcierto de mi hermana.
—La de Bruno… —Aina lo deja en el aire, pero, por el camino,
utiliza la artillería pesada, que no es otra que poner ese tono de voz
sugerente, el mismo que usan en los programas de investigación
que salen en la tele para crearte ansias y que no te puedas
despegar de la pantalla, hasta que averiguas que el pan es tan
barato porque la harina la sacan de las uñas de rata, de los pigmeos
o algo similar.
Veo en los ojos de mi hermana algo semejante a la tristeza y a la
decepción, supongo que por todo el conjunto entero: el brazo de
Unai, saber que hay cosas que no he contado y lo de anoche, así
que hago lo que debo y es armarme de valor para comenzar a
hablar, eso sí, primero…
—Tenéis que jurar y perjurar que nada de lo que aquí se cuente
será utilizado en mi contra. Ni como chantaje emocional ni como
favor para ir a la compra cuando no me toca —le advierto a Unai y
su maquiavélica mente retorcida— ni nada por el estilo.
—Bueno…, yo ya lo sé y no lo he usado —interviene Aina
ganándose un pellizco por mi parte.
—Auchhh. Tú pellizca lo que quieras, aunque yo diría que hay
alguien que quiere hacértelo a ti —me dice cabeceando y
pestañeando en dirección a Bruno.
Alzo la vista, inquieta por las palabras de Aina y con la curiosidad
picándome el cuerpo. Imponente. Sentado en una alejada butaca en
la esquina de la barra con pose casual, que no lo es del todo,
oteando el lugar como si no fuese intencionada dicha vista, y yo, yo
ahí, frente a sus ojos, observándole perspicaz, buscando, buceando,
analizando…
—¿Te gusta tu jefe?
La voz de Celeste interrumpe mi análisis, más propio de una
empleada que busca los pros y los contras en una campaña
publicitaria que una chica que tiene curiosidad por saber y conocer
información sobre mi objeto de análisis.
—Me temo que sí.
Es Aina la que pone algo de voz a la situación porque a mí…, a
mí me ha comido la lengua el gato.
16
Cacao maravillao

—Hay cosas que no sabéis…


—Empezar una frase de esa manera es lo peor que existe —me
reprocha Unai—. Soy tu amigo y compañero de piso, por lo tanto,
debería estar al día de los escarceos amorosos, más aún, si
implican que el bastardo de Daniel haya sido muerto y enterrado
definitivamente.
—Daniel fue muerto y enterrado hace mucho, tanto como seis
meses.
—Dejando a una piltrafa por el camino —añade mi hermana con
su ya habitual tono de desdén.
Le hago un mohín al escuchar y asimilar sus palabras, que bien
podrían ser una verdad absoluta, aunque eso no quiera decir que no
duela al escucharla abiertamente y pronunciadas con cierta
hostilidad, ¡para qué mentir!
—Lo siento. —La disculpa sale de mi boca sin ser canalizada.
Como algo absolutamente necesario e imprescindible y la sorpresa,
cómo no, es de nuevo un reflejo visible en su mirada.
—¿Por? ¿Porque te guste tu jefe y a ella también? —pregunta mi
amiga que, de esto, sí que no sabe nada.
—Anoche…
—Anoche mi hermana se comportó como una auténtica estúpida.
—Y ya está. Lo suelta. Sé que es la cruda realidad, que no necesita
florituras, y también que eso la hará sentir mejor de lo que creo.
—Mi madre va a volver a casa.
Unai baja las manos y deja que caigan a ambos lados.
—¿Tengo que…?
—¡No! —Se apresura a añadir mi hermana—. Que ella regrese
no implica que tú tengas que irte, Unai —musita con tono
conciliador.
No parece que hace escasos segundos hubiese estado lanzando
dardos envenenados por la boca. En fin, lo que hace una polla.
Unai le dedica una mirada cálida, y a mi hermana comienzan a
formársele unas pequeñas manchitas rojas en los cachetes que la
hacen verdaderamente adorable.
—Yo ni siquiera había pensado en eso —respondo.
—¿Y por qué va a volver? —pregunta Aina, que no entiende
nada.
Alzamos la vista todos cuando unas fuertes carcajadas resuenan
en el bar. Inconfundibles, cómo no. Ferran y Dani, entran y acaparan
la atención, como siempre, aunque, en mi caso, no para bien
precisamente.
—Lo único que lo salva es lo guapo que es —dramatiza Aina
refiriéndose a Dani.
—Da igual lo bueno que esté si la gilipollez sobrepasa a la
perfección. —Celeste la filósofa, es como debería llamarla.
Dani me saluda con la mano, a lo que respondo girando la
cabeza, es eso o vomitarme en el sitio.
—Gilipollas —cuchicheo.
—Se van a sentar juntos —murmura Unai, el narrador de la
escena.
—Para una vez que viene y se tiene que colocar en el bando de
los patéticos —susurro. «Para una vez que viene…», esto es un
dato a tener en cuenta.
Todos asienten dándome la razón. Unai es el que retoma el tema.
—¿Entonces?
—No tengo ni la menor idea —finalizo.
—Puede que nos hubiésemos enterado anoche de algo si mi
hermana no se hubiese dedicado a despotricar de mi madre, ahh, y
no solo eso, sino a insinuar que por mi culpa trabaja en esa línea…
—Shhhh —la chisto rápidamente haciendo, incluso, aspavientos
con las manos. Mi hermana parece caer en la cuenta de que ha
metido la pata y ahora es ella la que me dedica un ademán pidiendo
disculpas—. Nadie debe saber nada de esto, ya sabes lo que
pasaría.
Comparto una mirada cómplice con Aina, porque lo de ella es
pánico atroz a que Tomás se entere y la deje por ello.
—Lo que quiero decir —rectifica Celeste—, es que dijiste cosas
que me hirieron, Violeta.
—Estaba enfadada por todo.
—Vives enfadada por el tema de mamá, ¿desde cuándo?
—Solo porque creo que no lo ha hecho bien con nosotras.
—Habla por ti —me recrimina mi hermana.
—Celeste, el problema no es contigo, ni siquiera lo eres tú,
aunque así te lo diese a entender anoche. El problema es que hay
cosas que no concibo y que no comparto —explico bajo la atenta
mirada de mis amigos.
Guardamos silencio unos minutos mientras la camarera, que
presta especial atención a Unai, nos toma nota de las cervezas que
queremos y de las tapas que vamos a pedir para cenar.
—Yo no sé mucho de ese asunto, sin embargo, hablando se
entiende la gente —nos aconseja Unai—. ¡Dios! ¿Habéis visto qué
buena está?
Mi hermana mira hacia la camarera, analizando la vestimenta, los
complementos, el maquillaje, el pelo perfecto y brillante como si
acabase de salir de la peluquería, y luego se observa a sí misma.
—Ahora vuelvo —susurra bajito.
La silla suelta un leve ruido al ser arrastrada y la vemos
desaparecer por la puerta.
—¿Qué le pasa? —inquiere Unai.
—Los tíos, que son gilipollas —le explica Aina poniendo los ojos
en blanco—. Todos —susurra mirando hacia la barra para ver cómo
Ferran y Dani están sonrojando a otra camarera que está por la
zona. La pobre.
—Voy con ella —les digo a la vez que me incorporo, dejo el bolso
sobre la mesa y me encamino al baño.
Cruzo una leve mirada con Bruno, que parece tan avergonzado
como me siento yo por la actitud de Ferran y Dani, y aburrido, eso
también. Me guiña un ojo y le dedico una leve sonrisa. Me pone
nerviosa que me mire de esa forma.
Cuando llego, veo una pequeña cola de chicas por fuera. Me
apoyo contra la pared y decido esperar a mi hermana allí. No tenían
otro momento para ir juntas al baño sino justo después de Celeste.
El local está a rebosar. Una de las grandes mesas del fondo está
ocupada al completo por mis compañeros de oficina, muchos a los
que conozco porque he trabajado con ellos en los distintos
departamentos y otros con los que cruzo algún saludo y poco más.
Las chicas se mueven y observo la puerta buscando a mi
hermana entre las que salen del servicio.
—Me duele ser invisible para él. —Chasqueo la lengua contra el
paladar cuando mi hermana termina de formular la frase—. Y sé,
con toda probabilidad, que es culpa mía por no seguir los cientos de
miles de consejos que me dais. No sé hacerlo de otra manera,
¿vale? No soy tú.
—A Dios doy gracias por ello —jadeo.
El efecto es el deseado porque mi hermana sonríe y apoya su
pequeña cabeza sobre mi hombro.
—No estoy enfadada por lo de ayer, estoy… decepcionada.
—No pretendía hacerte sentir mal por lo que dije, Celeste…
—Estoy decepcionada por haber supuesto una carga para ti y no
haber reparado en ello antes. Soy la peor hermana del mundo.
—No eres la peor hermana del mundo, de la misma forma que
tampoco has supuesto una carga para mí. Si estoy trabajando ahí —
pronuncio obviando el sitio al que me refiero— es porque quiero y
porque lo decidí así. Como una adulta, además…, tengo novedades
sobre ese tema.
—¿Novedades? ¿Cuáles?
—Luego te cuento, en casa, con más detalle.
—¿Aina lo sabe? —Niego—. Bien —responde satisfecha por ser
la primera en conocer las noticias frescas.
—Vuelvo a la mesa.
—Voy —le digo señalando en dirección a la cola—. Ya que
estoy…
Mi hermana cabecea y se despide con un leve movimiento de
mano. Observo cómo se encamina hacia el lugar donde la esperan
Unai y Aina, y me encantaría que esa seguridad que irradia cuando
habla de lo que quiere y le gusta se convirtiese en valor para seguir
a su corazón y luchar por él.
Quizá lo que sucede es que ver los toros desde la barrera nos
convierte en dominantes, en personas que creen que tienen el poder
en sus dedos de conseguir todo y de evitar a toda costa el fracaso.
Puede que haya personas que solo vean en sí mismas
oportunidades y opciones donde otras ven fracasos y baches. No sé
si es la forma en la que nos criamos, la personalidad o los fiascos
que nos llevamos a lo largo del tiempo los que nos indican qué
camino coger, qué trenes dejar pasar o cuál será nuestro siguiente
viaje y en qué estación, lo que sí sé es que, lo que hagas hoy, tiene
que ser consecuente con lo que quieres y deseas y, tanto para bien
como para mal, aceptar las decisiones tomadas. Y nunca jamás
arrepentirse porque si eso lo has hecho hoy es porque tú misma has
sido dueña de la elección.
—Vaya, vaya, vaya…, si está aquí mi chica…
No me molesto siquiera en girar la cabeza y dedicarle una mirada
porque sería una completa pérdida de tiempo.
Dani se coloca justo frente a mí, esperando a que deje de
ignorarlo. Apoya su mano con cierta crudeza al lado de mi cara y se
acerca peligrosamente, recortando la distancia hasta el punto de
percibir su aliento bañado en alcohol.
—¿Te has perdido? —le pregunto, incómoda y molesta, con la
vista clavada en la mano.
—Entre tus piernas me gustaría.
—Joder, Dani, ya vale con ese rollo. Lo dejamos hace meses y la
verdad es que estoy cansada de que siempre estés con esas
bromas que solo te hacen gracia a ti. —Y a tus amigos, sin
embargo, evito verbalizarlo.
—No es cuestión de gracia. Sabes que sigo esperando por ti.
—¿Ligándote a otras? —La pregunta sale de mi boca sin ser
meditada o pensada y su gesto me da a entender que se siente
complacido porque lo ha interpretado como celos cuando lo que
siento por él está bastante lejos de ser eso.
—No pretenderás que espere por ti sin jugar, ¿verdad?
—Lo cierto es que no pretendo nada y no espero nada porque lo
que teníamos se fue a la mierda.
—Tú lo echaste a perder con tu soberbia y tu altanería. Esa
misma que estás demostrando en este momento. ¿Crees que no me
doy cuenta del rollo que te traes con tu compañero de piso? ¿O que
te pone el brazo por encima? ¿Acaso te lo estás follando? ¿Te pone
ese tío más que yo? Porque te recuerdo bien que entre mis brazos
te deshacías y conmigo entre tus piernas parecías una perra en
celo. —Me quedo sin palabras, en silencio, incapaz de contestarle,
de decirle que todo eso que él cree que sigue latente no es más que
pura fantasía y ficción. Con Dani siempre me pasa, es capaz de
dejarme lela, de borrar todo rastro de fuerza o raciocinio y de
hacerme, una vez más, pequeña e inexistente. Y lo consigue tan
rápido que, por más que me prepare o me diga que no lo haga de
nuevo, nunca jamás lo consigo. Lo de mentalidad de tiburón se
queda por el camino.
»Eres la mayor decepción de mi vida, Violeta, no te preocupes
porque pienso esperar a que vuelvas a mí y entonces me jactaré de
ello. Nadie, escúchame bien, nadie te querrá como yo te quiero.
«Nadie te querrá como yo te quiero».
«No eres nadie sin mí».
«Eres una decepción. Un fracaso. Un fiasco».
«No vas a salir adelante sin mí».
«Esa ropa no te sienta bien».
«Nunca llegarás a donde te propongas sin alguien como yo a tu
lado».
La secuencia de frases a las que tuve que hacer frente
diariamente, tragar y digerir mientras estuve con Dani pasan por
delante de mi cabeza como si de verdad me encontrase en ese
túnel del que se habla cuando estás más cerca de la muerte que de
la vida.
Alzo la cabeza y lo siento; la rabia, la frustración y el dolor
tomando forma, una acuosa, una que no me permito dejar ver, no
con él aquí.
—¿Todo bien por aquí?
Dani se separa de mí, retira su mano de la pared y toma
distancia. Yo bajo la cabeza con desesperación.
—Todo bien, colega.
—¿Violeta? —me pregunta Bruno directamente.
Asiento sin alzar la vista. No quiero que me vea, no así. Quiero
ser invisible.
—Violeta y yo teníamos una conversación. Nada interesante.
Solo me contaba lo bien que se lo pasa conmigo y lo divertido que
soy.
Y el ego tan grande que tienes, por no hablar del morro que te
gastas, ¿eso no lo mencionas?
—¿Me pides la última? —pregunta Bruno.
—Recuerda lo que te he dicho, Violeta —finaliza Dani antes de
irse y rozar mi mejilla con sus dedos.
Bruno recorta la distancia y su olor de nuevo lo envuelve todo.
Las sensaciones son muy diferentes, no percibo la agresividad en
su pose ni la altanería, la seguridad ni la irascibilidad. Es…
maravillosamente diferente.
—Mírame, Violeta.
Alzo la vista y clavo mis ojos en los suyos. De inmediato me
siento desnuda frente a él, como si fuese capaz de entender la
marabunta de sensaciones que me recorren, lo pequeña e
insignificante que soy. Pienso, medito y valoro la forma en la que
alguien como yo puede siquiera creer que él se fije en mí. Lo del
otro día solo fue un espejismo, algo que mi mente quiso magnificar e
interpretar llevándolo a una escena más propia de películas con final
feliz que de realidades.
—Bruno… —susurro.
Somos nosotros solos los que estamos aquí cuando su mano
toca mi pelo, desciende por mi mejilla borrando el rastro de Dani y
su dedo desemboca en mi mullido labio, que lo muerde sin dudar.
—De entre todas, la violeta es la que más bonita florece.
Contengo la respiración mientras Bruno, mi jefe, me deja de pie
en ese pequeño pasillo, con la respiración acelerada, las piernas
apretadas, un jadeo contenido y las ganas de besarlo hormigueando
dentro, muy muy dentro.
Y es la segunda vez que me pasa esta semana.
17
En un oscuro callejón

Bruno
Me paso gran parte de la noche analizando a Violeta, a Daniel y la
mentira tan estúpida que dijo en ese pasillo.
Daniel no es santo de mi devoción, nunca lo ha sido y jamás lo
será y si sigue trabajando con nosotros es solo porque Ferran lo
defiende a capa y espada, y porque me prometió que se haría cargo
de la situación.
Esta forma de coordinarnos que tenemos en la que él se encarga
de una parte del proceso, y yo de la otra, hace que funcionemos
mejor. El acuerdo tácito es ese: ni yo me meto en lo suyo ni él se
mete en lo mío, aunque haya decisiones importantes en las que
tengamos que tomar partido ambos, por ahora, las que implican al
personal no están incluidas entre ellas.
Violeta piensa que no me he dado cuenta de cómo es y cómo
actúa mientras está Daniel cerca y supongo que tampoco sabe que
soy consciente de que tuvieron una relación amorosa que terminó
hace meses. Las paredes hablan y escuchan, y Ferran es de esa
clase de personas que necesitan saber todo y contarlo. Por eso
evito hablar más de lo necesario con él.
Gracias a esa… llamémosle «curiosidad», estoy al tanto de
muchas cosas que suceden entre los empleados, con
independencia de que no haya acudido ningún viernes a estas
reuniones que Ferran enmascara como «piña», que ambos
sabemos que el fin no es otro que ligarse a alguna empleada,
tirársela y luego ejercer el poder que le caracteriza. Yo finjo no hacer
caso a esas estupideces porque la verdad es que me la traen
bastante al pairo, siempre y cuando no influyan en nuestro trabajo ni
en la empresa.
Dicho esto, gracias a esa parte cotilla que tiene Ferran y a la
buena relación que mantiene con el gilipollas de Daniel, sé que
Violeta y él tuvieron una relación, y que Daniel la dejó porque «es
una sosa y una sobria malfollada». Y lo único que hago es citar sus
palabras textuales porque, sinceramente y permitidme que lo ponga
en duda, Violeta puede ser cualquier cosa menos eso. Y con
cualquier cosa hago referencia a algo bueno porque…, porque me
trae loco, joder, me trae loco desde hace mucho tiempo. Todo ese
que me he pegado observándola y siguiendo su trabajo.
Con la dimisión de mi última ayudante vi un filón abierto. Lo
interpreté como una señal o como el destino que me decía que ese
sería el momento adecuado para proponerle que fuese ella la que
ocupase el puesto, no solo por el hecho de que en los demás
departamentos ha funcionado siempre muy bien y que es una gran
empleada —así me lo habían hecho saber sus distintos
responsables de área—, sino porque los datos así lo demuestran.
Se implica, da todo de ella, es directa, sincera y tiene muy buenas
ideas, es más, estas suelen ser cojonudas porque funcionan, y esas
habilidades las ha ido demostrando en este tiempo, aunque el
producto en cuestión no sea de su agrado.
No hace falta ser demasiado perspicaz para darme cuenta de que
eso que Daniel dice de Violeta no es más que una patraña tras otra
y que lo que sucedió en el pasillo que lleva directamente al servicio
es una nueva excusa o mentira para salir indemne del paso.
Y sentí, allí, frente a ella, que se había hecho pequeña, como la
luna cuando se esconde tras una nube o una estrella en lo alto del
cielo, sin considerar que por muy pequeña que parezca podría ser
inmensa a los ojos de otro.
Ante mis ojos.
Y me hubiese encantado que eso que ella se resistía a mostrar, la
fuerza y la valentía, su carácter y su saber estar, hubiesen salido a
flote sin dejar que Daniel se saliese con la suya y se fuese de allí
como el macho alfa que se cree que es.
Mi teléfono vibra en el bolsillo del pantalón y lo saco de
inmediato.

Cristian:
Eh, ¿dónde andas?

Sonrío al leer el mensaje de mi hermano y tecleo con celeridad


para responderle.

Bruno:
Estoy en el bar del trabajo, el que está enfrente,
¿te vienes? Ferran empieza a ponerse pesado.

«Escribiendo» aparece en la parte superior del chat.

Cristian:
Dame veinte minutos y estoy por ahí. Pasa
de Ferran, es un capullo arrogante que seguro
que tiene una micropolla en esos pantalones.

Me río por la broma de mi hermano. Guardo el teléfono y de


nuevo fijo la vista en la mesa de las chicas.
Termino la copa que me han puesto y me armo de valor para
dirigirme hacia allí. Paso de seguir aguantando la mierda de charla
que se traen estos dos sobre tías en general y sobre la camarera en
particular. Dicho sea de paso, así averiguo quién es ese chico y qué
hace manoseando a Violeta.
Deposito el vaso vacío sobre la barra y el sonido capta la
atención de Ferran y Daniel, que dejan de hablar como auténticas
cotorras.
—¿A dónde vas? —me pegunta Ferran.
—Voy un momento a tomar el aire —le explico sin entrar en más
detalles.
Cambio de planes cuando me doy cuenta de que Violeta acaba
de salir con las llaves en la mano y un pañuelo enrollado en su
cuello para protegerse de la humedad de la noche.
Mis pasos se dirigen hacia la salida y me digo que es un impulso
justificado, solo por saber que está bien.
Empujo la puerta y voy tras ella. Miro a ambos lados y distingo la
silueta de Violeta encaminándose hacia la izquierda. Las llaves
tintinean entre sus dedos y el sonido de los tacones resuenan.
Guardo mis manos en los bolsillos de mis vaqueros roídos y la sigo.
Una vez llego al final de la callejuela, giro hacia un pequeño callejón.
Oteo la Vespa amarilla de Violeta y la encuentro rebuscando algo en
el compartimento que hay bajo el asiento.
Debe de estar tan concentrada en lo que quiera que busca que
no se percata de que me sitúo tras ella. Confieso que he evitado
hacer mucho ruido para que así sea. El tráfico de la avenida
principal también ayuda bastante.
Me coloco lo suficientemente cerca como para que tropiece con
mi pecho cuando se gire.
—¡Aquí estás! —exclama sacando el teléfono móvil. Lo ojea por
encima y elimina varias notificaciones. No, no la estoy espiando. O
sí, pero solo un poco. Se gira y su cuerpo choca contra el mío.
Sonrío victorioso al advertir que mi plan ha salido a pedir de boca—.
¡Mierda! Me has asustado. ¡Joder!
—Muchas palabrotas en poco tiempo, ¿no crees?
Violeta sonríe.
—¿Acaso eres mi padre? —me pregunta sin perder el brillo
pícaro en su mirada.
—¿Dirías que soy tu padre?
—No, la verdad es que no. Aunque tampoco puedo decir
demasiado a eso puesto que no lo conozco.
Doy un par de pasos atrás porque esa respuesta no me la
esperaba para nada.
—No pretendía…
—¡Bah! Es un tema que tengo bastante superado. No hay
traumas ni crisis al respecto. No lo echo de menos. Veo que te he
dejado descolocado, así que… he ganado.
—¿Ganado?
—Claro —sentencia—. Tú me has sorprendido con uno de esos
sustos mortíferos que bien podría haberme costado un infarto o algo
así, y yo, en contraprestación a eso, te he dejado KO siniestro al
soltarte lo de mi padre. Es un quid pro quo. Tú la buscas, tú la
encuentras —me explica dejándome sin palabras.
—Joder —mascullo completamente embobado mirándola. Me
resulta… fascinante y sigue oliendo a arándanos.
—¿Quién es el de las palabrotas ahora?
Me paso la mano por el pelo para recobrar la compostura. Mi
cuerpo, al completo, me pide que desande esos pasos que di al
escuchar lo de su padre, que deposite mis manos en su cintura, que
la atraiga contra mi cuerpo, que el calor de su piel se funda contra el
mío y que le folle la puta boca con el beso más erótico que hayamos
podido darnos jamás.
—Culpable —le digo alzando la mano, insolente, y dejando todos
esos pensamientos a un lado.
—Te perdono. —Un paso. Dos. Cerca. Muy cerca—. ¿Qué haces
aquí fuera?
—¿Quién es el chico que te acompaña?
—¿Quién? ¿Unai? —inquiere atónita.
Una vez más, cerca. Muy cerca. Su aliento cálido. Su ardor. Su
pecho subiendo y bajando con cada bocanada de aire. Mis ojos. Sus
labios. Mi deseo. El suyo.
—¿Es tu novio?
Su risotada. Mi desconcierto.
—Ni de coña —murmura.
—Bien.
—¿Bien? —me pregunta sin entender nada.
En realidad, no hay mucho que entender. Solo hay que sentir.
Los pensamientos dejan de ser un deseo para transformarse en
realidad.
Mi mano sobre su mejilla. Mi dedo sobre sus labios rojos. Su
lengua sobre mi yema. Mi polla dura dentro del pantalón. Mi mano
sobre su cintura. Mi polla pujando sobre su abdomen. Su mirada
sobre mis labios. Mi boca acercándose a su oído y mi susurro
escapando lentamente de entre mis labios.
—Mejor que bien, Violeta. ¿Preparada?
Ella me mira, con el desconcierto tomando forma y esa forma se
llama deseo, pasión, apetito y anhelo.
Asiente.
Ese es el pistoletazo de salida para que mi hambre sea saciada
por Violeta, mi dulce e insolente Violeta.
18
Oh, my god

Si esto es un sueño, maldita sea, que nadie me despierte.


Abro la boca para él, para que su sabor y el mío se entremezclen
de pura necesidad. Permito que un jadeo se escape de entre mis
labios cuando su lengua roza la mía y saboreo el rastro del whisky
que ha estado tomando esta noche y… dejo de ser consciente
durante un momento de que este hombre que ahora mismo me besa
es mi jefe. Bruno, el chico que llevo deseando toda la jodida
semana.
Con cada arremetida de su boca, mi cuerpo pide más. Llevo mi
mano hasta su nuca y presiono sus labios contra los míos;
alargando el momento, maximizando el deseo, intentando que esto
que me recorre, esta energía, este calor, esta ansia, la necesidad,
todo, se convierta en algo tangible. Sus manos descienden por mi
cintura y se colocan sobre mis nalgas, presionándome con rudeza
contra su miembro duro, preparado para conquistar el terreno que
sea necesario.
Tiemblo de puro deseo y la necesidad impera entre nosotros dos.
—¡Joder! —masculla separando momentáneamente sus labios
de los míos—. Eres dulce y caliente, Violeta.
Su boca, de nuevo, va en busca de la mía sin dejar que responda
nada a eso. Mucho no hay que decir sin que suene patética y
estúpida. Mi mente, ahora mismo, carece del raciocinio suficiente
para emitir sonido alguno, por lo menos, uno que no sean gemidos,
jadeos y suspiros.
Cerca de mi pierna, comienza a vibrar algo.
Bruno tarda varios segundos en ser consciente de ello y se
separa, soltando algunas maldiciones por el camino.
—¿Sí? —pregunta al mismo tiempo que se da la vuelta y se lleva
la otra mano al cuello.
Me quedo pegada a la pared de ladrillo del viejo edificio y dirijo
mis dedos a mis labios por pura inercia.
Me ha besado. Bruno me ha besado. Me ha besado como llevo
deseando toda la semana que haga.
Lo observo a la vez que me da la espalda. Camina de un lado a
otro sin dejar de mirarme de soslayo. Habla con alguien conocido y
le da indicaciones.
Reparo en mi ropa, cerciorándome de lo evidente; mi camisa por
fuera de mi falda, arrugada, la falda descolocada y mi pelo
alborotado. Lo coloco todo en su lugar y desvío la mirada hacia la
salida del callejón. ¿Qué coño acabo de hacer? ¡Es mi jefe!
Aprovecho el momento para dar cortos y rápidos pasos en
dirección a la calle principal. Huyo, claro que huyo. Es más, tonto el
último.
—¡Violeta! —me grita Bruno al percatarse de mis intenciones.
No me giro. Cuando ya he doblado la esquina, camino con más
brío en dirección al local. Abro la puerta y veo a mis amigos
sentados en la mesa actuando tal y como son ellos, sin darse
cuenta de nada de lo que acaba de suceder fuera de estas
reconfortantes paredes. Y… ¡benditos sean todos los santos del
cielo! Me han pedido una cerveza que pienso beberme de un solo
trago.
Ha sido eso. Justamente eso. Las dos cervezas que me he
tomado. Eso es, definitivamente, lo que me ha llevado a actuar de
esta manera y con él. Nada que ver con que me atraiga, que me
parezca excesivamente guapo, tanto que duele, y mucho menos con
las ganas que tenía de que mis imaginaciones se convirtiesen en
realidad y me besase. Y ¡madre del amor hermoso! ¡Cómo besa mi
señor jefe!
No quiero mirar cuando la puerta se abre, sin embargo, a pesar
de que mi mente lo tiene claro, ni puñetero caso que le hago.
Pecadora soy un rato y que nadie me diga lo contrario. Entra,
acompañado de otro chico, uno que parece un calco de él mismo y
sin rastro alguno de haberme tenido deshaciéndome entre sus
brazos hace nada. Maldito.
Nos miramos y me sonríe con picardía. Mi cuerpo se estremece
ante esa visión y el recuerdo, hace escasos segundos, de sus labios
conquistando cada espacio de mi boca. De su lengua ávida
chupando la mía, de mis gemidos ahogándose entre sus labios. De
sus manos aferrándose a mi culo como si fuese su tabla de
salvación y de mi mente, caprichosa y decidida, con ansias de más.
Nos señalan y bajo la cabeza, abochornada. No, él no es de
esos, no es de los que cuentan nuestras intimidades. No, por favor.
Miro en dirección a la barra, y veo a Ferran y a Dani saludando
en dirección a ellos. El acompañante de Bruno le devuelve el gesto,
sin embargo, no se dirigen hacia allí.
Se acercan y decido que no. No. Definitivamente no pienso bajar
la cabeza por algo que yo no he buscado. Aunque sí me haya
dejado hacer. A ver, entendedme, que bueno está un rato. Lo mismo
es eso que dice Aina; la necesidad por el tiempo que hace que no
tengo sexo, contacto carnal y un buen orgasmo que no sea
propiciado por mí misma y mi amor propio.
—Buenas noches —saluda Bruno. Lo dice como si hace escasos
minutos su boca no hubiese estado devorando la mía, saqueando
por completo mi cuerpo y volviéndome loca en un callejón con
Winnie como único testigo. Menos mal que mi fiel amigo siempre
guarda los secretos.
—Buenas noches. —La cantarina de Aina es la primera en
levantarse para saludar y, cómo no, con dos besos. Gruñiría como
desaprobación, pero, entonces, sospecharían que algo ha sucedido.
—Hola. —El acompañante, por fin, abre la boca.
Unai está en silencio. La media sonrisa le delata. La media
sonrisa y el codazo que me lanza al momento.
—Es mi hermano, Cristian —añade Bruno a modo de
presentación.
—¿Queréis sentaros con nosotros? —pregunta Unai, que
interviene por primera vez y que no deja de darme pequeños
empujones—. Me ha salido la jugada redonda —susurra en mi oído.
Si él supiera. La mirada de Bruno se posa sobre mi amigo.
Arrastran un par de sillas y se acomodan con nosotros. Cristian
toma asiento al lado de Aina, y Bruno, de su hermano y de Celeste.
Todo un plan, porque lo tengo justo enfrente para ponerme colorada
cada vez que rememore ese caliente beso que acabamos de
darnos.
—No sabía que tenías un hermano, Bruno —le cuestiona Aina
para buscar conversación.
—Ya. ¿Te lo regalo?
—¡Oye! —protesta Cristian dándole un golpe cariñoso a su
hermano por la broma.
—Yo no tengo hermanos, no me vendría mal.
—Nos tienes a nosotras —susurra Celeste.
Pensaba que mi hermana iba a estar algo distante porque no los
conoce y por toda la movida que ha habido entre nosotras. Veo que
lo de antes en el pasillo fue algo así como firmar una tregua. Es
más, la susodicha me guiña un ojo con descaro.
Unai se ríe porque la pilla, y yo bajo la cabeza, a pesar de que
dije que no lo haría porque no quiero que me sorprendan sonrojada
por lo que todos imaginan.
La alzo de nuevo lo suficiente como para darle un nuevo trago a
mi cerveza y veo a Bruno con esa sonrisa canalla enmarcando su
boca.
Su boca.
Madre mía. Su boca.
Lo de que el hemisferio sur estaba muerto es cosa del pasado.
Me dejaría hacer de todo.
Un par de leves carraspeos nos sacan de nuestra burbuja y retiro
la mirada al percatarme de que son Ferran y Dani los que se han
acercado a la mesa.
—¿No venís con nosotros? —averigua Ferran mirándonos a
todos y cada uno.
—Hemos pasado a saludar y nos hemos quedado por aquí —
murmura Bruno a modo de disculpa.
—Somos auténticos gorrones —añade Cristian sonriendo.
Unai decide que ese es un gran momento para joder a Dani y
pasarme, de nuevo, una mano por encima del hombro y atraerme
hacia él, sin perder la sonrisa.
Supongo que Ferran y Dani esperan a que alguien interceda por
ellos y les invite a tomar asiento. Lo que sucede es exactamente lo
contrario. Aina comienza a entablar una conversación con Cristian,
Celeste habla con Bruno, y Unai me pregunta si ha pasado algo que
él deba saber. Los otros dos paletos se dan por vencidos y se
despiden al entender que nadie quiere saber nada de ellos. Cosa
que agradezco, porque, después de lo que pasó antes, lo que
menos me apetece es compartir mesa con Dani y su gilipollez
aguda.
—No los soporto —finaliza Cristian cuando se han marchado.
Aina se descojona de la risa. Celeste la acompaña, y Unai bufa.
—Son unos gilipollas —finaliza Aina, soltando sin filtro lo que
piensa—. Oye, Bruno, tú en este momento de jefe nada, ¿verdad?
Lo digo porque…
—No —finaliza mirándome. Trago con fuerza—. Ahora no soy el
jefe de nadie, soy uno más.
Y las ganas de decirle que nunca será uno más mueren en mi
boca. En mi boca que sigue recordando cómo me hizo temblar y no
solo eso, sino con ganas de que vuelva a hacerlo.
19
¿Cómo me enfrento yo a esta
semana?

Empezar una semana con una reunión no es para nada


aconsejable, ya sabéis: la mezcla de un lunes y la previsión de
madrugar, no solo ese día, sino los cuatro siguientes, la escasez de
cafeína a estas horas de la mañana y, encima, tener que vender un
producto que no me gusta y me parece una bazofia. Mucho menos
aconsejable es cuando la reunión de la que os hablo se programa
cinco minutos antes de que llegues a la oficina y sospechas que
eres la última en enterarte, ¿casualidad? No lo creo.
—Lo has hecho aposta, ¿verdad? —No debería preguntar… Lo
hago, claro que lo hago.
—Lo he hecho porque, tras meditar largo y tendido sobre el
asunto en cuestión, sabía que, si te comunicaba antes que
tendríamos una reunión con el grupo Orgasmic, quizá salías
corriendo, pillabas un avión sin billete de vuelta y a ver qué
ayudante como tú consigo yo.
Me quedo en silencio, asimilando el cumplido y la broma. El
cumplido, el cumplido, ¿a quién quiero engañar?
En la oficina, hasta ahora, Bruno siempre ha mantenido una
actitud impecable en su despacho, está bien que lo especifique
porque lo del archivo el otro día… ¡Ya me entendéis! Y os confieso
que me encanta la idea de que sea un chico de esos que saben
mantener las formas, disimular y luego, en la intimidad, te deje con
la boca abierta y las bragas empapadas por resultar un canalla de
campeonato.
—No sé bien qué responder a todo.
—¿A qué todo? —me pregunta remangando de nuevo la camisa
blanca impecable. Le sienta bien, aunque no varíe demasiado su
vestimenta; siempre camisa blanca y chaqueta oscura. Sí, le sienta
bien.
—Que pienses de mí que me doy a la fuga a la primera de
cambio y el halago…, será por ayudantes.
Bruno se recuesta sobre la silla, con los brazos en jarras y
escrutándome. Es algo muy propio de él, me he dado cuenta —no
por observarle (ojos en blanco aquí, por favor)— de que lo hace
mucho. Analizar, meditar, contrastar, pedir opinión y luego actuar. Es
metódico y racional. Y guarro, eso también, pero no es el momento
de rememorar un beso húmedo, ¿verdad?
Se me corta el lote cuando encima de la mesa coloca a mi peor
pesadilla. Sin exagerar ni nada.
—Quiero dejar claras varias cosas.
Bruno se levanta. Se reajusta bien la camisa y se encamina hacia
la ventana trasera. Es amplia y le da un aire muy luminoso a su
despacho, nada que ver con mi cubículo o el de Aina. Cosas de ser
de la plebe y no alta empresaria de éxito. En fin, que sepáis que en
mi otro trabajo sí que soy una empresaria de éxito, tanto que puedo
trabajar en pijama, calcetines, sin cortarme las uñas de los pies y
depilándome el bigote, ¿qué más libertad que esa queréis?
—Tú dirás. —Y digo eso porque «no me despidas» sonaría a
lloriqueo.
—Ayudantes, por desgracia, he tenido algunas más de las que
me hubiese gustado, en eso debo darte la razón, aunque ninguna
como tú. —«Como tú…», ¿eso es bueno, regular o malo?—. Dicho
esto, y si lo miro con perspectiva, Violeta —musita girándose y
acercándose con paso felino. Se me seca la boca. Es lo único que
se me seca—, teniendo en cuenta que el otro día saliste pitando de
cierto callejón mientras un servidor atendía una llamada de su
hermano —me indica a la vez que me guiña un ojo con picardía—,
puedo afirmar que lo tuyo… —añade y se coloca tras de mí. Siento
sus manos apoyadas en el respaldo de la silla y su olor lo impregna
todo con rapidez. Me tiemblan las piernas, me sudan las manos y la
intención inicial de mi caprichoso cuerpo es ladear la cabeza para
que su nariz se pasee a su antojo por mi cuello— es el escapismo
—susurra en mi oído, erizando mi vello tras su aliento mentolado.
Giro la cabeza y mi boca queda a escasos centímetros de la
suya. Sus labios son… Sus labios son perfectos, seductores,
fascinantes, tentadores y sugerentes. Y ¡mierda! Muero de ganas de
probarlos de nuevo. De incorporarme, llevar mis manos a sus
antebrazos, subir por ellos hasta llegar a sus fornidos hombros y
descender por su pecho con descaro y desvergüenza.
Un par de leves toques en la puerta me hacen tomar perspectiva
de lo que acaba de suceder y de la locura que implica esto.
Bruno carraspea, y yo me recoloco en la silla, como si hubiese
levitado de ella durante ese efímero tiempo en el que hemos
permanecido tan cerca. El fin creo que es el mismo para ambos;
evitar el sopor y la vergüenza que sentimos por estar
comportándonos de esta forma en el despacho. Si mi abuela se
entera, dirá que soy una completa desvergonzada. Mi abuela y
Celeste. Y yo, yo debería también, no obstante, ciertamente no lo
hago.
—Adelante. —Bruno invita a pasar a quien quiera que esté al otro
lado, y yo, para evitar ser fruto de un exhaustivo análisis que me
declare culpable del hecho de desear a mi jefe, sujeto entre mis
dedos esa cosa rugosa y fea.
Aina entra y, al percatarse de mi presencia, carraspea ella
también. Vaya, en la próxima quedada me tocará ser la comidilla de
ella, Unai y mi hermana.
—La reunión dará comienzo en escasos minutos. Ya han llegado
los representantes de la marca y os esperan en la sala de juntas.
Bruno asiente.
Aina sale del despacho sin decir nada más.
Me incorporo y me encamino hacia la salida.
—No huyas, Violeta —me advierte Bruno mientras camino con la
poca decisión que me queda en el cuerpo—, porque siento ser yo el
que te diga que lo que crees evitable no lo es.
Me estremezco ante sus palabras, pero hago caso omiso a ellas
a la vez que empuño con fuerza el pomo de la puerta y salgo de
forma sigilosa.
Regreso a mi cubículo y me dispongo a recabar todos los papeles
de la marca en cuestión, colocarlos de manera más o menos
inteligible y preparar el archivo para que Bruno también disponga de
sus datos, aunque sé de buena gana que él lo tiene todo controlado
porque siempre ha sido así.
Me pregunto por qué nunca ha encajado una ayudante adjunta en
su departamento, hasta este momento no tengo ni una sola pega
que poner a su impecable trabajo.
Mi teléfono vibra sobre la mesa, situado bajo el flexo
desvencijado.
Nuevo grupo de wasap: «A Violeta le dan serrucho».
Grupo creado —cómo no— por Aina.
Participantes: Unai, Celeste, Aina y yo.

Aina:
Todos sabemos que este grupo es más que
necesario porque aquí nuestra amiga estaba
ahora mismo en el despacho con su jefe.

Pongo los ojos en blanco mientras la susodicha sigue escribiendo


y dudo entre contestar y defenderme o dejarlo pasar porque sé que,
diga lo que diga, no la voy a convencer y eso que no saben nada de
lo que sucedió el otro día en el callejón frente a Winnie.

Aina:
En el despacho con su jefe. Colorada y allí olía a
feromonas, que lo sepáis.

Unai:
¿Has creado un grupo nuevo teniendo otro en el
que estamos los cuatro? ¿Tomás no te ha dicho
que estás muy tocada de la cabeza, Aina?

Aina:
Este grupo es exclusivamente de critiqueo,
digamos que es para criticar a Violeta.

Unai:
Entiendo. ¿Y el otro? Lo pregunto porque en
aquel también la criticábamos.
Violeta:
Ja, ja. Me parto y me mondo, panda de idiotas.

Una defensa pésima, pero lo son.

Unai:
Ha sido tu amiga. No me metas en el saco.

Violeta:
Te meto porque el sábado te comportaste como
un tonto del culo.

Unai:
Fue aposta. Quería ver cómo tu jefe se moría de
celos y…

Violeta:
¿Y…?

Celeste:
Y él se moría de celos.

La que faltaba.

Violeta:
Eres mi hermana. Lo lógico es que estés de mi
parte. Lo de ellos lo puedo entender, lo tuyo…

Celeste:
Soy tu hermana, lo que no implica ser ciega y allí
todos vimos cómo tu jefe te comía con los ojos.

Muero por formular la pregunta en cuestión, aunque sé que si lo


hago… Me arriesgaré.

Violeta:
¿Tú crees?
Aina:
Yo creo.

Violeta:
No te pregunto a ti, cotilla del tres al cuarto.
Tomás no te va a regalar ese anillo, que lo
sepas.

Aina:
Bastarda. Pelleja. Perra.

Celeste:
Lo creo.

Unai:
Lo creemos todos, es más, tenemos un subgrupo
de este grupo donde hemos estado hablando de
ti y…

Violeta:
¿Y…?

De nuevo…

Aina:
Unai, eres un chivato, no cuentes nuestras cosas
porque está feo que lo hagas.

Violeta:
Que sepas que nosotras también tenemos un
grupo las tres en el que hablamos de ti, Unai, ¿o
es que pensabas que te ibas a escapar?

Aina:
¿También tenéis un grupo en el que habláis de
mí a mis espaldas?

Celeste:
No, hablamos de ti cuando no estás en casa.

Aina:
Bastardos. Pellejos. Perros.

Violeta:
No hay nada entre Bruno y yo… Solo…

Aina:
¿Solo…?

Unai:
¿Solo…?

Celeste:
¿Solo…?

Violeta:
Tengo una reunión. Jodeos, mamones.

Me desconecto. Pongo el teléfono sin sonido y me encamino,


polla radiactiva en mano, a la sala de juntas.
He provocado a las bestias. Y lo sabéis.
20
La reunión

Expongo, de manera bastante educada, y siguiendo el protocolo, los


contras que le he encontrado al artículo en cuestión. Si la cara de
Bruno era un poema, la de Ferran es digna de un psicópata que
está en pleno proceso de análisis sobre la forma más efectiva de
matarme sin dejar rastro de ello.
—A ver si lo he entendido bien —expone uno de los socios de
Orgasmic—, ¿insinúas que este artículo no hay forma de venderlo?
Medito sobre asentir o no hacerlo, de forma educada también,
claro.
—Mi ética profesional me dice…
—Lo que quiere decir la señorita Vázquez —intercede Bruno al
prever la hecatombe que se puede armar y las consecuencias de la
misma si digo de verdad lo que pienso— es que a la línea le faltan
determinadas cosas para ser más… atractiva.
—Atractiva, dice… —murmuro. Lamentablemente, me escuchan
porque todos, y cuando digo todos es todos, clavan la vista en mí
fijamente.
—Puede que ella no sea la adecuada para este producto. La
opinión de una persona no es la verdad absoluta del mundo de la
publicidad —aduce Ferran petulante.
¿Perdona?
—Yo soy una publicista comprometida y estudio, analizo y
comparo los artículos para ofrecer una base sólida para que la venta
sea un éxito, y este producto no lo es —musito. Lo del decoro se ha
ido al garete.
—Violeta… —me advierte Ferran.
Lo miro fijamente, si se piensa que me voy a amedrentar la lleva
clara.
—Y según usted, señorita, ya que parece una experta en estos
menesteres, ¿qué cree que se puede mejorar? —me preguntan. Lo
hacen de mala forma, como si ellos fuesen los expertos del mundo
de las pollas, y yo una tía asexual que no sabe lo que es ni lo que le
gusta ni le pone.
Abro de nuevo la carpeta donde traje los informes y saco la lista
que hicimos en el apartamento hace unos sábados. Sujeto a Green
Orgasmic entre mis manos y le doy un fuerte golpe contra la mesa
para que haga su magia.
Bruno oculta una sonrisilla cuando el bicho comienza a moverse
en círculos. Si fuese una persona y moviese el cuello de esa manera
ya estaríamos buscando un lugar donde dejar su cuerpo, y no para
bien precisamente.
—Para empezar…, esos movimientos que hace no son nada
eróticos.
—¿Lo ha probado? —me cuestionan intercambiando la mirada
entre el vómito de minotauro y yo.
—Lo que me faltaba —susurra Ferran, que mira hacia el techo
con cara de asco. Por mí, obvio, y por la pregunta también.
—No. Ni ganas, la verdad.
—Violeta… —me advierte Bruno en esta ocasión. La cosa pinta
mal, muy mal.
—Tenéis una gama erótica a la que le falta chicha. Con chicha —
detallo al entender sus caras de «¿qué cojones dices?»— hablo de
algo elegante y satisfactorio, y esto —les especifico señalando cómo
ha caído y repta como el gusano que parece— no lo es.
—Hemos invertido mucho dinero en el producto y hemos elegido
a la que consideramos la mejor empresa de publicidad. Pequeña,
pero efectiva —resuelven.
Juro que me hacen sentir culpable porque quizá tendría que
callarme y no opinar al respecto, sin embargo, mi moral no me lo
permite. No sería justo no decir lo que pienso, aunque sea de
puertas para adentro.
—Habéis elegido bien —masculla Ferran, que en este momento
me da hasta vergüenza, se arrastra como esa cosa de ahí.
Pollatronic, por si no lo pilláis.
—Nosotros podemos vender lo que ofrecéis o por lo menos
intentarlo. Es vuestro artículo, y nosotros no decimos que no. —
Bruno intenta apaciguar la situación, digamos que él está en medio,
como el jamón y el queso en el sándwich, porque Ferran y yo somos
el pan, cada uno a un extremo de él—. Me parece justo que también
se expongan aquí las opiniones, porque tal vez luego el artículo no
funciona o la gama no vende lo esperado y quizá lo primero que
pensáis es que nosotros no hemos hecho nuestro trabajo de la
forma adecuada. Lo que quiere decir que hay que saber la opinión
de la empresa para tener todos los puntos de vista. En eso se basa,
¿no? Ser honestos y comentar las cosas abiertamente.
Asiento, ese es Bruno, mi jefe, del que ahora mismo me siento
excesivamente orgullosa.
—Venderemos lo que haga falta —interrumpe Ferran mis
pensamientos—. Le guste a ella o no le guste —especifica
señalándome.
—No hablo de que la campaña no se vaya a llevar a cabo —me
defiendo. Esto parece una guerra a mano armada, solo nos faltan
las granadas, que, con gusto, se las tiraría a la cara al imbécil de
Ferran—, hablo de que el artículo puede mejorarse y quizá no sea
tarde.
—Hemos empezado a fabricarlo —sentencia uno de los socios,
que, hasta el momento, se ha mantenido en silencio—. No obstante,
quiero escucharla, y lo haremos todos —resuelve.
Asiento una vez más, con algo de tranquilidad en el cuerpo.
—La forma no creo que sea la adecuada, la vibración es fija,
nada de in crescendo, que, para mí, es básico. No debería reptar
como una oruga, el color es feo, mucho, no es sutil ni elegante.
—Es vintage.
Vintage, los cojones, que también tienen ese verde.
—No es vintage, es demasiado.
—¿Pretendes que se hagan pollas de color rosa porque son
mucho más cuquis? —pregunta el retrógrado gilipollas de Ferran.
—No —niego educadamente cuando en mi cabeza lo único que
aparece son mis manos reventándole una y otra vez con Pollatronic
—, lo que digo es que se podría hacer una gama menos flúor, o no,
una gama flúor para las más atrevidas y una con tonos más suaves
para las que no lo sean. No sé, dependerá de los gustos, si lo que
queréis es arrasar en el mercado, lo mismo deberíais estudiarlo
antes de centraros en producir y producir.
Todos ellos guardan silencio y le doy otro golpe para pararlo. Me
pregunto si…
—¿Algo más? —cuestiona Ferran, que si lo conozco en algo es
en el deseo que tiene que tener de que la reunión acabe para
prepararme el despido.
—Sí —afirmo, tal vez se creía que me iba a quedar callada o
amedrentarme por él—. Esto… —les digo señalando sus huevos—
ni de risa son así.
—¿Ahora eres experta en huevos? —se burla Ferran sin piedad
alguna.
—Ferran… —le advierte Bruno. El susodicho solo sonríe como si
le sudase un cojón de pato todo. Y creo que así es.
Me incorporo y me acerco hasta ellos.
—Tocadlos —les pido ante sus caras de pasmo absoluto.
Nadie me hace caso, salvo el socio que intercedió por mí antes y
que es el único aliado que tengo, por lo menos en el bando
contrario.
—La verdad es que no son muy agradables.
—No, no lo son. Son asquerosos —finalizo sin pena ni gloria.
Todos me dedican un gesto reprobatorio, incluido Bruno, al que
tampoco le ha gustado que hable de esa forma.
»Lo siento —me disculpo—. Lo que quiero decir es que el
producto es mejorable y que, si lo que queréis son ventas, lo mismo
deberíais plantearos poner a alguien en vuestra empresa que evalúe
el control de calidad, que haga un buen diseño y un plan para el
mismo. Sé que sois una pequeña empresa, que está invirtiendo
tiempo y dinero en convertirse en un referente en el mercado, de la
misma forma que lo hacemos nosotros. No lo vais a conseguir si lo
que hacéis es producir por producir sin contrastar e intentar siempre
sacar lo mejor de vosotros.
—Jamás en la vida me había sucedido algo así —añade el socio
en cuestión.
—Es hora de que esperes en el despacho de Bruno, Violeta. Tu
presencia aquí sobra.
Las palabras de Ferran no me sorprenden en absoluto, siempre
ha actuado de esa forma conmigo, inquietante e irracional, aun sin
conocerme. Lo que sí me duele es que Bruno asienta sin ser capaz
de decir nada a mi favor. ¿Dónde queda ese jefe honesto y atento
que siempre es? ¿Acaso es de los que también tienen dos caras y
conmigo es cercano y sin mí es un cacique?
Me incorporo con la poca vergüenza que aún me queda en el
cuerpo, recojo la carpeta que traje con toda la documentación y me
dirijo hacia la salida sin siquiera mirar atrás. Siento todos los ojos
puestos en mí, vacilantes, esperando a ver si me derrumbo por el
poco tacto con el que me han invitado a abandonar la sala, y no sé
siquiera qué me esperaba de ello.
Paso por delante de la mesa de Aina, que me guiña un ojo, y su
gesto cambia por completo al ver el mío. Viene detrás de mí, lo noto
en el repiqueteo de sus tacones, intuyo que disimula y no quiere
decir abiertamente que me sigue.
Entro en el despacho de Bruno, tal y como me han pedido, y me
quedo de pie cerca de la puerta, por si, una vez lleguen, tengo que
huir de allí.
—¿Qué ha pasado? —me pregunta Aina entrando con sigilo y
localizándome a un lado.
No voy a llorar. No lo voy a hacer. Nadie me va a volver a
menospreciar por decir lo que pienso o lo que siento. No he hecho
nada malo.
—He sido sincera —confieso mirando a mi amiga por primera vez
desde que ha entrado y se ha colocado a mi lado.
—Y Ferran te ha caído encima, ¿es eso?
Afirmo.
—Se supone que debo decir lo que pienso, ¿no? Ser
consecuente con mis ideas y mentarlas.
—A Ferran no le gusta que le lleven la contraria.
—Yo no trabajo para Ferran —contrataco.
Todo el buen rollo de esta mañana tras el juego con Bruno, los
mensajes con los chicos y demás se ha ido al traste.
—¿Y Bruno?
—Se ha callado. No ha dicho nada.
—Que no haya dicho nada no quiere decir que piense como
Ferran, normalmente, nunca piensan igual uno y otro.
—Para mí, un silencio es como una aprobación sin palabras.
—No empieces, Violeta. No es así. No volvamos al tema de base.
—No hay tema de base.
Sé que se refiere a todas las inseguridades que Dani creó en mí.
Cómo esa fina y pequeña telaraña que se iba tejiendo a mi
alrededor, oprimiendo cada centímetro de mi cuerpo y de mi mente,
robándome espacio y tiempo y mermando por el camino mi
capacidad.
Puede que todo eso haya hecho que no quiera acabar una vez
más como hace seis meses o puede que siga estando en el fondo
del pozo y que me diga a mí misma que no es así.
Puede que el beso que nos dimos el otro día y esa tensión que
apareció entre los dos, en otro momento, hubiese dado lugar a que
la Violeta de antes se pusiese su capa y decidiese volar con todas y
cada una de las consecuencias y la Violeta de hoy lo que hace es
colocarse la armadura, esconderse bajo una sábana o huir
premeditadamente.
Puede que yo misma crea que las cosas han cambiado y que no
sea así. Puede que me esté autoengañando.
O, quizá, ninguno de esos «puede» existen de verdad, porque no
son un puede sino un «es».
21
Correr es de cobardes y huir también

Le cargué el muerto a Aina de poner una excusa, daba igual la que


fuese, porque en ese momento solo quería huir como alma que lleva
el diablo.
No me gustaba volver a sentirme de esa manera, volver a sentir
que era pequeña y estaba indefensa. No me gustaba lo que
despertaba el recuerdo de Dani en mi cabeza ni la sensación que
percibí de que allí no tenía voz ni voto alguno. Como siempre era
con él.
Quizá la culpa en parte también es mía, por pensar que estaba
sanada, que esa decisión que tomé hace meses de que yo no era lo
que necesitaba en su vida había regresado para darme una nueva
cachetada, esta vez sin manos, indicándome que, de nuevo, quizá
yo era el problema.
Mi abuela Tara siempre ha dicho que no es que yo no fuese
suficiente para él, sino que él era poca cosa para mí y se sentía
temeroso de reconocerlo, por lo que la mejor defensa, en este caso,
también pasaba por un placaje.
Sentada en el mullido sofá de mi casa, con una pequeña manta
de esas peludas —también de Primark—, y un té de frutos rojos en
las manos, no dejo de darle vueltas a la leve, pero importante idea
de que eso que Ferran dijo es verdad y lo mejor hubiese sido
callarme, guardar silencio y asentir como una autómata a la que le
pagan por hacer su trabajo y no extralimitarse en los términos.
El teléfono no ha dejado de sonar y ni siquiera me he molestado
en contestar a las llamadas o mensajes que me han llegado. El
grupo o subgrupo, ese que crearon para hacer hipótesis sobre
Bruno y una servidora, ha permanecido en silencio, imagino que
Aina los ha puesto al corriente de todo y han decidido darme una
tregua por ello.
Mi hermana hace acto de presencia en el salón, sin siquiera
haberme dado cuenta de que su turno ha terminado y que había
acordado que la recogería yo para que no estuviese cogiendo el
metro.
—Soy la peor hermana del mundo —alego—. Y no es la primera
vez, así que no intentes justificarme.
—Lo del otro día es agua pasada. Ya sabes que yo, a veces y sin
que sirva de precedente, me comporto como una imbécil.
—Nos pasa a todos en algún momento de nuestras vidas; que
nos olvidamos de lo que somos.
—Y recordamos lo que no debemos —matiza Celeste
arrebujándose a mi lado y colocando su cabeza en mi hombro.
—Aina os ha contado, ¿verdad?
—Un poco, solo un poquito —musita juntando el dedo índice y el
pulgar para dejar un ínfimo espacio entre los dos que dé una
respuesta no verbal a mi cuestión.
—Soy patética.
—¿Exactamente por qué? —indaga.
—Por todo. Por Dani, por creer que ya no duele, por luchar y no
ganar, por huir de ese despacho esta mañana como una estúpida
infantil. Estoy segura de que Ferran se ha descojonado de mí
literalmente y que mañana, cuando vuelva, porque tengo que volver,
¿verdad? —Celeste asiente sobre mi hombro—. Lo suponía. Y
mañana, cuando vuelva, se reirán de mí todos.
—¿Desde cuándo nos importa que se rían de nosotras? —me
pregunta, esta vez sí, alzando la cabeza.
—¿Desde nunca?
Mi hermana se ríe y asiente.
—Hiciste lo que tenías que hacer y fuiste fiel a tus principios.
—Me dejaron en ridículo, me sentí pequeña e inservible.
—Puede que esa solo fuese una percepción tuya provocada por
lo que tu cabeza loca piensa.
Unai entra en ese momento, aún con el uniforme de la consulta, y
se acerca hasta nosotros.
—Te daría un abrazo, pero dicen que los uniformes pueden estar
llenos de virus y bacterias y podrías contagiarte de la gripe
española.
—Exagerado —se burla mi hermana.
Unai nos lanza un beso mientras toma asiento en la mesa frente
a nosotras, evitando tocar nada a su paso.
Aprovecho el momento para contarles lo que ha pasado con más
detalle. Hay alguna carcajada aleatoria cuando menciono las
barbaridades que dije sobre mi amigo el pollote venenoso, y gestos
serios y adustos cuando explico cómo me sentí por haber
abandonado la reunión sin haber escuchado una triste defensa por
parte de Bruno.
—Yo le he dicho que quizá las cosas no son como ella cree —le
explica mi hermana a Unai.
—Es tu jefe, que esté encoñado de ti no quiere decir que tenga
que demostrarlo en el trabajo.
Bufo por la intención de sus palabras.
—No está colado por mí —resuelvo.
—Tú por él —me sigue provocando Unai.
—Esto va más allá de eso.
—No has negado que te guste, ¿lo afirmas de una vez por todas?
—No creo siquiera que sea el momento de hablar de eso.
Me lanzaría a los brazos de mi hermana por lo que acaba de
decir si no fuese porque ya estoy entre ellos.
—Lo que creo es que no deberías haber salido corriendo de allí.
Porque te quieres hacer la valiente, la que se cree que ha superado
todo y luego, a la mínima de cambio, huye. Es como cuando te
cruzas con Daniel, intentas demostrarle que no te influyen en nada
sus comentarios y la realidad es bien distinta porque sigues
permitiendo que lo que quiera que te diga te cale hondo y no para
bien precisamente.
—Te estás pasando, Unai —le reprocha mi hermana.
—No, no, déjalo. Tiene que decirlo —lo defiendo.
No es que sus palabras no se me claven en el cuerpo como
dagas afiladas y envenenadas, no es eso, sin embargo, asumo,
para empezar, que tengo que aceptar lo que piensen y lo que dicen
porque yo también les hablaría claro. Es más, lo que he hecho esta
mañana es ser fiel a mis pensamientos y no puedo pretender que el
resto de las personas no lo sean y digan o hagan solo lo que encaja
con mis sentimientos. No sería justo. Y con respecto a Dani… es
que no sé ni cómo puedo cambiar eso.
Mi hermana me aprieta la mano bajo la manta y entrelazamos
nuestros dedos.
—Lo que quiero decir es que, si pasas página, tienes que ser
consecuente con ello. No puedes decir que ya eso es agua pasada
cuando a la mínima de cambio huyes porque crees que te hacen
sentir menuda.
—Es que la hicieron sentir menuda —bufa en esta ocasión mi
hermana.
—Y, según tú, ¿qué es lo que debí hacer?
—Deberías haberte plantado en ese despacho como la guerrera
que has sido siempre y haber dejado claro que nadie te
menosprecia. Te pidieron ayuda para ese proyecto, ¿no? —Asiento
—. ¿Te pagan para eso? —Afirmo de nuevo—. Pues si no les gusta
que te cambien de proyecto, porque la Violeta que yo conozco no se
calla ni se amedrenta por unos gilipollas del tres al cuarto.
—Bruno no es un gilipollas —lo defiendo.
—Y luego nos vende la moto de que no le gusta. No le gusta, los
cojones. Disimulas muy mal para no gustarte.
—Estás tú bonito para decirme que pillas las cosas. —Le lanzo
un dardo envenenado, me sale del alma hacerlo, y mi hermana se
tensa a mi lado, apretando la mano para indicarme que me
agradecería que me callase.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, no quiero decir nada —rectifico porque, si le digo algo, lo
mismo la vendo por el camino y eso tampoco sería justo para ella—.
Solo me estoy defendiendo de un ataque.
—De la misma manera que te defiendes de mi «ataque» —musita
Unai entrecomillando su última palabra—, deberías hacerlo con
todos los ataques que recibas. Y, ahora que ya he dejado mi
sabiduría en este espacio, me retiro con mi persona en lo más alto
de la cúspide. A ducharme. Solo.
—Solo, porque quieres —replica Celeste.
Me quedo boquiabierta y giro la cabeza como en las pelis de
miedo cuando sabes que hay alguien detrás de ti, sin embargo, te
cagas encima por si se demuestra que es cierto y no son
imaginaciones tuyas. Tal cual con mi hermana. Porque esta es la
primera vez que mi hermana hace alusión a algo con Unai, a algo
que no sea amistad, porque… decidme que no soy la única que ha
interpretado esa frase como un ofrecimiento en toda regla.
—Porque quiero, sí —finaliza Unai.
Mi hermana baja la cabeza, avergonzada y desalentada. Le
aprieto la mano bajo la manta a la vez que Unai sale de la
habitación como si lo de Celeste no hubiese sido una oferta
irrechazable.
—Lo has hecho bien —le digo.
Tengo que usar el refuerzo positivo porque lo ha intentado, tras
muchos mensajes, charlas, ideas y conversaciones, mi hermana ha
decidido dejarse llevar e intentarlo.
—No me ha servido de nada. Unai pasa de mí.
—Quizá no creía que fuese una oferta en firme.
—Quizá está bien que me lo digas, sin embargo, en el fondo
sabes que pasa de mí porque no soy la clase de tía que le gusta o le
pone.
—Eres preciosa, Celeste, bonita por fuera y por dentro. Y Unai lo
sabe, has dado un paso y lo has hecho bien, así debes hacerlo
todos los días sin excepción.
—¿Y si me rechaza?
—Si te rechaza, te dolerá, como es lógico. Al menos, sabrás que
es el momento de retirarte y de seguir adelante con tu vida.
—Suena fácil.
—No quiero que suene fácil, quiero que lo sea, porque yo creo en
ti, Celeste.
—Igual que yo en ti, Violeta.
Nos quedamos un rato más en silencio, hasta que el teléfono de
mi otro trabajo suena y la responsabilidad me llama.
22
Una llamada anormal

Me cuesta algo localizar el teléfono porque parece ser que la noche


anterior se me ocurrió que dejarlo sobre el lavabo era una de las
mejores ideas que podía tener. Gracias a Dios bendito que la
vibración es mi guía espiritual en estos casos y que mi sentido del
oído es la releche.
Contesto con mi habitual tono de voz; dulce y sensual o todo lo
sensual que se puede dado mi estado de ánimo. Lo mejor de este
trabajo es que ahora mismo el que esté al otro lado es probable que
piense que mi vestimenta es sexi y atrevida y no que parezco la
Chusa de La que se avecina, sin la navaja, pero con todo lo demás
por bandera.
—Línea erótica, ¿dígame?
Escucho, al descolgar, una respiración agitada, muy agitada y tal
vez lo que sucede es que el chico en cuestión se ha saltado la fiesta
y está en la despedida final, me entendéis, ¿verdad?
—¿Hola? —preguntan al otro lado—. No se escucha nada.
Espera. A ver. ¿Hola? Maldito sonotone de los cojones.
—¿Hola? —cuestiono tartamudeando porque él no escuchará
bien, eso sí, yo lo he entendido todo a la perfección.
—¿Sí? ¿Me escuchas?
—Sí, yo sí, ¿usted me escucha a mí?
—Claro, claro, mi niña, ahora sí que te escucho. Este cacharro a
veces funciona como le sale de las narices. Mi mujer me decía que
no debo decir palabrotas, no obstante, a alguien de mi edad ya le da
igual todo. Oye, ¿y cómo estás?
¿Su edad? ¿De qué edad hablamos?
—Yo muy bien. ¿Y usted?
—Bien. Me aburría y me apetecía hablar con alguien.
Quizá debería ser el momento de decirlo…
—No sé si lo sabe…, usted está llamando a una línea erótica —
musito un tanto avergonzada por tener que especificarlo.
—¿Y? ¿Acaso eso es un delito? Porque lo has dicho como si
hubieses sentido vergüenza, y mi mujer también me decía que no
hay nada de lo que avergonzarse salvo de robar y matar. Estoy
seguro de que ni robas ni matas, ¿verdad? No sé tu nombre, ¿me lo
dices?
—Mi nombre es Lilah.
—Muy bien, el mío es Mario.
—No se pueden decir los nombres reales, señor… Debería…
—Mario —resuelve como si mis palabras se las pasase por el
forro, que es básicamente lo que hace.
—Vale. Mario. Encantada. ¿Quiere…?
—¿Hablar? Claro, por supuesto. Me aburro y en la televisión solo
hay más de lo mismo: desgracias, tristeza, muertes, penas, robos,
delincuentes, vandalismo… Nos hemos convertido en una sociedad
que da pena. Si mi pobre Manuela levantase la cabeza, volvería a
su tumba sin dudar. La vida antes era mucho más sencilla, no se
deseaba lo ajeno y mucho menos se mataba por ello, la cosa ha
cambiado. El egoísmo impera y me siento completamente
avergonzado de ello. Me has dicho que tenemos que inventarnos
nombres, ¿entiendo que el tuyo no es Lilah?
Niego con la cabeza.
—No —termino diciendo.
—¿Y cuál es?
—Es que no debería…, normas de la empresa, Mario.
—Bah, chorradas. Si no me lo quieres decir, es más sencillo que
seas sincera y lo sueltes abiertamente, la verdad.
—Oye, que lo de las normas de la empresa también es cierto.
—Ya, ya, que no te digo yo que no lo sea, eso sí, absurdo es un
rato, dime tú por la voz si te voy a reconocer un día en la calle. Si ni
siquiera sé adónde estoy llamando, quizá la línea esta nos lleva a
Rumanía o vete a saber. En Rumanía también hay mucho
delincuente. Y pobreza. Estoy seguro de que todo esto que pasa es
por culpa de las diferencias entre clases sociales, ¿tú qué opinas?
—¿Sobre la pobreza o las desigualdades sociales?
—O sobre la vida. Lo que no quiero es monopolizar la
conversación porque me gusta hablar. Y no suelo tener con quién
hacerlo.
—¿Ha pensado alguna vez en ir a un centro de día? Allí hay
muchas actividades y muchas personas con las que realizarlas. Mi
abuela va a uno y es fantástico.
—Y, ya que no me quieres decir tu nombre… —susurra dejando
la protesta en el aire—, ¿me dirías el de tu abuela?
—No sé si debería tampoco…, eso es extralimitarse y no quiero
problemas.
—Bien. Bueno. Podemos hacer un trato. Hablaremos,
intercambiaremos opiniones y comentaremos lo que sea necesario
comentar y, una vez cuelgue, me olvidaré de todo lo que se diga en
esta conversación. ¿Te parece?
¿Me parece?
—No sé si es buena idea, la verdad.
—Pamplinas. No te voy a obligar. Yo soy Mario y, como te he
dado a entender, soy un viudo solitario que necesita hablar con
alguien y que no va a centros de día. Aunque, si a tu abuela, la
desconocida —pronuncia con cierto retintín—, le va bien, lo mismo
me lo pienso. Pero, claro, la verdad es que no conozco sitios con
referencia aquí en Barcelona, porque sí, soy de Barcelona, y tú
también lo eres, aunque no pienso obligarte a que me lo cuentes
porque veo que eres una chica sensata que prefiere no hacerlo.
«Pobre viejo», debes de estar pensando, «ha perdido la cabeza». Y
tal vez sí que lo he hecho, si ya antes no estaba del todo cuerdo,
ahora que me falta mi Manuela deberían darme por perdido.
No se debe sentir lástima o pena por nadie, una persona no es
digna de que ese sentimiento se le asigne y se estigmatice con él, y
no iba a ser menos con Mario, mi nuevo desconocido.
La verdad es que, si os paráis a pensar fríamente en las cosas y
en las situaciones, cada cual tiene la suya. Esto es una línea erótica
y gran parte de la clientela que acude a ella tiene un fin muy claro y
primario. Sin embargo, me he percatado de que hay muchas otras
personas que lo único que necesitan es sentirse acompañados por
un rato, aunque sea por una completa desconocida. ¿Y quién soy yo
para opinar nada sobre nadie cuando yo no quiero ser juzgada?
Ese es el primer paso de la vida, de la realidad, de lo que nos
rodea y de lo que percibimos, de lo que hacemos y de las
consecuencias de ello. No hacer nada que no te gustaría que te
hiciesen. Sí, lo sé, suena a discurso manido y trillado, a frase que
encuentras en la parte trasera de un sobre de azúcar o a uno de
esos memes que ves en redes sociales convertidos en un lema, no
obstante…, ¿cuánto hay de mentira en ese sobre de café o en ese
meme? ¿Y cuánto de realidad? ¿Cuántas veces hemos pensado
que no queremos que nos suceda lo que le sucedió a fulanito o a
menganito y no nos paramos a pensar en si eso mismo lo hacemos
nosotros con el vecino de enfrente o con un compañero de trabajo?
Y, por encima de todo, ¿cuándo hemos dejado de darnos cuenta de
que de verdad sí que somos unos puñeteros egoístas de mierda?
—Tara.
—¿Perdona? —Ha seguido hablando mientras me sumía en mis
pensamientos, por eso no entiende lo que quiero decirle.
—Tara. Mi abuela se llama Tara, y yo me llamo Violeta.
—Interesante juego de palabras…, con tu nombre, digo.
—Ya, claro…, no sabía bien cuál elegir y se me ocurrió la brillante
idea de jugar con los colores. Espera, que tengo un buen chiste, mi
hermana también tiene nombre de color y mi madre, a su vez,
también. —No le digo cuáles, tampoco debo excederme y ya me he
sincerado lo suficiente por hoy.
—¿Y eso debido a qué?
—Supongo que cosas de mi madre, que se aburría o que era
muy fan del arcoíris.
—Podría haber sido, imagina que te hubiese llamado verde…
Verde que te quiero verde.
Me río por el tono y la forma tan jovial de pronunciarlo, y Mario
también se carcajea al otro lado.
—Y dime, Mario, ¿cómo era Manuela?
Mario suspira al otro lado con pesar y me lamento por un leve
espacio de tiempo de haber sacado el tema, no obstante, me
apetece conocerlo. Me parece un señor tierno y cariñoso, cercano
y…, aunque he dicho que no se debe sentir lástima por nadie nunca
jamás, no me gusta que se sienta solo. No me gusta que nadie se
sienta de esa forma.
Es triste que, con la cantidad de personas que poblamos la tierra,
haya alguien que se sienta solo en este mundo. Eso, señoras y
señores, es el fiel reflejo de que algo falla. No es necesario un café,
contacto o una cena en un restaurante de lujo, a veces, una sonrisa,
un guiño o un leve asentimiento hace que la otra persona sonría por
un momento y ese instante se traduce en sentirse acompañado sin
siquiera estarlo.
—Yo te cuento cómo era mi Manuela si tú me cuentas cómo es
Tara.
—Hecho. Eso sí, prepárate, porque mi abuela es un terremoto.
—Como mi Manuela —murmura con anhelo en la voz—. Como
mi Manuela.
23
Y yo la veo, joder, la veo

Bruno
Ayer salí el último de esta oficina y hoy he llegado el primero. Las
cosas no van bien y tampoco hay previsión de mejora si seguimos
de la manera en la que estamos.
Me costó horrores convencer a Ferran de que la solución para
que todo fluyese de otra manera no pasaba por despedir a Violeta,
sino por sintetizar las ideas que ella había expuesto en esa mesa
con rotundidad e intentar trabajar partiendo de esa base. Una muy
sólida, todo hay que decirlo.
Por supuesto, también le pregunté el motivo que justifique esa
animadversión que siente hacia mi ayudante adjunta y lo único que
conseguí sonsacarle, una vez más, es que Daniel le había contado
cosas sobre ella y que no la veía trigo limpio. Me tragué las ganas
de decirle abiertamente que la opinión de Daniel no era una de las
mejores a tener en cuenta. Como profesional no tiene ninguna pega,
no obstante, en lo personal, bajo mi punto de vista, deja mucho que
desear. Y Ferran, últimamente, se deja llevar demasiado por él y su
compañía.
—Un café largo con extra de nata para el hermano amargado del
año.
La voz de Cristian interrumpe mis pensamientos cuando entra en
el despacho sin llamar siquiera.
—Los modales, Cristian, ¿dónde quedaron?
—Perdona, sé de alguien que se ha levantado hoy especialmente
irascible.
Emito una leve protesta tras sus palabras y espero a que se
siente. Sin ser invitado, por supuesto.
—Te perdono por este regalo maravilloso —le digo apuntando
con el bolígrafo azul hacia el café.
—Sabía yo que necesitabas de mi compañía, irremplazable e
insustituible.
—Por supuesto, eres justo lo que ansío.
—La ironía se te da fatal. ¿Qué pasa?
Retiro la tapa del envase que contiene el café y con el palo de
madera remuevo el contenido para que la nata se mezcle con el
líquido celestial.
—Problemas —resumo en una sola palabra.
—Muy esclarecedor. Si no quieres que tire de ironía de nuevo,
deberías ser algo más específico en tus explicaciones.
Le cuento lo que sucedió en la reunión de ayer, los pros y los
contras del artículo, la intervención de Violeta y la forma en la que
Ferran se cogió un rebote del quince e invitó educadamente a
Violeta a que abandonase la sala, y yo me limité a cerrar el pico por
ello.
—Educadamente…
—La ironía es cosa de familia porque a ti también se te da de
pena —le recrimino.
—Ferran es un estúpido y sabes que no le debes nada. Estuviste
casado con su hermana, nada más, y estoy convencido de que este
negocio te iría mejor sin él a tu lado. —Chasqueo la lengua contra el
paladar porque esta es una conversación que hemos tenido
muchas, muchísimas veces ya, y no me dice nada que yo no sepa
—. Ese matrimonio se fue al traste y es pasado.
—Lo es, lo que tuvimos Andrea y yo nada tiene que ver con esto.
Ni siquiera queda un rastro de algo entre nosotros, es agua pasada.
—Montaste tu negocio, y Ferran, como buen cuñado que era —
especifica haciendo alarde de las variantes que hay a la hora de
usar la palabra «cuñado» en una frase—, se sumó al carro,
aprovechándose así de tu proyecto, y tú, como buen estúpido que
eres —añade, aquí no hay acotación posible para el adjetivo—,
aceptaste.
—Porque es de la familia.
—Te equivocas. Ferran era de la familia. Ya no lo es y no es
ironía, recelo ni nada que quieras utilizar en mi contra, pero creo que
te perjudica su presencia aquí. ¿A cuántas ayudantes ha despedido
en este último año? Hablo de tus ayudantes.
—Ya, ya. Ya sé por dónde vas.
—Es que ni siquiera tiene que decirte nada sobre Violeta de la
misma forma que tú no le dices nada sobre el área en la que trabaja.
—Somos un equipo.
—Un equipo… Bien, pues en equipo deberíais estar resolviendo
las deudas de la empresa y no dejándote la vida por el camino
mientras él lo que hace es meterse bajo las faldas de todas las tías
que se dejan, con la compañía de su perro fiel.
Podría buscar alguna objeción a sus palabras. Conozco a Cristian
desde hace mucho, tanto como que somos hermanos, y sé que es
de esos que te dicen las verdades a la cara, aunque no te gusten, y
de los que, si se la juegas, no hay nada, absolutamente nada que
puedas hacer para que lo olvide.
Que seamos hermanos no quiere decir que ninguno de los dos
tenga que pensar de la misma manera, quizá el hecho de que
seamos diferentes es positivo porque siempre me aporta un punto
de vista distinto a mi perspectiva, y en este caso, más allá de la
antipatía que profesa por Ferran desde el mismo instante en el que
entró a formar parte de la familia, no me equivoco al decir que tiene
razón. Y que puede que yo sea un memo al que le cueste admitir
que se ha equivocado y que, incluso, cree en las personas, aunque
no deba hacerlo.
—Tengo que hablar con Violeta del tema. Porque es mi ayudante
y porque no quiero que piense que se ha equivocado al decir lo que
piensa.
Cristian se pone recto en la silla y descruza las piernas,
colocando así sus codos en los muslos. Me pone cara de estúpido y
bate las pestañas como un auténtico capullo.
—Así que es eso… —susurra perspicaz.
—¿Eso? ¿Qué es eso?
—Te preocupa Violeta.
—Veamos, es mi empleada, ¿hasta ahí lo entiendes? —me burlo
sin consideración alguna.
—Llego hasta la parte que me indica que te gusta porque asumí
que lo mismo lo del viernes era fruto del alcohol y me sorprendió
que fueses a aquel antro cuando tú nunca, jamás, acudes a una de
esas reuniones. Mi plan era ir a verte a casa, a tu cueva, donde
siempre te recluyes de viernes a domingo, y resulta que mi sorpresa
fue abismal cuando me dijiste que no estabas en casa sino en un
local con tus compañeros de trabajo. Entonces… aparece ella en la
ecuación y sospecho, porque sabes que sospecho como buen poli
malo que soy. La sospecha la llevo en la sangre, hermanito.
—Hubo…
—Ajá… —me reta acercando el café a mi mano para que le dé un
sorbo.
—Me gusta. Me gusta hace mucho. Mucho tiempo. Antes incluso
de que ella fuese mi ayudante, antes de nada. Yo la he visto
siempre, aunque para ella no significase nada, y su forma de reír, de
gesticular, de carcajearse… Y esos ojos, Cristian, esos ojos son mi
puta perdición. Y… sus labios. Dejaría que me condenasen a pasar
la eternidad en el infierno si me volviese a besar.
Cristian se levanta, da un par de vueltas por el despacho con las
manos metidas en los bolsillos de sus pantalones y con la cabeza
siguiendo sus propias pisadas. Termino el contenido del vaso y
espero su veredicto con cierta impaciencia.
—Me gusta.
¿Eso es todo?
—¿Qué exactamente?
—Me gusta la versión de Bruno, el nuevo, el que veo frente a mí.
Asumiendo que el pasado ha estado lleno de errores y que todos
ellos te han llevado a que hoy seas mejor que ayer.
—Y peor que mañana —susurro citando esa frase que todos bien
conocemos.
—Siempre seremos una versión descatalogada de la de mañana.
Como la tecnología, quedaremos desfasados e instalaremos un
nuevo software por el placer de mejorar.
—Eres un poli duro y filósofo, ¿te lo han dicho?
Mi hermano se carcajea.
—No, la verdad. Te podría citar otras tantas cosas que sí que me
han dicho.
La puerta suena cuando le enseño el dedo corazón a mi hermano
sin pudor alguno, y él se descojona en mi cara por mi patética e
infantil reacción.
—Compórtate, Cristian —le digo entre bromas—. Pasa.
Aina entra con varias carpetas entre sus manos y sonríe cuando
se encuentra a mi hermano en el despacho.
—Vaya, mira a quién tenemos aquí, si es la pequeña rana.
—¿Rana? —le pregunto curioso. No he podido callarme.
—Tu hermano me ha apodado como la rana esa que es
periodista porque, y cito textualmente: «No paras de hablar y de
contar cosas». ¿Es o no es?
—Es. ¿Y sabes otra cosa que es…? Un placer volver a verte.
Venga, que te invito a un café. El muermo de mi hermano tiene
trabajo.
—Yo también lo tengo. Mi jefe…
—Tu jefe ahora no está, ¿o sí?
La conversación sigue entre ellos mientras salen del despacho
juntos directos a vete a saber dónde.
Y, de nuevo, otro pequeño repiqueteo en la puerta me hace alzar
la cabeza de la montaña de carpetas que le he pedido a Aina que,
discretamente, me traiga.
—Adelante.
Violeta aparece frente a mis ojos. Tímida y recelosa. Y guapa,
jodidamente guapa.
El infierno, Bruno, el infierno tiene que tener su nombre.
24
No puedo argumentar nada contra esa
lógica

—¿Puedo pasar? —le pregunto con cierta timidez tiñendo mi voz.


He visto a Aina salir del despacho seguida de Cristian y ni
siquiera se han dado cuenta de que me he cruzado con ellos, tal vez
es que la carne de burro es transparente.
—Por supuesto.
Se abre paso un pequeño silencio en la estancia hasta que tomo
asiento frente a mi jefe. Bruno. Bruno, que está más guapo que
nunca. Sacudo la cabeza con delicadeza y me reprendo porque
debo centrarme en el fin para el que he venido a este despacho a
primera hora. Tengo un plan, ¿recordáis?
—Quiero presentar mi dimisión.
Si a Bruno le sorprenden mis palabras no lo demuestra. Al
contrario, se recuesta en la silla y comienza a hacer eso tan
característico en él: subir las mangas de su impoluta camisa blanca.
—Entiendo —finaliza sin mirarme, con la atención centrada en
sus mangas como si de ello dependiese la paz en el mundo. Lento.
Suave. Metódico y correcto—. Dimisión denegada —sentencia
cuando ha acabado con el primer brazo.
—Ni siquiera me has preguntado el motivo.
—Lo sé. Y no me interesa. Ni el motivo ni tu dimisión.
Me incorporo enfurecida por su respuesta, aunque, por otra parte,
me complace. ¿Seré masoquista o algo así?
—Es injusto.
—La vida lo es —sisea.
—Lo de ayer… no me gustó, ¿vale?
Decido que, aunque él no quiera escucharme, tengo que decirlo y
ser fiel a mis principios por encima de todo. Porque es mi jefe,
porque soy yo la que se siente mal y porque el primer paso es evitar
tragarse las cosas y digerirlas sola porque no me va a llevar a
ningún lado que no sea un nuevo quebradero de cabeza.
—Y lo entiendo. Es más, mi idea era hablar contigo hoy, de forma
pacífica, claro está, y explicarte determinadas cosas.
Me dejo caer de nuevo en la silla porque, al igual que a mí me
gusta que me escuchen y me entiendan, tengo que hacer
exactamente lo mismo con los demás. A la mierda el plan.
—Tú dirás —replico con cierta hostilidad en mi tono de voz.
—Primero, quiero felicitarte por la forma en la que explicaste los
pros y los contras, sobre todo los contras —musita dejando escapar
una leve sonrisilla que me lleva a poner los ojos en blanco unas
décimas de segundo—, en esa reunión.
—¿No estás enfadado? —Digiero sus palabras y la confusión
hace acto de presencia.
—¿Por qué debería estar enfadado? ¿Por dejar que expliques lo
que obtuviste del análisis?
—Básicamente —respondo.
Bruno inicia el mismo procedimiento con la otra manga. Llevo mis
ojos hacia sus antebrazos, fuertes y masculinos, y recuerdo la
manera en la que ejercieron presión el viernes pasado en aquel
callejón contra mi cuerpo o cómo esos mismos antebrazos
encajaron entre mi cara y la estantería del archivo la semana
pasada. Me estremezco ante los recuerdos que evocan y trago con
fuerza para aliviar el calor que comienza a ascender por mi cuello.
Un beso. Necesito un nuevo beso. Necesito sentirlo y saber que
todo eso fue real y no una invención mía propiciada por el alcohol,
por la noche o por la oscuridad del callejón.
—¿Estás de acuerdo?
Me muerdo el labio. ¿Estaría bien reconocer que no te has
enterado de nada porque has estado rememorando un beso y
soñando con otro? Supongo que no.
—Perdona, estaba… distraída.
Bruno clava sus oscuros ojos en mí y me escruta con ellos.
—¿Distraída exactamente con qué?
Con tus brazos. Con tus labios. Con tus besos.
—Con cosas del trabajo —miento.
Los brazos de Bruno se colocan sobre la mesa y apoya el mentón
en sus manos.
—¿Me estás mintiendo, Violeta?
—¿Yo? ¿Cómo puedes pensar eso de mí? —Claro que sí, claro
que te miento. Como una auténtica bellaca.
—En fin —comienza de nuevo, y me quedo más tranquila
sabiendo que finalmente ha decidido obviar la extraña situación—.
Te decía que me gusta que seas sincera, quizá de esa manera
podemos trabajar mejor el artículo y la campaña de publicidad tiene
mucho más éxito del previsto. Si nos centrásemos solo en lo bueno
y en lo positivo dejaríamos de estudiar otros matices que nos hacen
débiles, no sé si me sigues.
—Te sigo. —Asiento para dárselo a entender—. Yo solo fui
sincera al respecto.
—Me alegro por ello. Es más, es la mejor forma de trabajar,
partiendo de la sinceridad y quiero que siempre lo seas conmigo,
siempre, sin tapujos, y que me digas las cosas tal y como las
piensas.
—¿Siempre? —pregunto y, claro, por mi cabeza pasa de nuevo
ese pensamiento desesperado… ¿Y si te digo que quiero que me
beses?
—Siempre —zanja—. En cuestión de trabajo y en cuestiones
personales. Para que una relación… profesional —matiza ante mi
completa perplejidad, supongo— funcione, hay que basarla en la
sinceridad y la honestidad, tanto por tu parte como por la mía.
¿Cuestiones personales? ¿Acaso insinúa que tenemos algún tipo
de relación más allá del trabajo? Porque yo no lo tengo claro. Un
beso, un inquietante beso, no quiere decir que sea algo personal,
¿verdad? Porque yo lo veo de esa manera y porque, por otra parte,
tampoco creo que uno de los pros de esto vuelva a ser el liarme con
alguien del trabajo, ya sabemos cómo fue la primera vez y las
desastrosas y catastróficas consecuencias que eso tuvo en mí, que,
como dice Unai, sigo arrastrando, a pesar de negarlo por activa y
por pasiva.
—Vale. Si de sinceridad se trata, quiero que sepas que me sentó
muy mal que, cuando Ferran me invitó a salir del despacho, no
fueses capaz de interceder por mí o de decir que no, que me tenía
que quedar. Si te parece bien que diga las cosas como las pienso,
no es lógico que actúes como actuaste, porque la verdad es que me
hicisteis sentir como si fuese la última mona en aquella sala.
Bruno se incorpora y se acerca de nuevo a la ventana. Es un
gesto que utiliza cada vez que reflexiona sobre algo o que intenta
medir sus palabras porque no es la primera vez que lo hace.
—Sabía que te había sentado mal. Por eso te llamé ayer en
varias ocasiones —explica—. No podía llevarle la contraria a Ferran,
no delante de los socios de la marca, tenemos que dar la sensación
de que remamos en la misma dirección y de que apoyo sus
decisiones, aunque…
Guarda silencio unos segundos y se gira para caminar de nuevo
hacia su silla.
—¿Aunque?
Suspira, mesa su pelo y deja la cabeza baja, con ella encerrada
entre sus manos, dudando en si debe seguir o lo mejor es guardar
un silencio sepulcral.
—Aunque no sea así —claudica confesando lo que piensa.
—¿Hay…? —balbuceo—. ¿Hay problemas?
Bruno, con la cabeza aún encerrada entre sus manos, cabecea
afirmando. No añade nada más a ese gesto.
—No es nada que tenga que preocuparte. —Libera su pelo y se
coloca de manera formal en su silla de nuevo, como si hubiese
alzado esa pequeña barrera de nuevo, retomando la formalidad de
la reunión—. No quiero que pienses que no te apoyo porque no es
cierto, ¿vale? —Me mira intensamente buscando mi aprobación y mi
beneplácito—. ¿Vale? —pregunta de nuevo.
—Vale —susurro—. Sin embargo…
—No serías tú si no tuvieses una réplica que aportar —bromea
destensando el ambiente.
—Sin embargo —repito y le dedico una sonrisa serena y pausada
—, sabes que si necesitas hablar aquí me tienes.
—Lo tendré en cuenta —matiza—. Y ahora…
—Ahora es momento de volver al trabajo. Tenemos una campaña
publicitaria que mejorar.
—Te he enviado un correo electrónico con el acta que hice ayer
de la reunión.
—Ese es mi trabajo.
—Mi ayudante adjunta ayer se tomó el día libre por un virus. Uno
que no ha dejado rastro alguno y esto lo digo con conocimiento de
causa porque te estoy viendo y sigues estando igual de
impresionante que siempre.
—Un virus pasajero —bromeo. ¿Impresionante? Bye, bye,
braguitas…
—Suerte que pasó el día contigo ayer.
—No diría yo eso —finalizo siguiendo la mentira que tanto él
como yo sabemos.
Me quedo parada unos segundos mientras Bruno comienza a
abrir de nuevo varias carpetas y a bucear en la información que hay
en ellas.
—¿Algo más? —me pregunta.
—Nada. Solo… miraba —le confieso dejando entrever que lo
miraba a él y solo a él. Sin mencionar que el deseo de un nuevo
beso sigue ahí, latente.
—Sinceridad —me recuerda.
Ojalá fuese tan sencillo como eso.
25
Sinceridad o sincericidio

Puestos a hablar de sinceridad, todos y cada uno de nosotros


guardamos secretos. Y no hablo de mí, de Unai, de Celeste, de
Aina, de mi madre, Tomás o Bruno. Hablo de las personas en
general.
Todos, absolutamente todos, guardamos en uno de esos cajones
recónditos de nuestra memoria RAM algo que nos produce
vergüenza reconocer, mentar e, incluso, rememorar en ocasiones,
algo que quizá creemos que nos hace más débiles o que nos
convertiría en el punto rojo central de una diana imaginaria.
Esos secretos, pequeños eslabones recónditos que cada vez que
los rememoramos nos hacen temblar de miedo, nos convierten en
débiles, en una versión poco mejorada y anticuada de lo que
mostramos hoy, sin saber o entender, que eso también nos hace
que seamos o actuemos de una forma o de otra en el presente y en
el futuro.
Con todo esto no pretendo decir que todos tengamos que ir
aireando nuestras miserias: estar enamorada de tu compañero de
piso, trabajar en una línea erótica, embarcarte en matrimonio tras
matrimonio dejando atrás a tus hijas, que te hayan hecho sentir tan
pequeña que parezcas una piltrafa andante y que hayas dejado que
eso suceda… Que digas esto u otras cosas en alto y las compartas,
no es la fórmula para que no te pesen o para poder ponerte ese
galón de ser sincera, porque no van por ahí los tiros. Los secretos
son necesarios y la sinceridad no siempre y en todos los casos es el
camino que tenemos que elegir. A veces solo se trata de ser
honestos con nosotros mismos y asumir que esas vergüenzas
también forman parte de nosotros y puede que, de esa manera,
dejarían de ser menos humillantes.
Celeste y yo vamos camino de casa de la abuela Tara, como
todos los jueves, con la intención de que lo que sucedió la semana
pasada no se repita.
No he hablado con mi abuela esta semana, a pesar de que soy
bastante consciente de que ella esperaba una llamada o algo que le
indicase que estaba bien. Sé por mi hermana que ellas sí que han
hablado del tema y que Tara está conforme con que ambas
hayamos solucionado nuestras diferencias.
Celeste es la primera en apearse cuando yo aún me encuentro
aparcando a Winnie en un pequeño espacio entre dos coches.
Retiro mi casco, y ella toca en el portero automático. Tenemos llave,
ya lo sabéis, sin embargo, eso no es impedimento para que
avisemos de nuestra llegada.
Subimos las escaleras con los brazos entrelazados. No he
encontrado el momento para contarle lo que pasó con Míster B la
semana pasada.
—Oye, Ce…
—Oigo, Vi.
—¿Recuerdas el chico que me…? ¿El que me…?
—¿El que te hizo tilín en el pirulín?
Me río por su forma de contarlo.
—Ese.
—Lo recuerdo.
—Pues me llamó la semana pasada y…
—¿Y te lo hizo de nuevo? —cuestiona.
—No, no, qué va. Hablamos. Solo hablamos. Hablamos de
nosotros sin entrar en detalles personales, sin nombres que nos
delatasen, pero hablamos. Es extraño, ¿verdad?
Nos quedamos apostadas en el rellano, con la puerta de la casa
de la abuela entreabierta para que accedamos a ella desde que
lleguemos.
—En una línea erótica lo es, si fuese tu amigo…, pues tiene un
pase…, en este caso es raro.
—Eso mismo pensaba yo. ¿Y sabes qué es lo peor? —Mi
hermana niega con la cabeza—. Que me gustó hacerlo. Me gustó
hablar con él, fue diferente.
Mi hermana alza los hombros tras escuchar mis palabras, como
si eso que hubiese dicho no fuese importante para ella, porque, en
realidad, no tiene por qué serlo y en eso también se basa la
sinceridad.
—Si te gustó no tienes por qué contármelo como si fuese algo
raro o malo. Es más, es algo bueno, diría, incluso, que tierno. Ya
sabes, en los pequeños detalles es donde se encuentra la felicidad.
Tomo a mi hermana del brazo de nuevo y nos damos un leve
abrazo.
—Solo quería que lo supieras —finalizo—. Ser sincera contigo y
hacerte partícipe de ello. Como siempre hemos hecho.
Celeste tira de mi brazo para que entremos en casa de la abuela.
Empuja la puerta y, de inmediato, los olores nos envuelven.
—Vaya, la abuela se ha esforzado hoy mucho más que otros
días. No huele a tortilla —apunta Celeste nada más entrar al
recibidor.
Dejamos los cascos en la entrada, intercambiamos varias
miradas al escuchar voces en el salón. Y, entonces, la reconozco.
Reconozco la voz que nos llega, esa que llevamos conformándonos
con escuchar a través de audios desde hace mucho tiempo.
Mi madre.
Nuestra madre.
—¿Es…? —pregunta atónita Celeste desde la entrada,
depositando el bolso en el chisme ese que va colgado a la pared y
que teme ahora mismo por su vida de lo lleno que está.
Mi hermana es la primera en salir corriendo para comprobar que
nuestras sospechas son reales. Yo me limito a seguirla como una
autómata.
Saco el teléfono y le escribo un mensaje a Aina por privado, sin
grupo ni subgrupo de por medio.

Violeta:
Mi madre está aquí.

Un mensaje claro y conciso que expresa de manera clara lo que


siento, porque si Aina sabe leer entre líneas, como sé que sabe
hacerlo, entiende que esta mierda me supera.
Cuando entro en el salón me encuentro a Celeste abrazando a mi
madre. Ha venido sola, no hay rastro de su marido de pega. Del
último marido de pega.
—Rosa… —musito al entrar.
Mi abuela me dirige una mirada reprobatoria desde el sillón, y yo
le devuelvo el gesto porque, a ver, yo estaré comportándome como
una tía fría y seria a la que le importa un pepino todo, sí, seguro, sin
embargo, ellas me han metido en una encerrona de campeonato.
Quizá no ha avisado de su llegada porque sabe que mi forma de
actuar hubiese sido huir sin más y, de esta manera, se garantiza mi
presencia. Lo entiendo. De verdad que lo entiendo. Aunque piense
que mi abuela es una traidora.
—Violeta… —Mi madre separa la cara del cuerpo de mi hermana
y veo la ilusión en los ojos de ambas por reencontrarse—. Estás
muy guapa.
¿Qué espera que responda a eso?
—Gracias. —Descartado el típico: «Y tú también». Sinceridad,
dijimos, ¿no?
—¿Cuándo has llegado? —le pregunta mi hermana totalmente
interesada en mi madre.
—Esta mañana. Peter se ha quedado en el hotel en el que nos
estamos hospedando.
Tomo asiento en el sofá, al lado de mi abuela, que deposita su
mano sobre mi muslo. Me he quedado lívida al verla ahí después
de, ¿cuánto?, ¿un año y medio? Ni las Navidades ni nuestros
cumpleaños han sido suficiente aliciente como para que mi madre
regresase, lo que me hace pensar que eso que dijo mi abuela la
semana pasada cuando insinuó si habíamos hablado con nuestra
madre es más importante de lo que creo.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —Mi hermana sigue
especulando sobre su llegada o su partida sin preguntar lo que de
verdad importa: el motivo que la trae hasta Barcelona.
—¿Por qué estás aquí?
Mi abuela presiona su mano contra mi muslo como indicativo de
que debo guardar los cuchillos y contener mi lengua afilada.
—¿Por qué? ¿No te alegras de verme?
Si no sintiese cierto resquemor por la cantidad de veces que nos
ha hecho falta su presencia encontrando como sustituto de ella una
ausencia y egoísmo, me alegraría, claro que me alegraría, eso sí,
sigo sin entender los motivos que la han llevado a comportarse así,
no por lo menos alguno que no encaje con el egoísmo propio.
—Claro que se alegra, todos nos alegramos de verte —intercede
mi abuela.
Observo la escena y veo que mi hermana tiene la mano sobre su
muslo, de la misma forma que mi abuela hace lo mismo con el mío,
como si ambas pretendiésemos contener a las bestias que llevamos
dentro.
Mi madre me incita, lo hace, porque sabe que siempre reacciono
a sus provocaciones, sean cuales sean.
—Te pareces cada vez más a mí —finaliza la susodicha.
Suelto una risa ronca, alta y dura. Una burla. Un desprecio
escondido tras un sonido inocente.
—Lo dudo. Porque yo no me he ido nunca ni tengo intención de
hacerlo.
Sinceridad. Esa es la base. Sinceridad pura y dura. Dejar de
pensar en los demás, en lo que sienten todos y tener en cuenta lo
que me hace sentir a mí cada una de las decisiones en las que yo
no soy la protagonista principal.
—Vaya… —Mi madre se incorpora y se queda de pie frente a
nosotros—. Me he planteado muchas veces el motivo de tu
constante desprecio hacia mí. He hecho hipótesis varias y en
ninguna imaginé que el motivo de ello fuese el buscar mi felicidad.
—Dejando atrás a tus hijas y despreocupándote de ellas —suelto
con hostilidad.
—Eso no es cierto.
—Lo es —contrataco—. Lo es si te vas y lo único que sabemos
de ti es que estás cada mes en una ciudad diferente viviendo la
vida, sin entender que nosotras —le digo señalando a mi hermana—
te necesitamos.
—Tomo nota de ello —objeta mi madre en un tono que no da pie
a replicar—. E intentaré hacerlo mejor en esta ocasión —confiesa
colocando sus manos sobre su barriga.
¡No me jodas!
—Mamá… —murmura Celeste desconcertada.
—He vuelto porque estoy embarazada y a mi edad…
—Mierda —mascullo.
—Os necesito. A las dos.
Me levanto de un salto y percibo la ausencia de la mano de mi
abuela en mi pierna y frío, siento mucho frío también. Mierda.
—Si sabes contar, no cuentes conmigo.
Salgo de casa de mi abuela sin pensar en que Celeste y yo
hemos venido juntas. Sin pensar en que todo esto es una completa
locura. Sin pensar, de nuevo, en que mi madre sigue siendo egoísta.
Que regresa por ella y no por nosotras.
Ahora sería buen momento para que me pellizquéis y me
despertéis porque el sueño comienza a convertirse en pesadilla.
26
Reunión de pastores, ovejas muertas

Percibo la vibración dentro del bolsillo de la chaquetilla, que,


seamos sinceras, ha tenido épocas mejores… ¡Anda! ¡Como yo! Un
puñado de ironía aquí, por favor.
Aparco rápido y mal frente a la casa de mi amiga. Toco el portero
y escucho el ruido de la puerta al accionarse para que empuje y
abra.
Subo los escalones de dos en dos y me la pela perder un pulmón
por el camino, en este momento, casi que me la pela todo. Toco en
el 2D, que es la puerta de mi amiga, y es Tomás el que abre con
ropa deportiva. Muerte a los que hacen deporte, a todos y cada uno,
y que vivan los que zampan chocolate como si fuese el único
aliciente en su vida. Como yo.
—Quizá nadie te ha dicho que si abres la puerta sin saber quién
es puedes sufrir un ataque y robo, no es por nada, Tomás, es por
prudencia.
El muy bastardo me dedica una sonrisa condescendiente y me
deja pasar.
—Aina, tu amiga, la psicópata, está aquí y ha venido dando
lecciones de atracos, lo mismo la siguiente lección es de cocina y
nos viene mejor —replica dejándome en ridículo.
—Amargado —le suelto poniéndole caritas y todo. ¿Quién se
cree?
Ni se molesta en contestarme cuando entro y me dirijo hacia el
salón. Mi amiga sale de su habitación impecable como siempre, y la
odio un poco por eso y porque todo le vaya bien.
—Me voy a correr —murmura Tomás dándole un beso.
En lo que pienso automáticamente es en el orgasmo que me
proporcionó Míster B. Si es que ando fatal de lo mío, con uno me
beso y con otro me corro… Esto es de telenovela mala.
—Hasta después.
Yo paso de decirle nada, anda, lo que me faltaba.
—¿Y esa cara?
—La que tengo, las operaciones son muy caras, y yo soy pobre.
Fíjate si soy pobre que tengo dos trabajos para ayudar a mi
hermana en sus estudios porque mi madre se fue en busca del
amor.
Con acritud, lo suelto con acritud, que no os quepa la menor duda
de ello.
—Vaya, sé de una que ahora mismo está de muy mala leche.
Aina se sienta en el sofá y hace una postura bastante extraña con
las piernas. Parece una jodida artista del Circo del Sol. Y la odio
también por eso. Ea, reparto para todo el mundo.
—¿Has leído mi mensaje? —Aina niega en un par de ocasiones y
en su cara se refleja el arrepentimiento al instante.
—Estaba ocupada —musita sin entrar en detalles del motivo de
ello.
—Mi madre se ha presentado esta noche en casa de mi abuela.
—¿Cómo? —inquiere Aina tan desconcertada como estaba yo
antes.
—En realidad, no se ha presentado, ya estaba allí cuando hemos
llegado y me ha sentado mal esa encerrona.
—Pero… ¿qué?
—Esa cara que tú tienes, es la misma que tenía yo. Estoy en
shock y no he acabado.
El teléfono de mi amiga comienza a sonar en la habitación, y ella
une las palmas de las manos en una súplica silenciosa para que no
la mate por ir a atender la llamada. Es trabajo. Lo entiendo.
Me quedo allí sentada, sola, disfrutando de la tranquilidad y
rezando para que el tipo en cuestión se corra rápido y permita que
mi amiga se convierta en mi paño de lágrimas. El disgusto sigue
estando ahí, presente, joder, si es que esto es flipante. En serio.
Aina asoma la cabeza y comienza a hacer señales. La miro y
entonces caigo en la cuenta de que mi teléfono también está
sonando. La verdad es que no es mi mejor día y no me apetece
ponerme guarrilla.
Contesto, claro, sin embargo, lo hago de mala gana.
—Línea erótica, ¿dígame?
Miro la puerta de la entrada, porque, pensad en la fiesta tan
marchosa que se montaría si entrase Tomás y estuviese su futura
mujer —o eso creo, porque seguimos con ausencia de anillo— en
medio de una llamada extraña, y yo, la mejor amiga de su mujer,
diciendo guarradas por teléfono. Tal vez me quito hasta un peso de
encima y Aina otro.
—Buenas noches, Lilah…
Suspiro levemente al escuchar su voz al otro lado del teléfono.
¿Está mal que admita que me agrada que sea él quien me llame?
—Míster B.
—El mismo que viste y calza.
—Mmmm, te voy a comer toda la polla, chatín. —Aina asoma la
cabeza, y tapo el teléfono para que no se escuchen sus guarradas
al otro lado.
—Es Míster B —susurro.
Mi amiga apoya el teléfono en el hombro y me hace una señal
con los dedos que me indica que luego hablamos. Me arrepiento de
no haberle dicho que la última llamada con él fue un tanto diferente
a las que habitualmente tenemos.
—¿Qué tal estás? —indago.
—Me gustaría decir que muy bien, pero… mentiría.
—¿Quieres que te ayude a olvidar los problemas? —le sugiero.
Una pequeña risilla se cuela por el teléfono y me contagio de ella.
Diría que siento cierto alivio de que así sea.
—Me conformo con tu compañía, aunque sea telefónica. Y dime,
pequeña Lilah, ¿qué tal tú?
—Mi madre ha vuelto.
Ni siquiera entiendo los motivos que me llevan a decirlo en voz
alta, puesto que Míster B tiene que estar más perdido que el barco
del arroz en este momento, porque sí, hablamos el otro día, aunque
no así, no de mi madre, de mis problemas con ella, del enfado que
tengo porque se fuese sin pensar en lo que dejaba atrás, ni siquiera
de nada tan personal como mi familia o trabajo. Hablamos de
gustos, de él, de cosas sencillas sin profundizar más allá.
—¿Y eso es bueno o es malo?
—No lo sé… Está embarazada. Ha vuelto porque está
embarazada.
Silencio. Absoluto. Total y abrumador silencio.
—Joder…
—Ya. «Mierda», ha sido mi respuesta cuando lo ha dicho y he
huido como una bellaca.
—¿Tu madre…?
Le leo la mente sin necesidad de que termine esa frase.
—Mi madre es joven. Soy la mayor y nos tuvo a una edad
temprana. Acababa de cumplir la mayoría de edad cuando mi
hermana ya había nacido. Después de eso se casó varias veces y
se divorció varias más. Lleva casi dos años casada con un hombre y
ha ampliado la familia y ese es el motivo de que haya vuelto. Eso sin
contar que lleva mucho tiempo fuera, viajando y disfrutando de su
vida.
No añado la coletilla que me pica en los labios por ser soltada:
«Sin pensar en nosotras», porque no es necesario.
—¿Y tu padre?
—¿Qué padre? No hay nada de eso.
—Joder —suelta de nuevo, esta vez en un tono más alto.
—Ya ves. Mi vida es como un auténtico culebrón. Trabajo en una
línea erótica y mi madre, a sus cuarenta y dos años, está
embarazada de nuevo, ¿te lo puedes creer? Esto lo cuento y seguro
me tachan de chalada y de psicótica. Quizá me dan una paga, ¿eso
está contemplado en algún sitio? —ironizo.
—¿Te ha molestado que vuelva o que esté embarazada?
Me quedo en silencio unos segundos, interiorizando la pregunta
en cuestión. Me molestan cosas, eso sí, ninguna relacionada con el
embarazo.
—No. No. El embarazo no es el problema, siempre y cuando no
le haga al bebé lo que nos hizo a nosotras.
—¿Y qué fue exactamente lo que os hizo?
De nuevo, me tomo mi tiempo antes de responder. No lo conozco
ni me conoce y quizá eso tenía que haberlo pensado antes de
haberlo soltado del tirón y sin meditar mis actos y las consecuencias
que puedan tener ellos.
—Se fue —razono—. Simplemente se fue.
Un largo suspiro se escucha al otro lado de la línea.
—Las personas van y vienen, Lilah —intenta justificar.
—Se supone que la familia siempre permanece.
—Tu madre, aunque no estuviese presente, es probable que
estuviese ahí para ti.
—No —niego casi acompañada de un grito—. Tú no la conoces,
no sabes nada de lo que ha pasado.
Estoy alterada, no por su culpa, porque él no la tiene, sin
embargo, despierta cosas que siguen doliendo. Como si la herida
siguiese abierta y apenas hubiese empezado a cicatrizar y volviesen
a infringir daño sobre ella.
—Es cierto, perdona —se disculpa—, yo no tengo ni idea de nada
de lo que sucede, es la realidad. Me cuesta pensar que no sea de
esa forma.
—Cada persona tiene situaciones y esas situaciones te cambian
y te moldean. Quizá eso me ha sucedido a mí y ya no confío en ella
porque se fue. Sin mirar atrás.
—Erais adultas, porque erais adultas, ¿verdad?
—Sí, sí. Es decir, sí, mi hermana y yo lo somos —le explico.
—Bien. Me quedo más tranquilo al no pensar que he cometido
algún tipo de delito y que lo mismo termino en la cárcel por
relacionarme con una menor de edad.
Me carcajeo ante su burla. Me gusta que sea capaz de destensar
el momento con un comentario jocoso. Y me gusta que siga
llamándome. ¿Besará bien? Y la polla, ¿cómo tendrá la polla?
—A veces finjo que soy menor de edad, ya sabes, la gente tiene
gustos muy peculiares en cuanto al sexo.
—¿Lo sé? Porque la verdad es que ya no recuerdo lo que es
relacionarse con una mujer en ese sentido.
—No me jodas —mascullo sorprendida—. Dime que no eres uno
de esos tipos raros que no sale de casa porque tiene algún trauma,
no sé, del tipo que tiene miedo a relacionarse con las personas o
que eres un asesino en serie que prefiere no salir para dominar sus
instintos.
—Definitivamente, CSI ha hecho mucho daño —bromea de
nuevo acompañando el comentario con una sonrisilla.
—Ya —asumo—, pero…
—No tengo mucho tiempo y las relaciones se me suelen dar de
pena.
—¿Te gusta alguien? —pregunto yendo directa al grano. Y por
puro interés. Dad gracias a que no le he preguntado por su polla,
que fijo es gorda y larga.
—Sí —sentencia con rotundidad—. Me gusta alguien especial y…
—¿Y? —indago para que continúe ahora que estamos en la
mejor parte.
—Y algo me pasa contigo porque no puedo dejar de pensar en
llamarte. Me voy a arruinar gracias a este servicio.
La broma ha dado paso a algo más. A una intimidad que se
encuentra escondida tras un: «No dejo de pensar en llamarte» y un:
«A mí también me gusta que me llames».
—A mí también me gusta que me llames —finalizo dando voz a
mis pensamientos.
—¿Amigos? —cuestiona.
—Por supuesto.
—¿Los amigos se dan el teléfono? —inquiere sacándome una
sonrisilla.
—Depende del tipo de amigos. Todavía estás en fase de revisión,
tendrás que currártelo más.
Cuelgo cuando las carcajadas siguen resonando en el altavoz y
me doy cuenta de que ese sonido ha provocado cierto alivio en mí.
Sí, definitivamente, va por buen camino.
27
Las emociones a flor de piel

Regreso a casa con la sensación de haberme quitado un gran peso


de encima. Le conté a Aina todo. Y cuando digo todo, quiero decir
todo. Lo de Bruno, lo de Míster B, lo de mi madre…, sin dejar nada
en el tintero.
Mi amiga me ha pedido una indemnización por daños y
perjuicios… mentales, claro. Aunque todos sabemos que Aina no va
bien de la azotea.
No os diré que lo de Bruno la pilló por sorpresa, ya que, según
dice ella: «Se olía la tostada», a lo que yo respondí con mi habitual
mohín, y ella me lanzó un cojín. Todo muy maduro, lo sé.
La conversación con Míster B es harina de otro costal, eso sí que
con las bragas bajadas porque es un cliente y con los clientes se
hace lo que se hace; proporcionar orgasmos y colgar, básicamente.
En eso Míster B y una servidora somos conscientes de que hemos
excedido los límites y lo peor de todo: puede ser motivo de despido.
Paso de puntillas frente a la puerta entreabierta de mi hermana y
me encamino hacia mi habitación.
—Violeta —susurra ella demostrando que su oído está bien
entrenado y que es digna nieta de Tara.
Resoplo y camino hacia atrás, como los cangrejos. Abro la puerta
y la veo tumbada en su cama con un libro en el regazo. Su cama se
ve nada más entrar en la disposición que ha elegido Celeste,
dejando a un lado, más escondido, el escritorio y el armario.
—Buenas noches.
Mi hermana da un par de golpes en la cama y me invita a
tumbarme con ella. Hago caso y me acuesto, colocando los pies uno
encima de otro y los brazos en el pecho, mirando el techo de la
habitación y preparándome para una bronca buena.
—Te estaba esperando.
—Lo supongo —especifico dadas las circunstancias.
—¿Cómo estás?
La pregunta me pilla desprevenida. Lo lógico es que Celeste me
eche en cara que me he comportado como una niñata arisca,
imbécil e inmadura y que tengo que dejar a un lado el resentimiento
hacia mi madre porque es infundado. Lo típico de siempre, vamos,
nada nuevo.
—Bien. Supongo. Mejor.
—Ahora que te has desahogado con Aina.
—Y con Míster B.
—¿Otra vez él?
—Sí, aunque suene raro, sí, con él.
—Ese chico…
—Ese chico —la corto— es diferente.
Mi hermana consiente con la cabeza dándome la razón, por lo
obvio, claro, porque no es solo una llamada, guarrada va y guarrada
viene y si me corro fin del cuento.
—¿Y qué opina de todo esto?
—¿Aina o él?
—Aina me ha dado su opinión por privado hace nada, cuando le
pregunté si estabas bien.
—¿Sabías que estaba con ella?
—Es lógica aplastante, siempre que pasa algo sueles irte con
ella.
—Ya —asumo—. Tienes razón. Míster B cree que mamá ha
estado, aunque no esté —cito.
—No puedo argumentar nada contra esa lógica —murmura
aludiendo a la famosa frase de nuestra abuela—. ¿Pero…?
Chasqueo la lengua contra el paladar, supongo que mi hermana
no entiende los motivos que me han llevado a que me sienta
abandonada, no solo yo, sino ella también, lo que nos cambió por
completo. No tenemos a otra persona a la que acudir, no hay un
padre u otra figura y me da coraje ver cómo las personas en cuanto
hay un problema acuden a su familia, a sus padres, en busca de
consuelo, y yo no tuve a quién acudir cada vez que me comía por
dentro la idea de que mi hermana no pudiese estudiar lo que quería
o que me sintiese una completa y total mierda porque un tío me
había jodido la autoestima, y yo lo había permitido.
Se supone que las madres tienen cierto instinto, ¿no? O eso se
dice y quizá, si ella hubiese estado, me habría dado un consejo que
me ayudase a no perderme por el camino.
—Pero… ella no ha estado nunca y esa es la triste lógica que no
es necesario argumentar.
—Quizá el hecho de que ella no haya estado ha sido el motivo de
que nosotras estemos más unidas que nunca. Siempre me has
ayudado. Me has salvado en mil ocasiones y te sacrificas por mí,
por todos. Por los que quieres, Violeta. Y nunca te he dado las
gracias por ello…
Me coloco de lado, dejando que mi hermana quede frente a mí.
Con una mano bajo la mullida almohada y la otra reposando entre
las dos, apoyada en el colchón. Celeste hace lo mismo, y nos
quedamos en silencio, sin nada que decir. Aguantando con la poca
estoicidad que nos queda en el cuerpo las ganas de llorar, de
desahogarnos. Lágrimas sanadoras e incluso, me atrevería a decir,
de puro agradecimiento.
—Yo por ti, y tú por mí, ¿no? Como dice la Rosalía. —Mi
hermana se ríe y se le escapa un moco—. Puagg, qué puto asco.
Este es el momento de irme a mi cama y dejarte sola con esa cosa
colgante.
Mi hermana me sujeta por el brazo cuando intento incorporarme.
—No te vayas.
—Espero que no me hayas tocado con la mano del moco, so
cerda —le recrimino.
—Lo he extendido por toda la palma de la mano antes de tocarte.
—Eres lo peor.
—He aprendido bien —musita.
El teléfono de ambas suena y lo miramos de soslayo.

Unai:
Dejad de cuchichear, que os estoy escuchando.
Los secretos son de mala educación.

Nos reímos y cruzamos una mirada cómplice.


—Tienes que intentarlo con Unai.
—¿Y si va mal?
—Pues nos levantaremos y saldremos adelante —la consuelo.
—Lo haré si tú haces algo por mí.
—¿Estás usando el chantaje conmigo, hermanita?
—Sí —afirma con rotundidad y sin ponerse roja siquiera por ello.
—Tú dirás. —La verdad es que haría cualquier cosa por mi
hermana.
—Tienes que sincerarte con mamá y hablar con ella.
—Ella ya sabe lo que pienso.
—Vamos a tener un hermano. O una hermana. —Pongo los ojos
en blanco.
—Es muy cruel que uses ese argumento como baza.
—Vaya, no encuentro fallos en su lógica.
—Te odio —le digo recostándome de nuevo en la cama.
—Solo un poco —me dice.
Otro mensaje llega y es un audio de Aina donde nos dice que no
hay anillo a la vista y que empieza a frustrase por ello.

Violeta:
Unai, mi madre ha vuelto y tiene relleno, como
los Ferrero Rocher.

Celeste:
Si mi hermana es más bruta, no nace.

Unai:
¿Relleno?

Aina:
¿Este no era el chat para criticar a Violeta por las
cosas de Bruno?

Miro el asunto y sí, veo que aparece: «A Violeta le dan serrucho»


en la parte superior, lo que no entiendo es por qué hay un martillo y
una berenjena. En fin.
Unai:
Da igual. Quiero saber eso del relleno.

Celeste:
¿No tienes visita esta noche?

Violeta:
Mi madre está embarazada.

Unai:
No, ¿quieres hacerme compañía, Celeste?

Mi hermana me mira con los ojos desorbitados.


—Es tu oportunidad.

Unai:
¿Se puede quedar embarazada a su edad?

Aina:
Es joven, cenutrio.

Celeste:
Claro que quiero, eso sí, atente a las
consecuencias si voy.

Un mensaje en privado de Aina.

Aina:
Toma que toma con tu hermana.

Violeta:
Creo que progresa adecuadamente.

Vuelvo a entrar en el grupo cuando recibo el siguiente mensaje.

Unai:
¿Es una amenaza?
Celeste:
Para nada. Es más bien una promesa.

Escuchamos las carcajadas de Unai en la habitación de al lado.

Unai:
Buenas noches, pequeña.

La que hace un mohín y lanza el teléfono es mi hermana.


—Tranquila, Celeste. Vas por buen camino.
Dormimos juntas y abrazadas. La protegeré siempre, siempre
que pueda.
28
Serrucho, serrucho

Llego el viernes a la oficina como si un tráiler me hubiese pasado


por encima. Sin exagerar ni nada. La imagen que visualizo en mi
cabeza de mi propia persona, para que os hagáis una idea, es la de
una chica menuda bajo un chorro gigaenorme de café… Tan cerca
de la realidad como que me he tomado tres. Estaré temblando en
cuestión de diez minutos, con suerte no antes.
No tengo noticias de mi madre y confieso que he tenido varias
pesadillas esta noche sobre un enfrentamiento con la misma. Ella
tocándome los huevos, y yo echándole en cara lo mala madre que
ha sido. Todo muy lógico y normal, ya veis. Supongo que esos
sueños también tienen un poco de culpa de que hoy no sea del todo
capaz de sostenerme en pie.
Otro dato a tener en cuenta es que el chat está que echa humo
desde esta mañana y el centro de atención, cómo no, somos Bruno
y yo. No tenía que haberles contado nada a las pérfidas de mi
hermana y de mi amiga, porque ambas han hecho piña y se han
aliado para joderme la marrana. Se tenía que decir y se dijo.
Y aquí estoy, frente a la puerta del despacho de Bruno, con dos
cafés en la mano —¡oh, bebida celestial!— esperando a que
cuelgue el teléfono y poder hablar. O eso me ha dicho, que tenemos
que hablar. Nada, que el viernes pinta realmente pésimo si
empezamos a tener en cuenta todas las cosas que os he contado.
La puerta se abre y me levanto del hueco que hay entre la
ventana y la pared. Cojo los dos vasos de poliestireno y me
encamino con todo el orgullo que me queda en el cuerpo —que es
bastante poco, dadas las circunstancias— y entro.
Me giro justo antes de llegar al sitio para ver dónde se ha
quedado mi jefe y lo veo apoyado en el marco de la puerta
mirándome.
—Ehhh, ¿hola?
—Hola —susurra respondiéndome.
—No, hola no, quiero decir… ¿Me estás dando un repaso?
Observo mi atuendo y es bastante sencillo. Zapatillas deportivas
molonas, de esas con un dibujo en una y otro diferente en la otra;
vaqueros; camisa holgada, que tiene muchos lavados y que deja
uno de mis hombros al aire, y el pelo suelto y alborotado, como
siempre, básicamente.
—Sería una ofensa no hacerlo, ¿no crees?
Sonrío porque es un sinvergüenza al que le gusta buscarme las
cosquillas. Quizá me quiere besar hoy. ¿Me besará hoy?
—Déjate de tonterías, ese «tenemos que hablar» ha sonado mal,
¿tengo que preocuparme por algo?
—El otro día querías presentar tu dimisión oficialmente y ahora te
preocupas de la famosa frasecita, ¿has cambiado de idea? —Ya
sabemos que en un cuento de terror «Tenemos que hablar» se lleva
el premio.
—No recuerdo absolutamente nada de lo que me estás diciendo.
Tengo demencia.
—O recuerdos selectivos. ¿Hay algo más que se te haya
olvidado? Algo que quizá… —dice dando suaves pasos en mi
dirección y quedando cerca, muy cerca de mí, tan cerca que el olor
a su perfume me invade y me trae unos pecaminosos recuerdos que
no está bien rememorar en horario laboral—, tenga que recordarte.
Trago. Joder, trago con fuerza porque no, definitivamente, no se
me ha olvidado nada de nada.
—Tu café —le digo a modo de respuesta mientras le tiendo el
vaso y no balbuceo en el intento. ¡Bien por mí!—. Bebe y calla,
Satanás. —Bruno parece ceder y, además de dedicarme una
sonrisa quemabragas de esas que tanto me gustan en él, sujeta el
vaso, roza con sus dedos los míos y se dirige a su silla—. Todavía
sigues con las mangas bajadas —susurro.
Mi jefe lleva su mirada hasta donde le digo y me temo que va a
suceder, que cuando vuelva a alzar la cabeza veré el reflejo en ella
de lo complacido que debe de estar porque me fije en los detalles.
En sus detalles. ¡Claro que sí! Insisto, ¿me besará hoy?
—Veo que tú también me has dado algún que otro repaso,
¿verdad, Violeta?
—Sigo sin saber de qué me hablas. La demencia y eso…
—En fin, como veo que tienes memoria a corto plazo, lo mismo
debería recordarte que tenemos que seguir con la campaña.
Vaya, no encuentro fallos en su lógica. Abuela, sal de mi cabeza.
—¿Los de la empresa no me han echado como agua sucia? —
inquiero asombrada.
—No. Es más, están bastante sorprendidos con tu actuación.
—Cuando se entere Ferran, va a flipar en colorines —susurro
para mí.
—¿Decías?
—Nada, nada, que sorprendida me hallo porque ese «Tenemos
que hablar» supuso que me tomase otro café para digerir la noticia
que se preveía mala mala.
—No las tenía todas conmigo, la verdad. Es importante que este
proyecto salga adelante, Violeta. Muy importante. Es dinero y…
—Y hace falta, ¿cierto?
No es necesario que Bruno diga nada, en sus ojos leo la
desesperación. Por eso tantas carpetas, tantas horas extra, por eso
el otro día me dijo que las cosas no iban como debían ir y que
necesitaba que todo saliese bien. No hay que ser demasiado astuta
para darse cuenta de que quizá no todo va como quieren hacernos
creer. Y puede que sean manías mías porque Ferran es un capullo
que me cae extremadamente mal, sí, no obstante, tengo la ligera
sensación de que la implicación de los dos socios no es la misma.
Llamadme bruja, os lo permito sin acritud.
—No quiero que este tipo de cosas salgan de este despacho —
me pide.
—No te preocupes. Mis labios están sellados —le prometo
haciendo una cremallera con mis dedos sobre ellos. Aunque… tal
vez no estarían tan sellados si me besase… Ufff. Qué malos
pensamientos tengo. ¿Por qué no me puedo controlar con Bruno
cerca?
Dedicamos una hora más a revisar el acta del otro día y las notas
que tomamos. Anotamos diferentes cosas y datos relevantes que
podrían mejorar el artículo. Bruno no me hace ni puñetero caso
cuando le digo que para mejorar el producto lo que realmente tiene
que hacer es quemarlo, supongo que lo mío no es ser sutil.
Sigo sumida en mis notas cuando la puerta se abre y entra
Ferran sin siquiera tocar. Los modales, la verdad, es que brillan por
su ausencia. Intercambiamos una mirada que demuestra el asco
que nos tenemos los dos.
—Violeta, necesito que busques en el archivo las otras campañas
que hemos desarrollado sobre juguetes eróticos. —¿Otras? ¿Y yo
me las he perdido?—. Cuando las tengas, me las traes.
Asiento y me incorporo llevándome el lápiz.
—Tocaré antes de entrar —musito tirando la pulla para quien
cuente con la suficiente inteligencia y capacidad de pillarla.
Total, que salgo de allí cuando aún mis oídos pitan ante la
cantidad de insultos que mi persona recibe, eso sí, sin ser dichos en
voz alta, y me dirijo hacia donde Bruno me ha mandado.
Estoy sorprendida de que las cosas al final estén yendo bien.
Pollatronic es una mierda, claro está, y no seré yo la que diga —por
decimoquinta vez— que no va a funcionar porque lo mismo mis
gustos son otros y a la gente ahora le gusta ser follada por una polla
radiactiva. Si algo he aprendido con la línea erótica es que en
cuestión de gustos no hay nada escrito. Además, si algo estoy
aprendiendo de esta profesión es que todo es mejorable y que hasta
la cosa más inútil, con una buena campaña publicitaria y sabiendo
crear la necesidad, se puede vender. Y eso, lógicamente, es lo que
haremos.
Paso por la mesa de mi amiga y no la veo en su sitio, la idea era
que me acompañase mientras se escaquea como hace cada
mañana y se fume su cigarro, el que se supone que dejó hace siglos
y que de verdad no lo ha hecho.
Sigo mis pasos hasta el cuarto del archivo y entro.
Expulso todo el aire al verme rodeada de archivos, carpetas y
documentos sin organizar. Muy bien, todo estupendo, así se trabaja
de puta madre. Las ironías también se me dan genial. Y quizá
mentirme un poco también, sobre todo, si de Bruno se trata.
Dudo entre varias opciones: tal vez Bruno me ha mandado aquí
para encontrar estos documentos con la intención de que muera
buscándolos porque, ¡a saber dónde están! La idea era ponerme a
prueba para averiguar mis capacidades, que eso bien podría
habérmelo preguntado. O, también, distraerme lo suficiente como
para que Ferran se olvidase de mí cuando le dijese que la razón nos
la han dado a nosotros y que, al final, no puede echarme por
bocazas porque esta charlatana no lo ha hecho del todo mal.
Bailo, con los brazos en alto, por el estrecho hueco del archivo y
canturreo como si fuese un gato aullando de dolor. Canturreo
porque me siento victoriosa por haberle ganado una batalla al
capullo de Ferran. A Bruno no le voy a perdonar que me haya
obligado a irme en vez de dejarme disfrutar de cómo se iba a
morder la lengua al escuchar mi nombre seguido de «winner».
—Que te peten el ojete. Que te peten el ojete. Que te peten el
ojete.
Ese es el mejor estribillo que puedo cantar y eso es lo que hago a
la vez que danzo entre archivos y archivos sin prestar atención a
ninguno.
—Esclarecedor. —Grito cuando escucho una voz que se cuela
entre mis cánticos de pirata borracho. Abro los ojos, me sube el
calor y bajo la mirada, avergonzada—. La melodía era digna de los
dioses.
Pongo los ojos en blanco de nuevo y suelto un bufido. Se está
riendo de mí, que, por otro lado, es bastante normal teniendo en
cuenta mi cancioncita, mis manos al aire y mis pasos
descoordinados.
—En mi defensa diré que estaba sola.
—¿Y?
—¿Cómo que y?
—¿Y qué más?
—Y que me gusta cantar y bailar.
—¿Y?
—¿Esto es un jueguecito de esos tuyos?
—¿De qué tipo? —me pregunta Bruno alzando las cejas.
—Del tipo: todo lo que digas lo contrarrestaré con un «y», que,
por otra parte, me parece triste. Un monosílabo, Bruno, esperaba
mucho más de ti.
Bruno alza las comisuras de sus labios en una sonrisa contenida.
Y su mirada cambia por completo.
—Sabes cómo provocar, Violeta.
Me quedo en silencio ante sus palabras. Una parte de mí intenta
que eso no implique un recuerdo; el recuerdo de Dani cuando me
decía que siempre estaba buscándole las cosquillas y que la mayor
parte de los problemas eran una consecuencia directa de mi
comportamiento. La otra parte me dice que Bruno no es Dani y que,
como bien me ha dicho mi abuela miles de veces tras la ruptura, no
puedo estar comparando a las personas, lo que me recuerda que sí
lo hago.
—No sé bien qué responder a eso —murmuro acobardada.
—Yo te puedo decir lo que quiero que respondas.
Bruno, mi jefe, se gira antes de caminar hacia mí y me enseña
una llave. Fijo la vista en la cerradura y me doy cuenta de que allí
había algo, algo que él tiene en la mano.
—No sabía que este cuarto tuviera llave.
—No tienes por qué saberlo, básicamente, porque no la tiene.
Apoyo el peso de mi cuerpo sobre mi cadera derecha.
—¿Me estás vacilando?
—No, para nada. Lo que menos tengo en mente en este
momento es vacilarte. Otras cosas sí que se me pasan por la
cabeza.
—¿Otras cosas…? —murmuro. Lo pregunto, sí, lo sé, lo pregunto
cayendo en su trampa, cuando en realidad lo que quiero es que me
responda, que sea directo y que me diga eso que quiero escuchar.
No sé en qué momento comenzó este juego que nos traemos y ni
siquiera sé cómo Bruno comenzó a fijarse en mí, en una empleada,
en una chica sencilla, en Violeta. Ni tampoco cuándo lo hice yo en
él.
No es que Bruno fuese un desconocido para mí o no en el
sentido literal de la palabra, porque algo que te enseñan bastante
pronto es a darte cuenta de cuál es tu lugar y quién es tu jefe.
Bruno siempre fue un jefe de referencia, alguien cercano y atento
con sus empleados, que escucha y con el que puedes razonar y
trabajar. Eso siempre ha sido digno de admiración. Y nunca, jamás,
hemos sabido nada de su vida privada porque es de esos que
esconden con recelo lo que son y lo que hacen fuera de la empresa.
—Violeta… —Suspiro dejando escapar todo el aire—. Voy a
follarte, Violeta. Voy a follarte aquí y ahora. En este archivo, y tú, tú
me dirás que sí.
29
No tienes escapatoria posible

Bruno
El gemido que escapa de su garganta tras mis palabras es la única
respuesta que necesito para continuar adelante.
Era mi plan, uno que llevaba maquinando desde hacía días,
pensando y meditando, buscando, como hace ella, los pros y los
contras y, la verdad, no he encontrado nada que me haga
detenerme, ni siquiera ella.
La llave del cuarto del archivo estaba en el cajón de mi escritorio
desde hacía algunas semanas, esperando el momento indicado, y
hoy tengo que darle las gracias a Ferran por echarme un cable sin
saberlo.
Cuando esta mañana le dije que teníamos que hablar, además de
lo referente a la campaña publicitaria, pensé en contarle lo que
hacía tiempo me rondaba por la cabeza. Esa cierta fijación que
siento por ella desde siempre. Algo dentro de mí me decía que con
lo que había vivido ella con Daniel, y todo lo que Ferran me había
contado y le había logrado sonsacar, quizá era motivo para que
Violeta huyese de mí, y eso no era lo que quería. Cambié de plan
radicalmente y decidí que la mejor de las opciones, cómo no, era
seguir ahí, observándola y esperando a que ella misma se diese
cuenta de que no soy solo su jefe y que no solo me la quiero follar
hoy. Quiero follármela siempre.
Violeta apareció en esta empresa hace ya algunos años. La
entrevista se la hice yo, junto al que sería su jefe en aquel momento.
Acabábamos de empezar, hacía nada que habíamos tomado la
decisión de dar el paso y necesitábamos gente con la que trabajar,
gente que estuviese comprometida con la política que practicamos y
que diese el cien por cien de sí mismo.
Quería ser uno de esos jefes que no fuesen una figura a quien
temer o con quien no poder contar. Quería saber todo de mis
empleados, sí, y, a su vez, que ellos pudiesen confiar en mí cuando
fuese necesario. Ese fue uno de los puntos que trataba en cada
entrevista.
Y entró ella en aquel despacho, abriéndose paso, sin el menor
signo de miedo o de nerviosismo. Lo había visto muchas veces e,
incluso, yo mismo en mis anteriores puestos de trabajo sabía lo que
se sentía: manos temblorosas, piernas de gelatina, el sudor
perlando la frente, las ganas de no balbucear y de transmitir
seguridad y, cómo no, evitar a toda costa las preguntas
profesionales que te hiciesen dudar, y ella parecía no tener nada de
eso o saber guardar en un sitio recóndito las vacilaciones y la
incertidumbre que había visto en los anteriores candidatos.
Necesitaba a alguien a tiempo parcial, esa era una de las
condiciones que había puesto al responsable del departamento para
el que iba a trabajar Violeta, por economía y un poco también por
prudencia. Obviamente, y desde una perspectiva muy lógica, los
despidos son más baratos en esas circunstancias.
Monitoricé toda la entrevista, evitando intervenir, solo
observándola, perplejo, como si fuese la primera chica que veía en
mucho tiempo, como si fuese mi amor platónico de la infancia con el
que me reencontraba años después y sin ser reconocido. Me
imaginaba la escena: yo, un jovenzuelo lampiño, feo y delgaducho, y
ella, la chica que molaba y por la que hacíamos cola todos, los
panolis y los que no lo eran.
Cuando la entrevista acabó, respondiendo con gracilidad todas
las cuestiones que previamente habíamos ensayado, me observó
con fijeza y dijo como si nada:
—Soy lo que buscáis.
No hubo dudas ni medias tintas ni vacilación en sus palabras, y
juro que hubo un momento en el que me olvidé de que estaba
casado y pensé que, efectivamente, ella era lo que yo buscaba y
que había errado en el camino elegido.
—Seis horas, no cuatro.
Esa fue mi respuesta, sin pensar, sin meditar sobre ello sin contar
con el que era el jefe de sección ni tampoco con Ferran.
No replicaron nada. Violeta pareció sonreír victoriosa y eso me
gustó aún más.
Seguí sus pasos siempre que pude. La observaba trabajar con el
lápiz trabado en el pelo, en la oreja, en sus labios. Sumida en
montañas de papeles que no la asustaban, asintiendo ante cualquier
petición por muy absurda que fuese y exponiendo lo que pensaba,
tal y como había hecho en la última reunión.
Vi todo eso y también vi que Daniel la convirtió en su presa y él
es de esos que la siguen hasta que la consiguen. Acoso y derribo.
Pensaba que no caería en sus redes porque Violeta estaba muy por
encima de eso. No le vio la piel al lobo y el cazador fue cazado.
Y me divorcié. Y la seguí viendo. Y cada vez era menos ella.
Menos risas espontáneas, menos comentarios socarrones,
menos ironía, menos Violeta. Brillaba menos y se marchitaba más, y
yo sabía exactamente cuál era la raíz del problema.
Entonces Ferran, un sábado y tras sacar el tema con cierta
sutilidad hablando de la plantilla y de los problemas personales de
cada uno y las relaciones entre trabajadores, por supuesto, algo
muy meditado y orquestado con el único fin de enterarme de lo que
sucedía, me contó todo. O quizá más que todo, me dio la versión de
Daniel.
Me aproveché de la situación, que jugaba a mi favor tras el último
despido, ocasionado, una vez más, por culpa de Ferran. Me inventé
una promoción interna, un puesto estaba vacante y qué mejor que
alguien que ya conocía el funcionamiento de la empresa para
ocuparlo. Ella se presentó. No como aquel día en el que la
seguridad brillaba en sus ojos, para nada.
Me dije a mí mismo que no importaba si ella, en aquel momento,
no brillaba como antaño, porque yo me encargaría de que lo hiciese
en el futuro.
El temblor en el cuerpo de Violeta me trae de vuelta al presente.
No es miedo, es anticipación, la misma que siento yo al saberla
entregada.
—¿Lo sientes? ¿Sientes eso, Violeta?
Sus ojos brillan, refulgen como dos piedras del ónix más puro.
Brillan de deseo e imagino que los míos deben de estar a la altura
de los suyos e, incluso, me atrevo a decir que más.
Asiente como respuesta.
Me acerco tras su confirmación de que esto que yo veo ella
también lo percibe.
—Esto va más allá del deseo, Violeta. Esto va más allá de todo
eso. —Le dejo claro.
Su mano se coloca sobre mi pecho en un vano intento de
recomponerse. No quiero hacer nada que ella no quiera, así que
dejo que medite sobre lo que sentimos.
—Llevo queriendo que me beses desde el viernes pasado —
finaliza sincerándose frente a mí. Dejando el lazo que nos une en
ascuas.
Mi corazón se salta un puto latido. Un latido, al darse cuenta de
que es una invitación a que siga, a que eso que le dije se convierta
en realidad, a aplacar el deseo y no solo el mío. Y me siento
jodidamente afortunado de que sea yo el elegido para ello.
Apoyo ambas manos a los lados de su cabeza, recortando la
distancia tanto que nuestros alientos se entremezclan fruto de la
proximidad.
—Yo llevo queriendo besarte desde hace mucho más que una
semana. De hecho, llevo queriendo besarte desde el primer
momento en el que te vi, Violeta.
Puede que ella no lo recuerde, sin embargo, yo tengo la imagen
de sus labios revoloteando por mi cabeza desde aquel día en el que
entró en el despacho.
Deposito un suave beso en la comisura de sus labios, y ella deja
escapar el aire cuando mi mano se coloca en su cuello. Percibo el
latir acelerado de su corazón bajo la palma de mi mano, la
respiración descontrolada y huele a deseo. Al suyo y al mío. Huele,
de nuevo, a arándanos.
Otro nuevo beso, esta vez en el lado contrario de su boca. Mi
mano asciende por su cuello, y Violeta no aparta la vista, esperando
el siguiente movimiento.
Mi dedo pulgar, aún con la mano reposando entre el cuello y la
barbilla, recorre sus labios, esos que muero por besar desde hace
mucho tiempo. Ella acompaña mi gesto con una sutil lamida. Lamida
que, dicho sea de paso, me gustaría que profesase a otro lugar más
concreto.
—Joder, Violeta, vas a volverme loco.
Ella jadea entre mis brazos mientras mis manos comienzan a
tomar el camino de descenso. Quiero embeberme de todas y cada
una de las sensaciones; del latir acelerado, de su respiración
descontrolada, del temblor de sus piernas, de la manera en la que
alza la cabeza cuando mi mano se para sobre su pecho y pellizca
sin piedad alguno de sus pezones. Del descontrol de su cuerpo, que
se ha dejado conquistar por el mío.
Me gusta que su cuerpo responda sin oponer resistencia alguna.
Mi mano se pasea peligrosamente por el borde de su pantalón.
Mi polla late dentro de mi ropa interior y percibo la humedad sobre
mi piel. Mi propia humedad fruto del deseo. Fruto de una locura con
nombre propio: Violeta.
Contengo la respiración cuando, tras desabotonar el pantalón y
bajar la cremallera, me encuentro con la suavidad de su piel que
precede la humedad de su centro.
—Sí, definitivamente, te has propuesto volverme loco.
Violeta jadea empujando su pelvis hasta rozar la mía sin
delicadeza alguna, sin pensar, solo siguiendo lo que le dice el
instinto. Y mi instinto, mi polla y la falta de cordura me dicen que lo
que tengo que hacer es follármela. Girar su cuerpo, bajar sus
pantalones y meterme dentro de ella sin pensar. Buscar un placer
primario necesario. Muy necesario. Y volverme loco dentro de ella.
Ahora el que alza la cabeza soy yo en un vano intento por
retomar el control. Mi polla sigue ahí, latente, y la cosa no mejora
cuando Violeta despierta del trance en el que ha estado sumida y
lleva, sin contemplación alguna, la mano hacia mi amiga,
apretándola con fuerza y demostrándome que, aunque creas que
has perdido el control, siempre puedes perderlo un poco más.
—No, Violeta, no. Para —le exijo—. Para, quiero disfrutarlo. —Y
no correrme como un puñetero quinceañero.
Violeta ignora mis palabras mientras sigue jugueteando con su
mano. Entiendo que lo mejor para poder llevar mi plan a cabo es
tomar medidas al respecto.
Me agacho, quedándome a la altura de su coño. Paseo la nariz
por encima del pantalón y el deseo se incrementa cuando mis ojos y
los suyos se encuentran.
—Joder, Bruno, joder… —El exabrupto sale de su boca, y a mí
para lo único que me vale es para reafirmarme en que ella está tan
cachonda como lo estoy yo.
Sitúo las manos a ambos lados del pantalón y los bajo con
decisión. El gimoteo resuena en la estancia y no sé si es el suyo por
mi ímpetu o el mío por lo que descubro bajo esos pantalones.
—Loco —finalizo haciendo alusión, una vez más, al sentimiento
que me invade.
Retiro una zapatilla y luego la otra. Mi nariz regresa a sus
braguitas y jugueteo con su clítoris a la vez que ella se balancea
buscando la ansiada fricción.
La temperatura de la habitación ha subido muchísimos grados. Y
el control lo pierdo por completo cuando mi mano viaja hasta el
encaje de sus bragas y tiro de él. Caen al suelo, estropeadas por mi
necesidad de sentir su piel en mi boca. Por saborear su humedad.
Por volverme loco de remate.
Coloco la pierna izquierda sobre mi hombro y las manos de
Violeta vuelan hasta mi cabeza.
—¿Qué pretendes, Violeta?
Es una pregunta que contiene muchos matices. Demasiados.
Porque no sé exactamente qué pretende ella conseguir de todo
esto. Sin embargo, yo sé que lo que pretendo con Violeta es todo.
No balbucea, al igual que hizo aquella primera vez en la
entrevista. No duda. No teme y no deja en ningún momento que la
oscuridad acuda, solo el fuego y la consecuente luz.
—Pretendo volverte loco.
Entonces lo siento, siento sus manos presionando mi boca sobre
su sexo, obligándome a que lama, chupe, a que me embeba de ella.
La mano que reposaba sobre su abdomen baja, abriendo sus
pliegues para que tenga mejor acceso a su coño.
Los gemidos son cada vez más descontrolados, los movimientos
mucho más erráticos y los temblores de su cuerpo el indicativo de lo
que está cerca.
Sigo chupando con frenesí, mordiendo su clítoris. Sus dedos se
enredan en mi pelo y los tirones comienzan a ser intensos. Me pone.
Me pone que no pueda controlarse. Que no sepa hacerlo.
Meto un dedo en su coño y comienzo a follármela con él. Otro
dedo va a su encuentro y la punta de mi lengua sigue lamiendo y
presionando su clítoris.
—Me voy a correr. Me voy a correr. Me voy a correr… Me corro.
Los espasmos de su sexo presionan mis dedos y comienzo a dar
suaves y precisos toques sobre su coño. Reduzco la velocidad de
mis embestidas hasta que ceso en ellas.
Deposito suaves besos en su pierna, esa que aún sigue en mi
hombro y la bajo con delicadeza mientras la respiración de Violeta
sigue fuera de control.
—Me has estropeado las bragas —murmura sin mirarme.
Me río. Las recojo y las dejo delante de sus ojos, recuperando el
aire perdido.
—No tenías problema alguno antes.
—Estaría feo tener problemas con eso y aún puedo usarlas.
Menos mal que no eran mis favoritas. —Me sonríe.
Violeta lleva una mano hacia mi entrepierna y gimo en respuesta.
—No —niego—. Hoy el placer ha sido solo mío.
—No diría yo eso —finaliza.
No parece muy convencida, pero cede tras mirar la puerta.
Supongo que, una vez que ha pasado el momento de frenesí, la
conciencia de dónde estamos hace acto de presencia.
Recojo las zapatillas y se las tiendo. Violeta acaba de vestirse y
comienza a dar vueltas por la habitación. Nerviosa.
Ha dejado paso, de nuevo, a la chica que es ahora.
—Bruno. —Su nombre en mi boca me suena a puro pecado—.
Solo sexo. Esto ha sido solo sexo —verbaliza en voz alta intentado
autoconvencerse.
La miro con fijeza y veo la tentativa de seguridad que pretende
salir a relucir entre los dos. Camino hacia la puerta, saco la llave de
mi bolsillo y abro.
—Veremos —susurro bajito antes de salir y dejarla sola—. Eso lo
veremos.
30
La he cagado

Violeta:
Necesito que esta noche estéis todos en casa.
Es importante.

El nombre del grupo no podría ser más apropiado de lo que es,


porque sí, me han dado serrucho. Y, joder, vaya serrucho más
intenso.
Evito cualquier tipo de visita al despacho de Bruno el resto del
día. Normalmente, y muy a mi pesar por tener que admitirlo, se han
dado situaciones en las que he visitado a Bruno con alguna estúpida
excusa barata, por el simple placer de verlo y de compartir tiempo
con él.
Hace nada me preguntaban en el bar si me gustaba Bruno, y yo
negaba esa cuestión porque carecía de argumentos que le dieran
un soporte verídico. Negaba, a pesar de que pensaba en sus labios
y en lo bien que me hacía sentir e, incluso, negaba cuando me fijaba
en más detalles de los que quiero reconocer; su sonrisa perenne, la
forma en la que recoge la camisa cuando comienza una jornada
intensa de trabajo, la manera en la que aprieta el mentón cuando
reflexiona, los paseos por su despacho meditando sobre algo, la
preocupación porque todo vaya bien, su cercanía y los viernes,
porque nunca antes había participado un viernes en nuestras
reuniones hasta la semana pasada.
Salgo la primera de la oficina, al más puro estilo «pies para que
os quiero». Me coloco el casco antes de posicionarme frente a
Winnie y noto la vibración del teléfono.
Lo saco del bolsillo antes de subirme y leo lo que pone. Hay
varios mensajes en el grupo y uno, en particular, de Bruno. Leo
primero el importante y sabéis a lo que me refiero.

Bruno:
Te espero esta noche en el bar.

Ni de coña.

Violeta:
He quedado.

Alzo la vista y fijo mi mirada en el edificio, más concretamente


hacia la planta en la que se ubican nuestras oficinas. Lo imagino
tras la pantalla del teléfono, mosqueado por mi negativa, pero…
¿qué coño iba a hacer? Lo que pasó esta mañana está mal por
varias razones, la principal es que es mi jefe y ya tengo claras las
consecuencias de una relación en la oficina. ¿Relación? ¿En serio?
¡Ha sido solo sexo, Violeta! S-e-x-o. Del bueno, claro.
Llego a casa veinte minutos después y me encuentro a Unai,
apoyado en la encimera de la cocina, devorando un paquete de
galletas.
—Eyyyy —me suelta como saludo.
—Uyyyy —respondo yo siguiendo la dinámica.
Unai alza una ceja y cuestiona mis formas. El puto radar que
tiene.
—Tú has follado.
—¿Cómo?
Se incorpora y me sigue, menos mal que la casa es pequeña y
puedo escapar de él.
Da suaves golpes en la puerta mientras yo, como buena culpable
que soy, escondo las pruebas o, lo que es lo mismo, lanzo las
bragas a la basura y me quito la ropa para darme un baño.
—Mierda, mierda, mierda, sigo cachonda. —La imagen de Bruno
entre mis piernas acude a mi mente de manera bastante gráfica.
Esto de ser publicista y tener una imaginación bastante desarrollada
no es nada bueno en estos casos, anotadlo como consejo del día—.
Joder, ¿cómo será tener su polla dentro?
Por este tipo de preguntas acabé corriéndome en su boca,
aunque, en realidad, lo que presuponía una y otra vez era si me
besaría o no y fijaos cómo terminó la película. Final feliz, sin masaje
ni nada.
Escucho fuera las voces de mi hermana y de Unai hablando
entretanto termino de secarme y de colocarme un pijama cómodo —
y roído—. Me quedo descalza y me armo de valor para someterme
al interrogatorio que me he buscado sola.
Paso por delante de ellos y cesan las voces al verme. Voy hasta
la cocina y me sirvo un vaso de agua fría. Fría, para lo caliente que
estoy yo.
El portero suena en la entrada, y Unai caminando, incluso marcha
atrás, se acerca a la puerta y abre.
—Habéis estado hablando en el chat ese que tenéis sin mí,
¿verdad?
—Vaya, no encuentro fallos en su lógica —murmura Celeste
citando a mi abuela.
Le dedico una mirada reprobatoria y tiro del típico gesto de
matona de tres al cuarto: «Te voy a cortar el cuello».
Mi hermana alza los hombros como el que quiere decir: «Me la
sopla mucho», y ahora soy yo la que no puede argumentar nada.
Aina entra hecha un terremoto en la estancia, empujando incluso
a Unai a su paso.
—¿Te lo has follado? —me increpa nada más verme.
—Vaya, ¿dónde quedaron los saludos propios de alguien que no
ves desde ayer?
—En serio, Violeta, ¿te lo has follado?
—¿Un cunnilingus cuenta como follar?
—La madre que te parió —masculla mi hermana poniendo los
ojos en blanco.
—Le ha comido toda la chirla, ¿te lo puedes creer, Unai? —añade
Aina
—Dicen que tiene vitaminas.
—No seas guarro, ¡guarro! —matiza Aina tras pensarse sus
palabras, eso sí, la sonrisilla pícara no se la quita nadie.
—A mí me gusta que sea guarro —musita mi hermana. Y me
sentiría orgullosa de ella en este momento si la vergüenza no me
pudiese más que eso.
—Me dijiste que no te gustaba —me reprocha Aina sentándose
en el sillón al lado de Celeste, a la que, como saludo, le aprieta el
muslo.
—No, perdona, te dije que me lo había imaginado besándome en
algunas ocasiones y te conté que me besó el viernes pasado en
aquel callejón. Os lo conté a todos —especifico—. Y te recuerdo
que, en el archivo —explico y, al mentar ese lugar, un leve escalofrío
recorre mi cuerpo de nuevo—, me dijiste que era solo el deseo
sexual por no haber follado en meses.
Aina asiente rememorando la conversación.
—Lo que quiere decir que, saciado ese instinto primario…, Bruno
pasa a un segundo plano —especifica Aina tomando la palabra de
nuevo.
Ya, claro; a papá gorila, plátanos verdes.
—Te digo ya, por la cara que pone mi hermana, que eso no va a
ser así.
Miro hacia la ventana que da a la calle y suspiro.
—¿Vino? —pregunta Unai para destensar el ambiente mientras
deja una botella sobre la mesa y va en busca de unas cuantas
copas más.
Voy descorchando la botella y permanecemos en silencio. Aina
es la encargada de servir las copas, primero la suya, que se bebe
de un solo trago, para posteriormente rellenarla, y después la de los
demás.
—Fue solo sexo.
—¡Ja! Y un cojón de pato —grita Aina—. A ti te gusta Bruno y
quieres que te dé fuerte y flojo en todos los lugares recónditos de la
empresa.
—No seas guarra —la acuso, aunque… no es mala idea, no.
—Se me va a poner dura si seguimos por este camino —
sentencia Unai sonriendo.
Mi hermana se lleva la copa a los labios y da un largo sorbo. Creo
que se ha imaginado algo que tal vez no debería imaginarse.
—Es solo sexo. —El autoconvencimiento es abrumador.
—¿Se lo has dicho a él?
—Sí —afirmo—. Después de…
—De que se lo comieran todo —finaliza Unai por mí.
—Efectivamente —confirmo.
—¿Y qué te ha dicho? —pregunta mi hermana.
—Pues no lo he visto muy convencido, la verdad —les explico
rememorando el momento antes de salir por la puerta.
—¿Qué piensas hacer?
Esa, señoras y señores, es la gran pregunta. La pregunta del
millón.
—Actuaré de una forma muy madura. El lunes, regresaré a la
oficina y haré como si nada de eso hubiera sucedido. Él seguirá
siendo mi jefe, y yo, su empleada.
—Tu jefe guapo —me provoca mi hermana.
—Calla, Celeste, que no me ayudas diciéndome esas cosas.
—Es la verdad. Está cañón. —Unai alza una ceja ante lo que
acaba de decir Celeste y pasea sus manos por su cuerpo como si
fuese un escaparate en plena Navidad—. Obviamente, Unai es
mucho más guapo.
—Gracias —susurra moviendo mucho la boca para mostrar su
agradecimiento.
—Lo que quiero decir es que tenemos que volver a la normalidad
porque no es sano. Ya sabéis lo que pasó la última vez que mezclé
una relación personal con una profesional. Es más, joder —escupo
con cierta rabia por todo—, ya sabéis lo que pasó la última vez que
decidí darle la oportunidad a una relación.
—No digas memeces, por favor, Violeta, ya lo que me faltaba es
que estuvieses comparando a Bruno con Dani, si no se parecen en
nada, ni en actitud ni físicamente. Solo deberías ver la manera en la
que te mira Bruno, lo vimos todos el viernes pasado.
—¿Y de eso también habéis hablado a mis espaldas?
—Por supuesto —asevera Unai.
—Te mira como si de verdad sintiese algo y no fuese un rollo
pasajero. —Es mi hermana la que abre la boca para dejarme peor.
—Cristian me dijo que su hermano lleva mucho tiempo pillado por
una chica.
—Yo también llevo mucho tiempo pillada por Chris Hemsworth, y
eso no quiere decir que esté enamorada de él. Que lo estoy —
detallo, porque lo estoy de verdad. Lo dejaría todo por él.
—Ya, bueno, tú bromea todo lo que quieras, que ya sabemos que
la ironía y el sarcasmo se te dan de vicio, ahora bien, lo que te digo
es que creo de verdad que Bruno no se toma esto como un rollo y
también pienso que lo que me dijo Cristian es cierto y se refería a ti.
Expulso todo el aire contenido, intentando aliviar ese puño que
me constriñe por dentro. Ese resquemor a que eso que Aina acaba
de decir sea verdad y dando un paso más allá, sin conformarme con
vivir lo que venga y asumirlo, sino ya pensando en la catástrofe que
implica dejarse llevar, volver a empezar, confiar y que te
decepcionen, no ser suficiente, no valer lo que debería, no estar a la
altura y no cumplir las expectativas y que, mientras todo eso se
hace visible, yo me enamore y me deje llevar para que luego me
dejen caer y tener que recomponerme de nuevo.
—Qué poderoso es el miedo, ¿verdad, Violeta? —me pregunta
Unai rompiendo el mutismo en el que nos hemos sumido todos—.Y
te garantizo que ninguno de los presentes vive sin él, que nos
acecha durante el día esperando el momento de atacar como una
fiera hambrienta, pero también debo decirte que eso que está
rondando tu cabeza ya pasó y que no te vale de nada pensar que se
va a repetir. ¿Cuántas probabilidades hay de que una relación
distinta se marque por los mismos patrones?
—No me jodas, Unai —protesta Aina—, porque hay mujeres que
caen una y otra vez en relaciones tóxicas.
—Bruno no es tóxico —le defiendo alzando la voz.
—Te has respondido tú misma, Violeta —murmura mi hermana
sujetándome las manos y escondiéndolas entre las suyas—. Si no te
arriesgas, no ganas. —La mirada cómplice de mi hermana se cruza
con la de mi compañero de piso, y lo que él no sabe es que esa
frase esconde mucha más verdad de la que se imagina.
—No quiero que malinterpretes mis palabras, Violeta, no es lo
que pretendo, lo que quiero es que seas consciente de que evitar
las cosas no es la solución a los problemas, quizá temporalmente lo
sea, sin embargo, te garantizo que lo que esté escrito en tu destino
te alcanzará tarde o temprano.
—Y que a veces hay que caer muy abajo, tocar el suelo con las
manos y llenarse de barro y fango para darte cuenta de que, de ahí,
ya solo queda subir.
Las palabras de Celeste se nos clavan en el alma. Todos nos
miramos las manos y los pies, buscando ese fango del que ella
habla, y sonreímos. Sonreímos porque somos afortunados de poder
tenernos los unos a los otros para lo bueno, para lo malo y para lo
que haga falta.
31
Lo que ha quedado pendiente

El viernes noche suele tener un tipo de implicaciones desde hace


tiempo. Una de ellas es que salimos siempre, nos vamos al local
con los compañeros, pasamos un rato juntos, a veces se unen mi
hermana y Unai, y desconectamos. Cuando no es allí, nos reunimos
en otro lado, da igual el que sea, y hoy no podía romperles los
planes a mis amigos por mi absurdo estado de humor.
Les prometí que no me comería la cabeza si me quedaba en
casa, que no pensaría en mi madre ni atendería llamadas de la línea
erótica y tampoco lloriquearía por las esquinas pensando en Bruno.
Lástima que no lo vaya a cumplir.
Imagino qué me diría Míster B si le contase lo que me ha
sucedido hoy con Bruno, si me juzgaría por enrollarme con mi jefe,
por mentirle y decirle que no iba a volver a suceder cuando ese
demonio que se coloca a mi ladito del hombro, en el izquierdo, para
ser más concretos, me pida más de eso. Es absurdo negar lo
evidente, me diría eso de que la vida es cuestión de riesgos, que
fueron mis palabras el otro día cuando le dije que si le gustaba
alguien lo que tenía que hacer era intentar luchar por esa persona,
que, por lo menos, nadie le quite lo bailado y seguro que sonreiría
después, porque habría sido una lección de humildad que me habría
dado.
Lo que está claro es que una misma historia puede verse desde
distintos prismas y no solo eso, sino que el opinar es gratis y que
desde fuera es todo más fácil…
Volviendo al tema de Bruno, seguramente Míster B me dijese que
tendría que sincerarme, decirle cuáles son mis dudas, y yo bufaría
porque son varias… El miedo a una nueva relación arrastrando aún
el lastre de la anterior, las dudas de no ser lo suficiente, el acojone
de que me rompa el corazón… Y, a veces, creo que me estoy
perdiendo muchísimas cosas por ese miedo que no me deja respirar
y que soy una imbécil que no puede controlarlo. Soy incapaz de
pensar en positivo sin antes haber hecho miles de hipótesis
negativas.
Quizá tendría que haberle pedido el teléfono, haberle dicho que
las normas sí que están para saltárselas y llamarlo para contarle
cómo me siento. Parece mentira que alguien a quien no conoces en
persona, al que ni siquiera le pones cara, se convierta en una
persona con la que te apetece conversar y sincerarte. Supongo que,
en mi caso, tiene algo de lógica, porque, si no sabe quién soy,
siempre puedo evitar sentirme juzgada por ese mismo motivo y
cortar una relación de este tipo es muy sencillo.
Infusión de frutos rojos en mano, manta peluda en las piernas,
peli romántica que me haga cortarme las venas, zapatillas de
conejito que sigue ciego perdido y una camisa unas —sin exagerar
ni na— quince tallas mayor que la mía, enciendo la tele para que mi
plan de esta noche sea bien diferente al de los otros viernes.
—Veamos…
Pongo Netflix y medito sobre la peli a elegir… No quiero caer en
la misma de siempre, no obstante, El diario de Noah me pone ojitos
desde la sección «volver a ver» y caigo rendida a sus encantos
porque lo siguiente serían los Cullen, pero no hay suficiente llantina
como para convencerme de ello.
Media película después, cuando odio a la protagonista por no
darse cuenta de que Noah es el mejor chico que hay en el mundo y
que no debe hacer caso a sus padres, escucho un leve golpeteo en
mi puerta. Camino descalza, siendo bastante consciente del aspecto
de mierda que debo de tener, aunque supongo que mis amigos
estarán ya más que acostumbrados a verme con pinta de
harapienta.
—¿Qué se os ha olvi…?
Me quedo perpleja nivel: «Mis pies se han convertido en una
jodida losa de cemento» cuando veo a Bruno al otro lado.
Saco la cabeza por la puerta a ver si es que resulta que esto es
una broma de mal gusto, y Unai, Aina o Celeste aparecen por algún
lado al grito de: «Es una ilusión óptica, pringada» y seguido de un:
«¿No decías que no te gustaba? Pues cierra la boca, que te entran
moscas».
—Toc, toc… —murmura Bruno.
Varias preguntas se arremolinan en mi mente…
—¿Qué haces aquí? ¿Quién te ha abierto? Y, lo más importante,
¿cómo sabes dónde vivo?
—Si me dejas pasar, te lo explico… He traído vino.
Joder, parece que me conoce y utiliza la baza del vino para
colarse en mi casa.
—¿Eres uno de esos acosadores raros que salen en las noticias?
Bruno se carcajea, yo no. Lo digo en serio.
—No era coña, ¿verdad?
Niego. Me hace un leve movimiento de cabeza para saber si le
permito pasar o no. Me hago a un lado y le dejo entrar.
Bruno se acerca hasta la televisión, intuyo que guiado por el
sonido de la misma e intercambia una imagen entre la peli y yo.
—Buena elección —murmura.
Se gira y comienza a analizar el espacio. Los sofás y las mantas
que reposan en ellos, de diferentes colores. Las ventanas que dan a
la calle y por las que se cuela el bullicio de la ciudad un viernes
noche. La taza que reposa vacía sobre la mesilla. El estrecho pasillo
en el que se distinguen varias puertas entornadas. La cocina abierta
y menuda. El salón, un espacio bastante grande y repleto de fotos
de nosotros cuatro…
—¿Estás sola?
—Si eres un espía del Servicio Secreto, deberías saberlo, ¿no
crees?
Una nueva risa se cuela entre nosotros.
—Dos copas y te lo cuento.
—¿Ese es otro de esos nuevos chantajes que haces?
—Ya ves. Yo lo llamo aprovechamiento de recursos.
—Yo lo llamo hacerse el listillo.
Sí, lo suelto, eso sí, sonrío, porque me gusta poder ser yo misma
con Bruno. A pesar de todos los miedos de los que hablo, de las
inseguridades, de no querer volver a caer en errores ya cometidos y
del temor que asoma la patita como si fuese el cuento del Lobo y los
siete cabritillos, me doy cuenta de que con Bruno nunca jamás he
sido una Violeta diferente, siempre he actuado siguiendo el dictado
de mi corazón y eso es algo de lo que debo sentirme orgullosa
porque me prometí que no volvería a hacerlo.
Solo me queda lograrlo cuando Dani esté delante y no permitir
que el miedo me paralice como suele suceder.
Traigo de la cocina unos vasos.
—No me pidas copas porque no es que seamos de mucha finura
en este apartamento y… porque ya antes utilizamos las cuatro que
teníamos.
—Vaya, veo que empezaste la fiesta sin mí. —Me ruborizo
porque la palabra fiesta me recuerda a la de esta mañana en el
cuarto del archivo. Bruno cree que ha metido la pata porque niega
un par de veces—. No te preocupes, los vasos son perfectos. Esto
todo es perfecto. Tú eres perfecta —finaliza.
¿Os he dicho que cada día que pasa me parece que Bruno es
más intenso?
Me quedo callada porque no sé bien qué decir ante el halago y
porque no estoy del todo acostumbrada a ellos.
—Y dime, ¿qué trae a mi jefe hasta mi casa?
—No soy tu jefe.
—En términos legales, sí que lo eres.
—Lo soy en horario laboral.
Me muerdo la lengua antes de decirle que en horario laboral lo
que hicimos está más próximo a ser el juego de médicos y
enfermeras que a una relación entre el jefe de una empresa de
publicidad y su ayudante adjunta.
—Lo dejo pasar por esta vez.
—Porque sabes que tengo razón.
Bruno me guiña un ojo mientras me acerco a coger el vaso de
vino. Lo necesito. Él parece darse cuenta de mi atuendo ahora que
nos hemos quedado callados y me observa con intensidad, como si
me viese. Como si me viese de verdad.
—Interesante pijama —murmura.
—Te regalaré uno por tu cumpleaños —bromeo.
—Mejor me regalas el tuyo y así descubro si mis suposiciones
sobre lo que llevas debajo son ciertas o no.
No coquetees. No coquetees.
—¿Y qué crees que llevo debajo? —Tarde, apunta mi conciencia.
—Mejor pregúntame cuánto tiempo vas a tener puesto eso que
llevas debajo.
Bruno deja el vaso sobre la mesa y se acerca a mí, devorándome
con la mirada. Sus ojos sobre mi piel queman, arden, parecen un
hierro candente a punto de marcar una piel y me temo que mi piel
será la que quede marcada por él.
Su mano vuela hasta el bajo de mi camiseta a la vez que Noah se
desnuda delante de Allie por primera vez. La prenda termina en
algún lugar del salón y mis manos vuelan hacia la suya. Me declaro
nerviosa, excitada, ansiosa por descubrirle al completo, por ver su
piel, por saber si tiene lunares o pecas, alguna cicatriz que tenga
una historia detrás y con ganas de pedirle que me la cuente.
—Sabía que no escondías demasiado y, al mismo tiempo, me
moría de ganas de que así fuese.
Sus labios van en busca de los míos. No hay ningún rodeo, como
esta mañana, que sus manos recorrían mi piel analizando mis
expresiones, buscando alguna negativa. Ahora, la soledad de mi
apartamento nos ampara y nos permite dejarnos llevar…, aunque yo
haya dicho que no volvería a hacerlo. Y lo repetí antes frente a mis
amigos. Lástima que tenga memoria tan selectiva.
Llevo mis manos al botón del pantalón vaquero que acompaña su
vestimenta. Ni siquiera me he fijado en eso. Su indumentaria pasó a
un segundo plano desde el momento en el que lo vi entrar a esta
casa y las preguntas burbujearon en mi cabeza.
Seguimos besándonos como si esta fuese nuestra última vez, o
la primera, o la primera de las últimas. Su lengua se cuela en mi
boca y comenzamos a devorarnos. Una mezcla de labios, dientes,
mordidas, lametazos…, todo aderezado con el deseo que nos
consume.
Comienzo a bajar sus pantalones, con nuestros labios pegados
es bastante poco probable que acaben donde quiero que lo hagan.
—Joder…
Me separo recuperando un poco el aire y noto cómo mis labios
están hinchados por sus besos, la furia de los mismos y por su
barba, que raspa, pero excita. Esta mañana también tenía esa barba
y no fui consciente de nada mientras me corría en su boca.
Me ayuda a bajarse los pantalones, quitarse las zapatillas y que
decoren el suelo de la habitación… Y ¡tachán! Gorda y larga, justo
como yo la recordaba.
Me acerco sin pensar y me encaramo a su cintura. Bruno
trastabilla un poco por lo inesperado de mi gesto y comienza a
caminar conmigo hasta que llegamos a una pared cercana. Me
empuja contra ella con fuerza y el roce de su polla contra mi clítoris
es…, aggg…, esa sería una buena forma de definirlo, la verdad.
—Te voy a follar tan fuerte y tan duro que vas a suplicar que pare.
—Ohh, cállate ya y fóllame.
—Pensaba que no me lo pedirías nunca.
Una leve, pero contundente presencia del poco raciocinio que me
queda me indica que no tenemos preservativo y no deja de ser
Bruno, alguien que no sé de dónde viene y de dónde no…
—Preservativo —pronuncio a la vez que su polla ya se encuentra
en la entrada de mi coño empapado. Empapado solo por nuestros
besos y la anticipación del sexo guarro que vamos a tener.
Bruno no dice nada, me deja en el suelo con cuidado y camina
hacia su pantalón. Saca uno del bolsillo trasero y me doy cuenta de
que venía preparado. Vino y sexo, buena combinación. Rompe el
envoltorio con los dientes y, en otra ocasión, diría que eso está mal,
no obstante, cuando veo su polla moverse erguida hacia mí, lo único
que quiero es que me la meta de una vez y correrme. Correrme
mucho.
Me sujeta las piernas y me alza de nuevo. Las enredo contra su
culito de infarto y permanecemos en silencio un par de segundos
que se me hacen eternos. Mi coño palpita de deseo.
Presiono mi cadera en una invitación silenciosa para que cumpla
su promesa y me folle tal y como me ha dicho.
La primera embestida es brutal. Literalmente. Y mi espalda al
completo golpea contra la fría pared que pone algo de alivio al calor
que siento. Una vez dentro, se mueve en círculos. Joder, qué gorda
la tiene y qué guardado se tenía este tesoro.
La segunda arremetida también me pilla desprevenida y gimo en
alto con la tercera. Certeras, duras, diestras, hábiles y expertas. El
puñetero éxtasis, y yo quería perdérmelo.
—¿Te gusta así, Violeta? ¿Te gusta que te folle así?
Intento besarle porque me provoca y eso me excita aún más y no
quiero correrme tan rápido.
—Más lento —le pido.
Las comisuras de sus labios se izan tras mis palabras y hace
justamente lo contrario. Bombea con fuerza en mi interior y mi
espalda choca una y otra vez contra la pared.
—Mierda, más lento te he dicho —murmuro a sabiendas de que
me queda nada para explotar.
—Lo haré como me dé la gana a mí.
Su voz dura, ronca y sensual. Su orden, imperiosa, altanera e,
incluso, arrogante me pone a cien. Y me corro, dejándome ir en un
grito ahogado que Bruno saborea como un éxito.
No para, no cesa. Bombea más y más fuerte, alargando mi
orgasmo y buscando el suyo propio. Me embiste, me folla duro y
fuerte, tal y como me dijo. Tal y como me gusta.
Y se corre, se corre alzando la cabeza y gritando mi nombre en
sus labios.
Mi nombre. Violeta.
Aún conmigo en brazos, con su respiración agitada y con los
restos del orgasmo asolador flotando en el aire, me doy cuenta de lo
evidente.
Sí, Bruno me gusta. Me gusta más de lo que quiero admitir.
—Joder, Violeta, ahora sí que me has vuelto loco y no pienso
tomar nada que no seas tú para curarme.
32
Esto no puede ser cierto

El sábado por la mañana doy vueltas por mi habitación como si de


un pájaro enjaulado se tratase. Por la tarde hago más de lo mismo,
intercalado con una siesta enorme y dos llamadas eróticas. Sigo
cachonda, y Bruno me folló dos veces. Insisto: me folló dos veces a
lo bestia. Ya no puedo decir que mi hemisferio sur esté dormido, ni
de coña. Ha resucitado y está hambriento. Ya me entendéis…
Lo de anoche estuvo mal, muy mal. O no, estuvo bien, muy
bien… Y quizá debería volver a repetirse. Tal vez sería mejor dejar
las cosas como están y no meterse en problemas.
O puede que esté mal de la cabeza porque hablo conmigo misma
y las respuestas que doy no son objetivas ni juiciosas.
Cuando ya ha caído la noche, salgo al salón en busca de consejo
encubierto con una burda excusa sobre algo de comer.
Me encuentro a Celeste y a Unai sentados en el sofá, hablando.
Mi hermana está riendo y me encanta verla así.
—¿No trabajas hoy?
Celeste niega a la vez que me mira.
—Estuve toda la mañana estudiando. Menos mal que Unai se
preocupó de hacer algo de comer.
—Queda un poco en el microondas, por si quieres servirte un
plato de pasta.
—Le ha quedado muy rica, aunque dudo que a Unai haya algo
que se le resista.
Cruzo una mirada con mi hermana. Lo de que se le declarase
creo que ya ha quedado claro que lo hará, pero no sé si la mejor
forma de hacerlo es hincharle el ego por el camino, que ya bastante
grande lo tiene Unai…, el ego, quiero decir.
Mi hermana se ruboriza entendiendo lo que le quiero decir sin
palabras.
Me voy hacia la cocina y me sirvo un plato de pasta cuando la
puerta resuena.
—Mierda —jadeo y mentiría si dijese que no me tiemblan las
piernas solo de recordar…
Los nervios me sacuden al imaginar que Bruno haya regresado,
utilizando la técnica de anoche y pensando que me va a encontrar
sola de nuevo y, entonces, a ver cómo explico yo todo este asunto.
—¿Abres tú? —inquiere Unai.
—Sí —confirmo tras tragar lo que tenía en la boca y limpiar
posibles restos. No tiene nada que ver con que quiera que me bese
nada más verme. Absolutamente nada que ver.
De nuevo, descalza, me voy hacia la puerta y entonces escucho
las protestas de una voz femenina. Respiro. No es Bruno. Vaya,
¿decepcionada?
—Joder, Violeta, pensaba que no había nadie y que me había
colado en tu portal para nada.
—Yo estaba comiendo —le explico señalando la cocina—, y mi
hermana va por la segunda fase con Unai.
—¿La segunda de cuántas? —me pregunta mientras alarga el
cuello a ver si ve algo especial.
—Digamos que ha puesto un cambio corto, porque…
Aina aplaude encantada con mi comentario, y yo pongo los ojos
en blanco.
—Ya era hora, llevamos con este asunto casi un año. No sé a qué
esperaba, porque Unai es buen tío, sí, y es lento, y tu hermana es
bastante poco directa.
—Ya, ya.
Total, que recojo el plato de la cocina y una botella de agua fría y
me voy directa al salón con todos ellos.
Hablan de lo que hicieron anoche, de lo que bebieron y de que
Celeste casi suelta la pota encima de los zapatos nuevos de Unai.
—Beber cada vez me sienta peor. Es la edad —se burla.
—Si eres una cría —le replica Unai.
Comentario poco acertado, la verdad, porque mi hermana pone
un mohín que no me gusta nada. Decepción, eso es justamente lo
que se refleja en sus ojos.
—Dejé de ser una cría hace mucho, Unai, lo que pasa es que tú
no miras más allá de las tetas de una tía —le reprocha. Y tenía que
haberle dicho que de una tía que no es ella…
—Uy, lo que ha dicho —replica Aina, que se acomoda porque se
ve venir el jaleo y le encanta más un pique que a un tonto una tiza.
—Me fijo en otras cosas, no solo en las tetas —le responde
guiñándole un ojo.
—¿Alguna vez te fijas en mí? —Y ahí está el pensamiento hecho
frase.
Unai se queda perplejo, y mi hermana espera una respuesta. Una
respuesta que sea la que quiere.
—Siempre. Eres como mi hermana pequeña… —le responde.
Lástima que la respuesta sea una que le rompa el corazón.
Celeste me mira, buscando ayuda, porque no sabe exactamente
qué hacer mientras le digo, de nuevo sin palabras, que lo deje, que
ahora no es el momento y que delante de nosotras quizá tampoco
es buena opción. No sé si lo entiende o no, así que… le echo un
cable.
—Anoche me follé a Bruno.
Unai deja de mirar a Celeste. Celeste ya me miraba a mí, por lo
que no cambia de estado, salvando su boca abierta y sus ojos de
flipe total, como el que se toma cinco Red Bull, uno tras otro, sin
eructar ni nada. Aina, Aina deja escapar un suspiro extraño, en plan:
«La hostia lo que ha soltado la tía».
—Creo que he escuchado mal, ¿habéis oído lo mismo que yo? —
Unai tira de ironía, y yo vuelvo a llevarme un montón de espaguetis
a la boca, mi hermana y mi amiga me siguen mirando fijamente.
—¿Qué? —pregunta mi hermana al fin.
—Ya ves, una cosa llevó a la otra y la otra a la siguiente…
—Y te metió la polla.
—Básicamente —respondo dándole la razón a Aina.
—¿Qué? —repite mi hermana—. Pero… ¿cómo?
—¿Es necesario que te explique el cómo? —Ahora la que usa el
sarcasmo es la menda lerenda.
—No, burra, que eres una burra, quiero decir que cómo coño
pasamos de: «Ohh, no, eso de esta mañana no va a volver a
pasar…» a: «Oh, sí, méteme todo el cimbrel».
—Lo del cimbrel me ha gustado —añade Aina descojonándose—.
Ahh, sin olvidarnos también de: «Es mi jefe, está mal follar con el
jefe», pero me lo follo a la mínima de cambio.
—¿Te lo pensaste al menos? —inquiere Unai sin perder la
sonrisilla porque lo que han dicho estas dos es verdaderamente
gracioso, sobre todo, por las vocecillas de mierda que han puesto,
porque yo no hablo en ese tono, ¿vale? Pues que quede claro.
—No —matizo después de tragar.
Dejo el plato vacío sobre la mesa, me limpio la boca y bebo a
morro de la botella.
—Mírala, sigue sedienta porque todo el líquido se le fue por otra
parte.
—Paso de tu culo —le digo a Aina, que se descojona de su
propio chiste.
—Insisto…, ¿qué?
—Se presentó aquí anoche, después de que os fuerais. Ni
siquiera me dijo cómo se había colado en el portal.
—Pues como yo, chata, entró alguien y fui detrás —matiza Aina
la sabelotodo.
—Se lo pregunté. No me respondió.
—Normal, tendría la polla llena de sangre y ya sabes que eso
hace que nos volvamos medio tarumbas y no podamos pensar más
allá de lo lógico del momento —narra Unai.
—En eso hay que darle la razón —le aplaude Aina.
—El caso —sigo contándoles a la vez que ellos no dejan de flipar
en colores— es que abrí la puerta y en la tele seguía El diario de
Noah…
—Ay, me encanta esa peli —me corta mi hermana.
—Ohh, qué mona —se burla Unai.
Mi hermana le da un codazo, y él se lleva la mano al costado. Le
ha dolido. Aunque yo le habría dado más fuerte porque la respuesta
de antes fue realmente jodida.
—¿Y? —indaga Aina para volver al tema.
Señalo la pared y el sofá donde están ellos.
Mi hermana se levanta de un salto y mira el sofá como si
estuviese lleno de dientes mortíferos.
—Cariño, no te vas a preñar por sentarte en ese sofá —le dice
Aina.
—Desde luego que no porque yo lo he usado muchas veces.
El gesto de mi hermana cambia y de verdad que me empieza a
dar pena. Unai, el imbécil, no se da cuenta de nada y la está
cagando. Nota mental: decirle a Celeste que hable directamente con
Unai porque lo de lanzarle indirectas no lo pilla. Quizá es porque
también tiene la polla llena de sangre.
—Dos veces. Dos malditas veces que fueron la hostia.
—Total de orgasmos en el día: tres. Buen comienzo —indica Unai
riéndose.
Celeste se deja caer de nuevo en el sofá con algo más de
distancia con nuestro compañero de piso.
—¿Y después?
—Después fue mejor aún, en sentido figurado, claro, porque los
orgasmos molan cantidubi. Hablamos mucho, de todo, me contó
cosas de su hermano, trastadas que hacían de pequeños, me habló
de la buena relación que tiene con sus padres, y yo les conté que
sois lo mejor que tengo. También a la abuela.
—¿Y mamá?
—Ese es tema tabú —le digo a mi hermana tras su pregunta—. Y
prefiero no hablar de eso porque paso.
—Tenéis que hablar de ello.
—Estamos hablando de Bruno y me gusta más este tema.
—¿Te gusta más ese tema o te gusta Bruno? —Y es la maldita
de Aina la que formula la preguntita, que parece inocente, claro. Si
la conoces bien, sabes que de inocente tiene lo que yo de virgen.
Punto.
—La verdad…
—Tranquila, Violeta, la verdad ya la sabemos. La tenemos tan
clara como que tu ex es gilipollas.
—Sí, me gusta Bruno y me acojona un poco. Si ni siquiera sé
cómo ha sucedido todo esto. ¡Y es mi jefe!
—¿Y qué? ¿Vamos a ponernos ahora con las etiquetas de los
cojones? Que sea tu jefe no lo convierte en asexual ni en un tío
inalcanzable. ¿Cuántas parejas se forman en el trabajo? ¿Y cuántas
relaciones se establecen entre jefe y empleada? Mira a Clinton, se
follaba a su secretaria —explica Aina.
—Creo que se la chupaba debajo de la mesa en el despacho
presidencial —matiza Unai.
—¡Ja! Y se la follaba también. Fijo que tiraba los papeles al suelo
en plan: «Túmbate ahí, bonita, que te voy a explicar en qué consiste
la declaración de independencia». Clase de historia, lo llaman a eso
—insiste mi amiga.
—Sea como fuere, es complicado. No quiero perder mi trabajo
y…
—No vas a perder tu trabajo —declara Celeste.
—¿Y si la cosa no va bien? ¿Y si no soy lo que él espera? ¿Y si
es verdad lo que dice Dani y nadie me va a querer nunca como él
me quiere? O me quiso —matizo al final mientras juego con mis
propios dedos presa de las inseguridades que siempre son muy
oportunas en salir a la luz.
—A ver, a ver… —intercede Aina—, las relaciones pueden salir
bien o mal, eso está claro y nadie las puede controlar. Lo que me
parece muy fuerte, y por lo que en este momento te zurraría con
toda la mala hostia que me queda en el cuerpo, es que menciones a
Dani, al mierdecilla de Dani, que sigue jodiéndote la vida cuando
nos lo cruzamos, como hace unos viernes, que acabaste incluso en
el suelo agobiada, y que él, precisamente él, sea un referente aquí.
Miro a Celeste buscando la ayuda que le presté a ella antes, de
Unai no puedo esperar nada porque lo mismo él también me
zurraría con toda su alma y lo de Unai, solo por física o química o
algo de eso, dolerá más porque está más cachas que mi amiga.
—Tiene toda la razón.
Dejo escapar todo el aire. Me quedo tensa en el sitio y, por
primera vez, me doy cuenta de algo.
—¿Y si no soy capaz de pasar página? ¿Y si sigo arrastrando
este lastre por siempre jamás?
—Eso son memeces —manifiesta Aina con ímpetu en su voz—.
Hasta hace nada tampoco te funcionaba el hemisferio sur y ahora
das mandanga que da gusto. Tres —me dice enseñándome los
dedos y remarcando con su otra mano el dedo corazón.
Se me escapa una sonrisilla porque sé que es verdad eso que
dice.
—Quizá, lo único que tienes que hacer es intentarlo —me
aconseja mi hermana. Usando las palabras que dos sabias le han
dicho en repetidas ocasiones.
Aina asiente. Su teléfono comienza a sonar y lo saca del bolso.
—Dadme unos segundillos —nos dice. Se levanta y comienza a
caminar en dirección a la habitación—. Línea erótica, ¿dígame?
—Mi consejo es que dejes de pensar en Dani porque lo único que
conseguirás es perderte muchas cosas que tal vez sí que valen la
pena.
—Yo también lo pienso. Y más si te gusta. Si te gusta tienes que
ir a por todas, ¿no?
Miro hacia un punto fijo en la pared porque responder no me
resulta sencillo.
Los pasos de Aina se acercan hacia nosotras. El teléfono se le
cae de las manos.
—¿Qué? —interroga mi hermana asustada.
Me incorporo y me planto frente a mi amiga en un pispás, parece
que se ha quedado lívida y se puede desmayar de un momento a
otro.
—Aina, ¿qué pasa?
Mi amiga parece reaccionar ente mi voz, clava sus ojos en los
míos y las lágrimas descienden por sus mejillas.
—Tomás —susurra tragándose sus lágrimas—. Era Tomás.
—¿Tomás qué? —inquiere mi hermana, que se ha acercado a
nosotras, seguido de Unai.
—Tomás era el cliente que me acaba de llamar.
Nos quedamos unos segundos en silencio asimilando la
información.
—¿Estás segura? —pregunta Unai.
Ella cabecea afirmando.
—Ya no va a ser necesario que busque el anillo de bodas porque
dudo que nunca jamás me lo pida.
Mi amiga se lanza a mis brazos, y yo…, yo le diría que no puedo
argumentar nada contra su lógica, pero, en esta ocasión, casi que
mejor me callo.
33
Perdido en Violeta

Bruno
La montaña de informes que Aina me trajo el viernes antes de irse
de la oficina, sigue observándome desde la mesa del comedor. Mi
despacho improvisado desde hace tiempo.
Hay cosas que no encajan y necesito tener todo realmente bien
hilado antes de exponérselas a Ferran. Lo que tengo claro es que el
dinero no tiene patitas. Y que mucho tiempo con esta dinámica
empresarial no nos va a permitir seguir trabajando.
Toda esa documentación sigue ahí, esperando su turno, porque
desde el viernes por la noche he sido incapaz de concentrarme en
algo que no sea Violeta.
Mi aparición en su casa fue un impulso. Últimamente, parece que
todas las cosas que giran en torno a Violeta lo son y que, esa razón
de la que siempre he presumido, con ella se queda encerrada bajo
llave en algún recóndito lugar que no encuentro.
Violeta. Violeta va a volverme jodidamente loco.
Envié ese mensaje a sabiendas de que ella no iba a ceder,
tampoco tenía claro si contestaría porque, tal y como me había
mirado aquella misma mañana tras correrse en mi boca con ese
miedo crepitante entre nosotros dos, supe que la última estocada
iba a ser mortal y sus palabras fueron fiel reflejo de ello.
Estoy seguro de que hay algo que no me cuenta, algo que
esconde y que la paraliza, algún miedo o inseguridad que hace que
se debata entre lo que quiere y lo que debe hacer.
Por supuesto, me dio igual su respuesta y el famoso lema: «Si
Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma» tomó
fuerza y potencia en mi mente y, como un burdo acosador, tiré de
las opciones que tenía. Ficha de personal, dirección, teléfono y un
sinfín de datos personales que sabía que no debía utilizar, eso sí,
las normas, bien sabemos todos, están para saltárselas, y por ella
merecía la pena hacerlo.
El desconcierto se reflejó en su rostro nada más verme y fui
incapaz de pensar en si era prudente o no haberme colado tras una
señora, alegando a mi favor que Violeta era mi empleada y que
tenía que hablar con ella de unos asuntos importantes. La dulce
señora no tenía ni idea de a quién me refería. Me dejó pasar al ver
mi sonrisa perenne. Escondí de nuevo las ansias bajo el felpudo y la
observé. Tan bonita como siempre, con esos ojos que cautivan y
embelesan al mirarlos. Y por ellos pasaron muchos sentimientos y
muchas preguntas también que tendría el gusto —sobre todo el
gusto— de responder si en algún momento era capaz de dejar de
comérmela con los ojos.
Hubo un pequeño instante en el que tuve dudas sobre si había
hecho bien en acudir a su casa, un momento que se esfumó tan
rápido como llegó cuando me di cuenta de que Violeta me miraba y
que bajaba, de nuevo, la guardia y eso no hizo más que reafirmar
que tenía que intentarlo. No solo follármela, que estuvo bien; más
que bien, diría yo, teniendo en cuenta que no he sido capaz de dejar
de rememorar la noche…, iba todo más allá. Empecé a ser
consciente de que no solo me gustaba, sino que los sentimientos
empezaban a retumbar en mi interior.
Mucho tiempo observándola, esperando, siendo paciente,
sonriendo cada vez que la veía gesticular, cuando trabajaba con el
lápiz en la boca o mientras se tocaba los labios pensativa y sumida
en lo que quiera que estuviese haciendo, abstraída por completo de
todo. Y no era solo curiosidad o deseo, era algo más tangible que se
ha instalado en mi pecho, que retumba y resuena, que late
acelerado cuando la veo o la tengo cerca o que explota cuando la
toco, como hago yo mismo entre sus piernas.
La certeza de que iba a apostar por lo nuestro estaba ahí,
refulgiendo, como si de una llama que se alimenta de papel se
tratase.
El repiqueteo del telefonillo suena. Abro sin preguntar porque soy
bastante consciente de quién es. Espero paciente a que llegue el
ascensor y mi hermano aparezca frente a mí.
Nos damos un abrazo y entramos en casa.
—¿Pedimos chino o turco?
Cristian no se lo piensa cuando me dice que quiere chino.
—Hablé esta mañana con mamá. El próximo domingo comemos
con ellos. Celebran su aniversario y van a hacer una pequeña
reunión. Quieren que invites a Ferran —me explica Cristian a la vez
que se hace con el mando del televisor y con el sofá.
—¿Podré llevar acompañante? —pregunto.
Cristian separa la vista de la gran pantalla y la centra en mí,
supongo que esperando alguna explicación por mi parte, alguna
pista.
—¿Es la chica esa? ¿La del local? ¿La que trabaja para ti?
—Conmigo —matizo—, trabaja conmigo —recalco.
—Matices.
—En los matices está la diferencia.
—Ferran sabe…
—Ferran la odia por alguna razón que se escapa de mi
entendimiento.
—Lo mismo es porque es el hermano de tu exmujer —me explica
Cristian alzando los hombros.
—Me atrevo a decir que va más allá de eso. Creo que Daniel
tiene algo que ver porque resulta que es el ex de Violeta. —Suelto la
bomba y eso hace que la atención de mi hermano ahora sea mía y
solo mía.
—No entiendo cómo una chica como ella pudo salir con un
mierda como Daniel.
Alzo los hombros en respuesta a su comentario acertado.
—Daniel puede ser muy elocuente cuando quiere. Es un
encantador de serpientes —explico.
—Un estúpido arrogante de mierda, eso sí que es —replica mi
hermano siendo bastante menos protocolario que yo—. No creo que
a mamá le importe, está deseando que lleves a alguien, lo malo es
que, si tú llevas a alguien, me traerá consecuencias porque, luego,
el centro de los comentarios seré yo. Ya sabes cómo se pone ella
con el tema de las parejas y eso.
—Solo quiere hacerte un hombre de provecho —bromeo.
—Y nietos, eso también. —Se une mi hermano a la broma.
Afirmo, porque así es mi madre, y mi padre tampoco se queda
atrás.
Somos esa clase de familia unida que no necesita estar todo el
día hablando por teléfono o mensajeándose para demostrar que nos
queremos o que estamos ahí. Estamos unidos y cada una de las
crisis que se han dado; ya sea mi fracaso matrimonial, los
problemas de la empresa, los estudios de mi hermano o su
formación en el extranjero, lo que fuese, siempre lo hemos hablado
con total naturalidad y sin miedo a ser sinceros y exponer lo que
pensamos. Y mi madre…, ella es un caso aparte. No dudo que sea
porque quiere lo mejor para nosotros porque sé que es así, solo
que, a veces, es insistente con cierto tema. Y la aparición de Violeta
va a ser, como poco, muy divertida para ella y para mí, que entraré
en la mofa contra mi hermano.
—¿Es tan seria la cosa como para llevarla? —me pregunta
Cristian yendo directo al grano.
Me siento a su lado y miro el televisor, con las manos sobre los
muslos y meditando bien lo que voy a soltar. Con mi hermano nunca
ha habido secretos, siempre hemos tenido la suficiente confianza
como para decir las cosas como son, tal y como hacemos toda la
familia.
—Lo que siento por ella va más allá de un simple polvo o de un
simple me gusta… Violeta es especial y quiero llegar hasta el final
con ella.
No me había planteado nada con nadie desde mi divorcio. Un
fracaso que, echando la vista atrás, se veía venir desde el principio
porque Andrea y yo éramos completamente incompatibles.
—Me alegra escuchar eso, aunque signifique que mamá me
volverá loco a mí solo y no podremos hacer piña contra ella, ya
sabes —musita guiñándome un ojo—. Violeta me cae bien. El otro
día en el bar me lo pasé genial con todos ellos, había buen rollo,
buen ambiente y eso se notaba. Y también se notaba que ella te
miraba…
—Tal vez me miraba de alguna forma que no quiero saber,
porque hacía nada había asaltado sus labios en un callejón como si
de un ladronzuelo de besos se tratase.
Mi hermano se carcajea tras escuchar mi pésima explicación.
—Si tienes que robarle un beso, ya es triste, hermanito.
—Pues triste ha sido alguna que otra ocasión porque tengo la
ligera sensación de que, con Violeta, me paso el día robando.
No le doy detalles, no soy de esa clase de hombres, y él tampoco
lo es, tampoco hace falta que especifique mucho más porque mi
hermano sabe a qué me refiero con mis palabras.
—Quizá deberías ponérselo algo más difícil, no sé, esperar a que
ella dé un paso. Solo para descubrir si siente algo por ti.
Afirmo. Puede que tenga razón, sin embargo…
—El único y pequeño problema es que cada vez que la tengo
cerca no soy capaz de controlarme.
Mi hermano se ríe de nuevo, y yo me llevo la mano a los ojos. No
como signo de vergüenza, sino como desesperación.
Sus piernas enredadas en mis caderas, mi polla dentro de ella.
Mis embestidas. Sus gemidos. Mis ansias. Las suyas…
—Contente. Yo creo que puedes. Ahora, si quieres un consejo,
no lleves a Ferran a esa comida si pretendes llevar a Violeta y, si tal
y como me dices no se llevan bien, lo mismo incomoda a Violeta.
Además, te agradeceré que ese gilipollas no tenga que compartir
mesa con nosotros. Que a papá y a mamá les caiga bien no quiere
decir que yo tenga que pasar por ahí, ni siquiera porque sea tu socio
en la empresa. Y hablando de socio… —Cristian señala la montaña
de papeles—. ¿Se sabe algo?
—Tengo ligeras sospechas de que nos falta dinero.
—¿Os roban? —pregunta yendo directo al grano. La vena
policiaca corre por sus venas.
—Me atrevería a decir que sí. Estoy con una auditoría de
cuentas. Le he pedido ayuda a Aina porque ella es la secretaria de
Ferran.
—¿Crees que ella puede saber algo?
—Lo dudo. Si Ferran ha hecho algo que yo no sepa, Aina no
debe de estar al tanto. No sé, quizá mi radar de buenas personas es
una mierda, porque ya viste lo que pasó con Andrea, pero no creo
que ella se meta en ese tipo de situaciones, no, al menos, sin sacar
algo de ello.
Cristian parece meditar al respecto porque guarda silencio
durante un tiempo prudencial, tanto que, cuando ya pienso que es
momento de poner la peli prevista, habla.
—Aina me…
Sus palabras mueren en la boca, porque la puerta suena y no le
permite continuar.
Me incorporo y abro.
Es Ferran, se ha acabado la conversación.
34
Puñetero lunes de mierda

—Tenemos reunión a primera hora —me anuncia Aina en el office


mientras ambas nos preparamos un café antes de ponernos manos
a la obra.
—¿Cómo estás? —le pregunto. La reunión, ahora mismo, me
parece un asunto que queda en segundo lugar.
Aina baja la cabeza y la derrota se perfila en su gesto.
—No me esperaba nada de esto, la verdad.
—¿Le has dicho algo?
—¿Qué le voy a decir? —interpela con ironía entretanto clava sus
ojos en mi rostro—. Oye, resulta que la chica de la línea erótica a la
que llamaste el sábado por la noche a la vez que tu novia estaba
con sus amigos era yo. ¡Tachán! —Aina pone cara de payasa, como
si hubiese hecho un malabar que nunca antes le había salido—. Y ni
siquiera soy capaz de decirle que no quiero seguir con esto.
Le doy un largo sorbo a mi taza de café antes de lanzarle la
pregunta.
—¿Por qué no quieres seguir con esto? Quizá a él le pasa igual
que a ti, que tiene secretos y miedos que confesar. —Nada más
finalizar mi frase, me doy cuenta de que he dicho una estupidez.
—No es lo mismo —razona Aina sin hacer alusión a mi tontería,
cosa que le agradezco—. Yo trabajo en la línea erótica por dinero,
no por placer, no era mi intención en ningún momento quedar con
ninguno de esos tíos y follármelos, ¿me explico? En cambio, Tomás,
si acude a una línea erótica, tal vez es porque yo no le doy lo que
quiere o…
—O quizá es una fantasía sexual que tiene. Puede que no tenga
relación contigo o no quiere decir que no sienta algo por ti.
—¿Sabes cuánto tiempo llevamos juntos? ¿Sabes cuánto tiempo
llevo queriendo ir un paso más allá? Que me lo pida. Rebuscando
en los cajones como una acosadora en potencia, intentando sacar el
tema, sonsacar información, poniéndole en bandeja lo que quiero o
lo que quería… Eso que sucedió el sábado es una muestra de que
no valía la pena esperar por eso y lo que teníamos no era tan
importante como para ir un paso adelante. Yo ya ni siquiera sé si
quiero un todo con él o era lo que me tocaba, ya sabes: noviazgo,
pedida, boda e hijos.
—No es malo querer nada de eso —le explico al escuchar la
desazón en su voz—. Lo que es malo es quererlo porque es lo que
toca y no porque de verdad lo deseas con todo tu corazón, Aina.
Me termino el café mientras ella hace lo mismo con el suyo. Una
máscara profesional se refleja en su rostro cuando Ferran entra en
el office seguido de Dani. Adiós a la conversación y a la privacidad.
Dani intercala un par de miradas entre mi amiga y yo y, luego, me
recorre de los pies a la cabeza, las intenciones que se reflejan en su
rostro no son para nada honestas. Me estremezco, quizá en otra
ocasión esa mirada me habría despertado algo en la entrepierna,
una quemazón y un deseo que dista mucho de lo que siento ahora,
y eso…, eso en cierto modo me gusta porque me muestra que el
asco que me produce su sola presencia es signo de que de verdad
es una historia pasada en la que yo, y solo yo, puedo dejar que esos
fantasmas desaparezcan por completo y se hundan en el
inframundo, tal y como él me hundió a mí en su momento.
—Buenos días —saluda Ferran con condescendencia. Diría que
ese saludo va más dirigido a mi amiga que a mí.
—Buenos días —respondemos al unísono Aina y yo.
—Vaya, vaya… —susurra Dani—, cuánta preciosidad junta.
Desvío la mirada hacia otro punto, uno en el que no se encuentre
su cara. Sé que eso le gusta, que lo evite, que le tenga miedo, que
le muestre que sigue teniendo el control porque no me enfrento a él
y que su estratagema sigue funcionando como siempre lo ha hecho.
Tejiendo una tela de araña invisible a mi alrededor y controlándola.
Sin embargo, no consigo evitar que eso suceda por más que
entienda que no debo hacerlo y que enfrentarme a él es el mejor
camino. El camino hacia la libertad.
Un carraspeo me hace alzar la vista y mi mirada se cruza con la
de Bruno. Y entonces, al contrario de lo que antes ha sucedido, el
estremecimiento que me provoca es bien distinto. Recuerdos
acuden a mi mente, recuerdos de un viernes en un archivo, de ese
mismo viernes en mi casa, de sus dedos tocándome, sus ojos
devorándome y su boca rindiéndome pleitesía.
—Buenos días —saluda él también.
Me quedo prendada y embelesada ante su presencia. Su voz
suena suave y tierna y su mirada también se queda rendida en la
mía.
Siento la imperiosa necesidad de acercarme a él y abrazarlo,
pedirle que me apriete fuerte y que no me suelte. No me paro a
pensar en el motivo de ese sentimiento, no quiero hacerlo tampoco.
Me gusta estar con Bruno y sí, me gusta Bruno. Ni siquiera sé cómo
hemos llegado hasta este punto en cuestión.
—Nosotras ya nos íbamos —finaliza Aina al ver que han llegado
ellos y que lo mismo allí no pintamos nada.
Asiento dándole la razón a mi amiga y, con la taza en la mano
carente de contenido, nos encaminamos hacia nuestras mesas,
dispuestas a ir a la reunión que hay programada.
Paso al lado de Bruno y su solo olor me incita. Nuestros dedos se
buscan y se encuentran. Una caricia tenue, con la intención de no
ser vista ni percibida. Una caricia que se convierte en suficiente
aliciente como para ansiar más.
Mi vello se eriza y grita a los cuatro vientos que esos dedos
deben recorrerme de nuevo, meterse en mi interior, descubrir cada
parte de mi cuerpo y mitigar el anhelo. Bruno lo percibe. Nuestras
miradas se cruzan un segundo y lo veo, lo siento, lo noto. El deseo
se hace latente y… algo más, algo más que deseo también.
Aina me coge de la mano para sacarme del trance.
—Se os huelen las feromonas desde aquí, cualquiera diría que os
ibais a lanzar uno sobre el otro y comeros allí delante de todos.
Dejo escapar una leve sonrisilla porque tiene razón.
—Me da que las personas no olemos esas cosas. Tal vez está
todo en tu cabeza.
—Ya. Puede que me esté chiflando por todo lo que pasa.
—Sabes que todo ocurre por algo, ¿verdad?
Le cedo el asiento a Aina y comienzo a buscar entre los papeles
un bloc de notas. La reunión nada tiene que ver con Orgasmic, aun
así, mujer previsora vale por dos.
—¿Quieres que sea totalmente sincera contigo?
Alzo la vista y la mirada inquietante de Aina impacta contra la
mía. Me siento ridículamente identificada con ella, porque lo que se
ve es lo mismo que ha habido este tiempo en los míos: el miedo, la
desesperación, la inseguridad y la desesperanza.
—Siempre hemos sido sinceras, desde que nos conocemos,
aunque no haga media vida de ello ni tengamos nuestro
cumpleamigas como fecha señalada en un calendario. Somos lo
que somos y sabemos lo que somos. No hay secretos. Te lo he
contado todo y siempre me he desnudado ante ti. En sentido
figurado, claro.
—Y en no figurado también. —Se ríe—. Que te he visto la chocha
más veces de lo que me he visto la mía —bromea.
—Cierto. Lo que quiero decir es que entre nosotras no hay
secretos.
Aina se cuadra, y sé que eso que viene a continuación es una
ínfima parte de lo que piensa y de lo que sacude sus cimientos.
—Llevo mucho tiempo intentando ser alguien que no soy.
Fingiendo frente a Tomás, con el miedo paralizándome por contarle
lo que hago o dejo de hacer. Dando explicaciones para demostrarle
que valgo la pena y eso lo tendría que ver él, ¿no crees? Darse
cuenta sin que yo le dé muestras de ello. Verme y saber que soy yo,
y solo yo, con quien quiere estar. Esto que ha pasado puede que
sea una memez, que sea una gilipollada nivel estratosférico… o
puede que sea una oportunidad para demostrarme que me agarraba
a un clavo ardiendo, a algo que no tenía futuro porque… yo ni
siquiera he estado segura nunca de que Tomás me quiera. Y,
puestos a sincerarnos, quizá yo tampoco lo quiero a él.
Inspiro con fuerza ante sus palabras y dejo salir todo el aire tras
la estocada final. Me acerco a mi amiga, dejando todo a un lado. Me
arrodillo frente a ella, tal y como hizo por mí hace poco en un
callejón, frente a Winnie, cuando el dolor lacerante y el desasosiego
me invadieron por culpa de Dani. Por su fantasma, que gira en torno
a mí sin dejar de absorber mi energía.
—Yo sé que eres una mujer valiente, una mujer que tiene las
cosas claras y que sabe poner los pies en la tierra. Sé quién eres,
Aina, y me da igual que trabajes en una línea erótica o que seas
barrendera, porque el trabajo no dice quiénes somos, sino el camino
que hemos elegido. —Nos abrazamos de una forma extraña, ella en
una silla, y yo de rodillas frente a ella—. Pase lo que pase, te voy a
apoyar —murmuro en su oído.
No hace falta que os diga que mi amiga, esta que ahora mismo
ha tocado fondo, empieza de nuevo y que me va a encantar ser su
punto de apoyo en este viaje hacia el redescubrimiento.
Nos dirigimos hacia la sala de reuniones. Me sorprende ver que
la gran mayoría de los compañeros de trabajo están allí, incluso de
otros departamentos con los que he colaborado en otras ocasiones.
La cosa debe de ser complicada si se convoca una reunión de estas
dimensiones.
Me escurro entre los demás, evitando ser de las primeras ni de
las últimas, Aina va a mi lado. Veo a Ferran ya de pie. No hay mesa
ni sillas para ellos, por lo que veo. Dani está a su lado señalándole
algo en unos papeles que tiene entre las manos. Bruno llega hacia
ellos, y Dani se va hacia un sitio en la primera fila.
—Es el comepollas de Ferran —murmura Aina.
El chico que está sentado a mi lado escucha el comentario
porque se oye su risa. Evito mirarlo. Aina sí que lo hace y le sonríe
con picardía.
Mientras, de espaldas a nosotros, revisan determinadas cosas,
me detengo a contemplarle el culo a Bruno. Vale, ya sé lo que
debéis de pensar al respecto: estoy trabajando, es mi jefe,
compórtate, Violeta, eres una chica seria y responsable, y bla, bla,
bla. Lo sé, pero admito que a nadie le amarga un dulce y digamos
que el culito respingón de Bruno en el top de dulces es el Kinder
Bueno o, lo que es lo mismo, el rey de la chocolatina.
Y quiero morder esa chocolatina.
—Buenos días —murmura Ferran, que parece ser el que toma la
palabra.
Bruno comienza a mirar entre los asistentes hasta que da
conmigo. No se refleja nada en su rostro, ninguna muestra de que
hemos follado como conejos y que me pone toda cerda. ¿Está mal
que os diga que cuando se pone en actitud profesional me pone
cachonda? ¿Y que quiero que me bese? ¿Correrme de nuevo en su
boca? Por lo visto, mis necesidades no están del todo satisfechas.
Me río por mis propios pensamientos, y Bruno enarca una ceja,
divertido, como si hubiese leído mis intenciones.
Un cierto pánico me invade al pensar en qué dirán mis
compañeros si se enteran de lo que tenemos Bruno y yo. Muchos
sabían de la relación con Dani, porque nos veían en una actitud
cariñosa o porque, sin más, los rumores volaban por la empresa.
Imagino que, si se enterasen de que Bruno y yo tenemos algo, algo
que se define como sexo guarro y perverso, quizá lo primero que
pensarían es que soy una aprovechada que va de polla en polla
intentando escalar posiciones. En fin… Puede que no sea buen
momento para plantearse estas cosas.
—Os hemos reunido aquí hoy…
—Suena a discurso parroquial… —murmuro yo.
—Porque tenemos varios pequeños problemas que resolver.
Hemos estado analizando las cuentas y vamos a anunciar que
habrá cambios.
—¿Cambios? —pregunta alguien entre las primeras filas.
Ferran y Bruno asienten.
—Procederemos a reajustar los horarios de trabajo e, incluso, no
descartamos algún despido.
—La hostia puta —susurra Aina.
—A Dani no lo van a despedir porque se la chupa a Ferran.
Es nuestro amigo, el que se sienta a mi lado, el que lo susurra.
Veo que Dani se gana amigos allá por donde pasa.
Bruno prosigue hablando, intenta explicar la situación de la
empresa sin entrar en mucho detalle y lo veo desolado por ello.
Cruza alguna mirada conmigo sin mostrar nada que no sea
profesionalidad.
Me doy cuenta de que, las veces que lo he visto sumido en
papeles, los pocos comentarios que me ha hecho sobre la situación
de la empresa, dejándome al margen para no preocuparme o
excederse en las licencias, la manera en la que me pidió, casi
rogando, que necesitaba que el proyecto Orgasmic saliese adelante,
tenían un motivo justificado.
Me siento estúpida. Muy tonta del culo. Porque me he centrado
en ver el lado negativo de ese artículo que quizá, viendo la
situación, es una tabla de salvación para la empresa en vez de estar
dándole vueltas a la manera en la que se vendería una polla
radiactiva.
Quizá la campaña debería ir por ahí: «La polla radiactiva, el sexo
del otro mundo».
Me lo anoto mentalmente como idea para comentar con Bruno en
cuanto pueda y también para pedirle disculpas por haberme
comportado de una manera poco profesional.
La reunión termina un rato después. Ferran sonríe, a pesar de las
circunstancias, y Bruno tiene un gesto circunspecto en su rostro.
Son como el agua y el aceite, no entiendo cómo pueden llevarse
bien y ser socios.
Regresamos todos a nuestros puestos de trabajo con el temor de
ser los primeros en la lista de recortes.
La verdad es que hay lunes que es mejor no levantarse.
35
Escapadas que salvan un martes

No sé nada de Bruno en todo el lunes. Tampoco da señales de vida


el martes por la mañana y no he visto que se pasee por la planta.
Decido tomar cartas en el asunto porque, a este paso, solo me
van a quedar los muñones.

Violeta:
¿Estás bien?

Escueto y directo. Sin rodeos Nada de si me va a venir a besar o


si me echa de menos. Que yo no lo echo de menos ni una pizca,
ojo, no empecemos a malinterpretar las cosas. Es pura
preocupación por el simple hecho de que es mi jefe y tal vez tengo
que acudir a la policía para dar parte de su desaparición.
Continúo con mi trabajo, echando un vistazo cada poco tiempo al
teléfono. Me conecto y me desconecto para ver si ha salido el doble
check azul que me indique que lo ha leído. Casi que prefiero que no
sea así porque dejarte en visto es lo peor que hay.
Me acerco a la mesa de Aina cuando me pueden los nervios y me
percato de que estoy ansiosa de tener una respuesta suya.
—¿Tomamos algo?
Mi amiga alza los ojos, y me reprendo mentalmente por no haber
acudido antes a su mesa y haberme dedicado a pensar
exclusivamente en Bruno sin tener en cuenta su situación.
—Me vendría bien un café.
—Y un contorno de ojos de los buenos, amiga.
Aina simula una leve sonrisilla que se borra de inmediato cuando
suspira.
—He hablado con Tomás.
Me freno en seco y la sujeto de la mano con suavidad, como si
pudiese destrozarla mucho más de lo que ya se encuentra. Todos
tenemos derecho a rompernos en algún momento de nuestra vida,
que los que se creen fuertes también tienen su talón de Aquiles y
que necesitamos de esa ruptura para entender que la fragilidad se
encuentra dentro de nosotros, aunque pensemos que somos
inmunes a cualquier dolor.
—Mejor fuera de esta planta, ¿no crees?
—¿Me estás proponiendo que nos escabullamos?
—Oh, sí, pecadora —bromeo poniendo voz celestial.
—¿Y Winnie?
—Esperándonos.
Bajamos por las escaleras de incendio para no ser vistas por los
compañeros. Una fechoría estúpida, como si no se fuesen a dar
cuenta de que nos hemos ido porque ninguna de las dos ocupa su
sitio.
—Bruno no ha dado señales de vida —le cuento a la vez que le
tiendo el casco que acabo de sacar de debajo del sillón.
—Ferran tampoco está desde ayer. Quizá están juntos.
—Le he mandado un mensaje.
—¿Y?
—Que empiezo a parecer una novia preocupada.
—Mientras no revises los cajones en busca de un anillo de
compromiso, todo irá bien y dentro de los límites normales de una
relación.
Me quedo parada tras su palabra. «Relación. Relación.
Relación», se hace eco en mi interior y, por primera vez, me planteo
si esto, lo que quiera que sea que tenemos Bruno y yo, terminará
yendo más allá del sexo.
—Eso…, eso que acabas de decir —balbuceo sin poder mentarlo
en voz alta.
Aina se queda quieta, esperando a que continúe y le dé alguna
pista más de lo que se me pasa por la cabeza.
—¿El qué? —pregunta intentando rememorar sus anteriores
palabras—. ¿Relación? —Asiento—. ¿Te has quedado en shock por
haber dicho que tenéis una relación? ¿Qué hay de malo en eso?
Termino de ajustarme el casco, intentando alargar el momento y
el consiguiente dolor ante lo que pienso sobre eso.
—Solo follamos.
—En líneas generales, el follar también es una relación. Una
contractual entre dos personas que deciden correrse a gusto con el
otro.
—En líneas generales, la palabra relación que has utilizado hace
alusión a ir más allá de follar.
—O puede que sea lo que tú quieres interpretar de eso. ¿Acaso
no has soñado con ir más allá con Bruno? ¿Que todo acabe bien?
No me jodas, Violeta, no me mires con cara de pánico porque Bruno
no es Dani y eso lo hemos hablado cientos de veces. Lo de que
hablemos de un tema hasta la saciedad es cosa de hermanas,
¿verdad? Genética pura y dura. ¿Tu madre también es así?
—No me preguntes por ella, que ese tema sigue estando en el
aire. Prefiero que hablemos de ti y de Tomás.
—Dirás de mí y de mí —me rectifica—, puesto que ya no hay un
nosotros ni lo habrá.
Cabeceo, asimilando sus palabras e intentando leer su cuerpo.
Está tensa, cosa que es bastante normal teniendo en cuenta las
circunstancias que la rodean ahora mismo. También percibo cierta
tranquilidad en ella, como si, de pronto, se hubiese quitado algo de
encima, algo que la asfixiaba. Aina es una muestra de lo que soy yo
misma, de lo que fui, cuando di carpetazo a la relación tóxica que
tenía con Dani.
Aferrarse a una persona por el simple hecho de que te hace
sentir estable, de que es lo conocido, lo que crees que no hace
daño, no es más que una triste mentira encubierta con una
serenidad que no existe. Si ahondas, si buscas, encontrarás que no
es más que una falacia hacia ti misma y que, tarde o temprano,
pagarás la consecuencia de no asumirlo a tiempo.
Se me ocurre la idea de ir en busca de Celeste al campus. Tendrá
clase, es probable que esté en ella, pero si hemos decidido
escaquearnos, lo ideal es hacerlo bien y no vamos a por Unai
porque secuestrar a un enfermero es harina de otro costal.
Conduzco un rato hasta llegar a nuestra meta. Aina me aprieta en
varias ocasiones porque no sabe bien cuáles son mis intenciones,
hasta que enfilo la entrada de la universidad y entonces mi idea
toma forma en su cabeza.
Aparcamos en un hueco expresamente reservado para
motocicletas y mis labios se curvan en una mueca divertida al darme
cuenta de que Winnie llama la atención entre la sobriedad de sus
acompañantes.
—Hemos llegado —indico cuando me quito el casco.
Nos lo llevamos ambas y buscamos la cafetería de la facultad de
Celeste.
—Voy a enviar un mensaje al grupo —murmura Aina.

Aina:
Celeste, hemos venido a secuestrarte, baja a la
cafetería si no quieres que tu hermana y tu
amiga suban a buscarte. Será peor si lo
hacemos, y lo sabes.

Tomamos asiento en una de las mesas más apartadas.


Parecemos las alumnas repetidoras, aunque la verdad es que nadie
nos mira raro.
—Estamos integradas —murmuro dando voz a mis
pensamientos.
Mi amiga observa todo y me da la razón.
—¿Aquí se levanta la mano o hay que pedir en la barra? No me
acuerdo de nada de esto. Creo que mi cabeza hizo clic y borró lo no
esencial.
—No tengo ni idea —admito—. Tampoco le suelo preguntar ese
tipo de cosas a mi hermana. Hablamos de otras más interesantes —
argumento—. Y, en mi época estudiantil, pedía en la barra, no había
servicio en mesa, salvo en los almuerzos.
—¿Capuchino? —Es todo lo que responde Aina.
—Con mucha nata, por favor —suplico.
Aina se marcha hacia la barra y me quedo en el sitio, meditando.
Veo grupos de amigos hablar en torno a una mesa, con una
bebida e, incluso, alguna cerveza. Libros. Mochilas a rebosar.
Papeles enormes enrollados. Y rememoro aquellos años en los que
yo era una más, como si en esa mesa hubiese un hueco con mi
nombre, con otras personas.
Una leve vibración sobre la mesa y el nombre de Bruno aparece
en pantalla. Alzo la vista y veo que Aina sigue sin pedir. Es mi
momento.
Desbloqueo la pantalla.

Bruno:
¿Preocupada por mí, señorita Vázquez?

«Ni se te ocurra soltar una de esas sonrisillas tuyas de lela


porque no te pegan nada». Presiono los labios uno contra el otro
para evitar ese gesto tan natural cuando de Bruno se trata.
Veo que sigue en línea.

Violeta:
Para nada. Es solo que veo injusto que el resto
del personal trabaje, y el jefe decida
escaquearse.

Buen momento para omitir que me encuentro en el campus


esperando por un capuchino, con mi amiga y, en breve, mi hermana.

Bruno:
No mencionaste ningún escaqueo mientras te
devoraba el viernes en el cuarto del archivo.

Un temblor recorre mis piernas. Las aprieto. Seguro que he


enrojecido por completo.

Violeta:
No me importaría nada volver a escaquearme de
esa manera.

Decido borrar ese mensaje y enviar otro menos… directo.

Violeta:
No me acuerdo de nada, deberías tener presente
que tengo memoria selectiva.

Ahora sí que sonrío. Inevitablemente lo hago y espero ansiosa su


respuesta.

Bruno:
No tendré problema alguno en recordártelo
cuando quieras. Solo tienes que pedirlo. Eso sí,
fuera del horario laboral. No vayamos a
excedernos, mi ayudante adjunta no está muy de
acuerdo en el incumplimiento de nuestras
obligaciones laborales.

Violeta:
Se nota que es una gran profesional, yo que tú le
subía el sueldo.

Envío el mensaje justo antes de maldecirme por el comentario


que acabo de hacer teniendo en cuenta la situación de la empresa.
Me desconecto cuando llega Aina con una bandeja y, aunque el
teléfono llama poderosamente mi atención, decido no caer en
mirarlo
—¿Ya ha aparecido el chico de la no-relación?
—Ja, ja —ironizo—. Eres lo peor cuando quieres.
—Habilidades que tiene una —se defiende—. ¿Y bien? —Cojo mi
teléfono y le muestro la conversación—. Si pretendías que me
pusiese cachonda, lo has conseguido. Gracias —me suelta burlona.
—Se me ha ido la lengua —le digo obviando su comentario
mordaz.
—¿Por? No veo nada de malo ahí. Una simple broma.
—No me ha contestado.
—Puede que tenga curro.
El teléfono vibra y lo desbloqueo rápidamente.
—Es Celeste —confirmo algo decepcionada con el remitente.

Celeste:
¿Es una coña? Estaba a punto de entrar a una
clase.

Aina responde con celeridad.

Aina:
Hemos venido con Unai.

—Qué mala eres.


—No te enteras, si no uso esta baza, lo mismo tu hermana no
viene. Hay que conocer cuáles son los intereses y usarlos a nuestro
favor.
—Lo tendré en cuenta si alguna vez utilizas a Bruno como
conejillo de indias.
—Conejillo el que se quiere comer él.
—¡Qué cerdaca eres cuando quieres!
Aina alza los hombros, le resta importancia al comentario, y la
admiro por todo ello. Por la forma en la que hace de un problema
una nimiedad y por, a pesar de todo, seguir bromeando como si
nunca nada malo le hubiese pasado.
Carraspeo y me limito a colocar mi mano sobre la de ella.
—Siempre estaré aquí para lo que necesites.
Ella entorna el gesto y cierra los ojos unos segundos conteniendo
la emoción que yo misma percibo entre las dos.
—Ya sabes que yo también.
Lo sé. Porque ella fue la primera en dejar todo para venirse a
casa a dormir conmigo, llorar conmigo, sollozar conmigo y beber
conmigo —esto bien que podría ser una canción de Gente de zona y
Enrique Iglesias—.
Nuestras miradas se deshacen cuando veo a mi hermana entrar
en la cafetería poseída y mirar en todas las direcciones buscando a
Unai.
—Esto se lo explicas tú —acuso a Aina.
Celeste camina a paso lento, pero furioso, cuando se da cuenta
de que era una encerrona. No me paro siquiera a disimular cuando
señalo con total y absoluto descaro a Aina y la culpabilizo, obvio.
—No me voy a molestar en disculparme. Ahora bien, tú sí que
deberías hacerlo porque…, ¡joder!, te han llegado las piernas al culo
cuando he nombrado a Unai, seguro que no habría sido de la misma
forma si te digo que solo estamos nosotras dos.
Bendita manera de darle la vuelta a las cosas que tiene nuestra
amiga.
—¿Ibas para política?
—Y me quedé en otro tipo de oradora —se defiende Aina.
Nos reímos mientras Celeste deja sus cosas sobre el sillón, saca
el monedero más hortera que he visto en mi vida, lleno de cuentas y
cosas de esas, y se marcha hacia la barra.
—Si Unai ve ese monedero, se le queda flácida.
Mi amiga se parte de la risa, y Celeste suelta algo por el camino.
Algún insulto, probablemente.
36
La hermandad de las descerebradas

Celeste no tarda nada en regresar, como si el camarero la hubiese


reconocido y, por ello, se hubiese dado mucha más prisa de la que
se dio con Aina cuando fue su turno.
—¿Y esta visita improvisada? —Mi hermana ojea su reloj de
pulsera y nos cuestiona con la mirada. Mirada reprobatoria, todo sea
dicho—. Hasta donde yo sé, panda de descerebradas, ¿no
deberíais estar trabajando?
—Bruno no estaba en la oficina… —Y vuelta a cagarla.
—Ohhh, Bruno —me remeda mi hermana con inquina.
—Ferran tampoco —farfulla Aina.
Silencio.
—¿Y a ella no le dices nada? —protesto mosqueada—. Te
recuerdo que fue ella la que escribió lo de Unai.
—Cierto. —Le dedica una mirada acusadora—. Me vengaré —
finaliza—. Aunque es más divertido meterse contigo y tu nuevo
amorcito.
Bufo, y ellas lo interpretan como una victoria. Victoria, los
cojones.
—Yo le he dicho lo mismo antes con otras palabras.
—Paso de vosotras. Hemos venido a hablar de ti. —Señalo a
Aina—. No de mi situación personal. Que, vamos, si queréis, tengo
para repartir porque las dos bien que tenéis cosas por las que se os
puede pillar.
Permanecen en silencio porque son conscientes de que lo que
digan podrá ser utilizado en su contra.
—¿Estás mejor? —pregunta mi hermana a mi amiga.
Ella también estaba presente el día de la llamada y, aunque no
me corresponde a mí informar de los avances, le he contado cuando
me ha preguntado que el estado de ánimo no es el mejor. Unai
también se ha preocupado. Sé que ha llamado a Aina y le ha
mandado algún que otro mensaje por lo que me ha contado. No sé
hasta dónde sabe y hasta dónde no.
—He hablado con Tomás. Anoche —añade—. A estas horas
debe de estar recogiendo sus cosas.
Las palabras se me atascan en la garganta y me da cierta
congoja toda esta situación.
—¿De verdad que no tiene solución?
Aina se limita a negar con la cabeza en un par de ocasiones,
como si la primera negativa no hubiese sido suficiente. Me doy
cuenta de que es un gesto más para contener la emoción y tomarse
unos segundos antes de hablar que para dar énfasis a su respuesta.
—Le he pedido perdón. —Cruzo una mirada fugaz con mi
hermana, una de desconcierto total por las palabras de Aina porque
no entiendo el motivo por el que tendría ella que pedir perdón—.
Perdón por no haberle contado que trabajo en una línea erótica y
que la que recibió la llamada fui yo. Hubo confusión al principio en
sus palabras y luego… —Sus palabras no salen. Su mirada sigue
perdida en algún lugar de este espacio, sin saber exactamente en
cuál…
—¿Y luego? —inquiere mi hermana colocando su mano sobre la
de mi amiga y entrelazando los dedos.
—Luego hubo insultos y menosprecios. Y llegó esa afirmación
que esperaba, la que me decía que esa iba a ser su reacción y no
otra y… la decepción lo llenó todo.
—No te merecías eso… —expongo.
—Nadie merece ser menospreciado por su trabajo. No me
esperaba esto de Tomás —añade mi hermana.
—Yo tenía esperanza —musita con la voz entrecortada—. Tenía
esperanza de que mi profesión o parte de ella no fuese motivo de
una ruptura. Esto solo me ha demostrado que Tomás no me quería
lo suficiente como para admitir que lo que hago es algo que no tiene
importancia, un trabajo como otro cualquiera y digno, porque yo no
me vendo. Porque no lo hago, ¿verdad?
—No. —Tajante. Rotunda. Contundente—. Te he dicho que una
profesión no dice nada de quién eres, Aina. De quiénes somos.
—Recuerdo cuando se lo contamos a Unai —evoca mi amiga
como si estuviese narrando en voz alta algo que sucedió hace
mucho tiempo, algo de lo que nosotras no fuimos público—. Fue una
tarde en tu casa y lo hice porque estaba cansada de ocultar esa
parte de mí a todo el mundo. Me hizo gracia vuestras caras, la tuya
más —le dice a Celeste alzando la comisura de sus labios en una
pequeña y leve sonrisilla que destensa el momento— y nunca jamás
me olvidaré de cómo Unai me pidió el teléfono y me dijo que
llamaría esa misma noche desde que abandonase el piso porque
necesitaba saber cómo narro una felación.
—Muy propio de Unai —bromeo.
—Me sentí bien. Hicisteis de algo que me oprimía por dentro,
algo que guardaba con recelo e incluso con vergüenza, se tornase
en algo que era de lo más normal. Una profesión como otra
cualquiera. No hubo distinción ni insultos, no me sentí
menospreciada ni una basura. Me sentí más yo que nunca y en ese
momento supe que de verdad me queríais, que estaríais conmigo
pasase lo que pasase, sin reproches y sin dudas, sin crueldad…, sin
nada de lo que hubo anoche en esas cuatro paredes a las que no
quiero volver bajo ningún concepto.
—Ese tío es un gilipollas.
Observo a mi hermana y la furia que siente dentro. Observo que
bajo esa piel de cordero también se encuentra un lobo feroz, uno
que es capaz de luchar por los suyos con uñas y dientes, con
garras. Y me siento tremendamente orgullosa de ser lo que somos,
las tres, con nuestras virtudes y nuestros defectos, con nuestros
miedos y nuestras inseguridades, con los secretos que también
escondemos todas bajo llave por temor a que sacarlos nos hunda
un poco más o nos encierre a nosotras mismas en lo más profundo
del abismo.
Pienso en si eso mismo que dice Aina lo viviré yo también si lo de
Bruno evoluciona y siento cierta punzada dentro porque sea así, por
no tener la confianza de decirle quién soy, qué hago y si eso
cambiará su perspectiva sobre mí.
—¿Dudas de ti? —le pregunto abiertamente, haciendo un poco
de alusión a mis propios estigmas.
—¿Sabes de lo que dudo? —interpela esperando una respuesta
por nuestra parte, algo que le demuestre que puede seguir hablando
tras su cuestión—. Dudo de lo que he hecho todo este tiempo, de
haber dejado que esto me condicionase, de permitir el no haber sido
sincera y estar con una persona que me respete por encima de todo
sin tener en cuenta nada más que a mí.
Suspiro. Mi amiga le da un sorbo a su bebida y al instante sé que
debe de estar ya más bien fría.
—No sabías cómo iba a reaccionar Tomás.
—¡Sí que lo sabía! —grita—. Sí que lo sabía —reitera con algo
más de calma, poniendo las manos sobre la madera de la mesa, a
ambos lados del borde y apretando los dedos contra ella,
canalizando la rabia que la consume por dentro, la misma rabia que
siento yo cuando dejo que Dani me controle, es eso, eso es lo que
siente ella ahora mismo, se ha dejado controlar, se ha perdido un
poco también por el camino—. No se lo había dicho antes porque
sabía que él no iba a aceptarme tal y como soy porque, al fin y al
cabo, yo no era suficiente para él y, por eso, nunca me iba a pedir
matrimonio. Lo de esa llamada casual y, dicho sea de paso, bendita
casualidad, es solo un indicio de lo que probablemente haya hecho.
Ha estado todo este tiempo conmigo esperando a que apareciera la
persona indicada… y no era yo, ¿lo entendéis? —dice alzando la
voz de nuevo—. No era yo.
—No es momento de que te martirices con eso.
—Sí que lo es. Lo es —repite de nuevo dándole énfasis a su
respuesta—. Lo es, porque he sido una estúpida todo este tiempo
esperando por alguien…, por alguien a quien ni siquiera sé si yo
quería en mi vida —finaliza.
—¿Tú…? ¿Tú…? —Mi hermana intenta hacer una pregunta
siendo incapaz de formularla, no sin miedo a hacerle daño, y creo
que Aina y yo sabemos qué iba tras ese pronombre personal.
—Yo no sé si lo quiero o no. Me siento muy confusa con todo
esto. Confusa con lo sucedido. Yo, que voy de tía dura y fuerte, de
chica segura y tengo pavor a todo lo que se avecina, me da miedo.
Y me siento ridícula de tener que admitirlo cuando mil y una vez te
he dicho que lo de Dani pasará, que es un mindundi que no se
merece siquiera tu pena y ahora que yo me encuentro en una
situación similar me da pavor enfrentarme a esto yo sola.
—No estás sola —la corta Celeste con rotundidad—. Ni se te
ocurra pensar que estás sola.
—No lo estás —apaciguo yo—. Te dije que estaría aquí para ti,
puedes quedarte en casa con nosotras.
—Tengo que enfrentarme a esto.
—Tienes —le indico. No está bien decirle algo que no pienso por
mucho que necesite esa mentira para sentirse mejor—. Sin
embargo, no tiene por qué ser hoy. Las peleas no están marcadas
con fecha y hora, las peleas se luchan cuando el cuerpo lo pide,
cuando el alma lo necesita. Solo tienes que sentirte en casa y con
nosotras lo estás.
Me abstengo de decir que yo ni siquiera he sido capaz de pelear
aún las mías, que sigo intentando recuperar esa fuerza de la que
hablo y que sé que ella lo hará antes porque es más valiente que yo.
Aina es fuerte, aunque en este momento no se encuentre en su
mejor momento y la admiro, la admiro porque, a pesar de todo, del
dolor, de la culpa, de la rabia, de sentirse fuera de lugar y ¿por qué
no?, también rota, sigue aquí, de pie, sosteniendo una parte
importante de lo que somos y con el valor suficiente como para
bromear de cualquier cosa o meterse con Celeste.
—Buenas tardes.
Una voz masculina rompe el momento de silencio que estamos
compartiendo. Celeste se gira aún con la cabeza de Aina apoyada
en su hombro.
—Adri… —Mi hermana se incorpora. Aina se recompone, y yo
me quedo a expensas de ver lo que sucede—. Chicas, este es Adri,
mi compañero de fatigas —finaliza sonriendo—. Ella es mi hermana,
Violeta, y mi amiga, Aina —nos presenta.
—A la que le han roto el corazón y que trabaja en una línea
erótica, por si quieres llamarme guarrilla y eso… —ironiza mi amiga
—. ¿Qué? Trato de recomponerme y no pienso ocultárselo a nadie
más. Ese será mi nuevo saludo a partir de ahora —aclara cuando
nos ve la cara de asombro tras su particular presentación.
Me reiría si no me hubiese quedado petrificada.
Adri balbucea y mira a Celeste buscando algo de ayuda.
—Yo…
—¿Quieres tomar algo con nosotras? El café nunca es suficiente
—replico.
—No, no —se apresura a negar—, tengo clase en breve y sé de
una que va a saltársela. —Adri, el chiquito guapo que mira a mi
hermana como si fuese un postre de lo más comestible, es
ridículamente encantador y está colado por mi hermana. Dicho
esto…
—Nosotras, en realidad, deberíamos estar trabajando.
—En una empresa. Lo de ser guarrilla por teléfono no lo hago
todo el día —prosigue mi amiga metiendo la pata…
Que yo la quiero igual, pero quizá no es el momento de gritar a
los cuatro vientos dónde trabaja. Tendré que soltarle una charla
sobre ser comedida y eso. Ni tanto ni tan calvo, vaya.
Me levanto antes de que el nivel de drama siga en ascenso.
—Encantada —le digo a Adri antes de irnos.
Aina, con una especie de quejido, hace lo mismo que yo, y
Celeste nos envuelve a las tres en un abrazo.
—A ese chico se la pones morcillona —finaliza Aina.
Adri carraspea. Nos ha oído.
—Sordo no es —le explico.
—Mor-ci-llo-na —repite.
Tiro de su mano antes de que la cosa se nos vaya de la mano.
—Nos vemos luego —comento mirando a mi hermana—.
Encantada —repito una vez más.
Mi amiga lo saluda con los dedillos y una sonrisa pícara en su
rostro.
—Porque he estado delante, que, si no, pensaría que has estado
bebiendo.
—No pienso volver a callarme quién soy por nadie. Que lo sepas.
—Tampoco es necesario que lo clames a los cuatro vientos.
—¿Sabes a quién le puede dar el viento?
—Mejor no saberlo.
Comienzo a colocarme el casco cuando mi teléfono suena en el
bolsillo de mi cazadora. Lo miro, por si ha pasado algo. Una llamada
perdida de mi abuela y un mensaje de Bruno. Insisto, lo primero es
lo primero.
Bruno:
Tu memoria selectiva me pone a cien.
P.D.: Tengo algo que proponerte.

Me tiemblan las piernas y no sé decir cuál de las dos frases es la


culpable de ello.
37
La abuela Tara en acción

La insistencia es algo muy propio de mi abuela, creo que ya la


conocéis. Y la poca paciencia también. Las cinco llamadas perdidas
dan fe de ello.
Sigo sin saber nada de Bruno. Nada después de aquel mensaje
al que contesté con unas caritas de esas con los ojos como platos.
Pensé en poner alguna de las que derrochan babas, sin embargo,
no quería parecer desesperada por eso que me dijo. Intenté darle la
menor importancia posible al asunto y sufrirlo en silencio.
Decido que, en vez de llamarla, pasar por allí es una gran idea. Y
luego, al salir, recoger a mi hermana en la cafetería e irnos a casa
juntas.
Entro en el portal y subo las escaleras. No he querido avisarla.
Mejor evitar la tentación de una nueva trampa teniendo en cuenta
que aún no he sido capaz de perdonarle la última.
Un par de toques en la puerta para advertirle de que tiene visita y
le doy tiempo hasta que abra mirando el teléfono. Sin respuestas y
me muero de ganas de saber en qué consiste esa proposición.
¿Será algo indecente? ¿Echará de menos mis besos tanto como yo
los suyos? ¿Y mis caricias? Ya ni me molesto en reprenderme
mentalmente por ello.
He asumido que me gusta, aunque todavía cavilo si es una
cagada monumental, un desacierto, un despropósito o lo mejor que
me ha pasado nunca.
El rostro de mi abuela cubierto de crema blanca me da la
bienvenida. Asusta.
Me muerdo la lengua para no partirme de risa frente a ella, más
que nada, porque quiero que entienda que sigo molesta por lo del
otro día.
—¿No piensas reírte? No es muy propio de ti que no lo hagas,
Violeta. —Cuando me lee el pensamiento, me acojona.
—No puedo argumentar nada contra esa lógica —murmuro
repitiendo su frasecita. Soy débil con ella, lo sé. Se me pasa todo
cuando la veo y me envuelve entre sus brazos llenándome de
crema.
—Lo haces casi tan bien como yo —replica condescendiente.
Se abre paso para que entre, y me dirijo hacia el salón no sin
antes acentuar el sentido del oído por si la escucho y es mejor salir
cagando leches. Muy maduro por mi parte, lo sé.
—Tengo cinco llamadas perdidas con un minuto entre cada una
de ellas.
—El tiempo que tardé en buscar de nuevo en la agenda y
llamarte, soy vieja y no me entero, si no, la diferencia entre cada
llamada habría sido ridícula.
—¿Sabes que es sencillo? Ir a llamadas recientes, darle al
verde…
—Soy una mujer de costumbres, por más que me lo repitas se
me va a olvidar. Da gracias a que en la agenda no hay muchos
nombres y que solo tengo que ir al botón este —dice señalando el
teléfono como si tuviese el móvil y el botón en cuestión delante— y
mover hacia arriba o hacia abajo. Tu madre me lo apuntó todo en
una libreta ayer. —Y porque dice ayer, porque hubiese temido que
de verdad sí que la encerrona estuviera premeditada—. Y hablando
de tu madre…
—Como tema «puente», para llegar a lo que de verdad querías
tratar, da pena —la acuso.
—Vaya, no encuentro fallos en su lógica —replica y se queda tan
pancha.
Curvo mis labios en una tenue sonrisa. No lo puedo evitar. No soy
tan fuerte. Ya lo habéis visto con Bruno y ahora con mi abuela. Mea
culpa.
—No te he perdonado lo del jueves pasado.
Mi abuela suspira y se sienta frente a mí. Empuja una caja de
bombones que hay sobre la mesa. Chocolate con arándanos, mis
favoritos.
—No pienso caer en tu treta. No soy tan fácil de comprar. —
Obvio que quedar bien se me da genial. Los bombones me los
como, claro está. No pienso ser tan estúpida de rechazarlos.
Cojo la caja, la abro y me aletean hasta los pelillos de la nariz
ante semejante gustosa expectativa.
—Lo del jueves no era una treta ni una encerrona —comienza mi
abuela a explicar. No replico, tengo la boca llena y me doy cuenta de
que al final sí que he caído en su maquiavélico plan. Tiene más
experiencia que yo, me gana en ingenio. Lo asumo también—.
Sabía que tu madre iba a volver y también sabía que si te lo contaba
no vendrías por tu propia voluntad porque eres tan cabezona como
lo es ella —musita.
Cojo otro bombón, le quito el papelillo que lo envuelve con una
extrema lentitud y me lo llevo a la boca. Para desesperarla. No tarda
nada en empezar a mover la pierna con insistencia. Tengo que darle
su merecido.
—Ya lo sé —claudico.
Me sorprendo hasta yo por mi respuesta. Es mi abuela. Emoji
aquí de la chica con los brazos alzados, por favor.
—Solo quiero que hables con ella y que la perdones. No digo que
tu madre no se haya equivocado, Violeta, seguro que lo ha hecho y
que te has sentido sola mucho tiempo. También que te has hecho
cargo de Celeste y de sus necesidades mientras tu madre…
—Mientras mi madre solo pensaba en buscar a un marido. A uno
definitivo.
No menciono todas las veces que se ha casado y divorciado por
respeto y porque somos muy conscientes todas de ello.
—Mientras tu madre —repite mi abuela mis anteriores frases—
hacía su vida y buscaba su felicidad —apostilla mi abuela cogiendo
un bombón—. Y es completamente lícito que lo haga.
No me gusta hablar del tema de mi madre y reconozco que,
siempre que puedo, lo paso de largo. La excusa perfecta ha sido
que ella no está, por lo que ha resultado sencillo apartar eso de mi
mente y hacer como si no existiese. Ya sabéis: ojos que no ven,
corazón que no siente. Con su regreso, las cosas cambian de
perspectiva y no solo eso, sino que se complican con la llegada de
un nuevo miembro a la familia. Y me doy cuenta, en este instante,
de que no es cuestión solo de mi madre o de mí y nuestras
diferencias, llegará alguien que lo puede cambiar todo.
Me llevo la mano a las sienes. Comienzo a percibir un leve dolor
de cabeza que sé que en cuestión de una hora se convertirá en una
auténtica jaqueca.
—Voy a tener un nuevo hermano.
Mi abuela asiente como si hubiese entendido lo implícito de mi
afirmación.
—Tu madre ha cambiado y ha madurado, ya no es la que era y
merece una oportunidad. ¿Acaso no te gustaría tenerla tú si algo
fuese mal?
Cojo otro bombón. Y no me meto cinco en la boca porque
parecería una auténtica chalada adicta al chocolate con arándanos.
Medito a la vez que mastico sus palabras y las asimilo.
Aina se merecía que la dejasen explicarse, que Tomás no la
juzgase y eso fue lo que hoy mentamos en aquella mesa con
solemnidad, como si eso se tuviese que convertir en un axioma, una
verdad irrefutable, una sentencia judicial. Se merecía poder
explicarse sin recibir reproches por ser quién es y quizá, solo quizá,
yo debería hacer exactamente eso que predico. Dejar que se
explique, que lo cuente y que exponga su punto de vista. Hacer lo
que nunca hemos hecho: hablar. Hablar sin echarnos en cara lo mal
que lo hemos hecho; ella por irse y yo por no entenderla. Y seguir
sin hacerlo, claro, porque eso sigue siendo así y no ha cambiado ni
ha variado en el tiempo. Puede que se haya hecho más profunda la
herida por el simple hecho de no hablarlo, de tragarlo e interiorizarlo,
de levantar hipótesis sobre sus decisiones.
—Quizá tienes razón y puede que sea una cabezota.
—Como ella —finaliza mi abuela con una sonrisilla en la cara,
indicativo de que ha ganado esta batalla y que se ve ya coronada
como la ganadora de la guerra final. Esa es mi abuela y también
tiene una pizca de esa cabezonería de la que os hablo y todo viene
de familia.
—¿Tú me entiendes? —le pregunto mirándola directamente a los
ojos.
—Yo entiendo a todas las partes, Violeta. Todas. Y entiendo
también que ya va siendo hora de que expongáis lo que sentís y que
dejéis atrás todo ese rencor que no tiene pies ni cabeza. Malas
decisiones tomamos todos y errores también cometemos todos.
—Es tu hija —le digo como si ese fuese el motivo que la impulsa
a defenderla con vehemencia.
—Y tú, mi nieta —expone como contraprestación a mis palabras.
—Ella tenía que haber estado a nuestro lado. Ayudarnos y
apoyarnos y ¿qué hizo?
—Vivir. —Mi abuela no vacila cuando lo dice, cuando lo
pronuncia, cuando lo pone sobre la mesa como el que te da los
buenos días. Y tal vez yo soy egoísta al pensar que mi madre tenía
que vivir por y para nosotras porque está claro que soy la única que
lo ve de esa forma.
Celeste no tiene el menor problema por el camino elegido por mi
madre, y mi abuela, aunque cree que lo mismo las cosas se
deberían haber hecho de otra forma, la apoya también. Y ahora
vamos a ser tres. Tres de verdad.
—Lo intentaré —musito—. No te prometo nada. No te hagas
ilusiones.
—Con eso es suficiente —finaliza mi abuela—. Toma, te has
ganado un bombón. El último, que es el más valioso.
Coge el bombón entre sus dedos y lo deposita en la palma de mi
mano, que lo espera abierta, como el perro al que le dicen que se
siente y hace caso porque lo que viene después es una deliciosa
galletita con forma de hueso.
—Gracias. —Es todo lo que atino a decir. Mi abuela me guiña un
ojo y se levanta. Trae un plato de galletas llenas de frambuesa y me
doy cuenta de que todo esto es síntoma de chantaje—. ¿Me querías
ganar con todo este suculento aperitivo? —Otro guiño.
Definitivamente, soy una chica facilona.
—Una vez que sabes mi secreto, cuéntame eso de que tienes un
novio nuevo y que es guapo a rabiar.
Me quedo perpleja ante sus palabras y… me carcajeo ante ellas
porque, de todas las formas en las que pensaba que mi abuela se
podía enterar y posteriormente interrogarme, definitivamente esta no
era una de ellas.
—¿Quién se ha chivado?
—Se dice el pecado y no el pecador.
—Mataré a Celeste por ello —bromeo. Mi abuela ni confirma ni
desmiente.
Mueve la mano restándole importancia a mi comentario.
—Suelta por esa boquita que tienes, Violeta.
—Es… —Inspiro y exhalo—. Bruno es diferente.
—¿Diferente para bien o para mal?
—No es Dani. —Ese matiz lo aclara todo y mi abuela sabe
perfectamente a lo que me refiero. Sabe que no me menosprecia,
no me infravalora, no me hace sentir menos que él y me ve—.
Siento que me ve, abuela, a pesar de que hemos pasado poco
tiempo juntos, de que la gran parte de ese tiempo es en el trabajo
y…, bueno, eso. —Me ruborizo ante lo que le quiero decir, y mi
abuela me dedica una mirada de comprensión porque sabe
exactamente a lo que me refiero sin mencionarlo—. Siento que me
ve —repito—. Tengo la sensación de que ha estado ahí tiempo, no
en este instante, no estas últimas semanas, es como si llevase
tiempo esperando la oportunidad de acercarse y no fuese a
marcharse nunca.
—¿Y eso cómo te hace sentir?
Ella ha sido testigo en primera persona de mis altibajos, de lo que
me ha costado reponerme, de lo que he perdido por el camino, de
quedarme yo atrás y de ni siquiera hoy, tiempo después, ser capaz
de enfrentarme a esos fantasmas que siguen susurrándome cosas
al oído y de los cuales reniego o pretendo renegar a toda costa.
—¿Está mal no saber cómo me hace sentir?
Mi abuela se incorpora y da pequeños pasos hasta situarse a mi
lado. Sujeta mis manos entre las suyas y las aprieta. Percibo al
momento el calor que su piel deja sobre la mía y me siento
afortunada de tenerla. De haber podido contar con ella siempre, de
haberla convertido en más ocasiones de las que recuerdo en mi
paño de lágrimas, cuando sentía que todo se me iba a caer encima
y que no podía más con la opresión que sentía en el pecho. Gracias
a ella, a sus conversaciones, a sus: «Tú puedes, que yo estaré
aquí», fui capaz de dar un paso al frente y poner punto y final a algo
que sabía que me consumía.
A veces, y solo a veces, decir «basta» es más complicado de lo
que creemos. Y no hay que sentir recelo o temor, porque, pase lo
que pase, habremos seguido el dictado de nuestro corazón y el
nuevo comienzo será bien recibido como el sol en cada amanecer.
—Lo que está mal no es no saber cómo te hace sentir. Lo que de
verdad está mal es no sentirlo.
38
¿Qué opina usted, Míster B?

Recojo a Celeste frente a la puerta del local. Ni siquiera me bajo de


Winnie cuando ella se sube, se aprieta contra mi cuerpo y sin
mediar palabra nos vamos en dirección a casa.
Me siento cansada, y ella no debe de estar mucho mejor que yo.
Aparco en mi sitio habitual. Nos bajamos y, tras garantizar que he
colocado la cadena antirrobo, me quito el casco, y Celeste ya lo
tiene en la mano.
—Esta va a ser la noche —me dice directa y concisa sin
necesidad de añadir nada más, puesto que sé a lo que se refiere.
—¿Estás segura? —le pregunto.
—No quiero seguir jugando a ese juego más. Es todo o nada.
Le dedico un mohín ante sus palabras porque eso de «todo o
nada» suena mal, muy mal.
—No seas drástica —le pido.
—Lo sé —rectifica—. Lo que quiero decir es que no puedo seguir
esperando porque ya lo he hecho bastante y ese juego de comerme
la cabeza me tiene en un sinvivir. Necesito decirle lo que pienso y
saber a qué atenerme.
Sé que la he animado a ello, que Aina y yo lo hemos hecho, pero
ahora que lo tenemos aquí, que lo ha decidido, siento pavor a que la
rechacen y no sea capaz de sobreponerse a ello.
—No va a pasar nada si te dice que no —le digo.
No sé lo que siente Unai porque nunca jamás hemos ahondado
en esos temas, es reservado en cuanto a su vida privada se refiere.
Bromea y sabemos que está con chicas, muchas chicas, aunque
jamás nos explica lo que hace, si tiene citas, si siente algo por
alguna o no. Tampoco forzamos la situación para que así sea. Que
yo hable no quiere decir que los demás tengan que hacerlo por
obligación.
—Adri se me ha declarado esta tarde al salir de clase.
Me entra la risa floja, porque lo de al salir de clase me recuerda al
instituto, cuando hacíamos pellas para besarnos con el chico que
nos gustaba en el pasillo o cuando nos íbamos a algún sitio a
meternos mano sin que nadie nos viese.
—Qué mono. Sabías que eso era así, lo hemos hablado. Y es
muy guapo.
—No quiero que sea mi segunda opción ni mi segundo plato. Le
he dicho que…, que yo siento algo por alguien.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que me desea lo mejor. —Tierno, realmente tierno—. Y eso me
ha hecho pensar en que, si él tuvo las agallas de contármelo y
decirme lo que sentía, a pesar de su timidez y de que era probable
que yo lo rechazase, ¿por qué no iba a hacer lo mismo yo con Unai?
La cojo de la mano como hizo ella esta mañana con Aina y la
aprieto con fuerza.
—Que esto no interfiera en lo que somos los tres. En nuestra
relación —finalizo.
Celeste asiente, aunque ambas sabemos que es imposible que
no lo haga, porque, al fin y al cabo, un rechazo implica lo que
implica.
Subimos hasta casa y nos encontramos a Unai solo en el salón
haciendo zapping sin parar.
—Pensaba que iba a tener que cenar solo —resuelve cuando
entramos. Casi que puedo sentir el latir acelerado de su corazón
como si del mío propio se tratase—. He hecho pasta.
—Para variar —finalizo.
—¿Te quejas?
—Para nada —me defiendo alzando las manos—. Siempre he
dicho que te queda de muerte.
Unai me guiña un ojo, y mi teléfono decide que es buen momento
para sonar.
—Curro —farfullo bajito mientras descuelgo y me llevo el teléfono
a la oreja—. Línea erótica, ¿dígame?
—Buenas noches, Lilah…
La voz ronca al otro lado de la línea me hace morderme el
cachete.
—Buenas noches, Míster B. ¿Cómo usted por aquí? Hacía días
que no sabía nada de un donjuán de su talla —ironizo arrancándole
una carcajada.
Su risa me hace estremecer.
—Si me has echado de menos, solo tienes que decirlo —
murmura.
—No será para tanto —finalizo—. No eres tan especial —
resuelvo para hacerlo reír de nuevo.
Y el efecto, cómo no, es el esperado.
—¿Qué tal estás? —indaga.
—Bien, podría estar mejor, ya sabes que quejarse no está de
más. ¿Y tú?
—Bien. Con problemas. La vida de los adultos con
responsabilidades.
—Ya. Nada que me sorprenda. —Me gustaría preguntarle por su
trabajo, por cuáles son esos problemas. Me arrepiento antes de
formular las cuestiones porque es un cliente, y yo soy lo que soy.
Sin embargo…—. ¿Puedo preguntarte algo? —expongo en voz alta.
—Por supuesto. Para eso estamos.
Pienso en que la realidad es que este teléfono, estas
conversaciones, deberían ir por otros derroteros en los que termine
corriéndose, y yo siendo la artífice de ese orgasmo.
—¿Tú te avergonzarías de salir con una chica que trabajase en
una línea erótica? —Esa cuestión lleva rondándome la cabeza
desde hace tiempo y hoy mucho más, cuando he visto la forma en la
que actuó Tomás cuando Aina le contó todo.
—¿Hay algún chico por ahí?
Ahora la que se ríe soy yo.
—Puede, pero no es por mí, es por una amiga.
—¿Es una coña o de verdad? Ya sabes, típica cuestión que se
formula con toda la intencionalidad del mundo y a la que luego le
añadimos la coletilla de «no es para mí, es para una amiga» y con
eso salimos impune de la vergüenza que ocasiona la respuesta.
—En esta ocasión, hablo en serio. No es por mí, de verdad,
aunque nunca se sabe —le explico.
—Ponme en antecedentes —me pide.
—Creo que con la información que tienes puedes arriesgarte a
responder.
—Cierto. Aun así, me encantará saber la historia —añade.
Le explico, sin entrar en demasiados detalles, la situación de
Aina. No menciono nombres, nada sobre nuestra fuga matutina, no
hablo de mi hermana ni de la cantidad de veces que mi amiga
rebuscó en un cajón por si ese era el día en el que había comprado
el anillo de compromiso. No hago mención a nada que pueda darle
pistas de quién soy.
—Vaya cabronazo —finaliza Míster B.
—Ya ves. Y mi amiga está fatal.
—No la compadezcas, no es ese el camino.
Niego.
—No, mi intención no es la de compadecerla. Aunque no puedo
negar que el hecho de que me diga que realmente se ha
replanteado las cosas, el no tener claro si ese era el camino que ella
quería o una equivocación, me hace sentir cierta tranquilidad —le
explico—. ¿Y bien? ¿Qué me dices?
En cierto modo, esto es una especie de terapia que me podría
aplicar yo misma, porque eso es algo que ronda por mi cabeza, si yo
también debería decírselo a Bruno llegado el momento. No ahora,
porque no hay nada, nada más allá de lo que tenemos sin
especificar hacia dónde vamos y sin planes, no obstante, es
inevitable verme reflejada en mi amiga y en su situación personal.
—Me parece absurdo.
—¿Yo?
—No. —Se ríe—. La pregunta. ¿Por qué tendría que sentirme
avergonzado por el trabajo de mi pareja? Es ridículo, ¿no crees?
—No. No lo creo. No pienso que sea ridículo. Mira a mi amiga —
añado.
Y evito explicarle las miles de formas en las que te puede hacer
sentir ridículo alguien y no solo por tu profesión.
—Eso es porque no es el tipo adecuado.
—Los tipos adecuados no existen —puntualizo volviéndome a
dejar llevar por mis propios temores.
—¿Ni siquiera ese que te gusta?
Guardo silencio un minuto. No conozco a Bruno de esa forma.
Mentiría si dijese que parece el típico que actúa sin escuchar a la
otra parte. Le he visto trabajar, intentar siempre apostar por todo y
por todos, razonar, no posicionarse sin saber bien a lo que se
enfrenta y me rompería el alma saber que todo eso que muestra no
es real.
Sin embargo, también lo fue Dani, que no aparentaba nada de lo
que resultó ser, por lo que siempre te puedes llevar algún chasco o
engaño.
—Solo te he dicho que hay alguien.
—Suficiente como para saber que te gusta…, ¿me equivoco?
—Tú también me dijiste que había alguien y eso no quiere decir
que yo dé por sentado que te gusta.
—Pues me gusta. Me gusta mucho, para ser exactos, me gusta
tanto que diría que voy por el sendero del amor.
—Guauuuu… —atino a decir—. ¿Entonces es cierto?
—¿El qué?
—¿Que te has enamorado?
—Probablemente, pero, entre tú y yo —susurra como si de
verdad estuviésemos frente a frente, compartiendo un café y
contándonos nuestros secretos más íntimos—, no se lo cuentes a
nadie.
Me carcajeo.
—Tu secreto está a salvo conmigo —le confirmo.
—¿Y tú? ¿Cuál es tu secreto? ¿Nada que alimente mi
curiosidad?
Desisto. Renuncio y caigo presa de sus palabras.
—Ese sendero lo compartimos los dos —le comento haciendo
alusión a sus anteriores palabras—. Y lo peor de todo es que ni
siquiera sé cómo ha sucedido.
—Lo que llega de forma inesperada es lo mejor. Puede que tu
amiga se haya quitado de forma inesperada —remarca sus últimas
palabras— a un lastre que no la valora para dejar paso a alguien
que sí lo haga.
—Puede… —admito.
—Y puede que ese tipo que te gusta sea un cabrón con suerte.
Ojalá te hubiese conocido antes, Lilah.
—¿Antes de qué? —balbuceo.
—Antes de enamorarme.
La llamada se corta y presupongo que ha sido de forma
intencionada. Y lo agradezco. Lo agradezco de veras porque no
habría sabido qué responder a eso.
39
Un nuevo comienzo

Para cuando salgo de la habitación no hay nadie en el salón. La


habitación de Unai está cerrada y la de Celeste también.
Regreso a la mía y me meto en la cama dispuesta a dormir para
no molestar, porque no sé qué habrá pasado y de una forma u otra
no quiero ser un incordio.
Cuando me levanto, pronto, muy pronto, tampoco hay rastro de
ellos.
Envío un mensaje al grupo que tenemos Aina, Celeste y yo para
obtener alguna noticia.

Violeta:
¿Todo bien, Celeste?

Llego a la oficina y me encamino hacia mi mesa a dejar las


cosas. Enciendo el ordenador y entro en la agenda que tenemos
Bruno y yo sincronizada. Hay una reunión en dos horas. Bien. Podré
hablar con él de lo que he pensado acerca de la campaña
publicitaria de Orgasmic.
Mensaje recibido.

Aina:
¿Te hace un café?

Me levanto como si hubiese sido la mejor frase que jamás


hubiese escuchado, sencilla, pero pegadiza, el que la haya
inventado debe de estar bañándose en billetazos.
Paso por su mesa y la observo tecleando sin parar en el
ordenador. Concentrada.
—¿Te olvidaste del café o es una estratagema para que deje mi
puesto de trabajo, me pille Ferran y me despida?
Aina alza la vista, las comisuras de sus labios se mueven y sus
dientes asoman entre ellas. Tiene un gesto de pérfida total.
—Ferran te despediría si pudiese, aunque te pegases currando
veinte horas diarias.
—En eso tienes toda la razón del mundo… —claudico.
—Igualmente, aceptaré tu café y añadiré un pastel que he traído
y que tengo escondido aquí —dice señalando hacia el primer cajón
de su mesa de trabajo.
Mira hacia ambos lados antes de sacarlo, como si estuviese a
punto de cometer una fechoría impropia de ella y que eso tuviese
una consecuencia negativa en su reputación. La sigo y cierro la
puerta.
—Espero que no venga nadie.
—Tendremos que atragantarnos mientras lo comemos.
Lo parte en dos trozos con un cuchillo que coge de la cajonera.
Hay compañeros que almuerzan aquí y tenemos un buen surtido de
menaje.
Entretanto ella esconde de nuevo los trozos de pastel, pongo la
cafetera en marcha.
—Celeste se le declaró ayer a Unai. O eso creo porque cuando
salí de mi habitación no había rastro de ellos y esta mañana
tampoco. No quise tocar en las puertas para no molestar porque
quizá estaban juntos dando rienda suelta a su pasión contenida y…
—Muchas telenovelas ves tú. Cosa muy normal teniendo en
cuenta que tu jefe te lo comió en un archivo y te corriste en su boca.
—Gracias por traer esa imagen tan indecente a mi cabeza.
—De nada —murmura sonriendo—. ¿Cómo crees que les habrá
ido?
—¿La verdad? No lo sé, porque Unai ya sabes cómo es y nunca
jamás ha dado pistas de nada.
—Tal vez le sucedía lo que a tu hermana —replica Aina— y le
daba vergüenza confesar sus sentimientos.
—Que Unai no nos lo cuente no quiere decir que no sienta—
matizo.
Aina alza los hombros a la vez que pone el azúcar en las tazas y
las llena.
—Tendremos que esperar a que Celeste nos cuente.
Asiento.
—¿Y tú? ¿Novedades?
—Ya no está.
Es todo lo que dice mi amiga cuando le pregunto y con esas
sencillas tres palabras sé que no solo hace referencia a que se ha
ido de casa sino también a la ausencia en la vida de ella.
—¿Y cómo te hace sentir eso? —Recuerdo el discurso de mi
abuela y me invade la ternura.
—No lo sé. Es raro. Es una sensación extraña. Me siento bien,
tranquila cuando estoy fuera, no obstante, cuando llego a casa y
encuentro todo vacío… me derrumbo. Me da pena. Pena de mí, de
sentirme así de sola, de haber caído tan bajo, de haber esperado y
desesperado…
—Sabes que todo pasa, ¿verdad?
—Claro. No le tengo miedo a eso, es solo que me gustaría que el
tiempo pasase rápido, que esto que hoy duele deje de hacerlo,
saltarme este paso previo del que soy consciente que tengo que
vivir, aunque no quiera.
—Quizá este paso que te quieres saltar te enseña algo, algo que
no quieres que se repita, te enseña a mejorar y a crecer, a
madurar…
—¿Eso te pasó a ti? —me pregunta directamente antes de
llevarse la taza a los labios.
—No sé si soy buen ejemplo teniendo en cuenta que sigue
afectándome y no porque sienta algo por él, ya que lo único que le
profeso es desprecio. No hablo de eso. Hablo de encontrarme
cohibida, pequeña, me siguen fallando las fuerzas y no quiero que
sea así. Y me da rabia, me enfado conmigo misma por dejar que
siga teniendo el control.
—Quizá todo tiene su momento. Las batallas se libran cuando
llega el momento, no hay fecha y hora estipulada, ¿recuerdas?
El cariño y el afecto hacia Aina me embriaga y soy
tremendamente afortunada de poder haber contado con ella, con mi
hermana y con Unai para salir de todo esto y para intentar dar
carpetazo de una vez por todas a este asunto en cuestión.
—Anoche hablé con Míster B.
—Ohh, ¿y qué te dijo Míster Berga con B? ¿Algo guarro? Acabo
de caer en la cuenta de que ahora no voy a tener con quién follar.
¡Qué triste!
Me tomo mi café de un sorbo antes de proceder a explicarle.
—Te utilicé como conejillo de indias.
—¿Per-do-na? —cuestiona remarcando cada sílaba como ella
suele hacer.
—No te asustes, le pregunté su opinión sobre las chicas que
trabajamos en una línea erótica.
—Adivino… Dijo que todas somos unas guarrillas —sentencia mi
amiga poniendo cara de asco.
—No. Nada de eso. Solo dijo que el chico que haga ese tipo de
cosas no es el adecuado.
Aina me mira y sonríe con suavidad. Como si fuese la respuesta
que ella esperaba que le diese Tomás y no fue así.
—Ese tipo me cae bien. Deberías decirle que me llame a mí.
—Está pillado. Muy pillado —especifico sin decir sus palabras.
—¿Hermanos?
—Ni pajolera porque no hablamos de esas cosas, no así, quiero
decir.
—¿Tuvisteis sexo?
Niego.
—Creo que solo quiere hablar conmigo.
—Y follársela a ella —matiza Aina.
—No se lo he preguntado y no pienso hacerlo.
—Anda, venga, hazlo por mí, necesito chismes que me alegren la
vida y me hagan olvidar lo patética que es la mía.
—Tu vida no es patética.
—No me dirás lo mismo cuando esté soltera y rodeada de gatos.
—Los gatos son animales independientes y muy cariñosos.
—No me ayudas en nada.
Aina me alza la mano y me invita a comerme el dulce o, lo que es
lo mismo, a que coma y calle. Me río cuando me atraganto y
algunos trozos salen despedidos hacia la mesa.
Lo limpiamos entre carcajadas y salimos de allí felices, a pesar
de todo, felices.
Nos despedimos mientras me voy a mi sitio a preparar la reunión
con Bruno y sí, solo de pensarlo, me tiemblan las piernas.
Me apetece mucho verlo y saber qué es eso que quiere
proponerme.
40
¿Qué me dices?

Bruno
Estoy nervioso.
Nervioso y expectante.
Nervioso y con ganas de verla.
Tan nervioso que quizá rozo el ansia.
Llevo días sumido en los cambios de la empresa. Con
discusiones que no cesan y que han caldeado el ambiente entre
Ferran y yo, porque ambos queremos cosas diferentes, una vez
más.
He puesto al corriente a Cristian de todo. Parece que mi hermano
es el único que es capaz de darle una perspectiva al asunto y en
quien puedo confiar. Y empiezo a pensar que tiene razón, y que
Ferran oculta algo lo que ha incrementado la sensación de
culpabilidad porque, si mis sospechas resultan ser ciertas, el que le
abrió la puerta de esta empresa fui yo y solo yo.
La calma que me suele transmitir el observar desde esta ventana
el deambular de las personas en la calle hoy no surte el efecto
deseado.
No quiero despedir a Violeta y ese fue uno de los primeros
nombres que salieron a la palestra cuando hablamos del recorte de
la plantilla.
El planteamiento de Ferran es sencillo: trabaja menos horas que
otras personas y su indemnización, por tanto, es más económica. Es
Violeta. Fue mi respuesta, y a Ferran solo se le ocurrió añadir que
no era importante, nada importante. Y Violeta no es solo importante
en el plano profesional. Es importante en todos los aspectos porque
es… ella. Desde hace mucho tiempo es ella.
Un suave toque en la puerta me hace desprenderme de esa
marabunta de pensamientos que me traen de cabeza.
—Adelante —lo digo lo suficientemente alto como para que me
escuche.
La puerta se abre y me giro para encontrarme con sus preciosos
ojos. Inevitablemente sonrío. Y vuelven los nervios y la expectación.
Sentimientos que hacen que el resto deje de importar.
—¿Se puede? Tenemos una reunión y pensaba que estabas listo.
Quizá tendría que haber llamado antes.
—Tú no tienes que llamar nunca.
Un leve rubor cubre sus mejillas. Y puede que escuchase lo que
acaba de decir si no estuviese obnubilado con ella. Esa falda que se
ciñe perfectamente a sus caderas, caderas que tuve el placer de
vislumbrar y recorrer el otro día. Caderas que se ciñeron a las mías
mientras bombeaba con fuerza dentro de ella. Un latigazo de placer
me sacude y, tras eso, la desesperación por acercarme, encerrarla
entre mis brazos y olvidarme de todo lo que no sea Violeta, sus
preciosos ojos y su olor a arándanos.
Me acerco, prendado. Pasos rápidos, fuertes, decididos, osados y
audaces. Manos que actúan por voluntad propia saltándose todo el
decoro, olvidándose una vez más de dónde nos encontramos y
enredándose entre su pelo para acercar sus labios a los míos.
Primario. Tosco. Bruto. Apasionado. Ardiente y febril. Nuestros
labios colisionan y todo, absolutamente todo, desaparece cuando su
lengua y la mía se encuentran.
Hay necesidad y anhelo en el beso. Hay deseo. Y hay amor.
Porque esto es amor. Unos labios que se necesitan y se encuentran
como dos almas errantes que vagan buscando consuelo y alivio. El
alivio que hasta ahora nadie me ha proporcionado jamás, hasta que
la risa, los comentarios irónicos, los besos apasionados, el sabor de
su sexo y las ansias de sus movimientos han llegado para quedarse
y ocuparlo todo. Para que Violeta se convierta en alguien
importante, alguien que es capaz de ocupar un corazón sin siquiera
ser consciente de ello.
—Te he echado de menos —murmuro contra sus labios.
—Normal. Lo extraño sería que no lo hicieses —me vacila.
Le propino un leve pellizco en la nalga, y ella da un respingo y
sonríe condescendiente.
—Eres una descarada.
—Le dice la sartén al cazo —replica con ese tono tan suyo. Tan
mío. Tan nuestro.
—Lo digo en serio, Violeta. Te he echado mucho de menos.
Violeta entorna la mirada analizando mis palabras, buscando
resquicios de la sinceridad en ella, de cuánto hay de cierto en lo que
digo y cuánto de mentira.
—Yo también a ti —finaliza. Y yo no busco nada porque sé que lo
dice de verdad.
La atraigo hasta la mesa y la coloco en ella. Sentada. Me cuelo
entre sus piernas, provocando que la falda se suba bastante.
—Pretendes que no trabajemos hoy, ¿verdad?
—Has sido tú el que me ha sentado aquí —replica. Y tiene razón,
sin embargo…
—En cambio, no he sido yo el que ha decidido ponerse ese
modelito que tan poco deja a la imaginación.
—Eso es porque mi jefe tiene una imaginación muy sucia.
—Mucho —le digo colando un dedo entre nosotros y subiendo
por sus muslos hasta llegar al borde de la falda. El límite entre lo
transitable y lo infranqueable.
—Deberíamos trabajar —murmura poniendo algo de cordura en
esta conversación.
—Deberíamos, sí. —Sé que nos jugamos mucho, más de lo que
me gustaría—. Me lo pones difícil. Contigo cerca es jodidamente
complicado concentrarse.
Otra mueca. De aprobación. Y es ella la que posa sus dedos
sobre mi cara y recorre mi piel cubierta de barba. La línea del
mentón, la mandíbula, el contorno de mis labios. Y la desesperación
crece.
—No sigas —le advierto—. No sigas si no quieres que te folle
aquí mismo, sobre esta mesa, o… quizá devorarte a la vez que tus
piernas encierran mi cabeza entre ellas y tu sexo. —Se estremece y
lo percibo. Y ¡joder! Ese «Te he echado de menos» encierra mucho
más de lo que aparenta. Violeta desvía la mirada hacia la puerta y
sé que está sopesando las opciones. Me sonríe brabucona y se me
pone más dura. Aún más dura—. Malvada.
Le muerdo el lóbulo de la oreja, y ella gime bajito. Suave, pero
desesperada. Anhelante. Exactamente como lo estoy yo.
Me empuja con suavidad y siento la distancia entre nosotros al
momento. Mi cuerpo me pide que regrese a su lado y la tome allí,
sin pensar en nada más, solo en nosotros. En lo que explota cerca
cuando estamos juntos.
En que ella lo llena todo de color con su mera presencia.
—Tengo una propuesta que hacerte —indica.
Ahora el que entorna el gesto soy yo. Sonríe. Claro. Porque esas
fueron mis últimas palabras y conllevan un mensaje implícito.
—Si es algo obsceno, estaré encantado. —Llevo mi mano hasta
mi polla dura y dejo que observe cómo la sujeto con fuerza—. Así no
se puede trabajar —murmuro para provocarla.
Violeta se baja de la mesa, recoloca su falda y por primera vez
soy consciente de que traía una bolsa de tela. Tuerzo el gesto.
Adiós a la diversión.
—Seguro que esto te corta el rollo —suelta burlona.
Me tiende la polla verde que sé que tanto odia y que es nuestra
salvación. E inspiro.
Me dirijo hacia mi sitio y me siento. Centrándome en el trabajo y
siendo cabal de nuevo. El Bruno cabal que he sido siempre hasta
que Violeta entró en mi vida por la puerta, las ventanas, la chimenea
y cada puñetero espacio abierto por el que se pudiese colar.
—He estado pensando en ello y no quiero forzarte a que trabajes
en un proyecto en el que no te sientes cómoda.
Violeta permanece en silencio. Esperando a que prosiga. No
tengo mucho más que añadir.
—¿Has acabado? —Afirmo con un leve cabeceo—. Dejando las
estupideces a un lado, Bruno, se me ha ocurrido una idea que
puede molar. Ellos no van a cambiar el producto porque han
invertido en él y es lógico. Tenemos que venderlo y para venderlo lo
mejor es crear la necesidad. Un buen eslogan siempre ayuda, ya
que el producto en sí no creo que haga demasiado y no me
preguntes cómo, pero se me ocurrió una idea chula. Sé que
estuvimos hablando y sopesando opciones, tuvimos ideas y no
están mal, no obstante, lo que tengo en mente puede funcionar y, si
no, volvemos a la idea principal —sentencia llena de vehemencia.
Me acerco, colocando mis brazos sobre la mesa y restando
distancia entre nosotros. Menos distancia de la que me gustaría,
obviamente.
—¿Qué has pensado?
Violeta mira hacia ambos lados, como si esperase a que el
público se marchase y el secreto quedase entre nosotros.
—Tenemos que venderla como el sexo de otro mundo. Por su
color, ya sabes. La idea original era otra…
—¿Cuál?
Violeta suspira, y yo le hago un gesto con la mano para que
prosiga. No es momento de guardarse detalles.
—«La polla radiactiva, el sexo del otro mundo». —Me recuesto en
la silla. Pretendo que la sonrisilla descarada no aflore entre mis
labios. Tarea ardua teniendo en cuenta lo que me acaba de decir—.
Sabía que te reirías, por eso pensaba que lo mejor era que no
hicieras preguntas.
—Tengo un gran poder de convicción —fanfarroneo.
—Y bastante seguridad en ti mismo —replica con desdén.
—No creas —me sincero. Comienzo a desabrochar el botón del
puño de mi camisa blanca para proceder a remangarla hasta los
codos. Me agobia llevarla siempre formal. Pillo a Violeta siguiendo
con sus ojos los pasos hasta que termino—. Estoy aquí —le digo,
socarrón. Traga con fuerza y me siento complacido al darme cuenta
de que yo también soy capaz de provocarla. Un nuevo aguijonazo
en mi polla. Un nuevo suspiro de contención.
»Si supieras lo que me muero por hacerte. —Ocho palabras
solemnes que evocan una sinceridad apabullante—. Y lo que te
haría durante horas y horas…
Se recompone mirando de nuevo hacia los lados.
—«Green Orgasmic, el sexo del otro mundo» —finaliza haciendo
caso omiso a mi provocación.
Dura. Cada vez más dura.
—Admiro la capacidad de raciocinio que posees ahora mismo. La
admiro de verdad.
—Soy una profesional.
Lo sé. Nunca jamás he dudado de ello. En ninguno de los
puestos en los que ha estado nadie lo ha hecho y que ella sea mi
ayudante adjunta no es solo porque quisiera tenerla más cerca sino
porque conozco sus capacidades y su forma de trabajar. Incluso
sabía que, aunque le dijese que no la obligaría a trabajar en un
proyecto que no quisiera, Violeta lo haría porque ella se entrega a
todo lo que hace en cuerpo y alma.
Me incorporo de nuevo y me dirijo hacia la ventana.
—Es sencillo —susurro mirando por ella—. Aun así, creo que es
la polla —balbuceo siguiendo la broma.
Me recompensa con una leve carcajada.
—¿Podemos tener todo preparado para la próxima semana?
Tenemos reunión con ellos. Que todo gire en torno a eso; colores
llamativos y vibrantes. —Otra sonrisa por su parte—. Un toque de
otro mundo, algo…, algo demoníaco, nada celestial. Que sea de
otro mundo, del malvado. Del que saca nuestro lado malo a jugar.
Violeta toma notas de todo.
—Hablaré con los de diseño.
—No —la corto.
—No quiero que nadie sepa el enfoque. Nadie —le recalco.
—¿Es por Ferran?
No le he contado demasiado porque nunca he querido involucrar
a mis empleados en nada de esto, ahora bien, ella ya ha dejado de
ser una mera empleada hace tiempo para convertirse en alguien
importante en mi vida. Incluso más allá del sexo.
—Te lo contaré todo fuera de aquí.
Ese «todo» abarca muchas más cosas que puro trabajo. Quiero
que Violeta sepa todo de mí.
—Trabajaré en ello, no te preocupes.
—Si necesitas ayuda, que sea de Aina.
Omito que ella es la que me ha estado echando una mano en
todo esto, involucrándose y jugándosela, a pesar de ser la secretaria
de Ferran y que su puesto corre peligro, aun así, no hubo ninguna
negativa cuando le dije que la necesitaba y que buscaba su silencio
al respecto.
Violeta se incorpora. Guarda todo en esa bolsa de nuevo y me
guiña un ojo antes de abandonar el despacho.
—Violeta… —el susurro se escapa de entre mis labios—. El
domingo tenemos una cita.
Se gira. Una mueca que me indica que no entiende nada.
Normal.
—¿Una…?
—Te recogeré sobre las doce de la mañana. Tranquila, sé dónde
vives —expongo con socarronería. Me devuelve el gesto y me pone
a cien.
—¿Para ir a dónde?, si se puede saber.
—A casa de mis padres. Dan una pequeña fiesta. Solo los
familiares cercanos.
—Yo…
—Puedes traer a una acompañante. No es nada formal. En
realidad, yo lo hago porque quiero estar contigo. —Siempre, eso no
lo digo—. ¿Qué me dices?
—Sí —sentencia.
Ese «sí» en mi cabeza es una afirmación que se extiende a todo.
Sí, a sus besos.
Sí, a sus caricias.
Sí, a sus secretos.
Sí, a nosotros.
Y sí, me encargaré de que así sea.
41
Empezar de cero

Llego a casa tarde. Me he quedado a hacer horas extra con Aina en


la oficina.
Bruno no me ha contado nada, y Aina sigue siendo una tumba en
cuanto a este asunto se refiere. La he reunido en el archivo porque
despacho como tal no tenemos ninguna y los baños suelen ser
peligrosos porque no hay intimidad, en cambio, en el archivo hemos
hablado mil veces —sin mencionar nada de la boca de Bruno sobre
mi sexo— y nadie ha sabido nada de lo que ocurre allí dentro en
cada uno de nuestros encuentros.
Sé lo que pasa. No hay que tener demasiada información al
respecto para atar cabos. Y se lo dije a Aina, que guardó silencio
mientras yo le narraba todo lo que se me pasaba por la cabeza.
Nada descabellado, aunque la palabra «narcotraficante» seguida de
Ferran también salió a la palestra, eso sí, solo como una
provocación para ver si mi amiga era capaz de pararme y decirme la
información que maneja. Nada. No conseguí nada más allá de su
ayuda incondicional y su hombro como desahogo.
Lo malo de todo esto es que tendremos que hacerlo fuera de
nuestro horario, o ella fuera del suyo, para que Ferran no sospeche.
Nos hemos venido juntas a casa para seguir trabajando en el
proyecto.
—¿Cómo vas?
He estado pensando en cómo preguntarle a Aina por la situación
sin ser muy directa ni bruta al respecto. No hay forma de edulcorar
una ruptura, es mejor tomar las riendas y formular la cuestión sin
más.
—Bien. Es decir, mejor que el otro día y supongo que cada día
que pase será mejor que el anterior.
—¿Y la vuelta a casa?
—Eso es algo más complicado. Los recuerdos, ya sabes… Estoy
pensando en mudarme. Cambiar de aires, formar nuevos recuerdos
en otro sitio. Quizá es algo cobarde…
—No me lo parece —le indico a la vez que comenzamos a subir
el tramo de escaleras que nos llevan hasta el apartamento—. Si es
lo que necesitas, me parece justo. Lo que a mí me resulta absurdo
es tener apego por un sitio que te hace mal.
—No es que me haga mal en sí. No es eso. Siento que fue una
etapa, que esa etapa ya acabó y que hay que empezar una nueva
en otro sitio.
—¿Quieres que te ayude a buscar?
—Estaría bien —murmura—. Cuando acabemos todo esto. Ahora
es complicado. Necesitamos tiempo para hacer de esta campaña
una estrategia.
—Debería decirle a Cristian que creo que Ferran es un
narcotraficante, tipo Escobar, y que hay que seguir sus pasos.
—No seas bestia.
—Cristian es un poli bueno, fijo que está acostumbrado a ese tipo
de cosas. Perseguir a los malos es lo suyo.
Aina se ríe, y me alegro de inmediato por haber soltado todas
esas estupideces que hagan que mi amiga deje a un lado su
situación actual.
—Estar ocupada me viene bien —me cuenta haciendo alusión al
trabajo de nuevo—. Por eso le dije que sí a Bruno. Por eso y porque
él cree de verdad en esa empresa y yo creo en Bruno.
—¿Crees que Ferran no es trigo limpio? —le pregunto
directamente, frente a la puerta, sin abrir.
—Ferran es mala persona. Lo dicen sus ojos.
—¿Ahora lees las miradas?
Asiente.
—La tuya me dice que estás loca por los huesos de Bruno. Tu
jefecito, mamá. —El acento mejicano, definitivamente, no es lo de
Aina, pero me hace tanta gracia que se lo perdono.
—Estás mal de la cabeza, ¿te lo he dicho alguna vez?
—Con vino soy peor aún. Espero que tengas vino en casa.
—Nunca falta, ya lo sabes.
Abro la puerta, y dejamos las cosas sobre la mesa. Nos dirigimos
a la cocina a por un par de vasos de vino y a seguir trabajando un
rato.
Nos quedamos paradas, en silencio, cuando vemos a mi
hermana hecha un ovillo en el salón. Con una manta cubriendo las
piernas y un pañuelo envuelto con su puño apoyado en la boca.
—Celeste… —murmura Aina, que es la primera en reaccionar.
No, joder, mierda. No.
Me rasco la cabeza porque me temo lo peor.
Mi hermana alza la cabeza como si reparase por primera vez en
nuestra presencia y me observa. En este momento sí que soy capaz
de leer su mirada, como Aina hace nada lo hizo conmigo dando en
el clavo.
Nos acercamos y nos sentamos a ambos lados de ella.
Formando un escudo infranqueable a su alrededor.
—¿Nos lo quieres contar? —Evitamos las preguntas estúpidas
¿Qué ha pasado? ¿Es por Unai? Salió mal, ¿cierto? Porque de
nada vale formularlas cuando el estado de mi hermana es bastante
esclarecedor.
Afirma y, a pesar de ello, no dice nada.
—Voy a por vino —indica Aina.
Observo la puerta de Unai y sigue cerrada.
—No está. Tiene turno o quizá se ha ido presa del pánico —
ironiza mi hermana.
—Dudo que Unai sea de los que huyen. No le pega —añado. Es
la verdad.
—Te sorprendería lo que son capaces de hacer las personas
cuando se ven acorraladas —apostilla Aina, que nos escucha.
Lo sé. No es necesario que diga nada más. Yo misma me he visto
en esa situación, no en la de Unai, sino acorralada, como dice
Celeste, y he tomado decisiones desacertadas miles de veces.
Aina deja una botella de vino sobre la mesa y nos tiende tres
copas.
—Bebe —le pide a mi hermana.
Cruzan una mirada que lo dice todo.
—Estamos hechas una piltrafa —murmura Celeste.
Nos reiríamos si no fuese cierto. Tan cierto que da miedo.
—Menos ella. —Me señala mi amiga—. Porque está pillada por
Bruno y aún no ha sido capaz de admitirlo en voz alta.
—Es complicado.
—Nosotras nos complicamos la vida solitas —susurra Aina a
modo de consejo—. Quizá si no le hubiese guardado secretos a
Tomás las cosas hubiesen sido diferentes, no obstante, me habría
perdido lo que tengo que descubrir de aquí en adelante. Porque algo
me espera, igual que a ti, Celeste, o a ti, Violeta.
—Eso es buscar el lado positivo de las cosas —susurra mi
hermana con condescendencia.
—¿Y qué hago? ¿Me dejo morir? ¿Vale la pena dejarse morir por
amor? No, mi niña —ironiza Aina y en su tono hay acidez y
mordacidad—. De amor no muere nadie, aunque bien se podría.
—Me dijo que lo sentía mucho, pero que eso que yo sentía por él
no era correspondido. Es más, me insinuó que lo que sucedía es
que ese cariño que nos tenemos por la amistad que compartimos
hace tiempo me había hecho confundirme. No sé si me dolió más el
rechazo o el que me tratase como alguien que no sabe lo que
quiere. Yo sé lo que siento por él.
—Lo sabemos —la corto antes de que siga haciéndose más
daño.
—Me duele. Me dolieron sus palabras —prosigue.
—Hoy duele. Mañana dolerá menos. Pasado menos aún, hasta
que quede en el olvido.
—Sí, no obstante, tú no tienes que verlo cada día. Aquí —
argumenta mi hermana.
—Cierto. No puedo negarlo. Eso te hará más fuerte —indica Aina.
—Podemos montar un club… El club de las estúpidas
enamoradizas —propongo.
—A mí me da igual. Podríamos compadecernos durante horas.
Llorar por lo amargadas que estamos y quejarnos de lo triste que es
nuestra vida. Me da igual lo que penséis y lo que yo pienso cuando
me siento mal y se me cae la casa encima. Me da igual todo. No
pienso dejar que este desasosiego nos hunda en el abismo. No voy
a permitir dejar de creer en el amor y en que ahí fuera hay alguien
para nosotras. Alguien que nos espera, como a ti. —Me señala Aina
—. Que gracias a Dani has encontrado a Bruno, y él te ha
encontrado a ti. Le has abierto las puertas de tu corazón poco a
poco, con recelo, pero le has dejado entrar de igual manera. Eso es
lo que haremos nosotras. Sanarnos y dejar cabida para las nuevas
oportunidades que se nos presenten cuando llegue el momento
indicado. ¿Y sabes qué? —le pregunta mirando a mi hermana
directamente.
Ha dejado de gimotear y de llorar. Está seria, con la mirada
brillante, atenta a sus palabras y me siento, una vez más, orgullosa
y afortunada de tenerlas a mi lado.
—¿Qué? —cuestiona Celeste.
—Que algún día nos daremos cuenta de que hemos aprendido
algo de todo esto. ¿O no? —me pregunta ahora a mí.
—Sí. —Es cierto, no lo estoy diciendo porque sea lo que hay que
decir o por consolarlas a ellas, no, de verdad que se aprende algo
de todo esto—. Es difícil ver lo bueno en una situación que no lo es
tanto. Porque no te consuela y porque entre la espesa bruma negra
lo que hay es tristeza y dolor. Se aprende. Sí, se aprende.
—¿Qué has aprendido tú? —En el tono de mi hermana asoma la
esperanza.
—Las situaciones son diferentes.
—Porque cada relación lo es —sentencia Aina.
Asiento de nuevo.
—He aprendido a quererme con mis virtudes y mis defectos. A
querer mis taras porque forman parte de mí. A no dejar que nadie
me diga que no valgo, que no estoy a la altura y que soy menos,
porque nadie es menos que nadie, y quien lo diga o lo insinúe es
que tiene un problema. Las relaciones tóxicas están a la orden del
día y darse cuenta de ello es complicado. No quiero decir que
vosotras estéis metidas en ese bucle porque no estoy segura de que
sea así, como os he dicho, las relaciones son todas distintas. Por
desgracia, yo me sumí en una, confiando en una persona que creía
que buscaba lo mejor para mí cuando lo mejor, en este caso, era
quererme por encima de todo. Fuisteis mi apoyo durante mucho
tiempo y me costó. Me costó abrir los ojos. —Bajo la cabeza para
evitar llorar, porque no quiero que Dani vuelva a ser motivo de
lágrimas, ya bastante lloré por él y por sus desprecios cuando
estuvimos juntos, dejando que me afectase todo lo malo que decía
de mí, haciéndome pequeña y vulnerable—. Me costó darme
cuenta, sí, y al final lo hice. Y eso me enseñó lo que quiero y lo que
no quiero.
—Y ahora le quieres a él, ¿verdad? —me pregunta Celeste.
Cabeceo varias veces. Alzo la vista y me encuentro miradas
apreciativas en mi hermana y mi amiga. Miradas que me dicen que
me entienden. Miradas que me indican que, pase lo que pase,
estarán conmigo.
—Sí. Creo que le quiero. Puede que…
—No dejes que el miedo lo ocupe todo. No dejes que te paralice.
No lo hagas —me dice mi hermana como si no hubiese sufrido un
desengaño amoroso hace horas. Confía. Cree. Ella lo hace.
Cruzo una mirada con Aina y veo que ella también lo nota y lo
comparte. La ilusión, la esperanza…, algo que nadie nos puede
quitar jamás si confiamos en nosotras mismas.
—Tienes que contarle lo de la línea erótica —me aconseja Aina.
—Lo sé…
—Si es el indicado, lo entenderá y te apoyará —añade.
—Si es el indicado, te querrá por encima de todo —revela mi
hermana. Nos cogemos de la mano y apretamos con fuerza—. Voy
a seguir adelante. No voy a dejar que nada ni nadie me quite la
ilusión.
Aina coge su copa y la alza.
—Por nosotras. Porque la ilusión y los sueños sean eternos.
Hacemos lo propio. Alzamos la copa y la chocamos unas contra
otras.
—Porque nos tengamos siempre —añado.
—Porque seamos felices, aunque no sea hoy y tampoco mañana
—susurra mi hermana.
—Y que todas seamos testigos de ello —matiza Aina.
Brindamos. Bebemos y volvemos a beber.
Porque esas somos nosotras y es probable que hoy sí que
hayamos cerrado un capítulo lleno de cosas que dejar atrás para
narrar uno nuevo cargado de esperanza.
Una hoja en blanco con mucho que escribir en ella.
42
Ding, ding

—No quiero ir.


Aina le da una nueva calada a su cigarrillo sin siquiera dedicarme
una mirada. Está cansada porque esta frase la he repetido cinco
veces ya. Consecutivas.
—Eso da igual. —Sigue sin mirarme—. Le dijiste a tu abuela el
otro día que lo intentarías y eso es lo que vas a hacer. Dijimos que
nada de miedos, ¿verdad?
—Maldita.
—Te has respondido tú solita y lo sabes.
Sí. Lo sé. Sé que tengo que ir, que dar la cara y que dejar de no
responder a las llamadas —incesantes— de mi abuela, que no ha
parado. Como si me hubiese olvidado de que hoy es jueves y toca
cena —y probablemente también espectáculo— en su casa.
—Estará allí y no estoy preparada para enfrentarme a esa
situación.
—Déjate de memeces. Te has enfrentado a cosas peores que
esa. Es una conversación y enterrar el hacha de guerra. Entender
que cada uno tiene sus circunstancias personales, aunque las de tu
madre sean egoístas.
—Lo has dicho tú —menciono en esta ocasión.
—Porque es lo que ronda por tu cabecita de tarada y psicópata.
—Lo que me faltaba por escuchar —bufo.
—Ojo, que ninguna de nosotras está mucho mejor.
—Lo sé. Dios las cría…
—Lo has dicho tú —suelta ella ahora—. ¿Unai? —Cambio
drástico de tema—. He querido llamarlo…, no sé siquiera qué
decirle, salvo que es un capullo.
—No podemos cogerla con él —interpelo—. No es su culpa. No
podemos obligarlo a nada, y Celeste está más tranquila.
—La estoy convenciendo para que le dé una oportunidad al chico
ese que babea por ella —musita Aina antes de llevarse de nuevo el
cigarrillo a su boca.
—Deberías dejar de fumar —le pido.
—Solo fumo cuando estamos aquí. Y alguno en casa —añade
mientras la miro horrorizada—. Es costumbre. No es vicio.
—Hablando de costumbres… —Es hora de decírselo—. El
domingo te vienes conmigo a un almuerzo.
Ahora sí que me mira, la muy pelleja.
—¿Pagas tú? —Me dedica una sonrisilla descarada. Esa es mi
Aina.
—En realidad, pagan los padres de Bruno.
—¿Cómo?
—¿Dónde ha quedado tu famoso «per-do-na»?
—Puede que no discurra bien teniendo en cuenta que me acabas
de decir algo sobre los padres de tu futuro marido.
—No es mi futuro marido —contrataco.
—Lo será.
—No.
—No seas estúpida y negativa. Te mueres por él, y él por ti.
Asunto zanjado. Y necesito una boda, porque, ya sabes, la mía se
fue a tomar por el culo.
—Lo que me faltaba. Eres tú la que dice estupideces, y soy yo la
estúpida, sin contar con las palabrotas. Está bien el asunto —ironizo
de nuevo. Ya sabéis que la ironía y el sarcasmo son lo mío.
—¿Y por qué se supone que tengo que ir yo a un almuerzo
familiar cuando yo no soy de esa familia?
Buena pregunta. Lo que es, es.
—Me ha invitado Bruno y me ha dicho que puedo llevar a una
acompañante. No se me ocurre a nadie mejor que tú porque os
conocéis y también conoces a Cristian.
—¿Cristian estará allí? Me cae bien. Es buen tío.
—No lo conozco mucho, pero sí, lo parece —admito.
—Está bien. ¿Habrá vino?
—Espero. Lo voy a necesitar para enfrentarme a esa situación.
—Podrías haber dicho que no si te supone un problema.
—Lo sé.
—Te apetece.
—Lo sé.
—Te gusta Bruno más de lo que quieres admitir.
—Lo sé.
Aina me sonríe de nuevo. Es una de esas sonrisas que esconden
la alegría por lo que le estoy diciendo y la ilusión porque mi página
en blanco comience a llenarse.
—Cuéntale todo. No te guardes nada. No lo escondas —me
repite.
—Lo sé. —Es todo lo que se me ocurre dadas las circunstancias.
La puerta se abre cuando Aina sigue sentada en su archivador
favorito, y yo, aún con la cabeza baja, intentando asimilar que eso
que me ha dicho mi amiga es algo que lleva rondándome mucho
tiempo. Uno de esos miedos que asoman la patita a través de la
puerta y que quizá se convierta en un nuevo fracaso que asumir. Un
nuevo capítulo al que poner punto y final y una página nueva que
comenzar a escribir.
Poderosa fiera es don miedo, que espera el momento indicado
para intentar eclipsarlo todo.
—¡Anda, ha llegado Bruno! Seguro que él te puede ayudar a
encontrar esos papeles que me dijiste.
Bruno, obviamente, no se traga ni una sola palabra de mi amiga.
Observa su posición, bajando en este momento del archivo y como
si lo que estuviésemos buscando no se encontrase estampado en la
pared, íbamos por mal camino. No dice nada al respecto, solo
sonríe intentando hacerse el tonto.
Aina recorre un par de pasos y regresa para darme un abrazo.
—Lo sabes —murmura en mi oído. Y sé que hace referencia a
todo. Y ese todo abarcan muchas cosas y muy serias.
Sale del pequeño cuartito dándole un par de palmadas en el
hombro a Bruno. Me sorprende su camaradería y en algún recóndito
lugar me hace sentir bien, porque sé que ellos dos se llevarían bien
y encajarían a la perfección en el pequeño grupo psicópata que
hemos formado.
—¿Estás bien? He asumido que cuando os escondéis aquí es
porque alguna de las dos necesita hablar.
Cabeceo con una pequeña sonrisilla en los labios. Bruno es muy
perspicaz.
—Nuestra vida últimamente está algo descolocada.
—¿Nuestra? ¿Aina está bien?
—Lo estará. Y mi hermana también.
—¿Y tú? —indaga acercando sus pasos a los míos—. ¿Qué
sientes tú? —me pregunta a la vez que me envuelve entre sus
brazos.
Me dejo arropar entre ellos. Esconderme. Intentar que ahí los
problemas se conviertan en nimiedades. No pensar en el corazón
roto de mi hermana. En Unai, que debe de sentirse mal por la
situación. En Aina, que intenta reiniciarse y comenzar de nuevo.
Colocar todo en su sitio y en mí, en mi situación personal. Mi hoja en
blanco, que, inevitablemente, he empezado a escribir con el nombre
de Bruno plasmado como título.
Las ganas de decirle quién soy. Qué soy. Dónde trabajo… Todo
eso muere en mi boca. No. Este no es el sitio para hacerlo. No es el
lugar ni el momento. Este tipo de conversaciones hay que
tomárselas con calma, asumir lo que tenga que venir y poder huir si
fuese necesario.
—Tengo pareja para el almuerzo del domingo.
—Espero que te refieras a mí. —Su posesividad me pone
cardiaca.
Me aprieta más fuerte contra su cuerpo.
—¿Lo dudas?
—No. He barajado la opción de que, si no te vienes por tu propia
voluntad, tendré que ir yo en tu busca.
—Uhhh, amenazas conmigo no, ¿eh?
—¿No te va ese rollo? Ya sabes; yo, posesivo, y tú, sumisa.
—Lo que me faltaba. —Me carcajeo—. No. No me mola eso.
Mejor te pego yo a ti y, si quieres, te amarro y te dejo besarme mis
zapatos de tacón. —Miro hacia abajo, donde se encuentran mis
zapatillas de deporte—. Hoy no, claro, no es el mejor día para
besarme los pies.
—Yo te beso donde tú me digas —murmura mirando mis
zapatillas y pisando una de ellas con suavidad.
Ding. Ding. Ding. Ding.
Con lo que me gusta a mí un beso. Con la cantidad de días que
he imaginado a Bruno besándome o soñando con que lo haga. Que
lo desee tanto como yo o que lo piense.
—¿Sabes? —Sus manos en mi cintura, ascendiendo despacio,
con calma, tomándose su tiempo, creando expectación. Me gusta.
Esto me gusta—. Al principio, después de la primera vez que nos
besamos, incluso diría que antes de que eso hubiese sucedido, ya
fantaseaba con esto.
—¿Con nosotros? —Alza una ceja, como si no entendiese nada.
—Imaginaba si tú tendrías tantas ganas de besarme como las
tenía yo. Si las ansias te podían y te reprimías. Si me habías visto y
no hablo de un paseo, de verme caminar o de ser consciente de que
tu ayudante adjunta vagaba por la oficina. Hablo de…
—Hablas de ver que tú, Violeta, le das color al mundo.
Sus labios se posan sobre los míos en un beso delicado. Uno que
rompe. Un beso que da luz. Una explosión de colores.
Y, quizá, Bruno no me hubiese visto como yo le digo, pero sé,
ahora sé, que me ve. Porque soy luz y me he prendido gracias a su
fuego.
43
El deber o el querer

Emito una serie de ruidos ininteligibles mientras subimos las


escaleras hacia el portal de mi abuela.
—Deja de comportarte como una cría.
—Ya. A buenas horas. Tal vez lo he ido aprendiendo de ti todos
estos años.
Mi hermana me da un pequeño golpe en el hombro y me
escuece. Aunque creo que me merecía algo peor por el reproche
tan injusto que acabo de dedicarle.
—Te lo perdono porque sé lo que significa todo esto para ti y
porque estás dolida.
—Perdona. Estoy tensa. Tengo mucho trabajo. Me preocupa Aina
y me preocupas tú. Y mamá, claro.
—Yo estoy bien —musita adelantándome por las escaleras—.
Aunque tú estás mejor. Aina me dijo que te quedaste en el archivo a
solas con el jefecito.
Solo recordar el momento de intimidad que compartimos, lleno de
besos, caricias, de palabras susurradas y secretos desvelados me
estremezco.
—Estoy en un camino sin retorno —confieso.
—¿Y? Ya va siendo hora de que sea así. Y de que te des cuenta
de que eres capaz de conseguir el amor y no tiene que ser tóxico de
nuevo.
La puerta está entornada cuando llegamos y me siento tan mal
como el jueves pasado. O peor. Porque esta vez sé lo que se
esconde dentro.
—Vamos —me anima mi hermana.
Entramos y solo se escucha a nuestra abuela canturrear sin
cesar. Huele a comida. A algo más elaborado que una tortilla de
patatas como cada jueves. Huele a que viene mi madre.
—No ha llegado aún —grita la susodicha desde la cocina.
—Cada día me das más miedo. Ya lees el pensamiento —la
acuso.
—La edad tiene sus ventajas. Eso y que te la suda todo mucho
más.
Mi hermana se parte de risa mientras se encamina hacia la
pequeña cocina a darle un abrazo a mi abuela.
—¿Estás mejor? —le pregunta. Me doy cuenta de inmediato de
que mi abuela debe estar al tanto de las cosas de mi hermana—. No
entiendo a los chicos de hoy, la verdad, con lo guapa que eres y que
te haya rechazado.
—No fue un rechazo —le explico.
—Anda que no —suelta mi abuela sin un ápice de duda en su
voz.
—Vale. Sí que lo fue. Era por quitarle hierro al asunto.
—Está superado. Lo tengo que admitir y, reconozcámoslo —
murmura mi hermana—, la racional de las dos siempre he sido yo.
—Eso no lo heredas de tu madre —añade mi abuela.
—Será del donante de esperma —indico yo con tono despectivo.
Estoy que lo bordo. Últimamente no paro de reprochar cosas a
mis padres y eso que a uno de ellos ni siquiera lo conozco.
—Y eso que está enamorada. Si no llega a estarlo, no quiero
decirte cómo se comportaría.
—Lo siento —me disculpo de nuevo—. Es la tensión, el trabajo,
los miedos…
—¿A qué tienes miedo? —Una voz conocida formula la pregunta
tras nosotras, y todas nos giramos en busca de ella—. Estaba
abierta la puerta, por eso no toqué —se excusa mi madre.
—No porque nos quieras espiar, claro —la acuso.
Salgo de la cocina sin responder siquiera a sus palabras. No me
estoy comportando como dije que haría. No hay paciencia ni ganas
de entender nada. Lo que sigue habiendo por doquier es rencor.
Me dejo caer en el sofá de mala forma. Y me quedo mirando a la
nada. Sin un punto fijo.
Saco el teléfono y escucho las conversaciones en la cocina.
«¿Cómo estás? ¿Qué tal el bebé? ¿Habéis encontrado casa?».
Violeta:
¿Qué haces? Cuéntame algo que me distraiga
de la pésima cena en la que me encuentro.

Salgo de un chat y entro en otro. Redacto un nuevo mensaje,


este para Aina.

Violeta:
Estoy mosqueada y solo acaba de llegar. Esta
noche solo quedará una con vida.

Mensaje recibido. Destinatario inesperado.

Dani:
¿Es cierto que te follas al jefecito? Esto no me lo
esperaba. Desde luego, si lo que pretendes es
ponerme celoso, lo estás consiguiendo.

Me late el corazón acelerado. Tiene que haber visto que lo he


leído y en este momento los nervios se apoderan de mí. ¿Cómo lo
sabe? ¿Lo habrá contado Bruno? No hacemos nada malo,
entonces, ¿por qué me siento de esta manera? ¿Qué van a pensar?
Elimino el mensaje y lo bloqueo. Se va a dar cuenta de que lo he
hecho. Era eso o, probablemente, seguir recibiendo mensajes
acusadores. ¿Por qué actúo de esta forma? Yo no tengo que
esconderme de nada. No le debo nada. No estamos juntos y no le
tengo que temer porque Dani es un borrón en mi vida. Una mancha
en mi expediente de asuntos que no quiero que se vuelvan a dar y
una mosca cojonera que no me deja en paz.
—¿Qué pasa? Estás pálida.
Mi hermana se sienta a mi lado y espera a que le responda. Me
arrepiento de haber borrado el mensaje porque seguro que de
haberle tendido el teléfono le habría causado el mismo impacto que
me provocó a mí.
Mi abuela y mi madre llegan en ese momento y el teléfono vuelve
a vibrar. No puede ser él. Imposible. Lo he bloqueado.
—Parece que hubieses visto un fantasma.
Uno de los grandes, de los que se niegan a desaparecer y a
dejarme en paz. Y por un momento pienso en si eso es lo que me va
a suceder. Si este tipo de relaciones, esas que debes olvidar, lo
único que harán es salir a flote cada vez que parece que levantas
cabeza. Ahora que estoy bien con Bruno… De inmediato, me siento
mal. Quizá debería haberle dicho lo que me pasa, cómo me siento,
haberle contado lo de Dani, la línea erótica, lo de mi madre y todos
esos temores que no quiero que me asolen, pero que lo hacen.
Quizá eso que dice Aina es cierto. No, no, quizá no. Lo es. Lo es. Y
las penas compartidas son mejores. Y Míster B ya lo decía, si es el
adecuado, si es él, si lo es, no huirá como mi cabeza cree que lo
hará. Puede que yo tenga que creer en mí para que los demás
también lo hagan.
Y soltar lastre.
Todo el lastre.
Todo.
—Me ha mandado un mensaje Dani —le susurro a mi hermana
—. Lo he borrado y lo he bloqueado.
Ella asiente como si ese proceder fuese el correcto.
—¿Quién es Dani?
—Probablemente, si hubieses estado aquí todo este tiempo,
sabrías quién es —le reprocho a mi madre.
Mi teléfono suena de nuevo. Me pongo nerviosa una vez más.
Fijo la vista en la pantalla. Respiro al leer su nombre.

Bruno:
¿Con quién es esa cena? ¿Tengo que
preocuparme? No suelo ser un tipo celoso, salvo
que me den motivos para ello. Vamos, si tengo
que romper alguna pierna, la romperé por mi
chica. No lo dudes.

—Ohhh, su chica. —Mi hermana me quita el teléfono y se lo


enseña a mi abuela.
En otras circunstancias, es probable que no me hubiese
molestado. Hoy no estamos solas. No como los anteriores jueves.
—Devuélveme el teléfono.
—¿Tienes novio?
Todavía dándole codazos a mi hermana para recuperar el móvil, y
sin entender cómo puedo pasar de la desolación por culpa de Dani a
la levitación por culpa de Bruno, mi madre se inmiscuye en mi vida
sin que yo la haya invitado a ello.
—No.
—Sí —suelta mi hermana casi a la par que yo.
—Podrías traerlo a cenar el próximo jueves —propone mi abuela,
que nos mira a todas rezando para no tener que intervenir por la
guerra que se huele en el ambiente.
—Estaría bien porque ella va este domingo con su familia.
—Ah, muy bien —suelto cagándome en Aina, que debe de
haberlo soltado todo por la boca—. No pienso contar más cosas de
mi vida porque sois lo peor las dos. Ya que estamos, puedes traer a
Adri.
Quizá se cree que ella es la única que sabe cosas y que los
demás no. Toma que toma, pastillas de goma.
—Puede.
—¿Ese es nuevo? —pregunta mi abuela.
—¿Nuevo? —inquiere nuestra madre.
—Estarías al tanto si no hubieses estado tanto tiempo por ahí.
¡Anda, eso ya lo dije antes!
—La ironía es lo tuyo, definitivamente —replica mi hermana con
cierto desagrado.
—Mientras sea la ironía y no la ausencia.
Dardo envenenado. La cara de mi madre cambia al instante. Se
recompone al cabo de los segundos.
—Vale. Me lo merezco, ¿verdad? Me merezco los reproches y
que me eches en cara todo ese tipo de cosas.
—Ah, ¿sí? ¿Te lo mereces? No me digas que tu técnica es venir
de buena persona, de madre preocupada que pretende solucionar
las cosas. No me vengas con esas porque no me la cuelas.
—Violeta… —Mi abuela interviene porque sabe que ahora mismo
soy como una bomba a punto de estallar. Y me encantaría que así
fuese siempre, el saber ponerme en mi lugar y no amedrentarme
ante nada ni nadie.
—¿Qué? Te dije que lo intentaría, no que pensase perdonarle
todo como si nunca se hubiese ido dejándonos atrás. ¿Qué? ¿Te lo
pasaste bien? —pregunto mirando directa a mi madre.
—Violeta… —insiste mi abuela.
—No, no, déjala —pide mi madre—. Deja que suelte lo que
siente, lo mismo eso es lo que necesita. Verter el veneno, soltarlo,
dejarlo salir y no contenerlo más.
—Estás embarazada —susurra mi abuela.
Me siento egoísta al escuchar eso de la boca de Tara. Me estoy
comportando como una niña pequeña que tiene el odio y el rencor
guardado dentro y que necesita expulsarlo como si de un ataque
directo se tratase. Como en uno de esos videojuegos en los que
haces un combo mortal con intención de matar a tu contrincante y
pasar al siguiente nivel. Y la vida no es un juego, la vida es real,
llena de problemas, sí, y de palabras. No quiere decir que todo se
tenga que solucionar y que los finales sean siempre los que
satisfagan a todos, sin embargo, sí que hemos de evolucionar y
buscar un punto intermedio entre el ataque y la comunicación.
Suspiro y expulso todo el aire contenido. Mi abuela me mira con
pena. Le prometí que lo intentaría. No quiero romper una promesa.
No a Tara.
—Estoy dolida, ¿vale? Muy dolida porque te has perdido todo,
todo lo que hemos vivido. Las veces que hemos caído, que nos
hemos chocado contra un cristal invisible o una puerta cerrada y
hemos tenido que empezar de nuevo. Solas. Lo hemos hecho solas.
Y te hemos necesitado. Ya nos faltaba papá, y luego nos faltaste tú.
Mi madre baja la cabeza, asumiendo mis palabras, mis quejas y
mis protestas que, en esta ocasión, no están cargadas de reproche
ni de dardos envenenados, ni siquiera de esos combos mortales de
los que os hablaba. Solo de sinceridad y de dolor. Del dolor que
siento.
—Quizá fui egoísta pensando solo en mí. —Una de esas risas
carentes de emoción se me escapa de entre los labios, una que
indica que eso que ella menciona es un chiste malo. Quizá, dice. Lo
asume y prosigue sin hacer mención de ello—. No quiero
justificarme ni tampoco pretendo llegar y convertirme en la mejor
madre del mundo. Hacer como si nada hubiese pasado. No. No es
eso. Intento que entiendas que me equivoqué, que era joven, que
estaba perdida, tenía dos hijas cuando ni siquiera era capaz de
cuidar de mí misma y si no fuese por ella no habría salido a flote. —
Mi madre mira a mi abuela, y esta coloca la mano sobre su pierna,
inundándole de calor y supongo que de calma también. Y, aunque
parezca una estupidez, me siento afortunada de que esta
conversación por fin se esté dando y que estemos todas presentes,
todas las partes involucradas en ella—. Y no quiero que eso se
repita.
—¿Y no has pensado en que ha pasado mucho tiempo y que ya
hubiese sido hora de darte cuenta? Porque tengo veintiséis años, y
Celeste, veinticuatro. Eres bastante lenta.
Es mi hermana la que intenta reconducir la conversación,
colocando su mano sobre la mía, intentando apaciguar los ánimos.
Mis ánimos.
—Sí. Tienes razón. No lo hice bien. Pensé en mi felicidad por
encima de todo. Siempre he sido de esas mujeres que creen que lo
mejor que pueden hacer es enamorarse, casarse y tener hijos, y yo
me salté varios pasos. O los adelanté, teniendo en cuenta que os
tuve antes de tiempo. Hasta ahora. —Deposita su mano sobre su
pequeña barriga y mira hacia abajo con ternura—. Nunca es tarde
para empezar de nuevo.
—Tal vez tenías que haber pensado en eso, cuando tu hija quería
estudiar Bellas Artes, y tú no estabas. Cuando yo me metí en una
relación tóxica que a día de hoy me sigue condicionando sin querer
que así sea… Espero, por el bien del bebé, de mi hermano, que no
cometas esos errores, porque quizá hoy te perdone, pero mañana
no.
Mi madre ahoga un pequeño gemido cuando la palabra perdón
sale de mi boca.
—Entonces…
—No —zanjo resuelta—. No esperes que esto funcione así, no
conmigo. Que estemos hablando, que te diga cómo me siento y que
tú me expliques el motivo por el que lo hiciste, no implica que todo
se haya solucionado y que haga borrón y cuenta nueva. Yo no soy
así. Si es lo que crees, es que de verdad no me conoces. Y lo hago
por ella. —Señalo a Tara. Mi madre cruza una mirada con mi abuela,
y esta le sonríe con los ojos. Suave. Explicándole que habló
conmigo, intercediendo entre las dos.
Me incorporo dispuesta a salir de allí sin cenar, una vez más. He
perdido el apetito.
La mano de mi madre me frena cuando paso por su lado con
resolución.
—Me alegra que así sea, porque, a pesar de todo, tengo una hija
que tiene un gran corazón y las ideas claras y eso, permíteme que
te lo diga, me enorgullece.
No añado nada más. Sigo mis pasos hacia la puerta sin mirar
atrás y, por primera vez en mucho tiempo, yo también empiezo a
sentirme orgullosa de mí misma por tomar las riendas de mi vida.
Ahora, ahora solo me queda seguir poniendo cada cosa en su
lugar. Y dejar el temor a un lado.
44
Buena onda

Bruno
—Así que no es una cita… —El tono de mi hermano ya deja
entrever que lo que pretende es sacarme de mis casillas.
—Es un almuerzo familiar o eso me dijiste cuando trajiste las
noticias a principio de semana.
—En realidad, era una excusa para que dieses el paso de
invitarla.
A Cristian solo se le ocurre venir a desayunar conmigo o a
tocarme los cojones a primera hora de la mañana. Parece que se le
da muy bien, tan bien como especular.
—No es necesario que me proporciones excusas. Admite que tu
intención es que Violeta traiga a Aina con ella, ¿o me equivoco?
La sorpresa se refleja en el rostro de mi hermano. Se recompone
rápidamente y coloca su mirada más profesional de nuevo.
—No sé de qué me hablas.
—Ya veo, ya. La vieja técnica de mi hermano. Quieres saber lo
que sucede sin soltar prenda de lo que pasa por tu cabecita.
—¿Y Ferran?
Le doy un pase y guardo silencio.
—Ferran no viene. Tenía un almuerzo con su familia. O eso me
ha dicho. La verdad es que no le presté demasiada atención a su
respuesta. Estaba mirando a Violeta hablar con Aina.
—Y perdiste el conocimiento.
—Casi —admito
—Sería buen momento para que le dijeses lo que sientes.
—Mira, mi hermano, el que decide dar consejo sin predicar con
él.
—No estoy enamorado de Aina. No excedamos los términos.
Solo… me lo paso bien con ella —consiente—. Es divertida. Y
risueña.
—Y te mola —resuelvo.
Mi hermano no dice nada más. Ni confirma ni desmiente. Muy
típico de él.
—Ser hermanos y no parecernos en nada es bastante extraño.
Tal vez debería preguntarle a mamá si eres hijo del jardinero.
—Y tal vez te suelta una colleja que te coloca las ideas en su
lugar.
Me carcajeo con total naturalidad.
—Tengo que decirle lo que siento —le cuento.
—¿Ves? La colleja te hace falta.
—Gilipollas —lo insulto entre risas—. Las ideas las tengo claras,
lo que me falta es el momento para confesárselo.
—Delante de mamá no, porque te organizará la boda en dos
días. Como si hubiésemos retrocedido siglos atrás y casarse fuese
lo más importante de la época. El acontecimiento del año.
—Yo ya me casé una vez y salió mal.
—No hay una sin dos —murmura mi hermano llevándose a la
boca un trozo de papaya fresca.
—Es «no hay dos sin tres» —le corrijo.
—Tú me has entendido.
Me coloco una chaqueta sobre el polo que me he puesto. Hoy
nada de camisas de vestir ni de pantalones de lino. No hoy.
—Cierra al salir —le pido.
—Uhhhh, mi hermanito, que sale pitando a recoger a su bella
dama.
Le hago un gesto obsceno sobre lo que puede hacer para
entretenerse y que nada tenga que ver con mi vida privada. Me
juego lo que sea a que ya ha puesto al corriente de todo a mi madre
y esta nos espera con su cabeza llena de pajaritos revoloteando.
Bajo al sótano a buscar mi coche. Nada que ver con la Vespa de
color mostaza que tiene Violeta.
Siempre me fascinó eso de ella, verla comportarse y actuar sin
tener en cuenta lo que pensaran los demás.
Recuerdo la primera vez que la vi, cuando acudió a trabajar su
primer día. Ya me habían informado de que ella era la seleccionada
para el puesto que iba a ocupar dentro de Recursos Humanos.
Nada que ver con lo que había estudiado, pero con la palabra
«resolución» escrita en su frente con tinta permanente.
Me entretuve leyendo su currículum. No lo tenía claro. Nada
claro. Era publicista, eso lo sabía porque lo había leído entre los
datos que figuraban en ese papel que sostenía entre mis dedos.
Reconozco que, por aquel entonces, desconfiaba bastante del
equipo a mi cargo. Intentaba que fuese perfecto, que eso se viese
reflejado en unas bases sólidas que llevasen a la empresa a la
cumbre y consideraba que lo lógico sería que cada puesto estuviese
ocupado por personal cualificado para ello. No es normal ver a un
fontanero trabajando como carpintero ni viceversa.
Seguí sus pasos de cerca por ese motivo. Uno sencillo y práctico.
Uno cargado de desconfianza.
Así fue como me di cuenta de su valía. Y no solo de eso, entendí
que me gustaba bajar de vez en cuando a echar vistazos desde la
escalera, a hurtadillas, para ver qué hacía; si sonreía, si apuntaba
algo en su agenda con el lápiz que sostenía entre los labios, si se le
caía sin percatarse de que lo tenía sujeto entre ellos y mientras
sonreía resbalaba hasta caer en la mesa, bajar la vista, alzar una
ceja y suspirar.
Me decía que, por aquel entonces, no era curiosidad lo que me
llevaba allí, sino la profesionalidad de un jefe con grandes
aspiraciones para su empresa. Para la empresa que compartía con
el que era su mejor amigo y cuñado.
Pensaba en ella con más frecuencia. La imaginaba en distintas
situaciones e, incluso, hubo momentos en los que fantaseaba con
que la persona que estuviese a mi lado, que me mirase y no
prestase atención a nada que no fuese yo, era Violeta.
Suspiro intentando apartar todos esos pensamientos de mi
cabeza. Es pasado. Lo es. Aunque ese pasado ya condicionaba mi
forma de mirarla y de razonar que Violeta era diferente.
Aparco en su portal. Me decido a bajar a buscarla y nuestras
miradas chocan cuando cierro el coche y comienzo a caminar en su
dirección.
Aina esconde una sonrisilla pícara y me atrevo a guiñarle un ojo
con complicidad.
—Veo que tenéis muchas ganas de salir de casa si estabais
esperando aquí abajo.
—Eso es mi culpa —admite Aina—. Quería fumar y la sargento
Violeta no me lo permite en sus aposentos.
—Lo que hay. —Violeta se encoge de hombros y no se molesta ni
siquiera en disimular.
—Mi hermano está bastante contento con que seas tú la
acompañante de Violeta hoy.
—¿Tu hermano? ¿Cristian?
—Aunque en ocasiones me arrepienta de que nos una un lazo
sanguíneo, tengo que decirte que no tengo más hermanos. Solo él.
Aina me escruta con la mirada, buscando la broma entre mis
palabras y, en realidad, la broma la hice, aunque ella parece
haberse quedado estancada en la primera afirmación.
—¿Me estás tomando el pelo?
Niego.
—No se me ocurriría jamás de los jamases. —Una mano en el
pecho le da la solemnidad que pretendo a la negativa.
Aina le da un codazo a Violeta, como si eso significase algo para
ellas. Hablando con gestos, con gestos de dolor porque menudo
codazo le ha propinado.
—¿Nos vamos? —inquiere Violeta al ver que nos hemos quedado
todos allí plantados.
—Claro, pero primero…
Me acerco hasta ella, paso una mano por su cintura y de forma
teatral la invito a que deje caer su cuerpo para darle un beso de
película.
—¿Y esto? —me pregunta.
—Es el reflejo de las ganas que te tengo.
Caminamos hasta el coche cogidos de la mano mientras Aina
teclea algo en el teléfono, distraída. El móvil de Violeta también
suena. Alzo una ceja.
—Estará escribiendo en alguno de los grupos que tenemos.
—Quien te oye dirá que tenéis uno por día de la semana.
—Casi —suelta entre risillas.
Abro la puerta para que entren como si de un perfecto caballero
se tratase. Violeta sonríe a la vez que Aina hace algún tipo de gesto
de esos que dan asco absoluto. Voy a tener que seguir metiéndome
con ella para que deje de fastidiar.
Conduzco en silencio hasta casa de mis padres. Ellas
monopolizan la situación y hablan de Celeste y Unai. Cuando
pregunto, me cuentan que Celeste lleva enamorada de Unai desde
hace tiempo y el susodicho le ha dado calabazas. Violeta está
preocupada porque su hermana intenta simular que no pasa nada, y
Aina está ilusionada porque, según ella, ya la tiene casi en el bote
para que tenga una cita con un chico de la facultad, menor que ella,
según parece, no obstante, la edad es lo de menos y lo que importa
es el amor. Ahí le doy la razón.
—Lo mismo me estoy metiendo donde no me llaman y aun a
riesgo de que me cuelguen… —«Sin haberme declarado», pienso
—. Si está enamorada de él, lo suyo sería que le dejaseis tiempo
para asimilarlo.
—¿Y eso lo dices por…?
—Por mí mismo, obvio. Estaría mal predicar sin ejemplo.
Violeta cruza una mirada conmigo y veo las dudas reflejadas en
su rostro. Aina no pregunta nada al respecto y sigue diciendo que lo
mejor es que salga, que vea el mercado, que tiene un abanico de
posibilidades espectacular porque es joven y tiposa… y un sinfín de
cosas más que mejor no cuento porque podrían ruborizar a
cualquiera. Si conocéis a Aina os podéis hacer una idea bastante
clara.
Llegamos a casa de mi madre y se hace el silencio.
De nuevo, me bajo del coche e intento ser un galán de
telenovela. El tiro me sale por la culata, ya que Violeta abre la
puerta. Le propino un pellizco, y Aina nos recomienda que nos
vayamos a un hotel. Un hotel no sé, pero quizá en mi antigua
habitación…
Calmo mis pensamientos maléficos y, de la mano, caminamos
hacia la entrada. Aina nos da un poco de espacio cuando Violeta se
para frente a mí y me hace frenar mis pasos.
—¿Cómo…? ¿Qué…?
—Tranquila. Son mis padres. No los malos del cuento.
—Ya. Ya… Si yo no digo que no sea así. Son tus padres —afirma
de nuevo como si eso no lo hubiese dicho antes.
—¿Les has dicho algo?
Niego. No le voy a mentir.
—Cristian se ha encargado de eso, tranquila. Mi madre
probablemente ya esté imaginando el color del pelo de nuestros
hijos y eligiendo la ropa y los zapatitos.
Violeta traga con fuerza tras mi broma.
—¡Joder!
—Es coña —le suelto—. No del todo —añado, porque sí que es
cierto que mi madre debe de estar imaginando todo eso y más.
—Me tranquilizas con tus palabras —ironiza.
—¡Dejaos ya de tonterías, que tengo hambre!
—¿Hambre de su hermano? —Violeta la provoca llevándose un
comentario de lo más soez por parte de Aina. Lo normal, ya os lo he
dicho.
No hemos llegado a la puerta cuando se abre. Mi madre aparece
tras ella, con una amplia sonrisa en los labios. Una tan grande que
es incapaz de disimularla. Sus ojos nos recorren a todos y hacen
especial hincapié en nuestras manos unidas. Le falta aplaudir por
ello y tiene ganas, que conozco yo a mi madre.
—Bienvenidas —nos dice.
Baja los tres escalones que la llevan al paseo de piedra que
preside el jardín. Es una casa preciosa que conserva el encanto de
siempre.
—Apuesto a que en estos jardines jugabas desnudo, como en las
películas.
—Por supuesto. Y con mis encantos ya no tan ocultos
conquistaba a las vecinas. Las tenía a todas en el bote —le narro a
Violeta.
Ahora es ella la que pellizca mi nalga con disimulo.
—La tienes dura como una roca —susurra.
—Y la nalga también. —Le guiño un ojo con descaro, y ella se
atraganta y comienza a toser.
—¿Estás bien? —pregunta mi madre.
—Sí, sí. Solo necesito un poco de agua.
—O un poco de sexo —le susurro con descaro.
Mi madre nos observa intentando contener la sonrisa. Le es
imposible. Es un águila para estas cosas. No se le escapa nada.
—Yo soy Aina —susurra ella presentándose por sí misma.
—Es mi acompañante.
Mi hermano sale al camino de piedra en busca de Aina.
—Yo…
—¿Aina, titubeando? —pregunta Violeta en voz alta—. Debería
estar grabando esto en vídeo. No sé cuándo podré utilizarlo en su
contra.
Saca el teléfono, le hace una foto a escondidas y teclea con
rapidez. Mucha rapidez.
—Yo quiero estar en uno de esos grupos que tienes.
—Son muchos. Piensa que en cada uno de ellos falta una
persona.
—¿Con qué fin?
—¿Qué? —inquiere como si fuese obvio. No lo es. No para mí—.
¿Criticar? —especifica.
—Vale, vale. Lo pillo. Y… ¿en cuál de esos me criticáis a mí?
—No pienso contártelo —susurra guardando el teléfono de
nuevo.
—Te lo sonsacaré —murmuro en su oído y aprovecho la cercanía
para morderle el lóbulo de la oreja.
No era un farol cuando dije que me tenía mal de lo mío. Debería
haber sustituido este almuerzo con mis padres por uno nosotros
solos en el que mi comida fuese ella.
Tras observar la cara que ponen todos los presentes, que a mí
me dé bastante igual y que Violeta se ruborice, decido comportarme
como una persona y no como un orangután o, peor aún, como un
novio impertinente.
45
Lo que soy. Lo que somos

Bruno
Entramos en casa y caminamos hacia la parte trasera de la misma.
Mi madre se ha esmerado más de lo normal —que ya es decir— en
poner una mesa preciosa.
—Cualquiera diría que teníamos visita —musita mi hermano para
provocarla.
—Es que tenemos visita.
Cristian se lleva la mano al pecho, ofendido, y objeta con
aparente acritud:
—Esto no lo haces cuando vienen tus hijos.
—Porque os tengo demasiado vistos.
Dicho esto, mi madre se gira y le da la espalda dejándolo con
alguna de sus típicas réplicas en la punta de la lengua. El
impertinente, desde luego, es él.
—Soy María. He dado por sentado que esta panda de cabezas
de chorlito que tengo por hijos me iba a presentar. He tenido las
expectativas muy altas, por lo que veo.
Mi hermano se ofende de nuevo. Se pasan la vida así,
pinchándose el uno a la otra. Es algo muy común y muy nuestro.
Cuando hacen eso, los demás respiramos aliviados porque nos
escapamos de las rondas de preguntas. Otra cosa muy típica, por
no hablar de comprometida.
—Y dime, Violeta, ¿te quieres casar? —Tal vez no nos vamos a
poder escapar de esta como yo pensaba.
—Mamá… —le advierto con un tono serio.
—¿Qué? Es una pregunta de lo más normal —se defiende la
susodicha.
Cristian y Aina se largan, como si se viesen venir la historia y
temiesen ser los siguientes.
—Malditos —murmura Violeta disimulando con una leve tos.
—El agua, se me había olvidado. Qué mala anfitriona que estoy
siendo. —Mi madre interpreta el gesto de Violeta como algo casual y
no una tapadera para un insulto premeditado.
Entra en casa murmurando algo sobre los nervios, y yo
aprovecho para acorralar a Violeta contra la pared.
—Es el momento de sonsacarte la información de esos grupitos
—suelto con retintín.
—Tendrás que hacer mucho si quieres conseguir eso.
—Soy un tipo de recursos, que no se te olvide.
—Ya veo.
Recorto la distancia y le explico sin palabras el recurso que
puedo —y muero— por utilizar.
—Dicen que si la frotas te concede tres deseos.
—¿Solo tres? —refuta con cierto desdén en su boca.
—Para empezar —le digo al oído, para provocarla e incitarla, sí.
Violeta me empuja y comienza a correr por el jardín intentando
huir de mí.
—Te daré ventaja —le propongo.
—No la quiero —objeta picarona.
Me llama con el dedo índice y en su gesto veo eso que tanto me
gusta de ella. Intenciones. Y todas conmigo.
La persigo, como si de dos adolescentes nos tratásemos,
corriendo de aquí para allá, evitando que el otro sea pillado y con los
nervios porque sea así al final y descubrir cuál será el castigo o el
premio por habernos atrapado. Atrapado. Nos hemos atrapado
mutuamente.
Me adelanto a su jugada y, sin que ella lo sepa, la voy
conduciendo hacia la parte del jardín que no se vislumbra desde la
mesa. Mis intenciones son honorables. Lo juro. Aunque…
comprometerse a comportarse de forma distinguida cuando el
juramento en sí está plagado de invención es pecado. No importa, al
infierno iré de todas maneras.
Hace justamente lo que tengo calculado y llega a un punto en el
que es consciente de que ha perdido. Dejamos de evitarnos. Violeta
se queda parada y las comisuras de sus labios se curvan. Yo muevo
las palmas de mis manos con fricción. Como el depredador que se
relame, preparado para comer por primera vez en el día.
—Está bien. Me rindo —claudica—. Eres el justo vencedor.
—Por supuesto que lo soy —confirmo arrogante.
Violeta da un par de pasos y chasqueo la lengua a modo
reprobatorio.
—Me gustas ahí, justo ahí.
En realidad, me gusta ella en cualquier sitio. Esté donde esté, si
es con ella, me gustará.
—¿Qué piensas? —indaga—. Es como si no estuvieses
viéndome.
—Eso es imposible —contrataco—. Porque yo siempre te veo.
Siempre te he visto. Desde el primer día. —Y ella no sabe cuánta
verdad hay en mis palabras—. Oye, lo de mi madre antes…
Un pequeño nudo se forma en mi garganta. Tengo que
contárselo. Tengo que decirle lo que sucedió en el pasado y que lo
sepa por mí y no esperar a que salga a la palestra el tema.
—No importa. Ya sé cómo son las madres. O casi todas. —Su
gesto se ensombrece. No cuestiono nada, no quiero distraerme de
lo que tengo que decirle.
—Estuve casado. —El cuerpo de Violeta se tensa frente al mío.
Nos miramos unos instantes que se hacen eternos. Espero a que
ella diga algo, investigue, cuestione, niegue o afirme. El silencio es
lo único que reina entre los dos en este instante—. Fue hace años.
Y duró poco. Es la hermana de Ferran.
Chasquea la lengua a modo reprobatorio.
—De Ferran… —No es una pregunta, es algo más…
Desaprobación, eso es.
Confirmo con mi gesto lo que ella dice.
—Ferran y yo nos conocimos hace años. Nos veíamos en su
casa a menudo, y Andrea estaba por allí, ya sabes, lo normal.
—Lo normal —corea con indiferencia.
—Nos enamoramos. O yo me enamoré de ella. Ella me dejó
tiempo después por otro. Lo normal —repito de nuevo, pero esta vez
con ese reproche que se percibía antes en su tono—. Prefiero
contártelo. No es importante. En su momento lo fue, ahora carece
de relevancia.
—¿Sigues…?
No dejo que acabe la frase cuando un rotundo «no» ya ha salido
de mi boca.
—No —insisto una vez más, como si la primera no hubiese sido
suficiente—. Sí que estoy enamorado, no obstante, no de ella.
Violeta baja la mirada, y un pequeño aguijonazo se me clava
dentro del pecho. Por sus dudas, porque sé que es eso, que duda
de que sea de ella, de lo que siento. De lo nuestro.
—Yo…
—No sé qué te hizo Daniel. Ni siquiera sé si quiero saberlo… Lo
que quiero que tengas claro es que las dudas y los miedos tienen
que estar fuera de esto, de lo que somos, de nosotros dos. Porque
esto, Violeta, es real. Real —recalco.
Omito decirle que sé algo, lo que él le contó a Ferran, y este me
narró a mí a su vez, aunque no me fío mucho de su narración. En
otro tiempo quizá, en cambio, ahora…
—Dani me hundió en lo más profundo del abismo, y yo se lo
permití. —Se muerde el labio inferior. La rabia comienza a trepar por
mi cuerpo como si de lava ascendiendo por un volcán se tratase o el
humo que emite la madera al prenderse dentro de una chimenea
buscando la salida y posterior libertad—. Y no quiero que nadie me
haga daño de nuevo. Quiero confiar, te lo juro, Bruno, quiero hacerlo
y, cuando estoy contigo, todo eso se me olvida. Dejo atrás lo que me
hizo sentir, el tiempo que he pasado intentando recoger todos esos
restos en los que me fue convirtiendo y recomponerlos para volver a
formar algo. Para volver a formarme.
—Yo no soy él —susurro lleno de convicción—. Ni tú eres la
misma. No voy a hacerte promesas ni mucho menos. Estoy
convencido de que eres lo suficientemente fuerte como para darte
cuenta por ti misma de lo que quieres y no quieres en tu vida. No
hay presión, no voy a obligarte a que me quieras o me
correspondas. Ese no soy yo. Puede que otros actúen de esa forma
—dejo flotando en el aire el nombre de Daniel para que ella, por sí
misma, entienda e interprete mis palabras—, sin embargo, yo no.
Eres tú la que tienes el poder. La que decide, y yo…, yo solo acato.
—Suspira. Con fuerza. Vaciando sus pulmones y entonces, solo
entonces, alza la mirada y me observa con intensidad. Quiero que
vea que lo que le digo es cierto. Que ella es dueña de su presente y
de su futuro y que el pasado es solo eso; el recipiente que contiene
los errores de los que hay que aprender y obtener una versión
mejorada de nosotros mismos. Una versión más herida y también
más real.
»Todos hemos cometido errores. Todos. Mírame. Yo me casé con
Andrea, confié en ella, me dejó por otro y, aun así, te vi aquel día en
una foto de un currículum, esperando a que ese puesto fuese tuyo e
intentando que todo saliese bien. Luchando por ti, por lo que
querías, por lo que eras. Y te vi los días siguientes mientras bajaba
la escalera para cotillear lo que hacías, a veces con burdas excusas
y otras sin ellas. Te he visto siempre, Violeta. Hasta cuando creías
que eras invisible, yo te veía. —Deposito una mano sobre la suya,
no como muestra de amor, que existe y rebosa por todos los poros
de mi piel, sino como apoyo incondicional, de que efectivamente y
pase lo que pase, decida lo que decida, lo que quiero es que sea
feliz.
»Yo te apoyaré siempre. Aunque no me quieras, yo te querré.
Aunque no me creas, yo creeré por los dos. Aunque caigas, yo seré
tu salvaguarda. Aunque no te veas, yo tendré cuatro ojos y dos
pares de pulmones para respirar cuando sientas que te ahogas.
Porque eso es el amor. Incondicional. Irracional. Absoluto. Ilógico y
desesperado. Y eres libre. Siempre lo has sido y siempre lo serás.
Conmigo o sin mí. —Doy un paso hacia atrás y le tiendo la mano.
Violeta intercala una mirada entre ella y mis ojos. Cuando por fin la
acepta, da un paso hacia mí y me abraza.
»No es necesario que me digas lo que él te hizo. No quiero que
me lo cuentes. Solo quiero que te quieras como eres y por lo que
eres. Única e irrepetible.
Las lágrimas empapan mi chaqueta.
Ni siquiera triste deja de brillar.
46
¿El amor es una locura?

—Dani es de esos chicos que con solo mirarlos piensas en lo


perfectos que son. Guapos, simpáticos, atentos, pendientes a los
detalles, cordiales, educados… De los que tienen siempre un as
bajo la manga y ese as suele ser lo que necesitas escuchar en ese
momento. A veces echo la vista atrás y pienso en si es capaz de
leer la mente de las personas o si es uno de esos que te hipnotizan
con un péndulo, y ya no eres dueña de ti y de tus actos. —Suspiro.
Debo contárselo. Quiero. Quiero contárselo.
»Empezó como un juego, no quiero ni pretendo comparar. Lo
nuestro también tiene un poco de eso. Un juego que te dejaba con
ganas de más, una droga, tenía algo, no sé decirte el qué, algo que
me hacía volver a por una nueva dosis. —Sé que le escuece lo que
le estoy narrando, ahora bien, quiero que entienda que, aunque el
contexto pueda asemejarse, no es lo mismo, ni Dani ni él se
parecen, ni yo soy aquella que se dejó cautivar por bonitas palabras
y gestos acertados.
»El juego con Dani nos llevó a tener varias citas, de esas que
crees que son maravillosas y que si las explicase haría que tú
pensases lo mismo. Y tenían un «pero» y he aquí donde entras tú.
—Bruno tuerce el gesto y sé que sigue sin gustarle lo que le estoy
diciendo—. Le faltaba la chispa. Le faltaba la cercanía. La
naturalidad. La irracionalidad e, incluso, le faltaban los puños de la
camisa remangados. Le faltaba la esencia que hacía que fuese una
droga de verdad, el querer volver a por más, porque Dani no eres tú,
y eso me hace caer en picado.
Bajo la cabeza, ciertamente avergonzada por la confesión. Por
verbalizar eso que llevo dentro y, en algún punto no muy lejano, el
pálpito de orgullo se hace latente; cuando me doy cuenta de que he
sido capaz de decírselo y eso está muy bien, sin embargo, también
he sido capaz de sentirlo, de dejarme llevar de nuevo, de luchar, de
levantarme y dejar atrás lo que creí que me marcaría por siempre
jamás. De darle una oportunidad a Bruno y a la Violeta que estaba
antes de Dani, la Violeta que tenía miedos terrenales y no la que
temía a un fantasma y su legado.
—No es necesario que sigas.
—Sí —le interrumpo—, sí que lo es. Es necesario porque esto
forma parte de lo que soy y no pienso ocultarlo, no quiero dejar nada
a medias, quiero que me conozcas.
La resolución se hace eco entre nosotros y lo siento dentro,
siento que es el momento, que Míster B tenía razón cuando me dijo
que si era el adecuado no haría falta avergonzarse de nada porque
lo entendería, es más, quizá es probable que me apoye. Tengo que
agradecerle el consejo gratuito y desinteresado. Tengo que
agradecerle, de hecho, que estuviese ahí algunas noches en las que
yo misma no sabía bien por qué camino conducir.
—Si es cuestión de confesar… Debes saber que Ferran me contó
determinadas cosas de vuestra relación.
—Ferran… —Una nueva risa amarga sale de mi boca—. ¿Y
dónde está él hoy?
—Tenía algún compromiso —me cuenta.
—¿Qué va a pensar de esto? ¿De nosotros? —lo verbalizo. Le
doy voz a esos pensamientos. Sin censura.
—¿Te importa?
¿Me importa? ¿De verdad lo que piense va a condicionar mi
forma de sentirme? ¿Voy a permitir que eso suceda de nuevo? Que
alguien marque las pautas de mi estado de ánimo, que alguien me
diga cómo debo sentirme o actuar…
Niego.
—No. Eso no va a volver a suceder —matizo con vehemencia—.
Ya hubo una vez en la que alguien me dijo que yo era poca cosa,
que no llegaría lejos sin él, que nadie me querría como él lo hacía.
Que no era buena profesional, tampoco una pareja excelente. Que
mi ropa no era la adecuada y mi comportamiento inaceptable. Que
el maquillaje era excesivo o el tacón escaso. Ya hubo una época en
la que permití que eso me afectase y me influyese hasta el punto de
cambiarlo. Relegar lo que era y guardarlo en un cajón oscuro, sin
llave que permitiese que saliesen a flote los restos de la Violeta que
había convivido conmigo tantos años.
—¿Cómo dejaste que eso sucediese? —averigua. En su tono no
hay reproche o desaprobación, solo hay curiosidad y ganas de
entenderme. De sujetarme de nuevo si fuese necesario.
—Esa misma pregunta me la formuló Celeste la noche en la que
todo explotó entre nosotros, la noche en la que decidí que no podía
seguir de esa manera. La noche en la que me di cuenta de que el
cajón sí que poseía llave y la tenía yo. Que se encontraba
entreabierto, esperando a que le dedicase una débil caricia para
entrar de nuevo en acción. Para colarse bajo las heridas y acceder a
mí, para decirme sin palabras que nadie era dueño de mi vida. Que
no iba a permitir que nadie decidiese, ni que tuviese voz ni voto. Era
mi vida y solo mía. Yo me pertenezco a mí y a nadie más.
—Que no reste.
—Que no divida —añado a su cálculo matemático—. Y yo, Bruno,
te digo que, si quieres, podemos caminar juntos, cogidos de la mano
o sin tocarnos. Podemos aprender a nadar utilizándonos de
salvavidas. Podemos usarnos de escudo protector frente a las
guerras que puedan abrirse ante nosotros. Podemos tejer una fuerte
tela de araña que nos proteja de las adversidades…
—Podemos ser eso y mucho más. Podemos ser lo que queramos
ser. Juntos. Seré tu salvavidas. Seré tu escudo. Seré tu mano. Y tu
tela de araña. Porque todo eso, por separado, no tiene sentido
alguno y yo quiero, Violeta, que siga teniendo sentido. Los colores,
los olores, las formas, los sabores. El sentido que le das a la vida
cuando tú formas parte de ella.
Sus palabras me envuelven en una delicada caricia. Hay
sinceridad en ellas. Hay amor. Hay dulzura. Hay ternura y
comprensión.
—Te quiero —susurro. Lo hago tan bajito que quizá es imposible
que lo haya escuchado.
Percibo su aliento en mis labios, con los ojos aún cerrados, con
ese miedo que pretendo dejar a un lado intentando abrirse paso. No.
No pienso permitir que lo haga, que me estropee el momento. No
tiene protagonismo. Hoy no.
—Es normal que me quieras —verbaliza Bruno.
Abro los ojos y me escucho. Me escucho reír a carcajadas. Me
escucho ser yo. Me escucho ser una versión mejorada de mí misma
porque Bruno le da sentido. Le da color. Le da sabor. Le da vida.
—Tú sí que saber hacer de un momento especial uno
excepcional.
—Si está acompañado de tu risa, es bastante probable que así
sea. —Bruno recorta la escasa distancia que nos separa y posa su
nariz sobre la mía—. Y quiero que todos los días estén llenos de
risas y gemidos, Violeta.
—¿Me estás haciendo una proposición indecente en casa de tus
padres? Así que eres de esos… —bromeo colocando mis brazos en
su cintura para que la distancia entre los dos sea mínima.
—Soy lo que ves. Ni más ni menos que eso.
—Me gusta lo que veo. —Bruno alza una ceja, esperando a que
termine mi frase—. No pienso hinchar tu ego.
—Podrías…
—No digas burradas en casa de tu madre.
—Iba a decir —musita— que podrías darme un beso, puro y
casto, uno de esos que no te avergüencen, delante de mi madre.
—Por favor…
Escuchamos la voz inconfundible de Cristian cerca. Escondo mi
cara en el pecho de Bruno. Muero de vergüenza.
—¡Qué bonito ha sido todo! —aplaude Aina.
—¿Qué? —pregunta Bruno clavando su mirada en Cristian.
—No me gustaría ser tú en este momento —bromea Aina.
Cristian alza las manos en señal de defensa.
—No es lo que parece —se defiende.
—Sí, sí que lo es. Que conste que hemos escuchado poco. Ha
sido culpa de él. —Lo señala mi amiga—. Me ha obligado.
—No veo tus manos atadas. Tampoco tus piernas —la acusa
Cristian.
—Es tu versión contra la mía. ¿A que me crees, Violeta?
Bruno comienza a acercarse a Cristian a la vez que el susodicho
recula con descaro.
—«Es normal que me quieras» —lo remeda Cristian mientras
camina hacia atrás como los cangrejos.
Me río, mucho, alto, fuerte, con ganas, al darme cuenta de que
Bruno tiene cara de querer matarlo.
Aina se acerca hasta colocarse a mi lado y darme la mano con
suavidad.
—Me alegro, amiga. Me alegro de que por fin todo vaya tomando
el color que debe tomar. Me alegro de que sea de esta manera y
con él. Me alegro de que hayas decidido dejar atrás todo el lastre
que te presionaba y que, ahora sí, sigas a tu corazón sin reservas.
—Le quiero.
Intento que la bruma que percibo en mis ojos no tome forma, que
las lágrimas no busquen la salida, que estas, de necesitar ser
derramadas, sean solo de alegría.
—Lo sé y no solo porque te haya escuchado decirlo —me
responde ella, tal y como yo le contesté en el archivo—. Lo sé y no
te haces una idea de lo feliz que me hace.
—No me ha dado tiempo de contarle…
—No pasa nada —me corta—, todo a su debido tiempo. Tenéis
más días que lentejas —bromea Aina.
—Y tu escapada con Cristian, ¿qué?
—¿Qué de qué? —contrataca. Le hago un gesto vulgar con los
dedos—. Ni de coña. Es un buen tipo, nada más. No empieces a
montarte películas en tu cabeza.
Saco el teléfono y envío un mensaje al chat general en el que
estamos todos. El que se sigue llamando: «A Violeta le dan
serrucho».

Violeta:
Podéis marcar en el calendario el día de hoy. Lo
mismo en un año hay que celebrar un
aniversario.

Lo envío y distingo la risilla de Aina al leerlo y la celeridad con la


que contesta.

Aina:
He sido testigo presencial (sin ser vista) de que
estos dos tortolitos se asman mucho.
Celeste:
Se asman. Vaya chiste más pésimo, ¿a que sí,
Unai?

—Es increíble que haga eso —murmura Aina.


—Es mi hermana, ¿qué esperabas? —alardeo.
—Dime una cosa, Violeta, ¿se te ha pegado la chulería de tu
novio?
Me río a la vez que caminamos en dirección a la mesa, donde
María está sirviendo ya varios platos.
—Mi chico… ¿Quién iba a decir eso hace unos meses?
—Yo —finaliza Aina—. Yo —repite la susodicha antes de correr
hasta donde se encuentran Cristian y Bruno propinándose unos
teatrales golpes para intervenir con su ataque de cosquillas.
Sí, definitivamente, podría acostumbrarme a esto.

Unai:
Quiero saberlo todo con pelos y señales. O sin
pelos, mejor sin pelos.
47
Unai, estás hecho un lío

He logrado escapar de las garras de Bruno por los pelos. Fin de


semana de retozar en la cama. Fin de semana inolvidable.
Dejo las llaves en la pequeña mesa que se encuentra en el
recibidor, me descalzo y entro a hurtadillas para no hacer ruido.
La luz se enciende cuando comienzo a caminar por el pasillo.
Retrocedo.
—¡Buh! —exclama Unai cuando ve que pongo los brazos en
jarras.
—¿Estás meditando o algo? —le pregunto.
—Juego a ser ninja. Tú has suspendido porque te he escuchado.
—Panoli. ¿No me vas a escuchar, si he entrado como una
persona normal?
—Una que apesta a sexo.
—Lo que me faltaba. El rey del harén acusándome de algo.
Nos reímos y me dejo caer a su lado como si de un saco de
patatas se tratase.
—Anda, sé buena amiga y trae vino.
—¿Y eso? —Giro el cuello y me quedo mirándolo. Parece
cansado—. ¿Has estado de guardia?
Unai me devuelve la mirada y hace un intento de sonrisa que
queda bastante poco natural.
—Es por tu hermana —finaliza.
Me levanto y me encamino hacia la cocina. Ya lo entiendo todo y
comprendo que necesitemos el vino. En cantidades ingentes, si nos
ponemos exquisitos.
Meto la botella en uno de esos enfriadores portátiles. Unai coloca
un pequeño salvamantel de vacas para que el rastro de humedad
que deje la botella no ensucie la mesa. Cómo se nota que no quiere
limpiar un carajo hasta que venga Menchu.
—Me alegro por ti —me dice al cabo del tiempo. Nos hemos
quedado en silencio, sin saber bien por dónde empezar, si preguntar
por algo más que mi hermana como respuesta a su estado anímico
o si hablar del tiempo, socorrido tema que sale a la palestra cuando
el silencio se hace incómodo—. Por tu jefecito —aclara.
—Te he entendido. Y te lo agradezco. Vamos a intentarlo.
—Quien te oye interpretará que os habéis separado y os dais una
nueva oportunidad.
Palmeo su pierna. A Celeste se le saldrían los ojos de las órbitas
si me viese hacer eso. O quizá ya no.
—Teniendo en cuenta las mierdas que arrastr… aba —digo en
pasado, ganándome una palmadita por su parte—, es como si
estuviésemos empezando de nuevo. En cierto modo, para mí lo es y
para él. Estaba casado, ¿sabes?
Unai se lleva la copa a la boca y bebe de ella un largo sorbo.
Hago lo mismo que él.
—Todos tenemos un pasado. Lo importante es que no condicione
el futuro.
—¡Anda! ¡Mira! El chico del harén se me ha hecho filósofo.
Rompemos la tensión haciendo coñas. Eso siempre se nos ha
dado bien. Ya decíamos Aina y yo que Unai siempre ha sido un tipo
reservado en cuanto a sentimientos y nunca se ha sentado con
nosotras a contarnos si ha tenido o no desengaños amorosos o
quizá un amor secreto que nunca lo supo, algo que le marcase en
ese sentido. Él siempre ha sido más práctico. Chicas iban y venían,
sin importancia. De diferentes tonos de pelo, vestimenta, estatura…
No es el típico rompecorazones, tampoco es un tipo caballeroso. Es
Unai. Ni más ni menos.
—Le he hecho daño a tu hermana. —Rompe el silencio con esta
afirmación tan categórica.
Chasqueo la lengua y le doy otro sorbo a mi copa.
—Yo me he sentido algo culpable también por animarla a que te
lo contase. Sin embargo…, en esta vida hay que arriesgarse. Lo de
ver los toros desde la barrera no es una opción. —Ahora soy yo la
que categoriza mi respuesta.
—Yo…
—No tienes que decírmelo —lo interrumpo—, ya sé que no
sientes nada por ella. Nos lo contó y se sobrepondrá. —Unai bebe,
me mira y bebe de nuevo—. No hay mal que por bien no venga.
Gracias a ti, le va a dar una oportunidad a Adri.
—¿Adri? ¿Quién es Adri?
—Un compañero de su facultad. Lo conocimos el otro día, que
estuvimos por allí.
—¿Fuisteis a la facultad? —pregunta atónito.
—Sí. No por ella —me adelanto—, por Aina y Tomás. Por mí
misma, por hacer algo.
—¿Algo que sea escaparse en horario laboral?
—Vaya, no encuentro fallos en su lógica —ironizo mentando a mi
abuela.
—¿Crees que les irá bien a ellos?
Unai sigue taciturno, y no me gusta verlo así. No me gusta que se
sienta mal, ha expresado lo que sentía y sé que no lo ha hecho para
hacerle daño a mi hermana ni mucho menos.
—¿Hablas de Adri y Celeste?
—No me gusta ese nombre. Suena a pijo.
—No lo conozco bien. Parece buen tío. Aina es la que se ha
encargado de este tema, creo que la ha obligado a tener una cita
con él.
—Como si Celeste no fuese mayorcita para decidir con quién
quiere salir y con quién no.
—Ya. Lo decidió. Y el chico en cuestión le dio calabazas.
—Un estúpido —suelta con desdén.
—No. Fue alguien que no sentía lo mismo, nada más.
—¿Qué me dirías si yo…?
La frase muere en los labios de Unai, y el desconcierto se refleja
en mis gestos.
—¿Qué?
—Nada —zanja Unai.
Pasea el dedo índice por el borde de la copa, nervioso. Está
nervioso.
—No, Unai, ¿qué?
—Nada.
Se bebe el contenido de la copa de un solo sorbo y traga con
rabia.
No dice nada más ni yo lo presiono mientras permito que se dirija
hacia la salida. Se coloca la capucha de su chaqueta y me doy
cuenta de que lleva ropa deportiva.
Me quedo sola en el salón. Saco el teléfono de la línea erótica y
me muero de ganas de hablar con él, de contarle lo que ha pasado,
lo de mi madre, lo de Bruno sin decirle quién es o, qué coño, hasta
decírselo. Me encantaría saber quién es él e, incluso, que me
confiese quién es la afortunada de la que se ha enamorado. Es un
buen tipo. Y sabe escuchar.

Violeta:
¿Qué haces?

En esta ocasión no uso ningún grupo.

Violeta:
He tenido una conversación de lo más extraña
con Unai. Está confundido con lo de Adri.

Silencio al otro lado.

Violeta:
Hazme caso, deja lo que quiera que estés
haciendo. Soy tu amiga y merezco atención
como tal.
Aina:
Estoy con Cristian.

Aina:
Vestida.

Me río. Me ha leído el pensamiento porque mi siguiente wasap


iba a ser justamente ese: «¿Vestida o desnuda?».

Violeta:
Son celos. Llámame loca.

Aina:
Loca.

Violeta:
Era una forma de hablar.

Aina:
Es que creo que lo estás, no sé qué haces
hablando con Unai en vez de estar follando con
tu novio.

Mi novio…

Violeta:
No puedo pegarme la vida entera fornicando.
Necesito socializar.

Aina:
Socializa fornicando. Podéis deciros guarradas al
oído mientras te la mete.

Violeta:
Eres una bruta.

Aina:
Una bruta realista.

Violeta:
¿Qué haces con Cristian? ¿Socializar?

Aina:
En este caso, sí. Café. Nada más.

Violeta:
¿Voy buscando el traje de madrina?
Aina:
No pienso volver a pasar por ahí. No me casaré.
Fornicaré y socializaré. He dicho.

Violeta:
Veremos.

Aina:
Veremos.
48
¿Socializamos en el archivo?

—Te quedan dos días para confirmarme que viene. No quiero una
negativa por tu parte, tampoco excusas. Ya sabes cómo me las
gasto, jovencita.
Llevo quince —interminables— minutos al teléfono intentando
hacer razonar a mi abuela sobre las consecuencias catastróficas
que puede ocasionar llevar a Bruno a la cena del jueves. La
principal, y que más peso tiene, no es otra que la presencia de mi
madre y el desconocimiento por parte de él de nuestra complicada y
embarazosa relación. Que, puestos a utilizar el adjetivo
«embarazoso» en mi reflexión, tiene algo de peso ese asunto
también. Y no es una metáfora, ya me entendéis.
—Paso. —Respuesta escueta y concisa que espero que Tara
entienda.
—Tu hermana me ha dicho justamente eso.
—Ah, ¿sí? Tal vez es porque somos hermanas. ¿Y qué le has
dicho?
—Que pienso subir a todas las redes sociales, periódicos, radio,
televisión o lo que sea que se lleve ahora, las fotos de ella desnuda
en el jardín de nuestra antigua casa. Y ojito a lo que sueltas por esa
boca de pizpireta que tienes porque tuyas hay unas cuantas
también.
—¿Sabes que eso es chantaje, abuela?
—No puedo argumentar nada contra esa lógica.
—Ya. No esperaba menos de ti —refunfuño enrabietada—. Es
injusto que nos hagas esto.
—Tu hermana ha respondido eso también.
—A riesgo de que no me guste tu contestación, te preguntaré por
tu respuesta nuevamente.
—No. Puede que no te guste y te diré lo mismo que a Celeste:
como no vengas el jueves con ese novio tuyo, pienso hacerte el
vacío.
—Bah, eso son chorradas tuyas.
—Tú verás. Quizá son cosas de vieja o… puede que no lo sean.
Mi abuela corta la comunicación y diría que nunca la he visto con
tanta resolución en su voz como en este momento. Mentira, ella es
muy drástica y ese tono suele utilizarlo en cada reprimenda o
consejo de esos que esperas que se lleven a cabo sí o sí sin que
haya una réplica por nuestra parte y suele ser de las que cumple su
promesa porque cabezota también es un rato. A alguien tendré que
salir, ¿no creéis?
Salgo del baño. Me he escondido allí, cual ninja de esos que dice
Unai, y he hablado con ella porque era la décima vez que me
llamaba sin parar y sabía, sé, que no iba a cesar en su empeño, por
eso de que es cabezota y tal.

Violeta:
¿Tu abuela también te ha hecho chantaje
emocional a ti?

Me dirijo hacia mi mesa, con el rollo ese en el cuerpo de no saber


cómo decirle a Bruno lo de la cena o, mejor, cómo decirle que me
diga una excusa barata para salir de esta y no obligarlo a pasar por
esa tortura.

Celeste:
Sí. A ver qué hago yo con este tema, porque tu
abuela no acepta un no por respuesta.

Violeta:
Lo que no acepta es ser una persona normal. Me
ha amenazado.

Celeste:
Y a mí. Con fotos.
Violeta:
Ídem.

Celeste:
Se lo diré a Adri, a ver qué me dice.

Violeta:
Teniendo en cuenta que está loco por tus
huesos, lo mismo te compra un anillo.

Celeste:
Pues espero que sea un anillo vibrador y que no
sea verde, como esa cosa que tienes que
publicitar.

Violeta:
Ja. Ja. No me hace gracia. No te metas con la
pobre Pollatronic. Es fea como el demonio, sin
embargo, los feos también tienen derecho a vivir.

Celeste:
A ver qué te dice Bruno.

Violeta:
Reza una plegaria por mí.
O dos.

Celeste:
Lo haré, pero solo si es a los dioses nórdicos.
Esos fornidos y rubiales.

Violeta:
Vale. Me va bien. Manda foto de esos dioses por
si me cambio de religión.

Un par de emoticonos de risas como respuesta y desconecto el


teléfono. Suficiente escaqueo por hoy.
Me sitúo en mi sitio y tamborileo los dedos sobre el teclado sin
escribir nada. Tengo muchas cosas que hacer. Hemos estado estos
días trabajando a piñón para una reunión que tenemos el viernes
con Orgasmic.
Tengo varios bocetos de la campaña. La frase elegida, reflejada
en todos y cada uno de los diseños, y estamos elaborando un
pequeño dosier con las fases en las que consistirá la campaña;
medios de comunicación implicados, marketing digital, posible
imagen si fuese necesaria… Aina y yo nos hemos dejado la piel en
esto. Le tengo que agradecer el esfuerzo que ha hecho mi amiga
porque, además de cumplir con su trabajo, me ha ayudado.
—¿No has recibido mis mensajes?
El bombeo incesante de mi corazón al percibir su tono y su
presencia me hacen estremecer y no, no de placer, precisamente.
Respira, Violeta, respira.
Ahora mismo me gustaría tener uno de esos botones que hay
bajo la mesa y que salen en las pelis cuando roban un banco.
Mierda. O teletransportarme. ¿Qué coño digo? No puedo seguir
temiéndole ni huyendo, no gano nada actuando así.
Respira, Violeta, respira.
—No tengo nada que decir al respecto.
—¿Nada sobre que te follas a tu jefe? Sí que has caído bajo,
Violeta. Pero, tranquila, que te lo perdono, soy consciente de que
todos tenemos algún desliz, y sé que necesitas probar para saber
que con quien tienes que quedarte es conmigo. Te he dejado
espacio y tiempo porque entendía que era lo que necesitabas, ya
veo que he sido muy benévolo. A ver si te queda claro, Violeta, eres
mía.
La amenaza implícita en sus palabras me desequilibra. No pienso
ceder. Tengo que sentirme orgullosa de lo que soy. De quién soy. Y
Dani no va a controlar nada nunca. Perro ladrador, poco mordedor.
Me incorporo y me pongo a su altura. Durante un momento
percibo algo de dudas en su semblante, obviamente, se esperaba la
misma respuesta de siempre, de todos estos meses; bajar la
cabeza, entrar en pánico y callar o huir. No. Nunca más.
—A ver si te queda claro a ti. No hay nada que puedas hacer
para que yo esté con alguien como tú.
—Pero sí con Bruno.
—A ver… Las comparaciones son odiosas.
—¿También te gusta que te folle duro contra una pared?
No. No caigas en ese juego. No lo hagas.
—Me gusta que me folle él. Donde sea, siempre y cuando sea él.
—¿Algún problema? —La voz de Bruno nos interrumpe, y la
réplica de Dani muere en sus labios. Como si toda esa rabia
contenida que flotaba en el ambiente se disipase, coloca una
sonrisa nada forzada en su gesto y se gira para observar a mi jefe.
Es el primero en hablar, aunque Bruno solo tiene ojos para mí y no
es capaz de centrarse en otra cosa que no sea yo. Sé lo que busca,
los restos de lo que Dani va dejando a su paso.
—Ningún problema. Solo le decía a Violeta que la he visto
trabajar mucho estos días y que, si necesitaba algún tipo de ayuda o
una mano extra, que puede contar conmigo, ¿verdad?
Pienso en soltar lo que acaba de decir, las cosas que me ha
dicho y verbalizarlo, eso sería una buena opción. Por otra parte, no
quiero escándalos, no pretendo que los compañeros se den cuenta
de lo que sucede ni de que Bruno y yo compartimos algo más que la
camaradería propia de un jefe y su empleada. Por todos es sabido
que la gente cuchichea y que van a especular sobre la forma en la
que me he ganado este ascenso y lo que hacemos en el despacho
mientras estamos solos o trabajamos y, aunque se equivoquen,
estaré en boca de todos y me juzgarán.
—Verdad.
Percibo que Dani se ha quedado complacido con mi respuesta y
sé que he hecho justamente lo que él quería, dejando como una
nimiedad lo que acaba de suceder, la forma en la que le respondí y
le planté cara, porque, al fin y al cabo, se ha vuelto a salir con la
suya.
Es un puto lastre que debo quitarme de encima.
En mi lista de tareas pendientes está decirle cuatro cosas y
ponerlo en su lugar. Siempre y cuando Bruno no esté delante.
Dani se marcha, y Bruno se acerca.
—¿Estás bien?
—Necesito ir al archivo. Ya sabes.
—El lugar donde te refugias cuando algo sucede.
—Sí —afirmo.
Cojo el teléfono y me dirijo hacia allí con la respiración aún
acelerada. Entro y veo que está vacío. Me giro para cerrar la puerta
y me doy cuenta de que ya no estoy sola.
Suelto el aire contenido cuando Bruno entra tras de mí y cierra la
puerta.
—¿Qué ha pasado? —me pregunta.
—Nada. Lo tengo todo controlado.
Intento infundirle calma y hacerlo conmigo misma. Me siento
patética. Tenía que haber actuado de otra forma. No sé. ¿No os
pasa que después de que algo ha sucedido imagináis la cantidad de
cosas que podíais haber dicho o hecho para dejar a la otra persona
mal? Pues así estoy yo y siento rabia por ello.
—Oye, Violeta…
—Nada. Necesito hacer esto por mí misma. En serio. Lo necesito.
—Mi voz sale casi como una súplica—. No quiero dejarte fuera,
Bruno, de verdad, necesito hacerlo yo y solo yo. Romper con mi
pasado y marcar mi futuro siendo fiel a lo que necesito.
Bruno asiente, asimilando mis palabras y entendiéndolas y eso…,
eso hace que me explote el pecho de amor porque no es de los que
te dicen algo para tergiversar la información o que ofrecen ayuda
desinteresada y termina no siéndolo, es de los que sienten de
verdad y por eso lo ofrecen, y porque estamos juntos en esto.
—Si necesitas algo, estaré aquí, solo tienes que decirlo.
—Hablando de necesitar… —La conversación de mi abuela
vuelve a mi cabeza. Es ahora o nunca—. Mi abuela está empeñada
en hacer una cena el jueves e invitarte. Ya le he dicho que no y he
pensado alguna excusa barata que ofrecerle. Lástima que no
contase con el ingenio de mi abuela y su chantaje. Necesito que me
digas el motivo por el que no vas a ir a la cena y así me dejará en
paz.
Mi jefe/novio, Bruno, me mira de soslayo y sonríe de medio lado.
—Dile que allí estaré a la hora que me pida.
—¿Qué? —En serio, ¿qué?
—Pues que voy a ir a la cena y pasaré un rato agradable con tu
familia.
Carcajada insolente a la de tres…
—Agradable, lo que se dice agradable… —Lo dejo en el aire.
Que lo mismo, si le digo todo lo que hay detrás de mi frase, puede
que decida no torturarme y quedarse en casa. Y se me ocurre un
magnífico plan.
»¿Hay algo que pueda hacer para que no vayas? —Si el chantaje
le sirve a mi abuela, ¿quién dice que no me vale a mí?
La mirada de Bruno se torna felina. Desvía un segundo sus ojos y
los clava en la puerta. Retrocede y cierra con llave. Nos van a pillar.
Nos pueden pillar. Me encanta este riesgo. Soy lo peor. Estoy
cachonda solo de pensar en el tema y eso que no ha pasado nada.
Pero pasará. Ya, ya me callo.
—Se me ocurren un par de cosas para convencerme… y en
todas ellas estás desnuda.
Pongo los ojos en blanco.
—Vaya frase más manida esa… —Ca-chon-da.
—Puedo ser mucho más ingenioso, ¿es eso lo que quieres?
—Eso y… que me folles. —Directa. Podría declarar hoy martes el
día de ser directa.
Los ojos de Bruno se oscurecen como dos piezas de carbón. Me
gusta cuando reacciona así. Cuando el motivo de su locura soy yo.
—Deseo cumplido, princesita.
Bruno me empuja contra la puerta de uno de los armarios y el
impacto me hace jadear de puro deleite.
Su dedo se posa en mis labios e intento morderlo, ganándome un
tirón de pelo gracias a eso. Jadeo de nuevo con desesperación.
—Lo siento, ¿sabes? Siento que estás excitada. ¿Y sabes qué es
lo mejor? —Mis ojos sobre los suyos, mis ganas apoderándose de
todo—. Que esto no ha hecho nada más que empezar.
Bruno me gira, obligándome a colocar ambas manos a los lados
de la madera. Bajo la cabeza y veo mis piernas separándose por
culpa de las suyas.
Sus dedos se sitúan al borde de mi vestido, buen día para elegir
esa prenda, y su mano asciende peligrosamente, encendiendo la
piel por la que pasa. Llega hasta mis bragas y su mano se pasea
por encima de mi coño. Empapado, sí.
Se agacha y a su paso desciende mi ropa interior hasta que se
queda como una pieza inservible en el suelo del archivo.
Asciende de nuevo por mis piernas depositando suaves besos.
—¿Preparada? —me pregunta.
—Yo nací preparada. —Una carcajada ronca escapa de su boca.
Boca que muero por besar—. Bésame —le pido haciendo alusión a
eso que deseo.
—Resulta que no me apetece —murmura—. Lo que sí me
apetece es escuchar cómo gritas mi nombre mientras te embisto
con fuerza una y otra y otra vez y te deshaces con mi polla dentro
de ti.
Intento suspirar e intentar calmar los nervios por las expectativas
de sus palabras. Soy incapaz de hacerlo sin que resuene como una
queja porque esté prometiendo algo que muero porque haga ya. De
una vez.
La cremallera se hace eco en la estancia, y entre mis
pensamientos, y la siento. Percibo su erección en mi culo a la vez
que Bruno me muerde el lóbulo de la oreja.
—Pídemelo.
—Ni de coña —consigo decirle.
—Pídeme que te folle como nadie antes te ha follado.
—Ni de coña —repito. Me muero de ganas de decírselo.
—Pídemelo o me iré.
—Joder con el puto chantaje.
—Tienes una boca muy sucia. Tal vez debería obligarte a que te
arrodilles y…
Gimo en respuesta a su proposición. Me muero de ganas… de
todo. De todo con Bruno me muero de ganas.
Su mano se arremolina en mi pelo y escupe sobre la otra que
queda libre. Me mojo más aún. No es necesario que haga eso, pero
sabe que me gusta y sé que a él también. Miro hacia atrás y me doy
cuenta de que se está meneando la polla con fruición.
—¿Te gusta algo de lo que ves?
—Tú —le digo y lo hago con sinceridad—. Me gustas tú y solo tú
—suelto.
En sus ojos brilla el anhelo por mis palabras y la necesidad.
Tira de mi pelo una vez más. Sitúa su polla en mi entrada y se
prepara para embestirme.
—Quiero que grites, Violeta. Quiero que grites cuando te folle
fuerte, cuando te corras con mi polla dentro. Cuando no puedas más
y, mientras todo eso suceda, yo seguiré follándote, y tú serás
siempre mía, y yo seré siempre tuyo.
No sé si nos escuchan o no. No sé lo que pensará la gente si eso
sucede. Solo sé que cumplo su petición y grito. Y no solo eso, sino
que, de verdad, somos él y yo. Y nuestros roncos gemidos en esta
habitación.
Nada importa. Nada. Solo eso.
49
¡Que no cunda el pánico!

—¿No era una cena informal? —me pregunta Unai, que sigue
tumbado en el sofá dejando que el televisor le vea a él y no
viceversa.
Llevo un rato buscando mi teléfono. El teléfono del trabajo. No
tengo ni la más remota idea de dónde he podido dejarlo y eso es un
problema serio. Muy serio. Y no quiero entrar en pánico, pero me lo
pone difícil esta situación.
—¿Has visto mi teléfono? Quería desconectarlo por si sonaba.
No es plan de que lo haga esta noche precisamente. Y,
respondiendo a tu pregunta, sí, es una cena informal, obvio, y
también es una cena importante. Va Bruno y allí estará mi madre.
Unai rueda los ojos y los pone en blanco.
—Nadie me ha invitado a esa cena. —Vaya, no me había dado
cuenta.
—Ojalá no me hubiesen invitado a mí tampoco —me sincero con
cierto nerviosismo—. ¿El teléfono? —inquiero retomando el tema
que me preocupa. Incluso más que la cena y eso ya es decir.
—No lo he visto. Mira en los cientos de bolsos que tienes, quizá
lo has dejado en alguno de ellos. La culpa es tuya, por no guardarlo
en un cajón.
—Es trabajo, Unai, lo mismo me pilla allá que acá.
—Tienes horarios —replica para hacerme entender su teoría.
—Y a veces me llaman con algún extra que acepto. Dinero. Eso
que me hace falta. —Pongo las palmas de las manos hacia arriba
para que entienda lo que le quiero decir—. Si está apagado no estoy
de servicio, si está encendido… —Lo dejo en el aire, no hay nada
más que explicar.
Toco en la puerta de la habitación de mi hermana. Abre y la veo
maquillada. Vaya…
—¿En serio? —bufa Unai desde el salón. Parece haber asimilado
la situación mucho antes que yo.
Mi hermana le dedica una mirada de soslayo sin decir nada de
nada. En otro momento esto me encantaría, porque, básicamente,
sería símbolo de una pelea entre ellos y suelen ser divertidas.
Ahora, con el disgusto, lo que menos quiero son sus rollos.
—¿Has cogido tú mi teléfono?
—¿Qué? —inquiere desubicada.
—Mi teléfono. El de la línea erótica. No tengo ni idea de dónde lo
he dejado.
—¿En alguno de tus bolsos?
—Eso le he dicho yo —añade Unai.
—¿Y? —cuestiona haciendo caso omiso a la fina ironía de mi
amigo.
—¿Os creéis que no he buscado?
—Pues ya aparecerá —sentencia mi hermana.
Se encierra de nuevo en la habitación, y yo vuelvo a la mía. Voy a
revisar de nuevo los bolsos.
Los tengo todos sobre la cama, hechos una piltrafa y sin orden
alguno, cuando el portero de casa resuena. Miro la hora en mi reloj.
Se me ha hecho tarde.
Abro la puerta justo cuando Unai va a tocar en ella. Nos
encontramos frente a frente y creo que hasta teme por su vida
porque, si ironiza de nuevo, lo mismo lo rajo y acabamos siendo
protagonistas de un capítulo de Mentes Criminales.
—Tu hombre ha llegado. Lo he invitado a subir.
—¿Y? —pregunto. Joder, esto parece un cambio y corto con
tanta respuesta escueta.
Unai alza los hombros como si se la sudase todo un cojón de
pato. Literalmente. Está de un irascible que no se aguanta ni él
mismo, la verdad.
Me dirijo hacia la ventana y veo a Bruno abajo esperando. Vuelvo
hacia la habitación de Celeste. Toco.
—Me piro. Ya ha llegado Bruno. ¿Vas con Adri o vienes con
nosotros?
—¿Vas con Adri o vienes con nosotros? —imita Unai desde el
sofá y no en un tono conciliador precisamente.
Le dedico una mirada iracunda.
—Calla, estúpido.
Me mira, lo hace, claro, al menos no me remeda como un niño
mosqueado.
—Voy con Adri.
Mi hermana sale de la habitación, y juro que Unai ahoga un
gemido y yo otro.
—Vaya. Joder, Celeste. Estás toda buena.
—Gracias.
Observo que sus ojos bailan hacia donde se encuentra nuestro
amigo y se ruboriza.
—Bien. Así es como te quiero. Fuerte y segura.
—Parece un anuncio de compresas —protesta Unai. El estúpido
de Unai.
—Deberías masturbarte, cielo, se te acumula el semen y eso
hace que estés de tan mala hostia. No te sienta bien.
Celeste deja escapar una carcajada. No puedo evitar meterme
con él, se lo busca solito y que dé gracias a que no lo he asesinado
aún.
—¿Has encontrado el teléfono?
—No —niego—, pero es tarde, tenemos que irnos. Además, que
Bruno me espera abajo. Creo que Unai le dijo alguna tontería y no
quiso subir.
—Claro, Unai es el culpable de todo en este mundo. Hasta de
vuestras patéticas citas —lo suelta con retintín de nuevo,
mosqueado, como si le sentase mal el asunto.
—No te hemos invitado porque no es una comida de esas. Es
para…
—Ya me ha quedado claro que es para los novietes —replica con
sarcasmo—. Fíjate, yo pensaba que Celeste estaba colada por mí y
me ha sustituido en menos que canta un gallo —suelta con desdén.
A mi hermana la pulla se le queda clavada en el pecho. Le
cambia el gesto al instante y me imagino dándole una paliza a Unai
por su comentario tan hiriente y desafortunado, sin embargo, esta
guerra no es la mía y entiendo lo que sucede. De repente, todo
encaja a la perfección.
Me acerco hasta él, apoyo la mano en el sofá y lo digo. Lo digo
con toda la intención del mundo.
—La culpa de esto es tuya y solo tuya, Unai. Elegiste tú, no
tienes derecho a ofenderte. Lo perdiste.
Ya está. Ya lo he soltado. Si de verdad eso es lo que le sucede,
espero que le ponga remedio al asunto y, si no, que asuma las
consecuencias de sus actos y deje de comportarse como un niño
pequeño.
Los dejo solos en el salón y bajo en busca de Bruno. Le envío un
mensaje a Aina mientras desciendo por las escaleras y rezo para no
tropezar y perder los piños por el camino, que esto yo lo he visto en
mogollón de películas y hace gracia únicamente cuando se ve
desde fuera.

Violeta:
No encuentro el teléfono. Estoy entrando en
pánico. Por casualidad, no lo tendrás tú,
¿verdad?

Lo envío y lo guardo en la pequeña bandolera que he cogido hoy.


Paso del estado de nerviosismo a la euforia —sin obviar que me
he puesto medio cerdaca— al ver a Bruno apoyado en el coche, con
las mangas de la camisa blanca arremangadas y un pantalón
vaquero. Que está todo bueno vestido con la ropa de trabajo, pero
verlo con ropa de calle también es un placer para los ojos.
—Cuánto tiempo… —murmuro a modo de saludo.
—Una eternidad —susurra como respuesta.
Extiende sus brazos invitándome a refugiarme en ellos, a formar
parte de su cuerpo como si solo fuésemos uno y esa unión invisible
que se hace realidad cuando mis brazos rodean tímidamente su
cuerpo, y los suyos luchan por robarme minutos ahí dentro, se
convirtiese en lo que necesitamos para sobrellevar el día.
—¿Hace mucho que saliste de la oficina? —pregunto aún
arropada entre su cuerpo.
Me imagino a Unai arriba observando como si fuese uno de esos
vecinos cotillas que luego baja con el chisme a la del segundo o
viceversa y me río con mi tontería.
—Tengo asuntos que cerrar porque mañana es la reunión con
Orgasmic y confieso que estoy algo nervioso, sin embargo, he
dejado todo por tu abuela —me dice sonriendo.
Me separo para observarlo con atención y entender cómo se
siente. Ya sabéis que la cara es el espejo del alma.
—Va a salir todo bien —le digo llena de convicción.
—Lo sé. Cuento con la mejor ayudante del mundo. La más guapa
e ingeniosa.
—Deberías haber dicho la más preparada.
—También. Siento haberme centrado en algo que no fuese
trabajo…, ahora mismo no me apetece pensar en eso.
—Podías haberme dicho que te quedabas, aunque no fuese así,
aunque lo que necesitases era tumbarte en el sofá y ver una
película.
—¿Y perderme la reunión familiar? Ni de broma —ridiculiza.
Me da un suave beso en la sien y me abre la puerta del coche,
caballeroso.
—La próxima vez vamos en Winnie, creo que te gustaría subirte.
Tenéis que llevaros bien porque, si hay problemas entre vosotros,
tendré que dejarte por otro. Winnie es importante en mi vida. Un
pilar fundamental.
—Juego con desventaja —me sigue la broma—, porque ella lleva
más tiempo en tu vida que yo. Eso es juego sucio por su parte. Aun
así, debe saber que estoy dispuesto a pelear por mi chica.
Intento que la sonrisa no enmarque mi rostro, que esas
mariposillas de las que se habla siempre en una historia de amor no
vuelen y me alcen, permitiéndome flotar, que el escalofrío que
recorre mi cuerpo erizando el vello a su paso y el calor que fluye por
mis terminaciones nerviosas no baile una canción pegadiza aquí
dentro. Lo intento. Lo juro. Bruno me lo complica todo; convierte lo
difícil en sencillo y lo fácil en cómodo.
—Gracias por hacer esto por mi abuela. Acudiendo a la cena
ganas como tres mil puntos en la carrera por ser uno de sus
favoritos.
—¿Tengo que luchar contra alguien?
—Mi hermana lleva a un chico, ese del que te hablé.
Bruno aparta un segundo los ojos de la carretera.
—¿Del que no está enamorada? —Asiento para corroborar sus
palabras—. Y, entonces, ¿por qué lo lleva a la cena? —cuestiona
fijando su vista en mí.
Un leve cosquilleo aletea dentro cuando Bruno da por sentado
que, el hecho de ir a la cena, implica que existe la posibilidad de que
esto que compartimos sí que sea estar enamorados de verdad. Vale
que le he dicho lo que siento, y que él ha hecho lo mismo conmigo,
es cierto, no obstante, lo estamos dando por hecho, como lo hacen
las parejas de verdad, las que se quieren y no necesitan estar
diciéndolo todo el día, sino demostrándolo, porque es así como
debe ser.
—Se le declaró a Unai, y él le dijo que no sentía lo mismo. Unai
es nuestro compañero de piso —explico dado el desconocimiento
por parte de Bruno en ese asunto—, el que estaba con nosotros el
día del bar.
—Vi complicidad entre ellos aquel día en el bar. Aunque la
realidad es que estaba completamente obnubilado contigo y…
nuestro beso furtivo, lo que implica que no me fijase demasiado en
los demás.
El aleteo de nuevo. El aleteo que me recorre. El cosquilleo. El
amor…
—¿Lo haces aposta? Eso de intentar ruborizarme…
—No. Improviso. Un chico de recursos, ya sabes.
—Ya, ya… Buenos recursos esos que tienes.
—Ahora que has dejado de ponerte colorada…, ¿son o no son
pareja?
Me centro, de nuevo, en la conversación que nos traíamos entre
manos.
—Pues no. Solo amigos, aunque mi hermana siempre ha
albergado sentimientos hacia él. Sentimientos románticos —detallo
— y tengo la ligera sospecha de que Unai también hacia ella —
especifico para terminar. Es como en las series que acabas un
capítulo con final explosivo, pues esa afirmación es mi final insólito.
—¿Cómo puede ser eso?
—Lo que yo he visto en ese apartamento antes de bajar eran
celos.
Le explico un poco los pormenores de la situación, y cómo he
llegado a dicha conclusión, a la vez que nos acercamos a casa de
mi abuela. Bruno escucha con atención todo lo que le cuento y llega
al mismo desenlace que yo cuando finalizo.
—Ese chico es tonto y lo mismo se arrepiente si no hace nada.
—Celeste está con Adri.
—Porque la habéis puesto en ese compromiso —sentencia Bruno
mientras busca aparcamiento por la zona.
—Fue Aina —me disculpo—. Aunque yo estaba de acuerdo. A
rey muerto, rey puesto.
—¿Eso piensas hacer conmigo entonces? —me interroga
posando su mano cálida encima de mi muslo.
—Lo que tengo pensado hacer contigo es de todo menos eso —
le digo.
Y, joder, lo digo en serio, si es que no me puede gustar más verlo
ahí, con esa pose de niño bueno, de no haber roto un plato y de ser
yo la única que sabe que si se lo permiten romperá la vajilla entera.
—Está bien saberlo. Cuando te vi antes, pensaba que te sucedía
algo.
Es el momento. ¡Es el momento! Podría decirle abiertamente que
no sé dónde está mi teléfono, explicarle a qué teléfono me refiero y
lo de la línea erótica, no ocultar más ese detalle, ser sincera y poner
las cartas sobre la mesa. Y, si es el adecuado, no sucederá nada,
porque Míster B tiene razón en sus palabras, aunque me produzca
mucho vértigo el pensar que no sea de esa manera y perderlo.
Perder a Bruno y las páginas en blanco que estamos escribiendo
juntos. Con nuestra historia.
50
La temible cena

Bruno comienza la maniobra para aparcar mientras yo me debato


entre decirlo o no hacerlo. Decirlo sería sencillo… e,
inexplicablemente, no soy capaz de hacerlo. No tengo un discurso
preparado, sería algo así como soltar la bomba: «Trabajo en una
línea erótica, aunque quiero dejar claro que me gustas tú y solo tú».
Y ¿para qué mentir?, a pesar de trabajar como publicista, se me da
de pena el asunto.
Quizá sería mejor algo más relajado y que suene natural: «Oye,
Bruno, trabajo en una línea erótica, pero no follo con nadie. Les
hago creer que sí y eso, ya sabes, sin embargo, el único que me
pone cerda eres tú». No. Definitivamente, ese no es mi estilo.
—Te has quedado muy callada. No estés nerviosa, estoy seguro
de que todo va a salir de perlas y que tu familia me encantará.
El hecho de que Bruno haya interpretado mi silencio como un
mero refugio que acoge el estrés del momento me tranquiliza y no
debería hacerlo. Debería decírselo.
La imagen de Dani pasa frente a mí. «No eres nadie», «das
vergüenza», «nadie te querrá como yo ni te aceptará como eres,
debes reconocerlo, tienes muchos fallos, muchas taras».
No deja de ser cierto que las tengo, que estoy muy lejos de ser
perfecta y, por encima de eso, tampoco quiero serlo. Solo necesito
que me quieran tal y como soy; con mis virtudes y mis defectos,
aceptarme con todo ello y que eso lo convierta en algo interesante.
Como el mar. Nos encanta nadar en él cuando está en calma y tiene
un temperamento pacífico, sin embargo, no podemos perdérnoslo
cuando las olas se vuelven feroces, cuando rompen sin cesar contra
la costa, cuando el sonido embravecido nos envuelve o las
pequeñas gotitas que se desprenden y vuelan impactan contra
nuestra cara. Cerramos los ojos para disfrutar de ellas. Esa mezcla
de adoración y miedo lo hace perfecto. En eso consiste el amor, en
que te guste la calma y nadar en ella, que la fiereza se convierta en
chispa y lo incendie todo.
—Oye, Bruno…
Se baja del coche y lo bordea. Suspiro. Es el momento.
La puerta se abre y le dedico una amplia sonrisa.
—Dime, Violeta…
Tomo su mano, esa que me ha tendido como si esto fuese una
cena de gala con todas sus implicaciones, y me acerca a él.
Deposita un suave beso en mi sien y me envuelve entre sus brazos,
de nuevo, con adoración.
—Yo… —musito entre ellos.
—¡Por fin habéis llegado! —El grito de mi hermana se escucha
desde la otra acera—. Para haber salido tú antes que yo de casa, os
habéis retrasado.
—El tráfico —le responde Bruno.
Me separo de entre sus brazos y saludo a mi hermana. Adiós al
plan improvisado.
—Adri, ella es mi hermana. La conociste el día de la facultad.
—¿Estuviste en la facultad? —me pregunta Bruno.
—Una larga historia.
—La chica de los secretos —me riñe con cariño. Si él supiera
cuánto hay de verdad en esa frase…
—¿Qué tal? —cuestiona Adri a modo de saludo.
Bruno y él se presentan y se enzarzan en una conversación a la
que no le presto el menor interés.
Celeste y yo nos adelantamos y enfilamos el camino que nos
lleva hasta el bloque de edificios de mi abuela.
—¿Estás nerviosa? —inquiere al percatarse de mi gesto
taciturno.
—Por todo. No he encontrado el teléfono. Le envié un mensaje a
Aina. No me ha contestado aún.
—Quizá lo tiene ella y no se ha dado cuenta.
—Puede. —Es todo lo que añado.
—¿Y por mamá?
—Es extraño. ¿Vamos a cenar todos juntos y a fingir que somos
una familia feliz? Porque, perdona que te diga, lleva mucho tiempo
fuera y no esperará que todo sea como siempre.
—Violeta… —Mi hermana deja escapar el aire antes de decirme
nada. Ella también lo pasa mal. Se ha enfrentado a la situación de
otra forma, lo ha abordado sin rencor y con entereza, ha sabido
dejar a un lado los contras de esta relación y quedarse solo con los
pros. Y yo…, yo me he limitado a vivir con el recelo por su partida y
por la irresponsabilidad que eso conlleva—. Deja eso a un lado, no
te aporta nada, no ganas nada, ¿o me equivoco?
Me muerdo el labio y alzo la cabeza en busca de la ventana de mi
abuela.
—No soy capaz de hacerlo. Es superior a mí.
—Pues debes. Ha vuelto, ¿no? Más vale tarde que nunca y, al fin
y al cabo, hemos aprendido de su ausencia. Nos queremos, nos
apoyamos, nos tenemos y a la abuela. Y sé que esa madre que ha
regresado no es la misma que se fue y se está esforzando. No sé,
todos nos merecemos una segunda oportunidad en la vida. Que nos
permitan enmendar los errores cometidos. Le dijiste lo que
pensabas, y ella lo asumió con entereza. Es hora de dejarlo en el
pasado, de la misma forma que dejamos todo lo que no nos aporta
nada que no sea dolor.
Observo a mi hermana, la mujer en la que se ha convertido y me
siento muy afortunada de contar con ella, de tenerla a mi lado y de
que todo eso que dice sobre lo positivo que podemos sacar de la
situación sea cierto y me pregunto si no tendrá razón también en lo
demás. Y sé, al instante, que de verdad nos merecemos poder
explicarnos, poder enmendar nuestros errores o sencillamente
seguir adelante sin sentirnos juzgados cada vez que abrimos la
boca. Porque las personas se equivocan y la perfección, como bien
sabéis, no existe.
Aprieto su mano con fuerza, y ella me devuelve el gesto.
—¿Tú estás bien? Lo de antes…
—Unai me rechazó. No tiene derecho a nada. Me he cerrado en
banda durante mucho tiempo, esperando a tener la valentía de
decirle lo que siento. Salió mal y punto. No pasa nada. Voy a seguir
adelante. Adri es buen chico, no quiero decir que Unai no lo sea…
—Lo sé —la corto—. Sé lo que quieres decir —me anticipo.
—No le quiero. No siento eso por él. Por lo pronto, nos lo
pasamos bien, conectamos y hablamos; mañana, ¿quién sabe?
Las palabras de mi hermana flotan en el aire. «Mañana, ¿quién
sabe?». Nadie. Así que limitémonos a vivir el día a día, a disfrutar de
la felicidad que reside en las pequeñas cosas, a conformarnos con
lo que tenemos y con la calidad de eso sin pensar en nada más. La
vida cambia por momentos, y nosotros con ella, solo podemos
comprar el billete, subirnos al tren y aguardar para saber cuál será
nuestra siguiente parada.
Esperamos a los chicos aún cogidas de la mano. Hablan de
deportes. Celeste y yo intercambiamos una mirada y nos morimos
de asco. Eso sí, nos gusta a ambas ver lo bien que se llevan y que
hayan encontrado un tema que los mantenga entretenidos.
—¿Preparados para subir las escaleras?
—Nosotros nacimos preparados —responde Adri guiñándole un
ojo a mi hermana.
Intercambiamos las parejas. Bruno y yo subimos delante cogidos
de la mano. Su pulgar se mueve por el interior de mi palma y sé lo
que pretende con ese sencillo gesto. Calma. Calma es lo que graba
en mi piel al paso de la suya.
Llegamos a la puerta de mi abuela y está entornada, tal y como la
hemos encontrado las últimas veces.
—Vamos allá —murmuro en voz alta.
Mi hermana toma la cabecera y toca con suavidad, pero sin
dudar. Adri la sigue, da la sensación de que para él esto es algo
bueno, divertido, incluso algo que desea hacer. A mí parece que me
llevasen al matadero de cabeza.
—¿Preparada?
—No, la verdad es que no, ¿podemos irnos ya?
—Haría cualquier cosa por ti, no obstante, esto es algo que
debes hacer. Seguro que tampoco es tan malo.
Claro. Para él no, porque su familia es encantadora.
Parece mentira que yo os tenga que decir esto, sin embargo, es
Bruno el que cruza la puerta el primero y me arrastra como el que
trae a un perrillo tras el paseo. La comparación es pésima, lo
admito, no obstante, no os creáis que no me siento ciertamente
enjaulada.
—Oye, Bruno… —Freno en seco mis pasos y creo que, antes
que mis palabras, mi gesto es lo que le hace darse la vuelta y
escrutarme con sus preciosos ojos. Veo la calma, la confianza, la
lealtad y el amor brillando en ellos. Y debo sentirme afortunada de
que me mire de esa forma, de que quizá él lo haya hecho mucho
antes de lo que lo hice yo, y no sintiese vergüenza porque mi amor
no fuese repentino y producto de un flechazo total, porque los
flechazos sí existen, aunque no siempre se dan. Hay relaciones que
se fraguan a fuego lento y en las que te permites conocerte de otra
forma, menos espontánea y llena de más calma—. Mi familia es
diferente a la tuya, mi madre…
—Violeta, me da igual. En serio, me da exactamente igual cómo
sean. Las taras que tengan, solo quiero estar contigo, como sea…
Porque te quiero. Te quiero así, Violeta. Te quiero libre. Te quiero
como eres y como has sido siempre.
«Si es el adecuado, le dará exactamente igual».
—Quiero que hablemos, cuando podamos, necesito que
hablemos.
—Hablaremos todo lo que quieras y de lo que necesites. Te
quiero igual. Nada de lo que me vayas a contar hará que deje de
sentir esto por ti, Violeta. Nada —zanja.
Esas palabras son las que necesito escuchar, esas palabras y lo
que provocan en mí. La sacudida, la paz, el sosiego, el despejar
ciertas dudas e inseguridades. Parece mentira cómo muchas veces
dejamos que lo malo pese, que nos hunda como si tuviese más
importancia que lo bueno, cómo ese «no sirves para nada» o «no lo
vas a conseguir» suponen un lastre más poderoso que un «yo
confío en ti, pase lo que pase» o «no te rindas». ¿Por qué lo
permitimos? ¿Por qué dejamos que así sea? ¿Por qué dejamos que
nos hunda un fracaso o una palabra negativa? No. Es injusto y
lamentable que así sea, que lo consigan y, por encima de todo, que
nosotras lo permitamos y desconfiemos de lo que somos por dejar
que tenga valor lo que otros dicen que representamos. Nadie,
absolutamente nadie, nos conoce mejor que nosotros mismos.
Su mano tira de la mía y me adentra en el salón. El silencio se
hace patente cuando nos ven. Mi abuela es la primera en
reaccionar. Se incorpora y se acerca, y ese sencillo acto me hace
sentir bien.
—Así que tú eres el famoso noviete de mi nieta. Vaya con Violeta,
qué callado se tenía que fueses tan apuesto.
Ahora la que pone los ojos en blanco soy yo.
—Abuela… —protesto.
—¿Qué?
Muero por decirle que el ego de Bruno debe de estar a más de
cien mil kilómetros de este lugar, sin embargo, no me da tiempo a
añadir nada, Bruno acapara la conversación en un santiamén.
—Seguro que no te lo quiso contar por si me quedaba contigo. —
Bruno le guiña un ojo lleno de complicidad a mi abuela y en ese
preciso instante sé que no tengo nada que hacer. Se la ha ganado
con una frase manida.
Mi abuela le planta dos besos y comienza las presentaciones.
—A ellos ya los conoces porque veníais juntos —matiza mi
abuela. Bruno asiente—. Ella es Rosa, mi hija, y él es Peter, el
marido de mi hija.
—Su cuarto marido —apunto yo. Mi puntualización suena a lo
que suena. A despecho y reproche. Mi madre baja la cabeza, y
Peter le pone una mano encima de la pierna. Le susurra algo al
oído, no llego a escucharlo. Lo mismo se ha cagado en mi boca de
cenutria—. Mierda —mascullo mirando hacia otro lado.
Aun con todo eso, mi madre se recompone, se levanta y se
acerca hasta Bruno. Le da dos besos.
—¿Te llamas Rosa? —Ella afirma—. Lo de los nombres de
vosotras, ¿es por algo en especial? Ya sabes: Rosa, Violeta y
Celeste.
Mi madre se ríe con ganas y afirma con la cabeza.
—No soy demasiado original, creo. Y, si es niña, se llamará
Blanca.
—Y boom —ironizo. Lo hago, vamos, soy de lo más teatrera y no
se me ocurre otra cosa que acompañar esa onomatopeya con mis
manos volando como si me acabase de explotar la cabeza.
—¿Ya se sabe si es niño o niña? —se interesa mi hermana.
Bruno me mira unos segundos y lo veo sorprendido. Muy
sorprendido.
—No, aún no, en breve lo sabremos. Solo sé que todo está bien
—responde Peter.
Apenas he cruzado algunas frases con él a lo largo de estos
años. No parece mal tío y, en el fondo, me gusta que cuide de mi
madre.
—¿Vamos a la mesa? Llevo toda la tarde cocinando.
Mi abuela coge del brazo a Bruno y le indica cuál es su lugar. El
resto nos sentamos según mi abuela indica. Por parejas,
básicamente.
Cenamos compartiendo una charla cordial. Bruno permanece
taciturno y en silencio, mucho más de lo normal, aunque en eso solo
reparo yo porque con el resto de mi familia se comporta con total
normalidad y bromea cuando puede.
Para cuando llegan los postres, mi madre ya se ha lanzado a
contar los planes que tiene. Asentarse aquí, cuidar a mi hermana o
hermano y ayudar a Peter en su trabajo. Se han establecido
permanentemente en la ciudad para estar cerca de nosotras y algo
de echar raíces, dice.
Me contengo para no decir nada malo porque sé que es absurdo
seguir con ese recelo hacia ellos. No vale la pena y tampoco gano
nada actuando de esa forma. Mi hermana tiene razón y debo dejarlo
pasar.
Sobre las once de la noche nos retiramos todos. Bajamos los seis
y salimos a la calle.
—¿Puedo ir con vosotros? —pregunta Celeste—. Es que Adri va
en otra dirección y es tarde.
—Le he dicho que no hay problema alguno y que puedo llevarla,
pero Celeste es bastante cabezota.
—Tiene a quién salir —apostilla mi madre.
—¿No hablarás de mí? —inquiero.
—Tú también eres bastante cabezota —murmura mi hermana.
—Y te encanta guardar secretos —añade Bruno.
Se ha enfadado. Es eso. Se ha enfadado porque no le dije que mi
madre estaba embarazada. No entiendo bien por qué eso puede
molestarle, sin embargo, lo ha hecho.
Ya han sido varias veces las que me ha dicho que soy una chica
con secretos y sé que le molestará lo de la línea erótica.
—Tenemos que hablar —le digo de nuevo.
Bruno asiente, no obstante, mira en dirección a mi hermana.
—Hoy lo dudo.
Cabeceo afirmando.
Tras marcharnos, llegamos a casa un rato después.
Bruno se despide de nosotras con cierta celeridad y, tras darme
un beso casto y rápido, se excusa con que mañana nos espera un
día duro. Esperamos a que su coche desaparezca calle abajo y
entramos en el edificio.
—Después de todo, no ha ido tan mal, ¿verdad?
Niego con la cabeza.
No ha ido tan mal, no, eso sí, tengo la sensación de que algo
pasa y no sé el qué.
51
La chica de los secretos

Bruno
Es ella. No hay duda de que lo es.
Me he quedado patidifuso al descubrir quién es y a partir de ahí
no supe siquiera cómo comportarme.
Llamo a Cristian antes de que el sol salga. Ya no vale la pena
seguir dando vueltas en la cama porque los problemas ahí no se
van a solucionar. Ni las dudas, las puñeteras dudas tampoco.
El trayecto hacia la oficina se me hace mortal. Aún no han dado
las siete de la mañana cuando cruzo el umbral del edificio. El
silencio en la planta es atronador y me pararía a disfrutar un mínimo
de él si no tuviera la cabeza llena de pensamientos inconexos sobre
lo sucedido anoche. Mi hermano, sin formular pregunta alguna al
respecto, me ha prometido que llegará en cuestión de minutos
porque está de guardia y ya va a acabar el turno.
Deambulo por mi despacho. Coloco los dosieres con toda la
documentación que hemos preparado en estas semanas para la
campaña publicitaria unas mil veces ya y, aunque sé que no hay
nada que añadir, es como si necesitase tener algo que hacer que
me distraiga.
Violeta, Aina y yo hemos formado un compendio laboral
inmejorable y he logrado mantener a Ferran fuera de todo esto. La
única esperanza que nos queda es que este proyecto salga
adelante y asentar unas bases que sean estables. Eso sin contar
que las medidas que voy a tomar son de lo más drásticas y no
sentarán del todo bien. Nunca llueve a gusto de todos, ya sabéis.
La puerta se abre y la figura de mi hermano, aún con su traje de
poli malo, aparece frente a mí.
—He pasado yo la noche en guardia y al que parece haber
arrollado un tren es a ti.
—Violeta trabaja en una línea erótica —lo suelto sin anestesia,
sin rodeos y sin pensar porque eso es lo único que se me pasa por
la cabeza y que me ha mantenido toda la noche en vela.
Espero en mi hermano la misma reacción que tuve yo.
—¿Y? —Es todo lo que responde dejándome descolocado.
—¿No te sorprende?
Niega.
—Me la suda mucho. —Otra frase escueta y muy tajante—.
¿Cómo te has enterado?
—Anoche. Anoche todo cobró sentido.
—¿Te lo relató ella?
—¡No, joder! ¡No! —Llevo las manos a mi cabeza, como si me
fuese a explotar de un momento a otro—. Eso me ha dolido
bastante, que no confiase en mí como para contármelo —me
sincero.
—Bruno… —El tono de su voz suena a amonestación, y me da
igual.
—Podía habérmelo dicho, no habría pasado nada —insisto
haciendo alusión una vez más al tema.
—No creo que sea algo sencillo de relatar, ¿no crees?
—¿Por qué?
—¿En serio me preguntas eso? ¿Porque la vas a juzgar no te
parece suficiente motivo?
—No la voy a juzgar, quiero decir…
—¿Y qué es lo que estás haciendo ahora?
Cristian me tiende el vaso de café, y lo cojo entre las manos.
Cuando sujeto el vaso me doy cuenta de lo heladas que las tengo.
—No la estoy juzgando, porque no lo hago, ¿verdad? —Esa
pequeña vocecilla interior me cuestiona.
—¿Cómo te has enterado? —Cristian chasquea la lengua sin
responder a mi pregunta, en cambio, formula una nueva.
—Yo… yo he llamado a esa línea erótica y llevo hablando con
una chica que se llama Lilah unas semanas. Varias. Muchas —
especifico—. No sé exactamente cuánto tiempo —aclaro—. Y nos
hemos hecho amigos. Empezó siendo sexo y luego me sentía bien
cuando la llamaba y me contaba cómo estaba, las novedades, algún
problema…, y yo a ella. Supongo que el desconocer quién era la
otra persona con la que intercambiábamos información nos permitía
ser sinceros y hablar sin pudor alguno —le explico—. En una de
esas conversaciones me contó que tenía problemas con su familia,
con su madre y que estaba embarazada a pesar de ser mayor. No le
di importancia, no lo asocié a nada en particular y anoche…
—Anoche la conociste.
—Sí. Y todo encajó a la perfección. Lilah y el juego de palabras
con su nombre real. Lo de su madre… Demasiadas casualidades. Si
es que hasta me siento estúpido por no haberme dado cuenta de
que eran la misma persona. La voz me resultaba familiar, pero no le
di mayor importancia porque no creí que fuese Violeta. No sé, me
siento estúpido.
—¿Por no haberte dado cuenta?
—Sí y no. Por no haberme dado cuenta y porque creo que Violeta
no confía en mí lo suficiente como para contármelo.
—Joder, Bruno, si es que es algo normal.
—¿Por qué te parece tan normal? —grito exacerbado.
Mi hermano guarda silencio unos segundos, permitiendo que me
calme y, de paso, bebiendo su café.
—Yo ya lo sabía —confiesa.
Me giro y me quedo frente a él. Asombrado y dolido.
—¿Te lo ha contado ella? —No puedo creer que así sea. Que lo
haya hablado con él antes que conmigo.
El sosiego vuelve a mi cuerpo cuando mi hermano niega con
vehemencia.
—Me lo ha contado Aina. —Suspiro. Vale. Son amigas. Es lógico
que ella también lo sepa—. Trabajan en la misma línea erótica.
Decido que es el momento de sentarme y dejar de pasear por el
despacho como un perro enjaulado.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Me lo contó el otro día. Salimos a tomar algo y me lo dijo. Me
explicó que su ex la dejó por trabajar en la línea erótica. Llevaban
mucho tiempo juntos y se lo contó cuando ya no podía más. La dejó.
Ya te puedes hacer una idea de la cantidad de cosas que le dijo,
¿no? Y nada bonito ni elegante. Me expuso que en ese momento se
dio cuenta de que jamás ocultaría quién es a nadie.
Joder. Joder. Joder.
—¿Y qué le dijiste?
—Que me parecía bien. Que era una mujer libre y que podía
hacer lo que le diese la gana. Que su ex era un gilipollas de
campeonato por menospreciarla por su trabajo, y que yo soy un puto
egoísta que en el fondo se alegra de que así haya sido.
—¿Por qué?
Cristian mira hacia otro lado. Le da un último sorbo al vaso y lo
estruja entre sus dedos antes de clavar su mirada en mí.
—Porque gracias a que él la ha dejado yo tengo la oportunidad
de conocerla.
A mi cabeza regresa el momento en el que Violeta anoche hizo
ese gesto tan absurdo y a la vez tan divertido de que le explotase la
cabeza y seguro que si estuviese presente y escuchase las palabras
de mi hermano lo volvería a hacer o le diría algo así como: «Vaya,
no encuentro fallos en su lógica», aduciendo que su abuela no para
de decirlo y, ciertamente, anoche lo dijo en varias ocasiones.
—Soy un capullo —le indico a mi hermano.
—No me digas que la cagaste y le dijiste alguna barbaridad —me
increpa Cristian.
Niego.
—Cuando estuvimos hablando, quiero decir, cuando yo era
Míster B y ella Lilah…
—¿Míster B? —me corta mi hermano entre risitas.
—Calla, capullo. —Cristian guarda silencio, pero la sonrisa sigue
en su rostro. Yo también me puedo burlar de él y más con lo que
acaba de confesar. Estoy convencido de que a nuestra madre le
encantará conocer las intenciones de Cristian con Aina.
»Cuando hablamos, ella me preguntó lo que pensaría yo si me
enterase de que su pareja trabaja en una línea erótica. Creo que me
lo dijo por Aina. —En realidad, ahora todo empieza a encajar a la
perfección.
—¿Y qué le dijiste?
—Que si era el adecuado no le daría importancia a eso.
Mi hermano se incorpora, pasea la vista por el despacho y fija sus
ojos en las carpetas que van destinadas a la reunión que tenemos
dentro de unas horas.
—No la jodas, Bruno. No la jodas, porque ella no hace nada malo
y no te tengo por un capullo integral. Es el momento de que pongas
cada cosa en su lugar y que le des a Violeta el sitio que le
corresponde.
Tiene razón. No puedo quitársela.
—Tengo mucho que hacer y debo empezar por el principio. —
Cristian se gira y camina en dirección a la puerta. —Oye, hermanito,
¿debo ir comprando un traje para la boda?
Las carcajadas resuenan en la habitación.
No sé si interpretar eso como un sí o como un no.
52
Punto y final

La puerta del despacho de Bruno está cerrada cuando llego a la


oficina.
Tenemos la reunión dentro de una hora y aún hay detalles que
preparar.
Me dirijo hacia la mesa de Aina para ver si me echa un cable con
la sala de reuniones. Hay que preparar los vasos, colocar los
dosieres que Bruno ha dejado sobre mi mesa, el agua, ventilar,
conectar el portátil para la presentación… Todo va a salir bien.
Cristian, vestido de poli, está frente a la mesa de mi amiga. Ella
sonríe como si estuviesen ellos dos solos en la planta y no hubiese
muchas personas, sobre todo féminas, mirándolo como si fuese el
próximo regalo de reyes o el postre que pedirán en el menú de hoy.
—¿Interrumpo?
Obviamente, lo hago.
Cristian se gira hacia mí y me envuelve en un abrazo de
hermanos.
—¡Cuñadita!
El apodo me sorprende. Cómo se nota que no tiene ni idea de lo
taciturno que está desde anoche Bruno, de que le envié un mensaje
de buenos días esta mañana y no me ha respondido aún y no
porque no lo haya visto, que sé que lo ha hecho.
—¿Todo bien? —les pregunto a ambos. Es una cuestión de lo
más intencionada, teniendo en cuenta que Cristian no suele
presentarse en la oficina todos los días.
—He venido a ver a Aina. Y a traerle café —me explica él sin
perder la sonrisa y sin dejar de mirar a mi amiga con ojitos de
cachorrillo desvalido.
Ella sonríe como si estuviese frente a un oasis en pleno desierto.
Me da hasta envidia. Lo juro.
Carraspeo para que me tenga en cuenta porque parece que
estuviese solo Cristian y este hablase con un ser omnipresente.
—¿Necesitabas algo? —Aina reacciona por fin. Dios la bendiga.
—Necesito ayuda para preparar la sala de reuniones. Ya sabes,
vienen los de Orgasmic en un rato. ¿Ferran ha llegado? —indago
para saber si él es el motivo de que Bruno esté encerrado en el
despacho.
—Sí. Está con Bruno. Desde que llegó se metieron allí y no han
salido.
—¿Sospechará algo de la campaña publicitaria? ¿O de tu ayuda?
—No lo creo. Me da que hay problemas y todos relacionados con
la reducción de plantilla. Ya sabes —murmura mirando hacia los
lados por si hay alguien pegando la oreja.
—Bueno, señoras y señoritas, un servidor se marcha porque lleva
toda la noche de guardia y debo de tener unas ojeras como las de
un mapache.
Mapache, dice. Para Aina es básicamente un top model más que
un mapache.
—¿Nos vemos luego? —inquiere mi amiga ilusionada.
Huyo sigilosamente cuando veo que la conversación se vuelve
personal una vez más.
Comienzo a colocar las sillas y a abrir las ventanas para que la
sala se airee un poco. Aina entra tarareando alguna canción, y yo
me paro para contemplarla.
—¿Qué? —me pregunta al cabo de varios segundos.
—Nada. Estás… muy contenta, ¿no?
—¿Y eso es malo?
—No. Pero sí que quisiera saber si a partir de ahora tu novio va a
hacerte olvidar el responder a los mensajes.
—¿Qué mensajes? —No dice nada del novio, interesante.
Camino en dirección hacia la puerta y la cierro. Me apoyo en la
madera mientras veo a Aina sacar el teléfono.
—No me respondiste. —No es un reproche, aunque suena como
tal.
—Me dormí pronto anoche.
—Si no fuese porque Cristian acaba de decir que estaba de
guardia te llamaría mentirosa.
—Me cae bien. —Se adelanta a cualquier comentario que pueda
hacerle—. Y no, no tengo ni la más remota idea de dónde está tu
teléfono.
—No lo encuentro por ningún lado, Aina. Es grave.
—Llama a la agencia desde mi teléfono y comunícalo. Por si te
llaman o si hay algún otro problema que se sepa.
—Vale. Luego te busco y lo hacemos. Y tienes que contarme
todo, Aina.
—No hay nada que contar —me dice.
—¡Ja! Todo —repito.
Nos ponemos manos a la obra y dejamos de hablar de nuestras
cosas personales. Una vez la sala está lista, salimos y regreso a mi
mesa. La puerta de Bruno sigue cerrada.
Comienzo a ordenar los papeles que tengo desperdigados por la
mesa y ¡tachán!
—Mierda.
Corro hacia la mesa de Aina una vez más.
—¿Qué se te ha perdido?
—Nada porque lo he encontrado.
Ferran pasa a nuestro lado, y Aina simula que me está
enseñando algo en la libreta y apunta cosas sin ton ni son.
—Buenos días —le saluda.
Yo hago lo mismo, aunque a mí las palabras se me atragantan un
poco más que a ella, la verdad.
—¿Dónde lo has encontrado?
—Estaba bajo los papeles de mi mesa. No entiendo cómo no me
di cuenta antes. No sé. Estoy fatal. Peor de lo que pensaba. La cena
de anoche me tiene en el aire.
—Hostias —susurra mi amiga—. Es verdad.
—Luego hablamos.
Regreso a la mesa antes de que lleguen los directivos. Guardo el
teléfono en mi bolso y suena, en ese momento, el de mi mesa.
—Violeta Vázquez.
—Violeta, ven a mi despacho.
Ferran cuelga el teléfono tras decirme eso y el cuerpo me
tiembla. Mierda. Como si no tuviese un día malo, ahora viene él a
complicármelo.
Aina me mira y entrecierra los ojos cuando pongo las palmas
hacia arriba y señalo la puerta del despacho de Ferran. La silla de
mi amiga se mueve conforme mis pasos me acercan allí y echo un
último vistazo en su dirección en plan: «Si no he salido en diez
minutos llama a los bomberos o al CSI porque seguro que me estará
enterrando entre la estantería y la pared».
—¿Se puede? —pregunto tras tocar y abrir ligeramente.
Ferran está sentado y de espaldas a mí. El despacho es
exactamente como el de Bruno, pero el ambiente que se respira es
muy diferente. Está cargado, es extraño. Diría que es su aura si
creyese en ese tipo de cosas.
—Sí —contesta tosco y borde. Paso y me quedo de pie frente a
su mesa. Sigue sin mirarme y casi que lo agradezco porque me
produce repulsión y más con todo lo que hace cada día.
»Me has sorprendido, Violeta. Mucho. —Su voz acusadora me
revuelve el estómago. ¿Me habrá descubierto? ¿Sabrá que le
hemos estado escondiendo información y que hemos preparado la
campaña a sus espaldas, sin que sepa lo que de verdad tenemos
planeado? Permanezco en silencio sin decir nada. No he hecho
nada malo y tampoco es culpa mía que él sea un mal jefe y un
pésimo socio. Quizá si se involucrase más y no pensara solo en él…
—. Creía que eras la típica mosquita muerta que no rompe un plato
y, aunque nunca has sido santo de mi devoción, no esperaba que
fueses… —pronuncia con desprecio mientras su silla se gira y el
gesto que se refleja en él es de asco. Y yo soy la que se lo produce
— una putilla del tres al cuarto.
Me llevo la mano hacia mi abdomen por inercia y siento, de
inmediato, ganas de vomitar.
—¿Qu…? ¿Qu…? ¿Qué? —consigo decir tras balbucear un par
de veces.
—He encontrado algo, ya sabes, me lo pusiste fácil llevándolo
encima. Sinceramente, lo que esperaba era encontrar tu teléfono, el
habitual, y pillar cualquier cosa que me ayudase a que abandonases
la empresa, porque lo que menos necesitamos aquí es alguien
interesado y aprovechado como tú. Y sabía que mientras te follases
a Bruno sería complicado convencerlo de que te despidiese y dejase
que otra persona, elegida por mí, ocupase tu lugar. Ha sido
complicado ir deshaciéndome de todas y cada una de las ayudantes
adjuntas de Bruno porque no me dejaba intervenir en el proceso de
selección y lo necesitaba. Necesitaba que fuese alguien de
confianza y que pudiese manejar a mi antojo. Estaba claro que tú no
eras la indicada. —Se me corta la respiración conforme sigue
avanzando en su discurso y me temo lo peor.
—¿Esto es todo porque quieres despedirme?
—Al principio, sí. Ya sabes, me caías mal y yo me daba cuenta de
cómo te miraba Bruno. Sabía que se había fijado en ti desde hacía
tiempo, pero estabas con Daniel y eso jugaba a mi favor. Hasta que
lo dejaste y decidiste presentarte a ese puesto sin saber que serías
la elegida porque Bruno se moría de ganas de meterse entre tus
bragas.
—No. No es solo eso. —No, no lo es, lo que yo he visto no es eso
solo—. Entre nosotros hay algo más.
Ferran afirma dándome la razón y, dentro de la inquietud del
momento, saber que piensa como yo me da tranquilidad.
—Lo hay. Claro, lo que pasa es que…, ¿cuánto tiempo va durar
ese algo hasta que Bruno se entere de que trabajas en una línea
erótica?
Ferran se levanta y se acerca a mí. Muy muy cerca. Tan cerca
que su simple olor me repugna y las arcadas vuelven. Por su
presencia y sus palabras.
Puede que me equivoque, que lo haga, que esté levantando
falsos testimonios contra él y que sea solo una jugarreta por su
parte.
—¿Fuiste tú? —le pregunto dando voz a mis pensamientos—.
Fuiste tú el del teléfono —afirmo en esta ocasión.
Él ni confirma ni desmiente. Su sonrisa, en cambio, lo dice todo.
La victoria baila una danza de lo más movida en sus ojos.
—No quiero contarle nada a Bruno, no obstante, siento decirte
que, al ser socios, tendré que explicárselo. Tendré que decirle la
verdad y será una verdadera pena tener que hacerlo porque sé que
le partiremos el alma. Mi hermana lo engañó y, ahora que ha vuelvo
a confiar en alguien, lo traicionan de nuevo. Es el cuento de nunca
acabar. Y Daniel está bastante sorprendido con este hecho. Tanto
que me ha comentado que tendrá unas serias palabras con su chica
porque no entiende qué buscas cuando él puede dártelo todo. —Me
giro y me encamino hacia la salida. No tengo nada más que
escuchar, no quiero seguir ahí porque sus palabras son como dagas
que me traspasan el pecho y me llenan de heridas. Tiene razón.
Andrea lo engañó, y yo no he sido menos, he hecho lo mismo.
Exactamente lo mismo.
»Sin embargo, soy bastante benévolo. —Su mano se coloca
sobre la fría madera de la puerta impidiéndome salir de allí. Me
remuevo cuando su boca se acerca a mi cuello—. Lilah… —Se me
eriza la piel y empieza a faltarme la respiración—. Podrías
ayudarme y convertirte en esa persona de confianza que necesito
en ese cargo o bien…
Guardo silencio esperando a que continúe e intentando recuperar
la compostura y el aliento.
—¿O bien? —musito con la voz tomada.
—O bien irte tú por propia voluntad. Total…, trabajo no te falta,
¿verdad? Lástima que no seas mi tipo. Estoy seguro de que con esa
boquita nos divertiríamos mucho.
Abro la puerta con la poca fuerza que me queda en el cuerpo. No
veo nada. No siento nada. No entiendo nada.
Cojo el bolso que sigue reposando en mi silla y salgo del edificio
con premura.
Necesito… Necesito… Ni siquiera sé qué necesito.
53
Tenía que ser él

Llego a casa de mi abuela un rato después. Abro y subo por las


escaleras como si estuviese poseída por el espíritu de: «Tenía toda
la pinta de que iba a salir mal y estabas muy confiada». La
sensación de pesar en el estómago sigue ahí, amenazándome con
quedarse hasta el fin de los días.
No hay puerta entornada como los últimos jueves y tampoco se
escuchan voces desde el rellano, ni sonido de calderos ni la
aspiradora. Nada. El silencio es tan aplastante que permite que la
culpa por haber hecho las cosas tan mal y no haber evitado que
desencadenara de esta forma se cuele por cualquier rendija que
encuentre e impacte contra mi pecho con furia. Una furia que soy
incapaz de acallar con nada.
Entonces me percato de que me encantaría retroceder al pasado
y plantarme en la noche anterior cuando pude decirle lo que
sucedía. La pérdida de mi teléfono era una excusa buena y, aunque
os suene a disculpa manida, sabéis de primera mano que pretendía
hablar con él antes de que todo esto terminase como ha terminado.
Escucho los pasos de mi abuela acercarse a la puerta tras haber
tocado mientras el fustigarme era una opción tan válida como
cualquier otra que exista.
Las arrugas de mi abuela se concentran en el ceño cuando lo
frunce y ni siquiera eso me alivia, me consuela o apacigua un
mínimo mi estado.
—Violeta, ¿qué sucede? ¿No deberías estar en el trabajo?
Me doy cuenta de que he comenzado a llorar cuando el sabor
salado de las lágrimas se percibe en mi boca.
Me quedo allí, de pie, frente a ella, a la única que acudo desde
hace mucho tiempo cuando todo mi mundo tiende a desmoronarse.
Frente a Tara, la persona que ha hecho de guía espiritual para mí,
de consejera, de hombro sobre el que llorar cuando algo no iba
como debía o la que posaba su mano en mi espalda y con unas
leves palmadas me animaba diciéndome que todo iba a salir bien y
que mañana, con toda seguridad, dolería menos, y yo no podía más
que creer sus palabras a pies juntillas.
Mi abuela sujeta mi mano y con ese gesto silencioso marca el
camino hacia el salón, donde en muchas ocasiones hemos
arreglado el mundo, como ella lo llama.
Me hago un ovillo en el sofá, mi abuela se marcha en dirección a
la cocina. La escucho trastear allí e intento racionalizar la situación.
Darle un poco de perspectiva. No permitir que todo se vea negro,
aunque es eso justamente lo que sucede. Luchar contra mí misma
es complicado. Mucho.
Puede que haya sido una treta de Ferran para salirse con la suya.
Puede que no haga nada y que no diga nada. Puede que ya se lo
haya dicho a Bruno y que por ese mismo motivo no me contestase
al mensaje de esta mañana. Puede que lo sepa toda la planta.
Puede que me despida y que salga de mi vida. Puede que eso que
él dijo de mí, definiéndome por un apelativo poco cordial y bastante
soez, esté en boca de todos.
Un plato con varias galletas de chocolate y arándanos y una taza
humeante se coloca en mi campo de visión e interrumpe todas mis
conjeturas llenas de «puede».
—Las penas con una galleta son menos pena y el té alivia el
alma.
A la vez que le da vueltas a la cuchara dentro de su taza espera
paciente a que diga o haga algo. A que confiese. Aunque sé que mi
abuela analiza y sopesa opciones.
—El socio de Bruno se ha enterado de que trabajo en la línea
erótica. Anoche no encontraba mi teléfono y pensaba que lo había
dejado en algún sitio, ya sabes lo despistada que soy. —Asiente y
permanece en silencio esperando a que continúe—. Lo cogió él
pensando que era mi teléfono, el normal —aclaro—, y se ha
enterado de todo.
—¿Y? —inquiere mi abuela como si eso que le estoy contando
fuese una soberana estupidez.
No le ha dado importancia al tema de coger mi teléfono sin su
permiso. Supongo que es bastante lógico pensar el fin con el que lo
hizo sabiendo que nuestra relación es pésima y roza la
animadversión.
No le cuento nada sobre nuestra investigación ni el trabajo para
Orgasmic a sus espaldas. No es necesario ahondar en esos
detalles. Ya bastante tengo con el tema personal.
—Y me ha invitado educadamente a irme o a colaborar con él.
La taza que reposaba en las manos de mi abuela vuelve a formar
parte del contenido de la mesa y la sustituye por una de sus galletas
caseras. Me apremia con la mirada a que coja una y dé buena
cuenta de ella.
—Las penas con galletas…
Me incorporo y le hago caso porque todos conocemos lo
insistente que resulta mi abuela cuando te pide que hagas algo. O
con cualquier cosa, da igual la que sea.
—Tenía que habérselo contado a Bruno hace tiempo. Tenía que
haberle dicho que trabajo en la línea erótica y, si es el correcto, no
hubiese sucedido nada.
—Vaya, no encuentro fallos en su lógica.
—No sé cómo actuar.
Dejo de lado su respuesta categórica porque eso que ella me ha
dicho lo sé yo y lo tengo bastante asumido. Basta que suceda algo
para que te des cuenta de que deberías haber procedido de otra
manera bien diferente.
—Fácil. Habla con Bruno y cuéntale la verdad. La situación real.
Lo que haces. Eso no va a cambiar quién eres, Violeta. Estoy
segura de que Bruno lo va a entender. No me pareció la clase de
chico que es incapaz de razonar.
—Anoche estaba raro. Muy raro.
—Aun así, fue educado.
—Sí, lo sé, pero no era él, no estaba como siempre, no sé qué
sucedió. Llegamos hasta aquí bien, como si nada hubiese sucedido
entre nosotros y cambió de actitud.
—Puede que fuese porque estaba extraño, por las emociones de
la noche, por los nervios de estar con tu familia, pueden ser mil
cosas, Violeta. Y le estás dando demasiada importancia a ello. Más
de la que tiene. Si dejas que Ferran se salga con la suya, sucederán
dos cosas: la primera es que no te sentirás bien contigo misma por
no haber hecho lo que de verdad querías y haber actuado de una
forma u otra condicionada por una tercera persona que no tiene
razón, porque no la tiene y lo sabemos ambas —sentencia con
vehemencia—, y la siguiente es que dejarás de ser sincera contigo
misma y con él y estoy segura de que eso no es lo que deseas.
—Claro que no quiero. Quería decírselo, llevo tiempo pensando
en ello, con la intención de hacerlo. Al principio no, porque no sabía
hacia dónde nos llevaría esta relación y porque la inseguridad sigue
siendo una herida que me cuesta que cicatrice.
—Lo peor de todo esto es que Daniel…, ese chico te ha
consumido hasta el punto de que sigas pensando que eres inferior y
que no vales la pena para nadie. Tienes que abrir los ojos y ser la
Violeta con la resolución brillando en cada poro de tu piel. Sabes
que tienes que poner cada cosa en su lugar y actuar de forma
correcta. Puede que no salga bien, que Bruno se sienta traicionado
por no habérselo contado y sé que, en el fondo, tú sabes que él no
te dejaría por trabajar en una línea erótica.
—Tampoco creo que monte una fiesta por ello —ironizo.
—Bueno, no tiene por qué hacerlo, no es nada que tenga esas
implicaciones, solo te digo que el camino correcto es hablarlo con él
y hacerle entender que uno de los motivos por el que no le dijiste
nada era por el miedo a ser juzgada.
—Todo esto comenzó a desmoronarse desde que Dani entró en
mi vida.
—Claro. Ese podría ser un argumento y justificar parte de la
situación. Lo es. Es en parte el culpable porque, si no hubiese
aparecido, probablemente la Violeta que todos conocemos no se
habría perdido en el fondo del abismo. Sin embargo, está en tu
mano confiar de nuevo en ti, en Bruno, en la relación sana que
tenéis y dejar de pensar que todas las personas son iguales porque
no lo son. Que un hombre actúe o piense de una forma no implica
que el resto esté cortado por el mismo patrón.
Le doy un pequeño mordisco a la galleta, quizá lo que mi abuela
dice es cierto y alivia el pesar y el té cura el alma. Ni siquiera me
planteo si las palabras de mi abuela son o no certezas porque estoy
convencida, ya no porque sea la voz de la experiencia, sino porque
lo que ha verbalizado es real.
No me gustaría que me juzgasen por lo que soy o por dónde
trabajo. Por la ropa que llevo o los sitios que frecuento y, si eso es
así, ¿por qué debería hacer yo eso con los demás? No es que
juzgue a Bruno, porque no lo hago y me siento orgullosa de
haberme dejado llevar, de haberle conocido aun cuando las dudas
me asolaban y de haberme dado la oportunidad de hacerlo y
descubrir que el amor puede doler y te puede hundir, sí, y que
también es capaz de sacarte a flote, de hacerte volar, de ver que
existen matices, colores, olores y sensaciones que lo envuelven y le
dan una forma diferente. Una más intensa y bonita, llena de luz.
Llena de opciones que se abren ante ti y que te maravillan.
Y, aunque con Bruno he dejado que todo eso que os digo forme
parte de nuestras páginas en blanco, le he dejado fuera de esto por
el miedo y la inseguridad que otra persona ha asentado en mi
pecho.
Bruno jamás será Dani y a Dios doy gracias por ello. Y es el
momento de que eso que dije se convierta en real, en tangible, de
poner cada cosa en su lugar y dejar que nada del pasado me afecte,
no de esa forma sino de una más madura, una que me haya hecho
aprender de lo sucedido, mejorar y que la huella se quede en eso;
en una ligera pisada que con el paso del tiempo se borrará y no
quedará más que el recuerdo. Bueno o malo, pero recuerdo, al fin y
al cabo.
Mi abuela guarda silencio esperando a que asimile sus palabras
y mis propias reflexiones.
—Mira a tu hermana —me dice al cabo de un momento, cuando
pensaba que ya no iba a decir nada más al respecto—. Unai le dijo
que no quería nada con ella y podía haber tomado la vía fácil, que
era encerrarse en sí misma y no darse una oportunidad. Y no lo
hizo. Se presentó anoche en casa con una sonrisa en los labios, una
compañía que posiblemente no era la deseada y disfrutó de lo que
sucedió aquí.
—Ella siempre ha sido la más lista de las dos. Incluso con mamá.
Nunca la ha juzgado ni ha hecho un solo comentario malo sobre ella
y seguro que se sentía tan sola como yo.
—No es cuestión de ser listos, es cuestión de ser prácticos.
¿Para qué vivir la vida con el dolor y el resentimiento, el miedo o las
dudas, si puedes vivirla al día? Aceptando lo que llega, disfrutando
de las pequeñas cosas y siendo fiel a ti misma. Incluso Aina lo ha
hecho. La han dejado. Por trabajar en lo que trabaja y estoy
convencida de que ha habido momentos en los que se ha sentido
como una pasajera de segunda, incluso de tercera y ¿qué ha
hecho? —inquiere mi abuela observándome con fijeza, esperando a
que reaccione, que por fin lo haga, que todo eso que he dicho se
convierta en real de verdad y no en meras quimeras inalcanzables,
que las decía porque sabía que eran lo correcto, no obstante, que a
la hora de llevarlas a la práctica no se abrían paso frente a mí.
—Luchar. Dejarse llevar. Sonreír. E, incluso, tararear una canción
—le explico rememorando el momento en el que esta mañana entró
en la sala de reuniones con esa sensación de bienestar que tanto se
merece.
—No tengo mucho más que añadir al respecto, Violeta. Tú te has
respondido solita a todo.
Termino la galleta y la taza de té, con la certeza de que esta
conversación era la que necesitaba para abrir los ojos, para luchar y
para seguir adelante. Puede que el resultado no sea el esperado,
porque no siempre existen finales felices en esta vida, aun así, por
primera vez en mucho tiempo, debo ser fiel a mí misma y a lo que
quiero. Arrepiéntete de lo que has hecho y no de lo que has dejado
de hacer.
Me incorporo y me acerco hasta mi abuela para sentarme a su
lado y dejar que la paz lo envuelva todo. Tengo que solucionar todas
las cosas que están patas arriba en mi vida y tengo que hacerlo ya.
—Oye, abuela…
—Dime, Violeta.
—No puedo argumentar nada contra esa lógica.
Aún con mi cabeza apoyada en su hombro, la siento reír, y yo,
por primera vez en mucho tiempo, tengo que reconocer que también
me equivoco, porque soy humana y, nos guste o no, erramos.
54
El principio del fin

BRUNO
—Aina, ¿has visto a Violeta?
He llamado a Violeta en varias ocasiones y otras tantas he salido
a ver si estaba liada en su mesa y distraída con algo que le
impidiese contestar a mis llamadas.
Nada. Vacío absoluto.
—Preparamos hace un rato la sala de reuniones y luego no he
sabido nada más. —Aina parece dudar unos segundos, gira la
cabeza, mira hacia atrás y fija de nuevo su mirada en mí—. Entró al
despacho de Ferran hace un rato. No sé si habrá salido porque tuve
que irme al archivo… a por… a…
—A meditar sobre algo, ¿verdad? —Sonrío de medio lado
cuando veo que Aina baja la cabeza ciertamente pillada.
—Sí, eso mismo es, a meditar sobre algo.
—Voy a necesitar que me ayudes en la presentación si no logro
encontrar a Violeta.
Aina asiente y se incorpora, recogiendo varias cosas y una
libreta. Revisa entre sus páginas hasta dar con la parte en la que,
entiendo, se encuentran las notas que hemos tomado para preparar
la campaña.
—Estoy lista —resuelve.
—¿Segura?
No es momento para ponerme nervioso, sin embargo, me cuesta
entender que Violeta no esté aquí después de todo lo que nos
hemos sacrificado para que esta campaña salga a la perfección. La
cantidad de horas que le hemos dedicado, las idas y venidas, las
ocurrencias, las risas y el asco que le sigue profesando al que
espero que sea nuestro artículo estrella.
No me molesto en tocar en la puerta de Ferran. Nuestra
conversación de esta mañana no fue nada halagüeña y ni siquiera
pudo terminar en un acuerdo. En nada más bien, porque Ferran se
levantó y salió de allí hecho una furia cuando le conté que la
empresa no duraría mucho tiempo si seguíamos de esta manera.
Mi idea, y perspectiva, era la de exponer el quid de la cuestión y
esperar a que Ferran tuviese la decencia de reconocer que la culpa
de que las cosas hayan empeorado es suya y solo suya. Sin
embargo, él siguió en sus trece, manteniéndose seguro y afirmando
de forma categórica que la solución pasaba por reducir la plantilla y
que sean los empleados los que sufran las consecuencias de
nuestras malas decisiones. De las mías, por no haberme dado
cuenta de lo que Ferran ha estado haciendo todo este tiempo, y de
él, por robar dinero de la empresa.
No pude hacer mucho más y me sentí un completo imbécil
cuando esperé a que fuese honesto, al menos en esta ocasión, y
confesase que el dinero lo tenía él.
Mi hermano me ha ayudado muchísimo en este asunto, sin obviar
a Aina y a Violeta, que se han hecho cargo de la que puede ser
parte de nuestra solución, sin preguntar.
No quise involucrar demasiado a Violeta en el tema. Que ella sea
mi pareja no quiere decir que tenga que estar al tanto de lo que
sucede en este tema, por lo menos no en lo laboral, aunque sin
entrar en pormenores, sabe lo que sucede.
Violeta, ¿dónde te has metido?
Como era de esperar, el despacho está vacío y no hay nadie en
él.
Mi teléfono comienza a sonar. Cierro la puerta y paso por delante
del despacho de Daniel. Allí tampoco está Violeta y no pienso
preguntarle al impresentable de Daniel si sabe algo de ella. Algo me
huele mal. Algo no encaja en todo esto.
—Dime —respondo al tercer tono.
—Ya están aquí. Estamos listos para empezar.
—Voy.
Tengo que centrarme y pensar con la cabeza fría. Primero, la
reunión. Segundo, localizar a Violeta y saber si le ha sucedido algo y
esperar a que Ferran no tenga nada que ver en ello.
Entro en la sala de reuniones y saludo con cordialidad a los
presentes.
Tomo asiento, presidiendo la mesa, y Aina se coloca a mi lado.
—¿Dónde está la otra chica? —Eso quisiera saber yo.
El directivo de Orgasmic espera una respuesta, puesto que me
observa con fijeza, intercalando alguna que otra mirada de soslayo
con Aina.
—Está indispuesta —contesta Aina por mí—. Y yo la sustituiré.
—¿Temporalmente? —Aina asiente—. Bien. Queremos que sea
ella la que lleve la campaña, es uno de los requisitos que tenemos.
Obviamente, necesitamos saber lo que nos habéis preparado, pero,
en realidad, en las anteriores reuniones, donde presentamos el
proyecto y definimos objetivos, fue la única que nos habló con
claridad y sinceridad y la que nos propuso ideas para mejorar sin
temer a que nos pudiesen sentar mal sus palabras. Eso lo valoro por
encima de todo, es una persona leal a sus principios. La queremos
en el equipo, señor Valcárcel.
Asiento, ellos la quieren en su equipo, y yo la quiero en mi vida.
Una parte de mí estaría encantada de que Ferran presenciase
esta escena porque lo único que ha hecho siempre ha sido
menospreciarla. No directamente y menos conociendo mis
sentimientos hacia ella, sin embargo, cuando de recorte de plantillas
hablamos, el nombre de Violeta fue el primero en salir de sus labios.
Y la negativa por mi parte fue bastante tajante.
—Bien —dice Aina tomando la palabra y convirtiéndose en mi
mano derecha—. Vamos a dar comienzo a la reunión.
—Quiero dejar claro —matizo antes de meternos en el meollo del
asunto— que esta campaña la hemos organizado la señorita
Vázquez, la señorita Montes y yo. Está sujeta a cambios. Se harán
todas y cada una de las modificaciones que sean necesarias hasta
que demos con lo que de verdad queréis.
Los directivos asienten, y Aina toma de nuevo la palabra.
Las imágenes se suceden unas tras otras frente a la pared en
blanco en la que el proyector estampa el trabajo de semanas. Aina
lo hace de fábula. No titubea, no vacila, responde a cada una de las
preguntas y me cede la palabra cuando se habla de temas que me
atañen: aspectos económicos, plazos de entrega, distribución de la
campaña…
—Y el eslogan ha sido idea de la señorita Vázquez.
En la pantalla aparece la última diapositiva con el eslogan en
cuestión: «Green Orgasmic, el sexo del otro mundo».
Les explico los pormenores de nuestra elección, relacionados con
el color del artículo, y ellos permanecen en silencio. Me habría
encantado que fuese Violeta la que lo expusiese porque cuando lo
hizo conmigo me convenció con su poder de persuasión.
La idea es sencilla, perfecta, y en eso es en lo que consiste una
buena campaña de publicidad, además de saber crear la necesidad
del artículo, aspectos que ya hemos tenido en cuenta.
—Debemos lograr que el artículo esté presente en cualquier sitio.
Es decir, no escatimar en ello. Podemos convertir un producto
mediocre en uno líder en ventas si sabemos cubrir las expectativas
de las personas. Ya ha sucedido con otros productos e incluso con
personas. Si inviertes en algo desconocido lo suficiente, y logras
que esté en boca de todos, habrás arrasado. El boca a boca
también es fundamental. Que guste, que se hable de él y para ello
debemos estar en todos lados y que sea accesible.
Parece que mis palabras captan su atención y solo veo gestos de
asentimiento y de satisfacción por su parte.
—Bien. —Nos incorporamos cuando el directivo de Orgasmic lo
hace y nos damos la mano—. Buen trabajo. Espero poder felicitar a
la señorita Vázquez la próxima vez que nos veamos.
Le tienden la mano a Aina, y ella la aprieta con decisión y sin
vacilar.
—Seguiremos en contacto. Empezaremos con el proceso final
para cumplir las previsiones.
—Hablaremos del tema económico a finales de la próxima
semana.
Asiento. La verdad es que ese tema es música para mis oídos
ahora mismo. Y tengo que zanjar determinados asuntos ya.
Aina acompaña a los gerentes de Orgasmic hacia la salida. Les
ofrece un refrigerio que rechazan y regresa al par de minutos.
Comienzo a remangar los puños de mi camisa y sonrío al
imaginar lo que diría Violeta si estuviese aquí.
Saco el teléfono y marco su número aún con medio puño solo
listo. Las prioridades son lo primero. Necesito decirle que todo va a
salir bien y que la campaña ha sido un éxito y en parte es gracias a
ella, que se comprometió a pesar de que no veía viable que se
vendiese. Lo hizo por la empresa y por mí mismo. Por ella, que es
una profesional.
Me siento muy orgulloso de Violeta y soy un cabrón con suerte
por tenerla en mi vida y en mi equipo. Un jodido cabrón con suerte.
«El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura».
Cuelgo de inmediato porque, aunque me hubiese dado la
posibilidad de haberle dejado un mensaje, no quiero hacerlo. Es
mejor hablar cara a cara.
Aina entra mientras termino de llevar a cabo la labor con mi
camisa.
—Ha ido genial. Violeta estaría saltando de una pata si hubiese
estado aquí presente. Sobre todo, por joder a Ferran.
Alzo la vista al escuchar su nombre. Asiento y sonrío porque sé
que así habría sido. Lo mismo hubiese soltado un «chúpate esa,
imbécil».
—Oye, Aina, ¿tienes un momento?
—¿Me lo pregunta mi jefe? ¿Me lo vas a descontar del sueldo?
—bromea.
—A estas alturas creo que nosotros ya no somos solo jefes, ¿no?
—Cierto. Eres la pareja de mi amiga.
—Y posiblemente tu futuro cuñado.
Espero la reacción ante mis palabras y no se hace de rogar.
Intenta que no se le note, lo sé, porque yo mismo he jugado a ese
juego mucho tiempo, cuando espiaba a Violeta desde las escaleras
o cuando bajaba a su planta con cualquier burda excusa.
—Lo dudo —finaliza. Mentira, huele a mentira.
—Cristian me ha dicho que trabajas… —Las palabras mueren en
mi boca porque tal vez está mal que yo le confiese que lo sé, que mi
hermano me lo ha dicho y que se sienta traicionada por ello. Me
retracto—. Lo siento.
—Bruno —Aina se acerca y toma asiento a mi lado. Parece una
de esas escenas en las que tengo que aguantar la charla por haber
hecho alguna travesura. Me temo que Cristian se va a volver tan
loco con Aina como lo he hecho yo con Violeta—. Ya escondí una
vez lo que hago y me dolió que me dejasen por ello. —Suspira—.
Aunque bien es cierto que hubiese sucedido antes o después
porque Tomás no era para mí, y yo no era para él —explica con la
decepción tiñendo sus iris—. Trabajo en una línea erótica y no
pienso avergonzarme nunca de ello. No pienso bajar la cabeza
porque mi trabajo no me define. No dice si soy mejor o peor persona
y, si piensas así, estás equivocado.
—Sé que Violeta también trabaja ahí —confieso sin pudor alguno.
—¿Y? ¿Vas a ser de esa clase de imbéciles que dejan escapar a
la chica de su vida por un trabajo? No te tenía por un tío tan
superficial.
—Yo he hablado con ella.
—Normal. Eres su pareja y su jefe —se burla.
—Con Lilah —especifico.
De la boca de Aina sale un leve quejido, producto de la sorpresa
de mi confesión.
—¿Cómo lo sabes? —titubea.
—No sé hasta dónde sabes tú.
—El adolescente pajillero no eres y el anciano tampoco.
—Vaya, ¿habláis de eso? Pensaba que en esa profesión había
secreto profesional.
—Solo comentamos los memorables, los que nos hacen reír —
aclara guiñándome un ojo.
—Da igual —zanjo—, lo que quiero decir…
—Tienes que hablar con ella. No pensar o creer, hablar con ella
porque, si no lo haces, tú pensarás algo, ella por su parte lo hará, y
las cosas se malinterpretan, Bruno.
—No me lo contó —lo expongo con sinceridad, dejando entrever
el dolor que me ha causado.
—Normal.
—Eso ha dicho Cristian.
—Tu hermano es una caja de sorpresas —ironiza—. No va a
presentarse frente a ti, sin saber lo que sabe, teniendo en cuenta la
reacción de Tomás ante mi sinceridad, las marcas que sigue
teniendo por el imbécil de Dani y te lo va a soltar a la mínima de
cambio. No obstante, estoy convencida de que Violeta te lo iba a
contar. Lo sé. La conozco, y ella te quiere de verdad.
Suspiro. Aina no puede tener más razón de la que tiene.
—Yo también la quiero de verdad.
—Pues soluciónalo o tendré que pegarte con la porra de tu
hermano.
Alzo una ceja ante el comentario de Aina.
—¿Porra?
—Joder, no seas un cerdo malpensado. Hablo de la porra, la
porra dura.
Una carcajada brota de mi garganta.
—No lo estás mejorando.
—Ya veo. —Se ríe Aina.
—Tengo mucho que resolver.
—Esa frase me suena, demasiado.
Aina me guiña un ojo antes de salir de la sala de reuniones y de
dejarme con mucho en lo que pensar.
55
Mentalidad de tiburón

«Mentalidad de tiburón, Violeta».


Si mi vida ahora mismo fuese un libro, ese sería el título.
Dispuesta a que todo encuentre lógica, y que cada cosa se
disponga tal y como debe, dando prioridad a lo que yo quiero, a la
verdad y a no avergonzarme de nada me encuentro.
Y lo primero de todo es hablar con mi madre. Si hay que coger el
toro por los cuernos, que así sea, ¿verdad? Y, sobre todo, las cosas
de una en una, mejor.

Violeta:
Esta noche es viernes. Nos reuniremos en casa.
Tenemos que hablar.

Envío el mensaje al grupo que tenemos y al que ya, de paso,


decido cambiarle el nombre.
«A Violeta le dan serrucho» por «Violeta lo que da es pena».
Es la verdad, ¿no?
Me dirijo hacia el hotel en el que me ha dicho mi abuela que se
hospeda mi madre.
He omitido, deliberadamente, el mensaje con varias llamadas
perdidas de Bruno. Ese tema es el último que trataré. Prefiero dejar
las cosas que puedan estallar en mil pedazos para el final, y lo de
Bruno puede ser una explosión cósmica, del tipo: se desintegran los
planetas. Por lo menos, en mi universo personal.

Aina:
La reunión ha salido de perlas. Cuando esta
noche te cuente, vas a correrte del gusto.
Ya. Pues lo dudo, la verdad. Eso sí, me alegra mucho que todo
haya salido bien. Sé que esto es importante para Bruno. Muy
importante.
Accedo a la recepción del hotel y me acerco a preguntar por mi
madre. No me facilitan el número de la habitación por protección de
datos, seguridad y no sé qué rollo más. Me indica que llamará y
preguntará.
Tras pedirme mi nombre hace lo propio y espero paciente a que
me diga algo.
Me giro y observo los detalles del hotel. Mola mucho y debe de
ser épico vivir en un lugar donde todos los días te hacen las camas,
te limpian la habitación y te ponen toallas nuevas y mullidas
mientras tú te pasas el día en la piscina o en el spa. Es más, te
olvidas de cocinar y de hacer la compra. Tal vez mi madre es la más
inteligente de todas, y Celeste salió a ella, y yo me quedé con los
genes del capullo que nos abandonó.
No permito que mi negatividad me envuelva una vez más y volver
a pensar eso que acabo de decir de mi madre no me lleva a nada
bueno. Siempre termino entrando en un bucle sin fin.
Nunca he esperado a que las cosas se arreglen por sí solas. He
tenido la certeza de que afrontar los problemas y solventarlos
cuanto antes era lo más lógico y viable. Lo ideal. Lo correcto y que
hace que no se convierta en una bola cada vez mayor que termina
por absorberte en el camino. Lo que ha sucedido, la realidad y
analizándolo con perspectiva, es que Dani me eclipsó, me
convenció y me dejó hecha una piltrafa. Y yo se lo permití.
Tomé su palabra como la real, como esa que se convertía en un
mantra y no di opción a que no fuese de esa forma y es triste acabar
así. Y lo más triste es pensar que tú no pasarás por eso, que eso
que ves en otros, en los medios de comunicación o en las historias
que se cuentan, está lejos y que nunca te salpicará.
Te crees invencible o intocable, incluso irrompible…, te crees un
poco de todo eso, hasta el punto de que dudas de los que están a tu
lado diciéndote que algo te sucede, que has cambiado y que estás
perdiendo tu esencia. Porque eso es exactamente lo que acontece,
te absorben y pierdes lo que eres sin darte cuenta de ello.
Aguantas. Tragas. Engulles. Masticas. El dolor del pecho se
acentúa. La infelicidad lo tiñe todo y desaparecen los colores. Y solo
hay vacío. Dentro y fuera de ti. Vacío y soledad.
Esa oscuridad que sientes como habitual es tu propio refugio. Y
lo sigues permitiendo. Hasta ese día en el que ves un atisbo de luz
en algún sitio. En una risa. En una palabra de ánimo. En una caricia.
En un pequeño detalle y la luz se cuela por esa rendija,
expandiéndose. Y comienza la lucha interna entre lo que crees que
debes hacer y lo que haces.
Esas son las cosas que pasan en una relación tóxica. En una
relación que no aporta, sino que resta, que quita, que te sutura
constantemente las heridas que deja a su paso para que luego se
abran de nuevo. Hasta el punto en que la cicatriz es tan grande,
tanto que lamentablemente ya no vuelve a curarse.
No hay una receta. Una fórmula. No hay nada que te diga lo que
debes hacer si te sientes mal. Pero sí puedes intentar ser feliz
siempre y alejarte de las cosas que no te hacen sentir bien desde el
primer momento, antes de que te consuman y te pierdas por el
camino. Si alguna vez te sucede eso, solo debes huir y alejarte por
completo. Nada de oportunidades, nada de intentos, huir y quedarte
donde te palpite el corazón de una manera que parezca que se te va
a salir del pecho.
A veces el refugio es un lugar; otras, un dulce, y muchas tantas,
una persona.
Quédate con quien brille contigo. Y con quien te haga volar alto,
tan alto que nunca le temas a la caída.
—Señorita…
Me giro y la cara de exasperación de la chica me indica que lo
mismo he estado demasiado abstraída como para entender que no
es la primera vez que me llama. A sus ojos debo de parecerle una
tarada de campeonato y probablemente piense que pierde el tiempo
conmigo, sin embargo, es profesional y actúa como tal. Como yo
con la polla radiactiva, igual.
—¿Sí? —Me acerco hasta la recepción de nuevo.
—Puede subir. Habitación 607.
En otra circunstancia, el ascensor se me antojaría como el
camino que hace un reo cuando se dirige hacia la silla eléctrica,
porque ya sabéis que durante mucho tiempo he sentido cierto
resentimiento por el tema de mi madre. Y quizá, en cierto modo, he
sido injusta con ella.
Para cuando me planto frente a su puerta, mi madre ya se
encuentra apoyada en el quicio de la misma, expectante. No hay
que ser demasiado avispado para percatarse de que su ceño refleja
confusión. Supongo que esperaba cualquier cosa y no que su hija,
esa con la que tiene ciertas…, digamos, reticencias, se haya
plantado sin avisar de su llegada.
—Vengo en son de paz. —Quizá debería haber pensado en esta
frase tan chula antes de haberla acompañado con una bandera de
papel, ondeando al aire tras hablar.
—Permíteme que lo dude —bromea, aunque, si lo piensa, hace
bien.
Me cede el paso. No es una habitación como me había
imaginado, es decir, sí, es una habitación, sin embargo, no como la
de un jeque árabe, en plan enorme y recargada, hasta adornada con
rollos de oro, no sé, que mi imaginación es la que es y soy
publicista. Yo esto lo vendería como algo más bien acogedor porque
bonito, lo que se dice bonito, no es, no.
—¿Sabes? El rato que he estado en la recepción he imaginado
que vivías como una reina, ya sabes, te hacen de comer, te limpian
y hacen la cama, te ponen toallas limpias y te pasas el día en el spa
o haciéndote la manicura, algo así.
Mi madre alza una ceja y se le escapa una sonrisilla.
—La primera parte es bastante real, la segunda no. No me paso
el día haciéndome la manicura, es más, no me la hago desde hace
años. —Me tiende la mano y me las muestra para que observe lo
poco cuidadas que están—. Y el spa no sé ni dónde queda. No he
preguntado. Lo único que hago últimamente es descansar porque
este —me dice señalándose la incipiente barriga que comienza a
abultar— no me da tregua.
—¿Este?
—No sabemos lo que es, Celeste creo que me lo pregunta cada
día. Le he dicho que en la siguiente revisión puede venirse conmigo
y con Peter.
Asiento. Sé que a mi hermana le hará mucha ilusión ir.
—¿Dónde está él?
—Ha ido a firmar el contrato por un piso. Nos hemos cansado de
vivir en un hotel —ironiza—. Es hora de que tengamos nuestro
espacio y nuestra casa. Que nos asentemos de verdad.
—¿Os quedáis? —balbuceo.
—Sí. —Mi madre me mira con fijeza. Desde que ha llegado, las
veces que nos hemos visto, las que hemos discutido y en las que
solo hemos compartido silencio, siempre me ha mirado con
determinación y sin duda—. Cuando te dije que habíamos venido
para quedarnos, lo dije en serio, Violeta.
Mi madre se acerca hasta colocarse frente a mí. Hace un leve
intento por tocarme la mano y cogerla, como siempre suele hacer mi
abuela, y en última instancia retrocede.
—Pensaba que era otra de esas frases tuyas, ya sabes…
—No quiero iniciar una nueva polémica, Violeta. En serio, no
quiero, estoy cansada de todo eso. Soy perfectamente consciente
de que me equivoqué con vosotras, incluso con tu abuela, y que
actué de forma egoísta. Ya lo sabes. Lo sé. Lo sabemos todos —
repite. En su gesto, en la tensión del cuerpo, en el desgaste de su
voz al continuar hablando de ello, recalcando lo que ya dejó claro en
casa de mi abuela, percibo su sinceridad y las ganas de dejar todo
eso atrás. Y quizá yo también lo necesite. Empezar de cero en
general. Como ha hecho Aina, mi madre o Celeste. Un reinicio
dejando atrás lo que pesa, los lastres. Convivir con el miedo y la
inseguridad y no dejar que eso lo ocupe todo y lo llene por completo.
Abrir la compuerta a la rendija por la que quiero que se cuele la luz
—. Y de verdad que no quiero ni pretendo que te lo tomes a mal,
Violeta, pero si has venido a iniciar una nueva confrontación,
preferiría que te fueses porque estoy agotada. Tengo suficiente
sentimiento de culpa en el cuerpo y ya me fustigo yo cada día por lo
mal que lo he hecho todo estos años con vosotras dos, que sois lo
mejor que me ha pasado en la vida, como para que me repitas lo
que yo ya sé.
Ahora que la tengo frente a mí y que me permito observarla de
verdad, más allá de la nube negra que suele velar mis ojos cuando
nos hemos visto, la negatividad y la propia toxicidad de mis
reacciones, percibo que tiene razón. Las ojeras, la postura e incluso
la delgadez me indican que mi madre no pasa por su mejor
momento.
—Quizá deberías plantearte si ese hermano mío es un alien en
vez de un futuro niño rollizo porque das pena.
—Vaya, gracias, viniendo de ti lo mismo es un cumplido.
—Por supuesto.
Le dedico una leve sonrisilla, y mi madre me la devuelve. Camina
hacia la cama y se recuesta en ella subiendo los pies a la misma y
dejando a la vista, tras deshacerse de las zapatillas, unos calcetines
multicolor.
—A Celeste le encantarían.
—Fueron idea suya.
Me sorprende la confesión y de inmediato me arrepiento por
mostrar tan abiertamente ese gesto. Bajo la cabeza y entiendo lo
que sucede.
No puedo ni debo sentir decepción porque mi hermana haya
mantenido la relación con mi madre, porque, ¿qué esperaba? ¿Que
se posicionase en uno de los bandos de una guerra absurda como
la que llevo yo misma? Es imposible. Ya se lo dije a mi abuela,
quizá, Celeste ha sido la más madura de las dos y la que ha dejado
a un lado los rencores para disfrutar y aprovechar los detalles.
—Celeste es muy buena niña.
Mi madre parece respirar de nuevo tras mis palabras. Imagino la
cantidad de cosas que se le deben de haber pasado por la cabeza
al contarme lo de los calcetines, una tontería, con una realidad
detrás a tener en cuenta.
—Violeta, he pensado algo y, ahora que has venido y estamos
solas, me gustaría que lo hablemos.
—Tú dirás.
—No quiero que te lo tomes a mal. —Ni siquiera sé por qué me
sorprende que mi madre inicie una conversación de esta forma, no
obstante, lo hace. Asiento para que entienda que puede seguir—.
Me gustaría devolverte el dinero que has invertido en los estudios de
tu hermana. Lo he estado hablando con Peter y es lo justo y lógico.
No lo hago porque pretenda quedar bien contigo o para ganarme tu
perdón, lo hago por justicia y porque te he cargado sin darme cuenta
con una responsabilidad que no es tuya.
Niego efusivamente. No. No.
—No. —Y así se lo hago saber. Mi madre desvía la mirada hacia
la ventana. Ni siquiera sé cómo interpretar su gesto, si es alivio, si
es disgusto o desazón—. Celeste no ha supuesto ninguna carga
para mí. Es mi hermana y pase lo que pase estaré a su lado. No
tienes que devolvernos nada. Es más, quizá deberías volver a tu
casa en vez de alquilar otra.
Ahora la reticencia ante mis palabras se palpa en el ambiente.
—Esa es vuestra casa. Vuestro hogar. Vivís ahí las dos. Lo
menos que puedo hacer es dejaros tranquilas, al menos en ese
sentido. Ni siquiera la estoy pagando yo, la pagáis vosotras. De eso
también quería hablaros. Es vuestra casa, tendría que cambiar el
titular.
—De ese tema es mejor hablar cuando Celeste esté presente —
finalizo.
—Lo veo justo. Lo que no entiendo es lo del dinero, te has
sacrificado por ella, lo has hecho, déjame que te compense.
Frunzo el ceño y niego nuevamente. Es cierto que me he
sacrificado y que debido a eso empecé a trabajar en la línea erótica
y que, si las cosas no hubiesen sucedido de esta manera, yo no me
habría visto obligada a coger ese trabajo y nada de lo que ha
pasado hubiese sucedido como lo ha hecho. No habría chantaje por
parte de Ferran, el distanciamiento con Bruno, los miedos a ser
juzgada, incluso los insultos gratuitos que he recibido o recibiría si
se enterase la gente de quién soy. Sin embargo, tampoco me habría
reído como lo he hecho con algunas llamadas, ni habría recibido la
reprimenda de la madre de un adolescente, no habría hablado con
un anciano la mar de majo o no me habría corrido gracias a las
caricias de Míster B.
Que la realidad es esta, todo tiene su lado bueno y su lado malo
en la vida.
—No ha sido un sacrificio. Ha sido ayudar a mi hermana y estar
para ella. Ahora quiero que tú estés para nosotras, en nuestra vida.
Quiero que no te vayas más, que no te alejes y que pienses en que
te vamos a seguir necesitando y mi hermano también lo hará.
No es necesario que le diga que la perdono. No formulo la frase
como tal, pero las lágrimas en los ojos de mi madre, el
arrepentimiento y la esperanza tiñen sus ojos.
—¿Cómo estás tan segura de que es un niño? —me pregunta
mientras las lágrimas siguen resbalando por sus mejillas.
—No lo sé. Sea lo que sea, será el alien de la familia.
Mi madre se carcajea y da un par de palmadas en el colchón para
que me tumbe con ella.
—Vamos, Violeta, ponme al día de las novedades que ha habido.
—Resumir diez años va a ser complicado —ironizo.
—Lo bueno es que tenemos mucho tiempo.
Me quito las zapatillas y tomo asiento a su lado.
—Trabajo en una línea erótica y me he enamorado de mi jefe.
Ese es un gran título y un buen avance de temporada. Ahora voy
a explicarle todos los capítulos que la conforman.
56
Jugando al tres en raya

Reunión de pastores, ovejas muertas, eso dicen, ¿verdad?


Unai, con su ya más que habitual desgana, mira cómo wasapea
mi hermana imperturbable ante su escrutinio.
Aina, sonrisilla va, sonrisilla viene, exactamente igual, con el
telefonito a la vez que los dedos se pasean a la velocidad del rayo
por encima del teclado.
Y yo, zampándome un puñado de galletas que rescató mi
hermana de casa de mi abuela esta tarde, esperando a que alguien
se digne a dejar de ignorarme. Porque hasta Unai lo hace. Triste,
pero cierto. Esta es la crónica de una vida de mierda.
Sobro, en serio, yo aquí sobro.
—¡Ya está bien! Estoy en plena crisis conmigo misma y me
merezco un momento de drama. Aina, dijiste que la reunión había
salido bien y que quede claro de antemano que me la sopla mucho,
eso sí, lo que yo entendí del mensaje en el grupo era que pensabas
ponerme al día. Celeste, tú estás aquí como apoyo moral, así que
menos telefonito y más atención a una servidora. Y, Unai… —
añado, tras lo cual bufo y rebufo—, sigue siendo culpa tuya.
Él se levanta, lo sigo con la mirada y se larga sin decir ni media.
—¿Y a este qué mosca le ha picado? —pregunta Aina.
Estoy segura de que se ha dado cuenta de su partida porque no
le había escrito nadie en ese momento.
Señalo con la cabeza a mi hermana, que sigue mensaje va y
mensaje viene, y Aina sonríe de soslayo, con aprobación y mirada
maligna.
Voy tras Unai. Joder, si es que parece que el drama lo tienen
todos menos yo y no es así. Coño, y no es egoísmo, ehh, no me
vayáis por ese camino.
—El señor Unai celosillo —me burlo cuando entro en su
habitación. Ahí se encuentra nuestro famoso compañero de piso,
imperturbable normalmente, hecho un basilisco, dando vueltas por
la habitación sin parar—. Pareces un gato enjaulado o un monito de
feria.
—¿No tienes nada mejor que hacer? No sé, ¿pisarte la lengua al
caminar, Miss Guarrilla?
Me río a carcajadas, y a Unai parece suavizársele el gesto una
pizca.
—Es más divertido meterse contigo.
—Yo también puedo hacerlo, ¿quieres que empiece? Porque
verás qué divertido nos lo vamos a pasar cuando tengas que decirle
a Bruno que trabajas en la línea erótica. No sé, lo mismo no te hace
tanta gracia.
Upss.
—Eso ha sido un golpe bajo. Estoy sensible con ese tema.
—Anda, no te jode, y yo con el mío o ¿qué te piensas?
—¿El tuyo?
Me deslizo dentro de la habitación cual gacela y arrastro una silla
que hoy está vacía y normalmente llena de camisas de enfermero
blancas e impolutas con las que Unai acude al trabajo.
—No te hagas la listilla, Violeta, que no te pega una mierda.
—Ostras, no solo estás molesto por eso que tú llamas «lo tuyo»,
sino que encima te has vuelto un malhablado. Serán las hormonas.
—El dolor de huevos —susurra Aina colándose en la habitación.
Ella es más espabilada que yo porque se marca un salto mortal
del carajo y se tira en la cama, moviéndola con el impulso y todo.
Flipante.
Unai gruñe un poco ante sus palabras, y yo me parto de risa
como la mala amiga que soy.
—¿Con quién estabas chateando?
—Con Cristian.
—Con Cristian —repite Unai con ese tonito.
Aina me guiña un ojo, cómplice.
—Escupe por esa boquita —le pido.
—¿No se supone que íbamos a hablar de ti y de lo que te
sucede? —inquiere Aina.
—Ya ves. Al final, tengo la ligera sospecha de que terminaremos
hablando de todos menos de una servidora. No importa. Tengo mis
dramas controlados.
—Estoy colado por Celeste.
Y boom. Una vez más, boom.
—Vaya. No me había dado cuenta —ironizo—, eso de que te
dijese que era culpa tuya era por algo, ¿o es que no te diste cuenta?
—inquiero mosqueada.
—Espera, espera —pide Aina incorporándose, hasta este
momento parecía Willy, la ballena, tirada sobre la cama sin pudor
alguno—. ¿Me estás diciendo que Celeste se te declara, la rechazas
y ahora te pone? ¿Estás mal de la cabeza o es que acaso te has
golpeado con un mazo? Intencionadamente, quiero decir —apostilla
mi amiga a la que le vuelve a sonar el teléfono.
—Si contestas, te rajo —la amenazo.
Me hace un mohín de esos suyos y guarda el teléfono a cámara
lenta.
—Es un buen resumen, aun así, no es el adecuado.
—Tú dirás.
Me tumbo con Aina porque la cama se me antoja mejor opción
para una historia como la que nos va a contar Unai y un poco por
vagancia también. Esto de ver que los demás también tienen
dificultades hacen que me olvide de la mierda que tengo encima con
Ferran, Dani y el problema —minúsculo— con Bruno. Sin dejar de
lado que tal vez piensa que soy una guarrilla en potencia y explota,
eso sí, esta vez sin gracia ninguna.
Le damos unos segundos a Unai para que ponga en orden sus
ideas, a la vez que se pasa, de manera repetida, las manos por el
pelo. Como un poseso, básicamente.
—Juro que yo pensaba que Celeste no me gustaba nada. En
serio, lo juro. Palabrita. Y cuando me dijo lo que sentía mi primer
impulso fue decirle que no. Como ya sabéis. —Ambas asentimos y
guardamos silencio para que prosiga—. Me cae bien, ¿vale?
Siempre lo ha hecho, es la más sensata de las tres y, a pesar de
ello, tiene su punto divertido y hasta morboso.
—No quiero saber nada de eso —le corto—. Es mi hermana,
Unai. Córtate un pelo.
—A mí sí me interesa, puedes seguir. —Aina le concede el
beneplácito mientras yo me limito a darle una palmada en su muslo
a modo de reprimenda.
Unai bufa. Creo que en su cabeza ahora mismo nos colgaría del
techo de la habitación y nos dejaría ahí. «Muerte por sacarlo de
quicio», ese sería el título.
—¿Puedo seguir? —nos interpela exasperado. Cremallera en la
boca y adelante—. La cosa es que, aunque me cayese bien, yo
pensaba que lo que teníamos era un tema más bien fraternal. Ya
sabéis: compartimos piso, confidencias, risas, no sé… Lo típico. Yo
hacía mi vida, y ella la suya. Traía chicas…, y ella, pues lo que
quisiera que hiciese con su vida porque yo no preguntaba. Y le dije
que no sentía lo mismo.
—Gilipollas —resuelvo.
—Capullo —añade Aina.
—Me lo merezco —claudica.
—Vaya que sí —suelto con retintín.
—Cuando le dije que no…, algo se rompió dentro de mí. Algo, no
sé el qué, pero me sentí mal. Al principio lo achaqué a la negativa y
al miedo a que la relación que teníamos todos se viese fracturada.
Luego recapacité y pensé que a lo que tenía miedo era a que esa
fractura de la que os hablo se viese reflejada en la relación que
tengo con ella y no con vosotras, hasta que apareció Adri —dice
poniendo ese tonito de aversión que tanta gracia nos hace—. Fue
cuando pensé que el asco que tenía no era por Adri, que no tiene
culpa, por muy estúpido que sea don Perfecto. —Risitas y más
risitas—. Todo encajó cuando me di cuenta de que lo que yo había
rechazado era justamente lo que quería. A Celeste.
—Hostia, si hasta me has emocionado —murmura Aina
limpiándose las lágrimas ficticias.
Unai se sienta a los pies de la cama y coloca la cabeza alrededor
de sus manos. Me acomodo a su lado y pongo mi mano sobre su
pierna.
—Dile lo que sientes. Esto es cuestión de ser sinceros. Mírame,
soy patética por no haberle dicho a Bruno desde el principio en lo
que trabajaba y ahora tengo que solucionar cosas por no haberlo
hecho bien.
—No hablemos de sinceridad, que a mí me dejaron por confesar
—masculla Aina ofendida.
—Sé sincero y habla con ella. Solo dile lo que sientes.
—Ella está bien con don Perfecto, Violeta. No quiero joderle algo
con lo que la veo ilusionada, si está hablando con él y no hace más
que reír y reír sin prestarme atención. Soy patético.
—No estaba hablando con Adri, don Patético.
Mi hermana hace acto de presencia e imaginaos la escena: Aina,
comiéndose un moco. Yo, con la mano sobre la pierna —dura y que
disfrutará mi hermana si todo sale como creo que va a salir— de
Unai, mientras él se desahoga y confiesa que está loco por los
huesecillos de mi hermana. Ahora mismo mi infelicidad es una caca
de la vaca al lado del pellizco que siento en el estómago con el giro
de acontecimientos.
—Celeste…
—Venía a buscaros para hablar de lo que supuestamente nos
atañe —dice a la vez que me señala, quedando claro que vuelvo a
ser el segundo o tercer plato en el menú— cuando os he oído
hablar. Que sepáis que, si algún día decidís tramar un crimen, sois
unos asesinos pésimos porque lo de bajar el tono se os da de pena.
Ahora bien —indica y mira con carita tierna a Unai—, me ha venido
de perlas para enterarme de algún que otro secretillo. ¿En serio lo
llamas don Perfecto? —Mi hermana se carcajea, y Unai traga
nudos. Es la primera vez que lo veo nervioso.
—¿Acaso no lo es? Con esa ropa con la que parece un abogado,
ese pelo siempre colocado en su sitio y esa sonrisilla de sabelotodo.
Os vi el otro día cuando te vino a buscar para la cena, a la que no
me invitasteis —suelta con reproche—, en casa de Tara.
—Gajes del oficio —susurra Aina.
Unai gruñe, y yo me meo de risa. Unai el cromañón.
—No quiero a un don perfecto. —La voz de mi hermana es suave
y directa. No hay dudas ni hay vacilaciones en ella que puedan
interpretarse como indecisión—. Yo te quiero a ti, Unai. Siempre.
Una gran sonrisa se estampa en mi cara como uno de esos sellos
en un sobre que espera encontrar su destino. Mi yo interior grita a
los cuatro vientos que lo que más me alegra es que ellos, por fin,
puedan tener una oportunidad.
—Sobramos —le digo a Aina.
—¿Ahora? ¿En la mejor parte? Joder, que me he chupado el
drama de Unai, deja que disfrute de cómo se declaran su amor y se
besan y hacen bebecitos.
—Calla —me adelanto—. De bebecitos nada, ¿ehh? Que con
mamá ya tenemos bastante —les dejo claro de forma tajante.
Mi hermana sonríe de una manera tan bonita, llena de tanta
esperanza y tanta paz, que, joder, en serio… Puede que lo mío con
Bruno termine de pena, que Ferran se salga con la suya y tenga que
irme, y que el gilipollas de Dani no sepa de mis propios labios que si
sabe contar no cuente conmigo. No pasaría nada porque el ver a
Celeste de esa guisa, a Unai con cara de panoli —lo que pienso
echarle en cara el resto de mi vida—, y a Aina recompuesta y feliz
con quién es y lo que hace, eso es suficiente.
Arrastro a Aina fuera de la habitación y juro que Winnie sería un
pésimo medio de transporte con un cuello dislocado hacia un
hospital, porque eso es lo que le va a suceder a mi amiga si no mira
adelante. Estoy por dejar que pierda los piños contra la puerta.
Cierro y caminamos hacia el salón.
—Parece que al menos una va a tener un final feliz.
Aina me mira, saca el teléfono y me enseña su último mensaje.

Cristian:
Me la pones dura.

Leo en alto.
—No, espera, ese no.
Me enseña otro mensaje y pongo los ojos en blanco. Panda de
cerdos, y ella ni se inmuta.

Cristian:
La cita del otro día fue la primera de muchas. No
pienso dejarte escapar. Huye, porque cuando te
pille será mucho más interesante.

Leo su respuesta, total…


Aina:
Pues espero que me pilles contra la pared.
Cristian:
Ten por seguro que mi intención es pillarte contra
la pared todos los días de tu vida.

—Sois lo más romántico que me he tirado a la cara —replico con


sarcasmo. Lo de la envidia está feo entre amigas.
—Me gusta, Violeta. Me gusta mucho.
Pongo mi mano sobre la suya y la aprieto con fuerza. Ese gesto
es tan de mi abuela Tara…
—Ya era hora, amiga, de que encontrases a alguien que te quiera
tanto como te mereces.
57
Cada oveja con su pareja

Míster B
—Sí, ya sé cómo funciona la línea. He llamado en varias ocasiones,
pero entiéndame cuando le digo que esta es una llamada
«excepcional». —Intento darle un matiz diferente a mi última
palabra, no sé, intentar sonar como un cachorrito desvalido a ver si
de esta manera el corazón de hielo de la interlocutora se ablanda y
me hace caso de una maldita vez.
—Caballero, le pasaré con la chica que esté disponible. Lilah
no…
—No —insisto. Joder con el hueso duro de roer—. Quiero hablar
con Lilah. Necesito hablar con ella…, por favor —le ruego al darme
cuenta de que tal vez un tono al borde del desamparo funciona
mejor y consigo mi fin.
Escucho un suspiro al otro lado de la línea y me pone en espera
sin siquiera disculparse. Vaya con los modales de la gente.
Una musiquita mala resuena a través del auricular. Despego el
teléfono de mi oreja y pongo el manos libre para que no me sature y
desarrolle una sordera temprana.
Llevo la copa de whisky a mis labios y le doy varios sorbos
cortos. No entiendo cómo ha sucedido todo esto, lo de hoy ha sido
un caos total.
—¿Caballero? —La voz de la misma chica de antes me saca de
mis ensoñaciones.
Dejo el vaso con premura sobre la mesa de centro y cojo el
teléfono, no sea que me cuelgue si no respondo con celeridad.
—Sí, sí. —Ni siquiera me ha dado tiempo de quitar el manos
libres.
—Le paso.
Cierto alivio me recorre cuando me indica que por fin voy a poder
hablar con Lilah.
—Vaya, Míster B, me ha dicho mi compañera que ha sido un
hueso duro de roer y que solo quería hablar conmigo.
Hablar, lo que se dice hablar…
—Eres de esas que dejan huella.
Todo encaja. Todo. Absolutamente todo. Su voz. Su risa. Sus
jadeos. Sus bromas.
—No será para tanto —me responde quitándole hierro al asunto,
aunque me la imagino sonriendo como ella solo sabe hacer y las
ganas de verla se incrementan en un mil por ciento. Sueno
ciertamente desesperado, lo admito.
—Quiero proponerte algo —le digo. Lo verbalizo antes de que el
nerviosismo me haga sentir peor y lo mismo mis palabras se
atraganten sin remedio.
—¿De qué hablamos exactamente? —susurra con la voz entre
jovial e interesada—. Lo mío puede ser cumplir fantasías.
Una pequeña punzada se clava en mi pecho. Es trabajo y solo
eso. No hay nada más.
—Quiero que nos veamos. Conocernos. Ponernos cara. —O que
me la ponga ella a mí. La cara, quiero decir, lo otro ya sabéis…
Silencio. Silencio absoluto y ensordecedor.
—Eso va en contra de las normas de la empresa —finaliza tras
recomponerse.
—Tal vez ya nos hemos saltado alguna norma de empresa, ¿no
crees? —lo digo haciendo alusión a las conversaciones privadas
que hemos mantenido, aunque no sé si eso es del todo cierto.
—No —niega aclarando mis conjeturas—. Yo solo tengo que
hablar, no se estipula sobre qué.
—No importa. Quiero verte.
—¿Por qué? —inquiere y esta vez no se lo piensa. El tono de
antes se ve sustituido por uno lleno de recelo.
—Porque necesito verte.
Y esa es la puta verdad. Necesito verla. Necesito que me vea.
Necesito ser sincero con ella y decirle lo que pasa, lo que ha
sucedido hoy, todo, y que ella, sencillamente, me mire con sus ojos
llenos de alegría y vitalidad, que sus pestañas me embriaguen y que
su presencia me calme y estabilice todo. Que lo llene todo de color y
que su olor a arándanos me acompañe cada maldito día de mi vida.
Exhala todo el aire de nuevo antes de hablar y esos escasos
segundos siento que algo va a explotar dentro de mí.
—¿Dónde? —me pregunta yendo directa al grano.
—¿Estás libre en una hora? —La imagino mirando su reloj y
haciendo cálculos mentales, tal y como es ella.
—Sí. ¿Dónde? —cuestiona de nuevo.
Le facilito la dirección de un local céntrico. Tras meditarlo un rato,
he llegado a la conclusión de que sentirá más confianza por citarse
con alguien a quien ella cree que no conoce en un lugar que estará
lleno de personas que puedan actuar si temiese algo.
—Una hora —le repito.
Cuelga sin decir nada más y por primera vez me planteo que no
vaya a acudir y me dé plantón.
Creo que la mejor forma de ser sincero con ella es que descubra
la verdad sobre quién ha estado detrás de esas llamadas. En las
que conectamos, desde el principio, cuando todo era un juego y el
artífice del mismo fue Ferran, la persona que más me ha
decepcionado.
Salgo de casa aun sabiendo que llegaré mucho antes de la hora
prevista. Intuyo que el decirle de vernos ipso facto y añadir que ya
sé dónde vive, por si prefiere que yo la recoja, suena a acosador de
mala muerte. Y ya este asunto va a ser mucha sorpresa como para
incentivar más la cosa.
Soy prudente aparcando el coche lejos. Pienso en llamar a
Violeta de nuevo, no me valdría de nada porque sé que tendrá el
teléfono apagado, tal y como lleva todo el día. Sería como darme de
cabezazos contra la pared una y otra y otra vez.
Mientras espero por fuera, desde la acera de enfrente, sumido
entre las sombras y la letanía que me proporciona la oscuridad de la
noche, trazo un plan B por si no se presenta. Un plan B muy práctico
y sencillo que pasa por colarme en el portal de Violeta, subir, entrar
en su casa, explicarle todo lo que sé y ella no, para, posteriormente,
follármela contra la primera pared que pille. Puede que el orden de
los factores no sea este, sin embargo, cumpliría todos los
cometidos. Todos.
La verdad es que la palabra psicópata se pasea por mi cabeza en
varias ocasiones, es como si una parte de mí me dijese que, para
grandes problemas, grandes medidas y la otra que, para grandes
locuras, grandes pastillas que te anulen el sentido.
Lo de observar la hora como un poseso se convierte en un acto
reflejo. Termino haciéndolo por inercia y maldiciendo porque las
agujas del reloj se tomen su tiempo a la hora de moverse. Hasta que
algo llama mi atención. Una silueta moviéndose en la acera de
enfrente. Una bien diferente al resto de personas que deambulan
por las calles con los colegas, botellín de cerveza en mano y dando
voces. Los viernes por la noche son explosivos para cualquier
persona. Incluidos nosotros.
Entra al local y solo me permito cruzar la acera. No me paro a
pensar en el nerviosismo de la situación, en las circunstancias en
las que se da nuestro encuentro, al que podría tachar de furtivo. A
su cara cuando el que aparezca sea yo o su reacción cuando me
presente como Míster B y le relate la forma en la que descubrí que
era ella.
Ya ni siquiera me planteo que sea ella la que me explique cómo
llegó a trabajar ahí y el motivo por el que no me lo dijo porque Aina
fue suficientemente clara a la hora de darme su opinión y entiendo
su miedo. Su miedo y la analogía intrínseca que mantiene este con
la relación de Daniel.
Tampoco me voy a plantear la búsqueda del culpable o de los
culpables porque eso solo acrecentaría la rabia y ese sentimiento ya
lo ha eclipsado todo hoy con suficiencia.
Ahora lo que necesito es que ella vuelva a casa. A mí.
Accedo al local y la veo frente a la barra. De inmediato me doy
cuenta de que mi patético plan no pasó por preguntarle alguna
característica que me diese una idea de cómo distinguirla. Lo de
psicópata, en mi caso, tiene los días contados. Tampoco ella dijo
nada. Una rosa, un colgante, un broche, algo que decore el pelo o la
descripción de sus ojos, que son los más bonitos, grandes y
expresivos que he visto jamás.
Sentada en la butaca, otea el local de espaldas a la puerta.
Sonrío por inercia. Me acerco y pongo mis manos sobre sus ojos.
Percibo la sonrisa bajo su semblante.
—¿Cómo puedes saber que soy yo si no acordamos nada que
nos identificase?
—Intuición masculina.
El gesto le cambia al escuchar mi voz.
Lleva sus manos hasta mis brazos y asciende por ellos,
comprobando que mis mangas están remangadas. Algo muy propio
en mí y un detalle en el que ella se ha fijado en mil ocasiones.
—¿Bruno? —No sé si el deje que percibo en su voz está cargado
de sorpresa, de dudas, de inseguridad o de tranquilidad y sosiego.
Baja mis manos con las suyas y se gira. Comienza a mirar en
varias direcciones, nerviosa.
—¿Esperas a alguien? —pregunto con socarronería.
—Sí —admite sin pudor.
—¿Una cita? —prosigo con mi juego—. ¿Es por eso por lo que
no contestas a mis llamadas?
Violeta baja la cabeza, y por inercia llevo mis manos hacia su
barbilla alzándola para que nuestras miradas conecten una vez más.
—He estado resolviendo cosas durante el día. Con mi madre, mi
hermana, Unai…
—Entiendo. ¿Y en qué lugar quedo yo? Tenemos que hablar —
finalizo con contundencia.
No quiero que se le pase por la cabeza en ningún momento que
voy a alejarme de ella sin hablar las cosas, sin luchar por lo nuestro,
lo que tenemos, que es lo más bonito que me ha pasado en mucho
tiempo.
—Decidí que los problemas tenía que solventarlos paso a paso.
Estabas dentro de mi memoria RAM, pero no sabía si quiera cómo
enfrentarme a ello. A todo esto —dice mientras nos señala a ambos
con su dedo índice.
—Tenemos mucho tiempo para hablar, Violeta. Estoy aquí —le
digo con vehemencia.
—Yo…
Su mirada vuelve a recorrer el local. Observa las mesas,
comprobando si en alguna de ellas hay alguien que esté solo y se
encuentre tan perdido como ella lo está ahora.
—Violeta… —Sujeto de nuevo su barbilla y cuando nuestras
miradas conectan veo el reflejo de las dudas en ella—. Soy Míster
B.
Violeta se pone en pie tras mi confesión, como si el que estuviese
frente a ella no fuese yo, como si no me reconociese y por un
momento siento que he cometido un error y que lo mismo el plan B
tampoco me hubiera funcionado y hubiese tenido que trazar un plan
C que fuese más meditado y menos impulsivo de lo que ha sido
este.
Retrocede unos pasos, asimilando mis palabras. Me acerco. No
quiero que se cierre, que huya. No voy a dejar que eso suceda.
Tengo que seguir adelante y tengo que permitirle que se sienta
decepcionada, por lo menos, hasta que pueda explicarle la
situación.
—No —niega—. No. ¿Cómo sabes eso? ¿Quién te lo ha
contado? ¿Ha sido Ferran?
Comienza a caminar en dirección a la salida y sujeto su muñeca
con mi mano impidiendo eso que ya me esperaba.
Se suelta con la furia reflejada en su semblante. Se siente
traicionada. Dejo que abandone el local a la vez que la sigo sin
amilanarme y voy tras ella. No me vale una huida. No me vale nada
que no sea ella. Conmigo. A mi lado. Llenándolo todo de colores y
de sensaciones.
—¿Qué coño pasa, Bruno? —Violeta estalla cuando sale a la
calle. Deambula de un lado a otro, perdida y desconcertada. Normal
y lógico teniendo en cuenta la situación.
—Sé que eres Lilah. Lo supe anoche cuando llegamos a casa de
tu madre. ¿Recuerdas la conversación en la que le contaste a
Míster B que tu madre había regresado y que estaba embarazada?
—Ella asiente con el semblante contrito y las lágrimas a punto de
desbordarse de sus preciosos ojos—. Pues anoche, cuando la vi allí
y dijo que estaba embarazada, tuve dudas, pero, entonces, todo
encajó. Me di cuenta de que Lilah eras tú y que la chica con la que
había conectado este tiempo, la chica con la que me gustaba hablar,
a la que escuchaba parlotear y la que hizo que el primer día me
corriese como un adolescente hormonado eras tú.
—Te alejaste. Te cerraste. Me dejaste en casa y no me lo
contaste, no me dijiste cuáles eran tus sospechas. No contestaste
esta mañana a mi mensaje. Lo leíste y no respondiste —replica con
dolor.
—No sabía qué hacer, Violeta. No sabía cómo decirte lo que
había descubierto. Ni cómo te lo ibas a tomar. Lo único que tenía
claro era que quería hacer las cosas bien y esta mañana fue
complicada, todo el asunto de Ferran, la presentación…
—¿Qué tiene que ver Ferran en todo esto? —me pregunta
asustada.
Dando de nuevo un paso hacia atrás y alejándose de mí,
poniendo distancia entre los dos.
De nuevo, doy un paso hacia ella. No pienso permitir que se
aleje.
—Ferran y yo hemos dejado de ser socios. Se acabó.
—¿Qué? —inquiere y, aunque intenta sonar sorprendida, no lo
parece. Es más lista de lo que creía y ha sabido leer entre líneas—.
¿Qué ha pasado?
—Lo que ya sospechábamos. La precaria situación de la
empresa era culpa de él y de Daniel, que también ha jugado un
papel importante en este asunto.
—¿Y la empresa? ¿Los trabajadores? ¿Nuestros proyectos?
¿Qué sucede con todo?
—Empezaremos de nuevo. Orgasmic nos ha ofrecido un contrato
a largo plazo de su línea erótica, eso sí, te quieren en la campaña o
no la harán. Ellos se han quedado tan obnubilados contigo como lo
he hecho yo desde el primer momento en el que te vi. Espero no
tener que llegar a las manos con ellos —bromeo quitándole hierro al
asunto.
—Ferran…
—Lo sé —la corto antes de que siga y me cuente lo que ya me
explicó él esta mañana—. Lo sé todo, Violeta. Me lo dijo. Me dijo en
lo que trabajabas, con lo que él no contaba era con que yo ya lo
sabía y me daba exactamente igual. No tenías que haberte ido,
tenías que haberme buscado, haber hablado conmigo. Aunque,
puestos a retractarnos, yo también me equivoqué y tenía que
haberte dicho anoche lo que descubrí. Lo hicimos mal los dos.
Erramos, aun así, estamos a tiempo de solucionarlo, de hablarlo con
calma, de contarnos todo y de empezar de cero siendo
completamente sinceros el uno con el otro.
—¿Entonces…?
—Entonces, tengo la suerte de haberme enamorado de ti y de
haber encontrado a la mujer de la que me había enamorado al otro
lado de una línea telefónica, convirtiéndose en mi amiga por partida
doble. Porque en Lilah encontré una bonita amistad y a ti te
entregué mi corazón hace tiempo.
—Yo… Yo quería contártelo, Bruno, en serio, quería…, no sabía
cómo ibas a reaccionar. Tenía miedo a que me juzgases o
reaccionases de la misma forma que lo hizo Ferran. A producirte un
rechazo o que sintieses repulsión por mí. Yo… no quería perderte,
Bruno.
—Shhh. —Me acerco hasta ella y la envuelvo entre mis brazos.
Cuando ella está a mi lado, cuando me roza, cuando nos fundimos
en uno es cuando me siento completo. Cuando todo lo demás deja
de importar y lo que de verdad toma fuerza es el latir acelerado de
mi corazón, los recuerdos de las miradas furtivas, el imaginarla con
un lápiz en la boca, sus enormes pestañas, nuestro primer beso,
nuestra primera conversación profunda. La primera vez que supe
que estaba loco por ella y que eso sería así para siempre,
imperturbable e inalterable. Porque Violeta es color y es olor, es
sabor y es brillo. Violeta es la única capaz de darle sentido a mis
días—. No puedo negar que al principio me sentí un poco frustrado
por no haberlo sabido, pensé que no confiabas lo suficiente en mí
como para decirme algo que para ti es importante, sin embargo, a
su vez, comprendí, gracias a Cristian y a Aina, que es un tema
delicado y solo necesitabas tiempo y espacio para hacerlo. Y no me
importa, Violeta, no me importa, porque, por suerte, tiempo y
espacio nos va a sobrar.
Violeta alza la mirada, aún refugiada en mi pecho y me sonríe con
calidez.
—¿Te vas a poner romanticón ahora? —me provoca.
—Oh, vamos, déjame intentarlo, aunque sea. No seas tan
cortante.
Ella se carcajea y se separa de mí. Nuestras manos siguen
unidas y paseo mi pulgar con delicadeza por la palma de su mano.
—¿Sabes que hicimos muchas hipótesis sobre el significado de
la B de tu avatar?
—¿Hicimos?
—Aina, Celeste y yo, por supuesto.
—No sé para qué pregunto —ironizo poniendo los ojos en blanco.
—Sobra decirte que la peor de todas fue Aina.
—Ya. Tampoco me sorprende —respondo con socarronería.
Comenzamos a caminar en dirección a mi coche o a Winnie, a
saber, solo deambulamos por la acera hablando, con la tranquilidad
y la paz que da saber que todo está como debe estar. En su sitio.
Ella conmigo, y yo con ella.
—Aina cree que Míster B es de Berga.
—Siento decirte que…
—Lo sabemos, lo sabemos —me corta antes de que corrija su
ortografía.
Violeta frena sus pasos y queda por detrás de mí menos de un
metro, aún con nuestras manos tensas y nuestros dedos
entrelazados. Se muerde el labio, coqueta.
—¿Qué clase de pensamientos impúdicos están rondando por tu
cabeza? —le pregunto. El brillo malicioso de su mirada lo dice todo
y, por supuesto, me pone a cien—. Vamos, pequeña Violeta, tengo
algo que enseñarte y estoy segura de que te vas a quedar sin
palabras.
La acorralo contra la primera pared que nos da algo de intimidad.
Tengo que demostrarle que la B sirve para muchas cosas, pero, la
primera, es para darnos el beso de nuestras vidas.
58
Gilipolleando

—Madre mía, con el giro de acontecimientos. Y yo aquí, sola y


aburrida, viendo la tele. Le escribí un mensaje a tu hermana para
saber qué tal con Unai. Nada, esos dos deben de estar fornicando
como descosidos.
—Ya. Pues yo es que, la verdad, paso de saberlo.
Aina asiente mientras coloca los pies sobre la mesa de su
apartamento. Me he ido para dejarles cierto espacio a los nuevos
tortolitos, básicamente, porque lo de escuchar gemir a mi hermana
no se me antoja como un plato de buen gusto.
—¿Y Bruno? ¿Qué tal? ¿Ya sabe cómo va a organizar todo el
asunto de la nueva empresa?
Lleva días en los que apenas nos vemos. Ferran le ha metido en
un buen problema. Sabía que era mala persona, sin embargo, no
como para robar a su propio amigo y menos siendo socio, ¿te lo
puedes imaginar? Muerdes la mano que te da de comer.
—Triste, pero cierto —resuelve Aina—. ¿Y Dani?
—Poco sé de él porque, cuando Bruno expuso todo lo que había
averiguado en la auditoría que contrató, Daniel no pudo hacer nada
al respecto. Ferran lo acusó y, en cierto modo, me alegro de que no
le haya guardado ningún tipo de lealtad porque imagínate si eso
hubiese sucedido. Quizá tendríamos a Dani trabajando allí siendo
igual de culpable que Ferran.
—Yo me alegro de que no tengas que verle la cara más a ese
mamarracho del tres al cuarto.
Asiento.
—Me he quitado un peso de encima.
—Cierto. ¿Más vino?
Le doy la copa a Aina a modo de respuesta. Lo de beber para
ahogar las penas mola mil, no obstante, beber para celebrar que
todo se ha resuelto es mucho mejor.
El timbre de la puerta resuena y alzo la cabeza para preguntarle a
Aina si espera visita.
Ella niega. Deja las copas sobre el mármol de la cocina y se
encamina hacia la entrada.
—Servicio a domicilio. —La inconfundible voz de Cristian me
hace sonreír.
—Guárdate eso, que no estoy sola.
Ay, madre, que este le ha traído una porra y no del trabajo,
precisamente.
—¡No quiero verlo! —grito desde el salón tapándome los ojos. Ya
lo que me faltaba era sumar eso como trauma a mi vida.
—Vaya, si está por aquí mi cuñadita. Te dije yo que ibas a formar
parte de la familia. Bienvenida —me felicita, como si fuese mi
cumpleaños o me hubiese tocado la lotería. Que Bruno vale más
que una papeleta de esas, pero no sé yo si lo lógico es felicitarme
por ser su cuñada y todo eso.
—¿Me lo dijiste? ¿En serio?
—No lo sé. Digo tantas cosas de las que luego no me acuerdo. —
Alza la mano como si hubiese bebido o se diese al alcohol y ese
fuese motivo más que justificado para tener memoria a corto plazo o
memoria selectiva—. Aun así, yo me alegro mil y mi madre también.
Después de lo de Andrea vinieron tiempos complicados en casa.
—Y así es como se fastidia un momento, nombrando a otra tía.
—No pasa nada —contesto al ver el gesto arrepentido de Cristian
—, lo sé todo y no me afecta en lo más mínimo. Ella es ella, y yo soy
yo. Pasado y presente —comparo.
—Y futuro —añade Aina.
—En fin, os dejo, me fui de una casa para no escuchar gemidos y
casi que paso de arriesgarme a que eso me suceda aquí también.
—Tranquila —se disculpa Cristian con educación. Anda, mira, le
trae porras y luego se hace el santurrón.
—Sí, sí, mejor será que te vayas porque resulta que Cristian y yo
tenemos…, debemos…
—Calla, cerda del tres al cuarto. Lo que hace una polla. —
Suspiro haciéndome la ofendida.
—¡Oye! —protesta.
—Es que no es una cualquiera, es la mía —se jacta Cristian.
—Dios los cría, y ellos se juntan.
Les doy un abrazo a cada uno y me despido de ambos con algún
que otro insulto —de nada— más. Abajo me espera Winnie. Creo
que nunca le he dicho a mi abuela lo mucho que me gustó su
regalo.
Mi teléfono suena y leo el mensaje antes de subirme a mi Vespa
para dirigirme de nuevo a casa. Me encerraré en la habitación y
leeré o me cortaré las uñas de los pies, me haré un peeling o me
tocaré el higo —en sentido figurado, que para cualquier otro sentido
ya tengo a Bruno—.

Mamá:
Me han dicho que el bebé será…

No dice nada más, finalizando la frase con esos tres puntos


suspensivos que harán que Celeste se muerda hasta los muñones
porque lleva días insoportable diciendo que espera que sea un niño
porque tanta chica junta ya la satura y no le falta razón. Me pregunto
qué nombre utilizará, porque colores…, pues eso.
No hace falta que os diga que Celeste lleva unos días que no hay
quien le borre la sonrisa de la cara. Me aventuro a decir que nadie
sería capaz de cambiar su estado de ánimo por mucho que se lo
propusiera. Parece otra. Más tranquila, más segura y sin esas dudas
que la asolaron durante meses.
El tema de Adri fue un leve mal trago que tuvo que pasar. Su
cabeza le jugó una mala pasada porque estuvo durante días sin
saber cómo enfocar el asunto para que no se lo tomase a mal
porque era su amigo y compañero de clase. Al final, a veces,
nuestro peor enemigo somos nosotros mismos y nuestra cabeza. La
situación fue sencilla, y Adri lo entendió. Donde manda el corazón
no manda la razón, que la razón aquí no viene al caso, no obstante,
queda más chulo decirlo así.
Aparco por fuera de mi edificio, en mi sitio habitual. Me quito el
casco, apago y miro el teléfono antes de subir a casa. Celeste debe
de estar muy ocupada cuando aún no ha contestado.
Violeta:
Yo dije que era niño. Y se llamará Oriol, como el
abuelo.

Guardo de nuevo el teléfono en el bolso y me encamino hacia


casa.
—Vaya, Violeta, no pensaba tener tanta suerte de encontrarte
sola. ¿Te ha dejado la noche libre tu novio?
Doy un bote y se me caen las llaves al suelo.
—Mierda —farfullo. Me agacho a recogerlas y cuando me
incorporo me encuentro con la figura de Dani ahí, plantado frente a
mí, como si le debiese algo, la vida como poco—. ¿Qué coño haces
aquí? ¿Te has convertido en acosador a sueldo ahora que te has
quedado sin trabajo?
Mi dardo envenenado parece pillarlo desprevenido porque el
semblante se endurece y su rictus se transforma en una máscara de
hierro.
—No te hagas la graciosa, esto hubiese sido más sencillo si tu
querido novio no hubiese hurgado donde nadie lo llamaba.
—Claro —ironizo poniéndome a la defensiva. No pienso permitir
que se encuentre con la Violeta de siempre, la que se ha hecho
menuda con él, la que se ha dedicado a bajar la cabeza, la que se
creyó que todo eso que él decía era una verdad absoluta, la que
permitió que él tomase las decisiones, la que fue ninguneada a su
antojo. Esa ya no soy yo—. Pensabas que no se iba a dar cuenta de
que estabais robando. Tal vez deberías estar preocupado por las
consecuencias de tus actos, ¿o es que crees que vas a salir impune
de todo esto? Es un delito, Daniel, ¡un delito! —grito fuera de mí.
Retrocede un par de pasos ante mi actitud nada conciliadora y
mira en todas direcciones por si alguien ha escuchado mi acusación.
No he sido nada sutil al manifestarla.
Duda durante unos segundos y regresa el Dani que yo conozco.
—¿Dónde ha quedado la gatita que yo he domesticado? —
Chasquea la lengua contra el paladar en señal de desaprobación—.
No me gusta nada. Voy a tener que volver a empezar contigo,
Violeta.
Y un mojón de pato.
—Mira, Daniel. —Ni siquiera me permito llamarlo por su
diminutivo, ese que usé de forma cariñosa cuando creía que lo que
teníamos era especial y único. Y tuvo que llegar Bruno para que
entendiese que él sí que lo hace especial y único y no solo lo que
compartimos los dos, sino a mí misma, me hace sentir libre conmigo
misma, fuerte y valiente, decidida—. Parece que no te ha quedado
lo suficientemente claro que no quiero absolutamente nada contigo.
No me gustas, no me atraes, es más, me pareces basura. La basura
de la basura. —Si me pongo en modo aclaración, habrá que hacerlo
de la mejor manera, de esa que entiendan los capullos integrales,
vaya—. No me busques, no me escribas, no me hables, no te
acerques a mí. Eres insignificante. Ahora bien…, tengo que
agradecerte que me hayas hecho sentir una mierda como ninguna
porque gracias a eso, a que actuases como si fueses mi dueño y yo
tuviese que besar el suelo por el que pasabas, gracias a tus
constantes menosprecios, bochornos e insubordinaciones, me di
cuenta de lo que no quiero en la vida y es a ti. Así que haré lo único
que te mereces: borrarte de mi memoria. Dicen que una persona
permanece viva siempre y cuando siga en el recuerdo de alguien.
Pues, bien, no será conmigo, Daniel.
—¿Crees que él va a quererte como yo te quiero?
Una sonora carcajada se escapa de mi garganta, una de esas
irónicas como la que le profesé a mi madre cuando regresó, una que
demuestra que no es que sea gracioso, pero sí que tiene cierto
punto de sarcasmo la cosa.
—No, ¡por Dios! No. Por suerte, no me quiere como tú. Me
quiere bien, me quiere sano, me quiere libre, y eso es todo lo que yo
necesito. Te deseo lo mejor, Daniel, siempre y cuando lo mejor sea
lejos de mí y de mi vida.
Me giro para darle la espalda y entrar, por fin, a mi portal, cuando
su mano se coloca sobre mi antebrazo frenando mis pasos.
—Violeta…
Llevo la vista hacia nuestra unión y cabeceo negando.
—Daniel, vete por donde has venido. Arregla los problemas que
tienes encima, que no son pocos, y sigue adelante con tu vida. Yo
haré lo mismo con la mía.
—Sabes que yo soy todo en tu vida, admítelo —me pide con tono
poco conciliador.
En otras circunstancias, ese triste comentario me habría dejado
un poco más hundida, me habría hecho pequeña de nuevo y tengo
claro que no soy pequeña ni insignificante, tampoco él es nada en
mi vida y nunca lo fue. Dejé que mermase mi autoestima porque
confié en él y lo que de verdad tenía que haber hecho era algo más
sencillo, algo tan básico como quererme bien, quererme tal y como
yo soy.
—No, Daniel —le digo soltándome con desprecio de su agarre—,
no eres nada en mi vida. Absolutamente nada. Fuiste un error y he
aprendido mucho de él. He aprendido lo que quiero, cómo me
quiero, cómo voy a luchar siempre por mí, por mis sentimientos, por
mis ideas, sin arrepentirme de nada que haya decidido yo. Y de lo
primero que me arrepiento es de haberte conocido —sentencio.
La mirada de Daniel es dura y confusa. Se alimentaba de mis
temores, lo hacía, sin embargo, no hace daño el que puede sino el
que quiere y, definitivamente, él nunca más me hará daño porque no
lo voy a volver a permitir. Y esta sí que es una verdad absoluta.
—¿Todo bien?
Daniel me observa con fijeza, asimilando todas y cada una de mis
palabras y, de paso, ignorando a propósito a Bruno. No sería él si
actuase de otra forma.
—Él es mi presente y mi futuro. Tú no eres nada. Nunca fuiste
nada.
Me acerco hasta Bruno, y él me rodea por la cintura, depositando
un suave beso en mi sien. Con él me siento en casa. Me siento volar
sin alas. Me siento correr sin piernas. Me siento respirar sin
pulmones.
Y se va. Se aleja sin mirarnos de nuevo. No sé si será definitivo,
si regresará en algún momento. No sé lo que sucederá porque no
hay nada que se pueda prever en cuestión de personas. No
obstante, ahora, hoy, en este preciso instante, sé que Daniel se ha
ido porque yo le he dejado ir y toda esa influencia que ejercía sobre
mí, o que en algún momento pudo desplegar, ha quedado en el
pasado. Y yo, en este momento, solo pienso en mi presente, entre
sus brazos, y mi futuro lleno de colores.
—Te quiero, Violeta.
—Yo también te quiero, Míster B.
Epílogo

Tres meses después…

—¡Joder, Aina! ¡No me puedo creer que sigas con ese rollo!
Pensaba que la psicopatía se te había pasado y veo que no, que la
cosa no solo no se cura, sino que empeora.
—Calla y ayudadme a sacar los calzoncillos de este puñetero
cajón. ¿Para qué querrá tantos si a mí me gusta con la sardina al
aire? No lo entiendo, lo juro, no lo entiendo.
—Supongo que para no ir a trabajar con ese pescado colgando
—aclara mi hermana. Lo de que es la voz sensata de este grupo ha
quedado claro desde hace tiempo, ¿verdad? Porque, si no, este es
el momento.
Hemos hecho una reunión en casa de Aina. Los cuatro, es decir:
Unai, que está sentado viendo el ataque de histeria gratuita de Aina;
Celeste, que no deja de mirar a nuestro amigo como si se lo quisiera
comer, y yo, que, en este instante, intento eludir que ninguno de
esos trapos que pertenecen a la ropa interior de Cristian me caigan
encima porque me da una grima que flipáis.
—Te digo desde ya, que no pienso recoger nada de lo que tires.
—Tengo varias horas por delante antes de que regrese del
trabajo, ¿es que no me lo piensa pedir? Si le he mandado todos los
mensajes subliminares habidos y por haber que he podido.
—Ya, supongo que la nota que hay en la nevera tamaño DIN-A1
donde dice y cito textualmente: «Si no me compras un pedrusco del
tamaño de la Torre Agbar, puedes ir olvidándote de que hagamos el
helicóptero»…
—¿El helicóptero? —replica Unai—. ¿Y yo eso por qué no lo he
leído? Es más, Celeste, ¿eso por qué no me lo has hecho nunca?
—Calla —replica mi hermana mientras le propina un pellizco a
Unai, que cierra los ojos y contrae el gesto por el dolor.
Mi teléfono suena justo en el momento indicado, así que
aprovecho la coyuntura para salir y contestar.
—Míster B…
—¿Qué llevas puesto?
Pongo los ojos en blanco e intento reprimir la carcajada que
siempre acude a mi boca cuando hablamos.
No, no estoy trabajando en la línea erótica, lo he dejado, no
porque Bruno me dijese nada al respecto o porque me sintiese
juzgada por ello, no es cuestión de eso, lo he dejado, al menos
temporalmente, porque el trabajo en Valcárcel es como una carrera
de fondo.
Hemos empezado de nuevo, de cero en muchos aspectos, no
solo en la empresa sino yo conmigo misma, dejando atrás lastres y
estigmas que nada bueno traían.
La relación con mi madre ha mejorado muchísimo, y Oriol está
perfectamente. Al final hemos tenido razón y es un niño. La abuela
Tara está bordando mil cosas para el nuevo nieto y para los
bisnietos que espera que lleguen pronto. Espero que no lo diga por
nosotros porque, si me dicen que a la larga lista de trabajo tengo
que añadirle un bebé, me dará un jamacuco y la historia terminará
con final triste y eso no es lo que queremos…
—Tus braguitas favoritas, esas que te empeñas en quitarme con
la boca cada vez que las llevo puestas.
—Mmmm —murmura Bruno con voz ronca.
—Y tú, ¿qué llevas puesto?

—El disfraz de bombero, ¿quieres que te enseñe mi manguera?


La carcajada que intenté reprimir antes brota por sí sola.
—Así es imposible.
—Lo digo en serio, mi manguera y yo queremos apagar tu
incendio. Lo hacemos por tu bien, querida Violeta, para que no
ardas.
—El único que me hace arder eres tú.
—¿Antes o después de poner mi boca en tu coño? Mmmm, no
sabes lo que me gusta bajarte esas braguitas y lamerte entera. Eres
deliciosa, ¿te lo he dicho alguna vez?
—No me suena de nada, ¿podrías ser algo más explícito?
Me meto en el baño de Aina. Ante grandes circunstancias,
grandes soluciones, así no era, ¿cierto? En fin. Que cuando la cosa
entre Bruno y yo se caldea dejo de pensar y no razono nada de
nada, se me va la cabeza y caigo en sus redes.
—No sabes lo dura que me la pones cuando te veo así, con esas
braguitas que tanto me gustan esperando a que mi boca las sujete
por cada extremo y las baje con lentitud hasta que caen alrededor
de tus piernas. Ábrelas y deja que te toque, que confirme mis
sospechas, que perciba la humedad entre ellas y que mi dedo se
empape para lamerlo. El dedo y a ti.
Mierda. Mierda. Mierda.
Abro presurosa el armario y encuentro toallas limpias en él.
Extiendo una en el suelo y me siento en ella. Retiro mis bragas, me
sobran, me molestan y me impiden llevar mis dedos a mi coño.
—Estoy muy mojada —le cuento.
—Lo sé. Te estoy tocando. Saco mis dedos de tu coño y los meto
en tu boca. Ábrela. —Hago caso como si la escena se estuviese
desarrollando tal y como me indica. Cierro los ojos y me toco.
Empiezo suave, dejando que el placer me recorra de forma lenta, no
quiero correrme aún—. ¿Te gusta tu propio sabor?
—Sí.
—No te he escuchado. ¿Te gusta tu propio sabor?
—Sí —afirmo con más contundencia.
—Buena chica. Me arrodillo frente a ti y en tu mirada veo el
deseo, las ganas y las ansias porque ponga mi lengua donde antes
estuvieron mis dedos.
—Por favor… —suplico.
—Por favor, ¿qué?
—Chúpame —ruego. Me importa una mierda rogarle. Mis dedos
se deslizan con facilidad a través de mi sexo empapado. No soy
capaz de ir lento, despacio, me lo había propuesto, pero necesito
aumentar la velocidad, necesito más intensidad y más placer—.
Necesito tu polla dentro de mí —confieso dando voz a mis
pensamientos.
Bruno jadea al otro lado y sé que se está tocando como hago yo.
Eso me excita, me altera y me calienta.
—Abro tus labios y paseo mi lengua por tu clítoris, está duro,
hinchado, necesitas más. Muerdo con suavidad ese pequeño botón
y gimes fuerte. Quiero que gimas más fuerte, que se enteren los
vecinos de lo que te estoy haciendo, que sepan que te vas a ir en mi
boca, que vas a correrte con mi lengua sobre tu coño y que vas a
explotar de un momento a otro. Mis dedos bombean dentro de tu
sexo, uno, dos, fuerte, flojo, en círculos… —Mierda—. Y te muerdo
de nuevo.
—Bruno… —Mis caderas comienzan a mecerse solas en el
suelo. Hacia adelante y hacia atrás.
—Tengo la polla completamente tiesa por tu culpa.
—Joder… —Mis dedos se mueven sin control—. Estoy a punto.
—Presiono la lengua con más fuerza mientras bombeo en tu
interior. Estás a punto, lo noto, noto que te vas a correr y quiero que
grites cuando lo hagas. Quiero que te corras en mi boca, Violeta, y
quiero que lo hagas ya.
Un gemido fuerte sale de mi boca y el orgasmo lo invade todo.
Mis piernas tiemblan. Mis caderas siguen moviéndose hacia
adelante y hacia atrás, como si tuviese su polla enterrada en mi
interior y estuviese alargando la intensidad del orgasmo. Mi vello
está erizado. El calor sigue ocupándolo todo y mis mejillas están
sonrosadas por el momento.
—Joder, Bruno, joder.
—Abre la boca y chúpame la polla —me pide sin pudor alguno.
Recupero levemente la compostura y me doy cuenta de lo que él
necesita ahora.
—Sujeto tu polla por el tronco y la meto en mi boca. Hasta el
fondo, como a ti te gusta, hasta que ya no entra más. La saco con
furia para enterrarla de nuevo.
—Mierda, Violeta, joder, sí, sigue.
—Y te encanta que te toque a la vez que te sigo chupando, te
gusta que lo haga guarro, que me la trague entera, te gusta que te
pida más. Coloco las manos tras la espalda y me follas la boca
como solo tú sabes hacerlo.
—Joder, me corro, Violeta.
—Y te encanta que me trague tu corrida. —Los gemidos roncos
al otro lado de la línea me indican que Bruno ha alcanzado el clímax
y entonces, solo entonces, me permito ser consciente de dónde
estamos. No es mi casa, no es mi habitación, y quizá eso también
ha hecho el juego más interesante—. Joder, Bruno, que estoy en
casa de Aina.
Bruno se ríe.
—Pues dale las gracias de mi parte.
—Tengo que dejarte, Míster B de bribón.
—Oye, Violeta.
—Oigo, Bruno.
—Esto que acaba de suceder espero repetirlo esta noche en vivo
y en directo.
—Tal vez no puedo, ya sabes, tengo lío o trabajo o…
—Me encantará follarte contra la pared después. Esa pared que
te gusta.
—Gran argumento, pero solo si te pones el traje de bombero.
—Por supuesto, ya sabes que la manguera va de serie.
Nos reímos con complicidad antes de colgar. Coloco todo en su
lugar y pongo la toalla a lavar, borrando las huellas del delito.
Abro la puerta del baño y me encuentro a mi hermana y a mis dos
amigos esperando fuera.
—¿Qué? —pregunto.
—¿Te has corrido en mi baño? —inquiere Aina sin pensárselo
demasiado.
—Mmmm. —Dudo de cómo salir de esta.
—No respondas —acierta a decir Unai—. Entre una que se
masturba en un baño ajeno, y otra que hace el helicóptero… Vais a
tener que pagarme un psicólogo.
Y entonces, cuando estoy a punto de replicarle a Unai,
escuchamos la puerta del piso. Aina se queda pálida, y yo lo primero
que pienso es que si se trata de un robo al menos seremos cuatro
contra uno.
—¿Aina?
—Mierda, no he recogido los calzoncillos.
Mi amiga corre como Speedy González mientras Unai y Celeste
se parten el culo. No me gustaría estar en el pellejo de mi amiga.
—¿Qué pasa?
Yo levanto las manos a modo de defensa.
—Pasábamos por aquí… —aclara mi hermana vacilante.
—¿Y Aina? —Tres dedos señalan en dirección a la habitación.
Nuestra amiga no incluyó en el plan nada de buscarle una coartada
si esta situación se daba.
—¡No entres aún! —pide nuestra amiga.
Caminamos hacia allí y la puerta suena de nuevo.
—Abre tú —le exijo a Unai.
—¿Yo, por qué?
—Porque tienes que protegernos con esos músculos que te
gastas —especifica mi hermana mirándolo con ojos de devoradora.
¡Venga ya, Celeste!
Unai no dice nada más y camina hacia la puerta.
—Vaya, el facilitador de orgasmos en el baño.
Me tiemblan las piernas cuando Bruno entra. Lo veo caminar por
el pasillo y soy incapaz de mantener el control. Me mira como si el
postre fuese yo y como si lo que acaba de suceder no hubiese sido
suficiente.
—Lo hemos escuchado —indica Celeste.
—Es envidia —murmura Unai—. La de ella y la mía. Tranquila,
cielo, luego haremos el helicóptero tú y yo.
Mi hermana sonríe y asiente. Panda de cochinos.
Bruno me da un beso y un abrazo cuando llega hasta mí.
—Que sepas que me he corrido en el coche como un depravado.
Mañana será mejor que no miremos en YouTube por si alguien me
ha grabado y sale mi manguera por todos lados —murmura en mi
oído.
—Claro, clarinete —susurro.
Los gritos de Aina resuenan en todo el piso. Por un momento
cruzamos la mirada y nos acojonamos todos. Si no fuese porque
destila alegría estaría llamando al 112 o al psiquiátrico, lo primero
que pille.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí, joder, sí! ¡Un sí como la puta Torre Agbar de
grande! —suelta mi amiga a grito pelado.
Aina sale de la habitación dando saltos y llega hasta nosotras,
nos da un abrazo y corre de nuevo hacia Cristian, al que casi tira al
suelo del impulso con el que salta.
—Menos mal que tienes un hermano poli, que si no… —farfulla
Unai compadeciendo a Cristian.
—¡Me lo ha pedido! ¡Me lo ha pedido! —exclama mientras baila y
da botes, y algo más que no sé ni cómo definiros porque no hay
adjetivo que explique lo que está haciendo.
—Quizá eso es el helicóptero —bromea Celeste.
—Quizá —musito.
—¿Helicóptero? —inquiere Bruno sin entender nada.
—Te lo explico luego —le digo guiñándole un ojo cómplice.
—Ahora que tienes tu pedrusco, que nos vamos a casar y que
están todos ellos presentes, ¿podrías, por favor, recoger mis
calzoncillos del suelo? —cuestiona Cristian con una sonrisilla en los
labios.
Probablemente, si de colores se tratase, Aina sería el verde,
porque nunca jamás perdió la esperanza.
Cristian sería el rojo, porque supo darle el fuego que mi amiga
necesitaba.
Mi hermana el celeste, no solo por su nombre, sino porque es
puro y claro como el cielo.
Unai sería el blanco, porque a veces se mancha con las dudas,
pero, cuando se aclara, se convierte en perfecto.
Bruno sería el amarillo, porque, ya sabes lo que dicen, de
amarillo si te pillo y porque combina a la perfección con el violeta,
conmigo, el color del arándano.
Y es que yo no sé lo que piensas tú al respecto, si me darías la
razón o no, sin embargo, tengo que decirte que la vida, con colores,
con sabores y con sueños es mucho más bonita. Y con locura,
¡joder! Con locura, porque el mundo es de los locos y para los locos,
así que solo me queda decirte que no busques jamás ser normal
solo aspira a ser excepcional y no permitas que nadie te diga lo
contrario.
Agradecimientos

Para todas las personas que me habéis apoyado desde el


principio.
Para las que habéis llegado hace poco.
Para quienes leéis, compartís y recomendáis mis historias.
Para los que os tomáis la molestia de dejar un comentario en
Amazon, Goodreads, una reseña en redes sociales, blogs, etc.
Para los que formáis parte de mi vida y confías en mí más que yo
misma.
Os quiero mil.
Biografía

Aquí estoy una vez más para contaros quién soy. Mi padre era muy
dado a apuntarnos en el registro con un nombre totalmente diferente
al que acordaba con mi madre y, si le hubiese hecho caso, mi
nombre habría sido Yaniré, así que, no sé mis hermanos, pero yo le
agradezco que no le haya hecho caso (perdona, mamá).
Nací y viví durante muchos años en un pequeño pueblo de poco
más de siete mil habitantes al norte de la isla de Tenerife llamado La
Matanza de Acentejo, sin embargo, con veintipocos años, dejé el
pueblo por amor y me fui a la capital. Actualmente vivo en las
afueras de Santa Cruz de Tenerife con mi hijo y mi pareja.
He sido desde siempre una apasionada de la lectura, recuerdo
sacar libros de la biblioteca y devorarlos cada noche antes de
dormir. En el año 2016 escribí mi primera novela y, después de ella,
han llegado once más. Las cabronas también se enamoran es mi
duodécima novela autopublicada y espero que vengan muchas
muchas más.
Mis libros se caracterizan por personajes muy divertidos,
socarrones, canallas, irónicos y sarcásticos, aunque entre sus
páginas, además de risas, podéis encontrar algunas reflexiones
sobre la vida, escenas hot, amistad, amor y familia.
Supongo que, si ya me conocéis, sabréis que lo de resumir,
definitivamente, no es lo mío y he dado por perdido intentarlo. ;)
Me encanta la playa, la piscina, el sol, comer (todo lo que no se
debe), hablar, hablar y hablar y escribir, of course. No concibo mi
vida sin historias que contaros, así que… ¡Nos leemos!

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