Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Mamá:
¿Podemos hacer video-llamada hoy? ¿Sabéis
algo de la abuela?
He intentado llamarla y no logro contactar con
ella.
Un mensaje interno de Bruno arruina los que iban a ser mis cinco
mejores minutos de la semana. Cinco mejores minutos porque eran
los que pensaba tomarme para recoger mis cosas e irme.
—Joder —protesto—. No tienes un momento mejor, ¿no?
Me levanto de mala gana. Cuanto antes resuelva lo que quiera
que sea que tenemos que resolver, antes acabaremos con este
infierno.
Toco en la puerta y espero a que me diga, de nuevo, que puedo
pasar. Entro tras su consentimiento y lo observo con la camisa de
botones remangada hasta los codos, sin su habitual corbata y con
gesto cansado. Veo que la semana no ha sido mala solo para mí,
salvando las distancias, seguro que él no ha tenido que provocar
orgasmos por teléfono. O sí. Que una ya no sabe.
—¿Pasa algo?
Por un momento, la frase de mi hermana retumba en mi cabeza
como la explosión de una bomba nuclear: «Que no te despidan». ¿Y
si es eso? ¿Y si he dicho algo que no debería haber dicho?
—Sé que es hora de salir ya. Necesito que este fin de semana
analices algo en casa y que el lunes me digas ideas.
—¿Ideas sobre…? —Bruno sonríe de medio lado y por un
momento creo que mi hemisferio sur se despierta hasta que frente a
mis ojos se materializa mi peor pesadilla—. ¿Eso…?
—Sí —finaliza—. Eso.
—¿El fin de semana?
—Sí —insiste de nuevo.
—¿Tengo que…? —Como me diga que tengo que probar al
extraterrestre, pido un aumento de sueldo. Bruno se ríe. Siento
decirlo, espero que sea conmigo y no de mí. Maldito—. ¿Te estás
riendo de mí?
—Un poco solo. Tendrías que verte la cara. Estás entre la
estupefacción y el asco absoluto.
—Es una mezcla —admito, porque la verdad es que es lo mejor,
ser sincera—. No pienso probar eso.
La carcajada resuena en el despacho y juraría que Bruno
rejuvenece diez años cuando se ríe. Diez no, que exagero, unos
pocos solo.
—No es para que lo pruebes, es solo para que lo analices.
Suelto el aire que hasta ese momento no sabía que había
contenido y sujeto el juguete entre mis manos.
—Me da grima, lo juro.
Bruno me mira con intensidad mientras le doy vueltas al falo y
calculo la textura y grosor del aparato que tenemos que vender.
Carraspea y desvía la vista cuando nuestros ojos se encuentran.
—Necesitamos ideas para venderlo. Algo que haga que guste, no
que dé asco.
—Es que da asco. O lo mismo es a mí a la que le da asco. —Mi
jefe se recuesta en la silla y me echa un vistazo detenidamente.
¿Me está dando un repaso?—. ¿Qué haces? —le pregunto sin
entender.
—¿Yo? —me interroga clavando su mirada en la mía.
Miro hacia abajo, por si se me ha pegado un moco en la camisa y
ese brillo malicioso es el precedente a un chiste de los buenos. No
veo nada más allá que mi ropa, que, dicho sea de paso, sigue
impoluta.
—¿Qué tengo? —curioseo acojonada.
—¡Qué no tienes!, diría yo… —musita Bruno apartando la mirada
—. En fin, aprovecha el fin de semana y, cualquier cosa, te escribiré
por el chat interno.
—Es fin de semana y dijiste el lunes.
—Lo sé. He cambiado de idea —me rebate.
—Los fines de semana implican descanso. —Por lo menos de
este trabajo.
—Lo sé…
—¿Entonces?
—Cualquier duda…
—Ante la duda, lo hablamos el lunes —sentencio sin dar pie a
nada más. A ver si se va a pensar que por ser su nueva ayudante yo
voy a hacer horas extra.
Cojo el vómito de extraterrestre y me encamino hacia la salida del
despacho sin siquiera despedirme. Os juro que estoy a esto —
imaginaos el dedo pulgar e índice con una separación máxima de
medio centímetro— de girarme y darle el repaso yo a él.
Es mi jefe. Mi jefe que está bueno, pero mi jefe. Mi jefe
inalcanzable y con el que fantaseo al imaginar que me miraba como
si yo fuese su magdalena. Mi jefe.
—Violeta. —Mi nombre dicho con esa sensualidad con la que lo
hace suena a puro pecado. Y me giro. Me ha dado la excusa
perfecta para hacerlo—. Te olvidas de algo.
Su camisa desabrochada, sus puños remangados, sus
antebrazos fuertes, la barba de unos días…
Si me da un beso, tal vez vuelvo a la vida.
Su mano me roza ligeramente y, cuando pienso que me va a
acariciar, coge una bolsa y la sitúa frente a mí.
—¿Ehhh? —balbuceo sin entender nada.
—Más trabajo.
—¿Qué es eso? —pregunto buscando la coherencia a mis
palabras.
—Mi camisa.
—¿Qué camisa?
—La que me manchaste el lunes —sentencia sin perder la
sonrisa. Cojo la bolsa como una autómata cuando debería decirle
que no y entonces sí que salgo del despacho—. Buen fin de
semana, Violeta.
—Buen fin de semana…, capullo. —Esto, obvio, lo suelto una vez
he cerrado la puerta.
Bajo en el ascensor con esa cosa guardada en el bolso. Temo por
mi vida, básicamente, por si le da por despertar de la muerte y me
ataca, haciéndome una llave con sus dos huevos rugosos. Sí, he
dicho rugosos.
Llego a la plaza de garaje en la que hay cabida para varias
motos, me acerco a Winnie y la acaricio, es mi compañera desde
hace mucho tiempo. Tiene más años que una momia y es regalo de
mi abuela Tara, la madre de mi madre, esa que se supone que está
desaparecida y por la que íbamos a hacer una videollamada que
nunca hicimos porque mi madre tenía no sé qué cena o reunión o
vete a saber qué y lo pospusimos.
Le he prometido a Celeste que, tras recogerla en la pastelería,
pasaríamos por su casa. Así que guardo mi bolso en el
compartimento y me encamino hacia la zona de La Sagrada Familia
para recoger a mi hermana. Mi abuela vive en el barrio de Gracia, y
nosotras estamos en el centro. Vivimos en San Martín, cerca de la
Avenida Diagonal. No podemos quejarnos, puesto que la ubicación
es magnífica y tenemos todo a mano. Es una zona muy transitada,
aunque nos hemos acostumbrado a ello.
El piso es propiedad de mi madre, una de las herencias que mi
abuelo le dejó antes de fallecer. Mi abuela se quedó en el barrio en
el que vivían y de allí no hay quien la mueva, como Chanquete de
su barco, pues igual Tara con su casa.
Llego puntual a recoger a mi hermana y la espero, apeada en un
lado. Ventajas de viajar en Vespa, puedes parar donde te dé la gana
sin interrumpir demasiado el tráfico y evitando que te den bocinazos
a diestro y siniestro. Que la gente de Barcelona es muy maja, ahora,
paciencia, lo que se dice paciencia… O quizá soy yo la que carece
de ella.
Miro el reloj y saco el teléfono para ver si he recibido alguna
llamada en este tiempo y para escribirle a mi madre y comentarle
que no me he despistado de pasar por casa de la abuela.
Escribo un escueto mensaje en el grupo familiar y veo a mi
hermana salir con el teléfono en la mano y leyendo mientras se
acerca a mí.
—¿Qué tal el día? —me pregunta al llegar a mi altura.
—No me han despedido —susurro para sacarle una sonrisa.
—Bien —finaliza dándome su consentimiento—. Acabo de
recordar lo de abuela, ya me había despistado.
—¿En qué tendrás la cabeza? —le suelto a la vez que se pone el
casco—. ¿Será en alguien cuyo nombre empieza por U y termina
por I?
—Ni me hables.
—¿Qué ha pasado?
—Que me siento como una gilipollas de campeonato —se sincera
colocándose a mi espalda.
—¿Qué ha hecho? —pregunto temerosa. No me gustaría tener
que pegarle porque Unai me cae bien.
—¡Qué no ha hecho! —finaliza mi hermana.
—¿Quieres que hablemos de ello? —¿Una vez más?
—Luego —me pide.
—Es viernes —aclaro.
—¿Y? —inquiere sin percatarse de lo que le quiero decir.
—¿Reunión de trabajo?
—Vaya. Pues, ¿mañana?
—Le escribo a Aina.
—Hecho —finaliza.
No decimos nada más. Pongo a Winnie en marcha y me dirijo
hacia Gracia con Celeste a mi espalda.
Aina, Celeste y yo hemos hecho piña. O coco. O arándanos, que
me encantan. Parece que siempre utilizamos esa fruta para decir
que somos buenas amigas. Somos diferentes y no lo somos tanto.
Mi hermana puede que sea la más tranquila de todas o que
aparente serlo, sin embargo, debajo de esa figura de niñita tranquila
que no rompe un plato, con su pelo moreno al viento y sus ojos
claros, se esconde una pequeña fierecilla malvada, y Unai se la está
buscando.
En fin, que mi hermana está colada por Unai desde el mismo día
en el que se plantó frente a la puerta de casa con el periódico en la
mano diciendo que venía por el anuncio que habíamos puesto,
porque nuestro barrio mola, nuestro piso mola y nosotras molamos,
ahora, nuestra economía es pésima, mucho más desde que mi
hermana ha vuelto a estudiar, y desde que mi madre se fuera y nos
dejara con un piso la leche de bueno y bonito en el centro.
Dicho esto, y sin lloriquear ni decir que somos pobres como ratas
—aunque lo somos—, mi hermana Celeste subió al cielo desde que
se cruzó con el canalla de Unai, con su mirada de devorador de
mujeres y su culo de infarto. Lástima que haya tenido que bajar a la
tierra cuando nos dimos cuenta de que su lista de conquistas era tan
larga como su poca vergüenza y que le daba exactamente igual
gemir en su habitación mientras nosotras nos hacíamos un maratón
de Harry Potter en el salón.
Hasta que dejé a Dani, empecé en la línea erótica y ahora
gemimos los dos.
Y Celeste cree que Unai pasa de ella. Triste, pero cierto. Eso sí,
mi hermana sigue pillada, no puede evitarlo y ya no sé cómo decirle
que tiene que pasar de él. Aina también se lo dice, y ella nos da la
razón, claro, porque la tenemos, sin embargo, todo eso de boca
para afuera porque bien sabemos que donde manda el corazón no
entra la razón.
4
Os presento a Tara
Bruno
El encuentro de anoche sigue presente en mis pensamientos, a
pesar de que he intentado obviar en todas las ocasiones la mirada
perdida de Violeta.
Es una chica extraña, una chica fuera de lo común en muchos
sentidos y eso me tiene… ¿obnubilado?
Trabajo con ella hace relativamente poco tiempo, ya sabéis, una
vacante, un puesto a cubrir, promoción interna, entrevistas y,
aunque Ferran no estaba de acuerdo en que fuese Violeta quien lo
ocupase, las referencias que me habían dado de ella desde el
departamento que ocupaba me hicieron decidirme. Eso, y la
cantidad de veces que la he observado a hurtadillas desde la
escalera. Un auténtico patán, si queréis ponerle nombre al asunto.
Ferran y yo somos socios desde hace años. Fundamos juntos
Valcárcel&Co. Ambos compartimos apellido y, aunque no nos une
ningún lazo de consanguinidad, lo que sí lo hace es una amistad.
Somos muy diferentes y tenemos distintas formas de gestionar
nuestros proyectos. Que seamos socios no quiere decir que
tengamos la misma filosofía ni la misma manera de trabajar, ni
siquiera de relacionarnos, por eso supongo que no quería que
Violeta fuese mi nueva ayudante adjunta y quizá por eso el resto de
ayudantes se han marchado sin mediar palabra, porque Ferran es
bastante exigente y termina metiendo las narices en mis asuntos y
encontrando pegas a todas y cada una de mis empleadas.
Me sirvo una copa de bourbon en un vaso lleno de hielo y lo
remuevo, dejando que el líquido ambarino se enfríe y se mezcle.
Abro la cortina y, mientras agito por inercia la copa, me apoyo a
observar la ciudad.
Desde mi apartamento hay unas vistas increíbles de Barcelona.
La Sagrada Familia se otea desde mi posición y, aunque es una
zona ruidosa, me he acostumbrado al bullicio y sería incapaz de
cambiarlo por algo más tranquilo.
El portero suena. Debe de ser Ferran.
Le doy un trago a la copa y me encamino hacia la puerta para
abrirle.
Pulso el botón sin siquiera preguntar quién es, entreabro mi
puerta y me vuelvo hacia la ventana.
—Cualquier día entra alguien y te atraca —saluda Ferran al
acceder al salón de mi casa—. ¿Has empezado sin mí?
—Sírvete —le digo.
Ferran se encamina hacia la cocina, y escucho cómo trastea en
ella.
—Hoy ha habido jaleo en la cafetería. He apostado con Daniel a
que no era capaz de llevarse a la cama a la tía esa de Recursos
Humanos.
—¿Apostado? —pregunto desviando la mirada hacia él.
—Claro. El dinero lo hace todo mucho más interesante.
Trescientos pavos más rico voy a ser.
—¿Has ganado? —inquiero dándole un trago a la copa.
—Tiene una semana para conseguirlo, hasta el próximo viernes.
Dudo que la chica caiga, Daniel es bueno en lo que se propone,
pero la de Recursos Humanos, que, dicho sea de paso, no sé ni
cómo cojones se llama, es más seca que un esparto.
Niego con la cabeza, asqueado, porque eso no me gusta de él,
esa parte de Ferran en la que cree que toda persona tiene un precio
y que el dinero lo arregla todo no encaja con mi filosofía. Muchas
veces lo dejo hablar y no me enzarzo en trifulcas que no van a llegar
a ningún sitio.
—Daniel es…
Me contengo antes de decir lo que realmente pienso de él.
Porque he visto determinadas cosas que no me convencen en su
carácter, sin contar con las que Ferran me ha contado. No obstante,
Ferran opina todo lo contrario, es un hacha en lo suyo y eso no se lo
puedo negar, lleva las ventas en la sangre y vende cualquier
campaña publicitaria. Creo que sería capaz de vender pan a alguien
que no tenga dientes y por eso sigue en plantilla, sin contar con que
Ferran lo defiende a capa y espada.
—Lo sé, lo sé, es un puto crack.
—Claro, claro.
—En fin, nos lo hemos pasado bien, según parece, Daniel tuvo
alguna movida con tu ayudante, porque me comentó que no estaba
de humor y que era por ella.
—¿Movida? ¿Qué movida? —indago buscando más datos que
me den pistas del motivo por el que la encontré fuera del local con la
cara desencajada y acuclillada. Lo de la lentilla no tenía sentido
alguno y esto lo reafirma.
—Ni lo sé ni me interesa. Ya sabes que la chica no es de mi
agrado. Tiene algo que me da mala espina.
—No la conoces. —Mi voz suena excesivamente cortante y me
doy cuenta de ello al momento. Ferran me mira con cara de no
entender nada y una leve sonrisilla aparece en su rostro.
—¿Te la quieres follar? ¿Es eso? Ya sabes que me lo puedes
contar, Bruno. Somos colegas.
Doy un largo trago y vacío el contenido de mi copa. Me encamino
hacia la cocina para añadir hielo al vaso y rellenarlo de nuevo en un
intento de hacer algo más de tiempo.
Regreso al salón, y Ferran se ha tumbado en el sofá biplaza y
sus piernas reposan en la mesa de centro.
—No me gusta que hagas eso —le recrimino.
—No me has contestado, Bruno. ¿Te la quieres follar?
—No me la quiero follar, Ferran, no todo pasa por follar. Es algo
más sencillo, tan fácil como que no la conoces y no sabes nada de
su vida.
—¿Acaso tú sí? Daniel dice que la tía es una aprovechada y una
arpía.
—Vaya, al final sí que habéis hablado de ella —le reprocho.
—No, no hablamos de ella. La ha mencionado en alguna ocasión
y me ha contado el rollo que se traían entre ellos.
—Que no te caiga bien no quiere decir que no trabaje bien.
No quiero que me cuente nada más del tema porque, además de
que Daniel no es de mi agrado, tengo serias dudas de que lo que
cuente sea todo cierto y no hablo solo de Violeta, sino de él en
general.
—Vale —concede—, si no atañe a tu vida privada, me parece
genial. Y Bruno, si quisieras follártela, te doy mi beneplácito, porque
yo no la tocaría ni con un palo.
Quizá debería contestarle alguna frase de esas manidas, algo
que haga que Ferran deje de comportarse como un gilipollas porque
lo es en cuanto a mujeres se refiere, y puede que deba dejar de
preguntarme por qué seguimos siendo amigos cuando no tenemos
nada que ver el uno con el otro. Y puede, una vez más, que en su
defensa y en la mía deba decir que es el hermano de mi exmujer y
que, además de Valcárcel&Co, eso nos unió en su día y lo sigue
haciendo hasta hoy, a pesar de que me he divorciado y de que mi
ex, su hermana, se ha vuelto a casar.
—¿Qué tal va la campaña publicitaria? —le pregunto.
—¿En serio vamos a hablar de trabajo?
—Cierto —admito.
—Eres un obseso del trabajo, en serio, necesitas divertirte,
necesitas hacer algo que te distraiga del día a día y lo bueno es que
tengo una idea cojonuda, pero cojonuda de verdad.
Le doy otro sorbo a la copa para, posteriormente, mover el vidrio
y dejar que el líquido dance a sus anchas. Esto está peligrosamente
cerca de convertirse en un acto reflejo cuando no tienes nada que
decir o que aportar. Tomo asiento frente a Ferran y espero en
silencio a la vez que él busca algo en su teléfono. Lo veo sonreír
complacido cuando lo encuentra. Amplía la pantalla y la coloca
frente a mis ojos, de forma que lo pueda leer.
Alzo la vista y espero una explicación al respecto.
—¿Una línea erótica? —inquiero entre estupefacto y divertido. A
ver, que la cosa tiene su aquel.
—Son putas por teléfono. Ya sabes, te la ponen dura sin que les
veas la cara.
—Ya, ya, lo he entendido, a ver… Y, digo yo, ¿para qué cojones
quiero yo una línea erótica?
—¿De verdad quieres que te lo explique? —me demanda con la
ironía y el sarcasmo reverberando en su tono.
—La teoría me la sé, Ferran —le cuento—, lo que no entiendo es
qué clase de locura se te ha ocurrido ahora.
—Es fácil, llamamos, nos lo pasamos bien, nos reímos un rato,
disfrutamos del momento y nos corremos. Tiene su punto, ¿sabes?
Porque puedes fantasear con cómo será la persona que esté al otro
lado y lo mismo es fea como un horco, eso sí, no nos vamos a
enterar porque no las conoceremos ni ellas a nosotros. Yo veo
ventajas y solo ventajas.
—Ya… Ventajas.
Vacío de nuevo el contenido del vaso y el calor del alcohol
desciende por mi garganta. Puede que sea fruto de las dos copas
que me he tomado en cuestión de poco tiempo o del lapso que hace
que no mantengo relaciones sexuales con una tía, puede que sea
una idea cojonuda que no implique nada más que un desahogo,
algo físico y que, el no tener que entablar una conversación para
conseguir follar, sin citas, sin florituras y sin esa parafernalia,
retumba en mi cabeza diciéndome que es una opción de puta
madre, y que Ferran, por fin, ha propuesto algo que no me
desagrada del todo.
—¿Llamamos o qué?
Me incorporo y coloco la copa sobre la mesa.
—¿Cuál es el plan?
Mi amigo asiente, satisfecho con mi respuesta, y se bebe el resto
de su copa, dejando su vaso al lado del mío.
—Llama y prueba —sentencia con firmeza.
—¿Y tú? —le pregunto.
—Yo también, eso sí, casi que prefiero hacerlo en privado. No me
pones, tío, lo siento en el alma.
Sonrío y le tiendo su teléfono para que lo desbloquee y poder
releer el anuncio en cuestión.
Línea erótica.
Hacemos realidad todas tus fantasías sexuales sin necesidad de
moverte de casa.
Rubias, morenas, tetonas, culonas, ¿qué necesitas? ¡Lo tenemos!
Te correrás de gusto…
—Buenas noches.
¿Dónde ha quedado el habitual: «¿Qué llevas puesto?». Algo
pasa.
—Buenas noches, nene. Mi nombre es Lilah. ¿Con quién tengo el
gusto de hablar? —Pongo la voz más seductora posible y espero a
que me responda—. Recuerda que no podemos dar nuestros
nombres reales, norma de la empresa, ya sabes.
—Soy… Soy… —balbucea.
—Tranquilo. —Intento que se calme. Puede que sea un novato—.
Empecemos por el principio. ¿Cuáles son tus gustos?
Me he encontrado con muchos muchos hombres diferentes,
incluso alguna mujer, pero siempre, todos, han tenido claro lo que
buscan, lo que desean, su nombre y, aunque es verdad que puedes
ponerte algo nervioso, jamás se han dado los silencios incómodos
como en este caso.
—Me gustan las tetas —finaliza con un tono bajo, apenas
perceptible.
—¿Las tetas? —pregunto por si me ha fallado mi sistema
auditivo.
—Sí —me confirma.
—Pues tengo unas tetas enormes y gordotas aquí esperándote
para que te las comas —le suelto.
La verdad, la pura verdad, es que, si me miro ahora mismo, con
este sujetador deportivo, con mi pantalón de andar por casa más
que roído y mis pies sin zapatos, sin calcetines, sin tacones, sin
medias, sin encaje y con unas uñas que debería pensar en cortar
porque en breve puedo abrir latas con ellas, lo de las tetas ni
siquiera sería algo a tener en cuenta. Que, vamos, de delantera
tampoco puedo presumir, no es que sea una tabla de planchar.
Tampoco una vaca lechera. Ya sabéis: mano que teta no cubre, no
es teta, sino ubre. Pues tengo unas tetas estupendas para una
mano.
La persona al otro lado del teléfono emite un pequeño sonido que
no llego a entender.
—¿Te ponen los susurros? —le interrogo con un tono bajo, que, a
ver, yo estoy aquí para cumplir las fantasías de cualquiera y nadie
me ve.
Con el tiempo he aprendido a que, cuanto más desparpajo
tengas, mejor te irá. Y más dinero ganarás.
Comienzo a darle golpes a la polla asesina para que se apague,
que como melodía de fondo la vibración pega y mola, ahora bien, a
mí me está volviendo loca la cabeza.
—No puedo hablar muy alto —finaliza.
—Vale, bien, no hay problema. ¿Te gustaría que te pusiera las
tetitas en la boca? ¿Que te obligase a chuparme y morderme los
pezones? ¿Colocar tus manos sobre ellas y apretarlas mientras me
coloco a horcajadas sobre tu polla gorda, grande y dura como una
barra de acero? ¿Eso te gusta?
—Sí —gimotea.
Escucho sonidos al otro lado y sé que se está tocando, que ha
empezado la fiesta.
Me tiro sobre la cama y me quedo boca arriba, mirando el techo.
La polla ha dejado de vibrar, he descubierto que se apaga con los
golpes. Eso no sé si es un punto a su favor o en contra, no le
encuentro la gracia, sin embargo, tal vez la tiene.
—Voy a incorporarme despacio, dejándote con ganas de más, de
seguir chupando mis tetas y me voy a levantar para pasear mi dedo
por tu polla. Deslizaré mi índice por la cinturilla de tu pantalón y lo
bajaré, llevándome también tus calzoncillos y la veré. Veré las ganas
que tienes de metérmela toda…
—Ahhhh —me interrumpe.
—Pedrito Arteaga, ¿puedes, por favor, decirme qué cojones estás
haciendo en esta habitación? ¿No te he dicho mil veces que las
pajas en el baño, que se queda oliendo a cerrado?
—Mamááááá —protesta el susodicho.
—¿Qué cojones haces?
La hostia puta. Separo el teléfono de mi oreja y miro en todas las
direcciones habidas y por haber, a ver si resulta que Unai y Aina me
están gastando una broma de mal gusto y me han puesto una
cámara oculta y saldré en los vídeos chistosos del YouTube. No, no
hay nada fuera de lugar ni veo ningún objetivo.
Acerco de nuevo la oreja y me quedo en silencio escuchando,
espiando, analizando para entender.
—No es nada, no sé a qué te refieres.
—¿Por qué estás con el teléfono de tu padre?
¿Padre? Padrenuestro que voy a tener que rezar.
Escucho ruidos al otro lado, como si estuviesen restregando el
auricular con un trapo o algo que consigue que haya interferencias.
—¿Hola?
Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. ¿He dicho mierda?
—Hola. —Educación ante todo, Violeta.
—¿Quién coño eres? ¿Una pervertida?
Podría serlo, claro, pero no.
—Una amiga —me apresuro a añadir.
—¿Del instituto?
—Sí, sí.
—Por una tarea, mamá.
—¿Te estabas pajeando con una compañera de instituto? No me
lo puedo creer, Pedrín. Pide disculpas ahora mismo y dime qué
compañera es, que voy a mandarle un audio a la madre para
disculparme.
—No, mamá, no —grita el chiquillo, que para tener que proteger
los datos ya sé su nombre y apellido. Y que es un adolescente y
está en el instituto.
Mierda. He estado a punto de detallarle una mamada a un menor.
Voy a ir a la cárcel de las guarrillas. Si es que me he ganado el
apodo que me han puesto mis amigos.
—¿Quién eres? —inquiere.
—¿Eso es a mí?
—Claro, ¿quién es tu madre?
—¡Mamá! —grita el chiquillo.
No soy una asaltacunas. No soy una asaltacunas. No soy una
asaltacunas.
—Una amiga.
—Eso ya me ha quedado claro —sigue erre que erre la mujer.
Separo el teléfono de mi oreja de nuevo y entonces lo escucho.
—He llamado a una línea erótica —confiesa Pedrín.
Silencio absoluto y sepulcral.
—¿Me estás diciendo que has utilizado el teléfono para llamar a
una putilla de tres al cuarto y pajearte, Pedro Artiles Monforte?
Silencio de nuevo. Di algo, Pedrín, que un silencio es como una
afirmación.
Y ya se arma la de San Quintín porque empiezo a escuchar grito
tras grito tras grito y cuelgo con rapidez antes de que me caiga una
buena, que yo culpa no tengo de que el chaval me haya llamado, no
obstante, al final la que la paga soy yo.
Me levanto de un salto y salgo de la habitación.
—No os vais a creer lo que me acaba de pasar.
Unai está sentado en el sofá con un bol lleno de palomitas, y
Celeste ha salido ya de su habitación y está al lado, dando buena
cuenta del bol. Aina está con el teléfono, chateando, fijo.
Les relato lo sucedido y se descojonan todos, incluida Celeste.
Algo bueno tenía que tener esta situación surrealista.
—Eres Miss Guarrilla Asaltacunas —especifica Unai comiendo
como si no hubiese un mañana.
—Nadie puede decir que no nos lo pasamos bien —añade Aina
—. A mí me tocó una vez un adolescente. Eso sí, tenía morbo
porque era un lanzado. ¿No te ha pasado nunca que te toque uno
que quiera que te corras tú también?
Niego.
—No —añado frustrada.
—Pues esos son los mejores porque te lo pasas bomba y el
trabajo deja de ser trabajo.
—¿Y Tomás qué dice de eso? —la increpa mi hermana con
maldad.
—Tomás no puede saber eso. —Aina se yergue tras las palabras
de mi hermana, y la susodicha la mira con cara de culpa—. No
querrá casarse con una chica que tenga un trabajo como el que yo
tengo.
Mi amiga baja la cabeza, avergonzada, y creo que es la primera
vez que la veo reaccionar así cuando hablamos de la línea erótica.
—Si te quiere te aceptará como eres. Con lo bueno y con lo malo
—le digo colocándome a su altura.
—Eso es verdad —secunda Unai.
Ambas miramos a Celeste, que baja la cabeza una vez más,
esperando a que reaccione, a que haga algo, a que le diga lo que
sea, pero que no termine permaneciendo en silencio.
—¿Puedo hablar un momento contigo, Celeste? —le pregunto al
ver que no hace nada.
Ella asiente, se levanta y se encamina a su habitación.
—Secretitos, secretitos son de mala educación —grita Unai
llevándose otro puñado de palomitas a la boca sin apartar la vista de
la pantalla.
Entro tras Celeste, y Aina es la encargada de cerrar la puerta tras
de sí cuando accede a la habitación.
—Ya sé lo que me vais a decir —se aventura a verbalizar antes
de que seamos nosotras las que la sermoneemos—. No soy capaz,
¿vale? No lo soy. Porque Unai es un dios inalcanzable, y yo soy una
tía de lo más normal. Ni siquiera tengo tetonas, como la que trajo
ayer.
—De tetonas parece ir la cosa —bromea Aina, que ha dejado a
un lado lo que todas sabemos que le preocupa y que tampoco
quiere afrontar.
Y es triste, ¿vale? Es triste saber que las tres cargamos una losa
invisible que nos aplasta continuamente y que los consejos se nos
dan a la perfección, ahora bien, cuando toca centrarnos y decir
«¡basta!», ya no somos tan buenas y tan expertas.
Celeste y su complejo de inferioridad, su miedo a mostrar lo que
siente y sus inseguridades.
Yo, la Violeta que conocéis, que es muy segura tras el teléfono,
sin embargo, que no es capaz de tener una cita, darse un revolcón
con cualquier chico o dejarse llevar porque sigue pensando que no
vale lo suficiente como para que alguien se enamore de ella. Porque
Dani supo hacerlo, supo hacerme pequeña y esconderme tras un
teléfono se me da genial, lo del contacto es otra historia.
Y Aina, esa chica segura, que también teme. Teme a que la dejen
por lo que es, por su trabajo, por algo que para ella no es importante
y a la vez sí que lo es.
Triste. Todo es triste, pero cierto.
—Ce… —murmuro para que alce la mirada—. Unai no es un
dios. Es un tío normal y corriente, una persona, y entre personas se
suele hablar.
—Pasa de mí como de comer mierda —sentencia con una
rotundidad abrumadora.
—No lo sabes porque no le muestras nada. Estoy convencida de
que no sabe siquiera que te gusta —le rebate Aina.
—No seré yo la que se lo diga —se protege.
—¿Y quién quieres que lo haga? ¿Pretendes escribirle una carta
como cuando teníamos trece años y estábamos en el instituto? —le
pregunto con sarcasmo.
—Ahora se mandarían wasaps —se defiende mi hermana.
—Tienes que decírselo o, por lo menos, insinuárselo, que él sepa
a lo que atenerse, no sé. No puedes decir que no le gustas porque
ni siquiera lo sabe.
—¿Tú crees que tendría una cita conmigo si se lo digo? Porque
yo lo que veo es que estoy en la friendzone y que de ahí no voy a
salir jamás de los jamases —añade abatida mi hermana.
—Unai no es mucho de tener citas, ¿no crees? —matiza Aina.
—Y yo no soy una tía solo para follar —especifica Celeste.
—Tal y como yo lo veo, y sin pecar en caer en lo mismo de
siempre, deberías darle pistas o decírselo y, si no, pasar de él, salir
con otros chicos, darte una oportunidad. Ese chico que está en
clase contigo… te ha enviado señales miles de veces, sabes que se
muere por una cita, quizá deberías replanteártelo —le aconsejo.
—Adri es buen chico.
—¿Pero…? —cuestiona Aina, a sabiendas de lo que va a decir
Celeste.
—A mí me gusta Unai.
Aina y yo asentimos.
—Piensa bien lo que quieres, lo que sí sé es que así no puedes
seguir porque te enfadas con cada situación que se da. Si trae una
chica, si bromea con otra, si nos hace algún comentario sexual…
—No lo puedo evitar.
—Abuela te diría…
—Mentalidad de tiburón —me corta.
—Pues mentalidad de tiburón, Celeste.
—Tenemos que ser el depredador y no la presa —aclara Aina.
Qué bonita queda la frase y qué difícil es llevarla a cabo.
9
Quiero que te corras
Bruno
He estado todo el jodido fin de semana sumido entre montañas de
papeles. Las cuentas de la empresa no están como deberían estar,
y Ferran parece restarle importancia al asunto cada vez que saco el
tema. Somos totalmente opuestos en la vida y eso lo tengo
asumido, pero en el trabajo tenemos que remar ambos en la misma
dirección porque, si uno toma una trayectoria y el otro una bien
distinta, la consecuencia directa no es otra que el hundimiento o lo
que es lo mismo: el fracaso empresarial.
Y, a pesar de que no he dejado de trabajar, de que le he robado
horas a la noche y que en los últimos meses me he convertido en un
ave nocturna; tengo una jodida sonrisa en los labios y sé bien el
motivo de ello.
Alzo la cabeza cuando Ferran toca en la puerta y entra tras
hacerlo.
—¿Qué? ¿Todo bien? —me pregunta y sé que no hace
referencia precisamente al trabajo.
—Tenemos que hablar —le advierto.
—Eso es justamente lo que quiero —me dice poniendo una
sonrisilla pícara—. ¿El sábado qué? —añade.
—De lo que quiero hablar no es del sábado.
Me recuesto en la silla y comienzo a subir las mangas de la
camisa y eso que aún no son ni las nueve de la mañana.
—Si es de trabajo, eso puede esperar —me indica—. Primero
quiero saber qué tal te fue con la guarrilla.
Pongo los ojos en blanco por la forma tan despectiva que tiene de
dirigirse a la chica. Ferran es así, piensa las cosas y las suelta, lo
malo es que sus comentarios, aunque carezcan de filtro, muchas
veces también carecen de educación.
Claudico como siempre suelo hacer y apoyo los codos encima de
la mesa.
—Fue bien. Al principio algo raro porque no sabía bien qué debía
decir, si tenía que ir al lío o presentarnos. Me resultó fácil. La chica
lo supo hacer bien, no sé, le quitó hierro al asunto y solo me dejé
llevar.
—¿Te dejaste llevar? —me pregunta repitiendo mi última frase
con un brillo del que ambos conocemos la intención.
Asiento sin entrar en detalles porque el morboso en esto es él. El
que cuenta sus escarceos sin importarle la intimidad de la otra
persona, el que se lía con cualquier chica sin necesidad de
conocerla o conectar… ese es Ferran.
—La mía fue la hostia. —Sonrío porque esa es la forma en la que
yo lo definiría también y por lo que no logro borrar cierta sonrisilla de
la cara—. Juro que me dio la sensación de que me la estaba
chupando sin tener sus labios alrededor de mi polla.
Trago saliva porque no quiero rememorar, no por lo menos en mi
despacho, las cosas que Lilah y yo nos dijimos, la forma en la que
nos dejamos llevar y la manera en la que me corrí como un jodido
adolescente pajillero.
—¿Vas a volver a llamar? —le inquiero directamente.
—No lo sé. Puede —admite—, primero necesito meter de verdad,
ya sabes, contacto, piel con piel y esas cosas. Necesito una víctima
para ello.
Llaman a la puerta cuando Ferran ha pronunciado las últimas
palabras. Tras un simple y sencillo «pase», Violeta aparece con una
carpeta y una bolsa de papel blanco, sonrío porque sé lo que
contiene.
Me quedo parado mirándola. Está… distinta. Violeta es guapa. Es
sexi sin querer serlo y es una chica bonita, morena, de pelo largo,
con buenas curvas y unos labios carnosos que muchas veces he
pensado que no debería mirar y que termino haciéndolo. Sin
embargo, lo que más me obnubila de ella son sus ojos castaños y
sus enormes pestañas. Hacen…, no sé, que cuando la miro a los
ojos no sea capaz de apartar la vista de allí, parecen dos pozos sin
fondo. Dos pozos en los que dan ganas de perderse, aunque luego
no encuentres la salida hacia la superficie.
Por si todo eso no fuese suficiente, es cercana y sencilla y se
implica en lo que hace.
Me fijo en que no solo yo la estoy mirando con atención,
demasiada, sino que Ferran la recorre de arriba abajo sin pudor
alguno.
—Buenos días —susurra bajito al darse cuenta de que la
estamos observando con demasiada atención.
—Buenos días —profiere Ferran, que recupera la compostura y
su tono habitual hace acto de presencia, eso sí, sin dejar de mirarla
como si fuese un postre apetecible. Apetecible de verdad la
encuentro…
Me recompongo y comienzo a bajar los puños de mi camisa
blanca para entretenerme en algo que no sea mirarla con fijeza. Veo
que la conversación la tendré que posponer de nuevo.
—¿Interrumpo algo? —me pregunta directamente, obviando a
Ferran.
—Nada importante —musito y la invito a acercarse.
Ferran se incorpora y, tras un último vistazo hacia mi ayudante y
un leve cabeceo dirigido a mí, se dirige hacia la salida. Se para en la
puerta y su mirada se dirige a la retaguardia de Violeta, y me siento
violento por ello. No me gusta que sea de esa forma y no entiendo el
motivo y menos me gusta que sea con ella.
Dejo de hacer suposiciones y de plantearme nada más allá.
Decido que lo mejor es pasar de ese asunto y centrarme de nuevo.
Violeta me escruta con la mirada y, cuando se da cuenta de que
Ferran ya ha salido por el leve ruido de la puerta al cerrarse, se
sienta con total naturalidad y coloca sobre la mesa la carpeta y la
bolsa.
—No lo he probado —se defiende antes de nada—. He tenido
que abrirlo porque…, ¿tú sabías que se parece a un gusano y que
repta sobre la mesa? Porque ha sido muy heavy cuando lo he
descubierto. —Sonríe y eso me distrae. ¿La habré visto sonreír así
alguna vez?
Violeta me mira sorprendida, y no entiendo el motivo.
—Confío en lo que dices —murmuro recortando la distancia y
acercándome cada vez más a ella—. Ahora bien —la provoco—, si
lo hubieses probado, ¿me lo dirías?
Violeta casi que tartamudea, comienza a balbucear y duda en
varias ocasiones de su respuesta.
—Por supuesto… que no. —Se ríe emitiendo una sonora
carcajada.
Me recuesto de nuevo sobre la silla y la observo esperando a que
prosiga.
—No esperaba menos de ti. Cuéntame tus conclusiones.
—No me gusta —zanja con resolución y sin atisbo de duda en
sus palabras—. Es feo, se mueve como si estuviese dando vueltas
sin parar en la pista de baile y repta como una oruga si cae al suelo.
Y estos —me dice señalando los testículos— tienen mucha arruga y
dan repelús. —Me tiende el aparatejo y espera mis reacciones—.
Esto es trabajo en equipo —argumenta—, así que necesito saber
qué opinas porque va a ser muy complicado vender algo que no me
gusta. Le he puesto nombre.
Alzo la vista tras sus palabras y la miro con atención.
—¿Es en serio?
—Claro. Eso sí, siento decirte que, si por tu cabeza pasa la idea
de que el nombre valga para la campaña, te digo ya que te olvides
de eso.
—Soy tu jefe y lo debo saber para valorar.
—Bien —resuelve una vez más—. Por mi cabeza pasan los
siguientes nombres: Pollatronic, Vómito de Minotauro, Gelatina de
Manzana, Polla Radiactiva y puedes cortarme cuando quieras
porque tengo para rato.
Me río. Me río con ganas ante las reacciones espontáneas y
directas de Violeta. Hace poco que trabaja conmigo y sé que, a
pesar de que el producto no es el esperado —eso sin yo decirlo,
pero lo sabemos todos—, ella se va a implicar al cien por cien
porque lo hace con cada proyecto y en cada departamento en el que
ha estado. Por eso tuve claro que era una gran elección para ser mi
ayudante adjunta. Por eso, ¿y para qué mentirnos?, porque me
encantaba la idea de tenerla cerca.
—Lo he entendido —profiero volviendo a la conversación que nos
atañe en este momento.
—Dime que no estoy loca.
Recorto la distancia un poco más y sonrío. Una mezcla del buen
humor que tengo desde el sábado y otra pizca de lo que Violeta
consigue con su cháchara incansable.
—Los jefes no deberían decir mentiras a sus empleados —le
suelto con condescendencia.
Ella me mira de nuevo y, por un momento, veo la misma diversión
que debo de tener yo reflejada en sus ojos, esos ojos que tanto me
gustan. Tan expresivos y oscuros, tan tenebrosos y cercanos a la
vez. Tan llenos de incógnitas y con tanto que contar para
resolverlas.
—Sería un buen chiste. En serio, Bruno, es mejor que digamos
que no. Ni el mejor publicista sería capaz de vender esta gama.
Necesita mejorar, adaptarla a lo que una mujer quiere y necesita. A
la satisfacción.
Y entonces…
—¿Y si hacemos eso justamente?
—¿El qué?
—Venderlo así —le explico.
—¿Cómo? Mí no entender —finaliza.
—Como que no todo es la estética. La belleza está en el interior
—cito.
—Eso es de Disney, nos denuncian y no vas a tener dinero en la
vida para pagarles.
Sonrío de nuevo. Dinero no tenemos ya, imagínate si tuviésemos
que enfrentarnos a una demanda de ese estilo.
—Era un ejemplo, Violeta. Hablo de que vendamos lo que
satisface, no lo bonito que es. La idea ha sido tuya con lo que has
dicho.
—Queremos un pack completo —añade intentando tirar abajo mi
hipótesis.
—Será el juguete sexual que no merece una etiqueta.
—De la misma forma que nadie lo merece —sentencia llena de
vehemencia, como si algo hubiese hecho clic en su cabeza y lo
hubiese soltado sin pensar.
—Exacto. Y solo tenemos que buscar un eslogan por el cual no
nos denuncien. Algo que gire en torno a eso, ¿me explico?
—Sí —finaliza.
—Buen trabajo, para no haberlo probado, y odiarlo a muerte —
me burlo—, lo has hecho de miedo.
—Solo he dicho que no me gusta. —Alza los hombros y le resta
importancia al comentario.
—Has hecho tu tarea y muy bien, además.
Violeta se sonroja y baja la vista, como si no estuviese
acostumbrada a que nadie la felicite por su labor, por su esfuerzo y
por haber trabajado un fin de semana sin tener obligación de
hacerlo.
—Pensaré en ello y, si se me ocurre alguna otra idea, te la diré,
jefe —me suelta antes de incorporarse. Tras recomponerse y volver
a colocar su máscara profesional en el gesto.
—¿Tuviste un buen fin de semana? —le inquiero.
Me digo que no es importante y que, a pesar de que normalmente
no indago sobre la vida privada de mis empleados, justamente
porque respeto su tiempo fuera de aquí, siento curiosidad por saber
más de ella. Violeta es diferente…
Ella expulsa el aire contenido, baja la vista y se mira las manos.
Una vez la alza de nuevo, ese pequeño y leve sonrojo aparece de
nuevo.
—Mejor de lo que esperaba —sentencia—. El mejor desde hace
mucho.
En mi boca mueren las ganas de preguntarle el motivo, porque el
viernes la vi allí, en el suelo acuclillada, y sentí que nadie se merece
estar roto, porque eso era justamente lo que reflejaba su rostro:
dolor y resentimiento. El mismo que sentí yo cuando mi exmujer me
dejó sin previo aviso porque había aparecido el amor de su vida, y
ese, por supuesto, no era yo.
—Me alegro.
—¿Y el tuyo? —cuestiona casi al mismo tiempo que yo le
respondía con cordialidad.
—Mejor que bueno, diría yo.
Nos miramos. Sonreímos. Y es imposible no pensar que esa
chica, Violeta, tiene más color del que su nombre indica.
12
La tensión se palpa en el ambiente
Los jueves por la noche tenemos una costumbre desde hace años.
Hay cena familiar en casa de la abuela. Las tradiciones de ese estilo
siempre pasan por una estampa similar. Mismos entrantes, mismos
platos principales, mismo lugar de reunión, solemos ser las mismas
personas salvo que Aina se apunte o Unai no tenga plan o guardia y
las sobras se vienen a casa con nosotras.
Ese plan ha sido inamovible desde que mamá se fue. Digamos
que es una forma de vernos cada semana, de pasar tiempo juntas y
de mantenernos unidas las tres.
—¿Has hablado con tu madre? —inquiere la abuela nada más
entrar por la puerta.
Sabe que la más reacia a ello soy yo.
—No. Lo último que supe fue que estaba haciendo la maleta para
irse a no sé dónde.
—Le prestaste mucha atención si no recuerdas siquiera el sitio
que te dijo.
—Estaba a punto de entrar en una reunión. Ya sabes que Celeste
suele estar mucho más pendiente de esas cosas y me las cuenta.
¿Por qué lo preguntas?
Celeste entra tras de mí, llevando el casco en la mano. Por si lo
dudáis, hemos venido en Winnie y he dejado el teléfono apagado
por si las moscas. Que mi abuela y mi hermana sepan lo de la línea
erótica no quiere decir que tenga que atender llamadas con ellas
presentes. Lógica aplastante.
—¿Qué pasa? —indaga Celeste al ver nuestras caras.
—Tara se está haciendo la interesante.
—¿Interesante con qué, abuela?
—¿Has hablado con tu madre en estos días? —le cuestiono a mi
hermana.
—Ayer. Me dijo que tenía novedades y que se estaba planteando
venir unos días para vernos.
—¿En serio te dijo eso? —intervengo asombrada por el giro
inesperado de los acontecimientos. Sí que estoy fuera de honda, sí.
—Sí —afirma Celeste mientras se dispone a entrar en la cocina
para comenzar a colocar la mesa. Esa es otra costumbre. La abuela
cocina, Celeste pone la mesa, y yo la recojo.
—¿Qué sabes tú que nosotras no sepamos? —la interrogo con
curiosidad.
—Saber, saber…, nada. Ahora bien…, si tu madre, después de
unos años sin venir, tiene intención de volver será por algo.
Por un momento siento cierto temor ante las palabras de mi
abuela. Recelo quizá, a que pase algo y que mi madre no nos lo
haya dicho.
Nos tuvo muy joven. Ese es el resumen de la historia. Aunque, si
le preguntáis a mi abuela, os contaría en detalle que era inexperta,
que se enamoró del tipo equivocado y que este supo subirle la falda
no una, sino dos veces, acertando de lleno en su puntería. Puede
que ese sea uno de los motivos que hizo que, años después, mi
madre comenzase a salir con un tipo y con otro, buscando el amor
de alguna forma, el no sentirse sola y estaba claro que nosotras no
fuimos lo suficiente como para llenar ese vacío.
No la culpo o puede que un poco sí que lo hago. No he sido
capaz de entenderlo en todo este tiempo.
—Si se vuelve a separar no pienso ir a la siguiente boda —suelto
a bocajarro y en voz alta, obviando el gesto reprobatorio de mi
abuela y la cara de mi hermana, que asoma tras la puerta de la
pequeña cocina.
—Tienes la sensibilidad en el culo, hija mía —me reprende mi
abuela.
—Estoy cansada de eso, ya lo sabes.
—Es tu madre.
—No veo por qué tengo que ceder, aunque lo sea.
—Tal vez no se vuelve a casar de nuevo —añade Celeste.
—Tal vez no tenía que haberse casado la segunda ni la tercera,
tampoco la cuarta, y mira —añado con desdén.
—Es tu madre —insiste mi abuela, por si no la escuché la primera
vez.
Bufo mosqueada. Tomo asiento en mi sitio y me cruzo de brazos
en la mesa a lo niña pequeña con berrinche, ¿y qué?
—Abuela…
—No —contrataca antes de que suelte algún discurso barato
sobre todo eso—. Ya sabemos todas que siempre has estado
enfadada por las decisiones que ha tomado y me atrevo a decir que
es injusto por tu parte, por no decir egoísta, no pararte un segundo a
entenderla. Tu padre…
—Ni lo nombres —la corto antes de que siga como la defensora
que es.
—Tu padre —continúa obviando por completo mis advertencias—
se fue y no es culpa de tu madre. No sé si te has parado a pensar
en que, si él no hubiese aparecido, lo mismo tú y Celeste no
estaríais aquí cenando conmigo. Sé que te fastidia que ella haya
seguido adelante y que…
—Te equivocas —intervengo una vez más—. No es eso, no me
fastidia que siguiese adelante.
—¿Hubiese sido mejor que se conformase? —pregunta mi
hermana haciendo acto de presencia con una cesta de pan, tomates
y jamón serrano, y una tortilla de patatas en la otra.
—Lo que me fastidia de todo este asunto es que ella siguió
adelante. Se le olvidó que su vida había cambiado.
—¿Te refieres a que nosotras la habíamos cambiado?
—Sí. —Asiento.
—Es injusto, Violeta —me reprocha mi abuela—. Todos tenemos
derecho a nuestra felicidad y a luchar por ella.
—No me malinterpretéis. No quiero decir que ella no tuviese
derecho a ello, aunque, sinceramente, la forma en la que lo hizo no
fue la adecuada. Se casó varias veces, cosa que entiendo y en la
que no me meto, sin embargo, la última vez ya no fue solo un
matrimonio, fue dejarlo todo por él e irse. E, insisto, Peter me cae
bien.
—Se fue por amor —la defiende Celeste.
—Por lo que veo, no tenemos la misma visión. Porque ella se fue,
sí, por amor, sí, y dejando todo atrás sin pensar, sí. Una hija que
estudiaba y que también tenía sueños, otra hija que tuvo que
hacerse cargo de todo o por lo menos intentarlo, ¿o acaso pensáis
que empecé a trabajar en la línea erótica por placer y gusto? ¡Fue
para ayudarte a cumplir tu sueño, uno en el que tendría que haber
estado tu madre presente! —finalizo gritando y exponiendo mis
pensamientos sin pensar.
La cara de asombro de Celeste y su gesto compungido me
indican que he hablado más de la cuenta y que quizá tenía que
haber aprendido a interiorizar ese recelo que siento por mi madre,
no porque haya luchado por su felicidad y la haya perseguido, más
bien porque en medio de ese viaje no estábamos incluidas nosotras
como mochila, sino ella y solo ella, apenas rompiendo con lo que la
unía a eso que llamamos hogar.
—Entonces es eso —murmura Celeste.
—Cariño… —la consuela mi abuela.
—No eres ninguna carga para mí, Celeste —me apresuro a
añadir preocupada por el gesto contrito de mi hermana.
—No es lo que acaba de parecer.
Celeste se quita la servilleta, la deja sobre la mesa y se dirige
hacia la salida sin siquiera mirar atrás. Mi abuela se incorpora al ver
lo que va a hacer y con las manos encogidas en el pecho suspira
abatida.
Agacho la cabeza cuando la puerta resuena en la estancia. Solo
se ha cerrado, pero para mí ha sido como un puñetero golpe seco
en medio del pecho.
—Abuela…
—Deja que se tranquilice y que recapacite.
—No he querido hacerle entender que es una carga para mí
porque no lo es.
—Lo sé —murmura ocupando el sitio de Celeste y colocando una
mano sobre mi pierna, que no para de moverse nerviosa.
—Yo no quería crecer tan rápido, ¿sabes? Necesitaba disfrutar
de ciertas cosas, vivirlas sin pensar en que había alguien que
necesitaba de mí porque estábamos solas.
—Me duele que digas que estáis solas porque no es así.
—Celeste es responsabilidad mía, abuela, no tuya.
—Ambas sois responsabilidad mía porque ambas sois mis nietas
y os quiero y adoro.
—Y, mientras nosotras tenemos que lograr que este barco salga a
flote, mamá está por ahí viviendo la vida loca.
—Tu madre tiene sus propios miedos e inseguridades —recalca
mi abuela.
—Ya. Pues no debería tenerlos porque su único miedo e
inseguridad debería ser que sus hijas estén bien y sean felices.
Dejo la servilleta sobre la mesa y me dispongo a salir.
Me giro y observo la mesa con más culpabilidad de la que traía
porque, si bien Celeste debe ponerla, yo retirarla, lo único que
deseo es perderme entre las calles de Barcelona, olvidarme de todo
lo que me rodea y no pensar en que mi vida es como un puñetero
castillo de naipes que se derrumba con cada pequeño movimiento o
soplo de aire que le roza.
Mi madre, Daniel, mi pluriempleo, la preocupación de mi
hermana, mis miedos, los suyos, los de Aina, la soledad y las ganas
de que sean felices y que no haya problemas para ellas porque no
se los merecen.
Y, ahora mismo, solo siento que todo, todo, está mal, muy mal y
no es que vea una luz al final del túnel.
14
¿Otra vez tú?
Bruno
Me paso gran parte de la noche analizando a Violeta, a Daniel y la
mentira tan estúpida que dijo en ese pasillo.
Daniel no es santo de mi devoción, nunca lo ha sido y jamás lo
será y si sigue trabajando con nosotros es solo porque Ferran lo
defiende a capa y espada, y porque me prometió que se haría cargo
de la situación.
Esta forma de coordinarnos que tenemos en la que él se encarga
de una parte del proceso, y yo de la otra, hace que funcionemos
mejor. El acuerdo tácito es ese: ni yo me meto en lo suyo ni él se
mete en lo mío, aunque haya decisiones importantes en las que
tengamos que tomar partido ambos, por ahora, las que implican al
personal no están incluidas entre ellas.
Violeta piensa que no me he dado cuenta de cómo es y cómo
actúa mientras está Daniel cerca y supongo que tampoco sabe que
soy consciente de que tuvieron una relación amorosa que terminó
hace meses. Las paredes hablan y escuchan, y Ferran es de esa
clase de personas que necesitan saber todo y contarlo. Por eso
evito hablar más de lo necesario con él.
Gracias a esa… llamémosle «curiosidad», estoy al tanto de
muchas cosas que suceden entre los empleados, con
independencia de que no haya acudido ningún viernes a estas
reuniones que Ferran enmascara como «piña», que ambos
sabemos que el fin no es otro que ligarse a alguna empleada,
tirársela y luego ejercer el poder que le caracteriza. Yo finjo no hacer
caso a esas estupideces porque la verdad es que me la traen
bastante al pairo, siempre y cuando no influyan en nuestro trabajo ni
en la empresa.
Dicho esto, gracias a esa parte cotilla que tiene Ferran y a la
buena relación que mantiene con el gilipollas de Daniel, sé que
Violeta y él tuvieron una relación, y que Daniel la dejó porque «es
una sosa y una sobria malfollada». Y lo único que hago es citar sus
palabras textuales porque, sinceramente y permitidme que lo ponga
en duda, Violeta puede ser cualquier cosa menos eso. Y con
cualquier cosa hago referencia a algo bueno porque…, porque me
trae loco, joder, me trae loco desde hace mucho tiempo. Todo ese
que me he pegado observándola y siguiendo su trabajo.
Con la dimisión de mi última ayudante vi un filón abierto. Lo
interpreté como una señal o como el destino que me decía que ese
sería el momento adecuado para proponerle que fuese ella la que
ocupase el puesto, no solo por el hecho de que en los demás
departamentos ha funcionado siempre muy bien y que es una gran
empleada —así me lo habían hecho saber sus distintos
responsables de área—, sino porque los datos así lo demuestran.
Se implica, da todo de ella, es directa, sincera y tiene muy buenas
ideas, es más, estas suelen ser cojonudas porque funcionan, y esas
habilidades las ha ido demostrando en este tiempo, aunque el
producto en cuestión no sea de su agrado.
No hace falta ser demasiado perspicaz para darme cuenta de que
eso que Daniel dice de Violeta no es más que una patraña tras otra
y que lo que sucedió en el pasillo que lleva directamente al servicio
es una nueva excusa o mentira para salir indemne del paso.
Y sentí, allí, frente a ella, que se había hecho pequeña, como la
luna cuando se esconde tras una nube o una estrella en lo alto del
cielo, sin considerar que por muy pequeña que parezca podría ser
inmensa a los ojos de otro.
Ante mis ojos.
Y me hubiese encantado que eso que ella se resistía a mostrar, la
fuerza y la valentía, su carácter y su saber estar, hubiesen salido a
flote sin dejar que Daniel se saliese con la suya y se fuese de allí
como el macho alfa que se cree que es.
Mi teléfono vibra en el bolsillo del pantalón y lo saco de
inmediato.
Cristian:
Eh, ¿dónde andas?
Bruno:
Estoy en el bar del trabajo, el que está enfrente,
¿te vienes? Ferran empieza a ponerse pesado.
Cristian:
Dame veinte minutos y estoy por ahí. Pasa
de Ferran, es un capullo arrogante que seguro
que tiene una micropolla en esos pantalones.
Aina:
Todos sabemos que este grupo es más que
necesario porque aquí nuestra amiga estaba
ahora mismo en el despacho con su jefe.
Aina:
En el despacho con su jefe. Colorada y allí olía a
feromonas, que lo sepáis.
Unai:
¿Has creado un grupo nuevo teniendo otro en el
que estamos los cuatro? ¿Tomás no te ha dicho
que estás muy tocada de la cabeza, Aina?
Aina:
Este grupo es exclusivamente de critiqueo,
digamos que es para criticar a Violeta.
Unai:
Entiendo. ¿Y el otro? Lo pregunto porque en
aquel también la criticábamos.
Violeta:
Ja, ja. Me parto y me mondo, panda de idiotas.
Unai:
Ha sido tu amiga. No me metas en el saco.
Violeta:
Te meto porque el sábado te comportaste como
un tonto del culo.
Unai:
Fue aposta. Quería ver cómo tu jefe se moría de
celos y…
Violeta:
¿Y…?
Celeste:
Y él se moría de celos.
La que faltaba.
Violeta:
Eres mi hermana. Lo lógico es que estés de mi
parte. Lo de ellos lo puedo entender, lo tuyo…
Celeste:
Soy tu hermana, lo que no implica ser ciega y allí
todos vimos cómo tu jefe te comía con los ojos.
Violeta:
¿Tú crees?
Aina:
Yo creo.
Violeta:
No te pregunto a ti, cotilla del tres al cuarto.
Tomás no te va a regalar ese anillo, que lo
sepas.
Aina:
Bastarda. Pelleja. Perra.
Celeste:
Lo creo.
Unai:
Lo creemos todos, es más, tenemos un subgrupo
de este grupo donde hemos estado hablando de
ti y…
Violeta:
¿Y…?
De nuevo…
Aina:
Unai, eres un chivato, no cuentes nuestras cosas
porque está feo que lo hagas.
Violeta:
Que sepas que nosotras también tenemos un
grupo las tres en el que hablamos de ti, Unai, ¿o
es que pensabas que te ibas a escapar?
Aina:
¿También tenéis un grupo en el que habláis de
mí a mis espaldas?
Celeste:
No, hablamos de ti cuando no estás en casa.
Aina:
Bastardos. Pellejos. Perros.
Violeta:
No hay nada entre Bruno y yo… Solo…
Aina:
¿Solo…?
Unai:
¿Solo…?
Celeste:
¿Solo…?
Violeta:
Tengo una reunión. Jodeos, mamones.
Bruno
Ayer salí el último de esta oficina y hoy he llegado el primero. Las
cosas no van bien y tampoco hay previsión de mejora si seguimos
de la manera en la que estamos.
Me costó horrores convencer a Ferran de que la solución para
que todo fluyese de otra manera no pasaba por despedir a Violeta,
sino por sintetizar las ideas que ella había expuesto en esa mesa
con rotundidad e intentar trabajar partiendo de esa base. Una muy
sólida, todo hay que decirlo.
Por supuesto, también le pregunté el motivo que justifique esa
animadversión que siente hacia mi ayudante adjunta y lo único que
conseguí sonsacarle, una vez más, es que Daniel le había contado
cosas sobre ella y que no la veía trigo limpio. Me tragué las ganas
de decirle abiertamente que la opinión de Daniel no era una de las
mejores a tener en cuenta. Como profesional no tiene ninguna pega,
no obstante, en lo personal, bajo mi punto de vista, deja mucho que
desear. Y Ferran, últimamente, se deja llevar demasiado por él y su
compañía.
—Un café largo con extra de nata para el hermano amargado del
año.
La voz de Cristian interrumpe mis pensamientos cuando entra en
el despacho sin llamar siquiera.
—Los modales, Cristian, ¿dónde quedaron?
—Perdona, sé de alguien que se ha levantado hoy especialmente
irascible.
Emito una leve protesta tras sus palabras y espero a que se
siente. Sin ser invitado, por supuesto.
—Te perdono por este regalo maravilloso —le digo apuntando
con el bolígrafo azul hacia el café.
—Sabía yo que necesitabas de mi compañía, irremplazable e
insustituible.
—Por supuesto, eres justo lo que ansío.
—La ironía se te da fatal. ¿Qué pasa?
Retiro la tapa del envase que contiene el café y con el palo de
madera remuevo el contenido para que la nata se mezcle con el
líquido celestial.
—Problemas —resumo en una sola palabra.
—Muy esclarecedor. Si no quieres que tire de ironía de nuevo,
deberías ser algo más específico en tus explicaciones.
Le cuento lo que sucedió en la reunión de ayer, los pros y los
contras del artículo, la intervención de Violeta y la forma en la que
Ferran se cogió un rebote del quince e invitó educadamente a
Violeta a que abandonase la sala, y yo me limité a cerrar el pico por
ello.
—Educadamente…
—La ironía es cosa de familia porque a ti también se te da de
pena —le recrimino.
—Ferran es un estúpido y sabes que no le debes nada. Estuviste
casado con su hermana, nada más, y estoy convencido de que este
negocio te iría mejor sin él a tu lado. —Chasqueo la lengua contra el
paladar porque esta es una conversación que hemos tenido
muchas, muchísimas veces ya, y no me dice nada que yo no sepa
—. Ese matrimonio se fue al traste y es pasado.
—Lo es, lo que tuvimos Andrea y yo nada tiene que ver con esto.
Ni siquiera queda un rastro de algo entre nosotros, es agua pasada.
—Montaste tu negocio, y Ferran, como buen cuñado que era —
especifica haciendo alarde de las variantes que hay a la hora de
usar la palabra «cuñado» en una frase—, se sumó al carro,
aprovechándose así de tu proyecto, y tú, como buen estúpido que
eres —añade, aquí no hay acotación posible para el adjetivo—,
aceptaste.
—Porque es de la familia.
—Te equivocas. Ferran era de la familia. Ya no lo es y no es
ironía, recelo ni nada que quieras utilizar en mi contra, pero creo que
te perjudica su presencia aquí. ¿A cuántas ayudantes ha despedido
en este último año? Hablo de tus ayudantes.
—Ya, ya. Ya sé por dónde vas.
—Es que ni siquiera tiene que decirte nada sobre Violeta de la
misma forma que tú no le dices nada sobre el área en la que trabaja.
—Somos un equipo.
—Un equipo… Bien, pues en equipo deberíais estar resolviendo
las deudas de la empresa y no dejándote la vida por el camino
mientras él lo que hace es meterse bajo las faldas de todas las tías
que se dejan, con la compañía de su perro fiel.
Podría buscar alguna objeción a sus palabras. Conozco a Cristian
desde hace mucho, tanto como que somos hermanos, y sé que es
de esos que te dicen las verdades a la cara, aunque no te gusten, y
de los que, si se la juegas, no hay nada, absolutamente nada que
puedas hacer para que lo olvide.
Que seamos hermanos no quiere decir que ninguno de los dos
tenga que pensar de la misma manera, quizá el hecho de que
seamos diferentes es positivo porque siempre me aporta un punto
de vista distinto a mi perspectiva, y en este caso, más allá de la
antipatía que profesa por Ferran desde el mismo instante en el que
entró a formar parte de la familia, no me equivoco al decir que tiene
razón. Y que puede que yo sea un memo al que le cueste admitir
que se ha equivocado y que, incluso, cree en las personas, aunque
no deba hacerlo.
—Tengo que hablar con Violeta del tema. Porque es mi ayudante
y porque no quiero que piense que se ha equivocado al decir lo que
piensa.
Cristian se pone recto en la silla y descruza las piernas,
colocando así sus codos en los muslos. Me pone cara de estúpido y
bate las pestañas como un auténtico capullo.
—Así que es eso… —susurra perspicaz.
—¿Eso? ¿Qué es eso?
—Te preocupa Violeta.
—Veamos, es mi empleada, ¿hasta ahí lo entiendes? —me burlo
sin consideración alguna.
—Llego hasta la parte que me indica que te gusta porque asumí
que lo mismo lo del viernes era fruto del alcohol y me sorprendió
que fueses a aquel antro cuando tú nunca, jamás, acudes a una de
esas reuniones. Mi plan era ir a verte a casa, a tu cueva, donde
siempre te recluyes de viernes a domingo, y resulta que mi sorpresa
fue abismal cuando me dijiste que no estabas en casa sino en un
local con tus compañeros de trabajo. Entonces… aparece ella en la
ecuación y sospecho, porque sabes que sospecho como buen poli
malo que soy. La sospecha la llevo en la sangre, hermanito.
—Hubo…
—Ajá… —me reta acercando el café a mi mano para que le dé un
sorbo.
—Me gusta. Me gusta hace mucho. Mucho tiempo. Antes incluso
de que ella fuese mi ayudante, antes de nada. Yo la he visto
siempre, aunque para ella no significase nada, y su forma de reír, de
gesticular, de carcajearse… Y esos ojos, Cristian, esos ojos son mi
puta perdición. Y… sus labios. Dejaría que me condenasen a pasar
la eternidad en el infierno si me volviese a besar.
Cristian se levanta, da un par de vueltas por el despacho con las
manos metidas en los bolsillos de sus pantalones y con la cabeza
siguiendo sus propias pisadas. Termino el contenido del vaso y
espero su veredicto con cierta impaciencia.
—Me gusta.
¿Eso es todo?
—¿Qué exactamente?
—Me gusta la versión de Bruno, el nuevo, el que veo frente a mí.
Asumiendo que el pasado ha estado lleno de errores y que todos
ellos te han llevado a que hoy seas mejor que ayer.
—Y peor que mañana —susurro citando esa frase que todos bien
conocemos.
—Siempre seremos una versión descatalogada de la de mañana.
Como la tecnología, quedaremos desfasados e instalaremos un
nuevo software por el placer de mejorar.
—Eres un poli duro y filósofo, ¿te lo han dicho?
Mi hermano se carcajea.
—No, la verdad. Te podría citar otras tantas cosas que sí que me
han dicho.
La puerta suena cuando le enseño el dedo corazón a mi hermano
sin pudor alguno, y él se descojona en mi cara por mi patética e
infantil reacción.
—Compórtate, Cristian —le digo entre bromas—. Pasa.
Aina entra con varias carpetas entre sus manos y sonríe cuando
se encuentra a mi hermano en el despacho.
—Vaya, mira a quién tenemos aquí, si es la pequeña rana.
—¿Rana? —le pregunto curioso. No he podido callarme.
—Tu hermano me ha apodado como la rana esa que es
periodista porque, y cito textualmente: «No paras de hablar y de
contar cosas». ¿Es o no es?
—Es. ¿Y sabes otra cosa que es…? Un placer volver a verte.
Venga, que te invito a un café. El muermo de mi hermano tiene
trabajo.
—Yo también lo tengo. Mi jefe…
—Tu jefe ahora no está, ¿o sí?
La conversación sigue entre ellos mientras salen del despacho
juntos directos a vete a saber dónde.
Y, de nuevo, otro pequeño repiqueteo en la puerta me hace alzar
la cabeza de la montaña de carpetas que le he pedido a Aina que,
discretamente, me traiga.
—Adelante.
Violeta aparece frente a mis ojos. Tímida y recelosa. Y guapa,
jodidamente guapa.
El infierno, Bruno, el infierno tiene que tener su nombre.
24
No puedo argumentar nada contra esa
lógica
Violeta:
Mi madre está aquí.
Unai:
Dejad de cuchichear, que os estoy escuchando.
Los secretos son de mala educación.
Violeta:
Unai, mi madre ha vuelto y tiene relleno, como
los Ferrero Rocher.
Celeste:
Si mi hermana es más bruta, no nace.
Unai:
¿Relleno?
Aina:
¿Este no era el chat para criticar a Violeta por las
cosas de Bruno?
Celeste:
¿No tienes visita esta noche?
Violeta:
Mi madre está embarazada.
Unai:
No, ¿quieres hacerme compañía, Celeste?
Unai:
¿Se puede quedar embarazada a su edad?
Aina:
Es joven, cenutrio.
Celeste:
Claro que quiero, eso sí, atente a las
consecuencias si voy.
Aina:
Toma que toma con tu hermana.
Violeta:
Creo que progresa adecuadamente.
Unai:
¿Es una amenaza?
Celeste:
Para nada. Es más bien una promesa.
Unai:
Buenas noches, pequeña.
Bruno
El gemido que escapa de su garganta tras mis palabras es la única
respuesta que necesito para continuar adelante.
Era mi plan, uno que llevaba maquinando desde hacía días,
pensando y meditando, buscando, como hace ella, los pros y los
contras y, la verdad, no he encontrado nada que me haga
detenerme, ni siquiera ella.
La llave del cuarto del archivo estaba en el cajón de mi escritorio
desde hacía algunas semanas, esperando el momento indicado, y
hoy tengo que darle las gracias a Ferran por echarme un cable sin
saberlo.
Cuando esta mañana le dije que teníamos que hablar, además de
lo referente a la campaña publicitaria, pensé en contarle lo que
hacía tiempo me rondaba por la cabeza. Esa cierta fijación que
siento por ella desde siempre. Algo dentro de mí me decía que con
lo que había vivido ella con Daniel, y todo lo que Ferran me había
contado y le había logrado sonsacar, quizá era motivo para que
Violeta huyese de mí, y eso no era lo que quería. Cambié de plan
radicalmente y decidí que la mejor de las opciones, cómo no, era
seguir ahí, observándola y esperando a que ella misma se diese
cuenta de que no soy solo su jefe y que no solo me la quiero follar
hoy. Quiero follármela siempre.
Violeta apareció en esta empresa hace ya algunos años. La
entrevista se la hice yo, junto al que sería su jefe en aquel momento.
Acabábamos de empezar, hacía nada que habíamos tomado la
decisión de dar el paso y necesitábamos gente con la que trabajar,
gente que estuviese comprometida con la política que practicamos y
que diese el cien por cien de sí mismo.
Quería ser uno de esos jefes que no fuesen una figura a quien
temer o con quien no poder contar. Quería saber todo de mis
empleados, sí, y, a su vez, que ellos pudiesen confiar en mí cuando
fuese necesario. Ese fue uno de los puntos que trataba en cada
entrevista.
Y entró ella en aquel despacho, abriéndose paso, sin el menor
signo de miedo o de nerviosismo. Lo había visto muchas veces e,
incluso, yo mismo en mis anteriores puestos de trabajo sabía lo que
se sentía: manos temblorosas, piernas de gelatina, el sudor
perlando la frente, las ganas de no balbucear y de transmitir
seguridad y, cómo no, evitar a toda costa las preguntas
profesionales que te hiciesen dudar, y ella parecía no tener nada de
eso o saber guardar en un sitio recóndito las vacilaciones y la
incertidumbre que había visto en los anteriores candidatos.
Necesitaba a alguien a tiempo parcial, esa era una de las
condiciones que había puesto al responsable del departamento para
el que iba a trabajar Violeta, por economía y un poco también por
prudencia. Obviamente, y desde una perspectiva muy lógica, los
despidos son más baratos en esas circunstancias.
Monitoricé toda la entrevista, evitando intervenir, solo
observándola, perplejo, como si fuese la primera chica que veía en
mucho tiempo, como si fuese mi amor platónico de la infancia con el
que me reencontraba años después y sin ser reconocido. Me
imaginaba la escena: yo, un jovenzuelo lampiño, feo y delgaducho, y
ella, la chica que molaba y por la que hacíamos cola todos, los
panolis y los que no lo eran.
Cuando la entrevista acabó, respondiendo con gracilidad todas
las cuestiones que previamente habíamos ensayado, me observó
con fijeza y dijo como si nada:
—Soy lo que buscáis.
No hubo dudas ni medias tintas ni vacilación en sus palabras, y
juro que hubo un momento en el que me olvidé de que estaba
casado y pensé que, efectivamente, ella era lo que yo buscaba y
que había errado en el camino elegido.
—Seis horas, no cuatro.
Esa fue mi respuesta, sin pensar, sin meditar sobre ello sin contar
con el que era el jefe de sección ni tampoco con Ferran.
No replicaron nada. Violeta pareció sonreír victoriosa y eso me
gustó aún más.
Seguí sus pasos siempre que pude. La observaba trabajar con el
lápiz trabado en el pelo, en la oreja, en sus labios. Sumida en
montañas de papeles que no la asustaban, asintiendo ante cualquier
petición por muy absurda que fuese y exponiendo lo que pensaba,
tal y como había hecho en la última reunión.
Vi todo eso y también vi que Daniel la convirtió en su presa y él
es de esos que la siguen hasta que la consiguen. Acoso y derribo.
Pensaba que no caería en sus redes porque Violeta estaba muy por
encima de eso. No le vio la piel al lobo y el cazador fue cazado.
Y me divorcié. Y la seguí viendo. Y cada vez era menos ella.
Menos risas espontáneas, menos comentarios socarrones,
menos ironía, menos Violeta. Brillaba menos y se marchitaba más, y
yo sabía exactamente cuál era la raíz del problema.
Entonces Ferran, un sábado y tras sacar el tema con cierta
sutilidad hablando de la plantilla y de los problemas personales de
cada uno y las relaciones entre trabajadores, por supuesto, algo
muy meditado y orquestado con el único fin de enterarme de lo que
sucedía, me contó todo. O quizá más que todo, me dio la versión de
Daniel.
Me aproveché de la situación, que jugaba a mi favor tras el último
despido, ocasionado, una vez más, por culpa de Ferran. Me inventé
una promoción interna, un puesto estaba vacante y qué mejor que
alguien que ya conocía el funcionamiento de la empresa para
ocuparlo. Ella se presentó. No como aquel día en el que la
seguridad brillaba en sus ojos, para nada.
Me dije a mí mismo que no importaba si ella, en aquel momento,
no brillaba como antaño, porque yo me encargaría de que lo hiciese
en el futuro.
El temblor en el cuerpo de Violeta me trae de vuelta al presente.
No es miedo, es anticipación, la misma que siento yo al saberla
entregada.
—¿Lo sientes? ¿Sientes eso, Violeta?
Sus ojos brillan, refulgen como dos piedras del ónix más puro.
Brillan de deseo e imagino que los míos deben de estar a la altura
de los suyos e, incluso, me atrevo a decir que más.
Asiente como respuesta.
Me acerco tras su confirmación de que esto que yo veo ella
también lo percibe.
—Esto va más allá del deseo, Violeta. Esto va más allá de todo
eso. —Le dejo claro.
Su mano se coloca sobre mi pecho en un vano intento de
recomponerse. No quiero hacer nada que ella no quiera, así que
dejo que medite sobre lo que sentimos.
—Llevo queriendo que me beses desde el viernes pasado —
finaliza sincerándose frente a mí. Dejando el lazo que nos une en
ascuas.
Mi corazón se salta un puto latido. Un latido, al darse cuenta de
que es una invitación a que siga, a que eso que le dije se convierta
en realidad, a aplacar el deseo y no solo el mío. Y me siento
jodidamente afortunado de que sea yo el elegido para ello.
Apoyo ambas manos a los lados de su cabeza, recortando la
distancia tanto que nuestros alientos se entremezclan fruto de la
proximidad.
—Yo llevo queriendo besarte desde hace mucho más que una
semana. De hecho, llevo queriendo besarte desde el primer
momento en el que te vi, Violeta.
Puede que ella no lo recuerde, sin embargo, yo tengo la imagen
de sus labios revoloteando por mi cabeza desde aquel día en el que
entró en el despacho.
Deposito un suave beso en la comisura de sus labios, y ella deja
escapar el aire cuando mi mano se coloca en su cuello. Percibo el
latir acelerado de su corazón bajo la palma de mi mano, la
respiración descontrolada y huele a deseo. Al suyo y al mío. Huele,
de nuevo, a arándanos.
Otro nuevo beso, esta vez en el lado contrario de su boca. Mi
mano asciende por su cuello, y Violeta no aparta la vista, esperando
el siguiente movimiento.
Mi dedo pulgar, aún con la mano reposando entre el cuello y la
barbilla, recorre sus labios, esos que muero por besar desde hace
mucho tiempo. Ella acompaña mi gesto con una sutil lamida. Lamida
que, dicho sea de paso, me gustaría que profesase a otro lugar más
concreto.
—Joder, Violeta, vas a volverme loco.
Ella jadea entre mis brazos mientras mis manos comienzan a
tomar el camino de descenso. Quiero embeberme de todas y cada
una de las sensaciones; del latir acelerado, de su respiración
descontrolada, del temblor de sus piernas, de la manera en la que
alza la cabeza cuando mi mano se para sobre su pecho y pellizca
sin piedad alguno de sus pezones. Del descontrol de su cuerpo, que
se ha dejado conquistar por el mío.
Me gusta que su cuerpo responda sin oponer resistencia alguna.
Mi mano se pasea peligrosamente por el borde de su pantalón.
Mi polla late dentro de mi ropa interior y percibo la humedad sobre
mi piel. Mi propia humedad fruto del deseo. Fruto de una locura con
nombre propio: Violeta.
Contengo la respiración cuando, tras desabotonar el pantalón y
bajar la cremallera, me encuentro con la suavidad de su piel que
precede la humedad de su centro.
—Sí, definitivamente, te has propuesto volverme loco.
Violeta jadea empujando su pelvis hasta rozar la mía sin
delicadeza alguna, sin pensar, solo siguiendo lo que le dice el
instinto. Y mi instinto, mi polla y la falta de cordura me dicen que lo
que tengo que hacer es follármela. Girar su cuerpo, bajar sus
pantalones y meterme dentro de ella sin pensar. Buscar un placer
primario necesario. Muy necesario. Y volverme loco dentro de ella.
Ahora el que alza la cabeza soy yo en un vano intento por
retomar el control. Mi polla sigue ahí, latente, y la cosa no mejora
cuando Violeta despierta del trance en el que ha estado sumida y
lleva, sin contemplación alguna, la mano hacia mi amiga,
apretándola con fuerza y demostrándome que, aunque creas que
has perdido el control, siempre puedes perderlo un poco más.
—No, Violeta, no. Para —le exijo—. Para, quiero disfrutarlo. —Y
no correrme como un puñetero quinceañero.
Violeta ignora mis palabras mientras sigue jugueteando con su
mano. Entiendo que lo mejor para poder llevar mi plan a cabo es
tomar medidas al respecto.
Me agacho, quedándome a la altura de su coño. Paseo la nariz
por encima del pantalón y el deseo se incrementa cuando mis ojos y
los suyos se encuentran.
—Joder, Bruno, joder… —El exabrupto sale de su boca, y a mí
para lo único que me vale es para reafirmarme en que ella está tan
cachonda como lo estoy yo.
Sitúo las manos a ambos lados del pantalón y los bajo con
decisión. El gimoteo resuena en la estancia y no sé si es el suyo por
mi ímpetu o el mío por lo que descubro bajo esos pantalones.
—Loco —finalizo haciendo alusión, una vez más, al sentimiento
que me invade.
Retiro una zapatilla y luego la otra. Mi nariz regresa a sus
braguitas y jugueteo con su clítoris a la vez que ella se balancea
buscando la ansiada fricción.
La temperatura de la habitación ha subido muchísimos grados. Y
el control lo pierdo por completo cuando mi mano viaja hasta el
encaje de sus bragas y tiro de él. Caen al suelo, estropeadas por mi
necesidad de sentir su piel en mi boca. Por saborear su humedad.
Por volverme loco de remate.
Coloco la pierna izquierda sobre mi hombro y las manos de
Violeta vuelan hasta mi cabeza.
—¿Qué pretendes, Violeta?
Es una pregunta que contiene muchos matices. Demasiados.
Porque no sé exactamente qué pretende ella conseguir de todo
esto. Sin embargo, yo sé que lo que pretendo con Violeta es todo.
No balbucea, al igual que hizo aquella primera vez en la
entrevista. No duda. No teme y no deja en ningún momento que la
oscuridad acuda, solo el fuego y la consecuente luz.
—Pretendo volverte loco.
Entonces lo siento, siento sus manos presionando mi boca sobre
su sexo, obligándome a que lama, chupe, a que me embeba de ella.
La mano que reposaba sobre su abdomen baja, abriendo sus
pliegues para que tenga mejor acceso a su coño.
Los gemidos son cada vez más descontrolados, los movimientos
mucho más erráticos y los temblores de su cuerpo el indicativo de lo
que está cerca.
Sigo chupando con frenesí, mordiendo su clítoris. Sus dedos se
enredan en mi pelo y los tirones comienzan a ser intensos. Me pone.
Me pone que no pueda controlarse. Que no sepa hacerlo.
Meto un dedo en su coño y comienzo a follármela con él. Otro
dedo va a su encuentro y la punta de mi lengua sigue lamiendo y
presionando su clítoris.
—Me voy a correr. Me voy a correr. Me voy a correr… Me corro.
Los espasmos de su sexo presionan mis dedos y comienzo a dar
suaves y precisos toques sobre su coño. Reduzco la velocidad de
mis embestidas hasta que ceso en ellas.
Deposito suaves besos en su pierna, esa que aún sigue en mi
hombro y la bajo con delicadeza mientras la respiración de Violeta
sigue fuera de control.
—Me has estropeado las bragas —murmura sin mirarme.
Me río. Las recojo y las dejo delante de sus ojos, recuperando el
aire perdido.
—No tenías problema alguno antes.
—Estaría feo tener problemas con eso y aún puedo usarlas.
Menos mal que no eran mis favoritas. —Me sonríe.
Violeta lleva una mano hacia mi entrepierna y gimo en respuesta.
—No —niego—. Hoy el placer ha sido solo mío.
—No diría yo eso —finaliza.
No parece muy convencida, pero cede tras mirar la puerta.
Supongo que, una vez que ha pasado el momento de frenesí, la
conciencia de dónde estamos hace acto de presencia.
Recojo las zapatillas y se las tiendo. Violeta acaba de vestirse y
comienza a dar vueltas por la habitación. Nerviosa.
Ha dejado paso, de nuevo, a la chica que es ahora.
—Bruno. —Su nombre en mi boca me suena a puro pecado—.
Solo sexo. Esto ha sido solo sexo —verbaliza en voz alta intentado
autoconvencerse.
La miro con fijeza y veo la tentativa de seguridad que pretende
salir a relucir entre los dos. Camino hacia la puerta, saco la llave de
mi bolsillo y abro.
—Veremos —susurro bajito antes de salir y dejarla sola—. Eso lo
veremos.
30
La he cagado
Violeta:
Necesito que esta noche estéis todos en casa.
Es importante.
Bruno:
Te espero esta noche en el bar.
Ni de coña.
Violeta:
He quedado.
Bruno
La montaña de informes que Aina me trajo el viernes antes de irse
de la oficina, sigue observándome desde la mesa del comedor. Mi
despacho improvisado desde hace tiempo.
Hay cosas que no encajan y necesito tener todo realmente bien
hilado antes de exponérselas a Ferran. Lo que tengo claro es que el
dinero no tiene patitas. Y que mucho tiempo con esta dinámica
empresarial no nos va a permitir seguir trabajando.
Toda esa documentación sigue ahí, esperando su turno, porque
desde el viernes por la noche he sido incapaz de concentrarme en
algo que no sea Violeta.
Mi aparición en su casa fue un impulso. Últimamente, parece que
todas las cosas que giran en torno a Violeta lo son y que, esa razón
de la que siempre he presumido, con ella se queda encerrada bajo
llave en algún recóndito lugar que no encuentro.
Violeta. Violeta va a volverme jodidamente loco.
Envié ese mensaje a sabiendas de que ella no iba a ceder,
tampoco tenía claro si contestaría porque, tal y como me había
mirado aquella misma mañana tras correrse en mi boca con ese
miedo crepitante entre nosotros dos, supe que la última estocada
iba a ser mortal y sus palabras fueron fiel reflejo de ello.
Estoy seguro de que hay algo que no me cuenta, algo que
esconde y que la paraliza, algún miedo o inseguridad que hace que
se debata entre lo que quiere y lo que debe hacer.
Por supuesto, me dio igual su respuesta y el famoso lema: «Si
Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma» tomó
fuerza y potencia en mi mente y, como un burdo acosador, tiré de
las opciones que tenía. Ficha de personal, dirección, teléfono y un
sinfín de datos personales que sabía que no debía utilizar, eso sí,
las normas, bien sabemos todos, están para saltárselas, y por ella
merecía la pena hacerlo.
El desconcierto se reflejó en su rostro nada más verme y fui
incapaz de pensar en si era prudente o no haberme colado tras una
señora, alegando a mi favor que Violeta era mi empleada y que
tenía que hablar con ella de unos asuntos importantes. La dulce
señora no tenía ni idea de a quién me refería. Me dejó pasar al ver
mi sonrisa perenne. Escondí de nuevo las ansias bajo el felpudo y la
observé. Tan bonita como siempre, con esos ojos que cautivan y
embelesan al mirarlos. Y por ellos pasaron muchos sentimientos y
muchas preguntas también que tendría el gusto —sobre todo el
gusto— de responder si en algún momento era capaz de dejar de
comérmela con los ojos.
Hubo un pequeño instante en el que tuve dudas sobre si había
hecho bien en acudir a su casa, un momento que se esfumó tan
rápido como llegó cuando me di cuenta de que Violeta me miraba y
que bajaba, de nuevo, la guardia y eso no hizo más que reafirmar
que tenía que intentarlo. No solo follármela, que estuvo bien; más
que bien, diría yo, teniendo en cuenta que no he sido capaz de dejar
de rememorar la noche…, iba todo más allá. Empecé a ser
consciente de que no solo me gustaba, sino que los sentimientos
empezaban a retumbar en mi interior.
Mucho tiempo observándola, esperando, siendo paciente,
sonriendo cada vez que la veía gesticular, cuando trabajaba con el
lápiz en la boca o mientras se tocaba los labios pensativa y sumida
en lo que quiera que estuviese haciendo, abstraída por completo de
todo. Y no era solo curiosidad o deseo, era algo más tangible que se
ha instalado en mi pecho, que retumba y resuena, que late
acelerado cuando la veo o la tengo cerca o que explota cuando la
toco, como hago yo mismo entre sus piernas.
La certeza de que iba a apostar por lo nuestro estaba ahí,
refulgiendo, como si de una llama que se alimenta de papel se
tratase.
El repiqueteo del telefonillo suena. Abro sin preguntar porque soy
bastante consciente de quién es. Espero paciente a que llegue el
ascensor y mi hermano aparezca frente a mí.
Nos damos un abrazo y entramos en casa.
—¿Pedimos chino o turco?
Cristian no se lo piensa cuando me dice que quiere chino.
—Hablé esta mañana con mamá. El próximo domingo comemos
con ellos. Celebran su aniversario y van a hacer una pequeña
reunión. Quieren que invites a Ferran —me explica Cristian a la vez
que se hace con el mando del televisor y con el sofá.
—¿Podré llevar acompañante? —pregunto.
Cristian separa la vista de la gran pantalla y la centra en mí,
supongo que esperando alguna explicación por mi parte, alguna
pista.
—¿Es la chica esa? ¿La del local? ¿La que trabaja para ti?
—Conmigo —matizo—, trabaja conmigo —recalco.
—Matices.
—En los matices está la diferencia.
—Ferran sabe…
—Ferran la odia por alguna razón que se escapa de mi
entendimiento.
—Lo mismo es porque es el hermano de tu exmujer —me explica
Cristian alzando los hombros.
—Me atrevo a decir que va más allá de eso. Creo que Daniel
tiene algo que ver porque resulta que es el ex de Violeta. —Suelto la
bomba y eso hace que la atención de mi hermano ahora sea mía y
solo mía.
—No entiendo cómo una chica como ella pudo salir con un
mierda como Daniel.
Alzo los hombros en respuesta a su comentario acertado.
—Daniel puede ser muy elocuente cuando quiere. Es un
encantador de serpientes —explico.
—Un estúpido arrogante de mierda, eso sí que es —replica mi
hermano siendo bastante menos protocolario que yo—. No creo que
a mamá le importe, está deseando que lleves a alguien, lo malo es
que, si tú llevas a alguien, me traerá consecuencias porque, luego,
el centro de los comentarios seré yo. Ya sabes cómo se pone ella
con el tema de las parejas y eso.
—Solo quiere hacerte un hombre de provecho —bromeo.
—Y nietos, eso también. —Se une mi hermano a la broma.
Afirmo, porque así es mi madre, y mi padre tampoco se queda
atrás.
Somos esa clase de familia unida que no necesita estar todo el
día hablando por teléfono o mensajeándose para demostrar que nos
queremos o que estamos ahí. Estamos unidos y cada una de las
crisis que se han dado; ya sea mi fracaso matrimonial, los
problemas de la empresa, los estudios de mi hermano o su
formación en el extranjero, lo que fuese, siempre lo hemos hablado
con total naturalidad y sin miedo a ser sinceros y exponer lo que
pensamos. Y mi madre…, ella es un caso aparte. No dudo que sea
porque quiere lo mejor para nosotros porque sé que es así, solo
que, a veces, es insistente con cierto tema. Y la aparición de Violeta
va a ser, como poco, muy divertida para ella y para mí, que entraré
en la mofa contra mi hermano.
—¿Es tan seria la cosa como para llevarla? —me pregunta
Cristian yendo directo al grano.
Me siento a su lado y miro el televisor, con las manos sobre los
muslos y meditando bien lo que voy a soltar. Con mi hermano nunca
ha habido secretos, siempre hemos tenido la suficiente confianza
como para decir las cosas como son, tal y como hacemos toda la
familia.
—Lo que siento por ella va más allá de un simple polvo o de un
simple me gusta… Violeta es especial y quiero llegar hasta el final
con ella.
No me había planteado nada con nadie desde mi divorcio. Un
fracaso que, echando la vista atrás, se veía venir desde el principio
porque Andrea y yo éramos completamente incompatibles.
—Me alegra escuchar eso, aunque signifique que mamá me
volverá loco a mí solo y no podremos hacer piña contra ella, ya
sabes —musita guiñándome un ojo—. Violeta me cae bien. El otro
día en el bar me lo pasé genial con todos ellos, había buen rollo,
buen ambiente y eso se notaba. Y también se notaba que ella te
miraba…
—Tal vez me miraba de alguna forma que no quiero saber,
porque hacía nada había asaltado sus labios en un callejón como si
de un ladronzuelo de besos se tratase.
Mi hermano se carcajea tras escuchar mi pésima explicación.
—Si tienes que robarle un beso, ya es triste, hermanito.
—Pues triste ha sido alguna que otra ocasión porque tengo la
ligera sensación de que, con Violeta, me paso el día robando.
No le doy detalles, no soy de esa clase de hombres, y él tampoco
lo es, tampoco hace falta que especifique mucho más porque mi
hermano sabe a qué me refiero con mis palabras.
—Quizá deberías ponérselo algo más difícil, no sé, esperar a que
ella dé un paso. Solo para descubrir si siente algo por ti.
Afirmo. Puede que tenga razón, sin embargo…
—El único y pequeño problema es que cada vez que la tengo
cerca no soy capaz de controlarme.
Mi hermano se ríe de nuevo, y yo me llevo la mano a los ojos. No
como signo de vergüenza, sino como desesperación.
Sus piernas enredadas en mis caderas, mi polla dentro de ella.
Mis embestidas. Sus gemidos. Mis ansias. Las suyas…
—Contente. Yo creo que puedes. Ahora, si quieres un consejo,
no lleves a Ferran a esa comida si pretendes llevar a Violeta y, si tal
y como me dices no se llevan bien, lo mismo incomoda a Violeta.
Además, te agradeceré que ese gilipollas no tenga que compartir
mesa con nosotros. Que a papá y a mamá les caiga bien no quiere
decir que yo tenga que pasar por ahí, ni siquiera porque sea tu socio
en la empresa. Y hablando de socio… —Cristian señala la montaña
de papeles—. ¿Se sabe algo?
—Tengo ligeras sospechas de que nos falta dinero.
—¿Os roban? —pregunta yendo directo al grano. La vena
policiaca corre por sus venas.
—Me atrevería a decir que sí. Estoy con una auditoría de
cuentas. Le he pedido ayuda a Aina porque ella es la secretaria de
Ferran.
—¿Crees que ella puede saber algo?
—Lo dudo. Si Ferran ha hecho algo que yo no sepa, Aina no
debe de estar al tanto. No sé, quizá mi radar de buenas personas es
una mierda, porque ya viste lo que pasó con Andrea, pero no creo
que ella se meta en ese tipo de situaciones, no, al menos, sin sacar
algo de ello.
Cristian parece meditar al respecto porque guarda silencio
durante un tiempo prudencial, tanto que, cuando ya pienso que es
momento de poner la peli prevista, habla.
—Aina me…
Sus palabras mueren en la boca, porque la puerta suena y no le
permite continuar.
Me incorporo y abro.
Es Ferran, se ha acabado la conversación.
34
Puñetero lunes de mierda
Violeta:
¿Estás bien?
Aina:
Celeste, hemos venido a secuestrarte, baja a la
cafetería si no quieres que tu hermana y tu
amiga suban a buscarte. Será peor si lo
hacemos, y lo sabes.
Bruno:
¿Preocupada por mí, señorita Vázquez?
Violeta:
Para nada. Es solo que veo injusto que el resto
del personal trabaje, y el jefe decida
escaquearse.
Bruno:
No mencionaste ningún escaqueo mientras te
devoraba el viernes en el cuarto del archivo.
Violeta:
No me importaría nada volver a escaquearme de
esa manera.
Violeta:
No me acuerdo de nada, deberías tener presente
que tengo memoria selectiva.
Bruno:
No tendré problema alguno en recordártelo
cuando quieras. Solo tienes que pedirlo. Eso sí,
fuera del horario laboral. No vayamos a
excedernos, mi ayudante adjunta no está muy de
acuerdo en el incumplimiento de nuestras
obligaciones laborales.
Violeta:
Se nota que es una gran profesional, yo que tú le
subía el sueldo.
Celeste:
¿Es una coña? Estaba a punto de entrar a una
clase.
Aina:
Hemos venido con Unai.
Violeta:
¿Todo bien, Celeste?
Aina:
¿Te hace un café?
Bruno
Estoy nervioso.
Nervioso y expectante.
Nervioso y con ganas de verla.
Tan nervioso que quizá rozo el ansia.
Llevo días sumido en los cambios de la empresa. Con
discusiones que no cesan y que han caldeado el ambiente entre
Ferran y yo, porque ambos queremos cosas diferentes, una vez
más.
He puesto al corriente a Cristian de todo. Parece que mi hermano
es el único que es capaz de darle una perspectiva al asunto y en
quien puedo confiar. Y empiezo a pensar que tiene razón, y que
Ferran oculta algo lo que ha incrementado la sensación de
culpabilidad porque, si mis sospechas resultan ser ciertas, el que le
abrió la puerta de esta empresa fui yo y solo yo.
La calma que me suele transmitir el observar desde esta ventana
el deambular de las personas en la calle hoy no surte el efecto
deseado.
No quiero despedir a Violeta y ese fue uno de los primeros
nombres que salieron a la palestra cuando hablamos del recorte de
la plantilla.
El planteamiento de Ferran es sencillo: trabaja menos horas que
otras personas y su indemnización, por tanto, es más económica. Es
Violeta. Fue mi respuesta, y a Ferran solo se le ocurrió añadir que
no era importante, nada importante. Y Violeta no es solo importante
en el plano profesional. Es importante en todos los aspectos porque
es… ella. Desde hace mucho tiempo es ella.
Un suave toque en la puerta me hace desprenderme de esa
marabunta de pensamientos que me traen de cabeza.
—Adelante —lo digo lo suficientemente alto como para que me
escuche.
La puerta se abre y me giro para encontrarme con sus preciosos
ojos. Inevitablemente sonrío. Y vuelven los nervios y la expectación.
Sentimientos que hacen que el resto deje de importar.
—¿Se puede? Tenemos una reunión y pensaba que estabas listo.
Quizá tendría que haber llamado antes.
—Tú no tienes que llamar nunca.
Un leve rubor cubre sus mejillas. Y puede que escuchase lo que
acaba de decir si no estuviese obnubilado con ella. Esa falda que se
ciñe perfectamente a sus caderas, caderas que tuve el placer de
vislumbrar y recorrer el otro día. Caderas que se ciñeron a las mías
mientras bombeaba con fuerza dentro de ella. Un latigazo de placer
me sacude y, tras eso, la desesperación por acercarme, encerrarla
entre mis brazos y olvidarme de todo lo que no sea Violeta, sus
preciosos ojos y su olor a arándanos.
Me acerco, prendado. Pasos rápidos, fuertes, decididos, osados y
audaces. Manos que actúan por voluntad propia saltándose todo el
decoro, olvidándose una vez más de dónde nos encontramos y
enredándose entre su pelo para acercar sus labios a los míos.
Primario. Tosco. Bruto. Apasionado. Ardiente y febril. Nuestros
labios colisionan y todo, absolutamente todo, desaparece cuando su
lengua y la mía se encuentran.
Hay necesidad y anhelo en el beso. Hay deseo. Y hay amor.
Porque esto es amor. Unos labios que se necesitan y se encuentran
como dos almas errantes que vagan buscando consuelo y alivio. El
alivio que hasta ahora nadie me ha proporcionado jamás, hasta que
la risa, los comentarios irónicos, los besos apasionados, el sabor de
su sexo y las ansias de sus movimientos han llegado para quedarse
y ocuparlo todo. Para que Violeta se convierta en alguien
importante, alguien que es capaz de ocupar un corazón sin siquiera
ser consciente de ello.
—Te he echado de menos —murmuro contra sus labios.
—Normal. Lo extraño sería que no lo hicieses —me vacila.
Le propino un leve pellizco en la nalga, y ella da un respingo y
sonríe condescendiente.
—Eres una descarada.
—Le dice la sartén al cazo —replica con ese tono tan suyo. Tan
mío. Tan nuestro.
—Lo digo en serio, Violeta. Te he echado mucho de menos.
Violeta entorna la mirada analizando mis palabras, buscando
resquicios de la sinceridad en ella, de cuánto hay de cierto en lo que
digo y cuánto de mentira.
—Yo también a ti —finaliza. Y yo no busco nada porque sé que lo
dice de verdad.
La atraigo hasta la mesa y la coloco en ella. Sentada. Me cuelo
entre sus piernas, provocando que la falda se suba bastante.
—Pretendes que no trabajemos hoy, ¿verdad?
—Has sido tú el que me ha sentado aquí —replica. Y tiene razón,
sin embargo…
—En cambio, no he sido yo el que ha decidido ponerse ese
modelito que tan poco deja a la imaginación.
—Eso es porque mi jefe tiene una imaginación muy sucia.
—Mucho —le digo colando un dedo entre nosotros y subiendo
por sus muslos hasta llegar al borde de la falda. El límite entre lo
transitable y lo infranqueable.
—Deberíamos trabajar —murmura poniendo algo de cordura en
esta conversación.
—Deberíamos, sí. —Sé que nos jugamos mucho, más de lo que
me gustaría—. Me lo pones difícil. Contigo cerca es jodidamente
complicado concentrarse.
Otra mueca. De aprobación. Y es ella la que posa sus dedos
sobre mi cara y recorre mi piel cubierta de barba. La línea del
mentón, la mandíbula, el contorno de mis labios. Y la desesperación
crece.
—No sigas —le advierto—. No sigas si no quieres que te folle
aquí mismo, sobre esta mesa, o… quizá devorarte a la vez que tus
piernas encierran mi cabeza entre ellas y tu sexo. —Se estremece y
lo percibo. Y ¡joder! Ese «Te he echado de menos» encierra mucho
más de lo que aparenta. Violeta desvía la mirada hacia la puerta y
sé que está sopesando las opciones. Me sonríe brabucona y se me
pone más dura. Aún más dura—. Malvada.
Le muerdo el lóbulo de la oreja, y ella gime bajito. Suave, pero
desesperada. Anhelante. Exactamente como lo estoy yo.
Me empuja con suavidad y siento la distancia entre nosotros al
momento. Mi cuerpo me pide que regrese a su lado y la tome allí,
sin pensar en nada más, solo en nosotros. En lo que explota cerca
cuando estamos juntos.
En que ella lo llena todo de color con su mera presencia.
—Tengo una propuesta que hacerte —indica.
Ahora el que entorna el gesto soy yo. Sonríe. Claro. Porque esas
fueron mis últimas palabras y conllevan un mensaje implícito.
—Si es algo obsceno, estaré encantado. —Llevo mi mano hasta
mi polla dura y dejo que observe cómo la sujeto con fuerza—. Así no
se puede trabajar —murmuro para provocarla.
Violeta se baja de la mesa, recoloca su falda y por primera vez
soy consciente de que traía una bolsa de tela. Tuerzo el gesto.
Adiós a la diversión.
—Seguro que esto te corta el rollo —suelta burlona.
Me tiende la polla verde que sé que tanto odia y que es nuestra
salvación. E inspiro.
Me dirijo hacia mi sitio y me siento. Centrándome en el trabajo y
siendo cabal de nuevo. El Bruno cabal que he sido siempre hasta
que Violeta entró en mi vida por la puerta, las ventanas, la chimenea
y cada puñetero espacio abierto por el que se pudiese colar.
—He estado pensando en ello y no quiero forzarte a que trabajes
en un proyecto en el que no te sientes cómoda.
Violeta permanece en silencio. Esperando a que prosiga. No
tengo mucho más que añadir.
—¿Has acabado? —Afirmo con un leve cabeceo—. Dejando las
estupideces a un lado, Bruno, se me ha ocurrido una idea que
puede molar. Ellos no van a cambiar el producto porque han
invertido en él y es lógico. Tenemos que venderlo y para venderlo lo
mejor es crear la necesidad. Un buen eslogan siempre ayuda, ya
que el producto en sí no creo que haga demasiado y no me
preguntes cómo, pero se me ocurrió una idea chula. Sé que
estuvimos hablando y sopesando opciones, tuvimos ideas y no
están mal, no obstante, lo que tengo en mente puede funcionar y, si
no, volvemos a la idea principal —sentencia llena de vehemencia.
Me acerco, colocando mis brazos sobre la mesa y restando
distancia entre nosotros. Menos distancia de la que me gustaría,
obviamente.
—¿Qué has pensado?
Violeta mira hacia ambos lados, como si esperase a que el
público se marchase y el secreto quedase entre nosotros.
—Tenemos que venderla como el sexo de otro mundo. Por su
color, ya sabes. La idea original era otra…
—¿Cuál?
Violeta suspira, y yo le hago un gesto con la mano para que
prosiga. No es momento de guardarse detalles.
—«La polla radiactiva, el sexo del otro mundo». —Me recuesto en
la silla. Pretendo que la sonrisilla descarada no aflore entre mis
labios. Tarea ardua teniendo en cuenta lo que me acaba de decir—.
Sabía que te reirías, por eso pensaba que lo mejor era que no
hicieras preguntas.
—Tengo un gran poder de convicción —fanfarroneo.
—Y bastante seguridad en ti mismo —replica con desdén.
—No creas —me sincero. Comienzo a desabrochar el botón del
puño de mi camisa blanca para proceder a remangarla hasta los
codos. Me agobia llevarla siempre formal. Pillo a Violeta siguiendo
con sus ojos los pasos hasta que termino—. Estoy aquí —le digo,
socarrón. Traga con fuerza y me siento complacido al darme cuenta
de que yo también soy capaz de provocarla. Un nuevo aguijonazo
en mi polla. Un nuevo suspiro de contención.
»Si supieras lo que me muero por hacerte. —Ocho palabras
solemnes que evocan una sinceridad apabullante—. Y lo que te
haría durante horas y horas…
Se recompone mirando de nuevo hacia los lados.
—«Green Orgasmic, el sexo del otro mundo» —finaliza haciendo
caso omiso a mi provocación.
Dura. Cada vez más dura.
—Admiro la capacidad de raciocinio que posees ahora mismo. La
admiro de verdad.
—Soy una profesional.
Lo sé. Nunca jamás he dudado de ello. En ninguno de los
puestos en los que ha estado nadie lo ha hecho y que ella sea mi
ayudante adjunta no es solo porque quisiera tenerla más cerca sino
porque conozco sus capacidades y su forma de trabajar. Incluso
sabía que, aunque le dijese que no la obligaría a trabajar en un
proyecto que no quisiera, Violeta lo haría porque ella se entrega a
todo lo que hace en cuerpo y alma.
Me incorporo de nuevo y me dirijo hacia la ventana.
—Es sencillo —susurro mirando por ella—. Aun así, creo que es
la polla —balbuceo siguiendo la broma.
Me recompensa con una leve carcajada.
—¿Podemos tener todo preparado para la próxima semana?
Tenemos reunión con ellos. Que todo gire en torno a eso; colores
llamativos y vibrantes. —Otra sonrisa por su parte—. Un toque de
otro mundo, algo…, algo demoníaco, nada celestial. Que sea de
otro mundo, del malvado. Del que saca nuestro lado malo a jugar.
Violeta toma notas de todo.
—Hablaré con los de diseño.
—No —la corto.
—No quiero que nadie sepa el enfoque. Nadie —le recalco.
—¿Es por Ferran?
No le he contado demasiado porque nunca he querido involucrar
a mis empleados en nada de esto, ahora bien, ella ya ha dejado de
ser una mera empleada hace tiempo para convertirse en alguien
importante en mi vida. Incluso más allá del sexo.
—Te lo contaré todo fuera de aquí.
Ese «todo» abarca muchas más cosas que puro trabajo. Quiero
que Violeta sepa todo de mí.
—Trabajaré en ello, no te preocupes.
—Si necesitas ayuda, que sea de Aina.
Omito que ella es la que me ha estado echando una mano en
todo esto, involucrándose y jugándosela, a pesar de ser la secretaria
de Ferran y que su puesto corre peligro, aun así, no hubo ninguna
negativa cuando le dije que la necesitaba y que buscaba su silencio
al respecto.
Violeta se incorpora. Guarda todo en esa bolsa de nuevo y me
guiña un ojo antes de abandonar el despacho.
—Violeta… —el susurro se escapa de entre mis labios—. El
domingo tenemos una cita.
Se gira. Una mueca que me indica que no entiende nada.
Normal.
—¿Una…?
—Te recogeré sobre las doce de la mañana. Tranquila, sé dónde
vives —expongo con socarronería. Me devuelve el gesto y me pone
a cien.
—¿Para ir a dónde?, si se puede saber.
—A casa de mis padres. Dan una pequeña fiesta. Solo los
familiares cercanos.
—Yo…
—Puedes traer a una acompañante. No es nada formal. En
realidad, yo lo hago porque quiero estar contigo. —Siempre, eso no
lo digo—. ¿Qué me dices?
—Sí —sentencia.
Ese «sí» en mi cabeza es una afirmación que se extiende a todo.
Sí, a sus besos.
Sí, a sus caricias.
Sí, a sus secretos.
Sí, a nosotros.
Y sí, me encargaré de que así sea.
41
Empezar de cero
Violeta:
Estoy mosqueada y solo acaba de llegar. Esta
noche solo quedará una con vida.
Dani:
¿Es cierto que te follas al jefecito? Esto no me lo
esperaba. Desde luego, si lo que pretendes es
ponerme celoso, lo estás consiguiendo.
Bruno:
¿Con quién es esa cena? ¿Tengo que
preocuparme? No suelo ser un tipo celoso, salvo
que me den motivos para ello. Vamos, si tengo
que romper alguna pierna, la romperé por mi
chica. No lo dudes.
Bruno
—Así que no es una cita… —El tono de mi hermano ya deja
entrever que lo que pretende es sacarme de mis casillas.
—Es un almuerzo familiar o eso me dijiste cuando trajiste las
noticias a principio de semana.
—En realidad, era una excusa para que dieses el paso de
invitarla.
A Cristian solo se le ocurre venir a desayunar conmigo o a
tocarme los cojones a primera hora de la mañana. Parece que se le
da muy bien, tan bien como especular.
—No es necesario que me proporciones excusas. Admite que tu
intención es que Violeta traiga a Aina con ella, ¿o me equivoco?
La sorpresa se refleja en el rostro de mi hermano. Se recompone
rápidamente y coloca su mirada más profesional de nuevo.
—No sé de qué me hablas.
—Ya veo, ya. La vieja técnica de mi hermano. Quieres saber lo
que sucede sin soltar prenda de lo que pasa por tu cabecita.
—¿Y Ferran?
Le doy un pase y guardo silencio.
—Ferran no viene. Tenía un almuerzo con su familia. O eso me
ha dicho. La verdad es que no le presté demasiada atención a su
respuesta. Estaba mirando a Violeta hablar con Aina.
—Y perdiste el conocimiento.
—Casi —admito
—Sería buen momento para que le dijeses lo que sientes.
—Mira, mi hermano, el que decide dar consejo sin predicar con
él.
—No estoy enamorado de Aina. No excedamos los términos.
Solo… me lo paso bien con ella —consiente—. Es divertida. Y
risueña.
—Y te mola —resuelvo.
Mi hermano no dice nada más. Ni confirma ni desmiente. Muy
típico de él.
—Ser hermanos y no parecernos en nada es bastante extraño.
Tal vez debería preguntarle a mamá si eres hijo del jardinero.
—Y tal vez te suelta una colleja que te coloca las ideas en su
lugar.
Me carcajeo con total naturalidad.
—Tengo que decirle lo que siento —le cuento.
—¿Ves? La colleja te hace falta.
—Gilipollas —lo insulto entre risas—. Las ideas las tengo claras,
lo que me falta es el momento para confesárselo.
—Delante de mamá no, porque te organizará la boda en dos
días. Como si hubiésemos retrocedido siglos atrás y casarse fuese
lo más importante de la época. El acontecimiento del año.
—Yo ya me casé una vez y salió mal.
—No hay una sin dos —murmura mi hermano llevándose a la
boca un trozo de papaya fresca.
—Es «no hay dos sin tres» —le corrijo.
—Tú me has entendido.
Me coloco una chaqueta sobre el polo que me he puesto. Hoy
nada de camisas de vestir ni de pantalones de lino. No hoy.
—Cierra al salir —le pido.
—Uhhhh, mi hermanito, que sale pitando a recoger a su bella
dama.
Le hago un gesto obsceno sobre lo que puede hacer para
entretenerse y que nada tenga que ver con mi vida privada. Me
juego lo que sea a que ya ha puesto al corriente de todo a mi madre
y esta nos espera con su cabeza llena de pajaritos revoloteando.
Bajo al sótano a buscar mi coche. Nada que ver con la Vespa de
color mostaza que tiene Violeta.
Siempre me fascinó eso de ella, verla comportarse y actuar sin
tener en cuenta lo que pensaran los demás.
Recuerdo la primera vez que la vi, cuando acudió a trabajar su
primer día. Ya me habían informado de que ella era la seleccionada
para el puesto que iba a ocupar dentro de Recursos Humanos.
Nada que ver con lo que había estudiado, pero con la palabra
«resolución» escrita en su frente con tinta permanente.
Me entretuve leyendo su currículum. No lo tenía claro. Nada
claro. Era publicista, eso lo sabía porque lo había leído entre los
datos que figuraban en ese papel que sostenía entre mis dedos.
Reconozco que, por aquel entonces, desconfiaba bastante del
equipo a mi cargo. Intentaba que fuese perfecto, que eso se viese
reflejado en unas bases sólidas que llevasen a la empresa a la
cumbre y consideraba que lo lógico sería que cada puesto estuviese
ocupado por personal cualificado para ello. No es normal ver a un
fontanero trabajando como carpintero ni viceversa.
Seguí sus pasos de cerca por ese motivo. Uno sencillo y práctico.
Uno cargado de desconfianza.
Así fue como me di cuenta de su valía. Y no solo de eso, entendí
que me gustaba bajar de vez en cuando a echar vistazos desde la
escalera, a hurtadillas, para ver qué hacía; si sonreía, si apuntaba
algo en su agenda con el lápiz que sostenía entre los labios, si se le
caía sin percatarse de que lo tenía sujeto entre ellos y mientras
sonreía resbalaba hasta caer en la mesa, bajar la vista, alzar una
ceja y suspirar.
Me decía que, por aquel entonces, no era curiosidad lo que me
llevaba allí, sino la profesionalidad de un jefe con grandes
aspiraciones para su empresa. Para la empresa que compartía con
el que era su mejor amigo y cuñado.
Pensaba en ella con más frecuencia. La imaginaba en distintas
situaciones e, incluso, hubo momentos en los que fantaseaba con
que la persona que estuviese a mi lado, que me mirase y no
prestase atención a nada que no fuese yo, era Violeta.
Suspiro intentando apartar todos esos pensamientos de mi
cabeza. Es pasado. Lo es. Aunque ese pasado ya condicionaba mi
forma de mirarla y de razonar que Violeta era diferente.
Aparco en su portal. Me decido a bajar a buscarla y nuestras
miradas chocan cuando cierro el coche y comienzo a caminar en su
dirección.
Aina esconde una sonrisilla pícara y me atrevo a guiñarle un ojo
con complicidad.
—Veo que tenéis muchas ganas de salir de casa si estabais
esperando aquí abajo.
—Eso es mi culpa —admite Aina—. Quería fumar y la sargento
Violeta no me lo permite en sus aposentos.
—Lo que hay. —Violeta se encoge de hombros y no se molesta ni
siquiera en disimular.
—Mi hermano está bastante contento con que seas tú la
acompañante de Violeta hoy.
—¿Tu hermano? ¿Cristian?
—Aunque en ocasiones me arrepienta de que nos una un lazo
sanguíneo, tengo que decirte que no tengo más hermanos. Solo él.
Aina me escruta con la mirada, buscando la broma entre mis
palabras y, en realidad, la broma la hice, aunque ella parece
haberse quedado estancada en la primera afirmación.
—¿Me estás tomando el pelo?
Niego.
—No se me ocurriría jamás de los jamases. —Una mano en el
pecho le da la solemnidad que pretendo a la negativa.
Aina le da un codazo a Violeta, como si eso significase algo para
ellas. Hablando con gestos, con gestos de dolor porque menudo
codazo le ha propinado.
—¿Nos vamos? —inquiere Violeta al ver que nos hemos quedado
todos allí plantados.
—Claro, pero primero…
Me acerco hasta ella, paso una mano por su cintura y de forma
teatral la invito a que deje caer su cuerpo para darle un beso de
película.
—¿Y esto? —me pregunta.
—Es el reflejo de las ganas que te tengo.
Caminamos hasta el coche cogidos de la mano mientras Aina
teclea algo en el teléfono, distraída. El móvil de Violeta también
suena. Alzo una ceja.
—Estará escribiendo en alguno de los grupos que tenemos.
—Quien te oye dirá que tenéis uno por día de la semana.
—Casi —suelta entre risillas.
Abro la puerta para que entren como si de un perfecto caballero
se tratase. Violeta sonríe a la vez que Aina hace algún tipo de gesto
de esos que dan asco absoluto. Voy a tener que seguir metiéndome
con ella para que deje de fastidiar.
Conduzco en silencio hasta casa de mis padres. Ellas
monopolizan la situación y hablan de Celeste y Unai. Cuando
pregunto, me cuentan que Celeste lleva enamorada de Unai desde
hace tiempo y el susodicho le ha dado calabazas. Violeta está
preocupada porque su hermana intenta simular que no pasa nada, y
Aina está ilusionada porque, según ella, ya la tiene casi en el bote
para que tenga una cita con un chico de la facultad, menor que ella,
según parece, no obstante, la edad es lo de menos y lo que importa
es el amor. Ahí le doy la razón.
—Lo mismo me estoy metiendo donde no me llaman y aun a
riesgo de que me cuelguen… —«Sin haberme declarado», pienso
—. Si está enamorada de él, lo suyo sería que le dejaseis tiempo
para asimilarlo.
—¿Y eso lo dices por…?
—Por mí mismo, obvio. Estaría mal predicar sin ejemplo.
Violeta cruza una mirada conmigo y veo las dudas reflejadas en
su rostro. Aina no pregunta nada al respecto y sigue diciendo que lo
mejor es que salga, que vea el mercado, que tiene un abanico de
posibilidades espectacular porque es joven y tiposa… y un sinfín de
cosas más que mejor no cuento porque podrían ruborizar a
cualquiera. Si conocéis a Aina os podéis hacer una idea bastante
clara.
Llegamos a casa de mi madre y se hace el silencio.
De nuevo, me bajo del coche e intento ser un galán de
telenovela. El tiro me sale por la culata, ya que Violeta abre la
puerta. Le propino un pellizco, y Aina nos recomienda que nos
vayamos a un hotel. Un hotel no sé, pero quizá en mi antigua
habitación…
Calmo mis pensamientos maléficos y, de la mano, caminamos
hacia la entrada. Aina nos da un poco de espacio cuando Violeta se
para frente a mí y me hace frenar mis pasos.
—¿Cómo…? ¿Qué…?
—Tranquila. Son mis padres. No los malos del cuento.
—Ya. Ya… Si yo no digo que no sea así. Son tus padres —afirma
de nuevo como si eso no lo hubiese dicho antes.
—¿Les has dicho algo?
Niego. No le voy a mentir.
—Cristian se ha encargado de eso, tranquila. Mi madre
probablemente ya esté imaginando el color del pelo de nuestros
hijos y eligiendo la ropa y los zapatitos.
Violeta traga con fuerza tras mi broma.
—¡Joder!
—Es coña —le suelto—. No del todo —añado, porque sí que es
cierto que mi madre debe de estar imaginando todo eso y más.
—Me tranquilizas con tus palabras —ironiza.
—¡Dejaos ya de tonterías, que tengo hambre!
—¿Hambre de su hermano? —Violeta la provoca llevándose un
comentario de lo más soez por parte de Aina. Lo normal, ya os lo he
dicho.
No hemos llegado a la puerta cuando se abre. Mi madre aparece
tras ella, con una amplia sonrisa en los labios. Una tan grande que
es incapaz de disimularla. Sus ojos nos recorren a todos y hacen
especial hincapié en nuestras manos unidas. Le falta aplaudir por
ello y tiene ganas, que conozco yo a mi madre.
—Bienvenidas —nos dice.
Baja los tres escalones que la llevan al paseo de piedra que
preside el jardín. Es una casa preciosa que conserva el encanto de
siempre.
—Apuesto a que en estos jardines jugabas desnudo, como en las
películas.
—Por supuesto. Y con mis encantos ya no tan ocultos
conquistaba a las vecinas. Las tenía a todas en el bote —le narro a
Violeta.
Ahora es ella la que pellizca mi nalga con disimulo.
—La tienes dura como una roca —susurra.
—Y la nalga también. —Le guiño un ojo con descaro, y ella se
atraganta y comienza a toser.
—¿Estás bien? —pregunta mi madre.
—Sí, sí. Solo necesito un poco de agua.
—O un poco de sexo —le susurro con descaro.
Mi madre nos observa intentando contener la sonrisa. Le es
imposible. Es un águila para estas cosas. No se le escapa nada.
—Yo soy Aina —susurra ella presentándose por sí misma.
—Es mi acompañante.
Mi hermano sale al camino de piedra en busca de Aina.
—Yo…
—¿Aina, titubeando? —pregunta Violeta en voz alta—. Debería
estar grabando esto en vídeo. No sé cuándo podré utilizarlo en su
contra.
Saca el teléfono, le hace una foto a escondidas y teclea con
rapidez. Mucha rapidez.
—Yo quiero estar en uno de esos grupos que tienes.
—Son muchos. Piensa que en cada uno de ellos falta una
persona.
—¿Con qué fin?
—¿Qué? —inquiere como si fuese obvio. No lo es. No para mí—.
¿Criticar? —especifica.
—Vale, vale. Lo pillo. Y… ¿en cuál de esos me criticáis a mí?
—No pienso contártelo —susurra guardando el teléfono de
nuevo.
—Te lo sonsacaré —murmuro en su oído y aprovecho la cercanía
para morderle el lóbulo de la oreja.
No era un farol cuando dije que me tenía mal de lo mío. Debería
haber sustituido este almuerzo con mis padres por uno nosotros
solos en el que mi comida fuese ella.
Tras observar la cara que ponen todos los presentes, que a mí
me dé bastante igual y que Violeta se ruborice, decido comportarme
como una persona y no como un orangután o, peor aún, como un
novio impertinente.
45
Lo que soy. Lo que somos
Bruno
Entramos en casa y caminamos hacia la parte trasera de la misma.
Mi madre se ha esmerado más de lo normal —que ya es decir— en
poner una mesa preciosa.
—Cualquiera diría que teníamos visita —musita mi hermano para
provocarla.
—Es que tenemos visita.
Cristian se lleva la mano al pecho, ofendido, y objeta con
aparente acritud:
—Esto no lo haces cuando vienen tus hijos.
—Porque os tengo demasiado vistos.
Dicho esto, mi madre se gira y le da la espalda dejándolo con
alguna de sus típicas réplicas en la punta de la lengua. El
impertinente, desde luego, es él.
—Soy María. He dado por sentado que esta panda de cabezas
de chorlito que tengo por hijos me iba a presentar. He tenido las
expectativas muy altas, por lo que veo.
Mi hermano se ofende de nuevo. Se pasan la vida así,
pinchándose el uno a la otra. Es algo muy común y muy nuestro.
Cuando hacen eso, los demás respiramos aliviados porque nos
escapamos de las rondas de preguntas. Otra cosa muy típica, por
no hablar de comprometida.
—Y dime, Violeta, ¿te quieres casar? —Tal vez no nos vamos a
poder escapar de esta como yo pensaba.
—Mamá… —le advierto con un tono serio.
—¿Qué? Es una pregunta de lo más normal —se defiende la
susodicha.
Cristian y Aina se largan, como si se viesen venir la historia y
temiesen ser los siguientes.
—Malditos —murmura Violeta disimulando con una leve tos.
—El agua, se me había olvidado. Qué mala anfitriona que estoy
siendo. —Mi madre interpreta el gesto de Violeta como algo casual y
no una tapadera para un insulto premeditado.
Entra en casa murmurando algo sobre los nervios, y yo
aprovecho para acorralar a Violeta contra la pared.
—Es el momento de sonsacarte la información de esos grupitos
—suelto con retintín.
—Tendrás que hacer mucho si quieres conseguir eso.
—Soy un tipo de recursos, que no se te olvide.
—Ya veo.
Recorto la distancia y le explico sin palabras el recurso que
puedo —y muero— por utilizar.
—Dicen que si la frotas te concede tres deseos.
—¿Solo tres? —refuta con cierto desdén en su boca.
—Para empezar —le digo al oído, para provocarla e incitarla, sí.
Violeta me empuja y comienza a correr por el jardín intentando
huir de mí.
—Te daré ventaja —le propongo.
—No la quiero —objeta picarona.
Me llama con el dedo índice y en su gesto veo eso que tanto me
gusta de ella. Intenciones. Y todas conmigo.
La persigo, como si de dos adolescentes nos tratásemos,
corriendo de aquí para allá, evitando que el otro sea pillado y con los
nervios porque sea así al final y descubrir cuál será el castigo o el
premio por habernos atrapado. Atrapado. Nos hemos atrapado
mutuamente.
Me adelanto a su jugada y, sin que ella lo sepa, la voy
conduciendo hacia la parte del jardín que no se vislumbra desde la
mesa. Mis intenciones son honorables. Lo juro. Aunque…
comprometerse a comportarse de forma distinguida cuando el
juramento en sí está plagado de invención es pecado. No importa, al
infierno iré de todas maneras.
Hace justamente lo que tengo calculado y llega a un punto en el
que es consciente de que ha perdido. Dejamos de evitarnos. Violeta
se queda parada y las comisuras de sus labios se curvan. Yo muevo
las palmas de mis manos con fricción. Como el depredador que se
relame, preparado para comer por primera vez en el día.
—Está bien. Me rindo —claudica—. Eres el justo vencedor.
—Por supuesto que lo soy —confirmo arrogante.
Violeta da un par de pasos y chasqueo la lengua a modo
reprobatorio.
—Me gustas ahí, justo ahí.
En realidad, me gusta ella en cualquier sitio. Esté donde esté, si
es con ella, me gustará.
—¿Qué piensas? —indaga—. Es como si no estuvieses
viéndome.
—Eso es imposible —contrataco—. Porque yo siempre te veo.
Siempre te he visto. Desde el primer día. —Y ella no sabe cuánta
verdad hay en mis palabras—. Oye, lo de mi madre antes…
Un pequeño nudo se forma en mi garganta. Tengo que
contárselo. Tengo que decirle lo que sucedió en el pasado y que lo
sepa por mí y no esperar a que salga a la palestra el tema.
—No importa. Ya sé cómo son las madres. O casi todas. —Su
gesto se ensombrece. No cuestiono nada, no quiero distraerme de
lo que tengo que decirle.
—Estuve casado. —El cuerpo de Violeta se tensa frente al mío.
Nos miramos unos instantes que se hacen eternos. Espero a que
ella diga algo, investigue, cuestione, niegue o afirme. El silencio es
lo único que reina entre los dos en este instante—. Fue hace años.
Y duró poco. Es la hermana de Ferran.
Chasquea la lengua a modo reprobatorio.
—De Ferran… —No es una pregunta, es algo más…
Desaprobación, eso es.
Confirmo con mi gesto lo que ella dice.
—Ferran y yo nos conocimos hace años. Nos veíamos en su
casa a menudo, y Andrea estaba por allí, ya sabes, lo normal.
—Lo normal —corea con indiferencia.
—Nos enamoramos. O yo me enamoré de ella. Ella me dejó
tiempo después por otro. Lo normal —repito de nuevo, pero esta vez
con ese reproche que se percibía antes en su tono—. Prefiero
contártelo. No es importante. En su momento lo fue, ahora carece
de relevancia.
—¿Sigues…?
No dejo que acabe la frase cuando un rotundo «no» ya ha salido
de mi boca.
—No —insisto una vez más, como si la primera no hubiese sido
suficiente—. Sí que estoy enamorado, no obstante, no de ella.
Violeta baja la mirada, y un pequeño aguijonazo se me clava
dentro del pecho. Por sus dudas, porque sé que es eso, que duda
de que sea de ella, de lo que siento. De lo nuestro.
—Yo…
—No sé qué te hizo Daniel. Ni siquiera sé si quiero saberlo… Lo
que quiero que tengas claro es que las dudas y los miedos tienen
que estar fuera de esto, de lo que somos, de nosotros dos. Porque
esto, Violeta, es real. Real —recalco.
Omito decirle que sé algo, lo que él le contó a Ferran, y este me
narró a mí a su vez, aunque no me fío mucho de su narración. En
otro tiempo quizá, en cambio, ahora…
—Dani me hundió en lo más profundo del abismo, y yo se lo
permití. —Se muerde el labio inferior. La rabia comienza a trepar por
mi cuerpo como si de lava ascendiendo por un volcán se tratase o el
humo que emite la madera al prenderse dentro de una chimenea
buscando la salida y posterior libertad—. Y no quiero que nadie me
haga daño de nuevo. Quiero confiar, te lo juro, Bruno, quiero hacerlo
y, cuando estoy contigo, todo eso se me olvida. Dejo atrás lo que me
hizo sentir, el tiempo que he pasado intentando recoger todos esos
restos en los que me fue convirtiendo y recomponerlos para volver a
formar algo. Para volver a formarme.
—Yo no soy él —susurro lleno de convicción—. Ni tú eres la
misma. No voy a hacerte promesas ni mucho menos. Estoy
convencido de que eres lo suficientemente fuerte como para darte
cuenta por ti misma de lo que quieres y no quieres en tu vida. No
hay presión, no voy a obligarte a que me quieras o me
correspondas. Ese no soy yo. Puede que otros actúen de esa forma
—dejo flotando en el aire el nombre de Daniel para que ella, por sí
misma, entienda e interprete mis palabras—, sin embargo, yo no.
Eres tú la que tienes el poder. La que decide, y yo…, yo solo acato.
—Suspira. Con fuerza. Vaciando sus pulmones y entonces, solo
entonces, alza la mirada y me observa con intensidad. Quiero que
vea que lo que le digo es cierto. Que ella es dueña de su presente y
de su futuro y que el pasado es solo eso; el recipiente que contiene
los errores de los que hay que aprender y obtener una versión
mejorada de nosotros mismos. Una versión más herida y también
más real.
»Todos hemos cometido errores. Todos. Mírame. Yo me casé con
Andrea, confié en ella, me dejó por otro y, aun así, te vi aquel día en
una foto de un currículum, esperando a que ese puesto fuese tuyo e
intentando que todo saliese bien. Luchando por ti, por lo que
querías, por lo que eras. Y te vi los días siguientes mientras bajaba
la escalera para cotillear lo que hacías, a veces con burdas excusas
y otras sin ellas. Te he visto siempre, Violeta. Hasta cuando creías
que eras invisible, yo te veía. —Deposito una mano sobre la suya,
no como muestra de amor, que existe y rebosa por todos los poros
de mi piel, sino como apoyo incondicional, de que efectivamente y
pase lo que pase, decida lo que decida, lo que quiero es que sea
feliz.
»Yo te apoyaré siempre. Aunque no me quieras, yo te querré.
Aunque no me creas, yo creeré por los dos. Aunque caigas, yo seré
tu salvaguarda. Aunque no te veas, yo tendré cuatro ojos y dos
pares de pulmones para respirar cuando sientas que te ahogas.
Porque eso es el amor. Incondicional. Irracional. Absoluto. Ilógico y
desesperado. Y eres libre. Siempre lo has sido y siempre lo serás.
Conmigo o sin mí. —Doy un paso hacia atrás y le tiendo la mano.
Violeta intercala una mirada entre ella y mis ojos. Cuando por fin la
acepta, da un paso hacia mí y me abraza.
»No es necesario que me digas lo que él te hizo. No quiero que
me lo cuentes. Solo quiero que te quieras como eres y por lo que
eres. Única e irrepetible.
Las lágrimas empapan mi chaqueta.
Ni siquiera triste deja de brillar.
46
¿El amor es una locura?
Violeta:
Podéis marcar en el calendario el día de hoy. Lo
mismo en un año hay que celebrar un
aniversario.
Aina:
He sido testigo presencial (sin ser vista) de que
estos dos tortolitos se asman mucho.
Celeste:
Se asman. Vaya chiste más pésimo, ¿a que sí,
Unai?
Unai:
Quiero saberlo todo con pelos y señales. O sin
pelos, mejor sin pelos.
47
Unai, estás hecho un lío
Violeta:
¿Qué haces?
Violeta:
He tenido una conversación de lo más extraña
con Unai. Está confundido con lo de Adri.
Violeta:
Hazme caso, deja lo que quiera que estés
haciendo. Soy tu amiga y merezco atención
como tal.
Aina:
Estoy con Cristian.
Aina:
Vestida.
Violeta:
Son celos. Llámame loca.
Aina:
Loca.
Violeta:
Era una forma de hablar.
Aina:
Es que creo que lo estás, no sé qué haces
hablando con Unai en vez de estar follando con
tu novio.
Mi novio…
Violeta:
No puedo pegarme la vida entera fornicando.
Necesito socializar.
Aina:
Socializa fornicando. Podéis deciros guarradas al
oído mientras te la mete.
Violeta:
Eres una bruta.
Aina:
Una bruta realista.
Violeta:
¿Qué haces con Cristian? ¿Socializar?
Aina:
En este caso, sí. Café. Nada más.
Violeta:
¿Voy buscando el traje de madrina?
Aina:
No pienso volver a pasar por ahí. No me casaré.
Fornicaré y socializaré. He dicho.
Violeta:
Veremos.
Aina:
Veremos.
48
¿Socializamos en el archivo?
—Te quedan dos días para confirmarme que viene. No quiero una
negativa por tu parte, tampoco excusas. Ya sabes cómo me las
gasto, jovencita.
Llevo quince —interminables— minutos al teléfono intentando
hacer razonar a mi abuela sobre las consecuencias catastróficas
que puede ocasionar llevar a Bruno a la cena del jueves. La
principal, y que más peso tiene, no es otra que la presencia de mi
madre y el desconocimiento por parte de él de nuestra complicada y
embarazosa relación. Que, puestos a utilizar el adjetivo
«embarazoso» en mi reflexión, tiene algo de peso ese asunto
también. Y no es una metáfora, ya me entendéis.
—Paso. —Respuesta escueta y concisa que espero que Tara
entienda.
—Tu hermana me ha dicho justamente eso.
—Ah, ¿sí? Tal vez es porque somos hermanas. ¿Y qué le has
dicho?
—Que pienso subir a todas las redes sociales, periódicos, radio,
televisión o lo que sea que se lleve ahora, las fotos de ella desnuda
en el jardín de nuestra antigua casa. Y ojito a lo que sueltas por esa
boca de pizpireta que tienes porque tuyas hay unas cuantas
también.
—¿Sabes que eso es chantaje, abuela?
—No puedo argumentar nada contra esa lógica.
—Ya. No esperaba menos de ti —refunfuño enrabietada—. Es
injusto que nos hagas esto.
—Tu hermana ha respondido eso también.
—A riesgo de que no me guste tu contestación, te preguntaré por
tu respuesta nuevamente.
—No. Puede que no te guste y te diré lo mismo que a Celeste:
como no vengas el jueves con ese novio tuyo, pienso hacerte el
vacío.
—Bah, eso son chorradas tuyas.
—Tú verás. Quizá son cosas de vieja o… puede que no lo sean.
Mi abuela corta la comunicación y diría que nunca la he visto con
tanta resolución en su voz como en este momento. Mentira, ella es
muy drástica y ese tono suele utilizarlo en cada reprimenda o
consejo de esos que esperas que se lleven a cabo sí o sí sin que
haya una réplica por nuestra parte y suele ser de las que cumple su
promesa porque cabezota también es un rato. A alguien tendré que
salir, ¿no creéis?
Salgo del baño. Me he escondido allí, cual ninja de esos que dice
Unai, y he hablado con ella porque era la décima vez que me
llamaba sin parar y sabía, sé, que no iba a cesar en su empeño, por
eso de que es cabezota y tal.
Violeta:
¿Tu abuela también te ha hecho chantaje
emocional a ti?
Celeste:
Sí. A ver qué hago yo con este tema, porque tu
abuela no acepta un no por respuesta.
Violeta:
Lo que no acepta es ser una persona normal. Me
ha amenazado.
Celeste:
Y a mí. Con fotos.
Violeta:
Ídem.
Celeste:
Se lo diré a Adri, a ver qué me dice.
Violeta:
Teniendo en cuenta que está loco por tus
huesos, lo mismo te compra un anillo.
Celeste:
Pues espero que sea un anillo vibrador y que no
sea verde, como esa cosa que tienes que
publicitar.
Violeta:
Ja. Ja. No me hace gracia. No te metas con la
pobre Pollatronic. Es fea como el demonio, sin
embargo, los feos también tienen derecho a vivir.
Celeste:
A ver qué te dice Bruno.
Violeta:
Reza una plegaria por mí.
O dos.
Celeste:
Lo haré, pero solo si es a los dioses nórdicos.
Esos fornidos y rubiales.
Violeta:
Vale. Me va bien. Manda foto de esos dioses por
si me cambio de religión.
—¿No era una cena informal? —me pregunta Unai, que sigue
tumbado en el sofá dejando que el televisor le vea a él y no
viceversa.
Llevo un rato buscando mi teléfono. El teléfono del trabajo. No
tengo ni la más remota idea de dónde he podido dejarlo y eso es un
problema serio. Muy serio. Y no quiero entrar en pánico, pero me lo
pone difícil esta situación.
—¿Has visto mi teléfono? Quería desconectarlo por si sonaba.
No es plan de que lo haga esta noche precisamente. Y,
respondiendo a tu pregunta, sí, es una cena informal, obvio, y
también es una cena importante. Va Bruno y allí estará mi madre.
Unai rueda los ojos y los pone en blanco.
—Nadie me ha invitado a esa cena. —Vaya, no me había dado
cuenta.
—Ojalá no me hubiesen invitado a mí tampoco —me sincero con
cierto nerviosismo—. ¿El teléfono? —inquiero retomando el tema
que me preocupa. Incluso más que la cena y eso ya es decir.
—No lo he visto. Mira en los cientos de bolsos que tienes, quizá
lo has dejado en alguno de ellos. La culpa es tuya, por no guardarlo
en un cajón.
—Es trabajo, Unai, lo mismo me pilla allá que acá.
—Tienes horarios —replica para hacerme entender su teoría.
—Y a veces me llaman con algún extra que acepto. Dinero. Eso
que me hace falta. —Pongo las palmas de las manos hacia arriba
para que entienda lo que le quiero decir—. Si está apagado no estoy
de servicio, si está encendido… —Lo dejo en el aire, no hay nada
más que explicar.
Toco en la puerta de la habitación de mi hermana. Abre y la veo
maquillada. Vaya…
—¿En serio? —bufa Unai desde el salón. Parece haber asimilado
la situación mucho antes que yo.
Mi hermana le dedica una mirada de soslayo sin decir nada de
nada. En otro momento esto me encantaría, porque, básicamente,
sería símbolo de una pelea entre ellos y suelen ser divertidas.
Ahora, con el disgusto, lo que menos quiero son sus rollos.
—¿Has cogido tú mi teléfono?
—¿Qué? —inquiere desubicada.
—Mi teléfono. El de la línea erótica. No tengo ni idea de dónde lo
he dejado.
—¿En alguno de tus bolsos?
—Eso le he dicho yo —añade Unai.
—¿Y? —cuestiona haciendo caso omiso a la fina ironía de mi
amigo.
—¿Os creéis que no he buscado?
—Pues ya aparecerá —sentencia mi hermana.
Se encierra de nuevo en la habitación, y yo vuelvo a la mía. Voy a
revisar de nuevo los bolsos.
Los tengo todos sobre la cama, hechos una piltrafa y sin orden
alguno, cuando el portero de casa resuena. Miro la hora en mi reloj.
Se me ha hecho tarde.
Abro la puerta justo cuando Unai va a tocar en ella. Nos
encontramos frente a frente y creo que hasta teme por su vida
porque, si ironiza de nuevo, lo mismo lo rajo y acabamos siendo
protagonistas de un capítulo de Mentes Criminales.
—Tu hombre ha llegado. Lo he invitado a subir.
—¿Y? —pregunto. Joder, esto parece un cambio y corto con
tanta respuesta escueta.
Unai alza los hombros como si se la sudase todo un cojón de
pato. Literalmente. Está de un irascible que no se aguanta ni él
mismo, la verdad.
Me dirijo hacia la ventana y veo a Bruno abajo esperando. Vuelvo
hacia la habitación de Celeste. Toco.
—Me piro. Ya ha llegado Bruno. ¿Vas con Adri o vienes con
nosotros?
—¿Vas con Adri o vienes con nosotros? —imita Unai desde el
sofá y no en un tono conciliador precisamente.
Le dedico una mirada iracunda.
—Calla, estúpido.
Me mira, lo hace, claro, al menos no me remeda como un niño
mosqueado.
—Voy con Adri.
Mi hermana sale de la habitación, y juro que Unai ahoga un
gemido y yo otro.
—Vaya. Joder, Celeste. Estás toda buena.
—Gracias.
Observo que sus ojos bailan hacia donde se encuentra nuestro
amigo y se ruboriza.
—Bien. Así es como te quiero. Fuerte y segura.
—Parece un anuncio de compresas —protesta Unai. El estúpido
de Unai.
—Deberías masturbarte, cielo, se te acumula el semen y eso
hace que estés de tan mala hostia. No te sienta bien.
Celeste deja escapar una carcajada. No puedo evitar meterme
con él, se lo busca solito y que dé gracias a que no lo he asesinado
aún.
—¿Has encontrado el teléfono?
—No —niego—, pero es tarde, tenemos que irnos. Además, que
Bruno me espera abajo. Creo que Unai le dijo alguna tontería y no
quiso subir.
—Claro, Unai es el culpable de todo en este mundo. Hasta de
vuestras patéticas citas —lo suelta con retintín de nuevo,
mosqueado, como si le sentase mal el asunto.
—No te hemos invitado porque no es una comida de esas. Es
para…
—Ya me ha quedado claro que es para los novietes —replica con
sarcasmo—. Fíjate, yo pensaba que Celeste estaba colada por mí y
me ha sustituido en menos que canta un gallo —suelta con desdén.
A mi hermana la pulla se le queda clavada en el pecho. Le
cambia el gesto al instante y me imagino dándole una paliza a Unai
por su comentario tan hiriente y desafortunado, sin embargo, esta
guerra no es la mía y entiendo lo que sucede. De repente, todo
encaja a la perfección.
Me acerco hasta él, apoyo la mano en el sofá y lo digo. Lo digo
con toda la intención del mundo.
—La culpa de esto es tuya y solo tuya, Unai. Elegiste tú, no
tienes derecho a ofenderte. Lo perdiste.
Ya está. Ya lo he soltado. Si de verdad eso es lo que le sucede,
espero que le ponga remedio al asunto y, si no, que asuma las
consecuencias de sus actos y deje de comportarse como un niño
pequeño.
Los dejo solos en el salón y bajo en busca de Bruno. Le envío un
mensaje a Aina mientras desciendo por las escaleras y rezo para no
tropezar y perder los piños por el camino, que esto yo lo he visto en
mogollón de películas y hace gracia únicamente cuando se ve
desde fuera.
Violeta:
No encuentro el teléfono. Estoy entrando en
pánico. Por casualidad, no lo tendrás tú,
¿verdad?
Bruno
Es ella. No hay duda de que lo es.
Me he quedado patidifuso al descubrir quién es y a partir de ahí
no supe siquiera cómo comportarme.
Llamo a Cristian antes de que el sol salga. Ya no vale la pena
seguir dando vueltas en la cama porque los problemas ahí no se
van a solucionar. Ni las dudas, las puñeteras dudas tampoco.
El trayecto hacia la oficina se me hace mortal. Aún no han dado
las siete de la mañana cuando cruzo el umbral del edificio. El
silencio en la planta es atronador y me pararía a disfrutar un mínimo
de él si no tuviera la cabeza llena de pensamientos inconexos sobre
lo sucedido anoche. Mi hermano, sin formular pregunta alguna al
respecto, me ha prometido que llegará en cuestión de minutos
porque está de guardia y ya va a acabar el turno.
Deambulo por mi despacho. Coloco los dosieres con toda la
documentación que hemos preparado en estas semanas para la
campaña publicitaria unas mil veces ya y, aunque sé que no hay
nada que añadir, es como si necesitase tener algo que hacer que
me distraiga.
Violeta, Aina y yo hemos formado un compendio laboral
inmejorable y he logrado mantener a Ferran fuera de todo esto. La
única esperanza que nos queda es que este proyecto salga
adelante y asentar unas bases que sean estables. Eso sin contar
que las medidas que voy a tomar son de lo más drásticas y no
sentarán del todo bien. Nunca llueve a gusto de todos, ya sabéis.
La puerta se abre y la figura de mi hermano, aún con su traje de
poli malo, aparece frente a mí.
—He pasado yo la noche en guardia y al que parece haber
arrollado un tren es a ti.
—Violeta trabaja en una línea erótica —lo suelto sin anestesia,
sin rodeos y sin pensar porque eso es lo único que se me pasa por
la cabeza y que me ha mantenido toda la noche en vela.
Espero en mi hermano la misma reacción que tuve yo.
—¿Y? —Es todo lo que responde dejándome descolocado.
—¿No te sorprende?
Niega.
—Me la suda mucho. —Otra frase escueta y muy tajante—.
¿Cómo te has enterado?
—Anoche. Anoche todo cobró sentido.
—¿Te lo relató ella?
—¡No, joder! ¡No! —Llevo las manos a mi cabeza, como si me
fuese a explotar de un momento a otro—. Eso me ha dolido
bastante, que no confiase en mí como para contármelo —me
sincero.
—Bruno… —El tono de su voz suena a amonestación, y me da
igual.
—Podía habérmelo dicho, no habría pasado nada —insisto
haciendo alusión una vez más al tema.
—No creo que sea algo sencillo de relatar, ¿no crees?
—¿Por qué?
—¿En serio me preguntas eso? ¿Porque la vas a juzgar no te
parece suficiente motivo?
—No la voy a juzgar, quiero decir…
—¿Y qué es lo que estás haciendo ahora?
Cristian me tiende el vaso de café, y lo cojo entre las manos.
Cuando sujeto el vaso me doy cuenta de lo heladas que las tengo.
—No la estoy juzgando, porque no lo hago, ¿verdad? —Esa
pequeña vocecilla interior me cuestiona.
—¿Cómo te has enterado? —Cristian chasquea la lengua sin
responder a mi pregunta, en cambio, formula una nueva.
—Yo… yo he llamado a esa línea erótica y llevo hablando con
una chica que se llama Lilah unas semanas. Varias. Muchas —
especifico—. No sé exactamente cuánto tiempo —aclaro—. Y nos
hemos hecho amigos. Empezó siendo sexo y luego me sentía bien
cuando la llamaba y me contaba cómo estaba, las novedades, algún
problema…, y yo a ella. Supongo que el desconocer quién era la
otra persona con la que intercambiábamos información nos permitía
ser sinceros y hablar sin pudor alguno —le explico—. En una de
esas conversaciones me contó que tenía problemas con su familia,
con su madre y que estaba embarazada a pesar de ser mayor. No le
di importancia, no lo asocié a nada en particular y anoche…
—Anoche la conociste.
—Sí. Y todo encajó a la perfección. Lilah y el juego de palabras
con su nombre real. Lo de su madre… Demasiadas casualidades. Si
es que hasta me siento estúpido por no haberme dado cuenta de
que eran la misma persona. La voz me resultaba familiar, pero no le
di mayor importancia porque no creí que fuese Violeta. No sé, me
siento estúpido.
—¿Por no haberte dado cuenta?
—Sí y no. Por no haberme dado cuenta y porque creo que Violeta
no confía en mí lo suficiente como para contármelo.
—Joder, Bruno, si es que es algo normal.
—¿Por qué te parece tan normal? —grito exacerbado.
Mi hermano guarda silencio unos segundos, permitiendo que me
calme y, de paso, bebiendo su café.
—Yo ya lo sabía —confiesa.
Me giro y me quedo frente a él. Asombrado y dolido.
—¿Te lo ha contado ella? —No puedo creer que así sea. Que lo
haya hablado con él antes que conmigo.
El sosiego vuelve a mi cuerpo cuando mi hermano niega con
vehemencia.
—Me lo ha contado Aina. —Suspiro. Vale. Son amigas. Es lógico
que ella también lo sepa—. Trabajan en la misma línea erótica.
Decido que es el momento de sentarme y dejar de pasear por el
despacho como un perro enjaulado.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Me lo contó el otro día. Salimos a tomar algo y me lo dijo. Me
explicó que su ex la dejó por trabajar en la línea erótica. Llevaban
mucho tiempo juntos y se lo contó cuando ya no podía más. La dejó.
Ya te puedes hacer una idea de la cantidad de cosas que le dijo,
¿no? Y nada bonito ni elegante. Me expuso que en ese momento se
dio cuenta de que jamás ocultaría quién es a nadie.
Joder. Joder. Joder.
—¿Y qué le dijiste?
—Que me parecía bien. Que era una mujer libre y que podía
hacer lo que le diese la gana. Que su ex era un gilipollas de
campeonato por menospreciarla por su trabajo, y que yo soy un puto
egoísta que en el fondo se alegra de que así haya sido.
—¿Por qué?
Cristian mira hacia otro lado. Le da un último sorbo al vaso y lo
estruja entre sus dedos antes de clavar su mirada en mí.
—Porque gracias a que él la ha dejado yo tengo la oportunidad
de conocerla.
A mi cabeza regresa el momento en el que Violeta anoche hizo
ese gesto tan absurdo y a la vez tan divertido de que le explotase la
cabeza y seguro que si estuviese presente y escuchase las palabras
de mi hermano lo volvería a hacer o le diría algo así como: «Vaya,
no encuentro fallos en su lógica», aduciendo que su abuela no para
de decirlo y, ciertamente, anoche lo dijo en varias ocasiones.
—Soy un capullo —le indico a mi hermano.
—No me digas que la cagaste y le dijiste alguna barbaridad —me
increpa Cristian.
Niego.
—Cuando estuvimos hablando, quiero decir, cuando yo era
Míster B y ella Lilah…
—¿Míster B? —me corta mi hermano entre risitas.
—Calla, capullo. —Cristian guarda silencio, pero la sonrisa sigue
en su rostro. Yo también me puedo burlar de él y más con lo que
acaba de confesar. Estoy convencido de que a nuestra madre le
encantará conocer las intenciones de Cristian con Aina.
»Cuando hablamos, ella me preguntó lo que pensaría yo si me
enterase de que su pareja trabaja en una línea erótica. Creo que me
lo dijo por Aina. —En realidad, ahora todo empieza a encajar a la
perfección.
—¿Y qué le dijiste?
—Que si era el adecuado no le daría importancia a eso.
Mi hermano se incorpora, pasea la vista por el despacho y fija sus
ojos en las carpetas que van destinadas a la reunión que tenemos
dentro de unas horas.
—No la jodas, Bruno. No la jodas, porque ella no hace nada malo
y no te tengo por un capullo integral. Es el momento de que pongas
cada cosa en su lugar y que le des a Violeta el sitio que le
corresponde.
Tiene razón. No puedo quitársela.
—Tengo mucho que hacer y debo empezar por el principio. —
Cristian se gira y camina en dirección a la puerta. —Oye, hermanito,
¿debo ir comprando un traje para la boda?
Las carcajadas resuenan en la habitación.
No sé si interpretar eso como un sí o como un no.
52
Punto y final
BRUNO
—Aina, ¿has visto a Violeta?
He llamado a Violeta en varias ocasiones y otras tantas he salido
a ver si estaba liada en su mesa y distraída con algo que le
impidiese contestar a mis llamadas.
Nada. Vacío absoluto.
—Preparamos hace un rato la sala de reuniones y luego no he
sabido nada más. —Aina parece dudar unos segundos, gira la
cabeza, mira hacia atrás y fija de nuevo su mirada en mí—. Entró al
despacho de Ferran hace un rato. No sé si habrá salido porque tuve
que irme al archivo… a por… a…
—A meditar sobre algo, ¿verdad? —Sonrío de medio lado
cuando veo que Aina baja la cabeza ciertamente pillada.
—Sí, eso mismo es, a meditar sobre algo.
—Voy a necesitar que me ayudes en la presentación si no logro
encontrar a Violeta.
Aina asiente y se incorpora, recogiendo varias cosas y una
libreta. Revisa entre sus páginas hasta dar con la parte en la que,
entiendo, se encuentran las notas que hemos tomado para preparar
la campaña.
—Estoy lista —resuelve.
—¿Segura?
No es momento para ponerme nervioso, sin embargo, me cuesta
entender que Violeta no esté aquí después de todo lo que nos
hemos sacrificado para que esta campaña salga a la perfección. La
cantidad de horas que le hemos dedicado, las idas y venidas, las
ocurrencias, las risas y el asco que le sigue profesando al que
espero que sea nuestro artículo estrella.
No me molesto en tocar en la puerta de Ferran. Nuestra
conversación de esta mañana no fue nada halagüeña y ni siquiera
pudo terminar en un acuerdo. En nada más bien, porque Ferran se
levantó y salió de allí hecho una furia cuando le conté que la
empresa no duraría mucho tiempo si seguíamos de esta manera.
Mi idea, y perspectiva, era la de exponer el quid de la cuestión y
esperar a que Ferran tuviese la decencia de reconocer que la culpa
de que las cosas hayan empeorado es suya y solo suya. Sin
embargo, él siguió en sus trece, manteniéndose seguro y afirmando
de forma categórica que la solución pasaba por reducir la plantilla y
que sean los empleados los que sufran las consecuencias de
nuestras malas decisiones. De las mías, por no haberme dado
cuenta de lo que Ferran ha estado haciendo todo este tiempo, y de
él, por robar dinero de la empresa.
No pude hacer mucho más y me sentí un completo imbécil
cuando esperé a que fuese honesto, al menos en esta ocasión, y
confesase que el dinero lo tenía él.
Mi hermano me ha ayudado muchísimo en este asunto, sin obviar
a Aina y a Violeta, que se han hecho cargo de la que puede ser
parte de nuestra solución, sin preguntar.
No quise involucrar demasiado a Violeta en el tema. Que ella sea
mi pareja no quiere decir que tenga que estar al tanto de lo que
sucede en este tema, por lo menos no en lo laboral, aunque sin
entrar en pormenores, sabe lo que sucede.
Violeta, ¿dónde te has metido?
Como era de esperar, el despacho está vacío y no hay nadie en
él.
Mi teléfono comienza a sonar. Cierro la puerta y paso por delante
del despacho de Daniel. Allí tampoco está Violeta y no pienso
preguntarle al impresentable de Daniel si sabe algo de ella. Algo me
huele mal. Algo no encaja en todo esto.
—Dime —respondo al tercer tono.
—Ya están aquí. Estamos listos para empezar.
—Voy.
Tengo que centrarme y pensar con la cabeza fría. Primero, la
reunión. Segundo, localizar a Violeta y saber si le ha sucedido algo y
esperar a que Ferran no tenga nada que ver en ello.
Entro en la sala de reuniones y saludo con cordialidad a los
presentes.
Tomo asiento, presidiendo la mesa, y Aina se coloca a mi lado.
—¿Dónde está la otra chica? —Eso quisiera saber yo.
El directivo de Orgasmic espera una respuesta, puesto que me
observa con fijeza, intercalando alguna que otra mirada de soslayo
con Aina.
—Está indispuesta —contesta Aina por mí—. Y yo la sustituiré.
—¿Temporalmente? —Aina asiente—. Bien. Queremos que sea
ella la que lleve la campaña, es uno de los requisitos que tenemos.
Obviamente, necesitamos saber lo que nos habéis preparado, pero,
en realidad, en las anteriores reuniones, donde presentamos el
proyecto y definimos objetivos, fue la única que nos habló con
claridad y sinceridad y la que nos propuso ideas para mejorar sin
temer a que nos pudiesen sentar mal sus palabras. Eso lo valoro por
encima de todo, es una persona leal a sus principios. La queremos
en el equipo, señor Valcárcel.
Asiento, ellos la quieren en su equipo, y yo la quiero en mi vida.
Una parte de mí estaría encantada de que Ferran presenciase
esta escena porque lo único que ha hecho siempre ha sido
menospreciarla. No directamente y menos conociendo mis
sentimientos hacia ella, sin embargo, cuando de recorte de plantillas
hablamos, el nombre de Violeta fue el primero en salir de sus labios.
Y la negativa por mi parte fue bastante tajante.
—Bien —dice Aina tomando la palabra y convirtiéndose en mi
mano derecha—. Vamos a dar comienzo a la reunión.
—Quiero dejar claro —matizo antes de meternos en el meollo del
asunto— que esta campaña la hemos organizado la señorita
Vázquez, la señorita Montes y yo. Está sujeta a cambios. Se harán
todas y cada una de las modificaciones que sean necesarias hasta
que demos con lo que de verdad queréis.
Los directivos asienten, y Aina toma de nuevo la palabra.
Las imágenes se suceden unas tras otras frente a la pared en
blanco en la que el proyector estampa el trabajo de semanas. Aina
lo hace de fábula. No titubea, no vacila, responde a cada una de las
preguntas y me cede la palabra cuando se habla de temas que me
atañen: aspectos económicos, plazos de entrega, distribución de la
campaña…
—Y el eslogan ha sido idea de la señorita Vázquez.
En la pantalla aparece la última diapositiva con el eslogan en
cuestión: «Green Orgasmic, el sexo del otro mundo».
Les explico los pormenores de nuestra elección, relacionados con
el color del artículo, y ellos permanecen en silencio. Me habría
encantado que fuese Violeta la que lo expusiese porque cuando lo
hizo conmigo me convenció con su poder de persuasión.
La idea es sencilla, perfecta, y en eso es en lo que consiste una
buena campaña de publicidad, además de saber crear la necesidad
del artículo, aspectos que ya hemos tenido en cuenta.
—Debemos lograr que el artículo esté presente en cualquier sitio.
Es decir, no escatimar en ello. Podemos convertir un producto
mediocre en uno líder en ventas si sabemos cubrir las expectativas
de las personas. Ya ha sucedido con otros productos e incluso con
personas. Si inviertes en algo desconocido lo suficiente, y logras
que esté en boca de todos, habrás arrasado. El boca a boca
también es fundamental. Que guste, que se hable de él y para ello
debemos estar en todos lados y que sea accesible.
Parece que mis palabras captan su atención y solo veo gestos de
asentimiento y de satisfacción por su parte.
—Bien. —Nos incorporamos cuando el directivo de Orgasmic lo
hace y nos damos la mano—. Buen trabajo. Espero poder felicitar a
la señorita Vázquez la próxima vez que nos veamos.
Le tienden la mano a Aina, y ella la aprieta con decisión y sin
vacilar.
—Seguiremos en contacto. Empezaremos con el proceso final
para cumplir las previsiones.
—Hablaremos del tema económico a finales de la próxima
semana.
Asiento. La verdad es que ese tema es música para mis oídos
ahora mismo. Y tengo que zanjar determinados asuntos ya.
Aina acompaña a los gerentes de Orgasmic hacia la salida. Les
ofrece un refrigerio que rechazan y regresa al par de minutos.
Comienzo a remangar los puños de mi camisa y sonrío al
imaginar lo que diría Violeta si estuviese aquí.
Saco el teléfono y marco su número aún con medio puño solo
listo. Las prioridades son lo primero. Necesito decirle que todo va a
salir bien y que la campaña ha sido un éxito y en parte es gracias a
ella, que se comprometió a pesar de que no veía viable que se
vendiese. Lo hizo por la empresa y por mí mismo. Por ella, que es
una profesional.
Me siento muy orgulloso de Violeta y soy un cabrón con suerte
por tenerla en mi vida y en mi equipo. Un jodido cabrón con suerte.
«El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura».
Cuelgo de inmediato porque, aunque me hubiese dado la
posibilidad de haberle dejado un mensaje, no quiero hacerlo. Es
mejor hablar cara a cara.
Aina entra mientras termino de llevar a cabo la labor con mi
camisa.
—Ha ido genial. Violeta estaría saltando de una pata si hubiese
estado aquí presente. Sobre todo, por joder a Ferran.
Alzo la vista al escuchar su nombre. Asiento y sonrío porque sé
que así habría sido. Lo mismo hubiese soltado un «chúpate esa,
imbécil».
—Oye, Aina, ¿tienes un momento?
—¿Me lo pregunta mi jefe? ¿Me lo vas a descontar del sueldo?
—bromea.
—A estas alturas creo que nosotros ya no somos solo jefes, ¿no?
—Cierto. Eres la pareja de mi amiga.
—Y posiblemente tu futuro cuñado.
Espero la reacción ante mis palabras y no se hace de rogar.
Intenta que no se le note, lo sé, porque yo mismo he jugado a ese
juego mucho tiempo, cuando espiaba a Violeta desde las escaleras
o cuando bajaba a su planta con cualquier burda excusa.
—Lo dudo —finaliza. Mentira, huele a mentira.
—Cristian me ha dicho que trabajas… —Las palabras mueren en
mi boca porque tal vez está mal que yo le confiese que lo sé, que mi
hermano me lo ha dicho y que se sienta traicionada por ello. Me
retracto—. Lo siento.
—Bruno —Aina se acerca y toma asiento a mi lado. Parece una
de esas escenas en las que tengo que aguantar la charla por haber
hecho alguna travesura. Me temo que Cristian se va a volver tan
loco con Aina como lo he hecho yo con Violeta—. Ya escondí una
vez lo que hago y me dolió que me dejasen por ello. —Suspira—.
Aunque bien es cierto que hubiese sucedido antes o después
porque Tomás no era para mí, y yo no era para él —explica con la
decepción tiñendo sus iris—. Trabajo en una línea erótica y no
pienso avergonzarme nunca de ello. No pienso bajar la cabeza
porque mi trabajo no me define. No dice si soy mejor o peor persona
y, si piensas así, estás equivocado.
—Sé que Violeta también trabaja ahí —confieso sin pudor alguno.
—¿Y? ¿Vas a ser de esa clase de imbéciles que dejan escapar a
la chica de su vida por un trabajo? No te tenía por un tío tan
superficial.
—Yo he hablado con ella.
—Normal. Eres su pareja y su jefe —se burla.
—Con Lilah —especifico.
De la boca de Aina sale un leve quejido, producto de la sorpresa
de mi confesión.
—¿Cómo lo sabes? —titubea.
—No sé hasta dónde sabes tú.
—El adolescente pajillero no eres y el anciano tampoco.
—Vaya, ¿habláis de eso? Pensaba que en esa profesión había
secreto profesional.
—Solo comentamos los memorables, los que nos hacen reír —
aclara guiñándome un ojo.
—Da igual —zanjo—, lo que quiero decir…
—Tienes que hablar con ella. No pensar o creer, hablar con ella
porque, si no lo haces, tú pensarás algo, ella por su parte lo hará, y
las cosas se malinterpretan, Bruno.
—No me lo contó —lo expongo con sinceridad, dejando entrever
el dolor que me ha causado.
—Normal.
—Eso ha dicho Cristian.
—Tu hermano es una caja de sorpresas —ironiza—. No va a
presentarse frente a ti, sin saber lo que sabe, teniendo en cuenta la
reacción de Tomás ante mi sinceridad, las marcas que sigue
teniendo por el imbécil de Dani y te lo va a soltar a la mínima de
cambio. No obstante, estoy convencida de que Violeta te lo iba a
contar. Lo sé. La conozco, y ella te quiere de verdad.
Suspiro. Aina no puede tener más razón de la que tiene.
—Yo también la quiero de verdad.
—Pues soluciónalo o tendré que pegarte con la porra de tu
hermano.
Alzo una ceja ante el comentario de Aina.
—¿Porra?
—Joder, no seas un cerdo malpensado. Hablo de la porra, la
porra dura.
Una carcajada brota de mi garganta.
—No lo estás mejorando.
—Ya veo. —Se ríe Aina.
—Tengo mucho que resolver.
—Esa frase me suena, demasiado.
Aina me guiña un ojo antes de salir de la sala de reuniones y de
dejarme con mucho en lo que pensar.
55
Mentalidad de tiburón
Violeta:
Esta noche es viernes. Nos reuniremos en casa.
Tenemos que hablar.
Aina:
La reunión ha salido de perlas. Cuando esta
noche te cuente, vas a correrte del gusto.
Ya. Pues lo dudo, la verdad. Eso sí, me alegra mucho que todo
haya salido bien. Sé que esto es importante para Bruno. Muy
importante.
Accedo a la recepción del hotel y me acerco a preguntar por mi
madre. No me facilitan el número de la habitación por protección de
datos, seguridad y no sé qué rollo más. Me indica que llamará y
preguntará.
Tras pedirme mi nombre hace lo propio y espero paciente a que
me diga algo.
Me giro y observo los detalles del hotel. Mola mucho y debe de
ser épico vivir en un lugar donde todos los días te hacen las camas,
te limpian la habitación y te ponen toallas nuevas y mullidas
mientras tú te pasas el día en la piscina o en el spa. Es más, te
olvidas de cocinar y de hacer la compra. Tal vez mi madre es la más
inteligente de todas, y Celeste salió a ella, y yo me quedé con los
genes del capullo que nos abandonó.
No permito que mi negatividad me envuelva una vez más y volver
a pensar eso que acabo de decir de mi madre no me lleva a nada
bueno. Siempre termino entrando en un bucle sin fin.
Nunca he esperado a que las cosas se arreglen por sí solas. He
tenido la certeza de que afrontar los problemas y solventarlos
cuanto antes era lo más lógico y viable. Lo ideal. Lo correcto y que
hace que no se convierta en una bola cada vez mayor que termina
por absorberte en el camino. Lo que ha sucedido, la realidad y
analizándolo con perspectiva, es que Dani me eclipsó, me
convenció y me dejó hecha una piltrafa. Y yo se lo permití.
Tomé su palabra como la real, como esa que se convertía en un
mantra y no di opción a que no fuese de esa forma y es triste acabar
así. Y lo más triste es pensar que tú no pasarás por eso, que eso
que ves en otros, en los medios de comunicación o en las historias
que se cuentan, está lejos y que nunca te salpicará.
Te crees invencible o intocable, incluso irrompible…, te crees un
poco de todo eso, hasta el punto de que dudas de los que están a tu
lado diciéndote que algo te sucede, que has cambiado y que estás
perdiendo tu esencia. Porque eso es exactamente lo que acontece,
te absorben y pierdes lo que eres sin darte cuenta de ello.
Aguantas. Tragas. Engulles. Masticas. El dolor del pecho se
acentúa. La infelicidad lo tiñe todo y desaparecen los colores. Y solo
hay vacío. Dentro y fuera de ti. Vacío y soledad.
Esa oscuridad que sientes como habitual es tu propio refugio. Y
lo sigues permitiendo. Hasta ese día en el que ves un atisbo de luz
en algún sitio. En una risa. En una palabra de ánimo. En una caricia.
En un pequeño detalle y la luz se cuela por esa rendija,
expandiéndose. Y comienza la lucha interna entre lo que crees que
debes hacer y lo que haces.
Esas son las cosas que pasan en una relación tóxica. En una
relación que no aporta, sino que resta, que quita, que te sutura
constantemente las heridas que deja a su paso para que luego se
abran de nuevo. Hasta el punto en que la cicatriz es tan grande,
tanto que lamentablemente ya no vuelve a curarse.
No hay una receta. Una fórmula. No hay nada que te diga lo que
debes hacer si te sientes mal. Pero sí puedes intentar ser feliz
siempre y alejarte de las cosas que no te hacen sentir bien desde el
primer momento, antes de que te consuman y te pierdas por el
camino. Si alguna vez te sucede eso, solo debes huir y alejarte por
completo. Nada de oportunidades, nada de intentos, huir y quedarte
donde te palpite el corazón de una manera que parezca que se te va
a salir del pecho.
A veces el refugio es un lugar; otras, un dulce, y muchas tantas,
una persona.
Quédate con quien brille contigo. Y con quien te haga volar alto,
tan alto que nunca le temas a la caída.
—Señorita…
Me giro y la cara de exasperación de la chica me indica que lo
mismo he estado demasiado abstraída como para entender que no
es la primera vez que me llama. A sus ojos debo de parecerle una
tarada de campeonato y probablemente piense que pierde el tiempo
conmigo, sin embargo, es profesional y actúa como tal. Como yo
con la polla radiactiva, igual.
—¿Sí? —Me acerco hasta la recepción de nuevo.
—Puede subir. Habitación 607.
En otra circunstancia, el ascensor se me antojaría como el
camino que hace un reo cuando se dirige hacia la silla eléctrica,
porque ya sabéis que durante mucho tiempo he sentido cierto
resentimiento por el tema de mi madre. Y quizá, en cierto modo, he
sido injusta con ella.
Para cuando me planto frente a su puerta, mi madre ya se
encuentra apoyada en el quicio de la misma, expectante. No hay
que ser demasiado avispado para percatarse de que su ceño refleja
confusión. Supongo que esperaba cualquier cosa y no que su hija,
esa con la que tiene ciertas…, digamos, reticencias, se haya
plantado sin avisar de su llegada.
—Vengo en son de paz. —Quizá debería haber pensado en esta
frase tan chula antes de haberla acompañado con una bandera de
papel, ondeando al aire tras hablar.
—Permíteme que lo dude —bromea, aunque, si lo piensa, hace
bien.
Me cede el paso. No es una habitación como me había
imaginado, es decir, sí, es una habitación, sin embargo, no como la
de un jeque árabe, en plan enorme y recargada, hasta adornada con
rollos de oro, no sé, que mi imaginación es la que es y soy
publicista. Yo esto lo vendería como algo más bien acogedor porque
bonito, lo que se dice bonito, no es, no.
—¿Sabes? El rato que he estado en la recepción he imaginado
que vivías como una reina, ya sabes, te hacen de comer, te limpian
y hacen la cama, te ponen toallas limpias y te pasas el día en el spa
o haciéndote la manicura, algo así.
Mi madre alza una ceja y se le escapa una sonrisilla.
—La primera parte es bastante real, la segunda no. No me paso
el día haciéndome la manicura, es más, no me la hago desde hace
años. —Me tiende la mano y me las muestra para que observe lo
poco cuidadas que están—. Y el spa no sé ni dónde queda. No he
preguntado. Lo único que hago últimamente es descansar porque
este —me dice señalándose la incipiente barriga que comienza a
abultar— no me da tregua.
—¿Este?
—No sabemos lo que es, Celeste creo que me lo pregunta cada
día. Le he dicho que en la siguiente revisión puede venirse conmigo
y con Peter.
Asiento. Sé que a mi hermana le hará mucha ilusión ir.
—¿Dónde está él?
—Ha ido a firmar el contrato por un piso. Nos hemos cansado de
vivir en un hotel —ironiza—. Es hora de que tengamos nuestro
espacio y nuestra casa. Que nos asentemos de verdad.
—¿Os quedáis? —balbuceo.
—Sí. —Mi madre me mira con fijeza. Desde que ha llegado, las
veces que nos hemos visto, las que hemos discutido y en las que
solo hemos compartido silencio, siempre me ha mirado con
determinación y sin duda—. Cuando te dije que habíamos venido
para quedarnos, lo dije en serio, Violeta.
Mi madre se acerca hasta colocarse frente a mí. Hace un leve
intento por tocarme la mano y cogerla, como siempre suele hacer mi
abuela, y en última instancia retrocede.
—Pensaba que era otra de esas frases tuyas, ya sabes…
—No quiero iniciar una nueva polémica, Violeta. En serio, no
quiero, estoy cansada de todo eso. Soy perfectamente consciente
de que me equivoqué con vosotras, incluso con tu abuela, y que
actué de forma egoísta. Ya lo sabes. Lo sé. Lo sabemos todos —
repite. En su gesto, en la tensión del cuerpo, en el desgaste de su
voz al continuar hablando de ello, recalcando lo que ya dejó claro en
casa de mi abuela, percibo su sinceridad y las ganas de dejar todo
eso atrás. Y quizá yo también lo necesite. Empezar de cero en
general. Como ha hecho Aina, mi madre o Celeste. Un reinicio
dejando atrás lo que pesa, los lastres. Convivir con el miedo y la
inseguridad y no dejar que eso lo ocupe todo y lo llene por completo.
Abrir la compuerta a la rendija por la que quiero que se cuele la luz
—. Y de verdad que no quiero ni pretendo que te lo tomes a mal,
Violeta, pero si has venido a iniciar una nueva confrontación,
preferiría que te fueses porque estoy agotada. Tengo suficiente
sentimiento de culpa en el cuerpo y ya me fustigo yo cada día por lo
mal que lo he hecho todo estos años con vosotras dos, que sois lo
mejor que me ha pasado en la vida, como para que me repitas lo
que yo ya sé.
Ahora que la tengo frente a mí y que me permito observarla de
verdad, más allá de la nube negra que suele velar mis ojos cuando
nos hemos visto, la negatividad y la propia toxicidad de mis
reacciones, percibo que tiene razón. Las ojeras, la postura e incluso
la delgadez me indican que mi madre no pasa por su mejor
momento.
—Quizá deberías plantearte si ese hermano mío es un alien en
vez de un futuro niño rollizo porque das pena.
—Vaya, gracias, viniendo de ti lo mismo es un cumplido.
—Por supuesto.
Le dedico una leve sonrisilla, y mi madre me la devuelve. Camina
hacia la cama y se recuesta en ella subiendo los pies a la misma y
dejando a la vista, tras deshacerse de las zapatillas, unos calcetines
multicolor.
—A Celeste le encantarían.
—Fueron idea suya.
Me sorprende la confesión y de inmediato me arrepiento por
mostrar tan abiertamente ese gesto. Bajo la cabeza y entiendo lo
que sucede.
No puedo ni debo sentir decepción porque mi hermana haya
mantenido la relación con mi madre, porque, ¿qué esperaba? ¿Que
se posicionase en uno de los bandos de una guerra absurda como
la que llevo yo misma? Es imposible. Ya se lo dije a mi abuela,
quizá, Celeste ha sido la más madura de las dos y la que ha dejado
a un lado los rencores para disfrutar y aprovechar los detalles.
—Celeste es muy buena niña.
Mi madre parece respirar de nuevo tras mis palabras. Imagino la
cantidad de cosas que se le deben de haber pasado por la cabeza
al contarme lo de los calcetines, una tontería, con una realidad
detrás a tener en cuenta.
—Violeta, he pensado algo y, ahora que has venido y estamos
solas, me gustaría que lo hablemos.
—Tú dirás.
—No quiero que te lo tomes a mal. —Ni siquiera sé por qué me
sorprende que mi madre inicie una conversación de esta forma, no
obstante, lo hace. Asiento para que entienda que puede seguir—.
Me gustaría devolverte el dinero que has invertido en los estudios de
tu hermana. Lo he estado hablando con Peter y es lo justo y lógico.
No lo hago porque pretenda quedar bien contigo o para ganarme tu
perdón, lo hago por justicia y porque te he cargado sin darme cuenta
con una responsabilidad que no es tuya.
Niego efusivamente. No. No.
—No. —Y así se lo hago saber. Mi madre desvía la mirada hacia
la ventana. Ni siquiera sé cómo interpretar su gesto, si es alivio, si
es disgusto o desazón—. Celeste no ha supuesto ninguna carga
para mí. Es mi hermana y pase lo que pase estaré a su lado. No
tienes que devolvernos nada. Es más, quizá deberías volver a tu
casa en vez de alquilar otra.
Ahora la reticencia ante mis palabras se palpa en el ambiente.
—Esa es vuestra casa. Vuestro hogar. Vivís ahí las dos. Lo
menos que puedo hacer es dejaros tranquilas, al menos en ese
sentido. Ni siquiera la estoy pagando yo, la pagáis vosotras. De eso
también quería hablaros. Es vuestra casa, tendría que cambiar el
titular.
—De ese tema es mejor hablar cuando Celeste esté presente —
finalizo.
—Lo veo justo. Lo que no entiendo es lo del dinero, te has
sacrificado por ella, lo has hecho, déjame que te compense.
Frunzo el ceño y niego nuevamente. Es cierto que me he
sacrificado y que debido a eso empecé a trabajar en la línea erótica
y que, si las cosas no hubiesen sucedido de esta manera, yo no me
habría visto obligada a coger ese trabajo y nada de lo que ha
pasado hubiese sucedido como lo ha hecho. No habría chantaje por
parte de Ferran, el distanciamiento con Bruno, los miedos a ser
juzgada, incluso los insultos gratuitos que he recibido o recibiría si
se enterase la gente de quién soy. Sin embargo, tampoco me habría
reído como lo he hecho con algunas llamadas, ni habría recibido la
reprimenda de la madre de un adolescente, no habría hablado con
un anciano la mar de majo o no me habría corrido gracias a las
caricias de Míster B.
Que la realidad es esta, todo tiene su lado bueno y su lado malo
en la vida.
—No ha sido un sacrificio. Ha sido ayudar a mi hermana y estar
para ella. Ahora quiero que tú estés para nosotras, en nuestra vida.
Quiero que no te vayas más, que no te alejes y que pienses en que
te vamos a seguir necesitando y mi hermano también lo hará.
No es necesario que le diga que la perdono. No formulo la frase
como tal, pero las lágrimas en los ojos de mi madre, el
arrepentimiento y la esperanza tiñen sus ojos.
—¿Cómo estás tan segura de que es un niño? —me pregunta
mientras las lágrimas siguen resbalando por sus mejillas.
—No lo sé. Sea lo que sea, será el alien de la familia.
Mi madre se carcajea y da un par de palmadas en el colchón para
que me tumbe con ella.
—Vamos, Violeta, ponme al día de las novedades que ha habido.
—Resumir diez años va a ser complicado —ironizo.
—Lo bueno es que tenemos mucho tiempo.
Me quito las zapatillas y tomo asiento a su lado.
—Trabajo en una línea erótica y me he enamorado de mi jefe.
Ese es un gran título y un buen avance de temporada. Ahora voy
a explicarle todos los capítulos que la conforman.
56
Jugando al tres en raya
Cristian:
Me la pones dura.
Leo en alto.
—No, espera, ese no.
Me enseña otro mensaje y pongo los ojos en blanco. Panda de
cerdos, y ella ni se inmuta.
Cristian:
La cita del otro día fue la primera de muchas. No
pienso dejarte escapar. Huye, porque cuando te
pille será mucho más interesante.
Míster B
—Sí, ya sé cómo funciona la línea. He llamado en varias ocasiones,
pero entiéndame cuando le digo que esta es una llamada
«excepcional». —Intento darle un matiz diferente a mi última
palabra, no sé, intentar sonar como un cachorrito desvalido a ver si
de esta manera el corazón de hielo de la interlocutora se ablanda y
me hace caso de una maldita vez.
—Caballero, le pasaré con la chica que esté disponible. Lilah
no…
—No —insisto. Joder con el hueso duro de roer—. Quiero hablar
con Lilah. Necesito hablar con ella…, por favor —le ruego al darme
cuenta de que tal vez un tono al borde del desamparo funciona
mejor y consigo mi fin.
Escucho un suspiro al otro lado de la línea y me pone en espera
sin siquiera disculparse. Vaya con los modales de la gente.
Una musiquita mala resuena a través del auricular. Despego el
teléfono de mi oreja y pongo el manos libre para que no me sature y
desarrolle una sordera temprana.
Llevo la copa de whisky a mis labios y le doy varios sorbos
cortos. No entiendo cómo ha sucedido todo esto, lo de hoy ha sido
un caos total.
—¿Caballero? —La voz de la misma chica de antes me saca de
mis ensoñaciones.
Dejo el vaso con premura sobre la mesa de centro y cojo el
teléfono, no sea que me cuelgue si no respondo con celeridad.
—Sí, sí. —Ni siquiera me ha dado tiempo de quitar el manos
libres.
—Le paso.
Cierto alivio me recorre cuando me indica que por fin voy a poder
hablar con Lilah.
—Vaya, Míster B, me ha dicho mi compañera que ha sido un
hueso duro de roer y que solo quería hablar conmigo.
Hablar, lo que se dice hablar…
—Eres de esas que dejan huella.
Todo encaja. Todo. Absolutamente todo. Su voz. Su risa. Sus
jadeos. Sus bromas.
—No será para tanto —me responde quitándole hierro al asunto,
aunque me la imagino sonriendo como ella solo sabe hacer y las
ganas de verla se incrementan en un mil por ciento. Sueno
ciertamente desesperado, lo admito.
—Quiero proponerte algo —le digo. Lo verbalizo antes de que el
nerviosismo me haga sentir peor y lo mismo mis palabras se
atraganten sin remedio.
—¿De qué hablamos exactamente? —susurra con la voz entre
jovial e interesada—. Lo mío puede ser cumplir fantasías.
Una pequeña punzada se clava en mi pecho. Es trabajo y solo
eso. No hay nada más.
—Quiero que nos veamos. Conocernos. Ponernos cara. —O que
me la ponga ella a mí. La cara, quiero decir, lo otro ya sabéis…
Silencio. Silencio absoluto y ensordecedor.
—Eso va en contra de las normas de la empresa —finaliza tras
recomponerse.
—Tal vez ya nos hemos saltado alguna norma de empresa, ¿no
crees? —lo digo haciendo alusión a las conversaciones privadas
que hemos mantenido, aunque no sé si eso es del todo cierto.
—No —niega aclarando mis conjeturas—. Yo solo tengo que
hablar, no se estipula sobre qué.
—No importa. Quiero verte.
—¿Por qué? —inquiere y esta vez no se lo piensa. El tono de
antes se ve sustituido por uno lleno de recelo.
—Porque necesito verte.
Y esa es la puta verdad. Necesito verla. Necesito que me vea.
Necesito ser sincero con ella y decirle lo que pasa, lo que ha
sucedido hoy, todo, y que ella, sencillamente, me mire con sus ojos
llenos de alegría y vitalidad, que sus pestañas me embriaguen y que
su presencia me calme y estabilice todo. Que lo llene todo de color y
que su olor a arándanos me acompañe cada maldito día de mi vida.
Exhala todo el aire de nuevo antes de hablar y esos escasos
segundos siento que algo va a explotar dentro de mí.
—¿Dónde? —me pregunta yendo directa al grano.
—¿Estás libre en una hora? —La imagino mirando su reloj y
haciendo cálculos mentales, tal y como es ella.
—Sí. ¿Dónde? —cuestiona de nuevo.
Le facilito la dirección de un local céntrico. Tras meditarlo un rato,
he llegado a la conclusión de que sentirá más confianza por citarse
con alguien a quien ella cree que no conoce en un lugar que estará
lleno de personas que puedan actuar si temiese algo.
—Una hora —le repito.
Cuelga sin decir nada más y por primera vez me planteo que no
vaya a acudir y me dé plantón.
Creo que la mejor forma de ser sincero con ella es que descubra
la verdad sobre quién ha estado detrás de esas llamadas. En las
que conectamos, desde el principio, cuando todo era un juego y el
artífice del mismo fue Ferran, la persona que más me ha
decepcionado.
Salgo de casa aun sabiendo que llegaré mucho antes de la hora
prevista. Intuyo que el decirle de vernos ipso facto y añadir que ya
sé dónde vive, por si prefiere que yo la recoja, suena a acosador de
mala muerte. Y ya este asunto va a ser mucha sorpresa como para
incentivar más la cosa.
Soy prudente aparcando el coche lejos. Pienso en llamar a
Violeta de nuevo, no me valdría de nada porque sé que tendrá el
teléfono apagado, tal y como lleva todo el día. Sería como darme de
cabezazos contra la pared una y otra y otra vez.
Mientras espero por fuera, desde la acera de enfrente, sumido
entre las sombras y la letanía que me proporciona la oscuridad de la
noche, trazo un plan B por si no se presenta. Un plan B muy práctico
y sencillo que pasa por colarme en el portal de Violeta, subir, entrar
en su casa, explicarle todo lo que sé y ella no, para, posteriormente,
follármela contra la primera pared que pille. Puede que el orden de
los factores no sea este, sin embargo, cumpliría todos los
cometidos. Todos.
La verdad es que la palabra psicópata se pasea por mi cabeza en
varias ocasiones, es como si una parte de mí me dijese que, para
grandes problemas, grandes medidas y la otra que, para grandes
locuras, grandes pastillas que te anulen el sentido.
Lo de observar la hora como un poseso se convierte en un acto
reflejo. Termino haciéndolo por inercia y maldiciendo porque las
agujas del reloj se tomen su tiempo a la hora de moverse. Hasta que
algo llama mi atención. Una silueta moviéndose en la acera de
enfrente. Una bien diferente al resto de personas que deambulan
por las calles con los colegas, botellín de cerveza en mano y dando
voces. Los viernes por la noche son explosivos para cualquier
persona. Incluidos nosotros.
Entra al local y solo me permito cruzar la acera. No me paro a
pensar en el nerviosismo de la situación, en las circunstancias en
las que se da nuestro encuentro, al que podría tachar de furtivo. A
su cara cuando el que aparezca sea yo o su reacción cuando me
presente como Míster B y le relate la forma en la que descubrí que
era ella.
Ya ni siquiera me planteo que sea ella la que me explique cómo
llegó a trabajar ahí y el motivo por el que no me lo dijo porque Aina
fue suficientemente clara a la hora de darme su opinión y entiendo
su miedo. Su miedo y la analogía intrínseca que mantiene este con
la relación de Daniel.
Tampoco me voy a plantear la búsqueda del culpable o de los
culpables porque eso solo acrecentaría la rabia y ese sentimiento ya
lo ha eclipsado todo hoy con suficiencia.
Ahora lo que necesito es que ella vuelva a casa. A mí.
Accedo al local y la veo frente a la barra. De inmediato me doy
cuenta de que mi patético plan no pasó por preguntarle alguna
característica que me diese una idea de cómo distinguirla. Lo de
psicópata, en mi caso, tiene los días contados. Tampoco ella dijo
nada. Una rosa, un colgante, un broche, algo que decore el pelo o la
descripción de sus ojos, que son los más bonitos, grandes y
expresivos que he visto jamás.
Sentada en la butaca, otea el local de espaldas a la puerta.
Sonrío por inercia. Me acerco y pongo mis manos sobre sus ojos.
Percibo la sonrisa bajo su semblante.
—¿Cómo puedes saber que soy yo si no acordamos nada que
nos identificase?
—Intuición masculina.
El gesto le cambia al escuchar mi voz.
Lleva sus manos hasta mis brazos y asciende por ellos,
comprobando que mis mangas están remangadas. Algo muy propio
en mí y un detalle en el que ella se ha fijado en mil ocasiones.
—¿Bruno? —No sé si el deje que percibo en su voz está cargado
de sorpresa, de dudas, de inseguridad o de tranquilidad y sosiego.
Baja mis manos con las suyas y se gira. Comienza a mirar en
varias direcciones, nerviosa.
—¿Esperas a alguien? —pregunto con socarronería.
—Sí —admite sin pudor.
—¿Una cita? —prosigo con mi juego—. ¿Es por eso por lo que
no contestas a mis llamadas?
Violeta baja la cabeza, y por inercia llevo mis manos hacia su
barbilla alzándola para que nuestras miradas conecten una vez más.
—He estado resolviendo cosas durante el día. Con mi madre, mi
hermana, Unai…
—Entiendo. ¿Y en qué lugar quedo yo? Tenemos que hablar —
finalizo con contundencia.
No quiero que se le pase por la cabeza en ningún momento que
voy a alejarme de ella sin hablar las cosas, sin luchar por lo nuestro,
lo que tenemos, que es lo más bonito que me ha pasado en mucho
tiempo.
—Decidí que los problemas tenía que solventarlos paso a paso.
Estabas dentro de mi memoria RAM, pero no sabía si quiera cómo
enfrentarme a ello. A todo esto —dice mientras nos señala a ambos
con su dedo índice.
—Tenemos mucho tiempo para hablar, Violeta. Estoy aquí —le
digo con vehemencia.
—Yo…
Su mirada vuelve a recorrer el local. Observa las mesas,
comprobando si en alguna de ellas hay alguien que esté solo y se
encuentre tan perdido como ella lo está ahora.
—Violeta… —Sujeto de nuevo su barbilla y cuando nuestras
miradas conectan veo el reflejo de las dudas en ella—. Soy Míster
B.
Violeta se pone en pie tras mi confesión, como si el que estuviese
frente a ella no fuese yo, como si no me reconociese y por un
momento siento que he cometido un error y que lo mismo el plan B
tampoco me hubiera funcionado y hubiese tenido que trazar un plan
C que fuese más meditado y menos impulsivo de lo que ha sido
este.
Retrocede unos pasos, asimilando mis palabras. Me acerco. No
quiero que se cierre, que huya. No voy a dejar que eso suceda.
Tengo que seguir adelante y tengo que permitirle que se sienta
decepcionada, por lo menos, hasta que pueda explicarle la
situación.
—No —niega—. No. ¿Cómo sabes eso? ¿Quién te lo ha
contado? ¿Ha sido Ferran?
Comienza a caminar en dirección a la salida y sujeto su muñeca
con mi mano impidiendo eso que ya me esperaba.
Se suelta con la furia reflejada en su semblante. Se siente
traicionada. Dejo que abandone el local a la vez que la sigo sin
amilanarme y voy tras ella. No me vale una huida. No me vale nada
que no sea ella. Conmigo. A mi lado. Llenándolo todo de colores y
de sensaciones.
—¿Qué coño pasa, Bruno? —Violeta estalla cuando sale a la
calle. Deambula de un lado a otro, perdida y desconcertada. Normal
y lógico teniendo en cuenta la situación.
—Sé que eres Lilah. Lo supe anoche cuando llegamos a casa de
tu madre. ¿Recuerdas la conversación en la que le contaste a
Míster B que tu madre había regresado y que estaba embarazada?
—Ella asiente con el semblante contrito y las lágrimas a punto de
desbordarse de sus preciosos ojos—. Pues anoche, cuando la vi allí
y dijo que estaba embarazada, tuve dudas, pero, entonces, todo
encajó. Me di cuenta de que Lilah eras tú y que la chica con la que
había conectado este tiempo, la chica con la que me gustaba hablar,
a la que escuchaba parlotear y la que hizo que el primer día me
corriese como un adolescente hormonado eras tú.
—Te alejaste. Te cerraste. Me dejaste en casa y no me lo
contaste, no me dijiste cuáles eran tus sospechas. No contestaste
esta mañana a mi mensaje. Lo leíste y no respondiste —replica con
dolor.
—No sabía qué hacer, Violeta. No sabía cómo decirte lo que
había descubierto. Ni cómo te lo ibas a tomar. Lo único que tenía
claro era que quería hacer las cosas bien y esta mañana fue
complicada, todo el asunto de Ferran, la presentación…
—¿Qué tiene que ver Ferran en todo esto? —me pregunta
asustada.
Dando de nuevo un paso hacia atrás y alejándose de mí,
poniendo distancia entre los dos.
De nuevo, doy un paso hacia ella. No pienso permitir que se
aleje.
—Ferran y yo hemos dejado de ser socios. Se acabó.
—¿Qué? —inquiere y, aunque intenta sonar sorprendida, no lo
parece. Es más lista de lo que creía y ha sabido leer entre líneas—.
¿Qué ha pasado?
—Lo que ya sospechábamos. La precaria situación de la
empresa era culpa de él y de Daniel, que también ha jugado un
papel importante en este asunto.
—¿Y la empresa? ¿Los trabajadores? ¿Nuestros proyectos?
¿Qué sucede con todo?
—Empezaremos de nuevo. Orgasmic nos ha ofrecido un contrato
a largo plazo de su línea erótica, eso sí, te quieren en la campaña o
no la harán. Ellos se han quedado tan obnubilados contigo como lo
he hecho yo desde el primer momento en el que te vi. Espero no
tener que llegar a las manos con ellos —bromeo quitándole hierro al
asunto.
—Ferran…
—Lo sé —la corto antes de que siga y me cuente lo que ya me
explicó él esta mañana—. Lo sé todo, Violeta. Me lo dijo. Me dijo en
lo que trabajabas, con lo que él no contaba era con que yo ya lo
sabía y me daba exactamente igual. No tenías que haberte ido,
tenías que haberme buscado, haber hablado conmigo. Aunque,
puestos a retractarnos, yo también me equivoqué y tenía que
haberte dicho anoche lo que descubrí. Lo hicimos mal los dos.
Erramos, aun así, estamos a tiempo de solucionarlo, de hablarlo con
calma, de contarnos todo y de empezar de cero siendo
completamente sinceros el uno con el otro.
—¿Entonces…?
—Entonces, tengo la suerte de haberme enamorado de ti y de
haber encontrado a la mujer de la que me había enamorado al otro
lado de una línea telefónica, convirtiéndose en mi amiga por partida
doble. Porque en Lilah encontré una bonita amistad y a ti te
entregué mi corazón hace tiempo.
—Yo… Yo quería contártelo, Bruno, en serio, quería…, no sabía
cómo ibas a reaccionar. Tenía miedo a que me juzgases o
reaccionases de la misma forma que lo hizo Ferran. A producirte un
rechazo o que sintieses repulsión por mí. Yo… no quería perderte,
Bruno.
—Shhh. —Me acerco hasta ella y la envuelvo entre mis brazos.
Cuando ella está a mi lado, cuando me roza, cuando nos fundimos
en uno es cuando me siento completo. Cuando todo lo demás deja
de importar y lo que de verdad toma fuerza es el latir acelerado de
mi corazón, los recuerdos de las miradas furtivas, el imaginarla con
un lápiz en la boca, sus enormes pestañas, nuestro primer beso,
nuestra primera conversación profunda. La primera vez que supe
que estaba loco por ella y que eso sería así para siempre,
imperturbable e inalterable. Porque Violeta es color y es olor, es
sabor y es brillo. Violeta es la única capaz de darle sentido a mis
días—. No puedo negar que al principio me sentí un poco frustrado
por no haberlo sabido, pensé que no confiabas lo suficiente en mí
como para decirme algo que para ti es importante, sin embargo, a
su vez, comprendí, gracias a Cristian y a Aina, que es un tema
delicado y solo necesitabas tiempo y espacio para hacerlo. Y no me
importa, Violeta, no me importa, porque, por suerte, tiempo y
espacio nos va a sobrar.
Violeta alza la mirada, aún refugiada en mi pecho y me sonríe con
calidez.
—¿Te vas a poner romanticón ahora? —me provoca.
—Oh, vamos, déjame intentarlo, aunque sea. No seas tan
cortante.
Ella se carcajea y se separa de mí. Nuestras manos siguen
unidas y paseo mi pulgar con delicadeza por la palma de su mano.
—¿Sabes que hicimos muchas hipótesis sobre el significado de
la B de tu avatar?
—¿Hicimos?
—Aina, Celeste y yo, por supuesto.
—No sé para qué pregunto —ironizo poniendo los ojos en blanco.
—Sobra decirte que la peor de todas fue Aina.
—Ya. Tampoco me sorprende —respondo con socarronería.
Comenzamos a caminar en dirección a mi coche o a Winnie, a
saber, solo deambulamos por la acera hablando, con la tranquilidad
y la paz que da saber que todo está como debe estar. En su sitio.
Ella conmigo, y yo con ella.
—Aina cree que Míster B es de Berga.
—Siento decirte que…
—Lo sabemos, lo sabemos —me corta antes de que corrija su
ortografía.
Violeta frena sus pasos y queda por detrás de mí menos de un
metro, aún con nuestras manos tensas y nuestros dedos
entrelazados. Se muerde el labio, coqueta.
—¿Qué clase de pensamientos impúdicos están rondando por tu
cabeza? —le pregunto. El brillo malicioso de su mirada lo dice todo
y, por supuesto, me pone a cien—. Vamos, pequeña Violeta, tengo
algo que enseñarte y estoy segura de que te vas a quedar sin
palabras.
La acorralo contra la primera pared que nos da algo de intimidad.
Tengo que demostrarle que la B sirve para muchas cosas, pero, la
primera, es para darnos el beso de nuestras vidas.
58
Gilipolleando
Mamá:
Me han dicho que el bebé será…
—¡Joder, Aina! ¡No me puedo creer que sigas con ese rollo!
Pensaba que la psicopatía se te había pasado y veo que no, que la
cosa no solo no se cura, sino que empeora.
—Calla y ayudadme a sacar los calzoncillos de este puñetero
cajón. ¿Para qué querrá tantos si a mí me gusta con la sardina al
aire? No lo entiendo, lo juro, no lo entiendo.
—Supongo que para no ir a trabajar con ese pescado colgando
—aclara mi hermana. Lo de que es la voz sensata de este grupo ha
quedado claro desde hace tiempo, ¿verdad? Porque, si no, este es
el momento.
Hemos hecho una reunión en casa de Aina. Los cuatro, es decir:
Unai, que está sentado viendo el ataque de histeria gratuita de Aina;
Celeste, que no deja de mirar a nuestro amigo como si se lo quisiera
comer, y yo, que, en este instante, intento eludir que ninguno de
esos trapos que pertenecen a la ropa interior de Cristian me caigan
encima porque me da una grima que flipáis.
—Te digo desde ya, que no pienso recoger nada de lo que tires.
—Tengo varias horas por delante antes de que regrese del
trabajo, ¿es que no me lo piensa pedir? Si le he mandado todos los
mensajes subliminares habidos y por haber que he podido.
—Ya, supongo que la nota que hay en la nevera tamaño DIN-A1
donde dice y cito textualmente: «Si no me compras un pedrusco del
tamaño de la Torre Agbar, puedes ir olvidándote de que hagamos el
helicóptero»…
—¿El helicóptero? —replica Unai—. ¿Y yo eso por qué no lo he
leído? Es más, Celeste, ¿eso por qué no me lo has hecho nunca?
—Calla —replica mi hermana mientras le propina un pellizco a
Unai, que cierra los ojos y contrae el gesto por el dolor.
Mi teléfono suena justo en el momento indicado, así que
aprovecho la coyuntura para salir y contestar.
—Míster B…
—¿Qué llevas puesto?
Pongo los ojos en blanco e intento reprimir la carcajada que
siempre acude a mi boca cuando hablamos.
No, no estoy trabajando en la línea erótica, lo he dejado, no
porque Bruno me dijese nada al respecto o porque me sintiese
juzgada por ello, no es cuestión de eso, lo he dejado, al menos
temporalmente, porque el trabajo en Valcárcel es como una carrera
de fondo.
Hemos empezado de nuevo, de cero en muchos aspectos, no
solo en la empresa sino yo conmigo misma, dejando atrás lastres y
estigmas que nada bueno traían.
La relación con mi madre ha mejorado muchísimo, y Oriol está
perfectamente. Al final hemos tenido razón y es un niño. La abuela
Tara está bordando mil cosas para el nuevo nieto y para los
bisnietos que espera que lleguen pronto. Espero que no lo diga por
nosotros porque, si me dicen que a la larga lista de trabajo tengo
que añadirle un bebé, me dará un jamacuco y la historia terminará
con final triste y eso no es lo que queremos…
—Tus braguitas favoritas, esas que te empeñas en quitarme con
la boca cada vez que las llevo puestas.
—Mmmm —murmura Bruno con voz ronca.
—Y tú, ¿qué llevas puesto?
Aquí estoy una vez más para contaros quién soy. Mi padre era muy
dado a apuntarnos en el registro con un nombre totalmente diferente
al que acordaba con mi madre y, si le hubiese hecho caso, mi
nombre habría sido Yaniré, así que, no sé mis hermanos, pero yo le
agradezco que no le haya hecho caso (perdona, mamá).
Nací y viví durante muchos años en un pequeño pueblo de poco
más de siete mil habitantes al norte de la isla de Tenerife llamado La
Matanza de Acentejo, sin embargo, con veintipocos años, dejé el
pueblo por amor y me fui a la capital. Actualmente vivo en las
afueras de Santa Cruz de Tenerife con mi hijo y mi pareja.
He sido desde siempre una apasionada de la lectura, recuerdo
sacar libros de la biblioteca y devorarlos cada noche antes de
dormir. En el año 2016 escribí mi primera novela y, después de ella,
han llegado once más. Las cabronas también se enamoran es mi
duodécima novela autopublicada y espero que vengan muchas
muchas más.
Mis libros se caracterizan por personajes muy divertidos,
socarrones, canallas, irónicos y sarcásticos, aunque entre sus
páginas, además de risas, podéis encontrar algunas reflexiones
sobre la vida, escenas hot, amistad, amor y familia.
Supongo que, si ya me conocéis, sabréis que lo de resumir,
definitivamente, no es lo mío y he dado por perdido intentarlo. ;)
Me encanta la playa, la piscina, el sol, comer (todo lo que no se
debe), hablar, hablar y hablar y escribir, of course. No concibo mi
vida sin historias que contaros, así que… ¡Nos leemos!